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SHERRY TURKLE LA VIDA EN LA PANTALLA La construcción de la identidad en la era de Internet PAIDÓS Barcelona Buenos A

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SHERRY TURKLE

LA VIDA EN LA PANTALLA La construcción de la identidad en la era de Internet

PAIDÓS Barcelona

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Introducción

Identidad en la era de Internet H abía un niño que avanzaba cada día, y el primer objeto a l que m iraba, en aquel objeto se convertía. Walt Whitman

N os vemos diferentes cuando cazamos con la mirada nuestra ima­ gen en el espejo de la máquina. Hace una década» cuando por primera vez pensé en el ordenador como un segundo yo» estas relaciones que transforman la identidad eran casi siempre de uno a uno, una persona a solas con la máquina. Éste ya no es el caso. Un sistema de redes que se expande con rapidez, conocido colectivamente como Internet, en­ laza a millones de personas en nuevos espacios que están cambiando la forma con la que pensamos, la naturaleza de nuestra sexualidad, la for­ ma de nuestras comunidades, nuestras verdaderas identidades. A cierto nivel, el ordenador es una herramienta. Nos ayuda a escri­ bir, guarda registro de nuestros informes y nos comunica con otros. Más allá de esto, el ordenador nos ofrece nuevos modelos de mente y un medio nuevo en el que proyectar nuestras ideas y fantasías. Más recien­ temente, el ordenador se ha convertido en algo más que en una herra­ mienta y un espejo: podemos atravesar el espejo. Estamos aprendiendo a vivir en mundos virtuales. Puede ser que nos encontremos solos cuan­ do navegamos a través de océanos virtuales, desentrañamos misterios virtuales e ingeniamos rascacielos virtuales. Sin embargo, de forma cre­ ciente, cuando atravesamos el espejo otras personas también están allí.

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El uso del término «ciberespacio» para describir mundos virtuales apareció en la ciencia-ficción,1sin embargo para muchos de nosotros el ciberespacio es en la actualidad parte de las rutinas de la vida de cada día. Cuando leemos nuestro correo electrónico o enviamos mensajes a un bnlietin board (panel de anuncios) electrónico o realizamos una re­ serva de un pasaje de avión en una red informática, estamos en el cibe­ respacio. En el ciberespacio podemos hablar, intercambiar ideas y asu­ mir personajes de nuestra propia creación. Tenemos la oportunidad de construir nuevas clases de comunidades, comunidades virtuales, en las que participamos con gente de todo el mundo, gente con la que con­ versamos diariamente, gente con la que podemos tener una relación bastante íntima pero que puede que nunca conozcamos físicamente. Este libro describe cómo una cultura de la simulación en emer­ gencia está afectando nuestras ideas sobre la mente, el cuerpo, el yo y la máquina. Podemos encontrar sexo virtual y matrimonio ciberespacial, psicoterapeutas en el ordenador, insectos robot e investigadores que están intentando construir niños de dos años artificiales. Tam­ bién los niños biológicos forman parte de la historia cuando el hecho de jugar con juguetes informáticos los lleva a especular sobre si los ordenadores son inteligentes y que significa estar vivo. Es más, en gran parte de estas cosas nuestros hijos son quienes llevan la delante­ ra, y los adultos quienes con ansiedad les seguimos el rastro. En la historia de la construcción de la identidad en la cultura de la simulación, las experiencias sobre Internet figuran de forma promi­ nente, aunque estas experiencias sólo se pueden comprender como parte de un contexto cultural más amplio. Este contexto es la historia de la erosión de las fronteras entre lo real y lo virtual, lo animado y lo inanimado, el yo unitario y el yo múltiple, que ocurre tanto en cam­ pos científicos avanzados de investigación como en los modelos de vida cotidiana. Desde científicos intentando crear vida artificial a ni­ ños que practican morphing* a través de seríes de personajes vir­ tuales, podemos ver la evidencia de cambios fundamentales en la ma­ nera como creamos y experimentamos la identidad humana. Sin embargo, en Internet las confrontaciones con la tecnología, al mismo tiempo que colisionan con nuestro sentido de identidad humana, son frescas, incluso puras. En las comunidades ciberespaciales de tiempo * Como se verá más adelante, morphing es U expresión utilizada en la serie de televisión Power Rangen cuando estos personajes transforman su forma en otra. Conservamos la expresión inglesa porque así lo ha hecho la cultura popular y la cul­ tura informática. [N. de la l.)

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real, vivimos en el umbral entre lo real y lo virtual, inseguros de nues­ tro equilibrio, inventándonos sobre la marcha. En un juego interactivo basado en texto diseñado para represen­ tar un mundo inspirado por la serie de televisión Star Trek: la nueva generación, miles de jugadores dedican ochenta horas semanales par­ ticipando en exploraciones intergalácticas y guerras. A través de des­ cripciones y órdenes escritas, crean personajes que tienen encuentros informales y romántico-sexuales, que tienen trabajos y coleccionan cheques de cobro, que asisten a rituales y celebraciones, que se ena­ moran y se casan. Para los participantes, estos sucesos pueden ser apasionantes; «Esto es más real que mi vida real», dice un personaje que resulta ser un hombre que interpreta a una mujer que está simu­ lando ser un hombre. En este juego el yo se construye y las reglas de la interacción social se edifican, no se reciben.2 En otro juego basado en texto, unos mil jugadores crean cada uno un personaje o varios personajes, especificando su género y otros atributos físicos y psicológicos. N o es necesario que los personajes sean humanos y existen más de dos géneros. Se invita a los jugado­ res a ayudar a construir el propio mundo del ordenador. Al utilizar un lenguaje de programación relativamente simple, pueden crear una habitación en el espacio del juego en la que pueden situar el escenario y definir las reglas. Pueden llenar la habitación con objetos y especi­ ficar cómo funcionan; pueden, por ejemplo, crear un perro virtual que ladra si uno escribe la orden «ladra Rover». Una jugadora de once años de edad ha construido una habitación que llama condo.* Está bellamente decorada. H a creado joyas y un maquillaje mágicos para su tocador. Cuando visita el condo, invita a sus ciberamigos a reunir­ se con ella, habla, encarga una pizza virtual y flirtea. V iv ir

en el

M UD

El juego de Star Trekt TrckMUSE, y LambdaMOO, son ambos programas de ordenador a los que se puede acceder a través de Inter­ net. Hubo un tiempo en que Internet sólo era accesible para personal militar e investigadores técnicos. En la actualidad es accesible a todos aquellos que puedan comprar o tomar en préstamo una cuenta en un servicio conectado a una línea comercial. TrckMUSE y LambdaMOO se conocen como M UD, Dominios para Múltiples Usuarios (MultiUser Domains) o, con una mayor pertinencia histórica, Mazmorras * Expresión coloquial para condominio o apartamento. [N . J e U t.}

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para Múltiples Usuarios (Multi-User Dungeons), debido a que su ge­ nealogía se remontaría a Dragones y mazmorras, el juego de rol fan­ tástico que hizo furor en los institutos y facultades a finales de los años setenta y principios de los ochenta. Los juegos de ordenador para múltiples usuarios se basan en dife­ rentes clases de software (por eso MUSE, M OO o MUSH permane­ cen como parte de sus nombres). Para simplificar, utilizo el término MUD para referirme a todos ellos. Los MUD nos sitúan en espacios virtuales en los que somos capaces de navegar, conversar y construir. Accedemos a un MUD a través de una orden que enlaza nuestro ordenador con el ordenador en el que reside el programa MUD. Hacer la conexión no es difícil; no requiere ninguna sofisticación técnica en particular. Las órdenes básicas pueden parecer complicadas al principio pero pronto se convierten en algo familiar. Por ejemplo, si yo interpreto un personaje llamado ST en LambdaMOO, cualquier palabra que escríba después de la orden «decir» aparecerá en todas las pantallas de los jugadores como «ST dice». Cualquier acción que escríba después de la orden «exteriorizar» aparecerá escrita después de mi nombre, como en «ST te saluda con la mano» o «ST ríe de forma incontrolada». Puedo «susurrar* a un personaje concreto y solamente él podrá ver mis palabras. En el momento en que se ha escrito este texto, existen unos quinientos MUD en los que cientos de miles de personas participan.3 En algunos MUD, los jugadores se representan por iconos gráficos; la mayoría de MUD están basados puramente en textos. La mayoría de jugadores son de clase media. Un gran segmento son hom­ bres. Algunos jugadores tienen unos treinta años, aunque la mayoría se encuentran entre los primeros años de la veintena o los últimos años de la adolescencia. Sin embargo, ya no es anormal encontrar M UD en los que chicos y chicas de ocho o nueve anos «interpretan» iconos de es­ cuela primaría como Barbie o los Poderosos Morphin Power Rangers. Los M UD son un nuevo tipo de juego de salón virtual y una nue­ va forma de comunidad. Además, los M UD basados en texto son una nueva forma de literatura escrita en colaboración. Los jugadores de M UD son autores de M UD, y son creadores además de consumido­ res de contenido mediático. En este sentido, participar en un M UD tiene mucho en común con la escritura de guiones, el arte de la actua­ ción, el teatro de calle, el teatro improvisado —c incluso la commedia deWarte. Sin embargo los M UD son también algo más. Mientras los jugadores participan, se convierten en autores no sólo de texto sino de ellos mismos, construyendo nuevos yos a través de la interacción social. Un jugador dice: «Eres el personaje y no eres

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el personaje, las dos cosas al mismo tiempo». Otro dice: «Eres lo que simulas ser». Los M UD proporcionan mundos para una interacción social anónima en la que uno puede interpretar un papel tan cercano o tan lejano de su «yo real» como así lo elija. A partir de que alguien participa en M UD enviando texto a un ordenador que almacena el programa de M UD y la base de datos, los yos del M UD se forman en la interacción con la máquina. Si quitamos la máquina, los yos del M UD dejan de existir: «Parte de mí, una parte muy importante de mí, sólo existe dentro de PernMUD», dice un jugador. Bastantes ju­ gadores hacen broma diciendo que son como «los electrodos en el ordenador», tratando de expresar el grado en el que se sienten parte del espacio del ordenador. En los MUD, nuestro cuerpo se representa a través de nuestra pro­ pia descripción textual, de manera que los obesos pueden ser delgados, los guapos pueden ser simples, los torpes pueden ser sofisticados. Una ilustración publicada en la revista New Yorker capta el potencial de los MUD como laboratorios para experimentar con nuestra propia iden­ tidad. En la ilustración, un perro, con la pata en el teclado deí ordena­ dor, explica a otro: «En Internet, nadie sabe que eres un perro». El ano­ nimato de los MUD —se conoce a alguien en el M UD sólo por el nombre de su personaje o personajes— da a la gente la oportunidad de expresar aspectos múltiples y a menudo inexplorados deí yo, jugar con su identidad y probar identidades nuevas. Los MUD hacen posible la creación de una identidad u n fluida y múltiple que pone en tensión los límites de la noción. La identidad, después de todo, se refiere al equili­ brio entre dos cualidades, en este caso entre una persona y su persona­ je. Sin embargo, en los MUD, uno puede ser muchos personajes. Los jugadores de M UD devotos son a menudo personas que traba­ jan todo el día con ordenadores en sus trabajos regulares —como ar­ quitectos, programadores, secretarias, estudiantes y corredores de bol­ sa—. De vez en cuando juegan en los M UD, pueden poner a sus personajes a «dormir» y perseguir actividades de la «vida real» con el or­ denador (los jugadores de M UD llaman a esto VR), todo el rato que permanecen conectados dentro del sistema del mundo virtual del juego. Algunos dejan programas especiales en funcionamiento que les mandan señales cuando conecta un personaje particular o cuando reciben una «llamada» de algún conocido del MUD. Algunos viven tras pequeños programas de inteligencia artificial llamados bots (derivados de la palabrat «robot») que funcionan en el M UD para usarlos como aiter egos, capaces de llevar a cabo una pequeña conversación o responder a pre­ guntas simples. En el curso de un día, los jugadores se mueven dentro y

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fuera del espacio activo de juego. Mientras llevan a cabo tal cosa, algu­ nos jugadores experimentan sus vidas «merodeando» entre el mundo real, VR (vida real), y una serie de mundos virtuales. Digo una serie de mundos virtuales porque con frecuencia los jugadores ae MUD están conectados a varios M UD a un mismo tiempo. A las dos de la tarde, en una terminal de ordenadores del M U, un joven de dieciocho años está sentado ante una máquina conectada a la red y señala las cuatro áreas abiertas en su pantalla de ordenador de colores vibrantes. «En este MUD me estoy relajando, tomando el aire. En este otro M UD estoy en una guerra incendiaria.4 En este último estoy envuelto en relaciones de sexo duro. Viajo entre los M UD y el trabajo que me han asigna­ do de física y que debo entregar mañana a las diez.» Esta forma de merodear entre los M UD y la VR es posible por la existencia de estas áreas abiertas en la pantalla, que comúnmente se llaman ventanas. El ordenador utiliza las ventanas como una forma de situarnos en varios contextos al mismo tiempo. Como usuarios, estamos atentos a una sola de las ventanas de nuestra pantalla en un momento concreto, pero en cierto sentido estamos presentes en to­ das ellas en cada momento. Por ejemplo, podríamos utilizar nuestro ordenador como ayuda para escribir un trabajo de bacteriología. En este caso tomamos notas a través del software de comunicación con el cual compilamos materiales de referencia extraídos de un ordenador distante, y de un programa de simulación, que está registrando el cre­ cimiento de colonias de bacterias virtuales. Cada una de estas activi­ dades tiene lugar en una ventana; nuestra identidad en el ordenador es la suma de nuestra presencia distribuida. Doug es un estudiante universitario del medio-oeste. Interpreta cuatro personajes distribuidos en tres M UD diferentes. Uno es una mujer seductora. El otro es un macho, el típico cowboy cuya autodescripción señala que «es el tipo Marlboro con las mangas de la ca­ miseta arremangadas». El tercero es un conejo de una especie sin especificar, un personaje que llama Zanahoria. Doug dice que «Zana­ horia es tan poca cosa que puede inmiscuirse en las conversaciones privadas de la gente. Así que pienso en Zanahoria como mi persona­ je pasivo, un voyeur». Doug sólo interpreta a su cuarto personaje en un M UD en el que todos los personajes son animales peludos. «Me valdría más no hablar de este personaje porque el anonimato es muy importante para mí», dice Doug, «digamos que en los FurryMUD me siento como un turista sexual.»5 Doug habla de interpretar sus personajes en ventanas y dice que el uso de las ventanas le ha hecho posible «conectar y desconectar pedazos de mi mente»:

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Rompo en panes mi mente y cada vez lo hago mejor. Puedo verme a mí mismo siendo dos o tres o mis ventanas. Cuando voy de ventana a ventana sólo enciendo una pane de mi mente y después otra. Estoy en una especie de discusión en una ventana y en otra intento insinuarme a una chica en un MUD y en otra puedo hacer funcionar un programa de hojas de cálculo o cualquier otra cosa técnica de la facultad... Y entonces me llega un mensaje a tiempo real [que parpadea en la pantalla inmedia­ tamente después de que otro usuario lo envíe desde su sistema], y su­ pongo que la VR es esto, sólo una ventana más. «La VR es sólo una ventana más», repite, «y normalmente no es la mejor.» El desarrollo de ventanas en las interfaces del ordenador fue una innovación técnica motivada por el deseo de conseguir que la gente trabajara de forma más eficiente al poder merodear de una aplicación a otra. Sin embargo, en la práctica diaria de muchos usuarios de or­ denador, las ventanas se han convertido en una metáfora poderosa para pensar en el yo como un sistema múltiple, distribuido. El yo no interpreta diferentes papeles en diferentes escenarios en momentos diferentes, algo que una persona experimenta cuando, por ejemplo, se levanta como una amante, prepara el desayuno como una madre, y conduce su coche hasta el trabajo como una abogado. La práctica vi­ tal de las ventanas es la de un yo descentrado que existe en múltiples mundos e interpreta múltiples papeles al mismo tiempo. En el teatro tradicional y en juegos de rol que tienen lugar en un espacio físico, uno entra y sale del personaje; los M UD, por el contrarío, ofrecen identidades paralelas, vidas paralelas. La experiencia de este paralelis­ mo anima a tratar las vidas dentro y fuera de la pantalla con un grado de igualdad sorprendente. Las experiencias en Internet amplían la metáfora de las ventanas —ahora la VR, como Doug dijo, puede ser «sólo una ventana más». Los M UD son ejemplos espectaculares de cómo la comunicación mediada por ordenador puede servir como un lugar para la construc­ ción y reconstrucción de la identidad. Hay muchos otros. En Inter­ net, Internet Relay Chat (comúnmente conocida como IRC) es otro foro de conversación ampliamente utilizado en el que cualquier usua­ rio puede abrir un canal y atraer a invitados; todos ellos hablan unos con otros como si estuviesen en la misma habitación. Los servicios comerciales como America Online y CompuServe proporcionan sa­ las de conversación conectadas a la red que tienen en gran parte el atractivo de los M UD —una combinación de una interacción a tiem­ po real con otras personas, el anonimato (o en algunos casos, la ilu­

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sión del anonimato), y la capacidad de asumir un rol tan cercano o tan lejano del propio «yo real» según uno elija. Mientras cada vez hay más gente que dedica más tiempo a estos espacios virtuales, hay algunas personas que van más lejos aún, llegan a desafiar la idea de dar a la VR cualquier prioridad. «Después de todo», dice un usuario devoto de M UD y de IRC, «¿por qué darle este estatus superior al yo que tiene el cuerpo, cuando los yos que no tienen cuerpos pueden tener diferentes clases de experiencias?» Cuan­ do la gente puede jugar a tener sexos diferentes y vidas diferentes, no es sorprendente que para algunos este juego se haya convertido en algo tan real como lo que pensamos convencionalmente que son sus vidas, aunque para ellos esta distinción ya no sea válida. L e c c io n e s

d e fran cés

A finales de los años sesenta y principios de los setenta vivía en una cultura que enseñaba que el yo está constituido por el lenguaje y a través del lenguaje, que el congreso sexual es el intercambio de los significantes, y que cada uno de nosotros es una multiplicidad de par­ tes, fragmentos y conexiones descantes. Esto ocurrió en el hervidero de la cultura intelectual parisina cuyos gurús incluían a Jacques Lacan, Michel Foucault, Gilíes Deleuze y Félix Guattari.4 Pero a pesar de es­ tas condiciones ideales para el aprendizaje, mis «lecciones de fran­ cés» quedaron en ejercicios meramente abstractos. Estos teóricos del posestructuralismo y lo que vendría a llamarse posmodernismo ha­ blaban un lenguaje dirigido a la relación entre la mente y el cuerpo pero, bajo mi punto de vista, tenían poco o nada que ver conmigo. En mi falta de conexión con estas ideas, no estaba sola. Para po­ ner un ejemplo, para mucha gente es complicado aceptar cualquier reto a la idea del ego autónomo. Mientras en los años recientes, mu­ chos psicólogos, teóricos sociales, psicoanalistas y filósofos han ar­ gumentado que el yo se debe pensar como esencialmente descen­ trado, los requerimientos normales de la vida de cada día ejercen una fuerte presión sobre la gente para que adopte responsabilidades en sus acciones y para verse a sí misma como un actor intencional y uni­ tario. Esta separación entre la teoría (el yo unitario es una ilusión) y la experiencia vivida (el yo unitario es la realidad más básica) es una de las razones principales por las que las teorías de la multiplicidad y el descentramiento han tenido una lenta imposición —o por las que, cuando se imponen, tendemos a acomodarnos rápidamente en los an­ tiguos modos centralizados de ver las cosas.

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Hoy utilizo el ordenador personal y el modem en mi mesa para acceder a los MUD. Anónimamente, viajo por sus habitaciones y es­ pacios públicos (un bar, un salón, un jacuzzi). Creo personajes ver­ bales, algunos de mi genero biológico, que son capaces de tener en­ cuentros sociales y sexuales con otros personajes. En diferentes M UD, llevo a cabo rutinas diferentes, amigos diferentes, nombres di­ ferentes. Un día supe de una violación virtual. Un jugador de MUD había utilizado su habilidad con el sistema para hacerse con el control del personaje de otro jugador. De este modo el agresor era capaz de dirigir al personaje acosado para someterlo a un encuentro sexual violento. Hizo todo esto en contra de la voluntad y las objeciones an­ gustiosas del jugador que está normalmente «detrás» de este persona­ je, el jugador al que este personaje «pertenecía». Aunque alguien acla­ ró las acciones del ofensor diciendo que el episodio fueron solamente ialabras, en realidades virtuales basadas en texto como los M U D , as palabras son hechos. De este modo, más de veinte años después de haberme encontrado con las ideas de Lacan, Foucault, Deleuze y Guattari, las reencuentro en mi nueva vida en los mundos mediados por ordenador el yo es múltiple, fluido y constituido en interacción con conexiones en una máquina; está hecho de y transformado por lenguaje; el congreso se­ xual es un intercambio de significantes; y la comprensión proviene de la navegación y el bncolaje más que del análisis. En el mundo tecno­ lógicamente generado de los M UD, me encuentro con personajes que me sitúan en una nueva relación con mi propia identidad. Un día en un M UD me encontré con la referencia a un personaje llamado doctora Sherry, una cibcrpsicóloga con una oficina en la la­ beríntica mansión que constituía esta geografía virtual del M UD. Allí se me informó que la doctora Sherry estaba administrando cuestio­ narios y conduciendo entrevistas sobre la psicología de los M UD. Sospeché que el nombre de doctora Sherry se refería a mi larga ca­ rrera como estudiante del impacto psicológico de la tecnología. Pero yo no había creado este personaje. N o lo estaba interpretando en el M UD. La doctora Sherry era (ya no está en el M UD) un derivado mío, pero no era mía. El personaje que yo interpretaba en este M UD tenía otro nombre —y no daba cuestionarios o conducía entrevis­ tas—-. Mis estudios formales los conducía fuera de la conexión en es­ cenarios clínicos tradicionales en los que hablaba cara a cara con la gente que participaba en comunidades virtuales. La doctora Sherry debía haber sido un personaje que otra persona creó como una ma­ nera eficiente de comunicar un interés en cuestiones sobre tecnología

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y el yo, pero yo la experimentaba como un pequeño pedazo de mi historia funcionando fuera de control. Intenté tranquilizar a mi men­ te. Me dije a mí misma que seguramente los libros que uno escribe, su identidad intelectual, su persona pública, son pedazos de uno mismo que los otros tienen la posibilidad de utilizar como les plazca. Inten­ té convencerme de que esta apropiación virtual era una forma de adu­ lación. Pero mi intranquilidad continuó. La doctora Sherry, después de todo, no era un libro inanimado sino una persona, o al menos una persona detrás del personaje que se encontraba con otras personas en el mundo del MUD. Hablé de mi intranquilidad con un amigo y éste dejó ir una res­ puesta que acabó con la conversación: «Y bien, ¿preferirías que la doctora Sherry fuese un bot entrenado para entrevistar a gente sobre la vida en el M UD ?». (Recuerdo que los bots son programas de orde­ nador capaces de vagar por el cibcrespacio e interactuar con persona­ jes de allí.) La idea de que la doctora Sherry pudiese ser un bot no se me había ocurrido, pero en un instante comprendí que esto también era posible, incluso probable. Muchos ¿fots vagan por los MUD. En­ tran en el sistema de los juegos como si fueran personajes. Los juga­ dores crean estos programas por muchas razones: los bots ayudan a la navegación, pasan mensajes y crean una atmósfera de animación de fondo en el MUD. Cuando entras en un café virtual, normalmente no estás solo. Un camarero bot se te acerca, te pregunta si quieres algo para beber y te lo sirve con una sonrisa. Los personajes interpretados por la gente a veces se confunden con estas pequeñas inteligencias artificiales. Éste fue el caso con el personaje de Doug Zanahoria, porque es pasivo: muchas personas ven a los personajes facilitadores como los personajes que un robot podría interpretar. Yo misma he cometido este tipo de error varias ve­ ces, asumiendo que una persona era un programa cuando las res­ puestas de un personaje parecían demasiado automáticas, muy pare­ cidas a las de una máquina. Y algunas veces los bots se confunden con personas. También he cometido este error, engañada por un bot que me halagaba al recordar mi nombre o nuestra última interacción. La doctora Sherry podía ser uno de éstos. Me encontré a mí misma en­ frentada con una doble que podía ser una persona o un programa. Cuando las cosas se aclararon, la doctora Snerry no era ninguna de las dos; eran un personaje compuesto creado por dos estudiantes uni­ versitarios que querían escribir un trabajo sobre la psicología de los M UD y que estaban utilizando mi nombre como una especie de mar­ ca comercial o descriptor genérico para la idea de un loquero cibcr-

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nético.7 En los M UD, uno puede ser mucha gente y mucha gente puede ser uno. De esta manera, los MUD no sólo son lugares en los que el yo es múltiple y construido a través del lenguaje, son lugares en los que la gente y las máquinas tienen una nueva relación. Es más podemos tomar lo uno por lo otro. De tal manera, los MUD son objetos evocativos para pensar sobre la identidad humana y, de manera más general, sobre un conjunto de ideas que se han venido a llamar «posmodemismo». Estas ideas son difíciles de definir de forma simple, pero se carac­ terizan por términos como «descentrado», «fluido», «no lineal», y «opaco». Contrastan con el modernismo, la visión clásica del mundo que ha dominado el pensamiento occidental desde la Ilustración. La visión modernista de la realidad se caracteriza por términos como «li­ neal», «lógico», «jerárquico» y por tener «profundidades» que pue­ den ser dilucidadas y comprendidas. Los M UD ofrecen una expe­ riencia de las abstractas ideas posmodernas que me habían intrigado y confundido durante mi crecimiento intelectual. En esta visión, los M UD ejemplifican un fenómeno que encontraremos con frecuencia en estas páginas, el de las experiencias mediadas por ordenador lle­ vando el terreno de lo filosófico a la práctica. En un giro sorprendente y en contra de lo intuitivo, en la década pasada la maquinaria de los ordenadores ha sido la base de la filoso­ fía radicalmente contramecanicista del posmodernismo. El mundo en conexión de Internet no es el único ejemplo de objetos y experiencias evocadora$ del ordenador que bajan al posmodernismo de las nubes. Uno de mis estudiantes en el MIT abandonó un curso que imparto sobre teoría social, quejándose de que los escritos del teórico de la literatura Jacques Derrida están por encima de sus posibilidades. Descubrió que la prosa densa de Derrida y sus alusiones filosóficas demasiado alejadas eran incomprensibles. El semestre siguiente coin­ cidí con el estudiante en una de las cafeterías en el MIT. «Q uizá no tenga que abandonar el curso ahora», me dijo. El mes anterior, con la adquisición junto a su compañero de habiución de un nuevo softwa­ re para su ordenador Macintosh, mi estudiante había encontrado su propia clave para Derrida. Este software era una especie de hipertexto que permitía a un usuario de ordenador crear enlaces relacionados entre textos, canciones, fotografías y vídeo, además de viajar a través de los enlaces realizados por otros. Derrida enfatizaba que la escritu­ ra se construye a través del público además de a través del autor, y que lo que está ausente del texto es tan significativo como lo que está presente. El estudiante realizó la conexión siguiente:

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Derrida decía que los mensajes de las grandes obras están tan poco escritos sobre piedra como lo están los enlaces de un hipertexto. Veo las pilas del hipertexto de mi compañero de habitación y soy capaz de lo­ calizar las conexiones que él hizo y las peculiaridades de su forma de en­ lazar las cosas... Y las cosas que él podría haber enlazado pero no lo hizo. Los textos tradicionales son como [elementos en] la pila. Los sig­ nificados son arbitrarios, tan arbitrarios como los enlaces en una pila. «Las páginas en un archivo de hipertexto», concluyó, «consiguen su significado en relación unas con otras. Es como Derrida. Los enla­ ces tienen una razón pero no hay una verdad final detrás de ellos.»1 Como las experiencias en los MUD, la historia del estudiante muestra cómo la tecnología está trayendo un conjunto de ideas aso­ ciadas con el posmodernismo —en este caso, ideas sobre la inestabi­ lidad de los significados y la falta de verdades universales y que se pue­ dan conocer— en la vida cotidiana. En los años recientes, se ha puesto de moda burlarse de la filosofía posmoderna y satirizar su referencialidad y densidad. Es más, yo misma lo he hecho. Sin embargo en este libro veremos que a través de las experiencias con los ordenado­ res, la gente llega a cierta comprensión del posmodernismo y a reco­ nocer su capacidad de captar de forma útil ciertos aspectos de nuestra propia experiencia, tanto si estamos conectados como desconectados. En The Electronic Word, el clasicista Richard A. Lanham argu­ menta que un texto en la pantalla de final abierto socava las fantasías tradicionales en tomo a la idea de obra maestra de la narrativa, o de la lectura con una mayor autoridad, a través de presentar al lector la po­ sibilidad de cambiar las fuentes, aproximarse y alejarse y arreglar y sustituir el texto. El resultado es «un corpus de trabajo activo no pa­ sivo, un canon que no está congelado en su perfección, sino que es volátil a) argumentar móviles humanos».9 Lanham pone a la tecnolo­ gía y al posmodernismo juntos y concluye que el ordenador es una «realización del pensamiento social». Aunque creo que se compren­ de mejor como un proceso a dos bandas. La tecnología informática no sólo «cumple la estética posmodema», como Lanham sostendría, acentuando y concretando la experiencia posmoderna, sino que ayu­ da a que esta estética esté en la calle a la vez que en los seminarios. Los ordenadores encaman la teoría posmoderna y la llevan a la práctica. Hace sólo diez o quince años, era casi impensable hablar de la re­ lación del ordenador con ideas relativas a significados inestables y verdades no conocidas.10El ordenador tenía una clara identidad inte­ lectual como máquina de cálculo. Es más, cuando en 1987 estudiaba en un curso de programación introductorio en Harvard, el profesor

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presentó el ordenador a la clase llamándolo calculadora gigante. Pro­ gramar, nos aseguró, era una actividad preconcebida cuyas reglas eran claras como el cristal. Estas palabras tranquilizadoras captaban la esencia de lo que llama­ ré la estética modernista computacional. La imagen del ordenador como una calculadora sugería que no importaba lo complicado que un orde­ nador pudiera parecen lo que ocurría dentro se podía sacar. Programar era una habilidad técnica que se podía hacer correcta o incorrectamen­ te. La manera correcta venía dictada por la esencia calculadora del or­ denador. La manera correcta era lineal y lógica. MÍ profesor dejó claro ue esta máquina de calcular lógica y lineal combinada con un método c escritura de software estructurado y basado en reglas ofrecía la guía para pensar no sólo sobre tecnología y programación, sino sobre eco­ nomía, psicología y la vida social. En otras palabras, las ideas compu­ tacional es se presentaban como una de las grandes metanarrativas mo­ dernas, historias de cómo funcionaba el mundo que proporcionaban imágenes unitarias y analizaban cosas complicadas al descomponerlas en partes más simples. La estética modernista computacional prometía explicar y sacar a la luz, reducir y clarificar. A pesar de las subculturas que se apartaban de la norma, durante muchos años la tendencia gene­ ral en el campo profesional (en el que se incluyen científicos informá­ ticos, ingenieros, economistas y científicos cognitivos) compartió esta clara dirección intelectual. Se asumió que los ordenadores llegarían a ser herramientas, y también metáforas, cada vez más poderosas, si los conveníamos en máquinas de calcular mejores y más rápidas, en meca­ nismos analíticos mejores y más rápidos.

3

De una

c u l t u r a d e l c á l c u l o a u n a c u l t u r a d e l a s im u l a c ió n

La mayoría de gente que está en la treintena (o incluso más jóve­ nes) han tenido una introducción a la informática parecida a la que yo recibí en aquel curso de programación. Sin embargo, desde la pers­ pectiva actual, las lecciones fundamentales de informática que yo re­ cibí son erróneas. Antes que nada, programar ya no es algo precon­ cebido. Es más, sus dimensiones se han hecho escurridizas. ¿Estás programando cuando te haces a medida tu software de procesamiento de textos? ¿Lo es cuando diseñas «organismos» para poblar una simu­ lación de la evolución darwiniana en un juego llamado SimLife? ¿O cuando construyes una habitación en un M UD en la que abrimos una puerta que causará un «feliz no-cumpleaños» al sonar el timbre todos

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los días del año menos uno? En cierto sentido, estas actividades son formas de programación, pero con una idea radicalmente diferente de la que me presentaron en el curso de informática al que asistí en 1978. Las lecciones de informática en la actualidad tienen poco que ver con el cálculo y las reglas, más bien se interesan por la simulación, la navegación y la interacción. La imagen del ordenador como una cal­ culadora gigante se ha convertido en pintoresca y desfasada. Por su­ puesto, todavía existe «cálculo» en el ordenador, pero ya no es el ni­ vel importante o interesante en el que pensar o con el que interactuar. Hace quince años, la mayoría de los usuarios de ordenadores estaban limitados a órdenes que se tecleaban. Hoy en día utilizan productos que se pueden conseguir sin dificultad para manipular escritorios si­ mulados, dibujar con pinturas y pinceles simulados, y volar en cabi­ nas de naves espaciales simuladas. El centro de gravedad de la cultura informática se ha trasladado decididamente a personas que no pien­ san en sí mismas como programadores. La comunidad investigadora en ciencia informática, así como los expertos de la industria, mantie­ nen que en el futuro próximo podemos esperar que al interactuar con ordenadores nos comuniquemos con personas simuladas en nuestras pantallas, agentes que nos ayudarán a organizar nuestras vidas perso­ nales y profesionales. En el tercer cumpleaños, mí hija recibió un juego de ordenador llamado The Playroom (El cuarto de juego), que se encuentra entre las piezas de software más populares para preescolares. Si pides ayu­ da, The Playroom ofrece una instrucción de una línea de extensión: «Mueve solamente el cursor hacia cualquier objeto, haz un clic sobre ¿I, explora y diviértete». En la misma semana que mi hija aprendió a hacer clic en The Playroom, un colega me dio la primera lección so­ bre cómo utilizar World Wide Web, un constructo cibernético que enlaza texto, imágenes gráficas, vídeo y audio en los ordenadores de todo el mundo. Sus instrucciones eran casi idénticas a las que justa­ mente había leído para mi hija: «Mueve solamente el cursor sobre cualquier palabra o frase subrayada, haz un clic, explora y diviérte­ te». Cuando escribí este texto en enero de 1995, la corporación Mi­ crosoft acababa de introducir a Bob, el interfaz «social» para Win­ dows más utilizado en los sistemas operativos de todo el mundo.11 Bob es un agente instalado en el ordenador con cara humana y «per­ sonalidad», que opera dentro del entorno de la pantalla que está dise­ ñada para que se parezca a una sala de estar que es prácticamente, en todos los sentidos, un cuarto de juego para adultos. En la pantallahabitación del juego de mi hija, se encuentran ante ella objetos como

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cubos con el alfabeto y con un reloj para aprender a decir las horas. Bob ofrece a los adultos un procesador de textos, un fax y un teléfo­ no. Los niños y los adultos están unidos en las acciones que empren­ den en los mundos virtuales. Ambos mueven el cursor y hacen clic. £1 significado de la presencia del ordenador en la vida de las personas es muy diferente al más esperado al final de los años seten­ ta. Una manera de describir lo que ha ocurrido pasa por decir que nos estamos trasladando de una cultura modernista del cálculo a una cul­ tura posmoderna de la simulación. La cultura de la simulación está emergiendo en muchos dominios. Está afectando la comprensión de nuestras mentes y nuestros cuer­ pos. Por ejemplo, hace quince años los modelos computacionales de la mente que dominaban la psicología académica eran modernistas en espíritu: prácticamente todos intentaban describir la mente en térmi­ nos de estructuras centralizadas y reglas programadas. A diferencia de esto, los modelos actuales a menudo comprenden una estética pos­ moderna de la complejidad y el dcsccntramiento. Los investigadores informáticos en la tendencia general ya no aspiran a programar inte­ ligencia en los ordenadores sino a esperar que la inteligencia emerja de las interacciones de los pequeños subprogramas. Si estas simulacio­ nes emergentes son «opacas», o sea, demasiado complejas para que se puedan analizar al completo, no es necesariamente un problema. Después de todo, estos teóricos dicen que nuestros propios cerebros son opacos para nosotros, aunque esto nunca ha impedido que fun­ cionen perfectamente bien como mentes. Hace quince años, en la cultura popular, la gente estaba solamente acostumbrada a la idea de que los ordenadores podían proyectar y am­ pliar el intelecto de la persona. Hoy en día la gente se adhiere a la no­ ción de que los ordenadores podrían ampliar la presencia física del in­ dividuo. Algunas personas utilizan los ordenadores para ampliar su presencia física vía enlaces de vídeo a tiempo real y salas de conferen­ cias compartidas. Algunas utilizan una pantalla de comunicación me­ diada por ordenador para encuentros sexuales. Una lista de Internet de «Cuestiones que se realizan con frecuencia» describe esta última acti­ vidad —conocida como netsex, cybersex, y (en los M UD) TinySex— mientras la gente se teclea mensajes unos con otros con contenido eró­ tico, «algunas veces con una mano en el teclado, a veces con dos». Muchas personas que se enganchan a netsex dicen que constante­ mente les sorprende el poder emocional y físico que éste puede tener. Insisten en que netsex demuestra la verdad del dicho de que el 90 % del sexo tiene lugar en la mente. Esto en verdad no es nada nuevo; sin em­

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bargo netsex lo ha convenido en un lugar común entre los adolescen­ tes, un grupo social que normalmente no es conocido por su sofistica­ ción en dichas materias. Un estudiante de instituto de diecisiete años de edad me cuenta que intenta hacer que sus comunicaciones con objeti­ vos eróticos en la red sean «excitantes y emocionantes y algo imagina­ tivas». Por otra pane, admite que antes de que utilizara la comunica­ ción por ordenador para objetivos eróticos pensaba en su vida sexual en términos de «intentar [casi siempre de manera poco exitosa] echar un polvo». Un chico de dieciseis años tiene una historia parecida sobre su paso cibernético a una mayor sensibilidad: «Antes de que estuviera en la red, solía masturbarme con el Playboy; ahora practico netsex en DinoMUD12con una mujer que vive en otro Estado». Cuando le pre­ gunto en qué se diferencian las dos experiencias, me responde: Con netsex, es fantasía. Mi amante en el MUD no quiere conocerme en la VR. Con Playboy también eran fantasías, pero en el MUD existe también otra persona. De manera que no pienso en lo que hago en el MUD como una masturbación. Aunque podrías decir que yo soy el úni­ co que me estoy tocando, en netsex tengo que pensar en fantasías que a ella también le gusten. De esta manera, ahora pienso en las fantasías como algo que es parte del sexo con dos personas, no yo solo en mi ha­ bitación. Los encuentros sexuales en el ciberespacio son únicamente un elemento (aunque bien divulgado) de nuestras nuevas vidas en la pan­ talla. Las comunidades virtuales que se extienden desde los M UD a los anuncios por palabras permiten a la gente generar experiencias, relaciones, identidades y espacios para vivir que surgen sólo a través de la interacción con la tecnología. En las muchas miles de horas que Mike, un estudiante de los primeros cursos de universidad que vive en Kansas, ha estado conectado a su M UD favorito, ha creado un apartamento con habitaciones, mobiliario, libros, un escritorio c in­ cluso un pequeño ordenador. Su interior esta estudiado al menor de­ talle con exquisitez, aunque existe únicamente en una descripción tex­ tual. Una chimenea, una butaca y un escritorio de caoba convienen a su ciberespacio en calor de hogar. «Es el lugar en el que vivo», dice Mike. «Vivo más allí que en mi lúgubre habitación del dormitorio universitario. N o hay nada como estar en casa.» Mientras se incrementan las interrelaciones de los seres humanos con la tecnología y con otros seres humanos a través de la tecnología, las viejas distinciones entre lo que es específicamente humano y espe­ cíficamente tecnológico se hacen más complejas. ¿Vivimos sobre la

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superficie de la pantalla o dentro de la pantalla? Nuestras nuevas re­ laciones tecnológicamente enmarañadas nos obligan a preguntarnos hasta qué pumo nos hemos convertido en cyborgs, mezclas cransgresoras de biología, tecnología y código.13 La distancia tradicional entre la gente y las máquinas resulta difícil de mantener. Al escribir en su diario, en 1832, Ralph Waldo Emerson reflejó que «Los sueños y las bestias son dos claves a través de las cuales he­ mos de descubrir los secretos de nuestra naturaleza... son objetos de prueba».14 Emerson fue profético. Freud y sus herederos medirían la racionalidad humana enfrentándose al sueño. Darwin y sus seguido­ res insistirían en medir la racionalidad humana enfrentándose a la na­ turaleza —el mundo de las bestias visto como nuestros antepasados y parientes—. Si Emerson hubiese vivido a finales del siglo XX, con toda seguridad hubiese visto el ordenador como un nuevo objeto de prueba. Como los sueños y las bestias, el ordenador se sitúa en los márgenes. Es una mente pero no es del todo una mente. Es inanima­ do aunque interactivo. Es un objeto, a fin de cuentas un mecanismo, pero actúa, interactúa, y parece en cierto sentido tener conocimiento. Se enfrenta a nosotros con un molesto sentido de parentesco. Des­ pués de todo, nosotros también actuamos, interactuamos y parece que tenemos conocimiento, aunque a fin de cuentas estamos hechos de materia y de un A D N programado. Pensamos que podemos pensar. Sin embargo, ¿él puede pensar? ¿Puede tener la capacidad de sentir? ¿Llegará el día en que se pueda decir que está vivo? Los sueños y las bestias fueron los objetos de prueba para Freud y Darwin, los objetos de prueba para el modernismo. En la década pasada, el ordenador se ha convertido en el objeto de prueba del posmodernismo. El ordenador nos lleva más allá del mundo de los sue­ ños y las bestias porque nos posibilita contemplar la vida mental que existe apartada de nuestros cuerpos. N os posibilita contemplar los sueños que no tienen las bestias. El ordenador es un objeto evocador que provoca la renegociación de nuestras fronteras. Este libro dibuja un conjunto de estas negociaciones de fronteras. Es una reflexión sobre el rol que la tecnología está jugando en la creación de una nueva sensibilidad social y cultural. He observado y participado en escenarios tanto físicos como virtuales en los que las personas y los ordenadores se encuentran.1* A lo largo de la última dé­ cada he hablado con más de mil personas, de ellas casi trescientas son niños, sobre su experiencia en el uso de ordenadores o de objetos in­ formáticos para programar, navegar, escribir, construir, experimentar o comunicar. En cierto sentido, también he interrogado a los ordena­

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dores. ¿Qué mensajes, tamo en un sentido explícito como implícito, han transportado a sus usuarios humanos sobre lo que es posible e imposible, sobre lo que es valioso y lo que no lo es? En el espíritu de las reflexiones de Whitman sobre el niño, quiero saber en que nos estamos convirtiendo si los primeros objetos a los que miramos cada día son simulaciones en las que usamos nuestros yos virtuales. En otras palabras, éste no es un libro sobre ordenado­ res. Más bien es un libro sobre las relaciones intensas que las perso­ nas tienen con los ordenadores y cómo estas relaciones están cam­ biando la forma en que pensamos y sentimos. Junto con el paso de una cultura del cálculo hacia una cultura de la simulación se han pro­ ducido cambios en lo que el ordenador hace para nosotros y en lo que hace con nosotros en nuestras relaciones y nuestras formas de pensar sobre nosotros mismos. Nos hemos llegado a acostum brara una tecnología opaca. Mientras el poder de procesamiento de los ordenadores se ha incrementado ex­ ponencialmente, se ha hecho posible utilizar este poder para construir interfaces gráficas de usuario, comúnmente conocidas por las siglas G U I (grafical user interfaces)> que ocultan al usuario la máquina pura y dura. Las nuevas interfaces opacas y de forma más específica, el esti­ lo icónico de la interfaz Macintosh, que simula el espacio de un es­ critorio y establece un vínculo comunicativo basado en el diálogo, han representado algo más que un cambio técnico. Estas nuevas interfaces han configurado una forma de comprensión que dependía de alcanzar el conocimiento del ordenador a través de la interacción con el mismo, al igual que alguien puede llegar a conocer o explorar una ciudad. Los primeros ordenadores personales de los años setenu y los IBM PC de los inicios de los años ochenta se presentaban a sí mismos como abiertos, «transparentes», potencialmente reducibles a sus me­ canismos subyacentes. Eran sistemas que invitaban a los usuarios a imaginar que podían comprender sus «engranajes» en la medida en que éstos cambiaban, a pesar de que muy pocas personas se habían planteado alguna vez alcanzar este nivel de comprensión. Cuando la gente dice que solía ser capaz de «ver» lo que estaba en el «interior» de sus primeros ordenadores personales, es importante tener presen­ te que para la mayoría todavía quedaban muchos niveles intermedios de software entre ellos y la máquina pura. Pero sus sistemas informá­ ticos los animaban a representar la comprensión de la tecnología como el conocimiento de lo que hay bajo la superficie de la pantalla. Se les animó a pensar en la comprensión como un mirar más allá de la magia y hacia el mecanismo.

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En contraste, la introducción en 1984 del mecanismo icónico de Macintosh presentó al público simulaciones (los iconos de carpetas, una papelera, un escritorio) que no hacían nada para sugerir cómo se podían conocer sus estructuras subyacentes. Parecía inalcanzable, vi­ sible únicamente a través de sus efectos. Como dijo un usuario: «El Mac parecía perfecto, acabado. Para instalar un programa en mi má­ quina DOS, tenía que hacer chanchullos con elementos. N o era per­ fecto en absoluto. Con el Mac, el sistema me decía que me quedara en la superficie». Éste es el tipo de relación con los ordenadores que ha llegado a dominar el campo; ya no está únicamente asociada con el Macintosh, es prácticamente universal en los ordenadores personales. Hemos aprendido a interpretar las cosas segün el valor de la inter­ faz. N os movemos hacia una cultura de la simulación en la que la gente se siente cada vez más cómoda con la sustitución de la propia realidad por sus representaciones. Utilizamos un «escritorio» de esti­ lo Macintosh al igual que uno con cuatro patas. N os unimos a comu­ nidades virtuales que existen sólo entre personas que se comunican por redes informáticas al igual que a comunidades en las que estamos físicamente presentes. Empezamos a cuestionamos las distinciones simples entre lo real y lo artificial. ¿En qué sentido tenemos que con­ siderar que un escritorio en una pantalla es menos real que cualquier otro? El escritorio en el ordenador que estoy utilizando en este mo­ mento tiene una carpeta con la etiqueta «Vida profesional». Contiene mi correspondencia de negocios, mi agenda y un directorio de teléfo­ nos. Otra carpeta etiquetada con el nombre de «Cursos» contiene dossiers, lecturas que se asignan, listas y apuntes para las clases. Hay una tercera carpeta llamada «Trabajo actual»: contiene mis apuntes de investigación y los borradores de este libro. N o tengo el mínimo sen­ tido de irrealidad en mi relación con estos objetos. La cultura de la si­ mulación me anima a interpretar lo que veo en la pantalla «según el valor de la interfaz». En la cultura de la simulación, si te funciona quiere decir que tiene toda la realidad necesaria. La costumbre de interpretar las cosas según el valor de la interfaz es nueva; sin embargo ha llegado bastante lejos. Por ejemplo, hace una década, la idea de la conversación con un ordenador sobre cues­ tiones emocionales, la imagen del ordenador como psicoterapeuta, impresionó a la mayoría de las personas como algo inapropiado o in­ cluso obsceno. Hoy en día, varios de estos programas están en el mercado y tienden a provocar una respuesta muy diferente y bastan­ te pragmática. Lo más probable es que la gente diga: «Podría inten­ tarlo. Puede que sea de ayuda. ¿Qué daño me puede hacer?».

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LA VIDA E N LA P A N T A L L A

Hemos utilizado nuestras relaciones con la tecnología como un reflejo de lo humano. Hace una década, a la gente le solía poner ner­ viosa pensar en los ordenadores en términos humanos. Detrás de su ansiedad estaba la angustia ante la idea de que sus propias mentes pudiesen ser similares a la «mente» del ordenador. Ésta era una reac­ ción romántica en contra del formalismo y la racionalidad de la má­ quina. Utilizo este término para establecer una analogía entre nuestra respuesta cultural respecto al ordenador con el Romanticismo del si­ glo XIX. N o quiero sugerir que era una mera respuesta emocional. Te­ nemos que verla como la expresión de una seria resistencia filosófica a cualquier visión que negara la complejidad y el misterio permanen­ te de las personas. Esta respuesta no sólo enfatizaba la riqueza de las emociones humanas, sino la flexibilidad del pensamiento humano y el grado en que la interacción sutil con el entorno produce conocimiento. Los humanos, insistían, deben ser algo muy distinto a una mera má­ quina calculadora. Hacia mediados de los años ochenta, esta reacción romántica se identificó con un giro en la ciencia informática hacia la investigación y el diseño de máquinas mucho más «románticas» y se las promocionó no como máquinas lógicas sino como máquinas biológicas, no como algo programado, sino como algo que podía aprender de la ex­ periencia. Los investigadores que trabajaban en ellas decían verlas como una especie de máquina que demostraría ser tan imprcdeciblc e indeterminada como la propia mente humana. La presencia cultural de estas máquinas románticas animó a un nuevo discurso, que recon­ figuró a personas y a objetos; las máquinas como objetos psicológi­ cos, la gente como máquinas que vivían. Aunque la gente ha llegado a mostrar una gran aceptación del pa­ rentesco entre los ordenadores y las mentes humanas, ha empeza­ do también a plantearse un nuevo grupo de cuestiones fronterizas en torno a los objetos y las personas. Después de varías décadas pregun­ tando «¿qué significa pensar?», la pregunta al final del siglo XX es «¿qué significa estar vivo?». Todavía estamos preparados para otra reacción romántica: esta vez enfatiza a la biología, a la encarnación fí­ sica, la cuestión de si un artefacto puede estar vivo.1* Estos efectos psicológicos y filosóficos de la presencia del ordena­ dor no se reducen únicamente a los adultos. Como sus padres, y a me­ nudo antes que ellos, los niños de principios de los ochenta empeza­ ron a pensar en los ordenadores y en los juguetes informáticos como objetos psicológicos debido a que estas máquinas combinaban activi­

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dades mentales (hablan cantar, corregir ortografía, jugar con juegos y hacer matemáticas), con un estilo interactivo, una superficie opaca. Pero los niños también tuvieron una reacción romántica, y llegaron a definir a las personas como aquellas cosas emocionales y no progra­ m ares que los ordenadores no son. Sin embargo, desde el momento en que los niños se desmarcaron de la comprensión de los mecanismos y vieron al ordenador como una entidad psicológica, empezaron a si­ tuar a los ordenadores más cercanos a ellos. Hoy en día los niños se pueden referir a los ordenadores en sus hogares y en las clases como «simplemente máquinas»; sin embargo, cualidades que se solían ads­ cribir únicamente a las personas se adscriben ahora también a los or­ denadores. En la década pasada se ha producido entre los niños un movimiento que va de definir a la gente como lo que las máquinas no son, hasta creer que los objetos informáticos de la vida cotidiana pien­ san, y saben a la vez que continúan siendo «simplemente máquinas». En la década pasada, los cambios en la identidad intelectual y el impacto cultural del ordenador han tenido lugar en una cultura toda­ vía profundamente ligada a la búsqueda de una comprensión moder­ nista de los mecanismos de la vida. Grandes tendencias científicas, entre ellas avances en psicofarmacología y el desarrollo de la genética como una biología informática, reflejan en qué medida asumimos ser como máquinas cuyos funcionamientos internos podemos com­ prender. «¿Poseemos a nuestras emociones?», pregunta un estudian­ te universitario de segundo cuya madre se ha transformado al tomar medicación antidepresiva, «¿o nuestras emociones nos poseen?». ¿A quién escuchas cuando «escuchamos a Prozac»?17El objetivo del Pro­ yecto del Genoma Humano es especificar la localización y rol de to­ dos los genes en el A D N humano. El Proyecto se suele justificar sobre la base de que promete encontrar los fragmentos de nuestro có­ digo genético responsables de muchas enfermedades humanas para que estas enfermedades se puedan tratar mejor, quizás a través de un trabajo de ingeniería genética. Pero hablar del Proyecto también nos dirige a la posibilidad de descubrir los indicadores genéticos que de­ terminan la personalidad humana, el temperamento y la orientación sexual. Mientras contemplamos la reingeniería del genoma, también reingeniamos la visión que tenemos de nosotros mismos como seres programados.11 Cualquier reacción romántica que dependa de la bio­ logía como algo esencial es frágil, ya que se construye en un terre­ no cambiante. La biología se está apropiando de la antigua tecnolo­ gía informática, los modelos modernistas de computación, y al mismo tiempo los científicos informáticos aspiran a desarrollar una nueva

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biología emergente de carácter opaco, más cercana a la cultura posmoderna de la simulación.” Hoy en día se encuentra en nuestros escritorios más vida similar a la de las máquinas, la ciencia informática utiliza conceptos biológi­ cos, y la biología humana se reestructura en términos de descifrar un código. Con descripciones del cerebro que invocan explícitamente a ordenadores e imágenes de ordenadores que invocan directamente al cerebro, hemos alcanzado un hito cultural. Repensar la identidad hu­ mana y de la máquina no tiene lugar sólo entre los filósofos sino «en el terreno», a través de una filosofía de la vida de cada día que en cier­ ta medida provocó y fue una consecuencia de la presencia del orde­ nador. Hemos buscado el ordenador subjetivo. Los ordenadores no sólo hacen cosas para nosotros, sino que hacen cosas con nosotros, inclu­ yendo a nuestros modos de pensar sobre nosotros mismos y otras personas. Hace una década, estos efectos subjetivos de la presencia del ordenador era secundarios en el sentido de que no eran ios que se perseguían.30 Hoy en día, las cosas suelen ir a la inversa. La gente re­ curre explícitamente a los ordenadores para experiencias que espera que cambien sus modos de pensar o que afecten a sus vidas sociales o emocionales. Cuando la gente explora los juegos de simulación y los mundos de fantasía o se conecta a una comunidad en la que tiene ami­ gos y amantes virtuales, no piensan en el ordenador en el sentido de Charles Babbage, el matemático del siglo XIX que inventó la primera máquina programable, a la que llamaba aparato analítico. La gente piensa en el ordenador como en una máquina íntima. Se podría pensar que por su título este libro trataría de aficiona­ dos al cine y las formas en que una aficionada —por ejemplo, la he­ roína de Woody Alien en La rosa púrpura de E l Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985)—, se puede proyectar a sí misma en sus pelícu­ las favoritas. Sin embargo, lo que argumento en este libro es que en la actualidad las pantallas de los ordenadores son los lugares en los que nos proyectamos en nuestros propios dramas, dramas de los cua­ les somos productores, directores y estrellas. Algunos de estos dra­ mas son privados, pero cada vez somos más capaces de atraer a otras personas. Las pantallas de ordenador son el nuevo lugar para nues­ tras fantasías, unto eróticas como intelectuales. Utilizamos la vida en nuestras pantallas de ordenador para sentirnos cómodos con las nue­ vas maneras de pensar sobre la evolución, las relaciones, la sexuali­ dad, la política y la identidad. Las formas en que todo esto se está de­ sarrollando es el tema de este libro.

Capítulo 1

Un cuento de dos estéticas

Mientras escribo estas palabras, continúo reestructurando el tex­ to en la pantalla de mi ordenador. Hubo un tiempo en el que tuve que cortar y pegar literalmente. Ahora lo llamo cortar y pegar. Hubo un tiempo en el que pensé en ello como edición. Ahora con el software del ordenador, mover frases y párrafos es sólo parte de la escritura. Ésta es una de las razones por las que ahora permanezco mucho más tiempo ante mi ordenador de lo que solía ante mi bloc de papel o mi máquina de escribir. Cuando quiero escribir y no tengo un ordena­ dor cerca, tiendo a esperar hasta que lo tengo. De hecho, siento que debo esperar hasta que lo tenga. ¿Por que me resulta tan duro apartarme de la pantalla? Las venta­ nas en el escritorio de mi ordenador me ofrecen capas de material al que tengo un acceso simultáneo: notas de campo, borradores previos de este libro; una lista de ideas que no están todavía elaboradas pero que quiero incluir; transcripciones de entrevistas con usuarios de or­ denador; y registros palabra por palabra de sesiones en redes infor­ máticas, en paneles de anuncios y en comunidades virtuales. Cuando escribo en el ordenador, todo esto está presente y el espacio de mi pen­ samiento parece de alguna manera ampliado. La muestra dinámica y

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L A S S E D U C C I O N E S DE LA I N T E R F A Z

por capas me da la sensación reconfortante de que escribo en conver­ sación con mi ordenador. Después de años de dichos encuentros, un pedazo de papel en blanco puede hacerme sentir extrañamente sola. Hay algo más que me mantiene ante la pantalla. Siento la presión de una máquina que parece ser perfecta y de la cual no tengo ningu­ na queja si no fuera por mí. Me resulta duro apañarme de un texto en una pantalla de ordenador que no está totalmente corregido todavía. En el entorno de la escritura electrónica en la que hacer una correc­ ción es tan simple como pulsar la tecla de retroceso, experimento un error tipográfico no como un fallo de atención, sino moralmente como una falta de cuidado, ya que ¿quién podría ser tan descuidado de no emplear el par de segundos necesarios para hacerlo bien? El or­ denador me atrae con su poder abarcante, en mi caso la promesa de que si lo hago bien, él lo hará bien, y con rapidez. El

p o d e r o m n is c ie n t e d e l o r d e n a d o r

El poder omnisciente del ordenador es un fenómeno al que fre­ cuentemente nos referimos en términos de asociarlo a una adicción a las drogas. Llama la atención que la palabra «usuario» se asocie prin­ cipalmente con los ordenadores y las drogas. Sin embargo, el proble­ ma con esta analogía es que pone el énfasis en lo que es externo (la droga). Prefiero la metáfora de la seducción porque enfatiza la rela­ ción entre la persona y la máquina. Amor, pasión, capricho, lo que sentimos por otra persona nos enseña sobre nosotros mismos. Si ex­ ploramos estos sentimientos, puedo saber qué llama la atención, qué echamos de menos, y qué necesitamos. El análisis de las seducciones respecto al ordenador ofrece una promesa similar si abandonamos el tópico de la adicción y nos dirigimos a las fuerzas, o de forma más precisa, la diversidad de fuerzas que nos mantienen absortos en los medios informáticos. Lo que me atrae del ordenador son las posibilidades de la «con­ versación» entre las múltiples ventanas en mi pantalla y la manera en que una máquina que es instantáneamente responsiva aplaca mis an­ siedades de perfección. Sin embargo, a otras personas Ies seducen otras cosas. A algunos les cautivan los mundos virtuales que parece que se mantienen impolutos por el desorden de lo real. A algunos les cautiva el sentido de construir o fusionar la mente con la mente del ordenador. Si a alguien le asusta la intimidad y a la vez le asusta estar solo, hasta un ordenador aislado (no en red) parece ofrecer una solu­

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ción. Interactivo y reactivo, el ordenador ofrece la ilusión de compa­ ñerismo sin la demanda de una amistad. Uno puede ser solitario sin necesidad de estar nunca solo. Igual que los instrumentos musicales pueden ser extensiones de la construcción del sonido por parte de la mente, los ordenadores pue­ den ser extensiones de la construcción del pensamiento por parte de la mente. Un novelista se refiere a «mi percepción extrasensorial con la máquina. Las palabras salen fuera. Comparto la pantalla con mis pa­ labras». Un arquitecto que utiliza el ordenador para el diseño va más allá: «N o veo el edificio en mi mente hasta que empiezo a jugar con las formas en la máquina. Nace en el espacio entre mis ojos y la pan­ talla». Los músicos suelen oír la música en sus mentes antes de tocar­ la, experimentan la música en su interior antes de experimentarla en el exterior. £1 ordenador se puede experimentar de forma similar como un objeto en la frontera entre el yo y lo que no es el yo.1 O en una nueva variante de la historia de Narciso, la gente es capaz de enamo­ rarse con los mundos artificiales que ha creado o que ha construido para otros. Las personas se pueden ver a sí mismas en el ordenador. La máquina puede parecer un segundo yo, una metáfora que me su­ girió una chica de trece años de edad: «Cuando programas un orde­ nador, hay un pequeño fragmento de tu mente que ahora es un pe­ queño fragmento de la mente del ordenador. Y lo puedes ver». Un consejero financiero de cuarenta años se hace eco de esta sensación cuan­ do habla de su ordenador portátil: «Me encama la forma en que con­ tiene toda mi vida en él». El ordenador, por supuesto, no es una extensión única del yo. En cada momento de nuestras vidas buscamos proyectarnos en el mun­ do. El niño más pequeño tomará con entusiasmo lapiceros de colores y modelará barro. Pintamos, trabajamos, llevamos a cabo un diario, fundamos compañías, construimos cosas que expresan la diversidad de nuestras sensibilidades personales e intelectuales. Aunque el orde­ nador nos ofrece nuevas oportunidades como un medio que encarna nuestras ideas y expresa nuestra diversidad. En los primeros años de la cultura del ordenador, los ejemplos más drásticos de estas proyecciones del yo en los ordenadores suce­ dían en el dominio esotérico de la programación. Ahora, como en el caso del novelista y el arquitecto, es bastante común que las personas se proyecten en las simulaciones que tienen lugar en las pantallas, en las imágenes que en ella aparecen y sus acciones. Hubo un tiempo en que el poder que posee el ordenador estaba ligado a la seducción por la programación; hoy en día está ligado a las seducciones de la in-

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tcrfaz. Cuando los videojuegos eran toda una novedad, descubrí que el poder que poseen sus pantallas a menudo iba unido a una fantasía de un encuentro entre la mente del jugador y la del programa que se encontraba detrás del juego. Hoy en día, el programa ha desapareci­ do; uno entra en el mundo de la pantalla del mismo modo que Alicia atravesó el espejo. En los juegos de simulación actuales, las personas se sienten en un escenario nuevo, a menudo exótico. Las mentes con las que se encuentran son sus propias mentes. Nuestras mentes, por supuesto, son muy diferentes unas de otras, de manera que no es sorprendente que gente diferente se apropie del ordenador de formas diferentes.2 La gente elige cómo personalizar y hacer a su medida los ordenadores, llen e estilos muy diferentes de utilizar los ordenadores e interpretar su significado. En este aspecto, el ordenador se parece al test psicológico Rorschach, cuyas manchas de tinta sugieren muchas formas pero no se comprometen con nin­ guna. Depende de los individuos descubrir qué les provoca ver el le­ gado de la personalidad, la historia y la cultura. De la misma manera que personas diferentes adoptan el ordenador de formas diferentes, también culturas diferentes lo adoptan de formas diferentes. Es más, desde el principio de su desarrollo en masa, la tecnología informática animó a diversas culturas en las que tenían expresión un amplio aba­ nico de valores sociales, artísticos y políticos. Por ejemplo, hacia finales de los años setenu, la cultura infor­ mática incluía subculturas como la del hacker* y la del hobbyist* * bastante desarrolladas que se podrían describir como estéticas infor­ máticas diferentes.’ Lo más distintivo entre miembros de ambas sub­ culturas, no era la cantidad de cosas que sabían, sino lo que valoraban en la máquina. La subcultura del hacker estaba compuesta de virtuo­ sos de la programación que estaban interesados en tomar grandes y complejos sistemas informáticos y forzarlos hasta sus límites. Los kackers podían revelar lo que se comprendía de manera imperfecta. Cuando ellos programaban, las cosas no resultaban más claras, pero funcionaban, al menos al hacker maestro con el «material adecuado». El trabajo que realizaban los hacken ofrecía cierto suspense, cieno * Hocker se podría traducir como pirata informático, pero en tamo que la au­ tora habla de estos personajes como un grupo cultural, hemos preferido mantener su nombre en inglés original, tal y como suele suceder con otros grupos culturales.

/N .deU tJ

99 Computer Hobbyist se podría traducir como aficionado a la informática; por las mismas razones que en el caso de hmcker hemos mantenido su nombre en el inglés original. fN . de U t.J

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peligro. Daba la sensación, tal y como un pirata informático planteó, de «andar por el borde de un abismo». Añadió: «Nunca podías saber realmente que tu próximo apaño local no va a enviar todo el sistema al traste». El estilo del pirata informático convirtió en una forma de arte la navegación a través de opacos micromundos informáticos. Por el contrarío, la subcultura del hobbyist, el mundo de los pri­ meros propietarios de ordenadores personales, tenía en conjunto una estética informática diferente. Para los hobbyists, el objetivo era re­ ducir una máquina a los elementos más simples para comprenderla lo más completamente posible. Los hobbyists preferían trabajar cerca­ nos al hardware del ordenador; disfrutaban de la sensación de que nada se encontraba entre ellos y el «cuerpo» de la máquina. Los pira­ tas informáticos disfrutaban del trabajo con máquinas grandes y com­ plejas, proyectos que casi se escapan del control; los aficionados a la informática disfrutaban del trabajo con máquinas pequeñas y pro­ yectos con límites muy definidos. Los piratas informáticos disfruta­ ban trabajando en un nivel en el que podían ignorar «la mera máqui­ na»; a los aficionados informáticos les producía placer reducir las órdenes de alto nivel a los detalles del código de la máquina. Muchos aficionados informáticos utilizaban el tipo de control que se sentían capaces de alcanzar con sus ordenadores caseros para disipar una sen­ sación de que habían perdido el control en el trabajo y en la vida po­ lítica. En un comentario típico sobre los placeres compensatorios de la informática personal, uno dijo: «En el trabajo soy simplemente una pieza más del engranaje, en casa con mi ordenador consigo ver cómo todo mi pensamiento encaja». Y otro: «Me encanta el sentimiento de control cuando trabajo en un entorno seguro que es de mi propia creación». En los primeros tiempos de la cultura del ordenador per­ sonal, una comprensión satisfactoria de la unidad central de procesa­ miento (CPU) de los ordenadores caseros se convirtió en un ideal de cómo comprender la sociedad; las normas de la comunidad tienen que ser transparentes a todos sus miembros.4 Proveniente de la descripción de la cultura del ordenador del final de los años setenta es la perspectiva de aquellos que se ha dado en llamar «usuarios». Un usuario tiene un tipo de relación práctica con la máqui­ na, pero no está interesado en la tecnología excepto como algo que per­ mite una aplicación. Los piratas informáticos son la antítesis de los usuarios. Están implicados pasionalmente con el dominio de la máqui­ na. Los hobbyists a su manera estaban igualmente cautivados. Aquellos que querían usar el ordenador para propósitos estrictamente instru­ mentales (mantener datos en actividad para realizar un análisis econó­

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mico, por ejemplo) tenían que aprender a programar la máquina o bien entregar sus datos a alguien que lo hiciera. Sólo a finales de los años se­ tenta y principio de los ochenta apareció la noción contemporánea de «usuario». Primero emergió en conexión con los pequeños ordenado­ res personales que se podían utilizar para escribir y para el análisis fi­ nanciero a través de programas de aplicación (tales como Wordstar y VisiCalc). Éstos eran programas que la gente podía utilizar sin llegar a implicarse con las «tripas» de la máquina. Aunque he introducido los términos del pirata informático, del hobbyist y del usuario para referir­ me a personas específicas, se entienden mejor como modos diferentes de relación que uno puede establecer con el ordenador. Cuando conseguí mi propio ordenador personal en 1979, vi que las formas del hobbyist y del usuario se reunían en mí. Mi primer or­ denador personal era un Apple II. Funcionaba con Scribble, uno de los primeros programas de procesamiento de textos. Cuando utiliza­ ba Scribble, daba órdenes a la máquina: selecciona este texto, copia este texto, pega este texto, borra este texto. N o sabía ni me importa­ ba cómo Scribble se comunicaba con la máquina esencial. Delegué dicho problema a la máquina. Era un usuario. Aunque, había algo en el hecho de trabajar con aquel Apple II que me recordaba la emoción que por primera vez sentí el año anterior, cuando un propietario de un ordenador personal que entrevisté, un hobbyist, me permitió tra­ bajar con él mientras construía su ordenador a partir de un conjunto de piezas y hablaba sobre «el placer de comprender un sistema com­ plejo desde el nivel más simple». Mi ordenador Apple II 1979 inició su servicio como procesador de texto al desmontarlo y dejarlo al descubierto. Le quitamos su cu­ bierta de plástico de manera que el procesador Apple (y chips asocia­ dos) se pudiera reemplazar por otro, que podía hacer funcionar el sis­ tema operativo, llamado CP/M . De esta manera, al ser alterado, el Apple II se me ofrecía como una tecnología potencialmente transpa­ rente, o sea, ofrecía la promesa de que en último término se podía comprender al ser reducido a sus elementos constitutivos. Así, a pe­ sar de que Scribble me proporcionaba la oportunidad de relacionarse con la máquina como un usuario, como alguien que esuba solamen­ te interesado en la actividad de la máquina, el Apple II comunicaba una visión de cómo se podía comprender el mundo. Los ordenadores dan soporte a diferentes estilos y culturas ya que podemos aproximarnos a los mismos de diferentes maneras. La eje­ cución del programa más simple se puede describir a muchos niveles en términos de sucesos electrónicos, instrucciones en el lenguaje de la

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máquina, instrucciones en lenguaje de alto nivel, o a través de un dia­ grama estructurado que representa el funcionamiento del programa como un flujo a través de un sistema complejo de información. Hoy hay necesariamente una relación de uno a uno entre los elementos de estos diferentes niveles de descripción, una característica de la com­ putación que ha llevado a los filósofos de la mente a ver la interacción hardware-software como una evocación de la relación irreducible del cerebro y la mente. Esta irreductibilidad se mantiene detrás de la diversidad de estilos posibles de relacionarse con el ordenador. Pero este naturalismo plu­ ralista a un nivel individual está en tensión con otras fuerzas. Cambios tanto en la tecnología como en la cultura estimulan a ciertos estilos de tecnología y la representación de la tecnología para dominar a otros. Como veo ahora, los objetos como el Apple II dan soporte a una interpretación modernista de la comprensión, según la cual la com­ prensión procede a reducir cosas complejas a elementos más simples. Mi Apple II sin carcasa encarnaba y simbolizaba una teoría de que era posible comprender a través del descubrimiento de los mecanis­ mos ocultos que hacían que las cosas funcionasen. Por supuesto, este tipo de teoría, particularmente en su forma utópica (analiza y cono­ cerás), siempre se ha presentado como más que un modelo para la comprensión de objetos. También prometía la comprensión del yo y del mundo social. Una moralidad modernista anima los escritos de Karl Marx al igual que los de Adam Smith, los de Sigmund Freud y los de Charles Darwin.

La

m ís t ic a d e l

M a c in t o s h

Cinco años después de que conseguí mi Apple II, se introdujo el or­ denador Macintosh. El Macintosh sugería una manera radicalmente dis­ tinta de comprensión. A diferencia de los ordenadores personales que habían aparecido con anterioridad, el «Mac» estimulaba a los usuarios a permanecer en un nivel superficial de la representación visual y no pro­ porcionaba pista alguna de mecanismos internos. El poder del Macin­ tosh estaba en cómo sus atractivas simulaciones e iconos de pantalla ayu­ daban a organizar un acceso sin ambigüedades a los programas y a los datos. Al usuario se le presentaba una superficie fulgurante en la que flo­ tar, ojear, y jugar. N o había ningún lugar visible en el que sumergirse. Aunque estrictamente hablando, un Macintosh, como otros or­ denadores, seguía siendo una colección de conexiones y desconexío-

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nes, de bits y bytes, de electrones moviéndose, justamente iguales a los que se encontraban incorporados en los chips de mi «transparen­ te» Apple II. Sin embargo en el Macintosh había un esfuerzo para ha­ cerlos «irrelevantes» para el usuario. De esta manera, las herramien­ tas de la cultura modernista del cálculo quedaron bajo los estratos de la experiencia de la cultura de la simulación. La interfaz del Macintosh —en realidad la de su pantalla— simu­ laba un escritorio real. N o una interfaz lógica, manipulada con órde­ nes lógicas, como había sido mi sistema CP/M en el Apple II, sino una realidad virtual, si bien es cierto que en dos dimensiones. Era un mundo en el que navegabas a tu manera a través de la información de la misma forma que lo haces por el espacio. De hecho, cuando coges un ratón y lo mueves con la mano en una superficie plana, ves tus movimientos físicos reflejados en la pantalla por un icono indica­ dor, normalmente una flecha o un dedo señalando. Cuando utilizaba el programa Scribble en mi Apple II, escribía cosas como «@centrar[@b(La mística del Macintosh)]» para indicar que quería un sub­ titular centrado, «La mística del Macintosh», impresa en negrita. A pesar de que no analicé el programa Scribble mucho más allá de esto, tales requerimientos me mantuvieron cercana a la idea de que estaba dando órdenes a una máquina. Sentía que necesitaba utilizar símbo­ los y un lenguaje formal de juegos de delimitadores (paréntesis y cor­ chetes) ya que mi máquina necesitaba reducir mis órdenes a algo que se pudiera traducir a impulsos eléctricos. El hecho de que los circui­ tos impresos de mi máquina fueran físicamente expuestos a la visión reforzaba esta noción. Escribir con el Macintosh era una experiencia completamente dife­ rente. N o daba la sensación de estar mandando órdenes a una máqui­ na. Aparecía un pedazo de papel simulado. Un cursor parpadeante me indicaba el lugar en el que podía empezar a escribir. Si quería que las palabras «La mística del Macintosh» aparecieran centradas y en negri­ ta, las picaba y movía el ratón para manipular su posición y forma. Si lo hacía correctamente aparecían tal y como deseaba, justamente ahí, en la pantalla. N o veía ninguna otra referencia más allá de la magia. El escritorio simulado que presentaba el Macintosh llegó a ser mu­ cho más que un truco amistoso para el usuario con el objetivo de ven­ der ordenadores a los poco experimentados. También introducía una forma de pensar que hacía hincapié en la manipulación de la superfi­ cie, al trabajar ignorando los mecanismos subyacentes. Incluso aJ dar­ se el caso de que un Macintosh no se pudiera abrir sin una herramien­ ta especial (una herramienta que me explicaron que sólo estaba al alcance

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de agentes autorizados), el ordenador comunicaba el mensaje. Los ob­ jetos interactivos del escritorio, sus cajas de diálogo antropom orfas en las que el ordenador «hablaba» al usuario, todos estos avances se­ ñalaban un nuevo tipo de experiencia en la que la gente no mandaba tanto órdenes a las máquinas como entraba en conversación con las mismas. Se estimulaba a las personas para interactuar con la tecnolo­ gía de una manera parecida a como se interactúa con otras personas. Proyectamos complejidad en las personas; el diseño del Macintosh animaba a la proyección de la complejidad en la máquina. En las rela­ ciones con las personas a menudo hemos de hacer cosas sin compren­ der necesariamente lo que está ocurriendo en el interior de la otra per­ sona; con el Macintosh aprendimos a negociar en lugar de analizar. Con el Macintosh, los ordenadores personales se empezaron a presentar en oposición, incluso hostilidad hacía la tradicional expecta­ tiva modernista de que se podía tomar una tecnología, sacarle el capu­ chón, y echar una ojeada a su interior. La diferencia del Macintosh era precisamente que no estimulaba tales fantasías; hacía de la pantalla del ordenador un mundo en sí misma. Alentaba el juego y la superficiali­ dad. Dominar el Macintosh significaba situarse en el terreno más que entender la jerarquía de la estructura y las reglas subyacentes. Con un ordenador con un sistema operador con una tradicional hilera de co­ mandos (CP/M fue uno, MS-DOS es otro), las órdenes textuales de carácter lineal se tienen que entrar como una marca «apuntada». En estos sistemas, no había otro remedio que aprender las órdenes. Las memorizabas o tenías una página con trampa. Con el Macintosh, ex­ plorar era la regla. El manual era para emergencias y excepciones. Los virtuosos del ordenador siempre habían explorado los sistemas del or­ denador en el estilo experimental del «pillo». A través de la explora­ ción el Macintosh ponía al alcance este tipo de aprendizaje a casi todo el mundo. Como en la cultura del videojuego que estaba creciendo al mismo tiempo a mediados de los años ochenta, uno aprendió a apren­ der a través de la acción directa y sus consecuencias. Un

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Si mi transparente Apple II daba forma a una estética tecnológica modernista, el Macintosh mantenía coherencia con una posmoderna. Los teóricos posmodernos han sugerido que la búsaueda de la pro­ fundidad y el mecanismo es fútil, y que es más realista explorar el mundo de las superficies cambiantes que embarcarse en una busque-

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da de los orígenes y la estructura. Culturalmente, el Macintosh ha servido como un objeto transportador para dichas ideas. Las estéticas modernas y posmodernas estuvieron encerradas en una competición durante la segunda mitad de los años ochenta con el ordenador personal IBM (y sus clones) convirtiéndose en el portador del estandarte del bando modernista. El mito del Macintosh residía en que era como un amigo con el que podías hablar; el mito del IBM instigado por aquella imagen de la compañía como un gigante corpo­ rativo modernista, era que el ordenador era como un coche que podías controlar. Aunque la mayoría de la gente que compró un ordenador personal IBM nunca tendría que pensar en abrirlo, para modificar la máquina o su sistema operativo, esto posiblemente se encontraba im­ plícito en el diseño del sistema. Como un usuario me explicó: «El có­ digo fuente está ahí fuera en el dominio público. Nunca quiero mi­ rarlo. Simplemente me haría ir más despacio. Pero me encanta que esté ahí». El sistema IBM te invitaba a disfrutar de la complejidad global que ofrecía, pero te prometía acceso a su simplicidad local. El Macin­ tosh te decía que disfrutases de su complejidad global y que te olvi­ dases de todo lo demás. Algunas personas encontraron que esto era liberador, otros que era terrorífico. Para algunos, era también alar­ mante que los usuarios del Macintosh tendieran a ser dispensados de sus manuales y aprendiesen sus sistemas jugueteando con ellos. De esta manera, hacia finales de los años ochenta, la cultura de la informática personal se encontró a sí misma convirtiéndose en dos culturas, divididas por una lealtad a los sistemas informáticos. Ahí es­ taba el reductivismo de IBM frente a la simulación y la superficie de Macintosh: un icono de la utopía tecnológica modernista frente a un icono del ensueño posmoderno. Durante años, ávidos abogados en ambas partes han luchado batallas privadas y no tan privadas sobre qué visión de la informática era la «mejor». La noción de que debe existir un sistema mejor era obviamente demasiado simple. Cuando la gente experimentaba el Macintosh como la mejor, era normalmente porque a ellos les daba la sensación de un entorno inteligente adecuado. Algunas personas expresaban la idea de que las simulaciones que confeccionaba la interfaz en forma de escritorio del Macintosh daban la sensación de un acceso «transurente» hacía la funcionalidad. Algunas decían que la máquina daba a sensación de un electrodoméstico tranquilizante: «Es como una tostadora», dijo un entusiasta. «Respeta mi actitud "N o me mires a mí, no puedo enfrentarme a ello** hacia la tecnología.» Algunas dis­

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frutaban del sentimiento de que podían apartarse de las reglas y las órdenes y llegar a conocer su ordenador a través de una experimenta* ción ociosa. Pero por supuesto hay más de una manera en la que los entornos inteligentes pueden ser adecuados. Otras personas se sentían bien con el estilo informático IBM basado en órdenes y todavía se sienten. Es­ tas personas con frecuencia objetaban en contra de la caracterización popular del Macintosh de transparencia. Para ellos, era la bonita y pu­ lida interfaz icónica del Macintosh lo que resultaba opaco y el sistema operativo MS-DOS de IBM era el que merecía la etiqueta de «trans­ parente», en tamo que invitaba a tener cierto acceso a los funciona­ mientos internos del ordenador. Estos entusiastas del MS-DOS no querían renunciar a su ciudadanía en la cultura del cálculo. Es más, una vez se encontraban con el Macintosh, algunas personas eran to­ talmente capaces de relacionarse con él en un estilo «modernista». Estoy almorzando con Andrew, un ejecutivo de publicidad, que ha­ bla con entusiasmo de su nuevo Macintosh de última generación. Me habla de cuando lo utiliza, de que su velocidad, interactividad, sonido, gráficos y visualización dinámica le hacen sentir como si volara. Des­ pués Andrew me confió con cierta molestia que sólo después de unos días de haber adquirido este sistema descubrió los archivos secretos de su hijo de trece años en su preciosa máquina. «Todd estaba destruyen­ do mi obra maestra», dijo. Yo casi que esperaba oír que los archivos se­ cretos eran imágenes pornográficas o conexiones de los encuentros sexuales explícitos en redes informáticas. Sin embargo, los archivos se­ cretos eran copias de un programa llamado ResEdit que permite a los usuarios de Macintosh ganar cierto acceso al sistema de software. Andrew dedica quince horas al día a su ordenador, tiene fluidez en no menos de treinta programas de aplicaciones, y hace su propia instalación y caracterización. Desde su punto de vista es un experto informático, un experto en manipular la superficie pulida de la inter­ faz de su Macintosh. Para Andrew, al juguetear con ResEdit, Todd estaba destruyendo la «perfección» de su ordenador. Sin embargo Todd se veía a sí mismo como un detective intentando burlar una fuente de frustración intolerable, el muro en blanco de la interfaz del Macintosh. Para hacer su trabajo de detective, Todd necesitaba llegar al interior de la máquina. Desde este punto de vista, su padre es un inocente informático, ignorante de lo que sucede en el interior. Con la introducción en 1985 de Microsoft Windows, las estéticas de la informática moderna y posmodema curiosamente se entrelaza­ ron. Windows es un programa de software que da al uso del sistema

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operativo M S-DOS de un ordenador cierta sensación de la interfaz del Macintosh.5 Como con un Macintosh, utilizas un ratón para ha­ cer clics dobles sobre los iconos para abrir los programas y los docu­ mentos. Navegas por el sistema de forma espacial. Mientras escribo esto, la mayoría de consumidores están de hecho comprando estos ordenadores personales M S-DOS con Microsoft Windows instalado. Algunos lo hacen porque quieren comprar una interfaz al estilo Ma­ cintosh a menor precio. Los sistemas M S-DOS no sólo han sido his­ tóricamente menos caros de adquirir nuevos que los Macintosh, sino que para millones de consumidores que todavía tenían en propiedad una máquina basada en el MS-DOS, adquirir Windows significaba que no tenían que comprar un ordenador nuevo para conseguir una estética Macintosh. Además, el amplio número de máquinas prepara­ das para el sistema M S-DOS que estaban en circulación significaba uc gran parte del software se había escrito para ellas, bastante más el que estaba disponible para Macintosh. Éstas han sido las razones instrumentales más significativas para comprar el sistema operativo Windows. N o dejan de ser importantes. Sin embargo, ha habido y continúa habiendo razones subjetivas también. Para algunos usuarios de Windows que, como Todd, quieren los viejos tiempos de la transparencia modernista, que les permite acceso a las tripas del sistema operativo, el programa Windows es más que una elección con un buen sentido ahorrativo. Tienen la sensación de que les ofrece tenerlo todo. Windows les proporcionó una interfaz icónica conveniente, pero a diferencia del sistema operativo del Macintosh, es sólo un programa que funciona por encima del sistema operativo MSDOS. Todavía tienes acceso al interior del ordenador. En palabras de un entusiasta de Windows: «Todavía puedes entrar dentro y excavar», o como otro señaló: «Puedo hacer que [Windows] haga las cosas a mi ma­ nera. Con Windows, puedo descubrir qué hay detrás de la magia». Maury es un estudiante de sociología cuya feroz lealtad al MSDOS y a Microsoft Windows se basa en el atractivo de comprensión transparente:

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Me gustó la sensación cuando aprendí a programar en C [un len­ guaje de programación]. Podía realmente entrar en Windows ya que Windows está escrito en C. Sin embargo entonces algunas veces quería hacer algo de forma muy rápida. Entonces simplemente lo hago... enci­ ma del Windows... y no tengo que preocuparme para nada del ordena­ dor. Pero no tengo que dejar que esto ocurra. Es como si Windows se inmiscuyera entre la máquina y yo y tratase de tomar el control. Si quie­ ro manipular las cosas, siempre puedo adelantarme a Windows.

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Quiero ser capaz de hacer todo esto debido a mi personalidad. Soy muy obsesivo. Me gusta montar las cosas de una determinada manera. Para mí, el mayor placer es conseguir que la máquina haga todo lo que puede hacer. Quiero optimizar el disco duro y conseguir que se instale de la ma­ nera que quiero, (...) como memoria distribuida es justamente la forma que me gusta... Puedo hacer esto con una máquina IBM, no con un Mac. De hecho, las cosas que Maury piensa que no se pueden hacer en el Macintosh son técnicamente posibles. Irónicamente, Beth, una es­ tudiante de tercer ciclo de filosofía, dice que la primera vez que se sintió capaz de alcanzar el interior de un ordenador fue mientras usa­ ba un Macintosh, ya que el Mac la hizo sentir lo suficientemente se­ gura para pensar que podía atreverse a ello. Como Todd, Beth utiliza ResEdit para aventurarse bajo la superficie: A pesar de que [ResEdit] te permite escarbar, cuando lo utilizas to­ davía te relacionas con iconos y ventanas. La sensación de familiaridad, de tranquilidad, me ha permitido aventurarme algo más, confiando en mi capacidad de navegar y dar sentido a los iconos. Sólo cuando llegué a una ventana de unos y ceros retrocedí un nivel. Los comentarios de Beth dejan claro que el cuento de las dos es­ téticas no se desprende de lo que es técnicamente posible en un Ma­ cintosh, sino del hecho de que su interfaz te da permiso para perma­ necer en la superficie. Incluso herramientas como ResEdit dan a los usuarios la sensación de esta presencia continua de intermediarios. Warren es socio en un pequeño despacho de contables que utiliza un PC con Windows. Le gusta trabajar tan cerca como sea posible de lo que llama la «mecánica» de su ordenador. Quiere ser capaz de evi­ tar los objetos simulados como los iconos, que interponen niveles en­ tre el usuario y la maquina. Warren nunca pensó sobre el estilo de su ordenador hasta que pro­ bó el Apple Powerbook de su socio, un ordenador portátil que utiliza el sistema operativo Macintosh. Le resultó antipático. Me explicó que la experiencia le enseñó algo sobre sí mismo. «Parte de las razones de por qué me gustan los ordenadores es que me dan la sensación de que puedo tener mí manera de controlar un objeto con unto poder. Y te­ ner mi manera significa tenerlo a mi manera —precisamente en rela­ ción a cómo el ordenador hace las cosas.» Continuó: No comprendía esto sobre mí mismo. Sin embargo... necesito llegar al interior c interferir en las instalaciones, puedo hacer estos cambios

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con Windows. En el Mac se me imposibilita acceder a los mismos. Su­ pongamos que quisiera optimizar parte del ordenador y que quiero ha­ cerlo a través de cargar ciertos programas en ciertas áreas de la memoria, o quiero distribuir parte de la memoria en un disco virtual. Con Win­ dows y DOS puedo hacerlo. Como dije, en el Mac me es inaccesible. Le resta toda diversión ya que me hace sentir como si se me hubiese excluido. Lo que quiero decir es que en tanto que éste es mi ordenador personal, ¿por qué no debería satisfacer mis preferencias? Me gusta hacer cambios en config.sys y autocxec.bat. Así que le dije a mi socio: «De ninguna manera, no voy a cam­ biarme». Cuando supo de ResEdit, Warren mostró menosprecio. Dice: «Sigues mirando a tu máquina a través de una ventana. Estás actuan­ do solamente con representaciones. Me gusta la cosa en sí. Quiero ensuciarme las manos». George, un físico, también disfruta de la sensación de la suciedad virtual en sus manos y se siente amenazado por los objetos opacos que no son de su propia creación. «Me hacen sentir como si hubiera renunciado a demasiado control.» George dice que el Macintosh fue una venida abajo de su transparente Apple II. «Quiero que mi orde­ nador sea tan claro para mí como mi cuchillo del ejército suizo. N o pienso que una máquina deba sorprenderme.» Samantha, una escritora que trabaja para una revista de modas, no desea un profundo nivel de conocimiento técnico como auicrcn Maury, Warren y George, pero comparte algo de su estética. Ella tam­ bién se siente perdida si no tiene una noción satisfactoria de cómo funcionan las cosas. Antes de que Samantha comprara su Macintosh nunca había pensado sobre aspectos como la transparencia u opacidad de los ordenadores. Todo lo que le preocupaba era el control sobre su escritura. Sin embargo el contraste entre la experiencia de utilizar su ordenador MS-DOS/Windows y utilizar su Macintosh le ha hecho consciente de que ella, también, tiene un estilo que prefiere: Trabajé durante años con un sistema IBM y entonces todos mis compañeros de trabajo me convencieron de que era el momento de cambiar a un Macintosh. Decían que en tanto que no era una persona tecnológica y no me gustaba hacer arreglos, el Macintosh me permiti­ ría simplemente realzar mi escritura. Dije, muy bien. Y entonces, un día, perdí un archivo en el Macintosh. Cuando hice clic en el archivo, sólo conseguí pequeñas líneas serpenteantes. Probé todo lo que el Ma­ cintosh me permitía hacer. Intenté abrirlo de formas distintas. Traté de copiarlo y entonces abrirlo. La cosa es que no había mucho más que ¡n-