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Para establecer comunicación con nosotros puede hacerlo por: correo: Renacimiento 180, Col. San Juan Tlihuaca, Azcapotzalco, 02400, México, D.F.

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Dirección editorial: Raúl Godínez Cortés Coordinación editorial: José Luis E. Bueno y Tomé Diseño de portada:Perla Alejandra López Romo Tipografía y formación: Karina Elizabeth Sánchez Aguilar Fotografía de portada: Pascual Borcelli Iglesias La rebeldía de pensar Derechos reservados © 2006, Óscar de la Borbolla © 2006, GRUPO PATRIA CULTURAL, S.A. DE C.V. Bajo el sello de NUEVA IMAGEN Renacimiento 180, colonia San Juan Tlihuaca Delegación Azcapotzalco, C.P. 02400, México, D.F. Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana Registro núm. 43 ISBN: 970-24-0937-3 Queda prohibida la reproducción o transmisión total o parcial del contenido de la presente obra en cualesquiera formas, sean electrónicas o mecánicas, sin el consentimiento previo y por escrito del editor. Impreso en México Printed in México

Primera edición: 2006 Primera reimpresión: 2006

¿QUÉ ES PENSAR? Debido a la buena fe, a la inercia que causan los prejuicios o al hecho simple de que muy pocas veces sometemos a revisión nuestras creencias, tenemos la costumbre de admitir la tranquilizadora idea de que toda la gente piensa, de que cualquier persona, por el solo hecho de haber nacido como miembro de la especie humana, recibió de Prometeo o de unas bondadosas hadas madrinas la chispa que posibilita el pensamiento. A causa de esta idea suponemos que la condición humana es un regalo que ya tenemos y que para mantenerla no hace falta esforzarse. Sin embargo, pensar, saber pensar, no es algo que se pueda dar por descontado. Ojalá que fuese un atributo innato que formara parte de la herencia con la que cualquiera llega al mundo; pero no es así: pensar es una capacidad que se conquista, que exige de nosotros empeño para desarrollarse y, sobre todo, que requiere de práctica

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y del dominio de ciertas reglas para desenvolverse de forma correcta. "No todos piensan." He aquí una afirmación que suena agresiva y ajena a esa actitud democrática que tanto gusta en nuestro tiempo, que parece dicha desde un montículo de superioridad y que muy pocas veces estaríamos dispuestos a suscribir en público. En cambio, la frase "no todos saben pensar" suena bien, no ofende a nadie y, ya sea en privado o en público, podemos sostenerla sin sentirnos incómodos. Sin embargo, no existe diferencia entre decir "no todos piensan" y "no todos saben pensar", ya que pensar al igual que pintar, leer o andar en bicicleta, pertenece a ese tipo de acciones que si no se saben no pueden hacerse. "No todos piensan" y "no todos saben pensar" son perfectamente equivalentes: ocurre con ellas lo mismo que cuando se dice: "no todos pintan" y "no todos saben pintar". "Pensar" cuando no se sabe cómo hacerlo no es pensar y, de igual manera "pintar", cuando no se sabe, tampoco es pintar. Embadurnar un lienzo no es pintar; amontonar enunciados, tampoco es pensar. La gente alega, discute, alza la voz y, normalmente, conforme más se acalora, menos

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piensa: el alegato, en efecto, sí está bien extendido; el pensar, por desgracia, no. Cualquiera puede aprender a pensar, pero no cualquiera piensa. Lo que los seres humanos tenemos en común no es el pensar, sino la posibilidad de conquistar el pensamiento. Poder aprender a pensar no depende de la raza ni del sexo ni de la situación económica, ni siquiera del nivel de escolaridad, aunque esto último pueda facilitarlo. La escuela ayuda a pensar no por los contenidos que ofrece, sino por los análisis que suelen hacerse en las aulas. Hay muchos individuos que en la carrera académica han llegado a la cúspide, se han graduado de doctores y han ido más allá y a quienes, no obstante, les vendría como anillo al dedo la frase irónica de André Bretón: "Lo saben todo, pero nada más". Y también hay muchas personas que sin haber asistido, siquiera, a la educación primaria, son capaces de deslumhrarnos por su buen juicio y claridad. Saber mucho acerca de un tema, o saber mucho acerca de muchos temas, no guarda relación con el pensar: se puede ser erudito, experto, docto y no haber sacado nunca ninguna conclusión, no

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haber hilado nunca dos ideas para obtener una tercera. Pensar, saber pensar, tampoco guarda una relación directa con el éxito: hay sujetos lerdos, auténticos campeones en imbecilidad, que amasan fortunas inconmensurables, que se encumbran hasta la cima en el escalafón del poder, o que gozan de enorme popularidad y que nunca han pensado. El éxito no es garantía de pensamiento. El pensamiento, por supuesto, puede ayudar a conseguir el éxito; pero una cosa no se sigue de la otra, porque el éxito no siempre depende de factores que se pueden discernir. Las razones del éxito, con desesperante frecuencia, no son juiciosas y se da el caso de que el éxito escape al hombre que piensa. Ni todo aquel que tiene éxito piensa, ni todo aquel que piensa tiene éxito. Ésta es la trágica ecuación que, una y otra vez, se desprende de las evidencias de la historia y, desafortunadamente, quien vaya por la vida creyendo lo contrario estará incapacitado para entender el mundo y entenderse a sí mismo. Pero, si saber pensar no es garantía para alcanzar el éxito, ¿qué sentido tiene aprender a

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pensar? Ésta es, precisamente, la pregunta que hacen los que no piensan, los que forman parte de la masa de seres humanos que se mueven por inercia y que, más que moverse, corren agitados tras el éxito, convencidos de que el éxito, y lo que conduzca a él, es lo único que vale la pena. Preguntémonos: ¿por qué para la masa actual sólo importa aquello que sirve para el éxito? ¿Qué tiene la masa en la cabeza cuando desdeña lo que aparentemente no habrá de reportarle poder, fama o dinero? Tiene la inmemorial creencia que dejó consignada en uno de sus versos Francisco de Quevedo: "Poderoso caballero es don Dinero"; tiene la idea que late en el fondo de ese refrán que dice: "Tanto tienes, tanto vales" y, sobre todo, lo que la masa actual tiene en la conciencia es un letrero luminoso de gas neón que, todos los días, los medios de comunicación se encargan de mantener encendido, el pueril mensaje con el que sin cesar se martillan los cerebros: la felicidad es idéntica al éxito. No es indeseable que las personas persigan el éxito, lo absurdo es que, por no pensar, vivan convencidas de que el éxito es lo único que posee valor y que, por esta ceguera, empobrezcan la dimensión

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de su existencia. Cuando toda la gente marcha en una misma dirección, cuando las palabras y los actos de la mayoría parecen apuntar hacia una misma meta, se produce una inercia social, una ideología que muy pocos revisan y de la que muy pocos se apartan, pues, para ponerse a salvo de la corriente, hace falta pensar y, en el caso que nos ocupa, la creencia de que sólo el éxito vale, hace falta pensar -nada menos- en uno de los más graves asuntos: en el sentido de la vida. Es más fácil plegarse a la corriente, buscar lo que busca la mayoría, pues el disparate que se canta en un coro no parece locura: el respaldo que le dan los demás lo acredita. Quien se subsume en la corriente, quien imita, no sólo no piensa, sino que no quiere pensar: le basta con ver a los lados para descubrir a otros como él y para convencerse de que eso que lo rodea es lo normal y lo correcto. Para quienes no piensan sólo existe un camino y un único sentido: por donde vaya la mayoría. Pensar, en cambio, es descubrir en cada camino una multitud de sentidos y en cada sentido una multitud de caminos. Para quien piensa hay muchas metas y muchas maneras de alcanzarlas

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y, por ello, el que piensa relativiza, duda, y el que no piensa se vuelve dogmático. Pensar no es tranquilizador: provoca dudas, incertidumbre y a veces, inclusive, zozobra. Pensar hace que uno mire a los lados y que no halle fácilmente un compañero; pensar produce una sensación de soledad, pues el que piensa no puede confundirse considerando como compañía la mera presencia de los demás. Pensar nos aparta de la masa pues nos vuelve individuos y el individuo necesita de otros individuos para sentirse acompañado: no de otros que "piensen" como él, sino de otros que también piensen. ¿Qué ventajas tiene entonces pensar frente a no pensar?, volverá a preguntarse el que no piensa, e incluso dirá de modo enfático columpiándose del sentido común: "Si pensar causa dudas y soledad, y no pensar da tranquilidad y muchos compañeros de viaje, pues prefiero mantenerme sin pensar el resto de mi vida". A quienes así opinan habría que contestarles que no se fíen de las apariencias, pues nunca podrá ser mejor la certeza ciega -que más que certeza es inercia- que la duda que descubre pros y contras, que permite advertir los matices, los tonos y los medios tonos de la vida; ni tampoco

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podrá compararse la aborregada compañía de los inconscientes con el humano encuentro de dos que sí piensan. Pero, como quienes no piensan no son capaces de captar dicha diferencia, preguntemos nuevamente: ¿Por qué es preferible detenerse a pensar si el éxito es o no lo único que vale en la vida, en vez de sentir que es la máxima meta y lanzarse de cabeza a lograrla? El éxito es esa situación excepcional a la que sólo unos cuantos llegan; es más, se desea precisamente en la medida en que supone dejar atrás a todos los otros. Gráficamente, el éxito se representa con la cima de una montaña, o con el vértice superior de un triángulo. El éxito por definición implica que no todos puedan alcanzarlo. Ahora bien, ¿qué pasa con la mayoría de quienes adoptan el éxito como sentido exclusivo de la vida? Pasa que al no conquistarlo sufren como animales lo que no relativizaron como hombres; pasa que por haber puesto todas sus esperanzas en una misma canasta experimentan el fracaso y su vida como una bancarrota. La frustración es el demonio con el que se encuentran quienes no piensan. No pensar sólo es tranquilizador al principio; a la larga, en cambio,

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se paga: el no haberse entrenado en la revisión de las metas, en el repaso de las posibilidades, en la comparación de los distintos sentidos de la vida, en la ampliación de los horizontes, provoca ese dolor típico de los miopes absolutos, de aquellos que por no pensar no han aprendido a distanciarse de su dolor; de aquellos que son uno con el dolor: provoca un sufrimiento rotundo como el de los animales. El que piensa duda, nunca está seguro; pero se asegura de tener a su alcance otras opciones. El que no piensa tiene el triste privilegio de la seguridad, lo ha obtenido al renunciar a la infinita pluralidad de sentidos y de caminos que brinda el mundo. ¿Cuál es el sentido de la vida? es una pregunta que no admite una única respuesta, pues cualquier sentido puede darle sentido a la vida y, por ello, nadie, más que uno mismo, puede responderla en cada caso. No es el conocimiento, ni la santidad, ni el placer, ni el dinero, ni el arte, ni el éxito, es eso y más. Cada quien debe ponerle, luego de pensar, uno o varios o sucesivos sentidos a su vida. Para acceder al espectáculo de la diversidad de sentidos es indispensable pensar, y claro que no

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es fácil. Séneca ya lo había advertido cuando dijo: "A la mayoría le gusta más creer que juzgar". No es fácil separarse de la corriente, del coro de los convencidos; no es fácil volverse un individuo, ser uno mismo; no es fácil pensar, pues a todos se nos han inculcado formas prefabricadas de pensar y, cuando queremos pensar, nuestro discurrir no inaugura caminos, sino que avanza por autopistas viejas y transitadas que, obviamente, desembocan en unas determinadas conclusiones: las que aplaude el sentido común, las que todos corean. Ponerse a pensar es atreverse a pensar, e incluso, es arriesgarse a pensar: es un aventurarse, pues el pensamiento que se lanza a su propio vuelo nunca sabe a dónde llegará. Pensar es una aventura, no un viaje en tren con itinerario marcado. De ahí que pensar amplíe las posibilidades de la existencia, pues el que piensa no sólo revisa el elenco de lo que está delante, sino que convierte lo que está delante en un balcón para mirar más lejos. Uno puede llegar a pensamientos parecidos a los que suscriben los demás; pero una cosa es llegar y otra partir: quien parte de un pensamiento ajeno no piensa, a lo más, deduce. Deducir es distinto de

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pensar, deducir es derivar de una idea general ideas particulares, aplicar un principio a casos concretos. La deducción es mecánica, hasta las computadoras deducen. En los ámbitos en los que se da la regularidad basta con la deducción para saber a qué atenerse; pero en la vida, donde las cosas no ocurren de forma regular, atenerse exclusivamente a la deducción no es recomendable: ¿qué persona se comporta siempre de la misma manera?, ¿qué reacción puntual podemos, incluso, esperar de nosotros mismos? Para entender a los demás y para entendernos hace falta pensar y no sólo deducir. Cuando se llega autónomamente a la misma idea que ha pensado otro es porque se ha repensado, cuando se parte de una idea ajena no se piensa, sólo se deduce. La deducción implica, por supuesto, algunos de los elementos del pensar: quien deduce relaciona y compara, relaciona lo general con lo particular a partir de lo que tienen en común. El ejemplo clásico es aquel silogismo que dice: "Todos los hombres son mortales, Sócrates es hombre, Sócrates es mortal". La deducción, en efecto, implica dos de las características fundamentales del pensar: la

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relación y la comparación; pero no basta con estos elementos para pensar, y la prueba es que nadie, a partir de dicho silogismo, ha sentido nunca el más leve estremecimiento, pues nadie comprende su muerte por mera deducción. Para pensar no es suficiente con establecer una o muchas relaciones, hay que entender el sentido de estas relaciones y, por ello, las computadoras podrán aventajarnos en velocidad y complejidad al tejer un abigarrado enjambre de relaciones; pero mientras las computadoras no descubran el sentido de sus entramados lógicos, mientras no se dé en ellas la apercepción: el darse cuenta de que se da uno cuenta, sus conexiones no serán superiores a las de los tapetes de Temoaya, es decir, urdimbres de cientos o miles o millones de hilos anudados sin una sola pizca de conciencia. ¿Qué ocurre con las personas que se basan única y exclusivamente en la deducción, es decir, qué pasa con aquellos que sin entender el significado de los principios los aplican acríticamente a los casos particulares? Pues ocurre que se vuelven pedantes: carecen de la capacidad para entender el sentido de una situación determinada y, en consecuencia, se comportan como autómatas. El pedante es, precisa-

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mente, aquel que no entiende lo que cada situación particular le exige y, para asegurarse -según él- una buena actuación, adopta de la forma más fiel posible lo que dicta la norma general, el axioma o el principio. El pedante provoca risa porque es una máquina disfrazada de ser humano, una mera máquina deductiva que nunca pierde el tono doctoral, que nunca pierde el aliño ni el buen porte: es capaz de nadar con esmoquin o de disertar acerca del arte histriónico cuando está en una carpa y todas las demás personas ríen a mandíbula batiente. El pedante no piensa, sólo deduce y no lo hace mal: no es que relacione incorrectamente lo general con lo particular; lo que sucede es que no ha pensado lo suficiente la norma para relativizarla, ni ha pensado lo suficiente la situación particular hasta descubrir lo que la vuelve irreductible: el pedante relaciona y compara, pero no relativiza ni distingue, o sea, no entiende lo que singulariza cada situación, vive en el mundo de los principios generales, las experiencias no le dan carne a sus esquemas. La pedantería es, literalmente, falta de inteligencia: el pedante no es capaz de inteligir y, por desgracia, esta modalidad de los no pensantes está

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más extendida y es más peligrosa de lo que cabría suponer. Porque el pedante al que nos referimos no es simplemente ese sujeto antipático, de ademanes afectados que siempre está fuera de lugar, sino el sujeto que cree tener las claves correctas para comportarse ante cualquier situación, el que actúa única y exclusivamente de acuerdo con principios que jamás, ante ninguna situación, revisa; es el dogmático vital, aquel para quien la ley es la ley sin que le importe si es justa y equitativa. Este tipo de pedante ama las formas, las reglas; para él, lo que no cabe en el esquema no existe y, peor aún, no tiene derecho a existir: es el fanático. La ciencia ficción ha creído descubrir mundos nuevos al imaginar sociedades regidas por computadoras, por máquinas que aplican sin piedad y sin criterio un conjunto de normas; la verdad, estos infiernos son tan viejos como la historia, pues siempre ha habido hombres que sólo deducen, o sea, que sólo son capaces de pensar a medias: de establecer relaciones y de comparar para aplanar, pero no capaces de distinguir y mucho menos de comprender.

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El pedante del que hablamos aquí no necesita siempre de una posición encumbrada para llevar a cabo la tiranía maquinal de "lo que debe ser por encima de todos y a cualquier costo", está en cualquier parte, en mayor o menor grado; está inclusive en cualquiera de nosotros, cuando sin pensar juzgamos, es decir, cuando prejuzgamos: cuando a un caso concreto -rico en diversidad, como son todos los casos concretos- aplicamos de manera mecánica una norma. Y, aunque es cierto que en ocasiones resulta no sólo necesario, sino preferible atenernos a una norma: cuando la urgencia de actuar no nos deja tiempo para pensar, habría que tener en cuenta que cada que actuamos de ese modo, contribuimos a la edificación de un mundo que sólo permite la existencia de los seres humanos promedio, no de los individuos y, también, que los llamados "seres humanos promedio" no existen más que en la imaginación de los pedantes, nunca aquí en la Tierra donde todo es diverso. Así, actuar sin pensar, basados en la mera deducción, termina construyendo un mundo para nadie.

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Es muy difícil contener al pedante que en cada uno de nosotros lucha por apoderarse de nuestros juicios, pues no sólo es más cómodo obrar ciegamente ateniéndonos a las reglas generales que hay en la sociedad, sino que -aun en el caso de que sintamos viva curiosidad por las determinaciones concretas que hacen de cada experiencia un caso único- conforme pasa el tiempo, mientras más experiencias vamos acumulando, se solidifican en nosotros ciertas certezas que nos impulsan a vivir de manera mecánica, que comienzan a operar como prejuicios. Una, dos, tres, cuatro experiencias en una misma dirección nos llevan a dar un salto inductivo -a pasar de lo particular a lo general- y a que decline nuestro interés por el análisis casuístico. Esta esclerosis ocurre cuando creemos ya saber y creemos que ya no es necesario seguir pensando: cuando creemos que ya hemos pensado lo suficiente, porque ya hemos logrado establecer las características comunes de un asunto, su comportamiento regular, su definición, su ley inductiva. Sin embargo, y esto lo enseña la historia del pensamiento, nunca se piensa lo suficiente, porque pensar arre-

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bata a cualquier asunto su suficiencia y a cualquier conclusión su definitividad. Cuando se establece la inducción, cuando los casos concretos parecen haberse disuelto al revelar lo que tenían en común, cuando se cree haber terminado con la nebulosa de los detalles por haber descifrado las claves de un asunto, reaparece el pedante, un pedante ciertamente moderado, menos dogmático que el pedante cerril que usa la deducción como un mazo para imponer la tiranía de los principios; menos pedante, pero pedante al fin. El trabajo que se tomó en analizar los casos concretos, lo ha vuelto más comprensivo, más tolerante, más apto para admitir lo individual, lo irreductible; pero cuando alguien se cree dueño de los frutos del análisis, cuando ha desarrollado una inducción y se cree el poseedor de la verdad, considera que puede -al menos para esos casos en los que según él ya "pensó lo suficiente"- dejar su vida en manos del piloto automático. La fe en la verdad, sea la del que deduce o la de quien cree haber alcanzado una ley gracias a la inducción, provoca automatismo, abona el no pensar.

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Y una vez más, aquí podría arrojársenos una pregunta: "Si pensando, analizando casos particulares, se llega a establecer una ley que comprende esos casos, ¿por qué no basarse en esa ley y aplicarla sin más cuestionamientos?, ¿por qué seguir pensando? Esta pregunta es demasiado aguda para que nos la arroje una persona que no ha pensado; más bien, parece provenir de quienes han pensado mucho, de quienes consideran incluso haber pensado ya lo suficiente, de quienes creen haber alcanzado la meta del pensar: el entender. Supongamos que, en efecto, alguien lo haya logrado; que ha alcanzado el límite extremo que en un momento histórico se puede conseguir; que considere, como Hegel, haber conquistado el saber absoluto. ¿Habría que dejar de pensar por ello? No. Porque pensar es como caminar: se camina para llegar a una meta y se camina, también, para estar saludable: en el caminar hay un fin y un propósito como los hay en el pensar. El fin del pensar puede ser, ciertamente, entender, y esto tal vez se logre; pero el propósito de pensar es humanizarse y esto no se completa nunca. Lo más propio de los seres humanos es pensar y no se piensa sólo para

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entender, sino para mantenerse siendo hombre. El que no piensa, como bien dijo Nietzsche, es un dios o una bestia. Hay automatismo en quienes obran por impulso, hay automatismo en quienes obran por deducción, y el anhelo de quienes se toman el trabajo de llevar a cabo una inducción es, también, el automatismo. Parecería que el pensar, o mejor aún, el mantenerse pensando, es una hazaña. Y es cierto, en el esfuerzo por vencer esta dificultad radica la posibilidad de ser hombre. Lo fácil es ser un autómata, un pedante. ¿Por qué la duda y el cuestionamiento cesan cuando se arriba a una conclusión? ¿Por qué el pensar desemboca en el no pensar? Revisemos dos de los procedimientos que recorre el pensar en estas ocasiones: el análisis y la síntesis. En el análisis, un objeto o un problema se desmenuza para encontrar los elementos simples que lo componen, se asume que es más fácil entender lo simple que lo compuesto y, por ello, se desagrega el problema para avanzar en su comprensión. Al descubrir lo que está implicado: las partes, los supuestos, los aspectos, el problema, al

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menos como tal, se vuelve diáfano, pues sabemos qué lo compone, qué complejidad de elementos lo integran: lo que en apariencia era uno, gracias al análisis se vuelve múltiple. El análisis es, precisamente, un viaje hacia lo singular; de hecho, se disgrega para distinguir. Es en el análisis cuando más hondamente calamos en lo particular. ¿Cómo se analiza un objeto, por ejemplo, un reloj? El reloj como tal desaparece: sobre la mesa yacen desarticuladas sus partes. Ahí, esparcidas, están la carátula, las manecillas, montones de tuercas y la cuerda. ¿Bastará con romper para analizar? Obviamente, no: un martillazo no analiza, destruye. Una de las diferencias entre analizar y romper es -aunque en ambas acciones se deshaga la unidadque en el análisis se lleva una bitácora del orden: se aislan los elementos, pero sin perder la noción del lugar y de la función que ocupaban en el todo. La desagregación analítica ha de ir formando este registro, pues si cuando se desciende al nivel de las partes no se entienden las relaciones que rigen entre ellas, su fisiología, se estará rompiendo pero no analizando. Sobre la mesa del analista deberán quedar la carátula y las manecillas, el montón

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de tuercas y la cuerda; pero sobre todo, el registro de la relación entre las tuercas y la comprensión del sentido de la cuerda. La destrucción busca la mera desarticulación; el análisis busca descubrir el orden que guardan entre sí los elementos y el sentido general que ese orden da a los elementos. El análisis se realiza, siempre, con vistas a la síntesis, a la reintegración de la unidad. Cuando el reloj es reconstruido en la síntesis el saldo que nos deja es la comprensión de su funcionamiento: la síntesis es la prueba de que hemos efectuado correctamente el análisis y, por ello, la síntesis viene a ser la conclusión del pensar. El objeto analizado y, luego, sintetizado es, por fin, entendido: descifrado su cómo. Si se considera que entender es todo lo que puede aportarnos el pensar, pues entonces suspendemos el pensar, porque creemos, a la luz de la síntesis, que ya hemos pensado lo suficiente. He aquí el porqué de que el pensar, tomado como análisis y síntesis, conduzca también al no pensar. Por lo visto, aunque la deducción, la inducción, el análisis y la síntesis impliquen momentos en los que el pensar se ejercita, sucede que de una forma u otra conducen al automatismo, al no

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pensar que se da cuando se cree que ya se entiende porque se aplica a lo particular una verdad general (deducción), o porque a partir de varios particulares se ha alcanzado una verdad general que sirve para todos los particulares que puedan presentarse en el futuro (inducción), o porque tras dividir y subdividir un caso concreto se le ha podido reconstruir y, por lo tanto, entender cómo funciona (análisis y síntesis). Si entender y saber son cuanto esperamos del pensar resulta lógico que, cuando se cree haberlos alcanzado, se tomen vacaciones. Sin embargo, como ya hemos dicho, el pensar tiene, además del fin de entender, un propósito que no se logra nunca de manera cabal: humanizarnos, y aquí podríamos introducir otro símil: pensar es como respirar, pues, aunque ciertamente mantenernos pensando nos humaniza, nos da más holgura existencial, pues nos permite entender y relativizar, también con el pensar ocurre algo que es más simple y más definitivo: si pensar es como respirar, entonces el que no piensa no sólo no se humaniza, sino que simple y llanamente no es un ser humano. Sé que esta afirmación suena grave, pero ¿qué pasa si una nota que se da como definitoria no

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se cumple? ¿Qué pasa si un triángulo no tiene tres ángulos; qué, si en el mar no hay agua; qué, si un kilogramo no pesa mil gramos? Pues ocurre, simple y sencillamente, que no serán ni triángulo, ni mar, ni kilo y, de igual manera, si un hombre no piensa, pues, no será hombre. ¿Podremos admitir, sin más, la anterior conclusión o estamos obligados a repensarla, dada su gravedad? Hemos dicho que no todos los hombres piensan, lo que equivale a afirmar que no todos son seres humanos, y hemos caracterizado esta afirmación como grave. Añadamos, ahora, que la gravedad es, precisamente, la que hace que un asunto no pueda dejar de pensarse, pues "lo grave -como dice Heidegger- es lo que da qué pensar". ¿Qué es lo grave? Lo que suena a barbaridad; pero hay barbaridades que se desechan de inmediato y no se piensan más; lo grave es, entonces, la barbaridad de la que no podemos despedirnos porque tiene visos de verdad, porque parece lógica o real de algún modo. Si decir que hay hombres que no piensan y, por lo tanto, que no son hombres fuese una mera barbaridad

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podríamos ignorarla y seguir adelante; pero no es una mera barbaridad, porque, al menos, uno de sus aspectos resulta evidente: aquel que dice que "no todos los hombres piensan". Es la segunda parte del enunciado la que nos suena inadmisible: la que afirma que "no todos los seres humanos sean seres humanos". ¿Por qué no admitir el primer enunciado y desechar el otro? Porque entre una afirmación y otra hay un nexo que parece imposible de desatar. Este nexo es el que da qué pensar, ya que es grave que se diga que no todos los seres humanos son seres humanos. ¿Cómo podemos desatar dicha relación, es decir, repensarla? Existen dos maneras: negar que el pensar sea la nota definitoria de los seres humanos, o proponer que aún no hemos identificado correctamente en qué consista pensar y, por ello, es que no hemos encontrado presente este rasgo en todos los seres humanos. La primera posibilidad, aunque se ofrece interesantísima -pues de poder avanzarse en ella caería cuanto la filosofía ha dicho a propósito del ser del hombre- no es viable como primera instancia, pues supondría que ya sabemos qué es pensar y, simplemente, se trataría de buscar

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ese rasgo en los seres humanos para descubrir si se da o no en todos. No podemos, con lo dicho hasta aquí, suponer que ya sabemos qué sea pensar; por lo tanto, el camino obligado es el segundo: proponer que no hemos pensado suficientemente en qué consiste pensar como para decidir si tal característica es común al hombre. ¿En qué consiste pensar según lo que llevamos dicho? Recapitulemos: hemos partido de la evidencia de que no todos los seres humanos piensan; hemos revisado algunos procedimientos en los que se ejercita el pensar (deducción, inducción, análisis y síntesis) y hemos concluido que estos procedimientos desembocan en el no pensar, o sea en el automatismo: la aplicación mecánica de lo general sobre lo particular o el mero actuar por prejuicio. Necesitamos un procedimiento en el que el pensar se ejercite sin descanso y, además, que se presente en todos los seres humanos. ¿Cuál puede ser éste? La crítica. En la crítica, igual que en los otros procedimientos del pensar, entran en juego la relación, la comparación, la distinción, etcétera, pero no para encontrar lo común, sino lo diferente: se comparan

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dos objetos o un objeto con una idea con la mira puesta en lo que los diferencia: en aquello en que un objeto aventaja a otro, o en aquello que falta al objeto para ajustarse a la idea que nos hemos hecho acerca de él. La crítica es esa forma del pensar en la que se compara no con el propósito de hallar lo común, sino lo diferente: ese aspecto por el que una cosa nos parece mejor o peor que otra y, por ello, la crítica es siempre enjuiciamiento. En cualquiera de sus modalidades, la crítica es esa deliberación que nos permite pronunciarnos a favor o en contra de algo, que nos induce a preferir una cosa y no otra. Por la crítica somos capaces de negar, es decir, de apartarnos de lo que se encuentra ante nosotros. Lo inmediato se hunde en el horizonte gracias al no. Por la crítica se suspende la comunión inconsciente con lo que nos rodea. Lo negado se aleja, no importa que siga siendo lo que tenemos más a la mano: nuestro repudio lo aparta de nosotros y, de igual manera, lo más remoto, pese a su lejanía, puede casi rozarnos si lo deseamos. Lo inmediato y lo mediato intercambian sus sitios, el mundo se reordena: los objetos ya no se distribuyen en ese espacio neutro del aquí y del acullá, sino en el espacio valorativo del querer

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y el no querer. Y, por este motivo, aquello que definitivamente no queremos es lanzado por nuestro no a la lejanía, pues, para los efectos prácticos, el no separa igual que la distancia: cancela por completo la posibilidad o, al menos, eso quisiéramos. Es por la crítica que los seres humanos hemos traído al mundo nuestra más genuina aportación: los valores, esa caprichosa red de relaciones o jerarquías que establecemos al querer y no querer. Porque el mundo humano, más allá de estar compuesto por los elementos consignados en la tabla periódica de Mendeleyev, está integrado por objetos que odiamos o deseamos, que repudiamos o preferimos: son la antipatía y el amor los extremos del metro con el que medimos lo que efectivamente compone nuestro mundo. Desde esta perspectiva, el peso atómico de cada elemento importa un bledo; lo que realmente importa es el peso que cada ente tiene en el universo valorativo. La crítica es esa modalidad de pensar por la que los valores llegan al mundo y, gracias a ello, éste se hace discernible: se presenta como un orden donde los seres se jerarquizan de lo mejor a lo peor, de lo bueno a lo malo, de lo bello a lo horrendo, de

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lo odiado a lo amado. Es por la crítica que las cosas se distinguen. Sin crítica no habría valores y sin éstos no habría distinción, y sin distinción no habría manera de elegir: ¿entre qué elegiríamos si todo nos pareciera lo mismo? La crítica es también condición de posibilidad de la libertad, pues sin elección no hay libertad que valga. Es la pluralidad, no la mera miscelánea de objetos sino las cosas ordenadas según valores, lo que hace posible la libertad: cuando una cosa nos parece mejor que otra estamos ya ante la posibilidad de ser libres. Otro asunto es que podamos alcanzar o hacer lo que nos parece mejor, el ejercicio efectivo de la libertad supone otras condiciones y otros pasos. Poder decir "esto no y esto sí" es la característica efectivamente común de todo ser humano y, además, una acción que todos practicamos permanentemente. La crítica es aquello por lo que puede establecerse que el pensar es la nota definitoria de los seres humanos. Este primer momento de la crítica, el negar, no admite excepciones ni vacaciones, todos los seres humanos lo cumplimos todo el tiempo.

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Existen, sin embargo, distintos niveles de la crítica: el más elemental -sin ser por ello desdeñable- es la deliberación que inclina la preferencia a uno u otro lado. En este nivel básico, aunque la crítica carezca de método o el individuo no pueda brindar las razones en que funda su preferencia, se lleva a cabo una comparación con vistas a la distinción. Aquí, no importa si el individuo se enfrenta ante la opción de ir al cine o al teatro o ante la disyuntiva de decidir entre Newton y Leibnitz a propósito del cálculo infinitesimal, pues es irrelevante la complejidad de las opciones; lo que cuenta es lo que supone la acción de elegir: haber distinguido entre una cosa y otra e inclinarse por una de ellas, pues, distinguir es comparar para encontrar la diferencia, y la diferencia nunca se halla de manera automática: no hay regla general para inferir la diferencia, para encontrarla es preciso, en cada caso, pensar. Cuando el hombre critica, cuando convierte lo que está ante él en objeto de su consideración, eso que está ante él deja de parecer natural, necesario; el hombre descubre, por virtud de la crítica, que no tiene por qué contentarse con lo que está a la mano sólo porque está ahí. Levantar la mira, apuntar más

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lejos, descubrir las posibilidades enmarcadas por el horizonte e, incluso descubrir, en el ejercicio del pensar, que los horizontes se vienen encima como olas y que uno puede ir siempre más allá sin que nada lo colme, son los efectos humanizantes de la crítica. Y, claro, también con ella nace la inconformidad que es el motor de la historia. Pensar y ser un inconforme son sólo dos maneras de nombrar lo mismo. Lo que está ante uno, aquello con lo que uno se tropieza, es lo establecido: las costumbres, los modos acreditados de pensar, los valores que gozan de inmemorial prestigio, las normas que regulan las conductas del hombre, las técnicas ya instituidas. Todo aquello que nos rodea y con lo que muchos viven satisfechos, conformes, no soporta la crítica: ni la resiste ni la tolera. Porque criticar es, literalmente, poner en crisis; es descubrir las fisuras, las fallas de lo que intenta hacerse pasar por monolítico; es poner en duda la definitividad de lo que está delante, es atreverse a imaginarlo de otra forma; es subvertirlo con el no de la inconformidad, del pensar. Ningún producto humano ha conseguido mantenerse a sal-

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vo de la crítica: mantenerse ahistórico; todo se ha trasformado por la actividad crítica del hombre. Esto no significa que la crítica se presente con el mismo no en todos. Hay un no inconforme y un no al no de los inconformes. La doble negación de aquellos para quienes lo que existe, tal y como está, es lo mejor que podría existir. Podría creerse que los conformes no critican, que no se oponen, que no piensan; pero no es así: la intolerancia de los conformes es la manera como expresan su no, su preferencia: también ellos critican, aunque en su apreciación, lo que está a la mano, lo establecido, es preferible a lo que está más allá rodeado de incertidumbres. Los conformes se oponen al cambio; los inconformes a la permanencia, porque ser hombre es oponerse, usar el no en un sentido u otro. "Pero -dirá el conforme- no es lo mismo distinguir defectos reales para proponer una solución que señalar falsas ventajas y desventajas en las cosas con el único fin de oponerse." A este conforme inconformado habría que preguntarle: ¿Quién puede tener el primado de la realidad para saber a ciencia cierta cuáles son sus defectos reales? La realidad, ese conjunto indiferenciado de cosas,

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está ahí tal y como es, no le falta nada, es plena en su ser. Somos nosotros los que "descubrimos" qué le falta, porque no nos parece, porque no aparece como quisiéramos que fuera, porque, cuando comparamos con la mira dirigida a la diferencia, la realidad no se ajusta a nuestro juicio: la falta siempre es subjetiva, el defecto sólo está en los ojos del que mira, no en el mundo real. Las cosas son mejores o peores no en función de sí mismas, sino de lo que esperamos de ellas; son mejores o peores de acuerdo con nuestros fines, de acuerdo con nuestras expectativas, de acuerdo con los modelos con los que las contrastamos. La falta que creemos descubrir en las cosas es resultado de la jerarquía que proyectamos sobre ellas, es la consecuencia directa de haber inventado los valores. Y, por ello, "proponer ventajas o desventajas subjetivas con el fin de oponernos" es lo que hacemos todos, pues la apariencia de sensatez o de insensatez de una particular crítica no se debe a que se apoye en faltas reales, en defectos en-sí, sino que depende del número de militantes que compartan ese punto de vista crítico: si son muchos, la crítica pasará por incuestionable; si son pocos, será tildada

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de excentricidad o disparate y quienes la suscriban serán considerados como locos. El que los defectos que advertimos no sean defectos de las cosas, sino mero resultado de nuestros valores proyectados sobre el mundo es una consideración de la más alta importancia, pues los hombres se matan, precisamente, porque creen que los defectos que ellos miran pertenecen a las cosas y son igualmente visibles para todos. No es así, cada persona compara el mundo con la idea de lo que debe ser y "descubre" ciertas faltas, siempre subjetivas, que sólo son advertidas por quienes comparten el mismo punto de vista; para los demás esas faltas no existen y nada justifica que alguien quiera enmendarlas. Es necesario efectuar una crítica de la crítica, porque la crítica que no vuelve sobre sí misma, que no entiende que los defectos "descubiertos" son más bien proyectados, se hace feroz. Para los críticos simples los defectos que "descubren" son defectos reales y, en cambio, las faltas que "encuentran" los demás son defectos irreales, falsas faltas, meras objeciones sin justificación, "críticas fáciles" cuya causa no logran entender. Lo

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preocupante de los críticos simples -y casi todos lo son- es su semejanza con los locos, pues, igual que ellos, actúan y reaccionan a partir de lo que creen que es la realidad. Tal vez resultarían menos furiosos, menos cruentos, menos despiadados y aguerridos si, en lugar de creer que las faltas están presentes en la realidad, se percataran de que las faltas son diferencias que nacen del cotejo entre el mundo y los valores. Se ha dicho que la razón engendra monstruos y habría que añadir que pensar a medias produce fanatismos, porque también la crítica cuando no avanza contra sí misma, cuando no se critica, conduce a estaciones desde las que lo hallado, nuestra verdad, lucha por imponerse. Es una paradoja que la crítica engendre el fanatismo, aunque sea el fanatismo del no; que con gran frecuencia nos lleve a posiciones que se endurecen, que se esclerosan, pues, en cuanto creemos haber descubierto un defecto en las cosas, ya no vamos más lejos con nuestro no y, al estacionarnos, nuestro pensar se dedica a tejer argumentos que zurcen los puntos flacos de nuestro enfoque, y si acaso seguimos haciendo crítica, ésta es dirigida contra los juicios

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que intentan vulnerar nuestra verdad. Rara vez pensamos para ir más allá de nuestra crítica, para extremarla, para pasar al no de nuestro no. Y es que hay faltas tan evidentes para nosotros que casi es imposible admitir que sean el mero resultado de nuestro punto de vista o simples proyecciones. ¿Cómo aceptar, por ejemplo, que la injusticia sea una falta subjetiva, cuando nuestro ser entero clama indignado que la injusticia es rotundamente objetiva, que es una falta que está ahí con la misma inequívoca presencia que una montaña? ¿Cómo aceptar que el acto criminal no es malo, sino que simplemente nos parece malo? Hay muchas faltas que se nos imponen como reales: todas aquellas que se relacionan con nuestra vida. En lo que personalmente nos atañe es casi imposible criticar nuestra crítica: el punto de vista propio no puede considerarse como un punto de vista más; para nosotros es el enfoque, sentimos que es el único correcto. "Y sin embargo se mueve", habría que repetir con Galileo, porque las faltas no son en-sí. No están en el terreno del ser, sino en el del deber ser. ¿Comprender esta distinción significará que debe renunciarse a todo plan de corrección del mundo?

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No. Simplemente se trata de que entendamos que las fallas que nos instan a la polémica o a la lucha no son fallas reales, sino desajustes de la realidad con nuestros sueños: no es la realidad la que nos da la razón, sino el amor que le tenemos a nuestra utopía, a nuestra irrealidad. Esta reubicación de la falta no tiene por qué restar validez a la crítica; al contrario: la pone en su verdadera dimensión humana, en ese mundo que no tiene que ver con el peso atómico de los objetos, sino con las coordenadas de lo que queremos y no queremos. ¿Quién ha dicho que no vale la pena pelear por un sueño? Lo que he dicho es que la vida propiamente humana es aquella en que se vive arrebatado por los sueños. Criticar la crítica, extremarla, lleva a comprender que los anhelos de libertad y de justicia, el deseo de que las cosas marchen de otra forma, la certeza de un futuro mejor no son sino sueños; pero los sueños más altos de unos seres para quienes la irrealidad es su verdadero territorio. Hemos revisado algunos mecanismos del pensar: la deducción, la inducción, el análisis, la síntesis y la crítica, y hemos visto cómo, en todos ellos,

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el pensar puede conducir al automatismo: a esa situación estacionaria en la que -por creernos dueños de la verdad- se produce la certeza, ese estado en el que uno ya no quiere seguir pensando, porque lo alcanzado se considera lo más conveniente, o uno ya no puede seguir más allá porque la propia conclusión resulta insuperable. ¿Para qué pensar más si ya está claro? ¿Para qué seguir dando de vueltas a un asunto si ya sabemos la respuesta? Quien llega a esta estación, esté o no en lo correcto (eso es lo de menos), suspende el pensar. Así, paradójicamente, dejar de pensar no es la consecuencia del fracaso de pensar, sino de su presunto éxito: creer que ya se ha encontrado la solución o que la triste respuesta que se ha obtenido es inmejorable. La verdad -o su apariencia- es enemiga del pensar; la duda, en cambio, es el medio del pensar, su hábitat. Nos referimos, por supuesto, a la duda que es mucho más que un mero no saber: a la duda que incluye la intensa preocupación por no saber. Esta es la duda que nos mantiene pensando, que hace del ejercicio de pensar exactamente eso: un ejercicio: una caminata sin meta, un fin en sí

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mismo. La duda a la que nos referimos no es de la que se puede salir, sino aquella en la que, como dice Cioran, hemos caído. Esta duda no es resultado de la elección; más bien, es la que se apodera de nosotros y no nos da tregua; la que convierte nuestras soluciones en un castillo de naipes, la que no nos deja más remedio que seguir pensando. La duda, incluso, propicia el pensar mejor que la crítica, porque quien duda posee un lubricante que vuelve escurridiza cualquier verdad a la que uno podría aferrarse. La duda nos despierta una sensación de inconformidad hacia las soluciones que encontramos, introduce la sospecha de que somos incapaces de alcanzar cualquier respuesta valedera y nos arroja al pensar puro, al ejercicio, en ocasiones angustiante, de dar vueltas y más vueltas alrededor de un asunto. La duda de que aquí hablamos tiene la fuerza hipnótica de la serpiente de los celos, pero no nos sujeta como los celos a la dolorosa contemplación de una escena que se repite sin cesar, sino que nos ata al movimiento, al ir y venir de los pros y los contras, y al ir y venir de las hipótesis con sus nuevos pros y sus nuevos contras.

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Con todo, hay de dudas a dudas. Hay unas dudas graves, aunque pobres, que despeja el tiempo; hay otras que las resuelve la simple observación; otras más que no se nos aclaran nunca, porque quienes podrían librarnos de ellas mueren con el secreto, y unas dudas especiales que son los barrancos más hondos conquistados por la humanidad: las dudas insolubles: ¿por qué hay ser? y ¿para qué existo? El intento por aclarar estas dos dudas ha dado origen a la filosofía, por más que muchos actualmente crean que la filosofía tiene unos propósitos más modestos y unos temas menos abismales. La filosofía, sin embargo, es y será ese proceso del pensar que, desde los sótanos de la historia, ha venido buscando la solución de estas dos preguntas cuya sola comprensión es más que bastante para humanizarnos. La duda es ciertamente un no saber: un no saber qué hacer, un no saber a qué atenerse, un no saber de qué se trata; pero también es un estar hondamente preocupado por ese no saber. Quien se despreocupa se quita de dudas, igual que quien cree haber encontrado la verdad y, por ello, la verdad y la despreocupación son hermanas gemelas; es más,

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la verdad podría ser simplemente la coartada de la despreocupación. Quien duda podrá no discurrir con rigor, no usar un método para ordenar y clasificar sus pensamientos, pero esa agitación en que se encuentra es, ni más ni menos, el meollo del pensar, porque pensar no es tanto analizar o criticar, sino dudar de los análisis y de las críticas o, dicho de la manera más compacta posible: pensar es dudar.