La radicalidad del Zen

L A RADICALIDAD DEL ZEN R A FA E L R E D O N D O BA R BA L A RADICALIDAD DEL ZEN 2ª edición Desclée De Brouwer ©

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L A RADICALIDAD DEL

ZEN

R A FA E L R E D O N D O BA R BA

L A RADICALIDAD DEL

ZEN 2ª edición

Desclée De Brouwer

© Rafael Redondo Barba, 2005 © EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2005 C/ Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com [email protected]

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Impreso en España - Printed in Spain ISBN: 84-330-1969-4 Depósito Legal: Impresión:

Dedicado a María Ángeles del Canto, el ser humano más precioso que conozco.

Índice

Prólogo de Gisela Zúñiga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 Teishô 1: La postura correcta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 Teishô 2: No morar en ninguna parte . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Teishô 3: Insistiendo en la respiración . . . . . . . . . . . . . . . . 37 Teishô 4: Ser y cuerpo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 Teishô 5: El nómada en el país de los ciegos . . . . . . . . . . . 45 Teishô 6: El ritmo del ser . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 Teishô 7: El ser esencial más allá de la razón y las creencias

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Teishô 8: El final del ego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 Teishô 9: La vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69 Teishô 10: El sufrimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75 Teishô 11: La capacidad de ver . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 Teishô 12: La nada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 Teishô 13: Más allá del pensamiento . . . . . . . . . . . . . . . . . 97 Teishô 14: La voluntad de cambiar . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 Teishô 15: Salir de la jaula . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105

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Teishô 16: El corazón de la palabra “Zen” . . . . . . . . . . . . 113 Teishô 17: Oración y meditación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119 Teishô 18: Las emociones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127 Teishô 19: La tensión justa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 Teishô 20: El silencio del Ser . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139 Teishô 21: Vivir despierto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 Teishô 22: Hara . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155 Teishô 23: Luz en la depresión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159 Teishô 24: El tañido del Gong . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163 Epílogo I: Willigis Jäger, una lección de vida . . . . . . . . . . . 169 Epílogo II de Mercedes Sáinz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175

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Prólogo Gisela Zúñiga

La tarea más importante de nuestra vida es curar nuestros ojos del corazón, que están enfermos, los ojos con los que puedes tú ver la Verdad, ver a Dios. AUGUSTINUS

Tenemos la capacidad de ver claramente la Verdad, el SER, que en el fondo somos. Este conocer va más allá del entendimiento racional. De lo que se trata es de “conocer con los ojos del corazón”. Pero lo cierto es que estamos bastante “ciegos”, tenemos nuestros ojos cerrados, estamos dormidos. Nuestro estado habitual es la ignorancia. Y salir de la ignorancia es como salir de un sueño, despertar a la auténtica Realidad. A partir de ese despertar es cuando estamos vivos, porque antes sólo estábamos vegetando. Y el hecho es que muchos mueren sin haber vivido nunca. El hombre moderno corre, hiperactivo, a lo largo de su vida. Se ha perdido a si mismo, ha perdido su “rostro original”, ha perdido lo que él es esencialmente. Vive en las afueras. No está en su casa. El corazón humano parece, entonces, como un desierto seco por donde corre buscando el agua que no se encuentra. Pero resulta que el agua estaba allí mismo, escondida en el fondo de nuestra profundidad. Es preciso perforar. Perforar hasta que

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surja el agua, que convierte el desierto en un oasis en flor. Nuestro camino espiritual consiste en perforar hacia la mayor profundidad posible. Este es el camino que Rafael Redondo nos expone en este libro. Y es un libro necesario, ya que hoy, que vivimos en una sociedad volcada en la competitividad y la diversión, nos planteamos más que nunca la pregunta: ¿En esto consiste todo? ¿Qué sentido tienen la vida y el mundo? Tiene que haber algo más que lo aparente. La diversión se extingue rápidamente, y nos quedamos insatisfechos, siendo entonces cuando surgen las preguntas; y la pregunta por la Realidad Primera es la que ha estado presente en toda la historia de la humanidad. Muchos intuyen que existe una respuesta a esta pregunta, que hay un lugar en el que me encuentro como en mi hogar, allí donde encuentra satisfacción nuestro más profundo anhelo. Muchos se ponen a caminar, esperando hallar la Verdad en libros de esoterismo, en los de filosofía o en los de teología. El místico alemán del siglo XIII, el maestro Eckehart, sin embargo nos aconseja: “Hazte ignorante, para que llegues a la sabiduría”. No encontrarás lo que buscas hasta que te libres de tu ansia de saber más y más. Hasta que regreses a ti mismo, volviendo al silencio viviente de tu SER simple y sencillo, a tu interior más profundo. Abandona, deja al lado, todo lo que nubla la VERDAD, todo lo que te impida percibir tu Ser desnudo. Habitualmente vemos con nuestros ojos solamente el exterior, los velos que ocultan lo esencial. Y creemos que estas envolturas son el todo, que no existe nada más. Para alcanzar al SER sin más, al SER vacío y desnudo, para llegar a la VERDAD que somos, al fondo más profundo, tenemos que dejar caer la Fata Morgana, la dimensión del Ego. Es al llegar aquí cuando podemos ver quiénes realmente somos, y al mismo tiempo descubrir la Unidad de todo lo

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PRÓLOGO

que existe, lo Inmutable, lo Eterno, el fundamento de todo lo que ES. Este libro de Rafael Redondo puede ser una gran ayuda para llegar hasta aquí. El autor tiene el don maravilloso de la poesía y está por ello capacitado de una manera especial, no solamente para describir con una claridad extraordinaria el camino milenario del despertar, sino también para dar expresión lírica a lo que en sí mismo es inefable, con toda la pasión de su experiencia vivida personalmente. Como escribe Rafael Redondo: “El poema es el lenguaje que más se aproxima a lo sin lenguaje”. No obstante, la VERDAD no puede ser transmitida por palabras o conceptos. Para esta dimensión profunda no existen palabras, del mismo modo que no se pueden describir los colores a quien no sea capaz de verlos. Yo puedo explicar a alguien lo que es azúcar, pero sin llegar a saborear el azúcar nadie, a fin de cuentas, puede saber lo que puede ser el azúcar. Esa es la dificultad. Por esta razón dice el maestro Eckehart: “Tenemos que desarrollar nuestra capacidad de percibir con los ojos interiores, hasta llegar a ver lo que ES”. Rafael Redondo nos enseña aquí cómo desarrollar la capacidad de percibir. El Zen es un camino práctico hecho en la experiencia personal. Aquí la teoría sola no basta y sólo quien camina personalmente el camino del Zen con toda constancia lo podrá comprender. Ningún concepto lo puede describir adecuadamente. Por ello nos ha dado el autor también una muy detallada instrucción práctica para andar este camino, a fin de llegar al vacío, a la desnudez interior, pero en total presencia de todo ello. Para descubrir nuestro SER Verdadero es preciso desmontar muchas capas de yeso, quitar mucho escombro. Rafael Redondo a quien conozco desde hace muchos años como participante en mis cursos de meditación, y con quien me

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une una gran amistad, nos enseña en los capítulos que siguen, cómo encontrar lo UNO abandonando la diversidad, y que cuando LO has encontrado, entonces abrazas la diversidad en lo UNO, y ves que el mundo exterior es el resplandor transparente de lo divino, del SER, en su pureza original. No existe nada más que Unidad. Fuera de la Unidad no hay nada.Todo es nuevo. Ahora, que se te han abierto los ojos ves tu vida como absoluta Libertad, Felicidad y Paz. He acompañado durante quince años a muchas personas por el camino espiritual. Desde la propia experiencia, y desde la de otros muchos, yo sé muy bien que este camino ofrece frutos espirituales sorprendentes. Por eso, ante este valioso libro, yo deseo a los posibles lectores que entiendan lo siguiente: No el LEER la descripción del camino conduce a la meta, sino que es preciso andarlo. Gisela Zúñiga Freiburg im Breisgau (Alemania) Enero 2005

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Introducción

La historia de la Humanidad muestra que todas las personas que alguna vez se han planteado el sentido de la vida, se han hallado ante esa interrogante que emerge del fondo del corazón humano: ¿Quién soy yo? Pero, curiosamente, la mayoría de estas personas que empiezan a caminar no ocultan un soterrado temor a perderse en el camino de la búsqueda, o a poderse encontrar con serios obstáculos a la hora de responder a esa cuestión tan radical de la existencia y a equivocar el sendero al toparse no ya con la verdad, sino con un mal sustituto de la verdad. Así, Agustín de Hipona, ya en la misma introducción de sus célebres “Soliloquios”, ruega a Dios que cuando “le busque a Él, no salga otro en vez de Él”. Y muchos siglos más tarde, Renato Descartes, al preguntarse por su identidad, mostraba parecida prevención ante la ingrata posibilidad de que “un duende maligno” se interpusiera entre su entendimiento y la verdad, impidiéndole de ese modo responder a la cuestión de qué es la conciencia.

Es mucha, cada vez más, la gente que se acerca al Zen porque quiere indagar sobre cuál es su papel en la vida, qué pinta en este mundo, qué sentido tiene todo esto. El ansia, hecha necesidad, de conocerse a sí mismo es el motor de las más importantes interrogantes vitales, y también el móvil que late en quien quiere iniciarse en el camino del Zen: ¿Quién soy detrás de mis apariencias?

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¿Por qué existo yo más bien que la Nada? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Adónde voy? ¿Qué es la vida?... Estas preguntas son las que, a su vez, nutren nuestra cuestión sobre el fenómeno del despertar de la conciencia, también llamado “iluminación”. La capacidad para ese despertar, que equivale a caer en la cuenta, no es, como en estas páginas veremos, privilegio de una minoría de filósofos; tampoco de una determinada secta o religión, sino una posibilidad que está al alcance de todas las mujeres y todos los hombres de la tierra. Un derecho de la toda la humanidad. En este libro, también veremos cómo la experiencia de la iluminación no requiere de la mediación necesaria de una religión organizada, sino que más bien se trata de un derecho de nacimiento que acoge a todo ser humano y una meta hacia la que se orienta toda la creación. Por eso, el despertar del Zen en Occidente, supone una nueva comprensión que parte de las mismas raíces del Ser; de ahí su radicalidad: una comprensión que va directamente a las raíces del corazón humano, iluminando lo que para ese corazón estaba oscuro. Se trata de una profunda certeza más allá del entendimiento y de los sentidos, certeza de la que a lo largo de milenios han hablado con idénticas palabras sabios de todas las culturas y religiones. Sabios, que, por serlo, dejaron a un lado su protagonismo personal. Por todo eso, lejos de estar contaminados por la epidemia de la inflación del yo, tan frecuente en la mayoría de las “almas consagradas” de las órdenes religiosas, los estados místicos implican la desaparición de todo vestigio de narcisismo, de todo egocentrismo sea personal o colectivo, y de todo ideal de omnipotencia tan propio de los “elegidos”. El valor de los estados de conciencia místicos, no radica en que proporcionen la inflación del ego, sino, precisamente, en la posibilidad de desinflarlo. Y en el ejercicio del Zen no cabe la posibilidad de tener miedo a la negación del ego,

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INTRODUCCIÓN

ya que siendo precisamente el miedo el principal enemigo del yo, ese miedoso yo no puede ser el yo real, ni el auténtico tú. La iluminación, querido lector, no es más que lograr ser lo que en esencia ya éramos; la iluminación consiste en ser la totalidad última, y en darse cuenta perfecta de la verdad que se es. Pero ese acto de caer en la cuenta no entraña una actividad exclusivamente racional, sino que abarca todo el espectro sensorial. La verdad que se es, es estimulada por la verdad que se siente, una verdad vivida, que es de lo que se trata cuando en este trabajo hablamos de una verdadera experiencia: La sensación de ser. Abrirse a la experiencia del Ser, lector amigo, es el cambio más decisivo que puede darse en la existencia. Supone tanto un viraje crucial como el comienzo de una transformación. La persona que haya caído en la cuenta de lo que supone “ser su verdadero ser” comprenderá que toda la naturaleza, incluida la de su propia mente y de su propio cuerpo, se halla impregnada por el Ser que la envuelve. Estar despierto, es captar que no sólo es uno quien toma conciencia de la Vida, sino que es la propia Vida la que toma conciencia de sí misma a través de nuestra forma humana. Vivir momentos especiales De un modo u otro, a todos nos ha sido dado vivir momentos especiales en los que el Ser que late en la profundidad se ha sentido especialmente dichoso. Vivencias que salen del marco de lo ordinario y que, no obstante, uno se da perfectamente cuenta de que siempre estuvieron “ahí”, en nuestro interior, y en el interior de todas las cosas. Nuestra desgracia radica en que esas vivencias, lejos de tomarlas en serio, las subestimamos como si fueran una trivialidad, o incluso una locura. Nuestra formación, tan exclusivamente racional, condiciona nuestra falta de coraje para atrever-

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nos a cambiar el orden establecido por la conciencia unidimensional, con el fin de que “lo otro” pueda al fin manifestarse. Y no deja de ser un gran infortunio que, montados en la grupa de las corrientes teóricas mecanicistas, la ciencia solamente haya prestado atención a la represión de la sexualidad y de la agresividad, y a todo eso que forma el inconsciente sumergido, sin que haya reparado en la mayor de las represiones: la de la emergencia del Ser, que clama por abrirse paso: la represión del inconsciente emergente. Lector, el Ser nos interpela constantemente, a cada instante, con esa voz secreta que clama en los momentos numinosos; esa voz que propicia esos escenarios interiores en los que, extinguido el yo, también la dualidad queda extinguida y, liberados de la tensión sujeto-objeto, puede así aflorar el gran abrazo de la Unidad. Lo cierto es que la experiencia del Ser, como aquí veremos, envuelve al hombre en un abrazo cuando éste ha asumido el riesgo de vivir afianzado en la promesa de que tras su nostalgia, radical e inexorable, se esconde la plenitud de la Nada, inextinguible origen de toda forma. Inextinguible origen de la experiencia luminosa del despuntar del Ser. Por otra parte, el despuntar del Ser puede emerger en aquellos individuos que, habiendo llegado a una situación límite en su sufrimiento, son, sin embargo, capaces de acogerla en su más profunda intimidad. Es interesante lo que dice a este respecto Karl Dürckheim (1994): Es en ese momento cuando, inesperadamente, desde la profundidad de su más absoluta indigencia, llega la gracia insospechada de sentirse envueltos, protegidos y vivificados con un amor que no es de este mundo. En este libro, lector, trato de tomar en serio esas experiencias que acaecen cuando el yo, desarboladas sus fronteras, tiene la oportunidad de reconocer ese rayo que alumbra unos instantes su desolación. Y también aquí trato de la importancia capital que

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INTRODUCCIÓN

supone el mantenernos fieles al servicio de Eso que ha emergido y despuntado, la Gran Experiencia, luchando contra todo aquello que suponga un obstáculo a ese proceso de afinar el violín de nuestros sentidos, el ojo interior, la reiterada toma de conciencia del numinoso instante. Ello me llevará a ser crítico no sólo con quienes fácilmente atribuyen esa vivencia a un extraño demiurgo que habita fuera del mundo, sino incluso con quienes desde marcos teóricos viejos nos inducen a dudar intentando convencernos de que la realidad se limita a la objetividad de los fenómenos perceptibles. El aspecto liberador, también tremendo y sobrecogedor, de estas vivencias del despuntar del Ser consiste en que, sin asomo de la menor duda, quien las experimenta se siente unido al cosmos, como si fuera el nudo de una red, experimentando así un sentimiento de unidad expansiva donde el propio ego rompe sus fronteras arribando más allá de los confines de su propia mente, a Eso que se ha llamado “conciencia cósmica” o “conciencia de Unidad” o “Gran Vida” o “Identidad Suprema”... o Dios, que, dicho sea de paso, tanto asusta a la mayoría de psicólogos, psiquiatras y teólogos. Zen, atención más allá del pensamiento. “Pienso, luego existo”. Con esta emblemática afirmación, adquiere carta de ciudadanía la Filosofía occidental. Pero, ¿qué pasa cuando no pienso? Con esta interrogante, podemos penetrar en el corazón del Zen. ¿Quién soy yo cuando estoy vacío de pensamientos? ¿En qué lugar estoy mientras me aparto de la actividad pensante? El ejercicio del pensamiento, una de las glorias de Occidente, es también, y paradójicamente, una de las dolorosas formas de escaparnos de la Unidad que nos une a la Naturaleza, porque mien-

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tras nos consideremos a nosotros mismos como si fuéramos entidades separadas, como proclama nuestra civilización competitiva, lo que hacemos es dar la espalda a lo real, y la aparición del sufrimiento tiene su explicación cuando, repatriados de la fuente de la vida, nos consagramos a una idea, o a una proyección falsa de lo que es nuestra vida; es decir, a un falso personaje. En este libro, lector, se reconoce cómo el sufrimiento, y la angustia, no tienen su origen en el silencio, ni son las innumerables expresiones del silencio las causantes de nuestros conflictos, sino ese olvido sistemático de lo que es la fuente de toda expresión. Sin un silenciar la mente y los sentidos, el Ojo Interior permanecerá atrofiado, se nos escapará la Vida. El sufrimiento, por tanto, está relacionado con esa falsificación que hacemos de la vida, al relacionarla exclusivamente con la existencia y no con la esencia. Por lo demás, quien a través del ejercicio mantiene anclada su existencia en el Ser, no renuncia a la plenitud de la vida. Por eso en este trabajo se insiste tanto en el ejercicio del silencio: El Za-Zen, que es la forma de hacer Zen sentado en silencio. En este libro también veremos cómo la práctica de Zen parte del mantenimiento constante de la observación y la exploración, así como del hecho de no perderse en los pensamientos imágenes y sentimientos que constantemente pasan por nuestra cabeza, a los que es preciso dejarlos pasar de largo para no darles fuerza. Por eso, a lo largo de este trabajo podemos constatar cómo el Zen es vigilancia, atención sin esfuerzo carente de la más mínima búsqueda de provecho alguno; es decir: la vigilancia sin obsesiones, la atención desnuda de voluntarismos, la contemplación sin objeto, la mirada sin propósito alguno en ese estar alerta. Es preciso, como tan atinadamente proponía Jean Klein, ser como los animales salvajes, que están perfectamente alerta sin referen-

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INTRODUCCIÓN

cia a ninguna imagen de sí mismos, ni a un pasado o futuro. El cuerpo natural está tan despierto como una pantera. Estar alerta no es un hacer sino un recibir. Ese es el estado natural del cerebro. Y esa serena aceptación acabará, mediante el ejercicio cotidiano, de dar la bienvenida a una nueva dimensión. Dar la bienvenida a una nueva dimensión, saludar el fulgor de la luz que en el fondo somos, esa es la promesa del Zen. Y tal es la luminosa respuesta del Zen a la cuestión de quién soy yo. Con el deseo de que la promesa de ese fulgor se haga un día realidad en ti, querido lector, se ha escrito este libro.

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Teishô

1 La postura correcta

En las diversas tradiciones Zen, se da una capital importancia al hecho de sentarse en una forma prescrita. Es importante saber que la postura indicada para la “sentada” posee una raigambre milenaria, siendo por tanto un uso cuya saludable repercusión física, mental y espiritual ha sido sobradamente contrastada a lo largo de los siglos, teniendo sus raíces en las enseñanzas transmitidas a lo largo de muchas generaciones. Esta observación, sin embargo, no es determinante para que, de modo mimético, debamos seguir esas prescripciones sin previamente afirmar lo que sigue: el viento del Ser sopla donde quiere, es “salvaje”; el Ser Esencial, se expresa libremente en cada persona, sin verse por tanto obligado a manifestarse siguiendo pautas, rituales o posturas determinadas, por muy legítimas que ellas sean. Así, lo que queremos decir es que las prescripciones posturales que a continuación siguen, quieren ser solamente lo que son: una pauta, que cada persona, dentro de su libertad, juzgará como lo que es: una sabia referencia que en virtud de las características personales, se tendrá que adaptar a cada caso.

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Aspectos básicos Comenzaremos diciendo que es fundamental que la columna vertebral permanezca erguida y alineada en su propia verticalidad. La cabeza deberá recogerse hacia atrás, como quien repliega la barbilla, igual que si un hilo tirara desde la nuca hacia arriba, haciéndolo de tal forma que la punta de la nariz y el ombligo formen una línea perpendicular, mientras las orejas se sitúan en línea también perpendicular con respecto a los hombros. También suele emplearse la imagen de una persona que está dentro de un ascensor repleto de gente, y cuya cabeza, para evitar colisionar con la de una mujer de ampuloso peinado, debe replegarse sobre sí misma, encogiendo la barbilla hacia su propio pecho. Al sentarse, será importante que las nalgas se sitúen en la mitad delantera del cojín, cuyo efecto es el del adelantamiento de la pelvis, para que de ese modo el Hara quede liberado y las piernas puedan inclinarse en ángulo obtuso con la columna, faciliten esa liberación. Adoptada ya la postura correcta, el Hara, centro vital del ser humano, será el punto donde converja el conjunto de las fuerzas corporales, allí a tres o cuatro centímetros, bajo el ombligo, en la profundidad del vientre. Si bien en un primer momento esta postura puede percibirse como incómoda, tal percepción está relacionada con nuestros hábitos y condicionantes occidentales, pues lo cierto es que el modo de sentarse del Za-Zen, posando las nalgas sobre los talones, siempre ha sido considerado como una postura natural por todos los practicantes, independientemente de su procedencia. La postura de Za-Zen llamada postura loto, consiste en cruzar las piernas, colocando el pie izquierdo sobre el muslo derecho y el pie derecho sobre el muslo izquierdo. Las rodillas, incli-

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nadas hacia abajo por el efecto de sentarse sobre el cojín, se apoyarán firmemente sobre el suelo. Nalgas y rodillas configurarán un triángulo de apoyo en el que el centro principal de gravedad donde se asienta todo el cuerpo es el Hara. En caso de que la postura loto resultara especialmente incómoda, es aconsejable no forzar el cuerpo y adoptar la postura llamada de medio loto, que consiste en que el pie izquierdo repose sobre el muslo derecho, mientras que éste se sitúa bajo la pierna izquierda. También se contempla la tercera alternativa, la llamada postura birmana, en la que el pie izquierdo repose junto a la pierna derecha, pudiéndose dar la colocación inversa, es decir: el pie derecho junto a la pierna izquierda. Sogyal Rimpoché aclara que las piernas cruzadas expresan la unidad de la vida y la muerte, el bien y el mal, la sabiduría y los medios adecuados, los principios masculino y femenino, el samsara y el nirvana, el talante de la no dualidad. Finalmente, la postura meditativa incluye otras dos posibilidades más. La utilización del banquito de meditación y la de una silla. En cuanto a la segunda, cabe señalar que es fundamental mantener la espalda recta y alejada del respaldo, de tal forma que las piernas, relajadas, se orienten mediante una inclinación hacia abajo, de modo que las nalgas queden más elevadas que las rodillas. Lo cierto es que en Oriente se suele representar al futuro Buda, Maitreia, plácidamente sentado en una silla. Sea lo que fuere, conviene recordar que el Ser es “salvaje”, no conoce de culturas, es independiente de toda religión y se manifiesta en cualquier postura, sea en la postura del cojín, en la del banco, en la de la silla, en los movimientos eróticos y, si hiciera falta, hasta en el mismísimo WC, que todo lugar es potencialmente sagrado, y en todo lugar puede asentarse el templo de Buda. Pero el ZaZen es nuestra referencia.

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En cuanto a las manos, la izquierda se colocará sobre la derecha, y ambas de ese modo superpuestas se posicionarán junto al vientre, hacia arriba. Los dedos pulgares, uno frente a otro, deberán tocarse, de tal modo que formen una articulación horizontal, es decir, configurarán una posición que ni forme un valle (hacia abajo), ni una montaña (hacia lo alto). Un indicador de los extremos de tensión o laxitud corporal y anímica en que se halla el meditante es precisamente de qué manera, si apretados o laxos, se hallan los pulgares entre sí. Para que todo ello fluya del modo indicado, la mirada, con los párpados entreabiertos, se fijará sobre un punto exterior situado al frente, a una altura de unos 90 centímetros desde las nalgas. Ello evita distracciones y fomenta la concentración, aunque es preciso añadir que la atención surgirá sin perder de vista la vivencia interior, la sensación de ser. Es sumamente importante insistir en que estos criterios tienen un carácter indicativo, y es preciso recibirlos como referencias orientadoras, sin más, muy lejos de rigideces normativas, como las provenientes –casi siempre– de ámbitos religiosos, sean occidentales u orientales. El Zen no es una religión. El Zen es un Camino. Es esencialmente liberación, y por tanto nada, absolutamente nada, tiene que ver la tensión, menos con la obsesión. La meditación, tiene menos que ver con la ascética y con la moral que con la libertad, patrimonio de los seres despiertos. El flujo de la respiración El ser humano adopta una postura erguida, por tanto su tronco camina en vertical. Ello influye en su expresión, en su conducta. El punto más importante, donde reside la mayor fuerza y, al mismo tiempo, la zona más sensible de cara a mantener la postu-

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ra justa es el Hara, llamado también tándem o koshi, un punto situado justamente en la parte inferior del tronco, unos pocos centímetros por debajo del ombligo, en la profundidad del vientre. Debe ser objeto de nuestra atención que esa zona se convierta en lo que es, la base firme sobre la que debe descansar la parte superior del cuerpo, y ello de tal modo que, si resultara que la parte superior fuera más pesada y la inferior ligera, se podría simbólicamente entender que la vida se hallaría oprimida por algo objetivo, y las instancias superiores arrastradas por las inferiores. Mientras que si la parte inferior se mostrara sólida y la superior ligera, representaría un estado en el que la vida del cuerpo trasluce el carácter de sujeto que abarca aquello que es objetivo. Pero, insistimos, esta observación no deja de ser una apreciación simbólica. La postura correcta del cuerpo humano se alcanza insuflando en el abdomen (Hara) la fuerza (genki) de todo el cuerpo, lo que implica tensar de algún modo los músculos abdominales. Si esta operación se lleva a cabo correctamente, en la profundidad del vientre aparecerá un punto de concentración como núcleo de tensión (kikai tándem). La habilidad de ejercitarse en el hara liberando todas las fuerzas dispersas a lo largo y a lo ancho del cuerpo, para seguidamente concentrarlas todas en el bajo vientre, es un arte que ha estado y está presente en la inmensa mayoría de las artes orientales. El hecho de que el Hara sea fuente de vigorosa energía, se halla unido a la forma natural de espirar el aire. Cuando aspiramos, surge la fuerza del vientre, manteniendo intacta su postura. Es entonces cuando el aire aspirado penetra sin obstáculos llenando la parte superior del vientre, siendo al final de la respiración cuando el Hara se plenificará espontáneamente de energía para, seguidamente, poder espirar el aire de modo fluido y natural, sin que en momento alguno debamos contener el proceso respiratorio.

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Una vez equilibrado y armonizado el cuerpo en el vaivén del proceso respiratorio, la zona del estómago aparecerá cóncava en el momento de la espiración, mientras que el abdomen, sin forzarlo, sobresaldrá levemente. El abdomen, aparentemente inalterado desde fuera, se percibirá desde dentro como algo endurecido; una sensación que, aunque levemente, subraya el tránsito entre la vacuidad y la plenitud. En ese proceso de vaivén respiratorio, la aspiración se lleva a cabo en menos tiempo que la espiración, lo que ayuda al progresivo fortalecimiento del Hara. Esa espiración, sin embargo, no supone una economía de aire con respecto a la aspiración, sino que adquiere una solidez más voluminosa en la medida en que se acerca a su final. En este sentido Sato Tsuji emplea la imagen de la forma de porra (Dürckheim, más suave, habla de forma de pera), queriendo enfatizar ese final en el que con la barbilla algo sacada, se abre ampliamente la base del Hara (Hara-no-soku) y espira el aire con fuerza y completamente. Esa espiración tiene que ser más gruesa cuanto más se acerque a su final, como si tuviese la forma de una porra. Si no se tiene fuerza en la base del Hara, la espiración será como un leve suspiro, pero si espiramos el aire desde la base del abdomen, lo haremos con fuerza y como un torrente. La postura justa La llamada postura correcta es la que permite al cuerpo colocarse en la verticalidad idónea mediante la que se facilita la transparencia del Ser, ajena al lastre del ego y sus ilusiones dualistas, que es el causante de que la fuerza se contraiga en diferentes puntos. Es así como puede emerger la vacuidad del yo.

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En la postura correcta, queremos insistir en ello, el centro de gravedad se sitúa en el Hara, que se torna duro y firme, siendo allí donde, de modo fluido y natural, se congrega la fuerza abdominal. Semejante fuerza, deja asimismo fluir la tensión justa donde se trasluce la plenitud de toda la energía corporal, que resalta sobre todo en el momento de la espiración. Cabe añadir que la postura en la que es el pecho el que se tensa, provoca el alzamiento muscular con la consiguiente debilitación del abdomen, desplazándose el centro de gravedad a la zona superior, lo que provoca un des-equilibrio. La importancia de los hombros es esencial a la hora de que surja la postura correcta. Dürckheim señala que es preciso soltarse en los hombros para alcanzar esa postura y alcanzar la verdadera forma. Soltarse en los hombros para así apoyarse en el centro vital, transparentando de ese modo el auténtico vacío del cielo (parte superior), y la plenitud de la tierra (parte central inferior). En el Za-Zen, tenemos la ocasión de evidenciar la postura “justa” del ser humano, la verdadera forma que nos es propia, nuestra imagen primordial, nuestro arquetipo esencial, que nos pone en contacto con la Unidad. El trabajo sobre nuestra forma postural no es otro que el ser transparente a nuestro Ser esencial; transmitirlo y proyectarlo es la única tarea, que puede dar sentido a nuestra estancia en la tierra. Allá, en el fondo de nuestro núcleo más íntimo; desprovista tu alma, como si de una cebolla se tratara de las conchas que la cubren; allá en el fondo, donde la desnudez del yo, convertida en el más sólido de los vacíos, evidencia una esencia que clama por despertar, por expresarse, y hasta por chillar. Allá en el fondo. Allá, desprovisto y desnudo, allá está ESO, en forma de clamor. Sólo quien habla desde el fondo puede calar en el Tú; sólo quien, libre de ficciones litera-

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rias, habla o escribe desde su núcleo, puede alcanzar el núcleo del otro. Porque sólo la transparencia suscita transparencia. Sólo la mirada limpia engendra otra mirada limpia. La verdadera forma es una arte. La forma que se es en el cuerpo que se es. En el Za-Zen, devenimos artistas de la vida. Porque el mismo Za-Zen es un arte. A él me refería yo en un cuarteto: Quizá el arte consista en la destreza del que forja su vida en el Vacío y encara con la Nada el desafío de esculpir en el Ser su fortaleza...

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Teishô

2 No morar en ninguna parte

Un niño japonés, Daikan Enô, oyó un día recitar un sutra que cambió su vida: “No morando en ninguna parte, la mente se manifiesta”. Esa sutra –la Sutra del Diamante–, le llevó a la iluminación profunda. Enô fue el sexto patriarca sucesor del gran maestro Bodidharma. Uno de los sentimientos más dolorosos que los psicólogos captan del actual hombre occidental es el sentimiento de sentirse aislado, repatriado del ser que le es propio. El hombre, cada día con más fuerza, sufre esa separación, un sufrimiento que no es otro que la llamada lacerante del Ser no vivido en su conciencia, para que éste advierta su presencia. Y así, interpelado en su inconsciente por esa presencia, ha sentido desde lo más remoto de los tiempos que lo sagrado necesitaba un lugar, un hábitat. Antaño las divinidades vivían en las grutas, en los bosques, en los manantiales; más tarde en las iglesias y las catedrales, según la cultura y el grado de conciencia de la humanidad. Hoy, el ser humano empieza a tomar en serio que el habitáculo de lo divino comienza a ser el propio ser humano; un habitáculo donde el ser y el estar se unifican, donde “los seres se hacen estares”, como tan bellamente lo describió Antonio Machado. El cuerpo es la estancia más íntima; el cuerpo, receptáculo y caja de resonancia donde

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vibra la sensación de ser, haciéndola más íntima que la propia intimidad. El cuerpo, como expresión del Ser que lo habita y lo interpela a tomar conciencia de su verdadera naturaleza. El cuerpo, territorio extremo de la interioridad del Ser, intimor intimo meo; el locus o lugar fuera de todo lugar; espacio de la materia, mater, interior que nos liga a la vida; el cuerpo, donde el sonido del origen vibra y se hace carne. El niño, en su rudimentaria conciencia, ya lo pre-siente desde sus momentos más tempranos. Pero también el ser humano adulto, desde su más profunda vena, sabe que, llegado su momento, debe abandonar el estado de eterna infancia en el que ha estado confinado bajo el imperio del arquetipo de la diosa madre hecha materia y hecha cuerpo. Y desde la larga noche de la evolución, el hombre se va elevando del cuerpo hasta otra nueva conciencia, el pensamiento, con el que separado de la gran Madre, puede alzar su identidad aislada y proclamar así su ego: El arquetipo del padre refleja la verticalidad, la elevación sobre la horizontalidad de la madre tierra, el cielo, la cima, la claridad del espíritu-pensamiento sobre la eterna noche de la placenta materna. Así, esa necesidad de altura que al hombre mismo le eleva y le hace cumbre, revela su deseo de Absoluto en forma de pensamiento, en forma de lógica y en forma de la luz del entendimiento. Un noble deseo cuyo peligro reside en que el ser humano, cegado por el fulgor de esa luz, llegue a caer en el error de sustituir la vida por la idea de la vida. El Yo por el yo. El pequeño ego racional es sumamente necesario, esencial, por su utilidad y pragmatismo; aunque ocurre que cuando el ser humano se identifica con él, puede llegar a asfixiar la llamada del Ser, alejándose así de la profundidad de su verdadera naturaleza una vez cimentada su identidad en la sola razón. La razón es el gran logro de Occidente; pero también su drama. El hombre, por tanto, deberá ponerse de acuerdo consigo mismo unifi-

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cando, fusionando, los polos de su doble origen, el terrestre y el celeste. Ese es el fin del Za-zen. El objetivo del Za-zen es que la dualidad del pequeño ego desaparezca en el Sí Mismo para poderlo así transparentar. Eso es lo que sucede cuando aceptamos no morar en ninguna parte: el Ser nos traspasa sin obstáculos y, libre del polvo narcisista, nuestro cuerpo y nuestra mente, transparentan libremente la Gran Mente del Ser. Dice el Maestro Dôgen: Estudiar budismo es estudiarse a sí mismo. Estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo. Olvidarse de sí mismo es estar iluminado por todas las cosas. Estar iluminado por todas las cosas es desprenderse del propio cuerpo y de la propia mente, y desprenderse de los cuerpos y las mentes de los otros. Ningún rastro de iluminación permanece, y este ningún-rastro Continúa interminablemente.

Tenemos miedo a desaparecer, y cuando en el zen oímos eso de desmontar el ego nos entra pánico, el horror vacui, horror al vacío. Pero bien entendida, la vacuidad hace referencia al hecho de vaciarnos de nuestras ideas, sin que por ello sea opuesta a la existencia. La vacuidad no equivale a la extinción, sino al hecho de prescindir de las ideas de existencia e inexistencia, ya que la realidad está mucho más allá de ese binomio. La vacuidad es una herramienta liberadora de la hojarasca de imágenes mentales que nos turban impidiéndonos ver la realidad que está más allá y más acá de los opuestos existencia-inexistencia. Es imprescindible no dejarse atrapar por las ideas, incluida la idea misma de vacuidad. La esencia de la sabiduría reside ahí, en superar el binomio existencia-inexistencia. Consiste en percibir el no-nacimiento y la no-muerte.

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Aclarado eso del desmantelamiento del ego, y volviendo a la Psicología, quisiera recordar que en nuestro caminar hacia la totalidad es importante la palabra “individuación” acuñada por Carl Gustav Jung, que significa alcanzar a ser enteramente uno mismo. La tragedia del ser humano actual es que se le ha negado el permiso de ser él mismo. Pero el hombre no se ha rebelado ante semejante tragedia, y la neurosis más intolerable en Occidente no es otra que el haberse alejado de ese centro que la Psicología llama el Sí Mismo y Dürckheim Ser Esencial, la forma con que el ser individual participa del Ser, el auténtico morador en esa estancia llamada cuerpo. Gracias a la fidelidad al ejercicio que le permite acceder a esa conciencia no dual, el ser humano podrá algún día caer en la cuenta de que el Ser del que habla el Zen se experimentará en su propio ser; y se experimentará como un ser vivo, –¡El Ser es un ser!– ilimitado, misterioso e inefable, que se con-forma (se hace forma) con todo y en todo lo que existe. El Todo en todo. A través del ejercicio del Za-Zen estamos en condiciones de poder caer en la cuenta de quiénes verdaderamente somos al reconocer la naturaleza y el sentido de nuestro verdadero yo; de despertar al origen común de la humanidad más allá, y más acá; arriba y abajo; antes y después del cielo y de la tierra. Y ello, tanto en la intimidad de los latidos de nuestro cuerpo, como en el milagroso vaivén de la respiración, o como en los resplandores del fuego de la mente. “ESO –la manifestación de la Gran Mente– es lo que experimentó Enô al escuchar el Sutra del Diamante; ESO es lo que sucede cuando, saltando los límites del pequeño ego de la razón instrumental, deshacemos nuestra falsa identidad no aceptando MORAR EN NINGUNA PARTE, para que de ese modo, como lo hacen en un cristal inmaculado, penetren en nuestro cuerpo los rayos de luz que nacen del Vacío y pueda transparentarse nuestro

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verdadero rostro. Cuidar por siempre y con mimo esa experiencia es el deber más grande de todo practicante de Zen. Jinshû, un discípulo destacado del quinto patriarca, lo entendió así en su famoso poema: El cuerpo es el árbol de la iluminación y soporte de la mente, que es un espejo claro. Límpialo una y otra vez, no dejes nunca posarse polvo en él.

Se trata de un poema sin duda útil y estimulante para el que se inicia en el Zen, aunque si se observa con atención veremos que no alcanza a ser un exponente de lo que en sí misma es la iluminación. Así lo vio el mismo Enô, quien, nada más leerlo, y a modo de réplica, compuso seguidamente el siguiente poema alternativo: El árbol de la iluminación en principio no tiene tronco ni es soporte de un espejo claro. En principio no existe ni una sola cosa. ¿Qué puede haber entonces en que se pueda posar el polvo?

La diferencia es reveladora tanto en cuanto al contenido de ambos poemas, como al estado de iluminación de sus autores; así, mientras el primero posee un carácter ascendente, el segundo manifiesta la culminación de la naturaleza búdica; mientras el primero es la potencia, el segundo es el acto. Pero puede llegar un momento, fuera de todo momento, en que la iluminación se hará estacionaria, permanente, trascenderá el espacio y el tiempo, incluido el cuerpo, al que la misma Plenitud le hará desaparecer del mundo de las formas. Se borrará el iluminado para dejar paso a la iluminación; se borrará del mundo el observador para dejar paso a la observación, y el Ser se habrá actualizado en la plenitud de la Nada.

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Para Alcanzar esa experiencia, no es preciso ser monje, ni es preciso remontarse a los primeros patriarcas, porque poetas actuales, ajenos a cualquier confesión como José Ángel Valente, o Roberto Juarroz, sin ser ninguno de ellos monjes, explican magistralmente esa misma experiencia de la plenitud del Vacío. Algunos textos de Valente: ¿Es inhumano sentir en un momento dado que acabamos en el vacío? ¿O que el vacío es la presencia más constante? ¿O que el vacío no tiene presencia? Para mí, no. Para mí es lo más humano, pero entendámonos: lo humano con las máscaras caídas, lo humano en la desnudez, no en el disfraz y en el convencionalismo...

Y añade: ...Vivimos entre límites y, sin embargo, en lo más entrañable, uno siente que no hay límites. Pues lo ilimitado no sostiene a nadie, sólo los límites sostienen...

Finalmente: Borrarse. Sólo en la ausencia de todo signo se posa el dios.

El poeta Roberto Juarroz, practicante de Zen, se asemeja a José Ángel Valente en su afán de quitarse de en medio, de desaparecer, de ser sólo huella; si bien, a diferencia de éste, Juarroz concitó en su vida personal más adhesiones que el poeta español. Su falta de protagonismo no fue sólo radical, sino sencillamente natural, vivida, sin escenarios, transparentemente sincera: Qué mayor sinceridad que hacer a un lado todo aquello que se sabe y dejar que hable en uno, Aunque sea sin uno, aquello que no se sabe. Zen, la plenitud del vacío.

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Teishô

3 Insistiendo en la respiración

La respiración es el fundamento de la vida, anuncia el infinito devenir: la emergencia, la desaparición, y reaparición de nuestra forma a través de la hondura del Ser. Por eso, el ejercicio de la respiración puede, si se comprende y realiza bien, sustituir a la oración más profunda, siendo el órgano mediante el que podemos experimentar la trascendencia, el cuerpo que se es, en palabras de Dürckheim. El ejercicio de la respiración, nos proporciona la posibilidad de ponernos en contacto con la tierra, simbolizada por el bajo vientre, el hara –el auténtico centro–, desde cuya plataforma podemos elevarnos transformados mediante ese continuo fluir de las formas que evolucionan hasta que ese cuerpo se halla en condiciones de manifestar el Ser. Para ello, el primer paso es la apertura, abriéndose más y más hasta sentirse Uno con la Vida. Esa apertura al centro vital del Hara, en la espiración, es la condición previa para que el ser humano se haga transparente, pues sólo quien ha conocido la importancia del Hara es capaz de practicarlo responsablemente. Mediante el continuo ir y venir de su incansable fuelle, la respiración anuncia por sí misma algo que le es sustancial a la meditación: la acción transformadora que nos hace transparen-

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tes al Absoluto. Si somos conscientes de su fluir y del incesante movimiento de vaivén producido en las fases de espiración y inspiración, podremos percatarnos de esa disponibilidad o abandono confiado que la naturaleza persigue, y exige, para que pueda emerger el regalo de la permeabilidad al Ser que nos envuelve. Abandonarse a la trascendencia de “abajo”, para remontar a la de “arriba”. Esto significa que en el proceso respiratorio se dé, en principio, un abandono sin resistencia; un dejarse llevar, hasta el fondo a las mismas fuentes de la vida, para que en un segundo momento, podamos permitir que la inspiración nos traiga el don de una nueva forma. El vaivén de la respiración es un proceso de apertura receptiva a la trasformación. La secuencia respiratoria, interiorizada en la meditación, des-vela la constante demanda del Ser, que, instante a instante, segundo a segundo, interpela nuestra conciencia para que ésta se abra hasta hacerse una con él. Comenzamos respirando para, llegado un momento, poder constatar con toda nitidez que no respiramos, sino que más bien somos respirados en un soplo indescriptible e impresionante, que no sólo nos roza, sino que barre por completo nuestras dudas sobre la certeza de esa presencia omniabarcante. Así, la respiración, vivida desde la meditación, culmina en sentirnos respirados por el aliento de una presencia que viene de otro lugar. Por eso la respiración consta de una primera etapa: el “descenso” o abandono en la confianza básica del Ser, que supone un morir a lo viejo; y un segundo momento, que es el devenir de una nueva forma abierta a la Unidad con el Ser. Y, llegado ese momento ya no existe diferencia entre quien respira y la respiración, sino que más bien uno mismo se transforma en respiración. Entonces no existe centro ni periferia, no hay arriba ni abajo; porque la trascendencia, hecha respiración,

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ha reventado todos los límites posibles. La razón de ser de nuestro cuerpo no es otra que la de ser testimonio del Ser, que aspira a realizar su forma en el ser humano. Por eso, en la sentada Za-Zen es preciso ver dos aspectos. 1) La posibilidad que se presenta de ABRIRME al Ser, que me interpela resonando en mi interior según la forma que me ha sido dada. 2) Consolidar ese estado de presencia fuera del ámbito del zendo, en la propia vida cotidiana, transparentándolo en la existencia. En consecuencia, el ejercicio de la sentada persigue el surgimiento y afinamiento constante de la forma que le es propia a nuestro cuerpo hecho respiración, para que por medio de él se perciba con certeza la voz del Ser que nos envuelve. No se trata, pues, de un voluntarismo obsesivo, o de una tenacidad egocéntrica impulsada por el afán de logro, sino llana y sencillamente, se trata de prestar una cuidadosa atención a esa experiencia radical que nos transciende, y que interpelándonos a cada instante, aspira a expresarse, a tomar cuerpo, echando sus raíces en la vida cotidiana. La experiencia nos señala que conforme tratamos de elevarnos igualmente debemos anclarnos en la tierra, porque el camino de la transformación espiritual no es tal sino en la misma medida en que abarca la transformación del propio cuerpo. En resumen: Al vaivén acompasado de la respiración, el cuerpo y la mente van soltando, de modo imperceptible, el lastre de sus límites, mientras las iniciales fronteras se ensanchan más y más al ritmo de los latidos del corazón de fuego del Ser que las expande. Hasta quedar derretidas en su luz.

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El ejercicio del Za-Zen se inicia en la respiración y, llegado un instante, el Gran Silencio acaba “respirando” al propio meditador, para luego ambos fundirse en el aliento de la Vida. Surge entonces una inusitada Fuerza que puede con la muerte. Y así desaparece el miedo. Y así se tornan ilusorias las fronteras. Y así todo se convierte en Uno, y uno en Todo. Entonces, todo se vuelve transparente en la amorosa danza de la Unidad que nos habita. Y esa vivencia transforma la mente y el cuerpo. Y todo lo que es, se presenta muy claro, enormemente claro... En el Za-Zen no existe objeto, no se persigue nada; ni siquiera la iluminación, porque el propio Za-Zen es la iluminación.

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4 Ser y cuerpo

El Buda, la cabeza de Dios, reside tan cómodamente en los circuitos de un ordenador digital o en los engranajes de transmisión cíclica como en la cumbre de una montaña o los pétalos de una flor. Pensar de otro modo es degradar al Buda; o, lo que es lo mismo, degradarse a sí mismo.

Eso que llamamos vida, se muestra ante nuestros sentidos como un flujo irresistible de formas cambiantes. Nuestras propias formas corporales reflejan la fluida dialéctica entre la permanencia y la impermanencia. Y ello hasta tal punto, que los biólogos constatan de qué manera nuestro cuerpo, con la totalidad de sus células, es capaz de tornarse en “otro” cuerpo en un reducido tiempo. Cuando hacemos la pregunta ¿dónde localiza usted su Yo?, nos miran con extrañeza. Tan sólo la insistencia de la pregunta forzará, quizá, una vacilante respuesta: “en la cabeza”... “en el corazón”... “en el estómago...”. Es regla común que tendamos a dar supremacía a una zona que conocemos, mientras huimos inconscientemente del lugar en que nos sentimos marionetas de las fuerzas que no controlamos. Nos inclinamos a sobrevalorar el espíritu racional sobre lo natural no racional, y tememos perder la “forma” del pensamiento convencional, encarnada en nuestro

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personaje social. Toda manifestación de la vida discurre a través de dos movimientos opuestos: el impulso hacia el desarrollo de nuestro personaje-personalidad individual, y, de otro lado, el empuje hacia la pérdida de su “forma” para fundirse en la unidad del gran Todo. Dos movimientos reveladores de los dos tipos del sufrimiento humano y que es nuestra tarea lograr armonizar, ya que lo que se opone a este doble movimiento engendra sufrimiento en el corazón del hombre. Si es cierto que “ser normal” consiste en seguir las leyes naturales, lo natural sería entonces no resistirnos al curso de ese movimiento de nacer, crecer y entrar en el gran Todo: morir-re-nacercumplirnos plenamente en una nueva forma. Pero suele ocurrir que optemos por estancarnos. Tememos a las nuevas formas posibles y nos aferramos al personaje conocido, reprimiendo así la fluidez del cuerpo como pastor del Ser, capaz de revestirse en diversas formas temporales. El cuerpo en tanto que recipiente-receptáculo del ser; el cuerpo que se es, el cuerpo, des-vestido y re-vestido de provisionales formas mientras alcanza la Forma inmutable. El sufrimiento humano procede del estancamiento que le aparta de su doble origen, siendo tan antinatural reducir al silencio las formas “demoniacas” de la tierra que intentan emerger a la conciencia, como rehuir la formas emergentes del espíritu. Una y otra represión alejan al ser humano de su verdadera patria. La fuerza natural que proviene de las formas del yo, preocupado por saber, tener y poder, es una fuerza paradójica: siendo necesaria para la vida; se vuelve molesta, sin embargo, cuando nos identificamos con ella reprimiendo la fuerza emergente que nace de nuestra naturaleza real, la que alcanza su sentido en la Unidad universal de la Vida; de ahí que la fuerza identificatoria con el ego sea una fuerza deformante en la medida en que nos separa y distrae de nuestras verdaderas raíces. Así, en esa identi-

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ficación con el yo mental, se gesta el sufrimiento. Veamos lo que a este respecto recoge una vieja historia Zen: Dos monjes, al ver flamear una bandera en el viento, comenzaron a discutir. Uno dijo: “La bandera se mueve”. El otro sostuvo: “No, es el viento el que se mueve”. Y así siguieron sin ponerse de acuerdo. Hui-Neng, el Sexto Patriarca, se acercó a ellos y dijo: “No es la bandera la que se mueve. No es el viento el que se mueve. Es la mente de ambos la que se mueve.

En el Za-Zen tenemos la oportunidad de contemplar las fuerzas que bullen dentro de nosotros mismos. Es curioso constatar cómo casi siempre comenzamos la sentada mediante una acto voluntarioso de sujetar la postura, controlar la respiración, dominar el dolor o el sueño, y vigilar la distracción. Sin embargo, cuando la meditación avanza, a la concentración suele sucederle la experiencia envolvente que nos libera del voluntarismo. Y fluye entonces espontáneamente la vivencia del ser que emerge de la profundidad. Ya no respiramos, sino que “alguien” nos respira, conectándonos con la esencia que está más allá del control de la voluntad individual, conectándonos con lo más íntimo de nuestra intimidad. En la práctica de la meditación suele aparecer esa doble fase.

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5 El nómada en el país de los ciegos

No recuerdo dónde leí la historia de aquel joven nómada, que, después de mucho caminar, decidió pararse y montar su tienda de campaña en un bello poblado, cuyos habitantes eran ciegos de nacimiento. La narración señala que las gentes de aquel pueblo se quedaron pasmadas de asombro ante la presencia de aquel extraño forastero, por lo que inquietas le obligaron a que fuera examinado por los doctores de la tribu. Estos, al palpar la cara del extranjero, detectaron unos raros repliegues, como huecos, cubiertos de pestañas adosadas a prominencias carnosas en continuo movimiento, que, en un interrogatorio posterior, el joven nómada aseguró que se llamaban párpados. El más sabio de los hechiceros, sentenció que aquel hombre no era como los demás, que era un enfermo. Padecía un síntoma atípico: tenía ojos. Y los ojos, además, mantenían al cerebro sin reposo, por lo que se hacía urgente salvar al desafortunado caminante. Y decía la historia que aquella comunidad de científicos invidentes, llevada por la compasión, consideró que lo único que podían hacer por la salvación del muchacho se reducía a una simple operación quirúrgica, que consistía en algo tan sencillo como extirpar aquellos ojos tan perturbadores. La ciencia, –le dijeron

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para calmarle– era capaz de que aquellas alteraciones físicas desaparecieran para siempre, por lo que le auguraron un futuro feliz: llegaría a ser como todos los demás; no tendría problemas de convivencia con el resto de los habitantes. Se convertiría en un individuo normal. No recuerdo cómo acabó la historia de nuestro héroe en manos de los doctores ciegos; supongo que, como explorador que era, tendría en gran estima su sentido de la vista. En tal sentido, otra leyenda paralela narraba que ante su resistencia a dejarse curar, le dieron veinticuatro horas para que abandonara el poblado. Todo fue una pesadilla. Algo aturdido, se levantó poco antes de que despuntara el amanecer. Se ajustó la mochila a la cintura. Respiró profundamente. “Al menos –dijo para sí– sigo conservando la vista”.Y como para mejor cerciorarse de que estaba despierto, se restregó una y otra vez sus ojos. Al comprobar que seguía conservándolos sanos, mirando a su alrededor, contempló por última vez la belleza del paisaje que los ciegos eran incapaces de ver. Y aunque las lágrimas nublaran por unos momentos sus ojos, nunca –decía la historia– vio algo tan claro y luminoso. Acto seguido, ajustándose aún más la mochila decidió seguir su camino. Llama la atención el hermetismo aburrido, y demoledor para la mente, de una sociedad cuya conciencia colectiva sufre el adecenamiento de vivir atrincherada en los límites de lo establecido. Una sociedad cuya vida se limita a la anti-vida de la vida política invadida de tertulias, editoriales, telediarios; una sociedad trivializada por la superficialidad, donde ser original es sinónimo de raro. El filósofo Arnauld Desjardins, ante un panorama similar, se pregunta: “¿Cómo yo, que soy soberanamente libre, no dependiente, indestructible, sin límites, puedo elegir yo mismo limitarme, encarcelarme, al identificarme con la conciencia tan estrecha...?”. Estamos ciegos, mas la narración del Mito de la Caverna

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de Platón no llega a esa mayoría amedrentada, que sólo lee el Marca, Hola y vota mansamente, desde el miedo, a quienes secularmente le someten. “Ceguera” en este contexto, no significa no ver nada, sino ver mal. Cuentan que Swâmiji, refiriendose a tal ceguera, empleaba un ejercicio bien sencillo. Decía: “Cierre un ojo. Yo cerraba un ojo y sólo veía con el otro. ‘Y ahora, delante de ese ojo que ha abierto, muy cerca, ahí, ponga un dedo; ya solamente ve su dedo’. Si apoyaba el dedo completamente, no veía nada pero si, habiendo cerrado un ojo, colocaba mi dedo justo delante del otro, veía el dedo y nada más que él. Un dedo tan pequeño era capaz de ocultarme la inmensidad del paisaje, todo lo que se extendía ante mí y a mi alrededor...”. Vemos mal. Ni siquiera vemos lo que existe más allá de la máscara del propio personaje, la función, el rol, y toda es parafernalia diseñada por el pensamiento único para que cada individuo “quiera hacer” lo que “tiene que hacer”. Aprender a usar los ojos En pocas cosas –lo confieso– veo encarnarse tanto la profundidad y el esplendor del ser humano como en su mirada. Del mismo modo que ante el mar o el fuego, puedo, pasmado y absorto, pasarme y pasarme horas enteras contemplando el lujoso espectáculo de determinados ojos. Yo no sé –bueno, sí lo sé– qué es lo que le pasa a determinada gente en su mirada. Como cualquier otro, un psicólogo se expone a la deformación profesional. También lo sé: en ninguna de las universidades por donde he pasado aprendí a recibir, como ahora recibo, el mensaje radical que comporta la mirada. Por eso yo pienso que para aprender a mirar con ojos nuevos se hace necesario “desaprender” las toneladas de trivialidades que en su día aprendimos.

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“Miré y miré, y esto llegué a ver: lo que creía que eras tú, era en verdad yo y yo...”. Quizá –sin duda– una de nuestras tragedias consista en que tendemos a engañar en idéntica medida en que nos engañamos, cuando nuestra mirada no alcanza a ver más que el límite del filtro de nuestro pequeño yo; una parcela de la realidad que –tan osada y ligeramente– llamamos “la” realidad. Demasiados antifaces, demasiadas sordinas, velos y tamices para poder llegar a conocer y conocernos. Pero, súbitamente, un buen día, aparece ante nosotros la mirada libre de filtros; una mirada por donde, curiosamente, soy mirado y, a la vez miro; un mismo canal de entendimiento y comprensión, un rostro y un gesto acabados; el guiño de otra realidad escondida, desprovista de la mueca fingida y estudiada. Súbitamente, un buen día, aprendemos a mirar. A pesar de que la creación, con sus luces y sus sombras, pone cotidianamente delante de nuestros ojos el milagro de la posibilidad de despertar, seguimos dormidos. Y a esta dormidera la llamamos vigilia. Por eso, yo creo que saber mirar es, todavía, una asignatura pendiente. Una enseñanza torpe y doctrinaria, nos infundió la ilusión de que la Psicología es el único camino penetrante del conocimiento radical del alma humana, siendo así que esa ciencia se queda a medio camino, en la antesala del conocimiento. La Psicología –y ello no es poco– desvela, desmitifica, despoja ficciones, ilumina la trastienda de nuestras apariencias; mas con todo ello, se muestra corta e incapaz a la hora de arribar al núcleo de nuestro ser. Sólo la compasión puede allanar ese camino. La compasión que inunda la mirada inocente, la del que sabe nacer de nuevo; la mirada libre de referencias, que produce en quien la transparenta, la única facultad capaz de llegar a ver la realidad sin las deformantes anteojeras con que nos han programado. Habrá que “trabajar” esa nueva forma de mirar, libre de programaciones, para que todo eso llegue a suceder. Pues para todo eso

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un buen día nos fueron dados los ojos. Un descubrimiento que, jubiloso hasta las lágrimas, impactó para siempre al nómada del país de los ciegos que más arriba describimos. El poder de la mirada Siempre me ha llamado la atención la especial manera de mirar que tienen algunas personas. Sí, aunque parezca extraño, hay personas a las que merece la pena pararse a mirar cómo miran ellas a todo lo que les rodea. Observar al observador. Yo creo que incluso a pesar del ruido y de las imágenes, tan pródigos y estimulantes en esta sociedad, que vive inmersa en el culto al ruido y a la imagen, son escasas las cosas que, fuera del orden programado, logran captar nuestra atención, y muy pocos los acontecimientos que hacen que nos paremos a observar con atención. No tenemos tiempo; estamos poco hechos a mirar. Hay miradas cuyo impacto en mí no lo borrará el paso del tiempo: Las miradas, por ejemplo, de Ernesto Che Guevara, del Doctor Schweitzer, de Emiliano Zapata, de Teresa de Calcuta, tan limpias y horizontales. O, también, la forma serena de mirar de los indúes, así como la penetrante agudeza visual reflejada en las fotografías de los sabios jefes indios norteamericanos, aquí llamados salvajes. Extraordinarias, así mismo, las narraciones que describen a Jesús mirando con serena pena al joven rico, o la descripción de la incontenible ternura de su mirada ante la mujer adúltera. Es sintomático que sean las culturas orientales, tan afanosas en el arte de mostrarnos la senda del despertar, las que más cultiven la espontaneidad reveladora del sentido de la mirada. Mientras tanto, en Occidente todo eso no se tiene en cuenta: es una actividad “poco rentable”. Pero es fundamental aprender a mirar y practicar la atención, aunque, curiosamente, el hecho de mirar pueda

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resultar aterrador y ser el acto más costoso, incluso el más doloroso que el ser humano puede llegar a realizar. Y si no, que se lo digan al enamorado, cuando logra, al fin, ver que estaba enamorado de una imagen más que de una persona de carne y hueso. Incluso los verdugos ponen una capucha a los reos porque son incapaces de soportar la mirada del atormentado. Pensemos en la ansiedad que frecuentemente invade a un torturador cuando alcanza a ver la penosa situación en que ha dejado a sus interrogados; o la inquietud que nos suscitan los actuales mendigos vendedores de revistas cuando apartamos la mirada de su oferta suplicante; o la angustia de un intolerante cuando llega a “ver”, que sus fanáticas convicciones están fuera de la realidad y de la vida; o las reacciones airadas de los violentos cuando la T.V. mete en sus ojos la imagen del cuerpo destrozado de una niña inocente, y cuya realidad hubieran preferido negar, disimular y racionalizar. Por todo eso, creo que el arte de mirar es un acto revolucionario. Faculta a quien lo hace a tomar conciencia de su propia ceguera, embotada por las ideas y los hábitos que ha ido adquiriendo de segunda mano, y de los que debe vaciarse si de verdad desea crecer como persona. El acto de mirar me ayuda a ver a los demás, y a mí mismo, sin referencias, como en realidad son, sin etiquetas, sin el filtro de los prejuicios y de las ideologías. Mirar es el mayor acto de valentía que un humano puede llevar a cabo, ya que mirar resulta insoportable: quien se permite mirar muere a sus esquemas mentales preconcebidos y a los esclavizantes aferramientos afectivos que le mantienen enganchado y sometido. Y, por todo ello, el mirar puede ser, también, la experiencia más liberadora del universo, porque en el acto de mirar puedo empezar a comprender y a comprenderme; a ver claro, a despertar.

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Es preciso revitalizar los sentidos, ver claro, despertar. Y ver claro es captar en profundidad las cualidades que percibimos mediante el sentido de la vista. Y cuando aquí digo “la vista”, me refiero a una palabra simbólica que expresa el acto de ver mediante el ojo interior que abarca todos los sentidos. Se trata de hacer estallar los conceptos, y afinar la percepción de tal modo que se desarrolle la visión del hondo sentido revelado en cada cosa. Para ello es imprescindible el ejercicio de la atención que nos ofrece el don y la capacidad de permanecer. De permanecer abiertos a la profundidad secreta que se abre a nosotros cuando estamos atentos al filo del instante. En el camino hacia la interiorización existe, según el Maestro Zen Willigis Jäger, “un desmontaje progresivo de la perspectiva del mundo como nos lo presenta la consciencia del yo. Las percepciones corporales, la actividad intelectual, la percepción causal y la experiencia espacio-temporal se van relegando...”. Cuando llegamos a “ver claro” surge una nueva estructura de la conciencia, que no discurre por los caminos trillados, ni por las leyes de la Psicofisiología convencional. Y es precisamente la transformación de tales estructuras lo que conduce a ese despertar llamado iluminación. En el Za-Zen se practica el ejercicio de la atención, bien respirando, bien ejercitando el andar contemplativo, para alcanzar mediante el ejercicio un estado de vigilancia estable que nos ayude simplemente a experimentar el fenómeno de ver. Quiero adelantar que el camino de transformación es duro, pero las personas que están dispuestas a recorrerlo alcanzan la liberación de eso que con tanto acierto las Ciencias Sociales han llamado falsa conciencia, y que nosotros, dando un paso más, llamamos el ojo del espíritu. Ese ojo, que, agudizado y afinado mediante el ejercicio del Za-Zen, es capaz de ver cómo la totali-

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dad de lo manifiesto emana de ese abismo causal que no tiene forma. Ese ojo que se abre al Ser sin imágenes, porque sólo cuando la vista ha quedado ciega a toda representación, es cuando se torna capaz de aprehender la luz del Ser Esencial.

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Teishô

6 El ritmo del ser

Donde no hay ninguna cosa allí está el Todo. El ser propio, que llamamos YO, está vacío; como también está penetrado de vacío el mundo exterior, que llamamos mundo objetivo. La liberación del Zen alcanza su cenit cuando el ser humano llega a caer en la cuenta de la vacuidad que traspasa el universo, exterior e interior. Eso es la iluminación. Esa realización es la que nos libera del sufrimiento, de la angustia, problema básico de la existencia. La raíz de la paz verdadera se fundamenta en esa experiencia, en esa conciencia de que todo es Vacío. Es la única manera de trascender la vida y la muerte hacia una expansión ilimitada. En su Canto de Iluminación, el patriarca chino Yoka Daishi, lo expresa en el siguiente poema: Cuando despertamos completamente al cuerpo Dharma, Allí no hay nada, En nuestro sueño vemos claramente los seis niveles de la ilusión; Una vez despiertos, no hay ni una sola cosa. Cuando caemos en la cuenta de la verdadera realidad, Allí no hay sujeto ni objeto, Y el sendero que nos hace caer en el infierno del mayor sufrimiento, desaparece instantáneamente. Cuando vemos verdaderamente, allí no hay nada. No hay ninguna persona; no hay ningún Buda.

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

Es preciso saber escuchar la profundidad sonora del Vacío, para, pasado un tiempo, llegar a constatar de que en ese abismo no existe la nada sino la totalidad, la totalidad sin centro, sin norte o sur; la totalidad ilimitada y sin puntos cardinales; la totalidad que nada tiene que ver con lo conocido ni con lo poseído. La plenitud del Vacío. En el Za-Zen, se nos brinda la oportunidad de vivenciar la nada, que es el Absoluto. Y lo único necesario es afinar la escucha, afinar los sentidos, afinar todo nuestro ser a fin de percatarnos de la plenitud liberadora que surge al despuntar del Ser. Así lo quise expresar yo en esta estrofa: EL DESPUNTAR DEL SER Rescatar la inocencia del asombro en el desnudo eco del silencio. Y escuchar la elocuencia de un poema ajeno a labios, rimas y fonemas. Intacta sinfonía de la Nada, fondo mudo del lecho del Vacío pugnando por abrirse a cada forma acontecida por todo el Universo. Y entre dos tiempos y dos pensamientos se abre paso la vacua geometría del asombro, en el cosmos sin costuras. Relámpago de luces invisibles que horada los espejos desfondados por donde asoma el rostro del Origen

La alegría que sigue a la liberación, no tiene igual; yo creo que la misma palabra alegría resulta corta. Mejor cambiarla por la palabra paz. ¡Qué difícil es expresar por la palabra, por muy poética que sea, esa inefable experiencia! Por eso acudimos de nuevo a la herramienta del poema:

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RITMO

DEL

SER

ATENTO, ESTAR ATENTO... Atento, a la alegría, a la tristeza, y entrar allí despierto, muy alerta, sintiendo en la honda entraña esa gran puerta que se abre hacia algo nuevo, a la proeza que transforma el dolor en fortaleza. Y abrazado al abismo de la incierta noche, en su honda soledad desierta, descubrir la gran luz de esta certeza: La llama que consume la costumbre de ver en cada sombra sólo sombra; la antorcha que hoy alumbra con su lumbre la noche con su incierta incertidumbre. Relámpago del dios que nos asombra cuando alumbra ese abismo y lo hace cumbre.

La inmensa, la honda paz que se desprende de la vivencia de que el Vacío traspasa cada objeto está más allá de cualquier descripción racional, y cuando uno es consciente de ese hecho cualquier problema pierde relevancia. Esa es la liberación del Zen. Esa es la comprensión de la Unidad: “... Las diez mil cosas se vuelven una...”. En el Za-Zen, podemos observar cómo todas las cosas emergen del Vacío. También la respiración. Efectivamente, al sosegado ritmo de la respiración, el Vacío se apodera de nosotros, y acaba, lentamente, respirándonos; allá, donde nuestra propia intimidad ha dejado de ser propia. Za-Zen es des-aparecer, paso a paso, en la quietud eterna del corazón del Ser; paso a paso, sin apenas dejar huella. Za-Zen es latir en los propios latidos de esa secreta dádiva que suave y quedamente, nos envuelve. Y caminar haciéndose uno con el paso. Paso a paso, paso a paso, paso a paso... hasta des-aparecer sin darnos cuenta.

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo dice, vibrando, el viento; lo dice el murmullo del arroyo, lo dice la quietud de las piedras del camino. Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo expresa, sin quererlo el suave temblor de la amapola, lo expresa el aire peinando las avenas y lo expresa el eterno volar de los vencejos. Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo afirma el corazón en sus latidos, lo afirma el vaivén de tu respiración. Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo dice, sonando el gong, cuando su ruido se expande, imparable por el zendo. Y el cuerpo, atravesado de silencio, diluido en las alas de su aliento, él mismo se ha hecho ausencia. Y se ha hecho soplo. Y se ha hecho viento; como un tilo en otoño al que sus propias hojas ya le pesan, y al que su propia desnudez ya le es ajena. Tan sólo permanece el frágil rumor del palpitar. El resto, el meditador incluido, ha perdido su volumen. Sólo queda eso: la meditación, sólo queda eso: la respiración.

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Teishô

7 El ser esencial más allá de la razón y las creencias Observar el desarrollo de la Física, desde Newton hasta hoy, equivale a observar los límites de la ciencia. El célebre físico Stephen Hawking, ha expresado varias veces que no cree en nada parecido a un dios personal. Lo cierto es que su noción de un universo sin fronteras, es decir, sin comienzo y sin final, previsto por la todavía incipiente “teoría matemática del todo”, no contempla la posibilidad de un creador. No obstante el profesor de Cambridge, piensa que cuando la teoría del todo se desarrolle, se descubrirá si el universo tiene un significado, se aclarará el por qué de la creación, y cuál es la misión del ser humano en el mundo. El encomiable esfuerzo de la Física Teórica en los últimos cien años, ha llevado a los científicos a plantearse preguntas cuyas respuestas, ya por definición, escapan al marco estricto de la ciencia matemática. Así lo ve Peter Colles, profesor de Astrofísica de la Universidad de Nottingham, y estudioso del origen de las galaxias, quien con ocasión de las afirmaciones de Hawking, se plantea si la naturaleza es realmente matemática ¿No serán –señala– las normas que diseñamos solamente una especie de taquigrafía que nos permite describir el universo con el menor número de páginas posible? ¿Es la Física simplemente un mapa, o es el territorio en sí? También existe otra cuestión importante relacionada con las leyes

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

de la física, y vinculada con el inicio mismo del espacio y del tiempo. En algunas versiones de la cosmología cuántica, por ejemplo, se debe postular, como una especie de neoplatonismo, la existencia de leyes físicas que existen, por decirlo así, antes del universo físico que se supone que deben describir. Además –añade el citado profesor–, los avances en lógica matemática han levantado dudas sobre la posibilidad de que una teoría basada en cálculos matemáticos sea totalmente coherente. En tal sentido, el lógico Kurt Gödel ha demostrado un teorema, conocido como “teorema de la incompletitud”, que demuestra que cualquier teoría matemática siempre contendrá aspectos que no pueden demostrarse en esa misma teoría (cita recogida de Hawking y la mente de Dios de Peter Colles, Gedisa. Barcelona, 2004). La Ciencia, en su vertiente metodológica clásica, persigue extrapolar leyes y teorías desde el manejo y la contrastación empírica de los hechos objetivos. En el ejercicio del Za-Zen la experimentación se torna en experiencia, no menos contrastable, pero tratándose de una experiencia vivenciada interior, no “interna”, sino íntima y, sobre todo inmediata o in-mediata. Desde ahí es desde donde podemos aproximarnos al término “Ser Esencial”. Los científicos, predominantemente los psicólogos y psiquiatras, al considerar que ese término parte de un misticismo oscuro, ellos mismos se excluyen de la posibilidad de acceder a esa experiencia inmediata, ya que han caído en esa mistificación de la razón que sólo reconoce como verdadero el fenómeno o evento que entiende directamente y que domina desde el control de las variables externas; una actitud racionalista que llevó a Ortega y Gasset a decir que “cualquier teología me parece transmitirnos mucha más cantidad de Dios, más atisbos y nociones de la divinidad que todos los éxtasis juntos de todos los místicos juntos”. Versión bien distinta a la que de lo místico tiene Wittgenstein,

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EL

SER

ESENCIAL

quien señala que “aquello de lo que no se puede hablar hay que silenciarlo”. Es precisamente desde la renovada valoración de los milenarios ejercicios del silencio, como estamos hoy en camino de superar esas barreras, para tomar muy en serio “qué ocurre” en esos determinados momentos, que nos des-velan la fuerza liberadora y transformadora de nuestra verdadera naturaleza esencial. No considerar el peso de la individualidad, y lo que fuera del discurso intersubjetivo se puede experimentar, es lo que hace enfermar a las colectividades, convirtiendo en neurótica al 76% de nuestra civilización que vive de espaldas a las demandas más humanas de la naturaleza del ser humano. En el ejercicio de la sentada en silencio del Za-Zen, ya lo hemos dicho, nos encontramos con la oportunidad de ponernos en contacto con nuestra verdadera naturaleza, con nuestro Ser Esencial; es decir, con nuestro núcleo oculto, transpersonal, e incondicionado. La pregunta que aquí surge es ¿de dónde proviene ese conocimiento esencial que se sitúa más allá de la experiencia ordinaria de los objetos? Porque ¿no resulta, acaso, una arrogancia hablar del Absoluto o de lo sobrenatural vivido en el interior de nuestra interioridad? ¿No se trata de un conocimiento referente a la fe religiosa, a la Teología, o a la especulación filosófico-racional? ¿O, no será también un autoengaño, un opio social, cuando no un mecanismo de evasión autoinoculado para evadirnos de la angustia? Nada de eso: Ser esencial, como experiencia, es un derecho de nacimiento, ajeno a cualquier religión o corriente metafísica, al que puede acceder todo ser humano. Hablamos de Ser Esencial en virtud de experiencias acumuladas, y contrastables a lo largo de la historia de la humanidad. Aunque los occidentales, obnubilados por el predominio del discurso racional, lo hayamos olvidado:

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

“El concepto de Ser Esencial –Dice Dürckheim– descansa sobre la base de un conjunto coincidente de experiencias de fenómenos y situaciones extraordinarias desde el punto de vista cualitativo. De las extraordinarias fuerzas que liberan, así como de las transformaciones que pueden suscitar, se desprenden que estas experiencias no son producto de meras fantasías, sino que tienen lugar en el marco de una realidad extraordinaria”.

Dürckheim, se refiere a ese fenómeno que Maslow llamó “experiencias cumbre”, a esos momentos estelares propios de otra dimensión ajena al pensamiento ordinario, y que suelen frecuentemente acontecer cuando hemos llegado al límite tanto de nuestras fuerzas físicas naturales como de nuestra capacidad de entender y comprender. Una extraña fuerza que no sólo nos anima, sino que nos eleva más allá del desamparo existencial, de los sinsabores o contrasentidos y de la absurdidad, que ilumina nuestra mente, para ver con claridad más allá de las anteojeras sociales, y haciéndonos presentes a un orden del que participamos aun sin comprenderlo totalmente. Se trata de una inteligencia lúcida, ajena a cualquier fe o creencia externa. Se trata de una experiencia contundente, real, que no engaña, y que de modo imprevisto puede acceder en los momentos de mayor hundimiento. Entonces nos sentimos acogidos, rescatados del aislamiento y avisados de nuestra pertenencia a un Todo. Puedo afirmar que lo que en esos momentos aparece se trata de una energía, que nos eleva sobre nuestras fuerzas ordinarias; una fuerza que nos faculta para poder soportar lo insoportable, o de afrontar peligros inquietantes, como el de mirar a la muerte cara a cara. Miles de personas, muchas de ellas en estados límite, han accedido y siguen accediendo a esas experiencias. Lo que ocurre es que nos han programado la conciencia para no tomar en serio nuestra propia liberación.

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EL

SER

ESENCIAL

En el Za-Zen, procuramos afinar el instrumento de nuestra mente y nuestro cuerpo para que tales experiencias no sólo sean un hecho extraordinario sino el acceso transformante de todo nuestro ser hacia una nueva visión, a una nueva conciencia más allá del pensamiento unidimensional. El acceso a nuestra naturaleza verdadera. Eso es el Ser Esencial que se ofrece aquí y ahora. En el eterno presente. EL ETERNO PRESENTE Como un sol breve que no se aferra al aire, el eterno presente tiene alas de una blanca mariposa inmóvil. La frágil fortaleza del instante, expande su insistencia estremecida como una claridad que nos ocupa, como una conciencia desbordada que no tiene cabida en los sentidos.

Por eso en el Za-Zen insistimos siempre en el hecho de si en alguna parte puede hallarse la vida, esa parte es el momento presente, el instante. Él nos conduce a nuestro centro, a ese punto central de la conciencia donde yo soy lo que más soy.

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8 El final del ego

Entre las muchas historias y narraciones sobre el Zen, existe una que cuenta cómo en la era de Meiji, existió un famoso luchador apodado O Nami, cuya traducción es “La sucesión de las olas”. Cuentan que era un hombre corpulento, y muy diestro en el arte de luchar; pero sucedía que así como en los entrenamientos privados era invencible, a la hora de actuar ante el público le derrotaban hasta sus mismos discípulos. Y ese fue el motivo por el que O Nami, pidió ayuda a un anciano maestro Zen, Hakuju, cuyo templo estaba muy cercano. Una vez escuchada la historia, el viejo Hakuju, le dijo lo siguiente: “Tu nombre es ‘La sucesión de las olas’, así que esta noche la pasarás en este templo, pensando únicamente que tú eres las olas en movimiento. Así que dejarás de ser un luchador acomplejado para lograr ser como ‘La sucesión de las olas’, que lo arrasan todo. Haz lo que te digo y te convertirás en el mejor de los luchadores del país”.

Dichas estas palabras, el maestro se retiró, y O Nami comenzó a practicar la meditación sentada, tratando, tal y como se lo dijo Hakuju, de imaginarse que él era eso: “La sucesión de las olas”.

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

Al comienzo le resultó bastante costoso concentrar su mente en ese pensamiento, sin embargo lo cierto es que a medida en que pasaban las horas iba progresando en identificarse con el oleaje. Así que las olas iban creciendo y creciendo mientras meditaba. Y de ese modo permaneció toda la noche, con lo que una vez llegada la mañana, el maestro Hakuju halló a O Nami en plena meditación, cuyo rostro mostraba un rictus sonriente, y el maestro, colocando la mano sobre su hombro, le dijo: “Ahora nadie ni nada podrá vencerte, porque tú eres ‘La sucesión de las olas’, y llevarás por delante a todo aquel que se interponga”. Ese día O Nami combatió en un torneo público, y resultó ganador. A partir de entonces no hubo en todo el Japón luchador alguno que lo superara. En una lectura superficial, la historia podría entenderse como que el fin de la meditación persigue armar y fortalecer el ego para la competición. Si bien es verdad que la meditación puede en muchos casos ser causa de ese fortalecimiento, lo cierto es que ese beneficio es un beneficio secundario. Porque la meditación produce precisamente la des-identificación con el pequeño yo, es decir, con el papel o rol social que la sociedad le ha asignado. O Nami era presa del yo, que era tanto como decir que era presa del miedo a hacer el ridículo, y solamente cuando mediante la acción transformadora de la meditación disuelve su personaje “en medio de las olas” es cuando sucede la maravilla del satori. Yo no estoy de ningún modo seguro de que en la mayoría de las ocasiones en que esta historia se repitiera, el meditador alcanzaría el máximo pedestal como luchador, pero de lo que no dudo es de que sí reuniría las condiciones previas para conseguirlo. Y ello, precisamente, porque ya no estaría preso de la tensión de dar la talla, pues se habría vaciado de su personaje. Veamos lo que en tal sentido narra otra historia Zen:

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EL

FINAL

DEL

EGO

La dedicación y el celo de un discípulo del Maestro Kochi llamaba la atención a sus amigos y a los restantes acólitos. Sin embargo, no impresionaba a su roshi. El joven se sentaba con seriedad en Za-Zen durante todo el día y en ocasiones toda la noche, y se concentraba con considerable gravedad. Realizaba con el mayor de los empeños cualquier tarea que se le encomendaba. Los restantes discípulos comentaban que si alguno de ellos merecía alcanzar rápidamente el satori ese no podía ser otro que el discípulo aplicado. Pero el roshi no compartía esa opinión y llamó al joven. —¿Por qué te aplicas tanto en el trabajo? —Para conseguir el satori. Para eso estoy aquí. —Ya veo. El roshi reemprendió sus tareas y el discípulo las suyas. El roshi atendía sus obligaciones y vivía su vida. El joven aplicado se sentaba erguido, cruzaba sus manos, cerraba sus ojos con firmeza, respiraba con regularidad y no se permitía una sola cabezada. Sus curiosos compañeros esperaban verle llegar al satori en cualquier momento. Sin embargo, pese a su empeño y concentración, este momento no llegaba. Finalmente fue a ver al roshi. —Aunque medite durante muchas horas con gran diligencia y profundidad, nada ocurre. —Ya veo–. —¿Qué debo hacer? —Debes volver a tu casa. Aquí estás perdiendo el tiempo. El discípulo quedó consternado. Intentó discutir con el roshi, quien, sin embargo, permaneció sentado en silencio y sin responder, hasta que el preocupado joven se levantó para abandonar la habitación. Entonces el roshi le llamó. —Siéntate y te contaré algo. No has entendido mis palabras y debo explicártelas. He dicho que perdías el tiempo aquí y hablaba en serio. Verás por qué. El satori no es una meta hacia la que trabajar. El Zen es satisfactorio sin satori, porque es un medio que no

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

precisa un fin. Lo mismo se puede decir de la vida. Nuestra meta no tiene una meta. Uno la vive. Deberíamos meditar de esta misma forma. La meditación es un objetivo en sí misma. No es un proceso que conduce a algo más. Es vida. Pierdes tu tiempo al no darte cuenta de ello. Piensas sólo en el futuro y descuidas el presente. Peor aún, utilizas el presente para perseguir algo sobre lo que únicamente has leído y oído hablar. Piensas en el satori como un premio a obtener, y crees realmente que serás diferente si éste llega. Por tanto, estás perdiendo el tiempo. Vuelve a tu casa y vive. Esto es lo que quería decirte y así lo he hecho. Si no estuvieras tan ciego, te habrías dado cuenta tú mismo. E incluso ahora, mientras hablo, estás esperando a que surja algún tipo de comprensión de estas palabras sin valor. No has entendido nada. El abrumado discípulo se retiró. Sin embargo, no volvió a su casa. Se sentó en silencio con los demás. Algunas noches meditaba en el jardín. Continuó. No sabemos si alcanzó el satori. En cualquier caso, no tiene importancia para esta historia.

No considero necesario el hacer comentario alguno. La gran iluminación de Shakiamuni Buda fue simplemente darse cuenta de que el “universo –mi ego incluido– es uno y vacío”. Y cuando nos hacemos uno con la meditación, también nos hacemos uno con la verdad experimentada por todos los budas (los iluminados) pasados, presentes y futuros de la Humanidad. En esa experiencia se transciende la dualidad, fenómeno que experimentamos al despertar. Y el despertar llamado “iluminación” es eso: palpar de modo vibrante esa unidad vacía en una experiencia viva, que por ser viva, tiene la propiedad de conmovernos.

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FINAL

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EGO

Cuando superamos la dualidad de los opuestos y, como ocurre en la historia de nuestro luchador, llegamos a ser uno con quien percibíamos como contrario o enemigo, se transciende la ceguera, se toca esa unidad. Y al tocarla, uno se libera de la esclavitud del odio al enemigo. Al tocar la unidad llega la liberación, todo se dispone y presenta a nuestros ojos con la real sencillez del Ser. Y los problemas se resuelven por sí mismos, sin el apremio de ser el primero y sin el temor de ser el último. Por eso el personaje que nos hemos montado es una ficción que nos distrae de nuestro verdadero origen. Y por eso “quitar de en medio” al personaje, al pequeño yo es parte de la meditación. El final del yo es la única meditación. Esta experiencia no surge del saber discursivo científico, sino del despertar, precisamente cuando se ha hecho silencio sobre el ruido del ego. Esta experiencia no puede ser otorgada por maestro alguno, sino que como le ocurrió a O Nami, somos nosotros quienes hemos de descubrirla. Un maestro, como Hakuju, puede indudablemente ayudarte a despertar, pero al final la luz de la iluminación solamente puede ser encendida en tu propio interior, desde ti mismo. De ahí la importancia del ejercicio. Y en el ejercicio del Za-Zen, puro vaciamiento de imágenes, de pensamientos, de sentimientos y de deseos, se dan las condiciones para que te dejes habitar por lo real, y tú halles en ti mismo tu maestro. Considero que la siguiente historia facilitará la compresión de lo que venimos considerando: Cuando un pez nada –decía el Maestro Dôgén– nada y continua nadando y no hay fin para el agua. Cuando un pájaro vuela, vuela y continua volando y no hay fin para el cielo. Nunca ha habido un pez que nadara fuera del agua o un pájaro que volara fuera del cielo.

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RADICALIDAD

DEL

ZEN

Cuando necesitan un poco de agua o de cielo, sólo usan un poco; cuando necesitan mucho, usan mucho. De ese modo, lo usan todo en todo momento. Y en todo lugar gozan de libertad perfecta. DÔGEN

El luchador de nuestra historia, revela el fondo de la humanidad en su lucha por ser “algo”. “Algo” que quiere manifestarse, que pugna, que interpela en expresarse, un Algo al que se opone todo lo establecido, todo lo fijado, todo lo objetivante: todas las ideas que configuran eso que llamamos ego, el personaje, la subsistencia... Pero el ser humano solamente puede identificarse con ese Algo que le interpela si su conciencia objetivante se transforma totalmente, radicalmente, en una conciencia más amplia e interiorizada; un espacio de conciencia donde precisamente el ser humano, como el ser de las olas, se desprenda, esté libre de todo lo que suponga un “algo”. Así lo vi yo en este poema. IMPERMANENCIA Igual que un centinela espera el alba, sobre la hierba, frágil, temblorosa, la gota de rocío, aguarda, quieta, la caricia silente de la aurora. Y empieza a evaporarla el Gran Silencio cayendo de hoja en hoja; y se disipa, como lo hace un sueño pasajero que busca enajenarse de sí mismo. Fragilidad acuosa entre las flores, sutilidad del Ser temblando al viento que entre mis versos se disuelve. Bajo el rayo de sol que la derrite, la gota, exenta de agua, hoy se ha hecho luz; danza del alba, luz, fuego y vacío...

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9 La vida

Todo deliberar del corazón yerra su blanco. Todo proceso de pensamiento lleva a un fin contrario. Si se comprende esto, uno no se halla separado de aquello que se halla ante los ojos. Sin embargo, vas cargando con tu bolso y escudilla de mendigo, Deambulando en busca del Buda y el Dharma. ¿Lo conoces, tú, que así caminas buscando? Es vivaz como un pez en al agua y no tiene raíz ni tronco. Aunque lo abraces, no puedes poseerlo; Aunque lo apartes, no puedes liberarte de él. Cuanto más lo buscas, más lejos está, y si no lo buscas está delante de tus ojos. RINZAI

Este texto de Rinzai revela las trampas que nos autoimponemos para seguir dormidos. La liberación produce miedo, miedo a lo nuevo; y el miedo mismo nos empuja a buscar la salida en sistemas de pensamiento, o en filosofías y creencias de segunda mano, en lo externo. Mas la mirada atenta consigue al fin descubrir que lo que habíamos perdido no era sino una ilusión, una trampa del ego, ya que aquello que buscábamos, nunca lo habíamos perdido.

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El sentido de toda meditación es la extinción del ego, la liquidación de la identificación con el “personaje”, para que, desocupados de la carga del narcisismo, pueda fluir la posibilidad de fundirnos con el Absoluto. En consecuencia, esto supone un esfuerzo que facilita la liberación de todos los obstáculos que nos separan del Ser Esencial, que es la forma que adquiere el Absoluto en nuestra existencia. La mayor parte de nuestros conflictos neuróticos se gestan precisamente en las dependencias que hemos construido con respecto a las organizaciones sociales, religiosas o económicas, habiendo ellas adquirido, con nuestro consentimiento, un poder predominante sobre nuestra intimidad creando un malestar anímico que apenas suele traspasar el umbral de la conciencia. Pero la meditación posee esa facultad de despertar, esa acción reveladora y liberadora ante las dependencias que nosotros mismos hemos construido, y que nos hacen sufrir. Las dependencias pueden ser de diverso nivel existencial, siendo algunas según su hondura y calado, más importantes que otras; pero las más significativas son el miedo al deterioro y a la muerte; el desasosiego por sentirnos inútiles y la inseguridad que provoca la soledad, siendo el miedo el denominador común de todas ellas. El miedo, efectivamente, es la herida que con mayor asiduidad nos bloquea. De ahí que el afrontamiento del miedo, sobre todo el más significativo, que es el miedo a la muerte, es una de las tareas, uno de los ejercicios más importantes en cuanto a la liberación del ser humano. En el ejercicio del Zen, solemos encontrarnos con el miedo a la muerte, y es bueno que el encuentro con la aniquilación, en tanto que observación, sea incluido en la práctica meditativa. Hay que recordar que el sentimiento del miedo posee una calidad destructora y aniquilante, que puede bloquear nuestro desarrollo,

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pero, paradójicamente, sucede que cuando uno mira al miedo cara a cara, a la destrucción y a la muerte cara a cara, es cuando puede sobrevenir la experiencia del Absoluto como Fuerza presente en la misma fragilidad, siendo entonces cuando la vida, desde su más profunda arteria, puede encontrar su camino, su verdadero sentido. El Absoluto, entendido no como un opio alienante que facilita el escapismo de la angustia, como tan bien señaló Marx; ni como una fijación infantil y proyectiva del padre o de la madre, que nos facilitaron seguridad, como apuntó Freud, sino el Absoluto comprendido, y vivenciado, como una presencia inequívoca cuya realidad nada tiene que ver con las teorías o creencias, sino con la experiencia vívida que fluye en el acto meditativo, y que tampoco tiene que ver con el escapismo alienador, o la regresión infantil, sino muy al contrario: con el afrontamiento directo con la muerte, y con todo lo que ocurre tras ese afrontamiento, cuando uno toca fondo después de haber tenido el valor de soportar lo insoportable. Y el valor de habernos quitado de en medio como pequeño yo. Así lo vivencié yo en un soneto. TOCAR FONDO Me quema la memoria. Mas recuerdo el raudo palpitar, el sudor frío, y el espantoso hielo del vacío, azotando mis sienes... No me pierdo, no, en las olas terribles del recuerdo: el cielo mudo, y mudo el dios. Y el río tan gélido en mis venas. “¡Oh, Dios mío..., a ti alzo mis brazos...”. ¡No hubo acuerdo...! En la penumbra azul de la alborada, hirviendo aún la materia temblorosa de mi entraña, exclamé: ¿Por qué he bebido, la horrorosa ceniza de la Nada,

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(la humana condición, tan espantosa), en la niebla de un orbe sin sentido? Del sufriente tejido, y al tocar fondo, todo el Universo se hizo luz. Y el llanto se hizo verso.

Un afrontamiento que consiste en dejar que el miedo se manifieste, recibirlo, no esquivarlo. Dejar que se acerque. Y aunque parezca extraño, el mismo miedo será el elemento desencadenante de nuestra propia transformación. Cuando eso sucede, se nos abren los ojos interiores, y hasta el escenario de los más maravillosos amaneceres, o las más espléndidas puestas de sol parecen insignificantes comparados con el fulgor de nuestra naturaleza real. En el Za-Zen, no perseguimos experiencias o vivencias especiales situadas fuera de la vida, sino que es la misma Vida la que, abriéndonos los ojos, abre asimismo el esplendor de su escenario, revelando así la ilusoria falsedad con que la mente dormida ha llamado vida a lo que no es vida. PARECE Que la sed se extingue, al ver que la Presencia jamás estuvo ausente; que todo fue un acto fallido, un error de cálculo. Y una mala pesadilla.

Cuenta una historia Zen que en un monasterio vivía un anciano monje ante el que los jóvenes novicios se sentían intimidados; no porque fuera severo con ellos, sino debido a que nada ni nadie jamás parecía perturbarlo o afectarlo, por lo que veían en él algo inquietante. Por eso le temían. Así que queriendo poner fin a esa situación, decidieron un día ponerlo a prueba.

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Una oscura mañana de invierno cuando el anciano, según la tarea que se le había encomendado, tenía que llevar una taza de té a una de las salas del monasterio, el grupo de novicios se ocultó en uno de los sombríos recodos del sinuoso y largo corredor que conducía a la sala. Al pasar el anciano, los novicios salieron de su escondite profiriendo alaridos terroríficos, como una horda demoníaca. Pero el anciano, como si con él no fuera la cosa, continuó parsimoniosamente portando con suma atención su taza de té. Y al doblar la siguiente vuelta al corredor, como bien sabido era por el anciano, había una mesita. Se dirigió a ella en plena oscuridad, depositó la taza, y después de protegerla bien para que no entrara el polvo en ella, se apoyó en la pared, y prorrumpió: “Oh, oh, oh”, en una clara exclamación de susto. Un maestro Zen al relatar esta historia, comentaba: Se ve, pues que nada tienen de malo las emociones, solamente que no deben apartarnos de nuestra atención. El miedo, la reina de las emociones, nos incapacita para vivir y amar. Nos embota la mente, no hace insensibles. Y una sociedad tan superficial como la nuestra, por medio de sus organizaciones neoliberales, ha aprendido a administrar el miedo como herramienta de manipulación sacando así partido de él. Pero, además, la voz del miedo no puede ser interpretada ni descubierta mediante el análisis del pasado sino mediante el ejercicio de la vivencia del instante, que insta, está atento, como el monje de nuestra historia. Yo añadiría que quien tiene abiertos los ojos al presente, estando atento al filo de cada instante, salvaguarda su espíritu del miedo, porque el miedo y la ansiedad están en la memoria del pasado y en la del futuro. Es decir sólo en la mente, y quien

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trasciende la mente se libera del miedo, de todos los miedos y emociones negativas. El ejercicio del Za-Zen nos hace capaces de atrapar al vigoroso corcel de la mente.

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10 El sufrimiento

Mi enseñanza va enfocada solamente a una cosa: al sufrimiento y a su cese. SHAKYAMUNI

La primera afirmación de Shakyamuni Buddha en su también primera actuación pública después de la iluminación fue: “La vida es sufrimiento”. Lo cierto es que el sufrimiento juega un importante papel en nuestra existencia No hace falta ser psicólogo para constatar cómo las personas huyen del sufrimiento. No le plantamos cara; siendo escasos los libros de medicina que hablan acerca del dolor, a no ser para buscar el modo de cómo podemos escaparnos de él. Y ello, hasta tal punto, que, en ese afán de huir de tal “sinsentido”, tanto la Psicología como la Filosofía tradicionales han llegado a definir la salud como “ausencia de enfermedad”. De acuerdo con esa definición, la salud sería solamente eso: “no enfermedad”; un estereotipo cultural que olvida la posibilidad de que las personas consideradas psicológicamente sanas, presenten al mismo tiempo “sintomatologías atípicas”. Es imposible en el transcurso de la vida no encontrase ante situaciones dolorosas. Pero el sufrimiento podemos utilizarlo

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bien como una herramienta de manipulación para conseguir el sometimiento de los demás, o bien como un medio de maduración, aceptando la situación, que, después de haber luchado, uno se da cuenta de que no puede cambiar. Se trataría entonces de modificar la percepción, la perspectiva. El sufrimiento es el polo opuesto del placer, la otra cara del gozo, y es percibido como el mal frente al bien, la enfermedad frente a la salud. Sin embargo, las experiencias profundas de muchos que aquejados por el sufrimiento, se han adentrado en él lejos de haberlo rehuido, muestran que en nuestra más profunda intimidad nuestro verdadero ser no conoce esos opuestos, ninguna clase de opuestos. Nuestro verdadero Yo ignora los dualismos, no piensa en categorías de sufrimiento o alegría, placer o displacer. Nuestro verdadero Yo se queda en lo que es. Así se entiende, o puede empezar a entenderse la frase de Buda con que comenzábamos este teishô. Shakyamuni contemplaba el sufrimiento desde una atalaya donde puede percibirse al Ser manifestándose como enfermedad o como dolor, y así percibido, el dolor adquiere otro tono y cualidad. No oponemos nada ante una circunstancia que no puede ser cambiada (si es que de verdad se ha constatado que no puede ser cambiada). Esta es la actitud que favorece el crecimiento: no ofrecerle resistencia, para que paulatinamente se abra paso en la conciencia de que el más profundo dolor está sustentado por el Fondo del Origen, de nuestro verdadero Origen. Y esa es una experiencia transformadora. Sé, y lo sé muy bien, que todo esto así leído resulta superficial, pero cuando ha sido vivido, no por resultar duro deja de ser menos liberador. Quien no ha vivido esta experiencia inefable, sólo podrá, aunque mínimamente, acercarse a ella mediante la poesía:

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“Porque la vida, incluso entre lágrimas, hemos de celebrarla”. RAINER MARÍA RILKE (Este soneto se inspiró en la sala de espera de un hospital, mientras esperaba a que la niña de mis ojos terminara su sesión de radioterapia. Una experiencia especialmente dura; aunque, a la vez, inmensa, porque ¿quién hubiera podido sospechar que el Paraíso se escondiera en un sórdido pabellón de oncología?) EN LA SALA DE ESPERA Soy libre (hasta dichoso) en estas horas miserables. Extrañamente fuerte. Y extranjero en mi cuerpo. Una suerte de brumas y de luces incoloras. Que traspase los límites, me imploras: “que aún puedes más”, me dices, Muerte, mientras llego a este infierno para verte (hechizo del abismo, donde moras). Y ahora que tu hiel es mi sustancia; y ahora que mi alma se desgaja como el trigo, un diamante fulge y muele las más secretas mieses de esta estancia, donde espera ese Dios, que nunca baja hasta que, hecho ceniza, al viento vuele.

Lo cierto es que cuando una persona comienza a experimentar el sufrimiento, puede, al margen de cualquier tipo de masoquismo, llegar a tener conciencia de realidades más profundas, ya que el sufrimiento destruye la autocomplacencia en nuestros autoengaños habituales y programaciones mentales sobre qué es la realidad. El sufrimiento nos obliga a despertar a otras dimensiones, a sentir con profundidad, a establecer un contacto más

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profundo con nosotros mismos y con el mundo, haciéndolo de modo que, hasta entonces, habíamos evitado”. En el ejercicio del Za-Zen buscamos la experiencia de la luz que somos en el fondo, la luz del despertar. Y el Za-Zen va en busca de esa luz inmanente, que nos es propia. Pero la luz, por su naturaleza propia está ligada a la existencia de la sombra; no podría brillar sin ella. En el fondo, la sombra es también una luz cuya forma especial curiosamente impide el brillo de la misma luz. Sombra y luz, luz y sombra, polos de la misma realidad. La verdadera luz sólo resplandece con su fuerza en las tinieblas más absolutas. En el camino meditativo, el pretender “llegar de un salto” a la experiencia de la luz, es un atajo equivocado un paso en falso. Porque en este camino no es suficiente hacer desaparecer las sombras con sólo imaginarse la luz; el proceso real del despertar nada tiene que ver con esa fantasía. Por eso dice muy bien Dürckheim que lo blanco sumado a lo blanco nos dará como resultado lo negro, y que sólo el blanco que haya previamente absorbido lo negro permanecerá siendo blanco, pues sólo si acepta la oscuridad podrá el hombre hallar la luz. En la práctica de la meditación aparece la oscuridad en sus diversas formas y tonos. Y asumir, –vivir– el misterio del abismo, es un paso difícil, pero indispensable en el despertar. El despertar va mucho más allá de la luz y de la oscuridad. Las posibilidades de esa nueva forma “de caer en la cuenta”, así como de emerger a una nueva conciencia, puede proporcionar al terapeuta que sigue con rigor esas EXPERIENCIAS, la oportunidad de reconsiderar sus viejas teorías y dejar paso definitivo a otras que posibiliten la superación del sinsentido del dolor, dando a éste la posibilidad de ser entendido como la antesala de la intuición creativa. El hombre que ha despertado al

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camino de transformación está abierto a la aceptación de las una y mil muertes que la VIDA exija de él a lo largo de su existencia. La existencia, en tanto que camino hacia la maduración, exige muchas muertes como antesalas de la Vida. Cuando nacemos, morimos al placer de la placenta para atisbar así la primera luz; moriremos a la niñez, que tanto le costaba a Peter Pan, para arribar a la adolescencia; y ésta, con sus espectaculares crisis, dará paso a la madurez. Efectivamente, el desarrollo del psiquismo humano es un proceso sucesivo de identificaciones. Y de muertes. Nacimos llorando; “ya el nacer es un gran llanto”, cantaba en 1968 la voz hecha grito de Raimon. En la placenta de nuestra madre “éramos” el Todo, pero al aterrizar en la tierra abandonamos esa “Fusión Oceánica”, y, un tanto desvalidos iniciamos el duro camino de un aprendizaje a través del que poco a poco fuimos diferenciando el tacto, la voz y el calor de los que nos protegían. Al poco tiempo de abrir nuestros ojos, comenzamos lentamente a distinguir quién era cada uno de los que nos rodeaban; comparamos los ritmos maternos de protección con el tacto prensil y la gravedad de ese otro ser más lejano, que era nuestro padre. Una y otro, entre aciertos y errores fueron configurando el modelo de identificación por donde discurrió el desarrollo de nuestro “yo”, y que desde el ciclo Preescolar hasta la Universidad se encargaron de seguir programando, para que ya de mayores sólo “deseáramos hacer lo que el deber nos manda hacer”. A eso le llamaron, “vida”. Es cierto que a eso de los quince años, experimentamos deseos e impulsos de rebelarnos, se recondujeron a buen puerto nuestras primeras tristezas, a las que bautizaron con el nombre de “crisis de la adolescencia”. Y dijeron que nos curaron. Y de ese modo cumplimos el rito iniciático de la vida adulta. Nuestra vida emprendió el camino de todo el mundo. Quedamos así domesticados.

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Y, ya mucho más tarde, en plena “crisis de los cuarenta”, sentimos como si el pasado, con sus asignaturas pendientes, regresara de nuevo al presente. Y volvió el sabor y la temperatura de aquellos antiguos dolores. Pero gracias a esta nueva crisis, igual que nos ocurrió en la adolescencia, tenemos –una vez más– la ocasión de “caer en la cuenta” del cambio personal que tenemos pendiente desde los quince años, porque nuestra vida ha sido y sigue aún robotizada. El defecto grave de los revolucionarios clásicos y actuales es que desean cambiar el entorno sin incluir en tal cambio su propia cosmovisión, su propia conciencia. Pero como la naturaleza real se revela a seguir robotizada, es por lo que, llamándonos a nuestra cita pendiente con la madurez, vuelve a los cuarenta años a visitarnos de nuevo la dama negra de la depresión, que nos invita a sacudirnos la falsa conciencia programada; que nos invita al “suicidio” como robot, el robot que han hecho de nosotros nuestra cultura, nuestra religión, nuestro sentimiento nacional y otras circunstancias que jamás habíamos elegido libremente y que otros, tan ignorantes como nosotros, nos impusieron. Ahora, en la crisis de los cuarenta, vuelve la oportunidad de sacudirnos el robot, de morir como robot. Pero la liberación produce también el sufrimiento en forma de miedo a lo desconocido. Lejos –quiero insistir en ello– de la vinculación masoquista al dolor, en tanto que dolor, aunque considerando éste no tanto un bien como un mal, es como podríamos entender la aparición del sufrimiento como “la primera gracia” que proporciona al ser humano la posibilidad de un giro radical hacia nuevas formas de conciencia y de vida. Pero eso sólo sucede cuando se ha convertido en fructífera la soledad infinita que el dolor desencadena. Sería, entonces, el momento de poder entender a quienes afirman que “no sufrimos porque estamos enfermos, sino porque una nueva forma

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de intuición inteligente quiere emerger de nosotros. Una intuición que será preciso no abortar; aunque en ese parto clame el vértigo de ser persona hasta el fondo, el Fondo, que a veces se hace cumbre. “Ese dolor que me hace cumbre...”. CLAUDIO RODRÍGUEZ CUMBRE La plenitud del Ser tiene un sonido de eternidad, forjado en soledades, donde aprieta el dolor hasta romperse. Es música y puñal; es verso, y lanza que atraviesa la entraña de la muerte. Allí mana el champán del infinito, y rebosa el Vacío de la copa, aguardando la hora de embriagarse. El rostro de la Nada es daga y lumbre. Frente a esa luz, la muerte se deshace antes de que su daga nos desangre. Celebro que el abismo hoy se haga cumbre, porque el dolor me empuja a que me abrace a esa resurrección que cuesta sangre.

En nuestro verdadero Fondo, somos hijos de la Vida, que pugna por hacerse presente en nuestra vida cotidiana. El ser humano nació para transparentar esa Vida, y dentro del misterio que encierra el sufrimiento, este puede ser considerado como la rebelión de la Vida por hacerse notar, por querer salir al aire libre de la vida cotidiana. Por eso, porque en nuestra metamorfosis como seres humanos cabe la distracción y el apartarnos de ese sentido, es cuando entra en acción el sufrimiento mediante su función fundamentalmente despertadora, hasta que el hombre quede sensibilizado ante ESO que siempre quiso emerger y que

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lo había reprimido. La forma de ese despertar o de advertir puede ser bien una depresión, o una crisis de angustia, o una enfermedad, o algún golpe inesperado del destino, u otras parecidas circunstancias donde se evidencia cómo la Vida pugna por saltar los obstáculos que le impiden instalarse en nosotros. Pero, sobre todo, la forma de ese despertar puede emerger a través de las experiencias de lo numinoso, a veces como ráfagas, después de alguna de esas crisis. Y, sobre todo, a través de las grandes experiencias del Ser que destronan al ser humano de la ilusión del sueño en que vive, interpelándole hacia un cambio radical. No hay palabras, quizá el sonido del poema pueda ayudar, de algún modo, a atisbar el umbral de esa experiencia. PAISAJE INMÓVIL El alba, hipnotizada de silencio, despierta en su grandeza luminosa. Como si la Naturaleza, inmóvil, se dejara habitar por lo indecible. El fresco corazón de la Materia, palpita en cada forma estremecida. Ya, grávida, la tierra, va extendiendo los pliegues de sus alas incendiadas. Estallan las primeras claridades y de sus hondos senos, como un ascua, se alza la meseta amanecida. El viento, coquetea con los trigos, y abrazando los mares de amapolas, se eleva a las raíces de la altura.

Hacia esa nueva conciencia, instalada en la vida cotidiana, es donde conduce el ejercicio del Za-Zen

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11 La capacidad de ver

“El Zen occidental se toma en serio la experiencia de una trascendencia inmanente accesible al hombre, no porque sea cristiano, budista o ateo, sino porque es un hombre”. KARL GRAF DÜRCKHEIM

La Psicología convencional, es decir: la oficialmente impuesta en las universidades, concibe la mente humana bajo el modelo mecanicista de un ordenador. De ahí que al preguntársele en qué se fundamenta la visión, responda sin vacilar que “en la objetivación de ciertas percepciones”. Otros psicólogos, ampliando algo más esa opinión –más cercana a la ingeniería de telecomunicaciones que a la Psicología– piensan que la visión se desarrolla gracias al anhelo del individuo por superar la soledad. Sin embargo, ninguna de esas opiniones tiene en cuenta otra posibilidad: la de que el fenómeno de la visión fuera la respuesta al hecho de que “hay algo” que ver. Si eso fuera cierto –y yo creo que eso es cierto–, tanto el ojo que ve, como la cosa vista, la figura y su captación, forman parte todo ello, de una de las relaciones originarias que fundamentan nuestra existencia. La ciencia transpersonal, contempla el fenómeno de la visión humana como la respuesta al hecho de que “existe algo que es necesario ver”. ¿Qué es lo que veo cuando contemplo un cristal?

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Según la psicología académica, percibo sensaciones, es decir: colores, impactos luminosos, líneas, planos, superficies y movimientos, para posteriormente reunir todas esas percepciones en formaciones más complejas que nuestro “ordenador” cerebral se encargará de procesar. Sin embargo, estas representaciones mecanicistas forman parte de la ideología académica de una época basada en la artificialidad, que debía haber sido superada en el siglo XVII. En realidad, cuando observo un cristal lo que desde un primer momento veo son “figuras”, o más exactamente totalidades en las que cada elemento es sostenido por todos los demás, y “los demás” llegan a resultar de hecho tan importantes como las partes o detalles particulares. Pero además, una figura de este tipo no se resume ni simplifica en la mera corporeidad. Representa más. Representa una ley de proporciones, un conjunto de funciones, una forma de evolución, una referencia a otra idea primordial esencial. Y todas esas percepciones tienen una naturaleza tan material como espiritual. Despojar a la percepción de cualquiera de esas vertientes naturales, podrá hacerse en un laboratorio, pero no en el comportamiento visual, espontáneo que se da en la relación humana real vital. Y esa realidad espiritual no es un añadido posterior a la captación sensorial, ni un aditivo extra mediatizado por el entendimiento, sino que es aprehendida por la visión o, más exactamente por el ojo, aunque sea de una manera poco exacta y precisa. En consecuencia, ver o mirar significa ya de entrada ser radicalmente afectado por la aparición sensible del objeto y, además ser invitado a captar su contenido. ¿Qué es lo que veo cuando miro una planta o un animal? Pues veo la figura de un organismo que constituye en su centro su propia estructura y sus específicas funciones. Veo además la figura de un organismo que desde él mismo pretende constituirse, evolucionar, afirmarse; la figura de un organismo que además, entra en rela-

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ción con el mundo que le rodea y que es en diversos modos y grados, influido e influyente. Todo a la vez. Lo que en definitiva veo es un organismo que vive. Y el ojo capta –ve– esa vida. El ojo ve el fluido vital. El ojo, como diría Xavier Zubiri, es parte esencial de una “inteligencia sentiente”, una inteligencia que capta los modos de evolución a través del aire, del aroma, del movimiento; una inteligencia que siente el paso del tiempo revelado en el olfato y en el contacto; una manera de inteligencia que capta el crecimiento, aprehendiéndolo a través de modos de medición específicamente delicados y sutiles que no logran hacerse expresamente conscientes. El ojo efectivamente “ve” desde ese contexto, desde esa interacción sensorial. Desarraigarlo de semejante contexto es privarlo de su esencia cognoscente. Y la psicología académica que navega en la superficie, no ha caído en la cuenta de ese su error. Es por todo ello falso afirmar que cuando miramos una planta captamos en ella meros datos sensitivos de los que por asociaciones inmediatamente posteriores, el ordenador cognitivo induciría más tarde el concepto de vida. Sin embargo, es preciso decir que el ojo ve esa misma vida. Y que incluso, es capaz de ver esos datos de modo anticipado. Cuando observamos por ejemplo, la vitalidad de un árbol solemos decir que “entra por los ojos” por su altura, amplitud, firmeza, color, textura y movimiento. El ojo capta su esencia y sabe diferenciarla y distinguirla de entre el contexto en que es percibida. Del mismo modo, el ojo “se anticipa” a la captación de la vitalidad del animal mucho antes de detenerse en el análisis de sus propiedades. No deduce de modo lento y progresivo que de un determinado cuadrúpedo yo llegue a “inducir” la naturaleza de un caballo. La vitalidad de ese caballo, en tanto que vitalidad, es lo primero que se me impone a la visión. ¿Qué es lo que el ojo ve cuando, finalmente, tiene ante sí la presencia de una persona? Es frecuente –yo diría que hasta obligato-

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rio– el acudir a nuestras experiencias en los laboratorios universitarios cuando en las clases prácticas de Psicofisiología nos recordaban que aun a pesar de las muy frecuentes disecciones del cuerpo humano, jamás se había logrado encontrar el alma en su interior. Sin duda, el complejo y ambiguo concepto de alma, pierde en el sistema mecanicista su carácter de complejidad ontológica. Para la mente mecanicista el alma, en caso de existir, vendría a ser una especie de sustancia extraña; tangible, por supuesto. O quizá algún órgano determinado cuya función sería la de fabricar ideas o pensamientos. O quizá corrientes eléctricas neuronales. Sin embargo, lo que el ojo ve cuando se halla frente a un ser humano es una realidad diferente a la realidad “objetiva” propia de los laboratorios de Psicología. Una realidad muy diferente de la que ve el hombre de ciencia, del médico o del psicólogo. Lo que el ojo ve es la realidad del sujeto. Esa realidad que emanaban para mí los ojos de Karl Dürckheim, y que me impulsaron a escribir este soneto: LOS OJOS DE KARL DÜRKHEIM Mi cuerpo fue tan sólo una armadura, y, sobre ella, el peso vaporoso de la luz. Dentro, nadie: un misterioso Vacío, que selló una cerradura. Tu luz atravesó la honda envoltura que cubría mi piel; ese viscoso centinela, que alerta guarda el foso escondido detrás de mi figura. Jamás la luz solar rasgó la estrecha cortina de mis sombras, la frontera de su espesa intemperie acorazada. Hasta que tu mirada abrió la brecha. Y por ella entró, al fin la primavera, alumbrando mi entraña perforada

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La realidad del sujeto como resultado de un encuentro. El alma se da en los modos de expresión. La expresión es una manifestación del alma, una transparencia anímica, que en tanto que anímica evidencia cómo el alma, lejos de instaurarse de modo locativo posee una vida que le es propia, impregnando todas las partes y funciones corporales, principalmente la expresión. Pero el ojo científico no logra ver lo esencial, por mucho que lo esencial continuamente le interpele. El ojo científico es un ojo dormido. Desde el momento en que el método científico consigue impregnar nuestra vida, podemos llegar a la negación de la visión concreta y vital, de la cual sin embargo, nos nutrimos diariamente, para paradójicamente concluir afirmando absurdos científicos. Cuando observamos gesticular el rostro de una persona podemos ver en ella tanto la comprensión como la bondad o la ira. El rostro nos lo transmite. Mientras que una mente objetivadora aprehenderá de él selectivamente los específicos desplazamientos de la piel o la frecuencia de sus movimientos musculares, para posteriormente llegar a interpretar las posibilidades razonables de existencia de procesos anímicos subyacentes. Sin embargo, todo conocimiento inmediato me permite la captación del significado de la expresión de dicho rostro. Y la expresión significa que lo que a través de ella se manifiesta es lo invisible. Cuando cegado por nuestro sistema conceptual, o por otros intereses, todo esto no ocurre dejamos de percibir un ser humano para ver tan solamente eso: un organismo, cuando no algo meramente útil o simplemente deseable. Lo que aquí quiero señalar es que los procesos de abstracción, impuestos metodológicamente bloquean o, por lo menos entorpecen la intuición, esa facultad innata que nos permitiría incluso llegar a “ver” antes el alma que el cuerpo; o dicho de otro modo: el cuerpo vigorizado, iluminado y caracterizado por el alma.

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“Cuando alguien se acerca a mí –señalaba Guardini– con afabilidad o encolerizado, el elemento decisivo de que me doy cuenta es precisamente esa pasión, y sólo en ella aprehendo todo lo demás. Las partes aisladas de su rostro, las manos, el paso, toda su movediza corporeidad, el vestido, incluso las cosas que lleva, todo esto lo veo en su afabilidad o en su ira”. Por consiguiente, ver es más que mirar; ver es toparse con la realidad. La visión en tanto que es un modo de aprehender lo sensible, forma parte del proceso sentiente: “El sentir –decía Zubiri– como proceso no es tan sólo una actividad fisiológica, sino que es el proceso que constituye la vida, en cierto modo entera”. De ahí, que seguidamente podemos afirmar que cuando vemos no es nuestro ojo únicamente quien ve, sino que es todo nuestro ser en la medida en que es afectado por la realidad, el lugar donde se suscita la visión. El Zen es capaz de considerar el cuerpo humano de modo radicalmente distinto a como lo ve, por ejemplo un traumatólogo, preocupado por su funcionamiento, o a como lo ve un deportista de élite obsesionado por la plusmarca. Dürckeim, paradigma del Zen occidental, nos anuncia que el cuerpo es el conjunto de gestos a través de los que el hombre se realiza o fracasa: un gesto es el uso que el ser vivo hace de la Vida que lo hace vivir. Al propio tiempo, un gesto es el uso que la Vida espera que el viviente haga de ella. En el ejercicio transformador del Za-Zen, tenemos la oportunidad de transformar así mismo la mirada sobre nuestro cuerpo, entendido éste como gesto. Cuando nos sentamos, sea en cojín, banquito o silla, lo mismo que cuando iniciamos el kinhin, pero sobre todo cuando vivimos la vida cotidiana, el gesto del cuerpo vivido como transparente al Ser revela confianza, la confianza básica del que se ha aposentado en la Base firme que da sentido

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a su existencia. Y en el Za-Zen tenemos la oportunidad de vivenciar el cuerpo como el lugar donde el Ser se expresa, como el escenario donde actúa, como el laboratorio donde experimentamos nuestra naturaleza esencial, como el yunque donde estalla la fuerza de los sentidos, como la caja de resonancia donde percute la sensación de ser y la Unidad que le forma y le transforma hacia una nueva manera de mirar y de ver. A todo eso llamamos despertar.

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12 La nada

Uno de los pilares del pensamiento occidental es el Método Científico, y la quinta esencia de éste es el culto a la objetividad, la objetividad sin contaminaciones subjetivas. El Método Científico ha supuesto el gran avance, el santo y seña de nuestro pensamiento, e incluso un motivo de legítimo orgullo colectivo; pero, al fundamentar su observación en la separación sujetoobjeto, también ha supuesto la gran enajenación del individuo en una concepción dualista de la vida, así como en una concepción aislante de todos los seres entre sí. Lo cierto es que para nuestra cultura de la objetividad es imprescindible eso: el hallar objetos, el manipular objetos, el descubrir las variables e interconexiones entre los objetos para poder posteriormente extrapolar una teoría. De este modo, para un científico académico, todo lo que esté fuera del marco objetivo, todo lo que se halle fuera de su órbita, o no interesa, o, simplemente, no existe. Esa es la razón de que la ciencia se anonade ante la Nada, porque la Nada no entra en sus presupuestos, no es objeto de interés científico (la nada no sólo no es objeto, sino que ni siquiera es). La Nada, por eso mismo, resulta ser para la ciencia una “nadería”. Pero la Nada en el fondo causa miedo. Desde la Edad Media, la Nada ha provocado pavor, el horror vacui, la muerte, el

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absurdo del sin-sentido, la extinción. Esa es otra razón añadida para que los científicos no quieran encontrase con la Nada. Haidegger, que se preocupó mucho de esta cuestión, explica perfectamente cómo el origen de la angustia radica en esa obsesión por no querérselas ver con la Nada. Sin embargo, para la mística en general y para el Zen en particular, la Nada no es ni mucho menos, una nadería, porque la Nada, el Vacío del ego, es como dice Tauler la raíz de la liberación: Abandone la persona las imágenes de las cosas por completo y vacíe su templo y lo mantenga vacío. Porque si el templo estuviese vaciado y las fantasías que le ocupan afuera, entonces sería posible transformarse en casa de Dios, y no antes, hagas lo que hagas, y entonces tu corazón estará en paz y tendrás alegría, y ya nada te molestará de lo que ahora constantemente te está molestando, preocupando, haciéndote sufrir.

Este viejo texto, aun a pesar de pertenecer a la Edad Media, anuncia, sin embargo, una actitud inédita en Occidente: la actitud propia de quien es capaz de estar en el mundo vacío de su yo; y propia también del que es capaz de vivir desde su profundidad la sólo aparente paradoja de diferenciar los objetos sin diferenciarlos, porque tiene la conciencia de que todos los objetos en su fondo también están atravesados por el Vacío y ellos mismos son Vacío. Pero ese grado de conciencia sólo lo adquiere quien tanto cuando trabaja como cuando descansa, quien tanto cuando camina como cuando se para, quien tanto cuando come como cuando bebe, y quien tanto cuando habla como cuando escribe, está tan pendiente del instante, y tan atento a lo esencial, que no desestima un momento para vaciarse de la hojarasca de los pensamientos, las emociones o las imágenes mentales que le sobran, y no para de ejercitarse en la atención de percibir lo substancial.

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Sólo así podrá conocer lo incognoscible, atisbar lo invisible en lo visible y experimentar el brillo de la luz en la oscuridad. La Nada, es, en el fondo, plenitud. Así lo vi yo en un soneto: LA PLENITUD DE LA NADA Desnudé la palabra, y el sonido de la Nada llegó para envolverme. Desnudé la palabra, y ya inerme, resonó su Vacío enmudecido. Y volvió lo que siempre había sido: El Gran Silencio. En él quiero perderme, en la desnuda Nada que en mí duerme. Lo deseo, resuelto y decidido. Rudimento del cielo es lo sin-nombre. Su realidad, ajena a los lenguajes, se expande en el vacío, de tal suerte que el poema renace en cada hombre, y alcanza su presencia en los parajes ganados al silencio de la muerte.

Quien se ha librado –vaciado– de su ego, habrá, como señala el maestro zen Takuan, tomado posesión de algo de la sabiduría que ningún maestro puede comunicar y, además –añade– habrá llegado a manifestar el efecto maravilloso del no efectuar nada. Los maestros japoneses de arte del sable, llaman “Taia”, o “espada maravillosa” a la adquisición de esa sabiduría que maestro alguno puede expresar. Una espada que todos los seres humanos poseen en su más profunda entraña, y que no es otra cosa que el Ser Esencial que ha de madurar en nuestro interior a través del ejercicio del Za-Zen, que es un ejercicio de vacío y desapego. El citado maestro Takuan, que era también un maestro de sable, señala a este respecto que sólo cuando esa espada se levan-

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ta en su pureza, hasta el mismo demonio de los cielos se asusta de uno, sin embargo si eso se deja de hacer debido a la arrogancia del ego, seremos vencidos por los seres más abyectos. Esa espada, maravillosa espada, que arranca de cuajo las sombras amenazantes que oscurecen la vida y nos devuelve la visión de lo que en el fondo somos. La espada que se halla en nosotros desde que nacemos, como un derecho de nacimiento propio de nuestro verdadero origen. Una joya oscurecida por el engañoso sueño de las dependencias que subyugan nuestro ego. En el ejercicio del Za-Zen, la afilada espada de la conciencia desbroza las ficciones del falso yo, vaciándonos del engañoso personaje al que, dormidos, solemos dar un exagerado poder sobre nosotros. La práctica del Za-Zen restaura la conciencia de lo que siempre en el fondo fuimos y nos remite a nuestra verdadera naturaleza, de la que nos habíamos apartado; allí donde sujeto y objeto, noche y día, sol y sombra, masculino y femenino, luz y oscuridad, dejando a un lado sus dualismos, presentan su naturaleza real en la Unidad del propio origen. En el Za-Zen, a diferencia del ejercicio de la meditación tradicional cristiana, el meditante no orienta su atención a los objetos, sean imágenes o pensamientos, sino que aquel, como señala Dogen se ejercita en el repliegue interior, ese paso atrás donde se pretende que la luz se dé la vuelta y sus rayos inviertan sus reflejos. En el ZaZen, no atendemos a las cosas externas, sino que es el propio sujeto quien pretende descubrir quién es. De ahí la distancia del ZaZen con respecto al dualismo del Método Científico, que sólo utiliza el pensamiento, y sólo utiliza la mirada externa. En el Za-Zen, lo otro –en tanto que otro– no interesa, puesto que la comprensión que supone la apertura al Ser, no sólo es interior sino que nada tiene que ver con el dualismo, ya que la experiencia de Unidad de todos los seres, es una experiencia básica en la iluminación.

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En el ejercicio del Za-Zen no buscamos nada, tan sólo el abismamiento carente de nombre, que es la Unidad que bulle más allá de los contrarios, la plenitud de la Nada de quien no busca nada, nada quiere saber y nada quiere poseer; la plenitud que ni la Ciencia con su Método Científico, ni los grandes maestros pudieron jamás alcanzar a definir. El ejercicio del Za-Zen, favorece el encuentro con la gran Plenitud allá en el fondo del objeto como en el fondo del sujeto meditante, siempre que éste se haya también convertido en pura Nada. Así lo veo yo en otro soneto: EL SONIDO DEL MISTERIO Como una catarata desbocada, se filtra en las costuras del olvido un diluvio de luz, que no ha nacido de esta ciega razón desheredada. Cómo vibra en las frondas de la Nada el misterio que hoy suena sin sonido, y el silencio, en el aire sostenido, de mi casa, que está deshabitada. Hoy me sobran los ojos y la boca, porque en el Ser he hallado el yacimiento de estos versos, mi pasto y mi alimento. Y en el mudo regazo de esa roca, ser la pasión de ser es lo que intento, que todo lo demás, lo lleve el viento.

Y esto se hace difícil para quien siendo presa del dualismo sujeto-objeto, se halla separado de la vida al sentirse enquistado en su narcisismo individual. Pero es cuestión de perseverar, de volver una y mil veces al ejercicio de la atención, como señala de nuevo Tauler:

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Cuando uno está en el ejercicio del recogimiento interior, el yo humano no tiene nada para sí. Al yo le gustaría tener algo y le gustaría saber algo y le gustaría desear algo. Hasta que no muera ese triple algo, le resultará duro a la persona. No es cosa de un día, ni de poco tiempo, sino hay que adentrarse mediante un esfuerzo grande y llegar a acostumbrarse, desplegando gran dedicación. Hay que tener constancia, entonces llegará el día en que todo será fácil y delicioso.

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13 Más allá del pensamiento

Sin lugar a dudas, la tesis más popular de la historia de la filosofía occidental es la sentencia con que René Descartes expresa su emblemático axioma: pienso, luego existo recogido en su Discurso del Método. Por mucho que podamos albergar dudas sobre nuestros contenidos mentales, bien sea a causa de la endeble validez cognoscitiva de nuestros sentidos, o bien debido a la falibilidad de nuestro entendimiento “es preciso afirmar –señala Descartes– que la proposición yo soy, yo existo, es auténtica, cada vez que es enunciada por mí, o concebida en mi mente”. La certeza de mi existencia se establece, por tanto, en la medida que la negación del enunciado yo soy se hace imposible, ya que en caso de hacerlo, generaría una contradicción entre el significado de ese enunciado y el propio acto de mi sentencia. Para el pensamiento cartesiano, y, por derivación el occidental, el rasgo esencial de la existencia radica en la racionalidad, que por ser reflexiva es capaz de percatarse de sí misma, o dicho de otro modo, es capaz de caer en la cuenta de ser consciente de sí misma. La reflexión como esencia de la existencia. “Por tanto, afirmará el filósofo francés, el ser del yo solamente podrá ser expresado mediante los conceptos que sean expresión de la acti-

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tud reflexiva”. En esta concepción racionalista, el Ser se reduce a cosa pensante: razón, reflexión, palabra e intelecto. El cartesianismo, por otra parte, supone una frontera entre el ego y el mundo, una suerte de dualismo que establece un barrera entre el yo y la realidad: la res cogitans o cosa pensante y la res extensa que equivale a mente y cuerpo respectivamente. Vivo en mi cuerpo: “yo, (sujeto mental) no habito en mi cuerpo como el marinero habita en su navío (Platón), sino que estoy en él (cuerpo) tan íntimamente unido y mezclado, que soy una sola cosa con él”. No vamos a seguir con el discurso cartesiano. Pero ahora cabe preguntarse que si es cierto la filosofía acontece con el pensamiento, ¿qué es lo que acontece cuando no existe pensamiento? Yo me atrevería a decir que es precisamente ahí donde comienza el Zen. Ahí acontece el Zen. Para el Zen, el alma no está fusionada con en el cuerpo en una relación de clara interdependencia, sino que más bien le antecede. Y lo trasciende. El alma no está en el cuerpo sino que el cuerpo está en el alma, lo que supone no sólo una superación de la interdependencia cartesiana, sino que también contradice lo que el mismo Platón pensaba al concebir el alma como un pájaro metido en la jaula corporal. Creer que nuestro cuerpo está en el alma (Vacío) y no al revés, significa que el alma es más grande que el propio Universo, y nuestra naturaleza real es infinita, siendo hacia ese infinito (tan ajeno a las limitaciones dualistas cartesianas como a las jaulas platónicas) hacia donde logra ampliar el Zen su conciencia sin fronteras. El yo del Zen es una barrera sin puertas, una conciencia libre del dualismo de los opuestos cuerpo-mente, un Yo libre del egocéntrico y petrificado habitáculo de la mente racional. La ciencia, fundamentada en el cartesianismo, ha alcanzado cotas de progreso inimaginables, esa es su gloria; pero conlleva una tragedia: el ser humano se ha quedado anclado en la instru-

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mentalidad superficial de los conceptos. El Zen va mucho más allá de los conceptos; mediante la profundidad del Zen podemos saber que si miramos los objetos con una mirada solamente conceptual, lo que veremos tendrá las mismas limitaciones que posee el orden conceptual, mas si presto atención a lo mismo a partir de la profundidad, lo que veo responde a un orden más allá del pensamiento y más profundo que lo que permiten las apariencias. Zen es ser uno con la naturaleza, ser uno con lo que se ve, se oye, palpa, gusta y huele. Y todo ello, de tal modo que quede derribada la frontera entre el observador y lo observado. Zen es superar la división dualista del llamado pensamiento único. Zen es captar la Unidad que subyace a la profundidad. Zen es convertirse en testigo transparente de esa realidad que habito y que me habita. Tan sólo cuando, mediante el ejercicio de la atención, soy capaz de encontrarme con esa realidad interior más profunda que la superficial mente cartesiana; tan sólo cuando tengo la valentía, no ajena al sufrimiento, de traspasar la alegría y la tristeza de la conciencia ordinaria; es cuando, ya libre, puedo ver la realidad exterior de modo diferente al modo habitual: la realidad tal como es, libre de las anteojeras funcionales del pensamiento. La realidad extraordinaria, elevada a la categoría de ordinaria: nuestra verdadera naturaleza. Pero esa experiencia nada tiene que ver con las palabras, y, llegados a este límite, tan sólo y con grandes limitaciones, nos tendremos que valer una vez más del sendero límite de la parábola de una historia Zen. Un día un hombre se acercó a Ikkyu y preguntó: “Maestro, por favor, ¿escribiría usted para mí algunas máximas de la más alta sabiduría?”. El Maestro tomó su pincel y escribió: ATENCIÓN “¿Eso es todo?”, preguntó el hombre. Ikkyu escribió entonces: ATENCIÓN, ATENCIÓN.

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“Bueno”, dijo el hombre, “no veo demasiada profundidad en lo que usted ha escrito”. Ikkyu, ante eso, escribió de nuevo la palabra tres veces: ATENCIÓN, ATENCIÓN, ATENCIÓN. Un poco irritado, el hombre exigió: “¿Qué significa esa palabra, ATENCIÓN, después de todo? A lo que Ikkyu amablemente respondió: Atención significa atención”.

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Teishô

14 La voluntad de cambiar

El despertar no necesariamente tiene su causa en un acontecimiento excepcional, ya que lo cierto es que un minúsculo evento puede desencadenar una experiencia que nos pueda llevar al cambio transformador. Cuando digo aquí “desencadenar”, utilizo este término conscientemente, es decir queriéndolo distinguir de la propia causa de la iluminación, porque la verdadera naturaleza esencial de nuestro yo, siempre ha estado ahí, sin causa. Ella es su propia causa. Otra cosa es que, como digo, un insignificante acontecimiento pueda ser decisivo para un giro crucial, sirviendo de despertador de algo original que ya estaba presente en mi incluso antes de que naciera. Decir original equivale a mencionar el origen. Y estar dormido, como ocurre en la inmensa mayoría de nuestra sociedad, no es otra cosa que hallarse apartado del origen, y el sufrimiento humano procede del estancamiento que aparta al ser humano de su origen; o más bien de su doble origen, terrestre y celeste, siendo tan antinatural reducir al silencio las formas “demoníacas” de la tierra que intentan emerger a la conciencia, como rehuir la formas emergentes del espíritu. Una y otra represión alejan al hombre de su verdadera patria. Mientras los psiquiatras no reconozcan que tan esquizofrénico es reprimir la realidad exterior como la interior, no con-

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RADICALIDAD

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seguirán comprender el sufrimiento humano, el cual jamás cesará de clamar hasta que el hombre alcance su verdadera naturaleza, causa de su verdadera nostalgia. Pues para transparentarla fue dotado de un cuerpo donde puede expresarse transparentarse el fluido de la vida. Cuanto mayor sea el distanciamiento de nuestro doble origen, mayor será la acumulación de sufrimiento sobre las espaldas de nuestro psiquismo; Nos hiciste para ti y nuestro corazón no descansará hasta que descanse en ti. Un sufrimiento cuya expresión puede ser desde una dolencia física hasta un intento de suicidio, pasando por las crisis de angustia o la depresión, siendo es la razón por la que en la medida en que ese malestar va creciendo, en esa misma medida se hace posible que un hecho aparentemente intrascendente pueda, sin embargo, ser ocasión de una nueva conciencia donde el oído humano escuche una música que no es habitual, o que sus ojos atisben un hueco de luz por donde se asoma y se filtra lo desconocido. La vida cotidiana nos presenta toneladas de estímulos que pueden abrir la puerta del misterio por donde lo Otro penetra en la conciencia. Acontecimientos mediante los que somos tocados por lo desconocido. Yo mismo que en la Universidad me muevo entre mentes excesivamente racionales o académicas, he podido comprobar cómo estos acontecimientos pueden sumir a una persona en la confusión, una mezcla de sorpresa y de turbación, pero que en el fondo hacen a esa persona feliz aunque sea en una ráfaga de segundos. Es en esos momentos cuando, como me escribía un compañero en las notas que me pasó, emerge una vida sin fronteras donde el yo se diluye y mi personaje se adelgaza. Algo así como si los poros de ese personaje se ensancharan hasta volverse uno vacío. Aparece el Todo barriéndolo todo... Como una presencia cuyo rasgo sea la fuerza, eso la fuerza, una fuerza cla-

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CAMBIAR

ra. Y todo se hace claro. Y todo está ya en orden, en una dirección clara, en un sentido claro, todo claro. Veo claro sobre todo el fundamento, el Fundamento, con mayúscula. Y no existe el miedo, me vuelvo atrevido, valiente, yo que por temperamento soy miedoso. Eso me llena de paz y de alegría; la alegría de contemplar cómo los muros se derrumban y aparece un orden inmutable. Un orden que todo lo cura... Efectivamente, ese hombre fue tocado por el Ser. Esa experiencia, puede desaparecer en el tiempo y ser posteriormente deformada bien por la memoria, o bien por la interpretación científica: “Eso no es más que...”. Pero también puede ocurrir, y ocurre, que una vez que lo Otro ha percutido en mi conciencia, yo sienta esa experiencia no sólo como una circunstancia agradable pasajera, sino como un compromiso por iniciar el camino nuevo que he encontrado, que me ha sido dado. Es entonces cuando podemos hablar de un verdadero despertar. Porque el despertar implica un compromiso, una “obligación” que en el ser humano, ajeno a los conocidos voluntarismos religiosos, brota espontánea y sobre todo muy libremente, desde el vibrar de su más profunda vena. Ahí se hace presente el compromiso con el esfuerzo que conlleva el ejercicio, aunque esa “obligación” fluye viva, y con una frescura que nada tiene que ver con la ascética y los sacrificios de los rituales religiosos tradicionales, que aunque tradicionales, dominan actualmente las creencias de Occidente. Comparado con la profundidad y con el sentido con que ahora vive, el ser humano que inicia el camino se percibe a sí mismo como una persona que ha permanecido ciega y sorda hasta ese momento. Sin embargo, su metamorfosis se ha iniciado ya, y puede ser imparable. Ahora se le impone una nueva ley,

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no la del exterior, sino la del interior un orden que no sólo esta en él sino que es él, y que dependerá de él, autónomamente, sin esas jerarquías exteriores a él propias de una realidad que ya percibe como vieja, porque él desea responder a lo nuevo y no a lo viejo que está al margen de la Vida. Todo, quizá, comenzó con un desasosiego con la amenaza de la destrucción, con el pesar de la soledad o con la angustia ante el absurdo. Un corazón inquietado por el sufrimiento de ser, de sólo ser, que había conmovido su corazón que no dejó de estar inquieto hasta que halló la paz. En el Zen practicamos la confianza de dejarnos llevar allí donde no comprendemos nada, de pasar por todas la pruebas para someterse al Ser que quiere manifestarse en nosotros. Con esa confianza, y con esa promesa, comenzaremos la sentada en silencio del Za-Zen.

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Teishô

15 Salir de la jaula

Nos resistimos a nuestra propia liberación. Como en el platónico Mito de la Caverna, por desconocer la luz la despreciamos, y decidimos continuar en la cárcel de la sombra. El abismo sin alternativa. La seguridad de la sombra es el precio impuesto por el Dios Mercado. Y a eso le llamamos “la realidad”. De ahí el descontento, cuando no la angustia inconsciente de nuestra civilización globalizada, que presa del fundamentalismo neoliberal, lleva en su entraña la insolidaridad, la competitividad, y en consecuencia, el progresivo sentimiento de soledad que invade a los individuos que con ella se identifican. En ese contexto realiza su actividad la más potente de las escuelas psicológicas: el Psicoanálisis, como un intento de las clases medias para solucionar “la dificultades del vivir”. Pero, ¿de verdad se pretende una solución a esas dificultades? Lo cierto es que en esta sociedad se ha buscado y se busca una solución al sufrimiento que ella produce, pero a condición de que no implique cambios en la manera habitual de vivir, ni en la visión insolidaria del mundo. Se trata de una falsa liberación, ya que lo fundamental es seguir siendo igual que los demás, responder a las demandas estereotipadas, elogiar la facilidad, fomentar la pasividad ante el dolor del otro, y estimular la zafiedad en las

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relaciones. Una dinámica depresiva que aun provocando sufrimiento, es considerada como la mejor manera de vivir en el mejor de los mundos posibles. Al psicoanalista se le paga para pasear sin sufrimiento lo mejor que se pueda por el tránsito de la mediocridad. Al psicoanalista se acude para que elimine los síntomas, pero no las causas que provocan tales síntomas. Además, es un prestigio tener un psicoanalista, algo serio y respetable. En nuestra sociedad mercantil se dice en el lenguaje habitual “yo tengo un psicoanalista”, como quien tiene un teléfono móvil, una casa de campo, o un automóvil de gran cilindrada. El Psicoanálisis suele vivirse frecuentemente como un sustituto de la religión, del pensamiento, de la política. Efectivamente, la quiebra de las religiones organizadas en iglesias, la aparente inutilidad de los políticos, cortados casi todos por el mismo plano, el auge del alienado “sujeto-función” entregado en cuerpo y alma a la organización y presentado como modelo a imitar en los masters universitarios, todo ello ha privado al ser humano de la necesaria lucidez para encontrar un marco de orientación en una vida carente de sentido. En este contexto, la Psicología en general, y el Psicoanálisis en particular cubren de algún modo la satisfacción de esa falta de sentido, sobre todo para esa inmensa mayoría que no padece una enfermedad definida, pero que sufre un descontento personal generalizado. Estas personas se percatan de que algo tiene que cambiar en su existencia, pero al no poseer un modelo de salud total, o dicho de otro modo: al no comprender cómo es capaz de vivir una persona no enajenada por el modelo mercantil vigente, al no conocer lo que puede suponer una vida centrada más en el ser que en el poseer, resulta que son incapaces de formular una crítica declarada al entorno que desencadena su mal, siendo únicamente su propio malestar el único acicate que les impulsa al encuentro del sentido.

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SALIR

DE

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JAULA

Estas personas se hallan sin una capacidad crítica elemental para encontrar la verdadera salud en su propio ser. De haber poseído esa capacidad crítica sobre las falsedades que encierran las normas y principios de la moral convencional tanto en sus principios explícitos como, sobre todo en los implícitos, habrían tenido la valentía suficiente como para cortar las ataduras que les someten, hacerse libres y autónomos de los vínculos protectores de una sociedad sin sentido, que sabe de medios pero ignora los fines. Estas personas, en caso de haber estado despiertas, habrían exigido a sus psicoanalistas que fueran verdaderos maestros en el arte de la vida, y que ellos mismos no estuvieran, como frecuentemente ocurre, atrapados como ellas en la estructura psíquica y espiritual de la sociedad globalizada, que sólo fomenta el automatismo. En tal sentido, rescato aquí una cita de Erich Fromm que avala lo que estamos diciendo: Se puede observar a menudo un pacto de caballeros entre el paciente y el analista; ninguno de los dos quiere ser sacudido de veras por una experiencia fundamentalmente nueva; se conforman con pequeñas “mejorías”y sienten un agradecimiento inconsciente el uno hacia el otro por no sacar adelante la “colusión” inconsciente (usando el término de Laing). Mientras el paciente acuda, hable y pague y el analista escuche e “interprete”, se habrán observado las reglas de juego y el juego resulta agradable para los dos.

La historia del psicoanálisis revela de qué modo el propio Freud, en principio un pensador radical, cambiaba de lenguaje y contenidos en la medida en que se iba haciendo rico y famoso. Sigmund Freud, cuya innegable honradez intelectual se forjó desde la marginación como judío en Viena, que tuvo serias dificultades profesionales en la Universidad y quien, como nadie, proclamó la negatividad del padre castrante, acabó sin embargo,

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RADICALIDAD

DEL

ZEN

definiendo al niño como un perverso polimorfo (No es preciso ser marxista para captar una vez más la influencia de la estructura económica en la superestructura mental). ¿Qué papel puede desempeñar el Zen en todo este contexto? El Zen configura un tipo de ser humano que es la antípoda del “ideal de hombre honrado” que representa la escala de valores de nuestra vigente sociedad mercantil. El Zen nada tiene que ver con la representación de los ideales de lo bueno, lo bello y lo verdadero establecidos en la cultura neoliberal, porque lo que del Zen emerge es precisamente percibido no sólo como antagónico, sino como reprobable ante los ojos de un “buen burgués”. El Zen nada tiene que ver con la respetabilidad y el honor inherente a quienes encarnan esos valores religiosos o morales. Y no sólo eso sino que además, el burgués bien instalado en su ego es el blanco de los dardos del Maestro. Un Maestro Zen, si lo es, nada tiene que ver con la adaptabilidad, es un revolucionario. Siendo él mismo tan imprevisible como el viento de la Vida, no es un factor de estabilidad ni de seguridad, ni de orden, porque en él confluyen la aparente contradicción de la vida y la muerte, la luz y la sombra, el ying y el yang. El Zen arriba hasta la vida desde la muerte, la muerte a lo establecido en los establos del inmovilismo, siendo por eso no sólo duro y exigente, sino hasta peligroso con las consolidadas instituciones, que buscando la seguridad y la tranquilidad, consideran incomprensible y duro el mensaje del Zen. Mientras el burgués percibe el ejercicio del Zen como una relajación, el verdadero Zen promueve la revolución (si la palabra no gusta, pongan cambio o transformación, pero un cambio y una transformación radical, desde las mismas raíces de la vida). El Maestro Zen tira por tierra cualquier apego a la seguridad, destroza lo consolidado, destierra lo permanente, desmonta lo

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SALIR

DE

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JAULA

sistemático, porque quiere que su alumno camine avance y no se instale, siendo para él la vida como un viaje ligero de equipaje. Y todo ello lo hace desde la más honda compasión que puede albergar el corazón del ser humano: “Dejando –dice Dürckheim– al alumno hundido en medio de un aparente desorden, se hace presente un nuevo orden. Se desarrollan nuevas formas. Y en la dureza del maestro, el discípulo reconoce el amor”. Únicamente así adquiere su sentido la llamada noche oscura: que en su más profunda niebla se halla el germen de la LUZ, porque nuestra verdadera naturaleza está hecha de LUZ, de libertad, de paz. Y de dicha. El Zen nada tiene que ver con un orden establecido fijado de antemano, porque su camino no establece normas para la vida; él es la misma vida que fluye a borbotones cada instante, y su ley nada tiene que ver con la legitimidad establecida, porque su legitimidad se fundamenta en la propia plenitud que da sentido a las mismas normas no escritas de la vida, y ante la que pierden sentido las normas y los sistemas de ideas, sólo impera la fuerza de lo que es. Por todo lo anterior, para quien la realidad es solamente lo dado objetivamente a través de los sentidos o lo que puede entender con su mente, el Zen siempre será una inmensa contradicción, una insalvable paradoja, una amenaza. O todo a la vez. La vida, que es el Zen se anquilosa en el reino de lo establecido, que vive del pasado, y la razón del Zen es traspasar su misma razón, todas las razones, creando un espacio vital más allá de lo racional, allá donde la vida se instaura a cada instante. Justamente en el momento en que saltan en pedazos todas las pre-disposiciones, todos los pre-supuestos y todos los dominios de la lógica aristotélica es cuando puede brotar el fuego en la antorcha de la conciencia, que permanecía aún apagada, apareciendo así la Vida que trasciende todo orden y toda lógica; todo espacio y todo tiempo.

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El ejercicio del Za-Zen es el arte de provocar una apertura de conciencia hacia esos momentos especiales. En ello algunos han querido ver un parecido al Psicoanálisis, pero la experiencia del Ser, no queda ni puede quedar resumida a un estado racional de conciencia, por muy sublime que este sea. El Zen no contempla –por más que lo suyo sea la contemplación, y su radicalidad no permita excesivas “contemplaciones”– ese pacto entre caballeros que el Psicoanálisis establece entre el analista y su cliente mediante la palabra. La meditación es el brotar de la comprensión, ésta se halla al margen de las fronteras espaciotemporales. En la meditación Zen se para el tiempo, y la auténtica comprensión de lo esencial se sitúa fuera del tiempo. Por esa razón el caer en la cuenta del despertar no es un fenómeno sucesivo o acumulativo que vamos experimentando paciente y cuidadosamente, sino un destello luminoso que emerge en un aquí y un ahora, una ráfaga instantánea que pone patas arriba lo viejo. De ahí su carácter liberador, pero también demoledor. Por esa razón también se teme el estar despierto y muy frecuentemente, de modo inconsciente se evita salir de la caverna hacia la luz, como tan bien señaló Platón. Efectivamente, el Zen al penetrar en campos no contaminados por lo conocido puede cambiar el curso de la vida, y ello resueltamente entraña incomodidad, la incomodidad de los que tienen miedo a su propia libertad. Yo por eso desconfío de la sinceridad real que pueda tener consigo mismo quien durante décadas de práctica de Zen, siga sin embargo aferrado a viejos dogmas o creencias. La meditación Zen resulta desagradablemente incomprensible para los conservadores. Es un peligro para las relaciones tradicionales porque el Zen no pretende cambiar de muebles sino de casa, no desea tan sólo ampliar el espectro de la conciencia, sino cambiar

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LA

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de conciencia, no interesándole para nada instalarse en los cimientos de una sociedad fundada en el ego de los egos ni en la palabra de las palabras. Sino más allá del ego. Y más allá de las palabras. En el hondo poema de la Vida. Y aquí también se me acaban las palabras, pues eso sólo lo puedo explicar mejor mediante un poema. MÁS ALLÁ DEL PENSAMIENTO Nada alcanza una palabra apoyada en otra palabra. La poesía se afirma en las fronteras del lenguaje, en las densas sendas del Vacío y se ensalza en el silencio de la inasible oquedad, donde los nombres estallan, desvelando la honda sima de lo indecible y sin nombre. El poema es un misil, saeta del pensamiento que atraviesa lo innombrado.

En el ejercicio del Za-Zen, con su apelación a la vacuidad, podemos comprobar de qué manera permanecer en la jaula de oro del apego material, bien por miedo o lo que es lo mismo, por amor a la seguridad es una traición al Ser Esencial. En el ejercicio del Za-Zen, podemos comprobar cómo la antigua celda protectora no era más que una sórdida prisión. En el ejercicio del Za-Zen, podemos oír la voz del maestro interior que clama y proclama en nuestro cuerpo sedente la imposibilidad de servir a dos señores, porque el ser humano que ha sido tocado por el Ser, empieza a comprender el camino hacia otra realidad que le habla

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desde un plano diferente al modo en que le han venido hablando desde la jaula dorada. En el ejercicio del Za-Zen descubrimos que somos muy diferentes a como nos había hecho creer el Pensamiento Único que preside la alienada sociedad globalizada.

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16 El corazón de la palabra “Zen”

Un monje, y próximo sucesor de su Maestro, preguntó a éste en el lecho de muerte: —“¿Maestro, existe alguna enseñanza más que yo deba aprender de ti?”–. —“No, respondió el Maestro– me hallo plenamente satisfecho; sin embargo hay algo en ti que me preocupa bastante”. —“¿A qué te refieres, Maestro? Dímelo por favor, para que de ese modo pueda yo corregirme”. —“¿Sabes qué es lo que me preocupa de ti –dijo el Maestro–: me preocupa que sigas apestando a Zen”.

La esencia del Zen no tiene nombre, sobrepasa al mismo Zen, incluido su nombre. Cuando uno ha experimentado lo innombrable no puede adherirse a nada ni a nadie, porque nada y nadie –ni siquiera el desprenderse total o el Vacío– pueden dar cuenta de ESO. Adherirse a las creencias y adherirse al Vacío, en tanto que adherencia, supone el mismo mal. La misma Nada, en su plenitud rehúsa a ser venerada como objeto de adhesión. Y no hay palabras para poder explicar lo inexplicable. Será preciso, incluso rehusar al propio Zen. El desapego, cuando lo es, es total incluido el deseo de perfección que se queda vacío y suprimidos tanto el individuo como su situación. Una experiencia de abso-

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RADICALIDAD

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ZEN

luta negación, donde sujeto y objeto se dejan diluir en la nada; tal es la más genuina expresión del Zen que incluye su propia negación. La negación como un no-espacio originario, entendido como manantial de donde brota todo pensamiento y toda palabra, pero a la vez inalcanzable por el pensamiento y la palabra. Un no-espacio que está fuera de toda terminología y expresión. La palabra apenas si tiene que ver con el hecho que define; la palabra sol no es el sol. Pero la palabras creadas en el espacio y el tiempo, están asociadas a los sentimientos y afectos espaciotemporales; de ahí que seamos esclavos de las palabras. Tanto si soy católico como si soy budista o ateo, debo liberarme de mis creencias sustentadas en palabras, para poder mirar la realidad, el hecho, como es, sin palabras. Esa dificultad desaparece cuando practicamos el Zen. A ESO conduce el Zen a vaciarse del mismo Zen, y ESO paradójicamente, constituye la esencia del Zen. Y a ESO, que no se sujeta en la palabra, más paradójicamente aún quiero yo, aquí introducirte con mi palabra. Por eso, necesariamente he de remitirte al ejercicio de la atención. Al ejercicio de la sentada en silencio, al ejercicio, al ejercicio, al ejercicio; a la atención, a la atención, siempre a la atención. Y cuando escribo esto, por medio de la palabra escrita, intento enviarte con todo mi ser, con toda mi atención, e incluso con todo mi cuerpo, un dardo verbal que se hinque en el punto más neurálgico de la palabra, para intentar extraer el zumo del fruto del origen de toda palabra y colocarme contigo en el instante: en el instante que nos vacía, que nos destituye, para así alcanzar el corazón de la semilla de la Vida, tan sólo desvelada en el filo de ese mismo instante. No escribo para que me leas; escribo para que seas. Mejor una vez más sería decirlo con un soneto:

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“ZEN”

EL INSTANTE Él es la eternidad de la in-presencia que está fuera del tiempo: el Puro Instante, terco Ahora, tan próximo y distante de un tiempo que no es tiempo: Densa Ausencia. Instante: el Gran Silencio hecho Conciencia, que vibra estando alerta. Y no es bastante llamarlo el Gran Vacío..., o Ser cambiante..., o Nada..., o Gran Despliegue..., o Dios..., o Esencia... Se asfixia en las palabras, y revienta las sintaxis; estalla en los poemas... Quiere ser este instante, brisa incierta, e imprevisible, igual que una tormenta. Quiere ser este instante, “Ay, no temas fundirte con el Todo, estando alerta...”. “Las puertas de la verdad son incontables. ¿Cómo atravesar algo incontable? Sólo hay una puerta que abre todas las puertas: EL MOMENTO PRESENTE. Esta respiración, este paso...”. WILLIGIS JÄGER

El Zen intuye la materia prima del fondo de los tiempos, del fondo de cada uno de los momentos; conecta fuera de los parámetros de la lógica aristotélica, con el fondo del instante: lo que insta, lo que reclama, lo que interpela, lo que estremece; porque ESO encierra la terrible belleza de ser al mismo tiempo muerte y vida. Y aquí las palabras se tensan como un arco; los nombres se des-nombran y des-bautizan, quedándose desnudos hasta de su propia desnudez. Condición del ser humano para recibir lo inefable. Y también condición del ser humano para trasparentarlo. Por eso lo que escribo es más que lo que escribo; es otra cosa que revienta las mismas palabras, porque estas se rompen, esta-

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llan ante su propia impotencia. Porque las palabras –para eso nacieron– quieren llevarte a la atención, al hecho de ver; y están escritas con la limitación y la pre-ocupación de que ellas las traduzcas ocupando más instantes que los que ocupa el simple hecho de mirar. EL SIMPLE HECHO DE MIRAR Escribo sin palabras. Mi voz de hombre hoy desea extinguirse en la aventura de des-nombrar, vaciando la envoltura del lenguaje, y alzarme a lo sin-nombre, que es muerte y es silencio, oda sin nombre; un rumor sin rumor, y partitura que evoca otras orillas sin costura; luz que invita a su sombra a que me asombre. Extraña muerte en la que resucito del Silencio, vaciada melodía que atraviesa esta piel que me contiene en un cuerpo incendiado de infinito. Extraña Nada ardiendo en poesía. Extraña Nada, luz que me sostiene.

El Za-Zen, escarba en los desvanes de nuestra propia intimidad, allí donde vaciado de toda palabra se expresa ESO: el corazón del Zen, que no tiene palabras. Entonces, escribir, como dicen los poetas es la manera de quien usa la palabra como un cebo, la palabra que pesca lo que no es palabra. Y cuando esa no-palabra muerde el cebo se puede con alivio prescindir de la palabra. O tirarla. La palabra de un Maestro en un teishô, quiere incorporarse perdiéndose a sí misma en el significado de un fundamento que le pasa y sobrepasa; quiere desnudándose a sí misma, llegar a las

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PALABRA

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raíces que revientan la propia palabra; quiere llegar a la realidad sutil e intangible que origina toda palabra. Y allí donde se originan y mueren todas las palabras, anunciar esa pureza natural que el contacto con lo intangible proporciona y que es de un orden que nada tiene que ver con lo visible. Dejemos ya hablar, pues, al Silencio para entrar en ese otro Orden que respira y nos respira. Quedemos desnudos hasta del propio nombre de Zen; dejemos a nuestro propio ego que abdique de sí mismo, que a sí mismo se suceda. Para que ESO, al fin, suceda. EL SACRAMENTO DEL INSTANTE ¡Chap! Se desprende una rama sobre los nenúfares del lago. Y regresa el silencio. Insta el instante a estar del todo atento; incendia los relojes, y, desnudo de las alas del tiempo, observa mudo las raíces del viento en movimiento. Vivo –más bien me vive– el sacramento del instante. Penetra el rayo agudo, como un destello oscuro, en el escudo vacío del momento sin momento: La frontera del Ser, que no comprende el ritmo dictador del minutero enredado en la esfera de su noria. Del eterno presente se desprende su propia eternidad, y el verdadero Instante, que disuelve la memoria.

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ZEN

Del eterno presente emerge en cada instante la profunda inocencia de lo nuevo, que arrasa la hojarasca de tiempos de sequía. En cada instante, al respirar en el vaivén de los pulmones, podemos respirar-nos y respirar el olor y el sabor de la transparente inocencia del mundo, como una sobrevenida lluvia tras tiempos de sequía que abona de dicha regiones donde nunca hasta entonces estuvimos. Cada instante, efectivamente, cada instante libre de los aferramientos del ego podemos resucitarnos. Cada instante.

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Teishô

17 Oración y meditación

LA MEDITACIÓN CARECE DE INTENCIÓN La rosa carece de por qué, florece porque sí. no hace caso de sí misma, no pregunta si se la ve. ÁNGELUS SILESIUS

La meditación, carece de intencionalidad. Y de un por qué. La meditación no es un medio para conseguir un fin porque la meditación es un camino sin llegada; es más, diría que el propio caminar es la llegada. La meditación es un movimiento real que se da fuera del tiempo; y también fuera del pensamiento, cuya naturaleza está hecha de asociaciones imaginarias que pueblan la memoria. Y la memoria es puro tiempo. La meditación no es una creencia.

La creencias, sean filosóficas o religiosas, en tanto que son creencias atan el pensamiento al poste del tiempo. Y la meditación consiste en darse cuenta, en percatarse de esa trampa. Por eso cuando nacen y mueren las imágenes provenientes, tanto de esas creencias, como las que tienen su origen en el sentimiento o en las emociones, es cuando el meditante se mueve más allá del tiempo y cuando verdaderamente se da la auténtica meditación.

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RADICALIDAD

DEL

ZEN

Es entonces cuando el meditante, vaciado de su ego pensante y sentiente, puede abrirse sin voluntarismos y sin referencias al auténtico amor al mundo. La meditación no es un estado armónico.

La meditación, no es por tanto habitar en el orden, sino comprender el desorden, ya que solamente con esa luz es posible alumbrar el sendero de la acción. Sin esa luz es impensable el amor. La meditación no es una oración.

La plegaria supone un escenario de dos actores: un suplicante y un suplicado. Y la meditación, en tanto que meditación, carece de objeto. Somos propensos a rezar cuando se nos presentan situaciones desesperantes, o cuando llega el sufrimiento o nos hallamos ante problemas que casi siempre hemos colaborado a crear, porque lo que parece cierto es que cuando somos dichosos oramos mejor, no suplicamos. Sí, nos arrodillamos cuando nos sentimos separados de nuestro propio Origen, pero la oración de súplica separa al suplicador del suplicado, por lo que fomenta el dualuismo y nos separa del Origen, que precisamente no sabe de fronteras ni dualismos, con lo que aumenta nuestro sentimiento de aislamiento o separatividad y con ello favorecemos el sufrimiento. Aumentar la división separadora equivale a sentirme más sólo. Podré quizá ampararme en el eco, siempre ilusorio del Origen. Pero el Origen es más, bastante más, que su propio eco. La meditación traspasa la soledad no la rehuye. Su herramienta es el silencio no las palabras, ni las oraciones, de suyo hipnóticas y aislantes. La oración instala su fundamento en lo conocido; la meditación se abre paso, navega en lo desconocido, por

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ORACIÓN

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lo que el discurso las letanías y las preces no pueden entrar en este campo que carece de separación e identidad. En la oración tiene cabida la creencia; en la meditación la experiencia. En la oración suplica el invidente; en la meditación se expresa lo evidente. Quien practica el Za-Zen puede diferenciar claramente esos dos caminos. Quien toma en serio el camino del Zen, aprende a desprenderse, a desprenderse más y más. Pero esa afirmación lejos de tener que ver con un nihilismo absurdo, como en principio pareciera ser, lo que desvela es el umbral de la plenitud una vez abandonado el lastre de las viejas formas. Horror vacui, benedictio vacui, en palabras de Dürckheim. En el vacío total hay sobreabundancia de amor y en el amor hay destrucción y vida. Todo a la vez. No se puede servir a dos señores, no es posible abrazar a la Vida sin previamente destruir las penumbras que la ocultan. Morir al ego es morir a tales servidumbres. Y eso a veces, muchas veces, resulta doloroso. Morir al ego, al personaje, al señor don, que nos hemos fabricado; morir al narcisismo y sus apegos es revolucionario. Es ley de vida que lo que ha llegado a ser ceda el paso a lo que pugna por llegar a ser, que enmudezca el ruidoso ego para que con toda libertad se exprese el clamor de la plenitud. El camino del Zen evidencia cómo depende del ser humano el tomarse en serio tal camino para que ese Vacío que es semilla de lo nuevo, lejos de ser un agujero negro que todo lo absorbe, se convierta en tierra fértil donde con entera libertad, pueda brotar lo nuevo. La plenitud del vacío se da en la misma fragilidad de la existencia, y hasta en el abismo de la enfermedad. Mas la nada, en su grandeza, puede revestir de fuerza la misma fragilidad de los seres aparentemente débiles, como yo lo vi un día en el volar de una mariposa.

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LA

RADICALIDAD

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ZEN

MARIPOSA DE ABRIL Parece que al volar se desvanece, aunque regresa, ilesa, tras el velo azul del aire. Y, luego, besa el suelo. Se ha posado. Y se va. Y desaparece. Como un airoso duende, reaparece. Y se espanta. Y se eleva en leve vuelo sobre el estanque, espejo de agua y cielo, para abrazarse al junco que la mece. Fragilidad alada en las praderas, sutil danza entre sauces y amapolas, grácil manto de perlas desvaído. Tú, mariposa, azahar de primaveras, revelas, entre aéreas caracolas, el Misterio en los vientos guarecido.

Lo finito, lo frágil, pueden despertar al ser humano hacia el misterio del infinito, que es su opuesto y en esa envolvente danza fundirse en uno ambos opuestos, como ocurre también en la efímera vida de una simple nube. LA NUBE Nace y desaparece. Se diría que su ser es no ser. El leve y duro instante evanescente, el maduro fulgor con que despide su agonía. Ya ves cómo se esparce por la fría estepa del ocaso, rosa y puro, esa mole de plata y vientre oscuro, que se aferra a sus formas todavía. Y empaña su humedad el ancho espejo de ese rayo de luz, postrer reflejo que se hunde en la Nada cuando muere.

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ORACIÓN

Y

MEDITACIÓN

Se ha hecho entraña del aire, y energía que entrelaza hoy su mano con la mía justo antes de morir. (¿Qué es lo que quiere?)

Si observamos el énfasis que da Buda al hecho de la impermanencia, podemos entender que este hecho sea reconocido como uno de los Sellos del Dharma. La impermanencia no sólo significa que todo fluye y nada permanece, sino que si observamos con atención las cosas, podemos detectar que nada sigue siendo lo mismo ni siquiera durante dos segundos. De ahí podemos deducir que todos los seres carecemos de una identidad inmutable, de un yo permanente, con lo que la libertad es un hecho precisamente debido a esa transformación continua de todo lo creado, a esa ausencia de un yo controlador. En la meditación, a diferencia de la oración desaparecen los opuestos. Y el meditante, como si fuera una ola se diluye en el mar del Ser. Su ser es el no-ser. No hay dos, sino que se da, ocurre, el suceso del no-dos. Quizá un poema pueda ayudarnos de nuevo. EL SER DE LA OLA Se abalanza, se estrella, se destruye, y emerge, renovando su embestida; luego besa a la orilla estremecida. Salado beso azul, que en la ola fluye. Raudal, que se desgarra, reconstruye, se eleva, y precipita en su caída la mole sideral, que luego olvida, cuando en su propia espuma se diluye. Cascada de salitre arrasadora, ungida por la arena, y humillada por la roca que frena su estampida. Y, ya hecha mar, se pierde y se evapora. Y vacía su ira desbocada, para abrazar la Tierra Prometida.

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

La Vida engendra la plenitud de todas las formas, como la evanescente nube, la efímera amapola, o la frágil mariposa; cada una en su singularidad (yang), para posteriormente, reconducirlas al seno del gran Uno (yin). El Zen habla en el lenguaje del Todo, de todo lo viviente en su Unidad. Y el Maestro Zen, si lo es, hará una llamada, una advertencia a cada singularidad, a cada forma, para que retorne a la profundidad de su origen. Morir y renacer como ese inspirar y expirar del Za-Zen. Esta es la alternancia que forma el tejido de lo vivo, y que en tanto que vida de lo vivo se expresa –¡y con qué nitidez!– en la meditación. El Zen es radical como lo es la misma vida. Así, cuando la meditación toma posesión del ser humano este no tiene para sí mismo otra salida que soltar la posición que previamente había adquirido en forma de prestigio o de culto larvado a su propia imagen. Y desaparecer en el Ser. Así también, al llegar a la barrera de un límite, no tiene otra alternativa que sobrepasarla y en ese salto al Vacío es donde muerte y vida se hacen simultáneas. DESAPARECER Reconozco tu voz en la ribera: desde el murmullo de los chopos hasta las ondas del remanso azul. Me basta escuchar en la hierba la primera brisa, indecisa, tenue –¡y tan ligera!– para reconocerte. Mas no basta palpar tu alada oda en esta vasta aurora de incendiada primavera. Porque al reconocerte a ti en la brisa yo mismo me hago brisa, chopo, estrella, fundiéndome en tu nada. Es mi secreto. Y es tu eco, el que me invita y que me avisa a extinguirme con él, sin dejar huella, y hacerme transparente en un soneto.

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ORACIÓN

Y

MEDITACIÓN

Como personas occidentales, quizá podamos reaccionar con cierta sorpresa ante esa llamada a liquidar el yo o a desaparecer en el Ser, considerando que todo ello no es una apelación a la irracionalidad. Quisiera en tal sentido decir que los occidentales caminamos, es decir cumplimos el Camino, en tanto que occidentales, como seres normales que vivimos en el mundo. No es preciso por tanto, que tengamos que diluir la racionalidad, como una exclusión de todo lo que sea pensamiento, o como un aniquilamiento de la lógica. Todo lo contrario. Lo que se trata no es sino de incluir a la razón dentro de una región más amplia que la de la instrumentalización con que ha sido asociada y empleada. Cuando hablamos de desaparecer en el Ser, lo único que queremos rescatar es la fuente que fertilice la razón para comprender a ésta como un preámbulo de una conciencia que se extiende más allá de sus propios límites; queremos que el ser humano sea testigo de esa otra dimensión que incluyendo la razón, va más allá de la razón. De ese modo recogemos el ejercicio oriental del Za-Zen: como una herramienta que, procedente de China y Japón, es hoy un patrimonio de toda la Humanidad.

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Teishô

18 Las emociones

Vivimos, si es que a eso puede llamarse vida, en una cultura que pregona el modelo individualista, una cultura competitiva, cuya obsesión es el logro egocéntrico la mentalidad del éxito. El neoliberalismo –por todo ello– fomenta la sensación de aislamiento y esa es la razón del origen del sufrimiento. Ya es todo un indicador que uno de los trastornos más tratados por los psicólogos sea el trastorno narcisista de la personalidad. Ocurre que no sólo queremos desterrar el dolor y el sufrimiento, sino que cultivamos los medios que ofrezcan de nosotros la máscara maquillada de una realidad alterada, una caricatura de nuestro verdadero ser. Marx tenía razón cuando señalaba cómo las condiciones económicas que cimentan la forma de producir y el modo de asimilar bienes hacen de nosotros una mercancía. Yo añadiría que la gran tragedia de la civilización industrial radica en que ha fomentado el que el ser humano se haya apartado de su verdadero Origen. La llamada sociedad avanzada, y Estados Unidos es un claro ejemplo, no tiene la valentía de encarar el origen de los conflictos que se generan tanto en su seno como en su entorno, la otra parte de la “Cultura del Éxito” esa zona que los psicoanalistas llaman “sombra”. La sombra es el hermano tenebroso que queremos desterrar; el pariente loco que hemos encerrado en el desván; la otra realidad personal tan propia como la luz, que la

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

sociedad mercantil se resiste a reconocer. En los actuales debates parlamentarios, progresivamente ácidos, los sociólogos han denunciado que a nuestros políticos les sobra ira. Los casi cotidianos encontronazos evidencian la ausencia de alternativas que sufre una sociedad que cultiva los medios pero ignora los fines, una sociedad que no sabe dónde va, que carece de sentido. Lo cierto es que en esta era del narcisismo consideramos las emociones como la loca de la casa, como algo negativo, como lo irracional, como la zona “débil”, como lo irreal. En tal sentido, existen terapias muy concurridas por los grandes ejecutivos, que consisten en que los individuos descargan contra un monigote de trapo los traumas y las agresividades acumulados contra otras personas. Son sesiones de fin de semana, que persiguen más la conservación y readaptación a un mal modelo que la transformación y el cambio de ese mal modelo. Pero si ahondamos en ellas, las emociones son un don de la naturaleza que conviene conocer. La ira tan frecuente es por ejemplo, una energía que puede llevarnos a la destrucción y por eso convendrá sacar partido de su carga energética; tratarla no desplazarla, para así convertirla en útil. Los psicoterapeutas chinos, por ejemplo, recomiendan que no nos identifiquemos con ella, pero que la contemplemos, que aprendamos a observarla como se observa una tormenta; que caigamos en la cuenta de sus dimensiones. Y sobre todo, de las dimensiones profundas que se ocultan tras su velo. Claro está que para un narciso, que se autoconsidera perfecto y “bueno” y que está acostumbrado a pensar que los malos son los otros, observar la propia profundidad no deja de ser un suplicio, ya que le obliga al reconocimiento de sus, para él, inexistentes zonas sombrías. Sin embargo, el contemplar la profundidad de la que manan nuestras emociones equivale a reconocerlas como propias, equi-

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LAS

EMOCIONES

vale a provocar la caída de su monopolio, equivale a perder su carácter negativo. Si optamos por desplazar sin más la rabia hacia los demás, lo único que conseguimos es sembrar en nuestro entorno más y más agresividad, perdiendo de ese modo cantidad de oportunidades para saber quién de verdad soy yo detrás del torbellino emocional. Y saber quién de verdad soy yo es la razón fundamental por la que estamos aquí. Por todo lo anterior, yo disiento de esa terapia del manoteo, que estimula la rabia gritando y estrangulando al monigote. Lo genuinamente humano y transformador consistiría en que antes de dirigir mi ira contra alguien o algo, logre sentir mi propia rabia como algo mío, propio y genuino de mí, pues cuando la siento como propia no necesito echar la culpa a nadie ni odiar a nadie. Es más: seré más tolerante –también menos cobarde– para dirigirme a la persona que me haya hecho algún mal y decirle claramente lo que pienso de ella, que es lo auténticamente justo, y no dirigirme a un monigote al que ni mis gritos ni manoteos lograrán transformar un ápice. Lo valiente sería que yo me enfrente serenamente a quien verdaderamente me haya hecho mal, pues lo contrario es una alienación que deja las cosas en el desorden preestablecido; orden que, al parecer, sigue siendo sagrado para muchos psicoterapeutas. Esto es difícil en una sociedad tan carente de autocrítica como la nuestra, pero una persona madura admite su sombra y se da permiso a sí misma para tener conciencia de su miedo, envidia, celos, lujuria, sin por ello seguir los dictados de esas emociones. Ello la hace tolerante, pero sobre todo, le orienta a saber cuál es el verdadero origen oculto tras mi pequeño ego emocional. Willigis Jager, señala que “las emociones van y vienen. Desaparecen como vemos las aguas a la orilla de un río. Mientras observamos el río de nuestras emociones, afirma, ese río no se desbordará”...

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

En el ejercicio del Za-Zen suele aparecer también la hermana sombra en formas diversas, incluida la agitación y el parloteo de las emociones perturbadoras. Cuando esto ocurra, lejos de reprimir esas imágenes o sentimientos, es preciso mirar nuestra emoción y decir: “esa es mi emoción”. Antes de reaccionar desde la ira esperemos hasta ser conscientes de ella, y pensemos: “estoy dominado por la ira”. La actuación posterior provendrá de un estado mental más claro. Apoyándonos en ejemplos, podemos afirmar que cuando nos percuta el estímulo del deseo, si es que reconocemos su naturaleza, aquel emergerá a nuestra mente libre del aferramiento y el apego que le es propio. Cuando se presenta el odio y lo reconocemos como tal, él mismo comienza a desprenderse. Lo mismo podemos decir de la ofuscación, pues ésta, reconocida como mera ignorancia inicia su transformación en claridad. El orgullo, como emoción, puede también ser comprendido dentro de la no dualidad, con lo que se desarticula su impulsividad egocéntrica, orientándonos de ese modo hacia el amor unificante; y lo mismo podíamos decir de los celos, cuyo reconocimiento, los hacen transmutarse en paz y sabiduría. Podríamos, por todo lo anterior, decir que las emociones negativas anidan en nosotros cuando no sabemos reconocer su auténtico origen, ya que cuando sucede esa comprensión, reconociéndose su naturaleza, esas emociones negativas comienzan a perder progresivamente su carga, se liberan de su propia negatividad y se transforman en sabiduría. Quien tiene la valentía de dialogar con sus propios abismos, tiene también la valentía de la tolerancia con los demás, y tiene sobre todo, la posibilidad ampliar su conciencia al acceder a la Fuente vacía de la que nacen todas las emociones. Eso es lo que conseguimos cuando nos sentamos en silencio practicando el Za-Zen.

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LAS

EMOCIONES

La asignatura pendiente para la transformación del individuo en sujeto reside en nuestra falta de atención a las propias emociones. Mirar lo desagradable reconociéndolo como propio, no sólo se convierte en menos desagradable, sino que –insisto en ello nuevamente– es la puerta para transformar en útil la energía inútil que nos impulsa a la tolerancia y frena nuestros dogmatismos. Otra asignatura pendiente en una desorientada sociedad aburrida por los mensajes mediáticos en los que sobra la hiel y el resentimiento. Za-Zen no es sólo orden y armonía, Za-Zen contempla el desorden propio y la disarmonía propia como algo esencial y propio de nuestra existencia físico-mental como un valioso método de trabajo. Imposible el orden sin contemplar el desorden. Y contemplar ese desorden es parte muy esencial de la meditación Zen. En el ejercicio podemos caer en la cuenta de quién soy yo detrás de mis emociones, porque lo importante no es sólo averiguar lo que deseo, lo que puedo o lo que me emociona, sino averiguar quién soy, y comprender quién soy, porque penetrar en esa dimensión esencial me libera de cualquier tipo de dualismo y es lo que realmente me libera de cualquier conflicto. En la meditación podemos alcanzar a ver las implicaciones de lo que en el fondo somos. En la meditación Zen estamos en condiciones de experimentar nuestros conflictos en sus dimensiones totales y fundamentales: contemplar con valentía el propio desorden es comenzar a instalar la paz en nuestro corazón. En el silencio de la sentada, estoy en condiciones para poder saber que los conflictos del mundo se generan en el propio corazón humano, y que sin instalar en mí la paz interior es imposible la transformación del mundo mediante los cambios organizacionales, mediante la propaganda o mediante los discursos políticos, por

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RADICALIDAD

DEL

ZEN

muy sensatos y racionales que aparezcan. Porque la paz, lejos de ser la negación de la guerra es una forma de ser en el que han cesado los conflictos. Comprender nuestra mente es el principio de la paz. Mientras no comprendamos esto no saldremos del drama y la desdicha.

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Teishô

19 La tensión justa

Cuentan las historias Zen que un monje llamado Shrona estaba estudiando junto con uno de los discípulos más próximos a Buda. Y por lo visto, encontraba serias dificultades en lograr la disposición mental adecuada para hacer bien la meditación. Cuentan que era tal su esfuerzo de concentración, que comenzó a sentir agudos dolores de cabeza, por lo que decidió relajar su mente, pero debió de relajarla de tal manera que se quedó profundamente dormido. Así que decidió solicitar ayuda y consejo de Buda, quien conocía que Shrona antes de ingresar en el monasterio había sido un afamado músico, por lo que le preguntó: —¿Tú, no fuiste acaso intérprete de vina antes ordenarte monje? —Así es, respondió Shrona —Dime, insistió Buda, ¿cómo obtenías el mejor de tus sonidos con tu vina, cuando las cuerdas estaban tensas, o cuando estaban flojas? —En ninguno de los dos casos, respondió Shrona, sino cuando tenían la tensión justa, ni muy tensa ni muy floja. —Bien, Shrona, pues con el ejercicio de la meditación ocurre lo mismo exactamente.

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

Se trata de estar atento, alerta, muy alerta a la postura y muy alerta a la respiración. Y a la vez relajado. Pero tan atento y tan relajado que ni siquiera te quedes enganchado a la idea de atención o de relajamiento. La forma en que el ser humano se presenta ante el mundo se halla determinada no sólo por su aspecto exterior, sino también por su respiración y por la relación entre la tensión y la distensión de sus manifestaciones psicofísicas Se trata, por consiguiente, de que el ejercicio proporcione al ser humano esa tensión justa de la que habla Shrona en la historia Zen que acabamos de ver. La tensión justa, expresión también acuñada por Dürckheim, propicia la trasparencia del Ser, y el enemigo principal de esa trasparencia es la identificación con el ego existencial. Es cierto que la consolidación y fortalecimiento del ego forma parte del desarrollo humano. Ahí no caben dudas. Sin embargo, en las personas en que la vivencia del ego profano alcanza dimensiones de identificación y ese caparazón egoico se ha instalado en la persona como una dimensión absoluta, ahí es donde se asfixia la maduración humana, que no persigue otro sentido que la trasparencia al ser profundo que nos es propio. Y ello de tal modo, que si el peso del ego centrado por ejemplo en el culto al prestigio o en el énfasis en la propia imagen, llega a consolidarse, esa consolidación afecta al porte exterior del ser humano mediante una respiración alejada de la vida. En lugar de mantener una relación justa entre la tensión y la distensión, esa relación se convierte en una alternancia entre crispación y relajamiento. En el ejercicio del Za-Zen se huye de ambos extremos, porque lo que se persigue es la tensión justa que huye tanto de la crispación del ego como de la disolución del ego. Dürckeim, que dedicó lo más genuino de su enseñanza a la trasparencia del Ser Esencial en el ser existencial, insistía en que

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LA

TENSIÓN

JUSTA

el ejercicio que se pone al servicio de la actitud justa, requisito para esa trasparencia, es un ejercicio que consiste fundamentalmente en enraizarse en un centro justo, en conseguir el centro de gravedad justo, estando ese centro ubicado en el espacio de la pelvis y el abdomen. Un espacio que en el ejercicio de la meditación debe ser considerado de sentido superior al de una simple región corporal, un espacio de acogida transformadora, que es como señala Dürckheim, la “tierra espiritual” que acoge a toda forma adquirida, la funde o la transforma, la vuelve a poner en circulación en una forma regenerada, uniendo a la vez al hombre con las fuerzas cósmicas. El lograr este centro libera, pues, de todo lo que esté duro, dejando libre la vía de la forma nueva que surge del Ser Esencial. Por ello su sentido universal es el del “centro del hombre”, al que los japoneses llaman “hara”. Cuando el ser humano sale de su centro, o se des-centra pierde contacto con las fuerzas de su Origen, siendo entonces cuando arrastrado por el miedo, es empujado a emplear solamente sus fuerzas naturales, las fuerzas del ego que definen, catalogan y objetivan de modo superficial; las fuerzas centradas en la supervivencia competitiva, las relacionadas únicamente con la visión “chata” (Wilber) de los intereses personales, bloqueando de ese modo las fuerzas profundas que emergen de su centro vital. Así es como se gestan la mayoría de las neurosis que atenazan al hombre actual, que “teniéndolo todo”, no sabe disfrutar de sus propiedades materiales e intelectuales, asfixiando de ese modo las potencias que le fueron dadas. En una de sus conferencias, Karl Graf Dürckheim señaló a los terapeutas y orientadores transpersonales que encontrar y consolidar el centro justo de gravedad es un remedio universal cuyo beneficioso efecto se deja sentir tanto en el plano de la eficacia en el mundo, como en el camino de maduración hacia el Ser esencial.

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

Hemos visto que cuando la vina, transmite fielmente sus mejores melodías, es porque sus cuerdas no están ni tensas ni flojas. Lo mismo ocurre en la meditación. En ella, el meditador puede percatarse de cuáles son las resistencias que impiden la postura justa: la relajación disolvente o la tensión crispante. Ambas actitudes redundan en la separación de nuestro ego con respecto al centro esencial. En la primera, el ego se diluye y se abandona, mientras que en la segunda se crispa debido a su desconfianza. Trabajar el centro de gravedad justo es practicar aquellos ejercicios que posibiliten la confianza en las fuerzas profundas, (la crispación, fruto de la desconfianza, se sitúa en los hombros, huye de la profundidad del Hara, es un “no” a la vida) y que expresen la nueva conciencia de una forma vinculada al Ser, que es un “sí” a la vida. En el Za-Zen, muy dentro de nosotros mismos, podemos practicando la postura justa hallar al maestro interior que, bien por la presencia, o bien por la ausencia de esa trasparencia revela la noticia de la totalidad que nos reclama, el centro o eje en torno al que gira la vida del ser humano. Pero el camino del Zen no es lineal está sorteado de vaivenes, como si fuera una espiral cuyos movimientos oscilan entre el centro y la periferia. Los más lejanos horizontes regresan al centro más profundo desde la planicie superficial, para posteriormente regresar de nuevo hacia la superficie. Esta alternancia se percibe bien en el fenómeno de la respiración, en sus momentos de inspiración y de espiración. Centro y periferia como dos polos. El centro vivido como el núcleo desde donde nos relacionamos con lo que nos rodea con la periferia. El centro puede esfumarse en la periferia, y ésta puede padecer la claustrofobia de entrar en el centro.

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JUSTA

En el camino de la meditación se ve esa dialéctica no se da un crecimiento constante. Vuelvo a la imagen de la espiral. Aparecen las trampas, los choques, los ritmos desiguales, las arritmias, las tensiones y las disoluciones. La vida igual que el respirar. La vida con sus derrocamientos oscilantes entre lo Otro y su dispersión, la vida entre el centro y su des-centramiento. La distancia más corta recordémoslo no es aquí la línea recta, sino la ondulada. Los saltos peligrosos, sin embargo, nos devuelven tarde o temprano al Centro nuclear. Quien está en el Camino sabe bien que el Espíritu es salvaje, que sopla donde quiere y que los saltos hacia la otra dimensión exigen un abandono del aferramiento a nuestra manías, posesiones y costumbres. Hasta destruir aquello que nos esclaviza. No caminamos, somos caminados; no subimos, somos subidos. Y bajados. Sabemos bien que esa Fuerza es una fuerza que nos vive cuando nos dejamos solicitar por ella haciéndonos disponibles. Hasta que un día, sin darnos cuenta se instala en nosotros definitivamente. Y se adueña de nosotros. Lo único que tenemos que hacer es mantenernos vigilantes para que el yo no intervenga en nuestra salvación, para que no intente liberarnos de esa plenitud. Volvamos, pues a la sentada.

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20 El silencio del Ser

En el retiro de hoy hemos buscado un lugar donde poder respirar de modo natural, sin necesidad de que nuestro aliento se atragante. El ser humano necesita un espacio como éste, donde libre de preocupaciones pueda holgazanear, si es que puede llamarse así al necesario descenso hacia el silencio que en el fondo somos, porque en el silencio descubrimos lo que ya teníamos, lo que ya éramos, lo que en el fondo ya sabíamos. Sin embargo, el lugar más bello, el espacio más idóneo, nada tiene que ver con un exterior más o menos preparado, porque el territorio que nos es más propio es el fondo de nuestro corazón, el centro recóndito donde convergen nuestras aspiraciones más profundas. Por eso buscamos el silencio del Za-Zen, porque en este ejercicio milenario se aprende la palabra de la paz que viene del silencio, la palabra no-palabra de la compasión. La palabra que no se asienta en palabras, la palabra de la elegancia del Ser dirigida como una flecha hacia el mundo, la palabra sin palabras que a través del Zen se deja oír con oídos inusuales. La contemplación atenta del Za-Zen es receptiva a la más profunda de las demandas; la demanda de nuestra verdadera naturaleza, que no tiene voz, pero que sin embargo clama en

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RADICALIDAD

DEL

ZEN

todo lo que existe. Quiere hacerse notar. Quiere transparentarse en nuestro cuerpo. Y en nuestro despertar lo podemos atestiguar. Esa promesa actualiza aun más esa llamada interpelante. El Ser que habita en nuestro fondo, se trasmuta en las profundidades haciéndonos uno con él y haciendo de nosotros mismos su lenguaje silencioso. En el Za-Zen, que es la meditación sin objeto, tenemos la oportunidad de escuchar directamente ese clamor que se expresa mediante algo tan sencillo y tan evidente como es la propia sensación de ser. Para ello es necesario buscar el silencio desprendido de todo aferramiento, de todo querer, saber o poseer y estar alerta a lo que llega. El Zen es por eso revolucionario, pues todo lo trastoca, todo lo transforma en oración sin palabras, en con-tacto sin diálogo, en experiencia sin objeto. La experiencia del Zen es la experiencia del Ser que es el Todo en todo. Una meta existencial fundamental radica en des-cubrir al Ser en el silencio de nuestro propio ser. En eso radica el conocerse, el encontrarse, el autorrealizarse y lo demás es muy secundario. Porque el Ser late en mis latidos, respira en mi respiración. Y vive en todo lo que vive, haciéndose uno con todo lo que vive. Descubrir esa unidad en el silencio, es encontrar el sentido real de la verdadera solidaridad que late bajo las contradicciones del mundo. Y tal des-cubrimiento es una enorme fuente de alegría. En el mayor estruendo, en el más espeso y dañino de los ruidos o en el mismo corazón del ajetreo laboral, puede –y sé muy bien lo que estoy diciendo– para quien tiene afinados sus sentidos, ser percibida la inagotable dulzura de esa fuente de alegría. Pablo Neruda, tan ejetreado él y tan extravertido, también lo intuyó en uno de sus más preciosas estrofas: A callarse.

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EL

SILENCIO

DEL

SER

A CALLARSE Ahora contaremos doce y nos quedaremos todos quietos. Por una vez sobre la tierra no hablaremos en ningún idioma, por un segundo detengámonos, no movamos tanto los brazos. Sería un minuto fragante, sin prisas, sin locomotoras, todos estaríamos juntos en una inquietud instantánea. Los pescadores del mar frío no harían daño a las ballenas, y el trabajador de la sal miraría sus manos rotas. Los que preparan guerras verdes, guerras de gas, guerras de fuego, victorias sin sobrevivientes, se pondrían su traje puro y andarían con sus hermanos por la sombra, sin hacer nada. No se confunda lo que quiero con la inacción definitiva. La vida es solo lo que se hace, no quiero nada con la muerte. Si no pudimos ser unánimes moviendo tanto nuestras vidas, tal vez no hacer nada una vez, tal vez un gran silencio pueda interrumpir esta tristeza, este no entendernos jamás y amenazarnos con la muerte, tal vez la tierra nos enseñe

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DEL

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cuando todo parece muerto y luego todo estaba vivo. Ahora contaré hasta doce y tú te callas y me voy. PABLO NERUDA

Solamente el silencio puede proporcionar el flujo que emana de las más profundas raíces de lo invisible, desde la más profunda vena que late en todo lo creado, hasta en las más sórdidas cloacas de nuestra desustanciada sociedad. Dios, dice Tomás Merton, se alza del mar como un tesoro entre las olas, y cuando el lenguaje se retira, su brillo persiste en las playas del propio ser. El punto de encuentro con lo divino, se evidencia “cuando el lenguaje se retira”, en esa región en la que desprovisto del pensamiento y la palabra, me dejo pronunciar por eso que sin darme apenas cuenta va habitándome hasta llegar hacerme trasparente a esa realidad. Tal es el trabajo del silencioso Zen. Mediante él podemos asegurar que el meditador está en condiciones de constatar la certeza de habitar un espacio inefable, esculpido en la solidez de una silenciosa soledad, condición necesaria para que, posteriormente pueda trasparentar el Ser al mundo. Solamente mediante el paso por semejante crisol, el ser humano podrá ser eficaz en la lucha por la justicia en el mundo, desplegar la compasión y transmitir con limpieza la verdad en la tierra; una verdad que será tanto mejor transmitida cuanto mayor transparente a ella sea el propio corazón del transmisor. No somos islotes sino una parte de un maravilloso Todo, cuya corriente de vida se expresa en el elocuente clamor del silencio del Ser, que continuamente nos invita a vaciarnos, y en esa medida se hace palpable la misión y el sentido de la vida humana en la tierra: su transparencia al Ser de la Vida. Es en ese proceso cuando la comunicación se transforma en fusión con el universo, en la Unidad que habita más allá de las palabras y de los conceptos.

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EL

SILENCIO

DEL

SER

En el fondo ya éramos uno, pero nuestra ignorancia centrada en el prestigio del pequeño yo, nos había arrebatado la conciencia de nuestra verdadera naturaleza. En el Zen al alejarnos de la trivialidad de los análisis racionales, decidimos vivir en medio de la penumbra, sol y sombra, en medio de las contradicciones existenciales, sabiendo vivir con ellas y de elevarnos por encima de sus brumas para poder contemplarlas en la transparencia del Ser, que está más allá de las contradicciones y de los opuestos, siendo así como por medio del ejercicio recuperamos nuestra unidad original con todos los seres, con el Ser de todos los seres. El silencio purificador del Zen orienta al ser humano hacia un estado de Unidad y de Vacío que restaura y libera su existencia de los dualismos y contradicciones, incorporándonos de ese modo en la Gran Sinfonía del Ser. Mediante semejante experiencia las personas podemos entender que nuestro paso por la tierra es como el de un viajero, que mientras se halla en los dominios del espacio y del tiempo, logra un buen día que sus ojos se abran a la eternidad, siendo entonces cuando ve claro que ha llegado adonde siempre estuvo desde ese misma eternidad. El silencio llega cuando la mente se halla libre de toda clase de pensamientos, de intenciones o de deseos. Eso es silencio: presencia del presente, fuera del tiempo, fuera por tanto del marco de la mente, de su yo temporal. El silencio llega en la soledad del Ser que raya en el mismo filo del instante. Recogimiento interior hecho silencio. Y ello es más, bastante más que ausencia de ruido. Allá en la zona abisal donde con secreto sigilo ha cesado todo tipo de comunicación. Silencio, ausencia de observador y ausencia por tanto de cualquier tipo de voluntad, de cualquier tipo de ansiedad o apetito. Sólo ahí la meditación se hace real e indefinible en su inmensa fuerza. Silencio del Ser donde llega un momento sin momento en que nada en mí se hace reconocible,

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DEL

ZEN

porque no hay ya conocedor, y en consecuencia emerge el amor, fluyendo libre, por sí mismo, sin mediación, intención o voluntad que lo impulse a manifestarse. El silencio del Ser la única luz cuya calidad se halla más allá del espacio y del tiempo. Así lo quise expresar yo en un soneto. EL ALBA SILENCIOSA La aurora surge, mansa, suavemente; sin voz, callada, se abre al magisterio del Ser, a la gran fuerza del Misterio. Hay silencio en el cuerpo y en la mente. El lucero del alba, evanescente, se sumerge en el rojo cautiverio del sol de amanecida. Hemisferio de fuego, hasta el ocaso descendente. Sin más voz que el chasquido de la escarcha; muy ausente del ruido; y muy ausente de mi mismo, del tiempo y del espacio, el Silencio del Ser guía la marcha del gran disco de luz, que, tenuemente, se expande paso a paso, tan despacio.

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Teishô

21 Vivir despierto

Todo lo viviente persigue realizarse dentro de una forma, la forma que le es propia; el misterio de la Forma. La vida es un continuo devenir de lo Uno hacia lo múltiple, un sendero hacia el coronamiento de la propia Ley de ese despliegue del Ser en cada uno de sus modos genuinos diseñadas por el orden natural. Es revelador comprobar ante cualquier forma viva esa Ley interior que la impulsa hacia su total expresividad desde el nacimiento hasta la muerte. Y comprobar asimismo el conjunto de adversidades existenciales que impiden que esa ley logre cristalizarse. Una tensión inherente, por lo que se ve, en el todo el orden natural. Una lucha entre lo condicionado que pugna en afirmarse, y lo incondicionado que empuja su expresión. Sorprende lo difícil que, a causa de nuestras ilusiones mentales, se nos hace el lograr mirar sin juzgar la belleza escondida que nos interpela en cada instante: “¡Qué bonito!” o “¡Qué impresionante!” exclamamos –para seguidamente pasar sin detenernos. Y es apremiante saber detenerse; apearse de la bicicleta de montaña, para paladear eso que Dürckheim llamó el “don de permanecer”. Nos hace falta decía, “despertar el don de permanecer, de quedarnos en una situación en la que sintamos, oigamos, veamos”. Es, sin duda, nuestro miedo ante lo desconocido lo que nos

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RADICALIDAD

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empuja a querer poner nombre a lo innombrable. Así, ante el estremecedor gran silencio del bosque, cuando no hallamos palabras para definir lo que oímos, vemos y sentimos dentro y fuera de nuestra piel buscamos obsesivamente la definición de “eso”, por más que lo extraordinario se resista a ser aprehendido en ningún “eso”. Nos ocurre que nuestra naturaleza social, esa parte del ser humano que busca el diálogo y la comunicación, persigue el cobijo que nos proporciona el “otro”, “lo otro”. Es así como nos sentimos seguros. Sin embargo, es fundamental descubrir esa otra parte de nuestro ser, sin lugar a dudas la más esencial, en la que no hallamos a nadie frente a nosotros, salvo una presencia interior que clama y nos reclama. Lo esencial detrás del misterio de nuestra propia forma; aquello por lo que somos lo que en el fondo somos y que un día perdimos de vista. Nuestra tarea es volverlo a encontrar en la inmediatez de nuestro propio interior. Un interior expandido al exterior, una conciencia sin fronteras. La vida se parece al curso ondulante de un río; una aventura en la que según fluya la corriente, sorteamos con incierto acierto los obstáculos, las ramas, las rocas y los troncos que invaden el espacio fluvial, donde serpenteando vertiginosos rápidos y pausados remansos, brotan peligrosos remolinos. El remolino, sí: buena metáfora de la existencia; un caudaloso ímpetu continuamente renovado que surge acá y allá; que nos sumerge y emerge, para fundirnos una y otra vez con el tenaz flujo del agua, donde se sucederán nuevos escollos rápidos y torrentes, que las corrientes sabrán bordear con tiento hasta alcanzar finalmente el anchuroso espacio del lejano mar. Por eso decía Jung que la distancia más corta entre dos puntos es la línea curva. La línea ondulada, añadiría yo. Entre la euforia y su declive, entre la fragilidad y la fortaleza, el devenir de nuestra oscilante energía se encarna y se sucede en el continuo abanico de las múltiples formas que expresan la vida. De

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VIVIR

DESPIERTO

ahí que la estabilidad de la existencia, igual que la del remolino tan sólo sea temporal; tanto en una como en otro, el bajar es subir y el subir es bajar. Bella lección torpemente olvidada por la alienante conciencia instrumental de la llamada vida cotidiana. Sin embargo, el agua, el rápido, el remanso, el remolino... tan sólo son palabras que la mente humana tan adicta a las fronteras, en su afán de proteger nuestra supuesta naturaleza separada ha querido apartarlas de su unidad originaria. Esa es la razón de que nombrar sea separar: porque en el fondo –y en la superficie– todo es devenir, todo es un río, somos un río, el mismo río. Igual que en él, la energía de la vida se transmuta constantemente en nuevos seres vivientes: hombres, animales, plantas... que habiendo emergido del gran Silencio, devienen finalmente en música, en ritmo, en substancia sonora, como tan bien lo señala el escritor Hermann Hesse en su Shiddarta. Todo es cuestión de saber escuchar y de llegar a oír, y sentir los ritmos de la danza de la creación, cuya manifestación ideológica son los símbolos: un ser humano, un perro, un árbol, una planta, el agua, el fuego... imágenes universales, cargadas todas ellas de la energía que impregna el lenguaje simbólico, y cuyo grado de veracidad a él atribuido es una de las más ricas expresiones del respeto que el ser humano es capaz de otorgar a la fuerza de la vida. Saber permanecer, sí; mientras nuestra energía, mutada y transformada por los remolinos de nuestro torrente personal, va progresivamente desvaneciéndose en sus apariencias, para a través del tiempo alcanzar la corriente mayor del océano unificador. Nuestra lección postrera no será otra que la de lograr desprendernos del oneroso equipaje hasta ese momento acumulado. Fundamental aprendizaje para poder atravesar la apretada estrechez del último remolino. Y condición capital también, para fundirse en el abrazo unificante con el eterno mar.

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

Si es cierto que “ser normal” consiste en seguir las leyes naturales, lo natural también sería, en ese caso, no resistimos al curso del movimiento de nacer, crecer y entrar en el gran Todo con la misma confianza básica que envolvieron aquellos primeros pasos de nuestra primera infancia. La misma confianza básica que en víspera de su muerte violenta, hizo exclamar al sereno Pablo de Tarso su scio cui credidi, (“sé de quién me he fiado”). En la práctica del Zen, que es la misma Vida, se expresa el don de permanecer. Hay momentos de asombro donde el Ser brilla inequívocamente en todas sus dimensiones. Sólo quien sabe “echar afuera” sus ruidos personales, creando en su yo un vacío está en camino de sentir ese otro Gran Vacío como origen de una nueva plenitud. Sólo quien aprende en el extenso lenguaje de la vida a escuchar la nada silenciosa, logrará intuir cómo de esa misma nada han surgido las palabras. El ejercicio de escuchar el silencio puede ofrecer a la vida nuevas perspectivas e incluso, un cambio de sentido y de configuración. Yo tengo serias dudas de que alguien no haya experimentado alguna vez la Unidad que le da sentido como persona. ¿Quién no conoce la experiencia de esa dicha por más fugaz que ella sea? La cuestión es sin embargo, preguntarse sobre quién ha aprendido a permanecer en ella introduciendo la Energía de esa Unidad en una existencia hasta entonces quebrada y escindida. Quizá ese sea el camino para lograr entender la expresión lúcida, y hasta transfigurada que encontramos en esos rostros orientales, cuando sentados horas y horas, miran y miran a la naturaleza hasta perderse en ella. O sin necesidad alguna de alejarse hasta Oriente, cuando contemplamos asimismo, a ciertas personas cuya serenidad externa transparenta un Fondo del que nace una vida sin desfiguraciones. Extraordinaria tarea esa, la de

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VIVIR

DESPIERTO

dejar hablar al silencio. La de aprender a escuchar el Gran Vacío. La de dejar brillar a la Gran Oscuridad. La de aprender a ver al Gran Invisible en lo visible. Como un día experimentó el famoso físico Frigtof Capra, que una vez más me apresuro a transcribir. Cuenta este profesor que estando sentado junto al océano una tarde de otoño, cuando el sol ya caía, viendo las olas arrollarse y sintiendo el ritmo de su respiración de pronto se hizo consciente de todo lo que le rodeaba como si estuviese envuelto en una gigantesca danza cósmica. Él como físico, sabía muy bien que la arena, las rocas y el aire, se componían de átomos vibrantes y estos a su vez se estructuraban en partículas que se interrelacionaban unas con otras creando y destruyendo otras partículas. También sabía que la atmósfera de la Tierra era bombardeada continuamente por lluvias de rayos cósmicos, partículas de alta energía... Todo aquello Capra lo relacionaba con sus teorías, gráficos y diagramas. Le era familiar. Pero cuando un día se sentó en aquella playa sus ideas cobraron vida: “Vi –escribió– cascadas de energía bajando del espacio exterior en las que las partículas eran creadas y destruidas con un pulso rítmico. Vi los átomos de los elementos y los de mi cuerpo participando de esta danza cósmica de energía; sentí su ritmo y ‘oí’ su sonido. Y en ese momento supe que esta danza era la danza de Shiva, el Señor de los Bailarines, adorado por los hindúes...”. Paradójicamente, cuando más clama el instante más nos alejamos de él, siendo así de espaldas a la vida, como hemos llegado a robotizarnos. Perdemos el tiempo cuando no lo matamos, y la gran tragedia de la vida no consiste tanto en cuánto sufrimos en ella sino en cuánto perdemos en ella por apartarnos de las señales continuas de las instancias del instante.

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RADICALIDAD

DEL

ZEN

La mayoría de nosotros tenemos que admitir que, por más que nuestro extraño instinto suicida las rechace, hemos vivido experiencias-cumbre que parecían estar –y, de hecho estaban– más allá del tiempo; hasta tal punto que el pasado y el futuro llegaban a disolverse en la oscuridad. El pasado, desfigurado en la memoria, no existe; tan sólo el recuerdo de lo que fue presente. Urge liberarnos. Estamos programados por los medios de comunicación de masas, y por las ondas radiofónicas, periodísticas y televisivas. Es preciso por tanto, cambiar de onda. Cambiar de conciencia, transformar-se, revolucionar-se. Así se entiende el creciente interés por la meditación como transformación personal. La significación vital que ha adquirido por ejemplo, el estudio del Zen en Occidente arranca de la crisis espiritual de nuestra cultura. No obstante, la mayoría de los occidentales no tenemos conciencia de nuestro propio malestar, o melancolía, descrita como “mal du siecle” (la muerte de la vida, la automatización, su enajenación bajo el pensamiento estereotipado por los medios de comunicación). Llevados por la Diosa Razón de la tecnología hemos separado cada vez más el pensamiento y el afecto. El YO se ha identificado con el entendimiento, y su herramienta, la razón debe controlar la naturaleza y la producción de innumerables cosas. Ese, nos dicen en la Universidad, es el fin de la vida. En este proceso el ser humano subordinado a la propiedad de las cosas, él mismo se ha convertido en una cosa. El ser dominado por el tener, le ha llevado a un grado de represión afectiva de tal calibre, que se ha alienado no sólo de su propio entorno sino de su propio cuerpo. Mas allá de los dogmas que sustentan las concepciones filosóficas o teológicas, casi todas de naturaleza exclusivamente racio-

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VIVIR

DESPIERTO

nal, el ser humano hoy se cuestiona sobre el “sentido” del vivir, sobre el para qué estamos aquí; una pregunta a la que no responden la mayoría de las religiones organizadas, ninguna institución jerarquizada, ningún entramado teológico. Lo que hoy se demanda no es una religión-organización, sino un medio de iluminar la propia vida, dando contenido al sentido del vivir. Lo que hoy se demanda no es un conglomerado de imágenes o de modelos de santos para ser adorados o canonizados, sino caminos para ser vividos y que faciliten esa experiencia. Más que dogmas securizantes, más que una fe que se define en “creer lo que no vimos”, se demandan guías que faciliten para ver aquí y ahora aquello que siempre se prometió ver en un Paraíso ajeno y lejano a la vida cotidiana; una fe que, precisamente, dé fe de que en el aquí y en el ahora puede descubrirse la Tierra Prometida, haciendo innecesarias las mayoría de las creencias organizadas. Una fe, en definitiva, que facilite la experiencia que hace innecesaria hasta esa misma fe, y que sobre todo hace innecesaria la administración burocratizada de las creencias, incluidos sus propios administradores. Lo que el ser humano ahora y siempre añoró es esa experiencia, directa, y no mediatizada por interpretadores oficiales. Necesita de esa experiencia, tan sólo en segundo lugar, de templos, de textos sagrados y de iglesias. Porque el Reino de los cielos no sólo está fuera sino dentro de nosotros mismos. Sin la experiencia transpersonal de los fundadores de las religiones, el entramado metafísico y dogmático de estas se derrumba, por viejo y obsoleto. Ahí y no en lugares sociológicos, ni filosóficos ni teológicos es donde se halla la verdadera crisis de las religiones organizadas. Se trata de des-nombrar lo nombrado, de des-bautizar lo bautizado, de romper las palabras para volver al Origen de donde salen las palabras, las formas y las cosas. Por eso quiero terminar

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este teishô con la hermosa descripción que hace el maestro vietnamita Thith Nhat Hanh de la iluminación de Buda: Gautama sintió como si se hubiese abierto de pronto una prisión en la que había permanecido encerrado miles de existencias. El carcelero era la ignorancia. La ignorancia había ocultado su mente como los nubarrones ocultan la luna y las estrellas. Nublada por olas infinitas de pensamientos ilusorios, la mente había dividido erróneamente la realidad en sujeto y objeto, yo y los demás, existencia y no existencia, nacimiento y muerte; y estas diferenciaciones habían generado ideas erróneas: las cárceles de los sentimientos, anhelo, posesividad y transformación. Los sufrimientos del nacimiento, la vejez, la enfermedad y la muerte no hacían más que ensanchar los muros de la prisión. Sólo había que agarrar al carcelero y ver su verdadero rostro. El carcelero era la ignorancia...En cuanto desapareciera el carcelero, desaparecería la cárcel y nunca volvería a reconstruirse.

La ignorancia es la raíz de nuestros sufrimientos, del samsara, y en el Zen se persigue, sin perseguir nada por supuesto, el poner fin a la dispersión mental en la que se cimenta la ignorancia. La clave reside en ese recogimiento de la mente, en esa “vuelta a casa”, en la vuelta a la verdadera esencia mediante la práctica del Za-Zen o sentada en silencio. Ese ejercicio es clave para que en la vida cotidiana ejerzamos el don de permanecer como una prolongación de la sentada. Porque para quien ha iniciado sus primeros pasos en el Camino, todo es meditación y cualquier momento es el mejor de los momentos, incluido el barullo del mercado, o las tensiones del trabajo. Allí resuena también el gran silencio del Ser. En pleno ruido. Todo es cuestión de afinar el oído, la atención, para poderlo escuchar en pleno alboroto, en pleno tumulto.

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VIVIR

DESPIERTO

Buda, por lo que sabemos, sabía permanecer atento; continuó sentado en el suelo, muy centrado en el aquí y el ahora. Pegado a la tierra, como una condición necesaria para elevar su espíritu a los cielos. En la sentada se unen cielo y tierra, como se unen lo absoluto y lo relativo, mente y cuerpo. Por eso decía Sogyal Rimpoché que “aprender a meditar es el mejor regalo que puedes hacerte en esta vida. Porque sólo mediante la meditación podrás emprender el viaje que lleva al descubrimiento de tu verdadera naturaleza y conseguir la estabilidad y la confianza necesarias para vivir y morir bien. La meditación es el camino que conduce a la iluminación”. El Zen es transformador. En caso contrario, no es Zen. El Zen procura la realización del ser humano entero como persona, incluyendo la transformación de su mente y su cuerpo, siendo ello posible en la medida en que abandonada su identificación con el pequeño ego, el hombre deja paso libre a un renacimiento en el SER, que penetrará en la más profunda vena de la persona, transformándose ésta en transparente al SER, y viviendo a su vez en y para el SER. Latirá en los latidos del SER, siendo así como el ser humano será interpelado a devenir como Persona; una interpelación que el hombre vivenciará como una promesa y un deber en el que la transformación abarcará lo más contingente de la vida espacio-temporal. El hombre tocado por el SER, dará sin forzarse, testimonio de esa experiencia. Y de ello hará un baluarte en su propia existencia. He ahí, una vez más la radicalidad del Zen.

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Teishô

22 Hara Una versión personal de Karl Graf Dürckheim

Hara quiere decir “vientre”, pero en un sentido más profundo hace referencia a una actitud humana liberada del pequeño yo, que se halla anclada en la realidad terrestre, asentada en la roca que le permite alzarse hacia otro lugar, hacia lo Otro. Establecido en el Hara el ser humano, seguro, puede decir que se halla libre del miedo y descubrir en sí mismo las fuerzas de la vida, que allí en el yunque del bajo vientre se trasforman y renuevan. El ser humano asentado en el Hara vive su cuerpo con la soltura de quien, libremente, se da permiso a sí mismo para abrirse, cerrarse re-encontrarse. El ser humano centrado en el Hara puede permanecer sereno en medio de las más terribles sacudidas, percibiendo en sí mismo la fuente inagotable de energía que continuamente le sostiene y le transforma. Y de ese modo desenganchado de la servidumbre de su ego, mantiene el equilibrio que le es propio a ese centro vital, donde ha echado su ancla. Estar anclado ahí, en el Hara, no significa sin embargo, haber concluido el camino de transformación, sino sencillamente haberlo cimentado. Y ello porque el verdadero centro del ser humano es más sólido aún que el centro terrestre del bajo vientre, ya que éste tan sólo representa eso, la cimentación firme del

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roquedal del que emanará otro centro superior, donde se establece el logos de las fuerzas espirituales. Su espacio es el entorno de la cabeza, o más concretamente en esa región que abarca el pecho, el cuello y la cabeza. Es el reino de las categorías de la lógica, de la estética y de los valores morales, vehículos del Ser que a través de ellos puede también manifestarse; pero que asimismo pueden suponer su asfixia cuando se convierten en sistemas conceptualizadores cerrados y llegan a configurar una rígida frontera entre la mente y el Ser sobrenatural que está sobre todo sistema lógico. El ser humano no es libre para recibir al Ser esencial que le interpela desde dentro si antes no ha sabido reunificar y fundir esos sistemas lógicos en el centro terrestre del Hara. Solamente entonces es cuando podemos decir con certeza que ha emergido el otro centro, ese centro que Dürckheim llama centro celeste, que podríamos llamar SER, VIDA, GRAN CONCIENCIA... En donde el ser humano encuentra su sentido su fuerza y su gran amor. La persona a la que le ha sido dado el experimentar la VIDA, es arrancada de su espacio temporal, creyendo estar entonces en su verdadero centro. Pero lo cierto es que esa persona, en tanto que persona e hija de la tierra, se halla ligada a un y en un cuerpo, por lo que centrar su cimentación en la base del Ser esencial sería una falsa cimentación, una falsa base, un falso centro. En un aspecto simbólico, el centro verdadero es el corazón, fusión integradora del cielo y de la tierra. Ahí es donde el ser humano halla el sentido de su doble origen celeste y terrestre. Las fuerzas del centro terrestre, o cósmicas son personales y las del centro celeste, o logos supra-personales. El hombre traspasando su pequeño ego, puede así elevarse como un todo, mas no como un simple eslabón entre cielo y tierra sino como, en pala-

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HARA

bras de Dürckheim, la unión de uno y otra en una conciencia iluminada. Así que el corazón simboliza al hombre como hijo del cielo (Ser) y de la tierra (vida). La misión del ser humano en la tierra es convertir esos momentos numinosos en estables, siendo testigo firme de su doble origen. De la tierra como símbolo de vida, y del cielo como símbolo del Ser, y el verdadero centro del ser humano es ese punto crucial (cruce, cruz) entre la horizontal y la vertical, donde hemos creado las condiciones para que germine lo Absoluto. En el Za-Zen podemos experimentar cómo la conquista de ese punto crucial es fruto de una fidelidad tenaz, un movimiento sin fin donde no a pesar de lo contingente sino que por obra de lo contingente, podemos percibir la impronta del Absoluto en el mundo. En el Za-Zen, podemos vivir la experiencia crucial preámbulo y germen de ese ojo interior que atisba el propio despertar

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Teishô

23 Luz en la depresión

Poseemos, más bien somos, una personalidad particular que se da en una forma corporal también individual; en definitiva un modo peculiar de ser persona, condicionado por los genes y por la historia. En esa forma particular experimentamos o podemos experimentar, el modo individual en que hace su presencia la VIDA. La VIDA que quiere hacerse transparente en el ser humano, y por medio del ser humano hacerse transparente en el mundo. En su ser Esencial, el ser humano es un hijo de la VIDA en continuo proceso de transformación. El hecho de que la conciencia racional, siempre definidora y fijadora bloquee u obstaculice ese proceso es causa de la mayoría de las neurosis, del sufrimiento del mundo. Llega un momento, la llamada crisis de los cuarenta puede ser uno de ellos, en que la VIDA hace que el ser humano se revele en forma de sufrimiento ante la represión de “lo emergente”. Nos han enseñado, desde Freud, a asociar la neurosis con la represión de “lo sumergido”, desatendiendo esa otra causa de las neurosis cual es la represión de la llamada interpelante de la VIDA: la represión de lo emergente. Lo cierto es que los psicólogos, algunos por lo menos, sabemos que llegando a cierto punto de su recorrido, la mujer y el hombre se sensibilizan especialmente ante la voz de eso que Dürckheim

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LA

RADICALIDAD

DEL

ZEN

llama “el Ser Esencial reprimido”. Las formas de esa rebelión de la naturaleza son diversas, puede ser una depresión o una enfermedad, el agobio por un acontecimiento inesperado, cuando no un doloroso golpe del destino, el encuentro con la soledad, el sinsentido, el absurdo... En todos esos acontecimientos es donde parece como si la VIDA se enfrentara, a veces en forma neurótica contra esos obstáculos que le impiden expresarse. La VIDA puede interpelarnos también haciendo oír su voz mediante una necesidad, mezclada de ansiedad y de esperanza, de algo nuevo, de algo distinto a la vida cotidiana; una especie de nostalgia, quizá oscura y confusa, de liberación. También mediante experiencias esporádicas que rayan con lo numinoso, por esos breves contactos con el Ser. Finalmente, a través de vivencias de orden más claro y contundente, que como le ocurrió a García Morente o a Edith Stein, sacan al ser humano de su sueño requiriéndole para un cambio radical en su vida. Esa mezcla de nostalgia, de sufrimiento y de esperanza es la que quisiera tocar hoy aquí con vosotros. Debido al arraigamiento en el pequeño ego narcisista, el ser humano apenas si tiene una noción de sus posibilidades. Se halla instalado en una etapa infantil en su desarrollo que se resiste al despliegue de toda su potencial plenitud. La neurosis y más concretamente la depresión, suele ser en gran medida consecuencia de esa resistencia ante algo que quiere en mí crecer, pero que yo, o alguien ajeno a mí, aunque con mi consentimiento, obstaculizamos sistemáticamente. La verdadera paz del espíritu anida en sus capas más profundas, en los territorios ocultos del ser, donde no puede llegar la razón, que como los sentidos, no es más que un instrumento muy valioso del conocimiento, pero no puede monopolizar todo nuestro potencial de comprensión. El hecho es que permanece-

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LUZ

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mos gran parte de nuestra vida desconectados de nuestra verdadera identidad, nuestro verdadero origen. De ahí nuestra nostalgia, la nostalgia del Origen. La misión de la razón es ayudarnos a reconocer sus propios límites, pero debe llevarnos al límite, allí donde es preciso desbautizar el mundo, des-nombrarlo. Allí donde habla el silencio para quitar el ruido y los escombros que ocultan el verdadero ser que en el fondo somos. Dice Kabir: Me río al oír que el pez tiene sed en el agua. ¡No ves que lo Real está en tu hogar y vagas lánguidamente de bosque en bosque...! Algo que es mi propia semilla, en mi más profunda entraña, quiere brotar en mí. Y las resistencias son inherentes a ese desarrollo. Una de las formas de esa dialéctica resistencia-desarrollo, es la depresión. Pero lo cierto es que la depresión en particular y el sufrimiento en general, pueden desempeñar el papel de útiles despertadores que ayudan a deshacernos de nuestro aferramiento al pequeño ego. Hay un tipo de depresión, la más conocida, que se asocia a la frustración ante el éxito económico, ante un fracaso amoroso, o frente a una inesperada enfermedad. Sin embargo, existe otra modalidad de depresión que desgraciadamente los psicólogos no suelen reconocer, que tiene más que ver con la oclusión o bloqueo de un proceso de crecimiento genuinamente espiritual. En esa región es donde el ego teme perder su hegemonía y tiene miedo. “No sé qué me pasa, el caso es que lo tengo todo: amor, éxito en la profesión, salud, buena vivienda... pero no hago más que llorar...”. Lo numinoso además de lo fascinosum es también lo tremendum. Y el ego se revela defendiendo su fuero. Ahora es cuando comienza el verdadero proceso de crecimiento, ahora es cuando el ser que sufre, más que un psiquiatra (sin excluirlo) necesita un

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Maestro porque, a veces el dolor emocional provocado por esa demanda del Ser es tan tremendo, que puede ser confundido con una depresión clínica o endógena. Para calmar su confusión es interesante aclarar a la persona las causas de su dolor, señalarle que lo suyo no es una depresión habitual, sino el sufrimiento inherente a una demanda de su desarrollo espiritual bloqueado, a un proceso de transformación. Pero es bueno que el Maestro le ayude a que ella misma lo descubra. Será preciso que caiga en la cuenta que detrás del túnel hay salida, y esa salida implica una transformación sin camino de vuelta. Una terapia en la que no sirve la simple adaptación al entorno, que sería un suicidio, sino el responder a sus verdaderas demandas, que el Maestro le ayudará a descubrir por sí mismo Será fundamental que rehuya los pensamientos negativos que le acechan en forma de angustia. La angustia y la ansiedad provocan imágenes y pensamientos que siempre están en el futuro. Y aquí lo que es importante es la terapia del instante, estar atento despierto al instante. El presente como liberación. La meditación andada como recurso para estar presente, enteramente presente en cada paso. Finalmente, se trata de ayudar al paciente a que se encare con el Vacío, horror vacui, donde quedó atrapado Nietzche, allí donde no tiene sujeción ni protección. Y en esa andadura sólo quien ha atravesado esa experiencia puede ser un ayudante valioso, que sabrá ayudarle a transparentar en sí mismo la confianza que se nutre de esa Nada, ajena al nihilismo la que lleva a la experiencia del Ser. “Sólo, dice Willigis Jäger, quienes son capaces de aceptar realmente esta Nada, se darán cuenta de su calidad de penetración en lo infinito”. La oscuridad resplandeciente del Ser. Allí donde Alguien, como decía el maestro Eckehart, acoge al alma en su desierto y en su fondo.

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Teishô

24 El tañido del Gong

El teishô de hoy va a comenzar con el tañido del gong. Y un poema: ¡GONG! El gong del zendo suena, mas nada anuncia, a nadie convoca, nada intenta que no sea su sonar. ¡Qué bien lo sabe el aire -su cómplice invisiblecuando acoge en su seno su sonido! El Za-Zen, prepara los oídos para la eterna vibración del tañido del Ser.

El sonido del gong nos enseña algo que es esencial en el Zen: la esencia de la impermanencia, lo que está detrás de lo fenoménico, la esencia de lo real, la plenitud del vacío, el sonido del silencio. La mente búdica no consiste en una cosa que debamos alcanzar esforzadamente. En el fondo la enseñanza esencial de la meditación es que en última instancia ella misma es innecesaria, porque la sentada no persigue objetivos, y hacer Zen supone prescindir del mismo Zen.

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El gran Maestro Mazu Daoyi, ya en el siglo VIII, señalaba que la meditación es un camino sin camino y sin meta. Es más, la misma práctica, cuando es considerada como un objetivo o medio puede llegar a obstaculizar nuestra realización de la meditación pura, que es la iluminación. Efectivamente, el cultivo de la sentada puede derivar en una forma sutil de apego, que lejos de iluminar provoca el oscurecimiento de nuestra mente búdica innata. La sentada meditativa, por tanto, debe ser llevada a cabo sin expectativas de logro alguno, sin ningún género de objetivos, sin ninguna pretensión, consciente o inconsciente de obtener algún resultado. El Za-Zen tiene un fin en sí mismo: caminar sin meta. Así se explicó Mazu: No es preciso cultivar el camino; basta con que no te contamines. ¿Qué es contaminarse? Una mente que discrimina entre la vida y la muerte, y el realizar actos deliberados: eso es contaminarse. Si quieres comprender el camino, la mente ordinaria es el camino.¿A qué llamamos mente ordinaria? Se trata de no ejercer actos deliberados, no distinguir lo correcto de lo incorrecto, el aferrarse del rechazar, lo corriente de lo sagrado.

Mazu nos previene de caer en el dualismo de los opuestos, categorías mentales que nos esclavizan en el ciclo de la vida y de la muerte. Meditar es morir a las redes del pensamiento, y libres de las trampas mentales, fluir en la espontaneidad de lo real. Sin aferrarnos a lo que queremos y sin rechazar lo que no queremos. La auténtica meditación es contemplar la realidad más allá del tiempo, y el pensamiento es tiempo y es memoria. Meditar es situarse fuera del ruido del pensamiento, y lo sagrado fluirá del mismo silencio que está en el fondo de los ruidos de la vida cotidiana, en el fondo de lo corriente; porque la vida cotidiana con su inherente desorden está, sin embargo, preñada de lo sagrado.

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Se trata, pues, de ponerse en orden mediante la contemplación y comprensión del desorden; del desorden de los ruidos internos y externos de la llamada vida corriente, en cuyo trasfondo late la naturaleza búdica, que es el origen de la mente. Por eso, contemplar la propia mente es esencial en el Zen. La contemplación de la mente abarca todas las prácticas, ya que todos los fenómenos incluida la oposición dualista de los contrarios, como la concepción de lo bueno y de lo malo, son productos de la mente. Buscar, por tanto, la iluminación fuera de la comprensión de la mente está fuera de lugar. El sonido del gong habla por sí sólo de lo que es la verdadera meditación. La meditación no es algo que se practica, sino el simple caer en la cuenta de lo que ocurre, de lo que estamos haciendo, pensando y sintiendo; darse cuenta de todos esos condicionamientos, de todos los condicionamientos exteriores e interiores. Para así, espontáneamente, dejar surgir un espacio al silencio de donde emerge el ruido y en donde se extingue el ruido. De ese darse cuenta sin elección, sin intención y sin referencia surge la atención y de la atención emerge la capacidad de despertar a lo real, lo realmente existente detrás de los fenómenos. La cualidad del silencio nos brinda el despertar. Y de ese despertar brota el silencio. La meditación es quietud del pensamiento y las imágenes, que surge cuando la mente ha comprendido sus propios límites, su propia función. La meditación es silencio, porque el silencio se ha vaciado de pensamiento, y el pensamiento que es memoria, es fundamentalmente viejo. Por eso la meditación, como el golpe de gong, es ahora o nunca; un destello que barre y que destruye la hojarasca mental. La meditación es demoledora, porque en ella se extinguen las referencias de nuestra memoria, de nuestra vieja historia, de nuestro viejo pasado. Se extingue nuestro personaje.

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Por eso la meditación es destructiva y a la vez libera. Libera destruyendo. Y claro, ese aspecto demoledor mete miedo. El despertar no es un asunto sin consecuencias, altera el curso de la vida, altera nuestras relaciones, puede ser agradable o doloroso, pero al fin es liberador, porque el despertar acaba con el sufrimiento acerca de la ignorancia de nuestra verdadera naturaleza. El Zen es la comprensión de quiénes somos, la comprensión de la mente, la comprensión de la conciencia total en sus vertientes conscientes e inconscientes; es la comprensión de todo movimiento situado más allá del pensamiento y de la acción de nuestro psiquismo. Toda esa muerte y destructividad de lo viejo aboca hacia la inmortalidad de lo nuevo. Eso es meditación. La verdadera meditación ha sentado sus cimientos en la vida cotidiana. El verdadero Zen, aunque a veces lo presenten así, nada tiene que ver con los mecanismos de un sistema cuidadosamente diseñado por los maestros de turno. El verdadero Zen es noticia. Huye de los mecanicismos, porque una mente mecanicista es incapaz de comprender, y por lo tanto de despertar. El verdadero Zen aunque a veces no lo aparente huye de cualquier patrón, y si fuera necesario huye del mismo Zen. El Zen que no lleva a la fluida y espontánea corriente de la vida, no es Zen. El Zen no es un ritual de una determinada religión. El Zen, porque vive el eterno aquí y el eterno ahora, no busca alcanzar recompensas en otra vida, él mismo es la Vida. Y el gong que es ese puro instante, desvela que lo sagrado surge del inmenso silencio de la Vida, esté uno sentado o caminando, comiendo, o en el WC. El gong efímero en su sonido, revela el trasfondo sagrado que como una gota de rocío, se encuentra más allá de lo efímero. Lo efímero evoca lo no nacido. La vida como el sonido del gong nace del silencio y aboca al silencio. Ella misma, en tanto que Vida, está preñada de silencio.

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Y la meditación Zen es silencio, el silencio que es la mente búdica, esa mente que siempre está con nosotros, que ES nosotros. El gran Maestro Zen Bankei Yokatu señalaba que para hacer siempre lo correcto nos bastaría con desarrollar la confianza en que la mente búdica está presente ineludiblemente, y en una demostración de su gran flexibilidad en cuanto a la sentada, afirmaba: ... Aquí, si alguien que está sentado tiene algo que hacer, es libre de levantarse a hacerlo; pueden hacer lo que quieran, depende de ellos. Para él el verdadero Za-Zen no significa, por tanto, ni una postura ni una concentración rígidas, ya que la que se sienta es la mente búdica. Bankei no se enfadaba con los practicantes que se dormían durante el Za-Zen: cuando las personas están dormidas, están durmiendo en la mente búdica; cuando están despiertas, están despiertas en la mente búdica. El secreto de la meditación es la atención entroncada en cada instante en la vida cotidiana. Cada instante es el mejor de los instantes, sin permitir que nuestra mente se contamine con la ira y el narcisismo, que son pura ilusión. El secreto es cultivar la mente no nacida, sabiendo escuchar el gong que suena en cada instante. El Zen facilita que vivamos todos los instantes en lo no nacido. Entonces sobra todo lo demás. Ya somos Buda no es preciso convertirnos en Buda sino, como decía el mismo Bankei tomar el atajo y conservarnos como Buda.

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Epílogo I Willigis Jäger, una lección de vida En mi experiencia como psicólogo, he podido constatar que gran parte de las perturbaciones que asedian al ser humano, tienen que ver con la crisis de identidad, con un sentimiento de identidad que en el individuo moderno se presenta como la incapacidad para reconocerse como parte de una totalidad que le transciende. Pero además, lo sintomático es que tal sentimiento existencial de separación de un Todo que le proporcione sentido, no sólo invade a los llamados enfermos, sino también, curiosamente a los oficialmente sanos, incluidos los altos tecnócratas de la salud mental. Para nuestra civilización, ser normal se entiende como la normalidad de la curva normal de Gauss, es decir: ser normal consiste en hacer lo que todo el mundo hace. Cuando conocí a Willigis Jäger pude a través de él, comprender mejor algo que ya intuía: que la identidad se confirma y adquiere validez si es entendida como una vía de acceso a la totalidad. A través de Willigis Jäger llegué al ejercicio del Zen, y con él a la constatación de que más allá de lo real y más allá de lo irreal se halla lo profundo. Una profundidad liberadora que trasciende todas las ideologías y religiones. Acompañado de Willigis Jäger pude también experimentar que la verdadera atención a algo es renunciar a poseer ese algo; que la verdadera atención te lleva a la experiencia de que todos los seres tienen, tenemos –o más bien somos– un fondo sin

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fondo. Con su guía aprendí a despojarme de una anteojeras viejas para dejar progresivamente lo ilusorio y empezar a asomarme a lo real con ojos nuevos; a ver que detrás de cada forma limitada uno se topa con lo ilimitado, y que cuando uno se topa con lo ilimitado se enciende la antorcha incombustible de un gran amor interior. Una antorcha en cuya luz, curiosamente, se extinguen todas las formas. Ese es el fondo, el Fondo. De este Maestro aprendí a profundizar en el ejercicio de afrontar el riesgo de la profundidad, porque la profundidad del Zazen –y no lo digo sin haberla vivido– exige valentía, exige riesgo: el riesgo de encontrarse de bruces con la Nada, con el misterio de la Nada. O también el riesgo de encontrarte con algo; con algo distinto a tus referencias conocidas. Y así viene el miedo, el paradójico miedo de quien enciende una antorcha para no querer ver su luz. O el miedo de encontrar algo que nadie de tu entorno ve, que es el miedo de sentirse raro y solo. Efectivamente, la liberación de la borrachera de lo ilusorio te hace sentirte transitoriamente raro. Por eso, también de la mano de Willigis, comprendí mejor la resistencia a la luz del Mito de la Caverna de Platón. En la práctica del Zen he tomado conciencia de algo que siempre admiré de Erich Fromm, en los tiempos en que ejercí la docencia de Psicología Profunda en la Universidad de Deusto: que la base de la solidaridad se halla en la capacidad que uno tenga para saber caminar en soledad. La dignidad de la soledad como prueba de la madurez solidaria inherente a los seres despiertos. Y el ejemplo de Willigis, ante su asedio por la inquisición vaticana, ha sido para mí como una prueba irrefutable de la base insobornable que atestigua en él la calidad de Maestro. Aprenda usted –me dijo una vez– a vivir obedeciendo a Dios antes que a los hombres. Willigis Jäger es un testimonio vital

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EPÍLOGO

I

contemporáneo del viejo axioma que subraya la torpeza moral de quien quiere servir a dos señores. La profundidad del Zen lleva a uno a cargarse los límites. Y ello no es ningún exceso, porque está hecho a base de lo contrario de cualquier exceso, que es la desnudez, el despojamiento. La Nada como antesala de la luz, la plenitud del Vacío. Willigis habla poco, porque en él suena el silencio; un silencio Zen en el que no falta nada, salvo la propia voz, que es lo que siempre está de más. El estilo de su soledad tiene para mí ese acento de humildad, y la humildad es una de las pruebas irrefutables para poder distinguir quién es un verdadero Maestro. Pero en realidad, su soledad no es una soledad real sino una soledad aparente: la soledad sonora de quien ha instalado en el Ser su fortaleza. La soledad, contraria al aislamiento, que le permite acceder más plenamente a los otros seres, y conocerlos de abajo arriba mediante un amor que nunca muere. Por eso yo he peregrinado tantas veces a la Fuencisla, a Barcelona, e incluso a Alemania. Durante mis conversaciones con Willigis pude siempre percibir eso mismo que Castermane dijo también de su Maestro Karl Graf Dürckheim: “este hombre es lo que él dice”. De él he aprendido a caminar sin referencias, a conocer que la profundidad es la forma más radical de generosidad que puede albergar el corazón humano, porque profundizar es hallarse con el Ser en el mismo núcleo de la experiencia del Ser, más allá de todo aferramiento, en la Presencia que surge de la ausencia. Cuido mucho el no caer en el desvarío del culto a la personalidad, pero estar en compañía de WIlligis, aunque sea brevemente, supone para mí bastante más que hallarme con alguien, supone hallarme en alguien. Supone experimentar una fuerza que trasciende nuestra conversación; la fuerza oculta que sostiene al mundo. La fuerza que no engaña. Y un Maestro, si lo es, es un

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despertador de esa fuerza que todo ser humano –sólo por ser humano– lleva dentro de sí. De la mano de Willligis Jäger recuperé la profundidad perdida, la dimensión silenciosa –y silenciada– de nuestra sociedad superficial. La profundidad del Zen que encara la muerte y la transforma en vida. Esa es la gran calidez que yo he recibido de una persona que la disimula. La calidez que sale de la humilde hondura para alcanzar la superficie. Y transformarla. Cuando uno llega aquí, las palabras no funcionan. Debido a la dificultad que entraña hablar de lo inefable, considero oportuno expresarme con el lenguaje que más se aproxima a lo sin lenguaje, que es el poema. SONIDO Se encadenan las sílabas silbando una a una en las rimas sin fisura de la estrofa vacía; partitura que late en el silencio, aunque rimando con el soplo del viento, y desgranando, arpegio con arpegio, la oda pura esculpida sin verbos ni estructura, sin fonemas, ni acentos; tan callando... Mira cómo el salvaje aroma de la Ausencia se filtra hoy por las puertas de la Nada sin nadie que las cierre o que las abra. Mira cómo esa Ausencia es ya Presencia donde mana la música callada que hoy brota hecha poema, hecha palabra.

De la mano de Willigis he sabido que en lo más profundo del Zen existe un amor ausente de todo sentimentalismo; un amor por los seres humanos que sufren y perecen, debido a los in-

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EPÍLOGO

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tentos mismos que hacen por salvarse. Un amor que no muere nunca. Pero quien practica el Zen sabe que la mayoría de las gentes ha olvidado que nacieron artistas de la vida. Ser un artista de la vida significa que el individuo expresa en cada uno de sus actos su capacidad creadora, su personalidad viva. No tiene su yo encasillado en su existencia fragmentaria, limitada, restringida, egocéntrica. En tal sentido uno de los grandes Maestros Zen de la época T’ang dice: Un hombre que es dueño de sí mismo, donde quiera que se encuentre, se comporta con fidelidad a sí mismo. A este hombre yo llamo maestro de la vida. Y a este hombre yo le llamo Willigis Jäger. El vivir verdadero es gozo, gozo porque sí, dicha sin objeto. Ese es el mensaje, la noticia profunda del Zen. Mas, ¿no será todo esto otra ilusión histórica, otra alienación religiosa más, o un engaño mágico provocado por el juguetón duende maligno del que con tanta prevención hablaba Renato Descartes? Por eso es capital responder a las cuestiones de cómo el Ser se expresa, en qué criterios podemos fiarnos, para no caer en el engaño de querer salir de una falsa conciencia entrando en otra aún más falsa e ilusoria. Y la respuesta es el ejercicio, la atención, el ejercicio, la atención, el ejercicio, la atención... Vaciarse del ego, llenarse del Todo, que es la Vida. Viendo, además, que cuando estas afirmaciones se disipan como afirmaciones, para ser más vividas que entendidas, es cuando podemos afirmar que Eso es Zen. A comprender Eso te ayuda un buen Maestro. Aprendí de Willigis a contemplar la vida, totalmente, como el respirar, tal y como se presenta, sin renunciar pasivamente a la crítica o al afrontamiento responsable ante las situaciones que lo requieran. Aceptar que la vida es luz y sombra, atravesando tanto los valles de tinieblas como las cumbres doradas; perma-

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neciendo, en tanto que persona, atento a cada instante, y dispuesto a ir más allá de la seguridad establecida; aceptando soltar la presa de la carga del yo; y aceptando la misma muerte como parte de la Vida, latiendo en todo instante la sensación de Ser, algo que, una vez más, no podría expresarlo sin convertirlo en poema: LA SENSACIÓN DE SER Sin nombre es ese viento que remueve el viento. Y sin nombre, el denso aliento que nos hace sentir “Soy”, en un momento sin momento: el “Soy” que nos conmueve. “Yo soy”, es la experiencia eterna (y breve), del fuego que se expande allá, muy adentro, por la hoguera del hondo Fundamento, donde arde el mismo fuego, y se hace nieve. Mas cuando digo “Soy”, ¿qué es lo que digo? Que siento el Ser que soy. Es más, diría que esa fuerza sin forma es una ciencia que alumbra la ignorancia, el gran testigo que nunca tuvo nombre. Es más, diría que es la Presencia que late en toda ausencia.

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Epílogo II Mercedes Sáinz

Un amanecer, sentada frente al horizonte iluminado por el resplandor anunciante del despuntar del sol, me dejé habitar por toda la creación que despertaba al compás de la vibración del astro. El universo entero se presentaba y mi ser se desplegaba fundido en todo lo creado. SER, experiencia profunda. Único impulso vibrando en infinitas formas. Origen en eterno devenir. El Misterio es revelado en el instante. La Vida se funde en la existencia. Todo ES. Eternidad del instante. Origen infinito. Instantánea eterna Presencia. Abandonándose a la sensación de ser, los sentidos y la mente se vacían. Desaparecen sus imágenes y ellos mismos se extinguen como objetos, solo se vive el tangible vacío. Sumergiéndose en este vacío, la Nada se presenta en su potencial totalidad como si fuera una presencia omniabarcante. Todo en la Nada. Espacio infinito. Instante eterno… Y en todo ello simultáneamente emergen las formas sostenidas por su esencial vacío. La Vida, danza virtual de la Nada. ¡Cuánto misterio se esconde en el ser humano dispuesto a asomarse en el más mínimo gesto! Cualquier ocasión hace posible su impulso: un encuentro, un paisaje, una música... y el misterio aflora en su total plenitud. Sólo es necesario aquietarse, dejarse vivir por él, entonces se manifiesta en toda su grandeza.

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Surge de la profundidad emergiendo en todo lo creado, disolviendo lo superfluo, brillando en lo esencial. No es fácil expresar lo vivido en estos momentos, el lenguaje común nos resulta insuficiente para manifestarlo. La cultura moderna no nos proporciona ningún marco de referencia donde encuadrar estas experiencias, incluso en lugar de estimularnos a descubrir más a fondo de donde proceden, se nos empuja a ignorarlas, a olvidarlas; solo es real aquello que podemos percibir con los sentidos ordinarios. La filosofía no las menciona directamente, la ciencia las ignora y las religiones, preocupadas en desarrollar una moral, han olvidado las vivencias esenciales que fueron origen de su aparición y desarrollo. Al tomar contacto con el Zen, inmediatamente comprendí que aquello partía de una premisa desconocida para mí hasta el momento: la meditación, la existencia como meditación. Profundicé en ello y poco a poco se fueron desvelando otras dimensiones de conocimiento más allá del pensamiento. La vida se revelaba como algo nuevo más allá de lo conocido, había un nuevo sentido más allá de lo convencional, más allá del pensamiento: la libertad sin límites de la sensación de ser, la frescura de lo nuevo, lo inédito en cada momento, la gran aventura del vivir. La existencia adquiría su sentido más profundo, todo recobraba su esencial naturaleza y yo formaba parte de ello. La conciencia se manifestaba sin que yo interviniera, siendo sólo atención. Rafael Redondo a lo largo de la lectura de su libro nos ha invitado a volver a la raíz, a volver al origen, no como una regresión, sino colocándonos en lo esencial y así poder tener una perspectiva real de lo que somos. Nos sugiere que ignoremos todos nuestros conocimientos y nos quedemos en la simpleza del no saber. Con él volvemos a mirar al mundo como si lo contempláramos por primera vez. Silencio, recogimiento en la postura,

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EPÍLOGO

II

vacío de pensamiento y mirada atenta desprovista de conceptualización. Simplemente ser. Esto es Zen. Acontecimiento aquí, ahora. Este simple, pero trascendente gesto que he tenido el privilegio de compartir con Rafael durante muchos años, me ha llevado a descubrir aquello que ninguna ciencia, ni religión, ni ideología ha sido capaz de mostrarme a lo largo de la vida: la sensación de ser. El Zen nos abre a otro campo de la realidad en donde, precisamente, esos momentos pueden ser los más reveladores a la hora de saber quiénes somos. El Zen a través de su práctica, ZaZen, nos descubre la posibilidad de vivir desde la globalidad de nuestro ser. Aprendemos a abandonar el pensamiento como único instrumento regulador de nuestra existencia abriéndonos a todas nuestras capacidades de un modo global. Aprendemos a estar a la escucha y responder desde un centro interior conectado con el principio de todo. Aprendemos a conocer siendo uno con lo conocido. Descubrimos que nuestra naturaleza encarna lo esencial y aprendemos a responder no desde nuestra inteligencia y voluntad sino desde la libertad de ese centro interior conectado con todo. La existencia se hace meditación, no solo en el Za-Zen sino que todos los ámbitos del ser humano se ven inmersos en la meditación y, a partir de ahí, la vida se revela en toda su transcendencia, en todo su esplendor: ¡la celebración de ser! Vacío virtual en donde todo se presenta, nada permanece e incluso las lágrimas son las perlas de la existencia. La existencia se transforma en el gozo de ser, creación del vacío, en cada instante la totalidad se revela en eterna impermanencia. Esto es lo que Rafael Redondo, ha pretendido hacernos llegar en este trabajo, la profundidad de su vivencia, no con la inten-

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ción de enseñar sino con la generosidad natural de quien necesita participar la buena nueva. Al leerlo, nos ha hecho sentir el impulso de comprobar por nosotros mismos la veracidad de su mensaje. De este modo nos invita a caer en la cuenta de quiénes somos, derecho de nacimiento inherente a todo ser humano, meta a la que se orienta la creación. No ha hablado la erudición del profesor sino la sabiduría del hombre que desde el fondo de su existencia vislumbra la totalidad de la Vida. Celebro tener la oportunidad de compartir el liberador mensaje de este libro que abre una vía lúcida y real hacia el conocimiento de lo que somos, única cuestión que puede dar respuesta al sentido profundo de nuestra existencia.

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Director: Manuel Guerrero 1. Leer la vida. Cosas de niños, ancianos y presos (2ª ed.) Ramón Buxarrais. 2. La feminidad en una nueva edad de la humanidad, Monique Hebrard. 3. Callejón con salida. Perspectivas de la juventud actual Rafael Redondo. 4. Cartas a Valerio y otros escritos (Edición revisada y aumentada). Ramón Buxarrais. 5. El círculo de la creación. Los animales a la luz de la Biblia John Eaton. 6. Mirando al futuro con ojos de mujer, Nekane Lauzirika. 7. Taedium feminae, Rosa de Diego y Lydia Vázquez. 8. Bolitas de Anís. Reflexiones de una maestra Isabel Agüera Espejo-Saavedra. 9. Delirio póstumo de un Papa y otros relatos de clerecía Carlos Muñiz Romero. 10. Memorias de una maestra, Isabel Agüera Espejo-Saavedra. 11. La Congregación de “Los Luises” de Madrid. Apuntes para la historia de una Congregación Mariana Universitaria de Madrid Carlos López Pego, s.j. 12. El Evangelio del Centurión. Un apócrifo, Federico Blanco Jover 13. De lo humano y lo divino, del personaje a la persona. Nuevas entrevistas con Dios al fondo, Luis Esteban Larra Lomas 14. La mirada del maniquí. Blanca Sarasua 15. Nulidades matrimoniales, Rosa Corazón 16. El Concilio Vaticano III. Cómo lo imaginan 17 cristianos Joaquim Gomis (Ed.) 17. Volver a la vida. Prácticas para conectar de nuevo nuestras vidas, nuestro mundo, Joaquim Gomis (Ed.) 18. En busca de la autoestima perdida, Aquilino Polaino-Lorente 19. Convertir la mente en nuestra aliada, Sákyong Mípham Rímpoche 20. Otro gallo le cantara. Refranes, dichos y expresiones de origen bíblico, Nuria Calduch-Benages 21. La radicalidad del Zen, Rafael Redondo Barba 22. Europa a través de sus ideas, Sonia Reverter Bañón