La Maniobra de Heimlich

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LA MANIOBRA DE HEIMLICH

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Miguel Antonio Chávez

LA MANIOBRA DE HEIMLICH

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MIGUEL ANTONIO CHÁVEZ LA MANIOBRA DE HEIMLICH A ALTAZOR Ecuador

© Miguel Antonio Chávez, 2010 © Ediciones Altazor SRL, 2010 1ª edición: julio, 2010 DISEÑO DE COLECCIÓN: Willy del Pozo FOTOGRAFÍA DE PORTADA: DIAGRAMACIÓN: Liliana Bray DIBUJOS: Fig. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11 y 12: Miguel Antonio Chávez FOTOGRAFÍAS: Fig. 13 es un aviso original de Galerías Lafayette (París) Fig. 14, 15, 16, 17 y 18, tomadas en el Hemiciclo de la Rotonda (Guayaquil): Lis Quezada (fotógrafa guayaquileña) EDICIONES ALTAZOR SRL Jirón Tasso Nº 297 San Borja (Lima, Perú) Tlf: (00 511) 593 8001 www.edicionesaltazor.com www.edicionesaltazor.blogspot.com [email protected] Tiraje: 500 ejemplares Impresión: Gráfica Alporc SAC Jr. Castrovirreyna 878 - Breña ISBN: 978-6124-053-34-4 Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú: Nº 2010-07110 IMPRESO EN LIMA, PERÚ JULIO DE 2010

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ÍNDICE

Pág.

I. La respiración del enano

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II. En caso de descompresión, caerán unas mascarillas de oxígeno

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III. La asfixia como anticonceptivo

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Para la que vendrá. No sé si es Quito o Guayaquil, no sé si es Baires o Madrid.

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By choking, you become a legend about themselves that these people will cherish and repeat until they die. They’ll think they gave you life Choke, Chuck Palahniuk

En Buenos Aires, San Martín y Santa Evita montan una agencia de publicidad Enemigos íntimos, Sabina & Páez

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I. La respiración del enano

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1.

Los libros de creatividad juegan con nuestra angustia. Fui a Buenos Aires a estudiar publicidad. Sigo angustiado.

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2.

Me vendieron un atractivo paquete turístico: incluido al valor del seminario creativo, iba cuatro días y cinco noches para disfrutar los mejores asados, los mejores casinos, las mejores tanguerías. Lo que sea necesario, en Guayaquil no logro ser creativo.

Laws in the creative jungle, de Rufus Bondham, tiene un hermoso prólogo en donde cuenta que antes de ser asesor de empresas de comunicación en riesgo de colapso de personal, trabajó de ayudante de Dian Fossey, la conocida zoóloga que estudió años a los gorilas de Ruanda en los setenta. Descubrió que el simple acto de pelar una banana implica dos elementos ancestrales, la mano y la banana, que aunque realicen la misma acción (pues las variables nunca dejan de ser otras que la mano y la banana), lo diferente está en la forma en que se la pela. El estilo. Todas las empresas deben tener un estilo. Pero no todas están dispuestas a tener dispensadores de bananas. Bondham se guardó para sí este descubrimiento, de modo que Fossey nunca lo supo; peor Sigourney Weaver, quien años después la interpretara en la pantalla gigante.

Veo un manco rechazar de un prestigioso médico una prótesis que consiguió gracias a una donación de la Royal Prothesis Association y el Rotary Club: mendigando gana más. Quisiera ser manco. Los redactores 16

creativos, que yo sepa, a diferencia de los directores de arte, no necesitan más de una mano. En el seminario, cuando se enteraban de mi país de procedencia, me preguntaban si yo era contrabandista de bananas.

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3.

Existen, aunque pareciera que no, esos días flojos en el departamento creativo en los que la lentitud y la pereza más la asemejan a una dependencia burocrática. Si Flaubert se ufanaba de las correcciones a una página que le tomaban todo un día, tan solo con sacar una coma para horas después volverla a poner, semejante proeza sería un atentado contra la productividad en una agencia publicitaria. Aunque no en este caso de jornadas sin prisa, de momentos tan escasos pero tan únicos en las que la feroz maquinaria del día a día da tregua. El surfista exhibe en su oficina una tabla con la que ganó de adolescente sus primeros campeonatos; una foto victoriosa de un certamen reciente adorna su perfil del MSN Messenger. Es un alter ego que no oculta porque le da cierto plus o exotismo a su oficio desgastante de comandante en jefe de las ideas de su regimiento. Yo aprovechaba esos instantes en el limbo neuronal para bajarme los más recientes comerciales y gráficas de las agencias top del mundo, al menos para que algo de su genialidad se me pegara. Hubo uno de Nike que me dejó alucinado y no dudé en mostrárselo al surfista ya que en la ficha técnica del comercial podía verse el nombre de los creativos; y en algún momento escuché que él los había conocido. Fui hasta su cubículo minimalista y lo vi en su portátil moviendo el teclado como si estuviera chateando con la Cicciolina. En Guayaquil, sin motivo aparente, se cae la conexión a Internet, como también se cae el sistema en las redes informáticas de los bancos o las oficinas del Seguro Social, justo en los momentos 18

en que hay una cola más larga que en la muerte de un Papa. Pero aunque se habría quedado sin Internet, al surfista no le hubiera importado. No chateaba, escribía... Bueno, ¿Y qué escribía: un guión de radio, de tele, una receta de cocina? El surfista cerró la portátil y no me dejó ver. Se hizo el loco con una sonrisa y se levantó a preguntarle el estado del clima a Ginger K., que pasaba por ahí, porque le extrañó verla sin escote.

En Guayaquil no logro ser creativo. Me ha sido imposible dormir en estas pocas horas previas al vuelo. Estoy por embarcarme a un lugar en donde se supone tendré que reunir experiencias tales que me convertirán en algo, no sé por qué, ni para qué fines. ¿Vuelo porque existe un mecanismo de propulsión en las turbinas o porque me lo descuentan de la próxima quincena? ¿Vuelo por esperar un aumento de sueldo o de autoestima? Es un viaje de expectativas altas. No como viaje de negocios, ni de placer, sino como uno de estrés. Me como las uñas. No tengo cómo cortármelas. Mi cortaúñas yace en un ánfora de la aduana, junto a cientos de miles objetos cortopunzantes incautados por cortesía de Osama Bin Laden y Al–Qaeda. Al manco, que rechazó estoicamente ajustarse un brazo de maniquí, se le ocurre comprarle al por mayor los cortaúñas al inspector de la aduana. El manco los vende afuera del aeropuerto con una notita de me estoy muriendo de cáncer. El viajero distraído o neófito, preocupado en otras minucias, llega hasta el inspector. Fuera cinturón, fuera monedas para que no le suene el detector, el cortaúñas se queda aquí, señor/a. Retorna al manco. Los vuelve a vender fuera a otros distraídos o neófitos. Un círculo vicioso para principiantes. Sigue la sociedad. Fifty–fifty. 19

4.

Hoy he vuelto a pensar en los monos de Bondham. Veo un episodio de Tarzán en un canal retro del cable e inmediatamente Chita y sus saltos, aplausos y risas se roban la pantalla. Sea o no que hayamos descendido de Chita, ella seguirá riendo (dependiendo de las veces que la saquen al aire) y sus ancestros habrán reído mucho antes de que un puñado de artistas anónimos del paleolítico decidieran montar una exhibición en las cuevas de Altamira. Mi madre adora a los chimpancés. Se muere por tener uno. Pero también se muere por esas lámparas de techo, conocidas como arañas, que según ha visto en el cable, decoran los más fastuosos teatros de ópera como el Colón de Buenos Aires o el Amazonas de Manaos. Ergo, si tuviéramos un chimpancé agarrándose de la araña, ella chillaría peor que María Callas o Monserrat Caballé. Para evitar dispararle al mico o a la araña, le he dicho diplomáticamente que prescindamos de ambos. Como lo señala en Advertising, a monkey business, Bondham pudo observar en sus viajes de trabajo a Ruanda, que la sabiduría de los simios radicaba en buena parte en su sentido del humor, que servía como catalizador en medio de las guerras entre clanes. Partiendo de la premisa de que los homínidos nos reímos de la desgracia del otro, entendió que los simios son los depositarios ancestrales del humor, amparados además desde la misma genética: un chimpancé, por ejemplo, debido a la insuficiencia de grasa corporal, al caer al agua se ahoga fácilmente, lo cual provocaría la burla 20

de otro congénere observándolo desde la orilla. Hizo otro descubrimiento: luego de ver a dos destornillados orangutanes masturbándose se convenció de que era la única especie animal de la tierra que explotaba lo lúdico durante el sexo. Dian Fossey no pudo dar cuenta de esto, porque se retiró ruborizada a su tienda. Luego de su experiencia en África y la posterior publicación y enorme éxito comercial de sus libros de creatividad, Bondham, inspirado en el viaje que hiciera William Burroughs por los países de Sudamérica, se lanzó a la aventura. Así llegó hasta la Argentina, donde Edward de Bono —el autor que años después comercializaría el método de pensamiento creativo a través de los famosos sombreritos de colores, pero que entonces andaba gira como mago, en un mediocre acto de vodevil— empezaba a ganar adeptos. Herido en el ego porque sus técnicas de creatividad más vivenciales, realistas y más inteligentes no fueran conocidas, acuñó su frase célebre. Habiendo concertado una cita en el mítico café Tortoni de Buenos Aires y luego de degustar el bandoneón que ejecutan para los turistas, el periodista le preguntó: ¿De qué modo cree usted que su creatividad podrá ayudar a paliar los males del mundo en el futuro, como la desnutrición o la sobrepoblación? El resto ya lo conocemos todos: Bondham pidió que lo acompañara hasta la esquina, en la avenida de Mayo con Pellegrini, el carril lateral de la anchísima 9 de Julio, y exclamó “Dadme ese enorme obelisco y lo vestiré con un enorme preservativo”. Los sacerdotes, los rabinos y las damas de alta sociedad alzaron su grito por el exabrupto del yanqui, presionando a los militares del gobierno de turno, pero ellos estaban demasiado ocupados en unos seminarios intensivos dictados por un 21

discípulo de Houdini. Una tarde oscura en San Telmo, saliendo de un pub, fue acuchillado por cinco hinchas de la barra brava de Boca porque no les dio una moneda para regresarse en el colectivo. Un escritor, con pinta de Lenin, de paso en aquella esquina, se inspiró en parte en este hecho para su famoso cuento “El marica”. Viendo el making of de la versión original de 1968 de El planeta de los simios, basado en el libro de Pierre Boulle, pude entender el enorme reto del director para crear personajes simiescos realistas sin que estos provoquen una hilaridad en los espectadores que distraiga su atención de la historia principal, que de por sí no era de humor. Sin embargo, a pesar de que no se ríe, mi madre se divierte con este filme. Y adora al gorila Ursus, el militar que comanda la búsqueda para atrapar al recién llegado Taylor, el único humano parlante en ese mundo. Cuando estés en Buenos Aires cómprame un gorila para acordarme de él, me dice, mientras yo espero encontrarme allá alguno que aún esté vivo.

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5.

El surfista no siempre quiso ser eso. Como no pocas personas, optan los oficios por descarte, o en este caso, por la derivada. El surfista deseó navegar en aguas más profundas, ser oceanógrafo, buzo o un capitán Nemo. Y eso lo supo de niño cuando vio la película animada Yellow submarine y los documentales de Jacques Cousteau, pero se conformó con la epidermis del cuerpo marino, las no menos majestuosas olas. Y esa fue, aunque pequeña, la primera concesión que hizo a sus sueños. Quizá la diferencia de oficios no haya sonado tan dramática, como pasar de físico nuclear a repartidor de diarios, hasta que una vida estuvo en grave peligro. El surfista trabajaba entonces de salvavidas en un balneario a 100 kms. de Guayaquil. No pasaba nada, o mejor dicho, sí, además del sol incandescente, de bañistas desesperados por un parasol (que los nativos aprovechaban para alquilar y hacer su agosto) era el mar que le insistía, ¿tengo que mandarte un tsunami para que vengas?, estar acostado, con gafas, bajo techo es más marica que un león marino, teniendo tantos cofres con doblones de oro para que descubras, tantas Atlántidas anónimas, ¿no te interesan?, pasarán los años y te volverás más anónimo que tu padre, que se fue sin dejar rastro, pero si te sirve de algo, no soy quien lo tengo, supongo que debe estar con dos hawaianas pechugonas en Kilawea, o a lo mejor es un burócrata en las aduanas de Vladivostok, o a lo mejor... oye... creo que te están llamando... ¿Por qué no vienes luego para conversar?... Guardo en la refri unos kilos de Krill de la última corriente de Humboldt. 23

glub... glub... glub... Los bañistas fueron hasta el puesto de vigilancia del surfista y por poco tuvieron que molerlo a patadas para que reaccionara. Guardó en un bolso su pipa de hash y del letargo tuvo que ser llevado de la mano por la gente hasta la mujer que chapoteaba desesperada, presa de una corriente celosa. Como enseñan en las religiones orientales, ella no esperó a un mesías para salvarse, sino que se hizo el milagro a sí misma, con brazos, con uñas y dientes, hasta que retornó ayudada hasta la orilla. El salvador incompetente yacía de bruces, con los brazos en cruz, haciendo burbujas pueriles, tratando de restablecer contacto con su pasado.

El surfista camina hacia el departamento creativo con una duda, a raíz de una discusión ortográfica con un cliente. Pregunta por el diccionario, ese extraño cuyas hojas aún huelen a nuevo, y le señalan una pila de libros que no son más que los “Image Bank”, mamotretos anacrónicos que servían para buscar el fotograma adecuado que refleje en las campañas a la familia blanca, rubia, de ojos azules, prototípica de aquel país subtropical, mestizo, sudamericano, atravesado por un paralelo imaginario.

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6.

Se cree improbable que el esposo de María Kodama haya leído a De Bono, sin embargo Fanny, la mucama que se encargó de su cuidado por décadas, hasta antes de la partida definitiva de su patrón a Ginebra, aseguró a Diario La Nación que don Georgie —como lo llamaba— tenía al menos un sombrero amarillo y otro rojo (sin contar los de reemplazo, en caso de daño o pérdida), de tejido muy fino de paja, provenientes de algún lugar del Caribe. Fanny resaltó que la obsesión por ellos se hizo más evidente alrededor de los setenta, cuando, como se sabe por la cronología de su obra, estaba por publicar su cuentario El informe de Brodie. Luego de acostar a su anciana madre, el esposo de María Kodama iba con premura hasta su sala de creación donde algún pasante o la misma Fanny (si no tenía otras labores pendientes), previo al ritual del dictado, exigía que le acomodaran cada uno de los mentados sombreros según su orden en la rosa cromática, aunque a ratos era muy anárquico en la selección. El colaborador de turno, empero, no se hacía mucho problema, ya que gracias a la ceguera del maestro, este capricho momentáneo no pasaba a mayores. De todos modos, Fanny recuerda que antes de recoger los sombreros del suelo y guardarlos en el baúl, recogió una carta de un anónimo admirador extranjero. De inmediato se la mostró a su patrón. Era un críptico poema que decía en extracto: “Existe otro universo donde Trópico de Cáncer se quedó con su título original: Canto al Ecuador. 25

Donde b escribió su cuento Guayaquil, pero esta vez sí habló de nosotros (...)”. Resignado a ser b , él entendió —ciñéndonos siempre a Fanny— que debía dedicar unas páginas a una parte de la historia de sus ancestros, y, por ende, de su historia personal: al suceso ocurrido entre los dos libertadores en un remoto puerto al otro lado del océano que, a diferencia a este, rioplatense, no había sido construido a espaldas del río.

En el seminario han citado mucho un ensayo escrito por un publicista brasileño que, sin ser Ronaldinho o Kaká, concitaba enorme interés, y que era seguido como una especie de devocionario o manifiesto. Una suerte de manual de iniciación para todo joven creativo que deseara entrar a las trincheras de una agencia como trainee: “La publicidad no es una profesión común, tiene sus mañas... Cuando tengas lista tu carpeta, tírala. Recuerda que media selva amazónica tuvo que morir a golpes de hacha antes de desperdiciarla en una hoja de celulosa con tus currículos. ¿De qué sirve poner Experiencia en Excel o Literatura? Algunos son más astutos y se dan cuenta de esto, pero solucionan el problema de la manera incorrecta: tratan de hacer currículos creativos. Los mandan dentro de latas, escritos en papiros, a través de rollos de papel higiénico, etc. Y no funciona. Simplemente porque nada de eso prueba que eres capaz de hacer un buen aviso o un buen comercial. Me acuerdo de alguien que dejó la palma de una mano marcada con tinta rojiza sobre una pelota de vóley y se lo mandó a un director creativo. Yo trabajaba para él y le pregunté: ¿Qué onda el currículum? A lo que él respondió: Otro Tom Hanks”. 26

Hice una pausa para salir a tomar agua. Hacía un sol tan intenso que las veredas porteñas brillaban. Quizá por ello fue la primera vez que pude eludir un mojón de perro sin mancharme los zapatos.

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7.

En mi oficina tengo algunos compañeros que se han traído obeliscos de souvenir; además de materas o tallados del famoso paseo de Caminito, y camisetas de Boca y River. Me dicen con sonrisa compasiva, es que tienes que ir allá, es lo máximo, otro mundo, las calles, los cafés, las mujeres, uy, sí, las mujeres. Le comenté eso mismo a la señora de contabilidad, muy amable la Carmita, lo que no tiene de oficina lo tiene de corazón, en su cubículo lo más prominente es una foto de su esposo emigrante en la Gran Manzana. ¿Conoce el Central Park? ¿La esquina del edificio Dakota?... Le conté la historia de Mark David Chapman aguardando a Lennon afuera del Dakota con su ejemplar de Salinger, The catcher in the rye; la del pequeño memorial de Strawberry Fields dentro del parque, historias que solo he leído porque no tengo ni para el bus, peor para un pasaporte. Mijito, no, hoy tampoco está tu cheque, tienes que ser paciente, aún no estás en rol, ¿ya hablaste con...? ¿y con...? Mejor intenta con... O sino, con... Ayúdeme, Carmita, ayúdeme. Bueno, tengo una hija en plena edad de fervor hormonal que no tiene enamorado, si quieres con mucho gusto te la presento, en la novena del colegio actuó de Virgen. A mi regreso, alguien se había metido en mi Mac primitiva (nueve de cada diez redactores en el tercer mundo tienen una así, salvo que sea una agencia que lave dólares) a revisar en Internet unos tours por temporada que incluyen el típico paseo por Caminito, la Boca, San Telmo, Recoleta y, como plato fuerte, la llegada a la meca de la creatividad, el templo neuronal 28

de Miñones y La Pampa, en pleno barrio de Belgrano, de donde salieron las campañas de La llama que llama de Telecom, del Jesucristo posmoderno en su Renault y su concepto de Grande por dentro, en donde los dos sumos pontífices, Ramiro y Carlitos, en persona, y sus jóvenes cardenales, impondrán las manos sobre los seminaristas ávidos de que la paloma del Espíritu Santo se pose sobre sus cabezas. Con suerte, si fuera, esa misma paloma se cagaría en mi cabeza. Siempre me han prendido las frases desafiantes, y quizá esa pica por buscar esas frases me llevaron a esto, a alzar el volumen de mi reproductor, a darle tack tack tack al teclado, a desoír el teléfono hasta que alguien lo contesta por mí, me saca un audífono y me dice es para ti, ¿qué, no oyes? Y las frases, en esta ocasión, vinieron estampadas en unas camisetas que trajo el surfista. Cuando llegó fue recibido como cuando Neil Armstrong desfiló por las calles de Washington D.C. luego de haber pisado la luna. El surfista juró que el lugar también era blanco. Un templo, sí, también se parecía a eso, me respondió. Blanco, con cristales. Quise creer que era como la Fortaleza de la soledad del Christopher Reeve/ Superman en el Polo Norte, donde se comunicaba con su padre Marlon Brando/Jor–El. No, tampoco así, se rió, pero el lugar es grande, los cristales permiten ver desde abajo cuando las ejecutivas usan falda. Ginger K., la pobrecita, se azoró y se bajó disimuladamente los pocos centímetros que aún le quedaban de falda, toditos los hombres son iguales, la misma huevada en todos lados. Pero cuando el surfista le puso en sus manos un alfajor de los cientos que trajo, recuperó la fe en el género masculino y le dio un beso abombado, infantiloide. Circulaba la leyenda urbana de que así se 29

los dio también al mejor amigo de su hermano menor; un fin de semana que cayó de sorpresa, como lo hacía casi siempre porque ya era parte de la familia, mientras esperaba el regreso de su amigo pudo ver, a través de la puerta entreabierta del baño, a Ginger K. mientras se duchaba. Ella, lejos de ahuyentarlo, dejó que el púber viera más. Esto al menos lo contó ella una vez, con una mirada tan dulcemente freak que no me sorprendería que lo haya desvirgado. El surfista trajo además un DVD con el reel de la agencia, las materas y yerba mate de rigor, y unos cuantos gramos perceptibles de dejo porteño: Y, qué sé yo... es que en algo nos parecemos, ellos también se llaman a sí mismos porteños, ¿viste?... Es un fenómeno extraño, muy extraño, acaso endémico de acá, como la patología de un “Zelig”, es decir de un mimetismo pero enfocado solo en la dimensión fonética. Tranquilamente a cualquiera de estos transeúntes de la 9 de Octubre, a quienes estoy viendo en este momento por la ventana, se le pudo haber ocurrido antes la historia de un Zelig fonético, y hasta quizá se habría separado un poco de la idea original de Woody Allen. Pero bueno, le ocurre a los grandes, hasta las películas no tan logradas de Woody Allen son geniales porque tienen su firma y no la de otro. Así también son los comerciales y las gráficas de las grandes agencias que participan para los festivales internacionales; la sombra de los grandes árboles puede ayudar a cubrir o, mejor dicho, a encubrir, compensar, como efecto secundario, las ideas cuando son mediocres. Pasaron los días y las muletillas importadas del surfista se fueron poco a poco, por fade out, aunque cuando le daba hipo y le preguntabas si estaba bien, te decía, 30

y... todo bien, ¿y vos? Pero luego se corregía. Un viernes, harto, pero intentando mesura, le hablé de un cuento de Pablo Palacio, Luz lateral, en el que el protagonista deja a su mujer debido a una incesante muletilla suya que no lo deja en paz: “¡claro!” Luego se va a vivir con una prostituta y ella también dice “¡claro!” mientras él se arregla para irse. “¡Claro! “¡Claro!” “¡Claro!” ¿Y de ahí, qué le pasó?, pregunta el surfista, ansioso. ¿Que qué le pasó? ¡Supongo que la sífilis!, le digo riéndome... El surfista lo toma como una afrenta, me sienta, mira a todos lados como para cerciorarse de no hacerme quedar mal en público, y me acoge como discípulo de un griego (aunque el único Homero que conoce se apellida Simpson). Jamás, jamás vuelvas a hacer un jogo do palavras. Cae peor que insultar a la madre o que una patada a los huevos. Un recurso ochentero, imperdonable. Si quieres que te contrate, jamás en tu vida vuelvas a hacer uno, ¿oíste? Yo lo miré como niño que derribó un florero en una sala recién aseada, y él movió su mano para que me fuera, aunque el sitio donde estábamos era mi puesto. El surfista, al percatarse de ello, dejó de hablar ex cathedra y se portó un poco más amistoso. Ah, me olvidaba, esto es para ti, y sacó de su bolso una camiseta negra, traída de su sitio de peregrinaje. Una profesión de fe gravada sobre piedra; el estilo, actitud y mística con la que tendríamos que afrontar en cada brief creativo, hasta en cada broma inteligente que deberíamos hacer frente al cliente y, de ser posible, hasta el más mínimo de nuestras prescindibles vidas. La camiseta tenía estampada una cita del evangelio según Ramiro y Carlitos, sobre un negro cósmico e infinito, en hermosa tipografía Lucida Sans tamaño 12: “No sabemos qué vamos a hacer porque nadie lo ha hecho antes”. 31

8.

La angustia es un don, pero no cuando emerge incontrolablemente de los estómagos compungidos, sino cuando es metódicamente manejada y organizada en cápsulas que deben ser ingeridas en determinadas dosis. Es quizá el don más precioso del espíritu, alma, conciencia, o como se le quiera llamar. Es un chakra y como tal requiere de ciertos maestros para despertarlo adecuadamente. La angustia lleva al caos, y el caos a la creación, y la creación, muchas veces, a alguno que otro galardón publicitario que servirá para banderearlo en la agencia y pedir al dueño que le aumenten el sueldo. La angustia es la catarsis de la inacción. Quizá la invención del concepto del estrés es quizá la maniobra más infame del último cuarto del milenio fenecido. El estrés impulsó la industria de los antidepresivos y calmantes, que se volvieron más emergentes que los misiles o los anticonceptivos. El estrés creó seres perezosos, débiles mentales, creó los permisos laborales por enfermedad, creó esa actitud no menos deleznable de huir a como dé lugar —del mismo modo que San Agustín aconsejaba huir ante las tentaciones lujuriosas— del trabajo “bajo presión”, como si la angustia no fuera la aliada de los mecánicos del área de Pit en la Fórmula Uno, o de los Empleados del Mes en McDonald’s... Para esos inconsecuentes, fue la Angustia (con mayúscula) quien detonó el Big Bang, y es la Paz y la Quietud quienes acabarán con las moléculas de hidrógeno de las estrellas y por ende, el universo. La angustia no es negocio para la paz, por eso se imparten 32

técnicas de meditación, de supuesto control, para adormecerla, para evitar que muestre todo su potencial. Si hago una encuesta en este momento, puedo asegurar que mis empleados sienten la angustia, y por ende ese hálito de vida. La angustia la sienten los accionistas cuando en la reunión anual se mantienen en vilo hasta que se les comunica que sus acciones no cayeron; no porque la empresa haya sido rentable sino porque se logró reinvertir creativamente las utilidades de los empleados en otros rubros emergentes. Ese es uno de los grandes prodigios de la angustia, graduar expertos en contabilidad, otra rama de la ficción.

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9.

En el seminario me dieron un peluche de una llama, a la que tuve que crearle una historia que justificara que era cualquier otra cosa menos eso. La idea que más me gustó fue que era una persona disfrazada, pero no una cualquiera, sino aquella que le dio a Brad Pitt la idea de disfrazarse de pollo para publicitar un restaurante, en la época en que no conocía a Thelma, a Louise ni a Angelina Jolie. Al terminar el ejercicio me encariñé un poco con la llama, pero al devolverla me dijeron que me lo cargarían a la cuenta del hotel. Ni con el dinosaurio Barney ni con la muñeca inflable tuve mucha afinidad. Hubiera querido conversar esto con mis compañeros del seminario pero nos limitábamos a reír en los bares de Palermo Soho, cerveza, pizza y eufóricos partidos televisados de rugby de por medio, y me perdí todos los paseos guiados de mi paquete. En Guayaquil mi director creativo veía mi bloc de ideas con rayas perpendiculares y aros concéntricos, cortados abruptamente por un cuadrado, y ya se olía mi crisis. Era surfista y todo lo resolvía en el agua, por eso pasaba fuera casi toda la jornada. El problema no era que la playa “surfeable” más cercana quedaba a una hora sino que a su regreso, mi mala suerte quería que siempre me pillara leyendo y dibujando triángulos al lado de las citas más interesantes que, según yo, debería utilizar algún día en algún copy. Conocí otros como él que habían ido al mismo seminario, que se repetía todos los años. La geografía quiso ponerse de mi lado. Es la regla de oro del turista 34

a un paso de convertirse en ilegal: sellar el pasaporte en la República Oriental del Uruguay y volver. Como todas mis ideas, el problema es que también se les ocurre a cien millones más.

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10.

Rufus Bondham aprendió el arte de citar frases de un tal Gedeón, un viejo truhán de Kentucky a quien se le ocurrió vender Nuevos Testamentos en miniatura a los hoteles para que estos sean ubicados en las habitaciones y los huéspedes puedan llevárselos a manera de souvenir. Recuerdo de niño haber cogido un ejemplar que tenía olor a guardado, ya que estaba en el cajón izquierdo de la biblioteca añosa y metálica de mi casa, que hubo que abrirlo alguna vez con cuchillo debido al óxido del cerrojo. Lo incorporé a mi séquito de juguetes, muñecos-personaje, quienes lo aceptaron como un inocuo libro de brujería. Bondham entendió que Gedeón fue un adelantado, un visionario de lo que hoy conocemos como merchandising. Y qué mejor que con el libro de citas más famoso del mundo. Para apelar a un target más secular, Rufus empezó a apropiarse de citas de Lincoln, de Churchill o Gandhi. Luego subió el calibre a Stendhal, Rilke y Machado. De ese modo, para cuando surgió en los ochenta la dupla de gurús del marketing Al Ries y Jack Trout, ya no resultaba extraño que al hablar de empresas o marcas exitosas que en sus inicios nadie daba un centavo por ellas, citaran la frase de Camus: “Las grandes ideas llegan al mundo como amables palomas. Quizá, entonces, si prestamos mucha atención, escucharemos entre la conmoción de imperios y naciones, un débil aleteo, el suave movimiento de la vida y de la esperanza”... ¿Realmente Camus dijo esto? ¿Y si en realidad era la frase descontextualizada de un autor de autoayuda de la época? (No dudo que hasta en su natal Argelia debió haber existido alguno). 36

A nadie le gusta quedar como pelotudo. Por eso cuando Augusto Monterroso le preguntó a una emperifollada admiradora suya si había leído su archiconocido texto El dinosaurio, ella respondió suelta de huesos voy por la mitad.

Con las bestias mitológicas creadas especialmente para la publicidad, el caso es distinto. Hoy en el seminario me mostraron al Minotopo. Según describe el aviso: semidios mitad hombre, mitad topo, último de su raza, aniquilado hace 3000 años en la guerra de los dioses. A pesar de su aspecto feroz y sus 2,50 m alberga una gran nobleza. Él y los de su raza fueron los creadores de los túneles. Murió asesinado por el dios Nurio, hijo adoptivo del dios supremo Ilinfo. Pero el latido de su corazón (tatá–tatá) aún se escucha en el Subte. (tatá... tatá...) (tatá... tatá...) (tatá... tatá...) Logo del Subte de Buenos Aires. ... ¿Qué les pareció?, nos preguntaron. Eso es vender mitología griega, les dije, una versión burda de la mitología, encima. ¿Qué tiene que ver eso con el Subte? Esto es un seminario de creatividad publicitaria, amigos, no volé cuatro mil doscientos sesenta kilómetros para escuchar sobre bestias mitológicas, por suerte me libré de esa huevada en el colegio, me acuerdo hasta del profesor, le decíamos pipí con lentes; sorry, muy lindo el comercial, ustedes son capos en lo suyo pero eso es esnobismo, no publicidad, y de paso no la entiendo para nada. Los creativos me miraron 37

perplejos. Uno de ellos empezó a mascar más rápido su chicle, emulando una campaña asiática multipremiada que mostraba un chicle mascado en forma de cerebro con el concepto de “mascar es pensar”. Otro movió ansioso su pie y casi se le sale su chancleta fashion Havaiana. Otro se rascó la barba y se sacó una papa frita que anidaba ahí. Al día siguiente mis compañeros de aula eran 50000 nómadas que se subían y se bajaban en cada estación. Éramos como las entrañas dentro un largo gusano que exhala cada vez que se detenía para volver luego a tomar aire y seguir, cavando más y más la tierra, sin rendirse, en medio de la oscuridad absoluta. Los rieles y la soledad. La soledad y los segmentos de túnel como anillos de una colosal tráquea. Los sordos latidos, filtrándose por las ventanas del túnel (tatá–tatá... tatá–tatá... tatá–tatá...). El cónclave de creativos había decidido regalarme un one–way ticket desde la estación de Juramento a la de Tribunales, para ejercitarme en poder de observación.

Hoy me despertaron unos latidos: había amanecido sobre el pecho de un gorila, escribió Bondham en la página 12 de su bitácora personal.

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11.

En Guayaquil no logro ser creativo. Aunque ejemplos alrededor me sobran. Me suelo quejar de que salgo a las dos de la madrugada todos los días. Que la publicidad no paga horas extras. Que el que debe pagar implícitamente la pizza comunitaria para todos los camaradas de lucha es aquel que posea tarjeta de crédito con la promesa de un utópico reembolso por parte de la empresa. Un acto de solidaridad o un acto de pendejismo. Dice el brasileño en el acápite siguiente: “Más te vale tener la mayor cultura general [sic] que puedas. Porque después de entrar en una agencia competitiva, lamentablemente no vas a tener mucho tiempo para ir al cine, leer, viajar, etc. Ojalá que tus padres y tú mismo hayan invertido en tu educación. Si no, olvídalo. Prueba ser D.J. (...)”. Y párrafos más adelante: “Las agencias se parecen a sus dueños. Los valores y prioridades del dueño impregnan toda la estructura, como así también es la identificación con esos valores lo que atrae clientes y profesionales parecidos. Por eso, nunca trabajes en una agencia que tenga nombres tan estrambóticos o esnobistas como Casa Tomada (investigué, hay una agencia en Perú que se llama así), que no denotan más que una insulsa intelectualidad demagógica. Aberrante, solo de imaginar que a uno de sus clientes, una aseguradora de siniestros, le pongan como slogan Todos los fuegos el fuego” (¡!). En Guayaquil no logro ser creativo, y ni siquiera por falta de referentes. Aunque he de admitir que mi mayor referente es el hijo de un pueblo distante, Muisne. 39

Una suerte de impostor, de maestro vernáculo de la ficción, a quien han llamado el Cuentero de Muisne. Desde mi cubículo se ve la torre morisca en el Malecón, la misma que el cuentero se la “vendió” a un turista suizo, haciéndose pasar por su legítimo dueño. Y un día de esos de hambruna, se hizo pasar por el hijo de un cónsul japonés (achinó sus ojos con una resaca) y obtuvo hospedaje gratuito por casi un mes en una suite presidencial de un cinco estrellas. Seguramente nunca supo quiénes fueron Thomas Chatterton, Marcel Schwob o Thomas Pynchon, pero ha sido, de lejos, mucho más efectivo y paradójico que todos ellos. Hacer realidad de él sería caer en una ficción poco verosímil. Hacer ficción, sería limitar enormemente la riqueza de su realidad.

El seminario se está extendiendo más de lo esperado. Estamos viendo horas y horas de comerciales. De las mejores agencias del mundo. Jugando a ser jurados. Al menos para ver qué se siente juzgar a otros...

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Si hago una encuesta en este momento, puedo asegurar que mis empleados sienten la angustia, y por ende ese hálito de vida. La angustia que sienten los accionistas al ver que las utilidades de la agencia, han disminuido. El director creativo, dejando a un lado su tabla de surf aún mojada, me dice que el redactor se ha ausentado mucho más de lo previsto. A petición mía, el contador de la empresa va a maquillar una situación de bancarrota para no reconocerle su liquidación: licencias privilegiadas de la ficción.

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Hoy no fui al seminario, me pasé como siete estaciones del Subte y ya andaba por la de 9 de Julio. Aún trasnochado por lo de ayer. Preferí caminar. En Buenos Aires sí camino. Salgo por el andén y subo a la superficie. No me queda otra. Florida no parece una calle sino una plaga. Un tumulto cosmopolita, imparable; una peatonal donde cabría más gente de haber más espacio y menos vendedores. En contravía se me cruza un gringo con sonrisa de autosuficiencia. Bien podría pasar inadvertido de no ser por su sombrero de Panamá y su perra cámara de fotos. Mientras me quedo viendo su cámara y pensando ya mismo se la arranchan por gil. Es la satisfacción de la superioridad, el que uno ya conoce las reglas y el otro no. En el que el uno viste de turista y el otro, ahora de civil. Ponen frente a mis ojos una hoja volante, de esas que dan en la esquina y que por inercia uno bota en la siguiente. No ofrecían celulares, ni sexy shops, ni cabinas XXX, ni locutorios, sino un tenedor libre. Un negocio de chinos, como todo lo chino extendido por el mundo. Me preguntaba cómo hacían esos locales para verse siempre igualitos, tan uniformados como un manual industrial de uso de línea gráfica y marca. ¿Franquicias familiares? No señol, somos coleanos, no insulte. Entré. Me vi rodeado de gente que nunca veía en la calle (peor aún en el seminario, o en Belgrano, o en Palermo o en Recoleta) y que quizá comían aquí todos los días. Gente obrera en su mayoría, que por sus pecu42

liares acentos bien podrían ser paraguayos, bolivianos o peruanos. Aunque nuestras realidades eran distintas, todos buscábamos una oportunidad. Y quizá en este tenedor libre era la única vez del día que tanto sus estómagos como el mío estaban en igualdad de condiciones. Ensalada, pollo, papas, verduras, pescado, arroz, todo al plato; parrillada, morcilla, y todos los postres habidos y por haber. En medio de mi delirio de “todo por 5 pesos”, vi junto a mis platos un par de medias, que alguien estaba dejando mesa por mesa. ¿Será que los chinos también comen medias y nos están dando una muestra gratis? Pero era uno de esos vendedores cuyas caras nunca recordamos porque detestamos sus palabras. Solo que este no dijo ni pío. Luego de que todas sus medias estaban en las mesas y que nadie mostraba interés en ellas, más que en las que tenía puestas (si es que alguien tenía), pasó de nuevo mesa por mesa a llevárselas. Hasta que en una de ellas, apartada en un rincón junto a una vieja escalera, alguien lo agarró por el brazo. Era un Karl Marx con cabello negro, aunque no tenía cara de haber escrito El Capital ni de haberse bañado en años. El vendedor se sobresaltó y, al verlo a él y su siniestro diente de oro, se sobresaltó más. Los perros odian a los gatos y tú eres el gato, afirmó muy pausado, como pronunciando un conjuro. Aquí están los secretos para que aprendas a ladrar. Y le mostró un libro. De pasta corriente, grasosa y hojas sabias sin copyright, de papel periódico. El tipo lo tomó entre sus manos, con la misma perplejidad que sintió Atahualpa cuando Pizarro le mostró la Biblia y le aseguró que ahí dentro estaba dios. Es el último que me queda, dijo el hombre de gran barba. Y fue el último que le quedó. 43

El vendedor salió del restaurante con menos pesos en el bolsillo pero con 10 pares de medias nuevas para sus hijos; los libros de creatividad juegan con nuestra angustia.

Aprendiendo a vestir ahora de civil, la otra parte natural del proceso era conseguir un departamento. Parecía apostador de hipódromo escudriñando minuciosamente avisos clasificados de todo tipo y tamaño, le saqué la madre a la capacidad de mi memoria Ram aprendiendo a memorizar teléfonos con más dígitos que en mi país. Los ejercicios a ratos llegaban a ser tan obsesivos que terminaba “tatuándome” los brazos como el protagonista de Memento; en otros casos, cuando me quedaba sin pluma, una ventana abandonada y polvorienta cerca de la plazoleta Maimónides, en Córdoba y Uriburu, me sirvió para anotar el número de dos salones de masaje clandestinos que me costó aprender porque había escrito un incierto dígito sobre una costra blanca, caca de paloma fosilizada. Pensar siquiera que hubiera llegado a los niveles del Dr. Nash en Una mente brillante habría sido más que patético, así que descarto tal comparación. En Guayaquil, la esquina de Pedro Carbo y Aguirre, el sector céntrico donde acostumbraba transitar de niño con mi madre, había una inmensa tienda de departamentos esquinera cuya fachada tenía secciones a modo de finas plataformas que la atravesaban transversalmente, desde el mezzanine al penúltimo piso, que servía de hábitat para cientos de palomas, algunas de paso, otras inquilinas, cuyas heces blanquecinas se mimetizaban con la fachada. En la vereda de en frente solía apostarse un loco andrajoso pero 44

inofensivo, cuya misión en la vida consistía en caminar en cuclillas, mirar al suelo y escribir utilizando solo un puñado de hojas de hierba, que guardaba en sus bolsillos, puros 10101010101010; de haber sabido entonces lo que era el código binario y de haber existido el Discovery Channel, habría llamado allá para que lo estudien; a lo mejor hubiera sido algo más estrambótico que la autopsia al extraterrestre de Roswell. En el seminario, a manera de una jornada de sensibilización, nos llevaron al taller de creación artística del Psiquiátrico Borda, que había sido antes el amplísimo galpón de una antigua fábrica; tenían pinturas alusivas a seres monstruosos, a cascos y uniformes militares, estilos estremecedores, Van Goghs criollos, y una vieja imprenta, ahí editaban libros artesanales, poemarios, que vendían a los turistas; me compré dos y los hice autografiar. Aún así, aquel homínido binario que utilizaba las veredas como murales de reflexión científica me sorprendió mucho más, acaso por su desplazamiento que era lo más cercano a un chimpancé.

Los teléfonos que hallé fueron de encubiertas agencias inmobiliarias que se hacían pasar por los verdaderos dueños de los departamentos, especie al borde de la extinción en la zona de Capital Federal. Al conocer mi inquietud, uno de los creativos del seminario, luego de bajar de un árbol para metaforizar ante unos colegiales visitantes el método inspirador de Newton, me dio el contacto de un departamento monoambiente en el barrio del Once que estuvo a punto de alquilar antes de enterarse del embarazo de su mujer; así conocí a la señora Buzzani. 45

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La señora Buzzani no alquilaba a cualquiera, mucho menos si se trataba de un extranjero, eso fue lo que me dio a entender desde el inicio. Era un tercer piso sin mucho lustre. El pasillo de la entrada, con vago olor a sótano, estaba oscuro y mi mirada vagaba como si estuviera adentrándome a una caverna con la señora Buzzani de guía; después de todo no superaba el tic bobalicón de los turistas. Aplaudió. Nada. La señora Buzzani se azoró, dijo que disculpara su lapsus, quería imaginarse qué tal se sentiría si su edificio tuviera un sistema de encendido automático al aplauso como en los hogares del primer mundo. No capté ese sentido del humor, tal vez por forzado; no sé por qué inferí que aquello no era más que una excusa para estudiar mi reacción, que fue la obvia, sonreír como uno debe hacerlo con las bromas del jefe en la oficina. A lo mejor este episodio habría quedado en el olvido de no ser porque ella lo ejecutó tres veces más, en cada piso. El ascensor llevaba días fuera de servicio. Cada piso tenía un interruptor con un foquito naranja que daba luz apenas minuto y medio, antes de apagarse por sí mismo. Fue el lapso en que vi sus manos blanquecinas y atropelladas de venas, eligiendo de entre su manojo una de las tantas llaves victorianas que se enroscaban en sus dedos, no sin antes halar un sujetador de donde pendían sus lentes gruesos. A la luz el rostro de la señora Buzzani pecaba de exceso de polvorete. No deseo recordar detalles del departamento monoambiente, me ocurrió algo peor de cuando uno mira una adaptación fílmica y no se parece en nada al libro: era exactamente igual de cómo me lo imaginé. 46

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Las cosas han cambiado en el seminario, algunos ya no van, o si reaparecen los veo distintos, como si fueran otros los que hubieran tomado su lugar. Entiendo que algunos piensan lo mismo de mí; este seminario condimentado con carnes y tangos de alto turismo seguramente debe habernos trastocado, a lo mejor somos discípulos de la angustia y ya estemos encontrando nuestro camino, aunque por antonomasia, la angustia no lo conduce a uno por un camino, mas bien lo extravía por cientos de ellos. Hoy en el seminario nos mandaron a eso: extraviarnos. El creativo de la papa frita, ahora rapado a mate, se había atado dos trenzas en la barba como una suerte de purga; habría sido absolutamente fuera de lugar preguntarle si fue su intención emular a los monjes budistas o los Hare Krishnas. Descubrí que mi inquietud también la tenían otros, de modo que comprobé, una vez más, la oportuna agudeza y exclusividad de mis ideas. Ni bien estuvimos veinte minutos en el salón fuimos conducidos a la salida y puestos en fila india. Hoy el azar, la observación y su aguda intuición serán sus mejores maestros, nos dijo el creativo. Se nos dio instrucciones de seguir a un transeúnte lo más discreto y pacientemente posible. Esta asignatura no tendría límite de tiempo más que el que nuestra adrenalina y curiosidad pudieran resistir. La misión de seguirlo hasta su casa y, de ser necesario, rastrear en su basura para obtener pistas sobre su personalidad. Es decir, estar 47

dispuesto a seguirlo hasta los confines del mundo, a como dé lugar. Con la excepción de que se trataba de una gorila en celo el objetivo a perseguir, el caso de Rufus Bondham fue distinto. Dicen que esa fue una de las pruebas por las que tuvo que pasar para dejar de ser un simple cargador de fardos de la expedición de Dian Fossey.

En un monoambiente no había lugar para recorridos turísticos extensos, la mirada general bastaba, como visitar Andorra o Leichtenstein. La señora Buzzani frunció el ceño al revisar el contorno de los únicos sellos de mi pasaporte, luego comparó mi foto con la imagen que tenía en frente suyo. Indudablemente, nunca somos iguales, le dije. Ella me preguntó si ubicaba la identidad falsa que el Che Guevara asumió cuando se infiltró en Bolivia. Era calvo y tenía lentes y apellidaba Mena, creo. Los jóvenes ya no se interesan en historia, una pena. De no estar en una situación parecida en la que tenía las de perder por ser alguien cuyas cartas credenciales no eran garantía de buen pagador, me habría dormido; la perorata de “los tiempos pasados fueron mejores” debe ser uno de los lugares comunes más aberrantes de la historia y curiosamente los lugares comunes, maquillados con un poco ingenio, son los que habrían de darme de comer. Esta ciudad está llena de historia, señora Buzzani, cómo no habría de interesarme en ella, respuesta mamona que le cayó bien; era como el cliente que escucha lo que quiere escuchar mas no lo que en verdad necesita. La señora Buzzani se detuvo en la suela de mi zapato donde residían los restos de una bosta endurecida cubierta por el polvo y algo de 48

césped. Al parecer tan fino era su olfato que no era conciente de la magnitud de la esencia que perfumaba su apergaminada piel. Seis meses por adelanto, me dijo haciendo evidente un chicle que moraba en su molar superior derecho. Es demasiado. Entiendo que solo sos un pibe, o al menos es lo que aparentás: te cuento que una vez conocí a un enano, sí, un enano, ¿podés creer? Y uno cree que solo aparecen en las películas y en los circos. Pasaba yo por una verdulería de peruanos y ahí estaba, como poseído, con las manos sobre el cuello, y la boca abierta más grande que su misma cabeza. Y era de miedo en verdad ver a un enano que había aparecido de quién sabe dónde, que no paraba de hacer esas muecas grotescas frente a las frutas y verduras que uno compra para su diario subsistir. ¿Y si regurgitaba o algo así? Pero también era tierno, no me preguntes por qué. No era tierno lo que le pasaba, si le hubiera dado ese ataque al judío Schavelzon, por ejemplo, tanto los que estábamos ahí como yo hubiéramos dado pasos atrás, a lo mejor porque nadie en el barrio es médico y para qué uno se va a meter en lo que no sabe y la termina regando y mal, como lo hacen los políticos, y qué políticos que nos manejamos, ¿eh? Por suerte no vivís aquí. Bueno, es un decir porqué vivís aquí, aunque el lograr vivir aquí de aquí, dependenderá de algunos factores. Pero antes dejame terminar la historia del enano, es criminal dejar una historia a medias. Decía que era tierno verlo en su acto de asfixia porque ciertamente le estaba pasando a él y no a otra persona. Puede sonar de muy mal gusto, pero al ser él alguien tan desproporcionado a nuestra realidad (como nosotros lo somos a la suya), no es nada raro que nos puedan parecer desproporcionados sus padecimientos. ¿No te parece lógico? 49

Mi perseguido era un tipo de mediana estatura con sombrero clásico, llevaba un periódico bajo el brazo, un reloj de leontina, y a juzgar por sus audífonos, un reproductor musical que debía estar escondido en su gabardina. Volteó a ver a una rubia voluptuosa con falda a cuadros, si sirve como dato relevante para mi informe, su rostro acusaba media docena de liftings y al menos un par de cinceladas renacentistas en su tabique nasal. La acompañaba una jovencita recatada de ropas aunque con cara de comerse un batallón entero y pedir más, sin embargo mi perseguido no era parte de sus gustos porque mostró indiferencia cuando sin querer tropezaron entre el tumulto de la avenida Pueyrredón, debido a que ambas veredas estaban en construcción hasta que repararan un ramal del Subte. Cuando se destruye el hormiguero, las hormigas se disparan como un río desviado de su cauce.

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La angustia ha sido malentendida como la pérdida de fe o también el deseo inconsciente no querer volver a recuperarla. Nada más falso. Es el hálito, el llamado interno de los condenados a producir bajo presión, no por un dictamen superior sino por naturaleza propia. Dicen que la sede corporativa Google, para crear un entorno laboral lúdico, tiene más mesas de ping pong que todos los polideportivos de China juntos. Yo no preparo simios acróbatas, necesito guerreros que diariamente se jueguen la vida por mí y sean ingeniosos para sortear cualquier crisis que se avecine, que sepan vivir cualquier embate de austeridad con el estoicismo de los espartanos. Hoy eliminamos para siempre la dotación de aspirinas para el botiquín. A este ritmo, explica en su informe el asesor administrativo, estaremos más cerca de la norma ISO 9000–700C que todas las exportadoras de cerebros del país.

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Dos recorridos enteros del Subte y veintidós cuadras fue la distancia que me tomó seguir al sujeto seleccionado. Una labor que se tornaba cansona porque lo mínimo que uno aspiraría es que le haya tocado un estrangulador de Boston o uno de esos pervertidos austriacos que encierran a sus hijas por veinte años en el garaje. Es inevitable no soslayar al individuo de su entorno, como ocurrió brevemente con la reina del Botox de falda a cuadros y luego con dos tipos que le preguntaron la hora, la versión octogenaria de Porcel y Olmedo. Estábamos en Santa Fe y mis pies, a punto de reventar, no eran buenos caminadores. Perder de vista a mi perseguido habría sido truncar la tarea. A esto, ¿para qué perseguir a un pendejo que desconozco si se supone que estoy “estudiando” para ocupar un puesto como el del barbón de las papas? ¿Será una prueba de fe, como las de Cristo ante el demonio en la montaña? En Guayaquil nadie de nosotros había vuelto a ser el mismo desde que descubrimos la hoy clásica y, polémica en su momento, campaña de Cristo en un Renault, con el concepto de “Grande por dentro”, aludiendo a la grandeza en términos argentinos. Un Cristo estilizado con aspecto citadino recorre en su Renault por un barrio suburbano hasta que ve a una lolita que vende su cuerpo y que se llama, por esas cosas de la vida, Magdalena. La trepa al Renault y la conduce hasta un lago donde ella siente una especie de deja vú ya que ahí mismo dio su primer beso, algo que a pesar de la vida que llevaba nunca olvidó. El Cristo con look de Diego Torres la besa en la frente, le dice que no vuelva a pecar y se va en su auto listo para otra neoevangeli52

zación. Otra aventura escatológica, que fue mucho más conocida y hasta traducida (solo faltó al arameo) debido a los premios Cannes que ganó, fue la historia donde aparecía su contraparte, Lucifer, Luzbel o Satanás. Un tipo va conduciendo su Renault a toda velocidad por una curva de carretera cuando un tráiler está a punto chocarlo, muerte segura, hasta que se materializa en el asiento de atrás el susodicho demonio y paraliza el tiempo dejándolos solo a él y al conductor inmunes. En ese lapso el diablo lo pone en jaque, tu alma y te doy lo que quieras, mujeres, dinero, poder. Y el tipo se resiste a la tentación, lo rechaza todo. Satanás, furibundo: ¡tú no sabes nada de la vida! Y el tipo desafía al diablo: eres tú quien no sabe nada... de autos. Se esfuma el frustrado tentador. Fin de la parálisis temporal. El tipo quiebra el volante y maniobra de modo tal que esquiva al tráiler y sigue su camino sin movérsele un pelo como a James Bond. Pero ni eso, ni los atractivos paseos a las tanguerías y asaderos, son suficiente excusa para entender por qué, what the fuck, sigo persiguiendo a este tipo, sin sentido alguno. Empezaban a aburrirme los edificios anglo–franco– neoyorkinos cuyos estilos no lograba del todo distinguir. Tampoco estaba en Brasilia para embutirme de Niemeyer, ni sé de arquitectura más de lo que dice este brochure que un empleado de un hotel me ha obsequiado al verme pasar entre una burbujeante hecatombe de japoneses abordando un bus que anuncia un viaje a las cataratas de Iguazú. Y sin más, se fue. Mi perseguido se hizo humo. Inútil preguntar por él, nadie me dio razón. Aunque no todo estaba perdido: en plena avenida, a punto de que lo aporree un taxi, el sombrero gris del ignoto perseguido fue salvado por un turista que, según él, había dejado de serlo... 53

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Por un aniversario más de su muerte, rinden homenaje a través del concurso “Lee a b ”, organizado por la Fundación Internacional Esquina Rosada más el patrocinio de Latin Picture Argentina. La iniciativa surgió de aquel famoso lugar común que indica que b “se lo cita más de lo que se lo lee”. El concurso, por tanto, fue definido de una manera sencilla: invitar a la gente a leer sus obras, a conocerlo. Para producir sus trabajos, los estudiantes cuentan con una herramienta invalorable cedida gratuitamente por el patrocinador, Latin Picture Argentina: todas las fotografías del escritor con que ese banco de imágenes cuenta, en alta definición.

Fanny contó, además, en esa memorable entrevista la insistencia de don Georgie en pedir una postal específica. Había dictado varias versiones de cuento Guayaquil, sin quedar satisfecho aún con ninguna de ellas. El esposo de María Kodama quería expresamente la postal del monumento de Bolívar y San Martín, ícono del puerto del Pacífico Sur donde se dio la entrevista de estos próceres de la Independencia americana. No entendía para qué, un pedazo de cartón que no podría ni ver, a ratos era como si b fuera mi hijo putativo.

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Aquel turista que aseguraba ya no serlo recordó un medio alternativo que usó la agencia de Ramiro Agulla y Carlos Baccetti para una campaña y que, a diferencia del 80.55% de las piezas creativas que concursan en los festivales y son falsetas, él ahora los estaba viendo colocados sobre ese y algunos más taxis porteños. Sus mensajes decían: “Arquitectos: acá o en Páginas Amarillas”, “Abogados: acá o en Páginas Amarillas”. Ese es el tipo de ideas que se le ocurren a uno antes que pensar en la lista de clientes para los que uno trabaja y sus problemas a solucionar. La idea está ahí, gravitando, pero hay que travestirla de algún cliente, endilgársela a una marca, aunque no sea cliente de la agencia, o se termina transformando en un performance bonito pero aislado, sin “impacto”, y eso no te vuelve un comunicador profesional sino un simple artista en el sentido más peyorativo de la palabra. La solución más práctica para salvar a estas ideítas sueltas, “performáticas”, de la hoguera del olvido es convertirlas en piezas falsetas o truchos, como los llamaron en Argentina. ¿Pero para vos, quiénes son más mentirosos, los publicistas o los escritores?, me pregunta el taxista. Los publicistas al menos lo hacen por necesidad. Los otros ya son patológicos.

¿Adónde vas? Eh, no, no, tranquilo. A ningún lado... Me acaban de robar la billetera y solo me han dejado el sombrero, miente este turista sin grandilocuencia. 55

Todo bien, decime no más. Si no es lejos te llevo, hoy no tuve un día tan malo, dice el taxista. El joven turista, dándose cuenta de su poder de verosimilitud, se sube al taxi sin más ni más. Había descubierto en el fondo del sombrero una etiqueta bordada con una dirección, y como buen pupilo del seminario, instruye al taxista hacia dónde se debe dirigir.

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¿Vos conocías del hirsutismo, ese problema hormonal que causa exceso de vellosidad por todo el cuerpo? Me alegro que sepas, yo no alquilo a cualquiera, ni a cualquiera le cuento mis historias. Bah, tampoco son historias formalmente hablando, creo que me entendés. El punto es que la selectividad no es un mero capricho de quinceañera. ¡Viene de la naturaleza misma! La genética es un azar tan tirano como el de la lotería. Por genética, un decimal mal puesto hace la diferencia entre que una mujer barbuda y yo. Vos podrías decir, ¿y qué justicia es esa si yo prácticamente soy lampiño, con cara redonda como nalguita de nene? La genética no persigue justicia. El bien de una comunidad no es el bien de todos, al igual que la bendición infortunada de unos no es patrimonio del resto. Esa mujer barbuda tiene las mismas aspiraciones de las tuyas, va por oficinas de turno mostrando en su portafolio todas las habilidades de la que es capaz. Porque, digamos, vello facial podría tenerlo cualquiera. Ahora hasta un hombre puede ponerse un par de lolas y todo bien. ¿Qué hay detrás del vello? Alguien decía que la vergüenza. Porque de algún modo somos seres que ocultamos la vergüenza de nuestra desnudez. Te pondré un ejemplo quizá más cercano a vos: los actores porno, los adonis de la posmodernidad, ¿por qué se depilan? ¿Porque se volvieron locos o se creen Skinheads? No, no. Es el signo de los tiempos. Los tiempos que van cambiando, como decía el judío Dylan. El exceso de vello púbico a lo mejor es ese rezago genético de cuando fuimos Australopithecus 57

y necesitábamos guarnecernos en las cuevas y por ahí darle generosa posada a algunas liendres. Nada más. Una película de este yanqui Tarantino mostraba un monólogo de antología donde se explica que, a diferencia de todos los superhéroes, Superman nunca dejaba de ser Superman por más que no se vistiera como “héroe” ya que nació así, cuando llegó desde su planeta. Y que su verdadero alter ego era el terrenal y torpe Clark Kent, porque es así como Superman metaforizaba su crítica hacia la humanidad. Quien quita que el hirsutismo de la mujer barbuda sea una forma que la naturaleza elige para criticar lo discriminadores que somos. No creo justo que las mujeres barbudas solo tengan que casarse con los hombres con hirsutismo que en los circos trabajan como hombres lobo. ¿No somos demasiado circo para tener más circos?... Son cosas tan sencillas que la gente no entiende, como el respeto. Yo tengo derecho a que respeten el espacio que piso y el aire que respiro. ¿Vos podés creer que ese enano de mierda, en medio de sus convulsiones, zapateaba como trompo y me pisoteó? Sí, eligió mi meñique y me lo dejó así, miralo. Por dios, no conforme con esparcir con absoluta irresponsabilidad sus gérmenes por las frutas del peruano, que por cierto no estaban en cajones tan ascépticos que digamos, me agrede. Y yo que me apiadé por un momento de él y pensé ayudarlo. No, no, terrible. Imaginate un golem pero un poco más gordo. El tipo ya empezaba cobrar matices grotescos, angustiantes, en un momento empecé a mirar por todos lados si había una cámara oculta o una pelotudez de esas. El enano ahora ya no tosía, se quedó sin voz de un momento para otro. Ahora se agarraba del cuello, con el aliento reprimido, como si quisiera practicarse él mismo una llave de lucha libre. 58

Y luego me miraba y me señalaba su cuello sudoroso, la tráquea o su manzana de Adán. Puedo sonar un poquitín cruel pero en ese instante me pregunté, ¿los enanos también tienen manzana de Adán? Sería una crueldad de la naturaleza, como crear un ascensor-bala para rascacielos y que solo pueda elevarse un piso. Las ocupaciones, las cosas de la vida no permiten detenerse en estos pensamientos, pero ¡qué necesarios que son! Sí. Llamalos inoportunos y desfasados pero cuando llegan, llegan, nada lo puede impedir. Enano rojo, mujer absorta. Enano púrpura, mujer ensimismada. Enano verde, mujer en frecuencia beta. El verdulero, impávido, tuvo la genial idea de decir ¡hay que hacer algo, hay que hacer algo! Y el resto de vecinos, como actores bretchtianos que se presentan para el casting de una obra stanislavskiana que no aún han ensayado. ¡Claro que había que hacer algo pero quién se había fijado en mi pie, mujer de edad! Ya no estoy para semejantes emociones encontradas. Uno ya con bastantes preocupaciones encima que nadie más sino uno tiene que hacerse cargo. ¿El enano va a ser mi sombra en el edificio? ¿Él tocará puerta a puerta para cobrar las expensas? Él no piensa en mis nervios, quiere que todos nos centremos en él. ¿Cuándo yo he hecho algo parecido en mi vida? Vos no conocés mi vida, pero te puedo asegurar que nunca. Pero para no alargarte el cuento, te puedo decir que finalmente llegó la caballería. No me preguntes cómo. Quizá alguien pudo tratar de localizar a la policía o los loqueros. Pero pensándolo bien, mejor que no hayan aparecido, porque si era la cana, nos interrogaban o nos acusaban de complicidad, de enanicidio; y yo para esos trotes, no señor. Ya colgué los tenis. 59

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Otro de los negocios turbios de Rufus Bondham fue un trato comercial al que llegó con la Panama Hat Transpacific Co., cuya sede estaba en la capital panameña desde 1895. Había sido la mayor exportadora de esos sombreros, conocidos en todo el mundo y cuya inconfundible finura en el tejido los volvía muy cotizados. Sus pocos imitadores no llegaban siquiera a igualar la calidad. Sin embargo se enteró por un reportaje que las ventas habían bajado dramáticamente en comparación con las décadas anteriores debido a un asunto de moda. A Bondham no lo amilanaban los mosquitos, años atrás pasó enormes penurias con peores insectos en tierras africanas. Aquel día de su llegada el ambiente estaba húmedo por la lluvia. La propuesta consistía una alianza estratégica para incluir sombreros Panamá de calidad inferior, como un agregado de la edición de No hot ideas in hot heads (que en español sería, destrozando su intraducible juego de palabras, En cabezas impulsivas no hay ideas geniales) que supuestamente estaba pactada con Penguin Books. La genial sinopsis, a decir de él, que contó al gerente era acerca de que el caldo de cultivo de las ideas se da en condiciones de ventilación de la cabeza, que los sombreros Panamá, por estudios que él aseguraba haber realizados en un laboratorio de Las Vegas luego de perder una apuesta en una pelea de Sugar Ray Robinson, conservan la temperatura del cráneo a 37.4 C (o, 103 F, si las probables anglófilas costumbres del gerente 60

preferían conocer la equivalencia en grados Fahrenheit). El experimento, realizado en pleno verano y cuyo sujeto de prueba fue el mismo Bondham, arrojaba como resultado que los días en que él no había utilizado el sombrero no había logrado elaborar un buen plan de pronósticos para las peleas de esa noche; a diferencia de los días en que sí contó con mayor lucidez, pero sobre todo, con las condiciones de temperatura óptimas para poder pensar sin que la insolación de un clima como el del desierto de Nevada pudieran impedir una correcta sinapsis neuronal. De esa manera, la empresa ampliaría mercado y él aseguraba su bestseller. Y de paso, neutralizaría a De Bono, quien para que no lo enjuicie a Bondham por plagio, astutamente planeaba poner en la portada un adhesivo promocional en la esquina superior izquierda “Los estudios originales en los que se basó la sobrevalorada teoría de los sombreros de Edward De Bono”. El gerente mandó a sus contables a calcular las probabilidades de éxito y el costo de importar los sombreros.

¿Importarlos?, preguntó Bondham, pensé que ustedes mismos los producían. Es un asunto irrelevante. Medio mundo usa zapatos Nike hechos con mano de obra de niños de Singapur y la gente los usa con orgullo como yanquis. ¿Nunca han tenido problema por eso, entonces? ¡Cómo cree, amigo! Los sombreros de Panamá son nuestra marca más insigne luego de la Coca Cola. Nadie puede contra eso. 61

Luego prosiguió y exigió el referido informe en su escritorio para mañana a primera hora. Habiéndose informado previamente sobre la debilidad de Rufus, esa noche el gerente le propuso ir al casino. Lo perdió todo. Sin poder pagar hotel debió pasar la madrugada en un parque cercano. Lo único que llevaba consigo era lo que tenía puesto, y una edición paperback de los viajes de William Burroughs que encontró en junto a un margarita en el bar del hotel. Además de una caja rectangular de balsa en donde vienen aquellas joyitas de paja toquilla. Después buscó asilo en la embajada gringa, eso fue lo último que la decadente Panama Hat Transpacific Co. supo de él.

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22.

La señora Buzzani no alquilaba a cualquiera, menos a los enanos. O al menos es lo que dio a entender. Dentro de sus extrañas metáforas, estableció que la muerte de un enano sería tal cual el destino de toda la materia “normal”, es decir que si toda la materia no se elimina sino que se transforma, lo mismo tendría que pasar las moléculas enanas del enano. ¿Transformarse en qué? La señora Buzzani no supo responder. Creyó que intercambiar unas cuantas palabras con los dos jóvenes que se hicieron presentes en la ajetreada escena, identificándose como parientes del enano, era ya suficiente. Llegaron en un auto de los ochenta cuya cajuela no lograba abrirse ni cerrarse del todo. Sin embargo al comienzo habían pasado de largo, la señal que el uno le hizo al otro, que conducía, hizo retroceder el auto hasta aparcarse con cierto ángulo de imperfección al pie de la acera del verdulero. ¡Un enano! ¡Gracias, dios!, celebró uno de ellos. Y vos no me querías creer, yo te dije que como sea terminaríamos encontrando uno, respondió el otro. Sacá la cámara. En el seminario nos dijeron que no podemos ahuyentar a nuestros modelos, sino estamos fritos. ¡Chao aviso, chao portafolio, chao vida! Sin paranoias, loco, que todo nos va a salir bien. ¿No escuchaste al creativo de la papa frita? Los enanos están en extinción en Buenos Aires. Si lo traemos, tenemos la mitad del trabajo hecho. 63

El enano garrapateó por última vez, todos se lo quedaron viendo, un segundo eterno que luego se convirtió en una larga inspiración, desesperada, desesperante, como si un matarife hubiera exprimido desde atrás, sin piedad, sus bronquios. Jadeos mezclados con orgasmos de sordomudo. El enano volvió a agarrarse el cuello, sus rodillas dieron al suelo, bajó la cabeza esperando sin éxito que la hoja de un verdugo imaginario acabara con su miseria. Luego se incorporó y miró a todos increpándolos por su inacción, la señora Buzzani estaba decidida a abrir una tapa de alcantarilla para deshacerse de la criatura, solo que se llevó otro susto cuando los jadeos del enano volvieron in crescendo y la perplejidad expresionista de todos tranquilamente hubiera imitado un cuadro de Munsch. Los jóvenes improvisaron un saludo al enano, lo hicieron al unísono pero ninguno de ellos atinó; primo Arturo, ehhh, tío Ovidio, ehhh sí, sí, tío, primo, tanto tiempo sin verte. Se despidieron de todos, a nombre de él y se lo llevaron. El enano, creyéndose ya en su delirio final, nunca se imaginó que las parcas fueran seres tan ordinarios.

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23.

Hoy en el seminario el creativo de la papa frita mostró a un grupo de chiquillos chilenos y bolivianos, que habían sido puestos a su cargo, unas técnicas religiosas orientales que iban desde el Krishna hasta el Confucionismo, o al menos lo que él entendía como tales; ya que sostenía que las ideas geniales surgen de la buena predisposición mental, dado por la meditación o el silencio mental, cuya práctica en Occidente la conocemos por los monjes de clausura. De todos modos, pastiche ingenioso que utilizan ciertos directores teatrales para tirarse a sus bellas alumnas. Esta noche conocerían el bar Mundo bizarro en Palermo Hollywood, una oda a lo gore, lo kitsch, el profundo carmesí, las motociclistas barbudas y chanchos alados. Mentes cero kilómetros que aspiraban ser iniciadas por este discípulo de Ramiro y Carlitos que ahora pasaba por una transición hacia el sufismo, rama secular de la islamismo que estudia el Corán sin ceñirse a las enseñanzas dogmáticas de los imanes. Nunca piensen en los premios, Cannes es como la ramera de Babilonia, hagan su trabajo bien y sean felices; si se pasan quejando de que su laburo es una mierda, es porque lo están haciendo como la mierda. Repítanlo, una y otra, como un mantra. Eso, nenes. Para un mayor aprendizaje que dure toda la vida, el hotel ya ha cargado a sus cuentas un DVD explicativo con 2 horas, narradas por un sobrino del Dalai Lama que fue discípulo de ese gordito hawaiano re piola, Maharaji. Bueno, de pie, el almuerzo de hoy será vegetariano; y 65

los quieran ser un poco más como yo, le daremos uno vegano. ¡Agur!

Miren quiénes se asoman: la dupla estrella del seminario 34985... Rochi, traemos al enano. Lo trajimos, vivito y coleando, dijo emocionado el chico del interior. Rochi miró a todos lados y les ordenó a los chicos que lo acompañaran a un lugar más discreto. Rochi tocó una pared blanca, lo pensó un momento, luego les ordenó ir a la parte trasera de la escuela, donde encontraron a tipo disfrazado de Elmo manoseando a un salvadoreño y recitándole “Elmo quiere jugar”. Volvieron al sitio de donde habían venido (ya la gente había salido a abordar un bus) y les ordenó entrar por una pared. ¿Qué?, preguntaron los chicos. Sin embargo ellos no se habían percatado de que la pared blanca era en realidad una puerta mimetizada, en la que solo se percibía el pomo. Bajaron las escaleras y descubrieron un largo pasillo subterráneo, iluminado a medias que recordaba algo entre bunker y una catacumba. Cuidado te perdemos, loco, le dijo al extranjero, vos que sos medio negrito, y se rió él solo. El extranjero estaba tan absorto con esta caminata que solo escuchaba a su yo interno claustrofóbico. Al final del túnel, como en los albores de la muerte, aguardaba una potente luz blanquecina que venía desde arriba. Ahora subamos, le dijo. ¿Pero qué es esto, Rochi?, se quejó el chico del interior. El creativo de la papa frita se puso frente a ellos y su rostro se confundía con la luz cenital. No se confundan: ya no soy Rochi, Cassius Clay mutó en Mohammed Alí, ahora yo soy otro. ¡Llámenme Nuwantra!... Lo que van 66

a presenciar, ningún alumno ni extranjero ni nacional lo ha visto. Eh, Nuwala... Nunawa, ¿Nuwantra? Sí, Nuwantra: no es por cortar el momento “transfiguración de Cristo” del día pero tenemos al enano con un ataque de asfixia en el auto, está amarrado, pero se nos puede escapar o morir. ¡Es enano pero tampoco es invisible como para que nadie pregunte por su ausencia! Nuwantra apretó un botón rojo que ninguno de los chicos había percibido en la oscuridad de esa parte del túnel. Se abrió un ascensor y los hizo entrar. Les ruego, eso sí, no suelten ningún pedo. El sistema de aire aún no lo arreglan, dijo Nuwantra. La apertura del ascensor seguramente debió ser como entrar a un mundo paralelo. Salieron. El fulgor blanco se incrementaba. No podía ser de otra manera, estando en la cima de una superficie piramidal, en la que se asentaba la catedral de la creatividad que habían buscado como peregrinos. Habían sido conducidos por el túnel secreto que conecta la escuela creativa con las oficinas papales de Ramiro y Carlitos. Los dos se miraron boquiabiertos, qué carajo lo que les ocurra después, si viven o mueren, ya lo habrían visto todo. ¿Y Nuwanda?... ¿Gondwana?... ¿Nicarawa? En un blanco más sobresaturado que spot televisivo de marca lechera escuchamos de fondo música New Age. Surge una locución en off con eco cavernoso. Es un cuervo con cabeza de Bart Simpson, recitando como mantra: “Nervermore... Nevermore... Nervermore”.

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II. En caso de descompresión, caerán unas mascarillas de oxígeno

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1.

Desde la ventana de un avión se puede ver la calvicie de los nevados; como que la naturaleza muestra sus trucos de utilería. No deja de verse majestuosa, pero el dominio de la vista lo vuelve a uno superior, claro está, hasta cuando el oído sucumbe a los zumbidos del mal de las alturas y nos devuelve al barro de los mortales. Pero este supuesto engaño sensorial no opera en este hallazgo, que nunca antes había advertido en abordaje alguno que he realizado. Supongo que para efectos de la presurización, las ventanas deben estar doblemente reforzadas, de modo que si yo llegara a fisurar la fibra de vidrio de mi lado, no se filtraría un huracán que acabaría con todos en el interior. Pero, ¿y si la fisura fuera peor, y viniera desde afuera? Un agujero, simétrico, transparente, en la mitad de la parte inferior. Nadie mejor que yo para verlo, nadie mejor que yo para decírselo a la aeromoza, nadie mejor que yo para guardármelo y seguir absorto. Miré bien, dos y cuatro y cinco veces, y no había cielo nublado ni estaba oscuro afuera, ni había objeto alguno que se estuviera reflejando y me diera esa sensación de espejismo: el impacto de una bala en la ventanilla de un avión. Una perfecta corona de espinas transparente, y alrededor, rastros como de esporas orbitando por encima del agujero y de la corona de espinas. Estas esporas, como esquirlas, parecen tener vida. Se le cayó el sombrero, señor, dijo una señora. 71

El olor de la paja marea. He intentado descifrar sin éxito el patrón de entrelazado de los surcos, le he dado vuelta al sombrero y ahora lo miro al interior, lo acerco a mi nariz, lo aprisiono a mi cara. Supongo debe ser una manufactura que requiere de enorme habilidad y paciencia de santo. Dedos precisos, milimétricos, el corte del vegetal en el momento y hora adecuados, dedos toscos y delicados a la vez, callosos, pero sin perder el finísimo sentido del tacto, acaso el más importante para esos seres artesanales, más que el sentido del olfato, del oído o de la vida. Rebusco en mi maltrecha memoria olfativa y ese olor me recuerda al azufre. Ese es: azufre. No puede ser otra cosa. Dicen que se lo agregan para someterlo, otros, para evitar que el diablo se les aparezca a esos nativos por las noches y que malogren su trabajo, tan obsesivo, sin motivo aparente más que el de perpetuar un saber ancestral; habrá que ver si ese altruismo etnográfico logrará sacarlos del anonimato, pero para bien o para mal ellos no son como los nombres que yo conozco, que luchan como hienas para lograr que los citen siquiera al lado de los obituarios. Oh, es un Panamá, me dice la señora, hace tiempo que no veía uno. En este momento caigo en cuenta de lo intrascendente que son los sombreros. Somos la única especie que los usa. Alguien me comentaba una vez que la única prenda congénita de vestir con la que cuenta el reino animal es el bolsillo, esto es, el marsupial del canguro hembra, aunque sabemos que sus fines son otros, como también quizá lo sea el caballito de mar, pese a que este, a diferencia de la madre australiana, es el único macho que “empolla” su prole. Los bolsillos son quizá uno de los más grandiosos, sencillos y vitales inventos del 72

hombre: cuánto lamento causan las monedas caídas en bolsillo roto o cuando, estando en perfecto estado, la aduana de los aeropuertos nos obliga a despojarnos de todo lo que guardamos dentro, hasta las monedas más recónditas y míseras. Los sombreros son accesorios suntuarios, inútiles. Más aún en una cara como la mía, redondamente flácida, sin contornos filosos que, como asegura la morfosicología, es cualidad física propia de personas con carácter determinante. Solo logro ser determinante en mirar a la bienintencionada señora que parece estar viajando sola. Podría ignorarla, usar la pose del escritor maldito que le apesta la vida pero tampoco quiero crearme una enemiga con la que tengo forzosamente que convivir las próximas ocho horas de viaje. Los aviones suelen ser lugares donde encuentras las personas más inesperadas. En un vuelo conocí a un gerente regional de una multinacional de electrodomésticos (a quien no le pregunté por qué no estaba en primera clase) y también a una traductora de la ONU que se quejaba de que los subtítulos de la película que pasaban no estaba acorde al dialecto; y así. Oiga, su Panamá sigue en el suelo, insiste la señora. Ella no obtiene respuesta, es como si su joven compañero de vuelo fuera un autista o un poseído por su iPod mirando un punto muerto por la ventanilla. Llega a pensar que el sombrero caído quizá no es suyo sino de una de las personas que se sientan adelante de él y que pudo habérsele deslizado sin que se diera cuenta. No es una comprobación que le tome tanto esfuerzo, solo alzar la cabeza. Lo hace, inclinación hacia sus 11’ y 55”. Cabeza localizada. Es peluda, sin nariz ni ojos; de no ser porque las nucas son así desde hace miles de años de evolución, se habría extrañado sobremanera. 73

Este breve lapsus, producto de una descompensación en su organismo del 0.32% de oxígeno debido a la altura, la lleva a constatar una realidad que aunque tuviera 40 grados de fiebre la detectaría. Un sombrero, exacto al caído, adorna su cabeza. Le resulta extraña la coincidencia, ver en apenas pocos minutos dos ejemplares de un sombrero que no ha visto hace años. Si son dos, ¿podrían llegar a ser más? La señora tampoco lo cree así. Aunque, si quisiera, podría darse el lujo de solo suponer, con todo el tiempo del mundo que tiene a su favor hasta llegar a su destino. A esto sumémosle que no siente ni ningún malestar o cansancio mayor que la obligue a una siesta. Contexto perfecto para consumar una curiosidad. Como podría decirse de la publicidad, que crea necesidades de manera infame, que promueve el consumismo y todas esas peroratas lastimeras– apocalípticas del tipo Club de la pelea o American psycho. Nuestra señora tiene gustos acaso más compulsivos. Es una mujer que establece un diálogo telepático con los códigos de barras. Como un lector láser, ella coteja si el abrigo de pieles es lo suficientemente peludo para albergar su alergia al polvo o si los zapatos le hacen mal a sus várices. Un diálogo sin prejuicios étnicos ni etarios ni de precio. El gusto absoluto es el que reina. No hay cupo de tarjeta de crédito que pueda hipotecar un guilty pleasure. En ese aspecto la señora aplica un principio global. Como las decisiones de compra compulsiva, la señora se desabrocha el cinturón y decide levantarse. El 0,017% de ausencia de aire que aún no se reacomoda en su organismo no le impide mantener un buen equilibrio. Tal riesgo es premiado con un hallazgo. No solo hay un sombrero de paja toquilla en el avión, ni dos, hay un tercero, y en todos los puntos cardinales que 74

ve, observa sendos sombreros decorando las cabezas de los pasajeros de este vuelo. La señora se refleja en mi ventanilla, luce desorientada, como si recién hubiera aprendido a contar o como si una inteligencia superior hubiera jugado a abducirla y luego abandonarla en el desierto de Gobi. Ni mis más audaces elucubraciones podrían determinar el porqué de su reacción. Yo lo que sé es que mi sombrero está en el suelo y no me place en lo absoluto hacer nada para levantarlo.

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2.

En esencia, el manual del trainee publicitario del creativo Eugênio Mohallem guarda un sutil parecido con otra suerte de “manual” que esbozó para su oficio el agente literario Guillermo Schavelzon. Pese a que en principio un agente literario no es un creativo publicitario, tanto para que un chiquillo acceda al infranqueable departamento creativo de una agencia publicitaria y sorprenda con su portafolio de trabajos, como para que un escritor con desesperación de reconocimiento logre ser representado por un agente literario, hay un filtro de fuego en común que va por la actitud. Schavelzon, cuyo trabajo es representar escritores, asegura que su agencia —una pequeña— recibe cada día cinco a seis solicitudes de representación además de cumplir con todo el trabajo que le demandan sus ya existentes representados, por lo que buena parte de su trabajo de edición y, habitualmente, casi toda su labor de lectura queda relegada a las noches y los fines de semana, que nunca son suficientes, sobre todo si tenemos en cuenta la gran avalancha de manuscritos que continuamente se acumulan; unos 2190, si los proyectamos a lo largo de los 365 días del año. Algo similar, pero magnificado, sucede en las editoriales (hacia donde los agentes van a ofrecer las obras de sus representados): es tal la cantidad de propuestas y manuscritos que receptan, que no pueden siquiera considerarlos. Todo eso deja al editor muy poco tiempo o fuerzas para dedicarlo a un autor nuevo, a menos que lo que ese autor le presente sea realmente maravilloso. Por ello, Schavelzon y 76

todos los agentes recomiendan al autor que elaborar una “propuesta editorial” por escrito, bien hecha, asegura muchas más posibilidades de lograr aceptación, y de llegar a un contrato de edición. La propuesta consta de una serie de informaciones clave sobre el autor, la obra y el público al que va dirigida, que no tiene que ocupar demasiadas páginas, y cuya elaboración no es ningún desafío para quien fue capaz de escribir un libro entero. En ella se exige una carta de presentación, breve, sobre todo en tipografía legible, sin adornos y ni colores, ni lisonjas baratas a los agentes o editores, a quienes el novel autor ni conoce, y ni quizá conocerá. En suma, admitió Schavelzon en una entrevista en el estrecho de Bering, intentar hacerse el gracioso o el “creativo” es, ipso facto, una patada en el culo en las puertas del jardín del Edén.

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3.

Las prerrogativas del seminario, por ejemplo, el seguro médico o el principio ipso jure de “satisfacción garantizada o devolvemos su dinero” solo se daban dentro de cierto espacio físico. Es eso fácil de suponer. Pero, ¿qué ocurre cuando se sobrepasan los linderos de la realidad? ¿De esta realidad que conocemos, y vamos a parar a un plano alterno, paralelo a este? O Nuwantra se había convertido en una suerte de iniciador, a lo Carlos Castaneda y sus revelaciones místicas a través del peyote, o era un burdo secuestrador cuyas motivaciones para tal acto no estaban claras. Pensemos un momento con mentalidad sindicalista. Considerando: 1). que no existen sindicatos de creativos publicitarios. 2). que nunca se pagan horas extras como en otros trabajos, igual de honrados y sacrificados. 3). que las posibilidades para reivindicar ese derecho se ven nulas porque su mismo jefe es víctima de este sistema opresor, capitalista, inhumano, corrupto, inescrupuloso, totalitarista. 4). que dichos adjetivos magistralmente enlistados se esfuman cuando a través de la web vemos que ya nos acreditaron el sueldo. 5). ese sueldo opresor, capitalista, inhumano, corrupto, inescrupuloso, totalitarista, fruto de ese sistema opresor, capitalista, inhumano, corrupto, inescrupuloso, totalitarista. 6). y que Naomi Klein es una charlatana que escribió No Logo, aquel pasquín comunistoide disfrazado de proclama smart y cool, que jura que Ronald McDonald es más poderoso que el G8. Acuerda: 1). ubicar al joven estudiante extranjero de una república bananera y a su compañero, originario del in78

terior argentino (fijando los linderos de interior, aquello que traspasa los límites de la babilónica Capital Federal de Santa María de los Buenos Aires) en un sitio indeterminado, carente de señalización formal ni normas de seguridad industrial. 2). comprender que ninguno de los dos sabe utilizar un extintor, ni ha usado un hacha, debido a que nunca se han visto en la necesidad siquiera de romper el vidrio para sacar tal hacha, ni han pasado por una experiencia de leñador de cuento de hadas (ni siquiera el chico del interior). 3). dar fe de que en su vida han recibo técnicas boy scout de orientación. 4). asegurar que en sus respectivas escuelas faltaron justo a la clase en que enseñaron la rosa de los vientos. 5). desconocer el paradero de Rodrigo Maximiliano Olazábal, alias Rochi, alias Nuwantra. 6) desear pronta mejoría al enano que, suponen, se encuentra dentro de la cajuela de un vehículo ochentero, y no precisamente con la predisposición de una chica contemporánea que toma sus baños de ultravioleta en los spas para lucir un bronceado californiano. 7) testimoniar que el Sitting in an English garden waiting for the sun/ if the sun don’t come you get a tan for standing in the English rain, de los Beatles constituye un hermoso contra argumento a la antes mencionada terapia de inequívoco carácter imperialista y banal. 8) declarar a la señora Buzzani ajena a este capítulo.

Y así como el publicista mexicano Salvador Novo, devenido luego en poeta, creó la frase Mejor, mejora, Mejoral, para aquel famoso analgésico utilizando la figura retórica de la reiteración cacofónica. Y así como cierto redactor creativo de la J. Walter Thompson de México se rompió el lomo hasta entregar los frutos de 79

su peculio a su mujer, quien los administró sabiamente en los tiempos de austeridad mientras él se encerraba casi un año, como una suerte de becario, para escribir una obra titulada Cien años de soledad, que vio a la luz su primera publicación en Buenos Aires. Y así como Juan Carlos Onetti también hizo sus coqueteos con la putita del arte hasta que la dejó para ocupar el cargo de director de la Biblioteca Municipal de Montevideo, al igual que Rodolfo Enrique Fogwill (que obtuvo una beca de la Coca Cola para escribir); y que autores más jóvenes como Xavier Velasco, el autor de Diablo guardián. Así los dos jóvenes estudiantes salieron de la comodidad de sus respectivos hogares, para ser trasladados a un revolucionario seminario de publicidad que a su vez los transportó hacia un ashram donde los aguardaba dos personas vestidas de un blanco impecable, un mexicano de cabello entrecano y un enano de nacionalidad indeterminada que gritó “¡El avión, jefe, el avión!”. Entre otras preocupaciones que embargaban a los jóvenes, acordaron —luego de leer ciertas noticias de crónica roja— no subestimar el poder de los chinchulines, incluidos en el paquete turístico de parrilladas+tango+shopping del seminario creativo ya que, si en caso de un hipotético atragantamiento por consumir de manera apresurada esa textura de hule, ¿habría alguien que supiera dar una eficiente técnica de primeros auxilios?

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4.

En Guayaquil, el antiguo aeropuerto fue convertido en un gran centro de convenciones; mi madre, muy seguidora de este tipo de eventos, me dijo que había allá una feria inmobiliaria y me insistió para que la acompañara. Era un sábado de tarde, sin oficio y sin grandes pensamientos. Llevé conmigo un librito que había empezado a ojear. Cada complejo urbanístico tenía su stand, todos, proyectándose hacia fuera, huyendo del caos interno, vendiendo la ilusión de lo intangible. Cada urbanización vendía casas de distinto presupuesto, a las que identificaban con nombres tan sobreprometedores como modelo Gaudí, Matisse o Boticelli; o nombres tan cursis como Bungambilia, Azahar, Petunia, cuyas maquetas no eran más que una exhortación a la fe y la imaginación de sus compradores, que tendrían que esperar siquiera hasta 24 meses para poder habitarlas. Mi madre exponía su caso, que también era el de la familia: una casa de la que deseaba salir lo más pronto porque, a pesar de lo que había invertido en alquiler, mantenimiento y mejoras, no le pertenecía, y que más bien su tío, un prestigioso y solitario homeópata residente en Nuevo México, deseaba reclamar para autorepatriarse. Sin plazo aún definido, la diligente madre empezaba a computar números y preguntar a su único hijo cuándo lo ascendían de la agencia de publicidad para poder aumentar su exigua aportación al hogar. El día que sea como Elvis, mamá, ese día dejaré de conducir camiones y vivirás en tu propio Graceland. 81

Una feria inmobiliaria es más aburrida que el coito de una pareja del Opus Dei que espera su noveno hijo porque son los que dios le envió. Es el sitio para reencontrar a amigos o conocidos que alguna vez tuvieron más cabello, menos libras y la mano libre de alianzas y que, por lo mismo, es recomendable que el reencuentro sea discreto, a lo lejos, sin que uno sea visto, para no estar dando palmaditas fraternales o intercambiar números a los que uno nunca llamará. Las modelos la pasan tan aburridas que se mensajean por celular con sus amigas al lado. Con un poco de suerte, sus managers le avisarán de algún solitario turista japonés, culto y de torcidas costumbres que espera room service de Occidente. Las villas en serie son como el “Modelo T” de la urbanística. Ford no se hubiera imaginado que su método de producción serviría hasta para las metáforas más burdas. Debió ganar el Nóbel, le dije a una señora que preguntó dónde quedaba el baño. Alguien se adelantó a informar a la señora y luego me saludó, ¿no te acuerdas de mí? Era un ex compañero de universidad que, hasta lo que supe, luego de vagar un tiempo por las costas de Ibiza, regresó al Ecuador para volver a su “peor es nada”, como le llamaba a la publicidad; hasta lo último que supe, lo habían nombrado director creativo. No, ahora trabajo aquí, soy director de marketing de esta inmobiliaria. Intrigado por pensar de que podría haberme confundido con un doble, le hice la pregunta de fuego: ¿aún escribes? El tipo saludó a mi mamá con sonrisa de candidato presidencial, contestó su celular y me dejó su tarjeta, como si su respuesta hubiera sido capaz de transcribirse sobre ella.

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En Guayaquil, puedo dejar olvidado un libro en el stand de una feria inmobiliaria y no me lo roban. La persona que me lo devuelve me pregunta, a juzgar por el título de mi libro, si yo sé dónde podría encontrar textos de horticultura o de feng shui. Oh no, disculpe, Bonsái solo es el título de una novela.

¿En verdad es el título de una novela?, mi madre me preguntó de vuelta al carro. Ojeó las primeras páginas e hizo esa mirada burlona de suficiencia como cuando sale sorteado el número de la lotería que ella había predicho. Fíjate en la dedicatoria, para Alhelí: ¡como el modelo de la villa que me gustó! Celebré la feliz coincidencia, dentro de los parámetros de lo normal, ignorando si alguna vez, en alguna parte del mundo, un lector de esta nouvelle de Alejandro Zambra habrá ido a una feria inmobiliaria con su madre, que acumula hojas volantes, brochures y proformas de todo tipo, hasta le dan un cupón en forma de una llave y que, de abrir una puerta, ganará la casa de sus sueños. No la gana, obviamente. Así es la literatura.

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5.

Pese a la incertidumbre de las dinámicas de este seminario, al menos un momento de luz: el taxista me condujo sin reparos hasta la dirección que encontré en el sombrero. Como todo taxi porteño, su identificación aparecía en el respaldo del asiento del conductor como una copia a color ampliada y plastificada. Lectura inútil. Eso me recuerda la vez que perdí una agenda importante en un taxi en Guayaquil. Su único valor radicaba en la cantidad de ideas y conceptos para avisos varios que había escrito y que difícilmente volvería a recordar: cuando se pierde una agenda escrita es como si parte de la memoria hubiera sido amputada. Me bajé del taxi no sin antes imaginarme que estaba dejando olvidada otra agenda, la hipotética, la que no llevaba en ese momento. Palpé el asiento hasta que el taxista me observó con extrañeza por el retrovisor. Es difícil escribir sobre Argentina, había escrito en su blog el narrador peruano Santiago Roncagliolo. Cuando viajo a un lugar del que no sé nada, como Marruecos, todo me llama la atención, cualquier detalle da para contar una historia. Cuando voy a cualquier otro país de América Latina, por el contrario, me bastan unos minutos para comprender los códigos, los sobreentendidos, las situaciones, porque son equivalentes a los del Perú. Pero en Argentina, siempre tengo la sensación de que algo se me escapa, de que hay una parte del código que no llego a entender, continúa Roncagliolo. El taxista le había preguntado de dónde era y cuando el peruano se lo dijo, el otro exclamó: 84

¡Ah! Tenían buen equipo de pelota ustedes. Sí. Cuando los partidos eran en blanco y negro. No. Aún mucho después. Lo sé porque yo jugaba por el equipo argentino. ¿En serio? Yo jugaba con Maradona. Mientras el taxi abandona la avenida Corrientes, pienso: porteño mentiroso, ¿esperas que te crea este cuento para turistas, como el que hace ese aspirante a redactor publicitario que asegura que ya no es un turista de gorrito? Pero el taxista continuó: Jugamos en la categoría juvenil. Primero fuimos al Sudamericano de Uruguay, luego al mundial de Tokio, en el 79. Y lo ganamos. 3–1 les dimos a los rusos. Sí, hombre, y yo soy la loca de Jaime Bayly. Desde donde estamos aún se veía el obelisco, cada vez más lejos. No era tan grande como Maradona, pero también era un símbolo. Traté de pillar al taxista en alguna mentira: ¿Y no jugó en la de mayores? No me convocaron. Tampoco duré mucho en el fútbol. Jugué en el Español cuatro años más y me lesioné la rodilla. Dos veces me lesioné. La segunda acabó con mi carrera. ¿Y cómo era Maradona? Un pibe más. Igualito. Luego ha cambiado. ¿Cómo ha cambiado? Se volvió un hijo de puta. ¿Ah, sí? ¿Qué te ha hecho? No, a mí, nada. Pero a muchos otros los ha tratado muy mal. Yo debo haberlo visto unas diez veces más, y siempre fue un pedante que se creía más que todos los demás. 85

¿Por ejemplo? Lo que te digo, un hijo de puta. Roncagliolo y yo nos bajamos de nuestros respectivos taxis, con la diferencia de que me precede el histrionismo de tantear el asiento por la agenda que no se me está quedando. Recordaba bien la numeración del condominio, no así la del departamento. Esas cosas que pasan cuando: 1) se tiene mala memoria, 2) no se puede confirmar la fuente, y 3) porque el sombrero, cuyo interior contiene la información, se está yendo en el taxi sin ti.

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6.

La gente cree que las cosas son así no más de agarrar Wikipedia y ya: esta juventud tiene que reaprender el valor de la investigación, la in–ves–ti–ga–ción, ¡por dios! Vos creés que te hablo de los enanos porque se me canta, ¡en lo absoluto! Hay que tener bases. Así como yo no alquilo a cualquiera, no me refiero a cualquier tema así por encima. No seré una genio pero trato de informarme bien. ¿Te suena el nombre de Zvi Laron? Bueno, es el tipo que descubrió el Síndrome de Laron. Genial, hasta un congresista podría darme esa respuesta. Pero como hay que bucear, no quedarse con lo superfluo, vos decís, qué piola este Laron: sí, cómo hacer para que un síndrome lleve el nombre de uno, porque hasta Estocolmo, que no es una persona, le da el nombre a un síndrome. Yo me pregunto, ¿y si existiera algo así como el síndrome de Buzzani? Sería de locos. Ma che cosa, nos estamos apartando del camino... Laron, Laron, Laron, ¡ese! Zvi Laron, cómo olvidarse ese nombre: bueno, él descubrió que la baja estatura se debe a que estos enanos tienen bloqueado el receptor de la hormona de crecimiento que produce la glándula hipófisis, localizada en la base del cerebro. ¿Viste que se dice que todo empieza en la cabeza? Estoy convencida de eso. Mi marido, que conocía a montón de literatos, me contaba que José Donoso era hombre ya grande, con sus años, pero que gozaba de muy buena salud. Hasta que un día se le ocurre decir: ya tengo sesenta y no sufro de nada, y si no sufro no puedo ser buen escritor, bah, entonces me invento una enfermedad, 87

y todos felices: en pocos meses le diagnosticaron una hemorragia interna producto de una úlcera y pasó poco tiempo hasta que la parca se lo llevó. Pero, perdón, ¿eh?: qué pelotudo, ¡con la cabeza no se juega! Chile se perdió a un grande, representante del Boom latinoamericano, por una enfermedad inventada. Ahora, pará, ¿este no fue el que inventó al ecuatoriano del Boom? Sí, ese mismo. Mi marido también me contó eso: Donoso y Carlos Fuentes se inventaron a Marcelo Chiriboga y lo pusieron como el tipo más grosso del Boom. No sé cómo lo habrán tomado en tu país: pero escuchame, ¿no había escritores de verdad en tu país que los tomaran en cuenta por entonces? A García Márquez nadie le daba bola hasta que terminó publicando en Sudamericana, acá, y subió como la espuma... El Boom es otro síndrome, sin duda, tenés razón. Un síndrome de creación colectiva. Como los judíos que están en todas, en sus ghettos, maquinando, no solo que manejan Hollywood, sino que también descubren hasta de dónde vienen los enanos. Ah, es que no te dije, Laron es judío, así como Dylan o el de acá del barrio, Schavelzon. Pero ahora escuchá esto, por si pensaste uh ahora viene de nuevo esta vieja chanta: los enanos de Laron son inmunes al cáncer y a la diabetes. ¡Inmunes! Vos siendo joven podés tener cualquiera de ambas pero los enanos, aún en su madurez, nada, cero, en lo absoluto. Y lo más sorprendente es que leí que el científico que ha llegado a esta conclusión y que lleva años estudiándolos en el sur de tu país, es paisano tuyo. Así que es la palabra de un endocrinólogo experto versus la de la viuda de un publicista. Ahora contame, ¿qué opinás del departamento?

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7.

Si hago una encuesta en este momento, puedo asegurar que el 87,95% de los guayaquileños de clase media en relación de dependencia laboral están insatisfechos con su sueldo. O al menos es el único motivo plausible que justificaría la repentina acogida de la llamada Gran Oportunidad de Negocio que se ha cernido como una nube negra de febrero que lejos de disiparse se extiende. Como podemos ver, son en estos casos en que la angustia —este caldo primigenio de impulsos creadores del que ya hemos abordado con gran extensión en sesiones anteriores— es utilizada con astucia por otros, ergo ya no juega a nuestro favor. Afortunadamente, existe una valiosa literatura que prevé ciertos procedimientos en estos casos. Si bien la escuela del Conflict Managment, de Robert Fischer, postulaba que había que dejar el enfoque dicotómico del vencedor–vencido para efectos de una negociación, por uno en que ambas partes salgan beneficiadas, ya Rufus Bondham en Laws in the creative jungle, aseguraba con gran convicción que “nadie se angustia por las bananas que nadie pela”, hoy célebre dentro de su doctrina. Tal como si Bondham se hubiera criado en los entornos de viveza criolla de esta ciudad, defendía —en buen romance maquiaveliano— la respuesta sorprendedora que solo la ficción, como arma de supervivencia en un mercado, puede garantizar. Vale detenerse en la figura de Bondham por las inagotables lecturas que genera. Sus experiencias en las selvas centrales del África, como parte de la ex89

pedición de Dian Fossey, no solo lo convirtieron en agudo observador del comportamiento social de los gorilas (y por ende, en un teorizador cuyos alcances en el mundo del marketing solo podrían ser comparados con el salto cuántico que marcó Darwin en la evolución de las especies), sino también en un ávido estudioso de la historia de este continente, como lo testimonian las placas de bronce presentes en todos los Institutos Bondhamiamos del mundo. En ellas, está escrita un extracto de su recordada crónica sobre el estratega militar alemán de la Segunda Guerra Mundial, mariscal Erich Rommel, apodado “el zorro del desierto” por su sagacidad al mando de las divisiones germanas panzer al norte de África, en donde había empezado a obtener victorias sobre las fuerzas aliadas hasta la llegada de la milicia norteamericana, bajo las órdenes del neurótico general Patton. No estaba claro quién tenía la superioridad militar, sin embargo cuando a Patton le comunicaron su victoria total sobre Rommel, gritó “¡Ah, Rommel, fucking bastard, yo leí tu libro!”, aludiendo al ejemplar traducido de Das gewaltige Taktik des “Desert Fox” in seiner glorreichen Feldzug in Nordafrika, de donde él asimiló con suma astucia todas las tácticas que el “zorro del desierto” había escrito en exclusiva para la academia alemana de guerra.

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8.

Seguramente el taxista debe estar continuando su ronda. La carrera que hizo al desorientado muchacho extranjero, que perjuraba ya no ser un turista, fue solo un paréntesis de excepción ante la empatía que sintió por él ante su infortunado asalto. Terrible que te roben acá, pibe, se me cae la cara de la vergüenza, vení que te llevo. En serio, señor, ¿no es molestia? Tranqui, vos subí, no me fue tan mal hoy, dijo el taxista mientras se rascaba la última lonja previa a su pubis. Quizá para mantener la postura de profesional ecuánime intentó, sin éxito, ocultar la epifánica sensación que burbujeaba su rostro. Vos podés ver mi nombre en la identificación, pero a mí me conocen como el Gordo Pincay: así, llanamente. El taxista intentaba dibujar el perfil de una mujer que había trastocado sus niveles de realidad, que había logrado alborotar su cóctel de endorfinas. El muchacho extranjero, por su parte, se preguntaba hasta dónde debería seguir con este ejercicio del seminario, a pesar de o gracias a los ribetes absurdos que intuía estaba a punto de cobrar. Tratando de recordar el departamento que indicaba el sombrero, se topó con un tipo que le pidió de favor que se hiciera a un lado porque estaba sacando las hojas secas de la vereda. Aún sin asimilar esta escena, miró a otro lado y encontró a dos policías comiendo choripanes. El hombre luego acomodó unas fundas de basura en el armazón metálico que las contendría hasta la llegada del carro recolector. Desató sin prisa los nudos, observó los desperdicios como si estuvie91

ra haciendo un casting de talentos y volvió a atarlos. Acusaba una joroba y hablaba como si fuera el dueño de todos los puntos suspensivos del mundo. Una de las cosas que el Gordo Pincay le había confesado es que en su niñez fue jorobado pero que la vez en que lo trenzaron a golpes contra un muro unos vándalos un poco mayores a él, bastó para enderezarlo. Aún así, siguieron aprovechándose de mí, yo era bien pelotudo, esa inseguridad la arrastré luego cuando empezaron a gustarme las minas. El Hombre de los Puntos Suspensivos miró al chico como si estudiara un espécimen único, como cuando un niño llega a reconocer justo ese cromo que le falta para llenar el álbum. El chico empezó a mirar todas las combinaciones posibles del portero eléctrico para ver si así recordaba. El Hombre de los Puntos Suspensivos lo abordó con discreción (omitimos los puntos suspensivos de su habla como una manera de agilizar el flujo narrativo). ¿A quién buscas? Buena pregunta, si supiera. Ah... Eh, sí. Oh... Eh, bueno, eso. Bien. Jeje, okey. ¿Ves esos dos policías que están comiendo choripán? Sí. Postal folklórica, pero no están comiendo choripán. De hecho no están comiendo, es solo para hacernos creer. Así es la Inteligencia.

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Ah... Ejem, sí. Si vas a cualquiera de estos departamentos no pasará nada, pero si vas justo al que no debes ir, despertarás su sospecha. No se preocupe, señor. Solo estoy de paso, verá, no soy de aquí. Eso ya me di cuenta. Bueno, precisamente por eso, uno viene acá, recorre la ciudad, sufre un poco de tortícolis viendo tanta chica linda por metro cuadrado, hace un seminario de tal cosa, y lo envían a observar tales y tales otras cosas. Me llamó la atención la forma en que usted observaba el contenido de las fundas de basura antes de volverlas a atar. Dime qué desperdicias y te diré quién eres. Una deducción muy inteligente. Es una entre tantas técnicas mnemotécnicas que utilizo, sufro de amnesia progresiva. Ah... Mmmmh... Oh... Ajá. El Hombre de los Puntos Suspensivos creyó que el muchacho sería más suspicaz. Hizo un intento fallido con unas miradas más intensas para enviar su mensaje codificado. Es posible que su estrabismo haya conspirado contra ello. Pero fuera de su penosa joroba, al parecer sus manos no sufrían desperfecto, empezando por el atado–desatado–atado que ejecutó con soltura. Esos mismos dedos ahora dibujaban, como lenguaje de sordomudo, un número y una letra. Ya terminaron el choripán. ¿Eh? 93

Los policías. Ah... Mis dedos... ¿Eh? ¡Que mires mis dedos! Oh... Ahhhggg, fue un grito ahogado, implosivo, que invadió su rostro, perfecto para integrar un coro griego. Su alma se destapó como corcho de champagne y cayó de bruces. ¿Qué habría pasado si hubiera caído de espaldas? ¿Es posible enderezar contra un muro la joroba de un taxista en su infancia o era otra charlatanería porteña? Uno de los policías revisaba extrañado su Beretta Px4 Storm con silenciador que se había disparado accidentalmente. El otro agente se acercó al muchacho. Tranquilo, él hace esto siempre, dijo para restar importancia a lo sucedido. Nunca le dieron el papel de Tiresias en Edipo Rey.

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9.

A raíz del curioso episodio con la señora del avión, en el que me di cuenta de que, en efecto, no lograría desembarazarme tan fácilmente de mi sombrero de paja toquilla, tuve que aceptar algunos hechos irrefutables. Como, por ejemplo, que no era el único que lo utilizaba. O que aquellos otros portadores de tales sombreros eran connacionales míos. Sin embargo esto era más que obvio, yo conocía esto porque, pese a la aleatoria numeración de los asientos, éramos un grupo que viajaba a Buenos Aires; y, en gran medida, teníamos traslado, alimentación y alojamiento cubiertos. La única petición que les había hecho esa feria era que trajeran consigo a un escritor. Curioso, ¿no?: la feria del libro del barrio porteño del Once invita a un grupo específico de actores para que fueran en calidad de delegación ecuatoriana y que, paso, si podían, trajeran consigo a un escritor. Y como ellos no conocían a otro, me avisaron a mí. No entendía para qué me habían medido la cabeza, hasta cuando me dieron ese sombrero de paja toquilla a mi medida. Las instrucciones fueron concisas y claras, debíamos cuidarlo y usarlo siempre, como un distintivo inequívoco de la delegación. Bueno, me dije entonces, ya estoy medio retirado, no salgo mucho; un paseo inocuo como este al menos me dará cierto esparcimiento. La señora de avión vuelve a tomar asiento. No solo que se refleja en mi ventana, no solo que la atrapa un brevísimo pero muy visible momento de extrañeza, sino que intenta recurrir a mí para pedirme luces. Tími95

damente, porque no sabe qué podría decirle. Es verdad, yo en su lugar no debería esperar nada de aquel que se encuentra a mi lado, por más que sea alguien como yo. ¿Me creerá, señor, que es la primera vez que veo tantos Panamás juntos, y dentro de un avión? Hace bien la señora al no esperar nada de mí. Caigo en cuenta de que he traído el ejemplar de un diario nacional. Lo había empezado a leer en el aeropuerto, de hecho. Nada más ni nada menos de lo que mi país se merece que pase. Quizá alguno que otro momento de antología un poco más difícil de hallar. Para mi deleite, había tres. El primero, una escueta nota de la agencia EFE, desde París, donde se recogían las polémicas declaraciones de Gustau Nyongo Bolenke, poeta y líder ultranacionalista de Guinea Ecuatorial, quien criticó la indiferencia del mundo ante el racismo y la guerra civil en las naciones africanas, pero poniendo énfasis en la “imperdonable y contumaz ignorancia de la gente que aún en pleno siglo XXI confunde su país con el Ecuador sudamericano”. De paso, Nyongo Bolenke exhortó ante la sede de la UNESCO, en calidad de representante ante su país, que se destine más dinero para mejorar la educación. El segundo, la historia de Carludovica Palmata, mujer de ciento cuatro años, oriunda de Montecristi, que no pasó a ser noticia precisamente por su longevidad sino por ser la última tejedora viva de los “legendarios sombreros de Panamá” y porque con su muerte podrían también desaparecer estos. Un aspecto no menos llamativo que relata esta noticia, fue la lucha por la exclusiva de un periodista norteamericano ganador del Pulitzer, quien rastreó incansablemente el paradero de Carludovica Palmata por toda Panamá —desde la fan96

gosidad de las selvas del Darién hasta el más profundo y escabroso milímetro del istmo— pero sus esfuerzos fueron vanos por la sencilla razón de que Montecristi, la ciudad originaria del sombrero de Panamá, queda en realidad en Ecuador. Y last but not least, el del 20 aniversario de aquel bochornoso incidente en que el entonces embajador ecuatoriano sacó a pasear en el auto oficial de la Embajada a un viejo amigo suyo, un militar argentino de la dictadura con arresto domiciliario. Fue tal el descontento mediático y de la misma cancillería argentina, debido a lo especialmente sensible que resultó ese episodio para su historia, que el mandatario ecuatoriano, otro ex militar, tuvo que retirarlo. Era la época en que hubo un boom migratorio estudiantil ecuatoriano a Buenos Aires. Sin embargo, el reportaje acusa un par de errores de apreciación; asumo que el periodista no vivió de primera fuente aquel suceso.

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10.

El muchacho extranjero aprovechó el tercer mordisco de choripán de los policías (que ahora escuchaban en su radio portátil a los Pibes Chorros) para tocar el botón de ese número y letra que le había señalado el ahora inerte jorobado, no porque le hayan importado sus palabras, sino porque era precisamente el número y letra de la dirección que había olvidado. Ya a estas alturas, ¿se habría desvirtuado el ejercicio porque el sujeto perseguido hace rato que fue perdido de vista? “¿Qué hacer?”, se preguntaba como se preguntaba, a lo Lenin, el personaje narrador de César Aira en El Mago, la historia de un tipo que había nacido con verdaderos poderes mágicos y que por ende no tenía por qué montar trucos como los colegas de su gremio, pero que debido a su mediocridad supina era incapaz de lidiar con semejante prodigio. Pensó: ¿el estar aquí parado me convierte en prodigio? El Gordo Pincay no será prodigio pero puede realizar dos cosas a la vez, maneja mientras come choripán. Dicho en guayaquileño, el Gordo Pincay se conoce todo los huecos donde hallar los mejores. Pero su favorito sigue siendo uno que está en el barrio de Belgrano, en Miñones y Migueletes. Es tal el antojo que tiene de la particular sazón de este lugar que en ocasiones ha sido capaz de cruzarse desde San Telmo para llegar hasta allá. Detalle no importante, pero al menos lo es para mí, que no nací para llamar a las calles, Corrientes al 2500. En Guayaquil las calles son Manuel Galecio y Los Ríos, Portete y la 17, o a lo sumo la IV etapa de la 98

(ciudadela) Alborada; pero no, Av. Quito al 600. Imposible. El Gordo Pincay frunce el ceño. No suenan tan entretenidas como esas “pequeñas diferencias” que evocara Vicent Vega/ John Travolta (en su recordado diálogo del “Royal with cheese”, con su amigo y colega matón Jules Vines/ Samuel L. Jackson) en Pulp Fiction, pero abona un simpático documento “punto doc” al directorio de referentes culturales latinoamericanos, apartado Ecuador: unknown file. El Gordo Pincay, un gordo que se desempeña profesionalmente como chofer de autos de alquiler (se considera a sí mismo un “remisero” o, como en Guayaquil, un “taxi amigo”), también ha estado frente a porteros eléctricos. La última vez fue para entrar al consultorio de la doctora. Acostado en el diván, mirando hacia el techo para reflexionar, no dijo ni una palabra desde que empezó la sesión. El Gordo Pincay siempre tardaba en empezar a hablar, lo distraían unas motitas en el techo. Era la tercera sesión desde que inició la terapia y el Gordo Pincay, que nunca estuvo muy cómodo en ese diván ni en ese consultorio, sentía los ojos de la terapeuta clavados en su cabeza. De pronto la ella dejó su poltrona de cuero negro y se sentó en el borde del diván; le desprendió todos los botones de la camisa y empezó a darle besitos en su pecho grasiento. El Gordo Pincay primero se sobresaltó, no apartó la vista de esa falda de intelectual de Palermo y de sus pantorrillas. Claro está, le miró el calzón. En sus casi cuarenta nunca había mantenido contacto sexual con espécimen alguno del sexo femenino, y por ese motivo decidió iniciar un tratamiento psicológico. Luego de desnudarse (forma lacaniana de justificar una actitud de apertura), el Gordo Pincay se armó de valor para 99

abrirle las piernas (concreción de la teoría lingüística de la construcción de la realidad). Estando arriba del diván la miró como un niño que aprende a malear plastilina. Salvo en las web porno, la humanidad del Gordo Pincay nunca había estado expuesta tête à tête, mejor nicho nez à nez, ante una vagina, lo que provocó una inmediata reacción. Póngamela bien adentro que me gusta, dijo excitada, sin perder el tono profesional y académico que la caracterizaba. El Gordo Pincay la escuchó pero no dejó de retomar el viejo hábito de la lactancia materna. Al principio, la psicoanalista se quejó por la torpeza del gordo y sus rudos modales, pero igual se acomodó arriba del diván y lo miró lascivamente. Pedagogía ante todo. Abrió una de las puertitas laqueadas y sacó un papel metalizado mientras el gordo se apretaba los testículos para no eyacular. Ella abrió cuidadosamente el papel que contenía un polvito blanco y brillante. Metió la nariz en el papel y aspiró profundamente. Por el ventanal del consultorio entraban los ruidos de la avenida Coronel Díaz: las bocinas de los autos y de los colectivos, una lejana sirena de ambulancia y el sol de la tarde de Palermo. Sacó su portátil, abrió un documento Excel y, habiendo contabilizado el número de jadeos producidos en un intervalo de decenas de segundos de los latidos sistólicos y diastólicos de un obeso virgen, estableció una nueva e interesante estadística, que esperará cotejar con otras tomas de muestra para establecer, quién quita, una teoría que haga que el Dr. Alfred Kinsey se convierta en un cerdo chauvinista anacrónico. ¿Qué tiene de prodigioso subir a un edificio e ir tras un departamento desconocido? De ese árbol no comeréis, a ese piso no subiréis. Y subiste. Recordaste la numeración, 100

resultó ser el último piso. ¿Qué de prodigioso tiene vivir en el último piso?, piensas mientras llegas al ascensor y corres la puertecilla metálica. El pasillo olía diferente, cada pasillo en los edificios de la Capital Federal se siente y huele diferente. Uno dice que todos los viejos huelen igual, pero no. De los edificios también podría decirse lo mismo. El pasillo del edificio de la señora Buzzani olía esencialmente a señora Buzzani. Este era más bien ascéptico, a diferencia de los otros que visitaste durante tu prolongada búsqueda de un departamento estable. Ascepcia demasiado sospechosa y envolvente, presta a preparar los sentidos del enfermo hacia la entrada del quirófano. Ves la única puerta existente en todo el piso. Dudas en acercarte. Haces toc toc. Unos ojos salen por una mirilla de la puerta. Te preguntan por la contraseña. No entiendes de qué te hablan. ¿Contraseña? Mierda, ¿dan más que sea algún premio por adivinar? El ojo se va, te ha dejado solo para que pienses. Recuerdas esa campaña asiática de chicles que ganó Cannes, la del apoteósico concepto chewing is thinking. Pero no estás mascando chicle, peor pensando. El ojo te está esperando, aguarda a que reacciones para su nueva aparición. Siempre has sido malo para las contraseñas, te olvidas de las de tus tarjetas de débito y la de esas cuentas fantasma de email para registrarte en páginas porno. No eres un tipo de prodigios ni de asociaciones mentales prodigiosas. El surfista alguna vez te dijo que te falta chispa y que recurres a juegos de palabras para ser aceptado en el mediocre medio publicitario ecuatoriano, y para hacerla reír a Ginger K. Pero que pese a que nunca llegarías a usar zapatos Reef ni a tener las mujeres que él tenía, le caías bien, porque solo eras un cerebrito frágil e inofensivo que necesitaba 101

un poco de afecto. Tocas de nuevo. Ahora ya no haces solo “toc toc”, sino “toc, toc–toc, toc–toc... toc–toc”. Has vuelto a invocar al ojo. Pero esta vez te mira como si decidiera, en su condescendencia, ayudarte. Mientras toca, dice unas palabras: Pe – did... (toc) (toc)

Y – se os... (toc) (toc)

da – rá (toc) (toc)

Bus – cad... (toc) (toc)

Y – ha... (toc) (toc)

lla – réis (toc) (toc)

Lla – mad... (toc) (toc)

Y – se os... (toc) (toc)

a – bri – rá (toc) (toc) (toc)

Y tú: Pe – did... (toc) (toc)

Y – se os... (toc) (toc)

da – rá (toc) (toc)

Bus – cad... (toc) (toc)

Y – se os... (toc) (toc)

a – bri... ¿réis? (toc) (toc) (¿¿tac??)

El ojo te corrige. Y tú: (toc) (toc) (toc) (toc) the same fuck–ing

(toc) (toc) mis–take

Rufus Bondham estudió en los gorilas de Dian Fossey que no bastaban los métodos pavlovianos para hacer que reaccionen a nuestro antojo. Los gorilas conocían muy bien a los humanos. Lo que natura non da, Salamanca non porta. Y tú... 102

Por fin lograste entrar.

Te recibe una oscuridad, te tapan los ojos con una venda negra y eres conducido por lo que parece un pasillo. Por cada lado, te van llevando de las manos hasta una silla, donde te sientan. El instinto de temor natural hace que te pongas de pie. Pero ahí están cuatro brazos, dos de cada lado, haciendo su trabajo. Te descubren los ojos pero sigues en penumbras. Mueves la cabeza. Todo igual. Por el tacto percibes que estás en una mesa rectangular de madera. Estos tipos piensan en todo, te dices, cuando te tocas las piernas y te das cuenta que estás atado por los tobillos. Se enciende una luz, la única: una cenital, que muestra a un tipo mayor, vestido con una toga blanca. Usa un gorro de alto rango militar, o es lo que parece, por lo anacrónico de ambos elementos juntos. El extraño iluminado está justo al otro extremo de la mesa donde estás tú. Lo primero que debes saber es que tu presencia aquí no es casual, advierte el iluminado. Bienvenido, pequeño hermano. Sabemos que los conocimientos que ansiabas de tu seminario de creatividad no eran más que los pregolómenos de algo mucho más grande, y excelso. Estás aquí por tu acertada intuición de leer los signos de los tiempos, de tu tiempo en Buenos Aires. Mientras, tú no entiendes un carajo de lo que te está hablando.

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11.

Che, Jimbo, ¿eso no fue Bart Simpson?, preguntó el chico del interior. A mí me sonó al cuervo de Poe, respondió Jimbo, sin dejar de sentir la misma desorientación que su compañero. Nunca leí El cuervo de Poe. Yo tampoco, solo vi la parodia en Los Simpsons. O sea que me lo decís para alardear de tus lecturas, boludo. Que los redactores alardeen de eso, Juli. Yo soy director de arte. Ambos comprobaron que no habían perdido ni la vista ni la razón. Aún así, les parecía extraño que el sitio donde estaban les parecía infinito. Tan blanco que no se distinguían posibles paredes ni contornos, una pérdida de noción del derecha–izquierda, del este-oeste. Ni qué decir del norte– sur: a pesar de que sus pies parecían afirmarse sobre algo sólido —que también era un blanco sin fin— no describía ni rugosidades ni desniveles que pudieran determinar el tipo u orientación de la superficie. Los navegantes de la antigüedad al menos creían que no era sensato ir más allá de cierto límite porque hasta ese borde llegaba el mundo y aguardaba un abismo, pero acá no sabían a qué cosmovisión atenerse. ¿Estaremos muertos?, preguntó Juli. No, mucho mejor, mis amigos. Están en un paraíso fiscal, respondió Ricardo Montalbán, sin que ninguno de ellos lo escuchara. Mmm, no creo. ¿Y ahora qué hacemos? 104

¿Pedir que nos devuelvan el dinero?, dijo Jimbo encogiéndose de hombros. Creo que no nos ven, jefe. En efecto, Tattoo, están aún en un estado de negación. Los aturde saber que han llegado acá. Pero eso se solucionará con un simple chasquido de dedos. ¡Usted siempre tiene las soluciones para todo, jefe! Por favor, no es para tanto, Tattoo, responde Ricardo Montalbán sacando una pelusa de su terno blanco. ¡Chac! Julián y Jimbo voltearon y vieron finalmente a Ricardo Montalbán, escoltado por su diminuto amigo, además de un entorno de exuberante vegetación que hasta hace poco no habían percibido. Los jóvenes estudiantes, un poco escépticos de que estos dos personajes sean reales, decidieron preguntarles algo sobre lo que venían conversando para ver su reacción. ¿Ustedes han leído El cuervo de Poe?, preguntaron. Tattoo miró con suma extrañeza a su jefe haciendo una mueca; Ricardo Montalbán, manteniendo el aplomo, miró a los chicos y con suficiencia respondió: No exactamente, pero si es su fantasía puedo hacer que nos convirtamos en expertos del señor Poe. Creo que ya sé a qué se refieren, jefe. Tattoo, por favor, no me interrumpas cuando doy explicaciones con aplomo y suficiencia. Pero, jefe... Ricardo Montalbán condujo a Julián y Jimbo hacia un muelle para seguir conversando. Tattoo, cabizbajo, fue hasta la consola del estudio de La isla de la fantasía para eliminar de la lista de efectos todo archivo mp3, mp4 y ringtone relacionado 105con Los Simpsons y don Edgar Allan.

12.

Volví a pensar acerca de los protocolos señalados a la delegación ecuatoriana de actores + escritor que iba directo a la feria del libro del barrio del Once. En lo que respecta a la medición de mi cabeza, he de admitir que gracias a esta acción, dada un par de días antes del embarque, pude gozar de un sombrero Panamá perfectamente ajustado, como nunca antes había usado (y que no se me veía del todo mal pese a la insoportable redondez de mi cara). Ver, sin embargo, a una veintena de tipos con estos sombreros, en medio de una muchedumbre heterogénea en un vuelo, daba la impresión de que estaban reunidos para celebrar la convención de una logia. William Hanna y Joseph Barbera sabían muy bien lo que estaban haciendo cuando, al crear a los Picapiedras, establecieron la Logia de los Búfalos Mojados, aquellos cascos peludos con cuernos que se reunían en secreto sin llevar nunca a sus esposas.

Es probable que Eugênio Mohallem o Eva Buzzani no lo conozcan (tampoco tendrían por qué) pero en virtud de ciertos textos hallados de importantes escritores que ocasionalmente flirtearon con la redacción publicitaria, por alguna necesidad económica, habría que pensar en una suerte de análisis estructural de este tipo específico de textos, los que, pese a su fin persuasivo de la venta de un bien o servicio material, no dejan de tener una riqueza literaria.

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Acaso sin proponérselo, un redactor creativo mexicano, Miguel Sabbagh, evocó en su blog a Salvador Novo, considerado uno de los renovadores de la poesía mexicana del siglo XX y que, por su modus vivendi, fue funcionario público y por un tiempo, publicista. Se dice creó el recordado slogan del analgésico Mejoral, mejor mejora Mejoral. Si antes se creía que usar tres palabras en los slogans (llamémoslos así, para el ejemplo, ya que esa denominación se encuentra un poco pasada de moda) incrementaba la recordación, no es una ley; pero en el caso de Mejoral, se cumple la sentencia. Sabbagh hace un análisis sintáctico de la frase para descubrir lo que él llama “el secreto de su perfección”. Predicado MEJOR Objeto directo (adverbio)

Sujeto MEJORA Núcleo del predicado (verbo)

MEJORAL Núcleo del sujeto (sustantivo propio)

Una construcción gramatical más “lineal” hubiera tentado al escritor a redactar: Mejoral Mejora Mejor (sujeto–predicado) pero pierde el juego de añadir una letra a cada palabra para construir al final el nombre del producto. Su genialidad residiría en que, a través de un juego de palabras, la frase comunica directamente que Mejoral no cura, simplemente mejora pero lo hace mejor que la competencia, concluye el mexicano. Juego de palabras que mi jefe, el surfista, me habría vetado antes de siquiera haber hecho la sinapsis mental.

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En Guayaquil, el surfista saborea las mieles de la victoria. Está nominado a unas categorías del Cóndor de Oro, el festival publicitario más famoso del país, a cuya edición fue invitado el creativo argentino de la papa frita en medio de la barba, pero se excusó por indisposición anímica (a falta de Ramiro Agulla y Carlos Baccetti, quienes se excusaron por indisposición geográfica). El surfista no ocultaba su alegría por los pasillos de la agencia, era un tsunami que quería llevarse a todos cuanto encontrara a su paso. Pero frenó en seco cuando vio a Ginger K. leyendo. Y no era la Cosmopolitan sino un libro titulado Vox, de un tal Nicholson Baker. El surfista se reclinó y posó junto a ella cerciorándose de que en verdad estaba leyendo y no posando los dedos sobre las hojas para mirarse las uñas. Y sobre todo, para ver si remotamente la atención que no le estaba prestando a él, su director creativo más consentido y favorito, era justificable. Decidí que lo que tenía que hacer era sacarme una fotocopia de mi pito, bueno, no, dos fotocopias del pito, una antes de usarlo y otra después de usarlo, y dejarlas ahí, encima de su mesa. ¿Qué pretendías conseguir con eso? Bueno, más que nada quería que viese mi pija, pero claro, no iba a sacármela delante de ella… Me hacía falta cierta distancia, bueno, ja ja, somos personas civilizadas y tenemos cierta edad, la cosa no pasa del papel. Pero no te creas que es fácil fotocopiarse el propio pito. Es un deporte que se practica mucho en las oficinas, me consta, pero hay que ponerse a hacerlo para saber lo que cuesta. 108

El surfista: ¿Y eso? Ginger K.: Esto estás más interesante que escucharte hablar lo mismo de tus maridos creativos brasileros o argentinos. El surfista: ¡Ja! Ginger K. dándome cátedra de literatura. El fin del mundo se acerca. Ginger K.: Cállate y mira esta huevada... Total, que el problema era que en una hoja de ocho y medio por once pulgadas no me iba a salir más que una rodajita de la punta del pito. Siempre podía ponerme a horcajadas encima de la máquina, claro, pero eso era ya pasarse de ridículo. Al final, acabé reproduciéndome el pito con una reducción del sesenta por ciento, porque el ajuste máximo de reducción utilizaba toda la zona del cristal adonde me alcanzaba el aparato, y me quedó algo de aspecto vagamente obsceno, aunque a escala reducida en su conjunto. Parecía una choza, toda chiquitita a media altura del lado derecho de la página. Escribí 70% DE REDUCCIÓN en la copia. Pero, evidentemente, había que dejar de lado mi plan de sacudírmela a toda prisa y hacer una segunda copia porque el pito, ya menguado, ni por el forro iba a alcanzar el punto donde empezaba el cristal, más allá de la franja de plástico... El surfista: Yo habría puesto 70% de reducción y aún así no habría entrado en la hoja, jajaja... Ya conoces de sobra al sexo masculino, no pierdas tiempo leyendo autores underground de cuarta. Ginger K.: Tú no sabes lo que leo. El surfista: Para empezar, ¡yo nunca pensé que habías tomado un libro en tu vida! Ginger K., para mayor asombro del surfista, abrió la cartera. Y así como el conejo saca un conejo de su sombrero o una candidata a Miss Universo mueve su 109

varita para sacar una respuesta novedosa para lograr la paz mundial, así sacó un segundo libro. Ginger K.: Este es brasilero. A ver si al menos has escuchado hablar de él. Tengo sed, dijo Zelia. Vete a comprar cerveza, dijo Fuentes dándole dinero. Su portugués era perfecto, pero dejaba notar un leve acento. ¿Así?, Zelia se abrió de piernas enseñando el pubis cubierto de espesos pelos que se metían por la grieta de las nalgas hasta el coxis. No me gusta que mi mujer se desnude para otros hombres, dijo Fuentes. Se puso con las piernas abiertas sobre el cuerpo inclinado de Zelia. Verificó extasiado que su pene se endurecía tomando enormes proporciones. Era un hombre, pensó con orgullo, acostándose sobre la mujer, penetrándola con violencia; haría gozar a aquella perra mil veces. Los movimientos vigorosos de Fuentes hacían caer el sudor de su cabeza sobre la cara y los ojos de Zelia, cubriéndole la visión con una película ardiente que convertía en deforme la figura del hombre curvado sobre ella (…) “Soy tu esclava”, dijo, y eso pareció dar más fuerzas a Fuentes. Sus brazos la envolvieron como si fuese a romperle las costillas, su cuerpo se arrojó sobre el de ella en violentas embestidas que le producían dolor en todos los huesos, principalmente en el pubis. Cuando acabaron, Fuentes se levantó, se acostó en la litera y dijo: “Ahora vete a comprar la cerveza”. Zelia se puso el vestido. Antes de salir, al ver el rostro ceñudo de Fuentes, le preguntó si no era feliz, si ella había hecho algo malo. Vete a comprar cerveza, dijo Fuentes. Además de Eugênio Mohallem, el surfista no había leído a ningún otro brasileño, salvo —si se puede llamar 110

leer— los avisos de Washington Olivetto, Nizan Guanaes y los de otro grande diretor de criação, como quería ser, Marcello Serpa. ¡Qué buen final, qué buen final! Puede servir para un comercial de... de... ¡cerveza!, se extasió el surfista, mientras Ginger K., la ejecutiva de cuentas de la falda más corta de la agencia, cerraba esas páginas de El gran arte, de Rubem Fonseca y observaba con la ceja arqueada a ese lastre de testosterona; así fue como lo terminó invitando esa noche a una velada cultural en su departamento.

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14.

Cuánta falta me hacen esas películas intrascendentes que acompañan hasta los más aciagos vuelos. Ya es parte del folklore ecuatoriano que los viajeros de transporte terrestre sean eruditos en Jean Claude Van Damme o en esas películas de negros hip–hoperos drug dealers que se parecen a Wesley Snipes o Ving Rhymes. En este avión, las cosas son distintas. El asunto de los sombreros me ha llevado a digresiones de todo tipo, hasta pueriles. Como el recuerdo de una aventura en dibujos animados de Bugs Bunny y Elmer Fudd, en donde todos los sombreros de un camión de la Compañía Teatral de Sombreros Acme (oh, siempre la marca Acme), que va cuesta arriba, salen volando por un valle. Previamente el narrador de episodio nos ha explicado, a modo de “estudio sociológico” de cómo el uso de un sombrero, puede afectar el comportamiento de la gente. Esto mismo ocurre a Bugs Bunny y a Elmer mientras van por el mencionado valle —uno huyendo del otro— y sombreros de todo tipo de personajes posándose sobre ellos: desde el penacho de indio norteamericano y el sombrero de peregrino inglés, hasta el velo de novia y el sombrero de copa de un novio. En esa última transformación, Bugs es la novia y Elmer, el novio; ¡y se terminan casando!... Maldita sea, ¿no será que de ahí el farsante de De Bono sacó la idea para la teoría de sus sombreros?

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He rebautizado a mis compañeros de delegación (lo sé, no debí ser tan obvio, pero a estas alturas de mi vida ya no me interesa sonar inteligente). De aquí en adelante, todos se llamarán Sombrero y se distinguirán por un número. Así, Sombrero 1, será el líder de la delegación, aquel que me contactó. Mientras emito estas designaciones. Sombrero 3 y 5 están mirando las montañas por la ventana. Sombrero 6 mira las piernas de Sombrero 7, y esta mira con excesiva admiración a Sombrero 1, haciendo sospechar de una historia previa entre ambos. Sombrero 1 arenga a todos sus Sombreros (algo escuché la tarde cuando me fueron a buscar a mi casa) sobre la importancia de dejar en alto el nombre del país con la obra que habían preparado especialmente para el evento ferial de ese popular barrio de Buenos Aires. La obra, valga admitirlo, tenía una título muy raro que por las deferencias mostradas hacia mí, no me atreví a criticar, Pobre sombrero distorsionado. Ciertas bromas entre ellos iban y venían. Yo tampoco podía ponerme tan intransigente, pero igual que ellos tenían sus convicciones, asimismo yo tenía las mías. Quizá el único lugar donde yo me arroparía con una bandera de mi país sería en un partido eliminatorio al mundial de fútbol pero solo en el interior de un avión (esto si, ya que, al igual que a b , no me interesa el fútbol). Luego de decir permiso a la señora que me advirtió sobre mi Panamá caído, me puse de pie y fui por el pasillo hacia el baño. Regresé a mi asiento con una idea, saqué mi cuadernillo de notas y empecé a dibujar sombreros pero mexicanos, como alguna vez hice en la escuela. Otra licencia de los recuerdos pueriles, con la perspectiva del presente.

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Fig. 1 Un mexicano friendo un huevo

Fig. 2 Un mexicano sonámbulo

Fig. 3 Una colecta de la Cruz Roja Mexicana

Fig. 4 Un mexicano fanático de La Naranja Mecánica

Fig. 5 Un mexicano en una canoa

Fig. 6 Si somos más bien freudianos, un mexicano naciendo.

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Fig. 7 Un mexicano en Ciudad Juárez

Fig. 8 Un mexicano haciendo el trencito.

Fig. 9 Un mexicano emo

Fig. 10 Mario Bellatin

Fig. 11 Un mexicano en Disneylandia

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15.

Ahora hablaré de Mathilda, no me queda otra. Este ejercicio solo es para aclarar un poco mis ideas y determinar los efectos telúricos que tuvo en mí. Mathilda había terminado conmigo antes de mi viaje a Buenos Aires y, a mi retorno a Guayaquil, conocí a Mathilda. Eso sí, Mathilda no conocía de la existencia de la otra Mathilda, ni esta de la otra, ni esta de la siguiente; peor de mi extraña suerte que solo haber conocido Mathildas en una ciudad como esta, infame pañuelo o bola de estambre donde un extremo se junta a otro, donde en nombre del azar se cumplen las lógicas de los vórtices pueblerinos coincidentes, que tornan todo tan impredecible y predecible a la vez. Empezando con que me puedan decir que nadie en Guayaquil se llama Mathilda y que estoy cuenteando a todos. Mathilda es mi constante matemática que con el tiempo se fue elevando a la inciertésima potencia.

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16.

El viejo iluminado con la única luz que hay en todo el recinto oscuro, no se detiene, asegura tener mucho más que contarte. Te exhorta de nuevo a que abras los sentidos para que estés listo a recibir este conocimiento y portarlo valerosamente. Tú continúas escéptico esperando que todo esto sea una tomadura de pelo y que enciendan las luces y que todo sea una joda de tus compañeros del seminario. Pero no, el viejo iluminado prevé cualquier tipo de resistencia o de distracción mental tuya y, a medida que te va haciendo preguntas básicas de tu procedencia, vas percibiendo como que si él ya conociera de antemano tus respuestas, y que tú solo eres un títere del momento. Y eso ya vuelve la situación más freaky y creepy. No te explicas cómo alguien que nunca habías visto en tu vida (en un lugar aún desconocido para ti) sabe que vienes de Guayaquil a realizar un seminario de publicidad. ¿Para qué existen los monumentos? Para que la gente no olvide a personajes que hicieron historia, supongo. ¿Y el monumento más emblemático de Guayaquil es...? El más conocido es el de Bolívar y San Martín, el Hemiciclo de la Rotonda. ¿Sabes por qué te pregunto por él? Ni idea. b escribió un cuento llamado Guayaquil. Uno de tus favoritos, al igual que el libro de donde proviene, El informe de Brodie. 117

Si usted ya lo “sabía”, ¿por qué me lo pregunta? b viajó a tu país en 1978. Y conoció también algo de tu ciudad. De todos modos, no lo necesitó para escribir Guayaquil, ya que la ciudad en sí es la metáfora de otra cosa más grande. La entrevista de Bolívar y San Martín. Exacto. En tu ciudad se dio uno de los encuentros más enigmáticos de la historia entre dos próceres independentistas. Sí, aunque más enigma me causa lo que usted sabe de mí. Tu presencia aquí no es casual, ya te dije. ¿De quiénes son las manos que están sobre mis hombros? El viejo iluminado hace una seña y sientes que la presión de las manos ya no está. El conocimiento te hace libre. Espero que te sientas más cómodo para que podamos seguir conversando. Entonces puedo irme. No puedes dejar inconcluso lo que has empezado. ¡Yo no empecé con esto! Además, solo soy un simple publicista. No estoy familiarizado con gente rara que me pide contraseñas para entrar. ¿Qué es esto? ¿Un club de swingers? Este es tu día de suerte. Ni remotamente te hubieras esperado recibir la revelación que recibirás, si la aceptas, por supuesto. Oh, o sea que ahora yo puedo elegir. Elijo que prendan las luces y que me saquen de un pastel a Nicole Neumane o a Pampita. 118

Lo que escucharás aquí trascenderá los umbrales de todo lo que has conocido antes. ¡Por favor, adelante! Quiero entender cómo funciona la bolsa de Wall Street y el índice Nasdaq. Guayaquil parte del supuesto hallazgo de una carta donde Bolívar revela los pormenores de la entrevista secreta que mantuvo con San Martín en esa ciudad. bb no escribió de pura casualidad ese cuento. Estás en el preciso lugar donde obtuvo la idea. Interesante. Conozco el cuento, alguna vez lo leí. Cuéntame, ¿cómo se ve el Hemiciclo de la Rotonda desde tu oficina? Usted parece ser más eficiente que la CIA, prefiero que usted mismo lo conteste. Creo que ha atrapado al tipo equivocado. Aquí nadie te ha atrapado. Tú viniste por tu propia voluntad, solo supiste leer las pistas que te dejamos, señal de que mereces conocer nuestro Secreto. Déjeme adivinar: ustedes son un club de lectura auspiciado por María Kodama. Y usted, es María Kodama: buen disfraz. Nuestro Secreto no lo conoce ni ella. ¡Ja! Eso estuvo bueno, realmente bueno... Con su permiso, míster Hoover, no sea tan duro con los comunistas, recuerde que la Guerra Fría ya terminó, ha sido un placer... Pero no cuentas con que las manos, otra vez, impiden que te pongas en pie. El viejo iluminado solo necesita usar su mirada para dar órdenes. Y uno acostumbrado al griterío del departamento creativo: ni Eugênio Mohallem ni el viejo Bernard Pivot hubieran previsto cómo comportarse en una entrevista como esta. 119

17.

En Guayaquil aún se espera, en vano, la Gran Novela de Guayaquil. Lo que no se especifica es si esa novela podría ser escrita en sitios tan remotos como, digamos, Vladivostok o Buenos Aires.

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18. Somos, aunque nos pese, animales extraños alimentados de papel impreso Árbol genealógico, Rafael Díaz Ycaza

El surfista llegó puntual al departamento de Ginger K., vestía una de sus habituales camisas Diesel, solo que esta era manga larga, quizá como para estar a la altura de una velada cultural. Ginger K. lo esperaba con vino rojo, velas y música de Janis Joplin. Había libros y revistas desperdigadas por el piso de fórmica. Hey, antes de que pases la puerta sácate los zapatos: reglas de la casa, dijo Ginger K. El surfista hizo una seudo reverencia oriental acompañado de un guiño cómplice. Ginger K. ya estaba embebida con la música, había pasado Summertime y ahora tripeaba Cry baby. En la mesita de centro había piqueos de jamón, queso y salami; el surfista había traído su botella de Cavernet Sauvignon y la dejó junto a las otras. Ginger K. seguía con los ojos cerrados. Elige un libro, dijo, no veas el título, solo elígelo y luego lee una página, la primera que veas, en voz alta. Bijou tuvo que separar las piernas y el vasco empezó a afeitarla con cuidado. Allí el vello era otra vez ralo, delicadamente a cada lado de la vulva. Ahora todo quedaba expuesto: la boca, larga y vertical; una segunda boca que no se abría, empujaba, y los hombres solo podían ver los dos labios cerrados, obstruyendo el camino. Una vez afeitada, Bijou había vuelto a cerrar las piernas. 121

Voy a hacer que las abras, dijo el vasco. Tras enjuagar el jabón de la brocha, se dedicó a pasarla por lo labios de la vulva arriba y abajo, suavemente. Al principio, Bijou se contrajo más aún. Las cabezas de los hombres, inclinadas, se iban acercando. El vasco, apretando las piernas de la joven contra su propia erección, pasó meticulosamente la brocha por la vulva y por el extremo del clítoris. Entonces, los huéspedes advirtieron que Bijou ya no podía contraer por más el tiempo las nalgas y el sexo, pues conforme se movía la brocha, sus nalgas avanzaban un poco más y los labios de la vulva se abrían en un principio de manera imperceptible. La desnudez evidenciaba cada matiz de su movimiento. Ahora los labios están abiertos y exhibían una segunda aura, como si quisiera abrirse ella misma. Su vientre se movía a compás alzándose y descendiendo. El vasco se inclinó con más firmeza sobre sus piernas que se contorsionaban. Para, suplicó Bijou. ¡Para! Los presentes pudieron observar la humedad que rezumaba de ella. Entonces el vasco se detuvo, pues no deseaba procurarle placer: lo reservaba para más tarde. El surfista se detuvo. ¿Terminaste la página?, preguntó Ginger K. Sí. ¿Qué te pareció? Muy creativo el tipo que lo escribió. No fue hombre, fue una mujer. Felicítala de mi parte cuando la veas. Un poquito difícil, porque ya murió. Cuando leíste sonaste como si leyeras el guión de un comercial. ¿Siempre piensas como “creativo”? ¿Por qué la ironía, niña? De esto vivo. ¿Y el surfing? 122

Algún día me dará de comer, pero hasta entonces... Algo así me decía también tu redactor. Oh, ¿él? Dice que quiere ser escritor. ¿Y no es lo mismo? Mmm, bueno, dice el surfista sirviendo más vino para ambos, el redactor recrea ambientes, emociones... ¿Y el escritor, no? Sí, pero es distinto. El redactor es alguien más espontáneo, habla como habla la gente, dice lo que la gente quisiera escuchar. El escritor es más rebuscado, trata de parecer inteligente. Por eso él está como confundido, no sabe si aplicar lo uno o lo otro y creo que por eso se acartona muchas veces. ¿O sea que yo, rodeada de libros, trato de parecer inteligente? No, mi amor, para nada. Rodeada de libros te ves más sexy. ¡Ja! Labia, labia: labia barata de hombre, creativo, ¡y surfista!... Ven vamos a agarrar unas olas. ¿Dónde me llevas? Esto es una velada cultural, ¿recuerdas? Caminaron por un pasillo apenas iluminado. El surfista ya saboreaba las mieles de otro tipo de victoria, esperaba darle una nalgadita de confianza antes de entrar a la habitación, pero al ver lo que vio, cuando ella abrió la puerta, puso con la misma cara cuando su mamá lo pilló masturbándose a los trece años. Era un cuarto prolijamente decorado con látigos, trajes de cuero, botas, de distintas épocas donde predominaba el color negro, también había unos artilugios, imitación de aparatos medievales de tortura. Todo estaba tan bien ordenado como en un museo. Entraron. 123

Hey, no pienses mal. Es una de mis pasiones ocultas. ¿Revivir la escena de los pervertidos que violan al negro en Pulp Fiction? No, tonto. Ser curadora de arte. ¿De arte “sadomaso”? Es más amplio que eso. Bueno, acá no puedo estudiar eso. Pero escuché que sí en Argentina, y ya que estuviste allá quizás me podrías averiguar. Ya veo a lo que te referías con “velada cultural”.

Regresaron a la sala y siguieron conversando, ahora escuchaban Teardrop de Massive Attack. Ginger K. mencionó que el redactor del surfista le había mostrado una campaña gráfica premiada en Cannes del Museo de la Tortura de Praga y que quedó fascinada, más que por el trabajo visual y conceptual, por el hecho de que exista un museo así. Esa sería la excusa para patear el tablero y dejar el rol efímero que desempeñaba en la agencia. Todos somos efímeros, nena, decía el surfista. Esto es como el fútbol, por eso al menos directores creativos ganamos lo que ganamos mientras tenemos vida útil. Además, esa gráfica está en uno de mis anuarios Archive, traídos de Alemania. Ginger K. fue clara: a mí no me tienes que sorprender diciendo que tienes revistas alemanas, yo soy la tonta que pasa el café y que lleva los recados de los clientes que se pasan mirándome las tetas y las piernas, ¿recuerdas? Ya regreso, lee el papel que está sobre la mesa, dijo.

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La violación es poder. No es algo romántico. No esperes enamorarte de mí. No me beses en la boca. Haz exactamente todo lo que diga sin preguntarme si me estás lastimando. Ni una sola palabra de esto el lunes.

Luego de unos minutos, Ginger K. regresó con los ojos un poco dilatados: ¿Y? Es el cuento más corto que he leído. No es ningún cuento. Son instrucciones. Si no las quieres seguir, la puerta está abierta.

El surfista siguió a Ginger K., no sin antes recordar una premiada campaña de Cannes de la píldora azul más famosa de mundo. Sin texto alguno, solo imagen, en cada gráfica se veía a dulces viejecitas que se habían quedado dormidas de pie mientras lavaban los platos o barrían el piso. Ya en la cama, Ginger K. mostró en primer plano sus senos —pese a todo pronóstico— naturales; su pubis estaba depilado, como en la historia de Anaïs Nin. Su cama estaba cubierta de negro, era lo más cercano a una cama de agua. Le ordenó que la golpeara, ni tan suave ni tan violento. Y le dio una contraseña, para uso de ambos, en caso de que uno de los dos se sintiera incómodo y así detener el juego inmediatamente. Sin estudios de prospección previos, el trepanador entró hasta el fondo del pozo, en busca de la secreción hidrocarburífera que yacía en las profundidades durante millones de eras menstruales. Las manos salvajes sometían a la selva indómita. Era la ley de esa selva. Luego de unos minutos, los gritos de la criatura fueron 125

atroces como el parto de una paquiderma herida con cien rifles. ¡Déjame! ¡Déjame! ¡Me lastimas!, aullaba la hembra. ¡Pídeme lo que quieras pero ya no sigas, por favor!, suplicaba. ¡Gritaré! ¡Pediré auxilio!, amenazaba. ¿No me estás escuchando? ¡Llamaré a la policía! El macho experimentó unos gramos de culpa en su cavidad craneana. Detuvo a raya la explotación inmisericorde para ver la magnitud de los daños a su naturaleza. La hembra, fuera de sentirse aliviada, arremetió con furia. ¡Chucha! ¿Qué, no entendiste? ¡¡Aún no digo “Fidelio”!!... El macho tuvo que pagar por la inconsecuencia de sus actos con la expulsión de aquel paraíso de satín negro. Ya al despedirse, como quien no quiere la cosa y para disipar vergüenza, el macho le hizo una pregunta por demás intrascendente, sobre la letra k de su segundo nombre, ya que todo el mundo la llamaba “K.” pero que él no sabía qué significaba. Kaili, respondió a secas la divinidad desilusionada, cerrando la puerta.

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III. La asfixia como anticonceptivo

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1.

Si me pidieran describir mi estado, no dudaría en afirmar que estoy como un becario de la Guggenheim en arresto domiciliario. Mathilda lo calculó todo muy bien. Oscuridad a las horas adecuadas del descanso, luz casi siempre, autorizándole unas horas al sol, y luego las lámparas de lecturas, infaltables, que se encendían ni medio yo insinuara cualquier movimiento de modorra en falso. Antes de salir, Mathilda me dejó una suerte de ultimátum. Era obvio lo envidiable y privilegiado de mi caso, aunque para ella yo no parecía estar del todo consciente. De modo que si no lo aprovechaba, simplemente se iría de mi vida. Así de tajante, como todas las decisiones que tomaba. Mathilda siempre hablaba con una muletilla, “cuando te conocí en ese café, tú...” y enumeraba una cantidad de cosas que supuestamente hice. La muletilla era el origen de la excusa filosófica de nuestra relación. Mathilda usaba unas rastas que olvidaba bañar en semanas. Pero lo compensaba con el sano hábito de excitarse cuando uno de mis capítulos era de su agrado. Tenía además un gran poder para agarrarse del marco de la puerta y del lavabo para probar nuevas posiciones, sin hora ni aviso. Mathilda ha vuelto a hacer sus rondas habituales para constatar mis avances, no los lee propiamente, solo mira por encima, como una gourmet o un director creativo. Dos. Tres palabras, se permite decir. Luego silencio. Piensa en lo que ha leído, me mira, me estudia. Luego cuatro o cinco más. Pero siempre está insatisfecha. Es 129

curioso, cuando el insatisfecho debería ser yo. Le doy la razón en parte, estoy becado gracias a ella. La beca es ella. El arrestro domiciliario es una circunstancia disiplinaria que libremente acepté. Hay monjes que se encierran años y prescinden de la palabra hablada para cultivar lo que llaman el silencio, el escuchar su voz interior. Mathilda me pide rendición de cuentas. Mathilda lo tiene súper claro aún cuando lo estamos haciendo; a veces pienso que su orgasmo depende de eso (la otra vez casi aplastamos la lavadora). En ese momento se olvida de todas las acusaciones que me hace, desde el color del día hasta el desplome de la bolsa de Tokio. Aún así, con Mathilda no había cómo fiarse del todo. Yo nunca le preguntaba adónde iba, de todos modos, ni ella me lo decía. Me he ganado la Guggenheim, ¿para qué hacerme más preguntas? Pero Mathilda, sobre todo, era una obesa feliz. Quince minutos después de que Mathilda se va y deja con llave la puerta (cuya copia solo tiene ella), Jimbo me visita. Agulla y Baccetti se separaron, esto es peor que la ruptura desde los Beatles, me cuenta apenado mientras sube por un árbol e ingresa por la ventana. The dream is over, compadre, le digo. Algún día tenía que llegar. Queda el legado de todos modos. Pero recuerda, cuando dos o más se reúnen en nuestro nombre, ahí estaremos. Jimbo se ríe. Bueno, ¿y ahora qué harás? ¿A qué te refieres? ¿A que no tengo las llaves de mi propio departamento? Soy un feliz becario de la Guggenheim... Jimbo empieza la frase. 130

... en arresto domiciliario, yo la termino: ¡qué predecible te has vuelto, cabrón! En medio de una auditoría a su gallo de los huevos de oro, Mathilda recibió una llamada a su celular de un conocido que la invitaba a participar de una Gran Oportunidad de Negocio, muy en la onda de una irresistible oferta corleoneana, de las que sobreabundan en Guayaquil, aunque fugaces con el objetivo de sorprender en el corto plazo. Resulta bizarro, por no decirlo de otro modo, que una de las ciudades que más indiferente ha sido hacia la literatura haya comprehendido tan bien la esencia embustera de esta, a través de las connotaciones cotidianas tan sarcásticas que se le ha dado allá, especialmente, al cuento. Si del ser porteño deviene las mañas, el terreno de la viveza criolla, a lo mejor por eso entre embusteros se reconocen, se detectan como dos Highlanders. Y además, se repelen.

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2.

En el avión, la vida no es más sabrosa. Estamos pasando por una turbulencia. La señora de al lado está un poco pálida, pero no pregunto nada. Si se muere, ¿qué sitio exacto pondrán en su partida de defunción?: ¿El cielo?... Apenas atino a mostrarle (no sé si lo está viendo) mi nuevo dibujo, donde retomo los motivos de los anteriores y rememoro a través de un esquema aquel episodio zombi por el que atravesó hace algunos años Guayaquil.

Fig. 12

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Señores Pasajeros, siguiendo normas internacionales de seguridad les vamos a efectuar una demostración de los sistemas de emergencia de que dispone este avión. Les rogamos máxima atención. Este avión está provisto de ocho salidas de emergencia, las cuales se encuentran, a mi izquierda y derecha. Dos puertas en la parte delantera de la cabina. Cuatro ventanillas situadas sobre los planos. Dos puertas en la parte trasera. Todas ellas señalizadas con el cartel en rojo EXIT–SALIDA. Les rogamos observen la salida de emergencia más cercana a su asiento. Las máscaras de oxigeno se encuentran sobre su asiento y caerán en caso de descompresión. Coloque la mascara en su cara, ajústela y respire normalmente. Los chalecos salvavidas se encuentran en la parte inferior de sus asientos. La parte delantera está claramente identificada, colóqueselo ajustando las correas para tal fin. Para inflarlo tire de las cadenas y si eso fallara existen dos boquillas para inflarlo manualmente. Se les recuerda que el chaleco salvavidas no debe ser inflado dentro del avión. Les recordamos que delante de su asiento encontrarán una copia de estas instrucciones de seguridad que les acabamos de enseñar. Igualmente les informamos que durante esta turbulencia sus móviles y aparatos electrónicos deben estar apagados, y sus sombreros Panamá bien ajustados a sus cabezas. Gracias por volar con nuestra aerolínea. No nos queda otra que desearles un vuelo agradable.

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3.

Versiones van, versiones vienen. La entrevista entre Simón Bolívar y José de San Martín —en la que el general San Martín renunció a la mera ambición y dejó el destino de América en manos de Bolívar— ha provocado hasta hoy un enorme debate que trasciende el campo mismo de la historia y lo ha llevado al estudio del psicoanálisis lacaniano; o a la literatura, como es el caso del cuento de b . Este cuento empieza cuando un tal Ricardo Avellanos hereda, a la muerte de su abuelo en Guayaquil, unas cartas invaluables, una de ellas fechada de 1822, por puño y letra de Bolívar, donde supuestamente revelan detalles de su célebre conversación con San Martín, el 16 de julio de ese año. Quedará como tarea historiográfica determinar su carácter auténtico o apócrifo. Argentina muestra interés en ellas, por lo que designa a un historiador de la Universidad de Buenos Aires, la voz narrativa del cuento. Al mismo tiempo, el profesor Eduardo Zimmerman, un judío arrojado de su país por el Tercer Reich y ahora ciudadano argentino, profesor de la Universidad del Sur, disputa y se adueña de la invitación. Así, la entrevista–enfrentamiento entre los dos catedráticos se convierte en una metáfora de lo que creemos ocurrió en Guayaquil. Pareciera que el narrador tendría en sus manos todas las cartas para viajar a Sulaco (trasunto de la ciudad homónima, capital de la ficticia Costaguana, de la novela Nostromo de Joseph Conrad); sin embargo, no es así. Zimmerman logra incluso apa134

ciguar al oponente con hábiles adulaciones, al disfrazar su propia victoria de derrota: “Es su sangre, Usted es el genuino historiador. Su gente anduvo por los campos de América y libró grandes batallas, mientras la mía, oscura, apenas emergía del ghetto. Créame, Doctor, que lo envidio”. Pasan ya a segundo plano las palabras que cambiaron el Libertador y el Protector, que acaso fueron triviales. El narrador piensa con cierta ingenuidad que la carta de Bolívar podría cambiar la percepción de la historia nacional, aclarando y reivindicando la figura de San Martín. Al contrario, para su rival, la carta es un documento histórico de enorme interés profesional pero de poca influencia práctica en la vida política actual. En Guayaquil, si uno se impuso fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos. Como usted ve, no he olvidado a mi Schopenhauer, dice Zimmerman. Según el novelista argentino Martín Kohan, en el cuento de b , el que es argentino no puede imponerse al que se hace. La confrontación entre los polos podría explicarse así: siendo los dos iguales, pero a la vez diferentes, siendo a la vez homogéneos y heterogéneos, siendo a la vez lo uno y lo otro, lo que es y su contrario, se resisten a la dialéctica, a la síntesis, a la identidad misma. El esposo de María Kodama vacía así el secreto de Guayaquil, donde lo argentino se definía. Y en el lugar vacío de ese secreto, pone lo argentino, vuelto un enigma cuya resolución ya no importa. Para el escritor ecuatoriano Fernando Itúrburu, Guayaquil es un claro ejemplo de sutil pero demoledora ruptura de mitos personales y nacionales, de las identidades hegemónicas que conforman la parte más triste y peligrosa de la cultura. Y es también un brillante examen de la condición de la intelectualidad latinoa135

mericana, atrapada muchas veces en el reflejo de sus propias palabras. Para mí, Guayaquil es solo una palabra, dijo b .

En 1978, b llegó a Ecuador, en compañía de María Kodama, con quien por entonces aún no estaba casado. Los recibió Antonio Correa, el joven editor del Círculo de Lectores del país. Correa describió al futuro esposo de María Kodama como un hombre de ralos mechones hacia atrás, vestido oscuro de sutiles líneas azules, camisa y corbata a tono de sobria elegancia, sosteniendo su bastón de madera de pulida. La Kodama, de rasgos orientales, era menuda, afable, de cabellera larga y grandes ojos acuciosos. En la exactitud de sus códigos de comunicación se percibía ternura, apuntó Correa. Siguiendo esta versión (al menos no coincide con lo que contaba Fanny, la mucama) b solo aceptaba que lo llamaran b : ni por sus dos nombres, ni por el diminutivo Georgie de su mucama, ni como “maestro”, que lo detestaba. Previo al final de la estancia en Quito, el joven editor recibió una llamada de una admiradora confesa de b que prefirió no identificarse; ella ponía a su disposición un yate anclado en Guayaquil por el tiempo y para el número de invitados que él determinara. Cuando el escritor y su pareja supieron de la propuesta, él la miró con su ojo semicubierto por el párpado y el otro abierto de manera neutra. ¿Qué opinas, María? Es muy sencillo, b . Acá nos han expuesto dos situaciones, A y B: decide. B, dijo suavemente b .

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4.

Mathilda ya me lo ha dicho en otras ocasiones. Mi postergación, mi desidia. Hay un término más entretenido: mi procastinación (del latín procastinare). Jimbo trajo en esta ocasión unas revistas de Adlatina, en donde Carlos Bayala, fundador de Madre (filial de la londinense Mother) habla más de sus lecturas literarias que de los métodos de concepción de sus campañas premiadas. Bayala cita con vehemencia a Maurice Maeterlinck y su ensayo La vida de las abejas. Suena tan inverosímil, le digo a Jimbo, no porque Bayala lo afirme, le creo, sino que si yo escribiera sobre esto, publicistas imbuídos, obsecados por su secreta y frustrada pasión literaria, me dirían “ah este trata de demostrar algo”. Y yo no quiero demostrar nada... ... sino, no habría apretado el botón de Eject, Jimbo completa la frase. Mierda, ¡otra vez me leíste la mente! Jimbo frunce el ceño. Mueve la cabeza al ritmo de una causa perdida.

A Mathilda le gustaba delinearse los ojos como Elizabeth Taylor en Cleopatra. No tenía la estatura de otras mujeres pero su caminar era suficiente para dar cátedra a muchas. Como sus ojos, era amante de los detalles, pero como sé que las obviedades tampoco la sorprenden, opté por dedicarle un poema de Jorge Carrera Andrade, Mademoiselle Satán. No sé cuántos tatuajes habría tenido pero siempre me mostraba uno 137

nuevo. Toda una galería: Marx, Tolstoi, Bakunin; pero su favorito era el del Che, una forma de sustituir a otro guerrillero, Cristo, en quien su ateísmo no le permitía creer. Mathilda tenía ese encanto maternal para adoptar mis ideas deformes y, en lugar de condenarlas al aborto, darles una 9 milímetros para que ellas mismas decidieran su destino. Mathilda creía que esta dinámica de beca Guggenheim con arresto domiciliario era una forma de redimirme. De que retornara a mis verdaderas raíces. Consideraba que aunque la Gran Oportunidad de Negocio era un engendro neoliberal imperialista, no dejaba de ser una muy importante coyuntura para pensar en un escenario alternativo en caso de que su becario Guggenheim en arresto domiciliario no rindiera a la altura de las circunstancias. Acaba de llegar, precisamente, de una de las reuniones de la Gran Oportunidad de Negocio, una oportunidad que promete un gran negocio, así lo testimonian cientos de satisfechos clientes que confiaron en Nuestra Empresa, la más confiable y sólida de toda la constelación de los paraísos fiscales del Caribe. Realizadas por lo general en casas lo suficientemente espaciosas como para no parecer las de un empleado en situación de dependencia y lo suficientemente modestas, como para aparentar que aún se puede lograr más, las reuniones se realizan con una cantidad apreciable de personas, entre las cuales pueden encontrarse vecinos, ex parejas, ex compañeros de la época de la escuela, colegio o universidad, compañeros de trabajos recientes y actuales, ex jefes y hasta papás de nuestros amigos. El presentador luce con sonrisa de comercial de pasta dental y adopta una posición de catedrático (ya que detrás de él hay 138

una pizarra de tiza líquida) que además tiene que ser la de animador de talk show y de motivador empresarial. Lo acompaña un discreto séquito de ayudantes, socios suyos en este negocio de Nuestra Empresa. Uno está pendiente de las bebidas y los bocados; otro, de recibir en la puerta (con una sonrisa siempre) a los atrasados; los ayudantes más pequeños —hijos de algunos de estos— se encierran a jugar Playstation o Nintendo Wii, o se aseguran de que no se entre el perro. El presentador, fiel a la lógica aristotélica, desarolla primero una introducción, donde presenta la trayectoria de Nuestra Empresa y las filiales que tiene en el mundo; luego, habla del revolucionario sistema boca–a–boca (cuando, técnicamente, debería ser boca–a–oído) que hace posible que todos estemos escuchando esto ahora y no através de la tele u otro tipo de publicidad masiva. No, esto no es secreto, aquí no hay gato encerrado, lo que pasa es que esta Gran Oportunidad de Negocio es tan grande que para que sea oportunidad debes darte la oportunidad de escucharlo en el momento justo, con las personas correctas, asesorándote a tu lado. Como punto siguiente, esto no es lo que te han dicho. No. Ha habido un sinnúmero de negocios fraudulentos, chuecos, falsetas, truchos que han perjudicado un montón de gente. ¿Pero saben por qué? ¿Saben por qué, amigos míos, elegidos de esta noche de compartir este privilegiado Secreto que, con su ayuda, podrá mutiplicarse, sobre otros cuantos elegidos, como la Buena Nueva del Evangelio? Porque estos inescrupulosos utilizan un sistema que es ilegal en todo el mundo, que es el piramidal; es decir, que los de la base, la gran mayoría, cargan con todo el peso y los de arriba son los únicos beneficiados. ¡No! ¡Eso jamás! Sino, imagínense por qué cayó el antiguo 139

Egipto, no solo por el aberrante incesto que se daba entre la realeza, sino por la sangre, sudor y lágrimas de esclavos que costó armar esas pirámides, monumentos a la arrogancia; criaturas neobabélicas que adoraban a los gatos y que, a través de sus ritos paganos, momificaban a sus aún más arrogantes gobernantes, imponiéndose aún más arrogantes “maldiciones” para quienes osaran profanar sus tumbas cinco o diez mil años después. No, amigos, los sistemas piramidales, por donde se los vea, no son buenos para ustedes, ni para mí... Bueno, entonces, ustedes dirán, ¿cómo es este revolucionario sistema? ¿Por qué es tan único? Ustedes, tan creyentes como yo, sabrán que el sistema binario es lenguaje universal codificado bajo el cual el Arquitecto del Universo creó todo nuestro alrededor. ¡Por eso es único! Los norteamericanos, hace unas décadas, enviaron al espacio una sonda que contenía información sobre nuestro ADN y los saberes más importantes de nuestro mundo, todo en código binario, para que otras civilizaciones puedan descrifrarlos. El código binario es tan cotidiano que aún lo utilizan hasta quienes no están del todo concientes de sus actos. En la esquina de Pedro Carbo y Aguirre, en el centro, ¿quién no recuerda a ese loquito caminaba en cuclillas, miraba solo al suelo y escribía con un puñado de hojas de hierba, que guardaba en sus andrajosos bolsillos, incontables 10101010101010? El código binario, tan binario como nuestros dos brazos, nos garantizará el éxito ya que trabajaremos en equipo. Con una inversión inicial (que detallaremos luego), ustedes entran automáticamente al sistema, a partir de donde nos saldrán dos ramas, brazos o patitas, donde invitaremos a dos vecinos/parejas/ex parejas/ex com140

pañeros de la época de la escuela, colegio o universidad/ compañeros de trabajos recientes y actuales/ex jefes/ papás de nuestros amigos. Cada uno de ellos, llamarán a su vez a dos más vecinos/parejas/ex parejas/ ex compañeros de la época de la escuela, colegio o universidad/ compañeros de trabajos recientes y actuales/ ex jefes/y hasta papás de sus amigos; y así ellos dos invitarán más que pondrán a cada lado de las patitas, y se formará una red de la Madonna Santa, we are the world, we are the children, we are the world, so make a brighter day, so let’s start giving, canción enormemente motivadora para esta ocasión, en donde los astros de la música de los ochenta nos daban cátedra de un mundo mejor, como Lionel Richie, Michael Jackson, Stevie Wonder, Madonna, la hermosa Cindy Lauper y Bob Dylan (valga recordar su verdadero nombre, Robert Allen Zimmerman), convertido al cristianismo y, luego en su ancianidad, en cantante de villancicos que parecen haber sido escritos por un Santa Claus rehabilitado con metadona. Nada que hacer: todos los Zimmerman se salen con la suya. Después de toda esta descripción, Mathilda empezó a recoger sorpresivamente sus cosas y me reveló su buena nueva. ¿Pero cómo es posible?, le pregunté. Muy natural me respondió, el Espíritu del Che se posó sobre mí. Olvidé que estaba hablando con Mathilda.

141

5.

Sin duda, Julián y Jimbo se encontraban en la Isla de la Fantasía. ¿Con qué objeto? Ricardo Montalbán, como siempre, tenía las respuestas. La glorieta tenía una vista hacia un recién divisado mar entre azulino y turquesa. ¡Tattoo! ¡Ahí voy, jefe!, gritó alegremente Tattoo, llegando en un yate con dos hawaianas pechugonas. Abordemos, señores. Vamos a dar un breve paseo guiado por unos sitios turísticos que serán de su interés. Julián y Jimbo se miraron con extrañeza. Ricardo Montalbán les dijo, no se preocupen, ¡la casa invita!

Y así llegaron a la Isla de las Combinaciones Infinitas, poblada por coloridos burócratas de cuatro brazos que se especializan toda su vida en Propiedad Intelectual y a cuyas oficinas llegan pedidos de las más grandes multinacionales para patentar todas las combinaciones posibles de los nombres de modo que solo ellos puedan usarlos, como ha sido el caso de Kodak (cuyo extraño nombre, se dice, provino de la onomatopeya producida por el ruido de las antiguas cámaras al disparar), Coca Cola o Google. Cola Loca, Caca Cola, Colo Colo... y 54360 combinaciones más Google, Doogle, Moogle, Zoogle, Oogles... y 30984 más y otras más por venir (tomando en cuenta que el nombre Google significa per se un número infinito). 142

Después de las respectivas fotos al hábitat de esas criaturas (una de las más aberrantes fue aquella captada de dos burócratas apareándose en medio de una nube de flatulencia technicolor), partieron rumbo a otra isla fantástica...

La Isla de los Testimoniales Teóricamente Verosímiles, en la que —a diferencia otras publicidades donde aparecen meros actores, falsos especialistas que se hacen pasar por odontólogos, oftalmólogos, nutricionistas o falsas madres de familia de falsos niños recomendando el uso de tal o cual producto— desfilan escritores o personajes vinculados con el mundo intelectual que, en teoría, brindan mayor credibilidad a estos testimoniales. Aquí se encontraban tomando sol o tratamientos de rejuvenecimiento en piscinas de lodo volcánico, por ejemplo, el autor de Bomarzo, Manuel Mujica Láinez, quien protagonizó un spot de una marca de hierba mate; al igual que Victoria Ocampo, que prestó su imagen para anunciar la revista norteamericana Life; y el Nobel Camilo José Cela que publicitó para la tele española la guía de viajes y rutas que hoy se conoce como Guía Repsol. También se hallaba, aunque no fue posible divisarla, a otra criatura Nobel, Octavio Paz. Seguramente, explicó con su acostumbrada sonrisa Ricardo Montalbán, el poeta se hallaba haciendo ejercicios gestuales ante una imaginaria cámara luego de su exitosa experiencia como estrella de varios programas en la afamada cadena Televisa, a la que la banda musical Molotov le dedicara aquel recordado y cariñoso hit, El carnal de las estrellas. Se dice que sus poemarios y ensayos, mucho más allá de su calidad literaria, tuvieron un enorme éxito mientras 143

estuvo en la pantalla chica. Muchos aseguran que sus libros ya no eran comprados solamente por los lectores habituales sino por el ciudadano común, ajeno a consumos intelectuales, porque se le convirtió en una especie de necesidad el tener sus libros, como objetos de status, sin importar que no los entendiera bien. Jefe, prométame que al regresar a la Isla de la Fantasía me comprará un disco de Molotov. Lo haré, querido Tattoo, lo haré. ¿Alguien más vive aquí?, preguntó Julián mientras observaba los Kilaweas de una de las hawaianas. Ricardo Montalbán lanzó un largo suspiro: Bueno, hay una cueva en el centro de la isla, la conocen como la cueva Golding, dicen que ahí vive un espécimen que ni yo he visto: Samuel Langhorne Clemens, más conocido por su nombre científico Mark Twain. Ya convertido en criatura de éxito, este ser de melena blanca y mostacho de morsa promocionó durante años la pluma Conklin Crescent, de la que elogiaba su comodidad y limpieza de carga: “Prefiero esta pluma a cualquier otra del mercado”, se leía junto a una foto suya en los anuncios de prensa. Eso sí, en cuanto aparecieron las primeras máquinas de escribir, las Remington, se dio cambió de bando diciendo en titulares: “Esta máquina sí es verdaderamente cómoda y limpia”. Y así, en un abrir y cerrar de ojos, en lo que canta un gallo o a la velocidad del rayo (resulta clara la influencia de la publicidad en estas frases), llegaron a...

La Isla del Advertainment Literario, escasamente habitada, pero llena de galerías donde, a modo de un museo, se exhiben cientos de fragmentos de obras literarias en pantallas de todo tipo. 144

Claro, el “advertainment”, nos hablaron de eso en el seminario, dice Jimbo. Sí, son esas boludeces que se inventan ahora, mezclar publicidad y entretenimiento, para que la gente se dore la píldora sin que se dé cuenta. Perdón que me entrometa, amigos, interviene siempre muy polite el señor Montalbán. Pero el “advertainment” es más viejo de que lo se cree. Bueno, sí, según nos dijeron, Agulla y Baccetti creen que Náufrago, de Tom Hanks, es un perfecto spot de dos horas sobre Fedex. Agulla y Baccetti, vale decirlo, querido Jimbo, lograron su fantasía de ser Agulla & Baccetti gracias a su visita a la Isla de la Fantasía. Jeje, perdón por la cuña publicitaria. Julián y Jimbo miraron con extrañeza a Ricardo Montalbán. Volviendo al punto anterior, me refería a algo mucho más antiguo. ¿Recuerdan a Popeye? Eso de que las espinacas dan fuerzas fue planificado en los treinta para beneficiar a los productores de espinaca de Estados Unidos que querían aumentar el consumo. ¡Qué aburrida esta isla, señor Montalbán! ¿No hay problema si nos tiramos a las hawaianas?, preguntó Julián. A ti, que eres redactor, te interesará especialmente conocer esto, dijo Ricardo Montalbán buscando la mesura. El coronel descubrió algo divertido en su figura. Quédate así como estás, la interrumpió sonriendo. Eres idéntica al hombrecito de la avena Quaker. (El coronel no tiene quién le escriba, Gabriel García Márquez) 145

Le lancé una mirada gélida, como si me hubiera ofendido en lo más vivo y le pregunté: ¿Es que parezco menos de veinte años? Lo siento, señor, pero tenemos nuestras... Bueno, bueno, le dije. Había decidido no meterme en honduras. Tráigame una Coca–cola. (El guardián entre el centeno, J.D. Salinger)

¿Aguantar?, dijo Rybys. Pero si ni tan siquiera puedo aguantar en el estómago lo que bebo. ¿Está segura de que esa Coca-Cola no estaba pasada o algo parecido? Creo que me ha puesto peor que antes. ¿No tendría un poco de Ginger Ale? Si tomara un poco de Ginger Ale quizá pudiera evitar que... —De repente empezó a maldecir con una voz cargada de veneno y rabia—. Maldito sea todo esto. ¡No vale la pena! —Clavó los ojos en Herb Asher y Elijah. (La invasión divina, también Phillip K. Dick)

Monkey finger he shoot/ Coca–Cola he say: “I know you, you know me”/ One thing I can tell you is you got to be free (La letra de “Come together”, The Beatles)

Eso le recordó la lata de Coca llena de ceniza y restos de su Marlboro, y, sin secarse, corrió a la casa dejando un reguero de charquitos entre la antecocina y la escalera de los dormitorios y entró al cuarto donde las otras dos seguían durmiendo, levantó todas las latas de Coca y Seven y la llevó al cubo de basura de la cocina, ocultándolas debajo de unas bolsas del supermercado y montones de cáscaras de ananá. (...) En la terraza vio dos falsos fotógrafos. Eran también tipos atléticos, más jóvenes que el custodio, y andaban con bolsos de 146

Nikon y antiguas cámaras con teleobjetivo. (...) La gente es muy boluda, decía un asistente de relaciones públicas del Sheraton que estaba a cargo de un curso de protocolo para los nuevos funcionarios. (...) Tratando de fijar la vista para determinar si eran frutas, postres o golosinas, recordó que en su ventana había hecho dos agujeros mucho más cómodos para espiar y partió a su cuarto llevándose la taza de Nesquick. Al entrar la sorprendió un olor desagradable. No era humo, pero emanaba de la colilla del Marlboro flotante en los restos del Nesquick de la noche. Tendría que decirle a su padre que dejara de fumar: ese domingo el cigarrillo le resultaba una de las cosas más repugnantes del mundo. (Todos los anteriores fragmentos, de Urbana, Rodolfo Fogwill)

Bueno, hay que admitir que debido a las alusiones no tan positivas del producto, el “advertainment” no siempre se da, opina Ricardo Montalbán. Es más, técnicamente, sería un “product placement”, una forma más primitiva de “advertainment”. Las cosas que uno aprende en este trabajo, ¿no?... Pero, pero, pero, si hilamos más fino, en el fondo, debería ser un “publicity”, aquella acción que no cuesta nada a la empresa pero da de qué hablar porque se convierte en noticia. Por eso, pienso que mejor debió llamarse la Isla del “Cuasi–advertainment Literario”. Pero eso ya no depende de mí. ¿Sino de quién?, pregunta Jimbo. Y todos miran hacia delante y rompen la “cuarta pared”. 147

6.

Uh, no, no. No pongas esa cara, pibe. El precio está bueno, ¿eh? Agradecé que soy la dueña y no una inmobiliaria, porque ya sabés que esos son unos chorros de primera, y que me disculpen algunos de mis amigos que trabajan en ese sector, ¡pero es así! Mi marido me decía, tu problema, vieja, es que sos demasiado justa; y a veces la gente abusa de eso. No sé qué pensás vos, pero bueno, me caíste bien, considerá que esta oportunidad es muy difícil que se repita, esta es la parte un poco más top del barrio, un poco más libre, aquí entre nos, de los “bolitas”, los “paraguas”, de gente garca, vos me entendés. Los enanos, bueno, no hacen mal a nadie, creo, ¿no? Solo el pelotudo ese que me pisó, pero ya todo bien. Estuve pensando, mientras te observaba, que debo reconocer las capacidades admirables del ser humano, por más que se den por un accidente genético; y el hecho de que los enanos sean inmunes al cáncer, hace que me saque el sombrero. Bueno, sí, la mente de uno va evolucionando con los tiempos. Ahora hasta los enanos tienen derecho a ser llamados por un nombre para no ser reemplazados por apodos denigrantes... Mirá qué lindo, ¡se me ha ocurrido un nombre para el enano de mi historia! “Pär Lagerkvist”. ¿Te gustó? Le pude haber puesto “Hervé Villechaize” pero, no sé, me dio por darle un toque escandinavo. Bueno, para ser más coherente con el personaje será Pär Lagerkvist. Ah, los escandinavos son unos grandes, especialmente para la dramaturgia. Casa de muñecas, de Ibsen, ¡por favor! Tuve el honor de hacer el papel de Nora, ya hace montón de 148

años, en el teatro universitario. En esa función conocí al gordo, estaba entre el público y zas, cincuenta años de casados. Las cosas que hizo Ibsen. Pero bueno, con los años, me terminó gustando más otro, tenés que haberlo escuchado, Tenessee Williams. Tuvo algunas buenas pero El tranvía llamado deseo, ¡inolvidable! Acá la montaron. Uy, no sé si hubiera podido ser Blanche, pero como Marlon Brando, nunca habrá otro Kowalski, ¿eh? Jamás. ¿Pero sabés qué era lo que más me intrigó de Tenessee Williams? La manera tan estúpida cómo murió: el tipo tenía los ojos irritados, se sienta, se aplica un colirio y la tapita, en lugar de dejarla a un lado, la sostiene con sus dientes. Al reclinarse, se la traga, se asfixia y kaput. Estaba solo, en su cuarto de hotel, ni cómo pedir ayuda. Porque si te obstruyen las vías respiratorias con algún objeto pequeño, un caramelo, un trozo de carne o lo que sea, vos no podés hablar ni gritar, ¡debe ser realmente desesperante! Mi marido una vez me contó la historia de un médico que hace algunos años había asistido a un bar mitzvá en Nueva York, se rió de un buen chiste que escuchó y luego se atragantó con una uva que estaba comiendo, todos atónitos no sabían qué hacer, hasta que de la nada salió alguien que lo abrazó fuerte al doctor por detrás y lo levantó, presionando duro su pecho con los puños hasta que por fin pudo escupir. El médico, sumamente agradecido, intentó recompensarlo. No fue nada, dijo el tipo. ¿Cómo que no fue nada? ¡No sé qué me hizo pero me salvó la vida!, exclamó el doctor. No fue nada, en serio, repitió el tipo, fue algo que aprendí en las selvas africanas. El doctor le pasó su tarjeta y le ofreció que cuando quisiera podría pasar por su consultorio y atendería a él o a su familia sin costo alguno. ¿Te imaginás si no actuaba rápido el tipo? Con tres, cuatro 149

minutos que el cerebro no reciba oxígeno, chau, ¡ni vos, ni yo estaríamos aquí!, ni este doctor, al que luego lo llamaron el padre de esta maniobra de emergencia. Cada vez que cuento esta historia me da un no sé qué, como cuando escuché por primera vez What a wonderful world de Louis Armstrong. Bah, no me hagas caso, me pongo así a veces. Bueno, querido: cinco meses y medio por adelantado, mi última oferta.

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7.

Luego de este paseo, Julián, Jimbo, Ricardo Montalbán y Tattoo regresaron a la Isla de la Fantasía, donde Montalbán pidió a Julián y Jimbo reunirse en privado. Había otro asunto pendiente, mucho más importante. Como ustedes saben, dijo Montalbán exhalando una bocanada de un habano que recordaba a los del Profesor Jirafales, a esta isla todos vienen a cumplir su fantasía. Y nosotros los ayudamos para que así sea... La fantasía de ustedes por ejemplo, convertirse en los mejores creativos de la promoción de su instituto de publicidad en Buenos Aires, es muy interesante, tomando en cuenta que uno de ustedes es oriundo del interior argentino y que, al no ser nativo de la Capital Federal, lo convierte a lo sumo en un elemento pintoresco sin grandes repercusiones. Y otro de ustedes, proveniente de un país apenas conocido de donde se trafican bananas. Pero, este no es el punto central. Tengo un cliente cuya fantasía (yo diría, en cambio, obstinación enfermiza) es probar que un libro es mejor que otro, o mejor dicho, que tanto ese otro libro como su autor son una basura. Me tiene perplejo. Julián y Jimbo se miraron y luego miraron a Ricardo Montalbán, con un patidifuso “¿O–o–okey?”. Por favor, no le digan nada de mi perplejidad a Tattoo, no lo quiero decepcionar. De esta manera, el dueño de La isla de la fantasía, pretendía cumplir —como los buenos combos promocionales de un jabón o un yogurt— dos fantasías al precio de una: ayudando a la del misterioso y obstinado personaje obtendrían la suya. 151

Una oferta que no pueden rechazar, les había dicho Montalbán. ¿Eso no lo dijo Vito Corleone?, Jimbo había arqueado la ceja. Eh, bueno, sí, eso fue luego de que le concedí a Mario Puzo la fantasía de que toda su saga de El Padrino sea de su autoría.

Un escritor al borde de los cincuenta estaba en el balcón de un apartamento con vista al mar, lo suficientemente amplio para tener una hamaca, una mesa para la notebook y una botella de whisky, e innumerables apuntes, revistas y libros abiertos por doquier. Un ambiente que, sin embargo, no lograba relajarlos. Sus turbaciones podían más. ¿Ustedes son los periodistas que vienen a entrevistarme?, preguntó ansioso el escritor. Julián y Jimbo asintieron con la cabeza. En efecto, señor Schavezstein. El escritor les pidió que se sientan y tomen el whisky que les ha servido. Julián y Jimbo esperaban el discurso de otro loco en medio de esta absurda historia del seminario de creatividad publicitaria. Seguir la corriente no es ciencia. Sin embargo el terminar interesándose por su historia no era parte del libreto. La historia empieza con un redactor creativo francés de la Young & Rubicam, exitoso, premiado, con excelente sueldo que, no contento con su status, desarrolla por las noches un alter ego en el mundo intelectual parisino. Así, se transforma en crítico literario en programas televisivos y semanarios sensacionalistas. Publica algunos libros hasta que el respetado Michel 152

Houellebecq lo anima a ser más subversivo escribiendo sobre el medio en que subsiste, la industria publicitaria. El resultado, la novela 99 Francs, publicada antes de que el euro entrara en vigencia en el viejo continente, coincidiendo con su precio de venta. Luego, al pasar al euro, el libro se llamó 14,99 Euros. En España, la editorial Anagrama le puso el nombre de 13,99 Euros, luego Quinteto lo sacó en formato de bolsillo y costó entonces 5,99 euros, pero la obra se quedó con el mismo título. Sin embargo, Amazon.com dispone la versión traducida al inglés, £9.99, que paradójicamente no cuesta sino $19,98 y usada. ¿A qué lleva todo este non–sense? Al planteamiento de una novela fundamentada desde su inicios en el escándalo y la hipocresía. En una burda imitación al estilo de Bret Easton Ellis en Glamourama o, más específicamente al Club de la pelea de Chuck Palahniuk. Con esa actitud del tipo Eh, ustedes, víctimas palurdas del sistema capitalista, jódanse, porque acá yo me las conozco todas y me cago de risa en sus caras. De otra manera no se justificaría que este alter ego del autor, llamado en la obra Octave Parango, afirme: “Soy publicista: eso es, contamino el universo. Soy el tío que os vende mierda. Que os hace soñar cosas que nunca tendréis”, “Mmm, penetrar vuestro cerebro resulta de lo más agradable. Me corro en vuestro hemisferio derecho. Vuestro deseo ya no os pertenece: os impongo el mío” o “Lo ideal sería que empezarais odiándome, antes de odiar también la época que me ha creado”. Y a raíz de eso, este cocainómano que ha dejado a su novia desde que se enteró de su embarazo, empieza una retahíla de citas con las que trata de justificar y justificarse, cita a Goebbels, a dudosas estadísticas, a Proust. Hay momentos, sin embargo, en los que es confrontado, como ocurre con su jefe, el director creativo, “Joder, ¡hay que ver 153

lo pesado que se pone el señorito desde que no esnifa! ¿Acaso crees que nunca pienso? Por supuesto que este curro me da náuseas, solo que yo pienso en mi esposa, en mis hijos, no soy tan megalómano como para creer que voy a revolucionarlo todo, coño, Octave, ¡un poco de humildad, maldita sea! ¡Basta con apagar la tele, con no ir a ningún McDonald’s, toda esta mierda ambiental no es culpa mía, es vuestra, de los que compráis zapatillas Nike fabricadas por esclavos indonesios! ¡Qué fácil resulta despotricar contra el sistema y, al mismo tiempo, contribuir a que funcione!”. Pero en el fondo es la otra cara de la misma moneda. ¿Eso lo que más le molesta?, preguntó Jimbo. Podría ser solo eso, como también que se prodigue como mártir al afirmar que por esa novela fue “despedido” de la Young & Rubicam; como también que se haga hecho una versión fílmica de este bodrio. Pero hay algo peor. ¿Qué? ¿Quieren en verdad saber? Sí, ¡hable ya!, exclamó Julián. El escritor mostró este aviso:

Fig 13

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Mmm, okey: un narizón tirado a Adonis sosteniendo un libro en un anuncio de un centro comercial parisino, ¿qué tiene eso de perturbador?, inquirió Jimbo. No es cualquier libro. ¡Es La sociedad del consumo de Baudrillard, por dios! ¿Y quién es “L’homme”?, terció Julián. ¡Quién más: el cabrón del escritor, Frédéric Beigdeber!

Ricardo Montalbán había recibido a un rabino cuya fantasía era atar a su esposa mientras ella comía trozos de tocino durante un Sabbath, pero al ver a Julián y Jimbo, lo dejó en espera. Tattoo, le pidió, distráelo con otra fantasía, ponle cualquiera de Tarantino. ¿Y, chicos? La fantasía va a ser más fácil de lo que usted pensaba, dijo el chico de provincia. El problema era que no se había atrevido a revelarla por vergüenza. ¡Perfecto, entonces, díganmela! Me gusta su terno, señor Montalbán, admitió Jimbo. ¿Hugo Boss o Ermenegildo Zegna? No te preocupes, Jimbo, lo incluiremos dentro del combo, Y los jóvenes estudiantes de publicidad revelaron finalmente al veterano actor, que también había trabajado en una de las partes del El planeta de los simios y Star Trek, la secreta fantasía de su atribulado cliente.

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8.

En esta ocasión a Jimbo le costó más trepar el árbol. Horas antes, la municipalidad de Guayaquil había podado algunas de sus ramas. Ahora quedo más a la vista y pueden pensar fácil que soy choro, reclamó. Yo le dije que no montara dramas, que tenía suficientes con los míos y los de Mathilda. Tú eres el que menos debería quejarse, me increpó. Bueno, ¿ya te decidiste? No sé, respondí, siento que hay poquísimas ideas publicitarias de las que me puedo sentir orgulloso. Una, dos, a lo sumo. ¿La de los niños asfixiados? No te burles, ¿eh?, que estaba buena. Ya te dije, loco, esa pieza ya existe, hasta la premiaron, sino en Cannes, en el London Festival. Además, ese primer plano de cientos de rostros de niños apretujados contra un látex gigante me recuerda a Woody Allen. Tiene una vuelta diferente. No son caras de hombres-espermas, ¡son niños! ¿Por qué creo que ya conozco tu respuesta? Yo solo salvaría de mi portafolio el aviso que hicimos para la pastilla contra el asma, continúo pensando. La tarea escolar del niño exagerando las comas luego de cada palabra. Jimbo puso su ultimátum: ¿Y entonces? ¿Qué te diré, compadre? Le pasó hasta a Agulla y Baccetti, a Lennon y McCartney… Puta, ¿por qué no me quedé donde Juli? ¡Ese cabrón ya debe haberle hecho diez hijos a las mellizas. ¡Y eran primas de Tattoo, loco, primas de Tattoo! 156

¿Cuáles “Tatú”? ¿El dueto de lesbianitas rusas?

Mathilda regresó para constatar los frutos de su inversión. Pero la vi con un humor distinto. Con ese tic nervioso en el ojo derecho que aparece durante episodios de estrés. La cerecita del postre de sus afecciones. Mathilda, que era alta, se había enflaquecido y eso la hacía ver más alta de lo que ya era. Ahora, para ser más fiel a la descripción, lo que sí tenía era piernas largas y poco busto, a diferencia de otras Mathildas, que eran mucho mejor proporcionadas. Mathilda se cansaba muy rápido de todo, hasta de coger. No leía más allá de las primeras cinco letras de cada una de mis hojas y se hacía una idea, según ella, de lo que trababa el resto. Le encantaba dar órdenes para edulcorar su inseguridad y la agrura de su estómago. No es bueno que la Gastritis esté sola, dijo dios, y le creó una compañera a la que llamó Hemorroide.

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9.

Hoy el surfista recordó una frase que le enseñaron cuando acudió antes que todos los creativos de Guayaquil, al seminario en Buenos Aires; no tenía claro a ciencia cierta quién la dijo, pero el pensamiento latía por sí mismo. No importa que ataquen mil plagas, el gorila alfa siempre encontrará un racimo que conquistar. Esto retumbaba en su cabeza debido al penoso primer performance frente a Ginger K. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Ya sé lo que haré: regresaré y soplaré, soplaré y soplaré, hasta que esa casa se caiga y me coma entera a Ricitos de Oro, sin dejar una sobra, sin dejar ningún lugar santo. ¡Esto es poesía, hijueputa! ¡¡Sí!!... Sin embargo la labor de este lobo no se vio exenta de dificultades, empezado que Ricitos lo ignoraba olímpicamente por los pasillos de la agencia, por la recepción, por el garaje, here, there and everywhere. Cagaste, surfista, ¡de esta no te salva ni Jack Johnson! Pero como no solo de sexo vive hombre sino de la creatividad que emana de su labia, el surfista armó una pachanga en su departamento, como una forma de festejar anticipadamente sus nominaciones a los Cóndor. Irán todas las chicas, si quieres, estás invitada, dijo ensayando su nuevo peinado retro de Lobo quinceañero. Aquí no hubo libros, ni vino, hubo líneas blancas en bandejas de sushi y música de The Clash a todo volumen. Hubo dos sofás en la sala y una mesa de mármol en la cocina que se convirtieron en altares de sacrificio. Hubo un closet interdimensional en donde con solo meter una mano se conquistaban todo los 158

agujeros negros de la galaxia. Hubo un balcón que parecía camisa de fuerza. Hubo un aposento donde su rey había secuestrado a su reina; de haber vivido en el Medioevo seguramente habría esperado con ansias exhibir la sábana sangrante. Hubo muchas ideas que aún no lograba concretar. ¿Pasa algo? No eres tú, en serio, soy yo. A la mierda, es la música, ¿no? Espera que ya pongo algo más para la ocasión, Barry White... No, Oscar. No ando con ganas de ser salvaje hoy. ¡Oh! ¿Cómo? ¿Hecha la digna conmigo, ahora? Jaja. Tampoco te dije que no quería hacer nada... ¡solo quiero ser voyeur! ¿Mirar? ¿Solo eso? No, pero olvídalo. ¿Que me olvide de qué? Sí, olvídalo, no te atreverías a hacer que quiero. ¿¡Qué!?... Esta noche yo lo puedo todo... TO–O– DO. ¿Qué pasó, Salomé, quieres que te traiga la cabeza del Bautista? ¡Qué poético se ha vuelto el señor!... Esto es más sencillo de lo que crees. Come on, baby, shoot.

A Ginger K. le brillaron los ojos como a poseída y le mostró al surfista una funda de plástico para que se asfixiara con ella: te aseguro que nunca volverás a extrañar una sola de tus pajas en tu puta vida. 159

Y así como el honor lleva al desafío, y el desafío lleva al orgullo, y el orgullo lleva a la obediencia ciega, y la obediencia ciega lleva al pulso sin miedo, el pulso sin miedo lleva a la angustia, y la angustia lleva al oxígeno, y el oxígeno lleva a la sangre, y la sangre lleva a la erección, y la erección lleva al nirvana, y el nirvana lleva al Salón de la Fama, y el Salón de la Fama lleva a las mujeres, y las mujeres llevan a la perdición, así también la perdición tiene la cara de una gran funda transparente que primero cubría un terno caro recién lavado, para luego apretujar la cabeza del obnubilado y extasiado nominado, oh César: los que vamos a morir, te saludan.

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10.

Jimbo, que cuando no trepaba árboles pasaba conectado a Internet, me había hablado de cierto Concurso Latinoamericano de Poesía para Apóstatas de la Publicidad. Agoté mi último cartucho y, obviamente, tampoco gané. Me consolé con transcribir en mi cuadernillo de notas un extracto del poema del ganador, Luis Alberto Bravo, ecuatoriano de quien nunca había escuchado ni en pelea de perros: Shampoo (...) El champú es el nombre de un dandi. El champú viaja millones de milímetros para llegar hasta ti. El champú irá a las islas Shetland para reemplazar a los ponys. El champú es un caramelo derretido que vuela. El champú lava tu virginidad. El champú nos dice “Va a haber otro día” El champú es el nombre de una bailarina de cuerda. El champú huele a vetiver. El champú deja en la mujer: cabellos de otra galaxia. El champú cae sobre una casita hecha con los dedos de tus pies. El champú quiere gritar: ¡Champú! El champú va por el espacio; pidiéndonos hacer silencio. 161

El champú cree que es el nombre de un tren. El champú suena en el espacio como el big bang. El champú sabe que los pájaros existen. El champú quisiera llamarse “Lluvia”. El champú sueña. El champú quiere pararse en los cables de teléfono. El champú quiere abrazar a un marcador. El champú estuvo en los árboles. El champú copia la luz de Tinker Bell. El champú duerme en un recipiente. El champú sale en los comerciales de tv. El champú es el sueño de otro champú.

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Quien tiene salud tiene esperanza y quien tiene esperanza tiene todo –dicen los árabes, esos musculosos halcones del desierto, pero ellos tienen detrás de la esperanza algo que lucha por su salud: la LECHE CUAJADA La leche cuajada de La Martona: Estudio dietético sobre las leches ácidas, p.6 (Bs As, 1935)

Frédéric Beigdeber, autor de la recordada campaña para Wonderbra protagonizada por Eva Herzigova (“Mírame a los ojos. He dicho a los ojos”), da vida a este personaje de corte bukowskiano, Octave Parango, que dice que el escritor publicitario es el autor de aforismos que venden. Tanto en la realidad como en la ficción —es lo que nos ha hecho creer hasta el mismo Houellebecq, padrino de esta obra de Beigdeber— el creativo, “asqueado” de las “manipulaciones” de la publicidad, decide escribir un libro “revelador” para conseguir que lo echen. “Vivimos en un tiempo muy ingenuo. Por ejemplo, las personas compran productos cuya excelencia es anunciada por los mismos que los venden. Eso me parece una prueba de ingenuidad”. No lo dijo Beigdeber sino b cuando, con su habitual ironía, se animó a definir los alcances de la palabra publicidad. Y con razón: pocos conocen que la primera colaboración entre él y Adolfo Bioy Casares no fue literaria sino publicitaria. Mucho antes de la creación del célebre detective Bustos Domecq, ambos redactaron un folleto para Yogurt La Martona. La familia materna de Bioy tenía, allá por mediados de los treinta, una empresa que co163

mercializaba todo tipo de lácteos y ahora se aventuraba a este otro producto para el que recurrieron a este par de jóvenes, aún desconocidos en los círculos intelectuales porteños. El folleto, de apariencia científica y de casi veinte páginas (cuya cubierta la ilustró Silvina Ocampo) se distribuyó con gran éxito. Fue una colaboración sin firma, pero poco importaba ante los dieciséis pesos por página que les pagaron, una auténtica fortuna para entonces. Según Bioy, lo trabajaron en el comedor de su estancia, mientras crepitaban las ramas de eucalipto en la chimenea. Fue un gran aprendizaje para Adolfito, sintió que era “otro escritor, más experimentado y avezado”, aseguró Fanny, quien conoció de esta anécdota a través del mismo Bioy, gran amigo y asiduo visitante de su patrón. Desde entonces, Bioy retomó esporádicamente freelos publicitarios, no así el esposo de María Kodama, quien se justificaba citando un texto que Poe escribió para una mueblería. “Nada puede haber que más directamente hiera los ojos de un artista, que el arreglo interior de lo que en los Estados Unidos —es decir, en Appallacha— se llama un departamento bien amueblado. Su defecto más corriente es la falta de armonía. Y esa sentencia magistral que Poe acuña luego: No es en nuestra aristocracia donde habremos de buscar la alta espiritualidad del boudoir inglés. ¿Cómo igualar algo así?”.

Mucho antes de que Beigdeber publicara su 13,99 euros, otro autor, el novelista, pintor y diplomático mexicano Fernando del Paso abordó desde una perspectiva estilísticamente mucho más ambiciosa y desde un enfoque mucho más lúdico el mundillo publicitario, en el capítulo 11 de la primera parte de su monumental novela Palinuro de México, donde escribe: “(...) y todos los 164

genios de la Agencia después de penetrar en todos los misterios de la investigación motivacional y de entender a conciencia lo que es un status symbol y después de haber leído a MacLuhan y comprender que el medio es el mensaje y el masaje, y que todos los medios son, además, metáforas activas, y que la publicidad, a fin de cuentas, es un guante de box que sostiene un ramito de nomeolvides”. Pese a haber sido escrita una veintena de años antes que la novela del francés, y a que son épocas distintas en el desarrollo de las comunicaciones, su enfoque hacia el entorno publicitario no ha perdido actualidad y, aun cuando su excesivo surrealismo y barroquismo pueda empantanar a ratos un poco al lector no acostumbrado a estos estilos, no deja de ser crítico con la sociedad de consumo pero asumiendo una actitud distinta. (“A mí, me costó un enorme esfuerzo entrar en una agencia. Más esfuerzo me costó salir de ella. Y más, más todavía, me costó no regresar”). El humor, de paso, está presente en muchos pasajes, como cuando describe el perfil del publicista ideal para entrar al Salón de la Fama, con “la nariz de David Uglyvy, la barriga de Raymond Rubberham, los tres pelos de Leo Brunnette y la dentadura de Stanley Razor”. O en la parte en la que le cuentan a Palinuro que, para compensar las respectivas frustraciones que viven los redactores creativos y los directores de arte (el no poder ser escritor y pintor), a los unos, “les mandamos hacer impresiones de novelas y libros famosos como Del tiempo y el río, Jud el Oscuro o Papillon, cambiando el nombre del autor y poniendo el de ellos”; y a los otros, “les obsequiamos copias que imitan a la perfección los cuadros de su pintor favorito, eliminando la firma de este y poniendo la de ellos”. En ambos casos, como regalos de Navidad para que los coloquen en sus oficinas. Beigdeber pretende ser el gran incendiario pero, ignorando ingenua o cínicamente que es parte del 165

sistema, se termina quemando él mismo. Una obra tan extremista en su postura naturalmente no podría analizar puntos medios, como lo que le ocurrió a la imagen de la Underwood en manos de un Duchamp; el de la Volkswagen, en las de Wesselmann; el de Sopas Campbell con Warhol, o de Chupa–Chups con Dalí. En Ecuador, nos podríamos remitir al caso del logo del Banco del Pacífico, que aún mantiene el diseño original del grabador y serigrafista alemán–ecuatoriano Peter Mussfeldt. Y como extraño hallazgo, el recordado muñequito que representaba a la antigua Empresa Eléctrica del Ecuador, que fue diseñado nada más ni nada menos que por Walt Disney.

Otro aspecto que llama la atención, no exclusivamente en la narración de Beigdeber, es el destino del director creativo: con una vida de frustraciones disfrazadas de éxitos, forjados en gran parte, más que por su genialidad, por la de su equipo creativo. Ocurre con Jacques Marronier, el jefe de Octave Parango, como también, por ejemplo, con Milos Lerner, maestro de Dacal, estos dos últimos, personajes del cuento “Farfala” del ecuatoriano Leonardo Valencia en su libro La luna nómada. Ambos mueren. “Cuando un publicitario se muere, no ocurre nada, solo es reemplazado por un publicitario vivo”, narra Octave Parango en el sepelio de su director creativo. ¿Por qué se tienen que morir los directores creativos en las historias sobre publicistas? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Alguna necesidad de homeostasis en el caótico sistema solar de las agencias? ¿O porque, como en los episodios de South Park, hay que matar a Kenny? Por dios: desaparecer al director creativo, ¡tamaña falta de creatividad! 166

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Luego de que se le agotaron las preguntas al joven editor del Círculo de Lectores del Ecuador, salió el tema de Bioy. Oh, él aún duerme en el piso, dijo crípticamente b sintiendo con los ojos cerrados la brisa del río Guayas mientras los tres caminaban por el Malecón Simón Bolívar de Guayaquil. María Kodama susurró discretamente al joven la respuesta al enigma: Lo dice porque anda con problemas de la columna.

La Kodama, luego de enviudar, visitó un par de veces más el país. En una de esas, se sabe que fue recibida en el yate de la anónima fanática de b . Debido a la naturaleza discreta y analítica de la Yoko Ono de la literatura, había ciertos temas y personas sobre las que evitaba hablar como, por ejemplo, de Fanny. No es muy difícil deducirlo si revisamos unas de las partes más polémicas de esa célebre entrevista publicada en Diario La Nación: “Ella primero venía y se quedaba dos horas. Después empezó a tener cada vez más poder sobre él. Le hablaba mal de sus amigos, de su familia, de mí; le decía que eran todos unos delincuentes que le querían sacar la plata. El señor siempre me contaba lo que María le decía: Fanny, ¿usted qué piensa?, me preguntaba mientras yo lo vestía. María usaba una cadenita con una calavera colgada del cuello; él me decía que a ella le gustaban las brujerías: ¡Ay, Fanny, si supiera los lugares adonde me lleva María! Hay gente tan rara...”. 167

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El resultado de la convocatoria superó ampliamente las expectativas de los organizadores del concurso “Lee a b ”, ya que durante los “escasos” siete días de plazo para participar llegaron nada menos que 500 anuncios. El jurado estuvo integrado por Frédérick Béigdéber (Young & Rubicam París), César Aira (escritor prolífico), Mario Bellatin (escritor en vías de lo mismo) y Ramiro Agulla & Carlos Baccetti (padres de la publicidad argentina de mediados–finales de los 90). La calidad de los trabajos, motivó la decisión de entregar, además del primer premio, que puede verse junto a esta nota, una mención especial y el reconocimiento a tres anuncios finalistas: Duelo gaucho, de Vivi Manuli (Argentina); Laberintos, de Mara Ares (Argentina); y No tan ciego, Leonardo Assogna (Perú). Gracias a un aporte de la Fundación Esquina Rosada, el ganador recibirá —en una ceremonia de entrega de premios aún sin fecha definida, que dependerá del regreso de Europa de María Kodama— las Obras Completas del escritor. Además, como un modo concreto de que los libros del esposo de María Kodama estén en manos de mayor cantidad de lectores potenciales, los autores de los demás trabajos distinguidos (tanto la primera mención como los finalistas) recibirán obras autografiadas del mismo b , que ella guardaba originalmente para casos excepcionales de subasta. El trabajo ganador del certamen, titulado Guayaquil, es obra de un alumno ecuatoriano del Instituto Patafísico de Publicidad de Buenos Aires. Sin embargo al preguntar en ese sitio, nadie dio razón por él. 168

14. Une tu voz a mi voz Triunfamos, Los Panchos

El viejo iluminado empezó a enumerar fechas y sitios de batallas, de citas de misivas que Bolívar y San Martín se intercambiaban con sus respectivos edecanes y altos oficiales durante las fechas inmediatas y posteriores a la entrevista de Guayaquil. Yo no entendía cómo esto “trascendería los umbrales” de todo lo que antes daba por sentado. Sin duda lo único que había logrado trascender hasta ese momento era los umbrales de mi paciencia. San Martín se reunió en casa de Bolívar el 26 de julio de 1822 y permanecieron cuatro horas hablando a puerta cerrada, sin testigos, motivando desde entonces elucubraciones y versiones confusas, afirmó el viejo iluminado. Lo que sabemos es que San Martín, quien venía desde Lima, llegó a Guayaquil, porque el frente interno peruano se estaba debilitando debido al descontento de sus tropas que amenazaban con sublevaciones, y porque los ejércitos realistas lo superaban en número de soldados: no tenía otro camino que entrevistarse con Bolívar para pedir la cooperación de sus tropas colombianas en la independencia del Perú (a la vez que le ofreció el mando del ejército peruano que él mismo encabezaba) y asegurar para este país el puerto de Guayaquil. Ni lo uno ni lo otro se dio, dijo el viejo iluminado abriendo más los ojos. La suerte ya estaba echada: cuando San Martín llegó, Bolívar ya había anexado Guayaquil manu militari a la Gran Colombia. Es interesante ver cómo desde la manera en que una persona hace un brindis se la puede 169

conocer. ¿Sabes cuáles fueron las palabras de Bolívar al levantar la copa en el banquete a San Martín la noche siguiente de la entrevista?: “Por los dos hombres más grandes de la América del Sur: el General San Martín y Yo”. Y el otro contestó, sin ocultar su preocupación: “Por la pronta conclusión de la guerra, por la organización de las diferentes repúblicas del continente, y por la salud del Libertador de Colombia”. Claro, se ve una diferencia, dije para seguirle la corriente al viejo iluminado. Cuando te asomas en tu oficina, ¿siempre miras al monumento de Bolívar y San Martín? Volvía a ponerme incómodo con sus preguntas de stalker profesional. Estaba llegando a pensar que en vez de tanta “teoría de la conspiración aliens versus Fox Moulder”, la explicación era más sencilla: ya que en el seminario a uno le hacen hablar cualquier pavada sobre uno mismo, debía haber un soplón. Lo miré, respiré profundo y respondí: No siempre, supongo debe pasar lo mismo si trabajara en Nueva York y tuviera todos los días frente a mí a la Estatua de la Libertad. ¿Y sabes por qué pasa? A veces los grandes secretos no necesitan estar metros bajo tierra cuando pueden relucir a simple vista; paradójicamente la costumbre nos hace poco observadores. Entonces, insinúa que hay un secreto en el hemiciclo de la Rotonda. El viejo iluminado se adelantó de inmediato con otra pregunta: ¿Qué es lo que te parece más extraño y fascinante de ese monumento? Hay un efecto acústico muy curioso, entiendo que es por el material de mármol y la forma del semicírculo: cuando dos personas se ubican a los extremos 170

y empiezan a hablar, la una puede escuchar a la otra a la perfección, sin producirse eco. Es raro, como si uno mismo dialogara con su propia voz... No diré las veces que fui allá porque seguramente se lo han de haber informado. Muy bien, ya estamos entrando en materia. Como te dije antes, nada es casual. Los escritores de libros de creatividad y los de New Age también dicen lo mismo... Pero mira tú, luego de su larga conversación, continúa el viejo iluminado, San Martín le pide a Bolívar ser prudentes y mantener en reserva los entretelones de la entrevista. ¿Por qué callar? ¿Cuál era la razón de guardar del secreto? Oh, claro está, ¡el Secreto! El... ¿Secreto? Oiga, si vamos a seguir más tiempo, sírvame café, ¿no? La suerte estaba echada, pequeño hermano. Ni el mesianismo del uno ni la falsa modestia del otro podían evitar la ambición y la traición de sus lugartenientes, de la sed de poder que finalmente terminó fragmentando ese frustrado intento de una mega nación sudamericana. Ya nada se podía contra eso. Ahí entra... el gran Secreto. Pero primero, conocerás al coronel Mostaza. Se apagaron las luces. Oscuridad total. Los dos brazos me guían hacia otro lugar. Me sientan se vuelven a encender las luces. Ahí está. El coronel Mostaza salía muy poco, prácticamente nunca. Le permitían unas pocas horas de televisión al día, tenía ante sí de manera diaria los ejemplares de los diarios más importantes de mundo, que él rara vez ojeaba. El coronel Mostaza, se podía decir que a su edad, cometía ciertas licencias lúdicas, que quizá en otro 171

contexto podrían haberse llamado travesuras. Como ignorar los editoriales o los columnistas de opinión y preferir las comiquitas. O salir a pasear con embajadores de países andinos, transgrediendo inocentemente su arresto domiciliario. O estar envuelto, ad honorem, en un incidente de venta de amas usadas, provenientes de una nación balcánica, a un país andino en pleno conflicto bélico y de cuyo proceso de paz su país era garante... Pero sobre todo, alucinar que lo atiende un séquito, hasta en lo mínimo, hasta para ir al baño. Y que recibe visitas de insignes diplomáticos que buscan su consejo. Otra de sus licencias era la alucinación Lautaro, un hermano de logia que venía a medirle con un compás la cabeza y determinar así los grados de su sabiduría. Lautaro venía a contarle secretos develados por historiadores de la misma logia y que, con el fin de mantener incólume la fraternidad latinoamericana, había que guardar sigilo. Sin embargo el coronel Mostaza no era ningún demente, sino un hombre capaz de enormes prodigios, aunque él no recordaba cuáles. Al coronel Mostaza no le gustaba desairar a sus invitados, por eso le encantaba deleitarlos con la lectura de fragmentos de sus memorias, dictados a la alucinación de una secretaria. Le gustaba leerlos de pie, como un todo monologuista. En esos casos, él alucinaba que su silla de ruedas no estaba ahí. El coronel Mostaza cavilaba en no pocas ocasiones que el destino, solo reservado para unos privilegiados, es un destino bicolor, con fondo negro, verde o azul (según corresponda) y escrito con letras blancas: toda una vida reducida a un cartel metálico de 30x12, a darle el nombre a una calle. El coronel Mostaza me invitó a tomar asiento y a ver, previo a conocer el Secreto, un 172

performance artístico. Y así como la Policía del Primer Mundo (para que las víctimas identifiquen a los sospechosos de un crimen) o las empresas de marketing que hacen grupos focales, utilizan la cámara Gesell (para observar las reacciones de la gente a un nuevo producto), así nos ubicamos en cómodas butacas hacia donde presenciamos, al otro lado del vidrio, unos enanos cubiertos con máscaras del carnaval de Venecia quienes, antes de ejecutar un impecable acto de pelea sobre lodo, recitaron con voz gutural extrañas frases en latín.

Fig 14. El Secreto: “Detrás de nosotros no hay secretos”

Fig 15. Parte del hemiciclo donde, a espaldas de Bolívar y San Martín, se produce aquel “efecto acústico muy curioso” gracias al cual dos personas apostadas a ambos extremos pueden escuchar su voz a la perfección, en tiempo real. Ergo, interpretación en primer grado de Detrás de nosotros no hay secretos.

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Fig 16. Como es de dominio público, las groupies decimonónicas de los pueblos a lo largo de la Ruta Libertaria hicieron de la vida sexual de los esforzados libertadores solo comparable con la de un emperador.

Fig 17. Bolívar y San Martín ya habían pasado algunos umbrales como el del enfrentarse al poder omnímodo de la corona española. Sin embargo, la decadencia anímica, de autoridad y de salud de Bolívar y San Martín no eran sino manifestaciones de que la suerte ya estaba echada. Ellos lo sabían. Luego de darlo todo, ¿cuál otro umbral, cuando se está más allá del bien y del mal, les tocaría cruzar a los hombres más insignes de la América del Sur, aguerridos admiradores de las proezas y la figura de Alejandro Magno?

Fig 18. Interpretación en segundo grado de Detrás de nosotros no hay secretos, refiriéndose a ciertos detalles de la secreta reunión de estos dos íntimos de la libertad (nótese hacia dónde es dirigida la mano de San Martín).

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es, sobre todo, un enano muy informado. Se ha levantado como nuevo luego de la extenuante jornada de ayer. Con la tele prendida, toma un vaso con leche y lee el diario, la nominación al Oscar de una nueva película sobre la vida de Dian Fossey; la polémica e intentos de censura que ha desatado un bestseller sobre Simón Bolívar y José de San Martín, en Argentina, Venezuela y Ecuador; la proliferación de los negocios piramidales... Pero lo que más llama su atención es el reportaje que narra el milagro de Eleanor Rugby, una feligrés cincuentona de la iglesia Metodista de Bondham County (Kentucky), que se ahogó luego de que se quedara alojada en su garganta un pedazo de manzana que ingería mientras esperaba el show de Oprah. La mujer, presa de un lógico ataque de angustia, se golpeó ella misma el pecho en un intento de mover el trozo de la fruta, pero no lo lograba. Tampoco podía toser, ya que una víctima de obstrucción respiratoria no puede introducir aire en los pulmones. En ese momento, su Golden Retriever se hizo cargo de la situación: saltó sobre su pecho y desalojó la manzana, salvando la vida de su dueña. La señora Rugby estuvo totalmente convencida de que su mascota no estaba jugando, sino que llevó a cabo su propia versión de la maniobra de Heimlich. La noticia citaba también casos de personajes públicos que se habían salvado gracias a intervenciones similares, como George W. Bush (luego de atorarse con un pretzel en 2002), como también de personas menos conocidas que no lograron sobrevivir como Franco Pär Lagerkvist

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Brun, un interno de 22 años de edad del Centro de Detención Metro East, con antecedentes psiquiátricos que en 1987 murió luego de intentar tragarse una mini Biblia de Gedeón de 6.35 x 10 cm para purgarse de sus pecados. Pär Lagerkvist camina hacia la refrigeradora para sacar un poco de fruta seca, sin dejar de seguir la noticia. Rugby explica que su perro se puso muy serio al ver cómo fracasaban sus propios intentos de sacar la manzana. “La siguiente cosa que recuerdo es a Bono apoyado sobre sus patas traseras y con las delanteras sobre mis hombros”, indica la mujer a la agencia Associated Press. “Me tiró al suelo y, una vez que estaba recostada sobre mi espalda, comenzó a dar brincos sobre mi pecho”. Y con bastante contundencia, al parecer, ya que la mujer se está todavía reponiendo de las contusiones que le hizo el animal en pecho y estómago. “Literalmente tengo una huella con forma de pata en mi pecho. Todavía estoy un poco ronca, pero estoy viva y bien”, subraya. Según la mujer, el médico le dijo que “probablemente no estaría aquí sin Bono”. “No dejo de mirarlo y decirle ‘¡eres increíble!”. Por lo visto, el doctor Henry Heimlich, inventor de la maniobra, ya puede añadir entre las bondades de su técnica que es tan fácil de realizar que hasta un perro es capaz de hacerla. Nuestro enano se percata de que se le acabaron las uvas. Se queda con las ganas, pequeños antojos que se concede en su diminuta vida. No importa, allá abajo en la verdulería de su amigo el peruano, encontrará toda la variedad que él quiera. Baja silbando, el sol brilla como nunca en la esquina de Ecuador y Corrientes en el barrio del Once.

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16. Pero yo pregunto, ¿cuánta patria necesita un sombrero? Rufus E. Bondham No hot ideas in hot heads (Reedición póstuma, Ciudad de Panamá, 2005)

Volamos a 21000 pies, el equivalente a 6400 metros, a una velocidad de 750 kilómetros por hora. Casi nunca se nos ocurre tomar nota de esas indicaciones que da el piloto desde la cabina, así tampoco del brevísimo pitido que precede a cada uno de estos anuncios, gracias al cual los oficiales de vuelo se ponen sobre aviso de los procedimientos varios antes, durante y después del vuelo. Estos jóvenes oficiales están ahora arrastrando la repisa donde llevan el menú y las bebidas para los pasajeros. Un viaje de ocho horas ciertamente fatiga, por eso el momento del refrigerio, salvo que estemos con algún malestar, es uno de los más esperados del vuelo. Pero nadie de nosotros se siente mal, todo lo contrario, estamos con ansias de cumplir con la misión e ideal compartido de dejar en alto el nombre de nuestro país. Todos usamos con orgullo nuestro sombrero de paja toquilla. Todos, excepto aquel escritor, que entró a última hora en nuestra delegación, no sabemos qué habrá hablado con nuestro Director, lo cierto es que esa tarde en su casa estaba muy impetuoso, como un prisionero de larga condena al que se daba la opción de un paseo por un parque de diversiones. Más no podríamos decir ya que era primera vez que habíamos oído hablar de él. Sin duda, un tipo extraño; desde el momento mismo en que se probó su sombrero, lo observó un rato como si le hubieran pedido que se pusiera encima una bacinilla o una comadreja. 177

Me pregunto si alguien desde allá abajo podrá divisarnos y anunciar a alguien que ahí estamos. Inevitable recordar a Tattoo en La isla de la fantasía y su frase tan vehemente “¡El avión, jefe, el avión!”. Qué falta hace aquí Hervé Villechaize para contarme de su personaje o de si tuvo o no rollos con Ricardo Montalbán. Me pregunto cómo se vería un enano con un sombrero de paja toquilla. Los amigos “sombreros” se ríen, por lo poco que alcanzo a entender, se hacen bromas entre ellos con diálogos prefabricados y grandilocuentes: ¿será todo esto parte del libreto de Pobre sombrero distorsionado? Veo a Sombrero 1, el director de esta excusa que me lleva luego de tantos años —y sin esperármelo— de vuelta a Buenos Aires, caminar por el pasillo hasta el baño. Alcanzamos a vernos. Lo primero que hace antes de continuar su marcha es apuntar hacia el sombrero que yace en el piso y que, obviamente, no está sobre mi cabeza. Quiero aclararle (solo como para ver cómo lo toma) que esto tampoco es la burka afgana o la kipá judía. Pero veo que no es el momento y que además la señora (sí, mi compañera de asiento) lo mira, coteja tanto su sombrero como el mío y pregunta de lo más cándida a Sombrero 1: “Disculpe, señor, ¿de qué se trata esto, una convención de sombrereros? ¡Es hermoso ver tantos sombreros Panamá juntos!”. Sombrero 1 se inclina levemente para que la señora pueda escucharlo y le dice: “Créame, señora, sus palabras me convencen de la importancia de la alta misión cultural que vamos a cumplir”. Y va hacia el baño. Se demora treinta y siete segundos en sacar el seguro de la puerta. 178

No confiamos en ese escritor. Para empezar, intentamos buscar su nombre en el Google y no apareció. Supimos por un conocido suyo que luego de ser liberado de un escándalo de fraude, había devenido en profesor de literatura de un colegio fiscal y que —salvo para dar clases— no acudía a ningún tipo de actividad social, ni dentro ni fuera de la esfera del colegio. Suponemos que nuestro Director, en su inmensa sabiduría, habrá elegido como acompañante de nuestra misión a alguien que, como dice la canción, al no tener nada no tiene nada que perder. Otro motivo para desconfiar de él: ¡en qué cabeza se le ocurre no usar un sombrero tejido con tanta minuciosidad e historia! Tanta razón tiene el clímax de Pobre sombrero distorsionado, cuando el personaje de Carludovica Palmata, arrodillada junto al acantilado, exclama: “Oh terrible destino el que te tocó, sombrerito, por haber decorado las ignorantes cabezas de los obreros de un canal en que toda la atención del mundo estaba puesta. Malditos los propagadores de esta abyecta distorsión: que el destino juzgue tu escarnio, Teddy Roosevelt, posando orondo con el sombrero junto a los obreros del canal ante las cámaras de la revista Time. Pero qué Teddy Roosevelt: ¡Ferdinand de Lesseps, por dios! ¡Maldito sea ese francés impío cuyo diseño arquitectónico modeló tu desgracia original!”.

Sombrero 1 ha vuelto a su asiento, llega justo a la hora en que sirven el refrigerio. Al inicio se quiere excusar pero los otros Sombreros lo persuaden para que se tranquilice y que coma. Parecen como esos hijos 179

abnegados que evitan a toda costa que en el día de la madre ella mueva un dedo, y no así el resto del año. Yo observo esta escena mientras la señora, un poco aturdida, me pregunta por segunda vez si sé lo que en verdad Sombrero 1 le quiso decir. Los hijos abnegados se levantan, abren los compartimientos de equipaje y sacan unas latas grandes que parecen de leche en polvo. Unos se dirigen hacia los accesos principales y otros, a la cabina de piloto donde, a juzgar por los gritos e insultos, intuyo que algo raro está pasando. Comunícate con la torre de control más cercana, conchetumadre. ¡¡Esto es un secuestro!!, grita la única que tiene ese tono chillón, Sombrero 7. Todos los demás Sombreros, distribuidos por el avión, abren sus latas de leche en polvo y muestran su contenido que, obviamente, no es blanco ni sabe a Leche Nido Crecimiento nivel 3 de Nestlé. ¡Qué es eso, por Cristo! ¿Latas de Nido Crecimiento nivel 3 de Nestlé llenas de tierra de sembrar con foquitos rojos titilantes?, se angustia la señora. Así es, señora: mejor no lo pudo haber descrito. Maldita sea, ¿por qué no hay un escuadrón antibombas cuando uno los necesita? ¿En un simple vuelo Guayaquil–Buenos Aires? ¡Esto no es un vuelo a la tierra de Al–Qaeda, hijo!

El mundo nos obligó a hacer esto. Con su ignorancia supina, ¡ustedes nos obligaron a hacer esto!, grita Sombrero 5 corriendo a pasos largos el pasillo hasta llegar a la señora. ¡Y la primera en morir será usted, si no acogen nuestras exigencias! 180

¡Qué he hecho yo para merecer esto! Qué manera tan indigna, morir a manos de unos zánganos sin oficio ni beneficio... ¡Cállate, vieja de mierda!, la increpa Sombrero 2, tú no tienes ni remota idea del porqué lo estamos haciendo, ¡pero las generaciones venideras de nuestro país lo entenderán! Luego de un largo y apacible sueño, una traductora de la ONU es despertada con desesperación por su compañero de asiento, ella se quita el antifaz de dormir, se espabila e intenta mediar la situación probando con vasco y árabe hasta percatarse brillantemente de que siempre estuvieron hablando en español: ¿Qué queréis?, ¿qué buscáis?, ¿qué pretendéis?, les pregunta en correcto castellano con acento madrileño.

Sombrero 1 se lleva a la boca un bocado de maní de su refrigerio, se pone por fin de pie, transfigurando su rostro: ¡Que antes de que lleguemos a Buenos Aires todos los negocios del mundo saquen ese oprobioso nombre de “Sombreros de Panamá” a nuestros sombreros y lo reemplacen con el de nuestro país! Sino... ¿¿Sino qué??, se excita todo el avión. ¡Sino seremos todos mártires de la historia!, grita Sombrero 1 con aires del Guasón de Ciudad Gótica. ¡Por Carludovica Palmata!, celebra Sombrero 7. ¡¡Siempre!!, responden los demás Sombreros, juntando sus puños, en medio de su algazara grotesca. Brincan como colegiales triunfantes luego de su graduación. Sombrero 1 ríe como chivato, no puede estar más orgulloso de sus criaturas. Es el único que no lleva consigo su lata de Nido Crecimiento nivel 3 181

de Nestlé, pero no es necesario, Charles Manson tampoco tuvo que ejecutar materialmente los crímenes de Sharon Tate y Los LaBianca para pasar a la historia. La risa del triunfalismo anticipado revuelve los trozos de maní aún no deglutidos y los aloja en la mitad del esófago. La risa del triunfalismo anticipado se ahoga en su propio estertor. Los Sombreros entran en pánico, exigen con toda la procacidad posible la presencia de un médico o de alguien que sepa primeros auxilios. Los gritos seguirán. Así como Mathilda seguirá en prisión, echándome la culpa del desplome de la bolsa de Tokio o de sus hemorroides. Así como el enano de la historia de Jimbo seguirá pataleando en esa cajuela de auto ochentero que no lograba abrirse ni cerrarse del todo. Sin llamar la atención del pasajero de adelante (un manco de terno impecable que lleva un pin muy vistoso de la Royal Prothesis Association), arrastraré con mi pie el sombrero caído, reclinaré mi asiento y me cubriré el rostro con el sombrero para iniciar una siesta hasta la próxima estación. Por lo demás, no moveré un solo dedo.

Guayaquil, 2006–2010 Quito, 2010

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La maniobra de Heimlich se terminó de imprimir el cuatro de julio de dos mil diez Festividad de Santa Isabel de Portugal Reina, madre de familia y pacificadora

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