La Isla de Corcho

LUIS MACHADO LA ISLA DE CORCHO ENSAYO DE ECONOMÍA CUBANA LA HABANA, 1936, MAZA, GAZO Y CÍA. NOTAS SOBRE EL AUTOR L

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LUIS MACHADO

LA ISLA DE CORCHO

ENSAYO DE ECONOMÍA CUBANA

LA HABANA, 1936, MAZA, GAZO Y CÍA.

NOTAS SOBRE EL AUTOR

Luis Machado fue un abogado de ideas liberales, de familia acomoda de La Habana, lo que le permitió frecuentar círculos intelectuales, escritores y conferencistas y a la vez estudiar y escribir sin comprometerse con los gobiernos de turno. Su obra se basó fundamentalmente sobre temas económicos nacionales, aunque también incursionó en temas sociales y cuestiones internacionales. Poseía amplia cultura general, ofreciendo conferencias en instituciones prestigiosas de la época, tales como La Sociedad Cubana de Derecho Internacional. Sus trabajos se encuentran entre las colecciones de obras de la Universidad de La Habana. La Isla de Corcho fue una obra muy conocida y citada por oradores y personalidades públicas de su época.

Información brindada por el Prof. de Derecho Internacional de la Universidad de La Habana, Dr. Miguel A. D´ Estéfano Pisani. “Conócete a ti mismo” Sócrates AL LECTOR Los cubanos, en su inmensa mayoría, no conocen a Cuba. Muchos han viajado extensamente por otros países de América y de Europa. Muchos son versados en las ciencias, las letras y las artes y conocen a fondo la geografía, la historia y las civilizaciones de otras tierras. Pero son muy contados los que conocen las enormes riquezas que yacen en el suelo y en el subsuelo de Cuba, esperando la mano que quiera extraerlas o trabajarlas para ponerlas en circulación. ¡Cuán pocos hijos de Cuba aprecian las bondades de sus aguas curativas, de su clima tonificante, de sus paisajes luminosos, de su historia pintoresca, heroica y romántica! Esa ignorancia explica en parte el contrasentido de que el cubano viva pobre en medio de tanta riqueza y de que aparezcan a nombres extranjeros las tierras, las minas, las industrias, las fábricas, los servicios públicos y los comercios de Cuba. De fuera ha tenido que venir casi siempre, el aventurero o inmigrante para descubrir, posesionarse y trabajar lo que durante siglos ha permanecido expuesto sin ser visto, a la vista de todos. La independencia política nos hizo prematuramente libres. Cambiamos de himno y de bandera, pero nuestra mentalidad, nuestros hábitos, nuestras costumbres, nuestros códigos, nuestras tendencias y nuestras actividades continuaron y continúan siendo profundamente coloniales. Estamos viviendo ahora el momento de transición de la Colonia a la República. De aquí, la gran responsabilidad que pesa sobre todos los que en alguna forma estamos obligados a participar en esta histórica transformación; y la necesidad de contribuir en la medida de nuestras fuerzas a acelerar el cambio y a encauzar por senderos realmente sólidos las corrientes económicas que puedan llevarnos al dorado ideal de la independencia económica, sin la cual resulta inestable y hueca la independencia política. Este ensayo es un modesto grano de arena con que el cubano de buena voluntad contribuye a los cimientos de nuestra economía nacional. Es un llamado para hacer ver a muchos incrédulos los enormes recursos que Cuba posee en el orden agrícola e industrial y las grandes fuentes de riqueza que aún están por explotar, esperando que alguien las aproveche. Es un esfuerzo para probar que Cuba puede producir algo más que azúcar y tabaco. Es un ensayo para estimular a los cubanos a diversificar nuestros cultivos, nuestros comercios y nuestras industrias y a desarrollar nuevas fuentes de producción que sirvan para liberarnos de la esclavitud del monocultivo que nos mantiene todavía en estado colonial en plena República.

Nada hay nuevo bajo el sol. Nada hay en este trabajo que no se haya dicho ya por alguien alguna vez. Es posible, por tanto, casi seguro, que los sabios y los técnicos nadan puedan aprender con la lectura de este sencillo ensayo, que no aspira a los honores de la originalidad. Pero es posible que su lectura pueda alentar a algún desalentado o dar algún poco de fe a algún pesimista descreído. Si lograre avivar el interés de un solo cubano por los asuntos económicos de Cuba, o abriere nuevos horizontes al que solo ve el cuadro cerrado de los negros nubarrones, el autor se sentirá ampliamente recompensado. No espera el autor que todos compartan las opiniones de franco nacionalismo económico que forman parte de su credo. El mundo se ha debatido siempre entre dos grandes tendencias económicas clásicas: el proteccionismo nacionalista, que hoy rige la política de todos los países; y el librecambio internacionalista, que actualmente se bate en franca retirada. Todavía quedan en Cuba, como en toda colonia, muchos enamorados de la bella ilusión librecambista que nos ha reducido al monocultivo y acarreado la pérdida de nuestras tierras, estancando el desarrollo de nuestras otras riquezas naturales. Los que así piensan, descubrirán algún día que en este mundo, las cosas no son como debieran ser, sino como realmente son; y advertirán que para que el librecambio sea posible no basta con que lo desee una sola de las partes sino que es necesario que alguna otra nación esté también dispuesta a practicarlo. En este siglo XX que vivimos no existe, que sepamos, la especie de esa rara avis; porque continuar predicando y practicando unilateralmente en esas condiciones las bellas teorías librecambistas resulta, además de pueril, suicida. El mundo ha abrazado francamente el rumbo del nacionalismo económico, que nada ni nadie hará variar por muchas generaciones; porque es una política económica (aunque egoísta y quizás a largo plazo equivocada) que responde a razones de alta política internacional y que está fundamentada en la convicción, firmemente arraigada en la mente de todos los pueblos por propio instinto de conservación, de que cada nación tiene que abastecerse a sí misma, sino quiere correr el riesgo de perecer en la lucha feroz que libran entre sí las potencias que, por su grandeza y pujanza económica, pueden dictar el orden económico. Pero volvamos al inicio de mi tema: la isla de Cuba por tres veces se ha sumergido en el fondo del océano para reaparecer otras tantas, como el Ave Fénix, de entre sus propias cenizas. Y como la historia se repite, y los cataclismos, como el cubano, no obedecen a un calendario ni a un reloj, pudiera muy bien suceder el día menos pensado que la tranquila existencia de los descendientes de los siboneyes se viera sorprendida por uno de eso formidables eventos, que sin previo aviso, hacen desaparecer unos mundos para hacer surgir otros; y pudiera suceder que en esa descomunal transformación cósmica la siempre fiel Isla de Cuba se viera envuelta, como se ha visto envuelta en todas las conflagraciones universales que ha habido por obra de Dios o por obra del hombre, sin el consentimiento y hasta sin el conocimiento de sus infieles habitantes. Y pudiera muy bien también suceder que en ese universal cataclismo, al revés de los anteriores, el mundo fuera el que se hundiera, quedando flotando sobre las olas enfurecidas del mar la tierra más bella que ojos humanos vieron, como un

testimonio que deja la caprichosa naturaleza para que los astrónomos que en otros planetas se preocupan de indagar lo que ocurre por este modesto átomo del sistema sideral puedan observar la muestra restante de un mundo que fue. Y yo he pensado muchas ocasiones cuál sería la impresión y la reacción de mis compatriotas, los cubanos, si al levantarnos, como de costumbre, una de esas mañanas serenas y luminosas de los trópicos que generalmente suceden a las grandes tempestades, descubriéramos que la noche anterior todo el mundo conocido había desaparecido de un plumazo y que el espléndido aislamiento que nos legó la geografía se había convertido en realidad absoluta, porque nos habíamos quedado, flotando en nuestra Isla de Corcho, solos en el mundo los cubanos, tan solos como la estrella solitaria que resplandece en nuestra simbólica bandera. La primera reacción del cubano sería, sin duda, de una intensa curiosidad expectante por conocer los detalles de la catástrofe. Los rumores más fantásticos y las “bolas” más impresionantes circularían con una velocidad vertiginosa. Silenciados los hilos del cable submarino, enmudecidas las emisoras radiodifusoras extranjeras e inutilizado el teléfono internacional, no se llegaría nunca a conocer con toda exactitud la magnitud trascendental de lo ocurrido. No tendríamos ni siquiera el recurso de salir a visitar los restos de la hecatombe, porque, no habiéndonos preocupado nunca de tener marina mercante propia, a pesar de vivir en una isla, careceríamos de los medios mecánicos indispensables para poder entrar y salir de Cuba, al desaparecer los buques de otras naciones que hasta ahora nos han hecho el servicio de mantenernos en contacto con el mundo exterior. La realización de que nadie podría irse más nunca de Cuba caería como una bomba en un país donde todos viven de paso, esperando acumular una fortuna para irla a dilapidar en los paraísos de promisión de otras latitudes. La realización de que más nada nos puede venir de fuera, vendría a completar el espanto de un pueblo que ha vivido siempre acostumbrado a que todo le venga de fuera, desde los alimentos que constituyen su comida hasta las medicinas que lo curan; desde el capital que fomenta sus tierras hasta la mano de obra que la trabaja; desde la ropa que lo viste hasta los materiales de construcción que lo albergan; desde el libro que lo educa hasta las películas de cine que lo entretienen; desde el vehículo que lo transporta hasta el combustible que lo impulsa. ¿Cómo va a poder seguir viviendo por sí solo un país que, por no dejar de importarlo todo, importa la moneda que le sirve de medio circulante, el clero que le ayuda a limpiar la conciencia y hasta las soluciones a sus problemas políticos domésticos? Y cuando el cuadro tétrico del cubano se completara con la visión del colapso de su primera industria básica, el azúcar, desaparecidos para siempre los mercados exteriores que justifican su existencia; y cuando a renglón seguido, viniera la quiebra de su segunda gran industria, (mutilado desde documento original) sistema fiscal al esfumarse las rentas de aduana, que constituyen la columna vertebral del presupuesto, sobrevendría un pánico colectivo de tal magnitud que, enloquecidos por el terror, muchos, incapacitados para resistir la dura realidad, pondrían fin a sus vidas, mientras otros levantarían toda clase de imprecaciones contra el

Dios antojadizo que, al suprimir el mundo, se olvidó de Cuba, condenando a sus infelices habitantes a las más cruel de las muertes: la de su propia consunción. Y ante la inminencia que todos presentirían de una muerte lenta pero inevitable, el populacho se lanzaría en avalancha sobre las existencias remanentes de víveres importados para sobrevivir, como en los naufragios, el mayor tiempo posible; mientras los bancos, imposibilitados de devolver a sus depositantes los fondos remitidos a sus casas matrices, ya desaparecidas, tendrían por necesidad que cerrar sus puertas. En esos momentos de confusión, de angustia y desorientación colectiva, surgiría en el Gobierno, y de no surgir en el Gobierno, surgiría seguramente en la masa anónima del pueblo, algunos de esos hombres de iniciativas y acción que las colectividades siempre guardan en reserva en su seno para los momentos de las grandes crisis, quien apremiado por el instinto de conservación y por la necesidad imperiosa de vivir, trataría de poner orden en el desorden cubano y se convertiría, por su esfuerzo, por su decisión y por su actuación en jefe, a quien todos escucharían en la hora trágica en que, desorientados y despavoridos, todos corrían huyendo de una muerte aparentemente segura. Y para conjurar la crisis ocasionada por el cataclismo, habría que actuar adoptando de momento medidas radicales y extremas. Habría que ordenar la inmediata incautación y racionamiento de las existencias de víveres en los establecimientos para evitar la muerte por (mutilado desde documento original) que adoptarse medidas severísimas para impedir la especulación y el agio de los mercaderes poco escrupulosos que no faltarían en esa, como en todas las ocasiones, de procurar hacer su agosto. E implantadas esas medidas urgentes, tendría que acometerse enseguida la obra de organizar a la carrera la producción ordenada, en los fértiles campos de la isla, de todo aquello que es indispensable para la vida y que puede producirse en ellos. Y, quizás, frente al peligro común, por una vez al menos en la historia de Cuba, se unirían todos los cubanos alrededor de alguien para poner sinceramente a contribución las ideas de todos los cerebros y las iniciativas de todos los brazos en la común labor de salvar la existencia. Pasados los primeros días de susto, pronto se iniciaría una reacción de esperanza. Es cierto que la existencia del arroz importado, base del alimento habitual del pueblo, al tiempo de la catástrofe era solo la que servía para abastecer el consumo normal de tres meses. Pero las medidas de racionamiento implantadas en caso de tan extrema emergencia, evitando el despilfarro que ha caracterizado siempre a la cocina cubana, permitirá alimentar al país durante seis meses; y en ese tiempo las muchas tierras que en Cuba existen apropiadas para el cultivo del arroz frente a la dura necesidad de vivir, se han puesto en producción y antes de los seis meses aseguran una amplia provisión del grano, que hasta entonces se venía importando del lejano Oriente. E igual cosa ha ocurrido con los frijoles y demás granos y legumbres que constituyen el menú cotidiano de los habitantes de la isla. Con excepción del garbanzo, que antes de la catástrofe se comía por hábito más que por otra cosa, todos los granos se dan fácilmente en la isla, obteniéndose diversas cosechas al año de excelente calidad. Y entonces, quizás por primera vez en su vida, el cubano

saborearía las habichuelas, las habas limas y las hortalizas que tan deliciosas se dan Cuba y que hasta entonces solo habían servido para deleitar el paladar de los norteamericanos, que ávidos, consumían toda la producción de la isla. La catástrofe pasaría casi desapercibida para los carniceros, puesto que la producción de carnes, gracias a una sabia y previsora política de protección a la ganadería, sería suficiente para abastecer las necesidades del país. Esta abundancia de ganado aseguraba, por otra parte, una amplia provisión de leche, mantequilla y demás productos derivados de la ganadería, a la par que mantenía una producción permanente de los cueros para la fabricación del zapato necesario para calzar a la población y de los fertilizantes para conservar la excelencia de las tierras cultivables. Tampoco se notaría diferencia apreciable en la existencia de aves y huevos, porque, desmintiendo en la práctica a todos los teorizantes que presagian su incapacidad en esta rama de la producción, Cuba desde hacía mucho tiempo había logrado abastecerse a sí misma y con productos de insuperable calidad. Lo que al principio haría sufrir un poco al cubano sería la falta de pan. Habituado por centurias a consumir pan fabricado con harina de trigo, e imposibilitado de producir este cereal en Cuba, tendría necesariamente que aprender a comer, como la mayoría de sus hermanos de América, pan de maíz, que con tanta facilidad se produce en la isla y que, según los técnicos, es superior en vitaminas y digestibilidad al del trigo. Y seguramente para variar su gusto, ensayaría también otras harinas y comprobaría la excelencia de la fécula del plátano y de la yuca, que ya antes del descubrimiento conocían los aborígenes siboneyes. Quienes estarían de pésame serían los consumidores de bacalao, calamares y sardinas en lata. Pero quizás la catástrofe haría despertar al cubano del letargo en (mutilado desde documento original) de agua por todas partes y que no puede morir de hambre quien posea un azuelo en los ricos mares de los trópicos donde abundan el pargo, la cherna, la aguja, el serrucho, la rabirrubia, las sardinas, los cangrejos y las exquisitas langostas. Pasados los primeros días, los cubanos se avergonzarían de recordar cómo, poseyendo tanta riqueza en casa, estuvieron tanto tiempo gastando millones en traer de fuera productos de inferior calidad. Muy pronto se agotarían las peras y los melocotones en lata que, por inexplicable atavismo, se sirven todavía de postre en el país de los mangos, las guanábanas, el anón, la piña, el zapote y el mamey. Pero el pueblo comería guayabas, plátanos o mamoncillos con serios trastornos digestivos. El aguacate y los aceites de coco, maní, girasol y palmiche vendrían a resolver el problema, que al principio nos causarían la ausencia del aceite de oliva español. La crisis pasaría enteramente desapercibida también para los tomadores de café y para los fumadores de tabaco habano, ya que la Isla de Corcho ha producido y puede producir el necesario para su consumo. Para quienes sería trágico el cataclismo sería para los fumadores de cigarrillos americanos, puesto que ni siquiera por la vía legal de la aduana podrían

adquirirse al desaparecer definitivamente su centro productor. Pero el pueblo pronto se habituaría a prescindir, como lo hacía una generación atrás, de un artículo que, por nada más que por otra causa, ha tomado carta de naturalización entre nosotros. Y para los verdaderos fumadores que continuaran manteniendo su predilección por el tabaco Virginia pronto surgiría, calorizada por un mercado asegurado, la industria local del tabaco rubio, que el público llegaría a consumir, al cabo de cierto tiempo, sin diferencia apreciable. Como se verá a parte del susto y de las molestias inherentes a todo cambio brusco, nadie se moriría de hambre, a pesar de la catástrofe, en la Isla de Corcho. No sólo nadie se moriría de hambre, sino que algunos se alimentarían mejor; y muchos, al cabo de cierto tiempo, adaptados a la nueva situación ambiente, llegarían a olvidar sus antiguos gustos, adquiridos por hábito desde los días de la Colonia. Solucionado en líneas generales el más urgente y apremiante de todos los problemas del hombre, o sea, el de la comida, el cubano tendría que afrontar entonces el segundo en orden de importancia de los problemas del hombre, o sea, el de alojamiento. Pero aquí, su nueva situación le crearía pocos quebraderos de cabeza, porque todavía quedan en la isla algunas maderas duras que podrían multiplicarse en poco tiempo con un vigoroso plan de reforestación; y abunda, por otro lado, la piedra de cantera y hasta el mármol; mientras las fábricas de ladrillos, de mosaicos y de cemento pueden cómodamente abastecer todas las necesidades de la Isla de Corcho. Es cierto que no podrían construirse nuevos rascacielos por la ausencia del acero estructural; pero esto preocuparía poco a los arquitectos cubanos que aún no han podido explicarse el empeño de imitar lo malo en un país que, por su clima, por sus terremotos y por sus ciclones, es la antítesis por excelencia del rascacielos. Volverían a estar las casas amplias, de una sola planta, de piedra y tejas que tanta fama conquistó para la arquitectura colonial española. Lo más difícil de sustituir serían los aparatos sanitarios, hasta que aprovechando las arcillas, arenas y tierras de Pinar del Río, el cubano se decidiera a fabricar la loza y porcelana que ya no puede importar del extranjero. La falta de hierro y acero constituiría también un serio problema, hasta que el cubano se decidiera a fundir su propio hierro y su propio acero, aprovechando las enormes existencias de hierro, manganeso, cromo, níquel (mutilado desde documento original) aunque no lo sepa el cubano, una de las fuentes de reserva minera más importantes que aún quedan en América. El problema de la vivienda apenas afectaría gran cosa al campesino que constituye en Cuba la mayor parte de la población. El guajiro cubano continuaría viviendo, como en la Colonia y en la República, como en las épocas de crisis y en las de abundancia, en su bohío de palma, techo de guano y piso de tierra, inconmovible, cual las pirámides de Egipto, a la acción del tiempo o de los cataclismos y tan reacio al progreso y al confort, como a las modas y a los vicios de la civilización.

Resueltos los dos más grandes problemas de todo organismo viviente, el de la comida y el de la vivienda, el cubano tendría que concentrar sus energías en la resolución del tercer gran problema del hombre, el del vestir. Y aquí la labor tendría que ser verdaderamente revolucionaria, porque no parece a primera vista fácil vestir a un pueblo habituado al dril de hilo blanco de Irlanda y las sedas de Oriente y encajes de Bruselas. Pero en un país donde el algodón se da silvestre y donde puede producirse el gusano de seda y el ramié, no puede permanecer desnudo largo tiempo, sobre todo cuando los cubanos recordarán, al leer los escasos textos de ingeniería industrial que existen en la isla, que los norteamericanos habían logrado, años atrás, producir tejidos de rayón y seda artificial de los desperdicios de celulosa. Y mientras en Cuba pueda crecer la caña de azúcar, la isla tendrá asegurada toda la producción de celulosa que pueda necesitar, no solo para producir sus tejidos y su seda vegetal, sino, lo que es aún más importante, pinturas, madera artificial y hasta papel. Y hablando de papel; la escasez de papel hasta que el cubano se decidiera a fabricarlo de la celulosa de la caña, sería una de las molestias que tendría que soportar un pueblo habituado a leer las múltiples ediciones a estilo yankee de dos veces más periódicos de los que requiere su población. Pero la necesidad, por un lado, de economizar papel y la imposibilidad por otro, de publicar noticias cablegráficas sobre los sucesos más o menos triviales de España, los resultados de los juegos de pelota o los divorcios y escándalos de los artistas de Hollywood, reduciría el tamaño y el número de páginas de nuestros diarios a sus justas proporciones; y pondría en el primer plano de actualidad a los asuntos de Cuba. El cubano no podría entonces conocer lo que ocurre en Rusia o en Abisinia, pero quizás, en cambio, llegará a enterarse de lo que pasa en Cuba; y la prensa consciente de su responsabilidad, en la común labor de que siga flotando la Isla de Corcho, tendría que dedicar sus mejores plumas y sus mejores planas a educar y dirigir las actividades del pueblo en el gran plan de cooperación nacional indispensable para salvar a Cuba del desastre. Solucionados los tres grandes problemas de la vida: el de la comida, el de la vivienda y el del vestido, y resuelto, de paso, el problema de la lectura, y por ende, el de la educación; el cubano tendrá que enfrentarse con el más grave de todos los problemas que ha confrontado siempre Cuba: el del combustible, base no solo de toda la industria, sino elemento indispensable para resolver en la época moderna el cuarto de los grandes problemas de todo organismo viviente: el del transporte. Y éste sí parecería un problema totalmente insoluble en la Isla de Corcho, a quien la naturaleza, tan generosa en otras direcciones, ha negado los saltos de agua tan necesarios para generar electricidad y el carbón indispensable para producir vapor. Pero cuando las existencias de gasolina comenzaran a agotarse y los automóviles arrinconados en los garajes hicieran inútiles nuestras excelentes carreteras, el cubano en general aprendería lo que ya muchos conocen, que en algunos lugares de esta maravillosa isla, brota natural la nafta pura y que en otras regiones existen manifestaciones evidentes de petróleo. Y mientras un país condenado a la inmovilidad se mueve febrilmente para poner en producción esas fuentes de riquezas ignoradas, alguien recordaría que un motor puede moverse, si hace falta, con alcohol; y

que Cuba puede producir todo el alcohol que necesita, si en lugar de empeñarse en convertir todas sus cañas en azúcar sin valor, adaptara sus ingenios para producir alcohol directamente del guarapo de la caña. Resueltos, pues, los cuatro problemas básicos de la existencia del individuo: la comida, la vivienda, el vestido y el transporte, el cubano concentraría entonces sus actividades en procurarse, en su estado de aislamiento, una serie de cosas de las que podría prescindirse en una existencia meramente vegetativa, pero a cuya ausencia no puede conformarse el que haya probado las excelencias de la civilización. La producción de libros, folletos, revistas, obras literarias científicas, artísticas y las diversas manifestaciones de la cultura no se estancarían, sino más bien se estimularían con la catástrofe. Al cabo de cierto tiempo, el cubano no podría comprender cómo Cuba en una época importaba los libros de texto de enseñanza de su juventud y las obras científicas más elementales, disponiendo de tan modernas imprentas, litografías y talleres, y teniendo tan excelentes tipógrafos y grabadores en su propia tierra. Nadie llegaría a comprender por qué la tierra más luminosa del planeta quedó tanto tiempo sin pintar por sus propios pintores, empeñados en encontrar en otras latitudes la luz de los colores incomparables del trópico. Y la música nativa libre en entrañas injerencias continuaría expresando las vibraciones del alma cubana, como si nada hubiera ocurrido en el mundo para variar la eternidad que encierran sus típicos ritmos y su misteriosa cadencia. Y ese día el cubano descubría a Cuba. Aprendería que, escondiéndose bajo esa capa de modestia donde se refugiaba siempre el genio verdadero, hay en Cuba multitud de pequeñas industrias, que no citan nuestras eficientes estadísticas, pero que rinden un excelente servicio, empleando multitud de operarios cuya capacidad y actividad no tienen rival en país alguno. Aprendería que Cuba desde hace mucho tiempo, produce en sus excelentes talleres de fundición, infinidad de artículos que han desplazado a los de extrañas procedencias por su mayor economía y por la superior calidad de su mano de obra nativa. Aprendería que el bronce, el cuero y la madera, en todas sus formas, se trabaja en Cuba tan bien como en los Estados Unidos, Bélgica o Alemania. Aprendería que casi toda la perfumería que con nombres extranjeros había venido consumiendo es producto del suelo y de la industria de la Isla de Corcho. Y se quedaría sorprendido seguramente, cuando descubriera que la posibilidad de importar técnicos del extranjero no estorbaría gran cosa el desarrollo material de un país donde la inteligencia natural parece estar tan bien distribuida como el calor del sol. Esta imposibilidad de traer hombres de otras tierras, haría innecesaria la distinción tan marcada que hoy traza la ley entre el nativo y el extranjero, llegando a borrar todo prejuicio y diferencia entre los habitantes de la isla. ¿Quién puede tener interés en permanecer extranjero en la tierra donde, bien o mal, hay que vivir el resto de nuestros días? ¿Y por qué cerrar nuestros brazos a quienes, vinculados a nosotros por el destino, solo aspiran a poder servir al público para no tener que convertirse en carga pública? Quizás el cataclismo lograría que, unidos en la desgracia a los nativos, los extranjeros abandonen el tradicional aislamiento egoísta en que viven alejados de los dolores de Cuba y se sintieran de verdad vinculados a la

tierra que debía ser el santuario de su hogar y no la colonia de su jugosa explotación. ¡Bendito fuera el cataclismo si pudiera lograr que todos los que en Cuba viven de Cuba, pusieran sinceramente a contribución sus iniciativas y sus recursos para hacer de esta divina tierra la gran nación que puede ser! La imposibilidad de ir a gastar en viajes de placer a otras regiones del plantea el oro sacado al sudor y al suelo de Cuba, obligaría a todo el que vive en Cuba a viajar por Cuba, llegando así a conocer uno de los países más lindos e interesantes del mundo, ignorado por la mayoría de sus indolentes habitantes. El turismo interior obligaría a crear los buenos caminos, las vías rápidas de comunicación, los balnearios y los hoteles confortables que hoy demanda el desarrollo de nuestro turismo exterior. Claro está que la ejecución de esta magna obra requeriría dinero y capitales. Pero, desaparecidas las bolsas de valores extranjeras, donde tan estérilmente se han esfumado tantas fortunas cubanas, el cubano no tendría más remedio que invertir su dinero en Cuba; y de aquí surgiría el fomento de las tierras y las industrias que por años han permanecido inactivas o languideciendo anémicas ante la indiferencia desconcertante de los cubanos, esperando siempre que les venga de fuera la raquítica inyección de dinero que luego a tan alto precio tiene que pagar el país. Es evidente, también, que la realización de ese programa indispensable para mantener a flote la Isla de Corcho, no podría hacerse sin alguna oposición por parte de los espíritus pobres que, por regla general, han dirigido hasta ahora las iniciativas económicas de Cuba. Acostumbrados, muchos de ellos, a ser simples empleados de categoría más o menos elevada, de intereses ausentes, no podrían actuar al no recibir las acostumbradas instrucciones de sus oficinas matrices, ya des (mutilado desde documento original) más triviales de Cuba. Perdido el hábito de actuar por propia iniciativa, muchos de nuestros prohombres no sabrían qué hacer al no poder consultar a la masa anónima de sus accionistas, muchos de los cuales, al fin, habrían muerto sin ver, más que en el mapa, a la isla maravillosa de cuyas tierras, industrias, comercios y finanzas eran dueños a través de las complicadas redes de los financiamientos y especulaciones de sus anónimas sociedades. Pero, fustigado por la necesidad, que es la madre de la civilización, el cubano, al fin y al cabo, tendría que poner en producción las industrias paralizadas, las tierras sin cultivar, y las minas sin explotar, no sólo para subvenir las necesidades de un pueblo que no se resigna a morir, sino para procurar empleo a los millares de brazos que la catástrofe reduciría momentáneamente a la inacción. Y cuando el cubano se decidiera a crear su propio sistema fiduciario, atendiendo, mediante su banco central, las necesidades de su circulación monetaria, se iría creando gradualmente un renacimiento de la confianza que nos llevaría, poco a poco, al plano de un moderado bienestar. Al cabo de algunos años nadie recordaría que Cuba formó parte una vez de un mundo muy grande; y muchos que antes blasfemaban al Altísimo, darían gracias a Dios, no sólo de habernos salvado la vida en la catástrofe mundial,

sino de habernos sacudido la indolencia que retardó nuestro desarrollo colectivo y de habernos obligado en la adversidad a encontrar en la formación de una comunidad autosuficiente, la expresión del carácter y del alma nacional cubana. Cuba, al fin, sería cubana. Las líneas que preceden habrán sido una decepción para los que ante el anuncio de un estudio sobre el tema siempre de actualidad de los problemas económicos, esperaban una avalancha de cifras y una montaña de números. Esto más bien parece una novela de Julio Verne que un ensayo económico. No hay la menor probabilidad de que el cataclismo geológico universal que sirve de tema a este trabajo, ocurra esta noche, por lo que muchos podrán seguir meciendo su indiferencia apática en la hamaca de la despreocupación criolla. No se me oculta que, efectivamente, las probabilidades de un inmediato cataclismo geológico (que yo por otra parte no deseo) son bien remotas. Pero lo que no es nada remoto sino muy inmediato por desagracia, es el aislamiento del cataclismo comercial de Cuba, producido por las altas tarifas aduanales y las restricciones comerciales que anualmente reducen más nuestras exportaciones, aislándonos tanto del resto del mundo económico que ya casi formamos parte de un planeta separado. Y este aislamiento comercial es mil veces más peligroso que el que pudiera producirnos un cataclismo geológico. Porque el cataclismo geológico, por su misma realidad física, sería percibido, sentido y vivido intensamente por toda la población cubana, mientras que el aislamiento comercial que nos estrangula se produce en forma gradual, escalonada, imperceptible para la masa del pueblo, perdiendo hoy un mercado, mañana una cuota de importación, sufriendo la elevación de un arancel o la prohibición de una barrera sanitaria. Y ese proceso nos va alejando, como el cataclismo, del resto del mundo aunque no nos demos cuenta de ello. El cataclismo tendría la enorme ventaja de que, al cortar de raíz las exportaciones, cortaría también de raíz las importaciones. Únicamente así, quizás, comprendería el cubano que no puede seguir importándolo todo del extranjero quien ya casi no puede exportar nada al extranjero, a menos que en nuestra inconciencia colectiva de niños pródigos (mutilado desde documento original) con nuestras tierras lo que esa misma tierra puede producir dando trabajo y provecho en Cuba a los cubanos. Y, por otro lado, no estoy tan seguro de que el cataclismo esté más cerca de lo que muchos creen. ¿No puede, acaso un cambio de frente en la política arancelaria de nuestro gran vecino del Norte, o quizás una mala digestión de su ilustre Presidente, poner fin trágico al vigente tratado de Reciprocidad y, por ende, a nuestra industria azucarera y a la relativa tranquilidad que hoy impera? ¿Es que acaso son eternos los beneficios del presente arreglo sujeto a todos los vaivenes y peripecias de las cadentes campañas políticas americanas y de periódicas elecciones en las que no tenemos ni voz ni voto los cubanos? ¿Podemos contar, acaso, con la estabilidad de las cuotas de importación asignadas a los productos básicos, o habrán de correr la misma suerte efímera de la asignada al tabaco, desvanecida ante el simple fallo de un tribunal americano? Preguntas son éstas que debe mirar de frente y

tratar de contestar sin llamarse a engaño todo el que nazca, viva o sienta afecto por esta noble tierra. No pretendo en este modesto trabajo dar cumplida respuesta a tan graves interrogaciones. Pero sí creo haber demostrado que, pase lo que pase en el mundo exterior, la Isla de Corcho puede flotar. Creo haber probado, contra lo que opinan muchos de sus hijos, que Cuba es un país de una potencialidad económica tan extraordinaria y de una riqueza natural tan excepcional, que los cubanos, sólo tenemos que preocuparnos de organizar la explotación ordenada de las fuentes de producción que nos legó la naturaleza para llegar a hacer de Cuba una nación, como dirían los sajones: “self-contained”, capaz de abastecerse a sí misma y capaz de satisfacer sus más perentorias necesidades. Creo haber probado que, en el caso extremo más desfavorable que pudiera concebir la mente humana cuando un cataclismo físico nos aislara radical y totalmente del resto del mundo conocido y nos hiciera perder los pocos mercados que aún nos quedan para la colocación de nuestras producciones, nadie se podría morir de hambre, ni carecer de vivienda, no dejar de vestirse, ni dejar de moverse en la Isla de Corcho. Creo haber demostrado que los cubanos podemos vivir siempre y vivir bien en nuestra tierra cuando ya no puedan vivir los demás en la suya. Creo, por otro lado, evidentemente que los cubanos no tenemos necesidad de que venga un cataclismo geológico o un cataclismo comercial a separarnos totalmente del resto del mundo civilizado para decidirnos a trabajar las industrias, a poner en producción las tierras, a explotar las minas y a aprovechar las riquezas que la naturaleza nos legó y que seríamos indignos de poseer si no tuviéramos, como los demás pueblos, la iniciativa, la energía y la decisión de aprovecharlas. Creo que el desarrollo ordenado de nuestras fuentes naturales de producción, la diversificación de nuestros cultivos y el fomento de los múltiples recursos con que cuenta Cuba no son incompatibles, sino por el contrario, se ajustan perfectamente a la política comercial que siguen casi todas las naciones con quienes comerciamos. Y creo sinceramente que, si nos animara el espíritu de superación que hizo posible la independencia política, los cubanos podríamos llegar a alcanzar la independencia económica, un alto grado de cultura, civilización y bienestar, quizás menos espectacular pero, seguramente, más estable que el que gozamos hoy. Y sobre todo, creo haber demostrado, sin género de duda, la necesidad de que se adopte un plan económico. La ausencia de todo plan, es no sólo una de las características de nuestra economía política, sino casi una de las características del cubano. Todo en Cuba se hace y se ha hecho sin plan; desde el descubrimiento y la conquista hasta el Capitolio y la Carretera Central. Sin plan se hicieron la colonización, las guerras de independencia y las revoluciones de todas las épocas que en Cuba ha habido. Nadie ni nada obedece a un plan. Y como el resto del mundo vive bajo el imperio de la economía planificada, regulada y controlada, donde el movimiento más insignificante de mercancía o de dinero se regula con precisión micrométrica; como el mundo

no comercia ya sino por el sistema de cuotas de importación balanceada por equivalentes exportaciones; y como ya no se puede extraer numerario de casi ningún país sino a base de cambios restringidos por la imperiosa necesidad de conservar las reservas metálicas monetarias; o Cuba se adapta al mundo económico real en que vivimos (gústenos o no el sistema), o irremisiblemente pereceremos en la lucha por la inflexible ley de Darwin que rige tanto para la conservación física de la especie como para la subsistencia económica de las naciones. Hace falta un plan económico cubano. Hace siete años en un trabajo análogo a este, leído ante la Sociedad Cubana de Ingenieros, contemplando el caos y la ruina inminente de nuestro comercio exterior, yo exponía, ante la indiferencia de mis conciudadanos, cómo Cuba iba gradualmente perdiendo uno a uno todos sus mercados exteriores sin hacer el menor esfuerzo por conservarlos; y como el cubano, despreocupado e inconsciente, continuaba derrochando fortunas en traer de fuera, de países que nada nos compraban, artículos que fácilmente podrían producirse en casa. En aquella ocasión, ante el inminente peligro que corría la economía nacional con la continua fuga del oro cubano salido para pagar esas compras innecesarias, yo apuntaba, como ahora, la necesidad de adoptar una política de comercio exterior, condensada en estas dos reglas básicas de reciprocidad internacional: comprar a quien nos compre y tratar a los demás en la misma forma en que nos traten. Reciprocidad arancelaria y reciprocidad comercial; esa debía ser, a mi juicio, la política de comercio exterior cubana. Creía entonces, como creo ahora, que si Francia produce el mejor champán, Cuba produce el mejor tabaco y que lo ideal sería que el cubano tomara champán en sus banquetas y que el francés fumara puros del habano en las suyas. Pero si, por patriotismo u otras causas, el francés había prescindido del tabaco habano, era ya hora de que el cubano (que se pasa la vida alardeando de patriotismo) prescindiera del champán francés, artículo tan de lujo y tan innecesario como el tabaco. Y no podía entender, como tampoco entiendo ahora, por qué los cubanos vivimos empeñados en ir a comprar a Japón, Egipto, México, Rumanía o Checoslovaquia artículos que igualmente podemos adquirir de Estados Unidos o Inglaterra que tan buenos clientes resultan de aquellas producciones que precisamente nos sirven para poder pagar las cosas que a otros tenemos que comprar. Lo que hace años yo recomendaba como política de sentido común para regular el comercio exterior de mi país; y que bien por su novedad o más bien por la falta de capacidad de su autor, no tuvo eco en la opinión pública, es hoy, sin embargo, la norma que rige la política económica del mundo, donde con cuentagotas casi, se mide lo que una nación permite vender a otra. Y mientras el mundo le fija a Cuba con precisión matemática el número de langostas que puede embarcar a Francia, las libras de azúcar que puede enviar a Estados Unidos, el tabaco cubano que pueden fumar los españoles, los marcos que puede extraer de Alemania o las libras que puede sacar de Italia, el cubano, adormecido en su islita de corcho, sique como el hijo pródigo comprando, atontas y a ciegas, bacalao a Noruega, garbanzos a México, arroz a Siam, y frijoles al Japón; mientras los gobernantes del país de las viceversas, agobiados por los buscadores de puestos públicos, se

llevan las manos a la cabeza alarmados ante el pavoroso problema de que la gente pueda morirse de hambre en el país más fértil del planeta y de que el pueblo no tenga trabajo en la tierra donde todavía está todo por hacer. Es necesario pues acabar de adoptar, como han hecho los demás pueblos, un plan económico al que luego se ajusten las iniciativas públicas y privadas en una común labor de cooperación constructiva. No me propongo trazar aquí ese plan. No creo en las soluciones simplistas, a que tan aficionados somos los criollos, para la resolución de problemas tan intrincados y difíciles como el que supone la regulación de la economía de todo un país. No creo tampoco que nadie posea la fórmula maravillosa de la prosperidad. No creo en los grandes salvadores unipersonales. El plan, la fórmula, la solución tiene que ser el producto y la resultante de todas las fuerzas sociales, de todos los cerebros preparados y de todos los corazones cubanos, porque la labor económica es obra que afecta y que deben realizar todos los que integran el país. Pero sí puedo indicar algunas reglas elementales de sentido común que, a mi modesto juicio, podrían figurar entre otras para la confección de un plan económico cubano: 1- El cubano debe procurar producir en Cuba lo que el cubano necesite para comer, vivir y vestir. 2- El cubano debe comprar fuera de Cuba únicamente lo que no pueda producir en Cuba. 3- El cubano debe educar sus gustos y sus costumbres para prescindir de aquello que, sin ser indispensable para la vida, se consume más bien por hábito que por necesidad, y que no puede ser adquirido sino por naciones que no compran a Cuba. 4- El cubano debe comprar preferentemente a quien le compre. 5- El cubano debe tratar a los productos de otras naciones en la misma forma que esas naciones traten a los nuestros. 6- El cubano debe dejar en Cuba los capitales que en Cuba gana, creando así trabajo para sus compatriotas y contribuyendo a aumentar la riqueza del país. 7- El cubano, como han hecho los demás pueblos, debe acabar de adoptar su moneda y sistema bancario propios para facilitar el fomento y desarrollo económico del país. Cualquier plan será bueno o será malo según el grado de cooperación que le presten los cubanos. La solución del problema económico de Cuba, como la de todos nuestros problemas, no está fuera sino dentro de nuestras fronteras. La fórmula de la felicidad no puede venirnos de fuera por correo, tiene que surgir por nuestro propio esfuerzo en casa. Hace medio siglo el problema de Cuba era político. Tres generaciones de cubanos lucharon y murieron por hacer de Cuba un pueblo libre, soberano e independiente. El problema de la generación de ahora es económico y social. Si nuestros padres tuvieron que hacer a Cuba libre, nosotros tenemos que hacerla, además de rica, cubana.