La danza inmóvil de Manuel Scorza.pdf

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ÍNDICE I.

DAÑOS QUE PROVOCA EL USO INMODERADO DE LOS OSITOS DE PELUCHE ...3

II.

MIRADAS DE NICOLÁS CENTENARIO ....................................................................... 10

III.

UNA MUJER INTERRUMPE EL RELATO .................................................................... 12

IV.

CUALIDADES DE LA TOPA, MADERA IDEAL PARA PESCAR COCODRILOS ...... 14

V.

CERCA DE LAS DALIAS, REAPARECE LA DESCONOCIDA ..................................... 20

VI.

APARECE DAVID PENT, CURACA YANQUI Y GUERRILLERO CAMPA ............... 24

VII.

BATALLA DONDE LOS VENCIDOS ULTIMAN A LOS VENCEDORES .................... 27

VIII.

SPINOZA DICE QUE TODA TRISTEZA ES MENOSCABO DE SÍ MISMO ................. 29

IX.

RIESGOS DE NACER BAJO EL REINADO DE HENRI IV ........................................... 32

X.

SANTIAGO ADVIERTE A JUAN QUE MOSCÚ YA NO ES MOSCÚ ........................... 36

XI.

PASAJEROS INESPERADOS SUBEN A LA BALSA ...................................................... 40

XII.

SANTIAGO VE UN ANIMAL QUE SUS OJOS JAMÁS HAN MIRADO ....................... 42

XIII.

NICOLÁS CRUZA A NADO EL BOULEVARD SAINT GERMAIN .............................. 46

XIV.

MARIE CLAIRE ENCUENTRA AGUA SUBTERRÁNEA ............................................. 48

XV.

NICOLÁS ENCUENTRA PROTECCIÓN EN EL SÉQUITO DE UN ALMIRANTE ..... 50

XVI.

SANTIAGO LE DICE A MARIE CLAIRE QUE CERVANTES NO FUE AUTOR DEL QUIJOTE ........................................................................................................................... 53

XVII.

VLADIMIR ILICH ULIANOF, DIT LENIN, SE VE OBLIGADO A IRSE DEL DEPARTAMENTO DEL PROFESOR GODETT ............................................................. 55

XVIII.

EL CAMARADA RAMIRO DICE QUE «NO SÓLO LA REVOLUCIÓN DEBE CUIDAR A SUS MILITANTES» ....................................................................................................... 59

XIX.

MOMENTÁNEO FRACASO DE MIS AMBICIONES ..................................................... 65

XX.

LOS CAMPAS INSISTEN QUE PENT PRETENDE TECHAR EL BOSQUE ................. 69

XXI.

RECUERDOS QUE EN SU VEJEZ SOLÍA ENTREVERAR EL SARGENTO MORALES 73

XXII.

CENA DE GALA QUE DOÑA FRANCESCA DE CENTENARIO OFRECE EN HONOR DE SU ESPOSO .................................................................................................. 77

XXIII.

EL VERDADERO BAILE DEL DUQUE DE ALENÇON ............................................... 78

XXIV.

FRANCESCA ENTRE LOS LAGARTOS ......................................................................... 83

XXV.

EL CAPITÁN BASURCO ORDENA CONSTRUIR JAULAS DE MADERA ................. 85

XXVI.

SANTIAGO SE ECHA A CORRER BAJO LA LLUVIA .................................................. 91

XXVII.

MARIE CLAIRE RELEE EL «POPOL VUH» POR PRIMERA VEZ ................................ 94

XXVIII. EL CACIQUE SIVIRO DESCUBRE OUE ENTRE SUS GUERREROS HAY UNO DE MÁS ................................................................................................................................... 96 XXIX.

SANTIAGO Y MARIE CLAIRE PASEAN DENTRO DE CINCUENTA AÑOS POR EL JARDÍN DE LUXEMBURGO ........................................................................................ 101

XXX.

SANTIAGO VUELVE A ELEGIR .................................................................................. 105

XXXI.

CORONACIÓN DE NICOLÁS I, ÚLTIMO MONARCA DE LAS LUCIÉRNAGAS ... 109

XXXII.

EN VEZ DE MARIE CLAIRE APARECE MARIE CLAIRE ......................................... 111

XXXIII. PERO TAMBIÉN PUDO OCURRIR QUE... .................................................................. 117

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I.

DAÑOS QUE PROVOCA EL USO INMODERADO DE LOS OSITOS DE PELUCHE

─Vaca Sagrada asistirá al almuerzo. Irá con el Patrón –me confió Colette mientras se vestía. La víspera, para averiguar las intenciones del dueño de «Ediciones Universo», yo había invitado a comer a su secretaria. Supuse que la enormidad de especialidades al vapor que consumió en Le Pays De l'Eternel Sourire me valdría algún informe, pero Colette no soltó prenda. Sugerí entonces Le Grand Réve pero las miradas de Humphrey Bogart a Lauren Bacal la tornaron romántica y no tuve más remedio que pasar la noche en su departamento de la rue Monsieur Le Prince. ─¿Uno o dos terrones de azúcar, mi rey? ─quiso sobornarme Colette, buscando pretextos para no vestirse. La presencia de Vaca Sagrada, flamante Director de la colección Nuevo Mundo, siendo en sí misma un peligro, un aburrido peligro, sólo podía significar que yo, probable futura estrella de Ediciones Universo, moriría inédito: ─Amor, ¿no me has oído?, ¿uno o dos terrones? Vaca Sagrada me odia. En los momentos más difíciles de su juventud lo ayudé sin reparos. El favor más pueril: arrancar de su mano el Smith Wesson 38 con el que lejos de impedir, debí alentar su partida. ¿Cómo salvar la situación? ¿Cederle los favores de Colette? Imposible. Colette odia a Vaca Sagrada menos de lo que Vaca Sagrada me odia a mí pero lo suficiente como para andar repitiendo que «Vaca Sagrada es tan feo y maligno que el día de su nacimiento tuvieron que alquilarle una madre porque la suya no le quería». ¿Qué hacer? ¿Proponer al Editor mi novela sobre el Descubrimiento de Europa? ¿Contarle el argumento de mi relato sobre la Condesa? ¿Sugerir la historia del guerrillero que amarrado al árbol de la tangarana rememora su existencia mientras lo devoran vivo las hormigas? ¿Inventar algo alrededor de Pent? ¿O cerrar mis ojos y abrir los de la ignominia suplicándole un prólogo a Vaca Sagrada? ─¿Uno, o dos terrones, mi amor? ─insistió Colette, mostrándome sus senos con el pretexto de servirme el café. ─Tres. Únicamente tres posibilidades me quedaban y las tres me deprimían. ¿Qué hacer? Paseé mi mirada sobre la fiesta postiza que se animaba en La Coupole. En el centro del restaurante, alrededor de cuantiosos ramos de gladiolos anaranjados, se entreveraban camareros vigilados por la nerviosa mirada de Jean Pierre, jefe de los maîtres de La Coupole. La noche amenazaba ser peor que el mediodía. Durante el almuerzo Jean Pierre se había enfrentado casi simultáneamente a dos potencias que, aburridas de combatir en el océano Pacífico, se habían aliado en París para arrasar con la neutralidad de La Coupole. Como siempre, los norteamericanos llegaron después de Pearl Harbour. Ciento dos japoneses desembarcaron de los ómnibus de la Agencia de Turismo, avanzaron y pusieron, al mismo tiempo, ciento dos pies izquierdos sobre la acera del Boulevard Montparnasse. La puerta de cristales de La Coupole no había sido prevenida: el desembarco nipón tuvo que adelgazarse en una fila de ciento dos turistas que ingresaron a paso ligero y ocuparon ciento dos lugares, depositaron ciento dos máquinas fotográficas y atacaron complacidos ciento dos menús. Todo marchó bien hasta los postres. Para evidenciar su condición de no beligerante Jean Pierre ordenó una especialidad de bandera también neutral: Omelette Norvégienne, deleitoso contraste de bizcochuelo y helado acorazado de merengue caliente, que resultó ser el más desmesurado pastel preparado por Monsieur Bourges. Prodigioso equilibrista, apareció un camarero soportando, él solo, la bandeja con casi dos metros de Omelette Norvégienne, coronada por una banderita donde flameaba El Sol Naciente. Ciento dos electrizadas cámaras cegaron de flashes el pastel que, de un lado, en cremas más 3

oscuras, decía Bienvenu à Paris y, del otro, en japonés, La Coupole. Cuando se hartaron de fotografiar el costado parisino, en el entusiasmo del descubrimiento, y dada la momentánea imposibilidad de trasladarse a territorio japonés, veintidós manos dieron vueltas al gigantesco pastel, con tal ímpetu que estalló. Las mesas aledañas y sus pacíficos ocupantes fueron bombardeados por esquirlas de bizcochuelo o helado. «Me pagan para mantener la sangre fría», se dijo Jean Pierre, iniciando la carcajada que por suerte transformó en regocijo el estupor, el susto y la indignación. La paz, como siempre, no duró. Cerca del territorio desocupado por los japoneses desembarcaron los norteamericanos. Para no ser reconocidos, todos vestidos de gris, todos musculosos, todos con el cabello cortado al rape, todos altísimos, todos costosamente Pierre Cardin, todos masticando chicle, ingresaron los doce guardaespaldas del ex vicepresidente de los Estados Unidos, Míster Walter Mondale. Cuidadosos de pasar inadvertidos, se instalaron estratégicamente en seis mesas que rodeaban la destinada a los Mondale. Durante sesenta y siete minutos, agitándose o serenándose según las instrucciones de los doce minúsculos Walkie─Talkies incrustados en sus orejas, los yanquis bebieron vasos y vasos de Coca─Cola. Por fin, fingiendo que no eran los Mondale, entraron los Mondale. El ex vicepresidente, su esposa y su hija, se instalaron, solicitaron tres Melon Pineau Rosé, tres Cóte de Boeuf à l'Os grillée acompañadas de pommes mignonettes que intercalaron, no como suponía Jean Pierre con sorbos de Gevrey Chambertin «Clos du Prieur», sino con refrescantes pausas de Coca─Cola, la chispa de la vida. Pero la chispa que saltó fue otra. En una mesa vecina, por piruetear en exceso al preparar las Crépes Flambées solicitadas por la mujer del célebre dramaturgo Radu Grigorescu, Robert se desmidió al encender el Grand Marnier: la chispa chamuscó el visón de Madame Grigorescu. Robert sofocó el fuego con una desesperada servilleta pero no logró impedir que en la inapreciable piel quedara un agujero del tamaño de un franco. ─Je suis vraiment navré, madame ─tartamudeó el maître─; por favor, no se preocupe. La Coupole tiene un seguro que cubre estos riesgos... ─Mon petit ─lo cortó la inalterable cortesía de Madame Grigorescu, quien no debe preocuparse eres tú, nosotros somos ricos… Poco antes de las Poire Belle Hélène, el ex vicepresidente se levantó. Instantáneamente seis de los doce lo rodearon, así enmurallado, lo escoltaron hacia los urinarios. Allí Jean Pierre afrontó algo peor que los robustos guardaespaldas que en semicírculo protegían la goteante micción imperial: la mirada rabiosa de Radu Grigorescu, el mundialmente aclamado autor de «Galaxia dentro de una Botella». Jean Pierre salió disparado al bar y volvió con el whisky doble que Grigorescu debía encontrar cada vez que acudía a no orinar. En presencia de Madame Grigorescu, el Premio Nobel que ella llevaba por marido sólo bebía agua mineral. Ejemplar abstinencia, inimaginable sin los reiterados whiskies dobles que el personal de La Coupole se apresuraba a servir siempre que la próstata hipócrita del maestro visitaba las toilettes. Radu Grigorescu apuró su doble Chivas con los ojos cerrados y volvió al comedor al mismo tiempo que Mademoiselle Jeannette, auxiliar de la Central Telefónica, encargada de pasear entre las mesas la pizarrita donde, escritos con tiza, se reclama por sus nombres a los clientes solicitados en las cabinas telefónicas. Aprove─chando la tregua, Jean Pierre decidió gratificarse con un cigarrillo. No lo disfrutó. Del comedor le llegó un estampido de carcajadas. Salió, ¡qué tal día!, y por las desesperadas señas de Robert descubrió la causa de la hilaridad, el nombre del cliente ingenuamente escrito en la pizarrita, ingenuamente voceado por Mademoiselle Jeannette: ¡Monsieur Phalus, téléphone...! ¡Monsieur Phalus, téléphone...! ¿Qué hacer?, me pregunté. Paseé mi mirada sobre la animación del restaurante. En el centro, alrededor de la pila sin agua desde la noche en que perdidamente 4

borracho Kisling intentó bañarse (se necesitó la severidad de Madame Fraux para obligar al célebre pintor a volverse a colocar la camisa), se atropellaban turistas errados que acudían con sus esposas para hacerse simpáticos a obesos coleccionistas venezolanos, bellos pintores desconocidos que acudían consigo mismos para ofrecerse a las esposas de los coleccionistas venezolanos, coleccionistas venezolanos que no pensaban comprar ni un carajo, hombres de negocios que entre los quesos y las frutas ganaban o perdían millones. Vincent, André y Gilbert, veteranos maîtres conducían a las mesas artistas famosos, ejecutivos importantes, esbeltas modelos, muchachas que soñaban con serlo, jovencitas que lo eran sin desearlo. ¿Qué hacer? La sudorosa corpulencia de Vaca Sagrada atravesó la puerta de cristales, avanzó saludando con ceremoniosos ademanes a la fauna literaria o sonriendo finamente a las mujeres: dos de sus maneras preferidas de hacerse odiar. ¡Pobre! Lo vi de nuevo estudiante de la Facultad de Letras de México, en los tiempos en que nos unía el hambre, el deseo de gloria, la infantil certeza de que la palabra lo redime todo, la valerosa amistad de los inermes. Porque éramos inermes y nadie nos quería. Por un instante, sentadas en las mesas de La Coupole, usurpando la elegancia de las modelos, mejorándolas, me pareció ver a las muchachas que entonces, en el café de la Facultad, nos desairaban: la inaccesible Amparo, la angélica Estela, la escultural Lola Salcedo tan denodadamente amada por Vaca Sagrada. Todos codiciábamos a todas, en vano. La única excepción, y no por mucho tiempo, y por razones que jamás alcanzaré a entender, fui yo. Fuera porque odiaba a su padre, o simplemente al género humano, María Cristina, prima de Lola, decidió pasar una noche conmigo. Mientras se desvestía me advirtió: «Como digas una sola palabra de esto, y aunque nunca nadie te lo creerá, no volveré a hablarte.» Al día siguiente, como era lógico, la Facultad íntegra me creyó. María Cristina tampoco cumplió su palabra: por soledad. Hasta el portero de la Facultad dejó de saludarla. Su infortunio fue el primer peldaño de mi fama donjuanesca. De la noche a la mañana, y sin solicitarlo, me transformé en el Experto Sentimental y Piloto Mayor de quienes, al decir de Vaca Sagrada, navegaban los «procelosos mares de la indiferencia femenina». Mi gloria avasalló las fronteras de la Facultad de Letras, se enseñoreó en las aulas de Derecho, rozó otras facultades. Súbitamente me vi asediado por amigos y enemigos que requerían de mi consejo. Tratándose de almuerzos o cenas, sobre todo, jamás negué mi desinteresada colaboración. Vaca Sagrada me quitó el saludo, pero su envidioso silencio duró poco. Sus desastres, la retirada de Rusia que era su amor por Lola Salcedo, lo obligaron a humillarse. ─¿Puedo pagarte el café? ─me dijo una tarde, con ostentación que ocultaba su desamparo. ─¿Qué te pasa, Feliciano? ─respondí─. Esto es gratis; no temas, franquéate, hermano. ─Hoy me encontré con Lola y sucedió algo que me tiene desconcertado ─se confesó─. Yo venía por la calle. Lola me vio y se detuvo para esperarme. ¡Imagínate: se detuvo para esperarme! ¿Te das cuenta? El corazón se me salía. Me apresuré. Lola me dijo: «Feliciano, hace semanas que quiero hablarte.» Yo temblaba como con terciana. «Feliciano, quisiera pedirte un gran servicio, un favor que no te costará nada, y es éste: con todo el cariño que yo siento por gentes como tú, te pido que a partir de este momento no te me acerques más, no me saludes más, no me llames más por teléfono, no te cruces más en mi camino. Sal de cualquier lugar donde yo entre o entra a cualquier lugar, pero después. A partir de este momento para ti yo no existo.» Vaca Sagrada se angustió: ─Hermano, tú que conoces como nadie a las mujeres explícame, ¿qué ha querido decirme con eso?

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─Feliciano, en una guerra lo esencial es conocer las intenciones del enemigo. Antes de opinar, debo documentarme. ¿Cómo y de qué modo te lo dijo? ¿Con qué gestos? En estas contiendas cuentan el matiz de voz, la sonrisa, el detalle más ínfimo... ─Me lo pidió suavemente; sonreía, parecía implorarme. ─¿Ahhh...? Conque emocionada, ¿no? ─Su sonrisa me desconcertaba. ─Cuando dijo que no quería verte más, ¿también sonreía? El cuello de Vaca Sagrada, que le empieza donde acaban las orejas y termina donde comienzan los hombros, ese cono de carne que incluye a su papada como si se tratara de un solo cachete de nalga, tembloteó. ─Sonreía como una virgen de Rafael, así, igualito, te lo juro, hermano... ─¿Sonreía? ─Sí. ─Hummm... Y cuando dijo «para ti ya no existo», ¿le cambió la voz...? ─Sonreía también. Me hablaba con cariño, como si la vocecita se le fuera a quebrar... ─¡Lógico! ¡Está todo más claro que el agua! Lola piensa exactamente lo contrario. ¡Típico de las mujeres enamoradas! Pero ahora discúlpame, Feliciano, me espera otra consulta... ─Hermano ─rogó Vaca Sagrada─, tú dispón, ¿en qué restaurante y cuándo nos vemos? Quedamos para el día siguiente en La Media Luna. Sólo al cabo de tres almuerzos y dos cenas, logramos entrever una solución. En la primera consulta, y pese a estar ligeramente obnubilado por el exceso de mariscos, hice comprender a Vaca Sagrada que Lola, como todas las lolas del mundo, mentía. En la segunda consulta Vaca Sagrada comprendió que Lola, diciendo que no quería verlo más, le suplicaba, en realidad, la indulgencia de verlo permanentemente. En la tercera consulta, degustando langostinos y huachinangos en Las Brujas, examinamos minuciosamente cómo Vaca Sagrada satisfacería el anhelo inconsciente de Lola: estar junto a él, siempre. ─Hay que encontrar ─le dije─ la fórmula exacta que te permita estar presente y ausente, que al mismo tiempo satisfaga sus aparentes deseos de no encontrarte y sus auténticos anhelos de verte. Eso lo tratamos durante el dilatado desayuno que Vaca Sagrada me ofrendó en Samborn's: Jugo tropical, huevos a la ranchera con frijolitos, rodajas de pavo, de pollo en salsa picante, tostadas, quesos de Oaxaca, leche con miel Carlota de Cuernavaca, esas cosas. Acuciado por su congoja, Vaca Sagrada me exhortó a proseguir la consulta ese mismo mediodía en Las Delicias, pero yo tenía la hora del almuerzo comprometida con otro paciente. ─¿Y en la noche, hermano? ─Tampoco, Feliciano. ─¿Y mañana...? ¿Qué te parecería una comilona en Les Ambassadeurs? ─¡Imposible! No fingía. Yo no repetiría el desatino de los países monoproductores: mis ingresos estomacales no provendrían de una sola fuente, inaceptable error que ha conducido a nuestras pobres patrias latinoamericanas al estado de dependencia en que se hallaba Vaca Sagrada. Le concedí una cita para la semana siguiente, y a fin de retomar los hilos inconscientes de la trama en que se debatía, dispuse encontrarlo en La Media Luna. Allí le revelé: ─¡Un regalo... ! ¡La solución es un regalo! Otra vez, en Les Ambassadeurs: 6

─Pero, ¿cuál regalo? La siguiente, en El Rincón Yucateco: ─¡Flores, de ninguna manera! ¡Ofenderías a Lola! Mandar flores es la primera idea de cualquier gerente. Días después en Le Rendez Vous: ─Bombones, tampoco, Feliciano. Los bombones, a causa de su asociación con la dulzura, restarían al obsequio esa violencia que toda mujer espera encontrar en el macho, ese ímpetu que Lola anhela hallar en ti... Por fin, culminando una tarde que, por coincidir con mi cumpleaños, había empezado con el regalo de un lapicero y un encendedor de oro, luego que todos mis amigos dejaron,de uno en uno o por parejas, la memorable fiesta con que Vaca Sagrada me agasajó en Xochimilco, solos en una barca, recorriendo los canales, despedidos los mariachis que me impidieron aconsejar a Vaca Sagrada durante el pousse café, cerca del atardecer, resumí: ─¡Un osito de peluche! Ése es el único regalo conveniente y posible. ¿Por qué? La respuesta es tácita. ¿Dónde va a colocar Lola tu osito de peluche? ¿En la sala? ¡De ninguna manera! ¿En el comedor? ¡Inimaginable! ¿En la biblioteca? ¿Qué carajo va a hacer el osito apachurrado por la Enciclopedia Británica? ¿En la cocina, entre las ollas? ¡Ni hablar...! ¿Dónde, entonces? Tu osito, hermano, acabará, como todos los ositos de peluche del mundo, en su cama. ¡Imagínate! Lola desvistiéndose en su intimidad, que supone inviolable, ¡y el osito mirándola! Lola acariciándose los senos, untándose con cremas, desnuda antes y después del baño, ¡y el osito mirándola! Lola revolcándose en el lecho, empujando frazadas, dejando caer las sábanas al piso, despertándose, ¡y el osito mirándola! ¿Y quién, desde ese momento y para siempre, será el inocente testigo de sus desnudeces? ¡El osito…! Y a través del osito, ¿quién...? ¡Tú...! Porqué tuyos serán sus pícaros ojos de vidrio, tuyos serán... ─¡Hermanón...! ─Algo más, Feliciano. Aun pequeño y gracioso, el osito es el clásico símbolo de la fuerza, el vigor, la potencia... ¿Te acuerdas de la piedad, aunque yo diría la ternura, con que la muchacha mira por última vez a King Kong... ? Escondida en la aparente ingenuidad de la mirada del osito, así, cual espada fálica, tu mirada penetrará a cada instante a Lola... ¡Es tuya, Feliciano! Vaca Sagrada tartamudeó que para solventar los gastos de su noviazgo con Lola y los inevitables esponsales (imaginé con lástima su inverosímil chaqué bamboleándose al lado de ese arroyo transparente que era mi fugaz prima), había solicitado un considerable préstamo a su abuelo materno, el obispo del Cusco. El venerable pastor se lo había concedido a condición de que la boda se efectuase en su Diócesis. Fortalecido, pues, con las limosnas de la feligresía cusqueña, Vaca Sagrada compró el osito. Al día siguiente, un mensajero de Sears Roebuck depositó en la lujosa mansión de Lola Salcedo la caja que contenía el obsequio. Lola no dio señales de vida. Siguiendo mis consejos, Vaca Sagrada no le dirigía la palabra. «Para dar cauce al verdadero deseo de la mujer, hay que fingir aceptar su falso deseo.» ─¿Tú no crees ─me dijo cenando─, no crees que el silencio de Lola es un mal síntoma? ─¡Por el contrario! ─lo alenté saboreando los fondos del tonificante caldo de cangrejos─. ¿De cuándo acá una fortaleza cae al primer asalto? Hay que continuar la ofensiva. Sólo que esta vez la sorprenderemos con algo que ni ella imagina: otro osito de peluche, sí, pero más grande. Así demostrarás que tu amor, lejos de disminuir ante su simulado desaire, crece y se transforma en algo más y más poderoso. Las siguientes semanas remitimos ositos cada vez más corpulentos. Fue difícil encontrar el séptimo. No era osito, era oso. «El próximo búsquenlo en nuestra sucursal 7

del Polo Norte», nos despidió, ya fastidiado, el Gerente de Ventas de Sears. No necesitamos ir tan lejos. En la casa de un taxidermista encontramos el obsequio ad─hoc: una bestia disecada que sobrepasaba mi tamaño y casi rozaba el hombro de Vaca Sagrada. ─¿No tendrá usted un oso más grande? ─inquirí. ─¿Tú crees que vayamos a necesitarlo? ─se alarmó Vaca Sagrada. ─Un oso más grande que éste, imposible ─dijo el taxidermista─; pero si ustedes buscan osos, les paso un dato: se acaba de inaugurar una juguetería especializada en osos de peluche, en la cuadra 11 de Insurgentes... Pueden ir de parte mía. Nos dio su tarjeta. No llegamos a entregarla. En la puerta de La Casa de Los Osos, Vaca Sagrada sufrió un vahído. En efecto, había osos... ¡pero eran los nuestros! Nicolasito, el hermano menor de Lola, había vilmente malbaratado en esa juguetería los osos que Lola despreciaba. Por la artificiosa efusividad y la maligna satisfacción de su sonrisa, comprendí que Vaca Sagrada recordaba mejor que yo el malentendido de los ositos, y que, fuere cual fuere el libro que yo propusiera al Editor, aun antes de entregarlo ─y aun antes de escribirlo─ estaba ya muerto y sepultado en la opinión del flamante Director de la Colección «Nuevo Mundo». La elegante algarabía de La Coupole no decaía. Camareras vestidas de negro y mandil blanco ofrecían cigarrillos y habanos. Otras, de aire fatigado, paseaban bandejas espléndidas de hojaldres, relámpagos de crema, tortas de nueces, de manzana, piña, flanes de frutas. La gerencia de La Coupole no conjeturaba aún la existencia del carrito de ruedas, sensacional descubrimiento que se reservaba para el año siguiente. Raudos iban y venían los mozos. Tres premios Nobel, dos de medicina, uno de física, terminaban de almorzar inadvertidos, y nadie reconoció tampoco a Jacques Monod. Entraron parejas provincianas. Entraron escandinavos nostálgicos de hareng baltique con crema. Del bar salieron Isaura Verón, Salomón Resnik, Ana Taquini y Manuel Scorza. Vaca Sagrada los vio y, con su equivocada creencia de que acercarse a los inteligentes lo hace a uno inteligente, los saludó obsequiosamente y trató de demorarse. Sabía muy bien que yo lo esperaba. Fingió ignorarlo. Me mostraba que podía hacerlo, y que lo hacía. En eso, por la puerta donde se preparan los afamados mariscos de La Coupole, apareció el Editor, repartió miopes apretones de manos a los camareros que, previendo su habitual generosidad a la hora de las propinas, le abrían paso; con parpadeos buscó entre las luces. Igual que esos muñecos de resortes, pero agregándole servilismo, Vaca Sagrada se levantó, lo escoltó hasta mi mesa. Me puse en pie. Ignoro aún por qué saludé primero a Vaca Sagrada y no al Editor que me contestó con esa delicada distracción con la cual los editores desalientan o tratan de desalentar a los autores que más les interesan. La partida se jugaría desde el comienzo, si es que yo, antes de iniciarla, no la había ya perdido en México. En las órdenes que su editor imparte al maître, un escritor puede antever su futuro. La sofisticación de los platos o la rebajada calidad de los vinos, y hasta las maneras con que el Editor los solicita, prefiguran el veredicto del Comité de Lectura. Por frases de banalidad cargada de significados, y mucho antes que la crítica, los maîtres conocen la futura celebridad o el irremediable anonimato. Si el editor, sin consultar al invitado, ordena champagne, y siempre sin solicitar opinión del autor que se supone versado también en esas artes, requiere foie gras de canard o caviar sevruga, el maître se percata instantáneamente de que, a la corta o a la larga, verá a ese desconocido en «Apostrophes», el consagratorio programa de televisión de Bernard Pivot. Pero si con voz negligente el editor inquiere «¿Qué tiene hoy de bueno, Robert?», el maître alabará con entusiasmo el plato del día. ¡Sabe que jamás volverá a ver al sentenciado! 8

─¿Qué comerán los señores? ─preguntó Robert. ─Erizos de mar y lenguado a la parrilla ─dispuso el Editor. ─Lo imito, señor ─sonrió Vaca Sagrada. Respondiendo con una inclinación de cabeza a algún saludo, el Editor recomendó: ─Aquí los mariscos suelen ser excelentes. Robert me miró. ─Truffe sous la cendre, para comenzar, y luego veré. ─La truffe demora veinticinco minutos... ─No importa ─contesté. Sabía bien que aunque propusiera «Don Quijote», «Madame Bovary», «El Proceso» o «Cien Años de Soledad», Vaca Sagrada me condenaría sin apelación. Y ya que perdería editor, por lo menos no me perdería el almuerzo. ─¿Y para beber? ─preguntó el sommelier. ─Sancerre ─dijo el Editor. ─Agua Vittel ─ordenó Vaca Sagrada. No obstante sus irreparables ciento doce kilos conservaba, supongo, la esperanza de adelgazar. ¿Qué hacer? ¿Proponerles la biografía del Almirante o el relato del guerrillero? ¿Algún tema ubicado en México, en la selva, en la revolución, en las galaxias? ¡Donde el Editor quisiera, con tal de recibir el adelanto! El Editor se reclinó en el espaldar de terciopelo granate, y como si preguntara por uno de mis familiares, me dijo: ─¿Y el Perú?, ¿va bien? Y sin esperar respuesta: ─Recibí su carta, se la transmití al reciente y apreciado Director de nuestra Colección sudamericana, aquí presente. Sin duda usted ya sabe que su predecesor, Jean Melville, debió renunciar; va de Embajador no sé si al país suyo o a Guatemala o al Brasil. Es una pena porque él conoce admirablemente vuestra literatura. Pero gracias al Quai d'Orsay contamos ahora con un erudito tan eminente y capaz como el doctor Feliciano Díaz ─y señaló a Vaca Sagrada─. Probablemente ustedes se conocen. ─No tengo el gusto ─gruñó Vaca Sagrada. Y luego se infló─. He consagrado toda mi vida a los libros, y me honra consagrarla ahora a nuestra editorial... Me pareció que su mirada se poblaba de mariachis, de barcas atosigadas por músicos enardecidos con «Si Adelita se fuera con otro». Sin mirarme, pontificó: ─Los lectores de la literatura latinoamericana viven en los pantanos del error. Incluso los creadores, los garcía márquez, los carpentier, los borges, los vargasllosa, los sábato, los rulfo, los spota y otros habitantes de esa Mancha de cuyos nombres prefiero no acordarme, creen mostrar la Latinoamérica profunda. En realidad no expresan la estructura subyacente, conflictuada por sintagmas siempre infortunados. Los creadores son siempre inconscientes. Cervantes no sabía que era el autor de El Quijote... Mi pensamiento fue hacia las famosas líneas finales en que don Miguel de Cervantes proclama: «Para mí solo nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar, y yo escribir; solos los dos somos para con uno.» Pero me contuve. ─Y hasta su mismo paisano Arguedas ─recalcó Vaca Sagrada dirigiéndose ─a mí─ ignoró también que la verdadera realidad de sus novelas no era el drama de la traumatizada sociedad indígena sino la búsqueda de su padre. Quienes muestran el incontingente esencial en una sociedad dada en el espacio─tiempo lógico o metalógico (y aquí habría que remitirse a ciertos capítulos de Tñusserl), no son nunca los presuntos creadores sino los semióticos, pues la búsqueda de estructuras 9

lógico─conceptuales no está al alcance de los escritores sino de los que practican esa disciplina, vulgo crítica. La verdadera creación radica, pues, en la crítica... ─Ya que estamos aquí ─interrumpió el Editor─, ¿por qué no nos habla de su libro...? Vaca Sagrada enmudeció. ─Estoy escribiendo la historia de un guerrillero que agoniza amarrado a un árbol de la Amazonía, que se llama tangarana... ─Tangarana vulgaris ─mintió descaradamente Vaca Sagrada. ─Mientras muere, el personaje rememora su vida y más concretamente su fuga. Porque ha escapado de la prisión para matar a un delator y salvar así a sus compañeros que están a punto de ser entregados a la policía. Desciende por los ríos... ─«Se los tragó la selva» ─cortó Vaca Sagrada, citando malvadamente el célebre final de «La Vorágine», con la cual los «novelistas urbanos» pretenden sepultar sin apelación otras novelas en América Latina. ─No exactamente ─me defendí─. En mi libro hay personajes que narran la historia desde París. La novela es un contrapunto entre un guerrillero y ex guerrillero. Desde otro punto de vista, un conflicto entre dos hombres que deben optar entre el Amor y la Revolución. Uno escoge la Revolución. El otro, el Amor. Al final de sus vidas ambos creen que el otro eligió mejor. Por un juego de espejos envidian sus vidas. ─Los latinoamericanos fracasan escribiendo sobre París, ─sentenció Vaca Sagrada─. No es lo mismo contar una infancia acaecida en el trópico, o una juventud en un puerto de negros, una vida en el delirio sudamericano, no es lo mismo eso que describir la ciudad de Balzac, Zola o Proust. o, en su caso, simplemente, la del buen Céline. Si bien es innegable esa gracia con la que los más talentosos de ustedes narran sus traumas infantiles... ─Camino a una lucha de guerrillas, uno de los personajes se enamora desesperadamente de una mujer. Hay, pues, protagonistas que viven la historia desde París. En París es donde los dos personajes deben escoger entre Amor y Revolución. El Editor miró discretamente el reloj de La Coupole. ─Estoy escribiendo también un relato sobre una vieja condesa francesa. Vaca Sagrada intervino: ─Una historia de la nobleza francesa escrita por un sudamericano sin títulos... ¿Por qué no? ─Y otra novela ─insistí─, que si bien es cierto no transcurre en París, alude más a Europa que si sucediera en ella. El personaje central es un genio, un loco que un buen día se autonombra Almirante y... ─Humm ─opinó Flaca Sagrada. Vi que terminaba su botella de Vittel y lamenté sinceramente que la negligencia de Robert no le hubiera servido una botella de la misma marca de la que obligaron a beber a Sócrates. ─Pero tal vez sería mejor que nos contara la historia del guerrillero ─sugirió el Editor.

II.

MIRADAS DE NICOLÁS CENTENARIO

El comandante Nicolás Centenario, el guerrillero Nicolás Centenario, mira la mirada del mayor Basurco, mayor ya no, capitán Basurco nomás, so cojudo, por tu culpa perdí el ascenso, mira la mirada del capitán Basurco, las lianas que se humillan en el principio de las lupunas blancas, los árboles más altos de la selva, una familia de 10

guacamayos estacionada en el viento en espera de algo, el capitán Basurco ofende obsceno al mediodía, el comandante Centenario alza los ojos no quiere ver los árboles, prefiere los rostros de los soldados que lo flanquean a lo largo de la trocha hilerada por los troncos grises de los huacapúes, pero ya no puede evitarlo. ¡Allí está el árbol rugoso de la tangarana!, árbol mediano, diez metros a lo más, por dentro es como esponja, en sus alvéolos habitan hormigas carniceras, las tangaranas. Nicolás Centenario se estremece: él conoce ese árbol, él sabe que cuando golpean su tronco, al instante, por entre sus resquicios naturales, listas para el ataque, brotan millares de hormigas, instantáneas cubren su corteza con otra de ferocidad, el mayor Basurco ya no, capitán nomás so cojudo, el capitán Basurco no dice nada y nada los soldados doblegados ahora no sólo por el peso de los fusiles, hace años, hace ya mucho, el comandante Centenario recuerda su primera prisión, hoy lo ve claro, asistió al castigo de Isidro Páucar, Paucarcito lo apodaban por cariño, el páucar es un pájaro que come plátanos, sus carceleros le arrojaban plátanos podridos, come, mierda, se burlaban, el páucar imita el canto de todos los pájaros del monte y la misma habla de los hombres. ¡Alto!, ordena el teniente Basurco, en esa época era teniente. ¡Ahora vas a cantar, cholo de mierda! Y Páucar imitaba sollozando el canto de los pájaros libres, el Sepa es una Colonia Penitenciaria, no requiere muros, ¿para qué?, la vigilan selvas, ríos, pantanos infranqueables, víboras mortales, grandes tigres negros llamados otorongos, aprovechando una borrachera de la guarnición, Isidro Páucar escapó en una canoa de servicio, cerca de Atalaya lo recapturaron y ahora verán, mierdas, lo que les pasa a los prófugos, a culatazos lo acercaron al árbol de la tangarana y todos ustedes, rateros, maricones, hijos de puta, asistirán al castigo, sácate la camisa, ordenó el teniente Basurco, con la cara vacía de sangre. Paucarcito sonreía, ¿así que encima te ríes, cojudo?, amárrenlo, los soldados obedecieron. Isidro Páucar quedó pegado al árbol, culatearon el tronco, instantáneas las hormigas le garabatearon el cuerpo, Paucarcito aúlla, las tangaranasmanchan su cuerpo, muerden su alarido. ─¡Alto!, ordena el capitán Easurco. A Centenario le parece que las nubes, el río, los pájaros, el sol se detienen. En el reverbero distingue, ¡Ahí está el Árbol!, la fila de presos obligados a venir, ¡para ver lo que les pasa a los guerrilleros que se escapan, so cojudos! A Paucarcito ahora no lo muerden sólo las hormigas guías, una población de tangaranas desciende, sube, baja por su grito, las hormigas matan despacio, la muerte sobreviene después de horas de horas de cocinarse en fiebres, cada mordisco es una fiebre, el cuerpo se hincha, engorda mientras las tangaranas arrancan la carne martirizada, ¡para que aprendan, mierdas!, se regodea el teniente Basurco, y largando un puntapié hacia los testículos de Charol que cierra los ojos, Charol, tremendo chavetero empedernido en duelos de muelles y cantinas no soporta la visión de Paucarcito, ese cuerpo, ese grito ya sin gritos, y otro puntapié lo alcanza en la cadera. ¡Abre los ojos, ratero rosquete, y rosquetes todos ustedes, ay de aquel que se atreva a cerrarlos! Esto quiero que lo vean completito. Páucar no es más Páucar, su cuerpo es ese nadie que las tangaranas transportan pedacito a pedacito a su hormiguero. ¡Así acaban los que creen que se me pueden escapar! ¡Nadie escapa del Sepa, mierdosos, y el que escapa no tiene necesidad de cajón! Y todo el día allí bajo el doble sol del cielo y del horror, mirando la voracidad de las hormigas hasta que sólo queda el esqueleto limpio de Paucarcito, títere de hueso amarrado por gusto, ya para qué, al árbol. El comandante Centenario alza los ojos, ahí siguen los guacamayos, no quiere mirar la corriente sucia del río, sin querer sus ojos resbalan sobre un bosque de jóvenes apasharamas, tras el follaje no puede dejar de ver el cementerio, las cruces de palo rajadas por el sol, piensa en su cruz donde alguien escribirá Nicolás Centenario, la fecha de su nacimiento, la de su muerte, pero no su condición, Comandante del Ejército Revolucionario del Perú, ERP, caído en combate, el sol, la lluvia borrarán su epitafio, Nicolás Centenario mira 11

la mirada del capitán Basurco, la hilera de huacapúes, los soldados traspirando, y sus ojos ya no pueden evitarlo, ¡ahí está el árbol de la tangarana!, el tronco donde hierven las hormigas que lo devorarán vivo. Mejor pienso en mi padre, lo ve bajando del tranvía, descendiendo con el crepúsculo, en el último paradero, ya en la noche, los soldados chorrean sudor, sudan miedo, la frente del capitán también, las apasharamas lo miran piadosas, los árboles no miran, me odia no sólo porque perdió el ascenso, por tu culpa me quedaré plantado en esta guarnición de mierda, so cojudo, sino porque odia en mí la cara del futuro inevitable, sácate la camisa, grita el capitán Basurco, y entonces se decide, Comandante del Ejército Revolucionario del Perú, carajo, a mirar el Árbol, los testículos apretados como almendras, mejor pienso en Francesca, y el nombre lo envuelve como el respirar de una generación de rosas, siente los senos de Francesca duros como mangos, esa noche en París, esa sonrisa que dejé consciente de que más que al Perú, me embarcaba hacia la muerte que me esperaba uniformada de Basurco sudando odio bajo el demente sol de la Amazonía. Su padre, el último pasajero, desciende del tranvía, Nicolasito corre hacia sus brazos cansados, ocho horas de albañil, trata de pensar, piensa en el armamento que lograron trasladar clandestinamente a través del Lago Titicaca, la postrera botella de vino que bebió en Francia, los cajones de armas alineados en Argel, los árboles de Sierra Cristal, ¡sácate la camisa!, ordena el mayor Basurco, mayor ya no, capitán nomás, so cojudo, por tu culpa perdí el ascenso, había que acudir, yo acudí, aquí estoy frente a la muerte. Nicolás Centenario mira la mirada del capitán Basurco, Nicolás Centenario ya no, comandante Centenario, so cojudo, cruces de ojos aterrorizados, apasharamas estacionadas en el viento, ¡capitancito de mierda! Ahora verás, so cojudo, lo que es un Comandante del Ejército Revolucionario del Perú. Él mismo se desabotona la camisa, los prisioneros alineados frente al Árbol miran el pecho del Comandante, ahora corren de nuevo las aguas del río Sepa, vuelan los pájaros, las nubes prosiguen, nadie escapa de la Colonia Penitenciaria de El Sepa... Él escapó.

III.

UNA MUJER INTERRUMPE EL RELATO

Por la puerta de La Coupole apareció entonces una mujer. Se sobreparó buscando a alguien, paseó la mirada por el salón bullicioso, tal vez no encontró a nadie porque con paso decidido penetró al comedor. Su hermosura me suspendió, quiero decir: suspendió el curso de mi vida. Hacía un instante yo conversaba con el Editor y el Director Literario de «Ediciones Universo». Más que escuchar las desventuras de mis personajes, el Editor parecía dormitar. De pronto despertó, emitió un comentario que debería interesarme. No lo escuché. El bullicioso restaurante y sus comensales, el Editor, Vaca Sagrada, los camareros, los grupos que entraban, las parejas que salían, siguieron existiendo dentro de las paredes que atravesaba la desconocida, pero ahora como personajes de una película muda. ¿A quién buscaba? ¿Qué ser humano podía merecer la mirada anhelosa de esa mujer? ¿Un joven Picasso provisionalmente desconocido, pero seguro ya de su genio, había logrado encandilarla? ¿Un combatiente revolucionario, un varón tiznado por el heroísmo, indiferente al riesgo, sabedor de que su muerte siempre será vida para los demás? ¿Un ser, en suma, irresistible? En las mesas busqué a ese rostro tallado al mismo tiempo por el hierro y la ternura, a ese varón que retornaba invicto de los combates, dé las persecuciones, de las emboscadas, sólo para ofrecerse a ella como un camino diferente, como algo que de ninguna manera podíamos brindarle simples mortales como nosotros, meros forjadores de guerras verbales, de contiendas de palabras, disertando en una mesa 12

donde se decidía el destino de un libro prescindible y no la estremecedora suerte de todo un Continente. La desconocida siguió avanzando. Los mismos camareros habituados a las mujeres bellas se hacían lentos, titubeaban para verla mejor. El Editor murmuró algo. La presencia de una mujer incandescentemente bella, en un restaurante o en cualquier parte, provoca siempre malestar. ¡Cuántas veces, yo mismo, en La Coupole, había sido testigo de los disturbios causados por esos soberbios ejemplares de la hermosura humana! Cuando una de tales hembras entra (y curiosamente lo hacen casi siempre solas, cuales reinas a las que un invisible protocolo condena a caminar sin compañía. ¿Quién es digno de acompañarlas?), los hombres buscan pretextos para contemplarlas, fingen urgencias en los urinarios, inventan impostergables llamadas telefónicas, se levantan para saludar amigos que jamás antes saludaron, solamente para pasar delante de esa mesa donde se agolpan los maîtres obsequiosos. Los camareros han telegrafiado ya el acontecimiento a la cocina, todo el personal se agita, hombres y mujeres desfilan, los hombres para admirarla, las mujeres para buscarle defectos: «la boca es demasiado pequeña», «si prácticamente no tiene senos...», «es una lástima que una mujer tan linda no sepa peinarse», «ni vestirse, además... », sin contar al infortunado que tiene frente a sus ojos a los veinte años de aburrimiento de su esposa, y detrás de ella, en una mesa próxima y con la cara hacia él, a ese ser que en una calle del Renacimiento hubiera suscitado la palidez de Leonardo descubriendo a la Virgen de las Rocas. Afortunado, sí, el comensal, pero a medias, condenado a la hemiplejía visual: un ojo imparcial, casi de vidrio, mirando a su propia esposa, y el otro astral, de fuego, desbocado hacia el prodigio. Y hay también en esos casos el sentenciado a mirar sin atenuantes a su esposa, porque está de espaldas a la mujer que los matrimoniales ojos envidiosos retratan al revés. Sin contar a los que pretextando una tortícolis volverán demasiado el rostro, y en una de esas veces no encontrarán a su invitada. Los maîtres saben que esas cenas no terminarán o terminarán mal. Las mujeres irritadas suprimirán los postres, pretextarán jaquecas. Los maîtres tienen ya las cuentas preparadas, pero a veces no pueden ni entregarlas. Al escándalo de la belleza se entrevera el de la envidia, como esa vez en que, mortificadas por la aparición de Bruna Negri, tres muchachas se alzaron las blusas y mostraron senos que acaso, en otra ocasión, hubieran alborotado, pero jamás allí, en ese instante donde todo era inadvertido menos los ojos y el cabello y el cuerpo y los inimaginables ademanes de Bruna Negri: Una novela sobre la lucha armada ahora que... sonó remota la voz del Editor. La mujer que había entrado vestía un traje de seda india lunareado de flores moradas, sencillez compensada (¡me sorprendió aún más!) por un inapreciable collar de jade precolombino, que las manos de mis ancestros habían ensartado hacía siglos, para ese cuello, para ella, pensé con el dolor de lo inaccesible. No era la inconcebible simetría de su cuerpo ni su espantable belleza lo que me enfermaba, lo que me hacía padecer, sino un deseo absurdo y salvaje, la visión de un caballo picoteando flores, ya que uno sufre porque es un traidor permanente a su propio deseo. A juzgar por lo que hemos escuchado, pienso que la editorial... Volvió a detenerse, la media lluvia de sus cabellos negros cayó de golpe sobre los milagrosos ojos azules. Claro que sería mejor no tocar ciertos temas políticos... Si bien es cierto que la situación social de su continente es un escándalo, hablar ahora de la lucha armada... Ella pareció fatigarse. No era fatiga: era el impulso del cuerpo alistándose para hender la multitud. En mi opinión convendría que... Yo escuchaba cada vez menos. No sé por qué, mirándola, rememoré otra forma perfecta... Hacía días, imposibilitado de expresar lo que me era inexpresable, decidí visitar el Jardin des Plantes, próximo al departamento en que vivía. Hacía frío aún. La tarde era transparente. No quise volver a buscar algo que me abrigara. Me pareció mejor cobijarme en la temperatura tropical 13

del Jardin d'Hiver. Encaminándome hacia allí, sobre la fachada del edificio central, vi un letrero que anunciaba una Exposición de Conchas Marinas. Entré. Sin duda porque la crudeza de la luz impedía apreciar los delicados matices de las caracolas, los organizadores habían optado por la penumbra. Luces sabiamente escogidas destacaban con mayor plenitud los esplendores submarinos. Iniciaba el recorrido de la exposición cuando, en el fondo de la sala, una arquitectura perfecta me atrajo. Era, descubrí luego, la radiografía de una caracola. Un slide de tres metros mostraba con timidez la espiral alrededor de la cual se enroscan las caracolas. Mucho tiempo, demasiado tiempo, en la penumbra, me abstraje admirando los meandros de esa serenidad. Con malestar y sólo porque los guardianes me recordaron que ya iban a cerrar, debí alejarme. Y entonces, a un costado de la ampliación, distinguí un texto que informaba que ésa, como todas las caracolas que pueblan los océanos, era una espiral enroscada en una relación matemática constante a su curva anterior. La espiral de la caracola, una curva polar, era una espiral logarítmica. La forma que me maravillaba se expresaba en una fórmula matemática

𝑃𝑛 = 𝑒 𝑛

𝑜

Me estremecí. Bruscamente imaginé el fondo del mar no poblado por miríadas de caracolas sino constelado de símbolos. Y no sólo caracolas. Las estrellas de mar, los erizos, los cangrejos, los pulpos, y los mismos peces familiares eran seres recubiertos por carnes crecidas en la obediencia a formas geométricas, ¡todas se expresaban mediante ecuaciones precisas y axiomáticas! Más que alfombrado por formas deslumbrantes o tenebrosas, el fondo del mar se me apareció tapizado por una miríada de fórmulas matemáticas que, acaso ─pensé con el dolor de no conocer─, se expresaba, a su vez, en una fórmula única. ¡Todo al mar, todos los mares, todos los secretos de los mares revelados en una sola ecuación! Y sospeché que el hombre mismo era una metáfora provisionalmente vestida de carne. ¿El hombre es carne que cubre a una metáfora, o una metáfora que recubre la carne? Más allá de las matemáticas comunes, por ahora fuera de nuestro torpe alcance, ¿una matemática sublime, por ahora inalcanzable, explica con claridad las oscuridades luminosas del deseo, de los celos, del recuerdo, del engaño, del olvido, del juego, de desquites, concesiones y venganzas del amor y del odio, esos misterios que nos torturan? En el gran sistema del universo, para el Gran Matemático que se entretiene haciéndonos creer que somos algo más que apariencias, meros símbolos condenados a obedecer irreparablemente el sentido de su espiral, ¿nuestros sentimientos se expresan en ecuaciones luminosamente simples? Y con dolor, con amor, con deseo me pregunté cuál sería la ecuación capaz de abrirme paso hacia el amor de esa mujer.

IV.

CUALIDADES DE LA TOPA, MADERA IDEAL PARA PESCAR COCODRILOS

Nicolás Centenario se estremece, la oscuridad lo protege, con la barreta que Orejas disimuló en una canasta de ropa sucia rompe el candado del calabozo de castigo. Los guardias republicanos no oyen el crujido. En la garita de control, borrachos perdidos, corean la voz engomada de Lucho Gatica, el célebre bolero Reloj de Medianoche. Repta entre los matorrales, atraviesa delante de las voces olorosas a cachasa brasileña. Reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer, desentona un guardia. Por trescientos soles Gregorio logró que Orejas prometiera preparar una balsa 14

de topa, madera castaña, ligera, ideal para apurar su navegación. Ella se irá para siempre cuando amanezca otra vez, se queja en la victrola Lucho Gatica. ¿Habrá cumplido Orejas? Avanza hacia la recoleta de aguas quietas. ¿Lo esperará la balsa? Reloj detén tu camino, haz que esta noche sea perpetua. Las recoletas no tienen nombre: aparecen con las lluvias, desaparecen en cualquier momento. Ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor no soy nada, Francesca. Se hiere con espinas, alarga el cuello. ¡Ahí está la balsa! Orejas ha cumplido. Sobre los tablones de topa amarrados con lianas de palmera, protegidos por pedazos de plástico: panes, yucas fritas, pan de árbol, caimitos, plátanos hervidos, quince billetes de diez soles. «Por cada billete que cumplas con dejarle, te doy dos, Orejas», ofreció Gregorio, halla también un machete y una tangana, dura y pelada rama de cuatro metros, con esa garrocha impulsará la balsa por el borde del río. ¡No soy naada! ─se lamenta lejos el capitán Basurco. El cielo se abre de golpe, comienza a llover, el agua tabletea sobre los techos de lata encalaminada. bajo los cuales se embriaga la guarnición. ¡Cómo chupa el Ejército! Silbotea para darse ánimo, salta sobre ella, la corriente lo avienta al centro del río, las aguas de El Sepa rugen, empuña la tangana y guía la balsa hacia la otra ribera, pegado a ella baja rumbo al Urubamba. ¡Matar al delator! Dentro de quinientos metros eludirá el primer Puesto del Control. ¿Lo eludirá? ¿También esos centinelas cabecearán borrachos? Es Navidad. ¡No hay guardias! El Sepa y el Urubamba mezclan sus turbulencias. Ahora el cuerpo, puro brazo, hunde y hunde la tangana en el barro del fondo. Si falla, la correntada hará saltar la balsa. Para impedir que se estrelle en la ribera, clava la tangana en un flanco de arcilla. Por fin, el corazón en la boca, su balsa encuentra la corriente del Urubamba. Dentro de cinco kilómetros encontrará el segundo Puesto de Control, una caseta y un torreón techados de calamina, con centinelas día y noche. En diciembre los ríos de la selva se hinchan infranqueables. Por el centro de las aguas barrosas los troncos avanzan mortales. Un gigantesco ramal de huacapú roza la balsa, huacapú, árbol maldito, pesa como acero y por eso avanza bajo agua, invisible, el huacapú tumba embarcaciones grandes, lanchas de coroneles, cómo no va a tumbar la balsita de un huevón, se rió apenado. ¡Matar a Bódar! Él no tiene miedo, su cuerpo sí. Oye un trueno, no es trueno: es el bramido del Urubamba embistiendo una palizada, esa población de troncos que se va amontonando en los remansos y que aguarda con mil lanzas erizadas bajo la inocencia de los cañaverales y pastos de la orilla. Mi pelo, mis ojos, mi pecho, mi cuerpo tienen miedo. Yo no. En el río los prófugos se crecen, no mueven dos, sino diez brazos. Hunde la tangana, busca la orilla pero atisba las luces del Puesto de Control y obliga a la balsa a meterse otra vez en la correntada, se le escapa el bulto con las frutas, lo oye caer, la corriente lo arrastra hacia el Puesto de Control, su cuerpo tiene miedo, él no. La balsa pasa raspando el Puesto: con muchachas traídas del Sepahua los pesados centinelas bailan boleros apretados, arrechos, sudorosos, se abandona sobre los tablones de la balsa. Por suerte las yucas y los panes están en otro costalillo. Reacomoda los bultos salvados. La noche enfranela su alivio. Y tu tictac me recuerda mi irremediable dolor, piensa en Francesca y se inflama de irremediable alegría. Si salgo vivo de ésta, la volveré a ver, imagina la tortilla dorándose en esa sartén, el invierno helado de París calentado por los ojos de Francesca, oye las «Bachianas» de Villalobos, piensa en el último tranvía, ve bajando a su padre, lo mira alargándole la primera propina, porque te sacaste buenas notas Nicolasito, con los ojos brillantes su madre relee: Castellano: 17, Matemáticas: 16, Geografía: 17, orgullosos de ti Nicolasito, no se compró caramelos sino un libro, si en lugar de ese libro él hubiera cedido a la tentación de las golosinas hoy sería otro, sería como los otros, no se encontraría ahora en esta balsa, el miedo me hace pensar huevadas. Y vuelve a estremecerse. Piensa en el próximo Puesto de Control, piensa si habrá llegado al Perú el dinero de Ginebra, piensa en el fundo «Puerto Inca» y en su 15

dueño, el hacendado ecuatoriano Cruz, y en el hijo del viejo Cruz, ¿cuál de los dos delató al fugitivo que lo antecedió? ¿Y quién delató a la Primera Columna? El Servicio de Inteligencia conocía el lugar por donde ellos cruzarían clandestinamente. La tropa los esperaba. Ni bien atravesaron la frontera los acribillaron. Pensando en el delator, no duerme. O quizás durmió. La balsa bordea islotes cubiertos de bosques, codos de río arenados de pastizales, elude el mortal abrazo de las aguas del Tambo y el Urubamba, ingresa a la enormidad del Ucayali que allí nace, palpa la bolsita de plástico que contiene los billetes cuyo anaranjado se confunde con la aurora que borronea las indecisas casuchas de Atalaya. En segundos, las ráfagas de la tropa acabaron con la primera columna. ¡Nueve muertos! ¡Un año de preparación para nada! Él estaba en casa de Michéle en París. Lo convocaron urgentemente a La Habana. Mi pelo, mi cara, mis brazos rasguñados, mis uñas sucias, mi cuerpo que suda contra el aire frío, tienen miedo. Yo no. Emergió Atalaya: casi un kilómetro de orilla sembrada de casas y quizás de ojos de la Guardia Civil. Para que no lo descubran, con una soguita de tamshi amarra a su cuello las bolsas, se desliza hasta el agua, oculta la cabeza entre los tablones de topa, se agarra al borde de un madero con dedos que sí tienen miedo. La balsa no acaba nunca de pasar. «¿Ya sabes que los sorprendieron y acabaron con todos, Nicolás?» «Comandante; yo siempre sostuve que ni el sitio del cruce ni el método eran procedentes... Entrar al Perú con gente uniformada; era un error. Cada país tiene su propia realidad, la nuestra es diferente a la suya, Comandante... » «¿Qué quieres, Nicolás? El conocimiento revolucionario nace de la experiencia. Nosotros desembarcarnos uniformados y con las armas en la mano, a nosotros también nos esperaban y casi nos diezmaron, pero los sobrevivientes proseguimos la Revolución...» «Era diferente, Comandante... El terreno de ustedes había sido preparado, abonado por un activo trabajo político preliminar, el pueblo los esperaba, sabía que ustedes traían el fin de la tiranía... A los compañeros que acaban de caer, no los esperaban ni los árboles...» «Nicolás: para hacer la revolución se necesitan fundamentalmente hombres con los huevos bien puestos.» «Los tenemos, Comandante, sólo que además de huevos se necesita pensar.» «¿Y tu gente cómo anda, Nicolás?» «Todos cruzaron la frontera sin novedad, Comandante...» Dos kilómetros más abajo, después de sortear lo peor, Nicolás no se atreve aún a salir del agua pero el calambre que amenaza sus dedos lo obliga a subir a la balsa. ¿Quién los delató? Aparte de Bódar, ¿hay otro traidor? En Lima todos cumplían escrupulosamente las normas de seguridad, practicaban una férrea cornpartimentación, se movían en el más completo clandestinaje, ni siquiera de noche se asomaban a las ventanas, y sin embargo esa madrugada los agentes de Seguridad del Estado los capturaron de uno en uno, escondrijo por escondrijo, por toda la ciudad. Los metieron en la carceleta de la Prefectura. Y, cosa rara, sin torturarlos, y sin interrogar a ninguno ─¡como si lo supieran todo!─, amaneciendo los embarcaron en un DC 3 que aterrizó en la Colonia Penal de El Sepa sin prevenir por radio. El capitán Basurco, Director de la Colonia, quiso reclamar, pero los de Seguridad del Estado lo cortaron: nosotros siempre actuamos por sorpresa, capitán, el Ministro del Interior le envía estos presos en calidad de depositados, fírmenos el recibo, tenemos prisa, queremos largarnos antes que el cielo se cubra otra vez. El capitán Basurco revisó el cielo moteado, sacó los ojos de los agentes de Seguridad, por fin los miró. «¡Basuras, ahora verán la diferencia entre un preso y un depositado! ¡Un preso figura en un expediente, se le puede reclamar; los depositados no existen, yo puedo hacer con ustedes lo que mierda me dé la gana!» Los aislaron bajo un techo de calamina sostenido por cuatro palos, cercado con alambre de púas, la lluvia entraba oblicua, apretados en cuatro metros por cuatro, al pie de enormes mangos silvestres. Un preso común les traía, de vez en cuando, la comida: un balde de agua plomiza donde 16

flotaban frijoles, moscones ahogados y trozos de yuca. Por orden o por descuido, el preso recorría el kilómetro que distaba del comedor de los delincuentes comunes con el balde descubierto a los insectos, a la lluvia que aventaban los altos árboles después de los ventarrones. A veces tempestades infranqueables impedían que el preso llegara, pasaban dos o tres días sin comer, tirados sobre montones podridos de paja de arroz. Hasta que Orejas, el primero de los presos comunes que simpatizó con ellos y que les traía el balde de comida cubierto por hojas de plátano, les dio la buena noticia: «El capitán Basurco los autoriza a participar en los trabajos, a maderear con los presos comunes, ya pueden dejar este techado de mierda.» Salieron felices hacia la esclavitud, de ahora en adelante, ¡qué alegría!, podrían trabajar sin pago ni horario cortando madera para el capitán Basurco y para que la esposa del capitán saliera de compras. «Allá en el Bazar Azul de Iquitos he visto unas sedas francesas de morirse, amorcito.» Hachando madera con los presos comunes, pocos días después Gregorio se enteró por boca de Orejas que «a los guerrilleros les van a sacar la concha de su madre, la policía sabe perfectamente por dónde y cuándo actuarán», «¿Y de cuándo acá me sale usted sabiendo cosas de políticos, compadre?», se burló Charol, un serrano que, al decir de Orejas, era tan cojudo que quería ser negro. Orejas continuó: «Yo sé, yo sé quién los traiciona.» Fingiendo desinterés, Gregorio siguió desbastando el caobo con el hacha. En la noche los remolinos se anuncian, a lo lejos, por el siseo, luego por el bramido, y en el día por los troncos que antes de hundirse se yerguen cual colosales y temibles lápices. Reloj no marques las horas porque voy a enloquecer.─ «Es uno gordito, bajito, achinado, de bigotito ─siguió diciendo Orejas─ él vendió a los guerrilleros», y Gregorio como quien no quiere la cosa, siempre hachando sin volver el rostro: «¿Uno de bigotitos a lo Pedro Infante?» «Quizá me acuerde si me dan un cigarro», sonrió Orejas. «la mitad», dijo Gregorio partiendo un Inca corriente. Se pusieron a fumar. «Estoy condenado a veinticinco años, qué me importa informar ─dijo Orejas─; además siempre he odiado a los traidores...» «¿Cómo era?», se interesó abiertamente Gregorio. «No sólo te voy a decir cómo era sino quién es ─dijo Orejas─ y gratis, sin cobrarte nada... » «Tanto como eso no», sonrió Gregorio extendiéndole el resto de la cajetilla y su angustia. Reloj, detén tu camino, haz que esta noche sea eterna. El aterrador ballet de los troncos danza cerca del remolino. Su cuerpo tiene miedo, él no. Orejas encendió un cigarrillo completo. «Yo me hago cargo de la cuota de ustedes dos», dijo Charol acelerando el corte en el caobo de Gregorio. Y Orejas: «Por ese tiempo yo comerciaba con pieles de lagarto, y para venderlas viajé a la Misión de los curas franciscanos; por equivocación me metí a un cuarto justo en el momento en que el cura norteamericano que yo iba a buscar se comunicaba por radio con Lima, recuerdo clarito que decía y repetía y volvía a decir y a repetir: "Bódar informa que otro lote de armas ha llegado a la casa del gringo..."» «¿Bódar?», se heló Gregorio. Frente a un remolino todo es cuestión de suerte, el remolino te jala o te bota. El remolino lo deja acercarse, acercarse, acercarse, y súbitamente lo bota. «¿Bódar?», se estremeció. Él conoce ese árbol, él sabe que cuando golpean su corteza, al instante, listas para el ataque, brotan millares de hormigas, y en segundos cubren su corteza con otra corteza de ferocidad. Tres días ya, sin dormir. Quizá una hora. Soñó que avanzaba por una llanura obstruida por telas de araña en cuyas siniestras arquitecturas se debatían garzas enormes. Llegó a una montaña. Padeciendo comenzó a subir. Las telarañas se hacían más y más obstinadas, las garzas más y más grandes. Lastimándose subió por una ladera desnuda de vegetación, descendió a una vega de hierbas negras. Flanqueó una laguna de aguas inmóviles. De pronto fue garza que caía hacia la laguna. No era laguna: eran las oscuridades del ojo de Bódar. Volaba sobre el rostro de Bódar, perdido sobre los matorrales del bigote de Bódar. «Aun así lo mataré», lo despierta su grito. Y tu tictac me recuerda mi irremediable dolor. La madrugada entra tintineando sus 17

ajorcas de pájaros. Divisa un poblado. Sus ojos tienen miedo, él no. Por la forma de los techos debe ser un poblado de indios yaminahuas. ¿Tendrían comida? Aunque no la tengan, piensa, y con decisión conduce la balsa hasta un carrizal de la orilla, atraca, salta a un claro de hierba seca, amarra el cabo de la soga a una rama gruesa, de todas maneras lo mataré, sube hacia las chozas. Hombres, mujeres y niños de caras pintarrajeadas lo reciben, distantes. «¿Pueden regalarme un poco de comida?», suplica. No entienden castellano. Con gestos salivosos les explica que necesita comer. Lo miran desconfianzas dibujadas de rojo: el color del achiote sagrado que pinta sus cuerpos. Le obsequian una yuca sancochada, plátanos a la brasa, y le dan a beber un mate de embriagador masato. Nicolás recorrió con los ojos a los militantes agrupados bajo el plátano. «Tengo algo muy grave que comunicarles, compañeros. En la organización hay un traidor: Bódar. Hay que avisar a la Dirección Nacional sea como sea.» «¡Imposible!, la policía no deja pasar ni hormigas, revisan toda la correspondencia y sólo envían las cartas que les conviene.» «Yo avisaré», dijo Nicolás. «¿Cómo?» «Me escaparé para avisar.» «¿Estás loco?, nadie escapa del Sepa.» Yo escapé. Troncos de huacapú pasan silbando, ¡cómo no va a tumbar la balsita de un pobre huevón! No la vuelcan. Amanece cerca del pueblo de Bolognesi. Bódar conoce la ubicación de Depósitos principales y las claves de comunicación con La Habana. ¡Tiene que morir! ¡O él o nosotros! «Ella es la estrella que alumbra mi ser.» Dormido cae al río. El golpe del agua lo despierta, semiahogado saca la cabeza, nada hacia la balsa que penetra en una neblina espesa. «Yo sin su amor no soy nada...» Escamoteado por la neblina, pasa delante del Puesto de Control. A estas alturas todos los puestos tienen su fotografía, su estatura, sus señas que tienen miedo, yo no. Detrás de la neblina llueve sin parar, gotas como dardos desbaratan los restos de ropa. «Yo escaparé para avisar a la Dirección Nacional.» «¡Nadie atraviesa estas selvas, Nicolás.» «No iré por la selva, iré por los ríos. No volveré a cometer el error de menospreciar una información. ¡Basta lo que pasó con ese hijo de puta de Castañeda que se nos infiltró y entregó a la Primera Columna! Por su culpa fracasó esa expedición y nos chupamos un año de cárcel.» Santiago sospechó que Castañeda era un provocador. Comunicó sus sospechas a la Dirección. Willy se indignó: «¿Qué pruebas tienes?» «Pruebas, no, pero indicios, si.» «¿Qué indicios?», se encrespó Willy. Él había Incorporado a Castañeda al Movimiento. «Hace poco fui a visitar a Nícolás ─dijo Santiago─, no lo encontré. Entré a su cuarto para esperarlo y sorprendí a Castañeda revisando documentos. "Hola ─me dijo─, se me ha traspapelado mi pasaporte.”» El sol llaga su cuerpo inerte. Con este sol no sudas: te calcinas, este sol te reseca, te deja como corteza quemada, este sol es una mierda, para protegerse los indios usan túnicas hasta los pies, sin ellas no resistirían. De un recodo brota sorpresivamente un bote de madereros. Se acercan, lo miran maltrecho, lánguido, debilitado, le tiran una soga. «¿Qué le pasa, paisano?» Contesta: «Yo también soy maderero, la corriente me tumbó el bote, he perdido el trabajo de seis meses.» Le regalan fariña, carne ahumada de sajino, así le llaman al jabalí... «¡Suerte, paisano!» Atardeciendo divisa humos. «Castañeda no conoce nada, absolutamente nada de marxismo ─siguió Santiago─. ¡Ni siquiera los títulos! El otro día yo citaba Imperialismo, última etapa del capitalismo. Castañeda nunca habla oído hablar del libro. ¿Es posible que un camarada no conozca ni el título?» Es un poblado de campas. Si hay humo, hay comida. Atraca, amarra la balsa. Se presenta. «Soy maderero.» Los campas le ofrecen sopa de tortuga hirviendo con pedazos de yuca. Ellos también son madereros. En la noche el curaca le dice: «Si lo ha perdido todo y quiere trabajar otra vez, podemos hacer negocio. Si se anima a quedarse con nosotros no tumbará troncos, nos ayudará a comerciar nuestra madera con los blancos. Mañana llega mi bote a motor jalando palos para vender ... » ¿Bote a motor? se alarma; si tienen bote son indios ladinos. El dueño de una lancha tiene radio y el que 18

tiene radio sabe que ofrecen cien mil, por su captura. Simula aceptar la propuesta, le dan un sitio para dormir. Soñó de nuevo que era una garza que volaba entre estatuas de garza; eso lo asustó: estatuas que volaban. Antes que aclarara metió la balsa en la corriente. Seis días ya. Aparecen los filos del séptimo. El agua salpica la túnica robada que cubre su cuerpo reseco. Hoy encontrará el poblado de Masisea. Pero, ¿Masisea no estaba antes? ¿O ya lo cruzó? En la entrada y en la salida de Masisea hay puestos de la Guardia Civil. Por precaución desembarca un kilómetro antes. Tostado y cubierto por la cushma parece un indio, no necesita disimular. Entra al pueblo, se confunde con los comerciantes que instalan sus quioscos en rededor de la Plaza de Armas que hoy, domingo, es, a la vez, campo de fútbol. Viajeros que parten o llegan de Atalaya o Sepahua, hombres que hablan un castellano de entonación brasileña salpicado de palabras quechuas, intercambian novedades tardías. Los ocho años de dictadura de Odría acabaron de la noche a la mañana, liberaron a todos los presos políticos, el Gobierno no tenía otra salida, y Willy, apurado por culear con su mujer, propuso «vamos a mi casa», conchudo Willy se encamó con Elba, mientras los invitados, ¡qué tal concha!, preparaban tallarines, mejor nos vamos, quédense dijo Elba sonriente, asomando tras de la puerta, pero si insisten en irse aquí les manda Willy cuatro mil soles, colorada la chola, bien chaposita, lo que ella quería era lo que todos ellos querían, sólo que Elba y Willy podían lo que ninguno de ellos podía, los solteros se fueron entonces a beber cerveza al restaurante Palermo, Cauvi propuso ir a un burdel. Yo conozco uno bien bacán en Balconcillo; les abrió la puerta Ivonne, traje floreado, collares y pulseras y anillo y aretes de oro, apestando riquísimo a perfume barato la gorda reilona: ¡pasen, preciosos, que aquí está lo bueno!, y de inmediato fue a la rocola, donde la voz de Lucho Gatica gemía: Reloj no marques las horas porque voy a enloquecer; ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor no soy nada... Se lanzaron al ataque: en la penumbra rojiza y humosa brillaba el mostrador del bar sonriente de muchachas. Reloj detén tu camino, y haz esta noche perpetua. Gustavo se aventó sobre una morenita ricotona, Cauvi enlazó a una rubia oxigenada, Iván a la morocha que le pegó esa gonorrea que nunca pudo terminar de curarle el camarada Jiménez. «¡Siete años en la Universidad de Leningrado y por las puras huevasi», y él se decidió por una chinita que le sonreía, cerquillo negro sobre la carita arrecha. «¿Qué tal, Nicolasita?», lo emparó la chinita. No supo qué contestar. «¿Ya no te acuerdas de mí, Nicolasito? En México me devorabas con los ojos, un día que bailamos pegaditos te sentí, pero te me escapaste ... » La reconoció: ¡Sí, era la mujer de Castañeda! «¿Qué haces aquí, Amparito?», tartamudeó. «Trabajo como siempre, y en lo de siempre: soy puta y a mucha honra.» Se quedó estupefacto. «¿Por qué no te me aventastes en México?» «¿Cómo me iba a acercar a ti, Amparito, si tú eres la mujer del compañero Castañeda?» A Amparo se le torció la cara: «No me nombres a ese perro... Has de saber que no sólo los traicionó a ustedes, a todos ustedes; ¡cojudos que creyeron en él? Al fin y al cabo su trabajo era delatar; para eso era policía y para eso le pagaban más que bien. La única que no cobró fui yo. Hasta a mi me traicionó, me dejó varada sin un cobre en Panamá, se largó con los mil dólares que el Embajador peruano le había dado para mí... » «¿O sea que tú también trabajabas para la policía?» «No ──se defendió Amparo─, puta sí, y de las buenas, pero traidora nunca... El traidor fue Castañeda, a mí me contrataron para que aparentara ser su mujer. Seguridad del Estado supo en Lima que ustedes preparaban una expedición y decidió infiltrarlos. ¿Qué te tomas? ¿Cerveza? Para mí una menta, Ivoncita... La policía escogió a Castañeda porque descubrieron que él había estudiado la Secundaria con Willy. Él estaba desterrado con ustedes en México: Castañeda y yo viajamos a México ...» «¿y cómo nos encontraron?» «Castañeda sabía bien dónde vivían, pero prefirió buscar un encuentro casual, que no despertara sospechas, según él. Hay un lugar donde tarde o 19

temprano se topa con los exiliados: el Correo. Durante muchos días, de nueve de la mañana a cinco de la tarde, nos plantamos en el Correo. Hasta que apareció Willy, su compañero de colegio, y pobres ustedes.„ Y ahora ven, que te voy a aliviar de las ganas que me tienes desde México.» En Masisea no conocen la noticia de su fuga, la habladuría es la llegada de cazadores de lagartos venidos de Manaos. Los brasileños recorren la Plaza contratando ayudantes. Pagan bien. Aunque paguen mal, se dice y decide engancharse. «¿Sabe cazar?» «Desde niño», miente. «¿Le conviene cien soles por lagarto?» «Me conviene.» Se embarca con ellos. Cuatro canoas repletas de cazadores sin armas ─ni un perdigón: prohibido dañar la piel de las presas─ se distribuyen en las playas donde hierve la somnolencia de los cocodrilos negros. «No cazaremos, pescaremos lagartos con topa», le informa un paisano. La topa es una madera flotadora, mejor que el corcho. Los cazadores preparan los cebos: grandes lomos de venado, perniles de tapir sangrante rellenos de topa. Los lagartos se precipitan, con fauces enormes degluten los trozos de tapires o acarahuasúes, peces de piel atigrada cuya cabeza les ocupa la mitad del cuerpo. La topa se les atraganta, obliga a los lagartos a permanecer con las fauces abiertas. Lentamente se aniegan, se hunden bajo el agua parda. Al rato, levantados por la ligereza de la topa, los cocodrilos flotan. Los ayudantes, él mismo, se echan al agua para acabarlos a palos. «Y todos ustedes, rateros, maricones, hijos de puta, asistirán al castigo, sácate la camisa ─ordenó el mayor Básurto, ahora sí mayor─. ¡Amárrenlo!» Los solda─dos obedecen, culatean el tronco: instantáneas las hormigas le cubren el cuerpo.

V.

CERCA DE LAS DALIAS, REAPARECE LA DESCONOCIDA

Descendí por la rue Cuvier. ¿Por qué no visitar el Jardin des Plantes, en cuyo recinto había contemplado la inolvidable espiral? Penetré contra la multitud de madres y niños que, terminados sus juegos, regresaban a casa. En medio del majestuoso edificio central distinguí la Doncella de la Ciencia flanqueada por medallones de piedra con las efigies de los sabios que imperecederamente habían esclarecido allí tantos enigmas del universo. A la izquierda: Guy de la Brosse, Facon, Buffon, Cuvier, Geoffroy Saint─Hillaire. A la derecha: Lamarck, Brugnias, Jussieu, Havy, Gay─Lussac. Las calles paralelas o convergentes al Jardin llevan sus nombres. Sin detenerme a mirar la estatua de Buffon, avancé por la avenida Cuvier, paralela a la Gran Alameda Central, sombreada de plátanos, tan frescos y aromados durante los estíos. El cielo enrojecía, El crepúsculo se amotinaba en los techos de París. Ingresé a la Gran Alameda. Me dejé seducir por el incendio de las dalias amarillas, blancas, rojas, moradas de los jardines centrales. Al llegar a las dalias escarlatas circundada por el halo de las dalias violetas, perfilada por el delicado resplandor de las dalias anaranjadas, volví a ver a la desconocida de La Coupole. El asombro amenguó mi marcha. Caminaba absorta. Esta vez me pareció más pequeña. Vestía una falda de terciopelo marrón. Los dos ínfimos bolsillos de su camisa escocesa color vino, vecinos al cinturón de cuero rojo que contorneaba su afinada cintura, le hubieran dado aspecto de mancebo si tras de la tela a cuadros los senos no los avasallaran. No, no era más pequeña: la falda parecía cortar su silueta. Levantó los ojos azules. En su mano entreví un libro, cualquier libro acerca de Chile, porque en la carátula distinguí la palabra «Allende». Me aproximé. Y con el coraje de un soldado designado para una misión suicida, con sonrisa calma y negligente, porque, en ese caso, ¿qué puede perder un soldado?, mentí: 20

─Yo estuve en Santiago cuando cayó Allende... Ella se retuvo, yo proseguí: ─Quisimos hacerlo todo al mismo tiempo, sin saber que una Revolución debe saber ponerse sus límites... ─¿Usted presenció el bombardeo del Palacio de La Moneda... ? ─No lo presencié: lo sufrí ─le dije con los ojos llenos de lágrimas, que me provocaban su belleza y no el crimen de Pinochet, ella y no el dramático espectáculo de las ruinas que yo había contemplado, igual que ella, en los diarios. ─¿Qué pasó realmente? ─me preguntó. ─Lo más terrible no fue el bombardeo... Tampoco la previsible traición de los militares que juraron respetar la elección democrática... El azul de sus ojos devino oscuro. ─Lo más terrible sucedió después. El asesinato masivo de prisioneros, de inocentes, de allendistas, las violaciones de las niñas de las poblaciones callampa. Los fusilamientos, ahorcamientos y ejecuciones sumarias en la Isla Dawson, en las comisarías, en los cuarteles, en las escuelas, en el Estadio Nacional de Santiago. Los entierros clandestinos, los miles de cadáveres mutilados y echados a las zanjas en el anonimato de los arenales... Nos acercábamos hacia la salida de la rue Cuvier. Madres retrasadas salían empujando carritos de niños, se reconocían con otras, se detenían a parlotear. El sol titilaba sobre la casa de Cuvier, semicubierta de viñas. Continuamos por la rue Jussieu. ─¿Quizás Allende soñó demasiado? ─me preguntó. ─Nunca se sueña demasiado. ─No se puede hacer política y poesía al mismo tiempo ─acotó ella. ─Al contrario: es imprescindible hacer política y poesía. Cuando un revolucionario no es un poeta termina por ser dictador o burócrata, un delator de sus propios sueños... Pasamos frente al deplorable edificio de la Universidad de París VII. Estudiantes presurosos descendían las escaleras, bromeando o despidiéndose de muchachas sin rostro, porque para mí ya existía un solo rostro. Me miró como retornando de lejos: ─Cuando Mao Tse Tung viajó para asistir a la rendición de las tropas del Kuomintang, en el avión escribió un poema. Llegamos al semáforo de la rue de Fossey de St. Bernard. El viento enfriaba ya las vecindades de la noche y yo llevaba tan sólo una camisa. ─Un té le sentaría bien ─dijo ella. Entramos a L'Êtoile d'or. En el interior descubrimos una pequeña sala con mesas de madera que sobrevivían al desastroso apogeo de los muebles de fórmica de casi todos los bares de París. Al fondo, delante de un gran espejo, encontramos mesas vacías. Pedí un té con ron, ella té solo. ─A veces ─dije─ la política obliga a pasar sobre los sueños. Un pueblo que lucha en condiciones adversas no puede hacer concesiones. Tiene que emplear todas sus fuerzas en el combate supremo. No es tiempo de poemas... ─Siempre es tiempo de poemas ─dijo ella─, aunque a veces los políticos lo olvidan y, al hacerlo, se olvidan de la Revolución. Pienso ahora en Maiacovsky. ¡He ahí a un hombre que supo ser al mismo tiempo combatiente y poeta..,! Le brillaron los ojos y recitó: ¡Honor a los camaradas del porvenir! ¡Excavando el excremento petrificado de hoy Para descubrir las tinieblas de nuestros días 21

Quizá se pregunten también quién fui yo! La exaltación le entreabrió la camisa. Miré los bordes de sus senos; la franja de piel no tostada por el sol, salvada por el bikini del último verano, que me mostraba el verdadero color de su cuerpo. Un deseo lancinante me quemó. ─Lenin no lo comprendía ─siguió ella─. En una oportunidad interrumpió groseramente un recital de Maiacovsky... Lenin, el jefe de la Primera Revolución Proletaria, la encarnación humana del ideal que cantó Maiacovsky, escandalizado por la audacia de sus versos, lo cortó y públicamente solicitó que se recitaran versos comprensibles, clásicos... ─Desde su punto de vista, Lenin tenía razón ─repliqué─. Ante un público casi totalmente analfabeto, integrado por obreros fatigados de trabajar y combatir, ante una multitud cuyo corazón estaba acostumbrado a la poesía rimada, era ciertamente preferible recitar a Pushkin. El público esperaba la esencia revolucionaria de los versos de Maiacovslcy, pero acaso no la entendían debido a sus audacias formales, Lo hubieran comprendido si Maiacovsky se hubiera expresado en las formas clásicas ortodoxas, tradicionales de los versos de Pushkin. El deseo me estremeció otra vez. Había logrado acercarme a ella, sí, y mi verga tiesa temblaba de anhelo devastador, pero ella continuaba aparentemente interesada en una charla que yo había iniciado no con la intención de proseguirla sino de acabarla pronto. Malhumorado miré otra vez las colinas que pugnaban bajo su camisa escocesa. Pedí la cuenta al mozo. ─Evidentemente Maiacovsky y Lenin no se pondrán de acuerdo nunca sobre los poemas que deben recitarse... Por su rostro pasó una sombra y, casi al instante, por su boca, una sonrisa donde algo de infancia parecía implorar. ─¿Podemos cenar juntos? ─preguntó. En el espejo que devolvía nuestras imágenes, la población de clientes, las conversaciones entreveradas, me pareció que una tiza sin mano diseñaba algo como cifras, como letras, acaso los barruntos de la ecuación donde nuestros destinos se resolvían en un símbolo único, mostraban los logaritmos secretos que regían su niñez, su juventud, su futuro, los enigmáticos números que ondulaban en su mirada. Salimos. Avanzamos hacia el puente Henri IV. Continuamos hacia la Place de la Bastille. Proseguimos por el Faubourg St. Antoine. Divisamos las luces multicolores de Le Papyrus. Camareros apurados daban los últimos toques a un inminente banquete, porque la entrada y el interior del restaurante se veían saturados de ramos de flores y detrás de la vitrina, ante la que se atropaban los curiosos, giraba un apetitoso mechoui: un carnero entero, sazonado de hierbas, cuyo olor nos atraía, daba vueltas y vueltas, dorándose en las brasas, atravesado por una delgada vara de acero. Era restaurante costoso y yo no podía pagar, ni allí ni en ninguna otra parte, la comida que nuestro encuentro merecía: ─¿Entramos? ─preguntó. Sin esperar respuesta cruzó la puerta. No acabábamos de atravesarla cuando dos muchachas sonrientes nos ofrecieron flores. Una señora robusta y elegante y un hombre gordo y también elegante, sin duda administradores, se aproximaron y, con inusual regocijo, nos besaron en las dos mejillas. Comprendí a las claras que nos confundían con los huéspedes en cuyo honor se decoraba el local. Tres violinistas acrecentaron el equívoco rodeándonos Con música griega, mientras la pareja nos conducía del brazo a la mesa principal. Ella estaba radiante, sin sospechar que en realidad bordeábamos la catástrofe. Un mozo, todavía más obsequioso, acercó un

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balde de plata y descorchó una no solicitada botella de champagne. Tratando de evitar lo inevitable, volví los ojos a la dama: ─Perdone usted, señora, creo que aquí hay una confusión... ¡Demasiado tarde! El mozo servía la botella de Moët et Chandon y la mujer ofrecía una rosa a mi irresponsable compañera, mientras los impiadosos violinistas insistían en multiplicarnos la cuenta con sus melodías fenicias. ─¿Qué se sirven los señores? ─sonrió el maître. ─Escoja usted lo mejor ─dispuse resignado al desastre y a la felicidad. Me sentí inconteniblemente pleno. Sucediera lo que sucediera, yo estaba vivo, sentado junto a la mujer que ya era todo para mí. ¿Qué podía importarme acabar en una Comisaría? El restaurante se llenaba de parejas endomingadas, parejas jóvenes y no tan jóvenes, los verdaderos agasajados de la noche. ─No permitiré que nada ni nadie ensombrezca mi alegría. ─le dije. Y ella, demostrándome que ya sabía todo: ─Se come cuando Se tiene hambre, no cuando se tiene dinero. Levantó la copa de champagne, me miró. Los mozos se afanaban sirviendo entremeses. No sé cuánto tiempo pasó. Cuando regresé de mi abstracción, oí que ella decía: ─...Sólo hay un animal capaz de morir de hambre sin atreverse a tocar─ la comida, teniéndola al alcance de la mano. Todas las bestias atacan y mueren luchando por su alimento. Únicamente el hombre se rebaja a morir de hambre y de frío sin romper las vitrinas de un almacén cualquiera para sobrevivir. ─El hombre que no obedece a su deseo, muere. Hegel dice que la historia es el conjunto de Deseos Deseados. Y si la historia es el conjunto de deseos deseados, es una historia no realizada. En ese sentido, la acumulación de deseos deseados pero no satisfechos es una perversión colectiva. ─El problema esencial de una sociedad no es la justicia, ─dijo ella─; es el placer. Pero deformados por eso que usted llama la historia perversa, la humanidad no es capaz de asumir su placer. ─El hombre es un animal que no puede satisfacerse únicamente con la realidad. No se nutre tan sólo de comida. Su alimento fundamental son los símbolos. Y por eso, destruir elcapitalismo únicamente por razones de justicia, sería necesario pero limitado. La justicia así sólo puede conducir a redistribuir la riqueza, a redistribuir el deseo petrificado... ─La revolución no solamente redistribuye riquezas; las crea. La única salida de lo que usted llama el deseo petrificado es la satisfacción de ese deseo en una sede infinita de deseos vivos. Y eso jamás podrá suceder entre los limites de una sociedad caduca, pasatista, inmóvil. ─De acuerdo. El drama es que las Revoluciones repiten las instituciones. No se trata de crear un nuevo Estado, un nuevo Ejército, una nueva Iglesia, una nueva Familia. Se trata de inventar una sociedad donde el Estado, el Ejército, la Familia y la Iglesia no existan. ─En ese caso, ¿la diferencia entre capitalismo y comunismo sería la diferencia entre un deseo petrificado y un deseo por cumplirse? ─La fuerza irresistible de una revolución es su promesa de paraíso. En teoría, la revolución se propone destruir la sociedad donde los deseos no se realizan y reemplazarla por otra donde los deseos se cumplirán. Por ello no hay tentación más alta, más fascinarle que la Revolución. El problema del capitalismo es que en el muro salpicado por la sangre de millones de revolucionarios fusilados, en el muro final, seguirá escrita la promesa de Saint Just: «La Revolución debe detenerse únicamente en la felicidad.» 23

─Ni siquiera debe detenerse en la felicidad ─Interrumpió ella, los ojos engrandecidos no sé si por la música, el champagne o las Grandes Promesas, las mejillas enrojecidas, la pujanza de los senos tiranizando la camisa a cuadros. Era ya medianoche. La lentitud de los camareros denunciaba el final de la cena. ¿Cómo la pagaríamos?, volví a inquietarme. ¡Sí! Pero ¿qué precio podrá tener una noche semejante? Sentí adelgazarse mi destino. ¡Cuántas veces los hombres se detienen en una esquina y vacilan entre dos calles, sin saber que tomando la calle de la izquierda encontrarán, acaso en un café o bajo un portal, la mujer que maravillará o destruirá su existencia; o que tomando la de la derecha se encaminan a un bar sin nombre, a una disputa de borrachos, a la puñalada final; entre la felicidad y el infortunio, ¿elegía yo la verdadera calle? Parado en esa encrucijada imaginaria decidí que, con tal de seguir con ella, no me importaría, ni me importaba ya, ninguna calle. ─¡Más champagne! ─ordené. El maître se apresuró a traer otra Moët et Chandon acompañada esa vez de una exquisita muestra de pastelería. Y recordando que Lenin había dicho que la cárcel es la mejor escuela de los revolucionarios, pedí la cuenta. Sus ojos milagrosos me miraron. ─Me llamo Marie Claire. Soy Tauro y marxista, tendencia Groucho. ─Me llamo Santiago. Soy Piscis. Y marxista, tendencia Marie Claire. Los propietarios se acercaron sonrientes y depositaron la cuenta aplastada por una flor, en una pequeña bandeja de plata. ─Queridos amigos, hoy hemos inaugurado nuestro restaurante. Ustedes han sido nuestros primeros clientes. Como feliz augurio para la prosperidad de esta casa, a la cual sabemos volverán ustedes con frecuencia, les rogamos que se consideren nuestros invitados. Deséennos buena suerte. Eso es todo. Los benditos violinistas nos acompañaron hasta la puerta. Una inconcebible luna brillaba sobre Paris, menos inconcebible y luminosa que la mirada con que ella me dijo: ─La casualidad nos tenía preparado el regalo de bodas.

VI.

APARECE DAVID PENT, CURACA YANQUI Y GUERRILLERO CAMPA

Su cansancio mira, sobre las aguas, las insidiosas calaveras de muena, palo─tornillo, chihuahuaco, caobo y otros árboles que no alcanza a identificar: temible ejército de troncos, difuntos bosques que avanzan con sus copas como cascos de soldados enterrados en el agua marrón. Las orgullosas testas de los desmesurados árboles, hace poco coronadas por el chillido de los monos y los loros nerviosos, ahora palos pelados, asoman las frentes muertas y vuelven a esconderlas, más mortales aún, a un palmo de la superficie espumosa. El recuerdo saltó y se tragó la cola de la botella de Black and White. Mordidos por el río, los barrancos de las riberas se desmoronan, desvanecimientos de tierra negra, roja, amarillenta, fundan islotes negros, rojos, amarillentos, erigen murallas de deformes lanzas esperándolo. ¡Allí está otra vez la palizada atrayéndolo con sus ojos de madera muerta! El porvenir saltó del vaso y volvió a ser flor. Rema hacia la orilla izquierda. La jauría del amarillo se lanzó sobre la honra del cobre. Sus brazos acalambrados logran alcanzar el medio del río. Mediodía. Mediavida. ¿Morir antes de treinta años? La palizada lo deja ir. ¿Lo deja ir? Mira decepcionado el chorro de terciopelo. En el día el avance de los chihuahuacos, de madera tan dura que en tierra los desprevenidos los confunden con un muro de 24

piedra, se avizora desde lejos; en la noche sólo puede sospecharse por el tronar que provocan al avanzar a media agua. Ocho días ya. En la oscuridad siente la palizada. El rugido se anuncia por la izquierda, rema hacia la derecha, atraca donde puede; es un pedregal, allí espera el día. Está tan cansado que se queda dormido masticando su penúltima yuca. En su sueño vuelve a ser una garza. Vi la negrura de mi plumaje, mis patas altas y duras, de color esmeralda, más intensas que el islote de plumitas verdes que empenachaban mi frente. Me sentí orgulloso de ser trompetero, ese velocísimo pariente de las garzas. No era el negro de mi plumaje lo que veía sino el de las pupilas de una muchacha. En ese azabache me reconocí. Sólo entonces me percaté que no era realmente una garza sino una garza pintada que la muchacha miraba en un cuadro. Por los colores del fondo que la muchacha contemplaba volaban garzas. Yo encabezaba la segunda bandada. La muchacha se quedó mirando largo tiempo el cielo pintado. No podía desprenderse de la visión. Sus acompañantes se impacientaban, trataban amablemente de alejarla por un pasillo flanqueado por chorros de terciopelo multicolor como mis plumas. Pero la muchacha no quería irse. Su mirada calentaba el paisaje: el verdor de los matorrales sobre los que volábamos, las aguas del río amarillo, los vientos que me sostenían. Las manos de sus acompañantes la obligaron cariñosamente a alejarse. En la puerta se volvió, miró por última vez el cuadro. Me contempló con tal intensidad que su ternura fundió la pintura, los colores donde yo vivía prisionero. Escapé. Estrenando mis alas me lancé hacia... Se despierta en el agua. No, no es agua, está en tierra. Sí es agua: la marea que ha subido durante la noche, está a punto de arrastrar la balsa. La jala más hacia la tierra. Descubre dos pedazos de yuca. El sueño lo ha reposado, la yuca le devuelve el vigor. Empuja la balsa al río y rema pegado a la orilla. Sorpresivamente la corriente dispara la balsa a velocidad fantástica, la hunde, la levanta, la hunde, la levanta, la hunde, la levanta. El 16 de agosto mordió al 5 de enero, el 6 de octubre se rió desvergonzado. Sube y baja, sube y baja, subibaja. A esa velocidad es imposible remar. Hasta respirar es imposible: el aire no entra por las narices. Lo único que le queda es aferrarse a los tablones y tragar agua. De súbito se siente sin fuerzas. Mira a Bódar. El delator que maniobra de espaldas un aparato de radio, no se percata de su entrada. «Al campamento del gringo han llegado seismotores fuera de borda marca Johnson y cincuenta fusiles FAL, Cambio.» El cuarto techado de calamina emana un vaho asfixiante. Bódar se pasa el antebrazo por la frente sudorosa, se acomoda los audífonos. «Gracias por esas informaciones, Bódar ─responde la radio─, pero más interés tenemos en saber el apellido del que usted llama Gringo. Repetimos: el apellido del Gringo.» «No lo sé, cambio.» «Necesitaríamos saber también el sitio exacto donde comenzarán las operaciones. Repito: el sitio exacto de las operaciones. Cambio.» «Por el momento no se ha decidido con precisión. Algunos datos indican que las operaciones principales arrancarán en Satipo y continuarán en Púcuta. Cambio.» «Insistimos ─dice la radio─. Queremos saber en qué sitio exacto de la zona de Púcuta. Cambio.» «Me parece que algo me ocultan ─dice Bódar─. Aún no conozco el sitio preciso del arranque.» Entonces sintió el cañón de la Browning en la nuca, se volvió, no alcanzó a ver la explosión de sus sesos en el aire gelatinoso. El 7 de setiembre saltó al trapecio donde lo esperaban los brazos de 8 de enero. La velocidad del agua consigue aterrarlo. Él no tiene miedo, su cuerpo sí. Su niñez, su adolescencia, sus recuerdos, su carne, tienen miedo, él no. Por fortuna divisa el pedazo de soga que está en el fondo de la bolsa atada al cuello. Sus dedos se demoran en asir un cabo de la cuerda, se demoran más en circular su cintura con la soga, y todavía más en anudarla, y más en atar el otro cabo a la balsa. La seda lloró, el lápiz indiferente como la platería que duerme, mordió a la cornamusa. No es una, son dos corrientes que avanzan a embestirse. Pronto la testuz del Tambo se hará trizas contra el flanco divino del Urubarnba, el Río Sagrado. 25

Amarrado, se siente seguro. Sólo queda aguantar la respiración. El abrazo de los ríos lo sumergirá. ¿Cuánto tiempo? Recuerda cómo conoció al gringo Pent. Guillermo los instruyó: «Arturo y tú viajarán a ver a David Pent. Bajarán cinco días por el Río Mantaro, proseguirá en balsa por el río Tambo, el sexto o séptimo día encontrarán un enorme arenal y luego una catarata. Por ahí vive David Pent, es fácil descubrir su casa de techo de calaminas, es gigantesca.» Nueve días después, completamente desnudos, el agua les había quitado provisiones, machetes, armas, ropa, avistaron la casa de Pent. Desembarcaron sin fuerzas. Un gringo alto, corpulento, bajó con naturalidad a recibirlos, sonriente. Blandía una escopeta precavida. A su lado, demorándose, lo seguía un hombre bajo, gordito, de ojos pequeños, mosca muerta: Bódar. Sospeché de Bódar desde el comienzo, eso se dice cuando ya es demasiado tarde, siempre se sabe cuando todo es inútil. «Buenas tardes», saludó Arturo. «Buenas tardes», contestó David Pent. Salvo por las erres, hablaba un castellano de legítimo selvático. «¿A quién buscan?», socarroneó sabiendo todo. Los campas que trabajaban con él le habían anunciado que dos extranjeros bajaban en una balsa. Su piel era oscura como la de un indio. En semejante piel escandalizaba esa cabellera rubia y larga, levemente ondulada, y los ojos de verde insostenible y almendrado, abiertos allá en lo alto de su metro ochenta y cinco. Él era indiferente a su apostura, rebajada, es cierto, por sus maneras lerdas. El cristal aulló, el paraguas orinó ceniza que cantó la marsellesa. David Pent nos miró desnudos, rasguñados, hambrientos, jodidos. «¿por qué se han quitado la ropa si no hace tanto calor?», se burló. «El comandante nos manda de arriba», lo cortó la sequedad de Arturo, poco dado a bromas. «Suelten la balsa y entren», ordenó David Pent. Escucha el siseo de otro remolino. Mira luces lejanas. Hunde el remo en el fondo del río y fuerza, fuerza, fuerza hacia la orilla. ¡La balsa escapa rozando el remolino! Entra en aguas tranquilas. Siempre amarrado a la soga salvadora, se tiende en los tablones, duerme, ¿duerme? No, ya no hay yuca. ¡Ni yuca ni luz de jabalí ni espejo de sandía: estrellitas, estrellitas caminantes, triángulos fríos que sudan teorías, aeroplanos capturados por loros de celofán! En mi sueño volví a ser manchaco, una de esas garzas marrones que alcanzan el tamaño de un hombre. Mis patas rojinegras se alargaban bajo mi plumaje. Vi la infinidad del mar sobre el que volábamos, el océano sin término que mi cansancio no acababa de cruzar. Mi fatiga era tan grande que mis patas comenzaron a traicionar el esfuerzo de mis alas, y entonces, con alivio, avizoré costas blancas donde acababa el mar. Mis alas cedían, no podía más. En eso una mano, una inconcebible mano, levantó el horizonte, y con terror, con incredulidad, me vi en el medio de otro mar, sobre el que me era imposible descender. Tenía que volver a atravesar el océano y lo crucé otra vez, y otra vez el horizonte me regresó, y lo crucé otra y otra vez. Sólo después me di cuenta de que yo no era yo ni el mar mar ni la garza garza sino imágenes de un libro que pequeñas manos de niño hojeaban distraídas. La luz del día lo sorprende cerca de Lagarto─Pueblo. Por el borde del río mira palmeras, casas, muchachas cargando tinajas de agua sobre sus cabezas, gente que puede identificarlo. Guía la balsa hacia el centro. La corriente arrastra ramajes. Recoge ramas de palmera, se esconde bajo las vastas hojas. Lanchas policiales descienden por los ríos preguntando por él. Según lo que vean, los habitantes dirán: «pasó un hombre en una balsa» o simplemente «pasaron palos». En esa época, por el río, ancho de un kilómetro, sólo discurren balsas. Los barcos no suben: la crecida del río Urubamba desalienta a cualquiera, ni los pescadores expertos se animan a atravesarlo, lo hacen sólo por urgencia. Los capitanes ordenan anclar en las recoletas indiferentes a las reclamaciones de los negociantes, esperan el descenso de las aguas jugando a los naipes. El gringo Pent les dio de comer un guiso de huangana entomatada, esa carne de cerdo salvaje, jabalí carnicero y áspero de sabor, y como postre una tajada de gigantesca piña. Después les 26

mostró los depósitos, hileras de cajones de dinamita, fusiles de culata renegrida, motores fuera de borda. «También hay metralletas.» «Pocas», dijo Pent. «¿Y las municiones?», interrumpió, quisquilloso, Arturo. Salimos al bosque, avanzamos por la trocha. David Pent, Arturo y yo. Y detrás los ojos de Bódar. Pent nos llevó al depósito. Verificamos que el stock que él custodiaba correspondía al que llevábamos en la memoria. Y Bódar mirándolo todo, numerándolo todo, espiándolo todo. Volvimos a camuflar los depósitos con armas y bejucos. «Cambio y final», dijo la radio. De regreso nos encontramos con tres indiecitas campas, y en la puerta de la casa con otras dos y en la cocina con cinco más que pelaban gallinas: todas interrumpían sus trabajos para extasiarse mirando a Pent. Ninguna nos miró. Sólo tenían ojos y risas para él. No sólo ellas sino todas las campas de la zona, niñas, adolescentes y hembras, soñaban pasar esa noche, y el resto de sus noches, con el gringo David, ese su dios polígamo, curaca yanqui y guerrillero campa. Diez días ya. El río discurre ahora con tranquilidad.

VII.

BATALLA DONDE LOS VENCIDOS ULTIMAN A LOS VENCEDORES

Por fin quedó desnuda. La luna que se deshilachaba por entre los resquicios de la persiana de madera mostró su cuerpo erguido, de espaldas a la cama, frente a mí. Mi mano izquierda desapareció en su cabellera. Mi derecha ascendió por su barbilla hasta los ojos cerrados; sin querer se encontró con mi izquierda en la hendidura de la nuca donde empezaba a cimbrearse la columna vertebral, el ecuador de ese país que temblaba. Quizá los cinco dedos exploradores de la mano izquierda que, temerosos de lo desconocido, avizoraban esas comarcas, se imaginaron solos, pero en un claro de la maleza azabache que caía sobre los hombros, allí donde se creyeron extraviados por un instante largo, se encontraron con los demás. Los diez exploradores se sospecharon en la oscuridad, titubearon, se reconocieron, corrieron a abrazarse con la alegría de descubrir un paraje libre de acechanzas en territorio hostil. Tranquilizados iniciaron juntos el descenso de las anfractuosidades que se detenían en la cintura, y seguros del terreno reconocido, lenta, muy lentamente siguieron bajando por precipicios y zanjas que dificultaban o imposibilitaban todo regreso. La besé, la besé, la besé. Mis dedos volvieron a ascender, se dispersaron en un doble abanico hacia los hombros. Favorecidos Por los declives se precipitaron, rodaron brevemente, se incorporaron ya en las faldas de dos idénticos collados. Jadeando por el esfuerzo, por la incertidumbre de ignorar qué país se extendía detrás de aquellos montes, contemplaron las cimas. La tierra pareció estremecerse. Pero no era un sismo. Era su propio temor que aún no los abandonaba. Subieron a la carrera y, acezantes ahora de júbilo, se apoderaron de las cumbres de los senos, encontraron dos huertos, mordieron un verano de cerezas. Su inesperada frescura los repuso. Enardecidos desde lo alto observaron una planicie inerme. Flanquearon la llanura, la tomé de las caderas, atacarían por sorpresa, le acaricié las corvas, lo mejor era atravesar rápidamente el terreno descubierto, los llanos son más riesgosos, su aliento me rozó el cuello, no había peñascos donde guarecerse, su cabeza se rindió sobre mi hombro, en los descampados el peligro es constante, su cuerpo quiso caer, desvanecerse, retirarse, apurarme al deleite, en los descampados la muerte acecha, yo no la dejé, la sostuve, la apreté contra mí, por fin dejaron atrás la inseguridad de la planicie, se aproximaron a un bosque, imaginando protegerse ganaron los primeros arbustos, mi mano izquierda la inmovilizó pegándose a su espalda, los exploradores que quedaban sintieron crujir ramas, ¿era el enemigo?, 27

mi mano derecha atrapó el pelaje de su sexo empapado, los crujidos se acercaban, se acrecentaban. ¡Era el enemigo! Por suerte encontraron provisional cobijo, mi mano se metió entre sus aguas, no era abrigo sino trinchera, no era trinchera sino una trampa, mí mano salió de entre sus muslos,subió mojándole el vientre, el ombligo, el sexo, los senos, el cuello, la barbilla, la boca. Le empapó los labios con la saliva de su saliva. Ella se abrazó a mi nuca, se desplomó, nos desplomamos con la lentitud con que se rueda en el sueño. Caímos, seguimos cayendo. Se sobrepuso a sí misma, abrió los ojos húmedos, retuvo el aliento y me tomó la cara con las manos. ─¡Víveme, víveme! ─dijo con voz velada─. Hasta ahora solamente he existido. ¡Quiero nacer...! Pocos muebles enharinaba la luna: una mesita, una rústica cómoda de tres cajones coloreados de un violeta que la claridad ennegrecía, un sillón tapizado con desvaída tela marrón, y tras él, sobre la pared, los rústicos tableros donde se apretujaban hileras de libros. Sobre la repisa de mármol de la chimenea, la luz exangüe delineaba el esplendoroso desorden de las piedras y minerales coleccionados en el decurso de viajes ya esfumados. Existían, sin duda, a esa misma hora, en París, departamentos suntuosos, divanes, tapicerías, marfiles, sillones, vasos preciosos, paredes recubiertas de maderas y cuadros invalorables, alfombras que suavizaban estancias lujosas. Ninguna, sin embargo, comparable a ésa. Porque ahora, sobre la modestia de estos muebles, había descendido la investidura de un instante único. ─Sí, sí, sí... En el lecho, nuestros cuerpos se miraron como dos ejércitos que se avistan con ansiedad y temor. El sol del día del combate resquebraja la postrera oscuridad. La neblina muestra por fin, en la distancia, indecisas aún, las formas temibles del enemigo. La lejanía se cresta de acero, de peligro, de muerte o quizá de victoria. Un sentimiento de estupor desordena las filas que soportarán la embestida. Confiados en la caballería que caracolea, intacta todavía, con fingida pereza, los flecheros se alistan. El sol comienza a dibujar el campo que, antes del atardecer, blanquearán las osamentas. No obstante el odio, los adversarios no pueden impedirse admirar el sol que fulge ensartado en las lanzas. Más imponente y más terrible que cualquier reflejo, en las altas espadas, brilla la oscuridad de la muerte. En los bruscos apretones de las riendas los corceles intuyen que ésta no será una cabalgata sino un galope a cuyo término piafarán agonías. Mirando su ejército alineado, sus carros de combate, el orden de la caballería, Ciro el Grande lloró porque al paso de cien años ninguno de sus soberbios guerreros estaría vivo. La besé, la besé, la besé. Con lentitud los carros se erizan de lanzas. Al paso, los jinetes atesoran el vigor de sus cabalgaduras. óyense los gritos de los jefes de escuadrón. Pero yo lloraba porque luego de cien años, bajo la tierra, seguiría recordándola. Me besó, me besó, me besó. Para ejemplo y confianza de sus huestes, los jefes incitan con sus pechos a los venablos adversarios. Y cuanto más inermes se muestran a los ojos de sus hombres, más invencibles parecen. Y lo son. Mi saliva se mezcló otra vez con la saliva de su saliva, reptil y pájaro, lágrima y miel de mar. Su lengua circundó mi oreja, descendió por el cuello, el calor de mi pecho se hizo insoportable. Con mirada indescifrable, el General abarca los escuadrones, los oficiales nerviosos, los granaderos cubiertos por sus gorros de piel de oso, los cascos de cobre rojo con el águila coronada por la pluma escarlata. Sus casacas se alzan, se yerguen. Suenan los clarines. Los edecanes descienden al galope distribuyendo las órdenes. Volví a cerrar los ojos. Los coraceros inician el avance. Los jinetes, en un trueno de espuelas, pasan del trote al galope, avanzan agazapados sobre sus cabalgaduras, subiendo y bajando, bajando y subiendo, todo el vigor del cuerpo reunido en la mano que adelanta la lanza, que quisiera alargarla, hacerla crecer, más que cualquier lanza del adversario. Ella se apartó, impuso mi espalda sobre la cama, 28

trató de subir. Rajando el sol con sus lanzas, dividiendo irreparablemente al día, dejando una polvareda de oro, el enemigo galopa, bajando y subiendo, subiendo y bajando, bajando y subiendo. La puse de espaldas, aparté sus cabellos con la boca, mordí su nuca, comenzó a gemir. En un chisporroteo de lanzas, acero contra acero, vigor contra vigor, juventud contra juventud, chocan las vanguardias. Hombres que hace un instante miraban el sol, contemplan la noche sin ojos. Pechos indomables, cinturas de hierro, muslos que desconocen la fatiga, ruedan quebrados. La penetré aún más. Saliva de alazanes agonizantes se mezcla con saliva de jinetes agonizantes. El cuarto se llenó de alaridos de húsares talados, piernas mutiladas, vientres vaciados, escuadrones en desorden. Sobre la vastedad del campo donde los vencidos ultimaban a los vencedores, se alzaron nuestros gritos de recién nacidos.

VIII. SPINOZA DICE QUE TODA TRISTEZA ES MENOSCABO DE SÍ MISMO ¡No es el único prófugo! En diciembre, cuando se descuelgan las grandes lluvias, los ríos engordan como cadáveres de dioses: se hinchan como las aguas que descienden de los caños, de las quebradas ahítas de aguaceros, y las corrientes embisten con tanta violencia el flanco del Urubamba que a veces lo atraviesan hasta la otra margen. El agua de los riachos advenedizos es menos oscura que la cauda legítima que, repuesta de correntadas intrusas, prosigue imperturbable hasta su alianza con el Marañón. El agua llega a cubrir diez, veinte, treinta kilómetros de tierras bajas, las riberas se distancian entre sí hasta perderse de vista. Y bosques que la víspera se erguían en las orillas se empinan en el centro del río, asomando apenas ramajes marrones. El furor de la crecida sorprende muchedumbres de animales y hasta hombres. Gracias a las membranas de sus patas, los ronsocos, palmípedos grandes como lechones, los roedores más grandes del mundo, sobreviven a las turbulencias, pero los lentos pueblos de los armadillos, las nerviosas poblaciones de añaces, los desaprensivos y gigantescos monos nocturnos que ven caer la copa de sus altas viviendas bajo el agua, la desconcertada tribu de las tortugas, todos, huyen, tratan de huir de las aguas enardecidas. ¡No es el único prófugo! Por sus ojos cruza el pavor de los animales que tratan de salvarse, jabalíes ahogados, cuadrumanos ahogándose, árboles arrancados. Despavoridos peces huyen: grandes acarahuasúes atigrados, palometas, gamitanas, saltones, bufeos y zúngaros se atolondran entre colinas espumosas. La vida trata de escapar de aquel ejército de troncos de dos, tres, cinco metros de altura que se ve venir aplastando las aguas. La balsa danza como hélice rota. En vano rema: no puede dominarla. De milagro, cuando la avanzada de los troncos ya lo aplasta, sale de la corriente, atraca, se desmorona jadeante sobre un herbazal; temblando, ve desfilar batallones y batallones de troncos que se persiguen sin tregua. La troncada pasará pronto. Se sienta a esperar. Cuando el río se calme, piensa, proseguirá, encontrará chozas caritativas, indios que le darán de comer. Su hambre busca una rama frutecida; descubre un pandisho, un árbol─del─pan. «Pandisho, pandisho ─se emociona pero ese fruto sólo se come cocido─. Un pedacito. Un pedacito no me hará daño», piensa. Ingiere tres panes apenas más grandes que una almendra. Los troncos desfilan sin tregua. Reconfortado por el árbol insiste en esperar. Su cansancio lo duerme. El retortijón de sus tripas lo despierta. Sin necesidad, por costumbre, busca el cobijo de un árbol. Defeca interminablemente. Más exhausto que antes se tumba sobre las hierbas. Los ojos se le cierran, duerme, pero otra vez lo 29

despiertan los retortijones. La troncada sigue pasando y pasando. Doce días ya. Veintisiete años ya. Morir. ¿Cómo será morir? ¿La muerte tendrá cara...? «Lo malo es que los compañeros de Jauja se adelantaron ─dijo David Pent─. Su acción prematura ha advertido al ejército y ha disminuido nuestras posibilidades en la zona. Tres días después de la voladura del puente, con un tremendo dinamitazo jodieron a la guardia civil allá, pero no joderán a los soldados acá. Yo contaba con seis meses para completar el abastecimiento. Y más que nada para terminar de convencer a los jefes campas. ¡Diez mil flecheros se hubieran alzado con nosotros! Ahora lo veo difícil.» Miró los ojos desconfiados de Arturo. «No me estoy chupando, compañero ─dijo Pent─. De─más decirles que yo seguiré hasta el final, pese a lo de Jauja y pese a lo que sea.» «Tenemos más armas en Bolivia», replicó Arturo. «¿En cuántos viajes podrían transportarlas?», inquirió Pent. «Disponiendo de un buen camión, tres viajes.» La anchura del río no deja distinguir las orillas. El Alto Amazonas comienza en Atalaya El hambre lo embrutece. Tiene tanta hambre que decide sentarse en la balsa, al descubierto, qué mierda, si me capturan me darán de comer. Sobre el agua divisa otra pared de troncos y se aleja entusiasmado por el Boulevard Saint Germain, ¡Michèle ha conseguido alojamiento! Las maravillas de París sólo las conozco por fotografía. Mis únicas comidas completas las miré en Marie Claire, la revista de los pobres. ¡Comidas mitológicas! Esas cenas no son para comer, son para mirar: mitologías. Nosotros malcomíamos, maldormíamos, malvivíamos. En París yo sufrí hambre, lo que se dice hambre, trece días ya. Veintinueve años ya. Entre el Boulevard Saint Michel y el Boulevard Saint Germain hay un self─service. De todos los restaurantes, los self─service son los más sádicos: exhiben a los ojos de los hambrientos lo que los hambrientos no pueden comer. El río fluye ahora por parajes pacíficos, deshabitados. Pájaros extraños alfombran la balsa, saltan breves trechos con tranquilidad, indiferentes a su presencia, a sus movimientos se picotean el plumaje. Las aves no le temen. Los habitantes de esa desolación no conocen aún la crueldad del hombre. Los animales no tienen miedo, nadie los persigue. Se duerme. Despierta. Los pájaros siguen allí. Me protegen. Para serenarse conversa con los pájaros, les cuenta cosas que nunca reveló a nadie. Las aves lo escuchan atentas, lo miran como si comprendieran su vida solitaria, sus años de combatiente sin mujer. Mi mujer fue la fraternidad del Movimiento, el aprendizaje de marxismo en los cuartitos de vecindario en «El Porvenir», sin siquiera poder asomar a la ventana durante meses enteros, el entrenamiento en las tácticas de la guerrilla urbana, la preparación de explosivos allá en ese departamento de Surquillo o meses enteros sudando en los campamentos de Cuba bajo la impla─cable disciplina de los instructores, meses sin salir de las Casas de Seguridad de Marianao, los cursos de adoctrinamiento, de campaña, armar, desarmar fusiles, metralletas, preparar emboscadas, explosivos, subiendo muertos de sed el Punto Cero. Sus compañeros ¿habrán muerto ya?, ¿estarán muriendo en este instante? Loros enanos comen los brillos que la baba del río deposita en la balsa. «La verdad, compañeros loritos, he vivido siempre solo, y siempre miré con envidia la vida de los compañeros que viven con una compañera.» La desidia del río sigue depositando grillos, arañitas acuáticas y una tremenda araña grisácea que él devuelve al agua con la punta de la tangana. «Compañeros grillos: sólo prostitutas de mala muerte, y la masturbación, las pajas en la oscuridad, las pajas de los feos, de los infelices que sueñan mil y una noches en solitarios minaretes de placer.» La cabeceada del río le avienta una culebra negra anillada de amarillo que él también obliga a regresar al agua. «Compañeros grillos: yo viví siempre solo hasta que poco antes de regresar al Perú, en París, conocí a Francesca. No me atreví a mirarla. ¿Para qué? ¿Para qué amarla en víspera del combate? Pero la amé, la amé a muerte. Su existencia me mejoró el mundo. Compañeros loritos: ella también me amó. Me hizo feliz. Por 30

primera vez en la vida sentí lo que Santiago decía que era pertenecer al sol y su familia de oro, lo dijo Quevedo, mientras viví con ella fui pariente del sol.» El porvenir se enredó en el pelo del arpa, la cortó con tijeras de luz, el arpa lloró. Delirando. Era un self─service frecuentado por latinoamericanos. No resistía el hambre. Decidió entrar. Comer como fuera, lo que fuera. Estudiantes, empleados, turistas formaban cola. Escuchó hablar en español. Blue jeanes y casacas de cuero discutían en su idioma. Se metió la mano al bolsillo para sacar lo único que le quedaba, un caramelo. Se acercó al español de barba que insistía en que en la final contra Suecia, Pelé había marcado tres goles y le dijo: «Vavá marcó dos goles, Pelé dos y Zagalo uno. Te cambio este caramelo por un pedazo de pan.» El español lo miró asombrado. Le palmeó el hombro y le dijo: «Te invito un plato.» Heráclito se arrojó de cabeza al fluir de la dialéctica. Jonás vomitó a la ballena. El manicomio de los monos anuncia otra lluvia. Pero Brasil reacciona. La estocada atravesó el abecedario. El cerca y el lejos se tambalean ensangrentados. ¡Gol de Brasil! A los nueve minutos Vavá empata. Pero más alto que la gritería de los monos tintinea la risa de Michèle que sonreía encantada. «He conseguido un departamento que pueden ocupar durante todo el verano: cuatro habitaciones, cocina, sala de baño y terraza, ¿se imaginan?» «¡No puede ser, bromeas, Michèle!» «No bromeo, es cierto ─porfió ella─. Uno de mis profesores de la Sorbonne se va de vacaciones a Grecia por tres meses. Odisea en mano recorrerá el camino de Ulises. Por desgracia no puede llevar al ser que más ama: su gato Áyax Telamonio. A condición de que lo alimenten y lo cuiden durante su ausencia el profesor autoriza la ocupación de su departamento.» «¿Nada más que para que le cuiden a su gato?» «No es un gato: es el ser que más quiere en el mundo. El año pasado, cuando el profesor salió de vacaciones, Ayax Telamonio sufrió tal depresión que casi se le muere.» No es la risa de Michèle sino las carcajadas de los bufeos, delfines de río que meten y sacan sus largos cuerpos grises, jugando y resoplando toda la noche. Al amanecer divisa humos, escucha tambores, avista casuchas de nativos. Treinta años ya. Sus piernas no tienen energía para sostenerlo. Yo sí. ¿La muerte tendrá cara? Desembarca. Alegría de tambores y flautas circundan una danza. «¡Paisanos!», saluda. «Paisano», le contestan los nativos chama, excitados por el fermento del masato. Le ofrecen chicha de yucas en un mate, antes que tenga tiempo de pedir comida. Lo observan. Si bebe con placer, es «familia». Si no, que siga su camino por el río. Sabe que la bebida lo emborrachará, cuántos días con el estómago vacío. Pero si rehúsa lo devolverán al agua. Se fuerza a sorber el líquido flemoso que conserva hilachas de yuca fermentada en saliva. El masato lo hunde en los círculos de un vértigo. El amarillo y el rojo se traban en una lucha a muerte frente al As de oro. Porque mi vida se acaba: ella es la estrella que alumbra mi ser y yo sin su amor no soy nada. «Compañeros grillos: yo sabía que no iba a poder olvidar nunca, y aun así la dejé. Ahora el cuerpo se me subleva. Mi carne no puede más con la nostalgia de su carne, la revolución no me sirve para nada, mis pasos necesitan sus pies, mis manos necesitan sus caderas, mi boca resquebrajada necesita su saliva, mi verga se muere sin el jugo de su sexo, todos mis cuerpos se mueren por Francesca.» Yo sin su amor no soy nada... coreó la voz del capitán Basurco. No, no soy nada. Se acuerda de una frase de Spinoza aprendida en un curso de capacitación ideológica: «Toda tristeza es menoscabo de sí mismo.» ¡Palabras! «Yo estoy triste, compañeros guacamayos, estoy triste hasta la muerte, compañeros bufeos, estoy triste hasta más allá de la muerte, compañeros árboles.» Durmió. Soñó con Francesca, con una sola imagen de Francesca, detenida como la fotografía de una espiral helada que lo roza. Se despierta: no es una espiral, no sueña. Junto a su brazo derecho, junto a su brazo izquierdo, cerca de sus pies y de su cabeza, decenas de víboras ondulan lenta, flemosa, mortalmente. ¡Jergones! Jergones de tierra, no pueden ser. Jergones de agua, tampoco. 31

Pero sí, tratando de salvarse de la crecida, las víboras de agua suben a su balsa. Y víboras de tierra que van tras de sus nidos robados por las aguas, también suben a la balsa resignadas, feroces. ¿Qué hacer? Lento, con lentitud de centenario, extrae el machete de entre un enredo de nacanacas negras y afiladas. Los ojos se le nublan. ¿Son nacanacas o cascabeles...?

IX.

RIESGOS DE NACER BAJO EL REINADO DE HENRI IV

No salimos del dormitorio durante días. Nos alimentamos de nada y de todo, de pan, de jamón, de tomates y algunos huevos que Marie Claire transformaba en delicias. Un endurecido queso de cabra y resecos pedazos de baguette: sólo eso comimos al quinto día. De todo y de nada. Sobre todo de nada. Nuestros cuerpos pensaban, sabían, simples como el agua, que sus carnes, nuestras carnes, no necesitaban, no podían necesitar otro alimento que su placer. Hacia el mediodía, Marie Claire se levantó ágil de la cama: ─Aquí falta algo. Su desnudez, apenas protegida por un pulóver azul oscuro, ondeó en el cuarto, fue hacia la mesa, abrió un cajón y extrajo una hoja de papel y plumones de colores que mostró victoriosamente: ─¿Sabías que Balzac, en circunstancias como las nuestras, pero que para él no eran las nuestras porque él no era feliz, el gran Balzac se vio reducido una vez a tener por cena únicamente un pan? ¿Y sabes lo que hizo? Alrededor de su único pan, sobre la mesa, pintó con tiza los refinados platos de un banquete imaginario: exquisiteces inventadas que le permitieron convertir su solitario pan de necesitado en compañero de los banquetes del triunfante Rastignac... Marie Claire escogió un plumón y salpicó el mantel con puntos amarillos. Sonrió de nuevo: ─He aquí las constelaciones. Cada punto dorado es un sol. Hubiera podido ocurrir que tú y yo, Santiago y Marie Claire, existiéramos en constelaciones diferentes, separados por millones de años luz. Otro plumón borroneó una esfera roja. ─Pero tuvimos la suerte de nacer en el mismo planeta. Ésta es la tierra... Otro plumón llenó de números azules los bordes del mantel. ─En estos números cabe todo el tiempo. Estos números son todos los años, todos los siglos. Porque aun coincidiendo en la Tierra yo hubiera podido nacer en la India bajo el reinado de Asoka, y tú en París, aquí, bajo Henri IV, pero no. La dicha quiso que, coincidiendo en la Tierra, naciéramos en este siglo, nos conociéramos en este año, viviéramos este instante... Y ahora con todos los colores en la mano derecha, ocultando con arcoiris las constelaciones, los cometas, las estrellas que caían, la Tierra, las épocas, Marie Claire cubrió íntegramente la mesa con rosas, con magnolias, con geranios, con enredaderas, con orquídeas imposibles. Me abrazó y descendió sin soltarme, sus rodillas en el suelo y sus ojos en lágrimas: ─Ésta es mi gratitud porque estamos vivos tú y yo, y estamos aquí, ahora tú y yo, aquí tú y yo, juntos... Arrojó los plumones contra el aire, se despojó del pulóver y me besó. Y una y otra vez rodamos y rodamos a los precipicios de nuestro gozo. Luego de meses de labios, de años de caderas, de centurias de pechos, de milenios de gemidos, que eran instantes, nos enredamos en un largo sueño. Pero nuestros cuerpos no durmieron. 32

Mientras yo soñaba que había encontrado en París a una mujer maravillosa y soñaba que dormía con ella, y dormía con ella, mi cuerpo y su cuerpo insomnes no se resignaban al reposo, seguían buscándose, encontrándose, naciéndose, muriéndose. La urgencia del placer nos despertó y nos despertó. Subibajábamos al sueño. Dormidespertábamos. Y nuevamente morivivíamos, odioamábamos, sueñidespertábamos, desaparexistíamos. Y nuevamente peleasoñipacifidespertábamos, descaradamente felices. El mozo se ofendió porque le solicitarnos otro terrón de azúcar. Para pacificarlo pedimos más croissants. Inútil: siguió mirándonos con odio. Me levanté para comprar Gitanes. Ante el mostrador, un hombre de color oriental, que apenas hablaba francés, intentaba explicar que buscaba cajas de fósforos decoradas con mariposas de colores. Papillon era único vocablo que se le entendía. El dueño le gritaba inútilmente que si quería mariposas se fuera a la Exposición del Jardín des Plantes. O mejor: al África. Pero el turista ni entendía ni se daba a entender. Le pregunté si hablaba inglés. Sí, era iraní, y quería llevar esa cajas de fósforos como un recuerdo de Francia para sus amigos. Por fin, gracias a mí, compró sus cajas decoradas con mariposas y yo mis cigarrillos. Me volví. Vi a Marie Claire y en su rostro descubrí un rostro diferente, una belleza demasiado grave. Sobre sus facciones bruscamente pensativas viajaba una caravana indescifrable. Me acerqué. Me miró. Y al instante regresaron el rostro y la sonrisa que yo conocía. ─Cuando Lawrence de Arabia, ya célebre, retornó a Inglaterra ─me sonrió Marie Claire─, un antiguo compañero de Oxford quiso verlo. Mientras Lawrence hacía la guerra, él se había convertido en un catedrático eminente. Quiso reencontrarlo y le solicitó una entrevista, pero Lawrence, en víspera de un nuevo retorno al Oriente, no disponía de tiempo. El amigo insistió: le precisaba hablar con él aunque fuera un instante. Lawrence lo invitó para el día siguiente a desayunar. Conversaron menos de una hora, lo suficiente para que el catedrático comprendiera que frente a la exaltante vida de su amigo, la suya era lastimosamente banal. «¿A qué hora te embarcas?», le preguntó. «A las tres de la tarde.» «¿Puedo partir contigo?» «¿Para qué?», se extrañó Lawrence. «Escuchándote me he dado cuenta que tu vida es vida, y que la mía es apenas existencia. ¿Puedo acompañarte?...» ─¿Y fue con él? ─Sí, lo acompañó, y después escribió una magnífica biografía de Lawrence. Sonrió. Una leve melancolía, disipada por un instantáneo júbilo, aproximó su cara hacia mí. Sus manos entraron en mi pelo y me atrajeron hacia ella. ─¿A qué hora parte tu barco, mi amor? Miré mi reloj. Pensé que pronto partiría, si, pero no con Marie Claire sino con mis compañeros, mis camaradas; para luchar de verdad. ─Mi barco sale ahora ─murmuré. ─No ─dijo ella─. ¡Tu barco zarpó hace seis díasl ─¿Y si también mi barco va al desierto? ─No me importa. Yo quiero acompañarte. ─Si para suerte mía eres tan irresponsable, ve a traer tus cosas ahora mismo. ─No tengo nada que traer. Tú eres mi casa. ¿Era su casa? Yo la había encontrado en el azar de un jardín, pero ella salía de un pasado. ¿Cuál? Una mujer así es un cometa que cruza el cielo, y cien mil años después su imagen brilla todavía en la miserable ceguera de los hombres. Yo mismo, ¿qué era, qué podía ser para ella? Pronto partiría. En cualquier momento el Movimiento me ordenaría dejar París. Y desaparecería. En lugar de agradecer la fiesta que ella era y que entraba en mi vida con su floresta de maravillas y enigmas, yo dudaba. Como si escuchara mis pensamientos, Marie Claire dijo: 33

─Tú, que eres latinoamericano, ¿acaso no sabes que los antiguos mayas abandonaban sus ciudades cada 52 años? ¿Ignoras que cada 52 años dejaban sus casas, sus almacenes, sus juegos, sus templos, y partían a otra parte a edificar una nueva ciudad?... El día que te vi en el Jardin des Plantes se cumplieron 52 años para mí. ¿Quieres construir conmigo la nueva ciudad? ─No hay nada que yo quiera más en este mundo ─le mentí. Y le mentí sabiendo que las únicas ciudades donde yo podría entrar eran los montones de ruinas, los escombros humeantes de las aldeas bombardeadas, los pueblos serranos arrasados por el napalm que convertía en hogueras aullantes a hombres, mujeres y niños, el napalm con que el enemigo borraría la vida. Sin embargo, sus ojos azules me debilitaron, su mano rozó la arcilla de mi cara, vi el campo cubierto de hombres despedazados por la metralla, vi piernas sin cuerpo, estallido de granadas, y su voz me llegó remota: ─Por ti abandono mi ciudad, mis pirámides, mis templos, mi vida ─susurró─. Lo único que te pido es que nunca preguntes por mi pasado. Yo no te preguntaré tampoco por el tuyo. ¿Estás de acuerdo? Y sin esperar respuesta recitó: Yo, Nezhualcóyotl, pregunto: ¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra? No para siempre en la tierra: Sólo un poco aquí, Aunque sea de jade se quiebra, Aunque sea de oro se rompe, Aunque sea plumaje de quetzal, se desgarra. No para siempre en la tierra: Sólo un poco aquí. ─¿Hablas español, Marie Claire? ─me sorprendí. ─Percibo lo secreto, lo oculto. El napalm con que el enemigo borraría la vida... Y ella con lágrimas repitió─ ─Como una pintura nos iremos borrando... ─¿Por qué lloras? ─Porque somos jóvenes, somos felices, somos hermosos, somos libres, y sin embargo, como una pintura nos iremos borrando. Me miró. La miré. Anhelé que entre ese momento y él de mi partida el tiempo no transcurriera. E imaginé que vivía con Marie Claire, que sufría con Marie Claire, que gozaba con Marie Claire, que me entristecía con Marie Claire, que era feliz con Marie Claire, que envejecía con Marie Claire. Salimos del café. Regresamos riendo. En la Place Monge bullía el mercado dominical. Marie Claire me pidió que la esperara en la casa, que debíamos aprovisionarnos, que ella iría de compras, que me daría el alcance. «En el tocadiscos, mi amor, está puesta la Cantata 84 de Juan Sebastián.» Subí al quinto piso. Empezando el cuarto, sentado en la escalera me encontré con la sonrisa conchuda de Laynez. ─Cholo, para encontrarlo a usted hay que estar de maceta, plantado en su puerta ─se alegró. Lo hice pasar. Miró la cama desarreglada y volvió a reír: ─¿Ah? ¿Conque ha habido combate...? Jaló una silla, la volteó, se sentó apoyando los codos en el espaldar. Sacó un sobre grueso del bolsillo de su chaqueta. Me lo entregó. 34

─Aquí hay cien mil dólares. Cuéntalos. Busca un lugar seguro para guardarlos. Sólo por unos días. ─Ha fallado algo? ─Sí y no ─respondió Laynez─. En todo caso, no te in─ cumbe. ─¿Te están rastreando los flics? ─Sí y no. El rostro de Laynez me preocupó. ─Los franchutes están empezando a cambiar ─dijo─. La guerra con Argelia se acabó. Los franchutes ya no tienen argelinos a quienes espiar, interceptar, torturar y joder. Hay más de diez mil teléfonos interceptados en Francia, pero ya no de argelinos sino de latinoamericanos, africanos, asiáticos. Para controlarnos mejor, los franchutes se han traído a un conchesumadre, un asesino, nada menos que el jefe de Seguridad que dirigió la tortura y la represión contra el pueblo venezolano durante la dictadura de Pérez Jiménez... ¿Y sabes quién es uno de sus ayudantes? ¡El mierda de Castañeda, el que nos delató en México y que después se fue a trabajar con la policía de Pérez Jiménez! ─Nos interrumpió el roce de la llave en la cerradura. Laynez volteó alarmado hacia la puerta, se pegó contra la pared. ─Tranquilo ─le dije─, es el sol que va a entrar. Pero antes entraron las flores, Marie Claire vestida de jardín, cargaba tal exageración de flores en los brazos que con dificultad se notaban las bolsas de provisiones, su rostro. Depositó los ramos en el piso y sólo entonces descubrió la sonrisa cortada de Laynez. ─Juan... Enrique... es más que mi hermano ─tartamudeé─. Y a Laynez. ─Ella... Y el conchudo de Laynez. ─¿Ella? ¡Qué bonito nombre! ¿O es su apellido ... ? Y rompió a reír con toda la carota: ─No se preocupen. Yo soy como las compañías de teatro que fracasan el día del estreno: ésta es mi primera y mi última función. Pasen por la taquilla para que les devuelvan la entrada. Y avergonzando a Marie Claíre con su mirada, al cuerpo de Marie Claire que su lascivia franca recorría de pies a cabeza, añadió: ─Aunque, por lo que estoy viendo, más que por la taquilla ustedes necesitan pasar al otro cuarto... Abrió la puerta. ─Ahí nos vemos, cholo ─dijo. Y guiñándome un ojo: ─O a lo mejor no nos vemos... ─Sí y no ─lo despedí─. En todo caso no te incumbe. Lo sentí descender carcajeándose por la escalera. Y súbitamente me entristecí. Por primera vez pensé en el precio, en el verdadero precio de mi felicidad. Maríe Claire y su continente de flores me separaban de Laynez, de mis camaradas, de mí, de la Revolución. ¿Marie Claire lo intuyó? ─No para siempre en la tierra ─dijo─. Sólo un poco aquí. ─¡Entonces alegrémonos! ─grité, cayendo sobre ella, derribándola. Nuestras pieles volvieron a gritarse con su idioma mudo. Y me sentí más poderoso que ese célebre ceramio mochica con que mis antiguos expresaron la gloria de la simiente inicial: ese hombre de arcilla colorada abrazado a un falo dos veces más alto que su cuerpo, rodeando con manos excitadas su verga descomunal. Así ascendía 35

ella por mi árbol. Cada beso me hería, me lastimaba, pero no como una piedra que despedaza cristales sino como un guijarro que al caer en el agua provoca círculos concéntricos, y yo nadaba desesperado, prisionero en las aureolas del frenesí, para salvarme braceaba hacia una orilla inalcanzable y, al mismo tiempo, deseaba que no acabaran los círculos, que no terminaran nunca, sabiendo, sin embargo, que toda piedra es momentánea, todo minuto fugaz, toda dicha pasajera, y que después no queda memoria sobre el agua.

X.

SANTIAGO ADVIERTE A JUAN QUE MOSCÚ YA NO ES MOSCÚ

Santiago sabía que el compañero, el correo que iba a llegar en el Air France proveniente de Lima, desembarcaría sin equipaje de mano. Lo reconocería por un ejemplar de la Tercera de «La Crónica», abierto en la página deportiva con los comentarios de Pocho Rospigliosi, que el camarada traería en la mano izquierda. Los pasajeros salían de la puerta de la Aduana de Orly con ese aire de mala noche provocado por la travesía trasatlántica. Santiago también se sentía cansado. A las cinco de la mañana lo despertó el teléfono, la voz seca de Nicolás: ─Disculpa, cholo, que te saque del sueño, pero necesito urgentemente plata. No tengo para pagar la cuenta del bar y no me dejan salir. Tienes que venir de inmediato a Orly. Santiago comprendió al instante: el camarada Juan carajo, todos se llamaban Juan, estaba por aterrizar en Orly. Se vistió a la carrera y tomó un taxi ofreciendo al chófer doble propina si llegaba antes de las seis al aeropuerto. Por la puerta de la aduana salieron una señora gorda con dos niños, dos pituquitos y un amariconado crítico literario que vociferaba contra la literatura en el Suplemento Dominical de «El Comercio», Salió otra gorda, gordísima: Santiago aprobó los denodados esfuerzos del marido que habría empeñado hasta la camisa con tal de financiar su destierro. Salió otro maricón, también peruano y también crítico de arte, que se obstinaba en proclamar que la influencia de Szyslo en la obra de Picasso lindaba con el escándalo. Por fin salió Juan blandiendo el artículo donde sin duda Pocho Rospigliosi aducirla que el 6 a 0 que nos propinó la selección de fútbol del Ecuador, país amazónico, no se debió a la falta de pundonor sino a la pésima calidad de la pelota. Santiago verificó que nadie seguía a Juan, se apresuró y le dio alcance antes que el correo, tal como lo tendría previsto, se embarcara en el ómnibus de Air France a París. Lo retuvo del brazo. Juan se paralizó. Santiago lo serenó pronunciando la frase clave: ─¿Por casualidad usted es piurano? ─Soy piurano ─respondió Juan, aliviado. ─Hay cambios en el equipo, compadre. No vas a dormir esta noche en París ni viajarás mañana a Moscú. Ahorita sales para Dakar. Santiago lo fue llevando hacia el restaurante. En el brazo de Juan sentía su desconfianza. Le adelantó: ─En Moscú han pasado cosas graves. Para nosotros ya no es sitio seguro. Buscaron una mesa apartada. ─De todas maneras hay que pedir algo caliente porque si no nos largan. ─Prefiero cognac. Santiago se camufló, a su vez, con un desproporcionado desayuno. ─En Moscú estalló la bronca. La división del PC peruano es definitiva. Mientras tú estabas viajando, el Secretario General del PC convocó a todos los camaradas del 36

Partido en Moscú y los intimó a definirse en el acto, a elegir entre lo que él llama la línea revolucionaria de Moscú y la línea aventurera de Pekín. No te digo nada de lo que dijo de La Habana. La discusión duró catorce horas. Sólo doce de los ochenta y cuatro camaradas convocados estuvieron en desacuerdo. A los doce les dieron doce horas para salir de la Unión Soviética. Ya están en Pekín. Ahora no pasa ni una aguja de Moscú a Pekín. Los aduaneros soviéticos revisan y fotografían hasta el último papel de todos los que vienen de Pekín. No puedes, pues, ir por Moscú. Acá está tu pasaje Dakar─Pekín. ─¿A qué hora salgo? ─dijo Juan guardándose el boleto. ─A las nueve. Yo me encargo de sacar tu equipaje y embarcarlo a Dakar. Santiago trató de grabarse, para recordar, el rostro acholado, cobrizo de Juan. ¿Sería leal? Y si era leal, ¿por cuánto tiempo? Juan trató de grabarse, para recordar, el rostro blanco, los ojos castaños de Santiago. ¿Sería leal? Y si era leal, ¿por cuánto tiempo? ¡Qué vaina que no existiera todavía Embajada China en París! Eso obligaba a organizar un complicado sistema de transporte. Trasladar un millón de dólares de Pekín a Perú, utilizando rutas controladas por la CIA, la Interpol, las polícías europeas y la policía peruana, era más que riesgoso. El camarada Saturnino había dispuesto utilizar un correo por cada cien mil dólares, la gente más anodina, amas de casa, suegras ociosas, camaradas sin antecedentes y de preferencia caras de pánfilos, ¿pánfilos o vivos?, porque lo cierto es que muchos correos se quedaron en el camino con el dinero que era imprescindible para la organización. ¿Era leal? Clemente, el boliviano, también era leal. No sólo tenía cara de pánfilo: lo era. A Santiago le vino a la memoria esa noche en Berlín. Salió colérico de la entrevista con el camarada Marcovski en el edificio del Comité Central, en la Plaza Marx Engels de Berlín. Entregó su tercera biografía. Marcovski la leyó atentamente, no comentó nada, preguntó: ─¿Podrías traernos otra biografía tuya? ─Sería la cuarta ─observó Santiago. Marcovski sonrió: ─Sólo a partir de tu vida en Buenos Aires... ¿Por qué digo huevadas?, pensó Santiago, Sabía perfectamente que el Partido exigía a los Responsables biografías y biografías con el único fin de compararlas y encontrar alguna contradicción. Con la CIA nunca se sabe. ─Santiago ─dijo Marcovski─, me alegra transmitirte una buena noticia. En vista de las divisiones y conflictos que agitan al Partido en el Perú, mi Comité Central ha dispuesto que nadie entre en contacto con nosotros o cruce Alemania sin tu aprobación, aprobación sujeta, naturalmente, en última instancia, a las instrucciones del Comité Central de Lima. Marcovski le alargó un telegrama descifrado. Santiago leyó: AGENTE CIA JUAN CARLOS INFILTRADO INVITADOS FESTIVAL JUVENTUD MOSCÚ STOP INFORMAR AUTORIDADES SOVIÉTICAS STOP IMPEDIR PASO STOP CONFIRMEN RECEPCIÓN.

─¿Este hombre figura en la lista de invitados? ─preguntó Marcovski. ─Lo ha nominado la Sección de París, camarada. ─¿Es miembro del Partido? ─No. ─Entonces no le des paso. Santiago se sintió cubierto de cólera y de mierda. Juan Carlos era uno de los más íntegros, más valientes, más limpios compañeros que él había conocido. Era testigo de su vida desde los tiempos de Buenos Aires, de 37

México, de toda la vida. ¿Juan Carlos, agente de la CIA? Entonces el sol no alumbraba. ¡Era una canallada de Lima! ─Lo conozco desde hace muchos años, camarada Marcovski. No puedo creer que sea agente de la CIA. ─El Partido no actúa a la ligera. No le des paso. Salió nauseado. La nominación del Comité Central no con─siguió disipar su disgusto. El sol que moría lengüeteando la belleza pálida, los cuerpos duros, deseables, libres, de las alemanas que atravesaban la Plaza Marx─Engels, lo atenuó en su rabia. Decidió divertirse. Como Responsable de la Sección peruana, Santiago disponía de dinero. Hacía más de un año que Marcovski le había rechazado la última y detallada rendición de cuentas: «No es necesario que nos informes más de tus gastos. Te tenemos total confianza. Cuando sea preciso pídeme dinero y úsalo como mejor te parezca.» Volvió a su departamento. Se duchó para sacarse la mugre imaginaria del calumnioso telegrama, qué tales cabrones. Entre las 6 y las 10 redactó el borrador de su cuarta biografía. En las últimas líneas se dio cuenta que se extendía acerca de la manera en que había intimado con Juan Carlos en Buenos Aires. ¡La puta─madre! ¿Por qué se había olvidado de contar esto en sus tres anteriores biografías? Si la ponía ahora en esta cuarta, iban a sospechar, con razón, no sólo de las tres anteriores, sino de él mismo. Y si no relataba su amistad con Juan Carlos, peor. Había dicho: «Lo conozco desde hace muchos años, camarada Marcovski, no puedo creer que sea agente de la CIA.» Furioso consigo mismo rompió las páginas, y justo esta biografía que era realmente emocionante, mierda. Decidió salir. Eran casi las once. Comió algo en el restaurante de la esquina. ¿Por qué no el «Melody Bar» poblado de estupendas alemanas aficionadas a los latinos de cabellos negros y ojos negros? Entró a la boîte, se sentó en una mesa cercana al mostrador donde no se atrevían a bullanguear latinoamericanos, bolivianos los reconoció por el tono. Por la botella de champagne que consumían presumió que eran invitados importantes. Pero tímidos. Los ojos se les iban como manos hacia las nalgas de las alemanas, pero hasta ahí nomás. Cuando ellas volteaban a insinuarse, o a aceptar, ellos disimulaban, repetían chistes inseguros. Un muchacho alto, blanco, buenmozo se acercó a Santiago: ─¿Tú eres sudamericano? ─A veces. ─Qué tal suerte la tuya, yo soy boliviano todos los días y a toda hora. Hasta cuando duermo sueño que soy boliviano... ¿Tú de dónde eres? Y Santiago, siempre cachaciento: ─Depende... ─¿Cómo que depende? ─Depende de quién pague la cuenta. ─¡Ah, ya sé; por lo cabrón, seguro que eres peruano! ¿Sabes hablar alemán? ─Lo que me estás diciendo es que quisieras que galantee en tu nombre a algunas germánicas y te las ponga en suerte, ¿o no...? ─¡Dios te oiga! Nosotros venimos de China. ¡Cuatro meses sin mujer! Es más fácil que un Viernes Santo caiga en domingo que culearse a una china comunista. Santiago lanzó una sonrisa urbe et orbi y detuvo sus ojos en un terceto de rubias: ─Aquí todos los Viernes Santos caen en domingo... ¿Con cuál quieres bailar? ─¿Tú crees qué esa pequeñita, la más linda, la de la derecha, se podría...? Santiago se levantó, habló algo con el trío rubio y volvió con la más menuda y hermosa. Clemente, el boliviano, trastabilló, casi se cae sobre la mesa, comenzó con un ceremonioso «es un gran honor, señorita...», que ella cortó abruptamente arrastrándolo de la mano hasta la pista de baile. La orquesta no lograba dar con el 38

ritmo exacto de «Bésame Mucho». Clemente tampoco. La alemana menos, por tradición. Cuando terminó la pieza Clemente regresó emocionadísimo. ─¿Y ahora qué hago? ¿La podré volver a sacar a bailar? ─No debiste dejarla, debiste esperar, ahí en la pista el siguiente bolero... ─La dejé solamente para pedirte instrucciones. ─Sácala a bailar de nuevo, sin miedo, apretándole la mano de a poquitos, como acariciándola. Si ella te deja hacer, o te contesta igual, está lista para el catre. Y si te dice que la sueltes, cosa que en este país no ocurre desde hace doscientos años, o si te dice que quiere dejar de bailar, también está lista para el catre, sólo que te llevará más tiempo entrar a su catre y mucho menos tiempo en salir de él... Clemente, aún más emocionado, luego de bailar «Nosotros» de Los Panchos, que en el «Melody Bar» resonaba con cadencia de desfile militar, regresó: ─¡Oye, peruano, ella también me apretó la mano! ¿Ahora qué digo? ─Ahora apriétala con todo el cuerpo, no le dejes ni un rinconcito sin rozar... Después de tropezar, ¡orquesta de mierda! con el excubanísimo ritmo de «Siboney», Clemente volvió exaltadísimo: ─¡Ella también se me arrimó! ¿Ahora qué hago? ─¡Besarla, pues, morderle la orejita, bajar la mano hasta su culito... ! Clemente volvió otra vez: ─¡Me ha besado, peruano, y creo que me he enamorado de ella y ella también de mí! ─Si tú quieres creerlo así, allá tú. ─¡Te hablo en serio: es amor lo que ha surgido entre nosotros...! ─Sí, sí, Rodolfo Valentino... ─¿Ya puedo ahora traerla a la mesa? ─Sí, Valentino ─le dijo Santiago. Se levantó lentamente, canchero, hasta el tríptico rubio, las otras dos eran más bien feúcas, entre las dos no hacen una hembra de veras, pensó, pero trajo a las tres a su mesa y las dispuso alrededor de Clemente, sobre un diván achatado, de terciopelo sin color, en la penumbra. ─¡Traduce, peruano, por favor! ─suplicó Clemente─, ¡dile que nunca he visto una mujer más bella, más tierna, más comprensiva! ¡Dile que yo he visto muchos soles maravillosos en el trópico pero ninguno con ese fuego que ella tiene en los ojos! ¡Dile que...! Santiago se volteó para hablar con la alemana. La voz de Clemente siguió pidiéndole que por favor le dijera que esa noche era la más importante de toda su vida, que él era casado en Cochabamba pero que se divorciaría inmediatamente y se casaría con ella para siempre y que viviría en Alemania para siempre, o donde ella quisiera para siempre... Santiago, cansado, resumió, en una sola frase: ─Mi amigo quisiera ir a su hotel contigo. Clemente se incorporó para pagar la cuenta. La alemanita endulzó sus ojos mirando a Santiago: ─De acuerdo, voy al hotel pero no con él sino contigo. Cuando Clemente volvió hecho una fiesta, encontró solamente a las dos feúcas. Ellas sin gracia, él sin idioma. ¡Hice bien, carajo!, pensó Santiago en el aeropuerto de Orly, ¡hice bien en sacarle aunque sea esa hembrita a ese traidor! Porque debajo de esa máscara de huevón simpático, Clemente escondía las facciones del delator. Santiago se descompuso. Recordó la expresión exaltada, luminosa, de Eliseo, e imaginó el rostro estupefacto, desconcertado que pondría esa vez, en aquel hotel de La Paz, cuando en lugar de aparecer Clemente con el dinero destinado a la operación Neblina brotaron los 39

empistolados rostros de la Policía Secreta. E imaginó el pavor de Clemente la noche que el Movimiento lo ubicó en su escondite de Panamá, la cara cobarde que tendría horas después frente a la muerte decretada por la Dirección Nacional, con qué voz rogaría que lo perdonaran, que era inocente, que se trataba de un error, que él no se quedó con el dinero, que Eliseo no cayó por su culpa ni por su culpa fue torturado hasta morir. La voz de los traidores no tiene sonido, pensó. Volvió a mirar a Juan, que lo estaba mirando. ¿Era leal?

XI.

PASAJEROS INESPERADOS SUBEN A LA BALSA

Más que la violencia de la lluvia lo despierta el hambre. Bajo el agua del brazo de río sus ojos descubren anguilas lentas. Espera que pasen bajo su machete. En la desesperación por encontrar comida olvida que el mango del machete está claveteado. Descarga el brazo armado sobre la cabeza de la anguila. El filo corta el agua, se hunde en la carne fría, la instantánea descarga eléctrica del pez lo avienta de espaldas sobre el fango rojizo. Por sus ojos pasan nubes de loros. Por el color de su pelo supe que el topacio me odiaba. Proseguir. Tambaleándose mete la balsa al río. El hambre lo enloquece. Para olvidarlo trata de dormir. El río atraviesa bancos de arena donde todo es silencio. Ni aletear de pájaros, ni zambullirse de bufeos, ni escándalo de monos, nada. Bódar vivirá. En algún desvanecido poblado edificará una enorme casa, convivirá con alguna mujer cachonda, hacendosa, obediente, que le calentará la cama, le entretendrá la mesa, le criará los hijos. El hombre que escapó de la prisión para ejecutar a Bódar no alcanzó a disparar. Próximo a la carretera murió extenuado. Catorce días ya. La muerte ya. Un grito desmenuza el silencio: «¿A dónde vas, chori?» ¡Lo descubrieron! Su cuerpo presiente el balazo. «¡Tecali, chori! », repite la voz. ¡No son guardias: son indios campas! Intenta descubrir las chozas. Entre brumas, entre neblinas rojas, imagina peces asándose, yucas sobre la leña, trozos de tortuga en la sopa hirviente. Con el remo empuja débilmente la balsa hacia los gritos. En las ramas de los árboles que bordean la playa de arena sucia descubre hileras de pájaros de cuerpos negros y pintas blancas. Asados. «Son páucares.» Paucarcito le decían por cariño, el páucar es un pájaro que come plátanos, sus carceleros le arrojaban plátanos podridos, come mierda le decían. El páucar imita el canto de todos los pájaros del monte y hasta el habla de los hombres. «¡Alto! ─ordena el teniente Basurco, entonces era teniente─. Ahora vas a cantar, cholo de mierda», y Páucar imitaba sollozando el canto de los pájaros libres. No encuentra ni chozas ni fogatas ni campas ni huellas sobre la playa desierta. No son voces de hombres burlándose de él sino burlas de los páucares que vuelan hasta la otra orilla. Regresa al río, desalentado. El sol hace sonar su cascabel de panes. El agua se escama de panes. Por el aire de vidrio asfixiante atraviesan bandadas de panes. Las nubes son panes, llueven panes. Sigue. El sol incendia los árboles de pan. Demasiado hambre. Atraca. Entre los platanales atisba una casucha abandonada. Cae de bruces sobre una bandada amarilla. Mataré a Bódar. La mujer de Bódar no conocerá a Bódar. Las Tropas Especiales no capturarán los depósitos del Segundo Frente. El hombre que escapó de la prisión para matar a Bódar venció los peligros mortales de la selva, alcanzó a llegar a la carretera, se embarcó en un camión, en Huancayo contactó a los compañeros. Avienta la balsa sobre las aguas marrones. La hojarasca protege del sol, no del recuerdo. ¿Morirá? Por primera vez piensa «moriré». El calor es sofocante. Se palpa la carne. La encuentra fría. «El hombre es una alegoría provisionalmente vestida de sueños.» Treinta años ya. Carne 40

vestida de años. Hace tanto que no come que no defeca ya. Se vuelve a tocar el cuerpo frío. «Moriré.» Duerme. Fui de nuevo una garza: caí, caí, caí. En mis sueños caigo hasta que con moribundo esfuerzo mis alas me detienen. Por mis ojos transcurren peces luminosos, escualos de oro y sólo entonces percibo que la lentitud de mi vuelo no la provoca la extenuación de mis alas sino el espesor del agua que atravieso. Intento asirme al cielo pero sólo consigo hundirme. Vuelo entre monstruos luminosos, sobre ciudades donde multitudes exterminan garzas. En la plaza degüellan cientos y cientos de garzas. Una sola se salva. Yo me salvo. Escapo por el cielo, alcanzo a salir del fondo del agua. No es agua. No vuelo sobre el mar. Estoy en el interior de una bola de vidrio de colores que un niño arroja contra otra bola de vidrio y contra otra de nuevo. El pequeño jugador fracasa varias veces y abandona el juego con dolor. Entonces le vi los tres ojos: uno tierno, otro indiferente, otro sollamado por el odio. Sueña ahora que una avalancha de peces llueve sobre la balsa. Cientos de boquichicos platean la balsa, golpean su cuerpo. ¿Sueña? Su mano tantea, toca, se cierra sobre la indiscutible dureza de una palometa de escamas traslúcidas. ¡No sueña! ¡Los peces existen, son, están allí! ¡La mijanada lo ha salvado! De tiempo en tiempo, cuando los ríos crecen, las corrientes preñadas alzan olas de peces. El agua le ha dejado una espuma de peces sobre la balsa. Con el machete abre el vientre del pescado más grande; sin detenerse a descamarlo mete la mano, extrae las entrañas, come la carne cruda. ¡Se jodió Bódar! Mastica otro. ¡Se recontrajodió Bódar! Antes que se devuelvan chorreando al río machetea unos veinte, los filetea, los pone a solear. ¿Para qué? No tiene sal. El sol los pudrirá en un día. En horas. Los guarda bajo hojas. No se distinguen orillas. La correntada penetra en bancos de niebla densa, luego se violenta todavía más. Le parece que se acerca a la confluencia del Sepa con el Masisea. ¿Estoy huyendo entonces a la inversa? ¡Deliro! Un oleaje levanta la balsa. Veinte años ya. Se recordó en su primera prisión: delgadito, afrontando con valentía las mentadas de madre de los agentes de Seguridad del Estado. Esa zona se llama Yaparín. «Diga cómo es verdad que usted pertenece a una organización terrorista.» El puñetazo le volteó la cara. La sangre de la garza resbala por sus mejillas. «Diga cómo es verdad que ha participado en acciones subversivas.» Lo peor vino después: le amarraron las manos hacia atrás y lo suspendieron de una soga hasta zafarle los omóplatos. «Diga cómo es verdad que desde hace muchos años sueñas que eres una garza capaz de atravesar las paredes.» Lo dejaron caer sobre el piso de cemento, baldearon su cuerpo desnudo hasta que recuperó el conocimiento, lo arrastraron y lo tiraron al suelo del calabozo. Nicolás consiguió un frasquito de árnica y una pastilla de aspirina. Por primera vez, esa noche lo atacó el asma. Una bandada de garzas enemigas se le atracó en la garganta. Garfios de hierro le destazaban el pecho. No hay aire. Yaparín: un puñado de casas aletargadas a lo largo del río. «¡Un preso se está muriendo!», gritó Nicolás. «¡Ojalá se murieran todos!», respondieron los guardias republicanos. «Llamen al doctor Zea», pidió Nicolás. «Zea es aprista». «¿Eso qué tiene que ver?, es médico por encima de todo.» Pero Zea no quiso venir. Nicolás mismo fue a su celda. Yaparín se denomina esa región. El médico regordete, especialista en alergias, lo miró, despectivo. Abriendo, cerrando la boca el pez trataba de sorber aire. «Examínelo, por favor», dijo Nicolás. «Yo no atiendo comunistas», respondió el médico. Pero el hombre no será nunca, verdaderamente, ni alegoría, ni carne, ni años, ni sueños, ni nada, si el vendaval de la Revolución no limpia antes el fango pútrido de la miseria humana. Terminados de entregar los ochocientos kilos de periódicos viejos que habían recogido durante todo el día en París para ganarse ochenta francos, Ramiro encendió un cigarrillo y le dijo: «Nicolás, vivimos de recoger basura, hemos llegado al fondo de la mierda, ya no podemos bajar más. ¿Te acuerdas de esa parte de "El Capital" en la que hablando de la podredumbre de la sociedad burguesa, Marx dice que ese fango es 41

el limo del cual surgirá la nueva vida, otra vida, una vida hermosa, limpia, libre? Nicolás: tú y yo hemos sido miembros de la juventud del PC, y aquí hay muchos como nosotros, desorientados, desmoralizados, jodidos... ¿Por qué no organizamos una célula, un Movimiento para lanzarnos a la lucha armada, para hacer de una vez, y de verdad, la Revolución en el Perú?» Por el río suben barcazas soñolientas techadas con hojas de palmeras. El río fluye veloz, pero la vida fluye más rápido que el río. Su vida, lo que le quedaba de vida, fluía más veloz que la corriente. Treinta años ya. Enfila a la orilla. Las embarcaciones se mecen en la recoleta. Bajo el castigo del sol se afanan comerciantes, burócratas, guardia civil, putas, pasajeros que van a Iquitos, que vienen de Atalaya. Sabe que no debe correr el riesgo, que lo que hace es una temeridad, pero el hambre lo ciega. Desembarca. El domingo entra con él al poblado. Avanza disimulando. A poco encuentra gente que duerme, borrachos náufragos de alguna jarana. Bajo la enormidad de una lupuna, una pareja desnuda duerme entrelazada tras unos matorrales. Durante el sueño han botado la cobija. De las ramas de un arbusto espinoso cuelga la ropa del varón: tirado por el suelo ve el vestido floreado de la hembra. De puntillas, lenta, lentamente, evitando pisar ramas secas cuyo crujido podría despertarlos, se acerca a los dormidos. Con dedos de seda desprende del arbusto el pantalón y la camiseta, y se aleja. Ya fuera de peligro, detrás de una palmera gorda, se arranca los andrajos, se pone el pantalón y la camiseta. En un bolsillo encuentra, no lo cree, billetes, no lo puede creer. Cerca del embarcadero, en una mesa sombreada por un toldo de yute, una muchacha vende desayunos. Pide café caliente y yucas fritas. Bebe tratando que no le tiemblen demasiado las manos. Pero nadie repara en él. Compra más yucas y regresa a su balsa oculta por arbustos de orilla. La mete de nuevo al río. La corriente lo arrastra por un flanco, lo empuja hacia una enormidad de agua dormida. El sol no tiene piedad de sus llagas. El agua es tan densa que no sabe si toca fondo con la punta de la tangana. Durante una legua atraviesa aguas flemosas, luego la correntada vuelve a dispararse. Ahora avanza con tal velocidad que tiene que voltear la cara, incrédulo, para convencerse que acaba de salir de aguas mansas. El río arranca pedazos de ribera con árboles vivos. Ramas amenazantes pasan rozándolo. La vida fluye más rápido que todos los ríos. ¡El hombre que está más cerca de su muerte que de su nacimiento necesita urgentemente ser feliz! ¿Había sido feliz? Francesca le llenó de nuevo la copa de vino. «El problema más importante no es el imperialismo, es la muerte», le dijo. Él se quedó pensativo. Cerca de la orilla cavada por el río le pareció mirar la tierra recién llovida que cubría su tumba. No tendría tumba. Su lápida serían esas espumas marrones. "No Francesca, el problema más importante es el imperialismo, porque el imperialismo es la muerte. Y aunque provisionalmente la Revolución signifique la muerte para nosotros, la revolución es y será la vida.» Un tumbo de aguas turbias cogió la balsa, la levantó y la lanzó por los aires.

XII.

SANTIAGO VE UN ANIMAL QUE SUS OJOS JAMÁS HAN MIRADO

Sobre el desarreglo de las sábanas, nuestros cuerpos eran los de dos náufragos, únicos sobrevivientes del jubiloso tifón que había derribado floreros, botellas, vasos. Nuestros cuerpos no podían contener más gozo. Marie Claire, todavía empapada por el entresueño, giró sin darse cuenta y al recostarse en mí sus pezones rozaron mi pecho. Y fue como si un loco corriendo por entre los árboles de un bosque calcinado por el verano arrojara teas que al instante lo incendiaran todo. Nuestros cuerpos ya no 42

podían tolerar más placer y sin embargo, entreverándonos de nuevo, descubrimos que esos bosques en llamas era menos que el fuego de una rama, menos que el fuego de una hoja, apenas el comienzo del comienzo. En el espejo, frente a la cama, contemplé los movimientos vertiginosos y lentos de un animal que mis ojos jamás habían visto. Vi que las piernas convulsas del cuadrúpedo luchaban entre sí. Vi cómo sus cuatro piernas se fundían en dos. Vi que el bellísimo monstruo era bicéfalo, que sus cabezas peleaban, se mordían, se besaban, se arrancaban los hocicos. Vi que sus dos cabezas se juntaban en una sola. Vi la desesperación de sus cuatro ojos resistiéndose a ser dos. Y en los ojos que sobrevivieron vi el júbilo de ser ya sólo dos. Vi cómo los veinte dedos de las manos de la bestia forcejeaban, se debatían, desaparecían detrás de su lomo y reaparecían convertidos en diez, las uñas del uno en los dedos del otro. Vi que sus nuevas manos acometían lo que quedaba de sus rostros, desgajaban dos de los cuatro labios del jadeante animal malherido, le dejaban una sola, insaciable boca. Vi que uno de los labios pertenecía a la nueva cara y el otro a la abolida. Vi que las crines, ahora sin contienda, mansamente se entremezclaban en una sola pelambre de cabellos, ora negros, ora castaños, ora azabaches, ora verdes. Vi cómo la bestia se iba pacificando, aquietando, aletargándose. Y entonces, sólo entonces, vi que el prodigioso animal reposaba en nuestro lecho y no en el lecho del espejo. Y que nuestros cuerpos eran su cuerpo. Y que en su rostro se mezclaban las facciones de Marie Claire con las mías. Y comprendí que ella era yo, que yo era ella, que él era yo y ella era él. La miré. Me miró: La nos miré. Me nos miró. ¡Éramos el ejemplar único de una especie única, principio y fin de una raza destinada a existir ese instante único! ¡Primer y último ejemplar de una raza extinguida, el postrero ejemplar de una especie que algún día iba a nacer! Cuando despertamos ya no brillaba el sol. Sin embargo, era necesario desayunar. Marie Claire se levantó y se vistió con inesperada elegancia. Se encaminó hacia la cocina. La escuché recoger la correspondencia que el portero deslizaba ocasionalmente bajo la puerta. Y su voz excitada: ─¡No puede ser! ─exclamó, volviendo al dormitorio con un periódico en las manos. Me incorporé. Con los ojos puestos en la primera página, entre incrédula y contenta, entre sorprendida y agradada gritó: ─¡Se casó el Papa! Desperté de golpe. Sin entender nada repetí la absurda frase con la que los necios descreen la noticia de algún fallecimiento argumentado: «No puede ser, hace tres días lo vi saliendo del cinema.» ─¡No puede ser! ─insistí. Pero Marie Claire, sin atender a mi desconcierto iniciaba la lectura de los cables que estremecían el mundo. ─SE CASÓ EL PAPA... Miami (UPI, France Presse, Reuter, Prensa Latina). Sorpresivamente, el ciudadano romano Giancarlo Pavini, universalmente conocido como el Papa Juan Pedro III, contrajo matrimonio esta mañana en la Iglesia Matriz de esta ciudad, con la señorita Maysa Da Silva dos Santos, universalmente conocida, asimismo, como «Maysa I, Miss Brasil»... ─¡No puede ser! ──la interrumpió mi voz de gramófono rayado. Pero Marie Claire, sorprendida ella misma, dejó la lectura de la noticia central y con alborozo leyó, en voz alta, los subtítulos, igualmente desconcertantes. ─...SE HA VUELTO LOCO, DICE EL VATICANO... Roma.─ Urgente. ─ (United Press). ─ En espera del inminente Comunicado con el que la Santa Sede se apresta a afrontar la más grave crisis del Cristianismo desde que San Pedro negó a Jesucristo 43

por tercera vez, un vocero cardenalicio, que prefirió permanecer en el anonimato, declaró que, de ser cierta la supuesta noticia del supuesto matrimonio del supuesto Pontífice, se trataría de un caso indudable e inequívoco de demencia... ─¡No puede ser...! ─...SÍ, ESTOY LOCO, PERO DE AMOR, DECLARA EL SANTO PADRE... Miami. ─ (Urgentísimo.─) Informado del comentario vaticano acerca de su presunta locura, instantes antes de abordar el yate de uno de sus testigos matrimoniales, el actor Frank Sinatra, el Santo Padre declaró escuetamente: «Sí, estoy loco, pero de amor, y Dios quiera que algún día lo estén todos mis Cardenales...» Empecé a dudar de la veracidad del acontecimiento, pero la impavidez de Marie Claire me devolvió la fe. ─SIEMPRE QUISE CASARME CON UN PAPA, DECLARA LA FLAMANTE ESPOSA... Barbados. ─ Urgentísimo. Confirmado.─(Agencia Reuter). ─ «Siempre soñé casarme con un Papa», tal fue el único comentario que la sonriente y hermosísima ex Miss Brasil, actual esposa del Sumo Pontífice, concedió a nuestro corresponsal en Barbados. La Santa Madre... No pudo continuar. Tapándose la cara con las manos Marie Claire comenzó a reír. ─¡Qué lástima que no sea cierto! ─suspiró─. ¡Me hubiera encantado asistir a la boda...! Y sentándose en el borde de la cama: ─Estoy harta de leer noticias atroces o imbéciles. Desde ahora sólo leeré mis propias noticias. ¡Aquí está: el primer ejemplar de «LA VERDAD», único diario al servicio de la mentira, o mejor de la fantasía...! ¡Aquí está el único periódico que su Señoría leerá mientras viva conmigo! Mientras yo embarcaba hacia Dakar a Juan, Marie Claire había redactado su periódico, pegado los textos sobre una hoja de diario verdadero, compuesto los titulares con esas letras de imprenta que utilizan los artistas gráficos en sus trabajos. ─¿Has leído a Proust? ─me preguntó sorpresivamente. ─No. ─En alguna parte de «En Busca del Tiempo Perdido», que encontrarás cuando conozcas ese libro memorable, el Narrador lamenta que la banalidad infinita de los diarios desdeñe las noticias verdaderamente trascendentes. Por ejemplo, ¿qué Agencia Noticiosa hubiera transmitido el acontecimiento que en su tiempo, en lugar de las frívolas fiestas de Versalles, debió encabezar todas las primeras planas de todos los periódicos que entonces no existían? Imagina con delicia el titular: «HOY DÍA EL MARQUÉS DE SAINT─SIMON TERMINÓ DE ESCRIBIR SUS MEMORIAS»...

Y tomándome la mano, acariciándola: ─¡Qué pena que el próximo «Le Monde» no difunda la única noticia importante de hoy... ? La fiesta de sus ojos seguía mirándome: ─¡Qué vergüenza que mañana los periódicos del mundo no titulen en su primera página: SANTIAGO Y MARIE CLAIRE FUERON LOCAMENTE FELICES TODO EL DÍA DE AYER ...!

Salté de la cama, y levanté el cuerpo de Marie Claire en un abrazo que reía con ella. Se me escurrió suavemente y se fue a la cocina. ─Haya guerra o haya paz, se case o se divorcie el Papa, sea cual fuere la conmoción del día, voy a preparar el desayuno... Me quedé soñando en los titulares que en todos los puestos de periódicos difundirían la noticia de nuestra plenitud. SANTIAGO Y MARIE CLAIRE FUERON LOCAMENTE FELICES TODO EL DÍA DE AYER...

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Oí el hervor del agua, el movimiento de la cucharilla disolviendo el azúcar en las tazas de café. Apareció en la puerta del dormitorio con una bandeja de madera. Mirándola reír, sintiendo que mi vida era más que vida, tuve miedo. ¿Sería yo capaz de partir? ¿Era capaz de dejarla? Igual que la primera fisura de la fe de un creyente por cuyo espíritu cruza el nacimiento de una herejía, así, en mi ánimo, surgió, por primera vez, el deseo de abandonar todo lo que no fuera ella. ¿Sería leal? ¿Hasta cuándo? ─¡Hasta la muerte! ─grité en español─. ¡Hasta la muerte? ─repetí, pero desconocí mi voz. Mi cuerpo sabía que yo mentía... Sentí que sin Marie Claire la existencia sería un vacío, la presencia de una desaparición. ¿Y si en lugar de enrolarme en esa expedición, a cuyo término, ahora lo veía con lucidez, me esperaba la muerte, optaba por ella, por Marie Claire, por la vida? ¿Sería leal? ¿No era ya acaso desleal? Ni Marie Claire ni yo habíamos hablado nunca de juntar nuestras vidas. Más: el día que nos conocimos nos prometimos no tener pasado. Ella nombraba por descuido, raramente, algunas ciudades, algunos hechos dispersos. Por ciertas referencias inconclusas yo conjeturaba, por ejemplo, que ella había vivido en Nápoles, que conocía despaciosamente México, que había visitado Jerusalén. La manera con que Marie Claire citaba los textos de algunos Cabalistas me hacían sospechar que acaso era judía, pero el entusiasmo con que recordaba a algunos de sus amigos árabes, la minuciosidad con que detallaba la cocina marroquí, me regresaban a la desconfianza, al desconocimiento cuando hablaba de su pasado. Marie Claire hablaba para no decirme nada, en realidad. ¿Y yo? Ya tampoco tenía ni pasado ni futuro. Yo era sólo presente, un presente uniformado de combate, de clandestinidad y de muerte. Yo había sido adiestrado para luchar. Yo debía morir o matar. La muerte no me infundía temor. La muerte era para mí un compañero más, un miliciano que acaso caería antes que yo en los próximos combates. ¿Morir? ¿Y qué? ¿Matar? ¿Y qué? Para nosotros la muerte es otra manera de vivir, me dije. Pero mis palabras no me convencían. O, mejor dicho las frases que convencían a mi espíritu no convencían a mi cuerpo. Yo debía morir o matar. Yo había sido entrenado para la muerte. Me vi de nuevo en el Campamento. La víspera había llegado de Praga. Por rutina o precaución ─nunca se sabía dónde miraban los ojos de la CIA─, el avión se detuvo al final de una pista secundaria en el aeropuerto de La Habana. En la puerta del Antonov nos esperaban camionetas militares. De inmediato nos condujeron al Campamento. La entusiasta sonrisa de Laynez, uniformado de verde olivo, nos recibió en la cuadra de alojamiento. El regocijo no nos cabía en la piel. ¡Por fin, por fin ...! Gregorio, Ramiro y Nicolás, ¡por fin, por fin!, entraron al instante y nos acompañaron al almacén de donde salimos, ¡por fin, por fin!, con botas, pantalones y camisas de milicianos. ¿Y Luis?, pregunté. ¿Y Luis? coreó a mi lado un compañero cetrino, bajito, que no había dicho una sola palabra durante el viaje. «Todo a su tiempo», respondió Nicolás. Volvimos a la cuadra. Gregorio nos señaló los catres de cuartel, esos de dos pisos, que ocuparíamos. Me alegró saber que Laynez dormiría debajo de mi cama. Estaba yo por sacar de mi maletín un cartón de cigarrillos cuando Luis apareció. Cinco milicianos armados, mestizos o indios, como nosotros, peruanos evidentemente, entraron con él. Contra todo lo que aguardábamos, Luis, el siempre sonriente, lucía un rostro grave. Con voz más grave nos dijo: ─Compañeros, acérquense... Sin saber qué pensar, extrañados, nos agrupamos en semicírculo. ─Tengo algo importante que decirles. Pero antes quiero felicitarlos. Yo sé, en carne propia, lo que un auténtico revolucionario siente cuando viste por primera vez el glorioso uniforme de los libertadores de Sierra Maestra. Les digo, simplemente, sean dignos de llevarlos... 45

Puso las manos en la cintura, nos repasó con la mirada. ─Todos ustedes saben por qué y para qué estamos acá. Aquí recibiremos el entrenamiento adecuado para poder enfrentarnos, con las armas en la mano, a las fuerzas que defienden el podrido sistema social del Perú. Yo iré al frente de ustedes. Muchos de nosotros caeremos en la lucha contra el enemigo. Pero no todos morirán gloriosamente. Los valientes tendrán la muerte de los valientes, los traidores el fin de los traidores: Y amenazador, con ojos castaños, brillosos de contenida rabia. ─Aquí, entre ustedes, compañeros, hay dos infiltrados. Sabemos, sin ninguna duda, que se trata de dos agentes de la CIA. Lo sabíamos desde el Perú. Si les permitimos seguirnos, creer que nos engañaban, si toleramos que llegaran hasta aquí, fue por una razón muy simple: mañana serán fusilados. Antes de que amanezca yo vendré a entregarles las armas con que ustedes mismos los ajusticiarán... Siempre en fiestas, Marie Claire abandonó en el suelo la bandeja, se volvió a mí, empezó a besarme casi imperceptiblemente el cuello, su boca fue bajando por entre los vellos de mi pecho, quemando el vientre, acercándose a mi deseo dolorosísimo. Yo no veía nada: mis manos, como ciegos que avanzan sin equivocarse porque todo lo conocen de memoria, mis manos ciegas caminaron los senos de Marie Claire, las nalgas de Marie Claire, el matorral empapado de Marie Claire. Y con horror de sacrílego descubrí que yo quería vivir. Vivir ahora, vivir aquí, con Marie Claire. Y vivir siempre así. Siempre.

XIII. NICOLÁS CRUZA A NADO EL BOULEVARD SAINT GERMAIN ¡Sol maldito, sol hijoeputa, sol de mierda...! Nicolás ansía que el sol sea un Polifemo cuyo único ojo, al alcance de su brazo desollado, pudiera vaciar la punta de su remo. Pero el sol sigue allí, lo sancocha sin piedad. ¡Ah, si pudiera abrir el ojo del sol para que lo envolviera la frescura de la sombra! Cierra los ojos, los abre: ¡pero si ya es de noche! ¿Es de noche? Pero si es de noche ¿qué sol arde sobre su delirio? ¿Confunde el día con la noche? Su balsa entra en la correntada. Erizado de troncos, semihundido en el río el sol lo espera. Si sale con vida de esta correntada, sólo le faltará eludir dos Puestos de Control. Quince días ya. Puestos fáciles de cruzar. Luego, encontrará trochas grandes, las caminará con alivio, llegará a la carretera. Y algún camión lo recogerá. Se acuerda del camión de Laynez y lo ataca la risa. Hacía años de eso, Laynez vivía entonces con Merceditas, esa chola tan rica, tan arrecha, tan pedilona. «Estoy jodido, hermano ─se franqueó Laynez─, no puedo vivir sin esta mujer.» «¿Y por qué no te buscas otra?» «No puedo, estoy enchuchado.» «¿Y cuál es el problema?» «El problema es que ninguna plata me alcanza para sus caprichos... No tengo nada ya que empeñar ni qué vender... Y aquí, entre nosotros, te confieso que hasta me he gastado la plata que el Movimiento me dio para imprimir los volantes del mitin...» «¡Carajo, pero si el mitin es el domingo ... !» En dos días, y prestándose de todo el mundo, él ayudó a Laynez a reponer el dinero de los volantes. Pero Laynez no se repuso: «Hago horas extras por las puras huevas. Merceditas se gasta en una hora lo que yo gano en una semana, a este paso no me queda más que robar... » Me reí: «Si te decidiste a ser ladrón, ¿por qué no comerciante?» «¿Yo comerciante? ¿Comerciar en qué, si sólo tengo lo que llevo puesto?» «¿Y tu Volkswagen?» «No es mío, es de mi hermano.» «¿Y qué te importa? ─le dije─. ¿Desde cuándo en Tacora piden tarjeta de propiedad para comprar un carro?» «Está bien, supongamos que vendo el Volkswagen. ¿Y después ... ?». «¿Conoces la selva?» «Ni de vista.» «Da lo mismo, hermano: en la 46

selva los negocios están tirados. ¿No has visto cómo los camioneros llegan al Mercado Mayorista cargados de fruta y se forran de plata con un solo viaje? En Tingo María una camioneta de plátanos no cuesta nada, en Lima vale diez veces su precio.» Laynez remató el Volkswagen; volviendo de Tingo María podría comprar dos, todo lo que Merceditas le pidiera. Alquiló un camión, viajó a la selva, lo cargó de plátanos verdes ─madurarían en el camino─ y lleno de júbilo enrumbó de copiloto a Lima. Laynez había previsto todo menos las lluvias: el trayecto de Tingo María a Huánuco era un fangal, el camión resbalaba, resoplaba, se atascaba a cada rato, y arrancaba de nuevo dejando un reguero de plátanos. Cerca de Huánuco, el deslizamiento de un cerro le impidió regresar. Allí, prisionero de dos huaycos, el camión se quedó una semana. Con el sol los plátanos no sólo maduraron: se pudrieron. ¡Carajo, qué tal consejo que diste...! Delante de mis ojos los plátanos se chorreaban, el Volkswagen de mi hermano se hacía mierda y millares de avispas y de abejas negras acudían a chuparse gratis toda mi carga, mi platita... Picoteado de avispas, hinchado, harto de ser comerciante, harto de ser marido de Merceditas, harto de comer plátanos, decidí escapar. La policía no me dejó. El chofer, más vivo, cobró sus ocho días y huyó por los roquedales. Yo fui por la carretera. En el control de Huánuco me detuvieron. Seguro el chofer les había dateado. «Oiga usted, ¿a dónde mierda cree que va?», me dijo un Alférez. «Voy a Lima, mi Alférez.» «¿Y el Ford platanero que ha abandonado usted en la carretera ... ?» «Esteee ... », quise decir, pero el Alférez me cortó─ «¡Usted alquiló ese camión, usted convirtió los plátanos en mierda, usted es una mierda y usted no se me va sin sacarme toda esa mierda de la carretera ... ! » Volví vigilado por un guardia civil. Descubrí el camión envuelto en una nube de avispas. El policía se sentó en una piedra, al pie del cerro, mientras yo, tapándome la cara con mi casaca, atravesé el avispero y trepé a la caseta del camión. Salí manejando, perseguido por millares de avispas coléricas, de abejas negras, que me atacaban, que no me dejaban ver la carretera. Por huírles me estrellé en el cerro. Tuve que venderle al policía mi casaca, mi reloj, detén tu camino. Haz que esta noche sea eterna, el impermeable que me prestaste, la frazada que me prestó mi hermano, y los botines que sí eran míos, y con esa plata y lo que me quedaba pude remolcar y hacer reparar el camión. Dieciséis días ya. Si sale con vida, encontrará trochas, llegará a la carretera, se embarcará en un camión platanero. Vuelve a reír. Atravesará la cordillera, cruzará el páramo de Cerro de Pasco, llegará a Huancayo, buscará el número 163 de la Calle Real, tocará la puerta. Bódar abrirá: «Te esperaba, hermano», él extraerá la pistola alargada por el silenciador, el cuerpo de Bódar caerá, la sangre traidora de Bódar salpicará las paredes. «Estoy jodido, hermano, no puedo vivir sin esa mujer.» De pronto se siente solo y envidia a Santiago. ¿Voy a morir, me estoy muriendo ya? Más elevado que las lupunas de la orilla entrevé el árbol de su futura fama. No negaba nada. Sí volviera a nacer repetiría la misma vida, los mismos actos, los mismos errores, participaría de las mismas luchas, por ellas abandonaría su único amor. Y una vez más envidió a Santiago. ¿Y si el acto verdaderamente subversivo no era la revolución por la que iba a morir sino la vida con Francesca, el amor que dejó...? Se despierta en el agua. El caudal aleja la balsa de su cuerpo desamarrado. La ve irse dando tumbos entre los oleajes. No se ven las riberas. La velocidad con que crece el árbol no es la velocidad con que crecen las hojas. Ninguna batalla final acabó con la esclavitud. Las rebeliones anónimas, las luchas oscuras, los combates perdidos, los Espartacos, los Pugachovs, los Tupac Amaru, los Emiliano Zapata, los Garabombo sin rostro, ellos, terminaron con la barbarie. Sus combates fueron el fermento del porvenir. Aunque caigamos oscuros, anónimos, olvidables, nuestra lucha tiene sentido: somos la semilla donde espera el porvenir de América. Nadó calmosamente hacia el Boulevard Saint Germain. Amanecía. Desobedeciendo su propia consigna, salió con Francesca a 47

buscar un café. París no terminaba de despertar. El Boulevard se poblaba de trabajadores, de limpiadores de calles, camareros que pronto abrirían los cafés, camiones que transportaban carne, verduras, huevos, frutas, todo lo que reclama el vientre de París. Trata de tranquilizarse; la serenidad es su única posibilidad de salvarse. Caminaron sin encontrar cafés abiertos. En la Place Saint Michel divisaron la Boule d'Or, pidieron cafés con leche. En las mesas del fondo, soportando los desperdicios que la escoba de un mozo disgustado les arrojaba prácticamente contra los pies, cuatro negros se reían a gritos, respira hondo, hunde la cara bajo el agua, nada calmosamente. El dueño enfurecido les mandó callarse. ¿Creían estar en la selva? la balsa asoma a veinte metros, vuelve a hundirse, resurge a sesenta metros, desaparece en la curva, el mozo trajo los café con leche y trozos de pan untados con mantequilla. «Sigue nadando, no te desesperes, bracea sereno», dice Francesca. No sabe por qué nada, pero cuando las aguas que lo arrastran lo meten en la curva, su cansancio desaparece, sus brazos recuperan vigor: ¡Allí, detenida por los troncos de una palizada, entre las mesas del café, esperándolo, está la balsa! Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer...

XIV. MARIE CLAIRE ENCUENTRA AGUA SUBTERRÁNEA La fosforescencia del reloj sobre la chimenea me recordó que yo no debía estar allí sino en la rue du Comandant Gibau, participando en la reunión convocada por Nicolás. La fosforescencia de Marie Claire sobre la cama me lo hizo olvidar. La seguí besando. Su lengua me contestó con ternura, pero sin fuego. Se separó de mí. ─Yo sé lo que te pasa ─me dijo. Recostó su cabeza sobre mi pecho, adhirió su oreja sobre mi piel, se pegó aún más a mí, y dijo suavemente: ─Yo oigo lo que tú no me dices, lo que tú crees que no me dices... Así como los buscadores de agua de tu país, según tú mismo me has contado, así como ellos ponen sus oídos en la tierra y, allá dentro bajo capas y capas de rocas, saben escuchar el secreto sonido de las aguas, y después se levantan y señalan el sitio exacto donde debe excavarse y ordenan perforar el pozo; así, como esos buscadores de agua, yo pongo mi oreja en tu cuerpo y oigo cercanas las cosas que te sucedieron lejos, todos los sonidos de tu vida, y descubro tu verdadero curso... ¿Qué sabía, qué podía saber? ¿Había yo hablado en sueños...? Sin darle importancia, pregunté: ─¿Y qué escuchas? ─Ahora no deberías estar aquí, Santiago. ─Puedo postergar mi cita. ─Esa clase de citas no se pueden postergar, lo sabes bien. Se levantó, encendió un Gitane. La luz que se filtraba por las persianas de madera mal cerradas, perfiló su cuerpo. ─No deberías estar aquí ─repitió entre bocanadas de humo. Eran las nueve. Me vestí con rapidez. Ella me acompañó hasta la puerta. ─No para siempre en la tierra, sólo un poco aquí ─recordó. ─¿Qué quieres decirme, Marie Clalre? ─No estoy queriendo decir nada. Te lo digo: No para siempre en la tierra, sólo un poco aquí... Yo quise decirle que... Pero era tarde, no podía demorarme más. Sin voltear bajé a saltos la escalera. Cerca de la puerta de calle, por suerte encontré un taxi, lo detuve, 48

le pedí al chofer que me condujera a la calle paralela a la rue du Comandant Gibau. Esperé que el taxi se alejara, me apresuré a caminar los cien metros que me separaban del edificio, subí. Me abrió la sonrisa dolida de Camilo, peor que el «dónde carajo has estado» con que me hubieran recibido Laynez o la mirada hosca de Nicolás. Entré al cuarto neblinoso de tabaco. Guillermo estaba hablando. Mi llegada no lo interrumpió. ─…Y, aunque en apariencia ─decía─, la policía peruana no dispone de informes precisos, ha apresado a seis de los compañeros que se aprestaban a salir del Perú para ir a entrenarse a Cuba. Casi todos los cincuenta compañeros que deben viajar todavía no pueden hacerlo, por huevadas, pasaportes, papeleos. Los pensábamos sacar escalonadamente. Pero la policía peruana está capturando a compañeros sin antecedentes, clandestinos, en escondrijos a prueba de soplones. Eso indica que disponen de verdadera información sobre nosotros. ¿De dónde? Estamos revisando todos los canales de compartimentación, todas las bases de seguridad, todos los sistemas de enlace y comunicación. ¿Dónde está la falla...? Todavía no lo sabemos. Mientras tanto, allá nos enfrentamos a dos riesgos casi iguales: sacar a todos los compañeros, ¡cincuenta!, en una semana, con la probabilidad que caigan todos en el aeropuerto y nos desmantelen y nos jodan años de trabajo... o cambiar bases, rutas de salida, y sacarlos escalonadamente, como se pensó al comienzo... ─La falla está aquí ─lo interrumpió Nicolás, señalando la cortina que cubría la ventana del quinto piso. Vio que Guillermo se levantaba hacia la ventana y lo volvió a cortar: ─Ni se te ocurra apagar la luz, empuja la cortina y mira, como si quisieras airear el cuarto y botar el humo de estos murciélagos... Guillermo no lo dejó seguir hablando, fue, a la puerta en silencio, la abrió sin ruido, y sin ruido descendió los peldaños hasta el entrepiso del edificio y desde la oscuridad del pasillo, a través de un ventanuco, observó la calle. Volvió: ─Hay dos autos sospechosos... ─¿Un «Ford» azul y un «Peugeot» gris...? ─preguntó Nicolás─. Hace días que vigilan. No lo creí hasta anteayer que los volví a ver en la rue Delambre, luego de la reunión, a la que tampoco asistió el que ya sabemos ─sonrió, mirándome. ─Entonces no les interesa capturarnos ─sentenció Camilo─. Los flics franceses son eficientes. Si quisieran capturarnos no se exhibirían así, ya estaríamos todos adentro... ─¿O sea que sólo nos quieren asustar, demostrarnos que saben...? ─dije. Nicolás me palmeó el hombro: ─La falla está aquí en París. Aquí nos ubican, aquí nos chequean, y de aquí informan al Perú, y allá, ni bien llegamos, nos captura la policía peruana, conocedora, con anticipación, del día y el sitio de nuestro ingreso clandestino. Yo pedí hace semanas la reestructuración total de la organización y de sus métodos de trabajo, y no me hicieron caso. Ahora les pido a ustedes, por favor, que me escuchen... Y mientras su boca seguía diciendo: ─...Por favor, háganme caso: reestructuremos la organización de una vez, estamos quemados... Su mano, la mano de Nicolás, terminaba de escribir en un papel: ─NADIE DEBE VOLVER AQUÍ, NINGUNO DEBE VOLVER A DORMIR DONDE DURMIÓ ANOCHE, MAÑANA AL MEDIODÍA NOS REUNIMOS EN LA PLACE REPUBLIQUE, EN ESE CAFÉ QUE TIENE SALIDA A DOS CALLES. ¡CUIDADO CON LOS MICRÓFONOS QUE PUEDEN HABER EN LAS PAREDES!

Para esos micrófonos reales o imaginarios dijo: ─Yo creo que aquí debemos tornar la resolución definitiva. Los compañeros del Perú no deben viajar a entrenarse. Son archiconocidos. Tendremos que buscar otros 49

cuadros. La organización peruana debe reestructurarse y postergar las operaciones por ahora... Sin dejar de hablar Nicolás se levantó, prendió fuego al papel que ya todos habíamos leído y, sin despedirse de nadie, se deslizó hacia las escaleras.

XV.

NICOLÁS ENCUENTRA PROTECCIÓN EN EL SÉQUITO DE UN ALMIRANTE

Sus piernas apenas lo sostienen. Desembarca. Regocijo de tambores y flautas circundan una danza. «¡Paisanos!», saluda. «Paisano», le contestan los indios chamas que bailan excitados por el masato. Antes que tenga tiempo de pedir comida le ofrecen chicha de yucas en un mate. Sabe que lo observan, que si no bebe no lo considerarán amigo. El masato lo hunde en un mareo. Porque mi vida se acaba: ella es la estrella que alumbra mi ser. Yo sin su amor no soy nada. Entonces detrás de los bailarines distingue blancos. Me jodí, piensa. ¿Cazadores de lagartos? ¿Madereros? Sentados en torno a una fogata, los blancos ni lo miran, los ojos fijos en el asado de un ronsoco gigantesco que crepita sobre el fuego. El hambre lo obliga a aproximarse. «Un poco de comida, por favor», suplica. Alguien dice: «Alférez de Fragata Carlos Pons, ¿la tripulación ha comido a su guisa?» ¡Marinos! ¡Me jodí!, piensa. «La tripulación ha comido a satisfacción, mi Almirante», responde el inquirido. «Alférez de Fragata Carlos Pons: ofrezca usted entonces vitualla al solicitante», ordena el Almirante, señalándolo. ¡Yo soy el solicitante!, piensa. El oficial que si es alférez no lo demuestra ni en la vestimenta ni en los ademanes le ofrece, en un plato de aluminio abollado, pedazos de ronsoco humeante y yuca asada que él mastica lentamente. El Almirante, sentado al pie de un árbol mediano, con una inexplicable copa de champagne en la mano derecha, impertérrito, ordena: «Alférez de Fragata Carlos Pons: cuando el peregrino termine de yantar, que se apersone al Almirantazgo pues ando requerido de noticias de Tierra Firme... » Poco a poco, con la comida, se recupera. ¿Delira? No delira. Sigue viendo una treintena de hombres, todos de disparatada vestimenta, algunos de aspecto marino, que disfrutan de la comida en torno del llamado Almirante: un varón de talla mediana, más bien grueso, de rostro fino y redondo como sus anteojos de cristales manchados, metido ─en semejante calor─ en una chaqueta blanquísima surcada por dos hileras de botones dorados. Ve botellas de pisco que circulan en manos de los chamas. Evidentemente los indígenas bailan en honor del uniformado. «¿Se ha servido usted a satisfacción?», le pregunta el Alférez de Fragata que, sin duda alguna, no lo reconoce como prófugo. «Sí, mi alférez», contesta. «Entonces constitúyase al Almirantazgo.» Lo sigue. El Alférez Carlos Pons se detiene a tres metros del tronco donde termina de cenar el Almirante, «Basta, Señor Edecán», ordena a otro marino que viste igualmente, andrajos de civil. Se recontrajodió. El Edecán retrocede llevándose el gran mate de masato que ha intentado verter en la copa de champagne. Sin duda por cortesía, el Almirante besa la copa correspondiendo así al brindis requerido por el curaca de los chamas. Luego dice: «Extraños caminos escoge la historia. Los avatares nos llevan por selvas desconocidas y en apariencia nos alejan de nuestro Gran Propósito: descubrir y civilizar al Nuevo Mundo. Abundante y extensa es la relación de los milagrosos productos que habremos de difundir en esas salvajes naciones. Pues en estas comarcas, que sólo elegí para tránsito, compruebo la existencia de algo que mis laboriosos experimentos químicos me inducían a sospechar: el líquido que cierra todas las heridas. En el decurso de mi vida científica intuí la existencia de un licor capaz de cicatrizar las heridas del cuerpo y del alma. He aquí 50

que ahora encuentro este zumo que, si todavía no logra cerrar las heridas del alma, al menos cicatriza las del cuerpo: la sangre de grado que estos bondadosos aborígenes apartan a nuestra Empresa Civilizadora.» Se levanta y muestra una botella de sangre coagulada. Prosigue─ «Ésta que veis no es sangre de humanos sino resina de un árbol semejante al caucho, que crece en estos ignorados bosques de la virginal Amazonía. La virtud mayor del zumo de este humilde vegetal es cauterizar instantáneamente las heridas. El curso de la historia cambia con el descubrimiento que vengo de hacer de esta sangre vegetal desconocida. En adelante, las naciones que guerrean han de encontrar remedio para recomponer los cuerpos de sus soldados malheridos. El discutible arte de la guerra inicia aquí un nuevo capítulo. Los heridos ya no serán heridos una sino tantas veces como sus altos mandos lo ordenen. En cuanto a mí, más allá de las honestas operaciones de los botánicos, proseguiré mi búsqueda: encontrar el bálsamo que cierre las heridas del alma de los hombres.» Como si no hubiera dicho nada ni hablado ante nadie, vuelve a sentarse y dice: «Señor Edecán, que comparezca el solicitante.» El Alférez de Fragata le informa que el solicitante es él. Se recontrajodió. ¿Ellos están locos o él está loco? ¿Delira? ¿O él es producto del delirio de ellos? «Acérquese, buen hombre ─concede el Almirante, y agrega─: Exponga la demanda que lo trae ante mí y que, lógicamente, espera, con Justicia, alcanzar.» «Soy maderero extraviado, mi Almirante ─expone con humildad─ y la única demanda que traigo, alimentarme, ha sido generosamente satisfecha.» El Almirante sonríe con benevolencia e ironía: «¿Y desde cuándo anda usted prófugo, señor maderero?» Decide jugarse el todo por el todo: «Desde hace tantos días que ya no lo sé, mi Almirante.» «¡Alférez de Fragata Carlos Pons! ─dice con voz neutra el Almirante─, que el oficial encargado del rancho aprovisione al señor maderero prófugo.» Y sin mirarlo: «Ninguno ha visto al demandante. Mañana al alba continuaremos viaje. Disfrutad hasta entonces, buen hombre.» Se sienta sobre el tronco y majestuoso ordena: «Alférez de Fragata Carlos Pons: que comparezca al Oficial de Día.» De entre los desharrapados surge un hombre, esta vez gordo, más bien fofo, cuyo único atuendo marino es una gorra que en alguna época fue blanca. Se cuadra marcialmente. El Almirante, con la calma que en todo instante usa, dice: «Oficial de Día Bernardo Solís: disponed que acuda la Orquesta ¡id por los músicos! ¡Convocad los pífanos, los tambores, los violines, los clarinetes, las arpas, los címbalos, los timbales, los oboes, los triángulos, los atabales; en suma, mis músicos de habitual. Día es éste de esparcimiento. Quiero así retribuir la hospitalidad de estos simpáticos aborígenes.» El Oficial de Día Bernardo Solís se vuelve a su Segundo en el Mar, y este inverosímil marino comienza a agitar con ambas manos banderines de señales dirigidas a alguien que sólo puede encontrarse en tierra, ya que nada se ve en el río. Su debilidad le impide seguir los textos en clave que emite el Cabo de Transmisiones. El banderín de su mano izquierda parece contradecir al banderín de la derecha, aunque ambos se confunden en movimientos cada vez más desenfrenados. Usan claves que evidentemente sólo ellos comprenden. Entretanto, siempre sentado, el Almirante habla: «El riesgo en las grandes travesías no es el peligro, porque para eso, aventados corazones, valentías destempladas como las que conmigo vienen, sobrarían para vencer cualquier obstáculo. El peligro verdadero es el aburrimiento que acomete a quienes cruzan territorios salvajes, vastedades inhabitadas, selvas interminables como aquestas. Para─ amenguar ese daño está la música. Desde tiempos clásicos úsase para domesticar a las fieras. Con modestia me jacto de haber descubierto otra aplicación: la música, ungüento supremo de menguados, incapaces y gente de poco seso. Entendiendo que en esta obra civilizadora mi deber era traer escaso equipaje, en noches de vigilia ─que usted, Alférez de Fragata Carlos Pons, Cronista Mayor de nuestra Empresa, sin duda tiene inscritas en el Libro de Bitácora─ tramé encerrar 51

muchas orquestas y melodías en una caja. Y lo he hecho. Hela aquí: ¡aproxime la orquesta, Oficial de Día Bernardo Solís! » No es la risa de Francesca sino las carcajadas de los bufeos que meten y sacan sus cuerpos grises, juegan y resuenan toda la noche. El supuesto Oficial de Día y un grumete irrumpen en el claro del bosque con lo que parece ser una victrola muy antigua, de esas de manivela y aguja del grosor de un clavo. Efectivamente, es una victoria RCA Víctor. El Almirante prosigue: «Así, para estos usos, inventé este sencillo aparato. Observen: ni bien deje caer yo este brazo de metal, este pequeño brazo armado de una aguja sobre este círculo negro que vuestra simplicidad acaso os lleve a creer que se trata de una redondela de caucho endurecido, y no es tal; ni bien haga yo ello, de este disco saldrá la música, brotará un bosque de melodías más alto que el que nos circunda, y que yo traigo para regalo no sólo de los valientes que me acompañan en esta travesía sino también de todos los cuitados que se nos acerquen en el camino.» Él mismo da cuerda a la manivela de su victrola. Deposita el manubrio sobre el disco y, como es de esperar, suena música. No puede creer en sus orejas: en la naciente oscuridad que se puebla de zancudos, se esparcen los sones del bolero que con voz engomada canta Lucho Gatica: Reloj de medianoche no marques las horas porque voy a enloquecer. Ella se irá para siempre Cuando amanezca otra vez. ¿Dónde está? ¿Entre los indios, integrando el cortejo de un Almirante sin mar y sin navío, escuchando a Gatica en medio de la selva, atacado por zancudos y mosquitos que ya ni lo desangran? Se palpa los hombros, la camisa manchada, su brazo hinchado por las picaduras. Sí: está allí, no hay duda. Mientras el Almirante dispone otras canciones, se queda dormido. Lo despierta una brisa fría. Mira a los navegantes despatarrados por aquí y por allá. No. ¡No ha soñado! Con el fondo de la casa se incendió la casa, y con la casa el fondo de la casa. A su costado ve un costal lleno de provisiones. «Seguro lo ordenó el Almirante para mí.» Elude cuerpos dormidos, gana la orilla, mete la balsa al río, con la corriente a favor desciende muy rápido, alcanza el islote y comienza a bordearlo. En una hendidura de sus costas, semioculto por la floresta y por una multitud de ceticos de anchas hojas, ¡qué hermoso es ese arbolito!, clavado de proa en la arena, descubre una de esas lanchas bolicheras que se utilizan para atrapar anchovetas en la costa. Se restriega los párpados: ¿Qué hace una barca anchovetera en las aguas de ese río ignoto, semiescondida por el islote? El sol le muestra sus maravillas: dentro del costalillo encuentra pescado salado, maíz tostado, yucas fritas, gallinas asadas, cuchara, tenedor y cuchillo y un trozo de cartón donde alguien ha escrito con alcohólica escritura: «Por orden del Almirantazgo considérese y acéptese este Salvoconducto Universal.» El día se empluma. Los restos del tricornio se tragan a la nieve. El río fluye pacífico. Cerca del mediodía divisa los dos islotes sobre los que se reparte el poblado de Bolognesi. En la gran isla, sabe, queda la Gobernación, las tiendas de comercio, el Puesto de la Guardia Civil. En la pequeña viven gentes de menos valor o de paso. Dieciocho días ya. Enfila su balsa hacia el costado opuesto a la vigilancia y, cubierto con la hojarasca, disfrazado de árbol recién derribado, pasa entre las islas. El pueblo de lata se rebeló contra la pureza. El gallo arrojó el hueso de la hora. Tranquila pasa la balsa por el río tranquilo. Luego se desploma un aguacero descomunal. Trata de protegerse con las ramas, pero las gotas caen como piedras. Un desaforado crepúsculo tuesta los árboles por encima de la lluvia. Divisa una casucha. Desembarca. Con la lluvia, la tierra exhala vapores tan densos que antes de tiempo lo rodea la oscuridad. Los zancudos alancean por todas 52

partes su cuerpo maltrecho. Sin duda lo desangrarían, si a las once, ésa es su hora, no desaparecen. Tanta es su fatiga que se duerme sentado. Lo despierta el ruido de los automóviles matinales que cruzan la pista mojada del Boulevard Saint Michel.

XVI. SANTIAGO LE DICE A MARIE CLAIRE QUE CERVANTES NO FUE AUTOR DEL QUIJOTE ─¡Un instante! ─gritó alborozada Marie Claire y se echó a correr entre los árboles del bosque de Fontainebleau. Jadeando regresó con una flor. ─En sueños vi esta misma flor ─siguió─. En mis sueños estuve antes aquí, contigo, exactamente como ahora, sólo que ahora es mejor, mucho mejor... ¿Te acuerdas del verso famoso: el árbol es sólo una llama florida? ¿Y la advertencia, creo que de Nietzsche: ¿Nunca golpees a un árbol: se acordará después de mil años...?. Su rostro se encendió: ─Y ya que ahora nos hallamos, no ante un público de pobres humanos que no recuerdan ni lo que miran, sino ante un auditorio de árboles ilustres que dentro de un milenio se acordarán de este momento, de estas miradas, de estas palabras... En honor de este bosque de señores quiero danzar, voy a danzar... Y con destreza de bailarina, que yo no sospechaba, porque sus senos eran opulentos, y su cuerpo no era rígido, alada trazó los jeroglíficos de un ballet cuyo significado me entorpecía la belleza de la danza. Terminé de asistir a esa función que los pinos jamás olvidarían. Regresamos hablando de Keats, de Nietzsche, de Dostoievski, de Melville, de sus obras. ─¿Sabes cuál fue el primer libro que leí? ─dijo Marie Claire, tapándose la cara con las manos─. ¡El Gato con Botas...! ─¿Y eso qué tiene de raro? Y ella, asomando un ojo por entre los dedos: ─Es que es el único libro que leí durante años... ─No es para avergonzarse. ¡Quizás «El Gato con Botas» sobrevivirá a «Materialismo y Empiriocriticismo»! Soltando las manos, mostró su rostro: ─El Gato podrá desaparecer inclusive, pero su sonrisa siempre quedará flotando. Yo señalé sus labios: ─Ésa es la sonrisa que debe quedar flotando... Di una vuelta en redondo, miré los árboles y grité: ─¡No me importa, señores del bosque, lo que desaparezca, con tal que ésta sea la sonrisa que quede flotando...! El viento agitaba las hojas, nos enfriaba. ─¿Cuál fue tu primer libro, Santiago? ─Nunca lo supe. ─Estoy hablándote en serio. Aunque no sea el primer libro que uno realmente ha leído, siempre hay un primer libro del que uno se acuerda, y ése es nuestro primer libro... ¿Cuál fue el tuyo? ─Realmente no lo sé. Nunca lo supe... Acaricié la extrañeza de su cara. ─Los primeros libros que yo leí, no tenían carátula, es decir, no tenían autor. ─No hay libros sin autor. ─Los míos eran de autor desconocido. 53

─Sigo sin entender. ─Cuando yo era niño circulaba por América Latina una revista que traía, en cada número, el resumen de una novela. Como mi madre era adicta a la lectura, pidió autorización a mi padre para leerlas. Mi padre se ganaba la vida duramente y consideraba que leer historias era una pérdida de tiempo y gastar dinero en ellas, una sustracción a los esfuerzos del sobrevivir. Para no lastimar a mi padre, sabiendo que a él no le gustaría que ella leyera demasiado, mi madre apeló a una inocente estratagema: arrancar las carátulas en las que figuraban el título de la obra y el nombre del autor. Así mi padre veía siempre la misma revista e ignoraba que debajo de esa carátula, cada vez más desgastada, desfilaban distintos y fascinantes personajes de distintas y fascinantes historias... Marie Claire me arropó con su pañuelo de seda, como si yo y no ella, tuviera frío. ─Yo, que ya sabía leer, en los descuidos o ausencias de mi madre, me aventuraba clandestinamente en sus revistas. Mi madre leía a escondidas de mi padre y yo a escondidas de mi madre. A veces sus ocupaciones la obligaban a salir. Para evitar acompañarla y quedarme a solas con sus libros, me fingía enfermo y no bien se alejaba me precipitaba al desván donde guardaba sus novelas. No sabía qué libros leía, pero los leía. No sabía qué autores me maravillaban, pero me maravillaban. En ellos encontré historias prodigiosas, amores casi siempre desdichados, batallas donde caían los mejores, intrigas donde triunfaban los cobardes y vencían los avaros. Pero nunca supe qué libros leía... Sólo después de años reencontré esos personajes que deslumbraron o aterraron mi infancia. En una librería de viejo ─yo tenía quince años─, descubrí que el malvado cuyas mezquindades poblaron de pesadillas ciertas noches de mi niñez, era el Barón de Nucigen, de Balzac; y que el Alquimista que sacrifica su fortuna, la dicha de su familia y su propia vida, en busca de lo Absoluto, de la fórmula que transmuta todo en oro, era también otro personaje de Balzac; y que Eteocles y Polinices, los guerreros que se amenazan desde las torres antes del combate fratricida, eran hijos de la imaginación de Esquilo... Así, poco a poco, en la vida, en el azar de bibliotecas o librerías, fui dando nombres a personajes y autores que yo amé u odié con analfabeta pasión. Yo no había soñado a la ballena blanca: existía en un libro de Melville. Y supe, también, que Emma Bovary, que muere al final de la novela por haber querido vivir como en una novela, es obra de un autor que jamás le perdonó esa osadía: Flaubert. Las últimas luces esfumaban los árboles. Y Marie Claire, emocionada: ─¡O sea que hay multitudes de inolvidables personas sin nombre que te siguen esperando en alguna parte...! ─Una de las grandes exaltaciones de mi vida fue entrar una tarde a una librería, hojear un libro y enterarme que el hijo que odiaba a muerte a su padre, que lo quería asesinar porque amaba a la misma mujer, no era yo sino Dimitri Karamazov. Encontramos la carretera, distinguimos luces. ─En uno de estos libros de autor incógnito leí las aventuras de un tal Don Quijote de la Mancha, un caballero a quien la excesiva lectura de libros de caballería le sorbió los sesos. Imaginándose caballero andante, acompañado de un tal Sancho Panza, pródigo en refranes y en bellaquerías, los vi irse por el mundo a deshacer injusticias. Yo no sabía entonces que hay tantos malvados en el mundo que el pensamiento de tomarles cuenta es locura. Prodigiosas serían sus hazañas, pues los editores le consagraron cuatro números que para mí fueron otras tantas semanas en que ardí de impaciencia. Los leí sin entender. Muerto de risa asistí al episodio de los molinos de viento. Sofocándome con pañuelos para evitar que por mis carcajadas mi madre se percatara de que yo leía sus libros en el altillo, vi la batalla de los carneros, y 54

tantas aventuras. No entendí, claro, las profundidades del libro pero comencé a sospechar que tras las trapacerías del vuelo del mágico Clavileño o de la farsa de la ínsula Barataria, la razón no estaba con los que se pretendían cuerdos sino del lado de los locos. Años después encontré, con las carátulas que le correspondían, las revistas que traían el resumen del «Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha». Y supe que el hombre que lo había escrito en una cárcel, era Cervantes.

XVII. VLADIMIR ILICH ULIANOF, DIT LENIN, SE VE OBLIGADO A IRSE DEL DEPARTAMENTO DEL PROFESOR GODETT Ráfagas de guacamayos azules, amarillos, rojos, verdes, penetran por las ventanas del departamento del Profesor Godett, se posan en hileras, con grandes uñas se sostienen en los estantes de la biblioteca, nublan los sillones, ocultan la puerta de la cocina donde Francesca se afana, con pico multicolor. Michèle obtuvo gratuitamente el departamento del Profesor Godett, el problema no era el dinero sino conseguir alojamiento en París sin tener que pasar por los hoteles, por las agencias de alquiler y exhibir documentos. «¡Qué mejor ─dijo Michèle─ que el departamento del Profesor Godett!» El Director de su tesis pasaría, como siempre, sus vacaciones en Grecia, y como siempre debía resolver el angustioso problema del cuidado de Áyax Telamonio, su gato idolatrado. Estaba dispuesto a dejar su departamento a una pareja, con la única condición de que cuidaran como se debía a Ayax Telamonio. El verano anterior, por amor a la Hélade, confió su gato y su casa a un estudiante griego. Cuando retornó de Ilión, la de abolidas torres, encontró su departamento alfombrado de muchachas desnudas, efebos soñolientos, quesos a medio morder, botellas llenas de colillas de cigarro y una niebla de marihuana le impidió ver el resto de su casa. Meses después seguía encontrando preservativos entre los tomos de la Enciclopedia Británica. Sabiendo que esta vez el Profesor buscaba una pareja seria, Michèle, le informó: «Yo conozco un encantador matrimonio sudamericano, dos chicos muy formales.» «Te dejará su departamento, Nicolás, a condición de que lo habites con una chica.» «¿Una chica?», se sorprendió. «Sí ─dijo Michèle─, cualquier chica, ¿no tienes una amiga de confianza que te acompañe unos días para que la portera no sospeche?» Nicolás enrojeció. No tenía chica. Nunca tuvo tiempo para las mujeres. «¡Eso no es problema ─dijo Laynez─, para eso está Francesca! Ya es hora de que colabore en algo: la camarada Francesca no se la va a pasar de artista toda la vida. ¡Toda la vida garrapateando copias en el Louvre y leyendo folletos, no! ¡Ya es hora de que se porte! Yo le daré la orden, Nicolás: Francesca te ayudará a engañar a la portera... Mañana a las once la encontrarás en la Boule d'Or, en la Place Saint Michel.» «No la conozco ─dijo Nicolás─, no sé cómo es ella.» «Ella sí te conoce», le dijo Laynez. Eran las once y treinta y no llegaba nadie. Harto de releer «El Estado y la Revolución», y harto de esperar a esa camaradita ─seguro, sería bajita y regordeta, con lentes gruesos, apolillada de leer─, pidió la cuenta. En eso Francesca entró: esbelta, miraflorina sin duda, veinte años, mirada verde, cabellos castaños, ojos almendrados y una sonrisa: «Perdón, camarada, yo suelo ser puntual pero hoy tuve que renovar mi Carte de Séjour, me demoraron en la Prefectura ─sonrió, miró el reloj, sonrió otra vez─, tenemos el tiempo justo para tomar el metro en Odeón, nos deja casi en la casa del profesor Godett.» Nicolás miró la mirada, de Francesca, sintió que un yunque le aplastaba el pecho, esos pechos erguidos, esas caderas, esas nalgas redondas, salieron del café nadando contra el remolino de guacamayos azules, amarillos, rojos, verdes que entraban y entraban por la puerta de La Boule d'Or, se posaban sobre los clientes, sobre 55

la cabeza de los mozos de picos multicolores, con grandes uñas verdes sostenían las botellas de Pernod, delante del mostrador, en espera de algo. Descendieron en la estación Rennes. Esas nalgas, esos hombros delgados, ese modo de caminar cadereando. Para poder respirar como antes, al lado de Francesca, Nicolás se puso a leer los avisos comerciales. «Yo siempre uso blue jean, compañero ─dijo Francesca─, pero en este caso, ya que se trata de impresionar a un Profesor, creí conveniente venir vestida así», se excusó por la elegante falda marrón y la fina camisa de seda con florecitas rojas y violetas en la punta de los senos, collar de plata afiligranada, todo para impresionar al Académico que ahora observaba con satisfacción a la joven pareja. El esteta miró apenas a Nicolás pero recorrió complacido el óvalo clásico y los rasgos mediterráneos de Francesca. Para que el Esteta no dudara, Francesca, amante esposa, metió sus dedos tibios entre los agarrotados dedos de Nicolás. Con rabia, él, que no había temblado nunca, descubrió que su mano sudaba, qué pensaría la compañera. El profesor señaló al gato de Angora, que se negaba a salir de atrás de la cortina. «Les presento a Ayax Telamonio», dijo. «Uno de los más hermosos personajes griegos», comentó Francesca. El Profesor se complació al oírla. «Es mi héroe preferido ─dijo Godett─. De todos los guerreros que asediaron Troya abundante en torres, Áyax Telamonio fue el más valiente. A él, más que a nadie, le correspondía la espada de Aquiles, pero en la Junta de Héroes fue despojado por la elocuencia de Ulises, fértil en astucias. La injusticia le hizo perder la razón. Vagó demente por los campos de Ilión. En su locura confundió una manada de carneros con un ejército y los degolló. No pudo sobrevivir a la vergüenza.» Inesperadamente Francesca recitó: «El tiempo inmenso, infinito, hace surgir a la luz todo lo escondido y cuando lo ha puesto de manifiesto lo oculta de nuevo. No hay que decir que esto no sucederá, porque falla el juramento más terrible y se ablanda el espíritu más tenaz. Así yo, que hace un momento pronunciaba duras palabras, me he doblegado como el hierro al temple de mi tajante voluntad, me he ablandado ante esta mujer: he sentido lástima de dejar una viuda y un huérfano desamparados a merced de mis enemigos...» «¡Pero usted conoce admirablemente a Sófocles!», exclamó el Profesor Godett, entusiasmado. «Quizá porque es pariente de nuestro divino loco, don Quijote», replicó Francesca, modesta. El Profesor se volvió a Nicolás. «No solamente tiene usted una mujer muy hermosa sino también, como compruebo, versada, en nobles letras.» Con los dedos amorosamente metidos entre los de Nicolás, Francesca volvió a sonreír. Para que ese calor no lo mareara, Nicolás trató de recordar que Lenin señala que el primer decreto de la Comuna fue suprimir el ejército permanente y remplazarlo por el pueblo en armas. Francesca le apretó aún más la mano. Ayax Telamonio había salido de la cortina y ronroneaba en las rodillas del Profesor Godett. «¿Tienen niños?» «Está en camino», se sonrojó Francesca. «¡Permítame entonces brindar por él ─se alegró el Profesor Godett, dirigiéndose al bar y volviendo al instante con una botella de vino─. De Samos», explicó, extendiéndoles copas. Nicolás porfiaba en recordar que sin Revolución violenta es imposible sustituir el Estado burgués por el Estado proletario. La mano de la futura madre se acentuaba en la mano del futuro padre. Lenin es categórico: la supresión del Estado proletario, es decir, la supresión de todo Estado, sólo es posible por la vía de la extinción. El Profesor Godett paladeó la dulzura del Samos. «¡Por Áyax y sus modestos admiradores!», brindó. «Es una vergüenza para un hombre el desear una vida larga si no pone todo su esfuerzo para triunfar de sus desventuras. Qué importa que un día sumándose a otro traiga alegría para el hombre, ya que ese día no lo aleja de su fin sino que lo acerca más a él», recitó, complacido, Godett. «No haría yo ningún caso del mortal que se deja ganar por vanas esperanzas. Pero gloriosamente vivir o gloriosamente morir es lo único que debe hacer un valiente y con esto lo he dicho todo», recitó Francesca. El jubiloso Profesor siguió perorando sobre los héroes helénicos. Por fin, dijo: «Realmente, me place dejarles el departamento. No siempre se encuentra jóvenes como ustedes. Si en 56

algo sirve a sus nobles inquietudes, por favor, utilice mi biblioteca, señora.» Francesca volvió a sonreír. El Profesor los instruyó sobre la dieta de Áyax Telamonio. Terminaron la copa. Los acompañó hasta la puerta. Besó la mano de Francesca: «Mis respetos, señora.» Volteó hacia Nicolás: «Vuelvo a felicitarlo, señor: tiene usted una esposa envidiable.» Generaciones de troncos se anuncian tronando. Tiritando de frío intenta descubrir la dirección de la amenaza. El rumor del peligro le evapora la fatiga, ahora todo su cuerpo es oído. ¿Faltan cinco o seis kilómetros para cruzar el próximo Puesto? La impenetrable noche lo protege. En semejante tiniebla nadie descubrirá la balsa. «Me dejó usted turulato, compañera. ¡Qué bárbara para conocer literatura griega!», dijo Nicolás, doliéndose de que en la calle Francesca le soltara al mano. «Michèle me advirtió que el gato del Profesor se llamaba Áyax Telamonio. Mi único mérito es haber aprendido de memoria, anoche, unas páginas de Sófocles. Necesitábamos conseguir como fuera el departamento ¿no?» Esa noche Francesca preparó comida caliente, omelette aux herbes, pero baveuse, explicó, sonriendo. «¿Qué es eso, compañera?» Luego colin a la cacerola con tomates frescos, y ensalada de endives ─tampoco he comido esa─ que preparó con gestos de pájaro. Nicolás lavó los platos, limpió la cocina, desatoró el lavadero. En la sala, Francesca colocó en el tocadiscos el «Concierto para Orquesta» de Bela Bartok. Asomó la cabeza a la cocina: «No te asustes si me ves llorar: nunca puedo escuchar la Elegía sin soltar lágrimas... ¡con qué sublimidad Bela Bartok logró expresar la angustia frente a lo irremediable!» Y luego de una pausa─ «Nicolás, ¿te gusta Bartok?» «Por supuesto», mintió. «Entonces, ¿por qué no vienes conmigo a la sala?» «No quiero importunar, compañera», le dijo, obstinándose en releer que el proletariado necesita el poder del Estado, de una organización centralizada en la fuerza, de una estructura de la violencia, tanto para reprimir la resistencia de los explotados como para dirigir a la gran masa de la población ─campesinado, pequeña burguesía, semiproletarios─ en la instauración de la economía socialista. «El Concierto tiene cinco Movimientos: su suntuosidad agota cualquier análisis.» Siguió el Andante non troppo. «Es de una hermosura desgarradora ─señaló Francesca─, de una transparencia atravesada por los lamentos casi invisibles del Alegretto scherzandi. Y el Tercer Movimiento, ¡por Dios, el Tercer Movimiento! ¿Quién puede escucharlo sin soltar las lágrimas?» La boca hinchada de los números mordían la cola de Hegel. En el salón, frente a una estantería agobiada por filas de libros que rozaban el techo, se imponía a la obesidad de un escritorio oscuro y de una silla más oscura aún, de cuero, y frente al escritorio se veía a un gran sofá de terciopelo forrado con la parsimonia de lagartos que intentan subir a la balsa. En el sillón, tratando de olvidar que Francesca, acostada en el sofá, escuchaba el Concierto, con los ojos cerrados, Nicolás releyó a Lenin por tercera vez: «No somos utópicos, no "soñamos» con eliminar instantáneamente toda administración, toda subordinación: esos sueños anarquistas, basados en la incomprensión de las tareas que incumben a la teoría del proletariado, son fundamentalmente extraños al marxismo, y en realidad sólo sirven para postergar la revolución socialista hasta el día en que los hombres cambien.» El murciélago de Oceanía pronunció el amarillo que Simbad anhelaba escuchar escondido debajo del 14. La Elegía empezó. Pero la lectura de Vladimir Ilich Ulianov no impidió que se le hinchara la bragueta. Francesca susurró: «¿Bartok presentía que le quedaba poco tiempo...? En todo caso, aquí se despide de la vida... ¡Es desgarrador? ¿Te gusta?» «Sí», admitió él sin mirarla, tratando de concentrarse en la «Crítica del Programa de Erfurt» para que la pinga no se le parara escandalosamente. El Norte perdió el pelaje y el infinito mordió la boca del Asno. Lo despertó el canturreo de Francesca en la cocina, el delicioso aroma de los huevos con tocino, el perfume del café Moka caliente, bien caliente. «Nicolás.» «Gracias, compañera.» «Francesca ─corrigió ella─; basta de compañera.» A las diez salieron de 57

compras. Con el pretexto de recoger cartas que ellos mismos se habían escrito, se acercaron a la portera que, claro, informaría al Profesor. Francesca le pasó el brazo a Nicolás, sonrió a la portera. El agua anunciaba otra troncada, una lagartija de calor le recorrió la cintura. Ya en la calle, contento de ubicar la tibieza de Francesca en su debido contexto histórico, por decir algo preguntó «¿Conoces la proclama de Trotsky a las porteras de Petrogrado? Es una de las grandes páginas de la revolución mundial. En el San Petersburgo de esa época, como en muchas capitales, las porteras eran clásicas informantes de la policía. Trotsky les pidió, con palabras de elocuencia irresistible, que no delataran a los hombres que en esos días decidían al destino de Rusia.» Pero la elocuencia de Trotsky no logró alejar el recuerdo de la quemante tibieza de Francesca. Se calló, rabioso consigo mismo, porque ¿por qué carajo tenía él que recordar la elocuencia de Trotsky y pasar a los ojos de Francesca por un pro─trotskista? «Aunque de Trotsky; mejor no hablar ─se corrigió─. ¿Has leído "La Revolución Desconocida" de Voline?» «Sí», dijo Francesca. «Entonces conoces perfectamente que Trotsky aplastó la rebelión de los marinos de Cronstadt y masacró implacablemente las rebeliones campesinas de Ucrania.» «¿Qué piensas de Voline, Nicolás? ...» «Un anarquista.» «Sin embargo, plantea problemas importantes. Yo estoy de acuerdo cuando dice que ningún partido que se coloque sobre las masas para "gobernarlas" o "guiarlas", conseguirá emanciparlas jamás. La emancipación real sólo se cumplirá si los propios trabajadores se gobiernan. Si un gobierno sustituye al pueblo, la vida deja a la Revolución: todo se detiene, retrocede, se paraliza.» «¿Dónde colocas entonces el rol de la vanguardia proletaria?», preguntó Nicolás. «El problema fundamental de las revoluciones es que las revoluciones triunfantes se transforman siempre en dictaduras. ¿Es una fatalidad histórica que en un momento dado, Lenin, nada menos que Lenin, envíe el famoso telegrama: "Aprisionen a todos los anarquistas y acúsenlos."?» «Si Lenin no hubiera actuado así, Francesca, la Revolución rusa hubiera perdido el poder.» «Te invito un Kirsh», dijo ella. «¿Qué es eso?» «Algo agradable, Nicolás.» En toda empresa histórica se plantea, inevitablemente, el problema del poder que lo arrastró por un flanco, la balsa se metió por una enormidad de aguas encrespadas. La violencia del río está a punto de desanudar los tablones de la balsa. ¿Naufragaría tan cerca del Puesto de Control? Se sucedieron días de comer delicioso, dormir inquieto sobre el sofá, oír sinfonías, soportar la visión de Francesca sumariamente cubierta, yendo y viniendo del baño al dormitorio. Engels ha expresado con total claridad la idea fundamental del marxismo sobre el rol histórico del Estado. «No me concentro ─se dijo─, estoy pensando en Francesca no en la idea fundamental del marxismo sobre el rol histórico y la significación del Estado.» Sintió que el sillón, lejos de sostenerlo, lo hundía. El sillón no, era él quien se desfondaba. El Estado es producto de las contradicciones de clase: surge en el momento y en la medida en que, objetivamente, las contradicciones de clase no pueden conciliarse. Y a la inversa: la existencia del Estado prueba que las contradicciones de clase son inconciliables con la hinchazón que comenzaba a dolerle en la bragueta. «¿Te gusta el Réquiem? ─preguntó Francesca─. ¿Conoces su historia? ¿Por qué no nos acercamos más al tocadiscos?», y se sentó en la alfombra. Las inocultables contradicciones de clase del Réquiem que dan origen al Estado no impidieron que la verga se le siguiera parando. Se negó a levantarse. «Hacia finales de 1791 ─dijo Francesca─, un Conde Walsegg tramó una impostura: hacerse pasar por autor de un Réquiem. Visitó a Mozart de incógnito. Vestido de negro y con sumarias palabras le encomendó la obra. Mozart creyó que la Muerte le ordenaba escribir el Réquiem de sus propios funerales.» Nicolás sintió la soledad de su peregrinar por las pensiones, por las miserables casas de los compañeros, entrando y saliendo de las prisiones, siempre exiliado de la carne. Francesca encontró la página que buscaba en 58

el libro. «En una carta de octubre de ese año ─leyó─, Mozart dice: "Mi cabeza está llena de confusión. Solamente con gran esfuerzo consigo conservar claras mis ideas. No se me va de los ojos la imagen de ese extranjero. Lo veo frente a mí, me pregunta, me apura, me exige la obra. Sigo componiendo porque crear me fatiga menos que reposar. No tengo miedo: ¡mi hora ha sonado, voy a morir! Llego a mi fin sin haber logrado que se reconozca mi talento. ¡Qué bella ha sido, sin embargo, la vida! ¡Mi carrera comenzó con tantas promesas... Pero no es posible modificar el destino...!" Los trombones anuncian desgarradoramente la fatalidad», murmuró Francesca cerrando los ojos, mientras Lenin insistía en que hasta hoy las revoluciones sólo han perfeccionado la máquina del Estado, pues bien: es necesario romperla, demolerla. La violencia del río arranca pedazos de orilla con árboles vivos. Amenazantes ramajes pasan a su lado. «La vida ha pasado como las islas Azores», recitó Maiacovsky a la sombra de las apasharamas. «Mi hora ha sonado ─dijo Nicolás─, voy a morir.» «¡Alto!», ordenó Sandino, General de Hombres Libres y mirando en la lejanía la manchita que pronto se convertiría en tropa de marines yanquis asolando los pueblitos, gritó: «¡Algún día triunfaremos, y si yo no lo veo las hormiguitas irán a contármelo bajo la tierra!» Sus ojos ya no pueden evitarlo: ¡Ahí está el tronco blancuzco y arrugado de la tangarana! Él sabe que cuando se golpea su corteza, al instante, por entre sus resquicios, listas para el ataque, brotan miles de hormigas «¡Alto!», ordena el Capitán Basurco.

XVIII.EL CAMARADA RAMIRO DICE QUE «NO SÓLO LA REVOLUCIÓN DEBE CUIDAR A SUS MILITANTES» Abrí la puerta y me encontré con un abrazo. Por un instante no supe quién era, pero a pesar de los bigotes gruesos y el peinado que le alteraba la cara y el atuendo de turista elegante, con maletín KLM, máquina Polaroid y todo, la fresca risa de Ramiro lo descubrió: ─¡Hermano ...! Yo te hacía en La Habana. Ramiro me volvió a estrechar. ─¿Cómo diste con mi dirección? ¿Cómo entraste? ─¿Puedo quedarme aquí esta noche? ─Por supuesto, hermano. Ramiro se rió con esa risa suya que daba tantas ganas de reír. ─¿Sabes, Ramiro, que está por llegar desde Bolivia, de un momento a otro, el compañero Francisco? Ramiro rió con más fuerza: ─No viene de Bolivia, viene de La Habana. ─¿Cuándo? ──me sorprendí. ─Acaba de llegar a París. ─¿Crees que podría contactarlo? Quisiera hablar con él... ─¿Sobre qué...? ─Tengo un grave problema personal, una duda que plantearle... ─¿Y por qué quieres hablar con Francisco? ¿Por qué no me planteas tus asuntos a mí? ¿No soy yo también miembro de la Dirección? ─Tú eres mi hermano, Ramiro; yo preferiría hablar de esto con un cuadro de alto nivel, imparcial... ─Bueno, pues. Justamente esta noche voy a ver a Francisco. La gente de Acción Revolucionaria quiere hablar con él. Ellos mandarán dos altos cuadros. Tú irás 59

conmigo. Se acabó ya tu clandestinidad, porque después de esto te vas al monte conmigo... Me estremecí. Ramiro se movía en el departamento como si viviese allí. ─¿Estás listo? ─¡Por supuesto! ─dije, pero sentí al mismo tiempo, que, a pesar mío, me rebelaba contra la idea de partir. ¿Estaba dispuesto a morir, a cambiar la plenitud del presente, que fulguraba en las rosas colocadas por Marie Claire en el florero, por las acechanzas de mi inquietante porvenir? Ramiro, ¿intuyó algo? ─Santiago, mi hermano, me parece que realmente necesitas hablar con el compañero Francisco. Me jaló cariñosamente los cabellos: ─Yo soy Francisco... Hablemos... ¿Qué es lo que te pasa? Miré en sus ojos el afecto, la confianza. No me atreví: ─Preferiría decírtelo después de la reunión. ─¿Es tan grave? ─Tú juzgarás. Pero antes juzga, por favor, la calidad de este vinito. Mientras descorchaba una botella de «Saint Emilion», se abrió la puerta y entró Marie Claire. ─Marie Claire, te presento a... Ramiro me sacó del apuro: ─Me permito presentarle esta flor ─dijo alcanzándole una de las rosas del vaso. ¿Marie Claire reparó en las picaduras de insectos que irritaban el rostro, las muñecas y las manos tostadas de Ramiro? Porque agradeció la flor con una sonrisa nerviosa, depositó la bolsa de provisiones y sin convicción dijo: ─Perdóname que salga de nuevo, he olvidado comprar algo... Su sonrisa no conseguía ocultar su preocupación: ─De todos modos, se quedan ustedes en su casa. Mientras Ramiro y yo caminábamos hacia La Palette, donde nos estarían ya esperando los compañeros de Acción Revolucionaria, sorpresivamente, sin qué ni por qué, Ramiro me dijo: ─Una vez, hace años, en México, yo estuve a punto de suicidarme por una mujer... ─¿Tú? ─Sí: yo. Y de haberlo hecho hubiera cometido un doble error. Porque el amor hubiera perdido un militante; y la revolución hubiera ganado un suicida inútil. Entramos a La Palette. En una de las mesas contra la pared, entre estudiantes de Bellas Artes, parejas bulliciosas y consumidores que llenaban de humo el interior, distinguimos a Iván y a Ibarra. Conforme nos acercábamos, su desconcierto crecía. Cuando estuvimos frente a su mesa, no supieron ya qué hacer... ─Tranquilos, camaradas ─les dijo Ramiro─. Si están esperando a Francisco, pueden dejar de esperar... Yo soy Francisco. Les extendió la mano. Ibarra e Iván, me miraron desconcertados o desconfiados. No imaginaban tampoco que Ramiro fuera Francisco ni que yo fuera hombre de su confianza. ─No perdamos tiempo ─exclamó Francisco─. Vayamos al grano. Ustedes han pedido que nosotros les abramos la puerta para entrenar militarmente a sus cuadros en Cuba. Se supone que la decisión está en mis manos. Y se supone que por eso ustedes han pedido esta reunión. La respuesta es sí. Estoy de acuerdo en facilitarles esa preparación. Con una sola condición, que una vez preparados, sus cuadros pasen,

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junto con los nuestros, y de inmediato, a la acción... Y que ustedes encabecen el primer grupo, tanto a Cuba como al monte... Iván se rascó la barba, se alisó los bigotes y dijo secamente: ─Creo que habría un solo inconveniente, naturalmente superable. Nuestra Dirección Política hace evaluaciones permanentes acerca de las condiciones subjetivas y objetivas de nuestro país. A ella le toca decidir cuándo y dónde. Nosotros nos entrenaríamos, pero sólo podríamos entrar en acción cuando nuestra Dirección Política lo determine... Francisco se incomodó, pero rápidamente recuperó su son─ risa: ─Está bien: ustedes pueden evaluar y decidir sobre las condiciones de lucha en el Perú. Y es eso lo que están haciendo, ¿no ...? Pero ¿si la próxima batalla no es en el Perú ...? ─¿Cómo que no va a ser en el Perú? ─inquirió Ibarra. ─Estoy planteando sólo una suposición ─dijo Francisco─. Una pregunta solamente: ¿y si el próximo frente no está en el Perú, ustedes irían...? ─Tendríamos que consultar con la Dirección ─dijo Iván. Francisco se levantó sonriendo, pero su voz ya no sonreía: ─Entonces la respuesta es no. Me levanté también. Me detuvo con un gesto: ─Tú te quedas todavía. Y agachándose para hablarme al oído: ─No sólo la revolución debe cuidar a sus militantes: también el amor... Se perdió entre las mesas y el humo de los cigarrillos. Iván tartamudeó algunas excusas, Ibarra dijo no sé qué acerca de las condiciones objetivas y subjetivas, yo sólo escuchaba el cuerpo de Marie Claire, la cara de Marie Claire, las caderas de Marie Claire, los susurros de Marie Claire. Ni me di cuenta que habían partido. Me levanté. En la puerta dos hombres me mostraron placas policiales. ─Police. ─Estoy era regla, miren mis papeles... ─Seguramente. De todos modos, acompáñenos. Me hicieron subir a un Peugeot oscuro que arrancó velozmente y me desembarcó ante el gris de un Comisariado de París. Me condujeron a una oficina interior. Otro policía de civil me preguntó fríamente: ─¿Usted es José Carlos Fonseca? ─Sí, señor. ─¿ Sus documentos? Saqué el pasaporte donde figuraba ese nombre. El policía lo examinó, me examinó: ─¿Hace cuánto tiempo está usted en Francia? Desde hace dos meses. ─¿Y a qué se dedica? ─Estudio antropología en la École des Hautes Études. Mostré el carnet de estudiante a nombre de Fonseca que Michèle me había obtenido. ─¿Hace usted política en Francia? ─He venido a estudiar, no a hacer política. ─¿Y cuándo piensa irse de Francia? ─Cuando acabe mi curso, señor. 61

Entonces, parsimoniosamente, de un cajón de su escritorio sacó una libreta que reconocí de inmediato. ¡Era mi agenda! Disimulé un temblor. Yo guardaba esa agenda en el departamento. ¿En qué momento, aprovechando qué salida nuestra, la policía o alguien, la había obtenido? Temí por Ramiro, que acaso se encontraría en el departamento... ¿Lo estaría esperando la policía? ¿Estaría preso ya? Temí por toda la organización. El inspector hojeó mi agenda, se detuvo en una página: ─¿Conoce usted a Michèle Maurice? ─Sí. Mis manos no podían temblar, pero tampoco contener el temblor. Porque violando elementales normas de seguridad, en vez de ocultar en lugar o con persona insospechable los cien mil dólares que Laynez me había dado a guardar, por disponer de tiempo para Marie Claire, por vivir con ella, me había limitado a esconderlos en un paquete dentro de la chimenea sin uso. ─¿Cuándo fue la última vez que la vio? ─Hace poco, en un curso de École des Hautes Études. Ahora no temía sólo por la organización, por Ramiro, por los compañeros dispersos en la clandestinidad de París. Temí por mí. ¿Y si la policía había descubierto el paquete en la chimenea? ¿Si se había apoderado ya del dinero? ¿Quién me creería que ellos y no yo, se habían quedado con los cien mil dólares...? Una náusea me enfermó. Porque un militante, un verdadero militante, no teme que desconfíen de él. Si yo tenía ese miedo, era porque en el fondo ya estaba dejando de ser un militante. El Inspector me devolvió el pasaporte y la agenda. ─Eso es todo. Puede usted retirarse. En la calle abordé un taxi. No pude pensar nada durante el trayecto. Subí a saltos las escaleras. Abrí la puerta. Me desconcertó la serenidad de Marie Claire sobre la alfombra, lánguidamente reclinada sobre cojines, leyendo no sé qué libro. ─¿Y Ramiro? ─pregunté en español. ─¿Cómo...? ¿No se fue contigo? Me precipité sobre el maletín KLM de Ramiro, lo abrí. Sólo contenía periódicos. Y una nota: «SANTIAGO: NO VOY A DORMIR AQUÍ. TE ESPERO ALLÁ.» La había escrito antes de la reunión. ¡No en vano era Francisco! Mi alegría no tuvo límites. Sin decirle una palabra a Marie Claire, sin verla, saqué el paquete de la chimenea, salí, descendí la escalera, entré al metro, tomé un vagón a cualquier parte ─¿me seguían?─, dos estaciones más allá esperé que las puertas comenzaran a cerrarse, salté sobre el andén. ¡Nadie me seguía! Salí a la Place d'Italie. Tomé un taxi. Bajé dos cuadras antes del escondite de Nicolás. Comprobé que ningún sospechoso rondaba los alrededores y entré por fin al edificio. ─Nicolás ─le dije─, la policía me ha detenido a la salida de una reunión con la gente de Acción Revolucionaria. ─Ya me lo contó Francisco, no te preocupes, no pasará nada... ─Es que hay algo que me preocupa, y ni tú ni Francisco lo saben... Por mi culpa, la policía ha estado a punto de encontrar el dinero en mi casa. ─La culpa no es tuya ─dijo Nicolás─; es mía. No debí ordenar que guardaras ese dinero, pero tampoco podía quedarme con él: el contacto que debía hacerse cargo de esa plata, falló. Y rechazando el paquete que mis manos le tendían: ─No. Tienes que guardarlo tres días más. Ya tú verás dónde. Salí. El bulto de billetes me quemaba bajo el abrigo. ¿En quién confiar? Pasé frente a un puesto de revistas. Un rostro conocido me detuvo en la carátula de «Paris Match». Retrocedí unos pasos. ¡Gilberto Roldán! ¡Sí!; la cara aceitunada y cachonda, los vivaces ojos, la desbordante simpatía de Gilberto Roldán, mi ex compañero de 62

trabajo en el diario «El Heraldo» de Lima. ¡Uno de los escultores más célebres y adinerados de Europa! ¡Quién lo hubiera creído! El Roldán de la carátula había engordado, pero era el mismo norteño conchudo y seductor. Lo recordé, esmirriado y elegante, con ropa prestada, contestando con una risita las recriminaciones del Jefe de Personal. ─Oiga, Roldán: usted llega tarde todos los días. ─Sí, Jefe, pero todos los días me voy temprano... El propio Jefe de Personal prefería irse para no compartir las carcajadas de las secretarias. ¡Ah, Gilberto Roldán, hacía de todo y era de todo: campeón nacional de tango, futbolista, ajedrecista, guía de turismo especializado en norteamericanas, pintoncito de burdel, cronista deportivo, crítico literario y comentarista político, dibujante del «Suplemento Dominical», caricaturista de la página internacional, linotipista...! Y, de la noche a la mañana, inesperadamente, resultó escultor. Él mismo ignoraba que lo era. Esa noche, Gilberto Roldán se encontraba conmigo en la Sala de Redacción. «Puchito» Ortega, nuestro Jefe de Redacción, entró dando saltos, nerviosísimo, y diciendo: ─¡Don Haroldo en persona me acaba de hablar por teléfono...! ¡Pide que un redactor vaya con un fotógrafo, de inmediato, al velorio del Premier de la Quintera que acaba de fallecer de un infarto...! ─¡Pucha! ─dije yo─, ¡ya todos los fotógrafos se han ido...! ─Me extraña, Santiago: tienes frente a ti al mejor fotógrafo del Norte del Perú... Y así, tocando una máquina fotográfica por primera vez en su vida, Gilberto Roldán me acompañó a la casona colonial que ocupaba toda una manzana boscosa en la Avenida Santa Cruz. Nos costó trabajo abrirnos paso entre la multitud de funcionarios, diplomáticos y curiosos que congestionaban las pistas de la Avenida y obstaculizaban la entrada. Tras una enorme reja de dos puertas coloreadas de verde, desde su caseta de madera, uno de los guardianes armados nos reconoció y nos franqueó el paso. Dentro de la mansión sólo encontramos los parientes más inmediatos del fenecido patricio, don Juan Pedro de la Quintera, hasta hacía horas Ministro de Relaciones Exteriores y Premier del Gobierno Constitucional. Y, por si fuera poco, primo hermano de don Haroldo, nuestro Director General. Por ser periodistas del diario de don Haroldo nos franquearon el acceso a la sala, donde apesadumbrados familiares vestían al preclaro jurisconsulto. ─¿Ya maquillaron al Doctor? ─preguntó, sin razón visible, mi fotógrafo. ─No lo creemos necesario ─respondió una matrona condolida─: si parece que estuviera solamente dormido... ─Por ahora... ─acotó Roldán─. Pero dentro de unas horas... ─¡Es cierto, Dios mío! ─balbuceó la señora─. ¿Usted, por favor, podría aconsejarnos? La muerte intempestiva del Premier desorientaba evidentemente a sus deudos. ─Antes de maquillarlo ─dijo Roldán─ debemos tomar la mascarilla de su rostro... El molde de esa mascarilla es imprescindible para el futuro monumento... ─Es verdad ─dijo un viejo de bigotes solemnes─, hay que telefonear para que venga un experto de la agencia funeraria... ─En casos como éste ─siguió Roldán─, un experto no basta: hay que recurrir a un artista... ─¿Y dónde encontrarlo a esta hora...? ─Da la casualidad que yo soy escultor ─añadió Roldán, con modestia. ─¿Pero usted ha hecho antes mascarillas...? ─Hacerlas es parte del oficio de todo escultor.

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─En ese caso, le rogaría que perennizara los rasgos de nuestro inolvidable e ilustre difunto. ─Me excuso por recordarle que los honorarios de un trabajo semejante... ─Serán los que usted disponga. Yo ignoraba que Gilberto era también escultor, pero él ya impartía órdenes, solicitaba yeso y un recipiente con agua tibia, y con dedos diestros palpaba la tez del occiso. Los mayordomos trajeron los materiales. Con manos de experimentado preparó la mezcla, la amasó convenientemente y la aplicó con delicadeza sobre las facciones próceres. En eso lo vi palidecer, casi tambalear. Me acerqué. ─¿Qué pasa? ─pregunté. ─¡La cagué, mi hermano...! Yo pensé que iba a ser fácil ganarme unos miles con esta mascarilla, y por la emoción... ¿Pero, cómo, no eres escultor...? ¿No sabes cómo se hace una mascarilla? ─Sí sé. Cualquiera lo puede hacer. Es sencillísimo. ─¿Entonces, cuál es el problema? ─Me he olvidado de engrasarle la cara antes de ponerle el yeso. ─¿Y qué? ─¡Cojudo! ─susurró─. ¿No sabes que si no le pones grasa primero, después no hay manera de despegarle el yeso de la cara...? ¡Despeja la sala, por favor! ─me rogó. Me volví a los deudos: ─Por favor, señoras y señores: el artista necesita concentrarse en su tarea, es mejor que lo dejemos solo... Los acompañé hasta la puerta del gran salón, eché cerrojo y regresé hasta el lívido Gilberto. ─¿Qué hago ahora, hermano? ─me preguntó─; he tratado de quitar el yeso, pero lo he levantado con un pedazo de patilla. ¡Hacerle esto a un difunto, y fracasar nada menos con un muertazo, un Premier...! !Ya no hay nada que hacer: soy un preso de por vida o un condenado a muerte! ─No tienes más remedio que huir... Sal, cobra tus honorarios y con esa plata lárgate del país. Yo retendré a la gente el mayor tiempo que pueda. Sólo pude contenerlos una hora: el tiempo necesario para que Gilberto Roldán cobrara sus cien mil soles, alquilara un auto expreso y enrumbara hacia la frontera ecuatoriana. Los familiares del Premier tuvieron que llamar, esta vez sí, a un auténtico escultor, para que demoliera, en lo posible, ese montículo de yeso que impedía cerrar la tapa del ataúd. No nos habíamos vuelto a ver desde aquel atroz escándalo. Por los periódicos, años después, me enteré de que, en Europa, Roldán se había convertido en un escultor célebre. Él, en persona, abrió la puerta de su atelier en el último piso de un edificio de L'île Saint─Louis. ─Gilberto ─le dije sin preámbulos─, ahora soy yo quien necesita ayuda. ─Tú mandas...! Pero antes.... ¿nos tomaremos un champancito? ─Ahora no, hermano. Estoy en una dificultad que no puede esperar. No me preguntes cómo ni por qué ni para qué, pero en este paquete hay cien mil dólares. ¿Puedes guardármelo por tres días sin que lo sepa nadie, ni tu mujer...? No son robados ─le dije─; es plata limpia. ─¡Cojones! ¿Y a esto le llamas dificultades? ─se rió Roldán. Regresé exhausto. Pero tan pronto 1Vdarie Claire abrió la puerta, mi cansancio se desvaneció. Ni ella ni yo alcanzamos a decirnos nada. Nuestras manos empezaron a desvestirnos; una cegadora urgencia nos tumbó sobre la alfombra, entrelazados, mordiéndonos como si nos odiáramos, mezclándonos con abrazos que nos dañaban, con suavidades dolorosas, intolerables. Nunca nos habíamos amado así. Nuestros 64

cuerpos se gritaban las dudas, los reproches, los temores que nuestras bocas no se atrevían a expresar. Nuestras lenguas se entreveraban con tanta violencia que parecía imposible que luego pudiésemos recuperar el habla. Éramos dos enemigos que forcejeaban al borde del abismo, dos implacables adversarios que sólo anhelaban la muerte del otro. ¿Ella odiaba en mí el rostro del que la iba a abandonar? ¿Yo odiaba en ella el rostro que no podría abandonar jamás? Odiándose nuestros cuerpos cayeron al abismo y sólo entonces del fondo del odio con la vertiginosa lentitud de una puñalada feroz, surgió el placer. Hacia el alba me despertó una pesadilla. Palpé el lecho: no encontré su cuerpo. Mis ojos la buscaron, la descubrieron de pie, con la frente sobre los vidrios de la ventana que comenzaba a lamer la madrugada. En lo alto del cuerpo de Marie Claire la indecisión de la luz mostró el rostro de una desconocida en cuyas facciones habitaba un sufrimiento insoportable. Me pareció ver lágrimas en sus mejillas. Simulé seguir durmiendo. Ella encendió un cigarrillo. La momentánea claridad del fósforo mostró que sí, que lloraba, y que llorando reclinó otra vez la frente contra la ventana. ¿Quién era esa extranjera? ¿Qué la hacía padecer tan amargamente? ¿El recuerdo de qué, o de quién, le provocaba esa desdicha? Reviví ciertas caricias suyas, ciertos refinamientos aprendidos con otros cuerpos, sin mí, en otras vidas, cuerpos y vidas que permanecían ocultos tras ese pasado que ella me había impuesto no indagar. ¿Qué lamentaba haber abandonado, o a quién? Marie Claire se dio vuelta, se sorprendió al verme despierto y me sonrió dulce, dulcemente, como nunca antes. Se sentó a mi lado, sobre el piso, puso media cara sobre mi pecho, y se quedó oyendo. Setiembre terminaba. Como esos magnates que, sabiendo inminente su ruina, con sorpresivo dispendio recompensan al personal que pronto despedirán, así el otoño dilapidaba sus oros sobre París.

XIX. MOMENTÁNEO FRACASO DE MIS AMBICIONES A Jean Pierre le urgía el alivio de un Stuyvesant pero el frenesí de La Coupole, ese día, le negaba la más mínima tregua. Suspiró. Nunca cumpliría su sueño: cenar en cualquiera de sus mesas. Todos los restaurantes de París se le ofrecían pero La Coupole le estaba vedada. Y no porque no pudiera permitirse, una o dos veces por semana, una bien rociada cena sino porque él mismo, exagerando el respeto por sus colegas, se prohibía ser servido por ellos. Sus ojos vieron aparecer la melena desgreñada de Maurice Gaumont resaltado por el escándalo de un abrigo de piel. Por entre el barullo de conocidos y desconocidos Gaumont se desplazó concediendo saludos altaneros, atravesó la línea fronteriza que separaba la brasserie del comedor. En el comienzo todas las mesas estaban cubiertas por manteles de algodón. Picasso, Matisse, Giacometti, Fernand Léger y otros asiduos se empecinaron en ensuciarlos con incomprensibles trazos, desconcertantes croquis, garabatos de colores irreparables que provocaban indignación en la lavandería. M. Lafon dispuso el reemplazo de los manteles por otros de papel en las mesas frecuentadas por los irreverentes. Así La Coupole se dividió era dos provincias: la brasserie que acabaría siendo Le Coté des Artistes y el restaurante, Le Coté des Bourgeois. Para evitar que los manchamanteles se confundieran de mesa, dispuso que en la brasserie se vendiera vino por copas, ventaja que los retuvo detrás de la frontera tras la cual el vino sólo se servía por botellas. Los gastos de lavandería disminuyeron y los desterrados se llevaron, en sus manteles de papel, bocetos de obras que Lafon admiraría con tardía amargura, en los museos y hasta en las tarjetas postales que ahora los turistas compraban por docenas a la salida 65

de La Coupole. Maurice Gaumont se sentó, como siempre, solo. Ordenó con displicencia seis ostras belons, seis claires, y seis praires y un sol meunière y un Gewürztraminer Medaille d’Or. Jean Pierre anotó el pedido y antes de darle curso consultó disimuladamente con el propietario. On verra contestó M. Lafon. Jean Pierre sabía bien que esa dubitación era el inicio del inexplicable asentimiento de costumbre. Una nueva cuenta aumentaría el voluminoso legajo de la única obra realmente terminada por Gaumont, cuyo triunfante retrato insistían en no publicar todas las revistas de Francia. Jean Pierre se enterneció imaginando la noche en que ignorando las congratulaciones, los fogonazos de los paparazzis, y el asedio de los cazautógrafos, Maurice Gaumont, más imperial que nunca, tampoco pagaba. Porque, ¿quién osaría recordarle esa ridiculez a un Premio Nobel? Y nada cambiaría. La Coupole es una gran familia, se dijo Jean Pierre. Y a una familia se pertenece o no se pertenece. Él atendía clientes que desde hacía años cenaban, tres veces por semana; ignoraba sus nombres. Otros, en cambio, eran adoptados sin explicación desde la primera noche. Sus ojos distinguieron cerca de la fuente vacía y atosigada de flores, una mujer que rengueaba como agobiada por la delicadeza de un mink: Vera, la célebre modelo austríaca, mostraba orgullosa su cojear provocado, por la no menos célebre golpiza de Teherán. Porque el Sha solía entretenerse hojeando revistas de modas. Cuando se complacía en la belleza de alguna maniquí, sus edecanes transmitían por télex a Zurich el capricho del Rey de Reyes. Y la Agencia Mode formulaba la invitacíón. Si la escogida quería ─y desde luego no todas aceptaban─, al fin del week─end persa recibía cincuenta mil francos suizos y todos los visones que quisiera. Vera no sólo se obstinó en cojear: pese a la temperatura sofocante conservó el abrigo sobre los hombros desnudos. «Solamente ensalada y champagne, Jean Pierre», ordenó. A La Coupole no se viene a comer: se va a exhibirse. En la mesa más próxima, donde una lejana noche Josephine Baker había cenado con su leoncillo, se instaló esa pareja que todos los viernes compartía su único menú. René, el disgustado maître que los atendía, colocó adrede un solo cubierto para los dos avaros: esperaría qua le reclamaran el otro. Un cliente chato, de anteojos menguados alzó la voz: en lugar de lenguado, insistía, le había servido merluza. Sin discutir René ordenó cambiar el plato. Y para sus adentros, al cliente. A ciertos comensales no se les contraría, pero tampoco se les vuelve a servir. «¿Qué hacer? ¿Cómo obtener el adelanto?», me inquieté. ¿Con qué historia engolosinar al Editor? Vaca Sagrada no terminaba de demoler mi relato sobre la fuga de un guerrillero que escapa por un río amazónico. En la miseria de sus ojos, detrás de su satisfacción, no sé por qué volví a ver sus ojos de joven, y lo volví a ver, volví a vernos recorriendo la Avenida Insurgentes allá en México, en nuestra mocedad, en busca de un tienducho donde las tortas, esos copiosos sandwiches pueblerinos, fueran más apetecibles y menos caros. Y luego, acaso porque ahora también compartíamos una mesa, nos volví a ver sentados en el Rincón Yucateco donde Vaca Sagrada, la dulce Violeta, Gustavo Valcárcel, Gonzalo Rose y yo celebramos mi triunfo... ─¡Brindo...! ─sonó en mi memoria la voz de Vaca Sagrada─. ¡Brindo por ti, por esta nuestra fraternidad imperecedera como tu arte! Levanto mi copa no solamente por el éxito de alguien que siempre fue mucho más que un hermano. ¡Brindo también por el genio, que a diferencia de los genios de otras épocas, esta vez es reconocido en vida y en su tiempo...! Vaca Sagrada volvió a servirse otra porción de guajolote enchocolatado con mole a la poblana. ¡Claro que yo había sido reconocido! Y con mi primera obra, que no era ni primera ni obra ni mía. Y de la que, en caso que el asunto llegara a los Tribunales, Vaca Sagrada resultaría cómplice y condenado injustamente ya que tampoco mi obra era suya. Yo ocupaba entonces uno de los más destartalados cuartos de la pensión 66

Monterrey. Durante años, harto de mudarme en pos de una habitación mejor y encontrando siempre otra peor, recibí el sorpresivo auxilio de alguien de quien nadie podía esperar nada: Vaca Sagrada. Él me descubrió la sordidez del cuarto trasero de la Pensión Monterrey, vecino de la jaula donde los guajolotes escandalizaban menos que los gatos en celo y los gatos en celo menos que las recogidas en las esquinas sobre cuya gordura transpiraban los estudiantes con suerte. Ni Vaca Sagrada ni yo integrábamos esa casta privilegiada. El cuarto no tenía luz, ni aire, ni tranquilidad, pero gozaba de algo mucho más saludable: crédito. ¿Crédito o bondadoso olvido de parte de Juanita Amaro, la propietaria? De origen humildísimo, ella conocía, sin embargo, el mundo. Doméstica de diplomáticos que estimaban su callada eficiencia, Juanita Amaro había transitado Londres, París, Venecia, Barcelona y Moscú. De sus viajes trajo ahorros y asombros. Instaló la Pensión Monterrey. Yo le debía muchos meses. Ella lo toleraba porque, en algún momento, para excusar mis actividades, o, mejor dicho, mi falta de actividades, yo le había inventado que era escritor. Esto halagaba a Juanita pero los meses pasaban y pasaban. Yo ya no era una deuda: era una inversión, uno de esos bienes que no pueden darse de baja del inventario sin afectar el Activo. ¡Pobre Juanita! Por amor a las artes toleró o fingió tolerar mis amnesias mensuales. Para alimentar sus ilusiones, luego de cada almuerzo yo me adueñaba de todo el comedor para «escribir» infatigablemente. No bien sentía los pasos de Juanita aumentaba de prisa las páginas de un grueso block cuadriculado donde copiaba editoriales absurdos de periódicos todavía más absurdos, o transcribía las simplezas que pasaban por mi mente inconexa. Cuando ella se acercaba demasiado, con gestos de artista insatisfecho con su obra maestra, yo desgarraba mis «origínales» y los echaba a la basura antes que los leyera esa mirada respetuosa que, a mi espalda, insistía en proclamar a todos los inquilinos el inevitable advenimiento de mi gloria. Hasta que una mañana la jubilosa voz de Juanita Amaro me extrajo del sueño en el cual se sumen los artistas agotados por la creación. ─i...Despiértese! Sus problemas y los míos están resueltos. Lea la convocatoria al Concurso y fíjese en el monto de los premios. Me alcanzó un periódico donde me enteré con pavor que la Universidad Nacional Autónoma de México con motivo de no sé qué Centenario de su fundación, convocaba a los Juegos Florales de Literatura. La devolví el malhadado «Excelsior» pero ella insistió. ─¿Leyó usted bien ... ? Primer premio: 10,000 Pesos, segundo premio: 5,000, tercer premio: 3,000. ¡Son nuestros! Ahora quiero ver la cara de los envidiosos que andan diciendo que yo voy a morir no con un libro de poemas sino con un libro de recibos sin pagar... ¡Ya verán los calumniadores¡ ¡Estoy totalmente segura de que triunfaremos! ─Sí, sí, Juanita; como usted diga, Juanita, trataba yo de apaciguarla. ─¡Triunfamos, ya triunfamos! Comenzaron cambios dramáticos. Esa mañana la sirvienta, al atenderme, reemplazó el habitual desgano con que se trata a los deudores, con inesperada amabilidad, sin solicitarlo y de golpe ascendí del desteñido café al juego de frutas tropicales, al café con leche y a los huevos a la ranchera, y a «carne, mucha carne para que se inspire bien», esos privilegios que merecen los hombres que «trabajan con la cabeza». El segundo cambio afectó al ruido─ se hacía silencio cuando yo llegaba. «Que nadie ¿entienden?, nadie se atreva a interrumpir al poeta.» Y se agrandaron las atenciones del personal. En mala hora pretexté la mala calidad del papel: mil hojas de papel de hilo guarnecidas por montañitas de lapiceros, lápices y borradores amanecieron en mi mesa. Mi deuda y mi terror aumentaban. Pensé en huir. Pero mi cuarto, que ya no era el último sino el más espacioso, tenía ahora en la puerta a dos 67

domésticas que se turnaban día y noche para satisfacer los caprichos del genio. Eludir esa doble guardia era imposible. Desesperado, faltando sólo tres días para el cierre del Concurso, y cuando yo realmente tenía el aspecto lívido de los artistas que Juanita embalsamaba en su imaginación, justo entonces llegó Vaca Sagrada, cuándo no, a pedirme lo que él no necesitaba ni regalaba a nadie: dinero. Le informé que mis últimos centavos los guardaba para legarlos a un mendigo con la condición de que robara flores de las tumbas ricas para echarlos sobre la fosa común donde yo reposaría muy pronto. Cómo estaría de solo que busqué amparo nada menos que en Vaca Sagrada. Le confié mis angustias. ─¿En tan poca agua te ahogas? ─socarroneó Vaca Sagrada. ─Concursa con cualquier cosa. Hace poco, en la Universidad de Puebla un profesor mío ganó con un poema inédito que resultó ser de Rabindranath Tagore. Lo único que él hizo fue traducirlo... ─Pero yo no sé ningún idioma... ─Mejor aún: traduce del castellano al castellano. ─¿Traducir ... ? ¿Y a quién? ─En estos casos no hay como Neruda, él también es un experto traductor... Así, con la asesoría de Vaca Sagrada (a quien, en calidad de copista de la versión final de la Opus Magna, le servían un almuerzo a la hora del desayuno y cuatro desayunos a la hora del almuerzo), pergeñé tres traducciones a las cuales agregué, esta vez de mi estro, fragmentos de la única poesía universal que yo verdaderamente admiraba: tangos de Le Pera, Discépolo y Gardel, así como versos del «Plebeyo», «Todos Vuelven» y «Anita Ven». Escribí tres cantos en honor de la amada que no tenía, del amor que yo hubiese necesitado para poder atravesar tanta soledad y tanto desamparo. Vaca Sagrada consiguió tres máquinas de escribir y cada uno de mis poemas concursé en los Juegos Florales bajo diferentes seudónimos. Yo no soñaba con ninguno de los premios pero sí alcanzar la postrera mención honrosa capaz de ameritarme ante el único público que me interesaba: Juanita Amaro. Pero sucedió lo que todavía me es imposible creer. Un mediodía soñé que me despertaba un estruendo de mariachis, y Juanita en lágrimas, gritando «hemos ganado los tres primeros premios». Me desperté, no era un sueño: era un estruendo de mariachis. Acaudillados por Juanita Amaro, pensionistas y criadas acudían a serenatearme. Detrás del regocijo de adulones y deudores, al fondo, más allá del regimiento de guitarrones y gentes bailando, resaltaba la gelatinosa estatua de Vaca Sagrada, quien simulando serruchar su antebrazo izquierdo con la mano derecha, me recordaba que sólo debía alegrarme un cincuenta por ciento, pues la mitad de los premios le correspondían a él. Por consolarme miré, en la pared donde brillaba el reloj de La Coupole, los cuadros de Marie Vassieleva. En el de la izquierda una mujer de extraño atavío, ¿de astronauta?, de rostro negro, mostraba un cuerpo que era o parecía ser una botella. Las manos sostenían una aflautada copa colmada de champagne negro. Un esbelto perro negro caminaba sobre la cabeza de Jean Giradoux que soplaba un clarinete. El autor de la «Guerra de Troya no ocurrirá» había cenado muchas veces al pie de su retrato. En el segundo cuadro un dandy de etiqueta, de monóculo, sostenía una copa y cigarros cubistas. Su mano enguantada mostraba su imperio sobre el cuerpo de una fantasiosa mujer verde, ella también con una copa espumosa de vino negro.

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XX.

LOS CAMPAS INSISTEN QUE PENT PRETENDE TECHAR EL BOSQUE

─...Entonces les propongo otra historia ─dije como un náufrago que se aferra a un madero inexistente. ─Merci ─se resignó Vaca Sagrada. Sin duda para mostrar mi dudoso francés, él pronunciaba las erres con exasperante perfección. Sin desanimarme proseguí: ─El personaje se llama David Pent. Las primeras noticias lo sitúan en las ardientes márgenes del río Tambo. La confianza con que recorre esos parajes y con que trata con los comerciantes, su español mordido de entonaciones selváticas delatan que ha estado antes en la Amazonía. Pronto se le ve contratando nativos con salarios inimaginables. Sus indios ganan como madereros blancos. Hasta entonces las indiecitas campas se compran con un machete o una carabina. A cambio de comida, una olla y una túnica de tocuyo, los aborígenes trabajan un año en las haciendas. Pent irrumpe con jornales desafiantes. El peonaje de las haciendas vecinas comienza a desertar. Pronto, muy pronto, trescientos adictos a ese dios dorado que los redime del infortunio, se lanzan a construir una casa desmesurada. Nadie imagina que se trata de una casa. Pent ordena transplantar los árboles más altos y sólidos y gruesos de las cercanías y colocarlos en dos inexplicables hileras. De árbol a árbol hay un espacio de quince metros. Los trabajadores se asombran de que se les ordene quemar el bosque para sembrar otro sobre sus cenizas. Pero no son árboles: son pilares. Y no es un bosque: es una casa. Desde las gargantas de los altos árboles se extiende una red de ramajes diversos, un entramado de muenas, masarandubas, parinaris, pashacus y taubas, huacapuranas, caobos. Sobre ellos, en lo más alto, un cielo de calamina. Porque un atardecer llega una barcaza con un nunca visto cargamento. Después llega otra, y al anochecer otra, y al otro día flotillas de lanchas que descargan durante días, cientos y cientos de planchas de calamina que vienen desde Iquitos. ¿Se imaginan lo que cuesta traer desde tan lejos esos materiales? Los campas insisten: el americano pretende techar el bosque. Pero no techa el bosque: sólo techa su casa. Porque a Pent le sobra todo, especialmente dinero y más que dinero, belleza. ¿Dije ya que nadie ha visto ni volverá a ver en toda la Amazonía, un varón hermoso? Un varón de andares lerdos que ignoraba su hermosura inverosímil. De perfil parece que el grueso cuello lo tensa siempre hacia adelante, y el pecho vasto y tostado, boscoso al medio, acentúa su inclinación como si alguien lo estuviera jalando siempre desde los boscajes. Por eso anda a grandes pisadas, condenado irremisiblemente a avanzar, a parecer presuroso aun cuando está detenido. inexplicablemente dada la calor, usa gruesos pantalones de casimir rayados, gruesos y anchos, con botapiés más gruesos y pesados. Y sus pies no son demorados por botas sino aligerados por mocasines de color canela. En su muñeca izquierda, un desmedido reloj de oro marca siempre las tres. ¿De la mañana o de la tarde? Nunca se lo pregunté ni él lo dijo. Esas cosas se saben siempre después pero después es siempre demasiado tarde. La desmesurada casa que rápidamente se alza sobre una hectárea, no es su casa: es un infinito dormitorio ora circular, ora dificultado por una sinuosidad de pasadizos, ora trabado por frágiles paredes negras, hechas de tablas de palmera. Yo, uno de los pocos que la conocí, nunca llegué a conocerla totalmente. Hubo cuartos que se me vedaron, y no por orden suya ni de nadie sino por falta de tiempo, me faltó el tiempo, se me escaseó el tiempo. Acaban las lluvias cuando filas de mujeres acuden de todos los bosques, silenciosamente se aposentan en la casa... A ellas, y sin necesitarlo, David empieza a agregar las hembras que compra.Porque Pent comienza a comprar mujeres. Sin necesidad, ya lo dije. ¿Qué hembra no quisiera dormir mejor dicho no dormir, toda la noche, todas las noches, al 69

costado y debajo de ese cuerpo de rubio oscuro tras de cuya nocturnidad soleada persisten los destellos rosados? Pero él compra mujeres. Los hechiceros campas, cuando algún daño asola las gentes de la región, achacan invariablemente el mal a una creencia inmemorial: el Maligno se ha posesionado del ánima de una niña y desde ella irradia pestilencias. Y esa niña, cualquier niña, aun la propia hija del hechicero, será condenada a morir a flechazos, único medio de erradicar el mal. Los padres de la brujita, así llaman al cuerpo designado por los sueños, a fin de salvarla, prefieren regalarla o, en el mejor de los casos, venderla o canjearla por un manojo de cartuchos, un cuchillo de monte, una olla, una bolsa de sal, lo que sea. De estas desgracias nacieron las fortunas de casi todos los hacendados de la región. Los Dávila, los Pereyra, los Reátegui, los Rainieri limpiaron sus tierras con ejércitos de esclavos regalados. ¿Quién no conoce la historia del aeropuerto que construyó en su fundo Vista Hermosa el taimado Rainieri? Él mismo se jacta: su ejército de curuinces lo hizo a lo largo de veinte años. Las curuinces, hormigas de mandíbulas voraces, seccionan grandes hojas y ramas y cortezas, y así ínfimas, transportan árboles íntegros en sus madrigueras. Las curuinces del viejo Rainieri no eran hormigas, eran gentes. Cientos de brujitas, miles de brujitas regaladas rellenaron las hondonadas de sus tierras altas, decapitaron las colinas boscosas, apisonaron la planicie que es ahora Vista Hermosa, y alargaron entre dos grandes ríos esa vasta avenida cubierta de cascajo que sus desgraciados esclavos curuinces igualaron para que no aterrizara nunca un avión. Las niñas hormigas cargaron durante años cientos y cientos de toneladas de guijarros desde playas situadas a quinientos metros más abajo, para nivelar el campo de aterrizaje, los parques que rodean la Casa Hacienda, las callejas bordeadas de platanales que van y vienen del puerto a las viviendas, de las viviendas a los sembríos y de los sembríos a los establos, de los establos a todas partes porque la riqueza de Rainieri es infinita. El viejo, cuando no tenía esclavos, no tenía nada, apenas unas cuantas vacas que él conocía por sus nombres. Después de las curuinces sus ganados fueron tantos que perdió el habla. Pent no acepta regalos. Compra indiecitas para salvarles la vida. Ellas se enamoran irreparablemente de él. Las esclavas no son esclavas: son esposas. Las niñas campas, en esas selvas donde todo florece y otoñece temprano, antes de los diez años, ya son mujeres. Y puesto que se vive temprano se goza temprano. Las curuinces de Rainieri despertaban bien pronto al sufrimiento. Las esposas de David Pent despiertan, con igual apuro, al placer. Yo no vi su primer matrimonio. Fue como todos los suyos casorios con diez novias. Recuerdo a los viejos campas que llegaban a regalarle brujitas. Y se las dejan con un lloroso: «Aquí te entrego a mí hija para que sea tu mujer, críala bien.» ¿Necesito decir que todos sus esponsales son fiestas que duran semanas? ─¿Matrimonios de niños? ─saliveó Vaca Sagrada─. ¿Por qué no? ¿Lunas de miel infantiles? Très interesant. En Estados Unidos las agencias publicitarias han comprendido bien la escondida sensualidad que inspiran las impúberes. Pocos anuncios son tan vendedores como aquellos que muestran cándidas desnudeces de niñas promocionando automóviles, inmobiliarias, cigarrillos, cremas de afeitar... ¡Lo felicito! Sus ojos brillaban. Por primera vez seguía ávido la conversación. ─Sumamente interesante, repito. En tiempos de crisis, el lector debe solazarse. Las ideologías están en quiebra. El paraíso socialista se ha desnudado como el infierno de Soljenitsin. El hombre se repliega sobre la sensualidad. El buen Nabokov nos propone Lolita, es decir, la historia de un deseo. Pent, Lent o como se llame su personaje nos propone una muchedumbre de deseos, una multitud de Lolitas aborígenes. ¡Excelente! 70

─...Pero súbitamente las fiestas se interrumpen, cesa la construcción. Las lanchas cargadas de materiales no vuelven más al puerto. La población del fundo de Pent se reduce a vivir de la caza y la pesca. Y David anuncia que debe ausentarse. Reúne a sus capataces y los habilita con jornales por dos meses. Antes de tres semanas regresa con cuatro gringos con los que sólo habla en inglés. La víspera llega de Iquitos una barcaza con provisiones que él no consume: mermeladas escocesas, galletas norteamericanas, quesos franceses, jamones y tocinos españoles, vinos, whiskys, licores. Sus acompañantes: rostros rubicundos, miradas pálidas, visten trajes extranjeros. Vestido con las mismas ropas Pent es irreconocible: luce ahora una estentórea camisa floreada que asoma por entre el cuello de una casaca celeste y anteojos negros en los que rebota el sol. Cinco días los yanquis permanecen en los territorios de Pent. Cinco días exploran los bosques de madera fina, manchales de cedros, palo rosa y caobas. Retornan sudorosos, exhaustos, y entusiasmados. Hablan y beben hasta muy tarde. Al día siguiente, siempre presurosos, se van. Tan pronto parten, y de inmediato, Pent arroja sus ropas, viste de nuevo su cushma, recobra su aspecto de siempre, los Movimientos de su cuerpo curtidos por el sol, sus andares de amazónico, descalzo bajo la túnica indígena. Y de nuevo, en el embarcadero, hormiguea un ajetreo de flotillas, cargadas de calamina, muebles, motores de bote, aserraderos portátiles y grandes bultos que él ordena no abrir y que son amontonados no sé dónde al fondo de su casa. El dinero vuelve a circular. Y regresa la esplendidez de las fiestas, la verdadera vida de David Pent; vida de placer, por el placer, para el placer. Cada noche duerme con esposas diferentes. La gran celebración que fue siempre su vida, sólo se interrumpe por súbitos y breves viajes a los Estados Unidos. Cada retorno implica más dinero: capitales de nuevos inversionistas convencidos por él en Boston, Chicago, en Cleveland, de las fabulosas posibilidades de la «Amazonian Wood». Un tronco de madera fina no cuesta nada puesto en la desembocadura del Amazonas; pero desembarcado en Hamburgo vale cien veces su precio en dólares. El negocio es extraordinario, fabuloso y posible. Los inversionistas se disputan por participar en la empresa de Pent. Pero en vez de exportar, la «Amazonian Wood» importa mercaderías y mercaderías que son descargadas en los puertos del río Tambo. Un día los trasbordadores no resisten el peso de un fardo que al abrirse contra los palos del embarcadero muestra un renegrido color de armas. Pent, sin perder la calma, mira el abanico de fusiles caídos y se ríe: no nos faltará armas ─dice─ para nuestras cacerías. Como todos yo también olvidé el incidente. En el momento esas cosas se olvidan; después se recuerdan, pero después es siempre demasiado tarde. Pent alterna sus noches de placer con lecturas de poemas. Gusta de la poesía pero su pasión no es leerlas sino escucharlas. Contrata viajeros o prófugos del Servicio Militar Obligatorio para que le relean los versos de su «Antología Universal de la Poesía Amorosa». Infinidad de amigos son alojados espléndidamente, y algunos hasta pagados, para que al final de sus trabajos, es decir de sus entreveros con las campas, le reciten en voz alta poemas que su memoria conoce. Experto en lechos y en poemas de amor, David decide ser iniciado en la maestría suprema de los campas, los más diestros y temibles flecheros de la Amazonía. Mucho tiempo es aprendiz del cacique Siviro. Llega a desdeñar las carabinas. Su puntería es más infalible con el arco y la flecha. Los campas se alborozan la vez que él, sin guía ni compañía, regresa del monte con un jabalí al hombro, y faltándole sólo una flecha en la mochila. Alentado por su éxito ─yo estuve esa tarde, yo lo vi─, David acepta el reto, menos que un reto, el juego del jefe Siviro. A una distancia de diez metros, David y Siviro, como todos los guerreros campas, frente a frente, se alistan sonriendo. Siviro cede el primer flechazo a Pent, prepara su cushma de jefe para atrapar las flechas que el norteamericano le lanzará. David tensa el arco, no apunta al cuerpo de Siviro, sino al filo derecho de su túnica, dispara. La 71

flecha rasguña el aire, cae a los pies de Siviro partida en dos. Siviro no quiere dejar de sonreír, sonríe, invita a Pent de nuevo. Otra flecha cae, a los pies de Siviro y se parte en dos. Siviro no quiere mirarla, no la mira. David dispara por tercera vez y por tercera vez la flecha se rompe a los pies del cacique que emite un grito ronco, ahora rodeado por la campería aterrada. Amaneciendo Pent viaja a Iquitos: un nuevo cargamento de incautos le trae dinero desde Boston. Pero el mal tiempo impide el vuelo. Pent recorre el jirón Próspero, va y viene por la plaza 28 de Julio, compra canastas de paja en el malecón, las regala a las pescadoras en el Barrio Belén, vuelve a comprar canastas, vuelve a comprar y regalar canastas, así gasta el día. En la noche, esa noche, él que nunca conoció un cabaret, visita el Mau Mau. Entra como un sonámbulo, busca una mesa apartada, solicita tres cervezas heladas. Eso se sabe después pero después es siempre demasiado tarde No advierte la algarabía de la fila de mesas donde, junto a él festejan el noviazgo del capitán GC Floristán Arce con la contamanina Sofía Loren. No es su verdadero nombre. En realidad se llama Marita Morey. Pero la suspirante clientela del Mau Mau, la conoce más con el nombre de esa italiana que estremece la platea y ensucia de semen las galerías del Alhambra. Sofía Loren se ha resignado a ser feliz con el capitán. Pero sus grandes ojos de veinteañera distinguen a David Pent en la penumbra. Y desde ese instante Sofía Morey se ausenta. Marita Loren no está más en esa mesa del Mau Mau, en esa fiesta de sus esponsales, ni el jolgorio de sus invitados, ni en el pasado ni el presente. Todos sus tiempos, todas sus existencias, todos sus pasados, todos sus futuros se concentran en el remolino alrededor de la presencia distraída de ese varón prodigioso. No oye tampoco la voz de su novio requiriéndola a bailar, ni los ruegos de su madre que codeándole le ordena regresar de su sopor, ni las asustadas reconvenciones de su hermana, que de nuevo brinda a gritos por la felicidad de los novios. Entonces llueven peces. Por sobre el techado de palmeras del Mau Mau empiezan a gotear esos peces alargados y flemosos que los lugareños conocen como shullo. Iquitos es una ciudad levantada sobre tierra delgada. Donde se cava brota agua. Muchas veces, sin necesidad de excavar el agua enfanga las calles, los parques, las huertas de las casas. No es difícil tropezar, hasta en el malecón, con la agonía de los peces vara─dos por los desbordes. Pero nunca antes han llovido shullos. Boquíchicos, hasta acarahuasues, hasta palometas, sí. Pero nunca shullos. El shullo, no sólo por su tamaño, su color y sus modales anhelantes, sino especialmente por los contornos gomosos de su cabeza, es el retrato de un falo cubierto de escamas. Vive en lagunas barrosas. Cuando éstas se secan, los shullos se desplazan por tierra, caminan kilómetros, reptan sobre la hojarasca dejando un reguero de baba blancuzca, hasta encontrar una nueva casa de agua. Su vientre segrega un líquido flemoso que convierte a la tierra en un sendero practicable sobre el cual resbala. Por las trochas puede verse, con suerte, regimientos de peces, muchedumbres de falos que avanzan serpenteando. Las gentes que los miran se alegran siempre. Y si una pareja los distingue, el regocijo es doble: la visión de los shullos excitados los excita, los arroja al amor frenético. Esa fatídica noche, una tempestad de aire en lagos remotos levanta una nube de shullos, los traslada por encima de los bosques, los deja llover sobre el sopor de Iquitos. La luna muestra calles tapizadas de shullos desconcertados que desesperadamente tratan de orientarse hacia los bordes del Amazonas. Las gentes gritan en las calles: «¡Están lloviendo shullos! », comienzan a bailar, a abrazarse, a perderse detrás de las tapias, a desplomarse detrás de los arbustos, a confundirse en los oleajes de una fornicación colosal. La demencia despuebla también al Mau Mau. En la soledad del cabaret, sólo separados por una alfombra de shullos, quedan únicamente Sofía y David. Son las tres de la mañana. Eso se sabe después, pero después es 72

siempre demasiado tarde. Entonces, por primera vez, Pent levanta los ojos de la mesa. No ve nada. Respira el viento de locura que se filtra por las rendijas y sin una palabra se incorporan, se encuentran, se despeñan abrazados debajo de las mesas.

XXI. RECUERDOS QUE EN SU VEJEZ SOLÍA ENTREVERAR EL SARGENTO MORALES ─Es un ciudadano norteamericano, mi capitán ─le informó al día siguiente el sargento Morales─, no lo puede usted joder. ─¡Qué norteamericano ni qué carajo! ¿Tiene lista su gente? Y esta vez consígame gente de huevos y no huevones como los que estuvieron rastreándolo por Nanay... ─No sólo por Nanay, mi capitán. Batimos casa por casa todo el Barrio de Belén, y cuarto por cuarto todos los hoteles. A los gringos ya los encontramos. Todos han cantado y todos admiten su culpabilidad. ─¡Apersónemelo ya! ─¿A cuál de los culpables, mi capitán? .Al único, carajo, ─Es que son varios, mi capitán. Los seis han confesado y hemos comprobado que los seis estuvieron en el lugar de los hechos. El capitán Arce se levantó. ─¿Dónde están? ─En el cuarto de al lado, mí capitán. Ahí estaban los seis gringos golpeados, pateados, muertos de sueño, a ver que le valgan ahora carajo sus Consuladitos, las 48 estrellas de su bandera. ─Son 52 estrellas, mi capitán. ─Así sea todo el cielo, con todas sus estrellas, sus lunas, carajo. Avanzó hacia el grupo maltrecho y en inglés, en tambaleante inglés, con inconfundibles entonaciones ancashinas, les espetó: ─¿Ju is Pen? ─Je réclame la présence de mon consul... ─Ich habi die Rechte und meiner seite deshalb. ─La raison de mon voyage est mon travail de botaniste... ─You do not have the right of threating me like this. ─Je ne suis pas Pent, je suis belge. ─¿Ju is Pen, carajo? El grito del capitán Arce abarcó la penumbra del calabozo. ─¿Ju is Pen, hijos de la gran puta? ─Ninguno se llama Pent, mi capitán. Yo mismo he revisado sus pasaportes y está todo en regla, salvo que usted disponga otra cosa. ─Pídales disculpas, invíteles una cerveza y suéltelos. Después venga a mi despacho. El capitán lo recibió con las piernas abiertas y las manos en la cintura. El sargento Morales le miró en los ojos la mirada que le vio el día en que en Lurigancho ordenó tenderse a la población del Penal, para que un piquete de Republicanos trotara sobre las espaldas de los presos despavoridos hasta dejar un suelo de carnes gimientes. ─El verdadero Pent se ha hecho humo, mi capitán. ─¿ Solo? ─Acompañado, mi capitán. Yo podría asegurarle que ya no están en Iquitos. 73

─En algún lugar tienen que estar. ¡Encuéntrelos! Pero no los encontraron. Ni en lo que quedaba de esa semana ni en las siguientes. Ni en marzo, cuando cesaron las lluvias que dificultaban las marchas, y bajaron las crecientes que rompían las hélices de las lanchas patrulleras. Se difundieron las señas. Apellido paterno: Pent. Apellido materno: se ignora. Nombre: John David. Estatura: entre 1.80 y 1,90 m. Cabellos: rubio ensortijados. Ojos: azules o verdes, rasgados. «Y con pestañas de rosquete», gritó el sargento Morales. Señas particulares: tres lunares en el cuello, a veces usa bigotes.Labios: carnosos, «rosaditos como culo de chancho», seguía vociferando Morales. Buscado: vivo o muerto. Morales sonrió. No se buscaba un vivo, se buscaba un muerto. Pero lo que no podía constar en los partes, lo que sólo consta en la memoria de los que lo vieron era su mareadora apostura, sus debilitantes ojos, el escalofrío de calor que provocara contemplarlo. En junio la Comandancia de Iquitos cursó un oficio a la Jefatura de la Marina de Guerra Fluvial del Perú. Que buscaran por todos los medios a un peligroso delincuente que se hace pasar por norteamericano y en contubernio con agentes chilenos y ecuatorianos ponen en peligro la seguridad nacional. Las cañoneras de la Marina, las patrulleras, la Infantería de Marina cerraron las bocas de todos los ríos. Nada. ─Capitán Arce: respetando sus deseos y sus legítimos motivos no he querido interrumpir en la búsqueda del requisitoriado, pero usted comprenderá que todos nuestros efectivos no pueden seguir exclusivamente dedicados a esta cacería. El Comandante General de la Fuerza Aérea con base en el Amazonas me ha dicho esta mañana, oficialmente, que ningún avión gastará una hora más de vuelo. En su opinión, los prófugos están fuera del país. El capitán Floristán Arce se cuadró delante del coronel Valentín Tuesta, se llevó la mano al kepis, saludó: ─En ese caso pido mi pase inmediato a la disponibilidad, mi coronel. ─Le consta, Arce, que la Comandancia a mi mando ha hecho más de lo que nos está permitido hacer. El capitán Arce pareció resignarse pero luego su voz se endureció. ─Los buscaré yo, mi coronel. El coronel Tuesta le alargó la mano. El capitán Arce saludó de nuevo, entrechocó los talones y salió. Calmado, muy calmado, sin mirar a los que trataban de no mirarlo, regresó a su oficina. Parsimonioso, recordando el día en que se había abotonado por primera vez, el día de su graduación, la casaca verde de su uniforme de alférez, se desabotonó la camisa galoneada. Recordando, de un maletín negro extrajo un pantalón azul y una camisa crema con rayas rojas. Sale al sol que se va. No lo ve. Ve barcas que pasan por el Amazonas, frente al Hotel de Turistas. No las ve. Ve a un cajero de rostro chupado que algunas veces le ha pagado cheques en el Banco de Crédito. No lo ve. No supo cuando se encontró sentado ─en esa mesa, en ese bar, delante de una botella de Cutty Sark a medio beber y otra vacía. Sus ojos vieron: Berry Bros & Rudd Ltd. Established in the XVII Century 3rd. St. James' Street, London, SW1. Se emborrachó tres semanas. Un capitán no se embriaga, se emborracha. Y comenzando julio, no se sabe nada, parece que el sargento Morales, no se sabe nada, lo convenció, no se sabe nada, pidió la cuenta. ─Ya está pagada, mi capitán ─le dijo respetuosamente el dueño de la cantina. ─¿Qué hora es? ─preguntó por preguntar. ─Van a ser las tres, mi capitán ─respondió el cantinero.

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Nunca más en la vida volvería a beber. Se le ve caminando por la última cuadra del Jirón Sargento Lores. Cetrino, delgado, sentimental. Las gentes de la Avenida Circular lo ven en el Dávila's Bar. Sólo entra a los bares a fumar. A los músicos siempre les pide «Adiós Muchachos». En el Dávila's Bar, desde que lo ven ponen ese tango en la rocola, Adiós, muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos, me toca a mí hoy emprender la retirada, debo alejarme de mi buena muchachada. Se lo ve frecuentar gentes sospechosas, los capos de los narcotraficantes son algunas de las gentes más decentes de Iquitos. Los reyes del narcotráfico son reyes, pues, Morales. Se le ve con los reyes del narcotráfico. Se lo ve en velocísimas lanchas de lujo, sólo en esos barcos se transporta la cocaína más fina, la que viaja a Colombia y de allí a los Estados Unidos. Fuma como un incendio. Ahora sí, Morales, ahora sí, carajo, tengo tanta plata que ya no sé cuánta plata tengo. Tenemos, mi capitán, dijo Morales, leyendo distilled and bottled in Scotland under British Government Supervision. ─Si es necesario se contrata más gente. ─Tenemos ya cincuenta rastreadores, mi capitán. ─Contrata cincuenta más. ─Hemos peinado ya todos los alrededores de Contamana, Rioja, Tarapoto... y estamos peinando la zona del Trapecio, hasta Leticia. ─Falta Pucallpa. Cincuenta hombres más es mucho, pensó Morales. Mi cólera es mucha, mi humillación es mucha, mi Sofía es más que mucha, pensó el capitán Arce. ─Y falta Madre de Dios. Y las selvas del Cuzco, y de Ayacucho, y de Junín. ¡La puta madre, no me va a alcanzar la vida!, pensó Morales. Tengo una vida, muchas vidas, tengo infinitas vidas para buscar, carajo, pensó el Capitán Arce. ─En esa maldita selva de Ayacucho, cualquiera puede esconderse. Contrata cincuenta más y que hablen quechua. Y que conozcan de memoria todos los recovecos. Galones son galones, pensó Morales. Y sus ojos volvieron a leer distilled and bottled in Scotland under British Government Supervision. Mi capitán tiene razón, cincuenta hombres es poco. Y sus cazadores, ciento cincuenta fieras armadas de Winchesters 44, la mayoría convictos y confesos, se chorrearon por los ríos rayados de piraguas, atemorizaron todos los caseríos, rompieron puertas, interrogaron a mujeres y niños a lo largo de todo el río Unine, cruzaron a la otra ribera del Ucayali, casi tocaron la cauda del río Urubamba, acamparon esa noche en Atalaya, en el Puesto de la GC, cuyas linternas siluetearon la plaza enfangada de lluvias, era diciembre ya by appointment of Her Majesty the Queen, Wine and Spirit Merchandise. ─Pero, mi capitán─ ¡haber dicho que buscaban al gringo Pent, habérmelo dicho antes! ─suspiró el alférez Reinaldo Camacho─. ¡Aquí hasta las tortugas saben que ese gringuito se jamonea con un gran fundo, aquicito, a la vuelta, en la margen izquierda del río Tambo..! ─¡Salimos de inmediato! ─gritó el Capitán Arce, ─Son casi las tres. Mejor esperamos que amanezca. Ni el gringo ni sus hembras piensan moverse, se lo aseguro. Los miró con envidia. ─¡Qué tal suerte para las desgracias, mi capitán? Ya quisiera yo toparme con las hembritas que usted va a encontrar mañana... ─Mañana no, ¡ahorita mismo! Días hay en que amanece más temprano. Los primeros árboles que yerguen la cabeza sobre el verdinegro, entre el verdirrosa, tras el verdirrojo son las tres lupunas que fronteran el ingreso al territorio de Pent. Sus copas desgreñadas todavía peinan 75

neblinas. O las neblinas peinan sus copas desgreñadas. Bajo el primer rocío pasan botas alarmando garzas, quebrando ramajes muertos, rumores de monos y de loros. Los campas despiertan, tratan de avisar. O llegaron a avisar y el gringo no quiso salir. En su orgullo o su calma no cabía la posibilidad de una fuga. Era enorme. Nunca habían visto una casa tan enorme. Todas las casas bajo un solo techo, carajo. Nunca imaginaron resistencia tan enconada, tantos indios lanzándose a morir, carajo, enfrentándose con flechitas a nuestra balacera, y sólo para defender al hijo de puta, al gringo de mierda que los explotaba y menos imaginaron encontrarlo vivo bajo las ruinas de su ciudad. La última trinchera, su última línea de defensa fueron esas indiecitas que se abrazaron a la boca de nuestros Winchesters, que caían despanzurradas, gritando, David, David, carajo. Y menos aún imaginaron que ese gringuito maricón iba a resistir tanto culatazo sin quejarse, tanto tirón de huevos sin morir, tanta bota en la carita de muñeco, tanto bayonetazo en ese pecho soleado que parecía de indio bailado por mi capitán. En su vejez, cuando los recuerdos se le entreveraban, y confundía la nieve con el sol y el sol con sus canas, en el pueblito de Huamalíes donde murió el sargento CBC Marco Simeón Morales, decía: ─La verdad, señor escritor, doctor, es que lo peor que hice en mis treinta años de servicio fue pulverizar la cara, pulverizarle el cuerpo, convertir en lástima a ese gringo que era, se lo juro, y aunque usted me acuse de rosquete, era la mismísima porcelana de Dios. Es curioso: de todo el cuerpo roto del gringuito sólo me puedo acordar de su brazo. Ah, ya sé por qué: tenía un enorme reloj de oro, reloj tan grande, y de oro, nunca he visto, me acuerdo que en ese reloj de oro que mostró su brazo al estirarse eran justo las tres de la mañana... No recuerdo cómo se llamaba. Le había quitado, creo, la novia a uno de mis capitanes. De ella sí tengo memoria. La encontramos junto al gringo, muerta. Igual que india afrentada se había clavado una flecha envenenada en la barriga. Agarré una lata de gasolina y empecé a rociar los entreverados de palmera. Yo rociaba y rociaba la casa circundada por los chillidos de los niños y el terror de las aves. Saqué un fósforo. ¡Alto ahí!, me ordenó mi capitán, ¡antes quiero revisar toda la casa de este maricón!... Apuntando con nuestros fusiles a nadie, entramos a la casa. No sé cuántas habitaciones, cuántas chozas, cuántas callejuelas, cuántas placitas apisonadas allí en la sombra, destruimos bajo ese cielazo de calaminas. En el fondo, encontramos un cuarto, una inmensidad de cuarto alfombrada por un colchón que tampoco he visto ni veré jamás, un tremendo colchón relleno con plumas de cuello de guacamayo, de colores desafiantes. Detrás descubrimos una enormidad de fardos. Alguien gritó: «¡Aquí está el premio de nuestro cansancio!» Y mi capitán: «¡Repártanse toda la mercancía!» No era mercadería, señor escritor. Doctor: esos bultos contenían fusiles, granadas, botas de campaña, metralletas, municiones. «¡Mi capitán, esto parece una armería!», advertí. Y mi capitán: «No seas pelotudo, por casualidad hemos descubierto los depósitos de esos guerrilleros.» ¿Por casualidad?, señor escritor. Póngale la rúbrica del sargento Morales: las guerrillas no terminaron cuando las tropas remataron a los últimos heridos, ni cuando capturamos a ese cabrón que se escapó del Sepa, ni cuando fusilamos a De La Puente, ni cuando arrojamos de lo alto de un avión a un tal Velando, ni cuando agarramos a Béjar en Ayacucho comido por la uta. ¡Póngale mi firma: las guerrillas terminaron en el mismísimo momento en que llovieron peces por entre las palmeras del Mau Mau, esa noche, en Iquitos! Todavía estoy viendo el reloj. Eran las tres: la única hora que parecía conocer ese relojazo de oro. ─¡Una verdadera lástima! ─me interrumpió la voz decepcionada de Vaca Sagrada—. Por un instante, lo admito, creí encontrarme ante un excelente relato, un texto lúdico. Algo que también hubiera encantado a nuestros lectores. Todo parecía 76

indicar, repito, que el relato era un delicioso juego de sensualidad libérrima... Y algo que considero más importante: rechazando la tradición fanática de cierta novela latinoamericana poblada de gringos malos, explotadores y abusivos hasta la caricatura, Pent aparecía como el norteamericano que en vez de explotación lleva la civilización a la selva. Pero ¿qué hace usted con él? Lo transforma en un cómplice de la guerrilla latinoamericana, o sea lo mata... Yo no lo oía. Porque la desconocida seguía avanzando. La belleza de su rostro como todo lo efímero y lo bello, era eterna pero al mismo tiempo frágil, irremediable. ¿Por quién venía? ¿A quién buscaba el azul demente de sus miradas anhelosas? Giró el rostro: la media lluvia de sus cabellos negros delató, al ocultarlo, un perfil indecible. De súbito su rostro me encegueció. Y así como por el centro de una ciudad avanza la ira de un motín, hacia mí, sin mirarme, caminó ese enigma que me desesperaba. El rumor del restaurante y sus comensales, los maîtres y los camareros que se hacían lentos para contemplarla, los grupos que entraban, las parejas que salían, todo y todos, menos ella, desaparecieron. Toda ella brillaba. Y se me sublevó el deseo, los deseos, el tumulto de mis deseos: la sed de rozarla, estrujarla, besarla, lamerla, acariciarla, soñarla, maltratarla, gozarla, amarla...

XXII. CENA DE GALA QUE DOÑA FRANCESCA DE CENTENARIO OFRECE EN HONOR DE SU ESPOSO Las hojas de un cetico pinceleaban de sombra la cara soleada de Francesca. «¿O sea que mañana viajas, Nicolás? ─le preguntó con anticipada nostalgia. Hojas más anchas oscurecieron su sonrisa─. Entonces voy a prepararte una linda cena», dijo volteando el rostro. Y siempre sin mirarlo: «No hay mañana, sólo existimos hoy, ¡vivamos...!» Bajó corriendo a la calle, regresó cargada de una cesta de vinos, lenguados, hojaldres, verduras, jamones, dátiles, más vinos, y flores, muchas flores, cocodrilos que simulaban dormir, ramajes peligrosos como flechas camuflados entre los arbustos de la orilla. «¿Te gustan las angulas? ─preguntó Francesca─, Mira éstas como miniaturas de anguila, plateaditas, delgaditas como tallarines. Se fríen en aceite hirviente, con ajo, y se sirven en platos de madera, que he encontrado en la cocina del Profesor. Como aquí todo rinde culto a la Hélade ─rió Francesca─, sin duda Ulises comería angulas antes de las batallas.» Nicolás se repitió que la verdadera batalla sólo puede darla el pueblo si tiene a la cabeza su brazo armado: el proletariado consciente. La inconsciente Francesca lo tomó del brazo desarmado y se lo llevó a la cocina. Y allí lo puso de espaldas al balconcito, se alejó unos pasos y, siempre frente a él y siempre bromeando, con una servilleta doblada sobre el brazo y gestos de camarero aristocrático, engoló la voz: «Menú de la Cena de Gala que doña Francesca de Centenario ofrece en Honor de su Señor Esposo don Nicolás Centenario, Comandante del Ejército Revolucionario del Perú: angulas a la española, lenguado a la parrilla con papas hervidas. Postre: ensalada de naranja batida con queso fresco. Vino: Sancerre bien helado. Telón de fondo, para los oídos y para el recuerdo: Las Bachianas de Villalobos cuyos bufeos saltaban en parejas, resoplando sobre el agua verdosa, dibujando arcos grises refulgentes de sol que oscureció porque hay momentos, en que la vulgaridad de la luz eléctrica ofende, ¿no te parece, Nicolás?» Francesca encendió gruesas velas ornadas con cintas de papel platinado. Para resistir el impulso de tomarla en sus brazos y no emocionarse más, él se acordó que la guerra imperialista acentúa el proceso de transformación del capitalismo monopolista en capitalismo monopolista del Estado. Lo miró con amor, con compasión, con dulzura. 77

«Nicolás no va a volver ─le dijo Laynez─: él sabe bien que no va a volver.» Francesca sirvió, con manos imperceptiblemente temblorosas, dos copas de Sancerre. «¡Por el triunfo de la Revolución, Nicolás, por la liberación del Perú, por ti, por la victoria!» La voz se le debilitó: «Y por si no volvemos a vernos, quiero que sepas que estoy orgullosa y feliz de haber sido tu esposa.» La palizada se acerca peligrosamente a la balsa, rema hacia la orilla, pero la corriente lo arrastra bajo los relámpagos, la lluvia no lo deja ver a Francesca que se levanta para colocar algo en el tocadiscos: «No sé sí cono─ces la "Sonata para violín y piano de Cesar Franck".» «No ─dijo él─, yo de Pinglo no he pasado.» «Esto que estás oyendo es la famosísima Sonata de Vinteuil, el himno nacional de los amores de Swann y Odette, ¿recuerdas lo que te leí de Proust...?» Sin terminar un cigarrillo, Francesca encendió otro y dijo sin levantar la cabeza: «Nicolás, ¿sabías que yo me inscribí por ti en el Movimiento? Yo era simpatizante desde que entré a la Universidad, pero tu huelga de hambre me decidió. Todos los estudiantes admirábamos tu heroísmo, seguíamos día por día los pormenores de tu huelga, sabíamos que te estabas muriendo y que no cejarías.» La vio tan bella, tan dispuesta que sintió la urgencia de acariciarla, pero no se atrevió: se sabía capaz de afrontar todo menos tocar ese rostro, ese cuerpo, esas manos que lo llamaban. Francesca se sentó sobre el piso, frente a él: «¿Tuviste miedo en algún momento?» «Todos tenemos miedo, pero la experiencia nos enseña a vencerlo; la experiencia y la certeza de que nuestra causa es justa y generosa», y allí radica nuestra superioridad frente al enemigo que llovía y llovía sin parar, gotas gruesas, pesadas que rebotaban sobre su cuerpo desnudo, cuando llueve todos los animales del monte desaparecen, se protegen, menos estos zancudos chuchesumadres que nadie sabe por qué pasan y repasan bajo la lluvia sin que una sola gota los derribe, zumban sobre él picándolo y sangrándolo. «Cometí un error, Francesca, creí que la huelga de hambre iba a ser corta y firmé tres cartas absolviendo a los médicos de la responsabilidad de mí muerte. Me negué a que me inyectaran suero. A los 20 días me trasladaron al Hospital "2 de Mayo", entre los delincuentes comunes de la carceleta.» Recordó a esos seis presos. Para ellos él era solamente un Charlie, no un delincuente, un hombre, sino uno de esos rosquetes que caen a la cárcel por error, por la casualidad de una desgracia. Los oía conversar de cama a cama: «Hace tiempo que no tenemos mujer, ¿cuándo nos culeamos a este Charlie?» Respondió como bravo. Fue peor. Intentó persuadirlos. Fue peor. Creyendo que su huelga era de truco, se burlaban, lo torturaban ofreciéndole comida: come algo, huevón, nadie te ve. Él, nada. A los 8 días, cuando comprobaron que la huelga era de veras, los maleantes comenzaron a cambiar. Lo sostenían de los brazos cuando iba a orinar. Después ya ni orinaba. Cambiaron del todo cuando los abogados del Partido asumieron también la defensa de ellos. Y a los huelguistas que fueron llevados a la Sala de al lado, los delincuentes, sus amigos ya, los insultaban sin razón: «¿Por qué comen a escondidas, maricones?» «¡Una huelga de hambre se hace como lo hace este hombre, un ejemplo para todos ustedes, mierdosos...!» El día que abandonó el hospital, lo llevaron cargado hasta el pasillo y le pidieron que se tomara una foto con ellos. Telón de fondo para los oídos y para el recuerdo: las Bachianas de Villalobos saliendo y entrando al agua en parejas de dorsos restallantes, en arcos grises que brotaban del río y refulgían de sol.

XXIII.

EL VERDADERO BAILE DEL DUQUE DE ALENÇON

Entré a cualquier café, busqué una mesa alejada, pedí un demi. Eran las diez de la mañana. En la mesa vecina, una muchacha leía. Sin querer atisbé: «El psicoanálisis de 78

Masas del Fascismo», «Crítica al Programa de Gotha», «Las Dos Tácticas de la Social Democracia en la Revolución Proletaria». Despreocupada de la taza de chocolate que se enfriaba, tomaba notas en un cuadernillo cuadriculado. En el espejo miré un malestar indefinido. Esa joven, esos libros, me recordaban la lucha que pronto afrontarían mis compañeros. «Afrontarían», pensé, en vez de «afrontaremos», y angustiado dije en voz alta: «afrontaremos», pero en mis palabras sentí el desasosiego de quienes, para disimular el temor que les producen los parajes solitarios, se hablan a sí mismos. «Después de esto te vas al monte conmigo», me dijo Ramiro. «Si, iré», grité en castellano. La muchacha me miró extrañada. ¿Iría? Sentí que todo mi cuerpo se sublevaba contra la idea de partir. Mi carne, mis huesos, mi sangre, mi respiración, se negaban a separarse de la carne, de los huesos, de la sangre, de la respiración de Marie Claire. No: no quería morir. Por primera vez vi que yo no iba al combate sino a la muerte y con atroz lucidez anteví las encañadas regadas de cadáveres, el humo de explosiones que ahuyentaban animales. Y sentí en los huesos la heroica fatalidad que encerraban nuestras promesas. Ramiro, Nicolás, Laynez morirían en los ojos llenos de esas Promesas. Pero yo ya no era capaz de cambiar la plenitud del presente, los ojos presentes de Marie Claire por el rostro sin ojos del futuro. Los muertos no tienen pareja. Yo sí. Yo tenía una mujer viva, tibia y anhelante, que me estaba esperando. Yo era una pareja de dos animales hermosos que mirarían el sol, que comerían, que beberían, que fornicarían, que tendrían hijos, que los verían crecer y ser hermosos también, dos plenitudes que envejecerían sin envejecer, que se amarían siempre. Mi alegría de estar vivo me escandalizó. Sí: yo quería vivir. Yo quería existir y tener nombre y apellido. Me negaba a seguir siendo una sombra clandestina, a luchar entre sombras contra la sombra. Rehusaba ser hoy Santiago, mañana Ángel, luego José Carlos, después quién sabe qué. ¡Sí, sí sé! ─me dije─. ¡Yo seré quien soy, verdaderamente quien soy! ¡Tendré un cuerpo real, una mujer real, una vida real, sin máscaras, sin temores, sin, acechanzas! Ansiaba recuperar mi rostro. Los hombres tuvieron siempre una cara. Las sociedades, todas las sociedades, en todos los tiempos, tuvieron rostro. En las sociedades primitivas el rostro de sus caciques, sus curacas, sus incas, sus chamanes. Dios mismo tuvo un rostro. Jehová le dijo a Moisés: «Tú no podrás ver mi cara porque ningún hombre puede verme y sobrevivir. He aquí un lugar cerca de mí, sobre la roca: allí te quedarás. Cuando pase mi gloria yo te colocaré en el hueco de la roca y te abrigaré con mis manos mientras paso. Después levantaré la mano y tú me verás de espaldas, pero mi rostro no podrás verlo.» ¡Era imposible verlo, pero Dios tenía rostro! El rostro de la Monarquía fue el de los Reyes. ¿Por qué capturaron a Luis XVI? Porque un posadero lo reconoció. ¿Y cómo lo reconoció? Porque le pagaron con una moneda de oro que mostraba su efigie. En todos los tiempos el rostro del Poder fue visible. ¿Qué son la arquitectura, la pintura, la música de esas edades, sino monumentos, alabanzas creadas en honor de los rostros del Poder: monarcas, príncipes, reinas palpables? El Poder siempre tuvo una cara a la que era posible amar u odiar, alabar o insultar, suplicar o guillotinar. Con la locura del capitalismo nació la sociedad sin rostro. Para Lenin la última etapa del capitalismo es el imperialismo, pero no, la última etapa del capitalismo es la esquizofrenia, la separación de la realidad. Hacia finales del siglo XIX ─pensé─ ocurrió un hecho sin precedentes: el rostro del capitalismo desapareció enmascarado detrás de las sociedades anónimas. La perversidad de nuestro tiempo fue la aparición de las sociedades anónimas. Gracias a las tinieblas de las sociedades anónimas por primera vez en la historia los hombres ejercen impunemente el Poder. Los Presidentes de las Repúblicas no son sino fantoches, antifaces: detrás de ellos está el rostro sin rostro de las transnacionales. Hoy el Poder lo ejercen hombres cuyos rostros no conoceremos jamás: los invisibles propietarios, los misteriosos hombres sin cara de las multinacionales. Yo había discutido de esto con Laynez. 79

─Pero lo terrible, Laynez, es que a lo largo del combate, obligados por el combate, los revolucionarios también nos hemos quedado sin rostro. ─¡Por ahora, Santiago! Sólo por ahora. Porque mostrar nuestros rostros sería entregarnos a la muerte. Quizá es cierto que no tenemos rostro. Pero nosotros lo hemos escondido. El de ellos ha desaparecido. Y cuando la lucha obligue a ese cuerpo enfermo a mostrar su faz, ella será la de un cadáver putrefacto. Ellos están muertos. Nosotros estaremos vivos. Ésa es la diferencia! ─No, hermano; para sobrevivir la Revolución debe mostrarse. En el monstruoso combate de las sombras contra las sombras, en las sombras, puede suceder que uno sea el otro, que yo sea, por ejemplo, el secreto propietario de una transnacional, o que tú, Laynez, en vez de ser miembro de una organización clandestina revolucionaria, seas un Agente de la CIA. ¿Acaso el Padre Gapón, el que encendió la chispa de la insurrección en 1905, no era un Agente de la Okrana, de la Policía Zarista...? ─Los combatientes, los revolucionarios, aun aceptando tu tesis de que nos hemos convertido en sombras, tesis que no voy ahora a refutarte, los revolucionarios son la luz porque son el futuro. El futuro es el rostro de los revolucionarios que estamos forzados a combatir momentáneamente en la oscuridad, en este presente que pertenece ya al pasado... ─Ésa es una frase, Laynez. No somos dueños del futuro. Algún día para los hombres del futuro, seremos los hombres del pasado. ¡Viejos que no supimos cambiar la vida! El futuro es una peligrosa ilusión. ─Podría decir también que todo lo que tú dices es una mera frase. Pero no lo digo. Digo solamente que no creo necesario levantar tantos argumentos para justificar una acción o una falta de acción... ─¿Quieres decir una deserción...? ─Yo no lo digo, Santiago. Lo acabas de decir tú. Lo acabas de nombrar tú. Y nombrarlo es crearlo, ¿no...? Darle nombre a una deserción es empezar a darle vida... En todo caso, te repito, creo que tú no necesitas justificar absolutamente nada... ─¡Marie Claire! ─le grité a la joven mujer que me abrió la puerta—. ¡Marie Claire, yo quiero que tú seas siempre Marie Claire, así como yo, desde este instante, seré para siempre Santiago...! Se colgó de mi cuello como si escondiera un sollozo o no pudiera resistir tanta alegría. ─¿Por qué, entonces, no volvemos al sol? ─dijo. Salimos al día dorado, del brazo, caminando contra el frío cortante, que nos hacía bien. Descendimos hacia los quais, bordeamos la Île Saint Louis, recorrimos las veredas adoquinadas que orillan el Sena, subimos las escalinatas de piedra que rematan en la Place du Pont Neuf. Nos sentíamos hambrientos, friolentos, felices. ─¿Conoces la taberna de Henri IV? ─me preguntó, señalando un local frente al ecuestre monumento del Rey─. Es un establecimiento afamado por sus buenos vinos, y además los venden por copas, no por botellas. Nos sentamos cerca del mostrador, enchapado de cobre. En una pizarra, con tiza, se anunciaban vinos blancos, rosados, rojos, y una «Cita con el Beaujolais Nouveau el 20 de noviembre. Así lo disponen el cielo y los hombres serios». ─Aquí estaremos ─dijo Marie Claire radiante─. ¡Mira qué maravillas! Puedes escoger un Cabernet 71, un Sancerre 73 o un Cheverny 78. Pero sugiero empezar con un Chinon ligero... ¡Me muero de hambre, ya son más de las tres! Aquí los sandwiches también son excelentes. ¿Qué te parecerían unos de paté de liebre al armagnac? Los trajeron sobre trozos de pan de centeno, en platos de loza decorados con rosas azules. ─Ahora se impone una copa de Morgon Piron ─sugirió Marie Claire. 80

Proseguimos con un espléndido Cóte de Baune. Salimos abrazados. Barcas lerdas descendían la suciedad del Sena. Atravesamos el Pont Neuf. Paseamos lentamente el quai del Louvre. Para mí todo era nuevo. Yo jamás había recorrido París, al descubierto. Las ciudades no eran para mí ciudades: eran escondrijos. Las calles no eran para recorrerlas despaciosamente sino para atravesarlas sin que los ojos del adversario nos repararan. Sólo con Marie Claire había infringido, temeraria, irresponsablemente, esa regla. Nunca me había detenido ante las vitrinas ni visitado almacenes como lo hacía ella, por el simple gusto de curiosear. Marie Claire admiró las armaduras, cascos y arcabuces de la tienda Au Bon Vieux Chic des Arcabusiers, que según pregonaba el letrero, era «proveedor de gentileshombres desde 1760». Más allá contempló despaciosamente los instrumentos celestes, los telescopios de un almacén especializado. ─Todo gira en el universo siguiendo el sentido de las agujas del reloj ─dijo Marie Claire─. Todo, salvo Urano, que gira de izquierda a derecha, y una partitura de Bach, la única escrita en sentido contrario en toda la historia de la música. En la esquina con la rue del Amiral Coligny, el Louvre nos impuso su arquitectura majestuosa. ─¡Por fin han reunido todos los Rembrandt en una sala! ─exclamó─. ¿Qué tal si nos premiamos visitándolos? Podríamos admirar el «Rembrandt Joven» o el «Rembrandt de Príncipe Oriental». Son obras de juventud, pero qué obras. En ellas pueden tocarse el lujo de la vestimenta, la seguridad del genio, la altivez de las pieles, los penachos de plumas, el brillo del oro. ¡Todo allí es comienzo! Imagino a Rembrandt paseando orgulloso por Amsterdam o La Haya: «Vivía entonces con Katia Saks "─dije─". ¿Quién reconocería en esos cuadros al viudo arruinado, expulsado de su casa, en quiebra pública, a ese desencantado decrépito que muestra por ejemplo, el "Pintor Ante su Caballete", uno de los desgarradores autorretratos de su vejez...? Y, sin embargo, ¿con qué comparar el "Artista Riéndose"? No es un rostro: es una máscara pintarrajeada por el fracaso de la vida, por esta vida que es siempre un fracaso...» ─¿Y el amor, Marie Claire ─vacilé─, también es un fracaso entonces...? ─¿El amor...? ¡Un instante! ─dijo volviendo a abrazarme─. ¡Un instante eterno...! En sus ojos titiló o me pareció que otra vez titilaba la mirada de una desconocida. Pero instantáneamente la mirada de Marie Claire la reemplazó. Y encendió la centella de su risa. Pocos turistas cruzaban el vasto adoquinado de la Cour Carré, lustrada por el viento glacial. Bajo la arcada un joven flautista, de cabeza estudiosa guarecida bajo una boina verde, envuelto en una capa verde, tocaba una partitura de Bach. Confundidos entre turistas, colegiales, parejas, solitarios, presurosos, ociosos, entramos al Museo, ascendimos las escaleras, rozamos la Victoria de Samotracia, atravesamos la Gran Galería sin detenernos en el masoquismo de los sansebastianes asaeteados, las vírgenes asexuadas y los intonsos niños dioses de los Maestros condenados por el Catolicismo a reflejar la oscuridad y sólo la oscuridad. ¡Qué lejos de la vida que exigía nuestro ánimo! ─Quisiera mirar una fiesta ─dijo Marie Claire. ─¿Una fiesta? ─se sorprendió el guardián de la sala─. Que yo sepa, entre los miles de cuadros del Louvre, sólo hay dos pinturas así. ─No puede ser; ¿me quiere usted decir que durante siglos lo único que se ha pintado es nada? ─No, señorita: tenemos Emperadores, Papas, Reyes, Duques, Sabios, Apóstoles, Santos, Vírgenes, Paisajes. 81

─Ya lo ha dicho usted: nada. El guardián se mortificó: ─Señorita, lo que usted busca lo encontrará en el Petit Cabinet Seine, al lado de la sala de los Rubens... El «Baile del Buque de Alençon» resultó un cuadro menor, una obra secundaria del reinado de Henri III. Desencantada la vi contemplar la fiesta sosa. No era propiamente una fiesta. Mis ojos se alejaron de la pintura; ahora veía a Marie Claire de perfil. La luz afrentaba, con delicadeza, la arquitectura de ese cuerpo que, para mí, sostenía a todo el universo. Ella volteó el rostro: nuestros ojos se encontraron como planetas que desde el fondo de las edades, desde el sintiempo, durante millones de años luz viajan sólo para rozarse en un instante único y separarse luego para la eternidad. Me sentí mareado. Era como si sus ojos me miraran desde lo alto, y yo desde la tierra contemplara, no las microscópicas arenas de oro que irisaban su mirada, sino estrellas inalcanzables, astros que me adormecían. Reconocí la cabellera de Berenice y, absurdamente, la Cruz del Sur, la inconfundible fulguración de Arturo, y la Osa Mayor, y no una sino muchas Vías Lácteas. Bruscamente me rodeó la oscuridad. «Marie Claire», dije, pero mi voz no sonó. ¿Qué sucedía? ¿Por qué esa impenetrable oscuridad? En un inconcebible descuido, ¿los guardianes del Museo nos habían olvidado allí? Todo era silencio; no se oía una sola pisada. Pero en eso nos llegó un resplandor y los inverosímiles sonidos de una orquesta. Consolados por esa luz y esa música nos aproximamos, cruzamos dos o tres salas, llegamos hasta un salón de piso ajedrezado; no sé con qué ojos vimos docenas de parejas que ataviadas a una antigua usanza bailaban parsimoniosamente, ─¿una pavana?─. Sospeché lo que ocurría: sin duda para honrar a un personaje, un invitado oficial, un hombre de Estado cuya simpatía interesaba vivamente a Francia, el Ministerio de Relaciones Exteriores, el Quai d'Orsay, le ofrecía un agasajo sin precedentes: una noche de gala que culminaba en esa fiesta de época, ¡y en el Louvre! Para agradar a Jackeline Kennedy, el General De Gaulle le brindó una función especial en el Teatro de María Antonieta, en Versalles. Esta vez el refinamiento del Quai d'Orsay se sobrepasaba. Todos los invitados: ministros, embajadores, funcionarios y hasta el personal de mayordomos, camareros, damas de servicio, lucían costosos trajes de época. La minuciosidad del Quai d'Orsay había llegado al extremo de resucitar una orquesta de entonces. «Una orquesta de instrumentos de viento, cornamusas y laúdes, no debía estar dentro de un salón», pensé. Pero estaba. Y sonaba con estruendo sobre las flores que tapizaban el piso y sobre el que disfrazados cortesanos danzaban o conversaban, sin mirarnos. Nos aproximamos al vano del portón vigilado por alabarderos que exhibían el dispendio de sus corazas y lanzas centelleantes. Miraron con severidad nuestra indumentaria y estaban por expulsarnos cuando otro personaje de más rango apareció en silencio tras de nosotros y cubrió nuestros hombros con dos capas que rozaban el suelo. Las parejas bailaban obedeciendo a los laúdes y a los cornos. «¿Querías una fiesta? Aquí está», le dije. Y Marie Claire, por toda respuesta me forzó a unirnos a los danzantes. Mis pies ignoraban todo baile, pero Marie Claire y la música y el encanto de lo inesperado, le otorgaron habilidad a mi torpeza. Bailamos, bailamos. ¿Cuánto tiempo? Sin salir de la danza, Marie Claire, me preguntó: ─¿Cuál es tu verdadero nombre, Santiago? Sin vacilar respondí: ─Marie Claire, ¿y tú cómo te llamas? ─Santiago ─dijo ella. Entonces, asustados, encantados, aterrados, ya no nos vimos dentro de la fiesta sino frente a ella, frente a la danza inmóvil enmarcada en el «Baile del Duque de

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Alençon» en el Petit Cabinet Seine del Louvre. No oíamos una orquesta: mirábamos una orquesta. No asistíamos a un baile: mirábamos un baile. ─S'il vous plaît, s'il vou plaît ─nos despertó la voz del guardián que recordaba a los turistas retrasados que la hora de visita terminaba. Todavía mareados, abrazándonos para no trastabillar, salimos del cuadro, del Museo, de ese momento sin tiempo, y regresamos a París, a la vida que no se detiene ni retrocede, a la nerviosa agitación de la rue de Rivoli, al vocinglero entrevero de automóviles, de hombres y mujeres que se apresuraban en olvidar el tedio y la rutina de sus trabajos para regresar al tedio y la rutina de sus hogares.

XXIV.FRANCESCA ENTRE LOS LAGARTOS Por entre las hojarascas que lo disimulan sobre la balsa, durante kilómetros, fisgonea, de tanto en tanto, manadas de cebúes, guardianes nativos recorriendo colinas y colinas cubiertas de herbazales verdinegros: entonces se inmoviliza todavía más bajo las anchas hojas de shapaja con que se cubrió río arriba, hojas de palmera capaces de esconder a un toro si se las trenza bien, de abanico en abanico. Pero no hay trenzado contra el sol, en horas ha agostado a las hojas de shapaja. ¡Nadie aguanta ese sol! ¡El sol, el sol! Mareado, mediando la tarde, llega a Ciénaga: aguas pobladas de lagartos blancos, inofensivos para Francesca que salta sobre ellos como si fueran troncos, Francesca frente a mí aquí, riéndose. ¿Riéndose? Mi hora ha sonado, voy a morir ─leyó Francesca en un libro de páginas blancas, de letras doradas por la resolana─, ¡qué bella ha sido, sin embargo, la vida! ¡Mi carrera comenzó con tantas promesas! ─se quejó Mozart, sentándose sobre un lagarto próximo─, ¡pero no es posible modificar el destino! Francesca alzó la copa de Sancerre helado: « ¡Por el triunfo de la Revolución, Nicolás, por la liberación del Perú, por ti, por tu regreso!» La voz se le debilitó: «Por si no volvemos a vernos, quiero que sepas que estoy orgullosa y feliz de haber sido tu esposa.» Él la miró. E imaginó que en alguna vida, pero aquí en la tierra, Francesca era verdaderamente su mujer. Sintió dicha, de inmediato vergüenza,.. luego alegría, después tristeza. Creyó, quiso creer, que aquí y ahora, mientras estaba vivo, y miraba a esa admirable, a esa desquiciadora mujer viva, iniciaba otra vida, y tenía otro futuro, otro destino... «Sí», dijo Francesca ruborizándose. «¿Acepta usted por esposa...?» «Sí», dijo él también. Y el aplauso afectuoso de los camaradas sonó a sus espaldas. Y después la vida, la vida con Francesca, y los años, los años con Francesca, y después los hijos, los hijos de Francesca, sus hijos... «¿No quieres tomar conmigo, Nicolás? ─se extrañó Francesca─, ¿qué te preocupa?...» Él trató de no ver la blusa demasiado entreabierta, el comienzo de los senos, las aguas empedradas de lagartos blancos hasta seis metros miden estas bestias, cientos de lagartos rayan el agua, no tiene miedo, el lagarto negro ataca, el blanco no, ¿el blanco no?, hambrientos todos los lagartos atacan, éstos tienen hambre, se aproximan; golpean los bordes de la balsa, intentan treparse a ella, con el remo castiga las enormes mandíbulas blancas, blancas no, plateadas, grises, los lagartos golpeados se retiran, se sumergen, fingen irse, retroceden bajo el agua, atacan la balsa a coletazos. «¡Lagartos huevones, las balsas no se hunden!», grita para tranquilizarse, pero la alfombra de lagartos brillosos, ínfimos, medianos, gigantescos, lo aterra. Suda frío, el deseo le humedece las manos. «¿En qué piensas, Nicolás?», insistió Francesca. Si sigue hablándome con esa vocecita ¿qué voy a hacer?, pensó, y para alejarse de toda tentación, de cualquier posible trasgresión de la disciplina y la moral revolucionarias y aunque la voz no le respondía, contestó: « ¡Francesca camina sobre los lagartos!» El brutal chasquido de la tangana cayendo y 83

cayendo sobre las enormes mandíbulas, saca a los nativos de sus chozas, en la ribera mira sus cuerpos pintados por el huito negro, el achiote rojo, el zumo de las flores amarillas, los restallantes colores de los diseños mágicos de sus cushmas, loco de felicidad mira el humo delgado que se levanta entre las viviendas sabiendo que se trata de un humo de cocinas, consigue desembarcar, alguien lo sostiene de un brazo, «¡por favor, un poco de comida! ─suplica, pero ellos no entienden castellano─, ¡por favor comida», repite y hace señas inequívocas. Uno de los hombres hace un gesto y una mujer bajita va y viene con una cabeza de plátanos verdes. Quien sabe prepararlos y dispone de fuego, fabrica maravillas con un plátano verde, pero él no sabe, y aunque supiera no da más. Se desploma sobre el fango reseco de la orilla. Cuando abre los ojos se ve dentro de una choza, acostado sobre una esterilla; ve manos que lo sientan, que le acercan un mate de calabaza conteniendo pescado, yucas asadas y un trozo de tortuga guisada. Se queda dormido masticando. Soñé que era una garza blanca, de esas de dos metros, de dos metros y medio, que parecen hidroaviones cuando cruzan los lagos enormes. Yo volaba en las postrimerías de un ejército blanco que se alistaba a contener un vendaval de garzas marrones, de manchacos. Nos trabamos en guerra. Los picotazos de los manchacos ralearon nuestras filas, aniquilaron la vanguardia hasta que yo quedé a la cabeza de las garzas. Inicié una caída de picos vertiginosos. No era caída ni garza ni guerra: yo era una de las gotas de pintura que saltaba de un manojo de pinceles enfurecidos que un artista amargado arrojaba una y otra vez contra la tela donde no conseguía plasmar su visión. Alcancé a ver la mirada decepcionada del pintor. Despierta en otro día. Los aborígenes lo acompañan hasta la balsa, dando gritos de risa, se alegran de nada, le entregan yucas calientes envueltas en una hoja de plátano, «Adiós, paisanos», se emociona, ya en la corriente, alejándose. Los nativos ríen en la ribera reluciente de sol, ¡de sol, de este sol!, y le gritan palabras que él no entiende, y los brazos en alto se empequeñecen, se esfuman. Se amarra a la balsa. Entra a aguas de sueño llenas de lagartos de sueño entre palizadas de sueño, en una balsa de sueño navega sobre lagartos de sueño, buscando dar caza a un traidor de sueño. Unicornios miedosos escupen manantiales de rubí contra el cielo. Francesca le rozó la cara con sus collares, por detrás del sillón entrecruzó sus manos sobre su pecho, sobre su arrechura que intentaba, ya al borde de la desesperación, recordar lo importante que, según Lenin, es sustituir el parlamentarismo verbal y corrupto de la burguesía por organismos inventados por la Comuna, donde la libertad de opinión y de discusión no degenere en engaño, pero el aliento de Francesca le quemó la nuca de la burguesía, el cuello del parlamentarismo venal y corrupto, la piel tibia de los organismos inventados por la Comuna, la catarata negra de los cabellos de Lenin y supo que no podría seguir viviendo sin lanzarse a ese precipicio. Francesca lo siguió lacerando con besos delicados en la oreja, casi impalpables en la mejilla. Sólo cuando ella rozó sus labios, sus sudorosas manos se atrevieron a tocar su cabello, el allegretto poco mosso, los dedos de Francesca le desabotonaron la camisa, sus labios descendieron por el pecho despellejado por el sol, por el vientre calcinado, su sexo al rojo vivo bajo el sol, no supo en qué momento terminaron desnudos entre los cuerpos de los lagartos sobre el sol con que su tronco ardiendo penetró en el oleaje donde gemía Francesca, la boca de Francesca, el sol de Francesca quemando en la oscuridad. El ruido de un motor lo sobresalta, alguna embarcación avanza detrás del islote, enrumba hacia la otra orilla, pero la correntada no lo deja, regresa resignado, disimula la balsa en un trecho bordeado por platanillos y hojas anchas. Escondido entre los árboles ve pasar una lancha llena de uniformados. No son policías ni guardias republicanos; son soldados del ejército, los reconoce por el armamento: paracaidistas de las Tropas Especiales. Distingue los fusiles FAL con que juguetean los monos en las ramas altas del arcoíris, las granadas que cuelgan del cinturón del mango, su carne rajada por los 84

puñales de lanzamiento, el reverso de lágrimas que lo flanquean a lo largo de la trocha hilerada por los huaca pues. ¡Ahí está el árbol!

XXV. EL CAPITÁN BASURCO ORDENA CONSTRUIR JAULAS DE MADERA ¡Este sol, este sol, este sol! La reverberación sobre las aguas metálicas lo hunde todavía más en el mareo rojo. Bajo la ferocidad del mediodía le parece que el pequeño techo de hojas de palmera, el pamacari que construyó para protegerse, no existiera. Siente su cuerpo enorme, hinchado por la fiebre; aire hirviendo le cocina los cabellos, la piel y ahora los sesos. Se inclina hacia un lado de la balsa, hace un cuenco con sus manos, recoge agua tibia, se empapa la cabeza, el cuello, la cara, el pecho desollados. ¿Moriré como «Cucharita» y el «Loco» Higueras, esos prófugos como yo, que escaparon del Sepa como yo, que fueron perseguidos por la soldadesca como yo? Ellos alcanzaron lo inalcanzable; huir de la Colonia Penitenciaria del Sepa por la única vía donde fracasaría la vigilancia de cientos de embarcaciones: por tierra, a través de las selvas asfixiantes, fangosas, pululantes de otorongos, de grandes víboras; arañas mortales, de animales y peligros con nombre y sin nombre. «Cucharita» y el «Loco» Higueras lograron lo que ni los más diestros materos, esos curtidos buscadores de madera, soñaron alcanzar: cruzar a pie los bosques desde el río Urubamba hasta el río Tambo. Salieron por la zona del Shirintiare, en las inmediaciones del territorio de los indios campa. El capitán Basurco ordenó cerrar todos los ríos. ¡Nada! El capitán Basurco gritaba: «¡Qué dirá mi compadre el General, que en mis narices dos cojudos se me escapan y se evaporan como fantasmas: ¿Me van a hacer creer, babosos, que esos mierdas han desaparecido bajo el agua como paiches y que mando y mando expediciones de ciegos y pelotudos? ¡Tienen que estar en alguna parte! ¡Vayan a buscarlos de nuevo y no regresen, carajo, sin ellos!» «Ya estamos saliendo, mí capitán.» «No es que me duela quedarme de capitán sino lo que dirá mi compadre cuando tenga que tachar mi nombre en la lista de ascensos. Alguien le dirá "pero mi general, éste es su compadre Basurco", y mi compadre se verá forzado a decir: "Él no necesita que nadie lo ascienda; ya él solito se ascendió a huevón ...!"» Bloquearon los ríos, cerraron las cañadas vigilaron las bocas de los arroyos. A nadie se le ocurrió que humanos pudieran atravesar con vida esa selva. «Cucharita» y el «Loco» Higueras asomaron un día por una playa de Atalaya. El sargento Morey se quedó observando a los dos indios campas, cubiertos con cushmas rotosas, que cocinaban en la playa. «¡A mí no me cojudean! Guardia Díaz, agarre su fusil y sígame. ¡Motorista, usted también ármese y enciéndame el motor de esa lancha!» Los dos campas seguían sobre la arena grisácea. El sargento Morey y sus hombres les cayeron de golpe y los encañonaron. «¡Mierdecitas, si se mueven, disparo!» «”Cucharita" ─contestó─: Baja tu fusil, compadre, no creas que me das miedo. Hace rato sabemos que ustedes nos habían visto. ¿Sabes por qué nos entregamos? ¡Nos entregamos porque no conocemos adónde conducen estos ríos malditos!...» «¿Y cómo nos reconoció, mi sargento? ─dijo, con voz tembleque, tratando de congraciarse el "Loco" Higueras─. Yo soy loretano y sé que los indios campa no tienen barba, so huevones ... » El sol, el sol, el sol restallaba sobre las mesas de la terraza de café en el Boulevard Voltaire. Desde el interior, Nicolás miró aproximarse la cara preocupada de Santiago. Entró, lo buscó entre las mesas, no lo encontró. Se sentó cerca de Nicolás, y sin verlo, se disimuló detrás de «Le Monde». Nicolás, inmóvil, sonrió: cuando se lo proponía era capaz de alcanzar esa casi 85

invisibilidad que años y años de lucha clandestina imprimen a ciertos cuadros. Pero los ojos de un buen cuadro saben ver el otro por más que se mimetice. ¿Por qué no lo veía Santiago? Nicolás lo observó sin mover una sola pestaña. Constató la inquietud de Santiago hojeando demasiado rápidamente las páginas de «Le Monde», encendiendo y apagando excesivos cigarrillos, estirando el cuello hacia la puerta, y pensó: «Ramiro tiene razón.» ─Hermanito, tienes una misión muy delicada aquí en París. Se trata de Santiago... ─Lo que tú dispongas, Ramiro. Nicolás, recostado sobre el respaldar, siguió observando a Santiago. Por un instante sus ojos recobraron el calor de la amistad, tantos años de hermandad en la lucha, pero luego, sabedor ya de sus vacilaciones se endureció. Después, por cálculo, volvió a suavizarse. ─¿Me da usted fuego, por favor? ─preguntó en español. Santiago se dio vuelta sorprendido. Demoró en reacomodarse la sonrisa: ─Te estoy esperando hace rato ─dijo y acercándose a la mesa de Nicolás, se sentó de espaldas a la puerta. «Realmente, algo le pasa ──pensó Nicolás—: un cuadro entrenado no se sienta jamás de espaldas a una puerta.» ─Seguro creístes que no iba a venir ─dijo Santiago. ─¿Por qué dices eso ... ? Por lo visto yo confío en ti más que tú. Tú sabes bien, Santiago, que yo prefiero equivocarme confiando que acertar desconfiando. ─Un revolucionario debe desconfiar siempre, Nicolás. ─¿Estás pidiéndome que desconfíe de ti? ─¿Qué te tomas? ─desvió Santiago. ─Yo quisiera una copita de pisco puro, pero ya que estamos donde estamos y no donde debemos estar, me conformo con un vino. ─Dos beaujolais ─ordenó Santiago. Nicolás se le quedó mirando a los ojos, puso su mano derecha sobre el hombro de Santiago y con voz cariñosa preguntó: ─¿Qué te pasa, cholo? ¿Por qué no asistes a las sesiones? ¿Por qué no cumples con las últimas directivas? En víspera de nuestro regreso al Perú, el Movimiento no puede permitirse ni permitir a nadie semejantes irresponsabilidades. Y digo irresponsabilidades sólo por el momento. Y porque somos amigos... La Dirección Nacional me ha encomendado aclarar tu caso, exigirte una definición. Pero antes de hablarte como dirigente, quisiera hablarte, si tú me lo permites, como tu viejo hermano de siempre. Sabes bien que la disciplina es la base de nuestra organización, y sabes también que la disciplina no excluye sino que fomenta la fraternidad. No eres el primero ni serás el último. Todos vivimos crisis espirituales, de conciencia, afectivas, ideológicas, sentimentales, como tú mejor quieras llamarlas. Tú conoces de esto tanto como yo. Esas crisis suelen agudizarse justamente antes de viajar al combate. Nosotros no sólo nos embarcamos hacia el Perú sino tal vez hacia la muerte, y eso también lo sabes... Nicolás, con alegría, creyó percibir otra vez en los ojos de Santiago la mirada, la decisión del compañero. Sin sacarle los ojos tomó un sorbo de beaujolais. Santiago ya había terminado el suyo, y continuó: ─La víspera de toda expedición nos sentimos como es normal, nerviosos. ¿Te acuerdas de Tomasito, ese dominicano grandote, tímido, que no sabía qué hacer con su cuerpo...? ─Me acuerdo: inteligente, estudioso, marxista─leninista bien capacitado, gran camarada... 86

─¿Era valiente? ─¡Vaya si lo era! ─Y sin embargo, Santiago, ¿te acuerdas de la noche que nos encontramos con él en «La Resaca», ese bar de La Habana? Tomasito buscaba desesperadamente una mujer, pero no para pasar una noche con ella sino para hacerle un hijo. No sabía que se moría de miedo. En su momentánea confusión sentía que el hijo imaginario lo prolongaría más allá de la muerte que él suponía inevitable y próxima. Pero luego se recuperó, se embarcó y se comportó heroicamente. ─Murió heroicamente, querrás decir. ─La CIA los había infiltrado. El dictador Trujillo conocía de antemano la hora precisa y el lugar exacto del desembarco. Los esperaban... ─¡Y los hicieron mierda ─lo interrumpió Santiago─. No quedó ni uno vivo. ─¿Y qué? ─se mortificó Nicolás─. ¿Y qué?... ¿Acaso la muerte de un combatiente significa su desaparición? ¿No estamos preparados precisamente para enfrentar la muerte, y morir si es necesario, sabiendo que a la larga, más tarde o más temprano, nuestra muerte es la vida de los demás... ─Encore, deux beaujolais ─pidió Santiago. La voz de Nicolás se hizo nuevamente fraternal: ─¿Qué te pasa, viejo? Nosotros nos conocemos desde que militábamos en la Juventud Comunista. Juntos vivimos la clandestinidad y después juntos creímos que la línea del Partido era errónea, nos expulsaron juntos del Partido, juntos entramos al Movimiento, juntos nos entrenamos en Cuba, juntos vinimos a París. No nos vamos a mentir a estas alturas. ¿Tienes alguna discrepancia con la Dirección o con la línea política? Santiago vació de golpe los restos de su segunda copa. Miró serenamente a Nicolás: ─No es una cuestión ideológica, y si tengo alguna discrepancia eso es también secundario. Lo concreto es que no voy a ir con ustedes al Perú... ─¿Con ustedes, has dicho? ¿Ustedes? Tú y yo, tú y los compañeros, ¿ya no somos más nosotros...? ─Así es, mi hermano. Yo no voy a ir a morir con ustedes. ─¿Qué es morir, Santiago? Todos tenernos que morir. El problema no es morir sino escoger la muerte. ─¿Por qué no escoger la vida, Nicolás? ¿Y sí el verdadero revolucionario sólo puede cumplir la verdadera revolución viviendo, en la vida y con la vida? ─¿Un hombre nuevo con valores nuevos? ─Sí, sí. Nicolás le acarició la cabeza, lo jaló cariñosamente de los pelos: ─¡Pero si ese hombre es el revolucionario! Y tú lo sabes, Santiago. El hombre Nuevo encarnará todos los sueños de la historia, absolutamente todos, incluso los del anarquismo. Pero el Hombre Nuevo sólo podrá nacer de los escombros y las cenizas del Hombre Viejo. ─Yo no puedo esperar, Nicolás. Nicolás se demoró en escucharlo, y se demoró más en responderle: ─¡Sí esperarás, Santiago! Sé que superarás la crisis que estás viviendo ahora y vendrás con nosotros. Nosotros somos militantes, nosotros no tenemos una vida como la de los demás, nosotros nos debemos a una causa y por ella acatamos una disciplina. Nuestro Movimiento no es un tren del que uno se pueda bajar cuando le dé la gana, en cualquier estación. Y encariñando la voz:

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─¡Pero qué te sucede realmente, hermano; yo nunca te he conocido cobarde! ¿Por qué no quieres ir...? Santiago lo miró con una cara infantil, desamparada que Nicolás le desconocía. ─Me quedo porque amo a una mujer como jamás he amado a nadie y me quedo con la mujer que amo, ¿me entiendes...? ─¿Por una mujer? ─se desconcertó Nicolás. ─Sí, por una mujer. U─na─mu─jer. Parece que nunca hubieras oído esa palabra. No me extraña. Para ti el amor nunca contó. Tú siempre viviste por el Partido y para el Partido. Nicolás trató de no alterarse: ─U─na─mu─jer ─repitió como quien reflexiona─. Sí, he oído antes esa palabra. Y he oído otras también. Algunas que quizá tú ya hayas olvidado: li─be─ra─ción─na─cio─nal... Consiguió sonreír: ─¿Desde cuándo, Santiago, la revolución y el amor son contradictorios? Tu amor, todo amor, tu lucha, nuestra lucha, son carne de un mismo cuerpo, sangre de una misma sangre. Elegir entre amor y revolución es un falso dilema. No hay nada que elegir, son lo mismo... ─No para mí, Nicolás. ─No entiendo. ─Es simple. Amo a una mujer y quiero vivir con ella. ¿Está claro? ¡Quiero vivir! Por eso me quedo. Sólo los vivos tienen mujer, los muertos no... Ahora miro cosas que no veía antes. ─Incluso el anarquismo, Santiago. ¡Todos los sueños de la Historia! El Hombre Nuevo comprenderá que el amor y la felicidad son los hechos realmente subversivos. Pero ese hombre no ha nacido. No vivimos en el presente sino en el pasado. Y entre el pasado y el futuro hay una fosa. Quizás esa fosa sólo podrá llenarse con nuestros cadáveres. Es necesario que así sea, porque es necesario que por encima de nuestros cadáveres pase la Humanidad. ─Para mí el acto verdaderamente revolucionario no es morir, es vivir, Nicolás... ─¿Aun si para vivir debes dejar la lucha? ─Aun así… Yo... Nicolás lo cortó abruptamente: ─Camarada, no estoy aquí para oír la anécdota de tu enchuchamiento. Estoy aquí para recordarte que el Movimiento te sacó del Perú, que el Movimiento gastó lo que gastó para entrenarte, que conociste a esta mujer debido a que el Movimiento te situó temporalmente en París. Tú tienes una obligación ineludible con nosotros. Y no sólo con nosotros. Tú convenciste a muchos compañeros que hoy están en camino al frente, que hoy están esperándote. ¿Qué crees que sentirán ellos cuando se enteren que tú, precisamente tú, has desertado…? ─No soy un desertor, Nicolás. Desertor sería si dejara París, la vida y el amor que tengo en París... ─Para ellos no. Para esos compañeros, y no sólo para ellos, tú ni siquiera serás un desertor; serás un traidor... Estás muy alterado: te noto muy cambiado. El encuentro con esa mujer, con tu mujer, seguramente te ha trastornado. Pero, insisto, sé que superarás este momento. Recuperarás la calma y entonces comprenderás que te traicionas a ti mismo. Nadie puede ser plenamente feliz mientras los demás sigan siendo infelices. No puede existir ninguna isla de alegría en medio de un océano de crímenes y de horror. Nicolás apuró de un sorbo todo su vino y ordenó en español:

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─¡Más vino ... ! Aun sin consultar con la Dirección Nacional, mi querido Santiago, y considerando tus antecedentes intachables, me arriesgo a autorizarte que te quedes un tiempo más en París, el tiempo necesario para que vuelvas a ser quien eres realmente. Nuestro segundo contingente sale dentro de treinta días. Quédate en París, vive tu vida con tu mujer, reflexiona mejor, y luego cumple. Tu mujer, si es verdaderamente tu mujer, podrá reunirse contigo allá. Nosotros... ─No me hagas promesas, Nicolás. Yo sé lo que son esas promesas. Me he pasado la vida haciéndolas yo también. Y peor que eso: he vivido de promesa en promesa. Mis padres me prometían un caramelo, una entrada al cine. Ahora el Movimiento me promete que me reencontraré con mi mujer después que triunfemos. Me prometen darme mañana lo que yo tengo hoy. Pero yo estoy harto de que me confisquen el presente en nombre del porvenir. Harto de esperar paraísos que se alejan cada vez más. ─«Pretextos para no luchar habrá siempre; en todas las épocas y en todas las circunstancias habrá siempre pretextos para no participar en la lucha...» ─recordó Nicolás. ─Conozco esa frase ─dijo Santiago. ─¡Claro que la conoces! Y también conoces ésta: «Nuestra lucha nos da la oportunidad de convertirnos en revolucionarios, y ser revolucionarios es alcanzar el escalón más alto de la especie humana y graduarnos de hombres...» Y conoces la continuación: «Los que no pueden alcanzar ninguno de estos estadios deben decirlo y dejar la lucha.» ─Sacrificarse es fácil, Nicolás. Estamos acostumbrados a hacerlo. Lo difícil, lo heroico, es vivir. ─Por supuesto, Santiago; tienes razón: más difícil que enfrentarse a un ejército represivo en las montañas del Perú, más heroico es quedarse en París entre las piernas de una buena hembra... Escúchame bien, camarada. Tú no has venido a explicarte conmigo. Tú vienes para que yo te absuelva de tus obligaciones: Tú no quieres desertar: tú quieres alejarte. Pero no te irás, como crees, para vivir con nuestra aprobación la plenitud egoísta de un amor. ¡No! Si no puedes ser un revolucionario, si no puedes continuar siéndolo, debes reconocerlo, debes decirlo y dejar la lucha. Y vas a hacerlo, si lo haces, con toda conciencia... Bebió más vino. ─Yo creo que lo peor que le puede pasar a un hombre es ser fusilado por traidor y morir pensando que aquellos que lo fusilan tienen la razón. ─Si ustedes creen que soy un traidor, y yo conozco la sanción, ejecútenme. Prefiero morir a manos de la sinrazón, antes que seguir viviendo sin razón. Sonriendo, apartó los dos vasos de vino: ─¿Por qué bebes tanto, Nicolás, si tú nunca bebes? ¿Algo te angustia? ¿Acaso mi muerte ya está decidida y con tu voto a favor? Encore, deux beaujolais. ¿Sabes cuándo nació el alma, Nicolás...? ─No. Pero sé, en cambio, cuándo nació la explotación. ─Pero ¿no sabes cuándo nació el alma? Y sería bueno, tal vez, que lo supieras antes de liquidar la mía. Yo te lo voy a decir: hasta hace cincuenta mil años el hombre abandonaba a sus muertos en cualquier parte: los dejaba tirados al hambre de los buitres y del tiempo. Pero un día decidió cavarles tumbas, enterrarlos y devolverlos a la tierra. En las cavernas ese hombre cinceló sus pánicos bellísimos. De esos pánicos primordiales, de esos símbolos, está hecha la carne del alma del hombre. Ninguna muerte podrá matar esa alma... Tomó a Nicolás violentamente de la muñeca, y con voz pastosa, con ojos relucientes de dulzura y de rabia: 89

─Nicolás, una revolución que sólo es una revolución no es una revolución. La humanidad, nuestra humanidad, es tan bárbara, tan primitiva, tan cruel, que para alzarse del fango necesita no una sino mil revoluciones, una revolución infinita. ─¿No te basta con esta revolución por la que mueren millones de hombres y por la cual nosotros luchamos desde nuestra juventud? ─¡No, no me basta! La revolución política sólo elimina la pus de afuera, pero ¿puede modificar el Afuera si no modifica el Adentro...? ─Santiago ─lo cortó Nicolás─, pide dos botellas de vino. Como en el Perú: una para ti, otra para mí... ─Uno de los más grandes poetas de nuestra época, antes de abandonar Europa durante la Segunda Guerra Mundial, dijo: «Me voy porque el amor es más urgente que la guerra.» Era poeta y era revolucionario... ─No lo era ─gangueó Nicolás─, era una mierda. Si todos los hombres hubieran pensado como él, Hitler hubiera vencido y ahora no existirían hombres... Santiago hizo un gesto de conmiseración: ─Otra vez te equivocas, compadre. Si todos los hombres se hubieran dado cuenta que el amor es siempre más urgente que la guerra, jamás un loco como Hitler hubiera tomado el poder y jamás hubiera estallado la guerra. ─Perdóname, hermano, pero estás hasta las huevas. Hitler no era un loco que tomó el poder porque los hombres pensaron así o asá. Hitler fue la consecuencia lógica e inevitable de una situación económica y política concreta, y la guerra fue la única salida de un mundo sin salida. Lo miró con ojos duros. Con voz más dura, dijo: ─Santiago, te ordeno viajar al Perú dentro de tres días. Partirás con el grupo de Mario. ¡Si no lo haces, atente a las consecuencias...! ¡Este sol, este sol, este sol...! A «Cucharita» y al «Loco» Higueras ni siquiera los tocaron. ¡Qué más quisieran, estos granputas, morirse en un solo día! ¡Ni hablar!, gritaba el capitán Basurco. Los encerraron en jaulas de palo, más estrechas que ataúdes, más grandes que cunas, construidas con tronquitos nudosos que se incrustaban en la carne, ramas peladas que facilitaban el ingreso del sol, ¡este sol!, y expusieron las jaulas en la plaza del poblado de El Sepa: en una el «Loco» Higueras, en otra «Cucharita», totalmente desnudos. Los solearon días y días. ¡Sin alimento, ni agua! El sol ennegrecía sus pieles a fuego lento. ¡Agua!, suplicaban desde el fondo de sus tumbas soleadas. ¡Agua! ─gemían casi inaudibles, desde las llagas purulentas de sus cuerpos amoratados de sol─. ¡Agua!, sollozaban día y noche a la indiferencia de los pobladores que no miraban, ni oían, a los niños que jugaban ciegos a su alrededor, y a los futbolistas de El Sepa y de Atalaya que a unos cuantos metros, disputaban la pequeña copa de bronce de un partido amistoso. «¡Un castigo ejemplar, carajo, para que mi General no se avergüence de su compadre Basurco! », y los cuerpos pudriéndose de a pocos bajo el sol y los gusanos cayendo como lágrimas por la cara sin cara del «Loco» Higueras. Miradas llorando nada porque desde los ojos de «Cucharita» no miraba Cucharita sino los ojos de millones y millones de hombres que mueren sin justicia, millones de asesinados que estarían naciendo, millones de víctimas de hombres que desafiarían la ley, la ley, la ley, que algún día iban a nacer. Con trabajo entreabrió los párpados y en la reverberación del mediodía, sobre las aguas metálicas, meciéndose sin motor, distinguió la lancha, vio uniformes.

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XXVI. SANTIAGO SE ECHA A CORRER BAJO LA LLUVIA ─Santiago, te ordeno viajar al Perú dentro de tres días. Partirás con el grupo de Mario. ¡Si no lo haces, atente a las consecuencias...! Sentí dolor. Y luego, tristeza. Porque todo lo que había dicho Nicolás, sus iníciales palabras de comprensión eran frases preparadas para converger hacia ese orden. Nicolás se puso de pie como si no hubiera nadie ya en la mesa. Vi alejarse sus espaldas anchas, su caminar lento, y, acaso, en la cara que no podía mirar, un gesto de amargura. Él sí iría al frente, él sí partiría. No volvería a verlo más. Nicolás era mi hermano, más que mi hermano. ¿Era? Los compañeros eran mi familia, más que mi familia. La militancia, mi vida, más que mi vida. No sé por qué, en el desván de los años, oí la, voz monótona del profesor Serna contándonos en el colegio, era el cuarto año de Secundaria, que hay un día en que los ballenatos se separan para siempre de sus madres, y en la soledad de los océanos nadan horas y horas en círculos, parecen gemir, se lamentan, y luego las grandes ballenas y los ballenatos se pierden en las distancias. Odié a Marie Claire que me alejaba de mis camaradas, amé a Marie Claire que me alejaba de mis camaradas, la amé y la odié y la amé. Seguí bebiendo. Terminé mi botella y me quedé mirando la de Nicolás. Necesitaba embriagarme, pero no me atreví a tocar su vino. Yo que en todo tiempo había usado sus cosas, con la misma familiaridad con que él usaba las mías, yo que a lo largo de tantos años había compartido con él ropas, comidas, horas amargas o esperanzadas, el dinero que guardábamos en cajitas cuando recogíamos periódicos viejos en París, ahora no me atrevía a beber de su botella. Pedí otra. El mozo la depositó sobre la mesa. No la toqué. Me serví de su vino, alcé el vaso y brindé con nadie: ─¡Salud, Nicolás, por ti, mi hermano ... ! ¡Porque algún día comprendas lo que ahora no quieres comprender! «¡Y si no, atente a las consecuencias!» En su mirada brillaba la amenaza. ¿Me consideraban ya un peligro para el Movimiento? Traté, de razonar como militante, ¿qué haría yo en el lugar de Nicolás? Mi informe a la Dirección sería imparcial, cruelmente imparcial. Si yo fuera él, si yo escuchara mis razones en su boca, si tuviera que decidir en la Dirección Nacional, ¿me consideraría un militante extraviado, caído en el idealismo, como él diría de mí, o un desertor, o peor, un traidor, un riesgo para el Movimiento? Sí, yo consideraría a Nicolás un peligro, un desertor, un traidor. Yo actuaría como él y acaso con más dureza. Un militante no puede disponer de su vida. Pertenece al Partido. Y cuando desobedece pone en grave riesgo a toda la organización. Y más aún en vísperas de una lucha armada. Por mis ojos pasaron las caras preocupadas de Eusebio y de Andrés, los camaradas bolivianos que camino a las montañas se quedaron en París. Ya en Cuba habían empezado a discrepar: entre ellos concordaban, a solas, en secreto, en que el foquismo guerrillero era un error. Inicialmente identificados con la tesis de que «una chispa puede encender una pradera», comprendieron más tarde que la guerrilla, planteada de ese modo, que la lucha de un puñado de hombres desligados de la lucha de las masas, era un equívoco fatal, un heroísmo inútil. La guerrilla debe moverse como un pez en el agua, sí, pero el agua, es decir, la clase campesina, dormía. No osaron discrepar en voz alta mientras estuvieron en Cuba. En Paris lo hicieron. La respuesta a sus dudas fue inmediata: partir al día siguiente al frente. Eusebio y Andrés se negaron El Partido los condenó a muerte. Los servicios de Seguridad de su país los buscaban como guerrilleros: no podían volver a Bolivia «limpios», y tampoco podían quedarse en Francia. El Partido, había tomado precauciones. Eusebio y Andrés habían salido de Bolivia con sus propios pasaportes; deliberadamente no les habían proporcionado otros, y esos documentos sellados y recontrafichados eran los únicos que poseían. La policía 91

francesa también los conocía. No podían quedarse, ni salir de Francia. Buscados, además, por sus propios compañeros, acosados por su propia organización, vivieron a salto de mata. Una noche de invierno me tocaron la puerta: ─Compañero Santiago, ¿te acuerdas de nosotros? Estuvimos contigo en el mismo campamento en Sierra Cristal…¿Podrías alojarnos sólo por esta noche...? ─Yo no escondo a desertores. ─Santiago, no somos desertores. Si nos das tres minutos te explicamos nuestra situación... ─¡No hay nada que explicar! Les tiré la puerta. ¿Era yo un Eusebio, un Andrés ahora? Si esa misma noche iba a la casa de Iván o de Mario, ¿me tirarían la puerta? ¿O me la abrirían porque estando sentenciado era mejor tenerme ya? ¿Me estarían buscando? ¿Mis propios compañeros esperaban acaso en la puerta de ese bar que yo saliera? Un remolino de recuerdos giraba en mi cabeza. Nuestra disciplina es de hierro, tiene que ser de hierro, pero quienes la aplicamos o soportamos, ¿somos de hierro? La cara reílona, vivaz, burlona, bromista, fraternal de Laynez, ¿no se volvió de hierro cuando, como responsable de la Célula de los prisioneros políticos en la Prefectura de Lima, sentenció a Félix sin reparos? Félix no había resistido los interrogatorios policiales con la entereza que el Partido exigía. No nos traicionó, pero actuó cobardemente; lloró durante un interrogatorio. Los guardias lo devolvieron a la celda hecho una lástima pateada, con la cara hinchada y sangrante. Laynez lo condenó a treinta días de prisión dentro de la prisión: nadie lo miró ni le habló ni le respondió ni se le acercó durante treinta inacabables días. Pero esos hombres implacables y fraternales, esos hombres de acero y de pan, eran sus hermanos, mis hermanos. ¡Mí familia, más que mi familia! Sentí mi rostro caliente de lágrimas y odié de nuevo a Marie Claire. Dejé sobre la mesa un billete de cien francos y salí a la lluvia. El agua del cielo disimuló mis lágrimas y lloré y lloré mientras caminaba por el Boulevard Saint Antoine. «Te ordeno viajar al Perú...» ¡Cuántas veces mi vida había sido interrumpida por consignas sorpresivas, modificada por órdenes que yo había obedecido siempre sin discutir. Pero esta vez la orden del Partido, la Orden, se enfrentaba con mi orden, la Orden de mi deseo. ¿A quién obedecer? ¿Y por qué obedecer, por qué seguir sometiéndome? En la infancia obedecí a mis padres; en la escuela a mis maestros; en los tiempos de recluta a mis oficiales; en la Universidad a mis catedráticos; en el Partido a mis dirigentes, al Comité Central. Toda mi vida, en el fondo, era una sola, ininterrumpida, larguísima obediencia. De rodillas, rezando en la misa del Colegio, oí la voz del padre Brescia que predicaba: «Y Dios tentó a Abraham y le dijo: toma a tu hijo, a tu hijo único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga. Y Abraham se levantó temprano, aparejó a su asno y tomó consigo a dos mozos y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que Dios le había indicado. Tomó Abraham la leña, la cargó sobre su hijo Isaac, tomó en su mano el fuego y el cuchillo y se fueron los dos juntos. Y dijo Isaac a su padre Abraham: "padre, veo el fuego y la leña pero no veo el cordero para el holocausto", le dijo Abraham: "Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío." Y siguieron andando los dos juntos. Llegados al lugar que le había dicho Dios, construyó allí Abraham el altar y dispuso la leña, luego amarró a Isaac, su hijo. Y le puso sobre el ara, encima de la leña. Entonces Abraham alargó la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo. Y allí le llamó el Ángel de Yahveh desde los cielos diciendo: "Abraham, no alargues tu mano contra el niño ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios ya que no me has negado tu hijo, tu único hijo..." Levantó Abraham los ojos y vio un carnero trabado de los cuernos en un zarzal. Y fue Abraham a donde él y tomó el carnero y lo sacrificó en holocausto en lugar de su hijo...» El padre Brescia se sonó ruidosamente, tomó el cuchillo para inmolar a su hijo. La sotana negra, 92

amujerada, del padre Brescia se agitó, y su sotana enlutada, por contraste, se me hizo luz. Ahora comprendía la atrocidad de esa Orden monstruosa que para probar el amor exigía sacrificar el amor, de esa dulzura cuyo alimento era la muerte. Dios, la Patria, mis padres, la familia, el Partido levantaban ante mí sus rostros amenazadores, sus consignas letales. ¡Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, y persigo la falta de los padres en los hijos hasta tres o cuatro generaciones...! «Y si no lo haces, atente a las consecuencias.» Pero yo ya había pagado las consecuencias. Desde el momento de nacer, y aún antes, yo había cancelado las deudas. Hacía siglos y siglos, generaciones y generaciones, que yo venía cancelando una falta que desconocía. Obedecer a los padres, obedecer a los maestros, obedecer al Partido, matar a otros hombres para obedecer a mi Patria o mi Partido. ¡Obedecer, obedecer, obedecer! Mi abuelo obedeció a mi bisabuelo: abandonó a la mujer que amaba para matrimoniarse con una desconocida que su sangre no había elegido. Y se mustió para siempre su alegría: mi abuelo vivió y murió alcohólico. Y en su agonía llamaba «¡Concepción, Concepción!», a la mujer que cincuenta años después ardía aún en su corazón que se apagaba. Y ahora el Movimiento ordenaba que yo, con mis propias manos, juntara la leña para el holocausto, y sobre ella atara y colocara lo más hermoso de mi existencia. ¡No! Yo desobedecería. Me rebelaría. Y comenzaría por desobedecerme a mí mismo. Porque las órdenes primeras nacían de mí. La dictadura que sofocaba mis deseos, que reprimía mis impulsos, que me negaba la vida, había llegado al poder porque yo era su cómplice. Sin mi colaboración, sin mi pasividad, jamás se hubiera implantado en mi alma. Yo era mi propio traidor. ¡Yo había bajado el puente levadizo para que la Obediencia cruzara los fosos para posesionarse de la ciudadela donde ahora mi deseo se alistaba para la resistencia! Pensé en todos mis antecesores, y en los antecesores de mis antecesores, ¡pobres dominadores dominados! ¡pobres centinelas vendados!, ¡infelices deudores eternos! Y me aplastó el verdadero significado de la Deuda Infinita, esa nefasta metáfora gracias a la cual, según Nietzsche, el Cristianismo logró someter los espíritus. Dios se sacrificó para redimirnos de nuestros pecados. Él, la inocencia y la bondad infinitas, murió por culpa de nuestras culpas. «El Acreedor se ofrecía a su Deudor por amor. ¿Quién lo creería? ¡Por amor a su Deudor...!» Nosotros, los pecadores, le debíamos su muerte... ¿Y cómo podríamos nosotros, meros pecadores, pagar la muerte de Dios, esa Deuda Infinita? Mientras nos restara vida, seríamos deudores: ¡Ni con cien mil existencias alcanzaríamos a pagar esta deuda sin fin! La voz del padre Brescia resonaba en la Iglesia donde más que de frío temblábamos de miedo. ¡No! ¡Yo no ofrecería ni a Dios ni al Partido ni a nadie, ni a los vivos ni a los muertos, ese insensato holocausto! ¡Me negaba a aceptar la deuda! ¡No era deudor; por el contrario: era acreedor! ¡Me debían la tiranía de mis padres, el amor asesinado de mi abuelo, las angustias de mi infancia, los días sin mujer de mi juventud, las infinitas noches de heroísmo de la clandestinidad, mis remordimientos, las vidas que dejé de vivir, las maravillas del mundo que mis ojos no veían porque sólo yo tenía miradas para el odio, para la culpa, para el sufrimiento, para la oscura generosidad sin frutos! ¡Rechazaba la Obligación Sombría que Alguien que yo jamás había autorizado contrajo en mi nombre! Hacía milenios, un impostor, muchos impostores, reunidos en la oscuridad húmeda de una caverna, sobre la piel arrancada de una bestia todavía palpitante, había tatuado la siniestra escritura de la Obediencia. Y debajo de ese Debe sin Haber, de esa obligación a miles de años vista, de esa letra de cambio aceptada por la eternidad, habían falsificado mi firma. ¡Sí, me rebelaría! ¡Arrojaría el cuchillo y dispersaría los leños! ¡No obedecería! ¡Jamás volvería a obedecer...! Y eché a correr bajo la lluvia gritando, como hacía ochenta años: «¡Concepción! ¡Concepción!»

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XXVII.

MARIE CLAIRE RELEE EL «POPOL VUH» POR PRIMERA VEZ

Y subí las escaleras gritando « ¡Marie Claire! ¡Marie Claire!» Jadeante extraje la llave, me atolondré en la cerradura, por fin abrí, entré, crucé el desorden de discos y de libros de la salita, en el suelo distinguí el long─play «Construçáo» de Chico Buarque, me acuerdo bien: un disco de Chico Buarque, y un entrevero de pequeños almohadones enfundados en telas indias. Me acuerdo bien: un entrevero de almohadones. Y un pulóver marrón. Me acuerdo bien: marrón. Todas mis vidas se agolparon en mí, en ese deseo que era yo. Avancé hacia la puerta del dormitorio. Sobre la cama vi una hoja de papel naranja. Me acuerdo bien: naranja. Lo leí. «Mi amor, mi único amor, hoy reinicio mis lecturas en la Biblioteca Nacional, si es que puedo, naturalmente, mirar las letras y no tu rostro. Te amé desde que nos vimos por primera vez, allá en la Galaxia Tercera. Te sigo amando.» Firmaba una fantástica flor. Me sentí vacío, pero sonreí. Me acuerdo bien: sonreí. Para calmar mi desasosiego volví a la sala y coloqué en el tocadiscos a Chico Buarque. Mientras se difundían los primeros acordes de «Amou doquela vez como sse fósse a última», me sosegó la memoria. Porque en esa sala, escuchando esa misma melodía, Marie Claire me había dicho que el nuestro era la continuación de un amor iniciado en otras galaxias, y que aun si tuviéramos que separarnos definitivamente, nuestra separación y aun nuestras muertes sólo serían un instante entre dos reencuentros. ─Ni siquiera es necesario que volvamos a encontrarnos como humanos. Nos reencontraremos ─reía─ de todos modos; nos reencontraremos como peces, como piedras, como árboles... ─Lástima sería ─le dije─ despertar árboles pero en bosques distintos. Marie Claire se encendió en carcajadas: ─¿De qué te preocupas, Santiago? ¿No sabes acaso que los árboles caminan? Las especies vegetales no son inmóviles. Aunque demoren decenios o siglos en avanzar un trecho, se movilizan, suben, bajan laderas, cruzan llanuras, incluso se traban en guerras mortales con otras familias, disputan territorios y se expulsan de ellos. ¡Se mueven! ¿Cómo puedes suponer que no volveremos a encontrarnos? La lancinante melodía ─¿o quizá la ausencia de Marie Claire?─, me entristeció. Mareado aún por el vino, me recosté sobre los almohadones desperdigados por el piso. Mi codo tropezó cerca a la chimenea, con una traducción del «Popol Vuh». Yo conocía, claro, la admirable versión castellana del mexicano Mediz Bolio. Por hacer algo inicié la lectura del prólogo en francés. Vi subrayada, con anotaciones al margen ─¡con la letra de Marie Claire!─, la aseveración del prefacio de que «el Popol Vuh es el documento más antiguo sobre la historia del hombre, anterior incluso al "Rig Veda" y aun el "Zend Avesta", considerados los textos sagrados más antiguos de la humanidad». Chico Buarque insistía, esta vez con la doliente compañía de un coro. Seguía hojeando el «Popol Vuh», abundantemente anotado por Marie Claire y me alegró su interés por la historia de mis ancestros precolombinos. Inteligentemente su lápiz había marcado que «Montaigne y Descartes pretendían que el americano era el tipo de hombre sin historia», pero que «el Popol Vuh demuestra la magnitud de su equívoco». Dos líneas gruesas subrayaban que «los mayas quichés no sólo tenían historia: Vivían en permanente continuidad con su pasado». Sin confiármelo, Marie Claire, que pretendía no tener pasado, había comenzado a caminar por el mío, ¿es decir, por nuestro futuro? Pero no era la música lo que me desasosegaba sino que ya eran diez de la noche y yo sabía que la Biblioteca cerraba a las siete. ¿Por qué Marie Claire no llegaba? ¿Por qué mi cuerpo que siempre sabía dónde se encontraba el suyo, no la sentía próxima? Yo era capaz de seguir minuciosamente sus desplazamientos. Ciertas veces, cuando 94

ella retornaba de algún paseo, por divertirme, inquiría por su itinerario. Ella me informaba lo que mi cuerpo conocía: se había encontrado con una amiga en la Place Saint Michel, después de un café había remontado el Boulevard, seguido por Gay Lussac, luego por Saint Bernard rumbo a la Place de la Contrescarpe. Y cuántas veces, mi cuerpo, sintiéndola cercana, me había conducido a esperarla en La Chope, ese horrendo café de la Place de la Contraescarpe que se embellecía con su aparición. Pero algo se interponía ahora entre mi cuerpo y su cuerpo. Yo sabía que ella estaba cerca pero sin precisar exactamente dónde. Me sorprendió el titubeo de la llave en la cerradura. La puerta se abrió con regocijo para dar paso al regocijo, a los dos brazos del regocijo que se extendían hacia mí, que me incorporaban de entre los almohadones, que se me entrelazaban en el cuello, que esfumaban todo, que disipaban toda inquietud: ─Santiago, amor mío. Y me besó. Me besó. Yo quise decirle no sé qué. Su boca en mi boca no me dejó hablar. Su vientre en mi vientre no me dejó pensar. Sus senos tórridos, su cuerpo como antorcha de miel, sus ropas cayendo como cenizas, su súbita desnudez no me dejaron respirar. Nos desbarrancamos al fondo de un goce urgente. La poseí con furia. Con premura de ahogado mis manos la arrastraron al final de los océanos. Sólo después de mucho nuestros cuerpos ascendieron lentamente a la superficie, quedaron varados sobre las arenas de la alfombra, quisieron reposar cubiertos de espumas, de algas, pero no los dejamos, nadamos de nuevo hacia esas islas flotantes, que nos atraían al fondo del mismo goce que ya era otro, y, ya sin saber si pertenecíamos a las aguas o a los aires, nuestros cuerpos volvieron a ascender, volvieron a quedar varados, volvieron a sumergirnos. Marie Claire se levantó para detener el tocadiscos que cantaba para nadie, en la oscuridad. Encendió un cigarrillo; la imité, los humos se entrecruzaron. Como si, olvidadas sus facciones, las confundiera aún con las de un monstruo abisal, sentí urgencia de verle la cara y prendí la lámpara junto a la chimenea clausurada. ─¿A que no sabes qué libro revisé en la Biblioteca? ─dijo con ojos brillantes. Y puso sus manos sobre mis párpados─: jAdivina! ─se exaltó. La noche anterior ella había conversado largamente sobre la Cábala. «Igual que Dios en las combinaciones de la Cábala ─había dicho─, el alma está en las letras. ¿Sabes que para ciertos cabalistas, si alguien pudiera leer los capítulos de la Torá en su orden verdadero, ese lector tendría el poder de hacer resucitar a los muertos?... » Y me había contado que el Rabí Meier, cuando el maestro Rabí Ismael le había preguntado cuál era su trabajo, y él le había informado que era copista de la Torá, el cabalista había prevenido: «Hijo, ten mucho cuidado, tu trabajo es divino: si tú omites o añades una sola letra, ese error puede destruir el mundo.» ─Has leído algún texto de la Cábala ─le dije. ─¡Fallaste! ─dijo ella─. He estado revisando un texto de los tuyos. Hoy he descubierto el «Popol Vuh». ¡Qué tal libro! Convendrás conmigo en que valió la pena que utilizase esta tarde para iniciarme en ese texto prodigioso. Hasta hoy no me había imaginado que pudiese existir algo así en América. ¡Y eso se creó antes de la Conquista Española! Yo ignoraba que el «Popol Vuh» es el libro sagrado más antiguo de la humanidad, inclusive anterior al «Rig Veda» y al «Zend Avesta». ¡Y pensar que Montaigne y Descartes, eurocentristas al fin, sostenían que el americano era un hombre sin historia... ─No sólo tenían historia ─le dije, recordando sus subrayados en la traducción francesa─, vivían en permanente continuidad con su pasado, y era ésa su grandeza, y ésa fue su fatalidad. Porque cuando los españoles llegaron a México, los aztecas creyeron que eran los antiguos dioses que volvían. Igual pasó con los incas. 95

─¿Los incas? ─se extrañó─, ¿Los incas tenían la misma concepción del tiempo que los mayas? ─Los incas no tenían la misma concepción cíclica del tiempo, pero vivían en una idéntica continuidad histórica. ─Pero no tenían escritura ─observó Marie Claire. Me obligué a quitar los ojos del ejemplar del «Popol Vuh» que estaba a su espalda, cerca a la chimenea, y acoté: ─Los incas conservaron su historia por tradición oral. Durante el imperio incaico existían unos personajes llamados quipucamayos, quizá funcionarios, quizás aedas, quizás historiadores, en quienes los emperadores incas delegaban el temible privilegio de conservar la memoria de su imperio. ─¿Por qué temible privilegio? ─Porque si un quipucamayo olvidaba un fragmento del pasado irremisiblemente era condenado a muerte. Los quipucamayos aprendían el uso de los quipus, que eran cordones anudados según principios que desconocemos, parece que los colores de esos hilos, de esos nudos, designaban las épocas. Los hilos rojos correspondían a la época de la behetría, los morados a la época de los curacas, de los caciques y los carmesíes simbolizaban a la época de la civilización inca. En los quipus de la guerra, los hilos verdes señalaban a los vencidos y los castaños a los vencedores. El rojo era la guerra. El negro era el tiempo. Parece que conservaban la historia hasta una profundidad de cuatrocientos años... Hablaba por hablar. Sabiendo que ella no había pasado la tarde en la Biblioteca Nacional, que ella no había leído esa tarde el «Popol Vuh», identificado con el pavor de un quipucamayo súbitamente desmemoriado, confundía los colores de mis hilos, entreveraba mis nudos. ¡Desgraciado quipucamayo a quien le habían sustraído un nudo clave, un color clave, y que no sabía ya que el rojo era la guerra, el negro era el tiempo, el morado la desconfianza, el amarillo el engaño, el verde la traición, el azul los celos!, ¡pobre aeda cuya memoria no era capaz de abarcar ni la historia de una tarde!

XXVIII. EL CACIQUE SIVIRO DESCUBRE OUE ENTRE SUS GUERREROS HAY UNO DE MÁS ─¿Qué dicen en Tokio? ─me interesé. ─Han comprado la exclusiva de todas las películas anteriores de Reagan. ─¿Y Mitterrand? ─¡Oh, la, la! ─fue todo lo que declaró. ─¿Y el papa? ─«Es más fácil para un Presidente entrar por el ojo de una aguja que salir de Cuba.» ─¿Y Fidel qué dice? ─Dice que él ya se lo había advertirlo, que Reagan ─en vez de perder el tiempo con guerras bacteriológicas y bombitas de neutrones─ debía volver a su auténtica profesión: el cine. Dijo que «en Cuba, Ronald tendrá un trabajo justamente remunerado porque entre nosotros no existen ni la desocupación ni la explotación ni la discriminación. Si Ronald lo desea, podrá disponer de un rol estelar en nuestra próxima superproducción histórica "Los Cochinos en la Bahía de Cochinos". Ronald no tendrá dificultades; he conversado con funcionarios del Instituto de Cine Revolucionario, quienes me han confirmado que ellos, como todos los comunistas 96

cubanos, son comunistas y cubanos, pero no sectarios. Si Ronald acepta, no habrá problema con el vestuario porque disponemos de muchos uniformes norteamericanos capturados a la gusanera que desembarcó en Bahía Cochinos. Y en cuanto a caballos, estoy en condiciones de asegurar que Ronald en el filme, será el único que desembarque en caballo, y que todos los demás se rendirán a pie...». Sorprendiendo incluso a los servicios de Seguridad de Cuba, el Presidente (o ex Presidente) Ronald Reagan había desembarcado en la playa de Varadero y solicitado asilo político. Entrevistado en La Habana, en exclusiva por Prensa Latina, Reagan fue explícito y conciso: «HE ELEGIDO LA LIBERTAD», dijo. Y agregó: «CONFÍO EN QUE LOS COMUNISTAS SEPAN PERDONAR.» «Toda mi vida he deseado vivir en un país libre. Sueño imposible en un país imperialista. Sé de lo que hablo. Como Martí puedo decir: "He vivido en las entrañas del monstruo:" No sólo confío en que los comunistas sepan perdonar sino en que me darán la oportunidad de iniciar una nueva vida.» Wall Street cotizaba el peso cubano a dos dólares con treinta centavos y los especuladores se disputaban las existencias disponibles de ron «Caney». «Bacardí» no se obtenía a ningún precio. Terminamos de leer las noticias. Todavía riéndonos nos asomamos abrazados a la ventana del dormitorio. Ella la abrió de par en par. ─¡Qué día tan hermoso! ─¿Por qué no lo hacemos más hermoso y salimos a caminar? En donde nos agarre el hambre nos comemos una pizza... ─¡Magnífico, salgamos! ─exclamó Marie Claire─; pero en lugar de pasear sin rumbo, te propongo volver a ver la Dama del Unicornio en el Museo Cluny. En el camino, a la altura del Flore, una jubilosa voz me sobreparó; era Roldán que salía del café, que casi corría hacia mí, que me abrazaba, que me apretaba contra su largo abrigo de piel de zorro. Me alegró verlo: ─¿De cuándo acá los peruanos del norte se visten de rusos? ─le dije. ─¿Y de cuándo acá los cholos del sur andan con francesas tan interesantes? ─me respondió entre carcajadas. Los presenté. ─¿Ah, usted es el famoso escultor? ─se interesó Marie Claire─; he visto muchas obras suyas, pero me hubiera gustado admirar la primera... ─Mis primeros trabajos, lamentablemente, se exhiben en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. ─No lo creo ─dijo ella─, su primera gran obra es incontemplable. Sé, por Santiago, que se trata de una mascarilla de yeso, obra maestra que no podremos admirar hasta que el Cementerio de Lima se decida a organizar una muestra de escultura subterránea. Los tres reímos. Gilberto Roldán, alto, vigoroso, soleado de nacimiento, nos invitó a pasar al Flore. Con Marie Claire bajo el brazo derecho y yo bajo el izquierdo nos introdujo al café: entre mesas atiborradas de artistas, escritores, turistas que con treinta años de retardo esperaban la aparición de Sartre, Camus y Simone de Beauvoir, y elegantísimos efebos a la caza de hombres igualmente lánguidos, atravesando el humo, llegamos a la mesa de Roldán. ─Florence, saluda a mis amigos ─ordenó risueño Gilberto a la hermosa mujer que estaba sentada en su mesa. Una belleza espigada y opulenta, sencilla y suntuosa, cabellera castaña y desplegada, insolentes y dulces ojos de menta, nos sonrió. Sin consultar a nadie, Roldán pidió champagne, brindó por el encuentro, por nosotros, por Florence, por mí, por sus viajes, y por sí mismo, ¡por la vida, carajo!, y por sí 97

mismo, por el Canciller de la Máscara de Yeso, y por nosotros, ¡por el río Marañón, a donde volveré dentro de poco, y por sus hospitalarios pobladores: los jíbaros, mis amigos reducidores de cabezas!, y otra vez por mí, ¡y porque la próxima les reduzcan la cabeza a los críticos envidiosos que me consideran el, segundo escultor del mundo!, y ¡por ti, Florence, mi amor! ─gritó, atrayéndola hacia su pecho, ¡por ti, Florence, aunque me sigas engañando con tu marido...! Terminada la botella, también sin solicitar nuestra opinión, nos ordenó jovialmente: ─¡Reclutas, los invito a almorzar! Siempre alborozado nos obligó a salir y a atravesar el Boulevard Saint Germain y nos desembarcó en una de las mesas de Chez Lipp. Terminado el espléndido almuerzo, nos demoramos en los licores. ─¡Muy bueno este Courvoisier ─paladeó Roldán─, pero en verdad yo prefería una calabaza de masato bien fermentado...! ─¿Qué es masato? ─se interesó Florence. ─Es una bebida de los nativos de la Amazonía peruana ─tercié yo─. Generalmente la preparan las mujeres indias, y lo hacen masticando un tubérculo parecido a la papa, pero más fibroso y alargado, la yuca, y luego escupen los trozos de yuca en un recipiente donde los fermenta su propia saliva... Roldán se relamía de gusto, Florence y Marie Claire hicieron muecas de asco. ─¿Usted ha bebido eso? ─preguntó Marie Claire. ─El masato y la yuca fueron mi alimento durante meses y meses ─alardeó Roldán. ─¿O sea que usted debe conocer muy bien la selva...? ─Algo ─dijo Gilberto con falsa modestia─; he sido explorador, buscador de maderas preciosas, redactor del semanario manuscrito «La Voz del Unine», cazador de otorongos, domador de cocodrilos, esposo de muchas indias del río Tambo y sobre todo compadre espiritual de Carlitos Casanave... ─¿Carlitos Casanave? ─me intrigué. ─¡Carlitos Casanave, «El Grande»! ─se emocionó Roldán─. ¡Carlitos Casanave, Señor del Alto Ucayali, marido y cumplidor de doscientas nativas, y por matrimonio! Porque Carlitos, esposo leal, siempre se negó al concubinato... Roldán se colocó teatralmente una boquilla de amarillento marfil labrado, encendió el Dunhill, demoró sus ojos en el humo y prosiguió: ─Cárlitos Casanave y yo nos conocimos huyendo del Servicio Militar Obligatorio, en las selvas vecinas del país de los indios campa. No queríamos perder dos años de nuestra juventud en los cuarteles. Nos internamos aguas arriba del río Unine. No éramos los únicos. Decenas de adolescentes omisos nos dispersamos entre esa región y la zona del río Tambo. Pero sólo Carlitos Casanave llegó a integrarse con las tribus de por allá y tanto que alcanzó a ser jefe de toda una campería. No era para menos. Bastaba verlo para saber que había nacido para curaca. Alto y grande parecía más alto de lo que era. Espigado y duro pero, sobre todo, irresistiblemente simpático. Su gente lo adoraba. Y más que nadie uno de sus cuñados el cacique Siviro, tal vez el más temible flechero del Alto Ucayali. El propiciaba sus matrimonios. Adonde llegaba, Carlitos Casanave se casaba. Siviro era padrino de todas las bodas. Pronto llegó a tener doscientas esposas. Todas lo idolatraban. Esto lo supo Shirambari, el Curaca de Curacas de las tribus campas que se desplazan por esos pajonales, varón alto, nudoso, imperturbable, impresionante. Shirambari ordenó a Siviro que se presentara con Carlitos Casanave pues quería conocer al varón que tenía ya casi tantas esposas como él. Carlitos Casanave le preguntó a Siviro: 98

─¿Qué hacemos? ¿Vamos o no vamos...? ─Carlitos ─le informó Siviro─, si vamos, el curaca Shirambari nos puede matar, y si no vamos nos mandaría matar. Mejor vamos. Al menos, antes de morir, conseguirás lo que ningún blanco merecerá: verle la cara al Curaca de Curacas del Gran Pajonal. Seguidos por treinta guerreros subieron tres días por los cerros. Cuando se supusieron en los territorios de Shirambari comenzaron a caminar en el aire, es decir sin provocar el menor ruido sobre esas hojarascas donde el paso de una hormiga provoca un escándalo. Se desplazaban en silencio, a fin de sorprender al grupo de Shirambari. Pero no encontraron a nadie. Cosa increíble: ni los perros, que siempre avisan, ladraban. Siviro y sus guerreros hicieron un círculo y pusieron en medio a Carlitos Casanave para protegerlo. En ese instante, surgiendo de la nada, los hombres de Shirambari los rodearon. El Curaca de Curacas los esperaba en casa. El grupo de Siviro no se movió, La gente de Shirambari regresó a sus chozas, seguida por sus perros mudos. ¡Increíble! Sin ladrar se acostaron en tierra bajo el emponado de las viviendas. Hay algo que yo nunca he podido descubrir: el momento exacto en que uno puede y debe ir a saludar al Curaca de Curacas. Porque se tiene que esperar una señal para acercarse a él, y yo no vi en ningún momento una sola señal. Sin embargo, en algún instante debió producirse, ya que Siviro súbitamente se desprendió del grupo y caminó a la casa de Shirambari. Intercambiaron las palabras rituales del saludo campa: ─¿Awiro? ─que quiere decir: «¿Eres tú?» ─¡Narowe! ─que quiere decir: «Sigo siendo el que soy.» Uno tras otro, los 'hombres de Siviro desfilaron con el mismo saludo ante el curaca Shirambari. Y al fin Siviro condujo a Carlitos Casanave: ─¡El es! ─le dijo. Shirambari miró a Carlitos Casanave. Le miraría el alma, y le gustaría porque los ojos se le suavizaron e hizo un gesto con la mano y al instante se aproximó una india con una calabaza llena de masato. Shirambari tomó el recipiente, bebió unos sorbos y le ofreció el resto a Carlitos Casanave. Él sabía que debía devolverlo vacío. Así lo hizo. Y sabía también que debía eructar luego, con satisfacción. Así también lo hizo. Shirambari sonrió con plenitud; su sonrisa convirtió en huésped a Carlitos Casanave. No habría guerra. Ahí se inició una gran masateada que duró tres días. Las innumerables mujeres de Shirambari atendieron sin descanso a los invitados. Al amanecer del cuarto día Shirambari les dio permiso para que se fueran. Carlitos Casanave, Siviro y sus hombres bajaron y bajaron los montes. Delante Siviro, detrás Carlitos Casanave. En un alto para comer Siviro contó a su gente. Había uno de más. Extrañado, se puso a mirarles las caras de uno en uno. Su asombro creció hasta el temor cuando descubrió que quien sobraba era una de las principales esposas de Shirambari. Siviro le preguntó preocupado por qué los seguía. La mujer señaló a Carlitos Casanave: ─El es mi marido. ─¡Regresa! ─le ordenó Siviro. ─¡No! ─dijo la india─. ¡Yo sigo a mi marido! Siviro consultó con la mirada a Carlitos Casanave. ─Curaca Siviro: de ti he aprendido que lo primero en esta vida es el amor. A esta mujer la trae el amor. ─Tú sabes que si ella viene, eso significa la guerra ─le previno Siviro. ─Curaca: tú eres el que decide. ─Sigamos ─ordenó Siviro.

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Ni bien llegaron a su territorio sus gentes comenzaron a templar sus tambores y a preparar sus flechas. Sabían que la lucha era inminente. Y tal como lo preveían, unos días después, ataviado de guerra, apareció un mensajero de Shirambari. ─Shirambari te ordena que le devuelvas a su mujer. Siviro contestó: ─Ella se queda. Si Shirambari la quiere, que él mismo venga a recogerla. Shirambari, que evidentemente ya avanzaba, se presentó con todos sus hombres y mujeres y niños al día siguiente. El primer combate duró semanas; la guerra, meses. Shirambari de un lado y Siviro del otro convocaron a sus respectivas camperías, a todos sus aliados. Muchos de los hombres de Siviro vivían de peones, de leñadores, de pastores, en las grandes haciendas. Todos respondieron al llamado de sus tambores. De todas partes acudían los campas a pelear. Mujeres y niños, en medio de la contienda, recogían flechas y reabastecían a los guerreros de ambos bandos, que caían y caían. Porque los campas pelean frente a frente y de muy cerca. ¡Cosa increíble! ¡Shirambari cedió al final! Las grandes camperías del hacendado Jaime Pérez, que acudieron de golpe una mañana, decidieron el triunfo de Siviro. Las selvas quedaron deshechas, llenas de cadáveres insepultos, sangre y huesos a flor de tierra. Los pastizales donde prosperaban las ganaderías de los hacendados, se volvieron purmas, es decir, tierra muerta, colinas resecas donde agonizaban manadas y manadas de animales famélicos... La cara de Roldán que durante el relato se había enardecido, volvió a suavizarse: ─Por entonces, Javier Dávila Durand, el Manco Benavides, Rafael Michelena y yo editamos el primer número de «La Voz del Unine», cuyo tiraje nunca pasó de cinco ejemplares porque lo escribíamos a mano. «La Voz del Unine» no se vendía: se leía. Nosotros mismos íbamos en canoas, de charca en charca, leyendo las noticias. El primer número informaba del fin de la guerra entre Siviro y Shirambari y daba cuenta del más reciente matrimonio de Carlitos Casanave. Recuerdo la frase con que terminaba la crónica central, escrita luego de haber recorrido la desolación que cundía en todas las haciendas y en especial en la del ganadero gallego don Andrés Rúa: «En el Perú existen tres grandes ganaderías: la de Chala, que da carne; la de Maranga, que da leche; y la de Rúa, que da pena.» Y Gilberto Roldán regresó a sus carcajadas. Marie Claire, Florence y yo escuchábamos pasmados su relato. Pero no pude seguir oyéndolo. Eran ya las cuatro de la tarde, hora en que había quedado en telefonear a un amigo de «Ediciones Artemisa» para concretar un posible empleo de corrector de pruebas. En las tres cabinas telefónicas me enemisté con dos señoras y un jovenzuelo que hablaban y hablaban como si estuvieran en el dormitorio de su casa. Por fin terminó de acicalarse el afeminado mancebo de la cabina del medio, y pude telefonear. «No, Santiago, por ahora no hay nada; la Gerencia decidió esta mañana postergar nuestras ediciones españolas hasta el año próximo.» En la mesa encontré solo a Gilberto Roldán que terminaba de trazar en una servilleta el perfil de una muchacha que ocupaba la mesa vecina. Mientras retocaba el dibujo decía en castellano: ─¡Espérate un ratito, Santiago, ahorita acabo de retratar a ese hembrón! ¡Mira qué tales tetas, qué tales caderas, qué tal boca de clarinetera, carajo...! Luego se levantó como una tromba hacia la muchacha y le entregó el dibujo a la vez que le decía en francés: ─Rafael encontraba así a sus modelos, sólo que ninguna madonna se podría comparar contigo... Ella le contestó en castellano:

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─Lindo retrato. ¡Lástima que no se vean aquí los senos ni las caderas ...! ¿Podría, sin embargo, autografiármelo...? ─Sí, se lo voy a autografiar ─sonrió Roldán─, pero no con mi firma sino con mi número de teléfono. Lo sé de memoria porque es el mismo número de la camiseta a rayas que me pusieron en Sing─Sing a causa de una calumnia. ¿Cómo te llamas, mamacita...? ─Denisse. ─Te aseguro, Denisse, que yo no envenené a esos maridos, que no falsifiqué el testamento, y que ellos me dejaron todos sus bienes por gratitud. Añadió algo más que no escuché, la besó en la mejilla y regresó a la mesa. ─¿Y Marie Claire? ─Salió después que Florence: te dejó esta nota... Me entregó un sobre membretado de «Chez Lipp». «Mi amor, te veo tan contento recordando cosas de tu país, que creo que te alegrará continuar la tarde con tu amigo. Yo estaré en la Biblioteca Nacional. Nos vemos más tarde en la casa. Tuya, siempre tuya, M, C.» ─¿Nos vamos a seguirla? ─propuso Gilberto Roldán mientras pagaba la cuenta. Lo acompañé de buena gana. Quería beber más, quería aturdirme, quería no pensar.

XXIX. SANTIAGO Y MARIE CLAIRE PASEAN DENTRO DE CINCUENTA AÑOS POR EL JARDÍN DE LUXEMBURGO Súbitamente nevó. Por los cristales vi blanquearse la calle. Fui a la sala y abrí las puertas del balcón. Alargué mis manos buscando la caricia coposa del invierno. Pero la hosca suavidad de la nieve no me pacificó. La angustia seguía allí. Cerré el balcón, regresé al dormitorio; en los estantes de madera sin pintar escogí un libro al azar, empecé a hojearlo. No sé cuánto tiempo después me percaté que mis manos pasaban y repasaban las páginas, y que mis ojos no leían. Devolví el libro a la estantería y me dirigí a la cocina. Abrí el refrigerador, saqué una lata de cerveza, la abrí; sin necesidad la vertí en un vaso, no la bebí. Volví a la sala; por el balcón mal cerrado penetraba aire gélido. La angustia seguía allí. Me asomé. La nieve borroneaba la calle donde parvadas de niños alborotaban felices. Fui de nuevo a la cocina, abrí el refrigerador, saqué otra lata de cerveza, la abrí, innecesariamente la vertí en un vaso, tampoco la bebí. «¿Qué me pasa?», dije, contemplando los dos vasos que ninguna sed reclamaba. Abrí otra vez el refrigerador, extraje unos huevos, los batí, dejé el tazón sobre la mesa. ¿Qué pasa? Regresé a la sala. La angustia seguía allí. Sobre la repisa de la chimenea, en una hoja de papel rojo, me quemaba el mensaje. Lo releí por tercera vez. «Mi amor: he tenido que salir por un asunto impostergable. Ya te explicaré. Besos.» Desde la mañana, desde la hora de mi despertar, la nota estaba allí. Cerré las puertas del balcón. Atardecía. Fui hacia el tocadiscos. No sé qué música me hizo daño. ¿Dónde estaba Marie Claire? Primero fue la Biblioteca Nacional, después la súbita enfermedad de su madre, luego la necesidad de cuidar a la hija de esa amiga que viajó a Lyon. ¿Y ahora? Decidí salir. No sé cómo me encontré en la rue des Écoles haciendo cola en la puerta de un cine, luego en la oscuridad frente a la cara serena, imperturbable, superior, casi cruel de Humphrey Bogart, y el rostro lloroso de Lauren Bacal suplicándole amor, una noche más, aunque fuera un instante más de amor. Luego no oí nada, las imágenes desfilaban como en una película muda, se encendieron las luces de la sala y avancé otra vez hacia la chimenea. La angustia seguía allí. Fui a la cocina, 101

miré los vasos vacíos. ¿En qué momento los había bebido? Sentí rabia. Y al mismo tiempo, deseo. Quería no querer pero en la bragueta me dolía más y más una urgencia mojada. Creció mi rabia. Y el deseo. Odié mi deseo que, contra mi voluntad, suplicaba a mi cuerpo. Me desprecié. Volví al dormitorio: vacío, volví a la sala: vacía, volví a la cocina: vacía, abrí el balcón: vacío, miré las luces de París: vacías. Mis ojos resbalaron sobre la calle: un automóvil flamante se detuvo cerca de la esquina, se abrió la portezuela, pero nadie salió. Regresé a la cocina y bebí otra cerveza. Más que embriaguez sentí un malestar amarillento. Retorné al balcón. El automóvil seguía allí, con las luces encendidas y la portezuela abierta. Imaginé una pareja que demoraba en despedirse. Una pierna de mujer se alargó desde la portezuela hasta la acera, y sólo después de un rato el cuerpo terminó de salir. Las luces de la calle mostraron la elegancia de un abrigo beige. Volví al dormitorio, elegí otro libro, me acosté, lo leí sin leer. En el vacío de la casa resonó el escándalo de una llave en la cerradura. ¡Por fin ella! Con alegría imperdonable escuché sus pasos que cruzaban la oscuridad de la sala, su sonrisa que asomaba en el vano de la puerta del dormitorio. Marie Claire se quitó del cuello una bufanda escocesa, se despojó del abrigo beige ─porque la cubría un abrigo beige que nunca le había visto─ y se acercó, y se sentó al borde de la cama, y sus manos me atrajeron hacia su boca. Con la violencia de una muchedumbre impotente que ve cómo golpean a un niño, todo mi cuerpo fue habitado por un entrevero de deseos que se odiaban. Ella se dejó desvestir, se dejó besar, se dejó estrujar, se dejó penetrar, se dejó morder, se dejó lastimar, se dejó mojar por un géiser contenido durante un día, durante un siglo, durante un milenio. Se incorporó, estiró la mano hacia la mesa de noche, tomó un cigarrillo, lo encendió, fumó brevemente, me lo entregó: ─Nicole está verdaderamente mal, no logra salir de su depresión. Tuve que estar todo el día con ella, pero hay momentos en que ninguna compañía atenúa la soledad... ─¿Hasta tan tarde te has quedado con ella? ─La obligué a salir, comimos en un restaurante, la dejé, en su casa. Después no encontré taxi y vine en Metro. Tú sabes cómo es eso, tener que cambiar dos veces de conexión. ─¿Nicole te prestó ese abrigo? ─¿Cuál abrigo? ─El abrigo beige, ése... ─Pero si siempre lo he tenido. ─¿Aquí? ─¡Sí: aquí...! Yo sabía que mentía. Ninguna distracción podía haberme hecho pasar por alto nada, ni un pañuelo, menos un abrigo. Aun sin querer, mis ojos de combatiente entrenado retenían el más mínimo detalle, la más ínfima alteración del objeto más insignificante. La miré desnuda, hipócrita, bellísima, desleal, irremplazable. Me desprecié otra vez. Porque yo sabía, demasiado bien y demasiado tarde, que por seguir a su lado, junto a esa boca, junto a esos senos, aunque fuera junto a un pedazo de su cuerpo, era capaz de creer en todas las mentiras, capaz de tolerar lo intolerable, y lo más allá de lo intolerable. Cuando un hombre se enamora del cuerpo de una mujer ─¿dónde había leído eso?─, cuando un hombre se enamora aunque sólo sea de una parte del cuerpo de una mujer ─y esto únicamente un sensual puede comprenderlo─ es capaz de dar hasta sus hijos por ella, es capaz de vender a su padre y a su madre y a su patria. Yo ni siquiera me había vendido. Ni con moneda falsa se me pagaba mi deserción. Todo lo que mi cuerpo mendigo recibía en la esquina de su cuerpo era una limosna negligente y fría. Me despertó el canturreo de Marie Claire en la cocina, el delicioso estruendo de las tazas, el insolente aroma del café. La sorpresa de un día de invierno luminoso 102

doraba las paredes, los estantes, los libros, los afiches de la exposición de Brueghel, mi cuerpo reconciliado sobre las sábanas que conservaban nuestra última tibieza. Marie Claire tenía razón: así como las grandes ciudades en la noche, fotografiadas desde un avión con rayos infrarrojos, muestran con nitidez la huella irritada de las multitudes que las transitaron durante el día, y la presencia de las muchedumbres permanece horas y horas después de su dispersión, así, pensé, si dentro de mil años alguien fotografiara desde otro planeta, esta casa, este momento, esta cama, registraría la imborrable, la desgraciada persistencia de mi pasión. ─¡Santiago! ─gritó─, ¿por qué me dejas sola? ¡Yo sé que estás despierto, yo sé que estás pensando en mí, yo sé que tú me amas como yo te amo...! Sentí el aleteo de miles de gorriones. Acudí. Ante la mesa de la cocina, disponiendo el desayuno, ella fulguraba dentro del kimono blanquinegro, de rombos mínimos, que me había regalado hacía tres días. Dejó su quehacer y su abrazo disipó todas las dudas. Empezaba diciembre. Pasaron días, muchos días, y todas las mañanas fueron otra vez la primera mañana, todas las tardes la primera tarde, y todas las noches la primera noche. Una de esas primeras tardes volvimos a caminar París por primera vez. Cerca de la Place des Vosges, «aquí se batía a duelo D'Artagnan», recordó Marie Claire, en un puesto de periódicos compré «Le Monde». Distraídamente, sentados en el cálido interior de un café, me puse a hojearlo. Una noticia me estremeció: «Nueve soldados mueren en choque con guerrilleros en el Perú.» Cerré el periódico. Cuando un hombre se enamora del cuerpo de una mujer, es capaz de vender a su padre y a su madre y a su patria. Mis ojos se negaron a leer el resto de la noticia. ¿Quiénes eran los «indeterminados facciosos dieznados» de que hablaba «Le Monde»? ¿Laynez, Ramiro, Nicolás? ¡Ellos habían escogido su destino y yo el mío! ─¡Qué irresponsable soy! ─exclamó Marie Claire. ─¿Qué... ? ─Olvidé totalmente que Nicole me espera. Se levantó hacia el teléfono. Habló apenas, regresó alterada: ─Nicole está al borde del suicidio: tengo que ir a verla de inmediato. Por favor, acompáñame a buscar un taxi. A solas de nuevo con mi desazón, erré por el Paulbourg Saint Antoine. Cuando volví en mí, la tarde declinaba sobre las veredas del Boulevard Saint Michel. Abstraído, sin querer tropecé con un hombre que se volvió furioso. Era más alto que yo, y vigoroso. Yo sentía tal rabia que agradecí la oportunidad de descargarla en alguien. Pero el hombre miraría en mis ojos el ansia de venganza, balbuceó una excusa y se alejó. Decepcionado, amargo, continué caminando hasta el Jardin de Luxemburgo, distinguí las rejas cinceladas por el inesperado sol invernal, entré a la Alameda; las madres salían con sus niños y la lenta multitud de los viejos arrastraba el cortejo de sus fealdades. ¿Por qué tenía yo que tolerar esas caras cavadas por el fracaso, rayadas por la avaricia, roídas por el infortunio y el egoísmo, mascarones de proa de navíos varados? Con torpeza estulta de quelonios, tomados del brazo, avanzaba una pareja de esos viejos que tras cincuenta años de vida común, de aburrimiento común, de odio común, acaban por tener los mismos rostros estriados por el mismo tedio común. ¿Y esa pareja goyesca tenía la desfachatez de exhibirse con las manos amorosamente enlazadas como si en vez de salir de un dibujo de Daumier fueran los tiernos protagonistas de una historia de amor? Me indigné contra la incuria de las autoridades municipales. ¿Por qué todo el mundo usa las calles al mismo tiempo? ¿Por qué no se clasifica a los individuos según su aspecto y de acuerdo a él se les señala horarios estrictos para mostrarse? Las mejores horas de los mejores paseos debían estar reservadas exclusivamente a los seres hermosos o, al menos, jóvenes. Luego, según se descendiera en las categorías de la fealdad o la vejez, se autorizaría a 103

los desfavorecidos a mostrarse en público en lugares y en horas más discretas. Semejante pareja sólo debería pasearse a escondidas, en las afueras de París, en las calles desiertas de las peores medianoches. Detrás de ese par de ancianos odiosos mis ojos entrevieron a Marie Claire, ¿a Marie Claire?, en todo caso una mujer de aspecto semejante, de gestos semejantes. Sentada en una banca conversaba con otra mujer. Me acerqué. ¡Era ella! Me vio, se levantó con una sonrisa y señalándome le dijo a su acompañante: ─¡Este es Santiago...! Y señalándola: ─Nicole... Una muchacha ojerosa, hermosa, se forzó a sonreírme. ─Justamente me despedía de Nicole. ¿Vámonos? ─me propuso Marie Claire. Y a ella: ─Mañana te telefoneo sin falta. Puso mi brazo sobre su hombro y así nos encaminamos hacia la salida al Boulevard Saint Michel. Su voz alegre contó: ─Hasta hace poco Nicole vivía con Gerard. Pero como en las novelitas que publica «Elle», Nicole cometió el error de presentarle a Janine. Gerard y Janine se enamoraron. La semana pasada, sin mayor preámbulo, mientras desayunaban, Gerard le dijo a Nicole: «Me he enamorado de Janine y hemos decidido vivir juntos.» ¡Así brutalmente! «Quiero pedirte un favor: tú has conservado tu estudio de la Avenida Malesherbes. No tendrás, pues ningún problema de alojamiento. ¿Podrías mudarte este fin de semana?» A Nicole se le cayó el mundo. Pero no te puedes imaginar lo elegante que es Nicole. «Si ya no me amas, separarnos es evidentemente lo mejor», contestó. «Bien. Yo me voy de week─end y espero que aproveches esos días para mudarte.» Así fue. Gerard se fue unos días a Niza; quizá por precaución o por evitarse una escena regresó el miércoles. Encontró el departamento vacío: ¡impecable! El colmo de la atención: Nicole había comprado hasta sábanas nuevas. Lo único que discordaba en el dormitorio era el teléfono descolgado. Antes de colgarlo oyó una voz en japonés. Terminada su mudanza Nicole había conectado el teléfono en el número que da la hora en Tokio. ¿Te das cuentas? ¡Cinco días y cinco noches en comunicación ininterrumpida con Tokio! Se rió feliz. ─La venganza es un plato que se come frío, dijo Stalin que sabía de esas cosas ─reí yo también. ─La cuenta debe pasar los cien mil francos. Quizá ciento cincuenta mil. ¡Qué hermoso happy─end! El viento arremolinaba las hojas. Nos cruzamos con la pareja de viejos. No salían: paseaban. Mi turbación no los había examinado bien. Él, no obstante su edad, caminaba erguido, casi arrogante en un traje de franela gris, abrigo de alpaca y mocasines impecables. Su rostro de facciones nobles, contagiaba una bondadosa serenidad. La dama que se apoyaba en su brazo impresionaba aún más por la delicada armonía de sus rasgos. Más que encanecida parecía peinada por una imperceptible y terca luz. Era notorio que no se reclinaba en él por fragilidad: eran una sola persona, un Narciso que avanzaba al ocaso mirándose con amor. Los admiré, admiré su amor sin desfallecimientos que les había permitido llegar juntos hasta ese remoto jardín. ¿Cuántos años habrían vivido amándose así? ¿Cuarenta, cincuenta? En el discurso de ese amor nacido antes que yo habrían conocido las alegrías, las dificultades, los celos, las exaltaciones, las disputas, las desconfianzas sin razón, la felicidad, la desdicha. ¡Y habían eludido todas las acechanzas, sorteado todas las trampas, superado todos los 104

equívocos! ¡Su amor no había cedido a las rastreras sospechas, a los celos injustificados e inferiores! Así nosotros, Marie Claire y yo, dentro de treinta, dentro de cuarenta años, igualmente vencedores, igualmente envidiados, por las postreras avenidas, ¿pasearíamos ante los ojos de un joven amante avergonzado por sus dudas...?

XXX. SANTIAGO VUELVE A ELEGIR ─Entonces, ¿quiere decir que tú dejaste la Revolución por mí? ¿Tú pensabas volver al Perú antes de conocerme? ¿Estabas decidido a tomar las armas y a sacrificarte como tus compañeros? ─Sí. Entregué mi juventud a la militancia y luego, cuando llegó el momento, me incorporé al Movimiento y me entrené para combatir. ─¿Y todo, verdaderamente todo cambió para ti cuando nos conocimos...? ─Absolutamente todo. La militancia me llevaba a la muerte. Yo era una máquina de matar y de morir, tú me mostraste la vida. Nunca he amado como te amo a ti. Desde que te conozco lo único que quiero es vivir y vivir a tú lado. En el Jardin des Plantes la muerte quedó atrás: Todo lo que vi antes de ti no existe... ─Esos amigos extraños que te visitaban, y que no volvieron a buscarte, ¿son entonces los guerrilleros de que hablan los periódicos? ─Supongo que sí. ─¿Pero ellos significaban mucho para ti, no? ─Más que mis hermanos, más que mi familia, ─¿Y los dejaste por mí? ─No sólo por ti. También por mí. El Movimiento me conminó a una decisión: me ordenó abandonarte. Me exigieron escoger entre la orden del Partido y la orden de mi corazón. Y elegí. Toda mi existencia, hasta ese momento había sido una ininterrumpida obediencia. Yo siempre viví de promesas. El paraíso me aguardaba al final de un camino cada día más distante, siempre más y más lejano. ¡Mi futuro no estaba en el futuro! Y yo ya no quería vivir ni en el pasado ni en el futuro. Quería y quiero vivir mi paraíso o mi infierno aquí y ahora. Mi más allá está aquí sentado en esta mesa, en este instante, sonriendo frente a mí. Me miró con ojos de azul lastimado: ─Me hubiera gustado saber todo esto antes. El Ramiro que yo conocí, ¿es el Ramiro que cayó según los diarios? ─Precisamente él me dijo que no sólo la Revolución sino también el Amor debía saber cuidar a sus militantes... Él sabía en carne propia lo que me estaba pasando a mí. Él amó desesperadamente a una mujer y estuvo a punto de matarse por ella. ─Pero no murió por ella... ─Él también eligió, Marie Claire. Su mirada se pobló de lejanías: ─¿Te acuerdas del día en que nos encontramos? Fue la Revolución, la tragedia de Chile, lo qué nos aproximó... No he olvidado lo que hablamos esa tarde. ¿Recuerdas que me dijiste que era imprescindible hacer política y poesía al mismo tiempo? ¿Y que cuando un revolucionario no es un poeta termina por ser un delator de sus propios sueños...? ─Lo sigo creyendo. Hoy más que nunca sostengo que un hombre debe ser fiel a sus sueños. Por eso me quedé en París.

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─En París encontrarás todo menos la Revolución. Europa está muerta. Aquí todo futuro es pasado. Hermoso, pero pasado. Si, como tu decías, el único porvenir humano es la Revolución, el porvenir late en el Tercer Mundo, en América Latina, en tu país. Hasta quienes hemos nacido en Europa vivimos únicamente de paso por Europa. Aquí no se vive, aquí nos limitamos a existir, a apresar el instante que pasa... ─¿Y el amor no es la verdadera Revolución? ─¿Y quién dice que el amor y la revolución se oponen? ─Los muertos lo dicen. ─¿Quiénes son los muertos, Santiago...? Se levantó, me tomó de la mano: ─¿No te parece que nos estamos poniendo demasiado serios? Te invito a un concierto. Y llevándome de la cintura: ─La orquesta a mi cargo tendrá el placer de ofrecer a usted el «Concierto para violín y orquesta» de Sibelius... Encendió el tocadiscos, se sentó sobre la alfombra a mi lado, reclinó la cabeza en mi hombro: ─No hay palabras, Santiago, pero aun sin palabras, así, quiero decirte que si algún día vuelvo a nacer desearía regresar de árbol para acordarme mil años de ti, de tu amor, de lo que tu amor iluminó en mí... ¡Qué valor debe necesitarse para elegir quedarse solo...! ─No me he quedado solo. ─Sí: te has quedado a solas con el amor. ─Me he quedado contigo... ─Yo frente a lo que has dejado, no soy nadie, Santiago. Miro la sala: vacía; voy al dormitorio: vacío; entro a la cocina: vacía; salgo a la calle: vacía; recorro el Boulevard: vacío; la busco en los restaurantes que frecuentábamos: vacíos; recorro el Jardín des Plantes: vacío; paso las tardes en la Biblioteca Nacional: vacía; me embriago en L'Êtoile d'Or: vacía; me mezclo con la muchedumbre del Louvre: vacío; mis ojos contemplan el Baile del Duque de Alençon: vacío; bebo vino en la Taverne de Henri IV: vacía; me paseo por el Bosque de Fontainebleau: vacío; recorro senderos: vacíos; cruzo semanas vacías y por el día vacío tambaleándome deambulo hacia la noche vacía de París vacío. Por el balcón miré hombres, mujeres, ráfagas de nieve, el sol inusitado, y decidí olvidar. La espalda del amor es el odio, el pecho del odio es el amor. La olvidaría. Para que yo siguiera viviendo era imprescindible que Marie Claire no hubiera existido. Y Marie Claire no existiría. El instinto obliga a los salmones a retornar a las aguas natales pero los hombres surcamos ríos, atravesamos océanos, a nuestro antojo. Días antes, en un noticiario, había mirado una escena atroz. Para protestar contra el dictador Diem impuesto por los norteamericanos, un bonzo, sentado en posición de loto, se había rociado gasolina y transformado en hoguera. El fuego lo consumió sin que alterara en lo más mínimo su inmovilidad. El espíritu había obligado al cuerpo a soportar lo insoportable. La muerte misma había obedecido. Así yo obligaría a mi cuerpo y a mi memoria a olvidar. El sufrimiento y el deseo retrocederían y mi alma cruzaría intacta el fuego. Miré París. El alba y su pueblo de pájaros remolcaban un cielo ceniciento. Ante el balcón desde donde la había visto alejarse o acercarse tantas veces, cerré los ojos y me consagré al aprendizaje del olvido, esa ciencia que, a diferencia de las demás, no busca conocer sino desconocer. Indiferente al frío, al hambre, al tiempo, a la soledad, con la concentración del artista que retoca y retoca su 106

obra suprema, así me entregué a olvidarla. Sólo después de infatigables vigilias, una noche afortunada, los ojos del astrónomo descubren una estrella, pero el astrónomo comprueba luego que se trata de un cuerpo celeste ya identificado y humildemente retorna a su telescopio hasta descubrir, ¡por fin!, cuántos años después, un astro desconocido. Igual yo, tras fracasos y fracasos, después de muchas noches, una noche comencé a saber, es decir, a confundir el color de sus ojos, a no distinguir sus facciones, su cuerpo, sus pechos, su pelo, sus labios se me volvieron borrosos, esa mujer, ¿cómo se llamaba esa mujer?, y no recordé nada ni supe por qué me encontraba frente a ese balcón, exhausto, desmemoriado, hambriento. La luz de la mañana mostró la pobreza del mobiliario, el chaisselonge mal revestido, los sillones cubiertos por un algodón de flores desteñidas, almohadones deshilachados, macetas donde periclitaban resecos esplendores. ¿Qué hacía yo allí, entre esos cachivaches? Descendí, busqué a Antonio, el portero español, lo invité al departamento: ─Antonio ─le dije─, le regalo todo lo que usted ve, todo lo que hay en esta casa. La única condición es que usted me deje esto vacío antes de las seis de la tarde. ─Está usted bromeando, señor ─se desconcertó. ─Llévese todo, Antonio, todo. Aquí tiene cien francos. No quiero hallar nada a mi regreso, ni siquiera mi ropa, ¡absolutamente nada!, ¿me comprende bien? Salí. Me sentía ligero. El invierno quemaba los árboles. Yo era libre. La nostalgia es el dolor que provoca la memoria de un astro, pensaban los griegos. En todo caso, me dije, es el dolor que produce la luz de un astro extinguido. ¡Volvía a descubrir las calles, los cafés, las gentes, las boutiques, la vida! ¡Era libre! Recordé los años de contienda que provocó la pasión de esa campa enamorada de Carlitos Casanave, la guerra del amor entre los curacas Siviro y Shirambari ¿La guerra del amor? ¡La fiesta del amor! Tomé un taxi y di al chofer la dirección de Roldán. Su nuevo atelier ocupaba el centro de un jardín sorpresivo en el último piso de un imponente edificio de la Avenue Segur. Salí del ascensor, avancé entre árboles enanos japoneses y flores hasta la puerta roja, timbré. Me abrió Roldán en bata de seda negra ribeteada de rojo y sandalias, ojeroso, feliz: ─Mi hermano mío de mi corazón ─gritó emergiendo de una vaharada de tabaco, de marihuana, de alcohol─. ¿Pasa, mi hermano, llegas a tiempo, hay hembras, trago, cocaína, felicidad, locura, lo que quieras! ¡La batalla ha empezado hace tres noches apenas...! Del brazo, cariñosamente, su euforia me condujo al salón: un octógono de blancas paredes defendidas por esculturas célebres, cuadros de maestros contemporáneos, máscaras. Sobre divanes de cuero, sillones de mimbre asiático o pieles de leopardo vi una dispersión de faldas, de camisas, de brassières, de ceniceros, de zapatos de mujer, vasos, botellas, todo velado por un exceso de haschisch y cigarrillos. A un costado, sobre una mesa de mármol, brillaba una pequeña fuente de plata colmada de cocaína. Gilberto tomó una mínima cucharilla de oro, la enterró en el polvo blanco e iridiscente y me la ofreció: ─¡Sírvete, mi hermano, ésta es la mejor, es de la buena, me la traen especialmente de Bolivia...! ─Discúlpame,. Gilberto ─le dije──, tú sabes que ése no es mi estilo. ─Pero supongo que éste sí será tu estilo ───se rió, volviéndose hacia una muchacha desnuda que fumaba apoyada en el borde de un sofá. ─¿Te acuerdas de Denisse? ¡Éste es el hembrón cuyo perfil dibujé esa vez en Chez Lipp! Se llevó la cucharilla a la nariz, aspiró placenteramente y exclamó:

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─Denisse no es boliviana pero también es de la buena, y también es blanca, y es un magnífico polvo. ¡Sírvetela, mi hermano, es tuya...! Verdaderamente era deseable, verdaderamente era hermosa. Gilberto me alcanzó un whisky con soda, recibí el vaso, ¿por qué no?, y me senté en el sofá, junto a Denisse. Ella abandonó su nuca sobre mi muslo derecho, pasó un brazo bajo mi rodilla, enlazándome. Y en eso, descendiendo por la escalerilla de caracol que conducía a los dormitorios, vi las piernas de dos mujeres que por toda vestimenta llevaban camisas masculinas: la segunda era pasmosamente parecida a Marie Claire. Bajaron del todo, caminaron hacia Gilberto, se confundieron en un solo beso con él. Cuando se despegaron reconocí a Florence y a Marie Claire. ¡Marie Claire...! Miré una escultura de aceros redondos, recuerdo bien: de aceros redondos. Miré los azules, rojos y amarillos del vitral de una ventana, recuerdo bien: azules, rojos y amarillos. Miréla mano de alguien, mis dedos paralizados entre la cabellera de Florence, recuerdo bien: mis dedos. Miré la jirafa en llamas de un cuadro, recuerdo bien: mi vida en llamas. Miré una alfombra marroquí sembrada de árboles y poblada de diminutos camellos de colores, los vi agitarse, desplazarse, reunirse en una manada, abandonar la alfombra, desfilar pausadamente sobre el piso, subir a una ventana, internarse en el aire dejando tras de sí dunas de sal, recuerdo bien: dunas de sal. Me levanté, en la puerta me contuvo una quemazón inmemorial: la mano de Marie Claire. ─Santiago, Santiago ─musitó. Yo odiaba a esa mujer. Nunca había dejado de odiarla. Yo amaba a esa mujer. Nunca había dejado de amarla. ─Hice mal, Santiago, pero hice bien. Por favor, escúchame... La miré desnuda, hipócrita, bellísima, desleal, irremplazable. Nunca dejaría de amarla. Nunca dejaría de odiarla. ─¡No seas cobarde, Santiago, escúchame! Mi cuerpo buscó apoyo contra el muro, mi voz balbuceó: ─¿Y me has dejado por Gilberto, por el último amigo que me quedaba... ? La engañosa inocencia de sus ojos me mareó todavía: ─No te he dejado por Gilberto ni por nadie: te he dejado por ti. Santiago querido, tú ya no eres mi Santiago querido. Yo me enamoré, y sigo enamorada de un hombre que tú también conociste y lo conociste conmigo, en el Jardin des Plantes. Era un varón admirable y rebelde; venía de las luchas de su continente infortunado y se preparaba a regresar, de nuevo, a sus combates. Conoció a su mujer que no quiso hablarle de su pasado porque intuía que todo futuro era imposible con él: Sabía que él no podía pertenecer a su amor, porque pertenecía a un amor más alto, más noble, más generoso. Por eso ella lo amó. Por eso ella vivió cada instante a su lado como los pedazos de un relámpago que tenía que pasar. Pero ese hombre, que era el porvenir, eligió ser el pasado. Él me dijo una vez que los muertos no tienen mujer. ¿Pero quiénes son los muertos, Santiago?, ¿los que caen o los que sobreviven? No, no te dejé por Gilberto: te dejé por ti. Y dejaré pronto esta Europa difunta, esta apariencia de vida. Me iré a América, al Perú, a Bolivia, a buscar al hombre que amo: el hombre que tú fuiste, Santiago... Acodado en el puente Sully, Santiago miró las sucias aguas del Sena. Miró Notre Dame. Desde allí la catedral semejaba un navío encallado en el cielo; lo contempló desde el fondo de ese inverosímil océano. Volvió a ver los fascinantes horrores del Goliathus orientalis, de la Archioptera fallax, del Phoalticus fyhstoleri, insectos cuyos nombres latinos le entregaba su memoria sin saber por qué. Miró una pareja 108

entrelazada, omnibuses llenos de turistas, arenas movedizas, el rojo del sol del Urubamba sobre la repisa de la chimenea, miró versos: Madre, tu nombre viene lento como las músicas humildes y de tus manos vuelan palomas blancas, la estatua del poeta Oquendo de Amat recitando: Madre, mi recuerdo te viste siempre de blanco como recreo de niños que los hombres miran desde aquí distante, miró tres mediodías, pensó: no puede ser, miró a Luis parado en la puerta de ojos implacables, miró su voz diciendo entre ustedes hay dos traidores que mañana ustedes mismos los fusilarán, miró a Nicolás que le decía en nombre del Partido te ordeno vivir, se sintió más solo que un ciclista, miró barcazas, miró su pensamiento: para mí ya no hay lugar en la tierra ni fuera de la tierra, miró a Michèle inclinada sobre sus textos, miró a Luis en el estrado de un mitin en la Plaza San Martín gritando que la revolución avanza por el mundo, incontenible, y que en nuestro tiempo la revolución mundial pasa por los países subdesarrollados porque la principal contradición que vivimos es la de los pueblos oprimidos y los países imperialistas o colonialistas, miró palomas retardadas, su traje de primera comunión en la Iglesia de María Auxiliadora, Madre, ante ti callan las rosas y la canción, miró su envidia por Nicolás, envidió su destino; entre la revolución y el amor Nicolás había elegido el amor y la revolución; fuera cual fuera el sitio donde cayera, Nicolás caería hacia lo alto subiendo en paz; él en cambio entre el amor y la revolución escogió nada, miró pastores de yeso de un retablo de Navidad, sus dedos de niño rozando la mano de su prima Amelia, miró a su profesor de literatura citando a un poeta griego: yo querría ser la noche estrellada para mirarte con millones de ojos, miró una joven mujer que encanecía vertiginosamente persiguiendo a su padre bajo las aguas de un arroyo infinito, automóviles volcados por un violento rocío, se miró descendiendo por una escalerilla de caracol, la fosforescencia del reloj sobre la repisa de la chimenea, miró otra vez las aguas sucias del Sena, saltó sobre la baranda del puente Sully, arrastrado por las corrientes turbias su cuerpo se hundió, flotó, se hundió.

XXXI. CORONACIÓN DE NICOLÁS I, ÚLTIMO MONARCA DE LAS LUCIÉRNAGAS Y de pronto, Nicolás Centenario, el guerrillero Nicolás Centenario, el comandante Nicolás Centenario siente amor por el río, acaricia el lomo de aguas pardas, el poderoso flanco del río por donde su balsa desciende victoriosa. ¡Río, te amo!, grita. ¡Éramos enemigos, yo te temía, yo esperaba asustado tus traiciones, tú me ignorabas! Tú que de generación en generación arrastras impasible la vanidad, los fracasos, las alegrías, los dolores, las dichas, tú, río, despreciabas mi miedo. Me enfrentaste al hambre, a la desesperación, al pavor, al desconcierto. Y te vencí. Te merecí: lo sabes y me respetas. Tú comprendiste, por fin, mi necesidad de vivir. Tú me hiciste navegante. ¡Yo me hice libre! No se vive por gusto una existencia de contiendas. El enemigo termina por admirar el coraje de su adversario. Un momento antes del asalto final se igualan en el respeto. ¡Río enemigo, te amo! En la oscuridad empieza a llover. El aguacero cae sobre su cuerpo desnudo. La pereza de la corriente arrastra su balsa en la oscuridad. La lluvia cesa de golpe. En los árboles de la ribera recién mojada se encienden las luciérnagas que brotan siempre después de los aguaceros. Desnudo, tiembla de frío. Avista ¡por fin! las luces del último Puesto de Control. La noche lo protege: en las sombras eludirá el último peligro que lo separa del mundo, de Bódar, de la venganza, de la vida, de todo. Se llena de entusiasmo. ¡Ha vencido la persecución, el hambre, las palizadas, el sueño, los remolinos, la fatiga, el 109

desaliento, las víboras, los lagartos! ¡Ha vencido! ¡Por fin es libre! Ese pensamiento le inventa nuevas fuerzas. Cuando asomé el sol más hermoso de su vida, estará cerca de la carretera. ¡El Segundo Frente se ha salvado! La Dirección Nacional modificará los planes, Bódar será ajusticiado. El combate comenzará cuando ellos, y no la soldadesca, decidan. ¡Han vencido! Tiritando mira el último Puesto de Control. Pero un inusitado resplandor lo ciega. ¿De dónde tamaña luz, ese mediodía tan cercano que parece brotar de él? ¡Brota de él! Las luciérnagas, todas las luciérnagas, se adhieren a las superficies húmedas. Infinitas luciérnagas lo esculpen en oro, incrustan de oro su balsa de oro, con angustia de oro quiere ahuyentar a sus delatores de oro, con manos de oro trata de apartar la capa de oro que cubre su cuerpo de oro, las luciérnagas que lo coronan Nicolás I, Señor de las Lluvias, Rey de las Corrientes. La balsa se acerca al Puesto, piensa arrojarse al agua, demasiado tarde, los centinelas descubren la embarcación fulgurante de Nicolás I y último, primer y postrero monarca de las luciérnagas, destronado en el momento mismo en que vencía, silban balazos, jadea el motor de la lancha patrullera en la negrura, saltan linternas cerca, los guardias republicanos lo rodean, un cono de luz recorre su cara, ¡es él, por fin caíste, es él, hijo de la granputa, es él!, lo meten a puñetazos en la lancha, es él, patean el cuerpo sobre las aguas estancadas al fondo de la embarcación, ¡es él!, informa por radio el alférez Pinto al capitán Basurco, ¡ya cayó su prófugo, mi capitán!, cambio. ¡No me lo vayan a tocar, ¿me oyen bien?!, ¡ese hombre es mío, la Superioridad me lo ha regalado, cúrenlo, denle de comer, que duerma, que se reponga!, cambio, afirmativo, mi capitán, cambio. El alférez Pinto se vuelve hacia los guardias, ¿están oyendo todos?, calienten comida para esta mierda, es propiedad exclusiva del capitán, pónganle centinela día y noche; ¿cuándo hay vuelo para acá, alférez?, cambio; justo mañana sale el avión para el Sepa, mi capitán, cambio; alférez Pinto: le repito, cuídeme al prisionero como si fuera su hijo, cambio; afirmativo, mi capitán, cambio; ¡cambio y fuera! gritó alborozado el capitán Basurco. Todo es cuestión de suerte, piensa Nicolás. El remolino te chupa o te bota, te traga o te larga. A mí me engañó: yo me creí saliendo y estaba entrando. El remolino me trajo aquí. Clareando el día, ensogado como una momia, lo cargan por la escalerilla del DC─3. El piloto lo palmea en el hombro negrísimo, ¿así que tú eres el famoso Centenario?, por ti la Fuerza Aérea Peruana gasta docenas de horas buscándote, tú cuestas mucho, compadre, el copiloto no dice nada, lo mira con piedad. El DC─3 levanta vuelo, desciende sobre la herbosa pista de aterrizaje de El Sepa. En fila, esperándolo: el capitán Basurco, el alférez Camacho, una mancha de guardias republicanos que lo rodean con sus fusiles. El mayor Basurco, mayor ya no, capitán nomás, se le acerca, ¿qué tal el paseíto? y ahí nomás el primer puñetazo, la patada en los testículos, el relámpago de dolor que le raja la infancia, y ahí nomás el puntazo de la bota de las costillas, cuando me llevabas al parque a jugar, madre, se retuerce para esconder su cuerpo de la golpiza, otra patada en el omóplato, cuando te esperaba y te esperaba, padre, y otro puntapié que le quiebra el recuerdo, padre, tú siempre llegabas en el tranvía de las seis, cuando el sol empurpuraba las últimas casas yo salía a esperarte, me paraba a mirar los rieles por donde aparecería la lentitud del tranvía que por fin surge, llega casi vacío, descienden parejas, esfumados trabajadores, un señor elegante, y ahí nomás otro puntapié, pero falta que descienda un pasajero, no es un pasajero sino el cobrador, y ahí nomás la sangre le venda los ojos, esperaré el próximo tranvía, la oscuridad borronea el fondo de la calle por donde asoma, con retardo, la silueta del siguiente tranvía, ¿llegas ahí, padre?, y tú que en tu carroza recorres el inaccesible cielo, Helios, cuando veas la tierra paterna refrena tus bridas de oro, anuncia mis desgracias y mi muerte a mi padre y a la infortunada que me crió, y la sangre chorrea sobre el parque donde acaban las líneas del tranvía, el baldazo de agua moja a los últimos pasajeros, ¡para que recuperes el conocimiento y te 110

mueras despacito, para que veas lo que te pasa, y sepas bien quién te saca la mierda, so mierda!, grita el capitán Basurco, por ti perdí el ascenso, qué dolor ser carne, la envoltura que cubre la enigmática ecuación que no soporta más, que ya no puede más, que no aguanta más, las venas pulverizadas por los puntapiés, la sangre encharcada bajo la piel, la piel abierta, cuando te ríes, madre, abriéndole la puerta a papá que no resiste más, el hombre es una metáfora provisionalmente vestida de carne, saberlo es terrible, la lucidez es la imposibilidad de ignorar, soy una conciencia todavía, me despierto bajo el baldazo, ¡y ahora vamos al árbol!, ordena el capitán Basurco interrumpido por las felicitaciones, por radio acaban de comunicar su ascenso, mi mayor, ¡andando! carajo, ordena el mayor Basurco, mira el montón de carne y se ríe, ¡qué huevón soy!, ¿cómo va a caminar este maricón si no puede ni respirar?, y se da vuelta, ¿qué esperan ustedes que no lo cargan?, ¡no se me queden soldados parados como vergas! ¡Arrástrenlo hasta el árbol!, soldados cobrizos lo levantan de las axilas, lo sostienen, lo arrastran, Nicolás Centenario mira la mirada del mayor Basurco, Nicolás ya no, comandante Nicolás Centenario, huevón, comandante del Ejército Revolucionario del Perú, so cojudo, mira las lianas que se humillan en el principio de las lupunas blancas, una familia de guacamayos estacionada en el cielo en espera de algo, la cruz de palo donde un lagarto escribe la fecha de su muerte, caído en acción para que cambie el horror del Perú, so cojudo. ¡Alto! ordena el mayor Basurco, ¡amárrenlo de espaldas, a éste le quiero ver la cara!, manos sudorosas lo atan al tronco rugoso y blancuzco y envidió a Santiago, él tenía razón, el acto definitivamente subversivo es vivir, la real Revolución es la felicidad, una Revolución que sólo es una revolución no es una revolución, la revolución de Afuera sólo se cumplirá si triunfa primero la Revolución de Adentro. Más elevado que las lupunas miró el árbol de su futura gloria, no negaba nada, si volviera a nacer repetiría la misma vida, cumpliría los mismos actos, combatiría a los mismos opresores, mataría a los mismos traidores, soportaría las mismas torturas, aceptaría las mismas cárceles, viviría eternamente en las sombras, huiría en la misma balsa, miraría la mirada del mismo asesino, la próxima vez me quedaré contigo, Francesca, me quedaré en la tierra para caminar contigo bajo la luz, para hacer el amor, para besarte el vientre, meterme lentamente en tus bosques, ¡abran paso, huevones! grita el mayor Basurco, mayor ahora sí y avanza hacia el árbol, descarga el machete contra la corteza de la tangarana, instantánea sobre la corteza brota una corteza de hormigas, ¡algún día triunfaremos!, gritó Sandino, general de Hombres Libres y si yo no lo veo las hormiguitas llegarán a contármelo bajo tierra, las hormigas muerden su aullido, la luz, los ojos de mamá limpiando la cara de su Nicolás, el cielo que huye de las hormigas, y luego de ejércitos de hormigas, de meses de hormigas, de siglos de hormigas, nada.

XXXII. EN VEZ DE MARIE CLAIRE APARECE MARIE CLAIRE Nunca se sabe lo que, a la hora de las propinas, extraerá del bolsillo un verdadero play─boy ─pensó Jean Pierre─, mientras servía el delicado color del Dom Pérignon 1973 ordenado por Wernher Reitz, él sí un verdadero play─boy. El ojo experto de cualquier maître reconoce, con una sola mirada, la insondable diferencia entre un pretendido y un verdadero play─boy. Jean Pierre miró a la vieja Condesa rusa Alexandra Svetchine y a su elegante protegido. Hacía años que la invariable, la multimillonaria condesa, cambiaba todas las estaciones, junto con su vestuario, sus mantenidos. El de este invierno era, como todos, un efebo lánguido, con ese aire indeciso, capaz de gustar por igual a un varón, a un homosexual, a una lesbiana o a 111

una hembra, si todavía quedaban. El mantenido persigue a la moda. Los play─boy la imponen. Wernher Reitz, esta vez, vestía una camisa de seda blanca, blanquísima, entreabierta para que aflorara un icono de oro por entre la rubia pelambre de su pecho y un jean de corduroy negro, segunda piel de un cuerpo acostumbrado a la arena de las travesías africanas o a la sal de los cruceros en el Índico, y vestía también tres hermosas francesas. Jean Pierre no conocía aún sus nombres pero no se inquietaba: pronto acabaría el invierno y las francesas serían reemplazadas, tal como lo fueron las maniquíes negras, las escandinavas o las alemanas. Su memoria se deleitó rememorando la aleonada belleza de las modelos negras, todas importadas por Charme, la triunfante Agencia de Modelos de Jean Luc que, de la noche a la mañana, impuso, y por años, el reinado sin rivales de los hombres y mujeres de azabache. Jean Pierre vio en su memoria los ojos de gacela de Katherine, esos rostros, sus cuerpos que ocuparon, como un trono que las esperaba desde siempre, las portadas de todas las revistas de Europa. Hasta que una noche ─se acordaba bien de esa noche─, Wernher Reitz entró a La Coupole seguido por un resplandor de oro: Verushka: un metro ochenta y cinco de andares nobiliarios, una auténtica aristócrata prusiana; sus infinitas piernas, elevadas como teas le dieron nacionalidad a la minifalda. La vio de nuevo en la mesa, despojada del visón, el pecho espléndido luchando con la escueta blusa transparente, las gruesas medias de humo semiocultas por botas de cuero hasta las rodillas. Y, como por edicto, las maniquíes negras que, en el fondo, nunca llegaron a aclimatarse a París, retornaron a Nueva York con sus pantalones de colores restallantes, sus brevísimos shorts, sus faldas translúcidas que se adherían a la piel más que la caricia de los ojos que las codiciaban. Y como casi todos después de Wernher Reitz, todos los play─boys lucieron rubias. Nostálgico, agradado, Jean Pierre creyó ver otra vez a Marianne; hermosa como Ingrid Bergman, pero de belleza más emocionante, y a Paola, de mareantes ojos verdes y piel de duraznos, que, además de sí misma, escandalizó al matrimoniarse con un afamado escultor negro. Eran los pacíficos tiempos de Charme, la tierna dictadura de Jean Luc, hermana más que hermano de sus frágiles modelos, delicado despotismo brutalmente interrumpido por la aparición de los mellizos Lussac. En tres meses, los hermanos Lussac, fotógrafos de profesión, derrocaron, sin gastar una sola fotografía, el gobierno legítimo de Jean Luc y de Charme. Las batallas decisivas se libraron lejos de La Coupole, pero Jean Pierre supo quiénes triunfaron. Los mellizos Lussac, como si ellos dos no fueran suficientes, contrataron a otros cuatro irresistibles amantes: el romántico y decidor Giancarlo, el salvaje y enigmático Gerard, el paternal y complaciente Philipe ─sin duda el más tierno y comprensivo de los seis gladiadores─ y el inevitable y apuesto argentino ─más que apuesto y más que inevitable─, Marcelo, quien, por supuesto, cantaba tangos mejor que Carlos Gardel y los bailaba, él solo, mejor que diez parejas de malevos borgianos. Los Lussac y sus cuatro samurais extraídos no de un film de Kurosawa sino de las sábanas de las más inaccesibles hembras del planeta, kamikazes sueltos en las calles de París, rondando las puertas de la Agencia Charme, aventándose desde lo alto de sus vergas prodigiosas sobre las vulnerables modelos del impotente Jean Luc. En menos de un mes, combatiendo día y noche, sobre todo de noche, la División Lussac capturó a treinta de las exclusivas muñecas de Charme y las entregó de rehenes, perdidamente enamoradas, a los servicios comerciales de la Agencia Vedette. Jean Pierre vio entrar a Fernand de Marly acompañado, él también, de una modelo francesa ─ahora estaban de moda las francesas─, y los instaló en la mesa avecindada a la columna decorada con la pintura de Josephine Baker; allá había cenado Jackeline Kennedy, no tan atractiva como en las fotos. ¡Bellas eran Catherine Deneuve o Brigitte Bardot!, suspiró Jean Pierre. La diferencia entre Catherine Deneuve y BB radicaba en que la Deneuve lo conducía lejos de su cuerpo hacia la languidez y la 112

contemplación, mientras que servir a BB siempre era problema: ¿con qué servilleta, con qué caminar de perfil, era posible ocultar la erección? ─y volvió a suspirar. Los alborozados acompañantes de Reitz y de Marly se saludaron, se besaron en ambas mejillas, retornaron a sus mesas. La fiesta siguió. Nada pasó hasta que Reitz solicitó a Robert tres porciones de crema Chantilly. ─¿Tres porciones? ─se asombró el maître─. ¡Es una enormidad, señor! ─Pues tráeme esa enormidad, mon petit. ─Temo que no quepan en un plato, señor ─se excusó Robert. ─Tráemelos entonces en una ensaladera. Robert depositó la colina de crema Chantilly sobre la mesa. Con aire ceremonial, Wernher Reitz se incorporó, tomó la ensaladera entre los brazos, avanzó hacia la mesa próxima y sin decir palabra, como un sacerdote oficiando nadie sabía qué, ensombreró a De Marly con una cascada de crema. De Marly vaciló entre el temor a hacer el ridículo y el temor a haberlo hecho ya, y con ganas de echarse a llorar de rabia, rompió a reír a carcajadas con toda la divertida clientela de La Coupole. A pesar de tanta crema, de Marly tuvo la fineza de acabar sus fresas con Chantilly, pagó la cuenta, esta vez extrajo y alargó un billete de quinientos francos, y salió seguido por la algarabía de su cortejo. Casi nadie percibió en su mano derecha un balde para champagne que no fue necesario dar de baja en el inventario de La Coupole porque quince minutos después lo devolvió lleno no de hielo sino de espeso aceite usado de automóvil. Igualmente ceremonioso, igualmente pausado que Reitz, Fernand de Marly vació el arroyuelo negro sobre la estupefacta elegancia del alemán, quien intentó proteger, ya que no su manchada humanidad, al menos el precioso icono de oro que le colgaba del cuello. Reitz observó su apostura, la elegancia irreparablemente salpicada de sus amigos, vio a de Marly baldeando los restos sobre las muchachas que se morían de risa viendo sus visones atigrados por el aceite ─¡qué risa, sería la nueva moda!─, vio las mesas, las banquetas y las sillas tapizadas de terciopelo bordeaux ─¡daban lástima!─, y se abalanzó a puñetazos sobre de Marly. Los amigos se interpusieron. «Tú tienes doscientos trajes, no es para tanto.» Monsieur Lafon, el propietario, acudió al estropicio. ¡Ni los alemanes? Siempre sereno ─¡el legendario dueño de La Coupole había visto tantas cosas!─ recordó el día en que a poco de ocupar París, no tan marciales como los japoneses del Fujiyama de crema, y no con máquinas fotográficas sino con uniformes grises y pistolas más grises todavía, trescientos teutones se instalaron allí para almorzar. No rompieron una sola copa, cansados sin duda de haber destrozado el mundo. A estos héroes de Chantilly y aceite quemado, ¿les faltaba una verdadera guerra? Pero corno para Monsieur Lafon, La Coupole es sobre todo una gran familia, siempre inalterable, dispuso limpiar los restos de la contienda. A su tiempo Reitz y de Marly pagarían los daños. Naturalmente, buenos millonarios, no pagaron jamás. Vaca Sagrada avinagró su cara y dirigiéndose a mí: ─¿Cómo termina su obra, si es que puede saberse? Respondí: ─Justo la postrera noche de su fuga, en el instante en que el protagonista, protegido por la oscuridad, está a punto de vencer la vigilancia del último Puesto de Control, llueve. En los árboles de la ribera recién mojada se encienden las luciérnagas habituales luego de los aguaceros. Las luciérnagas, todas las luciérnagas, se adhieren a las superficies húmedas. Nicolás, cubierto de luciérnagas, de pie sobre la balsa, se convierte así en una estatua de oro. Su esplendor lo delata. Por primera vez creí atisbar en los ojos de Vaca Sagrada una microscópica arenilla de interés. Preguntó: 113

─Sin menoscabar los fueros de su exuberante fantasía ─nada más lejos de mí que intentar restringir el vuelo imaginativo creador al que yo mismo he dedicado numerosos ensayos─, ¿puedo preguntarle si el guerrillero de su historia es cubano...? ─No, no es cubano. ─¿Por qué no...? Yo lo veo perfectamente como cubano. Yo situaría su interesante relato en Miami, en un campamento de exiliados que se preparan para liberar Cuba. Estoy seguro que a nuestros lectores les entusiasmaría tanto como a mí que esa historia de amor fuera el preludio del fin de la dictadura castro─comunista. Porque todos en esta mesa, estamos de acuerdo, creo, en las trágicas secuelas que el guevarismo sigue provocando en la política, y, hélas, en la literatura de esos pobres países... Claro que escribir un libro que plantea la opción moral y dialéctica que yo sintetizaría en el conflicto Pasión Amorosa─Pasión Política, es algo que yo vería mejor en la pluma de un Malraux... ─Desgraciadamente Malraux está muerto ─respondí. «Y desgraciadamente tú estás vivo», pensé. ─Malraux no supo morir ─siguió pontificando Vaca Sagrada─. Un auténtico creador debe saber salir de la escena. Era evidente que Malraux debió morir en Bangla Desh y no en París. Pero los autores jamás piensan en las editoriales y mueren irresponsablemente en donde se les ocurre. Por la puerta oriental de La Coupole apareció entonces una mujer. Se sobreparó buscando a alguien, paseó la mirada sobre el salón bullicioso y tal vez no encontró a nadie porque con paso decidido penetró al comedor. Su hermosura me suspendió, quiero decir suspendió el curso de mi vida. Más que escuchar las desventuras de mis personajes, el Editor parecía dormitar. De pronto despertó, emitió un comentario. No lo escuché. El Editor, Vaca Sagrada, los comensales, los camareros, Jean Paul, el famoso, los grupos que entraban, Jean Paul el anónimo, las parejas que salían, siguieron existiendo en el salón que atravesaba la desconocida, pero ahora como personajes de una película muda. ¿A quién buscaba? ¿Qué ser humano podía merecer su mirada anhelante? Las voces de Vaca Sagrada y de los comensales sonaban como al fondo de un precipicio donde el fastidio había ido arrojando los años gastados, inútiles, definitivamente inservibles. ─Volviendo a lo suyo, ¿cómo se titula el libro? ─preguntó Vaca Sagrada. ─La Danza Inmóvil. ─Sugerente título. Lástima que también esta vez sus personajes sean peligrosos fanáticos. «Hablar de política en un libro es como disparar un pistoletazo en medio de un concierto.» Todos conocemos la famosa frase de Stendhal, n'est pas? Hoy es más vigente que nunca. El arte al servicio de la política degenera en propaganda. La obra de arte es un fin en sí; no puede ser de ninguna manera un puente. Vaca Sagrada sonrió con conmiseración. ─Las encuestas son claras ─prosiguió─. Hoy el público rechaza las obras literarias contaminadas de política. En la década del cincuenta se interesó por el arte comprometido. Después se cansó del maniqueísmo y de la demagogia. Ya se lo dije cuando di mi opinión sobre su relato del casanovesco guerrillero Pent. El arte político ha pasado de moda. Lo estuvo a fines del siglo XIX cuando los novelistas rusos situaron en la escena a los mujiks muertos de hambre y de frío. Pero después de los catastróficos resultados de la revolución soviética... Bebió un sorbo de Vittel y prosiguió: ─¿Por qué los revolucionarios de la política no son los revolucionarios del arte? ¿Por qué los dinamiteros de la realidad son los guardianes de las formas tradicionales en el lenguaje? Una de las obras más revolucionarias de la novela rusa es Las Almas 114

Muertas. ¿La escribió un anarquista? ¿Gogol era revolucionario? ¡No! Gogol era católico y monárquico sincero y, por tanto, un amante del orden... ─No creo que pueda generalizarse... ─intenté en vano interrumpir. ─...El más grande renovador de los temas del siglo XIX es Balzac. El creador de Rastignac y no Marx descubre que el verdadero protagonista de la sociedad burguesa es el dinero. Balzac también era monárquico. Los grandes destructores de las formas caducas, los inventores de lenguajes nuevos, los Flaubert, los Proust, los Joyce, los Pound, ¿son acaso revolucionarios...? ─Efectivamente esos autores fueron conservadores o fascistas. Pero estéticamente eran revolucionarios. Gogol será todo lo monárquico que usted quiera pero, ¿quién mostró mejor que él la sordidez de la vida bajo el zarismo? Y en cuanto al supuesto reaccionarismo de Balzac, ¿quién negará la exactitud del cruel retrato de la burguesía francesa? Pero no siempre los revolucionarios del arte son conservadores de la forma. Cervantes fue un revolucionario en el pensamiento y la forma. Y lo son Vallejo y Bertold Brecht. ─Mon ami, yo diría que no sólo el arte político ha dejado de ser actual sino que el pueblo mismo ha pasado de moda... ¿Qué hacía yo allí? ¿Por qué aceptaba esa humillante perorata dictada, más que por la ignorancia insolente por el resentimiento y la venganza de un enemigo que alguna vez fue amigo? Pensé en los griegos, recordé que Los Persas se escenificaron delante de las tropas de la Hélade que salían a combatir de nuevo, contra Darío, pero de pronto comprendí la futilidad de la plática. Vaca Sagrada no quería formular ni siquiera el elogio de los clásicos conservadores: quería, más simplemente, demoler mi libro, decretar sin leerlo que era un panfleto político. No hay libros revolucionarios o conservadores: hay libros eximios y libros mediocres. La Divina Comedia, Madame Bovary o Los hermanos Karamazov son libros políticos. Mostrando los abismos del alma, exhibiendo sus Demonios, Dostoievski socavaba definitivamente la moral dogmática y reaccionaria de su tiempo. Y Zaratustra inicia su canto anunciando la muerte de Dios. Y Kafka, los laberintos de Kafka, ¿no prefiguran los campos de concentración del nazismo, los laberintos de las multinacionales, el poder Sin Rostro? Pensé decirlo pero, otra vez, sentí la inutilidad de la conversación. Vaca Sagrada y acaso el Editor no me pedían ni siquiera un libro inocuo, hermafrodita como sus best sellers, sino un grato pousse─café que ayudara a la buena digestión del banquete de la burguesía cosmopolita, un libro simpático, encantador, vestido a la moda, oloroso a Eau de Toilette Vetyver, un libro que ni deseándolo podría yo escribir. La mujer siguió avanzando. No era la inconcebible simetría de su cuerpo ni su espantable belleza lo que me enfermaba, sino un deseo absurdo y salvaje, la visión de un caballo picoteando flores, ya que uno sufre porque es traidor permanente a su propio deseo... La muchacha volvió a detenerse, la medialluvia de sus cabellos negros esfumó de golpe los milagrosos ojos azules. Pareció fatigarse. No era fatiga. Era el impulso del cuerpo alistándose para hender la multitud. ─Me gusta su relato ─dijo el Editor─, pero en lo que sí coincido con el doctor Díaz es que esta historia, en un momento en que la guerrilla sigue activa en América Latina, no será recibida por la crítica, como se merece, o quizá será silenciada. Ella siguió avanzando y yo hundiéndome en arenas movedizas, médanos azules, amarillos, malvas de un arenal cuyos granos eran los fuegos de las constelaciones, astros que yo ya conocía, existencias en galaxias que mi memoria creía recordar. Y entonces imaginé que por un azar la conocía, que la merecía, que ella también me amaba, que compartíamos una pasión absoluta. En el breve tiempo que demoró su paso por entre las mesas, soñé que vivía la felicidad, la exaltación, los celos, el deseo, 115

la gloria de un amor que como el encaje de una tela preciosa que reemplaza la ordinariez de un tejido desprestigiado por el uso, cambiaba el tedio de mi vida por un relampagueante fulgor. Imaginé que la conocía una tarde de otoño, cerca del incendio de dalias del Jardín des Plantes, imaginé que salíamos del brazo hacia las calles de París, imaginé que nos amábamos. Imaginé que iba con ella al restaurante de músicos griegos donde, en una oportunidad, el azar nos obsequió a un grupo de pobres estudiantes, una noche inolvidable y una cuenta sin pagar. Imaginé que yo era Santiago. Imaginé que yo era Nicolás, que militaba en una de esas expediciones heroicas en las que tantos de mi generación se habían enrolado y habían gloriosamente caído. Me imaginé amarrado al árbol de la tangarana devorado por las hormigas. Imaginé que amaba como a nadie a Marie Claire y que Marie Claire me amaba como a nadie. Y que por su amor, por mi deseo, desobedecía a mi Partido y desertaba de la Revolución. Imaginé a Nicolás, soñé su huida de la prisión del Sepa, y que los verdugos lo recapturaban y lo amarraban desnudo al árbol de las feroces tangaranas. No, yo no desobedecería al Movimiento. No, yo no desobedecería a mi corazón. Yo me quedaría con Marie Claire. Yo no moriría. Yo viviría, aquí en esta tierra, o en otra pero como todos los humanos. Compartiría con ella los trabajos, el amor, las desavenencias, viajes nunca realizados, las horas regateando en el mercado, las pequeñeces que hacen preciosa a esta vida. ¡Viviría! No, me contradije, yo partiría, yo no abandonaría jamás a Luis ni a Ramiro ni a Máximo ni a Félix ni a Héctor ni a Laynez. Y si yo tendría que morir imaginé, no conocería la humillación de envejecer: moriría joven, con ellos, con mi patria sin destino, con el destino de mi patria. ¡Mi cuerpo vigoroso no conocería las vetas de la caducidad...! Ella siguió avanzando y yo extraviándome en mi amor imaginario. El Editor despertó del sopor en que lo sumía el Cointreau o mi historia. Él también la descubrió y las capas de aburrimiento de su rostro abotagado se fundieron en una cara tierna, desconocida, infantil. Se levantó sonriendo. Ella le devolvió la sonrisa e increíblemente avanzó a nuestra mesa, lo besó en la mejilla, mirándome. ¡Sí, mirándome! El otro hombre que era ahora el Editor, me dijo: ─Permítame presentarle a Marie Claire, mi hija. ─Bonjour ─me sonrió Marie Claire, y su sonrisa era un lago por donde se alejaban navegando en sus mesas los cuatrocientos comensales, los doce maîtres, Monsieur Lafon, los camareros, Vaca Sagrada, todos. Todos menos ella. ─Soy admiradora suya ─me dijo Marie Claire─, he leído todos sus libros... Señaló al Editor: ─Mi padre me dijo que almorzaría hoy con usted, y como deseaba conocerlo hace tanto tiempo, me permití invitarme a tomar con ustedes el café... Me volvió a sonreír con esa mirada trenzada de azul y de audacia, de seguridad e inquietud, de fiesta y de peligro con que, en ciertos momentos una hembra invita a un hombre a convertirse ambos en un solo camino. Me turbé. Mi sueño era real. ¿Era real mi sueño? ¿El hombre es una metáfora provisionalmente vestida de carne o una carne que se nutre de metáforas? Pero Marie Claire no era una metáfora: era una admirable criatura viva. ¿De qué se alimenta la vida? La palabra, todas las palabras pueden reducirse a una frase luz: te quiero o a otra frase sombra: no te quiero. Saliendo del Jardin des plantes Marie Claire me había dicho: «Más que en pobres o en ricos, los humanos nos dividimos en amados o desamados... Por el amor vivimos, morimos o resucitamos... Santiago: las riquezas del sueño jamás reemplazarán a la realidad. El más pobre cariño, el más pequeño sentimiento, la más ínfima hierba de un amor real, son mejores que el más desaforado amor inventado ...» Y como yo tardaba

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en responder, esta otra Marie Claire, esta desconocida Marie Claire, de pie, sin saber qué pasaba o no pasaba, me requirió: ─¿Podría acompañarlos? ¡Yo había sufrido ya tanto por ella! No sólo los dolores, las miserias, las innobles disputas, los agravios sin razón, las pequeñas vilezas, las deslealtades sin curación, las heridas de los celos que no cierran nunca, todo lo imaginé, todo volví a imaginarlo, a vivirlo. Por ella yo había dejado de ser lo que era, había desertado de mis sueños, había traicionado lo más limpio de mi existencia. No, no podía perdonarla. La miré con rencor. Y ella, desamparada, huérfana, sola en el desierto calcinado por mi mirada, tartamudeó: ─¿Pero, acaso usted no es...? Sí, Marie Claire era real. Y yo podía tal vez vivir con ella un amor real. Pero Marie Claire ¿era realmente Marie Claire? Su pobre amor real, ¿podría igualarse a la pasión inmemorial que me había consumido mientras ella cruzaba por entre las mesas, por entre todas las mesas de todos los restaurantes del mundo, hacia mí? Y solos en la tierra, en esta tierra, ella y yo, me volvió a preguntar: ─¿No es usted...? ─No ─la interrumpí con violencia. Y me fui.

XXXIII. PERO TAMBIÉN PUDO OCURRIR QUE... La desconocida siguió avanzando. La belleza de su rostro como todo lo efímero y bello, me pareció eterna y al mismo tiempo frágil, irremediable. ¿por quién venía? ¿A quién buscaba el azul anheloso de sus miradas? Giró el rostro: la medialluvia de sus cabellos negros delató, al ocultarlo, un perfil indecible. Su rostro me encegueció. Y así como por el centro de una ciudad avanza la ira de un motín, hacía mí, sin mirarme caminó ese enigma que me desesperaba. Y de pronto la reconocí. Yo la conocía. No sólo la conocía: la había amado más que a ninguna otra mujer. Y ella me había amado más que a ninguno. Y luego la había olvidado hasta no reconocerla. ─Me gusta su relato ─dijo el Editor─, pero en lo que sí coincido con el doctor Díaz es que esta historia, en un momento en que la guerrilla sigue activa en América Latina, no será recibida por la crítica, como se merece, o quizá será silenciada. Su voz me sonó como desde el fondo de un precipicio donde eL fastidio había ido arrojando los años usados, inútiles, definitivamente inservibles. Yo la había amado. Y la gloria de ese amor, como el encaje de una tela preciosa que reemplaza la ordinariez de un tejido desprestigiado por el uso, había cambiado la mediocridad de mi vida por un imperecedero fulgor. Marie Claire siguió avanzando. ¡Toda ella brillaba: su rostro, sus ojos, su cabellera, el perfil de sus caderas, el contorno de sus piernas, la terquedad de sus senos libres, los pliegues del vestido que sus muslos mordían, caminando! Sentí una quemazón inmemorial. Por entre el pasadizo de las mesas, la miré bellísima, leal, hipócrita, irremplazable. La amaba inmortalmente. El Editor la descubrió y las capas de aburrimiento de su rostro se fundieron en una cara tierna, desconocida, infantil. Se levantó sonriendo. Marie Claire le devolvió la sonrisa y avanzó hacia nuestra mesa. Vaca Sagrada también se levantó. ─No creo que usted conozca a Mlle. Saint Jean, nuestro ataché de presse ─dijo el Editor. 117

Marie CIaire me reconoció desconcertada. El azul de sus ojos se salpicó de chispas de oro y luego de chispas de dolor. ¿El hombre es una metáfora provisionalmente vestida de carne o una carne que se nutre de metáforas? ─¡Santiago!, por fin te vuelvo a ver ─susurró─: ¡Si supieras cuánto te he buscado! El Editor la miró desconcertado. Vaca Sagrada, nervioso, trató de sonreír. ─Usted me confunde ─precisé con dureza─. Yo no me llamo Santiago. ¡Yo había sufrido tanto por ella! No sólo los dolores, las miserias, las heridas sin cicatriz del abandono. Por ella había dejado de ser lo que era, había desertado de mi verdadera vida, había traicionado lo mejor de mi existencia, ¿podía perdonarla? ─Probablemente me confundo ─susurró Marie Claire─, se parece usted tanto a un Santiago que yo conocí. Hasta era compatriota suyo. ─Yo también tuve un amigo que se llamaba Santiago. Quiso suicidarse en París por una mujer. ¡Toda ella brillaba! Y se me sublevó el deseo, los deseos, el tumulto de mis deseos, me acometió la sed de estrujarla, besarla, lamerla, acariciarla, soñarla, maltratarla, rozarla, volverla a amar... ─¿Y qué sucedió con su amigo? La amaba inmortalmente. La odiaba inmortalmente. ─No se suicidó. En el instante en que iba a saltar sobre un puente del Sena, comprendió que ir a luchar por su país y morir por él era mejor que morir por una mujer que lo había traicionado. ─¿Y usted cree que las Revoluciones no traicionan? ─preguntó el Editor. ─Los revolucionarios, quizás. Las Revoluciones nunca. ─¿Y el amor no traiciona? ─preguntó Marie Claire. Miré girasoles cerca, lejos, próximos, ausentes. El destino de los girasoles es rotar alrededor del sol. El destino de los humanos girar alrededor del amor. ¡Ay del girasol o del humano enloquecidos que se obstinen en girar contra su sol! ¡Pobres girasoles ciegos dando vueltas y vueltas alrededor de la nada, del no─ser! ─El amor nunca traiciona; algunas mujeres, sí. ─Sólo se traiciona a quienes merecen la traición ─sentenció Vaca Sagrada. ─¡Santiago! ─repitió Marie Claire. Y su sonrisa era lago de aguas tristes por donde se alejaban navegando en sus mesas los cuatrocientos comensales, los doce maîtres, Monsieur Lafon, los camareros, el Editor, Vaca Sagrada, todos. Todos menos ella. ─¡Santiago, yo soy Marie Claire! Miré con rencor su belleza irremediable. ─Sin duda es usted Marie Claire. Pero yo no soy ese Santiago. Me levanté. Y me fui.

Lima, setiembre 1981, abril 1982

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