La Dama y El Dragon - Monica Penalver

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LA DAMA Y EL DRAGÓN

Mónica Peñalver

1.ª edición: diciembre, 2014 © 2014 by Mónica Peñalver © Ediciones B, S. A., 2014 Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) www.edicionesb.com Depósito Legal: B 877-2015 ISBN DIGITAL: 978-84-9019-947-3

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Contenido Portadilla Créditos Capítulo I Capítulo II Capítulo III Capítulo IV Capítulo V Capítulo VI Capítulo VII Capítulo VIII Capítulo IX Capítulo X Capítulo XI Capítulo XII Capítulo XIII Capítulo XIV Capítulo XV Capítulo XVI Capítulo XVII Capítulo XVIII

CAPITULO I Los ecos de la contienda se extinguían lentamente mientras un espeso y pertinaz olor a sangre y carne mutilada se extendía a través del campo de batalla. Adrian Wentworth, más conocido como el Dragón, envainó su espada con el brazo tembloroso por las largas horas de lucha y retiró de su cabeza el almete que la cubría. Con su grito de guerra hizo que los suyos lo rodearan alzando sus espadas para festejar la victoria. Sin embargo, no brillaba en sus ojos signo alguno de euforia. Había participado ya en muchas batallas, en sangrientas guerras y sabía que en la muerte no hay nada que festejar. Una vez más, había cumplido con su trabajo limpia y eficazmente a las órdenes de Enrique VII, pero continuaba sin acostumbrarse a tanta miseria. Sus hombres, contentos con la victoria, se felicitaban con palmadas de ánimo y gritos de alegría. Adrian contó las bajas de su guardia personal; tan solo De Claire mostraba una fea herida en la pierna. —Volvamos al campamento —gruñó alzando una mano para que los demás le siguieran. El campamento, apostado al otro lado de la colina, representaba una patética imagen de hogar. Las tiendas de lona, en otros tiempos de brillantes colores, estaban ahora cubiertas de barro, sangre y nieve. Entre ellas, pululaba todo un ejército que, si bien no se ocupaba de batir la espada, cumplía con una misión igual de importante para la vida del soldado: procurar alimento, diversión y bebida. Los buhoneros, mercachifles y prostitutas festejaron la llegada de los soldados. Esa noche, la celebración sería extensa, previeron, pero al ver la sombría mirada del Dragón Wentworth se apresuraron a esconderse. Todos sin excepción temían su justicia. Frente a su tienda, Adrian ladró una serie de órdenes a sus hombres. —Marcus, encargaos de que los cuerpos sean enterrados, llamad al cura. Sin duda, querrá rezar una última oración por sus almas. Vos, De Claire, haced que el matasanos vea esa herida, tiene mal aspecto. —Y dirigiéndose de nuevo a Marcus—: Encargaos también de los prisioneros, quiero sus confesiones mañana a primera hora. De Claire asintió y se apresuró a obedecer apoyándose en el tuerto Jules, el capitán de la guardia y hombre de confianza de Wentworth. Aún montado en su caballo de batalla, Adrian pudo oír el canturreo femenino que provenía de su tienda. Una mueca de disgusto cruzó su rostro y se profundizó cuando la entrada de la tienda se levantó para dar paso a un muchacho delgado de lustrosa cabellera pelirroja. —¡Al fin llegáis! —gritó fervoroso batiendo palmas. Adrian gruñó una maldición para sí mismo. —Deja de saltar como una rana y ayúdame a desmontar —ordenó. El muchacho se acercó mirando con recelo y asco las botas enlodadas. Finalmente, y ante la mirada autoritaria de su señor, cruzó las manos a modo de estribo y se las ofreció. El gigantesco pie tocó brevemente las manos antes de posarse en el suelo cubierto de nieve. El escudero se apresuró a limpiarse en el jubón para después seguir a su amo al interior de la tienda.

—Hoy os he preparado un guiso, aunque he tenido que reñir con esa puerca de Mary. Solo quería darme una porción de carne seca y vieja, pero cuando le dije que era para vos, ella no hizo sino poner los ojos en blanco y apresurarse a servirme lo que le pedía. Es una presuntuosa y una engreída y así se lo he dicho —le informó Eugen sin detenerse un segundo a tomar aire. Adrian ignoró el parloteo del joven. Se deshizo de su espada y almete dejándolos caer en un rincón. —Ocúpate de que sean lustrados y pulidos. El joven miró con escaso interés las armas. —Así lo haré, ahora sentaos y cenad —expresó removiendo el guiso que lentamente pochaba en una hornillo colocado a un lado de la tienda. —Tráeme agua. —Sí, señor, pero primero dejadme... —Estás tardando —masculló Adrian malhumorado interrumpiéndolo. El muchacho reapareció minutos más tarde portando un barreño de agua. Su agraciada cara estaba cubierta de un intenso rubor y por su ceño fruncido, Adrian supo que, una vez más, había tenido un altercado con alguno de sus guardias personales. Solo ellos se atrevían a fastidiar al muchacho. Sí, debía de hacerles mucha gracia que un hombre como él, cuya fama de asesino, violador y torturador recorría el reino de punta a punta, tuviese como escudero un afeminado como Eugen. A él también se la haría, si no tuviese que aguantar sus continuos parloteos. Además, el que Eugen hubiese pasado a servirle no tenía nada que ver con una decisión propia, sino que el padre del muchacho, un noble de categoría, se lo había impuesto avergonzado con el comportamiento de su hijo y con ganas de perderlo de vista. En cierta forma, Eugen se parecía él: ambos carecían de familia. Sin embargo, decir que Eugen era su escudero era mucho decir. El muchacho se había decantado, poco a poco, por una especie de servilismo en el que parecía encontrarse muy a gusto. —Aquí tenéis el agua. Esa bestia de Marcus casi me hace derramar todo el cubo, me gustaría que alguien de su tamaño le diera un buen bofetón. Adrian soltó un suspiro de desesperación y tras desprenderse de su cota, jubón y camisa procedió a aclararse el cuerpo. «Bofetón», ¿qué otro podría haber utilizado una palabra como aquella? Solo Eugen. El muchacho no tenía remedio. Adrian había desistido de todo propósito de hacerle un hombre de pies a cabeza. Eugen odiaba las armas, alegaba que la sangre y el olor a sudor le ponían físicamente enfermo. A cambio, se entretenía cocinando, remendando sus escasas ropas o intercambiando chismes con putas y taberneras, pensó ácidamente Adrian al notar el olor a lavanda del paño con el que se secaba. Con gesto cansado Adrian se dejó caer en su catre. —¿No vais a cenar? —preguntó Eugen con un deje de indignación. —Estoy demasiado cansado. —Pero me he pasado todo el día cocinando para vos. Adrian no se dignó a contestar, sino que girando sobre sí mismo se dispuso a disfrutar de un merecido descanso. —¡Esta sí que es buena! —prosiguió Eugen echándose las manos a las caderas—. Ese es el

premio que recibo por mi trabajo: desprecio. ¡Oh!, ¿a quién le importa el pobre Eugen? Dejadme decirlo: ¡A nadie! —¡Eugen! —advirtió Adrian harto de escenas. —Ni siquiera me ha felicitado por haber puesto en orden esta pocilga, seguramente os era más de vuestro agrado con su anterior aspecto, eso si... No le dio tiempo a finalizar su queja pues una bota cruzó volando el espacio de la tienda de camino a su cabeza. —¡Largo de aquí, mono parlanchín! Si no estás contento con esta vida, de buen grado te mandaré a la otra —ladró Adrian. Eugen recogió la bota lanzada y la colocó sobre un pequeño arcón. Dignamente, se estiró el jubón, pero antes de salir tuvo la osadía de replicar. —Al menos, no pasaría tanta penuria como en esta. Adrian barbotó una blasfemia mientras se revolvía en su catre. ¡Maldito afeminado! Algún día acabaría por cortarle la lengua. Pero en el fondo sabía que el muchacho tenía razón. Él también soñaba con un cálido hogar donde regresar. Margaret Norfolk, condesa de Norfolk y Norwich apretó la misiva real en un puño. —¡Maldito pedigüeño! —espetó mientras giraba impetuosamente haciendo que sus pesados ropajes se arremolinaron en torno a sus tobillos. Su séquito de damas la miró con alarma, pero permaneció en silencio—. ¡Si cree que por llorarle a Enrique se va a quedar con todo lo mío está muy equivocado! Lady Sara dejó de lado su costura y con expresión alarmada se levantó. —¿Eso dice la carta real? —inquirió—. ¿Acaso Lord Marlowe ha conseguido lo que se proponía? —Aún es pronto para decirlo. El rey tan solo ordena que comparezca ante él lo antes posible. —Pero eso solo quiere decir que Marlowe cumplió con su amenaza —razonó Lady Catalina, viuda de un antiguo vasallo de su padre—. Afirmó que acudiría ante el rey para obligaros a casaros con él. —Esa alimaña no tendrá tanta suerte. Sus juegos sucios no le valdrán esta vez —gruñó Margaret fijando sus ojos azules el fuego de la chimenea. Lord Marlowe había aspirado desde la muerte de su padre a hacerse con el condado. Numerosas habían sido las ocasiones en las que el conde se había presentado ante su puerta para exigir su mano. En un principio, amable y tierno como un pretendiente enamorado; violento y amenazador cuando esa estrategia falló estrepitosamente. Aun así, Margaret nunca creyó que tuviera la osadía de presentarse ante el mismísimo rey para obligarla a aceptarle. Por más vueltas que le diera, no veía la forma de que Marlowe demostrara ningún compromiso entre ambos. Su padre había dispuesto que sus posesiones pasaran a ser del futuro marido, dejando la elección de este a Margaret o al mismo rey. En caso de no casarse, sus posesiones pasarían a manos de su pariente masculino más cercano o, en su defecto, a la corona. Más animada, se volvió de nuevo hacia sus damas. —Anne, haz llamar al secretario y también al mayordomo. Lady Catalina observó la expresión de su señora y la reconoció de inmediato, pues era la que su marido exhibía cuando se disponía a marchar al frente.

—Apostaría mi mejor cofia a que se le ha ocurrido algo. —Le daremos al infeliz de Marlowe un poco de su medicina —indicó arrugando aún más la misiva real antes de lanzarla directamente a la chimenea. Estática, observó con una sonrisita cómo las llamas devoraban el pergamino. —¡Señora! —exclamó Lady Sara. «¡Al demonio!», pensó Margaret con morbosa satisfacción. Alfred, el secretario, se presentó con la mirada ensombrecida por la preocupación, sin duda informado puntualmente por Anne de los pormenores de la carta real. —Milady. —Por la gravedad de su rostro nadie podría adivinar que era de la misma edad que su joven ama. Apenas veinte años. —¡Ah, Alfred! Ayudadme a responder al rey, vos tenéis mejor maña que yo en tales menesteres. No quiero demorar en este asunto, la misiva debe ser despachada hoy mismo. Alfred asintió tomando asiento. Con la punta de su lengua tocó el extremo de su pluma antes de mojarla en el tintero. John, el maestresala hizo entrada en ese momento. —Lady Anne me ha informado de vuestro interés en verme, pero si estáis ocupada volveré en otro momento. Margaret se apresuró a levantar una mano para detenerle. —No, John, por favor, quedaos. Es necesaria vuestra ayuda. Recientemente, vos mismo habéis contratado a una de las viejas criadas de Marlowe. Haz que se presente ante mí lo antes posible. El rostro del mayordomo abandonó su habitual circunspección. —¿Algún inconveniente? —No, pero esa rata de Marlowe se ha presentado ante el rey. Necesito toda la información que pueda recabar en su contra. Solo una buena defensa podrá detener sus avances. —Comprendo, señora. Haré que la mujer se presente ante vos lo antes posible. —Gracias, John —agradeció antes de volverse hacia Alfred—. Bien, comencemos. Por todo Norfolk se extendió la noticia de que Lord Marlowe se convertiría por decreto real en el nuevo conde. Una sombra de pesimismo se adueñó de todos y cada uno de los habitantes del señorío. Bien eran conocidos los malos talentos del caballero que habían llevado a la ruina a los suyos. Pero Margaret no era mujer de amilanarse ante los retos. Apenas unos días después de haber recibido la comunicación real, estaba lista para desplazarse a la capital. Al partir, su mirada se volvió atrás buscando la familiaridad de aquel paisaje amado con la firme promesa de rescatar su hogar de las garras de Marlowe. Enrique VII escuchaba sin atención el alegato que en esos momentos presentaba uno de sus vasallos. Su discurso se alargó hasta lo imposible exponiendo, una y otra vez, sus necesidades. Exasperado, Enrique tamborileó los dedos sobre su pierna. A duras penas soportaba el tedio que lo invadía. Por fin, el hombre se quedó en silencio a la espera de la decisión real. Enrique lo observó brevemente antes de llamar uno de sus consejeros apostados muy cerca del trono. El hombre, vestido de riguroso negro según su condición, le susurró algo al oído y Enrique asintió.

—Os concedo, pues, lo pedido —sentenció con gracia regia. —Gracias, mi rey, mil gracias. Enrique alzó la mano silenciándolo. —No me habéis dejado terminar. Mi consejero me indica que en efecto vuestras tierras sufren el acoso de los ladrones y salteadores. Sin embargo, sabéis que el reino libra ahora batallas más importantes para apagar las revueltas. Así pues, dispongo una partida de cincuenta hombres para que partan hacia vuestras tierras a fin de defenderlas y restaurar el orden, siendo vos, en cualquier caso, quien debáis haceros cargo de su manutención y de su bolsa. El decreto real borró la expresión de satisfacción del hombre pero aun así se apresuró a asentir. —Gracias, mi señor, por vuestra generosidad. Los pasos del hombre repiquetearon contra el suelo de la cámara real en su retirada. Cuando la puerta se cerró tras él, el monarca se puso en pie estirando el manto en torno suyo. —¡Por Dios!, ¿cuánto queda de esta tortura? Llevo horas sentado escuchando quejas y peticiones. ¿Es que nadie puede acercarse a mí sin tener nada que pedir? Uno de sus consejeros consultó su libro. —Solo nos queda un asunto más, su majestad, y por hoy se habrá terminado. —¿De quién se trata? —preguntó Enrique con poco interés mientras tomaba una fruta confitada de una bandeja. —Lady Norfolk, condesa de Norfolk, solicita ser escuchada para rebatir la petición de Lord Marlowe. —Bien, acabemos cuanto antes con esto, pero antes servidme una copa de ese vino portugués. Los enérgicos pasos de la dama resonaron en el suelo antes de ser amortiguados por la alfombra que se extendía a los pies del monarca. La seguían de cerca un joven secretario que portaba gruesos libros bajo su brazo. La dama, ataviada con un regio vestido de terciopelo granate adornado con piedras de azabache lo sorprendió con una elegante inclinación. Su cabeza, cubierta con tocado, se mantenía tímidamente inclinada, expresión misma de su buena cuna. Sin embargo, su cuerpo conservaba una pose firme, con los hombros hacia delante y las manos sujetando la voluminosa falda. —Majestad. —Levantaos —desechó el monarca con impaciencia agitando una mano—. Habéis cambiado desde nuestro último encuentro. —Era apenas una niña cuando acudisteis al entierro de mi padre, su majestad. —Es cierto, ahora lo recuerdo. Entiendo por qué Lord Marlowe ha solicitado vuestra mano. Supongo que por eso estáis aquí —previó sin dejar de estudiarla—. Marlowe os describió como una muchacha necia y sin atributos que debía agradecer sus atenciones. Veo que mintió una vez más. ¿Tenéis algo que alegar? En esos momentos, la joven levantó la cabeza y Enrique parpadeó ante la profundidad de sus ojos cerúleos. —La palabra «algo» carece del contenido para lo que de verdad pienso expresar, majestad. Lord Marlowe ha sobrepasado el límite que Dios le hubiera impuesto a un demente. Al acudir ante vos para obligarme a aceptarlo no ha hecho otra cosa que actuar como lo que es: un necio —añadió tras una pausa dramática.

La efervescencia de aquella joven sorprendió gratamente al monarca. No, sin duda allí no había nada de la mujer descrita por Marlowe. La joven sabía cómo defenderse. Su afilada lengua era un arma y estaba dispuesta a batirla con energía. Una sorpresa para los sentidos de todo aquel que decidiera perderse en la inmensidad de aquellos ojos azules, enmarcados en largas pestañas y aristocráticas cejas. Las mejillas, suavemente sonrosadas, denotaban una vitalidad contagiosa y su nariz pequeña, ligeramente respingona, despertaba una inmediata simpatía. Pero el rasgo más favorecedor de ese rostro, junto con sus ojos, eran aquellos labios carnosos y rojos como las fresas de mayo. En aquellos tiempos en los que las mujeres suspiraban por labios finos y pálidos, los labios de Lady Norfolk eran la recompensa justa para alguien hambriento de besos. —Continuad con vuestro alegato —invitó tomando asiento y mirándola con divertimento. Margaret inspiró ligeramente tratando de calmar su corazón descontrolado. La presencia del rey la intimidaba, pero sabía que de sus próximas palabras dependía el futuro de Norfolk. —Debéis saber que Lord Marlowe no es mi prometido, nunca lo fue y nunca lo será —afirmó vehemente. —¿Nunca? Margaret hizo una mueca reconociendo su error. Marlowe bien podría convertirse en su esposo si así lo imponía Enrique. —Lo que quiero decir, majestad, es que mi padre nunca aceptó a Marlowe como mi pretendiente. Tras su muerte, Lord Marlowe pareció olvidar ese pequeño detalle e insistentemente se presentó ante mi puerta alegando un compromiso que jamás ha existido. —Sin embargo, él afirma que como mujer sois incapaz de sostener vuestras tierras. Margaret dejó escapar un bufido que dejo boquiabierto a uno de los consejeros. —Puedo desmentir esas palabras y lo haré. —Con una señal de su mano el secretario que la acompañaba se acercó para mostrarle al monarca uno de sus libros. Enrique solicitó la ayuda de un consejero para descifrar las cifras que ante él se presentaban —Como veréis, Norfolk ha incrementado sus ganancias aun en época de guerra. Su economía se mantiene saneada y sin deudas, y lo que es más importante, los beneficios del comercio de lana comienzan a dar sus frutos por lo que la contribución a la corona aumentará —afirmó apelando sutilmente a un tema de suma importancia para Enrique como lo era la necesidad de recaudar más dinero para sus paupérrimas arcas. Enrique estudió las cuentas con renacido interés. —Esto es prodigioso. —Gracias, señor. Mi padre me enseñó todo sobre los mercados de la lana. Os presento también los montos de Marlowe, como veréis sus acreedores abundan. Os aseguro, excelencia, que si Marlowe echara una mano a las arcas de Norfolk no sería sino para vaciarlas y financiar así sus juergas continuas y su afán por el juego. Con las arcas mermadas, Norfolk difícilmente podría hacer frente a las obligaciones reales. Enrique rompió a reír, su secretario personal y consejeros también rieron. —No hay duda de que habéis aludido a una cuestión sagrada como lo son los impuestos. Sabéis que los tiempos son difíciles para la corona y necesita recaudar fondos. Margaret asintió saboreando la victoria.

—Entonces, señor, os propongo un trato. Enrique elevó una ceja, cada vez más impresionado con la locuaz y atrevida doncella. —Me muero por oírlo. Margaret sonrió apenas e hizo una nueva seña a su secretario que se acercó con una pequeña arca repleta de monedas. —Aceptad esto en nombre de Norfolk a cambio de preservar mi mano para un candidato más adecuado. Nuevamente, Enrique comenzó a reír. La hilaridad del rey era contagiosa entre sus consejeros. —Mis buenos amigos, creo que sabrán entender que esta vez no les consulte. La cuestión parece decantarse claramente del lado de la doncella. Marlowe no merece tanta gracia. —El alivió descendió sobre Margaret como una brisa fresca—. Ahora acercaros, milady, y tomad mi mano. Margaret observó la mano delegada y de largos dedos enjoyados que se extendía hacia ella con desconfianza. Sintió el débil empujón de Alfred instándola a obedecer. Sin remedio, se arrodilló y tomó la mano para besarla. —Que los notarios del reino dejen constancia. Yo, Enrique, monarca de estas tierras, prometo cumplir el trato acordado con Lady Norfolk. «¿El trato?», pensó Margaret y tardíamente se dio cuenta de su error. Había dado a Enrique la potestad de imponerle un marido por él elegido. De todos era conocida la política de matrimonios de conveniencia practicada por el monarca. Alarmada, Margaret elevó sus ojos para encontrase con los del monarca. —Os proveeré de un marido a vuestra altura. Al fin y al cabo, por ello me habéis pagado, ¿verdad? —Un nuevo coro de risas se elevó a su espalda. La mano del rey apretó la suya reclamando silenciosamente su promesa de obediencia. —Por mi parte, me comprometo a obedeceros confiando en vuestro juicio —pronunció con voz suave—, sabio, espero. Las carcajadas del monarca llenaron de nuevo la sala real. —No temáis, el mejor galgo se llevará tan preciosa liebre.

CAPITULO II La intensa lluvia que desde hora temprana caía sobre Londres había transformado el manto de nieve que cubría las calles en un agua sucia y pardusca que se concentraba en pequeños y oscuros charcos a lo largo de las calles. El barro dificultaba el paso añadiendo más penalidades a los sufridos habitantes cuando las ráfagas de viento helado barrían de extremo a extremo la ciudad. El mal tiempo era la razón por la cual la taberna se hallaba tan llena a esas horas cercanas al mediodía. Los cuerpos apretujados disfrutaban del calor de los hornos, la cerveza y cuanta muchacha estuviera dispuesta. Adrian y sus hombres ocupaban una mesa al fondo del local mientras esperaban ser servidos. —¿Por qué creéis que el rey os ha hecho llamar tan repentinamente? —preguntó De Claire, restablecido plenamente de su última herida. Adrian encogió sus anchos hombros mientras observaba con indiferencia a la muchacha que en esos momentos comenzaba a distribuir platos de barro entre los comensales: Jules, Marcus, De Claire y el mismo Adrian. —Quizás necesite de mis servicios una vez más. —Ya, la cuestión es que el rey nunca os ha hecho llamar para indicaros dónde debíais acudir, generalmente se limita a mandaros un mensajero —le contrarió Marcus, un guerrero que llevaba a su lado cinco años y por el que muchas muchachas y no tan muchachas suspiraban. —Le habéis servido bien todos estos años, es posible que quiera recompensaros —teorizó De Claire. —No espero recompensa alguna por servir bien a mi rey —rezongó mientras tomaba un sorbo de cerveza negra. Sus hombres reprimieron una mueca ante aquella muestra de humildad. —Lleváis años luchando en su favor, justo sería que él lo reconociera —replicó Jules. Adrian volvió a encogerse de hombros. —Por ahora no quiero sino cenar y no elucubrar sobre las intenciones de Enrique. Tengo demasiada hambre. Sus palabras fueron dichas a la vez que una gran fuente de carne era dispuesta sobre la mesa. —Por un día, olvidemos los guisos de Eugen —les propuso arrancando una carcajada general. —Os aseguro que estaríais un año comiendo estiércol si él os oyese. Es más violento que aquella lechera que Marcus encandiló en cierta ocasión, si no recuerdo mal, por estas fechas el año pasado —rio De Claire. —De Claire, por qué no te llenas la boca con otra cosa que no sean estupideces —le indicó Marcus fingiéndose ofendido. Cuando el humeante olor a comida inundó la mesa, todos se olvidaron de Enrique, Eugen y la lechera para concentrarse de lleno en el guiso. Comieron despacio, saboreando cada bocado pues eran contadas las ocasiones en las que un guerrero podía disfrutar de una buena comida. Tal era el caso, que Adrian estaba seguro de que muchos cambiarían gustosos sus botines de guerra por un buen banquete. Tras la comida los hombres se lanzaron sin remilgos a la juerga. Las mesas de dados

atraían a muchos que se congregaban en torno a ellas en un ensordecedor griterío. La cerveza corría a raudales y varias veces tuvo que ser cambiado el barril que abastecía a la taberna. En aquel ambiente, Adrian podía llegar a sentirse a gusto, siempre y cuando se mantuviera en el anonimato. Desgraciadamente, su nombre venía asociado, para casi todos, con violencia y terror. Saciados ya el hambre y la sed, los intereses se encarrilaron sin remedio hacia otra clase de apetitos. Adrian eligió una sonrosada y regordeta camarera que, tras unos juegos previos y unas cuantas monedas coladas en su escote, se mostró dispuesta a subir en su compañía a la planta superior donde se disponían los cuartos para los menesteres más íntimos. Pero De Claire decidió que ese era el momento de abrir su bocaza y creyendo hacerle un favor, aconsejó a la muchacha: —Tratad bien a nuestro señor. —Así lo haré, parece necesitado de compañía femenina —repuso la sonrosada muchacha acariciando sin pudor el enorme cuerpo del guerrero, contenta con su suerte y con la envidia despertada entre las demás féminas del lugar. —Ya veis, pues, que el Dragón no es tan fiero como lo pintan. —¿A qué Dragón os referís? —Al Dragón Wentworth, ¿a cuál si no? Adrian contuvo una maldición al sentir cómo la muchacha se tensaba horrorizada. La palidez de la chica delataba su miedo, pero ya era demasiado tarde pues había encendido, con sus caricias, la pasión del guerrero. —Subamos —decidió antes de que las cosas se complicaran. Reticente la muchacha lo precedió pero era obvio que su entusiasmo se había enfriado. Adrian se preguntó qué hubiera pasado si ella no hubiera sabido su nombre, ¿se mostraría entonces más complacida? ¿menos temerosa? El apresurado acoplamiento otorgó una efímera satisfacción corporal al guerrero. Entregó unas monedas más a la mujer apremiándola para que lo dejara solo mientras se estiraba sobre la áspera manta. No es que la muchacha lo hubiera ofendido en modo alguno, su malhumor provenía más bien de su fuero interno y ocurría siempre tras los apresurados encuentros carnales. Desde muy joven había descubierto que las mujeres eran un género difícil de entender. Las de noble cuna despreciaban su origen humilde y el apoyo que siempre había recibido de Enrique. ¿Cómo podía Enrique tener como favorito al hijo de un simple campesino? ¿Cómo podía confiarle tanto poder cuando no era más que un «sin nombre»?, se preguntaban. Sus modales, o más bien la falta de ellos, las hacía reír de desprecio. Pero Adrian no encontraba tampoco sitio entre los de más baja condición. Incluso las prostitutas temblaban de terror al saber su nombre. En silencio, rogaban para que todo acabase rápido y el Dragón no cediese a sus instintos y acabara matándolas, degollándolas o sabe Dios qué otras cosas. Era por eso que Adrian trataba de satisfacer sus necesidades con rapidez, como un animal con miedo a ser descubierto. Después, algo en su interior se removía, asqueado por aquel tipo de encuentros. Le era necesario convencerse de que, en cualquier caso, no era tan malo como cualquier otro. Apoyado en una columna, Adrian observaba con desinterés manifiesto la actividad de la antecámara de Westminster Hall. Acompañado por Jules, esa mañana había partido de la posada vestido con sus mejores galas que no superaban ni de lejos a las de un simple criado.

Sintió las miradas sobre él cuando su nombre fue anunciado. El desprecio que los grandes nobles sentían hacia su persona era evidente. No podían soportar que el hijo de un mero campesino provocara en el rey tanta devoción y gracia. Adrian podía oír sus mentes trabajando frenéticamente. Con un suspiro se atusó la poblada barba. Tenía ganas de que todo terminara cuanto antes. Jules, poco acostumbrado a la actividad de la corte, se había sentado en uno de los bancos apostados junto a la pared y había comenzado a beber el caro vino que los criados servían sin reparo alguno. A esas alturas de la tarde, y tras haber pasado más de cinco horas en el mismo lugar, Adrian calculaba que estaría próximo al desmayo. Por fin, su nombre fue anunciado por el secretario real. Caminó tras él hacia la cámara real donde Enrique lo esperaba sentado en una silla cercana al fuego. Al verlo, el monarca sonrió y, dejando a un lado el pergamino que en esos momentos leía, se puso en pie para acercarse. —Wentworth, lamento no haber podido atenderos antes, cuestiones de estado como sabréis — pronunció con evidente regocijo. Adrian le se inclinó en una reverencia. —Majestad, hacía tiempo que no tenía el honor de estar ante vuestra presencia —expresó observando el rostro alargado y delgado del monarca. —Dejémonos de tantas formalidades. Ven, acércate al fuego, esta sala es tan grande que no consigo entrar en calor. Con un ademán de su mano, un joven paje se acercó para llenar sus copas de vino y servirles unos bocados. —Contadme cómo han ido las campañas del oeste. ¿Habéis conseguido calmar a los enfurecidos yorkianos? —Una vez más, mi espada y vuestro nombre han conseguido templar los ánimos. Las escaramuzas continúan, pero son pocos los que participan en ellas tras vuestro matrimonio. —Bien, bien. El monarca hizo un largo silencio estudiando con detenimiento al guerrero. El semblante de Wentworth no había cambiado mucho a lo largo de los años, seguía manteniéndose igual de circunspecto, si bien el monarca sabía que no tenía muchas cosas por las que sonreír después de toda una vida de miserias. —Decidme, ¿cuántos años tenéis? La pregunta tomó por sorpresa a Adrian que contestó mecánicamente. —Veinticinco, majestad. Enrique lo había creído más viejo. —Excelente. ¿Estáis casado? —Las mujeres necesitan demasiado tiempo y paciencia —respondió Adrian confuso por el súbito interés del monarca en su vida privada. —No hay tampoco una prometida que deba conocer, ¿cierto? ¿Adónde quería llegar? —No, no la hay. Enrique acarició la piel de su manto con una misteriosa sonrisa en los labios. —Eso facilita las cosas —caviló satisfecho antes de proceder a explicarse—. A lo largo de todo

este tiempo, me habéis servido bien. Me he dado cuenta de que muchos de los que hoy se acercan a mí, antes escupían sobre mi nombre, no así vos. Siempre estuvisteis a mi lado aun cuando las cosas fueron mal. —Mi padre murió por vuestra causa, majestad, yo no podía estar más que a vuestro lado. Era cierto, y Enrique comprendía que un hombre tan leal como Wentworth merecía una recompensa justa. Por mucho tiempo había pensado cuál sería. Barajó, inicialmente, la posibilidad de un título acompañado de tierras, sin embargo, la paupérrima situación de la corona tras años de guerra civil le impedían cumplir con ese deseo. Tras meses de meditación, había llegado a una solución que le satisfacía enormemente. —Sí, y yo he tardado demasiado en recompensaros justamente —pronunció el monarca con voz solemne. Adrian contuvo el aliento, pues intuía que las próximas palabras cambiarían el rumbo de su existencia irremediablemente. —Así pues, os relevo de todos vuestros cargos hasta nueva orden. De ahora en adelante disfrutareis de vuestra nueva condición como conde de Norfolk, envainareis la espada y os dedicareis a vuestras tierras. ¿Norfolk? ¡Norfolk! El corazón de Adrian latió desaforado. Aquello suponía más de lo que jamás hubiera soñado. ¡Norfolk! Se obligó a calmarse lo suficiente como para agradecer semejante premio. —Todos estos años he trabajado contento de serviros. Norfolk supera cualquier expectativa que pudiera tener. —En un principio pensé en daros un puesto aquí en la corte, siempre se precisan lealtades que no necesiten ser compradas —reconoció Enrique, y ante el gesto de auténtico horror del guerrero añadió —. Pero no os preocupéis, lo deseché tan pronto como se me ocurrió. Antes de una semana acabaríais suicidándoos del tedio. —Insisto, Norfolk supera cualquier aspiración —aseveró Adrian humildemente. —Bobadas, es una justa recompensa. Pero exige de vos una serie de condiciones. —Haré cualquier cosa que decidáis. —¿Aun cuando el camino hacia Norfolk pase por el matrimonio? —¿Matrimonio? —Habéis oído bien, Wentworth. Es mi deseo que partáis cuanto antes hacia Norfolk y os desposeéis con Margaret Norfolk. —¡Por Dios!, ¿pretendéis que despose a una condesa? —inquirió Adrian escandalizado e ignorando el tratamiento real—. No lo haré, prefiero renunciar y seguir batiendo mi espada. Enrique sonrió apenas. —No lo habéis entendido, Wentworth, he comprometido mi palabra. —Sois el rey, ¡por mil demonios! Bien podéis hacer y deshacer a voluntad. —Os equivocáis. Hay responsabilidades que ni un rey puede eludir. —¡Mierda! —En un impulso furioso Adrian se puso en pie y comenzó a pasearse como un león enjaulado—. No podéis obligarme, no lo haré. —¿Osáis desobedecerme?

Adrian frunció el ceño fijando una mirada furibunda en la figura del monarca. Trató de controlar su ira sabiendo que se movía en aguas pantanosas. —Os pido disculpas, majestad, es solo... —suspiró frustrado mesándose el cabello—. No podríais entenderlo. —Sentaos de nuevo y discutamos esto tranquilamente. Adrian obedeció de mala gana. —Sé que os pido mucho. No desconozco que detestáis el matrimonio. —No tanto como a la mujer que he de desposar. —¿Acaso la conocéis? —Había ironía en la voz de Enrique. —No, pero conozco a las de su clase. —De todos es sabido vuestros motivos para detestar a los nobles, pero os aseguro que Lady Norfolk no es una mujer convencional. —No me importa, si me obligáis a tomarla por esposa haréis de mi vida un infierno. Enrique rió y Adrian sintió unos irrefrenables deseos de golpearle. —Por todos los santos, si no os conociera diría que tenéis miedo de este matrimonio. Adrian lo fulminó con la mirada, pero se reconoció perdedor. —Partiré a cumplir con vuestras órdenes —concluyó con rigidez poniéndose en pie e inclinando brevemente la cabeza a modo de despedida. El monarca se sintió herido por su frialdad. Adrian había sido uno de sus mejores hombres y le dolía su resentimiento. Al otorgarle la mano de Lady Norfolk había creído premiarle pero el guerrero no apreciaba el gesto. Tras la violenta despedida, Enrique se perdió en sus propios pensamientos. Sentía un profundo aprecio por Wentworth y jamás lo habría obligado a un matrimonio semejante si no tuviera plena confianza en su decisión. Estaba convencido de que tanto Wentworth como la condesa saldrían beneficiados de su unión. Jules se puso en pie torpemente cuando lo vio. Sostenía en su mano una copa que se apuró a beber para dejarla con descuido en una bandeja bajo la mirada desaprobatoria de la concurrencia. En silencio lo siguió hasta el patio exterior rodeado de jardines. Con paso raudo, Adrian emprendió la vuelta a la posada. Jules, confundido por su silencio, no se atrevió a preguntar nada. Finalmente, cuando Adrian pateó con furia una piedra, Jules intervino. —¿De qué habéis hablado con el rey? ¿Cuál será nuestro próximo destino? —Norfolk. Jules se rascó su cabeza cana. —Pensaba que el condado había decidido ya el color de su rosa. —Partiremos mañana a primera hora. —Decidme por qué estáis tan furioso. Solo será una batalla más. ¿Quizás esperabais un premio más suculento de vuestra entrevista con el rey? De nuevo Adrian permaneció en silencio. —¿Habéis discutido con Enrique? —No. ¡Sí, maldita sea!

Se adentraron en las callejuelas que conformaban el barrio de los artesanos y se dirigieron hacia la posada. —El rey me ha relevado de mis funciones —anunció al fin. —¿Acaso le han convencido las lenguas viperinas de la corte? Siempre os han tenido envidia, pero no son lo suficientemente hombres como para enfrentaros —acusó el tuerto encolerizado ante lo que suponía una injusticia. —No me has dejado acabar. Enrique me ha relevado de mis funciones para otorgarme otras. —¡Ah!, bien. —Me ha confiado el condado de Norfolk. —¿Norfolk? ¿Todo Norfolk? —Eso y más. —¿A qué os referís? La confusión volvió al rostro del viejo guerrero. Unas tierras como Norfolk superaban cualquier aspiración de un hombre sin título como Wentworth, pero había algo que no acababa de encajar. El rostro de Adrian no era el rostro de un hombre feliz con su destino. —Hay una condición para hacerme con esas tierras. —Hizo una dramática pausa—. Como bien sabéis, carezco de linaje, ningún noble aceptaría que un hombre como yo se hiciera con el título sin poseer sangre azul en mis venas o… —¿O? —Desposándome con alguien que sí la tuviera. —Por tanto… —Por tanto, Enrique ha decidido que ya que lo primero es irremediable, he de tomar una esposa. He de casarme con la actual condesa de Norfolk. Jules cerró la boca tratando de asimilar la noticia. —¡Oh, joder! Margaret golpeó el suelo con el pie releyendo velozmente la carta real. El color había abandonado su rostro y su expresión de total angustia era observada por sus damas y por Alfred. —No puede ser —se negó a creer. Tras meses de relativa calma había llegado a pensar que Enrique se había olvidado de ella, pero aquella carta ponía de manifiesto lo equivocada que estaba —. ¡Es imposible! Margaret dejó caer la mano con la que sostenía la carta. El mundo giraba violentamente frente a sus ojos y ella era incapaz de detenerlo. Lady Sara se acercó para tomar la misiva de su mano y ayudarla a sentarse. —¿Os encontráis bien? Margaret negó con la cabeza. ¿Bien?, ya nada volvería a estar bien en su vida. —Sí, pero quisiera poder adornar el vestíbulo con la cabeza de Enrique. —¡Señora! —protestó Lady Catalina. Una afirmación como aquella podía llevar a cualquiera al cadalso. —Ese fanfarrón no ha tardado mucho en asignarme un esposo. —¿Queréis decir que ya tenéis un prometido? —preguntó Lady Anne, la preciosa niña que

Margaret había tomado bajo su tutela. —Es posible que hayáis oído hablar de él. —¿De quién se trata? —El Dragón Wentworth. Las mujeres contuvieron un grito de horror. Esa sabandija de Enrique la había salvado de la sartén para lanzarla directamente al fuego. La furia se apoderó de ella. Poniéndose en pie caminó hasta la chimenea. Sus damas, demudadas, permanecieron en silencio. —Quizás no sea tan malo como dicen —elucubró Lady Sara. —Escuché decir a una mujer que ella misma vio cómo en cierta ocasión el Dragón Wentworth flageló a una mujer para luego hacerla caminar sobre brasas ardiendo antes de asesinarla con su propio puño —la contradijo Lady Sophie. Lady Sara intervino para poner orden. —Basta ya de tonterías. Esa mujer que dices no era más que una charlatana dispuesta a ganar unas monedas inventándose cualquier cuento. Estoy segura de que el Dragón..., quiero decir, Wentworth, es una persona de carne y hueso como todas nosotras. De no ser así, Enrique no lo hubiera elegido. —Enrique siempre ha tenido un pésimo sentido del humor. Esto no es más que una muestra de ello —gruñó Margaret. Acto seguido, y como la vez anterior, arrojó el pergamino real al fuego. Pero en esta ocasión no sintió ninguna satisfacción por ello. No veía ninguna salida a su actual situación. Quizás hubiera sido mejor lidiar con Marlowe. —Iré a dar un paseo —anunció apesadumbrada. —Os traeré vuestra capa, hace frio —se ofreció Lady Sara. Margaret le dedicó una sonrisa apagada. —Yo misma lo haré. Abandonó la sala para dirigirse hacia el vestíbulo. El enorme recibidor estaba presidido por una descomunal chimenea en la que ardía un gran tronco. Margaret recordó que en su niñez había jugado dentro de ella en las tardes de verano imaginado que se trataba de una cueva profunda. Sobre la misma, colgaba el escudo y las armas de la familia y a la derecha el retrato del antiguo conde, su padre, que miraba al mundo con altiva severidad. Pero no había habido tal severidad en realidad, recordó Margaret con cariño. Desde la muerte de sus padres Margaret evocaba continuamente los felices momentos vividos en familia. Ascendió por la gran escalera de madera pulida acariciando con ternura la balaustrada tallada. Caminó con paso lento hasta sus aposentos situados en el ala este. Había ocupado la habitación de sus padres. Aquel era su santuario, su refugio frente a los problemas cotidianos. Era posible que después de su matrimonio aquel refugio se transformara en una cámara de torturas. Se recriminó mentalmente por su dramatismo y, tomando su gruesa capa de lana, descendió de nuevo hasta el vestíbulo. Por norma general era más pragmática ante las pruebas de la vida. John, el mayordomo la saludo aconsejándola prudencia pues el tiempo parecía querer empeorar. En cambio, el frío viento del norte le pareció vivificador. Sus faldones bailotearon en torno a sus piernas al compás de las ráfagas mientras tomaba el camino principal.

Margaret inspiró una profunda bocanada de aire fresco. Sus pasos la llevaron hacia la colina donde su madre había ordenado construir un sencillo banco de madera, a modo de mirador, al cobijo de un enorme olmo, similar al gran olmo de Norwich. A sus pies, se extendía el edificio rodeado de extensos pastizales y bosques. En los días claros podía divisarse la ciudad y al este de la misma, los Norfolk Boards, una zona pantanosa llena de lagos misteriosos. Era un lugar hermoso. Su hogar. Margaret se sintió inundada por una ola de orgullo, el mismo orgullo del que su padre hacía gala cuando mostraba la propiedad a las visitas. Los ojos del antiguo conde brillaban entonces de satisfacción como los de un padre ante las primeras palabras de un hijo. Margaret había heredado el mismo amor hacia aquellas tierras aplicándose en la tarea de mantenerlas a salvo de todo. Pero esta vez, se sentía vencida. No había nada que hacer. Apoyó el mentón sobre la mano recordando una vez más a sus difuntos padres. Musitó una oración en su recuerdo y alzó el rostro hacia el cielo en busca de una respuesta. Recordó los consejos de su padre: «Haz que los problemas se conviertan en ventajas», le había dicho en cierta ocasión. ¿Ventajas? ¿Qué ventajas podría haber en desposarse con un sanguinario guerrero?, se preguntó. No importa, se dijo, las encontraré. Las encontraré, repitió como en una letanía. Su mano acarició la áspera corteza del olmo queriendo absorber su fuerza. Y como una señal de aprobación, un relámpago centelleó sobre Norfolk azotando el cielo gris. Jules hacia avanzar a su caballo a paso lento. Se hallaba en las cercanías de Norwich y sus ojos curiosos observaban todo con detenimiento. Adrian lo había elegido como única avanzadilla y tenía por misión informarle sobre Norwich, y aunque el nombre de Lady Norfolk no había sido pronunciado, Jules sabía que era parte principal de su misión de información. Norwich resultó ser mucho más grande de lo esperado, no en vano había sido una de las ciudades normandas de mayor importancia. Sus calles empinadas y estrechas hacían difícil la orientación. Tras cruzar el puente Carrow situado entre dos torreones que formaban parte del sistema de defensa de la ciudad, Jules llegó a una hermosa torre construida en ladrillo y roca de sílex y allí se vio obligado a preguntar el camino hacia la morada de lady Norfolk a unos campesinos. Los hombres, posiblemente un padre y su hijo, mostraron admiración por su caballo y por la gran espada que pendía de su cinto. —¿Sois un guerrero? ¿En qué bando lucháis? —inquirió el más joven lleno de curiosidad hacia ese tuerto lleno de cicatrices. —En el de los buenos. —¿Os envía el rey? —Tan solo estoy de paso —mintió Jules consciente de que podía obtener información de ellos—. He oído hablar de Lady Norfolk y sentí curiosidad. Se rumorea que pronto se casará con el Dragón Wentworth. —¡Desgraciados de nosotros! Norfolk teme ese día. Ojalá lady Margaret lo haga echar con los perros como le ocurrió a ese desgraciado de Marlowe. —Una mujer resuelta esa Lady Margaret. —A estas horas debe de estar pensando algo con lo que deshacerse del Dragón. —No se puede negar que la doncella no sea voluntariosa, no muchos hombres aprecian eso.

Decidme, ¿es hermosa? Bien pudiera rendir a su futuro esposo con su belleza. Los hombres se mostraron indecisos. —Para nosotros no es más que la señora —sentenció el viejo—. La he visto crecer con estos mismos ojos. Supongo que mi opinión no es imparcial. El viejo guerrero pudo extraer sus propias conclusiones de la conversación: Lady Norfolk era una dama caprichosa, con voluntad propia (mal signo para una esposa) y por la reticencia mostrada a hablar sobre su belleza, carente de atractivo. A Adrian no le iba a gustar. Siguiendo el camino indicado por los campesinos llegó a lo alto de una suave colina y allí detuvo a su cabalgadura conteniendo el aliento. Norfolk Hall se extendía a sus pies con una dulce promesa de acogida. Construida en piedra gris, su planta cuadrada rodeaba un patio interior de grandes dimensiones. Un ancho camino empedrado, bordeado de enormes robles, conducía directamente hacia la entrada principal donde una gran escalera se levantaba hacia una puerta de doble hoja grabada. Justo en frente, un pequeño estanque reflejaba la imponente estructura. Hincó los talones el los flancos de su caballo y se dirigió hacia el que sería el nuevo hogar de su señor. —A Eugen le va a dar un ataque —predijo imaginando su cara ante semejante lugar. Evitó la entrada principal para dirigirse a la parte posterior. Extrañamente, el lugar se mostraba tranquilo y tan solo unos perros mostraron interés por su llegada ladrando excitadamente. Un criado cruzó la plaza con un cubo lleno de grano. Jules lo interceptó para interrogarle. —¿No hay nadie en la casa? El hombre lo miró con interés. —¿Quién lo pregunta? —Un simple viajero. Tenía la esperanza de que alguien me orientara en mi camino. —¿Os habéis perdido? —Eso parece, voy camino de Norwich —mintió ofreciendo una sonrisa—. Decidme, ¿es este el hogar de Margaret Norfolk? —El mismo. —Me he desviado bastante entonces. —No tanto, tan solo debéis tomar el camino principal y este os llevara directamente a Norwich. —Es extraño que nadie me hubiese interceptado a la entrada, ¿no hay nadie encargado de la guardia? —Sí, señor, pero en estos momentos están todos en la capilla —le informó señalando con la cabeza un edificio cercano. —Una hora extraña para asistir a la oración. —El padre Francis nos ha honrado con su visita, las damas han insistido en escuchar su sermón. Yo debo atender a su mula en las caballerizas —dijo señalando un costado de la edificación—. Me han olido —afirmó ante el nervioso piafar de los caballos. —Eso parece. ¿Lady Norfolk está también en la capilla? —Ella siempre asiste a los oficios del padre Francis, es una mujer devota, además hoy se

celebraban por una causa justa. —¿Qué causa es esa? —El padre Francis pedirá por la salvación de Norfolk. Solo Dios puede salvarnos del Dragón Wentworth. —Quizás no sea tan temible como dicen. —En cualquier caso, nadie lo quiere en Norfolk. —Entonces, que el señor atienda vuestras suplicas —pronunció Jules refrenando el deseo de estampar su puño en el rostro del enclenque sirviente. De nuevo en camino, Jules centró todos sus pensamientos en Lady Norfolk. A los adjetivos de caprichosa, voluntariosa y falta de atractivo debía añadir beata e intrigante. No, a Wentworth no le iba gustar en absoluto. El campamento del Dragón había sido levantado a las orilla del río. Como la noche era seca los hombres se habían reunido en torno a las hogueras diseminadas aquí y allá. Adrian bebía tranquilamente un vaso de vino mientras esperaba que la cena fuera servida. Eugen removía el guiso con energía bajo la atenta mirada de Marcus y De Claire. —¿Cuándo vas acabar con esa bazofia? —preguntó De Claire—. No tiene mejor aspecto que cuando comenzaste. Aquel insulto a sus artes culinarias hizo que Eugen se pusiera de pie. —Pues si tan malo os parece, ¿por qué no vais a comer a otro lado? Con los cerdos, por ejemplo —le recriminó el joven. Por suerte, era difícil ofender al guerrero que se limitó reír. —Bueno, seguramente comen mejor que nosotros. Los ojos marrones del muchacho destellaron de furia. —¡Pues, idos! Puede que así os sintáis como en casa —estalló sacudiendo su cabeza pelirroja—. No sé por qué me molesto tratar con vos, es como tratar con el ganado. No sentís aprecio alguno por las cosas buenas. No podríais distinguir el pasto de un buen puchero. —Pero sí un gallo de una gallina —fanfarroneó Marcus refiriéndose claramente a las inciertas inclinaciones del muchacho. Eugen reventó al fin, y lanzando la cuchara de palo hacia sus cabezas comenzó a gritar. —¡Palurdos, maleducados! —Y más adelante se detuvo a añadir—. ¡Bárbaros, groseros! —¿Qué le pasa? —preguntó De Claire que lamía con deleite la cuchara lanzada. —Está de mal humor porque creyó que hoy dormiríamos al fin bajo techo —murmuró Marcus arrebatándole la cuchara para lamerla. A su lado, Wentworth permaneció en silencio. Desde que el joven se había enterado de su suerte como futuro conde, se había subido a una nube de fantasía y no dejaba de murmurar acerca de todos los lujos que acompañarían sus vidas a partir de ese momento. Le había sido difícil digerir una noche más de acampada cuando ya se veía sobre un colchón de plumas. Horas después, Adrian sorbía una copa de vino en la intimidad de su tienda. Eugen dormitaba a un lado sobre un pobre jergón de paja. Murmuraba algo en sueños removiéndose inquieto entre las pieles. Adrian lo observaba de vez en cuando, pero sus pensamientos estaban lejos. Al fin distinguió la voz de Jules y uno de sus guardias asomó la cabeza para anunciarle su llegada.

Adrian aguardó con una incierta inquietud tomando un sorbo de vino amargo. —Veo que me habéis esperado despierto. —La luz de una maloliente vela de sebo era la única iluminación, pero Jules pudo sentir de lleno todo el poder de su mirada—. Tengo un hambre canina —dijo atizando una patada en el trasero de Eugen. El muchacho, en un acto reflejo, se levantó con los puños en alto. —Tráeme algo de comer —ordenó el tuerto. —¿Para eso me despertáis? Si no recuerdo mal tenéis un par de manos—gruñó el muchacho. —Sí, y estaría muy contento si pudiera aplicarlas a tu cuello. Ya sabéis que el hambre me vuelve violento. —¿Violento? Lo que os vuelve es idiot... —Si acabas esa frase lo lamentarás —le aconsejó Wentworth con voz glacial. Eugen murmuró algo por lo bajo, se echó encima una manta y salió en busca de algo de comida rascándose el trasero dolorido. —¿Por qué lo conservas? Es obvio que nunca tomará las armas —quiso saber Jules tomando asiento a la mesa. —Es el único que sabe cocinar. —Pues a veces sería mejor comer estiércol de vaca que soportar su lengua de esposa amargada. Jules se estiró en tanto observaba a su señor. Tenía una expresión calmada y serena pero el hecho de que lo hubiese esperado despierto para recibir noticias decía mucho acerca del interés que estas le suscitaban. Jules se removió incómodo ante su escrutinio. No le cabía sino reconocer que pese a su falta de título, Adrian Wentworth poseía un porte señorial. Era un líder nato que se había ganado el respeto de sus hombres a base de inteligencia y valentía. Jules lo admiraba por ello y pese a que su linaje como hijo de un pequeño terrateniente lo superaba, se sentía afortunado de servir a las órdenes de un hombre justo y equitativo. Eugen hizo entrada con una escudilla en la mano y una cuchara en la otra. —Aquí tenéis —espetó arrojando la comida sobre la mesa. —Fuera —decretó Wentworth en voz baja. —¿Fuera? ¿Qué queréis decir con eso de fuera? —Se irguió el muchacho ofendido. —Dormid fuera. —¿Fuera? ¿Por qué motivo? Hace frío y… —Dormid con los perros si lo preferís. —¿Con los perros? ¿Es eso lo que queréis? —repitió indignado antes de que su valor menguara ante la admonitoria mirada de su señor—. Bien, será fácil acostumbrase a ellos, al fin y al cabo no se diferencian mucho de… —¡Fuera! —bramó Adrian. —Ya voy, ya voy. Jules observó su destierro con una sonrisa. —Sí, será mejor que no escuche lo que tengo que contarte. Su lengua entraría en funcionamiento hasta enloquecernos. —Bien, pues habla de una bendita vez —animó Adrian estirando sus largas piernas. Jules esbozó una profunda sonrisa.

—Es mejor de lo que había imaginado, mejor que un sueño. La ciudad es grande, llena de calles, una catedral y varias iglesias. Hay artesanos del cuero, tejedores, herrerías, molinos y todos tributan a la condesa. —¿Qué hay de la casa? —se impacientó Adrian posando su copa—. ¿Cómo es? —¡Ah, mi señor!, nadie ha tenido nunca tanta suerte como la vuestra. Es la mejor que he visto en mi vida. Tiene un porte regio y se halla rodeada de bosques y prados. —¿Cuántas plantas tiene? —Dos. Con ventanas y balcones saledizos que se asoman al jardín. Hay también salas para los armeros y los sirvientes. Y un estanque. —¡Vaya!, ¿así pues no es cualquier cosa? —Cualquier rey sentiría envidia. —¿Pero? —Pero todo lo bueno tiene su lado malo. —Y el lado malo es Lady Norfolk —adivinó. —Eso creo. —¿La habéis visto, pues? —indagó poco dispuesto a demostrar su interés. Días atrás había aceptado el hecho de que su matrimonio solo sería un medio para obtener su objetivo. —No, pero puedo resumiros con qué os vais a encontrar. —La dama no me interesa. —Pues debería, según tengo entendido actúa con voluntad propia y se rige por sus propias iniciativas. Por si fuera poco, me parece que es caprichosa en extremo, lo cual sería de perdonar si al menos fuese bella pero al parecer no lo es, aunque sí es beata. —¿Beata? —repitió escandalizado—. ¿He de casarme con una beata? —Cuando visité Norfolk todos se hallaban en misa, una misa en tu honor. —Eso sí que no me lo creo. —Bueno, no era exactamente en vuestro honor, más bien por salvarse de vuestras garras. Al parecer, vuestra mala fama os ha precedido. —Era de esperar. —Bueno, creo que eso es todo. Norfolk os gustará —vaticinó Jules antes de despedirse. No dudaba de que Norfolk le gustara pero intuía que Lady Norfolk iba a ser harina de otro costal. Esa noche, al cubrirse con las mugrientas frazadas de su improvisado lecho, se dio cuenta de que esa sería su última noche como guerrero. La vida que había conocido hasta el momento se desvanecía, pero no le entristecía. Él, Adrian Wentworth, el simple hijo de un campesino, se convertiría en el próximo conde de Norfolk. Una inesperada oleada de inquietud lo abordó impidiendo que su sueño fuera tranquilo. —¿¡Qué!? —El grito de Margaret alarmó a todas sus damas que, sentadas junto al fuego, charlaban tranquilamente mientras bordaban. Se puso de pie con un impulsivo movimiento, arrojando a un lado la pluma con la que anotaba los ingresos que Alfred le iba dictando—. ¿Qué quieres decir con eso de que él está aquí? —inquirió sin necesidad de conocer la respuesta. —Wentworth, milady. Lo vieron en los límites de Norfolk junto con una columna de hombres

avanzando en esta dirección. La respuesta la hizo retornar a su silla mientras sus damas se acercaban para interesarse por la noticias. —¿Qué ha pasado, John? —preguntó Lady Sara. —Él está aquí —resumió Margaret encerrando en aquellas tres palabras los temores de todos los habitantes de la casa. —¡Dios Bendito! Las mujeres se santiguaron con rapidez. —Alfred, tendrás que acabar por mí —farfulló desubicada para luego recuperar el aplomo—. Bien, supongo que debemos enfrentar el destino, de nada sirve llorar y esconderse. ¡Debería haber enviado un mensajero! ¡Es lo que todo el mundo habría hecho! Uno no puede presentarse con todo un ejército así por las buenas —despotricó saliendo de la sala con sus damas a la zaga. Comenzó a impartir órdenes al ritmo de sus pasos—. Catalina, encárgate de que los criados tengan todo listo. John, ¿cuántos hombres acompañaban a mi «prometido»? El mayordomo consultó al muchacho encargado de dar noticia. —No sé contar, mi señora, pero apuesto que había tres veces los dedos de las manos. —Treinta, entonces. Encárgate de que haya comida en abundancia para todos ellos, que maten algún animal. Se alojarán en la sala de armas, que traigan paja para sus jergones de las cuadras. Catalina asintió mientras partía presurosa junto con Sophie. —Quiero que todo esté perfectamente organizado, John, sabes a qué me refiero, no quiero caras de espanto, lamentos o rezos. —Sí, milady, me encargaré de hablar con todos. —También quiero que reciban a los hombres en la entrada principal. Todos han de estar allí, ¿de acuerdo? Lady Sara se le acercó para llamar su atención. —Dejad que Alfred se ocupe de todas esas cuestiones, señora. Debéis cambiaros ese viejo vestido. Margaret miró su corriente, pero práctico vestido de lana. —Sí, supongo que yo, más que nadie en esta casa, he de causar buena impresión. —Suspiró dejándose guiar hasta su alcoba que bulló de frenética actividad femenina. —¿El vestido verde, señora? —preguntó Shopie levantando la tapa de una gran arca labrada para revolver en su interior. —El azul destacará mejor sus ojos —opinó otra. —El azul, entonces —aceptó Margaret dejando que la despojaran de sus ropajes. El suntuoso vestido de terciopelo francés fue deslizado por su cuerpo proclamando su condición de gran señora. El atuendo fue completado con tocado y joyas. —Estáis hermosa —se admiró Lady Sara orgullosa de la regia apariencia de su señora. Lady Catalina llegó en ese momento para informar de los avances en el piso inferior. —Dejadme ver —pidió acercándose—. Dejaréis sin habla a ese pobre hombre —aprobó—, solo un pequeño detalle. —Estiró una mano y pellizcó las mejillas de la joven—. Así mejor. El grupo de mujeres se dirigió al salón principal, una lustrosa estancia adornada con tapices y

alfombras de ultramar. Margaret se acomodó en una señorial silla y cruzó las manos sobre el regazo. No había otra cosa que hacer más que esperar. Al cabo de media hora su impaciencia rebasó el límite. —¡Maldita sea! ¿Dónde está ese hombre? John corrió a averiguar y regresó al cabo de un momento para informarle que Wentworth se había detenido en el pueblo. —Él y el resto de los hombres están en la taberna, mi señora. Margaret saltó agitada de su silla. —¡Enrique me ha mandado un maldito beodo! ¡Juro por Dios que si ese hombre se presenta aquí borracho lo mandaré echar con los perros! Las horas transcurrieron en total tensión, hasta que una conmoción proveniente del exterior anunció la esperada llegada. Impacientada, Margaret olvidó su idea inicial de recibir al guerrero en el salón y sin pensarlo corrió al exterior apostándose en lo alto de la escalinata con sus damas cubriéndole las espaldas.

CAPITULO III Adrian avanzaba a lomos de Sleipnir encabezando la marcha de los hombres, haciendo resonar los cascos de los caballos contra el empedrado. La marcha era lenta pues deseaba observar detenidamente los detalles de lo que sería su nuevo hogar. Con discreción sus ojos recorrían cada muro, cada pared y ventana sin percatarse del grupo de mujeres que lo observaban. Para Margaret no había ninguna duda, aquel hombre debía ser su prometido pues era la imagen misma del demonio. Con interés netamente femenino estudió la amplitud de sus hombros y su altura excepcional. Aquel no era ningún enclenque, sino un guerrero con cualidades esculpidas en la batalla. Cubría sus hombros un manto de piel sin ningún adorno. Una de sus manos sujetaba con arrojo las riendas de su montura mientras la otra se apoyaba jactanciosa en la estrechez de sus caderas. Allí se detuvo su estudio, atrapado su interés por el brillo metálico de su espada. Con renuencia, su mirada regresó a su rostro oculto en gran medida por una maraña de pelo oscuro y una poblada barba que le cubría el mentón y las mejillas, dejando solo a la vista una nariz afilada y la profundidad de unos ojos cuyo brillo siniestro pudo apreciar incluso en la distancia. Ansiosa buscó algún rasgo de debilidad, pero allí no había nada que pudiera clasificarse así. El momento de la verdad había llegado, aceptó tomando aliento para descender la escalinata. Se acercó haciendo un esfuerzo por mantener la cabeza alta y su espalda erguida. Se detuvo junto al caballo de batalla mirando con cautela los poderosos cascos del animal. —Sed bienvenidos a Norfolk —pronunció con firmeza mientras realizaba una reverencia. El guerrero se limitó a observarla desde lo alto haciéndola dudar sobre su identidad. Quizás este hombre no fuera su prometido, pensó aliviada, pero en ese momento él habló rompiendo sus ilusiones. —Supongo que sois mi prometida. Margaret descubrió que le desagradaba su voz. Demasiado grave y autoritaria para su gusto. —¿Y vos el Dragón Wentworth? —No me gusta ese apodo. —Me disculpo, entonces —repuso molesta porque él la hacía permanecer de pie ante el enorme caballo de batalla con el cuello estirado para poder verle la cara—. Pero desconozco vuestro nombre. Su respuesta hizo que la atención del hombre recalara de nuevo en ella deteniéndose en su boca y más pausadamente en sus pechos. El examen la hizo sentirse como una vaca de feria. El guerrero apartó al fin la mirada como si lo que viese no hubiera cumplido sus expectativas. Su mano se elevó y tras una seña, sus hombres desmontaron en orden marcial. Solo entonces él echó pie a tierra sobresaltando a Margaret con su altura y cercanía. —Mi nombre es Adrian Wentworth, agradecería que lo recordarais en el futuro. —Su voz sonó como un trueno en la lejanía. —Procuraré recordarlo —respondió con acidez sin dar muestras del temor que otros demostraban en su presencia. El guerrero entregó las riendas de su montura a uno de sus hombres, un tuerto de aspecto igualmente temible. Margaret agradeció que el enorme caballo fuera retirado—. Por favor,

pasad y disfrutad de nuestra hospitalidad —sugirió extendiendo la mano hacia la entrada. El rostro barbudo permaneció seriamente inexpresivo. Sin darse cuenta, Margaret dejó escapar un suspiro y recogiendo su falda le precedió al interior sin saber si él la seguiría o no. Sus damas cerraron filas tras ella como si de un pequeño ejército se tratara. En el interior, Margaret lo invitó a tomar asiento, e indicó a John que se acercara con el vino. Sus damas se posicionaron en torno a ella. El guerrero repasó sus rostros con fría indiferencia. A su vez, Margaret observó aquellas facciones duras y tragó saliva. Al menos, el hombre no venía acompañado de una joroba, tampoco parecía tullido, se consoló. Aunque hubiera agradecido alguna pequeña falla en el imponente aspecto. Su diversión se esfumó al observar de nuevo el huraño rostro masculino. Wentworth degustó el vino en silencio, analizando con detenimiento la copa de plata labrada que sostenía su mano. —Norfolk conserva algún que otro tesoro —expresó Margaret tratando de impresionarlo. Él se dignó, al fin, a mirarla con una ceja arqueada señalando a su alrededor. —Señora, entre estas paredes retenéis casi todos los tesoros de Inglaterra —dijo con sorna. Margaret arrugó el ceño. No le gustaba su voz, demasiado autoritaria, tampoco le gustó lo que con sus palabras sugería. —La reciente guerra ha menguado considerablemente nuestras riquezas, creedme —informó, a cambio, con amabilidad. —Lo haría si no tuviera delante de mí todo esto. Me pregunto cómo lo habéis conseguido. —Con esto —dijo señalándose la cabeza. «Os sorprendería saber que sirve para algo más que lucir almete», pensó para sí misma. Wentworth volvió a arquear una ceja burlona y Margaret sintió deseos de regarle con el vino. A continuación se produjo un incómodo silencio que Margaret intentó rellenar con lo primero que se le vino a la mente. —¿Habéis disfrutado de un viaje agradable? —preguntó por mera educación. De nuevo la mirada de Wentworth vagaba por la sala distraída. —Como cualquier otro —señaló sin extenderse. —El tiempo ha empeorado estos últimos días. —La frase le pareció tonta, pero no sabía de qué otro tema podía hablar. Bueno, siempre podría preguntarle cuántos hombres había matado y de cuántas formas. Seguro que en eso se explayaba. De nuevo, se hizo el silencio, aliviado tan solo con la entrada de los hombres de Wentworth a tropel. —John, atended a esos hombres —ordenó Margaret de inmediato. Wentworth seguía sumido en su mutismo y Margaret se encontró de nuevo espiándole, reparando en la tosquedad de sus ropajes. Intentó calcular su edad pero era imposible aventurarse, la barba la confundía. El guerrero la sorprendió en su inspección y Margaret apartó la mirada con las mejillas sonrojadas. Le había mirado fijamente demasiado tiempo, se dijo, pero no había podido evitarlo. Recatadamente, se colocó las faldas en torno a los tobillos y sorbió más vino. Su cabeza pensaba ya en otro tema de conversación cuando hizo entrada un muchacho pelirrojo. Su delgada figura se quedó unos instantes en la puerta de entrada, frente a ella y de espaldas a Wentworth. Sus ojos

castaños se abrieron de par en par y de un salto descendió las escaleras y comenzó a pasearse por la sala. —¡Por todos los arcángeles del cielo! —gritó con voz chillona, más parecida a la de una muchacha que a la de un muchacho. Corrió a acariciar una de las cortinas de terciopelo—. ¡Es terciopelo! ¡Y estos muebles! ¡Oh, y alfombras! —se admiró extasiado—. Y, ¿habéis visto esto? ¡Candelabros de plata! —¡Jules! —El bramido de Wentworth se impuso al cloqueo del muchacho. El guerrero con el ojo tuerto se acercó presto—. Encargaos de sacar esa rata chillona de la sala —estableció—. Encerradla donde no pueda escucharla. —Sí, señor —asintió mientras una sonrisa se extendía por su rostro—. Pero dudo mucho que dejéis de escucharle. —Entonces yo mismo me encargaré de cortarle la lengua y metérsela por... Fue el grito indignado de las damas de su prometida lo que le detuvo a tiempo. Anonadada, Margaret vio cómo aquel guerrero de nombre Jules se acercaba al muchacho por la espalda y sin contemplaciones lo asía del cuello de su jubón. La risa de los demás guerreros la escandalizó por su crueldad. ¿Por qué abusaban de esa manera de aquel encantador muchacho? El joven fue sacado a rastras mientras gritaba, pateaba y chillaba ante la total indiferencia de Wentworth. La injusticia de aquel acto desagradó a Margaret. ¿Llegaría Wentworth a cumplir su amenaza de cortarle la lengua? Margaret se agitó insegura. Aquella era su casa, su sala y nadie más que ella tenía derecho a impartir órdenes, ni siquiera Wentworth. Enderezó la espalda preparando una merecida reprimenda. Sintió la mano de una de sus damas conteniéndola y haciéndola desistir a su pesar. Mejor sería que perdiera de vista a Wentworth, por el momento ya había tenido suficiente de él. —Deberéis perdonadme, mi señor, pero he de atender otros asuntos y, aunque he disfrutado de vuestra conversación, ahora he de dejaros a solas —recalcó cínicamente con una dulce sonrisa en los labios—. Si necesitáis cualquier cosa, solo pedidla. Se puso en pie mientras él permanecía sentado sorbiendo vino. Lo menos que podía haber hecho era ponerse en pie también, le reprochó, sintiendo deseos de patearle los tobillos. Margaret partió seguida de cerca por su pequeño séquito. Todas permanecieron en silencio hasta que llegaron a sus habitaciones. Entonces comenzaron hablar a la vez. —¡Es un hombre horrible, no puedo creer que el rey os obligue a casaros con él! —gimió Sophie. —¿Y sus modales? Un jabalí podría darle lecciones —habló Lady Catalina con la misma afectación que sentiría de tratarse de su propio prometido—. ¡Y sus ropas! ¡No eran mejores que las de un villano! —Cualquier villano se vería más aseado, sin duda —puntualizó Lady Shopie—. Jamás había visto un hombre con expresión tan cruel y fea. Parecía deseoso de rebanarnos con su espada. Margaret suspiró agotada. La tensión de la espera y el encuentro habían acabado con sus reservas de energía y la cabeza comenzaba a latirle insistentemente. —Puede que el hombre no sea correcto ni educado, pero tampoco hay que exagerar. A mí me pareció un hombre fuerte y seguro de sí mismo —intervino Lady Sara para no alentar la inquietud de su señora.

—Él ni siquiera se ha fijado en vuestras ropas —suspiró con decepción patente Lady Sophie. —Bueno, ¿y qué esperabas? ¿Que cayera desmayado a sus pies? —replicó otra—. ¿Quién sabe qué gusto tiene un hombre así? —Hubiera ayudado que él se hubiera prendado de ella a primera vista. —Pues yo no creo que no se haya fijado. Margaret estuvo a punto de reír ante la afirmación de Lady Catalina. Si él se había fijado en ella lo habría hecho del mismo modo en que se hubiera fijado en uno de los lebreles de la sala, menos seguramente. Vestida con un sencillo vestido, Margaret se dirigió a las cocinas. Era necesario ser previsora y no gastar en exceso. Habría que aumentar el número de criadas y sirvientes. Discutió con John sobre el asunto y pidió a Alfred que hiciera un cálculo aproximado de lo que eso podía suponer para sus arcas. La tarde avanzó deprisa, pero Margaret no sentía ningún ánimo por acercarse a la sala, tomada desde su llegada por Wentworth y sus hombres. Wentworth devoraba todo aquello que era colocado ante él. El aroma especiado de las carnes lo subyugaba, y aunque nunca le había gustado el pescado, encontraba el salmón en vino y azafrán, servido antes que las carnes, un manjar digno de dioses. También había que alabar el vino, suave y afrutado, suministrado sin escatimar. Margaret observaba, curiosa, el apetito desbordado de su futuro esposo mientras masticaba con dificultad un trozo de pan. No tenía hambre, pero disfrutaba viendo comer a los hombres. Quizás una buena comida ayudaría a soltar la lengua de su prometido, pensó, pues él ni siquiera se había dignado a hablar desde que tomara asiento a su lado. —Marcus me dice que habéis salvado la vida de muchos hombres en el frente —dijo ante su indiferente actitud. Wentworth se limitó a encogerse de hombros—. Y también que habéis estado cerca de la muerte demasiadas veces. Su prometido tomó su copa de vino y dio un largo sorbo para ayudarse a tragar, luego se lamió los dedos aceitosos. —Hacéis mal en prestar oídos a las palabras de un hombre ebrio —sentenció frente a la vivaz protesta de Marcus. Margaret se vio obligada a morderse la lengua mientras tranquilizaba con una sonrisa a sus damas, pero no cejó en su empeño de hacer hablar al hombre. —Perdonadme, señor, si os he molestado. Tan solo sentía curiosidad por vos, al fin y al cabo vais a ser mi esposo. —Pues entonces sabed que no disfruto de palabras vanas, sobre todo en la mesa —acotó secamente él. Margaret enderezó la espalda y apretó los labios perdiendo la compostura ante la dureza de su réplica. —Puestos a hacernos confesiones, mi señor, os diré que no me agrada vuestro aspecto de villano. Puesto que vais a convertiros en señor de estas tierras, sería de agradecer un mínimo fineza y un poco de educación —se explayó ahora que tenía toda su atención. La estupefacción de su rostro le dio ganas de reír, en cambio se puso en pie y abandonó el estrado.

—¡Volved aquí! Margaret hizo caso omiso de la orden para seguir su camino. El pasmo del guerrero apuntaba a que nunca se había visto en semejante tesitura. —¡Maldita presuntuosa! —farfulló dejándose caer en su asiento ante la hilaridad de Marcus. Ninguna mujerzuela iba a impedirle disfrutar de su triunfo. Se hizo con una pierna de cordero, pero se limitó a observar la comida con el ceño fruncido y la mente perdida en sus pensamientos. Después de un momento, se giró hacia Marcus para preguntarle—. ¿Decidme, tan malo es mi aspecto? El guerrero lo miró detenidamente antes de contestar. —A mi parecer, vuestro aspecto es fiero, como cualquier guerrero desea —dijo, antes de añadir —. Pero no estoy seguro de que una dama pueda apreciarlo. Desnudo ante la chimenea, Adrian miraba sin ver el fuego. Momentos antes, Eugen le había ayudado en su baño sin dejar de alabar todos los lujos que los rodeaban. Y no era para menos. La habitación asignada era lujosa como ninguna otra. Con una gran cama de dosel y tarima sobre la que descansaba un colchón de plumas y cobertores de pieles. Los candelabros situados aquí y allá iluminaban suavemente las paredes forradas con paneles de madera oscura en contraste con el suelo de piedra. Ante el fuego y junto a la ventana se habían situado sendos sillones de mullidos cojines e incluso sus pies estaban protegidos por gruesas alfombras de nudos apretados, un lujo más al que debía acostumbrase, se dijo. Con paso perezoso caminó hasta el lecho, retiró los cobertores y se dejó caer en el centro del colchón que amortiguó suavemente la caída. Con un suspiro de satisfacción observó a su alrededor. No le sería difícil hacerse a una vida como aquella. La paz del momento se quebró repentinamente con la imagen de su prometida. Aquella arpía se había atrevido a criticarle delante de todos y a viva voz. Nunca nadie había osado a tanto salvo quizás Eugen, pero este era un inconsciente. Su cólera, sin embargo, ocultaba un sentimiento de admiración. Ninguna mujer se había atrevido antes a encararle con tal descaro. Debía reconocer que era estimulante que su prometida no fuera una pusilánime damisela, admitió mientras su mano acariciaba inconscientemente la barba descuidada. «Si no le gusta su aspecto no le queda otra que acostumbrarse», se dijo. Al fin y al cabo, ella tampoco le agradaba. La dama había resultado ser todo lo que detestaba: delicada, bella, educada y de noble cuna. No, no le había agradado en absoluto ese rostro ovalado de pómulos altos y sonrojados, ni aquellos indescriptibles ojos azules de tupidas pestañas. Su cuerpo pequeño le había parecido excesivamente delicado para su hombría. No quería una esposa, pero tendría cargar con una. Cerró los ojos dispuesto a alejar a su prometida de sus pensamientos. No quería verse enredado en cuestiones femeninas. Lo mejor era tratar el tema con indiferencia y distancia. Sin embargo, momentos antes de quedarse dormido se encontró preguntándose por el color del pelo de Lady Norfolk. Ella siempre llevaba la cabeza cubierta con su tocado. Marcus dejó caer la ropa en un montón y tambaleante se aproximó a la cama. De Claire observó su torpe acercamiento con una sonrisa en la boca. —Espero que no sea siempre así, la hospitalidad de Norfolk podría acabar con nuestra salud — gimió De Claire. A ambos se les había signado un cuarto doble y ninguno de ellos acababa de creerse que esa noche fueran a dormir en camas, con colchones y mantas.

—¡Dios Bendito!, hacía años que no dormía en una cama —suspiró Marcus hundido en el colchón. —Tienes suerte, yo nunca lo he hecho —declaró De Claire tirando de una de sus botas—. Solía conformarme con un jergón de lana que compartía con mis hermanos —recordó con añoranza. Marcus sabía que el padre de De Claire había sido un comerciante de lanas que acabó su vida asesinado en el recodo de un camino. —¿Has vuelto a ver a tu familia? —Por lo que supe, tras la muerte de mi padre mi hermano Andrew tomó los hábitos y Thomas trabaja de alfarero. Nunca hemos tenido oportunidad de reencontrarnos. —¿Qué ocurrió con tu hermana? De Claire esgrimió una triste sonrisa. —Ingresó en un convento. Ella detesta esa vida, pero ninguno pudimos hacernos cargo de su situación. He ahorrado lo suficiente como para establecerme como comerciante. Mi padre era conocido en el gremio, no ha de costarme mucho abrirme camino, cuando lo consiga podré sacarla de ese lugar. Marcus suspiró con pesar. —Todos tenemos una historia que contar, amigo. —¿Y cuál es la tuya? —se interesó De Claire dejándose caer en el lecho. Marcus lo miró de soslayo reacio a hablar de sí mismo. —¿Mi qué? —Tu historia. Nunca has hablado de ella. —Bueno, no hay mucho que contar. Mi padre es un hombre de carácter. Él y yo nunca nos llevamos bien. —Hizo una pausa para sonreír desanimadamente—. En mi décimo octavo cumpleaños me hizo presentar a un hombre que resultó ser mi futuro suegro. —¡Por las barbas de Judas! ¿No me digas que hay una dulce damisela aguardando tu regreso? —Espero que se haya cansado de hacerlo, por lo que recuerdo era insoportablemente fea. Su aliento olía a ajo y su intelecto igualaba al de un ave de corral. Mi verga se desinflaba solo con pensar en ella. Intenté hacer entrar en razón a mi padre, le dije que jamás podría engendrar un heredero de aquella mujer pero él amenazó con desheredarme. —Así pues te hiciste guerrero para huir de tu hermosa prometida —le picó De Claire con sorna. —¿Qué puedo decir? No todos tenemos la misma suerte que Wentworth, él ganó un título, una tierras magníficas y a Lady Norfolk. No entiendo su descontento. —Su relación con las mujeres de alta cuna nunca ha sido fácil. Jules observó ceñudo a Eugen, con quien una mente perversa le había obligado a compartir alcoba. El joven deambulaba por el cuarto deteniéndose a cada momento para lanzar suspiros de admiración. —Este tapiz representa a San Jorge —informó—. Acercaos, hay hilos de oro y seda. —Dejadme en paz. —¿Os habéis fijado en el esmaltado de esta jarra? Me atrevería a decir que es de porcelana italiana. —¡Buen Dios! ¿Queréis dejar de maullar y apagar la maldita vela?

—Había olvidado vuestra falta de sensibilidad. —Que será la misma que os ensarte en la pared si no cerráis el pico —gruñó el guerrero maldiciendo a la persona que había asignado las habitaciones. Envidió la suerte del resto de los hombres alojados en la planta baja donde las comodidades eran significativamente inferiores, ya que solo los hombres más cercanos a Wentworth tenían el privilegio de alojarse en aquellas lujosas estancias, pero eso le hubiera evitado tener que compartir habitación con Eugen. Sin poder evitarlo lanzó un quejido. No soportaría las bromas del día siguiente, meditó viendo cómo Eugen se deshacía de su jubón y calzas y con primor las colocaba a los pies del único lecho del cuarto. —¿Dónde creéis que vais? Y, por Dios, ¿qué es eso que lleváis puesto? Eugen miró su ropa interior. De sus calzas colgaban primorosos lazos de color rojo. —Una de las putas del campamento me dio la idea, claro que yo la he mejorado considerablemente. —¡Oh, buen Dios! Mantened la boca cerrada. —¡Oh, vaya!, sois tan gruñón como mi señor —replicó Eugen apagando la vela y deslizándose en su jergón—. Y si estáis pensando en algún tipo de aventura, olvidadlo, no sois mi tipo —añadió. El tuerto se atragantó de indignación. Se preguntó cómo Adrian había sobrevivido a tres años de íntima convivencia con aquel afeminado parlanchín.

CAPITULO IV Margaret reprimió una maldición cuando se dio cuenta de que, nuevamente, había anotado una cifra en la columna de ingresos en vez de la de gastos. Aquello la convenció de que ese día no tenía cabeza para la contabilidad y ella sabía muy bien a quién responsabilizar de ello: a su prometido. El muy necio había decidió visitar una de las granjas pertenecientes al condado en medio de una tormenta de nieve y viento. Y no es que ella se preocupara. En las últimas dos semanas, Margaret no había desarrollado el más mínimo sentimiento de ternura hacia él. Ambos habían llegado a una especie de acuerdo tácito mediante el cual trataban de evitarse. Solo coincidían en las cenas cuando Wentworth no se hallaba inspeccionando el condado. Margaret encajaba mal las críticas que él vertía sobre las graves deficiencias defensivas del condado y la mejora de los caminos. Había otra preocupante cuestión. El tema de la boda no había salido a colación, tal parecía que el guerrero quisiera alargar aquella situación indefinidamente. Margaret tenía la intención de salir de una vez de dudas. Una boda no era un tema banal, había infinidad de detalles que tratar, multitud de cosas que prever que no se podían dejar al azar. Con un suspiro dejó la pluma a un lado y estiró la espalda para aliviar la tensión de sus hombros. Alfred la miró desde el otro lado del escritorio. —Mi cabeza está en otro lugar hoy. —Lo está desde que vuestro prometido llegó a Norfolk. —Bien sabes mis motivos. —Son fáciles de adivinar. Sus damas, ocupadas con los bordados, levantaron la vista sorprendidas. —¿Habéis acabado ya? —se sorprendió Lady Sophie. —Sí —dijo poniéndose en pie y acercándose para ver el trabajo que habían desarrollado con la aguja—. ¡Vaya, Anne!, eres toda una artista. —Su felicitación hizo que la niña se llenara de orgullo —. Os envidio, nunca he tenido paciencia con la aguja y me siento envidiosa de vuestra destreza. Lady Catalina reprimió una sonrisa. —Señora, vos manejáis estas tierras aun siendo mujer. Todas afirmaron mostrando su acuerdo. Pero Margaret sabía que en la actualidad no era precisamente la mujer más envidiada del condado. ¿Quién podría sentir envidia de una mujer que debía desposarse con el temido Dragón? Adrian atravesó la arcada que conducía hacía el salón. John, aquel mayordomo delgado y de aspecto pulcro, se adelantó a su encuentro. La constante atención del hombrecillo le hacía perder los estribos y sospechaba que, en vez de servirle, el hombre tenía el encargo de anotar sus torpezas. —¿Gustáis de un poco de vino especiado? Está caliente y bien aromatizado —preguntó siguiendo el rastro de sus botas enlodadas con preocupación. Adrian siguió su mirada. Siempre olvidaba deshacerse de sus botas a la entrada como todos parecían hacer. —No, pero tomad mi capa y buscad a Eugen. Necesito otro calzado.

El mayordomo realizó una tímida inclinación y desapareció tras la arcada que conducía a las cocinas. Margaret encontró a su prometido sentado en el salón mientras observaba el minucioso trabajo de los criados en el trajín de preparar las mesas para la cena. En un gesto nervioso, se acomodó el tocado diciéndose que jamás se acostumbraría a la pesada prenda. —Estáis aquí —pronunció mientras se acercaba a la oscura figura ensayando una tibia sonrisa. Wentworth elevó hasta ella una mirada intensa, pero no hizo intento alguno por levantarse a saludarla u ofrecerle ayuda—. Hay cierto asunto que urge tratar. —Por la gravedad de vuestro tono presumo que me incumbe también a mí. —¿Queréis qué hablemos aquí? —¿Por qué no? Parecéis muy cómoda discutiendo cualquier asunto frente a vuestra gente. Por cierto, ¿dónde está vuestra guardia pretoriana? Pensaba que nunca os separabais de ella. La sorna de sus palabras hizo que Margaret apretara los labios negándose a sucumbir a sus burlas. —Como gustéis —suspiró mientras se acomodaba en una de las sillas. Por unos segundos no supo cómo iniciar la conversación. La presencia del guerrero la intimidaba y eso era algo que nunca antes le había sucedido. Y lo que era peor, últimamente se sorprendía a sí misma admirando su gallarda pose que su lamentable aspecto no desmerecía. —Hablad de una buena vez, mujer, y dejad de mirarme como una lechuza. Margaret se aclaró la garganta. En ese tiempo había logrado acostumbrarse a la rudeza del hombre. —Creo que es el momento de tratar el tema de nuestra boda. —No es un tema que me apasione —declaró él. —Os aseguro que a mí tampoco, pero Enrique decretó que la boda se realizara lo antes posible. —Y conociéndoos, estáis ansiosa por seguir sus órdenes. —Os guste o no, ambos estamos obligados a esta boda, no hay manera de escapar y cuanto antes enfrentemos el asunto, mejor. La mirada de Adrian se oscureció peligrosamente. —Entonces, encargaos de todo, sin duda tendréis más experiencia que yo en tales lides. —¿Pensáis desentenderos de la cuestión? —Contentaos con mi presencia en la iglesia, milady. Creo que en vuestros tratos con el rey os limitasteis a pedir un pretendiente. Bien, señora, ya lo tenéis, el resto corre de vuestra cuenta. Margaret apretó los labios y con un gesto feroz se dispuso a encararle. —¿Quién os ha contado eso? —Las noticias vuelan, más cuando es una tan jugosa, bien deberíais saberlo. —Sí, sí y los asnos rebuznan. Creo que todo ha quedado perfectamente claro. Norfolk correrá con los gastos mientras vos holgazaneáis lamiéndoos el pelaje. Para su sorpresa sus palabras arrancaron algo parecido a una sonrisa del guerrero. —Si son vuestras arcas lo que os preocupan, mujer, deberíais decirlo claramente. Mi bolsa correrá con los gastos del festín, pero os aconsejo una cosa, procurad ser comedida si no queréis arruinarme. —Procuraré recordarlo —expresó atónita con el ofrecimiento—. Y vos recordar el trato.

Permaneceréis ajeno a mis quehaceres. —Se puso en pie dispuesta a abandonar la sala. El generoso ofrecimiento de él había calado hondo en su interior. Necesitaba retirarse y rehacer sus defensas. —Esperad. —El susurro bronco de él la hizo detenerse. Desde ese punto podía observar a placer su rostro. Encontró que sus gruesas y rectas cejas eran de su agrado y que sus mejillas delgadas, medio ocultas por su barba, le daban un porte distinguido del que muchos nobles carecían. —¿Ya os habéis arrepentido, mi señor? —Acercaos. —Tengo cosas que hacer en las cocinas y… Sin previo aviso, las manos del guerrero aferraron su cintura y la situaron entre sus muslos dejándola muda. El calor de sus manos atravesó los gruesos ropajes de ella produciéndole un estremecimiento. Sus ojos la miraban fijamente, con una intensidad que consiguió arrebatarla, pero él no se detuvo ahí, sino que elevó una mano y con un movimiento ágil la despojo de su tocado. —¡Os habéis vuelto loco! ¿A qué viene semejante disparate? —balbució mientras su melena se desparramaba sobre sus hombros y caderas en una cascada de tonos castaños y caobas. Con un deje molesto, ella trató de poner orden en su cabello, pero Wentworth la detuvo al enredar una mano en los bucles que colgaban sobre su pecho. Su mirada se había vuelto más intensa y poderosa y ante ella Margaret no supo cómo reaccionar. El corazón le latía tan rápido que la sangre le hormigueaba en los pechos. Ninguno parecía ser consciente de ser el centro de atención del resto de la sala que, fascinados, observaban la escena. Sintió cómo la mano de Wentworth se deslizaba por su espalda intentando acercarla. Espantada, Margaret se hizo a un lado y huyó tan rápido como sus piernas se lo permitieron. Tras su partida, la mirada de Adrian buscó el fuego de la chimenea. ¿Por qué demonios había hecho algo así? La belleza de Margaret Norfolk lo tenía anonadado, ¿cómo era posible que ella cubriera un cabello como aquel? ¡Maldita sea!, no quería desearla. En su huida, Margaret tropezó bruscamente con Eugen. —Perdonad, milady, ibais tan deprisa que no he podido esquivaros a tiempo. ¿Os ocurre algo? Vuestras mejillas están rojas como la grana —Margaret alzó una mano aceptando la disculpa aun cuando sabía que la culpa había sido suya o más bien de su prometido y su chusca aptitud—. Si me disculpáis, mi señor está aguardando por sus escarpines. Como descubriréis es algo descuidado con su persona. —No entiendo, entonces, ¿estáis su servicio? —inquirió sorprendida con el orgullo con el que lo proclamaba aun cuando Wentworth lo trataba con la punta del zapato. —Como su escudero y también su mozo, en realidad hago un poco de todo y no creo que nadie más pudiera hacerlo. Todos temen al Dragón, pero como habréis notado, Wentworth es más un perro ladrador antes que mordedor. —Bien, Eugen, cumplid con vuestro cometido —indicó aún confusa. Puede que el muchacho no estuviera bien de la cabeza—. No queremos que Wentworth se impaciente. —Como si eso fuese posible —le escuchó murmurar. En los días sucesivos Margaret recurrió a Eugen en numerosas ocasiones para saciar su curiosidad por Wentworth. Cierto día pidió a Eugen que le mostrara las ropas de su señor y al descubrir el pobre vestuario temió que el guerrero se presentara en la iglesia con su cota metálica y

sus calzas raídas. Estaba claro que Wentworth necesitaba nuevas prendas de acuerdo con su nueva posición. Decidió informar de ello al propio Wentworth al toparse con él en el salón mientras se alistaba para la jornada que comenzaba. —Quería hablaros —le indicó. El guerrero se detuvo para mirarla. Sus ojos recalaron brevemente en su tocado, como recordando lo sucedido entre ambos días atrás. —Tengo prisa. —Pues este tema no puede demorarse. —Se os da bien impartir órdenes. —Y a vos ignorarlas. —Tomó aire para serenarse. ¿Por qué ese hombre tenía la facilidad de sacarla de sus casillas?—. En cuanto al tema en cuestión, se trata de vuestra ropa. Por lo que he visto, las que disponéis no vestirían ni al más menesteroso. Están viejas, en el mejor de los casos remendadas. Eugen me ha indicado vuestros gustos y aunque no… —¿Eugen? ¿Qué tiene que ver ese despojo humano con todo esto? Margaret se encogió de hombros restando importancia a su respuesta. —Sabe de tejidos y tiene buen gusto para combinarlos, casi mejor que mis damas. —Podéis apostar que sí. —Me disteis carta blanca en el asunto. Además, necesitáis mejores ropas. —Siento avergonzaros con mi condición, señora, quizás no me consideréis de vuestra alcurnia y tratáis de disfrazarme de lo que no soy. La cosa no tiene remedio, así pues, conformaos con vuestra suerte —respondió con furia candente. Su respuesta dejo atónita a Margaret. Su intención no había sido esa. Wentworth lo había interpretado todo mal. Lo vio salir de la sala con paso vivo, pero no se atrevió a seguirle. A su salida, Adrian observó cómo sus hombres cruzaban hierros en el patio. Justo lo que necesitaba en ese momento. Advirtió que Marcus se entrenaba solo y encaminó sus pasos hacia él. Al oír el sonido silbante de la espada de Adrian, Marcus se volvió sorprendido, pero al descubrir a Wentworth sonrió. Con un gesto le indicó que se adelantara y, sin más preámbulos, ambos se enzarzaron en una igualada competición de espadas. Margaret se hallaba de un pésimo humor. A la discusión mantenida con Wentworth se le sumaba el anuncio de la cocinera de que todo un quintal de harina se había enmohecido. Se hallaba en las despensas buscando el origen del problema cuando una Catalina sin aliento llegó en su busca. —¡Señora! —El grito asustó a Margaret que, subida en una escalera, inspeccionaba un enorme tonel. El susto la desequilibró y a punto estuvo de aterrizar sobre sus posaderas. —Casi consigues que me rompa la crisma. ¿Tienes que gritar de ese modo? Lady Catalina la miró azorada por un segundo, pero después comenzó a hablar aceleradamente recordando lo que la traía al lugar. —¡Venid pronto! ¡Daos prisa! —¿Por qué? ¿Qué ocurre? —Se trata de Wentworth. La urgencia de su voz hizo que Margaret la siguiera a través del estrecho pasillo que conducía hasta las cocinas y de ahí a la salida posterior. Debería de haberlo imaginado. Ningún otro tenía

aquel efecto en los habitantes de la casa. —Está combatiendo a muerte con Marcus. —¿Qué? Una expresión de horror cruzó su rostro. Corrió hacia el tumulto congregado en uno de los extremos del jardín. Se abrió paso a codazos para situarse en primera fila. A su alrededor, los hombres jaleaban a uno y otro contrincante, pero Margaret ya no tuvo más ojos ni oídos. Ante ella, Adrian y Marcus batían sus espadas con feroz ardor. El ensordecedor ruido del metal al chocar la hizo contener un grito de angustia pero, fascinada, siguió con la mirada aquel baile maldito de vida y muerte. Wentworth se movía esquivando la espada de Marcus, sorteando sus estoques y espadazos con maestría. La contienda se fue decantando a favor de Wentworth gracias a su resistencia y destreza. Marcus no hacía sino retroceder y frenar su avance imparable. Los mandobles de Marcus perdieron fuerza por el cansancio. Su única opción de victoria era arriesgar un ataque que tomara desprevenido a Wentworth. Pero este adivinó su estrategia, un solo movimiento de muñeca hubiera bastado para desarmarle. Hasta Marcus pareció reconocer su error y se resignó al ataque final. Sin embargo, algo distrajo a Adrian en ese preciso instante. Entre la multitud agolpada a su alrededor distinguió el rostro de su prometida. Sus ojos cerúleos lo observaban abiertos de par en par llenos de admiración. A él. Solo a él. Su distracción dejó a merced de Marcus la victoria. Con un sonoro topetazo, Marcus lo envió dando tumbos al suelo desarmándolo efectivamente. El guerrero saludó a la concurrencia con petulancia, pero al descubrir a Lady Norfolk supo exactamente qué lo había llevado a la victoria. —¡Señora!, permitidme daros las gracias. Os dedico mi primera victoria sobre el Dragón. Margaret se sonrojó ligeramente y apartó la mirada del cuerpo sudoroso de Wentworth jurándose a sí misma que estrangularía a Catalina con sus propias manos. Vio cómo Adrian se ponía en pie con un movimiento ágil y envainaba su espada para dirigirse a ella. La arrastró tras su estela obligándola a seguirle a trompicones. Se detuvo en el otro extremo del patio lejos de sus hombres —En lo sucesivo, señora, os agradecería que no os acercarais tanto. —¿Por qué? ¿Teméis por mi seguridad? —replicó con descaro. —A decir verdad, sí. Estando tan cerca podría sentirme tentado a cortaros el cuello. La intensa mirada de sus ojos la hizo retroceder hasta toparse contra la pared de la casa. Wentworth apoyó ambas manos sobre la pared, cercándola con su cuerpo. —Sois un ser infantil y caprichoso —le acusó clavando una mirada turbulenta en su rostro. Qué intimidante le resultaba. Una sonrisa sin humor iluminó su rostro barbudo. —Nunca me habían acusado de eso, pero en lo sucesivo os prohíbo acercaos a los ejercicios de espada. —Esta es mi casa, carecéis de autoridad para prohibirme nada. Wentworth inclinó el torso hasta hacerlo rozar contra ella. La miraba con el ceño plegado sobre la nariz con aquella mezcla de perplejidad y cólera suya. Pretendía intimidarla, hacerla doblegar. No lo conseguiría. —¿De veras creéis eso? Vale, puede que sí. —No me interesan vuestras bravatas, al menos, claro, que intentéis impresionarme. En ese sentido

no necesitáis esforzaros. —¿Y puedo saber por qué? —Su cálido aliento rozó la mejilla de Margaret. Le sostuvo su mirada valientemente. Aquel cuerpo grande y masculino reforzaba la delicadeza de su feminidad, su cercanía la hacía sentir segura, a salvo. Pensó en sus damas y en el resto de los hombres que a buen seguro los observaban. A cierta distancia cualquiera pensaría que se trataba de un interludio entre enamorados y no de una contienda verbal. —Si tan interesado os mostráis os diré que es difícil hoy en día —expresó saboreando cada sílaba con dulzura como si masticara miel—, encontrar un hombre con hábitos tan parecidos a los de un asno. Dicho eso, Margaret lo empujo con todas sus fuerzas para deshacerse de su cercanía, no antes de asestarle una patada en la canilla. La acción tomó por sorpresa a Wentworth. —Sois vos la que se comporta como una potranca salvaje. Margaret hizo un alto en su huida para dedicarle una dulce sonrisa. —Pobre Dragón, dos derrotas en un mismo día, os recomendaría regresar al lecho. Adrian hizo amago de atraparla, pero como muy bien había comprobado, la dama sabía cómo moverse cuando las circunstancias lo requerían. La pequeña bruja se las arregló para huir de nuevo. Ante su mirada, sus hombres fingieron ignorar el incidente aplicándose en sus tareas. Solo la irritante risa de Eugen se alzó en el silencioso patio y, puesto que el objeto de malhumor había huido, Adrian encaminó hacia este sus pasos dispuesto a cobrarse en su pellejo todas las ofensas del día. Margaret apartó su plato. Sophie, que compartía mesa en sus habitaciones, levantó la vista de su cena. La joven no era única que se había presentado como voluntaria para acompañarla en su reclusión pese a las protestas de Margaret. — ¿No vais a cenar nada? —No tengo apetito. —¿Creéis que Wentworth vendrá a buscaros? —Dudo mucho que añore mi compañía. Desde su punto de vista, el hecho de no cenar esa noche en el salón había sido un acto de desafio y no de cobardía. Recuperó el humor tras un baño de agua caliente. Interrogó a una sirvienta acerca de su prometido. Nada en su comportamiento había delatado que estuviera enfadado o furioso, ni siquiera había preguntado por ella. Entre las mantas de su lecho, decidió que a la mañana siguiente fingiría haber olvidado el altercado. Wentworth, si bien no era un caballero, no tendría más remedio que imitarla. Bostezó y se acurrucó satisfecha entre las pieles. Sonrió en la oscuridad al recordar la cara de asombro de su prometido al patearle. Esa sería la cara que recodaría cuando estuviera ante el altar. Al llegar a ese punto su pensamiento se tornó caprichoso. Vívidamente recordó la sensación de tenerlo cerca, de sentir el calor de su cuerpo en la punta de sus senos. Un agradable hormigueo le recorrió el cuerpo. Debía reconocerlo, físicamente Wentworth poseía cualidades únicas: unos hombros de prominente clavícula, poderosos muslos que se dibujaban bajo la tela de sus calzas, entre otras. Enterró la cabeza bajo las almohadas tratando de esquivar la húmeda necesidad que de ella se apoderaba. Si continuaba con semejantes pensamientos no tendría más remedio que confesarse con el padre Francis. Solo el pensarlo la hizo enrojecer profundamente.

CAPITULO V Adrian calculó la hora desde la comodidad de su lecho a la espera de que los sonidos de la casa se fueran apagando. En esos momentos, reinaba un silencio total ocasionalmente roto por el crujir del suelo de madera o algún lejano susurro. Aguardó aún un tiempo más antes de retirar las mantas. Había llegado la hora de su venganza. Con paso silencioso recorrió los pasillos hasta dar con la habitación de su prometida. Con una sonrisa cruel, Adrian tomó el cubo de madera que llevaba consigo y abrió la puerta con sigilo para introducirse en el cuarto. La oscuridad del lugar no era total, la chimenea desprendía una luz tenue que le permitía moverse sin tropezar con ningún mueble. Retiró los cortinajes del lecho al tiempo que un suave suspiro emergía del mismo. Adrian se detuvo a observar unos instantes el inocente sueño de su prometida. La joven yacía de costado, con las mantas cubriéndole los hombros. Su maravillosa melena se desparramaba sobre la almohada rizándose en ligeros tirabuzones en torno al rostro. Bien podía parecer angelical ahora, aunque él sabía que aquella dulzura ocultaba en realidad el brío de una arpía. El agua helada la despertó tan violenta y efectivamente como lo hubiera hecho el haber caído en un manantial helado. Con un grito, Margaret se sentó sobre el colchón húmedo tosiendo y jadeando. El brusco despertar la hizo pensar en el ataque de algún loco y rápidamente se puso en pie sobre las mantas buscando al culpable. El culpable tomó la forma de su prometido y Margaret tuvo que frotarse varias veces los ojos para asegurarse de que no estaba soñando. —¡Vos! —le acusó tosiendo y jadeando. Apoyado en uno de los postes, el guerrero sonrió tras su espesa barba. —El agua fría templa el ánimo y modera los ímpetus. Margaret se vio sacudida por una oleada de ira ciega que la impulsó a lanzarse sobre el guerrero si meditar las consecuencias. El inesperado impacto tomó por sorpresa al hombre que trastabilló cuando sus pies se enredaron en la gruesa alfombra y, pese a sus reflejos, acabó despatarrado sobre el suelo con la vengativa bruja montándolo a horcajadas mientras descargaba su furia a puñetazos. —Parecéis una gata furiosa —se burló él tratando de esquivar los inofensivos golpes. Con gesto decidido, Margaret echo atrás el puño y con un certero derechazo hizo blanco en el ojo de Wentworth. El guerrero dejó escapar un juramento. —¡Basta, bruja! —le advirtió. Margaret desechó la advertencia alzando nuevamente el puño. —Estaos quieta de una vez —siseó desconcertado. Decidió poner fin al juego antes de que la dama saliera dañada. Con un movimiento desequilibró el delgado cuerpo que lo montaba y lo inmovilizó sujetándole las manos sobre la alfombra de piel. Se llevó la mano libre hasta el ojo herido y maldijo de nuevo al notar la hinchazón que ya comenzaba a formarse. —Soltadme y os dejaré el otro a juego —invitó la doncella. Wentworth se apartó para observar a la belicosa joven con pasmo y admiración. —¿De qué estirpe de brujas procedéis? —dijo mientras observaba el rostro agitado y el cabello revuelto. Su diversión se esfumó ante la visión y lentamente el brillo de sus ojos varió. En el fragor

de la batalla, la camisa de noche había resbalado por uno de los hombros femeninos dejando al descubierto parte de un lustroso seno. La inesperada visión de aquel pecho maduro hizo que su cuerpo reaccionara excitado. —Soltadme —exigió Margaret insegura—. Soltadme —repitió atrapada por la intensidad de aquella mirada que parecía querer absorberla. Vio cómo la cabeza de Wentworth descendía lentamente hacia ella y el latido de su corazón se transformó en un palpitar enloquecido. —Oléis como un millar de flores —le escuchó decir con voz grave. —Adrian —suplicó ahogada de emoción. El peso de su cuerpo no le resultaba incómodo. Al contrario, le provocaba extrañas sensaciones. —Decidlo otra vez. —El movimiento de su boca atrajo la atención del guerrero fascinado con aquellos labios satinados. La boca masculina se apretó toscamente contra sus labios. «¡Buen Dios!, ¡va a devorarme!», especuló absurdamente. Sintió su lengua buscando el dulzor de su boca y ya no pudo pensar en nada más que en responder beso a beso. Sus lenguas se buscaron, se retorcieron la una contra la otra mientras resoplaban y rodaban por el piso. El sabor de Wentworth le llenó la boca. Se le antojó agradable notar el sabor del vino especiado. Sus caderas estrechas la apretaban con firmeza contra el suelo. Se mecían levemente haciéndola arder en lugares prohibidos. Del otro lado de la puerta llegaron voces atraídas por el estruendo. —¡Milady! ¿Qué ocurre? ¿Os encontráis bien? La manecilla se movió frenéticamente impulsándolos a alejarse. Sus ojos se encontraron en la penumbra del cuarto. Al percatarse de la situación, Margaret se puso en pie y corrió a refugiarse bajo las mantas. —Salid de mi cuarto —ordenó perentoriamente. Wentworth se limitó a observarla sobre la alfombra con el ceño fruncido. Después de un momento se alzó sobre sus piernas desplegando la perfección de su cuerpo. —Os odio —dijo solo porque él se había colado en su cuarto en mitad de la noche para poner su vida del revés. —Hacéis bien. Margaret no pudo, ni quiso explicar nada de lo sucedido a sus damas. Mientras las ropas de la cama eran retiradas pidió que le sirvieran una tisana, pero el recuerdo de lo ocurrido la acompañó el resto de la noche impidiéndole conciliar el sueño. Tendido sobre el lecho, Adrian buscó consuelo en una botella de vino, pero el alcohol no contribuyó a calmar la quemazón que le corroía el cuerpo. Seguía preguntándose qué demonios había ocurrido en el cuarto de su prometida. La deseaba. Su cuerpo inflamado era una prueba más que evidente. ¿Él y lady Norfolk? Era una broma del destino, un desvarío. Él ya había decidido cómo sería su matrimonio y no incluía el deseo. Alzó la botella y dejó caer un nuevo trago en su boca. Quizá podía aliviarse con alguna otra. Lady Catalina era una viuda agradable y callada, lo cual era de agradecer. Pudiera ser lo que buscaba, pero desechó de inmediato la idea, Lady Catalina era extremadamente fiel a su prometida. En realidad ninguna mujer en Norwich estaría dispuesta a traicionar a su admirada señora.

El anunció de la llegada del padre Francis al día siguiente tomó a Margaret por sorpresa. El anciano sacerdote no podía haber elegido mejor momento para aparecer. —¿Dónde decís que está? —quiso saber en cuanto John le informó. —En el salón. Las demás damas ya se hallan con él. —Entonces, vayamos. John suspiró interiormente al ver que la muchacha recuperaba su habitual vitalidad. Todos los que la conocían bien, habían notado su estado melancólico esa mañana, y ninguno de ellos dudaba a quién atribuírselo. El escándalo de la noche anterior había dado pie a todo tipo de habladurías en las que se llegó a nombrar repetidamente la palabra violación. De cualquier modo, nadie se atrevió a pronunciarse ante Wentworth. Margaret llegó al salón con paso raudo. Se tomó unos segundos para recomponer su imagen mientras trataba de localizar al padre Francis rodeado ya por sus damas. —¿El señor Carmichel se encuentra ya recuperado? —se interesaba Lady Sara por quien había sido un buen amigo de su difunto esposo y que en el presente invierno había sufrido de fiebres. —Os manda sus saludos. Ha recuperado el vigor, incluso piensa ya en salir de caza. —Decidle que me agrada que haya recuperado la salud, que yo me encuentro bien, si acaso un poco ajada por el paso del tiempo. —¿Habéis visitado a los Gerald? —preguntó Lady Catalina. —¿Sabéis algo de mi primo Grey? —quiso saber Lady Sophie a la par. Siempre ocurría lo mismo cuando el religioso llegaba a Norfolk. Sus obligaciones eclesiásticas incluían un amplio territorio en el condado. Era frecuente que todos acudieran a él cuando querían saber de un familiar o amigo. Margaret decidió intervenir en ese momento. Se acercó luciendo la mejor de sus sonrisas. —Cada vez tardáis más en visitarnos —expresó besando la mano del religioso. —En vuestra mano está aliviar mi carga. Es necesario el patrocinio de nuevas parroquias en el condado. Ahora acercaos, dejadme veros el rostro. Los pálidos ojos azules del clérigo recorrieron el lozano rostro femenino. Su mano huesuda se adelantó para tomar el brazo de la joven. —Hemos de hablar, según tengo entendido ya tenéis un prometido. —Vayamos junto al fuego, estaremos más cómodos —le indicó lejos de la curiosa atención de sus damas. —Parecéis la misma de siempre, sin embargo, vuestras damas me aseguraron que algo terrible os había sucedido —expresó el clérigo con su habitual franqueza. Margaret se sonrojó profundamente ante el recuerdo de lo acaecido la noche anterior. —Mis damas se aburren y ya sabéis qué pasa cuando eso ocurre. —¿Tiene ese desdichado incidente algo que ver con vuestro prometido? —¿Sabéis ya quién es él? —¿Quién en el reino no lo sabe? ¿Y bien? ¿Cómo es? ¿Qué podría haber contestado ella? —Tendréis que verle para opinar.

—Deduzco que el hombre no es de vuestro agrado, pero ¿quién lo ha sido en estos años? —indicó con sorna. Margaret chasqueó la lengua. —Cuando habléis con él descubriréis lo insoportable que puede llegar a ser. —Decidme pues dónde puedo encontrarle. —Se pasa el día recorriendo el condado, quiere conocer mis tierras. —Vuestras tierras serán las de él en el futuro. Alegraos de que muestre interés. Norfolk necesita de un hombre fuerte que lo defienda. Margaret se sintió ofendida en su orgullo. —Hasta el momento Norfolk ha prosperado sin más ayuda que la de sus habitantes. —Sabéis tan bien como yo los males que aquejan el reino, y Norfolk no es una excepción. Cada día crece el número de ladrones y asesinos, de no haber un hombre que imponga su ley pronto Norfolk podría convertirse en un refugio para ellos. —Mi mano nunca tembló al aplicar un castigo justo. —Pero con Wentworth como marido ningún rufián pensará siquiera en acercarse a Norfolk y a sus habitantes. Además, ese hombre cuenta con el apoyo real. Margaret contuvo una ácida respuesta. Ella sola se había hecho cargo de Norfolk siendo apenas una niña, pero nadie parecía recordarlo en su empeño por convencerla de que Wentworth era un regalo del cielo. El anciano detectó su incomodidad y rio entre dientes. —Siempre fuisteis orgullosa, igual que vuestro padre. Su sangre corre por vuestras venas, sin duda. —Gracias, padre —concedió ablandada por sus palabras. —¿Y cuándo ha de celebrarse el excelso acontecimiento? Las amonestaciones han de ser publicadas con tiempo, como sabéis —le recordó. Margaret meditó unos segundos. La festividad de la Natividad tendría lugar en varias semanas, tiempo suficiente para organizarlo todo. Al padre Francis le pareció correcto. —Es necesario cumplir con el sacramento de confesión pero eso es algo que podemos resolver más tarde. Ahora, hacedle un favor a este pobre viejo y acompañadme hasta el patio. —Pensé que os quedaríais a comer. —He de entregar una misiva en la abadía que no puede aguardar. Margaret sonrió. De todos era sabido que el padre Francis disfrutaba de las refriegas con el abad. —Entonces, ¿volveréis a cenar? —Ya sabéis que no soporto las insípidas comidas de los monjes. Margaret condujo al anciano hasta la entrada y le ayudó a acomodarse la capa de gruesa lana antes de acompañarle al patio, donde aguardaba su mula. Asistió con preocupación a los intentos del anciano por montar al animal. —¿Por qué seguís empeñado en montar un animal tan tozudo? —observó alarmada. —La vieja Lucy y yo llevamos demasiado tiempo juntos, ella me comprende y yo la comprendo a ella —explicó. La mula lanzó un sonoro relincho cuando al fin el clérigo se subió a su grupa. El anciano contuvo

al animal con un fuerte tirón de riendas. —John, ayudad al padre con ese animal —ordenó Margaret temerosa por su seguridad. El mayordomo hizo un gesto de espanto, pero ante la mirada de su señora se acercó cautelosamente y ayudó al anciano a colocar el pie en el estribo. La mula giró la cabeza con intenciones malévolas. John pudo salvar su trasero de los dientes del animal con un movimiento rápido, pero en su huida tropezó con el escalón y cayó despatarrado torpemente en el piso. Margaret le ayudó a ponerse en pie mientras agitaba la mano en señal de despedida. —¿Os encontráis bien? —inquirió la condesa. —Bien, mi señora —respondió este mientras se sacudía dignamente el jubón. Margaret ocultó su sonrisa, pero su hilaridad se cortó de repente al recordar la conversación mantenida con el clérigo. Dudaba de la reacción de Wentworth cuando le informara de su deber de confesarse. Un hombre como él debía de tener una larga lista de pecados por confesar. Wentworth avanzó por el camino enlodado a lomos de su caballo. Unos metros más atrás marchaban Marcus, De Claire y Jules cantando desatinadamente una tonada subida de tono. Los tres parecían contentos con la vida en general. —¿Por qué creéis que está de tan mal humor? Nunca lo había visto así —murmuró Marcus señalando con el mentón la solitaria figura que marchaba ante ellos. —Solo Dios sabe. Pronto será un gran señor, dueño de estas maravillosas tierras, pero eso no parece agradarle demasiado. Jules fijó la vista en Wentworth. De los tres, era el que mejor lo conocía, pero aquel era un Wentworth desconocido. Era fácil, en esos días, hacerlo montar en cólera aun por el más mínimo gesto. Apostaba sus mejores calzas a que esos cambios de humor estaban íntimamente relacionados con la atrayente figura de Lady Norfolk. —Wentworth desprecia a los nobles y ahora por arte y gracia de Lady Norfolk se va a convertir en uno de ellos. —Pero Lady Norfolk no es como todos esos estirados de la corte. Marcus rió balanceándose sobre su montura. —Si yo tuviera su suerte ya la hubiera disfrutado, no sé si me entend… Un golpe seco se estrelló contra su mandíbula haciéndolo descabalgar con un sonoro golpetazo. —¿Qué demonios pasa esta vez? —bramó Wentworth al descubrir a Marcus sobre el suelo. No toleraba las desavenencias entre sus filas y se imponían duros castigos a quien infligía esta norma. Sin embargo, no parecía haber enemistad entre los hombres, pues Jules se apresuró a extender la mano para ayudar Marcus. —Nada, mi señor, Marcus expresaba su admiración por vuestra prometida cuando una rama baja lo desmontó. Creo que está demasiado ebrio —carcajeó De Claire. Adrian puso al trote a su caballo. Su prometida. Juró entre dientes al sentir un latigazo de lujuria en su entrepierna. Su plan de buscar compañía femenina en la taberna había resultado una pérdida de tiempo. No había sentido deseos de compartir el lecho con ninguna muchacha, ni siquiera con aquella lozana pelirroja de pechos desbordantes que Marcus y De Claire habían compartido. El buen humor de sus hombres contrastaba con el funesto humor que lo acosaba en esos momentos. «Todo a causa de ella», se dijo arreando a su montura hasta ponerla al galope. Desmontó minutos después frente a los

establos. La noche era fría y varios sirvientes se ocupaban de mantener las antorchas avivadas frente a la lluvia que comenzaba a caer. Como no sentía deseos de entrar en la casa se mantuvo ocupado con su montura. No quería encarar a la perniciosa bruja que le acosaba el pensamiento. Jules, Marcus y De Claire ingresaron en el patio al rato. Sus voces ebrias resonaron por todo el lugar. Varios mozos corrieron a ayudarles a desmontar y, tambaleantes, entraron en la casa. Margaret ocupaba una de las sillas cercanas al fuego. Las velas iluminaban tenuemente la estancia y los sirvientes se disponían a preparar las mesas para la cena de esa noche. El ambiente tranquilo de la sala se vio bruscamente interrumpido con el ingreso de varios hombres de Wentworth que se acercaron a saludarla con parsimonia. —¿Wentworth no os acompaña? —inquirió dejando a un lado el tablero de ajedrez con el que entretenía su tiempo, y frunciendo el ceño al detectar el estado de embriaguez de los guerreros—. No parece que vuestro día haya sido fructífero. —Al contrario, milady. —La grotesca risa de De Clarie fue silenciada por el codo de Marcus. —Ha sido un día de duro trabajo —gangueó Marcus bizqueando al tratar de enfocarla. —Permitidme que lo dude. Una vez más vuelvo a preguntaros por mi prometido. ¿Acaso duerme en alguna zanja? —Podéis buscarlo en los establos, entre el estiércol de las vacas y los meados de caballo — informó De Claire. Se trataba de un muchacho joven, pero según le habían contado, ducho en el manejo de la espada. Él y Marcus estaban causando estragos entre las féminas de Norfolk—, en vez de en tan bella compañía —expresó galante. —No hay duda que estáis ebrio —suspiró poniéndose en pie y acercándose—. Oléis como si os hubieran regado con ale. —Al aproximarse reparó en la mandíbula de Marcus—. ¿Qué os ha pasado, Marcus? Parecéis un reo apaleado. Jules quiso contener la risa colocándose una mano sobre la boca, mientras De Claire hacia otro tanto. Marcus enfocó con dificultad su mirada. —Una rama baja me golpeó, mi señora, no la vi venir. —Mis damas pueden hacer bajar la hinchazón con sus remedios. —La preocupación de la dama agradó al guerrero. —Me bastará con descansar en una mullida cama. —Entonces, seguid vuestro camino, señor —dijo divertida—, entiendo que un soldado tan valeroso se avergüence de las atenciones de una dama —bromeó. Tras la partida de los guerreros tomó el ruedo de su falda y corrió al exterior. Quería advertir a Wentworth antes de que el padre Francis lo abordara con su intención de hacerle confesar. Adrian frotaba concienzudamente el pelaje del caballo. El animal, servido de cebada, le dejaba hacer mientras masticaba perezosamente el grano. Era un hermoso ejemplar al que Adrian debía mucho. Los animales eran por norma general de su agrado, incluso más que las personas. —Parece que apreciáis a ese animal tanto como a vuestra espada. La llegada de su prometida a los establos le había pasado por alto a su habitual sentido de alerta. De mala gana se volvió. Ella estaba ubicada muy cerca, tanto que podía oler el perfume floral que siempre la acompañaba. Observaba con interés su labor, sin rastro alguno de deseo de venganza. —Es mi posesión más valiosa.

—Parece muy peligroso. —No dudaría en aplastaros contra el suelo a mi orden. «Algo que estáis deseando hacer, sin duda», pensó Margaret. —Enternecedor —pronunció mientras Wentworth examinaba los cascos forrados en hierro del caballo y comprobaba la fijeza de los clavos. El jubón de cuero se ajustaba a su espalda remarcando la estrechez de sus caderas. La vista la distrajo momentáneamente. En un momento determinado, Wentworth se acuclilló y las calzas se ciñeron a sus poderosos muslos. «¡Qué físico tan imponente! Pareciera que todo él estuviera hecho de granito». —¿Qué os hace buscarme en las cuadras a hora tan tardía? —se interesó él sobresaltándola. —¿Qué? Adrian se enderezó para mirarla. Su ojo hinchado llamó la atención de la doncella que comenzó a sonreír sin poder evitarlo. —Os preguntaba… No lo hagáis —advirtió en voz baja. —¿Qué cosa? —Sonreír. La sonrisa de Margaret se hizo más amplia dejando ver una línea de dientes blancos y alineados. —Sabéis que os lo merecíais. —Estáis lejos de vuestras damas, aquí nadie os oirá si gritáis. —¿Creéis que me dais miedo? ¡Buen Dios! No dejaba de sorprenderle. Ninguna mujer lo había tratado así, como si fueran iguales. Aceptó que le gustaban aquellas refriegas verbales donde los intelectos de ambos se medían. Nunca había tenido oportunidad de mostrar con ninguna mujer su humor más agudo y procaz. —Señora, ¿me amenazáis con hacerme gritar en un pajar? La muchacha frunció el ceño fijándose en el verde de sus ojos. —Apostad que sí —respondió llena de petulancia sin reparar en el doble significado que él había otorgado a sus palabras. —¿Y qué arte de seducción utilizaréis para ello? El ambiente se había vuelto repentinamente caliente. Bajo el peso de su mirada Margaret sintió un hormigueo en los pechos. —Soy una dama, no una de las taberneras a las que estáis tan habituado. —Las damas no frecuentan pajares y establos en mitad de la noche —dijo acercándose. Margaret se sintió atrapada por su hechizo. La entonación de su voz había variado, se había vuelto más ronca, más seductora cuando al fin se detuvo ante ella—. A no ser que estén buscando algo. Decidme, señora, ¿qué buscáis vos? Iba a besarla de nuevo como lo había hecho la noche anterior en su cuarto. Su corazón se disparó. Retrocedió tratando de alejarse de aquel influjo pernicioso. Casualmente tropezó con una horquilla de hierro que sujetó entre sus manos. —Atrás, si no queréis que os ensarte como una salchicha salada —amenazó esgrimiendo su tosca arma. Wentworth se detuvo ante el imposible ultimátum. Su prometida tenía la habilidad para situarle en situaciones inverosímiles. Que él recordara, ninguna otra se había defendido tan valerosamente de él.

Era un bocado amargo pensar que usara tanta vitalidad para evitar su cercanía. —¿A qué habéis venido? —inquirió cruzando los brazos sobre el pecho. —Hay algo que debo tratar con vos —respondió ella perdiendo aplomo. —¿Y no podíais esperar a mañana? —Me temo que no. —Hablad pues —invitó preocupado por el talante pesaroso de ella. Lentamente Margaret bajó la horquilla y la colocó con primor contra la pared. Wentworth la vio fruncir la boca y apretar sus delicadas cejas en un gesto concentrado. Supuso un tema importante a tenor de la gravedad de su gesto. Por lo poco que la conocía sabía que tenía un carácter resuelto, presto a enfrentar los problemas. —¿Vais a hablar o no? —Dejad de atosigarme —se erizó ella —. El padre Francis se hospeda hoy en la casa. —No me gustan los curas. «Mal comienzo», pensó para sí misma haciendo un mohín. —Es un buen amigo de la familia y como descubriréis no es como los demás religiosos. Será él quien oficie nuestros esponsales. —Bueno, ¿y qué? —inquirió el guerrero con un deje aburrido tomando un cepillo para dirigirse a su caballo. —La boda se celebrará en la festividad de la Natividad. —Me parece bien —murmuró pasando su mano callosa por el pelaje del animal. —Me alegro de que estéis de acuerdo. —Margaret tragó saliva. Nerviosa, se lanzó a una pormenorizada descripción de sus planes para ese día, para retrasar lo que realmente la había llevado allí—. Habrá malabaristas llegados desde la capital, músicos y actores. El matarife ya tiene elegidas las mejores piezas para ese día aunque es posible que necesitemos comprar más animales en el mercado de Norwich, espero que vuestra bolsa no se resienta en exceso. El festejo de nuestra boda atraerá a más de un invitado no deseado, pero habremos de darles acomodo aunque… Wentworth perdió la paciencia en ese punto. —¡Basta! —exclamó aturdido por la velocidad de su lengua—. Decidme lo que en verdad os preocupa. —Ya os he hablado del padre Francis. —Él hizo un gesto impaciente invitándola a proseguir—. Sé que tenéis reticencias hacia todo lo relacionado con la iglesia. Entiendo que por vuestra profesión no practicáis los prefectos piadosos de las sagradas escrituras. —A mis ojos la iglesia no merece más respeto que un buitre carroñero —acotó ávido por llegar al meollo de la cuestión. —Aun así, el rey ordenó nuestros esponsales. —Los votos que haga ante el altar serán plenamente válidos, no temáis —expresó sarcástico. —Entonces no tendréis inconveniente en confesaros con el padre Francis —soltó al fin. Lo vio enderezar la espalda y volver el rostro para enfrentarla. La mirada verde se enturbió, su gesto se volvió amenazador. —No me confesaré con ningún cura, señora, y menos con uno que reza por mi desaparición — advirtió viéndola apretar las manos contra su pecho—. ¿O vais a negar que solicitasteis sus oficios

para deshaceros de mi presencia? —¿Cómo… —Sabed, señora, que siempre me entero de lo que ocurre a mis espaldas —dijo arrojando a un lado el cepillo que golpeó contra las tablas haciendo piafar al caballo. Se acercó para acorralarla contra la pared—. Sabed, también, que no accederé a confesarme ante nadie si no es directamente el Todopoderoso. —La tomó de los brazos acercándola de un tirón antes de concluir—. Y sabed, también, que siempre obtengo lo que quiero. El beso fue un castigo, así lo advirtió cuando la boca masculina descendió bruscamente sobre ella. La sintió apretarse contra su boca. Margaret se aferró a su jubón intentando contenerlo. Los labios del guerrero se movieron sobre los suyos succionando el dulzor de su boca. Terminó por ceder y enredar sus manos en los largos mechones de su pelo. Su áspera barba le cosquilleaba en el mentón. Se alzó de puntillas y pegó el cuerpo a la solidez del cuerpo masculino. El gesto desencadenó un gemido. Con un movimiento brusco Adrian se retiró para darle la espalda. —Marchaos —ordenó con la voz quebrada mientras su pecho se expandía en profundas inspiraciones. —Yo… —Regresad a la casa —repitió inflexible—. Hacedlo si no queréis… —La frase quedó inconclusa—. ¡Marchaos! Su aullido la sobresaltó. Sin pensarlo, Margaret se recogió las faldas y partió a la carrera. En la oscuridad, el frío de la noche no logró calmar el ardor que le hacía palpitar el cuerpo.

Capítulo VI Adrian desayunaba temprano disfrutando de la relativa paz de la sala, a esas horas casi vacía. Lady Norfolk y sus damas solían hacerlo en la intimidad de su cuarto. Lo acompañaban Jules y De Claire que devoraban con placer cuanto era dispuesto ante sus narices. La entrada en la estancia de un clérigo de hábitos oscuros, le hizo torcer el gesto. Llamó su atención el sesgo amable de sus gestos, sus maneras suaves al dirigirse a uno de los sirvientes para preguntar quién era el futuro conde de Norfolk. El sirviente susurró una respuesta a su oído y el clérigo reemprendió la marcha con paso decidido. Su frágil figura se adornada con una túnica de lana marrón, lejos de los lujos que Adrian había visto en otros sacerdotes. Un sencillo crucifijo de madera colgaba de su cuello balanceándose al compás de su paso. En el estrado se detuvo junto a Wentworth y esgrimió una sonrisa afable antes de hablar. —No hemos sido presentados. —Sé muy bien quién sois —gruñó el guerrero sin dejar de masticar. —Eso facilita las cosas entonces. Por favor, joven, hacedme un sitio junto a vuestro señor —pidió a De Claire haciéndose con su lugar—. Sentía curiosidad por vos. Desde el anuncio de vuestra boda he oído todo tipo de rumores acerca de vos. —Nada bueno, imagino. —Ya sabéis cómo son las mentes simples del campo. Su único entretenimiento es poner oídos a cuanto disparate se dice. —Según tengo entendido no sois una excepción. ¿Acaso me negáis que cedierais vuestros servicios para oficiar una misa en mi contra? —Esa fue una chiquillada de las damas, si os sirve de consuelo yo dirigí mis oraciones hacia la prosperidad de Norfolk. Adrian fingió concentrarse de nuevo en la comida, pero la presencia del clérigo restó placer a sus viandas. —¿Qué es lo que queréis de mí, padre? Si lo que buscáis es una sórdida confesión de mis pecados, olvidadlo. Tengo a bien reservarme ese tipo de cosas. —Solo una charla amigable. —Mis obligaciones me reclaman —se excusó resolutivo poniéndose en pie y ajustando su espada. —Puedo acompañaros. El guerrero no se molestó en ocultar su fastidio. Aun así, el padre Francis se puso en pie y lo siguió como una empalagosa mosca. —¡Por las calzas de San Gabriel! —estalló al fin—. No voy a confesarme, así pues no es necesario que me sigáis. —Ese pequeño secreto quedará entre nosotros. Con todo, sugiero que no lo comentéis con Lady Norfolk. —¿No vais a confesarme? —No, si vos no lo deseáis. —¿Qué queréis de mi persona?

—Conoceros mejor. Wentworth le dedicó una mirada grave. La gente rehuía de su compañía, no la buscaba. Comenzaba a entender por qué el padre Francis era estimado por su prometida. Ambos compartían la misma tozudez. Transcurrieron los días sin mayores sobresaltos. Lady Norfolk y su séquito se vieron arrastradas a una frenética actividad a medida que el día de la boda se acercaba. Surgió entonces la mayor desavenencia entre los prometidos, cuando más allá de los límites de Norfolk se instaló todo un campamento de trovadores, músicos y malabaristas venidos expresamente para la boda. Su llegada había supuesto una nueva discusión con su prometido cuando este montó en cólera al descubrir las coloridas tiendas. Al parecer, Wentworth no disfrutaba con su espectáculo y menos de su presencia. Margaret se vio obligada a interceder cuando él amenazó con prender fuego a sus carromatos si no abandonaban la propiedad. La discusión se elevó de tono para deleite de la fascinada concurrencia, invitados en su mayoría, que habían acudido desde distintos lugares para el enlace. Muchos de ellos llegaron a la conclusión de que Wentworth no merecía tanta generosidad por parte del rey, asegurando que Lady Norfolk estaba muy por encima del bellaco. Las bruscas palabras que él había lanzado al aire habían llenado de estupor los finos oídos de las damas allí congregadas. Los caballeros, azorados, se limitaron a carraspear sin que ninguno de ellos se atreviera a defender a Lady Norfolk. Wentworth, aunque villano, sabía cómo manejar la espada y ninguno estaba dispuesto a separarse de su cabeza por una discusión entre prometidos. Además, la doncella tenía facultades sobradas para defenderse. Después del desencuentro, Wentworth había desaparecido de escena. Él y sus hombres tomaron sus espadas y cabalgaduras y partieron sin dar razón de su destino. Conforme la fecha de la boda se aproximaba el nerviosismo de Margaret se incrementaba. Los invitados requerían de su gracia y presencia a cada minuto, debía además estar al tanto de los menús diarios que se servían en cada comida y el normal funcionamiento de la casa, ya de por sí una tarea ardua. Comenzó a temer que Wentworth no se presentara a los esponsales solo para hacerla enojar. Aquel temor la impulsó a buscar a Jules, encargado de la protección y defensa de la casa. —Buscad a mi prometido dondequiera que esté y trasmitirle mis deseos de que acuda al banquete de esta noche. Jules acató la orden con un movimiento de cabeza y se retiró sonriendo para sí mismo al pensar en la reacción del Dragón ante la velada orden. Horas después, Margaret atendía a los invitados con la atención puesta en la puerta principal. Se sentía agotada y furiosa, harta de disimular ser una novia feliz. Su paciencia sufrió un duro revés cuando un grupo de encumbradas damas la rodeó para abordarla con su incesante cotilleo. Una de las mujeres le golpeó levemente el brazo para infundirle valor. —Todas estamos de acuerdo en que el rey se equivocó al escoger a un hombre tan bajo y de condición tan vil. —¡Hijo de un campesino! —¡Un asesino desalmado! —Os comparecemos, milady. El rey debería rectificar en esto. Que Margaret hubiera pensado eso mismo en más de una ocasión no significaba que le agradara

escucharlo en boca ajena. —Les ruego que en lo sucesivo se refieran a mi futuro esposo con el respeto que se le debe o me veré obligada a pedirles que abandonen esta casa —lo defendió antes de abandonar el grupo. Sus damas distribuidas por toda la sala vigilaban que los siervos cumplieran con su deber mientras entretenían con su charla a los invitados. Al ver su gesto irascible, Lady Catalina se aproximó con una jarrilla de vino especiado. —¿Deseáis un poco de vino? Puede que así os animéis. —Solo deseo que esta farsa finalice. —¿Acaso esas mujeres han estado importunándoos con sus lenguas? —Sí, y lo peor es que he perdido la paciencia. —Entonces, me acercaré y veré si puedo arreglar el embrollo. Y ahora, os aconsejo que borréis ese ceño de vuestra frente. Wentworth acabará por aparecer. Margaret tenía serias dudas al respecto, pero si él aparecía en ese mismo instante estaría dispuesta a creer en los milagros. Wentworth hizo su entrada cuando el banquete estaba punto de ser servido. Cualquiera hubiera pensado que se había limitado a esperar a esa hora, y así lo sospechaba Margaret que lo miró con seria afectación. La sala quedó en silencio mientras se encaminaba hacia su prometida. Su aspecto de salvaje arrancó más de un resuello entre las allí congregadas. —Al fin aparecéis —siseó ella al verle. Wentworth se limitó a tomarla del brazo y arrastrarla hacía el estrado. —Señora, estoy aquí, no más reproches. —Se diría que fue el olor de la comida lo que os atrajo. Ni siquiera os habéis dignado a asearos ni a saludar a nuestros invitados —le regañó. —Estos son vuestros invitados. No me gustan las palabras vanas y menos aún los gestos. Si yo saludara a esta jauría de buitres ellos me sonreirían para destrozarme con insultos en cuanto les diera la espalda. —Debéis acostumbraros a las buenas maneras y practicarlas, ya no sois un villano. Muchos de los hombres que veis ahora podrían serviros de ayuda en el futuro. —Sé cuidar de mí mismo y, por cierto, no necesito que me sermoneen a cada paso con lo que me conviene y no. Margaret apretó los labios ante su fracaso de hacerle entrar en razón. Si no había conseguido que Wentworth saludara a los invitados, menos aún que les dirigiera unas palabras de bienvenida, pensó echando una vistazo a su hosca expresión. Al menos estaba allí, se consoló y súbitamente se sintió contenta. Los invitados fueron ocupando sus lugares en torno a las mesas. Los criados se colocaron en sus puestos esperando la señal del mayordomo para comenzar a servir la comida que, en enormes bandejas humeantes, eran sacadas de las cocinas. El vino y la cerveza fue servido sin escatimo. Margaret aguardó a que todas las copas estuvieran llenas para hacer un brindis. —Queridos amigos, quisiera daros la bienvenida a mi hogar. Muchos de ustedes han recorrido un largo camino para estar hoy aquí, por eso mi prometido y yo os damos las gracias —pronunció colocando su mano en el ancho hombro de Wentworth. Lejos de ser casual su gesto, proclamaba su conformidad con aquel matrimonio—. Ahora, os invito a que disfrutéis de nuestras viandas, alcéis

vuestras copas y brindéis junto a nosotros. ¡Por Enrique! El grito ensordecedor de la concurrencia llenó la sala. —¡Por mi prometido! —concluyó alzando de nuevo su copa. Los gritos de los presentes se repitieron con menor énfasis. Aun así, una sonrisa coronó sus labios. Al sentarse, Wentworth se inclinó para murmurarle. —Veo que sois experta en estas lides. Vuestra lengua se mueve con elegante viveza, no me sorprende que vuestra verborrea cautivase a Enrique. Su gesto eternamente hosco impedía que Margaret adivinara lo mucho que le había agradado que lo hubiese incluido en su discurso y que, de un modo tácito, diera la impresión de estar contenta con la elección del rey. —Os agradecería que dejarais de mirarme como si quisierais ensartarme con vuestra espada. Él pareció contrariado con la petición, hasta que se percató de que la miraba fijamente. La encontraba especialmente bonita esa noche pese al absurdo tocado que coronaba su cabeza. La prefería con su melena suelta, brillando sobre sus hombros. Desvió por fin su atención hacia la comida dispuesta ante él. —Los invitados esperan que me sirváis para empezar a comer —le indicó ella señalando un lechón asado de aspecto delicioso. —¿Qué parte deseáis? —La más jugosa. —¿La cabeza entonces? Él jugaba con el doble sentido y Margaret lo sabía. —El lomo me complace más. Seríais un buen carnicero —observó ante la destreza de su daga. Él se detuvo para mirarla de soslayo antes de reír brevemente. El sonido bronco de su risa hizo que Margaret lo mirara sorprendida. —Muchos piensan que lo soy —le explicó. —Hasta el momento no os había oído reír, comenzaba a dudar que supierais cómo se hace — expresó deseando alargar aquel momento de intimidad. Por primera vez se percató de que a la luz de las velas los ojos del guerrero adquirían una tonalidad más profunda y, aunque seguían sin agradarle su aspecto y sus ropas, ya no le resultaba tan molesto. —He tenido pocos motivos para hacerlo en mi vida —le confesó. Entre ambos fluyó una afinidad que mantuvo atrapadas sus miradas. Sacudiéndose el influjo, Margaret hizo una señal para que los músicos comenzaran a tocar. Luego, recordando la presencia de sus invitados, se volvió a su derecha. —Lady Poynings, permitidme que os presente a mi prometido. Al reconocer el apellido, Wentworth miró con interés a la matrona. —¿Conocéis a Lord Poynings? —inquirió un sorprendido Wentworth al identificar el apellido del ilustre estadista que con sus manejos había evitado el derramamiento de sangre en Irlanda. Era uno de los escasos nobles por el que Adrian sentía admiración. —Es mi esposo —señaló esta—. ¿Habéis luchado junto a él? —No he tenido ocasión. —En ese caso, —la sonrisa cómplice de la dama se dirigió al caballero sentado a su lado—,

permitidme que os lo presente. Lord Poynings y Wentworth simpatizaron de inmediato, para alivio de Margaret quien, por primera vez desde la llegada del guerrero, se sintió relajada. Para su sorpresa, acabó por disfrutar de la cercanía de su prometido. Algo más tarde, mientras los invitados se sumaban al improvisado baile, Margaret aceptó la invitación de un barón para unirse a la danza. Los complicados pasos del baile no representaba ningún problema. El vino bebido durante la noche la ayudaba a que sus pies fueran más ligeros y su risa pronta. Con frecuencia sus ojos escapaban hacia el lugar donde Wentworth y Poynings charlaban. El ambiente festivo la inducía a verlo distinto. En ese momento se escuchó un coro de risas, muchos incluso interrumpieron su danza para observar. Se trataba de un trovador ataviado con esperpénticas ropas. Solo que no se trataba de ningún trovador. Margaret tardó segundos en asimilar lo que sus ojos veían. Eugen, ataviado con las vestimentas más horribles que se hubieran visto, se pavoneaba ante las miradas divertidas de los comensales que le tomaban por un actor. Margaret parpadeó varias veces deteniéndose en medio de la pista de baile. El muchacho vestía unas calzas de un intenso verde que contrastaban vivazmente con su camisa y su cotardía roja y que hacían juego con sus escarpines de cuero teñido. Su bonete de terciopelo se acompañaba de una pluma de medidas colosales. Desde su lugar, Wentworth había dejado de hablar para mirar con fijeza la actuación de su escudero. —Eugen, ¿qué estáis haciendo vestido de ese modo? —le susurró Margaret al acercarse. —Quise daros una sorpresa, después de todo fuisteis vos quien me proporcionó estas magníficas telas. Margaret fingió una sonrisa mientras clavaba sus uñas en el brazos del muchacho intentando arrastrarle lejos de los oídos de Wentworth. —Me equivoqué al pensar que las utilizaríais correctamente, había pensado en algo menos… llamativo. Eugen rompió a reír. —Lo son, ¿verdad? —¿Qué demonios hacéis vestido como un pavo real? —intervino Wentworth en ese momento. —Lamento que no os gusten mis ropas, pero he de deciros que en la corte todos visten así —opinó el doncel. —No estamos en la corte y parecéis un mentecato vestido así —sentenció Wentworth sin ninguna contemplación. Margaret se vio obligada a intervenir para salvaguardar la sensibilidad del muchacho. —No le culpéis a él. Yo le facilité las telas que viste. —La atención de Wentworth se volvió hacia ella a la espera de una explicación—. Eugen se ofreció a coser vuestras ropas. No esperaba un resultado tan… así —¿Planeasteis esto a mis espaldas? —Habéis pasado fuera todos estos días, os fuisteis sin dar razón a dónde. Yo no sabía de qué ropa disponíais para la boda. Eugen fue al único al que pude recurrir —siseó ella intentando aplacarle. —¿Para poder reíros a gusto cuando me presentara de semejante guisa vestido? —terció furioso —. En lo sucesivo, hacedme el favor de no meter vuestras narices en mis asuntos. Margaret pudo oír resuellos de sorpresa e indignación a su alrededor. Sabía que Wentworth

carecía de simpatías entre los de su clase. No quería alimentar su inquina con una nueva discusión. —Por favor, señor, acompañadme, me temo que esta conversación está atrayendo demasiada expectación. —Esta conversación se ha acabado. Daré orden para que quemen todas las ropas que este idiota haya podido coser. Siento que mañana no pueda presentarme ante vos como un auténtico bufón. Margaret observó su salida con los puños apretados. Sentía enormes deseos de saltar sobre aquella ancha espalda y atontarle a puñetazos. —Lamento haberlo estropeado todo, mi señora. —La compungida disculpa de Eugen aflojó su tensión. —No importa, ahora decidme, ¿la ropa que cosisteis para Wentworth se parece en algo a la vuestra? Eugen levantó la cabeza en un resorte. —¡No! De ser así acabaría descuartizado y lanceado. —Será mejor que me las muestres —pidió. La joven se volvió hacia Lord Poynings que en todo momento se había mantenido al margen de la conversación. —Disculpadme, milord. El hombre elevó una ceja divertido. —Id tranquila, señora. No puedo decir que me haya aburrido hasta el momento. Margaret hizo una rápida reverencia y partió raudamente. Adrian dejo que la cerveza amarga resbalara por su garganta. El largo trago calmó en parte su mal humor. En realidad, no podía explicar cómo había acabado en la taberna en compañía de sus lugartenientes, quizás la culpa la tuviera aquella pequeña arpía con la que estaba destinado a casarse. Estaba harto de sentirse bajo su influjo, harto de sentir su presencia allá donde mirara. Solo allí, alejado de Norfolk, podía pensar con cierta claridad. Por el momento, lo único que deseaba era desquitarse, beber hasta hartarse y quizás gozar de los encantos de la camarera. Sí, esa sería una buena manera de olvidarse de su próxima boda. Marcus y Jules, inmersos en su conversación, ignoraban los deseos de su señor. Sin embargo, De Claire, más atento al sombrío humor de Wentworth, se inclinó sobre la mesa para interrogarle. —¿Estáis pensando en lo que creo que estáis pensando? —¿Y en qué creéis que estoy pensando? —inquirió a su vez Adrian sin apartar la mirada de las formas voluptuosas de la tabernera. —Hasta un ciego podría verlo. No habéis dejado de mirarla, lo que me pregunto es si será una buena idea y hasta un idiota entendería esto. Lady Norfolk podría sentirse ofendida. —¿Acaso os importa lo que ella pueda pensar? —Lo que me importa es que seáis tan obtuso. Lady Norfolk es una gran mujer, no está bien que la avergoncéis de esta manera el día antes de su boda —expresó con fiereza poniéndose en pie bruscamente. «¡Imbécil!», pensó Adrian al verle marchar. Le recriminaba su comportamiento cuando el suyo podía hacerle arder en el infierno hasta la eternidad. Tras unas cervezas más, Adrian se sintió lo suficientemente animado como para llamar la atención de la muchacha.

—¿Cuánto cobráis por vuestros servicios? —¿Queréis acostaros conmigo, señor? —preguntó sorprendida. —¿No es eso lo que hacéis con el resto de los hombres? —Sí, solo que hubiera supuesto que vuestra boda… —La mirada del hombre se oscureció haciéndola enmudecer—. Seguidme —concluyó aceptando su destino de morir en las garras del Dragón. El guerrero la siguió hasta un cuarto situado en la parte posterior. Un pequeño catre colocado en el extremo opuesto a la puerta serviría para sus propósitos. No era tan feo como se decía. No, no lo era en absoluto, advirtió la muchacha. A sus ojos expertos, aquel hombre prometía ser todo un acontecimiento si se atenía a las espléndidas formas que se adivinaban bajo su cotardía. Solo su cruel fama le impedía sentirse más animada de lo que acostumbraba con los demás clientes. Se sobresaltó cuando el guerrero se dejó caer en el catre y le tendió una mano. Sin demasiado afán se acercó y dejó que el hombre la sentara sobre sus rodillas. —Bájate la camisa —ordenó mientras sus manos toqueteaban con afán sus pechos. La muchacha obedeció inclinándose hacia delante para soltarse los nudos. El guerrero la acarició rudamente hundiendo el rostro entre sus pechos. Quizás fueran las ofendidas palabras de De Claire, puede que el olor a cerveza y a sudor de la muchacha, pero su libido menguó hasta casi extinguirse. Más empeñado que excitado, Adrian besó de nuevo los pechos, pero gruñó al sentir que, contra su muslo, su excitación se desinflaba. Desesperado, alzo las faldas de la criada dejando caer la mano entre sus muslos. Reconociendo el apuro del caballero la tabernera hurgó entre los pliegues de sus calzas. No era la primera vez que un cliente se enfurecía por algo así y lo pagaba con ella. Diestramente asió el miembro latente del caballero e intentó reanimarlo con un suave masaje. Adrian trató de concentrarse en el momento, pero el recuerdo de su prometida lo asaltó. Parecía que la doncella se había asentado en su cabeza como el musgo en la piedra. Con un suspiro de derrota separó la mano de la muchacha. —¡Maldita sea! Esa mujer me ha embrujado —murmuró acomodándose las calzas. —¿Mi señor? —El terror de la muchacha le hizo reaccionar. —Solo he cambiado de opinión —le aclaró. De Claire no pudo fingir su sorpresa al verle de regreso. —¿Ya habéis acabado? —inquirió. —Regresemos —escupió él pasando de largo y saliendo de la taberna. —¿Ha ocurrido algo? —insistió Marcus. —Nada que deba importaros —dijo mientras se alzaba sobre su montura. Los tres guerreros lo imitaron y partieron tras él. El funesto humor de Wentworth indicaba que finalmente había desistido de gozar de las habilidades de la tabernera.

CAPITULO VII El recodo que recorría el camino interno del bosque era un lugar oscuro y peligroso a esas horas de la noche. Adrian no lo ignoraba, como no ignoraba que su boda había atraído a Norfolk a más de un ladrón dispuesto a hacer fortuna con el robo a algún ilustre y rico invitado. Más adelante, el crujido de las ramas lo puso en alerta. Alguien seguía sus pasos desde la oscuridad del bosque. A una señal, sus hombres se colocaron tras él y, fingiendo estar borrachos, comenzaron a cantar. Marcus extendió dos veces su mano indicando el número de posibles asaltantes. Cayeron sobre ellos segundos después. Armados con palos y hachas representaban una paupérrima amenaza para guerreros curtidos. Bajo la luz de la luna, el filo de su espada brilló amenazador cuando Adrian desenfundó y descendió sin piedad sobre el primero de los atacantes. El hombre trastabilló hacia atrás por la fuerza del golpe y gritando una maldición se adelantó neciamente blandiendo sobre su cabeza el hacha. El arma rozó uno de los flancos de Sleipnir que se alzó sobre sus cuartos traseros. Adrian se mantuvo sobre su montura sin dificultad y esgrimió su espada haciéndola girar de manera efectiva. La punta de su acero se abrió paso en la garganta del pobre diablo que con una exhalación cayó al suelo muerto. Un segundo hombre se le vino encima. Sin dificultad Adrian lo redujo contra el suelo. Los cascos de su caballo se situaron sobre el pobre bandido amenazando con aplastarlo en aquel mismo lugar. —Por tu vida, dime quién te envía. —Ella nos pagó por tu vida. —¿Quién es ella? ¡Habla! El bellaco gritó de terror. Veía su final muy cerca. La desesperación le llevó a empuñar de nuevo su hacha que rozó silbando los flancos de Sleipnir. El animal corveteó ágilmente esquivándolo. A cambio, Adrian le asestó un mandoble que lo hizo trastabillar. En torno a ellos, De Claire y Marcus luchaban por sus propias vidas. —Desistid de este absurdo o acabad en el infierno. En un vano intento por defenderse, el hombre alzó el hacha sobre su cabeza dispuesto a dejarla caer sobre el guerrero señalando el final de su vida. Uno a uno los demás asaltantes fueron cayendo bajo el inmisericorde filo del acero. —Me pregunto qué los habrá llevado a atacarnos, a leguas se ve que no estaban instruidos en el manejo de las armas —escupió Marcus pateando uno de los cadáveres para observar su rostro. —Quien les ha pagado los ha enviado a una muerte segura —razonó De Claire girando uno de los cuerpos con el pie para poder observar mejor su cara—. ¿Quién creéis que puede haber sido el responsable? La mente de Adrian bullía una manera clara y veloz tras un velo de rabia roja. ¿Qué mujer desearía verle muerto? En su cabeza no había más que una respuesta posible a esa pregunta: ella era Lady Norfolk, su prometida. Al fin comprendía muchas cosas. Ella había fingido aceptarle solo para hacerle bajar la guardia. ¡Suya era la traición, suyas las monedas que habían pagado por su muerte! Los brutales golpes contra las tablas de su puerta la arrancaron violentamente de los dulces brazos

de Morfeo. En el lecho, Margaret se exaltó al reconocer la voz de Wentworth cuyos envites amenazaban con echar abajo la puerta. —¿Wentworth? ¿Qué ocurre? —carraspeó echándose las mantas sobre los hombros. —Abrid. —No son horas para hablar… —Abrid o juro por Dios que entraré a la fuerza. Margaret sacó los pies de la cama mientras se estiraba sobre el colchón. Superado el sobresalto inicial, su mal genio comenzaba a aflorar. Al otro lado de la puerta se oyeron las voces apagadas de sus damas. Trataban de convencer a Wentworth para que desistiera de su actitud, pero él las acalló con una sonora maldición. Adrian se precipitó al interior del cuarto como un huracán cuando Margaret abrió el cerrojo. Cerró de un portazo y tomó a Margaret por los brazos para alzarla en vilo. —Y bien, Lady Norfolk, ¿os sorprende mi visita? ¿Os sorprende acaso verme con vida? Margaret lo miró presa de un creciente temor. Nunca lo había visto tan furioso, casi cercano a la violencia. Poco a poco se fueron avivando las ascuas de su propio enfado. —Lo que me sorprende es que a la luz de las estrellas os mostréis aún más necio que a la luz del sol —dijo intentando liberarse de su fuerza bruta—. Soltadme, patán —exigió al no conseguirlo. —Antes vais a decirme la verdad —aulló—. Hablad, perra artera, y hacedlo con verdades. —Si queréis verdades, señor, las tendréis. Así pues, soltadme y abrid bien las orejas —estalló llena de furia mientras su mandíbula se adelantaba para clavar sus ojos azules en el rostro barbudo de su prometido. Adrian no halló en ellos signo alguno de culpa. Había pasado mucho tiempo interrogando a prisioneros para saber cuándo tenía delante un mentiroso, pero ningún signo evidente señalaba que Margaret lo fuera. —¿Negáis acaso ser la responsable de la emboscada que casi acaba con mi vida esta noche? — inquirió liberándola. Margaret se tomó su tiempo frotándose los brazos segura de que a la mañana siguiente luciría en ellos sendos moretones en recuerdo a las brutales atenciones de su prometido. —Desvariáis al presentaros en mi cuarto en mitad de la noche oliendo a cerveza y aporreando mi puerta con el fin de que os confiese no sé qué terrible crimen. Queréis oír verdades, muy bien señor, tendréis mi verdad, y espero que la escuchéis hasta el final —argumentó ella con las manos en las caderas—. El rey me salvó de un matrimonio que podría haber sido sencillamente desastroso para Norfolk, para mandarme de cabeza a otro que a cambio será desastroso para mi persona. No sé qué mal me atribuís, a no ser el de tratar que las cosas entre nosotros no se conviertan en un infierno. Por vuestros actos sé que desearíais evitar este matrimonio, también yo. Sabed que no tengo más culpa que esa. No estoy dispuesta a recibir vuestros ladridos acusatorios ni vuestras agresiones. Si consideráis que os exijo demasiado, entonces decídmelo, también decidme si no consideráis justo este matrimonio, de ser así, ambos podríamos hablar con él rey y llegar a un acuerdo. Sabía cómo usar el verbo, admitió Adrian. Incluso se atrevía a exigirle. —Nadie hablará con el rey. Solo contestad a mi pregunta —susurró mientras su cólera se evaporaba. —¿Qué cosa?

—Alguien nos atacó en el camino de la aldea con la idea de desligarnos de esta vida, decidme si tenéis algo que ver. —¿Fuisteis a la aldea esta noche? —inquirió Margaret sorprendida—. ¿Con qué fin? ¡Por las enaguas de Santa Ana! Aquello sonaba demasiado sincero como para no ser verdad. —Quería estar a solas. —¿Y por eso os fuisteis a la aldea? No es el mejor lugar para estar a solas. Pero entiendo lo que queréis decir. —La sacudió un leve escalofrío, el suelo estaba demasiado frío para sus pies desnudos. Pero entonces se olvidó del frío, la asaltó una ira ciega al recordar su acusación. ¡Él la había acusado de intento de asesinato!—. ¿Cómo... os atrevéis? ¿Cómo… podéis siquiera imaginar algo así de mí? ¡Él la creía una traidora! ¡En qué baja estima la debía de tener! —¡Salid de este cuarto! En estos momentos, estoy tan furiosa que podría decidir que tenéis razón y que necesitáis que os asesine. Había sido un estúpido, un ciego y ahora lo veía. Se había dejado llevar por su propia impotencia para tratar con su prometida. La había acusado de ser la responsable de su lujuria, de querer asesinarle, de su impotencia física. ¡Diablos! ¿De qué no la había acusado? Miró de nuevo en su dirección y contuvo el aliento porque las llamas del hogar hacían la tela de su camisón más audaz a su mirada hambrienta. La erección fue instantánea y dolorosa. Sin poder contenerse alargó una mano para tomar un largo mechón castaño. Ella lo miró convencida de su locura. —Mañana no quiero que nada cubra esta maravilla. —Definitivamente, os habéis vuelto loco. Quizás habéis sufrido un golpe en la cabeza que os ha trastornado. Es por eso que entráis en mi habitación gritando toda clase de injurias y luego tratáis de halagarme con dulces palabras. Él sonrió apenas. —Ha sido una tontería, olvidadla. —Me habéis acusado de asesina, ¿recordáis? Sus palabras lo hicieron sentir necio. Hasta él mismo se sorprendía de sus argumentos. Lady Norfolk no era una mujer corriente, había dicho el rey. Tenía razón. —Os ruego que me disculpéis. Esta noche he bebido más de la cuenta —su tono gentil consiguió que Margaret lo mirara a los ojos. Wentworth le acarició el mentón con el dorso de su mano provocándole un estremecimiento. Margaret sintió su mirada hambrienta deslizarse hacia el escote de su camisón. Involuntariamente, sus pechos se erizaron mostrándose a través de la tela. Con una exclamación ella cerró la gruesa manta de pieles con la que se cubría y se alejó fingiendo calentarse las manos en la chimenea. Wentworth no la siguió, pero palpitaba en él el deseo de apretar su cuerpo contra sus formas femeninas. —Bien, señora, nos veremos mañana ante el altar. —Esperad —lo apremió ella repentinamente—. Decidme que no habéis sufrido ninguna herida esta noche. —Como veis mis miembros están enteros. Mañana podré cumplir con mis obligaciones

conyugales si es eso lo que os preocupa. Un tenue sonrojó cubrió las mejillas femeninas. —Largaos. Veo que vuestros modales siguen brillando por su ausencia. —Que tengáis dulces sueños, entonces. Ella bufó. ¡Como si eso fuera posible! —Haríais bien en cortaros el pelo y afeitaros la barba. Eso me ayudaría a pensar que seréis un marido medianamente civilizado. A la salida del guerrero sus damas corrieron al interior del cuarto. Margaret mintió acerca de la naturaleza de la visita de su prometido. Les explicó que Lord Wentworth había sufrido un ataque, pero omitió a quién había acusado él de ser la responsable.

CAPITULO VIII La brisa helada que recorría la campiña parecía haber buscado refugio en tierras más lejanas. Extrañamente aquel día de diciembre había amanecido despejado y cálido. A hora temprana, los aposentos de Margaret se habían visto asaltados por las camareras y doncellas. Una tina humeante fue colocada frente a la chimenea; el cobre fue cubierto por un fino paño de lino que protegería el cuerpo femenino. Se perfumó el baño con aceite de rosas y se tomó la temperatura repetidamente hasta asegurarse que esta era la adecuada. Margaret observaba el procedimiento sentada en la mesa donde tomaba el desayuno. Su estómago, enterado ya de su mala fortuna, se negaba a aceptar semejante ataque. Inapetente, Margaret apartó la comida. No podría ingerir nada más a riesgo de vomitar. Sus doncellas la azuzaron para que se desnudara antes de que el agua se enfriara. Con un suspiro, se puso en pie. Unas eficientes manos la despojaron de su bata de terciopelo y su camisón y acto seguido Margaret se sumergió en el agua suspirando de placer cuando el cálido líquido alivió la tensión de su cuerpo. Se dio cuenta entonces de lo nerviosa que se sentía. —Alegrad esa cara o todo el mundo notará el miedo que tenéis —le recomendó Lady Sara. —Tenéis los ojos hinchados —indicó Lady Catalina—. Wentworth es el culpable. El recuerdo del episodio de la noche anterior le hizo fruncir los labios en una mueca. No había dejado de darle vueltas a la cuestión. ¿Quién en su sano juicio se había atrevido a atentar contra la vida del Dragón? ¿Quién se veía tan amenazado por su alianza? Se le ocurrió pensar en Marlowe porque, como bien sabía, era cobarde y ladino y porque tenía motivos conocidos para ello. Haría partícipe de sus sospechas a Wentworth más adelante. Hoy, sin embargo, se concentraría en el extenso día que tenía por delante. —Estáis tardando mucho, mi señora, aún debemos enjabonaros el pelo y hacerlo secar —la apresuró Lady Catalina. Margaret dejó a un lado sus pensamientos para concentrarse en su baño. Una vez enjabonada y aclarada de pies a cabeza fue envuelta en un suave paño. Sobre su cuerpo se extendió una fina capa de aceite perfumado y al mismo tiempo otras manos trabajaban sobre su cabellera enredada y húmeda. —Wentworth pensará que ha desposado a un ángel —auguró Lady Sophie emocionada. Lady Catalina le trenzó el cabello alrededor de la cabeza entretejiendo flores blancas. Margaret recordó tardíamente la petición de Wentworth de dejarlo suelto. Él no tenía derecho a hacerle ninguna clase de petición después de su acusación. Tuvo la imperiosa necesidad de demostrarle quién manejaba las riendas sobre su persona. Sería un engaño inducirle a pensar que se comportaría como una esposa obediente y sumisa. Un jadeo general resonó en la habitación cuando el vestido nupcial fue presentado. Su madre lo había mandado hacer mucho antes de morir. Durante esos años debió ser retocado conforme su cuerpo cambiaba. Era una prenda espléndida con combinación de seda azul cielo y faldillas de damasco blanco con el envés de haz brillante. La capa de armiño de su madre completaba el

delicado atuendo. Un velo de tul le cubrió el cabello y el rostro ante la mirada admirada de sus damas. —¿Tan horrorosa me veo? —inquirió nerviosa ante el inusitado silencio que se apoderó de la habitación. —No es eso —le aclaró Lady Sara conmovida, pues Lady Margaret era para ella lo más cercano a una hija. Su voz se quebró por la emoción y rompió a llorar. Lady Catalina la consoló y le tendió un pañuelo. —Lo que Lady Sara quiere decir es que estáis hermosa. Todas esperamos que seáis muy feliz en vuestro matrimonio —dijo sonriendo entre lágrimas. Margaret extendió una mano que Catalina se apresuró a tomar. —Gracias —susurró con un hilo de voz. Lady Anne, la más joven de todas ellas, la abrazó con fuerza. —Conseguiréis hacerme llorar —bromeó con los ojos brillantes. Aquellos últimos momentos como doncella libre se le antojaron breves. —¡Vamos, apartaos!, dejad que respire —ordenó Lady Sara recuperada—. ¿Estáis lista? «Tanto como podría estarlo en el cadalso, con la cabeza sobre el madero y el hacha sobre el cuello», pensó afirmando en cambio. Lord Poynings, su padrino y testigo, la esperaba al pie de la escalera con aire nervioso. —Las campanas repican ya. Para el trayecto hasta la capilla se había dispuesto un carruaje adornado con flores y el escudo de Norfolk. Dos magníficos caballos marcados con el hierro Norfolk trotaron haciendo resonar sus cascos contra el empedrado. Aturdida, Margaret apenas pudo levantar la mano para saludar a aquellos que se detenían a vitorearla. —Tratad de sonreír —le aconsejó Lord Poynings—. Y, por favor, quisiera conservar mi brazo. Margaret aflojó ligeramente la presión de su mano, pero inconscientemente volvió a apretar el brazo del hombre cuando el carruaje se detuvo al fin ante la capilla. Con gran pompa varios mozos la ayudaron a descender. El interior de la capilla estaba iluminado con velas de cera de abeja, olía a incienso y flores secas, constató. Su entrada desató un coro de murmullos aprobadores. ¿Qué opinaría Wentworth de su aspecto? Cayó en la cuenta de que él ya debía encontrarse ante el altar observando su marcha nupcial. Sus ojos azules se alzaron y buscaron entre los rostros congregados el de su prometido sin conseguirlo. Súbitamente temió que él no se presentara. Repasó una vez más los rostros que la observaban hasta que sus ojos se detuvieron, al fin, en la alta figura situada a la izquierda del baldaquín. Inicialmente no logró reconocerlo hasta que se topó con sus ojos. No había ojos como aquellos… Sin pretenderlo confundió el paso y tropezó. ¿Cómo era posible? ¿Aquel hombre era Wentworth? Parpadeó aturdida agradeciendo que el velo le cubriera el gesto de asombro que asomó a su rostro ante el cambio operado en su prometido. El pelo castaño había sido recortado y lo que antes fuera una melena fosca ahora se ondulaba con pasmosa suavidad sobre su nuca. Su barba había sido eliminada descubriendo unas mejillas enjutas y un varonil mentón. La nariz aguileña acentuaba los atractivos rasgos dando un aire decidido al conjunto. Su boca ancha, ligeramente curvada en una sonrisa sin humor, apenas podía disimular la dureza de aquel rostro. Vestía con prestancia las ropas sobrias pero de calidad que Eugen había confeccionado para él.

Al llegar a su altura sintió su mano caliente rodear la suya, fría como el hielo. Ambos se arrodillaron ante el altar y el padre Francis comenzó a recitar su sermón, pero sus oídos tan solo se hacían eco del frenético latir de su corazón. Había perdido la conciencia de cuanto la rodeaba como si el tiempo y el espacio fueran solo uno. Después de lo que podía ser una eternidad, escuchó cómo Wentworth pronunciaba sus votos con voz potente y decidida. Llegado su turno, Margaret mostró mucha menos entereza, su lengua parecía moverse a un ritmo distinto al de su boca, tropezando sin cesar. Poco tiempo después, todo había finalizado. Wentworth se puso en pie y ella se sujetó torpemente a su mano para imitarle. Frente a todos, él rubricó el matrimonio con un beso en su boca. El contacto fue breve, apenas un roce, pero sirvió para que, una vez más, perdiera conciencia de lo que sucedía a su alrededor. La concurrencia jaleó a la pareja de recién desposados antes de que estos reiniciaran el camino de regreso. El salón se hallaba decorado con listones de laurel y sartas florales. Largos tableros revestidos de manteles de lino se habían dispuesto por toda la sala para los invitados que disfrutaban ya de las primeras jarras de vino y cerveza. La imagen de Wentworth la mantenía confundida. Cualquiera pensaría que actuaba como una novia enardecida. El pensamiento la hizo reaccionar. De reojo observó el perfil del hombre. Le enfureció el hecho de que él le pareciera más atractivo cada vez. Como era habitual en él, Wentworth departía relajadamente con Jules ignorándola por completo. Se preguntó si las demás mujeres del salón se habían dado cuenta del espectacular cambio. Barrió el comedor con la mirada en busca de alguna evidencia, no tuvo que hacer mucho más que eso, pues descubrió que eran muchas las damas que, si bien el día anterior chismorreaban sobre sus zafios modos, ahora suspiraban por una mirada suya. ¡Ciertamente lo prefería con su habitual aspecto de jabalí!, decidió. Solo cuando la comida fue dispuesta ante Wentworth pudo obtener de él cierta atención. —Deberías comer o los invitados pensaran que la sopa está envenenada —indicó cuando se percató de que no probaba bocado. —Si volvéis a insinuar que deseo veros muerto haré vuestros delirios realidad. —Confiaba en que el matrimonio endulzara vuestro carácter. —Y yo que os volviera un poco menos tirano. —Mis palabras no han sido una orden, sino un consejo. El día será largo. Margaret supo que él tenía razón y con un mohín probó un poco de carne. —¿Así estáis contento? —Estoy lejos de sentirme contento, pero seguid comiendo. A Margaret le pareció que el banquete se dilataba hasta la eternidad y aunque los invitados y sus damas parecían disfrutar, ella no podía solazarse con nada de cuanto sucedía a su alrededor. Su noche de bodas pendía sobre sus pensamientos como la espada de Damocles. Con la llegada de la noche fueron servidas nuevas viandas. A hurtadillas, Margaret espió a su esposo tratando de desentrañar su humor. Él bebía despreocupado de su copón haciéndolo llenar siempre que este quedaba vacío. Por su parte Margaret se conformaba con dar tenues sorbos a su

vino con la esperanza de que este reforzara el valor que comenzaba a faltarle. La simulación la había llevado prácticamente a la extenuación, pero al pensar lo que le aguardaba en el lecho nupcial, Margaret alargó el tiempo de retirarse a su cuarto uniéndose al baile. Finalmente sus damas se acercaron para indicarle que el momento había llegado. Espoleada por los invitados, Margaret no tuvo más remedio que acceder. —No hagáis caso de lo que os han dicho —le aconsejó Lady Sara mientras retiraba su tocado en la intimidad de la cámara nupcial queriendo aliviar los temores de la novia. —Según he escuchado no es tan malo como parece —intervino Lady Anne atrayendo la atención de todas—. El hombre penetra con su órgano a la mujer y le produce sangre, al menos la primera vez —resumió ante el asombro de las mujeres. —¡Dios Todopoderoso! ¿Dónde has escuchado tal vulgaridad? —Se lo escuché decir a una lechera —respondió la niña con desparpajo. —Te haré confesar con el padre Francis antes de que te condenes al fuego eterno —amenazó Lady Sara. —Pero es así como ocurre, ¿verdad? —Los enormes ojos de Anne buscaron a Lady Catalina que cerró la boca y comenzó a tartamudear. —Jamás se me ocurriría describirlo de semejante… manera. Acostarse con un hombre puede ser agradable. Toda mujer debe sentirse satisfecha de cumplir la misión que Dios le encomendó y no es otra que la de satisfacer a su esposo. Todas asintieron unánimemente mientras un delatador sonrojo cubría el rostro de la viuda. —¿Y a vos os gustaba complacer a vuestro esposo? —preguntó Anne con curiosidad infantil. —¡Buen Dios! —Lleváosla fuera —decretó Lady Sara. Lady Sophie se apresuró a cumplir con ese cometido. El silenció reinó de nuevo en la estancia mientras Catalina aflojaba las cintas de su vestido para devolverlo al arca de madera de su madre. Lady Sara pasó un paño húmedo con olor a rosas por sus brazos y cuello antes de vestirla con un camisón de hilo con los puños bordados con hilo de seda. Ya entre los cobertores peinaron su pelo dejándolo suelto sobre sus hombros y se dispusieron a aguardar la llegada del novio. Después de lo que parecía una eternidad un estrépito en las escaleras anunció la llegada de Wentworth que penetró en la habitación aguantando estoicamente los obscenos brindis de los hombres que lo acompañaban. Margaret fue obligada a abandonar el lecho y mostrarse ante la hambrienta mirada de los hombres antes de que Wentworth decidiera poner fin a las chanzas y despachar a los juerguistas. El cuarto volvió a quedar en calma tras su partida. Presta, Margaret regresó al lecho y se cubrió hasta el mentón. Frenética, observó a su esposo mientras este alimentaba el fuego con varios troncos. Lo vio deshacerse del rico jubón y los escarpines de cuero que cayeron al suelo con un sonido seco. Fue el turno de su camisa y calzas que se aflojaron sobre sus estrechas caderas mostrando su abdomen musculoso. Desde el lecho, Margaret espiaba su desnudez con el corazón sobresaltado. Le gustó la proporción de sus miembros alargados, la solidez de sus músculos, pero a la vez se sentía amenazada por su reciedumbre. Lo veía moverse silenciosamente por el cuarto apagando las velas mientras la angustia anidaba en sus entrañas. Y esa angustia se transformó en horror al descubrir su

miembro viril. Un sonido apagado surgió de su garganta haciendo que Wentworth volviera la cabeza como si hubiera recordado su presencia. —Tumbaos y abrid las piernas —ordenó secamente. La sangre abandonó el rostro femenino, pero acató la orden sin objeción alguna. Su mirada se clavó en el dosel de terciopelo mientras sus manos se apretaban con fuerza contra su pecho. El colchón de lana se hundió cuando el guerrero se tumbó sobre él haciéndola olvidarse de respirar. Margaret aguardó su siguiente movimiento con zozobra contenida. Solo ansiaba que aquella espera acabara de una vez. Notó entonces su mano deslizándose sobre sus muslos apartando su camisón. Margaret cerró los ojos con fuerza y entonces lo sintió. Sintió su mano tocarla allí donde nadie antes se había atrevido. —Abrid más las piernas. Margaret obedeció sintiendo que el miedo se la tragaba. Wentworth se colocó entre sus muslos acoplando sus caderas. Su miembro erecto presionó contra sus partes. Margaret lo sintió deslizarse con dificultad en su interior dilatándola. Su natural resistencia a la invasión hizo que el dolor fuera intenso. —Dejad de resistiros, así podremos acabar antes —indicó Wentworth sin la más mínima consideración. —Suponía que teníais cierta destreza en estos asuntos —se quejó. El cuerpo del guerrero la presionó contra el colchón. Quizás era demasiado grande, quizás ella no estuviera hecha para él, pensó cuando él reanudó el balanceo de sus caderas. Ahogó un quejido cuando al fin la atravesó completamente. Los movimientos del hombre adquirieron velocidad. La penetraba profundamente, con toda seguridad haciéndola desangrar hasta la muerte. Apenas se acostumbraba a la sensación de estar bajo un hombre cuando el final sobrevino de pronto. Wentworth se alzó sobre sus brazos para lanzar un gruñido que le curvó el cuello. Margaret sintió la contracción de su abdomen mientras se derramaba en su interior. Privado de fuerza, el guerrero se derrumbó sobre ella jadeando y resoplando. —Me estáis aplastando —protestó intentando tomar aire. Con un suspiro, Wentworth se dejó caer a un lado arrastrando las mantas con su cuerpo. Margaret se observó a sí misma. Había sobrevivido a tan terrible experiencia. Sus piernas se cerraron temblorosas. Rastros de sangre manchaban sus muslos. Se bajó el camisón y tiró de las mantas hacia ella. El ronquido de Wentworth resonó por todo el cuarto. Llena de fastidio Margaret le dio la espalda notando un agudo dolor en las entrañas. Así pues, ¿aquello era lo que hombres y mujeres hacían? La experiencia no podría haber sido más decepcionante. Sentir un hombre encima de ella jadeando y resoplando era lo más desagradable que le había ocurrido nunca. ¿Cuántas veces tendrían que repetirlo? No muchas, esperaba. Concebir hijos y parirlos era una tarea engorrosa, recriminó a Dios. El grito del hombre se escuchó en toda la casa. —¿Qué es lo que habéis hecho? —bramó Lord Marlowe. Su amante lo hizo tender de nuevo bajo su cuerpo pálido e intentó calmarle besándolo en los

labios. El influjo de aquel rostro pálido y angelical distrajo momentáneamente al hombre. —Entended, era necesario intentarlo. —¿Y arriesgar nuestros cuellos? —escupió el hombre haciéndola a un lado de mal modo. Angeline suspiró y se sentó sobre las mantas sin cubrir su desnudez. —Los rufianes que contraté desconocían mi identidad. Eran unos pobres diablos. —Fácilmente podrían identificaros. ¿Cuántas doncellas de noble cuna creéis que frecuentan los campamentos del este en busca de asesinos? —¿Y qué hay de vos? ¿Acaso no fuisteis un necio al acudir al rey? —¿Qué queríais que hiciera? —Podríais haber obligado a Lady Norfolk a un matrimonio sin que nadie lo supiera. Una vez que estuvierais conveniente casado, todo hubiera sido más fácil. —¿Eso creéis? Esa mujer goza de la lealtad de su gente. La hubieran defendido a muerte. —Bastaba con un secuestro en mitad de la noche. Angeline reprimió una mueca mientras lo veía apartar las mantas y pasear su desnudez. No era joven y los excesos de toda una vida comenzaban a ser evidentes. Su cuerpo macizo empezaba a perder fuerza y a ganar volumen. Aun así, cualquier dama de la corte hubiera suspirado por rendirse a sus encantos. Su rostro pálido estaba ahora sonrojado por la furia que lo llevaba a pasearse de un lado a otro de la habitación. —¿Y qué cura hubiera aceptado casar a Lady Norfolk por la fuerza? —Sois un necio. Oídme bien, podríamos haber comprado el silencio del cura. —Ahora sois vos la necia, ¿con qué dinero íbamos a obrar ese milagro? —Una vez que nos hubiéramos hecho con el control de Norfolk hubiéramos tenido todo cuanto necesitáramos. Marlowe la miró perplejo. —¿Por qué no me lo dijisteis antes? —Estabais muy ocupado lamentándoos, por todos los burdeles de Londres, de que esa perra de Norfolk os hubiera puesto en ridículo ante todo el reino. —Ahora nuestras cabezas corren peligro. —Sosegaos, eso no ocurrirá. Ahora, ¿por qué no regresáis aquí para que os consuele? —inquirió la mujer ofreciendo lo que Marlowe era incapaz de rechazar. —Sois una perra insaciable. —Pero a vos os gusta, ¿verdad? —Lo tentó tomándose los pechos menudos con las manos y elevándolos hacia él. Marlowe sintió una sacudida en su entrepierna. La lujuria de aquella mujer lo tenía completamente subyugado—. Ahora dadme vuestra palabra, prometedme que me ayudareis a ocupar el lugar de Lady Norfolk. Juradlo. —Admiro vuestra ambición. —¿Hay algo más que admiréis de mí? La mirada de Marlowe se paseó por su cuerpo delgado y pálido. El cabello rubio caía sobre su espalda rozándole las caderas. Era una belleza gélida y fantasmal. —Puede ser —dijo. No era su cuerpo descarnado lo que le provocaba, sino su lujuria. —Dejad el juego, Marlowe. Vuestro cuerpo evidencia cuánto me deseáis.

Marlowe olvidó momentáneamente su enfado para aproximarse al lecho. Deslizó una mano por la clavícula anémica de la muchacha que tembló a su contacto. Le apretó un pecho hasta provocarle dolor. La joven ahogó un suspiro de placer y se arqueó contra su mano. —Tomadme, galopar sobre mí con toda vuestra ira —rogó. Los ojos grises de la mujer se entrecerraron guardando para sí misma el despreció que le provocaba. Su debilidad la asqueaba. Era un hombre sometido a sus bajas pasiones. Había sido fácil hacerse con su voluntad. —Lady Norfolk. —Repetidlo. —Margaret Norfolk. —¡Sí! —exclamó abriendo las piernas para recibirle. La cópula fue brutal, carente de sentimiento, pero satisfizo a ambos enormemente. Algo más tarde, cuando ambos yacían sobre las mantas, Marlowe rememoró su primer encuentro con Angeline tiempo atrás cuando se presentó en su puerta implorando refugio tras la muerte de su marido. Quizás su atracción por ella había comenzado mucho antes cuando apenas era una chiquilla, hija de un familiar lejano que su madre, la antigua Lady Marlowe, que la acogió en su hogar por caridad. Su atracción surgió al descubrir que no se trataba de un ser pusilánime como fingía, sino que disfrutaba de los mismos juegos perversos que él. Quiso la casualidad que durante ese tiempo visitara el lugar un viejo conocido, un conde ajado y marchito que quedó prendado de su pálida belleza. El anciano la convirtió en su tercera esposa y se dispuso vivir sus últimos años disfrutando de los placeres de aquel matrimonio. Angeline había previsto un matrimonio así, como también había previsto la temprana muerte de su anciano marido cuya salud empeoró de forma fulminante. Lo que no había previsto era la codicia de la familia del difunto. Angeline fue expulsada sin dinero ni recursos por los herederos legítimos. Cuando Marlowe la recibió en su hogar lo hizo con alegría creyéndola una heredera. Durante aquel tiempo, tras la muerte de su padre, había dilapidado toda su fortuna. Su predisposición al juego y a las malas inversiones en ultramar había vaciado sus arcas. Sus deudas lo habían colocado en una situación delicada. Descubrir que Angeline carecía de riqueza había pisoteado sus ilusiones. Para resarcirse la convirtió en su amante. Para su sorpresa la mujer disfrutaba con su brutalidad. Más tarde descubrió que compartían la misma ambición. —Nunca me dijisteis por qué detestáis a Lady Norfolk. —Ella siempre tuvo lo que a mí se me negó desde la cuna —resumió con simpleza—. ¿Recordáis aquel primer verano? —¿Cómo olvidarlo? —Los ojos del hombre relucieron—. Os desvirgué bajo un roble, cerca del riachuelo. Vos insististeis antes de casaros con ese vejestorio. —Lo cual os agradezco enormemente. Vuestra madre asistió a los festejos de cada año en Norfolk, ¿recordáis? Ambos la acompañamos. Ese lugar me enamoró, Marlowe. Sentí que era allí adonde pertenecía. Vi cómo todos rendían pleitesía a aquella mentecata y sentí envidia. ¿Por qué ella podía gozar de todo lo que yo ansiaba? ¿Qué la hacía mejor que yo? ¿Su sangre? ¿Su cuna? Yo os lo diré: la suerte, y la suerte puede truncarse, variar a su antojo. Pensé que la mía cambiaría con mis esponsales, pero ese viejo… Lo odiaba, deseaba verlo muerto. ¿Imagináis lo que fue compartir mi lecho con él? ¿Sentir su aliento sobre mi rostro? Pero lo soporté todo por un único motivo. Sus

posesiones. Cuando muriera yo poseería una parte de su riqueza. —Quizás acelerasteis en exceso su muerte —opinó Marlowe jocosamente. —En mi lugar vos habrías hecho lo mismo. Sin embargo, todo se truncó cuando la familia la despojó de sus derechos y amenazó con hacerla ingresar en un convento de por vida. Ella había huido en mitad de la noche con lo puesto. De nuevo se vio sola, en el punto de partida. Recurrir a Marlowe fue la única solución que encontró a su desesperada situación. Surgió de nuevo la figura de Lady Norfolk y todo su rencor se vertió sobre ella. Su mente perturbada había transferido años de humillaciones y desprecios sobre su persona convirtiéndola en su objeto de venganza. —Algún día disfrutaré de todo lo de ella —declaró pérdida en tales pensamientos. —Y yo fustigando a esa perra cada mañana solo por el mero placer de verla gritar del dolor. —Decidme, cuando el Dragón sea eliminado y vos la convirtáis en vuestra esposa, ¿la arrojareis de vuestro lecho para recibirme a mí? —inquirió la mujer de nuevo excitada. —Incluso la invitaré a mirar. Angeline rio al imaginar semejante humillación. —Después nos desharemos de ella utilizando vuestras artes con el veneno. —¿Me haréis vuestra esposa entonces? —Ese es el trato. —¿Lo cumpliréis? —gimoteó lastimera montándolo a horcajadas. —Antes debemos deshacernos del esposo. Como ha demostrado, es una rata difícil de matar. Por la mente de Angeline cruzó una idea descabellada. El pensamiento la hizo enderezarse. —Hagámoslo de otro modo. —Es posible que ella me recuerde. De todos es sabido que es una mujer caritativa. ¿Creéis acaso que una joven viuda despojada por crueles familiares de todo lo suyo no despertaría su generosidad? —Por lo que sé, ha recibido a muchas damas en mejor situación que la vuestra. Pero ¿qué adelantareis con convertiros en una más de sus damas? —Podría ser que el brutal y despiadado Dragón se sintiera tentado a despedazar a una dulce viuda si esta lo incitara lo suficiente. Sé que puedo tentar a ese hombre, hacerme con su voluntad. No ha de ser muy diferente a otros —meditó pensativa. Marlowe la miró uno largos segundos y después rompió a reír. —¿Vais a haceros la puta de ese campesino? —Haré cualquier cosa si con ello alcanzo mis metas. Según tengo entendido es un hombre brutal. —Y eso os excita —constató Marlowe. —Casi tanto como a vos. —Entonces, ¿estáis decidida? —¡Sí! Haré que el Dragón caiga en mis garras y luego me desharé de Margaret Norfolk. La cabeza de Angeline bullía de nuevo llena de expectativas. Sabía cómo utilizar sus armas. Hechizaría al Dragón. Una sonrisa iluminó sus facciones confiriéndole un aspecto pérfido.

CAPITULO IX Margaret despertó confusa y abotagada. Tiempo atrás había escuchado a Wentworth abandonar la habitación mientras fingía dormir. En realidad, no había podido pegar ojo en toda la noche, no estaba acostumbrada a compartir su lecho y muchos menos con alguien que roncaba y gruñía como un animal del bosque. La tensión de su noche de bodas la había dejado agotada. Por primera vez en su vida, permaneció en el lecho sin ganas de enfrentarse a la realidad. Se arrebujó entre las mantas. Todos, esa mañana, la mirarían compadeciéndola por lo sufrido en el lecho nupcial y razón nos les faltaba. Dejó escapar un gemido mientras hundía la cabeza entre las almohadas. Sí al menos él se hubiera mostrado un poco más cariñoso, menos brusco... Unas palabras de aliento hubieran bastado y no aquel «abrid las piernas». Al recordarlo se sonrojó profundamente. Al menos ya sabía lo que esperar de aquel aspecto de su vida matrimonial... Los invitados ya debían de haberse levantado. Muchos regresarían a sus hogares ese mismo día, otros participarían en las celebraciones navideñas del lugar. Tendría que levantarse y hacer frente a sus obligaciones, extensas ese día. Con un suspiro se puso en pie y se deshizo de su camisón. Observó las manchas de sangre que lo cubrían. Lo quemaría en la chimenea, decidió mientras se ponía la bata de terciopelo. Sus damas acudieron en tropel a su llamada. Todas la miraban como si fuera un muerto que regresa al mundo de los vivos. —¿Estáis bien, mi señora? —se interesó Lady Sara. Margaret hizo una mueca y miró las caras ansiosas que se agolpaban en torno suyo. —Me agradaría un baño. —Lo teníamos previsto —se sonrió Lady Sophie haciendo entrar a una camarera. —¿Seguro que estáis bien? —insistió Lady Catalina decidida a no desprenderse de la preocupación al descubrir los restos de su camisón en el fuego de la chimenea. —¿Qué queréis escuchar? ¿Una declaración de torturas? No puedo decir que fuera un trago agradable, ciertamente no lo fue. Lo único bueno que puedo decir es que al menos acabó pronto — explotó. —Entonces no entiendo —intervino la pequeña Anne. —¿Qué no entendéis? —Una vez escuche decir a… bueno a alguien que lo estaría haciendo todo el día. ¿Vos no? El grupo de damas ahogó una exclamación escandalizada. —¡Por Dios, niña! ¿Cuándo dejarás de escuchar conversaciones ajenas a tu condición? En ese momento llegó una sirvienta procedente del piso inferior con el recado de que Lord Wentworth aguardaba su presencia. Margaret recordó que esa mañana habían de cumplimentarse todos los papeles sobre el nombramiento del nuevo conde y el traspaso de sus posesiones ante los notarios reales llegados de la capital para tal propósito. El funcionario real releyó el documento de traspaso mientras Alfred asentía con la cabeza,

corrigiéndolo cuando la información no se ajustaba a la realidad. Lord Poynings, sentado junto a la chimenea, actuaba como testigo mientras sorbía algún licor. Únicamente el interesado parecía no prestar atención. Apostado junto a la ventana observaba, a través de la hermosa cristalera, los extensos campos. Aquellos campos eran, desde el día anterior, suyos por derecho. Suyos. Margaret entró con paso decidido en la sala. Sus ojos vagaron por la estancia hasta toparse con la figura de su marido. La luz matutina recortaba su silueta enfundada en unas masculinas calzas de ante y un jubón en tonos castaños. —Disculpad mi demora. Wentworth se volvió a mirarla haciendo que su corazón latiera ferozmente cuando sus ojos se encontraron, ¡si al menos no se hubiera rasurado la barba! Pero aquel rostro patricio presentado con aquel leve aire de indiferencia le restaba fuerzas. Margaret le saludó con una inclinación de cabeza. —Creo que podemos comenzar —señaló Alfred a su oído. Margaret asintió conforme y tomó lugar en el escritorio. El guerrero se dio el gusto de observarla mientras inclinaba la cabeza para leer los legajos. No recordaba muy bien lo ocurrido la noche anterior. Había ingerido suficiente cerveza como para tumbar un caballo. Cuanto más se esforzaba, más esquivos eran sus recuerdos. ¿Se había comportado gentilmente con ella? ¿Había sido considerado frente a su virginidad? Si se esforzaba podía rememorar sus pálidos muslos acogiéndolo. Tenía la sensación de que su pequeño cuerpo le había provocado un placer inmediato, pero no podía estar seguro. Con una mueca, su mirada regresó al exterior. Esperaba que la dama lo tratara con desdén y desprecio después de haberse comportado como un animal pero los ojos cerúleos lo había buscado en primer término sin rehuirle. La enumeración de sus nuevas posesiones continuó monótona. Reclinado contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho, Adrian continuó con su escrutinio. Le resultaba difícil hacerse a la idea de que ella también le pertenecía. Vestida de terciopelo, sus pequeños pies recogidos bajo el ruedo de su falda y aquel horrible tocado, toda ella le pertenecía. El pensamiento le provocó un placer exultante. —Creo que está todo —expresó el notario—. Ahora es necesaria la firma de los testigos y la de los contrayentes. El guerrero se acercó para cumplir con su parte. —¿Queréis que lea de nuevo el documento? —Confío en vuestro buen hacer. —Las condiciones… —Estimo que serán las habituales —atajó Wentworth. Alfred tendió la pluma a Margaret que estampó su firma con elegante caligrafía. Wentworth rubricó su firma junto a la de ella. Fue el turno de Poynings y el padre Francis. Una vez realizado el trámite, Alfred vertió un puñado de arena para retirar los rastros de tinta y se lo entregó al notario real que timbró el documento con el sello real. —Enhorabuena, milord —congratuló el notario tendiéndole una copia de sus posesiones. Wentworth guardó el pergamino bajo su jubón. —¡Que Dios bendiga este matrimonio y su descendencia! —proclamó el padre Francis.

—Norwich os espera para honraros —anunció Poynings poniéndose en pie. Margaret se tensó al recordar ese pequeño detalle. —Olvidé deciros que debemos visitar la ciudad —explicó apresuradamente. —Ya veo, ¿y qué se supone que debemos hacer allí? —inquirió Adrian con tono amenazante. —Nosotros nos retiramos —anunció el padre Francis previendo la tormenta que estaba a punto de fraguarse. «Aún no», clamó Margaret en su interior mientras los veía desfilar camino de la salida. —¿Y bien? —exigió Adrian cerniéndose sobre ella como un halcón. Ante su intolerable altura, Margaret se puso de pie para deshacerse de la sensación de dominio que le provocaba. —Nada extraordinario, os lo aseguro. Visitaremos la alcaldía, el alguacil nos tiene reservada una comida de celebración, después debemos visitar a los artesanos, St. Andrew’s hall, Lady Chapel, Sant Peter Mancroft donde haremos una ofrenda, para finalizar en la catedral donde asistiremos a un oficio por nuestros esponsales —explicó con rapidez—. De regreso nos detendremos en el monasterio para reunirnos con el abate. Es tradición hacer una donación para los menesterosos. Wentworth la miraba con una ceja elevada sin decir nada. —¿Pensáis hacerme recorrer todas las malditas iglesias de Norwich? Margaret le enfrentó tomando aire. La batalla se presentaba reñida. —¿Acaso no escuchasteis? Es la tradición. El pueblo se sentirá defraudado si no lo hacemos así. —Señora, no soy un santo beato para pasar el día de iglesia en iglesia. La joven entrecerró los ojos. —Debéis acatar vuestros nuevos deberes. —¿Y si no lo hago?— La provocó por el mero placer de verla estallar. Los ojos azules de la joven relampaguearon de furia. —Si no lo hacéis yo misma me encargaré de hacer de vuestra vida un infierno de una y mil maneras —chirrió para luego gritar—. ¡Por todos los santos! Dejad de actuar como un niño caprichoso, todos hemos de renunciar a algo y realizar cosas que nos desagradan. ¿O acaso creíais que solo ganaríais un título? Vuestra nueva condición conlleva obligaciones. —¿Por ejemplo? —inquirió el guerrero que se acercó haciéndola retroceder hasta la chimenea antes de concretar—. ¿Qué cosas habéis realizado que tanto os desagradan? Enumeradme alguna. La joven parpadeó confusa. Ese no era el tema a tratar. —He tenido que tomar decisiones difíciles cuando la situación así lo requería, aplicar castigos ejemplares, dar techo a invitados que no eran de mi agrado y… —Tuvisteis que casaros por orden del rey —indicó Wentworth. —No estamos hablando de nuestro matrimonio, sino de las obligaciones que conlleva. —Y habéis tenido que entregar vuestra bendita virginidad a un campesino sin modales al que detestáis —continuó él sin dar muestras de haberla escuchado. —Yo no os detesto —protestó vivazmente. —Pero detestáis acostaros conmigo. —Dejad de comportaos como un chiquillo. ¿Acaso pensabais que el título estaba libre de obligaciones? Cuanto antes actuéis como señor de estas tierras antes lo entenderán sus gentes.

Ella había negado detestarlo, al parecer tampoco lo odiaba. ¿Qué sentía entonces? —Está bien —concedió él después de un tiempo—. Me habéis convencido. —¿Lo he hecho? —preguntó Margaret con desconfianza. —Todos debemos de hacer concesiones. —Así es —afirmó recelosa. Le parecía imposible que él pudiera haber aceptado tan fácilmente. —Entonces, señora, ambos asistiremos a esos actos, soportaremos este infierno juntos. Margaret intuía que había un pero. —En lo sucesivo, os recomiendo que tengáis a bien consultarme mis deberes. «¿Solo se trataba de eso?» —Y como todos hemos de renunciar a algo —prosiguió alertándola—, vos misma empezaréis por dar ejemplo. —¿Os parece poco a lo que he renunciado ya? —Señora, no habéis renunciado a nada. Soy vuestro esposo, lo mío es vuestro. —¿A qué he de renunciar entonces? ¿Mi libertad? Me temo que no es posible, ya os pertenece; mi riqueza —enumeró haciéndole sonreír—, no, tampoco eso es posible. —Nada tan complicado, milady. —Las largas pestañas de la joven parpadearon como fugaces mariposas—. Quiero veros sin ese tocado de matrona. No quiero que nada cubra vuestra cabeza. La extraña petición la tomó por sorpresa. No consideraba su cabello digno de admiración y no entendía el empeño de Wentworth por verlo suelto. —Soy una mujer casada y toda dama casada debe cubrir su cabeza. —Vos no. —Deliráis —opinó, si bien era cierto que había comenzado a usar los pesados tocados porque le otorgaban un aire maduro y severo, algo ineludible para una joven que necesitaba a toda costa hacerse oír y respetar. —En lo sucesivo, os presentaréis ante mí sin nada sobre la cabeza. Y si lo que os preocupa es el qué dirán, os informo de que la última moda en la corte es la cabeza descubierta. —O rebanada —se mofó ella. —¿Y bien? ¿Qué decís? —¿Acaso tengo alternativa? —murmuró con los labios fruncidos de fastidio. —Podéis decir que no, pero me gustaría que me complacierais en esto. El tono formal de su petición alcanzó una parte de su ser desconocida, aquella dispuesta a satisfacer a Wentworth. —Así lo haré. Y ahora, el pueblo nos espera. Los invitados congregados en salón principal vitorearon a la pareja. Margaret pudo ver el orgullo de los más allegados a su esposo, sin embargo, entre los invitados de mayor alcurnia, la desconfianza y el desdeño estaban presentes. Fulminó con la mirada a aquellos que osaban desestimar la autoridad de su esposo. Algún día, todos ellos bajarían la cabeza ante él y no lo harían por miedo, sino por respeto. Aunque para ello quedaba por delante un duro trabajo, suspiró mirando la fiera expresión de Wentworth. Su nuevo aspecto podría ayudar si no fuera por su ceño fruncido y su expresión hosca. Si al menos se hubiera abstenido de portar espada…

En el exterior, un palafrenero sostenía las riendas de su yegua parda que al lado del gran semental de Wentworth parecía apenas un pollino. Eugen, apostado junto a Jules, vestía un jubón hecho de retales de cuero en diferentes colores. Adrian gruñó al verlo y para decepción de Margaret el escudero le colocó la cota de anillas metálicas y el almete. —¿Vais alguna guerra, mi señor? —inquirió ásperamente. ¿Cómo entenderían los habitantes de Norfolk que su nuevo amo no era un cruel Dragón si se presentaba ante ellos con semejante facha? Adrian le dedicó una mirada ladeada mientras se ceñía la espada. El rostro femenino estaba levemente sonrojado debido a la fría brisa pero sus ojos brillaban de fastidio. Adrian no entendió su ánimo. ¡Por Dios!, nunca le era posible saber lo que pasaba por su mente, aunque estaba seguro de que ninguno de sus pensamientos tenía que ver con el temor de enfrentarle. —Soy un guerrero, señora, no un petimetre —desdijo montando de un ágil movimiento. Margaret se vio sola ante su yegua. Un hombre con buenos modales le habría ofrecido su ayuda, pero su esposo no era un hombre de buenos modales, ni siquiera de modales. Eugen se adelantó presto con las manos cruzadas. —Permitidme, señora —dijo inclinándose—. Estoy acostumbrado a estos menesteres. Margaret agradeció el gesto del muchacho una vez instalada a lomos de su yegua. A una sola voz, los hombres de Wentworth montaron en sus cabalgaduras y cerraron filas en torno a sus señores. Ante ellos, el estandarte de la casa Norfolk ondeó orgulloso al viento del norte. Otros muchos caminarían tras ellos haciendo resonar los tambores a su paso. Días antes, esos mismos hombres pertenecientes a aldeas cercanas, no eran más que simples campesinos sin conciencia alguna de lo que significaba el orden castrense. Eugen los despidió agitando furiosamente las manos y aplaudiendo ante el espectáculo. —Vuestro amo es un bárbaro —observó la voz suave de Alfred a su espalda. —Y vos una corneja —replicó vivaz observando despectivamente la delgada figura vestida de negro—. ¿Os atrevéis a hablar mal de mi señor? —Jamás osaría a tanto, pero es obvio para todos que le falta alcurnia. —Wentworth puede no ser un caballero, pero os aseguro que no encontrareis otro mejor en todo el reino a la hora de defender lo suyo. —La voz de Eugen rechinó en los oídos del secretario. Para un judío como él, lo conveniente siempre era mantener la boca cerrada, pero ante la presencia de aquel llamativo joven, Alfred se veía en la necesidad de acicatearle. Nunca antes había llegado tan lejos. Una ácida respuesta le quemó la lengua y, conteniéndose a duras penas, giró sobre sus talones y entró en la casa. Margaret espió a través de las pestañas entornadas al hombre arrodillado a su lado. A lo largo de la mañana había soportado los oficios en las distintas iglesias de Norwich, pero no estaba segura de cuánto más podría aguantar el hombre. Se estremeció al pensar que aún debían visitar el monasterio. —El oficio está a punto de finalizar —le animó Margaret mientras el coro iniciaba un nuevo cántico—. Si os agrada, después podremos visitar el tesoro de la catedral. —Lo único que deseo en estos momentos es salir de este albañal. Margaret abrió los ojos ante semejante improperio. Agitada miró hacia atrás para ver si alguien más había escuchado las palabras de Wentworth.

—No podéis hablar así en un lugar santo —le regañó sin apenas separar los labios. Adrian se mantuvo en silencio reprimiendo las ganas de sonreír. Era fácil escandalizarla y él había descubierto un nuevo placer en ello. Se vieron obligados a ponerse en pie para luego volver a postrarse. Sin pretenderlo, su brazo rozó ligeramente el pecho de la joven. Lo retiró como si el contacto le quemase. Después de todo, debería poseerla de nuevo, pensó fastidiado. La deseaba y aquel deseo se le clavaba en las entrañas. Lo ocurrido la noche anterior le atormentaba. Incluso en el presbítero de una catedral abarrotada podía excitarle. Imaginó el rostro de su esposa ante una revelación semejante y esta vez no pudo evitar sonreír. —¡Está sonriendo! ¡Por todos los demonios, tanta misa lo ha enloquecido! —declaró De Claire. Marcus buscó a Wentworth con la mirada y frunció el ceño. —Ha de estar ebrio, ¿cómo sino iba a soportarlo? —expuso Marcus explicando a la vez su propio comportamiento. Jules miró a ambos chascando la lengua. Su mal humor había empeorado a lo largo del día. En realidad, desde que los hombres se habían enterado de quien era su compañero de habitación, días atrás. La atención de los tres convergió en la pareja. Él, un enorme y adusto guerrero, y ella, una delicada doncella de lengua vivaz. —¿Quién hubiera pensado que veríamos al Dragón asistiendo a un oficio religioso? —En realidad este es el cuarto —puntualizó De Claire para mayor sorna—, y en un mismo día. La mayor preocupación de Margaret durante el día fue presentar a Wentworth como una elección acertada para todos los habitantes de Norfolk, pero los modales hoscos del guerrero no ayudaban en su empresa. Pocos fueron los que se atrevieron a vitorearle y menos aún a aclamarle. Sus expresiones delataban su temor y la compasión que sentían por su joven señora, obligada a un matrimonio forzoso con el cruel Dragón. Por ese motivo Margaret, lo retuvo al finalizar los oficios en la catedral donde aguardaban sus monturas. —Os agradecería que esta vez fueseis vos quien me ayudaseis a montar —le susurró para que nadie más pudiera escucharlo. —¿Tenéis algún problema para hacerlo sola? —Pues… ¡No importa! Simplemente hacedlo —siseó consciente de que un rasgo de gentileza de su parte ayudaría a ensalzar su imagen. Wentworth la tomó por la cintura y la depositó a mujeriegas sobre la montura sin ninguna delicadeza. —¿Teníais que ser tan brusco? —replicó llena de fastidio estirándose para alcanzar las riendas. —¿Quién os entiende? ¿Acaso no pedisteis mi ayuda? —¡No importa! —exclamó enfadada fustigando suavemente a su yegua para dejarle atrás. Adrian gruñó por lo bajo observando el trote de la jaca. Un momento le pedía que la ayudase y al otro, le reprochaba su ayuda. Llegó el turno de visitar el convento donde hicieron ofrendas y mantuvieron un encuentro con el abate. Al abandonar el recinto la oscuridad se cernía ya en torno a ellos. Una racha de viento helado

sacudió los pesados ropajes de Margaret haciéndola temblar. Con gesto agotado se dirigió hacia su yegua mientras un palafrenero se acercaba para ayudarla. Wentworth despidió al hombre. —Estáis derrotada —dijo a modo de explicación antes de colocarla sobre su propia montura. Cabalgó tras ella y sujetó las bridas del caballo recluyendo el cuerpo femenino entre sus brazos y su cota metálica. —Puedo cabalgar sola —protestó Margaret sin demasiada convicción. —Lo haríais solo por llevarme la contraría. Si volvierais a montar sobre esa cosa —señaló su silla de montar lateral—, acabaríais por romperos el cuello. Por esa vez Margaret no lo contrarió. Ella odiaba aquella silla incómoda y rígida. —Descansad contra mi pecho, no os dejaré caer —ofreció el guerrero. Pero Margaret encontraba aquella intimidad demasiado intensa para su gusto, le hacía recordar la noche anterior, su cuerpo desnudo moviéndose entre sus piernas. Se revolvió incómoda contra el fuste de la silla. —No creo que sea conveniente montar juntos. —Relajaos, señora, y dejad de quejaros —gruñó apretándole las caderas con levedad. La rodeó con la piel de lobo de su capa y concentró su atención en el camino que tenían por delante. El cuerpo femenino se fue aflojando lentamente contra él haciéndole notar la suavidad de sus curvas. Margaret se había quedado dormida con el rostro vuelto sobre su pecho. Aquel rostro relajado, despojado de su habitual gesto de obstinación, lo conmovió hasta el tuétano. Aquella mujer despertaba en él sentimientos que creía extinguidos. Estudió a su antojo los labios gruesos que, ligeramente entreabiertos, dejaban escapar el aire en leves respiraciones. Inclinó el rostro hasta hacer rozar su nariz con su cuello persiguiendo el olor floral que allí se escondía. Lo asaltó el deseo. Sin pretenderlo apretó su brazo en torno a ella haciendo que sus ojos se abrieran somnolientos. Al descubrir la cercanía de su cara los ojos cerúleos lo observaron con seriedad. —¿Tenéis frío? —preguntó en voz baja. Margaret, prendada del magnetismo de sus ojos, negó ligeramente. Lentamente su mano se alzó para tocar su pelo. —Os sienta bien así —dijo mientras su mano resbalaba por su mejilla rasurada. Un escalofrío le recorrió los miembros haciéndole erizar el vello. —¿Un elogio de vuestros labios? Decididamente estáis agotada. —Vos en cambio lucís despreocupado. —Señora, con el día de hoy he cubierto el cupo de misas para el resto de mis días. —Era necesario cumplir con nuestras obligaciones. Y me permitiréis señalaros que no fue muy gentil por vuestra parte negaros a visitar… —No os atreváis a regañarme tras un día semejante —acotó él, pero un brillo divertido asomó a sus ojos restando contundencia a su afirmación. Margaret sonrió. El cuerpo de Wentworth le proporcionaba un delicioso calor que la adormecía. Para Adrian, en cambio, la cabalgata se convirtió en una tortura. Se convenció de estar volviéndose un sátiro. No era digno reconocerlo, pero disfrutaba del suave roce del trasero de su esposa contra su entrepierna. Quizás no había sido buena idea hacerla cabalgar junto a él. Imaginó otra clase de cabalgada y la sangre le hirvió.

Para Margaret, la llegada a Norfolk se enredaba con sus sueños. No recordaba haber llegado a su cuarto ni a sus damas preparándola para el lecho. Su único recuerdo eran unos brazos fuertes sosteniéndola. Horas más tarde, despertó de forma súbita cuando una mano la aferró por el hombro. Asustada trató de zafarse, ¿quién había osado entrar en sus aposentos y despertarla tan rudamente? Insistente, la mano la apretó con urgencia. Recordó entonces que desde el día anterior había perdido el derecho al uso exclusivo de su lecho. —¿Wentworth? —inquirió incorporándose entre las sabanas de hilo con los párpados pesados. Aturdida lo vio deshacerse de sus ropas. —¿Acaso esperabais a otro? —¿Habéis estado bebiendo? —adivinó al percibir sus movimientos desmañados—. ¿Qué hora es? —Tarde. —Pensé que esta noche ocuparíais vuestras habitaciones. —¿Y no son estas? —urgió mientras se erigía frente a ella sin más adorno que su calzón. La prenda apenas ocultaba el bulto de sus piernas. —¿Qué pretendéis? —preguntó con la boca seca. —Os habéis pasado el día sermoneándome acerca de mis obligaciones. Bien, señora, dejad que cumpla con esta —dijo hincando una rodilla sobre el colchón. La hizo tumbar sobre las almohadas y apartó las cobijas para tomar posición entre sus piernas. Margaret respiró agitadamente. —Esperad —rogó cuando las manos masculinas recorrieron el interior de sus muslos para palpar sus partes. —Me he pasado el día esperando. No tentéis mi paciencia. —Pues hacedlo y dejadme en paz —resolvió volviendo la cabeza sobre las almohadas para fijar la mirada en el fuego del hogar. Wentworth la penetró débilmente, pero su sequedad impidió que el acto fuera placentero. Con los labios apretados Margaret soportó la dura embestida del cuerpo masculino. El dolor la urgió a apoyar su mano contra su pecho velludo tratando de contenerle. Wentworth se mantuvo inmóvil sobre ella con la respiración rasposa. —Dejadme entrar, Margaret —jadeó contra su oído. Algo se tornó dúctil dentro de ella ante su petición. De repente su mano había dejado de alejarlo, ahora vagaba curiosa por la tensa musculatura de sus hombros. No había en aquellos miembros un gramo de debilidad. Todo era fuerza y potencia. Su cuerpo se fue aflojando bajo aquella robustez. Sus piernas se alzaron para aferrarse a sus caderas. Adrian comenzó a moverse de nuevo. Sus embestidas eran rítmicas, candentes. El dolor había desaparecido suavizado por la humedad que brotaba de sus propias entrañas. Algo en su interior comenzaba a despertarse y agitarse. Adrian hundió la cabeza entre sus pechos, su respiración caliente atravesó el algodón de su camisa. Entrecerró los ojos y arqueó el cuello mientras un deseo incandescente crecía y crecía en su interior. Pero de nuevo, el final se impuso con brutal crudeza. Con un quejido, el cuerpo de Adrian se sacudió en espasmódicas convulsiones antes de desplomarse a un lado. Ella permaneció largamente mirando sus amplias espaldas consumida por la frustración. Una vez más, había vuelto a desilusionarla.

CAPITULO X Margaret compartió desayuno con sus damas. Su mal humor disminuyó cuando fue informada de la partida de su esposo a hora temprana. —Disfrutaremos, pues, de una jornada tranquila —suspiró con la esperanza de que sus palabras se hicieran realidad. La morada gozaba de una relativa paz después de la marcha de casi todos sus invitados. Solo restaba animar a los más rezagados a apurar su despedida y su hogar regresaría a una relativa normalidad. —Quizás debierais hablar con Anne —anunció Lady Sophie. Por primera vez Margaret se percató de la ausencia de la niña. —¿Le ocurre algo? —Está en la cama, dice que no se encuentra bien. —¿Pero? —Está preocupada por la próxima visita de su tío. Hace tres días, Alfred recibió una misiva anunciando su intención de presentarse en Norfolk para reclamar su tutoría —explicó lady Catalina. —¿Por qué nadie lo puso en mi conocimiento? —recriminó poniéndose en pie como un resorte. Lord Wilson era un hombre violento y despiadado que había infligido su particular dominio del terror sobre la pequeña heredera. Margaret la había rescatado de sus garras mediante argucias con las que se había granjeado el rencor del caballero. Cuando la bolsa de sus dineros menguaba, Lord Wilson volvía a presentarse en su puerta y reclamaba sus derechos legales sobre la niña. —Teníais vuestros propios problemas. No quisimos importunaros. —Lady Anne escuchó decir a una de las doncellas que quizás Wentworth decidiera entregarla de nuevo a su tío. Al fin y al cabo la promesa que le hicisteis a su madre no le compete a él. —Mi esposo protegerá a Anne, nadie debe dudar de eso. Ahora iré a hablar con ella. —Suspiró dándose cuenta de lo desconectada que había estado de los problemas domésticos desde la llegada de Wentworth. Era el momento de retomar las riendas de su hogar y hacer frente a aquel brete. Anne descansaba sobre las almohadas con los ojos enrojecidos por las lágrimas. Al verla, se incorporó secándose los ojos con los puños. —Me dijeron que os encontrabais mal. Os he traído el brebaje de Lady Sara —indicó ofreciéndole un jarrillo con olor a miel y espliego. La niña arrugó la nariz con repugnancia pero no lo rechazó. Margaret tomó asiento sobre el lecho y acarició el rostro sonrojado de la muchacha. Los enormes ojos azules la miraron atentamente. —Os hacéis mayor, dentro de poco os convertiréis en toda una dama y tendremos que espantar a vuestros pretendientes —bromeó tratando de arrancarle una sonrisa. —No quiero ningún pretendiente. —Cambiaréis de opinión. Y ahora decidme, ¿qué es lo que os inquieta? Ya sabéis que no dejaré que vuestro tío se os acerque.

—Amenaza con llevarme con él de nuevo y desposarme con su horrible hijastro. Margaret la tranquilizó acariciando su cabello. —¿Cuántas veces ha hecho lo mismo y cuántas veces ha tenido que huir con el rabo entre las piernas? —Pero esta vez es distinto —opinó con un mohín infantil. —¿Por qué? —Vuestro esposo bien puede decidir que soy un estorbo en esta casa. —¡Buen Dios! ¿De dónde has sacado esa tontería? Anne tardó en responder. —Lo escuché decir a una sirvienta, pero tiene razón —se apresuró a añadir—. Tal vez no quiera agregar a mi tío a su lista de enemigos. Quizás acepte escucharle y enviarme de vuelta. —Wentworth hizo una promesa. Juró defender Norfolk y a todos los que en él habitamos. ¿Creéis que es un hombre dado a promesas vanas? —Lord Wentworth siempre se muestra molesto con nuestra presencia. —Lord Wentworth se muestra molesto con todo, pero no por eso faltará a su promesa. Y si vuestro tío se enfrentara con mi esposo, ¿quién supones que sería el vencedor? Lady Anne murmuró una respuesta. —Entonces, dejad de preocuparos con semejantes cuestiones. Ahora levantaos y acompañadme a la sala. Lady Sophie tiene problemas para elegir los hilos de su bordado y solo vos podéis aconsejarla. La mañana transcurrió sin más incidentes. Margaret aprovechó el momento para visitar los corrales de aves para luego revisar el estado de las despensas después de los festejos de sus esponsales. Norfolk debía proveerse de nuevas mercaderías, le aseguró la cocinera. Medió en la disputa de dos sirvientas antes de buscar al mayordomo para tratar ciertas cuestiones domésticas. De regreso a la sala se topó con Eugen. —¿No habéis acompañado a mi esposo? —Casi nunca lo hago. Went… disculpad, lord Wentworth sabe que lo detesto. —Es muy considerado por su parte no obligaros, entonces —opinó divertida preguntándose de qué le servía un escudero que no ejercía como tal. —Mi señor lo hace para preservar su propia salud, no soporta oír mis lamentaciones. —Entonces tal vez podáis ayudarme a mí. Esta casa necesita de todas las manos y mentes que la habitan. —Nada me honraría más, milady. Hay cientos de ideas que rondan mi cabeza. ¿Habéis probado a añadir lavanda en el agua caliente de la colada? —parloteó mientras trotaba tras ella. —Decís que conocéis bien a mi esposo. —Puedo ayudaros también en eso si es lo que necesitáis. Comenzaré diciéndoos que es un hombre predecible una vez que se le conoce bien. —Os mataría si os oyera hablar así de él. —Amenazaría con ello, pero no lo haría. —Se inclinó para revelarle un secreto—. Creo que en realidad me estima.

La risa de Margaret resonó por toda la estancia. El ataque del bosque había mantenido a Adrian preocupado. Por ese motivo recorrió sus dominios y estableció patrullas que registraran el paso de viajeros en todos los caminos y con especial hincapié en el que se internaba en el bosque. Emplazó a los lugareños a instruirse en la defensa y reclutó a un pequeño número de vigías dando orden de ser informado de cualquier incidente que implicara muertes, robos y asaltos. La jornada resultó gratificante en sí y, satisfecho, regresó a la calidez de su nuevo hogar. «Hogar». ¡Con qué rapidez se había acostumbrado aquel vocablo! Tal y como hacía siempre, se dirigió en primer término a los establos para atender a su caballo. John, aquel meticuloso hombrecillo, aguardaba su llegada en la entrada para proporcionarle agua y un lienzo con el que higienizarse las manos y el rostro. —¡Eugen! —bramó a la espera de que el muchacho apareciera para arrojar sobre él su capa y guanteletes. El ambiente cálido del hogar le hizo frotar las manos con fruición. Fuera la ventisca resoplaba en toda su intensidad. Un sirviente se acercó para ofrecerle una copa de vino caliente mientras tomaba asiento junto a la chimenea. Dejó que las llamas calentaran sus pies entumecidos en tanto su mirada vagaba por la sala hasta que el objeto de su interés apareció a través de una de las arcadas. La acompañaban varias sirvientas que discutían vivamente entre ellas. Margaret se detuvo para reconvenirlas y rectificar sus objeciones. «Están perdidas», meditó para sí mismo con sorna. La verborrea de Lady Norfolk superaba a la de cualquier mortal. Margaret olvidó lo que estaba a punto de decir cuando vio a su esposo al otro lado de la sala. ¿Por qué nadie le había dicho de su regreso? Su interés en la discusión se disipó. Con un gesto despidió a las dos muchachas. No había más remedio que acercarse y saludar como correspondía. —¿Habéis tenido buen día, mi señor? Esta mañana habéis abandonado muy temprano la casa. ¿Puedo saber el motivo? La mirada de Wentworth se deslizó perezosamente por sus formas azorándola. —Lo cierto es que este triste día ha mejorado con vuestra visión. Margaret se sonrojó profundamente ante la inusual galantería del guerrero. —¿Puedo ofreceros más vino? La cena aún tardará en ser servida. —Me basta con vuestra compañía. Venid y sentaos a mi lado. Ella estuvo a punto de rechazar su oferta, desconfiaba de sus maneras suaves, no eran habituales en él, pero cambió de idea al recordar que debía tratar el tema de Anne. Con gracia y donaire hizo revolotear sus faldones y tomó asiento junto a la chimenea. — ¿Encontrasteis a los asaltadores que os atacaron? —Parecen haberse esfumado en el aire. Nadie los vio y nadie sabe quién los envió. —Espero que lo descubráis pronto. En ese momento sus damas hicieron entrada en la sala. —Vuestras guardianas no se separan de vos —observó burlonamente tras su copa de peltre. —Todos se reúnen a esta hora —repuso ella con acritud para, al segundo, dulcificar su tono—. Hay un tema delicado que debo tratar con vos —explicó en voz baja captando toda su atención. —Hablad.

—Se trata de Lady Anne. La mirada del guerrero se trasladó al grupo de damas. —La más joven de todas ellas —señaló Margaret al adivinar que no sabía a quién se refería—. Su tío, lord Wilson, ha amenazado con reclamar una vez más su custodia. —¿Y qué mal hay en ello? —Bajo su tutela Anne sufrió todo tipo de vejaciones. Lord Wilson solo desea su herencia y planea desposarla con su horrible hijo, Philip, pese a que ella es solo una niña y su hijo un ser despreciable. —¿Acaso existe un pretendiente adecuado para vuestra adorada Anne? —No. —Entonces… —¡Atended de una buena vez, hombre!, lo que he de deciros afecta a todo Norfolk. —Exageráis, sin duda, pero continuad. —Hice la promesa de proteger a esa niña y ahora, señor, os exijo la misma promesa. —¿Y ganarme así un nuevo enemigo al que ni siquiera conozco? —¿Qué puede importaros uno más? —rezongó indignada. —No me gusta vuestro tono —gruñó él. —Disculpadme —rogó arrepentida a medias—, pero comprended que es una cuestión de suma importancia para mí. Adrian la observó brevemente antes de clavar sus ojos verdes en las llamas. Ansiaba más que nada complacerla. —Sabéis cómo convencerme. Está bien, señora, asegurad a esa niña que nada le ocurrirá bajo mi protección. Margaret dejó escapar un suspiro de alivio. —Sabía que seríais comprensivo. —¿Y cómo estabais tan segura de mi decisión? —Porque odiáis las injusticias tanto como yo —declaró poniéndose en pie mientras le premiaba con una sonrisa que despertó sus más bajos instintos. Más tarde, en la intimidad de sus aposentos, ella misma tendría que encargarse de apagar las brasas que había encendido con ese gesto. Margaret despertó cálidamente arropada. El fuerte viento que fustigaba las contraventanas anunciaba un día invernal. Perezosa, se arrebujó en las mantas, pero despertó por completo al darse cuenta de que Wentworth aún permanecía en el lecho. Nunca antes lo había hecho y nunca antes la había tomado en brazos, notó alarmada, pues descansaba sobre su hombro con una pierna sobre la ingle masculina. La noche anterior él había señalado con descaro su deseo de que lo acompañara hasta el dormitorio. Margaret cerró los ojos al recordar la estrecha inspección a la que aquellos ojos verdes la habían sometido tras desnudarla con precipitación, ni siquiera le había permitido conservar el recato de su camisón. Ella tampoco había podido ignorarle. Y lo que había visto se había marcado a fuego en sus recuerdos. Que él era un hombre atractivo ya lo había comprobado, pero visto así, de cerca, desposeído de

cualquier prenda que pudiera ocultar su fuerza y potencia... ¡Cielos!, apenas había podido contener el retumbar de su corazón que parecía deseoso de escapar de su confinamiento y saltar por toda la habitación. Bajo la luz de las velas, su piel brillaba dorada salpicada de antiguas heridas de guerra mientras su masculinidad, proyectada hacia delante, hablaba claramente de su deseo. Ya no le daba miedo, pero su fortaleza le inspiraba respeto. La parte baja de su cuerpo había reaccionado humedeciéndose. Como era habitual en él, Wentworth la había empujado sobre el colchón sin dilación. La había tomado con rapidez. El bronco suspiro que se escapó de su garganta había señalado el final del acto. Margaret había reaccionado en consecuencia tratando de retenerlo. En su interior bramaba una necesidad que precisaba ser atendida. Wentworth se había dejado caer a un lado para observarla con el ceño fruncido como si se tratara de un enigma imposible de resolver. Esa misma cuestión había rondado los pensamientos de Adrian al despertar. Los interrogantes se sucedieron en su cabeza, pero ninguno parecía tener una respuesta válida. Hasta lo que él podía comprender, Margaret había aceptado el hecho de convertirse en su esposa, de entregarse a él cada vez que se lo exigiera. Pero el reproche que brillaba en sus ojos azules esa noche no tenía nada que ver con derechos y obligaciones maritales y eso es lo que le mantenía confuso. Se había mantenido bajo las mantas observando cómo ella dormía. Sentía una estúpida fascinación por los rasgos aniñados que descansaban plácidamente sobre su hombro. Nunca nadie le había provocado aquella agitación en el corazón, aquella miscelánea de sentimientos encontrados. Dudaba de su propia cordura al involucrarse hasta tal punto con una mujer, su propia esposa. Sentirla así, pegada a su cuerpo, le hacía sentir en casa. Su mano vagó por sus caderas hasta rozar sus nalgas. De nuevo se vio atacado por el deseo, un deseo que le devoraba por dentro y le hacía hervir la sangre. Con un suspiro cerró los ojos. Hoy sus obligaciones no le exigían partir en mitad de la ventisca. Bien podía seguir disfrutando de las prerrogativas del matrimonio y holgazanear por primera vez en su vida. Minutos después, dormía de nuevo. De igual forma, para Margaret su matrimonio era una sucesión de confusiones. ¿Acaso los hombres podían desear sin amar? Wentworth cumplía como esposo, de eso no tenía queja, pero se mostraba esquivo y maquinal en el lecho. Jamás se demoraba en prolegómenos con ternura o palabras de amor. Abrió los ojos para observar el rostro de su esposo, profundamente dormido. Era la primera vez que lo veía así y no pudo evitar sonreír. El Dragón no parecía tan feroz cuando dormía. Repasó su perfil aguileño y su boca. Aquellos labios no la besaban desde el día de la boda y si bien en aquella ocasión no había podido disfrutar de la sensación, ansiaba repetirla. También ansiaba sentir sus manos sobre su cuerpo, como aquella noche cuando le arrojó el cubo de agua. Ansiaba la ternura que solo un marido amante podía proporcionarle. Ansiaba el corazón del Dragón. Sorprendida por esta revelación, se sentó de golpe en el lecho con los ojos abiertos como aquel que ve por primera vez. ¿Era posible que en tan corto espacio de tiempo se hubiese enamorado de Wentworth? Miró en su dirección con desasosiego. Siempre había creído que el amor llegaría a su vida anunciado por un coro y fanfarrias, un flechazo certero en medio del corazón. Pero aquel amor había llegado de puntillas, colándose en su interior y asentándose como una pequeña semilla que día a día se tornaba más fuerte y poderosa. Inquieta por tales pensamientos, se arrastró fuera del lecho y cerró los cortinajes de terciopelo para preservar el descanso del guerrero. Paseó por toda la estancia aferrada a su gruesa bata. Las reflexiones en torno a su esposo se enredaban en su cabeza. Alguien golpeó a la puerta. Aliviada, Margaret corrió a abrir.

Adrian escuchó un murmullo femenino alrededor del lecho. Por fortuna, las cortinas estaban echadas poniendo a buen recaudo la sensibilidad de las damas, pensó mientras estiraba su cuerpo desnudo entre los cobertores. Su mujercita había tenido la prudencia de hacerlo, ya que él no lo había hecho la noche anterior cuando la hizo rodar sobre el colchón apresado por la más pura y fiera pasión. ¿Hasta cuándo estaría sometido a ella? Deseaba desembarazarse de aquel sentimiento cuanto antes, pero bastaba con probarla una vez y su deseo se multiplicaba. Nunca le había sucedido. Su interés por una mujer se limitaba a una o dos noches y nunca con la intensidad que le provocaba aquel tentador cuerpo. Se endureció al oír la voz queda de su esposa pidiendo silencio. Sus damas estaban vistiéndola. Por unos segundos, pensó en la posibilidad de salir de su escondrijo y exigirle que volviera al lecho, pero el estupor y la desbandada que se produciría entre sus damas lo enfrentaría a una situación difícil. Ese mismo día John, el mayordomo, buscó a su señora para anunciarle la presencia de una mujer que rogaba hablar con ella. —¿Una dama, dices? ¿Quién es John? ¿La conozco? —No sabría deciros, milady. —Vayamos a averiguarlo, pues —suspiró. Una mujer envuelta en una capa de piel raída aguardaba en la entrada de la sala. Al acercarse ella sus ojos grises se elevaron prestos para clavarse angustiosamente en su persona. —Lady Norfolk —pronunció al reconocerla. Se postró ante ella y temblorosa alzó sus manos. Tomada por sorpresa Margaret trató de hacerla levantar. —Levantaos, señora, no soy ninguna reina. —La mujer se puso en pie mostrándole por primera vez un rostro anguloso de labios delgados y pálidos. Sus macilentas mejillas estaban surcadas por lágrimas que inútilmente trataba de contener—. Tomad, utilizad mi pañuelo. Un profundo suspiro reverberó de su garganta mientras se secaba las lágrimas. Había algo en aquel rostro pequeño y pálido que le era familiar, algo que le hablaba de un tiempo pasado. —Decidme quién sois. ¿Os conozco acaso? —Soy viuda de Lord Simmons. Angeline Simmons. —Sí, os recuerdo —reconoció Margaret sorprendida. Angeline Simmos conservaba aquel aire de timidez. Su delgadez se había acentuado con el paso de los años—. ¿Viuda decís? No supe de la muerte de vuestro esposo. Recibid mi más profundo pesar. —La muerte de mi esposo aconteció hace ya algún tiempo. No lamento su partida. Su muerte fue un alivio para mí. —No podemos quedarnos aquí a hablar, acercaos al fuego, estáis helada —invitó. La mujer accedió con un gesto arrastrando su mísero equipaje—. ¿Habéis viajado con esta nieve? —Sí —confirmó la mujer con timidez. —¿Vos sola? —se sorprendió Margaret. —Es una larga historia. —Entonces contádmela sentada, sin duda necesitáis descansar. Lady Catalina y Anne aparecieron en ese instante y se acercaron a saludar. —Permitidme presentaos a Lady Angeline, viuda de Lord Simmons. —Angeline recibió el saludo

de ambas mientras sonreía débilmente—. Ahora contadme qué os ha traído a mi hogar. —No sé por dónde empezar, han ocurrido tantas desgracias en mi vida… Cuando me casé fui enviada a manos de un cruel torturador que hizo de mi vida un infierno. Lord Simmons nunca sintió el menor apego por mi persona, ni siquiera sé por qué me tomó por esposa. Me despreciaba y hacía todo lo posible por demostrármelo. Margaret apretó su mano helada. —¿Os golpeaba? Angeline sonrió tristemente pues en aquello nadie podía recriminarle una mentira. —Eso, señora, era lo menos doloroso que debía soportar. —¿No teníais a nadie a quien recurrir? ¿Vuestra familia? —Mi padre carecía de rango para enfrentar a Lord Simmons, de cualquier modo murió mucho antes de mi boda. Mi única valedora era Lady Marlowe, como sin duda sabéis, pero al morir ella quedé a merced de mi esposo y sus hijos. Fueron ellos los que me despojaron de mis derechos como viuda y me obligaron a dejar mi hogar sin más equipaje que el que veis. Estoy sola en el mundo por eso, mi señora, os imploro, os ruego que me ayudéis. —La voz de Angeline se tornó angustiosa—. No tengo dónde ir, ni a nadie a quién recurrir. Solo vos podéis ayudarme. Solo vos. De nuevo se dejó caer sobre sus rodillas y tomando el ruedo de su vestido, lo besó. —Os lo ruego, no me abandonéis a mi mísera suerte. Haré cualquier cosa que me pidáis, pero no me dejéis a merced de esta desgracia. Margaret la tomó de las manos haciéndola alzar. —Habéis pedido mi ayuda y la tendréis. Ahora necesitáis descansar. Catalina, ¿podéis acompañarla al cuarto de Lady Anne? Ambas pueden compartir cama. Que preparen agua caliente para su aseo y procuradle algo de ropa limpia. Que le sirvan también algo de comer. —No es necesaria tanta atención —lloriqueó Angeline—. No la merezco. Me conformaría con cualquier rincón donde poder tender un jergón y los mendrugos de vuestra mesa. —Tendréis mi protección y los beneficios que ello conlleva, Angeline, y ahora id a descansar y considerad este vuestro nuevo hogar. —Gracias —expresó la mujer con los ojos anegados—. Gracias —repitió sin que ninguna adivinara la falsedad de su agradecimiento. Al partir Catalina y la recién llegada, Margaret se volvió hacia la niña. —Ve a buscar a Lady Sara y Lady Sophie. Anne cruzó corriendo la arcada de la sala, sus prisas la llevaron a chocar contra Wentworth. —Perdón —se disculpó tartamudeando de aflicción. El guerrero observó a la niña con una mano sobre el pomo de su espada. —Tranquilizaos, jovencita, no voy a comeros —recomendó mientras los ojos de la niña se alzaban tímidos hacia su rostro—. En lo sucesivo os recomiendo que midáis vuestros pasos. ¿Dónde ibais con tantas prisas? —Una dama ha reclamado la protección de Lady Norfolk, ella me pidió que buscara a Lady Sara y Lady Sophie para informarlas —murmuró nerviosa ante la atención suscitada. «¿Otra?», pensó Adrian con acritud, si bien se guardó de manifestar su opinión ante la niña. —Si no necesitáis nada más de mí…

—Un momento. —La detuvo haciendo que la niña volviera a asustarse. Se acuclilló frente a ella, echando a un lado el filo de su espada, para mirarla directamente a los ojos—. Hay algo que debo deciros. Vio cómo la niña tragaba saliva y apretaba las manos contra sus faldas. Era una niña hermosa, de enormes y cautivadores ojos color gris. ¿Cómo es que antes no se había dado cuenta de lo joven que era? No debía de contar con más de nueve o diez años. Recordó los infortunios que se había visto obligada a vivir en manos de su tío y no pudo reprimir un inesperado sentimiento de protección. Ella continuaba mirándolo con aquella expresión de temor absoluto. Se le daba mal tratar con niños, casi tan mal como tratar con mujeres. —Sabed que gozáis de mi protección frente a Lord Wilson. Nada podrá haceros estando yo vivo. El rostro de la joven se ilumino de alegría. Era una niña hermosa, volvió a pensar, y algún día robaría el corazón de algún incauto. —¿No me entregareis a él? —Vuestro hogar está ahora en Norfolk, nadie osará acercarse a vos sin mi consentimiento — aseveró con contundencia. En el rostro con forma de corazón de la chiquilla se dibujó una sonrisa. No recordaba la última vez que una niña le había sonreído. —¡Gracias, mi señor! —expresó arrojándose sobre él en un abrazo. Sus labios tiernos estamparon un beso en su mejilla tomándolo por sorpresa. Luego se alzó el ruedo del vestido y corrió escaleras arriba. Marcus y De Claire fueron testigos excepcionales del hecho y rieron al descubrir a Wentworth rozando el lugar donde la niña había depositado su beso. Al descubrirlos, el guerrero frunció el ceño y se apresuró a gritar. —¡Buen Dios, os dije que fuerais con cuidado! La niña se detuvo en lo alto de la escalera y volvió a sonreírle. —Sí, milord —dijo mientras su risa infantil reverberaba en el primer piso. Tiempo después, Adrian buscó a su esposa en la biblioteca según era su costumbre a esa hora del día. La encontró sentada frente a un montón de pergaminos con una pluma en la mano mientras su mirada extraviada se dirigía hacia las ventanas emplomadas. —¿Algún problema? —preguntó rompiendo el silencio. Margaret se volvió bruscamente al oír su voz. —Me habéis asustado —acusó. Los ojos verdes del hombre indagaron las profundidades azules tratando de descifrar qué ocultaban. Margaret apartó la mirada de mala gana. Aquellos ojos tenían el poder de hipnotizarla. —Este verano no han nacido suficientes corderos como para hacer frente a la demanda de lana. Creo que necesitaremos adquirir nuevas cabezas. —Precisamente quería hablaros de ese tema. Se me ha ocurrido pensar que si Norfolk controlara la producción textil, las ganancias se incrementarían. Margaret frunció el ceño ante la propuesta. —Norfolk carece de jurisdicción en el comercio textil, como bien sabéis. —Algo que puede subsanarse con una petición real.

—No podemos afrontar un gasto como ese sin acudir a los prestamistas. ¿Por qué sonreís? —Os consideraba menos conservadora. —No os negaré que la idea ha rondado mi cabeza en numerosas ocasiones. —Norfolk podría producir los paños y comercializarlos en el continente. De Claire me ha hecho ver las posibilidades de Wroxham como puerto de comercio. —¿Wroxham? —repitió Margaret entusiasmada—. Supongo que podría ser, pero el desembolso… —Será necesario si queremos prosperar. —Creo que Alfred podría estudiar las posibilidades —convino al cabo de un rato—, quizás queráis hablar vos con él. —Le diré a De Claire que lo haga, tiene buen olfato para los negocios —dijo acercándose hasta hacer descansar su mano áspera contra su nuca. El contacto hizo que el corazón de la joven se acelerara. —Quisiera daros las gracias por lo que habéis hecho por Anne —titubeó ella al sentir sus dedos acariciar su piel. —Un hombre debe hacer frente a sus responsabilidades. —Me alegra que al fin lo reconozcáis—. La mano de Wentworth descendió por su espalda, la miraba ensimismado sin prestar atención al dardo que ella le había lanzado. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué mostraba tanta solicitud? —¿Os incomodan mis caricias? —Una mujer debe hacer frente a sus responsabilidades —dijo tomando sus propias palabras. Wentworth le arrebató la pluma de la mano y la hizo levantar para mirarla de frente. —¿Por desagradables que estas sean? —¿A qué mujer se la deja elegir? —A vos. —Al hablar se adelantó haciéndola retroceder contra el borde de la mesa—. ¿Qué es lo que deseáis, Margaret? Las rodillas de la joven comenzaron a temblar, era la primera vez que la llamaba por su nombre, un hecho banal que provocó un cataclismo en todo su ser. —¿Importa lo que yo quiera? —masculló. El guerrero forzó su mirada apoyando un puño bajo su barbilla. Su cabeza descendió lentamente para besarla. Margaret permaneció inmóvil cuando su lengua se abrió paso entre sus labios. ¿A quién quería engañar? Aquello era lo que tanto había deseado desde aquella tarde en el establo. Con un suspiró entrelazó sus brazos en torno a su nuca y estiró el cuello para recibir de buen grado su lengua. Con los labios, Wentworth, buscó el lugar más suave de su piel, aquel en el que se unen mandíbula, cuello y oreja y trazó con su lengua un círculo húmedo. —¿Por qué? —inquirió Margaret entre beso y beso pasando sus manos por su cabellera para atraer sus rostro más cerca—. ¿Por qué nunca me tocáis así? Con un movimiento Adrian la hizo apoyar contra la mesa. Su mano se curvó en torno a uno de sus pechos. Lo masajeó con delicadeza arrancando un suspiro de los labios femeninos. Sus ojos se volvieron curiosos hacia su rostro. —¿Os gusta cuando os acarició así? —indagó apretando sus dedos contra la blandura de sus labios y frotando sus yemas en ellos.

—¿Acaso no es evidente? No. Sus anteriores mujeres rehuían su contacto. Alentado por su respuesta Wentworth abrió los cordoncillos de su jubón y bajó su camisa interior hasta descubrir sus pechos. Con un brazo a su espalda, la hizo reclinar para alcanzar sus cumbres coralinas con la boca. Margaret reaccionó con una honda inspiración enterrando los dedos en la suavidad de sus cabellos. Alfred había sido informado de la presencia de Lord Wentworth en la biblioteca por uno de los sirvientes. Deseaba informarle de la llegada del mensaje real personalmente. Al golpear la puerta no aguardó la consiguiente orden y penetró en la sala. Su abrupta entrada hizo que el abrazo de los esposos se desliara precipitadamente. —Disculpadme… os lo ruego —tartamudeó mientras un inusual sonrojo se extendía por sus mejillas. La situación fue igual de engorrosa para Margaret. Tras la espalda de Wentworth se apresuró a cerrar su corpiño para recuperar la dignidad. Le admiró la templanza de su esposo que clavó en Alfred una mirada aguda que hizo que las piernas del hombre temblaran. —¿Qué ocurre? —su voz retumbó como un trueno haciendo que el mayordomo extendiera una mano para mostrarle la misiva con el sello real con la velocidad del rayo. Si no hubiera estado tan avergonzada, Margaret lo habría reconvenido por asustar de aquella manera al pobre Alfred. —El mensajero del rey aguarda vuestra respuesta. Adrian tomó la carta y la arrojó sobre la mesa sin prestarle más atención. —Lárgate —indicó cortante. El secretario retrocedió torpemente. —Sí, milord. —Alfred, aguardad —intervino Margaret haciéndole detener—. Dijiste que el mensajero espera una respuesta. Creo que deberías leerla ahora —sugirió sutilmente tomando la misiva de la mesa. —No tengo interés en hacerlo. Margaret achacó su brusquedad a la interrupción del senescal. —Ha de ser importante si el rey aguarda vuestra respuesta. —Si tan interesada estáis, leed vos el maldito mensaje. La hiriente respuesta hizo que Margaret se enderezara como si hubiera recibido un latigazo. —Os mostráis porfiado aun cuando no hay motivo. —Este asunto no os compete. —Lo que atañe a Norfolk, me atañe a mí. Los ojos verdes se oscurecieron, pero de una manera distinta de cómo lo hacían cuando la pasión lo embargaba. En eso, al menos, comenzaba a conocerlo, porque en el resto… ¿por qué reaccionaba de semejante modo por algo tan intranscendental como una carta? —Vuestros cambios de humor son pueriles. —No me importa lo que penséis de mí. Alfred, refugiado junto a la puerta se encogió contra las tablas. —Actuáis como un muchacho obstinado... —Prefiero eso a vuestras burlas.

—¿En qué modo podría burlarme de algo tan simple? La discusión atrajo a Eugen al lugar. —¿Y vos qué miráis? —Tengo un mensaje para vos —aventuró Eugen. —¡Pues decidlo de una buena vez y desapareced! —Han atrapado a unos hombres en el camino del norte, podrían estar relacionados con el ataque que sufristeis. —¡Loado sea Dios! —exclamó echando mano de su espada. Necesitaba desfogarse con alguien y aquellos infelices habían llegado en el momento justo. Se volvió y comenzó a caminar hacia la salida. —¿Os atrevéis a iros así, sin más? —El tema está zanjado, señora. Alfred, leed esa maldita carta, vuestra señora parece ansiosa por saber de ella. —Necio —concluyó Margaret al verle abandonar la sala con paso vivo. La estancia quedó en silencio. Con una mueca Margaret buscó la mirada de Eugen—. ¿Quizás vos podáis decirme qué mosca le ha picado? Eugen se adelantó mientras Alfred cerraba la puerta. —Wentworth tiene una naturaleza desconfiada. —Y caprichosa como el viento del norte —señaló dolida. Momentos antes se había mostrado tan atento… ¿Qué lo había alterado tanto? —Él recela de las de vuestra clase. —¿Las de mi clase? —Damas de alcurnia. —Eso no tiene sentido. —Lo tiene, y lo entenderéis mejor cuando os cuente el porqué. —Está bien, entonces. Sentémonos para que podáis convencerme de que no estoy casada con un asno. —Os puedo asegurar, con una mano sobre el fuego, que Wentworth os adora. —Hubiera bastado con que afirmarais que no me detesta, aunque no os creería igualmente. —¡Pero él nunca se ha comportado con nadie como lo hace con vos! —Aunque creáis lo contrario, eso no es muy alentador —juzgó sofrenando su deseo de llorar. —Dejadme que os cuente la historia del Dragón —convino el escudero al percatarse de su desazón—. La verdad sobre Adrian Wentworth. Como bien sabéis, Wentworth era el hijo de un campesino. Se crio en una pequeña aldea de Gales, junto a sus hermanos. —Aguardad, ¿Wentworth tiene familia? —Me temo que no. Cuando estalló la guerra todos fueron masacrados, la persecución a la que los York sometieron a los partidarios de los Lancaster no distinguió entre guerreros o simples campesinos. Todos ellos murieron de la manera más cruel, solo Wentworth y su padre se salvaron. —¡Santo Cielo! —exclamó llena de espanto. —Wentworth no era más que un niño, pero ese hecho lo marcó de por vida. Su padre se unió en leva a los Lancaster. No era más que un campesino y apenas sabía más que empuñar una hoz, pero

según cuentan era un hombre valeroso y decidido a vengar la muerte de su familia. Con los años se granjeó un puesto en las mesnadas reales. Vuestro esposo creció en el ambiente castrense, que como sabréis es brutal y repugnante —apuntó el muchacho con un gesto amanerado. —Continuad con vuestra historia, Eugen, aún no me habéis convencido. —No puedo contaros más que lo que he oído, pero sé que para ganarse el sustento Wentworth trabajó dando sepultura a los caídos en el batalla aun cuando no era más que un niño. Años después su suerte cambió y consiguió un puesto como ayudante de un maestro artillero, pero su sueño era unirse a las mesnadas reales junto a su padre. Logró alcanzar su meta y, según cuentan, marchó a la batalla de Bosworth bajo las órdenes de Lord Stanley. Poco puedo contaros de esa batalla, yo apenas era un niño, pero todos relatan lo mismo. Durante la batalla las fuerzas eran favorables a Ricardo. Inseguro ante su propio éxito, Enrique decidió pedir auxilio a su padrastro, el mismo Lord Stanley, pero Ricardo le tendió una trampa de la que no hubiera salido con vida de no ser por vuestro esposo y su padre que ofreció su vida para salvar la de Enrique. Seguro que habéis escuchado esa historia. —Sí. —Margaret recordaba haber escuchado mentarla a juglares y trovadores en tono de chanza: el bueno de Enrique salvado por el campesino y su hoz. —Desde ese mismo día, Enrique quiso ocuparse del joven Wentworth y no tuvo reparo en hacer pública su predilección por aquel joven campesino frente a muchos otros notables. Impuso que se formara como caballero a las órdenes de Lord Grey, algo que como es sabido desagradó al gentilhombre. Wentworth adquirió su formación bajo el desprecio de cuantos le rodeaban por su origen. Las mujeres no fueron una excepción. Lo evitaban en todo momento y se mofaban de sus modales burdos. —¡Qué injusto! —protestó Margaret. Saber que Adrian había sido un muchacho desamparado en otro tiempo, la llenó de un sentimiento de protección hasta el momento desconocido. —Lo sé, pero el golpe más bajo lo recibió de la persona que menos esperaba. Lady Bernabé de Grey era la hija de Lord Grey, era una joven de una belleza sin paragón, por lo que narran. La muchacha quedó prendada del joven Wentworth e hizo todo lo posible por conquistar sus afectos. —¿Y Wentworth la correspondía? —preguntó Margaret súbitamente alerta. —Quizás sí, es difícil saberlo, quizás él se ilusionó con lo que ella representaba, ¿quién sabe? — suspiró el escudero encogiéndose de hombros—. Cuando Lord Grey fue informado de que ambos se encontraban a escondidas, hizo azotar a Wentworth frente a todos. —¿Qué ocurrió con la muchacha? —Renegó públicamente de él. Declaró haber sido embaucada por Wentworth y mancillada en contra de su voluntad. Supongo que le faltó valor para reconocer la verdad. Su padre arregló casarla de inmediato y ella accedió de buena gana. Aquello debió de ser un duro golpe para el maltrecho orgullo de Wentworth, pensó Margaret apesadumbrada. —Durante toda su vida, Wentworth tuvo que soportar las burlas de aquellos por los que luchaba. Ser acusado de los más viles crímenes solo por ser quien es. Es un hombre entre dos aguas: nunca fue un caballero, pero tampoco un campesino. —Es una historia triste —señaló Alfred. —No, en realidad no. Pues, repentinamente, el rey lo eligió para tomar por esposa a una de las mujeres más deseadas del reino.

—Exageráis, Eugen. —Es cierto. Mi señor se enfureció tremendamente, pues temió encontrar en vos el reflejo de todo lo sufrido en su vida: el desprecio. —Si lo despreciara, que no es el caso, lo haría por cómo es, no por lo que es. —Pero él lo creyó así cuando os conoció. Sin embargo, se sintió atraído por vos. —Sigo sin creeros, Eugen. Su comportamiento conmigo es contradictorio. Un momento amable para, al segundo, escupir todo su fuego sobre mí. Lo habéis visto con vuestros propios ojos, comportándose como un ogro cuando le insté a que leyera la carta real. —La preocupación se disipó en el agraciado rostro de Eugen hasta convertirse en una tenue sonrisa, lo que impulsó a Margaret a seguir hablando—. Me acusó de querer asesinarle, y hace unos momentos, de burlarme de él. —¿Aún no lo entendéis, milady? Siendo vos la única mujer que le ha interesado, es lógico que trate de protegerse. —¿Protegerse de mí? —Wentworth no sabe leer, como tampoco sabe reglas de cortesía para con una dama. Carece de educación de caballero y eso le avergüenza sobremanera, pero antes de reconocer algo así preferiría dejarse sacar el pellejo a tiras. Margaret miró sorprendida al pelirrojo, asimilando sus palabras. —¿Por eso rehusó leer la carta real? —¿Qué otro motivo podría haber? Es demasiado orgulloso para reconocer ante vos ese pequeño defecto. —Pero no se trata de ningún defecto. Muchos guerreros no saben leer, su oficio son las armas no las letras. —Para Wentworth, sí. Jamás os mostrará esa debilidad, deberéis aprender a reconocerla y a tolerarla, recordad que su tutor lo trató siempre como un siervo, le negó la educación que sí recibieron sus demás escuderos. —Yo jamás me burlaría de algo así. Mi padre apenas sabía leer. —Vos no sois como las demás damas, señora. Con todas aquellas con las que tuvo trato sufrió algún tipo de desprecio por su origen o su falta de educación. Es lógico que trate de protegerse frente a una mujer a la que considera por encima de él. —¡Dios Santo! —gimió Margaret. Las explicaciones de Eugen le habían hecho entender muchas cosas acerca de su esposo. Cabía preguntarse si su trato conyugal era también una consecuencia de ello. —No le culpéis por su brusquedad, ni por su trato cuando ve amenazado su orgullo. Margaret meditó atentamente las palabras de Eugen. Decidió sincerarse con él porque hacerlo con sus damas la avergonzaba demasiado y porque el desvergonzado muchacho parecía saber de tales cuestiones. —Existen situaciones… íntimas, en las que Wentworth se comporta… —«Bien, quizás no era tan fácil como había previsto»—, apresuradamente —concluyó azorada. La risa del escudero resonó en la sala como el sonido de un grajo. —He oído esa queja de las fulanas que mi señor visitaba antes de desposaros. —¡Eugen! —exclamó Alfred con los ojos abiertos de par en par.

—Sois un gazmoño, Alfred. —Y vos un descarado. —Está bien Alfred, dejad que continúe. —Las mujeres que compartían sus mantas le temían demasiado para gozar con él. —Esto es demasiado… ordinario para una dama —recriminó Alfred. —Ignoradle, Eugen. «Como si pudiera», suspiró el muchacho para sí mismo. Aquellos ojos almendrados y serios lo tenían completamente cautivado. —Todas ellas temían que Wentworth obedeciera a su fama de cruel asesino y acabar ensartadas por el filo de su espada, y no hablo de la que luce entre las piernas. —Me iré si no cesa este lenguaje procaz —sentenció el secretario fulminándolo con la mirada. —Wentworth teme que su contacto os repugne. —Pero no es así. —¿Os agrada entonces? —Creo que sí. —¿Creéis? ¿No estáis segura entonces? —Os lo he dicho… Wentworth no me ha dado tiempo a comprobarlo. Eugen rio de nuevo. —Adolecéis de necesidad. ¿De veras no habéis experimentado el placer que proporciona un hombre? ¿La dulce muerte que sobreviene después de la cópula? —Vuestra lengua os llevará directo al infierno. Y vos, milady, hacéis mal al poner oído a tanta desvergüenza —recriminó Alfred empujando al escudero hacia la salida—. Salid de aquí, Eugen, y buscad un confesor para vuestros pecados. La risa de Eugen se incrementaba a cada empujón del secretario. —Mi consejo, señora, es que seáis vos quien tome la iniciativa y no os detengáis hasta haber obtenido lo que tanto ansiáis. —¡Basta, os he dicho! —rezongó Alfred obligándolo a salir por la puerta. —Y si él se rehúsa, entonces convencedle con artes de prostituta —añadió Eugen asomando su pelirroja cabellera por el quicio. Margaret parpadeó perpleja ante el consejo mientras Alfred propinaba un empellón a la puerta para cerrarla definitivamente. Sudoroso ante el forcejeo, se estiró el jubón y tomó aire. —Señora, olvidad todo lo que esa comadreja os ha dicho si no queréis acabar en el infierno. —¿Los judíos creéis en el infierno? —No. Nuestro infierno está en este mundo, no en otro. —Supongo que eso es alentador después de todo, y ahora ¿por qué no abrís la carta real? Alfred se tomó su tiempo en separar con cuidado el lacre real. Releyó la misiva para sí mismo antes de resumirla en una sola frase. —El rey os insta, a vos y a vuestro esposo, a presentaros en la corte. —Lo haremos después de la Candelaria, no antes —argumentó con el ceño fruncido. Temía una nueva jugarreta real que pusiera su vida del revés.

CAPITULO XI —Sigue siendo la casa más magnífica que he conocido —reconoció Angeline mirando con detenimiento el amplio vestíbulo. —¿Verdad que sí? —asintió Lady Anne dándole la razón. Desde su llegada la niña revoloteaba a su alrededor como una molesta mosca. La atención de Anne, sin embargo, servía para saciar la curiosidad de la recién llegada. Angeline le había pedido que la acompañase no de forma casual. La había elegido entre todas las damas, pues era joven y parecía ansiosa por hablar de su señora. Por ella se había enterado de numerosos detalles sobre las damas de Lady Norfolk. Lady Sara era una matrona que en otros tiempos había servido a la madre de Margaret, con el paso de los años se había convertido en uno de los pilares de la joven. Lady Catalina también había vivido toda su vida en Norfolk. Su marido, muerto durante la guerra de las Dos Rosas, había servido al padre de Margaret. Su devoción por la joven era genuina e inquebrantable. Lady Sophie provenía de una familia noble emparentada con la familia Norfolk; al enviudar su padre, ella había sido enviada a Norfolk para recibir educación de manos de la condesa. Formaba parte del núcleo leal a Margaret. —Sois muy joven, ¿cuánto tiempo lleváis en Norfolk? —se interesó acercándose para observar las armas de la familia. —Cuatro años. Norfolk es como mi hogar. Angeline suspiró pesadamente mientras acariciaba melancólicamente la aspereza del granito de la chimenea. —Ojalá yo tuviera un hogar. —Norfolk puede ser vuestro hogar ahora —la alentó Anne tomándola de la mano. Angeline agradeció su consuelo con una lacónica sonrisa, imagen misma del desamparo. Se escucharon unos fuertes pasos provenientes de la escalera que desembocaba en el hall. Angeline volvió el rostro para observar la marcha de un guerrero espada en ristre. Era él. El Dragón. Lo intuyó por su magnífica estampa. No esperaba que fuera tan atractivo, había imaginado un ser grotesco, un burdo campesino de manos encallecidas y ropas harapientas. Pero no era así, pensó mientras una vibrante excitación le recorría el cuerpo. Con paso decidido, el hombre se dirigió hacia la salida sin prestarles la más mínima atención. John se apresuró a abrirle la puerta mientras él vociferaba una serie de órdenes a los hombres dispersos por el patio. —¿Es el Dragón Wentworth? —inquirió con el corazón encogido. Aquel hombre le aterrorizaba, pero al mismo tiempo le provocaba una poderosa atracción. Le excitó la idea de seducir aquel hombre, de saborear sus dolorosas embestidas en el lecho. —No os dejéis impresionar por su mal gesto. Es raro verlo sonreír y menos aún saludar con cortesía. Cuando Wentworth hubo desaparecido, Angeline se volvió ansiosa hacia la niña. —Debe de ser un hombre terrible. Su fama le precede. Decidme, ¿está Lady Norfolk conforme con su suerte?

—¿Su suerte? —Wentworth difiere mucho de ella, es un campesino sin apellidos ilustres, nacido en un establo o en algún lugar similar. —No es un caballero de abolengo, si a eso os referís —opinó Anne súbitamente alerta. Desde que Wentworth le ofreciera su protección, la niña le había otorgado toda su devoción. —Eso es obvio, por eso creo que nuestra gentil Margaret hubiera preferido un caballero de cuna. —Lady Norfolk ha aceptado a Wentworth como su señor —receló la niña. —O por favor, no vayáis a interpretarme mal. Sois muy joven para entender cómo son los hombres y sus tratos con las mujeres. —Yo sé cómo es Wentworth. —Aún sois inocente en ese aspecto de la vida. Lo comprenderéis mejor cuando tengáis un marido y debáis someteros a sus apetitos. No me cabe duda de que la bestialidad de Wentworth se traslada también al lecho conyugal y si es así, me comparezco de nuestra pobre Margaret —suspiró ocultando su satisfacción al imaginar la ignominia que eso representaba para la encumbrada Lady Norfolk. Le excitaba el hecho de arrebatar la honra y la dignidad a Lady Norfolk, pero también seducir a un hombre como Wentworth a pesar de sus maneras toscas. Si era sincera consigo misma, debía admitir que el guerrero le había sobrecogido como ningún otro. No quería entretenerse en sus planes de seducción. Quería que el juego se iniciara sin dilaciones. Una vez tuviera a Wentworth comiendo de su mano, su venganza sobre Lady Norfolk sería definitiva. La ocasión se le presentó antes de lo esperado cuando Lady Sophie irrumpió en la sala con un gesto de contrariedad. —¡Aquí estáis! —¿Qué ocurre? —se interesó fingiendo preocupación. —Debéis ayudarme a encontrar a Eugen. Lord Wentworth reclama su capa antes de partir. —Yo puedo entregársela, esta mañana creí ver cómo Eugen la colocaba en su arcón —apuntó Lady Anne. —Dejad que yo la acompañe —intervino Angeline—. Creo que es necesario que me presente ante el conde. —¿Lo haríais? —inquirió con ansiedad—. Wentworth no se encuentra de buen talante —advirtió. —No creo que sus fauces lleguen a devorarme. Adrian tiró de las riendas de su caballo que corveteó a la derecha con un piafar nervioso. Sus hombres aguardaban su orden de partida, pero él se mostraba distraído y esquivo. Atraídos por el recuerdo de lo sucedido en la biblioteca, sus ojos se clavaron en la fachada de la casa. Al darse cuenta de su necedad chascó la lengua irritado consigo mismo. El matrimonio lo estaba volviendo un hombre débil. Con un movimiento ágil y preciso cabalgó su montura. ¿Dónde diablos estaba Eugen con su capa? Ensartaría a aquel mono parlanchín con su espada si tenía que ir en su busca. El corazón se le paralizó cuando descubrió una figura femenina cubierta con una capa corriendo hacia él. El sobresalto dio lugar a la decepción cuando descubrió que en realidad no se trataba de Margaret. Con gesto adusto observó a la recién llegada. La joven lo alcanzó sin aliento, antes de hablar se inclinó en una reverencia que hizo que su capucha cayera y descubriendo un hermoso cabello color trigueño.

Adrian miró los delicados rasgos con atención. —Sois nueva. —Sí, milord. —¿Cómo os llamáis? —Angeline, mi señor. —Se produjo un largo silencio que Angeline rompió al alzar su capa—. Vuestra capa —dijo tendiendo un bulto de pieles bien doblado. Adrian se inclinó sobre el caballo para tomarlas de su mano. Era hermosa, pensó distraídamente. Sintió su mano fría contra las suyas, una tenue sonrisa estiró los finos labios femeninos haciendo asomar unos dientecillos pequeños y blancos. Su mirada continuó camino por la delgada clavícula y desembocó en los cordones de su corpiño. Su apreciación hizo que la sonrisa de la mujer se ampliara hasta alcanzar un sesgo sensual. —Que tengáis un buen día, mi señor. El guerrero reprimió un gruñido, apretó las rodillas a los costados de su caballo y este retrocedió con sus poderosos cascos dejando a la joven viuda en mitad del patio. Angeline observó su partida con una amplia sonrisa. La primera carta estaba sobre la mesa. Cabía esperar que Wentworth fuera un jugador avispado y temerario. No habían dejado atrás Norfolk cuando De Claire hizo acercar su corcel. —¿Es esa la nueva dama de vuestra señora? —Cada vez que me doy la vuelta tengo una nueva responsabilidad sobre mi espalda. —Es realmente hermosa. He oído que es viuda. —Si estáis pensando en abriros la bragueta ante ella os aconsejo que contéis con el beneplácito de mi esposa. No quiero que por vuestra verga tenga que soportar sus recriminaciones lo que me queda de vida. El joven guerrero rio divertido. —No era a mí a quien miraba con ojos de zorra. —¿Qué quieres decir? —No os hagáis el idiota. ¿Acaso sus gestos no eran una invitación? —No sé de qué habláis —gruñó Wentworth de mal humor. —Oíros decir eso me tranquiliza. —¿Y puede saberse el motivo? —Es obvio que solo una mujer os ocupa el pensamiento —rio con fuerza De Claire. —Idos al infierno, De Claire, y besad el culo de Satanás de mi parte. Después de todo, no había sido mala idea visitar el mercado, reconoció Margaret mientras deambulaba entre los puestos de los comerciantes. Al menos podía distraer su pensamiento de su esposo. Pese al frío intenso, la plaza se hallaba animada por compradores ávidos, el trasiego de los viandantes se entremezclaba con el de los animales que concurrían al lugar para ser vendidos al mejor postor. Artesanos del cuero y del metal mostraban sus mercancías bajo los soportales de piedra de la plaza. Algunos campesinos ofrecían el excedente de sus campos y granjas a voz en grito. Había quien vendía jabones elaborados con esencias y perfumes, también mantos tejidos con las mejores lanas del norte. Los zapateros remendones eran de lo más solicitado, pero si algo atraía

verdaderamente la atención de cualquier mujer eran los puestos dedicados a la orfebrería y paños finos. Margaret se detenía a menudo en ellos más por indicación de sus damas que por propio interés. La condesa se abría paso entre la multitud custodiada de cerca por Jules y un pequeño grupo de hombres bien armados. Su atención, sin embargo, vagaba más allá de puestos y carretas. Al notar su distracción, Lady Catalina se interesó por el motivo. —¿No acostumbraba a visitar esta feria el halconero? Catalina asintió señalando con el dedo el rincón vacío donde el hombre solía cerrar sus transacciones. —Sus halcones son los mejores del lugar. ¿Pensáis adquirir uno? —Pronto será el día de la epifanía y me gustaría obsequiar a Wentworth con una de sus aves — admitió frunciendo el ceño al descubrir la ausencia del hombre. Aquello trastocaba todos sus planes. Había sido aquella idea lo que la había impulsado a visitar el mercado. Al volver la cabeza divisó la figura del alguacil, el señor Ridley, que al verla se apuró a acercarse con paso decidido. —Milady, de haber sabido de vuestra presencia hubiera acudido antes a saludaros —pronunció alcanzando su mano enguantada para besarla con fruición. Margaret sonrió tibiamente ante el entusiasmo desbordado de Ridley—. Veo que la acompañan todas sus damas —observó inclinándose para saludar a todas ellas. —El lugar parece animado —percibió Lady Sophie conteniendo su hilaridad. El señor Ridley era con frecuencia objeto de burlas y chazas debido a su peculiar aspecto de roedor asustado. —El frío no ha amedrentado a las buenas gentes de Norfolk en su afán de adquirir mercancías. Pero la mañana ha sido un desbarajuste, esos malditos muchachos han vuelto a liberar las ovejas de su redil, me he visto obligado a interrumpir el paso de carretas en la calle principal pero, como pueden ver, el orden se ha restablecido ya. Cuando dé con los alborotadores le aseguro que nos les quedarán más ganas de reír. —Sea indulgente, Ridley, no son más que muchachos con ganas de diversión. —No quiero decepcionar a su esposo —expuso con solemnidad pese a que la presencia del guerrero lo intimidaba hasta los tuétanos—. A propósito de lord Norfolk, ¿no os acompaña? — inquirió mirando precavidamente alrededor en busca de la imponente figura. —Solo mis damas y algunos hombres de mi esposo. Con obvio alivio el alguacil centró su atención en la dama de nuevo. —Vuestro esposo no os descuida, en verdad sois un tesoro que guardar. —Sabéis cómo ganaros a una mujer por medio del elogio, señor Ridley. ¿Queréis uniros a nosotros? El alguacil accedió gustoso bajo la intimidante atención de Jules. —Buscaba al halconero, quizás vos podáis informarme de su paradero. —¿Habéis probado en la taberna? El Cisne es su favorita. El rostro de la joven se iluminó con una sonrisa radiante. —No lo había pensado. Sus damas y su escolta se habían detenido ante un carromato que exhibía una curiosa historia protagonizada por muñecos de trapo que se golpeaban e insultaban constantemente para deleite de la concurrencia.

—Acompañadme, señor Ridley, seréis mi valedor —susurró escabulléndose de todos ellos. Quería que el regalo de su esposo fuera una sorpresa y no lo sería si todos aquellos guerreros eran testigos de sus negocios. Se encaminaron hacia Sant Peter Mancroft dejando atrás el ayuntamiento y su plaza. Avanzaron por la populosa calle hasta que el grito alarmado de un hombre los hizo detener casi a la altura de la taberna. —¡Señor Ridley! ¡Esos gamberros lo han vuelto a hacer, señor, pero esta vez con aves de corral! —El rostro de Ridley adoptó un gesto contradictorio—. Los vendedores exigen que se les repongan las pérdidas ocasionadas y amenazan con tomarse la justicia por su mano. El asunto era serio, pero también lo era la custodia de Lady Norfolk, lo cual hacía dudar el alguacil acerca de sus prioridades. —Id y resolved el entuerto, señor Ridley —dijo Margaret ofreciéndole una solución—. Puedo esperar en la taberna a mi guardia mientras cierro el trato con el halconero. —Yo mismo les informaré, entonces. Os ruego me disculpéis pero esos gamberros parecen llevarme siempre una carrera de ventaja —se excusó partiendo tras su hombre. Margaret divisó al halconero en un rincón de la taberna mientras sorbía ale en la penumbra. Al reconocerlo, Margaret avanzó decidida entre el tumulto y tomó lugar frente a él. Sorprendido, el hombre alzó hasta ella una mirada asombrada. —Condesa. —Os estaba buscando. —¿Necesitáis de mis servicios? Margaret le explicó brevemente su intención de regalar uno de sus excelentes ejemplares a su esposo. El halconero aseguró tener el animal perfecto para el conde. —Se trata de un polluelo que apenas había iniciado su adiestramiento, pero ya presenta buenas facultades, mi señora. —Quiero verlo antes de decidir. —Estáis de suerte, acompañadme. Margaret consintió poniéndose en pie y siguiéndole a la parte posterior de la taberna, donde en un cubículo aislado aguardaban varias aves con caperuzas de cuero. Las aves permanecían tranquilas sobre las perchas de madera, pero a su llegada piaron nerviosas. El halconero siseó levemente para sosegarlas antes de tomar a una de ellas en su lúa. Luego de quitarle la caperuza, alzó el brazo para que el animal extendiera las alas. Era un halcón hermoso, de suave plumaje pardo e inquisitivos ojos ámbar que picoteaba incesantemente el guantelete de cuero duro del halconero. Al verla, el pollo erizó las plumas y graznó de desagrado provocando la risa del cetrero. —Como veis es orgulloso y hasta un poco insolente, pero será un magnífico cazador. —Espero que el precio se ajuste a su valor —comentó Margaret preparándose mentalmente para la ardua tarea del regateo. —¿Cuándo no ha sido así? —inquirió él fingiéndose ofendido. El regateo se extendió hasta dejar satisfechos a ambos. Después de estrecharse la mano regresaron a la taberna. Margaret se excusó y dándole las gracias abandonó el lugar en busca de sus damas. La

recibió una llovizna fina que la hizo envolverse, con un escalofrío, en su capa de piel. No quería esperar bajo la lluvia por lo que decidió reemprender su regreso tentando a la suerte. Apenas había ganado distancia cuando una voz a su espalda la hizo enderezarse. —¡Vaya, vaya! ¿No es acaso la liebre más esquiva del reino? —Marlowe —saludó tras girarse para enfrentar a su antiguo pretendiente. La gruesa librea que vestía no ocultaba la redondez de su vientre prominente. En ese tiempo su papada parecía haberse descolgado de su rostro rubicundo. El infortunio se había cebado con su persona llevándose por delante parte de su apostura—. Las últimas noticias sobre vuestra persona no fueron precisamente halagüeñas, os imaginaba buscando mejor fortuna en otros lugares. —Sus hirientes palabras hicieron que los enrojecidos ojos de Marlowe brillaran llenos de resentimiento. ¡Aquella perra no se cansaba de humillarle! —Estas tierras son también mi hogar —pronunció arrastrando cada sílaba con tono ebrio—. Y vos me habéis hecho el hazmerreír de todos. —Sois vos el que os ponéis en evidencia. En cuanto a vuestras tierras, es obvio que no sentís el menor aprecio por ellas. Las que no se pierden por falta de atención, su señoría se apresura a vender o a jugar. El rostro del conde se contrajo en una mueca. —No todos disponemos de fortuna. Pero no discutamos. Solo quiero ayudaros. Estáis sola y desamparada y quiero ofreceros mi protección. —Los hombres de mi esposo están cerca. —No veo a nadie que pueda defenderos de los rufianes, si algo os ocurriera me carcomería el arrepentimiento —expresó con ironía tomándola del brazo—. Por una vez, aceptad mi ayuda. Seguidme, por esta calle el camino es más corto. —Antes de seguiros preferiría cabalgar desnuda por Londres. —Vuestras palabras fatigan mis oídos —dijo obligándola a seguirle hacia una de las callejuelas adyacentes. —Y vuestras intenciones me repugnan —enunció tratando de zafarse. —¿Mis intenciones, decís? No tengo más intención que vuestro bienestar. —Permitid que lo dude. Solo hay dos cosas que os preocupen, milord: vuestra bolsa y vuestra copa. Los hombres de mi esposo están aquí y no dudarían en rebanaos el pescuezo si me pusierais una mano encima. —¿Por qué me tratáis con tanta saña? Acaso no os he demostrado cuánto me importáis. Siempre se os ha dado bien utilizar la lengua para amenazar —apuntó el conde—. Veréis que no siempre podéis obtener lo que queréis. —¡Soltadme! —exigió Margaret resistiéndose—. Es obvio que habéis dormido abrazado a un barril. Estáis ebrio. —No me culpéis a mí por esta situación, es vuestro esposo, ese campesino sin modales, quien os ha abandonado a vuestra suerte. Nunca debisteis rechazarme ante el rey. Que Wentworth fuera elegido en mi lugar no me dejó en buena situación —dijo chascando la lengua con reproche. Hizo un nuevo intento de hacerla andar hacia la callejuela. Su insistencia comenzaba alarmarla. —Habláis muy a la ligera sobre mi esposo, ¿lo conocéis acaso? —inquirió tratando de distraerle. Rogaba que alguien fuera testigo del incidente y corriera a avisar a su guardia.

—¿Quién no ha oído comentarios del Dragón Wentworth? Dicen que habla con el culo y pedorrea con la boca, que rumia como una vaca y fornica como un cerdo. Decidme, ¿es verdad? —Esas chanzas son tan ciertas como el contrato que exhibisteis en la corte, Marlowe. —Es un campesino. Ningún título puede cambiar la cuna. ¿Tan mala elección os parecía? Yo os hubiera tratado con la consideración que merecíais. —La misma consideración que hubierais mostrado por un perro vagabundo, aferrándoos a mi pelaje para llenar vuestra panza con mi sangre. Marlowe le dio un nuevo tirón para pegar su rostro al suyo. Su aliento fétido exhalaba el inconfundible olor de la ebriedad. —Pagareis todas vuestras ofensas, Margaret. Algún día… lamentaréis no haberme elegido a mí — rezongó retorciendo su brazo con brutalidad. Un grito femenino se elevó a sus espaldas. —¡Soltad a la condesa, Marlowe! —exigió Angeline plantándose ante él con mirada aviesa. —¡Vaya! Tenéis una nueva defensora —se mofó el conde desvistiendo a su amante con la mirada. Deseaba montarla de nuevo y la separación solo recrudecía su deseo, pero Angeline había insistido en ella. Debía simular detestarle, fingir una fidelidad total hacia Lady Norfolk. —Vuestros modales me repugnan, Marlowe. —Veo que no me habéis olvidado. —¡Basta!, aquí acaba tu juego Marlowe —intervino Margaret liberándose al fin. El conde alzó la mirada. Los hombres de Wentworth se acercaban con las espadas desenvainadas. No había más opción que la retirada. —Como gustéis. Veo que los hombres de vuestro esposo os han encontrado al fin. Solo cabe despedirse. Señoras. —Con una breve inclinación de cabeza, Marlowe se apresuró a retirarse. —Huye como el perro que es —masculló Margaret mientras lo veía perderse entre la multitud. Angeline se volvió hacia ella con un deje de preocupación. —¿Estáis bien, mi señora? Por un momento pensé que… —Estoy bien, como veis —la tranquilizó con una sonrisa insegura—. Marlowe tiende a actuar sin cabeza ni medida. Vuestra llegada ha sido una bendición. Angeline fingió una sonrisa humilde. No había sido tarea fácil hacerle llegar un mensaje a Marlowe anunciándole su visita al pueblo. El objetivo final del plan era ganarse totalmente la confianza de Margaret al defenderla. De este modo estaría dispuesta a creer todo lo que en el futuro ella le dijera. —Es un hombre horrible. —No es el peor que haya conocido, os lo aseguro, pero me alegra haberme librado de él gracias a vos. —Cuando reconocí a Marlowe supuse que os hallabais en dificultades. La llegada de Jules y el resto de los guerreros pusieron fin a la conversación. —¡Buen Dios, milady!, en el futuro os agradecería que fuerais un poco más comedida —barbotó el guerrero imperativamente mientas sus ojos grises escudriñaban el callejón. —Enfundad vuestra espada, Jules. No hay peligro alguno. El guerrero le clavó una mirada siniestra.

—Os habéis alejado sin avisar —recriminó molesto. —El alguacil me acompañaba. —De cualquier modo, ¿quién era ese hombre? —No tiene importancia. —Señora, si Wentworth se enterase de esto sería hombre muerto. Margaret ahueco los labios en una mueca. —Entonces, ¿es vuestro pellejo el que os preocupa? —El mío y el de todo Norwich. Nada lo detendría hasta que su ira se aplacara. Testigo de la conversación, Angeline se estremeció deleitada con la furiosa violencia con la que imaginó a Wentworth. Al pensar que pronto ella se beneficiaría de esa violencia se agitó excitada, pero puso todo su empeño en ocultar sus pensamientos ante aquellos dos. —Pues entonces os exijo guardéis silencio al respecto, sería inútil alarmarle por algo así. —¿Pretendéis que oculte lo sucedido a Wentworth? —Solo que no lo mencionéis. —Wentworth acabará sabiéndolo y entonces yo pagaré las consecuencias. —Jules, os lo ruego —suplicó la joven apoyando una mano en su antebrazo. Aquel tierno contacto hizo que el guerrero torciera el gesto—. Os lo imploro. —Está bien, pero de ahora en adelante no moveréis un pie sin que yo esté informado. Esa misma noche, tras la cena, Jules y Marcus departían ante un tablero de ajedrez frente a la chimenea. Eugen amenizaba la velada con sus maullidos de amor cortesano acompañado de su cítara para deleite de lady Norfolk y sus damas. —Ese afeminado me da escalofríos con sus quejidos —bromeó Marcus. Jules asintió distraído. Hizo un movimiento sobre el tablero y Jules respondió con otro que lo hizo sonreír—. Jaque mate — apuntilló. —Habéis ganado. —¿Queréis probar suerte de nuevo? —Jules rechazó el ofrecimiento. El juego solía procurarle solaz, pero esa noche su cabeza estaba en otro lugar—. ¿Algo os preocupa? Jules señaló con el mentón al grupo de mujeres congregadas alrededor del escudero. —Dadme una espada y enfrentadme a mil hombres antes que a cinco mujeres y ese afeminado. La risa bronca de Marcus se propagó por toda la sala. —Wentworth y vos compartís el mismo deseo. —Hablando de él, ¿dónde se esconde? —En los establos, según tengo entendido. Parece decidido a evitar a su esposa y los maullidos de Eugen. —No voy a negar que la mayoría de la veces siento deseos de ensartarlo con la espada —suspiró el guerrero refiriéndose al escudero—, pero me agrada que alguien se ocupe de remendar mis ropas y él lo hace como una monja. Miradle. Se ha convertido en el confidente de todas esas mujeres. Todas parecen adorarle —masculló apartando la mirada cuando Lady Catalina pasó ante ellos con paso garboso. Espió con disimulo cómo la viuda departía con una sirvienta indicándole que rellenara sus copas. La sencilla belleza de su rostro le imponía respeto. Sus hermosos ojos pardos lo atraían

sobremanera. —¡Sois el mayor sinvergüenza del reino! —exclamó Marcus al revelarse el sucinto interés de su compañero por la viuda—. Esa mujer os interesa. —¡Bajad el tono! —exigió al tiempo que sus mejillas barbudas se enrojecían furiosamente—. ¿O queréis que Lady Norfolk me despelleje vivo? —Decidme, ¿ella os corresponde? —Es una dama de categoría, ¿cómo podría fijarse en un viejo guerrero cuya vida ha estado entregada a la guerra? —Sois más que eso, Jules. Galanteadla, cortejadla con palabras y gestos y será vuestra. —¿Cómo lo sabéis? —Ella no ha dejado de observaros en toda la velada. Se ha preocupado porque aviven el fuego cuando habéis tomado asiento, de que os proporcionen un mullido cojín para vuestras posaderas y de que estéis bien atendido. Yo diría que demuestra algo más que cortesía. Las palabras de Marcus dejaron caviloso al viejo guerrero. ¡Por las enaguas de Santa Ana! ¿Podía ser cierto? Lo envolvió un sudor frío que le hizo palpitar el corazón. —Pensadlo mientras yo recojo el tablero —se sonrió Marcus guiñándole un ojo. Apenas se había puesto en pie cuando una sirvienta se acercó presurosa hacia él. —¿Puedo ayudaros? Marcus sonrió ante el ofrecimiento. Al parecer la noche anterior le había dejado ganas de repetir. —¿Podéis indicarme dónde puedo conseguir un poco de cerveza fría? De repente noto mi garganta seca. —Seguidme, señor —rio ella traviesa. La siguió hasta la despensa donde le alzó las faldas y la tomó contra la pared de piedra mientras la muchacha suspiraba y gemía envolviéndolo con sus piernas y brazos. El apresurado acoplamiento lo dejó satisfecho y luego de unas cuantas zalamerías se ajustó el cinturón de sus calzas y retornó a la sala. En ese momento, por el rabillo del ojo captó un movimiento. Se detuvo en mitad de la oscuridad para observar como Lady Angeline cruzaba el pasillo envuelta en su capa despertando su curiosidad. La siguió al exterior, hasta el patio posterior que llevaba a los establos. Se detuvo indeciso. Wentworth se hallaba allí. ¿Acaso él y Angeline…? Regresó meditabundo sobre sus pasos con aquella absurda idea en la cabeza.

CAPITULO XII Adrian obligó a su semental a hacerse a un lado y miró irritado el contingente de carretas que los seguía. La pertinaz lluvia, el mal estado de los caminos y por consiguiente la lentitud de la comitiva había acabado con todo su humor de camino a la corte. Había dejado en manos de su esposa los detalles del viaje mientras él se entregaba a la exhaustiva tarea de dar caza a un grupo de asaltantes que habían sembrado el pánico entre las granjas más alejadas del condado. Días agotadores lejos de Norfolk, lejos de Margaret. La distancia le había ayudado a recuperar el control sobre sí mismo. Salvo por el terrible mal humor que lo aquejaba y con el que atormentaba a cualquier incauto que osara cruzarse en su camino. Desde su punto de vista, poner tierra de por medio con su esposa era una manera de recuperar la cordura. Pero cambiar la calidez de su lecho por un jergón frío y maloliente en los establos no acababa de satisfacerle. —¡Por las calzas de San Gabriel! Desatad los caballos y prended fuego a esa carreta —bramó al identificar el motivo que ralentizaba su marcha. Desde su lugar, Jules lo miró con el ceño fruncido. —No estoy seguro que eso agrade a vuestra esposa. —¡Al diablo! Jules elevó las cejas. Se arrellanó sobre su montura y con los brazos cruzados sobre el pecho se dispuso a disfrutar de lo que estaba por venir. Como respondiendo a sus expectativas, el alboroto creado hizo que el rostro sonrosado de la condesa asomara por la ventanilla de la galera. Sus inquisitivos ojos azules buscaron en primer término la figura de su esposo para fulminarlo con una mirada brillante. —¿Qué es lo que os hace roznar, milord? —Vuestros baúles retrasan nuestra marcha —protestó Wentworth haciendo acercar su montura al carruaje en cuestión. Apenas había intercambiado palabra alguna con él desde su decisión de abandonar el lecho. A decir verdad parecía más que decidida a ignorarle por completo. Le agradaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer que ella se dirigiera a él, aunque fuera solo para reñir. —¿Y qué os proponéis? —Aligerar nuestro viaje. Vosotros dos, desenganchar los caballos —ordenó dirigiéndose a dos de sus hombres. —Ni lo soñéis, Wentworth —barbotó la condesa descendiendo de la carreta. Sus delicadas chinelas se hundieron en el barro del camino calando sus medias. Con una mueca de repulsión se alzó las pesadas faldas y trató de avanzar hacia él. Todos alrededor observaban expectantes un nuevo duelo verbal—. A no ser que penséis en engarzaros vos mismo del tiro. —Sois vos la que deberías ocupar el lugar de esos animales, vuestra terquedad raya la de una mula. —¿Mi terquedad? ¿No es vuestra estupidez un pecado mayor? ¿Acaso no fue idea vuestra partir bajo este temporal?

—Hubiéramos evitado la tormenta si hubiéramos avanzado a buen paso. —No veo cómo, a menos que los caballos consiguieran volar como los pájaros. —Le desagradaba ver que él había vuelto a vestir sus viejas ropas y que una sombra de barba oscurecía sus mejillas—. Si osáis tocar mis baúles lo lamentaréis. —¡Por Dios, mujer! ¿Es que no tenéis ni una pizca de cordura en esa cabeza? —Al contrario, presumo de ella, mientras que a vos parece faltaros de forma preocupante. Wentworth dejó escapar una sonora maldición mientras hacía avanzar a su montura hacia ella, con un movimiento ágil se inclinó sobre su esposa y la levantó por los aires haciéndola acomodar sobre su silla. —Estáis locas si pensáis que voy a discutir bajo esta lluvia. Pero a medida que las formas de Margaret se acomodaban rígidamente contra su cuerpo, su malhumor se reducía. Había olvidado lo bien que olía, pensó hundiendo la nariz en su pelo. —Esos baúles contienen nuestras ropas. No me presentaré ante el rey como una pordiosera, ni arrastraré el buen nombre de Norfolk por vuestro capricho. Vuestro deber como… —La profunda carcajada del Dragón detuvo su acalorado discurso—. ¿Qué os hace tanta gracia? —Vos, Margaret, solo vos —pronunció sorprendiéndola. El caballo avanzó hasta alcanzar de nuevo la galera condal y antes de que fuera consciente de sus intenciones, Margaret se vio de nuevo en su interior. La mirada de Lady Catalina se fijó en ella llena de diversión. —Estoy casada con un patán —suspiró cuando la portezuela se cerró ante sus mismas narices. —Seréis la envidia de la corte —advirtió la viuda. —Sois optimista por naturaleza. Cuando Wentworth comience a escupir su fuego sobre todos ellos, será el fin. —Ahora sois vos la pesimista —apuntó Alfred uniéndose al regocijo de Lady Catalina. —Las damas se prendarán de mi señor y los caballeros lo harán de vos —pronosticó Eugen que compartía asiento con Alfred. La presencia del muchacho había animado su viaje con sus irreflexivas conversaciones. Un exagerado suspiro surgió de su garganta ante la placentera imagen—. No habrá quien pueda superaros, y el mismo Enrique tendrá que reconocerlo así. —¡Basta! —rio Margaret—. Primero debo domar al Dragón. —¿Acaso no lo habéis hecho ya? —sonrió el joven guiñándole un ojo. La hilaridad de Margaret desapareció ante esa pregunta. Wentworth se había comportado de un modo extraño todos aquellos días. Pasaba el tiempo alejado de Norfolk en busca de fugitivos y prefería compartir jergón con su montura antes que con ella. No podía achacar su falta de atención a ninguna otra mujer. Todas allí trataban de evitarlo, salvo… Angeline. ¡Qué tontería!, ella solo deseaba complacer, era por eso que parecía haberse convertido en la sombra del guerrero, sirviendo su vino, ofreciéndole alguna vianda, entonando alguna balada en su honor. La noticia de su viaje a la corte parecía haberla molestado. Más aún cuando Margaret eligió a Lady Catalina como acompañante. Se sacudió el pensamiento de la mente. Angeline era una viuda joven y hermosa, seguramente nunca se le ofrecería una ocasión mejor de presentarse en la corte y encontrar un esposo adecuado. Adrian se arrebujó entre las toscas mantas cedidas por los devotos monjes de la abadía donde

hacían noche. Compartía habitación con el resto de sus hombres y algunos siervos de Norfolk. Al otro lado del corredor se hallaban las habitaciones de las mujeres, perfectamente custodiadas por los monjes que, dispuestos a mantener intacta la moral de los hospedados, propusieron un turno de guardias frente a la puerta de entrada. Y no es que pensara acercarse a ninguna mujer esa noche… ¡Diablos! Aquello era mentira y más le valía reconocerlo. En su cabeza solo había un pensamiento y tenía el nombre de Margaret. Pero si tan necesitado de compañía femenina estaba, ¿por qué no tomar a cualquier otra? Aquella ramera de Angeline se le había ofrecido de manera directa no una sino varias veces, su desparpajo había alcanzado su culmen días atrás. Su mirada se perdió en la oscuridad de la estancia ante el recuerdo de lo sucedido en los establos. Le incomodaba pensar que alguien había podido ser testigo de tan irritante hecho y que el episodio llegara a oídos de Margaret. Entonces, sí, su final estaría escrito. No había sido culpa suya que Angeline se hubiera presentado en los establos de madrugada despertándolo de su sueño para tenderse a su lado. —Tomadme, mi señor, haced conmigo lo que gustéis —había susurrado buscándolo ansiosamente con su mano. Él había detenido su caricia con su puño incorporándose para fulminarla con la mirada. —Mi gusto sería enviaros al infierno en este momento. Vestíos y salid de aquí antes de que mi esposa se entere de la clase de putañera que sois. —Ella no tiene por qué saber nada de esto —había alegado intentando retenerle con sus brazos alrededor del cuello—. Decidme que no os gusto, que no deseáis que os monte como un semental. —Si tan necesitada estáis llamaré a la tropa, podéis entreteneros con ellos —había siseado él alejándola de un empellón. Aturdida la dama lo miró con las piernas recogidas sobre el heno y su pelo trigueño alborotado. —Yo pensaba que era de vuestro agrado. —Ya veis que no es así. —Puedo satisfaceros de maneras con las que ni siquiera soñaríais. Dejadme pasar una noche junto a vos y os lo demostraré. —No me interesa. Vestíos he dicho. —La deseáis a ella. —El tono de su voz se había vuelto acusatorio y su mirada frenética—. Decidlo —había exigido presa del resentimiento propio de una mujer rechazada. —Solo os lo diré una vez más. ¡Fuera! —La había obligado a ponerse en pie y avanzar en la oscuridad del establo a trompicones—. Buscad cómo desfogar vuestra inquina con cualquier otro. —Os arrepentiréis de esto —había siseado la angelical doncella con la mirada delirante—. Os lo juro. —No juréis en balde, señora, o acabaréis en el infierno —había bramado enojado por la situación. Tras la marcha de Angeline había regresado a su jergón en el heno. Había debatido intensamente consigo mismo dudando si contarle lo sucedido a su esposa o ignorar el hecho y que muriera en el olvido. Había optado por lo segundo sin saber si había hecho bien o mal. La relación con su esposa no gozaba de buena salud, ¿por qué empeorarla con una fruslería? Un suspiro inconsciente escapó de su boca. ¿En qué momento las mujeres habían complicado su vida?

El día había amanecido cubierto pero sin amenaza de lluvia. Margaret buscó la figura de su esposo entre los hombres que se sentaban en torno a las mesas del desayuno. —¿Buscáis a vuestro esposo? Él ocupa asiento junto a Jules —se encargó de informar Lady Catalina a su espalda. Margaret dirigió la mirada hasta el lugar señalado y frunció la nariz cuando el guerrero desvió la mirada. Comenzaba a cansarle aquel juego absurdo. Decidida caminó hasta él y con un movimiento ampuloso tomó asiento a su lado. —Buen día, milord. —Wentworth respondió con un gruñido llevándose el tazón a los labios—. ¿Vuestra noche ha sido placentera? —Tanto como cualquier otra. Cualquier otra dama se hubiera rendido a la tibieza de aquel saludo. —Quería comunicaros algo. Wentworth liquidó el contenido del tazón y se limpió los labios con su puño. Margaret apretó los labios para contener su impulso de corregirle. Wentworth parecía querer tentar su paciencia, pero en esta ocasión sería ella quien pusiera a prueba la suya. —Hablad. —Permitidme cederos mi asiento, Lady Catalina —interrumpió Jules tropezando en su prisa por ponerse en pie. La viuda acató su ofrecimiento con una tímida sonrisa tomando asiento en el lugar vacío. Desde su lugar, Jules observó anonadado la elegante curvatura de su hombro al unirse a su pálido cuello. La mirada de Catalina lo sorprendió en su observación causándole gran trastorno. —Yo… será mejor que vaya… fuera —tartamudeó huyendo a la carrera. —¿Qué es eso de lo que queríais hablar? —retomó Adrian. Lo deslumbró con una brillante sonrisa mientras se alisaba la falda de su vestido bermellón. —Hace una espléndida mañana, no hay lluvia y el viento es suave. —Parece que hoy no nos mojaremos el cul.… —El codazo de Marcus, que ocupaba lugar frente a Wentworth, interrumpió la animosa respuesta de De Claire. —Dios ha escuchado mis súplicas. —¿Vais a sentaros a parlotear sobre Dios? —gruñó su esposo molesto. —Es curioso descubrir que os levantáis con el mismo humor con el que os acostáis —comentó ella ante la diversión de sus hombres. Podía haberse levantado y dejarla con un palmo de narices, pero algo le obligaba a permanecer sentado a su lado disfrutando del contacto fugaz de sus faldas contra sus muslos. Se la veía hermosa vestida con un traje de inspiración campesina. La camisa de algodón blanca que asomaba bajo su corpiño rivalizaba con la blancura de su piel. Algunos rizos cobrizos habían escapado de la apretada trenza que rodeaba su cabeza tentándolo en su deseo de acomodarlos tras sus pequeñas orejas. —¿Os enfadaréis si os confieso algo? —No os prometo nada. —El prior de la congregación opina que sería un gran honor que asistiéramos al oficio de la mañana. Wentworth se arrellanó en su asiento extendiendo un brazo tras el respaldo del banco de madera. Su pulgar rozó intencionadamente su hombro. Con su otra mano tomó un trozó de pan y se lo echó a la

boca con un movimiento certero. —¿Y vos qué le dijisteis? —se interesó con un sosiego que hizo que sus hombres lo miraran alarmados. Por norma general aquella calma precedía a estallidos de cólera. Margaret ensayó una sonrisa. ¿Por qué, en el nombre de Dios, se había desposado con un hombre tan furibundo? —¿Qué podía decirle? Wentworth aplastó su palma contra la mesa con un golpe. —Yo os lo diré, le dijisteis que sí. —¿Qué otra cosa podría hacer? Sería de mala educación negarnos después de recibir su hospitalidad… —No, señora, no me va a volver a sermonear de nuevo. Hemos pagado su hospitalidad con nuestra bolsa, ¿quieren además nuestras almas? Caro precio. —Les diré que no, entonces —expresó ella enfurruñada. —Ya adquiristeis ese compromiso, cumplidlo pues, pero no contéis conmigo para tal empresa. —Respirad tranquilo —ironizó—. Le he explicado al prior que vuestras ocupaciones os impedirán asistir a la iglesia. —¿Por qué sospecho que he sido embaucado desde el principio? —inquirió el guerrero con los ojos entrecerrados. —No lo habéis sido —negó, pero la amplia sonrisa que escondía tras su tazón desmentía sus palabras. —En cualquier caso, os aconsejo que no os mostréis demasiado satisfecha. —¿Satisfecha? Desconozco el significado de esa palabra, señor. —No fue su intención decir aquello, las palabras escaparon de su boca sin que pudiera evitarlo. Supo que había hecho mal cuando Marcus y De Claire rieron por lo bajo. Horrorizada con su torpeza, buscó la mirada de Wentworth cuyos ojos se habían reducido a dos ranuras amenazantes cuando se inclinó hasta ella para hablarle al oído. —De buen grado aceptaré vuestras indicaciones al respecto. Ningún clamor, ninguna recriminación solo aquella proposición que le elevó los colores hasta las orejas mientras sus nudillos acariciaban su nuca con suavidad haciéndole erizar la piel. —No puedo hacerlo si continuamente me evitáis —reclamó continuando con aquel excitante coqueteo que le aceleraba el corazón. —No me digáis que me echáis de menos en vuestro lecho —habló tan cerca de su oído que su aliento caliente le provocó un estremecimiento. —¿Y si lo hiciera? —retó ella desafiante. El estupor se abrió paso en el rostro de Wentworth, quien hubiera esperado una tácita negativa y no una admisión encubierta. Le llevó tiempo recomponerse y llegar a la conclusión de que ella jugaba con él. Acabó por recuperar el aplomo y retomar su lugar. —No tengo tiempo para banalidades. Disculpadme —farfulló obligándola a ponerse en pie para permitirle el paso. Lo vio abandonar la sala mientras se dejaba caer de nuevo en su lugar. Lo había sorprendido, de eso estaba segura. Estaba decidida a seguir con la táctica. Estaba harta de juegos y medias verdades,

derribaría las murallas tras las que se escudaba Wentworth para alcanzar el corazón. El corazón del Dragón. Su marcha a la capital se vio una vez más interrumpida por la tormenta invernal procedente del norte que cubrió los campos de blanco y convirtió los caminos en lodo. Se vieron obligados a buscar refugio en una pequeña posada cercana a Ipswich. La cantina ocupaba su parte inferior, mientras que el piso superior disponía de cuartos para los desdichados viajeros. Se acordó que Margaret y Catalina compartieran el único cuarto con chimenea y tras una afanosa limpieza de una de las sirvientas, ocuparon la estancia rendidas de cansancio, en tanto Wentworth y el resto de los hombres buscaban acomodo en el piso inferior o en los establos. Un suspiro pesaroso emergió de los de la condesa cuando probó la aspereza del jergón. —No es digno de vos —opinó Lady Catalina con la nariz arrugada mientras inspeccionaba la desvencijada estancia. Las paredes no habían sido encaladas en años, puede que en siglos y los suelos de madera presentaban una considerable capa de polvo. Los muebles eran toscos, fabricados con maderas bastas sin pulir ni ornamentar y los cobertores estaban fabricados con lanas zafias… Mejor no pensar quién las había utilizado con anterioridad. Como único lujo contaban con una jofaina desportillada y un bacín que ambas tendrían que compartir. Acostumbrada a la pulcritud de Norfolk el lugar se le antojaba desangelado y sucio. —Es mejor que un establo. —Pero huele igual. —Lo veréis de otro modo cuando entréis en calor. —Lo dudo —sentenció la viuda antes de concentrar en ella su atención—. Parecéis cansada. ¿Queréis que dé orden para que os sirvan aquí algún refrigerio? —Prefiero reunirme con los hombres. —Sutil manera de no mencionar a su esposo, se felicitó—. Pero antes necesito asearme un poco. El barullo en el piso inferior comenzaba a alcanzar volumen. Sin duda los guerreros se habían entregado a la diversión después de un día pesaroso. Margaret sintió el impulso de unirse a ellos. Puede que un poco de vino y cerveza mitigara sus pesares corporales. Algo más tarde, las dos mujeres enfilaron por las estrechas escaleras. En el piso inferior el ambiente era animado. Los hombres bebían y charlaban alrededor de las mesas bien atendidos por varias muchachas. Una de ellas coqueteaba con descaro con Marcus y De Claire ante la atenta mirada de Wentworth. No era hermosa, pero su desparpajo y el tamaño de su escote parecía animar a los hombres a corresponder a sus sonrisas. Cuando Margaret y Catalina llegaron a la mesa, la muchacha se despidió seductoramente de los guerreros con un murmullo en la oreja de Marcus que premió su desvergüenza con una fuerte palmada en sus nalgas. La risa de la moza se elevó hasta el techo y con la jarra a la cadera se dirigió a otra mesa. —Si estáis pensando en desenfundar vuestra espada os aconsejo que vayáis con cuidado de no provocar sangre —advirtió Margaret al oído de su esposo al advertir que su mirada seguía los contoneos de la muchacha. Wentworth volvió despacio la cabeza para mirarla. El color verde de sus ojos resaltaba tras sus largas pestañas. —¿Por qué suponéis algo así?

Margaret alzó la barbilla barriendo a los guerreros con una mirada que los impulsó a ponerse en pie y abandonar la mesa con distintas excusas. Lady Catalina también se retiró para buscar a aquel que le interesaba entre los allí presentes. —Eso ha estado mal —señaló Adrian. Margaret alzó las cejas al mirarlo simulando inocencia. —No sé a qué os referís y en cuanto al tema que tratamos… —Tratáis —la corrigió él. —¿Cómo? —El tema que tratáis, señora, sois vos quien habéis iniciado la conversación, no yo. —Como sea. —No admito consejos si estos proceden de inconscientes. —¿Inconscientes decís? Os he visto cómo mirabais a esa… muchacha. —¿Y cómo la miraba? —Como un granjero mira a su mejor vaca. Una risa bronca surgió de la garganta masculina. —¿Eso pensáis? —No me gusta ser objeto de burla ni que me señalen como una cornuda —añadió llena de fastidio —. Os exijo fidelidad, si no a mí sí al menos al título que ostentáis. —¡Cuidado, señora! Vuestras acusaciones son infundadas y lo sabéis —advirtió él súbitamente serio. Tenía razón y lo sabía. No podía evitar que Wentworth mirara a otras. Aquella maldita inseguridad la estaba volviendo loca. —Disculpadme —se excusó poniéndose en pie. De repente se sentía como una tonta. Quería huir del lugar y esconder la cabeza en algún agujero. Wentworth atrapó su muñeca con su puño impidiéndole la retirada. —Sentaos, señora. —No tengo apetito. —Comeréis algo de cualquier modo —decidió impidiéndole zafarse. A ella le fastidió su capacidad de imponer su voluntad, pero acabó por ceder. Aguardaron a ser servidos mientras observaban silenciosos el bullicio que los rodeaba, cada uno encerrado en sus propios pensamientos. La cena fue incómoda y tensa. Margaret masticó sin apetito y cató el vino sin ganas. Le parecía que Wentworth prefería la compañía de sus hombres a la suya, quizás la de cualquier otra persona de las allí presentes, aunque eso no era nuevo. El pensamiento hundió su ánimo hasta niveles desconocidos en una persona de su naturaleza. El jolgorio entre los guerreros ganaba intensidad ante la mirada impasible de Adrian, claro que ninguno de ellos se aventuraría a sobrepasar los límites que Wentworth les hacía respetar. Margaret sintió deseos de desaparecer del lugar cuando el desmadre se generalizó. Varios hombres batieron palmas y la misma sirvienta que momentos antes había desatado sus celos comenzó a bailar para deleite del público masculino. Como los demás hombres, Wentworth seguía sus meneos mientras sorbía de su jarra. Lo hacía sin disimulo quizás queriéndola importunar, ¡y vaya si lo conseguía! Harta de ser ignorada, Margaret se puso en pie atrayendo al fin la mirada de Wentworth.

—¿Os retiráis? —¿Os importa acaso? —respondió con impertinencia. —Tentáis mi paciencia. —Y vos destrozáis la mía —siseó alzándose las faldas. —Aguardad. Margaret hizo caso omiso a su orden para dirigirse a la escalera, pero en esta ocasión Adrian no pensaba quedarse de brazos cruzados. Con un gruñido liquidó su cerveza y se apuró a seguir a su dama. La alcanzó en lo alto de la escalera, donde las velas del piso inferior apenas alcanzaban a iluminar. —Os estáis acostumbrando a ignorar mis órdenes —dijo acorralándola contra la pared. Su ceño fruncido sobre la nariz resultaba amenazante con aquella oscuridad, pero Margaret no tenía miedo. No, ella lo miraba directamente, de igual a igual. —Es obvio que mi presencia os incomoda, no quería alargar vuestro tormento —replicó. La cercanía de Wentworth se cernía sobre ella como un muro insalvable, imposible derribarlo o esquivarlo. Pese a que no la tocaba sentía el calor que su cuerpo alto y poderoso. —No es vuestra presencia lo que me molesta sino otras cuestiones. —Pues decidme cuáles para que pueda ponerles remedio. —Tendéis a pensar demasiado y no siempre acertadamente. —Quizás deseabais una lerda por esposa. Una que asintiera a cada una de vuestras palabras y consintiera vuestros amancebamientos. —Cuidado, señora, otra vez os ponéis en evidencia —advirtió en voz baja haciéndola apretar contra la pared. —Sois vos quien me ponéis en evidencia al mirar a esa vaca chillona —reiteró Margaret esquivando su cuerpo para alcanzar lo alto de la escalera. —Estáis celosa —constató Adrian haciéndola detener. A él mismo le costaba creer sus propias palabras, en realidad estas se habían abierto paso en su pensamiento en ese mismo momento como una revelación repentina. Margaret se volvió de mala gana con el rostro contraído en una mueca molesta. Descendió el tramo de escaleras para encararle de nuevo. —Lo que buscáis en otras puedo dároslo yo —le aclaró antes de replegarse hacia su cuarto. Tras de sí dejó a un hombre atónito cuya falta de reacción puso de manifiesto la enormidad de su desconcierto. —¿Mi señor? —La voz de Lady Catalina a su espalda al cabo de un tiempo lo hizo reaccionar—. ¿Ocurre algo? —inquirió la viuda al descubrirle en mitad de la oscuridad. Él negó taciturno para dirigirse de regreso al piso inferior. Allí ordenó una nueva jarra y rumió ante ella lo sucedido momentos antes. La cabeza le daba vueltas al tiempo que una esperanza absurda se abría paso en su corazón. ¡Calma!, se impuso. Margaret tan solo se había limitado a exigirle fidelidad. Con toda seguridad preferiría entregar su cuerpo a verse ridiculizada por una infidelidad. Y no es que estuviese mal visto que un hombre gozara de los encantos de más de una mujer, pero hacerlo a las pocas semanas del matrimonio podía considerarse ultrajante para la novia. Era por eso que ella se le había ofrecido,

concluyó desanimado, ¡y maldita sea si la aceptaba! Eugen siguió a Alfred al exterior de la taberna, lejos del bullicio de los demás hombres. Lo hacía silenciosamente sin que el secretario fuera consciente de su interés. Lo vio buscar acomodo contra un muro y observar la noche. Su rostro meditativo apenas se distinguía en la negrura nocturna. Era tan circunspecto, tan reservado en sus pensamientos. Era tan distinto al propio escudero como la luna lo es del sol y, sin embargo, Eugen sentía una inequívoca atracción por él. Siempre le habían fascinado ese tipo de hombres, debía reconocerlo. Había sido así desde que el monje Francis le hubiera revelado la verdadera inclinación de su naturaleza. Lástima que su padre nunca lo aceptara. El corazón del joven escudero guardaba el dolor de su desprecio. Camuflaba su sufrimiento tras una apariencia frívola. Recordó el terror que sintió cuando su padre le informó que no volvería a pisar su hogar tras arrastrarle al campamento de Wentworth y abandonarlo a su suerte bajo sus órdenes. Pero Wentworth había resultado un buen señor. Pese a sus ladridos, malos modos y falta de educación jamás lo menospreciaba por su condición y, aunque en ocasiones debía soportar burlas, Wentworth siempre les ponía fin antes de que estas llegaran demasiado lejos. Haciendo un balance de su vida pasada y presente, Eugen no podía sino sentirse satisfecho con su suerte. —¿Buscáis respuestas en la noche? —¡Eugen! ¡Me habéis asustado! —reclamó Alfred sobresaltado. —Disculpadme, no era mi intención. —¿Por qué me seguís? —¿Qué os hace pensar que os sigo? —¿Acaso no es así? —replicó el escribano con un sesgo de incomodidad. —Decídmelo vos —canturreó Eugen con desparpajo. —No me agradan vuestros juegos. —¿Juegos? Me gusta expresarme con sinceridad. Me agradáis mucho —rio quedamente cuando los enormes ojos de Alfred lo miraron desbordados de sorpresa y espanto—. En realidad, me hacéis perder la cabeza —admitió. —Lo que afirmáis es una abominación. —¿Acaso amar es pecado? —Sabéis a qué me refiero. —Veo cuál es el problema. Aún no habéis aceptado vuestra condición. —Retirad esas palabras. —Yo arrastré esa misma carga durante años, pero decidí deshacerme de ella. Un hombre no puede ser feliz si finge lo que no es. —Sé lo que soy, y soy feliz siéndolo. Eugen se acercó para mirarle. Alfred admiró la belleza de su rostro juvenil salpicado de pecas. Su cabello pelirrojo le daba un toque atrevido a sus bonitos ojos azules. Sus mejillas lampiñas parecían tan suaves que Alfred sintió deseos de acariciarlas. Cada uno de sus movimientos tenía una sutileza femenina que encendía sus más secretos deseos. Le dio la espalda bruscamente para no sucumbir a la tentación. Se debatía en una lucha infernal, sin tregua ni respiro. —No soy igual que vos —sentenció convencido. Eugen lo abrazó desde atrás.

—Besadme y lo sabréis. —¡No! —rechazó liberándose de sus brazos, pero al enfrentarle, los apetitos reprimidos afloraron con una fuerza ingobernable. Apenas era consciente de sus actos cuando sujetó el rostro de Eugen entre sus manos y besó sus labios carnosos. Entonces lo supo sin el menor género de dudas. La verdad se abrió paso en su mente confundida, pero la verdad era demasiado espantosa, demasiado dolorosa para ser aceptada. Retrocedió asustado y huyó en mitad de la noche. Eugen siguió su sombra con una sonrisa satisfecha. Luego, con un suspiro, se arrebujó en su capa de lana y regresó al calor de la posada.

CAPITULO XIII El hogar de Lord Poynings en la capital ocupaba las tierras de Dowgates y poseía acceso al embarcadero fluvial. Contaba con una parcela de terreno ajardinada con abedules y sauces llorones. Era una construcción modesta, pero cómoda para sus ocupantes debido a su cercanía a la corte londinense. La llegada de la comitiva condal esa noche reunió un pequeño ejército de sirvientes frente a su entrada principal, donde también aguardaba Lord Poynings que recibió a Margaret y Wentworth con estimable afecto. —Estaba preocupado con vuestra tardanza —declaró en primer término abrazando con contundencia el cuerpo ligero de Margaret—. Han pasado días desde que recibimos a vuestro mensajero. —El tiempo ha complicado nuestro viaje —dijo Margaret aceptando de buen grado la calurosa acogida que le brindaba. —El tiempo y otros menesteres —apuntilló Wentworth mientras con expresión hosca observaba a su alrededor. Eugen le había explicado que su esposo detestaba la capital y que su humor mostraba su peor cara siempre que se veía obligado a visitar la corte. Margaret ignoró su comentario para recibir el afectuoso abrazo de Lady Poynings. —¡Cielo Santo!, parecéis a punto del desmayo. Entrad y dejad que el fuego caliente vuestros huesos, querida —invitó al recalar en su aspecto cansando. Catalina se unió al grupo de mujeres que apuraron su entrada al edificio cuando la lluvia tomó intensidad. Un baño de agua caliente aguardaba en su cuarto. Margaret dejó escapar un suspiro de total satisfacción cuando se sumergió en su calidez. Después de días de miserias, ¡al fin su recompensa! Disfrutaba adormilada de aquel lujo cuando Lady Poynings hizo entrada en la estancia. —¿Os encontráis mejor? —preguntó con amabilidad la mujer. —Lamento haber causado tantas molestias. —No digáis ni una sola palabra más u ofenderéis mi hospitalidad. —¿Lady Catalina? —Ella está bien atendida, la pobre mujer parecía agotada. La habitación cedida por los Poynings era espaciosa, con una gran cama de baldaquín y dosel situada justo en frente de la chimenea. Unos golpes distrajeron la atención de Margaret que comprendió que podría tratarse de su esposo. Con timidez se sumergió en el agua, pero fue una criada la que hizo entrada en la estancia. Traía consigo una gran bandeja repleta de comida humeante. Lady Poynings le señaló una mesita donde depositarla y de nuevo centro la atención en la joven duquesa. —¿Mi esposo? —La última vez que lo vi estaba repartiendo órdenes entre sus hombres. —Típico de él. Lady Poynings hizo un gesto hacia la criada que aún permanecía en la habitación. En silencio la

mujer se retiró cerrando la puerta con suavidad. —Decidme, querida, ¿cómo ha resultado vuestro matrimonio con ese hombre? Margaret no pudo sino sonrojarse. —No os negaré que debo enfrentarme a dificultades, Wentworth es un hombre de carácter, pero confió en poder superar nuestras diferencias. —Me agrada oír eso. Sabéis que amé a vuestra madre como a una hermana y me siento responsable de vos. Cuando yo me casé… no os negaré que me sentí muy desdichada, pero el tiempo puso todo en su lugar. Mi esposo ha resultado un buen hombre y yo no hubiera podido elegir a otro mejor. Tened paciencia, muchacha, es el único consejo que puedo daros. La joven sonrió apenas. Sus hermosos ojos azules se tornaron color turquesa al observar el fuego de la chimenea. —Yo… lo amo —tartamudeó sonrojándose violentamente. La dama se arrodillo junto a la bañera para acariciar con ternura la mejilla de la joven. —Me he percatado de ello, vuestros ojos lo buscan sin cesar. —Para él supongo una molestia que trata de evitar. —Supongo que por eso ha pedido un cuarto distinto a este. —Como os he explicado antes, él trata de evitarme —admitió Margaret con fastidio. —Entonces os daré otro consejo, pero jamás admitiré haberlo hecho. Margaret se reclinó sobre el borde de la bañera. —Seducidlo, dadle lo que todo hombre busca y lo tendréis comiendo de vuestra mano. Margaret rio ante la sugerencia. —Es curioso, alguien más me hizo esa misma indicación. Mucho más tarde, Margaret meditaba frente a los restos de su cena. Había decidido poner en práctica su pequeño plan de seducción esa misma noche. No soportaba por un segundo más la incertidumbre. Sapiente del libertinaje de la corte, temía que muchas mujeres encontraran irresistible a Wentworth ahora que su nombre venía acompañado de un título. Su nueva imagen haría que muchas fijaran en él su atención si es que no era suficiente su rango. Los celos clavaban sus garras en su corazón impidiéndole encontrar sosiego. No soportaría verse relegada por una amante ni ver burlados sus afectos. Suspiró dando un último sorbo a su infusión ante el giro melodramático de sus pensamientos. En la estancia ocupada por Adrian, Eugen parloteaba entretenido. —Vuestros cabellos se verían más suaves con enjuagues de manzanilla y miel —suspiró Eugen vertiendo el agua del cubo en una jarra. —Guárdate tus opiniones —siseó Wentworth restregándose el cuerpo con una barra de jabón de romero. —Mis opiniones os beneficiarían si atendierais a ellas. —¿Ah, sí? ¿En qué manera? —murmuró malhumorado frotándose ahora el rostro. —Podrían hacer que vuestra esposa os mirara con mayor agrado, para empezar —opinó observando su magnífico cuerpo a través del agua jabonosa, ahora que Wentworth estaba entretenido —. Bastaría con recortaros el cabello. Seguro que lady Norfolk agradecería perder de vistas estas

crines. —Acercaros a mí con unas tijeras y os cortaré la verga. —Nadie puede negar que sois un caballero —suspiró el muchacho con sorna. —Traedme más agua —ordenó Wentworth al notar el escozor del jabón en sus ojos—. ¡Y daos prisa! —Está bien, ya voy. Eugen salió de la habitación balanceando el cubo. Desde su escondite en las sombras del pasillo, Margaret pudo escucharle entonar una canción de amor cortés: «Entre todas las flores, son los lirios las más hermosas». Con el ánimo exaltado le salió al encuentro. —¡Ánimas del cielo! —se espantó el muchacho al confundir el ruedo blanco de su bata. —Bajad la voz, soy yo… —¿Condesa? ¿Qué hacéis en mitad de la oscuridad? —Buscaba a mi esposo. —Podéis pasar si gustáis, Wentworth está en mitad de sus abluciones, quizás le agrade disfrutar de vuestra ayuda mientras yo consigo llenar este cubo. —Prefiero aguardar hasta vuestro regreso —objetó intentando postergar la misión que la había arrastrado a aquel lugar. —Como gustéis. El muchacho partió ligero. Regresó al cabo de toda una eternidad. —Dadme el cubo —solicitó Margaret en voz baja recuperando el aplomo—. Yo misma ayudaré a mi esposo —informó. —¿Estáis segura? —se sonrió el muchacho entendiendo sus motivaciones—. Entonces, no os entretengáis. Wentworth ha de estar impaciente por mi tardanza. Margaret sujetó el cubo con fuerza y recorrió el trecho de pasillo que la separaba de su objetivo. Eugen se mantuvo en su lugar expectante. Al cabo de un tiempo, sintió una presencia a su espalda. —¿Qué os tiene tan cautivado? —La voz de Alfred le hizo relajarse. —Adivinad. —¿Qué? —La condesa se dispone a seducir al Dragón —cuchicheó dejando que él se acercara. —Entonces no está bien que permanezcáis aquí escuchando. —¡Sois tan fastidioso! Decidme, ¿no os morís de curiosidad por saber qué pasará tras esa puerta? —inquirió traviesamente. —¡Eugen! —advirtió el secretario mirando reiteradamente hacia la puerta cerrada—. No permitiré que os entrometáis en los asuntos de los señores, aunque deba arrastraros yo mismo. —Probad a hacerlo —le retó el escudero. Alfred tiró de uno de sus brazos encontrándose con la resistencia del muchacho. —Deberéis esforzaros más, Ojos de Búho. Forcejearon en mitad de la oscuridad. El contacto de sus cuerpos les hizo olvidar el motivo de su discusión. Acabaron buscándose la boca con desesperación, apretándose el uno contra el otro en mitad de la oscuridad en un gesto desesperado.

—¿Habéis decidido ya, Alfred? —susurró Eugen abrazando las caderas con ternura. —Sí —reconoció el secretario acariciando su rostro pecoso con sus dedos tintados. La tibieza de su piel y la delicadeza de sus huesos le excitaron las entrañas. Su respuesta iluminó el rostro de Eugen con una sonrisa. Inclinó la cabeza para besarle de nuevo en los labios en un gesto que hizo tronar el corazón del secretario. —Seguidme —sugirió tentadoramente tirando de su mano hacia el cuarto de la condesa. Esa noche Alfred se convertiría en su amante. —Pero… —Lady Norfolk no necesitará de su lecho, nosotros sí —lo convenció. Reclinada sobre las tablas, Margaret observaba el cuerpo musculoso de Adrian confinado en los estrechos márgenes de un barreño de agua jabonosa. Por un instante sopesó la idea de regresar a la seguridad de su habitación ante el temor de su rechazo. —¡Mierda, Eugen!, ¿quieres darte prisa con esa agua? Tengo el culo congelado de esperarte — tronó Wentworth al confundirla con Eugen. Margaret se enderezó. Quizás fuera el momento de revelar su identidad, pero la visión de aquel cuerpo magnífico la distrajo. La joven había tenido ocasión de ver a su esposo en relativos estados de desnudez, pero nunca había podido observarle a placer. Y era precisamente eso lo que sentía al recorrer aquella piel húmeda a la que el fuego del hogar otorgaba un brillo dorado. Bajo esa luz sus músculos parecían ondularse y estirarse remarcando su solidez. Margaret siguió con la mirada el lento descender de un chorretón de espuma que sensualmente se deslizaba espalda abajo. Aquella espalda era amplia y definida por un gran número de músculos. Su garganta emitió un sonido ahogado. —¡Eugen! —bramó Wentworth sobresaltándola—. Juro por Dios que te cortaré la lengua y te la meteré por el culo —amenazó. Las groseras palabras de su esposo la obligaron a ponerse en movimiento. Llegó hasta la bañera y con cierta dificultad elevó el cubo sobre la jabonosa cabellera dejando caer con brusquedad el agua. Wentworth recibió el agua con dudosa gratitud. —¡Mierda! ¿Pretendes ahogarme? —Disculpad mi torpeza. La inconfundible voz de su esposa obligó a Adrian a abrir los ojos. Se puso abruptamente en pie sin prestar atención a la marea de agua desbordante que ese gesto produjo. —¿Qué hacéis aquí? —masculló ignorando su propia desnudez. Para Margaret, en cambio, aquel hecho era difícil de ignorar. Su mirada se hallaba atrapada por la contundencia de su miembro que impúdico se mostraba ante ella. —Yo… —Su lengua parecía tan aturdida como su mente. Lamentable inicio de seducción. Wentworth se cubrió con un lienzo para mantener su orgullo bajo control, ya que no su cuerpo. La presencia de Margaret había despertado al deseo. —Solamente quería ayudar —expresó con voz temblorosa. —Creía que esa era tarea de Eugen, ¿por qué tanta amabilidad de repente? —desconfió con los ojos reducidos a dos ranuras—. ¿Ha sido suya esta idea absurda? Margaret tomó aire y se encomendó a Dios por lo que estaba a punto de hacer. Posó el cubo y con

resolución se acercó despacio a su esposo cuya mirada seguía sus movimientos con la desconfianza con la que seguiría los movimientos de una víbora. —La idea ha sido mía. —Sus ojos toparon con un pedazo de lienzo abandonado en un taburete. Lo tomó para acercarse a Adrian—. Él acostumbra a serviros en estos menesteres, dejad que yo os sirva de igual modo —ofreció palpando su cuerpo húmedo con el lienzo. Sintió cómo Wentworth se enderezaba pero sin apartarse de su contacto. Lo rodeó para pasar el paño por la amplitud de su espalda. En el hogar, el fuego crepitó. Aquella energía pareció trasladarse al resto de la estancia envolviéndolos. Margaret hizo descender el paño a lo largo de su columna vertebral hasta alcanzar sus nalgas tensas. Notó cómo su garganta se contraía y su corazón tomaba un ritmo irregular. Apoyó una mano en la piel de su espalda y tan suave como una pluma la hizo deslizar resiguiendo el mismo camino del lienzo. Adrian permaneció sumiso a sus antojos. —¿Lo hago bien, mi señor? —susurró a su oído alzándose de puntillas. Adrian atrapó su mano cuando esta se deslizaba hacia su pecho. De un tirón la puso ante sí para abrasarla con su mirada. —Continuad —ordenó con la voz reducida a un murmullo ronco. Margaret aventuró una mirada indecisa más allá de su vientre—. Deteneos si vuestras obligaciones os parecen excesivas —desafió dejando caer el lienzo con el que se cubría la entrepierna. Margaret tragó saliva al descubrir el grosor de su miembro erguido. Empuñando el trozo de tela hizo descender su mano por su vientre plano hasta alcanzar el nido de vello oscuro. Adrian volvió a tomar su mano en su puño. Sus ojos verdes se clavaron en su rostro con una intensidad desconocida. —¿Por qué hacéis esto? —Porque soy vuestra esposa y deseo complaceros. Wentworth clavó en ella una mirada que expresaba sus dudas con respecto a sus palabras. —Hablemos sin tapujos, señora. —Hagámoslo. Sé por qué me evitáis. Teméis veros despreciado. Yo no soy como Lady Grey. Jamás os rechazaría por vuestra condición. La tensión se apoderó de Wentworth. —¿Quién os ha hablado de ella? —¿Qué importa eso ahora? —repuso ofuscada antes de suspirar profundamente para acercarse de nuevo a él—. Queréis hablar sin tapujos, muy bien. Quisiera poder acercarme como una esposa sin temor de verme arrojada de vuestro lado. —Alargó una mano para acariciar su abdomen prieto—. Por favor, confiad en mí, yo… os amo. Él la miró como si hubiera declarado una blasfemia. Sus ojos se clavaron en su rostro tratando de desentrañar si ella mentía o no. La franqueza de aquella declaración lo había dejado sin defensa tras la cual resguardarse. —No puedo creeros —se resistió. —¿Por qué? ¿Qué sentido tiene mentiros? —Miraros bien, Margaret, sois una dama criada como una princesa. —Solo soy una mujer, Adrian, la mujer que os ama. ¿Tan difícil es de creer? —susurró enlazando sus brazos alrededor de su cuello. Adrian reclinó la cabeza sobre su frente desvalido.

—¡Buen Dios, sí! —murmuró. Margaret sonrió acariciando sus mejillas, atrayendo sus labios a su boca. —Os amo, os amo, os lo repetiré hasta que me creáis. De repente se vio envuelta en sus brazos, aprisionada contra su pecho desnudo. —Hacedlo —susurró besándola en la boca y apretándola contra su cuerpo con intemperancia. Tomó al asalto lo que se le ofrecía. Su lengua ávida tanteó la boca femenina, saboreando el sabor de sus labios. —No dejéis de besarme —suplicó cuando él hizo amago de separarse. Una lenta sonrisa curvó los labios masculinos. De nuevo repasó los labios femeninos con la punta de su lengua antes de alcanzar el lóbulo de su oreja. —¿Os gusta? Su aliento húmedo hizo erizar la piel de Margaret. —Sí. —Entonces dejad que siga —añadió alzándola entre sus brazos y llevándola a la cama. Allí se tumbó a su lado y la despojó de su camisón. Encerró sus pechos contra sus palmas y los masajeó con dulzura hasta que las crestas coralinas se tornaron rígidas. Entonces sustituyó las manos por su boca. El cuerpo de Margaret se curvó bajo él aferrándose con fuerza a sus hombros. El pulso del deseo le hacía apretar las piernas. La boca de Adrian descendió por su estómago provocándole nuevos estremecimientos. Un ramalazo de placer la hizo gemir. —¿Os he hecho daño? —preguntó deteniendo su avance. —No sé lo que me provocan vuestros besos, pero no es dolor —le confesó en voz baja arrodillándose frente a él sobre el colchón. Su mirada descendió a lo largo del pecho velludo y se concentró en su estómago endurecido por poderos músculos. Varias cicatrices surcaban su piel, rúbricas de una vida dedicada a la guerra. Margaret se inclinó para besar una marca de bordes enrojecidos que le surcaba las costillas. —Habéis llevado una existencia violenta, espero que el futuro os trate con mayor delicadeza. Adrian le rodeó las nalgas con una mano acercándola a su cuerpo. Su miembro quedó atrapado entre ambos cuerpos. —Me conformo con los placeres del presente —señaló inclinando su cabeza sobre sus pechos para mordisquear sus pezones. La alzó rodeándole las nalgas y la ensartó con su pene. En esta ocasión Margaret estaba lista para recibirle. La humedad de su cuerpo hizo resbalar su miembro sin dificultad—. Rodeadme con vuestras piernas —indicó con voz grave tumbándola bajo su cuerpo—. Y ahora decidme, ¿qué queréis de mí? —Besadme. —Indicadme dónde queréis mis labios, señora. Margaret alzó la cabeza para alcanzar su boca. Sus lenguas se enzarzaron en una danza de ritmo erótico. Se sujetó los pechos y los ofreció a aquella boca hambrienta para que Adrian los lamiera. Adrian comenzó a moverse en su interior. Margaret refrenó sus movimientos apretando sus rodillas. —Despacio —rogó. Adrian se alzó poderoso sobre ella. Sus bíceps se remarcaron como columnas de piedra a cada

lado de su cabeza y mirándola a los ojos comenzó a pujar en su interior con pausadas embestidas. —¿Es demasiado lento así? —resopló trabajosamente a su oreja. Margaret cerró los ojos para entregarse por completo al placer que aquellas acometidas le provocaban. Sus pechos rebotaban rítmicamente al compás de aquellos movimientos atrayendo la atención del guerrero que se inclinó sobre ellos para absorber sus puntas endurecidas con su boca. Margaret rodeó la amplitud de su espalda con los brazos al tiempo que él se retiraba de ella casi por completo para volver a penetrarla en un solo movimiento. Ella exclamó su nombre llena de deleite. Los movimientos de su cadera se acoplaron a los lentos vaivenes del guerrero. De repente sentía necesidad de más. Se aferró a sus nalgas para indicárselo y juntos iniciaron una desesperada danza que los hizo rodar por el lecho mientras sus respiraciones se transformaban en abrasadores gemidos de placer. —¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Como un conjuro, el placer de ambos sobrevino en ese momento. Yacieron unidos, con las pieles humedecidas por el sudor y las respiraciones agitadas. Después de un tiempo, Adrian salió de ella para tumbarse a su lado. Margaret permanecía con los ojos cerrados. Una tímida sonrisa de indolencia curvaba sus labios. —¿Habéis disfrutado? —quiso saber Adrian. —¿Es necesario que os responda? —replicó antes de acomodarse de lado para mirarle con la cabeza apoyada en una mano. Juguetona recorrió la línea de vello moreno que le cruzaba el vientre —. ¿Y vos? La sonrisa de Adrian le transformó el rostro. Margaret lo observó fascinada. Era imposible no sentirse más enamorada. —Casi acabáis conmigo —le confesó inclinándose sobre ella para besarle la oreja. Su boca trazó nuevos caminos a lo largo del brazo extendido de la joven, indagando su cara interna; allí la piel era más clara, más tibia. Llegó hasta su axila donde sorprendido se detuvo, todas las mujeres que había conocido tenían vello allí—. Y aun así siento que mi apetito por vos no se ha saciado —profirió con los ojos oscurecidos por el deseo que de nuevo le quemaba en la sangre. ¡No podía ser! Ella apenas había recuperado el aliento, pero se estremeció cuando la mano de Adrian le rodeó las nalgas y sus dedos juguetearon sobre su piel desnuda. —¿Y bien? ¿Qué me decís? —Que sois un dragón insaciable. Una risa profunda ensanchó el pecho masculino. —Desde luego, si vos sois el botín a cobrar —susurró y sin dejar de mirarla inclinó la cabeza para atrapar su pezón entre sus labios. Lo mordisqueó con la punta de los dientes observando la reacción de su rostro—. Quiero exploraros a mi placer, Margaret —aseveró haciéndola tender sobre los cobertores revueltos. Su boca buscó el pulso de su cuello para luego delinear la redondez de sus senos. Margaret se alzó sobre los codos cuando él alcanzó su ombligo. —¿Os parecen buenas tierras, mi señor? —inquirió con dulzura acariciando sus hombros. —Fértiles y acogedoras —aseguró él para a continuación fruncir el ceño—. Pero hay algo que me preocupa. —Con su mano ascendió despacio a lo largo de su pierna mientras Margaret lo miraba interrogante. Aquel juego erótico comenzaba a surtir el efecto deseado. De nuevo estaba excitada.

Adrian alcanzó la hendidura de su entrepierna cubriendo con su palma el suave vellón—. Me gustaría inspeccionar este lugar con la debida atención —informó besando su ingle. —¿Y por qué habríais de hacer algo así? —Se trata de un lugar recóndito. Quiero conocer todos y cada uno de sus secretos. —¿Qué secretos esperáis… ¡Oh, Adrian! ¡No podéis hacer eso! —protestó con una exclamación cuando su boca se posicionó en el vértice de sus piernas. Adrian desoyó el ruego para tomarla de las caderas y hacerla elevar. Su boca se abrió hambrienta sobre su entrepierna para lamerla. Margaret trató de zafarse desesperada, le llevó unos instantes descubrir que le agradaba sentir allí su boca. Una fiera sonrisa iluminó el rostro masculino. De nuevo hundió su lengua en sus entrañas intentando saciarla. Margaret gimoteó mientras su cuerpo se arqueaba. Se sentía muy cerca del placer jubiloso que había vivido momentos antes en brazos del guerrero, tan cerca que cuando Adrian interrumpió sus besos para alzarse majestuoso entre sus piernas, un jadeo de protesta emergió de su garganta. —Tranquilizaos, mi señora —dijo con voz trabajosa guiándose hacia ella con una mano—. Y os daré lo que ansiáis —jadeó en su oreja penetrándola por completo de un solo movimiento. Buscó su boca al tiempo que sus caderas marcaban un ritmo pausado, alargando la sensualidad del reencuentro entre ambos cuerpos. Y conforme sus embestidas la llenaban más y más el placer se intensificaba, arrollándola, erizándole todo el vello de la piel y haciéndola gritar. Cubierto de sudor, Adrian se movió con dura fiereza, enterrándose por completo en ella. Segundos después, ahogó un quejido mientras el potente orgasmo lo estremecía dejándolo débil y tembloroso. Abrumado, se dejó caer sobre Margaret, aplastándola contra los cobertores. Respiró con aspereza por la boca mientras su corazón bombeaba sangre de manera frenética a todo su cuerpo. Buscó con la mirada el rostro de su esposa, no hicieron falta palabras: para ella la experiencia también había rozado lo místico. Margaret despertó envuelta en los brazos de Adrian, somnolienta volvió a cerrar los ojos mientras disfrutaba del calor que su esposo le proporcionaba. Bajo los cobertores ambos permanecían desnudos y abrazados. La joven abrió de nuevo los ojos al sentir la boca de Adrian deslizarse sobre su nuca. —¿Estáis despierta? —inquirió con un murmullo bajo en su oreja. —No —dijo volviéndose entre sus brazos para mirarlo somnolienta—. Me parece que aún estoy soñando. —Contadme de esos sueños. —Un brillo travieso iluminó sus ojos verdes. Margaret se sorprendió de aquel matiz juguetón de su carácter—. Y no obviéis nada. Sus palabras la hicieron reír. Enlazó sus brazos a su cuello y lo besó en los labios. —¡Oh, Adrian! ¿Por qué hemos tardado tanto tiempo en descubrir esto? —Estabais ocupada haciéndome la vida imposible —respondió frotando la punta de la nariz contra el hueco posterior de su oreja inhalando la dulce fragancia. —¿Me otorgáis a mí toda la culpa? —No toda —reconoció lamiendo el lóbulo de su oreja—. Nuestros prejuicios nos mantuvieron alejados.

—Lo reconozco, antes de nuestro matrimonio hubiera deseado que desaparecierais de este mundo sin dejar huella. Os creía un ser vil y cruel, tal y como vuestra fama anuncia de punta a punta del reino. —¿Cuándo cambiasteis de opinión? —No fue una decisión repentina, llegó poco a poco conforme fui sabiendo de vos. —Si hemos llegado al momento de las confesiones, yo he de aceptar que también tenía prejuicios hacia vos. Os imaginaba como una dama boba, de nariz alzada e intrigante. Me equivoqué —aceptó con franqueza—. Y me alegro de haberlo hecho. —¿Porque si no estarías desposado con una dama boba de nariz alzada? El rostro del guerrero adquirió su habitual gravedad cuando admitió. —La primera vez que os vi en la escalinata… me parecisteis tan delicada y frágil. No sabía ni cómo debía hablaros. —¿Por eso os limitasteis a gruñir a cada una de mis palabras? —remedó Margaret enternecida con el comentario. —Me hacíais sentir tan zafio… Después temí que mi deseo por vos desatara vuestra repulsa. —Nunca os consideré inferior a mi condición, Adrian. —Y tampoco os inspiré el menor miedo, ¿verdad? —Margaret negó con la cabeza—. No puedo explicaros cuán desconcertado estaba. —Mentiría si os dijera que me agradasteis desde el primer momento. Me hubiera gustado aplastaros la cabeza con una maza en más de una ocasión. Agradeced que sea una mujer paciente. —¿Paciente? ¿Vos? Me estampasteis un puño en el ojo, me pateasteis ante mis hombres y me amenazasteis con una horquilla en un establo. No, milady, definitivamente no sois una mujer paciente. —Pero, ¿me amáis? Los ojos verdes confluyeron en la profundidad de su mirada. Le tomó el rostro entre las manos para hablar con seriedad. —No me es fácil expresarme con vuestra fluidez, pero ante las paredes de este cuarto debo confesaros que sois la salvación de mi alma y la perdición de mi cuerpo. No son palabras vanas, mi señora. Habitáis en mi corazón como dueña y señora. Vos y solo vos. Margaret se abrazó a él con fuerza escondiendo el rostro contra su cuello para que no pudiera vez el brillo de sus lágrimas. Le abochornaba que él pudiera ser testigo de aquel arrebato sentimentalista. —Aún podemos disfrutar esta dicha unas horas más antes de que amanezca —dijo besándolo en el mentón. Adrian gimió. Estrechó el femenino cuerpo contra sí asaltado por un sentimiento distinto al de la pasión carnal. El abrumador conocimiento de su amor por ella lo embargaba de un miedo feroz y a la vez de una fortaleza infinita. —Decidme, ¿qué os llevó a asaltar mi cuarto? Margaret se incorporó para mirarle. —No soportaba más la incertidumbre, quería saber cuanto antes si en verdad me odiabais tanto como aparentabais. Vuestro comportamiento hacia mí me frustraba. Os comportabais como si no os importara. —El deseo por vos me roía las entrañas. Temía enfrentaros y ver en vuestros ojos el desprecio.

Ese era el motivo de mi distanciamiento, no otro. —Ambos somos víctimas de la misma pasión —reconoció ella jugueteando con el vello crespo de su pecho antes de abordar el tema de su familia—. Sé cuánto sufristeis por la muerte de los vuestros, más siendo apenas un niño. —Sus palabras hicieron tensar el cuerpo masculino. Temerosa de una nueva brecha entre ambos Margaret se apresuró a explicarle—. Eugen me lo contó, pero por favor no le culpéis por ello, gracias a su historia comencé a entender vuestras motivaciones —dijo tratando de deshacer su ceño fruncido con la punta de sus dedos. —Solo por eso, ese asno hablador podrá vivir un día más. Margaret rio inclinándose para besarle los labios. —Creo que él tiene razón después de todo. Sois perro ladrador pero no mordedor. Adrian la hizo girar sobre el lecho hasta cubrir su cuerpo. —Eso no es exactamente así. —Margaret rio mientras trataba de quitárselo de encima cuando su boca buscó la plenitud de sus pechos lechosos—. Decidme cómo habéis conseguido esto —inquirió acariciando su axila con el dorso de su mano haciéndola estremecer—. Ni un vellón adorna vuestra piel. Aquí o aquí —dijo trasladando su mano a sus piernas. —La madre de Alfred —aclaró vencida por el pudor cuando la boca de Adrian descendió por su estómago haciéndolo detener para mirarla—. Las mujeres judías, también las musulmanas, se depilan el vello. En su cultura el pelo significa impureza. Ella se lo enseñó a mi madre y mi madre me lo inculcó a mí. —¿Vuestra madre era como vos? —¿A qué os referís? —¿Daba cobijo bajo su techo a damas desfavorecidas? —Durante la expulsión de judíos, mi madre acogió a muchos de ellos entre los muros de Norfolk Hall. Sara, la madre de Alfred, ocupó el puesto de camarera al servicio de mis padres. Ella y mi madre se hicieron grandes amigas. Lamentablemente ella murió a edad muy temprana. Mi madre sufragó los estudios de Alfred haciéndolo pasar por un familiar lejano para no levantar sospechas acerca de su origen. —No hay duda pues de que os parecéis a ella. —Me hubiera gustado que la conocierais, era una mujer de gran sensibilidad. —¿Y vuestro padre? —Era un hombre severo y enérgico, pero a la vez justo. Solía decirme que era su hija predilecta. —¿Y era así? —Nunca hubo más descendía que yo —manifestó ella sonriendo ante el recuerdo—. Creo que le habríais gustado. —Ni siquiera hubiera permitido que me acercara a vos. —Posiblemente no, pero yo lo convencería para que os aceptara —afirmó, pero su vehemencia se vio reducida a un bostezo. —Dormid —propuso Adrian haciéndola acomodar contra sus formas. Ella aceptó de buen grado y, tras un profundo suspiro, sus parpados se cerraron.

CAPITULO XIV A la mañana siguiente, Lady Catalina mostró su preocupación ante la tardanza de los condes cuando ingresó en la sala donde era servido el desayuno. Se propuso ir a averiguar los motivos de aquel hecho tan inusual, pero Lady Poynings se lo impidió tomándola del brazo y haciéndola sentar. —Tranquilizaos, nada malo puede haberles ocurrido. —Pero… La matrona exhibió una sonrisa llena de picardía que hizo que Catalina frunciera el ceño. —Hacedme caso. —Si sabéis algo que yo desconozca… —Solo puedo deciros que ambos han compartido lecho esta noche. —Catalina abrió los ojos sorprendida ante semejante revelación—. ¿Por qué os sorprendéis? ¿Acaso no son marido y mujer? —Sí… es solo… No importa —farfulló. En ese momento, Eugen hizo acto de presencia con su peculiar andar. Jules le hizo una seña que hizo que el muchacho se acercara. —¿Dónde está Wentworth? —se interesó el guerrero. —Él aún duerme. —Eso es absurdo. Wentworth jamás permanece en el lecho ni herido ni enfermo —intervino Marcus. —Ha de ser grave, pues —elucubró De Claire con los ojos oscurecidos por la preocupación. Pero al ver la extensa sonrisa de Eugen frunció el ceño—. ¿Hay algo que te divierta? —Vuestra perspicacia. —¿Qué ocurre con ella? —masculló Jules. —Brilla por su ausencia. Los tres guerreros lo miraron con los ceños apretados haciendo que el muchacho riera con mayor énfasis. —Por si no os habéis percatado, Lady Norfolk tampoco se halla en la sala —dijo ofreciéndoles una pista clara. —¿Ella también ha enfermado? —interrogó Marcus. —Londres es un nido de enfermedades… —meditó Jules. —¡Buen Dios! ¿Creéis que se trata de la peste? —articuló De Claire. —¿Peste? —exclamó Catalina levantándose de su lugar—. ¿De qué habláis? —exigió saber desesperada—. ¿Y mi señora? ¡Hablad! Como una liebre rodeada por una jauría de lobos, Eugen quedó atrapado contra la pared mientras elevaba una mano para sosegarlos. —Lady Norfolk no está enferma. —Entonces, explicaos —exigió Jules tomándolo por la pechera de su jubón. El malentendido hizo que Lady Poynings se pusiera de pie. —Les ruego que se calmen —ordenó temiendo un derramamiento de sangre a hora tan temprana—.

Y vos, hablad de una buena vez y dejad de causar tanto revuelo. —Ellos están juntos —aclaró el escudero. —¿Juntos? —repitió De Claire, pues esas palabras no le aclaraban nada. —Han compartido el lecho —puntualizó Eugen. —Ellos ya han compartido el lecho antes, es lo normal entre los desposados —masculló Jules. —¡Demonios! ¿De modo que se trata de eso? —inquirió Marcus al entender al fin. —¡Vaya! ¡Al fin comprendéis! De Claire rompió a reír uniéndose a la diversión. —¿Quiere alguien explicarme algo? —pidió Jules haciendo saltar su mirada de uno a otro. —¿Sois demasiado viejo para recordar lo que ocurre en el lecho de un hombre recién casado? — interrogó Eugen. —Nunca he estado casado —puntualizó el guerrero mirando incomodo a Lady Catalina. —Pero habéis estado amancebado en varias ocasiones, si no me equivoco. Un fuerte sonrojo inundó las mejillas ásperas del guerrero. Si Lady Catalina no hubiera estado presente hubiera acabado con la vida del escudero con sus propias manos. —¡Está bien! ¡Ya entiendo! —¿Estáis seguro? —Seguid con vuestras chanzas y acabaréis ensartado en mi espada —advirtió fulminando a Eugen y a las sonrientes caras de Marcus y De Claire. —Por favor, caballeros, sentémonos a la mesa —rogó Lady Poynings—. Jules, vos acompañad a Lady Catalina —sugirió la matrona al percatarse del muto interés. Lady Catalina aceptó tímidamente el brazo del guerrero. —¿Milady? —carraspeó el guerrero al cabo de un rato. Los ojos pardos de la viuda se volvieron hacia él interrogantes. —Sabed que nunca encontré la mujer adecuada entre esas mujeres. —¿Por eso os amancebasteis? —Yo… —Jules —interrumpió ella deteniéndose para mirarle—. No os juzgo por vuestras acciones pasadas. Sé que todo hombre tiene necesidades. Decidme, ¿esas uniones tuvieron algún fruto? —Dos niñas y un varón, pero todos murieron durante la guerra y nada pude hacer por ellos salvo darles cristiana sepultura. El dolor de su muerte aún me acompaña. —¿Por qué me contáis todo esto? —No quiero que penséis de mí que soy un inconsciente y que falto a mis obligaciones. —¿Tanto os importa lo que pueda pensar de vos? —Quiero convertirme en vuestro pretendiente —barbotó de golpe. —¡Jules! —Decidme si tengo alguna posibilidad, milady. —Es algo precipitado —tartamudeó la viuda conmocionada. —Entiendo. Sois joven y hermosa y en la corte podréis encontrar un pretendiente mejor que yo. —Aguardad. —Lo retuvo apretando su mano contra su brazo—. Nunca sentí deseos de

desposarme de nuevo. Cuando mi esposo falleció pensé incluso en tomar los hábitos, pero ahora… —Continuad. —Digamos que no lo descarto —concluyó tomando asiento y sonriéndole dulcemente. Jules la miró con perplejidad, y sin saber qué decir o hacer, optó por dejarse caer en su asiento donde permaneció el resto del tiempo con el ceño fruncido. Margaret dejó que Adrian la ayudara a colocarse la bata al percatarse de lo tardío de la hora. Apurada, trató de poner orden en su melena mientras los ojos verdes de su esposo seguían sin distracción todos sus movimientos por el cuarto. —Dejad que os acompañe a vuestro dormitorio —ofreció, y así, juntos, abandonaron la estancia tomados de la mano, pues les era imposible estar lejos el uno del otro. —Os veré en unos momentos —le aseguró ella cuando llegaron ante la puerta cerrada de su recamara. —¿No vais a dejarme compartir vuestro baño? —la tentó olfateándole el cuello. —Entonces no acabaríamos nunca, mi señor. —¿Y qué hay de malo en ello? —Que tenemos obligaciones. —Como odio esa palabra —gruñó mordisqueando la piel de su cuello. Margaret se estremeció con la piel erizada. —Adrian, dejadme ir. —Prometedme que no tardaréis mucho en reuniros conmigo. —Agilizaré mi aseo y me pondré lo primero que encuentre —aceptó para complacerle. —Eso, querida, es toda una eternidad —afirmó obsequiándola con una de sus extrañas sonrisas—. Le pediré a Eugen que me rasure el rostro. Mi barba os ha dejado marcas por toda la piel —observó besando la irritación de su mejilla. —Esas marcas serán un recordatorio el tiempo que esté lejos de vos. Adrian la hizo aplastar contra las tablas. Tomó su boca al asalto enfebrecido por el deseo. ¿Es que aquel apetito no se iba a saciar nunca? —Entrad o no respondo de mis actos. —¿No queréis ayudadme en mi baño entonces? —Los ojos cerúleos revisaron coquetos la figura masculina haciendo que el guerrero sonriera pesaroso. —Me temo que no podría ser de gran ayuda debido al estado en el que me encuentro y del que vos, mi traviesa dama, sois responsable. —Con un gesto desesperado se mesó el cabello dando un paso atrás—. Lord Poynings debe de estar aguardando hace horas. Será mejor que os deje ahora o no seré capaz de dejaros nunca. Margaret sonrió quedamente. Abrazó a su esposo, hundiendo el rostro contra su pecho. Adrian le tomó el rostro entre las manos y besó con delicadeza sus labios hinchados. —Me habéis vuelto un animal hambriento, Margaret —afirmó deshaciendo el abrazo para darle la espalda y avanzar por el pasillo. Podría haberle detenido con una simple súplica susurrada. Podría haberle hecho regresar a ella en un abrir y cerrar de ojos, hacerle olvidar una vez más sus obligaciones, convertirle en su esclavo,

doblegar su voluntad con una mirada de sus ojos, tal era el poder que sobre él ejercía y sin embargo aquel pensamiento no menoscababa el sentimiento de poder que en esos momentos le embargaba. Se pertenecían el uno al otro. Poseían dos cuerpos y un solo corazón. En su cuarto, Margaret dio rienda suelta a una efervescente felicidad que ascendió desde la planta de los pies hasta su coronilla. Arrastrada por la euforia comenzó a danzar por toda la habitación. Minutos después, la puerta se abrió para dar paso a Catalina. La viuda observó con precaución el interior antes de decidirse a entrar. Margaret la recibió alegre tomándola de las manos para arrastrarla hasta el centro de la estancia y hacerla girar con ella. Su alegría era contagiosa y pronto ambas estallaron en carcajadas. —Deduzco que el acercamiento a vuestro esposo ha sido un éxito. Margaret rio de nuevo abrazándola. —No puedo explicarlo con palabras. —No hace falta, vuestros ojos lo dicen todo, brilláis como el mismo sol. Margaret se aplastó las mejillas con la palma de las manos. —¡Oh, Catalina! ¿Se puede ser tan feliz? Tengo miedo de que todo sea un hechizo que desaparezca de la noche a la mañana. —No es ningún hechizo, mi señora y ahora dejadme que os pida un poco de agua tibia para vuestras abluciones, querréis lucir hermosa para vuestro Dragón. Tiempo después, Lady Catalina revisaba con meticulosidad el atuendo de su señora que impaciente miraba repetidas veces hacia la puerta. Deseaba reencontrarse con Adrian, redescubrir en su mirada el deseo, escuchar su voz una vez más, oler el perfume de sus ropas. Nunca se había sentido así, como una mozuela ansiosa, ningún hombre antes le había provocado tal regocijo. Tras los ojos de mujer enamorada el mundo había cambiado, se había tornado en un jardín exuberante por explorar. El tiempo lejos de él discurría con exasperante lentitud. Catalina dio un paso atrás con un gesto de aprobación ante el soberbio traje de terciopelo tornasolado en color berenjena debajo del cual asomaban enaguas de color crema. La melena caoba lucia suelta y brillante sobre su espalda con dos pequeñas trenzas a modo de diadema que le despejaban el rostro. —Estoy segura de que Wentworth tendrá dificultades para utilizar la lengua cuando os vea. —¿Hemos terminado ya? —No creo que pueda reteneros por más tiempo tras esta puerta. Impaciente, Margaret revisó por una vez más su apariencia antes de salir en tromba, apremiando a su dama a darse prisa mientras se lanzaba a un descenso vertiginoso escaleras abajo. Llegó a la sala principal sin aliento en tanto sus ojos recorrían ansiosos a todos los presentes. Lady Poynings, apostada cerca de la chimenea, la instó a acercarse agitando una mano. —Wentworth ha acompañado a mi esposo a la cámara de los lores. Como sabéis, él ostenta el título de Lord Temporal y como valedor de vuestro esposo quiere proponer que Wentworth goce del mismo privilegio —le aclaró la matrona. —Eso sería una excelente noticia para Norfolk. —Por supuesto, de ser aceptada su propuesta ante el consejo del rey, deberéis pasar mayor tiempo

en la capital, pero creo que los beneficios compensarán esa molestia. Y ahora ¿por qué no os sentáis a la mesa? Tras el almuerzo, el día se arrastró hora tras hora sin que Margaret tuviera más noticias de su esposo. Frente a las demás damas fingía pasarlo bien, pero la decepción iba ganando terreno conforme el tiempo pasaba. Perdió el interés en la conversación y al cabo de un rato todo lo que hizo fue vigilar la puerta de entrada. —Dejad de preocuparos, es imposible saber cuándo acabarán las reuniones del parlamento — apuntilló Lady Poynings. Pero no era la tardanza de Wentworth lo que motivaba su preocupación, sino que fuera objeto de algún desaire o desprecio por parte de aquellos que no tenían en buena estima la decisión real. Mucho más tarde, a su regreso a la sala después de admirar junto a Catalina el tapiz de manufactura española que adornaba el cuarto de lady Poynings, escuchó una pequeña conmoción que indicaba que Lord Poynings y su esposo estaban de regreso. El corazón de Margaret inició un alocado palpitar mientras adelantaba a Catalina. En la sala su mirada buscó la figura de su esposo. Él se hallaba rodeado por un grupo de hombres del que Margaret solo pudo reconocer a Jules y De Claire, cuyos rostros lucían expresiones borrascosas. Indecisa, revisó el gesto del resto de los hombres. La riqueza de sus ropajes delataban su origen noble y todos sonreían con diversos estados de regocijo lo que le llevó a suponer que su esposo había sido objeto de alguna cruel broma. Con el ceño fruncido los ojos de la joven buscaron a Lord Poynings en busca de alguna explicación, pero este mismo lucía a su vez una extensa sonrisa. La furia trepó hasta la garganta de la joven. No permitiría ninguna broma a costa de su esposo y si Lord Poynings no era capaz de imponer orden entonces lo haría ella. Como un caballero con lanza en ristre, Margaret se adelantó con paso vivo hasta llegar a la altura de su esposo. Su lengua ardía ante el deseo de poner aquellos insidiosos en su lugar. Unas cuantas palabras bastarían para hacer arder las orejas de aquellos rufianes, tal era su ansia protectora. Miró brevemente el rostro de Adrian segura de encontrar allí un gesto feroz de contención. Pero él estaba sonriendo con aquella maravillosa sonrisa ladeada que le hacía parecer diez años más joven. Apreció en ese instante que él había utilizado las mejores ropas que Eugen y el resto de sus damas le había confeccionado desde la boda, un jubón verde ribeteado en armiño y calzas oscuras de lana. Su espada colgaba licenciosamente de sus estrechas caderas. Al reparar en su presencia, la sonrisa del hombre se amplió aumentando la confusión de Margaret. La dama lo miró con el ceño fruncido al igual que lo hacían Jules y De Claire. Como si el diablo se hubiese apoderado de su cuerpo y luciera cuernos y rabo. Adrian tuvo que reconocer que era raro, si no excepcional, verle sonreír de aquella forma. Pero lo cierto es que no podía evitarlo. Su humor había aumentado ante las preguntas indiscretas de Jules y De Claire a las que, por supuesto, no había dado respuesta. Con un único movimiento su brazo abarcó las caderas femeninas para situarla a su lado. Su sonrisa perduró en sus ojos cuando se inclinó para murmurarle un saludo al oído. —¿Puedo preguntar por tan ilustre compañía? —indagó Margaret llena de desconfianza. El sentimiento no pareció afectar a los aludidos, que correspondieron a sus palabras con gestos de

curiosidad o con manifiesta admiración. —Esposa mía, dejad que os presente a Lord Edward Walpace, Lord Horace Gibbon y Lord Chandos Crapton. Todos ellos buenos amigos de nuestro avezado Lord Poynings —anunció Adrian con voz portentosa y teatral. Margaret extendió una mano para el tradicional besamanos mientras inclinaba la cabeza. —Debo felicitaros por tan fabulosa adquisición, Wentworth, sois el hombre más afortunado del reino. —Estoy de acuerdo con vos, Edward, tuve ocasión de conocer a la anterior condesa, una dama hermosa sin duda. Pero la belleza de su hija cegaría incluso en la oscuridad —se pronunció Lord Horace Gibbon provocando la risa de la condesa, contenta con la amistad surgida con su esposo. Lady Poynings se acercó a saludar y señalarles que la cena sería servida. Sentada junto a De Claire y Lord Crapton, Margaret trató de no parecer curiosa ante las actividades de su esposo esa tarde, pero al final, al verlo charlar tan relajado, la curiosidad acabo por poseerla. —Decidme milord, ¿en qué habéis ocupado las horas junto a mi esposo? —preguntó aceptando un trozo de venado cortado con especial maestría por De Claire. Lord Crapton se atusó el elegante bigote. Pese a doblarle en edad parecía no tener inconveniente en coquetear con ella. —¡Ah, mi joven paloma! Sois curiosa como el resto de las mujeres. Dejadme pues que os aclare que no ha habido nada turbio en los negocios acordados hoy por vuestro esposo —repuso el hombre con un brillo pícaro en sus ojos castaños. —No dudo de las buenas artes de mi esposo para los negocios, señor, pero decidme, ¿en qué versaron los mismos? Lord Crapton adoptó una pose menos afectada ante la concreción de su pregunta. —Lord Norfolk nos ha hecho ver las grandes posibilidades del condado en el negocio de la lana. Hoy en día puede resultar una empresa rentable y prospera si se llama a las puertas adecuadas. —¿Y la vuestra es una de esas puertas? —Eso me temo —rio el hombre al comprender que se hallaba ante una mujer de gran inteligencia. —¿Os dedicáis al negocio del paño? —preguntó Margaret extrañada, pues Lord Crapton no dejaba de ser un noble y era raro y hasta mal visto que un noble se dedicara a menesteres de villanos y mercaderes. —Extrañamente sí, y he de deciros que ninguna otra actividad de noble cuna me ha aportado tantas ganancias. —Me interesa oír todo lo que tengáis que contar al respecto —lo animó interesada en el tema. —Sois una rareza entre las de vuestra clase que solo quieren recibir halagos de los labios de un hombre, en cambio vos, os morís por oír un aburrido monólogo sobre telas y paños. —Nada puede sonar más dulce a mis oídos, y si de veras queréis conquistar mi interés, os apremio a que habléis. De nuevo el hombre rio. —Cuidado, Wentworth —advirtió alzando la voz para ser oído en mitad del jolgorio que los rodeaba—. Podría decidir que vuestra bella esposa es mi alma gemela y alzármela en la oscuridad

de la noche. Adrian clavó en la joven una mirada cargada de sensualidad, deteniéndose largamente en su dulce boca. —Tendríais que inventar un buen ardid para sacarme del lecho donde la mantendré bajo mi personal y permanente custodia. Ni la promesa de cien carretas cargadas de oro me haría abandonar tan celestial lugar. Los hombres rompieron a reír, pero Margaret fue incapaz de hacerlo, atrapada como estaba en la sensual promesa de sus ojos verdes. La promesa se hizo realidad cuando Adrian la invitó horas después a retirarse a sus habitaciones. Margaret aceptó el galante brazo de su esposo despidiéndose con una sonrisa. —Señores —anunció con voz grave Wentworth—. Aun disfrutando de su compañía, he de poner fin a tan alegre velada. Creo que sabrán comprender mis razones. —Id, Wentworth. Os acompaña nuestra comprensión —se despidió Lord Walpoce—. Y toda nuestra envidia. Los demás rieron con sorna. Adrian exhibió su mejor sonrisa mientras colocaba la mano de una acalorada Margaret sobre su brazo. —Una última cosa, señor. Recordad que pasado mañana tendrá lugar la recepción real. Es urgente que presentéis vuestras credenciales ante el consejo real —señaló Poynings. —Se hará sin falta mañana a primera hora —confirmó Adrian mientras acompañaba a Margaret hasta la escalera. Los ojos azules lo miraban con indudable curiosidad. Adrian se contuvo de forma admirable para no aplastarla contra sí y devorarle la boca en mitad de la oscuridad. —Esta mañana no comentasteis nada sobre vuestra escapada a la corte —le reprochó mientras pisaba el primer peldaño. —A decir verdad, me fue imposible hacerlo, Lord Poynings me apremió a acompañarlo apenas pisé el salón. Impaciente como estaba por partir, no pude subir a vuestras habitaciones. En realidad, pensaba que nuestra visita a la corte sería mucho más corta —le explicó él diligente. —De cualquier modo, me alegro que lo hayáis hecho en compañía de Poynings, son muchos los que le tienen en gran estima, incluso el rey confía en él para los temas más delicados —suspiró la joven—. Temía que hubieses enfrentado las iras de los envidiosos, estaba preocupada —confesó con voz trémula. Adrian frunció el ceño, no estaba acostumbrado a ser el objeto de preocupación de otra persona, pero la sensación le pareció agradable. Era un sentimiento de pertenencia que nunca antes había experimentado. —Sé cuidarme solo. —Eso no evita mi preocupación. Sois lo que más amo en este mundo, Adrian, si os pasara algo… Los ojos azules de la mujer brillaron con intensidad mientras se inclinaba de puntillas para colgarse del cuello masculino. El tiempo de contención se había acabado para Adrian. Con un gemido atrajo el delgado cuerpo contra sí. Su boca clavó en la de Margaret un beso duro, exigente, lleno de vida. La respiración de Margaret se agitó mientras la lengua de Adrian repasaba el contorno de sus labios.

—Llevadme a mi cuarto —urgió ella con voz trémula. Adrian la cargó en sus brazos y ascendió a grandes zancadas el último tramo de escaleras. La puerta cedió con suavidad a la mano de Adrian mientras se detenía para besar con fruición a la mujer que cargaba. Margaret lo rodeó con sus brazos ronroneando de placer. Ninguno de los dos se percató de que la estancia estaba ocupada hasta que el grito estridente de Eugen los hizo separarse. —¿Qué diablos... —Las palabras de Adrian murieron en su garganta al mirar hacia el lecho. Margaret se deslizó entre sus brazos hasta alcanzar el suelo con la punta de los pies, su mirada en cambio estaba clavada en el lecho revuelto. Allí, bajo finos cobertores de pluma y suaves almohadones de lino, se hallaban los desnudos cuerpos de Alfred y Eugen. Margaret, tan sorprendida como Adrian, parpadeó para aclararse la vista y las ideas. En realidad, no hacía falta un ejercicio de mucha lógica para adivinar lo que estaba ocurriendo entre ambos cuando ellos irrumpieron en la habitación. Alfred, profundamente avergonzado, escondía el rostro bajo los cobertores. Eugen, a su lado, lucía una palidez extrema. Fue Margaret quien murmuró una disculpa y esforzándose en alcanzar la puerta cerró de forma precipitada. —¿Por qué habéis hecho eso? —inquirió Adrian con su mirada más feroz parado en mitad del pasillo. —No recordaba que Eugen ocupaba mis estancias. —¿Qué? —Anoche le cedí su uso. —¿A esa rana parlanchina? —Adrian, no discutamos aquí —lo apuró temerosa de que Adrian quisiera regresar de nuevo al cuarto e imponer orden—. Es todo tan… embarazoso. —Ese par de… —No lo digáis —rogó Margaret cubriéndole los labios con su mano. Logró arrastrar a Adrian hasta su propio cuarto y una vez allí cerró la puerta y apoyó su mejilla acalorada contra las tablas. —¡Buen Dios! ¿Habéis visto lo mismo que han visto mis ojos? —graznó Adrian con un deje de indignación—. ¡Infierno y condenación!, ese par de afeminados estaban retozando en vuestra cama. —¿Queréis bajar la voz o pretendéis que todo Londres sea testigo? —siseó ella. —Por San Jorge, ¿es qué no existe un mínimo de dignidad? Margaret lo miró con recelo. —¿Me haréis creer que no estabais al tanto de las inclinaciones de vuestro escudero? Creo que eran demasiado obvias para ser ignoradas. —Siempre sospeché de las inclinaciones de Eugen, de hecho fue por eso mismo que su padre me lo impuso. Tenía la esperanza que con el ejercicio de la guerra sus gustos tomaran nuevos rumbos. —Si tanto lo reprobáis, ¿por qué seguís protegiéndole? —¿No lo entendéis? Eugen sería una presa fácil entre los demás hombres si yo no le demostrara cierta deferencia.

—¿Sabéis lo que creo, mi señor? —conjeturó Margaret enderezándose súbitamente—. Sospecho que no lo detestáis en absoluto. —¿A ese mono parlanchín? —Da igual cuantos epítetos le dediquéis, ahora lo veo claro —continuó ella golpeándose los labios en aptitud pensativa. —¿Qué es lo que veis tan claro? —Eugen… vos. Creo que en realidad sentís un gran afecto por ese muchacho, ¿es cierto? —Desvariáis. Margaret rió divertida. —Por si lo habéis olvidado, ese par de donceles estaban revolcándose en vuestro lecho. Yo ni siquiera sabía que ellos... que Alfred... La hilaridad de Margaret se convirtió en una débil sonrisa. —Entonces, ¿es ese el problema? ¿Os molesta no haber sido informado del romance con anterioridad? —observó ella con sutileza. —Siempre procuro estar al tanto de todas las actividades de Eugen, me ayuda a prevenir desgracias, pero desde que él está bajo vuestro influjo se me hace imposible prever sus andanzas. — Luego, simulando enfado, se mesó el cabello clavando en su esposa una mirada oscura—. ¿Vos lo sabíais? —No, no era algo obvio, siempre pensé que entre Eugen y Alfred solo existía rivalidad, pero al final resultó que no era exactamente eso. Ya veis, soy tan poco perceptiva como vos —suspiró para abrazarse a sus caderas. Adrian suspiró apesadumbrado escondiendo el rostro entre sus cabellos. —¿Creéis que soy un cretino por preocuparme por mi escudero? —No, no. Vuestro cariño hacia Eugen os honra. —Le acarició el rostro con la punta de los dedos —. Pero no dejaré que el secreto salga de estas cuatro paredes —bromeó. —Os lo agradezco, lo último que desearía soportar sería las chanzas de la tropa. —Tenéis una reputación que mantener. —Ahora bromeáis, pero juro por Dios que jamás me podré reponer de la impresión. Besadme para que pueda borrar de mi mente semejantes hechos —dijo simulando estremecerse al tiempo que la hacía girar por la estancia. La risa de Margaret brotó alegre. —Es imposible tratar con vos —se quejó poniéndose de puntillas para depositar un dulce beso en la comisura de sus labios. Más seria lo miró con fijeza—. ¿De verdad os molesta lo que Alfred y Eugen puedan compartir? No todos tenían en buen concepto del amor entre hombres. La iglesia lo había prohibido y condenaba con el infierno a quienes lo practicaban. Para Margaret en cambio, el amor entre hombres era una expresión más del amor de Dios. Sus palabras habían sido «amaos los unos a los otros», no veía, pues, por qué no hacerlo. —No soy quién para juzgar. Yo mismo he sido juzgado por lo que soy, no cometeré el mismo error. Margaret lo acalló con un besó. Por eso amaba a aquel hombre de apariencia impía pero de

corazón generoso. —Si os interesa, Alfred es un hombre cabal, nunca ha trasgredido ninguna norma, creo que compensará el desenfreno de Eugen. Mi madre lo animó a tomar una esposa pero él siempre se negó. Yo pensaba que su negativa se debía a su condición de converso, ahora veo que ese era solo uno de los motivos. ¿Sabéis algo? Me alegra que haya encontrado a alguien. —Me tomaré la molestia de hablar con Eugen, le advertiré de que no cometa ninguna locura. Nunca lo habéis visto enamorado, no atiende a razones, berrea y da saltitos como un cervatillo enloquecido. —No le culpéis por eso, el amor obra locuras en cada uno de nosotros. Lo único que lamento de todo esto es no poder ocupar una habitación con un lecho más grande. Había imaginado un sinfín de posibilidades en esa enorme cama —declaró simulando decepción. Adrian alzó una ceja. —Estáis de enhorabuena. Mi imaginación ha estado trabajando febrilmente en tal asunto. Y sin ninguna otra explicación, su cabeza descendió para apoderarse de los labios femeninos. —Quitaos la ropa —ordenó con urgencia. La sonrisa femenina se diluyó bajo el magnetismo de aquella mirada. Obedeció con torpeza enredándose los dedos en las cintas de su corpiño. A través de sus pestañas entornadas observaba a su esposo que forcejeaba con sus propias ropas. Las gruesas faldas cayeron a sus pies con un sonido sordo, Margaret apartó el anillo de tela que la rodeaba con la punta del pie mientras se deshacía de su camisa. —Dejáoslas puestas —advirtió Adrian cuando se dispuso a deshacerse de sus finas enaguas. Con mirada perezosa, los ojos verdes recorrieron su cuerpo. Sus labios se torcieron en una sonrisa cuando advirtió la tensión de sus pezones. —No os cubráis. Pero Margaret no podía sentirse cómoda bajo su total atención. Su mirada hacía aflorar todas sus inseguridades femeninas. Él, en cambio, parecía muy cómodo en su desnudez. Tembló cuando Adrian caminó a su alrededor sin tocarla. Escuchó su respiración cuando se inclinó para oler su cabello. Con la mano, hizo a un lado su melena provocándole un nuevo estremecimiento. Notó su virilidad contra sus nalgas cuando él la abrazó desde atrás y le tomó los pechos entre sus manos. —Abrid las piernas —susurró a su oído colando una mano bajo la tela de sus enaguas. Margaret obedeció excitada. Sintió sus labios recorriendo el dorso de su cuello. —Adrian, ¿qué hacéis? —preguntó insegura al sentir sus dedos. —No sé, decídmelo vos —sugirió él estimulando su carne con su pulgar—. Estáis húmeda — constató mordisqueando su oreja. —Lo siento —se excusó ella tragando saliva cuando su dedo índice se hundió en las profundidades de su cuerpo. —No lo sintáis, me agrada —afirmó él moviendo su mano. Su virilidad palpitó excitada contra las nalgas femeninas—. Me gustaría tomaros así. —¿De pie? —inquirió ella extrañada. —Desde atrás —formuló Adrian aumentando su desconcierto. No sabía que un hombre y una mujer pudieran yacer de esa manera. Se movió incómoda cuando Adrian arrastró sus enaguas hacia

abajo. Con sus manos la hizo sostenerse contra el poste del lecho—. Dejad que os muestre —gruñó con la voz enronquecida por el deseo. Inexorablemente su virilidad avanzó entre sus piernas desde atrás. Penetró en ella de esta manera hasta encajarse por completo en su cuerpo. Su estómago duro se apretó contra las pálidas nalgas. —¿Os agrada? —quiso saber tomando sus pechos con ambas manos y el cuerpo encorvado sobre ella. —Sí —respondió la mujer con voz estrangulada. Adrian se movió hacia atrás para volver avanzar. Había comenzado a descubrir qué era lo que le gustaba y cómo le gustaba. Lento al principio y explosivo al final. Hizo todo lo posible para contenerse y darle lo que ella ansiaba. Se mecía con parsimonia dejando que ella le indicara el ritmo con sus gemidos. Eso también lo había aprendido de ella. —¡Adrian! —Aquella exclamación era lo que estaba esperando para liberarse de sus propias ataduras. Sus embestidas se volvieron furiosas mientras luchaba para no sucumbir al orgasmo, y cuando creía que no podría soportarlo por más tiempo, Margaret se enderezó y apretándole las manos contra los pechos dejó escapar un quejido ahogado. Adrian se solazó con la visión antes de entregarse a su propio orgasmo. Luego, de algún modo, consiguió cargar a Margaret hacia el lecho donde ambos se derrumbaron con los miembros entrelazados. —Había imaginado haceros esto hace mucho tiempo. —¿Cuánto tiempo? —Desde que os hice cabalgar junto a mí el día de nuestros esponsales. ¿Recordáis ese día? ¿Cómo olvidarlo? —Sí —murmuró ella acurrucándose junto a él bajo las mantas. Sentía los párpados pesados y el cuerpo liviano después de los juegos amatorios compartidos con su esposo—. Descansemos, mañana será un día espinoso. Hemos de preparar vuestra presentación ante el Consejo Real. Adrian, siempre susceptible a sus orígenes, dejó escapar un bufido ofendido. —¿Teméis que mis modos os avergüencen? He estado en la corte en otras ocasiones y he logrado sobrevivir. —Pero ahora sois el conde de Norfolk, vuestra obligación es… —¡Basta señora! —la interrumpió a medias entre el regodeo y el enfado—. Tenéis la habilidad de convencerme de absurdo. —Solo serán un par de lecciones básicas —le animó—. Será divertido. —Tanto como dejarme morder el culo por una manada de lobos—auguró. Al día siguiente, Londres amaneció bajo un sol invernal y una ligera brisa del sur que después de días de temporal, arrastró a los capitalinos fuera de sus hogares. Las calles irregulares se vieron atestadas de gente a los que se sumaron Adrian y Margaret acompañados de Lord y Lady Poynings, Lady Catalina, Eugen y Alfred y un discreto número de hombres armados para disuadir a los rateros y rufianes que abundaban en la ciudad. El animoso grupo avanzaba llamando la atención de pordioseros y pedigüeños profesionales que veían en ellos una posible fuente de recaudación. En una de las plazas, la comitiva se detuvo a escuchar la narración de un artista callejero sobre las gestas de Enrique VII, alabando

exageradamente sus virtudes hasta convertirlas en veladas críticas. La narración se acompañaba de una modesta representación que arrancaba, con sus gestos grotescos, las carcajadas de los espectadores que, animados con el espectáculo, arrojaban alguna moneda a los pies de los artistas. Margaret exhortó a Adrian para que fuera más generoso. —Es un signo de poder y opulencia, y habla bien de la generosidad de Norfolk —le susurró al oído—. Pero no os excedáis —se apuró a añadir. En otros tiempos, aquellos difamadores no hubieran obtenido de él más que algún puntapié, pero su talante había cambiado de manera notoria en los últimos días. ¡Qué diablos!, su ánimo jubiloso podía tolerar incluso a aquellas comadrejas. Aflojó la bolsa con alegría y arrojó unas monedas al suelo. Una ávida masa de cuerpos se abalanzó sobre ellas. Con una ceja alzada, Adrian observó a Margaret que aprobó su gesto con una leve afirmación. —No veo nada piadoso en esto —afirmó echando una última ojeada a la deforme marejada de miembros retorciéndose sobre el lodo. Margaret se encogió de hombros y se inclinó para confesarle. —La próxima vez que realicen una representación donde vos seáis el protagonista, os tratarán con mayor benevolencia. El día transcurrió de igual modo. Margaret le aleccionó sobre el comportamiento a seguir según las diferentes situaciones, incidiendo de manera especial en su trato con las damas: debía ponerse en pie cuando una dama entraba en una misma sala, saludar con cortesía y retirar su silla, interesarse por su bienestar, entretenerla con una conversación ligera sobre temas galantes y, por supuesto, dominar su tendencia a maldecir y a responder con monosílabos. Todo ello formaba parte de las características que todo buen cortesano debía exhibir en la corte, incluyendo la lealtad, la valentía y el trato elegante, le explicaba Margaret mientras cenaban. —A toda dama le gusta que ponderen sus atributos, no lo olvidéis —recalcó Margaret. —¿Y si la dama carece de atributos? —Encontradlos, pues —suspiró Margaret—. ¿Os aburro? Adrian negó. Para su sorpresa, era capaz de recordar todas y cada una de aquellas estúpidas recomendaciones y llevarlas a cabo con la suficiente desenvoltura. La cortesía no formaba parte de su naturaleza brusca y reservada, pero estaba decidido a no defraudar a su esposa. El sonido del laúd se mezcló con la alegre conversación de los comensales. —¿Os atrevéis con el baile? —¿Es necesario? —La danza y la conversación son dos grandes atributos de los cortesanos. —Yo soy un guerrero, no un cortesano —masculló. —No gruñáis. —Su recomendación hizo que el guerrero se enderezara y la mirara con el ceño apretado—. Y no me miréis así. —Muy bien. —La sorprendió arrastrando la silla al levantarse—. ¿Milady? —dijo ofreciéndole el apoyo de su mano. Margaret la aceptó desconfiada y al mismo tiempo, curiosa. Con paso decidido, Adrian la condujo al centro de la sala ante la mirada del resto de los comensales donde se inclinó con una genuflexión

cortes. Comenzó una melodía de tonos alegres. Para su sorpresa, Wentworth era un excelente bailarín. Con una desenvoltura inaudita, Adrian la hizo girar consigo. Ahora era ella la que en comparación parecía torpe e incapaz tratando de seguir los intrincados pasos de baile. La atención del resto de comensales solo aumentaba su nerviosismo. —¿Le ocurre algo a vuestros pies? —susurró Adrian cuando ella confundió el paso. —Creo que os prefiero chillón y malhumorado —observó Margaret con acritud. —¿Gruñís? —No gruñía… —Arrugó la nariz en una mueca al darse cuenta de que eso era lo que estaba haciendo—. Está bien, vengaos, estáis en vuestro derecho. —Guardaré esa prebenda para la intimidad de nuestras habitaciones. —El brillo sensual de su mirada hizo que Margaret tropezara de nuevo con sus propios pies. —Sentémonos —rogó la joven—. Vuestra pomposidad me abruma. —La risa del Dragón se escuchó en toda la sala—. ¿Dónde aprendisteis el arte de la danza? —Os sorprendería saberlo. —Decídmelo. —Si os fijáis, la lucha cuerpo a cuerpo no dista mucho del arte de la danza cortés. —¿Me vais a decir que os dedicasteis a danzar por los campos de batalla de Inglaterra? —Más o menos. —De nuevo la risa brilló en su mirada—. Solo que mis contrincantes no eran tan bellos como vos. ¿Por qué me miráis así? —inquirió tras un elástico requiebro. —Tengo la impresión de que os burláis de mí. —Me limito a seguir vuestros consejos y ponderar vuestros atributos. —Parecéis ansioso por poner en práctica todos mis consejos. En tal caso —se detuvo para tomar aire y hacer una señal a una mujer de rotundas redondeces inabarcables a los brazos de un solo hombre—, os sugiero que probéis vuestros esfuerzos con Lady Botwell, una vieja conocida —sonrió ladinamente al tiempo que la mujer llegaba a su altura—. Milady, mi esposo desea seguir bailando, pero mis piernas ya no me sostienen. Lord Walpoce me ha comentado vuestra afición por la danza. ¿Os importaría acompañar a mi esposo? Una risa nerviosa hizo temblar las mejillas de la robusta dama. —Temo no estar a la altura. —Al contrario, mi esposo os guiará con maestría —señaló con picardía—. ¿Verdad? —Apostad vuestras enaguas a que sí —aseguró Adrian en su oído. Margaret sintió que el sonrojo se extendía por sus mejillas. Miró de reojo la expresión de Adrian, pero nada en ella delataba que estuviera molesto, si bien su mirada prometía una justa venganza. Sintiéndose traviesa, Margaret enfiló dirección a la mesa. —No os alejéis mucho, mi señora —la detuvo su voz—. Os buscaré cuando el baile finalice. — Sus ojos verdes convirtieron sus palabras en una sutil y sensual amenaza. Al otro lado de la sala, Jules y De Claire observaban sin perder detalle. —El vino me ha inducido a ver visiones, dime De Claire ¿está Wentworth bailando con Lady Botwell? —Eso parece —admitió el más joven fascinado.

—¿Creéis que el aire de Londres lo ha trastornado? —Más bien las faldas de su esposa. —Verlo hacer reverencias me está matando. —Quizás debierais aprender de él. —¿A qué os réferis? —A Lady Catalina parece gustarle la danza. —No me veréis danzar como un maldito cortesano —negó el guerrero ofendido, para luego añadir —. No tengo edad para hacer el ridículo. —Intentadlo al menos. A Wentworth parece dársele bien ¿o preferís que cualquier otro se os adelante? —¿Qué otro? —Lord Crapton, por ejemplo. Según he oído ha enviudado hace poco y parece estar buscando una nueva esposa, no es la primera vez que observo cómo brinda sus atenciones a vuestra paloma. —Cerrad el pico, De Claire. —¿Y dejar que ese hombre se cobre vuestro trofeo ante vuestras mismas narices? —¡Buen Dios! ¿Qué queréis de mí? —Que escuches mis consejos antes de que sea demasiado tarde. Sacad a bailar a la dama, mostradle algo de atención al menos. —¿Os callaréis así? De Claire hizo el gesto de sellarse los labios. Jules hizo un gesto malhumorado, apuró el trago de vino y partió hacia su cometido con el nerviosismo de un barbilampiño. —¿Queréis uniros a la danza? —preguntó torpemente cuando estuvo ante la mujer. —¡Jules! —se sonrió Catalina ante la impetuosidad del guerrero—. Parece que me ofrecéis decapitar a alguien. —Lamento mi brusquedad —se excusó el hombre tratando de suavizar la expresión de su rostro —. No soy docto en estos asuntos —ofreció con mayor gentileza. —Bailemos, si eso es lo que gustáis, pero preferiría hablar. Jules no se molestó en ocultar su alivio, pero de repente se le planteó un nuevo dilema. ¿De qué podía hablar con una mujer como Lady Catalina? —Os parecéis a Wentworth cuando fruncís el ceño de ese modo —advirtió la dama. —Lo siento… —gruñó el guerrero molesto por su torpeza. No sabía cómo conducirse con aquella mujer—. Creo que esto es una equivocación —concluyó huyendo sin dilación. —Aguardad, Jules, os lo ruego. —La petición de la dama lo hizo detenerse—. Preguntadme si me gusta el vino. —Sin entender, Jules se volvió para mirarla—. Preguntádmelo —insistió Lady Catalina. —¿Os gusta el vino? —No en exceso, pero disfruto de una copa de vez en cuando. —¿Queréis una ahora? —Me bastaría con un sorbo de la vuestra —propuso con una dulce sonrisa que hizo que el corazón del hombre repiqueteara. El guerrero regresó a su lado para tenderle su copa. Lady Catalina elevó hasta sus labios el

contenido tomando un sorbo en un gesto que significaba mucho más que una mera cortesía. Sus ojos pardos se elevaron hasta el parche negro que cubría su ojo tuerto para luego recalar en su ojo sano. —Decidme, ¿a vos os gusta el vino? —inquirió lamiéndose una gota de la comisura de la boca ante la atenta mirada del ojo sano del guerrero. —Sí. —¿Os gustaría probarlo de mis labios? —La mirada del hombre se abrió perpleja ante su propuesta—. ¿Os escandalizo? Ambos hemos dejado atrás la juventud, Jules, no siento deseos de cortejos ni galanterías. Solo os quiero a vos. Si lo que buscaba era dejarle sin palabras, lo había conseguido. Jules no atinó ninguna respuesta. Se limitó a beber de su copa por donde los labios de la mujer se habían posado. Luego, sin apartar la mirada de ella, entregó su copa a un sirviente, la tomó de la mano y la sacó de la sala.

CAPITULO XV El enorme Hall previo al Salón Pintado donde el rey recibía a sus invitados estaba atestado de gente. Margaret se movía inquieta, desesperada por la tardanza. —¿Irritada? —La pregunta de Adrian la distrajo un momento de sus pensamientos. —¿Vos qué creéis? No acostumbro a perder mi tiempo, llevamos aquí todo el día y aún no hemos sido presentados. —Bebed un poco más de vino, os hará la espera más corta. —Acabaré como una beoda. —Por si no os habéis dado cuenta, los ebrios superan a los sobrios en este lugar. La corte es un nido de putas, borrachos y traidores. —Bajad la voz, todo el mundo nos mira. —Dejad que miren —aulló Adrian elevando su copa hacia los ojos curiosos que los observaban —, y vean al Dragón. Margaret sabía que su matrimonio había levantado un mar conjeturas y suspicacias. Al parecer esperaban disfrutar del espectáculo de verla implorar piedad ante el rey. Podía ver las sonrisas malévolas de quienes se creían por encima de Wentworth aun cuando no hubiera un solo caballero, noble o villano que a sus ojos pudiera igualarlo. El maestresala hizo acto de presencia y con voz potente anunció sus nombres. —Lord Wentworth, conde de Norfolk y Norwich y su esposa, Lady Norfolk. —Vuestras súplicas han sido escuchadas —observó Adrian. Margaret envidió su serenidad cuando la multitud se abrió como lo habría hecho el mar ante Moisés, mientras sus lenguas cuchicheaban sin parar. Las mujeres se sorprendían con la prestancia de aquel caballero que galantemente escoltaba a su dama. Surgió entre muchas el afán de saber algo más de él. Su fama de sanguinario cedía paso a un interés femenino desmedido. No eran pocas las que le lanzaban miradas vanidosas pretendiendo llamar su atención. Ya poco importaban sus orígenes plebeyos, su atractiva estampa eclipsaba anteriores prejuicios. Ahora sentían envidia de la decidida condesa de Norfolk y de su suerte. Deseaban verse en su lugar y gozar de las atenciones de tan gallardo caballero. —Estáis causando verdadero revuelo —susurró celosa. —¿Os parece? Eugen había agudizado el ingenio, suya había sido la idea de aquel lujoso atavío compuesto por calzón de frisa negra y jubón de cuero verde oscuro que destaca el color de sus ojos. Los anchos hombros se veían cubiertos con un austero manto de lana con sobrecuello de piel. Las prendas se ajustaban a su cuerpo subrayando su imponente porte. En cuanto a ella, no podía negar que lucir un magnífico vestido confeccionado en seda tornasolada color cereza, insuflaba en su ego unas gotas de vanidad. Lady Catalina le había recogido el cabello en un moño que acentuaba la delicadeza de sus rasgos y destacaba la blancura de su piel. —¿Fingís ignorar que todas esas mujeres os devoran con los ojos? Si fuerais caza mayor ya estaríais en una cazuela, tierno y humeante.

—Fuisteis vos quien insistió con mis ropas. Decíais detestar mi barba. No podéis demandarme una cosa para a continuación reclamar lo contrario. —Nunca supuse que el resultado fuera tan escandalosamente favorable. —Vuestras lisonjas son escasas, he de guardarlas con tiento como la rareza que son. Margaret reprimió una mueca. —¿Dónde está? —preguntó deslizando la mirada por la sala. —Enrique disfruta viendo a sus cortesanos despedazándose antes de hacer acto de presencia. Divisaron entre estos la presencia de sus actuales anfitriones y no dudaron en acercarse a ellos. —Habéis sido la comidilla de todo el mundo. Son muchas las historias que cuentan sobre vos, Wentworth —señaló Lady Walpoce. —Espero que no haya creído todas ellas. —Si lo hiciera creería que sois el mismo diablo. Dios mediante, nadie podría convencerme de que un bailarín consumado como vos es a la vez un asesino de mujeres desvalidas y niños. Creo más bien que vuestras hazañas corresponden tan solo a los campos de batalla y que el resto es el resultado del imaginario popular. —No son cosas agradables de las que hablar —acotó Lord Walpoce—. Y ahora, Wentworth, hablemos de temas menos dramáticos. He conseguido la referencia de un buen constructor de barcos para poner en marcha vuestra empresa. —¡Negocios! —se exasperó Lady Walpoce—. Vayamos, querida, estos no son temas de mujeres. Margaret no pudo oponerse, fue arrastrada por la mujer mientras miraba apesadumbrada hacia atrás. Adrian clavó en su rostro una mirada divertida al tiempo que una sonrisa burlona jaloneaba sus labios, pues sabía que Margaret hubiera deseado permanecer allí para participar de la conversación. Una conversación que podría reportar fuertes beneficios para Norfolk y sus gentes. Margaret aguantó estoicamente la animada conversación de las damas de la corte. El vino y los licores servidos entre los cortesanos estaba comenzando hacer efecto sin que hubiera noticias de Enrique. La música cortesana alegraba el ambiente impulsando a los invitados más avispados a tomar posiciones en el centro de la sala para ejecutar las intrincadas danzas. —Parecéis distraída —apreció lady Walpoce cuando la sorprendió mirando una vez más al otro lado del salón en que se hallaban tratando de atisbar a los interlocutores de su esposo—. ¿Por qué no os unís a la danza? Los mejores bailarines del reino se hallan en este salón. —Ahora mismo me sería imposible, creo que el vino ha empezado hacer efecto —se lamentó. Había moderado el consumo del alcohol pero bien podía utilizar una pequeña mentira en su propio beneficio para ocultar su verdadero interés, que no era otro que regresar junto a Wentworth y su conversación. —¿Por qué no lo habéis dicho antes? Os acompañaré a comer algo. —Quedaos, no tendréis tiempo de echarme de menos —dijo antes de partir a buen paso. Su impaciencia la llevó a alzarse la falda en su afán por encontrarse con su esposo. Regresó al lugar donde lo viera por última vez, pero el rincón estaba ahora ocupado por personas desconocidas. Su pequeña estatura no servía de gran ayuda, pensó mientras se ponía de puntillas para espiar sobre la cabeza de los invitados. Comenzaba a barajar la idea de regresar junto a Lady Walpoce cuando al fin topó con la morena cabellera de su esposo. Con paso ligero caminó hacia él. A medida que acortaba distancias se percató de que Adrian estaba acompañado. Que él mantuviera la cabeza

inclinada, se debía a la baja estatura de su acompañante, una bellísima pelirroja que descaradamente lo retenía por un extremo de su capa. La mujer se esforzaba por hacerse oír mientras sonreía. Una promesa lujuriosa brillaba en los ojos femeninos. Lo chocante de la escena la hizo detenerse confusa. —¡Vaya! ¡Vaya! ¿A quién tenemos aquí? —Un aliento húmedo rozó su oreja. Margaret se puso rígida al reconocer la voz de Marlowe. —Acostumbráis a acercaros siempre por la espalda, Marlowe —suspiró girando sobre sus talones para enfrentar al molesto hombre—. Como los traidores y los cobardes. El comentario fulminó la expresión complacida del hombre. —Como veo, vuestro esposo sigue fiel a sus costumbres. —Volvéis a hablar a la ligera de mi esposo. —¿A la ligera? Miradlo, si os descuidarais lo descubriríais fornicando en cualquier rincón mientras vos vagáis desdeñada y desprotegida ante toda la corte. Es obvio que no os valora como os merecéis. Margaret trató de zafarse cuando Marlowe intentó enfrentarla al interludio de Wentworth con aquella mujer. Le hubiera bastado con alzar la voz para que Adrian pudiera escuchar, pero lo que menos deseaba en esos instantes era enfrentar a Marlowe y a Adrian. —Vuestro esposo aprovecha cada oportunidad para abandonaros a vuestra suerte, claro que en esta ocasión puedo excusar su distracción —murmuró Marlowe a su oído. —Soltadme. —Os empeñáis en herir mi corazón cuando lo único que deseo es un segundo de vuestro tiempo. No creo que a vuestro esposo le importe. Soy vuestro eterno enamorado. —¿A quién queréis engañar? Nunca estuvisteis enamorado de mi persona, sino de mi bolsa — rebatió ella decidida a no demostrar el menor signo de debilidad frete a él—. Ahora dejadme ir, vuestras palabras vacuas me parecen solo balidos y rebuznos. —Hacéis mal en no prestar la debida atención a mis palabras. Llegareis a lamentarlo. Vuestro esposo acabará por cansarse de vuestros arañazos, ¿qué será de vos entonces? Solo quiero ofreceros mi lealtad. —Marlowe, sois tan gracioso… No aceptaría nada que viniera de vos. Y ahora dejadme en paz. —Exigencias, exigencias y más exigencias. ¿No os dije que siempre era así? La pregunta fue dirigida hacia una persona a su espalda. Margaret descubrió que otra persona más había sido testigo de la conversación y ella lo conocía bien. Lord Wilson sonrió apenas al descubrir la sorpresa en el rostro femenino. —Sé bien de los defectos de Lady Norfolk. En muchas ocasiones he tenido que sufrirlos en mis mismas carnes —dijo con burlona cordialidad mientras se secaba con un pañuelo el sudor de su boca. —Wilson, ¿cómo habéis podido engañar a la guardia? Creía que las ratas tenían prohibida la entrada a la corte. —Quería hablaros de mi sobrina. —Es un tema zanjado. —No tanto como creéis. Estoy aquí para solicitar su tutela. —¿Creéis que Enrique permitirá que os hagáis con su tutela cuando estuvisteis a punto de matarla

a golpes? —Ambas os inventasteis esa fábula. —No fue fábula el tiempo que estuvo en el lecho sin poder moverse. —En cualquier caso será vuestra palabra contra la mía. La ley está a mi favor. Soy su única familia y Marlowe testificará a mi favor en este asunto. —Doy fe de la preocupación de Lord Wilson por su sobrina —sonrió Marlowe con una sonrisa sibilina. —¿Qué interés tenéis vos en esto? —He visto a la niña, me ha parecido encantadora, estoy seguro de que se convertirá en una mujer hermosa. —No os acerquéis a ella, juro que si lo hacéis os mataré —siseó Margaret. —Mis intenciones son honestas. Puedo decir que una vez más mi corazón se ha visto tocado por el amor de tal modo que estoy dispuesto a esperar lo que sea necesario para desposarla. —¿Son esos vuestros planes? —comprendió Margaret mirando alternativamente a uno y a otro—. ¿Repartiros su herencia como los buitres que sois? —No es justo que solo vos tengáis ese privilegio, ¿verdad? —Cree el ladrón que todos son de su condición. Desvelaré vuestros planes ante todos, no cejaré hasta que os vea hundidos en el fango de vuestras propias falsedades. Wilson lanzó una mirada desesperada en dirección a Marlowe. Marlowe se encogió de hombros como si ya hubiese previsto ese tipo de escena. —Os dije que con ella nunca es fácil. —La tutela de Anne depende ahora de mi esposo. —¡Miente! —exclamó Wilson asustado ante la posibilidad de tener que enfrentarse con tamaño guerrero. —Es una zorra astuta —rezongó Marlowe obligándola a avanzar hacia una puerta lateral—, pero averiguaremos si miente. —Soltadla Marlowe —se opuso Wilson temiendo que la escena llegara a oídos del Dragón—. ¿Es que queréis que la guardia se nos eche encima? —Haced caso a vuestro amigo —aconsejó la voz admonitoria de Wentworth a su espalda. Margaret ahogó un gemido al ver la furiosa expresión de Adrian. Lo que menos necesitaba en esos momentos era una escena como aquella. —No hemos tenido el placer de ser presentados… —Soltad a mi esposa —espetó sin el menor asomo de cordialidad. —Quizás no sepa que Lady Norfolk y yo somos viejos conocidos —trató de explicar Marlowe cobardemente. —Es hombre muerto si vuelve a tocarla —abrevió Adrian con una mirada funesta. Se oyeron unas risitas alrededor mientras un profundo sonrojo cubría el rubicundo rostro del conde. Parte del salón empezaba a tomar interés por la conversación. A ojos de muchos, Marlowe estaba en todo derecho de sentirse ofendido con la decisión de Enrique. Sin embargo, el nuevo conde comenzaba a gozar ya de ciertas simpatías. —Esto no es necesario —intervino Lord Wilson.

—Sé quién sois, Wilson. Hago extensiva mi amenaza en cuanto respecta a Lady Anne. Si osáis acercaros a ella os desollaré con mi propia espada, y no es una advertencia vana, creedme. —¿Cómo…? —Suelo informarme de mis enemigos y vos lo sois. —Al parecer es cierto todo lo que afirman sobre vos, no sois más que un campesino vil — intervino Marlowe—. Y ni todos los títulos del reino podrán cambiar vuestra condición. El insulto provocó un murmullo entre los oyentes que acrecentó la seguridad de Marlowe en poder hacer de Wentworth el hazmerreír de la corte. —Marlowe —graznó Lord Wilson convencido de su locura. Sin previo aviso la mano de Wentworth se cernió sobre el cuello del primero y comenzó a apretar hasta que el rostro de Marlowe se tornó morado. El cuerpo del conde se debatió contra aquel ataque, pero no había nada que hacer contra la fuerza de acero de aquellos músculos. Su mirada buscó algún apoyo entre los congregados pero nadie parecía deseoso de salvar su honor y enfrentarse a Wentworth. Presa del pánico, palmoteó torpemente el brazo de su agresor intentando conseguir un resquicio de aire. —Adrian, dejadle —intervino Margaret con fastidio. —Esta comadreja merece morir. La mirada aterrada de Marlowe apeló de nuevo a Margaret. Veía pronto su fin si la mujer no le salvaba de las garras del Dragón. —No vale la pena, por favor, soldadle y dejad que se vaya. —No sin antes jurar que no volverá a acercarse a ti. —Ya habéis oído, Marlowe. Necesito vuestra promesa para salvaros la vida. Un murmullo ininteligible brotó de la garganta comprimida. —Repetidlo —ordenó Adrian con una nueva sacudida—. Quiero oírlo de vuestra boca. —Lo juro —consiguió pronunciar Marlowe a duras penas. Adrian lo liberó con un empujón que lo hizo trastabillar hacia un rincón. —En cuanto a vos… —La atención de Wentworth se centró en Lord Wilson que empalideció como si la misma muerte le hubiera hablado—. No os acercaréis a vuestra sobrina mientras no disponga lo contrario. —Ella es sangre de mi sangre —graznó el hombrecillo. —Eso no os importó cuando estuvisteis a punto de acabar con su vida. —Tengo derecho a verla al menos. —No si ella no lo desea, y no creo que sea el caso. Ahora desapareced de mi vista. —Yo debo… marcharme —tartamudeó huyendo entre la multitud. Desde su rincón, Marlowe recuperó el aliento entre frenéticas bocanadas de aire. —Todos los aquí presentes son testigos del agravio que he sufrido a vuestras manos —graznó. —Marlowe, de veras que sois lerdo —suspiró Margaret. Todos rieron, encendiendo aún más la ira del conde. —Él usurpó mi lugar, me robó lo que era mío —gritó como si la locura lo hubiera invadido. —Siempre os fue difícil aceptar un no por respuesta —señaló Margaret. —En cuanto a vos, perra artera…

—Cuidado, Marlowe, os habéis salvado una vez, no malgastéis vuestra suerte. La amenaza amedrentó por fin a Marlowe. Con la poca dignidad que le quedaba, se acomodó la ropa revuelta con la trifulca. Enrique había llenado las salas de su palacio de engreídos comerciantes, aristócratas de baja estofa. —Pagaréis esta ofensa, Wentworth —murmuró antes de salir apresurado de la sala. Tras la partida de Marlowe, la tensión abandonó el cuerpo de Margaret. —Adrian… —Acompañadme —acotó él de manera brusca tomándola del brazo. La hizo avanzar entre la multitud congregada a su alrededor para buscar un rincón vacío. La joven se dejó arrastrar mirando su perfil pétreo. Sus ademanes ásperos y la suave entonación de su voz indicaban una cólera mal contenida. Se estremeció pensando en lo que podría haber significado un derramamiento de sangre en aquel lugar. Al fin Adrian dio con un lugar discreto cuya estrechez los obligaba a permanecer apretados el uno contra el otro. —Calmaos, por favor —susurró al comprobar la profundidad de su ira. —¿Que me calme? ¿Me pedís que pase por alto esto? Hubiera matado a ese putañero. Lo haré si vuelvo a verle cerca de vos —rectificó apretando sus manos alrededor de sus antebrazos. —No ha ocurrido nada —argumentó. —¿Eso creéis? En adelante no os separaréis de mí. —Habláis igual que Jules. Marlowe siempre fue temerario, pero dudo que tenga la valentía de intentar algo en la corte. —No hay peor enemigo que un cobarde orgulloso. Margaret —refunfuñó ciñéndola con sus brazos —, tendréis que ser más cuidadosa en adelante. Mis enemigos son muchos. —Hasta ahora solo los míos han presentado batalla. —Si algo os ocurriera… —dejó la frase inconclusa—. Sois lo único que poseo. —Adrian, no os desharéis de mí tan fácilmente. Me he propuesto acompañaros más allá de la vejez —lo tranquilizó acariciando con las yemas de sus dedos la predominante mandíbula. Él la hizo estrechar contra su pecho y alcanzó sus labios en un beso urgente. —Creo que Marlowe está involucrado en el incidente del bosque —reveló por primera vez. Había llegado a esa suposición tras largas pesquisas. Quería que Margaret supiera al tipo de canalla al que se enfrentaban. —¿Cómo? ¿Desde cuándo lo sospecháis? ¿Por qué no habéis dicho nada? —No dispongo de pruebas concluyentes para culparle de manera directa, solo algún testigo y sus antecedentes. —Suficiente para que el alguacil decida su suerte. —Debisteis decírmelo —se enfurruñó ella. —Os lo estoy diciendo ahora —gruñó excitado con su cercanía—. ¿Qué conjuro escondéis? No puedo teneros cerca sin desearos. —Adrian, no es el lugar apropiado… Los labios del hombre sellaron los suyos con un beso contumaz. La hizo reclinar contra el muro de piedra y prosiguió besando su cuello pese a las protestas de la muchacha. Su boca buscaba ansiosa el contacto delicado de su piel mientras sus manos palmoteaban bajo sus ropas buscando la tersura de

sus nalgas. Ella se dejaba hacer con la cabeza apoyada en el muro y las manos sobre sus hombros. No desconocía que muchos amantes tenían en aquellos rincones sus encuentros secretos. Sin duda, Adrian tampoco. Respondió a sus besos con avidez, apretando sus caderas contra su virilidad, buscándolo con su mano para notar su dureza. Como respuesta, Adrian la hizo elevar entre sus brazos, la apuntaló contra el muro con sus caderas con un movimiento de acoplamiento que arrancó de Margaret un gemido ahogado. —Silencio, mi amor, si no queréis ser descubierta —advirtió el guerrero dibujando con su lengua la curvatura de su pecho sobre el corpiño de su vestido. Lo que a continuación aconteció provocaría en Margaret el mayor de sus bochornos cuando Adrian le cubrió los labios con su mano mientras sus ojos vigilaban alerta la estrecha apertura del muro. De sus labios escapó un improperio al distinguir la voz de Enrique. —Rápido —la instó acomodándole la ropa. Ella se sumó a sus esfuerzos cuando el sonido de la conversación evidenció la cercanía del monarca. —Wentworth, ¿pensáis esconderos en ese agujero mucho tiempo más? —interrogó la voz divertida del monarca. Margaret arrugó la nariz con fastidio viendo cómo Adrian inclinaba la cabeza y cerraba los ojos con fuerza para retomar el dominio de sí mismo. —No salgáis, quizás se canse de esperar —susurró Margaret urgida por la vergüenza de ser sorprendida en semejantes actividades con su esposo. —Enrique esperará la eternidad si hace falta —masculló Adrian con irritación. —Wentworth, ¿me haréis esperar mucho tiempo? ¿Necesitáis acaso un paje para que os ayude con vuestras ropas? Una nueva maldición surgió de los labios del guerrero. —¿Estáis lista? —preguntó tomando la mano de su esposa y besando cálidamente sus nudillos. —Si no hay más remedio… —aceptó ella pesarosa. Si no se sintiese tan terriblemente frustrado, se echaría a reír por lo ridículo de la situación. ¡El mismo Enrique había estado a punto de sorprenderle con los pantalones bajados! Todo el reino hablaría de ello al día siguiente. Colocó una mano tras la espalda de Margaret y juntos se enfrentaron a la mirada socarrona de Enrique y su séquito. Ambos se postraron con una genuflexión mientras la risita de las damas y la misma reina hacía enrojecer las mejillas de Margaret. Ante la joven pareja inclinada, el monarca no tardó en atacar de nuevo. —Temí que me hicierais llamar a la guardia para haceos salir de vuestro escondite —bromeó mientras echaba una mirada apreciativa a los desposados. —Como veis, he podido salir por mi propio pie —respondió Wentworth con un tono grave que no impidió que el rey esbozara una sonrisa. —Os lo dije, querida —indicó dirigiéndose a su esposa. Isabel representaba la belleza inglesa con su piel de porcelana y su cabello rubio. Era una beldad reconocida en el reino y había sabido ganarse el aprecio de sus súbditos gracias a un carácter gentil y benévolo—, me debéis esa apuesta. —Su sonrisa se amplió al explicar el motivo de la misma—. Aposté con mi esposa que vuestro

matrimonio acabaría por agradaros a ambos. Tengo buen ojo para concertar matrimonios, ¿no creéis? —Sois malévolo, Enrique —le reprendió suavemente Isabel, divertida. Pese a su mal humor, Adrian no pudo sino sonreír. —Estoy más que agradecido por vuestra real intervención. Habéis otorgado a mi triste vida mucho más de lo que hubiera soñado —dijo estrechando suavemente a Margaret contra sí. —Y vos, milady, ¿pensáis que mi decisión fue sabia? Margaret rio al recordar la petición que ella le había hecho en aquel primer encuentro con el monarca. —Ningún sabio habría dispuesto una unión más satisfactoria —afirmó. —Bien sabéis que me gustan los halagos. Reconozco un gran placer cuando alguien alaba mi sabiduría. Me han contado que Marlowe ha demostrado su disconformidad con mi decisión. —Me encargaré de convencerle, mi rey, bien por las buenas o por las malas. —Sé también de su alianza con Lord Wilson y de sus pretensiones de recuperar a su sobrina. —Os ruego que no prestéis oído a tales anhelos, mi señor —rogó Margaret—. Lady Anne es solo una niña. —Toda la corte está al tanto de lo que Wilson pretendía con ella —intervino Isabel—. He de decir que me recuerda la perversidad de mi tío. —La mirada de la reina se opacó ante el recuerdo de sus hermanos muertos a manos del terrorífico Ricardo—. Esa niña tiene suerte de contar con unos buenos protectores. ¿Enrique? —¿Sí, querida? —No soy dada a pediros nada, pero en esta ocasión permitidme a mí decidir acerca del futuro de esa niña. —Como gustéis. —Sé que el padre de esa pequeña luchó valerosamente de vuestro lado y que su madre murió al darla a luz. Es mi decisión entonces que Lady Anne goce de la protección de Lord y Lady Norfolk hasta su edad casadera. También me gustaría que fuera presentada aquí, en la corte, llegado el momento. —Majestad, eso… —pronunció Margaret con gratitud—, es más de lo que hubiera imaginado. Isabel sonrió con dulzura aceptando su agradecimiento con elegancia real. —Vuestro enfrentamiento de hoy os ha hecho ganar un buen número de simpatizantes. El padre de Lady Anne era un hombre muy apreciado entre los cortesanos y vos, Lady Norfolk, habéis sabido guardar bien sus intereses. En cuanto a Marlowe, poco queda que decir. El hombre no ha sabido enfrentar su derrota. —Es un hombre desesperado, milord —intervino Margaret—. Las deudas lo mantienen en una situación acuciante. Su asociación con el conde Wilson proviene de su necesidad de fondos. —Esa alianza no me inspira confianza. Debéis ser precavidos, Wentworth.

CAPITULO XVI Su estancia en la capital afianzó la incipiente relación entre los esposos. Ambos vivían esa etapa del amor en que la necesidad de estar con el ser amado y compartir experiencias anula al resto del mundo. Margaret vivía sus días más felices. Su dicha se irradiaba al resto del mundo que asistía sorprendido a aquel inesperado romance. A su regreso a Norfolk, la cotidianidad de los problemas domésticos absorbió a la pareja apenas llegaron. Sobre Margaret cayeron varias sirvientas que reclamaban su intervención en la disputa que las ocupaba y aún no había logrado librarse de ellas cuando tuvo hacer frente a los reclamos de la cocinera acerca del desabastecimiento de su cocina. El mayordomo quiso ponerla al día de todos los acontecimientos sucedidos desde su marcha. Sus damas deseaban saber todo sobre la corte. La siguieron sin piedad por toda la casa con una incesante batería de preguntas. En cuanto a Adrian, había tenido que trasladarse a una aldea vecina para mediar en el pleito de dos campesinos que había desembocado en un enfrentamiento violento. Allí pasó los siguientes días escuchando a uno y a otro y a sus respectivos testigos. Apenas había dado su decisión, cuando fue informado de la presencia de una banda de renegados que había causado varios muertos en la frontera norte. Los días alejado de Margaret agriaron su humor. La distancia que lo separaba de su esposa era ínfima, pero se le antojaba inmensa. El discurrir del tiempo parecía ralentizarse sin su presencia. Y aunque disfrutaba de su papel de conde o departiendo con sus hombres, con la caída de la noche añoraba una única cosa: su esposa. Margaret se había convertido en su sustento, en el eje de su existencia. El anhelado reencuentro tuvo lugar varios días después bajo una lluvia torrencial que se desató justo en el momento en el que Wentworth y sus hombres se detenían en el patio central. Advertida por Jules de la llegada de los hombres, Margaret corrió a recibir a su esposo sin importarle el aguacero que caía sin clemencia sobre ellos. Con un grito se arrojó en sus brazos, dando muestras a los testigos allí presentes del profundo amor que se profesaban. —¿Me habéis echado de menos? —interrogó Wentworth divertido con tan festivo recibimiento. —Bien sabéis que sí —admitió Margaret que, de puntillas, le besaba la barbilla. —Pues demostrádmelo —ordenó alzándola en brazos sin importarle las miradas aviesas de sus hombres. Sus labios se buscaron con urgente ansiedad. Con un suspiro, Margaret enterró el rostro en su cuello aferrada a sus hombros. Con paso decidido, Adrian subió la escalinata y cruzó la sala haciendo caso omiso del saludo de los allí presentes y de la mirada consternada de John al ver el aspecto farragoso de sus ropas. —Esperad, Adrian, ¿a dónde vais? —A nuestro cuarto. —Pero es de día aún… —Lo que hemos de tratar no puede aguardar, querida y dudo que vuestras damas necesiten estar presentes. —¡Bajad la voz! —lo reprendió mirando sobre su hombro—. ¿Queréis que todo el mundo sepa de

vuestros propósitos? —Creo que mis planes son bastante obvios —respondió. —Vuestro deber no es… La acalló con un beso al pie de la escalera. Margaret respondió arrebolada hundiendo los dedos en su cabellera morena para sostener su rostro cerca del suyo. —Margaret, Margaret ¿qué haría sin vos? —murmuró contra su boca. Margaret sonrió llena de amor y los ojos húmedos. La necesidad de aislarse del resto del mundo entre los brazos de Adrian tironeaba de su voluntad, pero antes de eso necesitaba cumplir con otras obligaciones. —Bajadme. Debo ordenar alguna pitanza para vuestros hombres. —Olvidadlos, soy yo el que desfallece de hambre. —Os haré preparar un baño y un poco de comida caliente. Estaré con vos antes de que me echéis de menos —intentó convencerle. —Id pues y recordad lo que habéis prometido —aceptó de mala gana dejándola marchar. —¿Necesitáis ayuda, mi señora? Parecéis contrariada —inquirió Lady Angeline fingiendo tropezarse con ella. La desesperación acicateaba a la mujer, creía que su oportunidad podría ser esta después de haber estado espiando en la oscuridad la conversación de los condes. —Buscaba a Eugen. Mi esposo necesita agua caliente para su baño. —Me encargaré de buscarlo. —No… —intentó negarse, pero Angeline ya había partido rauda hacia su cometido. Aquella mujer la incomodaba. Había algo en ella que despertaba sus recelos. Tal vez fuera la manera de mirarla cuando creía que no se daba cuenta o la forma en que sonreía forzadamente. Todo en ella le resultaba artificioso y premeditado. Su intuición intentaba advertirla de algo. Sin embargo, la compasión le impedía tomar ningún tipo de decisión. Quizás era mejor dejar aquellas divagaciones para otro momento. Sentía la necesidad de reunirse con Adrian sin más pérdida de tiempo. Con un suspiro, fue a encontrarse con el resto de sus damas para dar alguna indicación sobre los hombres de su esposo. Testigos de su arrebatamiento a su paso por la sala en brazos de su esposo, sus damas sonreían lanzándose miradas cómplices. —Parece que habéis arreglado vuestras diferencias con Wentworth —inquirió Lady Sophie—. Él es un hombre nuevo y vos una mujer feliz. —El conde y yo hemos llegado a un acuerdo, pero creo que Lady Catalina ya os ha puesto al día sobre ese tema —observó con acritud. Un coro de risitas cómplices se elevó tras sus palabras. —¿Un acuerdo, mi señora? ¿Es así como ahora se denomina al romance? —inquirió Lady Sara procazmente. —¿A la pasión? —apuntó Lady Sophie. Las mejillas de Margaret enrojecieron. —¿Al deseo? —continuó Lady Catalina. —¿Es eso lo que os ocurre? —inquirió Lady Anne con los ojos bien abiertos. La niña aguardaba con expectación su respuesta—. ¿Por eso sonreís como una tonta?

—¡Anne! —amonestó Lady Sara enfadada con la niña. —Pero si vos misma lo dijisteis. —¡Oh, Dios Santo! Debería amordazaros —se quejó la matrona sacudiendo la cabeza. —Entonces, ¿el conde se ha enamorado de vos? —insistió la niña haciendo caso omiso de las quejas de las mayores. —¿Recordáis ese dicho que dice «la curiosidad mató al gato»? —Sí, pero yo no soy ningún gato —sonrió la niña con candidez—. Algún día conseguiré un esposo como el vuestro. —¿Qué ha ocurrido con tu idea de mantenerte soltera? Adrian se observó la punta de los pies que húmedamente asomaban en el otro extremo de la bañera de metal. El lujo de un verdadero rey, pensó. En ese momento Eugen entró en su campo de visión. Pululaba por toda la habitación recogiendo las prendas descartadas del conde. —¿Qué habéis hecho con estas calzas? ¿Arrastraros por todos los páramos del condado? Os felicito, habéis convertido un terciopelo de primera en un harapo. —Podéis disponer de ellas a vuestro gusto —comentó con escaso interés mientras evocaba la idea de hacer que Margaret se reuniera con él en el agua tibia de su baño. Las imágenes surgidas de tal pensamiento eran demasiado explícitas como para poder mantener una actitud sosegada ante Eugen. —¡Oh, gracias! Mi señor, vuestra generosidad me abruma. —Si habéis acabado de lloriquear, podéis iros —espetó aguardando con impaciencia la llegada de su esposa. —¿No queréis que os restriegue la roña? —Ya me habéis oído. —¿Se encargará Lady Norfolk de vuestra roña, entonces? —¿Me vais hacer salir del agua solo para patearos el culo? —Sé muy bien cuando mi presencia sobra en un lugar. —¡Pues esfumaos de una buena vez! —¿Sabéis? Con el tiempo he llegado a tomaros cariño. Un trapo húmedo salió despedido en su dirección. Con un sonido acuático se estrelló contra su testa para luego aterrizar chorreante en el suelo. Con una mueca indignada el muchacho se dirigió hacia la puerta. —¿Eugen? —La voz de Wentworth lo detuvo justo antes de traspasar su umbral—. El sentimiento es mutuo. La sorprendida mirada del escudero buscó en el rostro de su señor la confirmación de esas palabras, pero él lo miraba con su habitual inmutabilidad. Con un gesto sonriente, atravesó la salida cerrando con suavidad la puerta. Tras su partida, Adrian se sumergió de nuevo en el agua tibia de su baño. Apoyó la cabeza contra el borde de la bañera mientras escuchaba adormilado el crepitar de las llamas en el hogar. El peso de su cansancio atrapó sus músculos relajados. Lentamente sus párpados se cerraron sucumbiendo al sueño. Angeline avanzó por el pasillo con el corazón acelerado. La ocasión había llegado y no pensaba

desperdiciarla con sutilezas. Estaba harta de sonreír a todo el mundo, de mostrarse sumisa ante esa perra de Norfolk cuando lo que deseaba era verla arrastrada a sus pies. No había sido fácil ser testigo de la aparente felicidad que envolvía a la pareja desde su regreso de Londres. Algo había ocurrido entre ambos. Sus miradas arrobadas, las caricias en público, sus los gestos de complicidad, le provocaban náuseas y una terrible incertidumbre. Si no conseguía atraer a Wentworth a su cama, ¿cómo podría ultimar su venganza? Su indiferencia no hacía sino aumentar sus deseos de compensación y si ella no podía someter la voluntad del Dragón, entonces haría todo lo posible para separarlo de su adorada esposa. La suerte se había puesto al fin de su parte. Su venganza estaba próxima. A través de un sirviente había solicitado la presencia de la condesa en los establos simulando un incidente con los hombres de Wentworth. Eso le daría el tiempo necesario para desarrollar el plan que tenía mente. Después de eso, se había ocultado en la oscuridad aguardando la partida de Eugen para entrar sigilosamente en la habitación de los condes. El guerrero dormitaba ajeno a su presencia. En silencio la mujer se deshizo de sus ropas y se arrodilló junto a la bañera. Suavemente colocó sus manos sobre sus hombros y masajeó delicadamente sus hombros. —¿Por qué habéis tardado tanto? —masculló Adrian aún con los ojos cerrados. —Shssssss —lo silenció ella ocultando su identidad. Le cubrió los ojos con las manos y se inclinó para besar su oreja. Margaret murmuró una maldición mientras encaminaba sus pasos hacia el hogar. Nadie en los establos, pocilgas o corrales había pedido su presencia. Encogiéndose de hombros, subió la escalera camino de sus habitaciones. Estaba ansiosa por encontrarse con Adrian. La sensual promesa de sus ojos tras su reencuentro había conseguido hacerla languidecer de deseo. Sus pasos apresurados la hicieron cruzar la sala y alcanzar la escalera que subió casi a la carrera. Una sonrisa expectante estiró sus labios cuando alcanzó la puerta de sus aposentos. Aquella sonrisa quedó petrificada en su rostro cuando penetró en la estancia. Angeline se arrodillaba semidesnuda tras la poderosa figura de su esposo que dócilmente se sometía a sus caricias. Sus pechos pálidos asomaban tras su enagua húmeda. Advirtiendo su presencia, Angeline levantó la cabeza. Sus ojos grises la miraron con una mezcla de descaro y crueldad que le helaron la sangre. Un gesto malévolo sesgó sus labios hasta transformarse en una sonrisa. Aturdida, Margaret dio un paso atrás mientras una oleada de nauseas le subía por la garganta. Un dolor intenso se clavó en su pecho, le costaba respirar y apenas podía ver con los ojos anegados de lágrimas, pero consiguió salir del lugar tropezando con el ruedo de su vestido. Adrian frunció el ceño bajo las frías manos que le cubrían los ojos. Sus sentidos amodorrados cobraron de repente conciencia. Con una mano retiró de sus ojos los dedos delgados que le cubrían los párpados. Con un movimiento brusco se enderezó provocando una ola húmeda que desbordó la bañera. Su mirada buscó detrás de él. El rostro de Angeline le sonrió. —¿Qué hacéis aquí? —bramó furibundo. Sin darle tiempo a responder alargó una mano y la tomó de la cabellera—. ¿Qué habéis hecho, perra? Os advertí que si volvíais a acercaos a mí os enviaría al infierno del que procedéis —advirtió saliendo del agua para alcanzar sus ropas. Desde el suelo, Angeline observó con codicia aquel cuerpo magnífico. La ira del hombre la

excitó. —Estabais disfrutando de mis caricias. —Pensé que erais mi esposa. —Entre mis piernas encontraréis mayor placer de lo que ella pueda daros jamás. —¡Vestíos y abandonad esta casa! —bramó arrojándole la ropa y empujándola con violencia. Le aterraba la posibilidad de que Margaret fuera testigo de aquel encuentro—. Si me cruzó con vuestra triste figura os rebanaré el pescuezo. —Os dije que os arrepentiríais —rio la mujer anudándose el corpiño—. Debisteis elegirme a mí. Ahora pagaréis las consecuencias de vuestra elección. —¿Qué queréis decir? —interrogó Adrian aferrándola con fuerza de nuevo—. ¡Hablad! —Os dejaré que lo descubráis por vos mismo. Adrian la arrojó a un lado asqueado de su contacto. Viendo la ocasión, Angeline huyó dejando tras de sí un hombre furibundo. Margaret se refugió en la soledad de la biblioteca. Lágrimas silenciosas rodaron por su rostro mientras observaba las ascuas de la chimenea. Carecía del valor necesario para enfrentase al resto del mundo, no en esos momentos. No le importaba que los hombres tuvieran una naturaleza infiel, ni que las mujeres debieran aceptar con sumisión su destino. Ella no era como las demás. Jamás aceptaría tener que compartir a Adrian con ninguna mujer y jamás lo perdonaría, y no le importaba si aquello era lo que las demás mujeres hacían. Tenía el corazón roto y el alma desecha. No soportaba el dolor que la inundaba. Temblaba de frío pese al calor del fuego. Embebida en su propio dolor no escuchó cómo la puerta se abría. —¿Os sorprende el comportamiento de vuestro esposo? Lamento que hayáis sido testigo de ello, pero está en la naturaleza de todos los hombres. Vamos, aceptadlo. Él es como todos. —¿Desde cuándo?—quiso saber enfrentando a Angeline. —Desde mi llegada. Fue él quien me buscó. No he sido la única. Podéis preguntar en el pueblo, entre las prostitutas de la taberna. Margaret se volvió para encarar a la mujer que había roto sus sueños e ilusiones. —¿Por qué? Os creía una amiga, una buena amiga. Una sonrisa sin brillo asomó al rostro de Angeline mientras trenzaba su melena lacia. —Confundís la amistad con compasión y yo odiaba la vuestra. Pero ahora ya no la necesito más. Vuestro esposo ha plantado su semilla en mi vientre. Daré a luz a su bastardo. Decidme, ¿quién es ahora digna de compasión? Margaret retrocedió horrorizada ante la magnitud de aquella revelación, no era la primera ni la última mujer que tendría que vérsalas con el bastardo de un esposo infiel, solo que dolía demasiado. Jamás odió a nadie tanto como en ese momento odió a Angeline. Catalina se despertó sobresaltada cuando la puerta de su habitación se abrió en mitad de la noche. —Mi señora, ¿qué ocurre? Wentworth ha estado preguntando por vos —bizqueó al descubrir a Margaret en mitad de las sombras—. ¿Os encontráis bien? —¡Oh, Catalina! Debéis ayudarme. —Se derrumbó arrojándose sobre el lecho. Las lágrimas de su señora asustaron a Catalina. Entre sollozos, Margaret se refugió entre sus

brazos. —¿Qué ha ocurrido? —No puedo hablar ahora. Por favor, no me hagáis hablar, no ahora. —Venid, tumbaos junto a mí. Estáis helada. Margaret se acurrucó bajo la calidez de las mantas dejándose abrazar por Catalina. —Nunca os había visto así —susurró apretando los brazos alrededor de ella—. Margaret, sabéis que podéis confiar en mí. —Lo sé, pero ahora… —De nuevo estalló en un llanto desgarrado. Catalina la arrulló suavemente. —Calmaos, por favor —rogó asustada por su angustia. Pasaron los siguientes minutos en un silencio roto por el llanto de Margaret. Debió de quedarse dormida. Despertó sobresaltada al poco. Desorientada trató de recordar el motivo de su sobresalto. Catalina dormitaba sentada a su lado como una fiel guardiana. La imagen de Angeline reclinada sobre su esposo la golpeó de nuevo. El recuerdo se clavó en su pecho como un puñal de doble filo impidiéndole respirar. —¿Estáis despierta? —inquirió Catalina al sentir el agónico lamento de su señora—. Apenas habéis dormido. —No tengo sueño. Sentía la garganta contraída, el cuerpo entumecido y el doloroso latir de su corazón. Tenía un agujero en el estómago que tiraba y tiraba de ella. —Decidme, ¿fuisteis feliz junto a vuestro esposo? —inquirió volviendo el rostro sobre la almohada. Sus ojos anegados por las lágrimas brillaron en la oscuridad. —Todo lo feliz que una mujer puede ser junto al hombre que ama. Era muy joven cuando me desposé, creía que lo sabía todo acerca del amor pero resultó que no sabía nada. —¿Él… os fue infiel alguna vez? —¿Infiel? No, aunque supongo que eso es algo que ya nunca sabré, pero aun así, la naturaleza de Albert me impide pensar que hubo engaño en su forma de proceder conmigo. ¿Por qué queréis saberlo? —Catalina se enderezó para mirarla llena de suspicacia—. ¿No estaréis pensando…? ¿Acaso vuestro dragón…? —Lo vi con mis propios ojos. —No puedo creeros, no después de ser testigo de cómo os miraba esta tarde. Parecía querer devoraros con sus ojos. —Resulta que el Dragón es un excelente farsante. —Pero, ¿dónde lo visteis? ¿Con quién? — Lo sorprendí en nuestro cuarto, durante su baño. Angeline estaba con él. —Puede que se trate de un terrible malentendido. —Sé lo que vi. Angeline estaba besándolo. —Cerró los ojos tratando de rechazar la imagen de la mujer semidesnuda junto al cuerpo moreno de Adrian—. Él la dejaba hacer y parecía disfrutar. Catalina sacudió su cabellera trenzada. —¿¡Angeline!? Permitidme desconfiar si esa mujer está por medio. No lo creo. Wentworth no es así.

—¡Es un hombre! —estalló Margaret saltando del lecho. La enojaba la encendida defensa que Catalina hacía de su deshonroso esposo—. Y como todos, acostumbra hacer a su voluntad. Carecen de palabra cuando se trata de satisfacer sus bajos instintos. Es una lección que jamás olvidaré. —Sigo sin creerlo. —Angeline me lo corroboró. No era la primera vez. Al parecer también ha habido alguna muchacha en el pueblo. —¡Pero eso fue antes de desposaros! —señaló Catalina agraviada. Tenía el convencimiento de que Angeline jugaba sucio. Pese a su apariencia tímida y apocada, Catalina desconfiaba de sus intenciones desde que la vio por primera vez. —¿¡Vos lo sabíais!? —¿Sus visitas a la taberna? Sí, alguien lo comentó en mi presencia —afirmó ocultando la identidad de Jules—, pero os aseguro que nada sucedió entonces. —¿Cómo puedes estar tan segura? ¿Cómo? —increpó dolida al recordar el tiempo que Adrian huyó de su presencia. ¿Había buscado en esos días el consuelo de otras? Aquella duda vino a sumarse a su tormento. Catalina se miró las manos entrelazadas. No tenía respuesta para esa pregunta, solo se guiaba por su intuición. —¿Cuáles son vuestros planes? —Me iré. —¿Iros? ¿A dónde? —Hace años que deseo hacer una peregrinación a Walsingham. Creo que es allí a donde iré. —Pero no podéis abandonarnos. —Todas continuaréis con vuestras tareas en Norfolk. Será un retiro eventual solo hasta… —La voz se le quebró—, que Angeline dé a luz —finalizó dándole la espalda para que no viera sus lágrimas. —¿Angeline está preñada? —Me lo confesó. Mi marido es el padre. Catalina frunció el ceño. Un embarazo era algo difícil de esconder, si Angeline estaba preñada acabarían por saberlo, pero aún tardarían en descubrirlo unos meses. Seguía sin creer nada de todo aquello, pero Margaret necesitaba ahora de su apoyo. —¿En qué puedo ayudaros? Margaret sonrió con tristeza ante la lealtad de Catalina. —Prestadme algunas de vuestras ropas, después despertad a John, que me haga ensillar un castrado de las cuadras. Quiero partir antes del alba. —Wentworth exigirá mi cabeza cuando sepa de vuestra partida. Esta noche ha removido toda la casa intentando dar con vos. Tras su conversación con Angeline, ella había tenido el tino de ocultarse en un viejo desván que pocos en la casa conocían. —Pronto encontrará en qué entretener su interés. —Ni vos misma os creéis vuestras palabras. —Catalina la tomó de la mano en un último intento de hacerla recapacitar—. Mi señora, él os ama.

—Catalina, os lo ruego, no insistáis —negó Margaret pesarosa. —Como gustéis, milady —refunfuñó Catalina a regañadientes—. Pero sabed que no estoy conforme con vuestro proceder. Vos, mi señora, acostumbráis a enfrentar los problemas de frente. Adrian recorrió la sala con paso furibundo para dirigirse al grupo de damas reunido frente a la chimenea de la sala. Todas se mantenían calladas, con la cabeza gacha tratando de ignorarle. —Solo os lo preguntaré una vez más, ¿dónde se encuentra mi esposa? ¡Decídmelo o yo mismo os arrancaré una respuesta! —bramó haciendo temblar las paredes de la casa. Las mujeres continuaron silenciosas afectadas por la titánica presencia del conde y sus amenazas, pero fieles a su señora se mantuvieron en silencio. —¡Jules! —tronó. Su mano derecha cruzó la sala para colocarse a su lado—. ¡Encargaos de ellas! ¡Que ninguna salga de esta sala! Lady Sara se atrevió a enfrentar su mirada furiosa. —¿Se nos priva de libertad? —¡Se os priva de todo mientras siga sin saber el paradero de mi esposa!—. Les dio la espalda para dirigirse de nuevo a su lugarteniente—. Si alguna intenta abandonar la sala recibirá diez latigazos —añadió abandonando la estancia a grandes zancadas. El grupo de mujeres se encogió ante aquella última embestida. —Lo hostigáis sin necesidad —señaló Jules con preocupación. Ni en sus peores momentos Wentworth se había mostrado tan iracundo. —Entiendo por qué lo llaman Dragón. Temía que comenzara a lanzar fuego por su boca de un momento a otro —declaró Lady Sophie estremeciéndose. —Y no dudéis que lo hará si continuáis negándoos a decirle donde está Lady Norfolk. —Su mirada tuerta se centró en Catalina acusatoriamente. La viuda se sonrojó deseando poder confesar toda la verdad.

CAPITULO XVII —¿Qué queréis decir? —La voz de Marlowe se alzó en mitad del páramo espantando a un grupo de cuervos que iniciaron un ruidoso vuelo cuando Angeline le explicó el motivo de aquella apresurada reunión en mitad de la nada. Angeline miró sobre su hombro con nerviosismo, pese a lo solitario del lugar temía ser descubierta por los hombres de Wentworth que peinaban los límites del condado en busca del rastro de lady Norfolk. —Era el momento de actuar. Debía sembrar la desconfianza entre esos dos o todo estaría perdido. —¿Y qué es lo que proponéis ahora? Los labios de la mujer se estiraron en una párvula sonrisa. —La paloma ha volado del nido y vaga sin la protección de su halcón. Debéis haceros con ella. Será nuestra moneda de cambio. Con Lady Norfolk en nuestro poder, el Dragón se someterá a nosotros. —¿Qué os hace creer eso? —Una sencilla y estúpida razón que juega a nuestro favor. Wentworth está enamorado de ella. Hará cuanto le pidamos. —¿Y cómo daremos con ella antes de que lo haga ese campesino? —La noche en que Lady Norfolk huyó yo estaba oculta en el establo. Pude escuchar con claridad, cuando se despidió de esa presumida de Lady Catalina, que se dirigía a Walsingham y que el padre Francis la acompañaría. Si jugamos bien nuestras cartas podremos tener a lady Norfolk en nuestro poder, y ya que estamos, también a esa niña que tanto os gustó, Lady Anne, aunque considero que es demasiado joven para vuestros gustos. —Lady Anne posee una de las fortunas más fabulosas del reino y Lord Wilson está dispuesto a compartirla conmigo si le ayudo en sus pretensiones. —Entonces, ¿lo haréis? —Dejadlo de mi mano. Esa perra de Norfolk me ha infringido demasiadas ofensas para pasarlas por alto. Quiero hacérselas pagar una por una. Angeline se arrojó a sus brazos. —Me gusta cuando os mostráis cruel. ¡Ya veis!, la suerte comienza a ponerse de nuestra parte al fin. —Deberemos ser cuidadosos. Si Wentworth nos descubre… —dejó la frase inconclusa frunciendo el ceño ante las posibles consecuencias. —¿Preferís acaso seguir viviendo así? ¿Humillado como un perro por un campesino y su fulana? —lo espoleó la mujer—. Pensadlo, si todo sale bien, vos tendréis a vuestra ansiada heredera, Lady Anne, y la justicia que os merecéis. —Sabéis que mi situación es acuciante, pese a ello, no es el dinero lo que me mueve. Quiero ver cómo Wentworth se humilla ante mí. —Debemos ser diligentes y cuidadosos. Encargaos de Margaret y yo os compensaré con esa niña.

Margaret se revolvió incomoda en su jergón. El padre Francis la observó preocupado sorbiendo la leche caliente de su cuenco. —Sois una joven testaruda. Regresad con vuestro esposo y arreglad este malentendido —aconsejó estirando sus delgadas canillas hacia el trémulo fuego que calentaba la diminuta estancia. Margaret torció el gesto. —¿Vais a decirme que mi obligación es estar al lado de un marido infiel? —masculló agotada después de una jornada a lomos del caballo. —Me preocupáis —confesó el religioso. Nunca había visto a la joven en semejante estado de melancolía, apenas parecía una sombra de la joven briosa que conocía desde la cuna. Solo la muerte de sus padres había quebrantado su espíritu con anterioridad. —Estaré bien. —¿Creéis que alcanzaréis el sosiego en Walsingham? Permitid que lo dude, muchacha, no estáis hecha para vivir en un convento. —Otras muchas lo han hecho antes que yo. Por el momento es cuanto deseo —suspiró. —Wentworth no tardará en encontraros. —Supongo que no. —No quería pensar en ese momento. —Hemos tenido suerte de que no lo haya hecho aún. No tardarán en identificaros. No es corriente ver una doncella de vuestra alcurnia por estos caminos sin más compañía que un viejo. No sois una persona desconocida en el condado, Margaret. —Shss. Omitid mi nombre —reconvino ella mirando de reojo a la posadera que atendía el pequeño albergue, una pequeña cabaña que lindaba con el bosque cuya única comodidad era la humeante chimenea que entibiaba el húmedo ambiente. —En cuanto a esa Angeline que mencionáis… —La recordaríais si la hubierais conocido. Es una mujer hermosa —reconoció con pesar. En ese momento la puerta de la cabaña se abrió dando paso a una figura enfundada en un capa oscura. Sin mayores preámbulos se dirigió a la posadera y le asestó un golpe en la sien que la hizo caer fulminada. —¡Buen Dios! ¿Qué estáis haciendo? —El padre Francis se puso en pie para intervenir, pero el recién llegado lo redujo sin mayor dificultad con un cachiporrazo en el rostro. El forcejeo hizo descubrir al fin el rostro del agresor. —¡Marlowe! ¿Os habéis vuelto loco? —acusó Margaret consternada al reconocerlo. Otro hombre entró en la cabaña. —Ocupaos de él —ordenó Marlowe a su secuaz señalando el cuerpo inerte del padre Francis antes de dirigirse a Margaret—. Milady —saludó con una burlona reverencia—, diría que no os alegráis de verme. —Con desenvoltura se sirvió un trago de cerveza para a continuación escupirlo a un lado. Se secó la boca con la manga y arrojó la jarra de barro al suelo—. Mi paladar está echado a perder. Lo admito, mis gustos son costosos. Vos podéis entenderme, ¿verdad? —¡No me toquéis! —siseó Margaret cuando Marlowe estiró una mano para tomar los cordoncillos de su corpiño. Su rechazo enfureció al conde que, con un movimiento abrupto, la atrapó en sus brazos y aplastó su boca húmeda contra sus labios en un beso brutal.

Margaret trató de sacárselo de encima abofeteándole el rostro, lo que provocó un hilo de sangre en la nariz de Marlowe. El hombre se lamió con la punta de la lengua y sonrió de forma siniestra. —Pagaréis por esto. —Sin duda la bebida ha acabado con el poco seso de vuestra cabeza. Es un hombre de la iglesia el que yace en el suelo gracias a vos. —Dejad de preocuparos por ese viejo. Vuestros problemas son ahora más importantes. —¿Qué nuevo plan ha urdido vuestra brillante mente, Marlowe? —Dejad de hablar como si fuera estúpido. Vuestra suerte se ha acabado. Estáis en mis manos y nadie vendrá en vuestro auxilio esta vez. —A una seña, su secuaz le tendió una gruesa soga—. Portaos bien y yo me portaré bien con vos, tratad de escapar y sentiréis la fuerza de mis puños — advirtió. —¿Qué haréis conmigo? —Eso, querida, es una sorpresa —dijo inmovilizándola con la soga. La amordazó con un trapo sucio y la hizo salir de la cabaña donde aguardaban sus monturas. Margaret trató de huir, pero fue atrapada. —Causáis más problemas de lo que valéis —rezongó arrojándola sin miramientos sobre su cabalgadura. Marlowe montó tras ella, tomó las riendas y apuró a su cómplice. Avanzaron al abrigo de la oscuridad siguiendo una ruta predeterminada hacia el norte. La noche era fría, las gruesas nubes les impedían servirse de la escasa luz de la luna, lo que ralentizaba su marcha. El humor de Marlowe emporó cuando Margaret hizo un nuevo intento de arrojarse del caballo. Llegaron a un cruce de caminos donde se detuvieron. Allí aguardaron en mitad de la penumbra largo tiempo, lo que impacientó aún más a Marlowe. El viento aullaba entre las densas copas de los árboles haciendo crujir sus troncos con un sonido fantasmal. Marlowe desmontó para pasearse inquieto. El hombre que los acompañaba, un ser de apariencia sórdida, la miraba con intensidad haciendo muecas obscenas para importunarla. Ella trataba de ignorarle manteniéndose erguida y distante. Al cabo de una eternidad, se escuchó el ulular de un ave nocturna. El sonido hizo que el hombrecillo desmontara de un salto de la mula del padre Francis para indicar a Marlowe. —Ya están aquí, mi señor. Marlowe concentró la mirada en la densa oscuridad ante sí. Margaret lo imitó con el corazón encogido. De la cerrazón del bosque emergieron tres figuras envueltas en la niebla nocturna. —¡Al fin llegáis! —exclamó Marlowe. Margaret observó las tres formas con el corazón encogido por el miedo ante las sospechas que comenzaban a despertarse en su cabeza. De las tres, una correspondía a la de un niño envuelto en un sayo oscuro que le ocultaba parcialmente el rostro, pero ella supo reconocer la mirada aterrada de Anne. —Os dije que lo haría —indicó una voz femenina al tiempo que se descubría el rostro. Margaret arrugó la nariz ante su visión. Apretó los dientes contra su mordaza emitiendo una protesta sorda. Angeline elevó hasta ella una mirada angelical. —Marlowe, quitadle esa mordaza, escuchemos lo que tiene que decir. Marlowe hizo una seña a su acompañante. Las manos mugrientas del hombre manipularon su

mordaza. Una bocanada de su olor corporal la envolvió profiriéndole una arcada. Anne, al descubrir su identidad, lanzó una exclamación bajo su propia mordaza. Marlowe la hizo detener cuando intentó llegar hasta su señora. —¡Ah, ah! Quietecita, querida —reconvino. —¡No la toquéis! —exigió Margaret feroz haciendo un intento de arrojarse sobre Marlowe para defender a la niña, pero el conde desenvainó su espada colocando su punta afilada sobre su cuello. —Ya no estáis al mando, Margaret —susurró divertida Angeline. —¿Sois vos la que estáis detrás de esta charada? —requirió saber apartando el filo de la espada con un movimiento molesto. En ningún momento daría muestras de su miedo. Angeline inclinó la cabeza con donaire. —Fui yo la que planeó todo si a eso os referís. Fue casi tan fácil engañarla a ella como hacerlo con vos —suspiró acariciándose el vientre. —No es cierto que estéis preñada —comprendió Margaret. —Nunca podré tener un hijo, mi difunto esposo se encargó de ello, pero eso es algo que no podíais saber. —Tampoco es cierto que mi esposo fuera vuestro amante —supuso albergando la esperanza de que así fuera. —Erráis en vuestras teorías. Vuestro amado Dragón se metió bajo mis sayas el mismo día que me conoció. Si lo conocéis tan bien como yo sabréis que es un hombre de apetitos insaciables —reveló solo por el placer de hacerla sufrir. —Pese a lo que afirmáis, Wentworth no faltará a su palabra. El prometió proteger a Anne y eso es lo que hará y cuando os encuentre… —¡Basta, estúpida! —estalló Angeline—. En estos momentos él se encuentra muy ocupado siguiendo vuestro falso rastro hacia el sur. He sido muy cuidadosa en ello. —¿Wentworth me está buscando? —inquirió esperanzada. La sonrisa de Angeline se esfumó. De repente aquella conversación parecía cansarla. —Podéis amordazarla de nuevo. —¡Despejad vuestra etílica mente, Marlowe! Mi esposo os encontrará y cuando eso suceda… —¡Silenciadla! —gritó Angeline abandonando su pose angelical para revelar su verdadera naturaleza. Margaret trató de resistirse, pero en esta ocasión Marlowe le golpeó la sien con su puño sumiéndola en la inconsciencia. Jules detuvo su montura detrás de Wentworth sacudiendo la cabeza. —Es imposible que vuestra esposa haya atravesado estas tierras y nadie la haya reconocido. En todo este asunto hay algo que no encaja. Adrian se mantuvo silencioso. Estaba de acuerdo con su lugarteniente. En todo aquello había algo que no coincidía. A esas alturas ya deberían haber acortado la ventaja de Margaret, pero ella parecía haberse esfumado en la nada. —Recordadme, Jules, ¿qué nos hizo tomar este camino? —Ese hombre, señor, él afirmó haber visto a vuestra esposa y al padre Francis, incluso afirmó que había hablado con ellos —intervino De Claire.

—Fue muy eficiente en su descripción, yo diría que en exceso —desconfió Adrian súbitamente alerta—. Apareció de la nada cuando nadie sabía de la búsqueda de mi esposa. —¿Creéis que alguien lo envió? La respuesta de Adrian quedó interrumpida con un alboroto. —¡Qué demonios…! —pronunció al descubrir a Eugen a lomos del enorme caballo de Marcus. Le asaltó un terrible presentimiento que le inmovilizó los músculos del cuerpo. Algo terrible debía haber ocurrido para que Eugen se hubiera decidido a montar a lomos de un caballo. Adrian tragó saliva. El destino mostraba al fin su cara haciéndole temer que todo cuanto se le había otorgado le fuera arrebatado. El pensamiento le erizó la piel del cuerpo y congeló la sangre de sus venas. Eugen alcanzó la cabeza de la marcha con su desgarbado cuerpo haciendo equilibrios sobre su cabalgadura. Su rostro sonrojado denotaba un esfuerzo extenuado que lo hizo derrumbarse sobre el cuello del animal entre grandes aspavientos cuando este se detuvo al fin. —Mi señor, he cabalgado todo un día para encontraros. —¿Qué ha ocurrido? —medió Jules preocupado mientras Adrian permanecía silencioso sin que ninguno de sus hombres adivinara su temor. Él, un guerrero que había visto el rostro a la muerte en un centenar de ocasiones, que había conocido todas las acepciones de la palabra miedo, se hallaba petrificado por el temor más visceral y oscuro del mundo. —Señor… mi señor —jadeó Eugen tratando de recuperar el aliento—. Lady Anne ha desaparecido. Alguien se la llevó. Marcus partió en su busca. Me ordenó buscaros. Adrian sorteó la mirada de De Claire y Jules. —¿Hay alguna noticia de mi esposa? —El padre Francis se presentó en Norfolk con el rostro golpeado. Acompañaba a vuestra esposa a Walsingham, se detuvieron en una posada y fueron asaltados por unos hombres, ellos se la llevaron —narró de corrido. Aquello último hizo reaccionar al fin a Adrian. —¿Estás seguro de eso? —inquirió con el corazón encogido—. Wilson y Marlowe deben estar detrás de todo esto —añadió tras un meditativo silencio. —¿Creéis que la niña está junto a vuestra esposa? —inquirió De Claire. —Estén donde estén, las encontraremos —advirtió haciendo girar su montura. Margaret despertó aterida de frío. Sus entumecidos músculos gritaron de agonía cuando trató de enderezarse contra la pared. Sintió el peso de Anne sobre su regazo. La niña dormía echa un ovillo con el rostro cubierto de mugre. Había perdido la noción del tiempo, pero calculaba que al menos habían transcurrido tres días desde que se despertara en aquella apestosa mazmorra. Margaret estudió el lugar con desánimo. Se trataba de un sitio oscuro y húmedo propio de una pesadilla. Su desasosiego despertó a Anne de su sueño. La niña se enderezó contra el muro. Margaret le dedicó una sonrisa de ánimo. Quería mostrarse fuerte y serena frente a ella. —¿Encendemos la vela? Marlowe había tenido la «delicadeza» de proporcionarles una vela y pedernal. Margaret manipuló la mecha hasta conseguir una titilante llama. —¿Cuánto tiempo más esteremos aquí?

Margaret regresó junto a la niña y la abrazó contra su costado. —Hasta que Adrian nos encuentre —pronosticó para animarla. —Siento que estemos encerradas por mi culpa. —Marlowe y Angeline son los únicos culpables. —¿Creéis que me entregará a mi tío? —Eso no sucederá. La misma reina otorgó tu protección a Wentworth. Wilson no osará desafiarla a riesgo de perder su cabeza. —Pero Marlowe dijo… —Olvidad lo que ese necio haya podido decir. Os digo que Wentworth vendrá en nuestra busca. Anne apretó los labios pesarosa. —Tengo que contaros algo —pronunció apesadumbrada. —¿De qué se trata? —Angeline. —¿Qué ocurre con ella? —Ella y vuestro esposo… no es cierto todo lo que ella dijo. Se lo escuché decir la tarde que me secuestró. Debí decíroslo antes. —Ahora eso no tiene importancia —dijo, pero la losa que soportaba sobre los hombros, de repente desapareció otorgándole la clarividencia de la verdad. —Esa tarde Angeline me dijo muchas cosas. Cosas horribles sobre vos. —¿Qué cosas? —Por favor, no me hagáis repetirlas. Creo que ella está loca. Cuando le dije que no la creía me golpeó. —Una mueca desagradable cruzó su menudo rostro. —No penséis en eso ahora. —No puedo evitarlo y es preferible a pensar en la comida. Tengo mucha hambre. —Marlowe es un ruin al mantenernos en este lugar con esa asquerosa bazofia que nos hace comer —opinó a pesar de que la llegada de aquellos «manjares» interrumpían la monotonía de su encierro. —¿Dónde creéis que estamos? Margaret estudió las húmedas paredes de la mazmorra. La única respuesta que se le ocurría era el torreón de Marlowe. Angeline se paseó furiosa frente a la chimenea apagada. Hacía un frío de mil demonios, aunque lo que la enfurecía no era eso, sino la flagrante traición de Wilson. El muy cobarde había decidido no presentarse por temor a las represarías reales. —¿Qué haremos ahora? —se lamentaba un embriagado Marlowe en la silla en la que se había derrumbado. —¡Callaos! —gritó histérica Angeline. —¿Que me calle? Todo esto es culpa vuestra. Fuisteis vos la que me convencisteis de esta locura. —¡Lo hice para sacaros de vuestra patética existencia! Mirad este lugar. Ni siquiera tenéis con que encender un fuego. Vivís en la peor de las miserias, bebiendo un vino agrio, vistiendo ropas miserables. ¿Cuánto tiempo pensáis que podréis manteneros en esta podredumbre? —¡Que el diablo se lleve vuestra alma! —estalló Marlowe arrojando a un lado su copón.

—Vuestros sirvientes se han ido, os han traicionado. Estáis solo y nada más que me tenéis a mí. ¡A mí! —declamó golpeándose el pecho. —Y decidme, ¿qué haremos ahora? Angeline le dio la espalda tratando de aclarar sus pensamientos. A esas alturas Wentworth ya habría descubierto su engaño. No tardaría mucho en presentarse a las puertas del torreón y exigir sus cabezas. La posesión de sus prisioneras les daba al menos cierta ventaja. Pero la llama de su odio hacia Margaret y todo lo que la condesa representaba le impedía a su mente enferma comprender aquella certeza. —La mataremos. —¿Qué decís? —Debemos hacerlo —insistió Angeline retornando junto a su amante—. Le cortaremos el cuello y esconderemos su cuerpo, dejaremos que Wentworth crea que sigue viva. Haremos que la busque por todo el maldito condado mientras huimos. —¿Y la niña? —La ocultaremos, tarde o temprano Wilson aceptará nuestra oferta. Pagará por ella todo lo que le pidamos. Será nuestro salvoconducto para huir a Francia. —¿A Francia? —¿Por qué no? ¿Qué le debemos a un país que nos ha maltratado y humillado? —explicó hincándose de rodillas frente al hombre para tomar su rostro y acercarlo a ella sin importarle su aliento etílico. Lo miró acariciando sus mejillas hinchadas con los pulgares—. Pero antes, Marlowe, necesito que cumpláis con vuestra palabra y acabéis con esa perra de Norfolk. Decidme que lo haréis. Prometedlo. Marlowe la miró confuso. Frente a aquella mujer carecía de iniciativa. Era como un títere entre sus manos, pero estaba cansado de bregar con su existencia. Necesitaba dejarse llevar, que alguien tomara la iniciativa por él. —¿Nuestros problemas se solucionarán si lo hago? —Os prometo que sí. Matadla, Marlowe, acabad con ella ahora y podremos irnos de aquí. Pronto tendremos riqueza, viviremos cómodamente. Las damas francesas tienen fama de alegres y bellas. Vos seréis como un regalo para ellas, pelearán por meterse en vuestro lecho. —¡Lo harán! —Cuando conozcan vuestra fogosidad no querrán probar otras monturas. Y el vino… podréis ahogaros en Burdeos. Aquella última información espoleó a Marlowe. Su mirada se tornó febril, sus gestos ansiosos. —¡Sí, maldita sea! ¡Lo haré! ¡Lo haré! —exclamó apartando a la mujer de su camino. Angeline sonrió desde el suelo con los ojos llenos de lágrimas. Al fin sus deseos se cumplirían. De un salto se puso en pie y corrió tras Marlowe. Marlowe descendió a las mazmorras avivado por la arenga de Angeline. Sabía lo que tenía que hacer y lo haría, pensó apretando su puño en torno a su puñal. Estaba harto de esa perra de Norfolk. Había interferido en su vida impidiéndole alcanzar sus metas. En esta ocasión no sería así. Su impetuosa entrada hizo que Margaret y Anne se pusieran en pie y se apretaran la una contra la otra.

—Marlowe, comenzaba a preguntarme en qué agujero andabais escondido. —¡Callaos! —siseó dando paso a una segunda sombra. Angeline penetró en la mazmorra y estudió con obvio placer las pésimas condiciones del lugar. —¿Están sus aposentos a la altura de la dignidad de vuestra persona o los encontráis, quizá, demasiado ostentosos? —rio. Margaret elevó la barbilla. —He visto muchas ratas en este lugar, pero ninguna como vosotros dos. Y mucho me temo que como ellas, acabareis vuestros días despellejados. —Siempre tenéis una réplica a punto, ¿verdad? —Con un gesto altivo arrancó a Anne de los brazos de Margaret tironeando de su pelo sin piedad. —¡Soltadla! —ordenó Margaret tratando de hacerla regresar a la protección de sus brazos. Angeline se arrojó sobre ella intentando arañarle el rostro, pero Marlowe intervino haciéndola retroceder. —Llevaos a la niña y dejad que yo me encargue del resto —dijo desenfundando su puñal. Anne trató de resistirse a las intenciones de Angeline. Pese a su escasa robustez opuso una tenaz resistencia aun cuando Angeline la abofeteó sin piedad haciéndola salir a empujones. —Y ahora, Margaret, será como vos queráis: rápido y sin dolor o una prolongada agonía. —Estáis cometiendo una iniquidad. —Seguís mostrándoos orgullosa, pero cuando acabe con vos lameréis mi mano. —Con un movimiento brusco la acorraló contra la pared. Un pánico profundo se apoderó de ella que, aterrada, trató de resistirse. Marlowe colocó su puñal en su cuello. Tenía una mirada descarriada, como la de un loco ante las puertas del infierno—. Os rajaré la cara antes de enviaros al agujero de vuestra tumba —siseó salpicándole el rostro con saliva. Margaret trató de empujarlo. Marlowe se apretaba tanto a ella que le impedía respirar. Le separó el rostro colocando un brazo sobre su cuello. Frenéticamente le pateó alcanzándole la entrepierna. Con un jadeo sordo Marlowe se dobló en dos. —Morirás, perra, pero antes me cobraré todo lo que me debéis. Margaret alcanzó los barrotes de la puerta haciéndola chirriar al abrirse. Marlowe sacó una mano entre los barrotes intentando retenerla, pero ella, veloz como una liebre, huía ya por el oscuro pasillo. —¡Detenla! —bramó y solo entonces Margaret se percató de la presencia de su secuaz en lo alto de la escalera de piedra. Con el corazón golpeándole las costillas, Margaret retrocedió por el estrecho pasaje. La risa siniestra de Marlowe retumbó contra los húmedos muros. —Bien, mi señora. Se acabaron los juegos. Bajo el manto de la noche, las sombras se movieron sigilosas. Apostado contra uno de los muros exteriores del torreón del conde Marlowe, Adrian hizo un alto para estudiar la situación. El lugar estaba casi en ruinas tras años de descuido y desatención. Carecía de guarnición que la protegiera, ni habitantes que dieran la voz de alarma. —Esto será más fácil de lo que esperábamos —indicó De Claire a su lado. —Jules, reúne al resto en la entrada principal —ordenó en voz baja con el ceño fruncido. La

estupidez de Marlowe no dejaba de asombrarle—. De Clair y yo penetraremos desde atrás. Esta pocilga tiene aspecto de derrumbarse en cualquier momento. En marcha y recordad, Marlowe es mío. El golpe de Marlowe en el rostro la envió directamente al suelo. Pudo sentir la sangre en su boca y el retumbar de sus oídos. Aturdida trató de levantarse pero el hombre se lo impidió. —Soltadme —exigió trémula. —Os contaré lo que va a suceder. Mi hombre os tomará hasta saciarse y cuando ya no os quede aliento para gritar, pondré fin a vuestra vida de la manera más dolorosa posible. Y ahora, mi señora, os dejo disfrutar de las atenciones de mi sirviente. Me quedaré cerca para disfrutar del espec… —En ese momento, se escuchó un estruendo en la escalera. Un cuerpo rodó por los escalones aterrizando desmadejado sobre el suelo. Sin tiempo para reaccionar, una sombra se abalanzó sobre ellos arrastrando a Marlowe contra la pared contraria. Margaret adivinó los amplios contornos de su esposo al contraluz de la única antorcha que iluminaba la mazmorra. Con un hipido se encogió contra la pared y cerró los ojos intentando contener su llanto. La violencia de los pasados días se llevó por delante sus últimos arrestos haciéndola estallar en un lloro desconsolado. Ante sus mismos ojos vio cómo Adrian alzaba a Marlowe por el cuello y estrellaba su cabeza contra el muro provocándole un momentáneo aturdimiento. En dos zancadas se plantó ante Margaret y la alzó entre sus brazos protectoramente. —¿Estáis bien? —inquirió con urgente preocupación sosteniendo entre sus manos el rostro magullado. Margaret asintió con un sollozo afligido. Adrian besó sus mejillas húmedas con fervorosa ternura. —¿Por qué… habéis… tardado tanto? —boqueó Margaret aferrándose con fuerza a sus ropas mientras su cuerpo se estremecía. Un gemido a sus espaldas indicó que Marlowe volvía a la consciencia. Adrian lo fulminó con una mirada asesina. —Dejad que termine con este asunto antes de responder a vuestra pregunta. De Claire, cuidad de ella con vuestra vida. Hasta ese momento, Margaret no se percató de la presencia del guerrero al pie de la escalera. Con un movimiento rápido avanzó hasta ella colocándola entre el muro y su espalda mientras Adrian se hacía cargo de Marlowe. El siseo de su espada resonó en la mazmorra. Su punta afilada se colocó en la garganta del hombre. —Levantaos, Marlowe, y arreglemos esto como hombres —lo desafió mientras el sujeto lo miraba horrorizado desde el suelo—. ¡Levantaos si no queréis que os mate como la rata que sois! — bramó haciendo que el hombre se encogiera aún más. La rabiosa ira de su voz estremeció también a Margaret, agradecida de no tener que enfrentarse a un enemigo tan formidable. Desde el suelo el conde buscó a Margaret con mirada aterrada. —Detenedle —suplicó—. Me matará. —Es cuanto os merecéis —respondió Adrian infligiéndole un corte brutal en la mandíbula—. No la miréis, no le habléis, ni siquiera penséis en ella. —El rey sabrá de este asesinato. —A Enrique no le hará muy feliz saber que nuevamente habéis ignorado sus órdenes para convertiros en un traidor, si yo no acabo con vuestra miserable vida ahora, lo hará el verdugo en el

cadalso. Creedme. Con un grito enloquecido, Marlowe se puso en pie espada en mano. Su mirada trastornada se clavó en su rival. Trató de alimentar su cobardía con su rabia, pero su miedo superaba cualquier deseo de venganza. Su mano tembló, un hecho que no pasó desapercibido para Wentworth que sonrió burlonamente. Acicateado por su diversión, Marlowe embistió contra él con virulencia. Solo le quedaba la esperanza de tomar al Dragón por sorpresa. Adrian esquivó el ataque con agilidad y con un topetazo lo hizo golpear contra el muro. Marlowe sangraba por la nariz. Su sangre formaba un hilo que se descolgaba por su barbilla en gotas intermitentes. Wentworth atrapó una de esas gotas con la punta de su espada y la observó a la luz de la antorcha con curiosidad. —Vuestra sangre es tan roja como la mía. —¡Maldito campesino! Con renovado ímpetu Marlowe se lanzó a un nuevo ataque. El eco metálico de los mandobles retumbaba en la estrechez del pasaje. Margaret observaba la escena con horrorizada fascinación. Aun cuando la superioridad de Adrian era patente, no podía dejar de contener la respiración. Con un demoledor ataque, redujo a Marlowe en una pequeña esquina impidiéndole el avance y el retroceso. El filo de su espada abrió brechas en brazos y pecho rasgando sus ropas y su carne. Luego, con un efectivo movimiento desarmó al hombre que, asombrado, observó su mano desnuda antes de caer rendido de rodillas. —¡No me matéis! —lloriqueó arrastrándose hasta apretar el rostro contra el empeine de sus botas —. ¡Os lo suplico! —Me dais asco. Levantaos y defended el poco honor que os queda. Marlowe negó aferrándose con fuerza a sus piernas. —Os lo ruego, perdonadme la vida. Margaret observó la triste escena con frustración. —Dejadle, Adrian. Entregadlo al rey y que él imparta su justicia. Un balbuceante Marlowe resolló aliviado cuando Adrian lo apartó de una patada. —Prendedle —ordenó a Jules cuando este descendió la escalera. Sin miramientos, el tuerto arrastró al conde por el suelo de la mazmorra y lo arrojó en una celda. Margaret corrió a los brazos de su esposo. Lo abrazó con fuerza enterrando el rostro contra su pecho. Necesitaba sentir su vitalidad, alimentarse con su fortaleza. Adrian la cargó en brazos y depositó un suave beso en su boca. —Calmaos —susurró al sentir sus temblores. Margaret trató de asentir pero era incapaz de controlar su debilidad. Los pesares de los días vividos le sobrevinieron de repente. Pensó que perdería el conocimiento por primera vez en su vida. Entonces recordó a Anne. Con un grito de espanto levantó la cabeza del hombro de su esposo. —¡Anne! Angeline se la llevó. Adrian intercambió una mirada con Jules que negó con la cabeza. —Hemos revisado el torreón de arriba abajo. —¡Encontradla, Adrian! —gritó Margaret a un paso del histerismo.

—Yo lo haré —se ofreció De Claire saltando encima del cadáver que Adrian había dejado a su paso. De Claire era bueno siguiendo pistas y no es que Angeline hubiera sido cuidadosa a la hora de tratar de ocultar su huida. Sus huellas y las de Anne habían quedado reflejadas en una pequeña vereda que se internaba en el bosque. Con paso veloz, De Claire encaminó hacia allí su montura acabando así con su escasa ventaja. Las descubrió junto al riachuelo. Anne se negaba a cruzar tratando de retrasar su marcha. —Wentworth os encontrará y clavará vuestra cabeza en una pica. —Caminad. —No os seguiré ni un paso más. —¡Maldita enana! —No soy una enana, soy una niña —replicó Anne obstinada. Aún en la preocupación del momento, De Claire sonrió ante su respuesta. Sin hacer ruido saltó de su caballo y caminó con sigilo tras ambas. —Creo, señoras, que su paseo ha finalizado —anunció. Angeline lo miró sobresaltada cuando este se acercó espada en ristre. El guerrero no le había pasado desapercibido con anterioridad. Pese a su juventud, destilaba un poderoso atractivo viril que encandilaba a cuanta mujer se cruzaba en su camino. Que hubiera alcanzado un estatus como el que gozaba era indicativo de una mente inteligente. —Puedo explicaros… —¡Ah!, cerrad la boca para que de ella no salgan más mentiras —sonrió potenciando el atractivo de sus rasgos germánicos. —Entonces, atended. Wilson pagará una fortuna por esta niña. Podrías obtener la mitad de ella solo con daros la vuelta y regresar sobre vuestros pasos. De Claire arqueó una ceja. —Continuad —la animó. Angeline se llenó de esperanza. Todo hombre tenía un precio y parecía haber dado con el de este. —Ambos podríamos compartir el premio. Seríais un hombre rico y no tendríais que atender a más órdenes, solo a vuestros caprichos —continuó reduciendo su voz a un murmullo sugestivo—. Pensadlo —dijo mientras apartaba su espada y su mano ascendía tentativa por el fuerte antebrazo. De Claire observó pensativo la palidez de esa mano antes de hablar. —No sé qué es más grave, que me consideréis un necio o que me consideréis un traidor. Apartaos —gruñó empujando a la bruja—. Anne, poneos tras de mí —ordenó sin apartar la atención de la mujer que yacía en el suelo. —¡Maldito! —resolló Angeline cuando su última esperanza se hacía trizas—. ¡Maldito! —repitió saltando sobre él con malignas intenciones. De Claire se desembarazó de ella sin dificultad aumentando la desesperación de Angeline. Cegada por la rabia, desenfundó el cuchillo oculto entre sus ropajes y trató de clavarlo en el pecho del guerrero. De Claire repelió su ataque. La punta afilada de su espada se hundió en el torso femenino encontrando el camino hacia su corazón. Con un jadeó incrédulo Angeline se miró el pecho. Una mancha roja tiñó su capa. Retrocedió un paso antes de desplomarse muerta a sus pies.

De Claire observó con rabia el cuerpo inerte. Clavó la espada en el suelo e hincado de rodillas trató de hallar algún signo vital en la mujer. Maldijo en silencio con el ceño apretado y la barbilla hundida en el pecho al constatar su muerte. Como guerrero su oficio era la muerte de otros guerreros no la de una mujer, se reprochó. La mirada sin vida se clavaba en él aumentando su desasosiego. Con un suspiro cerró sus parpados. En ese momento sintió la presencia de Anne a su lado tomándolo de la mano. Su pequeña mano estrechaba la suya como queriendo insuflarle valor.

CAPITULO XVIII Margaret se recuperaba del terror vivido sumergida en un baño de agua caliente frente a la chimenea de su cuarto. Sus damas rondaban a su alrededor como una bandada de gallinas cluecas. Aun así ella gozaba con sus atenciones. —Wentworth no tardará en subir a reclamaros —auguró Catalina de buen humor. Todo Norfolk gozaba de un ambiente festivo con el regreso de su señora sana y salva en brazos de su esposo. —Podéis asegurarlo. Ese hombre os adora. ¿Sabéis que amenazó con azotarnos si no revelábamos vuestro paradero? —intervino Lady Sophie que rio ante el recuerdo—. Ahora comprendemos lo que Eugen dice de él. —¡Perro ladrador, poco mordedor! —corearon todas antes de estallar en sonoras carcajadas. —Si Wentworth os oye hablar así de él… —reconvino Margaret sonriendo desde la bañera. Como invocado por el pensamiento de las mujeres, Wentworth irrumpió en la estancia con aire marcial. Se detuvo al ver el alboroto de las señoras, pero pronto recuperó su habitual rictus para ordenar que se fueran. Las damas intercambiaron una serie de risitas y miradas mientras dejaban lo que estaban haciendo. Luego muy serias desfilaron ante él como un pequeño ejército. Al cerrarse la puerta sus risas se volvieron a escuchar en el pasillo. Adrian fulminó las tablas con una mirada pesarosa. —Parece que mi presencia ya no despierta sus temores. —Al contrario —mintió Margaret observando a su esposo con una sonrisa. —Embustera —rechazó Adrian atraído por el brillo húmedo de su piel. Con paso lento caminó hasta la bañera metálica. La punta de sus dedos recorrió la redondez femenina de su hombro. Los ojos de Margaret lo miraron desde abajo. Sus pestañas húmedas agrandaban su mirada. —Sois el hombre más temido en todo el reino —dijo reclinándose seductoramente sobre su mano. Un lozano pecho surgió del agua jabonosa. El rosado pezón sostenía en su punta una gota de agua cristalina haciendo que Adrian perdiera todo interés en la conversación. Sin previo aviso alzó a la mujer y la estrechó entre sus brazos sin importarle que sus ropas se humedecieran al contacto. Con una mano sostuvo sus nalgas redondas apretándola contra su regazo. Se buscaron con un beso ardiente que contenía el miedo y la añoranza de los días pasados. Y cuando el deseo se abrió paso entre ellos, sus caricias se volvieron urgentes y anhelantes. Margaret tironeó de las ropas de su esposo besando cada porción de piel descubierta. —Mi dragón —suspiraba mientras Adrian la hacía alzar entre sus brazos para besar sus pechos con deleite masculino. Con la boca prendida de su pezón, succionó rítmicamente su dulzor hasta que los suspiros se convirtieron en gemidos y lamentos. La tomó así, empalándola con su miembro mientras la sostenía contra la pared, urgido por la necesidad de verse dentro de ella. La locura se apoderó de él, sus movimientos se volvieron ingobernables. Margaret, aferrada a sus hombros, curvaba su espalda ofreciendo sus pechos a su boca hambrienta. Y cuando su cuerpo dejó de pertenecerle, Adrian buscó el apoyo de la pared con su mano mientras el orgasmo le hacía cerrar los ojos y apretar la mandíbula.

De alguna manera consiguieron llegar al lecho. Allí se acurrucaron bajo las mantas el uno contra el otro observando las llamas de la chimenea. —Me asusta el poder que tenéis sobre mí —admitió Adrian en voz baja envolviendo un dedo en un mechón de su pelo. —Es el mismo que vos poseéis sobre mí. Aquella noche, cuando os vi con Angeline… Adrian le alzó el rostro para mirarla a los ojos. —Juro por lo más sagrado que aquella noche en este cuarto, pensé que erais vos. Me quedé dormido y cuando desperté ella estaba a mi espalda acariciándome. Margaret lo silenció colocando un dedo sobre su boca. —Os creo. Jamás dudaré de vos. La tensión abandonó el cuerpo masculino. Hizo que Margaret se apretara contra su costado y de nuevo su mirada se perdió en el fuego del hogar. —Ella me odiaba, apenas me conocía pero me odiaba. —No penséis en eso ahora. —Pero ella está muerta. —Y no es culpa más que de ella. Esa mujer nos engañó a todos. Vio en vos un chivo expiatorio a quien culpar de sus frustraciones. —¿Y Marlowe? —Será entregado a la justicia real, pero tened por seguro que no saldrá indemne de esta. Sus pensamientos derivaron hacia senderos menos pedregosos. —Anne no se despega de De Claire desde que la salvó de Angeline en el bosque. —Y él está molesto por el hecho de tener a una mocosa pegada a sus talones. Dice que no soporta tanta atención. —Haría bien en prestarle cuidado, algún día Anne será la mujer más hermosa del reino. Adrian gruñó por lo bajo. —¿Por qué gruñís? —Porque como su protector yo me veré obligado a espantar a todos sus pretendientes. —¿Y eso os disgusta? Adrian meditó unos segundos la respuesta antes de dedicarle una de sus escasas sonrisas. —No. Creo que por primera vez disfrutaré del papel de villano. Margaret rio. —¿Y qué me decís de Jules y Lady Catalina? —¡Por Dios! El tuerto ha perdido la mollera por esa mujer. —Lady Catalina lo tiene en gran estima. Yo diría que incluso piensa en matrimonio. Adrian sacudió la cabeza incrédulo. En los últimos tiempos su vida había dado un vuelco radical muy de su agrado. Jamás imaginó ser dueño y señor de un hogar como Norfolk, ni disfrutar del amor de una mujer como Margaret. Por primera vez se sentía en paz con su pasado y consigo mismo. Su pasado había sido doloroso, su presente en cambio era feliz; puede que su futuro también. —Cuando os conocí emprendí una dura batalla contra mí mismo —reconoció estrechando a su esposa entre sus brazos—. Mi corazón no ha hecho otra cosa que ceder ante vuestros avances y ahora sois su única dueña.

—Y yo que creía que me aborrecíais. —El látigo de vuestra lengua llegó a sacarme de mis casillas en más de una ocasión, pero os confieso que esos «tomas y dacas» solo avivaron mis deseos hacia vos. Fuisteis la única en enfrentaros a mí, la única en desafiarme. Os amo, Margaret, hasta el día de mi muerte será así. Conmovida por su declaración Margaret lo besó en los labios mientras el amor que sentía por aquel hombre se multiplicaba por mil. —Sois mi dama —susurró Adrian contra sus labios. —Y vos mi Dragón.