LA CASONA Cuento Pablo

LA CASONA Por: Pablo Nicoli Segura. Tengo la sospecha, más no la seguridad, que esta historia se inició el día que decid

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LA CASONA Por: Pablo Nicoli Segura. Tengo la sospecha, más no la seguridad, que esta historia se inició el día que decidí mudarme de casa –le respondí a mi grupo de amigos, escritores, en una tertulia de sábado. Quedamos en que cada uno escribiría una narración de intriga sobre algo concerniente a nuestra ciudad. Por supuesto para mí la elección no fue difícil y pronto mis escritos se enrumbaron a tratar el tema de la antigua casona colonial en la que había venido a parar en mi séptima mudanza. Dicen que el número siete es el número perfecto, el número de Dios, pero en realidad ahora que termino de escribir mi testimonio -ya no tan solo un cuento de ficción- pienso que ese número pueda estar manchado de perversidad sino ¿por qué los viejos lugares pueden amontonar tantas almas como días de la semana existen? Pero volviendo a los acontecimientos, decía que me había mudado, recientemente, a una casona colonial, recién restaurada, que sus dueños habían pensado hacer un centro comercial y cultural y que de momento, mientras terminaran los últimos arreglos y permisos, yo debería habitar y cuidar de paso. En el día los patios amplios y corredores estrechos de la casa, con sus arquerías y pasajes subterráneos se llenaban de trabajadores de la piedra y los acabados en madera, vidrio y metal, pero desde la tarde y, sobre todo, por la noche la oscuridad y también la soledad lo envolvía todo, al punto de escarapelar la espalda cuando yo pasaba, linterna en mano, por los rincones más lúgubres y tristes que puedan imaginarse. Por supuesto, un creyente en la vida después de la muerte como yo, no podía dejar de preguntarle al dueño de la casa llamado Álvaro, quién venía de vez

en cuando a monitorear los trabajos pues vivía en otro lugar, de si había visto o sabido algo de la casona y sus posibles fantasmas, que toda edificación antigua se precia de tener como parte de la alcurnia. Recuerdo bien que la primera vez Álvaro me contestó que allí no acontecía nada sobrenatural, al menos nunca había visto algo fuera de lo común en sus siete cámaras estratégicamente ubicadas en patios y pasadizos y que filmaba y grababa la actividad de los vivos a toda hora. Yo le creí y me alegré, pues confieso que aunque me gustaba sentir la adrenalina que causa, por ejemplo, una buena película de horror o un cuento de miedo, siento verdadero pavor con la idea de cruzarme, cara a cara, con algún espectro despistado. Y claro, pasaron unas semanas en la más absoluta calma y paz mental y espiritual hasta que un día me enteré de boca de un familiar de mi amigo y dueño de casa de qué meses antes habían descubierto parte del cementerio antiguo de la iglesia aledaña, un cementerio que debía datar de al menos cuatro siglos, según pude averiguar en libros de historia. En esa ocasión, como cada noche, bajé del segundo piso a cerrar la puerta principal, crucé por toda la edificación y pasé junto a lo que debió ser el cementerio antiguo -seguro aun con sus féretros enterrados unos metros por debajo- y toda esa paz que había creído cierta se derrumbó; empecé a ver sombras raras y a percibir ruidos que no estaban antes allí. Por supuesto, traté de explicarme a mí mismo que toda la conversa, de aquella mañana, con el familiar del dueño me había sugestionado al punto de empezar a imaginar cosas. Cierto o no, subjetivo o no, la verdad es que las noches se convirtieron en momentos de verdadero miedo y yo solo ansiaba cerrar la puerta lo más rápido posible, activar la alarma y subir al segundo piso para refugiarme en mi habitación. Estaba entre el sueño y la vigilia, mirando televisión, cuando a media noche la puerta de mi cuarto sonó: alguien o algo, del otro lado, tocaba a la misma para que le abriera. Fueron solo dos golpes suaves pero juro que cada uno retumbó en mi mente y mi corazón como un estruendo que me hizo rezar casi una hora hasta que el sueño, menos mal, me rescató.

A la mañana siguiente, con la luz del día nada de lo sufrido la noche anterior parecía tener mucho sentido, seguro me lo imaginé, me dije una vez más. Salí a cumplir con mis quehaceres diarios y entonces, luego de un suculento almuerzo, regresé temprano a la casona en donde hallé aun a la señora de la limpieza –que venía solo por horas- a quien me pareció ver algo asustada. -¿Le pasa algo? -le pregunté con el temor de que su respuesta fuera a confirmar alguna situación no deseada. -¿Usted salió de la casa hace media hora? –me preguntó visiblemente angustiada. -No –le respondí-. No fui yo, quizás otra persona… ¿Por qué me lo pregunta, ha sucedido algo? La señora se sentó en el borde de una piedra de granito labrado y dejando sus útiles de limpieza me reveló que hacía media hora había escuchado una voz en el baño… Una voz de alguien que no estaba allí pero que le susurró al oído algo así como: Oye… ¡Vete de mi casa…! Luego ella salió rauda y aterrada del baño y sintió el cerrar de una puerta. Por supuesto no le conté nada de lo que a mí me había sucedido la noche anterior pues ¿para qué dos personas igualmente asustadas? Solo atiné –al día siguiente- a armarme de valor, a pesar que era pleno día, y entrar a la habitación en ciernes para proferir una oración por el alma del espíritu que moraba allí y en concordancia con mis creencias espirituales. Un tiempo después volvimos a conversar con mi amigo Álvaro sobre el tema de los fantasmas y cuando le conté todo lo sucedido con la señora y conmigo me dijo que en la casa no había nada de esas presencias y que me lo demostraría quedándose a dormir un par de semanas en la casona. Efectivamente así lo hizo, vino una tarde con sus cosas, una cama armable y ocupó una habitación junto a la mía. La idea era hacer vigilia y demostrarme que el lugar estaba limpio. Yo, por supuesto, me alegré. Tener compañía

luego de unos meses era doblemente satisfactorio y como dice el sabio dicho popular: ¡Una pena entre dos es menos atroz…! Debo confesar que los primeros días fueron espectaculares, pues conversamos de los temas más variados y dispares sin mencionar los sobrenaturales. Pero el fin de semana por la noche, mientras mi amigo había ido a traer abrigo de su habitación y yo me quedé un rato sentado, sorbiendo una taza de café, esperando en medio del patio principal, alguien, o más bien fue un algo nebuloso, aunque de contorno humano, se cruzó delante de mí, fugaz, con la casona cerrada y con mi amigo en el segundo piso… Pegué el grito y me alejé de allí lo más aprisa que pude. Aquello se había metido por el subterráneo –expuesto a la vista como un detalle arquitectónico importanteque al momento de la restauración de la casa se había hallado bajo una bóveda de sillar y madera. Al escuchar mi llamado, mi amigo bajó en un santiamén y me vio asustado, blanco como un sillar y jadeando tratando de subir por las escaleras. Le expliqué lo sucedido y luego de un rato, al mirar la grabación de las cámaras de seguridad no descubrimos nada anormal registrado, solo mi evasión inminente desde el patio. Álvaro volvió a confirmar que en la casa no había nada, que lo había vuelto a imaginar, es más, agregó que él no creía que ese tipo de entidades –los fantasmas y espectros– existieran en realidad. Para mi amigo las personas que querían ver lo sobrenatural, terminaban viendo ese tipo de cosas, algo así como cumplir un deseo oculto en la mente y proyectándolo luego en el consciente engañado y deseoso de serlo. Dudé ¿qué diablos estaba sucediendo conmigo –me dije–, o es que estaría perdiendo el juicio? Entonces recordé lo que uno de los trabajadores de la restauración de la casa me había dicho en una oportunidad, que uno de los pasadizos de aquel subterráneo desembocaba en la habitación en donde la señora de la limpieza había sido espantada. Así se lo recordé a mi amigo y éste agregó que el subterráneo estaba tapeado al interior y que los conductos no podían ya recorrerse, cosa que además nunca se hizo del todo, pues había el peligro de perderse en ese laberinto colonial.

-Apostaría cualquier cosa que bajo el baño está enterrado un esqueleto que no recibió cristiana sepultura –manifesté. -¿Cómo cuánto estarías dispuesto a apostar? –me respondió mi amigo. Quedé asombrado, no me esperaba recibir un cuestionamiento así. -¡Trescientos dólares! –le dije y el que pierda se ocupará, además, de colocar los sillares que habrá que quitar. -Hecho… –me respondió–. Como si en el fondo quisiera hacer prevalecer la razón por sobre la mera superstición. Al día siguiente –último de la estancia de mi amigo en la casa–, luego de bajar al subterráneo y de haber roto algunos sillares, ayudados de un pico, de una de las paredes internas, pudimos al fin contemplar el conducto profundo y oscuro que varios metros más allá conducía, seguramente, a los cimientos del baño. Solo un par de potentes linternas lograron mitigar en algo la oscuridad y, en mi caso, algo del temor que conlleva adentrarse en un lugar irrespirable y a la vez desconocido. Pero al parecer Álvaro se había ocupado de todo. Máscaras para respirar, de esas que se usan en las minas, cascos y una simple pero larga cuerda atada desde el punto de entrada a nuestros cinturones con el objetivo de no perdernos en las profundidades. No sé si fue mi instinto de conservación o el apremio de mi amigo por demostrar que eso de las presencias fantasmales son una patraña de la imaginación, pero lo cierto es que él iba por delante de mí en todo momento de la exploración y mis temores que hacían que apuntara la luz de mi linterna más hacia los costados del túnel que de frente a éste lograron que, de pronto, perdiera de vista a mi compañero… Asustado, aunque aún con la cuerda atada, llamé a su nombre en todo momento pero parecía que mi voz se apagaba, se hacía chiquita en esos corredores de entierro. Nada hubiera detenido mi miedo, de pronto convertido en paroxismo de horror, si no hubiera ocurrido primero algo inesperado que me dejó de una sola pieza, en una mescla de horror, parálisis pero sobre todo de sorpresa… Vi salir de entre la oscuridad un rostro sin color, desencajado, enfermo por el miedo. Era

Álvaro, mi amigo incrédulo a lo sobrenatural, a espectros indecibles que provocan los peores terrores que la humanidad puede siquiera imaginar hoy y que nuestros ancestros primitivos conocían desde el principio de los tiempos. -¡Qué sucede…! –le grité cuando pasó a mi lado pero él no se detuvo y lo vi correr directo a la salida, con la mirada perdida y sin darme ninguna explicación. Luego simplemente me quedé allí solo, esperando lo peor pero, menos mal, eso nunca sucedió pues cualquier cosa que hubiera allí abajo y que asustó de muerte a mi compañero no se mostró. ¡Gracias a Dios! Recordé la oración de días atrás y solamente retrocedí con lentitud hasta alcanzar la salida y cerrar, nuevamente, la entrada a ese mundo inferior. Lo demás, lo que siguió un tiempo después es más simple y cotidiano. Mi amigo vendió la casa y yo tuve que mudarme una vez más…