La Balserita - Victor Carvajal

La Balserita Víctor Carvajal Ilustraciones de Carolina Schütte González 1 Dedicado a Constanza Corbinaud Castañeda.

Views 128 Downloads 1 File size 5MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

La Balserita Víctor Carvajal Ilustraciones de Carolina Schütte González

1

Dedicado a Constanza Corbinaud Castañeda.

2

Alucinaciones

Tiara soñaba con Diego esa madrugada. Ella y su compañero esperaban por una lancha que los 3

trasladara hasta el embarcadero de la Escuela Madre de la Divina Providencia. De pronto, la niña vio ciertos destellos que se desplazaban en medio de la bruma, como pequeños peces fuera del agua, amenazando con regresar de un salto a su mundo submarino. Desde el muelle, ambos miraban en silencio aquel paisaje de ensueño. Diego montaba su espléndida bicicleta, pedaleando de un lado a otro, como si la pasarela de madera no existiera. En medio de la bruma, mecida por las olas, apareció una imponente figura, cuando la neblina comenzaba a dejarle un espacio de cielo al océano. La niña se estremeció de la cabeza a los pies, como si una brisa gélida la dominara, porque creyó haber visto a su hermano.

4

5

Tiara se volvió para mirar a Diego a los ojos, porque en ellos se reflejaba mejor el color gris del mar y del cielo. El rostro del muchacho hizo una mueca de asombro y saltó como un resorte, perturbado por la repentina reacción de su compañera. —¿Qué pasa? —balbuceó. —No, nada —titubeó ella. —¿Nos vienen a buscar? —preguntó Diego. Tiara permaneció expectante unos segundos ante la sorprendente aparición que emergió de la nada: mecida por las olas, flotaba la imponente piragua. La nave se acercó. Ocho hombres la tripulaban. Entre ellos se encontraba el abuelo de la niña y Kiko, el hermano mayor de Tiara. Ataviados con finas plumas multicolores, los tripulantes de aquella embarcación maravillosa detuvieron el acompasado movimiento de los remos a escasos metros de la costa. Tiara buscó refugio junto a Diego; temblaba de miedo. —¡Eres una Miru! —saludaron—. Miembro de nuestra estirpe real.

6

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó la niña, volviéndose a ellos. —Son los príncipes Ariki Paka y vienen por ti —respondió el anciano. —¡Qué bueno! —replicó Tiara, sin mayor alegría—. Para que nos lleven a la escuela. —Navegamos contra el tiempo —respondieron apremiados los príncipes—. Es largo el viaje hasta las costas del Poike. —¿Y mi papito? —insistió la niña. —El competirá en una prueba muy dura —respondió el abuelo. —¡Quiero ir a verlo! —Tiara —se apresuró Kiko—, aborda tu pora y rema hasta nuestra embarcación. —¿Tengo que subirme a la balsa? —exclamó la niña, al tiempo que miraba a su abuelo y a Diego, mudo de asombro. —Eres navegante, igual que nosotros —respondieron los príncipes. Mientras la niña intentaba separarse de su amigo para obedecer las instrucciones que recibía, impulsada por la misteriosa voluntad que la

7

dominaba, se preguntó si Diego estaría dispuesto a ir con ella. —¿Vienes, Diego? —insistió. El muchacho dudó. El abuelo y Kiko exigieron a la niña que se apurara, que no había tiempo que perder. —No iré sin él —respondió Tiara. —Que aborde la nave —ordenaron los príncipes. —Vamos, Diego —dijo Tiara—. Monta de una vez en tu bici y ven conmigo. Al escuchar que Tiara mencionaba la bicicleta, Diego, víctima de una fuerza misteriosa y con sorprendente habilidad, comenzó a desplazarse lentamente por el embarcadero, zigzagueando de un lado a otro, a punto de perder el equilibrio, avanzando hasta el agua. Eran saltos pequeños, con una rueda primero y luego con la otra, logrados al apretar y soltar los frenos. Parecía un caballo desahogando su dicha; una extraña figura de goma que rebotaba sobre el entablado resbaladizo. La niña no hacía más que celebrar la habilidad de su compañero. Tiara contemplaba maravillada la destreza de Diego. Ella corrió a los botes, junto a los cuales 8

flotaba su Amiga Yara, la balsa de espuma plástica. Acomodó su mochila, desató la amarra y de un salto abordó decididamente la débil embarcación. Arrodillada en la —¿Y mi papito? —preguntó, mientras se abrigaba con su chaleco de lana. —Se embarcó temprano. Aquí no hay hombre flojo, chica. —¿Y el Kiko? —Salió de pesca con su padre, hija. Tiara fue a mirar por la ventana. Para su sorpresa, la bruma se mantenía suspendida sobre el mar tal como la viera en su sueño. En el embarcadero le pareció distinguir a Diego, inmóvil frente al mar, sosteniendo su bicicleta con ambas manos, como si estuviera dispuesto a lanzarse al agua con ella. Entonces, la niña recordó el sueño que había tenido y regresó entusiasmada a la cocina. Vertió leche caliente en un jarro enlozado y la endulzó con azúcar. Se sentó a cubrir de margarina una media rebanada de pan amasado recién sacado del horno y apuró el desayuno. Mientras bebía el resto de leche humeante, fue asaltada por una idea que la hizo temblar de pies a cabeza: tal vez su madre 9

deseaba que esa mañana se quedara en la casa, pues era muy arriesgado navegar con tanta niebla. De todos modos, la niña prefería no faltar a clases. En la escuela, al menos, podía deambular por los pasillos, aun cuando nadie la acompañara. Y frente al profesor, siempre existía la posibilidad de alzar la mano y ser tomada en cuenta. Por fortuna, su madre estaba demasiado ocupada en sus quehaceres como para preocuparse de la hija del medio, la que al parecer a nadie importaba. Pero si al menos regresara su padre o su hermano de la pesca... ¿Se sentiría reconfortada? —Mamá, tengo que ir a la escuela —rogó. —Hija —respondió después de un rato la madre, afanada como estaba en el cuidado de sus hijos pequeños—, no faltará quien la balsee. Tiara se levantó de un salto de la mesa y volvió al cuarto de baño. Cepilló con descuido sus dientes, se enjuagó la boca con un potente sorbo de agua y terminó de limpiarse los labios con un paño de algodón, bordado con delicadas flores rojas y amarillas. —¡Chao, mamá! —gritó desde la 10

puerta. —Váyase como pueda, hija —respondió la madre. Con su uniforme azul, salió a la bruma de la mañana. Saltando como una gaviota, siguió el camino que señalaba la estrecha pasarela. Hasta que descendió por la escalinata de madera que conducía al muelle. Tiara se aproximó a su compañero de escuela y le ofreció la mejilla para aceptar un beso desganado y tibio. De uno de sus bolsillos sacó la delgada cuerda para el juego del kai-kai\ su entretención predilecta, mientras esperaba el bote que los balsearía hasta la caleta de la escuela. —Anoche soñé contigo —dijo, sonriendo. —¿Qué cosa, Huevito? —preguntó Diego, muy serio. Pero Tiara no respondió. Tensó el cordel entre sus dedos entumecidos y con los pulgares y los índices formó diversas figuras a medida que cantaba: Kia—kia; kia—kia; tari rau kumara, i te ehu—ehu; 11

i te Papua—púa. —¡Ya está la Pascuala con sus cosas extrañas! —comentó Diego, en tono de burla. —¡Pascuala! —remedó Tiara. —¿No le dicen Pascual a tu padre? —insistió Diego. —¿Por qué no le dicen Huevito también? —replicó la niña. —Porque él no come huevos como tú lo hacías cuando eras chica —prosiguió Diego—. En cambio, él viene de Isla de Pascua como toda tu familia. —¡Picado! —¿Por qué? —replicó Diego. —Porque no entiendes mi canto. —¿A quién le importa? Golondrina de mar, golondrina; traes ramitas de camote, en la penumbra y en la suave neblina. —¡Qué bonito! —se burló Diego. —Como tu bicicleta —replicó Tiara, muy molesta. —¿Qué tiene mi bici? 12

-—Es como el horno eléctrico que le trajeron a tu mamá de Puerto Cisnes. —¡Picada! —¿De qué sirve? —Bueno, pero ya lo usará cuando pongan el nuevo generador de electricidad. —¿Y tú? -¿Qué? —¡Que quieres ser maestra cuando grande! —Si tu sueño es andar en bici —respondió Tiara—, por estas pasarelas donde apenas cabe una persona, yo sueño con ser directora, igual que la tía Emilia. —¡Directora! ¿Puedo reírme un rato? —Puedes, pero no me gusta que se rían de mí. En ese preciso momento se acercó a ellos la mamá de Diego. Por un instante guardaron silencio; a regañadientes hicieron una tregua. En el fondo de sus corazones abrigaban sentimientos de mutua aprobación. Diego reconocía en Tiara cierta delicadeza y sensibilidad, que la predisponía a descubrir la magia de las cosas. Y ella admiraba la

13

tenacidad del más cercano de sus compañeros, que soñaba con ir a la escuela en bicicleta. Pero, ¿cómo lo haría? En Puerto Gala, en la Isla Toto, en el archipiélago de Los Chonos, no hay calles para vehículos ni veredas para los peatones. Los únicos medios de transporte motorizado que se conocen son las lanchas y las pangas. Las casas del poblado se apretaban unas con otras, por la falta de espacio. Más rocas que tierra. Las precarias construcciones se hicieron quitando espacio a la piedra, a punta de pasarelas, plataformas y palafitos. Los moradores debían circular por estrechas veredas de madera que permitían el acceso a cada vivienda. Más terreno no había en aquellas rocas. A falta de un sitio amplio, con instalaciones para hacer ejercicios, el hermano de Tiara había tenido la ocurrencia de utilizar las mismas embarcaciones como plaza de juegos, inventando el modo de trepar a los botes y transformar en columpio las cuerdas tensadas que sujetaban las naves. —Me la llevo —sugirió la mujer, mientras se apoderaba de la bicicleta, haciendo que su hijo se bajara de ella. 14

—¡No, mamá! —rogó Diego—. Todavía no ha venido nadie a buscarnos. —¡Pero se hace tarde! —protestó la madre, observando atentamente el muro de humedad suspendida sobre el agua y que impedía ver el horizonte más cercano. Varias embarcaciones menores flotaban junto a las rocas, sin remos ni chumaceras; sin esos implementos era imposible bogar. Y si esos niños hubiesen contado con ellos, sus padres jamás les perdonarían maniobrar un bote sin su consentimiento. También estaban las balsas de espuma plástica que ellos utilizaban para jugar. Era el envase que usaban los tripulantes del barco que solía llegar de Puerto Montt a recoger la merluza que pescaban los hombres de la caleta. Esas cajas de plumavit eran llenadas de pescado fresco, conservado con hielo en la bodega del barco. Tiara recordaba cuánto había costado cortar el enorme trozo de espuma plástica, con el cuchillo conseguido por su hermano Kiko en la cocina de la casa. Los dos habían estado una tarde entera junto a las rocas dándole forma de balsa al pedazo de 15

espuma plástica. Luego, con el mismo cuchillo lo ahuecaron, para lograr el mismo espacio interior de un bote. En este caso se trataba de una balsa para divertirse junto a la costa. Después consiguieron una vara de madera de un metro y medio de largo y le clavaron dos palmetas en los extremos. Kiko hizo una demostración para que Tiara aprendiera a utilizar el remo y luego se dedicó a instruirla con gran paciencia. Había sido el trabajo de varios días seguidos, en primavera, cuando el tiempo se presenta mucho más propicio para navegar. Pero no sólo la usaron como entretención. Cierta vez, cuando Kiko era todavía muy pequeño para acompañar a su padre en la pesca, ataron la balsa con una cuerda bastante larga, la echaron al agua y la alejaron de la costa con el remo. Habían instalado en ella el volantín manu—hakerere del abuelo, con un buen anzuelo y una carnada que la propia Tiara había conseguido para la ocasión. Siguiendo la costumbre, Kiko ató el volantín a la popa de la falsa embarcación y de la cola colgó una lienza con un anzuelo en su extremo, que por su peso se hundió en el mar, manteniéndose alejado 16

del bote y a merced de los vaivenes del viento. Ese día, como el padre de Tiara no había regresado y en casa no había qué hacer de comida, los niños Miru consiguieron una pesca maravillosa: tres merluzas españolas, robustas y sabrosas. Por aquellos días, la balsa de Tiara no tenía nombre y la niña decidió bautizarla con el nombre de alguien que le encantaría que regresara a la caleta: Amiga Yara. A partir de entonces siempre mantuvo viva la esperanza de un reencuentro. —Aquí hay botes de sobra —comentó la madre de Diego y miró intensamente a Tiara, como si de la niña dependiera el traslado de su hijo—, lo que falta es que alguien se haga responsable. —Mi papá puede llegar en cualquier momento —respondió la niña. —¿Lo cree, niña? —replicó la mujer—. Pero, la verdad sea dicha, nunca he visto a su padre cruzar a la escuela. —Mi hermano también nos balsearía. Pero desde que se hizo persona se va todos los días con mi papito.

17

—Claro —insistió la madre de Diego—. Su hermano tampoco se muere por llevarla a la escuela. Ninguna lancha surcaba las aguas a esa hora de la mañana. Los catorce alumnos que venían de otras caletas y que diariamente cruzaban con algún apoderado a la escuela, al parecer, ya lo habían hecho. Por lo tanto, no había ninguna posibilidad de que una embarcación pasara a recoger a los rezagados de Caleta Chica. La niña observó atentamente el accidentado montículo de rocas que se extendía a lo largo de la costa y que la niebla se lo tragaba como si nada más existiera en el mundo. —¡Por ahí podríamos ir a la escuela! —exclamó. —¿Nunca le han dicho que no debe aventurarse por esas rocas? Tiara enmudeció y Diego tragó saliva. Ambos cruzaron miradas temiendo ser sorprendidos en un secreto que no debía ser develado por ningún motivo. En varias ocasiones se habían aventurado por esas rocas, jugando a enfrentar riesgos y pasar la prueba, sin consecuencias. Felizmente para ambos, nunca tuvieron nada que lamentar. 18

Incluso, cuando Tiara era muy niña, había seguido los pasos aventureros de su hermano, precisamente en esas rocas tan peligrosas. —Mi mamá siempre lo hace —reconoció la niña, suspirando y roja como un tomate—. También en la escuela nos dicen. Pero en verdad no es tan peligroso, porque cuando Kiko era pequeñito caminaba por ahí y a veces me dejaba ir a la siga. Un grupo de toninas cruzó saltando frente a los ojos de Tiara. Buscaban afanosas una embarcación para nadar delante de la proa, formando una trenza de espuma, alegrando la travesía de marineros y pescadores. —¿Qué hacer? —se preguntó—. De algún modo hemos de llegar a la escuela. El suave oleaje golpeaba porfiadamente en los pies de Tiara, como si no tuviera ninguna urgencia. —¡Oh, dulces olas! —suspiró. Pero las olas tal vez son sordas y sólo nos hablan con esa monotonía tan propia porque abandonaron la escuela antes de aprender lo que debían. —Lo que hace falta es una buena pasarela —comentó la mujer—. Estos hombres, tan poco prácticos para todo. Se preocuparon de hacer 19

instalaciones de radio y olvidaron lo más necesario. Tiara observó los techos de las casas, levantadas sobre las rocas, entre el espeso bosque y el mar. Las antenas eran variadas y curiosas. Los hombres las habían construido de alambre, estirando de los ganchos para colgar chaquetas y pantalones; había antenas con tapas de olla, con fondos de latón recortado de aquellos tambores que alguna vez fueron recipientes de aceite o de petróleo. Los cables eléctricos que las conectaban parecían mantenerlas atadas a las techumbres, evitando que la ventisca las arrastrara cual cometas de los confines. La niña se sentó a esperar en la única roca sin humedad, muy cerca del agua. Diego fue a sentarse junto a ella. —¿De verdad soñaste conmigo, Huevito? —La pura verdad —respondió ella. —¿Y qué sueño fue ése? —Mi abuelo y mi hermano vinieron a buscarnos, para irnos en la nave de los príncipes, pero no hubo forma de que te bajaras de tu bici —habló 20

bien bajito, para que la madre de Diego no los escuchara. —¿Tu abuelo? —preguntó Diego, muy sorprendido—. Ya está otra vez la Pascuala diciendo tonteras. —Podías flotar como una canoa —respondió ella. —¿Estás loca? —Hasta le puso nombre: vaka—ama. —¡Qué suerte, hijo! —interrumpió la madre de Diego—. Una lancha se acerca. —¡Debe ser la vaka-poe—poe de mi papito! —exclamó Tiara y se levantó llena de entusiasmo. Se acercó a la orilla del pequeño embarcadero para escuchar mejor la monotonía del motor fuera de borda. —Pero no es el lanchón de su padre, niña —comentó satisfecha la madre de Diego—. Es el de mi marido. —¿Eso fue lo que soñaste, Huevito? —insistió Diego, acercándose a la niña y tironeando una de las mangas de su gruesa parka de invierno. —Eso —musitó ella, triste y pensativa.

21

El dilema

—¿Cómo estuvo la pesca, Anselmo? —Escasa —respondió el padre de Diego, al tiempo que su compañero de faenas comenzaba a desembarcar unas cuantas cajas de espuma plástica repletas de merluzas. —¡Qué bueno que llegas a tiempo, viejo! —comentó ella. —¿Podemos subir, papá? —preguntó el niño. —Terminamos de descargar y nos vamos —respondió el hombre. Tiara y Diego abordaron la embarcación. El lanchero aceleró el motor fuera de borda y el bote se sacudió como en una tormenta. Tiara se aferró al borde de la lancha y vio como sus zapatones se hundían en el agua en el piso de madera. Tiara buscó con la mirada el tarro para achicar el agua del bote. 22

La madre de Diego, después de mantener alzado el brazo en señal de despedida,

23

regresó al caserío. Tiara se quedó un largo rato observando la bicicleta que la mujer se esforzaba en mantener aferrada a su cintura, compartiendo el caminar pausado y sin prisa. Las ruedas giraban como medusas de plata, lanzando fríos destellos con sus incontables rayos. El agua salpicaba el borde de la embarcación y la niña debió abrigar sus manos entumecidas. Contempló entusiasmada la estela de espuma que dejaba la trayectoria del bote y recordó la bicicleta que en sueños había inventado su abuelo. Tiara y Diego fueron los últimos en llegar a clases. Sus compañeros ya estaban formados en el patio, esperando el toque de la campana para ingresar a la sala. Frente a ellos, observando cada detalle, el pequeño grupo de docentes y auxiliares se parapetaba bajo el alero del corredor techado de la construcción de madera. La directora consultó su reloj y asintió con la cabeza. El profesor, que la observaba de muy cerca, se dirigió a la campana y tiró de la cuerda. Tres sones retumbaron en las paredes del edificio y en la corteza de los árboles cercanos, que apretadamente cubrían laderas y cerros. Los 23 24

alumnos ingresaron a la sala de clases, seguidos por su profesor, mientras la directora se dirigía a su oficina y las tías Lidia y Elvira iniciaban sus labores en el comedor y en la cocina. —Nos corresponde matemáticas —señaló el profesor, apenas los alumnos estuvieron sentados. —¿Podríamos estudiar el dilema de Diego? —¿Dilema? —replicó el profesor, mirando a Tiara y luego a Diego, que repentinamente se quedó más tieso que una estaca. Y preguntó sin entusiasmo, porque no deseaba que la niña le aportillara una vez más la clase programada—. ¿Qué dilema? ¿Sabes lo que es eso? —Sería bueno que lo resolviera —insistió Tiara. —¿Qué le pasa? —protestó Diego. —¡Dilema! —meditó el profesor—. Voz griega que viene de dis, es decir dos, y lambanein, que quiere decir tomar. Entonces, ¿qué tenemos? Un argumento que presenta dos posiciones que provocan confusión en quien las enfrenta. En términos generales, es alguien encerrado en un dilema. ¿Por qué, Diego? ¿Cuál es el tuyo?

25

—No sabe qué hacer con ella —prosiguió Tiara, adelantándose a que su compañero

26

27

respondiera—. Quiere usarla, pero en la caleta no se puede andar en bici. —¡Tío Tato! —reaccionó por fin el muchacho—. No sé de qué habla. Ya está de nuevo la Pascuala diciendo leseras. —¿Qué falta de respeto es ésa? —sentenció el profesor. —La Huevito ha estado toda la mañana en eso —protestó Diego. —Yo sólo quiero ayudarlo —se disculpó Tiara. —¿De qué se trata? —insistió el profesor. —Mi abuelo tuvo la genial idea... —Su abuelo está muerto —interrumpió Diego abruptamente. —A ver, Tiara —tragó saliva el profesor—. ¿Qué idea es ésa? La niña, con gran desplante y sin un asomo de duda, expuso lo que imaginaba y, a medida que lo expresaba, le parecía más claro. El profesor escuchó atentamente, en medio de un fastidioso rumor, suma de murmullos, risas veladas y pullas carentes de ingenio. Entonces optó por lo más temido de la clase, aquello que acoquinaba hasta al más audaz. Siempre los dejaba temblando con eso. 28

—¡Al pizarrón! —señaló—. ¿Serías tan amable de hacernos un bosquejo? Tiara se levantó con cierta resistencia, pues no contaba con una demostración frente a las burlas del curso. Haciendo caso omiso del rubor que con seguridad se había apoderado de sus mejillas, enfrentó el desafío que ella misma se había impuesto. Temblorosa, sosteniendo a duras penas el trozo de tiza entre sus dedos, dibujó un biciclo desproporcionado, con una rueda más grande que la otra, con una tercera a medio camino, como un velocípedo. —¿Es la chancha del Diego? —comentó alguien. —¡Un catre! —respondieron. —¡Pascuala! —reaccionó Diego, indignado—. ¡Esa no es mi bici! —Claro que no lo es —intervino el profesor.— Nadie con dos dedos de frente diría que eso es una bicicleta. Es cosa de abrir bien los ojos. Veamos lo que Tiara se propone. En todo caso, tendré que bajarte la nota en artes plásticas. La niña prosiguió como si nada, alentada por el entusiasmo que cada trazo provocaba en ella, comprobando así la satisfacción de ver realizado el 29

primer acercamiento a la materialización de una idea. —Bueno —comentó el profesor—, este problema no tiene mucho que ver con aritmética, pero sí con física y mecánica. Aunque a Diego no le corresponde como materia, daremos el problema a los alumnos de los cursos superiores. Las risas y comentarios de los más grandes terminaron como por encanto. Se produjo un silencio tan profundo, que la tiza, rasguñando la pizarra, destemplando los oídos por unos instantes, fue la única voz que habló en el aula. —¿Y ese óvalo? —preguntó el profesor. —¡Es el huevo que desayuna todos los días! —¡Silencio! —advirtió el maestro—. ¡Más respeto! ¿Qué es lo que más recalcamos en esta escuela? ¡Respeto, respeto y más respeto! —Es una vaka—ama —explicó la niña. —¿Una qué...? —Pero si lo dijo clarito la chica —comentó un gracioso. —¡Silencio! —volvió a sentenciar el profesor.

30

—Es una vaca enamorada hasta las patas —insistió el chistoso. —Esa vaca que dice —replicó la niña con enorme desplante—, se escribe con c. Esa consonante no existe en la escritura rapa—nui. Por eso, tonto, la vaka de la que hablo se escribe con k y significa algo muy distinto. —¡Ya, basta! —advirtió el profesor—. Un comentario más y se irán amonestados a la dirección. —Es una balsa con un balancín, tío Tato —continuó la niña con exagerada calma—. Mi abuelo dice que el balancín evita que se vuelque. Entonces, si la bici fuese montada sobre la balsa, al pedalear, la cadena haría girar un remolino que salpica el agua. —Tarea para los de séptimo y octavo —señaló el profesor—. La rueda. Analizar el principio mecánico que le permite girar. Investigar el principio físico del molino y su aplicación para utilizar el viento o el agua como energía impulsora, tal como las aspas que movían los motores a vapor en el siglo XIX. El tema también

31

será parte de la materia de historia para los de quinto y sexto. —Pero, ¿cómo le pone oídos a la tonta de la Huevito? —comentó alguien. —A ver, a ver —advirtió el profesor. —Digo —explicó el alumno sorprendido— que cómo resolvemos este casito. —Aquí, joven. En la misma escuela están las respuestas. Una vez concluida la primera parte de la tarea, se abocarán al estudio de la idea del abuelo de Tiara. Y no importa que esté muerto. No quiero excusas. Dibujarán el proyecto como corresponde, con las dimensiones a escala. Tendrán nota por eso. Y luego calcularán el volumen de la rueda, el tamaño de las aspas, el material de que están hechas para que la fuerza empleada provoque el movimiento deseado. No tuvo más palabras. Invitó a Tiara a sentarse, en medio de las miradas de los varones más grandes, que la habrían pulverizado con los ojos si hubieran tenido el poder de hacerlo. Un golpe tremendo, seguido de un silencio inquietante, dejó paralizados a todos los alumnos del curso. El profesor miró atentamente a cada uno 32

de esos niños y ellos lo miraron pidiendo auxilio a gritos. —¿Ratones? —musitó el maestro, celebrando su propia ocurrencia. —¡Elefantes! —comentó uno de los muchachos, muy serio. A nadie le causó gracia el comentario y coincidió con el griterío en el piso de arriba. Pero, ¿quiénes podían hacer tanto alboroto? Más de alguien había comentado que en el dormitorio abandonado del segundo piso habitaban fantasmas. Se oyeron risas de niños, tímidas al comienzo, luego más atrevidas. Un nuevo estruendo se sumó al anterior, con el efecto del eco, porque fue más de uno el que se sintió, provocando la hilaridad desenfrenada de aquellos espectros, si es que en verdad lo eran. El profesor y los alumnos se observaron mutuamente en silencio. Pies descalzos corrían por el segundo piso. El profesor enmudecía. La campana, más sonora que nunca, hizo trizas el miedo que se había apoderado de las almas de aquellos muchachos y, al instante, salieron como cuetes que alimenta el viento hacia la tranquilidad 33

momentánea del comedor. Les esperaba la leche caliente y el pan amasado de la tía Elvira. Tiara, sin embargo, permaneció inmóvil en su asiento. —¿No sales a recreo? —preguntó el profesor con la voz temblorosa y sin levantar la cabeza de su libro de clases, disimulando la inquietud que le había causado el reciente suceso. La niña se levantó dificultosamente y se dirigió al comedor junto a la cocina, donde el bullicio de los muchachos llenaba el recinto. Desde un comienzo la evitaron. Diego se hizo el desentendido, manifestando su rechazo; deseaba demostrar a sus compañeros que nada lo unía a la trastornada que tenía tales ocurrencias y que lo único que le gustaba era llamar la atención. Tiara sacó la pitilla que siempre llevaba en su bolsillo y se puso a jugar al kai—kai, tal como lo hacía con su amiga Yara en los recreos. La recordó con nostalgia y lamentó haberla dejado partir antes de tiempo. La niña sintió como nunca la profunda nostalgia que le provocaba la ausencia de la única compañía que siempre tuvo en la escuela. Durante años se sintió privilegiada de contar con su gran 34

amiga. ¡Cómo la extrañaba! Por primera vez sentía tan hondo la orfandad que le producía la falta de una amistad que se extinguió de pronto, como una vela encendida que irremediablemente se consume al paso de las horas. Ella había sido una luz en medio de las tinieblas. ¡Qué distinto sería si Yara no se hubiera marchado para siempre de la noche a la mañana! Había partido abruptamente, sin despedida, de madrugada, coincidiendo con el arribo de aquel barco gigantesco, atiborrado de turistas. Había sido como una aparición fantasmagórica, semejante a una ballena invernal. Lo cierto fue que luego de aquella aparición repentina, al levantar anclas el barco con sus incontables pasajeros y tripulantes, también partió su gran amiga y dijeron más tarde en el poblado que Yara y sus padres abordaron sin remordimientos la nave, porque allí lo que más había era trabajo bien remunerado. Ahora, como un madero a la deriva, pensó que convivir con aquellos fantasmas del segundo piso era mejor que hacerlo con sus compañeros de escuela, que la abandonaban, desechándola como un resto de basura, ignorándola por completo. Si 35

pudiera, si en ella estuviera el poder de remediarlo, quería ir al piso de arriba y mirar cara a cara a los espectros. Y fue lo que hizo. El piso de arriba

IVlientras tanto, Diego no dejaba de observarla, convencido de que Tiara jamás intentaría cruzar esa puerta clausurada. Había sido cerrada hace algún tiempo y desde entonces nadie subía al segundo piso. —¡Esta Pascuala! —comentó, Diego, con sorpresa. Asombrado comprobó que Tiara era más tozuda de lo que pensaba. Ella se dirigió a la puerta de mañío y la empujó, haciendo ceder los tornillos oxidados que sostenían una aldaba corroída por el tiempo y la humedad.

36

Diego quedó perplejo de asombro. ¿Cómo pudo abrir ese candado? ¿Es que había conseguido la llave en alguna parte? Con extremada lentitud, Tiara se aferró al rústico pasamano de la escala y subió peldaño tras peldaño, sin dejar de pensar que su audacia iba tal vez demasiado lejos. El

37

38

corazón brincaba en el pecho de la niña, conteniendo la respiración, como si el aire allí fuese un bien escaso. Cientos de pulgas comenzaron a saltar del polvo a las piernas de Tiara. Picaban desaforadas, como si hubiesen esperado por años la visita de alguien a quien darle la bienvenida. Al llegar al piso superior se halló en un lugar estrecho y asfixiante. Un velo de polvo suspendido o de bruma colada a través de alguna ventana sin vidrios daba la impresión exacta de lo que había imaginado: un refugio de fantasmas. Los ojos de la niña se habituaron a la oscuridad reinante y paulatinamente aparecieron los objetos que albergaba el antiguo dormitorio: una hilera de catres de hierro, mal pintados de blanco, veladores de madera con el esmalte descolorido, un enorme ropero, también descascarado, arrimado a un muro de sombras. ¡Qué lindo sería si en cada catre aguardase un niño con los ojos atentos, en disposición de recibirla como amiga! Tiara se sentó en una cama. Las tablas desnudas, atravesadas a lo ancho del catre, aguardaban un colchón que las cubriera. Entonces, imaginó qué 39

sería de ella si tuviera que compartir ese lugar con otras internas y evitarse el fatigoso traslado diario de la casa a la escuela. La quietud del lugar invitaba a dejarse llevar por el envolvente rumor que provenía del exterior; la brisa incansable, el constante ir y venir de las olas cercanas la fueron acunando en un cálido recogimiento. La niña se tumbó de lado sobre aquellas tablas desnudas y mantuvo la mirada perdida. Cerró los ojos por fin y escuchó claramente las risitas que se ocultaban en los rincones del recinto. No tuvo voluntad para abrir los ojos, escapar de allí y regresar de inmediato a la seguridad de su aula. Se sintió dominada por la sensación de estar atrapada y tuvo la convicción de que no saldría tan fácilmente de ahí. Varios niños se acercaron, sin hacer el menor ruido, como si no tuvieran pies para desplazarse o bien no tocaran el suelo mientras caminaban. En un dos por tres la rodearon, observándola con una curiosidad inquietante. Tiara se levantó, tal vez sintió que lo hacía con exagerada lentitud.

40

—¡Hola! —dijo por fin la única niña que integraba aquel grupo extraño—. Me dicen la Ese y soy de la caleta. ¿Y tú? Parecía una luminaria, con su blanca dentadura contenida en una boca expresiva, que reía de buena gana ante el asombro de sus compañeros, quienes permanecían más apartados. Observaban a Tiara desde el borde de sus camas, evitando moverse, como si la niña que los visitaba fuese un fantasma aparecido a plena luz del día. —Hola —respondió—. Me dicen la Huevito, perdón, la Pascuala, Tiara, y vivo en Caleta Chica. —¿Huevito? —Cuando chica me lo pasaba comiendo huevos —respondió. —¿Y cómo te gusta que te llamen, Pascuala? —Tiara. —¡Qué bonito! Pero aquí serás la Te. —¿Y a ti? -¿Qué? —¿Cómo te gusta que te llamen? —¡Ese\ —repitió—. Así me gusta. Dime Ese, no más. —¿Y en qué caleta vives? 41

—Bueno, ahora —dudó un instante—... en ninguna. Vivo en la escuela. Como aquí están los hombres, por el momento duermo en la pieza de la señorita Emilia. Dicen que cuando lleguen más niñas habrá un dormitorio para nosotras y voy a dejar tranquila a la directora. ¿Viniste a quedarte? Sería regüeno, porque así el padre nos manda a hacer al tiro otra pieza. —Es que yo no vivo lejos —respondió Tiara—. Sólo tengo que balsearme. —¿Balsearte? —Cruzar en bote, en lancha. No tengo que dormir en la escuela. —¿Vivís con tus papás? —Sí, en mi casa. —¿Cómo se llama tu mamá? —Verónica Hito. —¿Y tu papá? —Juan Alberto Miru. —¿Y te quieren? —Sí, mucho. Tanto como yo los quiero. —¡Qué pena! —se lamentó de veras la niña—. Habríamos sido yuntas. —Igual podemos ser amigas —respondió Tiara., —Es que no es nunca lo mismo. —Pero no me dijiste el nombre de tu caleta.

42

—Caleta, no más, sin nombre. Estaba junto al río, debajo de un puente. Era nuestro hogar, ¿entendís? ¡Soi medio dura de mollera, ah! Caleta, caleta, ahí vivíamos todos nosotros, caleta de cabros. Mira, te los voy a presentar. Tenemos visita, chiquillos. Cacharon, ¿verdad? ¿Están presentables? Es lo correcto —comentó la Ese, mientras les pasaba revista con la mirada. Había cariño en ese gesto—. A ver, familia, acérquense pa' que la Te los conozca. Ellos no reaccionaron, limitándose a bajar la cabeza en señal de asentimiento. Los muchachos, un tanto perezosos, al tratar de incorporarse hicieron que se deslizara una de las tablas y ellas se corrieron, arrastrando el resto del entablado, con un chiquillo y todo. El desplome del muchacho provocó la risa de sus compañeros. —El caído del catre es Luis —dijo la muchacha, y la risotada fue general. El niño, muy delgado y de baja estatura, envuelto en una nube de. polvo, trataba de mantener fresca la sonrisa que ocultaba el bochorno que lo mantenía pegado al piso, sin poder levantarse.

43

Pero no fue la única caída, porque de inmediato el entablado de otra cama también se fue al suelo, levantando una polvareda que amenazaba con oscurecer el recinto. —Y el otro caído del catre —siguió presentando la muchacha— es el Simón. Dos muchachos yacían tendidos sobre las pesadas tablas que se habían desplomado sobre el piso, dejando un reguero de tablas a su alrededor. —Esos son el Douglas y el Leuquipán —agregó la muchacha, en medio de una risotada—. No somos muchos, pero aquí nos tratamos como hermanos, como que igual nos tenemos terrible de respeto. El regocijo provocado por el desplome sucesivo de catres los mostró como chicos de carne y hueso. La muchacha, alegre y entusiasta, abrazó a sus compañeros, y entre carreras, manotazos y pisotones perdieron toda compostura y la algarabía fue total. En medio del desorden se sintieron las pisadas apresuradas de quienes subían al segundo piso, atraídos por el alboroto. Un sacerdote se presentó repentinamente en el lugar. Vestía una larga sotana, cubierta a medias por un abrigo acolchado. 44

A pesar de su aparente enojo, el gesto amable del hombre bonachón, con sus dientes separados y una ancha sonrisa iluminando su rostro mal rasurado, colmaron de paz el recinto. —¡Qué cagnara es ésta, per la Madonnail —exclamó el religioso. Le seguía un hombre joven, medio dormido, que más parecía un niño por su semblante de sorpresa y algo de picara complicidad en la mirada. Una señorita, en camisón de franela y con una mañanita sobre los hombros, apareció de la nada. Ante la repentina presencia de quienes irrumpían en el recinto, los chiquillos se volvieron a ellos con la actitud de quien espera una reprimenda. Sus rostros de alegría se tornaron de sorpresa, atónitos, con ojos desmesurados, como los que a veces exhiben quienes han estado recluidos por un largo tiempo, sin ver la luz del día. —¡Orden! —advirtió en voz alta la joven—. ¡A ver, chicos! ¿Qué desastre es éste? Todos, sin que ninguno se restara, colaboraron en poner las cosas en su lugar. Recuperaron las tablas desprendidas de las camas y sólo de vez en 45

cuando dejaron escapar una risa, al evocar la situación que tanto regocijo les había causado. —¡Eso es! —dijo la joven, alentando la buena disposición de esos muchachos—. ¡Así es como debe ser! Aquel rostro, ese timbre de voz, autoritario y calmado, aquella figura menuda pero saludable, le parecieron a Tiara los atributos de una persona conocida. —Eco, ragazzo —comentó alegremente el religioso. Acto seguido se dirigió a la joven—: Emilia, ¿podemos ocuparnos de esos maderos? —Sí, padre —respondió ella, cerrándose todavía más la mañanita a la altura del pecho—. Algo hay que hacer para cambiar esas tablas. ¿Emilia?, repitió Tiara en su mente. ¿Sería la misma tía Emilia en la que pensaba? De pronto, recordó la fotografía que había visto en el muro de la oficina de la directora. Estaba vestida con excesiva formalidad y en sus manos sostenía un enorme diploma. La expresión de su rostro era el retrato de la felicidad. En el retrato aparecía diez años más joven y era exactamente la edad que exhibía esta señorita que acompañaba al sacerdote. 46

—Bueno —exclamó a su vez el profesor—, me encargaré de esas tablas. —¡Qué bien! —replicó la joven—. Haga meño, Renato. El joven se dio media vuelta para marcharse por la misma escalera que lo había llevado al segundo piso. ¿Renato?, también sonó conocido el nombre en la cabeza de la niña. ¿Sería el mismo tío Tato, su profesor de todos los días? —Todos nos ocuparemos del problema —repitió el sacerdote y salió tras los pasos del hombre joven. La tía Emilia, la directora de la escuela en persona, ya más tranquila, por la buena disposición de los muchachos, abandonó el dormitorio por una puerta contigua. Tiara sintió que su corazón daba más de un brinco. La campana puso fin al recreo. Su reacción impulsiva fue salir corriendo, sin darse tiempo para explicaciones, ni menos para despedidas embarazosas. Sin embargo, una mano pesada la remecía del hombro.

47

Tendida sobre un costado, tal como se había dormido, abrió los ojos y despertó frente a la preocupada mirada de Diego. —¡Tiara, despierta! —le dijo su compañero, al tiempo que no dejaba de rascarse las piernas, por encima del pantalón largo—. Hace rato que sonó la campana y como no llegabas nunca a la sala... Bajo la pasarela

JJiego se mantuvo en silencio durante la jornada de clases, arrepentido tal vez de haber entrado en ese recinto prohibido, evitando toda posibilidad de comunicación con Tiara. La comezón de las picadas de pulga no lo dejaba en paz y cada vez que se rascaba debía simular frente a sus compañeros, para no provocar preguntas indeseadas y las burlas inevitables, con el bochorno que provocaba la crueldad de sus compañeros. Llegó a pensar que la inconfortable situación a la que estaba sometido

48

era el merecido castigo por transgredir una norma impuesta por la dirección de la escuela. Tiara soportaba el silencio de su compañero como un golpe despiadado, directo al corazón. Estaba dolida, pero no albergaba rencor alguno. Sabía que aquella ofuscación de Diego era pasajera y una voz interior le aseguraba que sólo era cuestión de tiempo y que la amistad entre ambos volvería a la normalidad. Las clases llegaron a su fin y los alumnos se dispersaron en varias direcciones. Una parte de ellos permaneció junto al embarcadero en espera de los botes que debían pasar a recogerlos. La lancha del papá de Diego arribó casi al mismo tiempo con otra embarcación que luego enfilaría un rumbo distinto, transportando niños. Los muchachos abordaron ordenadamente los botes. Diego se acomodó en el de su padre, olvidándose de Tiara. —Hazle un huequito a la Pascuala —advirtió el lanchero. Por un instante el muchacho se negó a reaccionar. Tiara estaba a punto de protestar de

49

impotencia. No lograba entender tanta indiferencia. —¡Diego! —insistió el hombre—. ¿Está sordo, hijo? El muchacho, deseando hundirse en el asiento de madera, soportando las miradas de los niños, se apretujó cuanto pudo dentro del bote y Tiara ocupó el lugar estrecho que su compañero le dejaba. Ambos sentían la respiración agitada. Durante el trayecto estuvieron atentos a las reacciones mutuas, observando de lado el perfil de cada rostro, dispuestos, quién sabe, a evitarse. Diego hizo esfuerzos tremendos para no dirigirle la mirada, ni la palabra. Y como la travesía era demasiado corta, al acercarse el bote al embarcadero, él se preparó para bajar cuanto antes. Pero no pudo levantarse de su asiento, porque la lancha no se arrimaba del todo a los maderos del pequeño muelle y el patrón de la embarcación, su propio padre, le habría llamado severamente la atención por su imprudencia. —¡Lo que siempre te digo! —sentenció el papá de Diego—. Las niñas primero. Y como habló en general, el muchacho tuvo que contener sus ansias 50

de salir huyendo. Ella también manifestó apuro por descender del bote, por lo que ambos se levantaron casi al mismo tiempo. —Papá —preguntó Diego—, ¿puedo acompañarte? —Usted sabe, hijo, cómo se preocupa su madre cuando no llega a tiempo de la escuela —respondió el hombre. —Me habría gustado ir contigo —rezongó el muchacho. —Dejo a estos chicos y regreso. Ayude a la Pascuala, Diego. Tiara se apoyó abiertamente en el hombro de su compañero, obligándolo a sentarse de nuevo. La niña dio un pequeño salto y alcanzó el muelle. Allí esperó a Diego para tenderle una mano. Pero él no la aceptó. —Ahora las mujeres son las galantes —bromeó el pescador. —Dame la mano —insistió la niña. Diego apretó su mochila contra el pecho y esquivó a su compañera, pasándola a llevar con torpeza y casi la derriba sobre los maderos del piso. Tiara se afirmó en Diego, cogiéndose de uno de los 51

tirantes de la mochila, y en ese tira y afloja estuvieron un par de segundos, ruborizados hasta los cabellos. Entonces, como si repentinamente se acordara de las picadas de pulga, Diego volvió a rascarse las piernas. —Estos dos se las traen —comentó el lanchero, celebrando a carcajadas la ocurrencia—. Cuide bien a la Huevito, Diego. El motor fuera de borda ahogó las risas de los chiquillos que seguían viaje y la embarcación se alejó dando pequeños tumbos sobre el agua, como si también celebrara el ingenio de su dueño. —Mentolathum —dijo la niña. —¿Qué? —replicó Diego, muy molesto. —Es bueno para las picaduras. -¿Qué? —El Mentolathum —porfió ella. —Todo por tu culpa —protestó Diego. —¿Te acuerdas de los ruidos que escuchamos? —¿Qué ruidos? —Esos que venían del piso de arriba. —¿Qué pasa? —Los tengo atravesados en la garganta —comentó Tiara. 52

—Que yo sepa, los huevos no tienen espinas —se burló él con alevosía. —¡Ya, Diego! Si es en serio —protestó ella—. Es que no puedo guardar el secreto. —¡Y a mí qué me importa! —¿Te digo lo que hay en el piso de arriba? —No me interesa. —Es que no sabes lo que descubrí. —¡Estas loca! ¿No sabías que está prohibido? —Tú también subiste. —¡Por qué no te habré dejado allí para que te comieran viva las pulgas! —¿Te gustaría saberlo? —No pienso subir allí nunca más en mi vida. Diego perdió el control de su mochila, que se deslizó hasta el suelo, quedando completamente desarmado. —Pobre de ti que sea otra de tus tonteras —amenazó con dureza. —Después que hagamos las tareas nos encontramos aquí mismo. ¿De acuerdo? —Será después del té —afirmó Diego. —Y trae tu bicicleta —agregó Tiara. —¿Y por qué mejor no traigo el horno eléctrico de mi mamá? —replicó con ironía. 53

—Lo que dije en la mañana fue sin querer —respondió ella. Allí se separaron, porque el camino a sus casas se hacía por pasarelas que se apartaban, bifurcándose hacia el bosque impenetrable y que sólo convergían frente al embarcadero. Tiara no pudo esperar hasta la hora del té para ir al encuentro con Diego. Recogió un viejo balde de plástico en desuso, uno de aquellos trastos que alguna vez fue tiesto de pintura, y lo arrastró fuera de la casa, evitando ser sorprendida. Llegó antes a la cita. Aguardó unos minutos, pero no había señales de su amigo. Ocultó el balde entre los botes y regresó a la casa por más objetos inútiles. Encontró un viejo tarro de lata, una cuchara de madera, una tabla de alerce y un azadón comido por el óxido. Nuevamente, antes de salir del patio de su casa, tomó las precauciones para no ser descubierta. Se dirigió con todos aquellos cachivaches al sitio donde se encontraría con Diego. Mientras esperaba trepó a uno de los botes más altos y, haciendo equilibrio en el borde de la embarcación, observó pacientemente la pasarela

54

que conducía a la casa de Diego, rogando que nadie se presentara en su lugar. Al cabo de un rato apareció Diego caminando junto su bicicleta. Ai no poder montar en ella y pedalear a gusto, como era su sueño, se contentaba con llevarla de paseo, como si fuera una mascota. —¡Mentolathum! —y le ofreció una cajita de lata, cuando su amigo estuvo junto a ella. —¿De nuevo con lo mismo, Pascuala? —replicó Diego. —Ponte ahora mismo esta pomada —dijo Tiara. —¿Qué? —exclamó Diego—. ¿Estás loca? —¿Por qué? —replicó ella con absoluta inocencia—. Es muy buena para las picaduras. —¡Tengo las piernas llenas de pintas rojas! —Ponte la pomada y listo. —¡Tengo que hacerlo en la casa, entonces! —¡Ven! Busquemos una caleta. —Estamos en la caleta. —Este lugar no sirve —explicó ella—. Yo hablo de algo más oculto. Tiene que ser una caleta donde nadie nos encuentre. 55

—Igual no hay nadie —protestó Diego, al tiempo que miraba en todas las direcciones. —Nunca faltan los curiosos —replicó ella. —No pienso moverme de aquí —protestó él. —¿Ni siquiera brincando con tu bici, aprovechando tus picadas de pulgas? —sugirió ella con un dejo de picardía. —¿Brincando? —De eso también tengo que hablarte. —¿De qué? —Fue lo que hiciste cuando saltaste al agua, con bici y todo. —¿De qué estás hablando, Pascuala? —De ahora en adelante tienes que usarla como sea. —¿Cómo lo sabes si todavía no te lo cuento? -¿Qué? —Que mi papá quiere desarmar mi bici. —¿Para que no la uses? —Para construir esa canoa que se le ocurrió a tu abuelo. —Pero, ¿cómo lo supo? 56

—Yo le conté. —¿Y para qué le dijiste? —Para reírme de ti. —¿Lo ves, tonto? Te castigó la boca, como se dice. —Es que nunca pensé que me escucharía. Ahora no hace más que transmitir con el asunto, insiste que las balsas de pluma- vit son peligrosas y que una bicicleta para el agua, como él la llama, sería más segura. —Ahora con mayor razón tienes que demostrarle que puedes usar tu bici, a tu manera, en tu estilo. Tiara recogió los cachivaches y se alejó saltando de bote en bote, haciendo equilibrio con la carga que llevaba. Diego caminó por la pasarela, en la misma dirección de Tiara, arrastrando la bicicleta. La niña se dirigió hacia una cavidad que se producía entre la roca y la parte inferior del pasadizo de madera. Desde ahí llamó a su compañero, asomando apenas la cabeza. —¡Ven, sigúeme! —¡No voy a bajar! —protestó Diego desde la baranda. 57

—¡Aquí es increíble! —No puedo dejar mi bici —porfió. —¡Salta con ella! —respondió Tiara con el ánimo encendido. Tiara se echó a reír de felicidad, como nunca lo había hecho. Diego esperó que la niña cambiara de idea y regresara donde él aguardaba. El tiempo se estiró como la melcocha y Diego perdió la paciencia. Comenzó a descender por la superficie rocosa, aferrado a la bicicleta, sujetándola con ambas manos. Las extravagantes ocurrencias de Tiara se apoderaron de su mente y pensó montar en la bicicleta; por un instante, como un chispazo de luminosidad, se vio haciendo equilibrio, con los pies bien puestos en los pedales, apretando los frenos, dando brinco tras brinco, hasta acercarse a la entrada del escondite que había descubierto su compañera. Sin darse cuenta siquiera, había descendido un par de pasos en dirección al refugio, pero en ese instante resbaló una de las ruedas y Diego se echó sobre la roca, como una lagartija que salva su pellejo bajo la luz del sol. Entonces fue Tiara en su ayuda. Ella sujetó con las dos manos la 58

bicicleta y ambos la arrastraron hasta el escondite. Pero el muchacho aceptó a regañadientes la invitación a entrar en aquella caverna, suspendida sobre el mar. —Casi, casi —comentó ella, estirando la comisura de los labios hacia las mejillas, como diciendo casi, casi lamentamos una tragedia. Diego no disimulaba su molestia y se habría marchado de allí enseguida, si la partida fuera menos complicada que la llegada.'" Aceptó sentarse, incómodo e inseguro. —Esta será nuestra caleta —prosiguió ella, como si nada. —¿Qué caleta? —protestó él, por fin. —Ahora, ponte cómodo. Pero lo primero es lo primero. —¿Qué cosa? —Arremángate los pantalones. -¿Qué? —Vamos a calmar esa picazón. Mientras Diego se subía las piernas de su pantalón, Tiara se dedicó a cubrir con pomada cada picada de pulga. Estaba asoro- chado, a punto de

59

morirse de vergüenza. Ella, en cambio, como si nada. —Tendremos que traer más cosas de la casa. —¿Para qué quieres estas porquerías? —Este balde es para lavar nuestras cosas —explicó Tiara. -¿Qué? —Diego —se apresuró ella—. Entiende que aquí vamos a convivir. —¡Yo no pienso estar un minuto más aquí! —Escucha —rogó la niña—. Una caleta es como un hogar verdadero. Aquí seremos como una familia. Nos cuidaremos el uno al otro, compartiremos la comida, la ropa de abrigo, las revistas; podemos traer una radio y escuchar la música que nos gusta, sin que nadie... ¡Ah, momento! Eso no, porque ahí sí que nos pillan. Pero aquí estaríamos como rico Pancho Gómez. —¿Qué dices? —¡Aquí la vida puede ser muy emocionante! Podemos cerrar los ojos y escuchar el ir y venir de las suaves olas, que sería como

60

61

el torrente de un río. Entonces, podemos ver la ciudad maravillosa que está sobre nosotros. Allí los chicos se refugian en caletas como ésta y el río es como un padre para ellos. El les lleva todo lo que necesitan, arrastra sillas, colchones viejos y hasta podría darnos una mesa para las horas de comida. Los alimentos sí que no podemos obtenerlos del río, porque a él sólo llegan desperdicios. Lo que queramos comer tendremos que salir a buscarlo. Pero no estés pensando en tu casa o en la mía. Podemos dividir en dos la ciudad. Tú irás hacia un lado y yo hacia el otro, buscando lo que sea necesario, incluso dinero. —¡Quiero irme! —Aquí seremos alguien. ¿Entiendes? Yo seré la Te y tú serás el Deivid. —¿Y por qué el Deivid, si me llamo Diego? —Es que no sé cómo se dice Diego en inglés. Si quieres te puedo llamar Jonathan o Braian. Deivid es muy importante porque es el nombre del navegante inglés que vio de lejos la isla donde nacieron mis padres y mis abuelos. Todo el mundo

62

conocía a la Isla de Pascua como La Tierra del Deivid. —¡Tengo que irme! —No puedes irte, lo siento —respondió ella con una seguridad que daba miedo. —¿Por qué no? —Porque aún no te cuento el secreto. —No me interesa. —Lo escuché ayer en el piso de arriba. -¿Qué? —Todo de lo que te hablé. Así son los chicos que viven en las grandes ciudades. Esos que no son tomados en cuenta, esos chicos que nadie infla y deciden vivir en una caleta como ésta. ¿Me sigues? —¡No pienso escucharte! Estás diciendo puras leseras. —Oye, ¿te acuerdas del estruendo de ayer? —Sí, sí me acuerdo. —Bueno, yo subí al piso de arriba, como ya sabes. Entonces, de repente, me encuentro con ellos. —¿Con quiénes? —Con los que me contaron todo lo que te acabo de decir. —¡Pero si no me has contado nada! 63

—¿Cómo que nada? —¡Nada! —¡Pero si no hago más que hablarte de eso! —¿De qué? —Del río que atraviesa la ciudad, desde la cordillera al mar, y que en sus aguas arrastra todo lo que se necesita para vivir en una caleta. Bueno, no todo. Te decía que tendremos que dividirnos; tú irás en un sentido y yo en el otro, para que no nos topemos, porque sería pérdida de tiempo. ¡Ah! ¡Esto sí que es bueno! ¡Puedes ir en tu bici! —¿Cómo lo sabes? —En la ciudad es distinto, Deivid —se apresuró a explicar ella, evitando nuevas interrupciones—. Junto al río que atraviesa la ciudad de punta a cabo y llega al mar, se extiende un parque maravilloso. Un bosque en medio de las enormes avenidas. Porque en la ciudad la gente no camina por pasadizos estrechos como estas pasarelas. No, Deivid. Las calles son anchas y tan largas que se pierden de vista a la distancia. Tienes que andar mucho para ir de un punto a otro. Y ese parque es el paraíso de los biciclistas, que escuchan música 64

mientras pedalean. La llevan en el bolsillo y con unos botoncitos ensartados en sus orejas escuchan directamente lo que más les gusta, mientras pasan aviones sobre sus cabezas. —¿Paraíso de los biciclistas? —se mostró Diego un poco más interesado. —Sí, porque ellos pueden desplazarse de un punto a otro por caminos muy planos donde la bicicleta es dueña y señora. Por esos caminos sólo pasan bicicletas. Ellos no son arrollados por personas que ocupan todo y no dejan pasar a nadie como ocurre aquí, donde los pasadizos son estrechos, puestos en desorden con diferencias de nivel. Además, los que vivimos aquí no dejamos espacio para tu bici. En la ciudad es distinto, Deivid. Es fabuloso. Los biciclistas pueden subir y bajar escaleras con sus bicis, hay enormes plataformas elevadas para dar saltos y volteretas en el aire. ¡Es fantástico! Los biciclistas compiten en estadios repletos de gente y en los parques, algunos trepan por los troncos de los árboles. Diego la escuchaba con la boca abierta, sin atreverse a contradecirla. Estaba fascinado con el relato de Tiara. 65

—Para los vehículos —siguió ella— hay grandes avenidas, largas, interminables, por donde pasan miles de autos, buses y camiones. En cada esquina, cuando dos caminos parece que terminan y se encuentran, formando un cruce, hay luces de tres colores: roja, amarilla y verde. En ese orden hacia abajo. Cuando llegas al cruce y está encendida la roja, tienes que detenerte. Y tienes que hacerlo, porque así evitas que puedas arrollar un automóvil, un microbús o un vehículo de los carabineros. Porque ahí sí que estás frito: te llevan detenido enseguida. Pero cuando la luz roja cambia a verde, puedes seguir pedaleando como si nada, feliz de la vida. —¿Y la luz amarilla? —Esa es un aviso, es para decirte que no podrás cruzar al otro lado de la calle, porque la próxima luz que viene es la roja. La ciudad es enorme y tiene de todo lo que puedas imaginar. Almacenes con ventanas para observar la mercadería que hay en su interior. Algunos tienen varios pisos, un almacén distinto encima del otro; uno con ropa de niños, otro con ropa de mujer, otro para los hombres y otro para los jóvenes. En un almacén se 66

pueden comprar aparatos eléctricos, como el horno de tu mamá; en otro se compran cosas para la casa, muebles y alfombras. En el corazón de la ciudad hay una pantalla gigante. Allí van todos cuando Chile juega fútbol con otro país. Se encuentran las personas, pero nadie se saluda porque no se conocen. Pero cuando Chile gana todos gritan al mismo tiempo, se abrazan a coro y empiezan a saludarse entre ellos. ¿Lo ves, tonto? ¿Es que no te das cuenta? Desde esta caleta podemos sentir lo cerca que está la ciudad, enorme, fabulosa, y podemos ir por sus calles para mirar a la gente que pasa y machetear. —¿Machetear? —Pedirles una moneda, Deivid, para comprar lo que queramos. —¿Pedir plata? ¿Como los mendigos? —Pero debemos cuidarnos de los carabineros. Porque ellos saben en lo que andamos, entonces van a seguirnos y tendremos que salir corriendo. Y a lo mejor vamos a tener que saltar desde la calle al río para librarnos de los pacos y vamos a quedar adoloridos del cuerpo, como le pasó a la Ese. 67

—¿A quién? —A la Ese, una chiquilla que duerme en el piso de arriba. —¿Quién es ella? —Déjame seguir —lo interrumpió Tiara—. En todo caso, pase lo que pase, tú y yo nunca nos vamos a separar, porque seremos como hermanos. -¿Qué? —El uno es del otro y el otro es de uno. Imagínate al Leuquipán. Tenía seis años cuando falleció su abuelita y quedó en la calle, porque no tenía a nadie más en la vida. Se fue a vivir con otros niños en una caleta, debajo de un puente. Se lo ha recorrido todo, conoce todos los cantos del río, sabe cuándo está contento, cuándo desdichado. —¡Estás delirando! —Mira, cuando entré al dormitorio estaba lleno de camas, como de hospital. En cada cama había un niño. Entonces, ellos al verme se levantaron para saludarme, para darme la bienvenida, ¿entiendes? Una de las camas se cayó y se produjo el descalabro. Nos reímos, porque junto con la cama se cayó el chiquillo que estaba en ella. Y 68

como todos se mataban de la risa, se fueron al suelo y se desató la batahola. Eso fue lo que escuchamos en la sala: eran los cabros de arriba que se caían del catre como sacos de papas. —¡Estás inventando! —¡Es la pura y santa verdad! —¡Me voy! —Primero tengo que terminar con esas picadas de pulga. —¡Termina de una vez! Diego, todavía con el pantalón arremangado, se incorporó tan de repente que se golpeó la cabeza con las tablas de la pasarela. A duras penas logró sacar la bicicleta fuera del escondite y a regañadientes aceptó que Tiara le ayudara. Entre los dos la arrastraron y luego la levantaron hacia la pasarela, resbalando a ratos, porque la humedad proveniente del mar comenzaba a cubrir las rocas, como una llovizna. Diego mostraba su molestia dando fuertes tirones del manubrio, como si quisiera evitar que Tiara pusiera sus manos sobre el asiento o la rueda trasera. —\Deivid, mira! —advirtió ella—. Justo encima de nosotros se alza una pantalla gigante, 69

perfectamente iluminada, para que la distingan hasta los helicópteros que giran sobre nuestras cabezas. Si te fijas bien en la preciosa imagen que nos mira, te darás cuenta de que una mujer muy bella nos dice: sonrían, sonrían. Pero Diego no respondió y se volvió a mirar una vez más a su compañera. Si en ese momento hubiese expresado lo que pensaba, habría dicho: ¡estás más loca que una cabra! No hicieron más que terminar de trepar hasta la pasarela cuando descubrieron que eran observados. El alcalde de mar se acercó con la inquietud pintada en su cara curtida por el agua salada. Solitaria en casa

—Hola —saludó—. ¿Está tu papá? —No —respondió la niña—, salió temprano y todavía no ha vuelto. Diego aprovechó la distracción de Tiara y se alejó, arrastrando su bicicleta; a ratos corría, como si quisiera montar en ella; luego, subía los 70

escalones con la bici al hombro, hasta que se perdió de vista. —Bueno, al menos podré hablar con tu mamá —dijo el hombre. —Sí, ella sí que está —respondió la niña. Mientras se dirigían a la casa, Tiara se preguntaba si el alcalde de mar había descubierto el escondite debajo de la pasarela. De ser así, se vería obligada a no regresar nunca más a su propia caleta, que con tanta ilusión deseaba compartir con Diego. Se molestó con su amigo por salir huyendo de esa manera, como si fuesen cómplices de algo malo. No era posible que se alejara del modo que lo había hecho. El alcalde de mar caminaba cabizbajo y en silencio. La noche se anunciaba con todas sus señales; los pájaros desaparecieron de pronto y hasta se detuvo la suave brisa que se deja sentir durante el día. Era la hora de la conciencia. La hora en que la naturaleza habla con su quietud. El recogimiento se apoderó de la niña. Las lágrimas de su pena no corrieron por sus mejillas. La noche la cubría con su manto de soledad. 71

Caminaba cabizbaja por un túnel de hielo y quien la acompañaba no era más que otro de los tantos fantasmas que encontraba cada día. —¡Mamá! —llamó desde la puerta—. Buscan a mi papito. —Adelante —respondió la madre y salió a recibir al alcalde de mar, que entró en la cocina de la modesta casa y aceptó tomar asiento—. ¿Le sirvo un té? —No lo voy a rechazar —respondió el hombre y se quitó el gorro de lana que cubría su cabeza. —El salió bien temprano —explicó la mujer, mientras vertía el agua caliente de una tetera ennegrecida por el fuego—. Con el hijo mayor se fue.

72

73

—Ese es el problema —comentó el hombre. —¿Qué problema? —Que no escucha razones. —¿De qué se trata esta vez? —Que no puede ir de pesca con el hijo mayor. —¡Ah! —exclamó ella. —Sí, pues —reiteró—. Si se lo he dicho tantas veces. Pero no entiende. —A lo mejor anda en eso. —Es que ahora tiene que ir a Puerto Cisnes. —Pero cómo ha de ir tan lejos —protestó ella. —La Capitanía de Puerto le puso una multa. ¿No ve que su hijo no puede salir a pescar sin el permiso respectivo? —¡Por Dios, qué duros de cabeza estos hombres! —Así no más. —¿Y usted no pudo ayudarlo? —Pero si lo hice —se excusó el visitante—. Se lo advertí hasta el cansancio. Ni caso que hicieron. Ahora tienen que presentarse. En caso contrario vienen los marinos y se los llevan por rebeldía. —Ay, pero no me asuste, oiga.

74

—La pura verdad no más digo. Me llamó especialmente el almirante de la Segunda Zona, para hacerme presente que tiene infracciones acumuladas contra el Pascual. Tiara observó la preocupación de su madre. Cabizbaja, parecía a punto de llorar. La niña se acercó a su madre y le alcanzó el pañuelo blanco bien doblado que siempre llevaba consigo. Era un detalle que también le había dejado su amiga Yara. «Así siempre estarás preparada para un imprevisto», le había dicho. Nunca entendió a qué tipo de sorpresa se refería, pero siempre lo consideró un recurso indispensable en medio del mar, para secar la humedad salobre, capaz de cegar la vista y provocar comezón en los ojos. Desde entonces, siempre lo llevaba consigo. Sin embargo, la mujer se concentró en las mamaderas de sus hijos y el pañuelo de la niña permaneció intacto sobre el mantel de plástico anaranjado que cubría la mesa. —Usted sabe —dijo la mujer— que andan preocupados de los pescadores.

75

—Todos lo saben —respondió el visitante—, pero las reglas deben cumplirse. En eso no hay maña. —;Maña? —exclamó ella. —Es un modo de decir, doña, no lo tome usted tan mal. —Tanto le dije que no aceptara ser presidente de la caleta. —Pero eso no lo libera de cumplimientos que a todos corresponden —comentó finalmente el hombre. El menor de los hermanos soltó el llanto y la niña corrió a consolarlo. Pero la madre, más eficiente, fue a la cuna con la leche que el pequeño reclamaba. Tiara se limitó a observar como su hermanito satisfacía su hambre y deseó con toda la fuerza de su corazón que el pequeño fuera su hijo para tener el derecho de alimentarlo, sin que nada ni nadie se interpusiera entre ambos. El alcalde de mar se volvió a mirar a la niña, interrogándola con la mirada. —Este muchacho... —rompió su silencio el alcalde de mar. 76

—¿Diego? —respondió Tiara. Y enrojeció de inquietud. —Sí —asintió el hombre—. ¿No estará pensando hacer algo indebido? —¿Indebido? —preguntó la niña con un hilo de voz. —¿Qué intentaba hacer con esa bicicleta? —Andar en ella —respondió la niña con absoluta inocencia. —¿Cómo? —replicó el hombre, bastante asombrado—. ¿Ahí, en las rocas? —Lo que pasa, don... —pero la explicación que rondaba su mente no se convirtió en palabras. —¿Pensaban poner esa bicicleta sobre tu balsa de plumavit? —exclamó el hombre. —No, señor alcalde —respondió la niña, suspirando como si le hubieran quitado un peso de encima—. La balsa no la usamos cuando hay neblina. —¡Ah, qué bien! Eso me tranquiliza. Tiara descubrió el gesto de complicidad que le hacía el alcalde de mar y guardó silencio. Luego, se levantó de la mesa y salió a la puerta de la vivienda. Allí se sentó a contemplar la noche. 77

—No se preocupe, señor alcalde —escuchó decir a su madre—. Apenas lleguen les daré su recado. —Es urgente, doña. La puerta crujió al abrirse. Tiara se levantó y se hizo a un lado, dejando libre el paso al alcalde de mar. En el umbral apareció recortada la figura sombría del hombre. Un reflejo de luz amarillenta lo rodeaba, dándole la apariencia de un espectro frente a la oscuridad. —¿Me acompañas al muelle, Huevito? Tiara caminó en silencio junto al hombre, que se dirigió al embarcadero. —Se me hizo de noche —comentó—. ¿Me pasé de la raya? —¿Cómo? —¿Hablé más de la cuenta? —¡Ah! —replicó ella—. No, para nada. —¿Cómo que nada? Tengan cuidado con ese juguete. Puede ser muy peligroso. El alcalde de mar dejó de regañar a la niña ante la presencia de su asistente, que lo esperaba en el bote. Abordó la pequeña embarcación, se sentó en la popa y se subió el cuello de la chaqueta de paño. —Cariños a la tía Lidia —dijo ella. 78

El alcalde de mar no respondió. Hubiese querido volverse, pero el asistente ya había girado el bote y remaba con energía, alejándose rápidamente del embarcadero. Tiara quedó tan intrigada como al principio de la visita del alcalde. ¿Qué era lo que en verdad sabía el hombre?

79

Los príncipes

A la mañana siguiente despertó asustada, con la sensación de haber dormido más de la cuenta. Se apresuró para ir a la escuela. El sueño la había engañado; una voz interior le decía que lo vivido esa noche era lo más impresionante de todo lo conocido hasta entonces, pero que no podía recordarlo. Fue a la ventana para mirar hacia la costa. Al ver que Diego no estaba, corrió a la cama de su hermano. Tal como lo temiera, Kiko y su padre no habían regresado de la pesca durante la noche. Se lavó y vistió a la carrera. Ni siquiera probó la leche del desayuno. Sin despedirse de su madre, fue a la puerta y salió a la mañana con un sobresalto en el pecho. La madre de Diego, cargando con dificultad la bicicleta, subía los últimos peldaños, al final de la pasarela que se internaba en medio de un racimo

80

atiborrado de casas. Tiara se quedó observándola hasta verla desaparecer.

81

Al parecer, su compañero ya había cruzado a la escuela en el bote de don Anselmo. Y no pensó en ella. ¿Cómo no se tomó la molestia de comprobar si había salido de la casa? Tampoco se preocupó de avisarle. Una señal habría bastado, un grito, un silbido, y ella habría corrido a ocupar su lugar en la lancha. ¿Es que todavía estaba enojado? Con alegría recordó las peripecias del día anterior: recordaba cómo se había esmerado para entusiasmar a Diego y hacer que cumpliera un sueño. Abandonada a su suerte observó el panorama brumoso. La quietud sobrecogía y nada se podía esperar de aquella neblina envolvente y misteriosa. Tiara perdió la esperanza de que alguien pasara y la llevara a la escuela. Tampoco lo haría su padre, que pescaba muy lejos de allí. Observó un instante el océano. Imposible ver en la inmensidad que cubría la neblina. ¿Qué tan lejos, mar adentro, habían navegado su padre y su hermano? La vaka poe—poe era una nave de gran tamaño, con la proa y la popa muy elevadas. En todo el archipiélago no había otra embarcación que la igualara. La había construido el abuelo y 82

Tiara recordó claramente cuando la repararon, después de muchos años de uso. Los hombres ensamblaron hábilmente la madera para rehacer aquellas partes que se habían deteriorado con el tiempo. De alguna manera, su hermano Kiko la había hecho participar en la restauración del bote. Tres días antes de botarla al mar, estuvieron pescando para alimentar al nuevo lanchón. Kiko la llevó a la costa y la hizo recolectar caracoles, pulpos pequeños, algas y jaibas, cuya carne servía de carnada. Como una forma de nuevo bautizo, le ofrecieron pescados como alimento, haciéndolos pasar una y otra vez por la borda de la flamante embarcación. Tiara suspiró con satisfacción al evocar aquellos días, cuando su condición de niña no era un obstáculo para seguir en todo a su hermano. Siempre dispuesta a imitarlo, no le perdía pisada y soñaba con ser tan atrevida como él. Esperó que la densa bruma se alejara para ver el volantín, manu—hakerere, que su padre echaba a volar cuando pescaba. Como única respuesta escuchó en su mente el cantar lejano que le recordaba su origen: 83

«E hakerere te manu é, nae Tu—Here—veri é, e Uka—ui—é, ka kau te umu ena. E Tu—Here—veri é ka haro—haro mau, e Uka—ui é, ka neku—neku mai.» «Mientras eleva su volantín, el viejo Here—veri, su mujer, la vieja Uka—ui, revuelve el curanto. Y mientras Here—veri lo encumbra, Uka—ui lo molesta tironeándolo a él.» »

Y Tiara traducía mentalmente cada frase. La bruma avanzó repentinamente hacia la costa, rodeando a la niña como si quisiera devorarla. Ella cerró los ojos y aguardó temerosa; un ruido de motor debía salvarla, un grito de advertencia, un silbido haciendo que se levantara y se pusiera a salvo. Nada de eso aconteció. Sin embargo, quiso distraer su mente con la cuerda para el juego Kai-kai, pero sus dedos estaban demasiado entumecidos como para intentarlo. Sentada en el 84

muelle, sintió que el frío, disfrazado de sueño, la dominaba. El volantín manu—hakerere fue al encuentro de la niña, azotando el viento, espantando la bruma, abriendo un camino en medio de la espesura blanquecina. Después apareció la imponente embarcación de los príncipes. En la piragua navegaban Kiko y el abuelo, que parecía un digno jefe de su pueblo. En su rostro moreno de sol mostraba dos líneas de color que cruzaban la piel desde las orejas al nacimiento de la nariz, por debajo de los ojos. Una hermosa pluma crecía en su cabeza, donde un moño mantenía recogido sus cabellos grises. —Abuelo —se lamentó la niña al verlo en pleno sueño—, mi papito no viene para llevarme a la escuela. —Y no vendrá, querida nieta —respondió el anciano. —Se prepara para una dura competencia —repitió Kiko. —Abuelo, ¿por qué aquí sólo importan los hombres y los niños pequeños? —También las niñas. 85

—No, abuelo. No es así. —¿No? —Somos las locas de piernas desmembradas1. No servimos para la pesca, no servimos para la batalla de cada día. —¿Quién lo dice? —Mi papá. —Pero usted, mi nieta —replicó el anciano—, ¿no alegra el hogar, acaso? —Se alegraron cuando nació mi hermano. —Sí, lo recuerdo perfectamente —comentó el abuelo—. ¡He tamaroa te pokil, gritamos. —¿Y eso qué significa? —¡Es hombre el niño! —¿Lo ve, abuelo? —¡Qué injusto! Por muy muerto que yo esté, uno de estos días tendré que ir a la casa de mi nuera y decirle un par de cosas que le pongan los pelos de punta. —¡Hágalo, abuelo! —imploró la niña. —Pero antes iremos a casa —propuso el anciano—. Ha de ver como allí las jovencitas lindas tienen otro destino. ¿Le gustaría conocer a otras niñas? 1 Locas de piernas desmembradas, en Rapa Nui, según la tradición, era un modo despectivo de tratar a las mujeres.

86

«Me encantaría», pensó Tiara y recordó a Yara, su amiga inolvidable. —¡Tiara! —gritó Kiko—. Aborda tu pora y rema hasta la piragua. —La navegación es larga —agregó el abuelo. —Debemos llegar antes de la ceremonia —advirtieron los príncipes. —Pero, Kiko —protestó la niña—. Tengo que ir a la escuela. —No hay tiempo que perder —dijeron los príncipes. Entonces ocurrió lo inesperado. Siempre es así en los sueños, porque desde el otro extremo de la caleta apareció Diego pedaleando en su bicicleta. —Podemos ir, Huevito —gritó Diego desde el mar—. La señorita Emilia nos ha dado permiso. Pero tenemos que regresar antes de la colación. Y le pareció un sueño soñado, pero no le prestó mayor atención a tanta reiteración, porque hasta en la vida misma ocurrían situaciones así de repetidas, tanto que siempre los adultos se quejaban de lo monótono y aburrido que solía ser a ratos el diario vivir de cada día. 87

Corrió a su Amiga Yara y desató las amarras. De un salto se embarcó en la balsa de espuma plástica y remó hasta la piragua de los príncipes. En un santiamén Tiara estuvo junto a la embarcación y su hermano la levantó en vilo, mientras el abuelo amarraba la balsa a la nave de los príncipes. De Diego nunca más se supo. Se perdió con su bicicleta en medio de la niebla y Tiara se quedó muy tranquila, porque sabía que así cumplía su sueño. Unos segundos más tarde, sólo se escuchaba el golpe acompasado de los remos.

88

89

Navegaron hasta que salieron del canal estrecho y se alejaron de Puerto Gala y de la isla Toto. La piragua echó al viento su velamen y los audaces príncipes pusieron rumbo hacia el canal Moraleda y a Tiara le pareció que ya estaban en el océano. —Falta mucho para eso —respondió su hermano—. Ahora dirigimos la nave hacia el norte. Ese es Puerto Ballena, vamos hacia Islotes Locos y pasaremos frente a Melinka. —Pronto tendremos que asegurarnos para cruzar el golfo Corcovado —advirtió el abuelo—. El océano se interna hacia el archipiélago y la corriente que se forma es como una tormenta. ¿Tienes miedo? —No, abuelo —respondió Tiara. El anciano ató una cuerda de un metro de largo a la cintura de la niña y aseguró el otro cabo a un madero, en el interior de la nave. La embarcación enfiló hacia la corriente, evitando ser alcanzada de costado por el fuerte oleaje. La proa se hundía en las aguas, desapareciendo casi por completo en aquel manto de mar encrespado y turbulento; la popa se elevaba hacia el cielo y las olas entraban a raudales, arrastrando todo lo que hallaban a su 90

paso. Pero los príncipes habían tomado las precauciones necesarias y el oleaje no causaba mayor daño. El velamen de la piragua se hinchaba con la fuerza del viento y los remeros no decaían en su empeño. El agua los empapaba de pies a cabeza, pero a ellos parecía no importarles la dura prueba que enfrentaban. A Tiara le daba gusto ver como su hermano remaba con el mismo brío de los príncipes. El abuelo y la niña colaboraron con dos cuencos de madera, achicando el agua acumulada en el piso de la nave. Pese a lo difícil de la situación, poniendo en riesgo incluso sus vidas, la niña se sentía segura con la compañía de su abuelo y de su hermano, en medio de los príncipes. —Nos acercamos a Quellón —gritó el abuelo, sacudido por los vaivenes—. Pronto la navegación será más tranquila. Y así fue, en efecto. La piragua dejó atrás el golfo Corcovado y entró en aguas más serenas. Navegaron frente a Chaitén, por el oriente, y frente a Queilén, por el poniente. —Esas son las islas Desertores —comentó el hermano de Tiara, al tiempo que indicaba un grupo de islas que estaban a la vista. 91

—Pronto avistaremos las islas Chau- ques —agregó el abuelo. Los esperaba el golfo de Ancud. La navegación continuó entre las islas Butachau- ques y la península de Huelqui. La mañana se despejó de pronto y a los ojos de Tiara se hicieron visibles las empinadas cumbres de los volcanes. —Ese de allá es el Michinmahuida —dijo el hermano de la niña. —Y ese es el Huelqui —agregó el abuelo. Acercándose a Calbuco la navegación se tornó incontrolable, pero los avezados príncipes no desmayaron en mantener siempre la embarcación bajo control. No entraron a Puerto Montt y prosiguieron rumbo al océano Pacífico por el canal de Chacao. Al acercarse a la punta Palos Negros, la nave recuperó su travesía sin mayores inconvenientes. El abuelo desató la cuerda de la cintura de su nieta y la niña pudo moverse libremente en la magnífica piragua que la llevaba a la isla de su antepasados. En la placida travesía avistaron uno o dos barcos de pasajeros, como el que un día, por curiosidad o error, entró en la estrecha bahía de la 92

isla Toto y se detuvo frente a Caleta Chica para llevarse a Yara. El recuerdo volvió a ocupar un lugar candente en el corazón de Tiara. Navegaron por fin frente a Carel- mapu y los príncipes se alistaron para enfrentar exitosamente la barra que formaba el oleaje que separaba el océano de la salida del canal. El abuelo amarró de nuevo la cuerda a la cintura de su nieta, mientras Kiko y los príncipes remaron con toda la energía de sus músculos. Los navegantes evitaron que la nave sufriera más de un deterioro, en las constantes sacudidas sobre las olas tempestuosas. Entraron, finalmente, en aguas oceánicas, dejando atrás el archipiélago de Chiloé y poniendo rumbo al norte, alejándose cada vez más de la costa, donde la navegación sería más calma. —¿Alguna vez te hemos contado nuestra historia? —dijeron los príncipes. —¿Qué historia? —replicó la niña—. ¿Abuelo? —Te la contaba cuando eras muy pequeña —respondió el anciano. —Huimos del continente Hiva—prosiguieron los príncipes. —¿Y por qué? 93

—El gigante Uoke, con su fuerza descomunal, lo estaba hundiendo. La tierra se inundaba y nuestra gente habría muerto, si no la poníamos a salvo. —¿Por qué hacía tanto daño? —¿Quién puede entender los actos de un gigante? —respondieron. —¿Qué hicieron, entonces? —Nuestro sabio Hau Maka tuvo un sueño. En él vio una tierra nueva y nos envió a explorar la isla soñada. Eramos siete exploradores y al regresar en busca de nuestra gente dejamos la tierra nueva al cuidado del séptimo príncipe. —¿Lo abandonaron? —preguntó la niña. —Fue atacado por una tortuga. —¿Una tortuga puede herir a un hombre? —Quisimos comerla —explicaron—. La tortuga se defendió y con una de sus aletas golpeó a nuestro compañero. Lo llevamos a una caverna, para alejarlo de los peligros. —¿Estaría más seguro? —Sí, porque lo dejamos en compañía de seis montoncitos de piedra, que nos representaban. —¿Las piedras pueden ser buena compañía? 94

—Tenían la facultad de hablar. —; Hablaban? —Cuando él preguntaba desde el interior de la caverna: «Príncipes, ¿dónde están?» Los seis montones de piedra respondían: «Aquí estamos.» Así tuvo sosiego. —Nuestro rey hizo preparar dos piraguas, llegó a la tierra nueva y desembarcó en Anakena. La nombró: Te Pito o Te Henúa, que significa Ombligo del Mundo, pues había navegado en círculos para llegar a ella y no había otra tierra en las cercanías. —Allí nacieron el abuelo y el padre. —¡Rapa Nui, sí! —Lleva nuestra sangre en las venas —respondieron. —¿Eso quiere decir que soy como ustedes? —Lo es —replicaron. —¿Quieren decir que les importo? —Más de lo que imagina. —¿Por qué nunca me lo dijeron? ¿Kiko? —Ahora lo hacemos.

95

Después de interminables horas de navegación y cuando Tiara pensaba que jamás llegaría de regreso a la escuela para la colación, ante los ojos maravillados de la niña apareció un acantilado imponente. Un grupo numeroso de mujeres, ataviadas finamente de blanco, esperaban junto al mar. Los príncipes acercaron la piragua a la pared rocosa y cuando el vaivén de las olas se aquietó por completo, abordaron la balsa de espuma plástica. Tiara pensó que la frágil embarcación se hundiría con el peso de tantas personas, pero Amiga Yara se mantuvo a flote. Lentamente remaron hasta la pared rocosa y fueron recibidos por aquel grupo de mujeres. —Oh, Neru de miembros bellos —dijeron los príncipes con gran ceremonia. —Es la última de las elegidas —comentó la mujer que la recibía, y tomando a Tiara de la mano inició el camino hacia la cima. Pero la niña se resistió a seguirlas. Se volvió angustiada a su hermano, pero Kiko había desaparecido. El abuelo lo había seguido y los príncipes se alejaban en dirección a una colina 96

muy cercana donde, al parecer, comenzarían los festejos. Tiara temblaba de miedo. Sorpresivamente se vio vestida de blanco y temió lo peor si llegaba con ese vestido a la escuela. Las mujeres la arrastraban, mientras ella se negaba a dar ni siquiera un solo paso en la dirección que señalaban. Hasta que su amiga Yara, curiosamente vestida de azul, apareció en medio de las mujeres y miró de lejos a la niña. Entonces, Tiara sintió que le volvía el alma al cuerpo y corrió al encuentro de su gran amiga. Pero Yara se volvió para comenzar a subir la escarpada pendiente del acantilado, confundida en medio del grupo de jóvenes, como si fuera una más de ellas. Sin medir los riesgos a que se exponía, con el deseo vehemente de abrazar a su amiga, Tiara caminó ágilmente sobre las rocas, con aquellas mozas silenciosas, que seguían cuidadosamente el trazado del sendero, al borde del abismo. En la larga fila que ascendía hacia la cumbre, escuchó el entonado canto de las novatas: ¡Oh! Neru de miembros bellos y delgados, colgantes... 97

Lleváis el manto antiguo de Rapa Nui, de aquella tierra de Hiva. Eres tú, ¡oh! hermosa Miru... Escondidas están las Neru... Escondidas allá atrás... Penden en las cuevas las calabazas del color. Cuelgan hacia abajo... Es la hora en que se levanta la caña de azúcar... —¿Dónde estamos? —preguntó a media voz la niña. —Frente a la Caverna de las Vírgenes —respondió una de ellas. —¿Caverna de las Vírgenes? —Entremos —ordenó la mujer que encabezaba la comitiva. Tiara fue llevada al interior de la gruta. Cuando la niña se habituó a la oscuridad, pudo ver un túnel muy largo, que se extendía varios metros hacia el interior de la roca. Era una bóveda perfecta. Adentro había pequeñas lagunas con agua fresca. Allí se aclaraba el piso de roca, como si aquellos ojos de agua fuesen tenues luminarias. De las paredes fluía el agua cristalina en pequeñas filtraciones, formando espejos. En ellos se 98

contemplaron un instante las niñas, pero ninguno de esos rostros encontró el de Yara. Sin embargo, quedó deslumbrada por la belleza de quienes la acompañaban. —Aquí son recluidas las jovencitas hasta el día de sus bodas. Y Tiara debía venir porque será una de ellas. —¡Todavía soy una niña! —protestó ella. —Dejará de serlo antes de lo que imagina. Cuando eso ocurra será recluida en esta caverna, hasta que su piel se vuelva blanca como la espuma. Así será más hermosa y aumentará la pureza que se le exige a una novia. Y a nosotras se nos ha encomendado cuidar a las iniciadas, alimentarlas y ver que nada les falte durante su aislamiento. —Esto no le gustará a mi padre. —¿Por qué? —El dice que soy fea. —Aquel que no tenga ojos para ver la belleza de su hija no merece ser el padre que la guía. Y ahora tiene que marcharse, linda niña, iniciando el regreso hacia la salida. La comitiva entonó un nuevo canto, a medida que se alejaban de la caverna.

99

«¡Estás encerrada en una caverna, oh reclusa! ¡Contra la roca está suspendida la calabaza con tu comida.' ¡Cuánto tiempo has estado encerrada, oh reclusa! ¡Te amo, porque has estado prisionera! ¡Cuán blanca te has tornado en tu retiro, oh reclusa!» Con el mismo cuidado empleado en el ascenso bajaron por el estrecho sendero, bordeando el abismo. Junto al acantilado aguardaban el abuelo, Kiko y los príncipes. En la balsa de plumavit remaron hasta la piragua. Abordaron la nave y ésta se alejó del acantilado, penetrando en la densa bruma que cubría por completo el océano. Puso rumbo al archipiélago de Los Chonos, a velocidad de crucero, que en sueños es mucho más rápida. La navegación de regreso tendría las mismas emociones. Pero al acercarse al canal de Chacao, el abuelo amarró la cintura de su nieta mientras ésta dormía, cansada por la extenuante travesía. Tiara despertó cuando la piragua aminoraba la marcha. Estaban en las proximidades de Puerto Gala. Finalmente, cruzaron frente a la caleta donde vivía la niña y se 100

detuvieron a metros de la Escuela Madre de la Divina Providencia. El abuelo desató la amarra de la balsa y la niña se despidió de los príncipes, de su hermano y de su abuelo. Tiara se encontró sorpresivamente frente a la escuela. Se restregó con fuerza los ojos, con la intención de rechazar una realidad tan inesperada como repentina. Los momentos recién vividos resultaron maravillosos. La embarcación de los príncipes había desaparecido, como si nunca hubiese cruzado aquellos mares. Y a ella, Tiara, su hermano y su abuelo también la abandonaban, cuando no estaba preparada para enfrentar el resto del día, después de haber tenido un sueño que insistía en mantenerla adormecida. Con la bruma también se había marchado gran parte de la magia de aquel sueño, y el despertar se presentaba tan abrupto como un inmenso peñasco arrojado a las aguas. Entonces vio que a su encuentro venían las tías, el profesor y hasta la mismísima directora. —¿Y esto qué contiene? —exclamó ella, una vez que estuvo a un metro de la imprudente—. ¿Y esto qué es, chica, un juego? —reiteró la señorita 101

Emilia, haciendo sentir todo el peso de su autoridad.— tiara —intervino el profesor —. Debes venir acompañada por un adulto. ¿Cuántas veces se te ha dicho lo mismo? —Eso fue lo que hice, tío Tato —respondió la niña. —¿Qué? —exclamó Lidia, del Centro de Padres. —¡A mi oficina! —ordenó la directora—. ¡Esto no puede quedar así! —¡Pobre inocente! —suspiró Elvira, de la Junta de Vecinos y que, además, atendía el comedor de la escuela. —Tiene la cabeza llena de pajaritos —agregó Lidia—. Es igualita a su padre. Supiera lo que me ha contado mi marido. Irán a detenerlo uno de estos días. Tiara se tomó todo el tiempo necesario para dejar bien amarrada la balsa al embarcadero y asegurar el remo. Jamás se perdonaría que algo le ocurriera a su Amiga Yara. Luego se dirigió a la escuela, seguida por la comitiva que la había recibido sin ninguna manifestación de bienvenida. —Apúrese, chica —dijo Lidia. —¿Cómo capeará el temporal? —comentó Elvira. 102

—Yo estaría mucho más molesta con los hombres de su casa —agregó Lidia—, que son incapaces de traerla. —Sí —dijo Elvira—, ¿cómo permiten que la niña se arriesgue de este modo? —Deberíamos esconderle esa balsa, para que nunca más se embarque en ella. —¡Es su juguete! —Por lo mismo. No puede venir a la escuela con eso. ¿En su casa no ven riesgos, no miden consecuencias? —Pero al menos a los otros niños los traen sus padres. A ninguno se les ocurre venir en una balsa de mentira. —Ai papá de Tiara nunca lo hemos visto. No sé, ¿vino alguna vez a la escuela? Ni cuando los niños hacen invitaciones para las festividades. —La mamá viene de vez en cuando. —No estuvo para la premiación de la hija. —Yo recibí el encargo de ir a su casa a decirle a su mamá que viniera, pero el Pascual no le quiso dar permiso. —¡Desconsolada quedó la pobre niña! 103

—Ese día me dio mucha pena, porque sea como sea, un chico se siente dichoso de recibir un estímulo, un reconocimiento de la escuela, en presencia de sus padres. —Se le llenaron los ojos de lágrimas a la pobrecita. —Como ella supo que yo había ido especialmente a su casa, me dijo: «Tía Lidia, ¿va a venir mi mamá?» Cuando la niña entró en la oficina de la directora, la señorita Emilia se había sentado detrás de su escritorio y esperaba con una paciencia fingida. La directora guardó silencio al tiempo que observaba severamente a la niña. —Tiara Miru —sentenció finalmente, mientras se disponía a escribir sobre una hoja de papel en blanco—, quiero que esta misma tarde entregues esta notificación en tu casa. Ya ni sé quién es tu apoderado. ¿Por qué nadie viene a dejarte? Tu familia es dueña de una o dos lanchas y no te traen a la escuela. —Nunca pueden. —¿Por qué? —Salen muy temprano. 104

—Entiendo que sus labores de pesca comienzan de madrugada —aceptó la directora—. Pero alguien tiene que acompañarte. —¡Yo no crucé sola, tía Emilia! —replicó la niña. —¿Y se puede saber con quién venías? —Es que no me creería si le dijera. —Comprenderás que ninguna de mis niñas debe arriesgar la vida como lo has hecho. Es demasiado. Nunca había ocurrido algo semejante. ¿Te imaginas que pase una desgracia? ¡Ni Dios lo permita! Nuestra responsabilidad es muy grande. ¿Qué dirían de nosotros? Y tus parientes serían los primeros en condenarnos. Además, tu imprudencia puede contagiar a los alumnos que llegan por agua y no me extrañaría que mañana vengan a la escuela a bordo de balsas como la tuya. Tu hazaña es un pésimo ejemplo, considerando que no es ninguna gracia lo que has hecho. Espero que lo entiendas. —Sí, tía —respondió la niña. —Puedes volver a la sala —ordenó la directora y le extendió la comunicación que acababa de firmar.

105

106

Tiara recibió el papel doblado en cuatro y lo guardó en el interior de la mochila. —Hasta luego, tía Emilia —dijo, como si se disculpara. La directora se reclinó en la butaca de su escritorio y recordó aquellos tiempos de niñez, cuando ella y sus hermanas debían abordar un bote para cruzar el canal. Estuviera el tiempo como estuviera, bueno o malo, en invierno o en primavera —la lluvia en Chiloé no hace la diferencia—, ellas tenían que cruzar con sus baúles cargados de ropa limpia, que usarían en sus largas semanas de internado. Entonces, las balseaba un bote a remos. A ninguna de ellas se les habría pasado por la mente hacerlo solas, enfrentando riesgos que podrían haber terminado en tragedia. Su corazón de maestra se colmó de ternura. Hubiera querido detener a la niña y levantarse de su escritorio para abrazarla con dulzura. Pero la lección debía surtir el efecto deseado y la autoridad no podía dar señales de debilidad. Los alumnos dejaron de escribir cuando Tiara entró en la sala. No volaba una mosca en el interior

107

del recinto. La niña ocupó su puesto y abrió la mochila para sacar sus cuadernos. —Lenguaje y Comunicación —anunció el profesor—. Busquen la unidad que apunté en el pizarrón. Lectura en silencio y comprensión del texto. Todas las miradas se dirigían a Tiara. Algunos sonreían; otros la observaban como si la vieran por primera vez en la vida. Cuando el profesor se volvió al pizarrón para anotar las actividades de la unidad, varios mensajes escritos llegaron silenciosamente a las manos de la niña. Ella los apiló uno por uno sobre su falda y los alisó cuidadosamente, pues era la primera vez que provocaba tanto interés entre sus compañeros. A continuación los leyó con gran entusiasmo.

108

Un fuerte golpe, proveniente del piso superior, interrumpió bruscamente la lectura de Tiara. Ella apartó la vista de los papeles que ocultaba debajo del pupitre y observó las manchas de humedad en el cielo de la sala. Los compañeros de Tiara dejaron de espiarla a hurtadillas y dirigieron las miradas al techo; el profesor suspendió las anotaciones en la pizarra y enfrentó a sus alumnos. Un segundo golpe se produjo en el piso de arriba. Diego miró a Tiara y descubrió que sonreía. Un tercer estruendo, seguido de carreras a pie descalzo, hizo que el curso completo se paralizara de espanto al escuchar claramente las risas que venían del segundo piso. La niña comenzó a reír sin ocultar la gracia que aquello le producía. Diego recordó lo que su compañera le había contado la tarde del día anterior cuando ambos se reunieron debajo de la pasarela. Hasta entonces pensaba que Tiara estaba más loca de lo que se creía, pero estos golpes eran reales y las risas tampoco eran producto de la fantasía de nadie. 109

Diego comenzó a sonreír con ella y el profesor sacudió sus manos y sopló el resto de tiza de sus dedos, preparado para iniciar un interrogatorio sobre el comportamiento de sus alumnos. Pero no consiguió que lo escucharan, porque todo el curso comenzó a tironear a Diego de la manga de su chaleco, al tiempo que preguntaban a media voz por qué reían de esa manera. Lo único que deseaban era salir corriendo. Mientras Tiara evocaba lo vivido en el piso de arriba, Diego comenzó a contar a sus compañeros lo que sabía sobre el hecho y la situación fue de conocimiento público en cosa de segundos. —¿Qué ocurre? —dijo al fin el profesor. Y como sus alumnos seguían comentando en voz baja y las risas iban en aumento, tuvo que hacer uso de su autoridad para poner un poco de orden en el alboroto que amenazaba con desbordarse. Con la palma de la mano golpeó dos o tres veces sobre el escritorio, con la intención de aquietar los ánimos alterados—. ¡Silencio! ¿Qué les pasa, chicos? —¿Será verdad lo que dice la Huevito? —¿Qué dice la Huevito? 110

—Que los internos son caídos del catre. Las risas de todo el curso se reavivaron y por un momento parecieron incontrolables. —¿Qué cosa? —insistió el profesor, cada vez más inquieto—. Tiara, ¿es verdad lo que dicen tus compañeros? —Así es, tío Tato —replicó ella—. Los mismos niños, al levantarse, corren las tablas de las camas y se caen. —¡Ya basta! —alzó la voz el maestro. —Eso mismo fue lo que me contó la Huevito —se disculpó Diego. —La Huevito tiene nombre —censuró el profesor. Y se quedó mordiendo sus palabras, con el Credo en la boca, porque en ese preciso instante se produjo un nuevo golpe, desatando aún más las risas que tanto les costaba controlar a esos niños. Sonó la campana y los alumnos se aquietaron por un instante, aguardando las instrucciones del profesor, sin dejar de reír. —Está bien —dijo al fin—, salgan a recreo. Pero ni se imaginen que hemos terminado con el 111

asunto. Especialmente tú, Tiara, tendrás que explicar el hecho. Te has convertido en una alborotadora de tomo y lomo. Primero tienes la audacia de venir a la escuela en tu balsa y ahora eres responsable de este desorden. El profesor esperó pacientemente que la niña saliera para sonreír de buena gana, porque conocía de sobra la situación comentada por sus alumnos. Sin embargo, no se explicaba cómo había llegado al conocimiento de Tiara y cómo era posible que ocurriese de nuevo, cuando el segundo piso estaba deshabitado. Los chiquillos corrieron al patio más atolondrados que nunca. Algunos se acercaron a Tiara y le dieron suaves palmadas en la espalda. Alguien le acarició la cabeza. Pero finalmente se alejaron de ella, echando a rodar una pelota de fútbol. Esta vez Diego permaneció unos instantes junto a su compañera. —Parece que fue verdad lo que dijiste —comentó. —¿Quieres venir? —¿Adonde? —Al dormitorio de los internos. 112

—¿Estás loca? ¿Para que las pulgas me piquen de nuevo? —Tengo que contarte lo que me pasó en la mañana, antes de venir a la escuela. —¿Así, como esto? —Más bello. Diego la miró profundamente unos segundos, sin saber si tomar en serio las palabras de Tiara. Sus compañeros lo llamaron y se alejó corriendo. La niña esperó que nadie la observara. El tío Tato seguía ocupado en la sala, al parecer no tenía ninguna intención de correr con la novedad a la oficina de la directora. Convencida de que nadie se preocupaba de ella, se alegró de no ser tomada en cuenta; una vez más se atrevió a empujar la puerta, que cedió fácilmente, porque la aldaba ya no estaba en su lugar. Subió muy animada, sin mirar atrás, sin medir consecuencias. Las pulgas, como era ya costumbre, la recibieron con entusiasmo.

113

Cálida bienvenida

ti segundo piso estaba tan desierto y abandonado como el día anterior. La niña se sentó en uno de los catres y mientras se rascaba intensamente las piernas, cerró los ojos y se mantuvo muy quieta, deseando que el sueño la dominara. Su deseo se cumplió, porque antes de lo esperado regresaron las apariciones de la primera visita. Los internos de aquel dormitorio corrieron al encuentro de Tiara. Le tendieron los brazos y la rodearon hasta formar un apretado enjambre de niños que deseaban manifestar un sentimiento de amistad incontenible. Ella se mostró sorprendida, se sonrojó emocionada y no supo de qué modo debía corresponder a tales manifestaciones de afecto. Al cabo de un rato de entusiasmo, de ajetreos de unos y pasividad de otros, llegaron al dormitorio la

114

señorita Emilia, la Ese, el joven Renato y el padre Ronchi. —De una vez por todas —comentó la señorita Emilia— hay que resolver este asunto. —Ya hablé con un pescador, que en invierno hace trabajos de carpintería —confirmó Renato. —lo creo que los chicos echarán de menos el alboroto matutino —comentó el sacerdote, muerto de risa. —¡Oye, Te\ —dijo la Ese—. Ven a compartir con nosotros. Tiara fue a sentarse con aquellos niños, que le hicieron un lugar, acomodándose en una de las camas. —¡Tengan cuidado! Que estos catres son como huevos. —¿Qué importa si nos caemos? Se sentaron con sumo cuidado, hasta formar un círculo de conversación muy animada. Tiara quedó instalada en medio de todos, como la invitada principal. —Oye, Te —preguntó la Ese—, ¿cómo llegaste aquí?

115

—Mi abuelo vino con mi papá —respondió Tiara. —Sí, sí —afirmó el sacerdote—, el Pascual ya estaba aquí cuando visité la caleta.

116

117

—¿Pascual? —repitió uno de los niños—. ¡El nombrecito! —Le llamaron así —respondió el sacerdote— porque la Isla de Pascua es su lugar de origen. —Y a usted, padre Ronchi —preguntó la Ese—, ¿le decían «el italiano»? —Eso sería muy injusto —intervino la señorita Emilia—, después de todo lo que ha hecho por estas caletas. —Bueno —agregó el sacerdote italiano—, no me habría molestado en assoluto que me hubiesen llamado como quisieran. Lo que importa es que no se falte el respeto. —Le respetamos —aclaró el joven Renato—, desde que lo conocimos. —Usted vino a poner orden en este lugar —agregó la señorita Emilia—. ¿Recuerda? —Como si fuera ayer. —Cuando llegó el padre Ronchi —continuó ella—, los hombres dejaron de vivir solos bajo la ley de los puños y con el poco sentido común que les quedaba. El padre los convenció de traer a sus familias para restablecer las leyes del hogar.

118

—lo vino a conoscere la relitat de la isla —comentó el sacerdote— e incontrai una térra di nessuno, de la cuale tutti querían apoderarse, una isla en la cuale cada individuo delimitava le frontiere de su autoritá, a su entera assoluta volunta. En un inizio los pescadores llegaron con sus aparejos. Atrás dejaron hogar y fami- glia, pensando che la aventura tomaría tan solo unas cuantas settimana. La isla Toto, alejada y solitaria, al sur de Chaitén y Quellón, fue habitada por intrépidos pescadores que siguieron la huella de la merluza española. Las protegidas aguas que rodean el archipiélago, de la noche a la mañana se vieron surcadas por grandes cardúmenes. Mientras los peces buscaron refugio en esas aguas, los pescadores lo hicieron en esa parte del océano, trozada y compartida con cientos de islas pequeñas, donde sólo moraba el esplendor y la bondad de la naturaleza en su estado más primitivo. Se fueron quedando los hombres, siempre a la espera de que la merluza cambiara de sitio. Esos pescadores aprovecharon el abrigo natural de la bahía para establecer su pobre y su transitorio 119

caserío. Las chozas que levantaron estaban construidas con las ramas arrancadas de los formidables árboles de la isla y los techos y paredes fueron cubiertos con el plástico que ellos mismos habían lie- vado para proteger sus escasas pertenencias de la humedad del océano. Esta aparente prosperidad convocó a otros hombres y el caserío comenzó a tomar las dimensiones de un pueblo. Llegaron a establecerse a la ciudad de plástico, como se la conoció de ahí en adelante, más de cinco mil personas. No sólo pescadores, también comerciantes de todos los negocios imaginables: almaceneros, panaderos, abasteros y carniceros; zapateros, sastres, comerciantes con patentes de alcoholes y otros con bebidas de fantasía; llegaron ferreteros, mueblistas, carpinteros y enfermeros primerizos especializados en labores mínimas de salubridad. Pero sólo una mísera parte de la lincakiikihlf xttjui.'LTí v|uip ^sacaban .mar quedaba en las manos de aquellos esforzados pescadores, porque un exportador recogía la merluza para transportarla a Puerto Montt.

120

Con el tiempo la pesca dejó de ser abundante. Pero esos hombres y sus familias se acostumbraron de tal modo a la belleza de la isla Toto que ninguno quiso abandonarla. Sus casas de plástico, poco a poco se convirtieron en hogares con muros de madera y techo de zinc auténtico. —Como la de Pascual —comentó el padre Ronchi—, que al principio hizo diferencia. ¿Per che ser distinta? Era la única hare—paenga, casa—bote, semejante a una tajada de melón. Así fue, en efecto; el abuelo y su hijo la habían construido imitando las antiguas viviendas de Rapa-Nui. Tenía forma ovalada, como un bote volcado, de modo invertido. El techo era como la quilla de una embarcación y a ella se entraba o salía por una puerta lateral, por la que había que agacharse para no golpearse la cabeza. Tiara, sin embargo, no conoció el primer refugio que levantó su abuelo, en medio de la lluvia, con ramas y madera del lugar, forrado en plástico. Había sido una vivienda muy precaria. Antes de que naciera la niña llegaron tablas bien aserradas, clavos y planchas de zinc, necesarias para la casa definitiva. 121

—No fue capricho, padre; tampoco, ¿cómo se llama? —respondió Tiara—. Así son en la isla donde nacieron mis antepasados. —¿Aunque todos los vecinos reclamaran porque ocupaba más espacio que las demás? —Cada uno hizo lo que quiso. —Menos io, que hiche lo che debía —replicó enseguida el sacerdote italiano—. Construí una scuola para bambinos. En sitios lejanos convencí a profesores para venir cual maestros. —Así me convenció —agregó la señorita Emilia. —Y a mí —se sumó Renato. —Buono, sí —recordó el sacerdote—, ella incontré dos veces el mesmo día. No puede ser casualidad, io dije. La primera vez la observé a la entrada del pueblo. Fue divertido. Al incontrarla de nuovo en la chiesa, io dije: te ricordo perfectamente. ¿Qué estudios tienes? —Soy profesora normalista, le respondí —continuó la señorita Emilia—, y como se me quedara mirando con cara de duda, agregué: estudié para maestra en la Escuela Normal de Ancud.

122

—Guardé silencio por un instante —prosiguió el sacerdote— y luogo pregunté: ¿enseñarías en lugar remoto? —Es lo que espero. ¿Qué oportunidad podría tener en mi pueblo? Sabía que no había ninguna posibilidad de encontrar un puesto de maestra; las pocas vacantes estaban ocupadas. Mi madre, que también era profesora, comenzó muy joven su vida de magisterio y montaba a caballo diariamente diez o doce kilómetros para enseñar en una escueli- ta lejana. Con viento, lluvia o tormenta, con esfuerzo y sacrificio. —Beni, io dije —agregó el sacerdote—, hablaré hoy mismo con tuo padre para que enseñes a niños que necesitan maestra. —¿Qué más podía hacer? ¿Quedarme a enseñar en una isla y embarcarme todos los días, para hacerme cargo de mis alumnos? ¿O quedarme a esperar que el hijo de la señora Rita, el único boxeador del pueblo, me solicitara en matrimonio? —Y fue divertido como io fui recibido en su pueblo. Ellos esperaban visita de autoridad de la chiesa.

123

—Una vez al año —contó Emilia— nos visitaba el obispo, que por esos años residía en Ancud. En ese tiempo, pues oye, la calle principal era engalanada con arcos de flores, para realzar el paso del visitante. Las gentes del campo, acompañadas de hijos y maridos, entraban descalzas al pueblo. En la primera casa de la calle principal se ponían sus zapatos y cambiaban el atuendo de todos los días por trajes mejores, reservados para estas ocasiones. Luego, adornaban las imágenes de las Vírgenes que habían traído especialmente para la visita del obispo. Alguien gritaba: «¡Que ya viene, ya viene!», al ver la polvareda que levantaba el único vehículo motorizado de la isla. Los músicos iniciaban los sones de las melodías, con sus acordeones, tambores y guitarras. El visitante, en efecto, había llegado en el camión municipal, que lo había recogido a dos kilómetros del canal de Dalcahue. El camino estaba en construcción y no llegaba al embarcadero. El religioso italiano tuvo que caminar bastante para seguir el viaje. El padre Ronchi descendió con su larga sotana y abrigado con un amplio chaquetón impermeable. 124

Sostenía en su mano izquierda un pequeño bolso de viaje y sonreía en todo momento, saludando afectuosamente con la mano a quienes se acercaban a darle la bienvenida. —Le ofrecí el ramo de jazmines que había preparado y de todos modos, en señal de respeto, me incliné a besarle el anillo de su mano derecha —reconoció Emilia. —Ambos nos sorprendimos, porque io no llevaba anillo alguno y no estaba habituado a ceremonias. ¿Qué haces?, io dije. No soy más que un cura en misión de pastor. —Yo había recibido el honor de poner flores en uno de los altares y acompañar a la señora Rita, mientras ella tocaba el armonio durante la misa. —Y lo hizo molto bene. Subí a felichi- tarla y reconocí a la del beso en la mano como si io fuese un obispo. Fue impresión molto grata la que ella causó entonces. Había tanta innocenza en su mirada, tanto candor e ingenuidad, que me dije: oh, Signor, permite que io pueda llevarla conmigo. Es la persona que preciso. —Así es el padre Ronchi —continuó la señorita Emilia—, un hombre sencillo que llega donde se lo 125

propone, especialmente para cumplir sus oficios, como decir misa donde no hay iglesia, bautizar niños perdidos en los rincones más apartados o entregar víveres a los necesitados, por muy distantes que se hallen y por muy escasos que sean los medios para llegar hasta ellos. Suele viajar con un bolso de mano y aborda el primer vehículo que pase. —Es que así fue mi niñez —prosiguió el sacerdote—. Io nací en un pueblo cercano a Milán. Fui el mayor de onche hermanos y tuve una infancia difficile. Por eso, a los venti decidí por sacerdocio para dedicar mi tiempo a los pobres. Vine misionero a Chile y recogí bambinos bajo puentes del río Mapocho. —Así lo conocí en Santiago —intervino el joven Renato—. Yo era uno de esos estudiantes buena onda que nos acercábamos a los niños que vivían bajo los puentes. Les llevábamos algo de comer, tratando de entender su situación, para darles algo de cariño y comprensión. No era nuestra intención sacarlos del río. Tratábamos de ayudarlos, de hacer más soportable la vida que llevaban. Queríamos estar junto a ellos y establecer un vínculo, que no 126

se sintieran tan solos. El padre Ronchi me pidió que lo acompañara cuando decidió traer a todos estos niños sin hogar. —Nosotros no sabíamos que era sacerdote —comentó la Ese—. De la noche a la mañana, así de repente, apareció este hombre mayor. Entonces pensamos que era el dueño de la caleta. No tuvo la intención de echarnos, pero no le gustaba que estuviéramos ahí. Una noche llegaron los policías buscando a cuatro jóvenes que sus familiares habían dado por perdidos. Esa misma noche desapareció y creímos que se lo habían llevado o que se había muerto. —Después ritorné per lui. Io sabía que mientras se quedaran en la ciudad, sem- pre ritornarían a vida de vagabondo. Decidí trasladarlos a Puerto Cisnes, sin permiso ni nada, viajé con ellos más de mil quinientos kilómetros. —¿Sin el permiso de sus padres? —¿Y de qué padre podía solicitar permiso? Allora hice hogar donde los bambinos estudiaran y crecieran. —Dios nos pone cosas en el camino —prosiguió la señorita Emilia—. El padre Ronchi hizo 127

construir esta escuela de madera. Buscó la colaboración de personas caritativas, de empresas, autoridades e instituciones; consiguió víveres, materiales de construcción y los implementos necesarios para instalar una modesta estación de radio, que es el medio de comunicación más efectivo de la zona. La radio es el puente que une a cientos de almas que pasan aisladas la mayor parte del tiempo. —Pedí ayuda para levantar una chie- sa y dar en ella muestras de gratitud y, como no bastaba, conseguí al menos cada quince días que una patrulla de carabinieri viajara a la isla para la ley que estos uomo, en su aislamiento, no respetaban. Io hice para que ellos entendieran por leyes de razón y orden, para que dejaran de dirimir diferencias con la forza de los puños, que fue lo que hicieron al principio, cuando recién llegados, como si nada más importara. El tañido de la campana interrumpió la tertulia. —¡Niños, a clases! —sentenció la señorita Emilia y desapareció. Tiara se incorporó de un brinco y todos se quedaron con el alma en un hilo, inmóviles, sin 128

respiración, evitando que la cama se desparramara por el suelo, como si de pronto hubiesen retornado a la condición que siempre tuvieron: fantasmas. La niña bajó los peldaños de dos en dos, sintiendo como las pulgas nuevamente la convertían en blanco de sus picadas. Con la irresistible comezón en sus piernas cerró la puerta a sus espaldas y se quedó inmóvil allí por unos segundos, comprobando que no había sido descubierta. El patio estaba desierto, pero la puerta de la sala permanecía abierta. Entonces comenzó a rascarse. Mientras se dirigía a la sala, de cuando en cuando se detenía para aliviar la comezón que parecía quemar la piel de sus piernas. En su pupitre tuvo que disimular para contener las ganas de calmar la picazón, aunque Diego la interrumpía a cada rato, lanzándole miradas de complicidad. Era el único que sabía dónde había estado. Al resto de los alumnos no parecía preocuparle lo que ella había hecho durante el recreo. Aquel pensamiento calmó sus inquietudes, aceptando que a veces la indiferencia de los demás es más conveniente de lo que uno pudiera desear. 129

Terminadas las clases, Tiara amarró su balsa a la panga de don Anselmo, que fue en busca de su hijo. Diego se limitó a observarla durante el trayecto. Era demasiado abrumador para él sentirse cómplice de una falta que había provocado tanto rechazo en la escuela. Por fortuna, en la lancha nadie comentó el incidente de la mañana. ¿Todo ese alboroto por haber navegado en balsa unos cuantos metros? ¿No sería demasiado? Ella no había puesto en peligro su vida. Si así hubiera sido, jamás se habría alejado tanto de la orilla. Por lo demás, había demostrado que Amiga Yara era muy segura. Como todos los días, la madre de Diego lo esperaba en el muelle con la bicicleta. En el momento de descender y antes de que corriera a reunirse con su adorada bici, Tiara le habló a media voz: —Más tarde nos vemos, en la caleta bajo la pasarela. Tengo mucho que contarte. —Después de la once será —respondió Diego, mostrándose desinteresado—. Y después de las tareas, porque si no mi mamá no me deja salir. A lo

130

mejor a ti tampoco te van a dar permiso después de lo que hiciste. —Voy de todos modos —respondió la niña. El padre y el hermano de Tiara no estaban cuando ella regresó de la escuela. —La tía Emilia mandó esta comunicación —dijo a su madre. —Déjela ahí —respondió ella. —¡La directora quiere hablar con ustedes! —Bueno —replicó la madre un tanto molesta por el reclamo de su hija—, ella entenderá que sus padres tienen asuntos que resolver. —A lo mejor quiere hablarles de mí. —¿Hizo algo malo, hija? —y como Tiara no respondió, la madre continuó—: La otra vez también quería que fuéramos a la escuela y era para recibir un premio. —Tienen que leer la comunicación. —Que la lea su padre cuando llegue. La niña enmudeció intentando entender los asuntos de sus padres, pero su mente sólo tenía espacio para la segunda visita que había hecho al 131

piso de arriba. Ni siquiera la preocupaba el malestar de la directora, ni el regaño que había recibido de su maestro. Tampoco le importaba el contenido de la comunicación que la tía Emilia le había enviado a sus padres y que ella no había tenido la imprudencia de leer. Tiara salió de la habitación. Contrariada, triste, confusa y sin saber qué hacer, perdió por un momento el sentido de la existencia. Cuando, más tarde, Diego asomó su nariz en la ventana de la cocina, atisbando hacia el interior, Tiara no se veía por ningún lado. La Te y el Deivid

Diego fue a reunirse con Tiara y ella lo vio venir con su bicicleta. Se detuvo junto a la baranda de la pasarela y aguardó allí un instante. —Sabía que estabas aquí —le dijo al verla—. ¿Entregaste la comunicación? —Sí. —¿Qué dijo tu mamá? 132

—Nada. No la leyó. —¿Y qué vas a hacer cuando la lean? —No sé. Me vine sin permiso. —Te van a castigar, Huevito. Se hizo la lesa y cambió de tema. Al ver que Diego no mostraba el menor interés por descender al refugio, lo animó para que lo hiciera. —Deivid —le dijo—, ¿nunca has intentado montar tu bici en la pasarela? —¿Cómo? —Subirte a tu bici. —¡Adonde puedo ir con ella! —protestó Diego. —Pero podrías andar sin andar. -¿Qué? —Escucha, Deivid —insistió ella—. Si te montas en tu bici y pedaleas bien corti- to, para que las ruedas no giren, tal vez... —¿Estás loca? Tiara desapareció en el interior del refugio. Allí esperó pacientemente con los dedos cruzados, deseando que su compañero aceptara, por muy tirado de las mechas que fuera. Escuchó con atención alguna señal que pudiera venir desde la pasarela. Por un momento pensó que Diego se había cansado de estar allí. Hasta que no pudo más 133

con la curiosidad y se asomó a ver qué había ocurrido en verdad. Para su sorpresa, allí estaba Diego, afirmado en la baranda de la pasarela, intentando pedalear, moviendo los pedales hacia delante y hacia atrás. Diego vencía finalmente aquel sentido del ridículo que tanto lo avergonzaba cada vez que montaba su bicicleta. Hasta que pudo más la curiosidad que la soledad y el silencio que reinaba en el escondite y Tiara salió a la luz de la tarde. Sin pensarlo más de una vez, trepó por la roca y sorprendió a su compañero. Diego, al verla junto a él, quiso bajarse rápidamente, pero ella lo detuvo, obligándolo a mantener el equilibrio. —¡No, no! —le dijo ella—. Mantente ahí. Ahora pisa bien firme los pedales y tuerce un poco el manubrio. Cuando pierdas el equilibrio, tuerce el manubrio hacia el otro lado. —¡Esta no es forma de andar en bici! —protestó Diego, mientras seguía las indicaciones de Tiara. —¡Eso es, Deivid\ —gritó ella, animándolo. —Pero, ¿qué tiene de divertido? —¿No? —insistía ella—. ¿No es divertido? 134

—No le veo la gracia. —¡Déjame probar, entonces! —¡No! —¡Bájate! —No, te dije. ¡Con qué gusto hubiese querido pedalear y pedalear en línea recta y atravesar grandes extensiones de bosques, por un sendero sinuoso y, tal vez, sentir el placer de dejarse llevar por la velocidad al descender por un camino que sólo estaba en su imaginación. Era dueño de la única bicicleta que había en la caleta y siempre se lamentaba de no poder disfrutarla, como era su deseo. Pero, ¿qué cosa más extraña que «andar en bici» sin pedalear ni un centímetro? Sin embargo y por curioso que resultara, no hubo forma de que Diego renunciara al intento. Porfiadamente, el muchacho se resistió a ceder porque tal posición le otorgaba poder frente a su compañera, y la perseverancia, de juego torpe al comienzo, a través de la auténtica peripecia, se convirtió en sorprendente descubrimiento.

135

Era cosa de verlos. Ella era la que más se divertía con los logros del compañero y celebraba entusiasta cada giro, cada golpe de manubrio para mantener el equilibrio. Repentinamente, comenzó a desplazarse a salti- tos, como un balón que bota sobre el cemento inexistente y fue avanzando hacia la superficie accidentada de la roca. Allí se detuvo, su figura recortada contra el verde del cerro y el azul negruzco del cielo. —Puedo ir más lejos si quiero —comentó, inmóvil como una estatua. —¿Ir más lejos? —ella se llevó las manos a los labios para ahogar un grito que amenazaba con escapar de su garganta.

136

137

—¿No quieres que baje hasta el refugio? —Pero, Deivid —protestó la niña. —¿Y por qué no? —replicó, entusiasmado con su idea, aterrando a su compañera, retando toda lógica, rechazando consecuencias—. ¿No querías verme en peligro? ¿No te agrada el riesgo? —¡Nunca dije que andes por las rocas! ¿Y si perdía el equilibrio? ¿Y si rodaba hasta las aguas con bici y todo? Tal vez ella había sido muy imprudente al animarlo de esa manera. Al mismo tiempo, deseaba ver a su propio hermano en el pellejo de Diego, dándoselas de arriesgado, de valiente, siempre dispuesto a no titubear ante el peligro. El ciclista de las pasarelas se bajó de la bicicleta para levantarla sobre la baranda de madera y posarla en la roca, por donde comenzó a descender, con gran cuidado, sin soltar el freno y torciendo el manubrio de lado a lado. A ratos se paraba en los pedales, sobre el asiento. De tal modo la bicicleta era controlada con mayor eficacia, permitiendo que bajara unos centímetros la rueda

138

trasera y otros centímetros la delantera. Hasta que se detuvo frente a la entrada del escondite. —Es increíble lo que haces —dijo ella. —¿Qué cosa? —Esos giros con tu bici. —¿No es lo que querías, Huevito? —Por mi culpa podrías caer y quebrarte una costilla. —¿Podré ir a la escuela? —¡Esas rocas sí que son peligrosas! —Pero puedo intentarlo. —Prefiero que hagas una exhibición en el patio. —¿Para que todos vean? —Para que te vean los del piso de arriba. —¿Ellos? —Estarían maravillados. —¿Por qué? —Porque si viviéramos con ellos te mandarían a machetear con tu bici. Después de una exhibición como ésa lloverían las monedas. —Yo jamás haría eso, Huevito. —Aquí soy la Te. No lo olvides. Mira, traje algo para la once. —¿Sólo medio pan amasado? —Mi mamá lo hace bien rico. También traje una papa cocida. La voy a partir en dos. 139

—Si aparece tu mamá por aquí nos saca de un ala. —Tranquilo, Deivid. Ella no va a venir. Ni siquiera se asoma a la puerta de la casa cuando salgo. Ya, come, será mejor. —No quisiera estar en tu pellejo cuando el Pascual lea la comunicación y vea que no estás en la casa. ¿Por qué haces tantas leseras? —Es lo que tengo que contarte. -¿Qué? —Vino el Kiko a buscarme. También vinieron los príncipes. Bajé muy temprano a la caleta, pero tú no estabas. Entonces llegaron en su piragua y navegamos hasta la isla de nuestros antepasados. Fue maravilloso, Deivid, pero no pude esperarte. El se quedó en silencio, mirando con ojos de asombro a su compañera. Por lo general, no era muy habladora. En la escuela, las tías apenas le sacaban una palabra. Pero desde que comenzaron sus fantasías se había vuelto parlanchína y de sus labios salían expresiones que jamás le habían escuchado. —Huevito —murmuró—, ¿de nuevo fuiste al piso de arriba? —Sí. -¿Y? 140

—No sólo estuve con los internos. También con la tía Emilia... —¿Con la directora? —... con el profesor Renato... —¿El tío Tato? —Y también con el padre Ronchi. —Entonces, ¿era cierto que se aparecía como un fantasma? —¿Qué historia es ésa? —preguntó ella. —Mi padrino trabajó en la carretera Austral y una vez vieron un sacerdote que se aproximaba, así, como de bien lejos. —Se parece a esa historia que nos contó una vez el tío Tato, que a cierta hora del día se aparecía un misionero jesuita. —Pero ése no era, porque el jesuita anduvo en los años de 1760. Lo pasamos en historia. —¿Hasta de la fecha te acuerdas? —Bueno —continuó él su relato—, entonces mi padrino y sus compañeros vieron aparecer la silueta del religioso sobre la nieve. «¡El cura fantasma!», gritaron y salieron corriendo. Cuando el cura llegó a la faena no encontró ni un alma. Abrió los brazos y gritó a los cuatro vientos. Los 141

hombres entendieron que había llegado un sacerdote verdadero. Regresaron a la obra, obedeciendo al cura que los llamaba. Estaba muerto de cansancio, muerto de frío. Había caminado un día y medio y pasado toda una noche sin techo ni abrigo. Lo recibieron contentos, con fuertes palmadas en la espalda. «Voy a calentarme un poquito y después hacemos la misa», les dijo. —Es bonita esa historia, Deivid. El padre Ronchi contó una que yo nunca había escuchado. —¿Cuál? —En una oportunidad se embarcó en un bote tan pequeño como mi balsa. Iba con Jaime Caro, un ingeniero de Aysén experto en turbinas. —¿Turbinas? —Sí, esas que producen electricidad para que la gente de sectores apartados como el nuestro tenga radio para comunicarse. —En algunas islas de Chiloé también usan baterías de auto. Eso nos contó la tía Emilia. —Sí, ella conoce muy bien todo eso —replicó la niña— porque es de allá.

142

Pero lo que Tiara contó era para sorprenderse. El sacerdote y el ingeniero habían navegado ya varias horas, entre un caserío llamado La Junta y otro conocido como Raúl Marín Balmaceda, cuando los sorprendió la noche; el botero que los transportaba vivía por allí cerca y la casa más próxima era precisamente la suya. El hombre les ofreció pasar allí la noche y continuar viaje al día siguiente. Aceptaron. El hogar era humilde, como todos los de la región. El fuego ardía en la cocina y la mujer del botero los invitó a comer a la suerte de la olla. El jefe de familia era padre de cinco hijos, que sonreían con disimulo. El padre Ronchi quiso saber si los niños estaban bautizados. No lo estaban, porque jamás habían pisado una iglesia y aquella era la primera vez que veían un cura. El hombre reconoció que con su mujer tampoco se habían casado. Esa misma noche, en cosa de minutos, se vistieron para la ocasión. Con sencillez, el padre Ronchi celebró dos confesiones, cinco bautizos y una boda. El ingeniero fue testigo de matrimonio y padrino de los niños. —Huevito —interrumpió Diego—, ya se nos hizo tarde. ¿No nos andarán buscando? 143

—No me quisiera ir, Deivid. Si hubiese traído unas frezadas me quedaría a dormir. —¿Tienes miedo de llegar a tu casa? —No, ya se me pasó. Después de lo que hablamos. Fue lindo, ¿verdad, Deivid?. Cuando abandonaron el refugio no se veía a nadie por los alrededores. Tiara le ayudó a Diego a cargar la bicicleta hasta la pasarela, donde por fin se sintieron más seguros. Desde allí caminaron lentamente, uno detrás del otro, por los angostos pasadizos de madera húmeda y ennegrecida. Antes de que anocheciera se despidieron a la entrada de la casa de Tiara. Diego se quedó esperando unos minutos después de que la niña desapareció por la puerta estrecha; el llanto de un niño rompió la paz de la noche que se anunciaba. El accidente

Ai día siguiente y a primera hora de la mañana, Tiara se asomó a la ventana como de costumbre y 144

lo único que vio fue un grupo de pescadores reunidos en la caleta, a unos cuantos metros de su casa. Una lancha de la Armada se mecía suavemente con el ir y venir de las olas, y un tanto más apartados, el alcalde de mar y tres marinos conversaban en voz baja, con semblante de preocupación. —Vienen por mi padre y mi hermano —pensó la niña—. ¡Qué bueno que no estén en la casa! Hubiera deseado que Diego estuviera allí, pero su compañero no se veía por ningún lado. Terminó su desayuno y volvió a mirar resignadamente el mar que comenzaba a sacudirse la bruma. Se despidió de su madre y con la ilusión de siempre descendió por la pasarela en dirección al embarcadero. Se acercó a esa gente allí reunida, pero ninguno de ellos descubrió la presencia de la niña. Inquieta, se preguntaba por qué razón los marinos no buscaban en la casa a su padre y a su hermano. Era muy extraño lo que ocurría, pues nadie se movía de su sitio. Se diría, más bien, que aguardaban por algo que se presentaría de un momento a otro. Tiara esperó en los escalones que

145

bajaban al muelle y, en el fondo de su corazón, aguardó por el prodigio de aquel día. Soñando despierta, evocó la deslumbrante piragua de los Ariki Paka, emergiendo desde la densa bruma que engullía al resto del mundo circundante. Decidida, se dirigió al lugar donde mantenía amarrada su balsa. Soltó las amarras, cogió el remo y, sin pensarlo dos veces, abordó la pequeña plancha de espuma plástica y remó con decisión hasta el muro de neblina. Como si una puerta de tenue humedad se abriera para darle paso, la espléndida embarcación de los príncipes se dirigió resuelta al sitio donde flotaba la niña. Tiara la vio acercarse, navegando pausadamente en medio de la bruma y la tranquilizó aún más la presencia de su abuelo y de su hermano Kiko. —¡Niña Miru! —saludaron los príncipes—. Estirpe real, recibe nuestro respeto. Tiara se alegró con la llegada de los navegantes. A decir verdad, no pensaba más que en ellos, después del primer viaje que hicieron a la isla de sus antepasados. Vio la satisfacción en los ojos de su hermano. Sintió con cuánta dulzura la miraba. Aunque no lo 146

manifestara, Kiko estaba muy contento, porque en el viaje anterior el comportamiento de Tiara había sido admirable. Así como la bruma ocultaba las aguas del archipiélago, así también ocultó rápidamente la piragua de los príncipes. Ajenos a la audacia de la niña y la presencia de los Ariki Paka, el alcalde de mar, los marinos y los pescadores continuaron su charla como si nada. Tiara sabía que navegando hacia el norte se llegaba a una isla donde brillaba el sol esplendoroso, donde el mundo desconocido y fascinante de sus abuelos se abría ante sus ojos. La navegación enfrentó las mismas dificultades del viaje anterior y, precisamente por estar ella en conocimiento de las peripecias, dudaba que tuviera la resistencia de enfrentar nuevamente la prueba, aunque la esperaba. Se preparó entonces para una travesía extenuante, pero curiosamente la navegación fue más breve que la primera. En todo momento fue protegida por su abuelo y su hermano, hasta que al cabo de un tiempo se disipó la bruma y ante los ojos de Tiara apareció el imponente volcán Rano Raraku. 147

—Es tiempo de primavera —comentó Kiko—, ha pasado el invierno y se aproxima el verano. —Es cuando retornan las manutara, las aves sagradas, que llegan al peñón a depositar sus huevos —dijeron los príncipes. —Tu padre competirá por uno de esos trofeos —agregó el abuelo. —¿Mi padre? —exclamó Tiara. —Compite para que su jefe gobierne por un año los destinos de sus hombres —concluyeron los príncipes. —Aquí en Mataveri se reúnen los competidores. Desembarcaron en las cercanías del volcán y caminaron hacia la cima del cráter. En el ascenso la niña fue descubriendo los monumentales moáis, descansando en sus pedestales, en el pasto silvestre o saliendo de la montaña, como si la roca misma les diera forma con el cincel y el martillo de ventiscas y tormentas. La niña descubría gigantes pétreos a cada paso. Los rostros de tales monumentos, en apariencia idénticos, enseñaban pequeñas diferencias, demostrando que cada uno representaba un personaje rodeado de misterio. 148

Tiara pudo admirar la hermosa aldea que allí se levantaba, sobre una extensa planicie. —Estamos en Orongo —explicaron los príncipes—. Y se celebra la ceremonia del Tangata Manu. Las viviendas allí construidas eran de piedra laja, con puertas muy pequeñas siempre abiertas hacia el mar. Hombres y mujeres se congregaban en aquel lugar, dispuestos a pasar allí todo un día, celebrando con danzas y cantos de envolventes melodías. A poca distancia del sitio de las celebraciones se alzaba un moái de varios metros de altura. Más allá, una imponente escultura se arrodillaba en medio de la llanura; en la cumbre, un enorme rostro de piedra volcánica yacía tendido observando el cielo. En verdad, una parte de los faldeos del volcán estaba poblada de estatuas en distintas posiciones, porque allí estaba la cantera donde fueron esculpidas la gran mayoría de las esculturas de Isla de Pascua. Tiara no terminaba de sorprenderse al contemplar tanta maravilla y su corazón brincaba 149

de alegría de sólo pensar que ella y su familia pertenecían a ese mundo fascinante. —Las piedras hablan por sí solas —comentó uno de los príncipes. Y llevó a la niña hasta una roca tallada con signos y figuras indescifrables—. Este es el santuario. Al sur de la isla se podía observar el islote Motu—kaokao, que emergía del mar como una espada puntiaguda, blanqueada por los excrementos de las aves. Más lejos, se veían los peñones Motu-nui y Motu-iti, cubiertos de vegetación. Los tres islotes dejaban ver cuán enormes eran las dificultades para llegar hasta ellos. Rodeados por grietas y quebradas, las olas los golpeaban con furia, penetrando en la roca como lanzas espumosas. Entre esas grietas, ocultas por la hierba que las circundaba, solían hacer sus nidos las aves. —Esa es la meta —dijo Kiko—. Hasta allí han de nadar. Y algún día, también yo competiré, igual que mi padre. Los jefes observaban a cierta distancia, cómodamente instalados. Desde el observatorio solar, el sacerdote dio la señal de inicio. Los 150

aguerridos nadadores, apiñados en la cima del escarpado risco, bajaron hábilmente, tratando de alcanzar cuanto antes las aguas del mar. Los competidores, portando sus canastos kete, se sumergieron en el mar y montados sobre pequeñas canoas de totora nadaron con pies y manos para alcanzar el primer islote. Desde el acantilado, en un monumento funerario, dos estatuas observaban la competencia. Debían sortear numerosos peligros en la travesía hasta el peñón. Algunos sucumbían en la empresa, arrastrados por la corriente, pereciendo en medio de las aguas. Los que pasaban con éxito la prueba llegaban al islote, donde cumplían la primera parte de la travesía. Una vez en el peñón más cercano, empezaba la vigilia. Debían esperar largas horas hasta que llegaran las aves a poner sus huevos. El primer valiente que logró apoderarse de uno de ellos, alzándolo con su mano derecha, saltó sobre la roca, gritando con todo el aire de sus pulmones, para que su jefe lo escuchara desde el lugar de los festejos. —¡Es mi hijo! —exclamó jubiloso el abuelo.

151

152

—¿Mi padre? —replicó la niña. —¿No reconocería yo su voz? —Pero, ¿qué dice? —¡Ka—varu te puokol —explicó el anciano, colmado de orgullo—. ¡Rasúrate la cabeza! Es lo que le grita a su jefe. El superior, que observaba rodeado de su gente, se levantó de inmediato para ser ungido como hombre pájaro, porque debía dirigir los destinos de sus hombres a partir de esa primavera y hasta el fin del próximo invierno. Con afilados cuchillos de obsidiana procedieron a cortarle el cabello y también le rasuraron los brazos y las piernas. Luego, le tiñeron de rojo la cabeza. Así ocurrió, en verdad, ante los ojos asombrados de la niña. Mientras tanto, en el peñón el ganador atesoró su trofeo en el canastillo que portaba y se dispuso a regresar junto a su jefe, que debía lucir el huevo a la entrada de su casa por espacio de un año, tiempo que duraba su jerarquía. A continuación, otros competidores se agruparon en la cima del peñón alzando huevos de pájaro, 153

honrando a los jefes que representaban, pero reconociendo su derrota. Uno tras otro, los contrincantes iniciaron el descenso con sus trofeos y arrojándose al mar se disponían a regresar sobre sus balsas de totora. Nadie se preocupó más de los competidores. Algunos se perdieron en medio de las aguas, otros cayeron desde las rocas y nadaron con grandes dificultades. Las dos estatuas de aquel monumento funerario sabían que pronto celebrarían ritos mortuorios. Sacerdotes silenciosos ensartaron en el piso los soportes de las angarillas funerarias: cuatro estacas clavadas en la tierra soportarían una modesta camilla con el cuerpo de un desdichado, envuelto en telas y en esteras que lo mantendrían por varios días, al tiempo que los cantos fúnebres, los llantos y los lamentos se escucharían en toda la isla. Luego, serían llevados a los santuarios que, a modo de mausoleo, se levantaban a lo largo de la costa. Mas, por ahora, el pueblo se dedicaba a festejar las alegrías, pues tiempo habría para tanta tristeza. —Quisiera ver a mi padre —imploró la niña. 154

—Las celebraciones podrían resultar interminables —advirtieron los príncipes—. Lo hemos perdido y no sabemos cuántas peripecias ha de sortear antes de llevar el trofeo a las manos de su jerarca. —Además, ahora comienzan las rencillas —advirtió el abuelo. —¿Rencillas? —exclamó ella. —Las disputas —aclaró Kiko. —Los competidores lamentan su derrota —agregaron los príncipes—. Mientras uno de ellos celebra la victoria, el resto es víctima de la envidia y las diferencias suelen concluir en destrucción y muerte. —¿Y nadie puede detenerlos? —La única autoridad en la celebración del Hombre pájaro es el propio jefe de esos competidores. —¡Ustedes deben hacerlo! —¿Nosotros? —¡Sí, por algo son príncipes! —Nos debemos a nuestro monarca y él espera al otro lado de la isla, sumido en la tristeza. Está muy lejos para intervenir y los jerarcas de estos 155

hombres no aceptan mediación alguna, aunque provenga del mismo rey que los gobierna. —¿Y mi padre también estará en esas rencillas? —Ningún competidor puede escapar a ellas. —¿Podría morir, entonces? —Así es, querida niña —respondieron los príncipes, y cantaron a media voz:

«Ka tangi é... ere ika iti é. Mo nua é, ere mo te matua é. He ono matua, hoki tae tangi ai; ko te bebe au; o ko te matua akore...» «Está llorando... la pequeña víctima. Por su madre y por su padre. Ya no tiene padre, por eso llora; ahora está pobre; ya no tiene más padres.»

—¿Y ese canto tan triste? —preguntó. —Es un lamento —respondió el anciano, presagiando un desenlace trágico. Tiara enmudeció al ver tan preocupado a su abuelo. También el hermano de la niña mostró la 156

congoja en su semblante. Por un momento detestó la participación de su padre en esos festejos. —Estas celebraciones y desenfrenos, Hopu contra Hopu, provocan no sólo dolor y muerte —comentaron lastimosamente los príncipes—, sino también la ruina de este lugar sagrado, muchas veces con la destrucción definitiva de estatuas y monumentos. Las palabras de los Ariki-paka sonaron como un presagio ineludible en el corazón de la niña. —Vamos, Tiara —dijo Kiko con profunda tristeza—. Debemos regresar. Con los cantos y bailes en sus oídos se dirigieron a la embarcación y entraron en la densa bruma que ocultaba todo el entorno de la isla. Cuando finalmente la nave salió de la espesa niebla, Tiara se hallaba frente a la caleta de su casa. Cerró los ojos, con el ferviente deseo de no salir de aquel sueño, pero no pudo permanecer así demasiado tiempo; voces que salían a su encuentro, la sacaron abruptamente de su ensueño. Ai abrir los ojos nuevamente descubrió que la piragua de los príncipes había desaparecido por completo, también su hermano y su abuelo. 157

El encanto de la niña se quebró como un espejo. Uno de aquellos hombres agrupados en la costa, y que de vez en cuando dirigían la mirada hacia el mar, alcanzó a ver la balsa de Tiara asomando por la bruma que se diluía bajo la luz del sol. Al dar la voz de alarma, todos se volvieron para verla remando hacia la escuela. —¡Ya estábamos advertidos! —exclamó el alcalde de mar—. Anoche la Lidia me habló de lo que hizo esta chica. —Pero, ¿cómo no la vimos subir a esa balsa? —Ni siquiera la vimos salir de su casa. El alcalde de mar, apremiado por su falta de cuidado, sintiéndose más responsable que nadie, abordó rápidamente su bote y dio las instrucciones al hombre que lo acompañaba para ir cuanto antes detrás de Tiara y evitar que siguiera remando en condiciones tan precarias. Daba miedo de sólo pensar en una desgracia. Si llegase a volcar esa balsa de juguete, la niña se hundiría en cosa de segundos, con el peso de su mochila y con tanta ropa en el cuerpo. Además, ¿quién podría asegurar que sabía nadar y ponerse a salvo por sí misma? 158

Considerando la gravedad de la situación, los marinos abordaron de inmediato el bote inflable que los llevaba a la lancha y el motor fuera de borda rugió como una bestia antes de ponerse en movimiento. Lo hizo pesadamente al principio y luego debió hacer un giro muy amplio, antes de dirigirse al sitio exacto donde flotaba la balsa de Tiara. Mientras el alcalde de mar bogaba directamente hacia la niña, los marinos tomaron las precauciones necesarias, porque el oleaje que producía el poderoso desplazamiento del bote inflable amenazaba con hacer zozobrar la balsa. El único que podía alcanzarla sin mayor contratiempo era el alcalde. La niña remó cada vez más rápido, para acercarse cuanto antes al embarcadero de la Escuela Madre de la Divina Providencia. Los golpes acelerados de su remo terminaron por agotarla y no dieron el resultado que ella esperaba; la balsa pareció detenerse a escasos metros de la costa, como si el agua transparente y liviana se tornara pesada. Mientras el bote del alcalde de mar se acercaba más y más, la balsa dio un giro mar adentro, porfiando con los deseos de quien trataba de 159

controlarla, hasta que la mochila de Tiara cayó al agua y a los pocos segundos su dueña. Tratar de mantenerse a flote resultaba extremadamente difícil a ratos, un esfuerzo inútil, dando la sensación desastrosa de que todo estaba perdido. Tragando agua a borbotones, dando manotazos desesperados, perdiendo un zapato y sintiendo el escozor del agua salada en las fosas nasales, irritadas por el esfuerzo, no pudo mantenerse a flote y se ahogaba sin que nadie, al parecer, pudiera salvarla. De pronto, Tiara notó que sus brazos eran mordidos por mandíbulas feroces; sintió que la arrastraban violentamente hacia la superficie. Los dos hombres del bote, que finalmente había llegado junto a la niña, haciendo equilibrio en medio del constante vaivén de la modesta embarcación, la alzaron de un solo envión y la pusieron a salvo. Con el extremo de un remo rescataron la mochila antes de que se hundiera definitivamente. Mientras un hombre remaba con premura hacia la costa, el otro reanimaba a la pequeña, que no dejaba de toser, como si quisiera expulsar del cuerpo la muerte que estuvo a punto de arrebatarle la vida. 160

Revelaciones sorprendentes

Recién desembarcados y ante el horror de quienes se enteraron sorpresivamente del accidente, el alcalde de mar sacó en brazos a la pequeña del bote y corrió con ella hacia el comedor de la escuela. Allí la tía Elvira preparaba una leche bien caliente, mientras la tía Lidia le quitaba rápidamente las ropas mojadas, preparándola para abrigarla cuanto antes, junto a la cocina a leña que prodigaba calor a todo el recinto. La directora se tomaba la cabeza a dos manos, con los ojos empapados de llanto, mientras el tío Tato corría a la habitación contigua, que a veces servía de enfermería, para conseguir una manta y abrigar a la desdichada. Pero esta vez no hubo posibilidad alguna de recriminación por parte de los adultos, ni de curiosidad maliciosa en los niños. Más bien, el 161

repentino recibimiento se dirigió a su mujer, afanada en reanimar a Tiara—. Preocúpate de ella, Lidia, por favor. —Sí, marido —replicó ella—, descuida. Ve tranquilo. La directora y el alcalde de mar salieron muy preocupados del recinto. —Esta niñita nos ha metido en un tremendo lío —comentó el alcalde de mar, una vez instalados en la oficina de la directora—. Espero que esto no llegue a oídos del almirante. De lo contrario, me llamará de inmediato. ¿Y qué puedo decirle? —Y no sólo eso —agregó la señorita Emilia—, imagínese usted que se enteren las autoridades. ¿Qué diría el Sename, por ejemplo? Poco menos que permitimos los riesgos que asumen nuestros alumnos en su afán por venir a clases. Justo ahora que me acaban de avisar que se adelanta la visita fiscalizadora del seremi de Educación. Siempre viene en septiembre, cuando comienza el buen tiempo, pero ahora lo hará precisamente cuando se anuncian días más fríos. —¿Todo en orden, señorita Emilia?

162

—Los pagos están al día, pero la situación en la escuela ha empeorado este último tiempo. Nos cae el agua del cerro, las fundaciones del edificio están húmedas y las bases se están pudriendo. Tenemos goteras. El viento ha soltado el zinc del techo. Los extintores vencidos. Además, nos ha bajado la matrícula en un cincuenta por ciento. Porque nacen menos niños en la zona, porque las familias emigran y porque los apoderados no quieren cooperar con los cinco mil pesos mensuales que exigimos para seguir funcionando. Lo que ha hecho esta chiquita deja en evidencia que los dormitorios del segundo piso nunca debieron cerrarse. Pero para eso se necesita dinero. Tres golpecitos en la puerta de la oficina de la directora interrumpieron la conversación. —¡Adelante! —exclamó la señorita Emilia. —Aquí está la niña —dijo la tía Lidia, acompañando a Tiara, más animada y con el color saludable pintando en su rostro. —¿Te tomaste tu leche? —preguntó la directora. —Sí, tía Emilia —respondió la niña, reconfortada. 163

Tiara tuvo que morderse la lengua para no manifestar su extrañeza por la notoria bondad que recibía. Al parecer, había que accidentarse para que la tomaran a una en cuenta. Tanta demostración de amabilidad no era algo de todos los días. Tal vez se trataba de un anuncio, del anticipo de una sanción drástica y definitiva: la expulsión de la escuela. Sólo así se podría entender la presencia del alcalde de mar. Tiara pensó en la peor de las consecuencias. Diego asomó su nariz por uno de los ventanales de la oficina. Ella, al verlo, tuvo que contenerse para reprimir el impulso de salir corriendo e ir al encuentro de su compañero. Estaba convencida de que no volvería a ocupar su pupitre en aquella sala que le había brindado momentos amargos, pero que sin embargo en los últimos días se había convertido en un lugar de encanto y sorpresa. Con dificultad y por mucho tiempo había soportado las burlas de sus compañeros, pero también era cierto que finalmente había conseguido establecer una profunda amistad con Diego.

164

La directora arrastró una silla para sentarse junto a la niña. Le tomó cariñosamente las manos y le habló en un tono de voz que jamás había empleado con ella. —Escucha —le dijo. —Tía Emilia —interrumpió la niña, al borde las lágrimas—, ¿me va a echar de la escuela? —¿Qué dices, chica? —replicó la directora—. ¡No voy a tomar una medida tan extrema! En todo caso, debo hablar con tus padres. ¿Entregaste la comunicación que les envié? —Sí, la entregué, tía Emilia —respondió la niña—. Pero usted misma dijo que soy un mal ejemplo para mis compañeros. —Bueno, pero eso tiene remedio. Fuiste muy impetuosa, es cierto. No le diste ninguna importancia a mis quejas, que sólo van en tu propio beneficio. Pero también hago un esfuerzo por entender tu comportamiento. Tal vez te sientes sola y no puedo desconocer el momento difícil que estás viviendo. Es muy duro, querida, pero quiero que sepas que toda la escuela está contigo y con tu familia. Situaciones como éstas pueden superarse. — ¿Qué cosa? —preguntó Tiara. 165

¿Se lo dice usted, alcalde? —rogó la directora con ojos llorosos. —Está bien —respondió el hombre—. De todos modos pensaba ir a su casa y decírselo a su madre, antes de que Tiara huyera en su balsa. El asunto es que hoy día ni siquiera debías venir a la escuela. —¿No? —No —continuó el hombre—, porque la señorita directora ya estaba en antecedentes. Yo mismo avisé por radio, muy temprano esta mañana. —Pero si a mí me gusta venir a clases. —Claro que sí, Tiara, lo sabemos. Pero al mismo tiempo pensamos que en una situación como ésta harías mejor quedándote junto a tu madre —explicó la directora. —Así es —afirmó el alcalde—. Lo que pasa es que tu hermano y tu papá no han regresado de la faena y creemos que han tenido un percance, porque la embarcación no aparece por ningún lado. La lancha de la Armada espera rastrear el bote de tu padre. Los marinos no vinieron para detenerlo. Les interesaba saber si tu padre había regresado sin novedad a la caleta. Y como no lo ha —

166

hecho, se disponen a iniciar la búsqueda una vez que se levante la bruma y esperamos que los encuentren sanos y salvos. No vamos a pensar en lo peor y así se lo haremos saber a tu mamá. Pero, aunque no nos guste, tenemos que ponernos en todos los casos. —¡Pero mi papá fue a Isla de Pascua! —exclamó la niña. El hombre guardó silencio y miró atentamente a la directora, sin saber qué responder a tanta inocencia. —Con mi abuelo y mi hermano lo vimos compitiendo por el huevo Manutara, del pájaro sagrado. La directora y el alcalde de mar mantuvieron un silencio expectante, sorprendidos por las expresiones de la niña. Por un momento se sintieron superados por la incapacidad de echar abajo sus fantasías y hacerla poner los pies sobre la tierra. Pensaron que la niña recurría a tales argumentos para evadir la gravedad de los hechos que amenazaban con hacerla víctima de acontecimientos que, por desgracia, eran habituales entre los hombres de mar. Entonces, 167

decidieron no contradecirla y se dispusieron a tomarla más en cuenta, como nunca lo habían hecho. Tiara les habló de sus dos travesías en la nave de los príncipes. Paulatinamente, el relato emocionado se apoderó de la atención de quienes la escuchaban con profundo respeto, hasta fascinarlos por completo. La directora, el alcalde de mar y la tía Lidia, que no tuvo valor para marcharse, con la emoción pintada en cada rostro, desearon alentarla para que no callara, para que la febril fantasía fuera la única realidad que debía imponerse, en lugar del drama que posiblemente le aguardaba en casa, agazapado, como una alimaña. En el corredor, junto a la puerta, escuchaba la tía Elvira, que había sido incapaz de esperar en la cocina y porque la curiosidad la mataba. El profesor en su sala no pudo iniciar la clase de la mañana, a la espera de noticias de Tiara. Los alumnos miraban al techo, pero, cosa curiosa, por primera vez en varios días no se escuchó ninguno de aquellos ruidos que provenían del piso de arriba; parecía que los fantasmas se habían 168

enterado del drama que vivía Tiara y la acompañaban con su silencio. Entretanto, la niña continuó su relato. Narró con lujo de detalles cada paso de la competencia por conseguir el huevo de la gaviota sagrada; habló de la valentía y destreza de su padre, tanto en el mar como en la cima del peñón de los pájaros. En medio del silencio reinante, la directora, al borde de las lágrimas, y el alcalde de mar, expectante entre sollozos, la pequeña confesó lo orgullosa que estaba de pertenecer a una raza de audaces navegantes que, en frágiles embarcaciones, siempre cruzaron los mares conquistando atolones y peñones volcánicos dispersos por el océano. Contó la historia de los orígenes lejanos del pueblo rapa-nui, que de isla en isla había llegado a poblar gran parte del globo terrestre. Habló de cómo la vida para ellos se había desarrollado entre piraguas y tormentas. Que el mar había sido el camino de sus constantes migraciones, dirigidas al oriente. Que habían seguido las rutas del océano, es decir, aquellas corrientes marinas que fluyen por cursos determinados, permitiendo la 169

navegación en grandes círculos o en forma triangular, para ir muy lejos y regresar siempre al punto de partida. Así fue como los primeros habitantes vieron aparecer la isla en medio del mar y que por no haber otra tierra en las cercanías la llamaron el Ombligo del Mundo. Les habló de por qué abandonaron su continente de origen. Les contó, además, que los cursos seguidos por el viento cambiaban según las estaciones del año. Los ojos de la niña brillaban con el resplandor de aquella felicidad que tan a menudo le resultaba esquiva. La directora la escuchó con los ojos rojos de tanta lágrima contenida, tratando de comprender finalmente el verdadero sentido de las palabras de su alumna. Emocionada, la recordaba desde que la llevaron a la escuela, como una niña sorprendente, y cómo desde hacía un tiempo se empeñaba en convencerse a sí misma del futuro esplendoroso que algún día cambiaría su vida. —Por eso les digo —concluyó por fin— que mi padre saldrá vencedor, incluso de las rencillas en la aldea sagrada, y regresará muy pronto, apenas entregue el huevo que consiguió para el Hombre 170

pájaro, que es su jerarca. Lo sé. Lo siento en mi pecho, porque así es la gente de mi raza. —Querida —dijo al fin la directora—, es muy hermosa la historia que acabas de contarnos, pero ahora, volviendo a nuestras preocupaciones, te aconsejaría regresar a tu casa y acompañar a tu madre, que ha de estar muy afligida. Tienes autorización para ausentarte todo el tiempo que sea necesario. —Gracias, tía Emilia —respondió ella—, pero mi mamá está muy bien acompañada con mis hermanos pequeños. Prefiero quedarme en la escuela. —Tiara —interrumpió el alcalde mar—, de haber sabido que abordabas esa balsa de juguete para venir a clases, habría enviado el bote de la Alcaldía. Pero de ahora en adelante mi asistente irá por ti cada mañana y no necesitas poner en riesgo tu vida. —Gracias —respondió ella. —¿No quieres que te llevemos a tu casa?

171

—Prefiero quedarme. Quiero estar con mis compañeros. Quiero ir al segundo piso, donde me esperan los internos. —Pero, ¿qué le pasa a esta chica? —exclamó la directora, aún más sorprendida—. ¿Has subido al segundo piso? —Sí, tía. —¿No sabes que está estrictamente prohibido? —¿Me va a expulsar por eso? —Es que no lo entiendo, niña —protestó la directora, controlando su enojo—. ¿Con qué facilidad pasas a llevar disposiciones tan antiguas? Por favor, dime que no lo has hecho. No hagas que me prive contigo, chica. —No, tía Emilia —balbuceó la niña—. Es que fui a ver por qué había tanto ruido. Y me encontré con ellos. —¿Fuiste a ver? ¿Ruidos? ¿Qué ruidos? —Los golpes que oíamos en la sala y que venían del dormitorio. —¡Eso es imposible! Se cerró definitivamente cuando la escuela dejó de recibir niños de lugares apartados. Desde entonces nadie ha vuelto a poner un pie en ese lugar. Pensé que lo sabías. 172

—¿Y las tablas que se caen de los catres? —¿Fue el profesor quien habló de las camas que se desarmaban? —El tío Tato nunca nos habló de eso, tía Emilia. Entonces, subí a ver lo que ocurría —respondió la niña como si nada—. Y me encontré con todos esos niños que el padre Ronchi trajo desde el río Mapocho. ¿No es bien corpulento así, con una sotana larga como un vestido y con una parka oscura? También estaba el tío Tato, mucho más joven, y usted tía, que nos contó cómo había conocido al padre. Además, descubrí que el segundo piso es como un hogar y esos niños son una verdadera familia. Se puede conversar con ellos, todos se interesan por uno. La directora y el alcalde de mar se desplomaron en su silla con esta nueva revelación de Tiara. Lidia tuvo que afirmarse en el borde del escritorio, y afuera, Elvira mantuvo el equilibrio apoyando su cuerpo contra el marco de la puerta. En la sala de clases, en el dormitorio del segundo piso, en la oficina, en los pasillos vacíos, se instaló un silencio tan profundo, que a la escuela llegó, 173

como una tormenta, el constante movimiento del oleaje, el canto de los pájaros del interior y el vuelo rasante de las aves de la costa. Una corriente de aire, poderosa y tibia, que de pronto azotó la caleta y los alrededores de la escuela, se apoderó de aquellas almas atrapadas en el asombro. Con un nudo en la garganta, conteniendo las lágrimas a punto de reventar en llanto, con profunda ternura, observaron cada gesto de la niña, que a pesar de su entusiasmo, de su abandono, estaba más bella que nunca, más segura de su existencia, como si una fuerza poderosa y desconocida la iluminara. —Tía Emilia —preguntó de pronto—, ¿usted le hizo clases a esos niños? —Sí —respondió la directora con los ojos bañados en lágrimas—. Ellos fueron mis alumnos. Tiara, por última vez te lo pregunto: ¿te gustaría irte a la casa? —No, tía, gracias —respondió ella. —Como quieras —aceptó la directora—. Está bien, puedes volver a clases. —¡Chachita, Dios! —exclamó Elvira y se apartó bruscamente de la puerta. Luego, corrió hacia el comedor arrastrando los pies, evitando que las 174

tablas del piso crujieran a su paso atolondrado. Tiara salió al patio y se acercó a Diego, que la esperaba inquieto y emocionado, porque también había escuchado las palabras sorprendentes de la niña. Juntos caminaron hacia la sala, pero se detuvieron en medio del patio, totalmente vacío a esa hora de la mañana. Allí se abrazaron amistosamente. Habrían permanecido así hasta el nuevo tañido de la campana. —Huevito —le dijo al oído—, si te vas quisiera irme contigo. —¿Qué dices? —Pasa que si un día viene de nuevo ese barco enorme, el que se parece a una ballena iluminada, y tú quisieras embarcarte en él y alejarte de tu caleta, de Puerto Gala, de la isla Toto, del archipiélago de Los Chonos, te juro que yo también me iría. —Todos nos tendremos que ir algún día a Puerto Cisnes, cuando terminemos la escuela. —Bueno, sí, pero falta mucho para eso. —Ya ves como también se fueron los internos del piso de arriba. 175

—¿También se fueron? —Muchos de ellos estudian lejos de aquí. Tal vez regresaron al norte, porque lo echaban de menos. Ahora mi hermano es un tripulante más en la nave de los príncipes, descubrirá nuevas islas, por encargo de sus reyes. Nunca se sabe cuando el gigante Uoke hundirá la tierra donde vivimos. Tendré que ayudar bastante en mi casa. ¿Me acompañarías al monte a buscar leña? —Sí, claro, Huevito —respondió Diego—. Podemos usar mi bici para cargarla. —No quisiera que la estropearas. Aunque, pensándolo bien, podemos atarle un canasto para la carga. —¿Cómo? —Muy fácil, Diego. ¿Quieres que te lo dibuje? —No, por favor, Huevito —replicó, muerto de risa—. ¿Cómo eres para el hacha? —¡Seca! Siempre le ayudaba a mi hermano. Ahora que mi papito tiene que vencer las rencillas en la ciudad sagrada, tengo que ayudarle mucho a mi mamá. —¡Ah!

176

Tiara, sin querer, anticipaba una situación fortuita que involucraba a su padre y a su hermano Kiko, porque en ese preciso instante la embarcación de la Armada regresaba con ellos, después de haberlos encontrado flotando, aún con vida, junto a la vaka—paenga que había zozobrado en las aguas del archipiélago. —¿Saldrías a pescar conmigo, ahora que mi hermano es un príncipe y mi papito conquistó el huevo Manutara? —Tú sabes que no podemos salir de pesca. —No tenemos que hacerlo, Diego. Amarramos el volantín de mi abuelo a la balsa y la dejamos que flote bien lejos. Nosotros la manejamos desde la orilla. —¡Oh, eso sí, Huevito! —¿Me dirás Tiara cuando yo sea princesa rapa-nui? —Entonces no querrás que te acompañe. —¿Por qué? —Porque serás muy importante y yo apenas tu compañero.

177

—Kiko, mi abuelo y los príncipes estarán felices de que vengas conmigo. Como

178

179

mi papá tiene que ir a Puerto Cisnes, le voy hacer un encargo. —¿Qué clase de encargo? —Unas rodilleras y unas coderas para ti. También vas a necesitar un casco para proteger tu cabeza. —¿Crees que voy a subir y bajar peldaños con mi bicicleta? —Eso creo. Diego, muy conmovido, la estrechó una vez más en sus brazos. ¡Cómo habría deseado ella que toda la escuela fuera testigo del maravilloso gesto de su amigo! Tiara no se sentía rechazada, después de mucho tiempo tuvo la convicción de que no estaba sola, de que ahora sí tenía al mejor de los compañeros: ese que ha conquistado el corazón por completo.

180

Glosario Acantilado: pared de roca casi vertical, formada por la erosión que produce el viento y la constante humedad del mar.

Achicar: aminorar, reducir a menos una cosa. Extraer el agua de una mina, un dique, una embarcación, sirviéndose de algún medio mecánico, una bomba, por ejemplo, o bien manual, verter. Acoquinar: amilanar, causar miedo, desanimar. Allora: voz italiana, entonces. Anakena: playa de arenas blancas en Isla de Pascua. Archipiélago: parte de mar poblada de islas. Ariki Paka: exploradores que se adelantaron al rey Hotu Matu'a para reconocer la isla Rapa Nui, donde llegaría finalmente el rey del continente Hiva, que se hundía en el mar.

181

Arrecife: piedras, rocas a flor de agua que forman un banco en el mar.

Atisbar: mirar, observar recatadamente. Atolón: arrecife, por lo general de corales, en forma de anillo.

Atónito: pasmado, sorprendido, boquiabierto. Balbucear: balbucir (balbucía, balbucieron), mascullar, musitar, farfullar. Balsear: pasar, cruzar en balsa. Babero: el que conduce una balsa. Bogar: remar, navegar con remos. Bosquejo: apunte inicial, una idea que se proyecta por primera vez.

Cagnara: voz italiana que significa jarana. Caído del catre: término de uso popular que señala a una persona distraída, ingenua o de pocas luces.

Caleta: cala, ensenada. Puerto pequeño. Pero, además y tal vez, como así se les llama al conjunto de los hombres que descargan un barco. En la 182

expresión cotidiana de las ciudades, se usa el término como sinónimo de cantidad y como el lugar donde «paran» las personas sin hogar y que suelen reunirse para dormir en algún lugar. Por lo habitual, es bajo un puente junto al río.

Capear: sortear algún peligro, mantener el barco sin permitir que se hunda. También, eludir un compromiso o situación apremiante.

Catre: cama antigua, con estructura de hierro. La bicicleta y el catre crujen cuando están viejos y desvencijados.

Cuete: en Chile es algo que se dispara, que revienta, explota. Algunos fuegos artificiales menores son llamados «cuetes». En Perú, Guatemala y México significa pistola.

Chachita, Dios: Taitita, Dios. Expresión chilota muy arcaica.

Chancha: cerda. Pero el habla popular de Chile utiliza este término para referirse a una bicicleta muy vieja. En algunos países de América significa algo malo, como «hacer la chancha, la cimarra»; es decir, no asistir a clases pudiendo hacerlo. 183

Chicos (as): niños (as) en la lengua popular de la gente al sur de Chiloé. Esta expresión se ha hecho común, seguramente por el intenso contacto laboral del chileno con el sur de Argentina. Chiesa: voz italiana que significa iglesia. Endeble: de poca resistencia, débil, frágil. Galante: atento, en especial con las damas. Gélido: helado, frío. Güeno: pronunciación incorrecta (pero muy común) del vocablo bueno.

Hacer meño: voz chilota, hacer mérito. Hare-paenga: piedras que formaban el cimiento de las casas-bote.

Hiva: continente mítico, del que se dice fue el lugar de origen de los primeros rapa-nui, habitantes de Isla de Pascua. También se le conoce con los nombres de Hiva-Marac-Renga, Hiva Maru e Rengo, Marae Renga y Mangareva.

Hombre flojo: expresión popular proveniente de una canción chilota que dice:

184

«Levántate, hombre flojo, sale a pescar, sale a pescar, que la mar está linda pánavegar, pánavegar.»

Hopu: nadadores diestros, competidores que intentaban conseguir un huevo de pájaro en los islotes al sur de Rapa Nui.

Hotu Matu'a: primer rey de Rapa Nui. También se le conoce por los nombres Hotu Matúa y Otu Matúa.

Inquebrantable: que no se puede quebrantar o doblegar.

Io: voz italiana que significa yo. Jarana: diversión bulliciosa. Jornalero: trabajador que recibe un salario por cada día trabajado.

Kai-kai: antiguo juego de cuerdas o «cunitas», muy difundido. El kai-kai se acompaña con cantos y recitados graciosos.

Kete: canastillo. Los Chonos: archipiélago de la Undécima Región. 185

Make Make: Es la divinidad principal de los rapa-nui. El creador de lo existente: tierra, cielo, mar, animales y plantas.

Magisterio: relacionado con enseñanza, la labor del maestro.

Manutara: golondrina de mar, pájaro-fragata (Sterna lunata), ave sagrada en la mitología de Rapa Nui.

Manu-hakerere: volantín, cometa, elaborado con una corteza vegetal muy liviana, utilizado para pescar.

Melcocha: miel caliente que se estira a medida que se echa en agua fría. Cualquier pasta comestible que se prepara con esta miel.

Meño: voz chilota que se refiere a un favor hecho en beneficio de alguien.

Miru: clan pascuense, considerado estirpe real. Mítico: perteneciente al mito, que se remonta a los orígenes de un pueblo, civilización o lugar, aun cuando no pueda ser específico.

186

«Levántate, hombre flojo, sale a pescar, sale a pescar, que la mar está linda pa'navegar, pa'navegar.»

Hopu: nadadores diestros, competidores que intentaban conseguir un huevo de pájaro en los islotes al sur de Rapa Nui.

Hotu Matu'a: primer rey de Rapa Nui. También se le conoce por los nombres Hotu Matúa y Otu Matúa.

Inquebrantable: que no se puede quebrantar o doblegar.

lo: voz italiana que significa yo. Jarana: diversión bulliciosa. Jornalero: trabajador que recibe un salario por cada día trabajado.

Kai-kai: antiguo juego de cuerdas o «cunitas», muy difundido. El kai-kai se acompaña con cantos y recitados graciosos.

Kete: canastillo. Los Chonos: archipiélago de la Undécima Región. 187

Make Make: Es la divinidad principal de los rapa-nui. El creador de lo existente: tierra, cielo, mar, animales y plantas.

Magisterio: relacionado con enseñanza, la labor del maestro.

Manutara: golondrina de mar, pájaro-fragata (Sterna lunata), ave sagrada en la mitología de Rapa Nui.

Manu-hakerere: volantín, cometa, elaborado con una corteza vegetal muy liviana, utilizado para pescar.

Melcocha: miel caliente que se estira a medida que se echa en agua fría. Cualquier pasta comestible que se prepara con esta miel.

Meno: voz chilota que se refiere a un favor hecho en beneficio de alguien.

Miru: clan pascuense, considerado estirpe real. Mítico: perteneciente al mito, que se remonta a los orígenes de un pueblo, civilización o lugar, aun cuando no pueda ser específico.

188

Moái: escultura monumental de piedra volcánica cuyo origen es un misterio.

Neru: doncellas elegidas por su belleza, antes de sus bodas.

Nessuno: voz italiana que quiere decir ninguno. Orongo: poblado de piedra en la falda del volcán Rano Raraku, lugar de celebraciones y ceremonias.

Óvalo: con forma de huevo. Cualquier figura plana con forma ovalada y curvilínea. El óvalo de la cara, por ejemplo.

Panga: lancha a motor, descubierta y del tamaño de un bote. Peñón: peña grande y escarpada. Monte peñascoso. Per che: por qué. Piragua: embarcación larga y estrecha, más grande que una canoa y navega a remo y vela.

Plumavit: espuma plástica. Poike: región de la isla Rapa Nui. Popa: parte posterior de una embarcación donde va el timón. En los botes con motor la función del 189

timón la cumple la columna que sujeta la hélice impulsora.

Pora: balsa pequeña construida con totora. Porrazo: golpe que se recibe al caer con todo el cuerpo. En otros países es el golpe que se da con una porra, es decir, un palo labrado de modo rústico.

Privarse: en Chiloé significa enojarse. Pulla: Expresión grosera, aguda, lanzada oportunamente.

Qué contiene (expresión común en Chiloé): qué es, qué significa.

Quetro: pato silvestre que habita junto a la costa marina y en lagos interiores. Se encuentra desde Ñuble hasta Tierra del Fuego.

Ragazzo: voz italiana que significa muchacho. Rano Raraku: volcán ubicado en la costa sureste de Isla de Pascua, en cuyas canteras se esculpieron la mayoría de los moáis .

190

Rapa Nui: «La Isla Grande». Isla de Pascua, pertenece a la Quinta Región y se ubica a 3.760 kms de la costa, en la latitud del puerto de Caldera.

Recalar: llevar una embarcación a la vista de una costa conocida.

Reclusa: persona recluida o encerrada en algún recinto cerrado.

Remero: el que usa los remos. Rico Pancho Gómez: expresión chilota que alude a una persona que lo tiene todo y lo disfruta.

Sename: Servicio Nacional de Menores. Seremi: secretario regional ministerial, representante en la región de un determinado Ministerio de la República. Settimana: voz italiana, semanas. Tangata manu: hombre pájaro. Te Pito o Te Henúa: Ombligo del Mundo. Toto: isla del archipiélago de Los Chonos.

Uoke: gigante legendario. Con su fuerza descomunal hundió el continente Hiva, donde vivieron 191

los antepasados rapa—nui, provocando enormes inundaciones.

Uomo: voz italiana, hombre. Vaka-ama: embarcación pequeña con un balancín en uno de sus costados.

Vaka poe-poe: embarcación de gran tamaño similar a un lanchón.

Yunta: par, como una yunta de bueyes. En la ciudad, en ciertos estratos sociales, significa amistad inseparable.

192

Víctor Carvajal

Nació en Santiago de Chile. Es uno de los autores chilenos de mayor trayectoria en el área de la literatura infantil, con diversas publicaciones en narrativa y drama. En sus obras muestra la vida de los niños y jóvenes de hoy en América. Es autor en Alfaguara Infantil de Un monstruo ASI de grande, Caco y la Turu, Mamire, el último niño, y Sakanusoyín, cazador de Tierra del Fuego. Además, en la colección Mar de Libros ha publicado Lugares de asombro y creencia popular y Mamiña, niña de mis ojos.

193