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C U A N D O N A D A

TE

B A S T A

Este pequeño libro, claro e inteligente, enfoca un problema hondamente humano: cómo dar sentido a la vida. Cuando somos jóvenes, parece que tuviéramos a nuestra disposición todo el tiempo del mundo. En los primeros años de febril actividad, la educación personal, el matrimonio y la carrera profesional llenan por completo nuestra existencia. Pero, tarde o temprano, todos comenzamos a plantearnos las preguntas esenciales: ¿qué estamos haciendo de nuestra vida? Una sensación molesta e inquietante nos quita el sueño. ¿Qué es lo que nos falta? Gran bestseller en los Estados Unidos, Cuando nada te basta permaneció más de siete meses entre los libros más vendidos según The New York Times. Harold Kushner es autor además de otros dos libros notables, Cuando la gente . buena sufre y ¿Quién necesita a Dios?

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Harold Kushner C uando N ada T e Basta

Harold Kushner

C uando N ada Te Basta

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En memoria de mis padres, JULrUS KUSHNER (1900-1984) y SARAH HARTMAN KUSHNER (1905-1976), que viven aún en mi recuerdo.

Emccc Editores S.A. Alsina 2062 - Buenos Aires, Argentina E-mail: [email protected] http: // www.emece.coni.ar Título original: When Alt Yon 've Ever Wamed Un 't Enough Traducción: Raquel Albornoz Copyright © 1986, Harold Kushner © Emecé Editores S.A., 1996 Diseño de tapa: Eduardo Ruiz Fotocromía de tapa: Moon PatrolS.R.L. 3a im presión: 3-000 ejemplares Im preso en Printing Books, Gral. Díaz 1344, Avellaneda, abril de 2002 Reservados todos los derechos, Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o fotal de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprograffa y el tratam iento informático. IMPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 I.S.B .N .: 950-04-1721-9

Alrededor de un tercio de mis pacientes no padece una neurosis definible en términos clí­ nicos sino más bien sufre por la insensatez y futilidad de su vida. Esto puede denominarse la neurosis general de nuestros tiempos. Cari Jung El hombre moderno en busca de su alma

¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! Eclesiastés 1:1

Harold Kushner C uan do N ada T e Basta

UNO ¿Qué era lo que tenía que hacer yo con mi vida?

Si a cualquier persona se le pregunta qué es más im­ portante para ella, ganar dinero o dedicarse a su fa­ milia, casi todos responderán familia sin vacilación. Pero si observamos cómo esa misma persona invierte su tiempo y sus energías, comprobaremos que no vive de acuerdo con sus ideales. Ese hombre se ha dejado convencer dé que, si se va más temprano a trabajar por la mañana y vuelve más cansado por la noche, está demostrando cuánto quiere a su familia porque se desvive para brindarle todos los bienes materiales que se publicitan. Si a cualquier individuo le preguntamos qué sig­ nifica más para él —o ella—, contar con la aprobación de los extraños o con el afecto de los seres queridos, no podrá siquiera comprender por qué le hemos formula­ do tal pregunta. Obviamente, los seres más importan­ tes para él son los de su familia y sus amigos íntimos. Sin embargo, ¿cuántos de nosotros hemos sofocado la espontaneidad de nuestros hijos por temor a lo que pudieran pensar vecinos o desconocidos? ¿Cuántas veces hemos descargado sobre las personas que tenía­ mos más cerca el enojo por lo que alguien nos hizo en el trabajo? ¿Y cuántos nos hemos vuelto irritables en casa porque estábamos haciendo dieta para ser más atractivos ante los ojos de gente que no nos conoce lo suficiente como para ver más allá de las apariencias? Preguntémosle a cualquiera qué pretende de la vida, y probablemente nos responderá: «Lo único que quiero es ser feliz». Y yo le creo. Creo que la mayoría de la gente aspira a ser feliz, que todos se empeñan al 15

máximo para serlo. Compran libros, asisten a clases, cambian su estilo de vida en un esfuerzo siempre constante por alcanzar ese bien tan difícil de definir que es la felicidad. Pero a pesar de todo eso sospe­ cho que la mayoría de la gente, casi todo el tiempo no lo es. ¿Por qué es tan ilusoria esa sensación de felicidad tanto para las personas que encuentran lo que quie­ ren en la vida como para las que no lo hallan? ¿Por qué algunas personas, que tienen tantos motivos para ser felices, sienten íntimamente que algo les falta? ¿Querer ser feliz es pedirle demasiado a la vida? ¿No será que la felicidad, como la juventud eterna o el mo­ vimiento perpetuo, es un fin inalcanzable por más que nos esforcemos en alcanzarlo? ¿O acaso es posible que el hombre sea feliz pero lo que sucede es que ha equivocado el camino? Oscar Wilde cierta vez escribió: «En este mundo sólo existen dos tragedias. Una es no obtener lo que deseamos, y la otra es obtenerlo». Lo que él trataba de advertimos es que, por mucho que nos afanemos por hacer las cosas bien, el éxito no nos dejará satisfechos. Cuando llegamos a ese punto, después de sacrificar tantas cosas en aras del éxito, comprendemos que no era eso lo que queríamos. Los que tienen dinero y po­ der saben algo que tú y yo desconocemos y que hasta no nos átreveríamos a creer si alguien nos lo dijera. El dinero y el poder no satisfacen ese hambre indefini­ ble del alma. Hasta los ricos y poderosos anhelan algo más. Nos enteramos de los problemas de familia que aquejan a ricos y poderoso, los vemos representados en obras de ficción por la televisión, pero jamás recibi­ mos el mensaje. Por el contrario, pensamos que si no­ sotros tuviéramos todo lo de ellos seríamos felices. Por mucho que nos esforcemos en ser del agrado de los demás, y aunque lo logremos, nunca pensamos que ha llegado el momento de descansar porque he­ 16

mos obtenido lo que pretendíamos. Si el concepto que tenemos de nosotros mismos depende de nuestra po­ pularidad y de la opinión que merezcamos ante los ojos de otra gente, siempre estaremos sujetos a esa otra gente. Y un día cualquiera, ellos podrán sacamos la alfombra sobre la cual estamos parados. Recuerdo haber leído la historia de mi muchacho que se fue de su casa para buscar fama y fortuna en Hollywood. Tres eran las ilusiones que lo alentaban al partir: ver su nombre en luces de neón, comprarse un Rolls-Royce y casarse con la ganadora de algún con­ curso de belleza. A los treinta años había alcanzado las tres metas, pero era un hombre deprimido, inca­ paz de realizar un trabajo creativo pese a (o tal vez de­ bido a ) que sus sueños se habían hecho realidad. A los treinta, ya no tenía más miras. ¿Qué le quedaba por hacer el resto de su existencia? En los últimos tiempos, varios autores han men­ cionado «el fenómeno del impostor», refiriéndose a la sensación de muchas personas para quienes su éxito es inmerecido, el miedo a que algún día alguien los de­ senmascare y así se sepa que son unos farsantes. A pesar de todos los atavíos exteriores del éxito, se sien­ ten huecos por dentro. Nunca pueden sentarse a des­ cansar y disfrutar de sus logros porque necesitan un triunfo atrás de otro, precisan una reafirmación cons­ tante por parte de la gente que los rodea para acallar la voz interior que no cesa de decirles: «Si ellos te co­ nocieran como yo, sabrían que eres un mentiroso». Así, la mujer que soñaba casarse con un prestigio­ so médico y vivir en una hermosa casa de un barrio elegante puede ser que encuentre al hombre deseado y la casa de sus sueños, pero a lo mejor no entiende por qué todas las mañanas se pregunta si la vida no es más que eso. Sale a almorzar con las amigas, trabaja en obras de beneficencia, tal vez ponga una boutique con la esperanza de que, si llena sus días también lle­ 17

nará el tremendo vacío de su alma. Empero, por mu­ cha que sea la actividad que despliegue, jamás se sa­ cia su hambre interior. Nuestras almas no están sedientas de fama, con­ fort, riqueza ni poder. Esas gratificaciones crean casi tantos problemas como los que resuelven. Nuestras almas están sedientas de sentido. Lo que anhelan es la sensación de que hemos aprendido a vivir de mane­ ra tal que nuestra existencia sea importante, de modo que el mundo sea al menos un poco distinto por el he­ cho de que nosotros hayamos transitado por él. Cuando estaba leyendo el libro El hombre moder­ no en busca de su alma, de Cari Jung, vanos de sus párrafos me sorprendieron por lo profundos. Me die­ ron la impresión de que un hombre que había vivido antes de que yo naciera me conocía más que yo mis­ mo. El primero de esos pasajes decía: «Alrededor de un tercio de mis pacientes no padece una neurosis definible en términos clínicos sino más bien sufre por la insensatez y futilidad de su vida. Esto puede deno­ minarse la neurosis general de nuestros tiempos». Tuve que reconocer que tenía razón. Sus palabras son tan vigentes para nuestra época como lo fueron para los años de 1920 y 1930, cuando los escribió. Lo que nos frusta y nos impide ser felices es que nuestras vidas carezcan de sentido. ¿Qué encierra la vida aparte del mero hecho de existir, comer, dormir, trabajar y procrear hijos? ¿So­ mos iguales a los animales salvo en la capacidad de cuestionamos el sentido de la vida? Es muy difícil dar respuesta a este interrogante, pero más difícil aún es evitar responderlo. Quizá podamos postergar unos años la respuesta, mientras éstamos ocupados con de-, cisiones vinculadas con la educación o el matrimonio. En esas primeras décadas, otras personas tienen más influencia sobre nuestra vida que nosotros mismos. Pero tarde o temprano habremos de planteamos: «¿Qué 18

tengo que hacer con mi vida?» «¿Cómo debo vivir de modo que mi paso por este mundo sea algo más que un breve fogonazo de existencia biológica que habrá de desaparecer para siempre?». El director de un museo entomológico de Gales me mostró una vez la «polilla sin boca», una variedad de oruga que pone sus huevos y luego se convierte en una mariposa que carece de sistema digestivo. Como no tiene forma de ingerir alimentos, a las pocas horas muere. La naturaleza ha creado este ser sólo para que se reproduzca y continúe la vida de la especie. Una vez lograda su misión, no hay motivo para que siga vi­ viendo, y por ende se lo programa para morir. ¿Acaso nosotros somos así? ¿Nuestro único objetivo es tener hijos para perpetuar la raza humana? Y luego de ha­ berlo hecho, ¿es nuestro destino desaparecer y hacer lugar a la nueva generación? ¿O es que nuestra vida tiene otro designio aparte de la simple existencia? Con nuestra desaparición, ¿el mundo va a perder algo o sólo estará menos abarrotado? Tal como Jung supo captarlo, éstas no son unas meras preguntas abstrac­ tas para tratar en una reunión social. Son, por el con­ trario, temas acuciantes, que si no podemos respon­ der nos sumirán en el desaliento y la melancolía. Una tarde vino un hombre a visitarme a mi ofici­ na. El día anterior me había llamado para pedirme una entrevista porque quería conversar conmigo so­ bre una cuestión religiosa. Por la índole de mi trabajo, yo ya sé que una «cuestión religiosa» puede significar desde por qué Dios permite que exista el mal en el mundo hasta dónde se deben ubicar los padres del no­ vio en una ceremonia nupcial. Charlamos durante unos minutos acerca de su infancia, la educación reli­ giosa que había recibido, y luego me contó el motivo de su preocupación. «Hace quince días fui por primera vez al entierro de un hombre de mi edad. No era muy amigo de él, 19

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pero trabajábamos juntos, hablábamos de vez en cuando, teníamos hijos de la misma edad. Este mu­ chacho se murió de repente un fin de semana. Sé posi­ tivamente que los que fuimos al sepelio pensábamos “Bien podría haber sido yo”. Eso sucedió hace quince días. Ya le pusieron un reemplazante en la oficina, y me he enterado de que la mujer se muda a otra ciu­ dad, para vivir con sus padres. Hace dos semanas él trabajaba a cinco metros de mi escritorio, y ahora es como si nunca hubiera existido. Como cuando uno arroja una piedra al río: durante unos instantes se forman ondas en el agua, pero luego el agua queda como antes, y la piedra ya no está más. Casi no he dor­ mido desde aquel día, rabino. No puedo dejar de pen­ sar que lo mismo podría ocurrirme a mí, que en algún momento por cierto me ocurrirá, y que a los pocos días nadie me recordará, como si jamás hubiese existido, ¿Es que la vida de un hombre no debe ser algo más que eso?» Si un árbol se desploma en el bosque y no hay na­ die cerca para oírlo, ¿acaso hace ruido? Si una perso­ na vive y muere y nadie se percata de ello, si el mundo continúa su curso habitual, ¿esa persona estuvo real­ mente viva? Estoy convencido de que el motivo de nuestros desvelos no es tanto el miedo a la muerte como el temor a que nuestra vida no haya tenido tras­ cendencia en el mundo, que dé lo mismo que hayamos existido, o no. Por ricos que seamos en bienes materia­ les, lo que anhelamos es un sentido de trascendencia.

Por más que tengamos todos los bienes deseados, po­ demos sentimos vacíos. Quizás hayamos llegado a la cúspide de nuestra profesión, y a pesar de todo sinta­ mos que algo nos falta. Aunque todo el mundo nos en­ vidie, a lo mejor notamos la ausencia de una verdade­ ra plenitud en nuestra vida. Por eso solemos recurrir 20

a la terapia para que nos ayude a llenar el vacío y dar solidez a nuestra vida. No siempre recordamos que el sentido originario y literal de la palabra «psicotera­ pia» es «el cuidado y la cura del alma». Personalmente yo he recibido el beneficio de la terapia en ciertos mo­ mentos de mi vida en que me abrumaban los problemas y necesitaba que alguien de afuera, un experto, me hi­ ciera ver que ciertas cosas que yo hacía iban en mi propio perjuicio. Necesitaba que alguien me dijera que estaba evitando enfrentar algunas verdades. Además, he utilizado los conocimientos de la psicolo­ gía y^la psicoterapia para ilustrar mis sermones y para aconsejar a atribulados miembros de mi feligre­ sía. Sé positivamente que la terapia tiene valores, pero son valores de adaptación a lo que es, y no una vi­ sión de un mundo que aún no existe. El terapeuta puede desentrañar algunas de la marañas emociona­ les en que nos hemos enredado, eliminar ciertos obs­ táculos que nos impiden alcanzar la felicidad. Puede hacemos menos desdichados, pero no puede hacernos felices. En el mejor de los casos, puede llevamos a fo­ jas cero en una situación emocionalmente negativa, desbloquear nuestra capacidad de tener una vida ple­ na y trascendente, pero nada más. Cuando alguien acude a mí con sus angustias personales, trato de de­ jar en claro que no soy un terapeuta, o sea que no pue­ do tratarlo como lo hace un profesional, pero sí estoy en condiciones de brindarle algo que no ofrece el tera­ peuta: una definición de lo que es vivir bien o mal; libertad para juzgar sus actos e indicarle que algo anda mal en el sentido moral, no sólo en un plano fun­ cional, y que sería aconsejable emprender otro curso de acción. Ttengo presente un viejo refrán yiddish: «Para el gusano que habita en el rábano, todo el mundo es un rábano». Es decir, si nunca hemos conocido otra alter­ nativa, damos por sentado que la única forma de vivir 21

es la nuestra, con toda su carga de frustraciones. Lle­ gamos a creer que en la vida siempre ha habido embo­ tellamientos de tránsito y contaminación ambiental. La psicoterapia puede ayudamos a enfrentar el hecho de que el mundo en que vivimos es un rábano, puede quitamos las fantasías idealistas, puede ensañamos a adaptamos mejor a este mundo, y por ende sentir­ nos menos desengañados por él. Lo que no puede es internamos en un mundo que nunca hemos visto ni probado. La psicología tal vez nos enseñe a ser norma­ les. Pero es preciso buscar en otra parte la ayuda ne­ cesaria para volvemos humanos. La posibilidad de que la vida tenga sentido es un interrogante religioso, no porque tenga que ver con la fe ni con la concurrencia al templo, sino porque se re­ fiere a valores fundaméntales. Es una cuestión reli­ giosa porque nos plantea qué queda por hacer cuando uno ya ha aprendido todo lo que hay por aprender, y resuelto todos los problemas que se pueden resolver. La religión centra su mira en la diferencia que hay en­ tre el ser humano y las demás especies, y en la bús­ queda de un objetivo lo suficientemente importante como para que nuestra vida adquiera sentido por el mero hecho de que adhiramos a dicho propósito. La Declaración de la Independencia nos garanti­ za el derecho de procurar la felicidad, pero como se trata de un documento político y no religioso, no nos advierte sobre las frustraciones que pueden sobreve­ nir al tratar de ejercitar dicho derecho, ya que la bús­ queda de la felicidad no es un fin aconsejable. Uno no adquiere la felicidad por el solo hecho de perseguirla. Se es feliz cuando se lleva una vida plena de senti­ do. Las personas más felices que conocemos proba­ blemente no sean las más ricas y famosas, ni las que más se empeñan en ser felices leyendo artículos sobre el tema o plegándose siempre a las últimas modas. Por el contrario, tengo la impresión de que las perso22

ñas más dichosas son las que procuran ser siempre amables, serviciales y confiables, que la felicidad en­ tra en sus vidas mientras ellas están ocupadas ha­ ciendo todas esas cosas. No se es feliz con sólo perse­ guir la felicidad: ésta es siempre un subproducto, no el objetivo principal. La felicidad es como una maripo­ sa; cuanto más la perseguimos, más lejos vuela y se esconde. Pero si no le damos caza, si dejamos la red y nos ocupamos de actividades más productivas, se nos acercará por detrás y se posará en nuestro hombro.

Para citar a Jung una vez más: «Pasamos por alto el hecho esencial de que para alcanzar las metas que pre­ mia la sociedad debemos renunciar a una parte de nues­ tra personalidad. Muchos aspectos de la vida que de­ bían haberse experimentado yacen en el desván de los viejos recuerdos». Al leer esa frase tuve la sensación de estar frente a una verdad que siempre supe en lo íntimo, pero jamás me atrevía a reconocer. Sólo aho­ ra, pisando ya los cincuenta, me siento preparado como para enfrentarla. Al igual que mucha gente, ha­ bía adquirido una gran eficiencia en ciertos aspectos de mi trabajo, pero a costa de distorsionar mi perso­ nalidad. Mi familia, mi propio sentido de la integridad habían pagado el precio, pero la sociedad me gratifi­ caba tanto, que yo no me daba cuenta de lo que hacía. Las palabras elogiosas de la gente sofocaban esa vocecita interior que me advertía que estaba dejando algo de lado. Recuerdo las innumerables noches en que me dejé convencer de que asistir a una reunión de trabajo (por tercera vez en la misma semana) era más impor­ tante que estar en casa con mi familia, y que el comité no podía funcionar sin mí. (Sólo años más tarde, un pastor amigo mío me dijo: “Dios pude usarte pero Él no te necesita”.) Pienso en cuántas veces concedí en­ 23

trevistas de asésoramiento en horarios convenientes para la otra persona, pero que a mí me significaban tener que saltar la cena. Hace irnos años me invitaron a disertar ante una promoción de egresados de un se­ minario rabínico. A esos jóvenes que estaban a punto de iniciar su ministerio, les dije: «Habrá viernes por la noche en que obligarán a su familia a comer de prisa para poder ustedes llegar a horario al templo y hablar del sábado como un día que debe dedicarse por entero a la familia. Habrá ocasiones en que dejen en su casa a un hijo enfermo, o un hijo que está estudiando para una prueba, para correr a hablar al grupo juvenil del tem­ plo acerca de los valores religiosos. Habrá domingos en que cancelarán un paseo familiar para oficiar en un funeral, en el cual elogiarán al muerto por haber sido un hombre que nunca permitió que el trabajo in­ terfiriera con las obligaciones que lo ataban a su fami­ lia. Y lo peor de todo es que, cuando procedan así ni si­ quiera se percatarán de lo que hacen». Una vez leí una entrevista que le hacían a uno de los más prominentes consignatarios de automóviles del país. Cuando se le preguntó cuál era el secreto de su éxito, respondió: «A todo el que entra en mi salón de ventas lo trato como si fuera mi mejor amigo. Ave­ riguo cuáles son las cosas que le gustan, en qué tra­ baja, y sea cual fuere su respuesta, finjo un gran inte­ rés. Me muestro tan cautivado por todo lo suyo, que el hombre no puede menos de desear comprarme un auto». Estas palabras me hicieron pensar en lo triste que es tener que ganarse la vida de esa forma: fin­ giendo que a uno le agradan todas las personas hasta el punto de olvidar lo hermoso que es disfrutar de la compañía de otro como un amigo, no sólo como un com­ prador en potencia. La emoción buscada ex profeso reemplaza a la emoción genuina, hasta que llega un momento en que uno ya no sabe ni lo que siente. Tal vez sea por eso que hay tanta falsa amabilidad y tan

poca amistad verdadera en la vida del norteameri­ cano de hoy. Y lo más lamentable es que la sociedad aplaude este desatino, nos honra por nuestro éxito económico, nos alaba por nuestra abnegación. «Para alcanzar las metas que premia la sociedad debemos renunciar a una parte de nuestra personalidad». Las fuerzas de la sociedad no permiten que el hombre sea un ser ínte­ gro porque les es más útil cuando una parte de él se desarrolla en exceso. Al igual que los perros de caza a los que se entrena para que cobren la presa y la traigan en la boca sin darles un mordisco, nos hemos vuelto útiles a la sociedad a costa de negar nuestros instin­ tos más saludables.

Este libro no da recetas para lograr la fama y la felici­ dad. Eso se puede hallar en muchos otros textos. Tra­ ta, en cambio, sobre cómo tener éxito, aunque no en el sentido en que suele asignársele a la palabra, sobre la forma de ser humano, de sentirse más importante que una polilla que vive un instante para después mo­ rir. Enseña a saber si hemos vivido como corresponde, si no hemos malgastado nuestra existencia. Hablare­ mos sobre el modo de dar sentido a nuestra vida, para tener la certeza de que no la hemos derrochado y'que el mundo va a ser distinto por el mero hecho de que ha­ yamos transitado por él. Es un libro escrito por un hom­ bre que ha llegado a la edad madura que intenta transmitirte algunas cosas que sabe ahora, pero que desearía haber sabido cuando era más joven. Al escribir esta obra me ha animado el deseo de ayudar a la gente a superar una suerte muy sutil de tra­ gedia; el hastío, la sensación de futilidad y falta de propósito de la propia vida. Se trata de un mal muy peligroso porque no siempre nos damos cuenta de que lo padecemos, y porque nos ataca furtivamente. Nos

quita la alegría de vivir, y cuando nos damos cuenta de lo que ocurre, ya es demasiado tarde para solucio­ narlo. Este libro se propone ayudarte a superar el miedo a que vamos a vivir y después morir, y que tan­ to le da al mundo que vivamos como que dejemos de existir. Comencé a escribir un libro totalmente distinto en el que relataba los problemas de otra gente y daba muchos consejos sobre la forma de resolverlos. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que faltaba algo. Enton­ ces comprendí que debía partir de mi experiencia, de mis problemas y mi confusión, y no de los de otras per­ sonas. Tenía que ser un libro muy personal, pero no debía dedicarme a hablar sobre la búsqueda de tras­ cendencia en abstracto, sino sobre mi propia búsque­ da, con todos sus errores y desilusiones. Tres cosas me sucedieron en estos últimos cinco años que me han hecho reformular mi modo de enca­ rar la vida. Primero, la muerte de un hijo mío de catorce años a causa de un mal incurable, me llevó a relatar en un libro cómo hice para sobrevivir al dolor. Lo es­ cribí por una necesidad profunda de contar la histo­ ria, sin esperar que lo leyese más que un reducido nú­ mero de amigos íntimos. Para mi gran sorpresa (y la de dos editores que me lo habían rechazado), se con­ virtió en un best-seller internacional. Pese a los años transcurridos, sigo recibiendo cartas de agradeci­ miento de personas que se sintieron alentadas y re­ confortadas con su lectura. El éxito de la obra me sig­ nificó cierto grado de fama y de fortuna, me tuvo terriblemente ocupado durante varios años, deterioró mi salud al tiempo que me traía aparejados proble­ mas con mi familia y toda otra actividad mía no vincu­ lada con el libro. Pero, fundamentalmente, me obligó a dilucidar los efectos deseables —y los que no lo eran— de todo ese esplendor. Acada instante me pre­ guntaba: «¿Realmente es esto lo que pretendo de la 26

vida?». En ocasiones la respuesta era un categórico sí y otras veces un desganado no. Empero, tuve que plantearme el interrogante con una asiduidad y una insistencia desconocidas. Vi que tenía que decidir cómo quería invertir las energías y el tiempo limita­ dos con que cuento, por qué cosas deseaba que me re­ cordaran. Los errores que cometí y las lecciones que aprendí al tratar de resolver esos interrogantes cons­ tituyen el fundamento de esta obra. El segundo hecho que me conmovió fue que murió mi padre poco antes de cumplir los ochenta y cuatro años, obligándome a encarar el tema de la mortali­ dad, tanto la suya como la mía. Me vi forzado a reco­ nocer que hasta la vida más larga y fructífera en al­ gún momento toca su fin. De pronto me veía en la necesidad de determinar cuáles, de los muchos logros de mi padre, morían con él, y cuáles perduraban confi­ riéndole cierto grado de inmortalidad. Debido a su fa­ llecimiento yo pasaba a ser la generación mayor, y era hora de ponerme a pensar qué aspectos de mi existen­ cia serían imperecederos, manteniendo vivo mi re­ cuerdo. Por último, cuando ya había empezado a escribir este libro, cumplí cincuenta años. De chico, nunca le tuve miedo a la vejez como le sucede a tanta gente. Al fin y al cabo, provengo de la tradición judía que vene­ ra la madurez y la sabiduría más que el vigor juvenil. Los cuarenta me parecían una edad apropiada para dar sermones acerca de enfrentar la vida, pero ya cincuenta era la ancianidad puesto que me ubicaba más cerca del ocaso de la vida que de sus albores. Por mucho que hubiera leído antes, no me sentía preparado para afrontar la sorpresa de haber llegado a los cincuenta. Y sin embargo fue muy fácil. Ahora me siento más asentado, comprendo mejor quién soy. A los treinta —incluso a los cuarenta— todavía me planteaba cómo habría de ser mi vida. A los treinta, mi mujer y 27

yo planificábamos la familia, pensábamos en tener hi­ jos. No había completado aún la etapa de aprendiz en mi carrera puesto que trabajaba como rabino adjunto en una comunidad suburbana. Alos treinta y cinco me consumía el desasosiego; me tironeaba por un lado el trabajo y por el otro la familia. Alos cuarenta, me ne­ gaba a aceptar el hecho de que algunos de mis sueños más caros jamás habrían de concretarse. Me rebelaba contra la injusticia de la vida. Pero ahora que tengo cincuenta siento que los principales interrogantes de mi existencia han hallado su respuesta, algunas de ellas satisfactorias y otras no tanto. Tengo la esperan­ za de que la vida aún me depare sorpresas. Espero no haber dejado de crecer. Pero las tormentas y las incertidumbres que me aquejaban de joven parecen haber amainado. La necesidad de trascendencia no es de carácter biológico como lo es la necesidad de aire o de alimento. Tampoco es psicológica como la necesidad de ser acep­ tado y sentir autoestima. Se trata de una carencia re­ ligiosa, una sed fundamental que padece el alma. Por eso es que debemos acudir a la religión para saciarla.

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DOS El libro más peligroso de la Biblia

La búsqueda de una vida plena es uno de los temas re­ ligiosos más antiguos. Desde las primeras épocas, la religión ha procurado relacionar al hombre con Dios, y con su prójimo, para que pueda compartir con otros sus momentos de regocijo y de dolor. No bien los seres humanos empezaron a comprender que la vida es algo más que la mera supervivencia, se volcaron a la reli­ gión como modo de poder alcanzar una vida mejor. En el judaismo, cristianismo y algunos de los credos orientales suele hacerse referencia a la religión como El Camino, la senda que conduce a vivir en armonía con el universo. Pero hoy en día nos sumimos en el desaliento cuando tratamos de hallar una guía en las páginas de nuestras tradiciones religiosas. Allí encontramos ase­ veraciones sabias, que a menudo no compartimos. Se nos habla de la existencia de un Dios que rige el uni­ verso y nos revela su voluntad. Se nos promete felici­ dad si cumplimos sus designios, y una gran desdicha si nos apartamos de su senda. Quisiéramos creer en eso, pero nos cuesta mucho porque a veces la expe­ riencia se empeña en contradecirlo. La Biblia parece escrita para creyentes que ya oyen a las claras la voz de Dios, y no para el atribulado hombre moderno, para el escéptico, el dubitativo, el confundido. Las personas que tienen fe siempre aconsejan: «Lee la Bi­ blia porque allí encontrarás todas las respuestas». Sin embargo, al hombre inquieto, al que está en la búsqueda, le parece un libro remoto, que nada tiene que ver con el motivo de sus preocupaciones. El tema31

rio de la Biblia no le satisface, y las respuestas que ella ofrece no tienen relación con los interrogantes que él se plantea. Entonces esa persona se siente peor al comprobar que algo que ha sido tan útil para otros, a él no le sirve de nada. No obstante, uno de sus libros difiere de todos los demás por su carácter insólito tanto que, si fuera más difundido, podría llegar a ser el más peligroso de la Biblia. Se trata del Eclesiastés, un libro pequeño —ape­ nas unas doce páginas— escondido al final de la edi­ ción hebrea donde muchos lectores jamas alcanzan a descubrirlo. Sin embargo, la psrsona que lo encuentra y lo lee. se queda maravillada por las cosas que dice. No hay nada que se le asemeje en todas las Escrituras. Es obra de un hombre enojado, cínico y escéptico, que tiene dudas acerca de Dios y cuestiona el imperativo de hacer el bien. «¿Qué provecho saca el hombre de todo el trabajo con que se afana debajo del sol.», pre­ gunta en las primeras líneas. «Una generación va y otra generación vienen, más la Tierra permanece para siempre». (Eclesiastés 1,4). «Porque lo que suce­ de a los hombres lo mismo sucede a las bestias; es de­ cir, como mueren éstas, así mueren aquéllos. De modo aue ninguna preeminencia tiene el hombre sobre la bestia; porque todo es vanidad» (Ecl. 3,19). «Hay jus­ tos que perecen en su justicia; también inicuos hay que prolongan la vida en su maldad. No seas excesi­ vamente justo ni te hagas sabio en demasía. ¿Por que querrías perderte?» (Ecl. 7:15-16). ¿Hay alguien más en la Biblia que hable asi. Vir­ tualmente todas las páginas de la Biblia insisten en la importancia de nuestros actos, por pequeños que es­ tos sean. Se nos dice que Dios se fija en lo que come­ mos con quién dormimos, en qué forma ganamos y gastamos el dinero. El Eclesiastés, por el contrario, nos asegura que en realidad Dios no se preocupa por nada de eso, que tanto los ricos como los pobres, los 32

buenos como los malos, somos iguales ante los ojos di­ vinos. Independientemente de la forma de vida que uno lleve, nuestro destino es envejecer, morir y pronto ser olvidados. No interesa qué clase de vida llevemos. La tradición judía nos relata que cuando los sabios se reunieron para establecer los preceptos, para deci­ dir cuáles de los antiguos libros formarían parte de la Biblia y cuáles dejarían de lado, se produjo un arduo debate en relación con el Eclesiastés puesto que para muchos resultaba ofensivo. No sólo no querían in­ cluirlo en la Biblia, sino prohibirlo de plano por temor a que condujera a la herejía a lectores jóvenes e incau­ tos. Sin embargo, los sabios superaron la turbación que les producía el erotismo del Cantar de los canta­ res y el ambiente de Los mil y una noches que prevale­ ce en el Libro de Ester, y también aceptaron el escep­ ticismo del Eclesiastés. ¿Qué es este libro que tanto perturbó a los sabios de antaño y sorprende al lector moderno? Es una obra difícil de leer y comprender. Si bien posee un único ca­ rácter dominante, no tiene trama ni se desarrolla en él un tema. El autor salta de una materia a otra, y a veces se contradice en una misma página. Algunas ci­ tas de ese libro te resultarán conocidas: «No hay nada nuevo bajo el sol»; «Hay un momento para todo, un tiempo de nacer y un tiempo de morir»; «El sol tam­ bién se asoma». Pero el libro, como obra total, no es sencillo. No es mucho lo que se sabe acerca del autor. No conocemos su nombre ni sabemos cuándo vivió. De­ bido a que él se describe como descendiente del Rey David y gobernante de Jerusalén, se le atribuye la au­ toría al Rey Salomón, al hombre más sabio de la Bi­ blia. La tradición judea sostiene que Salomón es au­ tor de tres libros bíblicos. Cuando era joven y estaba enamorado, escribió los poemas de amor del Cantar de los cantares. Cuando maduró y se dedicó a ganarse 33

la vida, volcó su sabiduría práctica en el Libro de los proverbios. Al envejecer expresó en sus escritos el ci­ nismo que encontramos en el Eclesiastés. Algunos eruditos afirman que, de no haber sido el Rey Salo­ món el autor, los sabios no lo habrían incorporado a la Biblia. Hasta el nombre, Eclesiastés (en hebreo, Kohélet) es oscuro. No sabemos de nadie que haya llevado ja­ más ese nombre. Gramaticalmente se asemeja más a un título que a un nombre personal (lo cual no debería asombramos ya que los autores de la antigüedad casi nunca le ponían su nombre a la obra), y se cree que significa «el que convoca a una asamblea, el que con­ grega a la gente». Quizás haya sido un maestro, un sabio, que se ganaba la vida preparando a los hijos de los ricos para enfrentar los problemas prácticos de la vida. De hecho el libro, a pesar de todo su pesimismo, tiene el tono del hombre que desea compartir su ex­ periencia con los jóvenes, no sólo para instruirlos sino también para formularles una advertencia. Ya sea que el verdadero autor haya sido, o no, el Rey Salomón (el lenguaje parecería corresponder a un pe­ ríodo posterior), todo indica que el hombre que cono­ cemos como Eclesiastés era un individuo sensato, de mediana edad —o mayor aún— que enfrentaba el mie­ do a envejecer y morir sin haber hallado el sentido de su vida. Da la impresión de buscar con desesperación algo que le dé un valor perpetuo a su existencia. Yo descubrí este libro aproximadamente a los die­ cisiete años, y me gustó de entrada. Me fascinó el co­ raje y la honestidad que ponía de manifiesto el autor al atacar la ortodoxia de su época, al señalar la hi­ pocresía y la falsedad de tantos actos que se consi­ deraban piadosos en sus tiempos. Me fencantaron las agudas observaciones sobre la vida, los comentarios cínicos acerca de la naturaleza humana, por ser tanto más profundos y certeros que el tono piadoso que pre­ 34

valecía en el resto de la Biblia. En ese momento pensé que Eclesiastés era como yo, un joven idealista, ene­ migo de la mentira y la necedad, alguien que desafia­ ba la pompa y la simulación. Ahora que he llegado a la edad que probablemente tenía el Eclesiastés cuando escribió su libro, me doy cuenta de lo mal que entendí sus palabras a los die­ cisiete años. Me miré en el espejo de su libro y vi re­ flejada su propia imagen, la de un adolescente idea­ lista. Pero él no era un adolescente sino un hombre maduro, triste y amargado. Supe captar el placer con que se desenmascaraba una religión falsa, pero como era demasiado joven no advertí el terror que tan eviden­ te me resulta ahora, cada vez que lo releo. Se trata de un libro escrito por un hombre muy asustado. Eclesiastés no es sólo un transmisor de sabiduría, más sincero y franco que los demás. No es sólo un ene­ migo de la mentira y de la hipocresía: es un hombre con un tremendo miedo a morir sin haber primero aprendido a vivir. Tiene la sensación de que no impor­ ta nada de lo que haya hecho ni vaya a hacer en el fu­ turo, porque algún día morirá y pasará al olvido como si no hubiese existido. Y no sabe qué hacer con ese te­ mor a morir sin dejar huellas. «Conforme sucede al insensato, así también a mí me va a suceder. ¿Para qué, pues me he hecho más sa­ bio que los demás? Esto también es vanidad porque del sabio, lo mismo que del insensato, no habrá me­ moria para siempre; puesto que en los días venideros ya hará mucho que todo habrá sido olvidado. ¿Y cómo sucede que muere el sabio? Así como el insensato» (Ecl. 2,15-16). En su libro nos cuenta la historia de su vida. Nos habla de sus logros y sus frustraciones, de todas las formas en que intentó tener éxito y dar trascendencia a su vida, de por qué la pregunta “¿qué significa a la larga -todo esto?”nunca halló respuesta. Se ha dicho 35

que el Eclesiastés es el libro ms personal de la Biblia. Los profetas y otros autores bíblicos en ocasiones también nos hablan sobre su vida y sus experiencias, pero ninguno comparte con nosotros sus temores más profundos como lo hace Eclesiastés. Al parecer, fue un hombre de muchos talentos. En su juventud se dedicó a hacer dinero, y da la impre­ sión de que lo logró. «Híceme, pues, obras grandes; me edifiqué casas; planté para mí viñas. De manera que engrandecí y aumenté mi gloria más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén» (Ecl. 2,4-9). Pero la vida le enseñó que la riqueza no es la res­ puesta. Sabe que puede perder su dinero tan fácil­ mente como lo adquirió. O que puede morir, y lo here­ dará alguien que no trabajó para reunirlo. Ha visto a hombres ricos malgastar su fortuna, o los ha visto en­ fermarse y pasar sus últimos años en una miseria que todo su dinero no pudo aliviar. «Hay un mal que he visto debajo del sol, y que pesa dolorosamente sobre el género humano: es el caso de un hombre a quien Dios le ha dado riquezas y haberes y honra, de modo que no le falta nada de cuanto pueda desear; y con todo Dios no le concede la facul­ tad de gozar de ello, sino que algún extraño lo dis­ fruta. ¿Vanidad es esto y pesar muy doloroso! Aun­ que aquel hombre haya engendrado cien hijos, y aunque viviera muchos años, si su alma no se hartare del bien, ¡digo que más feliz que él es el niño que nace muerto y carece de sepultura!» (Ecl. 6,1-3). Al igual que muchos jóvenes ricos, Eclesiastés se dedicó al placer, a la bebida, a probar todos los entre­ tenimientos que pueden comprarse con dinero. “Me dije: ¡Ven, pues, yo te probaré con la vida alegre! Nun­ ca negué a mis ojos cosa alguna de cuantas desea­ ban... Mas he aquí que esto era también vanidad. De la risa dije que era locura; y de la vida alegre : ¿Qué hace ésta?” (Ecl. 2: 1, 10, 12). De joven, no tiene pro­ 36

blemas en consagrar todo su tiempo al placer. Al fin y al cabo, para los jóvenes el tiempo es eterno; les que­ dan tantos años por delante que pueden darse el lujo de malgastar algunos. Pero, a medida que va enveje­ ciendo y el tiempo adquiere más valor para él, com­ prende que una vida de placer ininterrumpido es sólo una forma de escapar al desafío que implica darle un sentido a la existencia. Divertirse puede ser la sal de la vida pero no el objetivo principal, porque cuando el placer se acaba, no nos deja nada de valor eterno. La edad, que en un momento fue para él una venta­ ja sobre la gente mayor, se ha vuelto su enemiga. Ecle­ siastés se da cuenta de que se le está acabando el tiem­ po, y así lo refleja en estas líneas memorables: «Para todo hay una sazón oportuna; y hay un tiempo deter­ minado para todo asunto debajo del cielo: tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de cosechar; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiem­ po de lamentarse y tiempo de regocijarse». (Ecl. 3,1-4). El autor ha alcanzado la mediana edad y comienza a sospechar que han quedado atrás los buenos momen­ tos, que la mayoría de las cosas agradables ya le han sucedido, y que lo que queda por delante es sólo el tiempo de llorar. Joanne Greenberg escribió un cuen­ to corto, «Las cosas en su momento», título tomado del Eclesiastés. En él habla de cómo un grupo de personas llegó a enterarse de que el gobierno secretamente nos cobra impuestos por nuestro tiempo del mismo modo que grava nuestros ingresos. (Después de todo, el tiem­ po es oro.) Cuanto más valioso es tu tiempo, más ocu­ pado estás. Por eso la gente ocupada nunca parece te­ ner tiempo, por eficiente que sea. Los personajes de la historia secuestran un cargamento de tiempo de un depósito gubernamental con el fin de prolongarle la vida a un querido maestro que está por morir. Pero para Eclesiastés no hay forma de robar tiempo para prolongar sus días. 37

Al comprender que es un hombre ocioso, que va dejando atrás los años de placer desenfrenado, co­ mienza a aprender, movido por el deseo de encontrar sentido a la vida. El lector percibe entonces un tono apremiante en su búsqueda. Ya no pregunta: «¿Qué sentido tiene la vida?» sólo por curiosidad juvenil, sino que se plantea: «¿Qué sentido tiene mi vida?», porque empieza a entrever la posibilidad de que su vida ter­ mine pronto, y que no haya tenido la menor trascen­ dencia. Cuando su afán lo conduce a callejones sin salida, no reacciona con desilusión sino con una cre­ ciente desesperanza. Lo más frustrante es saber que la muerte puede presentarse demasiado pronto, y bo­ rrar todo lo que uno trató de conseguir en la vida. Se propone entonces poner a prueba el adagio po­ pular: «El sabio tiene los ojos en su cabeza, pero el in­ sensato anda en tinieblas» (Ecl. 2,14). Pero lo que ad­ vierte es que si el sabio efectivamente ve con más claridad, lo que ve es la futilidad de la vida. Cuanto más sabio es, más percibe la injusticia, la tragedia. Ha alcanzado una edad tal que ya vislumbra la som­ bra de la muerte que lo acecha. ¿Que valor tiene cual­ quier cosa que haga si no me sirve para librarme de la muerte y el olvido? ¿Qué diferencia hay en que yo sea sabio y mi prójimo insensato, que yo sea honesto y él malvado, si de todos modos nuestras vidas concluirán de la misma manera? Ambos moriremos y seremos ol­ vidados. Y toda mi sabiduría y mis obras de bien mori­ rán conmigo. Si la riqueza y el placer, por ser tan transitorios, no le dieron a la vida del Eclesiastés un sentido perdu­ rable, ¿qué podemos decir de la erudición? La mente humana es muy frágil. Y no sólo la muerte, sino también la vejez, la senilidad, pueden hacer desa­ parecer los conocimientos adquiridos. Es probable que Eclesiastés haya visto a sus maestros envejecer e ir perdiendo sus brillantes facultades. ¿Para qué, 38

entonces, esforzarse en ser sabio? El rico pierde su fortuna al morir, pero el sabio puede perder su sabi­ duría incluso antes. Queda una posibilidad. Uno tiene la sensación de que Eclesiastés vacila en aceptarla por temor a que, si le falla, tenga que perder toda esperanza y llegar a la conclusión de que realmente la vida carece de sentido. Desesperado, se juega la última carta: acude a Dios. Voy a ser piadoso, se dice. Cumpliré con los preceptos de mi religión y buscaré la paz y tranquilidad que se les promete a los puros de corazón. Como le ocurre a muchos hombres y mujeres de su edad, al dejar atrás una vida de luchas y conflictos, cuando tienen ante sí un futuro incierto, Eclesiastés se vuelve religioso, encuentra tiempo para todas las actividades del alma que nunca pudo emprender por estar demasiado ocupado. Pero eso tampoco le da resultado. Muy pronto ad­ vierte que ni la más profunda piedad lo protege de la muerte y el olvido. Por recta que haya sido su vida, no puede negociar con Dios, no puede decirle: «Mira qué valiosa y admirable ha sido mi vida. ¿Acaso no convie­ ne a tus mejores intereses que yo siga viviendo en vez de morir y ser olvidado?». ¿Es que entonces no hay respuesta? ¿Nuestra ne­ cesidad de trascendencia no es más que una expre­ sión de deseos, la arrogancia suprema de una especie que en realidad no difiere de la «polilla sin boca»? ¿Es que se nos pone sobre la Tierra un breve instante, lo necesario para mantener viva la especie y luego ceder el lugar a la nueva generación, para que a su tumo ésta también se reproduzca y muera? ¿Acaso Dios ha plantado en nosotros un hambre imposible de saciar, una sed de sentido y trascendencia? Eclesiastés escribió su libro hace cientos de años para transmitirnos sus desencantos, para aconsejar­ nos que no debemos desperdiciar nuestro limitado 39

tiempo como lo hizo él, en la ilusión de que la riqueza, la sabiduría, el placer o la piedad volverían importan­ te nuestra vida. Nos cuenta su historia con creciente desesperación al comprobar que todas las alternati­ vas conducen a un camino muerto, y que cada vez le quedan menos años y menos opciones. Pero no escribe el libro sólo para aventar su frustración ni para depri­ mirnos, porque a la larga encuentra una respuesta. Sin embargo, esa respuesta sólo tiene sentido para la persona que ha padecido sus mismas desilusiones. Por eso es que nos la ofrece al final de su relato, y no al principio. Cuenta la leyenda que un hombre salió a pasear por el bosque y se perdió. Daba vueltas y más vueltas tratando de hallar la salida, pero no la encontraba. De pronto vio a otro caminante y se llenó de alegría. «¿Po­ dría indicarme el camino de regreso al pueblo?», le pregunta, Y el otro le responde: «No puedo, porque yo también estoy perdido. Lo que sí podemos hacer es ayudarnos el uno al otro diciéndonos qué caminos ya probamos sin resultado, hasta que juntos encontre­ mos el de salida». Para poder comprender las conclusiones de Ecle­ siastés es preciso que lo acompañemos por los falsos senderos y los caminos sin salida de que nos habla. Cuando hayamos aprendido, como lo tuvo que hacer él, con tanto dolor y frustración, cuáles son los cami­ nos que no conducen a nada, estaremos mejor prepa­ rados para hallar, y seguir, aquel que sí nos sirve.

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TRES La soledad que trae aparejada el velar sólo por uno mismo

Si pudieras vivir sin restricciones, si te estuviese per­ mitido obrar como quisieras, ordenarle a cualquiera que cumpliese tu voluntad, ¿eso te haría feliz? ¿Serías capaz de utilizar todo es poder de manera de que tu vida adquiriera un significado perdurable? Uno de los clásicos de la literatura mundial —el poema dramático Fausto, de Goethe—, la historia de un hombre que vende su alma al diablo, gira en tomo de este interrogante. El doctor Fausto —el héroe del poema— es un científico y erudito de mediana edad que ha abandonado toda esperanza de encontrarle sentido a la vida. Lo asalta el temor de llegar al fin de su existencia sin haber experimentado nunca lo que es estar realmente vivo. Por eso hace un trato desespe­ rado con el diablo: promete entregarle su alma en el más allá a cambio de apenas un instante sobre la tie­ rra que le haga exclamar: «Este momento es tan gra­ tificante que desearía prolongarlo para siempre». Goethe se pasó la vida entera escribiendo el Faus­ to. Quería que fuese su mayor afirmación acerca del sentido de la vida, la más perdurable obra literaria que le diera sentido a su propia vida. Comenzó a escri­ birla a los veinte años, la dejó luego de lado para enca­ rar otros proyectos, la retomó a los cuarenta (podemos suponer que esto fue parte de su propia reacción ante la certeza de haber alcanzado la mediana edad), y la terminó poco antes de morir, a los ochenta y tres años. Si bien no se puede saber a ciencia cierta qué sentía el Goethe anciano al redactar una línea en particular, resulta fascinante ver cómo cambian, desde el princi43

pió al fin de la historia, las expectativas del personaje principal acerca de la vida. En la primera parte de la obra, el Fausto de me­ diana edad retratado por el joven Goethe quiere expe­ rimentar todo, vivir sin límites. Desea leer todos los li­ bros, hablar todos los idiomas, probar la totalidad de los placeres. Anhela ser como Dios en su facultad de trasponer las limitaciones humanas. El diablo le conce­ de lo que ambiciona: dinero, poder político, la capaci­ dad de viajar a cualquier parte y ser amado por cual­ quier mujer de su agrado. Fausto hace todo, pero aún no es feliz. Por enorme que sea la fortuna que adquie­ ra, por muchas mujeres que logre seducir, sigue ha­ biendo en su interior una sed insaciable. En la última parte de la obra, Goethe ha sobrepa­ sado ya los ochenta, y Fausto ha envejecido con él. En lugar de ganar batallas y conquistar a hermosas mu­ jeres, Fausto se dedica a construir diques para recupe­ rar tierras del mar con el fin de que allí pueda radicar­ se —y trabajar— más gente. En vez de emular a un Dios poderoso, que todo lo ve y todo lo domina, se convierte en un Dios de creación que separa las aguas de la tie­ rra firme, que planta jardines y pone allí a hombres para que los cuiden. Por primera vez en la vida, Faus­ to puede decir: «Este momento es tan gratificante que desearía prolongarlo para siempre». De jóvenes ambicionamos el éxito por el éxito mis­ mo. Queremos medir nuestra propia capacidad. Un hombre vende su casa y se muda a otra ciudad, obli­ gando a su familia a adaptarse a un nuevo ambiente, nuevos colegios, sólo porque un ascenso laboral lo jus­ tifica. Un deportista posterga su ingreso en la escuela de posgrado para probar suerte en un equipo profesio­ nal. No es seguro que estos cambios traigan apareja­ dos un beneficio económico, pero nos cuesta mucho re­ sistir el desafío. Lo que nos tienta no son tanto las gratificaciones del éxito como el éxito en sí mismo: 44

queremos saber hasta dónde podemos llegar por nuestros propios medios. Luego las cosas cambian. En vez de tomar la vida como un torneo, y la victoria como un fin, comenza­ mos a ver el éxito como el medio necesario para llegar a un fin. Ya no nos preguntamos: «¿Hasta dónde pue­ do ascender?» sino: «¿Qué clase de vida me deparará el ascenso?». La joven bonita ya no usa los hombres para medir el grado de su popularidad y empieza a pre­ guntarse si esos hombres serían buenos maridos y pa­ dres, qué clase de familia podría formar con ellos. El empeñoso ejecutivo se preocupa menos por escalar posiciones dentro de su empresa y más por traducir su éxito en una vida que lo gratifique. Yo supongo que ése fue el camino que recorrió el Eclesiastés. Al principio se dedicó a ganar dinero por­ que era inteligente y ambicioso, y eso es exactamente lo que hace la gente con ambiciones. Si bien no nos da mayores detalles, al parecer amasó una gran fortuna cuando aún era joven. «Híceme pues obras grandes; me edifiqué casas; planté para mí viñas. Hice para mí jardines y vergeles en los cuales planté árboles fruta­ les de toda especie.... Compré siervos y siervas; tam­ bién tuve posesiones de ganado mayor y menor, más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén. Asimismo amontoné para mí plata y oro, y el tesoro especial de los reyes y las provincias» (Ecl. 2, 4-8). Da la impresión de haber logrado todo lo que pue­ de anhelar un hombre. Es sumamente rico e inteli­ gente. ¿Por qué, entonces, sigue pensando que algo le falta? ¿No será que esa clase de éxito contiene las se­ millas de su propio fracaso? ¿Por qué ese afán cons­ tante de ser siempre el primero nos gratifica en nues­ tros años jóvenes pero nos conduce inevitablemente al desencanto en la vejez? Si el objetivo de nuestra vida es «ganar», por fuer­ za tendremos que ver a los demás como competidores, 45

como una amenaza a nuestra felicidad. Para que no­ sotros «ganemos», ellos tienen que «perder». El fracaso del prójimo se vuelve entonces un ingrediente indis­ pensable para nuestro triunfo. En una situación de competencia —como podría ser un partido de béis­ bol— sólo se puede ganar si alguien pierde. La perso­ na que se empeña en triunfar comprueba que debe oponerse siempre a los demás. Si él asciende, los otros deben caer, y esta actitud tiene sus consecuencias. He aquí dos historias verídicas a modo de ilustra­ ción. Un turista norteamericano se encontraba en la India el día en que se realizaba una peregrinación a la cima de un monte sagrado. Miles de personas as­ cenderían por la escarpada senda hasta la cumbre. El turista, que creía hallarse en buen estado físico por­ que hacía gimnasia y aerobismo, decidió participar. A los veinte minutos había perdido el aliento y no podía dar un paso más, mientras a su lado pasaban muje­ res con bebés en brazos y frágiles ancianos con bas­ tón. «No entiendo», le comentó a su compañero indio. «¿Por qué ellos no se cansan y yo sí?» El amigo le res­ pondió: «Porque tú tienes el típico hábito nortea­ mericano de tomar todo como una competencia. Con­ sideras la montaña como un enemigo y te propones derrotarla. Naturalmente, la montaña se resiste y es más fuerte que tú. Para nosotros no es un adversa­ rio al que hay que vencer. El objeto de nuestro ascenso es compenetramos de tal manera con la montaña, que ella misma nos ayuda a subir». Segunda historia. Un pastor amigo mío, algunos años mayor que yo, me relató una vivencia íntima. Cuando por lo avanzado de su edad supo que ya nun­ ca se lo pondría al frente de una iglesia importante, se dio cuenta de una profunda transformación que se ha­ bía operado en él. Descubrió que ya no miraba a sus colegas de grandes iglesias pensando cuándo se mori­ rían o cuándo por fin se verían involucrados en algún 46

escándalo para que los destituyeran y así dejaran va­ cantes sus puestos. Jamás se había percatado de que abrigara esos pensamientos, pero la preocupación por «progresar» le había hecho considerar a esos compa­ ñeros suyos como obstáculos que le impedían alcan­ zar la felicidad, o sea que su éxito dependía del fraca­ so de ellos. Durante años esos sentimientos no le dejaron hacerse verdaderamente amigo de sus cole­ gas y valorar la pequeña congregación que dirigía. Se estaba volviendo un hombre amargo, solitario y celo­ so. Sus sermones eran ásperos, con muy poco del amor y la alegría que debían transmitir. Echaba la culpa a los demás de su desdicha. Ahora en cambio ya no es más competitivo y se ha hecho amigo de los otros pastores. Acepta a sus fieles como personas dignas de su amor en lugar de verlos como símbolos de su estan­ camiento. Lo que ha cambiado no es nada de lo que lo rodea sino, por el contrario, algo dentro de él a tal punto que ahora sabe que los años que le quedan de actividad en el ministerio serán productivos y gratificantes. Eclesiastés se empeñó en acumular dinero por­ que para él la riqueza implicaba una vida llena de perspectivas, así nunca tendría que prescindir de algo por falta de medios para adquirirlo. Fausto ambicio­ naba el éxito y la riqueza porque para él eran la clave para dominar a los demás. Creía que, contando con suficiente dinero e influencia, podría organizar su vida a su entera satisfacción, y por ende sería más fe­ liz. Hay dos falacias en este razonamiento. Primero, nadie puede tener nunca semejante po­ der. El mundo es demasiado complejo como para que uno pueda controlar todo lo que sucede. En su libro The March of Folly, Barbara Tuchman analiza por qué los países y sus dirigentes obran con insensatez en ciertas circunstancias, cuando es obvio que su pro­ ceder es incorrecto. Una de las causas más habituales del desatino (la corrupción de los emperadores roma­ 47

nos y papas del medievo, las invasiones de Hitler a Rusia, la intervención norteamericana en Vietnam) es el concepto de que, si uno es suficientemente pode­ roso, pude hacer lo que le viene en gana, incluso impo­ ner su voluntad. Lamentablemente uno tras otro de­ bieron aprender que el poder abrumador no garantiza el poder absoluto. Segundo, la búsqueda de la riqueza y el poder y el ejercicio de dicho poder tienden a separarnos de nues­ tros semejantes. A muchos no sólo los lleva a tomar la vida con ánimo de competencia en vez de cooperación, sino también les hace difícil la relación con el prójimo. Si amas a alguien únicamente porque esa persona siem­ pre trata de complacerte, eso no es amor sino un modo indirecto de amarte a ti mismo. El poder, al igual que el agua, emana de arriba y fluye hacia abajo, hacia una persona en posición inferior. El amor sólo se da entre dos seres que se consideran iguales, que se sa­ tisfacen el uno al otro. Si uno ordena y el otro obedece, puede haber lealtad y gratitud, pero no amor. Vemos en la Biblia que el pecado de idolatría no es sólo reverenciar estatuas. También lo es considerar el trabajo de tus manos como si fuera divino, el adorarte a ti mismo como fuente suprema del valor y la creati­ vidad. Un comentarista nos explica que, cuando el se­ gundo mandamiento nos dice: «No te harás un ídolo», eso no significa: «No te harás un ídolo para ti», sino más bien: «No harás de ti mismo un ídolo». No te con­ viertas en objeto de adoración creyendo que tienes po­ der para dominar el mundo y a las personas que lo habitan. El filósofo francés Jean-Paul Sartre, fundador del existencialismo —una escuela de pensamiento suma­ mente individualista— escribió alguna vez que «el in­ fierno son los otros». Sartre era un hombre muy lúci­ do, pero para mí en esa ocasión dijo un tontería. Es probable que los demás nos compliquen la vida, pero 48

sin ellos nuestra existencia sería terriblemente triste. Un famoso antropólogo que pasó varios años estudian­ do a los chimpancés dijo una vez que «un chimpancé solo no es un chimpancé». Es decir, un chimpancé se desarrolla como verdadero ejemplar de su especie sólo en compañía de sus congéneres. Encerrado en un zoo­ lógico quizá sobreviva, pero nunca será plenamente él. Yo he venido observando a las personas en su hábi­ tat natural casi tanto tiempo como el doctor Leakey ha estudiado a los simios, y me atrevería a parafra­ sear sus palabras: «Un ser humano aislado no es un ser humano». No podemos ser verdaderamente hu­ manos en soledad. Las virtudes que nos humanizan sólo surgen de la forma en que nos relacionamos con nuestros semejantes. El infierno no son «los otros». El infierno es haber­ nos empeñado tanto en alcanzar el éxito que se ha de­ teriorado nuestra relación con los demás, a punto tal que sólo vemos los beneficios que ellos podrían brin­ darnos. Pienso en Fausto, que vendió su alma para obtener un poder ilimitado, y sin embargo terminó tan solo pese a la magnitud de su poder. Para él, el in­ fierno es la tristeza de tenerlo todo y saber que toda­ vía le falta algo. (¿No será que todos pactamos con el diablo, que así conseguimos lo que queremos pero al mismo tiempo perdemos una parte de nuestra alma?) Imagino a Eclesiastés, rodeado de sirvientes en su lu­ josa mansión, que se cuestiona, perplejo: «Si poseo todo lo soñado, ¿por qué tengo la sensación de que algo me falta?». Pienso en Howard Hugues y Lyndon Johnson, expertos en manejar a la gente según su vo­ luntad, maestros en el arte de ejercer el poder, que ter­ minaron solos y envejecidos, rodeados de sirvientes pagos y buscadores de favores, preguntándose por qué tan poca gente los quería. La posibilidad de dominar a otras personas (em­ pleados, compañeros, hijos) puede ser gratificante du­ 49

rante un tiempo, pero a la larga nos condena a la sole­ dad. Cuando damos una orden se nos responde con obediencia y temor, pero ¿a qué persona le satisface recibir únicamente temor y obediencia? ¿A quién le gus­ ta que la gente le tenga miedo, que le obedezca de mala gana y no libremente, por amor? Martin Buber, un importante teólogo de nuestro siglo, sostiene que la relación con el prójimo puede ser de dos formas. La primera sería «Yo-Ello», y se da cuando trato al otro como un objeto y sólo me interesa lo que hace esa persona. La segunda es «Yo-Tú» y me permite ver al otro como un sujeto, captar sus senti­ mientos y necesidades como si fueran míos. Buber nos relata un incidente que lo llevó a ese postulado. Cuan­ do era niño, sus padres se divorciaron y a él lo envia­ ron al campo a vivir con sus abuelos. Allí daba de co­ mer a los animales, limpiaba los corrales, cuidaba los caballos. Un día —Buber tenía a la sazón once años— estaba con su caballo preferido. Le encantaba mon­ tarlo, darle de comer, bañarlo, y parecía que al animal le agradaban las atenciones del niño. Cuando estaba acariciando al caballo en el cuello, una extraña sensa­ ción se apoderó de Buber. Como quería tanto a ese animal, no sólo sintió el placer de acariciarlo sino que llegó compenetrarse de lo que debía experimentar el caballo al sentirse acariciado por un chico. La alegría de ese momento, de poder trasponer los confines de la propia alma y captar la vivencia del otro, era mucho más gratificante que el placer de dominar a ese otro. Años más tarde, Buber basó toda su teología en ese sentimiento. La Biblia nos muestras dos rostros del Todopode­ roso. A veces nos presenta al Dios autoritario, el Dios del poder, que destruye Sodoma, que envía plagas so­ bre Egipto, que parte las aguas del Mar Rojo. En otras ocasiones es un Dios tierno, de amor, que visita a los enfermos y lleva una voz de aliento a los sometidos. 50

Tan distintas son las dos versiones que resulta lógico nuestro desconcierto, ya que amor y poder son incom­ patibles. Puedes amar a una persona y permitirle que sea ella misma, o bien tratas de dominarla para en­ salzar tu propio ego, pero no se pueden adoptar am­ bas actitudes al mismo tiempo. Si aprecias a alguien porque te permite salirte siempre con la tuya, porque te hace sentir fuerte, eso no es amor: sólo ves en el otro la utilidad que te brinda. Si lo reemplazaras por otra persona igualmente complaciente, te daría lo mismo. Querer a alguien porque es una prolongación de tu voluntad no es un verdadero amor sino una for­ ma indirecta de amarte a ti mismo. A veces percibimos más el poder de Dios que su amor. Si le obedecemos por miedo, por no querer ofen­ derlo o porque nos sentimos insignificantes para de­ safiarlo, entonces lo que El ha despertado en nosotros es obediencia y no amor. Para amar y ser amados, Dios tiene que permitimos elegir, ser nosotros mis­ mos. No se puede monopolizar todo el poder sin dejar­ nos nada. El convenio entre Dios y la humanidad no se basa sólo en la Ley que estipula el Todopoderoso. Tiene que ser, por el contrario, un convenio que sus­ criban ambas partes con entera libertad. Recuerdo muchos pasajes de las profecías de Oseas y Jeremías en los cuales Dios aparece como un marido engañado por su mujer, párrafos tremendamente au­ daces que casi lo pintan como un ser triste, que anhe­ la que alguien lo quiera y no sólo lo respeten por te­ mor, un Dios apenado porque no lo amamos después de todo lo que hizo por nosotros. «Acuérdome de la ter­ nura de tu juventud, del amor de tus desposorios, cuando me seguiste por el desierto en una tierra que no se sembraba» (Jeremías 2, 2). «¿Por ventura he sido yo un yermo para Israel, o una tierra de densas nie­ blas? ¿Por qué pues ha dicho mi pueblo: ¡Sacudimos el yugo! ¡No volveremos más a ti!?» (Jeremías 2, 31). 51

Dios es uno, y por tanto estará solo, a menos que haya personas que lo amen. Si nos consideramos hechos a imagen y semejan­ za de Dios, ¿cuál de las dos imágenes aspiramos a emular, la del Dios poderoso o la del benigno? Me inclino a creer que en la época en que se conci­ bió la Biblia y la cultura de la cual provenimos, los is­ raelitas representaron a Dios según la imagen de los déspotas del Cercano Oriente que ellos conocían: fa­ raones egipcios y reyes de imperios de Asiria y Babilo­ nia, monarcas supremos con facultad para dictar le­ yes o dejarlas en suspenso, para decidir sobre la vida o la muerte de sus súbditos. Pero también quiero pen­ sar que poco a poco su contacto con la religión comen­ zó a madurar, que comprendieron que el poder no es un bien absoluto, que quienes detentan un poder total se vuelven crueles y arbitrarios, que inspiran miedo pero nunca amor. Entonces no pudieron imaginar más a un Dios así. En la historia de Noé y el diluvio, o en la de Abraham en Sodoma, ya vemos que Dios cas­ tiga a los hombres por su maldad para con los seme­ jantes , no por dejar de adorarlo a El. Los profetas ha­ blan de un Dios para quien es más importante que el hombre sea bueno con su prójimo, y no que ofrezca sa­ crificios en su altar. La imagen del Dios del poder no se borra del todo, pero muy pronto queda eclipsada por la del Dios que comparte con nosotros la tarea de construir un mundo humano fundado en el amor de los unos a los otros, tal como El nos ama. Dios no vela por sí mismo sino por el bienestar de los más desvalidos. Tanto en la Ley de Moisés como en los profetas, ya sea en la Biblia hebrea como en el Nuevo Testamento cris­ tiano, Dios muestra una preocupación especial por los pobres y los que sufren, y cierto recelo por los ricos, no porque sea bueno ser pobre ni porque ser rico sea inmoral, sino porque los pobres y atribulados parecén necesitar más de sus semejantes. En términos 52

generales, son más vulnerables, menos altaneros, todo lo cual constituye un rasgo profundamente hu­ mano. Debemos recorrer el mismo proceso de evolución que nuestros antepasados, no venerar más el poder y el éxito sino más bien idealizar la actitud de servicio y de amor. Mi maestro, Abraham Joshua Heschel, so­ lía decir: «De joven yo admiraba a las personas inteli­ gentes. Ahora que soy viejo admiro a los bondadosos». No tiene nada de malo alcanzar el éxito. Muchas iglesias, universidades, museos y centros de investi­ gación médica funcionan gracias a la generosidad de las personas prósperas que comparten con esas insti­ tuciones el fruto de su éxito. No es criticable tener su­ ficiente poder como para influir sobre el curso de los acontecimientos. Por el contrario, los que se sienten impotentes y frustrados son más peligrosos para la sociedad que los que tienen influencia y saben utili­ zarla con criterio, porque son capaces de cometer ac­ tos desatinados con tal de dominamos. Pero sí hay mucho de malo en tener como único propósito la bús­ queda del poder y la riqueza de forma tal que nos aísle de nuestros semejantes. Hay una historia detrás de la creación de los pre­ mios Nobel, el máximo galardón que se confiere a re­ presentantes de las artes y las ciencias. Alfred Nobel, un químico sueco, amasó una fortuna inventando poderosos explosivos y vendiendo la fórmula a los go­ biernos para la fabricación de armamento. Un día murió el hermano de Nobel, y por error un periódico publicó la necrológica de Alfred. En la nota se le iden­ tificaba como el inventor de la dinamita, el hombre que se hizo rico y permitió que los ejércitos alcanza­ ran un potencial mayor de destrucción. Nobel tuvo la oportunidad exclusiva de leer su propio obituario en vida, y de saber por qué cosas sería recordado. Fue tal su consternación al comprobar que pasaría a la histo­ 53

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ria como un mercader de la muerte y la devastación, que tomó su fortuna y la usó para crear la fundación que habría de premiar los mayores logros en diversos campos útiles para la humanidad, y es por eso —no por los explosivos— que se le recuerda hoy en día. En su época de mayor «éxito», Nobel trabajaba contra la vida. Felizmente pudo comprender lo negativo de su obra, y en los últimos años imprimió otro rumbo a su existencia. Últimamente han aparecido muchos libros que giran en tomo al tema de querer ser siempre uno el mejor. La idea que sugieren es que vivimos en un mundo tremendamente competitivo, donde la única forma de triunfar es aprovechándose de las debilida­ des de los demás. El reparo que tengo para con esos li­ bros no es sólo que disiento con la moral que propo­ nen. De hecho, disiento, pero ¿por qué habría que llamarle la atención a nadie? (El filósofo Nietzsche dijo en una ocasión que la moral es una conspira­ ción de los corderos para convencer a los lobos de que es malo ser fuerte.) La objeción que tengo contra esa filosofía es que ni siquiera da resultado. Si sacas pro­ vecho de la gente, si la usas, si sospechas de todo el mundo, alcanzarás tal grado de éxito que segura­ mente aventajarás a todos y los mirarás con des­ dén. Pero ¿qué habrás logrado? Estar en la más ab­ soluta soledad. En los últimos años he viajado bastante para dic­ tar conferencias. He hablado en treinta y ocho estados y en seis países extranjeros. A menudo se me invita a la casa de algún prominente miembro de la comuni­ dad antes de la charla, o bien después. La mayoría de las veces mis anfitriones son muy amables, y la reu­ nión, placentera. Pero otras veces me he sentido incó­ modo, hasta que una noche descubrí el porqué. Algu­ nas personas han tenido que ser muy competitivas para llegar a la cima, y una vez allí, les cuesta perder 54

el hábito de competir. No son capaces de conversar amistosamente conmigo. En su afán por impresionar­ me, me cuentan todos sus éxitos y deslizan el nombre de personas importantes que conocen. En ocasiones comienzan un debate intelectual conmigo para de­ mostrarme que saben más que yo sobre mi materia. Cuando se dan esos casos, siempre me pregunto por qué serán tan competitivos, por qué invitan a alguien, a su casa y luego lo tratan como a un adversario al que hay que desafiar. ¿No será que una parte del precio que tuvieron que pagar para lograr el éxito, parte del trato con el diablo si se quiere, es la necesidad de con­ vertir a los amigos en enemigos? Comprendo que las personas que pisan ya los cuarenta encuentren cierto atractivo en la moral del propio interés, del egoísmo. Muchos tuvieron que pa­ sar sus primeros años en instituciones que no estaban en condiciones de albergarlos, en abarrotados colegios de doble escolaridad, en barrios sin terminar. Sus años jóvenes fueron convulsionados por la guerra de Vietnam. (Los bebés nacidos en 1948 cumplieron los dieciocho años en 1966, cuando el reclutamiento mili­ tar era más intenso.) Y si bien todos los adultos creen que su mundo es totalmente distinto del que vivieron sus padres, esa generación tal vez tenga más motivos para pensarlo. La tecnología, el ascenso social, el po­ derío de los Estados Unidos, la amenaza de una gue­ rra nuclear, todo contribuyó a hacer la vida norteame­ ricana drásticamente distinta de la que les tocó a sus padres en los años de la Depresión y la guerra. A los de esta generación se les dieron muchas alternativas y muy pocas pautas para enseñarles a optar. Tuvieron la sensación de que se les exigía pagar por los errores de otros. No es de extrañar, pues, que se hayan criado en la creencia de que el gobierno es corrupto, la auto­ ridad no es digna de confianza, los empresarios son todos deshonestos y nadie se preocupa por el bienes55

tar del prójimo por más que así lo afirme. La música, las películas que ellos produjeron, todo habla de re­ celos y desencanto. ¿Por qué no habría de preocupar­ me de mí mismo, si es lo que hace todo el mundo? Del mismo modo puedo llegar a entender por qué un hombre de cuarenta y tantos años largos (ocasio­ nalmente también una mujer, aunque es menos fre­ cuente), de pronto cambia de vida, comienza a darse todos los gustos, deja su casa de un barrio suburbano para mudarse a un apartamento con piscina y sauna, vende su rural y compra un coupé sport, se tiñe el pelo y se deja la barba (si no le crece con demasiadas ca­ nas). Es probable que esté harto de una vida de obli­ gaciones, de tener que pagar hipotecas, de educar a sus hijos. El humorista Sam Levenson solía decir: «Cuando era chico me decían que tenía que obedecer a mis padres. Ahora que soy padre me dicen que tengo que hacer lo que quieren mis hijos. ¿Cuándo voy a po­ der darme el gusto de hacer lo que yo quiero?» Conoz­ co a muchos hombres de mediana edad que se quejan de lo mismo, pero sin reírse. La actitud que asumen no es para evadir responsabilidades. Lo único que preten­ den es disfrutar un poco de alegría y libertad en una vida que está por completar ya sus dos terceras par­ tes, para ingresar en el último tercio, el acto final de la obra. (Cuentan que una vez, un integrante de la legis­ latura de Texas, que apoyaba el dictado de una ley por la cual se iban a prohibir ciertas prácticas sexuales, dijo: «Puedo plantear tres objeciones contra la llamada Nueva Moral: que va en contra de la ley de Dios, que viola las leyes de Texas y que yo ya estoy demasiado viejo para disfrutarla».) Pero en mi opinión esta filosofía sigue siendo mala, no en términos morales —algo que ofende a Dios—, pero sí engañosa, porque nos obliga a trabajar con empeño pero nos lleva a otro destino que no era el que queríamos. 56

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En su libro Passages, Gail Sheehy entrevista a un hombre que ha dejado a su mujer y se ha ido a vivir con una chica de dieciocho años que acaba de conocer. Ese hombre dice: «Lo que me cuesta justificar es ha­ ber abandonado a Nan (su ex esposa) porque no hizo nada de malo para merecerlo. Ella permanece aún en ese otro mundo en que nos criaron para llevar una vida planeada... Lo que he aprendido ahora de la gen­ te joven es que no existen ataduras». En otras pala­ bras, la felicidad es no tener compromisos, nadie a quien responder (que es el significado literal de «irres­ ponsable»), nadie que traiga problemas ni trastornos. El credo narcisista: «Yo no tengo por qué ocupar­ me de tus necesidades ni espero que tú te ocupes de las mías. Cada uno se entiende con lo suyo» no se in­ vento en eí siglo XX. Se trata de la formulación moder­ na de una actitud tan vieja como la humanidad. Fue Caín quien dijo despreciativamente: «¿Acaso soy el cuidador de mi hermano?». Pero con esas palabras no quiso justificar el asesinato de Abel, sino el hecho de no preocuparse por su bienestar: yo cuido lo mío y él lo suyo. ¿Y cuál fue el castigo para Caín? Se convirtió en un vagabundo sobre la faz de la Tierra. Nunca tuvo un sitio que pudiera llamar su hogar, nadie que le apoyara ni le diera solaz.

En Casablanca, la película de todos los tiempos que más me gustó, el héroe —Rick interpretado por Humphrey Bogart— aparece primero como un perso­ naje cínico, suspicaz, que sólo se preocupa por sí mis­ mo. En su vida no hay lugar para los sentimientos de ternura. Cuando en el bar de su propiedad la Gestapo arresta a un hombre y éste le pregunta: «¿Por qué no me ayudaste?», Rick responde: «Yo no me juego por 57

nadie». Rick vive en medio de la crueldad que imperaba en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y ha apren­ dido que el único que sobrevive es el que vela por su propia seguridad. La vida le había jugado una mala pasada cuando cometió el «error» de preocuparse por el bienestar del otro como si fuera el propio. Se vuelve entonces un individuo que va siempre a lo seguro, que no arriesga nada. Sin embargo, nota que algo le falta en la vida. Las circunstancian lo insensibilizaron, pero al contemplar a los oficiales nazis estacionados en Casablanca —hombres duros, poderosos, sin senti­ mientos— se da cuenta de que no quiere ser como ellos. A lo largo de la película exhibe momentos de de­ cencia hasta que al final renuncia a la posibilidad de huir y ser feliz en un acto de generosidad para con la mujer amada. Ella se marcha a Inglaterra, y él queda condenado a vagabundear por el norte de África. Al igual que Fausto y el niño Martin Buber, la vida deja de tener sentido para él si se preocupa únicamente por sí mismo. Sólo cuando decide entregarse a los de­ más su vida comienza a tener valor. Como Caín, Rick Blaine se convierte en un paria, pero a diferencia de él —que no se condenó a sí mismo al exilio por negarse a cuidar de su hermano—, Rick se aleja de una existen­ cia egoísta, y siente que vuelve espiritualmente al ho­ gar cuando renuncia a la seguridad y las riquezas en un acto de sacrificio. En cierto sentido va a tener me­ nos que antes, pero en otro sentido —que se ha vuelto más importante— se ha convertido en un hombre ín­ tegro.

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CUATRO Cuando el sentimiento duele demasiado

Trato de recrear la imagen de nuestro mundo devuel­ ta por un espejo, un mundo idéntioo pero contrastante, como el negativo de una foto o un paisaje que se refle­ ja en un lago. Habría en ese mundo un sabio como Eclesiastés, pero lo contrario de él. Ese hombre tam­ bién nos relataría la historia de su frustrante afán por hallar sentido a la vida en el segundo acto de su exis­ tencia. Pero si bien Eclesiastés trató de encontrarlo en la riqueza, el placer y la sabiduría, su mellizo del otro mundo lo buscaría en la pobreza, el dolor y el re­ chazo de la erudición. El Eclesiastés de nuestro mundo procuró darle valor a su vida luchando por conseguir dinero y poder, y sufrió la desilusión de quedar aislado de sus seme­ jantes, de verlos como competidores, como obstáculos que le impedían alcanzar el éxito. ¿No estaría uno tentado de seguir exactamente el camino contrario, de buscar un sentido trascendente a la vida prescin­ diendo de los bienes materiales, renunciando a la ri­ queza y el poder? De hecho, algunos lo han sugerido. En los monas­ terios cristianos y budistas se instaba a los monjes a llevar una vida de voluntaria pobreza y humillación, para escapar de la corrupción que entraña el afán de acumular dinero. Hace aproximadamente un siglo, el gran filósofo y psicólogo norteamericano William Ja­ mes sostuvo que el modo de alcanzar la felicidad en la vida nos exige privación. Afirmaba que las guerras se libraban no tanto por motivos militares como psicoló­ gicos, porque en todas las épocas el hombre ha experi61

montado la necesidad de poner a prueba su coraje y virilidad. En su ensayo «El equivalente moral de la guerra», James insinúa que las personas podrían al­ canzar la misma meta de una manera menos destruc­ tiva practicando por propia voluntad la privación y el sacrificio, compitiendo para ver quién logra pres­ cindir de más comodidades, quién soporta más la adversidad. El más claro ejemplo de cómo se puede buscar el sentido de la vida renunciando a los placeres fue Mahatma Gandhi, el padre espiritual de la India moderna. Cuando se entregó a la causa de la indepen­ dencia de su pueblo, dejó de usar su atuendo de abo­ gado, se puso una austera túnica de tela blanca y comenzó a vivir y comer con sencillez. (En una oportu­ nidad dijo que quien comía más de lo indispensable para subsistir estaba privando a otro de su alimento, y el que tenía más ropa que la necesaria para cubrirse se la estaba robando a algún semejante.) Sin embargo, en el siglo transcurrido desde que aparecieron los escritos de William James ha habido más guerras que nunca, con su consiguiente saldo de víctimas. La idea de demostrar el coraje viril renun­ ciando a los placeres materiales no se ha populariza­ do como sustituto de la lucha. Hasta los jóvenes que desertaron de la universidad y de las empresas de sus familias en la década de 1960 como modo de protesta contra el énfasis que ponían sus padres en el éxito material se han reintegrado a una carrera competiti­ va, aunque diversa. Las hipotecas y las responsabili­ dades familiares producen ese efecto sobre las perso­ nas. El único símbolo que subsiste del rechazo por el cómodo estilo de vida de sus padres es que todavía prefieren los autos con caja de cambios y no con trans­ misión automática. Las órdenes monásticas occidentales cada vez re­ clutan menos adeptos que estén dispuestos a llevar 62

esa vida, y en la India muy pocos han seguido la senda de Gandhi. (Lo cual no me parece mal. Leer la biogra­ fía psicológica de Gandhi es encontrarnos con la gran­ deza espiritual del hombre, pero al mismo tiempo des­ cubrir la sensación de culpa y de ser indigno que le atormentaba, llevándolo a castigarse por medio del hambre y la privación. Los grandes hombres tienen derecho a exhibir peculiaridades dignas de su estatu­ ra, y podemos admirar a Gandhi por sus logros y su espiritualidad, sin tener que aceptar sus opiniones respecto a la comida, el sexo y el confort como guía para nuestra propia búsqueda.)

Al sentirse libre para hacer su voluntad, el Eclesiastés de nuestro mundo se dedicó a perseguir el placer. Miles de años más tarde Freud iba a sugerir que la vida de una persona sana giraba en tomo a la búsque­ da del placer. Él sostiene que gran parte de la conduc­ ta humana, como también la de otras criaturas vi­ vientes, está marcada por el esfuerzo por aumentar el gozo y reducir el sufrimiento. Obramos de otralforma que los animales sólo porque la idea que tenemos de lo placentero —y de lo que no es—difiere de la de ellos. Así, Eclesiastés se abandonó al alcohol, las mujeres y las diversiones hasta que se dio cuenta de lo hueca que era su existencia. La diversión puede ser el postre de la vida, pero nunca el plato principal. De vez en cuando es agradable entretenerse un poco apartándo­ se de la rutina cotidiana, pero si eso fuera lo único que hiciéramos a diario, nos resultaría un fundamento de­ masiado frívolo como para asentar sobre él nuestra vida. Pienso en tantos compañeros míos de la escuela secundaria a quienes envidiaba porque su vida me parecía mucho más divertida que la mía: los que ha­ cían deportes, los que tenían facilidad de palabra, los 63

primeros en iniciar noviazgos formales. En aquella época me daba la impresión de que su vida era una fiesta continua, una diversión detrás de otra. Ni ellos ni yo sabíamos en aquel entonces que una vida de pla­ cer constante en los años juveniles inevitablemente conduce a la frustración con posterioridad. Quedan habilidades sin adquirir, hábitos que no se crean, lec­ ciones acerca del mundo real que no se aprenden nun­ ca si en esos años todo nos sale bien. ¿Nunca te has fijado en esas personas que, por el hecho de haber sufrido una enfermedad relativamente grave en la infancia, de ahí en adelante cuidan mucho de su salud? ¿O cómo el haber padecido estrecheces económicas le enseña a uno a cuidar el centavo? ¿O cómo los sufrimientos de la adolescencia sirven para que uno se vuelva sensible y compasivo? Siguiendo la línea de pensamiento de Jung cuando afirma que «sólo el médico herido es capaz de curar», ¿cómo pue­ de un joven a quien todo le ha resultado fácil aprender que es imprescindible tener paciencia, trabajar con afán y tolerar los errores de los demás? Tal vez sea por eso que los más talentosos jugadores de fútbol no son luego buenos entrenadores: no saben enseñar a otros la forma de lograr lo que para ellos fue tan sen­ cillo. La persona a la que todo le salió bien y sin es­ fuerzo en su juventud, ¿alguna vez aprenderá lo importante que es la disciplina y el postergar las grati­ ficaciones? Qué triste es que alguien haya vivido su momento de esplendor en la escuela secundaria, y que a par­ tir de entonces todo se haya desbarrancado cuesta abajo. Recuerdo una mujer de mi templo que, hace al­ gunos años, pudo salir de un matrimonio desastroso. Era joven, bonita, tenía un buen empleo, pero quedó tan afectada en el plano emocional, que no quería apresurarse a iniciar otra relación. Desde hace un tiempo lleva una vida de soltera sin compromisos. 64

Hoy en día, después de beber su tercer café de la ma­ ñana, y frente a un cenicero rebosante de colillas, me confiesa: «Sé que muchas mujeres me envidian porque voy a fiestas, salgo de vacaciones, no tengo responsabili­ dades. Ojalá pudiera hacerles entender cuánto las envi­ dio yo a ellas. Ojalá supieran que toda esta diversión muy pronto se vuelve insulsa, a tal punto que uno em­ prende actividades que no le agradan sólo por hacer algo. Con gusto cambiaría todo esto con tal de oír la puerta de un auto que se cierra frente a casa, y pasos familiares que suben de noche por la escalera». Si la búsqueda del placer que emprendió Ecle­ siastés no lo dejó satisfecho —como un copo de nieve que es muy bello cuando cae a la tierra pero desapare­ ce en el instante en que tratamos de tomarlo con la mano—, ¿qué camino podría seguir el sabio de nues­ tro mundo imaginario? ¿Existe la posibilidad de que encuentre el sentido de la vida tratando deliberada­ mente de sufrir? Por extraño que parezca, muchas personas adoptan precisamente esta actitud. Su la­ mento, como el de Fausto, es: «Quiero saber que he vi­ vido», y la respuesta que reciben: «La única vida dig­ na es la del sufrimiento y la del sacrificio. El único modo de ser feliz es no vivir para uno mismo, sino para los demás». Conozco a algunas personas que asumieron el pa­ pel de mártires (o se las ingeniaron para que les fuera asignado) dentro del ámbito de la familia o el trabajo, que parecen no tener deseos propios salvo cumplir con la voluntad de otros. Se los ve a gusto sólo cuando al­ guien los explota o se aprovecha de ellos. Esto se da con frecuencia entre las esposas de alcohólicos, drogadictos o jugadores empedernidos. También entre per­ sonas de ambos sexos cuyos cónyuges les infligen ma­ los tratos físicos o psicológicos, que las castigan con los puños o de palabra. (Una vez fui a visitar a una mujer de mi feligresía que quería conversar sobre sus pro­ 65

blemas matrimoniales. Me convidó con el peor café que haya probado en mi vida, una cucharadita de pol­ vo instantáneo mezclado con agua tibia del grifo, y procedió a contarme los conflictos que tenía con el ma­ rido mientras yo fingía beber sorbos del brebaje. «Siempre me está denigrando. Lo que yo hago nunca está bien para él. Ya no soporto que me critique. Creo que si llego a oír otra palabra de crítica me suicido. ¿Qué tal está el café, rabino? ¿Quiere otra tacita?») Esas personas se caracterizan por una falta total de autoestima. Piensan que no tienen derecho a hacer nada sólo porque les complace, sino que deben some­ terse a cumplir con los deseos de otros. Alo mejor en su juventud alguien les enseñó —sus padres, o incluso sus maestros de religión— que no valían nada, y han llegado a creer que el único modo de justificar su exis­ tencia es convirtiéndose en un felpudo, para que los demás lo pisoteen. Aparentan estar tristes por lo que tienen que sufrir, pero al mismo tiempo se resignan y no hacen nada por cambiar su situación. Es como si creyeran que merecen padecer. Con frecuencia hemos oído que la religión propi­ cia el sufrimiento. Se le dice a los hombres que es «la cruz que deben cargar», la voluntad de Dios o el casti­ go que ellos mismos se han buscado con sus pecados. Se aconseja entonces amar el dolor f y hay quienes se empeñan en acatar este precepto. Estos casos son relativamente raros, desde luego; son una forma extrema de manifestar un fenómeno mucho más habitual: la actitud de la persona que no se considera digna de vivir rodeada de comodidades. Este es uno de los puntos más paradójicos de la mo­ dalidad norteamericana. Por un lado satisfacemos nuestros apetitos. Despilfarramos gran parte de los re­ cursos energéticos mundiales para darnos calor en in­ vierno y estar más frescos en verano, mucho más de lo necesario. Equipamos nuestros autos con más lujos 66

de los que pueden permitirse otros pueblos en sus pro­ pias casas (mullidas butacas, aire acondicionado, mú­ sica estereofónica). Nos gusta comer, vestirnos y vivir bien. Pero al mismo tiempo, como somos hijos espiritua­ les de los puritanos que se afincaron en estas costas, sentimos un enorme cargo de conciencia al disfrutar de tanto confort. Dentro de nosotros una voz nos susu­ rra que no está bien llevar una vida tan regalada, y que debemos expiar esa culpa. Para los puritanos, la vida era seria y triste, y siempre estaba el pecado al acecho tratando de alejar al hombre de la buena senda. Fue así como dictaron leyes que prohibían reírse el domingo, día del Señor. Su mayor diversión era ir a la iglesia, sentarse en du­ ros bancos de madera y escuchar interminables ser­ mones acerca de los tormentos del infierno. (Alguien definió alguna vez al puritano como la persona que aboliría las corridas de toros, pero no porque causen sufrimiento al toro, sino porque dan placer a los es­ pectadores.) Nosotros los norteamericanos hemos heredado es­ tas dos tendencias y nunca aprendimos a conciliarias. Tenemos períodos de darnos los gustos, sentir culpa y luego castigar nuestro cuerpo para compensar. Come­ mos en exceso y luego nos ponemos a dieta. Vamos en auto hasta el buzón, que nos queda a dos cuadras, y después buscamos un gimnasio donde poder hacer algo de ejercicio. Es como si sintiéramos una compul­ sión interior a mortificarnos por el «pecado» de tener comodidades. ¿Por qué una joven que lleva menos de un año ca­ sada y adora a su marido tiene tanto problema en dis­ frutar del acto sexual? ¿Por qué no puede olvidar las advertencias que le hacía la madre cada vez que salía con un muchacho? ¿Por qué no logra superar la sen­ sación de culpa cada vez que vive una experiencia pla­ centera? 67

¿Por qué un ejecutivo de cuarenta y cuatro años sale de la pileta del hotel de Florida para llamar a su oficina dos veces por día? ¿Por qué le remuerde la con­ ciencia el mero hecho de disfrutar de unas vacaciones, y por qué su esposa vive quejándose de la comida de ese hotel de lujo? ¿Por qué otro hombre, que nació en Europa, llegó a este país de niño y ahora es un próspe­ ro empresario, hace abultadas donaciones a cualquier obra de beneficencia que se promocione con la foto de un chico hambriento? ¿Acaso todos creemos en lo más íntimo que está muy mal sentirse bien, que ninguna cosa placentera puede durar porque no la merece­ mos? Creo que muchos buscan mortificarse como com­ pensación por el placer y el confort de sus vidas. Yo en una época hacía aerobismo hasta que un día tuve una distensión en la rodilla. Todas las mañanas salía a co­ rrer entre cinco y siete kilómetros, con una remera que llevaba impresa una cita bíblica, Isaías 40,31, en la espalda. («Los que esperan a Jehová adquirirán nuevas fuerzas; se remontarán con alas como águilas; correrán y no se cansarán; caminarán y no desfallece­ rán.» No me sirvió de nada.) Miraba por las calles a otros aerobistas con el cuerpo brillosos de sudor, los ojos fijos hacia adelante, y en sus rostros la misma expresión de determinación que seguramente ellos veían en mí. No había en nosotros nada de la esponta­ neidad exuberante que despliegan los niños al jugar, ni la gracia del verdadero atleta. Trotábamos con un empecinamiento implacable, casi como de penitencia religiosa. Recuerdo que cuando mi cuerpo se quejaba, yo lo animaba a proseguir diciéndome: «He cometido el pecado de ser complaciente con mi cuerpo. Anduve en auto en vez de caminar. Comí y bebí en exceso. Me he vuelto demasiado sedentario. Por consiguiente, para expiar mis culpas, me mortifico con el aerobis­ mo, me someto a los aparatos de gimnasia, y cuando 68

ya no aguanto el doior, siento que mi cuerpo ha sido convenientemente sancionado por los gozos experi­ mentados». (Nótese la separación que establecía en­ tre el cuerpo —que debía sufrir por sus pecados— y el espíritu que lo juzga y lo condena.) En los gimnasios de todo el país es muy habitual ver cartelitos que re­ zan: «Sin dolor no se gana nada», o «Si no le duele es que no lo está haciendo bien». Contradecimos a Freud no sólo al recibir de buen grado el sufrimiento sino al buscarlo expresamente, por placer. La ambivalencia puede ser incluso más profunda, una de las brechas fundamentales que parten el alma de Occidente. Nuestra civilización proviene de dos raí­ ces, la griega y la judeocristiana. Al igual que todos los pueblos anteriores al judaismo bíblico y al surgimien­ to del cristianismo, los griegos eran paganos. El paga­ nismo era algo más que simplemente adorar a mu­ chos dioses. Era la deificación de la naturaleza, el considerar divino cualquier fenómeno natural. Para los paganos, Dios se manifestaba en la lluvia, en las cosechas, en los ciclos del sol y las estaciones, y en la forma y fertilidad del cuerpo humano. En el fondo, los dioses paganos eran amuletos para la fertilidad o para hacer llover. Trazando un paralelo entre la lluvia que fertiliza un campo y el semen masculino que vuelve fér­ til a una mujer, los paganos organizaban desenfre­ nadas orgías en la primavera para fomentar el cre­ cimiento de los cultivos y el nacimiento de muchos bebés. En el otoño había más orgías para expresar gratitud por las cosechas, y a veces en ocasión del solsticio invernal para dar más fuerza al tenue sol de invierno. (Yo supongo que, cuando se quiere realizar orgías, cualquier excusa vale.) La Biblia describe con desagrado la prostitución del culto en los templos de Baal, el dios cananeo de la lluvia. En su forma más sofisticada, como la de la Grecia antigua, el paganismo se expresaba en la adoración 69

por la belleza y la simetría, que nos legó la arquitectu­ ra del Partenón, las deslumbrantes estatuas de cuer­ pos femeninos y masculinos y una cosmovisión que si­ glos más tarde traduciría Keats en su Sobre una urna griega: «La belleza es verdad; la verdad belleza; y eso es cuanto en la Tierra sabéis, y otro saber no os falta» Pero la belleza no es necesariamente la verdad. Una persona hermosa puede ser egoísta, vanidosa, desleal. Un bello edificio puede ser un antro de corrupción. La Biblia rechazó la idea de que la naturaleza que era di­ vina y la belleza era la verdad: sólo la rectitud es la verdad. El Libro de los Proverbios nos advierte que «el favor es engañoso y la hermosura es una vanidad, pero la mujer que teme a Jehová es la que será alaba­ da» (31,30). La naturaleza no es divina. Es parte de la creación de Dios, y al igual que el resto de su obra, puede ser bien o mal usada. Podemos remontar el rechazo bíblico del paganis­ mo hasta el Paraíso terrenal, cuando Eva ve la fruta prohibida como «algo bueno para comer y un placer para los ojos», y cede a su apetito sin tomar en cuenta su propio sentido del bien y del mal. Si tuviera que resumir en una sola frase la tónica moral de la Biblia, diría: «No hagas lo que tienes ganas de hacer sino lo que el Señor te pide». La moral sexual bíblica, las nor­ mas de ayuno de los hebreos, el acento que se pone en la caridad para con los pobres, son todos esfuerzos para enseñar al hombre a superar sus «instintos na­ turales». Hasta el día de hoy, los judíos se abstienen de la comida, la bebida, y el sexo en el Yom Kippur, el Día del Perdón, no para castigarse por sus propios pecados, ni para que Dios se apiade de ellos, sino como símbolo de capacidad que tiene el hombre de dominar 70

sus instintos. Los animales rechazan la comida en mal estado; pueden dejar de comer o de aparearse por temor al castigo, pero no pueden abstenerse por pro­ pia voluntad. Sólo los humanos (y a veces pienso que no todos) son capaces de hacerlo. Aunque los paga­ nos veían la divinidad en la satisfacción de los instintos (Ernest Hemingway, el vocero moderno del paganis­ mo, en una oportunidad definió lo moral como aquello que después nos deja una sensación de placer, y lo in­ moral como lo que nos deja con desagrado), para la Bi­ blia la imagen de Dios reside en la facultad que tiene el hombre de controlar sus instintos.

El paganismo al que se oponía la Biblia hebrea era el paganismo crudo y vulgar de los campesinos cananeos, cuya única preocupación consistía en hacer la guerra, plantar sembradíos y procrear hijos. Pero en los siglos que mediaron entre el Antiguo y Nuevo Tes­ tamento, Israel fue conquistado por Alejandro Mag­ no, quien trajo consigo el paganismo en su más sofisti­ cada versión. La cultura griega no consistía en los ritos de la fertilidad ni la adoración de Baal. Era, por el contrario, la filosofía de Platón y Aristóteles, la dra­ maturgia de Sófocles y Esquilo. Era su arquitectura, su arte, su escultura. Así y todo, desde el punto de vis­ ta bíblico, la cultura griega era sumamente errónea porque atribuía un carácter divino a la belleza y el placer, en lugar de considerarlos apenas como dos de las creaciones menos importantes de Dios. Los grie­ gos, por su parte, nunca pudieron comprender la poca importancia que adjudicaban los judíos a la belleza fí­ sica. ¿Por qué no hacían más ejercicios? ¿Por qué no exhibían sus cuerpos para que al gente los admirase? ¿Por qué creían obedecer el mandato de Dios al arrui­ nar lo perfecto de Su creación cuando circuncidaban a sus hijos? 71

En la novela The Source, James Michener presen- ’ ta uno de los típicos enfrentamientos entre griegos y judíos, ambientado en el siglo 168 a. C., poco antes del levantamiento de los macabeos. Jehubabel, jefe de la comunidad judía, pide una entrevista con Tarphon, ei gobernador griego de esa región, para plantearle una queja por una de las últimas leyes dictadas por el em­ perador. Se reúnen en el gimnasio, donde Tarphon es­ taba haciendo ejercicios. El gobernador se halla total­ mente desnudo, feliz de practicar gimnasia al sol. En contraposición, el representante judío aparece vesti­ do hasta tal punto que sólo se le ven los ojos y la nariz. Ninguno de los dos puede entender por qué el otro se ha vestido (o desvestido) así. Cada uno toma la cos­ tumbre del otro como una suerte de blasfemia. En la época del Nuevo Testamento, la tierra de Is­ rael formaba parte del Imperio Romano, en el cual se confundía la cultura griega con la habilidad política y militar de los romanos. A los dirigentes religiosos de los comienzos del cristianismo les repelía tanto la fla­ grante sensualidad de los romanos —la desnudez, la homosexualidad, los excesos en el comer y el beber—, que llegaron a condenar todos los placeres físicos por pe­ caminosos. Establecieron una diferencia entre el alma —que era pura, santa, incorpórea— y el cuerpo, al que consideraban burdo, sujeto a la putrefacción, motivo de pecado. Por alguna razón el alma se encontraba atra­ pada dentro de un cuerpo de arcilla durante su perma­ nencia en la Tierra. Pero Dios quería que resistiera las tentaciones de la carne y volviera a El piara e inmacula­ da. Los primeros cristianos reaccionaron frente a los excesos de la vida romana —la relación sexual intras­ cendente, la ostentación de riqueza, la gula— con un ex­ tremismo propio, que los llevó a desconfiar de todo con­ tacto sexual, toda riqueza, vino o comida nutritiva. A comienzos de la Edad Media, cuando la vio­ lencia, la lujuria y las ansias de bienes materiales

ominaron la sociedad europea mfectando incluso lo aás altos niveles de la Iglesia, los espíritus religa­ os más sensibles le volvieron la espalda al^mundo^y lindaron órdenes monásticas basadas en los peales le pobreza y castidad. Una vez más parecía no haber érminos medios. El hombre se abandonaba a una áda de placeres sensuales y bienes de orden material, 3de lo contrario huía de ese mundo, con todas sus ten­ taciones pecaminosas, para enseñarle a su alma A s o m o s todos hijos del mundo moderno occidental, formados bajo la influencia de la Biblia, la Iglesia^ la cultura griega. Hemos heredado tanto el amor de los griegos por el placer físico como la ambivalencia bíbli­ ca respecto del mismo. El goce físico por un ^do nos resulta irresistible, y por el otro nos trae de culpa. Nunca pudimos decidirnos en cu ato al se ^ Aveces lo consideramos la clave de la felicidad, y, otr veces, la causa de gran parte de la perversión que in­ vade él mundo. Contamos chistes sobre el sexo Por^ el tema nos pone muy nerviosos, y el humor es una d las formas de dominar la ansiedad. Miramos pelícu­ las y compramos revistas para ver cuerpos desnudos pero lo hacemos con cierto resquemor —a algunos nos pone incómodos tanta libertad sexual; otros rechaza­ mos la explotación de algo que debena practicarse en privado— porque espiritualmente somos hijos tanto de Atenas como de Jerusalén. Tampoco hemos resuelto el problema de la comi­ da que obviam ente significa para nosotros algo más que un mero sustento, el combustible para el cuerpo. La comida se ha vuelto un stabolo del amor tentoque desde nuestras primeras horas de vida una mujer nos demuestra el cariño dándonos de comer. La comída representa una gratificación. Cuando estemos solos tristes o con miedo nos tranquilizamos llevándonos algo a la boca. Sin embargo, la comida también repre­ 73

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senta la tentación (¿recuerdas a Eva?), la prueba de que somos criaturas débiles de voluntad, que merecen ser castigadas por sus flaquezas. Cuando nos dejamos llevar por el aspecto pagano de nuestra alma, satisfacemos en demasía nuestros apetitos. Cuando nos aqueja el puritanismo, nos cas­ tigamos. Nos ponemos a dieta, hacemos gimnasia hasta el punto en que ésta deja de ser un placer; re­ chazamos la idea de que el comer pueda llegar a ser una experiencia placentera. Así, lo convertimos en un inconveniente, en una necesidad desagradable como lo es el sexo para algunos. Llegamos a tolerar el pan con gusto a algodón y las verduras cuyo sabor no difie­ re del plástico en que vienen envueltas porque nos pa­ rece que darle mucha importancia al sabor de los ali­ mentos es una forma de gula. Inventamos comidas rápidas y restaurantes al paso para que casi ni tenga­ mos de comer. Debe quedar bien en claro que es imposible sen­ tirse satisfecho si uno está permanentemente en gue­ rra consigo mismo, si el cuerpo lucha contra la concien­ cia, si algunas veces nos consideramos pervertidos y otras, mojigatos. Nos preguntamos: «¿Cómo debo vi­ vir?», y una vocecita interior nos grita «¡Disfruta!», mientras que otra nos aconseja: «¡Absténte!». Quere­ mos divertimos pero no cesamos de reprochamos: «¿Por qué hago esto si sé que es frívolo?». Eclesiastés, quizás el primer autor bíblico que fue a la vez judío y griego, también escuchó ambas voces. Una le decía: «La vida es corta; no la desperdicies. Disfruta mientras pue­ des porque nunca sabes hasta cuándo vas a vivir», mientras que la otra lo amonestaba: «La vida es cor­ ta: no la derroches vanamente». Con razón se sentía confundido. Ya sea que esta lucha interior arranque de nues­ tra herencia greco-judeo-cristiana, o (como en el caso de Gandhi) de la ambivalencia oriental acerca del 74

cuerpo y las cosas materiales, nunca podremos estar en paz si no encontramos la forma de salir de esos ci­ clos de autocomplacencia y mortificación, sexo y pu­ dor, gula y dieta. ¿Cómo alcanzar la paz interior si una parte de nosotros odia y desprecia la otra? Permíteme compartir contigo uno de los pensa­ mientos religiosos más profundos que conozco. En el Talmud, el libro que reúne la sabiduría de los rabinos de los primeros cinco siglos, leemos: «En el mundo que vendrá, cada uno de nosotros tendrá que responder por las cosa buenas que Dios puso sobre la Tierra y que nos negamos a disfrutar». ¿No te parece una ase­ veración notable para que la hayan hecho dirigentes religiosos? Nada de desprecio por el cuerpo y sus ape­ titos. En cambio, un sentido de veneración por los pla­ ceres de la vida que Dios creó para nuestro goce, una forma de ver a Dios en el mundo a través de las expe­ riencias placenteras. Desde luego, cualquier don pue­ de ser mal utilizado, pero en tal caso la culpa sería nuestra, no de Él. Hemos visto a personas que se abandonan hasta tal punto a la comida, la bebida o el libertinaje que todo eso ya ni siquiera les causa placer. El jugador compulsivo, el mujeriego, llega a un punto en que no disfruta más del alcohol ni de sus aventuras amorosas sino que sigue echando mano de esos recursos para acallar el dolor, para que desaparezca la necesidad. Empero, si se los uti­ liza debidamente, todos esos apetitos pueden tomar­ se como regalos que Dios nos da para alegrarnos la vida. (Hace poco descubrí una actitud similar en un convento católico que sólo aceptaba candidatas que «comían bien, dormían sin problemas y eran de risa fácil».) Tomar el cuerpo y todo el mundo natural con desconfianza y desagrado es tanta herejía como re­ verenciarlo indebidamente. La persona que busca el sufrimiento porque cree merecerlo, porque supo75

ne que es pecado disfrutar de la vida, está tan equivo­ cada como la otra, que sólo persigue el placer como único objetivo de su existencia. Ambas llegarán a la misma conclusión melancólica que Eclesiastés: «¿Qué he ganado? Todo es vanidad».

CINCO No sentir pena ni alegría

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Aproximadamente un año después de que apareciera el libro que escribí acerca de la forma de enfrentar el dolor, me invitaron a participar en una conferencia a realizarse en el Randolph-Macon College de Ashland (Virginia), titulada: «Cinco perspectivas religiosas respecto del sufrimiento». Además de mí, que era el re­ presentante judío, había un cristiano, un budista, un musulmán y un hindú. El propósito era que cada uno explicara, desde la perspectiva de su fe, por qué sufre el ser humano y cómo enseña la religión a encarar el dolor. El representante hindú me explicó durante la cena que a ellos no se les enseña a negar el dolor sino a su­ perarlo. Así, cuando él padece un gran sufrimiento se dice: «No permitiré que esto me afecte. Experimentaré lo peor que pueda pasarme, pero lo superaré. Apren­ deré el arte de la insensibilidad para trascender el do­ lor». Todos hemos visto fotos de hindúes que caminan sobre brasas ardientes o se acuestan sobre camas de filosos clavos. Ellos hacen con el cuerpo lo que procu­ ran hacer con el alma: enseñarle a no sentir el dolor. El dolor es real, pero no nos afecta. Recuerdo haber leído que G. Gordon Liddy, que adquirió notoriedad con el caso Watergate, demostraba lo fuerte que era pasando la mano sobre una llama encendida. Cuando le preguntaban si no le dolía, respondía: «Por supues­ to que sí, pero trato de no sentirlo». Mi amigo hindú me dijo aquella noche: «Qué suer­ te que tienes de haber perdido a un hijo siendo tú tan joven. Eso te permite aprender a triunfar sobre la 79

pona y el sufrimiento. Ala mayoría de las personas no se les presenta una oportunidad semejante hasta mu­ chos años después». Y prosiguió: «La muerte de un ser humano no es algo trágico. Su alma retorna a la gran comente de la Vida, como una gota de agua vuelve al mar, que fue su origen. La muerte no causa sufri­ miento. Por el contrario la vida es dolorosa puesto que el solo hecho de vivir nos vuelve vulnerables. Al termi­ nar nuestro ciclo de existencia individual, nos rein­ corporamos a la comente de la Vida. La vida de tu hijo fue trágica pero no sólo porque estuviera enfer­ mo. Tbdo el mundo lleva una vida trágica y de dolor. Sin ®flftbargo, su muerte le significó la paz, y lo mismo de­ bió haber sido para ti, pero sufres por esa costumbre tuya de desear que todo te salga bien». Y concluyó: «Si bien eres un hombre inteligente, un buen escritor, to­ davía te falta aprender la mayor de las verdades: que en este mundo, los únicos que sufren son los que de­ sean cosas que no pueden tener. Cuando hayas apren­ dido a no desear, habrás dominado el sufrimiento». Lo miré con ojos de incredulidad. Era un hombre que me gustaba mucho en el plano personal y a quien respetaba por su sinceridad religiosa. Empero, lo que me estaba diciendo era exactamente lo contrario de lo que yo creía. Respecto de la vida y de la muerte, su re­ ligión le enseñaba algo muy distinto de la mía’. Yo no me consideraba afortunado por haber perdido un hijo. Tampoco había alcanzado la serenidad ni superado el dolor. (Seguramente mi amigo habría dicho que mi maduración religiosa era aún incompleta.) Pese a que habían transcurrido varios años, seguía experimen­ tando la sensación de pérdida, aunque había aprendi­ do a vivir con ella. Más aun, tenía la certeza de que por fuerza yo debía sufrir. A diferencia de las células muertas las del pelo, las uñas— que no sienten do­ lor cuando se las corta, las células vivas sangran y pa­ decen. Del mismo modo, las almas espiritualmente 80

muertas pueden ser separadas de otras almas y no sentir dolor, pero las almas vivas y sensibles sufren terriblemente. No es que me guste sufrir, pero me considero me­ nos humano si soy capaz de tolerar la muerte de un ser querido o de ver un noticiero en el que aparecen niños hambrientos, sin sentirme afectado. Alo mejor, los que viven en un país azotado por la pobreza, la mortalidad infantil, el hambre, las frecuentes inunda­ ciones y los desastres naturales tienen necesidad de hacerse fuertes para resistir la amenaza constante de las calamidades, de la misma manera que los médi­ cos procuran no ligarse afectivamente a los pacientes graves que atienden. Sin embargo, creo que el precio que pagamos por esa clase de autoprotección es dema­ siado alto. Cuando trato de inmunizarme contra el peligro de sufrir una pérdida (provocada por la muerte, el di­ vorcio o por el simple hecho de que un amigo se mude a otra ciudad), y para ello me insensibilizo, estoy per­ diendo una parte de mi alma. Cuando, en el afán de no amargarme, salto los artículos sobre temas angus­ tiantes como el hambre o la tortura y busco las pági­ nas de deportes, me estoy deshumanizando. Cuan­ do, para evitarme desilusiones, me resisto a ser feliz diciéndome que la felicidad es ilusoria, me estoy vol­ viendo menos hombre. Mi amigo hindú me hablaba de trascender el su­ frimiento, de aceptarlo y asumirlo en vez de luchar contra él. (En general, los credos orientales encaran la vida tendiendo a la fusión de los opuestos como for­ ma de obtener una sensación de totalidad, mientras que la religión occidental agudiza el contraste entre, por ejemplo, hombre y mujer, divino y humano, bueno y malo. Por ende, para el creyente oriental las líneas divisorias son mucho menos definidas.) Él no me ha­ blaba de negar el dolor, como hacen tantos. Muchas 81

veces, cuando algo nos hace sufrir, fingimos no sentir dolor o tomamos algún remedio para paliarlo, sin tra­ tar de desentrañar su causa. Nadie nos habla nunca sobre los perniciosos efectos colaterales que producen los calmantes, que disminuyen en nosotros la capaci­ dad de sentir. Más de una vez me ha ocurrido que me llaman para celebrar un oficio fúnebre y advierto que los deu­ dos se hallan realmente incómodos. Saben que debe­ rían sentir algo —pena, dolor—, pero no sienten nada porque no saben cómo hacerlo. No han aprendido el lenguaje de las emociones —salvo para expresar fas­ tidio o enojo— , y cuando necesitan manifestar algo les resulta imposible. Es muy común que, al reunirme con la familia en los minutos previos al sepelio, siem­ pre haya una mujer de edad que llore y exclame: «¡Por qué tuvo que pasarle esto a él, que era tan bueno!». Y siempre hay algún hombre de cuarenta años, vesti­ do con traje y chaleco, que protesta: «¿Nadie puede hacerla callar? ¿Por qué no le dan un sedante?». Lo cierto es que esa mujer es la única que está en su sano juicio. Siente que le ha ocurrido algo muy doloroso, y reacciona. Los demás se han insensibilizado tanto, son tan inexpertos en el idioma del dolor, que no com­ prenden lo que les sucede. Mi amigo hindú me decía que la mejor manera de transitar por una vida llena de incertidumbre y pade­ cimiento era aceptarla y entregarse a ella, en lugar de resistirse, como el luchador oriental que usa la fuerza y el peso de su adversario para vencerlo. Pero también trataba de decirme que, para no vivir eterna­ mente apesadumbrado, había que reducir las propias expectativas. No esperes que la vida sea justa para que no se te parta el corazón al ver la injusticia. El cri­ men, la corrupción, los accidentes siempre han existi­ do y siempre existirán porque todo eso es parte de la condición humana. (Un profesor mío solía afirmar:

«La ilusión de que el mundo serájusto para con nosotros porque somos buenos es como su^nerque el to™ no atacará porque somos vegetarianos».) EclesiasMs se buscó solo el sufrimiento al p e r m i t i r que lo afectara la imperfección del mundo. Su vida habna sido mucho más placentera si hubiese aprendido a encogerse de hombros ante el sufrimiento y la injusticia, diciendo. «Es una verdadera pena que el mundo sea asi pero impacientándome no conseguiré cambiarlo. Entonces ; p a r a q u é hacerme mala sangre.». ’ Según esta filosofia, no debemos permitir que nada se vuelva tan importante para nosotros - e l tra­ bajo el auto, la salud, la fam ilia- y asi estaremos mmunizados contra el miedo a perderlo. En vez e e e var el nivel de lo que tenemos para equip^arlo con lo que ambicionamos, hay que bajar el nivel de las ambiciones y conformarse con lo que uno tiene (o incluso « n o s ) . Así, en vez de frustración, sentiremos “ T u r a n te lÍS ^ T n d a Guerra Mundial, los nazis apresaron a civiles inocentes por millones, y los envíaX a c l p o s de concentración. Aquellos prisioneros para quienes el sentido de identidad dependía de su riaueza de su posición social o de sus empleos presti­ giosos eran más propensos a derrumbarse al quitár­ seles todo eso. Por el contrario, los que obtenían susentido de identidad partiendo de su fe religiosa o de autoestima —y no de la opinión que tuvieran los de­ más sobre ellos— sobrellevaron mucho mejor las cir^ E lT a lm u d afirma prácticamente lo mismo cuan­ do dice’ «¿Quién es el rico? El que está contento con fo que tiene, Para medir la riqueza de un hombre no nos fijemos en cuánto es lo que tiene, sino en cuanto desea y no posee. El rico que, debidoa a^gun ape­ tito psicológico, piensa que necesita más, no es real mente rico. 83

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mejores promedios de las universidades más afamadas, que manejaban un cúmulo de datos suministrados por modernas computadoras, y sin embargo toma­ ban decisiones equivocadas. Tfenían inteligencia, tenían información, pero les faltaba sabiduría, esa sensatez instintiva para saber aplicar la información con que contaban. Y la esencia de la sabiduría —les dije— consiste en conocer los límites de la inteligencia humana, en tener un sentido de veneración por los oscuros confi­ nes de la realidad en donde la razón no puede penetrar. Si la educación esmerada les había desarrollado la mente atrofiándoles el sentido de la humildad —sos­ tuve— corrían el riesgo de ser «los mejores y más bri­ llantes» de su generación, personas lúcidas como para conducir pero no sensatas como para saber qué ca­ mino debían seguir. Expresé mi esperanza de que los que ingresaran en la facultad de medicina hubiesen aprendido no sólo química y biología, sino también un profundo respeto por el milagro de la vida y la comple­ jidad del cuerpo humano. Esperaba que supieran ya que ciertos males no se curan con certeros diagnósti­ cos ni con aparatos sofisticados, sino sólo con una acti­ tud de amor y entrega. Sin humildad y respeto quizá terminaran practicando una especie de mecánica automotriz sobre el cuerpo humano, pero jamás cura­ rían a nadie. Algunos harían carrera en el mundo de los nego­ cios. A ellos les advertí que podía llegar el día en que la inteligencia desprovista de sensibilidad, la mente sin corazón, los llevara a tomar decisiones que hicie­ ron sufrir innecesariamente a otras personas. En un caso así, el respeto por el alma humana debe ser siem­ pre más importante que un balance financiero. Después de haber visto adónde nos condujeron los dirigentes talentosos, de haber presenciado otras ca­ tástrofes, grandes y pequeñas, del siglo XX (desde ver 95

que el país más culto de Europa se lanzaba al holo­ causto hasta comprobar que nuestros científicos más creativos contaminan el aire y el agua potable), he­ mos aprendido a desconfiar de la inteligencia como eje rector de la vida. Sigmund Freud nos hace notar que a lo mejor creemos obrar según criterios lógicos, pero que probablemente hacemos las cosas que hacemos por motivos que no alcanzamos a comprender.

Eclesiastés se propuso poner a prueba la veracidad del proverbio que había oído toda su vida: «El sabio tiene ojos en la cabeza pero el insensato deambula en las tinieblas». Su deseo era confirmar que era verdad, saber a ciencia cierta que es mejor ser sabio que in­ sensato, instruido que ignorante. Necesitaba conven­ cerse de que en la erudición encontraría la llave de la vida, que el destino de los incultos era errar eterna­ mente sin rumbo. AI fin y al cabo, él era un hombre sa­ bio e instruido. ¿Le bastaría eso para evitar la muerte y el olvido inexorables? ¿Qué diferencia había entre ser sabio o insensato? Pero llegó a la conclusión de que si el sabio tiene ojos para ver, lo que ve es la escasa utilidad de su sabi­ duría. Tal vez haya comprobado que las personas in­ teligentes suelen cometer insensateces. Pensemos, si no, en las connotaciones de la palabra «racionalizar», que en realidad significa hacer algo mal y luego in­ ventar excusas para justificarlo. No empleamos la inteligencia para decidir qué es lo más acertado sino para disculpamos por haber hecho lo que no convenía. Quizás haya visto a personas lúcidas valerse de su intelecto para eludir un compromiso afectivo, como los científicos que pretendían «entender» a E. T. en vez de amarlo. Si el sabio camina a plena luz y el in­ sensato en las tinieblas, ¿hay algunas cosas que se arruinan al entrar en contacto con la luz? ¿Acaso al-

gunos placeres de la vida son para que los experi­ mentemos sin analizarlos ni entenderlos. Un per

nuestra vida en la oscuridad de la noche, y es proba­ ble qu