Junger Ernst - Juegos Africanos

ERNST JUNGER JUEGOS AFRICANOS Traducción de E n riqu e O cañ a TUS( )UETS Título original: Afrikaniscke Sptclc (1936)

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ERNST JUNGER JUEGOS AFRICANOS Traducción de E n riqu e O cañ a

TUS( )UETS

Título original: Afrikaniscke Sptclc (1936) An einen verschollenen Freund (1930)

1.a edición: mayo 2004

Afrikanische Spiele €> Klett-Cotta, 1936, 1978 J.G. Cotta’sche Buchhandlung Nachfolger GM BH, Stuttgart An einen verschollenen Freund €> Ernst Klctt, Stuttgart 1979

La publicación de esta obra ha recibido una subvención del Goethe-Institut €> de la traducción: Enrique Ocaña, 2004 Diseño de la colección: Guillemot-Navares Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. - Cesare Can tu, 8 - 08023 Barcelona www.tusquets-editores.es ISBN: 84-8310-271-4 Depósito legal: B. 20.399-2004 Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolá, 13-15 - 08013 Barcelona Impreso sobre papel Goxua de Papelera del Leizarán, S.A. - Guipúzcoa Liberdúplex, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona Encuademación: Reinbook Impreso en España

índice

Juegos africanos ...............................................................

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Carta a un amigo desaparecido .................................. 211

Es un fenómeno asombroso cómo la fantasía, pareci­ da a una fiebre cuyos gérmenes se transmiten desde focos muy lejanos, se apodera de nuestra vida y arraiga en ella cada vez más honda y ardientemente. Al final, sólo la ima­ ginación nos parece real, y la vida cotidiana se revela un sueño donde nos movemos a disgusto como un actor al que su papel desasosiega. Es entonces cuando el creciente tedio recurre a la razón y le impone la tarea de buscar uxia salida. Ése era el motivo por el cual la palabra «fuga» me su­ gería ecos de una música extraordinaria, pues no se podía hablar de un peligro especial que justificase su empleo; si exceptuamos tal vez las numerosas quejas del profesorado durante las últimas semanas rayanas en la amenaza, que me trataba como si fuera un sonámbulo. «Berger, no se duerma», «Berger, despierte», «Berger, deje de pensar en las musarañas», tal era la eterna canti­ nela. Incluso mis padres, que vivían en el campo, habían recibido ya algunas de esas conocidas cartas, cuyo desa­ gradable contenido empezaba con las siguientes palabras: «Su hijo Herbert...». Pero esas quejas no eran tanto la causa como la con­ secuencia de mi decisión; o, mejor dicho, ambas se en­ contraban en esa relación de interdependencia que suele precipitar el curso de las acciones. Desde hacía meses vi­ vía en un estado de secreta rebeldía, que en tales ámbitos

difícilmente puede pasar inadvertido. Así, ya había lo­ grado desconectarme de la clase y, en vez de seguir la lec­ ción, me ensimismaba en las crónicas de viaje por África que hojeaba bajo el pupitre. Cuando se me dirigía una pregunta, primero tenía que cruzar todos aquellos desier­ tos y océanos antes de dar un signo de vida. En el fondo sólo estaba presente com o sombra de un viajero lejano. También me encantaba fingir una indisposición repen­ tina y abandonar la clase para pasearme bajo los árboles del patio de la escuela. Allí urdía los detalles de mi plan. El profesor de clase ya había adoptado esa medida pe­ dagógica, previa a la expulsión definitiva: me trataba com o si no existiera, me «castigaba con la indiferencia». Era un indicio grave que incluso ese castigo ya no surtiera efecto, una prueba de hasta qué punto estaba abstraído. Ese aislamiento mediante el desprecio me resultaba más bien agradable; me circundaba con una especie de foso vacío, donde me dedicaba a mis preparativos sin que na­ die me estorbara. Hay una época en que los misterios sólo parecen re­ velarse al corazón en el espacio y en los territorios vírge­ nes de los atlas geográficos, un tiempo en que todo lo oscuro e inexplorado nos tienta con su poderoso atracti­ vo. Largas, ebrias ensoñaciones durante mis paseos noctur­ nos por la muralla de la ciudad me habían acercado tanto aquellos países remotos que parecía que sólo bastaba con tomar la decisión para adentrarme en ellos y disfrutar de sus placeres. En la palabra «selva» bullía toda una vida cuya perspectiva suele ser irresistible a los dieciséis años; una vida consagrada a la caza, a la rapiña y a los descu­ brimientos fabulosos. Un día se me impuso la certeza de que el paraíso per­ dido se ocultaba en la cuenca superior del río Nilo o del Congo. Y puesto que la nostalgia hacia tales lugares figu­ ra entre los sentimientos más imperiosos, comencé a fra­

guar toda una serie de planes descabellados sobre cuál era el mejor modo de aproximarse a la zona de los grandes pantanos, de la malaria y del canibalismo. Acaricié toda una serie de ideas, como las que sin duda cada cual conoce por sus recuerdos precoces: quería abrirme paso como po­ lizón, como grumete o como menestral ambulante. Pero al final se me ocurrió alistarme en la Legión Extranjera, para alcanzar, al menos, el linde de la tierra prometida y después penetrar en su corazón por cuenta propia; por supuesto, no sin haberme curtido antes en alguna batalla, pues el silbido de las balas se me antojaba pura música de las esferas divinas, cuya existencia sólo registran los libros, y para iniciarme en ella era preciso peregrinar como los americanos al festival de Bayreut. Así pues, estaba dispuesto a vender mi alma al diablo si me conducía hasta el Ecuador com o la capa mágica de Fausto. Pero, al fin y al cabo, la Legión Extranjera no era tampoco una de esas fuerzas oscuras a las que basta conju­ rar en la próxima encrucijada cuando se pretende pactar con ellas. Tenía que existir en algún lugar, no cabía duda, pues había leído en los periódicos numerosos reportajes sobre sus selectos peligros, privaciones y crueldades, que ni el más hábil publicista podría haber concebido con tal eficacia para seducir a tunantes de mi laya. Habría dado cualquier cosa por toparme con uno de esos reclutado­ res que secuestran a los jóvenes tras emborracharlos, y res­ pecto de los cuales me habían prevenido con gran poder de persuasión; sin embargo, en nuestra provinciana ciu­ dad del valle del Weser, con su vida tan pacífica y ador­ milada, tal encuentro parecía harto inverosímil. Así pues, juzgué más adecuado cruzar en primer lugar la frontera para dar el primer paso desde el orden hasta el desorden. Me imaginaba que, a medida que avanzara, se me revelaría con mayor nitidez el mítico reino de los aza­ res e intrigas fabulosas, si es que demostraba suficiente

valor para alejarme de la vida cotidiana. Y que la atrac­ ción que ejerciese aumentaría cuanto más nos acercára­ mos a sus dominios. Pero no ignoraba que toda situación está sometida a una gran fuerza de gravedad, y que para vencer esa resis­ tencia no basta con pensar en ello. Por supuesto, cuando por la tarde, antes de dormirme, pensaba en levantarme y fugarme, nada se me antojaba más fácil y simple que ves­ tirme en un santiamén, acudir a la estación y subirme al próximo tren. Pero en cuanto acto seguido intentaba si­ quiera moverme, me sentía lastrado por pesas de plomo. Este desajuste entre las exuberantes posibilidades sugeri­ das por los sueños y las más insignificantes medidas ne­ cesarias para su realización me enojaba mucho. Aunque no me fatigara recorrer a mi antojo los parajes más intran­ sitables en mi espíritu, me daba cuenta, al mismo tiempo, de que en el mundo real la mera acción de sacar un bi­ llete exigía un esfuerzo mucho más arduo de lo que me había figurado. Cuando alguien poco habituado a saltar se encuentra en lo alto de un trampolín, percibe muy nítidamente la di­ ferencia entre quien desea tirarse de cabeza y quien se re­ siste al salto. Cuando fracasa el intento de agarrarse a sí mismo por el cuello y arrojarse hacia abajo, se presenta otra salida. Esta consiste en engañarse balanceando el cuerpo en el extremo de la tabla, hasta que de repente no quede más remedio que lanzarse. Sabía perfectamente que el mayor obstáculo para dar el primer salto al mundo de la aventura era mi propio miedo. En este caso, mi enemigo más feroz era yo mismo, es decir, un tipo apoltronado que amaba pasarse el tiempo soñando tras los libros y ver cómo sus héroes viajan por parajes peligrosos, en vez de imitarlos y partir en plena noche y rodeado de la niebla. Pero había otro espíritu, más salvaje, que me susurraba que el peligro no era un espectáculo que pudiera disfru­

tarse acom odado en el sofá, sino que debía existir un pla­ cer completamente distinto, accesible tan sólo a quien se aventura en su realidad; y este otro espíritu intentaba lan­ zarme a la palestra. C on frecuencia, en medio de esos m onólogos secre­ tos, de esas exigencias cada vez más enconadas, me en­ traba un miedo mortal. Además me faltaba talento para las cuestiones prácticas; la perspectiva de todas las peque­ ñas tretas y maquinaciones que debía urdir para salir ade­ lante me agobiaba. C om o todos esos soñadores, anhelaba poseer la lámpara maravillosa de Aladino o el anillo de Dschudar, el pescador, cuya magia permitía conjurar a los genios más serviciales. Por otro lado, el tedio se infiltraba en mis venas como un veneno mortífero cada día más potente. Me considera­ ba completamente incapaz de «llegar a ser algo» en la vida; la expresión en sí ya me resultaba antipática, y entre los miles de oficios que la civilización puede ofrecer, no ha­ bía ni uno que me pareciera adecuado para mi persona. Más bien me atraían las actividades elementales, com o la del pescador, cazador o leñador; aunque desde que me había enterado de que los guardabosques se habían con­ vertido en la actualidad en una especie de contables, que trabajan más con la pluma que con la escopeta, y de que los peces se pescan con barcas a motor, perdí también todo interés. En estos asuntos carecía de la más mínima ambi­ ción, y, com o el reo de un delito, asistía a esos sermones que los padres suelen soltar a sus hijos adolescentes sobre las distintas salidas profesionales. La aversión hacia todo lo útil arraigaba cada día más. La lectura y la ensoñación eran mi triaca particular; sin embargo, los reinos donde aún había lugar para las haza­ ñas me parecían inalcanzables. Allí me imaginaba una so­ ciedad de hombres temerarios, cuyo símbolo era el fuego de campamento, el elemento de la llama. Por ser acep-

mi buhardilla para liar el petate, donde metí zapatos, mu­ das y cuanto estimaba necesario para un largo viaje. C uando me encontraba en el umbral, finalmente equipado, mi pequeño cuarto se me reveló más acogedor de lo habitual. Por primera vez desde el invierno ardía el fuego en la estufa, y la cama estaba hecha con tal primor que invitaba al reposo nocturno. Incluso los libros de texto apilados sobre la carcomida tabla de la cómoda, la gramática de Ploetzsche, medio desencuadernada por el uso durante el último año del instituto, y el volum ino­ so diccionario de latín de Georges, irradiaban nostalgia, un hechizo nada fácil de romper. De repente me resultó absurdo e inexplicable renunciar a todas esas cosas, jugár­ melo todo por un futuro absolutamente incierto, donde sin duda no habría una buena señora Krüger para hacer­ me la cama por la mañana y traerme el candil a la habi­ tación por la tarde. En aquel instante comprendí que el extranjero posee también un lado glacial. Pero era una evi­ dencia que me llegaba de otro planeta, pues ya había abandonado ese círculo familiar y sabía muy bien que ahora el tiempo de las cavilaciones había pasado, que ha­ bía roto el cordón umbilical y que por ello debía actuar en un sentido que hasta el momento me había parecido extraño. Cuando me puse en camino, hacía un tiempo desa­ pacible, un tiempo que invitaba a permanecer al abrigo del cuarto caldeado, con las piernas recogidas en el sofá, y a leer, como era mi costumbre, con una jarra llena de té sobre la silla de al lado mientras fumaba una corta pipa. El viento y la lluvia arrojaban a montones la hojarasca ramosa de los plátanos sobre el adoquinado de la avenida que conducía a la estación. Las farolas de gas reverbe­ raban en la húmeda negrura de las calles, donde las ama­ rillentas hojas dibujaban tiras de mosaico. Había colgado mi amplio capote sobre la mochila y, como signo externo

de mi nueva libertad, había sustituido mi gorra roja de escolar por un sombrero. En la taquilla saqué un bille­ te hacia la capital más cercana, que daba su nombre a la provincia. Tuve suerte, pues la locomotora ya resoplaba vapor. Había llegado a la buena de Dios, porque era incapaz de descifrar los enigmáticos signos de la guía de ferrocarriles y de los tablones expuestos en las salas de espera. Todo cuanto sabía era que Colonia, Trier o Metz se encontra­ ban en las proximidades de la frontera occidental, pues mis conocimientos geográficos eran endebles, y creía que los países exóticos y fabulosos de este mundo comenzaban apenas cruzados esos lindes, tal y como se representaba en los mapamundi antiguos. Sólo me acordaba del topónimo de Verdón, pues ha­ bía leído en los periódicos que el alcalde de una villa ale­ mana se había alistado en la Legión Extranjera. Su caso había producido recientemente gran sensación, y el recor­ te de las noticias sobre este asunto había sido, quizá, la única medida que proporcionaba a mi plan un viso de objetividad. Lo que yo denominaba mis preparativos su­ ponían otro estado, ese desvarío enigmático, doloroso y sin embargo ferviente que se había apoderado de mí como un remolino que irrumpe de súbito en aguas man­ sas, y que interpretaba como una llamada de la lejanía. Me senté en un vagón de tercera clase abarrotado de campesinos del valle del Weser, de pequeños comercian­ tes y verduleras en cuclillas tras sus canastas. Cuando el tren arrancó, sentí que en ese momento me encontraba en una nueva situación, como un espía infiltrado en terri­ torio enemigo que ya no tiene a nadie con quien poder conversar. Estaba satisfecho conmigo mismo, pues no me había creído capaz de llegar a tal extremo. Sólo temía un poco que se despertara en mí el deseo de retornar, y me juré resistir a toda costa. El traqueteo de las ruedas me inspi­

raba valor, y, siguiendo el compás, iba murmurando para mis adentros frases del tipo: «¡Ya no hay vuelta atrás!». También resultaban curiosos mis compañeros de via­ je, que, sin reparar en mí, se mostraban dicharacheros y se renovaban constantemente con los pasajeros que subían y bajaban en cada parada. De vez en cuando irrumpían per­ sonajes extravagantes para ofrecer pequeños espectáculos prohibidos, y tras hacer la ronda con el gorro, se esfuma­ ban de nuevo en el próximo apeadero; así, un tipo enjuto que, tras haberse vanagloriado en un asombroso discurso de sus prodigiosas habilidades, extrajo un fino estilete de su bastón y lo hizo desaparecer varias veces metiéndoselo en la boca hasta la empuñadura. Asimismo, un señor gordo y campechano, algo beodo, que nos cantó con vigorosa voz algunas canciones com o Regresa el estudiante a media­ noche o El altar consagrado al amor, nos acompañó durante un largo trecho. Y de ese m odo, arrinconado en mi asien­ to, consideré que el viaje empezaba con buenos augurios y las dos horas hasta la capital se me hicieron cortas. En la estación central saqué un billete para Trier y, al hacerlo, me pareció llamar tanto la atención com o si pi­ diese un pasaje para la cuenca del Amazonas. Pero para mi íntima satisfacción, el hombre de la taquilla me cobró con absoluta indiferencia y contestó a mi pregunta sobre la hora de partida también sin inmutarse. El próximo tren en esa dirección no partía hasta entrada la noche, así que dejé mi mochila en consigna para dar una vuelta por la ciudad. No escampaba y decidí vagar un buen rato por las calles sin meta alguna. Me parecía vital mantenerme en movimiento y matar el tiempo cuya repentina abundan­ cia se tornaba tediosa. Sin embargo, pronto comencé a sentir la acción de la fuerza de la gravedad que toda gran urbe ejerce sobre los vagabundos para atraerles hacia puntos muy concretos. Aún animado, seguí el tráfico hasta la arteria principal,

para finalmente ser absorbido por una de esas galerías co­ merciales, resguardadas de la intemperie, llamadas pasa­ jes, donde a cualquier hora nos tropezaremos con tipos cuya única meta consiste en remolonear. Aquí me sentía más seguro, más integrado; ya en el tren había percibido de forma confusa que quien busca aven­ tura no conoce el espacio vacío, sino que pronto contacta con fuerzas desconocidas. Ya el peculiar m odo de mover­ se le permite ver un nuevo tráfago dedicado a la ociosidad, al crimen o a la vagancia: una capa extensa y repartida por doquier que merodea en torno al elemento burgués y que intenta granjearse al aventurero com o cómplice. Ese lugar, donde la calle adquiere algo del calor sospe­ choso de un zaguán iluminado con luces rojas y donde los negocios recuerdan a barracas de feria, me pareció per­ fecto para alguien que se ha fugado y que de vez en cuan­ do mete furtivamente la m ano en el bolsillo del pantalón para acariciar la rugosa empuñadura de un revólver de seis balas. Me entretuve algún tiempo examinando las miles de dudosas postales expuestas tras los escaparates. Después me llamó la atención la deslumbrante entrada a un museo de figuras de cera. C on angustiosa curiosidad vagué por un laberinto de salas entre inmóviles efigies de personajes contemporáneos célebres e infames, un abanico de ejem­ plos sobre las dos direcciones en las que se puede aban­ donar la ruta principal de la vida ordinaria. Para visitar la última sala era necesario adquirir una entrada suplemen­ taria: allí se había instalado una galería de figuras ana­ tómicas exhibidas en vitrinas con luz eléctrica. Se veían extrañas enfermedades pintadas con manchas de color azulado, rojizo y verdoso sobre los miembros corporales de cera. Ante las más espantosas pensé con un sentimien­ to de morbosa satisfacción: «¡Seguro que ésas sólo existen en los Trópicos!».

Enfrente del museo de cera, al otro lado del pasaje, brillaban las luces de un restaurante. Al entrar vi que fun­ cionaba de forma automática. Las comidas más variopin­ tas, preparadas para seducir con su aspecto multicolor, se ofrecían al cliente sobre bandejas redondas o en peque­ ños montaplatos, y bastaba con introducir una moneda para ser servido mediante un mecanismo que emitía un zumbido. Asimismo cabía activar unos minúsculos gri­ fos que surtían cualquier clase de bebida imaginable en los vasos colocados debajo. Para quien atendido por fuerzas invisibles había comido y bebido de ese modo, aguardaban otros aparatos que mostraban fotos coloreadas o hacían sonar breves piezas de música a través de auri­ culares. Ni siquiera se había olvidado el sentido del olfa­ to, pues también se ofertaban ingeniosos pulverizadores, cuyas diminutas toberas podían perfumar el traje con esencias de nombres exóticos. El fantasmal servicio me pareció sobremanera có­ modo, idóneo para quien por serias razones ha de man­ tener una actitud reservada. Com o por arte de magia, la máquina me proporcionó diversas ensaladas y panecillos, y, una vez saciada la sed, seguí bebiendo por curiosidad, con el único propósito de catar todas aquellas bebidas de nombres tan raros. Contemplé las imágenes que descen­ dían una tras otra al girar una manivela y que llevaban inscritas leyendas com o LA VISITA DE LA SUEGRA o LA N O ­ C H E DE BODA FRUSTRADA. Después dejé sonar una pieza de música y accioné el vaporizador de perfume. Esas diversiones me depararon un placer que, como todo contacto con el mundo de los autómatas, raya en la perversidad. No sabía que precisamente en tales antros la policía tuviese a sus mejores soplones. Era ya tarde cuando me dirigí de nuevo hacia la esta­ ción. El tren esperaba en un andén desierto, inundado por la luz blanca de las lámparas de arco. Casi todos los

vagones estaban vacíos. Me tendí en un banco, me puse el macuto bajo la cabeza y me cubrí con el capote. El le­ cho era duro y poco convencional, pero me sentía medio aletargado por la mezcla de licores, así que antes de que comenzara el viaje ya me había dormido. Me desperté en medio de la noche. Un revisor con una pequeña linterna me sacudió y me preguntó por mi destino. Me miró con desconfianza, pues hasta que no encontré el billete no pude responderle. Al final gruñó: -¡Ésta es la estación terminal! Enlace a las cinco de la mañana. Así que cargué con la mochila y me fui a la sala de es­ pera desierta. Para entonces ya no sentía euforia y el cóc­ tel de licores no era sino un pálido recuerdo. Una vez más me asaltó la tentación de regresar a casa y, con mucha menos vehemencia, volví a mascullar, para mis adentros: «¡Ya no hay vuelta atrás!». Se me agolpó una legión de ma­ los pensamientos, como los que suelen invadirnos por la mañana antes de acometer ciertas empresas; así, por ejem­ plo, incluso la escuela no parecía un lugar tan aburrido y fastidioso. Otra circunstancia inquietante era percibir que mi sentido del tiempo comenzaba a sufrir extrañas alteracio­ nes. Así pues, resultaba increíble que desde mi fuga aún no hubiera transcurrido ni siquiera un día entero y que, de haberme quedado en casa, en ese momento aún con­ taría con más de cuatro horas de sueño, antes de que la señora Krüger me despertara. Por más que contabilizara el tiempo, era indudable que no hacía un año, sino p o­ cas horas que me encontraba en camino. Ese desajuste inspiraba algo de espanto; era la mejor prueba de que ya me había adentrado en dominios por completo inu­ sitados. La situación se tornó todavía más antipática debido a la figura de un ferroviario que atravesaba una y otra vez

la sala sin dignarse mirarme, y que dejaba un rastro de plácida diligencia y de olor a café recién hecho. Llevaba la chaqueta del uniforme cómodamente desabrochada y de una boquilla encorvada le colgaba hasta el pecho una cabeza de pipa majestuosa, con la que sabía formar glo­ riosas nubes azules. Su aspecto me dio en parte envidia, en parte un ma­ ravilloso alivio, como el caminante que ve brillar en lon­ tananza una luz junto al camino.

Por la mañana temprano ya estaba en Trier. Allí me abastecí de provisiones: pan blanco, mantequilla, embu­ tido y una botella de vino. Tras adquirir en una papelería un mapa de rutas en bicicleta de los alrededores de Trier, me puse en marcha por una de las carreteras que condu­ cen hacia el oeste. Comprobé que aún quedaba un buen trecho hasta la frontera, que pretendía atravesar con la máxima cautela, de noche y a ser posible por la espesura del bosque. Me imaginaba ese cruce como el trance más apurado de la aventura. La excursión por las colinas y un paisaje otoñal salpi­ cado de caseríos aislados íúe un acicate. Encendí mi corta pipa y me abandoné a toda clase de dulces ensoñaciones. Por supuesto, cada vez que estaba a punto de atra­ vesar un pueblo volvía a guardar la pipa, mi compañera inseparable, pues era lo bastante juicioso como para ad­ vertir que tal hábito contrastaba de modo extraño con mi aspecto, y que un solo chascarrillo a mi costa habría ofen­ dido mi honor, que, como un español, tenía en tan alta estima. Por cierto, no es que me gustara mucho el tabaco, y ni siquiera me atrevía a confesarme que alguna vez me había provocado verdaderas náuseas. Por tanto, aunque residiera casi exclusivamente en la imaginación, el placer de fumar me ayudaba mucho a levantar el ánimo. Así, an­ tes de sucumbir a los libros sobre África, que me enloque­ cían como Amadís de Gaula a Don Quijote, me contaba

entre los fervorosos lectores de Sherlock Holmes, y siempre me había resultado imposible leer uno de esos típicos pa­ sajes donde el detective enciende circunspecto su corta pipa, sin verme tentado a interrumpir la lectura para ofrendarle un modesto sacrificio. Durante la marcha me sobró tiempo para rumiar mis pensamientos. Me devanaba los sesos con dos clases de ideas absolutamente distintas; hoy se me antojan peregri­ nas, y con un estado de espíritu tan diverso, me resulta di­ fícil infundirles vida, aunque sólo sea a modo de esbozo. La primera se alimentaba de una poderosa pasión por la soberanía, es decir, del deseo de vivir a mi antojo, sin ningún género de concesiones. Para realizar ese grado ab­ soluto de libertad me parecía imprescindible apartar todo posible estorbo de mi camino, en particular toda institu­ ción que mantuviese algún vínculo, por lejano que fue­ se, con el orden civilizado. Había cosas que despreciaba ante todo. Entre ellas figu­ raba el ferrocarril, pero también las carreteras, la tierra culti­ vada y, en general, cualquier camino trillado. En cambio, Africa encarnaba la naturaleza salvaje, virgen e infran­ queable y por consiguiente un territorio donde el encuentro con lo extraordinario e inesperado era harto probable. A esa aversión contra los caminos trillados se suma­ ba una segunda y no menos irreconciliable contra el or­ den económico del mundo habitado. En ese sentido, Africa se me antojaba el Edén, el lugar donde se podía vivir sin afán de lucro, especialmente sin acumular dine­ ro. Me imaginaba que allí la gente vivía de otra manera, al día, como cazadores y recolectores. Esa forma inme­ diata de ganarse la vida me parecía preferible con mucho a cualquier otra. Ya de muy joven creía que todo lo ob­ tenido de ese modo, por ejemplo, un pez en aguas pro­ hibidas, una cesta de bayas recogidas en el bosque o un plato de setas, debía de tener un sabor genuino y sustan­

cioso. La tierra prodigaba semejantes frutos desde su fuerza indivisa, anterior a las fronteras, y por eso tenían un gusto más salvaje, con la libertad natural como con­ dimento. De esa manera me proponía llevar en esos parajes una vida regalada, tanto más cuanto podía contar con el fa­ vor del sol. En un país donde todos los días brillaba un sol tórrido y poderoso no era posible, según imaginaba, sentirse triste o descontento. También sabía ya lo que deseaba emprender con esa libertad. En primer lugar me aguardaba la aventura peli­ grosa, que, por todo cuanto había oído y leído, irrumpi­ ría nada más desembarcar. Abarcaba un círculo muy am­ plio en el que yo mismo incluía el hambre. ¿Acaso podía toparme en esa tierra con algo que no sedujese al cora­ zón aventurero? Así pues, cuando llegase la diversión no me encontraría desprevenido. Pero además pretendía observar todo con fruición. Me encaminaba a un lugar donde nada era anodino. Allí las flores eran sin duda más grandes, de colores más su­ bidos, olores más excitantes. Sin embargo, me daba la im­ presión de que los viajeros que habían tenido la fortuna de visitar esas regiones pasaban por alto tales pormeno­ res. Cuando nos cuentan que alguien ha pescado un pez, desearíamos ver la pieza con cada una de sus fibras, con cada una de sus escamas, con cada una de sus capas de brillo nacarado. Nos gustaría sentir la sangre en nuestros dedos al rasguñarnos con las espinosas excrecencias de su cabeza y estrechar su cuerpo con las manos para exami­ nar la tersura y humedad de sus láminas óseas, la fuerza y flexibilidad de sus músculos. Me propuse no omitir esos detalles y me juré a mí mismo que, cuando se me pre­ sentara cualquier imagen exótica, intentaría siempre con­ tener la respiración al menos por un instante para rete­ nerla en la memoria, aunque saliera mal librado.

Al pensar en las bayas o en los frutos que podrían equivaler a los de nuestras latitudes, se me pasó por la cabeza que nada más arribar al otro continente sería pre­ ferible seguir por mi cuenta el curso escarpado de la cos­ ta. Allí se podía vivir del marisco que el cuerno de la abundancia esparce sobre toda la playa. Y así un nuevo plan de fuga se incorporó al viejo. Otra cuestión que ocupaba mis pensamientos era la de si debería buscarme o no un camarada. Consideraba difícil encontrar un acompañante, y es que un hombre de veinte años ya se me antojaba muy viejo y, en el fondo, incapaz de verdaderas experiencias. Me inclinaba siempre a presuponer en la gente de esa edad distancia y apatía ante las cosas, y sobre todo una suerte de ironía con aires de suficiencia que me causaba gran recelo. Ya sólo por esa razón procuraba ocultar completamente mi plan de fuga, pues no me cabía duda de que para cualquier extraño po­ dría sonar un poco ridículo. Era precisamente esto lo que me daba miedo; y si, por una parte, la idea de que me pu­ dieran disparar al cruzar la frontera me deparaba placer, por otra parte, la posibilidad de que un apacible aduanero pudiera detenerme y entregarme con toda cordialidad a la guardia fronteriza me producía gran desasosiego. En cualquier caso sentía la necesidad de com uni­ carme, la necesidad de confiarme de vez en cuando a un espíritu recio y atento, capaz de compenetrarse sin es­ fuerzo con las raíces ocultas de nuestros planes y aventu­ ras. Esto me lleva a la segunda ilusión de la que he ha­ blado; consistía en que me figuraba capaz de participar realmente de una comunión espiritual com o ésa. Me ha­ bría gustado ocultar ese anhelo al lector del siglo XX, tan escéptico y cultivado, pero no sólo es parte integrante de la trama, sino que también ayuda a comprender el desen­ lace. Su prehistoria se remonta muy atrás, hasta la infan­ cia, hasta esa época en que el horizonte interior aún no

se había estrechado mediante las competencias de la lec­ tura y de la escritura. Antes de proseguir la peregrinación contemplativa ha­ cia la frontera occidental, conviene echar una breve mi­ rada retrospectiva.

Me encontraba tumbado en mi pequeño dormitorio, donde apenas cabían mi cama y dos grandes armarios, y aún estaba completamente despierto. La abuela había ve­ nido de visita y se hallaba sentada con mi madre en una habitación contigua, cuya puerta estaba entreabierta. A tra­ vés de la ancha abertura veía el rayo de luz mortecino de la lámpara cubierta con una pantalla de seda roja rizada y oía cuchichear a las dos mujeres sobre toda clase de cui­ tas domésticas. Mientras escuchaba con las orejas bien abiertas, me sorprendió un ruido extraño, un tamborileo leve, pau­ sado y amortiguado que por lo visto no sonaba en la pieza contigua, sino casi al pie de mi cama. Sin embargo, la palabra «sorpresa» no es del todo acertada, pues el rui­ do era en principio tan débil que parecía como si caye­ sen granos de arena sobre la piel de un tambor, pero la percusión redoblaba a un ritmo lento y penetrante. En cualquier caso no me asusté, el ruido semejaba un prelu­ dio, capaz de alterar el ánimo del auditorio y predispo­ nerlo para una revelación singular. Me incorporé con cautela mientras al lado la conver­ sación continuaba tranquila. En ese instante se me reveló la fuente de esos curiosos sonidos: procedían de una figu­ ra sentada en la silla que habitualmente estaba junto a mi cama; vi con asombro que se había apoderado de una caja de té decorada con caracteres chinos y se dedicaba a

tamborilear la tapa con el nudillo del dedo. Ese recipiente de hojalata me resultaba muy familiar; mi padre se lo ha­ bía comprado a un veterano repatriado de la campaña de China que pretendía haberla obtenido como botín en el incendio del palacio imperial. Estaba vacía desde hacía tiempo y se conservaba en uno de los armarios, entre otros objetos, com o recuerdo del incomparable té, cuyo aroma aún lo impregnaba por dentro. El visitante era alto, de mediana edad y aspecto lerdo. Su rostro era feo y recordaba a una de aquellas zanaho­ rias que de niños nos gusta tallar con un cuchillo romo. Sin embargo, gracias a un semblante de bonachona melanco­ lía, sus rasgos no provocaban repulsión. Algunos años después, cuando contemplaba los grabados de Tony Johannot en viejas ediciones de lujo, solía acordarme de ese rostro.'5' Apenas tuve a la vista a ese inesperado compañero, vestido con un humilde traje gris, de corte burdo, expe­ rimenté un irresistible sentimiento de superioridad. Eran las ínfulas de un m ocoso sabelotodo de la capital que, mientras emprende sus viajes de exploración veraniega por los graneros y establos de una granja, mira por en­ cima del hombro a un viejo criado con el que cruza unas palabras. Pero, a decir verdad, mi visitante no parecía ofendido por el hecho de que en la animada conversa­ ción que al punto se entabló entre nosotros yo intentara sin rebozo tomarle el pelo; por el contrario, el rasgo bo­ nachón de su rostro se esbozaba cada vez con mayor ni­ tidez, y me seguía las bromas com o un campesino que ve brincar a un potro por los pastos. Por primera vez en la * Antoine (Tony) Johannot (1803-1852), pintor y grabador francés, célebre sobre todo como maestro de la escuela romántica de ilustradores, que cuenta con una vasta obra de 3000 viñetas repartidas en 150 libros, entre los que destacan la ilustración de las obras de Moliere, E l Quijote, Las penas del joven Werther o E l último mohicano. (N . del T.)

vida me sucedía que mi inteligencia se mostrara superior a la de otro espíritu, en el fondo más recio, y que además éste se alegrara de ello; ese tipo de relación siempre me ha conmovido. Nuestra conversación fue sin duda singular, y lamen­ to no ser capaz de reproducirla, aunque su misteriosa figura haya impreso en mi memoria una huella indeleble. La plática se sostuvo entre mis cuchicheos y sus murmu­ llos; es probable que el contenido de nuestra conversa­ ción se juzgaría bastante fútil, pues giraba principalmente sobre toda clase de utensilios domésticos. Platicamos so­ bre objetos que se encuentran en el desván, en la bodega o en la cocina, en suma, sobre todo aquello que perte­ nece al pequeño mundo del hogar. Por supuesto, conocía bien todas esas cosas, y pronto advertí que el extraño también poseía un conocimiento preciso de ellas. La auténtica gracia de la conversación consistía en que el visitante interpretaba esos utensilios en un sentido absolutamente inusual, les prestaba propie­ dades fabulosas y peregrinas; es decir, no ocultaba su pre­ tensión de atribuirles vida propia, mientras yo me veía forzado a corregirle y explicarle su verdadera función. El juego me divertía una barbaridad, y acechaba apa­ sionadamente la ocasión en que pudiera decir: «Pero si el cubo sirve para fregar el suelo», o «La silla del abuelo se usa para sentarse». Con ello arrancaba al extraño una son­ risa, como si le hubiese ofrecido la solución inesperada de una adivinanza. Sin embargo, se resistía a toda enmien­ da; aceptaba cada respuesta particular para pasar ense­ guida a otro objeto. Es una pena que justo la parte más importante de esta conversación, es decir, los singulares razonamientos del extraño, se me haya olvidado del todo. También en los sueños hay un estrato que se desvanece rápido. Tal vez po­ damos hacernos una idea si pensamos en los colosales

paisajes infernales con que El Bosco ha hecho escuela y en los que se moviliza contra los seres humanos un monstruoso arsenal de herramientas malignas. Pero la di­ ferencia estribaba en que el extraño ofrecía de los objetos una explicación por entero bondadosa; les atribuía una existencia plena de vida onírica. Se proponía introdu­ cirme en su círculo como en la habitación de un viejo sir­ viente de quien un buen día descubrimos con asombro que también posee una vida propia. Inventariamos, entre muchas otras cosas, también los secretos de la despensa, y en particular mencionamos los dos pollos que esperaban allí en la olla. Puesto que ya me relamía por el festín, me contrarió sobremanera que el extraño los considerase en mal estado y, por tanto, in­ comestibles. Mientras discutíamos sobre este asunto, me fui quedando dormido en medio de la cháchara. A la mañana siguiente me había olvidado ya del visi­ tante, y no fue su recuerdo, sino el capricho infantil, lo que me impulsó nada más entrar en la cocina a pregun­ tar a nuestra muchacha por el pollo. Y cuál no sería mi sorpresa cuando me enteré de que se había echado a per­ der durante la noche y de que lo habían tirado de madru­ gada. En efecto, lo vi ya en el cubo de la basura, medio cubierto de desperdicios, y esa visión me inspiró asco. Me despertó inmediatamente el recuerdo del extraño, en todos sus pormenores, cuya predicción se había cumplido, y sólo entonces me invadió la angustia. Me fui a hurtadillas e hice un esfuerzo como el que intenta tragarse algo. Un presentimiento me decía que ésta era una de esas expe­ riencias que no conviene confesar a los adultos, que debe hacerse todo lo posible por borrarla de la memoria para que no quede ni rastro. Mi buena madre, a la que confié el secreto sólo mu­ cho más tarde, opinaba que, seguramente, debía de ha­ berla oído hablar con la abuela sobre ese pollo mientras

me dormía, y la explicación me pareció plausible, si se tiene en cuenta la viva imaginación de los niños. Sin embargo, no deja de ser singular que la imagina­ ción nos afecte con una fuerza no menos honda que la impresión causada por la realidad tangible, como sugería el hecho de que el invitado gris aún se me apareciera más de una vez durante un largo lapso de tiempo; pronto se me hizo familiar, aunque nunca volví a verlo con tanta nitidez. A partir de entonces solía presentarse en el primer sueño, siempre en el mismo lugar, es decir, en un viejo y espacioso edificio que evocaba ora un castillo, ora un m o­ lino en ruinas. Algunas estancias del edificio todavía esta­ ban amuebladas, otras eran casi sólo madera podrida, así un adarve de techo en punta, que recorría con frecuencia, construido con vigas húmedas y enmohecidas, como sue­ len verse en el fondo del caz de un molino. Algunas veces me hallaba ya en medio de esa construcción de arquitec­ tura compleja, otras veces me encaminaba hacia allí atra­ vesando primero un sombrío paraje de abetos. Una vez había alcanzado la puerta, se reunía el compañero conmi­ go y permanecía a mi lado, mientras yo, frecuentemente con tedio, pero a menudo también con cierto temor, me extraviaba por el dédalo de estancias y galerías. Me despertaba de esas pesadillas con malestar y per­ manecía tendido en el lecho bastante tiempo, inmóvil y a oscuras, mientras me empeñaba en reconstruir el viejo edificio con ayuda de la memoria y la imaginación. Pero cuanto más aguzaba mi espíritu para conjurar su presen­ cia, tanto más se desleían sus formas y contornos, como por arte de magia. Me daba la sensación de que, si lo hubiese consegui­ do, también se me habría revelado la solución del enigma onírico, su significado real. Incluso los espacios parecían metamorfosearse con cada nueva visita, com o las estruc­

turas arquitectónicas de un mundo todavía fluido y ne­ buloso en estado embrionario, o se disgregaban en otros componentes, y sólo un vago recuerdo me sugería que antaño ya había habitado en esas estancias. En ciertas ocasiones también tenía la impresión de encontrarme en lugares completamente distintos, por ejemplo, en la es­ cuela, en algún viaje o en un pueblo, hasta que de impro­ viso un signo secreto me revelaba que seguía estando en el viejo castillo. Ese sueño persistió durante años, con frecuencia pa­ recía a punto de desvanecerse, para después resucitar con una intensa claridad luminosa. Con el paso del tiempo la figura de mi compañero se tornaba cada vez más vaga, y sólo volví a reconocer sus rasgos cuando visité por última vez el castillo espectral. Esa última vez se distinguió de todas las restantes por el hecho de que logré abandonar el edificio, lo que hasta entonces jamás había sucedido. Salí al bosque de abetos, cuyos árboles mientras tanto habían crecido hasta alcanzar una altura inmensa y se er­ guían muy distantes unos de los otros. Cada árbol arrai­ gaba en el centro de un círculo mágico. Animado por una fuerza excepcional alargué el paso. Mientras en el viejo castillo el ojo no había podido descifrar las cosas sino en sus borrosos contornos y como a través de una niebla ver­ dosa, aquí sus trazos se definían del modo más nítido: la mirada atravesaba un espacio en reposo absoluto, donde no corría ni una gota de aire. Pronto advertí que mi con­ ciencia se había aguzado. No sólo era capaz de percibir hasta las más diminutas ramificaciones de un tronco, cada rugosidad de las cáscaras y cortezas como si las con­ templara a través de una lente de aumento, sino que tam­ bién la distribución global del espacio era visible como en un mapa. Así pues, no sólo veía desde el suelo el paisaje que iba recorriendo, sino que además me observaba a mí mismo

desde una perspectiva de águila en el seno de ese paisaje de extensión tan vasta que parecía cubrir por completo la tierra. A una gran distancia, desde la lejanía de los años, vi avanzar hacia mí a otra criatura por los bosques de­ siertos, cubiertos de liqúenes verdiblancos, vi nuestro ca­ mino como guiado por una brújula. En ese instante oí bien claro el nombre de «Dorotea», pero no porque oyese un grito, sino más bien porque lo adiviné a partir de un sonido cuádruple que evocaba al repique sonoro de cua­ tro campanas, dos de oro y dos de plata. La sensación de euforia con que me desperté fue ex­ traordinaria. Hay en esos años una atmósfera de ebriedad, como si el aire embriagase. Mientras el primer visitante fue desvaneciéndose pau­ latinamente en los abismos del sueño, Dorotea se perfila­ ba cada vez con más claridad. Es verdad que sus rasgos no acababan de definirse, sin embargo esa vaguedad aumen­ taba su seducción. Exhalaba un hálito de gran jovialidad y frescura silvestre, y se diría que de su figura centellea­ se una luz ambarina. A diferencia del duende lerdo era de una inteligencia chispeante. Me inspiraba una confianza inquebrantable. Era como si en un viaje peligroso me sin­ tiese acompañado por un camarada tan seguro de sí mis­ mo que aventaba cualquier amenaza. Paso a paso logré acercarme más a ella; lentamente los pensamientos insuflaron sustancia onírica en la realidad. Sin embargo, cuando quiero verbalizar ese acercamien­ to, advierto que ando a tientas por la oscuridad, como al­ guien que intenta describir la figura del «coco», con la que no obstante se había familiarizado cuando aún era un crío. Recuerdo tan sólo detalles, como, por ejemplo, que a los catorce años comencé a entusiasmarme por la caza de mariposas. En esa época era frecuente que me topara con insólitos especímenes posados sobre racimos de flores y corimbos, y los dibujos de sus alas me sorprendían cada

vez y me alegraban como si fueran el capricho de un es­ píritu dotado de una exuberante fuerza imaginativa. En tales momentos sentía a Dorotea muy cercana y me de­ moraba aún durante un breve y exquisito lapso de tiempo antes de capturar la presa. Así pues, los lepidópteros desempeñaron el papel de talismán. Pero no sólo éstos, sino la belleza en general, sin importar con qué formas y objetos se vestía, desper­ taba esa atracción. Lo mismo vale para la armonía espiri­ tual; cuando leía o escuchaba un argumento bien trabado o un símil certero sentía a menudo como si una mano me rozase las sienes. Incluso me acostumbré a considerar las sensaciones corporales como criterio, de tal modo que la verdadera comprensión sólo esclarecía mi espíritu una vez experimentada la sorpresa en carne propia. Esta facultad ha permanecido intacta; más tarde, cuando comencé a trabajar en bibliotecas y galerías, me ayudó a orientarme como en los bosques en busca de setas, o también cuan­ do conversaba me sirvió para fijar la atención en el pro­ pio hablante, como un animal que asoma tras la enmara­ ñada espesura de las palabras y las opiniones. Pero ese roce breve y fulminante no era el único me­ dio que me unía con Dorotea. También sentía su proxi­ midad cuando me asaltaban las dudas, como aquí en esta carretera. Si, como pasaba justo en ese momento, tomaba la decisión de avanzar, sabía que Dorotea lo comprendía y sentía su aprobación como si saltase una chispa eléctri­ ca o como si oyese una señal a lo lejos. Así pues, no carecía de recursos, pues Dorotea enri­ quecía mi patrimonio. Su imagen onírica habría de mos­ trarse más valiosa de lo que pudiera suponer. Pero volvamos a la realidad.

E n sim ism ad o en esos pen sam ien tos recorrí, casi sin darm e cuenta, un buen trecho del cam ino. El hecho de que rom piera a lloviznar p or la tarde n o m e contrarió, pues esas gotitas m enudas, c o m o de fino polen, acrecen­ taban la soledad. Por lo dem ás, el placer de salir a pasear bajo una espesa capa de lluvia form aba parte de m is in­ clinaciones. Todavía h o y siento predilección por esos días lluviosos, c o m o una de esas raras circunstancias en que u n o puede entregarse a sus divagaciones a la intemperie sin ser m olestado. C u a n d o , abrigados por un capote im­ p erm eab le, v a g a m o s b ajo la torm en ta p o r los gran d es bosques, u n o respira tanta paz, incluso en las afueras de las ciudades, c o m o u n b u zo en el fo n d o del mar. Al entrarme de n u evo ham bre, me desvié para hacer un alto en un arroyo angosto que se perdía en el bosqu e. B ajo una arboleda tu p id a de p in os la tierra aún estaba seca; extendí m i cap o te en ese refugio y recogí piñas para encender el prim er fuego de cam pam ento. El pan se había en m o h ecid o un p o c o deb id o a la hu­ m ed ad ; así que me contenté con el em bu tid o y el vino. M e pareció conveniente com probar si también mi arma se adecuaba al lance, y decidí llevar a cab o un os breves ejer­ cicios de tiro para iniciarme en el uso del revólver. Escogí un p eq u eñ o tronco de p in o y vi con placer c ó m o al dis­ parar sobre el b lan co la corteza roja se astillaba y lím pi­ das lagrimitas de resina m an aban por sus heridas leñosas.

Luego, mientras respaldado en un tronco me calenta­ ba los pies y contemplaba el fuego, cuyas brasas se extin­ guían lentamente bajo una blanca capa de ceniza, se me ocurrió un raro juego. Consistía en apoyar sobre mi pe­ cho el cañón del arma cargada y apretar muy despacio el gatillo hasta el punto crítico. Con excitadísima atención veía levantarse el percutor hasta alcanzar la posición de fuego, mientras la presión del pulgar disminuía como una balanza que ha encontrado su equilibrio. Mientras jugaba a eso oía cómo el viento hacía crujir de forma muy leve el tronco donde me reclinaba. Cuanto más iba tentando con el pulgar, más reciamente susurraban las ramas, pero, cosa extraña, cuando había alcanzado el punto decisivo, so­ brevenía un silencio absoluto. Jam ás habría imaginado que el sentido del tacto ocultase matices tan delicados y significativos. Tras haber repetido varias veces esa ceremo­ nia, guardé en el macuto aquel pequeño instrumento, ca­ paz de producir una melodía de ese género entre inquie­ tante y dulce. El desenlace de esa solitaria iniciación a las armas me colmó de alegría. Pero desgraciadamente ese estado de euforia se frustró al poco rato por un descubrimiento inesperado. Ya por la tarde había trazado con lápiz el ca­ mino que me proponía recorrer; cuando desplegué el mapa para informarme sobre los progresos de mi pere­ grinación reparé en un enojoso error. Al otro lado de la frontera leí la palabra LU XEM BU RG O , cuyas letras estaban tan separadas que me había pasado completamente inad­ vertida. Por tanto, el destino al que me encaminaba no era en absoluto la frontera gala, sino un país del que ape­ nas había oído hablar. N o me quedó más remedio que m o­ dificar el plan y resolví dirigirme hacia Metz para tomar el primer tren que cruzase la frontera. Poco antes de llegar al arroyo había atravesado un apeadero; desanduve lo andado y una vez allí esperé al

próximo tren. Era un regional que traqueteaba lentamen­ te y que me obligó todavía a realizar dos trasbordos; los nombres de las paradas que anunciaba el revisor me sona­ ban a chino. Los aldeanos que subían y bajaban conver­ saban entre sí en un dialecto extranjero; su indumentaria impregnaba el compartimento de una exhalación húme­ da y tibia que provocaba una som nolencia agradable. Sólo al final de la tarde entró el tren en la vasta y suntuo­ sa estación de Metz. Las lámparas de arco proyectaban una luz despiadada; observé ya cierto desaliño en mi ropa. Las botas estaban cubiertas de una costra de barro, el traje rizado por la hu­ medad, el cuello arrugado. También advertí que mi rostro se había transformado, y las miradas que los paseantes me echaban de reojo me inspiraban recelo. Cuando creía estar a punto de llegar a regiones donde tales nimiedades no importaban, me sentí oprimido por una sensación de paria que hasta ese momento me resul­ taba desconocida. Aquí me percaté de que sólo acusamos la fuerza del orden social cuando nos hemos salido de sus cauces y de que nuestra dependencia con respecto a co­ sas que por lo común no merecen apenas nuestra aten­ ción es mucho más irresistible de lo que pensamos. En cualquier caso, mi estado no era tan grave como para que no cupiera remedio. Entré en los baños públicos que, com o antiguas catacumbas, estaban instalados en los sótanos de la estación, y, mientras me escaldaba con el agua caliente, el m ozo del establecimiento se hizo cargo de mis pertenencias. Acto seguido saqué un billete para Verdún en el tren que debía partir el próximo mediodía, y después enfilé a la ciudad para buscar alojamiento. Descarté muchas pensiones en las callejas laterales hasta encontrar una casa cuyo aspecto fuera lo bastante de­ sangelado com o para servir de guarida. Quien se aparta del recto camino se siente atraído por los lugares oscuros

y dudosos: esto facilita el trabajo de la policía. El cuarto donde iba a pasar la noche parecía una cueva de ladro­ nes, y el camarero que me abrió la puerta de la habita­ ción, pálido como claro de luna, fingía una familiaridad inquietante. Aunque estaba rendido, salí de nuevo y, al vagabun­ dear por las angostas y tortuosas callejas, pronto me in­ vadió un estado de ánimo como el que suele asaltarnos a veces en ciudades desconocidas. El tráfago, ajeno a nues­ tro ritmo, desfila ante nosotros com o las escenas de un teatro de sombras chinescas o como las imágenes de una linterna mágica. Así experimenté un torvo placer ante el espectáculo de los patios iluminados o de las lunas de los cafés, pues era como si tras ellas se ocultaran antros re­ bosantes de actividades clandestinas y fabulosas. Los transeúntes que pululaban me parecían criaturas extrañas, como si las contemplara a través de un telescopio, ade­ más su ajetreo tenía algo de liviano y onírico, como en una pieza para marionetas. Esa impresión nace cuando ya nos hemos liberado de los intereses prácticos de la vida; se vio fortalecida por los miles de soldados que inunda­ ban las calles y plazas de la vieja ciudad fronteriza. Esas masas uniformadas de azul respiraban un hálito de fuerza primigenia pero también de instinto lúdico, como es pe­ culiar a toda gran concentración de tropas. Regresé tarde a mi cuarto y enseguida me sumí en un profundo sueño. Me desperté a medianoche y, en un es­ tado casi letárgico, vi la estancia iluminada por un claro de luna. Era extraño que la puerta que había cerrado con llave estuviese un poco entornada, y observé una mano blanca que se colaba sigilosamente a través de la rendija. Esa mano agarró con cautela la silla sobre la que había plegado mi ropa y la sacó furtivamente del cuarto. En el estado de confusión con que me había incorporado sobre la cama casi no me sorprendió, pensé más bien que el

mozo estaba atendiendo a sus obligaciones, como cepi­ llar mi traje, y al punto volví a caer en el sopor. Cuando me levanté ya muy avanzada la mañana, me vino un recuerdo muy oscuro de lo sucedido. N o obs­ tante, en ese momento me pareció bastante raro y supuse que lo había soñado. Sin embargo, al vestirme comprobé con m udo estupor que mi reloj de plata, regalo de con­ firmación, había desaparecido. También Faltaba la calde­ rilla que llevaba en el bolsillo de los pantalones. H abía guardado mi bolsa con el resto del dinero en el macuto que reposaba junto a la cama, por supuesto sin premedi­ tación. De pronto una punzante corazonada me causó un es­ calofrío, com o si un reptil se hubiese deslizado por el cuar­ to, y bajé a toda prisa a la primera planta donde el cam a­ rero me recibió con una sonrisa afectada y me ofreció el desayuno. Pero yo sólo quería pagar, y mientras me daba la vuelta de diez marcos, me asaltó la sospecha de que una culpa común nos hermanaba secretamente en una es­ fera vil.

Puesto que estaba harto de embozarme en la clandesti­ nidad nocturna, decidí fingir el papel de un joven que pre­ tende cursar estudios de idiomas en Francia. Cuando ur­ dimos tales subterfugios es imprescindible sobre todo que uno mismo se los crea. Por ello me había comprado un bi­ llete de segunda clase y pensé que un buen almuerzo con­ tribuiría a prestarme la confianza necesaria. No me resultó nada difícil satisfacer mi deseo, puesto que en Metz se encuentra la vanguardia de la cocina fran­ cesa; así que no tardé en sentarme en un mirador cerca de la estación, a la luz de un sol otoñal, ante una botella de Haut-Sauternes cuyas gotas se adherían a la copa como aceite, y entretenido con una ración de caracoles cuya va­ riedad particularmente exquisita crece en los viñedos que rodean la ciudad. El servicio fue excelente, y tras varios preliminares gastronómicos me sentí con la suficiente sangre fría para cruzar la frontera sin pasaporte. No sólo el hábito hace al monje, sino también las buenas viandas, y tras un opípa­ ro banquete se anda por la calle con mucho más aplomo. El compartimento estaba casi vacío; en sus asientos no había más que una vieja dama con un vestido de seda negra y un joven oficial, que contemplaba un mapa cu­ bierto con puntos rojos y azules. Tal vez llevado por mi entusiasmo exageré un tanto mi estilo de franca desenvol­ tura, pues encendí mi pequeña pipa y fumé alegremente

a grandes bocanadas. Esto me supuso una mirada indig­ nada de la vieja dama, que abrió su ventanilla y la hizo bajar de un brusco tirón, mientras que mi aspecto pare­ ció divertir al oficial. La mujer se apeó en la siguiente es­ tación, y poco después el teniente también abandonó el compartimento; al mismo tiempo salieron del vagón de tercera clase algunas secciones de infantería. Entonces, el tren rodó todavía unos pocos minutos e hizo una parada prolongada. De pronto tuve la intuición de que tal vez estábamos ya en la frontera. Me asomé a la ventanilla y mi mirada se topó con dos gendarmes con uniforme gris que caminaban a lo largo de los vagones. Presa de un pánico involuntario retrocedí, pero no fue lo más inteligente, pues al punto se abrió la puerta y ambos entraron en el compartimento. Uno de los dos, el que llevaba una gran barba roja, clavó su mirada en mí y me preguntó con una aterradora voz de bajo: -Veamos pues, ¿adonde nos dirigimos? Era evidente que me abordaba en plural, porque du­ daba si debía tratarme de usted. Mi respuesta, cuidadosa­ mente preparada con anterioridad, se expresó en los si­ guientes términos: -Viajo a Verdún donde voy a hospedarme en casa de una familia de conocidos para aprender francés. El guardia de barba roja se volvió hacia su cam ara­ da, que parecía dotado de un tem peram ento más bené­ volo; éste asintió con la cabeza y se contentó con las palabras: -E s posible. Esa sentencia filosófica no pareció satisfacer del todo al barbirrojo, pues, tras haber inspeccionado el comparti­ mento me espetó: -¿ Q u é llevamos ahí dentro, en el m acuto? -Y se aprestó a registrar a fondo mi única pieza de equipaje.

Ni que decir tiene que no había considerado esa posi­ bilidad, y ya di por fracasada mi fuga, pues de repente me acordé del revólver cargado con balas. Pero me sonrió la suerte, pues lo primero que vio el guardia fue el mamo­ treto sobre Africa, que debió de inspirarle respeto ya sólo por su pesadez, pues lo sopesó un instante y a continua­ ción lo repuso sin ni siquiera abrirlo. Probablemente lo confundió con un diccionario francés y se dejó engañar por su apariencia docta, aunque por experiencia profesio­ nal no debía de ignorar que el ser humano oculta fuertes contrastes y que si registráramos a conciencia sus alforjas, nos toparíamos con más de una sorpresa. En cualquier caso, se diría que el aspecto del libro le convenció de mi ca­ rácter inofensivo, pues se llevó la mano a la gorra, cosa que no había hecho al entrar, e incluso se despidió con las siguientes palabras: -Le deseo un buen viaje. Así pues, en el curso de nuestro breve encuentro yo había ganado el pulso; si se hubiese demorado un poco más con mi macuto, seguro que habría pasado a tutearme con tanta más familiaridad y tal vez con mayor placer. In­ mediatamente después el tren volvió a ponerse en mar­ cha y la frontera quedó a mis espaldas. El pequeño episodio debió de excitar la curiosidad de los espectadores; al menos, nada más partir subió un re­ visor a mi vagón y se burló del gendarme, alisándose con las manos su camisa gris como si se acariciara una tupida barba. Sus palabras fueron las primeras que oí en francés y me alegré de entender el sentido general. Menos gracia me hizo la complicidad que parecía presuponer entre nosotros. Aún no tenía ni idea de la diferencia que existe entre los antojos de los desenvueltos y los de los oprimi­ dos, sin embargo pronto aprendí que, en cuanto nos ale­ jamos del principio de autoridad, nos granjeamos la sim­ patía de toda una caterva de cómplices sospechosos.

Al intentar descifrar la leyenda de un monum ento en la estación de Verdún, me di cuenta enseguida de que me hallaba en una ciudad con solera. También aquí las calles angostas estaban ceñidas por el cinturón de la fortaleza. También aquí miles de soldados vagabundeaban de un si­ tio para otro con aire despreocupado; ese espectáculo seducía com o un espejismo que acrecentaba la fascina­ ción de las fuerzas situadas más allá de la frontera. La idea de haber cruzado esas poderosas formaciones militares en sentido transversal ahondaba el sentimiento de soledad de un m odo que no me disgustaba. Escarmentado por las experiencias de la víspera bus­ qué un hostal que inspirase confianza. Por la puerta de una casa espaciosa, llamada la Cloche d'Or, es decir, la «C am pana de Oro», brillaba ese resplandor cálido que promete al caminante hospitalidad. Entré y fui recibido por una rolliza patrona que me mostró un cuarto donde se erguía una imponente cama con dosel. Tras mudarme de ropa bajé a una pequeña fonda, donde algunos jóvenes soldados con uniforme azul bermejo alternaban con sus chicas. C on la sensación de haber superado ya la prueba más ardua de mi fuga, encargué una gran tortilla levemente do­ rada, acompañada de una garrafa de vino con el que brin­ dé a mi salud. El caldo tenía buen paladar; noté que ha­ bía comenzado a hacer progresos en el arte de la cata, que a la postre confluye en una astronomía interior. Esto tenía que ver sin duda con la necesidad de cierto suplemento, pues cuando anhelamos aventuras, es preciso llevar en nuestro interior el pleno contrapeso del mundo que de­ seamos conquistar. Con la intención de pasar la última noche al m odo burgués me retiré temprano a mi lecho. En un primer m om en to me m olestó encontrar sólo un edredón no m ucho más grande que una almohada. Al final descubrí

que había una manta de lana ingeniosamente entretejida como una funda con el colchón, de tal suerte que, si con­ seguía meterme por su estrecha abertura, me sentiría tan abrigado como en una bolsa de aire caliente. Convencido de que nadie en el mundo me supondría oculto en ese lugar, me dormí como un animal agaza­ pado en su madriguera.

A la mañana siguiente, tras desayunar una gran taza de café con leche, me encaminé enseguida a la ciudad. Pretendía informarme sobre la Legión Extranjera y me había preparado a conciencia algunas frases para formu­ lar las preguntas, pero en cuanto quise aplicarlas, una ex­ traña timidez me robó las palabras. Temía asustar a los ciu­ dadanos enfrascados en sus pacíficos asuntos con peticiones absolutamente ajenas a su mundo. Varias veces me dirigí a uno de ellos, pero siempre me sentía como si estuviera a punto de preguntar por el camino hacia la luna. Por ello me limité a inquirir por el nombre de algunas calles que me venían a la memoria, y de ese m odo recibí un gran núme­ ro de amables indicaciones. Así pasó el día, y, cuando co­ menzaron a encenderse las farolas de gas, regresé a la Campana de Oro com o a un escondrijo seguro. También al día siguiente me sentí intimidado, como hechizado en un círculo mágico. Lo pasé dando vueltas por acuartelamientos y edificios públicos, muy atento a los carteles, pues pensaba que debía de haber alguno que indicase O FIC IN A D E RECLU TA M IEN TO PARA LA LEG IÓ N EX­ T R A N JER A . Sin embargo, todas esas indagaciones fueron infructuosas. De nuevo comenzó a caer esa llovizna fría que envolvió la fortaleza con un velo gris. Me sumí en un desánimo tal que llegué hasta dudar de que existiera una ins­ titución como la Legión, pues al fin y al cabo podía ser una fábula de los gacetilleros.

La rolliza patrona me profesaba ya un cariño mater­ nal. Sobre la repisa de mármol de la chimenea, junto al reloj que hacía tictac bajo una campana de cristal, repo­ saba un cuenco con uvas negras y melocotones. Había ideado un modo de colocar el candelera sobre la colum­ na del dosel de suerte que, cuando las cortinas estaban corridas, me encontraba en el lecho como en una caverna iluminada. Protegido de esa forma frente al mundo, me entregué a mis placeres: mordisquear la fruta, hojear el voluminoso libro sobre África y también encenderme de vez en cuando una pipa. Al mismo tiempo meditaba sobre mi situación. Del peculio escolar todavía me quedaban cincuenta marcos. Por tanto, aún podía resistir algunos días más con ese espíritu indeciso y ocioso. Puesto que sentía que ese capital lastraba mi libertad, al alba decidí deshacerme de ese peso, como la tabla que se rechaza cuando uno co­ mienza a nadar. También me juré a mí mismo abordar al primer policía con que me topara, y me ejercité en la pronunciación de las frases necesarias. Por la mañana, después de pagar la modesta cuenta y agradecer a la patrona que me deseara buen viaje, partí con bríos renovados. Me había propuesto ir derecho al toro. Fui andando hasta el mercado de abastos, cuyo bulli­ cioso trajín matutino ya era audible a distancia. Me de­ tuve ante el puesto de flores que brillaba con la variedad cromática de las postrimerías de otoño. Por el albañal corría un turbio arroyuelo que arrastraba las cabezas de la flores marchitas. Desembocaba en un desagüe cerrado ion una rejilla herrumbrosa. En ese lugar me paré y sa­ qué el paquetito preparado en la Campana de Oro, que contenía, envuelto en un billete de veinte marcos, una pequeña moneda dorada de diez francos junto al resto de calderilla. Abultaba tan poco que resultó fácil introducir­ lo por entre las barras de la rejilla.

Una vez desaparecida la ofrenda en las aguas cenago­ sas me incorporé, y lo primero que vi fue a un policía bien nutrido que con pinta afable patrullaba entre los vistosos alm ohadones de dalias y ásteres. Llevaba una gorra roja, recamada con hilo dorado, y una esclavina ne­ gra sobre los hombros que le caía indolentemente hacia atrás. Sin duda, no podía ser sino una señal infalible. Dis­ puesto a zanjar a toda costa el asunto, lo abordé sin nin­ guna dilación. -¡Disculpe, señor! -S e volvió con ademán cortés y me animó a proseguir, aunque pronto noté que se me trababa la lengua-: Soy..., desearía..., vengo de la escuela... -A h, muy bien. ¿Desea que le indique donde está el colegio? -N o , pero ¡me gustaría preguntarle dónde puede uno alistarse en la Legión Extranjera! Me había esforzado por expresar esa frase con un tono de voz lo más indiferente posible, más o menos com o cuando se pide fuego a un transeúnte; sin embargo, pro­ vocó un efecto asombroso. Incredulidad, espanto y, al fi­ nal, compasión benevolente se esbozaron sobre la faz del funcionario, que clavó su mirada en mí un buen rato, com o pasmado. Después, de pronto miró alrededor con cautela y me condujo del brazo a un rincón que forma­ ban dos puestos contiguos. -Ecoutez! -m e susurró con una voz muy penetrante y, tras una breve pausa, añadió-: ¡No haga usted algo tan descabellado! La Legión es un nido de rateros y vaga­ bundos. Además es usted aún muy joven; allá abajo, en esas dunas infernales, reventará com o un perro. Súbase enseguida al tren y vuelva con sus padres. Esa clase de prevenciones era justo aquello que más había temido. Sin embargo, feliz por haber hallado al fin un punto de contacto, me contenté con interrumpir las /

admoniciones de ese curioso ángel de la guarda mientras le espetaba obstinadamente: -N o , no, quiero alistarme en la Legión Extranjera. -Sí, pero no sabe que allí lo tratarán de forma brutal y que le vejarán a su antojo por un miserable céntimo al día. -E so no me preocupa. Me voy allá, porque aquí todo me hastía. Comprobé con cierto alivio cómo nuestra conversa­ ción, que despertaba la curiosidad de las mujeres del mer­ cado, comenzó a enfurecer poco a poco al agente. Tras haberme calado una vez más con su penetrante mirada, me dijo en un tono resignado: -Está bien. C om o quiera. Le acompañaré a la oficina de reclutamiento. Y, sin decir ni una palabra más, comenzó a subir la montaña que se alza en el corazón de la ciudad y que so­ porta sobre su cima una ciudadela erosionada a lo largo de los siglos. La oficina de reclutamiento se encontraba en un edificio deslucido, y ante su puerta holgazaneaban al­ gunos soldados ociosos que, sin darme cuenta, debía de habérmelos cruzado ya una docena de veces durante los dos últimos días. Al entrar, el policía me pidió que esperase en el pasi­ llo y desapareció con aire solemne tras una puerta. Apro­ veché su ausencia para echar una ojeada desde una pe­ queña ventana que daba a las macizas murallas de la i iudadela, perforadas por aspilleras. Mientras observaba el paisaje reparé en que los mari os de las ventanas estaban completamente cubiertos de grafitos con nombres. Con una repetición monótona se podía leer: H E1NRICH M ÜLLER, ESSEN , LEGIONARIO. AUGUST H U M A CH ER, BR EM EN , LEGIONARIO. JO S E F SC H M ITT, C O ­

A veces al nombre se había añadido un breve mensaje, por ejemplo: AHORA ESTOY HARTO DE

LONIA, LEGIONARIO.

T O D O Y M E VOY A LA LEG IÓ N , o : TRAS UN AÑ O D E C O R R E ­ RÍAS H E LLEG A D O A VERD Ú N Y M E VOY A ENRO LAR.

Ese hallazgo me provocó un tremendo disgusto, como siempre que nos figuramos actuar en un ámbito personal y descubrimos luego que muchos antes de nosotros ya han vivido exactamente la misma situación. Sin embargo, estaba a punto de engrosar ese curioso registro de bribo­ nes, en cuya sociedad cosm op olita me quería iniciar, cuando regresó el policía y me invitó a entrar en la ofi­ cina. Me recibió un oficial con un mostacho canoso y pun­ tiagudo, con ademanes parcos pero vivaces. Por su aren­ ga me percaté al punto de que en ese instante había pa­ sado del escalafón administrativo al militar y de que ese medio excluía la irresolución del mundo civil. Me pasó re­ vista con mirada satisfecha y después, mientras me apunta­ ba con el índice, espetó con ardor profesional: -Joven, según me informan, quiere embarcarse a Afri­ ca. ¿Se lo ha pensado bien? ¡Ahí abajo hay duelos diarios! Por supuesto, sus palabras sonaron como música ce­ lestial para mis oídos, y respondí con presteza que iba en pos de una vida peligrosa. - N o está mal. Ganará alguna medalla. Ahora mismo le doy una declaración de alistamiento para que la firme. -Y, mientras extraía un formulario impreso de entre un montón de papeles, añadió-: N o tenga miedo de inven­ tarse un nuevo nombre si no le gusta el antiguo. Aquí so­ bran documentos. Aunque no hice uso de esa oferta, me complació m u ­ cho, pues se oponía a todas las reglas del mundo buro­ crático. Por ello firmé a toda prisa abajo del papelucho que juzgué superfluo leer, y me limité a sumar dos años a mi edad real. Probablemente no me distinguí ni un ápice de mis predecesores, cuyos nombres había leído fuera en la ventana de aquella trampa para locos, pues el oficial

recogió con indiferencia la declaración donde me había comprometido a prestar servicio durante cinco años y lo dejó sobre otro montón. Por último, después de haberme comunicado que an­ tes de partir a la tierra prometida era indispensable supe­ rar un examen médico, llamó a un soldado y le encomen­ dó el cuidado de mi persona.

El soldado, al que pareció bastar esa simple instruc­ ción, me condujo a un cuartel situado fuera de la ciudadela. Ahí me alojó en un barracón austero, junto a cuyas paredes se había instalado una fila de catres de campaña. Puesto que habíamos llegado justo a la hora del ran­ cho, se fue a la cocina y regresó con un plato de carne de buey guisada y una escudilla de hojalata rebosante de fi­ deos. Después se esfumó y me dejó con mi solitario fes­ tín, del que no pude terminarme más que una pequeñí­ sima parte. Encontré la comida bastante sabrosa, aunque, huelga decirlo, no fuese comparable a las tortillas de la Campana de Oro. De vez en cuando mi guía se apostaba de nuevo en la puerta para echar una ojeada a la estancia; así pues, salta­ ba a la vista que su cometido era la vigilancia del barra­ cón. De todos modos, como me sentía satisfecho de mi situación, no me molestó mucho; así que me tumbé en uno de los catres de campaña y saboreé con fruición los grandes progresos de mi empresa. A partir de ese momen­ to, los acontecimientos se desarrollarían por sí mismos, y en particular el golpe con el dinero se me presentaba como una primera victoria sobre mi estado de ensoña­ ción indolente. Con un deleite mucho más intenso que el de la víspera me enfrasqué de nuevo en la lectura de mi libro sobre África. Dentro de pocos días columbraría ya las costas de ese vasto continente, aquella frontera tras

la cual, sin duda, se oculta la vida por excelencia, la más briosa. Debí de adormecerme mientras leía, pues de pronto me desperté sobresaltado por la voz del imaginaria que había entrado con paso furtivo. -H ola, pequeño, ¿seguro que no te aburres ahí tan solo? ¡Te he traído compañía! Ese anuncio se refería a un joven pálido, con ropa más que raída, que se deslizó tras el soldado por la puerta del barracón ya penumbroso. Supuse que se trataba de uno de aquellos compañeros anónimos, cuyos nombres había examinado poco antes en las jambas de la ventana. Acogí con un vivo senti­ miento de alborozo la perspectiva de una relación de ca­ maradería que se me presentaba de forma inesperada. Por la fogosidad con que la sangre se me agolpó en el corazón comprobé que la necesidad de calor humano, tras mi viaje clandestino, era más perentoria de lo que me figuraba. Observé con gran curiosidad cada ademán del recién llegado, que sin embargo no parecía interesarse dema­ siado por mi persona. Miró alrededor de la estancia como una bestia acechante que ha caído en una extraña trampa, hasta que su mirada se clavó en el plato que aún perma­ necía sobre la mesa. Tras haberse cerciorado sólo por gestos, sin mediar pregunta, de que ya no iba a probar bot ado, se abalanzó sobre la inmensa porción sobrante y la devoró con una rapidez asombrosa. Casi se lo había zam­ pado todo, cuando de repente apartó el plato y murmuró con una sonrisa burlona: -¡Carne de caballo! Después me pidió cigarrillos y, una vez le hube ofreci­ do mi tabaco, tomó una pizca y se la lió con gran habili­ dad en un papel de cebolla que llevaba en una mugrienta cajetilla dentro del bolsillo. Se tumbó en una de las camas con intención de fumar, y debajo de la cabeza se colocó,

com o almohadilla, un hatillo hecho con cordones, y en esa posición nos hizo algunas breves confidencias sobre su identidad. Se llam aba Franke, tenía veinte años, oriu n do de Dresde, y se presentó com o ceramista. -Cerám ica, es así com o llaman -ap ostilló- a la alfa­ rería que posee un importante gremio en Dresde. Pero, por lo visto, no debía de sentirse muy a gusto con los alfareros, pues no tardó en escaparse de su maes­ tro sajón para correr m undo. Sus padres habían conse­ guido atraparle varias veces con ayuda de la policía, pero luego, cuando el juego se repitió con demasiada frecuen­ cia, le dejaron ir, no sin antes augurarle un infausto des­ enlace. Llevaba ya dos años com o vagabundo por los ca­ minos y había decidido alistarse en la Legión por temor al invierno. - Q u e se vayan al diablo los de Dresde -sentenció com o colofón -, también puedo morirme de hambre en Argelia. Poco a poco convirtió su relato, por así decirlo, en un monólogo, y parecía ignorar mis réplicas. Pronto tuve la sensación de que Franke sólo se interesaba por aquello que atañese exclusivamente a su persona. De ahí que, a su lado, uno respirase la frialdad del vacío; tal vez esa errancia, ese vivir a salto de mata por los cam inos de este m undo fuera el único estado apropiado a su naturaleza. Por lo visto, África entera no significaba para él más que una especie de albergue de invierno, y cuando intenté averiguar el m o d o de vida que pensaba llevar allí abajo, no obtuve ni una lacónica respuesta. En cambio, pronto me di cuenta de que le obsesiona­ ban sobre todo dos cuestiones, a las que siempre inten­ taba reconducir la conversación, aunque yo no supiera cóm o responderle. La primera se refería a un «anticipo», cuyo posible montante disparaba su desenfrenada imagi­

nación y que por algún motivo suponía que debía pagar­ se por la mañana temprano. No le agobiaba manos la preocupación de si también tendría derecho a un par de botas nuevas, y no se cansaba de preguntar: -Las botas tienen que dármelas; me corresponden, ¿verdad? ¿No te parece? Efectivamente, los zapatos que llevaba puestos al ten­ derse en la cama habían alcanzado el grado máximo de podredumbre imaginable. De este modo seguimos conver­ sando bastante tiempo a oscuras, hasta que se nos cerra­ ron los párpados. Cuando me desperté, vi que Franke ya estaba en mar­ cha desde muy temprano. Con gran astucia había hecho sus pesquisas en la cocina, y había traído no sólo café y una larga barra de pan blanco, sino que también se las había arreglado para birlar una cajetilla de cigarrillos que ocultó cuidadosamente para que no la viera. Tras insistir en su obsesión por las botas y el anticipo, se retiró a su cama mal­ humorado, mientras yo retomaba la lectura de mi libro. Nuestra silenciosa convivencia fue pronto perturbada por la irrupción de un muchacho enjuto que, tras haber­ nos escrutado con desconfianza, se echó sobre uno de los catres y se sumió en sombríos pensamientos, con sus lar­ guiruchas piernas colgándole sobre el pie de la cama. C au­ só una impresión aún menos cordial que la de Franke; tanto sus grandes puños con abundante vello oscuro, como su hirsuta pelambre, que casi le rozaba las cejas, unidas so­ bre la baja frente, le conferían un aspecto de fuerza primi­ tiva. Además, por si fuera poco, se diría que un palpitante corazón salvaje no le daba tregua con su temblor. Tras permanecer taciturno alrededor de dos horas, nos dio un susto tremendo al levantarse de golpe y arrojar un taburete contra un rincón de la estancia, mientras daba voces desaforadas y nos increpaba con tono imperioso

si es que no había nada que llevarse a la boca en esa co­ chambrosa pocilga. Nos apresuramos a ofrecerle las sobras de pan blanco, y presenciamos cóm o engullía grandes re­ banadas cortadas con una imponente navaja. Metido en esta harina rompió un poco el hielo y nos contó que se llamaba Reddinger. Añadió una insinuación de la que no sólo se podía colegir que había cruzado la frontera clan­ destinamente, sino también que presumía de ser un tipo que no se arredra ante nada en el mundo. Franke no pareció muy contento con el recién llega­ do. Al mediodía, cuando fui con él y nuestros soldados a la cocina para traer la comida, refunfuñó: -A pájaros de esta calaña no deberían aceptarlos aquí. ¡Cualquiera puede ver que no es trigo limpio! Cuando le pregunté qué quería decir con esas pala­ bras, se limitó a mirarme con sorna. Así pues, nuestra comida transcurrió en una atm ós­ fera harto embarazosa, tanto más cuanto que cada vez ad­ vertimos con mayor claridad que Reddinger exigía un trato cauteloso si queríamos evitar un nuevo acceso de furia. Estaba sentado a la mesa com o quien espera la opor­ tunidad para dar un golpe de gracia. Probablemente ha­ brían llegado a las manos si entretanto no se hubiera su­ mado un cuarto personaje a nuestro grupo: un muchacho bajo, pero corpulento, llamado Paul Ekkehard, que entró vivaracho en la sala. Pronto se acreditó como un maestro en todas las artes imaginables e inimaginables y con gran labia nos narró las peripecias vividas hasta la fecha. En realidad era herre­ ro, pero, a semejanza de Franke, poseía un irresistible instinto andariego y, tras fugarse varias veces, le habían in­ ternado en un reformatorio. Allí no tardó en hacerse ca­ becilla de una conjura, y un buen día, alineados ya todos los alumnos en el patio, se abrió paso seguido de una do­ cena de compinches -com o nos escenificó mientras imi­

taba el estridente sonido de una corneta con el puño en la boca-, y salieron a galope por la puerta abierta ante la mirada estupefacta del personal. En sus posteriores correrías se había unido a una troupe de circo ambulante como saltimbanqui. Nos confesó ade­ más que había convenido con algunos buenos compin­ ches de su banda cruzar la frontera por diversos puntos para buscar aventuras en Argel. -Y si allí abajo no nos va bien -añadió-, entonces nos largamos por donde hemos venido. Este estilo me gustó más que la frialdad torva de Franke o el comportamiento medio maniaco de Reddinger. C om o por arte de magia, nos hizo congeniar al instante. Paul se quitó la chaqueta y, al llevar debajo una camiseta sin mangas, exhibió un par de brazos fornidos y, no sin cierta intención oculta, movió de forma sinuosa sus múscu­ los, como suele verse en las barracas de circo. En particu­ lar, me impresionó que una mujer en cueros, tatuada sobre el bíceps, acompasara su movimiento con tanta gracia que pareciese bailar la danza del vientre. A continuación, Paul nos dejó boquiabiertos con algunos de sus números sen­ sacionales, por ejemplo, el puente entre dos taburetes, el salto sin trampolín e incluso el pino con una sola mano. También sacó una armónica e interpretó varias melo­ días con tal virtuosismo que incluso nuestro soldado, casi invisible desde la aparición del terrible Reddinger, se atre­ vió a asomar de nuevo la cabeza por la puerta. Ese instru­ mento parecía congenial a la naturaleza de Paul, pues te­ nía un modo peculiar de respirar, un aspecto mofletudo, y sin duda pertenecía a esa clase de gente a la que, como dice el pueblo, los reveses de la vida «le importan un pito» o no le hacen perder el aliento. Tras haberse ganado nuestro respeto por su fuerza y su talento, se dedicó a sondearnos, de modo que a Franke lo trató con bastante desdén, a mí con benevolencia y a Red-

dinger con cautela. Debía de proceder de una región de la Renania, donde aún estaba viva la memoria de Schinderhannes,* al que de vez en cuando aludía com o uno de los héroes verdaderamente grandes y célebres. Sin duda, él mismo tenía algo de la madera necesaria, a la sazón, para convertirse en un bravo jefe de bandoleros. Más tarde se coló en el cuarto un tipejo enclenque, lla­ mado Jakob, que daba la impresión de estar exhausto y que permanecía callado y tímido. Paul se encargó de él y procuró que aún recibiera algo del rancho. Ya en la duer­ mevela escuché una larga conversación entre ambos, du­ rante la cual Paul se las ingenió para tirar de la lengua del pequeño Jakob. -K óbes -espetó con voz severa-, ¿así que quieres ser peón de albañil? Sí, es posible que hayas remoloneado un par de semanas en alguna obra. Pero ¡confiesa más bien que te has escapado de un reformatorio! ¡Si lo llevas escri­ to en la cara! El pequeño lo adm itió con voz quejum brosa y des­ pués, con un suspiro de alivio, contó que hasta hacía poco había andado de pueblo en pueblo en com pañía de los propietarios de un balancín de feria. -A h, sí, los trotamundos -le interrumpió Paul, que parecía estar al corriente de todos los detalles de la fauna ambulante-, ¿y no te han enseñado toda clase de timos? Sí, y precisamente por eso la caravana se había disuel­ to de repente cerca de la frontera. Por lo visto, el tipo que se encargaba de cobrar el dinero tenía un anillo con una moneda de cincuenta céntimos soldada en el lado inverso * Schinderhannes (Juan el Desollador), en realidad llam ado Johann Bückler (1783-1803), jefe de bandoleros, especialmente activo en las regio­ nes ocupadas por los franceses, cuyo patriotismo despertó la simpatía de los pueblos del valle del Rin. Fue ejecutado en Maguncia. Su figura legendaria inspiró novelas com o Unter dem Frühlingsbaum de (1922) de Clara Viebig y dramas com o Der Schinderhannes (1927) de Cari Zuckmayer. (TV. del T.)

del dedo. C uando, por ejemplo, una criada o un niño compraba una entrada por diez pfennigs y pagaba con un marco, contaba cuatro monedas de diez pfennigs al lado de la pieza soldada y de ese m odo artero devolvía sólo cuarenta pfennigs en vez de noventa. Esa pequeña treta debió de divertir muchísimo a Paul, pues oí cóm o se revolcaba de risa en la cama. Este interés por Jakob, con el que com enzó a enfrascarse en una so­ segada conversación sobre las penas y las alegrías que se encuentran en los caminos, no parecía gratuito. En primer lugar, buscaba imponer a los demás lazos de dependencia, y luego era palmaria su necesidad natural de ofrecer pro­ tección, rasgo que le distinguía ventajosam ente de los otros dos. La visión de la debilidad le atraía. Por la mañana nuestro soldado volvió a llevarnos a la ca­ seta contigua a la ciudadela para el reconocimiento médi­ co. Una vez allí, mientras esperábamos al médico acurru­ cados en torno a una gran estufa, Franke se abandonó a toda clase de conjeturas e ilusiones sobre el anticipo y con­ tagió también a los otros con sus halagüeñas expectativas. Sin embargo, a Franke le aguardaba un gran desen­ gaño. En cuanto apareció el médico, se aprestó a exami­ namos, pero apenas le había colocado el estetoscopio a Franke sobre su escuálido pecho, cuando ya le sentenció con un seco diagnóstico: -¡Está usted mal del corazón! De igual m odo excluyó al pequeño Jacob a simple vis­ ta, mientras bajo su dedo acusador le decía: -¡E stá usted demasiado débil! Mi caso pareció alimentar dudas similares, pero al fi­ nal me inscribió com o apto. En cambio, Paul Ekkehard y Reddinger merecieron su más incondicional aproba­ ción. En total, la revisión no necesitó más de un cuarto de hora, y se alejó tras haber entregado al soldado unos formularios y habernos remitido a la caja.

La palabra «caja» hizo resplandecer en el rostro de Franke un último rayo de esperanza. Sin embargo, pronto com probam os que no había ningún anticipo, ni para él ni para nadie; en lugares donde no se exigen docum en­ tos no suele derrocharse el dinero. El funcionario al que nos dirigimos se limitó a entre­ garnos un billete para Marsella, y repartió entre los tres al­ gunas monedas de plata com o dietas para el viaje. Paul y Reddinger pusieron caras largas, pero Franke, sobre todo, se alteró hasta perder la com postura. Se abalanzó con brusquedad sobre mí y me exigió que reclamase al tesore­ ro explicaciones sobre su situación. Este, que tal vez tenía la impresión de que el joven se enfrentaba a dificultades con el pasaporte o que temía la expulsión, respondió cortésmente: -D ígale al señor que puede ir allí donde le plazca. Pero esa respuesta no fue la más idónea para aplacar a Franke. - ¿ D ó n d e me plazca?, ¿con estas botas? ¿Es que ese tipo quiere tomarme el pelo? Pero un momento. -Intro­ dujo una repentina pausa-. ¡Tradúcele que me apetece ir a Marsella! Quizá de ese m odo pretendiera pescar al menos un bi­ llete, pero el funcionario replicó con la misma deferencia: -Naturalmente, no hay ni la más mínima objeción, siempre que lo haga a su costa o a pie. C on ello, tras habernos deseado buen viaje, cerró la puerta y nosotros nos encam inamos de nuevo al cuartel. Aquí Paul celebró un consejo de guerra donde abordó en primer lugar el destino de los dos compañeros conde­ nados por el médico a quedarse. C o m o jamás le faltaban recursos, les aconsejó viajar a pie hasta Nancy y una vez allí probar fortuna con un segundo reconocimiento mé­ dico, quizá menos severo. Juzgó oportuno sobre todo en­ comendar a Franke la custodia del pequeño Jakob, quien,

sentado sobre su cama en estado de confusión, no paraba de balancear las canillas. En realidad, yo lo daba por supuesto, aunque sólo fuera por el hecho de que una excursión solitaria por los caminos lluviosos se me antojara muy desangelada para un compañero tan soso. Pero Franke opinaba de otro modo; era evidente que odiaba toda clase de concesión. Mientras miraba de soslayo al pequeño con gesto desdeñoso mas­ culló que no podían exigírsele labores de niñera y que en esa estación del año y con esas botas ya se daría por con­ tento sólo con llegar hasta Nancy. Esa observación me sugirió la idea de ofrecerle mi ca­ pote, pues pensaba que me sería superfluo una vez en África. Franke, que ya desde el principio no había apar­ tado sus envidiosos ojos de esa prenda, se precipitó sobre ella como un buitre, y tras haber dado su palabra de ho­ nor de que velaría por el pequeño Jakob, Paul se lo asignó solemnemente. Se puso el capote de inmediato y, aunque el barracón estuviese demasiado caldeado, no se lo qui­ tó de encima ni para comer ni para dormir, sino que a partir de entonces se le hizo tan inseparable como su pro­ pia piel. Una vez que ese punto quedó resuelto, Paul se dirigió .1 Reddinger y a mí y nos pidió nuestras monedas, pues quería encargarse personalmente de las provisiones para el viaje. Luego desapareció y no regresó hasta caer la noche con un pan, una lata de carne de vacuno y dos paquetes de ese tabaco negro llamado Caporal. Se lo había sacado todo a los cocineros improvisando un breve concierto de armónica en la cocina. Tales mañas son como un capital natural exento de aduana en cualquier frontera. En cam­ bio, con el dinero había comprado una formidable garrafa de vino dorado, de esas que tienen forma panzuda y a las que el vidriero les ha soplado bajo el cuello un pequeño gollete curvo.

Quien contemplara esa especie de bodegón debía de recordarle la célebre máxima «qué pan tan sobrio para tal abundancia de vino»; sólo que a nosotros no nos pareció tan desproporcionado. Paul depositó la hogaza y la carne en mi macuto, que guardó en su cama cuidadosamente junto con el vino, ya fuera porque desconfiara de la sed de Reddinger, que con una risa demoniaca no quitaba ojo a la botella, ya fuera por cualquier otra razón. Por la tarde, cuando nadie nos observaba, Paul me lle­ vó aparte y me entregó con disimulo un paquetito. -Herbert, no he olvidado traerte papel de carta y un sello de la cantina, ¡así podrás escribir a casa! Ese pequeño gesto reveló con mayor claridad que el resto de los detalles que poseía realmente un corazón de jefe. En efecto, como buen observador había puesto el dedo en la llaga que comenzaba a dolerme cada vez más. Reconozco que me hubiera gustado dar señales de vida mucho antes, pero aún no me había alejado lo suficiente. Así pues, me senté a la mesa, en el círculo de mi nueva y peculiar sociedad y sin mencionar las circuns­ tancias particulares en que me encontraba escribí una carta a lápiz con recursos retóricos no muy distintos a los que se empleaban en tales ocasiones desde la época de Robinson. Si no me falla la memoria, contenía joyas com o la de una vida feliz en las selvas vírgenes. El tesorero nos había propuesto dos trenes; un expre­ so nocturno y otro que partía por la mañana. Nos decidi­ mos por el segundo, y Franke, que tras haberse apropiado del capote se había vuelto a sumir en su fría taciturni­ dad, declaró también su intención de ponerse en camino sólo después de almorzar. Tras haber departido un poco más sobre esto y aque­ llo, nos fuimos a dormir con el corazón impaciente.

El día de nuestro memorable viaje a Marsella se estre­ nó con un incidente que no auguraba nada bueno. Era ya tarde, pero, puesto que llovía a cántaros, el cielo estaba aún bastante encapotado; de pronto un grito salvaje nos arrancó del sueño: el jaleo procedía del terri­ ble Reddinger, que corría furioso por la estancia mientras asestaba golpes al aire en torno suyo. N o nos atrevimos a increparle para no espolear más su furia, y sólo cuando el ruido atrajo a un suboficial, que probablemente hacía la guardia en ese rincón del cuartel, y nos amenazó a todos con mandarnos al calabozo, nos enteramos de lo que ha­ bía pasado. El hecho era que Franke se había largado con noctur­ nidad y alevosía; no sólo había dejado en la estacada al pequeño Jakob, sino que para colmo había cambiado sus propias botas por las de Reddinger, más bellas y resisten­ tes. Presa de continuos accesos de ira, Reddinger mostraba el calzado heredado, que ora estampaba contra la pared, ora agarraba de nuevo. Se parecía a un cuchillo sin hoja y sin empuñadura, pues tanto las suelas com o la pala es­ taban más agujereadas que un colador. Pero no sirvió de nada; no tuvo más remedio que viajar con ellas, y puesto que encima eran demasiado pequeñas, sólo consiguió cal­ zárselas tras haberles cortado una parte de la punta con su enorme navaja. Con secreta satisfacción admiré la astu­ cia de Paul al ocultar de forma tan precavida nuestras pro-

visiones para el viaje, pues de lo contrario Franke no ha­ bría vacilado ni un instante en apoderarse igualmente de ellas como botín legítimo. Huelga decir que no había ol­ vidado el capote. En medio de ese alboroto llegó el momento en que nuestro soldado, visiblemente contento de librarse de no­ sotros, se presentó, y enfilamos bajo su guía hacia la es­ tación. Paul cuidaba de la garrafa, yo llevaba el macuto y Reddinger, sin dejar de blasfemar, marchaba ligero a nues­ tro lado, calzado con las botas de Franke, que a cada paso hacían agua com o barcas pútridas. El pequeño Jakob, que tenía que arreglárselas a solas hasta Nancy, nos acompañó a la estación. Paul le señaló Marsella como próximo punto de encuentro; más tarde me di cuenta de que de ese modo pretendía convertirse en el punto central de una vasta red de oscuras relaciones. Por fin, pues, estábamos sentados los tres en un com ­ partimento vacío del tren que viajaba apacible hacia el sur. Mientras fumábamos y departíamos y Paul tocaba de vez en cuando una cancioncilla con la armónica, Reddin­ ger intentaba animarse echándose al coleto vehementes tragos de la garrafa. Pronto se vio poseído por un estado de alegría báquica y comenzó a jactarse ante nosotros con ojos chispeantes, pues el vino era espeso y íúerte como un licor. Y así nos contó que había nacido en una aldea perdi­ da en la montaña y se había criado bajo las despiadadas palizas paternas. Sus fuerzas se habían desarrollado a una edad precoz, y un buen día, cuando el viejo se disponía a vapulearle de nuevo, el hijo le asestó un golpe casi mor­ tal y lo abandonó solo en su granja. Luego se fue con la comunidad de alfareros que vivía en un valle solitario, y se ganó entre ellos la reputación de trabajador infatigable. Allí, favorecidos por el ardiente calor del sol, amasaban y cocían a destajo grandes tubos de arcilla, y si hemos de

creerle, se hicieron de oro. Los sábados, cuando, secos co­ mo leños, se embolsaban su destajo, se iban al pueblo y regresaban con enormes cantidades de aguardiente que se echaban al gaznate en los mismos cubos del establo. Esas bacanales culminaban en peleas rayanas en lo criminal, que a veces se zanjaban con tiros nocturnos disparados a ciegas y por mera diversión. Mientras narraba éstas y otras historias en un dialecto casi ininteligible, su alegría empezó a adoptar trazas in­ quietantes. Daba la impresión de ser una criatura salvaje, crecida en soledad como un cíclope olvidado. Ora arran­ caba toscos pedazos de pan con su navaja, ora volvía a beber a morro empinando la garrafa con las dos manos. Por último, se dispuso a dar un trago tan desaforado que sin duda nos habría dejado a dos velas si Paul no le hu­ biera sujetado el brazo. Esa intervención, urgida por nuestra segundad, podría haber provocado en Reddinger un nuevo acceso de ira, pero estaba demasiado borracho para enfurecerse. Así que se limitó a blandir su cuchillo con torpeza y a refunfuñar con una sonrisa entre benevolente y amenazadora: -Perro sarnoso, con esto que ves aquí he dejado frío a uno hace pocos días. 5Dónde podemos depositar nuestra fe en esta época, si no es en la chispa inextinguible. Ni las piedras ni las tablas de bronce son inmunes al tiempo, e incluso los brillantes colores con que la vida se sedimenta en la poesía han de palidecer. Sólo la llama más íntima que anima esa vida persiste, incluso cuando la tierra misma, con sus ruinas y catacumbas, con sus pirámides y bibliotecas, arde hasta la incandescencia. Su participación en el fuego nos es propi­ cia; es el elemento que presta al solitario fe en sí mismo.

2 Que seamos capaces de conversar con nuestros ami­ gos muertos sin tantas trabas y miramientos se debe a que nuestra memoria prefiere contemplar la vida inflamada antes de quedar reducida a ceniza. En lo irrepetible se ocul­ ta lo imperecedero, y sólo el espíritu fatigado ama aferrar­ se a las reliquias del tiempo, pues el brujo que persigue a los caballeros errantes ha transformado los palacios de la ciudad natal en tiendas de mercaderes, sobre nuestros campos de batalla ha pasado el arado, y los buenos ca­ maradas, a los que Marte en persona parecía haber toma­ do la medida de sus guerreras, han desaparecido en las oficinas de cambio de los comerciantes. * La juventud ama la fogata de campamento como sím­ bolo del espacio elemental, donde todo encuentro ad­

quiere significado. También la forma y el peligro son me­ táforas de ese espacio, y el ansia que empuja hasta allí nace del deseo secreto de encontrar a las personas y a las cosas en ese medio incandescente y fundirse con ellos en un sentido más profundo. Pero es triste reencontrarse con los viejos compañeros donde reina la razón, en la geome­ tría de las ciudades. Preferimos perseguirlos en nuestros sueños, siempre vagabundos, siempre en marcha, siempre a la luz del sol que se alza sobre los parajes selváticos. ¿Pues quién puede decepcionarnos menos sino aquel que ha levado anclas para siempre?

3 Cuanto más se refuerza la duda ante la posibilidad de la palabra, tanta más relevancia adquiere la validez inhe­ rente a una obra. Pues las extensas vegas que otrora da­ ban frutos se han agostado, y los diques que las rodeaban se han derruido. Las com unidades son simples m o n to ­ nes de individuos, semejantes al caos variado de las espe­ cies animales, vinculados por un exceso de tensión en los puntos de mayor seguridad, y sólo entienden el lenguaje que enseña la necesidad; el lenguaje de quienes tienden a arrimarse y adularse mutuamente, poco antes de entre­ garse al canibalismo. * Quien reconoce el estado de necesidad y se abandona a la indigencia humana elige el m odo menos costoso en que uno puede darse por perdido. Pero donde aquella chispa misteriosa de la responsabilidad, el signo de un instinto más sublime, no se ha apagado, allí también rei­ na la fe en el lenguaje com o cuerno de la abundancia, en

vez de como órgano menesteroso. Donde las comunida­ des son dinamitadas, persiste en ciertos puntos la res­ ponsabilidad inmediata consagrada a empresas que tal vez sean absurdas, pero no indignas. Así pues, los buques que zozobran, aunque sea imposible todo rescate, lanzan señales luminosas al espacio, cuya importancia no reside tanto en que sean recibidas como en que sean emitidas. Del mismo modo, embarcado en expediciones sin retor­ no, nuestro espíritu lleva un estricto diario, donde registra cuidadosamente hasta la última línea, aun cuando nunca vaya a ser leída.* * También en los viajes sin rumbo es importante llevar un cuaderno de bitácora donde tomar la estima del barco. Pues la salvación no se encuentra en el puerto final de la travesía, sino en la figura que dibuja su estela. Por ello, su interpretación nos proporciona una llave de acceso a los camarotes secretos de la vida, a los caracteres originarios descifrados por el trazado de nuestra ruta.

* Merece la pena traer a colación las consideraciones dedicadas al dia­ rio en el prólogo a Radiaciones, anticipadas en esta breve carta elegiaca: «En estas páginas se alude al diario de los siete marineros que en el año de 1633 invernaron en la pequeña isla de San Mauricio en el océano Glaciar Ártico. Allí los había dejado, con su consentimiento, la Sociedad Holandesa de Groenlandia, a fin de realizar estudios sobre el invierno ártico y la astrono­ mía polar. En el verano de 1634, cuando regresó la flota ballenera, se en­ contró el diario y los siete cadáveres». (...) «Los siete marineros son ya figu­ ras del mundo copernicano, uno de cuyos rasgos distintivos es también la nostalgia de los polos. Su diario es literatura nueva, de la cual puede decirse, hablando en términos muy generales, que su nota específica está en que el espíritu se aparta del objeto, en que el autor se separa del mundo. Esto con­ duce a una multitud de descubrimientos. De tal mundo forman parte la observación cada vez más cuidadosa, la conciencia fuerte, la soledad y, por fin, también el dolor.» Erast Jünger, Radiaciones. Vol. 1, Tusquets Editores (Colección Andanzas 98/1), Barcelona, 1989, págs. 9-11. (TV. del T)