Juego Nocturno

Juego nocturno -Mario Méndez, Noches Siniestras en Mar del Plata. Ed. SM. Bs. As, 2016 La noche no podía ser más oscur

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Juego nocturno

-Mario Méndez, Noches Siniestras en Mar del Plata. Ed. SM. Bs. As, 2016

La noche no podía ser más oscura, y los cinco integrantes de la banda nos preparábamos para hacer lo que, casi sin variaciones, veníamos haciendo juntos desde hacía por lo menos cuatro veranos: reunirnos en nuestro lugar preferido del parque Primavesi, a un costado de los juegos, para contarnos cuentos de terror, asustarnos mutuamente y reírnos un rato, como si estuviéramos de campamento y hubiéramos armado allí, en pleno parque, una fogata nocturna. Los cinco habíamos crecido mucho desde el primer verano compartido, hacía como seis años: a los doce, Mariana y Lara ya parecían señoritas, como decían las viejas. En cambio, los varones (Valentín, Mauro y yo, el único que había cumplido los trece) seguíamos pareciendo chicos. O casi. Y ahí estábamos los cinco, a punto de empezar nuestro pequeño rito, cuando se cumplió lo que los varones más temíamos: de entre los árboles vimos salir las siluetas de Fabián y de Lucas, dos chicos más grandes que habían aparecido este año en Playa Grande, en las carpas de las que nosotros nos creíamos dueños absolutos. Venían por las chicas, qué duda podía caber. Lucas y Fabián, quince o dieciséis años, nadie lo sabía, eran nuevos en ese rincón de Mar del Plata que teníamos como nuestro y producían en la banda dos efectos absolutamente opuestos: a las chicas les encantaba que las vinieran a rondar, y los recibían con risitas nerviosas y sonrisas tímidas. A los varones nos provocaban un odio feroz. A Valentín, por ejemplo, que había sido novio de Lara los últimos dos veranos, la presencia de los dos advenedizos le afectaba hasta la piel: se ponía literalmente bordó, y le salían manchones por toda la cara. A Mauro y a mí, que desde el verano anterior competíamos casi sin peleas por la atención de Mariana, los nuevos nos desagradaban tanto que nos quedábamos mudos, con la vista en el suelo, apenas levantando la cabeza para mirarnos entre nosotros, destilando bronca cuando las chicas les festejaban las ocurrencias. Para colmo, si bien Lucas parecía ser más o menos un buen pibe, el otro, Fabián, era decididamente desagradable. Se la pasaba haciendo bromas pesadas, de mal gusto, chistes tan tontos que a veces ni el amigo le festejaba. Pero no parecía darse cuenta de que su actitud no le gustaba a nadie, e insistía. Y su blanco predilecto era Mauro, al que llamaba “Joroba”, burlándose de la postura de nuestro amigo, que siempre caminaba medio encorvado. Y, por supuesto, no compartían ninguno de nuestros códigos. No entendían nuestras bromas internas y, por eso, las descalificaban como si fueran tontas o “de chicos”. Así dijeron cuando Mariana les contó lo que estábamos haciendo en el supuesto fogón del parque, y Fabián, fiel a su costumbre agregó una broma estúpida: -Che, Joroba, en vez de contar cuentitos, por qué no te disfrazás de monstruo, que seguro te sale bárbaro. Mauro se levantó, lo miró con furia y le dijo, según me contó después, lo primero que le vino a la cabeza: - Si no te gustan los cuentos, juguemos a algo. -¿A las muñecas?-le respondió el desagradable. -No, a lo que vos quieras, pero el que pierde paga una prenda: va al cementerio de noche. Todos nos quedamos mudos. De día, el cementerio no alcanzaba ni para paseo turístico, era solamente un paredón gris y al final de la calle Alem, detrás del cual se adivinaban los panteones, las tumbas, los nichos. La gente iba a los bares de la zona, a los negocios de ropa o a las heladerías, y cruzaba frente a la mole gris sin notar siquiera su presencia. Pero de noche era bien distinto. El paredón enorme se convertía en una valla; los portales antiguos y altos estaban cerrados sin llave porque no hacía falta impedir el paso: nadie querría meterse en el cementerio cuando caía la noche. Pero Fabián, claro, no se achicó. Dijo que él jugaba a lo que quisiéramos, y entre todos empezamos a discutir a qué íbamos a jugar. Finalmente decidieron las chicas: jugaríamos al “chancho”, y como ellas también participarían del reto, pusieron como condición que los perdedores fueran dos: de ninguna manera aceptarían caminar solas entre las lápidas, en plena oscuridad. Los dos primeros que completaran la palabra “chancho” irían juntos al cementerio, y, para probar que habían entrado, traerían una pelota que patearíamos hacia adentro un minuto antes. Había que buscar la pelota entre las tumbas y traerla, estaba prohibido salir sin ella.

Empezó el juego, y si bien nos reímos bastante con los amagues, los ¡chan! Inconclusos o las equivocaciones, en el aire flotaban, a la vez, dos sensaciones igualmente incómodas: el miedo al cementerio y el clima de desafío. Fabián y Mauro ni se miraban y la verdad es que el grandote o tenía mucha suerte o jugaba bien, porque al poco rato se vio que no corría peligro de perder. Lucas tampoco tenía muchos problemas y Lara, ayudada descaradamente por Valentín _que prefería perder él para que ella no corriera el riesgo_ tampoco era candidata a la derrota. Cerca del final, los más comprometidos éramos los tres varones de la banda y Mariana, que ya iba por “chanch”. Y la verdad es que todo era bastante emocionante: al molesto de Fabián el tiro le había salido por la culata, pues, casi seguramente, uno de nosotros tres terminaría entrando con Mariana al cementerio. A esta altura del juego, si bien el lugar mantenía su carácter aterrador, visitarlo se había convertido en la posibilidad de quedarse con Marianita a solas, en la oscuridad y compartiendo el miedo: más no se podía pedir. Así que al final, cuando Mariana completó primera el “chancho” y Valentín se dio cuenta de tanto Mauro como yo queríamos perder, la cosa quedó empatada entre mi amigo y yo, los dos con “chanch”. Fabián, que además de molesto era medio bobo, se dio cuenta de la maniobra demasiado tarde y, aunque lo intentó, ya no pudo perder. Yo lo miré a mi amigo, que estaba tenso; si perdía en el juego del “chancho”, le ganaba al grandote en lo más importante, pues tendría la oportunidad de acompañar a Mariana, de estar muy cerca de ella, tal vez de conquistarla. Pero eso decidiría la competencia entre nosotros: Mauro también me ganaría a mí. Yo no sabía qué hacer, pero al fin me decidí cuando escuché una vez más a Fabián diciéndole “Joroba” a mi amigo. Recuerdo bien clarito que pensé “jorobado estás vos”, que con una sonrisa canté “chancho” y que mi amigo perdió. Pero con esa derrota ganó, claro está. Después nos fuimos hasta la puerta del cementerio, tiramos la pelota, tuvimos un rato de miedo más fingido que real, Mariana hizo todo el teatro para no entrar y finalmente entraron. Unos quince minutos después, ella y mi amigo salieron tomados de la mano, con la mirada algo perdida, como turbados. - No traen la pelota – protestó Fabián, y todos, hasta su amigo Lucas, lo miramos muy serio. Entonces Mauro, que venía más agachado que nunca, se sacó la pelota de la espalda, la tiró para arriba y, mirándolo con una sonrisa un poco tirante, le largó la frase más festejada de la temporada: - La traía en la joroba- le dijo, y yo sentí que el triunfo de mi amigo también era mi triunfo. Un rato después, acompañamos a las chicas a sus casas y Mauro se despidió de Mariana con un beso que me alegró, pero que también, tengo que reconocerlo, me dio algo de envidia. Para disimular el mal momento, y porque de veras estaba orgulloso de él, le puse una mano en el hombro y lo felicité: -Estuviste genial con eso de la joroba, Maurito. El pesado de Fabián no va a volver a hablar por el resto del verano. Mauro me palmeó la mano que le había apoyado en el hombro y pareció confundido, como si buscara las palabras para decirme algo que no le salía. Yo pensé que me iba a hablar de Mariana, pero no fue así. Mi amigo, al fin, me miró muy fijo y me contó la verdad de lo que había pasado en el cementerio: una verdad que todavía no me deja dormir tranquilo. Me dijo que, apenas traspusieron los portones, él y Mariana se agarraron muy fuerte de la mano, pero en ese gesto no había nada de romántico: era para escaparle al miedo. Un miedo real que no alcanzaban a disipar ni la certeza de que detrás de los paredones estábamos nosotros, ni que seguían pasando algunos colectivos tardíos, ni siquiera que en las veredas, entre los panteones, se veían algunas luces. ¡Pero qué importa el miedo? –le dije, todavía sin entender la seriedad de Mauro- ¡ponerte la pelota en la espalda fue una idea genial!

Entonces, casi temblando, me confesó que él la tenía a Mariana de la mano cuando sintió que unas manos frías le subían la remera y le ponían la pelota en la espalda. Y sólo escuchó una voz, casi un susurro, que le decía: -Por esta vez, pueden salir. Pero acá, de noche, sólo jugamos nosotros.