Inefable

El hombre no está solo HESCHEL, Abraham Joshua. “Man is not alone” en A Philosophy of Religion, Octagon Books, New York,

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El hombre no está solo HESCHEL, Abraham Joshua. “Man is not alone” en A Philosophy of Religion, Octagon Books, New York, 1976.

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía Filosofía de la Religión U1: Poiesis de lo sagrado Prof. Guillermo Zapata, SJ Semestre 02/05

1. Captación de lo inefable1 1.1. Captación de lo grandioso. Hay tres aspectos de la naturaleza en general que reclaman la atención del hombre: el poder, el encanto, la grandiosidad. El poder, lo explota el hombre: el encanto lo goza: la grandiosidad llena al hombre de temor reverente. Damos por cierto que la mente del hombre es sensible al encanto de la naturaleza. Igualmente damos por cierto que una persona que no se siente afectada por la visión del cielo y de la tierra, que no tiene ojos para ver la grandiosidad de la naturaleza y para sentir lo sublime, así sea sólo de manera vaga, no es humana (oc, 3).

Rabbi Abraham Joshua Heschel

Quizás más significativo que el hecho de nuestra captación de lo cósmico, es la conciencia de tener que captarla, como si fuera un imperativo, una compulsión a prestar atención a lo que está más allá de nuestra comprensión (oc, 3-4).

1.2. El sentido de lo inefable. El poder de expresión no es monopolio del hombre. La expresión comunicación son, de alguna manera, algo de lo cual los animales son capaces. Lo que caracteriza al hombre no es su habilidad para desarrollar palabras y símbolos, sino también el sentirse impelido a distinguir entre lo expresable y lo inexpresable, a sentirse sorprendido por lo que no se puede poner en palabras (oc, 4). Es el sentido de lo sublime lo que debemos mirar como la raíz de las actividades creativas del hombre en el arte, en el pensamiento y en la vida noble. Así como ninguna flor ha desplegado plenamente la vitalidad oculta de la tierra, así ninguna obra de arte ha expresado nunca la profundidad de lo inefable, en razón de lo cual vive la plenitud el espíritu humano, los poetas y los filósofos. El intento de comunicar lo que vemos y no podemos decir es el tema eterno de la sinfonía inconclusa de la humanidad, una aventura en la que la adecuación nunca se acaba (oc, 41).

1.3. El encuentro con lo inefable. Lo inefable habita en lo magníficamente grandioso y en lo común, en lo grandioso así como en los hechos diminutos de la realidad. Algunos sienten esta calidad en acontecimientos extraordinarios con intervalos distantes; otros la sienten en los acontecimientos ordinarios, en cada pliegue, en cada rincón, día tras día, hora tras hora. Para ellos las cosas están cargadas de ordinariez; para ellos el ser no se compagina con el sin-sentido. Oyen el silencio que habita el mundo, no obstante nuestro ruido, no obstante bullicio. Ligeras y simples como pueden ser las cosas –un trozo de papel, un pedazo de pan, una palabra, una mirada– ellas esconden y guardan un secreto nunca terminado : ¿Un reflejo de Dios? ¿Un parentesco con el espíritu del ser ? ¿El eterno relámpago de un querer ? (oc, 5).

1.4. La disparidad entre el alma y la razón. La captación de lo desconocido es anterior a la captación de lo conocido. El árbol del conocimiento crece sobre el terreno del misterio. Lo más cercano a nuestra mente no son los conceptos, las palabras, los nombres, sino lo que no tiene nombre, lo inexpresable, el ser. Porque si es verdad que lo dado, lo aparente es lo cercano a nuestra experiencia, dentro de nuestra experiencia está la calidad de lo 1 Que no se puede decir o expresar –con palabras-. Viene del latín ineffabilis (in-exfa-bilis). Es una voz en cuya formación hay cuatro partes: (1) in: prefijo de negación, (2) ex: prefijo verbal que muda en ef. En latín effabilis significa “expresable”, del verbo effari “decir” (3) bilis: sufijo habitual en latín con el valor de “capaz”, (4) fari: verbo apropiado para decir “solemne” y “religioso”

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otro, de lo remoto. Los conceptos son aproximaciones con los que tratamos de aliviar el asombro. Trate de ensayar la realidad misma, olvide lo que conoce y constatará inmediatamente su angustiosa hambre. No esperamos que los pensamientos nos den más de lo que contienen. El alma y la razón no son lo mismo (oc, 7). La búsqueda de la razón termina en la playa de lo conocido; en la inmensa extensión más allá de lo cual sólo puede deslizarse el sentido de lo inefable. Sólo éste puede deslizarse en el sentido de lo inefable. Sólo éste conoce el camino a lo más remoto de la experiencia y del entendimiento. Ninguno de los dos es anfibio: la razón no puede ir más allá de la playa, y el sentido de lo inefable está fuera de lugar en aquello que medimos y pensamos (oc, 8).

2. El asombro radical El mayor obstáculo para nuestro conocimiento es el ajustarnos a las nociones convencionales, a los clichés mentales. La admiración o el asombro radical, el estado de desajuste con relación a las palabras y nociones es, por consiguiente, un prerrequicito para una auténtica captación de lo que es (oc, 11). La admiración, más que la duda, es la raíz del conocimiento. La duda vive en el despertar del conocimiento como un estado de vacilación entre dos visiones contrarias contradictorias; como un estado en el que una creencia que hemos abrazado comienza a tambalearse. Desafía las explicaciones de la mente acerca de la realidad y exige un examen y verificación de lo que se halla en el depósito de la mente. En otras palabras, la tarea de la duda es la de examinar las explicaciones de la mente acerca de la realidad más que un ocuparse de la realidad misma; se ocupa con el contenido de la percepción más que con la percepción misma (oc, 11).

3. El mundo es una alusión 3.1. Una intelección cognitiva No es un camino vago, por analogía o inferencia, como llegamos a ser conscientes de lo inefable; no pensamos acerca de él en ausencia. Más bien es sentido como algo dado inmediatamente a través de una intelección (insight) que es inacabable e inderivable, lógica y psicológicamente anterior al juicio, a la asimilación del objeto a las categorías mentales; una intelección universal de un aspecto objetivo de la realidad, de la cual todos los hombres son siempre capaces; no la espuma de la ignorancia, sino el climax del pensamiento, innato al clima que prevalece en la cima del desempeño intelectual, en donde surgen al ser obras como los últimos cuartetos de Beetowen. Es una intelección cognitiva, puesto que la captación que evoca es una adición definida hecha a la mente (oc, 19).

3.2. Una percepción universal El sentido de lo inefable no es una facultad esotérica, sino una habilidad con la cual están dotados todos los hombres; es potencialmente tan común como la vista o como la habilidad para hacer silogismos. Porque justamente, así como el hombre está dotado con la capacidad de conocer ciertos aspectos de la realidad, también lo está con la capacidad de conocer que hay más de lo que puede conocer. Su mente está comprometida con lo inefable tanto como con lo expresable, y la captación de su asombro radical es tan universalmente válida como el principio de contradicción o de razón suficiente (oc, 19-20). Lo subjetivo es la manera, no la materia de nuestra percepción. Lo que percibimos es objetivo en el sentido de ser independiente de, y correspondiente a nuestra percepción. Nuestro asombro radical responde al misterio, pero no lo produce. Tú y yo no hemos inventado la magnificencia del cielo ni hemos dotado al hombre con el misterio del nacimiento y de la muerte. No creamos lo inefable, lo encontramos (oc, 20). Sin el concepto de lo inefable sería imposible dar razón de la diversidad de intentos hechos por el hombre para expresar o dibujar la realidad; sería imposible dar razón de la diversidad de filosofías,

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visiones poéticas o representaciones artísticas, de la consciencia de que todavía estamos al comienzo de nuestro esfuerzo por decir lo que vemos alrededor de nosotros (oc, 21). Hemos caracterizado la percepción de lo inefable como una percepción universal. Pero, si su contenido no es comunicable, ¿cómo sabemos que es lo mismo en todos los hombres?. A ello podemos decir que, si bien somos incapaces de definir o describir lo inefable, nos es dado apuntar a él. Por medio de términos indicativas, más descriptivos, somos capaces de transmitir a los demás aquellos rasgos de nuestra percepción que son conocidos a todos los hombres (Idem). Lo inefable no es un sinónimo de lo desconocido o no-descrito; su esencia no está en ser un enigma, en estar oculto detrás de una cortina. Lo que encontramos en nuestra percepción de lo sublime, en nuestro asombro radical, es una sugerencia espiritual de realidad, una alusión al sentido trascendente. El mundo en su grandiosidad está lleno de una radiación espiritual, para la cual no tenemos ni nombre ni concepto. Somos golpeados por una percepción de la inmensa preciosidad del ser; una preciosidad que no es objeto de análisis, sino causa de maravilla; inexplicable, sin nombre, y no puede ser especificada o puesta en ninguna de nuestras categorías. Sin embargo, tenemos una certeza sin conocimiento; es real sin que sea expresable. No puede ser comunicada a otros; cada uno tiene que encontrarla por sí mismo (oc, 22).

4. Ser es significar 4.1. La universalidad de la reverencia La reverencia es una actitud tan innata a la consciencia humana como el miedo lo es ante el peligro o el dolor ante las heridas. El campo de los objetos que reverenciamos puede variar, pero la reverencia misma es característica del hombre en todas las civilizaciones... Apartados de la inmensidad, enclaustrados en nuestros propios conceptos podemos despreciar y vilipendiar cualquier cosa. Pero de pie entre la tierra y el firmamento, nos sentimos silenciados ante su vista... ¿Por qué nos es imposible reprimirnos frente al universo? ¿Por el miedo? Las estrellas no pueden hacernos daño si las ridiculizamos. ¿Es por el miedo heredado de nuestros ancestros primitivos, por una superstición atávica que habría de descartar? Nadie, que no esté cargado de prejuicios, en presencia de la grandiosidad es incapaz de declarar que dicha reverencia es fatua o absurda. ¿Es una forma más elevada de egotismo? Ninguna persona sana podría fomentar el deseo de venerarse a sí misma. La reverencia se refiere siempre a alguien distinto; no existe auto-reverencia. (oc, 25). La ignorancia no es la causa de la reverencia. Lo desconocido en cuanto tal no nos llena de asombro radial. No tenemos sentimientos de asombro profundo por la otra cara de la luna o por lo que ocurriría mañana. Y no es la fuerza o la cantidad lo que hace surgir en nosotros esa actitud. No es al boxeador o al millonario al que encontramos venerable, sino al frágil anciano o a nuestra madre. Ni reverenciamos a un objeto por su belleza, o a una afirmación por su consistencia lógica, o a una institución por sus propósitos. Tampoco reverenciamos lo conocido; porque lo conocido está a nuestro alcance. No reverenciamos la regularidad de las estaciones, sino lo que las hace posibles; ni el sol, sino el poder que lo creó. Es lo extremadamente precioso, moral, intelectual o espiritualmente, lo que reverenciamos. La reverencia es una de las respuestas del hombre a la presencia del misterio (oc, 26).

4.2. La reverencia, un imperativo categórico Puede ponerse la objeción de que una reacción psicológica no constituye evidencia de un hecho ontológico, y que nunca podemos inferir el objeto mismo de un sentimiento que una persona tiene acerca de él. Puede objetarse que el sentimiento de asombro radical puede ser con frecuencia el resultado de

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una equivocación o de un hecho ordinario; que alguien puede sentirse asombrado profundamente por un espectáculo artificial o por un despliegue de poder maligno. Por supuesto, la objeción es válida. Sin embargo, lo que inferimos de ella no es el sentimiento actual de asombro radical, sino la certeza intelectual de que ante la grandiosidad de la naturaleza y ante el misterio, necesariamente respondemos con un asombro radical; lo que inferimos es no un estado psicológico, sino una norma fundamental de la conciencia humana, un imperativo categórico. Ciertamente, la validez y el requerimiento del asombro radical gozan de un grado de certeza que nunca es superado por la certeza axiomática de la geometría. No percibimos el misterio porque sintamos necesidad de él, así como no reparamos en el océano o en el firmamento porque hayamos deseado verlos. El sentido del misterio no es un producto de nuestra voluntad. Puede ser suprimido por la voluntad, pero no es generado por ella. El misterio no es el producto de una necesidad, es un hecho. (oc, 27).

4.3. Significación fuera de la mente No hay hechos desnudos, neutros. El ser en cuanto tal es inconcebible; siempre está dotado de significación. La significación no es un regalo del hombre a la realidad. Asumir que la realidad es caótica, desprovista de significación mientras el hombre no se acerque a ella con el toque mágico de su mente, sería negar que la naturaleza se comporta de acuerdo con leyes. La esencia del pensamiento es el descubrir más que inventar. La vida creativa en el arte, la ciencia y la religión es la negación de la presunción de que el hombre es la fuente de la significación; él únicamente le presta sus categorías y medios de expresión a la significación que allí se encuentra. Sólo los que han perdido su sentido de la significación dirían que la auto-expresión, más bien que la expresión del mundo es el propósito de la vida (oc, 29). Ser implica significar, porque todo ser representa algo que es más que él mismo: porque lo visto, lo conocido, significa lo no visto, lo desconocido. Aun la más abstracta fórmula matemática a la cual se pueda reducir el orden del universo plantea la siguiente cuestión: ¿Qué significa esto? La respuesta será necesariamente; representa la majestad de aquello que es más que él mismo. A cualquier climax de pensamiento que podamos llegar, afrontamos una significación trascendente.

5. En la presencia de lo Divino 5.1. De su presencia a su esencia El sentido de lo inefable introduce el alma en el aspecto divino del universo, en una realidad más elevada que el universo mismo. Sin embargo, al afirmar que hay medios para que se pueda pensar acerca de Dios, que el universo es un objeto de pensamiento divino, hemos firmado la existencia de un ser que está más allá de lo inefable. ¿Cómo reconocemos que Dios es más que la dimensión sagrada del universo, más que un aspecto o un atributo del ser? ¿Cómo pasamos de la alusión del mundo a un ser al cual el mundo alude? Al pensar en el nivel de lo inefable, no estamos equipando a éste con una idea preconcebida desear supremo que poseamos, tratando de averiguar si él es en realidad el camino por el cual Él puede estar en nuestras mentes. La percepción que abre nuestras mentes a la existencia de un ser supremo es una percepción de realidad, una percepción de una presencia divina. Mucho antes de que alcancemos cualquier conocimiento acerca de Su esencia, poseemos la intuición de Su presencia divina. Aquí es donde el acercamiento a través de lo inefable difiere del acercamiento a través de la especulación. En esta última procedemos de una idea de Su esencia a una creencia en Su existencia, mientras que en la primera procedemos de una intuición de Su presencia a una intelección de su esencia. (oc, 67-68).

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5.2. El amanecer de la fe El sentido de lo inefable nos da una captación de Dios. Únicamente nos conduce a un plano, en el que nadie puede permanecer al mismo tiempo impasible y sereno, no sentirse aturdido y al mismo tiempo tranquilo; en el que Su presencia puede ser desafiada pero no negada; en donde, finalmente, la fe en El es el único camino. Tan pronto como nuestra alma desnuda es expuesta a la omnipresencia de lo inefable, no podemos impedirle que cese de hacernos pedazos con su esplendor maravilloso que nos apremia. Es como si sólo hubiera signos y recordatorios escondidos del único y verdadero sujeto, del cual el mundo es un objeto críptico. ¿Quien iluminó lo maravilloso ante nuestros ojos y lo maravilloso de nuestros ojos? ¿Quién nos golpeó con la luz en nuestras mentes y nos quemó el imperativo de asombrarnos radicalmente ante lo santo, inextinguible como la vista de las estrellas? (oc, 68).

5.3. ¿Qué hacer con lo maravilloso? El comienzo de la fe no es el sentimiento del misterio de vivir, o el sentido del asombro radical, de lo maravilloso, o del temor. La raíz de la religión es la cuestión de qué hacer con el sentimiento del misterio de vivir, qué hacer con el asombro radical, con lo maravilloso o con el temor. La Religión, el fin del aislamiento, comienza con una consciencia de que algo se pide de nosotros. Es ese momento de la eterna pregunta en el que el alma se siente cogida y en el que el hombre produce su respuesta. El maravillarse no es un estado de goce estético. El maravillarse sin fin es una tensión sin fin, una situación en la que nos hallamos sacudidos por la inadecuación de nuestro asombro radical, por la debilidad de nuestro sacudimiento, lo mismo que por el ser interrogados por la cuestión última. El maravillarse sin fin abre un sentido innato de gratuidad. Dentro de nuestro asombro radical no hay lugar para la auto-afirmación. Dentro de nuestro asombro radical solamente conocemos que somos deudores de todo lo que poseemos. El mundo no está constituido por cosas, sino por tareas. El maravillarse es el estado de ser cuestionados. Lo inefable es una pregunta dirigida a nosotros. Todo lo que se nos deja es una elección : responder o rehusar responder. Y mientras más escuchamos, más nos vemos despojados de la arrogancia y del endurecimiento, que es lo único que nos haría capaces de rehusar. Somos portadores de una carga de maravilla, y queremos cambiarla por la simplicidad de conocer para qué vivir; una carga que nunca podemos soltar, ni continuar llevándola, ni saber a dónde. Cuando estalla un fuego que amenaza destruir la propia casa, uno no descansa hasta investigar si el peligro que afronta es real o una ficción de su imaginación. Ese momento no es el tiempo para investigar el principio químico de la combustión, o la cuestión acerca de a quién hay que culpar por la erupción del fuego. La cuestión última, cuando arde en nuestro interior, es demasiado sobrecogedora, demasiado cargada de aquella maravilla inexpresable para ser una cuestión académica, para dejarla igualmente suspendida entre el sí y el no. Este momento no es el tiempo para resolver dudas acerca de la razón por la que se plantea la cuestión. (oc, 68-69).

5.4. ¿Quién es el enigma? ¿Quién constituye la pregunta que está allí por resolver? Cuando pensamos con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, con toda nuestro espíritu; cuando percibimos el hecho de que el yo no puede tener consistencia en lo propio, constatamos que las explicaciones más sutiles son espléndidos enigmas; que Dios es más plausible que nosotros mismos, que no es Dios el que es un enigma, sino nosotros mismos. Cuando toda nuestra mente se halla fulgurante en la eterna cuestión, como un rostro cuando contempla una poderosa llama, no nos sentimos movidos a preguntar: ¿dónde está Dios ? Porque semejante pregunta implicaría que nosotros, los que preguntamos, estemos presentes, mientras Dios está ausente. En el reino de lo inefable, donde nuestra presencia es

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increíble, no preguntamos : ¿Dónde está Dios? Sólo podemos exclamar: ¿Dónde está El ? ¿Dónde estamos nosotros? ¿Cómo es posible nuestra presencia? En el momento en que por primera vez nos sentimos agitados por la cuestión última, confesamos sin reserva nuestra incapacidad para afrontar el mundo. Nuestra cuestión es en esencia una conclusión previa, una respuesta disfrazada. Porque una vez que hayamos admitido la legitimidad de la pregunta, ya la hemos afirmado. El fallo de nuestra mente para encontrar una evidencia de Su presencia es meramente una admisión implícita de que consideramos la naturaleza tan perfecta que no hay en ella trazas de su dependencia con relación a un ser sobrenatural que pueda ser detectado; es como si Dios hubiera vaciado un esplendor para encubrir Su presencia. (oc, 70). El problema que surge ante nosotros no es si hay o no un Dios, sino si conocemos que hay un dios; no si El existe, sino si somos lo suficientemente inteligentes como para presentar razones adecuadas para afirmarlo. El problema es: ¿Cómo le decimos esto a nuestra mente? ¿Cómo superamos las antinomias que nos despojan de un conocimiento claro y distinto de lo que El significa?

5.5. La cuestión invencible La captación de lo divino, que irrumpe en primer lugar como el sentido de algo maravilloso que centellea y atraviesa nuestra indiferencia, como una compulsión a captar lo inefable, va creciendo, de manera imperceptible; hasta convertirse en incomodidad y ansiedad; hasta erizarnos con una exigencia insoportable que nos despoja de la complacencia y de la paz del alma, forzándonos a ocuparnos de asuntos extremos de los cuales no queríamos ocuparnos, por asuntos que no interpelaban nuestro interés personal. Con todo nuestro poder, orgullo y confianza en nosotros mismos, intentamos desafiar, suprimir y combatir esa preocupación por lo no visto, por aquello que no es delimitado ni por nuestra mente, ni por nuestra voluntad, ni por nuestra vida. Preferiríamos ser prisioneros, si los cuatro muros de nuestra prisión fueran nuestra mente, nuestra voluntad, nuestra pasión y nuestra ambición. Ciertamente no habría mayor comodidad que vivir en la seguridad de conclusiones pre establecidas, si no fuera porque nos corroe esa preocupación que convierte en vacilación todas nuestras conclusiones. ¿Cuál es la naturaleza de esta preocupación vigorosa a la que resistimos en forma tan vehemente? No es algo propio, es una presión que pesa sobre nosotros como sobre todos los hombres. No se comunica con palabras; solamente interroga únicamente llama. Siembra un interrogante, un imperativo, frente a nosotros, y de él hace eco nuestro corazón como una campana que se sobrepone a todo, como si el suyo fuera el único sonido en medio del silencio infinito y nosotros únicos que pudiéramos responderle. Nuestra mente, nuestra voz es demasiado tosca para articular una respuesta. Las teorías y las explicaciones se disipan como meras desviaciones. Dejamos de ver la respuesta por considerar la pregunta; dejamos de ver los árboles por mirar la selva. No hay firmamentos ni océanos, ni pájaros ni árboles; solamente hay una cuestión, y la cuestión es inefable (oc, 72).

5.6. En búsqueda del espíritu Ningún conocimiento podría constituir una respuesta al asombro infinito ni podría hacer frente a la marea de su desafío silencioso. Cuando nos sentimos sobrecogidos por el asombro infinito, toda inferencia es un torpe retroceso; en tales momentos un silogismo no es evidente, pero sí lo es una intuición (insight). En tales momentos nuestra afirmación lógica, nuestro decir sí, aparece como una burbuja de pensamiento en la playa de un mar eterno. Constatamos entonces que nuestra preocupación no es; ¿Qué podemos conocer? ¿Cómo podríamos abrirnos plenamente por medio de nuestras mentes? Nuestra preocupación es: ¿A quién pertenecemos? ¿Cómo podemos conseguir una plena apertura ante aquello que nos asombra infinitamente? (oc, 72-73). El asombro radical no es lo mismo que curiosidad. Curiosidad es el estado de la mente en búsqueda de conocimiento, mientras que el asombro radical es el estado de conocimiento en búsqueda de una mente; es el pensamiento de Dios en búsqueda de un espíritu.

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Lo decisivo no es el momento existencial de desesperación, la aceptación de nuestra bancarrota, sino, por el contrario, la realización de nuestro extraordinario poder espiritual, el poder de sanar lo que está roto en el mundo, la realización de nuestra capacidad para responder la cuestión de Dios. La fe no es el producto de nuestra voluntad. Acontece sin intención, sin querer. Las palabras expiran cuando son pronunciadas, y la fe es como el silencio que acerca a los amantes, como un suspiro que se comparte en silencio. No es ni una inferencia de premisas lógicas, ni el surgir de un sentimiento que nos conduce a creer en Su existencia; no es una idea que se obtiene sentándose detrás y observando ni penetrando dentro del alma y escuchando su voz interior. No creemos por haber llegado a una conclusión... o porque hemos sido sobrecogidos por una emoción... Es un volver al interior de la mente impulsados por un poder que procede más allá de la mente, por un choque y una colisión por lo increíble, por el cual nos vemos forzados a creer. (oc, 73).

5.7. La premisa de la alabanza La prueba especulativa no es preludio de la fe. Los antecedentes de la fe son la premisa del asombro y la premisa de la alabanza. Alabamos antes de probar. Mientras en relación con otros problemas dudamos antes de decidir, con relación a Dios cantamos antes de decir. A menos que sepamos cómo alabarlo, no podremos aprender a conocerlo. La alabanza es nuestra primera respuesta ante lo radicalmente asombroso... Cuando la mente y el espíritu están de acuerdo, ha nacido la fe. Pero antes, nuestros corazones deben conocer el estremecimiento de la adoración (oc, 74).

5.8. Dejemos que surja la intuición. Nuestra captación de Dios es una sintaxis del silencio, en la cual nuestro espíritu se mezcla con lo divino, y lo inefable en nosotros comulga con lo inefable que está más allá de nosotros... Todo lo que tenemos que hacer es dejar que surja la intuición y escuchar la recóndita certeza del espíritu de ser en él un paréntesis en el inmenso escrito eterno del discurso de lo divino... En el reino de lo inefable, Dios no es una hipótesis derivada de presunciones lógicas, sino una intuición inmediata, tan evidente como la luz. Él no se algo que haya de ser visto en la oscuridad con la luz de la razón. Frente a lo inefable Él es la luz (oc, 75). (Cfr. San Agustín, La iluminación interior).

5.9. Dios es una solicitación del hombre El camino no es golpear tímidamente a las puertas del silencio preguntando si Dios está en alguna parte. Todos tenemos el poder de descubrirlo en la roca o en el árbol más cercanos, en el sonido o en el pensamiento, en el asilo de su bondad, frecuentemente desacralizada; en su espera de que el corazón del hombre se afilie a Su voluntad. Es un trabajo de percibir el despliegue de lo divino en este mundo de rivalidad y envidia... Es Dios quien solicita constantemente, persistentemente, nuestra devoción; es El quien sale a encontrarnos tan pronto como anhelamos conocerlo. Lo que hace nacer una religión no es una curiosidad intelectual, sino el hecho y la experiencia de ser cuestionados... La fe no es el producto de la inquisición y del esfuerzo, sino la respuesta al reto que nadie puede ignorar para siempre... La filosofía comienza con la pregunta del hombre; la religión comienza con la pregunta de Dios y la respuesta del hombre (oc, 76).

5.10. La preocupación más fuerte Lo inefable nos ha estremecido dentro del espíritu. Ha entrado en nuestra consciencia como un rayo de luz que atraviesa un lago. La refracción de ese rayo penetrante produce un giro en nuestra mente: somos penetrados por Su intuición. No podemos pensar algo diferente de que Él estaba allí y nosotros aquí. Él está al mismo tiempo allá y aquí. El no es un ser, sino que está en y más allá de todos los seres. Un estremecimiento se apodera de nuestros miembros; nuestros nervios se sienten golpeados, tiemblan como cuerdas; todo nuestro ser se quema de estremecimiento. Pero entonces un grito brota del núcleo más profundo de nuestro ser, llena el mundo a nuestro alrededor, como si de repente una

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montaña hubiera debido colocarse frente a nosotros. Es una palabra: Dios. No es una emoción, una agitación, sino un poder, una maravilla más allá de nosotros, que desgarra y pone aparte al mundo. La palabra que significa más que universo, más que eternidad, santo, santo, santo; no podemos abarcarla. Solamente sabemos que significa infinitamente más que aquello a lo que podamos hacerle eco. Tambaleándonos por el vértigo, y aturdidos, tartamudeamos y decimos: Él, que es más que todo lo que es, que habla a través de lo inefable, cuyos cuestionamientos son más que lo que nuestra mente puede responder; Él, para quien nuestra vida puede ser el deletreo de una respuesta. (oc, 78).

Rabbi Abraham Joshua Heschel, bearded at center, and the Rev. Dr. Martin Luther King Jr. in a 1968 antiwar protest.

FIN