Husserl - Filosofia Primera

Este texto corresponde a las lecciones de invierno de 1924-1925. En la versión española que se presenta en este libro só

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Este texto corresponde a las lecciones de invierno de 1924-1925. En la versión española que se presenta en este libro sólo se encuentran 22 lecciones de las 55 que originalmente se publicaron en la versión alemana. Husserl intenta recuperar la filosofía en una incesante lucha por obtener claridad de la oscuridad y en ese entretanto se da la tarea de redescubrirla y restaurarla, mostrando que es una forma distinta de pensamiento y como ésta difiere de otras formas del quehacer humano, como la ciencia y otras visiones del mundo.

Edmund Husserl & AA. VV.

Filosofía primera (1923-1924) ePub r1.0 oronet 18.12.2019

Título original: Huss 7: Erste Philosophie (1923/24) Erster Teil, pp. 3-199 Edmund Husserl & AA. VV., 1998 A propósito de la obra de Husserl: Klaus Held / Husserl y los griegos; Guillermo Hoyos Vásquez / La ética fenomenológica Traducción: Rosa Helena Santos de Ilhau Editor digital: oronet ePub base r2.1

Índice de contenido Cubierta Filosofía primera (1923-1924) Primera parte: Historia crítica de las ideas Primera sección: De la idea de la filosofía de Platón al comienzo de su realización en el pensamiento de Descartes en la Edad Moderna Capítulo primero: La idea de la filosofía y su origen histórico Capítulo segundo: La fundamentación de la lógica y los límites de la analítica apofántica formal Capítulo tercero: Las primeras reflexiones sobre la subjetividad cognoscitiva motivadas por el escepticismo de los sofistas Capítulo cuarto: Los comienzos históricos de la ciencia de la subjetividad Segunda sección: Las razones iniciales del intento de una egología en la obra de Locke y su problemática permanente Capítulo primero: La limiteación fundamental del horizonte de Locke y sus razones Capítulo segundo: Exploración crítica de la problemática auténtica y permanente implicada en las investigaciones de Locke Capítulo tercero: La teoría de la abstracción del empirismo como indicador de no haber llegado a la idea de una ciencia eidética de la conciencia pura Tercera sección: El desarrollo de formas escépticas preliminares de la fenomenología realizado por Berkeley y Hume y el racionalismo dogmático Capítulo primero: De Locke a la consecuencia radical que Berkeley deduce de su teoría bajo la forma de una filosofía inmanente Capítulo segundo: El positivismo de Hume. El perfecionamiento del escepticismo y, a la vez, el paso preparativo decisivo a una ciencia trascendental fundamental

Capítulo tercero: Racionalismo y metafísica en la época moderna A propósito de Edmund Husserl y su obra Husserl y los griegos La ética fenomenológica Citas a propósito de Edmund Husserl Cronología Bibliografía Sobre el autor: Edmund Husserl Sobre el autor: Klaud Held Sobre el autor: Guillermo Hoyos Vásquez Notas

PRIMERA PARTE HISTORIA CRÍTICA DE LAS IDEAS

PRIMERA SECCIÓN DE LA IDEA DE LA FILOSOFÍA DE PLATÓN AL COMIENZO DE SU REALIZACIÓN EN EL PENSAMIENTO DE DESCARTES EN LA EDAD MODERNA

CAPÍTULO PRIMERO LA IDEA DE LA FILOSOFÍA Y SU ORIGEN HISTÓRICO

Lección 1: La tarea histórica de dar a la Fenomenología la configuración genética de una Filosofía Primera.

El nombre de “Filosofía Primera” fue introducido, como se sabe, por Aristóteles para denominar la disciplina filosófica que luego en la época postaristotélica se llamó “Metafísica”, denominación que, desalojando la primera, entró en uso por azar. Si retorno ahora la expresión acuñada por Aristóteles es porque ella, por no haber sido utilizada, conserva su sentido literal y no arrastra, como los vagos conceptos de metafísica, diversos sedimentos de la tradición histórica donde se mezclan confusamente recuerdos de los múltiples sistemas metafísicos del pasado. Como es evidente en el caso de una denominación terminológica originaria, este sentido literal sirvió entonces de modelo formal para el propósito teórico que la nueva disciplina se proponía realizar con la problemática que luego sería definida con más precisión. Aunque la ciencia a la que estarán dedicadas estas lecciones difiera en su problemática de la Filosofía Primera de Aristóteles, ese modelo formal puede servirnos muy bien y por eso adoptamos la palabra y vinculamos a ella nuestras reflexiones. Filosofía Primera —¿cómo debe interpretarse su sentido literal? Obviamente tendría que ser una filosofía que en el conjunto y la totalidad de las filosofías que constituyen la filosofía, es la primera. Puesto que las ciencias no se ordenan ni por libre combinación ni al azar, sino que llevan implícito en sí un orden, o sea, principios de orden, se llamará naturalmente Filosofía Primera aquella que “en sí”, es decir, por razones intrínsecas esenciales, es la primera. Esto puede querer decir que es la primera por su valor y dignidad, por así decirlo, la que contiene en sí lo más sagrado de la

filosofía, mientras las restantes, las filosofías “segundas”, tendrían que ser sólo los necesarios estadios previos, en cierto modo, las antecámaras de eso más sagrado. Pero el significado puede ser también otro y por razones esenciales hasta más apropiado. En todo caso, será el que prefiramos aquí. Las ciencias son productos de una actividad que se propone un fin. Un fin unificante establece, en la secuencia racional de las actividades que se proponen un fin, un orden unificante. Por su parte, cada una de las ciencias nos ofrece una infinita pluralidad de construcciones mentales a las que llamamos verdades. Pero las verdades de una ciencia no se agrupan incoherentemente, así como el hacer del científico tampoco es ni una búsqueda, ni una producción de verdades aislada y sin plan. Todas y cada una de estas producciones están dirigidas por ideas teleológicas superiores y, en último término, por la suprema idea que es el fin de la ciencia misma. Así como la regla diseña previamente el trabajo configurador, todas y cada una de las verdades individuales son configuradas en forma sistemática, es decir, teleológicamente. En conjuntos estables ellas entran a constituir uniones teleológicas de verdades más bajas o más altas; se unen, por ejemplo, para formar deducciones, demostraciones y teorías. Y en el punto más alto tiene la ciencia una teoría unificante ideal, una teoría universal que se amplía y eleva indefinidamente de acuerdo con el avance incesante de la ciencia. Lo mismo tiene que ser válido también para la filosofía si la consideramos una ciencia. Debe haber, por lo tanto, un comienzo teórico para todas sus producciones de verdad y para todas las verdades que ha producido. El nombre “Filosofía Primera” se referiría entonces a la disciplina científica del comienzo y permitiría esperar que la idea suprema que es el fin de la filosofía exigiera para el comienzo —o para el dominio cerrado de los comienzos— una disciplina peculiar y delimitada, con una problemática propia de los comienzos respecto a la preparación mental, a la formulación exacta y a la solución científica consiguiente. Por necesidad intrínseca inherente a ella, esta disciplina tendría que preceder a todas las demás disciplinas filosóficas y fundamentarlas metódica y teóricamente. Entonces, la puerta de entrada, el comienzo de la Filosofía Primera misma sería el comienzo de toda filosofía. Con respecto al sujeto filosofante habría que decir, entonces, que principiante (iniciador) de la filosofía en su verdadero

sentido es aquel que desarrolla la Filosofía Primera verdaderamente desde sus comienzos manteniéndose absolutamente firme en la verdad, es decir, con la más perfecta intelección (Einsicht). Mientras esta investigación originaria no se haya logrado, no habrá un principiante de la filosofía en este sentido, como tampoco se habrá realizado verdaderamente una Filosofía Primera. Pero una vez logrado esto, habrá también principiantes de la filosofía en el otro sentido, en el sentido corriente de la palabra, o sea, aprendices que reproducen en su propio pensar con clara intelección las verdades ya pensadas por otros y así se convierten ellos mismos en principiantes (iniciadores) de la Filosofía Primera. Con estas aclaraciones orientadas por el sentido del término “Filosofía Primera” ha quedado ya trazado el primer esbozo formal del propósito de mis lecciones. Quiere ser un serio intento de satisfacer la idea de una Filosofía Primera y, por medio de la exposición didáctica, de mostrar al mismo tiempo al oyente que activamente participa en el pensar, vías necesarias por las cuales puede llegar a ser él mismo verdadero co-principiante de la Filosofía Primera y así filósofo principiante (iniciador). Debo anticipar que el desiderátum de una Filosofía Primera de ninguna manera se ha cumplido todavía en alguno de los sistemas filosóficos tradicionales, es decir, no se ha cumplido como auténtica ciencia necesariamente racional. Por lo tanto, no se trata aquí simplemente de revivir una vieja herencia histórica y así de facilitarle al estudioso el trabajo de comprensión. Naturalmente con esto queda dicho al mismo tiempo que yo de ninguna manera puedo reconocer alguna de las filosofías históricas como la filosofía definitiva es decir, como la que posee la forma de ciencia rigurosa que una filosofía exige. Sin un comienzo rigurosamente científico no hay un desarrollo rigurosamente científico. Sólo de una rigurosa Filosofía Primera puede surgir una rigurosa filosofía, una philosophia perennis, en constante devenir ciertamente, en cuanto a la esencia de toda ciencia pertenece la infinitud, pero en todo caso, en la forma esencial de lo definitivo. Por otra parte, tengo la convicción de que con la brecha abierta por la nueva Fenomenología Trascendental ya se ha llevado a cabo la primera irrupción de una verdadera y auténtica Filosofía Primera, aunque sólo como aproximación inicial y todavía incompleta. En mis cursos universitarios en

Friburgo he intentado elevar de diversas maneras esa aproximación al nivel más alto posible y de llevar a la mayor claridad las ideas directrices, los métodos y los conceptos básicos. Al mismo tiempo, ha sido mi empeño dar a la Fenomenología la forma de desarrollo exigida por la idea de la Filosofía Primera, o sea, la forma de una filosofía de los comienzos que se conforma a sí misma en la más radical autoconciencia filosófica y en la más absoluta necesidad metódica. Creo haber logrado en lo esencial ese propósito en el curso introductorio del invierno pasado[1] y espero poder realizar en el actual más simplificaciones y mejoras. En todo caso, confío en poder mostrar ahora que la idea de la Filosofía Primera se amplía gradualmente, que ella es la necesaria y auténtica realización de una teoría científica universal en la que, por consiguiente, está incluida toda la teoría de la vida racional, es decir, la teoría universal de la razón cognitiva, valorativa y práctica. Además, que ella está llamada a reformar toda nuestra actividad científica y a salvarnos de la especialización de las ciencias. Comienzo con una introducción que ha de proporcionarnos las condiciones esenciales indispensables para nuestra empresa. Hasta ahora no sabemos ni siquiera cuál de los muchos conceptos de filosofía, por desgracia poco claros, debemos elegir como guía. Cualquiera que escojamos se nos presenta, en primer término, sólo como un concepto vacío, abstracto y formal, sin fuerza para impulsar nuestro ánimo y movilizar nuestra energía volitiva. Se trata, como hemos dicho, nada menos que de una reforma de toda la filosofía e incluida en ésta, de la reforma universal de todas las ciencias. En casos como éste, de una reforma radical y universal, no importa en qué dominio cultural, la fuerza motivante es una profunda necesidad del espíritu. La situación espiritual general llena el alma de una insatisfacción tan profunda que no le es posible seguir viviendo en las formas y con las normas de la época. Pero para considerar las posibilidades de cambio de esa situación, ponerse metas y adoptar métodos satisfactorios, es obvio que se requiere una profunda reflexión sobre las fuentes que motivaron tal situación y sobre la entera estructura espiritual de esa humanidad que se esfuerza sin tregua en un obrar espiritual tipificado y anquilosado. Pero una tal reflexión sólo adquiere completa claridad cuando se la realiza a partir de la historia que, interpretada desde el presente, esclarece a su vez y de manera totalmente

comprensible ese presente. Así que de la pluralidad confusa que nos ofrecen la ciencia y la filosofía del presente vamos a regresar a las épocas de los primeros comienzos. Esta mirada histórica retrospectiva ha de servirnos en primer lugar de preparación espiritual y ha de despertar originarias fuerzas motivantes que logren poner en movimiento nuestro interés y nuestra voluntad. Si hoy, desde el punto de vista de convicciones maduradas en decenios y mirando retrospectivamente toda la historia de la filosofía europea, tengo que decir cuáles entre todos los filósofos se me presentan con especial brillo, nombraría dos o tres: son los nombres de los grandes iniciadores, pioneros de la filosofía. En primer lugar nombro a Platón, o más bien al incomparable astro doble Sócrates-Platón. La concepción de la idea de la verdadera y auténtica ciencia, o de lo que por mucho tiempo significó lo mismo, la idea de la filosofía, así como el descubrimiento del problema del método, conduce a estos dos pensadores y en cuanto concepción acabada, a Platón. En segundo lugar nombro a Descartes. Sus Meditationes de prima philosophia significan en la historia de la filosofía un comienzo completamente nuevo debido a que ellas intentan descubrir en un radicalismo sin precedentes el comienzo absolutamente necesario de la filosofía y extraerlo del conocimiento de sí mismo absoluto y completamente puro. De estas memorables “meditaciones sobre la filosofía primera” proviene la tendencia al nuevo desarrollo de la filosofía como filosofía trascendental mantenido durante toda la Edad Moderna. El término filosofía trascendental designa no sólo el carácter fundamental de la filosofía moderna, sino como ya es indudable, el carácter de toda filosofía científica en general y para el futuro. Consideremos primero el comienzo más antiguo —el socrático-platónico— de una filosofía auténtica y radical. Pero antes, un breve proemio. La primera filosofía de los griegos, dirigida ingenuamente hacia el mundo exterior, tuvo una primera ruptura en su evolución con el escepticismo de los sofistas. Las ideas de la razón en sus formas básicas resultaron desvalorizadas por la argumentación sofista que, por medio de una impresionante argumentación, presentó como pretendidamente demostrado que lo verdadero en todo sentido —el ente en sí, lo bello y lo bueno— no era

sino ilusión engañosa. Con ello perdió la filosofía el sentido de su propósito. Si el ente, lo bello y lo bueno sólo eran subjetivamente relativos no podía haber ni proposiciones ni teorías verdaderas, no podía haber ciencia o, lo que entonces era lo mismo, filosofía. Pero eso no sólo afectaba a la filosofía. Toda la vida activa resultaba despojada de sus fines normativos estables y perdía su vigencia la idea de una vida práctica regida por la razón. Sócrates fue el primero en reconocer las cuestiones tratadas frívolamente en las paradojas sofísticas como problemas del destino de la humanidad en la vía hacia su verdadera realización humana. Pero, como es sabido, su reacción contra el escepticismo fue sólo la del reformador pragmático. Fue Platón quien, trasladando a la ciencia la importancia de esa reacción, se convirtió en reformador teórico-científico. Al mismo tiempo, sin abandonar el impulso socrático, dirigió el camino del desarrollo autónomo de la humanidad, en el sentido de su desenvolvimiento como humanidad racional, primero que todo a través de la ciencia, de la ciencia reformada dentro del nuevo espíritu de una radical comprensión del método. Aclaremos sucesivamente y siguiendo en lo decisivo sus principales teorías, el sentido de la obra, primero, de Sócrates y luego, de Platón. Con respecto a Sócrates vamos a guiarnos por las abundantes indicaciones que nos ha transmitido Platón. La reforma ética de la vida que Sócrates propone consiste en que él considera que la vida verdaderamente satisfactoria es la vida dirigida por la razón pura. Esta es una vida en la que el ser humano, en incansable autorreflexión y radical examen de sí mismo, critica —evaluando definitivamente— sus propósitos vitales y claro está, los medios para alcanzarlos, las vías para llegar a ellos. Una tal crítica y un tal examen se llevan a cabo como un proceso cognitivo que, según Sócrates, es un regreso metódico a la fuente primigenia de toda razón y de su conocimiento. Expresado en nuestra lengua, sería un regreso a la perfecta claridad, “intelección” (Einsicht) y “evidencia”. Toda vida humana consciente se realiza en aspiraciones y actividades interiores y exteriores. Pero toda actividad está motivada por opiniones (Meinungen) y convicciones: opiniones sobre la existencia de las realidades del mundo circundante y opiniones de valor: sobre lo que es bello y feo, bueno y malo, útil e inútil, etc.

Por lo general, tales opiniones son completamente vagas, alejadas de toda claridad originaria. El método socrático de conocimiento es un método de perfecta clarificación por medio del cual lo que simplemente se considera como bello y bueno es enfrentado a lo que en la perfecta clarificación se muestra autónomamente como bueno y bello y así se obtiene de ello un verdadero saber. Este auténtico saber autogenerado de modo originario por la perfecta evidencia, es, según Sócrates, el único que hace al ser humano verdaderamente virtuoso o, lo que es lo mismo, lo único que puede proporcionarle la verdadera felicidad, la mayor y más pura satisfacción. El auténtico saber es la condición necesaria (y suficiente, según Sócrates) de una vida regida por la razón o de una vida ética. Lo que hace a los seres humanos infelices, lo que los hace perseguir metas insensatas es la irracionalidad, el vivir en la oscuridad, en una perezosa pasividad, sin hacer ningún esfuerzo para obtener claridad y así auténtico saber de lo bello y lo bueno. Al hacer evidente por medio de la reflexión aquello a lo cual uno realmente quiere llegar y todo lo que en ese intento ha presupuesto sin claridad —pretendidas bellezas y fealdades, provechos y perjuicios— lo verdadero se separa de lo falso, lo auténtico de lo inauténtico. Se separa porque precisamente en la perfecta claridad el contenido esencial de las cosas mismas llega a su realización intuitiva y así a su ser o no ser valioso. Toda clarificación de este tipo adquiere enseguida la importancia ejemplar. Lo que en el caso individual de la vida, de la historia y del mito es percibido como verdadero o auténtico y como medida de la simple y no aclarada opinión, se da sin más como ejemplo de lo universal. Se lo percibe como esencialmente auténtico en la normal intuición pura esencial —en la que todo lo empíricamente casual toma el carácter de lo inesencial y libremente variable—. En esa pura (o apriorística) universalidad funciona como norma válida para todo caso particular pensable de ese ente en general. Si, hablando concretamente, en vez del ejemplo de la vida diaria, del mito o de la historia, se piensa en “un hombre cualquiera” que en una tal situación valora y aspira a tales fines y actúa tomando tales vías, resulta, por lo general, evidente que tales fines y vías son auténticos o al contrario, que, por lo general, son inauténticas e irracionales. Esto último, desde luego, cuando lo bello y bueno mismo que se presenta en la clarificación, contradice de

manera obvia lo considerado anteriormente, aboliendo así la opinión por falta de fundamento.

Lección 2a.: La dialéctica platónica y la idea de la ciencia filosófica

Resumamos: Sócrates, el ético pragmático, en reacción contra la sofística que negaba el sentido racional de la vida, colocó en el centro del interés ético pragmático la contradicción fundamental en que se halla toda vida personal consciente, entre la opinión sin aclarar y la evidencia. Él fue el primero que reconoció la necesidad de un método racional universal y descubrió su sentido fundamental de crítica intuitiva y apriorística de la razón, para expresarlo en términos modernos. O dicho más exactamente, él reconoció que ese sentido fundamental era el de ser un método de autorreflexión clarificante que se perfecciona en la evidencia apodíctica como fuente primigenia de lo definitivo. El fue el primero que vio la existencia en sí de las esencias puras y universales como aquello que se da en sí mismo en forma absoluta en una intuición esencial pura. Con relación a ese descubrimiento, el examen radical de sí mismo exigido por Sócrates para la vida ética en general adquiere eo ipso la forma significativa de fundamental regulación o justificación de la vida activa según las ideas universales de la razón que han de hacerse evidentes a través de una intuición esencial pura. En Sócrates, dada su conocida falta de propósitos teórico-científicos, esto puede carecer de una forma propiamente científica y no llegar a una realización sistemática como teoría científica del método de una auténtica praxis vital. Pero en todo caso lo que sí es seguro, es que en Sócrates ya está efectivamente el germen de la concepción fundamental de la crítica racional cuya forma teórica y tecnológica y cuyo fecundo desarrollo constituyen la fama inmortal de Platón. A éste último nos dedicamos ahora. Él trasladó a la ciencia el principio socrático del examen radical de sí mismo. Por lo pronto, conocer teóricamente, investigar y fundamentar son sólo un modo especial de vida

activa que aspira al logro de fines. Entonces, también aquí se requiere una meditación radical sobre los principios de su autenticidad. Si la reforma socrática de la vieja se dirigió contra los sofistas que con su subjetivismo habían producido desconcierto y deterioro en las convicciones éticas generales, Platón se vuelve contra ellos como destructores de la ciencia (de la “filosofía”). En ambos sentidos los sofistas encontraron tan poca resistencia y produjeron efectos tan desastrosos porque así como no había aún una verdadera vida racional, tampoco existía una verdadera vida intelectual científica. Además, la racionalidad era pura pretensión ingenua sin claridad en sí acerca de la posibilidad y legitimidad últimas de sus fines y medios. Una verdadera vida racional y, en especial, un verdadero investigar que produzca resultados, debe superar completamente el nivel de la ingenuidad por medio de una reflexión radical clarificadora, en el caso ideal, debe poder justificar perfectamente cada paso, pero ante todo, la justificación tiene que provenir de principios racionales. Platón se convierte en el padre de toda auténtica ciencia por la seriedad profunda con que intenta superar, en este espíritu socrático, el escepticismo enemigo de la ciencia. Y lo hace sometiendo la argumentación sofista contra la posibilidad de un conocimiento válido en sí mismo y de una ciencia rigurosamente racional a una profunda crítica fundamental, en vez de tomarla a la ligera. Al mismo tiempo, emprende la vía positiva de indagar a fondo la posibilidad de un tal conocimiento y una tal ciencia y, guiado por una profunda comprensión de la mayéutica socrática, lo hace como intuitiva aclaración esencial y demostración evidente de sus normas esenciales generales. Finalmente, a la base de esa comprensión esencial, dedica todas sus fuerzas a abrir camino a la verdadera ciencia. Se puede decir que sólo con Platón entran en la conciencia de la humanidad las ideas puras de un auténtico conocimiento, una auténtica teoría y una verdadera ciencia y, abarcándolo todo, de una auténtica filosofía. De la misma manera, él es el primero en reconocerlas y tratarlas como las más importantes desde el punto de vista filosófico, ya que son el tema de la investigación más fundamental. También es Platón el creador del problema filosófico y de la ciencia del método, es decir, del método para la realización

sistemática de la idea suprema contenida en la esencia misma del conocimiento que determina el fin de la “filosofía”. Para él se convierten en correlatos esenciales el verdadero conocimiento, la auténtica verdad (válida en sí, definitivamente determinante) y el ente en sentido auténtico y verdadero (como sustrato idéntico de verdades definitivamente determinantes). La suprema síntesis de todas las verdades válidas en sí mismas obtenibles por medio del conocimiento más auténtico posible constituye necesariamente una unidad teóricamente articulada y que ha de ser puesta en obra metódicamente, la de una ciencia universal. Esta es, según Platón, la filosofía. Su correlato es así la totalidad de todo lo que es verdaderamente, del ente verdadero. Así entra en escena una nueva idea de la filosofía que va a determinar todo el desarrollo posterior. De ahora en adelante no podrá seguir siendo una ciencia cualquiera, el producto ingenuo de un interés dirigido simplemente hacia el conocimiento; tampoco, como antes, meramente una ciencia universal, sino ha de ser, además, una ciencia que pueda justificarse a sí misma de modo absoluto. Tiene que ser una ciencia que, en cada paso y en todo sentido, tienda a ser definitiva y esto en virtud de verdaderas justificaciones que, como absolutas, en todo momento corren a cargo de quien conoce con perfecta intelección (Einsicht) (y de quienes lo acompañan en ese conocer). Con la dialéctica platónica que da comienzo a una nueva época se vislumbra ya que una filosofía en este sentido supremo y genuino sólo es posible a base de investigaciones preparatorias fundamentales de las condiciones de posibilidad de la filosofía. En éstas y como encerrada en un germen vivo, está la idea —muy importante en el futuro— de una fundamentación y estructuración de la filosofía en dos grados, es decir, una filosofía “primera” y una filosofía “segunda”. Como Filosofía Primera va adelante una metodología universal que se justifica a sí misma de modo absoluto, o, formulado teóricamente, una ciencia de la totalidad de los principios puros (apriorísticos) de todos los posibles conocimientos y de la totalidad de las verdades sistemáticamente incluidas en estos, o sea, de las verdades deducibles de ellos a priori. Como se puede ver, así se delimita la unidad constituida por el enlace esencial de todas las verdades

fundamentales, unidad indisoluble de todas las ciencias a priori que puedan llegar a realizarse. En el segundo grado se da la totalidad de las ciencias fácticas “auténticas”, o sea, de las que se “explican” por medio de un método racional. Referidas en sus fundamentaciones justificativas a la filosofía primera, al sistema apriorístico del posible método racional, extraen de su continua utilización una racionalidad general, precisamente aquella específica “explicación” que es capaz de mostrar como justificado definitivamente cada paso metódico a partir de principios a priori (o sea, siempre con la intelección de su necesidad apodíctica). Al mismo tiempo esas ciencias adquieren ellas mismas —en el caso ideal— la unidad de un sistema racional proveniente de la reconocida unidad sistemática de los primeros principios a priori. Ellas son disciplinas de la “filosofía segunda”, cuyo correlato y dominio es la unidad de la realidad fáctica. Pero volviendo de nuevo a Platón mismo tenemos que subrayar que de ninguna manera él quería ser un mero reformador de la ciencia. En última instancia, él siguió siendo siempre socrático también en sus esfuerzos teóricocientíficos, o sea, siguió siendo en el sentido más general un ético pragmático. Así que su investigación teórica encierra una significación más profunda. Para decirlo en pocas palabras, su convicción fundamental —no vista todavía en toda su extensión ni en su completo sentido— era que la fundamentación definitiva, la seguridad, la justificación de toda actividad racional humana se lleva a cabo en las formas y por medio de la razón teórica que juzga predicativamente y que se realiza finalmente a través de la filosofía. El desarrollo del género humano hasta llegar a las alturas de una verdadera y auténtica humanidad presupone el desarrollo de la verdadera ciencia como totalidad fundamentalmente enlazada y enraizada. Ésta es el lugar de donde toda racionalidad extrae sus conocimientos. También los llamados a dirigir la humanidad —los arcontes— aprenden ahí la comprensión para organizar racionalmente la vida comunitaria. En estas intuiciones ya se bosqueja la idea de una nueva cultura, una cultura en la que no sólo como una entre otras formas culturales surge la ciencia y tiende cada vez más conscientemente a su telos de ciencia “auténtica”, sino en la que la ciencia está llamada y tiende siempre más

conscientemente a tomar la función del hegemonikon de toda la vida cultural y, con ello, de toda la cultura en general, en forma semejante a como lo hace en el alma individual el nous con respecto de todas las demás partes del alma. El desarrollo de la humanidad como proceso de cultivo cultural no se lleva a cabo solamente como desarrollo del ser humano individual, sino como desarrollo del “ser humano en grande”. La primera condición de posibilidad del cultivo de una cultura que aspire a ser verdadera y “auténtica” es la creación de una ciencia auténtica. Ella es el medio necesario para elevar toda la restante cultura a cultura auténtica y la mejor manera para lograr que lo sea. Al mismo tiempo, ella es una forma de esa cultura auténtica. Todo lo verdadero y auténtico tiene que poder demostrarse como tal y sólo es posible como producto de la evidencia de la autenticidad del fin. La demostración y el conocimiento definitivos de la autenticidad se realizan como conocimiento judicativo que, como tal, se halla sujeto a normas científicas. Su forma racional más alta es la que obtiene por medio de la justificación esencial, o sea, la filosofía. Pensamientos de este tipo (aquí, claro, desarrollados) fueron prefigurados en sus rasgos esenciales, preparados y además fundamentados en sus formas primitivas por Platón. También en su genio se originó, ciertamente, la tendencia característica de la cultura europea a la racionalidad universal por medio de una ciencia que se da a sí misma una forma racional. Y es sólo como consecuencia de sus efectos ulteriores que esa ciencia toma la forma — que se desarrolla cada vez con más fuerza— de una norma reconocida por la conciencia cultural general y que finalmente (en la época de Ilustración) adquiere también la forma de una idea teleológica que conscientemente dirige el desarrollo de la cultura. Al respecto, fue especialmente innovador el conocimiento de que el ser humano individual tenía que ser visto necesariamente como miembro funcionante dentro de la unidad de la comunidad, lo mismo que su vida individual dentro de la unidad de la vida comunitaria. Además que por eso también la idea de la razón no sólo concierne al individuo sino que es una idea comunitaria, bajo la cual también deben ser juzgadas normativamente la humanidad socialmente unida y las formas históricas de la configuración de la vida social. Como es sabido, Platón denomina la comunidad desde el punto

de vista de su forma de desarrollo normal, o sea, el Estado, el “ser humano en grande”. Obviamente lo guía la apercepción natural que determina inevitablemente y, en general, el pensar y obrar de la vida política pragmática, y que ve los pueblos, las ciudades y los Estados —por analogía con el ser humano individual— como pensantes, sintientes y capaces de actuar y decidir prácticamente. Y en efecto, como toda apercepción originaria tiene ésta en sí misma un derecho originario. Así resulta Platón el fundador de la doctrina de la razón social, de la comunidad humana verdaderamente racional, o sea, de la auténtica vida social en general, en pocas palabras, el fundador de la ética social como ética acabada y verdadera. Para Platón ésta tenía el cuño de su idea esencial de la filosofía en el sentido completo de lo dicho anteriormente. Es decir, si Sócrates había fundamentado la vida racional en el saber justificado por sí mismo, para Platón ese saber viene a ser la filosofía, la ciencia absolutamente justificada. Además en el lugar de la vida individual entra la vida comunitaria, en el lugar del ser humano individual entra el ser humano en grande. Así se convierte la filosofía en el fundamento racional, en la condición esencial de posibilidad de una comunidad auténtica y verdaderamente racional y de una vida verdaderamente racional. Si bien en Platón esto está limitado a la idea de la comunidad del Estado y es pensado como condicionado temporalmente, se puede ampliar fácilmente la extensión universal de su concepción fundamental a una humanidad comunitaria tan amplia como se quiera. De esta manera queda abierto el camino para la idea de una nueva humanidad y de una nueva cultura humana y ello como humanidad y cultura resultantes de la razón filosófica. Cómo se podría perfeccionar esta idea de la pura racionalidad, hasta dónde alcanza su posibilidad práctica, hasta qué punto se la debe reconocer como la norma práctica suprema y se la puede hacer efectiva, son cuestiones que están abiertas todavía. De todas maneras, la concepción platónica fundamental de una filosofía rigurosa como función de una vida comunitaria que ha de ser reformada por ella tiene de facto un efecto constante y creciente. Consciente o inconscientemente ella determina el carácter esencial y el destino del desarrollo cultural europeo. La ciencia se extiende a todos los

ámbitos vitales y hasta donde se ha desarrollado o cree haberlo hecho, pretende ser la suprema autoridad normativa.

CAPÍTULO SEGUNDO LA FUNDAMENTACIÓN DE LA LÓGICA Y LOS LÍMITES DE LA ANALÍTICA APOFÁNTICA FORMAL

Lección 3a.: La lógica tradicional estoico-aristotélica como lógica de la consecuencia o de la no contradicción.

En la lección anterior conocimos la idea platónica de la filosofía. Lo que ahora nos interesa es, ante todo, el desarrollo de la ciencia europea, es decir, cómo y en qué sentido se despliegan los impulsos platónicos. La nueva filosofía proveniente de la dialéctica de Platón, la lógica, la metafísica general (la filosofía primera de Aristóteles), la matemática, las ciencias naturales y humanísticas (como la física, la biología, la psicología, la ética y la política) han sido solamente realizaciones imperfectas de la idea platónica de la filosofía como ciencia que se autojustifica absolutamente. Se puede decir que el radicalismo de la intención platónica de alcanzar la suprema y total racionalidad de todo conocimiento científico se debilitó precisamente debido a que se escalaron estadios previos de racionalidad, tanto en la ampliación sistemática de la lógica a la función profesional de metodología general clarificante del trabajo científico concreto, como en el desempeño mismo de cada una de las disciplinas científicas. Estas se desarrollaron, entonces, bajo constante examen previo y revisión crítica de sus métodos. A este respecto —y especialmente en las esferas del conocimiento matemático preferidas ya desde un principio— alcanzaron pronto una racionalidad que sobrepasó la que podía justificar la lógica elegida como directriz con base en las normas científicamente establecidas. Además, como es natural, los desarrollos de ambas —de la lógica y de las ciencias— corrieron parejos desde un principio. En el modo de proceder frente a la justificación crítica y así a lo fundamental, o sea, a las puras generalidades,

tuvo que imponerse ya en los primeros logros teóricos de la más antigua matemática, en sus conclusiones y demostraciones, un sistema estable de formas ideales y de leyes de conformación. Tuvo que llamar la atención que las elementales y complejas formaciones de juicios resultantes de las actividades judicativas están vinculadas con evidente necesidad a formas fijas, si han de ser verdaderas y han de poder ser comprensibles como correspondientes a estados de cosas. En un espíritu verdaderamente platónico, lograron su forma conceptual ideal —aunque no completamente— las formas puras de los juicios y fueron descubiertas las leyes puramente racionales que en ellas se basan, en las que se expresan las condiciones formales de la posibilidad de verdad del juicio (así como de su falsedad). De esta manera se originaron los fundamentos de una lógica pura, es decir, formal o, como también podemos decir, los fundamentos de una teoría de la ciencia puramente racional, cuyas normas, debido precisamente a su generalidad formal, tienen que tener validez universal. La ciencia en general, toda ciencia concebible, quiere lograr verdades, en su actividad enunciativa quiere producir enunciados que no sean meramente juzgados, sino verificados y siempre verificables como evidentes por los sujetos enunciantes. Es claro, entonces, que las leyes lógicas formales, precisamente como leyes que configuran las formas puras de posibles juicios verdaderos, tienen que tener importancia normativa y validez necesaria para toda posible ciencia. La lógica estoica que continúa la configuración de esa gran obra maestra que es la analítica aristotélica, tiene el gran mérito de haber desarrollado primero y con cierta pureza la idea necesaria de una lógica verdadera y rigurosamente formal. Con su importante doctrina del lektón —que ha sido dejada, sin embargo, de lado y hasta completamente olvidada— sentó las bases para ella. En esta doctrina se concibe por primera vez y con exactitud la idea de la proposición como juicio enunciado en el acto del juzgar (juicio en sentido noemático), y las legalidades silogísticas son referidas a sus puras formas. En lo esencial, ésta, como toda la lógica tradicional, no fue una auténtica lógica de la verdad, sino una simple lógica de la no contradicción, de la consistencia, de la consecuencia. Para decirlo más precisamente, lo que ha

constituido el núcleo de la lógica que, sea como sea, se ha ido transformando, han sido las teorías racionales reproducidas a través de los siglos limitadas a las condiciones formales de la posibilidad de retener consecuentemente, una vez pronunciados, los juicios según su sentido puramente analítico. Y esto, antes de cualquier pregunta por su verdad objetiva o por su posibilidad. Puesto que ésta es una diferenciación extremamente importante en la que “ya” la doctrina del pensar analítico de Kant puso la mira, pero que ni él ni nadie posteriormente llegó a aclarar científicamente como era necesario, quiero hacer aquí un excurso sistemático que espero ha de satisfacer la exigencia de claridad fundamental. Pensemos en que alguien hace juicios, uno tras otro, y los alinea de tal manera que los ya hechos siguen teniendo para él validez intrínseca. No le resultan, entonces, simplemente series de juicios, sino series que permanecen pensadas en la unidad de un conjunto de validez, en la unidad de un juicio general. Una unidad judicativa traspasa todos los juicios individuales. No son juicios que aparecen simplemente uno tras otro en el flujo de la conciencia, sino que, más bien, después de la operación judicativa permanecen bajo el dominio de la mente y así, aunque recogidos uno tras otro, quedan como captados de un golpe. Tienen una unidad que se va constituyendo racionalmente en el transcurso del juzgar y que une el sentido de un juicio con el de otro. Es la unidad de un juicio compuesto, integral, fundado en los juicios individuales y que a todos ellos les confiere lo unificante de una validez intrínseca común. De este modo, los múltiples enunciados de un tratado y, a su manera, toda teoría y toda ciencia completa, tienen esa unidad que engloba la totalidad de los juicios enunciados. Es obvio que dentro de cada una de estas unidades judicativas generales los juicios pueden estar en especiales relaciones unos con otros o entrar en ellas posteriormente. Pueden constituir unidades judicativas de un tipo especial, como las de consecuencia e inconsecuencia. Así, toda conclusión es una unidad judicativa de consecuencia. No es que en el concluir el así llamado juicio concluido venga simplemente después de los juicios que constituyen las premisas. No se hacen simplemente juicios consecutivos, sino que de los juicios de las premisas se deriva el juicio final. Se “concluye” lo que en ellos ya estaba incluido —y precisamente por medio de un juicio. Lo

que en ellos ya estaba “prejuzgado” es ahora verdadera y explícitamente juzgado. Por ejemplo, si pronunciamos el juicio: toda A es B y a la vez decimos: toda B es C, puede ser que “luego” y como obviamente incluido dentro del mismo juicio concluyamos: toda A es C. Así, la conclusión final no es un juicio en sí, sino un juicio producido por las premisas. Mientras nuestra opinión (Meinung) siga siendo la expresada en estas premisas, mientras sigan siendo válidas para nosotros, no podemos sólo seguir juzgando simplemente que toda A es C, sino vemos que este juicio es siempre producible por estas premisas, o sea, que en cierta manera “yace en” ellas como “prejuzgado”. A veces, al juzgar pasamos de unas premisas a un nuevo juicio creyendo que yace en ellas. Pero si examinamos más precisamente los juicios de las premisas que ya hemos hecho y luego ese nuevo juicio, si nos aclaramos lo que hemos querido juzgar, vemos que el juicio final no estaba en verdad incluido en ellas. Pero en otros casos, y así en todo concluir que procede intelectivamente (einsichtig), podemos ver que la conclusión final es realmente una conclusión final de esas premisas, determinada realmente como debiendo ser incluida por el acto judicativo de ellas. Reconocemos entonces que el estar incluido es un modo de ser relativo que corresponde realmente al juicio final como enunciado idéntico en relación con los juicios de las premisas como tales, lo mismo que, viceversa, éstos —como juicios idénticos— tienen la particularidad que por su sentido en sí les corresponde llevar implícito este juicio final. Reconocemos igualmente que éstos son juicios que inician una transición evidente y siempre posible que puede realizarse en juicios actuales y de la que el juicio final emerge evidentemente en su carácter de consecuencia. El carácter opuesto a la consecuencia concluyente que forma parte auténticamente del juzgar como tal, es la inconsecuencia o contradicción. Si, por ejemplo, hemos juzgado que toda A es B, puede suceder que, mientras estamos todavía convencidos de eso, juzguemos —porque nos lo muestra una experiencia especial— que esta A aquí no es B. Pero en el momento en que la mirada retorna al primer juicio y aclara su sentido, reconocemos que el nuevo juicio contradice al primero, lo mismo que el primero al último. Si debido a la experiencia tenemos que mantenernos en el nuevo juicio, muy pronto sucede

que frente al estado de cosas abandonamos el juicio primero y lo cambiamos por el negativo: no toda A es B. Finalmente tenemos que mencionar todavía otra relación que se da al mismo tiempo con las dos relaciones del estar incluido y estar excluido o de la inclusión y la exclusión. Con dos proposiciones —A y B— puede suceder que no estén ni en una relación de inclusión ni en una de exclusión, como por ejemplo las proposiciones: U es X y Y es Z. En este caso tienen la relación de compatibilidad que se llama no contradicción. Reconocemos en seguida que estos no son incidentes empíricos fortuitos de nuestra vida judicativa, sino que aquí se trata de leyes esenciales, de legitimidades generales puramente ideales y universalmente evidentes, de leyes puras que se refieren a consecuencia, inconsecuencia y no contradicción y que para estas leyes son determinantes exclusivamente las formas puras de juicios. Así, por ejemplo, en lo dicho con respecto a la inconsecuencia reconocemos inmediatamente la ley: si B contradice a A, está “excluida” por A, y si A se pone, la postura de B es abolida. Siguiendo tales leyes reconocemos que la consecuencia y la contradicción del juicio, el estar incluido, excluido y la compatibilidad son relaciones judicativas que están vinculadas entre sí por medio de leyes ideales interdependientes. Además, visto más de cerca, se pueden distinguir consecuencias mediatas e inmediatas y contradicciones y al tener en cuenta todo esto llegamos, siguiendo sistemáticamente las diferentes formas de juicios y formas de posibles combinaciones de premisas, a una legitimidad pluriforme que se convierte en la unidad de una teoría sistemática coherente. Pero ahora es importante tener en cuenta lo siguiente: La pura consecuencia de los juicios y la contradicción como inconsecuencia, lo mismo que la compatibilidad, se refieren a los juicios como puros juicios y sin preguntar luego si también son posiblemente verdaderos o falsos. Tenemos que distinguir claramente aquí dos cosas: 1) La intelección clara de los juicios en el sentido de la verificación por medio de la cual uno se convence de que son verdaderos o no, retornando a las “cosas mismas”; lo mismo que el examen aclaratorio de los juicios modales para hacer evidente su posibilidad, su posible verdad o falsedad y eventualmente su posibilidad o imposibilidad (absurdidad) apriorísticas.

2) Algo completamente diferente es el simple “aclararse analíticamente” los juicios prestando atención a lo puramente juzgado: lo que en ellos se incluye como consecuencia —las proposiciones de consecuencia— o lo que a través de ellos se excluye como contradicción. Hablo de sentido analítico del juicio (de la pura unidad significativa) de la proposición enunciativa y entiendo con ello el concepto que se puede formar a partir de cada juicio o de cada enunciado y que se puede identificar en la repetición siempre como evidente y cuya formación es completamente indiferente a que se recurra o no, por medio de la intuición aclaradora o verificadora, a la esfera de los hechos juzgados. Separamos así, como también podemos decir, el “puro juicio” (la pura unidad significativa) de su posibilidad fáctica correspondiente o hasta de su verdad —los otros conceptos denominados por la equívoca expresión “sentido”. Toda la silogística tradicional, es decir, casi toda la lógica formal tradicional según su contenido apriorístico esencial, formula en realidad sólo leyes acerca de las condiciones del mantenimiento de la no contradicción, o sea, leyes para evidenciar y mantener correctamente la consecuencia y para excluir inconsecuencias. Según esto, en la disciplina formal de las condiciones esenciales de la no contradicción y del pensar perfectamente consecuente, que aquí hay que delimitar con nitidez, no entran, en realidad, el concepto de verdad ni los conceptos de posibilidad, imposibilidad y necesidad. La legalidad racional de la consecuencia se hace visible en tanto que se tienen en cuenta los juicios como puras significaciones enunciativas y se aclaran completamente sus puras formas. Pero aquí queda fuera de consideración cómo los juicios pueden llegar a ser correspondientes a los hechos, cómo se puede decidir sobre la verdad y la falsedad, la posibilidad y la imposibilidad fácticas. Claro está que la verdad y los modos de la verdad, por un lado, y la pura inclusión, exclusión y coexistencia de los juicios, por otro, no carecen de conexiones íntimas. Estas resultan de que, por ejemplo, ningún juicio y tampoco ningún sistema de juicios sintéticamente unitario —que a la vez representa un juicio—, es decir, ninguna teoría en la cual se puede demostrar que hay una contradicción, puede ser verdadera.

Toda contradicción es falsa. Entendemos por contradicción simplemente un juicio compuesto de juicios entre los cuales al menos uno excluye a otro, lo contradice. Pero podemos también formular la siguiente ley: si B contradice a A y A es verdadero, B es falso, y si B es verdadero, A es falso. Las leyes correspondientes son válidas cuando, en vez de verdad, tomamos posibilidad y necesidad o sus contrarios. Además tenemos leyes semejantes para la relación de la consecuencia, de la pura inclusión del juicio; sobre todo la ley básica: cuando la oración incluyente es verdadera (posible), la oración incluida es verdadera (posible) y cuando la oración incluida es falsa (imposible), es falsa la oración incluyente y todas sus premisas. Todas estas leyes de enlace deben ser establecidas cuidadosamente y como principios propios, separados de las puras proposiciones de consecuencia. También en la formación de conceptos deben ser separadas las diferentes esferas de conceptos de validez correspondientes. En la lógica de la consecuencia, la ley: si la proposición final no vale, tampoco valen la premisas, quiere decir: el abandono del juicio concluido condiciona el abandono del concluyente. Esto tiene que ver con la otra ley de que toda relación de conclusión es reversible; la negación de la proposición final tiene como consecuencia la negación de las premisas. Pero en la lógica de la verdad no se trata de aquel valer o no valer que hace que un juicio posible sea un juicio o que le niega el ser establecido como juicio en tanto que ya juzgado, sino de la validez como verdad y como verdad de sus derivados. Ahora bien, con relación a tales grupos de leyes de enlace formales y generales se hace evidente, por supuesto, una lógica formal de la pura consecuencia y no contradicción como un valioso estadio previo de la lógica de la verdad, pero sólo como estadio previo. Sin embargo, el auténtico interés cognoscitivo se dirige a posibilitar juicios verdaderos y verdaderos sin excepción y, sobre todo, a posibilitar un conocimiento universal, o sea, la creación de un sistema de verdad universal y absolutamente justificada, de una filosofía en el sentido platónico. Por eso, más allá de una lógica de la consecuencia, sin duda eminentemente racional y determinada por puras leyes esenciales, sería necesaria una metodología puramente racional para lograr la verdad. Desde ese punto de vista no se ha ido muy lejos, ni siquiera con respecto al problema más general y en efecto muy difícil de abordar, de

posibilitar una verdad en general —sin tener en cuenta, por lo pronto, problemas de más alcance, como el de posibilitar una verdadera ciencia y hasta una filosofía.

Lección 4a.: Digresión: La lógica universal de la consecuencia como matemática analítica, el tratamiento correlativo de la ontología formal y el problema de una “lógica de la verdad”.

En la lección anterior nos ocupamos de las teorías racionales de la lógica formal que, concebidas por Aristóteles bajo el nombre de Analítica y ampliadas y depuradas posteriormente, han constituido, por así decirlo, la reserva permanente de la lógica tradicional. En su esencia, esa lógica ha sido una sistemática racional de la legalidad esencial que rige la consecuencia, la inconsecuencia y la no contradicción. He intentado explicar —lo que la tradición misma, por supuesto, no ha visto— que así ella ha acotado su terreno como una disciplina específica que, tomada en su puro sentido, no incluye todavía en su reserva teórica el concepto de verdad ni tampoco sus diferentes derivados y modalidades. Derivados de la verdad son conceptos como el de posibilidad (posible verdad) necesidad, probabilidad, etc., con sus negaciones. La distinción que hemos establecido entre una lógica de la consecuencia y una lógica de la verdad se ha basado, para volver a repetirlo, en que los juicios, en tanto que puro sentido judicativo (proposiciones) —o, como también se puede decir en la esfera del juzgar enunciativo, las significaciones idénticas de proposiciones enunciativas— se comprenden como evidentes por medio de la “pura explicación”. Como lo mostramos, esta evidencia precede a toda pregunta por la verdad posible o real o, lo que equivale, es independiente de si el juicio, con respecto al estado de cosas correspondiente, es un juicio intuitivo y si entonces su intención (Meinung) se cumple más o menos en la plenitud de la intuición o no. La esencia de esta evidencia de la pura explicación está en que para tenerla no se requiere, de ningún modo, verificar la verdad y ni siquiera la

posible verdad de los respectivos significados enunciativos, es decir, no hay que pasar a la demostración ilustrativa o verificadora de ese significado enunciativo (de lo que se quiere decir por medio del juicio). Esto sería un hacer evidente completamente distinto por su modo y dirección. Para hacer una diferenciación terminológica, podemos contraponer el término explicación analítica que pone de manifiesto el sentido “analítico” idéntico de la enunciación, por ejemplo, en el enunciado “2 es más pequeño que 3”, a la explicación o verificación objetiva y de la posibilidad o verdad que en ella se presenta. Aquí se expresa un concepto de sentido completamente diferente. Especialmente en el discurso negativo se dice, por ejemplo, “2 es más grande que 3” es algo que “no tiene sentido”, o sea, tiene, naturalmente, un sentido analítico, es una proposición completamente clara de acuerdo a lo mentado por el enunciado judicativo. Pero el sentido objetivo, la posibilidad y la verdad, faltan aquí, como se hace evidente en la aclaración, en la demostración ilustrativa del “2”, “3” y “más grande”. Para a evidencia dirigida al sentido analítico, la de la aclaración analítica, podríamos decir también que basta un juicio puramente simbólico, puramente verbal, que no prueba nada acerca de la necesidad, la probabilidad de la validez, ni de lo contrario. Ahora bien, con respecto a esta distinción se dijo que toda la silogística, comprendida en su pureza, es “analítica” —si queremos usar el término aristotélico. Ella se refiere a los significados enunciativos puros e idealmente idénticos, o sea, a los juicios como lo estable de la aclaración analítica. Y esto precisamente porque relaciones del tipo de la consecuencia e inconsecuencia, del estar incluido y excluido conciernen, de la misma manera, en el modo de la no contradicción del ser compatible analíticamente, sólo a estos juicios como puro concepto, como puro sentido del juicio. Pero la lógica tradicional no ha querido ser simplemente una lógica de la consecuencia analítica y de la no contradicción. Ella siempre ha hablado de verdad y sus derivados —y esto no sólo como aditamento en relación con la consecuencia, sino ha querido ser el método de la verdad. Obviamente lo primero no pudo ni siquiera quererlo porque no disponía teóricamente de la doble evidencia que incluye el juzgar —de la que acabamos de hablar— y por eso tampoco de los diferentes conceptos de sentido del juicio

correspondientes. Por consiguiente, no le dio a la consecuencia, haciendo la necesaria distinción metodológica, lo que le pertenece. Tampoco, separándolas, les dio a la verdad y sus modalidades lo que específicamente les corresponde, o sea, lo que a partir de la evidencia de la adecuación al objeto puede ser enunciado acerca de los juicios en forma de leyes a priori de validez formal general. Por eso, la lógica histórica adolece de una gran imperfección en su proceder metódico, precisamente ella que, como metodología universal y fundamental de todo conocimiento, debía satisfacer en su propio proceder las más altas exigencias metódicas. Por haber mantenido ambigüedades e insuficiencias con respecto a sí misma, sus normas metódicas para todo el conocimiento en general se mantuvieron parcialmente insuficientes y ambiguas. En efecto, fuera de lo mencionado, la lógica no llegó muy lejos. Como veremos, permaneció deficiente aún en la única dimensión fundamental en que se desarrolló teóricamente y en la que se puede constatar el defecto importante de una limitación inaceptable. La lógica tradicional no fue capaz de satisfacer teóricamente la correlación entre el juicio predicativo determinativo y el sustrato del juicio y, en consecuencia, tampoco la correlación entre verdad predicativa y ser objetivo verdadero. El sentido de toda enunciación predicativa se refiere (en sí mismo) a algún objeto del que enuncia algo, acerca del cual pronuncia un juicio y del que determina esto o lo otro. Las teorías formales referentes a la consecuencia y a la verdad de los juicios predicativos en general exigen correlativamente también teorías formales sobre los objetos nominales de posibles juicios, como pensables en pura consecuencia o no contradicción, es decir, como posible posición judicativa; además, también teorías sobre objetos no sólo pensables en su consistencia, sino que existen como verdad posible. Explicado más en detalle: se puede preguntar por lo que a priori y en una generalidad formal vale con respecto a objetos. En generalidad formal significa: con respecto a todos los objetos concebibles en general y puramente como concebibles, es decir, sólo con respecto a su sentido objetivo como puede presentarse en el posible sentido del juicio (en la proposición en sentido lógico) en cuanto sustrato de las propiedades y relativa constitución,

etc., que le son atribuidas (absoluta o hipotética o condicionalmente, con certeza, verosimilitud, probabilidad, etc.). Todo juicio es un juicio sobre esto y aquello y el sustrato correspondiente pertenece, como momento de sentido, como sentido objetivo, al conjunto de la unidad de sentido que aquí se llama juicio. Tal sentido objetivo es lo que la matemática analítica denomina objeto de pensamiento (en la teoría de los conjuntos, en la aritmética, en la teoría de las multiplicidades). Más precisamente, aquí no se trata sólo de la pregunta por los posibles enlaces sintéticos de posibles juicios que están unidos por sustratos idénticos (vistos como idénticos) según su sentido, sino de los enlaces sintéticos en los que son concebidos los juicios como enlazados consistentemente, o sea, correlativamente son determinados los objetos idénticos por determinaciones no contradictorias. Si se piensa el sentido objetivo en generalidad formal como sustrato de sentido de juicios cuya forma de sentido es cualquiera o ha sido elegida entre ciertas formas posibles y abstractamente construibles a priori, viene la pregunta por los sistemas de formas apriorísticos en los que es posible poner consistentemente los mismos sustratos y las formas de determinación consistentes que toman en estos. Toda forma de determinación consistente es, a la vez, una ley para objetos en general, y esto como determinable sin contradicción en tal forma. El establecimiento sistemático de sistemas consistentes inmediatamente evidentes de modos de determinación de posibles objetos en general y la deducción analítica constructiva de todas las formas de determinación incluidas en ellos en el modo de la consecuencia es la tarea de la teoría de las multiplicidades. La teoría de “algo” o de “algo en general”, o sea, de los objetos en general como sustratos de sentido predicativo posible que han de poder ser objetos de juicios consistentes en una predicación continua, es la ontología formal. Esta es sólo una manera correlativa de considerar la teoría de los juicios consistentes en general y de las formas en las cuales se enlazan para formar sistemas de juicios consecuentemente consistentes. Una lógica apofántica concebida como plenamente comprensiva es, por sí misma, una ontología formal y, viceversa, una ontología formal completamente desarrollada es, por sí misma, una apofántica formal. Los conceptos categoriales, es decir, las posibles formas de determinación a priori en las que se determinan objetos de pensamiento en posibles juicios

realizables consistentemente, se diferencian de los conceptos por los que los juicios mismos se determinan; de esta manera, las categorías ontológicas se oponen a las categorías apofánticas. Pero, por otra parte, una “proposición” o un “juicio” —podemos decir también un “estado de cosas del pensar” o un estado de cosas “pensado” como tales ella misma/él mismo una categoría ontológica en tanto que cada uno de ellos posibilita formas de juicios en las que funciona como sustrato determinativo. Investigar todas las formas posibles de construcciones por medio de las cuales objetos de pensamiento originan objetos de pensamiento y las determinaciones que para ellas resultan, es naturalmente también tarea de una ontología formal. Ella se ocupa de todas las formas posibles de juicios en las cuales, por otra parte, tienen que encontrarse todas las posibles determinaciones de objetos de pensamiento. Pero, esto basta. Se ve que aquí correlaciones inseparables unen el objeto y el juicio (o los “objetos” y los “estados de cosas” —ambos enfocados ahora como puros sentidos posicionales, como puras “entidades pensadas”)— y que es una única ciencia a priori la que, referida a sí misma, trata de los objetos y los estados de cosas, dirigiéndose ya sea especialmente a las formas de los estados de cosas o de los juicios y a sus leyes de consecuencia, ya sea a los sustratos de los objetos y a su consecuente determinación. Todos los conceptos que aquí aparecen, las categorías lógico-analíticas, son conceptos extraídos puramente del “sentido”. Lo mismo que, con respecto a proposiciones, sólo se habla de consistencia y no de verdad, con respecto a objetos, sólo se habla de la posibilidad de ser pensados sin contradicción y no de su posibilidad objetiva o de su realidad. Así que, la ontología formal o la apofántica formal, cada una tomada verdaderamente en su completa extensión, es una analítica. Con cuánta imperfección metódica procedió la lógica tradicional, qué lejos se quedó de la idea de una lógica formal universal —que, en verdad, sólo con Leibniz comenzó a penetrar insuficientemente bajo el nombre de mathesis univeralis— y de la ontología formal incluida en ella, se infiere del hecho de que entre las disciplinas científicas especiales que se enfrentaron a la lógica, se presentaron también algunas —por cierto, disciplinas matemáticas— que, como la aritmética, caen enteramente bajo la idea de la

ontología formal como importantes pero pequeños sectores de ésta. Así que lo que en la conciencia histórica de la humanidad científica aparece como distante bajo los títulos de lógica y aritmética, y tan distante como la lógica y la física o la lógica y la política, tendría que estar, en verdad, íntimamente unido. La aritmética y la lógica apofántica (por ejemplo, la silogística) caen ambas, como disciplinas filiales, bajo la idea de la lógica y de una lógica ya entendida como puramente analítica. Por otra parte, lo que en la conciencia histórica ha estado íntimamente unido, como la aritmética y la geometría, tendría que ser separado. La geometría requiere la intuición espacial, sus conceptos deben apoyarse en una esfera objetiva, en la espacialidad. En la aritmética, por el contrario, las modalidades de “algo” en general, como el conjunto y la cantidad, se expresan en conceptos y, por principio, la evidencia necesaria es del mismo tipo de la que se puede obtener en los conceptos lógico-apofánticos de la consecuencia del juicio. Viéndolo bien, toda la aritmética y así toda la matemática analítica es, en efecto, una analítica con otra orientación, una lógica de la consecuencia con otra orientación, es decir, en vez de dirigirse a posiciones predicativas, a juicios, está referida, más bien, a la posición de “objetos de pensamiento”. Pero de esto no puedo seguir ocupándome aquí, así que tengo que contentarme con estas simples alusiones. Las citadas insuficiencias de la lógica tradicional están íntimamente relacionadas con ciertas insuficiencias metodológicas muy radicales de que adolecieron el tratamiento de la idea de la verdad y del ser verdadero, lo mismo que las demás ideas de las variaciones modales relacionadas esencialmente con éstas. Si la lógica, consecuente con las grandes intenciones de la dialéctica platónica, quería ser, en verdad, una metodología universal y radical para alcanzar la verdad, no podía dirigir su investigación sólo al plano citado de correlación entre verdad y ser verdadero, sino tenía que tematizar también la otra correlación, correlativa, a su vez, de la anterior. El juicio es lo juzgado en la actividad judicativa, y esta actividad es vida subjetiva. El juzgar originariamente verdadero es el que se comprueba en la intelección, y la objetividad verdaderamente existente, es la que se da al sujeto que la experimenta en la vivencia misma de la experiencia o de algún otro modo de intuir o comprender y se determina en el juzgar intelectivo. El juzgar objetivamente verdadero “es” el que necesariamente se comprueba o

puede comprobarse para todo el mundo en la intelección, etc. Es necesaria una investigación del juicio y de la verdad, una investigación del objeto y de la realidad, no sólo con respecto al juicio como sentido idéntico del enunciado y con respecto al objeto como sentido idéntico del sustrato, sino también con respecto a lo subjetivo del juzgar, del inteligir, del verificar intersubjetiva y definitivo, del poner y experimentar el objeto y aquí especialmente con respecto a los modos subjetivos en que todo eso se da — en la vivencia cognitiva, en la conciencia como objeto mismo mentado y verdadero, como juicio en tanto que proposición y verdad. A partir de las investigaciones pioneras y admirables de Aristóteles en el Organon, la investigación lógica continuó principalmente en la dimensión que marcan los conceptos de proposición, proposición verdadera, objeto, objeto realmente existente. Y efectivamente, esa fue una continuación muy natural después de un período de reflexión subjetiva. Quien, como científico, tiene que defenderse contra un escepticismo universal —y la defensa contra el escepticismo fue el motivo histórico que obligó al pensar griego al desarrollo de una metodología fundamental— y así comienza a preguntarse radicalmente de qué manera se puede alcanzar la verdad y el ser verdadero en la actividad cognoscitiva, se dirige, en primer lugar, a los presuntos contenidos de los logros científicos, a las proposiciones y teorías, pero luego es llevado, sin remedio, a las reflexiones orientadas subjetivamente que tienen como fin el lado del conocimiento. Entonces se le hacen claras las diferencias entre la evidencia y la ciega opinión, entre el juzgar consistente y el contradictorio, etc. De esto resulta un primer modo de justificación del conocimiento que abre paso a la primera fundamentación de la ciencia.

CAPÍTULO TERCERO LAS PRIMERAS REFLEXIONES SOBRE LA SUBJETIVIDAD COGNOSCITIVA MOTIVADAS POR EL ESCEPTICISMO DE LOS SOFISTAS

Lección 5a.: El descubrimiento del conocimiento eidético y los orígenes griegos de las ciencias filosóficas, racionales.

Al final de la lección anterior empecé a hablar de que, si bien las investigaciones de la dialéctica platónica —esas radicales reflexiones metodológicas— se tradujeron pronto en una lógica, o sea, en una metodología científica, esa lógica, a causa de su unilateralidad no llegó a realizar la idea que intentaba: una metodología plenamente satisfactoria y la filosofía que a través de ésta debía lograrse, una filosofía en el sentido platónico. He calificado de unilateral el hecho de que esa lógica nunca llegara a la teorización científica del nivel temático constituido por la correlación entre verdad y ser verdadero y, más generalmente, entre juicio (significado de la proposición) y objeto del juicio. Hice alusión, también, a otra correlación que refiere esas unidades ideales a la subjetividad cognoscente, o sea, señalé que lo idéntico que llamamos enunciado y verdad en los múltiples modos del juicio, está dado en las maneras subjetivas del cómo de la vivencia subjetiva, lo mismo que es objeto del juicio en diferentes maneras, de acuerdo a como es conocido o consciente de manera clara o no clara. Transladémonos a la motivación del comienzo, a la motivación histórica que determina la reacción socrático-platónica y con ello inicia el desarrollo de la idea de una filosofía en un nuevo sentido y de una metodología a su servicio. Quien, como científico, se encuentra frente a la realidad del escepticismo que niega la posibilidad de cualquier conocimiento objetivo bajo el nombre de “ciencia” o filosofía, dirigirá su atención inicialmente a los contenidos de la filosofía de

su época o de la tradicional, o sea, a sus tesis y teorías. Pero pronto se verá forzado a la reflexión subjetiva que toca el lado cognoscitivo de ese teorema, el cómo de su originarse subjetivo. Primero, se hará claro que juzgar en general, es decir, enunciar proposiciones judicativas no es todavía un juzgar racional, un conocer en el sentido auténtico, aunque se lo haga con la más viva convicción. Hará una contraposición entre el juzgar con evidencia que percibe las cosas mismas y los estados de cosas determinándolos en ese percibir evidente y el “opinar” (Meinen) vago y alejado de las cosas. Se dirá que ese simple opinar (bloßes Meinen) tiene que demostrar, en primer lugar, su valor de verdad, lo que sólo será posible al adaptarlo a la intuición correspondiente que pone ante los ojos las cosas mismas; no una intuición cualquiera sino una intuición especial, en suma, una puesta en evidencia, etc. Con el mismo propósito reflexionará también sobre el valor de la intuición que presenta la cosa misma o que, eventualmente, sólo lo pretende, como es el caso, por ejemplo, de la experiencia externa. Se dará cuenta, quizás, de que si bien la experiencia externa se da subjetivamente como el percibir y aprehender del objeto mismo de la experiencia, el sujeto que experimenta obtiene siempre sólo un ser de contornos difusos y nunca el ser definitivo mismo y que lo que cada vez tiene en la mano sigue teniendo el defecto de no ser sino una “simple opinión” (bloßer Meinung), que nunca llega a la verdadera plenitud del ser mismo aunque con ahínco continúe procurándose experiencias complementarias. Comprenderá que, por eso, la experiencia externa no es nunca una conciencia que pueda satisfacer su pretensión de tener ella misma, de comprender ella misma el objeto mismo. Ahora bien, la ciencia no se dirige a la verdad en general, en el sentido corriente y laxo del término, sino a la verdad objetiva. ¿Qué más está incluido en este propósito de alcanzar la objetividad? Tales fueron, pues, las reflexiones a que obligó la sofística como escepticismo universal que negaba cualquier posibilidad del conocimiento de la verdad objetiva en general y del ser verdadero en general. El propósito de esa reflexión era la justificación o, más bien, una toma de conciencia general, crítica y reflexiva, de lo experimentado en el conocimiento mismo, en los muy diferentes modos del representar y del juzgar, de lo intuitivo y no intuitivo; una reflexión sobre las razones para hablar de un conocimiento

perfecto o auténtico diferenciándolo de un conocimiento imperfecto y — colocándolo por encima de todo— de un conocimiento científico objetivo; finalmente, sobre lo que debía dar un sentido posible a todos los conceptos normativos. Pero, si bien este tipo de reflexiones sobre el conocimiento, orientadas a los modos subjetivos del darse de lo mentado (Gemeinten) en la experiencia y en el juicio, se encontraban en la vanguardia del desarrollo, esto no significa que se hubiera llegado muy pronto a una elaboración teórica amplia y lograda de la esfera, aquí abierta, de los modos subjetivos del conocimiento y, así, de la subjetividad cognoscente en general y como tal. Pasaron milenios antes de que se pudiera elaborar un método apropiado a las investigaciones que en esta dirección subjetiva eran necesarias para la autojustificación crítica del conocimiento y para que se pudiera llegar al desarrollo de una metodología del conocimiento radical y auténtica. No que las primeras reflexiones críticas sobre el conocimiento, ni las incansables y profundas investigaciones preliminares de Platón, ni tampoco las reflexiones sobre el conocimiento que sus grandes seguidores nunca abandonaron hubieran quedado sin efecto científico; al contrario. Decimos solamente que lo que faltó fue su necesaria conversión en una teoría verdaderamente racional de la esencia del conocimiento desde el punto de vista subjetivo, y que, en vez de ello, se llegó con más o menos rapidez al desarrollo de ciencias especiales cuya perfección relativamente satisfactoria no contribuyó de ninguna manera a disminuir esa falta. Muy pronto vamos a comprender la importancia de esto. Veamos ante todo algunos detalles explicativos. Las primeras reflexiones profundas sobre el modo subjetivo del conocimiento auténtico trajeron consigo, como su primer y mayor éxito, el descubrimiento del conocimiento eidético como conocimiento de la verdad apodíctica. Hay una producción originariamente evidente —también perfecta— de conceptos esenciales puros y en ellos se basan leyes esenciales, leyes comprensibles con universalidad y necesidad apodícticas. Este descubrimiento se tradujo pronto en la purificación y perfeccionamiento básico de la matemática ya existente, en su transformación en una matemática pura concebida como pura ciencia eidética.

Tengamos en cuenta aquí que con fundadas razones se ha seguido la historia de las ciencias rigurosas y principalmente la de las ciencias exactas en la acepción más estricta del término, hasta bien atrás de la época platónica, pero que a sus formas preplatónicas sólo puede concedérseles el valor de primitivas formas científicas. Así que sólo gracias al trabajo preliminar de orden metodológico y subjetivo efectuado por la dialéctica platónica adquiere, sobre todo la matemática su específico carácter científico. Sólo así ésta deviene geometría pura y aritmética pura que tienen que ver con formas espaciales y numéricas idealmente posibles, concebidas en una relación normativa con ideas límites que han de ser descubiertas intuitivamente y a las cuales todas esas posibilidades (formas posibles) se aproximan. A esos puros ideales de aproximación (unidades “puras”, rectas “puras”, etc.) se refieren luego conceptos y leyes esenciales inmediatos que, a su turno, soportan, a título de “axiomas”, todo el edificio de la deducción pura. El primer sistematizador clásico de la matemática pura, Euclides, fue, como se sabe, un platónico. Apoyado en grandes precursores como Eudoxo, realiza, en los Elementos, el primer esbozo elaborado de una ciencia puramente racional según el ideal de la escuela platónica. Tendríamos que precisar, sin embargo, que la geometría fue la primera ciencia concebida y lograda fuera de la metodología general, según ese ideal de la racionalidad fundamentado por esa metodología. Fue la primera ciencia que forjó sus conceptos fundamentales en una pura intuición eidética y estableció leyes ideales, leyes esenciales, leyes que son evidentes con evidencia apodíctica, o sea, como necesidades de validez absoluta. Es la primera ciencia que se fundamenta sobre leyes esenciales inmediatas ordenadas sistemáticamente y, edificándose sistemáticamente en las formas de la pura consecuencia, descubre todas las leyes esenciales mediatas ahí implicadas, y que luego explica racionalmente todo lo particular y las facticidades que se pueden poner al descubierto en la aplicación de esas leyes a partir de ese conjunto de legalidades puramente racionales, poniéndolas en evidencia como necesidades apriorísticas. Pero, por otra parte, hay que poner de relieve que el ideal de la racionalidad resultante de las investigaciones críticas preliminares sobre el conocimiento se proporciona él mismo, dentro de la metodología, una consecuencia sistemática y esto al mismo tiempo con la conversión de la

matemática en una matemática puramente racional. Me refiero aquí naturalmente a la Analítica —fundada ya por Aristóteles, el discípulo directo de Platón— que a pesar de toda la imperfección de su desarrollo posterior como lógica formal de las proposiciones, de las verdades y del ser verdadero, desarrolla, desde el principio, los elementos básicos de una disciplina racional en el mismo sentido y además demuestra, desde el punto de vista del método, en forma sistemática y avanzando deductivamente, las leyes esenciales de la consecuencia y la verdad, con el fin de establecer normas racionales para el juzgar particular y fáctico, según sus supuestas verdades y posibilidades y sus supuestas consecuencias e inconsecuencias. La metodología general del conocimiento comienza, entonces, como una investigación preliminar que, en reflexiones generales, examina a fondo la discutida posibilidad de un auténtico conocimiento, logrando así un primer ideal de racionalidad. Luego, realizando este ideal dentro de su propio ámbito metodológico en una cierta dirección, comienza a configurarse a sí misma en esa dirección —o sea, en la dimensión circunscrita por las ideas de juicio, objeto juzgado, verdad, ser verdadero— como metodología racional. De este modo, a partir de una motivación inmanente producida por ella misma, se inaugura un desarrollo en el que ella comienza a configurarse a sí misma como una disciplina científica puramente racional, puramente racional de acuerdo con la idea esbozada antes por ella misma. Lo mismo sucede con la aritmética y la geometría que, de acuerdo con la misma idea, son proyectadas, fuera de la metodología, como ciencias racionales y auténticas y con otras ciencias, a continuación. Aquí hay que mencionar la ciencia natural racionalmente explicativa que ya en la Antigüedad, desde sus primeros y más primitivos comienzos —los comienzos de la física y la astronomía— tendía a conformarse. Claro que esta ciencia natural no podía convertirse ella misma en una ciencia puramente racional, pero, no obstante, tenía ya (bastante tiempo sin reconocer) la nueva forma de una explicación racional de los hechos, en tanto que, utilizando la matemática pura como instrumento metódico, proporcionó al conocimiento empírico participación en la necesidad esencial (prinzipiell). Las ciencias racionales fundadas de esta manera, tanto dentro como fuera del marco de la metodología, fueron ciencias de un tipo histórico

completamente nuevo. Ellas encarnan un ideal metodológico preformado (completamente determinante, claro está, sólo en su realización) que constituye para todo el porvenir y todavía hoy el concepto de ciencia auténtica. Pero por grandes que fueran sus logros y por más que, ante todo, la matemática pura haya representado originariamente, por así decirlo, la idea de una ciencia auténtica para la conciencia general y durante milenios haya sido el modelo altamente apreciado para las ciencias nuevas que se fundaban, ellas y todas las ciencias posteriores fueron sólo “ciencias particulares” o, mejor, fueron sólo ciencias dogmáticas que, con fundada razón, tenemos que confrontar con las ciencias filosóficas. ¿Qué significa esta contraposición entre ciencias dogmáticas y ciencias filosóficas? El análisis precedente nos proporciona un hilo conductor para barruntar al menos en toda racionalidad dogmática un desiderátum necesario pero todavía no satisfecho. Mientras mantengamos la idea platónica de la filosofía como la idea que constituye la meta del conocimiento, ciencias filosóficas sólo pueden ser para nosotros ciencias fundadas en una absoluta justificación, o sea, ciencias capaces de defender su conocimiento bajo todo punto de vista. Dicho de otra manera, sólo pueden ser ciencias en las que el científico puede justificar completamente toda construcción cognoscitiva en cualquier respecto, de modo que ninguna cuestión pertinente a su legitimidad queda sin responder, ninguna particularidad del conocimiento relevante para tal cuestión queda sin tener en cuenta, ya sea que se refiera al sentido analítico de los enunciados, a los correspondientes contenidos intuitivos o a los diferentes modos subjetivos en los que el conocer se realiza y en los únicos en que puede aparecer lo enunciado y conocido. Qué ha pasado, en las nuevas ciencias que han ido apareciendo, con esta racionalidad que proporciona una justificación bajo todo punto de vista, es el asunto que vamos a tratar a continuación.

Lección 6a.: La exigencia de una teoría del conocimiento implícita en la idea platónica de la dialéctica.

Terminamos la última lección con la pregunta por lo que pasa con la racionalidad de las ciencias del nuevo tipo, aquellas ciencias que han querido llamarse a sí mismas “racionales”. ¿Han correspondido realmente, correspondió la misma geometría euclidiana, esa verdadera maravilla de racionalidad, a la idea platónica de una disciplina filosófica que produce verdadero y auténtico conocimiento y así nos dice en cada proposición verdadera lo que en última instancia es en verdad el ente? En última instancia, es decir, de manera que agota todo preguntar racional. Veamos. En la fundación originaria de las teorías científicas, en el desarrollo posterior en que fueron adoptadas y en su despliegue bajo los nombres de lógica formal o lógica pura, aritmética pura, geometría y ciencia natural explicativa, las proposiciones no fueron establecidas al acaso ni admitidas ciegamente. No se formaron juicios simplemente, sino juicios evidentes (einsichtig), ya sea de evidencia inmediata o evidentes a través de una consecuencia mediata, es decir, de la convicción de la necesidad de la consecuencia. Había evidencia (Einsicht) en los conceptos judicativos pertinentes y el contenido significativo de cada enunciado se ajustaba a la objetividad misma, al estado de cosas mismo del correspondiente dominio al que se dirigían los esfuerzos científicos del caso con perfecta y patente adecuación. Lo que se iba ganando, entonces, era ganado con la conciencia de que se estaba logrando un resultado y el investigador mismo —a la vez, fundamentador— adquiría la convicción de estarlo logrando en un examen reflexivo concomitante. ¿Qué más se podía pedir? Y sin embargo, ¿no debería ser posible, en efecto, algo más, un mejor resultado con relación a esas reflexiones verificativas que el científico efectúa continuamente en el curso de su trabajo? Tales reflexiones consisten en un puro dirigir la mirada al proceso y resultado de la operación mental, a los contenidos significativos que se van produciendo, a las experiencias motivadas y a las que han tenido lugar espontáneamente o a cualquier otra intuición clarificativa o verificativa. Se mira especialmente si los contenidos significativos satisfacen en cierta manera los correspondientes contenidos intuitivos y si, de este modo, lo

puramente mentado como tal, lo que llamamos el puro sentido analítico, se ajusta exactamente en el pleno sentido a lo que se da intuitivamente o si, al fin de cuentas, aquí o allá no se ajusta y hay que cambiar o abandonar lo supuesto. Mientras realiza estas reflexiones, “el científico” se dirije siempre a un objeto cuya determinación teórica él se ha puesto como fin. Pero en el transcurso del proceso puede preguntarse si, por ejemplo, ha visto ese objeto suficientemente de cerca, si no tendría que mirarlo por el otro lado, etc. Y si, a consecuencia de esas nuevas consideraciones, se muestra la necesidad de hacer cambios en la determinación del objeto, él los justifica ante sí mismo diciendo, por ejemplo: “el objeto no es en realidad como yo pensaba y esto me lo ha mostrado el nuevo aspecto bajo el que lo he considerado”, etc. Este tipo de reflexiones muestra claramente que en los ocasionales cambios de perspectiva realizados para justificar su actividad, el científico se hace patente que, en la determinación del objeto que siempre tiene a la vista como uno y el mismo, para él son decisivos, sin embargo, los diversos modos de aparecer subjetivos en los que ese objeto se le presenta. Esto puede hacerlo, según las necesidades del momento, más o menos ciudadosa y profundamente. En todo caso, es un simple mirar y, dentro del marco de ese examinar subjetivo, es una actividad práctica en la que reconoce y retiene grabando en la memoria o rechaza y reflexiona. Pero este examinar y esta actividad siguen siempre fijados al caso particular como elementos constitutivos que son de la actividad científica singular. Sin embargo ¿no se tendría que exigir más aquí? ¿No se podrían o, mejor, no se tendrían que plantear aquí preguntas generales? ¿No se trata aquí de acontecimientos de la vida cognoscitiva de posibles sujetos cognoscentes que habría que describir de manera general, de acontecimientos dignos en alto grado de un interés teórico particular? Y no obstante, en las reflexiones justificativas ocasionales del científico llegan sólo luces esporádicas a los acontecimientos de la subjetividad cognoscente. Los aspectos del objeto que según las circunstancias caen bajo su mirada, son sólo unos pocos entre los innumerables modos en que el objeto se le da mientras lo tiene ante los ojos como uno y el mismo; como uno y el mismo que él ve ya por delante, ya por detrás; que una vez tiene al frente en la percepción y otra vez en la memoria; al que, concentrado en su investigación, dirige exclusivamente su mirada; el

que luego, cuando él se distrae, pasa al fondo de la conciencia; que a veces está al frente clara y distintamente, y a veces, difusamente. ¿No tendría que emprenderse aquí una investigación teórica de todo esto, una investigación que tomara como tema teórico la actividad cognoscitiva en general según todos sus modos y luego, a continuación, la actividad cognoscitiva del tipo general que se llama científica? ¿No tendría que proporcionar una tal investigación evidencias generales que serían de gran utilidad para el científico que trabaja en las diferentes ciencias, que le permitirían quizás dar a su singular actividad una justificación de estilo superior, imponerle normas esenciales (prinzipielle)? Entonces, para él mismo, para el científico de cualquier ciencia es esto de gran interés. Ya que se trata de la investigación teórica de la gran variedad de vida viva que vive el científico cognoscente durante su actividad pensante, vida en la que consiste su actividad cognoscitiva misma aunque para él permanezca oculta, o en la que consiste lo intrínseco de la configuración de aquello que tiene a la vista continuamente como producto del conocimiento, como fin y vía del conocer. Pensando teóricamente y obteniendo resultados teóricos, él vive en esos procesos sin verlos él mismo. Lo que tiene a la vista son los resultados que en esos procesos se configuran y las vías hacia ellos: lo que se le da como experimentado en las diversas experiencias, en las diversas perspectivas y aspectos subjetivos como una y la misma cosa experimentada o lo que se le da como juicio idéntico en la diversa actividad judicativa y enunciativa, como una y la misma proposición —por ejemplo, “2 × 2 = 4” a la que siempre se puede regresar; además, en el conocer que demuestra, las proposiciones en su correspondencia con lo visto objetivamente y el carácter de justedad que en cada demostración se muestra como idéntico, etc. Sólo cuando el científico pasa de este pensar ingenuo a la nueva actitud reflexiva que también necesita para justificar subjetivamente su actividad, sale a la vista algo de la vida subjetiva antes oculta, se ponen de manifiesto este o aquel momento que le interesan del modo subjetivo de darse de los objetos de su experiencia, de los juicios o de la justedad de esos juicios. Pero, como ya hemos dicho, salen a la vista sólo como casos concretos individuales y de ninguna manera como un tema teórico.

Ahora bien, nos es claro y, al hacernos presente con más exactitud la realización científica que hay en el conocer, se nos ha hecho sensible como un gran desiderátum, la necesidad imprescindible de la investigación teórica y bajo todos los aspectos de esa vida cognoscitiva, de las actividades cognoscitivas multiformes del representar, juzgar, fundamentar, examinar y justificar o como quieran llamarse con los nombres vagos y generales que les da el lenguaje. Son, sin duda, actividades vitales en las que se configuran subjetivamente en la conciencia de todo sujeto cognoscente, en actos diversos y que sin cesar hay que poner en juego, las unidades de conocimiento idénticas, los objetos idénticos de la experiencia y del pensar, los enunciados idénticos y, en fin, también las verdades y falsedades idénticas. Lo que él tiene, sólo lo tiene como lo tenido en su tener, como lo experimentado en su experimentar, como lo construido por su pensar, como algo que de alguna manera se “hace” en su vida subjetiva. Y se lo llama “uno” y “el mismo” a este uno y mismo objeto de la percepción al que pueden recurrir nuevas percepciones y recuerdos, a este uno y mismo juicio, a esta misma verdad obtenida con repetida evidencia, y se lo llama “el mismo” gracias al identificar subjetivo en el que llegan a una síntesis los diferentes actos y momentos vitales subjetivos, o sea, gracias a una conciencia unitaria en la que se configura subjetivamente de alguna manera esto “idéntico”. Para el sujeto cognoscente sólo puede ser algo, sólo puede llamarse “uno”, e “idéntico”, porque surge precisamente de ese acto vivencial subjetivo que se llama identificar. Las mismas unidades de conocimiento y luego también los mismos géneros y especies de unidades de conocimiento (cosas en general, objetos en general o proposiciones empíricas en general o, aún más generalmente, proposiciones en general) nos refieren de antemano al hecho de que los múltiples modos subjetivos en los que pueden configurarse de modo consciente en la vida cognitiva, transcurren de manera fija y conforme a sí misma y en una estandarización genérica. Es de esperar de antemano que a la generalidad de las unidades de conocimiento corresponda una generalidad de estandarización regulada de modos de conocimiento subjetivos, como únicos modos en los que tales unidades pueden darse subjetivamente.

Nos parece natural que todo objeto que nos representamos, que pensamos, sea representable y pensable para todo ser humano; lo mismo, que todo pensamiento judicativo y cualquier significación enunciativa sean comprensibles posteriormente para todo ser humano y siempre. Y esto porque en todo ser humano son posibles vivencias subjetivas equivalentes de la conciencia que se representa, comprende y constituye sentido, en la cual el mismo sentido se puede formar. Nos parece natural que una verdad que comprendemos con evidencia pueda ser comprendida con la misma evidencia por todos los demás seres humanos. La validez universal de la verdad es la universal y constante reproductibilidad de las correspondientes vivencias subjetivas de la evidencia. Lo mismo vale para todo lo objetivo y lógico. Y aquí ya hay de antemano una referencia al hecho de que el juego de la vida subjetiva —por lo regular oculto— en el que son conscientes los objetos mentados, los contenidos de juicios mentados, las verdades conocidas, las consecuencias deducidas, etc. transcurre según determinadas figuras típicas y, transcurriendo así, efectúa siempre la misma operación y que, entonces, existe efectivamente una correlación reglamentada entre la estandarización del conocer y la forma unitaria de lo conocido. Las características particulares de lo que “es realmente”, de lo “verdadero” aparecen en las unidades de sentido ideales constituidas en la conciencia, en lo mentado idéntico, en la así llamada evidencia. Aquí la vida cognoscitiva debe tomar, bajo el nombre de “intelección”, de “evidencia”, una especial configuración, la de la racionalidad, el modo de vida que crea legalidad, que conoce en el sentido exacto del término. Cuáles son sus configuraciones esenciales y cómo tienen que ser concebidas teóricamente, van a ser cuestiones especialmente importantes. ¿Dónde está, cuál es, entonces, la ciencia cuyo “campo” temático se sitúa en esta dirección? Es, naturalmente, la lógica, dirá aquel que está acostumbrado a concebir la lógica como metodología universal del conocimiento, o sea, aquel que quiere entender como tal la ciencia completa fundada en la dialéctica platónica. De todos modos, la lógica formal derivada de la analítica aristotélica no es, de ninguna manera, esa ciencia; al menos no lo es si le damos la definición rigurosa absolutamente necesaria de que hemos hablado atrás. Es,

entonces, una ciencia racional herméticamente cerrada que tiene como campo, como esfera temática, la correlación entre objeto en general y juicio en general, quizás, entre objeto existente en general y juicio verdadero en general, con todas las variantes formales correspondientes. Pero, establecer leyes apriorísticas para objetos del pensar y objetos posibles en general no significa establecer leyes para los modos subjetivos en los cuales los objetos son conscientes, en los cuales se dan en el conocimiento subjetivo. E igualmente, establecer leyes apriorísticas para juicios en general, relaciones judicativas de consecuencia en general, de la verdad de juicios en general no significa tener como tema los modos subjetivos en los cuales se presentan juicios en la ejecución de actividades judicativas o los modos de evidencia en los cuales se caracterizan subjetivamente como verdades o probabilidades, y establecer al respecto leyes apriorísticas. Pues “juicio”, en la lógica formal, designa el enunciado reconocible en todo momento como idéntico, resultante de los múltiples actos subjetivos del enunciar; la proposición idéntica, por ejemplo, “2 × 2 = 4”. En general, proposiciones de generalidad apriorística como las que son tema de la lógica formal, constituyen una esfera particular de objetividades ideales, como sucede con los números en la aritmética. De modo semejante a una proposición, un número es algo ideal idéntico, en este caso, algo idéntico en los muy diversos modos subjetivos del contar y del pensar aritmético. Por eso, así como en la aritmética sólo los números conforman la esfera temática y no la actividad subjetiva de contar ni cualquier otra conciencia aritmética, de la misma manera, en la apofántica formal la conforman las proposiciones. Vemos, en suma, que la lógica puramente formal como disciplina racional está, bajo este respecto, al mismo nivel de todo el resto de las ciencias del nuevo sentido racional. Como todas ellas, es óntica y no epistemológica, no está dirigida a la subjetividad cognoscente ni a los modos subjetivos. Esto vale no sólo para aquellas disciplinas racionales que, como lo indicamos, a priori y miradas más de cerca, pertenecen temáticamente al mismo género de la silogística —que se desarrolló primero— o mejor, de la lógica apofántica, es decir, no sólo vale para la aritmética y para todas las demás disciplinas de la matemática analítica formal. Si la lógica formal, concebida más estrecha o más ampliamente, ocupa un puesto eminente con

respecto a todas las demás ciencias, si ella entra dentro del marco de una metodología universal para todas las ciencias en general, si ella formula las leyes ideales de las que todas las demás ciencias pueden eventualmente hacer uso y a las que todas se saben sujetas, esto se debe a que la lógica y la mathesis universalis que la implica tratan de objetos en general y de juicios o verdades en general y de todos los modos en los cuales son pensables los objetos y de todas las formas de juicios posibles con respecto a cualquier objeto. Naturalmente, en todas las ciencias se construyen teorías, o sea, conformaciones de juicios; en todas se forman juicios sobre objetos. Así que una lógica formal y todas las disciplinas lógico-matemáticas deben valer para todas las ciencias, para todos los campos científicos pensables y para todas las proposiciones y teorías científicas concebibles; o, como también podemos decir, las leyes lógicas formales, una vez descubiertas, tienen que tener el oficio de dar normas a todas las ciencias respecto de sus contenidos teóricos y, así, de servir de principios de justificación. Pero, por otra parte, la lógica formal —incluyendo el análisis matemático — está, como dijimos, a la par con todas las demás ciencias en cuanto su campo de investigación no es, como no lo es para ellas, la subjetividad cognoscitiva. Y es esta consideración lo que nos ha hecho sentir la necesidad de una ciencia referida a lo subjetivo del conocimiento, de una ciencia que investigue sistemáticamente lo subjetivo del conocimiento en general y del conocimiento de todos los campos objetivos y científicos. Ella se va a diferenciar de todas las demás ciencias por la específica particularidad de estar referida de manera absolutamente igual a todas las ciencias concebibles y de tener con respecto a todas ellas la misma tarea: investigar el lado subjetivo de sus conocimientos.

Lección 7a.: Proyecto sistemático de la idea plena de la lógica —una lógica de la verdad— como ciencia de la subjetividad cognoscente y operante en general.

La ciencia de lo subjetivo del conocimiento que hemos postulado es, en cierta manera, paralela a la lógica formal. Pero la manera en que se refiere a todas las ciencias y las abarca es totalmente diferente. Todas las ciencias, conforme a su sentido, se refieren a objetos —conociéndolos a través del contenido de sus teorías. En todas ellas, los objetos son objetos de juicios reales y posibles y sustratos de verdades reales y posibles. Pero todos esos contenidos teóricos tienen, como unidades de conocimiento, una relación originaria y permanente con sujetos cognoscentes reales y posibles que configuran y pueden siempre configurar en sí de modo consciente los objetos idénticos, los mismos juicios y las mismas verdades en múltiples modos subjetivos de conocimiento. Una ciencia universal de estos modos de conciencia y de la subjetividad en general, que configura y en tanto que configura en su vida cognoscente toda clase de “objetividades”, sentido objetivo y verdad objetiva de toda especie, abarca, entonces, temáticamente todo elemento subjetivo posible del conocimiento de todas las ciencias, lo mismo que una lógica abarca temáticamente en sus conceptos y leyes todo elemento objetivo posible de todas las ciencias. Dicho de otra manera, una lógica, como ciencia racional de la objetividad en general —en toda la amplitud que se pudiera dar a su idea (y quizás sobrepasando la de una mathesis universalis) tendría como contraparte necesaria una lógica del conocer, una ciencia y quizás también una ciencia racional de la subjetividad cognoscitiva en general. Estas dos ciencias y, quizás ambas estructuradas en grupos correspondientes de disciplinas individuales, estarían en una relación de correlación necesaria. La palabra “lógica” sería apropiada, en cuanto logos no sólo alude en sentido objetivo a lo conocido, al significado de la enunciación, al concepto verdadero, etc., sino también a la razón y así al lado subjetivo, cognitivo. Al respecto hay que tener en cuenta todavía lo siguiente. Si en esta lógica del conocer lo tematizada es precisamente esto, lo subjetivo del conocimiento, lo es naturalmente, a su turno, en un conocer. Éste es luego objeto de nuevos enunciados y verdades que, a su vez, se configuran en el conocer del científico en diversos modos subjetivos. Por eso, es claro que la ciencia universal de lo subjetivo del conocimiento que hemos postulado tiene

también la notable particularidad de referirse a sí misma, o sea, a lo subjetivo de su propio conocimiento. Y en esto es otra vez paralela a la lógica objetiva que se refiere a sí misma como ciencia universal objetiva, pero sólo en cuanto ella misma, en sus conceptos y proposiciones, pone en evidencia objetividades. Toda ley y también toda ley lógica es una proposición. Si es una ley lógica —como el principio de no contradicción— que enuncia una verdad para toda proposición en general, se refiere a sí misma en tanto que ella misma es una proposición. La ley de la no contradicción dice que cuando una proposición es verdadera, la proposición contraria es falsa —y esto como válido para toda proposición concebible. Pero esta ley es también una proposición y cae, por eso, bajo la verdad válida generalmente que ella misma enuncia. De esta manera, la lógica objetiva, como totalidad, se refiere temáticamente a sí misma. Una relación análoga de referencia a sí misma, pero correlativa, tendría que valer obviamente para la lógica de la subjetividad cognoscente. Bajo la legalidad general de las actividades cognoscitivas subjetivas que ella establece, tendrían que caer también todas aquellas actividades cognoscitivas a través de las cuales estas leyes son cognoscibles. Otra consideración es indispensable al respecto de la ciencia del conocimiento postulada. Si la entendemos como una lógica dirigida a la vida cognoscitiva subjetiva, pensamos de antemano en evidencias generales que pueden servir como principios de justificación y en este caso precisamente desde el punto de vista subjetivo. Y pensamos también desde un principio en un investigar y pensar científicos cuyo fin es la teoría verdadera de un campo de objetos que va a ser determinado en su ser y modo de ser verdaderos. Sin embargo, no sólo no se puede estandarizar ni investigar para fines normativos el conocer auténtico sin un estudio profundo del conocer inauténtico que, según las características específicas más generales, todavía se puede llamar “conocer”, sino que también hay que tener en cuenta que lo que llamamos conocer teórico o científico no es otra cosa que una eminente configuración superior que se refiere a niveles de conocimiento inferiores: al intuir e imaginar sensibles en sus diversas configuraciones y con sus correspondientes modos de juicios intuitivos sensibles, que no sólo preceden históricamente a las científicas como formas típicas de la vida cognoscitiva

de la humanidad precientífica y se encuentran ya hasta en los animales sino que juegan su papel en el pensar científico mismo funcionando como sus constantes y necesarios sustratos y envolturas. Naturalmente, la configuración plena de una ciencia de la subjetividad cognoscente tendría que extenderse hasta donde se pueden seguir las conexiones fácticas de su campo en general y ese campo ya tendría que ser concebido en una tal amplitud que alcanzara la extensión que puede alcanzar lo común genérico fáctico. En efecto, nadie va a querer establecer, por ejemplo, una ciencia de los triángulos y al lado una ciencia específica de los círculos. De la misma manera, aquí no se va a querer postular simplemente una ciencia de la razón científica cognoscente, en vez de una ciencia completamente abarcante del conocer en general en el sentido más amplio, en la que está en cuestión teóricamente la totalidad de las configuraciones de la percepción, de la memoria y de la juguetona imaginación —por primitivas que sean—, lo mismo que toda configuración del teorizar científico apriorístico y empírico. Pero, finalmente, tenemos que ir todavía más lejos. ¿Quién podría querer separar la subjetividad cognoscente de la subjetividad que siente, aspira, apetece, quiere, actúa, de la subjetividad que en cualquier sentido valora y obra con miras a un fin? Se establece un paralelo entre la razón teórica y la razón valorativa, por ejemplo, la valorativa estética, y luego también entre aquella y la razón práctica, pensando especialmente en la manera justa de la configuración ética de la vida. Pero no por eso la subjetividad se divide en fragmentos separados que estuvieran exteriormente yuxtapuestos en la misma subjetividad. Elementos del sentir y del aspirar y eventualmente del querer consciente de sus fines se encuentran en el conocimiento, y elementos del conocimiento hay en todos los otros modos del actuar y del razonar. Por todas partes se presentan problemas paralelos, íntimamente entrelazados, del mismo tipo de los que hemos encontrado con respecto al conocimiento. La correlación entre la vida cognoscente subjetiva y las unidades cognoscitivas que en ella se hacen conscientes tiene su evidente paralelo en la correlación entre la vida sensitivo-valorativa y práctico-operativa y las unidades valorativas y de finalidad que en ella se hacen conscientes. Si, por ejemplo, en la esfera del conocimiento, hicimos una distinción entre el experimentar subjetivo multiforme y el objeto de la experiencia —uno y el mismo— del

que somos conscientes, aludimos al hecho de que mientras este objeto está ahí a la vista como uno y el mismo, su aspecto subjetivo es infinitamente cambiante y que, como es obvio, sólo puede sernos consciente precisamente por el hecho de que se nos muestra de alguna manera. Y si distinguimos lo subjetivo de lo objetivo, tenemos que hacerlo naturalmente también de modo análogo en el caso de una obra de arte, de una sinfonía o de una escultura. La figura bella no está ahí para nosotros a menos que hable nuestro sentimiento en ciertos modos subjetivos, y esto, a su vez, presupone que los tonos de la sinfonía sean conscientes en ciertos modos de darse subjetivos, en ciertas intensidades captadas subjetivamente, en un cierto ritmo, o que, en el caso de la escultura, la figura de mármol sea vista subjetivamente desde ciertos lados, en ciertas perspectivas, bajo una cierta iluminación de efecto subjetivo, etc. Sólo así habla el sentir y precisamente en la forma de la conciencia sensible estética. En el gozo estético, en la conciencia en que la obra de arte está ahí en su plena actualidad, fluye un cierto ritmo de modos de representación y modos de sentir fundados en ellos, un vivir subjetivo ordenado de determinada manera. Pero lo bello mismo que aquí es consciente no es este vivir multiforme, esta conciencia en la que ello es consciente. Lo que el espectador tiene delante conscientemente y goza estéticamente es esta figura bella y sus propiedades de valor estético, mientras que el multiforme vivir cognitivo y sensitivo en que consiste el tener conciencia estética de la figura le está oculto naturalmente. Como ven ustedes, nos enfrentamos efectivamente con problemas semejantes que conciernen a la unidad y subjetividad estéticas e igualmente con problemas de la razón estética referidos a la verdad o autenticidad de lo bello y, evidentemente, es así en todos los casos en que en algún sentido se trata de la razón. Todos estos problemas se entrelazan en su solución. Al conocer, sentir, valorar y actuar, la subjetividad cognoscitiva, estética y ética no realiza actos separados, heterogéneos en su contenido, sino actos íntimamente entrelazados y constantemente fundados uno en otro, en operaciones unificadoras que presentan ellas mismas fundamentaciones correspondientes. Por eso habrá —lo vemos de antemano— una sola ciencia total de la subjetividad, de la subjetividad que configura en sí, y en tanto que lo hace, todas las posibles unidades de la conciencia como unidades de la

intención (Meinung) y eventualmente de la verificación racional. Si hablamos de conciencia como de tener conciencia de algo: de una cosa, un número, una proposición, algo bello y bueno, una configuración funcional, una acción práctica, no se trata de la posesión en sí, siempre igual e indiferenciada, de tales unidades, sino en cada caso, de acuerdo a estas unidades, inclusive ya de una y la misma, se trata de una vida subjetiva en extremo multiforme, como lo muestra ya la reflexión más superficial. Es una vida que, en el modo como transcurre en el sujeto, produce la unidad como lo mentado (vermeinte) en cada caso y eventualmente lo intuido en el modo de la verdad y la autenticidad. Sólo existe un tener conciencia como actividad de la conciencia. Hay que discutir todavía otro punto. La ciencia ahora considerada debe ser la ciencia universal de lo subjetivo en general, como aquello en que todo lo objetivo llega a ser consciente y puede de alguna manera ser consciente. O también: le asignamos la tarea de investigar todo lo que se refiere a los sujetos de la conciencia y a la conciencia misma como conciencia de algo. Tendrá que tomar en consideración todos los modos posibles en que los sujetos se pueden presentar como conscientemente activos y la manera en que a través de estos se determinan a sí mismos, por ejemplo, como cognoscentes —racional o irracionalmente—, valorantes y volentes. Tendrá que investigar y determinar todos los géneros y especies de conciencia y esto sin perder de vista un sólo momento los objetos de la conciencia, las unidades mentadas (vermeinten) en cada caso o conscientes de esta o la otra manera en la conciencia misma. Estas mismas unidades pueden ser, eventualmente, tema de otras ciencias —de las objetivas— también tema de la vida práctica —como aquello de lo cual uno se preocupa en un momento dado, aquello sobre lo que reflexiona prácticamente y quizás elabora al actuar. Pero una cosa es ser tema objetivo —teórico o práctico— y otra cosa es ser tema (subjetivo) de la ciencia de la subjetividad de la conciencia como lo objetivo a lo que la conciencia se refiere en múltiples maneras; y en particular, ser tenido en cuenta en esta ciencia bajo el punto de vista de cómo se presentan y se determinan los múltiples modos de aparición subjetivos, las configuraciones aperceptivas y los caracteres subjetivos en los cuales uno y el mismo objeto de esta o aquella especie se da en la conciencia.

Tenemos ciencias que llamamos objetivas y todos los objetos se clasifican en ciencias objetivas; sin embargo, al mismo tiempo todos los objetos entran también en nuestra ciencia de la subjetividad de la conciencia. En cuanto objetos de las ciencias objetivas se reparten en diferentes dominios científicos. Cada una de las ciencias tiene su dominio propio, cada una un dominio diferente. Pero, a la vez, todos los objetos de todas las ciencias entran en conjunto en la ciencia universal de la subjetividad del conocimiento y de la subjetividad de la conciencia. Las ciencias objetivas determinan los objetos de su dominio respectivo con base a una experiencia coincidente y en su verdad teórica —la ciencia natural en la de la naturaleza, la lingüística en la del lenguaje, etc. Si la ciencia de la conciencia investiga los mismos objetos y así toda clase de objetos a la vez, esto tiene otro sentido y significa un investigar completamente distinto. Aquí no se pregunta por lo que son —en su verdad teórica, tomados individualmente y en sus relaciones mutuas— los objetos aprehendidos en su verdadero ser en la experiencia coincidente, sino cómo se muestra y se determina teóricamente el conocer y de qué otra manera se determina cualquier otra especie de conciencia posible en la que pueden ser conscientes tales objetos y los objetos en general como unidades, como objetos idénticos. Entonces, esto significa saber, por ejemplo, cómo se muestra la experiencia y la coincidencia de la experiencia en la que lo experimentado es consciente como realidad y como realidad que perdura e igualmente cómo se muestra un proceso de experiencia en el que al final lo experimentado se desacredita como ilusión. Además, saber qué modos de aparición de cosas espaciales, qué diferencias subjetivas del aquí y el allá, de la derecha o la izquierda o qué diferencias subjetivas de la configuración y de la perspectiva colórica, etc., pueden ser considerados como modos subjetivos. Finalmente, cómo se presenta y tiene que presentarse lo objetivo ante el sujeto que experimenta y luego ante el sujeto que piensa y juzga. Entonces, nuestra ciencia trata lo objetivo de toda especie como lo objetivo de la conciencia y como lo que se da en modos subjetivos. El sujeto de la conciencia y la conciencia misma no son considerados como separados de lo objetivo consciente, sino al contrario, la conciencia lleva en sí misma lo consciente, y entonces el tema de la investigación es cómo lo lleva en sí misma. Y esto no es válido solamente para los objetos del conocimiento en

algún sentido de conciencia limitado, sino también para la vida de la conciencia valorativa y práctica de toda especie y particularidad. Pero, al mismo tiempo, conviene tener presente que todas las especies de unidades de conciencia están en todo momento disponibles para un posible conocimiento, o sea, que también pueden convertirse en objetos teóricos, de tal manera que las ciencias pueden referirse a ellas y en efecto ya se refieren, como es el caso, por ejemplo, de la ciencia de los objetos estéticos, de la ciencia del arte, de la de los bienes económicos, etc. Así que la ciencia completa de la subjetividad cognoscente deberá extenderse por esta razón también y eo ipso a todos los modos de las unidades de la vida de la conciencia configurante, sean los que sean. Llegados a este punto es hora de preguntarse —con lo que desembocamos en la consideración histórica— si la antigüedad griega no tuvo que sentir ya la necesidad de una tal ciencia de la subjetividad, de la que produce las unidades de conciencia bajo el título de conciencia, ya que la filosofía griega marchó adelante en todas direcciones en su esfuerzo universal hacia el conocimiento por medio de la fundamentación de ciencias siempre nuevas. ¿Pudo ella ignorar que en el desarrollo ingenuo natural de la vida, el interés entregado exclusivamente a las unidades cognoscitivas, valorativas e intencionales (Zweckeinheiten) también puede experimentar una vuelta sobre sí en la que la conciencia oculta a sí misma en el ingenuo proceso conscientizador, se hace visible para el yo y susceptible de ser investigada? ¿Pudo ella ignorar que por medio de esto se hacen preguntas a toda clase de objetos que ninguna de las ciencias racionales objetivas de estos objetos contesta, y que una ciencia —por racional que sea— que descuida toda una dimensión de la problemática referente a sus objetos, no puede de ninguna manera satisfacer plenamente la idea de una ciencia filosófica?

CAPÍTULO CUARTO LOS COMIENZOS HISTÓRICOS DE LA CIENCIA DE LA SUBJETIVIDAD

Lección 8a.: La fundación de la psicología en el pensamiento de Aristóteles y el problema fundamental de una psicología en general.

Con respecto a este tema tenemos que decir lo siguiente: A partir de la lógica que se desarrollaba como metodología del conocimiento auténtico y de la ciencia auténtica y, paralelamente, a partir de la ética que también había empezado a desarrollarse como metodología del actuar práctico racional — del actuar “ético”— se estaba determinado de antemano a conceder un interés teórico a la subjetividad cognoscente y actuante en su actividad tanto racional como irracional. Precisamente en este sentido tuvo que tener fuerza motivante la manera en que los Sofistas atacaron la posibilidad del conocimiento. El camino que había que tomar estaba ya trazado previamente por la concepción natural e ingenua que se tenía del mundo. Razón y sinrazón, de cualquier clase que sean, son nombres que designan facultades psíquicas humanas, facultades que permiten efectuar operaciones mentales que tienen ciertos efectos en la ciencia, en la sabiduría práctica y la virtud, en la política, en las constituciones estatales, etc. Esto conduce, entonces, al ser humano y a su vida psíquica como tema científico, y desde ahí, también a los animales y a su vida psíquica en cuanto niveles inferiores de esa vida. La teorización psicológica se llevó a cabo aquí en relación con la problemática lógica y ética. Pero pronto, independientemente de las exigencias teórico racionales de estas metodologías, se empezó a sentir la necesidad de una psicología. Después de que Platón proyectara y abriera paso a la idea general de una ciencia racional y que Aristóteles la desarrollara de manera fecunda, los

espíritus fueron cautivados por la tarea que había de determinar todo el desarrollo posterior: realizar esta idea en ciencias racionales siempre nuevas, ya sea por medio de la transformación lógica de las antiguas formas de la filosofía o la ciencia en filosofías y ciencias racionales, ya sea fundando ciencias completamente nuevas en todos los campos accesibles. Así, entonces, lo mismo que para la naturaleza física, fue necesario crear nuevas ciencias para la naturaleza viva, para los animales y los seres humanos y luego para la vida social. En interés de todos, la ciencia de los seres humanos, la antropología, precedió a todas las demás; la antropología psicológica entrelazada, naturalmente, con la antropología física, ya que en la observación objetiva natural, el ser psíquico y el ser corporal están realmente entrelazados en la unidad del ser animal. De este modo, ya en la antigüedad y engendrado en el poderoso espíritu de un Aristóteles, nació el proyecto inicial de una ciencia universal de la subjetividad, esto es, de una psicología que debía ocuparse tanto de las funciones psíquicas como de las funciones de la razón humana. Era una de las ciencias objetivas en la serie de las ciencias empíricas que tratan del universo. Como una entre otras, estaba en una relación excelente con la lógica y la ética y, a través de éstas, con todas las otras ciencias y sus campos. Por cierto que la manera en que la psicología entró en escena, la convirtió en realidad en la perpetua calamidad de los espíritus filosóficos. Desde un principio se mostró incapaz, precisamente, de dominar la problemática que en la lección pasada desarrollamos partiendo del conocimiento y de las unidades de conocimiento y en relación con las disciplinas metodológicas de la lógica y luego también de la ética. A pesar de que se hablaba de las facultades de la razón cognoscente y práctica, faltaba considerar el método, las esferas de los actos a las que esas facultades se refieren y, por lo tanto, faltaba poner correctamente en evidencia por medio de una descripción sistemática y aprehender teóricamente la conciencia como conciencia de algo. Y esta fue una falla radical que hizo imposible el desarrollo de la psicología y le impidió configurarse como ciencia auténtica que progresa por medio de descripciones y explicaciones racionales. ¿Qué es en cada pulsación vital la vida psíquica humana y animal sino conciencia de esto y aquello? Como totalidad ha de ser caracterizada como un flujo continuo y unitario de conciencia que

constantemente se está configurando, de conciencia que se representa, que juzga, que siente, que aspira, que actúa, una conciencia multiforme, en la que, cambiando incesantemente según los objetos y modos de aparición subjetivos, devienen conscientes, por un lado, las vivencias subjetivas mismas, como datos de la sensibilidad, sentimientos y voliciones, pero, por otro, también y en conjunto, cosas en el espacio, plantas y animales, poderes míticos, dioses o demonios, múltiples figuras culturales, fenómenos sociales, valores, bienes, fines, etc. ¿Como podría una psicología encaminarse por la vía correcta sin llegar al análisis sistemático de los elementos de la conciencia como conciencia de algo, sin llegar a lo que es, en cierta manera, el alfabeto de la vida psíquica? Sin embargo, a nosotros aquí la deficiencia en la investigación de la conciencia no nos interesa como mera deficiencia inherente a la psicología en sí —una ciencia objetiva entre otras—, como deficiencia del método que le impidió llegar al nivel de una ciencia explicativa auténticamente racional, o sea, llegar a ser digna compañera de la ciencia natural matemática. Es para la lógica y la ética que la investigación de la conciencia viene al caso y en este sentido nos interesa la pretensión de la psicología de servir de base a esas metodologías fundamentales, su pretensión de ser la originaria fuente de energía para toda norma fundamental de la ciencia y de la praxis vital y así estar por encima de todas las demás ciencias objetivas que, por lo demás, están a su misma altura. En un principio puede parecernos completamente obvio que la psicología sea aquella ciencia de la subjetividad de la cual pueda extraer sus principios teóricos una metodología del conocer y actuar, pero, en realidad, eso sólo sería obvio si la lógica y la ética no quisieran y no pudieran ser sino sistemas empíricos y técnicos de regulación de los modos de proceder humanos en la actividad científica y ética. ¿Ha sido considerada la lógica efectivamente sólo como una tecnología empírica del conocer, como una teoría del arte empírica, del tipo, por ejemplo, de la arquitectura? De acuerdo con su origen, con seguridad, no. Ya desde el comienzo, la lógica suministró leyes a priori para objetos en general, para proposiciones y verdades en general y luego, también desde el punto de vista subjetivo y de manera absolutamente manifiesta, se propuso dar normas a priori para el conocer, para el juzgar y el entender en

general. Aquí habría que preguntar: ¿tales leyes a priori, es decir, proposiciones cuyo sentido puramente ideal implica la absoluta generalidad y necesidad de su validez, podrían depender de la facticidad contingente del ser humano, de esta especie animal fáctica —homo— incluida dentro de este universo fáctico? ¿No significaría una tal dependencia que todas las leyes lógicas tendrían justamente sólo la validez de leyes zoológicas? ¿No implicaría esto entonces que un cambio en la especie humana, un cambio pertinente en los procesos regulares fácticos de la actividad cognoscente del hombre podría traer y traería consigo también un cambio en las leyes lógicas? Pero renunciando así a la validez absoluta de estas leyes terminamos en un grave atolladero. Si es verdad que las leyes lógicas tienen sólo una validez puramente empírica y antropológica, ¿qué pasa con el hecho de la especie humana misma y de sus propiedades biológicas, entre ellas también las psicológicas que se presuponen aquí? ¿Y qué pasa con el hecho del mundo entero que también aquí se presupone? El conocimiento de éste lo da la ciencia y el conocimiento especial de los seres humanos, la antropología física y psicológica. Sólo si esta ciencia tiene realmente validez podemos afirmar en efecto y en verdad que el ser humano es y está sometido a tales y tales leyes psicológicas. Pero si aquello que, de un extremo a otro, le confiere a esta ciencia, como a toda otra ciencia, su legitimidad de principio, o sea, la lógica por medio de sus principios lógicos, dependiera ella misma del hecho del ser humano, dependería entonces de aquello que sólo a través de ella podría ser legítimamente válido. Evidentemente un círculo vicioso. El círculo ya de todos modos se presenta cuando nos referimos al primero de los principios lógicos: si el principio de no contradicción tuviera una validez puramente empírica y relativa, dependiente del hecho de la especie humana, implicaría que sería concebible un cambio en esta especie que hiciera que ese principio perdiera su validez. Pero entonces también de ese diferente ser humano se diría que es y no es, que es así, y no es así, que es un ser humano diferente y no es diferente, etc. Vemos que la naturalidad con la que cualquier ciencia se relaciona sin más con el mundo, un mundo que se presupone como un hecho incuestionable de la experiencia, trae dificultades consigo. Aquí, ante todo, la naturalidad con la cual se relaciona la lógica con el hecho de este mundo y

especialmente con el hecho de la capacidad humana del conocimiento. En su proyecto y definición inicial como dialéctica platónica, la lógica tenía que ser la ciencia radical de la posibilidad del conocimiento en general. Esencialmente (prinzipiell) quería ocuparse de la posibilidad de lograr la producción de verdad en su actividad cognoscitiva, ya que se dirigía contra la sofística que negaba esta posibilidad de manera absoluta y general. En consecuencia, si fue proyectada en forma realmente radical, tuvo que cuestionar desde el principio y esencialmente (prinzipiell) la posibilidad de todo conocimiento y de toda verdad; lo que implica que no podía apelar sin más a la existencia del ser humano ni a la supuesta existencia evidente del mundo como a un hecho seguro de la experiencia. Pues también esta experiencia es un hecho sólo a partir del conocimiento y como hecho cognoscitivo tiene que ser cuestionada con respecto a su posibilidad. Por mucho que se esforzó en fundar la lógica en este espíritu de radicalismo, Platón no logró llegar a los comienzos y métodos necesarios y ya Aristóteles cedió ante la evidencia muy natural de un mundo dado de antemano, renunciando así precisamente a esa fundamentación radical del conocimiento. Así fue como la ciencia de la antigüedad, a pesar de su pretensión de ser filosofía, es decir, ciencia que realmente se justifica hasta lo último y que es plenamente satisfactoria, a pesar de todas sus admirables realizaciones, sólo logró llegar a ser lo que llamamos una ciencia dogmática, una ciencia que sólo podemos aceptar como estadio preliminar de la auténtica ciencia filosófica y no como esta ciencia misma. Mientras la subjetividad cognoscitiva, que tiene que ser asociada mentalmente a todos los conocimientos y ciencias reales y posibles como su correlato esencial, no sea investigada, mientras no se haya fundado una ciencia pura y general de toda posible conciencia cognoscitiva, en la que todo ser verdadero se haga evidente como producción subjetiva, ninguna ciencia, por racional que sea, lo será en el pleno y más amplio sentido del término. Como lo mostramos, frente a todas las ciencias está la ciencia de la subjetividad cognoscitiva que, comprendida en su acepción más amplia, es una ciencia que trata del sujeto de la conciencia, de la conciencia y de la objetividad en general desde el punto de vista de la conciencia. Esta ciencia está frente a todas las otras como correlato, de manera que hace

esencialmente (prinzipiell) comprensible y así racional en último término todo lo que ellas producen, en cada paso y ya desde las experiencias más elementales, desde el punto de vista de la conciencia y según esa producción subjetiva. En el momento en que se identifica esta ciencia con la psicología, en que se desconoce la posición fundamental propia de ella, en que se desacierta en el método radical que da acceso a su campo, toda ciencia y toda objetividad del conocimiento y, así, el universo mismo están afectados de oscuridades, enigmas y contradicciones que nos obstruyen el acceso al sentido puro y auténtico del mundo y de todo ser. Pues la ciencia sólo puede ser ciencia en el sentido de ciencia última —filosofía— si determina teóricamente el mundo y toda objetividad del conocimiento de tal manera que todo enunciado verdadero, que es entonces producción de conocimiento, está exento de toda posible oscuridad y contradicción que puedan perturbar de alguna manera al objeto del conocimiento. Pero la necesidad y el carácter específico de una tal ciencia permanecen en un principio desapercibidos durante toda la antigüedad, mientras, al mismo tiempo, de alguna manera su falta no deja de sentirse, es decir, se siente la insuficiencia de la ciencia precedente. El síntoma histórico de esa situación es, por así decirlo, la inmortalidad del escepticismo. Como invencible espíritu de la negación, éste acompaña el desarrollo floreciente de las antiguas ciencias, oponiendo sin descanso a cada nueva forma de la filosofía una nueva forma de antifilosofía. En general, se podría decir que persiste en demostrar con argumentos muy sutiles la imposibilidad de cualquier filosofía, esto es, la imposibilidad de una ciencia que en última instancia se fundamente a sí misma, y esto a pesar de todas las refutaciones con las que se creyó superarlo en las escuelas filosóficas. La hidra del escepticismo engendra siempre nuevas cabezas y hasta las recortadas vuelven muy pronto a retoñar. En todo caso, la sobrevivencia frondosa del escepticismo que en sus argumentaciones no perdona a ninguna de las ciencias particulares y ni siquiera a la matemática más exacta, es un testimonio de que la ciencia post-platónica no realizó verdaderamente lo que, según su pretensión, debía realizar como filosofía, o sea, un conocimiento basado en la justificación absoluta. De lo contrario hubiera hecho imposible la empresa escéptica, hubiera deshecho claramente sus paradojas. Yendo

hasta las últimas fuentes de su fuerza de seducción y convicción subjetivas hubiera satisfecho aquello que en ellas había de verdadera fuerza con la positividad de su propia justificación esencial (prinzipiell). Aunque en esa continua lucha contra el escepticismo la filosofía ganó muchas y muy valiosas evidencias, no logró, por así decirlo, alcanzarlo en el corazón mientras él extraía secretamente su fuerza de aquella dimensión que la filosofía todavía no había llegado a ver, o sea, la dimensión de la conciencia pura.

Lección 9a.: El escepticismo —el significado fundamental de su “inmortalidad” en la historia de la filosofía. El paso decisivo de Descartes.

Ya tras de las argumentaciones escépticas más antiguas, las de la antigua sofística, se escondía un contenido de verdad del que la filosofía no pudo jamás apoderarse. Ya en esos viejos sofismas se anunciaban importantísimos motivos filosóficos que no fueron atendidos. En el momento en que esto sucedió, se abrió un nuevo reino de conocimientos: aquel a partir del cual todo conocimiento tenía que demostrar en último término su dignidad. Es indispensable, entonces, que nos apropiemos aquí del sentido más profundo de la verdad de la argumentación sofista. La esencia de todo escepticismo la constituye el subjetivismo. Inicialmente está representado por los dos grandes sofistas Protágoras y Gorgias. Las ideas esenciales (prinzipielle) que éstos, según parece, hicieron valer en primer lugar, son las siguientes: 1) Lo objetivo existe originariamente para el sujeto cognoscente sólo porque éste lo experimenta. Pero que lo experimenta quiere decir que de alguna manera se le aparece subjetivamente en esta o la otra forma. Una vez la cosa se ve así, otra vez diferente y cada uno la ve así como se le muestra en la experiencia del momento. Aquello sobre lo que cada uno puede hacer un enunciado indudable es lo dado realmente cada vez, lo que se ve como así visto. El ente en sí mismo (o un ente mismo), independiente de la manera como se ve, siendo en sí, absolutamente idéntico consigo mismo, no es

experimentado ni experimentable. El pensamiento puede moverse aquí en dos direcciones: un ente en sí es por principio inexperimentable o, lo que es lo mismo, es impensable. Un ente que es en verdad, al que las apariciones subjetivas se refieren como a su objeto, es un sinsentido. O se podría decir que algo así puede existir, pero ningún sujeto, en cuanto dependiente de experiencias, o sea, del cambiante aparecer, puede saber algo de él. 2) Gorgias, el más radical y por eso el más interesante filosóficamente, sostuvo la primera tesis, la más extrema. Pero la sostuvo en el sentido del argumento principal que la tradición nos ha traído de él (el segundo de los tres asociados a su nombre), sin apoyarse en la cognición de Protágoras, significativa en sí y que antes hemos mencionado, de que todo lo real (o como bien podríamos decir más en general: todo lo objetivo) sólo es experimentable para un sujeto cognoscente en modos de aparición subjetivos y cambiantes. La idea de Gorgias era simplemente la siguiente: evidente es todo lo que reconozco como siendo mi conocimiento, mi representación (en el sentido de lo representado), mi representar, el pensamiento de mi pensar. Pero cuando un representar hace presente algo “externo”, algo trascendente al representar, es precisamente el representar en sí mismo el que se representa ese ser-“externo”. En este sentido es igual si lo representado es calificado como experimentado o como fingido, por ejemplo, una lucha de carruajes en el mar. Si se sigue esta argumentación de Gorgias (no muy claramente transmitida) hasta su última consecuencia, tendría uno que decir, expresado en primera persona: si yo comparo una experiencia de “verificación” con la experiencia, si yo distingo entre la intelección (Einsicht) que resulta del pensar racional como “intelección” (Einsicht), como “evidencia” (Evidenz), como episteme, y la ciega opinión (Meinung), la pura doxa, y la prefiero, permanezco necesariamente en el marco de mi subjetividad. Y entonces no cambia nada la caracterización que yo le dé a esto: (puedo hablar de) sentimientos de la necesidad de pensar, (de) conciencia de la absoluta validez general, etc. En mi representar, en mi conciencia subjetiva aparecen todas las diferencias, todos los caracteres preferenciales que yo pueda constatar en cada caso. Y si eso es así, todo lo que se puede caracterizar como “verdadero”, como “necesario”, como “ley”, como “hecho” o como sea, es caracterizado sólo en mi “representar”. Y entonces si, en general, sólo en el

representar es posible poner lo representado y no es pensable de otra manera, no tiene sentido admitir un ente en sí, algo que supuestamente es, sea o no representado. En esta forma de paradojas ingeniosas, de argumentaciones escépticas de las que no se sabe bien hasta dónde son tomadas en serio efectivamente, entra, en forma todavía primitiva y vaga, un motivo completamente nuevo y de una importancia universal en la conciencia filosófica de la humanidad. Por primera vez se vuelve problemática la ingenua creencia de que el mundo está dado previamente y, a partir de ahí, se problematiza el mundo mismo con respecto a la posibilidad fundamental de su conocimiento y al sentido fundamental de su ser en sí. Dicho de otra manera: por primera vez se considera desde un punto de vista “trascendental” el universo real y luego consecuentemente, la totalidad de la objetividad posible en general, como objeto de posible conocimiento, de posible conciencia. Se la considera en relación con la subjetividad para la cual debe poder existir conscientemente y se la considera puramente en esa relación, es decir, también la subjetividad es considerada puramente como subjetividad que ejerce esas funciones trascendentales, y su conciencia, la función transcendental misma, como aquello en lo que o a través de lo cual reciben cualquier contenido y el sentido que deben poder tener todos los objetos pensables como tales para un sujeto consciente. Como resulta de nuestras anteriores aclaraciones, precisamente este impulso transcendental de la sofística y del escepticismo que de ella se deriva no llega a tener consecuencias en la antigüedad. Ni la filosofía que florece en su exitoso objetivismo dogmático y específicamente científico ni tampoco la nueva filosofía escéptica llegan a comprender la importancia real de la problemática que aquí se hace patente y que requiere ser trabajada radicalmente. En lo esencial las cosas no cambian hasta la Edad Moderna. Los historiadores pueden bien discutir la validez de las razones internas de la vieja y estimada división de la historia europea en Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna. En lo que toca a la filosofía, a la historia de la cultura científica no podría haber una tal discusión. Al respecto, no hay duda de que la filosofía de la Edad Moderna marca una línea de evolución nueva en sus

características básicas frente a la filosofía desarrollada desde Platón y que Descartes con sus Meditationes de prima philosophia funda la nueva época, dando una orientación completamente nueva al curso del devenir histórico de la filosofía. Lo nuevo de la filosofía cartesiana, y así de toda la Edad Moderna, consiste en que ella retoma, con un espíritu radicalmente nuevo, la lucha contra e escepticismo todavía no superado en ese estadio del desarrollo general, intentando captarlo de manera verdaderamente radical en sus raíces últimas y desde ahí superarlo definitivamente. Como guía interior funciona el convencimiento de que una tal superación no tiene ni mucho menos la función de acabar simplemente con las negaciones molestas de las que una ciencia objetiva que trabaja con éxito no tendría que ocuparse, sino que en las argumentaciones escépticas hay motivos de importancia decisiva para la ciencia objetiva y la Filosofía universal. Asimismo y más precisamente sirve de guía la convicción de que en esas argumentaciones se pueden percibir ambigüedades radicales e imperfecciones metódicas de las ciencias objetivas y que la purificación y el desarrollo teórico del valioso núcleo de esas argumentaciones tendría que llevar a asegurar la ciencia actual y, al mismo tiempo, a dotarla de un espíritu nuevo y a conducirla en una forma nueva a la claridad y la justificación de sí misma. Pero todo esto desemboca en el convencimiento de que sólo por este camino estaríamos en condiciones de realizar progresivamente la idea originaria y absolutamente necesaria de una filosofía universal. Teniendo en cuenta la evolución realizada, podemos decir también que el sentido profundo de la filosofía de la Edad Moderna es que de su propio seno le ha venido la tarea cuyo impulso —así sea sin aclarárselo— la ha mantenido en movimiento, o sea, la tarea de verificar, en un sentido eminente, el subjetivismo radical de la tradición escéptica. En otras palabras, su evolución tiende a superar el subjetivismo paradójico, juguetón y frívolo que niega la posibilidad del conocimiento objetivo y de la ciencia con un nuevo y riguroso subjetivismo, con un subjetivismo justificable absolutamente por medio de la escrupulosidad teórica más radical, en resumen, con el subjetivismo trascendental.

Con Descartes comienza la Edad Moderna porque él fue el primero que intentó tomar en consideración de modo teórico lo indudablemente verdadero que yace en el fondo de las argumentaciones escépticas. Fue el primero que penetró teóricamente hasta el fundamento ontológico más general que presuponen las negaciones escépticas más extremas y al que se refieren en sus argumentos, o sea, la subjetividad cognoscente cierta de sí misma. Es verdad que ya San Agustín en cierta manera había penetrado hasta allá en cuanto había señalado la indubitabilidad del ego cogito. Pero el giro nuevo parte de Descartes por el hecho de que él convierte el principio anti-escéptico de una pura contra-argumentación en una constatación teórica. En tanto que él considera esa subjetividad trascendental bajo el aspecto de la pregunta por la posibilidad de la filosofía que el escepticismo provoca, se le convierte necesariamente en el tema teórico fundamental. Aquí es preciso tener en cuenta que, indudablemente, el cogito en su certidumbre contradice sin más la actitud juguetona y extrema del negativismo absoluto que niega categóricamente toda especie de verdad, o sea, no sólo la verdad objetiva, sino también toda clase de verdad subjetiva del tipo del ego cogito. Pero con esto no queda todavía rebatido aquel escepticismo que tradicionalmente dirige sus ataques contra la posibilidad de la filosofía y en verdad ha querido dirigirlos sólo contra ella: contra la posibilidad de un conocimiento de “verdades en sí” relativas a objetos que son “en si”. Lo que tendría que ver, ante todo, con un mundo “objetivo”, en sí, pero luego también en íntima relación con éste, con “ideas” platónicas que son en sí, con principios matemáticos y lógicos válidos en sí, con ciencias de toda clase válidas en sí o, como también decimos, con ciencias objetivas. Este escepticismo —y sólo él— ha tenido la gran misión histórica de forzar a la filosofía a tomar el camino de la filosofía trascendental. En el sentido de Descartes pero no de San Agustín es el “yo pienso” el “punto arquimédico” sobre el que habrá de apoyarse el ascenso sistemático y absolutamente asegurado de la verdadera filosofía. Sobre el fundamento absoluto del autoconocimiento puro y en virtud de un proceso de pensamiento, que se lleva a cabo con una absoluta autojustificación dentro del marco de ese autoconocimiento, ha de desarrollarse como producto inmanente la filosofía auténtica. Se desarrollará precisamente como una actividad que desde su

comienzo absoluto y en cada paso se justifica absolutamente a sí misma. Así el ego cogito será el primer y único fundamento de una filosofía que se construye puramente sobre él, de una sapientia universalis. No obstante, hay que poner de relieve, por otra parte, lo siguiente: las Meditationes cartesianas no son meditaciones subjetivas fortuitas de Descartes y todavía menos son una forma de arte literaria utilizada por el autor para comunicar sus pensamientos. Al contrario, ellas se presentan, obviamente, como las necesarias meditaciones que, en el modo y orden de sus motivaciones, tiene que hacer —radical y necesariamente— el sujeto filosofante como tal. Éste tiene que hacerlas en calidad de sujeto que ha elegido la idea de la filosofía como idea directriz de su vida y, precisamente porque las hace espontáneamente en su vida cognoscente, ha de convertirse en verdadero filósofo. Es, pues, en esto que reside la importancia eterna de las Meditationes cartesianas. Ellas diseñan o intentan diseñar el estilo necesario del comienzo filosófico. El filósofo sólo puede comenzar meditando, pero la marcha, el método de esa meditación tiene una configuración necesaria. Por otra parte y correlativamente, aquí tiene que originarse, desde el punto de vista teórico objetivo, el comienzo mismo de la filosofía la teoría inicial, el método y las líneas directrices de su problemática. Lo uno y lo otro en conjunto han de diseñarse científicamente en su devenir y cada uno a su manera.

Lección 10a.: Las “Meditaciones Cartesianas”.

Una mirada a la historia muestra que estas Meditationes significaron un poderoso impulso que muy pronto se convirtió en un gran devenir y ocasionó la completa reorganización del desarrollo. A partir de ellas, la filosofía se consume en el incesante afán de llevar los nuevos problemas —que en el momento surgen sin claridad— a aquel grado de fundamental claridad y pureza que hace posible un tratamiento verdaderamente fructífero de ellos. Claro está, que a pesar de intentos renovados e inmensos esfuerzos no lo logra de manera completamente satisfactoria. Ya el punto de partida de todo

el desarrollo adolece de funestas ambigüedades. Sin duda, en las dos primeras y más importantes de las seis Meditationes está precisamente el gran descubrimiento que debía ser hecho primero para que pudiera comenzar la filosofía trascendental, o sea, el descubrimiento de la subjetividad trascendental pura y absolutamente cerrada en sí misma que puede percatarse de sí misma en todo momento con indubitabilidad absoluta. Pero Descartes mismo no pudo adueñarse del verdadero sentido de este descubrimiento. Tras la trivialidad aparente de su afamada máxima ego cogito, ego sum se abren, en efecto, inmensas y oscuras profundidades. A Descartes le pasó lo que a Colón que descubrió un nuevo continente sin saberlo y creyó haber descubierto simplemente una nueva vía marítima hacia la vieja India. En el caso de Descartes, la razón fue que él no captó el sentido más profundo del problema de la nueva filosofía que exigía ser fundamentada radicalmente o, lo que es en esencia lo mismo, el sentido auténtico de la fundamentación trascendental —enraizada en el ego cogito— del conocimiento y de la ciencia. Y esto se debió, a su vez, a que él no había aprendido adecuadamente la lección del escepticismo. Para poner esto en claro, hagámonos presente, por ahora a grandes rasgos, el camino cartesiano en las Meditationes, del que nos ocuparemos de nuevo con más profundidad cuando pongamos en escena nuestro propio modo de fundamentar la verdadera filosofía. Ninguna de las ciencias precedentes, dice Descartes, es todavía una ciencia verdaderamente rigurosa, absolutamente fundamentada. Para llegar a una tal ciencia, para lograr la construcción sistemática y absolutamente segura de una ciencia universal, de una filosofía, tenemos que hacer tabla rasa, tenemos que cuestionar todos los conocimientos obtenidos hasta ahora. Nuestro principio ha de ser no dejar nada que no esté tan firme que no pueda resistir absolutamente cualquier duda imaginable. Pero, entonces, desaparece de inmediato de nuestro círculo de validez —la validez que hemos de reconocer— el universo entero en el sentido corriente, todo este mundo dado a través de nuestra sensibilidad. Pues, como todos lo admitimos, la sensibilidad puede engañar. Si la seguimos, en todo momento podemos errar. Sin embargo, aunque puedo dudar de todo el mundo y quizás dudo efectivamente, algo es indudable: esto precisamente, que dudo, y además,

que este mundo se me aparece a través de los sentidos, que ahora tengo esta o aquella percepción, que juzgo sobre ella de esta y la otra manera, que al sentir la valoro, la deseo, la quiero, etc. Yo soy, sum cogitans, soy el sujeto de esa vida consciente que fluye con estas percepciones, recuerdos, juicios, sentimientos, etc., y soy el mismo en este fluir con absoluta seguridad e indubitabilidad. Yo soy (existo) aunque el universo, incluido mi cuerpo, no existiera; existo, exista o no este mundo dubitable. Resulta, así, evidente mi ser absoluto y mi ser para mí con mi vida absoluta como un ser cerrado absolutamente en sí mismo. Y éste es el que antes hemos denominado la subjetividad trascendental. Evidentemente, este yo no es otro que el yo concreto, captado en su pureza como yo, el sujeto puramente espiritual del que hay que aislar toda postura de lo que no es sí mismo y en sí mismo. Y entonces, cuando este yo puro experimenta sensiblemente en su conciencia un mundo objetivo y en sus actos cognitivos construye ciencias ¿hasta dónde no es esto un puro tener — en evidencias subjetivas— fenómenos subjetivos y juicios producidos subjetivamente? Si es la evidencia, la intelección de la razón la que da la primada a los juicios científicos sobre los vagos y ciegos de la vida cotidiana, ella misma es, entonces, un acontecimiento subjetivo de la conciencia. ¿Qué nos autoriza a darle a este carácter subjetivo el valor de criterio de verdad válida por sí misma, de verdad que puede exigir tener una validez más allá de la vivencia subjetiva? Y aún más, puesto que en el conocer se trata de un mundo supuestamente extrasubjetivo ¿qué me puede autorizar —dado que estoy cierto inmediata e indudablemente sólo de mí mismo y de mis vivencias subjetivas— a darle a la creencia de que este mundo es y que esta ciencia objetiva es realmente válida el valor extrasubjetivo que ella exige? En el intento de demostrar el derecho de la evidencia y su alcance transubjetivo, Descartes se pierde en el círculo vicioso que muy temprano ya se vio y que con frecuencia se ha deplorado. Él deduce —no importa cómo— de la finitud del ego humano puro, la existencia necesaria de Dios —que Dios no podría engañarnos con el criterio de la evidencia. Entonces, el uso de este criterio está permitido y bajo su guía se deduce la validez objetiva de la matemática y de la ciencia natural matemática y, a partir de ahí, el ser verdadero de la naturaleza así como la conoce esa ciencia. Viene después la

fundamentación de la teoría de las dos substancias, según la cual el verdadero mundo objetivo, en su verdad filosófica última, está constituido por cuerpos materiales y por esencias espirituales unidas a éstos por lazos causales y que existen cada una en sí y por sí, a la manera de mi ego. Así es, pues, el razonamiento que determina el nuevo desarrollo. Su primer punto culminante, el ego cogito, fue sin duda un descubrimiento hasta cierto punto comprensible universalmente. Fue una intelección tan nueva y de importancia tan incomparable que no pudo dejar de tener un efecto poderoso y duradero. Por primera vez se mostró, y sólidamente enmarcada, la subjetividad inmediatamente consciente de sí misma en su ser en sí y para sí, experimentable para sí misma con absoluta indubitabilidad en su puro ser para sí, en el flujo de conciencia que constituye su vida pura. Y se hizo patente que lo que pueda haber para un yo y de alguna manera se lo pueda poner o pensar, sólo lo será como en tanto que aparece en su vida consciente, en alguna forma consciente subjetivamente para él. Así fue puesto en evidencia científicamente aquel preciso ámbito de lo “puramente subjetivo” al que el relativismo escéptico había reducido —escépticamente— todo ser cognoscible, considerando que, si todo lo pensable y cognoscible es aparición, sólo son cognoscibles los datos subjetivos, los así llamados fenómenos y que no hay un conocimiento de algo que es en sí, de algo verdadero. Como ya dije, a Descartes le faltó profundizar en el sentido verdadero de la indeclinable tarea que ese relativismo le impuso a la filosofía: a la filosofía, a la ciencia en general que de ahora en adelante ya no podía seguir trabajando en la pura ingenuidad, en la cándida confianza de la razón en sí misma, en la confianza de la evidencia de su proceder metódico. ¿Qué había sido puesto en duda por el escepticismo? La posibilidad general del conocimiento objetivo, la posibilidad de obtener conocimientos que trascendieran la conciencia momentánea y las opiniones y fenómenos momentáneamente inherentes a ella misma, conocimientos que pretendieran conocer objetos en sí mismos, verdades subsistentes en sí. Desde el momento en que, a través del escepticismo, se llevó a cabo el paso de la ingenua entrega del conocer a los objetos que se le presentan, a una actitud reflexiva en la que la conciencia cognoscente entró al campo de visión y lo conocido

tuvo que ser considerado como la unidad de los múltiples actos del conocer y tenido en cuenta en relación a éste, la posibilidad y el sentido del ser en sí y del valer en sí tuvieron que volverse muy pronto enigmáticos. Por una parte, se estaba ante el hecho de que todos los objetos significan lo que significan, valen lo que valen, son lo que son para el conocedor a través de su conocer, a través de la actividad de dar sentido y de juzgar que en múltiples formas tiene lugar en él mismo como consciente. Pero, por otra parte, el mundo reclamaba su derecho de hecho evidente y, entonces, se imponía la pregunta: ¿qué pasa con el sentido y el derecho del ser real “exterior” e igualmente con el ser en sí de las objetividades ideales? ¿Qué puede significar la labor cognoscitiva puramente inmanente para una existencia fuera de la mente, para algo que en sí y para sí está en alguna parte “afuera” y para cualquier otro ente en sí y para sí, para cualquier otro sentido? Aquí, en verdad, hubiera tenido que llegarse por fin a la reflexión de que también este discurso de lo exterior y del ser en sí saca su sentido exclusivamente del conocimiento y que toda afirmación, fundamentación y conocimiento de un ser exterior es una labor cognoscitiva y judicativa que se lleva a cabo dentro del conocimiento mismo. Por lo menos esto se muestra en toda su evidencia en el momento en que Descartes pone de manifiesto la subjetividad pura, el ego cogito encerrado en sí mismo. Pero ¿no habría que decir que toda la falta de claridad y todas las confusiones a que se llegó debido a la atención que se dio a la conciencia cognoscente y a la necesaria referencia de todas las objetividades y verdades al posible conocimiento, que todas las ininteligibilidades y enigmas en las que cada vez más hondamente se fue entrando, provienen precisamente de que no se había estudiado la conciencia como conciencia operante? Todos los estudios científicos habían sido hasta ahora dirigidos objetivamente, en todos los campos se había tenido de antemano y se había presupuesto la objetividad en el ingenuo saber y conocer. Pero nunca se había tematizada fundamentalmente, nunca se había tomado como puro tema la cuestión de cómo la subjetividad cognoscente, en su vida de consciencia pura, realiza esta producción de sentido, esta producción judicativa e intelectiva llamada “objetividad”. No cómo ella determina en su avance teórico una objetividad que ya tiene en la experiencia y en la creencia

empírica, sino cómo ella en sí misma llega a esa posesión. Pues ella sólo tiene lo que en sí misma produce. Ya el más sencillo tener una cosa delante de sí en la percepción es conciencia y se lleva a cabo en una profusión de estructuras, como operación que da sentido y pone realidad. Pero para saber algo de esto, y algo científicamente aprovechable, se necesita la reflexión y el estudio reflexivo. Sólo el descubrimiento cartesiano de la subjetividad pura y, así, de la estructura de la conciencia, que es preciso considerar puramente en sí y en su inmanente aislamiento, hizo posible mantener sin confusión el sentido de esta tarea frente a la tarea de cualquier investigación objetiva. Si ésta intenta determinar teóricamente objetos previamente dados para el cognoscente, la investigación trascendental, ahora necesaria, intenta algo tan diferente que no puede, por principio, admitir el tener un objeto como dado de antemano, el simple estar ahí de un objeto. Pues su tarea consiste en investigar de modo general y en toda manera y a todo nivel, cómo se constituye subjetivamente en el conocimiento la objetividad como tal y la objetividad de cada categoría, para el cognoscente y en su “tener” cognoscente. Es decir, cómo el conocimiento, ya como simple percepción, produce el que este o aquel objeto sea dado de antemano y cómo luego lleva a cabo actividades cognoscitivas de orden superior. Así, la ciencia trascendental tiene, en efecto, un tema totalmente distinto al de todas las ciencias objetivas, está separada de todas ellas y, sin embargo, referida a todas ellas en tanto que correlato. Ya vemos de antemano que para esta nueva ciencia todo depende de que pueda mantener su tarea pura y, así, su investigación libre de cualquier recaída en la ingenua actitud de la investigación objetiva. Pero esto sólo le es posible de modo efectivo gracias precisamente al descubrimiento cartesiano que, sin embargo como vamos a ver, ha de ser esencialmente purificado, y a su método. Avancemos un poco más en nuestras reflexiones cuyo estilo es llevar a una perfecta claridad la motivación trascendental que estaba escondida en el escepticismo. Nos proponemos obtener sólo conocimientos que para Descartes ya estaban en el horizonte, después de que él, en las dos primeras Meditationes, había ya hecho patente la subjetividad trascendental, de tal manera que sólo hubiera necesitado, en cierto modo, hacer uso de ellos. Si los conocimientos obtenidos hasta ahora son correctos, pienso yo que pronto van

a resultar otras consecuencias. Va a ser ahora completamente claro por qué la ciencia objetiva, por exacta que sea, no es todavía una filosofía en el sentido de la idea platónica, o sea, una ciencia que pueda darnos respuestas definitivas y justificarse absolutamente. Esto no lo puede una ciencia objetiva y ni siquiera una puramente racional como la matemática y en ninguna de sus proposiciones, por evidentes que sean. Sólo cuando la racionalidad de la orientación exacta de la investigación sea, si no impugnada, al menos cuestionada con respecto a su sentido fundamental y a la esencia de su (capacidad) de rendimiento y entonces se haya llegado a aquella racionalidad que resulta del estudio del trabajo cognitivo trascendental, sólo cuando todas las confusiones y falsas interpretaciones que resultan de la falta de comprensión de las relaciones esenciales entre el ser objetivo, la verdad objetiva y la conciencia cognoscente operante hayan sido eliminadas por las aclaraciones positivas de la ciencia trascendental, puede desarrollarse una filosofía. No se trata aquí de ninguna manera de aclaraciones de poca importancia que pudieran añadirse incidentalmente a las ciencias objetivas, pero que en el fondo no les concernieran mucho. Mientras el sentido de la objetividad existente en sí, en tanto que sentido que sólo puede provenir de la conciencia cognoscente, sea oscuro y enigmático, también el sentido del universo previamente dado en la evidencia ingenua y, finalmente, también el sentido de todas las realidades y verdades conocidas en las ciencias objetivas será oscuro. Donde reina la oscuridad, el absurdo no está lejos. De hecho, la racionalidad de las ciencias objetivas, aún de las más perfectas, incluida la de la matemática, no ha evitado una cantidad de teorías absurdas que, en el correr del tiempo, se han ido adhiriendo diversamente a sus resultados y que, sin duda, tienen su fuente en malentendidos de orden trascendental. Ya las negaciones del escepticismo implicaban como correlato una posición absurda con respecto a la totalidad de la realidad por conocer: la del solipsismo, según la cual el universo se reduce a mí mismo, yo soy el único (existente) y todo lo demás es en mí ficción subjetiva o, al menos, sólo de mí puedo tener conocimiento. Pero también aquellos que reconocen y estiman altamente las ciencias objetivas caen en teorías absurdas siempre nuevas, se llamen ellas

materialismos, idealismos de varios tipos, monismos psicológicos, realismos platonizantes, etc. Que además de una física se necesite una metafísica y se la busque, y que suceda lo mismo con cualquier otra ciencia, tiene, en todo caso, su origen en gran parte en el hecho de que a las teorías y ciencias objetivas, que, por otro lado, persiguen su propia marcha metódica, se mezclan interpretaciones y falsas aclaraciones trascendentales que, finalmente, con bastante frecuencia embrollan su propia metodología. Pero si es así que en el conocimiento científico legítimo hay una jerarquía necesaria, según la cual sobre un estadio inferior de ciencias se construye —bajo el nombre de “metafísica”— uno más alto que tendría que tratar ciertos problemas eminentes y supremos, del tipo que sean, aquello de que previamente en todo caso tenemos la certeza es de que una tal metafísica (entendida como sea), si ha de ser verdaderamente una ciencia de lo supremo y una ciencia realmente fundamentada sobre una base absoluta, necesita la ciencia de la subjetividad trascendental, a la que no podría ni fundamentar ni aportar ningún supuesto. Esto vale para ella como para cualquiera de las ciencias.

Lección 11a.: Primera mirada efectiva a la ciencia trascendental. De las “Meditaciones Cartesianas” a Locke.

Una ciencia no puede tener cuestiones no resueltas y, todavía menos, cuestiones sin plantear de cuya respuesta dependa el sentido y el valor cognitivo de todos sus planteamientos —comenzando por los primeros y más primitivos— y, así, el sentido de todo el ser que pretende conocer. Tales cuestiones son las cuestiones trascendentales y, por esta razón, son de un género tan eminente que deben preceder a toda cuestión objetiva, a toda cuestión no trascendental. De igual manera, la ciencia de la subjetividad trascendental debe preceder a todas las demás ciencias, a las ciencias objetivas. Preceder, naturalmente no en el sentido de la génesis histórica, sino de aquella que prescribe la idea de la filosofía, o sea, la idea necesaria de la ciencia más auténtica y más rigurosa. Pues lo que una tal ciencia quiere es

nada menos que satisfacer realmente su sentido como ciencia, lo que significa, ella misma no quiere aceptar valer como ciencia, mientras no se entienda a sí misma, no entienda sus métodos y resultados, mientras se halle todavía en un estado en el que hable y establezca teorías sobre cosas cuyo sentido fundamental todavía no comprende. Entonces, el criterio aquí no es de ninguna manera que la función de la ciencia trascendental sea alejar de todas las ciencias (y en referencia reflexiva, de sí misma) ciertas fastidiosas interpretaciones erróneas que podrían encontrarse sea en su método, sea en el sentido del ser objetivo conocido en ellas. Eso sería casi como si una pantalla bien fija contra todo lo trascendental o un modo cuidadoso y sagaz de fijar la mirada sobre los contextos objetivos que se dan con evidencia en una recta dirección visual, evitando rigurosamente todo concepto y todo pensamiento proveniente en alguna forma de la atención a la conciencia constituyente y cognoscente, pudiera ya crear una ciencia rigurosa y plenamente satisfactoria. Pues la ausencia de interpretaciones erróneas no significa todavía la obtención de interpretaciones correctas, y cuestiones no planteadas y quizás de suma urgencia son también cuestiones no resueltas. Quizás ponerse, de vez en cuando, las anteojeras trascendentales es útil o aún más, es una ayuda necesaria para lograr, con la dirección objetiva de la mirada, la gran obra de la teoría científica, es decir, de la científica objetiva. Pero si las anteojeras espirituales llegan, de algún modo, a fijarse definitivamente, el ignorar lo trascendental se convierte en ceguera habitual y, entonces, se ha comprado muy cara la ventaja de la falta de interpretaciones erradas. Porque así desaparece toda interpretación, también aquella que ha de ser hecha para que sepamos cómo estamos propia y finalmente con respecto al mundo y qué tipo de actitud ética práctica exige él finalmente de nosotros. De hecho, no es así que la referencia retrospectiva del mundo existente para nosotros sin más en la ingenua postura de la experiencia a la subjetividad cognoscente (sobre todo cuando se la ha visto cartesianamente como pura subjetividad) no tenga importancia para el ser verdadero mismo y su sentido absoluto. Leibniz se figuraba, en su genial visión de la monadología, que todo ente en su ser verdadero y último se reduce a

mónadas y esto no significa otra cosa que al ego cartesiano. Podría ser tal vez que una cosmovisión fundamentada de manera trascendental filosófica exigiera precisamente una tal interpretación o una interpretación semejante como necesidad sin más. Y así quizás se justifica que se establezca una estrecha relación entre la consideración trascendental del conocimiento y la metafísica, es decir, cómo entonces la ciencia última fundamentada absolutamente, o sea, trascendental, debe lograr eo ipso conducirnos, por su aclaración del sentido del ser, a una información última referente a ese ser. Después de haber recorrido el horizonte de la problemática filosófica que se abre a partir del ego cogito cartesiano y que permite, al mismo tiempo, que la motivación del escepticismo se vea en su plena repercusión, volvamos a Descartes mismo, ese gran iniciador de la Edad Moderna. Aquí tenemos que constatar lamentablemente que él no sabía nada de esa gran problemática que tenía al alcance en su horizonte. De la necesidad y de la idea de una ciencia trascendental de la conciencia, de una egología trascendental —como también podríamos llamarla— no tenía la menor idea, él que tiene la fama inmortal de haber puesto a la luz —por el descubrimiento de ese ego trascendental— el tema y, en la pluralidad de la vida consciente pura, el campo de trabajo de una tal ciencia. La conciencia —que lo impulsa— de la insuficiencia de todas las ciencias precedentes y la necesidad de una ciencia absoluta, asegurada contra todo posible escepticismo, se traduce en un proceso de pensamiento y un sistema de vasto alcance y de grandísimo efecto, pero, ya desde un principio, no en las meditaciones que eran en este punto necesarias y no en un sistema que pudiera anticipar la futura filosofía, al menos por su estilo. No ofreció meditaciones que hubieran esclarecido el sentido más profundo de la problemática (como problemática trascendental) que el escepticismo había suscitado, el sentido más profundo de la ingenuidad dogmática de la ciencia objetiva, ni tampoco el sentido más profundo de una ciencia plenamente satisfactoria; meditaciones que hubieran trazado el camino necesario hacia ésta, hacia ésta como trascendental. Descartes es el auténtico iniciador de la filosofía, de la filosofía misma, de la verdadera, pero sólo al comienzo del comienzo. En efecto, sólo el comienzo de sus meditaciones que culmina en el ego cogito, diseña ya, a pesar de su curso de ideas todavía ingenuo y tosco, el

estilo necesario que es el clásico de Meditationes de prima philosophia. Dije que a pesar de su curso de ideas todavía ingenuo y tosco, porque en lugar de la intelección clara y última que capta lo que aquí está en obra, en él impera el simple instinto del gran genio. Descartes se detuvo ante la puerta abierta por él de la filosofía trascendental, de la única filosofía verdaderamente radical. No dio el paso para entrar al “reino de las madres”, nunca pisado pero bien dispuesto para ser pisado. Su radicalismo filosófico fracasó. Precisamente porque no logró satisfacer el sentido profundo de tal radicalismo, su convicción de que había que regresar a los fundamentos originarios de todo conocimiento en la subjetividad trascendental, no trajo el fruto que debía ni para él ni para la época que le precedió. El interpreta mal su propio buen comienzo porque no sigue avanzando en la reflexión clarificante hasta su término satisfactorio. Por eso se rinde ante problemas que de otro modo hubiera podido reconocer como absurdos. Precisamente con esto tiene que ver la gran calamidad que, junto con los nuevos y benéficos impulsos, trajo para la filosofía moderna. Sus ambigüedades, sus aparentes problemas, su equivocada teoría de las dos substancias, basada sobre el subsuelo de una no menos equivocarla fundamentación de las ciencias matemáticas, determinan y desconciertan el futuro. Tampoco se convierte en el fundador de una filosofía verdaderamente trascendental construida sobre un terreno trascendental, el ego cogito, porque permanece completamente preso en el prejuicio objetivista. Todo el aparato de su metodología filosófica meditativa sirve finalmente para salvar el mundo objetivo, el sustrato de las ciencias objetivas, y a estas mismas, de los ataques del escepticismo. Su mira se dirige especialmente a asignar a la matemática y a la ciencia natural matemática, en la forma y el método de su nuevo desarrollo, el derecho de absoluta vigencia y el rol de prototipo de toda ciencia auténtica. El ego puro, descubierto por él, no es otra cosa que la psique pura, lo dado a todo cognoscente con absoluta indubitabilidad, el pedacito de mundo objetivo dado como único en la experiencia inmediata, a partir del cual hay que cerciorarse, por deducción, del resto del mundo. Precisamente porque no llega a la comprensión de la verdadera problemática trascendental con la que tropieza al tratar el problema de la evidencia, no ve la absurdidad de toda esa

concepción ni de la teoría de la evidencia sobre la que se basa. No ve la absurdidad de la concepción de la evidencia como un criterio, como un puro indicador de la verdad ni lo absurdo de toda demostración destinada, a su vez, a asegurar la legitimidad de esa indicación. Y no ve tampoco la absurdidad de todas las pretendidas conclusiones que han de conducir desde la esfera trascendental —desde el ego puro— a la esfera objetiva. Como tara hereditaria, esta absurdidad pasa a través de la Edad Moderna bajo la forma de todas esas teorías del “realismo” trascendental y todos los demás motivos absurdos se transmiten al futuro. La actitud fundamental objetivista de la filosofía cartesiana y todo el estilo de su fundamentación científica confirieron a las nuevas ciencias exactas y a todas las ciencias positivas que intentaban seguir su modelo, el aparente derecho a considerarse ciencias absolutas y a enfrentarse finalmente a la filosofía como ciencias originariamente autónomas. Este rasgo objetivista trajo consigo el desarrollo de teorías psicologistas y naturalistas de la razón con cuya escondida absurdidad se ha tenido que luchar luego durante siglos. La situación tenía alguna semejanza con la del neoplatonismo en la antigüedad, a propósito de la cual bien podemos hablar de psicologismo y naturalismo. Tanto aquí como allá, esos términos designan teorías de la razón básicamente equivocadas, originadas en la confusión de planteamientos trascendentales con psicológicos o biológico-científicos. En la antigüedad, es Platón el primer pensador que, teniendo a la vista el escepticismo, pone en cuestión de modo radical la posibilidad del conocimiento. Bajo el nombre de “dialéctica” medita sobre una solución positiva del problema y plantea los primeros esbozos. Pero ya a partir de Aristóteles se debilita, como lo mostramos, el ímpetu de ese radicalismo bajo el efecto de los logros iniciales de las ciencias objetivas que fueron demasiado impresionantes para que se pudiera todavía tener el deseo de reflexionar seriamente sobre el sentido profundo de la problemática escéptica. Como consecuencia, apenas si se nota el psicologismo que llevan en sí la lógica y la ética antiguas. En la Edad Moderna —diría yo— sucede más o menos lo mismo. El radicalismo cartesiano, que no penetra con suficiente profundidad, no encuentra sucesores serios, ya que las ciencias se dan forma con magnificencia y autonomía por medio de sus propios métodos. Claro que

aquí también, como en la antigüedad, el problema del conocimiento fue puesto en juego con tanto brío que no podía desparecer frente a las ciencias positivas y pudo y tuvo que atraer siempre de nuevo el interés hacia sí. Una vez más las teorías que lo tratan toman la forma de teorías psicologistas y naturalistas. En el destino del desarrollo posterior adquiere importancia especial el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, la obra fundamental de la psicología sensualista moderna basada sobre la experiencia interna y asimismo la obra fundamental del psicologismo epistemológico. En esta obra se lleva a cabo un singular e instructivo desplazamiento. Ya no se trata seriamente de una filosofía radical, de la fundamentación sistemática —sobre una base absolutamente segura— de una ciencia previa y radicalmente puesta en cuestión. El mundo es un hecho indiscutible y, en el fondo, también la posibilidad de una ciencia objetiva. Pero hay que estudiar correctamente su herramienta —el entendimiento humano— para poderla fomentar. Lo que para esto tiene que tomarse como tema evidente y concreto no es otra cosa, según Locke, que el ego cartesiano, comprendido, claro está, de manera objetiva y natural como la psique humana, puramente en sí, como nuestro espíritu humano en la manera en que él se descubre a sí mismo en la evidencia de la experiencia interna. Si Descartes había omitido —omisión suficientemente fatal dentro del contexto de su fundamentación radical del conocimiento— tomar el ego cogito como tema de una ciencia específica, lo nuevo en Locke es que él lo hace, pero concibiendo, en actitud completamente naturalista, el ego como psique en el mundo previamente dado. Lo que intenta Locke no es una psicología en sentido pleno. El deja fuera expresamente cualquier consideración psicofísica o como él dice “física” del espíritu. Sin embargo, es una disciplina que se integra en una psicología completa como un conjunto sistemático cerrado. Es decir, la psique pertenece al mundo como psique de su cuerpo, o sea, está en el entrelazamiento de la causalidad psicofísica, y la tarea de la psicología completa es investigar esa psique tanto según su interioridad como según los entrelazamientos causales exteriores que dependen de la legalidad causal universal. Ahora bien, Locke quiere presentar una simple historia de la psique, quiere estudiarla de manera

simplemente “histórica” en su ser inmanente propio y basándose puramente en la experiencia interna. Esta comparación con lo histórico indica que se trata de un estudio descriptivo de la pura interioridad psíquica y, así, de una descripción sistemática del desarrollo psíquico, comenzando por el primer despertar de la vida psíquica. Sin embargo, esto no especifica todavía a dónde quiere llegar en realidad, pues, por otra parte, el título Ensayo sobre el entendimiento humano muestra que su verdadera intención es estudiar el desarrollo del entendimiento, de la facultad cognoscitiva. Precisamente por ese camino quiere hacer comprensible —y ese es el verdadero tema de la obra— la esencia, la posibilidad, el alcance, la extensión y los límites de la validez del conocimiento y de todos los tipos de conocimiento distinguibles descriptivamente. Luego, quiere someter a una clarificación la esencia, los tipos fundamentales y las esferas legales de las ciencias posibles, de las ciencias autorizadas y de sus métodos constitutivos y, por medio de estos, obtener las normas que han de guiar a los hombres —como seres dotados de entendimiento— en su actividad científica. Algo semejante tiene a la vista también para la actividad ética humana y las normas que deben regirla. Locke no advierte que los problemas gnoseológicos de la posible validez, comprendidos en su pureza y esencialmente (prinzipiell), son incompatibles con el objetivismo de su método, que ellos exigen eo ipso poner en cuestión el universo de la objetividad —como ya lo había hecho Descartes— y mantenerse completa y exclusivamente en el terreno de la pura conciencia. Y todavía menos advierte —lo que ya se le había escapado a Descartes y había sido la causa de que no lograra la verdadera ciencia trascendental— que la verdadera tarea aquí exigida es investigar sistemáticamente la conciencia como conciencia de algo. Es decir, investigar especialmente aquellas excelentes relaciones de conciencia en las que ésta —de modo originario y dentro de sus propios nexos causales— constituye para el cognoscente —bajo los títulos de evidencia y fundamentación evidente— el tener algo objetivo en sí mismo y el autoverificarse de algo objetivo. Él no ve que la verdadera objetividad es algo que sólo en la conciencia puede tener sentido y ser objeto de una verificación originaria, o sea, que el ser verdadero indica una teleología inmanente al sujeto que puede ser entendida intuitivamente según

sus propiedades esenciales y sus leyes, y que esto es precisamente lo que hay que lograr aquí.

SEGUNDA SECCIÓN LAS RAZONES INICIALES DEL INTENTO DE UNA EGOLOGÍA EN LA OBRA DE LOCKE Y SU PROBLEMÁTICA PERMANENTE

CAPÍTULO PRIMERO LA LIMITACIÓN FUNDAMENTAL DEL HORIZONTE DE LOCKE Y SUS RAZONES

Lección 12a. : El dogmatismo ingenuo del objetivismo.

Lo dicho al final de la lección anterior podemos expresarlo también de la manera siguiente: Locke no ve el problema radical del conocimiento planteado por el escepticismo antiguo y, por eso, naturalmente, no lo tematiza en su Essay. Sin embargo, este ensayo pretende ser una teoría del entendimiento, es decir, una teoría del conocimiento que ponga fin a las interminables controversias de la metafísica y proporcione a todas las ciencias la claridad necesaria para su perfección y requerida para su perfeccionamiento, o sea, claridad acerca del verdadero sentido de su trabajo y de la fuente última de sus conceptos fundamentales y de sus métodos. Su mira está puesta en lo esencial (prinzipielle), tanto lo común a todas las ciencias en general en cuanto tal, como lo determinante de las diferencias esenciales entre los diversos tipos de ciencias: lo que distingue, por ejemplo, las ciencias empíricas de las puramente racionales. Si en su aspiración a una filosofía verdadera y auténtica, como sistema de las ciencias absolutamente fundamentadas y autojustificadas, Descartes ya se había encontrado con el problema del conocimiento y había exigido cuando menos una teoría del entendimiento que precediera a todas las ciencias auténticas, Locke se propone desarrollar realmente tal teoría y exactamente para los mismos fines. Sin embargo, Locke no es el heredero legítimo del espíritu cartesiano y no recibe el valioso impulso que contenían las Meditationen. Ciertamente tuvimos que hacer a Descartes mismo el reproche de que, aunque tropezó con el problema trascendental del conocimiento, en realidad no lo vio y lo interpretó erróneamente. Por eso, fracasó en su

proyecto de una ciencia universal fundada radicalmente, o sea, de una filosofía. En lugar de llegar a una egología trascendental y a la teoría del conocimiento auténticamente trascendental incluida en ella, se extravía hacia una teoría del conocimiento teológica y una metafísica dogmática. Pero Locke también abandona lo que constituye la grandeza e importancia del comienzo cartesiano y con ello precisamente la fuente de la motivación inmediata que en todo momento lo hubiera podido conducir a un mejor camino, a una filosofía y, ante todo, a una teoría trascendental del conocimiento. En vez de comenzar, como Descartes, poniendo en cuestión todas las ciencias y el mundo de la experiencia mismo, Locke presupone ingenuamente la validez de las nuevas ciencias objetivas y aún más obvia le parece la existencia del mundo experimentado. Él no se da cuenta de la absurdidad y el círculo vicioso que encierra su teoría del conocimiento y cualquier otra semejante. Darse cuenta bien de esto es de importancia decisiva. El tema que, desde Locke, tratan los escritos sobre teoría del conocimiento se puede, de antemano, designar con una expresión general vaga: “aclaración del conocimiento objetivo en general”. Conocimiento es aquí el término más general para denominar los múltiples modos subjetivos del tener conciencia de lo objetivo, en los que el yo respectivo vive precisamente aquello que puede expresar de la manera más general con las palabras: soy consciente de algo objetivo, y que, de acuerdo al caso, denomina con las expresiones especiales: percibo cosas, seres humanos, etc.; me acuerdo de ellos o los espero; me los represento de manera poco clara; todo esto lo hago con certeza o sin ella; soy consciente de ellos como pura posibilidad o supongo que están aquí o allá; estaba cierto y ahora tengo dudas o termino convencido de su no ser. Naturalmente, hay que mencionar aquí también todos los juicios predicativos (comprehensivos) (begreifende) y, especialmente, los juicios teórico-científicos. Todo este tener conciencia que en el sentido más amplio se llama “referirse a” (Vermeinen) en tal y tal sentido o en este o el otro modo de certeza, se opone al simple imaginar o suponer que no es un referirse real sino simplemente una manera de proyectarse imaginariamente en un mentar (Meinen). También esto está dentro del ámbito de lo que se denomina

conocer, por razones fáciles de ver que aquí no tenemos que discutir. Realizar el conocimiento de lo que está en este ámbito, o sea, ser consciente justamente de algo objetivo en este o aquel modo especial de conciencia, no significa tener en el ámbito actual del conocimiento este tener conciencia. Significa ocuparse temáticamente con el objeto en cuestión, pero no tener como tema el tener conciencia del objeto. La tarea de la aclaración del conocimiento, dicho más claramente: del acto vivencial cognoscitivo, tiene su fuente y su sentido en el hecho de percatarse de ese acto. En el conocer normal, dirigido directamente a los objetos, estos pueden ser conocidos y reconocidos a diferentes niveles y pueden adquirir su claridad y su evidencia. Pero el conocer mismo, como acto vivencia] subjetivo en todos los variables modos subjetivos en los que el objeto justamente deviene objeto para nosotros, permanece desconocido y oscuro. Ahora bien, el fin específico de la teoría del conocimiento es, a la base del estudio general de las formas del conocimiento en el sentido más amplio, aclarar aquella especial actividad cognoscitiva que tiene lugar en el trabajo cognoscitivo en el sentido más exacto. El referirse (Vermeinen) en general, el ser consciente en general, cualquiera que sea su tipo y forma especial está subordinado a un posible juicio teleológico. Puede ya de antemano incluir en sí o admitir el dirigirse del yo a un telas, al objeto mismo en su verdadero ser y ser así. El conocimiento en sentido exacto se distingue del conocimiento que es sólo un referirse (mentar en general) (Meinen überhaupt) como aquel conocimiento (aquel eminente mentar) (ausgezeichnete Meinen) en el que el cognoscente tiene la conciencia de lograr su fin. En este contexto pertenecen a las simples menciones (bloßen Meinungen) —a la forma de conciencia que simplemente tiende a… (simplemente intenta)— formas transitorias de la conciencia como las verificaciones y su equivalente negativo, las refutaciones. Aquí, una conciencia unitaria, un camino de conocimiento conduce el puro tender a… a su cumplimiento o, en el caso contrario, a otra conciencia terminal en la que se presenta algo aprehendido en sí mismo, un fin alcanzado que se opone al anterior mentar tendiendo a… (abzielende Meinen) y en el que éste se “suprime”. También los eminentes procesos del conocer en sentido exacto, los procesos teleológicos del trabajo de la razón permanecen ocultos, desconocidos, y no se reconocen a sí mismos en su

natural ejecución. Requieren una aclaración que los saque a la luz, una reflexión temática dirigida a ellos que los lleve a aprehenderse claramente en sí mismos. Necesitan una investigación sistemática dirigida a conocerlos para comprender lo que es propiamente la producción cognoscitiva de lo objetivo y cómo en ésta se logra integrar algo objetivo tendiendo a ello, o cómo algo objetivo ha de ser entendido una vez como algo a lo cual se está simplemente referido (bloß Vermeintes) y otra vez como un ente verdadero, como un fin logrado y, además, en todo momento lograble. Incomprensible es, por ejemplo, la manera en que, en nuestra experiencia externa, en el flujo de vivencias subjetivas que constituye una capa permanente en nuestra vida consciente de la vigilia, se lleva a cabo precisamente esa operación que permite decir: “tengo constantemente la experiencia de una naturaleza espacio-temporal”, “tengo la experiencia de esta y la otra cosa”, etc. Cada acto de experiencia contiene en sí mismo la mención (Meinung): allí hay una cosa, algo objetivo, hecho de esta y esta manera, que cambia así y así, que influye sobre esa otra cosa, etc. La experiencia misma implica que, en todos sus cambios subjetivos, esa cosa que está allí es uno solo y el mismo objeto que, aunque ahora se presenta en la experiencia, no ha devenido lo que es sólo ahora, que es y sigue siendo en sí y para sí aún cuando yo “mire a otra parte”, etc. Si uno pregunta cómo eso que es en sí y para sí puede serme dado en sí mismo en mi experiencia subjetiva, puede ser aprehendido en sí mismo, puede ser mío precisamente al ser experimentado, la pregunta muestra que aquí es oscuro e incomprensible lo que el acto de experiencia en sí mismo es y la manera como en sí mismo contiene lo objetivo, como hace consciente el ente en sí mismo y lo comprueba conscientemente. Esto significa, entonces, que en el acto de experiencia es conocido lo experimentado pero no el experimentar, la esencia y el sentido del trabajo de la experiencia. Lo que es completamente natural, ya que la vida subjetiva, lo que se llama el acto vivencial (erleben) es algo oculto en su propia esencia y no ha sido nunca estudiado. Lo mismo vale para las múltiples vivencias subjetivas en las que se lleva a cabo el pensar teórico. Formando conceptos a base de las experiencias y juzgando predicativamente establecemos proposiciones a título de intelecciones teóricas y las combinamos en configuraciones cada vez más complejas. Lo que así

obtenemos, lo llamamos verdades sobre los objetos que son verdaderamente y estamos convencidos de que ellos, conformados en nuestra actividad subjetiva, tienen validez “en sí”, de modo semejante a como consideramos que son en sí los objetos experimentados cuando se da la consistencia continua de la verificación de la experiencia. De nuevo se requiere una investigación aclaradora, dirigida predicativamente al vivir y al obrar cognoscitivos para hacernos comprensible en primer lugar lo que en la inmanencia de esa vida cognoscitiva es propiamente producido como verdad teórica intentada y lograda o como ser objetivo, como substrato de una determinación teórica verdadera. Una vez que nos es claro cuál es la meta de toda la problemática de la teoría del conocimiento, que vemos qué tipo de ininteligibilidades afectan — en su generalidad esencial (prinzipiell)— al conocimiento objetivo en general y que la teoría del conocimiento —precisamente en esa perspectiva general— tiene la tarea de convertirlas en inteligibilidad y claridad teóricas, tiene que sernos completamente claro y cierto que en una teoría del conocimiento es inadmisible cualquier recurso a lo dado pre-teóricamente en la experiencia objetiva y cualquier premisa proveniente de las ciencias objetivas. Un tal recurso significaría obviamente una absurda metábasis. El tema universal de la teoría del conocimiento, de la teoría de la “razón” cognoscente, incluye toda la objetividad como objetividad conocida de un posible conocer, pero no la objetividad sin más. Alcanzar objetividad por medio de la experiencia o ya por medio del pensar teórico, y por medio de lo ya adquirido obtener cada vez más conocimientos, es progresar, en una manera natural ingenua de adquisición de conocimientos, de juicios e intelecciones comprehensivos (begreifenden) a otros nuevos y finalmente a teorías y a ciencias. Pero precisamente esto es lo que es, en cada paso, un enigma. Lo hecho, el hecho está “ahí” en cada uno de esos pasos, sólo eso está a la vista, es “tema”, mientras el vivir y el trabajar de la conciencia en que consiste el hacer mismo, es simplemente lo vivido pero no lo tematizada. Poner a la vista y en su manera de trabajar —experimentándola y teorizando sobre ella—, hacer comprensible y llevar a la expresión teórica la vida que en el vivir actual pasa desapercibida y resulta, por eso, incomprensible es, en efecto, la nueva problemática que se enfrenta a todos y cada uno de los problemas de la

actitud natural con respecto a la objetividad. Claro está, entonces, que — radicalmente y sin excepción— una cosa es practicar una ciencia objetiva “positiva” y otra cosa es —dentro del marco de la subjetividad pura— hacer comprensible el tener conscientemente, enterarse de o adquirir algo objetivo; también el consciente referirse y tender de las verdades y teorías predicativas como trabajo puramente subjetivo. Esta distinción radical y absolutamente inconciliable se mantendría obviamente aunque nunca hubieran surgido del primer descubrimiento —todavía confuso e incomprendido— de lo subjetivo en que lo objetivo toma forma para el cognoscente, motivos escépticos, tendencias a negar el mundo trascendente o al menos a considerarlo como incognoscible y así a dudar de la posibilidad de una ciencia del ente objetivo. Si este es el caso, con más razón resulta claro, que si el mundo es puesto en cuestión con respecto a su ser o cognoscibilidad, mientras la conciencia de él queda intocada, no puede presuponerse ningún ser objetivo ni ninguna premisa de la ciencia objetiva en investigaciones que intentan oponerse al escepticismo, aclarando el sentido que la objetividad y su conocimiento reciben puramente de la conciencia. Si Locke quería —lo que él y todos los teóricos del conocimiento que le siguieron indudablemente querían— poner en claro la esencia del trabajo de la conciencia, lo que quería era —con el fin de obtener normas fundamentales para la actividad cognoscitiva— hacer posible perfeccionar lo imperfecto y así, ante todo, la ciencia auténtica, la ciencia fundada en una autorresponsabilidad esencial. Entonces, tenía que llevar su propósito a una perfecta claridad y mantenerlo así; o sea, mantener en perfecta claridad lo que en este contexto significa propiamente la pregunta por la esencia, el trabajo y la validez del conocimiento. Tenía que ver que el trabajo propio del conocimiento, el auténtico conocimiento —así llamado racional— no es nada menos que constituir teleológicamente para el cognoscente —logrando el ente verdadero, el enunciado verdadero, la teoría y la ciencia verdaderas— la objetividad de todo género y forma. Había que ver y retener captándolo radicalmente que la objetividad —como lo obtenible en la subjetividad— no puede tener su lugar sino en la esfera de la conciencia misma (real y posible) y que no puede tener sentido ponerla fuera de toda conciencia posible como algo a lo que la conciencia se pudiera amoldar, quizás representándolo o

indicándolo. Como si aquello a lo que se amolda la conciencia —sea representado o indicado— pudiera identificarse en algún otro lugar que no fuera la conciencia y como si el amoldarse mismo se actualizara de manera diferente a la de la síntesis de la identificación que se cumple. Es preciso, ante todo, que se vea también que todo lo que simple y obviamente se da como existente, sólo lo es como experimentado en actos de experiencia y sólo de ellos obtiene sentido y validez. Dado que ya estaba descubierto el cogito cartesiano, basado en el importante cuestionamiento general del mundo y de la ciencia, podría suponerse que, profundizando un poco, esto podía ser visto fácilmente. Pero la tendencia a volver a caer en la actitud natural ingenua del pensar es muy fuerte. Y si ya el radicalismo cartesiano no había sido suficiente, cómo podía verlo Locke, para quien algo como el radicalismo era desde un principio extraño. Debido a que él ya abandona, sin comprenderlo, el comienzo cartesiano —ese verdadero comienzo de la superación del dogmatismo ingenuo— y se entrega por completo a la ingenuidad, hace extraordinariamente difícil a la posteridad abrirse paso hasta aquella intelección fundamental de la que depende definitivamente el comienzo de una teoría del conocimiento libre de absurdos y así, de una filosofía; o sea, la intelección del sentido puro del planteamiento mismo. Locke, persistiendo firmemente en su actitud dogmática ingenua, pretende, con todo, solucionar los problemas esenciales del intelecto de la razón. Estos, entonces, se le convierten obviamente en problemas psicológicos. La fundamentación de la ciencia y la filosofía auténticas se lleva a cabo sobre la base de una ciencia en sí misma objetiva: la psicología. Para quien está en la actitud natural, ésta se ofrece obviamente como la ciencia dentro de la cual han de ser investigadas la esencia y las normas del conocimiento auténtico y del método científico. Así, durante toda la Edad Moderna bajo la dirección de Locke se mezclan confusamente problemas básicamente diferentes que se reflejan en el doble sentido de los nombres “teoría del conocimiento” y “teoría de la razón”. Son problemas fundamentalmente (prinzipiell) diferentes y, sin embargo, íntimamente relacionados en su esencia. Separarlos, por un lado, y por otro conectarlos con íntima comprensión era, a partir de ahí, la tarea del desarrollo posterior

de la filosofía; la tarea de una verdadera y auténtica filosofía que alguna vez surgiera de la mezcla confusa de las filosofías. Teoría del conocimiento, teoría del entendimiento, de la razón, puede significar legítimamente: psicología del conocer humano o de la razón humana como una facultad psíquica que es parte constituyente del conjunto total de la vida psíquica humana, lo mismo que la psicología del conocimiento es una parte constituyente de toda la psicología. Por otra parte, los mismos términos pueden significar también: teoría trascendental del conocimiento y de la razón, para la cual la psicología no es el lugar de origen, no es el lugar de premisas que ella puede utilizar, sino algo problemático, como cualquier ciencia objetiva y su correspondiente ámbito del ser, o sea, algo que hace parte del problema. Pero, por funesta que haya sido esta confusión para la posteridad y aunque haya obstruido durante tan largo tiempo la vía hacia una auténtica teoría de la razón, no ha desviado totalmente la orientación del desarrollo de la filosofía moderna. Ya he mencionado, aliado de la diferenciación de la respectiva problemática, también su correlación interna. Una confusión que ha subsistido durante siglos, en la que los problemas han sido tratados sólo como cambiantes o atisbando desde dos lados, tiene que tener sus motivos naturalmente en relaciones intrínsecas, en conexiones esenciales. Y estas tuvieron que mostrarse como efectivas cuando el interés epistemológico llegó a ser suficientemente vivo, tuvieron que abrir posibilidades para el paso de la psicología a la problemática trascendental. En la ingenuidad del método psicológico objetivo tenía que haber, a pesar de toda la diversidad de sentidos y a pesar de las ambigüedades, momentos valiosos provenientes de esas relaciones esenciales, y así valiosos impulsos para el futuro. Por eso tenemos suficientes razones para seguir hablando de Locke cuando se trata de describir la motivación que mueve el desarrollo futuro e impulsa a la fundación de una teoría del entendimiento y de una filosofía trascendentales. En cierta manera, el psicologismo puede considerarse un progreso, en tanto que reacción contra el platonismo cartesiano y contra la teoría de las ideae innatae de la Escuela de Cambridge. Bien podemos caracterizar también esta teoría como psicologismo y más exactamente como psicologismo teológico. Lo que en ella se cuestiona, desde el punto de vista

de la teoría del conocimiento, es el lugar especialmente eminente de ciertos conceptos como conceptos fundamentales y de las proposiciones pertinentes como principios axiomáticos para todas las ciencias, como normas esenciales elegidas a las que está sujeta de manera completamente esencial toda teoría científica o toda actividad que se ocupe de teorizar. Se trata, naturalmente, de todos los conceptos fundamentales lógicos, pero también de los conceptos formales matemáticos y, a su vez, de los conceptos fundamentales éticos. Pues obviamente, los conceptos fundamentales y los principios de la ética tienen, con respecto a la praxis de la vida en conjunto, una posición análoga a la de los conceptos lógicos con respecto al trabajo de la ciencia, es decir, se dan como normas fundamentales de validez absoluta a la que está sujeta toda praxis racional. Por lo tanto, con ellos están relacionadas íntimamente cuestiones referentes a una teoría de la razón práctica. Cada cual se apropia subjetivamente en su propio pensar de todos esos elementos fundamentales y aprehende con evidencia apodíctica su legitimidad absoluta. Pero, la fuente última de la legitimidad absoluta, transubjetiva, que se manifiesta en evidencias apodícticas es, según el psicologismo teológico, Dios que la ha inculcado originariamente en cada alma humana. Se trata, así, de una aclaración psicológico-teológica de la validez transubjetiva de los elementos fundamentales de toda teoría o de toda praxis racional. Contra esta doctrina que tiene relación con la doctrina teológica de la evidencia ya citada a propósito de Descartes, reacciona Locke en su famoso primer libro de los Essay, tan influyente en su época. Aquello con lo que él enfrenta este psicologismo teológico es el nuevo psicologismo naturalista. Su psicología y su fundamentación de la teoría del conocimiento excluyen toda premisa teológica. De la misma manera, la nueva ciencia natural es ciencia a partir de la experiencia o, expresado más exactamente, es ciencia de hechos y puramente inductiva. Pero, como ya sabemos, esta es una psicología con la limitación especial de tener que servir exclusivamente a la solución de los problemas de la razón cognoscente y práctica y que, por eso, renuncia a toda problemática psicofísica. O sea, es una psicología fundamentada puramente en la experiencia interna. En este hecho hay un motivo importante, ya que Locke veía obviamente (y lo hizo aún más visible a sus lectores a través de sus

concretas descripciones) que sólo un método descriptivo servía para tratar los problemas del conocimiento. Él veía que la solución de problemas del conocimiento y, en fin, de problemas de validez racional, de acuerdo a su sentido sólo podía lograrse a la base de la contemplación intuitiva directa de los fenómenos mismos del conocimiento, y que, por eso, tenía que moverse en el ámbito del ego cogito cartesiano, sobre el terreno indudable donde las vivencias del conocimiento se dan en sí mismas para el cognoscente. De hecho, cuando se trata de cuestionar la validez real y posible de cualquier especie de conocimiento objetivo y de someter a crítica este conocimiento, el hecho incuestionable de la vida cognoscente misma según su ser real y posible se hace accesible inmediatamente y en todo momento a la contemplación reflexiva, como lo presupuesto y en este sentido indudable de toda cuestión crítica. Y si bien Locke interpretó erróneamente el ego cogito de manera objetivista, o sea, antropológico-psicológica, fue un gran progreso el que intentara el desarrollo —omitido por Descartes— de una egología pura, al menos en la falsa e invertida interpretación psicológica, o sea, como egología psicológica, como una especie de historia de la interioridad humana.

Lección 13 a.: Los prejuicios empiristas. El psicologismo en la teoría del conocimiento.

Y en efecto, si Locke hubiera llegado realmente a las descripciones — exigidas aquí por el método— de los elementos intuitivos inmanentes de la conciencia de un ego que se describe a sí mismo reflexivamente y en su pura inmanencia, a un auténtico análisis de los elementos de la vida de la conciencia y a una auténtica demostración de su estructura a partir de lo elemental, ese resultado hubiera tenido una importancia definitiva no sólo para una auténtica psicología sino también para una egología trascendental. El contenido esencial de esas descripciones —correspondientemente elaborado y una vez aclarados los errores interpretativos— hubiera beneficiado a la ciencia trascendental.

Lo que aquí hizo falta muestra diferentes direcciones cuando se lo precisa. Una de ellas tiene que ver con el defecto fundamental del método inductivo de observación empírica. La nueva psicología, como la desarrollan ya el mismo Descartes y su contemporáneo Hobbes, se constituye como una ciencia puramente inductiva siguiendo el modelo de la nueva ciencia natural, podríamos decir, como una “ciencia natural” de lo psíquico. Y sigue siendo así mientras —para ciertos fines filosóficos— se considera importante desarrollarla primero como una historia natural puramente descriptiva de la vida psíquica en el marco de la experiencia interna, como lo hizo al principio Locke. Pero luego hay que considerar que, lo mismo que la lógica analítica, la teoría de la razón que aparece en la historia confusamente entrelazada con ésta, como doctrina esencial (prinzipielle) y hasta como esencial por excelencia (prinzipiellste), de acuerdo a su sentido tenía que devenir eo ipso una teoría apriorística, una ciencia apriorística en el sentido platónico originario de ciencia de las ideas proveniente de una intuición eidética. Ciertamente, hay también una teoría empírica del entendimiento y una tipología empírica del entendimiento humano referida, ya sea a la especie empírica ser humano en general o, como tipología especial, a razas, pueblos, épocas, clases, individuos, generaciones, etc. Se pueden hacer investigaciones empíricas inductivas y descriptivas sobre tales tipos y se puede sacar provecho eventualmente de esas investigaciones desde el punto de vista individual pedagógico o nacional pedagógico, etc. Pero cuando en esas investigaciones se habla continuamente de entendimiento o falta de comprensión, de amplio o escaso rendimiento intelectual, de errores típicos, etc., detrás o por encima de todo eso hay una lógica pura que determina el sentido y establece normas. Y para llegar a una profunda y última comprensión de tales operaciones a partir del trabajo que, sin ser conocido, se produce en la conciencia, hay una teoría trascendental que, como aclaradora de lo esencial (prinzipielle Wesen), es a priori. Aunque se encuentre una dificultad en el hecho de que la tarea universal de una tal teoría en sí misma es esclarecer la esencia del conocimiento a priori y a la vez, por otro lado, la esencia del conocimiento empírico como tal, y aunque, en fin, se encuentren también dificultades en la referencia a sí

misma impuesta a toda teoría del conocimiento entendida como completamente universal, se puede ya ver en todo caso previamente que, si esa tarea ha de ser emprendida, sólo puede serlo en la forma y la pretensión de una ciencia eidética, una ciencia puramente racional de la esencia de la subjetividad del conocimiento y de sus posibles operaciones. Sin embargo, es siempre pensable que alguien cree estar realizando conocimiento empírico — por ejemplo, psicología del conocimiento— y, en verdad, estar obteniendo conocimiento de necesidad apriorística. En nuestra época positivista hay bastantes matemáticos que consideran empíricos sus conocimientos puramente apriorística comprendidos de facto en pura generalidad y necesidad, debido a que reflexionando confusamente sobre su clara actividad, se dejan llevar por teorías a la moda. Fue en este sentido que elije que las descripciones inmanentes de Locke hubieran podido muy bien ser provechosas desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, a pesar de la interpretación errada de su sentido esencial (prinzipiellen). Y de hecho así hubiera sido, si Locke hubiera llevado a cabo realmente análisis de la conciencia metódicamente correctos, si en una experiencia interna mantenida en su pureza y con interna fantasía hubiera sometido a un análisis elemental sistemático las formas concretas de vivencias inmanentes reales y posibles que se le presentaban y de tal manera que hubiera hecho descripciones exactas utilizando una terminología cuidadosa y precisa. Pero a tales descripciones no llegó él, ni tampoco otros psicólogos o defensores de la teoría psicológica del conocimiento. Este es, sin duda, uno de los hechos más curiosos de la historia de las ciencias. No es sorprendente que sea muy difícil lograr explicaciones teóricas que se refieren a infinidades de forma matemática (multiplicidades matemáticas) ya que son explicaciones que sólo pueden ser hechas por medio de construcciones conceptuales y teorías deductivas extremadamente complejas e ingeniosas que se constituyen progresivamente. En cambio ¡qué puede parecer más fácil desde el punto de vista metódico que una descripción! Sin embargo, para el dominio de grandes regiones del universo que, como las de la historia natural, abundan en formaciones de estructura extremadamente complicada, también la sistemática de la descripción presenta dificultades al espíritu científico. Pero aquí se trata de descripciones

objetivas, cada una de las cuales en cada rasgo y con respecto a la determinación de las correspondientes características específicas objetivamente dispuestas de las múltiples observaciones e inducciones objetivas presupone, ante todo, grandes preparativos como viajes de exploración, etc. Las cosas son diferentes en la esfera puramente subjetiva donde, ya desde el comienzo, cualquier descripción domina su objeto en una experiencia adecuada. La aprehensión a través de la experiencia no puede ser ya en sí misma un substrato de especiales dificultades, como si existiera el peligro esencial (prinzipielle) de no llegar a los objetos que hay que describir. Sin embargo, es curioso que esta es precisamente la situación en la psicología y la teoría del conocimiento de Locke. Se pretende describir lo experimentado en la experiencia puramente interna sin que se haya tenido nunca realmente una tal experiencia, sin que se hayan visto realmente sus componentes auténticos, sin que nunca se haya podido realizar en su ámbito un verdadero análisis y, en consecuencia, sin que nunca se haya logrado una auténtica descripción sistemática. El fracaso del método de Locke tiene razones profundas inherentes a la esencia misma de la subjetividad que describe y que, a la vez, está siendo descrita. Así que las dificultades no son, de ninguna manera, casuales. La experiencia externa, la experiencia objetiva en general, es experiencia en la actitud natural, de la que forma parte la experiencia de sí mismo que tiene corrientemente el ser humano. Es la experiencia de sí que, en su vida Práctica activa en el trato con sus vecinos, él tiene, referido sin cesar a sí mismo y alternando con la simple experiencia de las cosas, como actividad vital natural, libre y espontánea. Y entonces, cuando la psicología, como ciencia de la experiencia, busca descripciones y aclaraciones, le sirve esta experiencia natural de sí mismo, de igual manera que al científico natural le sirve la experiencia de las cosas espaciales, la así llamada experiencia “sensible”, “externa”. En este punto no nos interesa saber las razones metódicas que la psicología tenía en general y que una psicología auténticamente científica tenía que tener para llevar a cabo descripciones en el marco de la experiencia de sí puramente interna, de la puramente inmanente, o sea, en lo esencial dentro del marco de la evidencia del ser dado a sí mismo de manera indudable, que Descartes hizo valer, pero que quizás conviene delimitar

críticamente. Para Locke y la teoría psicologizante del conocimiento estas razones, como ya lo vimos, pertenecen a la problemática del conocimiento, según su esencia y su validez intelectual. Aquí rige la idea seguramente indudable de que las producciones del conocimiento sólo se pueden aclarar cuando uno mismo va a examinarlas y las separa en un análisis determinante, es decir, que la aclaración científica sólo puede llevarse a cabo con base en descripciones científicas. Entonces, es obvio que el objeto de estas descripciones es el conocimiento, tal como es en su pura esencialidad específica y tal como es dado en esta esencialidad específica sólo en el puro ego cogito o, como dice Locke, en la experiencia interna. Pero aquí hay razones inherentes precisamente a la naturaleza de la situación descriptiva misma que se oponen a la realización de una experiencia interna verdaderamente pura y de una experiencia que observa y determina de manera obvia. En el transcurso de las épocas y especialmente de la más reciente se ha hablado mucho de las dificultades de la observación interna debido a que las descripciones de los diferentes observadores —a diferencia de las hechas en la esfera de la experiencia externa (aunque esta no exige para sí evidencia indudable)— no han podido llegar a armonizar. Todo intento de mostrar un resultado descriptivo irrebatible y realmente convincente, como verdadero en sí mismo y que, dado el caso, pudiera servir para decidir en el debate, ha fracasado. Pero toda la discusión sobre la dificultad ha servido poco, en tanto que no se ha tenido en verdad ninguna experiencia interna ni ninguna descripción pura de la interioridad pura correspondiente. Como vamos a mostrar después detalladamente, ésta necesita, para llegar a realizarse, para mantener su pureza y llevar consigo la seguridad científica de conservar esa pureza, un método específico, el método de la reducción fenomenológica. Pues sólo cuando la actitud natural objetivista con todo lo dado en ella es suspendida (lo que precisamente este método enseña a realizar), sólo cuando, de esta manera, se hace completamente imposible la intervención —de otra manera inevitable— de lo experimentado objetivamente (o, lo que es lo mismo, de lo trascendente a la pura interioridad), se puede superar esta dificultad. Sólo entonces se puede ver efectivamente lo que yace bajo el título de lo “interno”, o sea, (de lo) incluido puramente en la evidencia del ego cogito. Y sólo entonces aparece, se puede

y se debe ver —mientras los prejuicios, en una especie de hipnosis, no nos vuelvan a cegar para lo realmente visto— que toda la vida interior es conciencia de parte a parte y, al mismo tiempo, es lo consciente y, por eso, sólo como tal se lo puede describir. Claro está que, entonces, se muestra inmediatamente que la auténtica “experiencia interna” no es —como en la concepción de tabula rasa de Locke— algo como un campo, como un plano o un espacio sobre el que pudiera deslizarse en todo sentido, guiada por la sucesión espacial, una mirada mental móvil que fuera simplemente comprendiendo y determinando sucesivamente lo que va apareciendo, sino que, en reflexiones constantemente recomenzadas y en reflexiones a diferentes niveles que se añaden a lo ya dado reflexivamente, aparece la inmensa plenitud de modos de conciencia. La conciencia misma puede, a su turno, aparecer en muchas y muy diferentes maneras como lo consciente de la conciencia y esto, a su vez, con implicaciones progresivas; aparecen hasta continuos múltiples, continuos de la conciencia de una conciencia de una conciencia, etc. Aquí, el percibir mismo, en el que los elementos internos son percibidos, pertenece a los elementos internos perceptibles; se puede reflexionar sobre él y sólo por eso sabemos de él y lo incluimos describiéndolo en el ámbito de la “experiencia interna”. Lo mismo sucede naturalmente también con el describir o el teorizar; no captado, no observado en la activa realización, deviene él mismo reflexivamente captable y descriptible, lo mismo que, a su turno, sucede con este describir de nivel superior, etc. Sin cesar, lo experimentado o experimentable interno, como consciente, tiene con su conciencia la inseparable relación a través de la cual pertenece también —en cuanto inobservado y no aprehendido— a la esfera de lo puramente inmanente. Por su parte, esta conciencia no es algo añadido y separado de su contenido vivencial, sino conciencia es conciencia de su contenido y contenido es contenido de su conciencia; una y otro son inseparablemente uno. No vamos a mencionar aquí la plenitud de unidades descriptivas ni las estructuras complicadísimas que ya en los casos más simples incluye una concreta “conciencia de algo”. De todo esto no tienen idea ni Locke ni sus sucesores. Es muy curioso pero a la vez comprensible después de conocer las razones intrínsecas y los

obstáculos históricos, que una psicología y una teoría del conocimiento pudieran hablar durante siglos de lo dado en una experiencia interna, de los diferentes géneros y especies de ello —percepciones, representaciones, actos judicativos, actos volitivos, sentimientos, etc.—, que se considerara que se había fijado todo esto de modo científico en conceptos descriptivos, cuando de ninguna manera se había visto, ni nunca se había aprendido a mirar lo que se da puramente y lo que se puede determinar realmente en la pura interioridad. No mejoró en nada que no se hubiera querido entender el método como puro método de la percepción interna, sino como método de la experiencia en sentido amplio, o sea, principalmente de la experiencia interna y que así se renunciara a la absoluta evidencia de la memoria interna, ya que la situación esencial (prinzipielle) es la misma para la memoria que para la percepción. Si es verdad que no es concebible una psicología que no extraiga su completo sistema de conceptos originarios constitutivos (o sea, aquellos conceptos a partir de los cuales se construyen todos los conceptos psicológicos) de la pura experiencia interna como única fuente, la psicología moderna ofrece el especial espectáculo de que cree estar bien fundamentada como ciencia, cree haber extraído su material conceptual y hasta de manera descriptiva de la experiencia interna, siendo que en verdad no ha reconocido el reino de la experiencia puramente interna que es el Único que puede producir los auténticos conceptos. Lo mismo habría que decir mutatis mutandis de la moderna teoría del conocimiento y no solamente de la psicologista, que se orienta por la tradición proveniente de Locke.

Lección 14a.: El carácter ejemplar de las ciencias naturales modernas como obstáculo para el desarrollo de una auténtica ciencia intuicionista de la conciencia.

Hay, por supuesto, como ya lo hemos sugerido, también motivos históricos provenientes de la situación del devenir de las ideas en la Edad Moderna que de antemano funcionaron como prejuicios inhibidores y evitaron que fuera

tomado en consideración en su carácter propio lo dado a la mirada dirigida a la pura interioridad. En este sentido, el carácter ejemplar de la nueva ciencia natural tuvo y tiene todavía un efecto muy perjudicial sobre la psicología. Hasta qué punto pudo cegar incluso a pensadores geniales se puede ver ya en Hobbes. Para él la ciencia natural es de tal manera el prototipo de la ciencia verdadera, de la ciencia posible en última instancia desde el punto de vista filosófico, que no solamente atribuye el ser absoluto a la naturaleza material, sino que también, al contrario, reduce todo ser absoluto —también el ser psíquico experimentado internamente— a la naturaleza. Si Descartes había puesto como absoluto el ego aprehendido puramente con sus cogitationes como substancia espiritual, Hobbes considera la vida interior subjetiva como pura apariencia subjetiva cuyo verdadero ser reside en los correlatos materiales psico-físicos. Con ello se convierte en el padre del materialismo moderno y así también de la nueva psicología materialista. Claro está que Locke no se deja influenciar de ese modo por la ejemplaridad de la ciencia natural. Sin embargo, ésta es también fatal para él, aunque de otra manera. Primero, también para él es absoluta la ciencia natural, lo mismo que la naturaleza, de acuerdo a como la determinan las ciencias naturales de su época y así como él entiende esa determinación. O sea, los cuerpos materiales son realidades absolutas en su temporalidad y espacialidad, en sus propiedades físicas y así exclusivamente en sus determinaciones geométricas y mecánicas. Locke separa aquí las propiedades primarias de las fuerzas. Las propiedades primarias u originarias —tamaño, forma, situación, movimiento o reposo— son las cualidades inseparablemente inherentes a un cuerpo material en cualquiera de sus estados. Por medio de ellas tiene efectos sobre otros cuerpos y sobre nuestros sentidos. Ahora bien, si observamos las intuiciones que tenemos de la experiencia de los cuerpos, las “ideas” en las que se nos presentan las cosas materiales que están fuera de nosotros, en las que se nos muestran subjetivamente, vemos que esas ideas contienen también cualidades primarias análogas a las cualidades exteriores pero que, por otra parte, contienen también cualidades específicamente sensibles como color, sonido, calor, frío, etc., que no tienen las realidades materiales y que son sólo subjetivas y sólo

importantes objetivamente en cuanto —debido a relaciones de causalidad psicofísica— indican propiedades geométrico-mecánicas. Los tonos percibidos refieren a vibraciones del aire de determinadas formas regulares y son “explicados” causalmente por medio de ellas, lo mismo que los colores percibidos lo son por medio de emanaciones de los cuerpos u otros procesos físicos de movimiento; y así en todo. Los cuerpos materiales que son en sí, dice Locke, no son sólo substratos de cualidades primarias sino también substratos de fuerzas. Éstas son consideradas por él como análogas con respecto a las fuerzas psíquicas experimentadas originariamente en la experiencia interna. Las cualidades y las fuerzas correspondientes no son elementos independientes que componen las realidades materiales a la manera de puros complejos o conglomerados, sino subsisten en un substrato unitario, en una substancia, que es algo completamente desconocido, un Je ne sais quoi. Esta interpretación de la ciencia natural y de la naturaleza científicamente comprendida, así como de la relación de esta última —la verdadera naturaleza— con la naturaleza en el sentido de la experiencia externa, influye, a su vez, —debido a la ejemplaridad de la ciencia natural— sobre la interpretación de la psicología, del alma y de lo dado en la experiencia interna. En el caso de Locke influye también, como se sabe, en el sentido de que él le da a la psicología una significación metafísica, según la cual un substrato desconocido, una substancia psíquica sirve de portador tanto de los actos físicos como de los actos y estados psíquicos. De ello le resulta que es imposible saber si esa substancia no es la misma que en la investigación científica de la experiencia externa se le adscribe a ésta como substancia material que se sirve de base. Este tipo de influencia que la moderna ciencia natural y la metafísica mezclada con ella ejercen sobre Locke y la teoría del entendimiento de toda la Edad Moderna no necesita un examen crítico profundo con respecto a las convicciones preconcebidas provenientes de ella. Pues aquí ya se ha hecho crítica al llamar la atención de modo general sobre el círculo vicioso que se deriva de que una teoría de la razón es, según su sentido, crítica de la razón en general y no crítica en el sentido corriente de un examen de la legitimidad de un conocimiento especial basado en presupuestos admitidos como obvios.

En otras palabras, que el propósito de la crítica es aclarar cómo en el medio insobrepasable del mentar (Meinen) subjetivo —cualesquiera sean sus formas (mentar de la experiencia, de la teoría, del juicio, de la valoración, mentar práctico)— algo como un derecho objetivo sale a la luz en las así llamadas acciones de la razón; además, cómo obtiene un sentido originario en ese especial modo de validez que es el de la intelección (Einsicht) y cómo de ahí surge la fuerza de una norma inalterable, de una norma sea de la verdad simplemente, de la posibilidad o de la probabilidad, etc. Porque la teoría de la razón resulta, en efecto, del percatarse de que en ese ámbito cerrado del ego “cogitante” se lleva a cabo todo su ser consciente, todo su mentar y así toda mención de lo objetivo de cualquier tipo, y de que todo hablar de verdad y de legitimidad obtiene su sentido —en la subjetividad misma— de un cierto mentar especial que fundamenta la intelección y que, en cada caso, según el tipo especial del mentar y de lo mentado, tiene diferentes formas de sentido. Cuando con respecto al ocultamiento de la vida cognoscente que, por decirlo así, permanece en el anonimato durante del proceso del conocimiento objetivo, aparece la necesidad de levantar ese anonimato, cuando debido a la falta de claridad surgen problemas y dudas y el conocimiento objetivo y el trabajo objetivo de la razón se convierten en tema de una teoría de la razón, esa falta de claridad y así el problema mismo de la razón conciernen de igual manera a todo conocer, a todo mentar y a todo fundamentar objetivos. Así pues, toda convicción objetiva está incluida en la universalidad del problema. La objetiva ausencia de presupuestos de una teoría de la razón no significa, entonces, otra cosa que algo tan natural como el tener siempre presente que el sentido de la problemática teórica racional es esencialmente (prinzipiell) universal y que, por lo tanto, no se puede presuponer en particular lo que ya ha sido cuestionado en la generalidad del problema. Por eso, en el modo de proceder de Locke, lo mismo que en todas las teorías naturalistas de la razón (antropológicas, psicologistas) hay una especie de círculo vicioso. Se presuponen como válidas la naturaleza y la ciencia natural, mientras, a la vez, se pregunta por la posibilidad de su validez. Sin embargo, la influencia de la ciencia natural y del modo de pensar naturalista consagrado por ella se muestra todavía en otra particularidad muy importante de la teoría del conocimiento de Locke, que de manera

especialmente funesta ha determinado el desarrollo posterior. Y es en aquello que llamamos la naturalización de la conciencia. Lo que con esto queremos decir tiene que ser explicado más precisamente. Según lo que acabamos de constatar, el intento cartesiano de hacer comprensible la posibilidad de un conocimiento objetivo y de una ciencia también objetiva y justificarlos absolutamente en un proceso fundamentado puramente en el ego cogito, no es continuado por Locke. Es decir, éste no prosigue el intento de mostrar la legitimidad de la pura subjetividad en la que todo conocer tiene lugar y de no admitir como válido ningún tipo de conocimiento trascendente y objetivo que no haya demostrado antes en el marco del ego cogito su posibilidad y su legitimidad. Por otro lado, para Locke sigue siendo determinante el pensamiento de la pura inmanencia en la que debe manifestarse y justificarse toda trascendencia, a pesar de la inconsecuencia ingenua del procedimiento dogmático. Lo único dado inmediatamente para el espíritu son sus propias ideas, es un principio repetido frecuentemente en el Essay de Locke. Lo que Descartes había definido claramente bajo el título de cogitatio con sus cogitatum qua cogitatum como lo dado inmediatamente con seguridad e indubitabilidad absolutas, como clara et distincta perceptio que, reflexionando, realiza el ego en la pura conciencia, lo llama Locke, con igual inmediatez, “idea”. Al reino de estas “ideas” se refiere aquella “historia” de la conciencia que Locke quiere hacer y a través de la cual quiere resolver los problemas teóricos cognoscitivos. Motivos sin duda importantes pero que no han llegado a su completa madurez lo guían en los comienzos y en el desarrollo posterior de su método y siguen teniendo efectos en el futuro (“teoría del conocimiento”). Locke se pregunta (él mismo lo indica, aunque de manera algo vaga como motivo originario de toda su empresa): ¿por qué se desarrollan de modo tan poco satisfactorio las disputas de los metafísicos? ¿por qué estos no llegan en sus esfuerzos a resultados seguros y convincentes para unos y otros? Porque operan con representaciones vagas de Dios y el mundo, del cuerpo y el espíritu, de la sustancia y los accidentes, del tiempo y el espacio, del número y la magnitud, de la fuerza, la causa, el efecto, etc., sin preguntar por su origen y su sentido claro y originario, es decir, sin convencerse de si estas representaciones y las configuraciones conceptuales

metafísicas proyectadas con ellas carecen quizás de toda posibilidad de realización en la misma clara intuición; o, como Locke lo expresa, si no sobrepasan los límites que la naturaleza impone al conocimiento humano. Y frente a esto Locke quiere rechazar toda metafísica (lo que, claro está, no hace de verdad) y esbozar, en primer lugar, una “historia de los comienzos iniciales del conocer humano”. Él quiere regresar (para él es lo mismo) a las ideas como los objetos inmediatos de la percepción interna y los objetos más inmediatos del pensar, quiere mostrar sistemáticamente las ideas simples y describir las operaciones mentales que el espíritu efectúa con ellas, quiere luego avanzar a las formas superiores del saber y así mostrar cómo el espíritu conforma originaria y gradualmente todo el saber de que es capaz en general. Esta es la investigación “histórica” que opone también a la explicación psicofísica y que ve como la tarea de la teoría del conocimiento. Pero aquí es necesario agregar lo siguiente como aclaración y complemento: es fácil distinguir las “ideas” en su forma originaria así como aparecen primero en la experiencia interna; se las puede reconocer fácilmente según sus concordancias y diferencias. De modo que aquí no hay una fuente de error. Pero después de su aparición originaria, reaparecen en formas simplemente reproductivas, más o menos opacas y oscuras y luego con facilidad se mezclan indistintamente una con otra. Con esto tiene que ver también el peligro de pensar de manera lingüística, por otra parte tan útil. Nosotros, los seres humanos, tenemos la facultad de utilizar ideas sensibles distinguibles con precisión —las así llamadas palabras— como signos de cualquier tipo de ideas y de pensarlas en forma lingüística. Si los significados de las palabras se orientan por intuiciones claras y, en cualquier momento, somos capaces de regresar de las reproducciones opacas —que nos quedan en la memoria— de las intuiciones en que ese significado se da, a las ideas claras originarias, o sea, si aclaramos los significados, el pensar de manera lingüística tendrá sentido y verdad y podrá defender en todo momento su verdad. Pero si seguimos operando en el pensar con palabras y significados oscuros, si conformamos con estos siempre nuevos pensamientos y opiniones sin asegurarnos —volviendo a la intuición originaria— de que a esas conformaciones corresponde un sentido claro posible y un significado verdadero, el pensamiento no tiene valor.

Según Locke, de esto resulta la gran tarea del esclarecimiento de todos nuestros conceptos autoadquiridos o recibidos, es decir, de las ideas significantes más o menos confusas con las que operamos en nuestra vida. Se trata, ante todo, de la aclaración de los conceptos fundamentales, de las representaciones fundamentales de nuestra concepción del mundo natural y científica que, por lo tanto, juegan un papel universal y dominante en todas las ciencias. Son los ya citados conceptos: espíritu y cuerpo, cosa y propiedad, espacio y tiempo, etc. A todos estos conceptos les falta claridad y precisión y los errores que aquí se originan tienen que tener, como es obvio, consecuencias particularmente graves. Por eso, la tarea más importante es, justamente en lo que concierne a estos conceptos, regresar —para aclararlos — a las ideas originarias, de acuerdo con estas ideas darles una nueva definición y una forma estable y hasta donde sea posible, descomponerlos analíticamente en sus últimos elementos conceptuales originariamente claros. De aquí le resulta a Locke el pensamiento —importante en su núcleo a pesar de la grave falta de claridad con que ha sido expuesto— de que si pudiéramos presentar sistemáticamente todas las ideas elementales (entendidas aquí como cogitata qua cogitata) que surgen de manera originariamente intuitiva en la pura conciencia, y si, además, pudiéramos mostrar sistemáticamente las maneras en que esas ideas simples se reúnen, en un proceso originariamente intuitivo, para formar ideas complejas, tendríamos el bosquejo de todo el universo de posibles conocimientos humanos, pues habríamos determinado previamente el material de ideas de todos los conceptos posibles, de todos los posibles significados de las palabras, por decirlo así, el alfabeto de las ideas elementales y de los conceptos legítimos. Tendríamos también los modos de conexión —inferidos de las ideas mismas— en que ellas devienen ideas complejas realmente intuitivas, por decirlo así, el alfabeto de los modos de conformación por medio de los cuales todos los posibles pensamientos verdaderos quedarían circunscritos. Es evidente que en este proyecto metódico tiende a su configuración un importante motivo y que a partir de él podría fijarse la meta de una teoría del conocimiento. Vamos a ver que aquí se trata nada menos que de un presentimiento del auténtico intuicionismo que forma parte de la esencia de la

fundamentación trascendental del conocimiento. Es el presentimiento del estilo del método de una teoría del conocimiento auténtica y —dependiente de ella— de una nueva fundamentación de todas las ciencias, sólo a través de la cual ellas devienen, en su más profundo y último sentido, ciencias rigurosas. Pues con el fortalecimiento de la teoría trascendental del conocimiento resplandece evidentemente un nuevo ideal científico: el de una ciencia que se comprende a sí misma y se responsabiliza de sí misma hasta los orígenes últimos de todas sus configuraciones cognoscitivas y con ello también del sentido originariamente auténtico de todo ser conocido en ella. Pero este presentimiento —desde luego ampliamente rebasado por nuestras aclaraciones— no pudo tener consecuencias fructíferas. Cualquier camino conducente a darle a la idea misma de una elucidación universal del conocimiento la claridad que le era tan necesaria estaba obstruido por la naturalización ingenua de la conciencia en que Locke muy pronto incurre. Esta naturalización proviene de que el ámbito de la experiencia puramente interna, el así llamado reino de las “ideas”, es concebido enteramente en analogía con el mundo espacial, como ámbito de la experiencia externa. Es significativa la famosa metáfora de la tabula rasa que Locke toma de la antigua tradición. Cuando despierta a la conciencia, el alma se semeja a un papel en blanco sobre el que la experiencia escribe signos. Lo que aparece en el alma o, más bien, en el ámbito de la experiencia interna son series de tales signos siempre nuevos, de ideas siempre nuevas[2]. En esta metáfora se expresa la tendencia a una cosificación que tiene consecuencias cada vez más fuertes en el desarrollo posterior de la filosofía de Locke. Los signos sobre una pizarra, los trazos de tiza o de tinta son sucesos cósicos y simbolizan también sólo cosidades. Así como el espacio es el campo del ser de las cosas físicas, el campo de la conciencia —la pizarra vacía— es una especie de espacio para las realidades cósicas intrapsíquicas. Así como la ciencia natural —primero la descriptiva y luego explicativa— trata de las cosas y procesos de la experiencia externa, del espacio exterior, y los describe y explica causalmente, así la psicología, el campo de la conciencia, tiene tareas análogas respecto a las ideas y configuraciones de ideas. La nueva ciencia natural, tan admirada, se había convertido en el prototipo de la ciencia auténtica en general y esto influyó también en la mane

obvia en que el tipo de la realidad espacio-temporal se tornó igualmente como prototipo de toda realidad, también de la psíquica. Esto había sido ya la fuente del dualismo cartesiano, del materialismo de Hobbes y del paralelismo de Spinoza y había conducido al mismo Locke a la interpretación de la vida de la conciencia como un ser accidental que tiene como fundamento sustentador y hasta causal una substancia psíquica —en analogía con la substancia material que debía servir de fundamento a los complejos de ideas o de propiedades sensibles. Pero también aquí se halla la fuente de la naturalización de lo dado en la experiencia interna que sucede en la concepción de Locke del reino de las “ideas” como tabula rasa.

CAPÍTULO SEGUNDO EXPLORACIÓN CRÍTICA DE LA PROBLEMÁTICA AUTÉNTICA Y PERMANENTE IMPLICADA EN LAS INVESTIGACIONES DE LOCKE

Lección 15a.: El problema de la inmanencia y de la unidad sintética de la conciencia.

Si la realidad psíquica fuera realmente del mismo tipo ontológico que la naturaleza, la psicología —desarrollada como ciencia rigurosa y exacta— tendría, en efecto, que asemejarse completamente a la ciencia natural. Tendría que ser una ciencia de relaciones puramente inductivas y debería excluir por principio cualquier otra manera fundamental de relaciones sólo entrelazadas con las inductivas y, en consecuencia, un método esencialmente diferente de investigación y teoría psicológica. Este tipo de psicología puramente inductiva y naturalista, preconizado por quienes veían en la ciencia natural el modelo de toda ciencia, obtuvo un especial carácter después de que Locke pareció haber puesto en evidencia la tabula rasa de la experiencia interna como el campo de conocimiento necesario y más importante de la psicología y de la teoría del conocimiento, como el campo fundamental sobre el que obviamente tenían que ser construidas todas las descripciones y teorizaciones inductivas. Claro está que Locke mismo, que no era de ninguna manera un hombre consecuente e implacable, no realizó una tal psicología ni una tal teoría del conocimiento. El primero que lo hizo fue Hume, y vamos a ver lo que eso significada desde el punto de vista filosófico: nada menos que el fin de toda filosofía y de toda ciencia; en una palabra, un escepticismo fundamentalmente absurdo, notable sólo por su estilo histórico completamente nuevo. En la obra de Locke está, por así decirlo, el comienzo de ese fin, que en un principio tenía una apariencia

inofensiva, pero que luego fue tomando nuevas formas debido a las graves insensateces de los que pensaron más profundamente. La experiencia interna abarca, para Locke, la totalidad de lo inmediatamente dado de que dispone en cada caso el yo, el “espíritu”. Es obvio, que esto dado son sucesos reales en el ámbito de la subjetividad, así como lo dado en la experiencia externa son sucesos reales de la naturaleza exterior. Pero establecer este paralelo tiene los efectos insidiosos que ya se sienten en las descripciones de Locke. Aquí hay que considerar diversas perspectivas. Por una parte, el lado del yo de la tabula rasa: si este es el campo de la experiencia interna, es, entonces, el campo del yo que experimenta y la experiencia interna es la conciencia que el yo tiene de los sucesos de ese campo. Además, el yo no sólo tiene lo consciente como experimentado internamente, sino también es afectado por ello, es afectado por los signos inscritos en la tabla de la conciencia y, al reaccionar, ejerce actividades, explicita propiedades, tiene en cuenta, trae a la luz recuerdos oscuros colige, compara, relaciona, etc. En su rectitud, Locke no abandona nunca completamente lo que ha visto y, por eso, él mismo hace valer las actividades del “espíritu” y el hecho de que esas actividades no sólo tienen lugar sino que también son conscientes inmediatamente para el “espíritu”, o sea, que como ideas, ellas mismas son inscritas, a su vez, en la tabla de la conciencia. Pero ¿qué sucede en todo esto con el yo del que aquí —de manera implícita— constantemente se habla y del que siempre tiene que hablarse en la descripción de la experiencia interna? Locke habla de él o —como él dice— del espíritu, casi como si delante de la tabla de la conciencia estuviera un ser humano que trabajara con los signos. Lo que visiblemente es un sinsentido. Y, por lo demás, lo interpreta como una substancia incognoscible. A veces, lo denomina idea y, a veces, niega que sea una idea. Esto último es su verdadera opinión y como, según él, el campo de las ideas (de las ideas auténticas) es el ámbito del saber posible, se reduce el yo al complejo de vivencias de la conciencia, así como, de otro modo la cosa se reduce al complejo de “propiedades” o —dada la equivocación que ya conocemos— al complejo de ideas sensibles. Pero esto es desconcertante. Porque es imposible negar el yo como sujeto de actividades y como perceptor de todas las ideas, lo mismo

que no se puede negar la cosa idéntica de los complejos sensibles cambiantes. Además se presenta, por último, la notable dificultad de que los complejos de ideas en general, también los sensibles, están dentro de la subjetividad. Como se sabe, Descartes atribuyó importancia no sólo a la evidencia de la cogitatio sino también a la del ego de la cogitatio, incluso a esta última la mayor importancia. Pero ¿como qué es dado este ego y cómo es dado? ¿Es una substantia cogitans metafísica? ¿Es, como dice Locke, un Je ne sais quoi, algo que debemos asociar necesariamente con las vivencias de la conciencia interna, con las de la tabula rasa, que debemos postular además como postulamos el substrato material incognoscible asociándolo a los datos de la experiencia de la cosa externa, de acuerdo con el paralelismo de la teoría de Locke? ¿Pero no es inmediatamente evidente que yo, al reflexionar sobre mis actos vivenciales del percibir aprehensivo, del juzgar, del valorar, del querer, nunca los descubro como hechos ajenos a mi yo, sino siempre necesariamente en la forma general del ego cogito? Encuentro inseparable e inmediatamente con ellos o en ellos el yo de la conciencia idéntico dondequiera que sea. Cada uno de esos actos vivenciales, cuando lo percibo como acto del yo, es, a su vez, tema de un acto reflexivo y entonces al volver a reflexionar, lo reconozco como un acto vivencial del yo, del mismo yo idéntico al que está operando en él. Bien, y para decirlo ahora en forma completamente general: cualquier vivencia de la conciencia, también la que no es un acto del yo, es, precisamente de esta manera, mi vivencia. Por ejemplo, de modo semejante, reconozco —en una reflexión evidente— como mi vivencia, la audición de una melodía a la que yo, mientras la oía, no estaba dirigido en un acto de percepción y de la cual me doy cuenta después en un ver retrospectivo como una audición no perceptiva (o de la melodía como melodía no percibida). Y la reconozco, en la realización sintética de tales reflexiones, como perteneciendo al mismo yo de todas las vivencias que en cualquier momento llamo y debo poder llamar mías, que sólo puedo llamar mías en virtud de tales reflexiones y síntesis, identificando continua y evidentemente el yo uno y mismo que soy. ¿Por qué —pregunto yo— no se declara todo esto como hecho fundamental dentro de las descripciones de la experiencia interna? ¿Por qué no se dice: en el ámbito de la conciencia

interna encuentro toda clase de vivencias cambiantes, pero cada una como de mi propio yo, y este yo existe en una absoluta identidad? Claro está que ese yo en su absoluta identidad resulta difícil. Se lo quisiera identificar con la bien conocida persona, yo, que me conozco a partir de la experiencia de mi vida. Pero es que no se trata de una absoluta evidencia con respecto a las propiedades de carácter que determinan mi realidad personal. Sin embargo, ¿no es completamente correcto que Descartes reclame la más evidente de todas las evidencias para el ego puro como el del cogito puro? Entonces, no es de ninguna manera una imputación vacía y tampoco metafísica, aunque, dentro de la absoluta evidencia, yo no pueda enunciar casi nada de él, excepto que —como polo subjetivo imperdible y numéricamente idéntico— pertenece a todas las vivencias concebibles que debo poder llamar mías. Pero en ningún caso como parte, pues cada parte de una vivencia desaparece con la vivencia misma y ninguna nueva vivencia puede tener realmente una parte idéntica con la anterior. Si uno ya de antemano está predispuesto al naturalismo, es decir, está orientado sólo por la analogía con el ser exterior y se dirige, si no a cosas interiores —ya que aquí de antemano no se puede hablar de cosas permanentes— sí a lo análogo a sucesos reales, poco puede hacer naturalmente con el “yo puro”. Claro está que no se pueden naturalizar las vivencias y atribuirles algo naturalista tan absurdo como un yo idéntico numérico, un yo absolutamente idéntico que pertenece de modo evidente a todo y que, sin embargo, no es él mismo algo real, una parte real, un anexo real. Aquí vemos la razón por la cual toda psicología dependiente del prejuicio naturalista —casi toda la de la Edad Moderna— es ciega con respecto al yo puro, y por qué tiene que volverse ciega si piensa la psique de manera puramente naturalista como una realidad paralela a la física y la esfera de la conciencia interna como un campo de vivencias reales. Locke mismo no es todavía tan ciego con respecto al yo, pero no sabe qué hacer con él. Come había tomado la dirección del pensamiento naturalista pero seguía aferrado al yo, se encontró con una tensión de motivos incompatibles que era necesario suprimir. Si el naturalismo continuaba siendo determinante, tenía que llegarse, en el desarrollo posterior de las

doctrinas naturalistas, a la supresión del yo o de la substancia psíquica que se le había imputado. El error de la naturalización de la conciencia se reveló también en otras relaciones, embrollándose en absurdas concepciones y teorías cuya absurdidad, si bien no pudo hacerse patente en medio de la confusión general, fue sentida como tensión interna. Es necesario explicar aquí ante todo que la naturalización de la conciencia ciega no es solamente con respecto al yo, sino a todo lo que pertenece a la esencia de la conciencia como conciencia. Así como la conciencia no es concebible sin yo, tampoco es concebible sin algo, sin alguna “objetividad” que le sea consciente. Por lo tanto, no es posible una descripción y, todavía menos, una teorización más elevada de la conciencia que no describa y teorice al mismo tiempo el yo y lo consciente en él como lo consciente de esta conciencia. La conciencia “se refiere” a alguna objetividad —es un modo de expresión natural y corriente— y la palabra “conciencia” designa, entonces, vivencias tales como una percepción de algo, un recuerdo de algo, la vivencia de un signo como signo de algo, de un placer como placer de algo. Cuando se trata de actos del yo tales como: percibo o me entero de algo que está presente o de algo pasado recordándolo y dirigiéndome perceptivamente a ello, etc., se dice en sentido especial: me refiero a lo objetivo en cuestión o, también, estoy referido a eso; y hablando del yo en tercera persona: el yo en cada caso se refiere o se dirige, mientras, por otra parte, el acto vivencia mismo sigue siempre relacionado, a su manera, con el correspondiente algo. Esta relación que se denomina intencional siguiendo a Brentano (y de acuerdo con la cual yo he llamado las vivencias “vivencias intencionales”) tiene un sentido esencialmente diferente al de las demás relaciones que atribuimos sea a los objetos entre ellos, sea al yo o a la conciencia respectiva con cualesquiera objetos. El objeto de la relación intencional como aquel que está incluido puramente en el acto, en la vivencia intencional misma, es el objeto puramente intencional, inmanente, como también lo llama Brentano siguiendo a la Escolástica. Es lo mentado en el acto en tanto que puramente mentado sin preguntar o decidir si en verdad, “efectivamente” existe o no existe. Cuando simplemente enunciamos una proposición relacional, en sentido normal y modificado, esta enunciación —

según su sentido— pretende poner en relación un ente con otro y la relación misma es puesta y afirmada como relación entre objetos que existen efectivamente (no importa si son reales o ideales). En lo que concierne a la relación con su objeto dada en el acto mismo, se trata —como vemos— de algo diferente: el objeto al que se refiere es y sigue siendo su objeto independientemente de su verdadera existencia. Sin embargo, cuando me refiero percibiéndolo a cualquier objeto de mi entorno —por ejemplo a ese árbol allá abajo a la orilla del arroyo— y digo al respecto: veo ese árbol, el sentido normal de tal enunciación implica naturalmente que el árbol existe allá abajo en verdad, mientras, al mismo tiempo y por otra parte, es mentado como lo percibido en este acto de percepción. Aquí tenemos entonces un enunciado de relación en el que está incluida y enunciada al mismo tiempo una relación intencional. Ahora bien, si ponemos en duda la existencia del árbol o arbitrariamente nos abstenemos de tomar posición respecto a su existencia, no cambia nada en el hecho de que la vivencia perceptiva en sí misma es percepción de “este árbol” y sigue siendo lo que es: percepción del mismo árbol, referida en sí misma a su objeto inmanente, aunque luego resulte que esa percepción ha de ser evaluada como ilusión. Para que todo quede claro, será bueno que hagamos una diferenciación entre el objeto inmanente de la conciencia de cada caso (de la conciencia inmanente intencional) como lo consciente en cuanto tal en la inmanencia de esta conciencia y el objeto simplemente, como lo enunciado en el enunciado normal en calidad de objeto-substrato (como aquello sobre lo que se enuncia), enunciado entonces con el sentido de que existe en verdad. Si creemos que existe, vale para nosotros como realmente existente —como cuando en la simple experiencia tenemos “este” árbol, este árbol dado allá abajo— y entonces, en la actitud normal y por medio del discurso normal, enunciamos simplemente: “este árbol” y cualquier enunciado de este tipo mienta, entonces, obviamente el árbol como real. Se requiere, entonces, un cambio de actitud, hay que efectuar una modificación de sentido para poder reconocer el “objeto mentado en cuanto tal” en la pura inmanencia de la vivencia misma —“sin consideración de la existencia o no existencia”— o sea, renunciando a cualquier toma de posición.

Sólo a través de estas muy necesarias aclaraciones se comprende el sentido correcto de lo que, como objetividad de la conciencia (en tanto que inmanente intencional), es inseparable de cada conciencia. Y así se comprende también el sentido de una descripción puramente inmanente. Esta es transgredida y abolida cada vez que el objeto mentado no es descrito exactamente como es mentado en sí y por sí en la conciencia correspondiente, como cuando, recayendo en la actitud natural —en la que dejamos que todo nuestro saber sea determinante para la enunciación— incluimos en la descripción del objeto intencional características que provienen de otras convicciones, de otro saber que, por lo demás, puede ser muy legítimo. Si toda vivencia de conciencia “lleva” en sí su objeto inmanente, hay que tener en cuenta también que ese llevar en sí no puede tener el sentido de una inmanencia real, como si el objeto intencional inmanente estuviera dentro de su conciencia como pedazo o momento real, como parte. Verlo así sería obviamente absurdo. Por ejemplo, el pasado del cual nos acordamos es — como ya vimos— en el recordar mismo, pasado recordado; el futuro que esperamos es, en el esperar mismo, futuro previsto. Pero así como el pasado o el futuro reales, el pasado o el futuro “mentados como tales”, “inmanentes intencionales” no son una parte constitutiva real de la vivencia presente. Cada componente del flujo de vivencias, ella misma temporal inmanente, es una parte real de la vivencia como dato de la corriente temporal inmanente. Pero los múltiples recuerdos o esperanzas en los cuales volvemos a recordarlos o a esperarlos, son vivencias independientes de la temporalidad inmanente y no pueden tener ningún elemento común. Esto se puede comprobar en otros ejemplos cualesquiera. Por ejemplo, el acto de conciencia que llamamos recuerdo es en sí mismo conciencia de este o el otro pasado recordado; lo mismo la conciencia que llamamos percepción externa es en sí misma conciencia de lo exterior percibido. Y así en todo lo demás. Esta inmanencia inseparable por esencia no es, entonces, ninguna inmanencia real, ningún estar contenido real. Verlo así sería evidentemente absurdo. Lo que no excluye que la conciencia pueda ser cuestionada y descrita también en función de sus partes reales, de sus elementos. Un juicio predicativo, por ejemplo, tiene obviamente pasos y elementos diferenciados, como procesos temporales inmanentes, la posición del sujeto, la posición del

predicado referido a éste, etc. De la misma manera, también pueden unirse realmente vivencias de conciencia separadas para formar un todo. Pero, por otra parte, es preciso tener en cuenta que la unión de una conciencia con otra conciencia tiene también significación para la objetividad intencional y que, como unión de conciencia, realiza una operación que no puede ser análoga a ninguna en el ámbito natural. Esta operación consiste en producir —como “síntesis”— una objetividad intencional unitaria que es la de la conciencia unida como una conciencia. Pero será mejor que acentuemos esto último, es decir, que una conciencia y otra conciencia no sólo se unen en general, sino se unen —una propiedad notable en sí— para formar una conciencia que como tal tiene su propia objetividad inmanente. Esta objetividad de la síntesis se funda luego necesariamente en la de las vivencias unidas de la conciencia. Tratar la síntesis como una especie de conexión (por ejemplo, querer dar cuenta de ella a la manera moderna apelando a formas de enlace reales —“cualidades de «gestalt»”) es ignorar el carácter propio de la conciencia y caer en la absurdidad. En este contexto es preciso tener en cuenta también que la identidad de un objeto en el plano de la conciencia —precisamente aquello que fundamenta la posibilidad de hablar de un objeto— reenvía a una síntesis en la que una conciencia plural, por ejemplo, diversas percepciones diferentes se unen sintéticamente en una conciencia de uno y el mismo objeto y este “uno y mismo” es, por su parte, también conciencia y es, él mismo, también intencional. Y además, es preciso ver que, paralelamente a ese modo de síntesis constantemente dominante que hace consciente la unidad y mismidad de esto o aquello y así en general de objetos como objetos para el yo, al contrario, el yo mismo es el índice de una síntesis universal por medio de la cual toda aquella conciencia infinitamente variada que es la mía adquiere una unidad universal que no es la objetiva, sino la unidad de un yo; o más bien, es preciso ver que por medio de este tipo de síntesis el “yo permanente y persistente” de esta vida de conciencia se constituye y se hace consciente continuamente.

Lección 16a.: La irrealidad de los contenidos inmanentes de la síntesis de la conciencia en su polaridad yo-objeto y el problema de la intersubjetividad. Observaciones acerca de la crítica de Berkeley a Locke.

Esta doble polaridad designada por los términos yo y objeto, inherente con necesidad absoluta a toda vida de conciencia como tal, es de tal género que pensar algo análogo a ella en la realidad natural sería absurdo. Lo real tiene componentes reales, partes y momentos reales, formas de conexión reales. En cambio, la síntesis de la conciencia tiene —bajo la forma de esos polos— contenidos inmanentes que son irreales. Una vez que, en general, se ha comenzado a ver, se ha comenzado a reconocer que estas irrealidades tienen que ser descritas al mismo tiempo como elementos inseparablemente contenidos en la conciencia y eso en todos los modos cambiantes en que ellos hacen parte de la correspondiente conciencia, se abren ámbitos ilimitados para el trabajo descriptivo. Ante todo, se prestará atención a la pluralidad de posibles direcciones que puede tomar la reflexión, sólo en las cuales también se muestra claramente que el tener conciencia de algo —por ejemplo, el percibir de algo percibido, el esperar de algo esperado, el juzgar de algo juzgado, etc.— no es algo vado o pobre desde el punto de vista descriptivo frente a lo que en eso es consciente, algo que a lo sumo sólo tendría diferencias cualitativas; como si, por ejemplo, el percibir y el recordar sólo se diferenciaran por una indecible “cualidad de ser consciente” (Bewußtheit). Lo que está bajo cada una de estas denominaciones poco precisas, como percibir y, más especialmente, percibir cosas o acordarse, esperar, juzgar, comprender, y también valorar desear querer, etc., son más bien modos de conciencia altamente complejos que van variando diversamente de dimensión y van realizando siempre nuevas operaciones intencionales. Ser consciente (Bewußtheit) no es nunca un vacío tener algo —así sea el aparentemente más sencillo percibir o el tener conciencia sin poner ninguna atención— como si

el sujeto en ello tuviera sus objetos intencionales, por así decirlo, ahí dentro en una bolsa. Sin embargo, ni a Locke ni a sus sucesores se les ocurre examinar una vez seriamente este tener y describirlo realmente como lo que es en esencia. Es comprensible que, cuando realiza experiencias, el investigador de la naturaleza mire exclusivamente a las cosas y procesos experimentados en esas experiencias, que los acepte como los tiene en la experiencia y que luego no tenga otro propósito que teorizar sobre lo que tiene describiéndolo y aclarándolo. Estar dirigido exclusivamente a la objetividad es un elemento esencial del método de las ciencias naturales. Lo que incluye dejar lo subjetivo fuera de cuestión y hasta deliberadamente fuera de juego. Pero para el psicólogo y el teórico del conocimiento todo lo subjetivo es, claro está, parte del tema y así el tener subjetivo de lo objetivo no es algo que él pueda desatender. Esto mismo es algo, pero de ello es inseparable lo tenido como tal y debe ser descrito según su propia esencia. Si observamos cualquier vivencia intencional —por ejemplo, una simple experiencia externa— la observación reflexiva nos muestra que hay una gran variedad de cosas que ver; quizás ya en el simple ver una cosa como tal: los aspectos subjetivos infinitamente cambiantes del objeto que, sin embargo, no son nada en la naturaleza, en el espacio mismo, sino son precisamente aspectos subjetivos de la cosa. La cosa mentada en la percepción no puede ser consciente perceptivamente de ninguna otra manera —como ya lo mencioné antes— que teniendo alguna apariencia; y con esto ya se insinúa un tema de copiosas descripciones. No solamente en el caso de la percepción de cosas hay una gran variedad de temas de descripciones subjetivas: Se ve que el caso es el mismo para cualquier conciencia. También ese universal tener conciencia por medio del cual toda vivencia individual es, a su turno, consciente, la así llamada conciencia “interna” es una construcción verdaderamente maravillosa de las más finas estructuras intencionales, aunque por supuesto, profundamente escondidas. Para evitar confusiones de antemano, quisiera llamar la atención sobre el hecho de que el concepto de conciencia tiene significados múltiples y, por eso, como tema de los análisis que están aquí en cuestión puede significar varias cosas, a saber: , ) la conciencia universal del yo, aquella en que el yo

tiene conciencia de todo lo que es disponible y aprehensible para él en algún sentido, aquella en la que él comprende todo eso en la unidad universal de un campo de visión: lo externo y lo Interno, lo que no es yo y lo que es yo, las vivencias intencionales individuales en sus más diversos niveles y sus contenidos reales e ideales; 2) la conciencia en el sentido propiamente cartesiano, es decir, la designada por el ego cogito de la evidencia cartesiana. Aquí el ser trascendental, por ejemplo, la naturaleza física, no es puesto como realidad y no es tomado como siendo, sino es puesto fuera de vigencia de modo artificial; 3) las vivencias intencionales que aparecen individualmente en el campo cartesiano como percepciones, deseos, voliciones, etc. La ceguera psicológica con respecto a la esencia originaria de la conciencia en todas estas formas universales y particulares se revela para todo el que una vez ha llegado a conocer las verdaderas descripciones, en que las descripciones de Locke, lo mismo que las de sus sucesores, no pudieron llegar a hacer un análisis ni una descripción reales y correctos, es decir, de acuerdo con las partes y conexiones reales, porque continuamente cometieron el error de interpretar como elementos contenidos realmente, los elementos intencionales que, natural y en cierta manera necesariamente, son vistos como inseparablemente contenidos ahí. Debido a tales interpretaciones erróneas surgieron problemas básicamente falsos que ocasionaron esfuerzos inútiles durante siglos. Errores básicos de este tipo se sitúan en una dirección completamente diferente a la de los presupuestos dogmáticos según los cuales, por ejemplo, en investigaciones de teoría del conocimiento se presuponen un mundo objetivo y causalidades psicofísicas que tendrían que hacer comprensible ante todo su posibilidad —aunque, por otra parte, una y otra especie de error interpretativo se fomentan mutuamente y se unen íntimamente en las teorías. Para aclarar lo dicho en un ejemplo, aludo a la teoría de Locke de las cualidades primarias y secundarias que se ha vuelto tan afamada y actual. La experiencia externa, considerada como vivencia inmanente, es decir, como dato de la experiencia interna, es experiencia de cosas, de plantas, de cuerpos celestes, etc. Pero estas cosas, se dice uno, no están ellas mismas en la experiencia externa, en la vivencia subjetiva. Entonces, es obvio que lo que tenemos internamente es una imagen perceptiva interna que corresponde así

más o menos perfectamente a la cosa externa. De tal manera, a partir de esta supuesta obviedad se incluye la viejísima teoría infantil de las imágenes en la teoría de la experiencia interna. Según la interpretación que hace Locke de la nueva ciencia natural y la de los científicos mismos, la imagen perceptiva interna es una mezcla de la imagen real y de indicios causales; lo primero con respecto a las así llamadas cualidades primarias u originarias de los objetos que aparecen de manera intuitiva sensible en la percepción externa: la extensión vista es real como imagen interna y es realmente imagen en cuanto ella misma es análoga a la extensión de las cosas externas. Según la teoría de la ciencia natural éstas son, en efecto, extensas en sí mismas. Lo mismo sucede con el tamaño, la forma, la situación, el movimiento, el número, etc. En cambio las cualidades específicamente sensibles, las así llamadas las “secundarias” o “derivadas” no son análogas a ninguna cualidad de las cosas naturales mismas; éstas no tienen propiedades visuales, acústicas, etc.; en la naturaleza misma hay ciertos procesos cinéticos, hay cosas provistas en general de ciertas cualidades exclusivamente primarias, matemáticas y mecánicas y estas cosas son, por medio de tales propiedades y las causalidades correspondientes, las causas explicativas de los sonidos y colores sentidos, etc., detectables en nuestras imágenes perceptivas. Es curioso que la completa absurdidad de esta teoría haya perjudicado tan poco su validez casi universal. Berkeley fue el primero que la reconoció pero sólo pudo evidenciarla de manera imperfecta. El mostró de modo irrefutable una parcial absurdidad de ella al aludir a la imposibilidad de pensar la extensión sin alguna calificación específicamente sensible, o sea, en general, la imposibilidad de las cualidades primarias sin las secundarias. Pero algo definitivamente esclarecedor no pudo aportar él, como discípulo del naturalismo inmanente de Locke. Sin duda, aporta otras cosas apreciables; con una intuición genial percibe también la absurdidad de la teoría de Locke al respecto de la existencia exterior y de toda deducción causal conducente a lo físico trascendente. La imagen perceptiva interna de la cosa exterior sería, según Locke, un complejo asociativo de datos sensibles de los diferentes sentidos que se derivan causalmente de las cosas físicas externas. El espíritu no puede hacer otra cosa que colocar debajo como “base soportante” de un tal complejo asociativo, un Je ne sais quoi, y aquí interviene una deducción

causal que concluye del efecto una causa trascendente. En forma excelente objeta Berkeley que una tal conclusión es indemostrable e inconcebible. Pues, a la base de lo único que, según Locke, es dado inmediatamente, lo de la tabula rasa que incluye todos los datos sensibles, es perfectamente comprensible cómo se pueden concluir, por asociación e inducción, de los datos psíquicos dados, nuevos datos, de complejos sensibles dados, nuevos complejos; o también, cómo se puede concluir de una corporeidad experimentada sensiblemente, una vida psíquica extraña no experimentada — en virtud de la analogía con la unidad de la propia corporeidad y del propio psiquismo de los que se tiene experiencia. Pero, en cambio, es absurdo concluir un Je ne sais quoi, algo esencialmente inexperimentable y para lo cual falta cualquier analogía en la propia esfera inmanente. Aunque Berkeley, por la orientación general de tales ideas, se hallaba en el camino correcto, no logró dar una verdadera explicación ni una teoría de la constitución intencional de la exterioridad en la interioridad, pues él mismo estaba tan ciego como Locke con respecto a la intencionalidad y, por eso, tampoco pudo descubrir la problemática intencional. En primer lugar, uno tendrá que admirarse de que Locke y con él todos los científicos de la naturaleza que adoptan la misma interpretación hayan podido escandalizarse tan poco ante esa reduplicación, o más bien, esa multiplicación del mundo al infinito. Por un lado, tendríamos la así llamada naturaleza misma, el pretendido arquetipo; por otro lado, tendríamos en cada sujeto un sistema propio de imágenes perceptivas que, aunque con algunas diferencias con respecto a la naturaleza, sería también, a su vez, en sí mismo naturaleza, en sí mismo un mundo real. Y además de esto, tendríamos lo curioso de que los sujetos —en tanto que sujetos humanos— deberían ser, al mismo tiempo, miembros del mundo objetivo por el hecho de tener un cuerpo, de manera que los mundos subjetivos estarían, al mismo tiempo, entretejidos con el así llamado mundo objetivo. Se podría objetar que no son mundos, sino sólo imágenes de mundos y que efectivamente hay sólo complejos sensibles asociativos en los sujetos individuales, pero que los complejos asociativos no son cosas. Muy bien, contestaría yo, pero ¿cómo podrían diferenciarse entonces las cosas de los complejos asociativos? Si uno acepta la teoría de Locke, tendría que decir: si tenemos que pensar para los

complejos internos de datos sensoriales, en cuanto lo único dado, complejos exteriores que sean sus causas, análogos a los internos, y si es verdad que no podemos pensar un tal complejo exterior verdadero sin una sustancia que lo soporte ¿por qué entonces no tenemos que pensar también una sustancia interna para el complejo interno que, en principio, es de la misma especie? Así entonces, de hecho y de manera irrefutable, la totalidad de las imágenes internas no serían nada diferente a cosas internas en las cuales se reflejan las cosas exteriores. Y sin duda tendríamos entonces que constatar lo mismo para cualquier otro modo en el que pudiéramos pensar la naturaleza trascendente, incluso si renunciáramos al Je ne sais quoi de Locke. Esto tendrá que seguir valiendo mientras sigamos admitiendo la idea de que la existencia interna y la existencia externa tienen el carácter de imagen, por imperfecta que sea. ¿No tiene Berkeley, en principio, razón cuando dice que sólo las sensaciones pueden ser análogas a las sensaciones, que lo análogo a los complejos sensoriales asociativos son necesariamente también complejos sensoriales asociativos y que las sensaciones son impensables sin una subjetividad que las sienta? Así simplemente habríamos aumentado el número de los sujetos en una unidad que pertenecería como correlato a la así llamada naturaleza objetiva, sin que hubiéramos hecho comprensible en lo más mínimo el sentido de la preeminencia de la pretendida objetividad prototípica precisamente de este complejo “naturaleza objetiva”. Hay que tener en cuenta también que cada sujeto experimenta la naturaleza puramente en sí mismo y que, en consecuencia, nunca trasciende sus así llamadas imágenes. Al unir experiencias con experiencias tiene una vivencia de las concordancia de sus imágenes; en otras palabras, como se convence de la existencia legítima de las cosas, de la naturaleza en general, no tiene nunca obviamente un motivo para llegar a conclusiones trascendentes a partir de deducciones inventadas y debidas a malentendidos. Esto, como yo individual en su propia experiencia directa. La única manera de trascender la propia subjetividad y la naturaleza conocida en la propia experiencia es la compenetración con otra subjetividad, la postura —motivada interiormente— de una espiritualidad análoga y de “imágenes” sensibles análogas a las experimentadas por uno mismo. Pero entonces ¿por qué dar a esas imágenes

el mismo nombre que a las cosas que nosotros mismos vemos? ¿por qué hablar de una naturaleza que todos vemos? Así habría tenido que reflexionar Locke y habría tenido que preguntarse esto. Entretanto, llegados hasta aquí, estamos suficientemente preparados para examinar el estado de cosas mismo —el de lo intencional— y comprender la radical ceguera de los psicologistas de la tabula rasa.

Lección 17a.: El problema de la constitución de la “exterioridad”: la evidencia cartesiana del ser-dado de las cosas mismas en la percepción.

Puesto que ya tenemos una cierta visión de la intencionalidad, de la conciencia como conciencia de algo, vamos a hacer, por nuestra parte, la objeción siguiente: todas esas imágenes internas y todos esos signos inscritos en la tabula rasa —imágenes y signos de una naturaleza trascendente— son invenciones de una reflexión extraviada. Ellos son plausibles sólo en los primerísimos niveles de una teoría del conocimiento primitiva que, o bien todavía no conoce la pura subjetividad o no sabe qué hacer con ella como subjetividad de la conciencia. Que ya en la más antigua filosofía griega aparezca la teoría de las imágenes, indica sólo que el primer e incipiente intento de abandonar la actitud de la vida natural en el mundo con su entrega espontánea a las realidades exteriores de la experiencia y el primer paso a una reflexión filosófica que pone en relación lo interior y lo exterior, lleva en seguida a ese género de construcciones. Pero si utilizamos el método cartesiano de mostrar la pura cogitatio, que hace patente la correspondiente vivencia subjetiva como absolutamente evidente y permite analizar dentro del marco de la evidencia absoluta los elementos reales y las componentes intencionales y lo utilizamos para vivencias del tipo de la percepción externa ¿no es entonces absolutamente evidente que cuando yo veo, por ejemplo, una mesa, una casa, un árbol, lo que veo no es algo así como un complejo sensorial subjetivo ni como una imagen interna de… ni tampoco el signo de una mesa o de una casa, etc., sino precisamente la mesa misma, la casa misma?

Es cierto que, aunque yo la perciba, la cosa percibida puede ser ilusoria; yo soy, quizás, víctima de un engaño. Con sobrada razón distingo entre la cosa puramente supuesta (vermeintem) y la cosa real. Pero ¿dónde reside esa sobrada razón si no es dentro de mi vida perceptiva, esta misma vida interior que puedo estudiar en sus propios componentes absolutamente evidentes en todo momento por medio de este método? Pasando de una percepción a la otra y mientras este paso se lleve a cabo continuamente como la unidad consistente de una síntesis, digo que lo que una vez ha sido puesto como estando ahí en su realidad corporal, por ejemplo, esta mesa, se da siempre como una y la misma y que la intención posicional se confirma sin cesar. Pero puede darse el caso de que ese poner perceptivo identificante sufra de repente una interrupción inesperada debido a inconsistencia y que (yo) eventualmente vea que lo que hasta ahora he percibido como estando ahí adquiere ahora el carácter de nulidad o que el carácter existencial hasta ahora intacto resulte, por así decirlo, anulado de un plumazo. Pero mientras esto último no haya sucedido, mientras la experiencia perceptiva se mantenga en la consistencia de su unidad sintética, lo percibido precisamente como normalmente percibido estará simplemente “ahí”. Se puede ya prever que por existencia verdadera de lo percibido yo no podría entender otra cosa que la idea nacida de la constancia de la verificación, de una verificación que en el curso de la experiencia futura nunca ni en ningún momento podrá quebrantarse, de manera que la experiencia de una cosa una vez obtenida no puede ser desmentida por una experiencia posterior, sino sólo completada y, al mismo tiempo, confirmada por ella: Evidente es, en todo caso, que si la cosa es real esa cosa real misma no es diferente de la cosa percibida y que es completamente equivocado decir que lo percibido como tal es simplemente una imagen o un signo de una cosa verdadera en sí existente que, tal como es en sí misma, no entra en mi percepción. Consideremos aquí todavía lo siguiente: ¿cuándo puedo decir que tengo en mi intuición algo análogo o una pura imagen de una cosa y no la cosa misma? Es preciso tener en cuenta que algo análogo es análogo a otra cosa, algo que se le semeja, que se le parece más o menos. Entonces, en vez de una cosa, tengo otra más o menos semejante. Pero los árboles y las casas que ahora veo no son análogos a otros porque se parecen a otras casas y a otros

árboles. Algo análogo es algo a lo que otra cosa se semeja, como algo dado que es representante de otro semejante, que es símbolo de semejanza; no tiene atributos objetivos sino una manera propia de funcionar en la comprensión subjetiva. Presupone entonces una conciencia especial de analogización como único y verdadero lugar donde lo análogo encuentra su sentido. Esto vale tanto más en el caso de la imagen propiamente dicha. Una imagen es imagen sólo para aquel que en una conciencia especial, una conciencia reproductiva, encuentra el significado de ella como imagen. En el plano de la conciencia debe presentárseme —en algo que se me da intuitivamente o que se me presenta concretamente en sus rasgos particulares — otra cosa que no se presenta por sí misma, así como en el paisaje que aparece en esta pintura o en este diseño como concretamente presente, no se me presenta el paisaje mismo visto, sino sólo su imagen gráfica. Presente perceptivamente está aquí la cosa colgada en la pared —el lienzo enmarcado — o el grabado sobre la mesa. La imagen pictórica es una ficción que se hace consciente al mismo tiempo con esta percepción y en sí misma sólo está ahí para mí gracias a una conciencia especial en la cual; soportada de esa manera por la percepción, aparece al mismo tiempo la ficción. Si en esa ficción ha de representárseme otra cosa, algo que existe pero no está presente, tengo que efectuar el acto de conciencia correspondiente de representación reproductiva en el que se le confiere a esa ficción intuitiva la significación y validez de una figuración representativa. Obviamente hay aquí en juego modos de conciencia fundamentalmente diferentes al de la simple percepción y que no vienen al caso cuando, simplemente vemos una cosa. Y lo mismo sucede con respecto al tener un signo de otra cosa frente al tener la cosa misma. Al signo como tal pertenece la conciencia específica de ser signo de alguna otra cosa, una conciencia de una estructura intencional muy específica. Tendríamos que decir entonces: claro está que efectivamente la percepción corriente no es en principio un representar analogizante ni un representar por medio de imagen o indicación. Es percepción y nada más. Pero, lo ahí percibido no es precisamente la cosa natural exterior misma y

entonces ¿no tenemos que poner en juego precisamente estos nuevos modos de conciencia para ver correctamente el estado de cosas? Sin embargo, lo que hay que hacer en primer lugar es describir fielmente lo que ahí es inmediatamente percibido, describirlo puramente según el sentido propio de la percepción. Hay que hacer constar que no es un complejo de datos sensoriales que pertenecen a la percepción correspondiente como componentes reales, o sea, que surgen con ella y desaparecen con ella, sino que no es otra cosa que, por ejemplo, esta mesa lo percibido una vez por este lado y otra vez por el otro y que va apareciendo cada vez con mayor riqueza y variedad de aspectos en una progresión de percepciones que se unifican sintéticamnete. Pero es siempre esta misma mesa (la unidad sintética de uno y el mismo objeto en el plano de la conciencia) la que presenta y justifica progresivamente su contenido óntico y confirma su existencia real, con la única condición de que no se presente una inconsistencia que nos obligue, por decirlo así, a cancelar su existencia y a decir: ha sido una pura ilusión. Lo que en este caso muestra toda confirmación toda demostración de realidad concebible es entonces como se ha dicho, la unidad sintética que — en el carácter conciencial (Bewußtseincharakter) de estar ahí ella misma— es consciente en la percepción y no es otra cosa que la cosa exterior misma, la cosa espacial misma; es, desde un principio, lo trascendente mismo. Si no ¿de dónde pues podría venir el saber de eso? ¿De qué otra manera podría demostrarse el saber de eso si no es por medio de la percepción y por medio de la continua confirmación de las percepciones mismas en la continuidad perceptiva consistente? ¿Qué pueden efectuar la analogización, la representación, la indicación? Nada, sin la percepción. Una vez que he experimentado las cosas mismas y que su existencia me ha sido dada directamente y demostrada en la experiencia, una vez que he obtenido de la manera más originaria pensable conocimiento del mundo exterior, puedo a través de las cosas dadas analogizar otras, presentarlas representativamente, hacerlas presentes por indicación, como, por ejemplo, con una bandera enarbolada la llegada de un navío. Pero ¿qué sentido podría tener querer obtener primero por medio de tales analogías y símbolos lo que todavía no ha sido experimentado en sí mismo y en su modo de ser? La conciencia que les da sentido refiere ella misma —de acuerdo con el origen y tipo de la

confirmación que realiza— a una percepción posible y a una percepción de lo trascendente cuando debe poder indicar lo trascendente. Entonces es un absurdo substituir aquello de lo que se tiene conciencia evidentemente en la percepción como lo percibido por algo análogo o un signo de algo diferente y peor aún por algo incognoscible, imperceptible. Que se pueda llegar a tal idea y que se pueda encontrar en ella una teoría inteligible, se debe obviamente a que viendo todo de manera ingenuamente naturalista sólo se quiere ver en el ámbito de la experiencia interna algo así como datos inscritos en la tabla de la conciencia y, sin advertirlo y de modo verdaderamente muy ingenuo, se pone detrás de la tabla todo un sujeto humano. Este, que naturalmente ve el mundo que está fuera de la tabla y que entonces —dirigiendo la vista hacia allá y hacia acá— pone en relación los signos de la tabla con el mundo exterior, los compara, reconoce las causalidades recíprocas y puede luego hacer de los datos de la tabula algo análogo o algo que es signo causal para usarlo en su conocimiento. En vez de hacer análisis en una actitud interiorizante y dirigida a la inmanencia como lo hacen la psicología y la teoría del conocimiento, en vez de profundizar en la conciencia misma tomada en su pureza, en el puro ego cogito y sus contenidos intencionales, en la ingenua observación natural de lo exterior se toma uno a sí mismo y a los otros seres humanos como partes del mundo dado y toma su vida interior —puesto que se la localiza, al mismo tiempo que los cuerpos, en la espacialidad— como si ella misma fuera algo cósico espacial, como una simple agrupación de datos reales, unidos o mezclados gracias a formas de unidad reales —a “cualidades de Gestalt” en la concepción y terminología modernas— y regulados por medio de una causalidad natural, o sea, cognoscible de modo puramente inductivo. No se ve de ninguna manera que lo que se da en la pura “experiencia interna”, es decir, en la entrega puramente intuitiva de la reflexión a lo dado como corriente de cogitationes, muestra un modo de ser completamente diferente al de lo natural, que es precisamente cogitatio de parte a parte, conciencia de “objetos” intencionales inmanentes que se dan en “modos de aparecer” cambiantes y múltiples y que está universalmente centrado por lo que hemos llamado más arriba la polarización egocéntrica.

Sin duda no es nada fácil comprender cómo se constituye la exterioridad en el flujo mismo de conciencia que se está experimentando y en sus conexiones sintéticas; luego, cómo se responde a la diferencia entre la existencia simplemente mentada y la verdadera y cómo a la auténtica diferencia entre los modos de aparición subjetivos y el fenómeno mismo y cómo a este fenómeno mismo en su verdad; además cómo, en un nivel superior, se llega a una clara y definitiva comprensión de la posibilidad, la esencia y la operación del conocimiento científico. Ahora bien, sólo una descripción esencial de la conciencia pura misma en todas estas operaciones puede producir una tal comprensión. Haber presentido esto exigiendo un examen del entendimiento en la base de la experiencia interna, es el mérito, nada pequeño, de Locke. Pero de lo que aquí se trata no es de una experiencia interna interpretada erróneamente en modo naturalista, sino de la determinación, efectuada dentro del marco de la evidencia inmanente, de lo que es en sí la vida de la conciencia como vida de la conciencia en todos sus tipos, y del trabajo que realiza, individualmente y en sus conexiones sintéticas y según sus motivaciones intencionales. Aquí no puede hacerse ninguna constatación que caiga fuera de la actitud de la pura inmanencia. Lo que se muestra debe ser exactamente tomado y admitido como está en la conciencia misma ven ésta, lo mentado exactamente como es mentado. Es decir, por ejemplo, lo percibido exactamente como se da, exactamente en el sentido en que se da como percibido o en el sentido que le confiere la percepción misma. Así, digamos, desde un punto de vista temporal, en el sentido de la existencia temporal presente. Lo mismo que lo recordado exactamente que se da como recordado, es decir, en el sentido de “proceso pasado” que sólo obtiene su sentido en esa dación de sentido. Y así en todo lo demás. Igualmente, cómo aquí los objetos individuales obtienen sus modos temporales subjetivos de ciertos modos de conciencia. Y, de acuerdo con lo explicado anteriormente, cómo de otros modos de conciencia obtienen su sentido modos subjetivos como lo análogo, la imagen, el signo. Entonces, los objetos sin más, desde todo punto de vista y en cualquier sentido imaginable subjetivo y objetivo, tomados de manera concreta y objetiva, obtienen su sentido —que los constituye en tanto que objetos, en tanto que objetos determinados de tal o tal manera— en la conciencia

donadora de sentido, en virtud de la cual significan precisamente para el sujeto de conciencia lo que significan y son lo que son en cuanto a su posibilidad o realidad. Para cada especie básica de objetividad deben ser estudiadas con respecto a su estructura las correlativas especies básicas de conciencia y de síntesis de conciencia, en las que se constituye como trabajo de la conciencia precisamente una objetividad de ese tipo como unidad de validez. A esta estructura pertenecen naturalmente los modos de darse a niveles siempre nuevos, ya frecuentemente mencionados. Así con respecto a la temporalidad propia del objeto individual intencional inmanente: los modos del ahora del pasado inmediato, del porvenir. O, en lo referente a las cosas espaciales y a su espacialidad: los modos de orientación del aquí y el allá, de la izquierda y la derecha, etc.; los modos de darse de la perspectiva múltiple, de la forma geométrica, y también de la coloración “que se extiende” sobre ella; o los modos de darse de acuerdo con los aspectos cambiantes de la cosa; en pocas palabras, todo lo “puramente subjetivo” que excluye el modo de observación de las ciencias naturales. Pero cualquier tipo de objetividad, también las objetividades ideales, son unidades de múltiples modos de darse. Paralelamente a las concretas vivencias de la conciencia, de las cuales ellas son los objetos intencionales inmanentes, las “objetividades en su modo de ser” entran también en una “unidad sintética”. Y esto tiene que ser descubierto desde todo punto de vista en una reflexión intuitiva y debe ser descrito exactamente para hacerlo comprensible. Para todos estos problemas de la correlación entre conciencia cognoscente y otros modos de conciencia, por un lado, y “su” objetividad, por otro, de la constitución subjetiva del mundo en la subjetividad cognoscente, en otras palabras, para todos los problemas de la subjetividad como fuente de toda elación de sentido y de validez, son esencialmente ciegas la psicología y la teoría del conocimiento de orientación naturalista. Y esto significa que son ciegas para los problemas propiamente epistemológicos y, desde el punto de vista empírico, inclusive para los propiamente psicológicos. Entonces, si no hemos dejado de apreciar en lo justo el progreso que frente a Descartes inaugura Locke en el Essay al emprender la fundamentación de una ciencia de lo dado en el ego cogito, es claro ahora que, sin embargo, no pudo llegar hasta la auténtica ciencia fundamental de

todo conocimiento y, por otra parte, tampoco a una auténtica psicología objetiva basada en la experiencia interna. La crítica que hemos hecho nos ha mostrado, en la línea principal de la problemática, el absurdo metodológico del naturalismo inmanente de la teoría del conocimiento de Locke. En ella se nos ha hecho claro que mientras se permanezca en la actitud natural objetiva, incluso cuando se quiere desarrollar una psicología objetiva, la ceguera con respecto a lo intencional —el carácter fundamental de la vida consciente psíquica— tiene que hacer imposible una verdadera psicología. La psicología naturalista de la tabula rasa, como la inició Locke y como se ha desarrollado a través de los siglos, tema que fracasar, tenía que quedarse atrapada en exterioridades inductivas. Todo lo originariamente esencial para la vida espiritual, todas las singularísimas características de la conciencia como conciencia de algo y como conciencia de un yo, todas las maravillas de las múltiples síntesis que dan al flujo de la conciencia el carácter de unidad comprensible y de génesis comprensible con respecto a las realidades y posibilidades, a las pasividades y libres actividades, que la convierten en un lugar de completa legalidad racional, todo eso quedaba fuera de juego; en el mejor de los casos podía hacerse valer en revestimiento e interpretación errada naturalista y de manera no científica. Quedaba fuera de juego, aunque estaba al alcance de la intuición y de las posibilidades de explicación intuitiva de las menciones (Meinungen) y referencias (Vermeintheiten) implicadas cada vez en la conciencia. El método de la ciencia natural efectivamente no permite ver la experiencia espiritual ejercida continuamente en todas las ciencias del espíritu ni el método empleado para descubrir motivaciones intelectuales, menciones acompañantes escondidas, premisas teóricas y prácticas, etc. La experiencia y los métodos experimentales debían ser de un solo tipo, tenían que tener absolutamente el mismo carácter de los ejercidos en las ciencias naturales. Sin embargo, aquí no nos concierne el problema del método psicológico correcto. Nuestro interés es la posibilidad de una ciencia absoluta, nacida de la más radical autocomprensión del conocimiento sobre su propio trabajo, o sea, es sólo la fundamentación de una auténtica teoría de la razón. Ahora bien, si es verdad que debido a ese interés queda también excluido en general

todo recurso tanto a la psicología objetiva como a la ciencia objetiva, aquí sin embargo, se muestra una tal comunidad de intereses entre la psicología objetiva y la pura teoría de la razón y de la subjetividad en general que, no sin razón, echamos y tenemos que echar una ojeada a la psicología que Locke inicia. Si reflexionamos sobre el resultado de nuestra exposición crítica del método de la teoría de la razón según Locke, vemos que, por una parte, ese método cae en el absurdo debido a su objetivismo y “psicologismo”, o sea, debido a que en todo momento presupone el mundo objetivo y las ciencias objetivas y fundamenta su teoría de la razón en la psicología, en la psicología como ciencia objetiva y entrelazada con las demás ciencias objetivas. Para subrayar especialmente un punto importante: cae en el absurdo debido a su manera total de entender y de elaborar su motivo principal y más significativo. Nos referimos naturalmente al motivo de buscar el origen de todos los conceptos y estructuras cognoscitivos en general en la conciencia, de volver a la intuición inmediata de las “ideas” mismas y de los actos que producen siempre nuevas ideas —a la “experiencia de sí mismo” o a la “experiencia interna” como ahora se dice. Esa experiencia es interpretada de modo completamente ingenuo y contrariamente al sentido propio de la problemática de la razón, como experiencia de sí en el sentido objetivo natural de un componente de la experiencia psico-física (como experiencia de lo psíquico unido con lo corporal objetivo). Pero nuestra última crítica se refería a otra absurdidad todavía más importante por sus consecuencias. Porque peor que la incapacidad de distinguir entre la experiencia de sí psicológica y trascendental y así también entre la unidad psicológica y la unidad trascendental de un flujo de conciencia, es la incapacidad de ver la conciencia en su propia esencia como conciencia y someterla como tal al análisis de la pura experiencia; y pasar luego al análisis puramente intuitivo en general, al análisis de las posibles configuraciones de la conciencia y sus modificaciones, implicaciones y síntesis legales esenciales. Las inmensas tareas que abre la noción de intencionalidad, de conciencia como conciencia de… quedan naturalmente ignoradas cuando se es ciego —como Locke y toda la psicología que le sigue — para ese carácter fundamental de toda vida de conciencia. Se es ciego

debido al prejuicio ingenuo que hemos llamado “naturalización de la conciencia”. Lo caracterizamos como la comprensión del flujo de la conciencia como una yuxtaposición de “ideas”, de “datos”, como si se tratara de datos físicos sobre un papel inicialmente blanco o en un “cuarto oscuro”, y como si las partes fueran partes reales, las conexiones conexiones reales, las formas de unidad formas de unidad reales, y sólo fueran así. Ciertamente se habla siempre de componentes intencionales, lo que es inevitable, pero nunca a la base de una intuición de esencias sistemática y de una descripción que las fije y en la cual sean tematizadas como debiendo ser establecidas sistemáticamente y observadas en sus complicaciones intencionales. En eso consiste el “sensualismo” que Locke lega a la posteridad. Pues lo que hemos puesto al descubierto al contrastarlo no es otra cosa que el sentido esencial o mas bien la absurdidad de todas las teorías tradicionales — aberrantes desde el punto de vista gnoseológico— del sentido externo e interno y con ello de todo operar con “datos” de la experiencia externa e interna. Este sensualismo paralizó los dos desarrollos que partieron de la obra de Locke: el de la psicología como ciencia objetiva y el la teoría de la razón como ciencia filosófica fundamental. Es claro que sin la superación del “psicologismo” y del objetivismo ([sin] positivismo en un buen sentido) no es posible una filosofía de la razón, lo que significa, una filosofía en general. Pero sin superar el sensualismo, el naturalismo de la conciencia, no es posible ni siquiera una psicología como auténtica ciencia objetiva. Una psicología que sólo conoce el campo fundamental de todos los hechos psicológicos empíricos —el campo de la conciencia— en la errada interpretación naturalista, o sea, que no lo conoce en su esencia originaria, es una psicología que tenemos que negarnos a reconocer como verdadera ciencia. Si ha de poder comenzar como verdadera ciencia, tiene que hacerlo en la forma de un análisis de la conciencia sistemático y puramente inmanente, o sea, en la forma de una “fenomenología” psicológica. Los análisis y descripciones fenomenológicos elementales le suministrarán su alfabeto. La investigación de ese alfabeto y de las formas que puedan derivarse a priori de él o de las leyes de esencia estructurales y genéticas que le son inherentes, constituye —como apenas se muestra actualmente— una completa ciencia y además apriorística. Necesariamente ésta precede a cualquier psicología

empírica (la ciencia de los hechos de la empiria psicológica) que “pudiera presentarse como ciencia estricta”. No es otra cosa que precisamente la ciencia de la esencia originaria propia de lo psíquico como tal. Un psicologismo basado en una tal psicología fenomenológica (incluso uno que haya desconocido su carácter apriorístico) sería curable. Sin duda habría perjudicado el desarrollo de una teoría de la razón y una filosofía auténticas; en efecto, las habría hecho imposibles en principio. Sin embargo, sería un error relativamente fácil de corregir si los análisis de la conciencia provinieran de una intuición real y fueran verdaderos análisis intencionales. Por medio de la modificación de la actitud natural en actitud trascendental, por medio de la “puesta en paréntesis” de toda objetividad presupuesta y que hubiera de ser puesta, todos los análisis inmanentes permanecerían intactos en su núcleo esencial y utilizables desde el punto de vista de la teoría del conocimiento. En cambio, un psicologismo sensualista no tiene remedio. Sus hipótesis sobre lo psíquico mismo no son, de antemano, verdaderas constataciones que provengan de la propia esencia de la vida de la conciencia misma. Hacer patente la intencionalidad es comprender espiritualmente, comprender el conocimiento y sus producciones, especialmente comprender las producciones de verdad y legitimidad, es decir, comprender las producciones intencionales por medio del descubrimiento metódico de las relaciones intencionales constitutivas y productivas. Hacerlo de manera científica descriptiva es comprenderlas científicamente. Pero, si por el contrario, no se ha empezado ni siquiera a ver el tipo de implicación intencional, es decir, no se han empezado a establecer los elementos de un comprender, no hay absolutamente nada que comprender y por lo tanto nada comprensible. Sin embargo, también la génesis psicológica es en su esencia una génesis comprensible y así toda psicología naturalista ofrece necesariamente sólo una pseudo-explicación de la génesis psicológica.

CAPÍTULO TERCERO LA TEORÍA DE LA ABSTRACCIÓN DEL EMPIRISMO COMO INDICADOR DE NO HABER LLEGADO A LA IDEA DE UNA CIENCIA EIDÉTICA DE LA CONCIENCIA PURA

Lección 18a.: El desconocimiento del darse intuitivo de las esencias generales.

El sustrato especial de la crítica que hemos hecho atrás ha sido la teoría de Locke sobre las substancias materiales y sus cualidades, o sea, su intento de mostrar cómo se presenta la verdadera exterioridad internamente en el ámbito de las ideas, cómo el sujeto que inmediatamente tiene sólo la tabula rasa de sus ideas, obtiene en ésta una imagen de la exterioridad y el convencimiento de su verdadero ser. Hubiéramos podido luego continuar nuestra crítica en el mismo sentido y aplicarla a toda esa serie de explicaciones que da Locke a continuación sobre las categorías constitutivas del conocimiento de la naturaleza: el espacio, el tiempo, la fuerza, la causa, el efecto, etc., pero no tuvimos gran interés en seguir en esa dirección. Todo lo contrario nos sucede con los capítulos sobre el lenguaje y el pensar, sobre la verdad y el saber, la ciencia y similares, es decir, con la teoría de la abstracción de Locke. Si detrás de las investigaciones del primer tipo estaba la constitución de la naturaleza, del mundo que es en sí en la conciencia cognoscente, de lo que ahora se trata es de la problemática del logos específico, de la estructura formal de las categorías lógicas que debe adoptar el mundo experimentado con sus categorías reales para devenir la realidad científicamente verdadera que se determina en la verdad teórica. Ahora es preciso poner aquí al descubierto un nuevo tipo de errores fundamentales que, partiendo del empirismo inglés, determinan funestamente

toda la filosofía de la Edad Moderna. Ellos son ciertamente un viejo mal hereditario, herencia del antiguo escepticismo y del nominalismo medieval que entra con Hobbes en el así llamado empirismo de la modernidad. Nuestro nuevo tema es la ceguera con respecto a las ideas y a las leyes ideales en el sentido platónico bien entendido. Lo que, por así decirlo, caracteriza por definición al empirismo tradicional es el prejuicio fundamental de que sólo lo individual puede ser originariamente intuitivo. Al negar la posibilidad de aprehender intuitivamente las generalidades se niega también su posible existencia. Claro que se lo hace bajo la gula de la idea intuicionista de que todo pensar legítimo debe legitimarse intuitivamente, de modo que lo que no se puede representar intuitivamente y, cuando se trata de un ser real, lo que no puede ser percibido, no puede tampoco existir. Esta identificación supuestamente obvia de intuición e intuición individual, de intuición que se capta a si misma y percepción se transmite al nuevo empirismo acuñado por Locke, el del naturalismo inmanente. No se reconoce la aprehensión de las esencias conceptuales, de los correlatos de los términos generales y, por otro lado, tampoco la existencia de tales esencias mismas. El universo del conocimiento intuitivo es la totalidad de las ideas que se pueden evidenciar en la tabla de la conciencia. Intuición y “percepción”, o sea, “experiencia” son lo mismo. En otras palabras, los datos que están en esta tabla son, bajo todo punto de vista y lo mismo que los datos de la naturaleza hechos individuales temporales, físicamente individuales, que se dan en una experiencia inmanente que es del mismo tipo de la experiencia externa. En apariencia esto contradice la detallada teoría de Locke sobre las “ideas generales”, lo mismo que su teoría del conocimiento intuitivo y demostrativo y el reconocimiento —basado en ésta— de la lógica pura, la matemática pura y la moral pura como rigurosamente diferenciadas de las ciencias empíricas. Pero si se mira más de cerca, se ve que para Locke una idea abstracta es sólo un momento individual que hay que destacar en una cosa individual cualquiera de una multiplicidad de cosas semejantes y que en todas ellas se repite igualmente. Además, una idea abstracta designa una cierta función representativa que le otorgamos con provecho al enunciar y pensar. Por

ejemplo, si varias cosas son iguales por ser rojas, podemos separar el momento de la concordancia que en todas se repite como idea independiente que, naturalmente, es individual. Pero el espíritu utiliza esto individual como representante o modelo para luego pensar como roja toda cosa concreta que encuentra y que tiene también en sí un tal momento rojo, es decir, para pensarla como una cosa que tiene en sí un momento rojo igual al modelo abstracto rojo. Sólo esto hace posibles las muy útiles expresiones generales, la formación y el uso de términos generales como rojo, redondo, etc. y luego, de los enunciados generales. Pero por mucho que aquí se recurra a funciones de la conciencia, a actos de comparación, abstracción, representación y estandarización y por mucho que Locke hable también de actos psíquicos como enlazar, relacionar, vincular, distinguir, identificar, etc., de ninguna manera se trata aquí ni en todos los demás casos semejantes del análisis y descripción de la conciencia de generalidades como conciencia de… y tampoco de una clarificación intencional de su trabajo de objetivación. A Locke le falta del todo la comprensión de la problemática de la intencionalidad. Por eso, tampoco reconoce que, como resultado del específico trabajo de objetivación de las funciones del pensar general, surgen —en implicación progresiva— objetividades peculiares que, en las formas originales de ese pensar, son originariamente intuitivas, o sea, objetividades que se dan ellas mismas inmediatamente. Si Locke no llega ni siquiera a mostrar descriptivamente que en la conciencia diferentes vivencias de percepción sensible pueden ser —en su inmanencia— conciencia de una cosa que es numérica e idénticamente la misma, si ya se le escapa que algo real, algo individual trascendente puede aparecer en la percepción —no falsamente sino literalmente en su mismidad corporal (leibhafter Selbstheit)— como lo percibido, aún menos puede ver que algo totalmente análogo vale para la aprehensión general en relación con las esencias generales, en términos platónicos, para las “ideas” y que no vale menos cuando se trata de la intelección de un estado de cosas general o de un estado de ideas general. En todo el empirismo esto no llega a ser visto. Y, a pesar de las modificaciones que posteriormente y hasta nuestros días sufre la teoría de la abstracción de Locke, sigue sin verse lo que, en el campo de la conciencia y como sentido innegable, esta en todo pensar y enunciar general

y lo que está en la enunciación evidente como indudablemente dado por sí mismo. También las esencias generales son objetos, son mentadas por la conciencia como objetos; de ellas se predica correcta o incorrectamente, con evidencia o sin ella, como de cualesquiera otros objetos y especialmente como de objetos individuales. Como los demás objetos, como los objetos individuales, son unidades en la conciencia plural que los mienta a ellos y no a otra cosa y pueden ser conscientes como cualesquiera otros objetos, eventualmente en el modo excelente de la aprehensión inmediata de sí mismos, o sea, de manera completamente análoga a las cosas percibidas en la percepción. Si una cosa puede ser consciente de modo una vez oscuro o vacío y no evidente y otra vez en una percepción que la aprehende en sí misma o en un recuerdo que la vuelve a presentar en la anterior aprehensión de sí misma, también puede serlo algo general, una entidad conceptual de diferentes grados de generalidad, como un color o un sonido en general, como un triángulo o una figura en general, etc. Esta entidad puede ser pensada y expresada una vez sin claridad, otra vez claramente y en la plenitud de su intuición como ella misma; y puede ser aprehendida y captada como generalidad existente. Y también aquí se hace evidente, en la correspondiente síntesis de identificación, que lo que una vez es así y otra vez diferente —en todo caso, lo consciente en vivencias separadas y distintas— es, numérica e idénticamente, uno y lo mismo; eventualmente es lo mismo, una vez simplemente mentado y otra vez dado en sí mismo. También aquí la síntesis de cumplimiento que vuelve a llevar lo mentado a su ser captado en sí mismo es una síntesis de confirmación verificante que pone en evidencia la “legitimidad” de la presunción. Y también aquí, al volver a las intuiciones de lo captado en sí mismo, la mención puede destrozarse en la divergencia; por ejemplo, puede mostrarse la inexistencia del triángulo regular mentado. Las vivencias que coinciden sintéticamente con ellas mismas, por el hecho de que mientan algo general, de que —como aprehensiones de lo general— lo llevan en sí más originalmente, no tienen en común, como se podría pensar, un elemento real, en la manera en que, por ejemplo, diversas experiencias de una cosa son experiencias de la misma cosa. La única diferencia obvia de una conciencia de generalidades es que mientras las

vivencias mismas naturalmente son datos inmanentes individuales, lo general que mientan intencionalmente o hasta tienen en sí, no es algo individual sino precisamente algo general. Entonces, que hay un pensar general, un representar general, un intuir general —en sentido real y verdadero— no es una invención de un platonismo exagerado, sino una teoría que nos proporciona la conciencia misma, siempre que la interroguemos y preguntemos por lo que yace en ella misma como mención y operación de manera absolutamente evidente. Una teoría de la razón, una filosofía no es posible como ciencia mientras —siguiendo la tradición general— siga hablando a toda hora sobre evidencia e intelección pero no sea capaz de interrogar la conciencia de evidencia en el modo de la descripción intencional y no la conozca en lo que ella es en su esencia: la elación o comprensión en sí mismas de las objetividades que devienen conscientes, por así decirlo, en su mismidad corporal en el proceso del pensar originariamente auténtico, es decir, del pensar que, en su actividad, las configura. Pero la comprensión de lo que se da en su mismidad es lo mismo que la intuición inmediata. Y sería una objeción insensata contra esa ampliación del concepto de intuición —con su inmediatez— decir (como ha sucedido) que el pensar es una conciencia mediata mientras la intuición es inmediata. Intuición significaría pasividad, significaría aceptación de lo dado, mientras el pensar sería una actividad múltiple que parte de lo así dado. ¿Tendríamos que ir, entonces, hasta el punto de dejar de considerar mediata la conformación de conceptos, e incluso la deducción y la demostración? La objeción, como dije, es insensata. Así como, a su manera, también la “pasividad” de la experiencia externa tiene implicaciones múltiples que, por ejemplo, en la percepción cambiante lleva —también en sucesión temporal— a una síntesis las múltiples apercepciones mientras el objeto experimentado intuido de manera “inmediata” es precisamente dado en sí mismo, de modo semejante sucede en el pensar. Aquí —como lo he mostrado detalladamente muchas veces— se necesita una multiplicidad de actos unidos en un acto de unidad sintética para hacer consciente la unidad del objeto y, si los actos tienen la forma de la autenticidad y de la originalidad, constituyen — produciéndola— la unidad del objeto que, en esta producción, es dado en su mismidad. Toda esta construcción de síntesis activas constituye aquí la

unidad del darse en sí mismo, produce aquí la conciencia inmediatamente intuitiva de lo objetivo de que se trata, por ejemplo, de la unidad objetiva de la sucesión deductiva o de todo un conjunto demostrativo, de una completa teoría. Hasta un dios sólo podría tener algo semejante como dado inmediatamente si realiza este conjunto de actos de producción real, o sea, sólo puede tener pensamientos, si piensa; y piensa ligado en un conjunto todo lo que exige la unidad de conexión del pensar. Cada tipo de objetividad tiene su modo propio de darse inmediatamente, su modo de intuición, de evidencia del darse en su mismidad. Pero en lugar de ver esto, durante siglos en realidad no se ha ido más allá de lo que metafóricamente significa la expresión medieval de lumen naturale, o sea, que lo que constituye la preeminencia del pensar evidente es una suerte de carácter misterioso luminoso un “sentimiento” de la imprescindibilidad de pensar así, etc. Esto, entonces, hace surgir el absurdo problema de la pregunta por el fundamento, de la razón por la cual esta preeminencia ha de ser índice de la verdad. Y así, desde que Descartes recurrió a la veracitas divina, seguimos todavía en el antiguo desconcierto.

Lección 19a.: La necesidad de ampliar la idea de la intuición.

En lo que concierne en particular a la aprehensión intuitiva de lo general que consideramos como exactamente análoga a la percepción de algo presente individual o del recuerdo de algo pasado individual, es cierto, en efecto, que mientras la intuición general se efectúa, hay en el campo de la conciencia intuiciones individuales concretas, aún más, que éstas forman parte de esa intuición general misma como su base funcional. También es cierto que la manera en que aquí se llevan a cabo las intuiciones individuales y, por ejemplo, en la intuición de lo rojo son conscientes cosas individuales rojas, es completamente diferente a aquella en que las intuiciones individuales no tienen precisamente tal función, o sea, no sirven de base para configurar y aprehender intuitivamente lo general. Pues, si en otros casos, la cosa individual es aprehendida, mentada, puesta como ésta aquí, ahora lo mentado

es lo general, lo rojo en general y sólo esto es aprehendido y captado como algo general existente. Nosotros, que ya hemos logrado dirigir la mirada a la conciencia misma y a sus contenidos intencionales y en esta perspectiva hacemos tales enunciados, tendríamos ahora delineada la manera como vamos a proseguir. Ahora, la tarea sería caracterizar contraponiéndolos estos diferentes modos de conciencia y describir analíticamente las modificaciones que experimenta la conciencia de una intuición individual; dé qué manera, a través de qué estructuras se realiza esa nueva operación que se llama aprehensión intelectiva general. Al hacerlo, habrá que tener en cuenta los grados de perfección de la claridad o intuitividad que aquí, como en todo, son posibles y su particularidad; y finalmente, el pensar no intuitivo —tan importante— y sus modos, la manera en que éste constituye en sí un sentido no intuitivo, una supuesta generalidad mentándola en una anticipación puramente vacía. Naturalmente, también tienen que ser tenidas en cuenta todas aquellas formas más generales, esencialmente correlativas, en las que lo general mismo es mentado en el pensar, aprehendido y dado en el pensar intelectivo; además, los tipos especiales que sólo se presentan en esferas particulares. Cuando formo los juicios: el rojo es una especie de color, el triángulo es una especie del genero figura rectilínea, las especies y géneros son objetos “sobre los cuales”…, son objetos sustratos. Pero si formo el juicio: la suma de los ángulos de un triángulo en general, es decir, de todo triángulo, es igual a dos rectos, o una cinta roja, en plural, cintas rojas flotan en el viento, en lugar de lo universal “una” y “en general”, he pensado lo particular —igualmente una forma de la generalidad. En todos estos ejemplos, en “lo rojo”, “algún rojo”, “todo rojo”, hay algo común y, sin embargo, los modos de conciencia son diferentes y entonces también los modos del darse en sí mismo originariamente evidente. En una dirección completamente distinta van las investigaciones que tienen que ver con lo general de la forma excelente “recta pura o ideal” y así con la pureza “ideal” de los conceptos y esencias geométricos frente a las generalidades conceptuales que muestran, por ejemplo, los conceptos generales descriptivos de la botánica, aquellos tipos que naturalmente también tienen que ser aprehendidos de manera intuitiva y que se expresan en

palabras tales como: uviforme, umbeliforme, lo mismo que circular, elíptico, etc., palabras en las que toda idealidad geométrica está ausente y fuera de cuestión. Y esto no sólo para las formas espaciales, sino en todas las esferas individuales y en las que, como tales, se pueden definir tipos. Aunque no son cosas individuales, los conceptos y tipos ideales son, a su manera, vistos y también, a su manera, representados gráficamente. También para estas y todas las formas especiales de lo general tienen que plantearse y solucionarse los problemas análogos de elucidación de la conciencia que las constituye. Y así, para quien ha aprendido a pensar y a describir la conciencia como conciencia, la problemática se presenta como infinita. Muy diferente es la teoría de la abstracción empirista que viene de Locke. Esta escamotea la conciencia de la generalidad y lo general mismo, en tanto que remite a las intuiciones individuales que necesariamente intervienen en el pensar intuitivo realmente evidente y luego declara que fuera de ellas no hay “nada más” que pura representación. Por ejemplo, el triángulo visto o imaginado sirve en el pensar intuitivo geométrico de representante para cualquier triángulo. Pero ¿qué es esa “pura representación”? Mirándolo bien, si nos atenemos al pensar intelectivo mismo de que se trata, como en el ejemplo “un triángulo en general”, en él mismo como se lo debe interrogar en la reflexión inmediata, esa representación no es otra cosa que la intuición general misma que se ha negado —aunque aquí la equívoca palabra representación puede no ser la más apropiada. Pero es la actitud naturalista la causa de la incapacidad teórica para ver esto. Naturalmente, también los empiristas han tenido la vivencia de ello y lo han visto en cierta manera, pero no han querido admitirlo. Fascinados por el modelo de aclaración de la ciencia natural, han querido aclararlo todo en la misma forma. Problemas de origen epistemológico, aquellos de la elucidación de la conciencia constituyente de todo tipo de objetividad son substituidos por problemas de aclaración natural y causal, considerando el ámbito de la experiencia interna como un campo objetivo cerrado con sus correspondientes leyes naturales aclaratorias. En vez de realizar un conocimiento de sí, puro y trascendental, como observación reflexiva, análisis y descripción inmediata de los contenidos que hacen comprensible la intencionalidad de la conciencia y su función, se cae en construcciones causales psicologistas basadas en una

experiencia interna erróneamente interpretada de manera naturalista. Lo mismo sucede aquí en el ámbito de lo dado generalmente y de la conciencia de la generalidad. Y ello aún cuando todas estas construcciones reciben la apariencia de aclaración que tienen de la conciencia teóricamente desatendida, cuyos contenidos de sentido se mezclan, matizándose, con los contenidos causales que se le han introducido como substrato. La esencial absurdidad no sólo de la teoría de la abstracción de Locke, sino también de la muy famosa de Berkeley y de todas las posteriores no afecta el pensar en un único aspecto. Todo el ámbito del logos resulta afectado de igual manera. Debido a eso, todo el trabajo del pensar, todas y cada una de las teorías y ciencias devienen incomprensibles; aún más, para quien puede ver las consecuencias, la posibilidad de toda ciencia resulta, por principio, abolida. Ya por su teoría del pensar, el psicologismo y el empirismo de la tabula rasa constituyen un escepticismo extremo, si bien oculto a sí mismo, y se les puede recriminar el absurdo más radical concebible y propio, de alguna manera, de todo auténtico escepticismo. Pues, si se hace patente lo que de modo consecuente contienen sus teorías, se muestra con evidencia que al sostenerlas, ellos niegan por principio y en general la posibilidad de todo trabajo del pensar. De esa manera, niegan aquello que, en su propia actividad pensante, en la forma de su propia teoría, reivindican como trabajo posible y realmente efectuado. El mismo Hume, por así decirlo, el escéptico por profesión, ha mostrado —si bien en otro contexto — las consecuencias escépticas del empirismo, pero, en lo que concierne al pensar general, no ha visto las consecuencias escépticas —en el caso de que no las haya callado deliberadamente para no quitarles el efecto a sus teorías escépticas y presentarlas, de antemano, como sin razón de ser y ridículas. En todo caso, Locke y todos los demás naturalistas de la experiencia interna consideran sinceramente no haber abandonado el trabajo del pensar y del pensar científico, sino, más bien, haberlo aclarado psicológicamente y, muy en especial, el trabajo del puro pensar en las ciencias puramente racionales. Ya que durante siglos la crítica ha fracasado en este dominio, es de gran interés mostrar la situación escéptica en un punto esencial y fundamental, el de las verdades y conocimientos axiomáticos. En otras palabras, vamos a someter aquí a crítica la teoría famosa en la historia bajo el nombre que le dio

Hume de conocimiento de las relaciones de ideas y que él mismo utiliza como fundamento de sus argumentaciones escépticas. Pero, en lo esencial, esta teoría se remonta a Locke. Ciertas proposiciones más o menos generales, que se pueden considerar proposiciones generales sobre relaciones, son inmediata y completamente evidentes; por ejemplo, el rojo es diferente del verde o 2 < 3, etc. Según el dogma de la teoría empirista sólo lo individual es dado intuitivamente y existe realmente; entonces, cada vez que tengo una intelección de tales proposiciones generales, sólo se me dan realmente relaciones individuales de datos individuales; no hay un ver de lo general ni de relaciones en general. Pero, entonces, ¿qué nos da el derecho de afirmar tales proposiciones generales? ¿Nos puede aquí ayudar en algo la mítica representación — transportada también a la generalidad del estado de cosas relacional— cuando tiene que estar unida a la afirmación de que lo general como tal no puede ser intuido en sí mismo? ¿Cómo sé que puedo recurrir en cualquier caso semejante a la r elación individual vista —“este rojo y este verde” como “representantes”— en el sentido de que aquí se trata? El sentido de tales proposiciones incluye que siempre que yo me represente un rojo y siempre que me represente un verde existe irremediablemente la relación. Si se interpreta que está en la naturaleza de un rojo o de un verde, vistos o intuidos en la fantasía y dados juntos en la conciencia humana, que no pueden presentarse sino en esta conexión relacional, no queremos ni preguntar dónde y sobre la base de qué inducciones ha sido establecida esa ley psicológica y cómo la conoce el empirista como ley natural. En todo caso, quien simplemente juzga y ve intelectivamente lo que dice el axioma, no habla de la psique —propia o ajena del presente y de todo el pasado, etc.— ni de leyes psicológicas, sino sólo de lo que ve y entiende, en completa inmediatez, y eso es simplemente que el rojo es diferente del verde, etc. Y ¿no es claro que todo recurso a leyes psicológicas cambia completamente el sentido del axioma? Además, si fuera una ley natural psíquica que tales conexiones relacionales siempre se presentan cuando los puntos de la relación son conscientes, en el caso individual dado tendría que estar ahí sólo la relación individual y lo que está en cuestión no es cómo es posible el simple caso individual, sino cómo

es posible el conocimiento de la ley general y precisamente el conocimiento axiomático en tanto que auténtico. En el fondo, es entonces siempre el mismo método que supone detrás de la tabla de la conciencia un sujeto que sabe todo eso y produce, al pensar, precisamente lo que está en la tabla misma, es decir, lo que tendría que presentarse como producción de la conciencia en la conciencia interna misma, pero que se quiere negar a la fuerza en la interpretación. Vemos pues, que el empirismo es sólo un intuicionismo aparente o sólo un empirismo aparente, ya que sólo en apariencia cumple su principio de no enunciar nada que no provenga de la intuición. Es sólo en apariencia que se apoya en la experiencia, en la aprehensión que capta la cosa misma y que en todo enunciado se ajusta a las cosas mismas y a los estados de cosas mismos. Lo que nos convence de ello son no sólo las interpretaciones psicologistas de lo axiomático y del pensar racional en general que, tomadas en serio, tienen que llevar a su abierto rechazo, sino también el absurdo escepticismo que ahí se esconde y que llega al extremo de afectar hasta el conocimiento y la validez de los axiomas puramente lógicos, como el de la no contradicción. Estamos convencidos, además de que, en el fondo, según el empirismo ni siquiera nos es comprensible ni nos queda la posibilidad de un juicio sobre lo individual. Basta que tengamos en cuenta lo siguiente: un enunciado individual, como “este tono es más alto que aquel otro” tiene un sentido enunciativo unitario, cuya verdad reconozco inmediatamente al reconocer inmediatamente lo enunciado mismo, o sea, el estado de cosas mismo. Ahora bien, aquí hay que subrayar, ante todo, que los conceptos “tono” y “ser más alto” entran como partes del sentido enunciativo y, de acuerdo con la intuición, como partes del estado de cosas enunciado. El sentido de las palabras “tono” y “más alto” se cumple significativamente por medio de la intuición; claro que no por medio de la experiencia puramente sensible de dos tonos y una conexión sensible de los dos. El cumplimiento intuitivo concierne a esas unidades sensibles precisamente como momentos individuales de generalidades. Pero el escepticismo contra lo general suprime también lo general en el caso individual y, como son inconcebibles los enunciados individuales sin las generalidades conceptuales mentadas con

ellas, ello sería suficiente para ver que el empirismo hace que ni siquiera aparezcan como comprensibles y posibles los enunciados singulares sobre lo individual. Pero de mayor interés es aquí lo siguiente: ¿qué pasa entonces con todas las formas gramaticales de los enunciados y ya de los enunciados individuales, con la forma del sujeto y la forma del predicado, con el “es” y el “no”, con el “y”, el “o”, con el “cuando” y el “así”, etc.? Decimos hablando corrientemente: veo que esa casa tiene tejado rojo, oigo que este tono es más alto que aquel; y no hablamos simplemente de ver la casa o el tejado mismos, de oír el tono mismo. En la naturaleza hay cosas, pero no hay esos estados de cosas con sus formas de sujeto y predicado, no hay la relación de lo más alto y, como otra cosa, la relación contraria de lo más bajo que, en todo caso es, a su turno, un momento dependiente en el conjunto intuitivo de la proposición, en el estado de cosas. De hecho, “experimentar” no es experimentar datos puramente individuales; experimentar es tener conciencia del darse en sí mismo, del aprehender en sí mismo, del tener en sí mismo lo mentado en general y en alguna forma de conciencia, mentado en forma singular en las innumerables formas de enunciación; y que luego, precisamente en esa conformación de sentido, puede ser dado, aprehendido en sí mismo y aprehendido como existiendo verdaderamente. Sin esta ampliación de la idea de intuición que se ajusta exactamente al mentar de la conciencia en todas sus formas, un mentar que eventualmente no tiene nada de intuitivo, no se puede hablar de una descripción del estado del conocimiento ni de un acuerdo entre conocimiento y ser verdadero. Está claro que sólo cuando nos decidimos a dejar de lado todos los prejuicios y a identificar la experiencia o la intuición con la evidencia, con el conocimiento en sentido exacto, y sólo cuando nos damos cuenta de que esa “experiencia” ampliada no es otra cosa que aprehensión de lo mentado en sí mismo exactamente como es mentado, sólo entonces podemos pensar seriamente en comprender el conocer, o sea, comprender cómo puede tener sentido para nosotros y ser verificable no sólo el mundo de la simple experiencia no conceptual, sino también la objetividad lógica y, así, la objetividad de todo género y nivel, con todas sus formas reales e ideales. La conciencia en sí misma, en sus formas esenciales, produce el sentido y, en las

formas de la evidencia, el sentido posible y verdadero como formas de posible cumplimiento de las intenciones del pensar no cumplidas, un cumplimiento que se da en la forma del darse en sí mismo o del “ajustarse” a tal forma. Pero también está claro, a la base de nuestros análisis críticos, que sólo hay un método que puede servir para acometer —de acuerdo con la posibilidad y el sentido del conocimiento— los problemas que con tanta agudeza se nos imponen, provenientes del antiguo escepticismo y de su desarrollo posterior en el nuevo empirismo. Sí, es el único método posible para —ya antes de abordarlos— liberar esos problemas de las confusiones, vaguedades y absurdas oscuridades, convertirlos en problemas auténticos y puros para, como tales, confrontarlos con todos los problemas de la actitud objetivista. Este método no es otro que el de volver a la base cartesiana, a la pura subjetividad cognoscitiva y a su pura conciencia para interrogar luego a la conciencia misma por el sentido que le es evidentemente propio y por las formas esenciales del posible cumplimiento de su sentido o de la evidencia en la que originariamente se constituye en ella todo género de objetividad como mismidad de lo aprehendido en la aprehensión de sí mismo. Pero no sólo esto. Otro paso importante se va a mostrar como necesario. Los problemas del posible conocimiento —la aclaración del modo originario de la constitución de la conciencia— no surgieron históricamente como preguntas dirigidas a objetos individuales y a la conciencia de ellos. Lo que resultó enigmático debido a las negaciones escépticas fueron la experiencia y el saber en general de cosas que son en sí en general y luego también la conciencia de lo general en general y el modo de ser de la idea en general, la evidencia en general referida a la verdad en general, etc. Hasta aquí se nos ha hecho claro que cuando se tienen ideas puras como las ideas matemáticas y las ideas de la lógica pura apofántica, la pura generalidad del lado del objeto trae consigo igualmente la pura generalidad del lado de la conciencia; en otras palabras, uno se da cuenta de que la conciencia trascendental en sus formas fundamentales y en sus producciones trascendentales puede ser y tiene que ser observada con el método de la intuición esencial, o sea, como también podemos decir, con el método platónico comprendido en su pureza. Toda idea pura de una especie o de una forma matemática de objetividades en

general remite a una problemática eidética de modos de conciencia referidos a una objetividad así constituída o conformada y, al respecto, esos modos de conciencia mismos son pensados en generalidad eidética y tienen que ser mostrados como “ideas” en la investigación real por medio de un método eidética. Así pues, a partir de la crítica del empirismo se perfila aquí la idea de una ciencia de la subjetividad completamente distinta basada en la pura “experiencia interna”, de una ciencia eidética de un yo en general, de una posible conciencia pura en general, de posibles objetos de conciencia en general, en la que toda facticidad está excluida y sólo dentro de un ámbito de libres posibilidades se la incluye como una de ellas. Entrando más en detalle, se muestra incluso que todas las preguntas trascendentales que hay que plantear a objetos individuales y a la conciencia determinada individualmente, por ejemplo, a estos hombres y a este mundo, sólo pueden y deben ser tratadas como cuestiones geométricas que conciernen a una determinada cosa natural y a la naturaleza determinada en general. Esto significa: el método necesario es el que considera el caso individual como caso individual de una generalidad apriorística. Así, el problema se traslada del ámbito de lo fáctico al ámbito de las puras posibilidades y de su a priori. Una filosofía trascendental es, primero y necesariamente, filosofía apriorística y luego, aplicación a lo fáctico. Aquí no podemos todavía aclarar lo que esto significa. En todo caso, mantenemos firmemente lo que centellea, aunque lejano, en el horizonte: la idea de una ciencia universal de la esencia de la subjetividad pura y de su vida de conciencia pura, de una ciencia que —como eidética (“apriorística”) — investiga sistemáticamente el universo de las posibilidades ideales de una tal vida y de las objetividades que en ella se constituyen según una posibilidad ideal, en resumen, la idea de una ciencia eidética del ego cogito.

TERCERA SECCIÓN EL DESARROLLO DE FORMAS ESCÉPTICAS PRELIMINARES DE LA FENOMENOLOGÍA REALIZADO POR BERKELEY Y HUME Y EL RACIONALISMO DOGMÁTICO

CAPÍTULO PRIMERO DE LOCKE A LA CONSECUENCIA RADICAL QUE BERKELEY DEDUCE DE SU TEORÍA BAJO LA FORMA DE UNA FILOSOFÍA INMANENTE

Lección 20a. : La significación histórica positiva de la restauración del escepticismo realizada por Locke y sus sucesores.

Nuestra crítica a la filosofía de Locke ha alcanzado un fin natural en el sentido de que hemos mostrado críticamente lo que en ella misma se podía develar sin forzarla y sin anticipar ningún desarrollo posterior. Hemos hecho esa crítica conservando siempre una cierta distancia, de modo que es una crítica a cualquier filosofía del nuevo tipo iniciado por Locke. Precisamente ese nuevo tipo que determina esencialmente la imagen de toda la filosofía de la época moderna —el del psicologismo epistemológico de la tabula rasa— es lo que nos ha atraído durante tanto tiempo —y con razón— y lo que tiene que seguir interesándonos en su posterior desarrollo en la filosofía llamada inmanente o en el “positivismo” inmanente. Este desarrollo se inicia con los geniales discípulos de Locke, Berkeley y Hume. Formando con estos dos pensadores una unidad histórica inseparable y llegando con ellos, por decirlo así, a su plenitud, Locke se convierte en una de las fuentes más importantes del pensamiento filosófico viviente de nuestra época. Ahora bien, justamente esta fuente nos interesa ante todo con respecto al desarrollo y al sentido de nuestras consideraciones críticas sobre la historia de las ideas. Pues en estas consideraciones se trata nada menos que de poner al descubierto la unidad de la motivación que, a través de los siglos, ha impulsado el desarrollo de toda filosofía, en tanto que ha querido devenir verdadera filosofía y de todo método filosófico, en tanto que ha querido convertirse en el método verdadero. Relativamente satisfecha durante algún

tiempo en algunas filosofías y, sin embargo, nunca definitivamente, la filosofía ha sido impulsada a reflexiones metódicas siempre nuevas, ha tomado continuamente nuevas formas metódicas, pero nunca ha llegado a su fin. Que no ha llegado a ese fin significa que no ha llegado al verdadero comienzo de un verdadero devenir impulsada por la fuerza de un verdadero método. Verdadero método, sin embargo, sólo puede denominarse aquí el que puede entenderse y considerarse con una evidencia absolutamente indudable como el único que cumple el sentido de la filosofía, como el único exigido por ella. Es preciso que se comprenda que la filosofía, según la idea metódica que la guía —la de ciencia que se autojustifica absolutamente— no podía satisfacerse con el ideal metódico de la ciencia racional objetiva surgido tempranamente y que, más que nada, exigía un tipo de método completamente nuevo sin el cual no podía convertirse —lo mismo que cualquier otra ciencia— en ciencia auténtica y con el cual apenas podía comenzar a devenir una tal ciencia. Es preciso mostrar que ciertas inhibiciones, basadas en la naturaleza de la situación epistemológica misma en que tiene sus raíces todo filosofar, desvían la dirección de la mirada mental de la conciencia pura y, así, la apartan de ese lugar donde debe realizarse todo el trabajo fundamental. Tienen que mostrarse, además, los obstáculos que impiden la aprehensión de los componentes intencionales evidentes inhibiendo así el desarrollo del método intencional auténtico que es el Único con el que aquí se puede trabajar. Naturalmente, hay que poner en claro los estadios de evolución a través de los cuales la filosofía en devenir ha ido descubriendo poco a poco esa esfera pura de la conciencia, luego, la manera en que la ha reconocido como su necesario lugar de trabajo mientras, por lo pronto, permanecía ciega con respecto a su particular esencia y a su trabajo peculiar y, así, hasta que finalmente el método verdadero se impuso y se inició el verdadero comienzo de la verdadera filosofía en los últimos decenios y esto, según mi convicción, en la forma de la nueva fenomenología. Así se hace comprensible que Locke haya tenido en nuestro contexto una importancia histórica muy especial. Por aburrido y ampuloso que sea —y lo es bastante— aunque le falte profundidad metafísica e intuición conceptual,

aunque carezca de todo lo que entusiasma los corazones o les haga presente lo trágico del destino del mundo en la vida de lucha de la humanidad, por chocante que sea su empirismo y el de su escuela como lo ha sido en todos los tiempos, la filosofía de Locke, tanto en su forma originaria como en su desarrollo posterior de filosofía inmanente, ha constituido una etapa esencial en el camino espinoso hacia el verdadero método. Ella tiene que despertar nuestro interés ya por el hecho de que, como pudimos mostrar, es un escepticismo que, si bien oculto a sí mismo, en su desarrollo posterior, efectivamente se devela, aunque no en todos los sentidos y que luego, en el escepticismo de Hume, dirige a la nueva filosofía la exigencia imperiosa de superarlo en la forma que es necesaria para todo radical escepticismo, o sea, de realizarlo en un sentido más alto. El psicologismo de Locke nos interesa, entonces, ya como una nueva forma de escepticismo, nueva con respecto al escepticismo de la antigüedad que, como mostramos, fue tan importante para el desarrollo de la antigua filosofía. Pues es como reacción contra su forma primitiva —la sofística— que surge por primera vez la idea y el problema de la filosofía como ciencia basada en una justificación absoluta. Recordemos algo ya conocido. Hemos visto que la antigüedad, a pesar de sus esfuerzos vehementes y, en cierto sentido, relativamente exitosos no logró realizar verdaderamente esa idea. Creó la ciencia racional objetiva, una ciencia que en apariencia era completamente satisfactoria, pero que con todos sus méritos mantuvo interiormente su carga de escepticismo, o sea, no llegó a ser capaz de aclarar los enigmas que se les podían proponer a sus objetos con respecto a su conocimiento, justamente las cuestiones trascendentales. De esta manera, el escepticismo siguió existiendo en la antigüedad como una corriente fuerte y, en efecto, no logró ser superado. En cuanto a la época moderna, ella comienza —como vimos— con el renacimiento de las intenciones platónicas. Descartes renueva con fuerza originaria la idea de una ciencia universal que se justifica a sí misma radicalmente e intenta realizarla con la ayuda de un nuevo método. La empresa fracasa, a pesar de que él da el primer paso absolutamente necesario y descubre realmente en el ego cogito el punto arquimédico o, más bien, el fundamento arquimédico, el campo de trabajo absolutamente seguro y

necesario para las primeras fundamentaciones. Pero lo que precisamente no descubre es que ese es el campo de trabajo y tampoco lo que debe ser el modo y el método de trabajo; así, sólo produce un fuerte impulso que ante todo va a tener influencia histórica. Comete el error fundamental de aceptar que la ciencia objetiva —como ciencia del tipo de la creada en la antigüedad, si bien, en la nueva forma de ciencia natural racional— se justifique absolutamente sólo por medio de una base de apoyo, sin cambiarla en sí misma desde el punto de vista metódico. Precisamente por eso —ya que la reflexión fundamental y las perspectivas teológico-metafísicas universales que esa ciencia ofrecía parecían superfluas para el trabajo científico positivo — Descartes abre el camino a un nuevo dogmatismo al darles a las ciencias positivas la libertad de bastarse a sí mismas y dejar el resto a una metafísica que las completaría, a una ciencia tan objetivista y dogmática como esas ciencias particulares mismas. Ahora bien, después de Descartes el primero que da un nuevo paso importante es Locke. Él es el primero que busca el camino que del cogito cartesiano conduce a una ciencia del cogito y el primero en formular metódicamente la exigencia de una fundamentación universal e intuicionista del conocimiento y de la ciencia, o sea, de reducir todo conocimiento a sus fuentes prístinas intuitivas en la conciencia, en la experiencia interna y aclararlo a partir de ésta. A pesar de su falta de madurez y de claridad, él ve, en efecto, que si todo lo que se le presenta a un sujeto como realidad y verdad, se le presenta en su propia vida consciente y sólo en ella puede presentársele y que si toda demostración de legitimidad e ilegitimidad, de verdad y falsedad, de probabilidad e improbabilidad es un trabajo que se lleva a cabo sólo en la inmanencia de la conciencia, un trabajo realizado por el sujeto y que se realiza en el sujeto, únicamente un estudio sistemático de la esfera de la conciencia, del reino de la inmediata evidencia cartesiana, puede llevar los problemas del conocimiento a una determinada formulación y a una verdadera solución. La transferencia ingenua y, en este estadio de desarrollo, inevitable de los hábitos aperceptivos de la consideración objetiva de la naturaleza y del mundo a la esfera cartesiana de la evidencia inmediata le lleva a la interpretación del psicologismo naturalista de la tabula rasa que,

como ha mostrado nuestra crítica, ya era necesariamente un escepticismo acorde a su tipo y que, por eso, se suprime a sí mismo como absurdo. Y entonces, con respecto a ese nuevo tipo de escepticismo y teniendo en cuenta el hecho de que, no obstante, pudo hacer escuela y determinar persistentemente la modernidad hasta el presente, se bosqueja una imagen de las épocas moderna y contemporánea semejante a la de la antigüedad. Igual que entonces, paralelamente al platonismo y a la corriente de filosofía racionalista derivada de él se desarrolla la corriente de las escuelas escépticas, en la época moderna, paralelamente al cartesianismo y a la corriente de filosofía racionalista derivada de él se desarrolla la contracorriente de las filosofías empiristas. Se puede decir, por eso, que en ambos casos la imposibilidad de terminar con el escepticismo demuestra que el racionalismo no ha sido todavía el auténtico racionalismo, es decir, que no ha logrado realizar la idea de una ciencia verdaderamente racional, una ciencia que se justifique a sí misma en sentido pleno y absoluto y, por lo tanto, todavía menos la idea de un sistema universalmente unificado de tales ciencias. Pero por muy verdadero que sea este paralelo, no contiene toda la verdad. Pues el escepticismo antiguo es un negativismo consciente y consistente, una anti-filosofía que no acepta absolutamente ninguna filosofía, lo que implica, ninguna filosofía objetiva, auténtica, declarándola como imposible por principio. No tiene una esfera de conocimiento y trabajo positivos, no tiene un verdadero método, a menos que se considere tal su técnica de construcción de paradojas escépticas. Aquí hay que excluir solamente el empirismo de los tardíos empíricos médicos que, sin embargo, no determinó mayormente la imagen general de la filosofía de la antigüedad. Muy diferente es el asunto en el empirismo moderno. Si exceptuamos ese gran fenómeno aislado que representa Hume, el empirismo no quería ser negativismo y ni siquiera escepticismo. Aún los tardíos imitadores o epígonos de Hume, los filósofos del “como si”, no querían quitarle a la ciencia objetiva su prestigio, sino sólo interpretarla correctamente. Es cierto que Hume mismo la encuentra completamente irracional, pero no quiere abandonarla. La filosofía empirista del tipo tabula rasa de Locke puede contener mucha absurdidad y, a fin de cuentas, consecuencias escépticas, pero es, no obstante, una teoría del conocimiento y una psicología que posee un método y con él

hace efectivamente algo. No es, sin más, una construcción vacía, no es un conceptualismo escolástico. El empirista se dirige realmente a problemas concretos tangibles y, haciéndose cargo de ellos, trabaja él mismo en su efectiva solución. Tiene además verdaderamente algo en las manos y su trabajo no carece totalmente de frutos, algo se le conforma entre las manos. Por eso, se puede aprender algo de Locke y de sus sucesores. Uno ve siempre lo que ellos ven, ve que ven algo y que algo se configura en el trabajo que están realizando. Pero ¿cómo se compagina esto con nuestra crítica? Se puede preguntar. La respuesta es: lo grande y que no sólo hace época efectivamente, sino lo significativo de modo perdurable es la primera irrupción del método del intuicionismo, o sea, del principio mencionado de remitirse a las fuentes prístinas de la intuición, de la evidencia y esto, en un proceso sistemático que aclara todo el conocimiento a partir de esa fuente primigenia. El factor decisivo aquí es la intelección de que bajo el nombre de ego cogito se halla el ámbito cerrado en sí de todas las fuentes primigenias, el reino de lo único absolutamente autodado e inmediatamente evidente que debe convertirse en el campo originario de todo estudio. Este hecho formal constituye la legitimidad permanente del empirismo. Aunque es incapaz de comprender la conciencia pura como conciencia y de interrogarla en sí misma —como lo expresamos— con respecto a su esencia y a su trabajo intencional, aunque la interpreta de manera naturalista errónea y suplanta lo efectivamente visto por construcciones naturalistas, sin embargo, se mueve de facto, a fin de cuentas, sobre el terreno que ha elegido él mismo y, a pesar de todas las interpretaciones erróneas y hasta construcciones malignas, los conjuntos de relaciones constituyen el substrato. Estos son visibles también para todo el que lea con atención. Claro está que no son —y no lo son nunca— aprehendidos científicamente ni descritos en su puro sentido y conjunto de sentido ni, en general, tratados según el método exigido por la esencia de la intencionalidad. Sólo así se hace comprensible la enorme eficacia del empirismo de la época moderna y las tentativas incesantes de mejorarlo y de realizar por medio de él una psicología y una teoría del conocimiento verdaderamente científicas.

Y así se entiende el predominante interés que tienen para nosotros Locke y su escuela. Se entiende porque estamos en el camino de mostrar, desde aspectos siempre nuevos y con la ayuda de un material histórico crítico, que el sentido mismo de la filosofía y del método exigido por ese sentido lleva a un intuicionismo, pero que el verdadero método, el intuicionismo auténtico, no es el de Locke ni tampoco el de la filosofía inmanente derivada de él — que termina necesariamente en escepticismo y absurdidad— sino el intuicionismo de la fenomenología trascendental, o sea, de aquella ciencia del ego cogito o, como dijimos también, de aquella egología que toma el ego, el cogito y el cogitatum exactamente como se los encuentra en realidad en la intuición, que aprehende la vida de la conciencia en su viviente fluir y lo que en ella es consciente en su plenitud de vida concreta, que luego desarrolla los métodos puros del análisis intencional y del descubrimiento de las intencionalidades escondidas, métodos que proceden prescindiendo absoluta e inexorablemente de prejuicios y que respaldan cada paso con lo visto en su pureza, con lo dado de manera absolutamente indubitable. La crítica radical del empirismo de la experiencia interna es, entonces, más que una crítica filosófica cualquiera. Es una crítica que mostrando lo que el empirista tiene realmente ante los ojos como dado absolutamente y, por otra parte, lo substituido, nos libera de los prejuicios objetivistas que nos ciegan con respecto a lo específicamente trascendental, a la pura subjetividad y a la vida y al trabajo que se realizan bajo lo que llamamos conciencia pura, en la que adquiere sentido y ser para un posible yo toda posible objetividad. Con esto precisamente abre la crítica el camino para aquel trabajo de superación de todos los escepticismos y, así, del empirista a que antes nos referimos, declarando que superar el escepticismo radical quería decir, en sentido positivo, realizarlo. El realizarlo mismo, en su sentido pleno, quiere decir naturalmente, hacer en realidad el trabajo cuyo método y horizonte la crítica pudo hacer visible sólo en general. Pero la crítica realiza ya el empirismo (y lo realiza en un sentido más perfecto de lo que lo evidencia, por ejemplo, el paso crítico de la sofística a Sócrates, o Descartes) en tanto que ayuda al intuicionismo empirista a obtener sus verdaderos derechos como intuicionismo y así defiende, al mismo tiempo, al empirismo contra sí mismo,

y permite, al mismo tiempo, que hable su verdadero yo y su idea guía o extrae del empirismo aparente el empirismo verdadero y auténtico.

Lección 21 a.: El descubrimiento que hace Berkeley del problema de la constitución del mundo real y su errónea interpretación naturalista.

Para llevar a su conclusión las consideraciones hechas desde el punto de vista de la historia de las ideas, tengo que hablar primero del desarrollo del psicologismo de Locke hacia una filosofía puramente inmanente. Tenía que causar extrañeza la manera contradictoria en la que Locke presuponía como dadas la existencia de un mundo trascendente, la nueva ciencia natural y la interpretación tradicional —entre los investigadores de la ciencia natural— de las cualidades subjetivas y objetivas de las cosas de la intuición sensible, mientras, por otra parte, aplicaba su intuicionismo a un análisis metódico de lo dado puramente en la experiencia interna. En ese intuicionismo estaba en sí y también para la época lo nuevo y significativo de la obra de Locke. Lo dado inmediatamente son sólo nuestras propias “ideas”, es sólo el campo de nuestra experiencia interna inmediatamente evidente. Por eso, este tiene que ser el campo originario de la investigación psicológica científica y, así también, de la aclaración científica de todos los problemas del conocimiento. Esto pareció evidente. La naturalización de la conciencia no causó extrañeza a nadie pues corresponde a la tendencia natural del pensar. Por eso, también pareció evidente el subsiguiente procedimiento metódico de Locke de examinar lo dado en la experiencia interna fijando la mirada en sus elementos y sometiéndolos al análisis genético de su origen. Esto significa que los compuestos complejos que aparecen en la conciencia desarrollada deben construirse genéticamente a partir de sus elementos para hacerlos comprensibles en el plan descriptivo y, a la vez, desde el punto de vista genético. Era, así, obvio que la objetividad trascendente a la conciencia —la realidad exterior— no podía ser tomada en consideración, según este método intuicionista genético, sino como fenómeno interno de la tabula rasa, o sea,

no como realidad en sí misma sino como contenido de la experiencia, como fenómeno sensible. Y entonces, si sólo este fenómeno es dado y es evidente originariamente y si todo conocimiento, o sea, también el contenido en la experiencia sólo debe ser aclarado según su posibilidad por medio de dicho análisis interno, no puede presuponerse ninguna objetividad. Esto, pues, estaba en el horizonte de todo lector establecido en el terreno del método intuicionista y cuyo pensar era claro por principio. En la obra misma de Locke existía, entonces, la tendencia a una filosofía puramente inmanente. Lo que se muestra ya con claridad en muchas de sus prolijas y detalladas explicaciones, por ejemplo, en su explícita teoría de que, en cuanto descubrimiento de una verdad, el conocimiento sólo puede ser definido como percepción de la concordancia o no concordancia de nuestras propias ideas. Pero esto implica que un conocimiento de lo trascendente es impensable por principio, con lo cual es claro que no concuerda su teoría de la trascendencia. Era conveniente, entonces, purificar metódicamente el intuicionismo de Locke y examinar detalladamente —excluyendo rigurosamente presupuestos trascendentales— la problemática del conocüniento de las trascendencias, presuponiendo únicamente lo dado inmanente; claro que en la actitud naturalista, porque todavía no había llegado el momento de ver la conciencia como conciencia y de poder utilizar el método intencional. Aquí interviene entonces Berkeley, uno de los filósofos más radicales y, de hecho, geniales de la época moderna. La moderna teoría del conocimiento empirista y la moderna psicología lo admiran como su más grande precursor. Pero lo mejor de su espíritu, aquello que va más allá del desarrollo ulterior — sin duda admirable— de los análisis inmanentes naturalistas de Locke no ha podido comprenderlo la modernidad, me parece a mí. Ya hemos hablado de la crítica —admirable para su tiempo— que Berkeley hace a la teoría de Locke sobre las sustancias materiales y sus cualidades primarias. Es una crítica que toca lo esencial pero que no es esencialmente exhaustiva. Ella le sirve a Berkeley para fundamentar la primera teoría inmanente —aunque naturalista— del mundo material. Es, al mismo tiempo y hablando en general, el primer intento sistemático de hacer comprensible teóricamente la constitución del mundo real (físico y

animal-humano) en la subjetividad cognoscente. Aún más, Berkeley es el primero que ve el problema verdaderamente, si bien, en una forma inicial todavía primitiva. Cierto que una forma embrionaria del problema se encuentra ya en las Meditaciones Cartesianas, en cuanto su primera tarea es, en efecto, mostrar cómo el ego llega desde el ámbito inmediatamente evidente de sus cogitationes a la creencia en una objetividad trascendente, en un mundo exterior y en Dios. Pero, aunque en esta obra está el comienzo de toda la nueva teoría del conocimiento y también el germen del problema de la constitución falta, sin embargo, la intelección de que lo primero que hay que hacer aquí es apoderarse —en un trabajo sistemático— del campo inmediato de la conciencia misma, interrogarla en sí misma y, en tanto que sólo en sus fenómenos hace consciente el mundo exterior, examinar a fondo a partir de ella el sentido de ese mundo exterior. Por este camino conduce el intuicionismo de Locke cuando se lo toma en su pureza, pero sólo cuando se lo toma así. Apenas toma Berkeley la actitud puramente inmanente, percibe el problema y trata de solucionarlo. Con un atrevimiento genial restituye el derecho de la experiencia natural. Tomada de modo puramente inmanente, como vivencia del ego, la experiencia externa se da como experiencia del mundo exterior mismo. Lo visto, oído, aprehendido sensiblemente se da como la naturaleza misma, como ella misma, de modo original y no como alguna imagen o copia. La percepción no fundamenta, no saca conclusiones. Pero, por otra parte, Berkeley se queda preso en el naturalismo de la tabula rasa. De manera sensualista él confunde la cosa percibida en la evidencia de su percepción con el correspondiente complejo de datos sensoriales —visuales, táctiles, acústicos y demás— sin darse cuenta de que la cosa que se da como idéntica en la continuidad del percibir, no puede ser —justamente como idéntica de modo evidente— el incesante cambio de los datos sensibles. A él —como a todos los sensualistas y, por supuesto, a todos los psicologistas de la escuela naturalista— se le escapa la diferencia evidente que se percibe en la inmanencia entre la variación de los modos de aparición, de los aspectos que continuamente se desplazan —que concierne ya a cualquiera de los caracteres individuales de la cosa— y la cosa misma que aparece y sus características que aparecen y esto puramente en tanto que

aparecen. Si se aceptan estas apariciones sucesivas como datos de la sensibilidad, la tesis de Berkeley significa, entonces, que el mundo que el cognoscente experimenta no es otra cosa que el complejo de sensaciones que tiene en cada caso, significa que él substituye la unidad de la cosa experimentada por la multiplicidad de la gama de sus apariciones. Esto precisamente está ligado al hecho de que es ciego con respecto a la conciencia de la cosa como conciencia de unidad, lo mismo que a la síntesis de la conciencia que rige en el continuo experimentar y a la cosa experimentada misma como unidad sintética en la continuidad de la múltiple mención[3]. Lo que les confiere la unidad de la experiencia a los datos, en sí separados, de los diferentes géneros sensoriales tales como color, sonido, etc. es, entonces, para los sensualistas la pura asociación. Las cosas no son nada más que complejos asociativos que, por hábito, refieren unos a otros y que, regulados empíricamente por relaciones de coexistencia y sucesión, se presentan en la experiencia sensible. Ya para Berkeley la causalidad de la naturaleza se reduce a expectativas simplemente habituales. La asociación es el principio de todas las deducciones empíricas. Yo sólo puedo deducir datos inmanentes de datos inmanentes, nunca de datos trascendentes, de lo no perceptible. Así como la naturaleza trascendente, en tanto que reino de las existencias materiales trascendentes en un espacio trascendente, es una ficción y se reduce a la simple naturaleza experimentada que no es nada más que los complejos de sensaciones inmanentes unidos por asociación, así la legalidad de la naturaleza se reduce a la legalidad inductiva que rige esos complejos y, finalmente, a una reglamentación asociativa del ir y venir de los datos sensoriales en la conciencia. Aquí no se produce ni se recibe un efecto, no hay una causalidad propiamente dicha, hay solamente un anteceder regular a un continuar regular que se espera inductivamente. La causalidad real es solamente la ejercida por el yo.

Lección 22 a.: La hipótesis monadológica de Berkeley. Comparación con Leibniz. Paso a Hume.

Los datos de los sentidos, los complejos sensoriales son concebibles solamente como percibidos, como conscientes en un sujeto. No tiene sentido presuponer para ellos sustancias materiales específicas cuya imposibilidad de ser concebidas se muestra ya en el Je ne sais quoi de Locke. Para existir sólo necesitan el espíritu que es consciente de ellos. Por otra parte, el espíritu mismo es substancia, es la única existencia concebible que existe por sí misma y su ser es tener conciencia, percibir y, por otro lado, ser activa, ejercer la auténtica causalidad. La verdadera realidad se reduce a espíritus. Pero ¿cómo sé yo de la existencia de otros yo sujetos, siendo que sólo mi propio campo de ideas me es dado inmediatamente? ¿No es absurdo negar la posibilidad de sobrepasar el campo de ideas a favor de una naturaleza trascendente y, por otra parte, aceptar sin embargo lo trascendente, es decir, aceptarlo en la forma de un yo extraño? Pero concluir que hay espíritus fuera de mí tiene un fundamento muy diferente al de una trascendencia material y no da lugar a dudas serias. Desgraciadamente Berkeley no trata este problema del mundo exterior espiritual en su Treatise —que es casi la única obra que ha sido tenida en cuenta sino en los Diálogos entre Hilas y Filonús. Vamos a presentar aquí en forma libre (aunque forzándolo un poco) su pensamiento que merece todo el interés que se le preste. Así como las cosas pueden indicarse mutuamente unas a otras de manera asociativo-inductiva, también pueden indicar lo específico de un yo, de los actos de un yo, de las opiniones de un yo, de los juicios, etc. También al respecto pueden formarse por hábito vínculos y expectativas. Debido a la semejanza con la cosa que llamo mi cuerpo, ciertas cosas sensibles de mi campo de conciencia pueden indicar algo espiritual, actos de un yo, conexiones de vivencias subjetivas que no son las mías. Mi cuerpo, en cuanto permanece constantemente en mi campo de conciencia, está asociado Íntimamente con mi vida espiritual. Como se comprende, una cosa que se le semeja suficientemente en sus modales y en su comportamiento indica una vida psíquica análoga. La deducción es completamente comprensible y no se refiere a algo incognoscible sino deduce algo análogo de algo análogo. Pero por el hecho de que me son dados sujetos extraños con relación a sus cuerpos, co-dados en el modo de la indicación empírica, se indica también que los sujetos extraños tienen sus percepciones sensibles, que también tienen la

experiencia de los mismos complejos de cosas sensibles que yo tengo, que ellos “comparten” conmigo “uno y el mismo” mundo o naturaleza. Lo que sólo es una façon de parler. En realidad —substancial— hay sólo: yo y los otros. Y cada uno de nosotros tiene sus percepciones, sus complejos sensibles, en cada uno los complejos sensibles están ordenados inductivamente y son cognoscibles como orden natural. Sólo que, admirablemente —como enseña la comprensión mutua entre los sujetos— en todos está constituida exactamente una y la misma naturaleza, con los mismos complejos sensibles y la misma ordenación. El creador de este maravilloso orden intersubjetiva o de la naturaleza común a todos es Dios, cuya existencia tiene que deducirse precisamente de ese hecho. Y con ello tenemos el tipo inmanente de una prueba teleológica. Por primitiva que sea toda esta teoría, aunque le falte una cuidadosa elaboración científica que vaya hasta el detalle, es, sin embargo, una primera teoría de la trascendencia basada en la inmanencia, el primer intento de determinar científicamente el sentido del mundo de la experiencia a partir de las exigencias teóricas necesarias que resultan de las experiencias puramente inmanentes mismas. En ello vemos también la diferencia esencial entre la teoría de Berkeley y la monadología de Leibniz que data de la misma época. Aún cuando sean tan semejantes en sus resultados, son muy diferentes en su concepción y en su modo de fundamentación. La teoría de las mónadas de Leibniz tiene el estilo de una interpretación metafísica de la ciencia natural matemática y de la naturaleza material que se determina en su verdad —en su verdad científico-natural— en sus teorías exactas. Para él se trata de conciliar esta verdad científico-natural con la verdad religiosa y teológica; se trata de armonizar el sentido de la naturaleza determinado por la ciencia natural —esa mecánica de los átomos— con el sentido teológico, exigido por la religión, de todo lo existente en el mundo, o sea, también de todo el ser y el suceder natural. Leibniz da en su Monadología una visión genial. Encuentra la posibilidad de una conciliación por medio de la interpretación espiritual de la naturaleza que substituye el sentido científico-natural por un sentido monadológico inmanente y acumula argumentos para ello.

Por otra parte, Berkeley, el obispo de Cloyne, está también interesado, como es natural, en teología y hasta exclusivamente, y no, como Leibniz, tanto en teología como en ciencia natural, pues no es, a la vez, investigador de la naturaleza. Pero lo nuevo en él es que no ofrece una interpretación metafísica y teológica, sino una investigación sistemática científica sin presupuestos en la que son completamente irrelevantes los intereses teológicos que la determinaban originariamente. La crítica a Locke le suministra el fundamento puramente inmanente sobre el que intenta una demostración descriptiva y genética de las peculiaridades puramente inmanentes de la percepción externa, peculiaridades que incluyen de manera inmanente el sentido —comprobable siempre con evidencia— de la naturaleza experimentada y experimentable como tal. Entonces, sin interpretar ni suponer, presenta e intenta luego mostrar que toda la ciencia natural se refiere a ese sentido inmanente de la experiencia externa, que las cosas que ella conoce no son otras que las percibidas real y directamente y que, de este modo, se puede responder a las exigencias de todos los procedimientos científicos de los investigadores de la ciencia natural. Aquí se delinea, por primera vez, como ya lo mencionamos, el problema de una teoría constitutiva de la exterioridad como fenómeno de la interioridad de la conciencia encerrada puramente en sí misma, si bien en una forma bastante primitiva y que contiene absurdidades naturalistas. Este problema era suficientemente evidente para Leibniz, estaba, en cierta manera, en su campo visual, pero él indudablemente no vio su importancia filosófica central. La idea de una investigación sistemática y rigurosamente científica de la pura esfera de la conciencia y de la dación de sentido que tiene lugar en su pura inmanencia no se convierte en fuerza impulsora de su filosofar. Pero en la purificación que hace Berkeley de los planteamientos confusos de Locke con respecto a un intuicionismo inmanente está ya el germen de una ciencia nueva de la conciencia que, como ciencia de la conciencia pura, se separa necesariamente de toda la psicología tradicional, como ciencia objetiva del mundo; aunque toda psicología tenga que ver con vivencias de la conciencia. Sin embargo, Berkeley mismo no realiza todavía una elaboración sistemática de esta ciencia pura de la conciencia, ni siquiera un replanteamiento de la idea completa de ella como ciencia fundamental de

todo conocimiento y toda ciencia en general, si bien su Treatise, sus diálogos y hasta su genial primer escrito sobre la Teoría de la visión (este último con algunas modificaciones necesarias) preparan la idea de esta ciencia y se dirigen ya a ella como planes primitivos. El que perfecciona la obra de Berkeley, pero superándola ampliamente con respecto al naturalismo inmanente, es David Hume. Su particular importancia en la historia de la filosofía se debe, ante todo, a que él divisa, en las teorías y críticas de Berkeley, la irrupción de una nueva psicología y reconoce en ella la ciencia fundamental de toda posible ciencia en general; además, que él intenta llevar sistemáticamente a su realización esta ciencia, utilizando el trabajo hecho por Berkeley y, en forma no depurada, también, en parte, el realizado por Locke y lo hace en el estilo de un naturalismo inmanente de la más rigurosa consecuencia. De esta manera, Hume inicia un psicologismo radical de un tipo esencialmente nuevo que fundamenta todas las ciencias en la psicología, pero en una psicología puramente inmanente y, al mismo tiempo, puramente sensualista. Precisamente en este punto decisivo, Hume ha sido siempre mal entendido. Por así decirlo, no se ha entendido nada de sus teorías cuando, por psicología de Hume, se entiende la psicología en el sentido usual de una ciencia objetiva de la vida psíquica del ser humano en el mundo objetivo. Sin duda, el modo de expresarse propio de Hume induce al error y él nunca marcó las diferencias necesarias. Pero el sentido de su psicología tiene que extraerse del procedimiento metódico —de una consecuencia casi perfecta— y además, debe ser interpretado a partir del contexto histórico. Cuando en el prólogo de su Treatise se lee: la teoría del ser humano es la única base firme para las demás ciencias, o: no hay ningún problema importante cuya solución no esté incluida en la teoría del ser humano y nadie puede decidir con alguna seguridad mientras no nos hayamos familiarizado con esta ciencia; cuando, más adelante, dice que en la aclaración de los principios de la naturaleza humana está incluido el completo sistema de las ciencias y cuando, además, se leen otras frases que confirman que aquí no se debe excluir ninguna ciencia concebible y que hasta la última fundamentación de la matemática y de la ciencia natural debe ser hecha por medio de la teoría del ser humano;

cuando se lee todo esto —digo yo— se está frente a un antropologismo craso que no parece dejar lugar para ninguna otra interpretación. Y, sin embargo, cuando se estudia de cerca esta memorable obra y se atiende, por una parte, al método en el que no se presuponen o se afirman teóricamente sino sucesos de la esfera de las percepciones y, por otra parte, a los resultados en los cuales se considera que se comprueba que no sólo la naturaleza física trascendente, sino todo el mundo objetivo con todas sus correspondientes formas categoriales son una construcción ficticia en la esfera perceptiva, resulta claro que esto es todo menos una psicología ordinaria, o sea, que no se trata de ninguna manera de una ciencia empírica fundamentada en el mundo real espacio-temporal, dado y aceptado como existiendo. Una ciencia que demuestra que el mundo entero, incluidos los seres humanos, las almas humanas, las personas, las asociaciones de personas, etc. son sólo ficciones, no puede ser una ciencia del ser humano y del alma humana, etc. en sentido ordinario, una ciencia que presupone la realidad empírica del ser humano. No se puede creer a Hume capaz de una tal absurdidad y tampoco está en su obra misma. En verdad, esta psicología de Hume es el primer intento sistemático de una ciencia de lo dado puramente en la conciencia y, yo diría, es el intento de una egología pura, si Hume no hubiera considerado también el yo como una pura ficción. Es una psicología de la tabula rasa que, en radical austeridad, no quiere utilizar nada más que lo que encuentra como inmanente en la tabula rasa, o sea, sólo los elementos inmediatamente evidentes de la conciencia y sólo en ese campo (o sea, en el campo del ego cogito interpretado de manera sensualista) busca leyes psicológicas en virtud de las cuales pueda obtenerse una aclaración psicológica. Podemos decir, también, que es el primer esbozo sistemático y universal de la problemática constitutiva concreta, la primera teoría del conocimiento concreta y puramente inmanente. En todo caso, podríamos también decir que el Treatise de Hume es el primer esbozo de una fenomenología pura, pero en la forma de una fenomenología puramente sensualista y empírica.

CAPÍTULO SEGUNDO EL POSITIVISMO DE HUME. EL PERFECCIONAMIENTO DEL ESCEPTICISMO Y, A LA VEZ, EL PASO PREPARATIVO DECISIVO A UNA CIENCIA TRASCENDENTAL FUNDAMENTAL

Lección 23a. : La reducción nominalista que hace Hume de todas las ideas a impresiones y la absurdidad de este principio.

Sólo con Hume llega el sensualismo a un desarrollo universal y completamente consciente. Berkeley había sido sensualista sólo en la interpretación de las intuiciones de la naturaleza exterior. Las cosas son complejos de datos sensoriales dados en la inmanencia de la conciencia misma. Las cosas materiales trascendentes son ficciones, no hay substancias materiales. Pero las percepciones sensibles presuponen, según Berkeley, el sujeto perceptor, el yo. Para Berkeley el yo no es un mero nombre para un conjunto de algo así como vivencias psíquicas puramente asociadas. Más bien, todas las percepciones sensibles y todos los demás acontecimientos subjetivos, todos los actos del yo y todos los estados del yo tienen en el yo — como substancia espiritual— un principio de unidad. Y esto es precisamente lo que niega Hume: ¿qué es lo que al reflexionar encuentro en la conciencia como demostrable cada vez que medito sobre mí mismo? Percepciones de calor y de frío, de luz y de sombra, de amor y de odio, etc., pero algo como un yo, la “impresión” especial que corresponde a esta palabra no la puedo encontrar. Yo, no es otra cosa que un manojo de percepciones diversas que se suceden unas a otras con incomprensible velocidad. En consecuencia, luego para Hume mismo se plantea aquí un gran problema: ¿cómo es que yo me considero un yo idéntico y que cada uno se aprehende a sí mismo no simplemente como un montón de vivencias, sino como una y la misma

persona, mientras sucede ese continuo cambio de percepciones? Pero, en todo caso, así como las substancias corporales, en tanto que unidades que sirven de base a los datos sensuales, son suprimidas, también lo son las unidades espirituales que sirven de base a todas las vivencias psíquicas. El alma ya ni siquiera puede compararse con una tabula rasa o con un escenario en el que aparecen toda clase de figuras psíquicas fugaces. Pues esta tabla, este escenario no corresponde a algo real, no es una cosa en la que están las vivencias; lo único vinculante es la legalidad que regula las vivencias psíquicas de modo puramente objetivo según relaciones de coexistencia y sucesión. Así llegó el sensualismo de la interpretación del mundo a su plena extensión y unidad. Todo ser, tanto el de los cuerpos como el de los espíritus, se reduce a datos psíquicos, a aglomeraciones de percepciones sin yo. Salta a la vista la analogía con la concepción atomística-mecanicista de la naturaleza de los comienzos de las ciencias naturales exactas. La naturaleza física es concebida como un conjunto espacio-temporal de átomos existentes por sí mismos, abrazado sólo por la unidad de la legalidad natural que regula claramente todo el suceder físico, todos los movimientos de los átomos. Así, el naturalismo de la conciencia descompone, de manera semejante, la subjetividad en átomos de conciencia, en elementos materiales irreductibles sometidos a leyes puramente objetivas de coexistencia y de sucesión. Estos átomos de conciencia son las percepciones (lo que para Hume significa lo mismo que para Locke “ideas”). A las leyes naturales externas corresponden aquí las leyes internas de la asociación y del hábito y algunas otras de tipo semejante, íntimamente relacionadas con éstas. Pero, en realidad, no son leyes paralelas correspondientes entre sí; las leyes psíquicas son las verdaderas leyes radicales de todo ser. En virtud de leyes psíquicas inmanentes se reduce todo ser y cada uno de los seres a percepciones y a configuraciones de percepciones con toda la legalidad correspondiente y supuestamente autónoma. Pero Hume no presupone esto sino lo demuestra precisamente por medio de una psicología que se desarrolla sistemáticamente y sin presupuestos, que parte de lo dado inmediatamente en la psique y que establece empíricamente las leyes fundamentales que la rigen —ley de la asociación, del recuerdo, etc.

— como leyes originarias de toda génesis psíquica inmanente. Todo lo que existe para el sujeto respectivo bajo el título de mundo empírico de los cuerpos y de los espíritus, todas las formas objetivas familiares como espacio, tiempo, causalidad, cosa, fuerza, facultad, persona, comunidad, Estado, derecho, moral, etc., tienen que ser explicadas por esta psicología, lo mismo que el método y el trabajo de todas las ciencias que pretenden conocer todo este mundo o regiones particulares de él. Claro está que el resultado de esta profunda explicación psicológica de todo ser y de toda ciencia es: el mundo entero con todas las objetividades no es más que un sistema de figuras aparentes, de ficciones que surgen en la subjetividad necesariamente, según leyes psicológicas inmanentes; y la ciencia es un autoengaño de la subjetividad o el arte de organizar con provecho ficciones para fines vitales. Sin embargo, ahora es necesario mirar más de cerca la supuesta ausencia de supuestos y la radical objetividad y, en general, toda la forma metódica de la psicología y teoría del conocimiento de Hume. En primer lugar, observamos que falta completamente toda reflexión fundamental del tipo que Descartes considera como necesaria para la fundamentación sistemática de una filosofía. Para Descartes era ésta una cuestión tan importante que la intentó en formas siempre nuevas como lo comprueban su Discours, sus Meditationes y sus Principia, por una parte, y sus escritos póstumos, por otra. Como la filosofía tiene que se una ciencia universal que se autojustifica absolutamente, la reflexión fundamental debe ser l; meditación básica que reflexiona detenidamente sobre el proceder de una justificación universal y absoluta del conocimiento como lo que abraza si; temáticamente todo conocimiento científico y autentico en general y lo que proyecta y justifica ese necesario proceder como tal. Una tal reflexión radical sobre el método de la fundamentación última falta, como hemos dicho, en Hume y, por lo tanto, su radicalismo no es aquel radicalismo auténtico que significa autorresponsabilidad última originada en una última reflexión y aclaración de sí mismo. La evidencia de lo dado inmediatamente, o sea, de las propias vivencias que cada vez encuentro, es un legado tomado como obvio y no adquirido por trabajo propio de crítica cuidadosa; y le mismo el principio empírico de la fundamentación de todo conocimiento en la experiencia. El

sentido de este principio se determina a partir del intuicionismo de la aclaración de Locke. En Hume se presenta este principio con una seudo-claridad impresionante en la forma metódica de la reducción de todas las ideas a impresiones. Las impresiones son las percepciones originariamente vivas y fuertes que, después de que han pasado, vuelven reproductivamente en copias deslucidas, en reproducciones; lo que Hume llama ideas. Al mezclarse unas con otras y unirse en lo que se llama pensar formando nuevas ideas, resultan ideas y pensamientos que parecen reproducciones, pero que así conformados no provienen ellos mismos de impresiones originales y que tampoco pueden ser referidos a impresiones reales eventualmente comprobables después. Aquí reside la fuente de todos los errores, de todas las absurdidades de un pensar que no se atiene a los hechos. Por consiguiente, hacer crítica del conocimiento significa examinar todos nuestros pensamientos, nuestras “ideas” para ver si corresponden y en qué medida a impresiones originales, si éstas se pueden comprobar en ellas. Aquí es determinante de modo inequívoco la contradicción —ampliada en la forma sensualista más tosca— que guía el intuicionismo de Locke, así como todo el empirismo, entre opiniones confusas y alejadas de los hechos, configuraciones conceptuales vacías aunque artificiales —como, por ejemplo, especulaciones que se embrollan en sutilezas lingüísticas escolásticas— y, frente a esto, intuiciones claras, juicios saturados con clara plenitud intuitiva; juicios que al ser enunciados expresan precisamente lo que en ellos mismos es dado intuitivamente. Toda verificación real de menciones (Meinungen) debe consistir en medirlas con intuiciones en las que se da la cosa misma, o sea, en hacerlas evidentes. Para una psicología inmanente del conocimiento que quisiera aclarar seriamente el conocimiento de modo teórico, sería necesaria aquí, sin duda, una cuidadosa descripción de todo aquello que presupone y hace valer como elementos esenciales esta concepción esencial fundamental (que, en realidad, no es otra cosa que el análisis de la función misma del conocimiento). Sería, entonces,’ necesaria: la descripción de la síntesis de la aclaración y la verificación, de la legitimación y su correspondiente negativa, la negación de legitimidad; la descripción exacta de la transición sintética de la conciencia

en la que un pensamiento oscuro obtiene la claridad que lo consuma y el derecho o rectitud que lo confirma. Es decir, tendría que describirse cómo tiene ahora “él mismo” lo que antes “simplemente mentaba” y lo tiene exactamente como lo mentaba y esto con respecto a todas las estructuras y formas de ese mentar (Meinen); o, en el caso contrario, tendría que mostrarse cómo se lleva a cabo la negación de legitimidad: cómo aquí una mención se aproxima a la intuición a la que refiere y que luego resulta que no se ajusta a ella sino la suprime; y todo lo que esto último significa. Pero antes de todo ello, tendría que hacerse, naturalmente, una descripción cuidadosa y rigurosamente científica de lo que designan —por lo pronto sólo en vaga generalidad— los términos: “pura opinión”, “pensamiento vado”, “un concepto vacío”, etc. y, por otra parte, “intuición” Las particularidades esenciales y fundamentales de estos tipos de conciencia que participan en todo, tendrían que ser mostrados y descritos con precisión. Pero de esto no se encuentra nada ni en Hume ni en ninguna otra psicología ni teoría del conocimiento de estilo sensualista. Todo está toscamente nivelado en el discurso sobre impresión e idea y en la exigencia de demostrar las correspondientes impresiones para todas las ideas. Este sensualismo no llega ni siquiera a la distinción esencial básica entre idea, como imagen recordada inmanente, o fantasía y pensamiento, en el sentido específico de pensamiento judicativo con todos sus componentes. Y lo mismo pasa con la así llamada impresión, en la que no se hace una distinción entre lo intuitivo individual, como es dado antes de cualquier conformación conceptual, y lo intuitivo ya conformado. La prevención naturalista es lo que ciega con respecto a todo lo básicamente esencial y decisivo tanto psicológica como epistemológicamente, ciega para aquello que hace que el ser, como conciencia y como lo consciente en la conciencia, sea toto coelo diferente a lo que se presenta como cosa real en la consideración objetiva natural del mundo. Toda la diferenciación entre impresiones e ideas y la exigencia de reducir las ideas a impresiones pierde su sentido cuando a esos tipos de conciencia se los reemplaza por cosas psíquicas que tienen simplemente propiedades objetivas. Hume y el positivismo que le sigue convierten los caracteres “impresión” e “idea” en propiedades objetivas. Su pensamiento es: todo lo

que existe o considerado por mí como existente debe legitimarse en mi conciencia. Mi conciencia, el reino de lo inmediatamente dado es el reino del ser inmediatamente experimentado, que debe ser considerado con una objetividad “libre de teorías” “libre de metafísica” y, en consecuencia, debe valer como puro campo objetivo. Así, la diferencia entre impresión e idea es considerada como u pura diferencia objetiva. Las vivencias, datos acústicos, datos táctiles, etc., se presentan, por primera vez, con la fuerza originaria de su frescura y vitalidad con características objetivas, tales con intensidad y otras semejantes. Y en virtud de u legalidad objetiva —la de la reproducción y asociación— aparecen luego resonancias más débiles, reproducciones derivadas de ellas; éstas son las ideas. Ya los primeros pasos que se dan en el Treatise como básicamente determinantes, son metódicamente absurdos y sólo tienen la apariencia de afirmaciones científicas metódicas. ¿De dónde resulta por ejemplo, que una percepción apagada y débil de rojo signifique mucho más que justamente una percepción apagada y débil de rojo? ¿Cómo se llega a la afirmación de que ella es “copia de una percepción anterior”, como si no fuera algo totalmente nuevo, o sea, que alguien tiene una vivencia de un rojo apagado actual como algo completamente diferente a la de uno “anterior” y además no la tiene apagada sino viva, tiene la vivencia de una “impresión” anterior? Y además ¿cómo es que se aclara lo apagado actual como ejemplo para uno futuro? Y todavía más ¿cómo se entiende que lo apagado actual sea una vez recuerdo de algo fuerte y otra vez recuerdo de algo débil y valga así en diferentes particularidades? Pero, en efecto, hablamos de valer-como-algo, de mentar (Meinen) en este o en el otro sentido. También se nos llama la atención sobre el hecho de que tenemos que tener en cuenta la diferencia entre recuerdo o expectativa y pura fantasía, ya sea de una cosa pasada, presente o futura y que en la repetición de “ideas” que son ideas de esa misma cosa, muy diferentes “entidades” sirven para representar una y la misma cosa y que este mismo representar es, en la conciencia, un mentar (meinen) la misma cosa, eventualmente un presentarse, determinarse, revelarse de la cosa cada vez más claramente. Todo lo que es dado precisamente como primero y, en sentido cartesiano, como indudable, o sea, dado antes de todos los hechos e hipótesis objetivos, antes de todas las

teorías para sustituir y aclarar, o sea, el representar como esto y aquello, el considerar como esto o aquello, en resumen, la conciencia, pasa, por decirlo así, inadvertido y con ello precisamente aquello que constituye la subjetividad como subjetividad, la vida subjetiva como vida subjetiva. Entonces, la impresión es una cosa y, como tal, distinguida por características objetivas. Y (con esta interpretación) desaparece nada menos que el hecho de que ella es experiencia de lo experimentado, de lo dado en sí mismo. Desaparece y, sin embargo, es presupuesto ya por el hecho de que siempre se pretende que estos datos son algo dado con evidencia inmediata. Pero las puras cosas son lo que son en sus propiedades objetivas, como cosas son, pero no significan nada, no mientan nada, no tienen en sí nada de sentido, nada de diferencia entre la mención y lo mencionado, entre una representación vacía o aprehensión de la cosa en sí misma, nada de mismidad que sea, repetidamente, mentada y dada o, al mismo tiempo, mentada y dada. Querer encontrar todo esto en las cosas o como propiedades objetivas, es absurdo. Claro está que las vivencias inmanentes, en tanto que son consideradas exclusivamente como sucesos que transcurren en la forma universal del tiempo inmanente y que se extienden en períodos de tiempo inmanente, tienen también una especie de estructura de partes y propiedades reales que permite una especie de descripción objetiva. A tales descripciones que siguen el transcurso temporal, sus estructuraciones y características temporales pertenece seguramente aquella de que las “ideas” son normalmente más fugaces que las impresiones. Habría que reflexionar seriamente sobre si se deberían incluir aquí también esas diferencias del tipo de intensidad de la vivacidad o si aquí no se está confundiendo ya un modo de la intuitividad intencional con un modo, por decirlo así, de ser individual en la temporalidad inmanente. Pero aunque fuera correcto, sigue siendo fundamentalmente absurda una descripción que quiere enseñarnos que lo que hace que una impresión sea una impresión y que una idea sea una idea no es otra cosa que tales momentos objetivos. ¿Cómo podría una percepción de rojo relativamente pálida y fugaz ser más y ser diferente precisamente de una percepción de rojo pálida y fugaz, y una percepción fuerte y duradera ser más que una percepción fuerte y duradera? ¡Por qué, pues, utilizar el término de

percepción que ya es tan significativo y expresa tanto más que algo objetivo! Y especialmente ¿cómo llega una percepción a llamarse impresión de algo y, vista más de cerca, a ser para nosotros conciencia de un rojo vivo actual y cómo llega otra percepción a llamarse idea y recuerdo cercano o expectativa y, según el caso, llegar a ser para nosotros conciencia de un rojo pasado o preintuición de uno futuro y, por ejemplo, ahora rojo que está por venir y luego, como pura fantasía, intuición de un rojo fingido, un rojo representado y de ninguna manera presente? ¡Qué absurdo resulta decir que la impresión, que representa perceptivamente algo como presente corporalmente, es algo fuerte, vivaz o lo que se diga en un semejante estilo descriptivo objetivo, y que la idea, una mezcolanza de cosas tan diferentes como recuerdo, ficción y representación en general, de muy variada especie, no es nada más que algo pálido, etc.! Naturalmente, no ayuda nada decir que se trata de vivacidades o fugacidades particulares o, si cabe, únicas en su género o lo que sea del estilo. Es verdaderamente grotesco cómo aquí ha fallado el análisis de la época moderna, no sólo el de Hume, sino el de toda la psicología. Ésta intenta continuamente descripciones objetivas en las que cada paso conduce más allá de lo formal de la estructura temporal y muy pronto a análisis intencionales en los que hay tanto que ver y que determinar en sentido espiritual que, en realidad, hay que decir que entre tantos árboles psicológicos no ve el bosque. Poco ayuda al respecto que —como lo hizo William James, interesado por las primeras referencias de Brentano a las particularidades de la intencionalidad— se busque expresarlas calificándolas de “coloraciones” objetivas, de fringes, de “tonos concomitantes” o con metáforas semejantes que refieren justamente sólo a caracteres objetivos, aunque sean únicos o extraordinarios. No se necesitan imágenes, no hace falta sino interrogar la conciencia misma como conciencia, de cualquier tipo que sea, y escuchar lo que manifiesta. Y tan pronto como uno hace esto, comienza a nacer de golpe y espontáneamente una psicología de un tipo nuevo, la Única posible, una psicología en la que el método está determinado —con toda obviedad— por ese único gran tema, el tema infinita y diversamente ramificado de la conciencia, de la intencionalidad. Lo que no excluye que la estructura temporal y las correspondientes particularidades objetivas y, en especial, los

modos de consideración inductivos, tengan que jugar siempre un cierto rol, pero sólo secundario. Para completar, quiero agregar que impresión es para Hume el título epistemológico que designa las intuiciones llamadas a llevar a cabo la operación de la conciencia de verificar la evidencia. Esto presupone, evidentemente, que ellas tienen en sí conciencia —como el ser dados por sí mismos de los objetos respectivos, de las esencias conceptuales, de los contenidos de juicios individuales o generales en los que se pueden, por así decirlo, cumplir las simples menciones (bloßen Meinungen) que hay que controlar. Así que impresión es, en verdad, un título para la conciencia de evidencia en general o, en el sentido más amplio, para la intuición de la cosa misma en general, concebida como posible base para toda suerte de evidenciación, para cualquier verificación. Una cosa real que, como tal, existe simplemente, no verifica nada y no tiene en sí nada verificante. No es la cosa misma lo que puede verificar. Sólo la intuición d e la cosa misma, la percepción o el recuerdo de algo real pueden verificar y pueden hacerlo porque son, precisamente, aprehensión de la cosa misma y pueden unirse con cualquier simple mención (bloße Meinung) correspondiente de esta misma cosa en una vivencia sintética superior, en la que esa cosa misma es consciente como mentada y, a la vez, como verdadera, o sea, como verificante ella misma. Entonces, la impresión, entendida como debe ser, tiene dos lados, precisamente como conciencia donante por sí misma de lo que a ella se le da en sí mismo. Esta duplicidad de lados no es una façon de parler, sino una doble dirección de momentos descriptivos muy ricos en contenido. Y algo análogo vale naturalmente para la noción opuesta de “idea”, como nombre para toda mención (Meinung) verificable y que requiere verificación: cada idea es doblemente conciencia de lo consciente en ella, de lo mentado en ella, pero no dado por sí mismo. Así que todas las descripciones, especialmente las de las síntesis, tienen que tener, obviamente, esta duplicidad de lados. Tengamos en cuenta todavía lo siguiente. Aún cuando no se presta atención a las relaciones intencionales implicadas en las diversas vivencias singulares, a sus objetividades, y se toman estas vivencias como simples datos temporales en el tiempo inmanente, como así llamadas simples sensaciones, resulta absurdo considerar como una nada —en la manera usual— el tener esos datos

como inmediatamente dados. Este tener inmediato es, a su turno, un tener conciencia; las vivencias no están en un lugar que no es ninguna parte. Su ser es por esencia ser consciente y todas las vivencias que son mías lo son en la unidad omniabarcante de mi conciencia, de modo que son accesibles a mi yo en reflexiones especiales. Así hemos podido demostrar paso a paso la absurdidad que consiste en que, de hecho, los sucesos de la conciencia son tema para las descripciones y continuamente se habla de trabajo intencional y se apela a él, mientras en toda la descripción supuestamente pura y objetiva se pretende no fijar nada de esos acontecimientos intencionales y, aún más, no dejarlos valer en principio como algo real y que debe ser tomado en serio. De esta manera, ya el método incluye un escepticismo esencial, así que no es de extrañar que luego todo termine en la declaración de que el trabajo cognoscitivo de la vida intencional, el mundo objetivo y la ciencia objetiva son puras ficciones.

Lección 24a.: La necesidad de que la ciencia de la conciencia se constituya como eidética y el objetivismo empírico-inductivo de Hume.

Tenemos que tratar todavía un aspecto de la metodología de Hume. Se refiere al empirismo inductivo de donde provienen los conceptos fundamentales y las leyes básicas que esclarecen su psicología y su teoría del conocimiento. En la introducción se declara el principio empirista como algo obvio sobre lo cual no puede haber discusión, con las palabras: “así como la teoría del ser humano es la única base firme para las demás ciencias, la única base firme que le podemos dar a esta ciencia se encuentra en la experiencia y en la observación”. Basta la referencia a Bacon, a Locke y a otros de los nuevos. Pero aquí, ante todo, no queda sin consecuencias la falta de reflexión radical sobre el método —que exige el sentido de ciencia fundamental proyectada por Hume— y, (primer lugar, ya sobre el sentido de esta ciencia fundamental misma. Reflexionemos nosotros: ¿qué fue lo que motivó una tal ciencia fundamental? o ¿qué fue propiamente lo que le dio la preeminencia al

conocimiento de esa subjetividad pura en virtud del cual debía preceder a todos los demás conocimientos y a todas las otras ciencias y funcionar como su último fundamento? Además: ¿de qué tipo tenía que ser la fundamentación de ese conocimiento mismo, o sea, la fundamentación de esa nueva psicología en el campo de la subjetividad pura, par darle la primada sobre todas las otras ciencias sus fundamentaciones y para poder fundar razonablemente sobre ella todas las demás? Para nosotros la respuesta es clara. Regresar la subjetividad, al ego cogito significa reflexiona sobre lo indiscutible e indudable en última instancia, como aquello presupuesto —por su parte— el todo cuestionar y poner en duda. Pero cuando se ha aprehendido esa pura subjetividad, se da une cuenta de que ella —en sus puras vivencias de con ciencia— es la fuente originaria de toda dación de sentido, el lugar originario en el que todo lo objetivo que ha de significar algo y valer como existiendo para e l yo cognoscente, obtiene su sentido su validez. Esto significa: el objeto no es otra cosa y no puede ser otra cosa para mí que lo que aparece en múltiples y cambiantes apariciones, lo que me es consciente en mis múltiples y cambiantes vivencias de conciencia, en mi intuir, en mi representar simbólico, en mi pensar, etc. Sólo en tales actos vivenciales subjetivos se origina cualquier tipo de objetividad en tanto que contenido de sentido de la correspondiente conciencia. Y esto objetivo como tal vale para mí, según el caso, como existiendo o no existiendo, como posible, como probable, etc. Eventualmente se demuestra también luego —a su vez, en esta o la otra forma de conciencia— como existiendo real y verdaderamente, o no existiendo, siendo probablemente, etc. En la vida misma de la conciencia yace el subjetivo “valer” (el mentar juzgando) y lo especial subjetivo: el hecho de revelárseme como legítimamente válido, objetivamente válido, como verdadera realidad o, al contrario, como ilusión y apariencia. Consecuentemente, cuando la ciencia está en cuestión, debido a que ella es, de parte a parte, trabajo de la subjetividad cognoscente, obtiene de nuevo de ella misma, como ciencia, de su conocer científico respectivo, sentido y legitimación de su verdad. Pero aquí —cuando uno se ha dado cuenta de este estado de cosas en una primera anticipación todavía vaga como simple pre-visión— surge el pensamiento que nos va a guiar necesariamente: si quiero entender el trabajo

del conocimiento en general y especialmente del conocimiento científico, tengo que estudiarlo en sí mismo en su pura originalidad, o sea, en el lugar originario de la subjetividad pura. Y hacer esto es algo completamente distinto del ejercicio práctico de la ciencia “objetiva” y “positiva” corriente. Ésta considera que su campo objetivo correspondiente le es dado simplemente y lo que ella quiere es mostrar teóricamente el ser y el modo de ser de este campo. ¿Qué está implicado en ese “simplemente dado”? Este no es un problema de la ciencia objetiva. Que todo lo dado previamente a su elaboración teórica, el campo objetivo con todos los objetos que se van convirtiendo cada vez en temas especiales es un sentido constituido inmanentemente en las formas de conciencia de la subjetividad pura, es algo de lo cual la ciencia objetiva no sabe nada. En cambio, una ciencia de la subjetividad pura y trascendental tiene por tema precisamente la conciencia pura en general, o sea, ese puro configurar constituyente. Por eso precisamente, tiene como tema todo lo objetivo, tanto mentado como verificado y verificable; y no tomado ingenuamente como absoluto, sino como incluido en la concreción —que ella tematiza— de la conciencia real y posible como su trabajo intencional; y el modo de realzar ese trabajo, su realización puramente subjetiva, en este y este modo de conciencia, es su problema. Es desde este punto de vista que resulta completamente comprensible el sentido de la exigencia de una fundamentación última de todo conocimiento y de todas las ciencias en aquella original “psicología”, es decir, en la ciencia trascendental de la “pura” subjetividad. Al mismo tiempo, resulta comprensible el sentido de un intuicionismo radical y su exigencia de una aclaración última del conocimiento, de una elucidación de los conceptos fundamentales y, en general, de todos los “fundamentos” de todas las ciencias. Pues todas las ciencias —naturalmente se trata de todas las ciencias pre-trascendentales, las ciencias “objetivas” o “positivas” que han surgido en el curso de la historia— adolecen de una falta radical que es la ingenuidad con que toman lo dado previamente (éste y aquel campo de realidades y todo el mundo que las abraza) y con la que conforman conceptos, principios y hasta ciencias ideales, reinos ideales de objetos. Ellas sólo pueden convertirse en ciencias fundamentadas absolutamente, descendiendo de sus comienzos y

fundamentos a los fundamentos originarios, a los comienzos originarios, a los verdaderos archai. Pero éstos yacen todos en la conciencia pura, en la que se constituye subjetivamente todo ser posible según su contenido o su sentido y según el valor de ser de la realidad y de la verdad, en las formas de conciencia que le son esencialmente pertinentes. Mientras no sean comprendidos la dación de sentido y e l trabajo verificador que se realizan o se han de realizar en la conciencia pura misma, en los que surgen originariamente el ser mismo y la verdad misma para todo posible sujeto cognoscente, mientras la conciencia sea solamente vivida, la evidencia sea sólo practicada objetivamente sin ser ella misma percibida y estudiada científicamente en una evidencia reflexiva, toda la ciencia y toda su objetividad teórica conllevará una enorme dimensión, incomprensibilidad, es decir, de posibles cuestionamientos y dudas. Esto lo enseña con suficiente insistencia todo escepticismo —franco o latente— que, sin duda, sólo obtiene sus armas, por así decirlo, en incursiones de rapiña en la esfera trascendental. Algo semejante seguirá siendo siempre posible mientras la ciencia no haya puesto a la luz en la evidencia reflexiva su propia esencia y no haya mostrado teóricamente en conceptos e intelecciones adecuados. Cuando de esta manera tenemos delante, en una recapitulación, lo sabido desde hace largo tiempo, el sentido de una ciencia trascendental fundamental, resulta fácil contestar la pregunta subsiguiente por el método —prediseñado por su sentido como el único posible— sobre el que ha fundamentarse una tal ciencia. Desde un principio es ya visible que lo que se va a pretender como objetivo son elucidaciones generales sobre el conocimiento y la objetividad del conocimiento, conocimiento de este y aquel tipo de conocimiento general referido a objetividades de tales y tale especies y formas. ¿Según qué método —será entonces la pregunta— se han de determinar las características generales y legales de la esfera trascendental? Es claro aquí que toda esta idea de una fundamentación absoluta del conocimiento sería una vana ilusión si faltaran las posibilidades de fundamentar de modo indudable las características esenciales generales y las legalidades esenciales como principios de todas las elucidaciones ulteriores. La demostración indudable de la pura conciencia como supuesto terreno originario de toda aclaración del conocimiento sólo podrá ser útil para tal

aclaración si sobre ese terreno puede ser establecida una ciencia indudable y, primero que todo, un sistema de verdades de la conciencia inmediatas y absolutamente indudables. Así tendría que ser aquella psicología inmanente que, según Hume, ha de cumplir la función de ciencia fundamental de todas las demás ciencias, sean ellas ciencias ontológicas o ciencias normativas, sean ellas reales o ideales. Y ahora regresemos al Treatise de Hume y a la manera como él obtiene conceptos fundamentales y leyes fundamentales. Su naturalismo consiste no solamente en cosificar la conciencia —como si fuera algo como una naturaleza— sino en dejar obrar, sobre el terreno de la conciencia interna, un mal empirismo que cree que lo Único que hay que hacer ahí consiste en convertir los hechos de la experiencia interna en conceptos empíricos, para luego poder establecer, por inducción, leyes empíricas. Naturalmente, Hume sabe muy bien que las leyes inductivas no se pueden fundamentar absolutamente, que toda inducción sólo puede tener una validez con restricciones; aún más, él sabe que todo razonamiento inductivo descansa sobre una asociación (la demostración de esto constituye una de las partes principalmente famosas de la obra misma) y, además, que sólo podría tener validez necesaria si los principios de la asociación misma fueran necesarios o, como también podríamos decir, si se los pudiera fundamentar absolutamente. Pero, precisamente, él emplea estos principios originarios de todo razonamiento empírico —que son para él las leyes fundamentales últimas de su psicología en general— como establecidos simplemente por inducción. Es decir, a la base de una evidencia inmediata que, sin embargo, desafortunadamente sólo es evidencia absoluta de la experiencia simplemente inmanente, se establecen leyes, a su turno, no con evidencia absoluta sino, más bien, con absoluta irracionalidad. La ingenua confianza en la inducción es un mal sucedáneo de la absoluta evidencia intelectiva. Pues así queda la ciencia psicológica fundamental completamente en el aire; si ella no se fundamenta en la absoluta evidencia sino en la misma ingenuidad que la ciencia objetiva, toda la empresa de la fundamentación última del conocimiento pierde su sentido, y precisamente a partir de ese terreno originario.

De nuevo se ha puesto a la vista una última razón del escepticismo de Hume. La total irracionalidad de todo conocimiento está implícitamente presupuesta por el hecho de convertir la conciencia pura en un lugar de simple irracionalidad, de someterla efectivamente a una reglamentación legal, pero a una que nunca se puede reconocer como racional, pues se trata de leyes puramente empíricas para las que no hay, en ese terreno puro, ningún fundamento de validez absolutamente evidente. Así, la psicología de Hume tiene, en efecto, una característica esencial en común con la psicología objetiva corriente, en tanto que, como ésta, es una psicología inductiva. Pero con una gran diferencia. Pues lo que para la psicología objetiva puede ser completamente legal (es decir, cuando una teoría de las normas y fuentes epistemológicas puede justificar la legitimidad de las inducciones objetivas en general a partir de principios apodícticos) y lo que para la psicología objetiva también es legal por la razón de que lo psíquico en el conjunto de la naturaleza debe ser considerado —como todo lo natural— según relaciones inductivas, es, por principio, ilegal y hasta absurdo para una psicología subjetiva, puramente inmanente, si es que ésta ha de ser la ciencia fundamental, la ciencia de los fundamentos legales para todo posible conocimiento y toda posible ciencia. El proton pseudos está en el prejuicio del empirismo que, como mal intuicionismo, no conoce otra manera del darse por sí mismo de lo dado que la experiencia de detalles individuales o temporales, y es ciego con respecto al hecho de que lo general, las generalidades conceptuales y las generalidades de los estados de cosas, se pueden percibir con evidencia inmediata y que además, son percibidas, por decirlo así, constantemente. De hecho, es suficiente que tengamos presente que la conciencia es obviamente la morada de las intelecciones esenciales inmediatas puramente generales y necesarias. Nos atreveríamos a demostrarlo hasta en el caso de leyes de asociación que sólo necesitan una forma de expresión adecuada puramente inmanente. Esto suena hoy todavía muy paradójico, debido a que desde Hume y Mill se suele considerar —y no sólo simplemente desde el punto de vista empirista— la asociación como una propiedad empírica de la vida psíquica del ser humano y se suelen ver las leyes de asociación de la interioridad psíquica como paralelas con la ley de gravitación en tanto que ley de las masas inertes de la

naturaleza exterior. Se cree que se puede pasar fácilmente por encima de la pregunta de si es posible y no más bien absurdo fundamentar los principios últimos de la legitimidad de todas las inducciones, a su vez, en inducciones. Pero pensamos que al menos una pregunta no puede ser rechazada por nadie que vea las cosas así, y es: ¿dónde están, entonces, y quién ha establecido las inducciones científicas a las que deben su fundamentación científica las leyes de asociación? En lo que concierne a la ley de gravitación, tenemos la historia de la física y sabemos cuántos esfuerzos y cuánta preparación ha costado a la ciencia el establecer esa inducción. ¿Dónde está al respecto lo paralelo para la psicología? Falta simplemente, por las mismas razones por las que falta para los axiomas lógicos y aritméticos que un Mill quería reivindicar igualmente como inductivos. Falta porque se trata de conocimientos esenciales generales que precisamente no son inducidos sino extraídos de una inducción general pura, de generalidades originarias que se dan por sí mismas. El nominalismo extremo que todavía vive en el empirismo de Hume es completamente ciego con respecto a la percepción general y, como ya lo tratamos en la crítica a Locke, en esa ceguera intenta escamotear cualquier pensar general substituyéndolo subrepticiamente por relaciones naturales entre individualidades singulares, relaciones al respecto de las cuales hace, obviamente, enunciados generales sobre cuya legitimidad uno debe olvidarse de preguntar. Y precisamente esto se atreve a exigirnos el Treatise, o sea, que no se nos ocurra pensar en preguntar por la legitimidad racional de la inducción d e las leyes fundamentales.

Lección 25a.: El problema de la constitución en Hume y su conclusión en un escepticismo total.

Cuando se han analizado los principios metódicos de Hume, ya no es necesario, en el fondo, entrar e n los pormenores de sus teorías cuya absurdidad no es sino el desarrollo del absurdo incluido en los principios fundamentales. Lo que, sin embargo, nos lleva a echarles una mirada no es su extraordinario efecto histórico, sino la circunstancia de que en los

planteamientos de esas teorías se manifiestan, por primera vez, problemas de la más alta dignidad filosófica que, a pesar de la pérdida de valor que su escepticismo y naturalismo les ocasiona, se pueden considerar como formas primitivas de los principales problemas constitutivos de la nueva fenomenología. En cierta manera, se puede, en verdad, decir algo semejante ya de la problemática de Locke. Pero sólo en el giro que les da Berkeley hacia una psicología trascendental ganan esos problemas justamente su aspecto trascendental y, en la elaboración sistemática de esa psicología que hace Hume, adquieren ellos un nuevo relieve y una significación más profunda que los convierte en problemas de la unidad sintética. La mirada perspicaz de Hume percibe en las exposiciones geniales de Berkeley sobre la naturaleza y la ciencia natural su falta de forma teórica. Donde Berkeley cree haber concluido se le abren a él nuevos y grandes problemas. Los datos sensoriales dados en la conciencia se asocian para formar complejos de sensaciones. Estos son, dice Berkeley, las cosas; su unidad es una afinidad habitual. Debido a que se producen fácticamente con regularidad empírica, los complejos mismos se asocian, a su turno, unos con otros. Por eso, esperamos consecuencias semejantes en circunstancias fácticas semejantes. A esto se reduce todo lo que llamamos causalidad natural. No es otra cosa que una relación de consecuencia regulada subjetivamente por un hábito. A una tal regulación se reduce, entonces, también la legalidad natural de la que habla la ciencia natural. Pero todo esto no basta, claro está, ni aún para el que, como Hume, ve a través de anteojos sensualistas. En primer lugar, las cosas son —supuestamente— sólo complejos asociativos. Pero aunque las cosas fenoménicas en la percepción refieran a datos de los diferentes sentidos y — como Hume reconoce en tanto que sensualista— no sean, en primer lugar, realmente otra cosa que complejos de tales datos unidos por asociación y hábito, hay algo, sin embargo, que Berkeley no ha considerado ni aclarado seriamente: ¿cómo llegamos a ver cada uno de tales complejos —mientras cambian sus elementos como la misma cosa, a veces alterada y a veces inalterada? Y aún más: ¿cómo llegamos a conferirle una existencia independiente de la percepción o no percepción actuales? ¿Por qué esta mesa es identificada por mí como una y la misma aún si entretanto salgo del cuarto, siendo así que el complejo de sensaciones recordado y el que ahora se

presenta no son el mismo, sino, e n cada caso, otro y ambos están separados uno del otro? Entonces, precisamente esta unidad (diríamos, sintética), la cosa misma experimentada como unidad de experiencias reales y posibles (o si se quiere sustituir aquí: de los complejos reales y posibles) pasa desapercibida para Berkeley. Justamente esta unidad de la misma cosa es algo que indica uno de los principales problemas de Hume. A este se le agrega, como problema paralelo, el de la unidad del yo, de la persona. Pues él ha negado que haya una impresión propia para el yo y ha destruido cualquier unidad subjetiva convirtiéndola en un montón o en un manojo de percepciones. Sin embargo, todo el mundo considera que se experimenta a sí mismo como persona, de modo semejante a como cree experimentar cosas unitarias, y considera que las unidades de experiencias de una y otra parte existen aún cuando no son experimentadas. En efecto, les atribuimos constantemente ese sentido, el de ser en sí. Además, con la explicación de la ciencia natural como ciencia, o sea, como conocimiento resultante de un simple hábito, Berkeley se había hecho muy fáciles las cosas. Cierto que la asociación produce complejos de coexistencia y de sucesión. Pero ¿es esto todo? Y ¿cómo es posible la ciencia natural si esto es todo? No habría, entonces, efectivamente sino razonamientos que deducirían consecuencias habituales de circunstancias habituales, razonamientos que realizamos a diario, pero que no vemos como científicos. ¿Se puede, entonces, dudar de que la ciencia natural es una ciencia auténtica, o sea, una ciencia esclarecida por la racionalidad, que sus deducciones tienen un carácter de necesidad, que las leyes que establece son leyes matemáticas exactas de una validez rigurosamente universal? ¿Cómo podrían ser simplemente expresión general de expectativas habituales? El racionalismo había defendido vivamente el carácter racional de las nuevas ciencias naturales y las había colocado a la altura de la matemática. Entonces, se tenía que tener en cuenta, en todo caso, lo que él hacía valer para defender esa tesis. Claro está que Berkeley había negado que la causalidad —que es el nombre para toda clase de razonamientos empíricos— fuera una causalidad auténtica, ejercida sólo por el espíritu en la acción y producción espirituales. Pero aunque podía tener razón al sostener que el concepto originariamente

espiritual del actuar y de la fuerza no podía ser atribuido, de manera animista, a las cosas materiales, no debía, sin embargo, desconocer el sentido específico de la necesidad y de la legalidad racionales que es propio de los conceptos científicos de causa, efecto, fuerza, ley de inercia y que es lo Único que les interesa a los investigadores de ciencias naturales. Berkeley no dio, entonces, una explicación comprensible de la naturaleza y de la ciencia natural debido a que no tornó en consideración el sentido fundamental en el que ambas son tomadas en general: la naturaleza como un conjunto de relaciones necesarias en el espacio y en e l tiempo, referido a la alteración e inalteración de cosas idénticas y que son en sí; y la ciencia natural precisamente como ciencia, como conocimiento de las necesidades racionales a partir de principios apodícticos. Pero ¿cómo se puede entender esa elación de sentido a partir de la conciencia? ¿cómo surge ella en la génesis d e la conciencia originaria? Para nosotros, que vemos más allá de los límites históricos de ese tiempo y tenemos a la vista una ciencia trascendental de la conciencia como conciencia, es claro que el problema de una explicación inductiva en la inmanencia psicológica a la manera de las aclaraciones de la ciencia natural es una completa absurdidad. Pero, por otra parte, detrás de ese problema absurdo se esconde —presentido y en cierta manera prefigurado— el gran problema auténtico que, ya como descriptivo, tiene que ser planteado para toda especie fundamental de objetos constitutivos de la estructura del mundo (y hablando idealmente, para la de un mundo en general) y que requiere una enorme cantidad de constataciones esenciales. Pues, hay que mostrar con precisión y someter a un análisis de la actividad intencional las configuraciones esenciales de la conciencia para cada una de estas especies fundamentales de objetividades, comenzando por la objetividad material y la naturaleza física en general, ya que en esas configuraciones se constituye — como unidad sintética y, en primer lugar, en una experiencia originaria— la objetividad de estas especies en general. Luego, hay que estudiar las formas superiores de la conciencia científica en las que se determinan —en su ser teórico verdadero— tales objetividades como substratos de verdades válidas en sí mismas. Esta última tarea designa el problema trascendental del método científico como, por ejemplo, el de la ciencia natural. Cuando se ha visto esta problemática, resulta la misma esencialmente para todas las

regiones superiores de objetos y para las totalidades de objetos que hay que distinguir en ellas y que constituyen o son llamadas a constituir los “campos” de las ciencias que por principio los demarcan. Esto concierne, entonces, a aquellas que están bajo los grandes rótulos “cultura” o “sociedad humana”. Por otra parte, en el problema de la génesis psicológico-inductiva se esconde el problema de la génesis de la conciencia o el problema que se podría llamar de la historia de la intersubjetividad (eidética o empírica), comprendida como puramente trascendental y de la historia de su trabajo, o sea, de los “mundos” reales e ideales que se constituyen —individual y colectivamente— en los puros sujetos. Es un espectáculo muy curioso observar en la historia de la filosofía y precisamente aquí en el desarrollo de un empirismo completamente absurdo cómo, detrás de todos los problemas embrollados y absurdos, tienden a abrirse paso hacia la luz problemas muy profundos, significativos y sensatos, y cómo, en verdad, la impresión y atracción que siguen produciendo esos problemas inauténticas con sus correspondientes teorías y que les confiere la fuerza para desarrollarse y una larga influencia histórica se basa en que a través de ellos se barruntan esos problemas auténticos. La conciencia trascendental, la conciencia pura como conciencia no cesa de hacerse valer y es el secreto spiritus rector. Pero, precisamente las filosofías empiristas, no siendo capaces de cumplir sus exigencias, producen lo contrario de lo que la filosofía según su propio ser quiere producir, o sea, ciencia en su sentido más completo y estricto, lo que significa —como hemos dicho— una ciencia que esté pronta y bien armada para preguntar y responder teóricamente en todas las dimensiones concebibles de cuestiones esenciales o, dicho de otra manera, una ciencia absoluta que, a la vez, se justifique a sí misma absolutamente. No puedo aquí entrar a mostrar en detalle el ficcionalismo al que llega Hume, al principio no sin sobresalto por las consecuencias que trae; pues según éstas aún la ciencia natural exacta y, visto más de cerca, también la geometría pura no serían sino una apariencia de ciencia, una ficción, de igual manera que la naturaleza misma y su puro espacio sólo serían una ilusión de la imaginación que solamente el filósofo descubre. El sobresalto desaparece pronto y más tarde Hume parece encontrarse bien a gusto en el papel del escéptico eminente.

Lo que para nosotros es de interés son sólo las características más generales de este escepticismo de Hume. La construcción total del mismo, como una teoría que busca demostrar que toda la realidad y toda la ciencia de la realidad es una ficción, sólo es posible por una especie de mala fe intelectual de la cual es difícil decir hasta qué punto Hume se la ha confesado a sí mismo y si ha llegado a tener una clara conciencia de ella. El fundamento de su famosa teoría de la correlación trascendental entre la fuente de validez del conocimiento de la causalidad natural (validez de las deducciones causales) y el sentido legítimo de la causalidad natural misma es, por una parte, el reconocimiento de verdades puramente racionales como las de la matemática y las de la lógica puras (justamente aquí está la mala fe intelectual) y, por otra parte, el contraste entre éstas y las simples verdades fácticas. La racionalidad de éstas últimas es su problema y la tesis final de su teoría es la absoluta irracionalidad de ellas cuando, en su deducción causal, sobrepasan la experiencia inmediata que es impresión y recuerdo. Intentemos obtener una comprensión más profunda de la estructura de la problemática y de la argumentación de Hume. Desde el punto de vista histórico, la teoría de Hume se caracteriza —ante todo la de su Essay— como la victoria arrasadora del empirismo sobre el racionalismo o, más bien, sobre el racionalismo de tendencia matemática imperante desde Descartes, cuya esencia consistía en la mezcla indiscriminada de la causalidad pura lógico-matemática con la causalidad físico-matemática. El trabajo cognoscitivo de la física matemática se consideraba igual al de la pura aritmética o geometría; se lo veía sólo como una extensión de la matemática pura, o sea, como una geometría de la naturaleza material. La realización extrema y formalmente más consecuente del racionalismo matemático estaba presente en el sistema metafísico de Spinoza cuyo contenido chocante tenía que despertar sospechas también contra un método puramente racional. Sólo Leibniz y su contemporáneo Locke reconocieron la irrevocable diferencia entre verdades puramente ideales (verdades puramente racionales, como las llama Leibniz), cuya negación es un absurdo, una contradicción y verdades fácticas, cuya negación da lugar a una falsedad, pero no a algo impensable, a un sinsentido. Hume adopta esta diferenciación para su famosa

distinción entre conocimientos sobre relaciones de ideas y conocimientos de hechos. Con lo que se demuestra que la ciencia natural matemática, como ciencia empírica, debe separarse de las ciencias lógico-matemáticas que se ocupan enteramente de puras verdades racionales, inmediatas y mediatas. La aplicación de la matemática a la naturaleza produce ciertamente una mayor racionalidad, pero no puede cambiar su carácter esencial de ciencia empírica. Sin embargo, con esto no fue aclarada la racionalidad tan eminente y altamente apreciada de la ciencia natural matemática y la confusión con la racionalidad puramente matemática no dejó de tener apoyo en la necesidad causal real que jugaba un papel en todas las deducciones de causalidad natural y que no fue separada de la necesidad racional del tipo de la que dirigía las deducciones matemáticas y lógicas. La distinción —impresionante aunque no esencialmente nueva— que hace Hume entre la necesidad causal y la necesidad puramente racional es el punto de partida para el problema de la racionalidad d e esta última necesidad en general, o sea, para el problema de la racionalidad de los modos de deducción propios de la ciencia natural. En esto se procede como si la racionalidad de las relaciones de ideas y de las deducciones racionales pertinentes no fuera ningún problema, o sea, que fuera completamente comprensible por el hecho de que su negación conduciría al absurdo. Pero, por otra parte, la pretendida racionalidad de las deducciones causales es reducida a una ficción al retrotraerla al origen completamente irracional de la asociación de ideas, en una confusión psicológicamente explicable entre la ciega creencia dogmática en la asociación y el hábito y aquella racionalidad que es la única auténtica. El arte escéptico de Hume consiste en tratar el conocimiento humano como un teatro en el que aparecen como actores la razón y la imaginación y se aniquilan como enemigos acérrimos. La razón tiene su esfera de poder estrictamente circunscrita, su límite fronterizo lleva la inscripción: absurdo. Dentro de esa esfera de jurisdicción hay sólo ideas y relaciones de ideas pero nada de un mundo real. Este pertenece al ámbito de otra facultad, la “imaginación” que, según leyes psicológicas inmanentes, en particular (pero no solamente) las de la asociación de ideas y del hábito, produce —como su creación ficticia— la naturaleza experimentada, permitiéndose en secreto

transgresiones de frontera ilegales e incluso absurdas. El proceso de esto es siempre el mismo: la imaginación —de acuerdo a la ciega legalidad que la rige— produce primero un absurdo y luego, para hacer más aceptable este primer absurdo, inventa otro nuevo absurdo. El principio general de la imaginación consiste en una particular inercia propia del alma humana, en virtud de la cual, habiendo entrado por medio de anteriores experiencias en un dinamismo que se vuelve habitual, no puede detenerse y tiene que lanzarse más allá de la experiencia. Cuando la experiencia real le ha deparado algo de la regularidad de la coexistencia y de la sucesión, tiene que pasar inmediatamente a prolongar esa regularidad más allá de la experiencia pasada, a proyectarla en el futuro y a absolutizarla como existiendo objetivamente. De esta manera, basándose en la coexistencia contingente de datos, inventa cosas permanentes concebidas como independientes de la conciencia, inventa relaciones causales de pretendida necesidad, etc. La razón aquí no permite aceptar, en ningún sentido, como existente el mundo fenoménico (el mundo imaginario de las cosas supuesto bajo los datos reales d e la sensación) ni ver ese mundo como manifestación de otro trascendente situado aún más atrás. Algo que no se encuentre en nuestra conciencia y que exista por sí mismo es para Hume, en el mejor de los casos, una posibilidad conceptual vacía. El único camino de deducir lo no dado de lo dado es el de la asociación y el hábito, pero que en sí no autoriza a nada. Sin duda lo que Hume quiere decir aquí es que de alguna manera el pensar está guiado por la imaginación y por eso es “natural” en el estilo de la inducción, mientras toda deducción de algo metafísico o más bien, toda deducción metafísica es no sólo absurda sino también no natural. Pero esto no se puede tomar en serio, ya que él dice que lo natural y lo no natural son, de igual manera, completamente irracionales y que la deducción metafísica irracional se lleva a cabo, en caso dado, también tan naturalmente, de acuerdo a leyes psicológicas como la deducción causal irracional. No obstante, Hume se expresa repetidas veces como si fuera un agnóstico, como si hubiera en realidad un mundo trascendente desconocido e incognoscible que hubiera que suponer como principio ontológico también para la actividad de la conciencia. Pero esto contradice tan crasamente sus teorías que hay que verlo

sólo como concesión a los modos de pensar predominantes y defendidos por la iglesia. En consecuencia, la filosofía de Hume es la quiebra ostensible de toda filosofía que quiera dar razón científica sobre “el” mundo por medio de la ciencia natural o de la metafísica. La filosofía como ciencia última, demuestra que toda ciencia de hechos es irracional, o sea, que no es ciencia. La conclusión es naturalmente una completa absurdidad, ya que la filosofía misma, como psicología universal, debe ser una ciencia de hechos. No se puede decir que el escepticismo concierne sólo a la ciencia de la realidad trascendente (natural), pues hay que tener en cuenta que toda la argumentación acerca de la irracionalidad de las deducciones empíricas se lleva a cabo en el terreno inmanente, o sea, de tal manera que ella, en primer lugar y en general, sólo se puede referir directamente a impresiones y a ideas, es decir, a percepciones inmanentes. Entonces, por un lado, se presupone constantemente la racionalidad de la psicología inmanente, puesto que por medio de ella tienen que ser demostradas como racionales las teorías mismas de Hume, pero, por otro lado, el resultado de estas teorías es que ninguna ciencia empírica en general (o sea, tampoco esta psicología) puede ser racional. Ya había dicho con anterioridad que todas estas teorías escépticas presuponen, por así decirlo, la racionalidad de la razón misma, en otras palabras, presuponen que la necesidad de los conocimientos sobre relaciones de ideas es realmente auténtica y comprensible y, como tal, cognoscible por medio del criterio evidente de que la negación de esa necesidad produce un absurdo. Pero precisamente aquí veo aquella mala fe intelectual de la que he hablado antes (que nos tiene que chocar también en el caso de Hume). Como escéptico, Hume se semeja a un pintor que, a fin de obtener un efecto estético, dibuja mal a propósito. Para demostrar esto no se necesitan largas explicaciones, pues ya sabemos que él ha adoptado y hasta exagerado la teoría de la abstracción de Berkeley. Es así que en el juicio puramente racional se juzga en conceptos puros sobre generalidades esenciales y no sobre ideas singulares momentáneas, sobre fantasías momentáneamente presentes. Se juzga en general y se afirma la generalidad incluso como pura y absoluta y la absurdidad del rechazo es una absurdidad absoluta y general.

También esto, según la interpretación nominalista del pensar general, se reduce a asociaciones y a otras irracionalidades psicológicas del mismo orden. Para Hume las ideas generales, las intelecciones generales son, en el fondo, un título principal para designar simples ficciones subjetivas. Si él fuera consecuente como escéptico, simplemente no debería decir nada, pues ya la simple proposición general que es incomprensible que se pueda en general enunciar algo que trascienda las respectivas percepciones, no debería ser expresada. Así que no se trata de ninguna manera del privilegio de la matemática pura. Se llega así a la quiebra absoluta de todo conocimiento. Sin embargo, el sensualismo empirista no carece de valor y los escritos de Hume merecen un estudio cuidadoso. Casi todas las explicaciones de Hume incluyen relaciones fenomenológicas que se ven al mismo tiempo y que aparecen en lo que tiene a la vista el lector. Detrás de todos los problemas erróneamente interpretados a la manera naturalista se esconden verdaderos problemas, detrás de todas las negaciones absurdas se esconden momentos de una posición valiosa. Pero Hume mismo no los ha puesto de relieve, no los ha comprendido teóricamente ni los ha configurado como posiciones teóricas fundamentales. Precisamente para nosotros lo importante del escepticismo de Hume, de este subjetivismo sensualista consecuente es que, aunque no contiene ninguna proposición que pueda ser sostenida científicamente, es una filosofía intuicionista y puramente inmanente y, así, una forma preliminar de la única filosofía intuicionista auténtica, la fenomenología.

CAPÍTULO TERCERO RACIONALISMO Y METAFÍSICA EN LA ÉPOCA MODERNA

Lección 26a.: Los rasgos fundamentales de la línea positiva y constructiva del racionalismo de la época moderna y su dogmatismo.

a) Vista de conjunto de los prejuicios que la falta de una ciencia trascendental fundamental ocasionó en la preparación para una futura metafísica auténtica. Para nuestro propósito específico no es necesaria una consideración tan detenida —como la que exige el empirismo— del desarrollo de la corriente del racionalismo, tan rica en grandes pensadores como Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant y Hegel. Si la importante función del empirismo en la época moderna consistió en ayudar a abrir paso al método de regreso a los orígenes fenomenológicos de todo conocimiento como camino necesario para la fundación de una filosofía en general y en intensificar la exigencia de una filosofía intuicionista radical, la función del racionalismo va en una dirección completamente diferente. En su constante lucha contra el empirismo, no logra nunca hacerle justicia en lo más profundo, ni comprender lo significativo del núcleo esencial escondido detrás de sus absurdidades escépticas. Por eso no intenta nunca iniciar el desarrollo de una mejor filosofía inmanente que viniera a reemplazar las absurdidades escépticas. En sí, estaba llamado a hacerlo. Pues si el empirismo es, en el fondo, la continuación de la filosofía escéptica y negativista de la antigüedad, el racionalismo es la continuación de la línea de desarrollo dirigida hacia la ciencia positiva y constructiva, hacia una ciencia verdadera y finalmente perfecta y, por consiguiente, hacia una filosofía auténtica. Es, entonces, la continuación del platonismo y del realismo medieval, o sea, es enemigo de todas las interpretaciones

nominalistas que prescinden de las ideas generales y de cualquier conocimiento verdaderamente racional y es defensor de las verdades “eternas” y de todo método científico empírico que permite al empirista participar en la racionalidad pura y ello, sobre todo, en la forma ejemplar de la ciencia natural matemática. El racionalista Descartes inaugura la época moderna precisamente al abrir el acceso a la esfera inmanente como la base absoluta de toda fundamentación del conocimiento. ¡Quién más llamado, entonces, que el racionalismo a tomar esa nueva esfera como su campo de acción para trabajarla con conceptualizaciones e intelecciones puramente racionales, o sea, para elaborar una eidética de la subjetividad trascendental! Pero ya sabemos que Descartes no entendió el verdadero sentido filosófico de su descubrimiento que sólo habría de servirle como fondeadero para darle apoyo a las ciencias positivas (“dogmáticas”). Así dirigió todo el desarrollo posterior por la vía de una metafísica dogmática y de ciencias particulares dogmáticas. Una insaciable sed de conocimientos y, al mismo tiempo su reverso, un Ímpetu desencadenado hacia el dominio práctico de la naturaleza y del mundo, se satisfacía con teorías siempre nuevas y se especializaba en ciencias siempre nuevas con una fertilidad infinita. Y sobre esas ciencias particulares metódicamente autónomas se levantó una metafísica. Ella ve su función —ya que todas están referidas a ella— en representar la idea universal de la filosofía y en plantear a la realidad indivisa, tomada como un universo total, las cuestiones así llamadas supremas y últimas. Estas eran las preguntas que, como ya las de la ontología general aristotélica, no eran justamente las especiales ligadas a campos particulares y eran las que culminaban en problemas teológicos. Pero esta metafísica, tanto la de la época moderna como la antigua y la medieval, era una ciencia dogmática exactamente lo mismo que las ciencias naturales y las demás ciencias especiales nuevas que se han ido constituyendo. Sus conceptos y principios fundamentales, sus métodos y teorías no habían sido extraídos de los últimos orígenes en la subjetividad trascendental y, así, no recibían de allá su último sentido y su última verdad. Esta subjetividad trascendental de la comunidad trascendental universal de los sujetos trascendentales individuales, unida por el posible entendimiento recíproco, permaneció desapercibida, quedó en un

estado de ingenua anonimidad y no fue reconocida —esto todavía menos— como el más radical e importante de los temas científicos. No se llegó aún a ver que ella es el correlato esencial de la totalidad de las objetividades que, vistas exclusivamente como “positivas”, eran el tema de toda experiencia natural y luego exclusivamente el tema de las ciencias positivas. Pero el término “correlato esencial” expresa que es simplemente impensable la objetividad sin una subjetividad trascendental. No se había visto todavía que toda la experiencia natural y así, en general, el enfoque unilateral sobre las realidades positivas (el universo y el mundo d e las ideas matemáticas) efectúa una especie de abstracción e induce al pensar filosófico a poner como absolutas las simples abstracciones y que, entonces, sin la supresión de tal abstracción por medio de una disminución metódica del afincamiento positivista haciendo visible la subjetividad trascendental —oculta a sí misma en la actitud natural— y estudiando sistemáticamente esta subjetividad como constituyente de toda especie d e realidad positiva, es imposible un conocimiento verdaderamente concreto. Ciertamente, el impulso hacia el conocimiento teórico, proveniente de las meditaciones de Descartes y como continuación de la cuestión todavía más antigua acerca del método de fundamentación auténtica de la ciencia, mantenía aún su fuerza y, casi por todas partes, el trabajo metafísico estaba mezclado con consideraciones epistemológicas provisionales, de la misma manera que, a la inversa, ocasionalmente investigaciones epistemológicas constituían, sin reparos, hipótesis metafísicas y científicas (para las ciencias particulares). Simplemente, no se sabía todavía lo que tenía que producir una teoría del conocimiento, una teoría del entendimiento o de la razón, ni que lo exigido era nada menos que una ciencia fundamental, previa a todos los conocimientos objetivos y a todas las ciencias objetivas, que a todas ellas las pusiera igualmente en cuestión, o sea, que fuera independiente de todas ellas. No se veía que sin esa ciencia fundamental, cuyo único campo de trabajo debía ser la subjetividad aprehendida en su pureza, no era posible ninguna filosofía ni ninguna ciencia de la naturaleza y del espíritu, ninguna metafísica como ciencia universal de los fundamentos ontológicos supremos que, fundamentada en todo sentido y en último término, pudiera dar también la información última sobre el ente en general y sus aspectos singulares

estudiados en las ciencias especiales. Mejor dicho, en la generación siguiente a la de Descartes ya se había despertado, sin duda, (como lo mostramos atrás) una cierta conciencia de la necesidad de una ciencia fundamental de la subjetividad pura —del lado del empirismo— pero esto en la forma de un psicologismo sensualista inmanente que los racionalistas tuvieron que rechazar con una crítica enérgica como una nueva variedad del nominalismo y escepticismo contra los que desde siempre ellos habían luchado. Pero la crítica racionalista no cumplió su función histórica. Pues como ya había sucedido en la antigüedad frente al subjetivismo escéptico, en la época moderna la tarea impuesta a la filosofía con respecto al nuevo psicologismo, al psicologismo inmanente no era atascarse en la simple demostración de las equivocaciones y absurdos de las teorías escépticas sino, por medio de una crítica positiva de los motivos internos eficientes, hacer justicia a su contenido auténtico. La tarea impuesta era, entonces, realizar el subjetivismo en un sentido más alto, o sea, transformar el mal subjetivismo en el exigido necesariamente. Pero ni aún Leibniz, que veía por todas partes y en todas las filosofías valores positivos, pudo en su crítica a Locke —prolija y muy instructiva en sus detalles— llegar a ver, en el intuicionismo empirista y sensualista de éste, la idea auténtica de un intuicionismo trascendental, ni pensar en la fundamentación de una ciencia de la esencia de la subjetividad trascendental —decisiva para una filosofía científica— en lugar de una psicología empírica inmanente y hasta sensualista. Sería, no obstante, igualmente equivocado menospreciar el inmenso trabajo intelectual, extraordinariamente fecundo inclusive para la psicología científica del futuro, realizado por la filosofía racionalista de la época moderna como no lo había sido menos en la de la antigüedad. Esto vale también si entendemos la filosofía en el sentido más amplio —imprescindible — de la palabra, o sea, si incluimos bajo ella las ciencias que, guiadas por la idea de la fundamentación racional, se han ido configurado de manera cada vez más perfecta, o si entendemos la filosofía en un sentido más estricto e incluimos en ella sólo las disciplinas que tratan las cuestiones ontológicas universales y las cuestiones normativas esenciales. Es cierto que para nosotros que ya consideramos la filosofía trascendental de estilo fenomenológico como el unum necessarium para posibilitar un conocimiento

suficiente en último término y una ciencia definitivamente científica, ninguna de nuestras ciencias —se llame matemática exacta o ciencia natural o ciencia del espíritu, metódicamente muy digna de reconocimiento— es una ciencia en tal sentido último. Y, en el fondo, esto lo reconocen todos aquellos que consideran necesaria una “filosofía de la matemática” además o al lado de la matemática, una “filosofía de la física” o una “filosofía de la naturaleza” al lado de la física misma y así estiman conveniente asociar —en todos los dominios de modo análogo— a las ciencias positivas filosofías que consideran necesarias y no campos de disputas inútiles. No obstante, nos será permitido suponer previamente, aunque haya también una cierta ingenuidad en la evidencia, que aquella fundamentación trascendental del conocimiento a un nivel más alto no cambiará nada importante en la base y núcleo principal de los métodos teóricos de las acreditadas ciencias objetivas. La ganancia consistiría en una fundamentación cuyo origen sería claro, en una retrorreferencia esencial a la absoluta subjetividad por medio de la cual se enriquecerían con una poderosa ampliación de conocimientos en la dimensión opuesta —la trascendental— y llegarían a una determinación definitiva del sentido de sus esferas objetivas. Las cosas no han ido tan bien, claro está, en lo que se refiere a las disciplinas filosóficas tradicionales en el sentido más exacto y, en particular, a la metafísica como teoría universal del ser. Pues en este dominio no se ha llegado nunca a una ciencia metódicamente asegurada y generalmente reconocida. Y no se ha podido llegar, porque aquí precisamente es indispensable una ciencia fundamental trascendental, en el sentido en que nosotros la entendemos. Sin embargo, valiosas formas previas de intelecciones y teorías metafísicas de un contenido sistemático rico, aunque no fundamentado de manera verdaderamente científica, llegaron a desarrollarse en el dominio de la metafísica y en una evolución realmente progresiva cumplieron continuamente la función de preparar la metafísica auténtica del porvenir. Quisiera exponer aquí, a grandes líneas, mi pensamiento al respecto, sin perderme en infinitas e inútiles críticas detalladas de los sistemas. Naturalmente, las críticas a las teorías racionalistas no pueden tener el mismo propósito que las críticas a las teorías empiristas. En éstas había aparecido —

con Locke— un nuevo tipo de método y en la crítica del método nuestro fin principal ha sido hacer visible, detrás del método psicológico inmanente, la tendencia histórica hacia un método filosófico verdadero y absolutamente necesario, el método fenomenológico. Ahora bien, el racionalismo, como dogmatismo, no se interesa en nada por un método inmanente y en su propio método no hay una tendencia hacia un método verdadero, así sea imperfecto. A este respecto, el negativismo escéptico es justamente más positivo que el racionalismo que progresa en una actividad racional positiva. Pero lo que nos interesa mostrar aquí es cómo ese dogmatismo fue motivado por el descubrimiento cartesiano de la subjetividad trascendental y, al mismo tiempo, por el nuevo empirismo, cómo se vio obligado a tener en cuenta lo trascendental en la actitud dogmática y para esto, finalmente, a desarrollar teorías coherentes que, aunque no satisfacían el sentido exigido por una fenomenología inmanente, pudieron, sin embargo, aportar algo que le correspondía. Hay que mencionar, además, que las nuevas disciplinas que el racionalismo desarrolló por medio de un procedimiento apriorístico, o sea, las ontologías, adquirieron una función significativa en el momento en que la tarea de la fenomenología como filosofía trascendental puramente inmanente fue comprendida y planteada[4].

b) Observaciones críticas sobre el procedimiento regresivo en las construcciones racionalistas desde el ocasionalismo. La tarea de una investigación progresiva.

Ya en la escuela cartesiana observamos una tendencia a desarrollar una metafísica a partir de motivos de reconciliación entre la consideración causalística y la consideración teológica del mundo y, al mismo tiempo, el desarrollo de una ontología apriorística según un método pretendidamente exacto, siguiendo el ejemplo de la matemática. Con respecto a esto último nos referimos, naturalmente, a Spinoza y a su Ethica ordine geometrico demonstrata. En su pensar no interviene ningún motivo extra-teórico que tome en consideración las necesidades de la religión y de la teología

positivas. Al contrario, con una total falta de consideración, él intenta desarrollar una ontología y una teología a-teológicas y una ética a partir de definiciones fundamentales axiomáticas y de manera rigurosamente deductiva. Algo muy diferente intentan los ocasionalistas. La filosofía cartesiana con su teoría de las dos substancias que exigía una ciencia del espíritu del mismo tipo y con el mismo método que la ciencia natural y concedía una importancia absoluta a ambas ciencias, parecía tender metafísicamente a una cosmovisión causalista que no podía satisfacer las exigencias de la religión ni las necesidades éticas ligadas a ella. Así que, ya en el ocasionalismo y antes de la influencia del espinozismo, surgen intentos de conformar la metafísica bajo la guía de postulados ético-religiosos. Aún más fuerte deviene el impulso hacia tales intentos a partir de la aparición de la Ethica de Espinoza que se presenta como una pura consecuencia de la metafísica guiada por la nueva ciencia natural matemática y que no podía dejar de producir gran rechazo. Dios se había convertido en una especie de esencia matemática privada de todos los predicados propiamente espirituales. Las realidades físicas y espiritual es de la concepción del mundo ordinaria procedían de esa substancia absoluta de la misma manera que las conclusiones matemáticas procedían de determinaciones fundamentales definitorias. En ese sistema de inflexible consecuencia matemática no quedaba espacio ni para la libertad ni para la actividad finalista ni para una teleología divina. Por eso, el desarrollo posterior está dominado esencialmente por la necesidad filosófica de conciliar las concepciones causalista y finalista del mundo y la necesidad natural, espiritual y matemático-mecánica con la libertad humana y divina. Precisamente esa fuerza impulsora de la conciliación les da a los intentos metafísicos un carácter metódico que, lejos de ser inesencial, está determinado, al mismo tiempo, por la necesidad de tomar en consideración el motivo de la res cogitans encerrada en sí misma, del espíritu consciente inmediatamente sólo de sí mismo, que obraba desde Descartes. Cuando en el siglo XIX, a partir de la interpretación de la crítica de la razón de Kant, se habla de “método trascendental”, se entiende por ello — contrariamente a lo que aquí designamos así— un método particularmente

regresivo y constructivo que busca las “condiciones de posibilidad” del conocimiento válido objetivamente, en el sentido de las preguntas: ¿qué debe presuponerse para la subjetividad cognoscente? ¿cómo deben ser concebidas sus facultades de conocimiento, las funciones cognoscitivas graduales del intuir y pensar? ¿cómo deben trabajar ellas produciendo el conocimiento para que sea posible y comprensible el conocimiento de una objetividad verdadera en la forma de verdades y ciencias válidas en sí mismas? La metafísica conciliatoria es reconstructiva a priori en un sentido semejante, y me parece que el papel considerable que la reconstrucción asumió en la teoría del conocimiento tiene su fuente histórica original en esta metafísica reconstructiva. En lo que concierne, en primer lugar, a esta última, la filosofía estaba todavía fuertemente atrapada en el dogmatismo, por un lado, frente al mundo como lo entendían las nuevas ciencias objetivas: la matemática, la ciencia natural matemática y la psicología y la ciencia del espíritu concebidas como ciencias naturales; y estas ciencias y su mundo querían valer como absolutos. Por el otro lado, para la religión y la teología Dios era a priori como creador del mundo, como principio último de donde se origina el mundo entero según su sentido y su ser; incluidos en ese mundo están los entes racionales libres en los que la responsabilidad por sí mismos —a partir de su propia conciencia lógica y ética— se entrelaza con la responsabilidad ante Dios, la propia libre decisión y acción con la decisión y acción universal última de Dios. El postulado religioso incluía —en todo caso así era entendido— que el contenido de todo el ser fáctico e incluso toda la legalidad que lo regía, pero también el sentido y la absoluta validez de todas las normas racionales legitimadoras en última instancia, debían tener sus fundamentos teleológicos en el espíritu divino. La verdad positiva y la verdad teológica querían y tenían que llegar a una unidad conciliadora, lo mismo que el ser divino y el ser de los entes finitos, la razón y la voluntad divinas y la razón y la voluntad humanas. La metafísica, como ciencia del ente en sentido absoluto fue llevada, así, a la vía constructiva: ¿cómo tenemos que concebir, ante todo, el mundo natural, el de las ciencias objetivas, para que pueda devenir un mundo producido por Dios y comprensible teleológicamente? El procedimiento metódico es, entonces, semejante al que tuvo que seguir siempre la teología

cuando quería hacer comprensibles, también racionalmente, sus teorías teológicas a la manera de la así llamada teología natural. Pero lo que se le puede conceder a la teología no incumbe todavía a la filosofía. A ésta no le es permitido tener un dogma previo ni ninguna convicción anticipada del tipo que sea. Pues su esencia es, justamente, querer ser una ciencia absolutamente fundamentada, o más simplemente, ciencia pura y nada más que ciencia. Por principio, ella no puede partir sino de fundamentos originarios absolutamente evidentes y no puede avanzar sino por una vía de fundamentación libre absolutamente de prejuicios, justificando cada paso a la base de principios evidentes. Su procedimiento sólo puede y debe ser progresivo. En cierto sentido, todo investigador científico procede, efectivamente, de manera constructiva y regresiva, y lo hace en el razonamiento del pensar inventivo. Toda invención presupone anticipación. No se puede buscar e intentar producir sin antes tener una idea directriz de lo que se está buscando, de lo que se va a producir. El inventor intenta proyectar previamente en la imaginación posibles vías que, pasando por verdades ya establecidas, conduzcan —como etapas— hacia el resultado anticipado. Pero, con todo esto se ha ganado solamente un plan y una probabilidad provisional. El trabajo realmente productivo viene luego; avanza progresivamente de lo sólidamente justificado a lo que va ser fundamentado sobre eso. Pero como avanza en un trabajo de fundamentación realmente progresivo, va a llegar, propiamente, al conocimiento evidente y plenamente concreto, sólo después de haber hecho el camino y haber alcanzado la meta. Y este conocimiento es, en ambos aspectos, por lo regular no sólo más rico sino también en muchos casos diferente al del plan originario.

Lección 27a.: Sobre metafísica y teoría del conocimiento. La significación de la monadología de Leibniz y de la crítica de la razón de Kant.

Entendemos, por consiguiente, que un racionalismo dogmático no puede conducir nunca a una filosofía definitiva, aunque por razones totalmente diferentes a las que valen para el empirismo. El racionalismo no es otra cosa

que la continuación y la variación del antiguo platonismo. En él sigue obrando la importante idea original de que el ser verdadero es correlato del pensar intelectivo conceptual, del juzgar lógico. Pero el racionalismo de la época moderna está determinado por el hecho de que, por obra de Descartes, la subjetividad cognoscente —en tanto que experimenta y piensa lógicamente, pero también en cualquier otro sentido, en tanto que mienta y decide— se hizo visible en su pura inmanencia. Ella exigió, entonces, ser considerada como base absoluta sobre o en la que se constituye el mundo fenoménico y verdadero para el yo cognoscente. Todo dependía entonces de cómo esa exigencia era entendida. El intento de Descartes de establecer el ego cogito como fundamento absoluto de la constitución de todas las ciencias objetivas y dar, asimismo, a las ciencias especiales y a la metafísica que las abarca, unidad y fundamentación definitiva fracasó, como ya lo mostramos, porque Descartes no pudo ver todavía la necesidad de convertir la esfera del ego cogito en el campo de una experiencia trascendental (o de una intuición eidética), en el tema de una ciencia descriptiva y de mostrar —en una investigación puramente inmanente— cómo aquí en la conciencia pura y debido a necesidades esenciales propias, están incluidas todas las posibilidades de configuraciones objetivas como configuraciones del conocimiento. La época siguiente hasta Kant no podrá perder de vista la subjetividad inmanente ni su evidencia de los procesos vivenciales subjetivos, pero tiene ante sí el mundo concreto y las ciencias objetivas ya constituidas que determinan para ella las verdades y tiene sus convicciones religiosas y morales sobre las que reflexiona: ¿cómo deben ser pensadas diferentemente las realidades y cómo deben ser interpretadas para poder satisfacer las exigencias de la ciencia, de la religión y de la moral y además —y no menos — también las exigencias que ha hecho valer la inmanencia del conocimiento? La metafísica, como teoría general del ente en su realidad absoluta, deviene, en último término, dependiente de la interpretación del conocimiento que se lleva a cabo inmanentemente. Claro está que —del mismo modo que una ciencia objetiva de la naturaleza y del espíritu— también pudo ser concebida a la ligera una ontología general, o sea, a la manera de una ciencia positiva. Una vez puesta

en claro la distinción entre matemática pura y matemática aplicada, se pudo concebir, también para la naturaleza, una ciencia puramente racional, una ciencia natural apriorística, diferenciándola de la empírica aunque también estructurada matemáticamente, en otras palabras, una ontología apriorística de la naturaleza, una ciencia no de la naturaleza fáctica sino de la naturaleza posible ideal en general, exactamente e n el mismo sentido en que la geometría no es una ciencia del espacio fáctico y sus configuraciones, sino de las posibles figuras espaciales ideales de un posible espacio ideal. Y de igual manera se pudo intentar el bosquejo de una ontología del alma y, finalmente, de una ontología general de la posible realidad en general; pero esto, totalmente con la ingenuidad con la que el matemático establece sus verdades apriorísticas sin preocuparse para nada de una teoría del conocimiento. Otras expresiones para designar tales disciplinas ontológicas intentadas son: teoría metafísica o racional d e la naturaleza y psicología racional y, más generalmente: cosmología y teología racionales. Ya la Ethica de Espinoza es una metafísica puramente racional que debía incluir en sí toda las ontologías especiales. Pero frente a tales intentos, cuando se presentaron como ciencias definitivas, tuvo que hacerse sensible la ingenuidad con la que se había reclamado la absoluta validez y el valor metafísico de los resultados. Metafísica era el nombre bajo el cual siempre se había pretendido un conocimiento ontológico de validez definitiva. Pero desde que, con las Meditaciones de Descartes, había surgido el problema de la posibilidad del conocimiento objetivo en la inmanencia del sujeto cognoscente, tuvo que verse como problemático el valor de todas las ciencias objetivas y con ello también e l de toda metafísica ingenua. En la inmanencia del ego cognoscente se realiza el conocer “claro y distinto”, la actividad teórica racional de la ciencia. Lo así conocido ha de existir de verdad. Lo que existe de verdad es cognoscible racionalmente y lo conocido racionalmente es verdadero, es “en sí”, tal como lo determina conceptualmente el juicio cognoscitivo. Pero ¿cómo se puede sostener y aclarar esta convicción fundamental racionalista sobre la que se basa toda ciencia, si el cognoscente con todas sus configuraciones cognoscitivas configura lo que configura sólo en sí mismo, en su subjetividad pura? Toda declaración científica, sea empírica o a priori y

se denomine, en este último caso, metafísica, en virtud de su generalidad esencial y de su evidencia apodíctica, requiere una interpretación de su “sentido” y de su “alcance”, o sea, una interpretación epistemológica. Con respecto a ella, tienen que ser planteados y solucionados los problemas que conciernen al “valor cognoscitivo” del trabajo cognoscitivo que se lleva a cabo en la inmanencia del conocer. Sólo entonces puede haber una verdad filosófica última o, si “metafísica” sigue siendo el nombre para ésta y para los principios últimos, sólo entonces puede haber una metafísica verdadera. En un sentido más amplio, abarca ella, entonces, todas las ciencias objetivas liberadas de su ingenuidad por medio de una interpretación epistemológica. Estas son convicciones metódicas que imperan ya tempranamente en la filosofía racionalista como consecuencia de los impulsos cartesianos, que ya determinan toda la filosofía de Leibniz y luego obran con una nueva y poderosa fuerza en la crítica de la razón de Kant y, en el siglo XIX, reviven —aunque ya en la mayoría de los casos de modo superficial— en las escuelas neokantianas. Ahora viene la pregunta: ¿con qué método se realiza la interpretación epistemológica y todo el trabajo epistemológico realizado dentro de este marco? Es comprensible que uno comience dejando valer, por lo pronto, la ciencia así como el ser humano natural deja valer en la vida el mundo de la experiencia como una realidad que existe indudablemente. En efecto, en el curso consistente de la experiencia él ha vivido la evidencia que justifica esa realidad o, más bien, ha operado ingenuamente con ella. Y su fuerza reside en ese indudable e inmediato existir-para-mí de las cosas que experimento. De la misma manera, alguien que en propia actividad intelectiva ha trabajado en algún sector científico está seguro de lo demostrado teóricamente y de su verdad. Pero se produce una confusión peligrosa y absurda desde el punto de vista del método, cuando uno mezcla —lo que esta actitud fácilmente trae consigo— los enunciados científicos objetivos, cuya validez ha admitido, con problemas epistemológicos, por ejemplo, intercala conocimientos psicofísicos como elementos intermedios en reflexiones epistemológicas. En forma burda y tosca cometió esa falta el empirista Locke y la siguen cometiendo hasta nuestros días —un fenómeno masivo— los investigadores

de ciencias naturales que filosofan y los filósofos que cientifizan (wissenscheftelnde). Pero aunque ese reproche no se les puede hacer a los grandes filósofos del siglo XVIII, a un Leibniz y a un Kant, hay que decir, sin embargo, que a ellos les falta en gran medida la conciencia de la necesidad de un método puro y último del que depende la fundamentación epistemológica y auténticamente científica de todas las ciencias. Lo que, en primer lugar, se necesita al respecto es una determinación general y, por así decirlo, meticulosa del método: todo conocimiento, desde el más simple conocimiento empírico hasta el de todas las ciencias tiene que ser tratado como problemático desde el punto de vista teórico cognoscitivo. Y, de acuerdo con el sentido de esa problematicidad, al mismo tiempo, todo conocimiento, del tipo que sea (su objeto mentado lo mismo que la verdad que supuestamente lo determina) debe ser puesto simplemente como fenómeno, en vez de aceptarlo y utilizarlo como conocimiento válido. Ahora bien, todo conocimiento es para mí un fenómeno en la subjetividad trascendental y así, el método auténtico y puro exige, en primer lugar, no poner nada más que esto que de hecho es lo primero que se me da, nada más que la subjetividad trascendental “absolutamente” evidente. Por otra parte, todo lo objetivo dado previamente, por indudable que sea —el mundo sensible y la ciencia que lo determina— sólo puede ser puesto como lo experimentado en la experiencia, como contenido del juicio de ésta y la otra vivencia judicativa formada científicamente. Una vez que se ha mostrado conscientemente la esfera universal de la subjetividad con sus fenómenos, el próximo paso se da naturalmente —y uno puede dejar que el empirismo le llame la atención sobre él— pues es decirse: aquí hay un campo propio de posible investigación, un campo cerrado en sí mismo que puede y debe ser sistemáticamente investigado. Pero así no procede la teoría del conocimiento histórica. Puede ser que ella tome, de facto, también sus conocimientos problemáticos en calidad de fenómenos —ya sean ellos experiencias sensibles y juicios empíricos o conceptos y juicios racionales, ya sean ciencias enteras como la matemática y la ciencia natural exacta— y puede ser que su validez no exprese sino la particularidad inmanente de la fundamentación intelectiva subjetiva, sin

embargo, su proceder no es un proceder consciente de su método, que se asegura, ante todo, de la subjetividad trascendental como base originaria y que toma como tema de investigación sistemática las configuraciones del conocimiento que se realizan en ella. No es suficiente tomar como fenómenos las configuraciones del conocimiento e interrogarlas sobre el sentido de su validez objetiva. Hay que tener claro que esos fenómenos tienen que ser estudiados primero como fenómenos y que, como fenómenos de la intencionalidad, requieren un análisis intencional. Naturalmente, las reflexiones tentativas generales ofrecen, por lo pronto, ciertos temas dominantes para las interpretaciones. Por ejemplo, Leibniz reflexiona sobre la sensibilidad y el pensar de la siguiente manera: en la experiencia puramente sensible soy afectado sensiblemente, lo sensible me afecta como algo extraño a mí; en el pensar actúo puramente por mí mismo, los conceptos puros están excentos de experiencia contingente, ellos se originan en mi pura esencia. En todas las intelecciones apriorísticas se expresa una legalidad que pertenece a la pura esencia de la subjetividad y que tiene que ser común a todos los sujetos como legalidad esencial. ¿Qué pasa entonces con la experiencia sensible y con las leyes empíricas determinadas por ella? ¿Cómo ejercen su acción conformante en la ciencia empírica los conceptos puros como formas originarias de mi esencia intelectiva pura? Prosiguiendo así ¿cómo hay que interpretar la sensibilidad y, luego, la naturaleza experimentada sensiblemente y conocida en las ciencias naturales, si el conocimiento empírico ha de ser comprensible como objetivo? No quiero extenderme más, pero es visible que ni el conocer conceptual de tipo puramente racional ni la experiencia de objetos naturales concretos son investigados directamente ni sometidos a un análisis sistemático de la esencia intencional y que ese género de consideraciones sólo puede tener el valor de anticipaciones tentativas y no de teorías. Sin un verdadero análisis se llevan a cabo —mientras los fenómenos correspondientes permanecen alejados de las cosas— desarrollos conceptuales reconstructivos, se buscan las condiciones de posibilidad de la realización de esta o la otra producción cognitiva o de la posibilidad de un mundo de conocimiento inteligible racionalmente. Y todo esto sin examinar verdaderamente la estructura de la sensibilidad (por ejemplo, como un pensar confuso) ni la del pensar, sino

solamente postulándolas. Claro está, que un pensador intuitivo como Leibniz no inventa nada de lo cual su genial fantasía no haya podido anticipar la correspondiente intuición y, así, toda su Monadología es una de las más maravillosas anticipaciones que ha habido en la historia. Quien la entiende bien no puede dejar de concederle un gran contenido de verdad. En su explicación de las características fundamentales de la mónada, que él denomina percepción, paso anhelado de una percepción a otra y, especialmente, representación de lo real no presente y, sin embargo, consciente perceptivamente, Leibniz ha comprendido las características fundamentales de la intencionalidad y las ha tratado metafísicamente. No obstante, se queda, en suma, atrapado en una visión de conjunto ocasional, en anticipaciones y construcciones. También Kant, a pesar de todo lo que se esfuerza por realizar investigaciones sistemáticas y de que efectivamente avanza en una teoría sistemática profundamente meditada, no ve el método exigido por una auténtica ciencia trascendental. Su propio método está emparentado de cerca con el de Leibniz y si él mismo cree estar muy alejado de Leibniz, se debe a que el verdadero sentido de la filosofía leibniziana se ha podido descubrir apenas en nuestros días, a la base del conocimiento más completo de su pensamiento, diseminado en esbozos, cartas y pequeños tratados. Ciertamente, se puede decir que, en efecto, todas las investigaciones de Kant se llevan a cabo sobre la base absoluta de la subjetividad trascendental. Además, él ha visto, con una penetración intuitiva sin igual, las estructuras esenciales de esa subjetividad, que son de importancia incomparable y que nadie antes había vislumbrado. En la crítica de la razón de Kant tenemos delante toda una serie de grandes descubrimientos que, no sólo son de difícil acceso, sino también basados en una configuración metódica que nos obliga a decir que la crítica de la razón de Kant permanece tan alejada como la de Leibniz de una filosofía trascendental como ciencia definitivamente fundamentante y fundamentada. En su pensar juega el procedimiento metódico regresivo el papel principal: ¿cómo son posibles la matemática pura, la ciencia natural pura, etc.? ¿cómo tenemos que pensar la sensibilidad para que sean posibles los juicios geométricos puros? ¿cómo debe llegar a una unidad sintética la pluralidad de la intuición sensible para que sea posible

una ciencia natural rigurosa, o sea, la determinación de los objetos de la experiencia en verdades válidas en sí? Kant mismo exige y realiza “deducciones”, las deducciones que él llama metafísicas y trascendentales de las formas de la intuición, de las categorías; igualmente deduce el esquematismo, la validez necesaria de los principios del entendimiento puro, etc. Sin duda, él no se contenta con deducir y, naturalmente, no deduce en el sentido corriente. Sin embargo, se trata de un procedimiento conceptual constructivo después del cual viene una intuición, en vez de hacer comprensible el trabajo constitutivo de la conciencia partiendo desde abajo y ascendiendo intuitivamente de demostración en demostración, y esto en todas las direcciones de la mirada que están abiertas a la reflexión. Los aspectos de la conciencia constituyente, en cierta manera más íntimos, prácticamente no son tocados por Kant. Los fenómenos sensibles de los que se ocupa son unidades ya constituidas, de una estructura intencional extraordinariamente rica, que no son nunca sometidas a un análisis sistemático. También el juicio juega, sin duda, un papel fundamental, pero él no intenta, de ninguna manera, una fenomenología de las vivencias judicativas ni de la manera como en la variación de éstas, la proposición y sus modalidades de ser son unificadas. Por eso, él ciertamente ha visto muchas de las configuraciones de la subjetividad pura y ha descubierto en ellas importantes estratificaciones, pero todo queda en el aire en un ambiente enigmático, es el trabajo de una facultad trascendental que sigue siendo mítica. Quizás las cosas hubieran sido diferentes si Kant, en lugar de haber sido despertado de su sueño dogmático por el Hume del Essay, lo hubiera sido por el del Treatise. Y si hubiera estudiado con precisión esa gran obra fundamentamental del escéptico inglés, quizás hubiera visto, detrás del absurdo escéptico, el sentido necesario de un intuicionismo inmanente y la idea de un alfabeto de la conciencia trascendental y su trabajo elemental, aquella idea que ya Locke tenía. En un punto central, decisivo para la posibilidad de una teoría científicamente satisfactoria de la conciencia trascendental y de la razón, se queda Kant detrás de Leibniz. Éste tiene el mérito de haber sido, en la época moderna, el primero en entender el sentido más profundo y más valioso del idealismo platónico y, en consecuencia, haber reconocido las ideas como las

unidades que se dan en sí mismas en una particular intuición de ideas. Bien puede decirse que para Leibniz la intuición, como conciencia que da la cosa en sí misma, era ya la última fuente de verdad y del sentido de verdad. Y así, para él toda verdad general intuida con evidencia pura, tiene importancia absoluta. Por eso también es natural que les conceda, sin duda alguna, una importancia absoluta a las propiedades esenciales específicas del yo, intuidas con tal evidencia. Ahora bien, en Kant el concepto del a priori nos produce una constante perplejidad. El carácter de universalidad y necesidad que según él lo caracteriza refiere a una evidencia absoluta, por consiguiente, como es de esperar sería la expresión del absoluto darse en sí misma de la cosa, cuya negación sería un absurdo. Pero en seguida vemos que no es eso lo que quiere decir y que la legalidad apriorística, en virtud de la cual la subjetividad trascendental en sí configura la objetividad (según su forma racional que justamente hace posible la objetividad), tiene apenas la importancia de un hecho antropológico general. De esta manera, la crítica de la razón de Kant no acierta con la idea de una ciencia fundamental absoluta que no puede ser a priori en el sentido kantiano, sino sólo en el sentido auténticamente platónico. Para Leibniz era, entonces, familiar la idea —aunque no la realizó— d e concebir una ciencia sistemática de la esencia pura y absolutamente necesaria de un ego en general como sujeto de una vida de conciencia y de una vida de conciencia que en sí misma constituye la objetividad; una ciencia que, intuyendo, pone a la luz verdades absolutas y deduciendo luego sistemáticamente, pone a la luz verdades absolutas generales; una ciencia apriorística que es a priori en el Único sentido bueno y valioso, en tanto que no establece nada que pueda ser negado sin absurdidad y que sería una ciencia que es la ciencia de las últimas fuentes de todo conocimiento y de toda ciencia en general, una ciencia del a priori más profundo, sobre el que todo otro a priori se constituye como un grado más alto.

A propósito de EDMUND HUSSERL Y SU OBRA

HUSSERL Y LOS GRIEGOS[*] Por Klaus Held[**]

Entre los conocedores del pensamiento de Husserl es lugar común que él, como el principal radical que quiso ser, no se interesó mucho por la historia de la filosofía y tampoco fue un experto en ella. Pero habría que distinguir: el conocimiento que Husserl tenía de los textos clásicos de la traducción pudo haber sido efectivamente modesto, sin embargo su sentido acerca de las decisiones determinantes en la historia del pensamiento estaba más desarrollado de lo que normalmente se supone. Como primera de estas decisiones consideró Husserl el acto histórico fundador gracias al cual obtuvieron su sentido originario entre los griegos la filosofía y la ciencia —entonces todavía una unidad—. En esta ‘protofundación’ se encontraba, según la convicción de Husserl, una intensión por la que se trazaban al pensamiento filosófico-científico sus tareas válidas hasta hoy. Poco se han preocupado los expertos por aclarar si la ‘protointención’ con la que inicia su camino el pensamiento a lo largo de los siglos, está confiablemente presentada por Husserl desde el punto de vista histórico-filosófico. ¿Corresponde el inicio histórico de la filosofía y la ciencia con la imagen que Husserl se ha hecho de él? La pregunta puesta así está formulada todavía ingenuamente. No consta, como si estuviera registrado en actas, de un comienzo de la filosofía y la ciencia. Lo que se nos ofrece como inicio es de entrada un resultado de nuestra interpretación. Esta interpretación tiene de todas formas que corresponder satisfactoriamente con los testimonios conservados de este inicio. Todavía más: debe ser tal que nos ayude a clarificar el sentido y el contexto de muchos textos conservados sólo fragmentariamente. Cuanto mejor logre esto una interpretación, tanto más se acerca a aquello que de hecho sucedió históricamente en el inicio. Mi primera tesis reza: precisamente en el principio asumido por Husserl para su interpretación de

los inicios de la filosofía y la ciencia se encuentran posibilidades de comprender mejor esta protofundación, de lo que se ha logrado hasta ahora. Con esto se vincula un segunda tesis: puesto que para Husserl en la protofundación griega, tal como él la interpreta, ya se preparaba desde muy lejos el programa de su propia filosofía, de la fenomenología trascendental, vale para una fenomenología desde el espíritu de Husserl el que ella misma tenga que comprenderse como renovación de la idea más antigua de la filosofía. ¿En qué consiste esta idea originaria? Cómo concibió Husserl la protofundación griega, es algo que él sugiere con frecuencia sobre todo en la Crisis y en las obras emparentadas con ella, pero que nunca desarrolló sistemáticamente. El primer objetivo de las siguientes reflexiones es “reconstruir” este desarrollo. Pero para ello me apoyo en un conocimiento de la tradición griega que corresponde al estado actual de la investigación, ya que no me interesa registrar biográficamente lo que era conocido para Husserl del pensamiento antiguo, sino probar qué tanta fuerza aclaradora posee su principio de interpretación para nuestra confrontación actual con la protofundación griega. El segundo objetivo de la presente investigación busca clarificar de esta forma ante qué tarea se encuentra hoy una filosofía orientada fenomenológicamente. Lo que sigue se divide en tres partes: voy a exponer sucesivamente tres determinaciones de fenomenología en las que Husserl asume modelos de pensamiento griego: I. La fenomenología significa como ciencia filosófica, como episteme un rompimiento con la actitud natural, con la doxa. II. Este rompimiento y con ellos transición a la actitud fenomenológica se basa en la decisión voluntaria por la epoché. III. La fenomenología se propone la tarea histórica de superar la crisis objetivista de la filosofía y la ciencia en la modernidad; pero esta crisis tiene su fundamente en que la ciencia moderna abandonada de la delimitación que desde la antigüedad se daba entre episteme y techne y termina unilateralmente en “pura techne”. A través de las tres partes trataré de encontrar cómo reaparecen en Husserl otros dos motivos del pensamiento griego: en motivo “presocrático” de que el pensamiento se orienta hacia el mundo, hacia el Kosmos, y el motivo socrático de que el

pensar se sustenta en la actitud radicalmente responsable del dar razón, en el logon didanai.

I El punto de partida para la renovación de la protofundación griega emprendida por Husserl está conformado según su libro Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental por la distinción entre doxa y episteme. Esto no es casual puesto que Husserl reconoce en esta diferenciación el paso mediante el cual se establece la fenomenología trascendental ante todo como posibilidad de pensamiento humano: como transición de la actitud filosófica. Este paso fue dado de hecho por primera vez en los orígenes del pensamiento griego. La filosofía en sentido estricto, es decir, como un movimiento peculiar autoconsciente del espíritu humano, comienza hacia los siglos VI y V antes de Cristo con el conocimiento de que este movimiento se basa en un cambio radical de actitud. El pensamiento fundamental de la mayoría de las sentencias conservadas de Heráclito es que “los muchos”, los hombres como piensan y obran por lo general, no son capaces de la visión filosófica[1]. También para su contemporáneo Parmenides el principio interno de tal visión consiste en elevarse en la forma de pensar y comportarse de los “mortales”; esta sencilla, motivación se encuentra tanto detrás de Proemio del Poema como detrás de su muy enigmática división en una parte acerca de la aletheia y otra acerca de la doxa[2]. Así la filosofía, de acuerdo con su autocomprensión más originaria, se define por su autodiferenciación con respecto a la forma mas obvia de pesar y de comportarse común a todos los hombres, forma que con Husserl bien pudiera designarse como “actitud natural”. Todavía Platón hereda esta idea originaria de filosofía: como episteme, como saber en sentido enfático, se destaca el pensamiento platónico por la boca del irónico Sócrates como critica a la doxa, a la “mera opinión”. De esta versión platónica heredó Husserl en la Crisis la idea más antigua de la filosofía. Cuando Platón caracteriza la actitud natural con el concepto de doxa, entonces piensa —todavía totalmente en sentido de Heráclito y Parménides—

en la expresión dokei moi, emparentada con este sustantivo, que significa lo miso que “me parece”, “soy de la opinión”. Heráclito polemiza contra los “muchos”, por que el estilo de su pensar y actuar esta determinado por su estar aprisionados en el modo de ver de su respectivo dokei moi. La fijación a puntos de vista que se opone a su propia visión. Al superar esta limitación libera el hombre la visión para aquella totalidad que en los respectivos dokei moi siempre solo se da particularmente: para tà pánta, “todo y cada cosa”, como reza una formula de Heráclito a este propósito (Diels/Kranz, 22 B 10,

B 50, B 64). Pero aquel todo es más de lo que pudiera sugerir esta formula: no meramente una inmensa cantidad de desordenada de conocimientos, sino un orden, mediante el cual las visiones de los respectivos dokei moi se organizan en aquella unidad, gracias a la cual tenemos la conciencia de vivir en un único mundo común. Con ello acentúa Heráclito esta unidad y toma de lenguaje ordinario griego de su tiempo la palabra kosmos (Diels/Kranz, 22 B 30, B 89), la cual (por razones que no es el caso analizar aquí) se presenta como designación de aquel orden del mundo-uno[*]. Con esto la curiosidad[3] de la ciencia incipiente por todo y por cada cosa en el cosmos, que ya se había iniciado una generación antes en Mileto, alcanza ahora desde la crítica filosófica de la doxa su justificación y sentido filosófico. La curiosidad cosmológica temprana se manifiesta como preámbulo de la tematización filosófica, nacida de la crítica de la actitud natural, que se ocupa de la totalidad e cuanto tal, del mundo-uno. Esta conexión entre crítica de la doxa y tematización del mundo se presenta de nuevo e Husserl en el acto con el que se constituye la filosofía como fenomenología. La superación de la actitud natural mediante la actitud filosófica consiste en la adopción de una reilación novedosa con respecto al mundo-uno: el mundo-uno, el horizonte universal, el horizonte de todos los horizontes no se convierte nunca como horizonte en tema de la actitud natural. En este sentido la actitud natural, lo mismo que la doxa criticada en el pensamiento de la antigua Grecia, se caracteriza por una ceguera. El cambio radical hacia la actitud filosófica significa aquí como allá un hacerse vidente; no es otra cosa que el abrirse por primera vez al horizonte del mundo.

Que la totalidad del cosmos se vuelva tema como horizonte en la actitud crítica de la doxa, propia de la filosofía, no es algo que esté e los primeros pensadores, pero sin embargo hay vestigios que muestran que ya se pensaba en esto sin saberlo. Una prueba es la historië jónica que Heráclito acomete tan vehementemente (Diels/Kranz, 22 B 40). Este “explorar” coleccionado no consiste tanto, como se puede advertir en Heródoto, en la acumulación de informaciones geográficas e históricas, sino que detrás de ello está la convicción de que hay identidades que abarcan todo el mundo, que se manifiestan de múltiples maneras: en las divinidades egipcias se manifiesta de alguna forma “lo mismo” divino que las griegas. Los acontecimientos del mundo-uno se presentan en forma de aparecer múltiples que se relacionan unas con otras; pero esto no es otra cosa que la estructura fundamental de lo que Husserl designa como horizonte. Otro vestigio de la comprensión del mundo como horizonte se encuentra en el primer movimiento que históricamente puede ser destacado como opuesto al surgimiento del pensamiento científico filosófico: el orientarse de este pensamiento hacia la totalidad en absoluto o es algo que apenas hoy parezca a los críticos de una tradición filosófica que llega hasta Husserl como una excentricidad. Ya Protágoras, el padre de todos los sofistas, ataca como desmesura la objeción, sobre todo de Parménides, en relación con las limitaciones de la doxa. Su famosa frase del homo-mensura, “el hombre es la medida de todas las cosas” (Diels/Kranz, 80 B I), está expresada polémicamente y dice: es una arrogancia del hombre tender a un saber por el cual se pudiera trascender radicalmente la particularidad del respectivo dokei moi[4]. Ya en el conocimiento de la historië de que en el cosmos se presenta compitiendo entre sí, increíblemente múltiples posibilidades de formas de vida y de experiencia humana, acechaba el peligro de resignar ante esta plétora y recomendar al hombre conformarse con la limitación consiente en relación con su respectivo pequeño mundo. Protágoras hace de esta resignación una virtud, al proponer en la frase del homo-mensura la tesis relativista de que no hay en absoluto ningún mundo más completo que el entorno del correspondiente dokei moi de cada hombre o grupo de hombres. Las “cosas” de las que se habla en la frase del homo-mensura, es decir, los acontecimientos intramundanos que suceden al hombre a la luz de su

respectivo dokei moi, son designados de manera característica por Protágoras como chrémata. Pero esto son todos los acontecimientos con los que tenemos que ver en la vida diaria; chréma se relaciona con chráomai, “usar”. “Las cosas de uso”[5] en el sentido amplio de la palabra conforman el ámbito de lo que en nuestra praxis habitualmente nos importa y también de lo que solo tiene que importarnos; es innecesario, opina Protágoras, preocuparse por una visión del mundo que transcienda este ámbito consuetudinario. “A mí me importa algo” se dice en latín interest. El contexto vital que, según Protágoras, de ser posible o debería abandonar los hombres, está determinado de acuerdo con sus intereses. La limitación al respectivo interés estrecha el horizonte, es decir, el campo visual para las posibilidades del juzgar y obrar. Pero los hombres se mueven siempre sólo en ciertas regiones del horizonte universal de posibilidades. Vive, como decimos acertadamente, en cada caso en su mundo, el del niño, el del obrero, el del deportista. Todos estos mundos son limitaciones condicionadas por intereses del mundo-uno, del horizonte universal. Podemos designarlos con un concepto huserliano[6] como mundos especiales. La toma de partido de Protágoras por la doxa hace claridad sobre lo siguiente: el cierre con respecto al todo sin más, que pretenden romper la filosofía temprana con su crítica del dokei moi a los respectivos mundos especiales, es decir a los horizontes parciales condicionados por intereses. Un aspecto esencial de la crítica de Platón a la sofística consiste e que él critica como insostenible la defensa de la limitación de los mundos especiales hecha por los sofistas, y con ellos renueva la autocomprensión originaria de la filosofía. El synoptikós, aquel que puede contemplar el todo, es el dialektikós, es decir el filósofo, como se dice en la Politeia, “hò dè mè —oú” (pero el que no, ése no lo es): al que no se le da dicha synopsis a causa de su limitación con respecto al mudo especial, o es filósofo. Como campo de juego de posibilidades del juzgar y del obrar también un horizonte limitado libera la visión para las posibilidades situadas en él. Cada mundo especial deja ver al hombre los acontecimientos que se le presentan en el interior de este mundo especial. Lo que puede ser visto es llamado por los griegos “lo que aparece”. Por ello puede Platón en el Theaitetos (152 a) al explicar la frase del homo-mensura decir que el dokei moi —la articulación

respectiva de una visión del mundo especial— significa lo mismo que phaínetai moi, “así me parece”. Aquí nos encontramos por primera vez en la historia de la filosofía en un lugar crucial con aquel phaínesthai, a saber, con el aparecer unido a su horizonte, en torno al cual girarán los análisis de la fenomenología. Lo que encuentra el hombre en su mundo especial, se le “aparece” ciertamente pero solo a la luz de los intereses que lo guían en cada caso. Por esto su mirada no permanece en lo que es en sí mismo, lo que aparece en cada caso, sino que al mismo tiempo ésta se pasea en el interior de su mundo especial más allá de lo que aparece para orientarse hacia aquello para que esto puede ser útil. De acuerdo con esto la apertura hacia el mundo-uno del incipiente pensamiento filosófico-científico se basa en la libertad con respecto a los intereses de los mundos especiales. Desde los Milesios este pensamiento está abierto con curiosidad imparcial a todo lo que aparezca, a saber, a lo que aparezca en cuanto tal. “Algo aparece” significa: “se presenta en su determinación”. Porque el pensamiento filosófico-científico desde su profundización griega comporta la disposición de permitir que se presente en su determinación lo que aparece, es por lo que tiene el carácter del ver en sentido enfático, es decir, el de aquella contemplación desinteresada que Aristóteles designaría luego como theoria. La libertad de intereses del estar abierto para lo que aparece, para los “fenómenos”, es, debido a la relación indisoluble entre el cambio de actitud, crítico de la doxa, y la tematización del mundo, constitutivo para el pensamiento filosófico-científico. Por esto reaparece la libertad con respecto a los intereses, propia de la actitud filosófica, en la renovación griega emprendida por Husserl, y en ella o se puede dejar de pensar e dicha libertad. En el fondo, con la frase del homo-mensura sostenía Protágoras contra el sentido y la posibilidad de una actitud critica de la doxa y abierta al mundo, la siguiente objeción plausible: ¿Por qué tienen los hombres de todas formas que abrirse, libres de intereses, al aparecer del mundo-uno, en lugar de contentarse con lo que les aparece en los círculos visuales limitados por los intereses de sus respectivos mundos especiales? Al defender Platón la protofundación de la filosofía contra esta pretensión, esto solo podía resultarle, si partía de la siguiente presuposición: si la orientación teórica

hacia el mundo-uno tiene algún sentido es por que tiene que darse un interés que este por encima de todos los intereses que atan a los hombres a sus mundos especiales. Este interés superior sólo puede ser el interés del hombre por que su vida en general, su existencia, se logre realizar plenamente. Pero de tal interés bien podría apuntar al vacío, en el caso de que no se pueda descartar la posibilidad de que el logro de una vida plena no dependa del hombre. Quizá no está en absoluto en manos del hombre el buen resultado de su vida —el eu zen— y su felicidad —la eudaimonía—. Así había pensado la Grecia prefilosófica. En la época del surgimiento de la filosofía se eleva contra la resignación frente a los poderes del destino una consideración sencilla: si el logro de la vida depende o no del hombre, no puede decidirse en una ponderación imparcial. El particular, yo mismo tengo que decidirme a tomarlo en mis propias manos. Con base en esta decisión tengo razón para poder decir: el resultado de mi existencia depende esencialmente de mi mismo, depende de la constitución que dé yo mismo con responsabilidad propia a mi existencia, y no de cualesquiera influjos del destino que estén fuera de fuera de esta responsabilidad. Esta decisión por la autorresponsabilidad está documentada de la manera más clara en la sentencia de Heráclito: “ethos anthrópo daímon” (Diels/Kranz, 22 B 119). Ethos significa aquí la constitución de la vida en permanente autorresponsabilidad. Daimon era el título tradicional para el superpoder sobre el que no se dispone y que se hace presente en la felicidad y en la desgracia de la vida. La sentencia de Heráclito seculariza por así decir este daimon. La sentencia —contra la interpretación de Heidegger[7]— debe recibir el acento en la primera palabra y decir: es el ethos de lo que depende la felicidad y la desgracia de la vida. Esto significa que depende de la actitud y posición que escoja yo mismo para “conducir” mi vida, —y no de los superpoderes “demónicos”, es decir del destino, superpoderes cuyo influjo el hombre no puede responsabilizarse por sí mismo. Platón llevará esta intuición en el mito de la Politeia (617 e) a la siguiente formula: “No os sorteará el daimon sino que vosotros mismos os escogeréis el daimon”. Que el hombre tiene que responsabilizarse por la constitución de su vida se muestra concretamente en la vida común: allí debo explicar y responder ante los demás por la forma de vivir que escoja para sí mismo y que

eventualmente pretenda exigir de ellos. Con este responder doy cuentas de algo. Heráclito y luego de nuevo Sócrates designa aquello de lo que se da cuentas comunicándose como logos. Platón invoca una y otra vez logon didonai como máxima orientada de su maestro Sócrates. El asumir dispuesto a dar cuentas la autorresponsabilidad es el motivo fundamental socrático-platónico considerado por Husserl siempre como la fuente de su filosofar. En esta posición clave del motivo de la responsabilidad se remueve esta relación estrecha que acabamos de destacar: a saber que la orientación teórica hacia el mundo-uno presupone el interés fundamental por una vida bien lograda, y que ésta a la vez presupone la decisión radical por una responsabilidad asumida para poder dar cuentas. Dar cuentas significa dar razones. El así comprendido logon didonai es familiar ya a los hombres en la actitud natural, pero ellos buscan las razones en los mundos especiales en los cuales desarrollan su vida. Allí permanecen ellos fijados a los respectivos intereses de sus mundos especiales. Por eso, al dar razones, notoriamente hablan sin entenderse entre sí. Sólo la comunidad de un mundo ofrece la garantía de que quienes dan razones realmente si logren entenderse y responder como es. Por tanto, al dar razones, al logos, permanece lo común, lo que es koinón, según lo destaca con frecuencia Heráclito (sobretodo Diels/Kranz, 22 B 2 y B 114 El concepto opuesto a koinón es ídion, lo en cada caso propio y peculiar. Los hombres deben trascender lo ídion se sus posiciones interesadas en cada caso en sus mundos especiales y encontrarse en un mundo común para tomar en serio, al dar razones, que asumen la autorresponsabilidad con respecto a su vida. A partir de esta consecuencia surge en la polis Atenas —no casualmente al mismo tiempo que la filosofía— la primera democracia en la historia universal y con ello “lo político” en el más originario y propio sentido de la palabra[8]. El rasgo fundamental de la democracia consiste en partir de su profundización griega en la apertura de un mundo común del dar razones autorresponsablemente. Por ello en esta democracia todo depende de un razonar mutuamente, que transciende los mundos especiales y es por tanto un justificar públicamente, al que los griegos llamaban bouleúein, bouleústhai, “deliberar”. En la famosa oración por los caídos en la guerra, conservada por Tucídides, enfatiza Pericles: la democracia ateniense no considera perjudicial

dejar que a la decisión para el obra precederá el logos, el dar razones que se realiza en la discusión colectiva por el contrario. Así descubren los griegos paralelamente con el mundo-uno de la teoría, el mundo-uno como koinon de la justificación política común. Pero en este lugar aparece el primer rompimiento profundo en la historia de la protofundación del pensamiento filosófico-científico. Platón, quien hace fuerte el motivo del dar razones para renovar, contra la exhortación de la sofistica a la modestia, la crítica de la doxa y la apertura de los “presocráticos” al todo en absoluto, se encuentra entonces bajo la impresión del fracaso de la democracia ateniense: la culminación de la serie de desaciertos fue alcanzada por el asesinato ilegal de Sócrates, el héroe del logon didonai. Ahora Platón encuentra la raíz de todos los males en que la praxis del dar razones en la polis democrática se ha quedado ha nivel de la doxa. La justificación política se relaciona con decisiones que dependen de la acción política común y debe contentarse, bajo la presión del tiempo que la condiciona, con razones que no siempre son las últimas. Esto significa concretamente que de las muchas perspectivas de la acción, que surgen en cada deliberación política, en el momento de la decisión debe escoger una; a las otras posibilidades se debe renunciar con la elección. Toda deliberación política se orienta a la imposición de una perspectiva de acción. Visto así se trata de un proceso de autolimitación, que comporta el sello de la finitud. Por esta limitación que le es inmanente la deliberación política tiene una cierta similitud con el comunicarse mutuamente en la actitud natural, el cual se caracteriza por una limitación, debido a que permanece parcializado en los intereses de los mundos especiales. Bajo la impresión deprimente de las circunstancias en la democracia ateniense, desconoce Platón que esta semejanza estructural no es una igualdad: casi clandestinamente iguala la finitud de perspectivas de la justificación política con la limitación de intereses de los mundos especiales. Él no ve que lo dóxico en los juicios políticos es esencialmente de otra naturaleza que la fijación a la doxa de cada mundo especial. A esta le falta la visión libre para lo común del mundo-uno. En cambio el juicio político genuino se refiere precisamente en su perspectividad al mundo común de la

“comunidad” política, de lo koinon. Las perspectivas limitadas del juicio político no son simplemente el reflejo de los intereses de los mundos especiales. Estos intereses entran ciertamente en las perspectivas políticas, pero no son ellos los que imprimen a la deliberación y a la formación del juicio político la impronta de la finitud, sino el horizonte temporal indisolublemente limitado de las acciones comunes. Debido a esta finitud cada aporte a la justificación política común tiene de hecho el carácter del dokei moi, por tanto de la doxa. Pero esta doxa ya no es aquella a la que se oponía polémicamente la apelación de Heráclito o Parménides en razón de la justificación filosófica, sino que es una doxa ya justificada gracias a su relación referencial libre con el mundo. Platón pasó por alto un fenómeno de lo político descubierto por su propia polis, a saber: que hay algo común en el mundo político-uno, que se abre a los hombres precisamente en las visiones particulares de la doxa justificada. Su pasión por lo político, que a todo lo determina, oculta que él despolitiza profundamente el asumir críticamente con respecto a la doxa la autorresponsabilidad. Sólo su alumno Aristóteles descubrió un tipo de doxa, la que ya ha sido justificada, bajo el titulo de phronesis[9]. Platón sólo conoce la tajante alternativa, o doxa o episteme. Frente a un optar con el animo dividido por razones que bien pudieran ser las “penúltimas” propone como alternativa exclusiva la búsqueda radical de últimas razones, y deja de ver que entre la limitación propia de los mundos especiales y la apertura teorética al mundo hay una posibilidad mediadora: la apertura de la doxa justificada a un mundo-uno político. Platón conoce inclusive la posibilidad de justificación de la doxa. En la tercera definición de saber en theaitetos a la designa como metà lógou alethès dóxa (opinión verdadera por razonamiento). Y sin embargo no se le ocurre la idea de caracterizar al hombre que actúa políticamente en posición responsable, al político, de quien trata el diálogo del mismo nombre, como alguien que posee precisamente esta metà lógou alethès dóxa; aunque este dialogo (con el Sophiste como pieza intermedia), según Platón, debe leerse como continuación del Theaitetos. En la deliberación en el ámbito de la doxa justificada participa un “plural” de quienes dan razones. Cada participante necesita este plural como foro para responsabilizarse ante él. Platón en sus diálogos con los retóricos y los

sofistas, por tanto con los políticos y sus maestros, sólo deja que valga un foro de responsabilidad: yo mismo, quien en la “conversación del alma consigo misma” doy yo mismo cuentas ante mí mismo acerca de las últimas razones. Al singular del mundo-uno, al cual me abro en actitud de justificación con base en últimas razones, corresponde el singular de quien da razones, quien, solitario, tendencialmente solipsista, sólo se responsabiliza ante mí mismo. En esta figura despolitizada hereda Husserl de Platón el motivo de la justificación autoresponsable. En la “responsabilidad última”, es decir, la justificación acerca de las “ultimas” razones, de la que Husserl habla enfáticamente, descubro yo mi “seguridad”, que corresponde a la seguridad del mundo, la cual se convierte en tema por primera vez con la transición de la actitud filosófica. Una justificación, un logos, que ya no necesita de un plural de quienes den razones, tampoco necesita, por esta su tendencia, del lenguaje. No es pues casual el lenguaje, a pesar de la problemática de “expresión y significación” en las investigaciones lógicas, considerado sistemáticamente en su conjunto, sólo tenga en Husserl un significado subalterno. Así como tampoco es casualidad que Husserl en la obra sistemática que planteaba al principio de los años treinta se propusiera, según testimonio de Eugen Fink, una “restitución fenomenológica de las ideas de la republica platónica”. Como lo resalta con razón Kart Schuhmann en su prudente y ponderada monografía sobre la “filosofía del Estado de Husserl”, éste no tenía en verdad ante los ojos un Estado entre muchos otros, es decir, en este sentido no una polis platónica, pero ciertamente sí pensaba en una especie de reino filósofos. El espíritu de la politeia platónica permanece en la meta final de Husserl de un novedoso “Estado” de la humanidad, a favor del cual debe ser superada la finitud del Estado actual bajo la conducción de “Archontes” filósofos. El rasgo fundamental de la doxa, también cada mundo político común, como koinon que se constituye gracias al reconocimiento reciproco de los ciudadanos en la libertad de sus dokei moi. La finitud hace político este mundo común. El pathos de la infinitud, el cual sostiene la teoría del Estado de Husserl, convincentemente reconstruida por Schuhmann, significa una colonización filosófica y una despolitización de lo político. Como lo han mostrado Ana Arendt y, siguiéndola en esto, Ernst Vollrath este espíritu del

desconocimiento filosófico y de la comprensión equivocada del fenómeno de lo político sigue vivo hasta hoy en la tradición filosófica. Como prominentes representantes se pueden señalar entre muchos otros a Hobbes, Fichte o Schopenhauer, en cuya vecindad no en vano ha colocado Schuhmann la filosofía del Estado de Husserl. La ceguera de Platón para el fenómeno de lo político es una hipoteca que Husserl asume de la profundación griega, sin advertir que precisamente se trata de una hipoteca[10]. Aquí veo propiamente el motivo de que la fenomenológica en su tradición hasta hoy hubiera abordado el fenómeno de lo político con la misma incapacidad de amplios sectores de la filosofía prefenomenológica. Basta aquí con señalar la falta terrible de criterio político de Heidegger y Sartre, cuya causa hay que buscarla finalmente en los prejuicios filosóficos que les alteraban la mirada con respecto al fenómeno de lo político. Una fenomenológica apropiada del mundo político y del fundamento de su constitución, de la doxa justificada, es desde hace mucho no sólo algo más que deseable, ya que la fenomenológica —esto lo dice ya su nombre— está obligada a ser fiel a todos los fenómenos, también al de la política; pero todavía es para ella más obligante el que este fenómeno es más que un fenómeno entre otros. Tiene para ella una significación sistemática central. Si la polaridad entre la actitud natural y la filosofía sólo se da en la figura de la contraposición platónica entre la doxa y una episteme radicalmente responsable, se le presenta entonces a una filosofía fenomenológica un problema fundamental: un pensamiento que se define por la oposición no mediada con respecto a la actitud natural no puede en principio lograr convencer al hombre, que se encuentra prisionero de sus intereses en los mundos especiales, de que tiene algún sentido ocuparse de la filosofía; por que no hay un acceso de la región de la actitud natural, donde permanece cada hombre normalmente, hacia la fortaleza cerrada de la filosofía. De esta forma se presenta a la fenomenológica la tarea de señalar que entre los dos lados hay algo intermedio, que sirve de mediación para el transito: la doxa justificada de la formación de la opinión política, la cual ya ha abierto el mundo-uno como mundo político, y sin embargo gracias a su finitud permanece referida a la particularidad de los mundos especiales[11]. A

la renovación husserliana de la protofundación griega le falta esta mediación; de la manera como se llene este vació y de si efectivamente se llena, depende, según mi impresión, la fuerza de convicción futura del pensamiento fenomenológico.

II Antes de profundizar en esta línea problemática en la parte III, me ocupo ahora del segundo aspecto determinante de la fenomenología de Husserl, mencionado en la introducción: la decisión de cambiar de la actitud natural a la actitud filosófica. La pregunta central tiene que ver con la motivación para esta decisión. Como el motivo más profundo debe ser considerado el interés fundamental por una vida plenamente lograda, ya mencionado en la parte I, dado que al interés por la eudaimonia se subordina todo interés posible. La eudaimonia dentro del desarrollo de la protofundación griega sólo se constituye como un fin de una decisión de la voluntad en laséticas del helenismo. La firme determinación que asegura la eudaimonia recibe el título de “epoché”. Visto históricamente, al reasumir Husserl la distinción entre episteme y doxa habría recurrido al período “presocrático” y clásico del pensamiento griego. Con la problemática de la epoché se relaciona desde un punto de vista objetivo (sin ocuparse de esta procedencia histórica) con la ética helenística. La “Stoa” y la “Skepsis” recomiendan al hombre que se esfuerza por la eudaimonia el comportamiento de la epoché porque ella lo libera de los intereses que le impiden alcanzar esta meta de sus esfuerzos. De manera semejante Husserl libera por la epoché al hombre de sus intereses en la actitud natural. Esta dimensión de los intereses, ya se había tratado en la I. parte, porque ella es la que aprisiona al hombre en sus mundos especiales. Ahora bien, la dimensión de los intereses de la conciencia natural está vinculada con su constitución intencional. Según Husserl la conciencia intencional se dirige en cada caso a un objeto en el más amplio sentido de la palabra, es decir, a un polo que permanece idéntico, con el que se encuentra la conciencia en una multiplicidad de formas posibles de aparecer. La conciencia intencional está dominada por el interés fundamental de, como

quien dice, focalizarse en tales polos para disponer de identidad. La conciencia intencional forma mundos especiales, es decir horizontes particulares de objetos, porque los necesita como contexto para los objetos idénticos que son de su interés concreto. En la experiencia de objetos nos dejamos orientar por las referencias remisoras que conforman su contexto, pero no es este dejarse remitir al contexto —es decir el horizonte respectivo — lo que normalmente es nuestro tema, sino sólo los objetos en los que precisamente estamos interesados. Los hombres sólo podemos desarrollar nuestra vida manteniéndonos en alguno de los mundos especiales. Pero los mundos especiales no están totalmente separados unos de otros. Si lo estuvieran no podrían las personas que pertenecen a diversos mundos especiales comunicarse entre sí, como de hecho lo hacen. Los hombres tienen conciencia de que los mundos especiales se relacionan y remiten unos a otros y constituyen así un contexto referencial único, el mundo-uno como horizonte universal. Pero así como la atención de los hombres normalmente no se fija en el contexto referencial en el interior de su mundo especial respectivo, así tampoco mucho menos tienen los hombres como tema el contexto referencial universal que une entre sí todos los mundos especiales. Se mueven en todo momento como algo naturalmente obvio en el mundo común pero éste nunca se les presenta en la conciencia expresamente como tal. Precisamente en esta relación con el mundo consiste la actitud natural. Pero lo que impide a esta actitud el abrirse al, mundo como mundo, como horizonte universal, son los intereses respectivos de los mundos especiales, en los cuales de nuevo se concretiza el interés fundamental de la conciencia intencional en la identidad de los objetos. Con su ejemplo privilegiado del interés por los objetos de los mundos especiales recurre Husserl a un fenómeno de la existencia humana que ya había ocupado intensivamente a la filosofía clásica griega: la profesión como techne. El ejercicio de una profesión presupone que uno esté familiarizado con los objetos que se presentan en el marco del mundo especial al que pertenece dicha profesión. Gracias a esta familiaridad se está bien preparado para realizar algo profesionalmente. Precisamente esta familiaridad que capacita a alguien para realizar algo fue lo que los griegos llamaron techne.

En este sentido tradicional todos los conocimientos profesionales son un saber técnico. En la medida en que una profesión posibilita este familiarizarse en el correspondiente mundo especial deja libre la visión con respecto a los objetos en el interior de este mundo especial. Pero esta visión sólo abre un campo de vista limitado, pues el interés del mundo especial hace desvanecer aquellos contextos referenciales gracias a los cuales las formas de aparecer de los objetos de un determinado mundo especial nos remiten a otros mundos especiales. Por ejemplo el economista debe en el marco de su interés profesional abstraer el que los objetos no sólo se presentan como mercancías con un valor en el contexto de referencias de oferta y demanda, sino que también muestran cualidades gracias a las cuales pertenecen también a otros contextos referenciales. La fenomenología como ciencia rigurosa, como episteme radicalmente crítica de la doxa sólo puede ser la investigación libre de prejuicios e imparcial, que debería ser según Husserl, si se libera de cada una de tales limitaciones con respecto a los mundos especiales. Para conservarse en la actitud de la antigua teoría, imparcial con respecto a lo que aparezca en general, y como tal para ser abierta, tiene que trascender todos los horizontes parciales de los mundos especiales en procura del mundo-uno. Pero esto significa que tiene que liberarse del interés que encadena la conciencia intencional a los mundos especiales. Este es el interés funda mental por la identidad. A la luz de la voluntad de superar este interés aparece el interés fundamental a su vez como manifestación de una voluntad. La tematización del mundo-uno, la superación de la actitud natural, se basa en la suspensión voluntaria de la búsqueda de identidad que domina la conciencia intencional. Este acto de voluntad, como se ha dicho, sólo puede provocarse por aquel interés al que se subordinan todos los intereses de los mundos especiales: el interés fundamental por el logro pleno de la vida, por la eudaimonia. Tiene que ser el esfuerzo natural por la eudaimonia el que en definitiva motive la suspensión voluntaria del deseo de identidad. En el griego de Platón y Aristóteles aún no existía una palabra con la que se pudiera expresar lo que aquí se designa como “voluntad”. Pero el pensamiento helenístico que siguió creó una terminología de la voluntad, y esto porque giraba en torno a

asegurar la eudaimonia. De la voluntad depende la actitud que debe asumir el hombre para crearle un fundamento confiable a su eudaimonia. Según la Stoa y de alguna otra forma según la Skepsis el hombre puede asegurar su eudaimonia en —la medida en que suspenda su voluntad de identidad. Tiene que dejar de poner su corazón, en el sentido amplio de la palabra, en los “objetos” que cree que tiene que “tener” para ser feliz, es decir, como si tuviera que disponer de ellos como posesión que permaneciera idéntica[12]. Con respecto a esta inclinación hacia la identidad, entendida así, tiene el hombre que “detenerse”, epéchein. Cómo se tenga que entender esta decisión para la epoché es algo equívoco[13]. La decisión es un acto de la voluntad, mediante el cual la voluntad es dejada precisamente, como voluntad de identidad. Se podría por tanto suponer que la voluntad realiza en la epoché su propia suspensión. Así pensaban los estoicos. Pero la Skepsis descubrió la inconsistencia de esta idea. Si la tranquilidad de la voluntad de identidad es algo producido por un acto de voluntad, entonces esta actitud libre permanece marcada precisamente por ser una conquista de la voluntad; la voluntad no ha sido realmente suspendida, porque ella permanece clandestinamente en el juego como la que garantiza y conserva auténticamente el liberarse de la voluntad de identidad. Por tanto el liberarse de la voluntad de identidad no debe ser algo que se produzca sólo por la epoché. Más bien la epoché tiene que ser comprendida como el acto de la voluntad que pone en libertad de nuevo una tranquilidad de la voluntad ya presenté aunque, latente en la relación natural del hombre con el mundo. Uno podría primero pensar que Husserl asumió el concepto epoché de la tradición estoica-escéptica sólo porque necesitaba para el acto de transición de la actitud natural a la filosófica, como él pensaba, de algún término, sin que importara en principio, cuál fuera. Pero qué tan fuerte haya sido la afinidad de Husserl con la protofundación antigua, afinidad que él mismo no debió notar, se reconoce ahora en que la ambigüedad de la epoché, que surge de la discusión entre la Skepsis y la Stoa, vuelve a presentarse en él. ¿Se produce apenas por la epoché la libertad de intereses de la actitud filosófica —en consonancia con la comprensión de la epoché estoica—? Así está casi siempre en Husserl. Pero esto significaría que el horizonte universal

mundo —el tema y correlato de la actitud filosófica— surge por un interés, a saber por el interés del filósofo, el cual consiste en asumir la actitud de la libertad de intereses para poder lograr plenamente su vida. Todos los horizontes de la actitud natural, los mundos especiales, se constituyen con base en los intereses por objetos de la conciencia intencional. Correspondientemente el horizonte universal mundo se constituiría por el interés de la conciencia intencional transformada filosóficamente: éste seria el interés por un nuevo objeto, el objeto “mundo”. Pero esto no puede ser así. El correlato de la conciencia filosófica se caracteriza precisamente porque no es ningún objeto. Para ser objeto tendría el mundo tematizado en la actitud filosófica que contextualizarse de nuevo en un horizonte no-temático, desde el cual pudiera presentarse de nuevo a la conciencia como polo de modos de aparecer en un horizonte de conciencia. Pero no puede darse un tal horizonte para el mundo-uno, ya que el mundo es el horizonte que comprende todos los horizontes imaginables. Por tanto el mundo no puede ser ningún producto de algún interés de alguna voluntad. Por esto, para la comprensión de la epoché husserliana sólo puede tomarse en consideración una interpretación del tipo del concepto de epoché de los escépticos. Con respecto al horizonte universal mundo esto significa que dicho horizonte ya está abierto a la conciencia natural antes de cualquier interés y que en la epoché sólo vuelve a ser descubierto por la conciencia filosófica, La conciencia prefilosófica se mueve ya en una relación originaria con el mundo, previa a todo interés, no determinada por la voluntad, pero ha superpuesto a esta relación desde un principio intereses por objetos que la limitan a determinados mundos especiales. Con la epoché penetra la conciencia esta superposición que oculta el mundo-uno.

III Si se interpreta la epoché de acuerdo con, el modelo estoico entonces no se supera realmente el, carácter de algo ligado con la voluntad, —la vinculación con intereses de la actitud natura, y el mundo, el tema de la filosofía se

concibe como un objeto. Pero esta objetivación es la raíz del objetivismo, el cual, según Husserl, se convirtió en la modernidad en la fatalidad del pensamiento filosófico-científico. Por el objetivismo se alienó el pensamiento de la intención propuesta en su protofundación griega. A causa de esta alienación necesita la filosofía de una renovación a partir de las fuentes de aquella protofundación. Como tal nos presenta Husserl la fenomenología en su última obra. Con esto entro a desarrollar el tercer aspecto de la comprensión de la fenomenología de Husserl, anunciado en la introducción. Como objeto pierde el mundo-uno su carácter de horizonte, dado que cada objeto se apodera de tal forma de la atención de la conciencia que convierte con ello el dejarse remitir, el horizonte, en algo auto evidente. Por ello la conciencia filosófica-científica del mundo, al objetivar el mundo sólo conserva de su carácter de horizonte la determinación de que el contexto de referencia es universal. Así el mundo en la época del objetivismo se convierte en el objeto que todo lo comprende, el que contiene en sí todos los objetos; el mundo aparece como el universo de todos los objetos en general. El pensamiento objetivista que ha olvidado el, horizonte se deja dominar por la voluntad de identidad, es interesado. Por ello ve su tarea en familiarizarse plenamente con el objeto de su interés, con el universo de todos los objetos. Pero con ello el filósofo Y el científico asumen una actitud con respecto a este universo, que, como se explicó en la parte II, caracteriza la relación de quien pertenece a una determinada profesión, de los maestros en una techne, con su mundo especial profesional, Ya antes de la filosofía, el hombre puede tener ocasionalmente una cierta conciencia explícita de estos mundos especiales, de los horizontes de su interés concreto, como diferentes del mundo-uno, Esta posibilidad es aprovechada por el pensamiento filosófico-científico en el estadio del objetivismo. En lugar de asumir la actitud de tranquilidad libre de intereses con respecto al mundo-uno, se comporta con él como si se tratara de un mundo especial profesional. Objetivismo significa en este sentido “hiper-profesionalización” de la filosofía y la ciencia[14]. “Profesión” debe ser entendida entonces en sentido griego como techne. Pero cada techne tiene dos aspectos. Por un lado, el “estar familiarizado con” se basa en que uno posee conocimientos de los principales objetos del mundo

especial correspondiente, conocimientos que —como lo formularía Husserl— se ganan en un relacionarse originario en dicho mundo. Esta es, dicho fenomenológicamente, la base intuitiva, el fundamento de evidencia, que necesita cada techne. Por otro lado, en cada techne se trata de producir algo. Porque cada techne tiene su fundamento en las intuiciones originarias de sus objetos, pudieron Platón y Aristóteles interpretar la techne como un saber que dirige la producción del objeto correspondiente, y esto gracias a la previsión, anticipadora de la determinación de un objeto presente al espíritu, dicho en griego, gracias al eidos. Porque techne significa que uno sabe cómo se produce algo, le corresponde un segundo aspecto, una cierta ingeniosidad, aquella ingeniosidad que los griegos describieron sobre todo en la figura de Prometeo. Para producir algo, en lenguaje moderno, para realizar cualquier tipo de proyectos, tiene uno que ser capaz de imaginarse caminos, condiciones que hagan posible su realización. Este es el lado propiamente “técnico” de la profesión, la ingeniosidad para pensar tales condiciones de realización. Esta ingeniosidad fue relacionada por los griegos con la astucia que da al hombre la posibilidad de superar obstáculos dados en la naturaleza. La superación astuta de la physis contradecía la actitud fundamental de la theoria, el contemplar entregado desinteresadamente, admirando la physis que impera en el cosmos. Por esto permaneció el desarrollo antiguo de la techne en las artes de la ingeniería, entonces ya altamente notables, diferenciado de la episteme propiamente dicha. La intuición originaria en la que descansa cada techne se hace presente al aparecer en la conciencia intencional un objeto de manera plena, es decir en el modo de la originariedad, del darse corporalmente, de la evidencia, o de cualquier forma que suenen las formulaciones de Husserl. En todos los modos de aparecer y así también en los de la originariedad, se anuncian las referencias del horizonte. Por ello con el olvido objetivante del carácter de horizonte desaparece de la ciencia del mundo-uno, convertida en techne profesional, la referencia a la base intuitiva. No queda sino el otro aspecto de la profesión del científico, el técnico en el sentido descrito, que en su carácter fundamental es un operar ingenieril. Ciertamente, la finalidad originaria fundacional de la ciencia de alcanzar una visión de totalidad del mundo

permanece; pero precisamente esta tarea se convierte ahora en un problema de ingeniosidad. Se trata ahora de encontrar y producir según un plan las condiciones de observación bajo las cuales el mundo, entendido ahora como reino universal de todos los objetos, puede ser obligado a revelarse a la visión del investigador. Esto significa que la investigación adquiere la forma metódica de juego combinado entre hipótesis y experimento. El éxito de la investigación se mide unilateralmente sólo por la eficiencia de este operar técnico metódicamente regulado; por la base de evidencia ya no se pregunta en esta empresa de investigación organizada ingenierilmente. En este sentido designa Husserl en sus últimos años la ciencia objetivista como una “mera técnica”. De la intuición desinteresada propiamente teórica del mundo resulta pues un operar profesional-técnico, interesado por la eficiencia de tareas de producción; y esto es el trabajo productivo en el sentido de la sociedad moderna. La productividad de tal trabajo se puede mejorar gracias a la división del trabajo. Por esto el mundo se investiga dividiendo el trabajo. De nuevo, esta división del trabajo es posible gracias al objetivismo. En efecto, a causa del olvido de los contextos referenciales aparece el mundo como un conglomerado de objetos que se pueden separar y particularizar arbitrariamente en universos parciales. La investigación profesional del investigador particular se desintegra en la elaboración de tales campos parciales. Entonces, debido a la extinción gradual de los contextos de referencia, no se le pone en principio ningún límite a una especialización que avanza infinitamente. En las voces cada vez más altas que invocan la investigación interdisciplinaria se anuncia hoy la insatisfacción ante esta situación. Con todo esto se relaciona un desarrollo en el que aparece lo propiamente preocupante de la hiperprofesionalización objetivista. Sólo como texto referencial conserva el mundo campos de posibilidades disponibles para la acción; en efecto, la acción sólo adquiere sentido en el contexto de conjuntos referenciales. Con la particularización del contexto referencial del mundo-uno, desencadenada por especialidades, se convierte el dar razones con respecto a la acción también en algo de la división del trabajo. Pero con esto se le quita el piso a la responsabilidad radical del hombre con respecto a

su acción, En efecto, sólo puede tomar, en serio esta responsabilidad radical quien para dar cuentas no se detenga fatigado en dar razones de tareas transitorias tomadas de mundos especiales atomizados. La investigación moderna, liberada en sus ilimitadas divisiones de trabajo, se ha convertido hoy más amplia y fuertemente que en tiempos de Husserl en una empresa que se desarrolla en efecto automática y autónomamente, sin que se dé una necesidad vital de preguntar en qué contexto referencial más envolvente se integra la continuación de cada uno de los proyectos de investigación particulares que están en proceso. El dar razones desde últimos fundamentos, de donde surgió toda investigación en su protofundación, aparece como asunto de una cosmovisión pero rió de la ciencia. Así que uno puede decir: con la transformación de la investigación de todo el mundo en un operar técnico, dividido en campos de trabajo e hiperprofesionalizado, se le escapa al hombre la responsabilidad radical con respecto a su actuar, por la que se había decidido con la protofundación griega de la filosofía y la ciencia. La recuperación de esta responsabilidad exige hoy una revolución interna contra la empresa de la investigación moderna interesada en infinidad de objetos. Es necesario, en una actitud de desinteresada tranquilidad, reflexionar sobre la pregunta acerca de lo que significa propiamente mundo como horizonte universal. ¿Pero cómo se puede abordar esta tarea central que Husserl ha impuesto a la filosofía del presente? ¿Cómo se puede en la época de la positivización cientifista de toda nuestra existencia ganar una conciencia que pueda liberarse de la prisión de la ciencia dividida en campos de trabajo en la particularidad de los muchos mundos especializados de la investigación? ¿Y cómo es posible una comprensión no-objetivista de mundo, como la que se requiere para esto? Con Husserl debemos partir de la relación del mundo-uno con los muchos mundos especiales. El cree que el mundo-uno aparece en los muchos mundos especiales como aparece un objeto idéntico en la multiplicidad de sus modos de aparecer. La referencialidad de la conciencia intencional en esta multiplicidad se puede designar en cierto sentido casi que como “infinita”, puesto que en el dejarse remitir siempre a nuevas posibilidades en el horizonte de la experiencia no encuentra la conciencia nunca fin. Cada modo de darse consumado actualmente es consciente para nosotros como un

eslabón en la cadena de un “y así sucesivamente” interminable, y precisamente en la confianza de que este “y así sucesivamente” no puede suspenderse, consiste la conciencia no temática de la actitud natural con respecto al mundo-uno; de esta forma el mundo-uno como correlato de la “tesis general de la actitud naturales” es “validez definitiva”. Si el mundo aparece en los mundos especiales como el objeto-uno en sus modos de aparecer “en perspectiva”, entonces se puede de allí concluir un carácter fundamental del mundo. El objeto-uno es lo temático en cada caso para la conciencia intencional, su horizonte, en cambio, el contexto de referencias de los modos de aparecer, forma el trasfondo no temático. En la consideración filosófica del mundo-uno se hace temático este trasfondo precisamente como tal, es decir, como contexto de referencias infinito. Con ello se presenta la infinitud de este contexto como rasgo fundamental del mundo. Esta infinitud consiste en que el referenciar no se interrumpe. ¿Pero entonces dónde se desarrolla el referenciar si el mundo mismo es el tema? Pueden considerarse sólo los muchos mundos especiales en los cuales aparece por igual el mundo-uno en perspectivas. En oposición a la fragmentación de la empresa de investigación objetivista, el tematizar el mundo-uno significa reflexionar acerca de que el contexto referencial entre los mundos especiales no puede interrumpirse. Con esta caracterización de la tematización del mundo parece que se evita la objetivación objetivista del mundo. El mundo-uno no se da directamente a la actitud filosófica, al “dirigirse directamente hacia”, como diría Husserl, como un algo idéntico autodonado, sino que en esta actitud sólo se hace consciente indirectamente gracias a que nos hacemos conscientes de la infinitud del contexto referencial entre los mundos especiales. Esta es la interpretación del concepto de mundo husserliano, que ha propuesto repetidamente Werner Marx y en favor de la cual se pueden de entrada aducir buenas razones (cf. sobretodo Marx 1987, 128 ss.). Dicha interpretación ofrece sobre todo la ventaja de que aclara cómo es posible la interpretación objetivista del mundo-uno. Para el investigador orientado objetivistamente “el mundo”, como Husserl lo ha observado, es el título para una infinidad de tareas: el investigador particular moderno tiene la

conciencia de que con la investigación, de acuerdo con la división del trabajo, de “su” mundo especial presta un “aporte” para la clarificación del todo —“el todo” entendido por él como totalidad de todos los objetos. La integridad de todos los aportes necesarios para la aclaración de esta totalidad es sólo una representación límite, un limes. Con esta representación límite anticipa el investigador la posibilidad de entrega de todos los aportes. Pero esta posibilidad está puesta en el infinito, es una marca, a la que se acerca sólo asintóticamente el proceso de investigación, sin poderla alcanzar nunca realmente. El “mundo todo” es sólo la designación para que este proceso de acercamiento infinito pueda ser representado ficticiamente como ya recorrido. Se trata pues de una pura “idea” en sentido husserliano, es decir de algo que no se deja verificar por intuición. En cuanto esta idea conduce al investigador en la elaboración de sus aportes, es para el proceso de investigación “regulativa” en el sentido de Kant. “Mundo” como una idea límite regulativa puesta en el infinito: esta representación no es realmente nada distinto de la objetivación precisamente de aquella conciencia de infinitud en la que, según la propuesta de Werner Marx, consiste la reflexión filosófica, no alienada objetivistamente, sobre el mundo-uno. Por tanto, la comprensión objetivista del mundo se hace posible en principio porque esta reflexión no objetivante no se aguanta su propia no objetividad, y en la extrapolación de su valor límite ideal, la “infinitud”, como que se coagula en una concepción objetivista. ¿Queda con esto dicha la última palabra sobre la genuina reflexión fenomenológica sobre el mundo? En la última consideración fue posible sin mayores complicaciones de pensamiento dar una versión objetiva a la reflexión sobre la infinitud del contexto referencial universalmente los mundos especiales, acudiendo a la idea límite “infinitud”. Esta circunstancia es traicionera. Muestra que sólo parecía como si con aquella reflexión se hubiera superado el objetivar el mundo. Lo que se quería decir con la reflexión sobre la infinitud del contexto referencial entre los mundos especiales, lo expresó de manera precisa la idea límite del mundo como objeto de un proceso de investigación infinito. Por ello no se puede ni siquiera formular aquello de lo que se trata en aquella reflexión, sin mirar al mismo tiempo de soslayo hacia la formación de esta idea límite. Y esto

significa: la caracterización de una reflexión no objetivista sobre el mundo-uno, como la ha intentado Marx desde el espíritu de Husserl, permanece, sin que se lo reconozca, prisionera de la comprensión objetivista del mundo. Dicha caracterización sólo niega el carácter objetivo de la representación de límite, que dirige la comprensión objetivista de mundo, pero como tal negación permanece dependiendo de esta comprensión del mundo y con ello también permanece vacía sin el recurso a dicha comprensión. ¿Cómo se puede caracterizar la reflexión no objetivista sobre el mundo-uno de modo que ésta no permanezca dependiendo más de la comprensión objetivista del mundo? Como objetivación la formación de la idea límite “mundo infinito” está motivada por el interés por la identidad objetiva. Según Husserl llegamos a la conciencia de objetos al aprehender el contenido de las formas de aparecer como algo, al “apercibir”. Cada apercepción es la objetivación de un contenido anterior al objeto, de una “Hyle” (materia). ¿Qué es lo que propiamente se objetiva aperceptivamente en la formación de la representación de límite “mundo infinito”? ¿Qué entra en general en consideración como “inundo preobjetivo”? La respuesta es: sólo el correlato de aquella relación natural con el mundo previa a la voluntad, que la epoché —de acuerdo con el tipo de epoché de la Skepsis— no produce, sino que deja libre. La infinitud de la representación de limite es un producto característico de la voluntad; pues en dicha representación sólo se objetiva el telos que está puesto en el infinito como finalidad de un esfuerzo que siempre se supera en la unión de la voluntad cíe investigación de todos los científicos particulares. Esta observación permite concluir que la infinitud es una determinación que sólo se le aplica al mundo gracias a un interés objetivista, interés por el objeto universal mundo, propio de la apercepción de su contenido, el cual le es dado antes de toda objetivación y de toda voluntad. ¿Quizá el mundo, al que se abre el hombre sin participación de su voluntad antes de todo tipo de interés por los mundos especiales, es finito? Esta pregunta hace regresar a la tesis fundamental de los griegos acerca del cosmos. La theoria desinteresada tenía, en su dejar aparecer desprevenidamente todo lo que aparece en su determinación, el carácter de la

intuición, del mirar sostenido por el admirar. A la intuición sólo puede dársele lo finito, pues a lo infinito en el sentido de lo “y así sucesivamente” interminable le falta la determinación, es decir, lo que el pensamiento griego llama peras, “límite”. Ya la cosmología griega objetivó el cosmos finito. Esta suerte cíe objetivación fue superada por la ciencia moderna. La finitud del mundo-uno, que debe ser pensada por la reflexión filosófica de acuerdo con la protofundación griega y, como se ha sugerido, también de acuerdo con su renovación fenomenológica, no se deja captar en su contenido al modo de los griegos. La pregunta por la nueva forma en que deba pensarse debe permanecer aquí abierta[15]. Baste ahora con señalar de pasada que precisamente aquí se llega al punto en el que el pensamiento de Husserl remite más allá en dirección a Heidegger[16]. Otro problema es más urgente en relación con las consideraciones presentes. El objetivismo es aquella actitud que hoy hace aparecer a la filosofía como superflua: si el “mundo todo” es investigado eficientemente en las ciencias particulares, parece que la reflexión tradicional, sobre este todo, llamada “filosofía” es una reduplicación innecesaria. La necesidad de filosofía no es ya algo obvio y tiene que ser primero de nuevo despertada. ¿Pero dónde puede hablársele de esto a la conciencia natural del presente, endurecida por el objetivismo? La respuesta sólo puede ser: allí donde ha conservado la memoria de que los hombres en última instancia no pueden asumir en división de ' trabajo su capacidad de dar razones responsablemente sobre su actuar. Tal división de trabajo no es posible porque todos los mundos especiales, también los mundos especiales de la investigación, están referidos unos con otros. En la conciencia de que este contexto referencial no puede ser recortado en alguna parte, es decir, que es infinito, se anuncia el presentimiento de un contexto referencial que engloba el mundo-uno. La idea límite de la infinitud, que necesita la investigación particularizada según la división del trabajo, se ofrece así por tanto como el punto de enlace para despertar una nueva necesidad de reflexión filosófica. Pero el camino de esta reflexión tiene precisamente que conducir del punto de enlace en la infinitud del contexto referencial a la visión de la finitud del mundo-uno.

¿Cómo se deja motivar la conciencia natural presente para emprender este camino? Ya al principio de estas consideraciones se había planteado para la antigua doxa la pregunta acerca de lo que la debería mover para entrar en un logon didonai, que con radicalidad platónica pasa por alto la justificación de la doxa misma, y en lugar de ello fomenta la conversación solitaria del alma consigo misma. La actitud natural necesita de la experiencia mediadora de la justificación mutua en el mundo-uno político que se constituye en dicho proceso para liberarse de la parcialidad de los intereses de los mundos especiales. Que la justificación de la doxa es posible puede ser entendido por todo hombre antes de la filosofía. Sobre este presupuesto descansa el reconocimiento actual mundial (aunque naturalmente con frecuencia sólo verbal) de la democracia inventada por los griegos como norma de vida pública en común. Con ello se reconoce de hecho la posibilidad de trascender la limitación de los mundos especiales en dirección al mundo-uno. Este reconocimiento se documenta en que hoy hay prácticamente un foro en el que las ciencias particulares salen de su particularidad y ponen sus relaciones en discusión: la política de investigación y ciencia del Estado democrático. Allí tienen las ciencias que justificar su empresa investigativa de los mundos especiales en la confrontación pública de las doxai razonables. Allí no se admite en principio el insistir no justificado en el interés desnudo de los mundos especiales (“en principio”: hablo de la pretensión normativa y no de la praxis que posiblemente obra en contra). Al trascender los intereses de los mundos particulares y de la particularidad se juega ya con la posibilidad de que el contexto referencial entre los mundos particulares entre en escena. De esta forma precisamente hoy de nuevo se presenta lo que Platón y, en su seguimiento, Husserl ignoraron con respecto a la experiencia del hombre con lo “común” de un mundo político de doxa razonable, a saber: que dicha experiencia es la mediación entre la actitud natural y la actitud filosófica. Como rasgo fundamental de la deliberación orientada a la decisión en la que se encuentran las doxai justificadas se había constatado ya su finitud: el horizonte temporal limitado del actuar humano hace de cada dokei moi político razonable una visión particular. Y sin embargo se encuentran estas visiones en el mundo-uno político que se abre gracias a ellas. En la finitud de

estas visiones entra en escena la finitud del mismo mundo-uno político. El mundo-uno del que trata propiamente la reflexión filosófica nos es familiar en su finitud antes de toda voluntad a través de los intereses de todos los mundos especiales. El camino de la reflexión sobre esta finitud puede pasar por la experiencia de la finitud del mundo político.

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LA ÉTICA FENOMENOLÓGICA Guillermo Hoyos Vásquez[*]

Introducción Entre el 2 y el 7 de septiembre de 1934 tuvo lugar en Praga el VIII Congreso Internacional de Filosofía, para el cual se invitó a importantes filósofos, que no podían participar personalmente, a que escribieran sobre “la tarea actual de la filosofía”. Husserl expuso su pensamiento en una carta al presidente del Congreso, seguida por una ponencia, que le serviría un año más tarde como base para su Conferencia de Viena sobre “La filosofía en la crisis de la humanidad europea”[1]. Esto nos permite pensar que lo que Husserl propone acerca de la función de la filosofía en 1934 coincide con sus tesis ya conocidas en torno al proceso de positivización de las ciencias en relación con la crisis de la cultura, que ha conducido al ocultamiento del mundo de la vida y al olvido de la subjetividad[2]. “Filosofía —escribe Husserl—, es el órgano de una nueva forma de existencia histórica de la humanidad, de un modo de ser desde el espíritu de la autonomía es la de la autorresponsabilidad científica. La forma originaria de las culturas que proceden de este espíritu son las ciencias, a su vez miembros dependientes de una ciencia plena y toda, la filosofía. La autorresponsabilidad filosófica se realiza necesariamente en la comunidad de los que filosofan. Considerándolo en principio, la comunidad filosófica y la filosofía son el protofenómeno y al mismo tiempo la fuerza operante en continua vida, la cual partiendo de la mera internacionalidad por la fuerza, ha creado y cultiva una totalmente nueva internacionalidad, a saber una unión mediante el espíritu de la autonomía” (HUA XXVII, 240). Este texto de 1934 no es muy diferente a otro, escrito bastante al principio de su carrera, en Filosofía como ciencia estricta (1911): allí Husserl se refiere polémicamente a la diferencia entre cosmovisión y filosofía rigurosa, y en

dicha diferencia ve puesto en juego no solo el destino de las personas, “sino de la humanidad y de la historia”, lo cual tiene que ver con el desarrollo de la cultura y con “la posibilidad de una realización continuamente progresiva de la idea de eternidad de la humanidad —no del hombre individuo—”; el peligro consiste en que las cosmovisiones dominen la cultura y lleven a la desaparición de la filosofía misma. “Esta es una cuestión práctica. Pues nuestras influencias históricas, y por lo mismo nuestras responsabilidades éticas, se extienden hasta las más remotas lejanías del ideal ético, hasta las que señala la idea de desarrollo de la humanidad”. (Husserl 1981, 100). Estos dos textos nos servirán de guía para tematizar los siguientes aspectos de la ética fenomenológica: 1) En la primera etapa de su reflexión ética se ocupa Husserl de la refutación del escepticismo, que se manifestaba entonces sobre todo como psicologismo, pero también en la forma de cosmovisiones, alternativas a la auténtica filosofía. La respuesta al escepticismo consiste en reconocer ante todo su verdad, también en ética, al reivindicar el sentido de los sentimientos morales, para mostrar luego sistemáticamente las posibilidades de un desarrollo objetivo de la ética: se trata de una teoría formal de los valores, muy cercana a los planteamientos de Max Scheler, presente sobre todo en las lecciones de ética de Husserl hasta 1920; 2) En una segunda etapa se da una transición, muy relacionada con el final de la Primera Guerra Mundial, que consiste en comparar críticamente la actualidad sin sentido con la pretendida racionalidad de una cultura filosófica en búsqueda de la motivación que pueda llevar al principio de responsabilidad como condición de posibilidad de una renovación de la vida individual y de una cultura en general desde un planteamiento teleológico de la intencionalidad y de la historia (Hoyos Vásquez, 1975). Esta idea se desarrolla sobre todo en los artículos para la revista japonesa The Kaizo (1923-1924), marcados por la distinción, entonces muy significativa para Husserl, entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu; 3) En esta dirección desarrollará Husserl en sus últimos escritos una concepción práctica de la fenomenología en el sentido de ser una reflexión que conforma un ethos, el cual constituye una comunidad, la de los “funcionarios de la humanidad”, que viven del espíritu de autonomía e independencia que es la filosofía, cuya tarea no se agota en un grupo de personas, en una cultura

determinada, sino que es infinita, es decir, nunca termina. En una novedosa concepción de la temporalidad señala Husserl cómo la ética, en cuanto autorresponsabilidad del sujeto, constituye la fenomenología en una filosofía del presente desde una tradición fundadora, y en el horizonte de una tarea infinita por realizar en cada momento histórico. Esta es la idea desarrollada en la Crisis, (HUA VI, Husserl 1991) obra en la que gana toda su significación la problemática del mundo de la vida (Lebenswelt). 4) A partir de las reflexiones sobre el mundo de la vida se puede caracterizar la ética fenomenológica como un nuevo esfuerzo por redefinir las relaciones entre teoría y praxis, lo que lleva a la fenomenología a acortar las relaciones entre filosofía trascendental y psicología. El acercamiento de estos dos niveles nos obliga, en la conclusión, a pensar en el contexto de la ética contemporánea la tensión entre subjetividad y mundo de la vida. Al pensar en este desarrollo surge la pregunta que más nos interesa en este estudio: ¿qué motiva al fenomenólogo a pasar del análisis intencional sistemático de los diversos modos de darse el fenómeno moral, los valores, y de la clarificación intencional de las múltiples posibilidades de la voluntad, a centrar su atención en el sujeto mismo de la acción moral, en la incidencia de su acción en una cultura y en una sociedad concreta, y más allá en el rumbo mismo de la historia de la humanidad? En este radical sentido de la ética como espíritu crítico y emancipador de la filosofía, es decir, en este sentido específico de intencionalidad práctica (no solo teórica o epistemológica) cree Husserl estar interpretando la esencia misma de la cultura filosófica desde su fundación. Para nosotros es importante señalar cómo desde una perspectiva distinta a la del mismo Kant, coincide con él, al destacar la primacía del sentido de la práctica con respecto a la teoría y esto referido a situaciones concretas de la historia humana. Clarificar los motivos y la significación actual de esta concepción fundamental de la ética en la fenomenología husserliana es el objetivo de este trabajo.

1 EL ESCEPTICISMO Y LOS SENTIMIENTOS MORALES

Para Husserl es claro que la filosofía cuenta con la posibilidad de derrotar el escepticismo en sus diversas formas: en sus primeros años el fundador de la fenomenología la emprende contra el escepticismo en la forma de psicologismo, como amenaza de todo conocimiento con pretensiones de verdad. Esto se logra de manera ejemplar en las Investigaciones lógicas (1900) y en las lecciones sobre ética, a las cuales nos referimos aquí. Pero también ya en esa época combate el escepticismo como opuesto a la filosofía y a la cultura. En efecto, lo que afirma en 1911 en Filosofía como ciencia estricta con respecto a las cosmovisiones, ya lo ha dicho en el mismo texto en relación con el naturalismo en psicología y al positivismo científico: en su unilateralidad bloquean todo esfuerzo de comprensión y de crítica por parte de la filosofía, y la van desplazando culturalmente, como si se tratara de uno de tantos metarrelatos en boga. En los años 30 el diagnóstico que hace para el Congreso de Praga es todavía más enfático: se trata de lo “trágico de la ciencia positiva”, de su “dispersión en especializaciones y de su expertocracia”. “El tecnificarse y el especializarse de la ciencia —si falta un movimiento en contra hacia la clarificación de sentido hasta lo más profundo y englobante, el universo filosófico, —es decadencia. Los especialista se convierten, si mucho, en ingenieros geniales de una técnica espiritual, la cual puede posibilitar en alguno de los campos del quehacer en el mundo, por ejemplo en la práctica económica, una ‘técnica’ extraordinariamente útil en el sentido popular de la palabra. Ingenieros no son filósofos, no son en el sentido estricto científicos, a no ser que se deforme el concepto de ciencia en el sentido moderno. Su genialidad[3] permanece por tanto siendo genialidad y la admiración de que gozan descansa en lo que logran, no en lo que no logran, así muchas veces lo pretenda” (HUA XXVII, 209). Quienes están familiarizados con los escritos de Husserl en torno a la Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental y a Lógica formal y trascendental saben que este tipo de críticas a la ciencia positiva constituyen precisamente el punto de partida de su última reflexión acerca de la función de la filosofía en la modernidad. El escepticismo en su forma más fundamental, como desconfianza con respecto a todo lo racional (HUSSERL 1981, 1959-160) y ante todo con respecto a la filosofía misma, termina por ser el objeto de la crítica, la cual a

su vez motivará el sentido radical del compromiso ético de la fenomenología: “Al agradecer —así inicia su ponencia— al comité del VIII Congreso Internacional de Filosofía su honrosa invitación para expresarme acerca de la tarea actual de la filosofía, tengo que estar preparado para afrontar una skepsis, que se dirige de entrada contra la misma pregunta, a saber, que aparentemente no corresponde a nada. ¿La filosofía del presente? ¿Es una unidad, que —como sucede con las ciencias positivas— reúna a todos sus investigadores, una unidad gracias a una finalidad, en cuya realización en progreso infinito colaboren todos los investigadores? ¿Hay en la filosofía un método unitario, un sistema creciente de doctrinas que unifique todas las teorías, están todos los investigadores en la unidad de una motivación, de la cual surja una problemática idéntica?” (HUA XXVII, 184) Con esto queda indicado que el sentido de la reflexión ética husserliana no se agota solo en los logros de su temprana refutación del escepticismo en sus lecciones sobre ética y doctrina del valor entre 1908 y 1914 (HUA XXVIII, 184) y todavía en 1920 (ROTH 1960; SAN MARTÍN 1992). Allí se desarrolla esta crítica al escepticismo en estricta analogía con la refutación del psicologismo (como escepticismo) en la lógica, como se hace por ejemplo en las Investigaciones lógicas (HUA XXVIII, 360). Es importante resaltar que este paralelismo entre lógica y ética no es meramente una estrategia argumentativa contra el psicologismo en ambas disciplinas, sino sobre todo la consecuencia de un principio fundamental de la fenomenología: el volver a las cosas mismas solo es posible a partir de ‘su darse’ en la vida de conciencia, es decir, en el flujo vivencial intencional. Es por consiguiente a partir de este su darse los fenómenos, tanto los relacionados con el sentido objetivo como con el valorativo de los objetos del mundo, como debe iniciarse la investigación que nos conduzca a defender ‘la objetividad’ en la que se basan tanto los juicios de verdad como los de valor. El punto de partida de la skepsis como antifilosofía y como exigencia de filosofía es el mismo: el darse y los modos de darse los fenómenos en la vida de conciencia, en la perspectividad de lo subjetivo-relativo, como opinión (doxa). Para la fenomenología, en este darse y en esta perspectividad se manifiestan al mismo tiempo formas y estructuras que pueden ser intuidas categorial o valorativamente, según el caso.

En la discusión contemporánea acerca del conocimiento de lo moral y de las condiciones para la acción juega un papel cada vez más importante el tema de los sentimientos morales, como lo ha mostrado el ya clásico trabajo de P. F. Strawson de 1962, “Freedom and Resentment” (Libertad y resentimiento). Allí propone Strawson, ante la imposibilidad de resolver la clásica antinomia kantiana entre determinismo y libertad absoluta, respetando una discusión que lleva ya más de dos siglos y seguramente seguirá sin ser resuelta definitivamente, buscar otro camino que nos permita hablar con sentido de libertad, sin tener que resolver antes los presupuestos del pesimista que solo cree que se puede hablar de libertad, imputabilidad y moral, si la tesis del determinismo es falsa, y del optimista que opina que sí es posible dicho discurso así dicha tesis fuera verdadera. Strawson cambia de escenario: suceda lo que suceda en una discusión especulativa sobre libertad o determinismo, parece todavía posible hablar más modestamente de libertad en situaciones concretas del mundo de la vida. Por ello pienso que la intención de Strawson no es fundamentar la moral en sentimientos, sino comprender, en clara actitud fenomenológica, en qué situaciones, en qué tipo de experiencias se me da el fenómeno moral. En este sentido han comprendido a Strawson tanto Jürgen Habermas como Ernst Tugendhat. Casi al terminar el trabajo al que nos estamos refiriendo, anota Strawson que “es una lástima que hablar de sentimientos morales haya caído en desgracia” (p. 24)[4]. Pienso que esto ha cambiado precisamente por influjo de la fenomenología, en especial por la tematización del mundo de la vida, en la que bien pudiera inscribirse este trabajo de Strawson, del cual Habermas afirma que se trata de una “fenomenología lingüística de la conciencia ética”. Al analizar los sentimientos morales como se presentan en la vida ordinaria, se cae en lugares comunes, pero esto, como enfatiza Strawson, tiene sus ventajas: “El objeto de estos lugares comunes es tratar de mantener frente a nuestras mentes algo que fácilmente se olvida cuando estamos comprometidos en filosofía, especialmente en nuestro frío y contemporáneo estilo, a saber, lo que significa estar realmente envuelto en relaciones interpersonales ordinarias, ya sea desde las más íntimas, hasta las más casuales” (p. 6).

Strawson elige tres sentimientos que, como se verá, adquieren significación especial con respecto a la conciencia moral. Comienza no casualmente por el “resentimiento” como mi sentimiento al ser ofendido por otro, cuando al mismo tiempo considero que él efectivamente estaba en sus cabales. Porque puede suceder que yo tenga que afirmar de quien me injuria, que no se dio cuenta o que no era su intención hacerlo; así como también puedo suspender mi actitud resentida frente al otro cuando las circunstancias me llevan a concluir que en esa acción no podía controlarse, que en cierta manera no era dueño de sí, ‘no era él’; algo semejante podríamos decir cuando la acción que me ofende proviene de un niño o de quien padece alguna enfermedad que le impida ser responsable de lo que hace. Independientemente de todos los matices que pudieran discutirse en psicología acerca de estos fenómenos, interesa destacar el contraste entre “la actitud (o gama de actitudes), de estar envuelto o participar en una relación humana, y lo que debería llamarse la actitud objetiva (o gama de actitudes) hacia otro ser humano… Adoptar la actitud objetiva hacia otro ser humano es verlo, tal vez, como un objeto de política social, como un sujeto al que, en el amplio sentido del término, debería someterse a tratamiento… La actitud objetiva podría ser emocionalmente matizada de muchas maneras pero no de todas (…): no puede incluir el rango de sentimientos de reacción y actitudes que pertenecen al compromiso y la participación con otros en relaciones humanas inter-personales; no puede incluir resentimiento, gratitud, perdón, angustia, o la clase de amor que algunas veces dos adultos dicen sentir recíprocamente el uno por el otro. Si su actitud hacia alguien es completamente objetiva, entonces aunque usted pudiera pelear con él, usted no podría reñir con él, y aunque pudiera hablar con él, inclusive negociar, usted no podría razonar con él. Usted puede a lo sumo pretender que riñe o que razona con él” (p. 9). Por esto no tenemos resentimiento con objetos, ya que se trata de un sentimiento que devela una interrelación originaria en la que nos encontramos en el mundo de la vida, la cual es violada por la injuria de aquel con quien nos resentimos porque consideramos que él es consciente de haber querido romper ese vínculo humano.

Un segundo sentimiento destacado por Strawson es el de “indignación”. La sentimos usted y yo cuando nos damos cuenta que un tercero injuria a otro tercero como si lo hubiera hecho con usted o conmigo. Lo interesante en este sentimiento es que ‘la materia’ de la ofensa es considerada independientemente de que tuviera que ver con nosotros mismos; en este escenario somos espectadores, pero no de algo objetivo, sino de algo intersubjetivo, y la indignación nos descubre una especie de implícito de solidaridad humana. La actitud de quien se indigna no es la misma de quien se resiente, ya que para indignarse se ha cambiado de la posición del participante a la del observador, no de realidades naturales, sino de comportamientos sociales. Si cambiamos de nuevo de actitud hacia la participación personal en el mundo social, podemos tematizar un tercer sentimiento, el de “culpa”, en el cual nos avergonzamos de la ofensa que provocamos a otro. Ahora somos nosotros los agentes, no los pacientes ni los observadores, de acciones que lesionan a otros en un contexto de obligaciones y derechos recíprocos. Este análisis fenomenológico de los sentimientos morales permite resaltar algunos aspectos: ante todo el que se trate de sentimientos en situaciones concretas que nos descubren en su forma negativa una especie de trasfondo lesionado, un a priori de las relaciones humanas en el mundo de la vida cotidiana; cuando analizamos lo que nos manifiestan estos sentimientos en la situación de compromiso de los actores, nos encontramos con una dimensión interpersonal que determina el sentido mismo de nuestro comportamiento; podemos hablar, a partir de lo que nos dan los sentimientos, de una ‘intuición valorativa’, análoga a la ‘intuición categorial’ a la que acude Husserl para constituir conceptos y juicios a partir de vivencias intencionales en las que se dan en experiencia interna las modalidades del conocimiento de objetos. Los sentimientos analizados y sus contrapartidas positivas —el agradecimiento, el perdón, el reconocimiento, la solidaridad, etc.— constituyen una especie de sistema de relaciones interpersonales. La hipertrofia de alguno de ellos puede llevar a verdaderas distorsiones. Quien solo se resiente, sin reconocer culpas, ni comprometerse críticamente, termina en su narcisismo por aislarse como resentido social. Quien solo censura puede llegar a ser un amargado social y quien siempre busca al culpable en su

acción o en la de los demás termina por no poder salir de su complejo de culpa o no podrá despojarse de su aureola de santidad. Al asumir Habermas (1983, 60) esta fenomenología de los sentimientos morales, destaca sobre todo los siguientes puntos: estos sentimientos sólo se dan gracias a la actitud performativa de participantes en las acciones sociales. Naturalmente a Habermas le interesa acentuar el origen y la 'vocación' comunicativa de los sentimientos, como punto de partida para su propuesta de una ética discursiva; señala además que estos sentimientos a la vez que son personales, vivencias intencionales diría el fenomenólogo, son transpersonales, en el sentido de que quien; los vivencia advierte a la vez que cualquier otro en las mismas circunstancias vivenciaría los mismos sentimientos de resentimiento, indignación y culpa: son sentimientos generalizables; lo cual se logrará mediante la comunicación. Finalmente resalta el que estos sentimientos no se pueden justificar ni modificar apelando a paradigmas objetivos como los de compensaciones con base en políticas sociales. Los argumentos morales no están hechos de realidades objetivas, sino de razones y motivos del ámbito psicológico-social. Hasta aquí lo destacado por Habermas ya estaba en el análisis de Strawson. Interesante es la manera como utiliza este punto de partida fenomenológico para hacer su propuesta de argumentación moral discursiva: “Es claro que los sentimientos tienen una significación para la justificación moral de formas de acción, semejante a la que tienen las percepciones para la explicación teórica de hechos” (Habermas 1983, 60). Los sentimientos morales son base empírica psicológica para una especie de proceso de ‘inducción’ en el que sea posible pasar de experiencias, vivencias, en las que se nos dan hechos morales, a leyes y normas éticas en las que podamos expresar principios de acción. Habermas se acerca atrevidamente a Kant y descubre en el imperativo categórico una estructura semejante, un puente o transformador moral, en el cual se parte de experiencias conformadas por sentimientos, las máximas como principio subjetivo, para llegar gracias a la voluntad libre a leyes universales. La reformulación comunicativa del principio de universalización de la moral es bien conocida: “En lugar de proponer a todos los demás una máxima como válida y que quiero que sea ley general, tengo que presentarles a todos los demás mi máxima con el

objeto de que comprueben discursivamente su pretensión de universalidad. El peso se traslada de aquello que cada uno puede querer sin contradicción como ley general, a lo que todos de común acuerdo quieren reconocer como norma universal” (McCarthy en Habermas 1983, 77). Este no es el lugar para desarrollar la ética discursiva. Sólo se pretendía destacar el uso que hace Habermas de la figura de los sentimientos morales como punto de partida de la argumentación moral. El principio puente que Habermas instala comunicativamente es un reconocimiento de que sin bases en los sentimientos morales no es posible argumentar en moral. Este es el punto donde la herencia fenomenológica de la teoría de la acción comunicativa, sus raíces en el mundo de la vida son novedosamente fecundas: el mundo objetivo es contextualizado y descentrado gracias a que en las experiencias morales se me da fenomenológicamente un mundo social y un mundo subjetivo. El principio-puente, esa especie de juicio reflexionante que en la fenomenología se llama intuición valorativa en analogía con la intuición categorial, cuya fortaleza es la de una psicología no objetivista, es reforzado por Habermas gracias a lo específico del mundo social presente en la comunicación, en cuanto reconocimiento del otro como interlocutor válido. Dentro de su concepto amplio de filosofía como el arte de hacer clarificaciones conceptuales de lo empírico que se nos da en la experiencia cotidiana, también Ernesto Tugendhat (1990; 1993, 20-22) acude a la base fenomenológica de los sentimientos morales expuestos por Strawson. Gracias a ellos adquiero conciencia de exigencias mutuas en las que se basan la reglas prácticas, que pretendo poder justificar dando razones acerca de lo que ponen de manifiesto mis sentimientos morales. Por ello se puede entender por moral la capacidad y disposición de aclarar un rasgo de la conciencia humana en relación con la manera como nos entendemos como hombres, y consecuentemente estamos dispuestos a formular juicios que implican aprobación o desaprobación de ciertas acciones y actitudes con base en los sentimientos morales de resentimiento, indignación y culpa. Así mismo, si entendemos con J. Rawls (1972, § 66) como bueno en el sentido moral, referido tanto a las personas como a grupos sociales, el modo de comportarse, que preferimos esté vigente entre unos y otros, sin tener en cuenta ninguna función específica ni preferencia alguna, entonces los

sentimientos morales serían como una especie de indicador de dicha situación en general y en cada caso de moralidad. Por esto puede afirmar el mismo Rawls a renglón seguido que: “Puesto que han sido elegidos los principios de justicia y asumimos su estricto cumplimiento, cada uno sabe que en la sociedad va a querer que los otros tengan los sentimientos morales que sustenten su adhesión a estos estandares” (p. 437). Para Tugendhat por tanto, lo mismo que para Habermas (y en cierta manera también para Rawls), se parte de sentimientos para justificar las normas morales. Pienso que la diferencia está en que para Tugendhat los sentimientos me hacen caer en cuenta de normas que de hecho están vigentes en la sociedad; el aceptarlas como tales depende de la posibilidad que tenga de justificarlas. Naturalmente hay diversas formas de justificación: alguien puede justificar las normas acudiendo a las tradiciones culturales o a la autoridad de otros o a creencias con las que se identifica. Pero en algún momento puede ser necesario acudir a tipos de justificación que sean válidos para todos, lo cual nos permite una caracterización más estricta de moral como el sistema de aquellas normas que son igualmente justificables para todos. La pregunta naturalmente es qué se entiende aquí por justificable y sobre todo con base en qué se justifica. Tugendhat parece querer aceptar que lo único que se justifica son los intereses de cada quien de vivir en determinada sociedad. Pienso personalmente que es posible avanzar algo más en esta dirección. Si los sentimientos nos hacen caer en cuenta de normas que deben ser igualmente justificables para todos, ¿entonces la indignación, el resentimiento y la culpa llegan hasta donde llega el sentimiento al no cumplirse con unas reglas que garantizan la convivencia y la cooperación social? Si no se trata de una sanción meramente externa, social, ¿entonces no se debe la sanción interna, motivada por el sentimiento, a que allí se está descubriendo cierta esperanza normativa con respecto a formas de sociedad mejores, más solidarias, más equitativas, más humanas? La pretendida universalidad de los derechos humanos estaría prefigurada en esta pretensión de lo igualmente justificable para todos. Así quedaría claro el significado de los sentimientos morales para las dos estrategias de argumentación. Mientras para Habermas los sentimientos son puntos de partida que me permiten llegar al reconocimiento de normas

generales con base en el posible consenso de los participantes; Tugendhat no cree que sea posible ni necesario dicho sentido fuerte de consenso, muy cercano a pretensiones de fundamentación cuasitrascendentales; piensa entonces que con base en los sentimientos morales soy consciente de que las normas que presuntamente son violadas por las acciones correspondientes son normas porque son igualmente justificables para los asociados, como las que mejor se acomodan a los intereses de ellos mismos. Esto significa que renuncio definitivamente a toda pretensión de fundamentación y más modestamente reconozco que en asuntos de moral la justificación es suficiente. Volvemos ahora a Husserl, cuya fenomenología de la moral ayuda sin duda a profundizar el sentido de estas propuestas contemporáneas, al mostrar cómo los sentimientos morales como punto de partida del discurso ético no sólo no son una caída en el relativismo propio de todo escepticismo, sino que permiten superarlo al reconocer su verdad. En la argumentación del fenomenólogo contra el psicologismo como la forma más perniciosa del escepticismo, tanto en lógica como en moral, ocupa un lugar importante la refutación del tratamiento dado al problema por Kant y el racionalismo (HUA XXVIII, 402-418) por un lado, y por otro por el empirismo, en especial por Hume y por sus sucesores utilitaristas (HUA XXVIII, 384-402). Como lo destaca el editor de las Lecciones de ética (HUA XXVIII, Introd.), en ellas el fundador de la fenomenología sigue el mismo camino que su maestro Franz Brentano (1952) en sus lecciones sobre filosofía práctica: se detecta allí, ante todo, una gran cercanía a Aristóteles en la definición de la ética como ciencia práctica de los fines superiores últimos y en el tratamiento de la pregunta acerca del conocimiento de los fines correctos. Se trata de aclarar cómo es posible una consideración de los sentimientos en el proceso de fundamentación de la ética, sin que ello implique caer en el relativismo y en el escepticismo ético. Ciertamente la ética trata de sentimientos mora., les, pero no se expresa en sentimientos sino en juicios (HUA XXVIII, 390-1). Precisamente Kant, para obviar todo empirismo en moral, determina el último significado y validez de la moral en la formalidad de los principios, rechazando toda participación de la sensibilidad y de la experiencia en el proceso de conocimiento y de

motivación de las acciones morales. En el otro extremo, el empirismo reconoce Joda la fuerza moral precisamente a los sentimientos. Los principios que de ellos pudieran concluirse no superan el nivel de generalidad y verdad que pudieran dar la inducción o el hábito. Husserl argumentará contra ambas posiciones, unilaterales cada una de ellas en su extremo, enfatizando que el empirismo tiene razón en iniciar su análisis por los sentimientos, es decir por las vivencias en las que se nos da el fenómeno moral, pero que es necesario hacer un análisis intencional de dichas vivencias para llegar a las intuiciones valorativas y no simplemente malinterpretarlas como sí se tratara de datos naturales de la experiencia interna. Como para la lógica (HUA XVII, § 100), también para la moral vale afirmar que los empiristas descubrieron la intencionalidad en sus análisis de la experiencia interna, pero fueron ciegos para reconocer en ella el lugar de las formas y de la génesis no naturalista, sino trascendental de los conceptos y juicios. En este sentido Kant sí interpreta bien el sentir de los mismos empiristas, al caracterizar su análisis como una especie de fisiología naturalista del entendimiento humano. Para Husserl ni Kant (en la deducción trascendental de la primera edición) ni los empiristas fueron capaces de desarrollar el descubrimiento de la intencionalidad de la conciencia, para descubrir en ella formas, sentidos y estructuras, por permanecer víctimas del prejuicio psicologista de sólo ver en la experiencia interna datos ‘naturales’. Es el análisis intencional de las vivencias, en las que se nos dan en su originariedad los fenómenos morales como conciencia de situaciones discernibles desde ‘el punto de vista moral’, el que permite a Husserl distinguir, clasificar y sistematizar todos aquellos actos que conformarían una ‘fenomenología de lo moral’. En este aspecto más analítico que trascendental de la ética fenomenológica puede ciertamente aceptarse que Husserl es superado por Max Scheler (Gomá en: Camps 1989 III, 296-326; Maliandi en: Camps 1992, 73-103). Pero, como ya se insinuaba más arriba, el punto crucial de la ética husserliana, el que precisamente más nos interesa hoy, se ubica en el tránsito del análisis intencional de los valores a la intencionalidad como responsabilidad (Hoyos 1975) y de aquí a la ética como responsabilidad histórica y cultural tanto individual como socialmente. Ya las lecciones de ética del año 1914 concluían con una cuarta parte dedicada a la

‘práctica formal’, cuyo último parágrafo se refería a “La objetividad de las posibilidades prácticas y su relatividad con respecto al sujeto” (HUA XXVIII, 144-ss.). Allí se tematiza ya el asunto de la moral en relación con el sujeto de la acción moral y se rompe en cierta forma la analogía del análisis intencional de lo moral con el de lo lógico: “…nada se exige a priori objetivamente de un sujeto, que fuera inalcanzable para él. Lo que alguien no puede, tampoco debe hacerlo. El propósito, que tiene el predicado del deber, tiene así un predicado más rico que el de la conveniencia. Y ahora vemos pues que ya con esta ampliación la subjetividad juega un papel, que no tiene ninguna analogía en el campo del juicio y de la verdad” (HUA XXVIII, 149). ¿Qué significa para la ética esta ‘ampliación’ , gracias a la cual se descubre la nueva función de la subjetividad? ¿Qué motiva el cambio de perspectiva en la reflexión ética: de un análisis fenomenológico de los valores a una reflexión sobre el sujeto que valora y actúa?

2. Ética como renovación personal y cultural Aunque parece obvio que las situaciones concretas históricas y sociales tienen que influir en el sentido de la reflexión filosófica, queremos detenernos en esto para comprender cómo la reflexión ética en la fenomenología va evolucionando hasta poderse convertir en una ‘filosofía del presente’, como lo reclama Husserl al final de su vida. Viniendo de una tematización de los sentimientos morales, es importante tener en cuenta que para Husserl la motivación moral última, la que compromete el sentido de autorresponsabilidad radical, forma parte de esta fenomenología de lo moral, ya que se inscribe en un sentido muy específico de cultura, ante el cual el filósofo no puede permanecer indiferente, sino que tiene que autocomprenderse como “funcionario de la humanidad” (Hoyos 1980). Ciertamente hay una coyuntura histórica determinante en el cambio de sentido de la ética fenomenológica a partir de los años 20. Hay que destacar que durante la Gran Guerra, Husserl pronunció ante los soldados que regresaban del campo de batalla sus famosas tres lecciones acerca del “Ideal

de hombre de Fichte”, de las cuales la segunda se intitulaba: “El orden ético del mundo como principio creador del mundo”(HUA XXV, 267 ss.). Punto de partida de las Lecciones es su diagnóstico con respecto al olvido de la tradición filosófica por causa del positivismo científico: “El dominio de esta filosofía (la del idealismo) sobre los espíritus fue reemplazada por el dominio de las nuevas ciencias exactas y de la cultura técnica determinada por ellas” (HUA XXV, 268). Este desplazamiento de la filosofía por las ciencias hace exclamar a Husserl: “¡Qué inoportuna es la farisaica autojustificación de las ciencias exactas, qué injustos los juicios despreciativos acerca de la filosofía por parte de quienes han sido educados en las ciencias rigurosas de nuestro tiempo!” (Ibid., 270). Por ello la guerra misma puede ser “un tiempo de renovación de todas las fuentes ideales de fortaleza, que ya desde antes fluían en el mismo pueblo y desde lo más profundo de su espíritu, conservando toda su fuerza salvadora” (Ibid., 268). Lo característico de esta fuerza de la filosofía es que determina el sentido de la vida “y puede ser, definitiva para los fines superiores de la vida personal, y debe serlo” (Ibid., 271). Esta teleología propia de la filosofía e intrínseca de la subjetividad “sólo puede ser el fin ético superior” (Ibid., 275). Se trata por tanto de una filosofía en el sentido de una metafísica que transforma éticamente la humanidad, al mostrarle a la persona “que, al obrar es libre, a saber ciudadano libre en una sociedad destinada a la libertad” (Ibid., 279). Aunque Husserl al final de sus lecciones se inclina algo a cierta “retórica bélica”, que él mismo criticará al terminar la guerra, se mantiene sin embargo en una posición moral universalista, como escribe a Román Ingarden en 1917: “lo ético como tal es una forma transpersonal (por tanto también transnacional) como la misma lógica”, así “los presupuestos materiales de nuestras posiciones ético-políticas evidentemente sean muy diferentes” (Ibid. , Introd., XXXI). Ya al terminar la guerra el motivo ético se radicaliza todavía más como crítica a la cultura en general en sus diversas manifestaciones, inclusive en términos insólitos en Husserl: “Comprendimos —escribe a Arnold Metzger — esta actitud radical, que está totalmente decidida a no mirar ni llevar la vida como un negocio…, actitud que es enemiga mortal de todo ‘capitalismo’, de toda acumulación sin sentido de haberes y correlativamente

de todas las depreciaciones egoístas de la persona…” (Ibid., Introd., XXX). La evaluación que hace de la guerra no podría ser más negativa: “Lo que ha puesto al descubierto la guerra es la indescriptible miseria, no sólo moral y religiosa, sino filosófica de la humanidad” (HUA XXVII, Introd., XII). Esto transforma todos los valores: “Todo, ciencia, arte y cuanto siempre ha podido ser considerado como bien espiritual absoluto, se convierte en objeto de apologética nacionalista, de mercado y de mercancía nacionalista, de instrumento de poder” (HUA XXVIII, 122). Los efectos ideológicos de esta transmutación de valores son patentes: “La fraseología y la argumentación política, nacionalista y social tienen tanto y más poder que la argumentación de la más humanitaria de las sabidurías” (HUA XXVII, 117). A esta crítica corresponde por otro lado el entusiasmo que percibe Husserl en los jóvenes, que al regresar de la guerra llenan las clases de filosofía, profundamente desconfiados de la “retórica bélica” y de la manipulación propagandística de “ideales filosóficos, religiosos y nacionales”, ahora en búsqueda de un trabajo académico autónomo, crítico frente a lo tradicional, inspirado por ideales fuertemente fundamentados en un saber auténtico (Ibid., 94). Con esta observación, como signo de los tiempos, pensaba comenzar Husserl sus artículos para la Revista Japonesa The Kaizo. Pero prefiere hacerlo desde la otra cara de la moneda, destacando el sentido trágico de la situación: “Renovación es el clamor generalizado en nuestra actualidad lamentable y lo es en el ámbito general de la cultura europea. La guerra, que la ha desolado desde el año 1314 y que desde 1918 sólo ha cambiado los medios de coacción militar por ‘los más refinados’ de las torturas espirituales y de las necesidades económicas moralmente depravantes, ha develado la falsedad interior, la falta de sentido de esta cultura. Y precisamente esta develación significa la interrupción de su impulso motriz” (HUA XXVII, 3). No es por tanto el sólo hecho histórico el que motiva la reflexión filosófica sobre una situación determinada. Es su interpretación cultural: como cansancio de una cultura, como su mentira, su falta de sentido. ¿Cuáles son las competencias con las que cuenta la filosofía, no sólo para hacer el diagnóstico de la crisis de una cultura, sino sobretodo para buscar sus soluciones? Las investigaciones sobre los manuscritos de Husserl han

permitido reconstruir (San Martín 1992) cómo en las lecciones de ética de 1920 ya Husserl se interesa por la diferencia entre naturaleza y espíritu y por tanto entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, una temática tratada expresamente en el segundo tomo de las Ideas (HUA IV). La distinción entre ambas regiones del mundo de la vida permite caracterizar de manera rigurosa, en oposición al principio de causalidad, el sentido profundo de motivación en el ámbito de lo social. Esta categoría compleja de la motivación es la clave para el reino universal de los fines, que no es otro que el mundo de la vida, en el que se nos da la subjetividad en actividad comunitaria. Los valores positivos se van determinando a partir de la autoconciencia, en la que se manifiestan las posibilidades infinitas del ser humano no sólo como individuo, sino como miembro de una cultura, dado que en ella se objetiva la unidad de la vida activa, de la cual la humanidad de una época y de una nación es como una especie de sujeto. “Por cultura no comprendemos otra cosa que el conjunto de producciones que tienen lugar en las actividades continuas de los hombres colectivizados y que tienen su existencia espiritual permanente en la unidad de la conciencia de la comunidad y que su tradición sigue conservando. Sobre la base de su corporalización física, y de su expresión que desprende a dichas producciones de su autor originario, son aptas de ser experimentadas en su sentido espiritual para su comprensión ulterior por cada cual. En el futuro siempre ellas pueden nuevamente devenir los puntos de irradiación de efectos espirituales sobre nuevas generaciones en el marco de una continuidad histórica. Y justamente allí tiene su modo esencialmente propio de existencia objetiva lo que el título cultura abarca, y que funciona por otro lado como fuente estable de la colectivización” (HUA XXVII, p. 21 s.). Por esto la ética no puede ser “sólo ética individual, sino que es también ética social” (Ibid.). “La renovación del hombre —del hombre individual y de una humanidad en comunidad— es el tema superior de toda ética” (Ibid., 20). Esta concepción de ética significa que la filosofía moral sólo es una parte de ella. En efecto, mientras la moral “regula el comportamiento práctico ‘bueno’, ‘razonable’ del hombre en relación con los demás bajo ideas del amor al prójimo”, la ética “debe ser concebida necesariamente como la

ciencia de la vida activa total de una subjetividad razonable bajo el punto de vista de la razón regulando unitariamente esta vida en su totalidad… el título razón debe por tanto ser tomado en sentido totalmente general, de suerte que ética y ciencia de la razón práctica se conviertan en conceptos del mismo valor” (HUA XXVII, 21) Para desarrollar este sentido englobante de ética, caracteriza Husserl en el tercer artículo para The Kaizo al “hombre como ser personal y libre” (HUA XXVII, 23): “Como punto de partida tomamos la facultad propia de la esencia del hombre, la autoconciencia en el sentido preciso de autoinspección personal (inspectio sui) y de la facultad, fundada en la inspectio sui, de tomar posición reflexivamente acerca de sí mismo y de su vida y de actuar personalmente: autoconocimiento, autovaloración y autodeterminación práctica (autovolición y autoconstitución)” (Ibid.). Con base en la inspectio sui es consciente el hombre no sólo de su libertad, sino también del horizonte en el que se inscriben sus consideraciones críticas y sus valoraciones: “pertenece a la esencia del hombre ejercer su representar, pensar, valorar y querer no como actos singulares, sino que puede realizar todos estos actos también en las formas de lo absoluto, en aquellas de la generalidad ‘particular’ o ‘universal’” (Ibid., 24). Además de la autorreflexión, la autodeterminación y la racionalidad “también pertenece a la esencia de la vida del hombre el que ésta transcurra continuamente en la forma del tender hacia; y finalmente toma allí su vida continuamente la forma de una tendencia positiva y está así orientada a alcanzar valores positivos”(HUA XXVII, 25). Esta tendencia, seguramente aprendida por Husserl de Fichte, es la típica teleología de la intencionalidad, que en últimas no es otra que la misma de la razón, por lo cual la autorregulación del sujeto tiene su génesis prerreflexivamente y su pleno sentido como responsabilidad personal y social. Estas características del hombre, ganadas en la descripción fenomenológica a partir de la inspectio sui, pueden ser ampliadas, según el siguiente desarrollo: autorreflexión significa autorreferencia, como estructura formal del sujeto; actividad libre es su principio personal; la tendencia es su dinámica material; y la racionalidad es su telos universal. Todas estas características conjugadas constituyen según Husserl la competencia ética del

sujeto. Frente a una ética del placer, de la tendencia material, y a una ética de la razón, independiente de toda tendencia material, Husserl ubica al hombre en una tensión doble: liberarse de determinaciones heterónomas para poder autodeterminarse por valoraciones positivas. A esta capacidad ética se la comprende como automotivación, la cual a la vez se relaciona con la razón práctica. Dicha relación constituye la posibilidad de asumir el imperativo categórico: ser un hombre auténtico, hacer siempre lo mejor, llevar una vida, de la que se pueda uno responsabilizar, “una vida desde la razón práctica” (Ibid., 36). De esta forma podemos interpretar que el primer logro de la fenomenología, al desplazar la reflexión de las formas de darse los valores y los actos de voluntad al sujeto de las valoraciones y las acciones, consiste en el rescate de la persona moral, de su actitud ética, de su estar ‘moralmente bien’. Pero queda por resolver por qué una ética individual significa a la vez una ética social y cultural, no como tarea del individuo, sino como tarea común que se constituye en fuerza cultural, que incide a la vez en los particulares. Es necesario ante todo reconocer el significado de la pertenencia de cada hombre a una sociedad humana, dado que “la circunstancia de que su vida se integre en una vida comunitaria, tiene sus consecuencias, que determinan desde un principio el comportamiento ético, que dan desde el inicio a lo mandado categóricamente características formales más específicas” (Ibid., 45:). En efecto, la pertenencia a una sociedad no sólo me permite apreciar a los otros como parte de mi mundo de la vida, como si fueran una especie de valores especiales, sino que en comunidad los reconozco como valores, pero “no como valores de utilidad, sino como valores en sí”: tengo por tanto interés “en que ellos realicen su vida en forma correcta” y en esto empeño mi voluntad ética (Ibid., 46). De aquí se sigue que es propio de mi existencia no sólo el esforzarme yo mismo por ser bueno, sino el querer que los otros también lo sean, de suerte que se vaya conformando una sociedad buena. Esto implica el que cuando en la vida social se presenten, como tiene que suceder, conflictos, se pueda dar “un entendimiento ético mutuo”, que permita solucionarlos de la mejor manera posible. De esta forma se va constituyendo “una organización ética de la vida activa, en la cual los particulares no están unos al lado de otros u

opuestos entre sí, sino que obran en diversas formas de comunidad de voluntades (entendimiento mutuo voluntario)” (Ibid., 46). Para aportar a la conformación de esta comunidad ética el punto de vista de cada persona en particular es sumamente restringido, lo cual compromete a cada uno a procurar que los valores de la sociedad sean un objetivo común de los asociados. Al fin y al cabo la sociedad “tiene valor como unidad de una cultura comunitaria y como una región de valores fundados, los cuales no se disuelven en valores particulares, sino que se fundan en el trabajo de los particulares, en sus valores específicos, y les dan por eso a ellos mismos un valor mucho más alto” (Ibid., 48). La relación de fundación es compleja: lo fundado se constituye a partir de los actos de quienes son fundamento, pero la nueva realidad fundada no es simplemente la resultante de una especie de sumatoria o adición de actitudes, valores o acciones. La sociedad no es otra cosa que el resultado de las relaciones entre personas, pero su sentido es algo nuevo y distinto específicamente de los integrantes que la conforman. Lo más importante y significativo es por tanto, que la sociedad no es simplemente un “colectivo de particulares y que la vida comunitaria y lo que se alcanza comunitariamente” no es una simple sumatoria de vidas y trabajos particulares; lo que se va logrando comunitariamente es una unidad de vida que transcurre “a través del ser individual y de la vida individual”. Si bien esta unidad está fundada en vidas particulares, trasciende los mundos circundantes de cada uno y se constituye al relacionarlos y conjugarlos en el mundo circundante común y en la sociedad surgida de las relaciones entre particulares (Ibid., 48). Queda por tanto claro lo específico de una sociedad fundada en el modo de ser de diferentes personas, en sus proyectos y actitudes; pero también el modo de ser de la comunidad como constituida y fundada a partir de las personas, influye a la vez en los particulares: no otro es el sentido de su pertenencia social. Esto se debe manifestar en la actitud de responsabilidad de las personas con respecto al desarrollo cultural de la sociedad. “Todos los actos de la comunidad están fundados en actos de los particulares. Esto significa que como los individuos son éticos gracias a su autorreflexión valorativa y volitiva, también para una comunidad vale lo mismo”. Esto hace necesario que en ella haya personas orientadas éticamente, que reflexionen

éticamente tanto sobre sí como sobre su comunidad, como la que les pertenece y a la cual pertenecen. También es esencial que estas reflexiones de los particulares se socialicen, “se reproduzcan en un ‘movimiento’ social (una especie de analogía con la reproducción física, pero en un sentido totalmente nuevo y propio de la esfera social)”, que motiven acciones sociales correspondientes al compromiso ético de los asociados y que se orienten a la conformación y renovación de una sociedad auténticamente ética: constituida por “una orientación de voluntades, que sea propia de la comunidad misma y no una mera suma de las voluntades de los particulares que la fundan” (Ibid., 49). Ahora sí es explicable cómo se relacionan la renovación ética individual y la de una cultura. Dado que ésta se funda en las personas y a su vez influye en ellas, es obvio que la reflexión ética de los particulares debe tener en cuenta a los demás y a la sociedad en su conjunto. Así va progresando tanto el desarrollo cultural de una sociedad como el de sus asociados: el sentido ético de la comunidad influye substantivamente en el comportamiento de los individuos. Por ello la eticidad de un pueblo debe ser preocupación de las personas, si éstas en su propio comportamiento tienden a la autenticidad. Se trata entonces de discernir cómo una sociedad pasa de ser una mera comunidad de vida a convertirse en comunidad de personas, comunidad que fomente la eticidad de ella misma y de sus integrantes. Es por tanto necesario que las personas no sólo tengan actitudes éticas, sino que se dé en ellos la idea de la necesidad de una cultura éticamente constituida. A partir de esta intencionalidad fundacional de sociedad ética hay que desarrollar formas de renovación de la comunidad hacia ideas de auténtica humanidad, justicia como equidad, racionalidad en los diversos ámbitos de la vida. Esto corresponde ciertamente a las ciencias sociales, pero éstas como formas culturales, están íntimamente relacionadas con la filosofía misma, órgano de reflexión acerca del sentido ético de una sociedad. El resultado histórico de dicha reflexión y del consecuente desarrollo de las ciencias particulares es la conformación de una teleología, propia no sólo de las personas sino de la sociedad, como su tendencia ‘ad in-finitum’ en el progreso de la ciencia universal, la filosofía. Esta teleología se va articulando “en la comunidad, para que ésta gane la forma de una comunidad ético-personal, de una

comunidad que se forma conscientemente a sí misma de acuerdo con la idea ética: así puede emprender el camino de un desarrollo consciente cada vez más elevado” (Ibid., 51). La manera de ir logrando esta sociedad y cultura éticas es por medio de la educación. La consolidación de una cultura ética en el pueblo lleva a conformar una comunidad identificada con ideas de la razón y con valoraciones correspondientes a ella. “Hay entonces un enlace de voluntades, que constituye una unidad de ellas, sin que se trate de una organización imperialista de voluntades; se trata más bien de una especie de voluntad central en la que confluyen las voluntades particulares, a la cual se someten voluntariamente todos v se consideran, como particulares, sus funcionarios”. En una nota aclaratoria a este planteamiento dice Husserl: “Aquí podríamos también hablar de una unidad comunista de voluntades, en oposición a una unidad imperialista” (Ibid., 53, nota). Más adelante aclara estos términos, por lo demás extraños en la fraseología husserliana, refiriéndose al paso de la cultura de la antigüedad al medievo: “Si la comunidad filosófica era, por así decir, comunista y la idea conductora no era manejada por ninguna voluntad social englobante, así ahora la comunidad correspondiente, la de los sacerdotes, es imperialista, dominada por una voluntad unitaria” (Ibid., 90). La propuesta es por tanto la de una sociedad fundada y guiada por la idea de filosofía y por su sentido de teleología y de ética de la responsabilidad; En ella no sólo se protege la libertad de las personas, sino que, se la enriquece gracias al carácter ético de la sociedad, en la cual se fomentan los valores de una cultura cada vez más humana. Este es el sentido pleno de cultura filosófica de una comunidad: en ella se desarrolla entonces “un espíritu ético común y gana vigor la idea ética de comunidad y el carácter mismo de una idea teleológica de comunidad en continuo progreso” (Ibid., 33). De esta forma la argumentación husserliana se orienta a mostrar cómo el compromiso ético del sujeto, fundado en la autorreflexión, es propiedad, intrínseca de la intencionalidad como responsabilidad (Hoyos 1975), capacidad de autonomía y-autodeterminación por un ‘imperativo categórico’ de lo razonable. El poderse responsabilizar de los fines de ‘la humanidad’, lo abre directamente a tareas históricas relacionadas con la cultura de su propio pueblo y de éste en relación con los demás. Para Husserl no parece posible

separar autorresponsabilidad de responsabilidad histórica y cultural. Este aspecto se acentúa muy claramente en un texto de 1924, muy cercano en sus planteamientos a lo que acabamos de exponer, “Meditación sobre la idea de una vida individual y comunitaria en autorresponsabilidad absoluta” (HUA VIII, 193-202)[5]. Allí se dice: “El sujeto individual es miembro de una comunidad; y así tenemos que distinguir la autorresponsabilidad del individuo y la autorresponsabilidad de la comunidad. Pero la comunidad no puede responsabilizarse sino en el sujeto personal individual. La autorresponsabilidad del individuo, que se sabe miembro y funcionario de la comunidad, abarca también la responsabilidad respecto de esta forma de vida práctica e incluye con ello una responsabilidad para con la comunidad misma Yo puedo asumir y rechazar un destino social y lo puedo cumplir de diferentes maneras: de ello soy responsable. Por otra parte, como la comunidad no es una mera colección de individuos aislados y agrupados unos al lado de otros, sino una síntesis de los individuos por obra de la intencionalidad interpersonal, una unidad fundada gracias a la vida y la acción social de unos para otros y de unos con otros; de la misma forma la autorresponsabilidad, la voluntad de autorresponsabilidad, la reflexión racional acerca del sentido y de los posibles caminos de una tal autorresponsabilidad para con una comunidad, no es una mera suma de autorresponsabilidades que se den en las personas individuales, etc., sino de nuevo es una síntesis, que precisamente entreteje intencionalmente unas otras las autorresponsabilidades individuales y funda entre ellas una unidad interna” (197-198). Husserl no duda en designar esta problemática como ética y proponer un desarrollo racional de dicha temática. De hecho ya la intencionalidad misma, como tendencia hacia la razón y hacia la verdad, dada su “estructura teleológica universal” (HUA XVII, § 60), es ella misma razón práctica. Pero sigue sin resolverse el problema de cómo se da en la subjetividad el fenómeno mismo de la intersubjetividad, que es en el que se nos abre y donde se constituye originariamente la región de lo ético: “La pregunta cómo — hablando idealmente— una pluralidad de personas y eventualmente la totalidad de los que se encuentran en posibles relaciones de entendimiento o inclusive ya constituyen comunidad gracias a relaciones personales, cómo

pueden realizar una vida de la que pudieran responsabilizarse absolutamente, conduce a la pregunta si una tal vida comunitaria es posible sin una comunidad de voluntades dirigidas a una tal vida de responsabilidad absoluta; y luego conduce a preguntar si una tal vida es posible sin que se hubiere diseñado su idea científicamente, cognitiva críticamente: esto equivale a una ciencia normativa acerca de ello (una ética); lo que nos conduce luego a la pregunta sobre las posibilidades y necesidades acerca del origen de esta idea y de una tal ciencia, acerca de su origen en las personas individuales y del desarrollo hacia la conformación de la idea teleológica de comunidad en cuanto comunidad” (HUA VIII, 199).

3. Una filosofía del presente Al preguntarse Husserl en 1934, en su ponencia para el VIII Congreso Internacional de Filosofía por la filosofía del presente (Hua XXVII, i 84), está renovando la pregunta que orientaba sus reflexiones después de la Gran Guerra: ¿qué sentido tiene la filosofía para una situación de crisis como la de entonces y la de ahora? Entonces se trataba de caracterizar el sinsentido de una cultura, capaz de producir cosas como la guerra y sus resultados humillantes desde todo punto de vista. El sinsentido se contrastaba con el entusiasmo de la juventud en búsqueda de una renovación cultural a partir de ideas de la filosofía. La situación en los años 30 puede repetirse, como parece preverlo Husserl, en vísperas de la Segunda Guerra, en el final de su Conferencia de Viena (1934): “La crisis de la existencia europea tiene solamente dos salidas: o la decadencia de Europa en un distanciamiento de su propio sentido racional de la vida, el hundimiento en la hostilidad al espíritu y en la barbarie, o el renacimiento de Europa por el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de la razón que triunfe definitivamente sobre el naturalismo. El peligro más grande que amenaza a Europa es el cansancio”. (Husserl 1981, 172). Ahora podemos responder a la pregunta planteada, desde un principio: ¿qué lleva a Husserl a cambiar el sentido de su reflexión ética, que partió de análisis fenomenológicos rigurosos y sistemáticos sobre los valores, para

terminar en el filósofo, “funcionario de la humanidad”? (Hoyos 1980). ¿Qué le permite asumir en el momento de crisis términos como “decadencia de Occidente” (HUA XXVII, 4) y barbarie, para pronosticar una renovación de la cultura gracias a los ideales éticos de la filosofía? Para responder estas preguntas nos servimos de las consideraciones de Michel Foucault (1984, Habermas 1985a) sobre lo que el llamó “ontología del presente, ontología de nosotros mismos”. En su curso sobre el texto de, Kant: “Respuesta a la pregunta: qué es la ilustración”, relacionándolo con lo que el mismo Kant dice acerca de la Revolución Francesa en El conflicto de las facultades, llega Foucault a las siguientes consideraciones: “¿Qué es lo que en el presente produce sentido actualmente para una reflexión filosófica?” Se trata de mostrar cómo el filósofo que habla sobre un determinado proceso, él mismo es parte de él; la filosofía tiene que poder problematizar su propia actualidad: “actualidad que ella interroga como acontecimiento, como un acontecimiento del cual ella debe decir el sentido, el valor, la singularidad filosófica y en el cual ella encuentra a la vez su propia razón de ser y el fundamento de lo que dice. Y por ello mismo se ve que para el filósofo plantear la cuestión de su pertenencia a ese presente, no será ya más asunto de su pertenencia a una doctrina o a una tradición; no será ya más simplemente cuestión de su pertenencia a una comunidad humana en general, sino la de su pertenencia a un cierto ‘nosotros’, a un nosotros que se refiere a un conjunto cultural característico de su propia actualidad”. A esto lo llama Foucault una “relación ‘sagital’ con su propia actualidad. El discurso tiene que volver a tener en cuenta su actualidad, por una parte, para reencontrar allí su lugar propio; por otra parte para decir así el sentido; y finalmente, para especificar el modo de acción que es capaz de ejercer al interior de esa actualidad. ¿Cuál es mi actualidad? ¿Cuál es el sentido de esta actualidad? ¿Y qué es lo que hago cuando hablo de esta actualidad?”. Sobre esta concepción de la relación de la filosofía con su presente comenta J. Habermas: “El filósofo se convierte en contemporáneo: sale del anonimato de una empresa impersonal y se da a conocer como una persona de carne y hueso, con quien debe relacionarse toda investigación clínica que confronte el presente, que en cada caso es su propia actualidad” (Habermas 1985a, 129).

Pienso que la reflexión husserliana de los años 20 y 30, que hemos referido, tiene precisamente estas características: “¿Debemos dejar pasar sobre nosotros como un ‘Fatum’ la ‘decadencia de Occidente’ (‘Untergang des Abendlandes’)?” —pregunta en 1923—. “Este ‘Fatum’ sólo se da, si nosotros miramos pasivamente —si pudiéramos mirar pasivamente. Pero esto ni siquiera pueden hacerlo, quienes nos predican el ‘Fatum’” (HUA XXVII, 4). Es por ello que también aquí se aplica el signo de los tiempos indicado por Kant en El conflicto de las facultades (A 142): “signum rememorativum, demonstrativum, prognostiaun”. El signo demostrativo no es ahora como en la Revolución Francesa “un deseo de participación que frisa en el entusiasmo” (A 146), sino todo lo contrario: la situación de decadencia que causa una guerra y la de crisis que hace prever otra, son la manifestación de algo que en la actualidad no anda bien, de una cultura que exige renovación. El signo rememorativo es la tradición filosófica misma, en especial su fundación en Grecia, aquel acontecimiento que abrió a la humanidad horizontes infinitos, un sentido de la vida racional y una práctica determinada por ideales éticos. Por ello el signo pronóstico, dada la situación de crisis, sólo puede interpretarse desde una idea de filosofía, reconstruida genéticamente, negada sí en el presente, pero que determina la teleología de la historia de Occidente, de modo que si ésta no responde a dichos ideales, es decadencia y barbarie. Precisamente por esto el sentido de la renovación es promisorio: “Luchemos contra este peligro de los peligros como ‘buenos europeos’ con aquella valentía que no se arredra ni siquiera ante una lucha infinita, y entonces resucitará del incendio destructor de la incredulidad, del fuego en que se consume toda esperanza en la misión humana de Occidente, de las cenizas del enorme cansancio, el fénix de una nueva interioridad de vida y de espiritualización, como prenda de un futuro humano grande y lejano: pues únicamente el espíritu es inmortal” (Husserl 1981, 172). La fenomenología puede radicalizar el modelo de interpretación que estamos analizando: en la temporalidad, en su darse, se dan el mundo y la historia en el contexto de una interpretación del presente a partir de una historia y en el horizonte de un futuro que compromete la acción transformadora del hombre. En efecto, lo vivencial en la fenomenología no es sólo un espacio epistemológico, sino más que todo el lugar de las

motivaciones. Por eso da Husserl tanto valor a la diferencia entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, en las cuales los fenómenos son motivos, los signos no son signos de otra cosa, sino dé la misma realidad que se manifiesta en ellos y a través de ellos nos permite comprenderla mejor, en su sentido y en su génesis, y responsabilizarnos más consciente y razonablemente de ella. En el caso (lila crisis, el signo demostrativo nos indica que la racionalidad se ha restringido al ámbito de las ciencias, lo que nos impide reconocer una racionalidad más compleja desde el mundo de la vida, horizonte de horizontes, multiplicidad de perspectivas, conjunto de prácticas diferentes. En el mundo de la vida prima lo razonable sobre lo racional, como la competencia compleja de dar razones en los diversos ámbitos, en las diversas épocas y en variadas culturas del, mismo mundo, al cual tengo acceso gracias a que el fenómeno es también, signo rememorativo. La memoria histórica me permite reconstruir la génesis del sentido, reconocer mi pertenencia a una tradición más rica, que el mero presente, y comparar las realizaciones actuales con las tareas infinitas fundadas en dicha tradición. Reconstruido así el fenómeno, se convierte en signo pronóstico, pues opera como motivo para una subjetividad capaz de asumir responsablemente la tarea de renovación de la cultura desde ideas de la filosofía. En esta perspectiva crítica, la Gran Guerra y sus consecuencias serían fatalidad si se las pudiera mirar pasivamente, pero son signo demostrativo porque, como acontecimiento trágico, comprometen la participación del filósofo. Doce años más tarde, la situación de crisis es signo demostrativo de que la racionalidad se ha restringido a las “meras ciencias de hechos”, las cuales “producen meros hombres de hechos”. La reducción de la fatalidad a facticidad, gracias a la ‘prosperity’ de la ciencia y la tecnología, cierra el horizonte, en el que algo puede ser símbolo, signo y motivación. Esto lleva a las nuevas generaciones al rechazo: “En nuestra penuria vital —oímos— esta ciencia no tiene nada que decirnos” (HUA VI, 3-4). El signo demostrativo en situación de crisis motiva a la crítica y es signo promisorio. Es importante destacar la diferencia en las dos estrategias argumentativas de Husserl: si en su paso de la fenomenología de los valores a la crítica de la cultura, en los artículos para The Kaizo (años 20), cree Husserl que puede desarrollar un sentido ético individual y social con base en el análisis de la

conciencia intencional, de su autorreflexión y autorresponsabilidad, y con base en el análisis de la constitución de lo social a partir de interacciones entre las personas; ahora en las reflexiones acerca de la crisis de las ciencias Europeas (años 30), descubre Husserl que no es posible apelar a una subjetividad o a una conciencia social en una sociedad positivizada, en la que impera el naturalismo y el objetivismo de la ciencia y la técnica. El positivismo científico no sólo desvaloriza la filosofía, fomentando con ello nuevas formas de escepticismo, sino que, al ocultar la génesis de las ciencias en el mundo de la vida, olvida la subjetividad, la desdibuja, la objetiva como uno de tantos objetos de ciencia. Por ello el sentido de la relación entre el signo demostrativo, rememorativo y pronóstico, para hacer de la filosofía una ontología del presente y de la actualidad, permite a Husserl en sus últimos escritos acentuar todavía más su crítica al positivismo científico desde un pathos radicalmente ético. Parte determinante de la cultura del momento, la cultura científica, ha perdido su interés de reflexionar acerca de su sentido como factor cultural importante de una sociedad. Esto se explica porque “el positivismo decapita, por así decirlo, la filosofía” (HUA VI, 7). En la Introducción a la Lógica formal y lógica trascendental. Ensayo de una crítica de la razón lógica (HUA XVII) hace Husserl el siguiente diagnóstico: “El hombre moderno de hoy día no ve en la ciencia y en la nueva cultura formada por ella, como el hombre ‘moderno’ de la Ilustración, la auto-objetivación de la razón humana ni la función universal creada por la humanidad para hacer posible una vida verdaderamente satisfactoria, una vida individual y social basada en la razón práctica”. Esta situación lleva a que el mundo de la vida se nos vuelva incomprensible, a que nos perdamos en él: “preguntamos en vano por su ‘finalidad’, por su sentido, otrora tan indudable porque era reconocido por entendimiento y voluntad” (Husserl 1962, 9). Para el fenomenólogo este problema tiene una solución ética: “Podemos adoptar ahora una actitud por demás crítica y escéptica respecto de una cultura científica convertida en asunto histórico; pero no podemos abandonarla sin más, simplemente porque no podamos comprenderla cabalmente ni dirigirla mediante esa comprensión; en otras palabras, porque seamos incapaces de explicar racionalmente su sentido y de determinar su

alcance verdadero, dentro del cual podamos justificar y realizar ese sentido en un trabajo progresivo. Ya que no nos basta la alegría de crear una técnica teórica, de descubrir teorías con las que pueden hacerse tantas cosas útiles y ganar la admiración del mundo —puesto que no podemos separar la auténtica condición humana de la vida vivida con radical responsabilidad propia y, por ende, tampoco podemos separar la propia responsabilidad científica de la totalidad de responsabilidades de la vida humana en general—, debemos colocarnos por encima de toda esa vida y de toda esa tradición cultural y buscar nosotros mismos, individualmente y en comunidad, por medio de reflexiones radicales, las posibilidades y necesidades últimas a partir de las cuales podamos tomar posición acerca de lo que existe efectivamente, juzgándolo, valorándolo, actuando sobre ello” (Ibid.). La manera de responder Husserl a esta responsabilidad frente al hecho de la positivización de las ciencias, es la reflexión, ahora no tanto como inspectio sui, sino sobretodo dirigida al fundamento de experiencia de la ciencia, que se devela como Lebenswelt, mundo de la vida, el horizonte de horizontes de mi actividad cotidiana, la multiplicidad de perspectivas que componen mi estar y obrar en el mundo. El retorno al mundo de la vida como correlato intencional universal de mi vida de conciencia, permite caracterizar la subjetividad prerreflexiva como trascendental, en el sentido en que gracias a su actividad se constituye la síntesis plurifacética de todo lo mundanal y se pueden llegar a validar, verificar y resolver afirmando o negando las diversas formas como intencionalmente me refiero al mundo. Husserl insiste en que este descubrimiento del mundo de la vida, como ámbito de toda práctica, es precisamente el punto de partida de las ciencias y de la filosofía en Grecia. Su ocultamiento… su cosificación y colonización por un desarrollo unilateral de la ciencia y la técnica se constituye, en la patología de la modernidad, ya que olvidado el mundo de la vida, se pierde el sentido de la subjetividad misma y con ello el interés de responsabilidad. Al mismo tiempo la confianza en las ciencias como explicación del hombre y del mundo parece quitar cada vez más credibilidad a la filosofía y a sus posibilidades de renovar un sentido de humanidad desde ideas de la razón práctica. Esta es en cierta forma la consumación del escepticismo. Es necesario volver a los orígenes tanto de la historicidad de Occidente, como de

la subjetividad en el mundo de la vida, para reconstruir la génesis de sentido y, de razón, en la cual pueda renovarse el imperativo ético de la filosofía, a partir del cual adquiera de nuevo la ciencia positiva su sentido no absoluto sino relativo al bienestar de la humanidad: como articulación de la razón en la sociedad. Con la tematización del mundo de la vida como correlato necesario a la raíz de la subjetividad gana la ética fenomenológica toda su radicalidad. Un hecho histórico, positivo o negativo, sólo puede tener significado (signum demostrativum) para el fenomenólogo si emprende su reconstrucción genética (signum rememorativum), la cual a la vez sólo es posible si se dispone de una subjetividad referida originariamente al mundo de la vida, suelo, fundamento y origen de toda experiencia. Pero de nuevo, este mismo mundo de la vida es el que se manifiesta como olvidado en el momento de la crisis y de la decadencia de la cultura fundada por la filosofía. Entonces la perspectiva de futuro (signum prognosticum) sólo puede abrirse para un sujeto responsable en cuanto referido a un mundo de la vida en el que se deben articular todas las tareas críticas pedagógicas del filósofo y de los miembros de la comunidad. De esta suerte el retorno al mundo de la vida, es una rehabilitación de la doxa, en la que se apoya la skepsis para desvirtuar la filosofía, pero que ahora reconocida por la filosofía misma, deja de ser argumento contra la posibilidad de justificar todo conocimiento a partir de ella y se constituye en fuente de razones y motivos para validar las pretensiones de verdad, corrección y veracidad. Al escepticismo hay que “acertarle, por así decir, en el corazón” (HUA VII, 57), reconociendo su verdad, la del mundo de la vida, lugar de las opiniones. Sólo volviendo a los orígenes, y éste es el sentido de la epoché fenomenológica, se puede radicalizar la responsabilidad: “La última y superior responsabilidad surge en el conocimiento que se obtiene en actitud trascendental referida a los últimos aportes y actos del sentimiento y de la voluntad en la constitución” (HUA VIII, 25). En uno de sus primeros escritos, en su Fenomenología, plantea Jean François Lyotard, en términos semejantes a los de Husserl, lo que se constituiría en la tarea de toda su vida: el rescate del hombre de todo tipo de

positivización. Naturalmente, dicho rescate comienza por proponerse la reconstrucción de las íntimas relaciones entre fenomenología y ciencias positivas, para esclarecer el sentido de dichas relaciones: “es evidente que la fecundidad de la fenomenología no procede de aquéllos que contra la investigación científica del hombre retoman por su cuenta los argumentos insulsos e irrisorios de la teología y de la filosofía espiritualista. La riqueza de la fenomenología, su ‘lado positivo’, es su esfuerzo por volver a aprehender al hombre mismo por debajo de los esquemas objetivistas de que no puede sino revestirlo la ciencia antropológica, y evidentemente sobre esta base debe discutirse con ella. La recuperación comprensiva de los datos neuro- y psicopatológicos, etnológicos y sociológicos, lingüísticos (…), históricos, etc., en la medida en que no constituye ni un grosero oscurantismo ni un eclecticismo carente de solidez teórica, responde bastante bien a las exigencias de una filosofía concreta” (Lyotard 1960, 61). Esta tarea de recuperación del auténtico sentido del discurso ‘contemporáneo’ sobre el hombre concreto implica dos momentos: mio negativo, como lo desarrolla Lyotard en su denuncia radical de la performatividad, de la racionalidad inflexible de la modernidad, de manera muy semejante a como criticó Husserl la positivización de las ciencias. Pero tanto Husserl como Lyotard avanzan, una vez destruido críticamente el positivismo, en la tarea de reconstrucción del hombre. La pregunta que permite solucionar el así llamado enigma de la subjetividad es de todas formas cómo se da fenomenológicamente lo subjetivo. Lo valioso de la fenomenología es haber explicitado el “mundo de la vida” como el lugar originario de lo subjetivo; esto hace que el mundo sea el tema de la filosofía (Hoyos 1993). El reconocimiento del mundo de la vida como fundamento de constitución del conocimiento científico, en lugar de negar el valor de las ciencias, al ser reconstruido genéticamente el proceso de su producción y el significado de sus aplicaciones, restituye su auténtico sentido. Para la fenomenología el olvido del mundo de la vida, en lo cual consiste la positivización de las ciencias, significa pérdida de la subjetividad, algo con peores consecuencias en la práctica que en la teoría misma. El verdadero campo de las decisiones epistemológicas y filosóficas incluye también el más profundo sentido de la acción humana: la capacidad de responsabilidad de la

persona con respecto a todos sus actos. Para reconstruir este sujeto en la fenomenología se han hecho varias propuestas: destruirlo para volver al ‘Dasein’, ser ahí en el mundo, y reconocer allí en toda su radicalidad la facticidad, la contingencia, el acontecimiento, el devenir; comprender la persona a partir de una ‘fenomenología de la percepción’; o, en la superación de todo psicologismo, pasando por una psicología fenomenológica, desarrollar el sentido de una subjetividad trascendental. Pero es precisamente este desarrollo el que más críticos ha ganado a la fenomenología husserliana, ya que una subjetividad trascendental referida al mundo de la vida amenaza con colonizarlo al modo de los grandes relatos, propios de la modernidad, desvirtuando, ocultando de nuevo, ahora en nombre, de la subjetividad misma, lo propio y específico de la cotidianidad: su contingencia, su originalidad, lo subjetivo-relativo-situacional de las vivencias, la perspectividad de las perspectivas, la rehabilitación de la doxa, de las opiniones, de los múltiples puntos de vista. Para que esto no suceda parece ser necesario volver a los Análisis de síntesis pasiva, desarrollados por Husserl en los años 20 (HUA XI), para reconstruir en toda su originariedad una fenomenología de la sensación. Pienso que se trata del mismo proyecto propuesto recientemente por J. F. Lyotard cuando exige una “archi-époché” de la sensación, que pudiera dar un mínimo de subjetividad, una “anima minima”, “condición minimal de la estética”. Se trata pues de una époché’, la más radical y originaria posible, por tanto a la raíz, que “pusiera en suspenso no solamente los prejuicios del mundo y de la sustancia, sino también aquellos de la subjetividad y de la vida” (Lyotard 1993, 209-210). Se busca volver a los orígenes en el mundo de la vida, pero sin objetivarlos de nuevo oponiéndolos a una subjetividad ya formada, según los prejuicios de la modernidad. Es precisamente esta génesis la que al mismo tiempo nos puede explicar el sentido auténtico de una subjetividad, no ‘preocupada’ por el ‘obiectum’, por el concepto, las ideas o las representaciones, sino espontánea, libre y creativa; creativa en la constitución del sentido, signo originario del mundo para la persona en formación, en interacción social, en procesos de aprendizaje, de experiencia del mundo objetivo, no menos que de solidaridad y responsabilidad en la sociedad civil.

4. La ética fenomenológica como reconstrucción de las relaciones entre teoría y praxis Partimos de una rehabilitación de la doxa al tematizar los sentimientos en relación con la argumentación moral contemporánea. Vimos precisamente en esto una manera de responder positivamente al escepticismo reconociendo su verdad para poderlo superar. La misma rehabilitación de la doxa nos permitió criticar el positivismo científico para liberar el horizonte mundovital en el que pudiéramos tematizar la subjetividad responsable de las acciones humanas, también de la ciencia, la técnica y la tecnología. Pero precisamente esta subjetividad tampoco está libre de poder volver a ser cosificada gracias a la reflexión misma. La actitud de la inspectio sui no se escapa del fantasma del solipsismo, como le critica Heidegger a Husserl, en su examen del punto de partida de la fenomenología: “La actitud y experiencia personalista se caracteriza como inspectio sui, como introspección interna de sí mismo como del yo de la intencionalidad, del yo como sujeto de cogitationes. Aquí ya la misma expresión sola recuerda claramente a Descartes” (Heidegger 1979, p. 169). Surge pues de nuevo la sospecha de una tematización objetivante del sujeto moral, que no logra desprenderse del psicologismo cartesiano. ¿Significa esto que tanto desde el punto de vista de las vivencias valorativas, los sentimientos morales, como desde el del sujeto que se responsabiliza de ellos al justificarlos mediante razones y motivos, no hay salida de la dimensión psicológica? ¿No era la pretensión inicial de la fenomenología superar desde un punto de vista trascendental dicha región de análisis de la conciencia? En la Crisis Husserl adopta una doble estrategia complementaria para solucionar el problema de la filosofía moderna que se ha movido entre el objetivismo de las ciencias positivas y el subjetivismo de una filosofía trascendental que no ha podido resolver el enigma de la conciencia, el de la psicología, que se convierte ahora en “campo de decisiones” (Feld der Entscheidungen). La arquitectura de la Crisis muestra el camino que debe recorrerse una vez establecido el diagnóstico. En primer lugar está el camino de la reflexión sobre el mundo de la vida para esclarecer genética-trascendentalmente el sentido de objetividad de las ciencias. Husserl

sabe muy bien que la crítica al positivismo científico puede ser malinterpretada, si no se clarifica el sentido de dicha crítica, como lo hace hasta el final de su vida. En un texto de julio de 1937, intitulado “Teleología en la historia de la filosofía” afirma: “Lo que aquí se quiere y se debe querer no se logra con argumentaciones locuaces Y vacías de sentido muy en boga en contra del racionalismo, el metodologismo (Methodismus) o el logicismo (Logizismus). Puede que lo que se llama el espíritu del presente y lo que se expresa en la muy difundida literatura diaria se haya alejado de la idea de filosofía como ciencia universal, y que toda suerte de teoría pura haya caído en cierta devaluación. Puede que ahora filosofía se haya convertido en título para cosmovisiones irracionales, entregadas a misticismos; pero esto no puede significar de ninguna forma que se abandonen las ciencias particulares, ni la ciencia universal como tampoco su producto, la técnica —cualquiera que sea el rincón de vergüenzas (Schandivinkel) al que se la quiera desterrar. Dado que hay que conceder que aquí se trata de todas formas de una función necesaria para la humanidad, pero que hay que limitar, entonces el problema de una fundamentación radical de la ciencia debe ser propuesto antes y ahora como algo necesario, problema que una vez propuesto se manifiesta como imperecedero (unsterbliches Problem) hasta tanto no se le encuentre su clarificación adecuada y su resolución.” (HUA XXIX, 400). El retorno al mundo de la vida es una rehabilitación de la doxa, en la que se apoya la skepsis para desvirtuar la filosofía, pero que ahora reconocida por la filosofía misma, deja de ser argumento contra la posibilidad de argumentar a partir de ella y, se constituye precisamente en fuente de razones y motivos para validar las pretensiones de verdad, corrección y veracidad. A esta primera tarea de la Crisis corresponde la Conferencia de Viena (mayo, de 1935). A la segunda tarea, el camino a través de la psicología, corresponden las así llamadas Conferencias de Praga (noviembre del misma año), publicadas recientemente, sobre “La psicología en la crisis de la ciencia europea”. Es necesario por tanto analizar este texto para ver qué solución ofrece Husserl al problema de la psicología, una vez refutado el objetivismo y reconocida la verdad de la skepsis, desde un doble punto de vista en relación con la moral: si es posible una consideración de los sentimientos morales que

no trate al hombre como mero objeto y si una vez liberado del objetivismo cientifista el sujeto de la responsabilidad moral también puede liberarse del solipsismo de la conciencia reflexiva. Esto significaría que la psicología es el principio puente en la fenomenología, el que nos permite mediante intuición valorativa generalizar el sentido de moral presente en los sentimientos morales, y el que permite comprender el principio de responsabilidad a partir de un sujeto comprometido y motivado en el mundo de la vida. Lo que Husserl busca en estas Conferencias es un acercamiento entre la filosofía y la psicología como resultado de “una filosofía trascendental reformada desde su fundamento… Y entonces se mostrará cómo se implican mutuamente como en un destino común el problema de una reforma radical de la psicología y el de una reforma radical de la filosofía trascendental” (HUA XXIX, 109). Es necesario por tanto clarificar que la filosofía trascendental no significa hacer comprensible una objetividad ya constituida, como pudiera ser la propuesta kantiana, sino ofrecer la verdadera fundamentación de dicha objetividad mostrando cómo se constituye tanto con respecto al sentido, a su significado (Sinn), como en relación con sus pretensiones de validez (Geltung) (cf. p. 115). Precisamente la necesidad de autorresponsabilizarse de las diversas formas de conocimiento y de justificar razonablemente las acciones, es lo que pone en movimiento la filosofía trascendental en la modernidad (p. 116). Pero entonces ¿por qué se pierde el desarrollo de lo trascendental? ¿Por qué se construyen facultades trascendentales más o menos míticas para resolver los problemas, cuando éstos se nos presentan directamente a la vista para ser aclarados gracias a una reflexión sobre la vida cotidiana en su transcurso y en sus modos de darse? Es precisamente en este darse las cosas mismas, en el que se constituyen esas formas necesarias con las que nos enfrentamos en la experiencia diaria: el objeto natural, la naturaleza en general, la cultura, las normas, cada una en el modo de su aparecer (p. 117). Según Husserl, Kant tuvo en cuenta este problema de la constitución del sentido y de la validez implícita en toda objetividad, pero consideró que podía dejarlo de lado, con lo cual se pone en evidencia, que no comprendió “el verdadero y pleno sentido del problema trascendental (el de Hume) y que no se sentía seguro en la comprensión de la diferencia entre tareas psicológico-objetivas y trascendentales. De hecho el

desarrollo consecuente de la reflexión trascendental se complica inmediatamente en medio de dificultades extraordinariamente paradójicas, en especial en las que tienen que ver con la relación entre psicología y filosofía trascendental, entre subjetividad psicológica y subjetividad trascendental” (p. 117). Más aún, Husserl no ignora la relación que tiene la solución de la paradoja planteada con la comunicación: “no puedo pensarme sin otros, sin comunidad con ellos. Nacido en una comunidad debo a la comunicación constante con los otros sujetos el contenido de mis respectivas representaciones del mundo. Por esto, desde un principio, el mundo tiene para mí y para cualquiera el sentido de ‘mundo para todos’. ¿Pero por otro lado, no es mi conciencia desde la cual en último término,’ es decir trascendentalmente, tienen sentido y validez los otros? ¿Dónde está en mí el camino trascendental hacia los otros, hacia la comunicación con ellos? ¿Cómo debe pensarse dicho camino?” (p. 118). Husserl opina que ni Kant ni el idealismo se plantearon nunca este problema de la intersubjetividad, que de nuevo tiene su origen en la misma paradoja fundamental “de la identidad necesaria v al mismo tiempo diferencia necesaria entre subjetividad psicológica y subjetividad trascendental, de funciones y facultades psíquicas y trascendentales” (Ibid.). La causa de que no se haya podido solucionar satisfactoriamente la paradoja es la fascinación naturalista de la que siempre estuvo prendada la psicología y que no ha podido superar hasta hoy, la cual al mismo tiempo tiene como consecuencia el que la filosofía trascendental no haya podido encontrar la salida de su solipsismo con la ayuda de una psicología no positivista y haya tenido por tanto que acudir a sus construcciones ambivalentes (cf. Ibid.). Para solucionar esta paradoja es necesario partir de la pregunta que no deja ninguna duda: “¿No soy yo el mismo como tema de la psicología y como ego trascendental?” (p. 119). Ciertamente lo soy, así me encuentre en dos actitudes diferentes: en cuanto doy sentido externo a mi experiencia interna y constituyo objetividades a partir de ella, y en cuanto reflexiono sobre mis operaciones de constitución de sentido y validez del mundo. Soy el mismo, así me proponga tareas diferentes en relación conmigo mismo y con los demás: mis acciones cotidianas y mi reflexión sobre los motivos y

razones que las mueven, los cuales también se dan en la experiencia interna. Se trata por tanto de entender el alcance de lo trascendental como la posibilidad de reflexionar y reconstruir metódicamente la constitución de sentido y de validez de nuestro mundo, el cual ciertamente se me da como algo objetivo, ya adquirido y validado antes de toda reflexión sobre la intencionalidad quedo constituye (cf. p. 120). Esto hace que la psicología se convierta, como ya lo indicamos antes, en “el verdadero campo de las decisiones” (p. 121). Pero de nuevo ahora asistimos a una crisis de la psicología, que hasta hace pocos años se complacía con la certeza de poder, por fin, como psicología de los grandes institutos internacionales, equipararse y competir definitivamente con la ciencia natural (cf. 122). Este tipo de psicología se caracteriza por ocuparse de “las almas como anexos reales de sus cuerpos ciertamente con una estructura formal diferente de la de los cuerpos, es decir, no como res extensae, pero sí reales en un sentido igual a los cuerpos; en esta unión con los cuerpos las almas son en este sentido objeto de investigación según leyes de la causalidad, es decir de acuerdo con teorías en principio de la misma clase que las de los paradigmas de la física” (Ibid.). Podría decirse que el diagnóstico ofrecido por Husserl en sus Conferencias de Praga no difiere del ya conocido en otros escritos suyos de la época. Pero la solución ofrecida al final del texto, en un pasaje que se atribuye a una sugerencia de Fink, promete superar definitivamente la dicotomía y ofrecer un novedoso principio puente entre la experiencia interna y la necesidad de generalizar ciertas reglas del conocimiento y del comportamiento humano: “la crisis de las ciencias tiene su fundamento en una crisis de la autocomprensión del hombre” (p. 138). Por ello la superación de esta crisis sólo será posible si se asume el problema del hombre desde un nivel de comprensión mucho más profundo. Para lograrlo hay que superar un tipo de especulación trascendental de la tradición que se presenta como un saber oscuro, aunque lleno de sugerencias, en torno a una profundidad de la vida del sujeto que nunca puede ser puesta totalmente al descubierto en actitud objetiva; este sentido de lo trascendental tenía que fracasar por falta de un método descriptivo, más analítico que deductivo. Por otro lado, la nueva comprensión fenomenológica y genética de lo trascendental, debe ser

complementada por una psicología qué para poder dar cuenta de su tema, lo anímico y espiritual propiamente dicho, renuncie a su fascinación por la actitud objetivante y se libere del cautiverio metódico del paradigma de la ciencia natural. Esto permite comprender que el fracaso de la clásica filosofía trascendental y de la psicología científica en su empeño por comprender al hombre, no se debió a que sus destinos hubieran corrido unidos, sino precisamente a todo lo contrario: “a que permanecieron separadas” (p. 138). Con esta comprensión de la problemática se nos “presenta eo ipso la tarea de liberar a la psicología del embrujo del objetivismo naturalista y de poner en marcha la filosofía trascendental en el método analítico de las preguntas concretas y de la exposición de la subjetividad, tal como debe ser conformado por una psicología reformada” (p. 138). Se busca pues una comprensión de la intencionalidad que aproveche todos los esfuerzos de la psicología, con tal de que ésta se libere de la exclusividad del paradigma naturalista-objetivista. Esto equivale a un reconocimiento radical del sentido de la experiencia interna en la dirección sugerida por la skepsis en su doctrina del hombre como medida de todas las cosas. Esta sería la auténtica respuesta al problema de lo trascendental planteado desde Hume: ¿cómo se puede reconstruir a partir de lo que se me da en la experiencia interna el sentido del mundo de la vida objetivo y de una práctica humana en él, de la cual podamos responsabilizarnos radicalmente? En inconfundible analogía con la admiración ante “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí” de la Conclusión de la Critica de la razón práctica de Kant, concluyen Husserl y Fink: “Del saber acerca de la doble comprensión de la esencia del hombre surge no sólo una nueva autoconciencia renovada teóricamente, sino sobre todo un nuevo sentimiento vital. El universo en la enormidad de la extensión de su espacio con millones de estrellas, entre las cuales persiste un ser diminuto insignificante; este universo inmenso en cuya infinitud el hombre está amenazado con desaparecer, no es más que una (Sinnesleistung) constitución de sentido, una (Geltungsgebilde) formación validada en la vida del hombre, a saber en las profundidades de su vida trascendental. Y así puede ahora la fenomenología pronunciar el nuevo saber, el saber trascendental sobre el hombre con la

antigua expresión orgullosa: anthropos metron panton, el hombre es la medida de todas las cosas” (p. 139).

Conclusión

Una pregunta casi obvia nos ha conducido hasta aquí para definir el sentido de la ética fenomenológica: ¿qué tiene para decirnos la filosofía hoy? La temporalidad del sujeto abierta con esta pregunta como signo demostrativo de su presente, suspendido entre el pasado (el horizonte de toda retención), cuyo sentido es signo rememorativo, y el futuro (su horizonte protencional), cuya tarea es pronóstico, es nuestra actualidad (presente viviente, lebendige Gegenwart) en el mundo de la vida. En la tensión entre subjetividad trascendental y mundo de la vida se conserva la ética fenómeno lógica, como actitud de la persona para autorrealizarse y asumir, superando todo cansancio, incredulidad, escepticismo o fatalidad, un destino común (Cortina 1993, 178-90). La tensión es ante todo problema práctico. La epistemología, la teoría del conocimiento, la ciencia y la tecnología, cuando en sus límites han captado el problema, han acudido a la razón práctica (Wieland 1989, 8); si pretenden resolverlo ellas mismas, lo deforman, promoviendo el escepticismo contemporáneo, para el cual la filosofía no tiene nada que hacer, porque lo que se puede decir sobre el mundo es asunto de la ciencia, y lo demás, lo que hay que decir sobre el hombre, es asunto de cada quien. La tensión entre subjetividad trascendental y mundo de la vida situacional, puede manifestarse en la discusión entre un ethos de la cultura, que determinara por la fuerza hermenéutica de las tradiciones la responsabilidad de los miembros de la sociedad civil, y quienes en contra de dicho tradicionalismo apelan en modelos universalistas a la fuerza de la reflexión subjetiva y del discurso intersubjetivo en propuestas contractualistas o comunicativas. La fenomenología de la moral de Husserl sigue prisionera del análisis del darse la conciencia de responsabilidad con

respecto a un correlato de comunidad constituida. Se trata de analizar el fenómeno mismo de constitución de comunidad; para esto faltan a la fenomenología los medios. En efecto, la comunicación que Husserl añora como consecuencia del descubrimiento de la filosofía y al mismo tiempo como fundamento de la comunidad iniciada en la actitud filosófica, se hace imposible desde que se privilegie el yo de la reflexión para que en diálogo consigo mismo critique, clarifique y discierna las diversas perspectivas. Mejor dicho: el mundo de la vida abierto por la fenomenología queda de nuevo cerrado subjetiva-reflexivamente en toda filosofía de la conciencia, orientarla por la razón monológica. La tensión práctica entre subjetividad y mundo de la vida parece llevar hoy a la filosofía a un “giro ético” o, en términos más clásicos, a la moral como “filosofía primera” (Camps 1992, 19). Husserl ha descrito esta tensión como necesaria: el sujeto moral, en singular o en plural, no sólo no necesita, sino que no puede salirse de la experiencia mundovital. Se busca hoy resolver la tensión desde una fenomenología del mundo de la vida moral en las éticas comunitaristas, cuyo principal valor es poder contextualizar culturalmente la práctica y motivar la acción social; pero su poder crítico es muy relativo, al estar expuesto a los intereses vigentes. También se busca resolver la tensión volviendo, gracias a la epoché o velo de ignorancia, a situaciones originarias, en las que el equilibrio reflexivo constituye al sujeto moral (Rawls). Un intento de solución sin romper la tensión es partir sí de sentimientos morales del mundo de la vida (Strawson), y someterlos a una intuición valorativa de estirpe fenomenológica, para acudir a recursos subjetivos en formas de identidad personal (Tugendhat), o de comunicación pública (Habermas) o de argumentación trascendental (Apel). El valor de las éticas universalistas, basadas en la reflexión, la voluntad o el discurso, sigue siendo su fuerza crítica; pero son débiles motivacionalmente y están expuestas al absolutismo de la razón. La ética fenomenológica insiste en conservar la tensión, reconociendo ahora no sólo la verdad, sino el valor de la skepsis, que es la que obliga a asumir la contingencia del mundo de la vida, origen de todas las preguntas, sobre todo de las que destruyen dogmas, desestabilizan doctrinas y abren posibilidades, con mayor o menor sentido para una subjetividad en procesos

de formación, consciente de la diferencia al reconocer al otro, en búsqueda de autorrealización personal y de formas de interacción social. Una concepción fenomenológica de la moral impide polarizarse en la hermenéutica para privilegiar lo relacionado con el mundo de la vida: contextualización, motivación, aplicaciones; o en la argumentación tomando partido por la subjetividad: fundamentación, universalidad, generalidad. La tensión entre subjetividad y mundo de la vida permitirá ir descubriendo cómo comprometerse sin identificarse. La tarea es entonces buscar formas constructivas, que partiendo del mundo de la vida, en el que se dan los signos de los tiempos, la comprensión de otras culturas y puntos de vista y las motivaciones, se pueda tomar la distancia que permite criticar, evaluar, proponer e intercambiar razones y motivos. Pero el consenso no puede ser el fin, ya que el disenso sobre todo en moral también es posible y muchas veces deseable.

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CITAS A PROPÓSITO DE EDMUND HUSSERL

LA FENOMENOLOGÍA HA REFLEXIONADO, SE HA apoyado, ha combatido,

contra el psicologismo, contra el pragmatismo, contra una etapa del pensamiento occidental. Ha sido ante todo, y continúa siéndolo, una meditación sobre el conocimiento, un conocimiento del conocimiento; y su célebre “poner entre paréntesis” consiste en primer lugar en dejar atrás una cultura, una historia, en retomar todo saber remontándose a un no saber radical. Pero este negarse a heredar, este “dogmatismo”, como lo denomina curiosamente Husserl, arraiga en una herencia. Así, la historia envuelve a la fenomenología, y Husserl lo ha sabido siempre a lo largo de toda su obra, pero hay en la fenomenología una intención, una pretensión a-histórica… Jean-François Lyotard

MUCHOS FILÓSOFOS DE NUESTRO TIEMPO SE HALLan dispuestos a

reconocer enteramente la autonomía de las ciencias con respecto a la ñlosofía. Limitan la tarea de la ñlosofía al análisis lógico de la estructura de las ciencias y al estudio de sus fundamentos, para lo cual consideran, por otra parte, que los hombres de ciencia son los únicos competentes. El pensamiento de Husserl se opone de manera radical a esa actitud del pensamiento moderno, de especialistas y filósofos, actitud que estos mismos justifican y fundan en el plano de su filosofía.lóela ciencia, en el nivel de su positividad ingenua, no sería sino una etapa hacia la ciencia verdadera, que se identifica con la filosofía, es decir, con la fenomenología.

D. K. Kuypers

LA FILOSOFÍA NO HA LLEGADO A SER UNA CIENCIA rigurosa, proseguida

por un equipo de investigadores, que culmina en resultados definitivos. Muy probablemente la filosofía rehúsa ese modo de vida espiritual. Pero algunas de las esperanzas husserlianas se han realizado. La fenomenología une a los filósofos, sin que esto ocurra de la manera en que el kantismo unía a los kantianos o el spinozismo a los spinozistas. Los fenomenólogos no adhieren a las tesis formalmente enunciadas por Husserl, no se consagran exclusivamente a la exégesis o la historia de sus escritos. Los aproxima una manera de obrar. Ellos se unen para abordar los problemas de una determinada manera, más que para adherir a un cierto número de proposiciones fijas. Emanuel Levinas

LOS CARACTERES DE LAS CIENCIAS DEPENDEN DE los de sus objetos y

métodos. Los de la fenomenología no hacen excepción. La fenomenología tiene aquellos caracteres que le prestan el ser ciencia eidética y el ser ciencia de la conciencia pura. Como ciencia eidética, las proposiciones que formula tienen el valor universal y necesario a priori que la intuición eidética confiere a las proposiciones que no hacen sino expresar fielmente sus datos. Como ciencia de la conciencia pura es la ciencia de lo absoluto y, por tanto, la primaria y fundamental, este es el rasgo idealista en la fenomenología de Husserl… José Gaos

HUSSERL ES LA CONTINUACION EN LA HISTORIA —quizás el término—

de esa corriente racionalista para la cual todo el sentido del devenir histórico radicaba en la lucha del hombre por su autoliberación mediante la

implantación del señorío de la razón sobre el mundo de nuestra experiencia y sobre la experiencia vivencial de nuestro propio ser humano. Daniel Herrera

HUSSERL SE PREGUNTABA CUAL ES EL OBJETO DE la filosofía como ciencia estricta: respondió con el concepto de reducción cuyo correlato es la esencia. Se preguntó después cómo es posible una ciencia estricta de esta esencia: respondió con el concepto de intuición. Finalmente se pregunta cuál es el problema filosófico radical: ya lo hemos visto, es la constitución. Y la “reconstitución” evidencial de esta constitución, esto y no otra cosa es la filosofía. Es la vida absoluta del ego. Xavier Zubiri

LA FENOMENOLOGÍA SE HA PRESENTADO, DESDE sus comienzos, como

una tentativa para resolver un problema, que no es el de una secta sino quizá el problema del siglo: se planteaba desde 1900 para todo el mundo, se plantea aún hoy. El esfuerzo filosófico de Husserl está, en efecto, destinado en su espíritu a resolver simultáneamente una crisis de la Filosofía, una crisis de las Ciencias del Hombre y una crisis de las Ciencias simplemente, de la que no hemos salido todavía… Su deseo de fundar de nuevo las ciencias está ciertamente, para muchos, en la decisión que tomó de continuar una investigación filosófica radical. Maurice Merleau-Ponty

Cronología AÑO

EDMUND HUSSERL

CONTEXTO HISTÓRICO CULTURAL AÑO

1859 Nace en Prossnitz (Moravia) el 8 de abril, en el seno de una familia Nacen H. Bergson y J. Dewey. Marx: 1959 hebrea perteneciente a la burguesía media. Crítica de la economía política.

1860

Lincoln es elegido presidente de los 1860 Estados Unidos. Francia adquiere Niza y Saboya. Baudelaire: Los paraísos artificiales. Muere Schopenhauer

1861

Víctor Manuel es proclamado rey de Italia. 1861 Comienza la guerra de la Secesión en los Estados Unidos. Dostoievski: Humillados y ofendidos.

1862

Bismarck, primer ministro de Prusia, 1862 Flaubert: Salambó. Hugo: Los miserables. Nacen: Maeterlinck y Dubussy. Muere Thoreau

1863

Alianza de Rusia y Prusia. Guillermo de 1863 Dinamarca, rey de Grecia. Francia se toma la capital mexicana y proclama emperador a Maximiliano. Abolición de la esclavitud en los Estados Unidos. Baudelaire: Pequeños poemas en prosa. J. S. Mill: El utilitarismo. Nacen D’Annunzio y Cavafis. Muere Delacroix

1864

Lincoln es reelegido presidente. Francia 1864 retira sus tropas de Roma. Fundación de la Primera Internacional. Tolstoi: Guerra y paz. Dostoievski: Apuntes del subsuelo. Nacen Miguel de Unamuno, R. Strauss y M. Weber.

1865

Asesinato Lincoln. Fin de la guerra de 1865 Secesión. Carroll: Alicia en el país de la maravillas. Nacen Kipling, Yeats y José Asunción Silva.

1866

Guerra italo-austriaca. Nace el Klu-Klux 1866 Klan. Verne: De la tierra a la luna. Rimbaud: Iluminaciones. Verlaine: Poemas saturnianos. Dostoievski: Crimen y castigo y El jugador. Nacen G. H. Wells, Kandinsky y B. Croce.

1867

1867

Tropas francesas se retiran de México. Maximiliano es fusilado. Canadá se convierte en dominio británico. Ibsen: Peer Gynt. Isaacs: María. Wagner: Los maestros cantores. Strauss: El Danubio azul. Marx: El capital. Nace Pirandello y Rubén Darío. Muere Baudelaire.

1868

Cuba inicia su primera guerra de 1868 independencia. Mary Alcott: Mujercitas. Dostoievski: El idiota. Nace Gorki. Muere Rossini.

1869

Reintroducido el parlamentarismo en 1869 Francia. Apertura del canal de Suez. Flaubert: La Educación sentimental. Lautremont: Los cantos de Maldoror. Altamirano: Clemencia. Nace Gide, Nervo, Lenin y Gandhi. Mueren Lamartine y Berlioz.

1870

Estalla la guerra franco-prusiana. Revuelta 1870 de París y proclamación de la república. Dostoievski: Los endemoniados. Verne: Veinte mil leguas de viajes submarino. Mueren Dickens, Becker, Dumas, Lautermont.

1871

Rendición de París a las tropas prusianas. 1871 Guillermo I emperador de Alemania. Francia pierde Alsacia y Lorena. Carroll: Alicia a través del espejo. Nace Valéry y Proust.

1872

Guerra Carlista. Expulsión de los jesuitas 1872 de Alemania. Congreso de la Internacional en la Haya. Nietzsche: El origen de la tragedia. Verne: La vuelta al mundo en ochenta días. Nacen B. Russell y Pío Baroja. Mueren Gautier y Feuerbach.

1873

Muere Napoleón III. Crisis económica 1873 mundial. Proclamación de la primera república española. Tolstoi: Ana Karerina. Rimbaud: Una temporada en el infierno. Bizet: Carmen. Nace G. E. Moore. Muere Mill.

1874

Alfonso XII rey de Espala. Flaubert: Las 1874 tentaciones de San Antonio. Nace Gertrude Stein, Chesterton, Lugones y M. Scheler.

1875

1875

Formación del imperio colonial francés en Asia y África. Twain: Las aventuras de Tom Sawyer. Nacen Thomas Mann, Rilke, Antonio Machado y Ravel. Muere Bizet y Milet.

1876 Aprueba con honores el examen de licenciatura en el liceo Olmütz. Expansión del imperio colonial francés. 1876 Inicia sus estudios universitarios en Leipzig, en donde sigue cursos Independencia de Corea. Spencer: de astronomía, física y matemáticas Principios de sociología. Darwin: Autobiografía. Nacen J. London. Nacen H. Hesse

1877

Guerra ruso-turca. La reina Victoria 1877 coronada como emperatriz de la India. Flaubert: Tres cuentos. Brahms: Primera y segunda sinfonías. Nace H. Hesse.

1878 Pasa a la Universidad del Berlín, donde se dedica a la investigación Con el pacto de Zanjón finaliza en Cuba la 1878 matemática sobre la teoría de los números y el análisis bajo la guía guerra de los diez años. Nietzsche: de Kronecker y Weierstrass. Humano, demasiado, humano.

1879

Porfirio Díaz presidente de México. Ibsen: 1879 Casa de muñecas. Dostoievski: Los Hermanos Karamasov. Zola: Nana. Frege: Conceptografía. Nacen Einstein y P. Klee.

1880

Francia ocupa Tahití. Fundación de la 1880 Compañía del Canal de Panamá. Taine: Filosofía del arte. Nacen Musil y Spengler. Mueren Flaubert y G. Eliot.

1881 Reside en Viena

Alejandro II es asesinado. Sube al trono 1881 Alejandro III. Offebach: Los cuentos de Hoffman. Nietzsche: Aurora. Mueren Dostoievski y Carlyle.

1882

Triple alianza: Alemania, Austria-Hungría, 1882 Italia. Stevenson: Nuevas noches árabes. Wagner: Parsifal. Nietzsche: La gaya ciencia y Así habló Zaratustra. Nacen James Joyce y Virginia Wolff. Muere Darwin.

1883 En Viena obtiene el doctorado en matemáticas con su tesis Sobre el Guerra franco-china. Francia ocupa 1883 cálculo de las variaciones. Viaja a Berlín para trabajar como Madagascar. Stevenson: La isla del Tesoro. asistente de Weierstrass, pero regresa nuevamente a Viena ante la Nace Mussolini, Kafka, Jaspers y Barba enfermedad de su maestro. Se produce el encuentro con el filósofo Jacob. Muere Marx. Franz Brentano, que determinará una nueva orientación y un cambio decisivo en su carrera académica. Asiste a sus cursos y rápidamente es cautivado por su personalidad y el modo de exposición claro y riguroso de los problemas filosóficos. Estos

factores fueron suficientes, según palabras de Husserl, para sentirse conquistado definitivamente por la filosofía.

1884

En el Oriente, las sucesivas conquistas 1884 francesas culminan en la creación de la Indochina francesa. Ibsen: El pato salvaje. Dubussy: El hijo pródigo. Frege: Fundamentos de la Aritmética. Nace Bachelard.

1885

Conferencia de Berlín reparte África entre 1885 potencias occidentales. En Rusia estallan los primeros disturbios obreros. Nacen Lucáks, Bloch, Lawrence, Pounz y Mauriac. Nace Víctor Hugo.

1886

Abolida la esclavitud en Cuba. Nueva 1886 constitución en Colombia. Stevenson: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Nietzsche: Más allá del bien y del mal. Mueren E. Dickinson y Liszt.

1887 Contrae matrimonio con Malvine Charlotte Steinscheider, joven Alejandro, Hermano mayor de Lenin, maestra hebrea de Prossnitz, de cuya unión resultarán tres hijos. participa en un complot para asesinar a Inicia su carrera universitaria como Privatdozent de la Universidad Alejandro III. Tolstoi: La muerte de Ivan de Halle, habilitándose el 6 de julio con la disertación Sobre el Ilich. Conan Doyle: Estudio en escarlata. concepto de número. Verdi: Otelo. Nietzsche: La genealogía de la moral.

1888

Abolición de la esclavitud en Brasil. Rubén 1888 Darío: Azul. Nacen T. S. Eliot, K. Mansfield y O’Neill.

1889

Oleada de atentados y terrorismo en Rusia. 1889 Bergson: Ensayos sobre los datos inmediatos de la conciencia. Nietzsche: El crepúsculo de los ídolos. Nacen Heidegger, Wittgenstein, Alfonso Reyes y Chaplin.

1890

Cambios en la política interna y externa del 1890 imperio alemán, impulsados por Guillermo II. Ibsen: Hedda Gabler. Stevenson: Baladas. W. James: Principios de psicología. Nace Pasternak. Muere Van Gogh

1891 Publica Filosofía de la Aritmética, obra escrita con un marcado Acercamiento franco-ruso. El partido acento psicologista que dio lugar a críticas adversas, especialmente social-demócrata aprueba el programa de por Frege. Erfurt. Conan Doyle: Las aventuras de Sherlock Holmes. Nacen H. Miller, Max Ernst, Pedro Salinas, Agatha Christie, Carnap y Gramsci. Mueren Melville y Rimbaud.

1892

Stevenson: El náufrago. Yeats: La condesa 1892 Cathleen. Shaw: La profesión de la señora Warren.

1893

Avance colonial francés en África. Shaw: 1893 El amante. Verdi: Falstaff. Bradley: Apariencia y realidad. Frege: Leyes básicas de la aritmética. Nace Huidobro, Maiakovski y Miró. Muere H. Taine.

1894

Nicolás II sucede a Alejandro III. Kipling: 1894 El libro de la selva. Wilde: Salomé. Mahler: Segunda sinfonía. Sienkiewicz: ¿Quo Vadis? Nietzsche: El anticristo. Muere Stevenson. Frege: Dr. E. Husserl. Philosophie der Arithmetik.

1895

En Ginebra es asesinada la emperatriz 1895 Isabel. Hardy: Judas el oscuro. Stevenson: Cartas de Vailima. Conrad: La locura de Almayer. Mahler: Tercera sinfonía. Wells: La máquina del tiempo. Peano: Formulario matemático. Nace Horkheimer, Eluard y Graves. Muere Engels.

1896

En Atenas el rey Jorge I inaugura las 1896 Olimpiadas. Darío: Prosas profanas. Wells: La isla del Dr. Moreau. Chejov: La gaviota. Puccini: La Bohemia. Bergson: Materia y memoria. Nacen Fitzgerald, Faulkner, Breton y Montale. Mueren Verlaine y Nobel.

1897

Conrad: El negro de Narciso. Wells: El 1897 hombre invisible. Strauss: Don Quijote. W. James: La voluntad de creer. Durkheim: El suicidio. Mueren Brahms y Daudet.

1898

Guerra hispano-norteamericana; Estados 1898 Unidos obtienen Guam, Puerto Rico y Filipinas. Independencia de Cuba. Wilde: Balada de la cárcel de Reading. Rostand: Cyrano de Bergerac. Nacen Marcuse, Hemingway y Dámaso Alonso.

1899

Comienza la segunda guerra de los Boers. 1899 Conferencia de la Haya. Tolstoi: Resurrección. Yeats: El viento en los rosales. Dur

1900

1900

Abandona su posición psicologista y publica el primer volumen de Conrad: Lord Jim. Debussy: Tres Investigaciones lógicas, en las que halla la clave de la nocturnos. Mahler: Sinfonía número fenomenología. cuatro. Puccini: Tosca. Bergson: La risa. Freud: La interpretación de los sueños. Nacen Ryle. Buñuel y L. Armstrong. Mueren Nietzsche y Wilde. Congreso Internacional de Filosofía en París.

1901 Publica la segunda parte de Investigaciones lógicas. La acogida de Muere la reina Victoria de Inglaterra. 1901 esta obra hace que sea nombrado profesor extraordinario en Chejov: Tres hermanas. Kipling: Kim. Gotinga, y finalmente en 1906, profesor titular. La fenomenología Freud: Psicopatología de la vida cotidiana. empieza a convertirse en esta época en un movimiento filosófico Nacen Malraux, Lacan y V. de Sica. Muere importante. Surgen los círculos de Mónaco y Gotinga, entre cuyos Verdi. pensadores se encuentran A. Koyré, Fritz Kaufmann y Edith Stein.

1902

James: Las alas de la paloma. Gorki: los 1902 bajos fondos. Doyle: El sabueso de los Baskerville. Mahler: Quinta sinfonía. Poincaraé: la ciencia y la hipótesis. Nacen Popper y Steinbeck. Muere Zola.

1903 “Bericht über deutsche Schriften zur Logik in den Jahren 1895- Pío X, Papa. Conrad: Tifón. Chejov: El 1903 1899”. In Archiv für systematische Philosophie. Berlin. 9 (1903): jardín de los cerezos. H. James: Los 113-32, 237-59, 393-408, 523-43. embajadores. Moore: Principia ethica. Russell: Los principios de la matemática. Nace Ramsey, Orwell y Yourcenar. Muere Spencer.

1904 “Bericht über deutsche Schriften zur Logik in den Jahren 1895- Guerra ruso-japonesa con victoria de 1904 1899”. In Archiv für systematische Philosophie. Berlin. 10 (1904): Japón. James: La copa de oro 101-25.

1905

Revolución en Rusia. Rilke: Libro de las 1905 horas. Darío: Cantos de vida y esperanza. Freud: Tres ensayos para una teoría sexual. Einstein formula la teoría restringida de la relatividad. Nacen Sartre y Canetti. Muere Verne.

1906

Musil: Las tribulaciones del joven Törles. 1906 Pascoli: Odas e himnos. Nacen L. Visconti, Greta Garbo, Uslar Pietri, Beckett. Mueren Ibsen y Cézanne.

1907

Constitución de la Triple Alianza: Rusia, 1907 Francia y Gran Bretaña. Gorki: La madre. Kipling recibe el premio Nobel de literatura. Bergson: la evolución creadora. Nace Moravia y Auden.

1908

Chesterton: El hombre que fue jueves. A. 1908 France: La isla de los pingüinos.

Maeterlinck: El pájaro azul. W. James: El pragmatismo. Nacen S. de Beauvoir, LéviStrauss, Quine y Merleau Ponty.

1909

Gide: La puerta estrecha. Schoenberg: 1909 Piezas para orquesta. W. James: El sentido de la verdad y Un universo pluralista. Lenin: Materialismo y empiriocriticismo. Nacen Alegría, Onetti y S. Weil.

1910

Sudáfrica se convierte en dominio 1910 británico. Rilke: Los apuntes de Malte Laurids Brigge. Stravinski: El pájaro de fuego. Russell: Principia mathematica. Poincaré: Ciencia y método. Mueren Tolstoi y W. James. Nace A. Ayer.

1911 Da a la imprenta La filosofía como ciencia exacta.

Crisis de Agadir entre Francia y Alemania. 1911 Mansfield: En una pensión alemana. Chesterton: La inocencia del padre Brown. Strauss: El caballero de la rosa. Nacen E. Bishoph, Sábato y J. L. Austin. Muere W. Dilthey.

1912

Guerra ítalo-turca. China es proclamada 1912 república. Estados Unidos invade Nicaragua. Shaw: Pigmalión. Machado: Campos de Castilla. Freud: Totem y tabú. Nace Durrell, Ionesco y J. Amado. Muere H. Poincaré.

1913 Publica el célebre libro Ideas relativas a una fenomenología pura y Primera guerra de los Balcanes. 1913 a una filosofía fenomenológica en el primer volumen del Anuario Independencia de Albania. Segunda guerra para la Investigación filosófica y fenomenológica, revista que de los Balcanes. Bulgaria es derrotada en funda este mismo año. Con esta obra el movimiento Grecia y Serbia. Lawrence: Hijos y fenomenológico adquiere una posición singular en el mundo amantes. Proust: En busca del tiempo filosófico. La guerra, que se iniciará el año siguiente, no cambiará perdido. Duhem: El sistema del mundo. sustancialmente su actividad de investigador y de profesor Nacen Camus y P. Ricoeur. universitario.

1914

Estalla la primera guerra mundial con el 1914 asesinado del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo. Guerra entre Rusia y Alemania. Finalizan las obras de Canal de Panamá. Invasión de Francia por el ejército alemán. Joyce: Retrato de un joven adolescente. Unamuno: Niebla. Russell: Nuestro conocimiento del mundo externo. Nacen Paz, Cortázar y Bioy Casares. Muere Ch. S. Pierce.

1915

Fracaso en la campaña de los Dardanelos contra Turquía. Einstein da a conocer su teoría generalizada de la relatividad. Kafka:

La metamorfosis. Lee Masters: Antología de Spoon River. Ortega y Gasset: Meditaciones del Quijote. Nace Bellow y Barthes.

1916 En marzo es nombrado profesor ordinario de la Universidad de Fracaso de la revolución de Irlanda. Batalla 1916 Friburgo. Se produce su encuentro con Heidegger, quien se de Somme. Fundación del movimiento convertirá en su colega y amigo. La fama de Husserl y la difusión Dadá. Russell: Principios de del pensamiento fenomenológico traspasan las fronteras de Europa. reconstrucción social. Dewey: Ensayos de lógica experimental. Mueren Rubén Darío y London.

1917

Revolución rusa: los bolcheviques se 1917 toman el poder. Batallas de Aisne, Flandes y Argonne. Pirandello: A cada uno su verdad. Nacen A. Burgess y H. Böll. Mueren Degas, Rodin, Brentano y Durkheim.

1918

Fin de la guerra tras el fracaso de la última 1918 ofensiva alemana. Abdicación del emperador alemán Guillermo II. Independencia de Polonio. Vallejo: Los heraldos negros. Proust: A la sombra de la muchacha en flor. Russell: Misticismo y lógica. Nacen Ingmar Bergman, Althusser, Juan Rulfo. Mueren Apollinaire y Debussy.

1919

Establecimiento de una república 1919 parlamentaria en Alemania (República de Weimar). Tratado de Versalles. Hesse: Demián. V. Woolf: Noche y día. Breton: Los campos magnéticos. Huidobro: Altazor. Russell: Introducción a la filosofía matemática. Jaspers: Psicología de la concepciones del mundo. Nace P. F. Strawson. Mueren Renoir, Amado Nervo y Ricardo Palma.

1920

La Sociedad de las Naciones se reúne por 1920 primera vez. Guerra civil en Irlanda. Fitzgerald: De este lado del paraíso. Valéry: Cementerio marino. Proust: El mundo de Guermantes; Sodoma y Gomorra. Whitehead: El concepto de naturaleza. Freud: Más allá del principio del placer. Nacen Asimov, Fellini, Benedetti y Charry Lara. Mueren Modigliani, Pérez Galdós y Weber.

1921

A. France, premio Nobel de literatura. 1921 Pirandello: Seis personajesen busca de autor. Dos Passos: Tres soldados. Quiroga:

Anacond,1. Wittgenstein: Tractatus logicophilosophicus. Freud:Psicología de las masas y análisis del yo. Scheler: De lo eterno en el hombre. Muere Saint-Saëns.

1922

Mussolini se toma el poder en Italia. Se 1922 constituye la URSS. Joyce: Ulises. T. S. Eliot: Tierra baldía. Jacinto Benavente, premio Nobel de literatura. Muere Proust.

1923

Proclamación de la República de Turquía. 1923 Conrad: El hermano de la costa. Freud: El yo y el ello. Reich: Análisis del carácter. Nacen María Callas, l. Calvino. Mueren K. Mansfield y S. Bernhardt.

1924

Tras la muerte de Lenin, Stalin y Trotsky 1924 se disputan el poder. T. Mann: La montaña mágica. Forster: Pasaje a la India. Hitler: Mi lucha. Nacen L. Colletti, T. Capote, José Donoso. Mueren Kafka, Conrad y France.

1925

Tratado de Locarno. Dos Passos: 1925 Manhattan Transfer. Fitzgerald: El gran Gatsby. Whitehead: La ciencia y el mundo moderno. Moore: En dafensa del sentido común. Shaw, premio Nobel de literatura. Nacen Richard Burton y Y. Mishima. Mueren Puccini y G. Frege.

1926

Huelga general en Gran Bretaña. 1926 Independencia de Irak. Schröidinger formula las leyes de la mecánica cuántica. Se funda el Círculo Lingüístico de Praga. Pirandello: Uno, ninguno y cien mil. Scheler: Sociología del saber. Nace Foucault. Mueren Rilke y Monet.

1927 Se distancia definitivamente de Heidegger, quien inaugura un Inglaterra rompe relaciones diplomáticas 1927 nuevo método de indagación fenomenológica. El texto que provoca con la URSS. V. Woolf: Al faro. Hesse: El pugna de posiciones entre ambos filósofos es la obra de Heidegger lobo estepario. Russell: Análisis de la Ser y tiempo, que sale a la luz este año. materia. Heidegger: Ser y tiempo. Freud: El porvenir de una ilusión. Nace Gabriel García Márquez. Muere R. Güiraldes.

1928 Se publica las Lecciones sobre la fenomenología de la conciencia García Lorca: Romancero gitano. V. 1928 del tiempo, cuyo editor es Heidegger. Woolf: Orlando. Lawrence: El amante de lady Chatterly. Kafka: América. Scheler: El puesto del hombre en el cosmos. Carnap: La construcción lógica del mundo. Nace Chomsky. Mueren Hardy y M. Scheler.

1929 Publica Lógica formal y lógica trascendental. Pronuncia en la Crisis económica mundial. T. Mann, 1929 Sorbona las célebres conferencias que, en homenaje al filósofo premio Nobel de literatura. Lorca: Poeta en francés, recibieron el título de Meditaciones cartesianas. En este Nueva York. Faulkner: El sonido y lujuria. mismo año publica el artículo Fenomenología en la Enciclopedia Hemingway: Adiós a las armas. V. Woolf: Británica. Una habitación propia. Heidegger: Kant problema de la metafísica. Whitehead: Proceso y realidad. Nacen Habermas, Kundera y Antonioni.

1930

S. Lewis, premio Nobel de literatura. T. S. 1930 Eliot: Miércoles de ceniza. Auden: Poemas. Faulkner: Mientras agonizo. Borges: Evaristo Carriego. Freud: El malestar de la cultura. Mueren Lawrence, Conan Doyle y Maiakovski.

1931

Cae la monarquía española con la 1931 abdicación del rey Alfonso XIII. Creación de la Segunda República. Saint-Exupéry: Vuelo nocturno. T. S. Eliot: Marcha triunfal. Lorca: Poema del cante jondo. V. Woolf: Las olas. Faulkner: Santuario. Muere. T. A. Edison.

1932

Inicio de la era del New Deal. A. Breton: 1932 Los vasos comunicantes. Huxley: Un mundo feliz. Hemingway: Muerte en a tarde. Jaspers: Filosofía. Nace U. Eco y J. Searle. Muere G. Peano.

1933 El nacional-socialismo asciende al poder e inicia una persecución Adolfo Hitler lanza una campaña contra 1933 contra los judíos. Husserl es retirado del cuerpo académico de la socialistas y comunistas, dando inicio a la Universidad de Friburgo y se le prohíbe todo tipo de participación llamada revolución nazi. A. Malraux: en eventos filosóficos así como publicar sus trabajos. condición humana. Lorca: Bodas de sangre. Auden: La danza de la muerte.Neruda: Residencia la tierra.

1934

Hitler se convierte en Führer. R. Graves: 1934 Yo, Claudio. Fitzgerald: Suave es la noche. Lorca: Yerma. Pirandello, premio Nobel de literatura. Icaza: Huasipungo. Carnap: La sintaxis lógica del lenguaje.

1935 Va a Viena a dictar su famosa conferencia La Filosofía en la crisis Steinbeck: Tortilla Flat. T. S. Eliot : 1935 de la humanidad europea. En diciembre viaja a Praga para hablar Asesinato en la catedral. Borges: Historia sobre el mismo tema, esta vez de una manera más sistemática, en la universal de la infamia. Jaspers: Razón y conferencia La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología existencia. Nacen F. Sagan, W. Allen y E. trascendental. El impacto de las dos conferencias es enorme. Presley. Mueren F. Pessoa y Gardel.

1936

Inicio de la guerra civil española. 1936 Constitución del eje Roma-Berlín. Pavese: Trabajar cansa. Faulkner: ¡Absalón, Absalón! A. Ayer: Lenguaje, verdad y lógica. Sartre: La imaginación y

trascendencia del ego. Mueren Lorca, Pirandello, Unamuno, Gorki, Kipling, Chesterton y O. Spengler.

1937

Guerra chino-japonesa. Roger Martín Du 1937 Gard, premio Nobel de literatura. Steinbeck: Los ratones y los hombres. V. Woolf: Los años. Asturias: El señor presidente. Mueren Ravel Marconi, Adler y Gramsci.

1938 Muere en Friburgo el 27 de abril. Sus cenizas son llevadas un año Pacto de Munich para frenar la expansión 1938 después a Lovaina, en donde se fundan los Archivos Husserl ese alemana. Austria es anexionada por la mismo año. En los archivos se conservan la biblioteca y cerca de Alemania nazi. S. Beckett: Murphy. C. 40000 páginas manuscritas del filósofo, documentos que se han Alegría: Los perros hambrientos. Sartre: la utilizado para la edición crítica de sus obras, la Husserliana, de las náusea. Mueren A. Storni, C. Vallejo, D' que han publicado 27 volúmenes hasta el momento. Annunzio.

BIBLIOGRAFÍA La edición de las obras completas de Edmund Husserl en su lengua original es:

Gesammelte Werke, —Husserliana—, Band I a Band XXXVI, Den Haag, Martinys Nijjhoff, 1963-1987; Band xxvii a Band xxix, Dordrecht/Boston/London, Kluwer Academic Publishers, 1989 ss.

Obras de Edmund Husserl en castellano Experiencia y juicio, México, Unam, 1980. Fenomenología de la conciencia del tiempo inmanente, Buenos Aires, Nova, 1959. Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, México, FCE, 1949. Investigaciones lógicas, Madrid, Alianza, 1984, 2 vol. La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Barcelona, Crítica, 1991. La Filosofía como ciencia estricta, Buenos Aires, Nova, 1962. La idea de la fenomenología, México, FCE, 1981. Lógica formal y lógica trascendental, México, Unam, 1962. Meditaciones cartesianas, México, El Colegio de México, 1942.

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EDMUND GUSTAV ALBRECHT HUSSERL (8 de abril de 1859, Prostějov, Chequia - 27 de abril de 1938, Friburgo de Brisgovia, Alemania) Filósofo y matemático alemán, fundador de la fenonmenología trascendental. Obras: Philosophie der Arithmetik. Psychologische und Logische Untersuchungen (Filosofía de la Aritmética) 1891, Logische Untersuchungen. Erste Teil: Prolegomena zur Reinen Logik (Investigaciones Lógicas, Vol. 1) 1900, Logische Untersuchungen. Zweite Teil: Untersuchungen zur Phänomenologie und Theorie der Erkenntnis (Investigaciones Lógicas, Vol. 2) 1901, Ideen zu einer reinen Phänomenologie und phänomenologischen Philosophie. Erstes Buch: Allgemeine Einführung in die reine Phänomenologie (Ideas Relativas a una Fenomenología Pura y a una Filosofía Fenomenológica) 1913, Formale und Transzendentale Logik. Versuch einer Kritik der Logischen Vernunft (Lógica Formal y Trascendental: Ensayo de una Crítica de la Razón Lógica) 1929, Méditations Cartésiennes (Meditaciones cartesianas) 1931, Die Krisis der Europäischen Wissenschaften und die Transzentale Phänomenologie: Eine Einleitung in die Phänomenologische Philosophie (La Crisis de las Ciencias Europeas y la Fenomenología Trascendental: Introducción a la Filosofía

Fenomenológica) 1936, Erfahrung und Urteil. Untersuchungen zur Genealogie der Logik (Experiencia y Juicio) 1939.

KLAUS HELD (1 de febrero de 1936, Düsseldorf, Alemania) Filósofo alemán, su investigación se ha centrado en la obra de Edmund Husserl y de Martin Heidegger. Obras: Lebendige Gegenwart. Die Frage nach der Seinsweise des transzendentalen Ich bei Edmund Husserl, entwickelt am Leitfaden der Zeitproblematik, Phaenomenologica Band 23, Den Haag 1966 (japanisch Koyo-Verlag Kyoto 1978 u. Hokuto Shuppan Verlag 1988, englisch The Living Present, Noesis Press, USA); Heraklit, Parmenides und der Anfang von Philosophie und Wissenschaft. Eine phänomenologische Besinnung, Berlin 1980; Stato, interessi e mondi vitali. Per una fenomenologia della politica, a cura di Antonio Ponsetto, Brescia 1981; Einführung in Husserls Phänomenologie, in: Edmund Husserl: Die phänomenologische Methode und Edmund Husserl: Phänomenologie der Lebenswelt, herausgegeben von Klaus Held, 3. Auflage, Stuttgart, 1998 und 2000 (übersetzt ins Japanische und Englische); Treffpunkt Platon. Philosophischer Reiseführer durch die Länder des Mittelmeers, Stuttgart 1990 (3. Auflage 2001, Taschenbuchausgabe 2009) (übersetzt ins Französische, Niederländische, Japanische, Koreanische und Italienische) La fenomenologia del mondo e i Greci, a cura di Renato Cristin,

Mailand 1995 Phänomenologie der politischen Welt, Frankfurt am Main 2010 (übersetzt ins Polnische) Phänomenologie der natürlichen Lebenswelt, Frankfurt am Main 2012; Europa und die Welt. Studien zur weltbürgerlichen Phänomenologie, Westöstliche Denkwege Band 22, Sankt Augustin 2013 Zeitgemäße Betrachtungen, Frankfurt am Main 2017 Der biblische Glaube, Phänomenologie seiner Herkunft und Zukunft, Frankfurt am Main 2018

GUILLERMO HOYOS VÁSQUEZ (1935-2013) Filósofo colombiano. Obras: Intentionalität als Verantwortung. Geschichtsteleologie und Teleologie der Intentionalität bei E. Husserl (opus eximium, summa cum laude), Tesis doctoral, 1973; ¿Qué Significa Educar En Valores Hoy? En: España 2004, ed: Octaedro Oei ISBN: 848063698X v. 1 pags. 200; Borradores Para Una Filosofía De La Educación En: Colombia 2007, ed: Siglo Del Hombre Editores ISBN: 978-958-665-105-9; La Formación En Valores En Sociedades Democráticas, En: Colombia 2006, ed: Octaedro Oei ISBN: 84-8063-816-8; Pensamiento Colombiano En El Siglo XX En: Colombia 2007, ed: Pontificia Universidad Javeriana ISBN: 978-958-683965-5; Pensamiento Colombiano Del Siglo XX, Tomo 2.º En: Colombia 2008, ed: Editorial Pontificia Universidad Javeriana ISBN: 978-958-716-1137

Notas

[1]

Introducción a la filosofía (1922/23) —(Nota del editor alemán).