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The Magazine of Fantasy & Science Fiction ha gozado, desde sus comienzos, de la reputación de ser una de las publicaciones más respetadas en el género de la ciencia ficción, la fantasía y el terror. En esta antología se presentan las obras de ficción terrorífica más excepcionales publicadas durante los cuarenta años de historia de la revista.

AA. VV.

Horror 5 Lo mejor del terror contemporáneo Horror - 5 ePub r1.0

Trujano 05.07.14

Título original: The Best Horror Stories from The Magazine of Fantasy & Science Fiction AA. VV., 1988 Traducción: Jordi Fibla & Albert Solé Compiladores: Anne Deveraux Jordan & Edward L. Ferman Ilustración de portada: Les Edwards Editor digital: Trujano Colaboradora: peny ePub base r1.1

Introducción Un amigo mío, que escribe relatos de terror, se queda paralizado de miedo ante la idea de entrar en uno de esos ascensores de cristal que se deslizan por las paredes de los edificios. No ha podido asistir a muchas citas o acontecimientos porque es literalmente incapaz de meterse en un ascensor semejante. A mí no me entusiasman las serpientes y los insectos, y cuanto más grandes son más rápido me muevo… en

dirección opuesta. ¿Creo realmente que esa araña suspendida ante el cristal de mi ventana, que posiblemente mide un milímetro, va a volverse repentinamente feroz, que se lanzará sobre mí y me barrerá de la superficie de la Tierra? Intelectualmente, no. Bueno…, quizá. El motor del miedo es implacable, subjetivo, y utiliza como sustancia combustible la imaginación. Todos podemos imaginar situaciones del tipo «y si», pero hace falta auténtico talento literario para convertir dicho «y si» en un relato que tenga calidad y valor. Mientras yo retrocedo ante un insecto, una escritora como Lisa Tuttle está

convirtiendo mediante su arte a dicho insecto en toda una historia muy terrorífica como «La casa de los insectos». Cuando se habla de relatos de terror, la pesadilla de una persona es la inspiración de otra, y en estos días el tema de un relato de terror tiene como únicos límites la imaginación de un escritor. El relato de terror ha llegado a su mayoría de edad en el siglo XX. Ya no consiste simplemente en el recitado de un acontecimiento que se sale de lo normal o la relación de los hechos de un fantasma, sino que más bien es una historia de gente…, gente que reacciona

ante la oscuridad y el lado oscuro del alma, donde el control ha sido eliminado y el caos es una amenaza. En 1765, Horace Walpole creó el género «gótico» con su historia de fantasmas El castillo de Otranto, y nos dio la pauta y el estado anímico del moderno relato de terror. Cada escritor de terror que le ha seguido añadió un poco más al género, de tal forma que hoy podemos ser asustados en cualquier sitio, en cualquier lugar y por cualquier persona… o cosa. El horror ha salido sigilosamente del castillo y se ha metido en cualquier rincón oscuro. Pero «eso» —sea cual fuere el

«eso» que nos da miedo en un relato— debe ser creíble. Para ello hace falta habilidad. Cualquiera puede hacer que una persona se estremezca (imagine que está resbalando por una barandilla que se transforma en una navaja… ¿Ha sentido un leve escalofrío interior?), pero crear un relato alrededor de ese estremecimiento y hacer que la historia y los personajes cobren vida requiere un talento que se sale de lo normal. En Magazine of Fantasy & Science Fiction sentimos un gran placer cuando nos encontramos con un talento semejante. Cuando leemos un manuscrito, lo primero que buscamos, por encima de

todo, es la calidad de la escritura y el arte del escritor, la sangre no es importante. Ocurre demasiado a menudo que el escritor principiante, quizá influido en exceso por las películas actuales de «terror» donde reinan las puñaladas y los degollamientos, cree que son los ríos de sangre lo que hace funcionar el terror. Las mejores historias de terror son las que crean una obra con nuestras mentes y temores como intérpretes, no con nuestros impresionables estómagos. Desde su fundación, el Magazine of Fantasy & Science Fiction ha publicado relatos de terror que se han colocado

entre los mejores de su género, y los relatos elegidos para esta antología se encuentran entre lo mejor de esos relatos. Al crear esta antología hemos intentado incluir relatos para todos los gustos. Por ejemplo, «El infierno de Balgrummo», de Russell Kirk, tiene un decidido sabor antiguo. Utiliza muchas convenciones de la historia tradicional de terror gótico, aunque está ambientada en el mundo actual. Es una de las historias más aterradoras que jamás se hayan escrito. Por otra parte, «El Gregory de Gladys», de John Anthony West, conseguirá que usted ría…, aunque puede tratarse de una risa algo

nerviosa. Mientras que John Anthony West le hará lanzar una risita nerviosa, en esta antología hay más relatos de la variedad mire-por-encima-de-su-hombro-ycierre-la-puerta. «Aguas que suben», de Patricia Ferrara, es un relato escrito con elegancia e increíblemente fantasmagórico, mientras que «La vieja oscuridad», de Pamela Sargent, puede hacer que su factura de la electricidad suba hasta el cielo. Para quienes prefieran un poco más de ciencia y ciencia ficción mezclada con terror, «La autopsia», de Michael Shea, se encargará de proporcionárselo…, y

mucho más que eso. Con todo, el elemento básico que tienen en común los relatos que componen esta variadísima colección es que todos son de una calidad excepcional, que han sido escritos por personas de considerable talento, y que su propósito declarado es provocar tanto miedo que a uno se le caigan los calcetines. Los relatos de terror, y en particular los de esta antología, son piezas de artesanía delicadamente labradas que nos recuerdan siempre: «¡Tened cuidado!». Incluso el objeto más minúsculo de nuestro mundo puede volverse contra nosotros, extinguir la

luz, apagar el fuego y dejarnos a solas en la oscuridad, esperando… Así pues…, cierre las puertas, encienda todas las luces (pero, por si acaso, tenga a mano una linterna), instálese cómodamente, pase la página, lea y disfrute con la escurridiza sombra del miedo. ¡Y tenga cuidado! ANNE DEVEREAUX JORDAN

Ventana BOB LEMAN

Bob Leman es uno de los más interesantes y valiosos colaboradores de F&SF; con frecuencia suele utilizar una forma narrativa realista y contemporánea en la que introduce una escalofriante desviación, convirtiendo lo corriente en insólito y, a veces, en mortífero. «Ventana» se publicó por primera vez en F&SF en mayo de 1980,

y es un excelente ejemplo de la técnica de Bob. Este sobrecogedor relato nos habla de un proyecto militar que está investigando la telequinesia y experimenta un increíble accidente: la desaparición de todo un edificio, junto con un investigador, y la aparición, en su lugar, de algo terroríficamente distinto de lo que parece ser.

—No sabemos qué diablos está pasando allí —le dijeron a Gilson en Washington—. Puede que sea un asunto bastante gordo. El chalado que está al mando ha intentado mantenerlo en secreto, pero el ejército se encargaba de la seguridad rutinaria, y el oficial jefe nos dio el soplo. Un proyecto de lunáticos. Al parecer, ha estado recibiendo fondos durante años sin que nadie le prestara mucha atención. Percepción extrasensorial, en nombre de Dios… Y puede que hayan encontrado algo. Al menos, eso piensa el coronel encargado de la seguridad. Averígüelo. El chalado-que-estaba-al-mando era

un profesor de psicología que vestía ropas arrugadas y se llamaba Krantz. El profesor y el coronel recibieron a Gilson en el aeropuerto, y los tres se dirigieron directamente a la sede del proyecto en un sedán del ejército. El coronel empezó a hablar sin perder ni un instante. —Gilson, tiene usted aquí algo francamente raro —dijo—. Nunca he visto nada parecido, y no hay nadie que tenga ni idea de lo que es. Krantz está tan desorientado como todos los demás. Y el proyecto es su hijito. Nosotros sólo nos encargamos de la seguridad, aunque hasta el momento no nos había hecho

falta, desde luego. Ni siquiera hacía falta mantener el secreto, salvo para evitar que el público se riera hasta reventar. Lo que han montado aquí es… —Doctor Krantz —interrumpió Gilson—, sería mejor que me trazara usted un panorama completo de cuál es la situación. Por el momento no tengo la más mínima información. Krantz estaba muy ocupado encendiendo un cigarro. Exhaló una nube de humo apestoso y, a través de ella, dijo: —Nos falta un edificio prefabricado, un ordenador, cierto equipo médico y… esto…, un

investigador llamado Culvergast. —Explique eso de «nos falta» — dijo Gilson. —Se han ido. Han desaparecido. Un edificio y cuanto había dentro de él. Ya no está aquí. Pero tenemos algo a cambio. —¿Y de qué se trata? —Creo que será mejor esperar y que lo vea por sí mismo —contestó Krantz —. Estaremos allí en pocos minutos. Cruzaban los límites del área metropolitana, consistentes en una mísera serie de suburbios que antes habían sido pueblecitos. La autopista serpenteaba por el valle que había junto

al río, y los pueblecitos se esparcían a lo largo de la orilla, ninguno de ellos con más de uno o dos bloques de edificios, con sus callejuelas laterales subiendo empinadas cuestas hacia el primer risco. En una de esas moribundas comunidades dejaron la autopista; ascendieron dando brincos por un retorcido camino que trepaba por la colina, cuya superficie cambió de adoquines a grava después de que hubieran dejado atrás las casas. Más allá de la cresta del risco, el camino empezó a bajar tan abruptamente como había subido antes; después de aproximadamente medio kilómetro

dieron la vuelta para meterse por un sendero cuya entrada le habría pasado por alto a quien no estuviera prevenido. Ahora se hallaban en un bosque. Los árboles no eran los originales, pues habían sido replantados, pero la primera tala tuvo lugar hacía tanto tiempo que el lugar bien podría haber sido una tierra virgen, altiva, silenciosa y un tanto lúgubre en ese día gris. —Muy bonito —dijo Gilson—. Y, de todas formas, ¿cómo ha venido a parar hasta aquí semejante proyecto? —El lugar estaba disponible —dijo el coronel—. Ha estado disponible desde la Segunda Guerra Mundial. Lo

prepararon para hacer ciertos trabajos sobre detonadores de contacto. Lo cerraron en el año cuarenta y ocho. Estuvo sin ocupar hasta que el profesor decidió quedárselo. —Culvergast es un tanto excéntrico —dijo Krantz—. No quería trabajar en la universidad…, demasiada gente, decía. Cuando oí decir que el sitio se encontraba disponible, hice una petición y lo conseguí…, junto con el coronel, aquí presente. Culvergast parecía encontrarse a gusto con el arreglo, pero supongo que tiene un tanto preocupado al coronel. —Es un chiflado —dijo el coronel

—, y sus pequeños colaboradores son todavía peores que él. —Bien, ¿qué diablos estaba haciendo? —preguntó Gilson. Antes de que Krantz pudiera contestar, el chófer frenó ante una puerta de alambre que bloqueaba el camino. Estaba asegurada con una gruesa cadena y vigilada por soldados con armas. Uno de ellos, metralleta en mano, se asomó por la ventanilla. —¿Todo bien, señor? —preguntó. —Todo bien y además llevamos bollos, sargento —contestó el coronel. Evidentemente, era una contraseña. Uno de los soldados abrió el enorme

candado que mantenía asegurada la cadena—. Bastante primitivo —dijo el coronel mientras avanzaban dando tumbos por el camino de acceso—, pero servirá hasta que consigamos el equipo adecuado. Tenemos hombres con perros patrullando la valla. —Miró a Gilson—. Ya hemos llegado. Adelante, sírvase una buena ración. Era una casa. Estaba en el centro de un terreno despejado, en una isla de claridad solar, blanca, reluciente, y completamente fuera de lugar. A su alrededor se encontraba el negro enredo del bosque bajo un cielo sin sol, pero, sin que fuera posible saber cómo, el sol

brillaba sobre la casa, centelleando en sus pulidas ventanas y haciendo brillar los colores de los cuidados arriates de flores que la adornaban, reflejando la límpida blancura de sus líneas sobre la grisácea superficie del claro, empequeñecido por las feas hileras de edificios prefabricados que parecían medio abandonados. —No podía haber escogido un momento mejor —dijo el coronel—. Allí hace sol y aquí está nublado. Gilson no le estaba escuchando. Había salido del coche y estaba contemplando el espectáculo, fascinado. —Jesús —murmuró—. Igual que una

maldita postal victoriana. La casa estaba hecha de madera recubierta por complejas tallas, dibujos que parecían enloquecer en los aleros del tejado, trazado en pendiente, trepando de forma cada vez más elaborada a lo largo de torres y gabletes, embelleciendo las líneas de la fachada y delineando un largo y airoso porche. El espacio entre los grandes ventanales indicaba que había numerosas habitaciones y que eran muy amplias. Daba la impresión de que la casa era nueva, o quizá sólo fuera que estaba recién pintada, y que se la cuidaba con esmero. Un sendero de fina

gravilla blanca conducía hasta una gran puerta para carruajes. —¿Qué opina? —preguntó el coronel—. ¿Se parece a la casita de su abuelo? A decir verdad, se parecía; era como la casa de su abuelo, más grande y perfecta, y vista a través de la lente de la nostalgia romántica, la casa de su abuelo, cuidada y mimada como nunca lo había sido la vieja granja. —¿Y esto es lo que han obtenido a cambio de un edificio prefabricado? — preguntó a su vez. —Uno igual que ése —contestó el coronel, señalando hacia una de las

miserables construcciones—. Por supuesto que el edificio prefabricado podíamos utilizarlo. —¿Qué quiere decir con eso? —Mire —dijo el coronel. Cogió una pequeña piedra y la arrojó hacia la casa. La roca subió por el aire, llegó al punto más alto de su arco y empezó a caer. De repente, ya no estuvo allí. —Vaya —dijo Gilson—. Déjeme probarlo. Arrojó la piedra como si fuera una pelota de béisbol y estuviera haciendo su mejor lanzamiento. La roca desapareció a unos quince metros de la

casa. Contemplando el punto donde se había esfumado, Gilson se dio cuenta de que el suave césped de la pradera terminaba justamente bajo él. Allí donde terminaba el césped empezaban los hierbajos y piedras que formaban el terreno del claro. La línea de separación era absolutamente recta, y cruzaba el césped formando un ángulo. Cuando se acercaba al sendero, daba un giro de noventa grados y segaba la hierba, el sendero y las flores con idéntica y rectilínea precisión. —Perfectamente cuadrada —dijo Krantz—. Unos treinta metros de lado. A decir verdad, es probable que se trate de

un cubo. Sabemos que la cima se encuentra a unos veintisiete metros en el aire. Supongo que habrá unos tres metros de eso por debajo del suelo. —¿«Eso»? —preguntó Gilson—. ¿«Eso»? ¿Qué es «eso»? —Dele nombre y se lo puede quedar —contestó Krantz—. Un receptor de televisión tridimensional que tiene treinta metros de lado, quizá. Una bola de cristal cúbica. ¿Quién sabe? —Las rocas que arrojamos… No dieron en la casa. ¿Adónde han ido las rocas? —Ah. Ciertamente, ¿adónde? Conteste a eso y puede que tenga la

respuesta a todo. Gilson tragó aire. —De acuerdo. Ya lo he visto. Ahora, hábleme de ello. Desde el principio. Krantz se quedó callado durante un segundo; luego, con la seca voz de un conferenciante, dijo: —Hace cinco días, el trece de junio, a las once y media de la mañana, tres minutos más o menos, el soldado Ellis Mulhivill, que estaba de guardia en la puerta, oyó lo que luego describió como «algo parecido a una explosión que no hiciera ruido». Entró en el recinto, cerró la puerta a su espalda y vino corriendo

al claro. Se quedó asombrado («atontado», fue su expresión) al ver esa casa de allí en el sitio que debía ocupar el edificio prefabricado de Culvergast. Supongo que se debió quedar parado durante un tiempo, parpadeando y tragando saliva, intentando llegar a una especie de acuerdo racional con lo que le decían sus ojos. Luego fue corriendo al puesto de guardia y llamó al coronel, que me llamó a mí. Vinimos aquí, y nos encontramos con que habían desaparecido unos novecientos metros cuadrados de tierra, un edificio y el hombre que había en su interior, y habían sido reemplazados por esto con

la misma limpieza que si hubieran clavado una chincheta en un tablero de corcho. —Usted piensa que el edificio prefabricado ha ido al mismo sitio que las piedras —dijo Gilson. Era una afirmación. —Bueno, ni siquiera podemos estar absolutamente seguros de que haya desaparecido. Es imposible, eso de allí no puede estar donde lo vemos. Cuando aquí luce el sol, llueve sobre esa casa, y ahora mismo puede ver usted cómo brilla el sol sobre ella, en un día como éste. Es una ventana. —¿Una ventana a qué?

—Bueno…, eso parece una casa recién construida, ¿no? ¿Cuándo construyeron casas como ésa? —En mil ochocientos setenta u ochenta, o algo así… —Sí —dijo Krantz—. Creo que estamos viendo el pasado. —Oh, por el amor de Dios —musitó Gilson. —Ya sé lo que siente. Y puede que me equivoque. Pero debo decir que eso es lo que parece. Quiero que oiga a Reeves. Ha estado aquí desde el principio. Es un licenciado que nos ayuda en el proyecto. ¡Reeves! Un hombre bastante joven, muy alto

y muy delgado, se irguió como si se desdoblara desde su posición anterior, agazapado sobre una máquina de aspecto extraño que se encontraba cerca de la línea que separaba la hierba de los guijarros, y fue hacia los tres hombres. Reeves estaba entusiasmado. —Oh, desde luego que es el pasado —dijo—. Hacia el mil ochocientos ochenta. Mi chica cogió algunos libros sobre trajes de la biblioteca y las ropas encajan con esa década. Y los adornos que hay en los arneses de los caballos también son una buena pista. Eso lo saqué de… —Espere un momento —interrumpió

Gilson—. ¿Ropas? ¿Quiere usted decir que allí dentro hay gente? —Oh, claro —dijo Reeves—. Una familia muy agradable. Mamá, papá, una niña, un niño, una viejecita que debe de ser la abuela o la tía. Un perro. Buena gente. —¿Cómo puede usted saberlo? —Oiga, les he estado observando durante cinco días. Están teniendo…, bueno, estamos teniendo un tiempo estupendo allí… o entonces, o como quiera usted decirlo. Se portan muy bien unos con otros; se aprecian. Buena gente. Ya lo verá. —¿Cuándo?

—Bueno, ahora estarán cenando. Normalmente salen después de cenar. Dentro de una hora, quizá. —Esperaré —dijo Gilson—. Y mientras esperamos, por favor, cuénteme algo más del asunto. Krantz adoptó nuevamente su voz de conferenciante. —En cuanto a su naturaleza, no hay nada que contar. Tenemos una ventana y creemos que da al pasado. Podemos ver por ella y, por lo tanto, sabemos que la luz la atraviesa; pero lo hace sólo en una dirección, como lo demuestra el hecho de que la gente del otro lado no se da cuenta para nada de nosotros. No puede

pasar nada más. Ya ha visto lo que sucedió con las piedras. Hemos metido palos por la zona de contacto (no hay ni la más mínima resistencia), pero lo que cruza esa superficie desaparece, y sólo Dios sabe dónde va. Lo que meta por allí, allí se queda. El palo queda limpiamente cortado. Fascinante. Pero, sea lo que sea, no está en el mismo lugar que la casa. Esa zona de contacto no esta situada entre nosotros y el pasado; está entre nosotros y… algún otro sitio. Creo que nuestra ventana de aquí no es más que un efecto colateral producido por casualidad, un… un retorcimiento del tiempo que es el resultado de las

tensiones existentes a lo largo de esa zona de contacto, sean las que sean. Gilson lanzó un suspiro. —Krantz —dijo—, ¿qué voy a contarle al secretario? Ha dado por casualidad con lo que quizá sea el acontecimiento más importante de toda la historia, y se lo ha tenido callado durante cinco días. No sabríamos nada de todo esto a no ser por el informe del coronel. Cinco días perdidos. ¿Quién sabe cuánto durará este fenómeno? Los científicos más destacados del país tendrían que estar aquí…, tendrían que haber estado aquí desde el primer día. Para estudiar el fenómeno tenemos que

usar todos nuestros recursos. Este lugar tendría que ser un avispero en estos momentos. Y, en cambio, ¿qué me encuentro? Usted y un licenciado lanzando piedras y hurgando con palos. Y una novia que se encarga de buscar fechas de trajes. Maldita sea, es prácticamente una negligencia criminal… Krantz no pareció intimidado por sus palabras. —Pensé que diría eso —le contestó —. Pero mírelo de otra forma. Le guste o no, este fenómeno no ha sido producido por la tecnología o la ciencia. Fue puramente parapsicológico. Si

podemos reconstruir el trabajo de Culvergast, quizá podamos descubrir lo que ocurrió; podemos ser capaces de repetir el fenómeno. Pero no me gusta nada lo que ocurrirá después de que haya llamado a sus científicos, Gilson. Empezarán a tomar medidas, a hacer pruebas, harán conjeturas y montarán teorías, y ni por un solo instante aceptarán la base real de lo que ha sucedido. Cuando ellos lleguen, yo quedaré fuera del asunto. Y, maldita sea, Gilson, este fenómeno es mío. —Ya no —contestó Gilson—. Es demasiado grande. —Oiga, nosotros también hemos

estado haciendo algunos experimentos por cuenta propia —dijo Krantz—. Reeves, háblele de su máquina bateadora. —Sí, señor —dijo Reeves—. Verá, señor Gilson, lo que ha dicho el profesor no es totalmente cierto, ¿sabe? A veces algo puede cruzar la ventana. Lo vimos el primer día. Se había producido una inversión térmica por encima del valle, y el mal olor de la planta química se había acumulado durante una semana. La inversión se rompió ese día y el viento, al soplar, nos mandó la pestilencia hasta aquí. Un olor realmente horrible… Estábamos

observando a la familia de allí dentro y, de repente, empezaron a husmear el aire, arrugaron la nariz y pusieron cara de disgusto. Supusimos que debía de ser el olor de las sustancias químicas. En ese mismo instante metimos un palo por la ventana, pero el extremo desapareció, como de costumbre. El profesor sugirió que quizá se hubiera producido una oscilación o algo parecido en la zona de contacto, algo que sólo existe en forma intermitente. Inventamos un artefacto para poner a prueba esa idea. Venga, échele una mirada. Se trataba de una rueda horizontal con una paleta unida al borde, que

sobresalía. Al girar la rueda, la paleta se desplazaba sobre una mesa. Encima de la mesa se encontraba una tolva suspendida y, a intervalos regulares, algo caía de la tolva a la mesa, siendo golpeado inmediatamente por la paleta, que lo mandaba volando por los aires. Gilson le echó un vistazo al interior de la tolva, y arqueó una ceja en señal de interrogación. —Cubitos de hielo —contestó Reeves—. Teñidos de color naranja para que sean más visibles. Ese trasto manda un cubito de hielo a la zona de contacto cada segundo. Siempre hay alguien de guardia con un cronómetro.

Hemos llegado a establecer que cada quince horas y veinte minutos la ventana se abre durante cinco segundos. Cinco cubitos de hielo lograron cruzar y cayeron al césped del otro lado. El resto del tiempo lo único que hacen es desvanecerse en la zona de contacto. —Cubitos de hielo. ¿Por qué cubitos de hielo? —Se funden y desaparecen. No podemos ir llenando el pasado con objetos de nuestro tiempo. Sólo Dios sabe qué efecto podría tener eso. Además, son baratos y estamos mandando montones de ellos. —La ciencia… —dijo Gilson con

voz algo abatida—. No sé si podré esperar para oír lo que dirán en Washington. —Búrlese cuanto quiera —dijo Krantz—. La casa está allí, y la zona de contacto también está allí. Por Dios, hemos dado con una especie de viaje por el tiempo. Y fue Culvergast el chalado quien lo hizo, no un físico o un ingeniero. —Ya que saca a relucir el tema — dijo Gilson—, ¿qué estaba haciendo exactamente su Culvergast? —Buena pregunta. Lo que estaba haciendo era… bueno, para decirlo más o menos claramente, estaba intentando

encontrar hechizos. —¿Hechizos? —Sí, los hechizos que se pueden arrojar sobre algo o alguien. Palabras mágicas. No ponga cara de asco, espere un poco. En cierta forma tiene sentido. Nos dieron fondos para investigar la telequinesia…, la manipulación de la materia a través de la mente. Resulta obvio que si se pudiera aplicar con precisión la telequinesia sería un arma maravillosa. La hipótesis de Culvergast era que, de hecho, existen personas capaces de utilizar la telequinesia, y aunque esas personas nunca parecen estar en condiciones de saber o explicar

cómo lo hacen, sin embargo realizan una acción mental específica que les permite utilizar cierta fuente de energía que, aparentemente, existe alrededor de todos nosotros; en cierta medida, enfocan y dirigen esa energía. Culvergast se proponía descubrir el factor común de todos sus procesos mentales. »Hizo pasar por aquí un montón de personas a las cuales se suponía dotadas de poderes telequinésicos y, según informó, encontró en ellos algo común, una especie de truco mnemónico que funcionaba justo en el fondo del nivel verbal o, incluso, por debajo de éste. En uno de los sujetos descubrió que era un

conjunto de notas musicales, en varios se trataba de una serie de palabras sin sentido, y en uno, según dijo, consistía en matemáticas de un nivel aritmético muy primario. Empezó a pasar todo eso por el ordenador, intentando eliminar lo que era simplemente ruido y la idiosincrasia personal de los sujetos, e intentó poner al desnudo la auténtica esencia efectiva del asunto. Luego propuso organizar esta esencia en palabras; palabras que moldearan las corrientes mentales de quien las pronunciara en nuestro idioma, de tal forma que canalizaran y manipularan el poder telequinésico a capricho de quien

hablara. Palabras mágicas, podría decir usted. Hechizos. »Evidentemente, había ido más lejos de lo que yo sospechaba. Creo que debió conseguir ciertas palabras, que las puso a prueba y que hizo una intentona telequinésica…, algo pequeño, como hacer que un cenicero se levantara de la mesa y flotara en el aire, quizá. Y funcionó, pero lo que obtuvo no fue una agradable y pequeña fuerza para levantar ceniceros; abrió completamente la puerta, y alguna especie de poder terrible pasó por ella. Naturalmente, es una pura conjetura, pero tuvo que ser algo parecido para causar un efecto

como éste. Gilson le había escuchado en silencio. —No voy a decir que está usted loco porque puedo ver esa casa, y también estoy viendo lo que les ocurre a esos cubitos de hielo —contestó por fin—. Y, de todas formas, el cómo sucedió no es mi problema. Mi problema es cuál será mi recomendación al secretario en cuanto a lo que haremos con este fenómeno, ya que lo tenemos. Una cosa es segura, Krantz: esto no va a seguir siendo su juguete privado durante mucho tiempo. Reeves lanzó una exclamación de

puro dolor. —No pueden hacer eso —dijo—. Este fenómeno es nuestro, es del profesor. Mire eso, mire la casa. ¿Quiere que un maldito montón de ingenieros empiecen a meter sus narices en eso? Gilson entendía perfectamente a Reeves. Ahora la casa estaba bañada por la luz rojiza del crepúsculo; parecía arder desde dentro con una claridad rosada. Pero, reflexionó Gilson, el crepúsculo era innecesario; los sentimientos y ese inconfesado y universal anhelo por una época más sencilla y limpia bastaban por sí solos

para teñir de rosa el edificio. Se daba perfecta cuenta de que el deseo y la nostalgia que sentía alzarse en su interior eran por algo que en realidad nunca había experimentado, que el modo de vida del que la casa era un epítome para él no podía ser, de hecho, sino su propia creación, construida mediante fragmentos de novelas y películas. Y, sin embargo, sentía en su interior una gran necesidad de esa vida y esa época. Pensó que era una época amable y segura, una época en la que no hacía falta correr y el aire estaba limpio; una época en la que había gracia y estilo, donde jóvenes con chaquetas a rayas y

sombreros de paja podían cortejar decorosamente a jóvenes damas con largos vestidos blancos, dejando transcurrir las largas y soñolientas tardes del verano en apacibles conversaciones bajo la sombra de los porches. También habría alegres paseos en bicicleta por caminos en los que se agitarían las hojas de los árboles, caminos que serpentearían por entre las colinas hasta llegar a frescos claros por los que correrían veloces arroyuelos; y habría largos y deliciosos viajes en calesas tiradas por caballos pacientes y medio adormilados bajo una gran luna blanca, con un enamorado hablando en

susurros apremiantes a su amada mientras los pájaros cantaban en la noche. Habría excursiones a lo largo del río, espacioso y limpio, botes que irían flotando por la corriente, acercándose a una banda de música cuyos acordes les llegarían desde la pradera. Sí, pensó Gilson, y probablemente también habría un vejestorio con todo un repertorio de adjetivos, rondando por allí, hablando sin cesar sobre cómo las cosas habían sido mucho mejores cien años antes. Si no se vigilaba un poco, pronto estaría ayudando a Krantz y Reeves, intentando mantener oculto el asunto. El joven Reeves —y resultaba

extraño para alguien de su edad— daba la impresión de estar irremediablemente atrapado por toda esa falsa nostalgia. Su descripción de la familia de la casa había sido francamente digna de un entusiasta adorador. Oh, sí, decididamente ya era tiempo de llamar a los chicos del cerebro y los ojos despejados. Sí, no se podía perder ni un segundo. —Tendrían que salir dentro de muy poco —estaba diciendo Reeves—. Espere hasta que vea a Martha. —Martha —repitió Gilson. —La pequeña. Es una muñequita. Gilson le miró. Reeves se ruborizó y

dijo: —Bueno…, les he dado nombres. A los niños. Martha y Pete. Y el perro es Alfie. Verá, dan la impresión de que ésos son sus nombres —Gilson no dijo nada, y Reeves se puso todavía más colorado —. Bueno, usted mismo lo podrá ver. Aquí llegan. Una familia muy agradable, tal y como había dicho Reeves. Tras observarles durante media hora. Gilson estuvo dispuesto a confesar que realmente eran muy atractivos y, a su modo, tan perfectos como su casa. Eran, sencillamente, lo que hacía falta para completar la imagen, para crear un

auténtico cuadro de estilo victoriano. Mamá y papá eran guapos y seguían enamorados, los niños eran sanos, alegres y estaban contentos con su mundo. O eso le pareció mientras les observaba en el atardecer que se iba convirtiendo en noche, imaginando la tranquila y afectuosa conversación de los padres sentados en el gran columpio del porche, casi oyendo los chillidos de los niños y el ladrido del perro mientras corrían por el prado. Ya casi había oscurecido: la suave claridad de las lámparas de aceite brillaba en las ventanas, y las luciérnagas parpadeaban en la pradera. El padre lanzó la colilla

de su cigarro por encima de la barandilla, creando un arco de fuego, y se puso en pie. Después de eso vino una encantadora y breve pantomima al llamar a los niños, que protestaron como era su deber y a los que, como era deber de los padres, se les permitió jugar durante unos minutos más, al final de los cuales se les ordenó firmemente que entraran. Los niños se dirigieron con reluctancia hacia el porche y entraron en la casa mientras que el perro, que se había quedado atrás para mojar por última vez la hierba, se acercaba corriendo para reunirse con ellos. El padre y la madre entraron en la casa

siguiendo a los niños y al perro. La puerta se cerró, dejando tan sólo la suave luz de las ventanas. Reeves dejó escapar un largo y lento suspiro. —¿No es maravilloso? —preguntó —. Así se debería vivir, ¿sabe? Si una persona pudiera decir, sencillamente, al diablo con todas las cosas desagradables que debemos soportar en nuestra vida actual, si pudiera regresar hasta ese lugar y vivir de esa forma… Y Martha, ya ha visto a Martha. Un ángel, ¿verdad? Amigo, lo que daría yo por… Gilson le interrumpió. —La siguiente tanda de cubitos,

¿cuándo le toca pasar? —… Poder… Ah, sí. Veamos… La última penetración tuvo lugar a las quince horas, quince minutos, justo antes de que llegara usted. La siguiente será a las seis, treinta y cinco de la mañana, si no se rompe la pauta. Y, de momento, no se ha roto. —Quiero ver eso. Pero ahora tengo que hacer unas llamadas por teléfono. ¡Coronel!

Gilson no durmió esa noche y, aparentemente, tampoco lo hicieron Krantz y Reeves. Cuando llegó al claro

a las cinco de la madrugada seguían allí, sin afeitar y con los ojos enrojecidos, bebiendo café de sus termos. Volvía a estar nublado y el claro se encontraba sumido en una oscuridad total, salvo por la pálida claridad que llegaba del otro lado de la zona de contacto, donde empezaba el amanecer de un día soleado. —¿Algo nuevo? —preguntó Gilson. —Creo que eso debería preguntarlo yo —dijo Krantz—. ¿Qué va a pasar? —Lo que usted esperaba, me temo. Creo que esta noche el lugar se habrá convertido en un auténtico avispero. Y mañana por la noche me parece que

tendrá suerte si encuentra usted un sitio donde meterse. Supongo que Bannon habrá estado pegado al teléfono desde que le llamé a medianoche, convocando a los científicos. Y ellos se encargarán de reunir a los técnicos, que traerán sus máquinas. Y el ejército reforzará la seguridad. ¿Puedo tomar un poco de ese café? —Sírvase usted mismo. Trae malas noticias, Gilson. —Lo siento —dijo Gilson—, pero así están las cosas. —¡Maldición! —dijo Reeves en voz alta—. ¡Oh, maldición! —Daba la impresión de que se echaría a llorar de

un momento a otro—. ¿Sabe que eso será el fin para mí? Ni siquiera me dejarán entrar aquí. ¿Un maldito licenciado? ¿En psicología? No podré ni acercarme a este lugar. ¡Oh, maldita sea! Clavó los ojos en Gilson, lleno de rabia y desesperación. Ya había salido el sol, trayendo una luz grisácea al claro y haciendo brillar la casa al otro lado de la zona de contacto. No había sonido alguno, salvo el chasquido regular de la máquina enviando sus cubitos de hielo. Los tres hombres contemplaron la casa en silencio, sin moverse. Gilson tomó un sorbo de su café.

—Allí está Martha —dijo Reeves —. Allá arriba. —Un rostro diminuto había aparecido entre las cortinas de una ventana en el segundo piso, y unos brillantes ojos azules examinaban la mañana—. Hace eso cada día —dijo Reeves—. Se sienta allí y mira los pájaros y las ardillas, supongo que hasta el momento en que la llaman para desayunar. —Siguieron inmóviles, contemplando a la niña, que estaba mirando algo que se encontraba más allá de la ventana que conectaba su mundo al de ella, algo que si los dos mundos hubieran sido el mismo estaría situado a espaldas de los tres hombres. Gilson

estuvo a punto de volverse para descubrir lo que la niña estaba mirando. Al parecer, Reeves había tenido el mismo impulso—. ¿Qué cree usted que estará viendo? —preguntó—. No puede ser el bosque, como ahora. Creo que es posterior a su época. ¿Quizá una pradera? ¿Con ganado o caballos? Oh, lo que daría por estar allí y ver qué es. Krantz miró su reloj y dijo: —Será mejor que nos acerquemos. Ahora sólo faltan unos minutos. Fueron hacia la máquina, que seguía enviando monótonamente cubitos de hielo a la zona de contacto. Un soldado con un cronómetro estaba sentado junto

a ella, detrás de una mesa con un reloj de aspecto formidable y un montón de hojas. —Dos minutos, doctor Krantz — dijo. —No aparte los ojos de los cubitos de hielo —dijo Krantz a Gilson—. No se pierda el momento en que ocurre. Gilson observó la máquina, levemente divertido por el prosaico ritmo de sus sonidos; plinc, cae un cubito; buf, la paleta gira; bang, la paleta golpea el cubito. Y luego la trayectoria en línea recta hacia la zona de contacto, donde se desvanece bruscamente el pequeño proyectil color

naranja. Un segundo después, otro. Y luego otro. —Cinco segundos —dijo el soldado —. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Ahora. Se había adelantado un segundo en la cuenta; el cubito de hielo desapareció igual que sus predecesores. Pero el cubito siguiente continuó su vuelo y cayó sobre la hierba. Allí se quedó, reluciendo levemente. Entonces, era cierto, pensó Gilson. El viaje temporal para los cubitos de hielo. De repente, a su espalda se oyó un grito incomprensible emitido por Krantz y otro de Reeves, y luego, muy claramente y con voz angustiada, a

Krantz diciendo: «¡Reeves, no!». Gilson oyó el ruido de unos pies lanzados a la carrera y, en el borde de su campo visual, distinguió algo que se movía rápidamente. Se volvió a tiempo para ver la desgarbada silueta de Reeves que pasaba corriendo junto a él y se lanzaba hacia la zona de contacto; la cruzó y se quedó tendido sobre la hierba. —¡Estúpido! —gritó Krantz con voz enfurecida. Un cubito de hielo cruzó el aire y aterrizó junto a Reeves. La máquina hizo nuevamente bang: un cubito de hielo salió volando y se desvaneció. Los cinco segundos para acceder al otro

lado habían terminado. Reeves alzó la cabeza y, por un instante, contempló la hierba sobre la que yacía. Luego, miró hacia la casa. Se puso lentamente en pie, con una expresión aturdida en el rostro. Después, una sonrisa se abrió paso muy lentamente por entre sus labios, y los hombres que le contemplaban desde el otro lado casi pudieron leer sus pensamientos: «Bueno, que me cuelguen. Lo hice. Estoy realmente aquí». Krantz estaba hablando a toda velocidad, como si no pudiera controlarse. —Seguimos estando aquí, Gilson,

seguimos estando aquí, todavía existimos, todo parece estar igual. Quizá no han cambiado demasiado las cosas, quizá el futuro es algo fijo y no ha cambiado nada en absoluto con su acto. Tenía miedo de que ocurriera algo parecido a esto. Desde que llegó usted, Reeves ha estado… Gilson no le escuchaba. Estaba mirando a la niña de la ventana, aturdido, lleno de incredulidad, intentando comprender lo que veía pero no lograba creer. La conducta de la niña no era normal, no, no era nada normal. Un hombre se había materializado repentinamente sobre la hierba,

surgiendo del aire, en una mañana de sol, y ella no había dado ninguna muestra de sorpresa, asombro o miedo. En vez de ello, había sonreído al instante, espontáneamente, una sonrisa que se fue haciendo más y más ancha hasta dar la impresión de que la mitad inferior de su rostro iba a partirse en dos, una sonrisa que dejaba al descubierto demasiados dientes, una sonrisa rígida, incongruente y terrible bajo sus brillantes ojos azules. Gilson sintió que se le formaba un nudo en el estómago, y se dio cuenta de que estaba mortalmente asustado. El rostro se esfumó bruscamente de

la ventana; unos segundos después la puerta de entrada se abrió de par en par, y la niña cruzó corriendo el umbral, yendo hacia Reeves con furiosa velocidad, moviéndose de forma curiosamente encogida, como si estuviera medio agazapada. Cuando se encontraba a unos metros de él, dio un salto que tenía la agilidad y la sorprendente rapidez de una pulga. Los ojos de Reeves apenas si habían empezado a mostrar asombro cuando los poderosos dientecillos le desgarraron el cuello. La niña se apartó de él y dio un salto hacia atrás. Un brillante géiser de sangre

brotó del agujero abierto en el cuello de Reeves. Él lo contempló estupefacto durante un momento que pareció eterno, y luego alzó las manos para tapar la herida; la sangre borboteó entre sus dedos y corrió por sus antebrazos. Sus rodillas se doblaron lentamente hasta llegar al suelo, despacio y sin ninguna violencia, mientras que sus ojos, desorbitados por el asombro, no se apartaban de la niña. Su cuerpo osciló de un lado a otro, se estremeció y acabó cayendo de bruces. La niña le observó con ojos tan fríos como los de un reptil, la terrible sonrisa aún en el rostro. Estaba desnuda, y a

Gilson le pareció que en su torso había algo que estaba fuera de lo normal, como su boca. Dio la vuelta, y pareció lanzar un grito hacia la casa. Y un instante después llegaron todos, corriendo, la madre, el padre, el niño y la abuela, todos desnudos, todos experimentando esa horrible transformación en la boca. Sin pararse y sin disminuir la velocidad rodearon el cuerpo, se agazaparon sobre él y, frenéticamente, le arrancaron las ropas. Luego, sentándose sobre la hierba iluminada por el sol de la mañana, la pequeña y encantadora familia empezó su horrenda comida.

El continuo balbuceo de Krantz se componía ahora de palabras muy distintas: —Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros… El soldado del cronómetro estaba vomitando ruidosamente. Alguien vació todo el cargador de una metralleta en la zona de contacto, y el coronel lanzó un chorro de maldiciones. Cuando Gilson no pudo soportar más el repugnante banquete, apartó la mirada y se fijó en el perro, que estaba sentado en el porche, meneando alegremente el rabo con un rítmico golpeteo. —¡Por Dios, es imposible! —

exclamó Krantz sin poder contenerse—. Si hubiera existido gente así en ese sitio estaría en los libros de historia, en los periódicos… ¡Dios mío, algo así no habría podido ser olvidado! —¡Oh, no diga más tonterías! —le respondió secamente Gilson—. Eso no es el pasado. No sé lo que es, pero no se trata del pasado. No puede serlo. Es…, no lo sé, algún otro sitio. Alguna otra… ¿dimensión? ¿Universo? Una de esas teorías. Los mundos alternativos, los mundos del Si, los mundos probables, como quiera usted llamarles. Sí, esas criaturas asquerosas del otro lado están en el presente. El maldito hechizo de

Culvergast abrió un agujero a uno de esos mundos paralelos. Tiene que ser algo así. Y, Dios mío, ¿qué infierno de historia han tenido para producir esas cosas? No son seres humanos, Krantz, no tienen nada de humano, sea cual sea su aspecto. «Alegres paseos en bicicleta…». ¿Cómo hemos podido equivocarnos así? Por fin, el banquete terminó. La familia se tendió sobre la hierba con los vientres hinchados, cubiertos de sangre y grasa, los párpados casi cerrados a causa del festín. Los dos pequeños de la familia se quedaron dormidos. El macho parecía muy absorto en sus

pensamientos. Después de unos minutos se puso en pie, cogió las ropas de Reeves y las examinó cuidadosamente. Luego despertó a la más pequeña de las hembras y, al parecer, la estuvo interrogando durante un rato. Ella hizo gestos hacia el aire, señaló con el dedo, e imitó la llegada de Reeves y su caída sobre la hierba. Él contempló pensativo el sitio donde se había materializado Reeves y, por un instante, a Gilson le pareció que esos ojos implacables estaban clavados en los suyos, mirándole. Acabó dándose la vuelta y tras haber cruzado lentamente la hierba, todavía pensativo, entró en la casa.

En el claro reinaba el silencio, roto sólo por el ruido de la máquina. Krantz empezó a llorar y el coronel a lanzar maldiciones otra vez, en tono bajo y monocorde. Los soldados parecían aturdidos. «Y todos tenemos miedo — pensó Gilson—. Un miedo horrible». La familia de la pradera estaba realizando una horrible parodia de ordenar las cosas después de una comida campestre. Los dos pequeños habían traído una cesta y, bajo la meticulosa supervisión de las hembras adultas, recogían ahora los despojos y restos de alimento. Uno de ellos le arrojó un hueso al perro, y el soldado

que controlaba el tiempo vomitó de nuevo. Cuando la pradera hubo quedado una vez más inmaculada, las dos criaturas más pequeñas se llevaron la cesta a la parte trasera de la casa, y las criaturas adultas entraron en ella. Un instante después el macho salió de la casa, vestido ahora con un traje de lino blanco. Llevaba un libro. —Una Biblia —dijo Krantz, atónito —. Es una Biblia. —No es una Biblia —contestó Gilson—. Es imposible, esos…, esos seres no pueden tener Biblias. Es otra cosa. Tiene que ser otra cosa. Parecía una Biblia; estaba

encuadernada en cuero negro, y cuando el macho empezó a hojearla, evidentemente en busca de algún pasaje determinado, pudieron ver que era el mismo papel delgado y resistente en el que se imprimen las Biblias. El macho encontró su página y, según le pareció a Gilson, empezó a leer en voz alta, como si estuviera declamando, sus labios articulando cuidadosamente las palabras. —¿Qué diablos supone que está haciendo, Krantz? —preguntó Gilson. No había terminado de hablar cuando la ventana desapareció. La casa y la hierba se desvanecieron

junto con la silueta del traje blanco. Gilson distinguió fugazmente unos árboles al otro lado de un ancho abismo que se abría entre él y el bosque. Un instante después una ráfaga de viento le derribó, y el aire se llenó de polvo, objetos que volaban y el aullido del viento. El viento se detuvo tan bruscamente como había venido, y alrededor de ellos oyeron el repiqueteo de los objetos que caían nuevamente al suelo. El sitio donde se encontraba la casa ahora estaba cubierto por una nube de polvo que giraba sin cesar. Lentamente, el polvo se fue aquietando. Allí donde había estado la

ventana ahora se encontraba un gran agujero en el suelo, un agujero perfectamente cuadrado que tendría unos treinta metros de lado y quizá unos tres de hondo, con la superficie tan lisa como la de una mesa. El fugaz atisbo que Gilson tuvo de él, antes de que el viento se hubiera precipitado a llenar el vacío, le había mostrado que los lados eran tan pulidos y rectos como si un cuchillo afilado hubiera cortado un queso; pero ahora se estaban produciendo pequeños derrumbamientos a lo largo de todo el perímetro, a medida que los guijarros y la tierra iban cediendo para resbalar hasta el fondo, y

los bordes se iban haciendo más irregulares a cada momento. Gilson y Krantz se pusieron lentamente en pie. —Y eso parece ser todo —dijo Gilson—. Estaba aquí, y ahora ya no está. Pero ¿dónde se encuentra el edificio prefabricado? ¿Dónde está Culvergast? —Sólo Dios lo sabe —contestó Krantz. Y no lo decía con intención de ser irreverente—. Pero creo que se ha ido para siempre. Y, al menos, no al sitio donde estaban esas criaturas. —¿Qué cree usted que eran? —Tal y como dijo antes, desde luego

no eran seres humanos. Tenían menos de humano que una araña o una ostra. Pero, Gilson, el modo en que se vestían, su aspecto, esa casa… —Si existe un número infinito de mundos posibles, entonces cada tipo de mundo posible existirá. Krantz no parecía convencido. —Sí, bueno…, quizá. No sabemos nada de eso, ¿verdad? —Se quedó callado durante un instante—. Gilson, esas criaturas eran aterradoras. Ni siquiera le hizo falta una fracción de segundo para reaccionar ante la aparición de Reeves. Supo al instante que era algo desconocido y actuó de

inmediato para destruirle. Y no era adulta. Creo que quizá nos sintamos más seguros no teniendo la ventana. —Amén. ¿Qué cree que le ocurrió? —Es obvio, ¿no? Ellos saben cómo usar las energías con las que Culvergast andaba tanteando. El libro…, tiene que ser un libro de hechizos. Deben de tener toda una ciencia al respecto…, cosas que han probado una y otra vez, cosas que han logrado averiguar, parte de la sabiduría que han ido recibiendo de sus antepasados. Esa criatura utilizó el libro como si fuera una herramienta rutinaria, algo de cada día. Después de que se le pasara la alegría del banquete, no

necesitó más de veinte minutos para imaginar cómo había llegado Reeves hasta allí, y para saber cómo actuar. Se limitó a coger su libro de hechizos, seleccionó el que necesitaba (me gustaría ver el índice de ese libro) y dijo las palabras. ¡Puf! La ventana ha desaparecido, y Culvergast se ha quedado atrapado sólo Dios sabe dónde. —Supongo que es posible. ¡Infiernos!, incluso resulta probable. Tiene razón, realmente no sabemos nada de este asunto. De repente, Krantz pareció asustado. —Gilson, ¿y si…? Mire, si le resultó tan sencillo eliminar la ventana,

si tiene esa clase de control sobre el poder telequinésico, ¿qué le impide conseguir una ventana que dé a nosotros? Quizá ahora nos estén observando tal y como nosotros les observábamos a ellos. Ahora saben que estamos aquí. ¿Qué clase de ideas se les puede ocurrir? Quizá necesitan carne. Quizá… Dios mío. —No —dijo Gilson—. Imposible. Fue una pura casualidad que la ventana se abriera sobre ese mundo. Culvergast no tenía más idea de lo que estaba haciendo que la que tiene un chimpancé sobre el funcionamiento de una consola de ordenador. Si la «teoría de los

mundos posibles» es la explicación de todo esto, entonces el mundo con el que dio es sólo uno entre un número infinito. Incluso si las criaturas de allí saben como crear estas ventanas, tienen en contra un número infinito de posibilidades a la hora de encontrarnos. Por no decir que les será imposible hacerlo… —Sí, sí, por supuesto —dijo Krantz con voz llena de agradecimiento—. Por supuesto. Podrían intentarlo eternamente y nunca nos encontrarían. Incluso si quisieran hacerlo. —Se quedó callado durante un segundo, pensando—. Y creo que desearían hacerlo. El que

destruyeran a Reeves fue un puro acto reflejo, algo que me pareció involuntario como el mover la pierna cuando te golpean la rodilla. Sabiendo que estamos aquí, ahora deben intentar alcanzarnos: si les he interpretado correctamente, les resultará imposible hacer otra cosa. Gilson recordó sus ojos. —No me sorprendería nada —dijo —. Pero ahora lo mejor será que nosotros dos… —¡Doctor Krantz! —gritó alguien—. ¡Doctor Krantz! En esa voz había el más absoluto terror.

Los dos hombres se volvieron en redondo. El soldado del cronómetro estaba señalando algo con una mano temblorosa. Mientras miraban, algo blanco se materializó en el aire sobre el borde del pozo, y luego cayó para aterrizar junto a un objeto similar que ya había llegado al suelo. Apareció otro objeto; luego otro y otro. Cinco en total, dispersándose sobre un área que no llegaría al metro cuadrado. —¡Son huesos! —exclamó Krantz—. ¡Oh, Dios mío, Gilson, eso son huesos! Su voz se estremecía a punto de caer en la histeria. —Basta, cállese —gritó Gilson—.

¡Basta ya! Corrieron hacia el lugar. El soldado ya estaba allí, en cuclillas, su rostro extrañamente retorcido por el terror y las náuseas. —Ése —dijo, señalando con el dedo —. Ése de allí. Ése es el que le arrojaron al perro. Se pueden ver las marcas de los dientes. Oh. Jesús. Ése es el que le arrojaron al perro. «Entonces —pensó Gilson—, es que ya han hecho una ventana. Deben de saber mucho sobre estas cosas para haberla conseguido tan rápidamente. Y ahora nos están observando. Pero ¿por qué los huesos? ¿Para avisarnos de que

no interfiramos con ellos? ¿O es sólo una prueba? Pero, si es una prueba, entonces, ¿por qué los huesos, de todas formas? ¿Por qué no un guijarro…, o un cubito de hielo? Para ver cuáles son nuestras reacciones, quizá. Para ver qué haremos. »¿Y qué haremos? ¿Cómo podemos protegernos contra esto? Si entre los rasgos naturales de esas criaturas se encuentra el de cooperar entre ellas, entonces esa encantadora familia no perderá ni un segundo para difundir la noticia por todo su mundo, de forma que uno de estos días nos encontraremos con que un millón de esas cosas habrán

cruzado simultáneamente de un salto ventanas parecidas por toda la Tierra, materializándose de repente, igual que una nube de enormes langostas carnívoras, un enjambre que se alimentará con esa insensata voracidad hasta que hayan convertido el planeta en un desierto de huesos. ¿Hay alguna protección contra eso?». Krantz había seguido un camino similar al de sus pensamientos. —Estamos en un apuro, Gilson, pero tenemos un pequeño factor de nuestro lado —dijo con voz temblorosa—. Sabemos cuándo se abre esa maldita cosa, lo hemos cronometrado

exactamente. Washington tendrá que contarlo todo, tendrá que advertir al mundo entero, que lo haga a través de las Naciones Unidas o algo parecido… Sabemos en qué segundo exacto puede penetrarse por la ventana. Tendremos que preparar un sistema de alarma, que cada comunidad humana del planeta haga sonar una sirena o una campana cuando sea el momento. Suena la campana, todo el mundo coge un arma y se pone alerta. Si las criaturas no han aparecido en cinco segundos, la campana vuelve a sonar y todo el mundo vuelve a lo que estaba haciendo, hasta que llegue el momento de la siguiente

apertura. Podría funcionar, Gilson, pero tenemos que trabajar rápido. Dentro de quince horas y…, sí, un par de minutos, se abrirá de nuevo. Quince horas y un par de minutos, pensó Gilson, luego cinco segundos de la más horrible vulnerabilidad, y luego quince horas y veinte minutos de seguridad antes de que llegue nuevamente el terror. Y así por… ¿cuánto tiempo? Era de suponer que hasta la llegada de las criaturas, que quizá nunca tuviera lugar (¿quién sabía cómo funcionaban sus mentes?), o hasta que el accidente de Culvergast pudiera ser repetido, otra cosa que quizá no

ocurriera nunca. Se preguntó si los seres humanos podrían vivir bajo tales condiciones sin volverse locos; resultaba dudoso que la mente pudiera mantener su coherencia cuando el único futuro previsible era una interminable montaña rusa, que la haría bajar a largos valles de terror e incertidumbre para luego hacerla subir violentamente a breves puntos más elevados de tranquilidad. ¿Seguirá funcionando la mente cuando sus únicas alternativas son una muerte horrible, o una insoportable tensión que se prolonga para siempre? «¿Hay algún modo —se preguntó Gilson —, de que la raza pueda vivir sabiendo

que no tiene asegurado ningún futuro más allá de las quince horas y veinte minutos siguientes?». Y entonces, perdiendo toda esperanza, vio que no les quedaban quince horas y veinte minutos, que ni siquiera se trataba de una hora, que ya no había tiempo para nada. Al parecer, la ventana no era intermitente. Materializándose en el aire, de repente se vio un desordenado montón de huesos y ropas hechas pedazos, igual que un montón de basura arrojado despectivamente, que cayó al suelo y allí se quedó, como un horrendo presagio.

Insectos en ámbar TOM REAMY

Tom Reamy (1935-1977) publicó por primera vez en 1974 al aparecer su relato «Twilla» en el F&SF. En el momento de su muerte, que tuvo lugar en 1977, sus obras le habían permitido ocupar una posición más que destacada en el campo de la ciencia ficción y la fantasía, convirtiéndole en un escritor de inmenso talento. Su

relato «San Diego Lightfoot Sue» le hizo ganar el Premio Nebula en 1976, el mismo año en que recibió el Premio John W. Campbell al mejor escritor novel de ciencia ficción. Después de su muerte, sus relatos cortos fueron reunidos y publicados junto con su única novela, Blind Voices (1978). «Insectos en ámbar» es un soberbio ejemplo del estilo imaginativo de Tom Reamy, un relato electrizante que se inicia en el escenario de una casa encantada, y se convierte luego en algo totalmente distinto…

La tormenta se formó en el sudoeste, convirtiendo el aire en una masa que tenía el mismo color azul que las profundidades marinas, haciendo que la llanura pareciese el lecho del mar. Los relámpagos se encendían y se apagaban en la oscuridad, cada vez más cercana, causando fugaces reflejos entre el hervor de las nubes. El trueno, que antes sólo había sido un gruñido lejano, no tardó en estallar incontrolable sobre la pradera de Kansas. Tannie y yo observábamos la espectacular exhibición por la ventanilla trasera de nuestra nueva camioneta Buick. La lluvia nos seguía igual que una

ola, un telón que tuviera kilómetros y kilómetros de largo. Nos atrapó unos minutos después, convirtiendo en noche el final de la tarde. Mi padre lanzó un gruñido, encendió las luces y puso en marcha el limpiaparabrisas. Detuvo la camioneta con mucho cuidado y, apoyándose en el volante, contempló el aguacero. Los truenos estallaban a nuestro alrededor con un seco crujido. Los relámpagos eran tan brillantes que dejaban un trazo blanco flotando ante nuestros ojos. Las varillas del limpiaparabrisas iban de un lado a otro con inútil alegría. Tannie estaba sentada junto a mí, los

ojos encendidos por la emoción. Tenía siete años, y una de esas mentes curiosas y llenas de preguntas que ponen a ciertos adultos entre la espada y la pared. Habíamos empezado una de esas vacaciones de las que tanto les gusta hacer publicidad a los fabricantes de coches, los propietarios de moteles, los dueños de complejos turísticos, las compañías de neumáticos, la cadena Howard Johnson y los vendedores de curiosidades de la carretera 66. Habíamos cargado la camioneta hasta los topes, y nos disponíamos a pasar tres semanas de viaje que nos dejarían el trasero entumecido. Esa mañana

habíamos salido de Lubbock (mi padre era profesor de literatura inglesa en la Universidad Técnica de Texas), y teníamos planeado cruzar Kansas, Nebraska y Dakota del Sur, subiendo luego hasta Wyoming y Yellowstone, para volver a casa cruzando Colorado. No era el tipo de vacaciones que yo habría planeado, aunque tampoco me disgustaban. Tenía quince años, no me faltaba mucho para cumplir los dieciséis y, si me hubieran dejado elegir sin peligro de sentirme culpable, probablemente me habría quedado en Lubbock para no hacer nada y divertirme con mis amigos.

Pero dado que tenía una relación especial con mi familia, el viaje no era ningún sacrificio. Habíamos planeado llegar a Dodge City al anochecer, pero la lluvia daba la impresión de no estar de acuerdo en ello. Papá nos hacía avanzar a unos treinta kilómetros por hora, pues apenas si podía ver la carretera. Las cosas fueron así durante un rato, hasta que nos encontramos detrás de otro par de vehículos que todavía iban más despacio. Teníamos delante un Firebird rojo con matrícula de Arizona, y él tenía delante un viejo camión. Papá no intentó adelantar, y el Firebird también parecía

conforme en quedarse donde estaba. Mamá entrecerró los ojos, examinando el mapa de carreteras de la Exxon. —El pueblo siguiente es Hawley, pero parece bastante pequeño —dijo—. Tiene como señal un círculo abierto, lo cual quiere decir… —desdobló el mapa —, ah…, menos de mil habitantes. —Esperemos que no sea demasiado pequeño para tener un motel —dijo papá, abandonando la idea de llegar a Dodge City esta noche. —Me da igual que tenga motel — trinó Tannie—. Sólo espero que tenga algún sitio donde comer.

Estaba sentada con la nariz pegada a la ventanilla, nublando el cristal con su aliento y haciendo dibujos en él. —¿Comer? —Me reí—. Hoy has comido lo suficiente para matar a un caballo. Sabía que realmente tenía hambre, pero a ella le gustaba que yo bromeara y le tomara el pelo. Tannie se apartó de la ventanilla y me examinó con frialdad, pero con un destello burlón en sus ojos. Yo sabía perfectamente que iba a soltarme una réplica devastadora. Se reclinó en el asiento y cruzó los brazos. —En este asiento hay cierto exceso

de rivalidad entre hermanos —dijo, con aires de gran dama. Lancé un gemido. Siempre estaba diciendo ese tipo de cosas. Mamá y papá se rieron. Me di cuenta de que los labios de Tannie empezaban a temblar levemente. No sería capaz de mantener esa expresión altiva durante mucho tiempo. —Es culpa tuya, Ben —dijo papá con una risita—. Jamás tendrías que haberle dicho que era muy precoz. —Ajá. —Tannie sonrió—. Lo miré en el diccionario. —Uh, oh —murmuró papá. Dejó de reírse y redujo todavía más

la velocidad de la camioneta. Yo me apoyé en el respaldo de su asiento, y miré por encima del hombro de mamá. Delante de nosotros el camino estaba bloqueado por una barrera de madera con luces intermitentes de color ámbar. Dos coches se habían parado ya ante ella: un Volkswagen amarillo y un elegante sedán oscuro que podía ser un Chevrolet. El camión se detuvo detrás del sedán, el Firebird se detuvo detrás del camión, y nosotros nos detuvimos detrás del Firebird. Todo el mundo se quedó quieto y tuvo derecho a una pequeña sesión de estirar el cuello, hasta que un hombre con impermeable

salió del VW por el lado opuesto al conductor. Fue rápidamente hacia el sedán, al parecer con la intención de meterse en él sin ningún comentario, pero el tipo del camión asomó la cabeza por la ventanilla y dijo algo. El hombre del impermeable vaciló, me pareció que de bastante mala gana, y luego fue hacia el camión y empezó a hablar. —Supongo que lo mejor será que salga a echar un vistazo para saber qué pasa —dijo papá con un suspiro de resignación. —Charles, te quedarás empapado. Papá se dio la vuelta en el asiento.

—Ben, ¿puedes llegar hasta el paraguas de allí atrás? Me puse de rodillas en el asiento y rebusqué por entre la confusión de maletas, mantas y cajas de cartón llenas de nadie sabía qué, así como todo tipo de trastos que habíamos traído para las vacaciones. Finalmente, logré encontrarlo y se lo di. Cuando papá salía de la camioneta para exponerse a la lluvia, una chica salió del VW también con un paraguas. Se encontraron en el camión. Entonces, un tipo bajó del Firebird y se les unió. La cosa se estaba convirtiendo en una convención. Los cuatro se quedaron inmóviles

bajo el diluvio, hablando, agitando los brazos y señalando hacia un lado y hacia otro. Quienes más se agitaban eran el tipo del sedán y el del camión. Ése era el más listo; estaba a cubierto de la lluvia. Un rato después el grupo se dispersó. —Tenemos que tomar por un desvío —dijo papá cuando hubo entrado de nuevo en la camioneta. —¿Qué pasa? —preguntó mamá. —La autopista se ha inundado allí delante. —¿Pudiste verlo? Tannie siempre se animaba ante las primeras señales de un desastre.

—No. La chica del Volkswagen dijo que un patrullero con un impermeable amarillo le había explicado que el camino estaba inundado. La hizo parar, y luego apareció el viejo caballero del sedán. Parece que se conocen. —¿Dijo si el desvío era seguro? — preguntó mamá, contemplando la lluvia con un pequeño fruncimiento del entrecejo. —No lo sé. Parece que el patrullero se ha esfumado. El tipo del camión vive por aquí. Dijo que el desvío no era peligroso. Tannie empezó a dar botes en su asiento.

—¿Verdad que es emocionante? — preguntó con voz chillona. —No te lo parecerá tanto si tenemos que pasar la noche en la camioneta, atascados en cualquier sitio por culpa del fango —contesté yo. Papá torció el gesto. —Ni pensar en eso, Animoso Charlie —dijo, y arrancó. El sedán rebasó al VW y giró hacia la izquierda por un camino de grava que se unía a la carretera en el punto donde estaban las barreras. El VW le siguió, después pasó el camión, luego el Firebird y detrás nosotros. Era igual que una caravana de camellos. El camino no

era malo, sólo un poco irregular y tenía montones de charcos. Me di la vuelta en el asiento y miré hacia la carretera, pero ya no pude ver las luces intermitentes. Teníamos que haber subido de nivel, aunque no me había dado cuenta de que fuera así. También me pareció ver los faros de un coche yendo por la carretera, pero con la lluvia no podía estar seguro. Habría sido un relámpago. Mamá y papá no hablaban entre ellos. Cuanto más nos alejábamos de la autopista, más oscuro parecía volverse todo. Mamá vigilaba el camino nerviosamente, y papá estaba muy

concentrado en la tarea de conducir. Incluso Tannie estaba callada, para variar. Tenía nuevamente la nariz pegada a la ventanilla, intentando ver algo con el frecuente resplandor de los relámpagos. No sé qué distancia llegamos a recorrer. Probablemente, me pareció más larga de lo que era en realidad porque nos movíamos muy despacio. Un rato después pegué también la nariz a la ventanilla y miré hacia fuera. No sé si era una coincidencia o no, pero la cosa no habría salido mejor ni aunque la hubiera preparado Alfred Hitchcock para una de sus películas. Se oyó un

trueno increíble, y el relámpago duró un espacio de tiempo que parecía inexplicablemente prolongado. Vi una casa situada a unos cuarenta y cinco metros del camino, en lo alto de una pequeña loma. Parecía ser muy antigua, y tenía la forma de una caja con montones de chimeneas bastante altas, gabletes y una torre en una esquina. El relámpago se desvaneció lentamente, y yo volví la cabeza para no perder la casa de vista, pero el relámpago no se repitió. Papá detuvo la camioneta y yo me di la vuelta. Los demás vehículos de la caravana también se habían parado, con

sus pilotos de freno encendiéndose y apagándose. —¿Crees que alguien se ha quedado atascado en el barro? —me preguntó Tannie con un leve temblor de oculto deseo bajo su pregunta. Creo que le gustaría ser atacada por tigres sólo para ver cómo era la cosa. —Esperemos que no —gruñó papá. Alguien hizo sonar su bocina delante de nosotros. —Creo que están convocando otra reunión —dije yo. —Parece que tienes razón. Papá cogió el paraguas. Apoyé los brazos en el respaldo del

asiento y les vi rodear de nuevo el camión. Entonces la lluvia aflojó un poco, y gracias a los faros del sedán pude ver una lámina de agua fangosa cubriendo el camino. En sus remolinos giraban escombros y basura, hierbajos y ramas de árbol. Después de un rato se dispersaron, y papá volvió a la camioneta, luchando con el paraguas. —Este camino también se ha inundado —anunció con voz abatida—. Tendremos que dar la vuelta y regresar. —No me parece que haya sitio para dar la vuelta. Te podrías quedar atascado en la cuneta —dijo mamá,

como si no pasara nada. Estaba preocupada pero no lo demostraba; no quería que Tannie y yo nos asustáramos. —Según el tipo del camión, acabamos de pasar, cita, la vieja mansión de los Weatherly, fin de la cita. Se supone que debemos dar marcha atrás y girar cuando el camino se haga un poco más ancho. —Sí —dije yo—, la he visto. Parecía algo salido de una película de terror. —Soberbio —gimió papá. —¡Quiero verla! —chilló Tannie y trepó sobre mí, pegando su cara al frío y

húmedo cristal de la ventanilla. —¡Ten cuidado! —gruñí yo—. Tienes las rodillas muy huesudas. —Bueno, mantened la calma ahí atrás —dijo papá, pero estaba sonriendo. Hizo retroceder la camioneta lentamente, mirando por encima del hombro. —¿Puedes ver el camino? —le preguntó mamá. —A decir verdad, no. Torció el gesto. A papá le había tocado la peor parte. Los demás podían ver algo gracias a las luces del vehículo que tenían detrás.

Tannie y yo habíamos pegado nuevamente la nariz a la ventanilla, esperando que apareciera la casa. El relámpago llegó justo a tiempo. Tannie lanzó un leve suspiro de aprobación. Papá frenó con una leve sacudida. Las luces de los pilotos de freno se fueron encendiendo en una secuencia a lo largo de la hilera. Papá se irguió en el asiento, y examinó atentamente el camino con el entrecejo levemente fruncido. Una pequeña alcantarilla de cemento cruzaba la cuneta llena de agua, aunque daba la impresión de que la mayor parte del agua parecía discurrir por encima de ella y no por debajo.

Miró a mamá. Ella miraba el agua. Papá se encogió de hombros, tamborileó rápidamente con las uñas sobre el volante y avanzó con cuidado. El morro de nuestra camioneta se habría desplazado apenas un metro cuando, de repente, cayó de lado y nos encontramos casi metidos en la cuneta. —¿Nos hemos quedado atascados en el barro? —preguntó Tannie con una inocencia algo empalagosa. —No me sorprendería lo más mínimo. Papá puso la marcha atrás e intentó salir de la cuneta. Los neumáticos gimieron, y la parte trasera avanzó un

poco hacia el camino. Papá apagó el motor, y se reclinó en el asiento dando un bufido. —Parece que ha llegado el momento de otra conferencia —dije, viendo que los demás convergían hacia nosotros. —No te hagas el listo —gruñó él. Cogió el paraguas y salió de la camioneta. Yo me desplacé hacia el otro lado y bajé la ventanilla para poder oír —. Lo siento, amigos —dijo papá. —Mala suerte, señor Henderson. Ése era el tipo del Firebird. Aparentemente, en la conferencia anterior hubo unas cuantas presentaciones.

La chica del Volkswagen amarillo era Ann Callahan. Tenía unos veinte años, y era absolutamente preciosa. Ésa era la primera ocasión que tenía para verla bien. Una vez lo hice, no conseguí apartar los ojos de ella. El hombre mayor del sedán era el profesor Philip Weatherly. Sí, eso es: Weatherly, igual que en «la vieja mansión Weatherly». Tenía unos sesenta años y una expresión amable aunque ligeramente despistada. Sin darme mucha cuenta de ello también percibí cierta tensión nerviosa, pero no me sorprendió dadas las circunstancias. Carl Willingham era el conductor

del camión. Tendría unos cincuenta años, el vientre levemente hinchado de un bebedor de cerveza, y un cigarro al que no paraba de darle vueltas entre los labios. Llevaba botas y un sombrero Stetson oscurecido por el sudor. Pensé que le habrían mandado los de la agencia, como intérprete secundario. El tipo del Firebird era Poe McNeal. Tendría unos veinticinco años, el rostro animado y la sonrisa fácil. Su cuerpo era fuerte y musculoso, y los rasgos eran más agradables que hermosos. Me gustó inmediatamente. Ann Callahan y Carl Willingham fueron hasta la parte delantera de la

camioneta, acercándose tanto como les era posible sin meterse en el agua, y examinaron las ruedas cubiertas de barro. —No fue culpa suya, señor Henderson —dijo ella con una voz que produjo unos extraños efectos en mi interior—. La cañería está atascada, y apenas si hay sitio para la suspensión. Los demás se acercaron para comprobarlo. —Quizá pudiéramos meter algo bajo las ruedas para darles un poco más de tracción —sugirió Poe McNeal. —No servirá de nada —gruñó Carl Willingham—. Este vehículo es

demasiado pesado y se ha hundido mucho. Hará falta una grúa. El agua marrón giraba en pequeños remolinos alrededor del parachoques. —Estupendo —dijo papá—. ¿Y cómo se consigue una grúa? —Supongo que podríamos esperar hasta que venga otro coche y hacer que fuera a buscarla —contestó Poe sin mucha convicción. —¿Cómo darán la vuelta? — Siempre se podía confiar en papá para que pusiera el dedo sobre la llaga—. Antes de que termine la noche podemos tener trescientos coches atascados aquí. Poe sonrió.

—Los conductores de las grúas estarán encantados. —¿Qué hay de esa casa? —preguntó papá, entrecerrando los ojos para ver mejor entre la lluvia. Un relámpago y el redoble de un trueno puntuaron su pregunta. Demasiado fácil; más típico de William Castle que de Alfred Hitchcock.[1] —Vi unas cuantas chimeneas. Puede que allí dentro tengan un fuego ante el que podamos secarnos y entrar en calor. Ésa era Ann. Carl contempló la colina con expresión de disgusto. —Nadie ha vivido en esa casa en

cincuenta años. Lo más probable es que esté a punto de caerse. El profesor Weatherly habló por primera vez. —Supongo que soy el propietario. Tienen mi permiso. En su voz había una tensión parecida a la de quien esconde una carta en su manga. El entrecejo de Carl se hizo más acusado. —Creo que no me gustaría mucho pasar la noche en esa casa. —¡No me digas que está encantada! —exclamó Poe, intentando que no se le notara el entusiasmo.

—No lo sé, la verdad —respondió Carl sin el menor rastro de humor en su voz—, aunque he oído decir ciertas cosas. El profesor miró a Carl con un leve fruncimiento del entrecejo, como si se hubiera equivocado al mirar una de sus cartas. —Traeré una linterna —dijo papá y abrió la puerta de la camioneta. Metió el cuerpo dentro, intentando cubrirse al mismo tiempo con el paraguas—. Ben, dame la linterna. —Miró a mamá—. Vamos a comprobar si esa casa está en condiciones para pasar la noche allí. Mamá asintió y examinó la

oscuridad, intentando ver algo en ella. Logré sacar la linterna, perdida detrás del asiento. —¿Puedo ir contigo? —No, no puedes. Si no está en condiciones, no hay razón para que te mojes. —¡Oh, cuernos! —dije yo. —Nada de cuernos. —Luego sonrió —. Anda, ven. Cogí otro paraguas de la cornucopia que había tras el asiento trasero y salí de la camioneta. Poe estaba apoyado en la ventanilla del Firebird explicando lo que pasaba a los demás. Unos instantes después empezamos a subir por la

colina hacia la casa. Con la oscuridad, la lluvia y lo difícil que era ver donde poníamos los pies, ninguno de nosotros le hizo mucho caso al edificio hasta que hubimos llegado al viejo porche que circundaba tres de sus lados. Cuando nos encontramos fuera de la lluvia, miramos a nuestro alrededor sin decir nada. La casa había sufrido un poco a causa de las inclemencias del tiempo, y le hacía falta urgentemente una mano de pintura, pero desde luego no era lo que uno llamaría una ruina. En lo alto del porche faltaban unas cuantas tejas, y cuando lo pisabas oías ciertos crujidos en los

tablones del suelo, pero he visto a gente viviendo en sitios mucho peores. Papá miró a los demás y abrió la gran puerta principal que tenía un farol encima. Movió su linterna en un arco, y todos nos apiñamos formando un grupo a su espalda. Mi brazo golpeó el cuerpo de Ann, y ella me sonrió. No era más que una de esas sonrisas amistosas y sin significado que diriges a los desconocidos, pero sentí que me ardía el rostro. Nos encontrábamos en un gran vestíbulo, como percibí unos instantes después. Una espaciosa escalera de caracol llevaba hasta la parte trasera del

segundo piso. Todo estaba limpio y no había polvo. La alfombra que se extendía por el centro del vestíbulo y subía luego por la escalera tenía los colores un tanto apagados, pero se encontraba en buen estado. Las cortinas de encajes que adornaban las ventanas situadas a cada lado de la puerta se habían vuelto algo amarillentas a causa del tiempo, pero se veían limpias. De repente, un gran reloj de péndulo situado en lo alto de la escalera emitió un chirrido y dio seis campanadas. Todos nos quedamos mirándolo, casi sin respirar, hasta que hubo terminado. —¿Cuándo llega Vincent Price? —

murmuró Poe. —¿Qué? —preguntó Ann, volviendo bruscamente la cabeza hacia él. —Nada. Sonrió. Papá miró a Carl. —¿Está seguro de que esto lleva años vacío? Él se encogió de hombros estoicamente. —Siempre pensé que estaba vacío. Debo haberme equivocado. Entramos en la sala de estar (aunque imagino que en esos tiempos la llamaban salón), situada a la izquierda del vestíbulo.

—Si todo esto le pertenece, profesor —dijo Ann en voz baja—, debería saber si alguien ha estado viviendo aquí. Él parecía sinceramente confuso. —El señor Willingham tiene razón. Nadie ha vivido aquí en cincuenta años. Cuando estuve en la casa por última vez, hace treinta y cinco años, contraté a un hombre para que cuidara del lugar. Parece que ha estado cumpliendo muy bien con su trabajo. La sala de estar/salón estaba perfectamente amueblada con ese estilo pesado y carente de gracia de los años veinte. Todo estaba limpio pero, aun así, no daba la impresión de que nadie

viviera allí; parecía más bien una exposición de mobiliario; un decorado teatral que se había mantenido impecablemente conservado para una compañía que nunca llegó. —Hay madera para la chimenea — dijo papá, y se le iluminó el rostro—. Temía que fuera necesario quemar los muebles. Poe arrugó la nariz. —No se perdería gran cosa. El profesor pareció salir de su aturdimiento. —¿Por qué no hacen venir a los otros y cogen de los vehículos lo que pueda hacer falta? Mientras, el señor

Willingham y yo encenderemos el fuego. Volvimos a meternos bajo el diluvio, y avanzamos chapoteando de regreso a los coches. Ann me sonrió cuando bajábamos los peldaños del porche. Me salté uno de los peldaños y tuve que agarrarme a la barandilla. ¡Maldición! Cuando volvimos con las maletas y todo lo que podíamos llevar, Weatherly y Carl ya tenían en marcha una crujiente hoguera. Eso y la media docena de lámparas de queroseno esparcidas por la habitación casi lograban hacerla parecer alegre. Entramos en ella con bastantes tropezones y confusión, quitándonos impermeables y dejando

paraguas en el suelo, mirando a nuestro alrededor sin saber muy bien lo que debíamos hacer. Todo el mundo estaba alegre, nervioso y parecía ver el asunto igual que una aventura. —Esto es soberbio —dijo Linda McNeal, encantada—. Me esperaba arañas y ratas. La mujer de Poe tenía veintidós años, era rubia, de tez rosada y guapa…, y estaba embarazada. Poe la ayudó a quitarse el impermeable. Linda me gustaba tanto como Poe. —O eso o que algún granjero lo estaría usando para guardar el heno. Ése había sido Judson Bradley

Ledbetter, conocido profesionalmente como Jud Bradley; Ledbetter parecía un poco demasiado provinciano. Resultaba bastante fácil ver que era hermano de Linda. También era rubio, de tez rosada y guapo, pero había en él una cierta oscuridad oculta que no tenía Linda. Me pareció que vestía con demasiado atildamiento y, obviamente, le había robado los zapatos a Carmen Miranda. —¿Dónde están los fantasmas? — preguntó Tannie, dispuesta a ir directamente al grano. —No salen hasta la medianoche — dije yo, muy serio. —Basta ya, Ben —dijo mamá—.

Sabes perfectamente que se cree cuanto dices. —¿Estás bien, cariño? —preguntó Poe a su esposa—. Debes cuidarte, nada de coger frío. —Pues tú parece que hayas estado nadando con la ropa puesta. Sonrió. —Estaba esperando a que Fred McMurray apareciera remando en una canoa. —¡Vinieron las lluvias! —exclamó alegremente Linda. —¡Correcto! Mamá no era de las que se cruzan de manos ante esos pequeños problemas.

—Tengo unas cuantas toallas en las maletas —dijo, y cogió varias. Entregó una a Linda. —Gracias —le sonrió Linda—. Sólo se me ha mojado el pelo y los pies. —¿El primero? —preguntó mamá. —Sí. Resulta maravilloso, ¿verdad? —Sí, lo es. —Mamá se rió—. Yo me sentí igual cuando tuve a los míos. Venga, siéntese junto al fuego y quítese los zapatos. Ella y Poe arrimaron una de las sillas al fuego y empezaron a ocuparse de Linda. Luego mamá me entregó una toalla a mí y otra a Tannie, dándonos instrucciones para que secáramos cuanto

se hubiera mojado. Teniendo ahora algo que hacer, mamá funcionaba a toda velocidad. Supongo que ésa es una de las razones por las que es tan buena como esposa de un profesor universitario. Hay montones de mujeres que no pueden soportarlo. He visto a mujeres perfectamente estables con ojos vidriosos ante la sola idea de asistir a otro té universitario, y a esposas de profesores agregados considerando seriamente la posibilidad de meter sus cabezas en el horno después de que se las haya cortado la mujer de un catedrático, delicadamente y sin ninguna herida visible, por supuesto.

Mamá dice que una esposa de profesor universitario debe tener un cuarto de azafata, otro cuarto de pinche de cocina, otro cuarto de diplomática, otro de agente secreto y un ciento por ciento de santa. —Si todo el mundo está bien instalado —dijo el profesor, en su papel algo reluctante de jefe de náufragos—, iré por mis maletas. También tengo algo de comida. —Iré con usted —se ofreció papá—. Tenemos café en la camioneta. —Gracias —dijo Weatherly—. Hay un hornillo en la cocina, pero me temo que no tenemos agua caliente.

—Clare, ¿quieres calentar un poco de agua? —preguntó papá—. Volveremos de inmediato. —Por supuesto. Se fueron; los demás nos dedicamos a ponernos lo más cómodos posible. Cogí calcetines secos de la maleta para Tannie y para mí. Mamá y Poe seguían revoloteando alrededor de Linda. Carl Willingham y Judson Bradley Ledbetter hacían turnos delante del fuego para secarse. Jud no tardó en cansarse, y fue a otra habitación para ponerse ropas secas, tras hurgar largo tiempo en su abundante equipaje. —¿Cuándo le toca? —preguntó

mamá, que todavía no había agotado por completo el tema de las criaturas. —Dentro de cinco semanas —dijo Linda. —Íbamos a visitar a los padres de Linda, en Wichita, antes de que estuviera demasiado adelantada para viajar. — Poe sonrió con la orgullosa y algo sorprendida sonrisa del futuro padre—. Vivimos en Flagstaff. —Oh, Poe —gimió Linda—. Se preocuparán tanto cuando no aparezcamos… Se supone que llegaremos a las ocho. —Lo sé, cariño, pero no podemos hacer nada al respecto.

—¿Quiere una manta? Mamá le entregó una antes de que ella pudiera responder. —Gracias, señora… —Se rió—. No sé cuál es su nombre. —Clare Henderson. Supongo que deberíamos empezar por eso. El que ha salido ahora mismo en busca de café era mi esposo, Charles. Mi hijo, Ben, y mi hija, Tannie. Cuando te presentan a desconocidos todo el mundo siente un leve escalofrío de nervios, y así les ocurrió. Salvo a mí. Yo estaba mirando a Ann Callahan, que había entrado en la habitación tras hacer una pequeña ronda exploratoria.

—Mi nombre es Tania Henderson — proclamó Tannie con orgullo—. Por mi abuela. —Es un nombre precioso —dijo Ann, acercándose a nosotros. —Muchísimas gracias —contestó Tannie, sonriéndole. —No hay de qué —dijo Ann, devolviéndole una sonrisa tan radiante como la suya—. Me llamo Ann Callahan. De Albuquerque. —Poe McNeal. No pienso decir de qué es abreviatura Poe. Mi esposa, Linda. —El de allí dentro es mi hermano — dijo Linda, ladeando la cabeza hacia la

puerta cerrada—, Jud Ledbetter. Vive en Hollywood. Mamá levantó las cejas en una expresión interrogativa. —¿Es actor? Me parece lo bastante guapo para serlo. La boca de Linda se estremeció con el esfuerzo que hizo para contener una sonrisa. —Probablemente le dirá que lo es —le contestó—, pero es modelo. Quizá reconozca usted su nuca. —La sonrisa acabó abriéndose paso y Poe lanzó una risita—. Ha salido en montones de anuncios, pero la cámara enfoca siempre el reluciente cabello de la chica y sus

brillantes incisivos libres de toda cavidad. Todo lo que se ve de Jud es su nuca. Si tiene ganas de escuchar un selecto relato sobre la dudosa parentela de los productores y directores de anuncios para la televisión, sólo tiene que sacar el tema. Ella y Poe lucharon para no reír a carcajadas. —¿Por qué se ríen? —preguntó mamá, confundida—. Yo creo que tiene mucha suerte. —Oh, sí, la tiene —dijo Poe, logrando controlarse por fin—. Hace dinero a montones…, mucho más de lo que ganaré yo nunca. Verá, señora

Henderson, Jud, Linda y yo crecimos juntos en Wichita. Jud y yo estábamos en el mismo curso. Sencillamente, nos resulta difícil tomarle en serio. Le conocemos demasiado bien. Poe empezó a tirar de sus ropas empapadas, intentando despegarse la tela de la piel. —Si me disculpa, seguiré el ejemplo de mi apuesto cuñado y me pondré algo seco. Estuvo hurgando en una maleta y fue a reunirse con Jud. —Me parece que su esposo y su hermano no se llevan demasiado bien — dijo mamá.

—No, no es eso —dijo Linda, envolviéndose mejor los hombros con la manta—. Apenas si se han visto desde la escuela, y Jud ha cambiado mucho desde entonces. Creo que Hollywood se le ha subido a la cabeza. No es nada serio. Jud se da aires, eso divierte a Poe, y el que Poe se divierta irrita a Jud. —¿Le gustaría ayudarme a hervir agua? —preguntó mamá a Ann, acordándose de pronto del encargo. —Claro —dijo ella. Cogieron una lámpara y se fueron en dirección opuesta a Jud y Poe. —Me pregunto cuándo leerán el testamento —dijo Poe al volver.

—¿Eh? —pregunté yo, pensando todavía en Ann. —En las películas —me explicó—, cuando un grupo de gente se reúne en una vieja mansión tan aterradora como ésta, suelen leer un testamento. Pero siempre hay la cláusula de que deben pasar la noche allí. Y después de eso, los beneficiarios son asesinados uno por uno. —Poe… —Linda frunció el entrecejo—. No hables de ese modo. Asustarás a Tannie. —Nada la asusta —dije yo. —¡Nada de nada! —afirmó ella. —O eso —siguió explicando Poe,

sin hacer caso de su mujer—, o son atraídos hasta allí por un misterioso anfitrión que luego los asesina uno tras otro. —El invitado número trece o Y no quedó ninguno —dije yo. —Uh, oh. —Linda se rió—. Poe ha encontrado un alma gemela. —¿Qué? —pregunté yo, ofreciendo otro ejemplo de mi brillante repertorio de contestaciones. —Poe y Linda siempre se están haciendo preguntas sobre viejas películas —dijo Jud con una más que notable condescendencia en su tono—. Si no saben la respuesta, el otro se anota

un punto. —Es un juego que practicamos durante los viajes para pasar el tiempo —dijo Poe, y sus ojos se entrecerraron de forma casi imperceptible. —¿Puedo jugar? —pregunté. —Claro —contestó Linda, riéndose —. No soy gran cosa como oponente. —Cuidado, jovencito. —Poe sonrió —. Te enfrentas a una auténtica maestra. —De acuerdo, me toca —dijo Linda, poniéndose muy seria—. Veamos. Ah…, ¿cuántas veces se casó Scarlett O’Hara? Poe se volvió hacia mí con una burlona mueca de exasperación en el

rostro. —Ya ves qué gran contrincante tengo. ¿Sabes cuál es la respuesta a eso? —Claro. —Sonreí—. Tres veces. —Ningún punto para Linda — canturreó. Linda le sacó la lengua—. De acuerdo —dijo él, preparando alguna pregunta realmente difícil—, ¿qué famosa estrella de películas del Oeste de segunda fila interpretó un papel romántico con Greta Garbo? Y se echó hacia atrás con una sonrisa de satisfacción. Linda le miró con suspicacia. —Te la estás inventando. —No, nada de eso —se rió.

—Johnny Mack Brown —murmuró Jud. En el rostro de Poe apareció la expresión de quien ha sido abyectamente traicionado cuando menos se lo espera. —¿Cómo lo sabías? —gimió. Jud enarcó sus pálidas cejas. —¿Quieres decir que he acertado? Me limité a soltar el nombre más improbable que se me ocurrió. —Yo habría probado con Lash LaRue —dijo Linda, muy seria. Cuando papá y el profesor Weatherly volvieron, los cuatro nos estábamos riendo. El profesor llevaba una maleta y una de esas cestas que se usan para las

excursiones campestres. Papá llevaba una caja de cartón con café instantáneo, vasos de plástico, azúcar, leche en polvo y unas cuantas cosas más. Estábamos ayudándoles a sacarlo todo cuando aparecieron mamá y Ann, con cara de satisfacción. —El agua está lista —anunció mamá —. Con un poco de ingenio aborigen, intuición femenina y montones de suerte, logramos averiguar cómo funcionaba ese viejo hornillo de queroseno. —Profesor —dijo Ann, el entrecejo algo fruncido—, ¿su vigilante vive en la casa? En la cocina hay comida. No mucha, y casi toda en latas de conserva.

—No lo sé —contestó él, pareciendo confundido—. El hombre que contraté vive en Hawley con su mujer. —Puede que alguien haya decidido instalarse en la casa de forma ilegal — aventuró Jud. —No será nadie de por aquí —dijo Carl con seguridad—. La gente de Hawley no se acerca por estos alrededores. —Pues usted está aquí, señor Willingham —señaló mamá—. ¿Ha cambiado de opinión en cuanto a que el lugar esté encantado? —Nunca dije que estuviera

encantado —contestó él con tono flemático—. Sólo dije que la gente habla de ello. Lo que ocurrió entonces es difícil de explicar. Poe y yo habíamos vuelto junto a la chimenea, con Linda. Yo estaba sentado en una silla al lado de Linda, y Poe estaba sentado en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas. Todos los demás se encontraban junto a una mesa situada a unos tres metros de distancia, sacando lo que el profesor había traído en su cesta. Yo estaba pensando que seguramente debía de tener alguna razón para haber traído tal cantidad de comida.

Lo sentí venir antes de que me golpeara, pero me quedé tan sorprendido que fui incapaz de hacer nada para protegerme. Hubo un impacto. Luego una presión, una presión tal que me dejó sin aliento. Si hubiera estado de pie, creo que me habría caído. Mi cabeza se desplomó contra el respaldo del asiento. Seguramente no duró más de un segundo, pero el frío residuo que el miedo dejó en mi cuerpo era abrumador. El miedo era dulce y fresco, como si una helada corriente de agua azucarada corriera por mis venas. Se me cerraron los ojos y empecé a

temblar de forma incontrolada. Tenía los brazos tan débiles que no podía levantarlos. Nunca había conocido un miedo tan grande. Pero no era mío. Un segundo eterno y se esfumó, la presión y la presencia se fueron tan de repente como habían llegado. Podía oír lo que estaban diciendo todos, voces diminutas que sonaban muy lejos; y sabía lo que estaban haciendo, sin verles con mis ojos. En ese segundo helado, Ann dio un respingo y miró rápidamente a su alrededor, buscando una fuente. ¿De qué? Todo el mundo dejó de hablar y la

miró; el profesor Weatherly lo hizo con un interés que me resulta imposible explicar. Y entonces Linda me miró. —¡Señora Henderson! —gritó—. ¡A Ben le pasa algo! Todo el mundo se acercó, salvo Jud y Carl. Ann estaba temblando. La ayudaron a sentarse. Tannie me miraba con los ojos abiertos como platos. Mamá y papá se arrodillaron a mi lado. Mamá me puso las manos en la cara, fría y pegajosa a causa del sudor. —Cariño, ¿qué pasa? Intenté abrir los ojos, pero los párpados se movían igual que las alas

de una mariposa, y no lograba enfocar la mirada. —¡Ben! —dijo papá, su voz enronquecida por la tensión y lo preocupado que estaba—. Hijo, di algo. —¿Mamá? —sollocé yo. No me daba vergüenza. Bastante agradecido estaba con no gritar. Mamá me rodeó los hombros con su brazo y me apretó contra su seno, abrazándome como si yo tuviera dos años de edad. Papá había puesto su mano sobre mi nuca. Me abrí a ellos, dejando caer todas las barreras. Absorbí su amor, la compasión y lo preocupados que estaban por mí. Me bañé en esos

sentimientos, nadé en ellos, dejé que me ahogaran. Dejé que su calor corriera por todo mi cuerpo, expulsando el frío del miedo. —¿Qué ocurre, Ben? ¿Te sientes mal? —me preguntó mamá con voz muy suave. —Oh, mamá, había tanto miedo… —gemí yo contra su hombro. —¿Había? ¿Quién tenía miedo? — preguntó papá, confundido. Mis ojos se centraron en Ann, que se asomaba por encima del hombro de mamá. Me estaba mirando y en su mirada había sorpresa y comprensión. Pero su sorpresa no era mayor que la

mía. Weatherly la miraba a ella y luego a mí, y luego volvía a empezar, como un búho que ha recibido un susto. Entonces me di cuenta de que todos los demás también me estaban mirando, y me sentí un poco incómodo. Aparté los brazos de mamá y me apoyé en el respaldo de la silla, porque no estaba muy seguro de si podía levantarme. Pero no aparté los ojos de Ann. —No lo sé, papá —dije, intentando responder a su pregunta—. De repente, sentí…, sentí…, era como si me hubieran dejado sin aliento de un golpe…, y…, había tanto miedo. —Eso es lo que yo sentí…, sólo que

no tan fuerte —dijo Ann con voz tranquila. Muy despacio, en un gesto lleno de duda, Tannie cogió mi mano entre sus dedos, y me miró con los ojos muy abiertos y asustados. Sonreí y le guiñé el ojo. Su pequeño rostro pareció explotar, y me devolvió la sonrisa. Mamá estaba mirando a Ann. —¿Te encuentras mejor, Ann? —Sí, estoy perfectamente. De pronto, Tannie pareció animarse y, con voz cantarina, dijo: —Tiene que haber sido el fantasma. Una leve oleada de risas nerviosas recorrió la habitación.

—Creo que tiene razón. —Poe sonrió—. He visto suficientes películas, y sé reconocer una casa encantada. —He oído a la gente hablar de eso —dijo Carl, meneando la cabeza en un gesto de asentimiento. —Siempre dice usted lo mismo — gruñó Jud—. Para ser exactos, ¿de qué habla esa gente? —De esta casa, y de lo que ocurrió aquí hace cincuenta años. —¡Lo sabía! —exclamó Poe, dando una fuerte palmada—. Una casa no consigue semejante reputación a no ser que le acompañe alguna historia. ¿Qué ocurrió hace cincuenta años? ¿Algún

asesinato espectacular? —Es la primera vez que estoy aquí dentro —contestó Carl, un tanto avergonzado al verse convertido en el centro de atención—. No conozco a nadie que haya estado en ella. La he visto montones de veces desde la carretera. Antes de que construyeran la autopista era el camino más utilizado. —Bien, ¿qué ocurrió? —preguntó Poe, removiéndose inquieto. Estaba claro que el profesor Weatherly no se encontraba a gusto, y deseaba estar en otro sitio. —Ocurrió antes de que yo naciera, pero he oído a la gente hablar de ello —

siguió diciendo Carl, empezando a cogerle gusto al tema—. Los Weatherly vivían aquí. La gente dice que tenían una granja excelente. Eso fue antes de la Depresión. El marido, la mujer, dos chicas y un chico. Según tengo entendido se les apreciaba bastante, aunque oí decir a unos cuantos que en el chico había algo raro. Una noche, los vecinos más cercanos a ellos vieron que en la casa había unas luces extrañas. Había luces bailando por encima de ella, y llamas en una de las habitaciones del piso de arriba. Pensaron que el lugar estaba ardiendo, y fueron corriendo para ayudar. Cuando

llegaron aquí, no había nada. No había ningún incendio, nada. Gritaron. Nadie les respondió. Entraron en la casa y examinaron el lugar. No encontraron a nadie. Lo único raro que encontraron estaba en la habitación de arriba, donde las llamas. Dicen que era la habitación del chico. Todo el interior estaba quemado, pero ya no había fuego. Nadie volvió a ver a los Weatherly, ni oyó hablar de ellos desde entonces. —¡Eh! —Poe dejó escapar lentamente el aire por entre sus labios —. Eso es todavía mejor que un asesinato. —¿No descubrieron nunca lo que

pasó? —preguntó papá. —No. —Carl se encogió de hombros—. No que yo sepa. —Profesor… —Ann se volvió hacia él—. Cuando estábamos parados en la autopista usted me dijo que antes vivía aquí. ¿En esta casa? —Sí, durante un tiempo. —Sus dedos se movieron en un gesto nervioso y luego cambió de tema—. Señora Henderson, ¿cree que el agua estará hirviendo ya? Estoy más que dispuesto a tomar una taza de café. —¡Oops! —Mamá se rió—. Me había olvidado del agua. Me miró con expresión interrogativa

y yo asentí. Mamá salió rápidamente de la habitación. Ann siguió mirando al profesor con el rostro pensativo, pero decidió dejar el tema por el momento. —Dijo que había gente viviendo cerca de aquí. —Era Poe, con voz algo más animada—. Quizá pudiéramos ir andando hasta una de las casas y llamar pidiendo una grúa. —Y a mis padres —añadió Linda. Carl meneó la cabeza. —Ya no hay nadie. No quedan muchas granjas pequeñas. Creo que no habrá otra casa en nueve o diez kilómetros. —Olvide lo que había dicho —

gruñó Poe, reclinándose en su asiento. Mamá volvió con un recipiente lleno de agua caliente y lo dejó junto al café y las demás cosas. Hicimos café y bocadillos con lo que había en la gran cesta del profesor, y volvimos junto a la chimenea. Todos salvo Carl; él estaba mirando por la ventana hacia donde se encontraban los vehículos, por entre la lluvia. Estaba más nervioso y preocupado que el resto de nosotros. Unos instantes después, se apartó de la ventana y se nos unió. Tenía el entrecejo fruncido y estaba convirtiendo su cigarrillo en una auténtica ruina.

—Es realmente raro —dijo—. He estado vigilando la carretera y no ha pasado ningún otro coche desde que llegamos aquí. —Puede que el agua haya bajado — dijo Jud con voz de aburrimiento. —No es probable. —Papá también tenía el entrecejo fruncido—. Sigue lloviendo. —La respuesta es muy sencilla — anunció Poe en un tono burlonamente ominoso—. Los fantasmas nos han traído hasta aquí por alguna razón diabólica que sólo ellos conocen, y ahora no dejan que nadie más se acerque.

El profesor Weatherly le dirigió una de sus miradas de búho asustado. Vaya, vaya, el profesor parecía estar de acuerdo con esa opinión. Linda se rió y contuvo un escalofrío. —¡Poe, basta! Ahora es a mí a quien estás asustando. —En absoluto, joven —dijo Weatherly, apresurándose para reparar el posible daño—. Es obvio que han descubierto que el desvío también se ha inundado y ahora obligan a dar la vuelta a los coches. Poe torció el gesto y se rió. —¡Aguafiestas! Ann cogió el recipiente del agua y

me miró. —Voy a buscar un poco más de agua —dijo, y salió de la habitación. Yo la seguí, maldiciéndome por no haber conseguido estar a solas con ella un poco antes de esto. La puerta de la cocina estaba abierta. Me apoyé en el quicio de la entrada, y estuve observando cómo llenaba el recipiente con la bomba de mano. Tenía el cabello oscuro y lo llevaba corto; a decir verdad, no era mucho más largo que el mío. Era alta, con unas piernas largas y estupendas. Con tacones sería más alta que yo, pero ahora llevaba zapatillas deportivas. Yo

medía casi un metro setenta y cinco, pero esperaba llegar al metro ochenta en un par de años. Sé que no hice ni el menor ruido, y ella me estaba dando la espalda. —Hola, Ben Henderson —dijo, sin darse la vuelta. La cocina estaba muy oscura aunque había una lámpara de queroseno encendida. Ahora la tenía sólo para mí y no sabía qué decirle, así que fingí estar interesado en esa lámpara. —Es asombroso que la gente no se quedara ciega si no tenían más luz que la que dan estos trastos. Sentí que me rechinaban los dientes.

—Es probable que se quedaran ciegos —dijo, encendiendo el hornillo debajo del recipiente. Luego se volvió y me miró. En sus labios había una débil sonrisa, ligeramente impúdica. Tuve la sensación de que me encontraba totalmente desnudo ante ella. Fue una sensación tan brusca e inesperada que me ruboricé igual que una virgen. Y después me ruboricé todavía más porque ya me había puesto colorado. La sensación era tan sensual que me vi obligado a una complicada gimnasia mental para no verme en una situación realmente comprometida.

Ann se rió, pero en su risa sólo había ternura. —Lo siento. No quería hacerte sentir incómodo. Sólo quería saber si podías recibirlo. —Alto y claro —contesté, combatiendo el cosquilleo que sentía en el fondo de mi estómago. —Eres un jovencito muy apuesto — dijo ella, como sin darle importancia—. Deberías estar acostumbrado a ello. —Esta vez fue un poco distinto. Sabías que lo estaba recibiendo. Se apoyó en los armarios de la cocina. En su voz había ahora una cierta tristeza pensativa.

—Algunas veces, ¿no desearías ser como todos los demás? ¿No estás harto de saber siempre la respuesta? —Sí. A veces. —¿Sabes que eres muy afortunado? Tu familia te quiere mucho. —Tú no tienes familia, ¿verdad? —No. Mis padres murieron cuando yo era pequeña. Una tía me adoptó. ¿Viste eso? —No, realmente no. Sentí tristeza y como si hubiera perdido algo cuando mencionaste a mi familia. Tenía que ser algo parecido a eso. —Mis tíos son muy buenos pero, a diferencia de lo que ocurre contigo, no

hay ningún resplandor cálido y confortable al que pueda retirarme cuando las cosas empiezan a ser un poco agobiantes. Y, por eso, hice algo que había estado deseando hacer desde que descubrí que Ann era como yo. Me miró con sorpresa y placer. —Gracias, Ben —dijo en voz baja, como una blanca corriente de terciopelo fluyendo sobre un manto de oro viejo. —Oh, no es nada. Estamos especializados en resplandores cálidos y confortables. —Idiota. Lanzó una risita.

—Era real, ya lo sabes. —Sí, por supuesto que lo sé —se limitó a decir. Luego se rió—. Y ten cuidado, que también he recibido lo de antes. —Lo siento. Un reflejo involuntario. Además, tú empezaste. —Ben, para mí no eres un niño. De nuevo tuve esa sensación de terciopelo blanco. —Lo sé. Supongo que hace falta cierto tiempo para acostumbrarse a ello. Pensé que estaba solo. —Verte a ti mismo tal y como te ven los demás es una frase que sólo nosotros podemos entender. Supongo que lo peor

del asunto es la cantidad de cosas que resultan aburridas. —Como los juegos de cartas. —Y la escuela. ¿Te has saltado algún curso? —Sí. —Yo también. Estoy en el último año de universidad. —A mí me falta un curso antes de empezar. ¿Qué harás cuando termines? Se encogió de hombros. —Probablemente algún trabajo como licenciada, y conseguiré mi doctorado en psicología. —Una sonrisa —. Soy muy buena en ese campo. La miré y ella me miró. Era

magnífico, oh, sí, magnífico. Pero teníamos un problema. —Según tú, ¿qué pretende el profesor Weatherly? Frunció el entrecejo. —No lo sé. Tengo la sensación de que todo esto es algo preparado. —Yo tenía la misma sensación, pero no lo dije. Ella ya lo sabía—. Es mi profesor de psicología en la Universidad de Nuevo México. Cuando me detuve en esa barrera, y él frenó detrás de mí…, bueno, para decirlo suavemente me quedé algo sorprendida. Dijo que iba de camino a Hawley, que había vivido cerca de allí cuando era niño, que tenía

alguna propiedad, y que había venido para resolver ciertos asuntos. —Sus ojos se pasearon por la habitación—. Ésta parece ser la propiedad, y parece que nosotros formamos parte de esos asuntos. —¿Cómo se te ocurrió venir aquí? Se encogió de hombros. —No tenía ninguna razón especial. Ayer, después de las clases, decidí sencillamente coger el coche y salir el fin de semana. No sé por qué. En ese momento me pareció una buena idea, aunque ahora no estoy tan segura. —Me miró y sonrió. Sentí vibrar cuerdas de violín—. No. Fue una buena idea. —

Bajó la mirada—. El agua está hirviendo. Será mejor que regresemos. —Se volvió hacia el hornillo, dándome la espalda—. ¿Ben? Lo que estabas pensando hace un momento… No me importaría… —Lo sé —dije yo, y cogí el recipiente. Ella apagó el hornillo y me miró. Ni por un momento pensé en sonrojarme. En el camino de vuelta al salón nos encontramos con Tannie sentada en el último peldaño de la escalera, con una lámpara de queroseno ante ella. Tenía los codos sobre las rodillas y el mentón apoyado en las manos. En su rostro

había esa expresión perpleja que pone cuando topa con algo demasiado complicado para entenderlo. Obviamente, me estaba esperando para que la ayudara a salir del lío. —Tannie, ¿qué haces aquí? —le pregunté. —Quería ver la habitación quemada —murmuró, con la mente todavía pensando en otra cosa. —¿La encontraste? —preguntó Ann. —Sí, muchas gracias —dijo ella cortésmente y luego alzó los ojos hacia mí, con el entrecejo levemente fruncido —. Ben, ¿qué aspecto tienen los fantasmas?

—No lo sé —dije yo, y me reí al ver lo seria que estaba—. Nunca he visto a ninguno. Tannie se miró los pies y, distraídamente, se rascó una pierna. —Yo siempre pensé que llevaban sábanas, o que se podía ver a través de ellos. Ahora pienso que, sencillamente, son igual que la gente. —¿Qué viste? —le pregunté, poniéndome serio yo también, pues sabía que Tannie había visto algo. —En la habitación quemada había una señora. Tendría unos doscientos años de edad y llevaba ropas muy raras. Alzó nuevamente los ojos hacia mí

con una leve mueca de perplejidad. Tannie me lo había contado casi sin darle importancia, pues sabía que yo siempre la creía cuando me estaba diciendo la verdad. Dejé el recipiente con el agua en el suelo y me senté junto a ella en el escalón. —¿Qué hizo la señora? —Nada. No quiso hablar conmigo. Le cogí la mano y me levanté. —Volvamos a la chimenea. Ann y yo iremos a ver. Mamá, papá, Poe y Linda estaban jugando al bridge. Carl estaba mirando de nuevo por la ventana, y Jud estaba

leyendo las Conversaciones al desnudo de Rex Reed. Weatherly estaba sentado en el diván, y parecía deprimido. —Mamá —dije yo—, Tannie ha estado explorando. —¿Cómo? Pensé que estaba contigo. Tannie, sabes que no debes ir dando vueltas por ahí sin decírnoslo. —Oh, mamá… —suspiró Tannie, expresando con ello la trivialidad de su delito—. Estaba hablando con el fantasma, nada más. La reacción que eso produjo en Weatherly fue tan brusca, que me di la vuelta y le miré. Tenía el aspecto de un hombre que acababa de recibir una

severa sorpresa. Mamá sonrió. —Claro que sí. —Volveré dentro de un minuto — dije yo, todavía observando al profesor —. Ann y yo vamos a echar un vistazo. —De acuerdo. Ten cuidado. —Desde luego. —Cogí la lámpara de donde la había dejado Tannie, al pie de la escalera—. Tannie estaba diciendo la verdad —dije—. Vio a alguien. —Sí, lo sé. Ann sonrió. Yo le devolví la sonrisa porque, en esos momentos, no había en el mundo nada que fuera más sencillo y agradable.

—Siempre se me olvida. Bien, decididamente el profesor Weatherly nos está ocultando algunos secretos. —Eso también lo sé. No estaba diciendo toda la verdad cuando nos contó que había vivido aquí de niño. —¿No vivió aquí? —Esa parte es verdad. Vivió aquí. Pero estaba intentando escurrir el bulto. ¿No lo recibiste? —No estaba pensando en ello. Casi nunca leo a la gente sin tener una buena razón para hacerlo. Normalmente resulta embarazoso, y puedes llevarte demasiados disgustos. Me limito a considerarlo como una especie de ruido

de fondo al que te acabas acostumbrando, y que no oyes si no le prestas atención…, a no ser que resulte muy fuerte, como cuando Tannie mencionó al fantasma. Entonces recogí una gran dosis de sorpresa y confusión. Creo que el profesor no esperaba encontrar a nadie aquí. Examinamos varias habitaciones del piso superior, todos dormitorios, antes de encontrar la habitación quemada. Una de las puertas, que debería llevar a la torre si mi recuerdo de su posición era correcto, estaba cerrada. Me volví hacia Ann, alzando las cejas en una muda pregunta. Ella se encogió de hombros.

La habitación quemada también había sido un dormitorio. Daba la impresión de que nadie la había tocado desde el incendio, hacía cincuenta años. El mobiliario y las paredes estaban calcinados en algunos sitios, pero en otros sólo estaban chamuscados, como si el fuego hubiera ardido ferozmente durante algunos minutos, y luego se hubiera extinguido en un segundo. Pero no había ninguna vieja señora con ropas raras. Cuando volvimos al piso de abajo nos encontramos con Tannie, plantando cara a los demás con una expresión desafiante y al borde del llanto. Se dio

la vuelta y corrió hacia mí. —Ben, por favor, ¿quieres decir a esta gente lo que vi? —me preguntó con voz temblorosa. Me arrodillé y la cogí en brazos. Ella me pasó los suyos alrededor del cuello y, valerosamente, logró no llorar. —Lo siento, cariño —le dije en voz baja—. Cuando llegamos allí ya no estaba. —¿Tú también piensas que estoy imaginando cosas? El temblor de su voz se había agudizado ante la idea de que también yo pudiera estar en su contra. —Por supuesto que no —le dije con

firmeza—. Realmente ha visto a alguien —les dije a los demás. Me puse en pie, pero Tannie siguió cogida de mi mano. —¿Cómo puedes estar tan seguro? —me preguntó Judson Bradley Ledbetter alzando despectivamente las cejas. —¿Ha visto alguna aparición? — preguntó Poe con auténtico interés. —Eso tendrá que preguntárselo al profesor Weatherly —dije yo. El profesor me miró con el entrecejo fruncido, como si un soldado que estuviera a sus órdenes se hubiera vuelto contra él. Tras unos segundos de vacilación, lanzó un suspiro.

—Les aseguro que en esta casa no hay fantasmas —dijo con seca irritación —. Sin embargo, tienen derecho a una explicación, pues veo que algunos de ustedes empiezan a dar rienda suelta a su imaginación. Antes de explicarles nada, y sigo sin poder contárselo todo, quiero enseñarles una cosa. Fue hacia la mesa donde había quedado abandonada la partida de bridge. —¿Por qué no puede contárnoslo todo? —preguntó papá, que también empezaba a irritarse un poco. —No me creería, señor Henderson. —Suspiró con impaciencia—. Y carece

de objeto alarmarles innecesariamente. Poe lanzó un gruñido. —Ese tipo de frases son las que me alarman innecesariamente. —Señor McNeal —dijo Weatherly con voz brusca—, no hay fantasmas y no corren ustedes ningún peligro. Por favor, basta ya de especulaciones salvajes. — Poe levantó los hombros en un ademán de protección y me sonrió. Ann y yo nos miramos con una ceja arqueada. Weatherly era difícil. Estaba diciendo la verdad, pero yo tenía la sensación de que sus palabras sólo eran ciertas técnicamente—. Y ahora, que todo el mundo venga aquí —siguió diciendo,

sentándose ante la mesa—. Ben, tú y dos más, siéntense. Me senté delante de él, dispuesto a cooperar y descubrir lo que estaba pasando. Ann se quedó de pie, detrás de mí. Mamá y papá ocuparon los demás asientos. Todos los demás se acercaron a la mesa, salvo Carl, que se quedó observando al otro extremo de la habitación. Tuve la impresión de que se mantenía cerca de la puerta, y que estaba a punto de salir corriendo por ella. Weatherly cogió las cartas y se las tendió a mamá. —Ahora, señora Henderson, por favor, baraje las cartas cuidadosamente

y reparta cuatro manos. Mamá le miró con expresión interrogativa, pero hizo tal y como le pedía. Weatherly cogió sus cartas y las extendió en forma de abanico. Los demás hicieron lo mismo. Yo tenía trece tréboles perfectamente colocados en orden, con el dos a la izquierda y el as a la derecha. —Y ahora, Ben —dijo Weatherly—, cuéntanos quién tiene la mano ganadora si estuviéramos jugando al bridge. —Papá —dije yo. Él asintió con aire de satisfacción. —Correcto —se limitó a decir, y puso sus cartas boca arriba sobre la

mesa. Tenía trece corazones. Mamá tenía trece diamantes y papá trece picas—. Explícanos cómo lo sabías. —No puedo explicarlo —dije yo frunciendo el entrecejo—. Es como…, como explicar una imagen, un sonido o un olor a quien no tuviera esos sentidos. Papá sabía que él tenía la mano ganadora, y yo… sentí…, sentí que él lo sabía. —¿Sabías exactamente qué cartas tenía? —me preguntó Weatherly con voz tensa. —No. Pero no me resultó difícil imaginarlo en cuanto vi las mías. —Lee a todos los presentes en la

habitación, Ben —prosiguió, con voz tan tensa que parecía un alambre a punto de romperse. No apartó ni un solo instante sus ojos de los míos—. Tus padres. —Preocupación. Amor. —Tannie. —Sigue enfadada. —Poe. —Interés. Asombro. —Linda. —Amor. Incomprensión. —El señor Ledbetter. —Incredulidad. Fastidio. —El señor Willingham. —Nervios. Estoicismo. —Yo.

—Determinación. Entrecerré los ojos, y él supo que yo había leído algo más aparte de eso, pero no añadí ni una sola palabra a lo que ya había dicho. —Ann. Vacilé. ¿Cómo podía expresarlo en palabras? No podía hacerlo, y por eso me limité a sonreír, igual que un bobo. Ann me pasó el brazo por los hombros. —Ben… —dijo mamá con un preocupado hilo de voz. Realmente, no quise que mis padres lo descubrieran de esta forma, aunque hacía bastante tiempo que mi padre lo sabía sin ser consciente de ello. Nunca

había dicho nada; no había querido preocupar a mamá y, en verdad, él tampoco quería creerlo. Ahora los dos estaban confusos y asustados. Abrí la boca para decir algo, intentando calmar sus temores, pero Ann se me adelantó. —¿No lo ves, Clare? —dijo con voz tranquila—. Tú y Charles pensáis en Ben como en un adolescente. Y, por ello, él interpreta ese papel para complaceros. Nos resulta difícil ser nosotros mismos, y no solamente los reflejos de los demás. Yo pasé por lo mismo. A nadie le gustan los niños precoces. Y me pasó las uñas por la nuca.

Todo lo que pude hacer fue sonreír y ponerme colorado. Ann me dio un suave golpe en la cabeza. —Ben… —repitió mamá. —Lo sé, mamá. —Bien, aquí lo tienen —dijo Weatherly, llevándonos nuevamente hacia donde se proponía llegar, fuera adonde fuese—. Ann podría haberme dicho lo mismo. Los dos son telépatas empáticos, aunque Ben es más sensible. —Telépatas —resopló Jud, sirviéndose otro vaso de café. —No te preocupes, Jud —dijo Ann para tranquilizarle—. No podemos leer vuestros pensamientos, sólo vuestras

emociones, vuestro estado de ánimo y ese tipo de cosas. —Pero yo también sabía donde estaba la mano ganadora —dijo Weatherly, como si no pudiera contenerse por más tiempo—. Sabía donde estaba cada carta, porque controlé el reparto. Si no lo hubiera hecho, me habría resultado tan imposible saberlo como…, como al hombre de la luna. —Me lo había imaginado —dije yo. —¿Cómo controló el reparto de las cartas? Papá había aceptado por completo cuanto se había dicho hasta entonces.

—Eso también es difícil de explicar. —Weatherly suspiró—. Ben y Ann son telépatas, y poseen el don de la empatía. Mi habilidad particular es la telequinesia, aunque creo que en estos tiempos empiezan a llamarla psicoquinesia. Hubo un momento de silencio. —¿Qué es eso? —preguntó Linda, con los ojos muy abiertos. Poe la había rodeado con el brazo y ella se apoyaba en su cuerpo. Poe estaba muy callado, absorbiéndolo todo. —La habilidad de controlar mentalmente objetos físicos —explicó Weatherly con seca precisión.

—¿Se refiere a que la mente domina la materia? —preguntó Linda respirando entrecortadamente. —Sí —suspiró él—, creo que ésa es una de las expresiones corrientes con que se la describe. Jud estaba yendo de un extremo a otro de la gastada alfombra, como si pretendiera abrir un camino en ella. —Veamos cómo mueve ese zapato —dijo con un bufido, y señaló a la zapatilla deportiva de Poe, aún mojada, que estaba junto al fuego. Weatherly se reclinó en su asiento y, con un gesto cansado, se pasó la mano por la cara. Todo su cuerpo emitía un

aura de resignación ante las constantes interrupciones que sufría. Movió la cabeza y la zapatilla se alzó en el aire. Mamá y Linda dieron un respingo de sorpresa. Tannie la observaba con ojos como platos. Carl Willingham se acercó un poco más a la puerta. La zapatilla trazó un círculo alrededor de la habitación y volvió a caer suavemente junto al fuego. —Señor Ledbetter, en esto hay algo más que desplazar zapatos de su sitio — le explicó Weatherly con impaciencia—. También la materia puede ser controlada a un nivel molecular. Señora Henderson, por favor, levante la carta de arriba y

mírela. Mamá le miró con curiosidad y levantó la carta. Era el tres de corazones. —Vuelva a ponerla boca abajo. — Mamá así lo hizo—. Ahora, mírela. — Mamá volvió a levantar la carta. Los corazones habían sido reemplazados por pequeñas margaritas amarillas—. Ahora es el tres de margaritas —dijo Weatherly sin mirar la carta—. Podría seguir realizando trucos de salón hasta mañana, pero hay asuntos más importantes. Tengo que hacer algo absolutamente vital. Y no puedo hacerlo solo, no sin la ayuda de un telépata.

Llevo treinta y cinco años buscando. Ya había perdido toda esperanza. Y entonces descubrí el poder de Ann. Querida mía, debo disculparme por la forma en que he maniobrado para traerla hasta aquí. —¿Maniobrado? —Sí. Pero me temo que el asunto ha acabado convirtiéndose en una especie de embrollo. Yo la impulsé a emprender este viaje durante el fin de semana, y lo hice pensando en ello durante las dos últimas semanas. Naturalmente, usted creyó que la idea era suya. Yo creé la tormenta, el corte de la carretera y el desvío inundado. Por supuesto, jamás

tuve la intención de que los demás también cayeran en mi pequeña charada. —Suspiró—. Sí, tengo la impresión de que no lo he hecho demasiado bien. —Y, un instante después, su expresión se hizo más alegre—. Pero, después de todo, parece que el resultado final no ha sido tan malo. Si todo hubiera salido según mi plan, no habría encontrado a Ben. —¡No creo nada de todo esto! Jud se dejó caer en el diván, y estiró sus largas piernas, cubiertas por la elegante y bien cortada tela de sus pantalones. Apartó la mirada con una expresión de enfado. —Joven —dijo Weatherly,

exasperado—, en realidad, crear una tormenta, un par de barreras de madera, animar un impermeable amarillo y hacer que un poco de agua caiga sobre un camino sólo se diferencia de controlar una baraja de cartas por una cuestión de grado. El principio es exactamente el mismo. —Si puede hacer todo eso —dijo papá con suspicacia—, podría haber sacado mi camioneta de la acequia. —Seguramente, señor Henderson, no habría sido muy difícil. Pero, verá, y debo disculparme por ello, fui yo quien puso su camioneta en la acequia. —¿Por qué? —le preguntó mamá.

—Oh, querida mía, ¿no resulta obvio? —contestó Weatherly con lo que era casi un gemido—. Para que Ann no se marchara de aquí, me vi obligado a retenerles a todos. —Profesor, ¿por qué todas esas maquinaciones tan complicadas? — preguntó Ann, muy seria—. ¿Por qué no me pidió sencillamente que le ayudara? —No podía correr el riesgo. Si se hubiera negado… Tenía que venir aquí, era necesario. Soy un hombre viejo, Ann. Ésta es mi última oportunidad. Si vuelvo a fracasar… —Sus hombros se encorvaron—… Entonces, que Dios nos ayude.

Un silencio asombrado se extendió sobre la habitación, igual que si alguien hubiera dejado caer una manta sobre nosotros, y continuó hasta que Ann, en voz baja, le preguntó: —¿Qué quiere que haga? —Por favor, querida mía, sea paciente conmigo. —Suspiró y volvió a pasarse la mano por la cara. Tenía los ojos algo vidriosos por culpa de la tensión nerviosa y su piel se había vuelto tan pálida como si fuera de arcilla. Yo seguía sin saber qué planeaba, pero me daba la impresión de que no estaba en condiciones de vérselas ni siquiera con un gatito furioso

—. Antes de que se lo explique todo deben hacerse ciertos preparativos. Imagínense —dijo, y su rostro volvió a iluminarse—, después de treinta y cinco años encuentro a dos telépatas. —Un momento —dijo papá, y en su voz había una dureza que yo, rara vez había oído antes—. Si Ann quiere ayudarle con lo que prepara, sea lo que sea, eso es asunto suyo, pero Ben no va a meterse en ello. El mentón de Weatherly se puso muy rígido. Estaba preparándose para discutir, pero entonces Jud se levantó de un salto y empezó nuevamente a pasear de un lado a otro. Se frotó las manos en

los pantalones y, hablando en voz bastante alta a causa de los nervios, dijo: —¡Creo que todos ustedes están chalados! Aquí están, sentados y hablando de la telepatía y la telequinesia, y de crear tormentas, y… y…, como si estuvieran hablando… del tiempo que hace. Todo lo que yo veo es un hombre de cuya cordura estoy empezando a dudar, que hace trucos con las cartas. Se calló, y clavó en Weatherly sus ojos color azul claro. —Jud, por favor —murmuró Linda, con una expresión de incomodidad en el

rostro. —No te olvides de la zapatilla — dijo Poe animado. Jud se volvió para dedicar a su cuñado la misma mirada con que antes había obsequiado al profesor. Poe sonrió y enarcó las cejas. Jud se volvió nuevamente hacia el profesor. —Si usted puede hacer todos esos abracadabras, ¿por qué no tiene la bondad de terminar con la lluvia, sacar el vehículo del señor Henderson de la acequia, y nos deja marchar de este espectáculo circense? Su voz fue subiendo gradualmente de

volumen. La respuesta de Weatherly no se quedó atrás en decibelios. —Señor Ledbetter, no soy un mago. No puedo chasquear los dedos y hacer desaparecer la lluvia. En primer lugar, hicieron falta dos días de cuidadosas manipulaciones para crearla. Además… —bajó la voz hasta adoptar un tono conciliatorio—, no serviría de nada el que se fueran. Tienen que pasar la noche en algún sitio, y tanto da que sea aquí. En el piso de arriba hay dormitorios muy cómodos. Si alguno de ustedes desea retirarse le indicaré el camino. Jud no pensaba abandonar tan

fácilmente. —¿Quiere decir que vamos a quedarnos aquí tanto si nos gusta como si no? ¡Mis padres nos esperan esta noche, y yo quiero irme! —Lo siento, señor Ledbetter. Acepte mi palabra. Es imposible. Ann y yo nos miramos. Los dos habíamos percibido lo mismo. Estaba diciendo la verdad, tal y como la veía él. Era imposible marcharnos…, y no a causa del mal tiempo. Pero ninguno de los dos pudo descubrir la auténtica razón. —Tómatelo con calma, Jud —dijo Poe, apelando a su cordura—. Ya

llevamos tanto retraso que unas cuantas horas más carecen de importancia. —De acuerdo, de acuerdo. —Jud se encogió aparatosamente de hombros y tomó asiento ante la mesa, ahora vacía. Cogió las cartas y empezó a barajarlas —. Podéis seguir adelante con vuestra cacería de fantasmas. Yo me quedaré sentado aquí, y haré solitarios toda la noche. No me importa si vienen veinte fantasmas haciendo entrechocar sus cadenas, y gimiendo hasta que les reviente la cabeza. No les haré ni caso. Extendió las cartas en la primera mano de un solitario y se dedicó a ignorarnos.

Todos le miramos algo divertidos durante un par de segundos. Su competición de gritos con el profesor había logrado aliviar considerablemente la tensión. Entonces, mamá meneó levemente la cabeza y dijo: —Yo conozco a una jovencita que debe irse a la cama. —¿Tengo que irme a la cama? — gimió Tannie—. Las cosas están demasiado interesantes para irse a dormir. —Pues sí, tienes que ir. Mamá se rió. Cogió una de las maletas y salió de la habitación llevándose a Tannie.

Tannie dio las buenas noches a todo el mundo, nos dio un beso a papá y a mí y, por último, se fue lanzándome una mirada de abatimiento y derrota. Yo le guiñé el ojo. Apenas había salido de la habitación, cuando Tannie volvió. —Mamá se ha olvidado la linterna —dijo. Papá iba a dársela cuando oímos que mamá emitía un jadeo de sorpresa y dejaba caer la maleta. Todos fuimos corriendo al vestíbulo. Mamá estaba inmóvil al pie de la escalera con la mano en la boca, mirando hacia arriba. La maleta yacía junto a sus pies, volcada.

—En lo alto de la escalera había alguien —dijo, controlando cuidadosamente su voz. Papá enfocó la linterna hacia lo alto de la escalera y la encendió. No había nadie. El reloj del péndulo emitió un seco crujido y dio las ocho. Linda, sobresaltada, dejó escapar un chillido. Papá bajó el haz luminoso, y gracias a él vimos un hombre que venía hacia nosotros. Era joven, aproximadamente de la misma edad que Poe y Jud, iba mal vestido y su moreno rostro eslavo se mostraba inexpresivo. Así le vieron mis ojos. Cuando le miré sin usarlos, sólo vi

un resplandor que cambiaba continuamente, una luz sin rasgos. Papá le enfocó con la linterna. —Es Lester Gant —dijo Carl Willingham, detrás de nosotros, como si estuviera viendo a un perro rabioso. El hombre llegó al final de la escalera y se quedó inmóvil, mirándonos, todavía sin mostrar ninguna reacción. El reloj acabó de dar las campanadas de la hora. No sé por qué razón, pero todos retrocedimos un poco. —¿Le conoce? —preguntó Weatherly, su rostro volviendo a la sorprendida confusión de la que sólo en los últimos minutos había logrado

escapar. Tuve la impresión de que no podría aguantar muchas más complicaciones o interrupciones de última hora. —¿Es el hombre que cuida de la casa? —preguntó papá. —¿Cómo? —Weatherly se volvió hacia él con una pequeña sacudida—. Por supuesto que no. Eso fue hace treinta y cinco años… Espere, sí, ese hombre se llamaba Gant. ¿Cuál era su nombre de pila? ¿Horace? ¿Homer? —Harold Gant era el padre de Lester —contestó Carl, intentando ayudarle—. ¿Era ése el nombre? —Posiblemente. —El profesor

movió la cabeza en un gesto de asentimiento, y se volvió hacia el joven moreno—. Señor Gant, ¿su padre es el hombre que contraté para cuidar de la casa? —El viejo Gant lleva muerto diez años —contestó Carl—. Bueno, al menos él y su esposa desaparecieron… —Ah… —Poe abrió un poco más los ojos—, nuevos misterios. —Creo que usted no está muy al corriente de lo que les ocurre a sus empleados, profesor —gruñó papá. —¿Cómo? —Una nueva revolución de su cabeza—. Oh, el banco de Hawley se encarga de todo eso. Supongo que le

dieron el trabajo al chico cuando desapareció el padre. Señor Willingham, ¿es que no puede hablar o qué? —Puede hablar. Yo mismo le he oído hacerlo —afirmó Carl. Y lo hizo. Cuatro palabras. Jamás le oí decir nada más. —La señora bajará en seguida — dijo, con una voz átona y sin la menor inflexión. —¿Quién más hay aquí? —gimió Jud. Weatherly suspiró. —Imagino que se refiere a mi madre, señor Ledbetter.

—¿Su madre? —preguntó mamá con voz que parecía más bien un graznido—. ¿Por qué no nos ha dicho que su madre vivía aquí? —No estaba seguro de ello. — Weatherly parecía un hombre a punto de quedarse sin recursos—. No esperaba que siguiera viva. Gant se dio la vuelta sin decir nada más, y se desvaneció entre las tinieblas que ocultaban el final de la escalera. Parecía que Weatherly hubiese recibido una patada en el estómago. Esa última complicación había sido demasiado para él. Un instante después, papá cogió la maleta de mamá y la escoltó hacia el

piso superior. —¿Quieres irte a la cama, cariño? —preguntó Poe a su mujer—. Debes estar agotada. —Si no te importa —dijo Linda, riéndose nerviosamente—, esperaré hasta que vengas tú. No podría dormir allí arriba estando sola. Poe sonrió y la rodeó con el brazo. Todos empezaron a volver a la sala de estar, pero yo le hice una seña a Ann y salí al porche delantero. Había dejado de llover. Pude ver algunas estrellas detrás de las nubes. Las ranas croaban en su húmedo éxtasis, y unos cuantos grillos osados habían emergido de sus

escondites. El aire tenía el olor fresco y limpio que siempre queda después de llover y, por contraste, hacía resaltar todavía más el ligero olor a moho que reinaba en la casa. Aspiré una honda bocanada y me apoyé en la barandilla, mirando los coches que pasaban por la carretera en la parte baja de la colina. —¿Lo viste? —pregunté al sentir que Ann estaba detrás de mí. —Sí. Anteriormente, ya me había encontrado con eso algunas veces. Al parecer, cierta gente posee escudos naturales. Se apoyó en la barandilla a mi lado. Me volví al oír que se abría la

puerta, pero ya sabía quien era. Carl Willingham nos hizo una seña con la cabeza, y bajó los peldaños del porche. —¿Adónde va, señor Willingham? —preguntó cortésmente Ann. Él se detuvo, y se dio la vuelta para mirarnos. —Me voy, señora. La lluvia ha parado y prefiero caminar diez kilómetros antes que estar en la misma casa que Lester Gant. Puedo aceptar a los magos y a la gente que lee la mente —agachó la cabeza—, y no quiero ofenderles, e incluso puedo aceptar que las zapatillas deportivas vuelen, pero él…, no, él es demasiado. Les

aconsejaría que hicieran lo mismo. —¿Qué tiene de malo ese hombre? —pregunté, porque Willingham estaba auténticamente asustado. —La gente dice que mató a sus padres. Nunca les encontraron, y no hay prueba de que lo hiciera, pero lo dicen de todas formas. Nos hizo una nueva señal con la cabeza, y empezó a bajar por la colina. Le observamos durante un instante. —Desde luego, la gente de aquí dice montones de cosas —comenté yo con sarcasmo, y volvimos a casa. Weatherly estaba sentado en el diván, perdido en sus pensamientos con

una expresión lúgubre en el rostro. Tuve la misma impresión que si estuviera tocando un charco de agua fangosa que remolineara sin parar. Poe, Linda, Jud y papá estaban empezando otra partida de cartas. —El señor Willingham acaba de irse —dije, y ciertamente no esperaba la reacción que provoqué. Weatherly se levantó de un salto y me miró. —¿Marcharse? ¿Qué quieres decir? —Que se va andando hasta el pueblo —respondí yo, sin entender nada. Weatherly se puso nerviosísimo, y empezó a moverse de un lado a otro

como si no supiera qué dirección era la adecuada. —¡No puede irse! —gimió—. ¡Morirá! ¡Deténganle! ¡Háganle volver por la fuerza si es necesario! ¡De prisa, de prisa! La ansiedad de Weatherly era tan intensa y aguda que yo salí corriendo de la habitación y crucé la puerta principal. Todos me siguieron, confusos y asustados. Carl estaba casi al final de la colina. Yo grité, llamándole. Papá y Poe estaban justo detrás de mí, sin saber qué pasaba. Los demás se quedaron en el porche. Carl se dio la vuelta y nos miró con

curiosidad. Sus cejas se alzaron en una expresión de asombro al vernos bajar la colina, dando saltos y hundiéndonos en el fango resbaladizo, chillando como locos. Carl, el único que miraba hacia la casa, fue el primero en verlo. Se le desorbitaron los ojos y dio un paso hacia atrás. Entonces lo sentí yo, igual que electricidad estática en mi cabeza. Patiné hasta detenerme sobre el suelo enfangado, y caí de rodillas con un gruñido. Me volví hacia la casa. Weatherly agitaba los brazos y gritaba. Los grillos dejaron de cantar.

La casa estaba rodeada por una aureola, un nimbo iridiscente parecido a una burbuja de jabón, que se iba haciendo más y más grande. Papá y Poe se habían detenido y estaban mirando a la casa. Weatherly estaba aullando y haciéndonos señas de que volviéramos. En mi cabeza sentía cantar el dulce frescor del miedo, pero no era el mío. El aire chisporroteaba, cargado de energía. Sentí que se me erizaba el vello de los brazos. La colina empezó a brillar, y un torrente de chispas bajó por ella igual que un río embrujado. Me volví hacia Carl. Él estaba mirando la casa,

retrocediendo lentamente. La electricidad estática del aire hacía que las ropas se le pegaran a la piel. Luego, se dio la vuelta y echó a correr. La presión energética se estaba haciendo insoportable. Y entonces llegó la luz, un relámpago deslumbrante, una descarga feroz. Toda la energía que flotaba libremente por el aire se concentró en un solo punto. Primero giró igual que un torbellino de luciérnagas, rodeándome, luego se contrajo y cayó en un solo punto. Sobre Carl. Gritó, y un instante después quedó

cubierto de fuego. Gritó y corrió, su cuerpo en llamas. Empezó a golpearse las ropas con las manos, las llamas de éstas uniéndose a las llamas de la tela. Sus pies relucientes se agitaron por entre la hierba húmeda y dejaron pequeños hilillos de vapor, que siseaban y acababan desvaneciéndose. Carl dejó de agitarse, viendo que no servía para nada, y se concentró en correr, los brazos extendidos ante él, como buscando algo. Luego tropezó, avanzó tambaleándose unos cuantos pasos y cayó, todavía gritando. Y siguió moviéndose, intentando avanzar a rastras.

Los gritos cesaron. Luego cesó el movimiento. Carl no era más que un bulto informe que seguía ardiendo, desprendiendo una negra columna de humo que se perdía en el aire de la noche. La energía y la presión habían desaparecido. Los grillos reanudaron su canto. Yo había alzado mis maltrechas barreras intentando no sentir su presencia, intentando detener su agonía antes de que llegara a mi mente. Después de eso, creo que sentí el suelo fangoso golpeándome en la cara. Me movía y flotaba en algo cálido. Papá me llevaba en brazos, como

cuando yo tenía tres años y me había quedado dormido. Apreté con más fuerza su cuello. Y unos instantes después, él hizo que mis dedos se aflojaran y me dejó en el diván. Todos estaban allí, a mi alrededor, mirándome. Salvo Jud. Él estaba mirando por la ventana, pálido y tembloroso. Tannie, en pijama, tenía los ojos desorbitados por el asombro. Ann puso su mano sobre mi frente, y me apartó el cabello de los ojos. Papá estaba a un metro de distancia, observándome. Nunca le había visto tan enfadado. —Profesor Weatherly —dijo en voz

muy baja—, según usted no había ningún peligro. Quiero que me explique exactamente lo que está pasando. Nada de evasivas ni de promesas. Nos gustaría tomar unas cuantas decisiones por nosotros mismos. —Lo siento, señor Henderson — contestó él, y en su voz había una sincera pena—. Es demasiado tarde para tomar decisiones de forma independiente. Sólo nos queda un camino abierto. —¿Ha oído lo que he dicho? Quiero una explicación. —Por supuesto, señor Henderson. —Sus manos se agitaban igual que las

alas de una mariposa—. Espere a que todo el mundo pueda calmarse y le contaré todo lo que sé. —Jud. Apártate de la ventana —dijo Linda. Tenía la voz ronca y algo temblorosa. Jud se dio la vuelta sin hacer ningún comentario, y tomó asiento en una silla. —Así que, después de todo, los espíritus son malignos, ¿eh, profesor? — dijo Poe en voz baja y tranquila. —Por favor, tengan paciencia unos minutos más. Veamos si Ben se ha recobrado. —Me miró, con auténtica preocupación en su rostro—. ¿Te

encuentras mejor? —Sí, creo que sí. Cogí la mano de Ann entre mis dedos y la apreté. Tannie me miró con su pequeño rostro tenso y pálido. Yo sonreí y le guiñé el ojo. —Me niego a darte un abrazo, Benjamín Henderson. Me niego categóricamente —dijo con una voz que no tenía nada de categórico—. Me has dado un susto de muerte. Pensé que iba a quedarme viuda. Todo el mundo se rió, con mayor entusiasmo del que merecía la broma, desde luego, pero sirvió para romper la tensión. Incluso Jud se las arregló para

esbozar una sonrisa anémica. Tannie resopló, intentando no llorar. Yo me senté en el diván y abrí los brazos, mirándola. Tannie se lanzó sobre mí y empezó a sollozar en mi pecho. —Lo siento, cariño —dije. —¡Oh, Tannie! —protestó mamá y, gracias a Dios, encontró algo práctico en que concentrar su atención—. Ben está cubierto de barro. Te estás poniendo perdida. —Apartó a Tannie de mí con un cierto esfuerzo—. Ben, ve a cambiarte de ropas y lávate la cara. Así que fui hasta la maleta y cogí unos tejanos y una camisa limpia. Sentía las rodillas un poco débiles, pero intenté

no demostrarlo. Hay un límite que uno puede soportar. Me fui a un rincón, detrás de una silla, y me cambié mientras hablaban. —¿Está listo, profesor? —preguntó papá, que estaba llegando al límite de su paciencia. —Sí, señor Henderson. Que todo el mundo se ponga cómodo. Quiero explicar lo ocurrido tan bien como me sea posible. Ben, ¿lo sientes? —Sí. —Descríbemelo. —Realmente no hay nada que describir. Está allí, nada más. Es consciente de nuestra presencia. Y…

está allí…, nada más. —Eso es —dijo Ann. —¿No hay hostilidad? ¿No hay ira? —preguntó Weatherly, como si estuviera esperando que hubiera algo de eso. —Ahora no —respondí yo—. Está asustado. Creo que siempre lo está. Había ira…, no, no era eso…, pánico, cuando el señor Willingham intentó marcharse. Acabé de cambiarme y volví a unirme al grupo. Estaba tan ocupado concentrándome en Weatherly que no sentí su presencia. Ann tampoco la notó. Nadie supo que estaba en la habitación hasta que oímos

sonar su potente voz de soprano. —¡Philip! —aulló—. ¿Qué está haciendo toda esta gente en mi casa? Todo el mundo se volvió rápidamente. Sentí que la voluntad y los propósitos de Weatherly se convertían en frágiles telarañas. La mujer llevaba un largo vestido negro que llegaba hasta el suelo, y permanecía inmóvil en el umbral, observándonos. Su apretado cuello de encajes le apretaba la carne, formando arrugas alrededor de su afilado mentón. El vestido, de mangas largas, tenía como único adorno un gran camafeo en la garganta. Sus manos descansaban en un bastón con

empuñadura de plata, y su cabellera rojiza estaba recogida en un moño. Tenía la piel casi blanca y con un brillo peculiar, como si una figura de cera hubiera cobrado vida. Lester Gant parecía acechar tras esa silueta erguida y rígida como un palo, igual de inescrutable que antes. —Estoy esperando una respuesta, Philip. —Me alegro de volver a verte, madre. Su voz daba la impresión de pertenecer a un niño pequeño, al que habían sorprendido haciendo algo feo en el cuarto de baño.

—Eres un estúpido, Philip —afirmó ella con su voz de trueno—. Siempre lo has sido. —Sí, madre, me alegro muchísimo de volver a verte. Y suspiró. Ella le traspasó con una mirada feroz y, como si fuera una reina, se instaló en una silla, mirándonos. Se movía como si toda su columna vertebral estuviera hecha de una sola pieza. Gant se quedó en el umbral. —Has venido a intentarlo de nuevo, ¿verdad? Era una afirmación más que una pregunta. Los demás seguíamos

inmóviles, con la boca abierta. —Sí —dijo él—. Iba a explicárselo. —Te matará, igual que hizo ahora mismo con ese hombre. Sabía que eras lo bastante idiota como para seguir intentándolo, pero no sabía que tu obsesión llegara hasta el punto de hacer que otras personas corrieran peligro. —No están aquí por mi voluntad, madre. —¿Cuánto tiempo ha pasado desde tu último y fútil intento, Philip? —Treinta y cinco años. —¿Tanto? —dijo ella con una leve ironía pensativa en su voz. —Profesor —interrumpió papá,

apretando los dientes—, estamos esperando. —¿Cómo? —Se sobresaltó igual que si se hubiera olvidado de nosotros—. Sí. Discúlpame, madre. —Se apartó de ella y dijo—: El cómo empezó todo ya lo conocen por el señor Willingham. Yo tenía diez años. El fuego que vieron estaba en mi habitación. Ya hacía cierto tiempo que era consciente de mis poderes, pero pensé que todo el mundo los poseía. Tras haber descubierto de forma casi desastrosa que ése no era el caso, que yo era un ser único, los mantuve en secreto y empecé a practicar. Sin embargo, y como ya le han oído

contar al señor Willingham, no pude evitar que en la comarca se me diera la reputación de ser algo… eh… peculiar. Mis poderes se desarrollaron con la práctica, pero yo no había madurado demasiado. —Eras un idiota. —Sí, madre. Sucedió la noche de la que les ha hablado el señor Willingham. Desgraciadamente, yo creía saber cuanto me hacía falta. Verán, acababa de leer La máquina del tiempo, de Wells. Yo… eh…, me temo que intenté viajar en el tiempo. Nos miró con el entrecejo fruncido en un gesto irónico.

—¿Por qué? —preguntó papá, algo confundido. Weatherly se encogió de hombros. —Tenía diez años, y la idea me pareció excelente. —¿Qué pasó? —preguntó Poe, claramente fascinado. —Mis poderes eran muy fuertes — siguió diciendo el profesor—, pero no así mi control sobre ellos. En aquel momento no supe exactamente lo que había hecho, pero ahora creo que llegué a deformar el espacio, no sé muy bien cómo. Y algo cruzó esa deformación. Era algo feroz, todo fuego y energía. Me atacó igual que hizo con el señor

Willingham. Yo intenté luchar con él, pero lo único que pude hacer fue seguir con vida. Salí corriendo de la casa, y no volví en quince años. —Salió corriendo y permitió que su familia fuera destruida. —No podía hacer nada, madre. —¿Por qué no le ocurrió nada a usted, señora Weatherly? —preguntó papá. La cabeza de la señora Weatherly se volvió hacia él. —No sé por qué no fui destruida, pero eso es lo que ocurrió. Me conservó como si fuera un recuerdo. Como a un insecto atrapado en un trozo de ámbar.

Muchas veces he deseado que me hubiera… destruido. Papá ladeó la cabeza hacia Lester Gant, todavía inmóvil en el umbral, contemplándonos con expresión impasible. —¿Y él? —Él señor Gant no corre ningún peligro —dijo ella, con una ligera elevación de las comisuras de sus delgados labios—. El señor Gant viene y va cuando quiere. La cosa sabe que siempre volverá. El señor Gant es un adorador suyo. —Tuve la impresión de que sus palabras sólo eran un pequeño disparo sin importancia en una vieja

guerra. Gant la miró con rostro inexpresivo—. Nos despertó el ruido que venía de la habitación de Philip — dijo la señora Weatherly, reanudando el hilo de su historia—. Mi esposo y mis hijas fueron quienes llegaron primero. Vi cómo eran destruidos. Me oculté en el ático. Cuando los vecinos registraron la casa no me encontraron, y la cosa no les molestó. Cuando conseguí recuperarme de mi temor, ya era demasiado tarde. No podía irme. —Volví quince años después. Era mucho más fuerte y sabía controlar por completo mi poder. —Tendrían que haber visto la

ridícula expresión de su rostro cuando me encontró —dijo su madre, frunciendo levemente sus delgados labios. —¿Estuvo aquí quince años? — preguntó mamá, confundida—. ¿Cómo logró sobrevivir? —A los insectos atrapados en ámbar no les hace falta nada —respondió ella con voz átona—. No como. No duermo. Ni siquiera estoy muy segura de seguir con vida. —La cosa que traje a este lugar no tiene existencia física tal y como nosotros la conocemos —explicó el profesor—. Creo que mantiene a mi madre con su propia energía vital.

—¿Sucede lo mismo con él? — preguntó Poe, y señaló a Lester Gant. Yo también le miré, todavía inmóvil en el umbral. Tenía los ojos entrecerrados, y su mirada no se apartaba de Ann. En ese momento no di ninguna importancia a su forma de mirarla. —El señor Gant se encuentra aquí para otros propósitos —contestó la señora Weatherly con ese fruncimiento de labios que parecía indicar diversión —. El señor Gant está aquí voluntariamente. El señor Gant tiene ciertos apetitos secretos. Gant la miró de forma malévola, y

giró sobre sus talones. La señora Weatherly le vio marchar, sus ojos de porcelana brillando suavemente. Luego se volvió nuevamente hacia nosotros. —El señor Gant ha blasfemado. —¿Qué hizo usted al volver? — preguntó papá a Weatherly, regresando al tema anterior. —Yo le diré lo que hizo ese estúpido —ladró su madre cuando Weatherly abría la boca para responder —. Intentó destruir a la cosa. Pero también ella se había vuelto más fuerte. Y salió corriendo de nuevo. Después, antes de permitir que la casa se convirtiera en ruinas, como debe ser,

contrató al padre del señor Gant para que la mantuviera en buen estado. —Lo hice por ti, madre. No podía… Ella le hizo callar con un resoplido. —¿Qué sucedió con los padres del señor Gant? —preguntó Ann. —El señor Gant y yo hablamos de muchas cosas, pero no de eso. Se trasladaron a la casa cuando él era muy pequeño. No me Importó. Nunca salía de mi habitación. Cuando el señor Gant tenía más o menos la edad de ese chico —y me señaló con un dedo huesudo—, sus padres ya no estaban aquí. —¿Qué está planeando hacer ahora, profesor? —preguntó Ann.

—Mi error radicó en intentar destruir a la cosa. —Frunció el entrecejo—. Ahora sé que lo más probable es que no se la pueda destruir. Pero hay que detenerla antes de que salga de esta casa. No sé por qué sigue aquí. Debo comunicarme con la cosa, averiguar lo que quiere. Por eso la traje hasta aquí. Ann, para comunicar con ella. No puede ni imaginar el entusiasmo y el alivio que sentí al encontrarla. Treinta y cinco años… Y se calló. —¿Y cómo logró encontrarme? —le preguntó ella. —Pruebas. —Alzó su índice ante

ella—. Por eso me convertí en profesor de psicología, para poder hacer pruebas con los estudiantes. Pruebas de todo tipo con miles de estudiantes. La mayor parte de las pruebas tuvieron que ser alteradas para que se ajustaran a mis propósitos y no a los de sus creadores, por supuesto. —¿Y qué se conseguirá con esa comunicación, aparte de satisfacer su curiosidad personal? —le pregunté. —¿No es suficiente con eso? — Abrió un poco más los ojos al mirarme —. Pero tengo la esperanza de aprender mucho más. Mucho más. —Si es imposible destruirla —dije —, ¿qué planea hacer con la cosa?

—Debo deformar el espacio de nuevo y mandarla de vuelta al sitio del que vino —contestó él. Su madre le miró con expresión pensativa. —Puede que ya no seas tan idiota como antes. —Y luego meneó la cabeza —. No. Podrías haberlo hecho sin meter en esto a la chica. Sigues siendo un idiota. —Se puso en pie, y con el paso de una emperatriz, fue hacia la puerta. Cuando llegó a ella, se detuvo y se volvió hacia nosotros, sus dos manos apoyadas en la empuñadura de plata de su bastón—. No dejes que el señor Gant se entere de lo que haces.

Luego cruzó el umbral y subió por la escalera, igual que un espectro, hasta desaparecer en la oscuridad. —Mamá —dijo Tannie con voz llena de sueño—, ¿puedo volver a la cama, por favor? Me estoy durmiendo. Mamá puso su mano sobre la cabeza de Tannie. —Quizá sería mejor que durmieras aquí abajo, cariño. —¿Por qué? —¿Nunca se asusta por nada? — gruñó Jud. Tannie le miró, sorprendida ante su ignorancia. —Mi hermano está aquí.

Jud hizo una mueca y suspiró. —Ojalá poseyera tu confianza, niña. De veras, ojalá la tuviera. Supongo que en la cama estaremos tan a salvo como aquí —dijo Poe con bastante sentido común—. Yo estoy listo. Fui hacia la puerta y Ann se puso a mi lado antes de que llegara al umbral. La cogí de la mano. Salimos al porche mientras los demás hacían los preparativos para irse a la cama. El cielo se había despejado casi por completo. Una noche clara y brillante se extendía sobre los pastizales de Kansas. No pude ver el cuerpo de Carl, si es que

aún quedaba algo por ver. Nos sentamos en la barandilla. —Ben —dijo ella en voz baja—, ¿crees que deberíamos hacer esto? Ya sabes lo que te ocurrió cuando la cosa mató al señor Willingham. —He estado trabajando en eso — contesté, y me volví de cara a ella—. Léeme. Se concentró por un instante y luego me miró, sorprendida. —Estás completamente protegido. Si no pudiera verte, ni sabría que estás aquí. —Cuando el señor Willingham murió —y el recuerdo hizo que se me

pusiera la piel de gallina—, recibí toda la energía de la cosa. Siempre he tenido una especie de escudo. No recibo nada a no ser que se trate de algo especialmente fuerte o que desee recibirlo. El parloteo de fondo no consigue pasar. Por eso no te localicé. Ella asintió. —Me pregunto cuántos más habrá, cuántos habremos encontrado por la calle sin reconocerles… —He estado intentando reforzar mi escudo —seguí explicándole—. Fue relativamente fácil. Nunca se me había ocurrido intentarlo, eso es todo. Anda, concéntrate en mí. Lo iré bajando

lentamente, así verás cómo funciona. Le mostré cómo funcionaba, y ella hizo una prueba. Estuvimos practicando durante un rato hasta que lo hizo tan bien como yo. Luego se quedó callada, mirándome. Se puso en pie y vino hacia mí, mirándome. Sus manos subieron hasta mi cuello. Cuando se trata de abrir mucho los ojos, Tannie no es nada comparada conmigo. —Ben… —dijo ella con voz solemne—. Sé lo que estás sintiendo, lo que piensas sobre lo que puedes hacer. Nunca lo has explorado antes, nunca has intentado realmente extender los límites

de tu habilidad. Sé que eres fuerte, más fuerte que yo. Pero… ten cuidado. No dejes que todo esto se te suba a la cabeza. No te vuelvas demasiado confiado. Ten…, ten cuidado, nada más. Moví la cabeza en un gesto de asentimiento, comprendiendo lo que quería decirme. Nos miramos mutuamente, sin leernos, limitándonos a las sensaciones físicas. Después, subí mis manos por sus brazos, y uní los dedos detrás de su cuello, haciendo bajar lentamente su cabeza hacia la mía. No se resistió. La besé muy suavemente en los labios, aun sin leer su mente, disfrutando de la pureza física del

momento. Ella echó la cabeza hacia atrás y me sonrió. Me puse en pie, y dejé que mis brazos resbalaran por su espalda. Sentí que los suyos hacían lo mismo. Volví a besarla, con más fuerza. Ella me devolvió el beso. Estábamos sentados en los peldaños, sin hacer nada, sin hablar, limitándonos a estar juntos, cuando lo sentí. Era como si una bota de clavos me hubiera golpeado en la ingle. Miedo y dolor, pero sobre todo ira y rabia. Ann también lo recibió. Dio un respingo, emitió un gruñido ahogado y me miró, los ojos llenos de dolor. Nos levantamos de un salto y volvimos corriendo a la casa.

Sabía quién era. Examiné rápidamente la casa. Sólo faltaba uno. Asomé la cabeza por la puerta de la sala, donde el profesor estaba sentado con expresión pensativa ante el fuego que ya agonizaba. —¿Dónde está Jud? El sonido de mi voz le hizo dar un salto y me miró, sin comprenderme. Yo repetí mi pregunta, con mayor insistencia. —Comparte una habitación contigo —dijo, sorprendido—. La segunda de la derecha, al final de la escalera. ¿Qué pasa? Se levantó y vino hacia nosotros.

—Está muerto —dije por encima del hombro. Ann y yo echamos a correr por la escalera. Le encontramos en el cuarto de baño, tendido de bruces en el suelo. Sólo vestía unos pantalones cortos de color dorado. La sangre resbalaba todavía por las junturas de las baldosas blancas. Su complexión, que antes tenía el tono rosado de los hombres rubios, había perdido su color. Judson Bradley Ledbetter ya no tenía nada de apuesto. Sus artículos para afeitarse estaban esparcidos alrededor de su cuerpo, como si los hubiera estado sosteniendo en las manos cuando le atacaron. Me

arrodillé junto a él, y le di la vuelta. No tendría que haberlo hecho. Su abdomen y su pecho habían sido concienzudamente mutilados con un cuchillo de hoja grande. Ann dejó escapar un jadeo ahogado, y Weatherly exhaló un largo silbido por entre los dientes. —¿Quién puede haberlo hecho? — murmuró. —Gant. —¿Por qué? —No lo sabemos. Quizá su madre lo sepa. Está en el vestíbulo. Y ahí estaba, mirándonos, con el mismo aspecto de antes. Poe abrió la

puerta del otro extremo, y entró en el vestíbulo con el rostro soñoliento y llevando únicamente los pantalones del pijama. —¿Qué es todo ese jaleo? — preguntó, frotándose la cara. Ann se le acercó y le habló en voz baja. Poe pareció asustarse, y entró a toda prisa en la habitación de la que había salido. —Señora Weatherly —dije—, Jud Ledbetter ha sido asesinado. —Sus ojos de porcelana se volvieron hacia mí, pero no dijo nada—. Hemos leído a todo el mundo de la casa a excepción de Gant. Es el único que puede haberlo

hecho. Necesitamos saber por qué. Me miró con los ojos medio cerrados, y luego se volvió hacia su hijo. —Tu estupidez parece ser contagiosa. Philip. El señor Gant también es un estúpido. Mató al que no debía. —¿Cómo? —farfulló Weatherly. —No seas idiota —contestó ella secamente—. El señor Gant está protegiendo a la cosa. —Se volvió nuevamente hacia mí—. Jovencito, sin duda el señor Gant descubrirá su error. Giró en redondo y se alejó hasta perderse en la oscuridad.

—Ben —dijo Ann con voz que parecía más un siseo—. Tenía la intención de matarte. —Estoy intentando recordar lo que dijimos mientras él estaba en la habitación. Sabe que tú y otra persona estáis aquí para ayudar a que el profesor se libre de la cosa, pero cuando él habló de eso tú estabas sentada junto a Jud. Eso quiere decir que ahora irá por ti. —Tenemos que encontrarle —gimió Weatherly—. Podría echarlo todo a perder. Le miré con expresión disgustada, aunque realmente no había tenido intención de hablar de esta manera.

—Despertaré a papá —dije. Poe apareció de nuevo con cara de no encontrarse demasiado bien. Ann y el profesor se le acercaron. Mamá y papá estaban dormidos. Tannie estaba enroscada en un catre igual que un gusanito, tal y como dormía siempre. Puse mi mano en el hombro de papá y él abrió los ojos inmediatamente. Empezó a decir algo, pero yo me llevé el dedo a los labios y, con una seña, le indiqué que saliera de la habitación. Se levantó de la cama, cuidando de no despertar a mamá, y se puso su albornoz, mirándome todo el rato con expresión interrogativa.

Una vez fuera de la habitación les explicamos cuánto sabíamos. —¿Crees que Linda y tu madre estarán a salvo? —preguntó Poe. —Despierta a Linda, y que vaya a la habitación de mamá. Ann, quédate con ellas y cierra la puerta con el pestillo. Ann asintió. Poe estaba preocupado. —No le contaré a Linda lo que le ha pasado a Jud. Todavía no. Volvió a su habitación y cerró la puerta. —Profesor —dije yo—, usted conoce la casa. ¿Dónde puede ocultarse?

Weatherly meneó la cabeza. —No lo sé. Hay un montón de sitios. Sugiero que empecemos por la planta baja, y que vayamos subiendo hasta llegar al ático. Ben. ¿puedes leer alguna impresión suya? —No. Empezamos en el sótano, y examinamos todos y cada uno de los posibles escondites. No estaba allí abajo, y tampoco se encontraba en el primer piso. Papá tenía su linterna, y yo había cogido una de las lámparas de queroseno, por lo que podíamos separarnos cuando era necesario para impedir que Gant se escurriera y

apareciera a nuestra espalda. Poe llevaba un atizador que había cogido de la chimenea en la sala de estar. Me miró con una sonrisa nerviosa, y se golpeó un par de veces la palma de la mano con el atizador. Subimos por la escalera. Papá iluminó el pasillo con su linterna. Gant estaba agazapado ante la puerta de mamá, con una mano en el picaporte. En la otra mano llevaba un gran cuchillo de carnicero. Nos miró y salió corriendo en dirección opuesta, desapareciendo a través de un umbral. Cuando llegamos hasta allí, ya había cerrado la puerta. —Ésa es la escalera del ático —dijo

Weatherly. Papá sacudió la puerta unas cuantas veces, mirándola con el entrecejo fruncido. Tenía una de esas viejas cerraduras que permiten cerrar la puerta desde ambos lados, pero sólo usando la llave. —Esperen un momento —murmuró Weatherly. El cerrojo emitió un leve crujido, y luego hizo snic. La puerta giró sobre sí misma un par de centímetros, abriéndose con un perezoso chirrido. Papá miró a Weatherly, y luego acabó de abrirla. Enfocó el haz luminoso hacia el angosto y empinado

tramo de escalones, pero en él sólo había penumbra y telarañas. Papá aspiró una buena bocanada de aire y empezó a subir, muy cautelosamente. Poe iba detrás de él con su atizador, y luego venía el profesor. Yo cerraba la marcha con mi lámpara de queroseno. La escalera daba al ático a través de un agujero abierto en el suelo, un lugar perfecto para recibir un buen golpe en la cabeza nada más te asomaras por el hueco. Papá trazó un arco con su linterna, manteniéndose tan encogido como pudo, dispuesto a meterse de nuevo en la escalera si Gant estaba esperándole. Cuando nos hizo una seña

para que subiéramos, me di cuenta de que había estado conteniendo el aliento. El ático era un confuso montón de trastos viejos sobre el que se había acumulado polvo durante cincuenta años. El suelo estaba cubierto por una capa de suciedad tan gruesa, que daba la impresión de ser una alfombra de terciopelo, alterada sólo por las pisadas del señor Gant, que se dirigían hacia el montón de trastos viejos, y las pequeñas marcas dejadas por las cucarachas y los escarabajos, parecidas a puntadas de ganchillo. Papá siguió las pisadas del señor Gant con la luz de su linterna, pero no logramos verle.

El desorden era tal que veinte personas podrían haberse ocultado en él. Sostuve en alto mi lámpara, intentando ver algo en la oscuridad. Resultaba prácticamente inútil; lo iluminaba todo espléndidamente… en un círculo aproximado de un metro de diámetro. Y cada vez que uno de nosotros se movía, proyectaba una sombra tan grande como Godzilla.[2] Las vigas del techo estaban cubiertas de telarañas polvorientas, y entre ellas se veían las bolitas marrones hechas por los insectos que gustan de anidar en la oscuridad. El haz luminoso de la linterna pasó sobre un avispero tan grande como

un plato, medio oculto en un rincón. Las avispas se removieron perezosamente, aletargadas por el aire fresco de la noche. Papá seguía moviendo su linterna en círculos, cubriendo tanta extensión del ático como le era posible, pero el señor Gant era tan invisible para mis ojos como para mi mente. Podía ocultarse en uno de los múltiples escondrijos posibles de aquel lugar. Estaba a punto de sugerir que cerráramos el ático y dejáramos al señor Gant en compañía de las arañas, cuando a mi espalda se oyó un ruido y algo cayó al suelo.

Todos nos volvimos rápidamente en esa dirección. El haz luminoso de la linterna recortó la silueta del señor Gant, que se lanzaba sobre nosotros con el cuchillo de carnicero en ristre. Todo lo que sucedió entonces no pudo durar más de unos dos segundos, pero de repente tuve la impresión de que estaba ocurriendo a cámara lenta, y vi claramente a Gant corriendo hacia mí por entre el angosto espacio que dejaban las hileras de cajas de cartón, con el cuchillo reluciendo a la luz de la linterna y su camisa reflejando la luz a cada paso que daba. Recuerdo que examiné su rostro, y

recuerdo la sorpresa que sentí al ver que no reflejaba prácticamente ninguna emoción, que no estaba babeando igual que un loco. Todo esto debió de tener lugar en mi mente, porque mis músculos no reaccionaron de ninguna forma. Lo único que hice fue quedarme inmóvil, tan tieso como un maniquí, mirándole. Y entonces tropezó. Su pie se enganchó en el marco de un cuadro que estaba apoyado contra una pila de cajas. En su rostro apareció una fugaz expresión de sorpresa al sentir que su cuerpo se derrumbaba hacia adelante. En lugar de herirme con el cuchillo, cayó sobre mí.

Mis brazos se levantaron en un gesto de protección, y se me escapó la lámpara de entre los dedos. Lancé un gruñido cuando el golpe me dejó sin aliento. Y, un instante después, Gant y yo aterrizamos en el suelo formando un confuso montón de miembros, pero durante todo ese tiempo pude ver mi lámpara claramente, subiendo hacia el techo del ático en un arco muy, muy lento. El tubo de cristal se estrelló contra una de las vigas y se hizo pedazos, y luego fue la base la que se rompió con el pábilo aún ardiendo al golpear un gran baúl, inundando todo un extremo del ático con una marea de

queroseno ardiendo. El señor Gant no perdió mucho tiempo librándose de mí; había aterrizado encima de mi cuerpo. Yo estaba tendido de espaldas. Un instante después me di cuenta de que estaba a caballo sobre mi estómago, el cuchillo levantado. Torcí mi cuerpo para evitar el golpe, y sentí que el acero se estrellaba en el suelo junto a mi oreja. Entonces, el bueno de Poe hizo girar el atizador en un gran arco, sujetándolo con las dos manos igual que si estuviera partiendo leña. El golpe cayó justo entre los hombros del señor Gant. Lanzó un grito y arqueó la espalda, su rostro

convulsionado por el dolor. Logró levantarse, jadeando frenéticamente para recuperar el aliento, y se alejó tambaleándose por entre la oscuridad, con el cuchillo todavía en la mano. Al moverse, derribó varios montones de trastos y los hizo caer el suelo con un gran ruido. Poe y Papá me ayudaron a levantarme, y yo miré a Poe, sonriéndole con agradecimiento. El señor Gant era nuevamente invisible, oculto entre la oscuridad y el humo. Nos volvimos hacia el incendio. La mitad del ático estaba ardiendo furiosamente, y el calor estaba llegando rápidamente a unos extremos no muy

cómodos de soportar. Nos dirigimos hacia la escalera, pero el profesor estaba mirando las llamas, perdido en sus pensamientos. Los demás también nos detuvimos, y observamos el incendio. En el ático empezó a formarse una niebla, como si los espesos zarcillos de calina entraran desde el exterior. Incluso olía igual que la niebla. Se hizo más y más espesa, acumulándose hasta que el fuego quedó finalmente tapado por la blancura de la niebla. El crujir de las llamas acabó convirtiéndose en una especie de húmedo siseo, y luego cesó por completo. Ya no podía sentir el

calor. En el vello de mis antebrazos había gotitas de agua, igual que si hubiera caído sobre nosotros una espesa capa de rocío. La niebla empezó a disiparse como bajo los efectos del viento, y vimos que el incendio se había extinguido. Toda esa parte del ático estaba ennegrecida y medio calcinada, y relucía a causa de la humedad. De las vigas del techo empezaron a caer gotas de agua que resonaban levemente al golpear contra los baúles, las cajas y el resto de los objetos. Weatherly lanzó un hondo suspiro. —Profesor, desde luego resulta muy útil tenerle a mano —dijo Poe, y en su

voz había un más que considerable respeto. —Trucos de feria —contestó él, como no queriendo darle importancia a lo que había hecho. Papá apartó su linterna de la zona quemada y abrió la boca para decir algo. Y así se quedó, con la boca abierta, los ojos clavados en lo que estaba viendo. Todos nos dimos la vuelta. Gant se arrastraba hacia nosotros, cuchillo en mano. Es posible que el señor Gant tuviera sus defectos pero, desde luego, entre ellos no se contaba la falta de tenacidad. Cuando la luz cayó sobre él se detuvo. Sus ojos

relucían igual que dos canicas. Weatherly estaba concentrándose de nuevo. Oí un áspero zumbido, y el avispero que se encontraba casi encima de la cabeza de Gant hizo erupción, emitiendo una tormenta negra y amarilla. No sé qué hizo Weatherly, pero todas las avispas se lanzaron sobre Gant. Gritó y retrocedió, tambaleándose, debatiéndose a ciegas por entre los objetos del ático, aplastando a manotazos el enjambre de insectos que le cubría. No paraba de gritar y moverse, y supongo que a Weatherly debió de resultarle imposible seguir con su esfuerzo, porque las

avispas dejaron a Gant y volvieron a su refugio en el techo. Y después de eso, increíblemente, Gant se levantó de entre los objetos caídos al suelo y avanzó de nuevo hacia nosotros. Tenía el rostro y las manos cubiertos de aguijonazos, que iban hinchándose y enrojeciendo por segundos. Uno de sus ojos estaba casi cerrado, pero aun así avanzó hacia nosotros, tambaleándose, a punto de caer, enredándose entre el laberinto de basura y trastos. Con una mano apartaba los objetos que amenazaban con derrumbarse sobre él, y con la otra sostenía el cuchillo.

El profesor Weatherly lanzó un gemido. Y el cuchillo que Gant tenía en la mano se puso de un brillante color rojo cereza. Gant aspiró el aire por entre los dientes y lo dejó caer, agarrándose esa mano con la otra. El cuchillo chocó contra el suelo, y del metal se alzó un hilillo de humo. Pero antes de que pudiera provocar otro incendio, Weatherly le hizo algo y el metal volvió a enfriarse. Papá tenía enfocado a Gant con su linterna, y Gant empezó a retroceder, agarrándose todavía la mano quemada. Nosotros avanzamos hacia él. Ahora tenía un ojo completamente cerrado, y el

otro no presentaba un aspecto demasiado bueno. Pero seguía sin rendirse. Con su mano buena cogió por la base uno de esos taburetes que se utilizan para sentarse al piano y se preparó para arrojarlo contra nosotros. Y se quedó paralizado. El taburete resbaló de entre sus fláccidos dedos y rebotó sobre una mesilla de tres patas. Gant boqueaba, tragando aire igual que un pescado. Se apretó el pecho con los dedos; yo miré a Weatherly y luego a Gant de nuevo. Estaba respirando con un jadeo que casi parecía un rugido, los dedos haciendo pedazos su camisa. Una de sus rodillas golpeó el suelo, y luego

su cuerpo se dobló sobre sí mismo, desplomándose sobre una pajarera oxidada. Dejó de moverse. Me acerqué. Estaba inconsciente, pero respiraba regularmente. Miré a Weatherly. —Podría haberle matado. —Sí. —¿Qué hacemos con él? —preguntó papá en voz baja. El profesor se quedó callado durante unos instantes, y luego alzó los ojos. —El armario que hay en el pasillo del piso superior tiene un cerrojo muy resistente. Así pues, bajamos a Gant por la

angosta escalera, y le encerramos en el armario vacío. No me dio la impresión de que el cerrojo fuera más fuerte que los demás de la casa, pero funcionaba y, al menos, estaba bien sujeto a la madera. La puerta se abría hacia fuera, pero Gant no tenía el espacio suficiente para tomar carrerilla y lanzarse contra ella. Y, si lo intentaba, le oiríamos. Dejamos una silla atrancada bajo el picaporte, sólo por si acaso, y nos quedamos inmóviles, mirándonos los unos a los otros. —Y ahora, ¿qué? —preguntó por fin Poe, quitándose hebras de telaraña del pecho. —Todo el mundo debería volver a la

cama. No hay nada más que hacer —dijo el profesor. Papá se estaba quitando el polvo que cubría su albornoz. —¿Cuánto tiempo planea esperar antes de que intente mandar a ese monstruo de vuelta a su lugar de origen? Weatherly me miró, y luego se volvió hacia papá, como si no deseara responderle. —No lo sé —contestó con un suspiro—. Mañana, con la luz del día, cuando todos hayan descansado… No lo sé. —Volvió a mirarme—. Debemos asegurarnos de que lo hacemos todo bien. Dudo de que podamos tener una

segunda oportunidad. —Miró al suelo y luego sus ojos fueron hacia papá—. Siento terriblemente que todos ustedes se hayan visto metidos en esto, señor Henderson. Señor McNeal…, lo siento muchísimo. Se dio la vuelta, y caminó lentamente hacia la escalera. —Claire y Linda tendrán ganas de saber a que ha venido todo ese jaleo — observó papá. —Lo de Jud…, no se lo digan a Linda hasta mañana —dijo Poe con voz llena de tensión—. Necesita dormir. —Ann ya ha satisfecho su curiosidad —les expliqué yo.

Bajamos el cuerpo de Jud por la escalera hasta el comedor, y lo cubrimos con una sábana. A ninguno de nosotros se nos ocurrió que pudiera hacerse otra cosa. Luego volvimos a la cama. No sé cuánto tiempo llevaba dormido. Cuando me despiertan bruscamente, no estoy lo que se dice en mi mejor momento de lucidez. Me encontré sentado en la cama, preguntándome qué me había despertado. Y unos instantes después lo supe. Salí corriendo al pasillo, descalzo y en ropa interior. La puerta del armario estaba abierta de par en par. Nunca he

llegado a descubrir cómo pudo abrirla Gant sin despertar a nadie. Debí de imaginarme que su tozuda decisión no sería vencida por una simple puerta cerrada con llave. Irrumpí corriendo en la habitación de Ann, y me detuve dando un patinazo. Gant tenía su brazo alrededor del cuello de Ann para impedir que gritara. Estaban al pie de la cama. Ann se debatía, pero Gant era demasiado fuerte para ella. Había vuelto al ático para recobrar su cuchillo, y ahora lo sostenía sobre el pecho de Ann. El rostro y las manos de Gant parecían una hamburguesa cruda. Ni siquiera me

miró, aunque supongo que le resultaría casi imposible ver algo. Su ojo bueno se había hinchado tanto que estaba prácticamente cerrado. Pero se encontraba perdido en alguna fantasía particular, y creí detectar en su rostro hinchado una expresión casi de éxtasis. No agarraba el cuerpo de Ann como si fuera un escudo o una rehén, sino como si fuera a ejecutar un sacrificio. Me quedé petrificado en mitad de la habitación mientras él levantaba el cuchillo. Mi rostro se retorció en una mueca de rabia y dolor, y lancé un silencioso alarido mental. No sé exactamente lo que hice, y jamás he

intentado repetirlo. En aquel momento usé algo que espero que nunca emerja nuevamente a la luz. Mi mente estaba enfurecida, toda mi rabia iba dirigida contra Gant, azotándole con una tempestad del odio más primario. Las sinapsis se abrieron igual que las compuertas de un dique. El cuchillo pareció congelarse en el aire. Mis uñas se hundieron en la carne de mis palmas. Mi cuerpo temblaba incontrolablemente, y mi rostro se cubrió de sudor. Mis ojos estaban clavados en los suyos. El brazo que rodeaba el cuello de Ann se apartó de él. El cuchillo resbaló de entre sus

dedos levantados. Gant dio un paso hacia atrás, la roja hendidura de su ojo bueno mirándome con incomprensión, la boca fláccida. Ann se apartó de él y se colocó detrás de mí. No me detuve porque Ann estuviera libre. La visión del cuchillo enterrado en su pecho era demasiado vivida. Podría haber racionalizado lo que hice diciendo que era la única solución, pero en ese instante no estaba pensando, lo único que hacía era odiar. Gant retrocedió hasta pegarse a la pared, pero sus piernas seguían moviéndose, intentando alejarle de mí. Su cabeza oscilaba a un lado y a otro,

como si quisiera liberarse de algo que se le hubiera pegado al rostro. Alzó sus rojas e hinchadas manos hasta taparse los oídos con ellas, y empezó a respirar por la boca. En lo más hondo de su garganta nació un ronco gruñido. El gruñido aumentó lentamente en volumen y tono hasta que se convirtió en un agudo lamento, que sólo terminó cuando sus pulmones quedaron vacíos. Yo seguí golpeando el brillante espejo que lo rodeaba, atacándolo una y otra vez, estrellándome contra él, hasta que finalmente se hizo pedazos y pude entrar en su mente. Después pensé que había gritado,

pero Ann dijo que sólo fue un gemido. Levanté mis escudos y luché para salir de aquello, desgarrando y rompiendo, abriéndome paso a zarpazos, hendiendo el brillante caos y el desorden cegador que eran la mente de Gant. Y, al liberarme, sentí que su mente se iba oscureciendo hasta quedar negra. Tenía la impresión de haberme vuelto de gelatina, y resbalé hasta quedar de rodillas. No podía respirar. Mis brazos colgaban fláccidamente en los costados, no podía moverlos. Gant se había derrumbado como un fardo contra la pared. Ann estaba junto a mí, de rodillas, sus brazos a mi alrededor,

sintiéndome. Empecé a oír el latido de un corazón. Oh, Ben. Sí, ¡Dios mío!, ¿sabes lo que he hecho? Lo sentí. Parte de ello se reflejaba a través de su escudo. ¿Te encuentras bien? ¿Te hizo daño? No. Estaba asustada, sólo eso. Viniste. Ahora podemos hacerlo. No. Ahora no. Luego. Sí. El corazón seguía latiendo.

Todos están durmiendo. Sí. Jamás pensé que podía ser tan… Lo sé. Lo sé. Siempre se me olvida. Ann… Lo sé. No te pongas triste. Hemos perdido algo. Pero hemos ganado algo más importante, algo mucho más importante… El corazón dejó de latir. La rodeé con mi brazo. Ann apoyó su cabeza en la mía y fuimos a mi habitación. Cerré la puerta a mi espalda y me recosté en ella, mirándola. Ann dio un paso hacia mí. Yo avancé para recibirla. Nos besamos, unidos en mente y en cuerpo. Nos desnudamos y fuimos a

la cama, para tocarnos y amarnos. No era sólo amor físico, pero no la estaba leyendo. Ya no era necesario. Era yo. Y era Ann. Los dos, juntos, éramos nosotros. Cuando salió el sol, nos levantamos de la cama y nos vestimos. Fui a la habitación de mis padres. Ann fue a la de Poe y Linda. —Papá. Mamá —dijimos—. Poe, Linda —dijimos—. Despertad. Vestíos y preparaos para partir. Guardadlo todo y salid al porche. —¿Ben? —preguntó mamá. —¿Ann? —preguntó Linda.

—Todo va bien —contestamos nosotros—. Estamos preparados para ayudar al profesor para que se libre del monstruo. Rápido. Ann y yo nos encontramos en el pasillo y bajamos por la escalera. El profesor Weatherly estaba dormido en el diván, cansado y canoso, a punto de permitir que le venciera la desesperación. —Profesor —dijimos con mi voz. —¿Qué? —se levantó rápidamente, confuso—. Oh, Ben. ¿Ya es de día? —Sí. —Estamos listos —dijo la parte de mí que era Ann.

—¿Qué? —dijo él, frotándose los ojos. —Estamos listos para ayudarle en el exorcismo de su monstruo. El profesor nos miró. —Ha ocurrido algo. —Sí. Ann y yo estamos unidos telepáticamente. Es algo permanente. —Descríbeme lo que sientes. —No estoy seguro de poder hacerlo. Sé todo lo que piensa Ben; lo recuerdo todo; siento cuanto siente él. —Pero hay algo más que eso —dije yo—. Soy los dos a la vez, y los dos somos uno. Somos…, bueno, básicamente somos una personalidad en

dos cuerpos. Y aun así seguimos conservando nuestros dos yo. Quizá una explicación mejor sería decir que somos dos personas cohabitando en dos cuerpos. No sé cómo sería la cosa con dos hombres o con dos mujeres, pero con nosotros… es… es… amor. —Sí —murmuró él—. Sí. Tendría que ser eso exactamente, ¿verdad? El amor total o… el aborrecimiento total. No podría ser de otra forma. —Realmente, no hay ninguna forma de saber como es sí no se experimenta —dijo Ann—. La gente que sólo conoce el amor físico pierde una parte tan grande de todo esto… —Sonreímos—.

Aunque supongo que debe de haber algo levemente masturbatorio en ello. —Esto es absolutamente maravilloso. —Tenía el rostro tan radiante como un niño la mañana del día de Navidad—. ¿Me permitiréis estudiar esto más adelante? Le sonreímos. —Por supuesto, profesor —dije yo —. Tan pronto como los demás estén listos para irse, podremos entrar en contacto con su monstruo. Su madre no se irá. El señor Gant está muerto. —¿Muerto? Parpadeó. —Le maté —dije yo. Tensé mis

músculos para controlar el temblor que ya empezaba a sentir—. Deseé que muriera y murió —dije con voz átona. Ann me puso la mano en el hombro. —Estamos listos —dijo. El vocalizar resultaba algo lento y torpe, pero era una vieja costumbre. —Espere aquí —le dije, y los dos fuimos al vestíbulo. Los demás bajaron por la escalera con el equipaje y los rostros cargados de las más diversas expresiones. Linda llorando pero intentando contenerse. Poe le había contado lo de Jud. Les llevé hasta el porche sin que ninguno opusiera resistencia. Mamá y papá se volvieron

para mirarme, asustados. Yo sonreí—. No os preocupéis —dije. Tannie me estaba mirando con los ojos grandes como platos y una expresión solemne en el rostro. Le guiñé el ojo. Ella sonrió y salió de la casa. Cerré la puerta y volví a la sala de estar—. ¿Preparado? —Sí —dijo Weatherly. —Espero que lo que encuentre lo justifique todo, profesor. —Nos concentramos. Un destello brillante. Una lámina de energía pura empezó a girar alrededor de nosotros, mantenida a distancia por el profesor, y se extinguió —. Con calma —dije yo en voz baja—, con calma. Está terriblemente asustado,

casi enloquecido. Tocamos esa mente alienígena. No entramos en ella, sólo la tocamos. Si hubiéramos entrado en ella nos habríamos perdido para siempre. No hay forma de explicar cómo era. No había ningún punto de referencia respecto al pensamiento humano. Atónitos e impresionados, contemplamos esa gran mente, brillante e inmadura. El que fuera tan ajena a nosotros hacía imposible percibir los detalles de su pensamiento, aunque fueran tan potentes; pero las emociones básicas, que deben ser comunes a toda la vida inteligente, estaban ahí, muy claramente, y se las

podía leer. Era consciente de nuestra presencia, pero no temía nuestras mentes. Sólo temía lo que al ser le resultaba extraño, incomprensible: el ataque físico de Weatherly. En nuestros labios nació una sonrisa involuntaria. —Que me aspen —dije en voz alta —. ¿Sabe lo que tenemos aquí, profesor? Es un… un bebé, si ésa es la palabra adecuada. Sus recuerdos abarcan millones de años, miles de millones; llegan hasta tan lejos que no puede recordar su origen, pero sabe que aún no ha madurado. La razón de que jamás abandonara esta casa es,

básicamente, que se trata de un bebé asustado. Lo único que quiere es volver a casa. Mándelo de vuelta, profesor, mientras yo intento mantenerle tranquilo. Otro destello y otro remolino de energía. —Está demasiado asustado —dije yo, preocupado y nervioso—. Empiezo a tener problemas. Quiere volver a su hogar por encima de cualquier otra cosa, pero tendrá que obligarle a ello. El miedo le ha vuelto irracional. Según su escala de tiempo, sólo lleva aquí un instante. Ann se fue para reunirse con los otros en los coches, lejos de la casa. Yo

esperé hasta que todos estuvieron a una distancia segura. —Ahora. Oblíguele, profesor. Un tornado de energía giró a nuestro alrededor. Los muros, los techos, los suelos y los muebles, todo ardía ferozmente salvo la burbuja dentro de la que nos encontrábamos. Weatherly abrió un camino a través del infierno, un camino para que llegáramos a la puerta. —Ve con los demás, Ben —dijo. Yo iba a protestar, pero él me hizo callar con un gesto—. Puedes hacer lo mismo fuera de la casa que aquí dentro. Y yo puedo hacer más si no debo

preocuparme de ti. Tenía razón. Yo no poseía protección alguna contra la energía física de la cosa, energía que sospeché estaba manifestándose a sí misma físicamente, porque la cosa estaba aquí, no en el sitio del que había venido. Corrí por el túnel que había abierto, y me volví al llegar a la puerta. El túnel se cerró y no pude verle más. Bajé a toda prisa la colina para reunirme con los demás, todavía en contacto con el monstruo del profesor. El sol, que acababa de salir, brillaba sobre la casa todavía mojada, convirtiendo el color gris que le había

dado las tormentas y el tiempo en cobre, pero por las ventanas de la sala de estar brotaban las llamas. Por las demás aberturas de la casa salían nubes de humo gris, que el sol también volvía doradas. De repente, las llamas brotaron por debajo del porche. El fuego había llegado al piso superior. Oí los crujidos de toda esa energía como si fueran truenos. Todo esto lo vi con mis ojos y lo oí con mis oídos. Lo que vi y oí con mi mente era distinto. Percibí un pensamiento que venía de la madre del profesor, pero me aparté rápidamente de él, incapaz de

soportarlo. El monstruo se debatía entre la presa mental del profesor, tan asustado que había perdido todo el control, lanzando penosos alaridos. Vi al profesor Weatherly en la sala de estar, pero no con mis ojos. Se encontraba de pie en una isla tranquila, rodeado por el furor de la energía y las llamas. Y entonces empezó todo. El infierno se apartó de él, y un túnel se abrió a un lado, un túnel interminable que relucía. Él seguía inmóvil, el cuerpo encogido a causa de la concentración. De repente, supe lo que iba a suceder, pero el profesor se vio pillado totalmente por sorpresa. No pude hacer

nada por ayudarle. Protegí la mente de Ann con mis escudos. Ella salió de su trance, y miró sobresaltada a su alrededor. —¡No! ¡Ben! —gritó, mirándome—. ¡No lo bloquees! Más crujidos de energía. Todo el mundo tenía la ropa pegada a la piel. Pude sentir como se me erizaba el cabello, cargado de electricidad estática. Y, sin poder hacer nada, vi cómo el profesor hacía entrar por la fuerza a su monstruo en el túnel. No se había movido. Estaba delante del túnel, rodeado por el infierno, totalmente concentrado. Y luego, muy

despacio, gradualmente, su cuerpo pareció volverse borroso, como si algo tirara de él hacia el túnel. El profesor lo sintió y alzó los ojos. Se alejó del túnel, extendiendo los brazos, como deseando apartarlo de él. La distorsión de su cuerpo continuó, haciéndose más aguda. Tenía los brazos atrapados en esa mancha borrosa, casi dos veces más largos que en su estado normal; se estiraban hacia el túnel, y cada vez eran más difíciles de ver. Entonces, una partícula de su dedo meñique se apartó de él y salió disparada hacia el túnel, igual que una estrella fugaz. Más partículas empezaron

a soltarse. El túnel se llenó de estrellas fugaces lanzadas hacia la eternidad. Alcé mi escudo. El terror de Weatherly era demasiado grande. Pero, en esa última fracción de segundo, vi que un cometa se alejaba rugiendo por el túnel, y Weatherly desapareció. El túnel se estaba cerrando. Sólo era consciente de mis sensaciones físicas. Me quedé inmóvil, oscilando de un lado a otro, intentando no caer de bruces. Ann me rodeó con sus brazos. Papá puso su mano sobre mi nuca, sin decir nada. Dejé caer mis escudos. Ann y yo fuimos nuevamente uno.

—Lo hizo —dije yo, sintiéndome mareado a causa del agotamiento—. Ha vuelto a su casa. Lo mandó de regreso. Pero la cosa se lo llevó con él. Durante un segundo estuve con él. La energía había desaparecido, pero no así el fuego. La vieja madera de la casa ardía ferozmente. Papá nos alejó de ella hasta llevarnos al final de la colina, donde los demás nos esperaban con expresiones aturdidas. Nos quedamos allí durante un rato muy largo, sin decir nada, viendo como ardía la casa. Tannie se había acercado a mí y miraba el incendio, rodeándome un muslo con el brazo. Yo le había pasado

un brazo por encima de los hombros. —¿Y tú, Ann? —preguntó papá. —Está conmigo —dije yo. —Sí. Sonrió. Tannie se estiró a mi espalda para mirarla. Ann le sonrió, y le guiñó el ojo exactamente igual que lo habría hecho yo. Tannie le devolvió su sonrisa con la intensidad de una supernova. Se lanzó sobre Ann, y la abrazó muy fuerte. Cuando ya íbamos a marcharnos, apareció el coche del sheriff. Era un hombre muy agradable que se llamaba Robin Walker. Le narramos una versión simplificada de lo que había ocurrido,

una versión que podría creer. Ann y yo nos aseguramos de que la creyera. Papá sacó la camioneta de la acequia. Yo subí al VW amarillo con Ann, y seguimos camino hacia Wichita.

Tierra gratis CHARLES BEAUMONT

Charles Beaumont es el seudónimo del escritor de relatos y guiones Charles Nutt (1929-1967), quien durante su carrera escribió un número prodigioso de relatos de ciencia ficción y horror, así como guiones de películas como The seven faces of Dr. Lao (1964). Buena parte de sus relatos aparecieron originalmente en el F&SF, y desde el

año 1955 colaboró con Chad Oliver para crear la serie de Claude Adams para el F&SF. Sus relatos combinaban a menudo el humor con el horror, una receta que dejaba a sus lectores con una sonrisa nerviosa en los labios, mientras lanzaban furtivas ojeadas por encima del hombro. «Tierra gratis» es uno de esos relatos, la historia del señor Aorta, el hombre que jamás fue capaz de aprender que no existe lo que llaman «una comida gratis».

Jamás ave alguna había tenido un aire tan difunto. Sus huesos se encontraban limpiamente amontonados en un extremo del plato como si fueran pequeños troncos para encender el fuego: blancos, secos y desnudos, brillando a la tamizada luz del restaurante. Y sólo había huesos, con cada hebra y filamento de carne metódicamente eliminado. Aparte de ese montoncito, el plato era una vasta y reluciente llanura. Los otros platos, más pequeños, exhibían igual virginidad, así como los cuencos. Resplandecían ferozmente, como intentando competir unos con

otros, y del conjunto se desprendía una claridad cremosa, que planeaba sobre la blancura nevada del mantel no manchada por salsa alguna, sin rastro de café y libre de los estigmas que podrían representar las migas de pan, la ceniza de un cigarrillo o un fragmento de uña. Sólo los huesos del pájaro muerto y el rígido trazado de gelatina roja, ya endurecida, que se aferraba tímidamente al fondo de un tazón podían probar que esas ruinas habían sido en tiempos una magnífica cena de seis platos. El señor Aorta, que no era lo que se dice un hombrecillo, se permitió un leve eructo, dobló el periódico que había

encontrado sobre el asiento, inspeccionó su chaqueta buscando restos de comida, y luego se dirigió con paso vivaz hacia la cajera. La anciana examinó su cuenta. —¿Sí, señor? —dijo. —Todo estaba delicioso —dijo el señor Aorta, y sacó del bolsillo de su pantalón una gran cartera negra. La abrió con gesto despreocupado, silbando Las siete alegrías de Mary por el hueco que se recortaba entre dos de sus dientes. La melodía se detuvo bruscamente. El señor Aorta puso cara de preocupación. Miró dentro de su cartera

y empezó a sacar cosas, hasta que al final todo el contenido de la cartera quedó extendido sobre el mostrador. Y frunció el entrecejo. —¿Alguna dificultad, señor? —Oh, no se trata exactamente de una dificultad —dijo el gordo señor Aorta. Aunque era evidente que la cartera estaba vacía, el señor Aorta separó al máximo sus pliegues, le dio la vuelta y la sacudió ferozmente, sugiriendo con ella la imagen de un murciélago rabioso que había sufrido un ataque en pleno vuelo. El señor Aorta sonrió con la débil sonrisa del hombre que se enfrenta a un

problema imprevisto, y vació sus catorce bolsillos. Cuando hubo terminado, el mostrador estaba sepultado bajo un montón de objetos diversos. —¡Bien! —dijo con impaciencia—. ¡Qué tontería! ¡Qué molestia! ¿Sabe lo que ha ocurrido? ¡Mi mujer ha salido y se ha olvidado de que debía dejarme algo de dinero suelto! Hum, oh, bien, eh…, mi nombre es James Brockelhurst; trabajo en la Corporación Pliofilm; normalmente no como fuera de casa, y… tenga, no, insisto. Esto resulta tan incómodo para usted como para mí. Insisto en dejar mi tarjeta. Si tiene la

amabilidad de quedarse con ella, volveré mañana a esta hora y pagaré la cuenta. El señor Aorta depositó la cartulina entre los dedos de la cajera, meneó la cabeza, volvió a guardar todos los objetos en sus bolsillos y, cogiendo un palillo de un estuche, salió del restaurante.

Estaba altamente contento de sí mismo, la reacción invariable que sentía al haber adquirido algo sin dar nada a cambio. Todo había ido sobre ruedas y, ¡qué comida tan deliciosa!

Fue hacia la parada del tranvía, lanzando ocasionales miradas licenciosas a los maniquíes desnudos de los escaparates de los grandes almacenes. La prolongada búsqueda de su pase para el tranvía funcionó con la misma eficiencia de siempre. (Colocarse en medio de los que esperaban, poner cara de asombro, sin llamar la atención, hurgar ansiosamente en sus bolsillos, apartándose lentamente durante todo ese rato del campo visual del conductor…, y luego, ocupar un asiento bien alejado y leer un periódico). Durante cuatro años de viajes, el señor Aorta calculaba que

había ahorrado un total de 211 dólares con 20 centavos. La pronunciada inclinación del viejo tranvía durante su trayecto no alteró en nada su cálida sensación de serenidad. Examinó brevemente los anuncios, y luego se puso a trabajar en el problema del día, cuyo premio era de unos cuantos miles de dólares. Miles de dólares, realmente a cambio de nada. Algo a cambio de nada. Al señor Aorta le encantaban esos problemas. Pero la letra era muy pequeña, y el leer resultaba imposible. El señor Aorta examinó brevemente a la mujer ya mayor que estaba de pie

junto a su asiento; y luego, al ver que los ojos de la mujer estaban cargados de cansancio y de una súplica insinuante, enfocó nuevamente su mirada por la ventanilla. Lo que vio hizo que su corazón latiera con más fuerza. Estaban en una parte de la ciudad por la que pasaba cada día, con lo cual resultaba sorprendente que no lo hubiera notado antes —aunque, generalmente, no había demasiadas cosas que atrajeran la atención en lo que, con cierta irreverencia, se llamaba el Paseo de la Muerte—, una lúgubre y aburrida serie de nichos, columbarios, crematorios y

demás instalaciones semejantes, que se agolpaban en el área de unas cinco manzanas. Tiró bruscamente de la señal de parada, y fue presuroso hacia el final del tranvía, empujando la portezuela de salida. Unos segundos después ya había llegado ante lo que le llamó la atención desde el tranvía. Era un cartel, hecho con no demasiado arte aunque con la suficiente corrección gramatical. No era nuevo, pues la pintura blanca se había hinchado y estaba cubierta de grietas, y los clavos oxidados habían dejado caer sobre ella rastros de un sucio color naranja.

El cartel decía: TIERRA GRATIS SOLICITUDES EN EL CEMENTERIO DE LILYVALE y estaba colocado sobre una pared de madera pintada de un sucio color verde musgo. El señor Aorta notó que una sensación familiar le invadía. Era algo que ocurría cada vez que se encontraba con la palabra «gratis»…, una palabra mágica que tenía extraños y maravillosos efectos sobre su metabolismo.

Gratis. ¿Cuál es el significado, la esencia de «gratis»? Bueno, algo a cambio de nada. Y, como ya se ha indicado, el obtener algo a cambio de nada era el principal placer del señor Aorta en esta vida. El hecho de que fuera tierra lo que se ofrecía gratis no le preocupaba en lo más mínimo. Rara vez pensaba más de un instante en ese tipo de cosas; pues, según razonaba él, todo tiene su utilidad. Las demás circunstancias que rodeaban el cartel, más sutiles, apenas si despertaron su curiosidad: por qué se ofrecía la tierra, de dónde podía venir lógicamente la tierra gratis en un

cementerio, etcétera. Lo único que tomó en consideración fue la posible fertilidad y riqueza de la tierra. La solitaria vacilación del señor Aorta encerraba en su perímetro problemas como los siguientes: ¿se trataba de una oferta honesta, sin ningún tipo de condiciones como, por ejemplo, el verse obligado a comprar algo? ¿Había un límite a la cantidad de tierra que podía llevarse a su casa? Y, si no lo había, ¿cuál sería el mejor método de transportarla? Pequeños problemas: todos podían resolverse. En el interior del señor Aorta tuvo

lugar algo que se parecía a una sonrisa, miró a su alrededor y, finalmente, localizó la entrada al cementerio de Lilyvale.

Aquellos desolados terrenos que, sucesivamente, habían acomodado a una fábrica de hilos, una firma de tapizados y un distribuidor de calzado femenino, ahora se encontraban bañados en un vapor pestilente que, al no haber ningún pantano cerca, debía atribuirse a una profusión de chimeneas orientadas en esa dirección del viento. Una desnuda sucesión de pequeñas lomas, cubiertas

de cruces, lápidas y piedras, se alzaba triste y gris en el crepúsculo; ciertamente, el lugar habría resultado delicioso a la hora de trazar su descripción, y es una pena que ello resulte imposible…, pues el aspecto que presentaba a esas horas poco tenía que ver con el gordo señor Aorta y lo que acabaría siendo de él. Lo único importante es que el lugar estaba lleno de muertos que yacían bajo tierra, reposando sobre sus espaldas, descomponiéndose lentamente, y abonando con ello el terreno. El señor Aorta se dio prisa porque le disgustaba mucho perder lo que fuera,

incluido el tiempo. No pasó mucho rato antes de que hubiera encontrado al interlocutor adecuado y mantuviera esta conversación: —Tengo entendido que ofrecen ustedes tierra gratis. —Sí. —¿Cuánta puedo conseguir? —Toda la que quiera. —¿Y en qué días? —Cualquier día…, y siempre habrá un poco de tierra fresca. El señor Aorta suspiró como si acabara de adquirir un seguro de vida perpetuo o una buena cuenta corriente. Luego, concertó una cita para el sábado

siguiente, y se fue a casa para darle vueltas a los temas en que más le agradaba meditar. Esa noche, a las nueve y cuarto, dio con una forma excelente para utilizar la tierra. Su patio trasero, una desolada extensión color ocre, yacía inútil y reseco, un lugar que resultaba desagradable a todo lo que no fuera las más resistentes y groseras variedades de malas hierbas. En tiempos, un árbol logró florecer allí y, en días mejores, ofreció un refugio a los pájaros suburbanos; pero luego los pájaros desaparecieron sin tener otra razón que

el traslado del señor Aorta a la casa, y el árbol se convirtió en un feo objeto desnudo y marchito. Los niños no jugaban nunca en este patio. El señor Aorta estaba intrigado. ¡Quién sabe, quizá fuera posible hacer crecer algo en ese patio! Mucho tiempo antes, había escrito a una firma que estaba empezando sus actividades pidiendo muestras gratuitas de semillas, y recibió la cantidad suficiente para alimentar a todo un ejército. Pero los primeros experimentos habían producido sólo brotes resecos e inútiles, que acabaron encogiéndose hasta

convertirse en duros tallos, y el señor Aorta, dominado por el cansancio y la pereza, había dejado de lado el proyecto. Ahora… Un vecino llamado Joseph William Santucci se dejó intimidar lo suficiente. Le prestó su viejo camión marca Reo; unas cuantas horas después, el primer cargamento de tierra había llegado y, a fuerza de pala, acabó formando un primoroso montículo. Al señor Aorta el montículo le parecía espléndido, pues su pasión compensaba el cansancio producido por la tarea. A éste siguió un segundo cargamento, y un tercero, y un cuarto, y cuando el último cargamento

fue depositado, la noche estaba tan oscura como el interior de una mina de carbón. El señor Aorta devolvió el camión y cayó en un sueño exhausto, aunque no desagradable. El nuevo día fue anunciado por el lejano clamor de las campanas de la iglesia y el chinc-chinc de la pala del señor Aorta, que estaba aplanando lo que antes había sido tierra del cementerio, distribuyéndola entre la reseca tierra de su patio, y moliéndola concienzudamente. Esta nueva tierra tenía un cierto aspecto continental: era muy oscura y producía una impresión

casi saturnina…, y no tenía nada de seco, aunque el sol ya calentaba bastante. Muy pronto, la mayor parte del patio quedó cubierta y el señor Aorta volvió a su sala. Puso la radio con el tiempo suficiente para identificar una canción popular, anotó su descubrimiento en una tarjeta postal y la mandó por correo, confiando en que recibiría un tostador o un par de medias de nylon a cambio de sus molestias. Luego preparó cuatro paquetes que contenían, respectivamente, una lata con cápsulas vitamínicas, de la que faltaba

la mitad; una latita de café, a medio consumir; media botella de líquido quitamanchas, y una caja de jabón en polvo en la que faltaba la mayoría del jabón. Envió por correo los cuatro paquetes, acompañado cada uno con una lacónica nota en la que expresaba su más absoluta insatisfacción a las compañías que le habían ofrecido dichos productos con la garantía de reembolsarle su dinero. Había llegado la hora de cenar, y el señor Aorta ya resplandecía ante la perspectiva. Se instaló en la mesa para consumir un surtido de exquisiteces en el que se incluían anchoas, sardinas,

champiñones, caviar, aceitunas y corazones de cebolla. Sin embargo, no se trataba de que disfrutara de esa clase de alimentos por cualquier tipo de razón estética, sino que todos ellos venían en latas y envases lo bastante pequeños como para que resultara posible metérselos en el bolsillo sin atraer la atención de los siempre ocupados comerciantes. El señor Aorta rebañó sus platos tan concienzudamente que ningún gato se habría tomado la molestia de lamerlos. También las latas vacías Redaron limpias y brillantes como si fueran nuevas: incluso sus tapas brillaban con

un resplandor iridiscente. El señor Aorta echó un vistazo al saldo de su talonario de cheques, sonrió de forma indecente, y luego fue a mirar por la ventana de atrás. (No estaba casado, por lo que no tenía prisa para irse a la cama después de cenar). La luna brillaba con un frío resplandor encima del patio. Sus rayos pasaban sobre la valla que el señor Aorta había construido utilizando rocas —gratis, claro está—, y se derramaban tristemente sobre la tierra, ahora de color negro. El señor Aorta estuvo pensando durante unos instantes, guardó su

talonario, y cogió los recipientes que contenían las semillas para el jardín. Estaban en perfecto estado, igual que si acabaran de mandárselas.

El camión de Joseph William Santucci fue usado cada sábado durante las cinco semanas siguientes. Dicho buen hombre observó con curiosidad a su vecino, volviendo de sus viajes con más y más tierra, y le hizo varias observaciones a su esposa sobre lo raro que resultaba todo aquello, pero ella ni siquiera soportaba hablar del señor Aorta.

—¡Nos ha robado descaradamente! —dijo—. ¡Mira! ¡Lleva tus viejas ropas, utiliza mi azúcar y mis especias, y te pide prestado cuanto se le ocurre! ¿Prestado, he dicho? Quise decir robado. ¡Durante años! ¡Todavía no he visto que ese hombre pague ni una sola cosa! ¿Dónde trabaja para ganar tan poco dinero? Ni el señor ni la señora Santucci sabían que las labores cotidianas del señor Aorta consistían en permanecer sentado en una acera de la ciudad, con unas gafas oscuras y una maltrecha tacita de latón. Los dos habían pasado ante él más de una vez, sin embargo, y le habían

dado algunas monedas, incapaces de descubrir su astuto disfraz. Éste era guardado, sin pagar nada, en un armarito situado en la terminal del ferrocarril. —¡Ya viene ese chalado otra vez! — gimió la señora Santucci.

Pronto llegó el momento de plantar las semillas, y el señor Aorta se dedicó a ello con lenta y pesada precisión, tras haber consultado numerosos libros en la biblioteca. Ordenadas hileras de lechuga fueron sembradas en la oscura y rica textura de la tierra, así como guisantes, maíz, cebollas, judías, habichuelas,

ruibarbo, espárragos, puerros y muchas más plantas y hortalizas. Cuando todas las hileras hubieron quedado llenas, el señor Aorta, viendo que aún le quedaban más paquetes de semillas, esparció al azar semillas de fresas, de melones, y semillas sobre las que los paquetes no daban demasiadas explicaciones. Muy pronto, los recipientes de papel quedaron vacíos. Pasaron unos cuantos días, y se acercaba el momento de volver al cementerio en busca de otra carga de tierra, cuando el señor Aorta se dio cuenta de algo bastante raro. El oscuro suelo había empezado a

ceder, y en él se habían formado minúsculas erupciones. Una inspección más atenta reveló que en el suelo empezaban a crecer cosas. Bien, el señor Aorta sabía muy poco de jardinería, ello era innegable. Por supuesto que la cosa le pareció extraña, pero no sintió ninguna alarma. Vio que algo crecía en el suelo; eso era lo importante. Y lo que crecía acabaría convirtiéndose en comida. Orgulloso de su weltanschauung,[3] fue presuroso a Lilyvale; una vez allí, recibió una decepción de lo más singular: en los últimos tiempos no había muerto mucha gente. No había

mucha tierra que llevarse, apenas la carga de un camión. Ah, bueno, pensó, durante las vacaciones las cosas se animarán un poco; y se llevó a casa la tierra que había. La adición de dicha tierra significó una notable mejora en el crecimiento de su huerta. Los brotes y los tallos se hicieron más altos, y el paisaje empezó a resultar menos desolado. Le resultó casi imposible contenerse hasta el sábado siguiente, pues, obviamente, la tierra estaba actuando sobre sus plantas como si fuera algún tipo de fertilizante…, la comida gratis

estaba pidiendo más tierra. Pero el sábado siguiente fue un auténtico desastre. Ni siquiera la tierra suficiente para llenar una pala. Y la huerta estaba empezando a secarse… La sorprendente decisión del señor Aorta nació como resultado de probar con todos los tipos de nueva tierra posibles y con fertilizantes de todas las clases imaginables. Nada funcionó. Su huerta, que había prometido darle todo un tesoro de comestibles, se había hundido hasta un nivel sin precedentes, y casi había regresado a su estado original. Y esto era algo que el señor Aorta no podía consentir, pues había

invertido en el proyecto un trabajo considerable, y dicho trabajo no podía desperdiciarse. Ya había afectado profundamente al resto de sus empresas. Por ello, con la cautela que es fruto de la desesperación, entró una noche en aquel lugar callado y gris donde se alzaban las lápidas, localizó unas tumbas recién excavadas pero todavía sin ocupar, y añadió al metro ochenta de profundidad que ya tenían unos treinta centímetros más. Nadie que no andara buscando tal tipo de diferencia se daría cuenta de ella. No es preciso hacer mención de los muchos viajes que supuso el asunto:

baste decir que, pasado un tiempo, el camión del señor Santucci, aparcado a una manzana de distancia, quedó lleno en una cuarta parte de su capacidad. La mañana siguiente presenció un renacimiento de la huerta. Y así siguieron las cosas. Cuando había tierra disponible, el señor Aorta la aceptaba encantado: cuando no la había…, bueno, nadie la echaba de menos. Y la huerta siguió creciendo y creciendo, hasta que… ¡Como de la noche a la mañana, todo floreció! Donde hacía muy poco se encontraba un reseco pastizal se alzaba ahora un paraíso de múltiples especies

vegetales. El maíz abultaba sus espigas amarillas envueltas en hojas verdes: los guisantes resplandecían en el interior de sus vainas a medio abrir, y todos los demás maravillosos comestibles brillaban con una vida tan vigorosa que los habría hecho dignos de un escaparate. Hilera tras hilera. El señor Aorta casi se desmayó del entusiasmo. Siendo un hombre que vivía para el momento, y un idiota en cuanto a las artes de la conservación y el envasado, supo lo que debía hacer. Hizo falta cierto tiempo para recogerlo todo sin desperdiciar nada,

pero, con paciencia, por fin consiguió dejar desnuda la huerta de cuanto no fueran hierbajos, hojas y otras sustancias no comestibles. Limpió. Peló. Quitó hebras. Cocinó. Hirvió. Cogió toda esa soberbia comida gratis y la amontonó geométricamente sobre mesas y sillas, continuando con su labor hasta que todo estuvo listo para ser consumido. Y luego empezó. Primero fueron los apios —había decidido hacerlo por orden alfabético—, y luego, a mordiscos, se fue abriendo paso por entre los guisantes, las judías, el perejil y el ruibarbo, deteniéndose allí para

tomar un poco de agua; y luego continuó, con gran cuidado de no malgastar ni una sola partícula, hasta llegar a las zanahorias. Para aquel entonces sentía dolorosos retortijones en el estómago, pero se trataba de un dolor dulce y casi agradable por lo que, tragando una honda bocanada de aire y masticando lentamente, terminó con el último vestigio de comida. Los platos emitían un blanco resplandor, como una serie de copos de nieve monstruosamente hinchados. Todo había desaparecido. El señor Aorta sintió una satisfacción casi sexual, lo cual quiere

decir que por el momento ya había tenido bastante. Ni tan siquiera podía eructar. Su mente se vio invadida por ideas tan felices como éstas: sus dos grandes pasiones habían sido satisfechas, y el significado de la vida había sido puesto en acción, simbólicamente, igual que en una enciclopedia condensada, de la A hasta la Z. Esas dos cosas eran lo único que ocupaba los pensamientos de este hombre. Y entonces, casualmente, se le ocurrió mirar por la ventana. Lo que vio era un puntito brillante en medio de la negrura. Muy pequeño, en

algún lugar situado al extremo del jardín…, débil, pero claro. Con el esfuerzo de un brontosaurio emergiendo de un pozo de brea, el señor Aorta se levantó de su silla, fue hasta la puerta y salió a su emasculado huerto. Vacilante y pesado, avanzó por entre las grotescas siluetas formadas por los zarcillos, los tallos y las espigas vacías. El puntito parecía haber desaparecido, y el señor Aorta miró cuidadosamente en todas direcciones, los ojos medio cerrados, intentando acostumbrarse a la luz de la luna. Y entonces lo vio. Una cosa blanca, una planta, quizá sólo una flor, pero ahí

estaba ciertamente, y era lo único que restaba de la huerta. El señor Aorta se sorprendió al ver que se encontraba en el fondo de una pequeña hondonada, muy cerca del árbol muerto. No lograba recordar cómo había podido crearse dicho agujero en su jardín, pero siempre estaban los chicos del vecindario y sus travesuras. ¡Menos mal que había recogido toda la comida cuando aún era posible! El señor Aorta se inclinó sobre el pequeño agujero, y alargó la mano hacia la planta que brillaba. Ésta le opuso una resistencia inesperada. Se inclinó un poco más hacia adelante, y luego

todavía un poquito más, e incluso así, sus dedos no lograban cerrarse adecuadamente sobre la planta. El señor Aorta no era un hombre ágil. Aun así, con la decisión del pintor que intenta cubrir el último punto libre situado en un lugar más que incómodo, se inclinó una fracción de centímetro más hacia adelante y, ¡plof!, cayó por el pozo y aterrizó en el fondo con un ruido peculiarmente subacuático. Qué molesto, qué condenada y ridículamente molesto…, ahora, como un tonto, tendría que salir de ahí trepando. Pero, la planta… Investigó el fondo del agujero y volvió a investigarlo, y no logró

encontrar planta alguna. Luego alzó los ojos y se quedó asombrado ante dos cosas. Número uno: el agujero era más hondo de lo que había pensado. Número dos: la planta oscilaba sobre su cabeza, mecida por el viento, en el borde del agujero que tan recientemente había ocupado el señor Aorta. Los dolores que sentía en su estómago empeoraron progresivamente. El moverse hacía que todavía fuera peor. Empezó a sentir una abrumadora presión en las costillas. Cuando descubrió que el borde del agujero se encontraba fuera de su alcance, vio brillar la planta blanca bajo

la claridad lunar. Parecía una mano, una gran mano humana, cérea y rígida, unida a la tierra. El viento sopló sobre ella y la movió ligeramente, haciendo que una lluvia de polvo y barro cayera en el rostro del señor Aorta. Estuvo pensando durante un momento, evaluando la situación, y empezó a trepar. Pero el dolor era excesivo y no tardó en caer, retorciéndose débilmente en el suelo. Una nueva ráfaga de viento y más tierra cayó al fondo del agujero. Muy pronto, la extraña planta era empujada de un lado a otro, y la tierra caía cada vez en mayor cantidad. Más y más. Cada

vez más tierra, y más tierra. El señor Aorta, que hasta entonces no había tenido nunca ocasión de gritar, gritó. El grito resultó francamente satisfactorio, pese a que nadie lo oyó.

El señor Aorta fue encontrado por el señor Joseph William Santucci y su señora. Estaba tendido en el suelo rodeado por varios platos caídos. Sobre las mesas había muchos platos más. Los platos de las mesas estaban limpios y relucientes. Su estómago se había hinchado hasta el punto de que su cinturón había sido

incapaz de contenerlo, haciendo reventar la cremallera del pantalón y arrancando los botones. Su imagen recordaba a la de una gran ballena blanca surgiendo de un mar plácido y solitario. —Ha comido hasta morir —dijo la señora Santucci, como quien anuncia la última frase de un chiste muy complicado. El señor Santucci alargó la mano, y recogió una pequeña partícula de tierra de los labios del gordo y muerto señor Aorta. La examinó. Y se le ocurrió una idea… Intentó librarse de ella, pero cuando los médicos examinaron el estómago del

señor Aorta y descubrieron que sólo contenía unos cuantos kilos de tierra —y nada más—, el señor Santucci durmió mal durante casi una semana. El cuerpo del señor Aorta fue transportado a través del patio trasero, vacío y desolado con la excepción de los matorrales y malas hierbas, dejando atrás el lúgubre árbol muerto y la pequeña pared de rocas. Después, le dejaron descansar en un sitio con una pared de madera pintada de color verde musgo. En la pared había clavado un pequeño letrero en el cual había unas letras hechas sin demasiado arte, pero con la suficiente corrección

ortográfica. Y el viento sopló absoluta y totalmente gratis.

Las aguas suben PATRICIA FERRARA

«Las aguas suben» fue el primer relato de fantasía publicado por Patricia Ferrara en el número del F&SF correspondiente a julio de 1987, y rara vez hemos encontrado tal elegancia y perfecto acabado en un primer relato. Patricia Ferrara nació en Attleboro, Massachusetts, a un tiro de piedra de la tumba de H. P.

Lovecraft. Tras doctorarse en literatura en Y ale, se trasladó a la ciudad de Atlanta, donde enseña literatura inglesa y cinematografía en la Universidad de Georgia. «Las aguas suben» es un fantasmagórico relato sobre los extraños acontecimientos que tienen lugar en un río sureño. También es la razón, según nos informó Patricia Ferrara, de que sólo nade en piscinas muy pequeñas, en las que siempre haya un socorrista vigilando.

Y con el tiempo, lo que había sido la llanura aluvial del río se convirtió en parte del mismo río, a medida que los años cambiaban el Ohana de un torrente delgado e irritable a una cinta de agua que ondulaba plácidamente bajo el sol, tranquilo como un lago. Pero Rory todavía no había nacido cuando sus abuelos abandonaron la casa junto a la vieja orilla del río y se trasladaron a lo alto de las amables colinas, a una gran pradera de tierra que se encontraba a salvo de la nieve producida por cien inviernos. Para él, la existencia del río era algo tan seguro y digno de confianza como el autobús escolar. Cada mañana

del verano despertaba para el río; y cada noche dormía junto a él, pensando en él, si llegaba a hacerlo, con un mínimo de interés. Lo que más ocupaba sus pensamientos era el preguntarse cómo podía llegar al pueblo para jugar con los vídeos del supermercado. Invasores del Espacio había sido su favorito, y se quedó algo sorprendido cuando, en una rápida sucesión, un Pac-Man le quitó el sitio para verse sustituido luego por un Milpiés. El cambio constante resultaba algo molesto, porque sus veinticinco centavos podían darle más tiempo si el juego le era familiar. Su muñeca nunca

había llegado a dominar el truco de cómo hacer resbalar el botón que se comía los puntos alrededor de las esquinas; después de eso, las arañas saltarinas habían demostrado ser más de lo que podía manejar. Las dos monedas que la abuela le concedía para cada viaje podían llegar a pagarle unos cinco minutos de Milpiés. La abuela le llevaba al supermercado sólo una vez a la semana para que la ayudara con las compras, a no ser que olvidara algo; y dado que ella nunca se olvidaba de nada, Rory nunca podía llegar a mejorar su dominio de los juegos. Una vez tuvieron que regresar porque la leche

estaba agria, y Rory tuvo que permanecer junto a ella ante la gran ventana del encargado, mientras su abuela hablaba amargamente de leche que no estaba en condiciones, y de una vaca muy amable y dulce que llevaba muerta y enterrada cincuenta años. La abuela le había tenido agarrado firmemente por el brazo, como si estuviera sujetando otra cosa aparte de a su nieto. Y después, ni siquiera le dejó jugar una partida, aunque había hecho todo ese trayecto con ella. Quería volver directamente a casa, y así lo hicieron, en silencio, sus labios formando una especie de grueso botón de color rosa,

fruncidos y temblorosos. Después llegó el fuerte calor de agosto, y el agua del río se retiró de sus orillas, dejando varios metros de piedras desagradablemente agudas empotradas en el barro húmedo entre la hierba y el río. En ese tiempo Rory se alegraba de estar cerca del río. Podía ir hasta la orilla con su almuerzo metido en una cajita, y pasarse el día entero refrescándose en el agua y luego acalorándose al sol. El proceso le dejaba bastante agotado si permanecía allí hasta la hora de la cena, y el calor hacía que nunca llegara a resultar aburrido.

Un día de agosto se encontraba tendido en la orilla, con el soplo de una brisa vespertina recordándole que ya casi había llegado el momento de ir a cenar. Y mientras estaba tendido allí, sin pensar especialmente en nada, un ruido peculiar le hizo fijarse en el río. Anteriormente, el río jamás había emitido un ruido semejante. Miró hacia el oeste, sus manos protegiendo los ojos contra el sol, y vio que a lo lejos había una oscura mancha triangular, que sobresalía por encima del agua con toda claridad, pero que se volvía borrosa cuando se confundía con el oscilante cabrilleo del sol. Se puso en pie para

verla mejor, pero siguió siendo sólo eso, un perfil lejano, sus detalles perdidos en el resplandor derramado por el rojo y redondo sol que se encontraba a su espalda. Lo estuvo mirando hasta que el sol poniente le hizo llorar, casi obligándole a cerrar los ojos y, mientras tanto, se olvidó por completo de ese cronometraje, de vital importancia, que le haría aterrizar en la mesa de la cena justo cuando la comida llegara a ella. Cuando por fin llegó a casa, su abuela estaba enfadada con él y tuvo que tomar la cena, que ya no estaba caliente, en soledad. Cuando volvió al día siguiente, la

cosa ya no estaba. Pero había sido algo tan extraño, nada parecido a un tronco, sino geométrico, como un objeto construido por alguien… Se olvidó del asunto hasta que, unos días después, se dejó caer sobre su toalla de baño, casi sin aliento después de haber estado nadando, y respiró durante unos cuantos minutos absorbiendo el aire a ruidosas bocanadas antes de darse la vuelta. Mientras suspiraba y orientaba su cuerpo hacia el oeste intentando eludir inútilmente el resplandor del sol, la línea oscura del objeto emergió tan repentinamente que le hizo dar un salto. El sol se encontraba justo más allá del

meridiano, y podía ver el objeto con toda claridad. No era un triángulo, nada de eso, sino un cuadrado que parecía ladearse dentro del agua, y del que brotaba otra forma geométrica en ángulo con el primer objeto. Meditó durante un rato sobre el enigma, hasta que se dio cuenta de que había dos pilares o postes que sostenían el segundo objeto desde abajo. Entonces debía de ser un techo, inclinándose hacia abajo para formar algo parecido a un porche. Debatió consigo mismo la probabilidad de que su idea fuera correcta. Había visto fotos de casas durante inundaciones, pero el río estaba seco como un hueso. Miró

hacia abajo para comprobarlo. El agua, límpida y quieta, se encontraba a casi un metro de sus orillas habituales. Y el techo no se movía, ni tan siquiera oscilaba sobre el agua. Tras pensar durante un rato más, acabó decidiendo que si no había bajado flotando por el río, entonces era que el río la había dejado al descubierto. No tenía muy claro cómo podía haber ocurrido, físicamente hablando, pero decidió no hacer caso de todas las improbabilidades envueltas en ello. Después de todo, el objeto estaba ahí. Lo estuvo observando un rato más desde la orilla, preguntándose qué casa

era, y entonces recordó la historia que solía repetir la abuela, la historia de la vieja casa, y de cómo habían tenido que abandonarla después de que la última inundación la hubiera convertido en una ruina, cuando el gobierno federal había hecho un último pago, y se había negado a renovar el seguro. Nunca nadie había oído algo semejante, decía la abuela. Ésa era siempre la última línea de su elegía a la casa. La había oído tan a menudo, y le había prestado tan poca atención, que concluyó que el seguro era algo ambiguo de lo que nadie había oído hablar. Pero la aparición de la casa en el río hacía que la historia fuera

interesante, y Rory empezó a rebuscar en su memoria fragmentos del relato, y le fue dando vueltas en la cabeza mientras miraba. Ésta podía ser la casa. Se preguntó si debería contárselo a la abuela. Pero eso quería decir que debería abandonar el objeto allí, mientras subía corriendo por la colina, y la última vez que había hecho eso, había desaparecido bajo las aguas. Después de un rato se le ocurrió la idea de que podía nadar hasta ella. Estaba bastante lejos, quizá casi un kilómetro, pero el techo del porche era plano, y podía servirle casi igual que un embarcadero. Podía descansar cuando

hubiera llegado ahí y, ante ese seguro refugio en mitad del viaje, el trayecto no resultaba ser más largo de lo que había nadado otras veces. Por eso, acabó lanzándose al agua. El agua parecía estar más fría de lo normal a esa hora del día; tras haber superado la primera impresión de su baño matinal, ahora el río tendría que parecerle casi una bañera. Pero esto era una aventura, y las aventuras siempre hacían que las cosas parecieran distintas. Avanzó a través de las límpidas aguas, deteniéndose de vez en cuando para echar un vistazo y corregir su rumbo. La casa no parecía estar más

cerca, al menos no durante un tiempo bastante largo, y Rory no miró hacia atrás para ver que, sin embargo, la orilla se estaba empequeñeciendo a su espalda. Se encontraba ya bastante lejos cuando sus esfuerzos se vieron finalmente recompensados por una mejor panorámica de la casa. Se detuvo, pataleando en el agua, y pudo ver las tejas maltratadas por la intemperie, que convertían el tejado en una gran masa de telarañas, una rejilla en la que sólo se abría un agujero de contornos irregulares, que seguía viéndose de un negro impenetrable en la lejanía. El

aliento que le ofrecía esa imagen tenía que durarle todavía un buen rato, pues le dolía demasiado el cuello como para seguir mirando mientras nadaba. También la respiración empezaba a descoordinarse y, de vez en cuando, se ahogaba, y tragaba un sorbo de agua sin querer. Pero no había nada que hacer al respecto; tenía que seguir nadando hasta lo alto del porche, donde le sería posible descansar. Cuando el agua se volvió repentinamente oscura y espesa a causa del fango que se alzaba del fondo del río, se detuvo y miró nuevamente por primera vez en largo tiempo. La casa se encontraba a unos seis metros de él.

Ahora parecía asomar a mayor altura por encima del agua, y pudo ver la punta de una tercera columna que sostenía el porche, así como la parte superior de un umbral, tras el que se abría el vacío. Nadó por entre las sucias aguas para agarrarse al poste más cercano, pero estaba cubierto de musgo y le resbalaron las manos. Su corazón latía de miedo en sus oídos. Quizá estuviera demasiado cansado para trepar. Sus dedos carentes de fuerza arañaron la madera medio podrida pero ésta se astilló en sus manos, desmoronándose. Enroscó los pies alrededor del poste, y se agitó y se contorsionó hasta que su estómago

asomó por encima del borde del tejado. Y allí se quedó, tendido durante un momento, exhausto, hasta que un crujido y una ligera inclinación le indicaron que la casa se estaba ladeando. Rory trepó frenéticamente, abriendo al máximo las piernas, por el pulido entramado de las tejas. El crujido se detuvo y Rory intentó descansar. Pero el corazón le latía con fuerza, y los nervios estaban tan tensos que parecían cantar, y el descanso le resultó imposible. No estaba familiarizado con el olor de las cosas que han estado enterradas durante largo tiempo y que vuelven a encontrarse al aire libre. No era un olor

agradable ni tranquilizador, y tan pronto como pudo respirar con cierta normalidad alzó la cabeza, apartándola de las pestilentes tejas a las que el barro y los hongos habían vuelto muy resbaladizas. La parte delantera de su cuerpo estaba manchada por culpa de esas sustancias. Intentó limpiarse la cara y apartar los hongos de su nariz. Pero lo único que logró fue agravar ese olor con el escozor del barro rojizo que se le había pegado en el agua, y el olor combinado con ese cosquilleo le exasperaban. Si se rascaba o se movía, la casa crujía y se movía también; y cuando frotó un pie en el tejado para

calmar el picor, todo su cuerpo resbaló y a punto estuvo de caerse. Subió nuevamente su pierna con la frenética y necesaria delicadeza de cuando se está sobre una delgada capa de hielo, pegando su cuerpo a las tejas cubiertas de fango, el vientre hacia arriba. El calor del sol hacía que el fétido olor de la casa se extendiera a su alrededor, y puntitos negros bailaban delante de sus ojos. Cerró los párpados y los apretó con fuerza, pero el brillo del sol traspasaba todas y cada una de sus células, y se arriesgó a levantar un brazo para taparse los ojos. El gesto hizo que empezaran a picarle, pero aun así

mantuvo levantado su fresco antebrazo hasta que el fuego rojizo fue muriendo tras sus párpados, y pudo respirar con regularidad. Cuando apartó el brazo, cautelosamente, parpadeó y se dio cuenta de que ahora el sol se encontraba muy al oeste del meridiano. Se incorporó lentamente, y se apartó del agujero que había creado en el tejado. Pronto tendría que empezar a nadar. Se estaba haciendo tarde. Pero la mancha marrón que rodeaba la casa había aumentado, y sintió cierta repugnancia ante la idea de saltar y cruzar su opaca superficie.

Sus cautelosos movimientos irritaron de nuevo al delicado equilibrio de la casa, y Rory se apresuró a tenderse una vez más para calmarla. De su interior le llegó un leve sonido, parecido a un roce, y luego un golpe ahogado que hizo estremecerse la delgada membrana del techo. El ruido resultaba sorprendente, pues Rory había dado por sentado que la corriente del río habría dejado vacía la casa. Pero, naturalmente, algo podía haber entrado a la deriva por una de las ventanas, y ahora estaría golpeando las paredes igual que una mosca intentando hallar su camino a través de una rejilla de alambre. La casa seguía

removiéndose inquieta, pese a la inmovilidad de Rory; mientras pensaba en ello, acabó arrastrándose cautelosamente hasta el otro extremo del techo para calmar las oscilaciones. Esa maniobra le dejó a sólo unos centímetros del agujero original del tejado, y pudo oír muy claramente los golpes emitidos por lo que contuviera la casa al ir de una pared a otra. Pero no había ningún chapoteo, y eso resultaba extraño. Miró por el agujero, sintiendo que volvía a encenderse algo de su curiosidad original. Por el agujero brotaba una especie de olor más seco, tan repugnante y podrido como el olor

húmedo del exterior. Se inclinó un poco más por el agujero, pero seguía sin haber nada visible, pues por los dos orificios del techo entraba muy poca luz. Parecía una especie de ático o buhardilla. Pero se había inclinado demasiado, y con un débil ruido de succión las tejas podridas se derrumbaron lentamente hacia el interior, y le dejaron caer suavemente en el suelo. Rory alzó inmediatamente las manos hacia la luz que colgaba sobre él. Pero después de que fracasaran sus primeros intentos, se dio cuenta de que sus saltos hacían brotar un irritado coro de quejidos de

toda la casa, y se quedó muy quieto hasta que éstos cesaron. Aquí dentro hacía frío, incluso si se quedaba en los retazos de luz, y sus dientes empezaron a castañetear mientras permanecía rígidamente inmóvil desde los tobillos hasta las orejas, y los dedos de sus pies ejecutaban una pequeña y aterrada danza en el suelo reseco. Por muy bajo que estuviera el río, el interior de la casa era peligroso. Algo rodó hacia él desde un rincón oscuro y Rory dio un salto, sin preocuparse del efecto que su movimiento tendría sobre la crujiente estructura de la casa. Cuando el objeto quedó iluminado por el sol, lo reconoció

y, tras unos instantes de verlo rodar ante él, verde y blanco, se inclinó a recogerlo. Era una lata de guisantes. Y estaba nueva, con la etiqueta seca y los extremos de latón todavía brillantes. Un gigante verde le sonreía por encima de un montón de puntitos de un verde impecable. El metal se encontraba un poco abollado, y los bordes se habían llenado de barro al rodar sobre la madera blanda y medio podrida, pero no era más que una lata de guisantes, perfectamente normal. Sus dientes habían dejado de castañetear, aunque le seguían temblando los hombros de vez en

cuando. Apretó fuertemente con la mano el recipiente metálico, pues necesitaba agarrarse a lo que fuera mientras luchaba por plantearse claramente las opciones que le quedaban. Ahora la casa se movía continuamente, tanto si se estaba quieto como si no. Decidió que lo mejor sería ir a la parte más baja del techo y agujerear la frágil superficie de las tejas con las manos; luego treparía encima de él y saltaría tan pronto como le fuera posible, nadando hacia la orilla. Todavía le dolían los hombros del trayecto de ida, pero no importaba, conseguiría volver. Pero tenía que empezar ahora mismo. Si era necesario,

podía flotar durante un rato y luego seguiría nadando. Adelantó su pie derecho, como si estuviera patinando por encima del suelo hacia el final de la habitación. El suelo se inclinó, siguiendo su movimiento. Luego su pie izquierdo resbaló hacia adelante, y un perezoso ruido de succión sonó a su espalda. Rory miró hacia atrás. En el rincón del que habían surgido los guisantes había algo más. El sol arrojaba un gran haz de claridad a través del mayor agujero del techo, en un ángulo bastante inclinado, y Rory pudo distinguir una especie de masa gris que se recortaba contra la pared oscura que

había a su espalda. Pero no tenía tiempo para más exploraciones. Se concentró nuevamente en su tarea, haciendo avanzar sus pies en un lento resbalar. La cosa gris arañó el suelo de madera al inclinarse. La casa se había inclinado lo suficiente como para que ahora le fuera posible ver el agua mezclada con barro a través del orificio de las tejas. Ladeó su cuerpo hacia la abertura, manteniendo los pies inmóviles, y una mano se agarró a una viga mientras que la otra usaba la lata de guisantes para golpear las tejas, provocando una mezcolanza de madera, agua y barro del río. Tras haber despejado un agujero lo bastante grande

como para saltar a través de él, sus dedos se enroscaron suavemente alrededor de la viga y Rory tiró de ella. La viga aguantó lo suficiente como para sostener su peso. Rory se preparó para saltar. Pero cuando cerró los ojos, una imagen se apoderó de su mente: saltaba, sí, y el salto era magnífico, hacia arriba, llevándole hasta el agua, y la casa giraba en el aire y se hundía detrás de él, dándose la vuelta para caer sobre Rory igual que una cesta vacía. Con un esfuerzo de voluntad hizo que su mente dejara de pensar en ello, abrió los ojos y arrojó el recipiente metálico al río, agarrándose luego a la viga con las dos

manos. Intentó olvidarse de todo, y movió su cuerpo hacia adelante para saltar, pero un instante después retrocedió ante la visión de la casa invertida, y su pequeña e indecisa danza hizo temblar todavía más la casa, haciendo que la masa gris situada a su espalda oscilase y rebotase en el suelo, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que sintió su perezoso peso ondulando alrededor de sus piernas, inmovilizándose contra ellas. Sus dedos se quedaron helados sobre la viga, y sus ojos, los parpados fuertemente cerrados, se alzaron hacia el cielo. Sentía un leve zumbido en los oídos, y podía escuchar

su propio jadeo. El objeto enredado entre sus piernas era bastante pesado. Intentó mover la pierna izquierda. Estaba atascada. Tendría que bajar la vista para ver cómo podía liberarse. Al abrir Rory un ojo y bajar lentamente la mirada hacia él, el sol iluminó de lleno el objeto. Unos cuantos detalles confirmaron que la cosa era un ser humano. Tragó saliva y dijo: «¿Hohola?». No hubo respuesta. No había esperado obtener ninguna. Movió suavemente su pie derecho y la empujó. El cuerpo se agitó un poco, pero su pie izquierdo seguía atrapado. Dio una patada y un brazo se soltó de su pie: por

un instante que le dejó sin respiración, vio el rostro antes de saltar gritando a través del agujero que había en el techo. Cuando el primer impulso de sus gritos se hubo agotado, empezó a gemir. Quería saltar, encontrarse en aguas límpidas y nadar, pero el charco de barro se extendía ante él durante metros y metros, y el cuerpo que había debajo seguía estorbándole, y en su mente aún tiraba de sus piernas. Se alejó del agujero, reptando hacia el extremo más alejado del porche, dejando atrás el sonido de lo que se debatía en el ático. Si cerraba los ojos, el rostro se alzaba entre él y sus propios párpados,

entre Ron y el sol y el agua si osaba abrirlos. Era el rostro de una mujer, convertido en pulpa por grandes círculos negros que formaban hinchadas medias lunas sobre toda su piel. Y rió histéricamente, una risa algo mezclada con sus gemidos, al pensar que le habían aplastado la cabeza con una lata de guisantes. Tendría que gritar pidiendo auxilio: no podía hacer otra cosa, y empezó a chillar tan alto como pudo. Pero su voz sonaba débil y agarrotada por el miedo, y los gritos no llegaban muy lejos. La orilla se encontraba a gran distancia, y Rory pudo ver que la casa de sus

abuelos empezaba a quedar cubierta por las sombras de los álamos que había ante ella. Sobresaltado, alzó los ojos. El sol había llegado casi al horizonte mientras él estuvo en el ático. El río seguía brillando, pero cuando el sol se ocultara la oscuridad no tardaría en llegar: muy pronto el río sería un gran espejo reluciente situado junto a la negra orilla, y después de eso, el mismo río se volvería oscuro. Su abuela debía estarle buscando. Ya había pasado la hora de la cena, y ella sabía que Rory se encontraba junto al río. Su toalla de baño seguiría en la orilla. Agitó los brazos, con la esperanza de que pudiera

verle recortado contra el sol, y gritó unas cuantas veces más. No podía ver a nadie, sólo el débil resplandor de la casa blanca, y el vívido verde y amarillo de los árboles y la hierba allí donde les daba el sol, y las sombras que iban haciéndose más oscuras y purpúreas detrás de ellos. Pero estaba la policía. Tenían motoras; podría oírles incluso en la oscuridad, vería sus luces. Aunque quizá la casa no pudiera esperar. Ahora crujía continuamente, sin importar lo que Rory hiciera. Intentó concentrarse nuevamente en la idea de nadar; pero no podía, sencillamente le era imposible. Podía

nadar en círculos interminables, perdido en la oscuridad, incapaz de ver la orilla, con el cadáver flotando a la deriva detrás de él, esperando para atrapar sus piernas con sus muertos brazos. El sol no tardó en convertirse en un delgado borde rojizo que brillaba detrás de las colinas, y el río se volvió una opaca superficie reluciente. Rory miró a su alrededor por última vez, sabiendo que tardaría mucho tiempo en mirar de nuevo. Y vio algo en la distancia; quizá fuera un bote, pues se estaba moviendo. Gritó, su voz enronquecida por el agua y la pestilencia. El objeto se acercaba rápidamente, avanzando con decisión

por el río hacia la casa, con mayor rapidez de la que podía darle la corriente. Volvió a gritar y agitó los brazos. Había más de uno. Cinco o seis puntos emergían de las aguas; tenían que ser botes. Dejó de gritar por un instante, pensando que oiría una réplica; pero no hubo respuesta alguna, ni siquiera un grito ahogado por el viento, ni el menor sonido de motores o remos lamiendo el agua. Los botes se acercaban silenciosamente, cada vez más y más cerca, y su voz murió en la garganta antes de nacer. No llevaban luces. Y a medida que se hacían más grandes, un débil destello luminoso le permitió ver

que los botes avanzaban por entre un charco de agua fangosa que se iba ensanchando cada vez más, y la brisa le trajo el penetrante olor rancio de algo que llevaba mucho tiempo enterrado, mientras la casa oscilaba, cambiando nuevamente de postura, como si se arrodillara en el agua igual que un caballo bien entrenado haciéndole una reverencia a su jinete.

La noche del tigre STEPHEN KING

Nativo del Maine, Stephen King es actualmente el autor más vendido del mundo, y se podría pensar en él como en el campeón de los pesos pesados en el relato moderno de terror. Sabe hacer habilidosas fintas y amagos con motivos y figuras convencionales del horror, y también explota temas más habituales de la ciencia ficción como

la telequinesia y la telepatía. Sus relatos, novelas y películas son obras maestras que hacen presa en el lector, y presentan personajes muy reales y muy creíbles. En muchos de sus relatos — incluido «La noche del tigre»—, Stephen King retrata de forma realista a gente «de cada día», repentinamente enfrentada a situaciones que se retuercen y cambian para mostrar sus lados más oscuros. «La noche del tigre» narra uno de esos momentos de oscuridad, y es la historia de lo que ocurrió una noche de tormenta en el Circo Americano de tres pistas de Farnum y William.

Vi por primera vez al señor Legere cuando el circo pasó por Steubenville, pero yo sólo llevaba dos semanas en el espectáculo, y tal vez él hubiera hecho indefinidamente sus visitas irregulares. Nadie quería hablar gran cosa del señor Legere, ni siquiera aquella última noche, cuando parecía que el fin del mundo estaba al caer…, la noche que desapareció el señor Indrasil. Pero si he de explicárselo desde el principio, debería empezar diciendo que me llamo Eddie Johnston, y que nací y me crié en Sauk City. Allí fui a la escuela, tuve mi primer amor y trabajé durante algún tiempo en el almacén del

señor Lillie, una vez terminados mis estudios en la escuela superior. Eso fue hace algunos años…, a veces más de los que quisiera contar. No es que Sauk City sea un lugar tan malo. Algunas personas se contentan con sentarse en el porche de sus casas en las cálidas y perezosas noches de verano, pero a mí eso me producía una cierta comezón, como cuando te pasas demasiado tiempo sentado en la misma silla. Así que dejé el almacén y me enrolé en el Circo Americano de Farnum y Williams, con sus tres pistas y sus exhibiciones secundarias. Supongo que lo hice en un momento de aturdimiento, cuando la

musiquilla del circo me nubló el juicio. Me convertí entonces en un peón nómada. Ayudaba a levantar y desmontar las carpas, limpiar las jaulas y, a veces, vender algodón de azúcar cuando el vendedor regular tenía que ausentarse, y vociferar para Chips Baily, el cual padecía malaria, y en ocasiones tenía que ir a algún sitio muy lejano. En general eran cosas que hacen los muchachos para que les regales localidades…, cosas que solía hacer yo mismo de niño. Pero los tiempos cambian, y ya no parecen presentarse como antes. Aquel tórrido verano pasamos por

Illinois e Indiana, el público era bueno y todo el mundo se sentía feliz. Todos excepto el señor Indrasil, el cual nunca era feliz. Era el domador de leones, y su aspecto me recordaba al Rodolfo Valentino que había visto en viejas fotografías. Un hombre alto, de rasgos apuestos y arrogantes y una agreste cabellera negra. La expresión de sus ojos era extraña, furiosa…, la más furiosa que he visto jamás. Casi siempre estaba callado; un par de sílabas del señor Indrasil eran todo un sermón. Todos los miembros del circo mantenían con él una distancia tanto mental como física, porque sus accesos de cólera

eran legendarios. Se rumoreaba, siempre en susurros, que en una ocasión, después de una actuación especialmente difícil, uno de los peones derramó café sobre las manos del señor Indrasil, y éste estuvo a punto de matarle antes de que lograran separarle del muchacho. No sé si será cierto. Lo que sí sé es que llegué a temerle más que al frío señor Edmont, el director de mi escuela, al señor Lillie e incluso a mi padre, el cual era capaz de frías reprimendas que te dejaban temblando de vergüenza y desaliento. Cuando limpiaba las jaulas de los grandes felinos, las dejaba siempre impecables. El recuerdo de las pocas

ocasiones en que fui objeto de las iras del señor Indrasil todavía me hace flaquear las rodillas. Eran sus ojos, sobre todo…, grandes, oscuros y totalmente inexpresivos. Los ojos y la sensación de que un hombre capaz de dominar a siete gatazos ojo avizor en un pequeña jaula, por fuerza tenía que ser también un salvaje. Y las dos únicas cosas a las que él temía eran el señor Legere y el único tigre del circo, una bestia enorme llamada Terror Verde. Como he dicho, vi por primera vez al señor Legere en Steubenville, cuando

él contemplaba la jaula de Terror Verde como si el tigre conociera todos los secretos de la vida y de la muerte. Era enjuto, moreno, sosegado. Sus ojos profundos, muy hundidos en las cuencas, tenían una expresión de dolor y cavilosa violencia en sus honduras con reflejos verdes, y siempre cruzaba las manos a la espalda mientras contemplaba taciturno al tigre. Terror Verde era una fiera digna de verse, un enorme y hermoso espécimen con un impecable pelaje rayado, ojos verde esmeralda y grandes colmillos como escarpias de marfil. Sus rugidos solían oírse en todo el recinto del

circo…, fieros, airados y absolutamente salvajes. Parecía gritar su desafío y su frustración al mundo entero. Chips Baily, que llevaba en el circo Farnum y Williams desde Dios sabe cuándo, me dijo que el señor Indrasil solía utilizar a Terror Verde en sus actuaciones, hasta que una noche el tigre saltó de repente desde su plataforma elevada y casi le arrancó la cabeza antes de que el señor Indrasil pudiera salir de la jaula. Observé que el señor Indrasil siempre llevaba el cabello largo, cubriéndole la nuca. Todavía puedo recordar la escena aquel día en Steubenville. Hacía calor,

un calor sofocante, y el público iba en mangas de camisa. Por ello destacaban los señores Legere e Indrasil. El señor Legere, que estaba de pie en silencio junto a la jaula del tigre, vestía traje y chaleco, y no tenía el rostro húmedo de sudor. El señor Indrasil llevaba una de sus bonitas camisas de seda y calzones de gruesa tela blanca, y los miraba a ambos, pálido como un muerto, con una expresión de cólera lunática, odio y temor en sus ojos saltones. Sostenía una almohaza y un cepillo, y las manos le temblaban espasmódicamente, aferradas a aquellos objetos. De repente me vio y dio rienda

suelta a su ira. —¡Tú! —gritó—. ¡Johnston! —Sí, señor. Sentí un hormigueo en la boca del estómago. Sabía que la ira de Indrasil estaba a punto de volcarse sobre mí, y el temor que me inspiraba aquella idea me hizo sentir débil. Me gusta pensar que soy tan valiente como cualquier hijo de vecino, y si se hubiese tratado de alguien más, creo que hubiera estado plenamente decidido a defenderme. Pero no era nadie más. Era el señor Indrasil, y tenía ojos de loco. —Estas jaulas, Johnston. ¿Crees que están limpias?

Señaló con un dedo, cuya dirección seguí. Vi cuatro trocitos dispersos de paja y un acusador charco de agua de la manguera al fondo de una de las jaulas. —S… sí, señor —le respondí, y lo que pretendía que fuera firmeza se convirtió en una débil bravata. Se hizo un silencio, como la pausa eléctrica que antecede a un aguacero. La gente empezaba a mirar, y yo tenía la vaga conciencia de que el señor Legere nos observaba con sus ojos insondables. —¿Sí, señor? —atronó de repente el señor Indrasil—. ¿Sí, señor? ¿Sí, señor? ¡No te burles de mi inteligencia, muchacho! ¿Crees que no veo, que no

puedo oler? ¿Pusiste el desinfectante? —Ayer puse el desinfec… —¡No me repliques! —gritó, y entonces bajó súbitamente la voz, lo que me hizo sentir un hormigueo en la piel —. No te atrevas a replicarme. —Ahora todo el mundo nos miraba. Yo quería vomitar, morirme—. Ahora mismo vas a ir al cobertizo de las herramientas, vas a coger el desinfectante y fregar estas jaulas —susurró, midiendo cada palabra. De repente, tendió una mano y me agarró de un hombro—. Y nunca, nunca, vuelvas a replicarme. No sé de dónde salieron mis palabras, pero de pronto estaban allí,

brotando de mis labios. —No le he replicado, señor Indrasil, y no me gusta que diga eso. Yo… me ofendo si dice una cosa así. Ahora déjeme ir. Su rostro se puso repentinamente rojo, luego blanco y finalmente casi azafranado de ira. Sus ojos eran llameantes umbrales del infierno. En aquel momento pensé que iba a morir. El señor Indrasil emitió un sonido gutural inarticulado, y la presión de su mano en mi hombro se hizo insoportable. Su mano derecha subió alto, muy alto…, y entonces descendió

con increíble velocidad. Si aquella mano hubiera alcanzado mi rostro, como mínimo me habría derribado al suelo sin sentido y, en el peor de los casos, me habría roto el cuello. Pero no me alcanzó. Otra mano surgió como por ensalmo en el espacio, directamente delante de mí. Ambos miembros en tensión colisionaron con un ruido sordo. Era el señor Legere. —Deja en paz al muchacho —le dijo fríamente. El señor Indrasil se lo quedó mirando durante un largo momento, y

creo que no había nada tan desagradable en todo el asunto como observar el temor del señor Legere y la loca avidez de herir (¡o matar!) mezclados con aquella mirada terrible. Entonces dio media vuelta y se alejó. Me volví hacia el señor Legere. —No me des las gracias. Y no era un «no me des las gracias», sino un «no me des las gracias», no un gesto de modestia, sino una orden literal. Con su súbito relámpago de intuición —de concordancia afectiva, si usted quiere— comprendí exactamente qué quería decir con aquel comentario.

Yo era un peón en lo que debía de ser un largo combate entre los dos hombres. Había sido capturado por el señor Legere más que por el señor Indrasil. Había detenido al domador de leones no para protegerme, sino porque ello le daba una ventaja, por pequeña que fuera, en su guerra privada. —¿Cómo se llama? —le pregunté, en absoluto ofendido por lo que había deducido. Después de todo, había sido sincero conmigo. —Legere —dijo rápidamente, y se volvió para marcharse. —¿Está usted en el circo? —le

pregunté, pues no quería que se fuera tan fácilmente—. Parecía… conocerle. Una leve sonrisa apareció en sus labios delgados, y una llamita de afecto brilló fugazmente en sus ojos. —No. Podríamos decir que soy un policía. Y antes de que pudiera replicarle, desapareció entre la gente que pasaba por allí. Al día siguiente desmontamos las carpas y nos marchamos.

Volví a ver al señor Legere en Danville y, dos semanas después, en

Chicago. En los intervalos procuré evitar al señor Indrasil tanto como me fue posible, y mantuve impecablemente limpias las jaulas de los felinos. La víspera de nuestra partida para Saint Louis, les pregunté a Chips Baily y Sally O’Hara, la pelirroja funámbula, si los señores Legere e Indrasil se conocían. Estaba bastante seguro de que así era, porque el señor Legere difícilmente seguía al circo para saborear nuestro estupendo helado de lima. Sally y Chips intercambiaron miradas por encima de sus tazas de café. —Nadie sabe gran cosa de lo que hay entre esos dos —dijo Sally—. Pero

es algo que dura desde hace mucho tiempo…, quizá veinte años, desde que llegó aquí el señor Indrasil, tras dejar el circo Ringling Brothers, y tal vez incluso antes de eso. Chips asintió. —Ese tipo, Legere, llega al circo casi todos los años, cuando pasamos por el Medio Oeste, y se queda con nosotros hasta que cogemos el tren hacia Florida, en Little Rock. Vuelve tan irritable al viejo domador de felinos como si fuera uno de sus gatos. —Me dijo que era policía — comenté—. ¿Qué creéis que busca por aquí? ¿No suponéis que el señor

Indrasil…? Chips y Sally intercambiaron una mirada extraña, y ambos se levantaron tan bruscamente que estuvieron a punto de romperse la espalda. —He de ver si esos pesos y contrapesos están bien almacenados — dijo Sally, y Chips musitó algo no muy convincente acerca de la necesidad de revisar el eje trasero de su remolque. Y así es como solía terminar toda conversación acerca de los señores Indrasil o Legere…, apresuradamente, con muchas excusas forzadas.

Nos despedimos de Illinois y de la comodidad al mismo tiempo. Se produjo una abrumadora oleada de calor, al parecer en el mismo instante en que cruzamos el límite del Estado, y aquel calor nos acompañó durante mes y medio, mientras avanzábamos lentamente por Missouri y entrábamos en Kansas. Todo el mundo estaba nervioso, incluidos los animales. Y entre ellos, naturalmente, los felinos, que eran responsabilidad del señor Indrasil. Éste trataba a los peones en general, y a mí en particular, sin la menor

consideración. Yo sonreía y procuraba aguantarlo, aunque el calor me ponía también muy irascible. No se puede discutir con un loco, y había llegado a la conclusión de que eso era sin lugar a dudas el señor Indrasil. Nadie dormía muy bien, y ésa es la maldición de los artistas de circo. La falta de sueño hace que los reflejos sean más lentos, lo cual aumenta el peligro. En Independence, Sally O’Hara cayó a la red de nylon desde veinte metros de altura y se fracturó el hombro. Andrea Solienni, nuestra amazona a pelo, se cayó de uno de sus caballos durante un ensayo, y un casco la golpeó y la dejó

inconsciente. Chips Baily sufría en silencio con su fiebre crónica, el rostro como una máscara de cera y las sienes bañadas en un sudor frío. Y en muchas ocasiones las cosas tenían peor cariz para el señor Indrasil. Los leones estaban nerviosos e irritables, y cada vez que entraba en la Jaula de los Gatos Endiablados, como la llamábamos, ponía en peligro su vida. Alimentaba a los leones con excesiva cantidad de carne antes de entrar, algo que hacen raramente los domadores de leones, contrariamente a la creencia popular. Tenía el rostro cada vez más fatigado y ojeroso, y la mirada frenética.

El señor Legere casi siempre estaba allí, junto a la jaula de Terror Verde, mirándole. Y eso, claro, aumentaba la presión del señor Indrasil. Todo el circo empezó a ponerse nervioso cuando veía pasar a aquel personaje con camisa de seda, y supe que todos pensaban lo mismo: «Va a reventar, y cuando lo hace…». Cuando lo hiciera, sólo Dios sabía lo que ocurriría.

La oleada de calor continuó, y las temperaturas rebasaban los treinta grados todos los días. Parecía como si

los dioses de la lluvia se burlaran de nosotros. En cuanto abandonábamos una ciudad, ésta recibía la bendición de los aguaceros, y cada ciudad en la que entrábamos estaba reseca y ardiente. Y una noche, en la carretera entre Kansas City y Green Bluff, vi algo que me trastornó más que ninguna otra cosa. Hacía calor…, un calor abominable. Ni siquiera merecía la pena tratar de dormir. Me revolvía en mi litera como un hombre que sufre fiebre delirante sin poder conciliar nunca el sueño. Finalmente me levanté, me puse los pantalones y salí. Nos habíamos detenido en un

pequeño campo, formando un círculo. Otros dos peones y yo habíamos descargado las jaulas de los felinos, a fin de que pudieran beneficiarse del menor soplo de brisa. Allí estaban ahora las jaulas, pintadas de color plata apagado por la hinchada luna de Kansas, y una persona de elevada estatura que llevaba unos calzones de basta tela blanca se hallaba junto a la mayor de ellas. Era el señor Indrasil. Azuzaba a Terror Verde con una pica larga y puntiaguda. El gatazo se movía en silencio en la jaula, tratando de evitar la aguda punta. Y lo aterrador era que cuando el palo punzaba la carne del

tigre, éste no rugía de dolor y cólera, como debería hacer, sino que mantenía un silencio ominoso, más aterrador para quien conoce a los felinos que el rugido más intenso. Aquello también había surtido efecto en el señor Indrasil. —Estás tranquilo, ¿verdad, maldito? —gruñía; con los potentes brazos flexionados, empujó la pica. Terror Verde retrocedió, abriendo horriblemente los ojos, pero no emitió ningún sonido—. ¡Ruge! —dijo entre dientes—. ¡Vamos, monstruo, ruge! ¡Ruge! Y hundía más el palo en el flanco del

tigre. Entonces vi algo extraño. Pareció que una sombra se movía en la oscuridad bajo uno de los remolques más distantes, y la luz de la luna pareció incidir en unos ojos que miraban…, unos ojos verdes. Un viento frío pasó silenciosamente por el claro, levantando polvo y revolviéndome el pelo. El señor Indrasil alzó la vista y escuchó, con una curiosa expresión en el rostro. De repente, dejó caer el palo, se volvió y regresó a su remolque. Miré de nuevo el lejano remolque, pero la sombra había desaparecido.

Terror Verde permanecía inmóvil entre los barrotes de su jaula, mirando el remolque del señor Indrasil. Y entonces se me ocurrió pensar que odiaba al señor Indrasil no porque fuera cruel o arisco, pues el tigre respeta estas cualidades a su propia manera animal, sino más bien porque se apartaba incluso de la norma salvaje del tigre. Era un bribón. Ésa es la única forma en que puedo decirlo. El señor Indrasil no era sólo un tigre humano, sino también un tigre bribón. La idea cristalizó en mi interior, turbadora y un tanto temible. Volví adentro, pero seguí sin poder dormir.

El calor continuó. Por el día nos freíamos, por la noche dábamos vueltas, inquietos, sudorosos, insomnes. Todos teníamos la piel enrojecida por el sol, y había peleas por las cosas más triviales. Todo el mundo estaba llegando al punto de explosión. El señor Legere seguía con nosotros, observando en silencio, superficialmente impasible, pero yo percibía que en lo más profundo de su ser fluían corrientes de… ¿de qué? ¿De odio? ¿De miedo? ¿De venganza? No podía saber qué era, pero no me cabía ninguna duda de que aquel hombre era

potencialmente peligroso, tal vez más de lo que lo era el señor Indrasil, si alguien encendía alguna vez su mecha particular. Vestido siempre con su impecable traje marrón a pesar de las elevadas temperaturas, no se perdía ninguna función del circo. Permanecía en silencio junto a la jaula de Terror Verde, al parecer en profunda comunicación con el tigre, que siempre estaba sosegado cuando aquel hombre se hallaba cerca. De Kansas fuimos a Oklahoma, y la temperatura no se suavizaba. Era raro que pasara un día sin que tuviéramos un caso de postración debido al calor. El

público empezaba a reducirse. ¿Quién quería sentarse bajo una asfixiante carpa de lona cuando había un cine con aire acondicionado a la vuelta de la esquina? Todos estábamos tan nerviosos como los gatos, por usar una frase especialmente apropiada a la situación. Y cuando plantamos las carpas en Wildwood Green, Oklahoma, creo que todos sabíamos que estábamos a punto de llegar a alguna clase de clímax. Y la mayoría sabíamos que tendría que ver con el señor Indrasil. Había sucedido algo extraño antes de nuestra primera función en Wildwood. El señor Indrasil estaba en la Jaula de los Gatos

Endiablados, adiestrando a sus irascibles leones. Uno de ellos perdió el equilibrio en su pedestal, se tambaleó y casi lo recobró. Entonces, en aquel preciso momento, Terror Verde soltó un terrible rugido que amenazaba con rompernos los tímpanos. El león cayó, aterrizó pesadamente y, de repente, se lanzó con la precisión de una bala contra el señor Indrasil. Éste, asustado, soltó una maldición y levantó su silla para protegerse de los zarpazos. Logró salir de la jaula en el mismo instante en que el león se estrellaba contra los barrotes. Mientras el domador se recobraba y

se preparaba para entrar de nuevo en la jaula, Terror Verde lanzó otro rugido…, pero éste se parecía monstruosamente a una inmensa y desdeñosa risotada. El señor Indrasil miró a la bestia, pálido, y luego dio media vuelta y se alejó. No salió de su remolque en toda la tarde. Aquella tarde se alargó interminablemente. Pero a medida que subía la temperatura, todos empezamos a mirar con esperanza hacia el oeste, donde se estaban formando enormes cúmulos de nubes. —A lo mejor llueve —le dije a Chips, deteniéndome junto a la

plataforma desde la que vociferaba, ante la pista de exhibiciones secundarias. Pero él no respondió a mi sonrisa esperanzada. —Eso no me gusta —replicó—. No hay viento y hace demasiado calor. Es señal de granizo o de tornados. —Su expresión se volvió más sombría—. Mira, Eddie, salir de un tornado llevando a remolque un montón de animales salvajes enloquecidos no es una excursión de placer. Más de una vez, al cruzar la región de los tornados, he agradecido a Dios que no lleváramos elefantes. Sí —añadió tristemente—, es mejor confiar en que las nubes se

queden en el horizonte. Pero las nubes no se quedaron en el horizonte, sino que avanzaron lentamente hacia nosotros, como ciclópeas columnas celestes de base purpúrea y un temible negro azulado en los cumulonimbos. Cesó todo movimiento del aire, y el calor cayó sobre nosotros como una mortaja de lana. De vez en cuando, la tormenta se aclaraba la garganta en la lejanía del oeste. Hacia las cuatro, el señor Farnum en persona, maestro de ceremonias y medio propietario del circo, se presentó y nos dijo que se suspendería la función de la noche. Sólo teníamos que asegurar las

instalaciones y buscar un agujero conveniente para refugiarnos en caso de que hubiera problemas. Se habían divisado trombas en varios lugares entre Wildwood y Oklahoma City, algunas a sesenta kilómetros de nosotros. Cuando se hizo el anuncio, había muy poco público, y la gente paseaba apáticamente por la zona de exhibiciones secundarias, o curioseaba entre las jaulas de los animales. Pero el señor Legere no había estado presente en todo el día. La única persona junto a la jaula de Terror Verde era un sudoroso escolar con un montón de libros bajo el brazo. Cuando el señor Farnum anunció

que el Servicio Meteorológico había advertido la proximidad de un tornado, el muchacho se escabulló rápidamente. Yo y los otros dos peones pasamos el resto de la tarde deslomándonos, asegurando los cables de las carpas, cargando los animales en los remolques y asegurándonos de que todo estaba bien atado. Al final sólo quedaron las jaulas de los felinos, y para éstas había una disposición especial. Cada jaula tenía un «pasadizo» especial de tela metálica que se plegaba como un acordeón y que, cuando se extendía del todo, conectaba con la Jaula de los Gatos Endiablados.

Cuando era preciso mover las jaulas más pequeñas, se podía reunir a los felinos en la jaula grande mientras se cargaban las otras. La jaula grande rodaba sobre un gigantesco juego de ruedas que podía girar en todas direcciones, y era posible moverla a mano, colocándola en una posición que permitiera a cada felino regresar a su jaula propia. Parece complicado, y lo era, desde luego, pero ésa era la única forma en que se hacía. Primero trasladamos a los leones y luego a Terciopelo Ébano, la dócil pantera negra que casi le había costado al circo los ingresos de toda una

temporada. Era bastante difícil convencer a los animales para que se levantaran y caminaran por los pasadizos, pero todos preferíamos ese trabajo a pedirle ayuda al señor Indrasil. Cuando llegó el momento de trasladar a Terror Verde había oscurecido…, un fantasmagórico y húmedo crepúsculo amarillento se cernía sobre nosotros. El cielo había adquirido un resplandor uniforme que nunca había visto hasta entonces, y no me gustaba lo más mínimo. —Será mejor que nos demos prisa —dijo el señor Farnum, mientras hacíamos rodar trabajosamente la Jaula

de los Gatos Endiablados para conectarla con la parte trasera de la jaula de exhibición de Terror Verde—. El barómetro está bajando rápidamente. —Meneó la cabeza, preocupado—. Esto tiene mala pinta, chicos, mala pinta. Se escabulló a toda prisa, todavía meneando la cabeza. Conectamos el pasadizo metálico en la jaula de Terror Verde y abrimos la parte trasera. —Hala, pasa —le dije alentadoramente. Terror Verde me dirigió una mirada amenazante y no se movió. Atronó de nuevo, con más intensidad

y más cerca. El cielo se había vuelto ictérico, el color más feo que he visto jamás. Los demonios del viento empezaron a tirar bruscamente de nuestras ropas y arremolinar las envolturas de caramelos y los conos de algodón de azúcar que ensuciaban el suelo. —Vamos, vamos —le urgí, empujándole con las varillas de punta roma que nos daban para obligarles a moverse. Terror Verde lanzó un horrible rugido y agitó una pata con cegadora velocidad. Me arrebató de las manos el palo de dura madera y lo astilló como si

fuera una ramita tierna. Ahora el tigre se había levantado, y sus ojos tenían una expresión asesina. —Mirad —dije con voz temblorosa —, uno de vosotros tendrá que ir en busca del señor Indrasil. No podemos esperar aquí. Como para subrayar mis palabras, estalló un trueno más potente, que parecía el palmoteo de unas gigantescas manos cósmicas. Kelly Nixon y Mike McGregor se apresuraron a hacerlo. Yo quedé excluido debido a mi anterior enfrentamiento con el señor Indrasil. Se lo jugaron a cara o cruz y le tocó a

Kelly, el cual nos dirigió una silente mirada en la que leímos que preferiría enfrentarse a la tormenta, y fue en busca del domador. Tardó casi diez minutos en volver. El viento estaba adquiriendo velocidad y el crepúsculo se fundía en la noche. Estaba asustado, y no temo admitirlo. Aquel extraño cielo, los terrenos desiertos del circo, los agudos y bruscos vórtices del viento…, todo eso conforma un recuerdo que permanecerá vívido en mi memoria para siempre. Y Terror Verde no hacía el menor ademán de moverse por el pasadizo. Kelly Nixon volvió corriendo, con

los ojos muy abiertos. —¡He llamado a su puerta durante casi cinco minutos! —jadeó—. ¡No he podido levantarle! Nos miramos sin saber qué hacer. Terror Verde era una fuerte inversión para el circo. No podíamos dejarlo a la intemperie. Perplejo, me volví en busca de Chips, el señor Farnum o cualquiera que pudiera decirme qué hacer. Pero todos se habían ido. Éramos responsables del tigre. Consideré la posibilidad de intentar cargar la jaula a pulso en el remolque, pero yo no iba a poner mis dedos en aquella jaula. —Bueno, no tenemos más remedio

que ir a buscarle… los tres. Vamos. Y corrimos hacia el remolque del señor Indrasil, a través de la oscuridad que aumentaba a pasos agigantados.

Aporreamos su puerta hasta que debió pensar que todos los demonios del infierno iban a por él. Por fortuna, finalmente la puerta se abrió y apareció el señor Indrasil, tambaleándose y mirándonos, con ojos de loco abrillantados por el alcohol. Olía como una destilería. —Dejadme en paz —gruñó—, malditos seáis.

—Señor Indrasil… —tuve que gritar para hacer oír mi voz sobre el estruendo del viento. Aquella tormenta no se parecía a nada de lo que había oído o leído jamás. Era como el fin del mundo. —Tú —dijo entre sus dientes apretados. Alargó una mano y me cogió por la pechera de la camisa—. Voy a enseñarte una lección que nunca olvidarás. —Lanzó una mirada furibunda a Kelly y Mike, agazapados en las sombras movedizas de la tormenta —. ¡Marchaos! Los dos echaron a correr, y no los culpé. Ya he dicho que el señor

Indrasil… estaba loco. Y no era la suya una locura ordinaria… Era como un animal loco, como uno de sus propios felinos que se hubiera vuelto majareta. —De acuerdo —musitó, sus ojos como dos quinqués prendidos—. No hay ningún amuleto que te proteja ahora, ningún talismán. —Sus labios se contorsionaron en una sonrisa demencial, horrible—. Él no está aquí ahora, ¿verdad? Somos de la misma clase, él y yo. Quizá los dos únicos que quedamos. Mi dios de la venganza…, y yo soy el suyo. Desbarraba, y no traté de detenerle. Al menos no centraba su mente en mí.

—Volvió aquel felino contra mí, allá por el año cincuenta y ocho. ¡Siempre tuvo más poder que yo. El muy estúpido pudo ganar un millón…, los dos pudimos ganarlo, si no hubiera sido tan altanero y poderoso… ¿Qué ha sido eso? Era Terror Verde, que había empezado a rugir aterradoramente. —¿No has encerrado a ese maldito tigre? —gritó, casi con voz de falsete, y me sacudió como si fuera un muñeco de trapo. —¡No quiere moverse! —me oí replicar también a gritos—. Tiene usted que…

Pero él me dio un empujón. Tropecé con los escalones plegados bajo la puerta de su remolque y caí al suelo. Con algo entre un sollozo y una maldición, el señor Indrasil pasó por mi lado, el rostro lleno de ira y temor. Me levanté y fui tras él como hipnotizado. Alguna intuición dentro de mí me decía que estaba a punto de presenciar la representación del último acto. Fuera del refugio que proporcionaba el remolque del señor Indrasil, la fuerza del viento era tremenda. Rugía como un tren de carga a toda velocidad. Me sentía como una hormiga, una mota, una

molécula desprotegida ante aquella atronadora fuerza cósmica. Y el señor Legere estaba en pie junto a la jaula de Terror Verde. Era como una escena de Dante. El espacio casi vacío de jaulas dentro del círculo formado por los remolques; los dos hombres enfrentados y silenciosos, con las ropas y el cabello agitados por el viento aullador; la hirviente bóveda del cielo; los ondulantes trigales al fondo, como almas condenadas dobladas por el látigo de Lucifer. —Ha llegado la hora, Jason —dijo el señor Legere, con una voz cortante que el viento llevó al otro lado del

claro. El cabello frenéticamente agitado del señor Indrasil se alzó alrededor de la lívida cicatriz que le cruzaba la nuca. Apretó los puños, pero no dijo nada. Yo casi podía percibir que hacía acopio de su voluntad, de su fuerza vital, de su verdadero inconsciente, se rodeaba con todo aquello como una corona profana. Y entonces vi con horror que el señor Legere desenganchaba el pasadizo de Terror Verde… ¡y el fondo de la jaula estaba abierto! Grité, pero el viento ahogó mis palabras. El gran tigre saltó y pasó como una

flecha por el lado del señor Legere. El señor Indrasil se tambaleó, pero no echó a correr. Bajó la cabeza y miró fijamente al tigre. Y Terror Verde se detuvo. Volvió su enorme cabeza hacia el señor Legere, casi dio media vuelta y luego, lentamente, se enfrentó de nuevo al señor Indrasil. Había en el aire una sensación aterradoramente palpable de una fuerza dirigida, un revoltijo de voluntades en conflicto centradas alrededor del tigre. Y las voluntades eran parejas. Creo que al final fue la propia voluntad de Terror Verde —su odio al

señor Indrasil— lo que inclinó la balanza. El felino empezó a avanzar, sus ojos como ardientes faros infernales. Y algo extraño comenzó a sucederle al señor Indrasil. Parecía plegarse sobre sí mismo, encogerse como un acordeón. La camisa de seda se deformó, el cabello negro y ondulante se transformó en un asqueroso hongo alrededor de su cuello. El señor Legere gritó algo y, simultáneamente, Terror Verde saltó. No vi lo que siguió. Un instante después, una fuerza tremenda me derribó y caí al suelo de espaldas. Tuve la sensación de

que extraían todo el aire de mi cuerpo. Desde un ángulo absurdamente inclinado tuve un atisbo de una inmensa tromba ciclónica, y entonces descendió la oscuridad.

Cuando desperté me vi en mi camastro, detrás de los arcones para guardar el grano en el remolque que servía como almacén general. Me sentía como si me hubiera aporreado el cuerpo con mazas de gimnasia acolchadas. Apareció Chips Baily, con el rostro cejijunto y pálido. Vio que tenía los ojos abiertos y sonrió aliviado.

—No sabía si ibas a despertar alguna vez. ¿Cómo estás? —Dislocado —le dije—. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo llegué aquí? —Te encontramos al lado del remolque del señor Indrasil. El tornado casi se te llevó de recuerdo, muchacho. Al oír el nombre del señor Indrasil, Huyeron mis espantosos recuerdos. —¿Dónde está el señor Indrasil? ¿Y el señor Legere? Su mirada se volvió sombría y empezó a responder con evasivas. —Habla sin tapujos —le dije, irguiéndome penosamente sobre un codo —. Tengo que saberlo, Chips. Necesito

saberlo. Algo en mi rostro debió decidirle. —De acuerdo, pero esto no es exactamente lo que les dijimos a los policías… De hecho, apenas les contamos nada. Sería estúpido hacer creer que estamos locos. En cualquier caso, Indrasil se ha ido. Ni siquiera sabía que ese Legere estaba por aquí. —¿Y Terror Verde? La mirada de Chips volvió a oscurecerse. —Él y otro tigre lucharon a muerte. —¿Otro tigre? No hay otro… —Sí, pero encontraron a dos, tendidos en la sangre de ambos. Ha sido

un endiablado estropicio. Se desgarraron la garganta mutuamente. —¿Qué…, dónde…? —¿Quién sabe? Les dijimos a los policías que teníamos dos tigres. Así es más sencillo todo. Y antes de que pudiera decir otra palabra, Chips me dejó. Así termina mi relato…, aunque he de añadir un par de cosas. Recordé las palabras que gritó el señor Legere antes de que llegara el tornado: «¡Cuando un hombre y un animal viven en la misma concha, Indrasil, los instintos determinan el molde!». La otra cosa es lo que me mantiene

despierto por las noches. Más tarde Chips me lo dijo, sin darle mayor importancia. Lo que me dijo fue que el extraño tigre tenía una larga cicatriz en la nuca.

¡Pobrecito guerrero! BRIAN ALDISS

El británico Brian Aldiss es un novelista, editor, poeta y crítico cuya obra ha recibido múltiples elogios. Su papel en el campo de la ciencia ficción ha sido el de encontrar caminos; en sus primeros trabajos se encargó siempre de romper con las convenciones del

género, e intentó nuevas aproximaciones a ideas tradicionales de la ciencia ficción, poniendo el énfasis sobre las imágenes y el estilo antes que sobre el «equipamiento», y escribiendo con un celo imposible de igualar. Aunque «¡Pobrecito guerrero!» es básicamente una historia de ciencia ficción, su desenlace le hará temblar tanto que quizá se le caigan los zapatos. En este relato, Claude Ford viaja al pasado para dedicarse a una caza muy, muy mayor, sólo para descubrir que la cosa no es tan fácil como había pensado.

Claude Ford sabía exactamente lo que era cazar a un brontosaurio. Había que arrastrarse intrépidamente a través del barro, por entre las pequeñas flores prehistóricas que tenían los pétalos tan verdes y marrones como un campo de fútbol, abrirse paso por el fango, tan espeso como el utilizado en los baños de belleza. Luego se podía ver a la bestia, tendida entre los helechos, su cuerpo tan grácil y delicado como un calcetín lleno de arena. Allí estaba, dejando que la gravedad clavara su húmeda masa al pantano, meneando sus grandes hocicos parecidos a los de un conejo a unos treinta centímetros por

encima de la hierba en un barrido semicircular, buscando entre resoplidos y bostezos más helechos que comer, más tallos parecidos a salchichas. Era precioso; aquí el horror había llegado a sus límites, girando en redondo para desaparecer finalmente en su propio esfínter. Sus ojos relucían con toda la animación que puede tener el dedo gordo del pie de quien lleva muerto una semana, y su aliento de estiércol, y el vello que asomaba por sus toscos orificios auditivos, resultaban particularmente recomendables para quien hubiera podido sentirse inclinado a hablar con elogio de la obra de la

Madre Naturaleza. Pero, por lo que a ti respecta, pequeño mamífero con el pulgar oponible y un rifle de alto poder del calibre 0.65, autorrecargable, semiautomático, de dos cañones, provisto de computadora digital, inoxidable y con mira telescópica, deslizándote bajo esos helechos que llevan mucho tiempo extinguidos, lo que te atrae básicamente es la piel del lagarto del trueno. Emite un olor tan potente que hace estremecerse todo tu ser igual que la nota más grave de un piano. Hace que la epidermis del elefante parezca como un papel

higiénico arrugado. Es gris como los mares vikingos, tan gruesa como los cimientos de una catedral. ¿Qué posible contacto con el hueso calmará la fiebre de esa carne? Por encima de ella corretean —¡puedes verlos incluso desde aquí!— los pequeños piojos marrones que viven entre esos muros y desfiladeros grisáceos, alegres como fantasmas, crueles como cangrejos. Si uno de ellos saltara sobre ti, es muy probable que te rompiera la espalda. Y cuando uno de esos parásitos se detiene para arquear su pata sobre una vértebra de bronto, puedes ver que también él lleva a su vez una cosecha propia de

vividores, cada uno de ellos tan grande como una langosta, porque ahora estás cerca, oh, tan cerca que puedes oír el primitivo corazón del monstruo dando golpes, mientras el ventrículo mantiene su milagroso compás con la aurícula. El tiempo de escuchar al oráculo ha pasado; te encuentras más allá de las profecías, ahora vas directo a la muerte, la tuya o la suya; la superstición ya ha disfrutado bastante por hoy, a partir de ahora sólo le corresponde actuar a tu valor, a este conglomerado tembloroso de músculos enredado bajo el reluciente caparazón de la piel sudorosa, allí donde no se le puede encontrar, este

pequeño impulso sanguinario de matar al dragón, sí, él responderá a todas tus preguntas. Podrías disparar ahora. Espera hasta que esa cabeza parecida a una pequeña excavadora a vapor se detenga una vez más para engullir un quintal de tallos y arbustos, y con una detonación de inexpresable vulgaridad podrás mostrar a todo el indiferente mundo del Jurásico que ahora tiene ante sí al fin de la evolución, lo que ésta pretendía. Sabes por qué te detienes, incluso cuando finges no saberlo; el viejo gusano de la conciencia, tan largo como un bate de béisbol, tan longevo como una tortuga,

está funcionando de nuevo, deslizándose a través de cada sentido, más monstruoso que la serpiente. A través de las pasiones, diciendo: «¡Oh, inglés, aquí tienes una presa fácil!». A través de la inteligencia, murmurando: «Qué aburrimiento, el ave de presa que nunca come lo que caza, y que volverá a calmarse cuando la tarea haya terminado». A través de los nervios, burlándose: «Cuando deje de fluir la corriente de adrenalina, empezarán los vómitos». A través del maestro que hay detrás de la retina: «Muy plausiblemente, obligándote a comprender la belleza de lo que tienes

delante». No nos hagas oír esa palabra tan pobre y sobada, «belleza»; mamaíta santa, ¿qué es esto, un folleto de viajes, todavía no nos hemos librado de eso? «Y ahora, posadas en la espalda de esta titánica criatura, vemos a una esplendorosa docena —y, amigos, permítanme que haga hincapié en esa palabra, esplendorosa— de pájaros de variopinto plumaje, que entre todos ellos exhiben el colorido que podría esperarse encontrar en la bella y fabulosa playa de Copacabana. Estos pájaros son tan esplendorosos porque se alimentan de los despojos que caen

de la mesa del rico. ¡Atención, fíjense en eso, qué hermosa foto! Vean cómo se levanta la cola del bronto… Oh, precioso, ajá, como mínimo ahora están saliendo de su extremo un par de pajares enteros. Sí, amigos, toda una belleza, directamente del consumidor al consumidor. Ahora los pájaros están luchando por las sobras. Eh, chicos, hay suficiente para ir tirando y, de todos modos, ya estáis lo bastante gordos… Y ahora no nos queda por hacer nada sino volver de nuevo al viejo bistec de la parte trasera, y esperar la siguiente entrega. Bien, mientras el sol se hunde en el oeste del

Jurásico, decimos: “Adiós a esa dieta… ”». No, estás intentando encontrar pretextos, y si quieres hacerlo bien, eso es algo que requiere toda una vida. Pégale un tiro a la bestia y pon fin a tu agonía, sácala de ella. Haz de tripas corazón, coge tu arma, levántala hasta el hombro, y pega el ojo a la mira. Un increíble estruendo; te quedas medio sordo. Tembloroso, miras a tu alrededor. El monstruo sigue masticando, aliviado por haber soltado una ventosidad capaz de poner nervioso hasta al Viejo Marinero del poema. Irritado (¿o se trata de alguna

emoción más sutil?), sales ahora de los arbustos y te enfrentas a él, y esta situación tan expuesta es típica de los apuros y problemas en los que continuamente te arroja tu consideración hacia ti mismo y hacia los demás. ¿Consideración? ¿O, una vez más, es algo más sutil? ¿Por qué deberías sentirte confundido sólo por el hecho de proceder de una civilización confusa? Pero ése es un punto que se tratará después, si es que hay un después, dado que esos dos ojos tan grandes como dos apriscos para cerdos, que te contemplan con sus pupilas desde arriba, tienden a disputar entre ellos. ¡Que no sea sólo

por las fauces, oh, monstruo, sino también por los enormes cascos y, si te resulta conveniente, por que tu masa de montaña ruede sobre mí! Que la muerte sea una saga, astuta y beowúlfica. A medio kilómetro se oye a una docena de hipopótamos, que saltan animadamente en pantalones de gimnasia desde el barro ancestral y, un segundo después, una cola ondulante, tan larga como el domingo y tan gruesa como la noche del sábado, pasa por encima de tu cabeza. Te encoges lo más posible, debes hacerlo, pero de todas formas la bestia ha fallado porque su coordinación no es mejor de lo que sería la tuya si

tuvieras como torso al edificio Woolworth. Una vez hecho esto, parece sentir que el problema se ha resuelto por sí solo. Te olvida. Tu único deseo es que pudieras hacerlo tú también con idéntica facilidad; después de todo, ésa fue la razón de que hayas hecho el largo trayecto hasta aquí. Aléjese de todo, decía el folleto del viaje por el tiempo, lo que para ti quería decir alejarse de Claude Ford, un esposo tan fútil como su nombre, con una esposa terrible llamada Maude. Maude y Claude Ford. Dos personas incapaces de ajustarse a sí mismas, a la otra parte o al mundo en el que han nacido. Ésa era la mejor razón

existente en el mundo tal-y-como-estáhecho-ahora, la mejor razón posible para volver aquí y dispararle a los saurios gigantes…, si eres lo bastante idiota como para pensar que ciento cincuenta millones de años pueden suponer ni un solo gramo de diferencia para el confuso remolino de pensamientos que hay en el vórtice cerebral de un hombre. Intentas poner freno a todas esas estúpidas ideas, acabar con todas esas quejas, pero realmente nunca han dejado de existir desde los días de la colaboración necesaria para que crecieras; ¡Dios, si la adolescencia no

existiera, resultaría totalmente inútil inventarla! Sientes una ligera calma cuando miras de nuevo a la enorme masa de ese tiránico vegetariano, ante cuya presencia te has precipitado con un deseo tan complejo de vida y muerte, cargado con toda la emoción de que es capaz el orga(ni)smo humano. Esta vez el hombre del saco es real. Claude, como tú lo deseabas, y esta vez realmente debes plantarle cara antes de que se dé la vuelta y te mire de nuevo. Y por eso levantas el Viejo Igualador, esperando hasta que te resulte posible distinguir el punto vulnerable. Los pájaros de brillante plumaje

oscilan, y los piojos se dispersan igual que perros, y el pantano gime cuando el bronto se mueve, haciendo serpentear su pequeño cráneo bajo el agua, del mismo color que la bilis, en busca de algo más consistente que comer. Contemplas el espectáculo: jamás has estado tan nervioso en toda tu existencia de nerviosismo, y cuentas con que esta catarsis escurrirá la última y ácida gota del miedo de tu sistema para siempre. De acuerdo, te dices a ti mismo una y otra vez, igual que si hubieras enloquecido, tu educación del siglo XXII valorada en un millón de dólares no ha servido para nada, de acuerdo, de

acuerdo. Y cuando lo dices por enésima vez, la cabeza imposible emerge del agua, igual que un tren expreso que ha descarrilado, y mira en tu dirección. Masca en tu dirección. Porque cuando la mandíbula con sus grandes molares como postes de cemento se mueve arriba y abajo, ves el agua del pantano discurrir por encima de esos labios sin límite, esos abismos que nunca terminan, derramándose a tus pies con un chapoteo y mojando el suelo. Tallos y raíces, hojas y helechos, algas y hierbas, todo se hace intermitentemente visible en esas fauces que mastican y, luchando, perdidos o atrapados entre

ellas, pececillos, minúsculos crustáceos, ranas…, todo destinado a convertirse en un movimiento de las tripas después de haber sido el horrible movimiento de esas fauces repletas. Y mientras tiene lugar el glum-glump de ir tragando, por encima de las fauces los ojos resistentes al barro te vigilan de nuevo. Estas bestias viven hasta doscientos años, dice el folleto del viaje temporal, y es obvio que ésta en concreto ha intentado vivir hasta dicha edad, pues su mirada tiene siglos, está llena con década tras década de avanzar pesadamente por entre una estupidez de peso pesado, hasta que ha conseguido

hacerse sabia de tanto no serlo. Para ti es igual que mirar en una laguna inquietantemente cubierta de niebla; te produce una sacudida psíquica, y disparas los dos cañones del arma hacia tu propio reflejo. Bang-bang, y las balas explosivas parten, grandes como dos papayas. Sin la más mínima indecisión esas luces que tienen siglos de edad, tenues y sagradas, se extinguen. Los claustros han quedado cerrados hasta el Día del Juicio. Tu reflejo en ellos es desgarrado y cubierto de sangre para siempre. Por encima de esos cristales destrozados, membranas nictitantes resbalan

lentamente hacia arriba, igual que sábanas sucias cubriendo un cadáver. La mandíbula sigue masticando lentamente, tan despacio como la cabeza que se agacha. Lentamente, un chorro de fría sangre de reptil fluye igual que pasta de dientes por el arrugado flanco de una mejilla. Todo es lento, con la inquietante lentitud de una Era Secundaria que se parece al gotear del agua, y sabes que si hubieras estado a cargo de la Creación, habrías encontrado algún medio menos devastadoramente triste que el Tiempo para que sirviera a todo de escenario. ¡No importa! Acabad vuestras jarras, señores, Claude Ford ha matado

a una criatura inofensiva. ¡Larga vida a Claudio, el de las Garras Potentes! Observas sin aliento como la cabeza toca el suelo, y después viene la prolongada risa del cuello tocándolo también, las mandíbulas cerrándose finalmente. Miras y esperas que ocurra algo más, pero nunca pasa nada más. Nunca pasará nada más. Podrías quedarte aquí, mirando durante ciento cincuenta millones de años, lord Claude, y nunca más volvería a ocurrir nada en este lugar. Gradualmente, el poderoso despojo de tu bronto, amorosamente limpiado por los predadores, se iría hundiendo en el barro, llevado cada vez

más hondo por su propio peso; después las aguas subirían de nivel, y el viejo Mar Conquistador vendría con el aire tranquilo y despreocupado del tahúr que está repartiendo una mala mano de cartas a los chicos. La tierra y los sedimentos se irían filtrando hasta esa gran tumba, una lenta lluvia que tiene siglos enteros para ir cayendo. El lecho del viejo bronto podría subir y bajar de nuevo, quizá una media docena de veces, con la suficiente suavidad como para no molestarle, aunque las rocas sedimentarias ya estarían formando una gruesa capa a su alrededor. Finalmente, cuando estuviera recubierto por una

tumba más soberbia que ninguna de las que haya podido alardear jamás un rajá, los poderes de la Tierra le subirían sobre sus hombros hasta que, dormido aún, el bronto reposaría en el entrecejo de las Rocosas por encima de las aguas del Pacífico. Pero muy poco de eso tiene importancia para ti, Claude la Espada; cuando el pequeño gusano de la vida ha muerto en el cráneo de la criatura, el resto no es asunto tuyo. Ahora no sientes ninguna emoción. Lo único que notas es una leve decepción. Esperabas un dramático retorcerse en el suelo o unos buenos alaridos; por otra parte, te alegras de

que la cosa no haya parecido sufrir. Como todos los hombres crueles, eres sentimental; como todos los hombres sentimentales, remilgado. Colocas el arma bajo tu brazo, y caminas alrededor del dinosaurio para contemplar tu victoria. Merodeas bajo esas pezuñas desproporcionadas, contorneas el vientre, blanco acantilado séptico, yendo más allá de la reluciente y ohcuán-sugerente caverna de la cloaca, posando finalmente bajo la curva formada por la cola y el trasero. Ahora tu decepción es tan obvia y crujiente como una tarjeta de visita; el gigante no

es ni la mitad de grande de lo que tú habías imaginado. No es ni la mitad de grande, por ejemplo, como resulta serlo en tu mente la imagen de Maude y la tuya. ¡Pobrecito guerrero, la ciencia jamás inventará nada que pueda provocar la titánica muerte que deseas en las cavernas contraterrenas de tu temible y torpe ego de matador de gigantes! Ahora, nada te resta sino volver con el cuerpo encogido a tu tiempo-móvil, el vientre repleto de anticlímax. Mira, los brillantes pájaros consumidores de excrementos ya se ha dado cuenta de cuál es la situación; uno a uno agitan sus

alas y vuelan desconsoladamente a través del pantano, dirigiéndose hacia otros anfitriones. Saben cuando algo va mal, y no esperan a que los buitres les expulsen; abandonad toda esperanza, vosotros que entráis aquí. Tú también te das la vuelta. Te das la vuelta, pero te detienes. No te resta nada sino volver, no, pero el año del Señor 2181 no es sólo la fecha del hogar; es Maude. Es Claude. Es todo el infinito, horrible y desesperado asunto de intentar adaptarse a un ambiente demasiado complejo, de intentar convertirte en un engranaje. Huyes de él a las Grandes Simplicidades del

Jurásico, para citar de nuevo al folleto, y eso ha sido sólo una escapada parcial, ahora terminada. Por ello te detienes un instante, y mientras lo haces algo aterriza en tu espalda, haciéndote caer y hundiendo tu rostro en el sabroso fango. Luchas y gritas mientras garras de langosta muerden tu cuello. Intentas coger el rifle, pero no puedes; así que giras sobre ti mismo en tu agonía, y un segundo después la criatura que parece un cangrejo descarga su avaricia en tu pecho. Golpeas su concha, pero la criatura se ríe y te arranca los dedos a mordiscos. Has olvidado algo cuando

mataste al bronto, y ese algo es que los parásitos lo abandonarían, y que para una pequeña gamba como tú resultarían mucho más peligrosos que su anfitrión. Haces cuanto puedes, pataleando durante por lo menos tres minutos. Para aquel entonces ya tienes encima a todo un grupo de criaturas. Ya están dejando amorosamente limpia tu osamenta. Te gustará estar en lo alto de las Rocosas; no sentirás absolutamente nada.

Nina ROBERT BLOCH

Aunque ha estado escribiendo desde 1934, el nombre de Robert Bloch conjura instantáneamente las imágenes de esa obra maestra moderna del terror, Psicosis (1959), a partir de la cual hizo Alfred Hitchcock su clásico del cine. Bloch es un escritor ingenioso y lleno de recursos, al que le resulta fácil manipular las terminaciones

nerviosas de sus lectores para llevarles hasta extremos muy altos de terror. Los relatos de terror suelen utilizar el artilugio de presentarnos a cosas o personas que no son realmente lo que parecen ser. En «Nina», Robert Bloch toma esta idea, la trasplanta a la cálida jungla de Sudamérica, y se dedica a darnos un susto de muerte con lo que no es como parece.

Después de hacer el amor Nolan necesitó un trago. Buscó a tientas la botella que había junto a la cama, agarrándola con una mano sudorosa. Todo su cuerpo estaba húmedo y pegajoso a causa del calor, y cuando desenroscó el tapón le temblaban los dedos. Por un instante, Nolan se preguntó si estaría a punto de sufrir otro ataque de fiebre. Luego, cuando el áspero calor del sol le coció el estómago, comprendió la verdad. Era Nina quien le había hecho esto. Nolan se dio la vuelta y contempló a la chica que estaba tendida junto a él. Ella estaba mirando las sombras, los

ojos convertidos en dos rendijas que no parpadeaban ni una sola vez por encima de sus pómulos afilados, su delgado cuerpo moreno relajado e inmóvil. Resultaba difícil creer que hacía sólo unos instantes este mismo cuerpo había sido un anillo que se retorcía y se agitaba presa de un apetito insaciable, enroscándose en Nolan y sumergiéndole hasta que él se quedó vacío y agotado. Le alargó la botella. —¿Quieres un trago? Ella meneó la cabeza, los ojos velados e inexpresivos, y entonces Nolan recordó que Nina no hablaba su idioma. Alzó la botella y bebió de

nuevo, maldiciéndose por su error. Ahora se daba cuenta de que fue un error, pero Darlene nunca lo comprendería. Sentada en su apartamento de Trenton, segura y cómoda, ni siquiera podía empezar a entender lo que él había pasado por ella… por ella y el pequeño Robbie. Robert Emmett Nolan II, ahora nueve semanas de edad, su hijo al que nunca había visto. Por eso había aceptado el trabajo, firmando para la compañía durante un año. La paga era buena, lo suficiente como para que Darlene estuviera bien instalada, y para mantenerles a los dos después de que

Nolan volviera. Era imposible que Darlene le acompañara, una vez nacido el niño, y por eso el vino solo, pensando que no habría problemas. Coser y cantar. ¿Coser y cantar? No, qué gracia, si acaso coser y sudar. Todo lo que había hecho desde su llegada aquí era sudar. Patrullar la plantación nada más salía el sol, pasarse todo el día cargando los botes que iban río abajo, quemarse las pestañas encima de los papeles, mientras la noche rodeaba la cabaña para aprisionarle tras una muralla de oscuridad y jungla. Y por la noche llegaban los ruidos…, el zumbido de las hordas de insectos, el trompeteo de los

caimanes, el resoplido ahogado del pecarí, el incesante parloteo de los monos mezclado con el graznido de un millón de pájaros estúpidos. Por eso había empezado a beber. Primero el buen bourbon que había en las reservas de la compañía, luego la mediocre ginebra que se podía encontrar por allí, y ahora el ron barato. Al dejar en el suelo la botella vacía, Nolan oyó el ruido que más temía de todos: el interminable eco de los tambores procedente de las cabañas que se acurrucaban más abajo, junto a la orilla del río. Esos malditos desgraciados andaban de nuevo

haciendo de las suyas… No era nada extraño que tuviera que estarles encima cada día para cumplir la cuota de la compañía. Lo que sí resultaba extraño era que pudieran hacer algo después de pasarse cada noche gimiendo ante esos condenados tambores. Por supuesto, el que se encargaba realmente de estarles encima era Moisés; Nolan ni siquiera podía darles una bronca como Dios manda, porque eran demasiado condenadamente estúpidos como para entenderle. Como Nina, aquí presente. Una vez más, Nolan miró a la chica que yacía hecha un ovillo junto a él en la

cama, silenciosa y saciada. No sudaba; su piel era curiosamente fresca al tacto, y en sus ojos había un misterio. Nolan había sentido ese misterio por primera vez hacía tres días, cuando ella le miró desde el otro extremo de la aldea. Al principio pensó que era alguien de la compañía…, una esposa, una hija, la hermana de algún empleado. Esa tarde, cuando volvió a la cabaña, la descubrió mirándole otra vez desde el borde del claro, por lo que preguntó a Moisés quién era, y Moisés no lo sabía. Al parecer, había llegado hacía sólo un día o dos, remando en un tosco catamarán río abajo desde algún punto

de la jungla más densa, que se extendía un millar y medio de kilómetros a su alrededor. No sabía hablar su lengua y, según Moisés, tampoco hablaba el castellano o el portugués. Aunque no lo habían sabido por sus intentos de comunicarse, que fueron nulos. Se mantenía apartada de todos, durmiendo en el catamarán atracado en la otra orilla del río, y ni siquiera se aventuraba de día en el almacén de la compañía para comprar comida. —India —dijo Moisés, pronunciando la palabra con todo el desprecio de alguien por cuyas venas corría un diez por ciento de la orgullosa

sangre de los conquistadores, mezclada con otras muchas—. ¿Quiénes somos nosotros para entender las costumbres de los salvajes? Y se encogió de hombros. Nolan también se encogió de hombros, y se olvidó de ella. Pero esa noche, cuando se tendió en su lecho, escuchando el redoblar de los tambores, pensó de nuevo en ella, y sintió que algo se removía en su carne. Y entonces ella vino a él, casi como si ese removerse hubiera sido una invocación silenciosa, igual que una sombra marrón que emerge deslizándose de la noche. Entró sin hacer ruido, se

quitó velozmente su única pieza de vestido mientras cruzaba la habitación, y luego se quedó de pie ante la cama, mirándole. Y después, cuando ella cayó sobre la desnudez de Nolan y le rodeó los muslos, lo que se removía en su carne empezó a latir fuertemente, y el redoble de su cabeza ahogó al de los tambores. Por la mañana se había ido, pero a la noche siguiente volvió. Entonces fue cuando la llamó Nina: no era su nombre, pero necesitaba identificar de alguna forma a esta desconocida de boca ancha y lengua rosada, que se precipitaba sobre él para saciar sus anhelos y los de

Nolan una y otra vez, mientras su respiración sibilante jadeaba en sus oídos. Una vez más se desvaneció mientras él dormía, y Nolan no la había visto en todo el día. Pero a veces había sido consciente de que ella le observaba en secreto, y sobre él sentía caer algo frío como una sombra que no se percibe, y supo que esa noche volvería de nuevo. Y ahora, con los tambores sonando a lo lejos. Nina dormía. Sin hacer caso al estruendo, sin preocuparse por la presencia de Nolan, sus ojos cerrados, yaciendo en la somnolencia del animal repleto.

Nolan se estremeció. Eso era ella: un animal. En reposo, el esbelto cuerpo moreno se alargaba grotescamente, la boca ancha acentuaba la fealdad de su rostro. ¿Cómo podía haberse acoplado con esta criatura? Nolan se dio la vuelta, el rostro retorcido en una mueca de repugnancia. Bueno, no importaba…, ahora había terminado, de una vez por todas. Hoy había llegado el mensaje de Belem: Darlene y Robbie estaban en el barco, dispuestos para el viaje a Manaos. Mañana por la mañana, partiría río abajo para recibirlos y escoltarlos hasta aquí. Le había preocupado un poco el

que vinieran; tendrían que enfrentarse a tres meses en este agujero infernal antes de que su año terminara, pero Darlene había insistido. Y tenía razón. Ahora Nolan lo sabía. Al menos estarían juntos, y eso le ayudaría a soportarlo todo. Ya no le haría falta la botella, y no necesitaría a Nina. Nolan se tendió en el lecho y esperó a que viniera el sueño, el sueño que eliminaría el sonido de los tambores y la visión de esa silueta de sombras que había junto a él. Unas cuantas horas hasta mañana, sólo eso, se dijo. Y, por la mañana, la pesadilla habría terminado.

El viaje hasta Manaos fue toda una ordalía, pero acabó en los brazos de Darlene. Estaba más rubia y más hermosa de lo que él recordaba, más tierna y amorosa de lo que él la había visto nunca, y en ese encuentro Nolan halló la satisfacción de todos sus anhelos. Por supuesto no hubo el hambre ávida de las caricias de Nina, enroscándose sobre él, nada del ciego agitarse que llevaba finalmente al frenesí. Pero no importaba; ahora los dos estaban juntos por fin. Los dos, y Robbie. Robbie era una revelación. Nolan no había previsto la

intensidad de su reacción. Pero ahora, después del largo viaje de vuelta en el lanchón que no paraba de resoplar, se encontraba junto a la cuna que habían colocado en el otro dormitorio, y contemplaba a su hijo con una incontenible oleada de orgullo. —¿No es adorable? —dijo Darlene —. Es tu vivo retrato. —Prejuicios tuyos. Nolan sonrió, pero se sentía halagado. Y cuando la minúscula estrella de mar rosada que Robbie tenía por mano se alzó para encontrarse con sus dedos, sintió un cosquilleo ante ese contacto.

Y entonces Darlene dio un respingo. Nolan alzó rápidamente los ojos. —¿Qué pasa? —preguntó. —Nada. —Darlene estaba mirando algo que se encontraba más allá de él—. Creí ver a alguien en la ventana, fuera. Nolan siguió su mirada. —Ahí fuera no hay nadie. —Fue hacia la ventana y contempló el claro que se extendía más allá—. Ni un alma. Darlene se pasó la mano por delante de los ojos. —Supongo que es cansancio, nada más —dijo—. El largo viaje… Nolan la rodeó con su brazo. —¿Por qué no te acuestas? Mamá

Dolores puede cuidar de Robbie. Darlene vaciló. —¿Estás seguro de que sabe lo que debe hacer? —¡Mira quién habla! —Nolan se rió —. No la llaman Mamá por nada…, ha tenido diez criaturas. Ahora está en la cocina, preparando la papilla de Robbie. Iré a buscarla. Darlene acabó marchándose al dormitorio para echar una siesta, y Mamá Dolores se encargó de Robbie mientras Nolan hacía su ronda por los campos. El calor era asfixiante, peor que ningún otro día de los que recordaba.

Incluso Moisés jadeaba buscando aire mientras conducía el jeep por la carretera cubierta de baches, los ojos clavados en el aire que temblaba a causa del calor. Nolan se limpió la frente. Quizá se había precipitado trayendo aquí a Darlene y al bebé. Pero un hombre tenía el derecho de ver a su hijo, y dentro de unos meses se encontrarían libres para siempre de esta sauna miserable. No tenía sentido preocuparse; todo iría bien. Pero cuando volvió a la cabaña por la noche, Mamá Dolores le acogió en la puerta con el rostro inquieto.

—¿Qué pasa? —preguntó Nolan—. ¿Le ocurre algo a Robbie? Mamá meneó la cabeza. —Duerme como un ángel — murmuró—. Pero la señora… Darlene estaba tendida en la cama, temblando, los ojos cerrados. Su cabeza se agitaba incesantemente sobre la almohada, y no paró de hacerlo ni siquiera cuando Nolan le puso la palma de la mano en la frente. —Fiebre. Nolan hizo una seña a Mamá Dolores, y la anciana se encargó de mantener quieta a Darlene mientras Nolan hacía pasar el termómetro por

entre sus labios. La columna roja fue subiendo hacia arriba, centímetro a centímetro. —Cuarenta grados. —Nolan se apartó del lecho—. Ve a por Moisés. Dile que quiero tener preparado el lanchón, pronto. Tendremos que llevarla al médico de Manaos. Los ojos de Darlene se abrieron repentinamente; le había oído. —¡No, no puedes! El bebé… —No se ponga nerviosa. Yo cuidaré del pequeño —dijo Mamá, intentando calmarla—. Ahora tiene que descansar. —No, por favor… La voz de Darlene acabó

convirtiéndose en un balbuceo incoherente, y se dejó caer nuevamente en el lecho. Nolan mantuvo la mano sobre su frente; el calor se parecía al de un horno. —Cálmate, querida. Todo va bien. Iré contigo. Y fue. Si el primer viaje había sido una ordalía, éste resultó agónico: una frenética carrera a través de la noche asfixiante por un río cubierto de vapor, con Moisés sudando sobre el timón mientras Nolan abrazaba los temblorosos hombros de Darlene, tendida en un catre de paja situado en la

popa del lanchón, que vibraba incesantemente. Llegaron a Manaos con el amanecer, y sacaron de su sueño al doctor Robales, en su casa cerca de la plaza. Luego vino el examen, llevarla al hospital, las pruebas y el veredicto. El doctor Robales dijo que la cosa era sencilla, y que no hacía falta alarmarse. Con el tratamiento adecuado y reposo se recuperaría. Una semana aquí, en el hospital… —¿Una semana? —dijo Nolan, levantando la voz—. Tengo que regresar para la carga. ¡No puedo quedarme aquí tanto tiempo!

—No es necesario que usted se quede, señor. La atenderé personalmente, se lo aseguro. No era un gran consuelo, pero Nolan no tenía dónde elegir. Y estaba demasiado cansado para protestar, demasiado cansado para preocuparse. Cuando estuvo a bordo del lanchón, de regreso, se tendió en el catre de paja para dormirse en un sueño parecido a la mismísima muerte. Nolan despertó al oír tambores. Se irguió de un salto y lanzó un grito ahogado; entonces se dio cuenta de que había llegado la noche y estaban anclados una vez más junto al muelle.

Moisés le dirigió una cansada sonrisa de triunfo. —Estuvimos a punto de no conseguirlo —dijo—. El motor está mal. No importa, es bueno estar de nuevo en casa. Nolan asintió, flexionando sus envarados miembros. Bajó al muelle, y se apresuró por el sendero que llevaba al claro. La oscuridad retumbaba. ¿Casa? ¿Este rincón del infierno, donde resonaban los tambores y las sombras saltaban y hacían piruetas ante las hogueras parpadeantes? Todas las sombras, menos una. Porque cuando Nolan avanzó, otra

sombra surgió de la oscuridad más profunda que había junto a la cabaña. Era Nina. Nolan parpadeó al reconocerla, inmóvil ante él, mirándole. No había forma alguna de confundir la emoción apremiante que había en su rostro, pero no tenía tiempo para malgastar en palabras. Haciéndola a un lado, fue presuroso hacia el umbral, y Nina volvió a derretirse en la noche. Mamá Dolores le estaba esperando dentro, moviendo la cabeza en un gesto de bienvenida. —Robbie…, ¿está bien? —Sí, señor. Le he cuidado

perfectamente. Por favor, duermo en su habitación. —Bien. —Nolan dio la vuelta, se dirigió hacia el pasillo y se detuvo, vacilante, al ver que Mamá Dolores fruncía el entrecejo—. ¿Qué pasa? — preguntó. La anciana dudó un instante. —¿No se ofenderá si hablo? —Por supuesto que no. La voz de Mamá bajó de volumen hasta convertirse en un murmullo. —Tiene que ver con la de afuera. —¿Nina? —Ése no es su nombre, pero no importa. —Mamá meneó la cabeza—.

Ha esperado aquí durante dos días. Ahora la he visto con usted al volver. Y la he visto con usted antes… —¡Eso no es asunto suyo! —Nolan enrojeció—. Además, ahora todo eso ha terminado. —¿Cree eso ella? —Mamá le miraba con expresión grave—. Debe decirle que se marche. —Lo he intentado. Pero la chica viene de las montañas; no habla mi lengua… —Lo sé. —Mamá asintió—. Es del pueblo serpiente. Nolan la miró fijamente. —¿Adoran serpientes allí arriba?

—No, no es adorar. —Entonces, ¿qué quiere decir? —Esa gente… son serpientes. Nolan torció el gesto. —¿Qué está diciendo? —La verdad, señor. Ésa a la que usted llama Nina…, esa chica… no es una chica. Es de la vieja raza de los altos picos, donde moran las grandes serpientes. Sus trabajadores sólo conocen la jungla, ni siquiera Moisés lo sabe, pero yo vengo del gran valle que hay bajo las montañas, y de niña aprendí a temer a los que acechan arriba. Nunca vamos allí, pero de vez en cuando el pueblo serpiente viene a nosotros. En

primavera, cuando se despiertan, mudan sus pieles, y durante un tiempo quedan limpios y nuevos antes de que las escamas vuelvan a crecer. Entonces vienen para aparearse con los hombres. Siguió hablando de forma parecida, murmurando cosas sobre criaturas mitad serpiente y mitad ser humano, con cuerpos fríos al tacto, miembros que podían retorcerse y contorsionarse, igual que si no tuvieran huesos, para dejar sin aliento a un hombre y aplastarle igual que los anillos de una gigantesca boa constrictor. Habló de lenguas bífidas, de voces que brotaban en un silbido, de bocas que se abrían de forma

inconcebible gracias a mandíbulas móviles. Y podría haber seguido hablando, pero en ese instante Nolan la hizo callar; le latía la cabeza a causa del agotamiento. —Es suficiente —dijo—. Le agradezco su preocupación. —Pero no me cree. —No he dicho eso. —Aun estando tan agotado, Nolan seguía recordando la regla básica: nunca contradigas a esta gente ni te burles de sus supersticiones. Y ahora no podía permitirse el lujo de que Mamá se enfadara con él y se fuera —. Tomaré precauciones —le dijo con voz grave—. Ahora mismo tengo que

descansar. Y quiero ver a Robbie. Mamá Dolores se llevó la mano a la boca. —Se me olvidó… el pequeño, está solo… Se dio la vuelta y se alejó apresuradamente por el pasillo, con Nolan detrás. Los dos entraron en la habitación del pequeño casi al mismo tiempo. —¡Ah! —Mamá dejó escapar un suspiro de alivio—. El pobrecito duerme. Robbie estaba tendido en su cuna, un haz de claridad lunar que entraba por la ventana bañando su diminuto rostro. De

su boca, parecida a un botón de rosa, brotaba un suave ronquido. Nolan sonrió al oírlo, y luego le hizo un gesto de cabeza a Mamá. —Voy a descansar un poco. Cuide bien de él. —No le dejaré solo. —Mamá se instaló en una mecedora al lado de la cuna. Cuando Nolan se daba la vuelta para irse, Mamá le habló en voz baja y suave—: Recuerde lo que le he dicho, señor. Si vuelve… Nolan fue por el pasillo hasta su dormitorio, situado al otro extremo de la cabaña. No había confiado lo bastante en su autodominio como para

responderle. Después de todo, las intenciones de Mamá eran buenas; lo único que ocurría era que Nolan se sentía condenadamente cansado como para aguantar más tonterías de la vieja. Algo se agitó en su dormitorio, produciendo un suave ruido de roce. Nolan se quedó quieto, el cuerpo encogido, y una silueta de sombras surgió del rincón oscuro que había junto a la ventana abierta. Nina estaba ante él, totalmente desnuda. Desnuda, sus brazos abriéndose en una invitación. Nolan retrocedió un paso. —No —dijo.

Ella avanzó, sonriendo. —Vete…, sal de aquí. Le hizo un gesto para que retrocediera. La sonrisa de Nina se desvaneció, y de su garganta brotó un leve ruido, un pequeño jadeo de súplica. Sus manos se extendieron hacia él… —¡Maldita sea, déjame en paz! Nolan le golpeó la mejilla. No fue más que una bofetada, y no podía haberle hecho mucho daño. Pero, de repente, el rostro de Nina se retorció en una mueca y se lanzó sobre él, sus dedos abiertos en un abanico buscando sus ojos. Esta vez la golpeó con fuerza…, lo bastante fuerte como para hacer que

retrocediera, tambaleándose. —¡Fuera! —dijo. La empujó hacia la ventana abierta, alzando su mano amenazadoramente mientras ella gruñía y lanzaba bufidos de rabia; luego cogió su vestido y trepó por el alféizar hasta perderse en la oscuridad exterior. Nolan se quedó junto a la ventana, viendo cómo Nina cruzaba el claro. Por un instante se volvió hacia él bajo la claridad lunar y le miró…, sólo un instante, pero fue suficiente para que Nolan viera la lívida furia que ardía en sus ojos. Y un instante después ya no estaba

allí, se había deslizado en la noche, donde los tambores latían en la oscuridad lejana. Se había ido, pero el odio seguía allí. Nolan sintió su fuerza al tenderse en la cama. Tendría que haberse desnudado, pero estaba demasiado cansado. La pulsación de su cabeza había empeorado, y ahora seguía el ritmo de los tambores. Y también el odio estaba dentro de su cabeza. ¡Dios, ese rostro horrible! Como aquella criatura mitológica…, ¿cómo se llamaba? La Medusa. Una mirada suya convertía a los hombres en piedras. Los mechones de su cabello eran serpientes, y estaban

vivos. Pero eso era una leyenda, como los relatos de Mamá Dolores sobre el pueblo serpiente. Qué extraño…, ¿acaso todas las razas creían en tales criaturas? ¿Podía existir algún grotesco y distorsionado elemento de verdad tras esas historias de viejas comadres? No quería pensar en ello ahora; no quería pensar en nada. Ni en Nina ni en Darlene, ni siquiera en Robbie. Darlene se pondría bien, a Robbie no le pasaba nada, y Nina se había ido. Le habían dejado solo, solo aquí con los tambores. Ese maldito redoblar… Tenía que parar, tenía que parar para que él pudiera

dormir… El silencio le despertó. Se irguió en el lecho, sobresaltado, dándose cuenta de que tenía que haber dormido durante horas, porque las sombras del exterior ahora estaban moteadas con el rosado grisáceo del alba. Nolan se puso en pie, estirándose, y salió al vestíbulo. Aquí las sombras eran todavía más oscuras, y no se oía ni un solo ruido. Fue por el pasillo hacia el otro dormitorio. La puerta estaba a medio abrir, y Nolan cruzó el umbral. —Mamá Dolores… —dijo en voz baja.

La lengua de Nolan se quedó paralizada, pegada a su paladar. Incluso el tiempo se quedó quieto, mientras Nolan contemplaba el objeto destrozado que yacía en un bulto informe junto a la mecedora, sus ojos que ya no veían nada sobresaliendo del rostro, hinchado y purpúreo. Ya no servía de nada pronunciar su nombre; nunca lo oiría. Y Robbie… Nolan se dio la vuelta en el silencio helado, sus ojos buscando por entre las sombras que había al otro extremo de la habitación. La cuna estaba vacía. Entonces volvió a encontrar su voz,

y gritó, y gritó de nuevo al ver la ventana abierta y el vacío gris del claro que había más allá. Y un instante después se encontró ante la ventana, trepando por el alféizar y dejándose caer sobre los espesos matorrales que había debajo. Corrió a través del claro, por entre los árboles, y cruzó a la carrera el espacio abierto que había ante la orilla del río. Moisés se encontraba en el lanchón, trabajando con el motor. Cuando Nolan corrió hacia él, gritando, alzó la vista. —¿Qué estás haciendo aquí? —Tenemos el problema del motor. Hace falta ocuparse de él. Vine

temprano, antes de que el calor del día… —¿La has visto? —¿A quién, señor? —La chica… Nina… —Ah, sí. La india. —Moisés asintió con la cabeza—. Se ha ido en su catamarán, río arriba. Dos, puede que hace tres horas, justo cuando yo llegaba. —¿Por qué no se lo impediste? —¿Y por qué razón? Nolan señaló frenéticamente hacia el lanchón. —Pon en marcha ese motor…, vamos a seguirla. Moisés frunció el entrecejo.

—Ya le he dicho que falta hacer las reparaciones. Quizá esta tarde… —¡Entonces nunca la cogeremos! — Nolan agarró a Moisés por el hombro—. ¿No lo entiendes? ¡Se ha llevado a Robbie! —Cálmese, señor. Yo mismo la vi subir al bote con mis propios ojos, y estaba sola, lo juro. El pequeño no está con ella. Nolan pensó en el odio que había visto brillar en los ojos de Nina, y se estremeció. —Entonces, ¿qué ha hecho con él? Moisés meneó la cabeza. —Eso no lo sé. Pero estoy seguro de

que no le hace falta ninguna otra criatura. —¿De qué estás hablando? —Me fijé en su estado cuando fue andando hacia el bote. —Moisés se encogió de hombros, pero Nolan ya sabía lo que iba a decirle incluso antes de oír las palabras—. ¿Por qué me mira de esa forma, señor? ¿Acaso no es natural que a una mujer se le hinche el vientre cuando lleva dentro a un bebé?

El vestido de seda blanca RICHARD MATHESON

En los primeros años del F&SF, los editores Anthony Boucher y J. Francis McComas aceptaron un relato, «Born of man and woman» (1950), de un tal Richard Matheson. «Cuando leímos el manuscrito —escribieron—, supusimos que se trataba de algún profesional

bien establecido, que se permitía el lujo de hacer un ejercicio literario fuera de los senderos habituales bajo seudónimo. Aceptamos rápidamente ese relato, y pedimos un poco de información personal al señor Matheson…, ¡descubriendo para nuestro feliz asombro que ése era el primer relato que había vendido jamás!». Desde entonces, Richard Matheson ha seguido su carrera hasta convertirse en lo que los profesionales señores McComas y Boucher supusieron que era en 1950, escribiendo numerosos relatos y novelas, y trabajando ampliamente en

el cine y la televisión, muy recientemente con Steven Spielberg. «El vestido de seda blanca», publicado por primera vez en F&SF en octubre de 1951, es muy representativo de su estilo. Es la historia terrorífica, conmovedora y soberbiamente escrita de una simple… niña.

Aquí no hay ningún ruido, y dentro de mí tampoco. La abuela me ha encerrado en mi habitación y no me deja salir. Porque ha pasado, dice ella. Supongo que he sido mala. Sólo era el vestido. El vestido de mamá, quiero decir. Se ha ido para siempre. Abuela dice que tu mamá está en el cielo. No sé cómo es posible. ¿Puede ir al cielo si está muerta? Ahora oigo a la abuela. Está en la habitación de mamá. Está poniendo el vestido de mamá en la caja. ¿Por qué hace siempre eso? Y, además, la cierra con llave. Ojalá no lo hiciera. Es un bonito vestido y huele muy bien. Y es

cálido. Me encanta tocarlo con mi mejilla. Pero nunca podré hacerlo de nuevo. Supongo que por eso la abuela está enfadada conmigo. Pero no lo sé con seguridad. El día fue igual a todos los días. Mary Jane vino a mi casa. Vive al otro lado de la calle. Viene cada día a mi casa y jugamos. Hoy vino. Tengo siete muñecas y un camión de bomberos. Hoy, la abuela ha dicho: «jugad con vuestras muñecas». Y eso hicimos. «No entres en la habitación de tu mamá» ha dicho. Siempre dice eso. Lo único que quiere decir es que no debo enredar las cosas, creo. Porque lo

dice todo el tiempo. «No entres en la habitación de tu mamá». Así. Pero la habitación de mamá es muy bonita. Cuando llueve voy allí. O cuando la abuela está echando la siesta. No hago ruido. Lo único que hago es sentarme en la cama y tocar la colcha blanca. Como cuando aún no había crecido. La habitación tiene un olor dulce. Juego a que mamá se está vistiendo y me deja entrar. Huelo su vestido de seda blanca. Su vestido para salir de noche. Eso dijo una vez, no recuerdo cuándo. Si escucho con atención lo oigo moverse. Juego a verla sentada ante su

tocador. Como si se estuviera perfumando o algo así, quiero decir. Y veo sus ojos oscuros. Puedo recordar. Si llueve y veo ojos en la ventana resulta muy bonito. La lluvia suena igual que un gran gigante fuera de la casa. Dice: «callad, callad», para que todo el mundo se quede en silencio. Me gusta jugar a eso en la habitación de mamá. Y lo que más me gusta, bueno, casi es sentarme en el tocador de mamá. Es rosa y muy grande, y también huele bien. La silla que hay delante tiene cosido un almohadón. Hay botellas y botellas con curvas y bultos y dentro tiene perfumes de colores. Y casi te puedes ver de

cuerpo entero en el espejo. Cuando me siento allí juego a que soy mamá. Digo: «no hagas ruido mamá voy a salir y no puedes impedírmelo». Es algo que digo no sé por qué, y es como si lo oyera dentro de mí. Y: «oh deja de llorar madre no me cogerán tengo mi vestido mágico». Cuando juego a eso me cepillo el pelo. Pero sólo utilizo mi cepillo, el de mi habitación. Nunca he usado el cepillo de mamá. No creo que la abuela se haya enfadado conmigo por eso, porque nunca uso el cepillo de mamá. Jamás lo haría. A veces he abierto la caja. Porque sé dónde pone la llave. Una vez vi a mi

abuela cuando ella no lo sabía. Pone la llave en el gancho que hay en el armario de mamá. Detrás de la puerta, quiero decir. He podido abrir la caja montones de veces. Eso es porque me gusta mirar el vestido de mamá. Lo que más me gusta es mirarlo. Es tan bonito y tan suave al tacto, como sedoso. Lo podría estar tocando un millón de años. Me arrodillo en la alfombra que tiene rosas. Sostengo el vestido en mis brazos, y es como si lo respirara. Lo pongo contra mi mejilla. Ojalá pudiera llevármelo a la cama, y dormir con él, y abrazarlo. Me gusta hacer eso. Ahora no

puedo. Por lo que dice la abuela. Y dice: «debería quemarlo pero la quería tanto». Y llora por el vestido. Nunca hice travesuras con él. Lo vuelvo a guardar, y lo dejo igual que si nunca lo hubiera tocado. La abuela nunca lo ha sabido. Me he reído porque nunca lo ha sabido. Pero supongo que ahora lo sabe. Y me castigará. ¿Qué le ha dolido tanto? ¿Acaso no era el vestido de mamá? Lo que realmente me gusta más en la habitación de mamá es mirar la foto de mamá. Tiene una cosa de oro alrededor. Marco, eso dice la abuela. Está en la pared, encima de la cómoda.

Mamá es bonita. «Tu mamá era bonita» dice la abuela. ¿Por qué dice eso? Veo a mamá allí, sonriéndome, y es bonita. Para siempre. Su cabello es negro. Como el mío. Sus ojos son bonitos, y también son negros. Su boca es roja, tan roja. Me gusta el vestido, el vestido blanco. Le deja los hombros descubiertos. Su piel es blanca, casi tan blanca como el vestido. Y sus manos también lo son. Es tan bonita. La quiero aunque se haya ido para siempre, la quiero tanto. Supongo que me he portado mal por eso. Con Mary Jane, quiero decir. Mary Jane vino después de almorzar

como hace siempre. La abuela se fue a echar la siesta. Dijo: «olvídate de entrar ahora en la habitación de tu mamá». Le dije: «sí abuela». Y estaba diciendo la verdad, pero después Mary Jane y yo estábamos jugando con el camión de bomberos. Mary Jane dijo: «apuesto a que no tienes madre apuesto a que lo has inventado todo», eso es lo que dijo. Me enfadé mucho con ella. «Tengo una mamá lo sé». Me hizo enfadar cuando dijo que lo había inventado todo. Dijo que mentía. Me refiero a la cama, y el tocador, y la foto, e incluso el vestido. Dije: «bueno pues ya te voy a enseñar lista».

Miré en la habitación de la abuela. Seguía durmiendo. Bajé y le dije a Mary Jane que viniera, porque la abuela no se iba a enterar. Después de eso, ya no se hizo la lista como antes. Se rió como se ríe siempre. Incluso hizo un ruidito de susto cuando golpeó la mesa en el vestíbulo de arriba. Le dije que era tan asustadiza como una gata. Ella me contestó: «bueno mi casa no es tan oscura como ésta». Como si estuviera demasiado oscura. Entramos en la habitación de mamá. Estaba tan oscuro que no se podía ver. Por eso descorrí las cortinas. Sólo un poco para que Mary Jane pudiera ver.

Dije: «ésta es la habitación de mi mamá supongo que no me la he inventado». Ella estaba junto a la puerta, y entonces tampoco se hizo la lista ni nada. No dijo ni palabra. Estaba mirando la habitación. Cuando la cogí del brazo dio un salto. «Bueno sigamos» le dije. Me senté en la cama y dije: «ésta es la cama de mi mamá mira que blanda es». No dijo nada. «Miedica» dije yo. «No lo soy» dijo ella con una voz como si lo fuera. Dije: «siéntate cómo puedes saber si es blanda si no te sientas en ella». Se sentó junto a mí. Le dije: «toca mira que

blanda es. Huele a que huele bien». Cerré los ojos, pero era raro, no era como siempre. Porque Mary Jane estaba allí. Le dije que no tocara más la colcha. «Dijiste que lo hiciera» me dijo ella. «Bueno pues no la toques más» dije yo. «Mira» dije y la hice levantar. «Ése es el tocado». La cogí por el brazo y la llevé hasta allí. «Suéltame» dijo ella. Todo estaba muy silencioso, y era como siempre. Empecé a sentirme mal. Porque Mary Jane estaba allí. Porque estaba en la habitación de mi mamá, y a mamá no le gustaría que Mary Jane estuviera allí. Pero tenía que enseñarle las cosas. Le enseñé el espejo. Las dos nos

miramos en él. Ella estaba muy blanca. «Mary Jane es una miedica» dije. «No lo soy no lo soy» dijo ella, «de todas formas nadie vive en una casa tan silenciosa y oscura por dentro. Además huele» dijo. Me enfadé mucho con ella. «No no huele» le dije. «Sí que huele» dijo ella, «tú dijiste que olía». Eso también me hizo enfadarme más. «Huele igual que el azúcar» dijo ella. «En la habitación de tu mamá huele igual que si hubiera gente enferma». «No digas que la habitación de mi mamá es como la de la gente enferma» le dije yo.

«Bueno no me has enseñado ningún vestido y estás mintiendo» dijo ella, «no hay ningún vestido». Me sentí muy acalorada por dentro, así que le tiré del pelo. «Ya te enseñaré» dije, «y nunca vuelvas a decir que soy una mentirosa». Dijo: «me voy a casa y se lo contaré todo a mi mamá». «No lo harás» dije yo, «vas a ver el vestido de mi mamá y será mejor que no me llames mentirosa». La obligué a estarse muy quieta, y cogí la llave del gancho. Me arrodillé. Abrí la caja con la llave. Mary Jane dijo: «puaj eso huele a basura». Le clavé las uñas, y ella me apartó y

se enfadó. «No me pellizques» dijo, y estaba toda colorada. «Se lo contaré todo a mi madre» dijo. «Y de todas formas no es un vestido blanco es feo y está sucio» dijo ella. «No está sucio» le dije. Lo dije tan alto que me sorprende que no me oyera la abuela. Saqué el vestido de la caja. Lo sostuve para enseñarle lo blanco que era. Se desplegó con un susurro como el de la lluvia y rozó la alfombra. «Está blanco» dije, «todo blanco y limpio y sedoso». «No» dijo ella, estaba tan enfadada y toda colorada, «tiene un agujero». Me enfadé todavía más. «Si mi mamá

estuviera aquí ya te enseñaría» dije. «No tienes mamá» dijo ella, y tenía toda la cara fea. La odio. «Sí tengo». Lo dije muy, muy alto. Señalé con mi dedo la foto de mamá. «Bueno quien puede ver nada en esta ridícula habitación oscura» dijo ella. La empujé con fuerza, y se dio con la cómoda. «Mira» dije entonces, y quería decir mira la foto. «Ésa es mi mamá y es la señora más hermosa del mundo entero». «Es fea tiene las manos raras» dijo Mary Jane. «No» dije yo. «¡Es la señora más hermosa del mundo entero!». «No no» dijo ella, «tiene dientes de

conejo». Después no me acuerdo. Creo que fue como si el vestido se moviera en mis brazos. Mary Jane gritó. No recuerdo qué gritó. Se puso oscuro, y creo que las cortinas estaban corridas. Al menos no podía ver. No podía oír nada, sólo «dientes de conejo manos raras dientes de conejo manos raras», incluso cuando no había nadie diciendo eso. Había algo más, porque creo que oí que alguien decía «¡no la dejes hablar así!». No podía sostener el vestido. Y lo tenía puesto no recuerdo cómo. Porque era como una persona mayor, fuerte. Pero creo que seguía siendo una niña

pequeña. Por fuera, quiero decir. Creo que entonces fui terriblemente mala. Supongo que la abuela me sacó de aquí. No lo sé. Estaba gritando: «Dios nos ayude ha ocurrido ha ocurrido». Una y otra vez. No sé por qué. Tiró de mí todo el rato hasta llegar aquí, a mi habitación, y me encerró. No quiere dejarme salir. Bueno, no estoy tan asustada. ¿Qué me importa si me encierra un millón de millones de años? Ni siquiera tiene que darme de cenar. De todas formas, no tengo hambre. Estoy llena.

El Gregory de Gladys JOHN ANTHONY WEST

«El Gregory de Gladys» es un relato que quizá podría encuadrarse más en la categoría del humor negro o la sátira que como horror tradicional…, aunque los sucesos que describe son más que horrendos (es uno de nuestros relatos favoritos).

Publicado por primera vez en el F&SF de febrero de 1963, ha aparecido muchas veces en antologías —quizá porque su tema es siempre actual, y se trata de un asunto que nos concierne a todos—, pero, aun así, y debido a su mérito, lo hemos incluido de nuevo en este volumen. En «El Gregory de Gladys», John Anthony West nos muestra a toda una comunidad preocupada por el peso, y donde cada miembro de la comunidad podría decirse que, de hecho, obtiene una «tajada» del desenlace.

Señoras, miembros del club, me honra estar hoy aquí para hablarles de la competición de este año en nuestra comunidad, y del ganador de la competición de este año, el Gregory de Gladys. Y quiero agradeceros a todas vuestro interés y vuestra amable atención. Empiezo con estadísticas de los registros médicos. El Gregory de Gladys a su llegada a nuestra comunidad: ALTURA: 2 metros PESO: 115 kilos PECHO: 1 metro y 24 centímetros

CINTURA: 90 centímetros CUELLO: 45 centímetros Ya preveo vuestra admiración, señoras. Por lo tanto, permitid que presente inmediatamente el lado oscuro de la moneda. A su llegada, Gregory tenía 28 años de edad, pero su peso apenas si había cambiado desde sus días universitarios, cuando era jugador de rugby. Llevaba casado tres años enteros. ¡Miembros del club! Por favor, no se apresuren a sacar conclusiones. Escúchenme antes de cargar a Gladys con el fardo de la culpa. Tengan presente que aquí, cierto, tenemos a Gregory, 115

kilos de materia prima. Pero esta silueta no había cambiado en ocho años. Admito que por desgracia las mujeres de nuestra comunidad tampoco vieron objetivamente la situación. «Culpa de Gladys», gritaron, y dieron rienda suelta a la indignación. Pensamos en Beth Shaefer, que había llevado a su Milton desde sus desgarbados 80 kilos hasta los 155 en menos de tres años; Sally O’Leary con tres huelgas contra ella al principio, que, con un ex jockey como Jannie, sin embargo luchó con bravura y le llevó finalmente a los 126 kilos; Joan Granz, que cuidó de su Marvin hasta los 216

kilos y un segundo premio, pese a su peligroso estado cardíaco. Ciertamente, todas vosotras podréis comprender lo que sentíamos. Bien, el Gregory de Gladys era entrenador de rugby, y un día, pasando en coche junto al estadio, se reveló la primera pista de una situación tan desagradable como ésta. El Gregory de Gladys llegaba a participar en el ejercicio físico. Yo misma le vi lanzarse repetidamente contra un muñeco relleno de paja; le vi dirigir cinco minutos de agotadores ejercicios calisténicos, y luego, imperturbable, llevar a su equipo

en una carrera alrededor de la pista. Las más acerbas enemigas de Gladys se habrían visto obligadas a admitir que no todo era culpa de ella. Incluso hoy puedo ver cómo de sus poros sudorosos se escapan las calorías que ayudan a ganar carne. A la mañana siguiente, llamé a Gladys. Era una jovencita encantadora y muy dulce, totalmente distinta de la zorra maliciosa que habían pintado los rumores sobre ella. Le conté la escena del estadio, pero la pobre Gladys ya sabía todo eso, por desgracia. Y tenía para contarme historias aún más extrañas. Segaba la hierba con una

segadora manual, jugaba al voleibol fuera de temporada, corría los tres kilómetros que había de la escuela hasta su hogar en chándal. La muchacha estaba desolada. Discutimos sobre su dieta, y mi asombro fue tal que me quedé sin palabras. ¡Carne! Le daba de comer carne, y pescado, y huevos, y verduras frescas. —¡Croissants! —le grité—. ¡Patatas! ¡Pastel cubierto de chocolate! ¡Cerveza! ¡Mantequilla! Pero no. Gregory odiaba esas cosas. Ni siquiera las habría tocado. —No te quiere —dije.

—Sí que me quiere —gimió Gladys, su voz a punto de quebrarse—. A su modo, me quiere. Le sugerí la estrategia que tan a menudo había dado buenos resultados, cuando las competiciones aún no habían conseguido su popularidad actual, y la oposición era más fuerte. Como todas sabemos, nuestra resistencia sexual es superior a la de nuestros compañeros. Una esposa, camuflando sutilmente sus motivos bajo la atractiva capa de la pasión, puede reducir a su esposo a un estado de fatiga sexual en cuestión de semanas. Y un esposo sexualmente saciado se

encuentra maduro para ser manejado con inteligencia. Pasa una velada tras otra sentado apaciblemente. Comiendo. Guarda sus energías para la noche que le espera y, gradualmente, aumenta de peso. En un momento determinado su obesidad interfiere con su virilidad, y en ese punto la esposa inteligente aprende a pedir menos. El esposo, que para entonces ya se encuentra incómodamente recubierto de grasa, se siente más que contento al ver que le dejan tranquilo. Ahora, la esposa puede reducir sus demandas a cero, y el esposo, no padeciendo la carga de ninguna ansiedad consumidora de calorías, se prepara

para la competición. Con el Gregory de Gladys este método resultó inútil. Tras un mes de prueba, Gladys no era sino una sombra de su antiguo yo, mientras que a Gregory se le veía por todas partes, con su equipo, segando la hierba, sus desagradables músculos abultados, y una sonrisa de ruin satisfacción en el rostro. En una reunión especial de la comunidad se diseñó un ingenioso plan. Haríamos que Gladys y Gregory fueran la pareja socialmente más prominente de la comunidad. Pronto encontraron su calendario social repleto de

compromisos: cenas, desayunos, buffets, excursiones campestres… Gregory se encontró sentado ante mesas que crujían por el peso de los hidratos de carbono. Se hallaba bajo una vigilancia constante. Apenas se había limpiado la crema batida de los labios, y se colocaba ante él un plato con una montaña de helado o rebosante de macarrones. Su jarra de cerveza no llegaba nunca a la raya que indica la mitad; una esposa vigilante se encargaba de volver a llenársela. Debo indicar en este momento, señoras, que Gregory no tenía nada de rebelde consciente, y que tampoco era malicioso o subversivo. Debemos hacer

a un lado sus ridículas ideas sobre la cultura física y mirarle como lo que era, un hombre encantador y un esposo ideal; afable, callado y sin el más mínimo destello de inteligencia. La furia militante de nuestra comunidad de mujeres pronto cedió paso a una auténtica y preocupada solicitud. Y una Gladys radiante informó que se había tenido que correr dos agujeros del cinturón. Una Gladys cuidadosamente preparada y entrenada empezó la guerra psicológica. La casa se llenó de revistas abiertas siempre por la página de anuncios ricos en calorías. En las

fiestas, flirteaba abiertamente con los esposos más corpulentos, a los que todavía se dejaba andar en libertad. Hacia la primavera el peso estimado de Gregory llegaba a unos 145 kilos. Atónito, seguía aferrándose a sus viejas ideas. —Tengo que ponerme en forma para los entrenamientos de primavera — farfullaba, la boca llena de mousse de chocolate. A los 155 kilos, el espíritu de cooperación empezó a debilitarse. Todas a una, las mujeres se dieron cuenta de lo que habían desencadenado, y se sintieron horrorizadas ante la

perspectiva. Mientras tanto, Gladys, que había cobrado confianza en sí misma, actuó rápidamente y con una brillante técnica estratégica. Consultó a una adivina; ésta profetizó que, si tenía oportunidad de ello, su Gregory se volvería loco por las nueces del Brasil. Gladys compró doscientos cincuenta gramos como prueba, y las nueces desaparecieron en cinco minutos. ¡Bien, señoras, nueces del Brasil! Fue la gota que hizo rebosar el vaso. Nueces del Brasil, repletas de calorías. El espíritu comunitario se convirtió en una frialdad hostil, y luego en una

virulenta envidia. ¡Era incapaz de parar, siempre estaba comiendo nueces del Brasil! Ojos anhelantes buscaban esperanzados los signos delatores que indican el final del desarrollo, la piel tensa y la mirada de pez señalando que un esposo está llegando a su límite, pese a su potencial aparente. Buscamos señales y pistas del hinchazón y mal aspecto, pero a los 160 Gregory apenas si empezaba a colmar sus capacidades. Y, sin que nadie le influyera, se aficionó a los dulces. La competición de ese año fue un puro anticlímax. El Peter de Jenny Schultz sacó el primer puesto con 210

kilos, pero el prodigioso Gregory estaba en la mente de todas. Un poco después, y en contra de todas las expectativas, Gladys recluyó a su Gregory. Eso dio pie a ciertas esperanzas. Estaba claro que a Gladys se le había ido la mano, y que ahora sacrificaba la estrategia a su ímpetu juvenil. Pero su confianza en ella misma enfurecía a las damas de nuestra comunidad. Por primera vez en la historia, nuestras mujeres se agruparon en un esfuerzo para evitar la inminente victoria de Gregory. Cierto, las emociones que motivaron esta acción no

eran del todo honestas pero, señoras, pónganse ustedes en su lugar. ¿Estarían dispuestas a soportar los dolores, el esfuerzo, e incluso el gasto de preparar a un esposo para una competición cuyo desenlace estaba determinado de antemano? ¿Cuánto tiempo le haría falta para preparar a su Gregory? Ésta era la pregunta que ardía en la mente de todas. El esposo promedio necesita tres o cuatro años, como todas sabemos. Desde luego, Gregory era un caso especial. Para él, cuatro años significarían un exceso de grasa. Tres años parecían lo más lógico, pero con

Gregory dos años no parecía algo imposible, y Gladys ya había dado muestras de su intrepidez e impaciencia. La erudita opinión de nuestra comunidad acabó siendo que Gladys presentaría a Gregory en dos años. Por lo tanto, resultaba asunto sencillo para las demás preparar a sus esposos para un año distinto. Si Gregory era el único presentado, la suya sería una victoria pírrica. Nuestra solución era atrevida pero consistente. Las mujeres llegaron a un acuerdo para presentar a sus esposos al año siguiente, pese al hecho de que gran número de ellos no habrían llegado

todavía a su punto culminante. El sentir general era que si un plan de tres años fracasaba (como podía suceder por culpa de un desliz, por pura ruindad o por mil razones más), cuatro o cinco años de reclusión serían insoportables para todas las esposas implicadas y, por supuesto, lo mismo ocurriría con los esposos, pues el declive es más rápido después de que se ha logrado el punto culminante. Las mujeres cuyos esposos llevaban recluidos un año obtuvieron permiso para no adherirse al pacto. A esto siguió un período de curiosa tensión. La arrogancia de Gladys quedó oculta bajo una capa de interés por los

asuntos de la comunidad, mientras que las demás mujeres enmascaraban su complicidad y su odio bajo el disfraz de la camaradería y las perspectivas de una sana competición. Gladys hizo que le entregaran las provisiones a domicilio: toneles de cerveza, fanegas de patatas, sacos de harina… ¡Oh, sí! En dos años establecería un récord, pero el suyo sería un triunfo inútil. Y, además, podía excederse. Todas recordábamos al Darius de Elizabeth Bent quien, varios años antes, poseedor de un potencial parecido al de un Gregory y anhelando establecer un

récord, se había dejado empujar demasiado fuerte. Murió seis semanas antes de la competición; 310 sensacionales kilos que no lograron clasificarse. Con la competición a un mes vista, Gregory fue olvidado. Cierto, a la competición de este año le faltaba el elemento de la sorpresa. Todas (salvo Gladys) sabían qué otros esposos iban a ser exhibidos. Era posible adivinar cuál sería el probable ganador con un grado razonable de precisión…, pero, aun así, una competición es una competición, y el aire estaba cargado con la familiar amargura de la rivalidad.

El día de la competición amaneció cálido y soleado, y una excitada muchedumbre se congregó en el estadio. Este año, por supuesto, apenas había esas intensas especulaciones de costumbre: ¿Quién sería presentado por sorpresa? ¿Quién iba a pasar otro año en reclusión? Pero cinco minutos antes del desfile, una pregunta se abrió paso por entre las filas del público. ¿Alguien ha visto a Gladys? Un público expectante se convirtió en un público febril. Los cuellos se agitaron. Ojos agudos examinaron la multitud. No se la veía. Un murmullo de ira barrió las gradas.

¿Era posible que hubiera preparado a su Gregory en un año? ¡No! ¡No! Era imposible. La banda empezó a sonar y, lentamente, los camiones pintados con alegres colores y cubiertos con banderolas pasaron ante el estrado. Veintiséis en total. ¿Cuántas mujeres habían participado en el pacto para mostrar a sus esposos? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis? Nadie se acordaba. Los camiones dieron la vuelta a la pista. La atención estaba dividida entre el desfile y la entrada, donde se esperaba la llegada con retraso de una Gladys apareciendo entre las

espectadoras. La fanfarria subió de tono en un acorde metálico, y los camiones se detuvieron. Las esposas salieron de las cabinas y se situaron ante sus vehículos. Todas conocemos la tensión de este momento, cuando el público recorre de un vistazo la hilera de esposas, y ve a dos docenas o más de mujeres vestidas con sus mejores galas y, al mismo tiempo, intenta recordar quiénes podían haber estado allí y no están. Ese momento de nervios, en el que años de planes, esperanzas, trabajos y ardides dan su fruto con excesiva rapidez… Pero en esta fracción de segundo todos

los ojos se fijaron en una persona, y sólo en una: Gladys. Estaba inmóvil ante su camión, deslumbrante en su blanco traje de organdí, fresca como una margarita, sin mostrar nada de lo que debió ser una tensa y solitaria ordalía, sin que se le viera ni una sola arruga, sin un solo mechón de pelo fuera de su sitio. Pude sentir como la atmósfera se iba cargando con una tempestad de odio. Las demás esposas de la competición miraban a Gladys sin saber qué hacer. Sonó el clarín, y las esposas quitaron las capotas de sus camiones. Ése era el instante en que se contenía el

aliento, cuando los esposos eran presentados. Pero esta vez todos los ojos se clavaron en el camión número diecisiete: el Gregory de Gladys. No hubo aplausos, no se oyeron los acostumbrados vítores entusiastas, no hubo nada, sólo un impresionante silencio. En ese instante, todas y cada una de las esposas presentes supieron que sus minúsculas esperanzas particulares habían quedado extinguidas para siempre. Nunca, ni en sus más locas ensoñaciones, habían podido concebir a un Gregory. Estaba tan inmóvil como si hubiera echado raíces en la trasera del camión;

monolítico. A su rostro le faltaba esa hinchazón que normalmente se encuentra en los auténticos esposos elefantinos; su frente estaba fruncida en gruesos pliegues de carne; sus mejillas, ni abultadas ni fláccidas, colgaban en soberbios mofletes que parecían bistecs. Su cuello era un espeso cono que, sin interrupción alguna, llevaba a unos hombros tan gigantescos que, en lugar de acabar cediendo a la inevitable barriga, parecían caer en línea recta. Era perfecto. Un pilar, un bloque, una montaña, sólida e inmóvil. Se volvió, lenta y orgullosamente. De cara, de perfil, de espalda, y nuevamente de cara.

Su peso era incalculable. Era más grande, más pesado, más intenso y más bello que nada de lo que jamás hubiéramos visto. El odio del público se convirtió en desesperación. Quizá nuestra nieta suplicará para que le hablen del Gregory de Gladys, pero nosotras le habíamos visto. Para nosotras no habría más competiciones. Ni una sola de las mujeres presentes pensó en los primeros tormentos sufridos por Gladys, o en sus años de ostracismo social. Pero, claro, ¿cómo habrían podido hacerlo? Empezó el pesaje, y el público maldijo y se agitó en sus gradas. Había

dieciséis esposos antes que Gregory. Las poleas alzaron a los esposos hasta la plataforma de pesaje, y se anunciaron los resultados: 157 kilos, 170,111 (alguien se rió), 175,176 (alguien aplaudió: una familia, sin duda), 171,156. Ni el más mínimo interés. Las abatidas esposas que habían trabajado y hecho planes durante años esperando esta ocasión, las que sólo pedían una competición justa, lloraban abiertamente. 183 kilos, 142. La espera parecía no tener fin. Gregory era el siguiente, pero Gladys nos tenía guardada una sorpresa. Cuando los hombres se preparaban para

colocarle el arnés a Gregory, Gladys les hizo una seña para que se apartaran. Colocó una resistente escalera de tubo metálico en el camión y, pesadamente pero sin ninguna vacilación, Gregory bajó por ella. ¡Seguía siendo capaz de caminar! Con los hombros echados hacia atrás para equilibrar su soberbia masa, avanzó balanceándose y oscilando hacia la escalera que llevaba a la plataforma. Probó con la mano la frágil barandilla, y ésta se rompió. Usando una parte de la barandilla como si fuera un bastón, subió lentamente por los peldaños, mientras una multitud contenía la

respiración aguardando oír el ruido de los tablones al romperse. Los peldaños gimieron pero lograron resistir, y Gregory se dirigió por su propio pie a la balanza. Bien, señores, ¿qué importa en realidad la cifra exacta? Todo había terminado. Tras ver a Gregory, las frías estadísticas eran irrelevantes. La cifra, os lo diré pese a todo, era 338 kilos. Gregory se dio la vuelta lenta y orgullosamente sobre la balanza, y sonrió. No hubo aplausos. Pero, al principio de forma aislada, luego en grupos y después en masa, el público se puso en pie. Incluso la envidia y el odio

carecían de poder ante la presencia del concursante que sería un monumento para Gladys y nuestra comunidad, y una inspiración para el mundo. Y ahora, señoras, deseo, oh, sí, cómo deseo que me fuera posible terminar este informe con la nota final que merece tal hazaña. Por desgracia, un incidente empañó la perfección de la victoria del Gregory de Gladys. Nuestro club, como todos los demás, siempre se ha adherido a la costumbre tácita pero tradicional: Al ganador de la competición se le permite escoger la forma en la que le gustaría que le sirvieran.

El Gregory de Gladys, sin embargo, por puro despecho (sigue habiendo feroces discusiones sobre este punto), o prestando oído a un instinto primitivo, pidió que se le sirviera crudo. Al no existir ningún precedente sobre cómo actuar, y temiendo romper una costumbre tan honrada por el tiempo, cumplimos a regañadientes con su petición, creando con ello un agudo malestar físico en muchas, y una aguda revulsión física en todas. Ahora se está discutiendo en nuestra comunidad una moción que, en el futuro, aliviará de esta responsabilidad al ganador de la competición. En vista de nuestra

desgraciada experiencia, señoras, es parte de la misión que me trae hoy aquí el instaros, a vosotras y a vuestro club, así como a todos los demás clubes, para que, tan pronto como os resulte posible, votéis una enmienda similar. Señoras, os agradezco la paciencia que habéis tenido conmigo.

Junto al río, Fontainebleau STEPHEN GALLAGHER

Stephen Gallagher empezó escribiendo para la radio y la televisión británicas. Más tarde, decidió consagrar todo su tiempo a la literatura; su primera novela, Chimera, fue publicada en los Estados Unidos en 1982 por St. Martin’s Press. F&SF ha

tenido la suerte de publicar varios de sus excelentes y fantasmagóricos relatos, y de entre ellos nos parece que «Junto al río, Fontainebleau» es el mejor hasta al fecha, y eso quiere decir que, realmente, es muy bueno. En él, Stephen Gallagher comparte con nosotros una horripilante visión de lo que puede llegar a ser el capricho. Este surrealista relato es quizá el más aterrador de toda la antología. Podríamos decir que todo depende de cómo mire uno las cosas.

Nos refugiamos bajo el gran roble durante más de una hora, viendo caer la cortina de lluvia. El cielo estaba tan oscuro como el plomo viejo, y cada vez que sonaba, el trueno daba la impresión de hacer temblar el mismísimo suelo del bosque. Ni siquiera Antoine podía pretender que esto no era nada más que un breve chaparrón de primavera, así que nos quedamos sentados uno al lado del otro en un lúgubre silencio, con nuestras cosas a los pies y los impermeables por encima de la cabeza. Supongo que fue entonces cuando realmente me decidí. Cuando la lluvia se detuvo por fin,

nos echamos la impedimenta al hombro y seguimos caminando. El camino se había convertido en un barrizal, y un débil sol asomaba por entre los árboles y hacía brotar una leve neblina del suelo empapado. No me encontraba de muy buen humor para apreciar todo eso, pero después de un rato Antoine empezó a silbar. Unos diez minutos después llegamos a un río no muy grande pero de rápida corriente, en el cual desaparecía nuestro sendero para emerger de nuevo al otro lado, y tan mojado y miserable me sentía yo para entonces que empecé a vadearlo sin una sola queja o vacilación. Cada paso me llevaba más

cerca del hogar, y eso era lo único que me importaba. Pero muy pronto resultó obvio que el camino no nos alejaría de la granja que se alzaba en la otra orilla del río, pues se metía directamente en un patio que no tenía salida. El lugar no tenía muy buen aspecto, y resultaba escuálido y carente de atractivo incluso bajo el sol del atardecer; mi impulso inmediato fue dar la vuelta y alejarme. Pero Antoine, siempre optimista, dijo: —¿Crees que se apiadarán y nos darán de comer? —Lo más probable es que nos den un golpe en la cabeza y nos roben —le

contesté—. Quédate aquí y cuida de las cosas. Iré a preguntar el camino que debemos seguir. Le dejé y entré en el patio, buscando alguna señal de vida. Unas cuantas gallinas picoteaban por el suelo, alrededor de un miserable aprisco donde había cuatro cabras más bien flacas, y un perro ladraba en algún lugar situado detrás del granero. El rincón del patio que había a mi izquierda se hallaba oculto por la sombra de un gran castaño, y en esa tierra reseca y apisonada fue donde vi algo terrible. Era un cerdo, no muy rollizo, atado y preparado para la matanza; era evidente

que éste era el sitio utilizado habitualmente por el granjero para tales asuntos, porque a las ramas inferiores del árbol habían atado ganchos donde colgar los despojos para que se fueran desangrando. Lo que hacía tan terrible el espectáculo era la forma como habían preparado al cerdo. Le habían cortado las patas a la altura de la pezuña, y el corte era tan hondo que se veía brillar la blancura del hueso, sin una gota de sangre que lo cubriera. Los miembros del cerdo, atados en un manojo, habían quedado casi amputados, pero el cerdo seguía removiéndose e intentando levantarse.

Volví la cabeza y seguí caminando. No encontré a la gente que buscaba hasta llegar al otro extremo del granero, y resultó ser un grupo más bien ceñudo y poco aseado: un padre y cuatro hermanos con la frente angosta y ojos oscuros y penetrantes. Estaban amontonando troncos para cortarlos, pero en cuanto me vieron el trabajo se detuvo. Fui hacia el más viejo del grupo, y los demás se limitaron a quedarse inmóviles y observarme, las bocas abiertas y las manos colgando a los lados mientras una tenue chispa de entendimiento ardía en cada par de ojos. Las cosas no fueron bien hasta que no

entendí que el dinero era la llave que pondría fin a su paciente y tozuda falta de comprensión y, al final del proceso, me enteré solamente de que el único modo de encontrar nuevamente el camino de París era volver por el sendero que habíamos recorrido. Le di las gracias al granjero —sintiéndome más bien ridículo y vencido porque, en realidad, tendría que haberle maldecido —, y volví con Antoine. Antoine estaba donde le había dejado. Las mochilas con nuestros caballetes, pinceles y cuadernos de dibujo estaban a sus pies, y él se apoyaba en la pared con una expresión

distante y pensativa en el rostro. Estaba mirando hacia el castaño. Eso era algo que yo había evitado hacer en mi trayecto de vuelta, pero ahora no me quedó más remedio que volverme y ver qué le estaba afectando de tal forma; y fue entonces cuando me di cuenta de que durante mi corta ausencia habían retirado el cerdo de allí y ahora, ante él, había un panorama diferente. —Me quedo, Marcel —dijo. No le entendí. —¿Que te quedas, dónde? —Aquí mismo. Deben de tener una habitación, un altillo o el mismo granero, y no creo que vayan a rechazar

el dinero. Es tarde y estoy cansado… —¿Alguna otra razón? —pregunté, mirando con expresión más que significativa hacia el lugar bajo el castaño donde ahora había una muchacha inmóvil, cepillándose el pelo sin hacer caso de nada más. Se estaba mirando en un viejo fragmento de espejo, que había colgado de uno de los ganchos usados para la matanza, y no parecía darse cuenta en lo más mínimo de nuestra presencia. Iba descalza, y llevaba un vestido de algodón tan húmedo y pegado al cuerpo que resultaba fácil ver que no llevaba nada más debajo. A mis ojos no era nada

más que una chica de granja, corriente, demasiado corpulenta para resultar bonita y, probablemente, demasiado estúpida para conversar con ella…, pero ¿quién puede decir lo que era para Antoine? Durante las semanas de nuestro viaje, yo había llegado a comprender que sus ojos y los míos parecían ver gracias a una luz distinta. Y ahora, en respuesta a mi pregunta, estaba sonriendo y no dijo nada más. —Entonces te quedarás solo, Antoine —le dije yo. Esto le sorprendió. —¿Vamos a discutir por esto? —No —respondí, apoyándome en la

pared junto a él—. No va a ser una discusión. Sencillamente, no quiero estorbarte. Para mí se ha terminado, Antoine, y carece de objetivo fingir lo contrario. Ya estoy harto de caminar, de hacer esbozos y de encontrarme cara a cara con la naturaleza. He bostezado viendo salir el sol, y he temblado bajo la lluvia, y si muero sin haber visto nunca más otro árbol, otra aldea u otro campo de trigo, moriré feliz. Lo que intento decir es que no soy un artista, Antoine. Si estas últimas semanas han sido la prueba, entonces admito que he fracasado. Tengo los pies deshechos… me duele todo, y no me queda nada por

demostrar. Me vuelvo a París esta noche. Ésa había sido mi decisión en el bosque, debajo del roble. La excursión, que parecía tan atractiva para dos jóvenes ansiosos de convertirse en pintores, se había convertido en un agotador camino de mal tiempo, albergues llenos de corrientes de aire, y una creciente nostalgia por el hogar. Seguía haciendo esbozos como si fuera una especie de obligados impuesta, algo que no me habría molestado si Antoine no hubiera estado allí. No había examinado mis páginas de dibujos, y no tenía ganas de hacerlo. Me había dado

cuenta de que mi talento artístico no era suficiente como para sobrevivir fuera de las mejores condiciones posibles en una cómoda sala de dibujo…, lo cual, supongo, quiere decir que no era un talento real. Quizá fuera útil como forma de persuadir a las jóvenes para que se desnudaran ante mí, pero no era el arte. —Oh, Marcel —dijo Antoine, una expresión de simpatía en el rostro—. ¿Realmente ha sido un infierno para ti? —Voy a ser un ciudadano aburrido, Antoine —le contesté—. Nací para ser un ciudadano aburrido. Ha hecho falta un viaje como éste para comprenderlo. Sus ojos fueron nuevamente hacia el

otro extremo del patio en el que se encontraba la chica, bajo el castaño. Por un instante pareció que los ojos de ella se desviaban del espejo y se encontraban con los suyos, pero su rostro no dejó traslucir la menor señal de emoción. —No puedo venir contigo —dijo. —Lo comprendo. Le dije dónde podía encontrar al granjero, y mientras él iba a verle trasladé todos los colores, los lápices y los pigmentos de mi equipaje al de él. La sensación me resultó muy extraña, como algo parecido al abandonar un sueño. Era una mezcla compleja e

inextricable de alivio y pena. También le regalé mis dos lienzos, intactos, metidos en su estuche, y mi vaporizador para fijar los colores. Cuando volvió Antoine, me explicó las condiciones que el granjero había impuesto para su estancia; para decirlo sencillamente, le ofrecían dos semanas en su granero con los alimentos de los que la familia pudiera prescindir a cambio de todos los francos que llevaba encima. Me quedé horrorizado, pero Antoine no parecía preocuparse por ello. Me hizo prometer que visitaría a su padre para recoger su asignación mensual, y que volvería con el dinero antes de que

hubieran expirado las dos semanas. Aunque no me habría importado en lo más mínimo no ver nunca más el bosque de Fontainebleau, me inquietaba la idea de abandonar por completo a mi amigo Antoine, dejándole a merced de su nueva obsesión. De esta forma, al menos, podría saber cómo le iba. Volvió andando conmigo hasta el río. Faltaba menos de una hora para que oscureciera, y aún me quedaba camino por recorrer. Antes de que me dispusiera a cruzar el vado, le pregunté: —¿Qué debo explicarle a tu padre? —Lo que quieras —dijo él—. Lo que tú creas que necesita oír. Pero hazlo

por mí, Marcel. Yo habría seguido hablando, pero él ya estaba mirando con añoranza el patio. Media hora de familiaridad con él no me había hecho verlo menos miserable que en el primer momento…, pero, como ya he dicho, Antoine parecía ver a menudo las cosas con un ojo distinto al mío. Quizá fuera el ojo de un artista. Mi prueba había llegado y quedado atrás; y las dos semanas siguientes serían suyas.

Me quedé esa noche en Barbizon, y la noche siguiente me encontró ya en París. Entré en casa por la puerta

trasera, en parte porque me avergonzaba lo que yo veía como mi fracaso, pero, básicamente, porque era consciente de que mi aspecto era el de un vagabundo. Los días siguientes presenciaron el comienzo de un proceso de absorción en los negocios de la familia, un extraño mundo de manifiestos y anotaciones en los libros que, no sé muy bien cómo, guardaban cierta relación con barcos reales que navegaban por alguna parte de los océanos auténticos. Se me concedió una colocación como aprendiz de contable, para que así pudiera aprender desde los más fundamentales principios básicos.

Aunque había sabido lo que debía esperar, las largas horas y el rígido empleo del tiempo fueron para mí algo parecido a una conmoción. Nada más llegar, había mandado una nota a los padres de Antoine tranquilizándoles en cuanto a su seguridad, pero no me fue posible acudir a su casa para transmitirles su petición hasta la tarde del viernes. No les traje buenas noticias. Mi padre, y debo decirlo para hacerle justicia, permitió que mis preocupaciones se consumieran por sí solas; era como si hubiera previsto el resultado y, sin alterarse, hubiera hecho

sus preparativos para el momento de mi regreso. El padre de Antoine no poseía tal paciencia. Todo lo que me dio fue un mensaje: no habría asignación alguna hasta que Antoine no abandonara sus juegos y volviera a casa. El sábado sólo se trabajaba media jornada, y tan pronto como mi labor hubo terminado partí hacia la estación del ferrocarril. A última hora de la tarde contemplé nuevamente la granja. El lugar era muy parecido a como lo recordaba, aunque me atreveré a decir que yo sí había cambiado para él; ahora llevaba mi único traje decente, así como un abrigo, y había venido preparado

para vadear el río. El día era cálido. La primavera dejaba paso al verano, y la brisa ya no resultaba cortante. El pedazo de cristal seguía colgando del castaño, y cuando fui hasta el umbral del granero y grité el nombre de Antoine, oscilaba levemente de un lado a otro. ¿Había estado durmiendo allí? La mitad del granero estaba llena de paja hasta el altillo, y no había nada que pudiera llamarse mobiliario. Las paredes de pizarra no estaban en muy buen estado, y en algunos lugares las grietas de los tablones eran tan grandes que se podía pasar la mano por ellas. Pero estaba

claro que el granero era su alojamiento, pues en la parte despejada del suelo vi su caballete, un lienzo y algunos de sus utensilios para pintar. Las posesiones de Antoine, pero sin Antoine. Salí del granero para buscarle. Acabé encontrándole en un claro que no estaría a más de doscientos metros del granero. La chica, como yo medio había esperado, se encontraba con él. Estaba sentada en el suelo con las manos alrededor de las rodillas mientras Antoine la dibujaba pero, al verme, arrojó a un lado su cuaderno gritando: «¡Marcel!», y se levantó de un salto para recibirme.

Confesaré que sufrí una gran impresión, aunque la oculté bien. En el espacio de menos de una semana había cambiado igual que un hombre presa de una seria enfermedad. Parecía estar más delgado, y alrededor de sus ojos había anillos oscuros que los hacían más hundidos y penetrantes; pero se encontraba bastante animado, y dio la impresión de estar contento al verme…, aunque si gran parte de esa alegría era debida a una emoción auténtica o al dinero que daba por sentado traía conmigo, es algo que me resultó imposible discernir. Habían traído con ellos una cesta, y

los tres cenamos queso, un vino bastante áspero, y pan que tenía la misma textura que un techo de paja húmeda. Antoine presentó a la muchacha como Lise, diminutivo de Anneliese; y apenas la oí hablar un segundo supe que la chica no era nativa de Francia, aunque fui incapaz de localizar su acento. Parecía tímida y no comió nada, tomando sólo un sorbito de vino. Antoine me entregó su cuaderno para que le echara un vistazo, tal y como hacíamos al final de cada día que pasábamos juntos. Como había esperado, todo su tiempo lo había invertido en la muchacha, y el cuaderno

se repartía entre estudios de su cabeza y retratos de cuerpo entero, algunos de ellos apenas unas cuantas y rápidas líneas que describían la esencia momentánea de algún movimiento. Aunque no lo demostré, sentía cierta decepción. Esperaba que allí habría algún signo, algún destello de la imagen que le había motivado, pero ninguno de los dibujos parecía ser mucho más que un ejercicio técnico. Pensé que quizá, después de todo, aquí no hubiera nada que envidiar, nada más que un capricho casual convertido en algo práctico mediante la relación artista-modelo: una situación que yo, al menos, podía

entender, aunque me sintiera extrañamente decepcionado al no encontrar nada más. Lise preguntó si Antoine había terminado con sus dibujos por ese día, y luego se excusó. Al verla marchar, noté cierto dolor en los ojos de Antoine. —¿Quién es? —le pregunté tan pronto como ella estuvo a una distancia desde la que no podía oírme. —No lo sé. Creo que es huérfana. La familia se limita a no hacerle caso. —¿Trabaja en la granja? —No lo creo —dijo, su rostro reflejando un poco de su incertidumbre, como si ésta fuera una pregunta en la que

había pensado muchas veces durante los pocos días transcurridos desde nuestra separación—. No puedo estar seguro de ello. A veces se esfuma durante horas pero…, de todas formas, no es importante. ¿Hablaste con mi padre? Y entonces no me quedó más remedio que darle las malas noticias. Vi ensombrecerse su expresión, y el aire de vaga satisfacción que hasta ahora había disimulado lo consumido de sus rasgos fue sustituido por una especie de profunda desesperación. —Entonces, no sé qué hacer —dijo —. No me dejarán quedarme aquí sin dinero. Ya han logrado dejarme sin

nada. No comprendes a esta gente. —Ni la mitad de bien de lo que ellos parecen entenderte a ti —le contesté—. Todo esto es por la chica, ¿no? Bajó la vista y no me respondió. —Entonces —seguí diciendo yo—, ¿por qué no te limitas a llevártela de aquí? Pero Antoine ya estaba rechazando la idea casi antes de que yo hubiera terminado de sugerírsela. —Eso no es posible —dijo—. Sólo el alejarse un poco le causa un gran dolor. —Y luego, como si ese pequeño problema hubiera bastado para poner fin

a toda la discusión, se puso en pie y dijo —: Sólo veo una salida. Será mejor que vengas conmigo. Mientras me llevaba de regreso al granero no dijo ni una palabra más. Cuando pasamos junto a los cobertizos, vi asomar a uno de los hijos, vigilándonos. No nos hizo ninguna señal, y Antoine ni siquiera miró en su dirección. Cuando llegamos a las edificaciones, Lise no estaba allí y Antoine no parecía esperar encontrarla. Fue hacia su caballete y yo le seguí; esperé mientras él dudaba un segundo antes de apartar la tela manchada de

pintura, que había colocado para proteger el lienzo. Era una pintura al óleo. Me quedé inmóvil, asombrado. Era maravillosa. Mostraba esa visión del primer instante en que Antoine había contemplado a Lise bajo el castaño. Era cada uno de los detalles que él había visto, pero transformados; ahora me di cuenta de que yo había estado tan absorto y ocupado en mi propia incomodidad física que no me había dado prácticamente cuenta de nada, de nada en absoluto. Allí estaba Lise, con el cepillo en la mano, bañada por la última claridad del atardecer, y con unas

suaves sombras azules a su espalda. Mientras estudiaba su imagen en el espejo, había una especie de tranquila belleza en sus sencillos rasgos, y supe de forma instintiva que el cuadro era triste, una celebración de lo breve que es toda experiencia y la misma vida. Y mientras lo miraba sentí morir algo dentro de mí. Pensé en mis propios paisajes de Fontainebleau, lindos y sin nada especial en ellos, y finalmente estuve seguro de que había tomado una buena decisión. Mi técnica era tan buena como la de Antoine, si es que no era un poco mejor, pero la técnica era tan sólo la mitad del problema. Para pintar, antes

era preciso ver. Y yo no veía, a no ser que alguien me guiara. —Tienes que llevarlo a París por mí —dijo—. Véndelo por lo que puedas conseguir. Asentí, moviendo lentamente la cabeza. Ahora no cabía duda alguna, le ayudaría de cualquier forma que estuviera a mi alcance. —¿Sabes que te envidio? —le dije. —No lo hagas —contestó él, contemplando su lienzo como si en él hubiera algo que le inquietara—. Las cosas que más deseamos no son siempre las que nos hacen felices. Le entregué la mayor parte del

dinero que llevaba encima, incluyendo lo que había reservado para pagar el alojamiento de una noche antes de regresar a la ciudad. Cuando trepábamos por una escalera para que me mostrara el altillo donde podría dormir, percibí en Antoine cierta reluctancia, pero la tomé por la aversión natural a la caridad que hay entre dos amigos. Yo no lo veía de ese modo; pensé melancólicamente que si iba a ser un burgués, bien podía recorrer todo el camino y convertirme en un mecenas de las artes. Una manta sobre el heno quizá no fuera mi idea de la comodidad, pero era todo cuanto había disponible. No tenía

frío, pero el heno se clavaba en mi carne desde todos los ángulos posibles, atravesando el delgado tejido de lana; y aunque mi abrigo una vez enrollado podía servir más o menos como almohada, no pude evitar preguntarme qué aspecto tendría cuando llegara el momento de sacudirlo por la mañana «No me extraña que Antoine tenga un aspecto tan penoso después de una semana así», pensé. No sé qué hora era cuando me desperté, pero debían de ser más o menos sobre las dos o las tres de la madrugada. Me quedé inmóvil, algo nervioso, mirando el cielo nuboso e

iluminado por la luna que asomaba por entre las grietas de las paredes, y oí voces desde abajo. Hablaban en susurros, pero la noche era tan callada y tranquila que resultaba imposible no oírlas. —Recuerdo haberos dejado a ti y a tu amigo —estaba diciendo Lise—. Estaba tan cansada después de haber posado para ti esta mañana… Pero no recuerdo dónde fui. —Fuiste donde vas siempre —oí que decía Antoine—. Al gran montón de paja que hay detrás de la casa. Abriste un agujero en él y te metiste dentro. —Pero lo siguiente que supe fue que

estaba oscuro, y me encontraba una vez más debajo del árbol. Estaba agotada, y todo era como si hubiera corrido mucho. ¿Qué he estado haciendo? —Estabas durmiendo, eso es todo. Como haces siempre. Pero Lise parecía asustada, incapaz de aceptar una explicación tan sencilla. —Pero ¿lo sabes? —le preguntó con voz insistente—. ¿Me has visto? Un largo silencio por parte de Antoine. Y luego dijo: —Sí. Oí como Lise cambiaba de posición, haciendo crujir levemente la paja. —A veces siento como si tú fueras

el único que realmente me ve —dijo—. Tal como soy, quiero decir. Como si dejara de existir cuando cierras los ojos…, porque, en cierto modo, no existía antes de que tú vinieras. —Eso no son más que tonterías — dijo Antoine. La siguiente pregunta de Lise era una que yo no había esperado. —¿Quién soy, Antoine? —dijo. Y su voz sonaba como la de una niña perdida y miserable, como si la respuesta fuera algo que nunca podría llegarse a conocer. —Duérmete —le dijo él. Era una buena idea, una sugerencia

que ojalá me hubiera sido posible seguir; pero el sueño parecía eludirme, y sólo pude removerme incómodamente en mi cosquilleante refugio. Hasta mis oídos llegaba la ronca y ruidosa respiración de Antoine, lo cual no me servía de mucha ayuda. Y después de un rato, escuché el ruido de un cuerpo que se levantaba y se dirigía hacia la puerta del granero. Moviéndome tan silenciosamente como pude, me arrastré hasta la trampilla por la que había entrado, y miré hacia abajo. Lise estaba en el umbral, silueteada por la claridad lunar, mirando hacia donde se encontraba

Antoine. No pude distinguir su expresión, pero la postura de su cuerpo sugería una despedida cargada de dolor y pena. De Antoine poco pude ver, salvo el manchón claro de su camisa en la oscuridad. Unos instantes después Lise le dio la espalda y salió al patio. Cuando fui hacia la ventana desprovista de cristales por la que me sería posible mirar hacia el patio, un tablón crujió, pero Antoine no movió ni un músculo. Ahora Lise avanzaba rápidamente, una silueta apenas visible en su sencillo vestido, y se dirigía hacia la parte trasera de la casa, tal y como había dicho Antoine; y entonces,

mientras yo la observaba, vi surgir otra silueta de las sombras para recibirla. Supuse que sería o el granjero o uno de sus cuatro hijos, por los rasgos groseros y bestiales de su perfil, y daba la impresión de haberla estado esperando; le vi alzar un palo o alguna especie de vara y azotar el aire con el objeto, como si pretendiera obligarla a ir más de prisa hacia el lugar al que ya se dirigía Lise. La silueta fue detrás de ella por el espacio que había entre los edificios, y luego se inclinó sobre algo que no pude ver; pero un instante después oí el roce de una puerta de madera sobre la tierra reseca, y el golpe que hizo al cerrarse.

Volví a mi manta cuando los dos ya no eran visibles, Lise azuzada ante la otra silueta como si sólo fuera un animal de la granja. Resultaba obvio que la estuvieron esperando desde que Antoine se quedó dormido, igual que una oveja es llamada al redil cuando termina el día. Y, habiendo visto de qué forma se la trataba, no pude sino pensar que quizá Lise estuviera en lo cierto: la visión que Antoine tenía de ella se diferenciaba tanto de la que tenían los demás, que era casi como si él hubiera creado realmente su belleza partiendo de una sustancia mucho más básica, a la que no le quedaba otro remedio que volver

cuando la atención de Antoine se concentraba en otro punto, como sucedía durante el sueño. Y de forma inesperada, al sueño fue adonde me llevaron todas estas especulaciones.

A la mañana siguiente nos dejaron el desayuno fuera del granero. No era muy abundante pero sí digno. Antoine envolvió cuidadosamente el retrato, tomando especial precaución con las zonas donde la pintura aún estaba húmeda; lo llamaba La jeune fille au miroir, «La muchacha del espejo». Lise

estaba sentada junto a nosotros, observándonos; había vuelto al granero un poco antes de que me despertara, no sé cuándo. Dijo muy poco y no comió nada. Ahora me resultaba difícil imaginar cómo había podido llegar a considerarla carente de atractivo. Supongo que, para seguir desarrollando mis fantasiosas ideas de la noche anterior, ahora la veía a través de los ojos de Antoine. Ahora, mi primera impresión no contaba para nada; no era sencillamente que hubiera cambiado de opinión para acabar rindiéndome ante los puntos de vista de otra persona; más bien había descubierto

una auténtica transformación en la textura de mi mundo, causada por la intensidad de su visión personal. Pero se trataba de una intensidad que le estaba agotando, me daba cuenta de ello; ahora no tenía mejor aspecto físico que cuando yo había llegado, e incluso parecía haber empeorado. Me pregunté si paladear el éxito gracias a la venta del retrato podría servirle de alimento. Partí antes de las diez, sabiendo que tenía por delante un largo paseo a pie y en carruaje antes de que me fuera posible llegar al ferrocarril. Las botas que llevaba, mi par más resistente, se habían mojado un poco al vadear el río

en la jornada anterior, pero se habían secado durante la noche, y Antoine salió del granero para intentar conseguir algún medio de transporte, con lo que no tendría que reemprender mi viaje sufriendo la rigidez del cuero recién secado. No oí lo que se dijo o se prometió, pero diez minutos después un maltrecho calesín tirado por un pony todavía en peor estado entró traqueteando en el patio. Nos despedimos agitando la mano mientras el sol de la mañana arrancaba reflejos iridiscentes del río, y mi medio de transporte avanzó dando botes por el sendero cubierto de baches. Mi

conductor era uno de los cuatro hermanos que había visto en mi primera visita a la granja, y me pregunté si sería el que había estado aguardando a Lise en el patio bajo la luna. Pensé en preguntárselo…, pero de momento no había dicho ni una palabra y, aparentemente, sus ojos estaban clavados en la grupa del caballo. Esperaba ser depositado en la orilla opuesta del río, pero pronto quedó claro que el trato hecho por Antoine me llevaría más lejos, ya que seguimos por el sendero, las ruedas del carruaje dejando caer una pequeña lluvia a cada giro. Me volví para saludar por última

vez con la mano a la solitaria figura de Antoine, y luego miré de nuevo hacia adelante, con La jeune fille au miroir sostenida a mi lado en un gesto de protección. Tenía una extraña sensación de pérdida, como si hubiera salido de un mundo al que no podía estar seguro de volver. El río era su límite, y las orillas sus confines. Diez minutos después, cuando ya divisábamos la encrucijada principal de los caminos, mi cochero abrió la boca. —Le hemos dicho a su amigo que no podemos comernos sus cuadros —me soltó repentinamente, sin el menor

preámbulo—. Cuando su dinero se haya terminado, se irá. Pasó un instante antes de que me asegurara de que yo era el destinatario de esas palabras; no había levantado los ojos de la grupa del caballo. Pero, cuando estuve seguro de ello, pregunté: —¿Y no sería posible dejar que Lise fuera con él? Estuve observándole para percibir una reacción, pero no vi ninguna. —¿Por qué? —se limitó a decir. —No trabaja para ustedes, no es de la familia…, aquí no hay futuro para ella. La familia de Antoine es muy rica. Podría instalarla en un apartamento, y

proporcionarle una asignación. Lise podría enviarles dinero. —Se trataba del golpe más osado que podía utilizar, pero no hizo mucho efecto; él estaba meneando la cabeza lentamente, y eso me irritó—. Es un poco tarde para empezar a tomar en consideración su salud moral, ¿no? —le pregunté—. Dado que les parece adecuado mandarla al granero para que se acueste con desconocidos… —Eso no importa —dijo él, tirando de las riendas y deteniendo al caballo en mitad de la encrucijada desierta—. No puede irse, es todo.

Tales fueron mis primeros esfuerzos en pro de Antoine; y debo decir que no tuve mucho más éxito en mi nuevo papel como agente artístico. Estuve pensando mucho en qué tratante escoger, y acabé decidiéndome por uno que pensé simpatizaría con la frescura y la franca modernidad que demostraba el retrato; sabía que dicho tratante había viajado recientemente a Inglaterra, y había vuelto con varias obras de Constable, que se consideraba casi revolucionario en su tratamiento de la naturaleza. Dejé la pintura en su poder durante varios días, y luego le llamé para comprobar qué tal iban las cosas.

Había encontrado un comprador. Pero cuando oí la suma ofrecida, mi entusiasmo inicial murió, y sentí que un gran frío me invadía. —¿Tan poco? —dije—. Pero… —Podría conseguir más si consiguiera exhibirlo en una galería durante unas cuantas semanas, pero lo dudo —dijo él—. Y no me gustaría hacerme una reputación manejando esta clase de material. —Aunque, un instante después, añadió, a modo de concesión —: No estoy diciendo que no sea buena, claro… —Pero si es buena debe pagarse mejor.

—No tanto. Lo bueno no es lo que se vende…, se vende lo que está de moda. Estamos hablando de personajes clásicos en paisajes idealizados, la naturaleza dispuesta de otra forma en el estudio. Y ahora, dígame: ¿cómo puedo vender a esa chica de granja en semejante mercado? Era un buen trabajo, lo sabía; lo sabía con una seguridad y una confianza mucho mayores de las que nunca había sentido por ninguna de mis obras. —¿Está diciéndome que el defecto de esa pintura es que hay demasiada verdad en ella? —le pregunté. Él se encogió delicadamente de

hombros. —Si lo prefiere así… Si le sirve de algo, creo que su amigo tiene mucho valor. Pero tampoco puedo vender eso…, vendo cuadros.

¿Qué podía hacer? El alojamiento de Antoine en la granja duraría sólo mientras fuera capaz de satisfacer la codicia de sus patrones. La suma que me habían ofrecido sólo podría costearle unos cuantos días más dadas las tarifas actuales, pero cualquier esfuerzo por conseguir un precio mejor para la pintura necesitaría tiempo. Incluso

entonces no había garantía alguna de que obtuviera más éxito. Sintiéndome derrotado, acepté la oferta. Decidí que había llegado el momento de que Antoine considerase con un poco más de calma su obsesión. Se había encontrado en una situación que había posibilitado un gran avance en su trabajo, pero ahora había llegado la hora de pensar un poco en la estrategia de su nueva carrera. Después de todo, ¿acaso no había realizado ahora mismo su primera venta? Y si estaba empezando a pensar del mismo modo que su padre, no fue algo en lo que me detuviera el tiempo suficiente como para

que eso me molestara. Partí nuevamente al domingo siguiente. Antoine me estaba esperando en la orilla del río más alejada de la granja. Estaba sentado en una roca situada junto al vado, los ojos clavados en la veloz corriente. Si antes me había impresionado su aspecto, ahora me quedé horrorizado. Iba sucio y tenía una apariencia lamentable, su piel grisácea a causa de la enfermedad, cubierta por una gruesa capa de tierra y mugre; su cabello parecía heno viejo, y todo su cuerpo estaba como encogido y reseco. Vi en sus manos lo que parecían cicatrices, y

cuando alzó los ojos al oír que me aproximaba, en su mirada había el brillo de quien está pasando hambre. Durante un segundo fui incapaz de hablar. ¡Ver a un amigo consumido de tal forma, tan rápidamente! Junto a él estaban sus cosas, el caballete y las pinturas; yacían sobre el suelo como si las hubieran arrojado allí, el caballete roto y las pinturas dispersas y pisoteadas hasta mezclarse con el fango del río. —¡Antoine! —logré decir por fin—. ¿Qué ha pasado? —El dinero se había terminado, así que me echaron —se limitó a decir. Su

voz era débil y enronquecida—. Llevo aquí dos días. Cuando intenté volver me echaron los perros. Pensé que eso explicaba las heridas de sus manos. —Eso es una canallada —dije—. Hablaré con ellos. Que me suelten los perros a mí, si se atreven. Avancé rápidamente por el vado, sin preocuparme del ruido que hacía o del chapoteo producido. Antoine, tras haberse levantado con dificultad de su roca, dudó durante unos instantes, y luego empezó a seguirme, un poco rezagado. El patio estaba en silencio, y me

pareció tan lúgubre como me lo había parecido aquel primer día. El espejo de Lise ya no colgaba del castaño, y por las manchas oscuras del suelo tendría que haber supuesto que los ganchos de la matanza habían sido utilizados recientemente. Con Antoine todavía detrás de mí, eché un vistazo al granero; habían quitado parte del heno, pero no había señal alguna de presencia humana en el lugar. —Llegamos demasiado tarde —dijo Antoine, pero no le hice caso y crucé la puerta trasera del granero. Aquí, al menos, hallé una señal de vida en forma de restos de una hoguera

reciente; todavía humeaba, y al acercarme vi que el humo procedía de unas ascuas casi apagadas, que se encontraban en el fondo de un pequeño agujero. Las ascuas yacían sobre un profundo lecho de cenizas, y había una mezcla de heno y cenizas junto al montón de tierra del agujero. Aun sin acercar la mano, me fue posible sentir el calor. No pensaba detenerme. Antoine empezó a decir algo, pero no me paré a escucharle; me dirigí a la casa de piedra con sus empinados aleros y sus gruesas puertas, tan estólida y resistente a toda curiosidad como, y lo sabía por

experiencia propia, sus ocupantes. Avancé por el huerto pegado a la cocina, donde no crecía prácticamente nada, y vacilé por un instante ante la puerta lateral. Podía oír ruidos en el interior, los ruidos que hacen varias personas juntas; sin llamar, tiré de la puerta, que no tenía pasado el pestillo, y entré en la casa. Al entrar, los ruidos cesaron de forma tan brusca como si un cuchillo hubiera segado una cuerda. Vi una austera habitación de paredes encaladas con una gran mesa en el centro; a su alrededor estaba sentada por lo menos una docena de personas; me pareció que

el mismo rostro se volvía hacia mí en doce o trece versiones ligeramente distintas, desde una criatura de tres años hasta una mujer tan vieja y pálida que parecía no tener sangre. Uno de los comensales, un hombre de unos treinta años, llevaba un babero, igual que si fuera un niño pequeño, y le estaban dando de comer con una cuchara. Salvo los suyos, los ojos de todos los presentes estaban clavados en mí; él siguió mirando su plato con expresión anhelante. Había interrumpido un banquete y, ciertamente, era un banquete muy extraño; sobre la mesa no había más que

carne y platos con grasa líquida, en tal cantidad como la que podría consumir en un año semejante familia. Vi costillas y otros huesos que ya habían sido concienzudamente limpiados, y al otro extremo de la mesa había un gran plato con una montaña de menudillos asados. Era evidente que todo esto era producto del agujero con ascuas medio apagadas que había visto en la parte posterior del granero. La visión y el olor me hicieron sentir una leve repugnancia, así como lo exagerado del despliegue; los rostros que ahora me estudiaban, inexpresivos, estaban hinchados y cubiertos de grasa. Nadie habló. Pero en mi mente oí

esa voz de unos días antes: «Dígale a su amigo que no podemos comernos sus cuadros». Y entonces ocurrió algo que me dejó aterrado, como si las sujeciones que mantenían en su sitio el telón de mi mundo hubieran quedado repentinamente libres de sus agujeros y hubieran dejado caer una esquina, revelando la oscura maquinaria que normalmente permanece oculta. Sucedió cuando mis ojos se posaron en uno de los platos pequeños, uno que estaba lleno de salsa y grasa derretida. El pedazo de carne que yacía en él estaba medio carbonizado, y la piel se había vuelto rígida y crujiente al

asarse, cubriéndose de ampollitas; pero durante el breve espacio de un segundo reconocí una mano humana, con uñas incluidas. Parpadeé lentamente, y seguí mirando el plato y, mientras lo hacía, el pedazo de carne pareció hacerse borroso y cambiar, convirtiéndose en un manchón confuso por un instante, y luego se visualizó en una forma menos obvia. Podría haber dicho que era una ilusión, pero sabía que no lo era; se trataba, estoy seguro, del último segundo de vida de la visión de Antoine, aplastada por la presencia de la misma pobreza, ignorancia y necesidad que le había dado vida.

El retrasado mental de treinta años empezó a gemir y aporrear la mesa con sus puños, y yo, tambaleándome, retrocedí tres pasos, y mi mano buscó el pomo de la puerta para cerrarla sobre esa terrible escena. Antoine no me había seguido hasta la casa. Se había quedado atrás, y ahora me esperaba a cierta distancia. Daba la impresión de estarse abrazando a sí mismo, su brazo izquierdo sosteniendo al derecho como si le doliera de algún golpe o herida a medio curar. Fui hacia él, le di la vuelta y empecé a llevarle a través del patio, y él me obedeció sin protestar. Al otro lado del río recogimos

de entre sus pertenencias lo que valía la pena llevarse; le entregué algunos objetos no muy pesados, pero fui yo quien cargó con la mayor parte. Y así fuimos por el camino, yo con un buen peso encima y Antoine dejándose llevar. No podía meterle en el tren, no le habrían permitido viajar en un compartimento para viajeros dado su estado actual, pero la venta del retrato había dado el dinero suficiente como para permitirme costear un caballo y un carruaje que nos llevaran hasta París. Llegaríamos a última hora, casi de noche, pero eso no era ningún inconveniente.

Hablé del tema sólo una vez, cuando salíamos de Corbeil tras media hora de reposo. Antoine estaba junto a la ventana, el cuerpo encogido, parecido a un miserable montón de palos y harapos. —Cuando dormías… —dije—. ¿Sabes adónde iba? Antoine volvió lentamente la cabeza, y sus vacuos ojos se encontraron con los míos. —Nunca me lo pregunté —dijo. Y, aunque supe que mentía, jamás volví a interrogarle al respecto.

Manada CHARLES L. GRANT

Charles L. Grant es un hombre jovial con una profunda y oscura imaginación, una fuerza con la que se debe contar en el género de terror. Empezó a publicar en los ámbitos de la ciencia ficción y el horror con su relato «The house of evil», que apareció en F&SF en 1968. Desde entonces ha creado un pueblo entero, Oxrun

Station, en el que tienen lugar muchas de sus historias, incluida «Manada». Se trata de un pueblo normal, con una predilección por ciertos acontecimientos «extraños». «Manada» narra un acontecimiento de este tipo; el encuentro fortuito de un hombre y una mujer, el amor que resulta de ese encuentro, y algo más.

A mediados de agosto las noches de Oxrun Station cambiaron. Algunos echaron la culpa a un huracán que avanzaba ferozmente desde la costa, y a su vanguardia de nubes fantasmales que apagaba las estrellas; otros culparon a la ola de calor que durante dos semanas había reblandecido el asfalto, chamuscando tanto los temperamentos como el césped; y hubo otra persona que acusó a las muertes de robar su dulzura a los atardeceres, poner un filo agudo en todas las risas, y convertir el caminar por las calles en un ejercicio de silencios. Como me ocurrió a mí la noche en

que salí de la Posada del Canciller y, con el ceño fruncido, me di cuenta de lo vacíos que estaban porches y aceras. Normalmente había gente que paseaba, mecedoras que chirriaban y murmullos apagados; normalmente los coches no iban tan de prisa. Y, normalmente, no tenía que escuchar el sonido de mis tacones sobre el pavimento: apagado, sin ecos, como si en realidad no estuvieran allí. El único rastro de mi paso lo daban las sombras que había a mis pies, lanzándose como flechas hacia adelante, retrocediendo y lanzándose de nuevo burlonamente hacia adelante. Intenté no vigilarlas y poner freno a mi

imaginación, pero no lograba evitar un salto cada vez que un gato maullaba detrás de un seto. Una sonrisa ante mi conducta, mientras mi mano izquierda masajeaba mi nuca y la derecha buscaba un bolsillo del pantalón. Nervios, me dije; incluso en esta noche el Llanero Solitario comprobaría dos veces si ha cargado las pistolas. Nervios. Ocurría cada vez que me daba por pensar demasiado en las cosas, y hoy sospechaba que había estado haciendo horas extras en ese aspecto. Primero fue la carta de mi antigua esposa, Carole. Tras expresar su

acostumbrada y a veces auténtica preocupación por mi bienestar, procedía a explicarme el valor terapéutico de un nuevo matrimonio, en su caso con un diplomático que, al parecer, se ahogaba en dinero. Dudé de que hubiera malicia en esa alusión, al igual que lo había dudado con cada una de las que a lo largo de los años habían tenido mi yugular como blanco…, pero es posible desangrarse hasta la muerte tanto a gotas como a chorros, y cuando se firmaron los papeles decisivos ninguno de los dos estaba llorando. Después estaba la lenta e inexplicable erosión de mi clientela, y

un caso bastante desagradable que llegaría a su conclusión por la mañana, un caso que algunos habían esperado pondría fin a todas las muertes. El primer cuerpo fue descubierto a finales de abril en las afueras de Harley, a veinte minutos de Oxrun. Un joven, horriblemente mutilado, los miembros arrancados y parcialmente devorado. Con intervalos de tres y cuatro semanas, fueron descubiertos cuatro más, cada uno de ellos algo más cerca. Y la semana pasada fue arrestado Syd Foster, acusado de esos cinco brutales asesinatos y también del de su sobrino, cometido en el mismo pueblo. Fue toda

una conmoción, un auténtico escándalo, y puede decirse que nadie creyó en ello. El arresto había sido un acto reflejo, una reacción no meditada a los gritos pidiendo seguridad, y Syd era mi cliente, y yo iba a dejarle en libertad. Eso no me convertía en el hombre más popular en algunas zonas del condado, pero resultaba un placer, por una vez, que no se observaran los formalismos habituales. Syd tenía cincuenta años, trabajaba de cartero, y era un solitario al que yo había conocido durante años. No tenía más de caníbal que yo de potentado local. Seguí caminando y pensando, y casi

estuve a punto de no fijarme en la mujer. Estaba apoyada en un arce situado entre la acera y la calle, un brazo alrededor del tronco y su cabeza ligeramente inclinada, como si estuviera compartiendo los murmullos de un amante. No era abrumadoramente hermosa pero, desde luego, era bastante atractiva: cabello castaño dorado, que caía apartándose de un rostro con curvas suaves, ojos oscuros y bien colocados, labios delgados, mentón bien dibujado y un cuerpo esbelto, como un sauce enfundado en una blusa estampada y unos apretados tejanos. Estaba canturreando algo.

Me detuve, la miré y acabé carraspeando teatralmente, hallando en mi interior una débil reserva de coraje. —Disculpe —le dije con mi mejor voz de samaritano—, pero ¿se ha perdido o algo así? ¿Puedo ayudarla? Me sonrió, casi con timidez. —No. Me encuentro perfectamente bien aquí, gracias. Yo le devolví la sonrisa, más bien con torpeza, y aguardé a que la inspiración me liberara del hechizo. Pero el silencio que sufrí era tal que podría haber esperado toda la noche. Así que acabé llevándome un dedo a la frente en un saludo de hasta luego, y

seguí caminando. Hasta llegar a la esquina, donde me detuve y miré hacia atrás. Ella estaba observándome, todavía sonriendo, y acabó apartándose el cabello de los ojos y recogiéndoselo detrás de las orejas. Un instante de duda, una rápida mirada a cada lado y vino hacia mí, las manos a la espalda, sus zapatos sin hacer ningún ruido sobre el pavimento. —Jean —me dijo—, y para confesarle la verdad, sí, creo que me he perdido. —Brian Farrell —contesté, pensando cuál sería su perfume, que me parecía bastante exótico y extrañamente

atractivo—. ¿Hacia dónde iba? Me dio una dirección en la avenida Woodland, tres manzanas a nuestra derecha y cuatro hacia arriba. Alcé el brazo para indicarle el camino, y luego lo bajé. —Si quiere, la acompañaré —dije —. Me viene de camino y, realmente, no me importaría. Sonreí, sintiéndome ridículo. —Bueno, a mí tampoco me importaría —dijo ella, poniéndome una mano en el codo, y permitiendo que la guiara. Mientras andábamos me interrogó sobre lo oscuro de las casas y la

ausencia de peatones, y yo le hablé de las muertes…, y la inevitable conclusión de que en el caso de que Syd Foster fuera inocente, el asesino seguía libre. Se estremeció y me apretó el brazo; yo erguí el cuerpo e intenté no sonreír. —Eso es realmente… horrible — dijo cuando llegábamos a su calle—. Pero me da la impresión de que sabe usted mucho sobre el asunto. Quiero decir, más de lo que ha leído en el Herald… —Debería —dije yo, tras pensar la respuesta—. Soy el abogado de Syd Foster. No hubo respuesta. En vez de ello

me rascó el dorso de la mano, como sin darse cuenta, hasta que llegamos a su puerta, rodeada por un seto que se extendía dando la vuelta a toda la casa. Entonces, antes de que yo pudiera decir nada, me agradeció amablemente la escolta prestada, me estrechó la mano, y me dejó solo ante una gran mansión victoriana de color gris, que parecía enjaulada por sauces y álamos, con una ranchera en el camino particular y una luz amarilla en el porche. Parpadeé cuando se cerró la puerta principal, parpadeé cuando la luz se apagó, y me quedé inmóvil durante un largo instante, pensando que había dicho algo que no

debía. Me encogí de hombros y me alejé, pero di la vuelta y volví para comprobar de nuevo la dirección, frunciendo el entrecejo y meneando la cabeza. No tenía ni idea de qué haría con esa dirección, pero las vagas ideas que me venían a la cabeza mientras volvía a casa expulsaron de ella a Foster. Y luego los sueños. Sueños que giraban en torbellinos rojizos, sueños que había tenido durante semanas. Sábanas enredadas, una almohada perdida y despertar varias veces preguntándome por qué me había despertado. Y, al final, quedarme

dormido para llegar tarde y corriendo a la oficina, y enterarme de que la vista de Foster se había aplazado hasta el viernes. Me sentí algo irritado, y luego sentí alivio, y no fui lo bastante rápido para ocultarlo. —Seguirás teniendo que ir dentro de dos días —me dijo mi socio, más bien envaradamente. Chester Frazier y yo llevábamos asociados cuatro años que se cumplían ese mes, sociedad instigada por Carole, quien tenía unas ambiciones que yo no poseía, y esperaba, no sé cómo, que se me acabaría contagiando un poco de la suerte de Chet. Por desgracia para ella

(y no estoy seguro de si para mí), él había llegado a odiar bastante mi menos que entusiasta devoción por la oratoria inflamada. No es que hubiera grandes ocasiones para ella en Oxrun, pero dada la naturaleza del pueblo había gran cantidad de dinero, y se podían establecer muchas relaciones. Chet se dedicaba a perseguirlas ávidamente. Yo las esquivaba sin hacer ruido, prefiriendo en lugar de eso una relativa ausencia de complicaciones. Para mí eso quería decir testamentos, pleitos de poca importancia, y administrar las propiedades de quienes no llegaban ni con mucho a la riqueza. Chet decía que

eso era hacer caridad; yo pensaba que alguien debía hacerlo, y ese alguien bien podía ser yo. Así pues, para salvarme de mí mismo —y porque me apreciaba y realmente se preocupaba por mí—, había hablado con el juez para que me nombrara consejero legal de Foster. No era extraño que se disgustara al ver que yo no me enfurecía ante el retraso. —No pasa nada —dije yo cuando por fin hubo terminado de refunfuñar—. Sólo quiere decir dos noches más en la celda, por todos los santos… Y si le crees, además él no quiere irse. —Ya sabes que podría estar fuera con una fianza.

—No quiero eso, Chet —dije yo pacientemente, sintiendo que pisaba terreno familiar—. Sea quien sea el que está haciendo eso, le tiene muerto de miedo. Cree estar más a salvo detrás de los barrotes que en su propia casa. —Brian, hay veces en que… Se calló y meneó la cabeza en un cansado gesto de resignación; salió de mi oficina y se dirigió a la desierta zona de recepción situada delante. Yo le observé desde mi escritorio, me puse en pie y fui hacia la puerta. Fruncí el ceño. Era un hombre corpulento, tanto a lo largo como a lo ancho, con rizada cabellera rubia y trajes hechos a mano, y

normalmente se movía como alguien que debe realizar una misión. Pero hoy casi arrastraba los pies por encima de la alfombra. —Pareces cansado —dije. Se apartó del ventanal que dominaba la calle Centre y se volvió lentamente hacia mí, apoyándose en la pared que separaba nuestras oficinas. —Lo estoy —confesó—. Elizabeth necesita correctores dentales, el soplo del corazón de Amy no acaba de ceder, y durante los tres últimos días Alice me ha hecho levantar cuatro o cinco veces cada noche para que busque a los merodeadores que no para de oír en el

patio. —Sólo un lado de su boca sonreía —. Es sorprendente la capacidad mortífera que posee lo cotidiano —dijo. Habría podido animarle con alguna broma pero, sin darse cuenta, había citado una de las frases favoritas de Carole, por lo que intenté cambiar de tema. —La noche pasada conocí a una chica. Vive por Woodland. Una chica muy agradable. Guapa. —Sonreí—. Creo que estoy en celo. —Oh, soberbio, Brian, sencillamente soberbio. Tu nivel de clientela anda por los suelos, y ahora me dices que te has enamorado.

—Que estoy en celo —le corregí—. No la conozco tan bien como para eso. El chiste no le hizo gracia. Lanzó un amargo gruñido y se metió en su oficina. Bueno, tanto daba. En ese momento sonó mi teléfono; otra cliente que se cambiaba de pueblo gracias a todos esos crímenes. Se trataba de una anciana con siete gatos y poco dinero, y no me molesté en discutir con ella, pues sabía que le sería imposible vérselas con las sombras que acechaban los hogares del pueblo…, pero deseé que, para variar, fuera Chet quien tuviera esos problemas. Empezaba a cansarme de aquello, igual que me había cansado de que Carole no

entendiera que para mí vivir a gusto no tenía por qué significar ser rico. Pero cuando llegó a su fin, la llamada que acababa de recibir empezó a darme miedo. Peor aún. Al final del día, Chet hizo una alusión bastante clara a que estaba empezando a pensar seriamente en continuar solo. Me dijo que tenía gastos, y que no podría seguir sosteniéndome mucho más tiempo a no ser que mi trabajo despegara. El viaje de vuelta a casa era bastante largo, pero sólo me quedaba eso y una breve e insípida cena. No podía leer, no podía ver la televisión, no lograba

reunir el valor suficiente como para acercarme a la casa de Jean… Tal y como iban las cosas, lo más probable era que no me reconociera. El porche era el mejor sitio para la autocompasión que había descubierto; desde allí podía ver cómo los vecinos disfrutaban de sus vidas, y los niños disfrutaban por el mero hecho de estar vivos. Pensé que de vez en cuando una dosis de lloriqueos resultaba beneficiosa para el alma, pero también eso me fue negado apenas salí al porche. La humedad se había convertido en niebla, en el aire había una punzada de hielo, y a unas manzanas de distancia oí

ulular una sirena de la policía. No era el sonido adecuado para la noche ni para esos tiempos. Sentí un escalofrío y volví adentro, y me habría ido directo a la cama si no hubiera sonado el teléfono. —¿Brian? ¿Brian Farrell? Emití un leve jadeo ahogado, sonreí y, dado que la mesa del teléfono se encontraba en el vestíbulo, me senté al final de la escalera y estiré los pies hacia la puerta. —¿Jean? ¿Eres tú, Jean? «Brillante —pensé—, deberías estar escribiendo teatro». —¿Molesto? Una risa amarga.

—Cualquier cosa menos eso. Se quedó callada unos instantes, y pude oír un leve susurro en la línea. —Espero que no te enfades, pero cuando oí esa sirena pensé en lo que me habías dicho la noche pasada y… —se rió con cierta dificultad, como si no tuviera aliento—. Bueno, conseguí asustarme, eso es todo. Necesitaba una voz amiga. —A tu disposición —dije galantemente, y esperé que a Carole le zumbaran los oídos. Estuvimos hablando durante casi una hora y luego me di cuenta de que la mayor parte del tiempo lo dedicamos a

mis problemas, no a los suyos, y cuando colgué con una promesa de cenar juntos estaba prácticamente silbando. Pero los sueños vinieron de nuevo, y no terminaron hasta el amanecer. Y cuando llegué a la oficina, Chet no estaba allí. Sorprendido pero no preocupado dejé un mensaje sobre su escritorio, y fui a ver a Foster. Pero él no tenía ganas de hablar, y me marché pasados diez minutos. Supongo que me dejé influir más de lo debido por su estado de ánimo, y a ello no me ayudó precisamente el cambio de tiempo; las nubes se habían vuelto más espesas,

ahora eran de color gris y empezaba a lloviznar. La lluvia era lo bastante intensa como para crear regueros de polvo en las ventanas y oscurecer las aceras, pero no lo bastante como para dejarlas limpias o hacer que valiera la pena ponerse un impermeable. Acabé decidiendo que la palabra perfecta para definir ese día era «deprimente». Cuando volví de comer, Chet me estaba esperando. Impaciente, a punto de enfadarse. Tenía el cabello revuelto y la pechera de la camisa arrugada. —He estado con la policía —dijo —. He hablado con Fred Borg. No se me ocurrió qué decir, por lo

que me limité a seguir callado, sentado en mi puesto. —La noche pasada… —La sirena —dije yo rápidamente. Dejó pasar un segundo y asintió, después de haber vaciado su vaso. —Volvía a la casa por detrás del garaje después de haber sacado la basura. Hay un montón de chicos que se han estado metiendo en el patio, creo que te lo dije ayer. El merodeador de Alice… Bueno, el caso es que oí algo y volví para echar una mirada. Intrépido esposo pilla a flaco adolescente o a un gato callejero, ya sabes… —Su sonrisa resultaba grotesca—. Era algo, pero no

sé qué diablos era. Se quedó bajo los árboles, gruñéndome. —Volvió a llenarse el vaso—. Cuando intenté llegar a la puerta de atrás, me siguió. —Dios mío —dije yo en voz baja, más sorprendido por su aspecto que por lo que estaba diciendo…, daba la impresión de estar a punto de llorar. —No sé lo que me impulsó —siguió diciendo—, pero cogí el mechero que llevaba en el bolsillo y lo encendí. Quería ver lo que era, pero sólo conseguí asustarle. Pero era grande, Brian. Cristo, era grande. —Bueno, ¿qué encontraron? ¿Un perro?

En su rostro apareció una expresión de disgusto. —Nada. No encontraron nada, maldita sea. Me di cuenta de que Borg pensaba que yo había estado bebiendo, o algo parecido… Si no hubiera sido por… eh… por las otras veces, seguramente me habría hecho soplar en el globito. Dada la situación actual, me habló de la docena de llamadas que recibe cada noche. Intentaba hacer que me sintiera mejor. Un miembro del club de los chalados. —Luego contempló su vaso e intentó sonreír—. Alice ha perdido los nervios. Quiere que venda hoy mismo la casa, y que nos vayamos a

Nueva York. Por eso he venido aquí, para recoger unos cuantos papeles y trabajar un poco en casa. Ella…, bien, si alguien llama… —Claro, por supuesto —me apresuré a decir. Chet asintió mientras dejaba su vaso sobre la mesa. —¿Y estás preparado para Foster esta tarde? —Chet, por el amor de Dios, confía un poco en mí, ¿de acuerdo? Era lo peor que podía decirle, el mejor modo de irritar un poco más su ya irritado humor de hoy. —¿Confianza? ¿Quieres confianza?

¿Por qué, Brian? ¿Por dejar que se te escape como un imbécil la gran oportunidad de establecerte como un abogado condenadamente bueno? ¿Por joder un matrimonio que iba perfectamente bien? ¿Por enredarte con una cualquiera mientras tu vida se va al cuerno? —Se pasó una mano temblorosa por el cabello, alzó el puño, y luego lo dejó caer—. No entiendo a los que son como tú, Brian. —Eso era, más o menos, una disculpa—. Juro por Dios que no os entiendo. Se fue antes de que hubiera podido responderle, pero cuando oí cerrarse la puerta principal me di cuenta de que no

tenía nada que responder. Estábamos hablando en el mismo idioma, pero en algún lugar de la conexión la comunicación se había roto, y lo que llegaba a nuestros oídos apenas si era un parloteo carente de sentido. Sin embargo, estaba enfadado. Tanto que cuando llegué a los despachos que el juez Ford tenía en los tribunales, mis maneras se habían vuelto bruscas, y hablé de forma seca y concisa. Pretendía no sólo liberar a Syd, sino también fustigar al fiscal y a la policía tan fríamente como me fuera posible. Nada de histrionismo, sólo una marcial ristra de frases que ponían a Syd a unos

cuantos kilómetros de los cuatro primeros asesinatos, unos pocos comentarios remilgados sobre la Constitución y la enmienda Miranda, abundantes frases ácidas sobre los daños causados a la reputación de mi cliente. Cuando hube terminado el fiscal se rindió…, igual que si me hubiera limitado a sonreír y decirle que su caso era una mierda. Pero estaba sudando, y el juez Ford no pudo evitar que en su voz se notara un poco de admiración cuando cerró el caso, y me miró como preguntándose qué clase de pastillas había estado tomando yo desde que le vi

por última vez. Debo admitir que era un trabajo excelente, un trabajo del que Chet habría estado orgulloso si hubiera podido presenciarlo. Pero Syd se limitó a darme brevemente las gracias, y me dejó en los peldaños del tribunal, intentando con todas sus fuerzas no correr durante el trayecto de vuelta a su casa. Yo volví a la oficina vacía y archivé todos los papeles, dejando en orden mi escritorio, y dando vueltas durante casi una hora por el lugar antes de comprender lo que estaba haciendo. Tendría que haber estado contento conmigo mismo y, en cierto modo, lo estaba. Pero era un

placer desesperado y frío, carente de emociones, una combinación del residuo ceniciento que había dejado mi ira y el comprender que, a diferencia de Chet, jamás podría convertirme en adicto a ese tipo de cosas. Comí en la Posada del Canciller. Bebí en la Posada del Canciller. Y me pregunté qué andaba mal dentro de mí para que no me fuera posible alegrarme de mi victoria. Después de todo, un hombre inocente había quedado libre, y ahora la policía podía encontrar al auténtico asesino. Quería llamar a Jean, y no sabía cuál era su apellido.

Salí del local y me quedé inmóvil en la puerta. Estaba oscuro. Y frío. El viento agitaba los árboles, y la llovizna se estaba convirtiendo en lluvia. Me subí el cuello de la chaqueta y metí las manos en los bolsillos, pensando que pasaría por casa de Chet y echaría un vistazo para ver cómo le iban las cosas. En vez de ello me encontré ante la casa de Foster, parpadeando para quitarme el agua de los ojos mientras intentaba formularme la pregunta que haría confesar claramente a Syd sobre qué le había asustado tanto. La puerta principal estaba cerrada, y no obtuve respuesta a mis llamadas. Salí

del porche y rodeé la casa, fijándome durante el camino en que todas las luces estaban encendidas en los dos pisos. Cuando llegué a la esquina oí un gruñido. Me detuve, sin hacer caso de la humedad que se arrastraba por mi cuello y se me pegaba a las mejillas. Y escuché, sabiendo que había oído ese ruido antes, en algún sitio. Luego, el gruñido se convirtió en un rugido ahogado, y éste cedió ante el sonido de algo que cruzaba corriendo la hierba mojada. Un solo paso y me encontré en el pequeño patio de atrás, con la suave claridad de la cocina perdiéndose en la

oscuridad. No podía ver nada, aunque algo me indicó que cerca de mí había movimiento. Algo que se alejaba para volver de donde había venido, y que me hizo seguirle hasta que vi abierta la puerta trasera. Vacilé, y me detuve para acabar dando la vuelta, franquear el umbral de cemento y entrar en la casa, una mano levantada para protegerme los ojos de la luz. Syd estaba tendido bajo una mesita, las sillas movidas de su sitio hasta casi tocar los estantes; dos de ellas habían caído al suelo. El mosaico estaba todo rojo, un rojo brillante que fluía y se

movía en algunos sitios, pero que se había acumulado en su mayor parte en los muñones donde Syd solía tener los brazos y las piernas. Después todo fue un sueño fácil; el aire se llenó de motas negras, y todo movimiento se hizo lento y meditado. Sintiendo una extraña calma, llamé a la policía, y luego salí dando tumbos al patio y vomité la cena. Luces azules, linternas, y una mano en mi hombro, un brazo alrededor de mi cintura. Chet surgiendo de la nada y sentándose a mi lado en la comisaría, mientras yo contaba mi historia y luchaba por tragarme las lágrimas. Me ofreció

llevarme a casa. Yo rechacé su oferta; necesitaba caminar. Tenía que respirar. Necesitaba echar ese gruñido de mi cabeza…, como el suave y ronco sonido de un animal feliz alimentándose. Nunca se me ocurrió la idea de que pudiera estar en peligro. Y tampoco me dirigí hacia ningún sitio en particular hasta que me hallé en la avenida Woodland, y entonces casi corrí hasta la verja de Jean, la abrí de un tirón y me lancé hacia la puerta. Respondió a mi llamada en unos instantes, vio mi rostro y me hizo entrar lentamente en la salita, hablando en murmullos, y acariciándome hasta

dejarme sentado en un diván, las rodillas juntas y las manos quietas sobre mi regazo. Cuando salió de la habitación casi me levanté, pero no me quedaba fuerza alguna en los miembros; cuando volvió, debí de mirarla igual que un cachorro perdido al que finalmente su ama ha logrado encontrar. Sonrió, se arrodilló junto a mí y me empujó suavemente hacia el diván. Una toalla en mi pelo y en mi cara; me quitó los zapatos y los calcetines, y me secó los pies hasta que, a instancias suyas, le conté lo que había pasado y lo que descubrí. Ella no dijo nada, y yo seguí

hablando. Me besó en la mejilla y yo cerré los ojos. Y seguí hablando. Me quitó la chaqueta y la camisa, secándome el pecho y la espalda. Y yo seguí hablando. Aceptando su tacto, su olor, sintiendo su aliento en mi oreja, mientras se compadecía de mí en un susurro, calmándome y diciéndome montones de cosas que no oí porque finalmente le dije lo asustado que estaba…, no de esa criatura nocturna que vagaba por Oxrun, sino de los paneles de cristal que habían caído uno a uno a mi alrededor, separándome de mi esposa, mi trabajo y el último de mis amigos.

—Como si me estuviera convirtiendo en un fantasma —dije, mirando hacia el techo—. La vida sigue, pero no junto a mí. Ya no estoy allí. —No —contestó ella suavemente, pasando una de sus afiladas uñas por mi mandíbula—. No estás aquí. Sonreí con gratitud, y mis ojos examinaron la habitación, los muebles grandes y pesados, las luces con sus flecos, la alfombra de flores y el papel de la pared, también con flores. Ni agobiante ni poco acogedor. —Vives sola. No era realmente una pregunta. —De momento… —dijo ella. Su

mano abarcó la habitación y las que había más allá—. Madre nos lo dejó…, a mí y a mis hermanas. Vine para ver si todo estaba bien, si valía la pena conservar la casa o si podía venderse. —Suspiró levemente y apoyó su mejilla en mi hombro, recordándome que estaba desnudo—. Pero es un sitio muy grande. Me removí un poco en el diván. —Es tarde. —Quédate —dijo ella. Ni sonreí como un tiburón, ni di gracias en silencio a mi buena estrella; me limité a seguirla por la escalera hasta el piso de arriba, donde me hizo el amor y durmió a mi lado; por la mañana,

me preparó el desayuno y después me sacó a empujones de su casa, riendo, en busca de ropa limpia para el fin de semana. Estuve a punto de salir corriendo con mi maleta y no contestar al teléfono. Era Chet, decidido finalmente. —Cállate —le dije, sin que realmente me importara, pensando en Jean, en su forma de mirarme y de escucharme—. Y tampoco hace falta que lo expliques. Comprendo. —Siempre lo comprendes —me dijo con voz cansada—. Brian, creo que eso es parte de tu problema. Lo entiendes todo tan condenadamente bien…, ah, al

infierno con eso. Mira, habrá ciertas formalidades y cosas que…, te llamaré luego y podemos… —Estaré en casa de Jean —dije—. No te molestes en llamar, hablaré contigo el lunes. —Jean —dijo él con voz átona. Casi pude ver cómo meneaba la cabeza—. Nunca aprenderás, ¿verdad? —¿El qué? Jesús, Chet, ni siquiera la has conocido. —No me hace falta, amigo. A no ser que le vaya el masoquismo, te comerá vivo. —Un silencio—. Pero no hagas el idiota, Brian —dijo con voz más suave, más cargada de preocupación—. Has

pasado una semana muy mala. Colgué sin decir adiós, cerré la puerta detrás de mí y logré ganarle la carrera hasta el porche de Jean al próximo chaparrón. Pero cuando entré en la casa, todo sonrisa y estupidez, la encontré vacía. Grité, con los pies fríos, y corrí de una habitación a otra rezando en voz alta por no haberme equivocado. Y luego la oí pronunciar mi nombre, encontré una puerta a medio abrir en la cocina y llegué al garaje, donde estaba Jean, trabajando con la cabeza metida en el capó de la ranchera. —El maldito trasto se ha vuelto a desmayar —dijo, irguiéndose y

limpiándose las manos en un trapo grasiento—. Ya lleva encima un billón de kilómetros, pero esperaba que al menos duraría hasta el otoño. Sonrió y bajó la capota de un golpe, dándole luego un puñetazo y fingiendo que se había hecho daño. —¿Cuánto tiempo lleva dándote problemas? Intenté que mi voz fuera la de alguien enterado de esas cosas, aunque me salió más bien pomposa. —Desde que llegué aquí, en abril. Asentí y volví a la cocina; me quedé en la puerta trasera viendo como la lluvia resbalaba sobre la espalda del

viento, un viento frío que ahora azotaba los árboles y levantaba olitas en los charcos de la hierba. Había oscurecido a mediodía, y daba la impresión de que eran las doce de la noche. Jean iba y venía por el garaje, moviendo trastos de un lado a otro, haciendo mucho ruido. Abril, había dicho… y, sin embargo, me había contado que no estaba enterada de los crímenes, ni de mi relación con Syd, ni de cuál era mi profesión. Abril, había dicho…, cuando empecé a perder el control de mi vida. «La lluvia y Syd Foster, y algo corriendo a través de la oscuridad; la

cocina y la sangre, y…». Cuando entró en la habitación gruñó de forma casi inaudible, y de repente sentí que un pedazo de hielo se había alojado en lo más hondo de mi garganta. Cuando me di la vuelta estaba en el umbral, la sala a su espalda. No había luces encendidas, y su rostro y su silueta quedaban en la sombra, sombras pálidas que me hicieron medio cerrar los ojos para que sus contornos no oscilaran. El viento gemía en los aleros y en el agujero de la chimenea; una ráfaga y los cristales repiquetearon. Miré al suelo, y vi mi sombra encuadrada por el ventanal que había a mi espalda, serpientes

oscuras y gusanos que se retorcían sobre mis hombros. Y entonces ella pronunció mi nombre con una voz cargada de amor, y yo me moví porque no podía estarme quieto; empezó a hablar muy bajito, y yo intenté escuchar y entender a través del viento, el frío y las imágenes de la sangre, sin verme obligado a gritar; qué pensaba la gente de este animal y de aquel otro, de cómo los gatos eran hembras y los perros machos, las mujeres felinas y los hombres bestiales, y de cómo se estaban borrando rápidamente todos los roles en estos tiempos…

Abrí la nevera; estaba vacía. … No resultaría fascinante pensar qué nuevas criaturas míticas deberían adaptarse a los nuevos sueños, qué extraordinarios seres de la noche tendrían que llenar el vacío; pero no era tan malo, porque después de todo la gente no creería en ellos más de lo que había creído antes, y con la violencia creciendo siempre… Los estantes, los armaritos, los cajones…, todo estaba vacío. … Quién podría saber la diferencia existente entre dos tipos de pesadilla, siempre que se tuviera mucho cuidado durante la caza.

Me apoyé en la pileta y pensé en la advertencia de Chet. —¿Quien eres? —pregunté, y deseé haber bebido. Jean se limitó a contestar ella. —¿Qué…, qué eres? —volví a preguntar, y deseé estar soñando. —Tu amante, una amiga… —Ya sabes a qué me refiero —dije yo con aspereza. Me volví rápidamente y allí estaba ella, inmóvil, en el umbral, en la sombra. Quería tener miedo, la reacción más natural, pero lo primero fue la ira ante lo que yo pensaba era una traición. —Alguien que ha estado buscando a

una persona como tú —dijo—. No una persona débil en el viejo sentido, pero no siempre lo bastante fuerte como para librar sus propios combates. Una maravillosa veta de sensibilidad femenina, más un poco de alardes masculinos que sabe que son falsos. Un hombre, Brian, más solo de lo que él mismo se imaginaba. —Tú hiciste que se marcharan — dije yo con un hilo de voz. —Hay momentos, como el actual, en que la vulnerabilidad engendra el alivio. Tendría que haber discutido con ella, pero no podía. El viento hacía demasiado ruido, y yo no lograba

enfocar mi ira, y cuando empezó a venir hacia mí me encontraba demasiado asustado para correr. —También tenemos necesidades — dijo cuando llegó hasta mí, ladeando la cabeza, mirándome de soslayo—. Físicas… —sus manos en mis caderas —, emocionales… —esa sonrisa, como la primera que me dedicó—, y prácticas, Brian. En los pueblos pequeños nos gusta lo que ellos siguen llamando respetabilidad, algo mucho más fácil de conseguir con un hombre intachable en la casa. Como un abogado, por ejemplo. Un hombre tranquilo y apacible que nunca haga oscilar el bote.

—Hiciste que se marcharan. —Haces lo que debes hacer. Entonces me acordé de una de sus palabras, y esa palabra hizo nacer ecos en mi mente. —Has dicho…, ¿tenemos? —Oh, claro, mis hermanas —dijo ella, y su rostro se volvió pensativo—. Una pequeña mentira. No hay ninguna madre. Vine aquí buscando, y un día te encontré. La casa tembló ante un golpe de viento, y la lluvia se estrelló contra las ventanas. Y Jean se puso aún más pensativa. —¿Por qué…, por qué no piensas en

ti mismo como en algo parecido al rey de los animales, Brian, con cinco hermosas hembras entre las que elegir, que te mantendrán caliente y feliz, que mantendrán lejos al mundo para que no entre en tu vida y te entristezca? Trabajarás, por supuesto, ya que un hombre como tú lo necesita. Pero nosotras también trabajaremos, hasta que llegue el momento de cambiar de sitio. —Me tocó el mentón con la punta de un dedo—. Piensa en ello, querido, no seas impulsivo. Sé lo que estás pensando, compréndelo, sé lo que te gustaría hacer ahora… Meneé la cabeza, una sola vez.

—Claro que deseas huir —dijo ella con voz inflexible—. No serías humano si no lo desearas. Y te estás preguntando cómo podrías llegar a vivir conmigo y mis hermanas. —Se encogió de hombros —. Bueno, algunas veces funciona y otras no. Yo me quedé mirándola, y no dije nada cuando ella se dio la vuelta, disponiéndose a dejarme. Era demasiado y no era lo bastante, y había logrado adivinar hasta el último de mis pensamientos. Y peor aún…, sabía que me faltaba muy poco para creerlo todo y que, creyéndolo, me sentía tentado. La seguí hasta el vestíbulo. Abrió la

puerta principal y me ayudó a ponerme el abrigo. Luego, me sonrió con una sonrisa cálida y triste. —Adelante —me dijo—. Todo va bien, créeme, pero, como un favor personal…, por favor, quédate en el porche. Asentí torpemente, temblando ante el viento que tiraba salvajemente de mi chaqueta y mi cabello, y crucé el umbral con los brazos bien apretados ante mi pecho. Pero antes de que fuera posible preguntarme sobre la locura, las pesadillas y la perfecta realidad de la tormenta, pese a su furia, ella murmuró mi nombre al cerrar la puerta a mi

espalda. Me volví y ella era toda sombras, sombras que oscilaban, y era Jean, y estaba sonriendo. —Dos cosas a considerar —dijo—, sólo para ayudarte a decidirlo. Ésta es la más importante: nunca más tendrás que estar solo de nuevo. Nosotras te daremos más compañía y protección de las que hombre alguno haya tenido jamás. «Oh, Jesús —pensé—, ¡por el amor de Dios, deja de sonreír!». Y lo hizo. De repente. Ahora su rostro era totalmente inexpresivo. —La segunda es… —Y sus ojos fueron hacia la calle y la tormenta para

volver luego hacia mí—. Si decides que tu deber es huir, no te creerán. Y me dejó solo y cerró la puerta, gruñendo.

Dientes Largos EDGAR PANGBORN

Edgar Pangborn (1909-1976) será recordado por aquellos que lleven largo tiempo leyendo ciencia ficción y fantasía a raíz de sus soberbios relatos sobre Davy, que mostraban el triunfo del arte y los eruditos sobre la opresión religiosa; estos relatos fueron combinados en una novela, Davy, publicada en 1964. Aunque Edgar

Pangborn fue más conocido por sus relatos de ciencia ficción, también fue el creador de relatos de terror tan tensos y bien escritos como «Dientes Largos». «Dientes Largos» tiene lugar en el Maine rural, y su tema es algo aterrador que nace, vive durante un breve tiempo en el bosque apacible…, y mata.

Mi palabra es digna de confianza. ¿Cómo puedo probarlo? Nací en Darkfield, ¿no? Después de estudiar, me mantuve lejos durante treinta años, pero cuando volví seguía siendo Ben Dane, uno de los Dane de Darkfield, el primogénito del juez Marcus Dane. Y ellos sabían que mi palabra era digna de confianza. Mi esposa murió, y yo me harté de todas las ciudades; luego también murió mi hermano Sam, el soltero, que había pasado toda su vida aquí, en Darkfield, dirigiendo su bufete de abogado con un solo empleado —él — en Lohman, lo que más se acerca entre nosotros a una metrópolis,

población: 6.437 almas. Un rápido ataque coronario a los cincuenta; yo le había querido mucho. Helen desaparecida, luego Sam…, recogí todos mis trastos, no demasiados y no muy importantes, y volví a casa, heredando al ama de llaves de Sam, Adelaide Simmons, con su ceñuda estabilidad y su celestial cocina. Cuando llega al final de la vida, la nostalgia del Maine es algo serio; tuve que rendirme a ella. Había esperado adentrarme poco a poco en la vejez de quien no ha tenido hijos, jugando al ajedrez por correspondencia y traduciendo unos cuantos clásicos. Pensé que podía contar

con el respeto continuado de mis vecinos. Ya he dicho que mi palabra es digna de confianza. Recordaré de nuevo ese día de mediados de marzo, hace unos cuantos años, con la nieve cayendo de un cielo de atardecer tan sucio como el fondo de un viejo cacharro de aluminio. Harp Ryder había limpiado el camino desde la última nevada, y supuse que el viejo Cubo de Tornillos podría hacer los tres kilómetros que había hasta su granja y volver antes de que nos viéramos atrapados. Harp me había pedido que le trajera un libro si pensaba viajar a Boston, cualquier condenado libro que

hablara de los esquimales, y le había conseguido uno, el Kabloona escrito por De Poncin. Vi los pequeños remolinos blancos que corrían locamente empujados por el viento, los diablos enanos como se les llamaba aquí, y recordé haber oído en la Oficina de Noticias de Darkfield, conocida también con el nombre de Almacén General de Cleve, que alguien había pronosticado la peor nevada en cuarenta años. Joe Cleve, que no consiente una radio en su almacén porque le irrita la úlcera, con su voz de Gran Inquisidor situado a un par de metros detrás de tu hombro derecho, preguntó:

—¿Por qué siempre tiene que ser la peor en tantos años? ¿Es que eso le servirá de ayuda a alguien? La oficina seguía analizando esta difícil pregunta cuando me fui, con mis cigarrillos y cuanto pude recordar de la lista hecha por Adelaide tras haberla olvidado en la mesa del comedor. Cuando entré en el camino de Harp todavía no eran las tres, y una ráfaga de viento golpeó a Cubo de Tornillos como si le hubieran atizado con una pala. Intenté conseguir impulso para subir la cuesta y llegar hasta lo alto, giré para evitar a un conejo idiota y, en vez de darle a él, tropecé con una zona de nieve

que se había derretido y vuelto a congelar, patinando hasta detenerme en un atasco del que sólo podría sacarme una buena grúa. Ese año cumplía los cincuenta y siete. Me costaba un poco respirar por haber fumado demasiado, y mi corazón (ahora lo sé) no era más fuerte que el de Sam. Dejé de maldecir —gradualmente, para evitar los actos impulsivos—, y metí el ejemplar de Kabloona bajo mi chaquetón. Iría andando el kilómetro que faltaba hasta la casa de Ryder, me quedaría tiempo suficiente para dejar el libro, decir hola y llamar por teléfono a una grúa; luego, dado que Harp nunca

había tenido coche y nunca lo tendría, podía volver andando y esperar a la grúa. Si Leda Ryder sabía conducir, eso no importó mucho después de que se casara con Harp. Cultivaban la granja casi igual que lo habían hecho los antepasados de Harp en los tiempos de Jefferson. Harp seguía cuidando a sus doscientas ponedoras con métodos que eran considerados modernos antes de que las pobres desgraciadas se vieran condenadas a las actuales granjas en cadena, pero sus otras empresas se acercaban aún más a la antigüedad. Permitía que en su gran huerto

sobreviviera una pequeña extensión de maleza hasta crecer uno o dos centímetros, para que así tuviera algo en lo que divertirse; en ningún otro sitio lograban sobrevivir. Unas cuantas vacas, un par de bueyes, cuatro acres para las cosechas del mercado y Droopy, una perrita cuya abuela, nadie sabía cómo, había logrado enredarse con una salchicha. La única amenaza que Droopy lograba emitir en su obesa vejez era un ladrido asmático. Los Ryder tenían que obtener por sí mismos casi todo lo necesario para vivir, salvo el tabaco que masticar y, de vez en cuando, un vestido nuevo para Leda. Así, Harp podía darle

la espalda al siglo XX y dudo de que Leda fuera consultada al respecto, pese a la obsesiva devoción que él sentía por ella. Tenía casi treinta años menos y, sí, no tendría que haberse casado con ella. La otra vertiente del asunto era igual de espinosa; ella no tendría que haberse casado con él, pero lo hizo. Quizá Harp fuera un dinosaurio, pero yo había crecido con él y le llevaba un año de ventaja. Nadamos, pescamos e hicimos el tonto juntos. Y cuando me hice viejo y volví a Darkfield, él fue uno de los pocos que se alegró al verme, siempre que puedas confiar en lo que lees escrito en un

rostro que es como un promontorio de granito. Harp Ryder quizá llegara a sonreír dos veces por semana. Subí por la cuesta, y me di cuenta de que había dos juegos de huellas de neumáticos anchos ya emborronadas por la nieve, uno de ida y otro de vuelta. Sería el camión de los huevos al que había rebasado un cuarto de hora antes en la carretera. Cada vez que el viento del oeste que soplaba a mi espalda se calmaba un poco, podía darme la vuelta y gozar de uno de mis paisajes favoritos, álamos y matorrales de cicuta. Desde la Cuesta de Ryder no se ve señal alguna de Darkfield, cuatro kilómetros hacia el

sudoeste, exceptuando un campanario de iglesia. En los días claros se puede divisar el Monte Pelado y sus dos hermanos mayores, unos treinta kilómetros al oeste de nosotros. La nieve estaba arreciando. Fue un alivio y un placer ver las negras tejas del granero de Harp, y el tejado de su casa estilo Cabo Cod. La casa era algo más corta de lo normal, con lo que parecía acurrucarse contra el granero; en realidad, la casa y el granero estaban conectados por un cobertizo de dos pisos, que tenía unos cuatro metros y medio de ancho por unos doce de largo: la parte baja se usaba para guardar leña,

la de arriba para las gallinas. El dormitorio de los Ryder, que daba al este, se encontraba sólo a un metro escaso por encima de las tejas de ese cobertizo. Ellos sí que se iban realmente a la cama con sus gallinas. Grité, porque Harp estaba a punto de cerrar la gran puerta del cobertizo, y él la sostuvo para que entrara. Eché a correr y la tormenta corrió detrás de mí. El viento del oeste rebotaba en el granero; los torbellinos y las ráfagas nos aullaban en los oídos. La temperatura había bajado bastante desde que dejé Darkfield. El termómetro que había junto a la puerta del granero indicaba casi nueve bajo cero, y supe

que me había portado como un maldito estúpido. Mientras ayudaba a Harp en su lucha por cerrar la puerta, creí oír a Leda, llorando. Una impresión tan rápida como confusa. El viento estaba explorando nuevas intensidades de pasión, la gran puerta crujía, y Harp me estaba preguntando: «¿Se ha estropeado el trasto?». Sigo creyendo que oí llorar a Leda. Si fue así, el llanto terminó cuando logramos pasar el pestillo de la puerta, y Harp colocó detrás de ella una gruesa barra nueva de cinco por diez centímetros. No logré entender por qué hacía eso: estaba seguro de que el viejo

pestillo resistiría a cualquier viento que no llegara a la categoría de huracán. —Cubo de Tornillos nunca se estropea. Tendrías que conseguirte uno, Harp…, te hace mucha compañía. Todo lo que hizo fue meterse en la cuneta. —Puede que vuelvas a verle cuando llegue la primavera. —Sus gallinas estaban arañando el suelo en el piso de arriba, la tormenta todavía no las había asustado. Los ojos de Harp eran puntitos grises en los que brillaba una luz preocupada—. Ben, ¿crees que un hombre es viejo a los cincuenta y seis años? —No. —Mis huesos (que estaban

haciéndose viejos) anhelaban el calor de su cocina-comedor-sala de estar-sala de todo, y no tristes filosofías—. ¿Puedo usar tu teléfono? —Siempre que no se haya caído la línea —contestó sin moverse, un hombre azotado por tormentas distintas a la de fuera—. Esos vagos no han cortado ni una sola rama de las copas en todo el verano. Se lo dije, por supuesto, les dije lo que pasaría… Ben, quiero decir, ¿lo bastante viejo como para empezar a pensar idioteces? —Quizá mi rostro le indicara lo que yo pensaba: que se estaba preocupando por culpa de tener una esposa demasiado joven. Frunció el

ceño, disgustado al ver que yo no le había entendido—. Quiero decir, ver cosas. Cosas que no pueden ser, pero que… —Harp, eso es algo que nos puede pasar a todos a cualquier edad. Mi observación era una forma estúpida de escurrir el bulto, ofrecer una piedra cuando me pedían pan, porque yo tenía frío, estaba impaciente y quería entrar. Harp siempre ha poseído una tensa sensibilidad que funciona en una sola dirección. Su rostro se quedó rígido y helado. —Bueno, entra y caliéntate. Leda no se encuentra demasiado bien. Ha pillado

un resfriado o algo parecido. Cuando bajó la escalera y me dio la bienvenida, Leda tenía los ojos enrojecidos. No creo que fuera el viento quien hizo ese ruido. Droopy abandonó su cesto situado detrás de la estufa para venir hacia mí, andando igual que un pato, y tras olerme los pies, me concedió el acostumbrado aprobado por los pelos. A Leda las cosas nunca le habían resultado fáciles allí. No siendo joven y apasionada, y teniendo más bien pocos recursos mentales… Ese año cumplía los veintiocho, y parecía alta porque sabía llevar su firme cuerpo con un

porte espléndido. Parte de la dureza que había en su boca de anchos labios y en sus brillantes ojos grises era desafío sexual, y otra parte era puro descontento. Leda me gustaba; no era una mujer cuya naturaleza estuviera hecha para el mal o la animosidad. Antes de su matrimonio, la Oficina de Noticias de Darkfield solía afirmar, con su acostumbrada y escrupulosa imparcialidad, que a Leda se le había echado encima cualquier cosa con pantalones en un radio de cincuenta kilómetros. Por una vez es posible que la oficina hubiera puesto un granito de verdad en su maledicencia, pues Leda

tenía ese poder inflamable que atrae a los hombres sin necesidad de palabra o gesto alguno. Después de su repentino matrimonio con Harp —todo esto me lo contó Sam; entonces yo no vivía en Darkfield y no la había conocido—, todos los cotilleos pasaron a la clandestinidad rápidamente; hacer que Harp Ryder se enfureciera nunca había resultado saludable. La línea aún no se había cortado. Mientras esperaba a que me contestaran del garaje, Harp dijo: —Ben, no puedo dejar que vuelvas caminando con ese tiempo. Quédate, ¿eh?

No quería hacerlo. Eso significaba trabajo extra y molestias para Leda, y yo era lo bastante viejo como para desear la seguridad del cubil que ya conocía. Pero me pareció notar que Harp deseaba que me quedara por motivos particulares. Le pedí a Jim Short, del garaje, que se llevara a Cubo de Tornillos si yo no estaba allí para aguardarle. Jim rugió. —¿Sabes el tiempo que hace ahora mismo? —Parece que nieva un poquito. —¡Jesús! —Tapó el auricular de su lado, pero no lo hizo demasiado bien. Su voz cargada de entusiasmo me llegó a

través de la línea y sus fríos y férreos ecos—. ¡Eh, el viejo Ben ha metido otra vez ese trasto en la cuneta! ¿Verdad que eso es algo…? Oye, Ben, no puedo prometértelo. Ya tengo ocupadas a las dos grúas. Será mejor que no te muevas, y le des gracias al Señor por haber llegado tan lejos. —De acuerdo —dije—. No era una cuneta muy profunda. Leda nos dio café. No paraba de mirar hacia el descansillo que había al pie de la escalera, donde ya reinaba una oscuridad igual a la de la noche. El recinto de la escalera daba a una puerta principal que nunca se usaba; más allá

de ese descansillo se encontraba la otra gran habitación del primer piso, donde se guardaba de todo, incluso a los invitados…, y donde dormiría yo. No sé qué esperaba encontrar Leda en esa sombra. Cuando un trozo de madera emitió un extraño ruido en la chimenea, sus labios se apretaron con fuerza para ahogar un grito. El café me calentó. Para entonces el tiempo ya no permitía discutir si me quedaba o no. Todavía no eran las tres y media, pero tanto el oeste como el norte se habían perdido en una furiosa masa negra. Apenas si podía ver la parte delantera del granero, situado a unos

doce metros de distancia, por entre la sibilante inundación blanca. —Con eso nadie va a ir a ningún sitio —dijo Harp. Su casita se estremeció, dando más fuerza a las palabras—. Leda, no pareces muy animada. Descansa un poco. —Será mejor que arregle la habitación de Ben. Ninguno de los dos habló con mucha ternura, pero cuando ella se dio la vuelta ese sentimiento brilló claramente en el rostro de Harp. Luego, alguna otra necesidad retorció su rostro granítico, haciéndole perder su impasibilidad habitual. Su flaco cuerpo se inclinó

hacia adelante, como intentando ayudarle a hablar. —No pensarás que he perdido la cabeza, ¿verdad? —me preguntó. —Por supuesto que no. ¿Qué te preocupa, Harp? —Hay algo en los bosques, algo que no debería estar allí. —Esas palabras fueron para mí todo un alivio; no tendría que escuchar los problemas matrimoniales de otro hombre—. Cristo, ojalá alguna vez le cayera encima a otro, para así poder decir lo que sé, y que no se rieran de mí desde aquí hasta el infierno. Yo no soy de los que imaginan cosas.

Con Harp hay que ir como pisando cáscaras de huevo. En cualquier momento podía decidir que era yo quien se estaba riendo. —Cuéntamelo —dije—. Si por allí fuera hay algo, ahora debe tener bastante frío. —Ajá. —Fue hacia la ventana del norte, mirando el punto donde los dos sabíamos que se encontraba el camino, oculto por la confusión blanca. La tierra de Harp bajaba a cada lado del camino hasta encontrar el confín de un gran bosque de especies perennes. Katahdin se encuentra a más de ochenta kilómetros, al norte y un poco al este de

nosotros. Vivimos en un mundo que siempre se está encogiendo, pero aún se podía salir de la granja de Harp y, salvo por algún que otro sendero vecinal y los ríos, no muchos y no muy grandes, se podía permanecer dentro del bosque hasta llegar a la tundra o hasta Alaska —. Viene cuando hace este tiempo — dijo Harp. Se dejó caer en su maltrecho sillón de la cocina, y alargó la mano hacia el ejemplar de Kabloona. Apenas había empezado a hojear el libro cuando Leda volvió con nosotros. —Un nombre raro. —Kabloona es una palabra esquimal

para el hombre blanco. —¿Hizo esas fotos…? ¿Son buenas, Ben? —A mí me gustan. Están al final del libro. —Oh. —Pasó las páginas apresuradamente en busca de las fotos, pero sólo estudió las que mostraban los fuertes rostros esquimales, y su interés se desvaneció. Fuera lo que fuese lo que deseaba encontrar, no estaba allí—. Esta gente, son… ¿son civilizados? —A su modo, desde luego que sí. —Ajá, este tipo da la impresión de que sabría encontrar su camino en los bosques.

—Eso es probablemente lo único que no sería capaz de hacer, Harp. Nunca ven un árbol a no ser que vengan al sur, y eso es algo que odian. Todo lo que se encuentra por debajo del Ártico les resulta demasiado cálido. —¿Es cierto…? Bueno, es un libro estupendo. ¿Cuánto valía? —Lo había encontrado de segunda mano y Harp me pagó hasta el último centavo del precio exacto—. Me encantará leerlo. Jamás lo leería. Acabaría en el estante de la sala, junto con la Biblia, un viejo almanaque y un Longfellow, hasta que algún día subastaran este lugar, y nadie se acordara de cómo vivía Harp.

—¿Qué ocurre, Harp? —Oh… Desde el verano pasado he estado oyendo ruidos en los bosques. Pensé que era un zorro, pero luego descubrí que no lo era. Hace que se te pongan los pelos de punta. En agosto pasado perdí una vaca en el pastizal del norte, el que está al otro lado del camino. Faltaba todo un trozo de valla. Ben, quiero decir que los dos tablones de encima habían sido arrancados de los clavos. No había señales de martillo. —¿Un oso? —La única huella que encontré se parecía a la de un oso pero era demasiado pequeña. Ben, ya sabes que

un oso no podría arrancar esos tablones. —Puede que la vaca los rompiera, asustada por algo. Harp siguió hablando, mostrándose paciente conmigo. —Ben, ¿crees que yo construiría una valla para vacas clavando los tablones desde fuera? Si la vaca golpeara la valla con todo su peso podría hacerla pedazos, claro. Y se mataría haciendo eso, y por los fragmentos de los tablones habría sangre y pelos, y la vaca estaría allí, no a tres kilómetros en el interior del bosque. Ocurrió durante una gran tormenta. Pensé que debería ser alguien que me guardara rencor, quizá algún hijo

de perra que deseaba la propiedad, e intentaba asustarme para que dejara el sito donde he pasado toda mi vida, y donde ha vivido mi familia antes que yo. Pero eso no tiene sentido. Encontré a la vaca una semana después…, lo que aún quedaba. Metida en el bosque. La cabeza y los huesos. La piel estaba desgarrada y esparcida a su alrededor. Cualquier persona que hubiera querido comer ternera habría cortado los trozos que deseaba, y se habría largado con ellos. No se habría sentado allí para roer la carne de los huesos, por Cristo. No habría arrancado un fémur de su articulación… De acuerdo, quizá fuera

un oso. Pero ningún oso hizo ese trabajo con la valla, y luego se llevó a la vieja Nell tres kilómetros al interior del bosque para matarla. Era una Jersey preciosa, tan lista como un gatito. Leda se preocupaba por ella como nunca se ha preocupado por el ganado… Desde entonces he buscado muchas veces en los bosques, y nunca he encontrado nada. De vez en cuando olí algo. Un olor escurridizo y raro, como el del oso, pero… distinto. —Pero, Harp, con nieve en el suelo… —Ahora sí que dirás que estoy loco. Cuando hace buen tiempo no he

encontrado sus huellas ni una sola vez. Le oigo por las noches, pero cuando voy de día al sitio donde creí oír el ruido no hay ningún rastro. Sólo lo que se ve normalmente en la nieve. Lo sé. Vive en los árboles, y no baja salvo cuando hay tormenta, no me queda otro remedio que creer eso, ¿verdad? Porque es entonces cuando viene, Ben, cuando el tiempo se pone como ahora, como ahora mismo. Y el viejo Ned y Jerry se vuelven locos en el establo, y a veces oímos su ruido debajo de la ventana. Enciendo mi linterna y miro por el cristal…, pero nunca le he visto. Si hay algo de luz para ver, salgo con la escopeta del diez y hay

huellas alrededor de la casa…, agujeros llenándose de nieve. Por la mañana puede que aún queden algunas huellas, en dirección a los bosques del norte, pero bajo los árboles no encontrarás ninguna. Entonces, ¿se sube a las ramas y viaja de esa forma…? Sólo le he visto una vez, Ben. En octubre pasado. Será mejor que antes te cuente otra cosa. Un día o dos después de haber encontrado los restos de la vieja Nell, perdí seis gallinas de raza. Había fabricado un par de paneles en forma de caja, quizá lo recuerdes, para que las aves pudieran colocarse en fila y anidar de noche en el granero. Las puertas son buenas y

siempre las he cerrado. A las dos de la mañana, Ned y Jerry se vuelven locos. Voy por el cobertizo al establo y estaban asustados, Ned intentaba abrirse paso a coces. Les calmé, miré por todo el establo…, el altillo, el cuarto de los arneses, todo. Nada. Una noche sin un solo ruido, no había luna. Debió de ser algo que los caballos olieron. Volví al cobertizo y encontré una de las puertas de las cajas abierta…, arrancada del cerrojo. Un ladrón de gallinas habría traído algo con que abrirlo…, ¿no sería un condenado idiota si no lo hiciera así? Se llevó seis gallinas, seis ponedoras estupendas de cuatro kilos cada una, y

dejó las cabezas en el suelo…, arrancadas a mordiscos. —Harp…, un lunático. La gente puede volverse loca y obrar así. Hay viejas historias… —He estado intentando creer eso. ¿Sería posible para un hombre vivir aquí en invierno? ¿A veinte bajo cero? —Quizá una cueva…, pieles de animal. —He reforzado con tablas toda la parte trasera del cobertizo. He hecho lo mismo con las ventanas que dan a las gallinas…, tablones de cuatro por diez con clavos de diez centímetros metidos de lado. Están a casi cuatro metros del

suelo, y no ha intentado entrar por ellas, todavía no… Así que después de lo ocurrido avisé al sheriff Robart. Ese hijo de perra da la casualidad de que vive en Darkfield, y podría pensarse que se tomaría cierto interés en el asunto. —¿Sirvió de algo? Harp se rió. Hizo eso mirándome fijamente, sin hacer ningún sonido y sin mover músculo alguno, con excepción de un leve temblor en las comisuras de los ojos. Un arte de Nueva Inglaterra; quizá llegó a bordo del Mayflower. —Robart vino pasado un tiempo. Le enseñé esa puerta. Le enseñé las cabezas de las gallinas. Le dije cómo me había

estado pasando las noches fuera, sentado sobre mi trasero, con la escopeta del diez. —Harp se puso en pie para descargar el jugo de tabaco en la chimenea; tiene la teoría de que eso purifica el aire—. Ben, tendría que haber acercado un poco más esas cabezas de gallina a su nariz. Cuando vino ya no estaban muy frescas, compréndeme… Simuló que pensaba dar una vuelta por allí, y que ya me diría algo. Eso fue a mediados de septiembre. Desde entonces no le he vuelto a ver. —Quizá haya pensado que no sería bienvenido, ¿no crees? —Vaya, resultaría tan bienvenido

como una bosta encima de un mantel. —Hablaste de… de verlo, ¿no, Harp? —Se le podría llamar así… De acuerdo. Fue durante el veranillo de san Martín, ¿recuerdas? Esos días, igual que en junio pero los colores son más bonitos y el aire huele a limpio, como lavado por el viento… Dios, me gusta eso, me gusta octubre. Había bajado hasta el lugar donde arreglé mi valla después de perder a la vieja Nell. Lo único que hice fue apoyarme en ella, supongo que estaba cansado. La tarde estaba terminando y el cielo ya se ponía rosado. Ya sabes cómo la valla corta el

terreno hasta el bosque que hay al este, ¿no? He dejado crecer los arbustos…, son viejos y fuertes, y entre ellos hay bichos que les encanta comer a los pájaros. Estaba mirando hacia esa pequeña brecha que hay entre los bosques del norte y mis malezas, donde asoma un poco de pasto que nunca ha sido comido. Un lugar precioso. Hace unos años vino un amigo mío que es pintor y le hizo un cuadro, dijo que el lugar era igual que un coró, no sé qué diablos es eso, no me lo dijo. Yo acaricié la superficie marrón de su escritorio. —¿Le viste ahí?

—No. A mi derecha, entre los matorrales. Supongo que estaría a unos quince metros de mí. Por Dios, no volví la cabeza. Lo percibí con el rabillo del ojo, y me volví hacia el otro lado como si tuviera intención de volver por donde había venido. Hice como si estuviera fijándome en algo que había entre la hierba, y luego volví a la valla, acercándome un poco más. No se había movido, como si me esperase, una mancha oscura metida entre los arbustos, junto al gran abedul amarillo. Tenía casi la altura de un hombre. No llevaba conmigo ningún arma, ni tan siquiera un palo… Tenía los hombros anchos, no

pude ver sus malditos pies. No podía medir más de metro y medio estando erguido. Sus manos, si es que las tiene, estaban ocultas entre los arbustos. Ben, tiene el pelo marrón, está totalmente cubierto de un pelo castañorrojizo. Su cara también, su cabeza, su cuello, grueso y musculoso. Bajo la luz del sol el vello reluce, no hay forma de confundirlo con otra cosa. Así que…, le miré directamente. Intenté actuar como si no le viera todavía, pero él lo supo. Se fundió con los arbustos, y puso entre él y yo al tronco del abedul. Sin un solo ruido. —Y entonces Harp se quedó callado, intentando oír a Leda en el piso

de arriba. Siguió hablando en voz más baja—. Ajá, volví corriendo a buscar un arma y registré el bosque, aunque para lo que me sirvió… Supongo que querrás oír algo más sobre su cara. Eso no se lo he contado a Leda. Verás, está asustada y no quiero empeorar las cosas, sólo dije que era algún animal que se había escabullido antes de que pudiera verle bien. Su cara era muy ancha, Ben. Una cabeza realmente humana, aunque la mandíbula está demasiado salida. No gran cosa como nariz…, sólo puntos sin vello. Ben, los… ¡los dientes! Vi abrirse su boca, y él alzó un poco el labio para mostrarme esas cosas, esos cuchillos.

Los he visto igual de grandes en un oso adulto. Eso es lo que oiré si alguna vez intento contarlo. Dirán que vi a un oso. Mira, maté a mi primer oso cuando tenía dieciséis años, y papá me llevó a Jackman. Desde entonces creo que he matado por lo menos uno cada año. Les conozco, sé todo lo que pueden hacer. Pero eso es lo que oiré si cuento la historia. Soy un naturalista, frustrado, y estoy repleto de hechos y datos varios. Sé que no hay ningún mono que pueda soportar nuestros inviernos, salvo quizá el langur del Himalaya, que es inofensivo. En ningún lugar del planeta vivía una bestia

como la que Harp me había descrito. Eso no servía de mucho. Harp era sincero; no había perdido la cabeza y deseaba una explicación razonable tanto como yo, no en balde era el ateo del pueblo. —Supongo que eso es lo que oirás, Harp —le dije—. La mayor parte de la gente no acepta lo…, lo que se sale de lo normal. —Quizá le oigas esta noche, Ben. Leda estaba bajando la escalera y oyó parte de sus palabras. —Te lo ha contado, Ben. ¿Qué te parece? —No sé qué pensar.

—Leda, yo había pensado que si imitara ese ruido… —¡No! —Se había traído unas cuantas cosas que remendar e iba a sentarse, pero al oír eso se quedó helada, como si algo pudiera atacarla de repente—. No podría soportarlo, Harp. Y… quizá viniera. —¿Viniera? —Harp lanzó una risita inquieta—. No creo que pudiera hacerlo tan bien como para que se acercara. —¡No lo hagas, Harp! —De acuerdo, cariño. —Leda tenía los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás—. No hace falta que te pongas tan nerviosa.

Empecé a preguntarme si un hombre que parecía estar cuerdo era capaz de inventar tal horror con el propósito inconsciente de atormentar a una mujer demasiado joven para él, una mujer de la que nunca podría creer que era suya. Si él le decía que el ladrido de un zorro no era de un zorro, ella le creería. —No deberíamos hablar de ello si tanto la preocupa —dije. Harp me miró igual que un hombre emergiendo de los abismos marinos para ver la luz. —Dios, ojalá pudiéramos irnos a Boston —dijo Leda, con un hilo de voz cargado de dolor.

El rostro granítico de Harp se puso tenso, a la defensiva. —Leda, ya hemos hablado de todo eso. Nada va a expulsarme de mi tierra, y a mis años no puedo vivir en la ciudad. Jesús, ¿qué haría yo allí? ¿Vigilante nocturno? Por Cristo, ¿quizá barrer la casa de alguien? Los ahorros habrían desaparecido en nada. Ya hemos hablado de ello. No nos iremos a ningún sitio. —Podría encontrar trabajo. —Por supuesto, para Harp eso era lo peor que ella podía decir. Es probable que Leda se diera cuenta ante su silencio y su expresión atónita—. Se me ha olvidado

algo arriba —dijo, intentando salvar la situación. Cogió sus ropas y sus trastos de coser y se fue. El resto del día no hablamos más de ello. Les fui siguiendo durante el ordeño y el resto de las tareas, echando una mano donde sabía hacerlo, y lo dejamos todo tan asegurado como nos fue posible contra la tormenta o cualquier otro enemigo. La criatura peluda de largos dientes fue nuestro espectral invitado durante la cena, pero no le hicimos caso, o eso fingimos, en bien de Leda. De todos modos la cena habría resultado incómoda. No estaban acostumbrados a

tener huéspedes, y Leda era una cocinera más bien mortífera, porque el cocinar no le importaba en lo más mínimo. Siendo una chica de Darkfield, supongo que había padecido el habitual potaje de sueños televisivos del siglo XX hasta que un impulso, o quizá una falsa señal de embarazo, la engañó para que se casara con un hombre del siglo XIX. Comimos venado guisado igual que si fuera ternera, y verduras demasiado cocidas. No me gusta el venado, ni siquiera cuando lo guisan como es debido. A las seis, Harp puso su radio de pilas, y escuchó con el rostro de piedra

las malas noticias del día y el pronóstico meteorológico: «… una tormenta de nieve que puede acabar demostrando ser la peor en cuarenta y dos años. Desde las tres de la tarde han caído cuarenta y cinco centímetros en Bangor y cincuenta y tres en Boston. No se espera que terminen las precipitaciones hasta mañana. Los vientos aumentarán de velocidad durante la noche, hasta llegar a los ciento veinte kilómetros por hora». Harp apagó la radio bruscamente. Otras noches que había pasado allí dejaba que Leda la tuviera encendida después de la cena, aunque bajito, de tal forma que durante

toda la velada se escuchaba un continuo parloteo apagado mezclado con música. Esta noche Harp tenía la intención de escuchar otras cosas. Leda lavó los platos, se despidió pronto y salió casi corriendo por la escalera. Harp no decía nada, salvo cuando la cortesía le obligaba a contestarme. Nos quedamos sentados y escuchamos caer la nieve y el viento enloquecido. Una hora de eso fue suficiente para mí; dije que estaba molido y deseaba acostarme temprano. Harp me acompañó hasta mi cama de la otra habitación y puso otro pedazo de arce, más parecido a una roca, dentro de la ventruda estufa. Logró

fabricar una dificultosa sonrisa granítica, agotando quizá su ración de toda la semana, y sacó una botella de un armarito que había estado durante muchos años bajo un grabado del salón; creo que era George Washington concluyendo un tratado con algún abatido enfermo de hepatitis, que podría haber sido el general Cornwallis si el difunto general hubiera tenido dos pies izquierdos. La botella contenía un aguardiente de centeno que Harp creía sinceramente que se podía beber, y se había desollado el pescuezo durante cuarenta años para intentar demostrarlo. Mientras se me curaba la garganta, Harp

dijo: —No tendría que haberte molestado con todas estas tonterías, Ben. Espero que no te eche a perder el sueño. Me dejó su linterna de repuesto y luego se fue, cerrando la puerta. Le oí dejarse caer de nuevo en su sillón de la cocina. Con la luz apagada y tapado por demasiadas mantas, oí el cruel susurro de la nieve. La estufa murmuraba amistosamente, creando para mí un capullo de vida y calor en mitad de una tierra desolada, donde reinaba un frío sobrenatural. Luego oí a Leda en lo alto de la escalera, su voz tímida, cansada y con una dulce invitación en

ella: —¿Vienes a la cama, Harp? La escalera crujió bajo sus pasos. Cerraron la puerta, y unos instantes después Leda gritó, presa de ese dolor deseado que es la breve liberación de los problemas. Recordé algo que Adelaide Simmons me había contado una vez sobre esta casa, a cuyo piso superior no había ido desde que Harp y yo éramos chicos. Adelaide, una de las poquísimas mujeres de Darkfield que nunca hablaba mal de Leda, dijo que la pequeña habitación del oeste, la que estaba ante el dormitorio de Harp y Leda, había

sido arreglada como cuarto infantil, y que Harp no dejaba entrar en ella ningún tipo de mobiliario salvo el que convenía a un bebé. Y así había sido desde que se casaron, siete años antes. Pasó otra hora mientras que yo me revolvía, exasperado al no poder dormir. Y entonces oí a Dientes Largos. El ruido vino del lado oeste, más allá del huerto cubierto por la nieve. Cuando me arrancó del borde del sueño intenté pensar que era un zorro gruñendo, ese chillido tintineante y metálico que la pequeña bestia rojiza es capaz de hacer brotar de su cuello, como

si fuera un dragón eructando. Pero, una vez despierto, supe que el sonido había sido mucho más grave, y venía de un pecho muy superior en tamaño. ¿Quizá un búho cornudo? No. Era un sonido que pertenecía a tiempos antiguos, cuando los hombres confiaban en armas de piedra labrada, y tenían todas las razones posibles para temer a la oscuridad. Las grietas de la estufa me dieron la luz suficiente para buscar a tientas mi ropa. El viento no se había calmado en lo más mínimo. Avancé torpemente hacia la ventana del oeste, acabando de abrocharme los botones, y me encontré

con un vacío blanco. La nieve había logrado entrar por la parte inferior de la ventana de guillotina. Poniéndome de puntillas apenas si lograba ver algo por encima. Apareció una luz, bañando con su tenue claridad el campo nevado que había más allá. Debía venir del dormitorio de los Ryder, penetrando por la ventana del cuarto destinado al bebé para perderse luego, débil y difusa, en el caos de la ventisca. ¡Yaaarrhh! Ahora había sonado horriblemente cerca. Por las ventanas de la sala que daban al norte no vi nada, sólo la negrura. Harp se acercó a mi puerta,

haciendo crujir el suelo. —¿Estás despierto, Ben? —Sí. Quería echar un vistazo por la ventana del oeste. No había dejado ninguna luz encendida en la cocina, y sólo nos llegaba un débil resplandor procedente del dormitorio. —Sí, la nieve está un poco alta — murmuró Harp detrás de mí—. Ahora debe alcanzar unos noventa centímetros. ¡Yaaarrhh! El grito había sonado en el lado sur, el lado de la casa que menos ventanas tenía, donde sólo había una situada a la altura de la cocina y otra, muy pequeña,

situada en el pequeño recinto donde se encontraba la bomba de mano. Lo que se veía desde esa ventanita no era gran cosa, pues delante había un gran arce que dominaba la casa. Pude oír el gemido del viento al soplar por entre las desnudas ramas del árbol. —Ben, ¿quieres ponerte las botas? Es cosa tuya…, no puedo pedírtelo. Quizá tenga que salir. Harp hablaba en voz muy baja, como si la bestia fuera capaz de comprenderle a través de las gruesas paredes. —Por supuesto. Me puse mis botas de media caña, cogí la chaqueta, y le seguí hasta la

cocina. Un rifle del calibre 30 y su pesada escopeta colgaban de la cornamenta de un ciervo, suspendida sobre la puerta que daba al cobertizo. Harp buscó a tientas en la oscuridad y los encontró. El valor que tuve aquella noche nació de verme impulsado a la acción por miedo a la vergüenza, por el temor de quedar mal ante un viejo amigo que se encontraba en apuros. He estado en la invasión de Normandía. He acampado al aire libre, sin compañía, cuando era más joven y gozaba de buena salud, y siempre dormí estupendamente. Pero ese ruido hecho por Dientes Largos te

robaba el valor, y se abría paso a lo largo de tu espina dorsal como un dolor físico. Tenía la linterna de repuesto, pero sabía que Harp no deseaba que la utilizara aquí. Podía distinguir el contorno de los muebles y a Harp alargando la mano hacia las armas. Ya se había puesto las botas, el gorro de piel y su chaquetón forrado de lana. —Coge esto —dijo, y me puso la escopeta en las manos—. Los dos cañones están cargados. No acostumbro a hacerlo, no es bueno, pero desde que todo esto empezó… ¡Yaaarrhh!

—¿Dónde se ha metido ahora? — Harp estaba junto a la ventana del sur—. ¿Habrá venido por este lado? —Eso me había parecido… ¿Dónde está Droopy? Harp se rió levemente. —¡Pobre desgraciada! En cuanto oyó el primer ruido subió al piso de arriba y se metió bajo la cama. Le he dicho a Leda que no se mueva de allí. Si estuviera aquí abajo querría encender la luz. Sería una estupidez. Y entonces, viniendo aparentemente del lado este del cobertizo, donde estaban las gallinas, retumbando y despertando ecos en alguna superficie

que devolvía el sonido: ¡Yaaarrhh! —¡No puede haberlo hecho! ¡Jesús, eso está casi a cuatro metros del suelo! —Pero Harp se lanzó hacia el cobertizo y yo le seguí—. Mantén la luz apuntando al suelo, Ben. —Subió corriendo los angostos peldaños de la escalera—. No enfoques a las gallinas o se pondrán histéricas. De momento las gallinas, siempre estúpidas y virtualmente ciegas en la oscuridad, se habían limitado a emitir un leve cacareo de alarma. Pero algo estaba agarrado a la parte exterior de la ventana este, gruñendo, haciendo castañetear sus dientes, golpeando los

tablones que la reforzaban. ¿Con un puño…? Sí, no parecía otra cosa. —¡Enfoca la ventana con tu luz! — me ordenó secamente Harp. Y disparó a través del cristal. No oímos ningún grito. Cualquier ruido del exterior quedó cubierto por la tormenta y el cacareo de las gallinas, escandalizadas por el disparo. El vidrio estaba bastante sucio a causa del continuo ir y venir de las gallinas; no pude ver nada a través de él. La bala había atravesado el cristal sin romperlo, saliendo luego por entre los tablones, pero la bestia debió soltarse antes de que Harp disparara.

—Tengo que salir allí fuera. Ben, quédate aquí. —Volvió a la cocina, y cambió el rifle por la escopeta—. Quizá no tenga ocasión de apuntar. Te acuerdas de cómo funciona este trasto, ¿no? Hay ocho balas en el cargador. —Me acuerdo. —Bien. Y aguza el oído. Harp salió corriendo por la puerta que daba a una pequeña zona pavimentada contigua al cobertizo. Para llegar a la ventana del este tendría que abrirse paso a través de la nieve que había detrás del cobertizo, ya que antes había bloqueado todas las salidas de la parte trasera. Podía rodear la casa, pero

eso sólo si resistía los embates del viento del oeste, y luchaba contra ráfagas de nieve aún más fuertes. Me quedé mirando, y vi cómo su gran sombra se esfumaba hasta hacerse invisible. —¿Le… le ha matado? —preguntó Leda con voz temblorosa. —No lo sé. Ha ido a ver. No te muevas… Oí una vez más ese gruñido infernal antes de que Harp volviera, y una vez más pareció venir de un punto situado por encima del suelo; debía de estar en el gran arce. Y luego, unos instantes después —yo seguía con los ojos

clavados en la oscuridad, intentando ver a Harp—, un gran estruendo de cristal y madera al romperse, y el feroz golpe de una puerta en el piso de arriba. Oí un leve jadeo, que se convirtió en grito y se interrumpió de repente, y un alarido como ningún ser humano debería escuchar jamás. Todavía puedo oírlo. Creo que la sorpresa me hizo perder algunos segundos. Luego, me encontré subiendo torpemente por la angosta escalera, estorbado por el rifle y la linterna. El viento rugía por el hueco de la puerta de la cocina, y un instante después Harp apareció por ella, haciéndome a un lado. Pero cuando

abrió de un manotazo la puerta del dormitorio yo le seguía de cerca. La ráfaga de viento que había entrado por la ventana rota y había hecho cerrarse la puerta apagó también la lámpara. Pero nuestras linternas nos dijeron de inmediato que Leda no estaba allí. En el dormitorio no había nada que aún tuviera vida. Droopy yacía entre un montón de fragmentos de cristal y pedazos del marco de la ventana, con el cuello aplastado…, algo la había pisoteado. La colcha había sido arrastrada casi hasta la ventana; quizá la mano de Leda se había aferrado a ella. Vi sangre en

algunos de los cristales, y en los restos de la ventana había un mechón de pelo rojizo. Harp volvió corriendo al piso de abajo. Yo me quedé unos segundos más en el dormitorio. El dardo del miedo se había clavado hondamente en mi ser, pero en esos momentos su único efecto era dejarme entumecido, insensible a todo. Mi linterna iluminó una horrible foto colgada de la pared, la madre de Harp a los cincuenta años o algo así, petrificada y con una expresión ácida en el rostro, contemplando la habitación, una deidad puritana con los ojos medio cerrados y llenos de sombras

fantasmales. Me acordé de ella. Cuando su padre murió, Harp dejó de guardar las apariencias y no volvió a la iglesia. La señora Ryder «dejó de reconocerle». La granja era de Harp; la señora Ryder se desentendió de ella, fue a vivir con una hermana viuda en Lohman y murió poco después, sin haberse reconciliado. Harp siguió viviendo como un solterón, recluido y lleno de manías, hasta que a los cincuenta años llegó su extraño matrimonio. Y ahora, aquí estaba mamá, vigilante, el rostro ceñudo, sin haberle perdonado. Confuso y aturdido por los acontecimientos, pensé: «Oh,

probablemente siempre hacían el amor con la luz apagada». Pero ahora Leda no estaba aquí.

Fui detrás de Harp, que había dejado la puerta de la cocina abierta para que el viento la hiciera golpear contra el marco. Salí de la casa con el rifle y la linterna, y vi su luz al otro lado del camino. No había ninguna otra luz, sólo el pequeño resplandor de su linterna y la mía. Tan pronto como me hube obligado a dejar atrás la esquina de la casa para penetrar en el fantástico abrazo de la

tormenta, supe que no lo conseguiría. El viento del oeste clavaba agujas de hielo en mi cara. La nieve me llegaba hasta la mitad de los muslos. Con los pulmones débiles y, quizá, un corazón en no muy buen estado, lo único que podría hacer aquí fuera sería morir rápidamente para nada. En un segundo más, Harp empezaría a bajar por la cuesta que llevaba a los bosques. Sus huellas ya estaban desapareciendo bajo el haz luminoso de mi linterna. Avancé un poco más, y un momento de calma en la tormenta me permitió gritar: —¡Harp! ¡No puedo seguirte! Me oyó. Puso las manos alrededor

de su boca y gritó: —¡No lo intentes! ¡Vuelve a casa! ¡El teléfono! Agité la mano para indicar que había comprendido el mensaje, y me esforcé por volver. Estuve a punto de no conseguirlo. Caí de bruces nada más cruzar el umbral de la cocina, el rifle y la linterna escapándoseme de entre los dedos para perderse estrepitosamente no sabía dónde, y allí me quedé hasta haber recuperado el aliento necesario para continuar con vida. Mi cara y mis manos eran bloques de hielo que luego se convirtieron en hogueras. Mientras

trabajaba en la dura tarea de hacer entrar el aire en mi cuerpo, una idea seguía rondándome por la cabeza, una necesidad interior: «Tiene que haber una causa racional. No abandonaré la causa racional». Al cabo de un rato logré erguirme, y fui tambaleándome hacia el teléfono. La línea estaba muerta. Encontré la linterna y subí con paso vacilante al piso de arriba. Pasé junto al cuerpo de la pobre Droopy y por encima de los cristales rotos para mirar por el recuadro de la ventana. Pude ver que en el techo del cobertizo, cerca de la ventana del dormitorio, había un espacio sin nieve: la casa protegía esa zona del

viento, que no lograba golpearla con toda su fuerza, por lo que aún quedaba alguna prueba. Supuse que la criatura debió de saltar desde el arce al techo de la casa, bajó por el del cobertizo, y se lanzó luego a través de la ventana sin considerarla ni tan siquiera por un segundo como un obstáculo, perdiendo un poco de sangre y pelo. Miré a mi alrededor, y fui incapaz de encontrar ese pelo. El viento debía habérselo llevado. Cerré la puerta con un leve esfuerzo. Una vez abajo, encendí las lámparas de la cocina y la sala. Era posible que Harp necesitara esas luces…, si volvía. Alimenté nuevamente

los fuegos, y me serví una dosis del horrible aguardiente de Harp. Era casi la una de la madrugada. ¿Y si no volvía nunca? Podían pasar días enteros antes de que les fuera posible despejar el camino. Cuando la tormenta amainara podría usar las raquetas para la nieve de Harp, y quizá… Harp volvió a la una y veinte, el cuerpo encorvado y el paso vacilante. Dejó que le ayudara a llegar al sillón. Cuando fue capaz de hablar, dijo: —No hay huellas. No hay huellas. —Cogió la botella de mis manos y tomó un buen trago—. ¡Jesucristo! ¿Qué

puedo hacer, Ben…? Tengo que ir al pueblo, conseguir ayuda. Si es que pueden ayudarme. —¿Tienes otro par de raquetas para la nieve? Sus ojos me miraron, luchando con la confusión que le dominaba. —¿Eh? No, no lo tengo. De todas formas es mejor que te quedes aquí. Si quieres, y si puedo llegar hasta allí, traeré las de tu casa. —Volvió a beber y puso el corcho en su sitio dando un golpe con el canto de la mano—. Te dejaré la escopeta. Sacó sus raquetas de un armario. Le convencí de que esperara un poco para

tomar café. Ahora no se conseguiría nada apresurándose; no podíamos decirnos lo que ya sabíamos, que Leda estaba muerta. Cuando estuvo listo para marcharse salí con él de la casa, exponiéndome a la ferocidad del viento. —¿Quieres que haga alguna cosa antes de que vuelvas? Harp intentó pensar en lo que le decía. —Supongo que no, Ben… Dios, ¿acaso no he vivido como debía? No, eso no tiene sentido, ¿verdad? ¿Dios? Qué risa… Dio la vuelta, apartándose de mí. Dos o tres grandes zancadas y la

tormenta se lo llevó. Eso fue más o menos a las dos. Durante cuatro horas estuve solo en la casa. Con la puerta del dormitorio cerrada y los fuegos a toda potencia, el calor volvió a reinar en ella. Llevé la lámpara de la cocina a la sala, y luego me acurruqué en la casi completa oscuridad de la cocina, la espalda contra la pared, vigilando todas las ventanas, la escopeta del diez cerca de mi mano, pero no esperaba el regreso de la bestia y no lo hubo. La noche se fue haciendo más silenciosa, quizá porque la casa se encontraba tan cubierta de nieve que

ésta apagaba los sonidos. Me había quedado lejos de la batalla, enterrado vivo. Harp volvería. Las estaciones seguirían su curso natural, y de alguna forma acabaríamos descubriendo lo que le había sucedido a Leda. Supuse que la bestia debía encajar un poco en el modelo de los seres humanos…, loca, deforme, convertida en un ser salvaje, pero todavía humana. Pasado un rato me pregunté por qué no oía ruido alguno en el establo. Me obligué a coger la linterna y la escopeta y a echar un vistazo. Avancé a tientas por el cobertizo, repleto de sombras

movedizas creadas por los haces de madera de Harp, y entré en el granero. Las vacas dormitaban apaciblemente. Cuando estuve en el pasillo central, me atreví a mover mi débil haz luminoso en un arco reluciente a través de los temibles abismos del altillo donde se guardaba la paja. Silencio, sólo silencio; el escurrirse natural de los ratones. Luego al establo, donde Ned soltó un leve relincho y permitió que le acariciara su belfo marrón, mientras Jerry me contemplaba con un ojo cargado de buen humor. Supongo que no les había llegado ningún olor capaz de causarles pánico, y quizá habían oído el

gruñido tan a menudo que ya no les molestaba. Volví a mi puesto, y las horas se arrastraron por una angosta cornisa entre las simas del terror y el agotamiento. Puede que durmiera un poco. Ese día el amanecer no se anunció con ningún color, pero yo percibí el cambio y la palidez del cielo; ni siquiera una ventisca de nieve puede ocultar del todo la luz del día. Desayuné bacon y huevos, di de comer a las gallinas, bajé un poco de heno, y llevé agua para las vacas y los caballos. La única vaca que daba leche, una Ayrshire bastante nerviosa, se negó a entender

que yo sólo pretendía ser útil. No había ordeñado desde que era chico, y la habilidad se había esfumado de mis manos; a la vaca el alivio no le parecía tan importante como el darle coces al cubo. Sacaba de ello más diversión que incomodidad, así que acabé dejándolo por el momento. Me distraje limpiando con la pala una pequeña zona junto a la puerta de la cocina. El viento había cesado, y seguía nevando de forma insistente pero casi pacífica. Me abrí paso hasta más allá de la casa, y me encontré con que la nieve me llegaba hasta la cadera. Y cuando me daba la vuelta, Harp

apareció por entre la nieve, con el paso largo y deslizante de cuando llevaba sus raquetas, y siguiéndole por el camino venían tres personas más. Reconocí al sheriff Robart, con exceso de peso pero todavía fuerte; y a Bill Hastings, un hombre delgado que parecía no tener edad, primo de Harp y uno de sus pocos amigos y, por último, a Curt Davidson, quizá un amigo del sheriff Robart pero, desde luego, no de Harp. Cuando era pequeño, ya sabía que Curt era un bocazas con muy poco seso; llegar a la edad adulta no le había ayudado mucho. Y cuando le vi, puede que de forma irracional, pensé: «No está

con nosotros». Era algo absurdo y, con todo, Harp y yo nos encontrábamos unidos en contra del mundo, sencillamente porque habíamos experimentado juntos lo que los demás iban a calificar de imposible, lo que iban a interpretar de forma tosca y, quizá, incluso condenatoria para nosotros; y no había modo alguno de evitarlo.

Los hombres llegaron a la zona que yo había despejado, y se sacudieron para quitarse la nieve. Abrí la puerta del cobertizo. Harp me lanzó una mirada

interrogativa carente de toda esperanza, y yo meneé la cabeza. —¿Problemas? Ése era Robart, quitándose las raquetas para la nieve. Harp no le prestó atención. —Tengo cosas que hacer. —Le dije que ya lo había hecho todo yo, con excepción de esa maldita vaca—. Oh, Bess, ajá, es muy nerviosa. Me ocuparé de ella. —Me entregó mis raquetas para la nieve, que llevaba atadas a la espalda —. Adelaide quiso saber qué había sido de las compras. Le dije que suponía estarían en el coche. —Estarán igual de bien que en una

nevera —dijo Robart, intentando hacerse el gracioso. Curt también necesitaba divertirse un poco. —Ben, ¿estás seguro de que cogiste a la vieja Bess por el extremo adecuado, el que tiene las tetas? Curt siempre se ríe de sus propios chistes, por lo que nadie más está obligado a ello. Bill Hastings escupió en la nieve. —¿Puedo entrar? —preguntó Robart. No era solamente una pregunta; estaba aquí oficialmente, y tenía intención de que lo supiéramos. Harp le

miró de arriba abajo. —Nadie se lo impide. Supongo que no le he traído aquí para que se quede sin hacer nada, ¿no? —Harp, no me hagas pasar un mal rato —dijo Robart sin perder la calma y con voz bastante afable—. Has venido a decirme que han ocurrido ciertas cosas, y yo tengo que echar un vistazo, eso es todo. —Pero Harp ya se dirigía por el cobertizo hacia la entrada del granero. Los demás me siguieron al interior de la casa, y yo puse a calentar agua para hacer más café—. El coche que está en la cuneta debe de ser el tuyo, ¿no, Ben? Oí decir que te habías salido del

camino, o algo parecido. Ahora sólo se puede ver un bulto en la nieve. Puede que la congelación le siente bien, ya que probablemente habrás intentado todo lo demás. —Pero yo no estaba de humor para bromas, y nunca había tenido una relación demasiado íntima con Robart. Gruñí, y la alegría se esfumó de su rostro igual que uno se quita un jersey —. De acuerdo, ¿qué ha pasado? Harp ha venido, y me ha contado una historia tan loca que ni los perros se la tragarían, así que… ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está la señora Ryder? Davidson volvió a reírse. Lo hace muy bajito, y el sonido que sale de toda

esa carne no resulta nada agradable. Creo que Robart tampoco le apreciaba mucho, pero al parecer le había tomado juramento como ayudante antes de partir. —Sí, señor —dijo Curt—, era realmente toda una historia, eso era. —¿Dónde está la señora Ryder? —No está aquí —contesté—. Creemos que está muerta. Me miró fijamente, frotándose las manos para calentárselas. —He visto esa ventana. Da la impresión de que han destrozado el marco. —Sí, desde fuera. Cuando Harp vuelva podrá verlo mejor. Cerré la

puerta de esa habitación, y no he vuelto a abrirla. Habrá un poco más de nieve, pero verá lo mismo que vimos nosotros cuando subimos allí. —Echemos un vistazo ahora —dijo Curt. —Curt. ¿No te estás excediendo un poco para ser sólo un ayudante? —le dijo Bill Hastings—. Ya has oído al señor Dane: cuando vuelva Harp. Bill y yo somos amigos, y normalmente no me habría tratado de señor. Creo que estaba intentando afirmar un poco mi autoridad. Demostré que aceptaba la alianza, preguntándole:

—¿Tú también eres ayudante, Bill? Le di la oportunidad de escupir en la estufa, volver a colocar en su sitio la tapa sin hacer ruido y contestar: —Mierda, no. Harp volvió con el cubo de la leche y lo llevó a la despensa. Cuando salió nos miró en silencio durante unos instantes. —Bill, tengo que probar otra vez en los bosques. ¿Quieres venir conmigo? —Claro, Harp. No he traído ningún arma. —Coge mi escopeta del diez. —Curt también irá —dijo Robart—. Es realmente bueno con las raquetas

para la nieve. Le interesa la vida salvaje. —Eso es gracioso, Robart — contestó Harp—. Creo que es lo más gracioso que he oído desde que la pequeña de Cutler se cayó bajo el tractor. ¿Va a venir usted también con nosotros? —Bueno, Harp, lo cierto es que creo que me he lesionado un poco la espalda al venir hasta aquí. Y no soy joven, precisamente… Creo que me limitaré a echar una mirada por la casa. Confío en que no tendrás nada que objetar, ¿verdad? ¿No te molesta que eche un vistazo?

—El café ya está listo —dije. —Porque, si pensara que tienes alguna objeción, entonces tendría que procurarme un mandamiento. —Gracias, Ben. —Harp tragó el café, que estaba casi hirviendo—. Bueno, sheriff, si mirar por la casa es todo lo que puede hacer, no tengo nada que objetar. Ben, no tendría que seguirte reteniendo aquí pero ¿quieres quedarte? Para hacerle un poco de compañía, ya sabes. No es que tenga mucho en la casa pero aun así…, ya sabes… —Me quedaré. Sentí el deseo de aconsejarle que no hablara de esa forma; lo único que hacía

con ello era meterse aún más en el fango. Robart le tendió a Davidson su pistolera. —Será mejor que te lo quedes, Curt. Por las apariencias. Harp y Bill estaban fuera poniéndose sus raquetas; pude oír parte de una observación hecha por Harp sobre el dolor de espalda del sheriff. Se marcharon. La nieve ya casi había dejado de caer. Se perdieron de vista detrás de la elevación del terreno que había hacia el norte, y Curt fue detrás de ellos. Robart, que estaba a mi espalda, dijo:

—Parece que el mismo Harp se lo ha creído. —¿Así están las cosas? ¿Nos considera dos mentirosos cuando ni siquiera ha echado un vistazo? —Tengo que encontrarle un sentido a esto, nada más. —Le seguí por la escalera hacia el dormitorio. Hacía un frío feroz. Tocó el rígido cadáver de Droopy con su pie—. Me resulta difícil imaginar a un hombre matando a su propia perra. —Con esa clase de ideas no llegaremos a ninguna parte. —Ben, tienes que ver este asunto tal y como lo verán los demás. Y no me

causes problemas. —Eso es lo que me asusta, Jack. Ocurrió algo que no puede explicarse por medios racionales, y Harp y yo fuimos los únicos que lo experimentamos…, excepto la señora Ryder. —¿Afirmas que viste a este… animal? —No he dicho eso. Oí gritar a Leda. Cuando llegamos arriba, su habitación estaba tal como la ve. Miré por el suelo y de nuevo fui incapaz de encontrar ese mechón de pelo, pero hablé de él y debo admitir que Robart lo buscó a fondo. Sacudió la

colcha y las mantas, examinó el suelo y el armario. Estudió el agujero de la ventana, y se asomó por ella para echar un vistazo a la pared de la casa y el techo del cobertizo. Sus grandes pies evitaban cuidadosamente los pedazos de cristal y acabó poniéndose en cuclillas para contemplar durante un buen rato los fragmentos del marco de la ventana. Luego se lanzó sobre mí, la personificación de todos los policías, un hombre honesto, más bien inteligente y convencional, sin ninguna paciencia para con la imaginación, y sin tiempo para nada que no estuviera ya anotado en los libros.

—Un mechón de pelo, ¿eh? —Logró hacer sonar esas palabras como si yo le hubiera descrito al Jabberwock de Alicia con ojos de fuego—. De acuerdo, aquí arriba ya hemos terminado. Me hizo una seña para que me dirigiera a la escalera; en ese instante era todos los policías que han debido enfrentarse a la peligrosa estupidez de la turba con su propia falta de inteligencia. —Espero que no estará demasiado ocupado y podrá hacer que un químico eche un vistazo a la sangre de ese marco —dije, mientras me batía en retirada. —La examinaremos. —Seguía haciéndome pequeños gestos de venga,

venga con sus manazas—. Será todo un placer encontrar a ese animalito para que lo veáis tú y tu amigo. Luego registró la casa entera, el cobertizo, el granero y el establo. Nunca había visto a un policía desempeñando su trabajo, y no tuve más remedio que admirar su celo. Incluso llegué a participar en la farsa de sostenerle la linterna mientras él hurgaba en el sótano. En el cobertizo, le sugerí que si deseaba cambiar de sitio unos veinte haces de leña, haría mejor esperando a que Harp le echara una mano; no le divirtió. Tampoco le gustó mucho el altillo del granero. Cambiar de sitio toneladas de

paja para encontrar un hipotético cadáver no era trabajo para un solo hombre. Y yo sabía que Robart era capaz de volver con una cuadrilla y maquinaria para hacer exactamente eso, y según su criterio eso era lo que debería hacer. Luego, volvimos a la cocina y Robart se hizo la manicura con su cortaplumas mientras yo consumía mi último cigarrillo, sintiendo que casi había llegado al final de mi resistencia. A Robart no le faltaba sutileza. Respondí a sus preguntas con tanta calma como pude…, incluso, por ejemplo, a ésta: «Y tú, ¿no estabas también un poco interesado en Leda?».

No contesté a ninguna de ellas con el silencio: para hacerlo bien se necesita algún pequeño acompañamiento, como escupir en la estufa, y yo no soy de los que mastican tabaco. —Vuelven. Ya me lo figuraba —dijo desde su puesto ante la ventana del norte. Habían estado fuera algo más de una hora. Harp se quedó a mi lado, junto a la estufa, para calentarse las manos. —No hay huellas. Ben —dijo, como si estuviera a solas conmigo. Y lo que siguió fue dicho en voz bastante más baja—. Ben, me hablaste de un amigo

tuyo, un científico o algo así, el profesor… —¿El profesor Malcolm? Recordé habérselo mencionado a Harp hacía mucho tiempo; me asombró que lo recordara. Johnny Malcolm es un profesor de biología que ha logrado evitar un exceso de especialización. No es un amigo realmente íntimo. Harp me estaba observando con la desesperación pintada en su rostro granítico, como si me hubiera pedido que apelara a un tribunal superior a éste. Pensé también en otro conocido de Boston al que podía consultar…, el doctor Kahn, un psiquiatra que había visitado a mi

esposa Helen durante un período bastante difícil… —Harp —dijo Robart—, tengo que preguntarte un par o tres de cosas. He mandado un aviso a Dick Hammond para que traiga esa condenada pala suya al camino tan pronto como pueda. Creo que lo intentará. Mientras le esperamos, podríamos hablar. Ya sabes que no me gusta tener que ponerme duro… —Hablemos —dijo Harp—. Pero Ben tiene que ir a su casa sin esperar a ningún Dick Hammond. —¿Es cierto eso, Ben? —Sí. Me mantendré en contacto. —Hazlo —dijo Robart,

despidiéndome con un gesto. Cuando me fui, empezaba una nueva sesión de manicura, y Harp esperaba rígidamente a que continuara la ordalía. Tuve la morbosa idea de que le estaba abandonando. Con todo, no ocurriría mucho más hasta que se encontrara a Leda Ryder; corpus delicti. Y entonces, si se descubría por su cuerpo que había muerto víctima de la violencia, sin ninguna prueba aceptable sobre la existencia de Dientes Largos…, bueno, entonces, ¿qué? No creo que Robart me hubiera dejado marchar si hubiera sabido que mi

primera acción sería llamar a Mike, el hermano de Short, y pedirle que me llevara en coche hasta Lohman, donde podría coger un autobús para Boston.

—Me doy cuenta de que esto te preocupa, y sé que no me mentirías — dijo Johnny Malcolm—. Pero, Ben, la biología no servirá de nada. Semejante animal no existe. Eso ya lo sabes. Se estaba portando francamente bien. Nos encontrábamos cenando en un restaurante tranquilo y, por supuesto, yo había disfrutado demasiado del pato asado. Johnny es una especie de palo

con las costillas duras como rocas, que puede comer igual que una hambruna ambulante sin tener que lamentarlo. —Supón —dije—, sólo por un momento y porque no resulta biológicamente inconcebible, que exista una base para la leyenda del Yeti. —No es inconcebible, te concederé eso. Mientras quede algún rincón del mundo no muy bien conocido (las altiplanicies del Himalaya, las junglas, los pantanos del trópico, la tundra), persistirán las leyendas, y algunas de ellas tendrán pequeños reflejos de verdad. ¿Sabes lo que pienso sobre los vuelos a la Luna y todo eso? —Sonrió;

en mi interior yo estaba oyendo el grito de Leda—. Una de las razones más importantes para llevarlos a cabo y para los aún mayores que emprenderemos si antes no acabamos con la civilización, es el buscar nuevas leyendas. Hemos agotado nuestras mejores leyendas, y eso es peligroso. —¿Por qué no echamos un vistazo a los países que hay dentro de nosotros? Pero en realidad Johnny no me estaba escuchando. —Los hombres no pueden soportar que no haya puertas cerradas y una oportunidad de abrirlas. Oh, sobre tu Yeti…, podría existir. Un antropoide

peludo capaz de soportar un frío extremo, tan raro y tan inteligente que los exploradores todavía no han dado con él. No tendría que ser un carnívoro para poseer caninos grandes y feos…, fíjate en los babuinos. Pero si tiene que permanecer activo durante un invierno del Himalaya, creo que debería ser capaz de consumir la carne. Cuidado, no creo en nada de esto, pero puedes decir que no es una imposibilidad biológica. ¿Cómo llegaría al Maine? —¿Se habrá perdido? Tíbet…, Mongolia…, el hielo ártico. —Quizá. Johnny empezaba a disfrutar con la

hipótesis como algo con lo que juguetear durante la cena. Muy pronto me estuvo ayudando a construir el trayecto de la bestia a través de los continentes, y se lo pasó muy bien hasta que yo gruñí algo sobre una alternativa, los extraterrestres. Eso no podía creérselo, y se puso serio. Oyendo todavía el grito de Leda, le aseguré que no estaba buscando hombrecillos verdes. —Ben. ¿Cuánto sabes sobre este… Harp? —Crecimos siguiendo caminos distintos, pero es un amigo. Si quieres, es un dinosaurio, pero también un amigo. —Endurecido solterón del Maine

escoge joven esposa alocada… —Leda no es alocada. No lo era. Atractiva sí, pero no alocada. —De acuerdo. Solterón cociéndose en su propia salsa durante años. ¿Estás seguro de que no fue él mismo quien subió a ese tejado? —Tonterías. A no ser que mis sentidos estuvieran más paralizados de lo que creo, no hubo tiempo. —A no ser que estuvieran más paralizados de lo que crees. —¡Venga! Aún no chocheo… ¿Y qué se supone que hizo con ella? ¿Tirarla por entre la nieve? —Hum —dijo Johnny, y terminó su

café—. De acuerdo. Algún fenómeno humano con una fuerza anormal, y con la resistencia suficiente como para ir dando vueltas durante una ventisca del Maine robando mujeres. Prefiero al Yeti. Tú mismo has dicho que le sugeriste a Ryder la idea de un loco. Es una pena que hayas venido hasta aquí sólo para que yo pudiera repetir tu propia conjetura. Para compensarte, ¿quieres que te invite a ver una película subida de tono? —Me encantaría. Al día siguiente, el doctor Kahn encontró un momento para verme al final de la tarde, mostrándose tan cortés y

paciente que estuve seguro de que le impedía ir a cenar. Me pareció que su interés vacilaba entre los traumas revelados por la historia de Harp Ryder y los míos. Los míos ya le eran algo conocidos. —Ojalá tuviera tiempo para hablar de todo esto conmigo. Me ha dado un excelente resumen de lo que aparentemente han sido los acontecimientos físicos, pero… —Doctor —dije—, sucedió. Oí al animal. La ventana fue destrozada…, pregúnteselo al sheriff. Leda Ryder gritó, y cuando Harp y yo llegamos allí, la perra estaba muerta y Leda había

desaparecido. —Y, aun así, siendo todo tan claro, me pregunto por qué ha pensado en consultarme, Ben. Yo no estaba allí. No soy más que un remiendacabezas. —Quería… ¿Existe algún modo de que una ilusión pudiera apoderarse de Harp y de mí, perturbando nuestros sentidos de la misma forma? Oh, basta con decirlo para que suene ridículo. El doctor Kahn sonrió. —Digamos que es difícil. —¿Es posible que Harp la matara, que la arrojara por la ventana del dormitorio oeste (tenía que haber unos dos metros de nieve o más por ese

lado), y que luego mi mente distorsionara el sentido del tiempo? ¿De tal forma que yo pudiera haber estado a oscuras en la cocina durante todo el tiempo, minutos en vez de segundos? Y luego, ¿es posible que bajara de un salto al techo del cobertizo, y que volviera a entrar en la casa por el camino habitual, mientras yo subía por la escalera? Oh, infiernos. El doctor Kahn había dibujado un diagrama de la casa a partir de mi descripción, y lo estaba examinando con plácido interés. «Benigno» era una palabra que Helen había usado a menudo aplicándola a él.

—Tal distorsión del sentido temporal estaría… fuera de lo acostumbrado… ¿Se siente culpable por algo? —¿Por quedarme allí y no hacer nada? No puedo creer seriamente que pasaran más de unos cuantos segundos. De todos modos, eso convertiría a Harp en un monstruo salido de un cuento policíaco. No lo es. ¿Cómo podía estar seguro de que yo me quedaría paralizado por el pánico? Absurdo. Habría oído la lucha, pasos, la ventana de la habitación oeste al abrirse. ¿Es posible que la haya matado, y que yo lo haya sabido, que incluso haya llegado a

presenciarlo, y luego sufriera un ataque de amnesia? Seguía mostrando un aspecto tan paciente que deseé no haber venido. —Yo no calificaría de imposible ningún truco de la mente, pero diría que ése es altamente improbable. Académicamente, sin embargo, considerando su relación emocional… —¡No hay ninguna relación emocional! —Eso lo dije gritando. El doctor Kahn sonrió y pareció mucho más interesado. Me reí de mí mismo. Esto era mejor que meterle un dedo en el ojo —. Estoy preocupado, doctor, porque todo este asunto va en contra de la

razón. Si empiezas sabiendo que nadie te va a creer, el asunto se ha convertido en un lío antes de que abras la boca. Asintió amablemente. Es un buen tipo. Creo que entonces dejó de prestar atención el tiempo suficiente a lo que yo no decía como para oír un poco de lo que dije. —Ben, usted es una persona estable. No se preocupe por la amnesia. La explicación, quizá algún intruso humano, acabará resultando estar dentro de las normas humanas. La norma de la posibilidad incluye cosas como las alucinaciones licantrópicas, la conducta maníaca y muchas más. La policía de

allí se encargará de montar una buena búsqueda, y encontrarán a esa pobre mujer. No creo que se les vaya a pasar por alto un cadáver entre la nieve. No les subestime, y no se preocupe por su mente, Ben. —¿Ha visto alguna vez los bosques de Maine? —No, siempre voy al Cabo. —Pruebe alguna vez. Tome una parte de ellos, digamos ochenta kilómetros por ochenta, lo que hace seis mil cuatrocientos kilómetros cuadrados. Deje caer dentro algunos policías más bien nerviosos, y dígales que busquen algo que nunca han visto antes y que no

quieren ver, algo que no desea ser encontrado. —Pero si su bestia es humana, los seres humanos dejan huellas. Los cadáveres no son fáciles de esconder, Ben. —¿En esos bosques? ¿Un cuerpo arrastrado por un animal carnívoro? ¿Por qué no? —Bueno, nuestras mentes no lograban entrar en contacto. Le di las gracias por su paciencia y me puse en pie—. El maníaco responsable —dije —. Pero, le llamemos como le llamemos, doctor, estaba allí.

Mike Short me recogió en la estación de autobuses de Lohman, y me dijo que en Darkfield había cierta excitación. No tendría que haberme sorprendido. —Todos están asustados, señor Dane. Quieren hacerle daño al primero que encuentren. —Mike es el hermano menor de Jim Short. Consigue ganarse la vida haciendo de taxista y desempeñando trabajos ocasionales en el garaje. Lleva el pelo más bien largo, cayéndole sobre la cara, y creo que ya se siente acechado por la treintena—.

Como el viejo Harp, quiere explicar lo que sucedió y nadie se lo cree. Eso es muy triste, amigo. ¿Cuánto tiempo ha estado fuera? ¿Tres días? Los polis se cabrearon mucho. Será mejor que se ponga en contacto con el sheriff Robart sin perder ni un momento. Estuvo a punto de comerme sólo por haberle llevado ese día hasta el autobús, como si yo debiera estar enterado de que usted no podía irse. —Yo le calmaré. ¿No han encontrado a la señora Ryder? Mike escupió por la ventanilla del coche, que tenía el cristal bajado porque hacía buen tiempo.

—El viejo Harp no ha conseguido en toda su vida que le quitaran tanta nieve de la granja. A cargo de la comunidad, y gratis. No, no la encontrarán. En esas palabras había mucho del quiero-que-me-hagan-preguntas y algo más, una alusión a la mitología generacional de Mike. —Bueno, Mike, ¿cuál es tu opinión? Colocó en posición un nuevo cigarrillo, pegándolo a la colilla del último, y siguió conduciendo en un silencio más bien incómodo. La carretera serpenteaba por entre montañas de nieve sucia. Yo había bajado mi ventanilla, buscando también

el amable sol del atardecer, y creí sentir en el aire una punzada de olor a primavera. —Probablemente usted no tiene parte en nada… Por cierto, Jim sacó su coche de la nieve. Está en su casa… Bueno, se les oye hablar y hablar del asunto, desmenuzándolo. Algunos afirman que Harp está contando la verdad. Otros dicen que él la mató. No dicen cómo la hizo desaparecer. No he oído decir nada contra usted, señor Dane, nada importante. El sheriff está cabreado, pero eso se debe a que usted se fue sin pedirle permiso. —Sus grandes ojos contemplaban el paisaje

que iba derritiéndose y los ambiguos mensajes de la primavera con una expresión vacua—. Bueno, yo creo que se la llevó un demonio, señor Dane. Les pertenecía, ¿entiende? Tiene que acordarse de que yo conocía a esa chavala. Bueno, usted puede decir que eso no es científico, sólo que en esas cosas también hay una ciencia, leí un libro sobre ello. Puede reírse si quiere. No me estaba riendo. Era el primer destello del medievalismo contemporáneo, y no será el último si sobrevivo un año o dos más. No me estaba riendo, y no dije nada. Mike siguió fumando, conduciendo

expertamente su artefacto del siglo XX mientras, supongo yo, sus pensamientos estaban en el XIX, husmeando en busca de las maravillas del mundo invisible, y me acordé de lo que Johnny Malcolm había dicho sobre la necesidad de tener leyendas. Mike y yo no hablamos más. Adelaide Simmons demostró una ceñuda alegría al verme. Por ella me enteré de que el sheriff y la policía estatal habían caído como un enjambre sobre la propiedad de Harp y las zonas colindantes, y que seguían todavía en ello. Resultado, cero. Harp había repetido una y otra vez su historia, y se negaba a contarla otra vez.

—Hace el trabajo y luego se queda sentado bebiendo —dijo ella—, o contemplando la nada. Ayer fui a verle, señor Dane…, me pareció que debía ir. Durante un par de días no le dejaron solo ni un minuto, puede que ahora le permitan tener un poco de paz. Me preguntó si usted había vuelto, con mucho interés. Bueno, le arreglé un poco la casa y cocí algo de pan, era lo menos que podía hacer. Cuando le dije que pensaba ir allí, preparó una cesta mientras yo estaba sentado en la cocina y la escuchaba. —Algunos dicen que rompió esa ventana ella misma, que bajó de un salto

y salió corriendo por la nieve, que había perdido la cabeza. ¿Cree que eso tiene sentido? —No. —Y algunos afirman que ella le abandonó. Antes. Lo cual haría de usted un mentiroso. Y dicen que, pasara lo que pasase, Harp inventó esa historia tan loca porque no puede soportar la verdad. —Sus hábiles manos iban dando forma a los bocadillos con leves golpes —. Dicen que Harp le convenció para que usted le siguiera la corriente, pero no dicen cómo. —Probablemente me hipnotizó. Adelaide, todo sucedió tal y como lo ha

contado Harp. Yo también oí a esa cosa. Si Harp está listo para el manicomio, yo también. Me miró fijamente y suspiró. Le gusta hablar, pero suele quedarse callada de repente, debido a una cualidad suya que me parece tan buena como poco abundante; me refiero a que cuando no tiene nada más que decir, se calla. Llegué al Risco de Ryder a la hora de cenar. Bill Hastings estaba allí. El camino estaba despejado y limitado por dos promontorios de nieve, y me pregunté qué parte de las huellas, los papeles y los paquetes de cigarrillos

convertidos en bolas habrían sido dejados allí por los curiosos. El suelo helado todavía no se había convertido en fango, lo que pronto haría imposible conducir de forma normal durante varias semanas. Bill me dejó entrar en la casa con el aire que la gente reserva para las enfermedades graves. Pero Harp se levantó por sí mismo del sillón, demostrando que, al menos de cuerpo, no estaba enfermo. —Ben, la noche pasada le oí. Tarde. —¿En qué dirección? —Al norte. —¿Le oíste, Bill? Dejé la cesta.

Mi flaco amigo meneó la cabeza. —No estaba aquí. Me resultó imposible averiguar por su expresión hasta qué punto aceptaba Bill la historia. —¿Qué hay en la cesta? —dijo Harp —. Oh… Muchas gracias. Adelaide es una mujer excelente. —Pero su mente estaba muy lejos de eso—. Era hacia el norte, Ben, muy lejos, pero creo que sé dónde puede estar ese lugar. No lo habría oído de no ser porque la noche era muy silenciosa, como si todo se hubiera quedado callado para dejarme escuchar. Ya sabes, me han estado haciendo la vida imposible día y noche.

Robart, los policías del Estado, un montón de listillos de los periódicos… No podía dormir, y salí de la casa como si me hubieran llamado. Vaya, incluso podría haber estado al otro lado de las estrellas, el cielo estaba tan lleno de ellas, y no había ningún movimiento, nada. Frío… ¿Fuiste a Boston, Ben? —Sí. Una pérdida de tiempo. Quieren que sea algo humano…, algo que encaje de alguna forma en los libros. Bill estaba tallando un pedazo de madera y, con voz neutral, dijo: —Tú siempre fuiste un hombre de libros, ¿no, Ben?

No me quedó más remedio que asentir. —¿Ninguna idea? —preguntó Harp. —Lo único que hicieron fue devolverme lo que yo pensaba en su propio lenguaje. Tenemos que encontrarlo, Harp. Por supuesto que algunos no lo aceptarían como real, ni aunque tuvieras fotos. —Al cuerno con las fotos —dijo Harp. —Supongo que debes hacerlo — intervino Bill Hastings—. Hemos estado hablando de ello, Ben. Quizá sentiría lo mismo si fuera yo… Será mejor que me marche, o la cena se enfriará y la vieja

armará un escándalo de mil demonios. Dejó caer su pedazo de madera en el cajón de la leña. —Bill —dijo Harp—, ¿te importaría dar de comer al ganado dos o tres días? —No me importa. Vendré mañana. —Alguna vez haré lo mismo por ti. Y no querría que nadie lo comentara. —Harp, ya me conoces lo bastante bien como para pensar en eso. Hasta luego, Ben. —La nieve se está yendo de prisa — dijo Harp cuando Bill se hubo marchado —. Pero en los bosques aún queda para tiempo. —No pensarás empezar a estas

horas de la noche. Estaba de pie ante la ventana, su delgado cuerpo apenas dejaba entrar la luz de esa cocina marcada por el tiempo, donde había transcurrido la mayor parte de su vida dentro de la casa. —Por la mañana, temprano. Esta noche tengo que escuchar. —Creo que te hará falta dormir. —No siempre consigo lo que me hace falta —dijo Harp. —Traeré mis raquetas para la nieve. ¿Sobre las seis? Y mi carabina…, soy mejor con un arma que conozca. Me contempló durante unos instantes.

—De acuerdo, Ben. Pero debes entender que quizá hayas de volver solo. Ben, no regresaré hasta que le coja. Esta vez no.

Al salir el sol le encontré con Ned y Jerry en el establo. Había vivido ocho o diez años con ese par de caballos. Dio una última palmada en el cuello de Ned, y se volvió hacia mí para reanudar nuestra conversación como si la noche no hubiera existido. —No hasta que le coja. Ben, no quiero que te metas en esto si realmente no lo deseas.

—¿Le oíste de nuevo la noche pasada? —Le oí. Al norte. El sol estaba a punto de asomarse por encima del horizonte cuando partimos con nuestras raquetas para la nieve, como si nosotros mismos fuéramos fantasmas creados por el amanecer. Harp iba delante, bajando la cuesta que llevaba hasta los bosques sin apresurarse, quizá incluso con cierta reluctancia. Se detuvo al llegar junto a los árboles, mirando hacia su derecha, donde un resplandor rojo ardía en el borde del telón celeste; y me enfadé conmigo mismo por pensar que se estaba

despidiendo del sol. Se había formado una corteza de nieve que algunas veces resultaba resbaladiza incluso para nuestros pies calzados con raquetas. Penetramos en el bosque siguiendo una complicada red de huellas, en las que estaban incluidas las gruesas marcas de neumáticos creadas por un automóvil para la nieve. —Un tipo de Lohman —explicó Harp— le alquiló ese condenado trasto a los policías estatales y se largó con él. Daba vueltas por aquí como un diablo, asustando a todo bicho viviente en un radio de quince kilómetros. —Cogió un nuevo pedazo de tabaco para mascar,

suficiente para que le durara toda la mañana—. Creo que ahora está un poco más lejos. Hoy volverán a meter sus narices por aquí. —Sus dedos se clavaron en mi brazo—. Te das cuenta de cómo están las cosas, ¿no? No están buscando lo mismo que nosotros. Están buscando un cadáver que colgarme del cuello. Y si llegan a encontrarla, de la misma forma en que yo…, en que yo… —Harp, ya tienes bastantes problemas, no te busques más. —Sé cómo piensan —dijo—. Si tomara por el camino que sale de Darkfield, me cogerían. Todavía no me han puesto los grilletes porque no

tienen…, no tienen un cadáver, Ben. No hace falta que nadie me explique la ley. Necesitan un cadáver. La única razón para que no hayan dejado a un hombre aquí por las noches es que piensan que no tengo a donde ir. Creen que un hombre no puede viajar cuando hay casi un metro de nieve… Ben, pienso encontrar a esa cosa y pegarle un tiro… Será mejor que nos desviemos en esta dirección. Se apartó de las huellas en un ángulo bastante pronunciado, y pronto las perdimos de vista. Nuestras raquetas no dejaban rastro alguno sobre la firme corteza de nieve. Después de un rato

oímos un gruñido de motores bastante lejos, en la carretera. Harp lanzó una risita maligna. —Claro y soleado, como ayer. —Se volvió a mirar por donde habíamos venido—. Nunca cogerán a esa criatura sin perros. Robart, ese hijo de perra, habló de conseguir un sabueso en algún sitio para que oliera las ropas de Leda. Ahora es más probable que le den a oler las mías. Habíamos llegado tan lejos que ya no sabía cómo volver. Harp sí lo sabría. Jamás había podido perderse en los bosques, pero yo no poseía un compás mental semejante al suyo, por lo que le

seguí a ciegas, sin intentar aprenderme el camino de memoria. La región estaba cubierta de viejos matorrales y arbustos, la mayor parte de cicuta, y en ella no se había hecho ninguna tala reciente; había pocas señales con las que orientarse. La monotonía del paisaje iba convirtiendo en aturdimiento e insensibilidad incluso la paciencia de un nativo del lugar, y nuestras raquetas no dejaban más huellas que nuestros pensamientos. Pasó una hora, o más; después de eso, el ruido de motores se desvaneció. De vez en cuando oía soplar pacíficamente el viento sobre nuestras cabezas. Se oían pocos pájaros, pues la

mayor parte de nuestras aves cantoras aún no habían regresado. —¿Has estado antes por aquí, Harp? —No en los últimos tiempos, no con nieve en el suelo. —Hablaba en voz baja, cuidando de no levantar el tono—. Los veranos. Ahora falta más o menos kilómetro y medio, y los árboles empiezan a escasear. Hay un lugar donde talaron pinos hace cuatro o cinco años, y lo dejaron convertido en un montón de basura, como siempre. No, Harp no se perdería aquí, pero yo sí estaba completamente perdido, cansado y lamentando haber venido. ¿Daría la vuelta si me derrumbaba?

Pensé que no, que ahora no volvería por ninguna razón. El peso de mi manta y las provisiones se habían convertido en una tortura infernal. Harp había dicho que debíamos coger lo suficiente para tres o cuatro días, y hacía muy poco tiempo que yo había llevado cargas más pesadas sin ningún tipo de problemas durante las excursiones, pero ahora me sentía exhausto, y un agudo dolor empezaba a crecer en mi costado. Según mi reloj de pulsera, sólo eran las nueve. Los árboles fueron escaseando, tal y como Harp había prometido, y el terreno se fue levantando en una larga loma hacia el norte. Alcé la vista para

contemplar unos ocho o diez acres de tierra, donde la devastación causada por una tala estúpida podría llegar a curarse si se dejaba en paz a la zona dañada durante unos sesenta años. La espesa capa de nieve, que resultaba cegadora allí donde sólo los matorrales podían interferir la luz solar, cubría lo peor de los daños. —Buen lugar para las moras silvestres —dijo Harp en voz baja—. Ya va siendo hora de que vuelvan a crecer. Supongo que debe de hacer casi siete años de la tala, cuando hicieron todo este desastre. El verano pasado casi no pude encontrar el camino que

usaban para llevarse los troncos. Hacia la izquierda… Se detuvo, moviendo lentamente el brazo para señalar hacia una borrosa línea gris que subía por la izquierda hasta esfumarse por encima de la pendiente del terreno. La parte más cercana de esa curva gris debía de encontrarse a unos ciento cuarenta metros de distancia, y a mis ojos bien podría ser una sombra proyectada por una irregularidad en la superficie de la nieve; pero Harp sabía ver mejor que yo. Algo había pasado por aquí, algo lo bastante pesado como para romper la corteza.

—¿Quieres descansar un poco, Ben? Cuando hayamos llegado a esa loma, quizá no quiera volver a parar. Me dejé caer sobre un viejo tronco que se inclinaba hacia nosotros, un árbol talado porque dio la casualidad de que estaba en mitad del camino; lo habían dejado allí para pudrirse, porque sólo querían madera de pino. —¿Realmente puedes sacar algo en claro de eso? —No lo suficiente —dijo Harp—. Pero podría ser él. —No quiso sentarse junto a mí y se quedó de pie, el cuerpo relajado pese a la carga, las raquetas para la nieve algo separadas, de forma

que le fuera posible escupir entre ellas —. A un kilómetro de esa loma hay una especie de garganta —dijo—. En otros tiempos debió de ser un buen torrente, en verano aún sigue corriendo un arroyo por el fondo. Está lleno de maleza y árboles viejos. Hay un par de cuevas o tres en una de las orillas. Creo que han pasado tres veranos desde que estuve allí. Un sitio condenadamente lúgubre. En una de las cuevas había zorros. Creo que son cavernas naturales. Entonces no me acerqué mucho a ellas. Seguí sentado bajo la luz que iba siendo más cálida, pensando si existiría alguna forma de hablar con Harp sobre

la bestia…, si había tal bestia, si es que no éramos solamente dos hombres que envejecían, y tenían la mente trastornada. ¿Había alguna forma de explicarle que la criatura era importante para el mundo que existía fuera de nuestra pequeña comunidad? ¿Que debería encontrarse algún modo de mantenerla con vida, que no estaba bien limitarse a pegarle un tiro y enterrarla en algún lado? ¿Cómo podía decirle eso a un hombre para el que la ciencia no era nada, que había perdido a su esposa, y también la confianza de su prójimo? Quítale esa confianza y le has quitado el mundo.

¿Podía pedirle que disparara a las piernas, que lo cogiera vivo? Pero si incluso a mi propia mente, de forma irracional, eso le parecía algo equivocado, un error espantoso, como algo que se encontraba mucho más allá de nuestro poder… Sería mejor que tirase a matar. O que fuera yo quien lo hiciera. Por eso al final no dije nada, limitándome a colocar de nuevo mi fardo en su sitio con un retorcimiento de hombros, diciéndole a Harp que estaba listo para continuar. Subimos lentamente por la loma, la corteza de nieve ahora algo insegura al haberse intensificado la luz solar, y

cuando por fin llegamos a esa hilera de huellas, Harp, como si estuviera hablando de algo que no tenía ni la menor importancia, me dijo: —Ahora ya has visto su rastro. Es él. El sol y la helada nocturna habían afectado el rastro. Harp calculó que era de principios del día anterior. Pero, fuera cual fuese el peso de Dientes Largos, la forma de su pie aparecía claramente recortada en esa pequeña bolsa de nieve, un pie que tenía el mismo tamaño aproximado que el de un ser humano, pero más ancho y no tan largo. Las huellas estaban separadas por

la distancia que correspondería a la zancada de una persona no muy alta. El arco del pie era bajo, pero la bestia no tenía realmente los pies planos. La bestia, o el hombre… —Ésta es la huella de un hombre, Harp —dije—. ¿Verdad? —No —dijo sin la menor señal de emoción en su voz—. Te olvidas de que le he visto, Ben. —De todas formas, sólo hay uno. —Sólo hay un juego de pisadas — dijo Harp hablando con lentitud. —¿Qué quieres decir? Harp se encogió de hombros. —Las huellas son profundas. Podría

haber estado llevando algo. No hables muy alto. La corteza de nieve que había ayer me habría impedido caminar sin raquetas, pero él pasó y no es tan grande como yo. —Harp comprobó su rifle y quitó el seguro—. Falta un kilómetro para las cuevas. Creo que está allí, Ben. No hables a menos que debas hacerlo, y tómatelo con calma. Le seguí. Llegamos a lo alto de la loma, y al otro lado encontramos todavía más desolación causada por los leñadores. El sendero de huellas atravesaba la zona, acercándose directamente a un muro de árboles intactos que marcaba el límite de la tala.

Aquí volvía a reinar el bosque, y donde éste empezaba terminaba el rastro de Dientes Largos. —Ahora puedes ver cómo lo hace —dijo Harp—. Si puede viajar por encima del nivel del suelo, va por allí. Me parece que no se sube a los troncos. Mira allí…, debió cogerse de esa rama y se izó con ella. Hizo caer un poco de nieve, pero el viento también hace caer mucha, no se puede estar seguro. Mira Ben, él…, él lo comprende. Sabe lo que son las huellas. Habrá bajado de esos árboles lo bastante lejos de donde estamos ahora como para que no haya ninguna posibilidad de que veamos el

sitio desde aquí. Podría estar en cualquier punto de un semicírculo, y puedes hacerlo tan grande como quieras. —Pensando igual que un hombre. —Pero no es un hombre —dijo Harp —. Hay cosas que no sabe. Cómo siente un hombre, cómo actúa… Voy a ir a las cuevas. No teniendo otro remedio, le seguí… Tendría que terminar rápidamente con este relato. Me he convertido en un viejo prematuro, incapacitado por los efectos de un ataque y un corazón averiado. Voy mejorando poco a poco…, una dieta prudente, nada de

fumar, los cuidados de Adelaide. Espero disfrutar de varios años de salud más o menos tolerable durante la pendiente final. Pero, como le ocurrió a Harp, he descubierto que lo peor de todo, lo que más lisiado te deja, es perder la confianza de los otros. Voy a escribir aquí una vez más, y no lo repetiré, que mi palabra es digna de confianza. Cuando llegamos a la garganta era mediodía. En ese lugar siempre debe subsistir alguna parte melancólica de la noche. El agua corría murmurando por el centro de la garganta, encuadrada entre macizos de aliso, y medio enterrada bajo una capa de hielo y nieve a medio

derretir, que había cedido en algunos lugares para revelar su oscuro brillo. Harp no penetró en la garganta, sino que avanzó lentamente por su lado izquierdo, refugiándose entre los árboles, sus ojos yendo veloces de un lado a otro en busca de cualquier peligro. Intenté imitar su cautela. De ese modo, centímetro a centímetro, avanzamos unos noventa metros, puede que unos ciento ochenta. Sólo oía, de vez en cuando, una ráfaga ocasional de viento primaveral. Harp se volvió hacia mí para mirarme con una expresión de triunfo apagado, una mueca de repugnancia y, al mismo tiempo, de justificación por todo

lo que había hecho. Se tocó la nariz, y entonces yo también lo sentí, un olor rancio que nos llegaba de más adelante, una pestilencia almizclada en la que se notaba el acre matiz del amoníaco y una sospecha de putrefacción. Luego, al otro lado de la garganta, entre los árboles pero no muy lejos, oí a Dientes Largos. Un gruñido, no muy fuerte. Ronco y apagado, como si estuviera hablando. Harp logró no emitir un gruñido de respuesta. Avanzó hasta que pudo señalar hacia una cueva que abría su negra boca en el otro lado. La brisa soplaba hacia nosotros, llevándonos la pestilencia.

—Mira, tiene algo así como un sendero —murmuró Harp—. Salta a esa roca plana y luego a la cueva. Le veremos dentro de un minuto. —Sí, había ruidos entre la maleza—. Quédate atrás. La palma de su mano izquierda acarició levemente la parte inferior del cañón de su rifle. Tan concentrado estaba en el lugar por donde aparecería Dientes Largos, que quizá fui yo el primero en ver la otra silueta que surgió por la boca de la caverna, y que nos miró con los ojos de un animal. Dientes Largos había vuelto a hablar, esta vez un sonido más bien

suave. La mujer envuelta en sucias pieles de animal podía haber sido atraída por el ruido de nuestra aproximación o por esa llamada. Entonces Harp la vio. La reconoció. A pesar del cabello revuelto, la suciedad, el rostro cubierto de arañazos y la informe piel de ciervo que apretaba alrededor de su cuerpo para protegerse del frío, a pesar de todo eso, estoy seguro de que la reconoció. No creo que ella le reconociera, ni a mí tampoco. Una ceguera interior, el aspecto de una bestia completamente centrada en sus propias necesidades. Creo que los recuerdos humanos se

habían ido por completo. Sabía que Dientes Largos se acercaba. Creo que deseaba su calor y su protección, pero no hubo palabras en el gemido que emitió antes de que la bala de Harp le diera entre los ojos. Dientes Largos se abrió paso por entre los arbustos. Dejó caer el conejo que llevaba, y saltó a la roca plana gruñendo y mirando de soslayo a la mujer, muerta pero todavía retorciéndose levemente. Si comprendía el hecho de la muerte, no tuvo tiempo para hacerlo ahora. Pude ver sus enormes y superdesarrollados músculos del muslo y la pierna, preparándose para

saltar. La distancia que había desde la roca plana hasta el lugar donde se encontraba Harp debía de ser de unos seis metros. Un haz de sol cayó sobre él por entre la sombra azulverdosa, acariciando su espeso pelaje rojo y su temible rostro. Harp podría haberle disparado. Tuvo veinte segundos para ello, quizá más. Pero arrojó su rifle a un lado y sacó su cuchillo de caza, su propio diente largo, y cuando el enemigo saltó sobre él le estaba esperando. Yo también podría haberle disparado. No hace falta que nadie me diga que eso es lo que debí hacer.

Dientes Largos saltó con los colmillos al descubierto, las garras extendidas. Sentí el golpe de su choque como si hubiera caído sobre mí. Cayeron rugiendo al fondo de la garganta y yo, frío, alejado de todo, era sólo un instrumento de observación. Terminó pronto. Los gruesos dientes marrones se cerraron alrededor de la base del cuello de Harp. Él no hizo movimiento alguno, aparte del golpe que hundió su hoja en el flanco izquierdo de Dientes Largos. Luego, se quedaron quietos en ese abrazo, y los tres dejaron de moverse. Pude oír el agua fluyendo bajo el hielo.

Recuerdo haber sentido un rugido en mis oídos, y me moví con lenta cautela, un paso tras otro, con dificultad, a lo largo de la garganta y a través de los espaciosos corredores de blanco y verde. Con esa lejana imparcialidad que tan duramente había ganado, supuse que ésta podía ser la región adonde había seguido recientemente al pobre Harp Ryder en busca de un destino u otro, pero no (pensé) uno de aquellos sobre los que conversábamos cuando éramos chicos. Una banda de hierro se había cerrado sobre mi frente, y respirar era una labor que necesitaba gran esfuerzo y cautela, para no empeorar el terrible

dolor que se agarraba igual que otra banda alrededor de mi diafragma. Me apoyé en un árbol durante tres o cuatro segundos, o treinta minutos, no sé cuánto ni dónde. Sabía que no debía quitarme la mochila pese al dolor, pues llevaba provisiones para tres días. —Ben, te has perdido —dije una vez. Tenía mi carabina, la rama dorada, el báculo de la vida, y recuerdo bien los astutos cálculos y planes que me permitieron disparar tres tiros al aire. Por dos veces. Al parecer no quería morir, y por eso seguí colgado del acantilado de la

muerte con una loca obstinación. Me dijeron que cuando disparé la segunda salva no podía ser ya el segundo día, cuando me oyeron y respondieron, porque, según dicen, un hombre no puede sobrevivir al tipo de ataque que sufrí y aguantar toda una noche a la intemperie. Dicen que cuando un grupo de rescate llegó hasta mí desde Wyndham (a treinta kilómetros de Darkfield), logré balbucear algo, y luego me caí de bruces. Desperté inmovilizado, sin poder hablar ni hacer gesto alguno, salvo por un poco de vida que aún quedaba en mi mano izquierda, y durante largo tiempo

el recuerdo sólo fue una confusa mezcla de irrelevancias. Cuando se despejó esa confusión, seguí sin poder hablar durante otro largo y horrible período de tiempo. Recuerdo que alguien, con exasperada admiración, dijo que con una hemorragia cerebral y, además, un infarto de miocardio, no tenía ningún maldito derecho a estar vivo; ése fue el primer sonido que me causó cierto placer. Recuerdo haber reconocido a la pobre Adelaide, y no ser capaz de darle las gracias por su presencia. Nada de esto tiene importancia para la historia que cuento, salvo por el hecho de que durante meses no tuve puente alguno de

comunicación con el mundo; y, con todo, amaba al mundo y no quería dejarlo. Siempre es posible preguntarse: ¿qué ocurrirá luego? En algún momento de lo que dijeron era junio, mi memoria (creo) se aclaró de nuevo. Logré escribir algo, con la enfermera sosteniendo la parte muerta de mi brazo. Pero en respuesta a lo que escribí, el doctor, las enfermeras, el sheriff Robart, incluso Adelaide Simmons y Bill Hastings, me miraron… con simpatía. No me creyeron. No me creen ahora en lo más importante de lo que ojalá pudiera contar: que en nuestro mundo hay cosas que no entendemos, y

que esta ignorancia debería generar humildad. La gente cree que esto es una obvia perogrullada, un tonto consuelo — ¡oh, siempre lo han creído!— y, por lo tanto, no me escuchan, manteniendo intacto de esta forma el orgullo de su ignorancia. Los restos de los tres cuerpos fueron encontrados a finales de agosto, y a ello no contribuí demasiado, pues no tenía ni idea de qué dirección tomamos tras haber pasado por la zona talada, y hay tantas áreas con una desolación parecida que no pude indicarles dónde debían mirar. Los carroñeros del bosque, incluyendo a una jauría de perros,

habían encontrado antes los cuerpos. También el agua se había encargado de trasladarlos, porque los restos de la gran nevada se derritieron súbitamente, y por lo menos durante un par de días un pequeño río tuvo que abrirse paso rabiosamente a través de esa garganta. La cabeza de lo que llaman el «lunático» acabó rodando corriente abajo, se estrelló contra las rocas y fue parcialmente cubierta por el sedimento. Los perros habían masticado y hecho pedazos lo que definían como «el abrigo de pieles del hombre». Seguirá siendo un lunático en un abrigo de pieles, pues no piensan

admitirlo de ninguna otra forma. Por lo que sé, ningún científico ha llegado a examinar los restos, a no ser que se glorifique con ese título al forense del pueblo. Creo que era un buen veterinario antes de conseguir el trabajo. Cuando hube recuperado más o menos el habla, ya me había cansado de intentar convencerle. Se leyó una declaración mía durante la investigación…, eso fue antes de que pudiera hablar o salir del hospital. En esa ceremonia, la sociedad decidió oficialmente que Harper Harrison Ryder, vecino de este pueblo, mató de un disparo a su mujer, Leda, y a un individuo, varón y de identidad

desconocida, cuando se encontraba en un estado de trastorno mental pasajero, y murió a causa de las heridas de cuchillo recibidas durante una pelea con dicho individuo desconocido, etcétera. No hablo de ello porque con eso sólo consigo que la gente sienta todavía más pena por mí, al pensar en cómo puede llegar a fallar la mente de un hombre, y eso que todavía no ha cumplido los sesenta años. Ni siquiera puedo preguntarles: «¿Qué es la verdad?». Lo único que harán es poner todavía más cara de pena, supongo que se sentirán desagradablemente sorprendidos, y

quizá acaben encontrando razones para no visitarme de nuevo. Son muy amables. Harán cualquier cosa por mí, salvo pensar en lo ocurrido.

Glory RON GOULART

¿Qué sería una antología de terror sin una historia de vampiros? «Glory» es una historia de vampiros, pero de un tipo muy distinto al que suele encontrarse normalmente en las antologías de terror, y es una obra típica del mordiente estilo de Ron Goulart. Goulart (al igual que muchos de los escritores de esta antología)

publicó su primer relato de ciencia ficción, «Letters to the editor», en F&SF y desde entonces, por suerte, ha sido un colaborador regular de la revista. Sus relatos suelen emplear los temas y motivos tradicionales de la ciencia ficción o el terror, pero lo hacen con una desviación satírica que crea un irresistible clima de locura e hilaridad. «Glory» es un relato sobre la industria del cine. Las productoras reviven continuamente viejas películas; las estrellas de ayer recuperan su popularidad, y tanto los cines como la televisión se permiten orgiásticas exhibiciones de películas donde éstas

aparecen. En «Glory», una de esas «resurrecciones» lleva a unas consecuencias muy… absorbentes.

Uno de los misterios más sorprendentes de toda la historia de Hollywood fue resuelto finalmente hace unas pocas semanas. Y si las cosas hubieran sido tan sólo un poco distintas, la verdad sobre lo que realmente ocurrió a una de las más brillantes y hermosas estrellas del cine de los años treinta habría sido revelada al mundo. Pero no llegó a ser así, o al menos no del todo, y éste es el porqué. Dennis Hoff había estado sentado en su minúscula oficina situada en el centro de la Agencia de Talentos Hermanos Golem, tan cerca del bulevar Wilshire que se podía ir a pie, en esa cálida y

algo neblinosa tarde del martes. Era un hombre regordete y sonrosado, de unos treinta años y con cierta escasez de cabello. —Es perfecta para el papel, Joel — estaba diciendo por su teléfono. —Den, admito que parece una furcia. Pero cuando leyó el papel ante mí, se equivocó todo el rato. —Joel, eso era en tu oficina. Delante de la cámara, y confía en mí cuando te lo digo, Mindy sabe hacerlo. Es terrib… —Den, hace falta un talento especial para equivocarse en una línea como «¡Uuf!». Pero sigo interesado en… ¿Quién es la chica que me enviaste para

La monja de la pistola? Hoff se volvió hacia su angosto umbral, y vio a un amigo suyo vacilando ante él. Le hizo una seña con la cabeza para que esperara un minuto. —Ésa era Lindy. Ajá, es justo la adecuada para… —¿Por qué no les das nombres algo diferentes? Mindy, Lindy, todas suenan igual que… Tengo otra llamada. Hablaré contigo luego, Den. Hoff colgó el teléfono y sonrió. —Estoy a punto de colocar a dos clientes mías en Producciones Konheim. Adelante. Jack Wilker no era muy alto, tenía el

cabello oscuro y rondaba los treinta años. Siempre llevaba chándales grises de tonos apagados, como el que vestía hoy. Bajo su brazo había un portafolio en no muy buen estado. —El fumar acabará matándote. —Ya sabes que no soy yo quien fuma, viejo amigo. Son los hermanos Golem, tanto Nat como Larry —dijo—. Hoy pareces algo menos tristón que de costumbre. Tragando una honda bocanada de aire, Jack entró y tomó asiento delante de la mesa. —Voy a dejar las filas de los novelistas baratos. Se acabaron los

libros de la serie del Asesino de Espías… Puedo decir adiós a Bombas en las Bahamas, Cañones en Guatemala y Bazookas en Brasil. Sonó el teléfono. —Discúlpame, Jack. ¿Oiga? Todavía nada, Ernie. Pero, confía en mí, Las Vegas está muy, muy interesada. Lo único que les pone un tanto nerviosos es tu modo de anunciarte. «El Gran Viejo de la Salsa», Ernie…, creen que resulta algo deprimente. ¿Recuerdas lo que te dije sobre que quizá tendríamos que buscar algo más atractivo? De acuerdo, piensa en todo eso y ya te llamaré. Ahora mismo tengo en mi oficina a Boz

Eager para firmar sus contratos de esa nueva serie destinada a la televisión por cable, El poli gay. Así que, vaya con Dios, viejo amigo. —Uno de estos días te va a caer un rayo encima —dijo Jack. —Qué va, el único modo de librarse de Ernie Caliente es la mentira. ¿Has intentado alguna vez encontrarle contratos a un tipo de setenta y seis años que toca la marimba? —No desde que estudiaba. —Es peor que un grano en las posaderas. —Se reclinó en su asiento y emitió un pequeño ruidito de tristeza—. Bueno, ¿a qué tanta alegría?

—Se acabó la narrativa. Hoff le estuvo observando durante unos segundos. —¿Y eso te ha puesto tan nervioso? Jack puso su portafolio sobre el regazo con un golpe seco. —¿Sabes que Capricornio/AA planea hacer una película de veinticinco millones de dólares sobre Glory Sands, esa rubia actriz tan sexy que se desvaneció sin…? —Durante los tres últimos meses he intentado que Blummer se interesara en Mindy Mandrake para eso… —Creí que se llamaba Lindy. —Ésa era Lindy Landfill.

Jack siguió hablando mientras asentía distraídamente. —De acuerdo, he estado trabajando en una biografía de Glory Sands. Su desaparición sin dejar rastro allá por mil novecientos treinta y siete es uno de los misterios más sorprendentes de toda la historia de Hollywood. —Abrió su portafolio con una risita—. Y sin embargo hace años que nadie ha escrito un libro acerca de su deslumbrante aunque trágica existencia, y por eso pensé redactar una propuesta y vender el libro por un bonito adelanto de cinco cifras. —No es mala idea. ¿Y eso es lo que

te tiene tan animado, la idea de hacer…? —Mejor que eso, Den. —Metió la mano en su portafolio—. No, a última hora de ayer hice un descubrimiento en una librería de viejo que hay en Oil Beach. Ese sitio tiene toda una condenada pared llena de cosas sobre el cine y asuntos similares. Y es bastante barato. —Sacó de su portafolio un delgado volumen encuadernado en cuero, algo gastado, y lo sostuvo en alto con una mano ligeramente temblorosa—. ¿Sabes qué es? Esto es el último diario de Peter Yarko. —Eso es justo lo que te iba a decir. ¿Quién diablos es Peter Yarko?

La cabeza de Jack se inclinó hacia atrás, y sus cejas se arquearon. —¿Quieres decir que intentas conseguir un papel para Lindy Landfill en La historia de Glory, y ni siquiera sabes…? —Mindy Mandrake. —¿Y ni siquiera sabes quién era Yarko? —Eh, yo vivo aquí, en el presente. Sólo los chalados juegan a eso de las preguntas tontas sobre Hollywood, viejo amigo —dijo Hoff—. Yo tengo que pensar en los talentos actuales, gente como Ernie Caliente, Boz Eager, Lin… —Peter Yarko fue el director de El

diablo es una rubia, Explosión rubia, La presidenta rubia y… —Ah, quería demostrar que las rubias se lo pasan mejor. —Y, un instante después, Hoff chasqueó los dedos—. Ahora lo recuerdo; es aquel polaco tan raro, que surgió de la nada llevando a remolque a Glory Sands a principios de los años treinta. La dirigió en sus primeras películas, consiguió cabrear a la MGM y le echaron. Claro, Victor Yarko. —Peter Yarko. —Jack abrió el delgado y algo mohoso volumen—. No sé cómo ha podido acabar en esa librería. Lo importante es que al parecer

nadie lo ha leído nunca más allá del título. Mi diario, volumen treinta y tres/Peter Yarko. Mil novecientos treinta y siete. —¿Cuánto pagaste por eso? —Veinte pavos. —¿Y consideras que eso es barato? —Lo único que debes hacer es callar un minuto y escuchar lo que… —Yarko desapareció al mismo tiempo que ella, ¿no? De acuerdo, la película insinuará que la mató en un ataque de celos, y se unió a la Legión Extranjera para ir a… —La guerra civil española. Yarko se marchó de Hollywood, y fue a España

para luchar junto con los leales a la República, y le mataron cuando sólo llevaba allí unas semanas. —Jack estaba pasando rápidamente las marchitas páginas del diario mientras hablaba—. Glory Sands desapareció sin dejar rastro tres días antes de que él saliera para España. Cuando se les ocurrió la idea de interrogarla, Yarko ya llevaba mucho tiempo fuera. —Y abandonó una gran mansión estilo Hollywood-morisco en Beverly Hills —dijo Hoff, acordándose por fin —. Naturalmente, todos sus parientes estuvieron luchando durante años por ver quién era el propietario, y lleva sin

ocupar desde los años setenta. —Escucha esta última anotación. «Miércoles, tres de marzo de mil novecientos treinta y siete. Me quitaron a Glory, y eso no estuvo bien. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que tampoco hice bien al liberarla y traerla hasta Norteamérica. Pero eso ya ha sido reparado y ahora, gracias a Tumly, reposa bajo un eterno hechizo, el mundo está otra vez a salvo, y a la MGM que le den morcilla. La habitación secreta que hay bajo mi bodega será su último lugar de reposo, y nunca más surgirá de su ataúd…». —Tumly —murmuró Hoff,

acariciándose su regordete y rosado mentón—. Tumly. Claro, ése debe de ser Byers Tumly. Aún sigue trabajando en todo eso de lo oculto. Debe de tener unos ochenta años. Le conseguí un trabajo en Raro, ¿verdad? hace un par de años, cuando esos espectáculos con fenómenos empezaron a… —Den, se te pasa por alto lo principal. —Jack se puso en pie, muy nervioso, y su portafolio cayó al suelo, derramando ejemplares de sus novelas sobre el Asesino de Espías por toda la delgada alfombra—. Mira, he resuelto el maldito misterio que ha tenido perplejo al mundo durante medio siglo. Sé dónde

está su cuerpo, sé quién lo puso allí, y creo que puedo conseguir por lo menos cincuenta mil como adelanto. —Siéntate. —Hoff hizo un gesto de baja-el-trasero con su mano derecha—. Viejo amigo, tú sí que has pasado por alto el auténtico y principal punto de todo esto. —Y ese punto es que ahora puedo escribir la primera biografía completa de Glory Sands —dijo Jack, sonriendo —. Puedo convertirme en una figura literaria, un aspirante al Premio Pulitzer, y un tipo que no anda siempre con tres meses y medio de retraso en las pensiones alimenticias que debe no a

una sino a dos antiguas esposas. Con un adelanto que ronde los cincuenta mil, puedo… —Cincuenta mil es una tontería —le informó el regordete buscador de talentos—. Podemos sacar millones de esto. —¿Cómo? Venderle mi libro a Capricornio/AA como una fuente de… —Les venderemos a la mismísima Glory Sands, alcornoque. Jack parpadeó. —¿Para qué iban a querer un cadáver? Me parece que el valor publicitario de un fiambre no es… —No es un cadáver, atontado. —

Gruñendo, Hoff alargó la mano y arrebató el mohoso diario de entre los dedos de su amigo—. Ahora, escucha con atención… «Un hechizo eterno…, nunca más surgirá de su ataúd…». Se supone que estás acostumbrado a trabajar con las palabras, y sin embargo no has dado con los cegadoramente obvios matices que hay en éstas. Glory Sands no está muerta; sólo duerme. Está en las profundidades de esa mansión desierta en un estado de animación suspendida. Como la Bella Durmiente, y todas esas otras damas comatosas del folklore y la leyenda. —Supongo que podrías interpretar

eso de… —Escúchame, chaval —le ordenó Hoff, dando golpecitos sobre las páginas del diario de Yarko—. Ese chalado de director hizo que la pusieran en trance. No me preguntes por qué, pero eso es lo que hizo. Después de todo, incluso en esos tiempos ya había unos cuantos tipos raros en Hollywood. Los motivos no importan. Lo importante es que se la puede revivir. —¿A quién se le escapan ahora los matices? Dice «eterno hechizo», y eso… —Byers Tumly. —Hoff cerró el libro—. Byers Tumly sigue vivo ahora mismo, cuando estamos hablando, y tú te

quedas sentado allí como un bobo sin darte cuenta de lo principal, maldita sea. Byers Tumly, un místico más chalado que un cencerro, con todos los poderes de la magia negra a sus órdenes, vive con su encantadora nieta en Pasadena. —¿Y? —Lo que Tumly puede hacer, Tumly puede deshacerlo. —¿Invertir el hechizo? —Sí, viejo amigo, ciertamente, invertir el hechizo y devolverla a la vida. Jack se rascó el sobaco. —En cierto modo, eso sería soberbio —dijo por fin—. Lo que

quiero decir es que desde luego sería una buena fuente de información para mi biografía… —¿Qué es lo que busca, anhela y desea encontrar donde sea el tal Blummer de la C/AA? Cybill Shepherd le ha dicho que no, y le fue imposible hacer un trato con Meryl Streep. Está pensando seriamente en hacer una búsqueda nacional, como la de Selznick cuando quería encontrar a una Scarlett O’Hara adecuada, para localizar a una desconocida que pueda interpretar a Glory Sands en el lienzo plateado. —Espera. No podemos hacer eso. —¿Por qué no? Te ruego que me lo

digas. —Para empezar, es demasiado extraño y fuera de lo común. Lo que intento decirte es…, si Glory Sands despierta de su trance seguirá teniendo exactamente el mismo aspecto que hace cincuenta años —dijo Jack—. O eso, o será una momia arrugada que… —Sigues sin comprender lo que pretendo. —¿Y cómo podríamos explicarle su presencia a la gente? Si se les dice la verdad sospecharán que es un fraude o se asustarán. No creo que ese tal Blummer de la Capricornio/AA tenga muchas ganas de contratar un cadáver

reanimado para… —No dejaremos que nadie se entere de que es realmente Glory Sands. —Entonces, ¿cómo puedo terminar la biografía y…? —No la acabarás. No hasta que se la hayamos vendido a Blummer para que se interprete a sí misma en la biografía. — Hoff empezó a dar saltitos en su asiento mientras se lo explicaba—. No, la pondremos en el mercado como alguien con un sorprendente parecido a Glory Sands. Una joven recién llegada con mucho talento, que nació (que estaba destinada, si lo prefieres) para este papel. Se la presentaremos a

Blummer…, infiernos, seguro que consigue el papel, y luego él se encargará de hacerle publicidad como un loco. Como apoderados de ella, conseguimos un buen porcentaje de todo: su salario, el dinero de los carteles, la publicidad, todo el asunto. El veinte por ciento de millones va a ser mucho más que un mísero adelanto por algún editor de Manhattan… —Quizá ella no esté de acuerdo con la idea. Hoff se rió burlonamente. —Eh, amigo, esto es lo que hago para ganarme la vida —le recordó a Jack—. Me gano el sustento vendiendo

actores y actrices contrahechos y medio idiotas, que realmente no sirven para nada de nada. Confía en mí, y te aseguro que puedo convencer a Glory Sands para que finja ser una desconocida con muchos dones. —Y supón que cuando abrimos el ataúd resulta ser una pequeña momia arrugada… —Entonces le conseguiré un trabajo con Ernie Caliente. —Hoff se puso en pie—. De todos modos, veamos sólo el lado bueno del panorama. Viejo amigo, estamos a punto de conseguir grandes cosas.

Una cálida ráfaga de viento nocturno azotó la maleza que cubría la parte trasera de la propiedad Yarko, rodeada por altas vallas. El viento se apoderó de Byers Tumly, hinchando el grueso abrigo a cuadros que el viejo y frágil místico insistía en llevar, y le empujó contra un seto que llevaba mucho tiempo muerto, haciéndole caer dentro de un estanque seco que en el pasado contuvo peces. —Ciertamente…, hum hum… — murmuró, de narices en el suelo junto a un querubín de piedra medio roto, que abrazaba a un delfín del que antes había salido agua—, estoy… sabe…, empezando a recordar. El estanque,

sí…, solía haber peces en él. Jack cogió al brujo por su delgado brazo y le puso en pie. —No sé mucho de los rituales ocultos —le dijo a Hoff, que llevaba una gran linterna y una bolsa llena de herramientas que no paraban de tintinear —, pero ¿no debería estar sobrio? —Está sobrio. —Hum… hum…, Peter Yarko…, recuerdo bien la noche…, viento en los sauces…, arrojar un hechizo…, viejas ruinas… Calabar… Egbo… Nyamba…, ciertamente, ciertamente. —Está como una cuba. Jack le hizo rodear un fauno de

mármol, y le guió hacia la negra masa del edificio. —Es viejo, nada más. El viento resbalaba sobre los tejados que se inclinaban abruptamente hacia el suelo, haciendo girar la maltrecha veleta con un ruido chirriante. —El que uno sea viejo no quiere decir que huela igual que un trapo para limpiar mostradores de bar. —¿Cuál era la razón para arrojar el hechizo?… Me pagó espléndidamente…, hum… hum…, el Sello de Salomón…, la salamandra… Obambo. —Me animaría bastante el que

pudiera recordar por qué está encerrada Glory Sands en las entrañas de esta… —Todo eso ya lo explicaba el diario, viejo amigo. Yarko estaba enfadado con ella, y por eso hizo que nuestro brujo aquí presente la pusiera en trance. —Venga, Den, cuando te enfadas con una dama no llamas a un hechicero para que… —Yo no lo hago, cierto, pero da la casualidad de que no soy un artista profundo y atormentado como Yarko. Hoff se detuvo ante la puerta trasera de la mansión abandonada, que había sido bloqueada con tablones.

—… Es mejor así —murmuró el viejo Tumly, oscilando a cada ráfaga de viento—. Hacer que el mundo sea un lugar seguro para la… democracia…, algo así… Nergal… Astarot… Moloch. Tras haber depositado cuidadosamente su bolsa sobre el suelo cubierto de helechos, Hoff sacó de ella una palanqueta. —Lo primero que hay que hacer es quitar esos tablones. Y se puso a ello. —Esto es lo que popularmente se llama robo con fractura —dijo Jack. Estaba sosteniendo al viejo hechicero para impedir que se cayera.

—Puedes decir a los polis que estás investigando para tu próxima novela de crímenes —dijo Hoff, arrancando otro de los viejos tablones—. Pero, realmente, dudo que sigan vigilando este montón de ladrillos. Los clavos chirriaban a medida que los iba sacando. En algún lugar, más abajo de la colina, un sabueso solitario empezó a ladrar melancólicamente. —Mala señal —observó Tumly—. Espíritus inquietos andan al acecho. —¿Está usted seguro de no tener ni idea del por qué Glory Sands fue…? — le preguntó Jack. —Ya me vendrá a la cabeza. —

Lanzó una risita más bien oxidada—. Sí…, hum…, estas emociones son buenas para mí. Hacen que el cerebro recupere su tic-tac… Estar en Pasadena puede ser… ¿Tiene usted idea de cuántos concursos hacen por la televisión? —Habrá unos… —Ya está —anunció Hoff—. Todos los tablones están fuera. Ahora abriré la cerradura. —¿Sabes cómo hacer este tipo de cosas? —Bueno, tendría que ser relativamente sencillo, ¿no? Millares de personas que ni siquiera terminan la

enseñanza obligatoria acaban convirtiéndose en ladrones. Y se puso en cuclillas ante el deslustrado picaporte.

—Sí, recuerdo esta casa —dijo Tumly, apretándose un poco más su gran abrigo a cuadros alrededor del cuerpo, y avanzando por el polvoriento pasillo—. Entonces no olía tanto a podredumbre y abandono. El largo corredor, las paredes cubiertas por paneles de madera de tonos oscuros, y el suelo adornado con mosaicos polvorientos, todo estaba

cargado con los olores del moho y la falta de limpieza. Hoff paseó el haz de su linterna ante ellos, acariciando con él los paneles tallados, las lámparas de hierro forjado de la pared, y el ondulante dibujo de los mosaicos. —Vaya escenario —dijo—. Esto debe inspirar al escritor que llevas dentro, Jack. —Me inspira a largarme de aquí antes de que los polis descubran que… —Por aquí. —Tumly estaba señalando hacia su izquierda—. Hay una escalera en la cocina, más allá…, hum… hum…, recuerdo más a cada

minuto que pasa. Sí, ella está abajo.

El viejo hechicero avanzó tambaleándose, y agarró una polvorienta botella de vino de uno de los estantes que llenaban la húmeda habitación de muros de piedra. —Hum, sí. Me estoy acordando de… Jack le cogió por la manga. —No es momento de empinar el codo. —Jamás he tocado el oporto. — Tumly cogió la botella por el cuello y tiró de ella hacia abajo—. Esta botella,

jovencito, da la casualidad de que es una palanca disimulada. Por entre las sombras de la bodega se oyó un tembloroso rugido. De las profundidades les llegaron sonidos metálicos. Luego, oyeron un golpe apagado que despertó ecos en el recinto. —Desde luego, se acuerda bien. Hoff volvió la luz de su linterna hacia la escalera de caracol que había aparecido en el gran rectángulo abierto en el suelo. El ataúd estaba ahí abajo, una pesada masa de bronce. Reposaba sobre un pequeño pedestal de piedra, con grumos de lacre escarlata esparcidos a

lo largo de la tapa, parecida a una gran cúpula. Hoff cruzo apresuradamente el frío suelo de piedra y se arrodilló jumo a él. —Nadie ha metido mano en esto — dijo—. Y eso quiere decir que Glory sigue dentro. —Será un gran capítulo de mi libro. —Jack se acercó al ataúd de bronce—. Sí, y además puedo sacar montones de artículos. Primero las revistas finas, y luego las que venden en los supermercados… El viejo místico se acercó a ellos arrastrando los pies por el suelo. —Las cosas me resultan cada vez

más claras —dijo como para tranquilizarles, metiendo sus huesudas manos en los bolsillos de su inmenso abrigo. —Y Glory Sands. ¿está realmente allí dentro? —preguntó Jack. —Yo mismo ayudé a depositar a la dama en el interior. —Tumly había logrado encontrar un cristal de joyero con algo de pelusa pegada a la lente. Muy despacio, fue dando la vuelta al ataúd—. Hum… hum… Sí, claro está…, un hechizo de confinamiento bastante sencillo…, sí. —Del interior de otro bolsillo sacó una gruesa vela negra—. Jovencito, ponga eso en el estante de allí

y enciéndala. Jack hizo lo pedido, arrugando la nariz ante el acre olor producido por la vela, que empezó a chisporrotear. —¿No puede…? —Silencio, por favor. —Tumly se irguió, y un pequeño volumen encuadernado en piel apareció abierto en sus temblorosas manos—. Belcebú… Belcebú… Belcebú. Jack retrocedió unos pasos sintiendo un escalofrío. El viejo hechicero siguió hablando, mezclando el latín con encantamientos en lenguas todavía más viejas y muertas. Transcurrieron cinco largos minutos.

Y entonces, los grumos de cera carmesí emitieron un siseo y empezaron a fundirse. Lentos hilillos rojizos fluyeron por los gruesos costados del ataúd de bronce, cayendo al suelo. —Ahora, de prisa, levanten la tapa —ordenó Tumly. Hoff cogió un extremo y Jack el otro. Gruñendo, lograron levantarla y apartarla del ataúd. Mientras estaban apoyando la tapa en la pared de piedra, en el interior del ataúd abierto se oyó un roce de satén. Una joven rubia y muy bonita, con un traje de noche de satén blanco, se irguió en el interior del ataúd y les miró, uno

por uno. —Ah, sí —dijo Tumly—. Ahora recuerdo por qué la encerramos. Es un vampiro.

Sonriendo ampliamente, Hoff entró en la casita escapando al neblinoso brillo de la tarde. —Absolutamente soberbio — anunció, agitando por el aire el sobre de papel manila que sostenía en su regordeta mano derecha—. Acabo de recoger las fotos que hicimos en Orlando de Hollywood antes de anoche, y son completamente sensacionales.

Tiene el mismo aspecto que Glory Sands, especialmente con ese traje de satén tan apretado con el que la enterraron. —Es Glory Sands. —Jack estaba sentado en su sillón favorito, el único que tenía, los ojos clavados en su pequeña y vacía chimenea—. La escondieron bajo la mansión de Yarko por esas costumbres de vampiro que tiene. Pero ahora me tienes metido aquí, haciendo de niñera a una asesina en pot… —Vamos, ha dicho que tendrá mucho cuidado con todo eso —le recordó el agente—. Glory desea tanto como

nosotros tener una nueva carrera en… —Además, Den, no veo por qué debíamos gastar una cantidad tan condenadamente grande de esas fotos. —Porque, viejo amigo, en toda esta empresa vamos a viajar en primera clase. Venderemos a esa muñeca de platino como… —No tan alto —le advirtió Jack bajando la voz—. Lo que intento decir es que debo pagar el alquiler de este sitio, y he tenido que posponer mi biografía por el momento, así que… —¿Qué te preocupa tanto? No puede oírnos. —Hoff se instaló en el sofá de mimbre, de espaldas al patio dominado

por la maleza—. Los vampiros duermen de día, ¿no? —Gilipollas —observó una voz femenina desde la habitación contigua. —Al parecer no siempre es así. Jack señaló con la cabeza hacia la puerta de la cocina. —Bueno, todavía mejor para nosotros. De esa forma no tendremos que convencer a Blummer para que filme La historia de Glory por la noche. —Amigos, realmente me dais risa. —Una hermosa joven rubia, que vestía una de las camisas estampadas de Jack y un flamante par de tejanos de marca, entró en la sala con un generoso

bocadillo de salami en la mano—. Y, de todas formas, ¿de dónde habéis sacado vuestros datos sobre los vampiros, de alguna serie B con ese húngaro chalado, que iba dando saltitos por todos lados, envuelto en una capa? Jesús… —Se instaló en el brazo del asiento de Jack, haciendo balancear una de sus bonitas piernas, y dando golpecitos en la base de su vieja lámpara—. Los vampiros han tenido mala prensa desde… Eh, ¿estás seguro de que las damas llevan hoy en día esta clase de pantalones? Me aprietan tanto, que se me está quedando dormido el trasero. Hoff, que la estaba observando,

meneó la cabeza en un gesto de aprobación y se rió levemente. —Perfecta, es perfecta. Esa elegante pátina de los años treinta hará que tanto Blummer como sus esbirros se caigan de espaldas. —Cuernos, desde luego este salami no sabe igual que el salami que yo recuerdo —dijo Glory tras haberle dado un mordisco a su bocadillo. —Han pasado cincuenta años desde la última vez que probaste… —le recordó Jack. —Diablos, jamás pensé que el salami fuera a cambiar. —Se levantó del brazo del asiento y fue a la ventana—.

Contaminación, ¿eh? Desde luego, ensucia bien el aire. Jack. ¿nunca haces que te poden los arbustos? Yo tenía dos japoneses que lo hacían… —Glory, ¿te gustaría ver tus fotos? —Hoff estaba sacando las pruebas del sobre—. Estás soberbia. —Las cámaras me quieren — explicó ella, mordiendo su bocadillo—. Incluso en el París de mil ochocientos setenta, yo… —Caramba —la interrumpió Jack—, ¿estabas viva en mil ochocientos setenta? —Cariño, ¿por qué crees que me convertí en vampiro, en primer lugar?

—Se volvió hacia él, limpiándose un poco de mayonesa que se le había caído en el hoyuelo de la mejilla—. La inmortalidad. Pues sí, nací en Lisboa…, eso está en Portugal…, en mil setecientos veintiséis. Hoff dejó las fotos sobre su regazo. —Glory, será mejor que no le mencionemos eso a nadie más, ¿de acuerdo? —¿Crees que soy boba, o qué? Lo que quiero decir, encanto, es que tengo más ganas de hacer pasta que vosotros dos juntos. —Contempló con aire desdeñoso el pequeño y algo miserable salón de Jack—. Puedo aseguraros que

no quiero vivir mucho más tiempo en esta caja de galletas. —Exacto. Y tan pronto como te venda a Blummer, empezaremos a buscar mansiones en Bel Air —le prometió el agente—. Ése es el tipo de ambiente que necesita Gloria Sanctum. —Jesús, qué nombre tan ridículo. — La actriz que había vuelto de la muerte tomó asiento sobre el duro suelo de madera, apoyando su esbelta espalda en las estanterías empotradas—. Sé que ya no puedo hacerme llamar Gloria Sands, pero… —Gloria Sanctum tiene cierto sabor —le aseguró Hoff—. Y conserva tus

iniciales. —La verdad es que nunca me gustó mucho eso de Glory Sands. Fue idea de Yarko —dijo, meneando su hermosa cabeza—. Imaginaos, ese vagabundo haciendo que me hechizaran, y metiéndome luego en su maldito sótano… —Al parecer —dijo Jack, sin mirarla directamente—, estaba preocupado por tus actividades vampíricas, y… —Diablos, no. Creo que sólo quería hacerle la puñeta a la MGM. —Acabó su bocadillo y se lamió los dedos—. Yarko exageraba las cosas, igual que la

mayor parte de los tipos que son creativos. —¿Estás sugiriendo que en realidad no practicabas el vampirismo? —dijo Jack. —Mira, cariño, puede que de vez en cuando le pegara algún sorbo a su sangre —admitió ella, con una atractiva sonrisa—. Quiero decir que si una es un vampiro, eso es lo que haces, ¿sabes? Pero fui discreta, y no lo hice a menudo. Y muy raramente con alguien que estuviera metido en el negocio del espectáculo. —Así que, realmente, no hay mucho de qué preocuparse —dijo Hoff.

La rubia actriz se puso en pie con un gesto lleno de gracia. —Déjame ver las fotos, Denny. —Para mí, Glory…, bueno, Gloria. Será mejor que nos acostumbremos a utilizar tu nuevo nombre. —Le entregó las fotos—. Gloria, para mí las mejores son aquéllas en que le sonríes a la cámara. Gloria estudió las fotos. —Mi perfil izquierdo tampoco está mal —le hizo notar—. Realmente, estar enterrada cincuenta años no me ha estropeado nada el aspecto. —Gloria, eres tan hermosa ahora como…

—¡Eh! Tras haber mirado por la ventana, Jack se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. —¿Qué pasa, viejo amigo? —Allí fuera hay alguien que nos está observando por encima de mi seto. Los dos hombres salieron corriendo al patio rodeado por setos. Pero ahora no había nadie en él. —¿Pudiste verle? —preguntó Hoff. —Realmente no, pero… Era un hombre…, y había algo vagamente familiar en él. —Eh, vosotros dos —gritó Glory—, volved aquí, y dejad que os diga cuáles

vamos a utilizar.

Jack echó a un lado otra paletada de tierra. —¿Qué ibas a decirme cuando llegaste, Den? —¿Eh? —Hoff estaba examinando el cuaderno de notas que había encontrado en el bolsillo del muerto, que yacía sobre el suelo del garaje—. Oh, sí, buenas noticias. Blummer se quedó muy, muy impresionado con las fotos de Glory…, Gloria. Quiere que vaya a leer su papel el lunes. Por lo que yo sé, la cosa es segura.

La tumba iba haciéndose más profunda. —¿No crees que tenemos un problema? —¿Por qué? Hoff cerró el cuaderno de notas. —¿Me estabas prestando atención cuando te expliqué que he encontrado a este tipo detrás de mi casa hace un par de horas, al ponerse el sol? Lo que intento decirte es que le mató un vampiro. —Bueno, cualquiera con dos dedos de frente puede ver eso —dijo el agente —. Tiene esas dos señales en el cuello, y le han dejado sin sangre.

—Glory lo hizo. —Llámala Gloria. —Gloria. Glory. Lo admitió antes de encerrarse en el dormitorio. —Tiene derecho a poner mala cara durante un rato; es normal. —Pero ella… —Viejo amigo, el único culpable de todo esto es él mismo. —Hoff cerró el cuaderno de notas dando un golpe seco contra su muslo—. Éste es Walt Downey, un tipo que le vendía reportajes al Intruso Nacional. Y también es el mismo tipo al que viste acechando por entre tus setos hace unos cuantos días.

—¿Un reportero? Maldición, eso quiere decir… —Un tipo que le vendía reportajes a esa revista —le interrumpió Hoff—. Nadie sabe qué tenía planeado escribir después del último. Parece que estuvo entrevistando a Tumly para algún otro artículo, y el viejo loco dejó escapar una referencia a nosotros y a Gloria. —¿Qué clase de referencia? —Algo sobre cómo la hicimos volver de la tumba. Sigue cavando, ¿quieres? —Espléndido. La resurrección de Glory va a convertirse en todo un acontecimiento periodístico.

—Según sus anotaciones, Downey acababa de empezar. Todavía no estaba seguro de si teníamos a Glory Sands, o si sencillamente estábamos preparando un fraude con propósitos publicitarios —dijo Hoff—. Por suerte para nosotros, ella le pilló justo a tiempo. —Es un asesinato. —No necesariamente. El hecho de que ella es un vampiro sería una buena defensa —dijo el agente, viendo cómo Jack seguía trabajando en la tumba del reportero—. Desde luego, ella podría alegar que fue incapaz de contenerse. Pero nunca hará falta llegar a eso. Enterramos a este idiota y…

—Nos convertimos en cómplices. —Viejo amigo, por lo que he podido descubrir de sus cosas, Downey no tenía parientes ni relaciones íntimas. Ni siquiera el Intruso le echará de menos, habiendo tantos tipos que se dedican a venderles reportajes de vez en cuando —dijo Hoff—. Por lo tanto, esforcémonos por mirar sólo el lado bueno del asunto. Piensa en lo que va a ser nuestra parte de un salario como el de Gloria…, digamos, cuatrocientos mil dólares por película. Y sigue cavando.

Glory tomó otro sorbo de su vaso.

—Uuuf —observó—. Desde luego que esto no sabe a zumo de naranja. —Volvamos a lo importante. Jack estaba sentado ante ella, mirándola desde el otro lado de su mesita. —«Hecho de concentrados». Sea lo que sea eso. Quiero decir, ¿hasta dónde se puede llegar? —Dejó su vaso con un chasquido—. En todo este dichoso país hay montones de naranjas frescas, y vosotros, cabezas de chorlito… —A Downey. —¿Quién? —El reportero del que te libraste la noche pasada. Realmente, tendríamos

que hablar de… —Jesús, ¿todavía andas dándole vueltas a eso? Denny no creyó que fuera tan importante. —Glory, tengo un garaje pequeño. Si continúas… —Ese tipo estaba metiendo las narices en nuestro negocio, ¿no? —Que te saquen toda la sangre del cuerpo no me parece realmente un castigo que encaje con ese… —Vale, vale, cálmate. Deja de darle vueltas, ¿de acuerdo? Estoy haciendo todo lo que puedo —le dijo la rubia—. Sólo quería que tuviéramos firmado ese contrato para que…

—Según Den, Blummer tiene una opinión muy favorable sobre ti desde que leíste el papel. —Blummer, menudo tipo… —dijo ella, revolviendo su sedosa cabellera con los dedos—. ¿Sabes lo que era antes? Contable y tasador. Desde luego, ésa no es la idea que yo tengo de un magnate del cine. Y ese director, ese chalado…, ¿cómo se llama? —Piet Goedewaagen. —Es más joven que yo —dijo ella frunciendo el entrecejo—. Bueno, más joven de lo que se supone que soy. Se quedó frito cuando yo aún no había llegado ni a la segunda página de mi

estúpida escena. —He oído decir que Goedewaagen tiene un problema con las drogas. —Se cayó de la maldita silla. Y se quedó en la alfombra. —Deja que sea el productor quien se preocupe de él. Tú… —Woody Van Dyke nunca se cayó de la silla. Cuando rodamos Fiebre rubia en Catalina, el año treinta y cinco, él… —¿Cuál es la frecuencia probable con que atacarás a la gente? —¿Quién sabe?, como dicen en Tijuana. —Se encogió graciosamente de hombros—. Depende en cierta forma de mi humor, y de si estoy aburrida o no. A

veces…, ya sabes, es un impulso y punto. Jack dio un más bien poco entusiasta mordisco a su tostada fría. —Glory, quizá… —Llámame Gloria. No queremos echar a perder el… —Matar gente echará a perder las cosas mucho más rápido que el que yo te llame por un nombre equivocado —dijo él—. Veamos, cuando estuviste aquí antes, en los años treinta, ¿con qué frecuencia atacabas…? —No mucha. Fluctuaba. —¿Puedes darme una cifra aproximada? Lo que te pregunto es,

¿cuántas víctimas…? —Oh, menos de cien. —¿Cien? A Jack se le cayó la tostada. —He dicho menos de cien. —¿Noventa? —Más o menos. —¿Cómo conseguiste que la gente no descubriera…? —Yarko se ocupaba de casi todo el asunto —respondió Glory—. Se encargaba de que les enterraran, o de que acabaran perdidos en algún sitio lejano. Y de vez en cuando, yo buscaba a un don nadie en los barrios bajos. —Estuviste en Hollywood de mil

novecientos treinta y tres a mil novecientos treinta y siete. —Jack sacó una pequeña calculadora del bolsillo de su chaqueta—. Eso son cuatro años, así que dividimos noventa víctimas por cuatro y obtenemos…, ¡uf!…, veintidós coma cinco por año. —Qué trasto tan mono. ¿Puedo ver cómo…? El teléfono de la sala empezó a sonar. —Puedes jugar con él. Toma. — Arrojándole la calculadora de bolsillo, fue corriendo hacia la habitación contigua—. ¿Oiga? —Ahora sí que estamos a punto de

conseguirlo, viejo amigo. Acabo de recibir una llamada —dijo Hoff. —No te oigo demasiado bien. ¿Qué es el ruido de fondo? —Una marimba. —El agente alzó la voz—. Blummer acaba de llamar. Quiere que esté en C/AA dentro de una hora. Ya puedo oler los seis números. —Oye, Den —dijo Jack, tapando un poco el auricular con su mano—. Si dejamos suelta a esta criatura por el mundo, seremos responsables como mínimo de veintidós coma cinco muertes al año durante… —Ernie, viejo amigo, eso ya es bastante, ¿eh? Me gusta el nuevo acto y

confía en mí, te conseguiré un trabajo en algún lugar tremendo. Ahora, sal de aquí en seguida. Adiós —estaba diciendo Hoff—. De acuerdo, Jack, qué… —Veintidós coma cinco. Ése es el número de víctimas con el que podemos contar cada año que ella pase sin estar bajo tierra. —Jack miró hacia el umbral de la cocina—. Lo que debemos hacer es buscar a Tumly, y meterla de nuevo en… —No es posible encontrar a Tumly. —¿No le conseguiste un trabajo en algún sitio? —El pobre viejo acaba de fallecer. —Eso es…, espera un segundo.

¿Cómo? —¿Qué? —¿Cómo ha muerto Tumly? Hoff tosió. —No empieces a gritar y dar alaridos en cuanto te lo diga. —No importa. Ya lo sé. Su hija le encontró tirado en algún sitio, y no le quedaba ni una gota de sangre en… —Su nieta. La que encontró al pobrecito fue su nieta. —Claro, y Glory no estaba aquí hace dos noches —dijo Jack en un murmullo apremiante—. No quiere explicar dónde ha… —Sigamos mirando el lado bueno

del asunto —dijo Hoff—. Cuando visite nuevamente tu casa esta noche, no me cabe duda de que tendré un contrato precioso junto a mi corazón, que estará latiendo igual que el de una jovencita. —No, de eso nada. Entonces, tienes que conseguir otro hechicero. Él podrá… —¿Dónde voy a conseguir un hechicero? —Eres un maldito buscador de talentos. Busca uno. Y rápido. Si puedes encontrar a un viejo de ochenta años que toca música de salsa, entonces… —Cálmate. Que Glory se ponga al teléfono —pidió el agente—. Le daré

todas las buenas noticias que se avecinan, y utilizaré mis considerables poderes de persuasión para convencerle de que no se dedique durante un tiempo a su afición. Le haré prometer que no cometerá ninguna acción que pueda mandar al cuerno su floreciente carrera. —Los vampiros no cumplen sus promesas —dijo Jack.

Hoff llegó al anochecer, su paso no tan rápido como de costumbre. Su cuerpo regordete parecía haberse vuelto repentinamente fláccido, como si llevara luto por algo.

—Idiotas —dijo nada más entrar en el salón—. Tendría que haberme acordado de que esto es Hollywood. Jack estaba en su sillón favorito, rodeado de sombras. —He ido a ver a Blummer —siguió diciendo el abatido agente—. Me hicieron entrar en su vasta oficina de la Capricornio/AA. Y, ¿qué me dice ese imbécil? Jack no le respondió. —Me dice que han decidido rechazar a Glory para el papel de Glory Sands en la película —añadió Hoff—. ¿Y por qué? Yo te diré el porqué. No le va bien el papel.

Jack no le respondió. Hoff atravesó lentamente el salón sumido en la penumbra. —Bueno, viejo amigo, no te pongas triste. Ya se me ocurrirá alguna forma de colocársela a otro. Alargó la mano, y encendió la lámpara que había junto al sillón. Fue entonces cuando vio las señales que había en el cuello de Jack.

La casa de los insectos LISA TUTTLE

Lisa Tuttle, nacida en Norteamérica, reside en Inglaterra, y es a la vez periodista y escritora de relatos. Estuvo entre los primeros miembros del taller literario Clarion, y en 1974 ganó el premio John W. Campbell al mejor escritor novel de

ciencia ficción. Lisa Tuttle también destaca en el relato de horror contemporáneo por su habilidad para aterrorizar a los lectores. «La casa de los insectos», particularmente horrible, sabrá helarle la sangre.

La casa era una ruina que descansaba igual que un barco destrozado por la tormenta sobre un promontorio cubierto de maleza dominando el océano. Ellen sintió que se le encogía el corazón al verla. —¿Ésa? —preguntó el taxista con voz dubitativa, mirando por el parabrisas con los ojos entrecerrados y reduciendo la velocidad. —Debe serlo —contestó Ellen sin mucha convicción. Le resultaba imposible creer que su tía —o cualquier persona— viviera en esa casa. Siguiendo la costumbre local, la

casa había sido construida con madera encima de unos bloques de cemento que la levantaban hasta un metro escaso del suelo. Pero ahora las inundaciones parecían representar para la casa un peligro mucho menor que los vientos o, sencillamente, el tiempo. La casa estaba cayendo a pedazos sobre los bloques de cemento. Los tablones, maltratados por la intemperie, mostraban una costra de vieja pintura gris que había saltado en muchos puntos. Las ventanas, carentes de cortinas, parecían ojos ciegos, y un postigo colgaba en un ángulo imposible. Por entre los tablones que formaban el combado balcón del segundo piso, Ellen

pudo ver la luz del día. —La esperaré —dijo el conductor, frenando al final de un sendero cubierto de hierbajos—. Por si no hay nadie dentro. —Gracias —contestó Ellen, saltando del asiento trasero y tirando de su maleta una vez hubo bajado. Contó el dinero del trayecto, y alzó los ojos hacia la casa. Ni una señal de vida. Sintió como se le encorvaban los hombros—. Basta con que espere para ver si me abren la puerta —le dijo al conductor. Mientras subía por el agrietado sendero de cemento hacia la puerta principal, Ellen dio un respingo al ver

que algo se movía bajo la casa. Se quedó quieta, y contempló el espacio oscuro que tenía delante. ¿Había sido un perro? ¿Un niño jugando? Algo grande y oscuro, moviéndose rápidamente…, pero ahora o se había ido o se ocultaba. A su espalda, Ellen pudo oír el motor del taxi, en punto muerto. Durante un breve instante pensó en volver. Con Danny. Con todos sus problemas. Con sus mentiras y sus promesas. Siguió caminando hacia adelante, y cuando llegó al porche golpeó secamente dos veces la hinchada puerta de color gris. Una mujer vieja, muy vieja, delgada

como un palo y, obviamente, en no muy buen estado de salud, le abrió la puerta. Ellen y la mujer se contemplaron en silencio. —¿Tía May? Los ojos de la anciana se iluminaron al reconocerla, y movió levemente la cabeza, asintiendo. —¡Ellen, claro! Pero ¿cuándo había envejecido tanto su tía? —Pasa, querida. La anciana extendió hacia ella una garra apergaminada. Ellen notó el viento en su espalda. La casa crujió y, por un instante, Ellen creyó sentir que el suelo

del porche cedía bajo sus pies. Entró en la casa con paso vacilante. La anciana —su tía, recordó— cerró la puerta detrás de ella. —No vivirás aquí sola, ¿verdad? — preguntó Ellen—. Si lo hubiera sabido…, si papá lo hubiera sabido…, nosotros… —Si me hubiera hecho falta ayuda la habría pedido —contestó tía May con una sequedad que a Ellen le recordó a su padre. —Pero esta casa… —dijo Ellen—. Es demasiado para una sola persona. Da la impresión de que puede caerse en cualquier momento, y si te ocurriera

algo estando aquí, sola… La anciana se rió con un sonido reseco, parecido al de un papel que se arruga. —Tonterías. Esta casa me sobrevivirá. Y las apariencias pueden ser engañosas. Mira a tu alrededor…, me encuentro perfectamente cómoda aquí. Ellen vio el salón por primera vez: un techo muy alto con una araña de bronce y una hermosa alfombra oriental. Las paredes estaban pintadas de color crema, y la gran escalera no parecía sufrir ningún riesgo inminente de caerse. —Dentro tiene mucho mejor aspecto

—dijo Ellen—. Desde el camino parecía abandonada. El taxista no lograba creer que nadie viviera aquí. —El interior es cuanto me importa —dijo la anciana—. No me he cuidado mucho del lugar. La casa está minada por las termitas, y roída por los insectos pero, aun así, no se encuentra ni con mucho en tan mal estado como yo. Seguirá en pie cuando yo esté bajo tierra, y eso es suficiente para mí. —Pero, tía May… —Ellen abrazó a su tía, sintiendo lo huesudo de sus hombros—. No hables así. No te estás muriendo. Esa risa de nuevo.

—Sí, querida, mírame. Ya nada puede salvarme. Estoy roída por dentro. Apenas si queda lo suficiente de mí como para darte la bienvenida a esta casa. Ellen miró a los ojos de su tía, y lo que vio ahí hizo que las lágrimas le nublaran la vista. —Pero los médicos… —Los médicos no lo saben todo. Querida, a todo el mundo le llega su hora. Un momento en el que se debe abandonar esta vida por otra… Vayamos dentro y sentémonos. ¿Te gustaría comer algo? Debes de tener hambre después de ese largo viaje.

Sintiéndose algo confusa, Ellen siguió a su tía hacia la cocina, una pequeña habitación decorada en oro y verde. Tomó asiento ante la mesa y contempló el papel de pared, con su dibujo de peces y sartenes. Su tía estaba muriéndose. Era algo totalmente inesperado. La hermana mayor de su padre…, pero sólo le llevaba ocho años, recordó Ellen. Y su padre era un hombre vigoroso y saludable, un hombre que todavía se encontraba en la flor de la vida. Miró a su tía, y la vio moverse lentamente desde la alacena al mármol y el estante, como si le doliera todo, preparando algo

de comer. Ellen se puso en pie. —Tía May, deja que lo haga yo. —No, no, querida. Compréndelo, sé dónde está todo, y tú no lo sabes. Aún puedo arreglármelas sin problemas. —¿Está enterado papá? ¿Cuándo le viste por última vez? —Oh, querida, no deseaba cargarle con mis problemas. Ya sabes que durante bastantes años apenas si nos hemos tratado. Supongo que le vi por última vez…, vaya, querida, si fue en tu boda. Ellen se acordó. Ésa había sido la última vez en que vio a tía May. Apenas

podía creer que esa mujer y la que ahora le hablaba fueran la misma. ¿Qué había ocurrido para hacerla envejecer de ese modo en sólo tres años? May puso un plato sobre la mesa, delante de Ellen. Un montoncito de atún y mayonesa, rodeado por galletas de sésamo. —No tengo a mano muchos productos frescos —le dijo—. Casi todo son conservas. Me resulta difícil salir de compras, pero tampoco es que tenga mucho apetito últimamente, por lo que no importa demasiado lo que coma. ¿Quieres algo de café? ¿O prefieres té? —Té, por favor. Tía May, ¿no

deberías estar en un hospital? ¿Un sitio donde alguien pudiera cuidar de ti? —Puedo cuidar de mí misma estando aquí. —Estoy segura de que a mamá y a papá les encantaría que les visitaras, y… May meneó la cabeza en un gesto cargado de firmeza. —Quizá en un hospital pudieran encontrar una forma de curarte. —Ellen, para la muerte no hay otra cura que el morirse. La tetera empezó a silbar, y May vertió el agua hirviendo sobre una bolsita de té que había metido en una

taza. Ellen se reclinó en su asiento, apoyando el lado derecho de su cabeza en la pared. Podía oír un ruidito casi imperceptible pero insistente dentro de la pared, como un crujido continuo…, ¿termitas? —¿Quieres azúcar en el té? —Sí, por favor —respondió Ellen automáticamente. Todavía no había tocado su almuerzo y no tenía deseos de comer ni beber nada. —Oh, querida —suspiró tía May—, me temo que deberás tomarlo sin azúcar. Debe de hacer mucho tiempo que no

tomo azúcar…, allí dentro hay más hormigas que granos de azúcar. Ellen miró a su tía mientras ésta dejaba caer todo el contenido del azucarero dentro del cubo de la basura. —Tía May, ¿tienes algún problema de dinero? Quiero decir, si vives aquí porque no puedes permitirte… —Oh, no, cariño, gracias. —May se instaló en la mesa al lado de su sobrina —. Tengo algunas inversiones, y dinero suficiente en el banco para mis necesidades. Y esta casa también es mía. La compré cuando Victor se retiró, pero él no pudo vivir el tiempo suficiente como para ayudarme a disfrutarla.

Movida por una simpatía repentina, Ellen se inclinó hacia ella, y habría estrechado el frágil cuerpo de su tía entre sus brazos de no ser porque May agitó su mano en un gesto de que no lo hiciera; Ellen se apartó. —Con Victor muerto, ya no me causó tanto placer arreglarla. Por eso sigue pareciéndose mucho a la vieja ruina que era cuando la compré. La propiedad era una auténtica ganga, porque nadie quería la casa. Nadie salvo yo y Victor… —May inclinó repentinamente su cabeza hacia un lado y sonrió—. Y…, ¿quizá tú? ¿Qué dirías si te dejara esta casa cuando muera?

—Tía May, por favor, no… —Tonterías. ¿Quién mejor para ello? A no ser que te resulte imposible soportarla, claro, pero ya te he dicho que por lo menos el solar tiene cierto valor. Si la casa se encuentra demasiado consumida por los insectos y la humedad, puedes derribarla y edificar en su sitio algo que a ti y a Danny os guste más. —Es muy generoso por tu parte, tía May. Sencillamente, es que no me gusta oírte hablar de ese modo, sobre la muerte y… —¿No? A mí no me molesta. Pero si te pone nerviosa, entonces no diremos

nada más del asunto. ¿Quieres que te enseñe tu habitación? Ya no subo al piso de arriba —dijo May, poniéndose en pie y precediéndola lentamente por la escalera, apoyándose todo el rato en la barandilla y haciendo frecuentes pausas en el camino—. Trasladé mi dormitorio al piso de abajo. Era demasiado incómodo andar siempre subiendo y bajando. El segundo piso olía fuertemente a moho y humedad. —Esta habitación tiene una vista preciosa sobre el mar —dijo May—. Pensé que quizá te gustaría. —Se detuvo ante un umbral, haciéndole una seña a

Ellen para que la siguiera—. Hay ropa limpia en el armario del pasillo. Ellen contempló la habitación. No tenía demasiado mobiliario, sólo una cama, un tocador y una silla de respaldo recto. Las paredes eran de un severo color verde, y no tenían adorno alguno. Sobre la cama sólo había el colchón, y en las ventanas no había cortinas. —No salgas al balcón…, me temo que algunas zonas están totalmente podridas —le advirtió su tía. —Ya me di cuenta —dijo Ellen. —Bueno, ya sabes, siempre hay partes que ceden antes. Ahora, querida, te dejaré sola. Me siento algo cansada.

¿Por qué no echamos una siesta las dos hasta la hora de la cena? Ellen miró a su tía, y sintió un vuelco en el corazón y un agudo dolor al ver el cansancio que expresaba ese rostro pálido y arrugado. El pequeño ejercicio de subir al piso de arriba había tenido un acusado efecto en ella. Le temblaban levemente los brazos, y su piel tenía un color grisáceo a causa del agotamiento. Ellen la abrazó. —Oh, tía May —dijo en voz baja—, prometo que seré una ayuda para ti. No tienes que preocuparte. Yo cuidaré de ti. May se apartó del abrazo de su

sobrina, asintiendo con la cabeza. —Sí, querida. Es magnífico tenerte aquí. Te damos la bienvenida. Se dio la vuelta, y se alejó por el pasillo. Una vez sola, Ellen se dio cuenta repentinamente de lo cansada que estaba. Se dejó caer sobre el colchón y examinó su pequeña y no muy acogedora habitación, su mente convertida en un amasijo de viejos y nuevos problemas. Nunca había conocido lo suficiente a su tía May como para sentirse cerca de ella; esta brusca visita era un movimiento nacido de la desesperación. Queriendo alejarse durante un tiempo de

su esposo, queriendo castigarle por una infidelidad descubierta recientemente, había buscado un lugar al que poder escapar…, un lugar que entrara dentro de sus posibilidades, y donde Danny no fuera capaz de encontrarla. La solitaria casa de la tía May en la costa parecía la mejor posibilidad para esconderse una semana. Había esperado paz, aburrimiento, nostalgia…, pero nunca había esperado encontrar a una moribunda. Ése era un problema totalmente nuevo, que casi volvía insignificantes sus problemas con Danny. De repente, se sintió muy sola.

Deseó que Danny estuviera aquí con ella, para consolarla. Deseó no haber jurado que no le llamaría por lo menos durante una semana. Pero acabó decidiendo que llamaría a su padre. ¿Debía advertirle de que no le contara nada a Danny? No estaba segura…, odiaba la idea de permitir que sus padres se enteraran de los apuros por los que pasaba su matrimonio. Con todo, si Danny intentaba encontrarla llamándoles, sabrían que algo iba mal. Llamaría a su padre esta noche. Decidido. Y él vendría aquí para ver a su hermana…, se encargaría de todo, la llevaría a un hospital, encontraría a un

médico con una cura milagrosa. Estaba segura de ello. Pero ahora, de repente, sentía un cansancio tan grande que resultaba casi paralizante. Se tendió sobre el colchón. Luego buscaría sábanas y haría la cama como era debido, pero ahora lo único que deseaba era cerrar los ojos, sólo cerrar los ojos y descansar por un instante… Cuando Ellen despertó, estaba oscuro y tenía hambre. Se quedó sentada en el borde de la cama, sintiendo el cuerpo rígido, desorientada. La habitación estaba helada y olía a moho. Se preguntó cuánto

tiempo habría dormido. Cuando accionó el interruptor de la luz que había en la pared no sucedió nada, por lo que salió a tientas de la habitación, y fue avanzando a lo largo del oscuro pasillo hasta el tenue contorno de la escalera. Los peldaños crujieron con fuerza bajo sus pies. Podía ver una luz al final de la escalera, procedente de la cocina. —¿Tía May? La cocina estaba vacía, y la luz provenía de un tubo fluorescente que había sobre el hornillo. Ellen tenía la sensación de que no estaba sola. Alguien la estaba observando. Pero cuando se

volvió no había nada tras ella, sólo la imperturbable oscuridad del pasillo. Escuchó durante un instante los crujidos y los gemidos de la vieja casa, y los ruidos ahogados del mar y el viento que llegaban de fuera. En todo eso no había ningún sonido humano y, con todo, seguía teniendo la sensación de que si escuchaba lo bastante atentamente, conseguiría oír una voz… Distinguió un tenue resplandor que le llegaba desde el otro extremo del pasillo, detrás de la escalera, y fue hacia él. Sus zapatos resonaban ruidosamente sobre el suelo de madera de esa parte del pasillo.

Lo que le había llamado la atención era una de esas lucecitas que se dejan encendidas para los enfermos durante la noche y, junto a ella, vio una puerta entreabierta. Alargó la mano y la abrió un poco más. Oyó la voz de May, y entró en la habitación. —No tengo la más mínima sensación en mis piernas —dijo May—. No hay dolor en ellas, ninguna sensación. Pero, no sé cómo, siguen trabajando para mí. Temía que cuando la sensibilidad hubiera desaparecido, me resultarían inútiles. Pero no es así, nada de eso. Claro que tú ya lo sabías; me dijiste que sería así. —Tosió, y en la oscuridad de

la habitación se oyó el crujido de un lecho—. Ven aquí, hay sitio. —¿Tía May? Silencio… Ellen no podía oír ni siquiera la respiración de su tía. Finalmente, May contestó: —¿Ellen? ¿Eres tú? —Sí, claro. ¿Quién te pensabas que era? —¿Cómo? Oh, supongo que estaba soñando. La cama volvió a crujir. —¿Qué estabas diciendo sobre tus piernas? Más crujidos. —¿Hmmmm? ¿Qué dices, querida?

La voz de una persona que lucha por no volver a quedarse dormida. —No te preocupes —dijo Ellen—. No recordaba que te habías acostado. Hablaremos por la mañana. Buenas noches. —Buenas noches, querida. Ellen retrocedió lentamente, saliendo del oscuro y asfixiante dormitorio, sintiéndose confusa. Tía May debía de estar hablando en sueños. O quizá, enferma y aturdida, estaba sufriendo alucinaciones. Pero lo que no tenía sentido era pensar —tal y como lo estaba haciendo Ellen, sin poder impedirlo— que tía May había

estado despierta, y había tomado a Ellen por otra persona, alguien de quien esperaba una visita, alguien más que se encontraba en la casa. El sonido de unos pasos en la escalera, no muy lejos de ella, hizo que Ellen echara a correr hacia adelante. Pero la escalera estaba oscura y vacía, y al forzar los ojos mirando hacia lo alto Ellen no pudo ver nada. Pensó que el sonido debía de ser solamente otro producto de esta casa agonizante. Frunciendo el entrecejo, insatisfecha con su propia explicación, Ellen volvió a la cocina. Descubrió que las alacenas estaban bien provistas de conservas, y

se preparó un poco de sopa. Mientras comía, oyó de nuevo las pisadas…, esta vez, aparentemente, en la habitación que había sobre ella. Ellen alzó los ojos hacia el techo. Si realmente había alguien dando vueltas por allí arriba, no intentaba andar con cautela. Pero le resultaba imposible creer que el sonido fuera algo distinto a unos pasos; en el piso de arriba había alguien. Ellen dejó su cuchara sobre la mesa, sintiendo un escalofrío. Los crujidos continuaron. De repente, los sonidos que le llegaban de lo alto se detuvieron. El

silencio la puso nerviosa, y Ellen vio en su imaginación a un hombre agazapado, su cabeza pegada al suelo, como si estuviera escuchando para oír alguna respuesta. Ellen se puso en pie, recompensando al imaginario hombre agazapado con el sonido de una silla que rascaba el suelo. Fue hasta el armarito que había en la pared, pegado al teléfono, y allí, en un estante junto al listín, las tiritas y unas cuantas bombillas, había una linterna, igual que en casa de su padre. La linterna funcionaba, y el firme rayo de luz la reconfortó un poco. Recordando que la luz de su habitación

no había funcionado, Ellen también cogió una bombilla antes de cerrar el armarito y volver al piso de arriba. Abriendo cada una de las puertas con que se encontraba, Ellen descubrió una serie de habitaciones sin mobiliario, cuartos de baño y armarios. No oyó más pisadas, y no encontró señal alguna de la persona o la causa que podían haberlas producido. Gradualmente, la tensión de su cuerpo fue calmándose, y tras coger unas sábanas del armario de la ropa volvió a su habitación. Después de conectar la bombilla y ver que funcionaba, Ellen cerró la puerta y se volvió para hacer la cama. Algo

que había sobre la almohada le llamó la atención; al examinarlo más de cerca vio lo que parecía un montoncito de serrín. Alzó los ojos hacia la pared, y vio que una parte de la mohosa madera estaba cubierta de minúsculos agujeros por los que caía un poco de polvo. Arrugó la nariz en una mueca de repugnancia: termitas. Sacudió vigorosamente la almohada y le puso una funda; decidió que la primera cosa que haría por la mañana sería llamar a su padre. May no podía seguir viviendo en un sitio semejante. El sol la despertó temprano, atravesando con sus torrentes de luz la

ventana carente de cortinas. Los gritos de las gaviotas y el omnipresente olor del mar la fueron llevando poco a poco hasta el umbral de la conciencia. Se puso en pie, temblando a causa de la humedad que parecía habérsele metido en los huesos, y se vistió rápidamente. Encontró a su tía en la cocina, sentada ante la mesa y sorbiendo una taza de té. —En el hornillo hay agua caliente —dijo May a guisa de saludo. Ellen se sirvió una taza de té y se reunió con su tía en la mesa. —He pedido unas cuantas provisiones —dijo May—. Supongo que

llegarán pronto: podremos tomar tostadas y huevos para el desayuno. Ellen miró a su tía, y vio que estaba compartiendo la habitación con una agonizante. Enfrentada a ese hecho solemne con el que resultaba imposible discutir, no se le ocurrió nada que decir, por lo que las dos siguieron sentadas en un silencio roto sólo por el ruido que hacían al sorber el té, hasta que sonó el timbre de la puerta. —¿Quieres abrir, querida? —pidió May. Ellen se puso en pie. —¿Le pago? —Oh, no, no llama para eso. Basta

con que le dejes entrar. Preguntándose qué había querido decir exactamente su tía, Ellen abrió la puerta a un robusto joven que sostenía entre sus brazos una bolsa de papel marrón. Extendió las manos para recibir las provisiones, de forma más bien vacilante, pero él no hizo caso de la oferta implícita en su gesto; entró en la casa, pasó por su lado, y se dirigió a la cocina. Una vez dentro, dejó la bolsa y empezó a vaciarla. Ellen se quedó en el umbral, observándole, dándose cuenta de que sabía el lugar donde se guardaban las cosas. El joven no dijo nada a May, que

apenas parecía darse cuenta de su presencia, pero una vez colocado todo en su sitio, tomó asiento a la mesa, ocupando el lugar de Ellen. Y, ladeando la cabeza, la miró. —Tú debes de ser su sobrina — dijo. Ellen no le respondió. No le gustaba su forma de mirarla. Sus ojos oscuros, casi negros, daban la impresión de no tener pupilas; unos ojos duros, carentes de profundidad. Y él paseó esos ojos por todo su cuerpo, de arriba abajo, juzgándola. Sonrió ante su silencio, y se volvió hacia May. —Una chica callada —dijo.

May se puso en pie, sosteniendo su taza vacía. —Deja que yo lo haga —se apresuró a decir Ellen, dando un paso hacia adelante. May le entregó la taza y volvió a sentarse, todavía sin reconocer en modo alguno la presencia del joven—. ¿Quieres desayunar algo? —preguntó Ellen. May meneó la cabeza. —Come lo que quieras, cariño. No tengo muchas ganas de comer… Me parece que eso es algo que no sirve de gran cosa. —Tía May, realmente deberías comer.

—Entonces, un trocito de tostada. —Me gustaría tomar unos huevos — dijo el desconocido, estirándose perezosamente en su silla—. Todavía no he desayunado. Ellen miró a May, esperando alguna pista sobre cómo debía tratar a este presuntuoso extraño. ¿Era su amigo? ¿Trabajaba para ella? No quería mostrarse grosera con él si May no lo deseaba. Pero May tenía los ojos clavados en la nada, sin hacerles caso. Ellen miró al desconocido. —¿Está esperando que le paguen las provisiones? —preguntó. El desconocido sonrió, una mueca

llena de dureza que reveló unos dientes perfectos. —Le traigo comida a tu tía como un favor. Para que no deba tomarse la molestia de ir a buscarla ella misma, en su estado. Ellen le miró durante un instante más, esperando en vano una señal de su tía, y luego les volvió la espalda y fue hacia el hornillo para preparar el desayuno. Se preguntó por qué razón estaría ayudando este hombre a su tía…, ¿era cierto que no le pagaba nada? No le parecía el tipo de hombre capaz de hacer favores desinteresados. —Estando yo aquí no tiene que

preocuparse por mi tía —dijo Ellen, sacando huevos y mantequilla de la nevera—. Puedo encargarme de ir a buscarle las cosas. —Tomaré dos huevos fritos —dijo él—. Me gusta que las yemas queden crudas. Ellen le miró con furia, pero se contuvo. No era probable que se marchara sólo porque ella se negara a hacerle los huevos…, probablemente, lo que haría sería preparárselos él mismo y nada más. Y había comprado provisiones. Pero —una pequeña venganza— los hizo demasiado cocidos, y le dio

tostadas que habían quedado un poco quemadas. Cuando volvió a sentarse a la mesa, Ellen le lanzó una mirada desafiante. —Soy Ellen Morrow —dijo. Él dudó justo el tiempo suficiente como para que ella pensara en preguntarle más directamente su nombre, pero acabó respondiendo. —Puedes llamarme Peter. —Muchas gracias —dijo ella con sarcasmo. Él la obsequió nuevamente con su desagradable sonrisa, y Ellen tuvo la sensación de que la estaba observando durante todo el desayuno. Apenas hubo

terminado de comer se disculpó, diciendo a su tía que iba a llamar a su padre. Eso consiguió que, por primera vez en toda la mañana, May demostrara algún tipo de reacción. Extendió la mano como para detenerla, y la retiró cuando iba a tocarla, como si no se atreviera a hacerlo. —Ellen, por favor, no hagas que se preocupe por mí. No puede hacer nada, y no quiero que venga aquí corriendo sin motivo. —Pero, tía May, eres su única hermana…, tengo que decírselo y, por supuesto, él querrá hacer algo por ti.

—Lo único que puede hacer por mí ahora es dejarme sola —dijo May. Aunque no le gustaba nada la idea, Ellen pensó que su tía tenía razón: con todo, no podía dejarla morir sin intentar salvarla. Su padre debía enterarse. Para poder hablar con más libertad salió de la cocina, aunque tenía teléfono, y fue al dormitorio de su tía, donde estaba segura de que habría un supletorio. Lo había y marcó el número de la casa de sus padres. Los timbrazos se sucedieron al otro extremo de la línea hasta que Ellen se rindió; llamó a la oficina de su padre. Como ya medio sospechaba, la secretaria le dijo que su

padre se encontraba en una de sus excursiones de pesca, y que durante uno o dos días no habría absolutamente ninguna forma de ponerse en contacto con él. Pero le dejaría el recado de que la llamara tan pronto como volviera. Así pues, tendría que esperar. Ellen volvió a la cocina; sus zapatos de suela de crep casi no hacían ningún ruido en el suelo. Oyó la voz de su tía, diciendo: —No viniste a verme la noche pasada. Esperé y esperé. ¿Por qué no viniste? Casi sin pensarlo. Ellen se detuvo a unos pasos del umbral, y siguió

escuchando. —Dijiste que te quedarías a mi lado —continuó May. En su voz había un tono quejoso, que provocó en Ellen una aguda incomodidad—. Prometiste que te quedarías y cuidarías de mí hasta que llegue el momento. —La chica estaba en la casa — contestó Peter—. No estaba seguro de si debía venir o no. —¿Qué importa eso? Ella no importa —dijo May con brusquedad—. No mientras yo esté aquí. Esta sigue siendo mi casa, y yo…, yo te pertenezco, ¿no? ¿No es cierto, amor mío? Luego hubo un silencio. Ellen se fue

tan rápida y silenciosamente como pudo, y salió de la casa. La brisa marina, aunque cálida y húmeda, era todo un alivio tras la mohosa y asfixiante atmósfera de la casa. Pero Ellen, aún tragando a grandes bocanadas, seguía sintiéndose mal. Su tía, a punto de morirse, y ese horrible joven… eran amantes. Ese desconocido insolente y musculoso de ojos cargados de dureza se acostaba con su frágil y envejecida tía. La idea resultaba sorprendente y asquerosa, pero no le cabía duda de ello…, la breve conversación, la voz de su tía, nada podía haber sido más claro.

Ellen bajó corriendo por la duna cubierta de matorrales hacia la angosta extensión de la playa, queriendo perder por el camino ese descubrimiento. No sabía cómo enfrentarse ahora a su tía, cómo permanecer en una casa donde… Oyó la voz de Danny, cansada, despectiva y, sin embargo, todavía preocupada por ella: «Eres tan ingenua en cuanto al sexo, Ellen. Crees que todo es blanco o negro. Qué niña eres». Ellen empezó a llorar, pensando en Danny, deseando no haber huido de él. ¿Qué le habría dicho de esto? Que su tía también tenía derecho al placer, y que la edad era sólo otro prejuicio.

Pero ¿y él?, se preguntó Ellen. ¿Y Peter…? ¿Qué sacaba él de esto? Estaba utilizando a su tía de alguna forma, estaba segura de ello. Quizá le estaba robando, y pensó en todos los cuartos vacíos del piso de arriba, haciéndose muchas preguntas. Encontró un trozo de un Kleenex en un bolsillo de sus tejanos y se limpió las lágrimas. Esto explicaba muchas cosas, pensó. Ahora ya sabía por qué su tía deseaba tan desesperadamente no abandonar el podrido cascarón de esa casa, y por qué no deseaba la venida de su hermano. —Hola, Ellen Morrow.

Alzó la cabeza, sobresaltada, y le descubrió plantado justo delante de ella, sonriendo con su dura mueca. Su mirada se encontró por un instante con la de él, y luego Ellen apartó los ojos de los suyos, oscuros e inflexibles. —No eres muy amistosa —dijo él —. Te fuiste tan de prisa… No tuve oportunidad de hablar contigo. Ellen le miró e intentó pasar a su lado, pero él se puso en movimiento, acompañándola. —No tendrías que ser tan arisca — dijo—. Deberías intentar conocerme. Ellen se quedó quieta y se encaró con él.

—¿Por qué? No sé quién eres ni lo que estás haciendo en casa de mi tía. —Creo que tienes cierta idea al respecto —contestó él. Su fría seguridad casi la dejó sin aliento—. Cuido de tu tía. Antes de que yo viniera estaba totalmente sola, sin familia ni amigos. Carecía de protección. Puede que a ti te parezca sorprendente, pero ahora me está agradecida. No aprobaría el que intentaras hacerme marchar. —Ahora, yo estoy aquí —dijo Ellen —. Soy parte de su familia. Y su hermano vendrá también. No estará sola…, a merced de cualquier desconocido.

—No quiere que me vaya…, ni por tu familia ni por nadie. Ellen se quedó callada un instante. Luego dijo: —Es una anciana enferma y solitaria…, necesita que alguien la cuide. Pero ¿qué sacas tú de ello? ¿Crees que va a dejarte su dinero cuando muera? Él sonrió con desprecio. —Tu tía no tiene dinero. Todo lo que tiene es esa ruina de casa…, que piensa dejarte. Yo le doy lo que necesita y ella me da lo que necesito…, lo cual es algo mucho más básico e importante que el dinero.

Ellen temió estarse ruborizando. No queriendo que él lo viera, se dio la vuelta y empezó a cruzar la arena, volviendo a la casa. Sentía su presencia junto a ella, manteniéndose a su altura, pero no le hizo caso alguno. Hasta que él la cogió por el brazo…, y Ellen dejó escapar un breve jadeo que la avergonzó nada más oírlo. Pero Peter no dio señales de haberse dado cuenta. Ahora, habiéndola hecho detenerse, le indicaba que se fijara en algo que había sobre la arena. Sintiéndose ridícula, todavía un poco asustada, permitió que él la hiciera ponerse en cuclillas a su lado. Lo que

había llamado su atención era una batalla, un combate por la supervivencia librado en un pequeño círculo del suelo. Una araña, su color tan claro como el de la arena, bailaba cautelosamente sobre unas patas tan delgadas como limpiadores de pipas. Dando vueltas a su alrededor, su cuerpo quitinoso, reluciendo con un brillo oscuro bajo la luz del sol, había un letal dardo negro: una avispa. Había algo extrañamente fascinante en la forma que tenían los dos minúsculos antagonistas de dar vueltas uno alrededor del otro, haciendo fintas, quedándose quietos de repente,

retrocediendo y lanzándose hacia adelante. Ellen tuvo la impresión de que la araña, con sus delicadas patas, parecía nerviosa, mientras que la avispa era tranquila y decidida. Aunque no le gustaban ni las arañas ni las avispas, Ellen esperaba que ganara la araña. De repente, la avispa saltó hacia adelante; la araña rodó sobre sí misma, las patas uniéndose y separándose como los dedos de un puño, y los dos cuerpos minúsculos parecieron luchar durante un instante. —Ah, ya le tiene —murmuró el compañero de Ellen. Ellen se dio cuenta de la intensidad

de su mirada y de lo absorto que estaba en la batalla a muerte. Cuando bajó nuevamente la vista, vio que la araña yacía perfectamente inmóvil, mientras la avispa daba cautelosas vueltas a su alrededor. —La ha matado —dijo Ellen. —No es una ella, es un él. Y la araña no está muerta. Sólo paralizada. La avispa se está asegurando de que su aguijón ha logrado controlarla antes de continuar. Cavará un agujero y arrastrará a la araña hacia él, y luego pondrá sus huevos en su cuerpo. La araña no podrá hacer nada salvo yacer en el hogar de su enemigo, y esperar a que los huevos se

incuben y empiecen a devorarla. Y sonrió con su desagradable sonrisa. Ellen se puso en pie. —Por supuesto que no puede sentir nada —siguió diciendo Peter—. Vive, pero sólo en el sentido más superficial de la palabra. A efectos prácticos, ese veneno paralizante con el que la avispa ha llenado su cuerpo la ha dejado igual que muerta. Una criatura más avanzada podría atormentarse a sí misma temiendo por su futuro y lo inevitable de su muerte inminente…, pero sólo es una araña. Y, ¿qué puede saber una araña? Ellen se alejó sin decir palabra.

Había esperado que la siguiera, pero cuando miró atrás vio que todavía seguía apoyado en las manos y las rodillas, observando a la avispa enfrascada en su letal trabajo. Cuando estuvo dentro de la casa, Ellen cerró la puerta principal, y luego recorrió las habitaciones cerrando las otras puertas y comprobando las ventanas. Aun sabiendo que probablemente su tía le habría dado a Peter una llave de la casa, no quería ser sorprendida de nuevo por él. Estaba cerrando la puerta lateral que se encontraba cerca de la habitación de su tía, cuando oyó su débil voz:

—¿Eres tú, cariño? —Soy yo, tía May —dijo Ellen, preguntándose a quién iba destinado ese «cariño». La compasión luchó brevemente en su interior con el disgusto, y acabó entrando en el dormitorio. Su tía le sonrió con cansancio desde la cama. —Ahora me fatigo con tanta facilidad… —dijo—. Creo que podría pasarme el resto del día en la cama. ¿Qué me queda por hacer, salvo esperar? —Tía May, podría alquilar un coche y llevarte a un médico…, o quizá

podríamos encontrar a uno que estuviera dispuesto a venir hasta aquí. May movió su canosa cabeza de un lado a otro de la almohada. —No, no. Un médico no puede hacer nada, no hay medicina en el mundo que pueda ayudarme ahora. —Algo para hacer que te sintieras mejor… —Querida mía, siento muy poco. No tengo el más mínimo dolor. No te preocupes por mí, por favor. Parece tan cansada, pensó Ellen. Como si estuviera consumida por completo. Y, contemplando la pequeña figura cubierta por las ropas de la cama,

Ellen sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Y, de pronto, se dejó caer junto al lecho. —¡Tía May, no quiero que te mueras! —Vamos, vamos… —dijo suavemente la anciana, sin mover ni un músculo—. Vamos, no tienes que ponerte así. Hubo un tiempo en el que yo sentía lo mismo que tú, pero ya lo he superado. He aceptado lo sucedido, y tú debes hacer igual. Debes hacer igual. —No —murmuró Ellen, su rostro apretado contra la cama. Quería contárselo todo a su tía, pero no se atrevía; la total inmovilidad de la

anciana parecía prohibírselo. Ellen deseó que su tía alargara la mano hacia ella, o que volviera la cabeza para besarla; era incapaz de hacer el primer movimiento por sí misma. Finalmente, Ellen dejó de llorar y levantó la cabeza. Vio que su tía había cerrado los ojos y respiraba lenta y apaciblemente, obviamente dormida. Ellen se puso en pie y salió de la habitación. Anhelaba la presencia de su padre, de alguien que compartiera su pena con ella. Pasó el resto del día leyendo y vagabundeando por la casa, pensando unos momentos en Danny, y luego en su

tía y el desagradable desconocido que se llamaba Peter, sintiéndose frustrada porque no podía hacer nada. El viento empezó a soplar de nuevo, y la vieja casa crujió, poniéndole los nervios de punta. Sintiéndose atrapada en el mohoso cadáver de la casa, Ellen salió al porche delantero y se apoyó en la barandilla, contemplando el océano gris y blanco. Allí podía gozar de la mordedura del viento, y el crujir del balcón que había sobre su cabeza no le molestaba. Sin pensar en nada concreto, centró su atención en la barandilla de madera que había bajo sus manos; usando una

uña, empezó a hurgar en una astilla que sobresalía. Para su sorpresa, acabó desprendiendo algo más que una astilla; unos cuantos centímetros cuadrados de madera mal pintada se soltaron, revelando un interior tan blando y lleno de agujeros como una esponja. La madera parecía temblar y, tras un instante de vacío mental, Ellen comprendió repentinamente que la madera estaba infestada de termitas. Con una ahogada exclamación de asco, Ellen se apartó de la barandilla, los ojos clavados en el mundo interior que había puesto al descubierto. Unos instantes después entró en la casa, cerrando la

puerta a su espalda. Fue oscureciendo, y Ellen empezó a pensar en comer algo y tener un poco de compañía. Se dio cuenta de que no le había llegado ningún sonido desde el dormitorio de su tía desde que la había dejado durmiendo esa mañana. Tras echar un vistazo en la cocina para averiguar qué tipo de cena podría prepararse, Ellen fue al dormitorio de su tía para despertarla. La habitación estaba oscura y demasiado silenciosa. Un súbito temor hizo que Ellen se detuviera en el umbral y aguzara el oído, intentando localizar algún ruido; de repente, comprendió el

significado de ese silencio: May no respiraba. Ellen encendió la luz, y fue corriendo hacia la cama de su tía. —Tía May, tía May —dijo, sin tener ya ninguna esperanza. Cogió una de sus frías manos, pensando en hallarle el pulso, y luego apoyó su cabeza sobre el pecho de su tía, conteniendo el aliento para oírle el corazón. Nada. May estaba muerta. Ellen se apartó un poco, y se quedó de rodillas junto a la cama, agazapada, la mano de su tía aún entre sus dedos. Contempló su rostro vacío e inexpresivo —los ojos

estaban cerrados, pero la boca se encontraba levemente abierta—, y sintió como en su interior se acumulaba lentamente el dolor. Al principio creyó que era una gota de sangre. Oscura y brillante, apareció en el labio inferior de May, y fue resbalando muy despacio hacia la comisura de su boca. Ellen, estupefacta, vio cómo la partícula oscura acababa apartándose de la boca de May, y se movía hacia su mentón, sin dejar tras ella rastro alguno. Y entonces Ellen vio lo que era. Era un pequeño y reluciente insecto negro, no mayor que la uña de su dedo

meñique. Y, mientras miraba, un segundo insecto minúsculo se desplazó lentamente por el soporte que formaba el muerto labio de May. Ellen se apartó de la cama, arrastrándose sobre las manos y las rodillas. Se le había puesto la piel de gallina, el estómago se le revolvía y en sus fosas nasales sentía como si hubiera un olor horrible. Sin saber muy bien cómo, logró ponerse en pie y salir de la habitación sin vomitar o desmayarse. Una vez en el pasillo, se apoyó en la pared e intentó poner orden en sus pensamientos. May estaba muerta.

A su mente acudió la imagen de un torrente de insectos negros que emergía a borbotones por la boca de la muerta. Ellen gimió y luego, apretando los dientes, intentó pensar en otra cosa. No había ocurrido. No pensaría en ello. Pero May estaba muerta, y eso era algo de lo que debía ocuparse. Los ojos de Ellen se colmaron de lágrimas, y un instante después, sintiendo una repentina impaciencia, parpadeó rápidamente para librarse de ellas. No había tiempo para eso. Las lágrimas no servían de nada. Tenía que pensar. ¿Y si llamaba a una casa de pompas fúnebres? No, seguramente lo primero tenía que ser un

médico, incluso si realmente se encontraba ya más allá de toda esperanza de curación. Un médico le diría lo que debía hacerse, y a quién debía notificar lo ocurrido. Fue a la cocina y encendió la luz; al hacerlo, se dio cuenta de cómo la oscuridad exterior parecía pegarse a la ventana, igual que un cortinaje. En el armarito que había junto al teléfono encontró el delgado listín local, y buscó el apartado de médicos. Sólo había unos cuantos. Ellen escogió el primero y esperando que un pueblo de este tamaño tuviera un servicio de llamadas para sus médicos donde quedaran recogidos los

avisos, levantó el auricular. No daba la señal. Sorprendida, apretó la tecla y la soltó. Nada. Aun así no le pareció que la línea estuviera muerta, pues se oía algo por el auricular. Desde el otro extremo de la línea le llegaba lo que podía ser una respiración muy suave, como si en algún otro lugar de la casa alguien hubiera cogido el teléfono y la estuviera escuchando. Preocupada por esa idea, Ellen dejó bruscamente el auricular en su soporte. No podía haber nadie más en la casa. Pero quizá alguno de los otros teléfonos estaba descolgado. Intentó recordar si había otro teléfono en el piso de arriba,

porque la sola idea de volver al dormitorio de su tía, sin un médico o sin alguien que la acompañara para encargarse de todo lo necesario, hacía que se le encogiera el corazón. Pero Ellen se dio cuenta de que incluso si había otro teléfono en el piso de arriba, nunca lo había visto ni utilizado, y era improbable que fuera la causa del problema, mientras que el teléfono del dormitorio de su tía podía haber quedado descolgado tanto por obra de su tía como por ella misma. Tendría que ir allí y comprobarlo. Él la estaba esperando en el vestíbulo.

Ellen sintió que el aliento se le quedaba atascado en la garganta, como queriendo asfixiarla, y fue incapaz de emitir ni un solo sonido. Dio un paso hacia atrás. Y él fue hacia ella, acortando la distancia que les separaba. Ellen logró recuperar su voz y, venciendo por un instante al miedo casi instintivo que sentía hacia ese hombre, dijo: —Peter, tienes que ir a buscar un médico para mi tía. —Tu tía ha dicho que no quiere ningún médico —dijo él. Después del ominoso silencio, su

voz resultaba casi un alivio. —Ya no se trata de lo que quiera o no mi tía —dijo Ellen—. Está muerta. El silencio parecía zumbar a su alrededor. En la oscuridad del vestíbulo Ellen no pudo estar segura de ello, pero le pareció que Peter sonreía. —¿Irás a buscar un médico? —No —dijo él. Ellen retrocedió otro paso y, una vez más, él la siguió. —¿Por qué no vas a echarle una mirada? —le sugirió Ellen. —Si está muerta no necesita un médico —dijo él—. Y hay tiempo hasta mañana para hacer que se ocupen de su

cuerpo. Ellen siguió retrocediendo, temerosa de darle la espalda. Cuando estuviera en la cocina, podía probar suerte de nuevo con el teléfono. Pero él no se lo permitió. Antes de que pudiera llegar al aparato, la mano de Peter se movió velozmente y arrancó el cordón de la pared. En su rostro había una sonrisa muy extraña. Luego alzó el teléfono, con el largo cordón colgando, sosteniéndolo por encima de su cabeza, y mientras Ellen se apartaba bruscamente, arrojó con violencia el aparato al suelo. Con gran estruendo, el teléfono se hizo pedazos al chocar

contra el linóleo, a unos centímetros de los pies de Ellen. Ellen le miró con horror, incapaz de moverse o hablar, intentando pensar frenéticamente en un modo de huir. Pensó en la oscuridad del exterior y en el largo camino sin pavimentar, lejos de todos, y en la playa desierta. Luego pensó en el dormitorio de su tía, que poseía una gruesa puerta de madera y un teléfono que quizá todavía funcionara. Durante todo ese tiempo, él la miró sin moverse. Ellen tuvo la extraña idea de que intentaba hipnotizarla, hacer que no saliera corriendo o, quizá, sencillamente esperaba a que fuera ella

quien hiciera el primer movimiento, observándola al acecho de la delatora tensión en sus músculos, que le indicaría cuáles eran sus intenciones. Finalmente, Ellen supo que debía hacer algo; no podía seguir esperando eternamente a que él actuara. Se encontraba tan cerca de Peter que no se atrevió a pasar corriendo junto a él. En vez de eso, hizo una finta hacia la izquierda, como si pretendiera rodearle y correr hacia la puerta principal, pero lo que hizo fue correr hacia la derecha. Antes de que hubiera dado tres pasos, sus fuertes brazos ya la habían cogido. Ellen gritó y la boca de Peter se

pegó a la suya, engullendo el grito. Sentir la boca de él contra la suya la aterrorizó más que nada de lo ocurrido hasta entonces. No se le había ocurrido pensar en eso y, pese a todo el miedo que sentía hacia él, hasta ahora no se le había ocurrido la idea de que Peter pretendiera violarla. Luchó frenéticamente; sintió que sus brazos la apretaban con mayor fuerza todavía, los brazos de Ellen clavados a los lados, aplastándola hasta quitarle el aliento. Intentó darle una patada o levantar la rodilla para golpearle en la ingle, pero no pudo llegar a la altura suficiente para ello, y sus patadas no

eran sino débiles golpes que se estrellaban inofensivamente contra las piernas de Peter. Peter apartó la boca de sus labios y la llevó a rastras hacia la oscuridad del vestíbulo, tirando de su cuerpo hasta hacerlo caer al suelo, inmovilizándola con su peso. Ellen pensó con gratitud en lo apretado de sus tejanos. Para quitárselos…, pero no le dejaría que se los quitara. Tan pronto como la soltara, aunque fuera sólo por un instante, decidió que intentaría herirle en los ojos. Cuando Peter se colocó sobre ella, esa idea estaba firmemente clavada en

su mente, pero él la mantuvo sujeta férreamente por las muñecas. Tan pronto como las piernas quedaron libres de su peso, empezó a darle patadas, pero las piernas de Peter se enredaron rápidamente en las suyas y, una vez más, sus golpes resultaron inofensivos. De repente, él le soltó las manos. Ellen apenas se había dado cuenta de ello, y no había tenido tiempo para otra cosa que pensar en herirle los ojos cuando Peter, con un gesto fluido y engañosamente tranquilo, le dio un feroz puñetazo en el estómago. No podía respirar. De forma totalmente involuntaria se dobló sobre sí

misma, sin sentir nada salvo la agonía del dolor. Mientras, él le quitó los tejanos y le bajó las bragas hasta las rodillas. Manejando su dócil cuerpo como si fuera un mueble, la puso de rodillas. Mientras Ellen temblaba, luchando contra los deseos de vomitar, intentando tragar aire, sintió que él le estaba tocando los genitales: pero eso apenas era una pequeña distracción del dolor que sentía. Un poco después notó un nuevo dolor, una seca y desgarradora punzada, cuando Peter la penetró. Lo que más sintió fue lo que vino después. Un instante de indefensión y

dolor, y luego empezó el entumecimiento. Sintió —o, mejor dicho, dejó de sentir— una marea parecida a un frío muy intenso, que fluía de su ingle a su estómago y caderas, bajando luego por sus piernas, dejándola insensible. Tenía las costillas entumecidas, y el golpe que le había dado ya no le dolía. No había nada…, ningún dolor, ningún tipo de mensaje en todo su maltratado cuerpo. Todavía podía sentir los labios y era capaz de abrir y cerrar los ojos, pero del mentón para abajo podría haber estado muerta. Y, aparte de haber perdido la sensibilidad, también había perdido el

control de su cuerpo. Un instante después cayó al suelo, igual que si fuera una muñeca de trapo, dándose un doloroso golpe en el mentón. Sospechó que estaba siendo violada, pero ni siquiera era capaz de levantar la cabeza para verlo. Y por encima de su trabajosa respiración, Ellen cobró conciencia de otro sonido, un zumbido ahogado. De vez en cuando su cuerpo oscilaba suavemente, era de suponer que en respuesta a lo que él estuviera haciéndole, fuera lo que fuese. Ellen cerró los ojos y rezó por despertar. Detrás de sus párpados

cerrados aparecieron unas imágenes muy vívidas. Vio una vez más el insecto que había sobre el labio de su tía, un insecto tan negro, duro y reluciente como los ojos de Peter. La avispa en la duna, dando vueltas alrededor de la araña paralizada. El cuerpo de tía May cubierto por una brillante marea de insectos, arrastrándose sobre ella, dándose un banquete con su cadáver. Y, cuando hubieran terminado con su tía, ¿vendrían aquí para encontrarla en el suelo, paralizada y dispuesta a pertenecerles? Pensar en eso la hizo gritar, y sus ojos se abrieron de golpe. Vio los pies

de Peter delante de ella. Así que ya había terminado… Ellen empezó a llorar. —No me dejes así —murmuró con voz torpe, un enjambre de miedos girando todavía en su mente. Y oyó la seca risa de Peter. —¿Dejarte? ¿Irme? Pero si ésta es mi casa. Y entonces comprendió. Por supuesto que no se iría. Se quedaría aquí, con ella, igual que se había quedado con su tía, cuidándola mientras Ellen se debilitaba, hasta que acabara muriendo y liberando de su cuerpo toda la carga de vida que había sembrado en

él. —No sentirás nada —dijo él.

La mano en el guante ROBERT AICKMAN

Hasta su muerte, ocurrida hace varios años, el inglés Robert Aickman se interesó y trabajó en muchas áreas, incluyendo la arquitectura, la ópera, la vida salvaje, los canales y la investigación psíquica. Fue crítico teatral y cinematográfico,

conferenciante y locutor de radio, pero le conocemos mejor como autor de un gran número de historias extrañas y soberbias, entre las que se cuentan «Ringing the changes», «Páginas del diario de una adolescente». («Pages from a young girl’s journal», que ganó el primer Premio Mundial de Fantasía al mejor relato corto), y la que van a leer, un moderno cuento gótico con unas cuantas y sutiles desviaciones en su curso. Es la historia de una joven, que ha tenido un desgraciado asunto amoroso y pregunta: «¿De qué forma se puede curar un corazón roto?». Y recibe la respuesta: «Matando al

hombre que lo ha roto…».

… esa neblina sutil como la gasa, que uno sólo puede encontrar en Essex. SIR HENRY CHANNON

Cuando Millicent acabó rompiendo con Nigel, y tuvo la sensación de que el último y minúsculo fragmento de sentido que le quedaba se había evaporado de su vida (dejando aparte, naturalmente, su trabajo), fue natural que Winifred sugiriera una excursión campestre combinada con una visita, «no

demasiado seria», tal y como lo expresó Winifred, a una Gran Casa. Millicent se dio cuenta de que no había más alternativa que aferrarse a la idea, y logró corresponder muy efectivamente con la mezcla de palidez y gratitud esperada. Era probable que en el futuro viera a Winifred con mayor frecuencia, siempre que Winifred no escogiera este preciso momento para lanzarse en alguna nueva dirección. Todo el mundo estaba enterado de la relación entre Millicent y Nigel, y todos la habían considerado algo sólido, por lo que ahora se le permitió tomarse un día o dos libres sin ningún tipo de

problemas, pese a la importancia de su labor. Después de todo, había estado unida a Nigel de una forma u otra durante un largo tiempo, y los minúsculos y engañosos grados existentes entre esas formas sólo eran asunto de las dos partes interesadas. Winifred, por otro lado, tuvo que luchar bastante para escaparse, pero insistió porque comprendía lo importante que era la excursión para Millicent. Hay demasiada gente en el mundo como para que sea posible juzgar objetivamente la mayor parte de empleos existentes. En un punto concreto muy importante, la vida de Winifred era más sencilla que la

de Millicent: «Nunca he estado enamorada», solía decir. «Realmente, es algo que no entiendo». A decir verdad, el tema surgía muy raramente, y ahora con mucha menos frecuencia que hacía diez o doce años. —¿Qué te parece Baddeley End?[4] —sugirió Winifred, intentando hacer un mal chiste y logrando provocar el fantasma de una sonrisa. Winifred casi siempre había supuesto que el asunto de Nigel acabaría como había terminado. —Perfecto —dijo Millicent, uniéndose al espíritu de la broma, y extendiendo en un gesto de gratitud sus

pálidas y fantasmales manos. —Buscaré en el mapa un sitio para comer —dijo Winifred. Winifred había logrado encontrar sitios para comer en excursiones hechas a Cevennes, los Apeninos, los Dolomitas, la Sierra de Guadarrama e, incluso, los Cárpatos. Dicho sea de paso, ése era exactamente el tipo de cosa para la cual Nigel era más bien inútil. Cuando se conocía a Nigel, uno rara vez olvidaba en el futuro el dilema del toro y la puerta—. Será mejor que cojamos mi coche —siguió diciendo Winifred—. Entonces sólo tendrás que hacer lo que te venga en gana.

Y al principio las cosas habían discurrido de forma tan encantadora como siempre. Millicent no podía dudar de ello. En los tiempos actuales resulta difícil saber qué es preferible: las amistades que lo comprenden todo (hasta cierto punto), o las amistades que no entienden nada de nada, y por ello ofrecen una especie particular de huida temporal. Winifred detuvo el coche al final de un sendero que apenas si llegaba a la categoría de tal, y que no había sido pavimentado de forma muy concienzuda, al menos para el tráfico moderno,

aunque no se encontraran más lejos de sus respectivos pisos que si estuvieran en alguna parte de Essex. Había grabado en su cabeza gran parte de su ruta, y ahora estaba pensando en el lugar elegido para comer. —Es un sitio bastante bonito —dijo con voz llena de confianza—. Hay una senda a través del patio de la iglesia que baja hasta el río, y el derecho de paso es libre. —¿Qué río es? —preguntó Millicent, más bien distraída. —Es sólo un arroyo. Bueno, quizá es un poco más que eso. Le llaman el Waste.[5]

—¿Y realmente lo es? —Sí, lo es. Por favor, ¿puedes darme la mochila? En sus horas de libertad, Winifred siempre metía las cosas en una mochila, a diferencia de generaciones anteriores que habrían preparado una cesta de mimbre o un pequeño baúl. —Siento no haber hecho ninguna contribución —dijo Millicent, y no por primera vez. —No seas ridícula —contestó Winifred. —Al menos deja que lleve algo, ¿no? —De acuerdo, la botella y los

vasos. No logré meterlos dentro. —Oh, qué detalle tan encantador… —dijo Millicent. Normalmente reservaban para la colación la hora del mediodía. —Supongo que entraremos por la puerta de los besos. Y Millicent encogió levemente el cuerpo incluso ante esa frase tan comúnmente aceptada. La puerta de hierro donde tradicionalmente se besaban las parejas se encontraba junto a la puerta de madera, abierta sólo en ocasiones especiales. Bajaron por el sendero que iba entre

las tumbas con la vieja iglesia a su derecha, un pequeño edificio de paredes blanquecinas. En un tiempo el sendero estuvo pavimentado con ladrillos, pero ahora faltaba la mayor parte de éstos, y por entre los supervivientes crecía la maleza. —Está muy resbaladizo —dijo Millicent—. No me gustaría tenerlo que subir con prisas. Resultaba bastante adecuado que hiciera una observación de la clase que fuera, demostrando con ello que seguía estando viva. —No puede estar muy resbaladizo. Hace semanas que no ha llovido.

Millicent tuvo que admitir la verdad de tales palabras. —Quizá será mejor que yo vaya primero —dijo Winifred—. Luego puedes venir tú, sin apresurarte, llevando los vasos. Siento que sean tan frágiles. —Eres tú quien sabe a dónde vamos —respondió Millicent, colocándose en un segundo lugar. —Le echaremos un vistazo al interior de la iglesia antes de irnos. Aunque la yedra había empezado a ceñir la pequeña iglesia igual que un pulpo cauteloso, Millicent tuvo que reconocer que el considerable número

de tumbas que parecían nuevas sugería un uso reciente del edificio. Por otra parte, la rectoría o la vivienda del vicario, un edificio encalado que se encontraba a su izquierda, tras el seto de amenazador aspecto, no estaba demasiado limpia, y pese a que el día era casi ideal no tenía ninguna ventana abierta. Dijera lo que dijese Winifred, el patio de la iglesia parecía estar muy húmedo. Claro que gran parte de Essex es barro y arcilla. Eso es algo que todo el mundo sabe. Al final del sendero había otra puerta de los besos, un tanto arbitraria

en su inclinación y más bien chirriante, y más allá de ésta una gran pradera verde. En la parte más alejada de la pradera había un grupo de vacas, «un rebaño variopinto», tal y como habría dicho el padre adoptivo de Millicent en los viejos tiempos y, ciertamente, en ese instante los viejos tiempos parecían muy, muy viejos. No se veía ningún sendero que cruzara el campo color esmeralda, pero Winifred, con el mapa lleno de anotaciones en su mente, siguió andando sin vacilar. Millicent sabía, por experiencia, que en el fondo de la mochila de Winifred había un gran

mantel para colocarlo en el suelo. Bueno, eso parecía lo más adecuado, ¿no? Winifred la guió por una puerta casi inexistente, que se encontraba a la izquierda, y luego por un curioso sendero embarrado que estaba bordeado de setos y llegaba hasta el río. Al final del sendero había pequeñas islas de barro sobre las que crecía una exuberante vegetación de aspecto casi tropical y, a la derecha, un puente de piedra medio en ruinas, con un adorno de alguna clase en la parte central. Una pesada capa de follaje daba sombra a la escena, pero las libélulas más

madrugadoras ya relucían a través de los tenues haces de luz solar. —El camino libre sigue por el puente —observó Winifred—, pero quizá sería mejor que nos quedáramos a este lado. El sitio elegido para la comida, sombreado y tranquilo, resultaba extremadamente romántico, y era muy poco probable que las descubrieran, incluso hallándose a tan corta distancia de la colmena humana, que estaba situada más al norte. Tras la comida, no habría resultado extraño emprender la búsqueda de los frágiles huesos de algún antiguo caballero; aunque eso siempre

era algo que se podía hacer antes de la comida, cuando se gozaba de la energía y la fe suficientes. Además, Millicent había notado que el puente tenía los dos extremos bloqueados por una alambrada cubierta de óxido, asegurada por largos palos clavados en el suelo, casi todos a punto de caer. Una vez se hubieron echado sobre el mantel, formaban una pareja de lo más bello: delgadas y elegantes, sí, pero pese a todo con un aire expectante. Llevaban suéteres de colores sencillos, y unos viejos pantalones que no estaban muy limpios. En la sinfonía formada por la abundante cabellera de Millicent

había temas de un gris pálido. El resistente corte de pelo de Winifred demostraba en todo momento una tozuda neutralidad. Si un poeta se hubiera acodado en el puente, quizá se hubiera entristecido al ver que la vida no les ofrecía más. Poca es la gente que puede escoger, partiendo tan sólo de las líneas de un mapa, una región tan ideal para el dolor de una amiga; y poca es la gente que puede tener un aspecto tan sensual en la tristeza como Millicent, lejos de la oficina, y momentáneamente olvidadas sus ambiguas y algo paranoicas satisfacciones. Sí, ciertamente Winifred había

demostrado estar llena de recursos al comprar la botella de vino y traerla para la excursión, pero Millicent descubrió que ese vino tomado al mediodía no suponía diferencia alguna para ella. ¿Cómo podría haber cambiado algo? ¿Había algo que pudiera cambiar las cosas? ¿No había nada? Pero entonces… —¡Winifred! ¿De dónde han salido todas esas setas? —Supongo que ya estaban aquí cuando hemos llegado. —Estoy casi segura de que no. —Pues claro que estaban —dijo Winifred—. Las setas crecen con

rapidez, pero no con tanta rapidez. —No estaban aquí. Si hubieran estado aquí no me habría sentado en el suelo. No me gusta sentarme entre un montón de setas gigantes. —Su tamaño es totalmente normal —dijo Winifred sonriendo y estirando las piernas—. ¿Quieres que nos vayamos? —Bueno, ya hemos terminado la excursión —dijo Millicent—. Muchísimas gracias, Winifred, ha sido preciosa. Se pusieron en pie; dos dríadas exiliadas, habría podido decir el poeta del puente. La orilla del pequeño y

perezoso río que ahora ocupaban, de aire un tanto pantanoso, estaba cubierta de setas hasta donde llegaba la vista, tanto a uno como a otro extremo de la corriente, aunque también es cierto que en ninguna de las dos direcciones era posible ver gran cosa a ojo, pues la visibilidad de la orilla estaba obstruida en un sentido por el puente, y en el otro por lo que casi era una jungla. —Es la humedad —dijo Millicent —. Todo está tan terriblemente húmedo… —Si lo está, siempre debe ser igual —dijo Winifred—, porque ha llovido muy poco. Ya te lo expliqué antes.

Millicent se sintió avergonzada de sí misma, algo que ahora le ocurría continuamente. —Has sido muy inteligente al encontrar un sitio tan perfecto —dijo sin perder ni un segundo—. Claro que siempre sabes encontrarlos. Todo había sido absolutamente perfecto hasta que llegaron las setas. —No estoy realmente segura de que sean setas —dijo Winifred—. Quizá son meramente hongos. —No hace falta que lo comprobemos —dijo Millicent—. Vámonos. Oh, cómo lo siento… Aún no has terminado de guardar las cosas.

La subida resultó bastante más laboriosa, como era de rigor. «Peliagudo» era la palabra que el padre adoptivo de Millicent habría aplicado al trayecto. —¿Por qué todas las vacas se quedan en una esquina de la pradera? — preguntó Millicent—. No han movido una pata desde que llegamos. —Es algo relacionado con las moscas —dijo Winifred, con cara de saber muy bien de lo que hablaba. —No mueven los rabos. No sacuden la cabeza. No se inclinan a pastar. De hecho, podrían estar rellenas de paja, o

ser unas estatuas. —Supongo que estarán masticando lo que ya han comido, Millicent. —Me parece que no. —Millicent, por supuesto, sabía bastante más que Winifred de las cosas del campo—. No estoy segura de que sean reales. —Oh, vamos, Millicent —dijo Winifred, sin detenerse ni un segundo, y sin siquiera volverse para mirar a Millicent por encima del hombro, y menos aún a las vacas inmóviles en la lejanía. Millicent sabía que la gente estaba siendo buena con ella, y que ese momento no era el adecuado para que

ella protestara por nada, salvo quizá con ánimo de bromear y halagando con ello a su compañera. Por fin llegaron a la melancólica puerta de los besos situada al final del patio. Apenas tocada, la puerta emitió su chirrido y, cuando Winifred la hubo cruzado tranquilamente, se lanzó vengativamente sobre Millicent. Millicent no recordaba cuál había sido la conducta de la puerta en el camino de ida. Probablemente, las cosas se comportaban de forma distinta según si estabas bajando o subiendo. Pero… —¡Winifred, mira!

Millicent, que tan cuidadosamente se había contenido durante todo el día, casi había gritado. —Nada de todo eso estaba aquí hace un rato. Ni siquiera lograba alzar su brazo para señalar. Ante ellas, a la izquierda del sendero ascendente que cruzaba el patio de la iglesia, se encontraba un montón de coronas y ramilletes, con arpas hechas a base de lirios, rosas rojas retorcidas hasta formar corazones, y abundantes iris convertidos en trompetas de arcángeles. Habría sido difícil una colaboración más estrecha entre el comercio y el instinto

conmemorativo. —No te habías fijado —replicó Winifred inmediatamente. Y, cosa que ciertamente no habría hecho en otro momento del día, añadió—: Tenías la mente ocupada en otras cosas. Luego miró por encima del hombro a Millicent y sonrió. —No estaban aquí —insistió Millicent, más segura de esa realidad de lo que lo estaba sobre su estado anímico —. Mientras nos encontrábamos en el río han celebrado un funeral. —Creo que habríamos oído algo — contestó Winifred, todavía sonriendo—. Además, no se entierra a la gente

durante la hora del almuerzo. —Bueno, pues algo ha pasado. —Antes no te fijaste, eso es todo — contestó Winifred, dando la vuelta y contemplando el sendero cubierto de maleza que se extendía ante ella—. Eso es todo. El desafío resultó excesivo para Millicent, y le hizo olvidar su decisión de no discutir ni protestar. —Bueno, ¿te fijaste tú? —preguntó. Pero Winifred ya se había preparado para eso. —No estoy segura, Millicent. ¿Importa? Winifred dio unos cuantos pasos

hacia adelante, y luego preguntó: —¿Prefieres que nos saltemos la iglesia? —Nada de eso —contestó Millicent —. Puede que dentro haya algún tipo de explicación. Millicent se alegró de ir en último lugar, porque al principio le resultó terriblemente difícil pasar por entre los montones de ofrendas. Todas parecían tan nuevas… El objeto de forma oblonga que había bajo ellas quedaba oculto, pero apenas si se podía dudar de que estuviera allí. En los primeros momentos, las flores parecían oler como si las acabaran de recoger de los

campos y no, desde luego, como flores adecuadamente funerarias, que o no huelen o huelen tan sólo a mortalidad aceptada. Pero luego, pensándolo mejor, o quizá fuera cuando se tragaba aire por segunda vez, el olor no era exactamente igual al de un jardín, y ni siquiera se parecía al de las pequeñas flores que se pueden hallar en ciertos setos poco cuidados. Después de unos segundos, el olor parecía tan inexplicable como la repentina aparición de las mismas flores. Desde luego, no se parecía en nada al olor que Millicent habría esperado, ni siquiera a un olor que pudiera gustarle.

Se dio cuenta de que Winifred seguía avanzando, los ojos clavados aún en los maltrechos ladrillos que había bajo sus pies. Millicent vaciló durante un instante. —Quizá deberíamos examinar algunas tarjetas, ¿no? —sugirió. Debía tratarse de una idea un tanto inadecuada, porque esta vez Winifred se limitó a seguir caminando en silencio. Y, de hecho, Millicent tuvo que admitir ante sí misma que, de todas formas, no veía ninguna tarjeta unida a las flores y a lo que éstas pudiera ocultar. Winifred precedió en silencio a Millicent hasta llegar al porche de la

iglesia. Cuando entró, un ave salió volando por encima de su cabeza para lanzarse directamente contra el rostro de Millicent. —Eso es un búho —dijo Millicent —. Le hemos despertado. Casi esperaba oír a Winifred diciendo que ésa no era una hora en la que hubiera búhos, o que el clima no era el correcto, o que no estaban en la estación adecuada; pero, de hecho, lo único que hizo Winifred fue clavar los ojos en la puerta de madera de la iglesia. —¿No se puede abrir? —preguntó Millicent.

—Realmente, no lo sé. No veo ningún picaporte. El búho, recién despertado, había empezado a ulular melancólicamente; a Millicent le pareció un sonido bastante extraño para esas primeras horas del atardecer. Millicent se volvió a su vez hacia la puerta. —No hay nada. —Ni siquiera el agujero de una cerradura por el que podamos mirar — dijo Winifred. —Supongo que, sencillamente, habrán cerrado la iglesia y no la usarán para nada.

—No estoy segura —dijo Winifred —. Me parece que ésta es la puerta original. Vieja, ¿no? Construida para durar, pero no hay manera de entrar por ningún sitio. Contemplando la puerta, Millicent pudo ver ciertamente a qué se refería Winifred. Tampoco había los habituales avisos de las iglesias, ninguna dirección local de los samaritanos, ninguna lista de damas que hicieran cosas. —Veamos si es posible echar una mirada a través de una ventana — propuso Winifred. —Creo que no deberíamos hacerlo. Y normalmente resulta bastante difícil.

—Eso se debe a que normalmente hay espectadores que entorpecen tu estilo. Quizá descubramos que aquí es más sencillo. Cuando salieron del porche, Millicent pensó que ahora, por lo menos, había dos búhos ululando. Y el día, que antes había sido brillante, estaba perdiendo lustre, cubriéndose de nubes y entrando en su madurez. —Dios, qué tapado está el cielo — dijo Millicent. —Creo que se acerca algo de lluvia. Bueno, ya sabes que podemos arreglárnoslas. —Sí, pero no aquí y ahora.

Winifred estaba metiendo las puntas de sus zapatos en los lugares de la pared donde había caído el mortero, dejando asomar algunas veces ladrillos enteros. Iba pegándose a los pequeños salientes de la pared y a las cornisas, esforzándose por subir para mirar primero por una ventana y luego, tras haber fracasado y dejarse caer, por otra. —Sencillamente, no logro imaginarme qué aspecto puede tener por dentro —dijo. Las dos siempre hacían las cosas concienzudamente y como es debido, se tratara de lo que se tratase, pero éste no era un día de su vida en el que Millicent

sintiera muchos deseos de emular a su compañera. Además, no se le ocurría cómo prestar ayuda a Winifred. Ya no eran dos colegialas, y no les resultaba posible levantarse la una a la otra tan fácilmente como si fueran el saco de Papá Noel. Winifred había probado ya con dos ventanas del lado sur de la nave, y una que se encontraba en la parte sur de la cancela, sin resultados, ya que las tres tenían un cristal transparente aunque algo sucio. En las dos ventanas que faltaban de ese lado de la iglesia, el cristal estaba pintado, y lo mismo ocurría con la ventana del este. Winifred

fue hacia el lado norte de la iglesia, con Millicent siguiéndola. El sol no iluminaba esta zona, y a Millicent le pareció que los búhos se habían calmado por fin. Durante el trayecto hasta esa zona, la maleza del patio tenía un aspecto muy exuberante, y cortaba igual que cuchillos. Pero aquí la mampostería se hallaba en peor estado de descomposición, y Winifred pudo saltar fácilmente hacia arriba en el primer intento. Durante un período de tiempo sorprendentemente largo, o eso pareció, Winifred estuvo mirando por la ventana del lado norte de la nave situada más

hacia el este, sin decir ni una sola palabra. A esa ventana le faltaba una gran cantidad de los pequeños paneles de vidrio que la formaban. A decir verdad, mientras Winifred seguía mirando y Millicent seguía sin moverle, uno de los pequeños cristales cayó al interior de la iglesia con un ruido no muy fuerte, pero sí bastante agudo. Todo el edificio parecía a punto de convertirse en ruinas. Y, por fin, Winifred descendió lentamente de su asidero, moviéndose de forma bastante envarada. Intentó quitarle el polvo y la suciedad que se le habían pegado a las

rodillas de los pantalones, pero también el polvo estaba húmedo: de hecho, este lado de la iglesia parecía particularmente húmedo. —¿Quieres echar una mirada? — preguntó Winifred. —¿Qué hay para ver? —Nada en particular. —Winifred seguía frotándose, aunque con ello, a decir verdad, no lograba sino empeorar las cosas—. Nada, realmente. Yo no me molestaría en mirar. —Entonces no lo haré —dijo Millicent—. Pareces una peregrina, más tiempo de rodillas que tendida de espaldas, o como se dijera entonces.

—Se han llevado la mayor parte de las cosas —siguió explicando Winifred —En tal caso, ¿dónde hicieron el funeral? ¿Dónde celebraron el servicio? Winifred siguió ocupándose de sus pantalones durante un segundo antes de dar una respuesta. —Supongo que en algún otro sitio. Eso es bastante común hoy en día. —Algo anda mal —dijo Millicent —. En casi todo esto hay algo que anda muy mal. Se abrieron paso por entre la espesa vegetación hasta el sendero de ladrillos que llevaba al porche. Los búhos parecían haberse retirado una vez más a

sus carnívoras ocupaciones. —Tenemos que recoger las cosas o no llegaremos a Baddeley —dijo Winifred—. No es que esto haya dejado de valer la pena, y tengo la esperanza de que estarás de acuerdo en ello. Pero… En el sendero, justo ante ellas, entre el porche de la iglesia y ese otro sendero, a estas alturas ya casi familiar, que cruzaba la pendiente del patio, colocado de tal forma que parecía el centro de toda la escena, había un guante. —Eso tampoco estaba ahí —dijo inmediatamente Millicent.

Winifred recogió el guante y las dos lo examinaron. Era un guante de cuero negro para la mano izquierda, aparentemente nuevo o muy poco usado y, a decir verdad, más bien elegante. Millicent pensó que la mano izquierda capaz de entrar en él habría sido notablemente pequeña. La gente hacía observaciones ocasionales sobre lo pequeñas que eran las manos de Millicent, algo que siempre la complacía. El pequeño pero delicado y caro guante terminaba en una especie de reborde donde el material era más grueso, recordando a un guantelete de guerrero.

—Será mejor que lo devolvamos — dijo Winifred. —¿Adónde? —A la rectoría, supongo, si es que para eso utilizan el edificio de allí. —¿Crees que debemos hacerlo? —Bueno, ¿qué otra cosa podemos hacer? No podemos llevárnoslo. Parece caro. —En este lugar hay alguien más — dijo Millicent—. Quizá no sólo una persona. Y habría sido incapaz de explicar por qué razón le parecía posible la existencia de tal multitud. Pero Winifred, una vez más, guardó

silencio y no le hizo ninguna pregunta sobre ello. —Yo llevaré el guante —dijo Millicent. Winifred seguía encargándose de la mochila y su contenido, incluyendo en él la botella vacía, pues el patio no ofrecía lugar alguno donde depositar la basura.

La puerta cochera, que en tiempos estuvo pintada de alguna tonalidad azul, y que ahora se estaba desmoronando, distanciando lentamente la madera del herraje por un lado y la barra del engarce por otro, no ofrecía pista alguna

sobre si el lugar era o había sido rectoría, o residencia del vicario local. El camino, no muy largo, estaba cubierto de maleza y desperdicios. O los árboles habían decidido apoderarse del edificio, construido a mediados de la era victoriana, o sufrían una prematura senilidad. Cuando Winifred lo apretó, el timbre de la puerta principal emitió un sonido bastante agudo, pero no siguió ninguna respuesta. Tras una pausa silenciosa y bastante prolongada, con Millicent sosteniendo el guante ante ella, Winifred volvió a llamar. Y, una vez más, no ocurrió nada.

—Creo que está abierta —dijo Millicent. Empujó la puerta y las dos entraron en el edificio, pero sólo unos cuantos pasos. El vestíbulo, que originalmente había sido diseñado más o menos al estilo gótico, poseía mobiliario, aunque no abundante, y daba la impresión de ser un sitio donde «se vivía». Y, además, viniendo hacia ellas vieron a una silueta encorvada, femenina e hirsuta, que llevaba un descolorido delantal que le proporcionaba un vago aire de sirvienta. —Encontramos esto en el patio de la iglesia —dijo Winifred con su límpida voz de siempre, señalando hacia el

guante. —No puedo oír el timbre —dijo la figura femenina—. Por eso está abierto. Perdí el oído. Ya saben cómo son estas cosas. Millicent sabía que Winifred nunca había logrado entenderse con los sordos, algo que muy a menudo no era cuestión de más o menos decibelios sino, presumiblemente, de psicología. —Hemos encontrado este guante — dijo, sosteniéndolo ante ella y hablando con toda naturalidad. —No puedo oír nada —dijo la figura, lo cual resultó más bien decepcionante—. Ya saben por qué.

—No lo sabemos —contestó Millicent—. ¿Por qué? Pero, naturalmente, tampoco esas palabras podían ser oídas. Era inútil seguir intentándolo. La sirvienta, si eso era, salvó la situación. —Iré a buscar a la señora —dijo, y se retiró sin invitarlas a que tomaran asiento en uno de los maltrechos sofás o las sillas de precario aspecto. —Supongo que deberíamos cerrar la puerta —dijo Winifred, y así lo hizo. Esperaron durante un rato. No había nada que mirar, excepto una estampa coloreada que mostraba unos cuantos

corderos en Tierra Santa. En cada esquina del marco éste formaba una cruz, aunque una de las cruces estaba medio rota. —De todos modos, sigo pensando que esto no es la rectoría —dijo Winifred—. Ni la casa del vicario. —Tiene usted razón. —Ante ellas había aparecido una mujer de mediana edad, que vestía un traje bastante holgado. El color del vestido oscilaba entre la crema y las gachas, y alrededor del cuello redondo y al final de las mangas, que le llegaban hasta los codos, corrían anchas tiras de un color cereza. Los zapatos de la mujer estaban

gastados, y no se había tomado muchas molestias para arreglar una cabellera que recordaba a un nido de pájaros—. Tiene usted toda la razón —dijo la mujer—. Hace años que ningún miembro del clero ha estado aquí. Quizá hayan oído comentar que en este condado hay algunas rectorías bastante viejas y curiosas… —Se refiere usted a Boreley, ¿no? —preguntó Millicent, que siempre había sentido un gran interés por tales asuntos. —Ese lugar y unos cuantos más — dijo la mujer—. Cada pequeña congregación tiene su especialidad. —Entonces, ¿esto era una rectoría y

no la vivienda del vicario? —preguntó Winifred tal y como solía hacer siempre, alzando cortésmente las cejas. —Oh, todavía les habría sido más difícil tener un vicario —dijo la mujer en el tono más despreocupado que pueda imaginarse. Millicent vio que en su mano faltaba el anillo de matrimonio. A decir verdad, en ninguna de sus dos manos, más bien grandes y feas, había anillo alguno. Y tampoco había pendientes en sus orejas, ningún adorno alrededor de su cuello, y en su revuelta cabellera no aparecían peinetas ni prendedores—. Siéntense —dijo la mujer—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

Me llamo Stock. Pansy Stock.[6] Ridículo, ¿verdad? Pero es un nombre perfectamente común en Essex. Winifred solía hablar de esa misma forma sobre «Essex» y, a decir verdad, así lo había hecho más de una vez durante el viaje hasta aquí, pero Millicent siempre había supuesto que ésa era una de las pequeñas manías de Winifred, algo ante lo que sus amistades debían mostrar tolerancia. Jamás había supuesto que en ello hubiera ninguna metafísica objetiva, y tampoco había tenido que hablar nunca con alguien que se llamara Pansy, y le alegraba que no fuera muy probable el que tal necesidad

surgiera ahora. Tomaron asiento y, dado que eso parecía ser lo más correcto, Winifred se presentó a sí misma y luego presentó a Millicent. La señorita Stock tomó asiento en el otro sofá. Llevaba unas medias de lana color verde claro. —Se trata de este guante, nada más —siguió diciendo Winifred—. Intentamos explicarlo a su criada, pero no logramos que lo entendiera del todo. —Lettice no ha oído nada desde que ocurrió. Ése fue el efecto que la cosa tuvo sobre ella. —¿Desde que ocurrió qué? — preguntó Winifred—. Si podemos

preguntarlo, claro está. —Desde que le dieron calabazas, por supuesto —respondió la señorita Stock. —Qué pena —dijo Winifred, con su afable y consoladora voz de costumbre. Después de todo, a Millicent no le habían dado calabazas, no exactamente. Técnicamente, fue ella quien las dio. Socialmente, eso seguía significando una diferencia. —Es lo normal en este sitio. Ya he dicho que cada congregación tiene su especialidad. Y ésta es la nuestra. —¡Qué extraordinario! —dijo Winifred.

—Ocurre a todas las mujeres, y no sólo cuando siguen siendo jóvenes. —Me pregunto si lo aceptan —dijo Winifred con una sonrisa. —No lo aceptan. Vuelven. —¿De qué forma? —preguntó Winifred. —En lo que se conoce como forma espiritual —dijo la señorita Stock. Winifred pensó en lo que había dicho. Estaba perfectamente acostumbrada a ese tipo de afirmaciones, ya que, después de todo, en el mundo hay muchas clases de gente. —¿Como el duende de Giselle? — preguntó, intentando ser útil.

—Eso creo —dijo la señorita Stock —. Nunca he estado en un teatro. Me educaron para no acudir a esos sitios, y jamás he tenido una buena razón para romper tal regla. —Además, ahora son muy caros — dijo Winifred, aunque sólo fuera porque habría dicho eso en otras circunstancias, indudablemente más convencionales. —Este guante —dijo Millicent, dejándolo caer al suelo porque ya no sentía deseos de continuar sosteniéndolo —. Lo vimos abandonado en el sendero de la iglesia. —Oh, sí, las creo —dijo la señorita Stock—. No es lo único que se ha

encontrado abandonado alrededor de esa zona. Winifred recogió cortésmente el guante, se puso en pie y lo colocó sobre el sofá de la señorita Stock. —Pensamos que debíamos devolverlo personalmente. —Muy amable por su parte —dijo la señorita Stock—. Aunque nadie lo reclamará. Hay una habitación entera que está llena de cosas parecidas. Baratijas, bisutería, grandes corazones de oro que tienen el tamaño de ostras, todo tipo de recuerdos…, incluso dos botas de montar. Las cosas parecen llegar y esfumarse cuando les viene en

gana. Nadie pregunta nunca de nuevo por ellas. Pero no es ésa la razón por la que las mujeres vuelven. Naturalmente, ha sido un acto muy bondadoso. Supongo que algunas veces la gente se beneficia de esa clase de actos. Dicen que si una encuentra algo o ve algo, de todos modos acabará volviendo. —La señorita Stock se quedó callada durante una fracción de segundo; luego, como sin darle importancia, preguntó—: ¿Cuál de ustedes lo vio? —Yo vi el guante primero —replicó inmediatamente Millicent—, y unas cuantas cosas más. —Entonces, hará bien yéndose con

muchísimo cuidado —dijo la señorita Stock, usando todavía un tono francamente despreocupado—. Evite todas las complicaciones del corazón, o puede acabar igual que Lettice. Winifred, que seguía en pie, dijo: —Millicent, realmente debemos irnos o nunca llegaremos a Baddeley End. —Baddeley End está cerrado todos los jueves —dijo sin perder un segundo la señorita Stock—. Así que, vayan donde vayan, carece de objeto ir allí. —Tiene usted razón en lo de los jueves, señorita Stock —dijo Winifred —, porque tuve gran cuidado de mirarlo

en la guía antes de que saliéramos. Pero hoy es miércoles. —No —dijo Millicent—. Hoy es jueves. —Sea como sea el día —confirmó la señorita Stock—, indudablemente hoy es jueves. Se produjo un embarazoso silencio durante el cual un ángel —o quizá fuera un demonio— revoloteó por la habitación. —Ahora me doy cuenta de que es jueves —dijo Winifred. Palideció—. Millicent, lo siento mucho. Debo de estar perdiendo la cabeza. —Por supuesto que hay gran, gran

cantidad de otros sitios que pueden visitar —dijo la señorita Stock—. Un sinfín de sitios. Casi todos los pueblecitos tienen algo que ofrecer. —Sí —dijo Winifred—. Tenemos que echar un vistazo por el lugar. —Entonces —preguntó Millicent, interrumpiendo de nuevo el curso de la conversación—, ¿por qué vuelven, si no es para recuperar lo que les pertenecía? —No he dicho que no se tratara de lo que les pertenecía. Depende de cuál fuera esa propiedad. No vuelven a buscar sus guantes, sus anillos o sus pequeños y falsos éstos y aquéllos…, pero, de todas formas, vuelven para

buscar lo que les pertenecía. Al menos, lo que consideraban que les pertenecía. Si una tiene el corazón roto sólo se lo puede curar de una forma…, si es que hay forma de curar un corazón roto. —Y, sin embargo —dijo Millicent —, hay momentos en que todo parece tan trivial, tan falto de realidad. Incluso puede parecer absurdo. Como si jamás hubiera existido. No se merece todo el melodrama que lo rodea. —Indudablemente —dijo la señorita Stock—. Y lo mismo vale para la fe religiosa, o la poesía, o un paseo alrededor de un lago, o la mismísima existencia.

—Supongo que sí —dijo Millicent —. Pero los sentimientos personales son particularmente… No logró encontrar la palabra. —Millicent —dijo Winifred—, vámonos. —Parecía haber dejado atrás ya el estadio de las convenciones con respecto a su anfitriona. Estaba blanca y parecía preocupada—. Nos hemos librado del guante. Vámonos. —Dígame —pidió Millicent—, ¿cuál es el único modo de curar un corazón roto? Si vamos a tomarnos el asunto en serio, es necesario que lo sepamos. —Millicent —dijo Winifred—, te

esperaré en el coche. Al final del camino, ¿recuerdas? —Me halaga que llame usted a eso un camino —dijo la señorita Stock. Winifred abrió la puerta principal y salió de la casa. La puerta volvió a cerrarse lentamente detrás de ella. —Cuénteme cuál es el único modo de curar un corazón roto —dijo Millicent. Y habló como si todo eso fuera en mayúsculas. —Ya sabe cuál es —dijo la señorita Stock—. Es matar al hombre que lo ha roto. O, al menos, ocuparse de que muera.

—Sí, me imaginaba que era eso — dijo Millicent. Sus ojos estaban clavados en los corderillos palestinos. —Es la única prueba posible de si el sentimiento es real o no —le explicó la señorita Stock, como si estuviera dándole clase. —¿O era real? —Si el sentimiento es real, no puede existir ningún «era». Millicent apartó su mirada de las ovejas y sus cabriolas. —¿Y ha tomado usted las medidas necesarias? Por supuesto, si no le importa que se lo pregunte…

—No. En mi caso jamás ha llegado a plantearse el dilema. Vivo aquí y observo las cosas. —No parece un sitio muy alegre para vivir. —Es un sitio muy instructivo para vivir. Se sacan muchas lecciones de él, y yo me beneficio en gran medida de esas lecciones. Millicent volvió a guardar silencio durante un instante, contemplando a la señorita Stock y sus alarmantes atavíos, sentada al otro extremo de la habitación parcamente amueblada. —Señorita Stock, ¿cuáles serían sus últimas palabras de guía para mí?

—Probablemente, ahora el asunto ya no está en sus manos, y todavía menos en las mías. Millicent no lograba decidirse a dejar las cosas en este punto. —¿Las chicas…, las mujeres…, vienen de fuera del pueblo? Si es que realmente existe un pueblo… Mi amiga y yo no hemos visto ningún pueblo, y la iglesia parece que no se utiliza. Da la impresión de que lleva mucho tiempo sin haber sido utilizada. —Por supuesto que hay un pueblo — dijo la señorita Stock, en un tono más bien apasionado—. Y puedo asegurarle que la iglesia no se encuentra totalmente

en desuso. Y hay vacas, y un lugar para ellas; y un río y un puente. Todas las cosas normales, de hecho, aunque en cada caso con cierto énfasis local, y creo que eso es lo justo y lo correcto. Y, sí, con frecuencia llegan mujeres de fuera del pueblo. De pronto, se encuentran aquí, bastante a menudo sin saberlo. O eso me parece a mí. Millicent se puso en pie. —Señorita Stock, gracias por tener tanta paciencia con nosotras, y por aceptar nuestro guante. —Quizá algún día me traigan un objeto suyo —observó la señorita Stock. —¿Quién sabe? —contestó

Millicent, participando en la broma, como intentaba hacer regularmente. Millicent observó que sobre una maltrecha mesa situada a la derecha de la puerta principal había una caja amarilla para colectas. Una etiqueta proclamaba, en grandes letras negras, AYUDA

A

LOS

INFORTUNADOS.

JOSEPHINE BUTLER. Millicent extrajo

una contribución del bolsillo de sus pantalones. Le alegró no haber hecho el ridículo hurgando en un bolso de mano, mientras la señorita Stock esperaba y sonreía. La señorita Stock se había puesto en pie, pero no había dado ni un paso para

acompañar a Millicent. Lo único que hizo fue quedarse en pie, sin moverse, una silueta no del todo clara en la penumbra de la habitación. —Adiós, señorita Stock. En la puerta principal, como sucedía en muchas rectorías y viviendas de vicario, había dos grandes paneles de cristal opaco, pero con una moldura en clair que delimitaba las esquinas del cristal, de tal forma que por esos sitios se podía tener una angosta y limitada visión del mundo exterior. Cuando ya iba a abrir la puerta, que Winifred no había cerrado del todo, Millicent distinguió el contorno de algo que se

encontraba ante la puerta, inmóvil y callado. Ésa fue, sencillamente, la gota de agua que desbordó el vaso. Por segunda vez en ese día, Millicent encontró difícil no gritar. Pero la señorita Stock se encontraba en algún lugar de la penumbra que había tras ella, y Millicent abrió la puerta.

—¡Nigel, Dios mío! Millicent logró cerrar rápidamente la puerta a su espalda. Después, sus brazos la envolvieron igual que la yedra envolvía la pequeña iglesia. —Ya no tengo ninguna relación

contigo. ¿Cómo has sabido que estaba aquí? —Me lo dijo Winifred, por supuesto. —No te creo. De todas formas está sentada en su coche, al otro lado de esa puerta. Se lo preguntaré. —No está allí —dijo Nigel—. Se ha marchado. —No puede haberse marchado. Me está esperando. Nigel, por favor, suéltame. —Te soltaré, y entonces podrás verlo por ti misma. Fueron andando codo con codo, en silencio, a lo largo del deprimente

camino cubierto de maleza. Millicent se preguntó si la señorita Stock les estaría observando a través de las estrechas tiras talladas en el cristal, viendo sus distorsionadas imágenes. Ni Winifred ni el coche estaban allí. Donde antes había el coche, ahora había una alfombra de gruesas hojas marrones. Por un instante, a Millicent le pareció como si el coche hubiera sido enterrado bajo ellas. —No importa, querida. Si te portas bien, te llevaré a casa. —Tampoco veo tu coche. Resultaba una réplica francamente poco adecuada, pero al menos era

espontánea. —Naturalmente que no. Está escondido. —¿Por qué está escondido? —Porque no quiero que te metas en él, y te vayas dejándome atrás. Ya intentaste darme esquinazo una vez, y una vez es suficiente para cualquier ser humano. —No intenté darte esquinazo, Nigel. Terminé ese trabajo. Estabas haciendo pedazos mi vida. —No tu vida, cariño. Sólo esa idiotez que llamas tu carrera. —No sólo eso. —De todas formas, no puedo dejar

que vuelvas andando a casa. —No será a casa, sólo hasta la estación. Sé exactamente dónde se encuentra. Winifred me lo indicó. Lo vio en el mapa. Dice que todavía hay trenes. —Realmente, no puedes confiar en Winifred. Millicent sabía que eso era mentira. No importaba lo que le hubiera ocurrido a Winifred, Nigel estaba mintiendo. Casi todo lo que decía era más o menos mentira. Unos años antes, ése había sido uno de los patrones de medida por los que había llegado a comprender cuán profunda y sinceramente le amaba. —Y tampoco se puede confiar

siempre en los mapas —dijo Nigel. —¿Qué le ha pasado a Winifred? ¡Qué absurda resultaba a sus propios ojos cada vez que intentaba alcanzar algo así como una relación en pie de igualdad con Nigel, qué colegiala se sentía! Esas ridículas palabras saltaron a sus labios sin que ella las hubiera escogido ni hubiera deseado pronunciarlas. —Se ha ido. Veamos un poco el paisaje antes de volver a casa. Puedes hablarme de sus aspectos más pintorescos. Ayudará a que nos tranquilicemos. Una vez más la rodeó firmemente

con su brazo y, pese a su en parte simulada resistencia, medio tiró de ella y medio la empujó a través de la puerta de los besos hasta el patio de la iglesia. Su resistencia era medio simulada porque sabía, gracias a la experiencia, que con Nigel algo más resultaba inútil. Conocía todos los trucos mediante los cuales los chicos más fornidos de la escuela dominan y hacen obedecer a los pequeños, y jamás había vacilado a la hora de utilizarlos contra Millicent, normalmente, por supuesto, según una más o menos acordada base de buen humor, sana diversión y saber mucho mejor que ella lo que los dos debían

hacer a continuación. Su uso frecuente de la fuerza física, de un modo real y serio, había sido otra de las cosas que la habían atraído de él. Nigel la llevó a lo largo del maltrecho sendero. —Un lugar hermoso. Pacífico. Callado como una tumba. Y, ciertamente, ahora el lugar estaba callado, singularmente distinto en muchos pequeños aspectos de cuando Millicent había estado allí con Winifred. No sólo los búhos se habían callado, también las aves de la espesura guardaban silencio. No se podía detectar ni siquiera el paso lejano de un avión.

La brisa había cedido, y la hierba parecía estar muerta o haber sido pintada. —Háblame de la arquitectura —dijo Nigel—. Cuéntame lo que debo mirar. —La iglesia está cerrada —dijo Millicent—. Lleva años cerrada. —Entonces no debería estarlo — dijo Nigel—. Las iglesias no han sido hechas para estar cerradas. Tendremos que echarle un vistazo. La hizo avanzar por el sendero donde antes había visto el guante. La mano a la cual pertenecía ese guante debía ser casi la de una criatura; Millicent se dio cuenta de ello justo

entonces. En el porche de la iglesia, Nigel la hizo sentarse en el único y medio destrozado banco de madera visible, quizá prestado en otros tiempos por la escuela local, cuando ésta había existido. —No te muevas o te daré una buena lección. No estoy dispuesto a que vuelvas a dejarme tirado, al menos durante un tiempo. Nigel empezó a examinar la puerta de la iglesia pero, realmente, había poco que examinar. Podía hacerse una idea de la situación prácticamente con una ojeada y un empujoncito.

Nigel retrocedió un par de pasos y tensó los músculos. Sin perder ni un segundo, había decidido lanzarse sobre la puerta y derribarla. Era muy posible que, pese a las apariencias, no fuera ya muy sólida. Pero esa vez Millicent llegó realmente a gritar. —¡No! El ruido pareció todavía más agudo al estallar en el notable silencio que les rodeaba. Era casi seguro que la habrían oído en la rectoría vecina, aunque no fuera la pobre Lettice quien estuviera en condiciones de escucharla. Millicent había logrado sorprenderse a sí misma.

No tenía demasiada práctica en cuestión de gritos. Por un instante, incluso logró que Nigel se olvidara de sus intenciones. —¡No! —añadió, como explicación a su grito—. ¡No lo hagas! —¿Por qué no, cobardica? Resultaba casi indudable que su sorpresa era casi totalmente real. —Si quieres, antes trepa por la pared y mira a través de la ventana. — El volumen y la calidad de su grito le habían dado un momentáneo ascendente sobre él—. El otro lado de la iglesia resulta más fácil para trepar. Nigel la estaba mirando.

—De acuerdo. Si tú lo dices… Salieron del porche, y Nigel ni siquiera la cogió por el brazo. —No hace falta dar la vuelta por atrás —dijo Nigel—. Puedo hacerlo perfectamente bien aquí. Y, si a eso vamos, tú también puedes. Saltamos a la vez. —No —dijo Millicent. —Como te plazca —dijo Nigel—. Supongo que ya habrás visto algún espantajo. ¿O se trata de una misa negra? Con un solo gesto saltó hacia la pared de la iglesia, e igual que un mono, se pegó a ella aunque no había ningún

asidero visible. Mientras miraba, tenía la cabeza algo metida entre los hombros, de tal forma que sus rizos pelirrojos le hacían parecerse a un Quasimodo que hubiera crecido de tamaño, alguien que, según recordó Millicent, siempre se estaba agarrando a muros góticos y espiando. Nigel se dejó caer al suelo sin decir palabra. —Ya veo a qué te referías —dijo un instante después—. Desde luego, no es un espectáculo para ojos delicados. No, no es algo que deban ver las jovencitas. Ni siquiera las mayorcitas… —Se quedó callado durante un segundo,

mientras Millicent evitaba mirarle—. De acuerdo ¿Qué más hay? Muéstramelo. ¿Adónde vamos ahora? Y la llevó por el camino que cruzaba el patio y los dos empezaron a bajar hacia el río. Por lo tanto, sólo transcurrieron uno o dos segundos antes de que Millicent se diera cuenta de que el montón de coronas ya no estaba allí; no había ramilletes, no había arpas, no había corazones ni trompetas angelicales; sólo un puñado de flores silvestres atadas con un cordel de lo más corriente. Por un instante, Millicent se limitó a dudar de sus ojos y, después, no sólo de ellos.

—Creo que ya no utilizan este sitio —dijo Nigel—. Tengo la impresión de que está lleno. Eso explicaría lo que ha ocurrido en la iglesia, sea lo que sea. ¿Qué pasa si cruzamos esa puerta? —Hay una gran pradera con vacas, y luego una especie de camino que lleva al río. —¿Qué especie de camino? —Pasa por entre zarzales, y está muy embarrado. —No nos importa un poco de barro, ¿verdad que no, valiente? Y, de todas formas, ¿cómo se llama el río? —Winifred dice que se llama el Waste.

—Apropiado —dijo Nigel—. Aunque me apresuro a añadir que ahora ya no…, no, ahora ya no. Justo cuando dijo eso, Millicent se fijó en la losa de piedra. «Nigel Alsopp Ormathwaite Ticknor. Fuerte, Paciente y Sincero. Llamado a un Más Alto Servicio». Y una fecha. No había fecha de nacimiento; sólo esa otra fecha. La del día de hoy. Ese día que ella había sabido era un jueves, mientras que Winifred lo ignoraba. La losa era de granito gris, o quizá fuera una piedra que se parecía al granito. La parte que llevaba la

inscripción había sido cuidadosamente pulida. Cuando estuvo allí por última vez, Millicent no se había fijado en muchas cosas, y al volver del río era imposible que la inscripción hubiera estado allí para que fuera vista, como demostraba el que era ahora cuando se daba cuenta de ella. —Ya no —dijo Nigel por tercera vez—. Volvamos a empezar, gallinita mía. Millicent se detuvo, lo que ya era algo. Estaba mirando la inscripción. Las manos y los brazos de Nigel ni la tocaban ni la rodeaban y, de hecho, ni siquiera estaba especialmente cerca de

ella. —Te quiero, chatita —dijo Nigel—. Ése es el problema, ¿verdad? Nos iba mejor cuando no te quería. Rara vez Nigel había dado muestras de tal claridad de visión. Era casi increíble. Con todo, el tiempo del que hablaba era algo muy, muy lejano. —No sé qué decir —dijo Millicent. ¿Qué otras palabras podía pronunciar? Ya no eran niños, ya no eran jóvenes, y en nada se parecían a ellos. Dieron unas cuantos pasos más hacia adelante, de tal forma que la losa ahora estaba detrás de Millicent. No se volvió para ver si había algo tallado en su parte

trasera. Nigel cruzó la segunda puerta de los besos, precediéndola. —No te molestes —dijo—. Supongo que ya has bajado al río con Winifred. Sé que ahora no saldrás corriendo. Voy a echar una mirada a la pesca, nada más. Sin embargo, no seguirle ahora parecía algo carente de objetivo, y Millicent cruzó también el umbral. —Como quieras —dijo Nigel. Pero Millicent se había dado cuenta de otro cambio. Los animales, que antes se encontraban agrupados en una parte de la pradera, corrían ahora a través de ella hacia Nigel y Millicent, y corrían

tan silenciosos que Nigel ni siquiera los había percibido: «vacas», así los había descrito cuando habló de ellos con Winifred; «rebaño», podría haberles llamado su padre adoptivo. Siempre hay cierto elemento de absurdo en que unos animales domésticos británicos se comporten igual que si estuvieran en el salvaje Oeste. Con todo, esta vez dicho elemento podía ser pasado por alto. —¡Nigel! —exclamó Millicent, y volvió a cruzar la puerta, que se cerró con un chasquido detrás de ella—. ¡Nigel! Nigel siguió avanzando, impertérrito. Realmente, no deberíamos

asustarnos de unos animales domésticos encontrados en el campo. Además, tan callados y tranquilos eran estos campos en particular que Nigel parecía no darse cuenta de que por ellos no se moviera nada excepto él mismo. —¡¡¡Nigel!!! Ahora, los animales estaban ya casi encima de él, y no podía dudarse demasiado de sus intenciones, si es que esta última palabra les era aplicable. En unos instantes, sobre la hierba y sobre las pieles de los animales hubo sangre, y cosas peores que la sangre. Antes de que hubiera pasado mucho tiempo se produjo un alegre pisoteo, visible pero

totalmente silencioso. Ahora, los rabos apuntaban hacia arriba, y en los ojos había una nada típica inflexibilidad. Pero el grupo de animales, con su sola masa, probablemente le ocultó lo peor. Buscar ayuda. Eso es lo que hay que hacer en tales casos. O, al menos, gritar pidiendo ayuda. Millicent, que en los últimos instantes se había vuelto muy oral, se descubrió incapaz de emitir el más mínimo ruido. El gran silencio la había engullido también a ella. —Oh, Nigel, amor mío… Pero los animales no tardaron en calmarse, limitándose a olisquear con interés lo que habían hecho. Era como si

no hubieran jugado papel alguno en la consumación de aquello que ahora husmeaban, y sobre lo cual se les caía la baba. Millicent se agarró a la puerta de hierro. Antes de ese día nunca había gritado. Y nunca, en toda su vida, había llegado a desmayarse. Unos instantes después se dio cuenta de que, sin saber cómo, el patio de la iglesia se había llenado de mujeres, o que, si no se deseaba exagerar, se distinguía a bastantes mujeres por entre los túmulos y monumentos conmemorativos, a veces en parejas, tríos o cuartetos, aunque más

normalmente como espías solitarias. Estas mujeres no eran como el duende que aparecía en el ballet favorito de Winifred. Eran mujeres corrientes, de rostro más bien triste y, con bastante frecuencia, ya no tenían nada de jóvenes. Millicent no logró sentir en su interior ninguna atracción hacia ellas. Pero se dio cuenta de que no sólo estaban en el patio de la iglesia, sino también en la pradera de la que ahora parecía haberse retirado el irascible ganado, justo durante el segundo que había permanecido dándole la espalda. De hecho, en ese instante las mujeres parecían haberse materializado más o

menos por todas partes. Absurdo, absurdo. Ni en esos instantes era capaz Millicent de pasar por alto dicho elemento. Todo este asunto, sencillamente, no merecía tal despliegue, y en el mundo que la rodeaba eso era algo que todos sabían. A veces se sufría de forma muy aguda, sí, pero ni siquiera el sufrimiento llegaba a ser del todo real, menos aún los cambios y la experiencia que, supuestamente, afectaban a quienes sufrían. La vida no era sólo pasear alrededor del lago, si es que se podía adoptar la persuasiva analogía de la señorita Stock; de hecho, eso no era ni

siquiera una parte importante de la vida. Sin embargo, debió de ser más o menos en ese instante cuando Millicent perdió el conocimiento.

Winifred la estaba mirando desde lo alto, observando su rostro. Winifred ya no estaba pálida, y había recobrado casi todo su color de costumbre, renovando con él su confianza en sí misma. —¡Mi querida Millicent, tendría que haberte metido en la cama en vez de llevarte al campo! ¿Cómo has podido llegar a quedarte dormida? —¿Dónde están las vacas?

Winifred miró por entre los hierros labrados de la puerta hacia el campo que había tras ella. —Allí no, por lo que puedo ver. Supongo que se las habrán llevado a ordeñar. —Winifred, en realidad no tienen nada de vacas. No son vacas normales. —¡Mi querida muchacha! — Winifred la examinó atentamente, y luego pareció preocuparse todavía más —. ¿Te han atacado? ¿Alguien te ha asustado? —A mí no —dijo Millicent. —Entonces, ¿a quién? Millicent tragó saliva e intentó

dominarse. —Era un sueño. Meramente un sueño. Prefiero no hablar de ello. —Pobrecita, debes estar agotada. Pero ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Estabas andando en sueños o qué? —Me trajeron. Eso fue parte del sueño. —Lo que dijo esa tal Stock, menudo descaro… Tendrías que haberte tapado los oídos. —Y los ojos —dijo Millicent. —Sí, creo que sí —dijo Winifred sonriendo—. Era un lugar horrible. Bueno, si ya has despertado del todo supongo que desearás irte, ¿no? He

arruinado todo el día. —No pude ver el coche. Lo estaba buscando. —Lo cambié de sitio. Quería que no estuviera a la vista. No pensarías que lo había metido en el patio de la iglesia, ¿verdad? —Todo parece posible —dijo Millicent mientras subían por la cuesta —. Cualquier cosa. Por ejemplo, tú viste todas esas flores. Las viste con tus propios ojos. ¿Dónde están? —Se las han llevado a un hospital. Hoy en día es lo que hace la gente después de los funerales. —¿Y las setas que había en el río?

—Ya te dije que estaban ahí desde el principio. —¿Y las historias de la señorita Stock? —Necesita un hombre, eso es todo. Oh, Millicent, lo siento. —¿Y el interior de la iglesia? —Realmente, eso era más bien desagradable. No pienso hablar de ello, ni siquiera voy a pensar en ello y, por supuesto, no voy a permitir que lo veas. —¿No tendríamos que informar de todo esto a quien fuera? —No seré yo quien lo haga —dijo Winifred con voz decidida, cerrando el tema.

Cuando pasaron por última vez por la puerta de salida del patio, Winifred dijo: —Nos iremos a casa tan rápido como sea posible. Te llevaré a mi piso y te meteré en la cama con un calmante. Realmente, no sé nada sobre esta clase de problemas, pero he visto lo que he visto, y lo que necesitas, en primer lugar, es un largo sueño y descansar bien, estoy segura de ello. Millicent sabía que la pena, especialmente la pena reprimida, era, según decían, capaz de hacer que la mente, aparte de tener ideas raras, viera

cosas que no eran normales. Sin embargo, Millicent despertó cuando eran exactamente las once y cuarto. Hacía mucho tiempo, en los primeros días con Nigel, uno de los dos llamaba cada noche por teléfono al otro a esa hora, y a menudo se habían quedado conversando hasta la medianoche, momento en el que habían acordado que se fijaba el límite. Tan sencillos placeres habían llegado a su fin hacía ya años y años, pero desde que abandonó a Nigel, Millicent no se había acostado jamás antes de esa hora. Era poco probable que Nigel se acordara de ese viejo y algo sentimental

acuerdo, y era todavía menos probable que tuviera palabras para decirle que pudieran calmarla. Con todo, Millicent miró su reloj y se quedó tendida en la cama, algo aturdida por el sedante pero despierta; y el teléfono sonó obedientemente. En el cómodo dormitorio para huéspedes de Winifred había un supletorio colocado junto a la cabecera de la cama. Winifred era incapaz de encontrarse a gusto en una habitación sin teléfono. Millicent ya tenía el auricular en la mano cuando el pequeño y delicado zumbador iba sólo por la mitad de su

primer repique. —¿Diga? —preguntó Millicent en voz baja a la oscuridad. Winifred había corrido todas las cortinas, ya que así era como le gustaba a Winifred tener el dormitorio por la noche—. ¿Diga? — preguntó Millicent por segunda vez. Bueno, al menos resultaba bastante improbable que fuera una llamada para Winifred, y por eso era importante no despertarla. Algo pareció removerse en la línea o, mejor dicho, en el otro extremo. No cabía duda de ello. No era un simple reflejo del mecanismo. —¿Diga? —repitió Millicent,

siempre en voz baja. Y la tercera vez tuvo suerte, porque al fin obtuvo una contestación. —Hola, guapa —dijo Nigel. Teniendo en cuenta el conjunto de circunstancias, a Millicent le era imposible limitarse a colgar, cosa que, racionalmente, tendría que haber hecho. —¿Te encuentras bien? —le preguntó. —Menudo aspecto tienes con el camisón de Winifred. No es tu estilo, nena, desde luego. Cada centímetro cuadrado de la carne de Millicent intentó simultáneamente esconderse en su

cuerpo. —¡Nigel! ¿Dónde estás? —Justo delante de tu puerta, bomboncito. Será mejor que vengas en seguida. Pero tráete un pijama tuyo. El escarlata, el adecuado. —No voy a ir, Nigel. Ya te lo he dicho. Hablaba en serio. —Estoy seguro de que hablabas en serio, ya que dejaste que me pisoteara un maldito montón de terneras sin hacer nada aparte de sonreír como una boba. Bueno, eso no cambia nada. Y ahora, menos que nunca, de hecho. Te quiero, y estoy esperando ahora mismo delante de tu puerta.

No podía hablar, eso era todo. ¿Qué podía decirle? —Vendrás a mí, pimpollo —dijo Nigel—, y lo harás llevando tus ropas. O, y que te quede claro, seré yo quien venga a ti. El auricular cayó de la mano de Millicent. Se estrelló contra el suelo del dormitorio, pero la alfombra que había en el dormitorio de huéspedes de Winifred era bastante gruesa, y Winifred no oyó nada. En cualquier caso, además, también Winifred acababa de pasar por un día agotador, y necesitaba descansar para enfrentarse mañana a las exigencias de la vida y la renovada llamada de la

selva.

Un grupo de preocupadas amistades, tanto masculinas como femeninas, se agrupó alrededor de Winifred después de la investigación, acto para el que un sorprendente número de ellas se había tomado el día libre. —Nunca he estado enamorada — dijo Winifred—. Realmente, es algo que no comprendo. La gente tuvo que aceptar eso y seguir con sus ocupaciones, tanto las rutinarias como las que no lo eran. ¿Qué otra cosa podían hacer?

Muerta al nacer MIKE CONNER

Mike Conner vive en California con su mujer y cuatro hijos, y dice que probablemente es el único escritor de ciencia ficción y fantasía que ha surgido de Hopkins, Minnesota, la capital mundial de las moras. Los excelentes relatos escritos por el señor Conner para el F&SF han examinado siempre el sombrío aspecto oculto de lo

que, a primera vista, parece ser una situación inofensiva, aunque quizá incómoda. Este relato narra la historia de Claudia Fenster, una recién llegada a un pueblo minero situado al sur del Missouri, y de cómo se ve expuesta al brillo de su vida social y a la oscuridad de sus cavernas…, y secretos.

—Me temo que ese vestido no irá bien, querida mía —dijo la señora de Philip Ash—. ¿No llevará un chal de más en su carruaje? Claudia Fenster lanzó un gemido interior ante el crítico comentario de aquella mujer ya madura y de rostro afilado. Era uno de los típicamente cálidos y asfixiantes días de agosto del sur del Missouri, y había escogido un delgado vestido de popelín, sin ocurrírsele ni en sueños la idea de que podía no ser apropiado. —No —dijo—. He venido en el tranvía. ¿Por qué su esposo, que había

inspeccionado a Claudia igual que un capitán inspecciona a sus tropas antes de permitirle salir de casa, no la había advertido de que el vestido no era adecuado? No era oscuro y grueso como los que llevaban la señora Ash y las otras tres damas del Club Vespertino de los Miércoles. Claudia notó que se le encendían las mejillas, pero otra de las damas, la señora Elly Corporan, le sonrió con simpatía. —No se preocupe, querida, yo tengo uno que dejarle. Olivia se preocupa porque puede usted coger frío cuando bajemos a las cavernas. —¿Cavernas?

—Las Cavernas de Cristal —dijo con voz más bien seca la señora Ash—. Generalmente, celebramos allí nuestras partidas de cartas durante todo el verano, a no ser que esté lloviendo y no haga demasiado calor aquí. No le dan miedo los lugares cerrados, ¿verdad, señora Fenster? Claudia se relajó un poco. —He entrado algunas veces en los túneles de mi esposo sin notar ningún malestar. —Bien. Porque le sorprendería la cantidad de mujeres cuyos maridos obtienen su riqueza de la tierra, y que desfallecen ante la sola idea de que ésta

pueda engullirlas si se acercan a un agujero abierto en el suelo. ¡Ah! Ya llega Jimbo con el carruaje. Señoras… La señora Ash ocupó el asiento delantero junto a la mujer del ministro baptista, la señora Burgess, mientras Claudia tomaba asiento detrás, entre la señora Corporan y la señora de Titus Blakely, para hacer el corto trayecto que llevaba a lo largo de la calle East hasta la boca de las Cavernas de Cristal. Jimbo las hizo desfilar lentamente, para que los ciudadanos de a pie pudieran ver a las damas en cuyas manos se encontraba la prosperidad de Corinth. Hacía muchos años, los esposos de las

señoras Ash, Corporan y Blakely habían creado las compañías que explotaban las minas de cinc, sulfuro, galenita y plomo blanco situadas en los estratos de piedra caliza que había bajo el pueblo. En los primeros tiempos emplearon bueyes; ahora utilizaban el vapor e incluso la electricidad para dar vida al pueblo. Treinta años antes, Corinth era poco más que una parada para las diligencias, que recorrían el sendero que llevaba por el oeste hacia las tierras indias de Oklahoma. Pero el sol atravesaba con sus rayos implacables la calina veraniega, y hasta la señora Ash se cansó rápidamente de

exhibirse ante la poca gente que había en la calle. Jimbo hizo chasquear las riendas; unos instantes después las dejaba bajo la misericordiosa sombra de unos nogales. —Verá como lo necesita —dijo la señora Corporan, sonriendo y colocando en la mano de Claudia un chal de ganchillo cuando bajaban del carruaje. Mientras las señoras esperaban a un lado, Jimbo abrió una caja de empalmes colocada en un poste y accionó un interruptor. —Luces eléctricas —dijo orgullosamente la señora Blakely. Su esposa había creado la Compañía

de Lámparas Mazda del sur de Missouri seis años antes. Salvo por Saint Louis y Springfield, Corinth llevaba la delantera a todo el Estado en cuanto al número de luces y maquinaria eléctrica. Todas las líneas de tranvías también estaban siendo adaptadas de la tracción por caballos a la energía eléctrica. —El camino es bastante bueno, querida, pero sujétese con una mano a la pared de la cueva. No bajaremos mucho…, ¡de lo contrario el reverendo Burgess no permitiría que su mujer nos acompañara! Las otras damas rieron como si la señora Ash hubiera contado el chiste

más gracioso de la historia. Luego, una a una, fueron entrando por el camino que se divisaba a través de la abertura hecha en la piedra caliza. Al principio, el camino parecía conducir a la más absoluta oscuridad, pese a las brillantes bombillas que colgaban sobre él. Pero después, los ojos de Claudia se fueron acostumbrando a ella, y pudo detectar un débil centelleo en la otra pared de la cueva, y las puntas de largas estalactitas parecidas a cuchillos, que estaban suspendidas del techo. Cuando todavía no habían ido muy lejos, a Claudia ya le resultó difícil creer que sobre ellas se

encontraba una cálida población de Missouri. Éste era un mundo silencioso, frío y pacífico, con su propia brisa corriendo por los pasadizos como si fuera el suspiro de la mismísima tierra. Finalmente, llegaron a un sitio más iluminado, donde se había colocado una mesa para jugar a las cartas, y donde incluso había una alacena con vasos y cubertería de plata para los dulces y la limonada que Jimbo había traído en una cesta de mimbre. Claudia lo contempló todo asombrada. —¿No teme a los ladrones, señora Ash? —El tipo de gente que recurre al

robo normalmente tiene miedo de los espectros y ese tipo de cosas, y no entrarían en un sitio como éste ni siquiera con las luces encendidas. Para conseguir que Jimbo viniera aquí por primera vez, tuve que darle una paliza. ¿No es cierto, Jimbo? —Sí, señora. —Puedes volver a la hora de costumbre. ¡Y nada de cansar a los caballos! La señora Ash tomó asiento, y las otras damas aceptaron esto como una señal para imitarla. Claudia no pudo impedir que sus ojos se volvieran hacia las maravillosas formaciones de rocas,

que yacían medio ocultas entre las agudas sombras proyectadas por las lámparas Mazda. ¡Qué sitio tan soberbio! Le resultaba fácil imaginar rubíes o diamantes tan grandes como su puño, que podrían recogerse de esos muros con una cuchara. Se preguntó quién habría descubierto ese lugar. ¿Algún indio que viajaba sin compañía, quizá, buscando refugio ante una tormenta? —Querida, he preguntado qué tipo de juego prefiere. —Lo siento, señora Ash. —Claudia tuvo la sensación de que a las otras damas no les interesaba en lo más

mínimo el lugar donde se hallaban, y que, por ello, resultaría descortés hacer alguna observación sobre la maravilla natural que era este salón oculto en las entrañas de la tierra—. Me gusta jugar a los corazones. —Desgraciadamente somos cinco. ¿Sabe jugar a la canasta? —Un poco. —Entonces, a eso jugaremos. Mientras barajaba las cartas, Claudia se dio cuenta de que la voz de la señora Ash —y también la de las otras damas—, parecía sonar más alta aquí abajo, rebotando con cierta aspereza en las paredes de la cueva. Y,

bajo la luz eléctrica, su complexión y sus rasgos parecían dibujos hechos sobre un lienzo de lino…, aunque Claudia estaba segura de que ella debía tener un aspecto igualmente pálido y macilento. La señora Ash acabó de repartir las cartas, y empezó la partida. —Creo que es usted de Michigan, ¿no? —preguntó la señora Burgess. —Viví en Saginaw hasta casarme. Luego, el señor Fenster y yo establecimos nuestra residencia cerca de su negocio en Uniontown, Pennsylvania. —Sonrió—. Hasta que se decidió a comprar la empresa de trípoli radicada aquí.

—Su esposo fabrica filtros de agua —dijo la señora Ash. No era una pregunta. —Y muele el trípoli hasta convertirlo en pulimento que se utiliza para el metal y el vidrio. Realmente, es un material sorprendente. —En los viejos tiempos lo llamábamos garla. Encontrará grandes montones a lo largo de cualquier camino que tome para salir del pueblo. —Hay que felicitar a su esposo por haberle encontrado una utilidad —dijo amablemente la señora Corporan. Mientras tanto, Claudia tenía ciertos problemas para recordar qué cartas

habían sido jugadas, y le resultó imposible hacer nada para organizar un poco las que le habían tocado, con lo que la señora Burgess no tardó en ganar la partida. Ésta se encargó de barajar y repartir, y pronto reanudaron el juego. —Querida señora Fenster, debería advertirla de que cuando venimos a jugar aquí intentamos poner cierta distancia entre nosotras y las convenciones habituales, por lo que espero no se sentirá sorprendida si intento satisfacer mi curiosidad. Se trata de algo que me ha intrigado desde que Phillip conoció a su esposo el otoño pasado. ¿Cómo llegó a casarse con una

chica tan joven como usted? Pese a la advertencia, Claudia se sintió un tanto sorprendida. Quizá fuera la extraña resonancia que cobraban las voces en estas cavernas, pero en la voz de la señora Ash parecía haber un claro matiz acusatorio. —Puede que a ella la enloquezca el trípoli —dijo la señora Blakely, y las demás se rieron. Claudia esperó a que las risas fueran cediendo. —Mi esposo era viudo, amigo desde hacía mucho tiempo de mi padre. Fueron camaradas en un regimiento de Pennsylvania durante la Gran Guerra.

Tanto mi padre con mi esposo aprendieron el negocio de los transportes durante su servicio. —¿Eran abolicionistas? —preguntó secamente la señora Ash. —Trabajaban como expedidores y operaban los semáforos —dijo Claudia, escogiendo muy cautelosamente su respuesta. —¡Entonces, su esposo era un oficinista! Vaya, señoras, es un alivio saber que estaremos a salvo en nuestras camas… ¡Exceptuando a la señora Fenster, por supuesto! —Se sirvió un vaso de limonada y lo bebió—. Pero sigue sin habernos explicado cómo

floreció el amor entre ustedes dos. ¿Dónde estaban todos los decididos y anhelantes jóvenes de Saginaw? Claudia sintió que el corazón le latía con fuerza. Todas estaban mirándola, aguardando su respuesta. Una ráfaga de aire frío barrió la caverna con un débil gemido al pasar por una pequeña abertura del pasadizo cubierta con tablones. —Señora Ash, mi matrimonio fue un acuerdo entre mi padre y mi esposo, al que yo consentí de buen grado…, en consideración a ellos dos. Dado que llevaba mucho tiempo sin tener una esposa y carecía de hijos, naturalmente

mi esposo deseaba una mujer que pudiera darle un heredero… Se detuvo, deseando que le fuera posible volver a tragarse esas palabras. ¿Qué veía en el rostro de la señora Ash, una alegría malsana? —Por supuesto, no se nos escapó el mal trago pasado por usted en primavera. Debe de ser muy difícil perder a una criatura…, sí, ciertamente, muy difícil. El viento de la caverna sonó con más fuerza, y el sonido de antes se elevó de tono hasta parecer un grito. De repente, Claudia sintió que el frío se metía hasta en los mismísimos huesos.

La señora Ash puso una helada mano sobre su muñeca. —Ah, pero usted tiene a la juventud de su lado. La juventud triunfa sobre todas las aflicciones. Me atrevería a decir que pronto habrá conseguido formar todo un regimiento de trituradores de polvo… «¡Lo sabe!». La idea de que la señora Ash estaba siendo deliberadamente cruel con ella la hizo sentirse enferma, y Claudia se puso en pie con un brusco movimiento. —Señoras, les pido que me perdonen, pero el frío es realmente excesivo. La próxima vez tendré que

vestirme adecuadamente para venir aquí; gracias por haberme invitado, señora Ash. Claudia dio la espalda al sorprendido grupo de mujeres, y tomó el camino que llevaba a la superficie. El calor la recibió a la puerta de la cueva con la fuerza de un golpe físico, pero, sin saber muy bien por qué, a Claudia le resultó casi un alivio.

—¿Así que te marchaste corriendo como si fueras una colegiala tonta? ¡Por Dios, es increíble! Ulysses Fenster se sirvió un bourbon

y, ajustándose su considerable cinturón, se volvió hacia su esposa, que había estado llorando en una silla. —¡No me gustan! La única mujer de ese grupo que me demostró cierta simpatía fue Elly Corporan, pero todas se dejan dominar por la señora Ash, y yo no pienso permitirlo. Las mejillas de Fenster enrojecieron, como ocurría invariablemente siempre que se enfadaba. —¡Claudia, ya te he explicado que el ser aceptado por lo que en este pueblo miserable se hace llamar sociedad depende enteramente de esa

mujer! ¡No te estoy pidiendo que la abraces apasionadamente, pero estoy seguro de que puedes mostrarte agradable durante una hora o dos, y demostrarle que posees una cierta cantidad de porte y buena crianza! —¡Se burló de ti, Ulysses! Te acusó prácticamente de haberme robado de la cuna, y a mí de seducir a un viejo tonto para prosperar materialmente. ¿Qué debía hacer, sonreír con dulzura y decir: «Por supuesto, señora Ash, qué graciosa es usted al saber encontrar tales argumentos de comedia»? ¡Si no te hubiera defendido me habría tomado por una mujer sin carácter!

—¡No hace falta que me defiendan! —rugió Fenster—. Hasta ahora he sobrevivido a todas las trampas que me ha puesto el prójimo sin que tú me ayudaras, y me atrevo a decir que lo seguiré haciendo. ¡Por Dios, Claudia, ya que no puedes darme un hijo, al menos ayúdame a conseguir un puesto seguro en la sociedad! Claudia alzó sus ojos llenos de lágrimas hacia él, mirándole de forma desafiante. —Puedo perdonarte eso —dijo—, pero la señora Ash sabe que no puedo tener más hijos, y lo tomó a broma con sus amigas. ¡Ninguna de ellas le llevó la

contraria! Ninguna… Y se derrumbó en su asiento, hecha un mar de lágrimas. Ulysses Fenster dejó su copa y, con una expresión abatida, se arrodilló a su lado. —Claudia…, nena, si eso es cierto, lo siento. Incluso su esposo está de acuerdo en que su mujer tiene un carácter difícil. Pero ¿no te das cuenta de que intenta ponerte a prueba, de que pretende juzgar tu fibra moral? —¡No pienso ser juzgada por ella! —Y no lo serás, no en último término. Pero piensa en lo mucho más fácil que resultará la vida cuando acabemos siendo aceptados aquí. Mi

negocio prosperará…, ¡y entonces tendremos una hermosa mansión en Carthage, con un servicio adecuado y luces eléctricas, y puede que incluso un vehículo a motor! —¿Puede darme un hijo la señora Ash? —Vio la expresión de su esposo, y lamentó inmediatamente lo que había dicho. Nadie había sido más considerado y amable con ella durante la convalecencia que siguió a su fatídico y trágicamente fallido embarazo. Claudia acarició el rostro de su esposo —. Te prometo que volveré a intentarlo. ¡Valgo igual que una docena de señoras Ash!

—¡Ésa es mi chica! —Ulysses miró su reloj—. Bien, tengo que salir para el Club de las Águilas. ¿Puedo decirle al señor Ash que su esposa contará con tu presencia la semana próxima? —¡Si quiere, sí! Le besó, y Ulysses salió de la habitación. Claudia no pudo evitar el deseo de que la señora Ash no quisiera volver a verla nunca más.

Pero sí quiso. Claudia se vistió esta vez de satén azul oscuro, con enaguas y una camisola bajo el vestido para protegerse del frío de las cavernas. Para

llegar a su destino tomó el tranvía, abriendo de par en par la ventanilla, abanicándose y resistiendo un cómico anhelo de jadear igual que un perro en la parte trasera del vagón. Cuando llegó a la parada de la calle East, ya sentía una enorme gratitud ante la oportunidad de escapar al calor, aunque sólo fuera por una o dos horas. Una especie distinta de calor estaría aguardándola en la persona de la señora Ash, pero la semana transcurrida desde su última partida de cartas había dado a Claudia tiempo para prepararse. Hacía mucho tiempo que había aceptado la muerte de su criatura, aunque el ver perderse de tal modo esa

o cualquier otra vida era algo que le causaba gran dolor. Entonces ¿por qué debía permitir que la molestara la crueldad de la señora Ash al hablar de ello, como si esa muerte fuera culpa de Claudia? Dios había tenido una razón para llevarse la vida de la criatura, y no era cosa de Claudia o de la señora Ash poner en tela de juicio Su sabiduría. Firme en su fe, Claudia entró confiadamente en las Cavernas de Cristal. Las luces habían sido encendidas, pero las cavernas estaban vacías, Claudia se limpió la frente con un pañuelo, y aspiró una profunda

bocanada de ese aire suave y refrescante. La caverna le contestó con un suspiro. De repente, como la semana anterior, Claudia sintió que una ráfaga bastante fuerte removía los pliegues de su falda, y le pareció oír algo parecido a un llanto ahogado que venía del otro lado del pasillo vallado con los tablones. Claudia escuchó con mayor atención, insegura de lo que había oído. Podía haber sido sólo la vibración natural del viento al pasar por entre los espacios que dejaban libres los tablones. Y, con todo, había algo en su tono que le daba al sonido un carácter muy extraño, casi

humano. Fascinada, Claudia avanzó cautelosamente hasta el lugar, y cuando puso las manos en los tablones descubrió que unos cuantos estaban sueltos. Podía sentir el aire que soplaba por entre ellos, acariciando las yemas de sus dedos, pero ahora estaba convencida de que el sonido, fuera lo que fuese, se originaba bastante más allá de la barrera y, al mismo tiempo, comprendió que tampoco era exactamente como el silbido del viento. Había en él una curiosa vacilación, como si la caverna tuviera que esperar unos instantes para recobrar el aliento. Como si las cavernas estuvieran

llorando, pensó, tirando de uno de los tablones que estaban medio sueltos. Y un instante después algo la hizo retroceder, y Claudia lanzó un grito. Jimbo, el cochero de la señora Ash, la estaba mirando fijamente. —Eso no es cosa suya, señora Fenster. —¡Lo siento! —Claudia se rió, intentando ocultar su sorpresa y el susto que había recibido—. Supongo que llego un poco temprano y…, bueno, supongo que mi parte de niña insiste en explorar ese tipo de lugares. —Claudia tocó nuevamente los tablones—. ¿Puedes decirme por qué se ha

construido esta barrera? —Allí dentro está el pozo. —¿El pozo? —Algunos lo llaman el Infierno Indio. Es un sitio que no tiene fondo. Si tira una roca por el agujero, nunca la oye tocar fondo. Se han perdido demasiados niños allí dentro. La señora Ash perdió allí a su niña. La gente dice que entró a rastras por el pasadizo, y se cayó. —¡Eso es horrible! —La hizo cambiar. Ese tipo de cosas siempre hacen cambiar. Cuando la tierra se traga algo, la gente tiene que sufrir. Acuérdese de lo que digo. —Por supuesto —dijo Claudia,

deseando que se marchara. No creía realmente que Jimbo fuera peligroso, pero en las profundidades de esta cueva tenía la sensación de que podía ocurrir cualquier cosa. —Hizo bien marchándose la semana pasada, señora. —¡No creo que eso sea asunto suyo! —le dijo secamente Claudia, sintiendo un súbito calor en el rostro, pese a la brisa fresca que brotaba del pasadizo. Jimbo apenas pestañeó; como si él mismo estuviera hecho de piedra. —Volverá a irse de estas cuevas. Tenga cuidado de escoger el buen camino.

Se dio la vuelta antes de que Claudia pudiera preguntar qué había querido decir. Y en ese mismo instante las otras señoras aparecieron por el camino, con excepción de la señora Burgess, que tenía la tosferina y no podía venir. Claudia tomó asiento junto a Elly Corporan, y se preparó para resistir algún nuevo ataque de la señora Ash; pero la dama en cuestión parecía muy cordial, e incluso permitió que Claudia se encargara de repartir las cartas para una partida de corazones. Tras varias partidas, la señora Ash sacó una botella de cristal tallado de la cesta de mimbre que Jimbo había traído, y llenó todas las

copas. —Esto es brandy sazonado con verbena y limón…, ¡un brebaje que mi esposo jura es un veneno! Pero yo creo que tiene un efecto benéfico sobre la respiración. ¡Señoras! Claudia tomó un sorbo mientras las otras damas bebían con mayor entusiasmo. Al parecer, era costumbre del Club Vespertino de los Miércoles tomarse esa pequeña libertad cuando la señora Burgess no estaba presente, y Claudia creyó percibir que la esposa del predicador no había venido hoy en consideración a tal costumbre. Muy pronto sus risas despertaron ecos en las

cavernas, y el juego empezó a volverse descuidado. La discusión acabó centrándose en varias damas del pueblo, y el gran Baile de los Mineros que debía celebrarse dentro de quince días en el nuevo Hotel Connor. Claudia hizo cuanto pudo para interesarse por la conversación, aunque el licor la había dejado algo mareada. De vez en cuando, oía el ruido parecido a un sollozo por encima de las risas y el suave golpeteo de las cartas. Cada vez parecía más y más real, como si viniera de un ser vivo, y le resultó imposible no pensar en la niña de la señora Ash y su terrible destino. Caer dando tumbos en la

oscuridad, perderse sin esperanzas en ella… Por fin, la señora Ash declaró que la sesión del día había terminado. Claudia volvió a la superficie con paso inseguro y con una punzada de nostalgia en el corazón, pues hoy se había sentido cómoda y segura en las cavernas y…, sí, también invulnerable. Quizá la señora Ash lo había notado, y era lo bastante inteligente como para renovar su desafío en otro momento y lugar, pues, pese a la aparente amistad que dicha dama le había demostrado —o, quizá, a causa de ella—, Claudia no se había sentido en ningún momento aprobada o aceptada tal

y como deseaba su esposo. «¿Qué quieren de mí?», pensó mientras subía al tranvía. Quizá si pudiera volverse de repente vieja, seca y estéril como ellas… Estaba segura de que en cuanto al último punto ya poseía las cualificaciones suficientes; en cuanto a los otros dos, no podía hacer nada. El calor y el sonido de las ruedas del tranvía empezaron a darle sueño y, casi contra su voluntad, se vio sumida en un inquieto sopor; en él vio la expresión de terror que apareció en el rostro de Ulysses cuando empezó el parto, al romper aguas durante la cena. Ulysses creyó que ella se había hecho daño, y

estuvo a punto de matar a golpes a la doncella, tal era su prisa para que fuera a buscar al joven médico, el doctor Vincent, y después de eso había empezado realmente el parto de Claudia, horas de espasmos en la columna dorsal de los que no podían aliviarla las almohadas que le ponían debajo, sin importar la cantidad que amontonaran. Claudia había cerrado los ojos e intentó dominar la opresión de los espasmos, pensando en la criatura que este esfuerzo —pues hasta el final se trató más de un trabajo pendiente que de dolor—, acabaría dándole. Ulysses, la respiración entrecortada y los ojos

extraviados, le había sostenido valientemente la mano, hasta que al final llegó el apuesto doctor Vincent para asumir el control del alumbramiento, diciéndole que ya no le faltaba mucho, apremiándola a conservar sus energías, ordenando a la doncella que trajera compresas para su cabeza y hielo picado para aliviar su garganta, que ardía. Y luego dijo: —Ahora ya estamos listos, Claudia… Lo recordaba con toda claridad, recordaba la sonrisa y la emoción sentida por su corazón cuando emprendió el último esfuerzo para dejar

libre a su criatura. Observó el rostro del médico mientras tanteaba con los dedos para guiar la cabeza de la criatura por el camino del nacimiento, y dar a sus hombros la media vuelta que los liberaría del cuerpo de Claudia. Estaba muy absorto, concentrado en lo que hacía, una expresión de confiado poder en sus rasgos hasta que, de pronto, el dominio de sí mismo flaqueó, y Vincent pareció tan asustado como su viejo y gordo esposo. Claudia dio un último empujón, y sintió el alivio y la euforia del nacimiento, viendo por un instante a la criatura en los brazos de Vincent,

distinguiendo fugazmente una oscura y húmeda cabellera. —Oh, deje que la abrace, deje que… —Pero Vincent meneó la cabeza en un gesto seco y cortante, los labios apretados, y cubrió la criatura con una manta después de haber seccionado el cordón umbilical, y entregó el fardo a la doncella con unas lacónicas instrucciones que Claudia no pudo oír —. ¿Por qué no puedo ver a la criatura? —gritó. —Tiene que descansar. Ahora voy a darle unos polvos para ayudarla a dormir. Después, volveré para hablar con usted.

Claudia se debatió, gritando y pataleando hasta que Vincent acabó mojando un pañuelo en éter y lo sostuvo sobre su boca, una sensación que ella nunca olvidaría, como si se estuviera ahogando, como si estuviera alejándose de la criatura hasta un lugar del que nunca podría volver, las manecitas tendiéndose hacia ella, intentando agarrarla, pero fallando con un grito que era como el sonido del viento, el último suspiro de una tormenta de verano, frío, húmedo y tembloroso. Nunca había visto a su criatura. Claudia durmió durante un día y una noche, y cuando despertó fue para

encontrarse nuevamente al doctor Vincent, el rostro torturado por la responsabilidad de explicarle que su bebé había muerto antes de nacer, y que no debía correr nuevamente el riesgo de tener hijos porque había una incompatibilidad entre su sangre y la de sus descendientes, la misma que había acabado matando al bebé mientras aún seguía en el útero. El minúsculo ataúd del funeral estaba sellado. Claudia no pudo ver el cuerpo, pero cuando intentó levantar la tapa del ataúd estuvo a punto de conseguir que éste se cayera, y le pareció que era muy ligero, como si estuviera vacío.

¿Qué han hecho con su criatura? El sonido de las Cavernas de Cristal volvió a ella y, con un escalofrío, se dio cuenta de que había oído ese mismo grito cuando el doctor le puso el pañuelo con éter en la cara… —¿Señora? Claudia se irguió de golpe, dándose con la cabeza en la ventanilla del tranvía. El conductor le sonrió. —Final de la línea, señora. —Final de la línea… —Se frotó los ojos con la punta de los dedos—. Oh, cielos he pasado de largo de mi parada. ¿Dónde estamos? —En el Parque Eléctrico, señora, la

terminal norte. Daré la vuelta dentro de ocho minutos, si quiere usted regresar en el tranvía. —No…, no, gracias. Creo que caminaré un poco. —Seguiremos funcionando hasta que el parque cierre a las diez y media. Claudia le dio nuevamente las gracias y bajó del tranvía. Aunque ya pasaba un poco de la hora de cenar, el parque estaba atestado de niños y personas mayores que buscaban unas cuantas horas de diversión tras un largo día en las minas o las fábricas. Pues, aunque el Parque Eléctrico era tema habitual de feroces sermones en todos

los púlpitos de Corinth, a decir verdad era más popular que las iglesias, con sus atracciones entre las que se contaba un paseo en algo llamado la Bañera —«¡la atracción más terrorífica de todo Missouri!»—, su hermosa Gruta Rosada y, la más famosa de todas, la Torre Eléctrica, un tributo al cinc, al azufre y al plomo, extraídos de las minas que habían hecho posible almacenar la electricidad en baterías. La torre tenía sesenta metros de alto, y contenía unas 80.000 lámparas Mazda que, cuando eran encendidas al anochecer, arrojaban un faro de luz que podía ser visto desde ochenta kilómetros. Incluso a la luz del

día la torre resultaba una estructura impresionante. Ésta era la primera vez que Claudia la veía, pues su esposo había afirmado que el Parque Eléctrico era un lugar frecuentado por las capas sociales más bajas de Corinth, y se había negado a llevarla allí. Fuera como fuese, el gentío hizo que se sintiera un poco mejor. La multitud parecía feliz, y se oía una alegre música que venía del gran carrusel de vapor, mientras el aire olía a palomitas de maíz y salchichas de Frankfurt. Claudia estuvo mirando a una joven pareja que empujaba el cochecito de su bebé, y aunque la imagen le resultaba dolorosa,

sintió una gran ternura hacia ellos. Vio la entrada a la Gruta Rosada y se apresuró hacia ella, pues el bebé había empezado a llorar, y eso le había recordado su horrible sueño y los sonidos que había escuchado en las cavernas. «Ojalá fuera más fuerte», pensó con cierta desesperación, asustada ante la rapidez con que parecía desintegrarse esa recuperación que tan segura había creído un mes antes. —¡Señora Fenster! ¿Es usted? Claudia se dio la vuelta y, para horror suyo, reconoció al doctor Vincent. Él sonrió afablemente, muy apuesto con su traje blanco y su

sombrero de paja. Ella le devolvió la sonrisa con todo el valor de que fue capaz. —¡Tiene usted muy buen aspecto! ¿Está sola? El doctor miró por encima del hombro de Claudia, buscando a su esposo. Esa horrible noche se había producido entre ellos dos una desagradable escena, y a Vincent no le resultaba nada agradable la perspectiva de ver una vez más a Ulysses Fenster. Claudia le tranquilizó al respecto. —Me temo que me he quedado dormida en el tranvía, y he llegado aquí por accidente.

—Verla hace que me remuerda la conciencia, señora Fenster. Había tenido la intención de visitarle, pero su esposo… puso ciertas objeciones a que volviera a verla como profesional. El rostro de Claudia se nubló al recordar su vívido sueño. Casi podía oler el éter. —Quizá necesitaba que alguien fuera responsable de lo que ocurrió, doctor. Para que todo aquello tuviera un sentido que pudiera comprender… Vincent asintió. Siguieron paseando y entraron en la gruta. Las flores no eran tan numerosas como al principio de la estación, pero seguía habiendo un

colorido más que suficiente, y la fragancia era deliciosa. —Y usted, señora Fenster…, ¿ha encontrado un responsable? —Yo misma acepté esa responsabilidad. Me pareció lo más fácil. —Señora Fenster, quiero decirle que si no hubiera dejado de ser su médico, le habría aconsejado que intentara tener otro bebé. Creo que las oportunidades de que el embarazo tuviera éxito serían bastante elevadas. —¿Confía en la intuición? —En las estadísticas, señora. Las enfermedades de la sangre muestran a

veces un modelo matemático dentro de las familias. No sabemos por qué, pero es posible que usted y su esposo hayan tenido mala suerte y nada más. —Sí. Pero, por favor, no hablemos de ello. De veras, he olvidado por completo mi desgracia. —Por supuesto. Perdóneme. Claudia se volvió hacia él, sin poderse contener. —Doctor Vincent, ¿el bebé estaba bien formado? Sé que tenía el cabello oscuro, pero, sus ojos ¿eran como los míos? Monica… —Era la primera vez que Claudia usaba el nombre de pila de la criatura—. ¿Se parecía en algo a su

padre o a mí? —Señora Fenster, por favor… —¡No! —Claudia luchó por impedir que le temblara la voz—. No, doctor, comprenda, cuando usted creyó conveniente… ayudarme a dormir, por un instante yo creí haber oído algo, un ruido, un lamento que venía de la habitación donde se la había llevado, ¡y quise ir allí! —Fue mejor que no viera nada. ¡Ya había sufrido bastante! —Pero ¿por qué había sufrido? ¡Doctor, tenía derecho a verla! Creo que ahora no estaría tan obsesionada si hubiera podido calmar mi mente, ver su

rostro, verla descansando en paz… Vincent la miró, ladeando la cabeza. —¿Obsesionada, señora Fenster? ¿A qué tipo de obsesión se refiere? Las palabras surgieron de lo más hondo de su ser, de forma involuntaria, con una vida y una fuerza propias que sorprendieron tanto a Claudia como al doctor. —¡Oigo que mi niña me llama! Oh, Dios, que pueda creer algo así…, pero de noche oigo la voz de una criatura que me llega con el viento, y sé que esa voz pertenece a Monica. Y me necesita desesperadamente, necesita saber que sigo pensando en ella y que la sigo

queriendo, y empiezo a pensar que está en algún sitio, cerca de mí, al otro lado de un velo que debo desgarrar con mis propias manos si es que he de sobrevivir. ¡Me despierto sabiendo que Monica sigue viva! —Las lágrimas le impidieron decir más; Vincent murmuró unas confusas palabras de consuelo, y la cogió por los hombros para calmarla. Claudia empezó a limpiarse los ojos, intentando reír—. ¡Oh, debe de pensar que estoy loca! —Nada de eso —dijo él con una calma absoluta—. Vayamos un poco más lejos. —Doblaron por un recodo del camino, bordeado con macizos blancos

de peonías—. Hay una razón para lo que le ha sucedido, y es una razón perfectamente natural; ha sufrido una dolorosa herida emocional. Su mente ha intentado aislar ese dolor y evitar que la herida vuelva a producirse, conjurando la ilusión de que la niña sigue existiendo en algún sitio. Eso le da esperanza y evita que sucumba a lo que, de otra forma, sería una devastadora depresión espiritual. —Pero, seguramente las alucinaciones deben indicar que algo no funciona bien en mi interior… —Quizá. —Vincent sonrió—. No soy ningún experto, por supuesto, pero

he leído los historiales médicos de un hombre que vive en Viena, el doctor Freud, que ha logrado seguir el rastro de las enfermedades emocionales de sus pacientes hasta sus raíces, escondidas en recuerdos de su vida que, aparentemente, habían olvidado hacía mucho. A esta vida interior secreta la llama «el subconsciente», y ha descubierto que es una fuerza muy poderosa que opera dentro de todos nosotros. ¿Cómo puedo explicárselo? Digamos que si usted se corta el dedo, la hemorragia pronto se detiene por sí sola, aunque usted no haga nada para tapar la herida. Creo que la mente es

capaz de esa misma acción protectora. Ahora experimenta esa hemorragia…, en este caso, alucinaciones. Pero dentro de poco tiempo cesará. Todo lo que debe hacer es reconocer sus experiencias como lo que realmente son, y aceptar los fenómenos. Pronto pasarán. Claudia pensó en los sonidos que había oído en las cavernas. ¿Cómo era posible que los gritos no fueran reales? Le daba miedo pensar que su mente ya no era capaz de distinguir entre el mundo verdadero y las fantasías que generaba —¡en secreto!— para sí misma. —¡Oh, mire! —dijo Vincent cuando

salieron de la gruta para encontrarse en la parte este de las atracciones—. Pronto van a encender la torre. —Uno al lado del otro, vieron como una brillante bola roja subía lentamente hacia el pináculo de la estructura. Durante unos instantes, toda la actividad del parque se detuvo mientras los presentes aguardaban a que miles de lámparas eléctricas cobraran vida. El globo subió más y más alto, y Claudia sintió que su ánimo también era presa de la creciente excitación del ambiente. Aquí estaba la luz, hecha por los hombres para sustituir a los rayos del sol que se desvanecía—. Hemos logrado expulsar a la oscuridad

—le oyó decir al doctor. Sin pensarlo, apretó su brazo con fuerza, acercándose a él, y luego apoyó la cabeza en su hombro. Por un instante pudo sentir el poder que había en su interior, el poder que brotaba del suelo que había bajo sus pies, el mismo que dentro de unos segundos haría que un simple montón de madera y metal ardiera con una gloria casi celestial. Sus miedos se marchitaron, encogiéndose. El doctor Vincent tenía razón; había sido una tonta, y ahora lo sabía, ahora los gritos se desvanecerían y Claudia podría seguir adelante, ocupándose de vivir con la gente de Corinth, ayudando a su

esposo para que consiguiera la posición social que tan desesperadamente deseaba. Y entonces llegó a sus oídos una voz que, de haber poseído la potencia suficiente, habría hecho pedazos la torre. —¡Señora Fenster! Al principio, Claudia no comprendió quién era esa mujer de rostro ceñudo, vestida con un severo traje gris, el tipo de traje que utilizaban ciertas sociedades femeninas contrarias al consumo del alcohol…, hasta recordar que algunas veces la señora Ash, miembro de una de esas sociedades, se

dedicaba a la propaganda en este mismo parque. La señora Ash miró fríamente a Claudia. En sus ojos había odio, y también un brillo de triunfo. —Y el doctor Vincent. Creí que tenía usted más sentido común. —Señora Ash, esto es un encuentro casual, nada más. —Me pregunto si su esposo pensaría lo mismo. Siento haber visto lo que he visto, Claudia Fenster. Estaba empezando a pensar que, después de todo, era usted una mujer decente. Claudia sintió que se le encogía el corazón mientras la señora Ash se daba rápidamente la vuelta y desaparecía

entre la multitud. Vincent dio un paso como si pretendiera detenerla, pero un grupo de personas se interpuso en su camino, buscando un sitio desde el que poder ver mejor. Un instante después se encontraron perdidos en el repentino y terrorífico resplandor de 80.000 lámparas Mazda. Y, por encima de los gritos excitados de la multitud, Claudia creyó oír que el doctor Vincent decía: —Y ahora la oscuridad debe ser apaciguada. Un instante después, desapareció.

Dos días después, y casi a la misma hora del anochecer, Claudia y su esposo iban hacia el Hotel Connor en el cabriolé que Ulysses había alquilado para el Baile de los Mineros. Ulysses estaba muy enfadado, y los brazos le temblaban de tal forma que tenía dificultades para controlar las riendas. —¡Me has arruinado! —gritó, sin preocuparse de que se le oyera por toda la calle principal—. ¡Ya es bastante malo que te viera en el parque con un hombre que no es tu esposo, pero que luego acudieras a su casa, que entraras

en ella sin ser invitada para gritarle igual que si fueras una fregona que ha perdido los estribos…! —¡Esa mujer nos odia! Ulysses, en el nombre del cielo, ¿cómo puedes desear ganarte el favor de alguien que nunca te lo concederá? ¡Y pongo a Dios por testigo de que le habría arrancado los cabellos de la cabeza si su cochero no hubiera acudido a ayudarla! En un día y medio ha logrado arruinar mi buen nombre, y te ha hecho quedar como un tonto, y con todo, sigues poniéndote de su lado… —¡Silencio! —rugió él—. Has roto la promesa que me hiciste, Claudia, has

fracasado miserablemente cuando debías ayudarme a conseguir lo que más deseo. ¿Sabes lo que me dijo Ash esta tarde? «Lo siento, viejo, si dependiera de mí estaría hecho en un minuto. Sólo que Olivia cree que tu esposa no resulta nada adecuada para las tareas auxiliares, y… bueno, una cosa va con la otra. Quizá el año que viene». ¡El año que viene! Esa locura que se ha metido en tu cabeza me ha costado por lo menos diez mil dólares en nuevos negocios, y posiblemente mucho más. —¡No estoy loca! ¡No lo estoy! —¡Me entran ganas de mandarte a casa de tu padre, si no fuera porque la

vergüenza le mataría! Mereces ser una solterona… —Ulysses… —¡Suéltame el brazo, maldita seas! —Por favor, da la vuelta al carruaje. No tenemos que soportar esto, ¿no lo entiendes? No se trata de mí o de ti, ¡son ellas quienes no saben cómo deben comportarse! Éste es el círculo de la señora Ash, las reglas son suyas. Volvamos a casa. Ulysses, sabré satisfacerte si me das la oportunidad de ello, sólo eso… Fue el deseo de mi padre, y siempre he intentado… Sin ningún aviso previo, él la abofeteó con el dorso de la mano.

—¡Nunca lo has intentado! Con tu conducta caprichosa convertiste a tu padre en un enfermo, y ahora intentas hacer lo mismo conmigo. ¡Pero juro que yo no te resultaré tan fácil! Bajarás conmigo por esa escalera, y sonreirás cuando te miren. ¡Sonreirás al mundo entero! Azotó furiosamente con las riendas al caballo hasta que llegaron delante del hotel. Claudia se limpió los ojos, e intentó desesperadamente arreglar un poco su aspecto y dominarse. Había sido una estúpida yendo a la casa de la señora Ash ayer, pero sólo había ido para explicar cómo había encontrado al

doctor Vincent en el Parque Eléctrico, e intentar luego, fuera como fuese, llegar a un mejor entendimiento con la señora Ash. Pero Olivia había rechazado toda explicación o intento de compromiso; en vez de ello, malignamente, había ridiculizado a Claudia por sentir compasión de sí misma, por creerse mejor que el resto de habitantes de Corinth, sencillamente porque había perdido a su bebé. —Yo he perdido uno; también lo han perdido Elly Corporan y la señora Blakely. Todas nosotras hemos hecho el sacrificio requerido, pero usted, con sus gemidos y sus llantos, sólo piensa en

superarnos. Qué tragedia tan grande ha sufrido, mi pobrecita niña, mi querida… Fue entonces cuando la alegría feroz que brillaba en sus ojos hizo que Claudia perdiera el control. Algo que se había tensado hasta casi romperse dentro de ella acabó cediendo, y se lanzó sobre la otra muchacha, absolutamente decidida a estrangularla, para que callara. Sólo la silenciosa intervención de Jimbo había evitado una batalla a puntapiés y arañazos entre las dos. —No sabe lo que es la auténtica pena, queridita mía —había dicho la señora Ash con una voz que más parecía

un graznido—. ¡Pero lo sabrá! ¡Pronto lo sabrá! Y ahora Ulysses estaba inmóvil junto al carruaje, la mandíbula rígida y el brazo extendido, listo para escoltarla al interior de la sala de baile. Claudia hizo una última y silenciosa súplica, pero él se mostró frío e inflexible; Claudia estaba segura de que si no entraba por voluntad propia, él la llevaría a rastras. Entraron juntos en el vestíbulo cubierto de alfombras, siguieron por una escalera hasta llegar al piso superior, y luego, tras cruzar una doble puerta, se encontraron ante la gran escalera de palorrosa tallado que conducía a la

gigantesca sala de baile. La estancia se encontraba atestada con las damas y los hombres de Corinth, girando al compás de los últimos valses austríacos. La orquesta había sido importada de Saint Louis, y de esa ciudad habían llegado también invitados, así como de Columbia y Springfield, e incluso de la ciudad de las vacas que se encontraban al norte, Kansas City. Claudia sintió que se le aceleraba el pulso. La iluminación no era muy intensa, y había tanta gente que quizá pudiera pasar desapercibida en el salón de baile. Y un instante después lanzó una exclamación entrecortada, pues no iba a tener tal

suerte. La señora Olivia Ash estaba a la cabeza del comité de recepción, situado directamente al pie de la escalera. Ulysses tiró de ella, haciendo que se acercara. —¡La saludarás cortésmente, por Dios! Claudia se recogió la falda y bajaron por la escalera. Los ojos de la señora Ash tenían el brillo y el color de las plumas del cuervo, ¡pero le sonrió! —¡Claudia, querida mía! Está preciosa. —La señora Ash posó sus frías manos sobre los hombros de Claudia y la besó en la boca. Sus labios estaban muy secos—. Debe estar

orgulloso de ella, Ulysses. Ulysses se había quedado claramente sorprendido. —¿Eh? Sí. ¡Sí, claro, por Dios! ¡La mujer más hermosa de toda la sala, excluyendo a la compañía aquí presente! La señora Ash lanzó una carcajada tan medida como una frase musical. —¡Entren, entren! Ya nos veremos después. —¡Ahí tienes! —murmuró Ulysses mientras cruzaban la sala—. Es una mujer perfectamente razonable y mucho mejor cristiana que tú, ofreciéndote su amistad después de tu inexcusable conducta. ¿Quieres bailar?

—No. —Ahí está Titus Blakely. Quizá pueda arreglar parte del daño que has causado. ¡Pon cara alegre, por Dios! Claudia le vio alejarse, y después encontró un asiento junto a las puertas del balcón. Después de instalarse allí, se dio cuenta de que la orquesta desafinaba ligeramente y que los invitados, de elegante apariencia cuando se les veía desde lo alto de la gran escalinata, parecían menos vistosos de cerca, sus ropas y galas tenían un aspecto algo rancio, quizá por haber estado guardados todo el año a la espera de tal ocasión. Esto no era París,

después de todo, ni Nueva York, ni siquiera Chicago; éste era un pueblo de mediana importancia, que se encontraba entre los confines de Arkansas, Kansas y el Territorio Indio. La gente actuaba como creía que debían actuar las personas importantes. Actuaban igual que si el movimiento y la música fueran parte de un ritual cuyo propósito no comprendían. Quizá no querían comprenderlo. Sus ojos examinaron la estancia en busca de Ulysses, y descubrió que no podía verle. Se encontraba algo débil y la música le molestaba, por lo que se puso en pie y salió al balcón en busca de

un poco de aire. Las puertas se cerraron a su espalda produciendo un bendito silencio. Después de un instante, pudo oír el débil sonido de un lejano órgano a vapor, y luego unos gritos apagados que la sorprendieron y asustaron, hasta que recordó la Bañera en el Parque Eléctrico. La torre ardía con el brillo del magnesio, su aspecto imponente incluso a once kilómetros de distancia, y de repente Claudia deseó estar bajo ella, sentir la alegría de la gente que había venido para perderse entre la luz, el color y los sonidos de las atracciones. Eso era mucho mejor que el espectáculo

del interior del salón de baile. Claudia se llevó la mano a la cara, sintiendo la frialdad del lugar donde la había besado Olivia Ash. ¡No sabe lo que es la auténtica pena, queridita mía! Y entonces sopló el viento, y oyó nuevamente el grito. No había forma de confundirse, pues era quejoso y frío, y parecía brotar del corazón de la oscura ciudad, entre este balcón y la torre situada al norte. Contuvo el aliento, rezando desesperadamente para que el sonido no fuera más que otra alucinación, pero llegó de nuevo, más alto, estremeciéndola hasta el alma. Por

un instante, estuvo a punto de sufrir un desmayo, pero luego la ira se abrió paso a través de su miedo. —¿Por qué? —gritó, agarrándose a la barandilla del balcón—. ¿Por qué debo sufrir esto? Pero no hubo respuestas, sólo el grito de una criatura en el cálido viento nocturno. Claudia miró hacia la lejanía, y pudo ver las copas de los nogales que protegían la entrada a las Cavernas de Cristal, que no estarían a más de noventa metros del lugar donde ahora se encontraba. El doctor Vincent le había dicho con voz confiada que sus heridas emocionales acabarían dejando de

sangrar por sí solas. Ahora Claudia sabía que estaba ocurriendo algo mucho más serio que eso, que debía actuar, o de lo contrario la criatura de su mente seguiría viviendo, y destruiría los restos de su existencia. Sus ojos recorrieron rápidamente la sala de baile. No había ni rastro de Ulysses, de la señora Ash o de nadie más a quien Claudia conociera. Ante las puertas del balcón había una larga mesa sobre la que estaba colocada una exhibición de herramientas usadas por los mineros, limpias y bien pulidas. Claudia cogió una lámpara de estaño que funcionaba con aceite de carbón, la

sacudió para comprobar el nivel de combustible, y luego bajó corriendo los peldaños de la parte trasera del hotel, intentando tranquilizarse mientras se dirigía con paso veloz hacia las cuevas. «Lo que estoy haciendo es algo racional… Probándome que esta cosa, esta voz…, ¡esa criatura…!, no existe, no puede existir. ¡Monica estaba muerta incluso antes de abandonar mi útero!». Llegó al bosquecillo, y fue hacia la caja de los interruptores para conectar las luces de la caverna. Alguien la cogió por el brazo y Claudia gritó, dejando caer su linterna. La columna de cristal se rompió con un sonido muy parecido al

de un repicar de campanas. —Señora Fenster. El impasible y negro rostro se materializó de la oscuridad. —¿J-Jimbo? ¿Qué estás haciendo aquí? —La ira volvió a dominarla—. ¡Suéltame! —No debe bajar allí, señora Fenster. Sus ojos relucían bajo la claridad lunar, pero no había hostilidad en su ancho y arrugado rostro, sólo tristeza. Claudia se recuperó un poco. —Tengo…, tengo que bajar. Creo que perdí algo valioso cuando estuve aquí el miércoles. Un broche. ¿Lo has

encontrado? —No, señora. —Bueno, entonces, tengo que echar un vistazo para… —Se calló, porque ahora el grito había sonado muy claro y potente, no una vez sino tres, despertando ecos dentro de los muros de las cavernas. Sí, no era ningún error, porque también Jimbo se había sobresaltado al oírlo. Suavemente, Claudia apartó los dedos de su brazo—. Tu verdadero nombre es James, ¿no? —Sí. —James, ¿qué? —Soy James Woods, señora Fenster, y le pido que no baje allí. Ya perdió una

vez a su criatura, déjelo estar. —Voy a bajar. —En su voz había una terrible calma—. Espérame aquí, por favor. James Woods acabó encogiéndose de hombros y accionó el interruptor de la luz. Claudia bajó por el sendero que se introducía en las entrañas de la tierra, parándose de vez en cuando para escuchar, hasta que llegó a las mesas donde se jugaba a las cartas. Había un murmullo…, quizá fuera sólo el agitarse del viento en la caverna. Pero un instante después, vio que habían apartado los tablones que tapaban el pasadizo al Infierno Indio. Maldiciendo

en silencio su vestido largo y deseando no haber roto su linterna, Claudia pasó por encima de los tablones y se introdujo en el pasadizo, que parecía lo bastante oscuro como para tragársela sin dejar rastro. Cuando oyó el grito por tercera vez esa noche, una luz chisporroteó delante de ella. Claudia se recogió la falda y echó a correr, sin pensar en dónde podía estar el borde del pozo, o que quizá cayera en el abismo. De las profundidades brotaban ráfagas de un viento húmedo que olía a tierra, y Claudia fue consciente de que bajaba por una leve pendiente hasta una

estancia más grande. Oyó el sonido del agua que se deslizaba por un promontorio de roca oscura, y les vio, esperándola. Hombres y mujeres sostenían antorchas cuya luz se perdía en el profundo abismo que había más allá del borde; hombres y mujeres que Claudia conocía… Allí estaban el doctor Vincent, con la sombra de una sonrisa en el rostro, y Elly Corporan y la señora Burgess. En la penumbra que había más allá de este círculo, vio a Phillip Ash y a Ulysses, quien se ruborizó y apartó la mirada. En el centro estaba Olivia Ash,

sosteniendo en brazos a una niña muy extraña, que quizá tendría un año de edad. Su piel tenía el color de la porcelana o el hueso, su cabello era fino como la seda y blanco como el azúcar o la sal; sus graves ojos, tan grandes como los de una cierva, estaban clavados en Claudia. Una chispa de reconocimiento ardió en ellos y, un instante después, gritó: —¡Maaamaaá! —Ven querida mía —dijo la señora Ash, su áspera voz resonando en la oscuridad—. Quiere que vengas, ha llegado el momento. —Claudia se lanzó hacia adelante, abriéndose paso a través

del círculo y cogiendo a la criatura, mientras la señora Ash se reía—. Ha sido bien cuidada, aunque nunca ha visto el sol y nunca lo verá. Jimbo ha sido su madre, y la ha mantenido sana para esto. —¿Monica? La niña se apretó contra ella, y Claudia sintió el latido de su pequeño corazón. Su boca formó dos palabras: «¿Por qué?». —Vivimos de lo que arrebatamos a la tierra y ella, a su vez, pide algo de nosotros. Yo he dado, y Elly también; todos los que vivimos de la tierra debemos ofrecer y dar a cambio de lo recibido. Ahora debes entregar a la

niña. Cuando lo hagas, volverás a ser fértil. Tendrás todos los hijos que quieras. —¡No! ¡Ulysses! —Pero no podía verle a causa de las antorchas—. ¡No la perderé! Otra vez no… —Lo harás si no quieres caer tú también. No serías la primera. ¡Ofrece a la niña! —¡No! —Doctor, quizá usted pueda hacer que la decisión final resulte más fácil. Claudia vio cómo Vincent abandonaba el círculo con un paño en la mano, y distinguió el agudo olor del éter. —¡Otra vez no! ¡Dios santo, otra vez

no! Su niña le agarraba el vestido mientras el círculo se cerraba a su alrededor, empujándola hacia el abismo; Vincent sonreía, Olivia Ash reía cada vez más y más alto… Cogió a Monica por debajo de sus pequeños brazos, y de repente, con un desesperado estallido de energía, hizo girar a la pequeña como si fuera un saco de trigo. Los pequeños pies golpearon a Olivia Ash en mitad del pecho y la hicieron caer con un jadeo sobre el doctor Vincent. Monica gritó de miedo. —¡Estúpida! —aulló la señora Ash —. ¡Nos arruinarás a todos! ¡Que

alguien la coja! —¡No! ¡Es mi niña! ¿Lo entiendes? ¡Es mía, mía! Si la quieres recuperar, tendrás que quitármela. ¿Qué te parece? —Alargó los brazos hacia la señora Ash con Monica en ellos y avanzó, haciendo temblar a la niña igual que si fuera una muñeca—. ¡Quítamela! —La señora Ash abrió los brazos—. Tómala. ¡Tómala! Y se lanzó hacia adelante, usando por segunda vez a la niña que no paraba de llorar como un arma, empujando a la señora Ash con ella; se impulsó con las piernas con todas sus fuerzas antes de retroceder bruscamente justo en el borde del pozo, mientras los puñitos de

Monica se agarraban a su vestido. La señora Ash gritó mientras caía. El grito duró un tiempo muy, muy largo, y mientras seguía sonando, Claudia se volvió y echo a correr antes de que los demás pudieran recobrarse del aturdimiento y perseguirla. Como hasta sentir los pulmones a punto de reventar, y entonces vio las estrellas, y oyó el viento que agitaba las hojas de los nogales. James Woods le bloqueó el camino. —No puedo dejar que se vaya, señora Fenster. Esta niña ya no le pertenece. —Tú la criaste. ¡Tú le diste de

comer, maldito seas! ¿No te das cuenta de que quiere vivir? ¿No puedes verlo? ¿No puedes? ¡Deja que me lleve el carruaje, por favor! —La señora Ash… —¡Está muerta! ¿No lo entiendes? La he matado por lo que nos hizo. ¡Dios Todopoderoso, ya vienen! James Woods se removió sin saber qué hacer. Gritos de rabia y confusión sonaban ya en la boca de la caverna. Monica gimió, pestañeando en una mueca de dolor, como si incluso la luz de las estrellas resultara excesiva para ella. Y entonces, de pronto. James se dio la vuelta y desconectó el interruptor de

las luces de la caverna. Los dos pudieron oír los alaridos. —Tomaron de ella lo que quisieron. Ahora ella tomará lo que quiera. Y mientras decía esto, ayudó a la madre y a la niña a subir al pescante.

El infierno de Balgrummo RUSSELL KIRK

Cuando oímos la expresión «relato de terror», pensamos normalmente en efectos góticos: la ruinosa y sombría mansión situada en un remoto paraje; la influencia sobrenatural que fluye a lo largo del pasillo; la negación de lo racional; y el triunfo de la intuición y

las supersticiones…; los oscuros secretos escondidos en un mundo que creíamos conocer. Quizá más que ningún otro escritor moderno, Russell Kirk es quien ha sabido capturar y adaptar los elementos góticos tradicionales en sus fantasías para crear, según sus propias palabras,«cuentos que hablan más de la oscuridad de los abismos que de la zona crepuscular». La mansión Balgrummo es, realmente, un lugar oscuro y maligno. Cuando «El infierno de Balgrummo», fue publicado por primera vez en el F&SF, Russell Kirk observó que «en su núcleo hay más de

una partícula de realidad, y el escenario es auténtico». Ciertamente, Russell Kirk ha visitado algunos lugares realmente encantados…

Apenas Horgan se deslizó a través de la entrada, Jock Jamieson levantó la vista, lanzó un gruñido y corrió hacia su escopeta, que se encontraba a la puerta de la casita. Pero Horgan, que tenía las piernas largas, logró usar su porra sobre Jack justo en el umbral. Ahora, Horgan tenía a su disposición la mayor parte de la noche para llevarse los cuadros de la mansión Balgrummo. Antes de que Jock pudiera cerrar las oxidadas verjas, Nan Stennis —en su improbable papel de nueva enfermera de noche de lord Balgrummo— había detenido su coche en la entrada. Bajo la lluvia era imposible que Jock hubiera

distinguido el rostro de Nan, y Horgan se sacó la media de seda, propiedad de Nan, con la que se había cubierto el rostro. Con la ayuda de Nan ató y amordazó a Jock, mientras el robusto viejo respiraba convulsivamente, y le arrastró hasta un armario que había en la cocina de la casita, encerrándole con llave. Ni el relevo de Jock ni la enfermera de día vendrían a liberarle hasta las siete. Eso hacía que nadie se interpusiera entre Horgan y esas pinturas, nadie salvo Alexander Filian Inchburn, décimo barón Balgrummo, increíblemente viejo, increíblemente depravado e increíblemente enfermo, el

propietario de la mansión Balgrummo que no había abandonado en medio siglo. Nan se estremeció bajo la llovizna de esa noche de febrero; quizá fuera la humedad, quizá fuera el temor. Aunque era imposible que hubiera nadie para oírles en un radio de medio kilómetro, hablaba en susurros. —Rafe, ¿realmente puedes hacerlo sin mí? No me gusta nada la idea de que entres solo en ese lugar, querido. El competente Rafe Horgan la besó con gran competencia. Había dejado a su esposo por él, y le había resultado muy útil. Tenía la sincera intención de

reunirse con ella en el Mayfair a final de mes, y llevarla a las islas Canarias; para entonces ya se habría desprendido del retrato Romney por una buena suma, entregándolo a un respetable coleccionista suizo mediante un agente de Leeds, lo que permitiría a Horgan tomarse su tiempo y disponer tranquilamente de los demás cuadros de Balgrummo. Nan podría haberle echado una mano dentro de la mansión Balgrummo, pero era importante que ella pudiera tener una coartada: ahora cambiaría de automóvil con él, iría hasta Edimburgo y se dejaría ver en un restaurante, tomando luego el tren de

medianoche a King’s Cross. El principal problema de esta clase de operaciones era, sencillamente, que en ellas se veían envueltas demasiadas personas, y algunas de ellas tenían tendencia a fanfarronear e irse de la lengua. Pero Nan era una persona discreta, y Horgan había pasado meses enteros haciendo planes. El único riesgo real era que alguien llegara a descubrir que su nombre no era Horgan, mas para eso haría falta una investigación muy concienzuda. Y, ¿quién pensaría en investigar el pasado del honorable Rafe Horgan, un caballero de Sudáfrica de cierta fortuna, que vivía

ahora en un agradable piso cercano a Charlotte Square? No la doctora Euphemia Inchburn, una solterona canosa a quien le gustaba su sonrisa y su conversación; no T. M. Gillespie, Corresponsal del Sello, presidente de la junta del Fondo Lord Balgrummo. Con ellos se había mostrado tan prudente como paciente, haciendo preguntas sobre la mansión Balgrummo de la forma más casual, y sólo como correspondería hacerlas a un hombre interesado en las antigüedades. Además, ¿acaso tenía aspecto de llevar encima una porra como la que había utilizado con Jock? No, la policía andaría tras

todas las pandillas que se dedicaban a robar en Fossie, ya que la mansión Balgrummo estaba casi al lado de su zona habitual de operaciones. Todo el encanto gastado por Horgan, e incluso el dinero, serían recuperados con un beneficio del cinco mil por ciento. El gran obstáculo había sido la escopeta de Jock, y ahora ya estaba superado. —Su noble y poderosa señoría no puede moverse de la cama —le dijo Horgan a Nan, besándola una vez más —, y además afirman que está ciego. Niña, cuando sean las tres ya habré terminado. Llámame mañana sobre la hora del té, si crees que debes hacerlo;

pero limítate a hablar del tiempo cuando lo hagas. Verás como Las Palmas te encanta. Se quedó inmóvil en el umbral de la verja, ahora sin vigilancia, viendo cómo Nan entraba en el coche que él había usado para llegar, y que había aparcado a la sombra de las maltrechas paredes recubiertas de linóleo que corrían pegadas a la muralla norte de la mansión Balgrummo. Cuando se hubo marchado, hizo arrancar el nada llamativo Ford negro de Nan, lo desplazó lo suficiente como para poder cerrar la verja, y la aseguró con el gran candado que Jock había quitado para dejar entrar a la

«enfermera» Nan. Luego, lentamente y llevando encendidas sólo las luces de posición, condujo por la avenida que llevaba hasta la fachada del siglo XVII de la mansión Balgrummo, con una jungla de rododendros a cada lado del camino. —El tío Alec y su casa tienen de todo —había dicho en una ocasión la doctora Effie Ichburn—. Humedad, termitas, polillas… Y los que recordaban a lord Balgrummo y a la mansión Balgrummo, que ya no eran muchos, les atribuían otra cosa: una reputación de lo más desagradable. Era casi un deber cívico

sacar de esa horrible casa los cuadros, y hacer que entraran en posesión de coleccionistas que, aun manteniéndolos igualmente ocultos, era seguro que los cuidarían mejor. Tras salir del coche con su caja de herramientas, Rafe Horgan se detuvo unos instantes ante la oscura puerta de la mansión Balgrummo. El área delantera había sido construida por sir William Bruce, decían, aunque parte de la casa eras más antigua. De noche parecía bastante sólida, por muy podridas que estuvieran las maderas y el hombre que había dentro de ella. Horgan había cogido el gran llavero de Jamieson, que

estaba colgado en la puerta de la casita, pero, de todas formas, la gruesa puerta principal se encontraba a medio abrir. No se veía ninguna luz. Antes de entrar, Horgan examinó con un breve y complacido vistazo los inmensos sillares que formaban el rostro de lo que T. M. Gillespie, ese abogado un tanto mordaz, llamaba «el infierno de Balgrummo».

Ganándose la vida bastante bien gracias a su ingenio, Horgan había descubierto la mansión Balgrummo gracias a la suerte, cuando apenas hacía

un mes que decidió instalarse en Edimburgo. Había ido al suburbio de Fossie en un coche con matrículas falsas buscando a cierto tipo duro que podía hacerle un trabajo. Fossie, que sólo tenía siete años pero ya iba camino de convertirse en un mal sitio, era el habitual complejo de niveles y medias lunas formadas por lúgubres casas construidas a cargo del ayuntamiento. Horgan se había equivocado en un desvío, y se había encontrado conduciendo por un sendero bastante viejo y descuidado; tras el feo muro de ladrillos que se encontraba a su derecha, estaban los despojos de una zona de

estacionamiento para vagones de mercancías declarados inútiles por el doctor Beeching, de los Ferrocarriles Británicos. A su izquierda se encontraba una prolongada serie de paredes cubiertas de linóleo formando cobertizos, vacíos desde hacía varios años, y con todas y cada una de sus ventanas hechas añicos por los vivarachos retoños de Fossie. Después de los edificios recubiertos de linóleo, se había encontrado con un viejo muro de piedra, bastante más alto de lo normal, en cuya parte superior se veían desagradables fragmentos de afilado cristal, bien asegurados con

cemento. Detrás del muro había distinguido los troncos y las ramas de los tilos y las hayas, todo un bosque perdido entre los suburbios. Y, de repente, ante él se alzó una antigua verja coronada por una bovedilla de piedra curvada. A cada lado de la verja montaba guardia una bestial efigie del siglo XVII, de un tamaño parecido al real: un león y un grifo, pero tan maltratados y mutilados por los jóvenes vándalos que casi resultaban irreconocibles. Al grifo le faltaba la cabeza. Eso era lo que Horgan había visto en su primera ojeada, suponiendo que tenía

delante los vacíos terrenos de alguna mansión señorial abandonada y en ruinas, o ya demolida. Había seguido hasta el final del camino, esperando que le fuera posible dar la vuelta hasta llegar a Fossie, pero se había encontrado en un callejón sin salida, taponado por una pared de ladrillos entre los cuales crecían hierbajos y zarzales. Este triángulo de terreno boscoso, limitado por el solar de los vagones, los edificios en ruinas y los arroyos contaminados, debía de ser el último pedazo de alguna gran propiedad del pasado, engullida pero aún no digerida por los aledaños de la ciudad.

Probablemente, lo poco saludable de la zona, situada a un nivel más bajo que el resto, habían disuadido a Edimburgo o a Midlothian —no estaba seguro de qué distrito era éste—, de construir aquí otro amasijo de casas para el plan urbanístico de Fossie. Tras haber dado la vuelta allí donde terminaba el camino, Horgan pasó lentamente una vez más ante la gran verja con su bovedilla, de la que ya casi había caído todo el revoque. Para su sorpresa, distinguió una casita, aparentemente habitable, situada al otro lado del férreo recinto de la verja; y de su chimenea brotaba una pequeña

espiral de humo. ¿Sería posible que tras esas verjas hubiera algo que valiera la pena rescatar? Se detuvo, y encontró una campanilla de hierro con un tirador que todavía funcionaba. Cuando hubo llamado, un tipo bastante alto que tenía el aspecto de un agente de policía jubilado emergió por la puerta de la casita; habló con él en un marcado acento escocés y con aire taciturno a través de la verja cerrada. Horgan había pedido que se le indicara cómo llegar a una terraza determinada de la urbanización, y eso se le indicó. Luego preguntó cuál era el nombre de ese sitio. «La mansión

Balgrummo, señor…», con un fruncimiento de ceño, como poniéndose a la defensiva. Siguiendo un impulso repentino, Horgan había sugerido que le gustaría ver la casa (que supuso debía de seguir en pie, pues tras los árboles podía distinguir ahora unos tejados y buhardillas). —No, no; su señoría no recibe. Estas palabras habían sido pronunciadas con una especie de incredulidad ante la petición planteada. Cada vez más interesado, Horgan se había presentado como una especie de experto en la arquitectura doméstica del siglo XVII. Y, de todas formas, ¿dónde

podía pedir permiso para echar una mirada al exterior de la casa? No de muy buena gana, se le había dado a entender que eso no serviría de nada, pero que todo se encontraba en manos del Fondo Lord Balgrummo. El presidente de la junta de dicho Fondo era un tal señor T. M. Gillespie, de Reid, Gillespie y MacIlwraith, calle Hanover. Y, de esa forma, la mansión Balgrummo fue añadida a la lista de proyectos diversos de Rafe Horgan. Unos días más tarde, logró conocer a Gillespie, un solterón que parecía haber sido deshidratado. Al principio, no

había mencionado a la mansión Balgrummo, pero durante su visita a las oficinas de Gillespie habló de una hipotética señorita Horgan de Glasgow, una tía suya solterona de amplios recursos, que estaba pensando en establecer una fundación familiar. Horgan había oído decir que el señor Gillespie tenía experiencia en la creación y gestión de tales instituciones. Como primera medida, se había preparado un cheque pagadero al señor Gillespie, para compensar los consejos que pudiera ofrecer sobre la creación de lo que podría llamarse Propiedades Janet Horgan, Limitada.

Horgan descubrió que Gillespie era un abogado solitario al que resultaba fácil caer en gracia, y que además tenía cierta afición al jerez seco. Después de una botella, Gillespie podía hablar con más libertad de la que debería emplear un hombre de su profesión. Acabaron comiendo juntos con bastante frecuencia…, después de que Horgan se enterara, mediante una observación casual que fingió no interesarle, de que en la casa aún quedaban unas cuantas pinturas de valor. A medida que iban pasando las semanas, se les unió de vez en cuando una vieja amiga de Gillespie, la doctora Euphemia Inchburn, sobrina

de lord Balgrummo, una ginecóloga ya entrada en años. Horgan había utilizado con ella todo su encanto, y la doctora Inchburn había ido deslizándose gradualmente hacia la más extrema locuacidad. Dándose cuenta de que realmente podía haber dado con un buen asunto, Horgan examinó viejas revistas y periódicos, que quizá mencionaran a la mansión Balgrummo; y, a medida que conseguía de sus nuevos amigos alguna que otra alusión a las iniquidades del décimo barón Balgrummo, se adentró en los archivos periodísticos. Sabía algo de cuadros, como sabía algo de gran

cantidad de cosas; y consultando los libros y los catálogos adecuados, acabó concluyendo que, tras los medio podridos muros de la mansión Balgrummo, debían colgar todavía unos cuantos retratos de familia altamente valiosos —aunque no sólo serían retratos—, que no habían sido exhibidos en ninguna parte desde 1913. Gillespie sólo estaba interesado en los retratistas escoceses, y su interés no era muy apasionado; Horgan juzgó imprudente hacer excesivas preguntas sobre el tema cuando hablaba con la doctora Effie Inchburn, pues quizá su curiosidad al respecto se le quedara grabada en la

memoria. Pero acabó razonablemente satisfecho en cuanto a que lord Balgrummo, monstruo en avanzado estado de senilidad, debía poseer un Opie, un Raeburn, un Ramsay o dos, quizá incluso tres Wilkies, un buen Reynolds, posiblemente, y un Constable, un Romney muy bueno, probablemente un Gainsborough y (feliz perspectiva) un Hogarth, dos lienzos pequeños de William Etty, toda una hilera de Knellers, siempre afamados, y que había ciertas posibilidades de que en la mansión todavía pudieran verse un Cranach y un Holbein. La adquisición especial del décimo barón, hacia 1911,

había sido un Fuseli enorme, quizá desconocido para los compiladores de catálogos, y (a juzgar por una mueca de la doctora Inchburn), probablemente obsceno. Había más cuadros, sólo el diablo sabía cuáles. Quizá hubiera algunos libros raros en la biblioteca, pero Horgan no tenía lo suficiente de bibliófilo como para saber escogerlos con poco tiempo. La plata y ese tipo de cosas estarían presumiblemente en un banco…, habría sido peligroso preguntar sobre ello. Cualquiera se contentaría con obtener esos cuadros por una sola noche de trabajo, a no ser que le dominara la

codicia. Su estado letárgico, y las consecuencias del confinamiento permanente en su casa, habían hecho que lord Balgrummo descuidara su herencia, como es natural. A medida que iban pasando las décadas, permitió que sus apoderados vendieran casi todo cuanto poseía, salvo la mansión Balgrummo — en tiempos una residencia temporal de los Inchburn, que vivían cerca de Edimburgo, luego transmitida en dote—, y esos cuadros. —Después de todo, y ya que no sale nunca, Alec tiene que distraerse mirando algo —había murmurado la doctora

Inchburn. Tras haber obtenido una cantidad suficiente de datos, Horgan seguía enfrentándose a la dificultad de cómo entrar en la casa sin correr el peligro y los gastos que representaba una incursión en grupo, así como la de salir de ella con los cuadros sin ser detectado. Hacía varios años hubo un intento de robo. En esa ocasión, Jock Jamieson, el portero de noche —aunque «vigilante» habría resultado más adecuado—, había matado de un tiro a uno de los ladrones, e hirió a otro mientras se encontraban en una escalera. Jamieson y sus colegas diurnos (uno de

ellos, el tipo con aires de policía que había hablado con Horgan en la verja) eran hombres duros que siempre se mantenían vigilantes…, y, como las enfermeras de lord Balgrummo, estaban muy bien pagados. Hubo una época en que fue tan importante mantener a lord Balgrummo dentro de la casa (aunque había dado su palabra de no abandonar nunca los terrenos), como impedir que los predadores entraran en ella. Gillespie había dado a entender que la policía mostraba cierta indulgencia con los extraños porteros de la mansión Balgrummo en cuanto al uso de sus armas, algo por lo que sentían una cierta

inclinación. Por lo tanto, la expedición de Horgan había sido planeada con todo cuidado y laboriosidad, y habían sido necesarios varios meses para que se produjera una conjunción de circunstancias favorables, mientras tenía preparado todo lo demás. La presencia continua de una enfermera dentro de la casa era otra incomodidad adicional, y a Horgan no le gustó nada la perspectiva de verse obligado a perseguir a una enfermera histérica por esa ruinosa ratonera. Si lograba escapar por alguna puerta trasera… Por eso, cuando ayer Gillespie mencionó que la enfermera de noche se

había marchado («Nervios, como de costumbre en esa casa…, y su señoría es un paciente muy desagradable y terco»), y que todavía no habían encontrado a una sustituta, Horgan supo que su momento había llegado. Durante una noche, a Jamieson se le había pedido que desempeñara una doble labor, vigilar los terrenos y echar un vistazo cada hora a lord Balgrummo. Pese a toda su dureza, es probable que a Jock Jamieson no le gustara más que a las enfermeras encontrarse de noche dentro de la casa. Sin duda, por eso Jock se había alegrado cuando una cantarina voz de mujer (la de Nan Stennis, por

supuesto), le informó a última hora de la tarde que llamaba por encargo del señor Gillespie, y que dentro de más o menos una hora aparecería la nueva enfermera de noche, que vendría en su propio vehículo. Todo había ido bien. Jock abrió la puerta al oír el bocinazo de Nan, y luego todo había corrido a cargo de Horgan, que esperaba entre las sombras. Si Jock hubiera sido diez años más joven y menos aficionado a la cerveza, quizá hubiera podido echar mano a la escopeta antes de que Horgan le alcanzara. Pero aunque le disgustaba toda rudeza innecesaria, Horgan había usado su

porra con otros hombres, y la usó rápida y eficazmente con Jock. Después de oscurecer, nadie recorría ese oscuro camino; a decir verdad, muy pocos lo usaban, incluso de día. Por lo tanto, la inversión en bebida y almuerzos con Gillespie y la solterona Inchburn, así como todas las horas gastadas por Horgan, se vería compensada ahora con una tarifa horaria que se encontraba más allá de todos los sueños de la avaricia. Balanceando su excelente caja de herramientas. Horgan entró en la mansión Balgrummo.

Lo primero que notó Horgan al penetrar en el gélido vestíbulo fue el omnipresente olor de la madera húmeda. ¡Con esa pestilencia, no resultaba extraño que se vieran obligados a pagar tres veces el sueldo normal a las enfermeras! Condenado a la soledad, poco inclinado a cuidar de sus negocios y, en los últimos tiempos, vencido por la penuria, lord Balgrummo había ido posponiendo las reparaciones hasta que el coste de restaurar toda la mansión habría sido gigantesco. Aunque hubiera podido encontrar el dinero sin tener que

vender alguno de sus cuadros, lo más probable era que el viejo Balgrummo no hubiera salvado la casa. No tenía herederos directos, ya que el linaje se había interrumpido hacía mucho, y su presunta heredera —la doctora Effie—, jamás escogería vivir en esta desolación a la que servían de telones los ruidosos edificios cubiertos de linóleo. La única pregunta que aún faltaba por responder era qué sería lo primero que convertiría en átomos, lord Balgrummo o la casa que le servía de prisión. Horgan paseó el haz de su gran linterna eléctrica por el vestíbulo. El haz iluminó lo que parecía ser un gran

Canaletto; una perspectiva de Rávena, quizá. ¿Era genuino, o tan sólo de su escuela? Ojalá supiera si valía la pena tomarse la molestia de cogerlo y ocultarlo, tomando en consideración su tamaño… Bueno, lo dejaría para el final, y primero se apoderaría de los cuadros que ofrecían mayores garantías. Ya sabía que en la mansión Balgrummo no había luz eléctrica; en ese lugar no se habían hecho mejoras — de hecho, apenas si se habían realizado reparaciones— desde 1913. Aun así, encontró unas espitas de gas hechas de bronce tallado. Después de unos cuantos intentos, también descubrió que no sabía

cómo encenderlas; o quizá fuera que el gas del vestíbulo había sido desconectado. No importaba; la linterna bastaría, incluso si las negras cavernas que había más allá de su rayo resultaban inquietantes. Antes de ponerse a trabajar, tenía que echar una mirada al viejo Balgrummo, para estar totalmente seguro de que ese loco vejestorio no saldría con paso vacilante de su dormitorio para cometer alguna pequeña travesura. (Aunque, ciertamente, en esta misma casa y cincuenta años atrás, había cometido travesuras muy grandes). ¿Dónde estaría su dormitorio? Lo más

probable, juzgando por el plano de la mansión al que Horgan había logrado echarle una rápida ojeada en las oficinas de Gillespie, era que se encontrara en la parte delantera del segundo piso, justo encima de la biblioteca. Colgándose la linterna del cuello, Horgan subió por la espaciosa escalinata de roble; al principio se sujetaba a la balaustrada, pero muy pronto se limitó a un ocasional roce cauteloso con ella; aunque llevaba guantes, la madera parecía algo esponjosa al tacto, y cuando dejaba caer sobre ella un peso excesivo notaba un temblor, tal era su grado de podredumbre.

Horgan se detuvo en el primer piso, allí donde la escalinata volvía sobre sí misma. ¿Había oído moverse algo en el negro pozo de la planta baja, como un roce o un leve arañar? Por supuesto que no podía haber oído nada semejante, a no ser que fuera una rata. (Balgrummo no tenía perros: «Esas bestias no viven mucho tiempo en la mansión», había murmurado Gillespie en un oscuro aparte durante una de sus conversaciones). ¿Cómo habían podido soportar esta situación las enfermeras de noche, fueran cuales fuesen sus salarios? Horgan pensó que una de las razones por las que la mansión Balgrummo no había

sido saqueada con anterioridad era la horrible reputación del lugar, una reputación que había perdurado a lo largo de cinco décadas. No había muchos tipos lo bastante emprendedores como para sentir el deseo de aventurarse en las propiedades del viejo noble, ni siquiera en los peores ambientes de Fossie. Bueno, ese viento fantasmal le había traído la buena fortuna. Nadie podía ser más efectivamente racional que Rafe Horgan, un hombre que no se preocupaba por la sangre que se hubiera vertido antes de la Primera Guerra Mundial. Con todo, resultaba indudable que la atmósfera de esta casa resultaba

opresiva…, asfixiante, sí, asfixiante. —¿Encantada? —había contestado con cierta vacilación la doctora Effie Inchburn a la jocosa demanda de Horgan —. Si quiere decir encantada por algún antepasado muerto, mayor Horgan…, bueno, supongo que no lo está más que gran parte de las viejas mansiones de Escocia. Después de tantas generaciones, ¿a quién le molestaría el viejo general sir Angus Inchburn llevando sus botas de montar de la época del Pacto? Los fenómenos fantasmales, o eso he leído, rara vez suelen perdurar después de la muerte y el entierro de la persona. Pero si me está

preguntando sobre la existencia de algo raro en esa casa…, oh, ciertamente supongo que sí lo hay. Tras haber hecho una pausa para limpiarse las gafas, la doctora Effie siguió hablando en voz bastante tranquila: —Eso es culpa de tío Alec. No sólo está presente en una habitación, compréndalo; llena toda la casa, cada estancia, a cada hora… Es posible que me considere usted ridícula, mayor Horgan, pero mis impulsos no me permiten visitar la mansión Balgrummo con una frecuencia superior a la del más estricto deber, ni siquiera si Alec tiene

la intención de legármelo todo. La mansión Balgrummo es como una esponja saturada, de la que gotea lentamente la vergüenza y el deseo de Alexander Filian Inchburn. ¿Puede comprender usted que mi tío aborrece lo que hizo y, con todo, podría hacerlo de nuevo, incluso la peor parte, si tuviera ocasión? El horror de la mansión Balgrummo no consiste en que lord Balgrummo esté muerto en sus nueve décimas partes; se fundamenta en el hecho que Balgrummo aún posee un diez por ciento de vida, pero esa vida es un tormento. La vieja doctora resultaba tediosa, y

estaba casi tan chalada como su noble tío, pensó Horgan. A decir verdad, tras algunas interesantes investigaciones, se había enterado de forma más o menos general de cuáles eran las ofensas cometidas hacía tanto tiempo por lord Balgrummo, actos que habrían tenido como resultado el ahorcamiento de quien no fuera un par del reino en aquella época. Aun así, Horgan se había divertido haciendo que, con mucha astucia y cortesía, a la doctora Effie no le quedara más remedio que explicarle el porqué a Balgrummo se le había dejado elegir entre ser juzgado y poner su vida en juego (ante los lores, por

supuesto, ya que era un par, lo cual podía haber dañado la reputación de tal organismo), o ser mantenido en una especie de perpetuo arresto domiciliario, sin que nadie llegara a dictar sentencia. Ni siquiera así se habría planteado esta última posibilidad, que fue aceptada, si la creencia general no fuera que lord Balgrummo debía de ser un maníaco. Tal y como había previsto, la doctora Effie se había mostrado más bien reservada y pacata. —El pobre Alec era bastante revoltoso de joven. Había otros que eran tan malos como él, pero dejó caer todo

el peso de la culpa sobre sus espaldas. Le dijeron que si juraba no salir de casa en toda su vida y no recibir visitas, salvo miembros de su familia o a sus abogados, no se presentarían cargos formales en su contra. Le exigieron que pusiera todas sus propiedades bajo el control de un Fondo; y los apoderados debían encargarse de contratar a los hombres que vigilarían los terrenos de la mansión Balgrummo, así como a los sirvientes. Los hombres que formaron la junta original están todos muertos y enterrados; cuando el tío Alec tuvo «sus problemas», el señor Gillespie y yo apenas éramos unas criaturas.

Más tarde, Rafe Horgan averiguó un poco más sobre esos problemas de Gillespie. Pero ¿qué estaba haciendo, inmóvil en la oscuridad del pasillo del segundo piso, entregado a esas reminiscencias? Una rápida inspección con la linterna le mostró que los Kneller, una multitud de grandes narices, terciopelos y senos, estaban colgados en este piso. Y allí estaba el Gainsborough, uno bastante bueno, aunque necesita una buena restauración: Margaret, lady Ross, segunda hija del quinto lord Balgrummo. Las termitas habían atacado el marco de la pintura, pero el lienzo parecía estar en buen estado, según

descubrió al examinarlo más de cerca. Bueno, después de todo Horgan tenía intención de separar las pinturas de sus marcos, para ahorrar tiempo y espacio. El pasillo estaba lleno de polvo y olía a moho. Según había dicho Gillespie, de lunes a viernes venía una mujer de la limpieza que estaba en la casa unas cuantas horas; se encargaba de mantener aseado el dormitorio de Balgrummo y la pequeña sala adyacente, así como de limpiar la escalera y lavar los platos en la cocina. Aparte de eso, las abundantes habitaciones y pasillos de la mansión estaban siempre cerrados, tanto bajo el sol como bajo la luna y, por

lo que al viejo Balgrummo le importaba, era igual que los damasquinados cayeran a tiras de los muros, o que del techo gotearan las telarañas. Casi todas las habitaciones estaban cerradas con llave, pero estas llaves, con unas pocas excepciones, se encontraban en el aro que Horgan había quitado al inconsciente Jock, cada una con su correspondiente etiquetita metálica. Ni el mismo Gillespie, que visitaba a su cliente cuatro o cinco veces al año, había logrado ver nunca la capilla. Balgrummo conservaba la llave de la capilla en su propio bolsillo, suponía Gillespie, y así se lo había dicho a

Horgan, junto con otras trivialidades, ante un café y un brandy. —Verás, Rafe, fue en la capilla donde tuvo lugar la peor parte del problema. Apropiarse de la llave de esa capilla era una razón adicional para que Horgan tuviera que presentarle sus respetos a lord Balgrummo, aunque, sin saber muy bien cómo, a cada minuto que pasaba menos le gustaba tener que hacerlo. Era posible que esa pintura tan indecorosa de Henry Fuseli estuviera en la capilla; pues, cincuenta años antes, la liturgia y el ritual del décimo barón había sido una síntesis de los ritos

usados por los brujos de Benin, a los que se añadieron recuerdos del diabolismo escocés; cuanto pudiera excitar la más frenética fantasía había sido utilizado, siempre que se tratara de imágenes claramente groseras. Eso, al menos, era lo que Horgan había creído entender por lo recogido en los viejos archivos periodísticos, y lo que Gillespie había dejado escapar. No muy seguro de en qué lugar de la casa se encontraba, Horgan probó los pomos de tres puertas de ese pasillo. Las dos primeras estaban cerradas; y resultaba improbable que la junta de apoderados hubiera llegado tan lejos

como para encerrar a Balgrummo de noche en su dormitorio, incluso cuando se encontraba más fuerte. Pero la tercera puerta se abrió con un crujido. Moviendo su linterna en círculo, Horgan entró en una salita amueblada en un estilo pasado de moda, con lo que parecían ser dos auténticos paisajes de Wilkie colgados de la pared, uno delante del otro. Al final de la salita, que no era mucho mayor que el tocador de una dama, había una puerta de caoba a medio abrir. ¡Qué silencio! Y, con todo, se oía un débil arañar, como un leve chasquido…, probablemente sería una termita que se aburría entre los paneles

de madera. Pese a cierta aprensión totalmente irracional, Horgan se obligó a cruzar el umbral de la puerta a medio abrir. El haz de su linterna barrió la estancia hasta llegar a una cama estilo reina Ana. En ella, inmóvil y con los ojos cerrados, yacía un hombre extremadamente viejo, todo piel y huesos bajo una sábana y una manta solitaria. En la chimenea quedaban los rescoldos de un fuego de carbón, por lo que la habitación no se hallaba totalmente a oscuras. Horgan notó claramente que se le ponía la piel de gallina, pero eso debía de ser obra de

los viejos rumores y las viejas verdades sobre la débil criatura del lecho. «En sus buenos tiempos le llamábamos Ozimandias», había dicho Gillespie. Pero ahora, lord Balgrummo se encontraba más allá de las obscenidades y las atrocidades. —¡Hola, Alec! —dijo Horgan, en voz alta y jovial. Su mano derecha reposaba sobre la porra que llevaba en el bolsillo de su abrigo—. Alec, viejo sapo, he venido a por tus cuadros. Pero Alexander Filian Inchburn, el último miembro de un linaje que se remontaba hasta un bastardo de Guillermo el León, ni se movió ni dijo

nada.

T. M. Gillespie estaba orgulloso de lord Balgrummo, porque éste era la persona más notable de cuyos asuntos legales se había ocupado jamás. —Nuestro Giles de Rais escocés — había dicho Gillespie, lanzando una seca risilla, mientras disfrutaba un puro jamaicano cogido del estuche de Horgan —. Es probable que un comité de examen médico no le encontrara loco…, ni siquiera después de haberse visto recluido durante cincuenta años a su infierno privado. No creo que el fiscal

de entonces recomendara como lugar de residencia aislada la mansión Balgrummo, donde habían sido cometidas las ofensas capitales; meramente dio la casualidad de que esta casa en particular pertenecía a lord Balgrummo, y se encontraba lo bastante lejos de todo como para mantener a su señoría lejos de la atención pública (pues podrían haberle lapidado); aun así, estaba lo bastante cerca de la ciudad como para que fuera posible la vigilancia policial durante las primeras décadas. Supongo que, a estas alturas, la policía se ha olvidado de su existencia, o que estará a punto de hacerlo; durante

los tres o cuatro últimos años no habría podido llegar ni hasta la verja sin que le ayudaran. Horgan se sintió aliviado al encontrarse con que lord Balgrummo había dejado muy atrás el estadio en el que le hubiera sido posible prestar un testimonio coherente ante los tribunales, por lo que no era necesario administrarle ninguna ración de silencio. Aunque ahora ya no colgaban a nadie por nada, y aunque Balgrummo podría haber sido eliminado en treinta segundos mediante una almohada sobre su rostro, la policía perseguía mucho más enérgicamente a un homicida que a un

ladrón de cuadros. Pero ¿seguía contándose entre los vivos este monstruo de los folletines de hacía cincuenta años, con su blanca barba dándole ahora un aspecto casi venerable entre los cuatro postes de su lecho? Horgan podía ver prácticamente los huesos a través de su piel: Balgrummo podía haber llegado al final de su vida durante la hora larga que había transcurrido desde que Jamieson hizo su ronda. Para estar seguro, Horgan cogió un espejo de la cómoda y lo acercó al rostro, pálido y consumido. Colocando su linterna sobre la base, examinó la superficie del espejo: sí,

había una leve película de humedad, por lo que el décimo barón todavía respiraba. Balgrummo debía de estar sordo como una tapia o se hallaba en coma. La doctora Effie dijo que se había quedado casi ciego recientemente. ¿Era cierto? Horgan casi cedió al abominable impulso de abrir esos párpados arrugados, pero se dijo que no estaba muy seguro de si soportaría ver su propia imagen en las malignas pupilas del moribundo. El haber aporreado a Jock, su nerviosa exploración parcial de aquella horrible casa, el espectáculo del

repugnante lord Balgrummo al borde de la disolución…, todas esas pruebas habían afectado a Horgan, aunque ya fuera pájaro viejo en tales aventuras predatorias. Con todas las horas que le quedaban, no habría mal alguno en sentarse durante unos cuatro minutos en este asiento, como si fuera la enfermera de Balgrummo: ciertamente, observaría la cama para estar seguro de que Balgrummo no estaba fingiendo, por muy irracional que ello pareciera, y repasaría mentalmente los cuadros de los que debía apoderarse en primer lugar, y las habitaciones donde era más probable que los encontrara.

Pero le animaría un poco tener más luz que la de su linterna. Sin dar ni un solo instante la espalda a la cama, Horgan logró encender una espita de gas que se hallaba cerca de la puerta; o estas espitas eran más sencillas que las de la planta baja, o había logrado dominar el secreto de su funcionamiento. Dado que las contraventanas de la habitación estaban cerradas, no había ni el más mínimo peligro de que un destello luminoso fuera percibido por un transeúnte casual…, aunque, desde luego, era casi inconcebible que nadie pasara junto a la mansión Balgrummo en esa medianoche lluviosa.

El aspecto de lord Balgrummo no mejoró con la luz del gas. Por muy agotado que uno estuviera a causa de la tensión, no se podía ni pensar en dormir, ni aunque fuera para el más breve de los sueños, estando en un sillón que distaba sólo dos metros de la cosa del lecho, la cosa que ni decía palabra ni podía ser descrita con ellas…, no cuando se sabía lo «muy revoltoso» que había sido Balgrummo, según la frase de la doctora Euphemia. El problema por el que había pagado no fue sino la culminación de una serie de arcanos episodios, que fueron progresando desde el mero abracadabra hasta el horror definitivo.

—No, no era un lunático, según la definición corriente del término —había afirmado Gillespie—. Balgrummo reconocía el carácter moral de sus actos…, sí, lo reconocía de forma más clara de lo que suele hacerlo el promedio de hombres sujetos a sus sentidos. Y también estaba completamente cuerdo, y lo está, en el sentido de que cuando no tiene más remedio puede enfrentarse a cualquier asunto de la vida corriente. Cuando propusimos vender algunos de sus cuadros para arreglar la casa y los terrenos, se enfadó muchísimo: conoce sus derechos, y sabe que los apoderados

no pueden disponer de sus posesiones si él lo desaprueba de forma explícita. Cuando su sobrina Effie le visita, Balgrummo se muestra bastante cortés con ella, aunque siempre haya algo de burlón en esa cortesía…, y también lo es conmigo, cuanto tengo que verle. Sigue leyendo mucho…, o leía, hasta que le empezó a fallar la vista, pero sólo los libros que hay en su biblioteca. La mitad del techo se ha caído, pero él sigue moviéndose por entre el yeso y el crujir de los tablones. A la derecha de la cama colgaba lo que sin duda alguna era un Constable: a la izquierda, un probable Etty. Los dos

eran bastante pequeños, y Horgan podía llevárselos cuando le viniera en gana. Pero tenía la garganta seca, puesto que la casa era condenadamente polvorienta. Sobre la cómoda había un frasco de cristal con una plaquita de plata que decía brandy, y junto a él había dos vasos de cristal tallado. —¿Ni una gota para ti, Alec? — preguntó Horgan, dirigiendo una sonrisa desafiante a la silenciosa figura de la cama. Volvió a sentarse en el sillón tapizado de terciopelo, y apuró el brandy de un trago. —No —siguió diciendo Gillespie

(en esa última conversación que ahora parecía tan lejana en el tiempo y en el espacio)—, no puede afirmarse que su señoría sea totalmente incompetente a la hora de manejar sus asuntos. Se trata más bien de que está lejos de ellos…, está preocupado, y no sólo en el sentido habitual de la palabra. Tiene que hacer un esfuerzo de voluntad para que su conciencia regrese de los sitios por donde vaga…, y es fácil ver que ese esfuerzo no le resulta sencillo. —¿Qué quieres decir, Tom, que no se entera de nada? —había preguntado Horgan, no demasiado interesado por lo que le contaban en esos momentos.

—No es la frase que yo elegiría, Rafe. La doctora Effie habla del «cuerpo astral» y ese tipo de tonterías, como si creyera a medias en todo ello…, ya la has oído. Esas paparruchas eran el tema principal de las «investigaciones» de Balgrummo dos años antes del problema, debes entenderlo; su problema fue la culminación de esos experimentos. Pero, por supuesto… —Por supuesto, lo único que hace es vivir en el pasado —había dicho Horgan, interrumpiéndole. —¿Vivir? ¿Quién sabe realmente lo que significa esa palabra? —T. M. Gillespie, C. S., devoto del recuerdo de

David Hume, profesaba por el racionalismo un desprecio tan profundo como el que demostraba por la superstición—. Y, ¿por qué decir pasado? ¿No has pensado nunca que un hombre puede quedar osificado en el tiempo? Lo que tú llamas el pasado de Balgrummo, Rafe, puede ser el propio presente de Balgrummo, al igual que esta conversación de sobremesa es el presente para ti y para mí. El problema consiste en la obsesiva realidad de su señoría. Lograr el mal genuino requiere una estricta aplicación de la disciplina, ¿no? Balgrummo no está simplemente recordando los acontecimientos de lo

que tú y yo llamamos mil novecientos trece, y ni siquiera está «reviviendo» esos acontecimientos. No, sospecho que se trata de lo siguiente: se encuentra empotrado en esos acontecimientos, como un escarabajo en el ámbar. Para Balgrummo, cierta noche en la mansión Balgrummo continúa eternamente. »Cuando la doctora Effie y yo le distraemos con las trivialidades de los asuntos cotidianos, tiene que separarse de su realidad, y está obligado a abrirse paso a tientas durante un breve período de tiempo por un pequeño y ofensivo mundo de sueños, en el que su sobrina y su abogado son sombras insustanciales.

Quiero decir que en la conciencia de Alexander Inchburn no hay recuerdos ni previsiones. No está “viviendo en el pasado”, no se dedica a un ejercicio de retroceso en el tiempo; para él, todo el tiempo se restringe a cierta noche, y el espacio a cierta casa, o quizá a cierta habitación. Una apasionada experiencia le ha encadenado a un punto fijo del tiempo, por así decirlo. Pero el tiempo, como tanta gente ha dicho, es una convención humana, no una realidad objetiva. ¿Puedes probar que tu tiempo es más real que el suyo? Horgan no había logrado seguir del todo a Gillespie, y así lo dijo.

—Deja que lo exprese así, Rafe — había seguido Gillespie en un tono didáctico—. ¿Qué hora es en el infierno? Vaya, pero si en el infierno no hay tiempo…, o eso me dijo mi abuelo, y él era un ministro del Señor. El infierno ignora el futuro y el pasado, y en él sólo existe el momento eterno de la condenación. Además, el infierno carece de espacio; se le puede concebir como una caja cerrada, un confinamiento espantoso. Y aquí tenemos a lord Balgrummo, encerrado a perpetuidad en su caja, llamada la mansión Balgrummo, donde jamás se apaga el fuego ni se sacia el gusano. Un solo acto atroz y

sangriento, cometido en esa misma caja, es literalmente su realidad permanente. No está recordando; está experimentando, aquí y (para él) ahora. Todo el temeroso nerviosismo de ese problema, el mismísimo acto de la profanación y el terror…, todo eso le arrebata de lo que nosotros llamamos tiempo. Entre la doctora Effie y yo de un lado, y el distante Balgrummo del otro, hay un gran abismo inmutable. »Si lo prefieres, puedes llamar tiempo a ese abismo. Y por ese abismo doy gracias a los dioses, si es que existen y sean como sean, pues si la conciencia de un hombre o de una mujer

pudiera penetrar en la conciencia de Balgrummo, llegando a un esquema del tiempo, hasta su mundo que está más allá del mundo (o si, a través de algún vórtice de la mente y el alma, alguien fuera absorbido a ese pequeño lugar de tormento), entonces el intruso acabaría así. —Gillespie, golpeando suavemente su puro contra el cenicero, convirtió en polvo un largo saliente de ceniza gris—. Consumido, Rafe. Rasca hasta eliminar al astuto escocés, había pensado entonces Horgan, quita incluso al abogado pedante, y te encuentras al picto temeroso de los espantajos.

—Tom, supongo que realmente quieres decir que está fuera de sus cabales —había comentado Horgan, aburrido con todas esas especulaciones, fruto de la bebida, que no podía aprovechar para nada. —Quiero decir exactamente lo contrario, Rafe. Quiero decir que quien se encuentre con lord Balgrummo debe de estar en guardia para no verse metido en sus cabales, arrastrado a la cabeza de Balgrummo. En lo que tú y yo designamos mil novecientos trece (aunque, como he dicho, las fechas carecen de significado para Balgrummo), su señoría era un ser de un

inmenso poder moral, magnético y seductor. No bromeo. El poder moral es un catalizador, y puede funcionar para el bien o para el mal. Incluso ahora noto una aguda incomodidad cuando me siento junto a él, consciente de que ese viejo podría absorberme. Por eso tuvo que ser confinado hace cinco de nuestras décadas…, pero no sólo porque pudiera ser físicamente peligroso. Sin embargo, eso es algo que no puedo explicarte; no has visto a Balgrummo cuando hace lo que tú llamas «vivir en el pasado» y, feliz mortal, nunca lo verás. Y luego, su conversación se había desviado hacia la hipotética fundación

de la señorita Janet Horgan. Pero Gillespie había sido un mal profeta. Aquí estaba ahora el astuto Rafe Horgan, hombre de ágil talento y dedos escurridizos, observando tranquilamente como lord Balgrummo vivía en su pasado —o, para ser más precisos, en su coma—, y terminando el más que loable frasco de brandy de su señoría. Con todo, era preciso acordarme de la necesidad de seguir vigilando a ese rostro cadavérico que asomaba por encima de la sábana; si dejabas que tus ojos se cerraran, aunque fuera sólo por un segundo, quizá los suyos se abrieran. Después de todo, no eras más que un

invitado en el pequeño infierno particular de Balgrummo. No se debía permitir al anfitrión que se olvidara de sus buenas maneras. Bien, ¿dónde guardaría sus objetos más íntimos el monstruo agonizante…? Por ejemplo, ¿dónde estaría la llave de esa capilla que se encontraba en el piso superior? Tranquilo, Rafe; no apartes los ojos de su rostro mientras abres el cajón de su mesilla de noche. Ahí lo tienes, Rafe, siempre has sido un hombre afortunado; la enfermera había puesto las tres llaves del viejo Alec en una cadenilla, dejándola en este cajón al lado del reloj, el peine de bolsillo y

otros efectos personales parecidos. Una de estas llaves debería permitirte la entrada en la capilla. Rafe. Ponte en marcha; ya has bebido todo el brandy que puede necesitar un hombre prudente. —¿No quieres guiarme durante la visita. Alec? ¿Las residencias señoriales de Escocia y todo eso? ¿No vas a mostrarme tu capilla, donde tú y tus amigotes de juventud practicabais vuestros juegos sucios, y donde te quemaste los dedos? Entonces, anímate; no me eches la culpa si no eres capaz de mantener vigiladas tus propiedades. Apártate de él, Rafe, retrocede hasta la puerta. Déjale estar. ¿Cómo lo había

expresado la doctora Effie? —Llena la casa, cada habitación, cada hora. —No es una idea muy alegre en labios de una vieja solterona huesuda. La parlanchina Euphemia debía de tener casi tantos tornillos sueltos como su tío; probablemente, incluso le envidiaba sus ruidosas diversiones de antaño—. Realmente, creo que fueron los otros quienes llevaron gradualmente a tío Alec a meterse en todo aquello — había dicho la doctora Effie con su monótona voz cuando la vio por última vez—. Pero cuando estuvo metido en ello, asumió el mando, como era natural en él. Estuvo en Nigeria antes de que la

gente llamara Nigeria a ese país, ¿sabe?, y en Guinea, y recorrió toda esa costa de arriba abajo. Empezó a recoger material para una monografía sobre la magia africana…, hacer volver a los muertos, invocar demonios, y muchas cosas más. Intentó poner en práctica los hechizos, ya no se limitaba a coleccionarlos…, eso me contó mi padre, hace cuarenta años. Después de que el tío Alec volvió a casa, siguió con sus intentos. Cuando yo era joven, había gente muy honorable que hacía lo mismo. Pero los que rodeaban a tío Alec carecían de toda reputación. »¿Charlatanes? No del todo; ojalá lo

hubieran sido. Alimentaron el apetito de Balgrummo. Pero él andaba detrás del conocimiento, al menos en los primeros tiempos; y aunque es posible que más de una vez vacilara ante los peldaños que debía bajar para llegar a la fuente de ese conocimiento, a medida que avanzaba en la oscuridad, su entusiasmo fue creciendo. O eso pensó padre; padre se convirtió en uno de los primeros apoderados de tío Alec, y creyó que era su deber reunir algunas pruebas de lo que había sucedido, aunque cuanto más descubría sobre las extrañas prácticas de su hermano, más asqueado se sentía. »Es posible que hacia el final,

Balgrummo se olvidara del conocimiento y se lanzara a perseguir la pasión y el poder. Lo que él pretendía dominar no se aprendía; era necesario convertirse en el misterio, poseerlo y ser poseído por él. »No, no eran charlatanes…, no del todo. Le quitaron una fortuna a tío Alec, de una forma o de otra; y él tuvo que pagar todavía más para hacer que la gente no hablara durante esos años. En efecto, le habían dicho a Balgrummo que podían invocar al diablo…, aunque no lo expresaron de una forma tan tosca. Aun así, debieron de quedar asombrados ante su éxito, cuando éste llegó por fin.

Balgrummo había pagado antes y ha seguido pagando desde entonces. También los demás pagaron…, especialmente el hombre y la mujer que murieron. Habían creído que estaban invocando al diablo para lord Balgrummo, pero, como acabó resultando, invocaron al diablo a través de Balgrummo y en Balgrummo. Después de aquello, todo se fue al garete. Pero al infierno con tanto recordar a Euphemia Inchburn, Rafe. Humedad, termitas, polillas; que el diablo se lleve todo eso y, además, que se lleve también a la mansión Balgrummo. Pero hay una

cosa de la que el diablo no tendría que apoderarse…, esos cuadros. Ve a la capilla, Rafe, y luego dale a Nan las buenas noticias. Gracias por el brandy, Alec; quizá no hubiera podido hacer lo que debo hacer sin él.

Aun así, ¿era posible que hubiera tomado un trago de más? Horgan se daba cuenta de que su mente no se encontraba del todo serena, pero no sabía cómo había logrado subir esa escalera negra como la Estigia, o de lo que había hecho con su linterna. ¿Había hecho girar la llave en la cerradura de la puerta de la

capilla? No se acordaba de ello. Con todo, aquí estaba, en la capilla. La linterna no era necesaria; la habitación, una galería bastante larga, se encontraba iluminada por las llamas de todas las velas que ardían en los candelabros de múltiples brazos. ¿Quién mantenía encendidas las velas de lord Balgrummo? Aquí, el olor de la podredumbre era todavía más intenso que en los pisos inferiores. Los tablones del suelo casi parecían rezumar bajo sus pies, y a cada paso sus zapatos aplastaban un sinfín de hongos. Algunos paneles de madera se habían desprendido por completo. En lo alto,

entre las sombras que se agitaban sin cesar, el techo encalado se abultaba y se curvaba en formas extrañas, como si el más leve contacto pudiera hacer que cayera en una lluvia de pequeñas partículas viscosas. Detrás del altar —el altar de ese catastrófico acto que había dado origen al problema de Balgrummo—, colgaba el Fuseli desconocido. No era una pintura sino un inmenso cartón, y ni el director de museo más desinhibido se habría atrevido nunca a mostrárselo a los críticos de arte, por muy amplias que fueran las miras de éstos. Esas formas desnudas que se contorsionaban, y los

instrumentos de tortura clavados en su carne eran la inversión de la Agonía. Ni siquiera Horgan pudo soportar la visión durante mucho tiempo. ¿Mirarlas? Todas las velas chisporroteaban al borde de la extinción. Dos se apagaron al mismo tiempo; había muchas más que ya estaban a punto de fallar. A medida que las pequeñas llamas iban disminuyendo, Rafe Horgan se dio cuenta de que no estaba solo. Era como si hubiera presencias acechándole en las esquinas de la capilla, o detrás de los muebles destrozados. Y no había retirada posible

hacia la puerta; pues algo se aproximaba por ese extremo de la galería. Como si el inmenso terror de Horgan la alimentara, gradualmente la silueta fue cobrando una creciente claridad de perfil, sustancia y fuerza. Alta, arrogante, implacable, carente de cerebro, la criatura avanzó hacia él. El rostro era el de Balgrummo, o el que Balgrummo debió de tener hacía cincuenta años, pero estaba poseído por algo: el ansia, el ansia, el ansia; todo apetito y pasión, deseando el abismo. En una de sus manos relucía un cuchillo muy largo. Horgan dejó escapar un balido de

puro miedo y desplomó sobre telarañas. Y, en destrucción, algo del tiempo.

echó a el altar el acto cruzó el

correr. Se cubierto de final de la gran abismo

La vieja oscuridad PAMELA SARGENT

Pamela Sargent empezó a publicar ciencia ficción y fantasía con su «Landed minority» en 1970 en el F&SF, y se ha convertido en una de las voces más particulares de la ciencia ficción, aunque no sea apreciada todavía como se merece. Su novela más reciente es The shore of women (1986). Sus obras se distinguen por la fuerza

de sus personajes y su inflexible habilidad para examinar las relaciones humanas. Como editora, sus antologías (como la de 1975, Mujeres y maravillas, Women and wonder) incluyen relatos que colocan en primer término tanto a las cualidades ya mencionadas como a protagonistas femeninas. «La vieja oscuridad» examina a un pequeño grupo que se encuentra atrapado por un corte de energía eléctrica y sus reacciones; si usted pensaba que había algo de romántico en un apagón, puede que este relato le haga cambiar rápidamente de idea.

La ventana de la cocina relucía con una luz blanca; un millar de manos invisibles aplaudieron al unísono. Nina se puso rígida. La ventana se oscureció repentinamente; en el exterior, el viento aullaba y la lluvia tamborileaba contra el cristal. —¿Qué fue eso? —gritó Andrew desde el salón. —No lo sé. Pareció como si algo hubiera chocado con la casa. —Tenía que ocurrir ahora, al final del noveno y empatados. Oyó el cuidadoso avance de su esposo a través del pasillo, yendo hacia la cocina. Fuera estaba oscureciendo; la

tenue luz grisácea del atardecer se desvanecía. —No sé qué haré con la cena —dijo Nina, contemplando sus electrodomésticos ahora inútiles—. Estaba a punto de picar la cebolla. Andrew se apoyó en la nevera. —Antes solías picarla sin usar ese trasto. —Ya lo sé, pero me ha hecho volver perezosa. No soy capaz de hacer nada sin él. —Cruzó la habitación, fue hacia el vestíbulo y abrió la puerta, mirando hacia la oscuridad del pasillo—. No hay ninguna luz. —¿Nina?

Reconoció la voz de su vecina. —¿Rosalie? —Sí, soy yo. He mirado fuera hace un segundo. No puedo ver ni una luz en toda la calle. —Maldita sea —dijo Nina—. Estaba preparando la cena. —Bueno, el gas todavía funciona. Alégrate de que no tengas una cocina eléctrica. Nina se aclaró la garganta. La oscuridad la estaba poniendo nerviosa; el aire del vestíbulo parecía espeso y cargado. Retrocedió hacia su apartamento, cerrando la puerta. Andrew seguía en la cocina,

marcando un número en el teléfono. —¿A quién estás llamando? —le preguntó. —A la compañía. ¿Oiga? Sí, quería preguntar…, de acuerdo, esperaré. —Se apoyó en la pared. Un trueno resonó en lo alto cuando Nina iba hacia la ventana; el viento gemía. La lluvia era una cortina de plata que caía de forma casi paralela al suelo, una cortina que el viento hacía oscilar periódicamente—. ¿Oiga? Sí, sólo quería saber…, ajá. Estamos en la parte norte. Sí. —Andrew se quedó callado—. ¿Cuándo? Ajá. De acuerdo. Bien, gracias. —Colgó el auricular—. Una de las líneas

principales se ha cortado. Dicen que tendría que estar arreglado dentro de una hora o dos. —Bueno, supongo que podemos cenar más tarde. No puedo hacer este plato sin el Cuisinart. —Oh, vamos. Puedes arreglártelas sin electricidad. —Ni siquiera puedo ver lo que estoy haciendo. —Tenemos velas. Pondré alguna aquí. Tenemos una linterna. —Buscó en un cajón y sacó una caja de cerillas—. Saldremos adelante por una noche.

Nina acabó de preparar la cena a la parpadeante luz amarilla de las velas. Andrew había puesto una sobre la cocina, otra en un estante y dos más sobre la mesa, con un espejo detrás de ellas para que recogiera la luz. Nina se estremeció. El aire parecía más frío que de costumbre pese al calor del horno. Sin la presencia familiar de la electricidad, tenía la sensación de ser extrañamente vulnerable, incapaz de preparar la comida sin ella, incapaz de leer…, ni siquiera podía secarse su larga y espesa cabellera sin el secador.

Los artefactos modernos sólo habían logrado hacerla más incompetente; pensó en el pasado, imaginando familias enfrascadas en sus labores mientras se ponía el sol, leyéndose uno a otro en voz alta ante la luz de una hoguera, cerrando filas contra la noche que llegaba. Sus abuelos, gente que creía en el progreso, siempre le habían dicho que ahora las cosas eran mejores. Las mentes humanas habían sido más oscuras cuando la gente no podía quedarse leyendo hasta altas horas de la noche, sus prejuicios eran mayores cuando les faltaban las imágenes televisadas de otros sitios, su trabajo era más duro sin

los utensilios que mucha gente daba por naturales. Nina no estaba tan segura; la civilización tecnificada había aislado a la gente de lo que era básico en la vida, y les habían engañado, haciéndoles creer que controlaban el mundo. Andrew puso la mesa, y luego colocó un radiocassette portátil cerca de las velas. —No está tan mal. A decir verdad, incluso resulta algo romántico. Tendríamos que hacerlo más a menudo. —Siguen sin haber reparado la línea. —Ya lo harán. —Se estropeara todo lo que hay en

el congelador. —Olvídate del congelador. Aguantará. Lo único que debes hacer es no abrir la puerta. Descorchó una botella de vino mientras ella servía los pimientos rellenos. Cuando llevaba los platos a la mesa volvió a sonar el trueno. Las tormentas siempre la habían asustado, y la oscuridad que había más allá de la habitación iluminada estaba llena de sombras amenazadoras. Nina tomó asiento ante la mesa, de cara al espejo. El olor de la cera derretida se mezclaba con el de las especias y la salsa de

tomate. —Tenemos comida. Incluso tenemos música. La voz de Andrew sonaba hueca y distante. Una oscura sombra se alzó detrás de Nina, dispuesta a envolverla en la negrura; Nina clavó los ojos en el espejo, temiendo moverse. Andrew introdujo una cinta en el aparato, y la música de Bach inundó la habitación. La música resultaba tranquilizadora. Andrew empezó a mover su tenedor, como dirigiendo a la orquesta. —Magnificat —gritó, acompañando al coro. Un puño golpeó la puerta. Nina se

sobresaltó. —¿Quién es? —Rosalie. Eso la sorprendió; normalmente, Rosalie siempre llamaba de forma suave, casi dubitativa. Cuando Nina abandonó la luz de la cocina, la atmósfera pareció estrecharse a su alrededor; volvía a tener miedo. Abrió la puerta. —Pasa. Apenas habían salido las palabras de su boca cuando su vecina ya estaba dentro. Rosalie, jadeando, se apoyó en la pared, las manos sobre el estómago. Nina la cogió por el brazo, la acompañó

hasta la cocina, y la hizo sentarse delante de Andrew. —Ahora ya estoy bien —dijo Rosalie—. Es la oscuridad. Supongo que me he dejado impresionar por ella. Estaba realmente asustada. —No pasa nada. ¿Quieres un pimiento? Rosalie meneó la cabeza, pero aceptó el vaso de vino que le tendía Andrew. —No habría venido, pero era incapaz de quedarme allí sola. Pensaba ir con Jeff, pero la radio ha dicho que es mejor no salir a la carretera…, el viento ha derribado algunos árboles.

—¿Dónde está Lisanne? —En casa de su padre para pasar el fin de semana. —Rosalie alzó su vaso: le temblaba la mano. Bebió un poco de vino—. Sólo tengo una linterna, así que no estaba muy preparada… Andrew bajó la música; una sombra del rincón pareció volverse más oscura. —Yo también lo sentí —dijo Nina —. Cuando fui a la puerta para abrirte, tenía la piel de gallina. —Eres demasiado impresionable — dijo Andrew, en voz bastante alta. —Hacía frío —dijo Rosalie mientras la luz de la vela parpadeaba sobre su rostro, añadiendo un brillo

dorado a su cabellera cobriza—. Estaba en la sala y noté que había un punto frío, justo en el centro de la habitación, Luego los O’Hara empezaron a chillarse el uno al otro…, podía oírles a través del suelo. —¿Los O’Hara se estaban peleando? —preguntó Nina, sorprendida —Puedes apostar a que sí. No me imaginaba que ella conociera ese tipo de lenguaje. La sala se volvió más fría. Algo estaba respirando casi encima de mi cuello, y creí oír un suspiro. Entonces, pensé: si no salgo de aquí me quedaré atrapada…, no podré… —Una corriente de aíre. —Andrew

agitó su cuchillo—. En este edificio siempre hay alguna corriente de aíre. —No era una corriente de aíre. La atmósfera estaba totalmente quieta, como esperando… Nina intentó sonreír. —Es una suerte que mis abuelos no estén aquí. A estas alturas, ya habrían empezado a contar viejas historias… ¿Sabes? Hay una leyenda sobre los primeros colonizadores de este valle. Desaparecieron…, se esfumaron en los bosques. Y una vez… —Andrew le estaba mandando un silencioso aviso con los ojos—. No es más que una historia. Nadie cree en ella.

—Creciste aquí, ¿no? —le preguntó Rosalie. Nina asintió. —He vivido aquí toda mi vida, salvo cuando fui a la universidad. El resto de su familia se había marchado, trasladándose a lugares donde había calor y luz, mientras que ella se había quedado atrás, temiendo vivir entre desconocidos, a los que no iluminaba el resplandor de lo conocido. La cantata de Bach llegó a su fin; Andrew apagó el aparato con un chasquido. —Siguen sin haber arreglado la línea —dijo Nina.

—Probablemente la tormenta es peor de lo que pensaban. —La voz de Rosalie despertó ecos en la cocina. La habitación estaba más oscura; la vela situada sobre los fogones se había apagado. La sombra del rincón era ahora una silueta deforme, algo parecida a la de un ave; las puntas de sus alas se agitaban lentamente—. Espero que tengas más velas —siguió diciendo Rosalie—. Éstas no durarán mucho tiempo. —Hay una vela perfumada en la sala. —Andrew se puso en pie—. Será mejor que vaya a buscarla. —Coge la linterna —dijo Nina.

—Sé encontrar el camino. Cuando Andrew salió de la cocina, Nina se volvió hacia Rosalie. Iba a decir algo cuando vio que los labios de Rosalie retrocedían, dejando sus dientes al descubierto; Rosalie se había convertido en un animal de presa, sus mandíbulas listas para morder, sus manos como garras. —Ese bastardo… —dijo Rosalie en voz baja—. Desde nuestro divorcio ha estado convenciendo a Lisanne de que él es el bueno. Apuesto a que ahora mismo le está contando que todo fue culpa mía. Nina retrocedió un poco. Rosalie siempre se había llevado bien con su ex

esposo; su divorcio había resultado notable por la falta de rencores mutuos. —Fue él quien lo quiso —siguió diciendo Rosalie—. Me manipuló para que acudiéramos al tribunal, y yo ni siquiera me di cuenta de ello. Pensé que se estaba portando estupendamente, y por eso salí tan malparada del acuerdo final…, él sabía que yo no pensaba discutir. Nina se sintió atrapada. La cocina parecía pequeña, los muros demasiado próximos entre sí. Luego oyó un golpe ahogado en la entrada del apartamento, y una exclamación. Se levantó de un salto, cogió la

linterna que había en el estante, y fue corriendo hacia la sala. —¿Andy? Estaba tendido en el suelo, su rostro pálido bajo el haz luminoso de la linterna. —Algo me ha golpeado. Cogió del suelo un grueso volumen y lo puso sobre la mesita de café. —¿Te encuentras bien? —Nina se arrodilló junto a él. Andrew asintió, frotándose la cabeza—. Sería mejor que pusieras otro estante. —No tengo tiempo. —Pues entonces tira algunas de tus porquerías. —Nina hablaba con

sequedad—. Están ocupando todo el piso. Pronto necesitaremos un apartamento sólo para los libros. — Estaba gritando, deseando tirar con un manotazo todas las hileras de libros policíacos encuadernados en piel, cogerlos y sacarlos del piso, echándolos a la lluvia—. Y nunca te encargas de quitarles el polvo cuando te toca. Tragó aire, sintiendo que se le iba la cabeza; la opresión que sentía en el pecho había desaparecido. Una vela bailó en la oscuridad, iluminando el rostro de Rosalie. —¿Algo anda mal? Nina suspiró, mientras Andrew se

ponía en pie. —Me cayó un libro en la cabeza, eso es todo.

Andrew despejó la mesa y colocó los platos sucios en el fregadero, luego llevó las velas que quedaban a la sala junto con el radiocassette. Sólo encendió la vela perfumada, conservando las otras. —Tenemos velas para tres o cuatro horas —dijo—. Para entonces ya tendrán arreglada la línea. Nina, escuchando el gemido del viento, no estaba tan segura.

Andrew conectó el radiocassette. Unas voces que cantaban alabanzas al Señor subieron y bajaron de tono, saltándose unas cuantas notas. Andrew le dio un golpe al aparato, y luego lo desconectó. —¿No tienes nada más? —preguntó Rosalie. —Tengo a Vivaldi, a Haendel, y un poco de… —Tendría que haber traído mis cintas —le interrumpió Rosalie—. Por desgracia, me las dejé en el coche. — Miró hacia la ventana—. Y no pienso salir con ese tiempo. —No puedo decir que lo lamente —

replicó Andrew. Rosalie levantó la cabeza. —¿Qué se supone que significa eso? —No puedo soportar esa música que pones siempre…, si es que se le puede llegar a llamar música. —¿Y qué tiene de malo? —Es todo gritos y percusión…, un perfecto ejemplo del primitivismo y la banalidad humanas. —¡De veras! Supongo que consideras mejor tu música de organillos mecánicos. —No digas eso. —Es aburrida —dijo Rosalie—. Es toda igual.

—¿Cómo puedes decir eso? —¡Basta! —gritó Nina. Rosalie se dejó caer en el sofá; Andrew, sentado en el suelo, apoyó un brazo en la mesita de café—. No tenemos que discutir por eso. —Nina sentía el estómago rígido a causa de la tensión; se preguntó si los pimientos rellenos le estarían produciendo indigestión—. Es una cuestión de gustos. Un relámpago iluminó la habitación durante un segundo; el bigote de Andrew era una mancha negra sobre su rostro. —Es una cuestión de gustos, cierto —dijo—. Buen gusto y mal gusto. Antes de que Rosalie pudiera

contestarle, había vuelto a conectar el aparato. Andrew meneó la cabeza. —Lo siento, Rosalie. —De acuerdo. Yo también lo siento. Nina oyó pasos en la escalera, y luego llamaron a la puerta; una voz infantil chilló. —Yo iré —dijo Andrew. Cuando salía de la habitación, Nina se inclinó hacia Rosalie. —No hablaba en serio. —Lo sé. Ahora me encuentro bien. De repente sentí deseos de gritar, de soltar un poco de tensión… Andrew estaba hablando con quienes habían llamado; Nina reconoció

las voces de Jill y Tony Levitas. Su hija Melanie les precedió al interior de la sala, tomó asiento en un extremo del sofá y empezó a chuparse el dedo pulgar. La música sonaba cada vez más despacio; Nina desconectó el radiocassette. —Lo siento —dijo Jill, sentándose en una silla—. No queríamos subir, pero…, no sé cómo explicarlo. —Empezabais a moriros de miedo —dijo Rosalie—. Por eso vine yo. Jill bajó la voz. —La mesa de nuestro comedor empezó a moverse…, lo juro por Dios. Luego, Melanie se puso histérica. Dijo

que había algo en su habitación, y no quiso irse a la cama. Antes, nunca le había dado miedo la oscuridad. —Los O’Hara se estaban peleando —explicó Rosalie—. ¿Puedes creerlo? —Les oí. Parecía una discusión bastante seria. —He traído algo para beber — interrumpió Tony, colocando una jarra de vino sobre la mesita. Andrew apareció con más vasos y los llenó de vino, retirándose luego a una esquina de la habitación con Tony. —Íbamos a salir esta noche —dijo Jill—. Entonces llamó la canguro y dijo que no podía llegar…, un árbol se había

caído a la salida de su casa. No es que importe…, probablemente en el teatro también estarán a oscuras. Así que nos quedamos atascados. —Steinbrenner tendría que dejarles tranquilos, y que jugaran a la pelota — estaba diciendo Andrew. —Él les paga. Tony rodeó con los brazos sus largas y delgadas piernas. —Naturalmente, esta tormenta tenía que caer precisamente la primera noche que íbamos a salir desde hacía meses — dijo Jill amargamente—. Y probablemente pasarán siglos antes de que volvamos a salir. Que esto sea una

lección para ti, Nina. —Dos llamas reflejadas aleteaban en las gafas de Jill —. No tengas un crío, a no ser que ya hayas hecho cuanto deseabas hacer, porque luego no tendrás ninguna oportunidad de hacerlo. Y no esperes que tu esposo te ayude. —He oído eso —dijo Tony. —Es cierto. —Mira, tengo que trabajar. Hago mi parte durante los fines de semana. —Tú fuiste quien me convenció para que dejara el trabajo. —Porque el que tú trabajaras nos habría salido más caro. —¿Y qué? ¿No te importa nada mi

salud mental? —¡Jill! Odiabas ese trabajo. —Al menos trabajaba con adultos. Estoy yendo hacia atrás. El mayor esfuerzo intelectual que hago ahora es comparar los méritos de Hospital general con los de Jóvenes e inquietos. —Tú querías tener la niña, Jill. —¡Eras tú quien la quería! —¿Sabes cuál es tu problema? — Tony hablaba en un tono de voz desacostumbradamente alto—. Nunca te molestaste en buscar un trabajo que te gustara, porque pensabas que algún hombre se cuidaría de ti. Y ahora estás armando todo este escándalo porque no

te gustan las labores domésticas. Bueno, pues decídete. Melanie se hizo un ovillo, tapándose la cabeza con las manos. Nina se frotó los brazos; la habitación parecía haberse enfriado. Algo hizo ruido: Nina oyó un crujido. Varios libros salieron volando de los estantes para estrellarse contra el suelo; uno de ellos la golpeó en la espalda. Nina se levantó de un salto. Dentro de ella una serpiente se desenroscó, arrastrándose hacia su cuello. —¡Maldita sea, Andy! ¿Por qué necesitas tantos libros? Estaba gritando de nuevo. Rara vez

gritaba, y ahora lo había hecho por dos veces en unos minutos. Fue hacia la ventana y contempló la tormenta. Las luces parpadeaban en una colina lejana, recordándole a las estrellas; al menos el South Side seguía teniendo electricidad. Cinco hombres, apenas visibles, estaban en la acera de abajo. Bebían, sin hacer caso a la lluvia que les empapaba. El agua caía a chorros de sus chaquetas y sus cabellos, dándoles el mismo aspecto que si se estuvieran derritiendo. Uno de los hombres levantó su botella de cerveza por el gollete, y luego la arrojó por encima de la valla al patio delantero.

—Mierda —murmuró Nina—. Alguien acaba de tirar una botella al patio. Andrew estaba a su lado. Abrió la ventana, y luego subió la persiana que habían dejado a medio bajar para protegerla de la tormenta. La lluvia roció el rostro de Nina. —¡Eh! —gritó Andrew, dominando el ruido del viento mientras iluminaba con su linterna a los alborotadores—. ¡Recoja su botella! —los hombres seguían sin moverse—. No tire su basura a nuestro patio. Otro hombre alzó su brazo; una botella salió volando, haciéndose

pedazos contra el costado del edificio. Una segunda botella la siguió, aterrizando en las ramas de un pino. Nina se apresuró a bajar la persiana. —Llama a la policía. —No se puede —respondió Tony—. Ahora los teléfonos no funcionan. Intenté llamaros antes de subir. Andrew apagó la linterna. —He visto antes a esos tipos. Jamás habían actuado de esa forma. Melanie lanzó un gemido y empezó a llorar. —Calla —dijo Jill. Melanie chilló —. ¡No hagas ruido! Rosalie extendió las manos hacia la

niña, intentando calmarla. —Déjala en paz. —Algo puede decirse en favor del divorcio —le contestó Jill—. Al menos, de vez en cuando te libras de Lisanne. ¿Qué opinas de eso, Tony? Incluso podría concederte su custodia. —Cállate, Jill. —Hasta llegaría a pagar la pensión alimenticia de la niña. Tony avanzó pesadamente a través de la sala. —Cállate, maldita sea. —No sé de qué te estás quejando — exclamó Rosalie—. Ojalá pudiera pasar más tiempo con mi niña. Ese condenado

Elliott se aseguró de tener a otra haciendo cola, antes de soltarme que deseaba el divorcio. Nina se apoyó en el alféizar. Las voces amargas parecían estar muy lejos, y sus ásperas palabras sonaban tenues y apagadas. La habitación era más cálida, como si la ira de sus amistades hubiera expulsado el frío. Contempló las sombras que se agitaban cerca del sofá, sorprendida ante el hecho de que la plácida Jill y la siempre animada Rosalie pudieran poseer unas emociones tan fuertes. Andrew apuró de un trago su vaso, alargó la mano hacia la jarra y lo volvió

a llenar. Una leve ráfaga de aire hizo cosquillas a Nina en la oreja. —Ya ha bebido bastante. —La voz hablaba tan bajo que apenas si podía oírla; Nina miró rápidamente a su alrededor—. Ha perdido el control. Nunca ha sabido aguantar bien el alcohol. Antes de que pudiera ver de dónde llegaba la voz, la rabia ya se había apoderado de ella, haciéndole apretar los puños. Andrew se puso de rodillas, y dio un golpe al radiocassette. —La maldita pila se ha terminado. Ve a buscar otra.

—No hay más —dijo Nina. —¿Quieres decir que no compraste? —Iba a comprar unas cuantas mañana. —Pronunció las palabras con un grito—. Siempre esperas que me acuerde de todo. Andrew se sirvió más vino. Nina fue a coger la botella, y él la apartó. —Ya has tomado bastante, Andy. —No te metas conmigo. Tragó el vino con aire desafiante. —Andy, para. Sabes que no puedes beber tanto. —Haré lo que me dé la gana. No necesito tu permiso. —Será un borracho, igual que su

padre —suspiró la voz. —Serás como tu padre —dijo Nina —. Beberás y beberás hasta terminar en el hospital. —No es más que vino, por el amor de Cristo. —Andrew se puso en pie—. Me resultaría imposible decirte las veces que he deseado coger una buena curda, y las veces que me he resistido a ello. Tú y tus reproches… Déjame en paz. Te gustaría verme borracho, ¿verdad que sí?, sólo para demostrar que tienes razón. Nina oyó el sonido de una bofetada. —¡Hijo de perra! —gritó Jill—. Ahora te has convertido en uno de esos

que pegan a sus mujeres, ¿eh? Anda, pégame otra vez. —La próxima vez te daré algo más que una bofetada —dijo Tony. Nina quiso gritar. La voz estaba murmurando de nuevo. —Jill siempre tiene demasiado alta la televisión. Y Tony se olvida de segar el césped. Y Melanie deja sus juguetes en la escalera. —Se tapó los oídos, pero seguía oyendo la voz—. Admítelo — dijo la voz—. Les odias. —¡No! —gritó Nina. Melanie había dejado de llorar; los desgarradores sollozos que oía ahora eran de Rosalie —. Tenemos que poner fin a esto. —

Notó un agudo dolor en el pecho, y jadeó intentando encontrar aire. La habitación estaba más oscura; los muros crujían azotados por las ráfagas del viento—. Antes nunca habíamos tenido discusiones… ¿Qué nos está pasando? El dolor había empeorado; tuvo que sentarse, apretándose el abdomen. Odiaba a todos los que estaban en la habitación, y la única forma de librarse del odio era dejarlo salir. —Tiene razón —dijo Tony; su voz sonaba muy ronca. La mesita de café se agitaba ruidosamente; la vela danzaba. Otro libro salió volando y cruzó la habitación, golpeando la pared con un

ruido apagado. Ahora, los murmullos eran tan pronunciados que Nina apenas podía oír nada más—. ¿Sabéis qué es? —siguió Tony, su voz a punto de quebrarse—. No he bendecido el vino. Mis padres me dijeron siempre que debía bendecir mis alimentos, o que de lo contrario me harían daño. Empezó a cantar una plegaria en hebreo con voz entrecortada. El dolor de Nina se estaba desvaneciendo. Inhaló un poco de aire; la atmósfera, tan cargada antes, tenía ahora un olor a limpio. —¿Qué está pasando? —No lo sé —contestó Tony.

—Sigue rezando —dijo Andrew. Tony entonó otra oración—. Eso es. Si al menos tuviéramos alguna pila…, podríamos poner algo más de Bach. —¿Qué tiene que ver con todo esto? —preguntó Rosalie. —Es música sagrada. ¿No te diste cuenta? Cuando la cassette funcionaba, estábamos bien. Ahora Tony está rezando, y ya no puedo oír esas voces. —¿Tú también las oías? —Creo que las oíamos todos. Nina buscó la mano de Andrew. Tony hizo una pausa para tomar aire; Rosalie empezó a cantar Roca de las eras.

—Es el corte de luz —siguió diciendo Andrew—. Es como si la electricidad fuera alguna especie de magia blanca que tiene las cosas a raya. Ahora tenemos que usar una magia más antigua. Nina se estremeció. Una mano invisible aferraba su cabeza, aguardando el momento en que los cánticos dejaran de sonar para aplastarla. Siempre había hecho caso omiso de las historias de sus abuelos, y ni siquiera ellos se las tomaban demasiado en serio. Ahora recordaba sus relatos de objetos volando a través de las habitaciones, de crímenes ocasionales que normalmente

sucedían por la noche, de gente que cerraba sus puertas contra la oscuridad. —No puedo creerlo —dijo Tony—. Estamos en el siglo veinte, por el amor de Dios. Rosalie estaba cantando ahora Gracia asombrosa; y su voz no lograba llegar a las notas más agudas. En la cocina, un plato se estrelló contra el suelo. La vela que estaba sobre la mesita de café se apagó.

Nina sintió como si estuviera en el centro de un torbellino; seres invisibles giraban a su alrededor. Rosalie siguió

cantando mientras Andrew encendía la vela. Nina pensó que las paredes iban a caer sobre ella; lo que se encontraba con ellos en la habitación, fuera lo que fuese, no podría ser contenido mediante unas cuantas oraciones y cánticos. —Tenemos que salir de aquí —dijo Andrew—. En el South Side sigue habiendo corriente. Allí deberíamos estar a salvo. —No podemos —contestó Jill—. Es demasiado arriesgado. Dijeron que debíamos mantenernos lejos de las calles, a no ser que se tratara de una emergencia. —Esto es una emergencia. Creo que

deberíamos meternos en nuestros coches y marcharnos. —No —dijo Rosalie mientras Tony empezaba a cantar—. Aquí estamos más seguros. —Mientras sigáis cantando… —Los libros saltaban en las estanterías—. Y puede que ni siquiera así. —Andy tiene razón —intervino Nina. Una capa de aire frío pareció tragarse sus palabras—. Por favor, venid con nosotros. —Miró hacia el sofá—. Al menos, dejad que nos llevemos a Melanie. —No —dijo Jill, acercándose a la niña y protegiéndola con un brazo a

modo de escudo. Nina retrocedió hacia la puerta junto con Andrew. La nevera estaba sacudiéndose al final del pasillo; más platos cayeron al suelo. Alargó la mano hacia su bolso, descolgándolo de una percha. —Será mejor que conduzca yo. Tú no puedes hacerlo con todo el vino que llevas dentro. Sus palabras sonaron con mayor aspereza de la que había pretendido; el dolor estaba regresando. Andrew abrió la puerta. Nina se volvió para mirar a sus vecinos, que estaban acurrucados alrededor de la

vela; una barrera nebulosa la separaba ahora de ellos. Recorrió el pasillo y bajó por la oscura escalera, agarrándose a la barandilla. Tras la puerta de los O’Hara reinaba un silencio ominoso. Cuando abrió la puerta principal, el viento casi se la arrebató de entre los dedos, pero Nina logró resistir. Andrew cogió su bolso, hurgando en él para buscar las llaves del coche. Nina cerró la puerta. Andrew le arrojó el bolso y salió corriendo hacia el coche, que estaba aparcado al otro lado de la calle. Sobre el césped se había formado un gran charco que llegaba hasta la acera. La

lluvia caía a chorros sobre Nina, pegándole la ropa al cuerpo. En la puerta de al lado había un hombre, inmóvil, mirando el porche y gritando. Nina no pudo ver el resto de la calle: el cielo, aun estando oscuro, parecía más luminoso que la negra tierra que había bajo él. Un relámpago le iluminó el camino. Cerca del edificio había algo agazapado: algo que le ladró. —Oscar —murmuró, reconociendo al salchicha de los O’Hara, y preguntándose qué estaba haciendo en la calle—. Pobrecito. Él perro saltó sobre ella,

mordiéndole la pierna. Garras y dientes se clavaron en sus tejanos. Nina hizo girar su bolso, golpeó al animal en la cabeza, haciendo que chocara contra la puerta. —¡Ven, Nina! Corrió hacia el coche y se colocó al lado de Andy, poniendo en marcha el motor. Las varillas del limpiaparabrisas iban de un lado para otro, pero la lluvia era tan espesa que no podía ver nada más. Encendió los faros. El coche avanzó lentamente por la calle. Un árbol había caído, bloqueando el lado izquierdo de la calzada: en la parte derecha había un

grupo de gente. Algunos sonreían: los faros arrancaron destellos de la blancura de sus dientes, e hicieron relucir sus ojos. Nina hizo sonar la bocina. El grupo de gente se lanzó sobre el coche. Frenó. Sus puños empezaron a golpear las ventanillas: el coche oscilaba. —¡Sigue! —gritó Andrew. Nina dio más gas. El coche salió disparado hacia adelante: el grupo que les rodeaba quedó atrás. Nina giró a la derecha, hacia el sur. —Lo conseguiremos —dijo Andrew —. Ya no queda mucho. El coche se detuvo. Nina hizo girar

la llave, apretando con fuerza el pedal. —Maldita sea… —El motor emitió un quejido y se quedó callado—. ¿Qué le pasa? —No lo sé. —Te olvidaste de llevarlo al taller. Te dije que lo hicieras, y se te olvidó. —No tenía tiempo. —¡Andy, maldición, tú…! Le golpeó; él la cogió por los puños, haciéndola retroceder. Nina intentó darle patadas. —¡Nina! —Andrew la sacudió con fuerza—. Tendremos que caminar, eso es todo. —¿Hasta allí?

—Ya estás empapada. Vamos. Bajaron del coche. Cuando corrían hacia la acera, el viento aulló y su fuerza casi derribó a Nina. Oyó un seco crujido. Un árbol se derrumbó, aplastando el coche abandonado. Andrew la cogió del brazo, guiándola a lo largo de la calle en tinieblas.

Frente al centro comercial se agitaba una masa oscura; Nina oyó el sonido del cristal al romperse. Dos hombres pasaron rozándola, llevando una caja de bourbon; un chico pasó corriendo con un

televisor portátil. Ante las tiendas ennegrecidas se había congregado una multitud. Dentro, se veía gente que arrojaba ropas, electrodomésticos y botellas a través de los escaparates rotos a los que se encontraban en el aparcamiento. Andrew se detuvo. Nina le tiró del brazo. —¡Será mejor que nos vayamos! — le gritó—. La policía estará aquí muy pronto. Alarmas a pilas gemían y daban timbrazos; cuando un horno de microondas salió volando por un escaparate, la multitud lanzó vítores.

Nina apartó rápidamente la mirada, preguntándose dónde estaba la policía. Otro grupo de gente corría hacia ellos; Nina y Andrew se encontraron repentinamente en mitad de la turba, y fueron empujados hacia las tiendas. Nina alargó la mano en busca de su esposo, pero sólo encontró el aire. —¡Andy! —Luchó por seguir en pie, temiendo ser pisoteada si caía—. ¡Andy! Un tostador pasó volando a su lado, golpeando a otra mujer, que cayó al suelo y dejó de ser visible. Había unas cuantas personas que llevaban linternas, sosteniéndolas igual que si fueran antorchas. Una joven pasó corriendo

junto a ella, los brazos cargados de tejanos. Nina intentó cogerse a un poste, lo consiguió y se agarró a él mientras la multitud se lanzaba hacia la tienda de licores. Había varias personas tendidas en la acera; oyó gemidos. Un relámpago iluminó la escena; Nina imaginó ver un negro charco de sangre junto a la cabeza de un hombre. —¡Andy! —Nina. Andrew estaba cerca de ella, caído en el suelo. Nina se inclinó sobre él, intentando levantarle. Él lanzó un gemido.

—Mi pierna…, me duele. Nina logró incorporarle, y Andrew se apoyó pesadamente en ella. Más gente pasó corriendo a su lado, uniéndose a la multitud que saqueaba la tienda ante la que estaban. —No creo que pueda conseguirlo. Será mejor que me dejes. —Sálvate a ti misma —murmuró la voz. —¡No lo haré! —gritó Nina. Mientras llevaba a su esposo, cruzando el aparcamiento, hacia la calle, rezó una oración.

El viento había cesado; la lluvia caía más lentamente. Los árboles amenazaban a Nina con sus ramas cuando pasaba, golpeándola mientras ella luchaba por sostener a su cojeante esposo. Murmuraba las plegarias de forma casi automática, sorprendiéndose al ver que era capaz de recordar tantas, aun cuando llevaba años sin recitarlas. Pasaron delante de una extensión de césped cubierta de muebles, y oyeron un grito lejano. Un haz luminoso la cegó durante un momento; unos guijarros se estrellaron en su cuerpo mientras unos

niños reían. Nina agito ante ella su brazo libre. El haz luminoso se apartó de ella, y los niños se batieron en retirada. Intentó ver algo a través de la lluvia, y distinguió un borroso resplandor dorado. —Luz —dijo—. Ya casi estamos allí. —Ahora podía distinguir farolas, e intento moverse con más rapidez; Andrew la hacía ir bastante despacio—. No me cogerás —dijo. Un camino iluminado serpenteaba subiendo por una colina; un camión de la compañía eléctrica lo tenía bloqueado. Nina fue hacia el camión. Un coche de la policía estaba

aparcado bajo una farola, cerca del camión. Llevando a su esposo hacia él, se aproximó hasta el límite entre la luz y la oscuridad, y entonces se detuvo. Intentó dar un paso hacia adelante y no pudo; algo la estaba reteniendo. Luchó por avanzar y sus rodillas no la obedecieron. —¡No! —gritó. Una portezuela se abrió a un lado del coche de la policía, y un hombre con impermeable corrió hacia ella. —¿Qué está haciendo aquí? —gritó. —Ayúdenos —dijo ella, alargando un brazo. No podía llegar hasta allí. Él intentó

cogerla, y un instante después retrocedió. —No podemos entrar —dijo el policía—. Lo hemos intentado. Seguimos intentándolo. —Y tú no puedes salir —murmuró la voz. De nuevo. Nina intentó dar un paso hacia adelante, y sintió como su cuerpo retrocedía, tambaleándose; Andrew se le escapó y cayó al suelo. —No puedo ayudarla, señora. —El policía agitó sus brazos en un gesto de impotencia—. Ojalá pudiera. Nina se dejó caer al suelo, acunando a su esposo entre los brazos. De repente,

la noche se hizo más clara; tenía alucinaciones, veía la luz que tanto anhelaba. El viento aulló su rabia. Unas manos la cogieron; Nina se agarró al cuerpo de Andrew. —¡Vamos, señora! El policía la estaba sosteniendo; de alguna forma, había logrado llegar hasta ella. Un instante después la soltó, y tiró de Andrew hasta levantarle. Nina siguió con paso vacilante a los dos hombres hasta el coche, donde les esperaba el compañero del policía. —¡Miren! —gritó el otro policía. Nina se volvió. Ahora su parte de la ciudad relucía con un mar estrellado de

luces. Del suelo brotó una sólida masa de negrura, que un instante después empezó a retroceder hacia las colinas del norte. —Estamos a salvo —dijo a su esposo—. Estamos a salvo. El policía meneaba la cabeza mientras contemplaba la neblina de ébano. En el cable que había sobre sus cabezas empezó a bailar un torrente de chispas; el cable se cortó, cayendo hacia ellos, retorciéndose como una serpiente. Metieron a su esposo dentro del coche. El North Side estaba una vez más en tinieblas, y cada vez se hacía más

oscuro; pronto, la impenetrable oscuridad fue tan espesa que Nina, a salvo dentro de la luz, no pudo ver nada a través de la negrura.

Se había quedado dormida. Nina despertó con un sobresalto, se estremeció y salió del coche de la policía. La lluvia había cesado. En la tenue claridad del lugar pudo ver a un médico que envolvía con un vendaje la pierna de Andrew. En la calle, una multitud inmóvil contemplaba el velo negro suspendido ante ellos.

—¡Funciona! —gritó una voz masculina—. ¡La corriente ha vuelto! Cuando el sol asomó por encima de las colinas que había a la derecha de Nina, el muro negro se alejó, derrotado por la luz. Alguien gritó. Donde había estado la oscuridad sólo quedaba tierra ennegrecida; las tinieblas se lo habían llevado todo, dejando tan sólo una vasta y reseca llanura. En la desolación del North Side sólo quedaban los cables de la corriente, los centinelas de la ciudad, con su zumbido apagado. Nina pensó en sus amigos, atrapados para siempre en la negrura. ¿Dónde iría ahora la oscuridad?, se preguntó. Lo

sabía. Se retiraría hasta el borde del mundo, y al interior de la gente que conocía, y dentro de ella; podía sentirla acechando allí, incluso ahora, escondiéndose en las sombras de su mente, con sus miedos. Esperaría a que la magia blanca fallara.

La noche del Bhairab Blanco LUCIUS SHEPARD

Lucius Shepard es probablemente el mejor escritor novel de relatos surgido en los años 80. Su novela corta «D & D» recibió un premio Nebula en 1987, y sus relatos fueron reunidos recientemente en un libro titulado The Jaguar Hunter. El rasgo más perceptible

de sus relatos es lo exótico de los escenarios, que han sido sacados de sus propios viajes. «La noche del Bhairab Blanco» apareció por primera vez en F&SF en octubre de 1984, y está ambientado en Nepal. Es la historia de un joven norteamericano que busca la iluminación en Katmandú, pero que sólo consigue verse metido en una aventura sobrenatural y enamorarse. En el cuento, Lucius Shepard no sólo utiliza el paisaje del Nepal, sino también sus mitos y leyendas para crear un extraño enredo en y con el «misterioso». Oriente.

Cada vez que el señor Chatterji iba a Delhi por negocios, dos veces al año, dejaba a Eliot Blackford al cuidado de su casa de Katmandú, y antes de cada viaje se producía la transferencia de llaves y de instrucciones en el Hotel Anapurna. Eliot —un hombre anguloso y de rasgos afilados, que se encontraba a mitad de los treinta, con una cabellera rubia que empezaba a clarear, y una perpetua expresión ardiente en el rostro —, sabía que el señor Chatterji era un alma sutil, y sospechaba que tal sutileza había dictado su elección del lugar de cita. El Anapurna era el equivalente nepalés del Hilton, con su bar equipado

de vinilo y plástico, con un amplio surtido de botellas dispuesto en forma de coro delante del espejo. Las luces estaban tamizadas, y las servilletas llevaban monograma. El señor Chatterji, regordete y con aire próspero en su traje de negocios, lo consideraría una elegante refutación del famoso pareado de Kipling («Oriente es Oriente», etc.), porque él se encontraba aquí como en su hogar, mientras que Eliot, que vestía una túnica algo maltrecha y sandalias, no lo estaba; y argüiría que no sólo los extremos se habían encontrado, sino que habían llegado a intercambiar sus lugares respectivos. En cuanto a la

sutileza de Eliot, servía como medida el que se contuviera y no le hiciera ver al señor Chatterji lo que éste era incapaz de percibir, que el Anapurna era una versión distorsionada del Sueño Americano. Las alfombras estaban desgastadas de tanto ir y venir; el menú abundaba en erratas ridículas (Skocés, Cuva Livre), y los músicos del comedor —dos hindúes con turbante y frac, que tocaban la guitarra eléctrica y la batería —, conseguían convertir Siempre verde en una melancólica raga. —Habrá una entrega importante. — El señor Chatterji llamó al camarero, e hizo avanzar unos centímetros el vaso de

Eliot—. Tendría que haber llegado hace días, pero ya conoce a esta gente de aduanas. Se estremeció de forma más bien afeminada para expresar su disgusto ante la burocracia, y miró con ojos expectantes a Eliot, quien no le decepcionó. —¿Qué es? —preguntó, seguro de que sería otra adición a la colección del señor Chatterji; le gustaba hablar de la colección con norteamericanos; demostraba que poseía una idea general de su cultura. —¡Algo delicioso! —contestó el señor Chatterji. Arrebató la botella de

tequila al camarero y, con una mirada de ternura, se la pasó a Eliot—. ¿Está usted familiarizado con el Terror de Carversville? —Sí, claro. —Eliot tragó otra ración —. Había un libro sobre él. —Ciertamente —dijo el señor Chatterji—. Un éxito de ventas. La mansión Cousineau fue en tiempos la más famosa casa encantada de su Nueva Inglaterra. Fue derribada hace varios meses, y yo he conseguido adquirir la chimenea —tomó un sorbo de su bebida —, que era el centro del poder. He sido muy afortunado al obtenerla. —Colocó su vaso sobre el círculo de humedad que

ya había en el mostrador, y empezó su erudita disertación—. Aimée Cousineau era un espíritu fuera de lo corriente, capaz de toda una amplia variedad de… Eliot se concentró en su tequila. Esos recitales siempre conseguían irritarle, igual que —por razones diferentes— su elegante disfraz de occidental. Cuando Eliot había llegado a Katmandú como miembro del Cuerpo de la Paz, el señor Chatterji había presentado una imagen mucho menos pomposa: un muchacho flaco, vestido con unos tejanos que habían pertenecido a un turista. Había sido uno de los habituales, casi todos jóvenes tibetanos,

que frecuentaban los mugrientos salones de té de la calle de los Fenómenos, viendo como los hippies norteamericanos se reían ante su yogurt de hachís, codiciando sus ropas, sus mujeres y toda su cultura. Los hippies habían respetado a los tibetanos; eran un pueblo de leyenda, símbolo del ocultismo entonces en boga, y el hecho de que les gustaran las películas de James Bond, los coches veloces y Jimi Hendrix había hecho aumentar la autoestima de los hippies. Pero habían encontrado risible el que Ranjeesh Chatterji —otro hindú occidentalizado — hubiera apreciado esas mismas

cosas, y le habían tratado con una maligna condescendencia. Ahora, trece años después, los papeles se habían invertido; era Eliot quien tenía que rondar los lugares que antes frecuentaba Chatterji. Se había instalado en Katmandú después de que terminara su turno, con la idea de practicar la meditación hasta conseguir algún tipo de iluminación. Pero las cosas no habían ido bien. En su mente había un obstáculo —se lo imaginaba como una piedra oscura, una piedra formada por sus ligaduras mundanas—, que ningún tipo de práctica podía desgastar, y su vida había

terminado en un ritmo fútil. Pasaba diez meses del año viviendo en una pequeña habitación cerca del templo de Swayambhunath, meditando y frotando la piedra para desgastarla; y luego, durante marzo y septiembre, ocupaba la casa del señor Chatterji, y se entregaba al libertinaje con el licor, el sexo y las drogas. Se daba cuenta de que el señor Chatterji le consideraba un desecho, que el empleo de guardián de la casa era en realidad una forma de venganza, mediante la cual su patrono podía ejercer su propia clase de condescendencia; pero a Eliot no le importaba ni la etiqueta ni lo que

pensara. Había cosas peores que ser un desecho en el Nepal. El país era hermoso, no resultaba caro y estaba lejos de Minnesota (donde Eliot había nacido). Y el concepto de fracaso personal carecía de significado aquí. Vivías, morías y volvías a nacer una y otra vez, hasta que por fin lograbas el éxito definitivo del no ser: un tremendo consuelo ante los fracasos. —Pero en su país —estaba diciendo el señor Chatterji—, el mal tiene un carácter más provocativo. ¡Es sexy! Como si los espíritus adoptaran personalidades vibrantes, para ser capaces de vérselas con los grupos de

música pop y las estrellas de cine. Eliot intentó pensar en alguna respuesta, pero el tequila estaba empezando a pesarle, y en vez de hablar soltó un eructo. Todo lo que formaba al señor Chatterji —dientes, ojos, cabellos, anillos de oro—, parecía arder con un brillo extraordinario. Daba la impresión de ser tan inestable como una burbuja de jabón, una pequeña y gorda ilusión hindú. El señor Chatterji se dio una palmada en la frente. —Casi se me olvidaba. En la casa habrá otra persona de su país. Una chica. ¡Muy hermosa! —Dibujó la

silueta de un reloj de arena en el aire—. Estoy francamente loco por ella, pero no sé si es digna de confianza. Por favor, cuide de que no traiga a la casa ningún vagabundo. —Correcto —dijo Eliot—. No hay problema. —Creo que ahora voy a jugar un poco —dijo el señor Chatterji, poniéndose en pie y mirando hacia el vestíbulo—. ¿Me acompaña? —No, creo que voy a emborracharme. Supongo que le veré en octubre. —Ya está borracho. Eliot… —El señor Chatterji le dio una palmada en el

hombro—. ¿No se ha dado cuenta?

A primera hora de la mañana siguiente, con resaca y la lengua pegada al paladar, Eliot se instaló para una última sesión de sus repetidos intentos por visualizar al Buda Avalokitesvara. Todos los sonidos del exterior —el zumbido de una motocicleta, el canto de los pájaros, la risa de una joven—, parecían estar repitiendo el mantra, y las grises paredes de piedra de su habitación daban la impresión simultánea de ser intensamente reales y, con todo, increíblemente frágiles, como

de papel, un telón pintado que podía desgarrar con sus manos. Empezó a sentir la misma fragilidad, como si fuera sumergido en un líquido que le estaba volviendo opaco, llenándole de claridad. Una ráfaga de viento podía hacer que saliera flotando por la ventana, transportándole a la deriva a través de los campos, y pasaría por entre los árboles y las montañas, todos los fantasmas del mundo material…, pero entonces un hilillo de pánico emergió del fondo de su alma, de esa piedra oscura. Estaba empezando a encenderse, a desprender un vapor envenenado; un minúsculo mechero de

ira, lujuria y miedo. Por la límpida sustancia en que se había convertido se estaban extendiendo las grietas, y si no se movía pronto, si no rompía meditación, se haría añicos. Se dejó caer al suelo, abandonando la postura del loto, y se quedó apoyado en los codos. Su corazón latía desbocado, el pecho subía y bajaba aceleradamente, y casi sentía deseos de gritar, tal era su frustración. Sí, era una tentación. Limitarse a decir: «Al infierno con todo», y gritar, lograr a través del caos lo que no podía conseguir mediante la claridad, vaciarse a sí mismo en ese grito. Estaba

temblando, y sus emociones oscilaban entre la autocompasión y el odio hacia sí mismo. Finalmente, se puso en pie con un esfuerzo, y se vistió con tejanos y una camisa de algodón. Sabía que se encontraba muy cerca de una crisis nerviosa, y se dio cuenta de que normalmente llegaba a este punto justo antes de establecerse en la casa del señor Chatterji. Su vida era una maltrecha hebra, que se tensaba entre esos dos polos de libertinaje. Un día se acabaría rompiendo. —Al infierno con eso —dijo. Metió sus ropas en una bolsa de viaje, y se dirigió hacia la ciudad.

Cruzar a pie la plaza Durbar —que no era realmente una plaza sino un gran complejo de templos con zonas abiertas, y por el que serpenteabas caminos adoquinados—, siempre hacía que Eliot se acordara de su breve carrera como guía turístico, una carrera que se había cortado en seco cuando la agencia recibió quejas sobre su excentricidad («Mientras se abren paso por entre los montones de excrementos humanos y mondas de fruta, les aconsejo que no respiren demasiado profundamente la flatulencia divina, pues de lo contrario podría dejarles insensibles al aroma de

Pradera linda, Cañadita Bordada o cualquier otra ciudadela de vida graciosa y elegante, a la que llamen ustedes su hogar…»). Le había molestado tener que dar conferencias sobre las tallas y la historia de la plaza especialmente a la gente sencilla-ycorriente, que sólo quería una Polaroid de Edna o del tío Jimmy junto a ese extraño dios mono del pedestal. La plaza era un logar único y, en opinión de Eliot, un turismo tan poco ilustrado no hacía más que rebajarla. Por todos se alzaban templos de ladrillo rojo y madera oscura, construidos al estilo de las pagodas, sus

pináculos alzándose como relámpagos de latón. Parecían de otro mundo, y uno medio esperaba ver que el cielo tenía un color distinto al de este planeta, y que en él había varias lunas. Sus gabletes y los postigos de sus ventanas estaban minuciosamente tallados con las imágenes de dioses y demonios, y tras un gran biombo situado en el templo del Bhairab Blanco se encontraba la máscara de ese dios. Tenía casi tres metros de alto, hecha en estaño, con un fantasioso tocado, orejas de largos lóbulos, y una boca llena de colmillos blancos; sus cejas estaban cubiertas de esmalte rojo y se arqueaban ferozmente,

pero los ojos tenían esa cualidad algo caricaturesca común a todos los dioses de Newari: no importaba cuán iracundos fueran en ellos había algo esencialmente amistoso. A Eliot le recordaban embriones de dibujos animados. Una vez al año —de hecho, faltaba poco más de una semana a partir de ahora—, se abriría el biombo, se metería una cañería en la boca del dios, y un chorro de cerveza de arroz brotarían por ella hacia las bocas de las multitudes congregadas ante él: en un momento determinado meterían un pez dentro de la cañería, y quien lo atrapara sería considerado como el alma más

afortunada de todo el valle de Katmandú durante el siguiente año. Una de las tradiciones de Eliot era intentar coger al pez, aunque sabía que no era suerte lo que necesitaba. Más allá de la plaza, las calles se estrechaban y corrían entre largos edificios de ladrillo, que tenían tres y cuatro pisos de altura, cada uno de ellos dividido en docenas de viviendas separadas. La tira de cielo que asomaba por entre los tejados era de un azul brillante que parecía quemar —un color del vacío—, y a la sombra, los ladrillos parecían de color púrpura. La gente se asomaba por las ventanas de los pisos

superiores, hablándose unos a otros: la vida de un vecindario exótico. Pequeños altares —recintos de madera que contenían estatuaria de estuco o latón— estaban metidos en hornacinas practicadas en las paredes y en las bocas de los callejones. En Katmandú, los dioses estaban por todas panes, y apenas había un rincón a salvo de sus miradas. Al llegar a la casa del señor Chatterji, que ocupaba la mitad de un edificio tan largo como un bloque normal. Eliot se dirigió hacia el primero de los patios interiores; una escalera llevaba desde él hasta el apartamento

del señor Chatterji, y Eliot pensó comprobar lo que había quedado de bebida. Pero cuando entró en el patio — una falange de plantas que parecían salir de la jungla, dispuestas alrededor de un rombo de cemento—, vio a la chica y se detuvo. Estaba sentada en una tumbona, leyendo, y realmente era muy hermosa. Vestía unos pantalones anchos de algodón, una camiseta y un largo chal blanco del que asomaban hebras doradas. El chal y los pantalones eran el uniforme de los jóvenes viajeros que, normalmente, se quedaban en el enclave apátrida de Temal: daba la impresión de que todos los habían comprado nada

más llegar para identificarse entre ellos. Acercándose un poco más, y atisbando por entre las hojas de una planta que parecía hecha de goma, Eliot vio que la chica tenía ojos de cierva, la piel color miel, y una cabellera castaña que le llegaba hasta los hombros, y por la que asomaban mechones más claros. Su boca, grande y bien dibujada, se había aflojado en una expresión algo tristona. Al notar su presencia, alzó la vista, sobresaltada; luego agitó la mano y dejó el libro. —Soy Eliot —dijo él, yendo hacia la joven. —Lo sé. Ranjeesh me habló de ti.

Ella le miraba sin la más mínima curiosidad. —¿Y tú? Se puso en cuclillas, a su lado. —Michaela. Sus dedos acariciaron el libro, como si tuviera ganas de volver a él. —Me doy cuenta de que eres nueva en la ciudad. —¿Por qué? Eliot le hablo de sus ropas, y ella se encogió de hombros. —Eso es lo que soy realmente — dijo—. Probablemente las llevaré siempre. Cruzó las manos sobre su estómago:

el estómago tenía una curvatura preciosa, y Eliot, un auténtico conocedor de estómagos femeninos, empezó a sentir cierta excitación. —¿Siempre? —preguntó—. ¿Tanto tiempo planeas quedarte? —No lo sé. —Michaela pasó la yema de un dedo por el lomo del libro —. Ranjeesh me pidió que me casara con él, y yo dije que quizá. El infantil plan de seducción preparado por Eliot se derrumbó ante una frase tan parecida a las bolas usadas para demoler edificios, y no logro ocultar su incredulidad. —¿Estas enamorada de Ranjeesh?

—¿Qué tiene que ver eso con casarse? Una arruga cruzó su entrecejo: era el síntoma perfecto de su estado emocional, la línea que un dibujante de historietas podría haber escogido para expresar una ira petulante. —Nada. No si no tiene nada que ver, claro. —Probó con una sonrisa, pero no obtuvo ningún resultado—. Bueno — dijo después de hacer una pausa—, ¿qué te parece Katmandú? —No salgo mucho —contestó ella con voz átona. Obviamente no quería conversar, pero Eliot no estaba dispuesto a

rendirse. —Tendrías que hacerlo —dijo—. El festival de Indra Jatra está a punto de comenzar. Es bastante animado. Especialmente la noche del Bhairab Blanco. Sacrifican búfalos, hay luz de antorchas… —No me gustan las multitudes — dijo ella. Segundo tanto. Eliot se esforzó por dar con algún tema de conversación que resultara atractivo, pero empezaba a creer que se trataba de una causa perdida. En ella había algo inerte, una capa de lánguida indiferencia que hacía pensar en la

Thorazina y la rutina de los hospitales. —¿Has visto el Khaa? —preguntó. —¿El qué? —El Khaa. Es un espíritu…, aunque algunos te dirán que en parte es un animal, porque en este lugar el mundo de los espíritus y el de los animales se superponen. Pero, sea lo que sea, todas las casas viejas tienen uno, y a las que no lo tienen se las considera casas sin suerte. Aquí hay uno. —¿A qué se parece? —Vagamente antropomórfico. Negro, sin rasgos. Algo así como una sombra viviente. Pueden mantenerse erguidos, pero se deslizan en vez de

caminar. Ella se rió. —No, no lo he visto. ¿Y tú? —Quizá —dijo Eliot—. Creo que lo he visto un par de veces, pero se me había ido bastante la mano. Ella irguió un poco más el cuerpo y cruzó las piernas; sus pechos oscilaron, y Eliot luchó por mantener los ojos centrados en su cara. —Ranjeesh me ha contado que estás un poco loco —dijo. ¡El viejo Ranjeesh, siempre tan amable! Debió suponer que el hijo de perra ya se habría encargado de prepararle una mala reputación para su

nueva dama. —Supongo que lo estoy —dijo, preparándose para lo peor—. Medito mucho, y algunas veces me encuentro bastante cerca del abismo. Pero ella pareció más intrigada por esta confesión que por nada de lo que le había contado; una sonrisa se abrió paso por entre la cuidadosa rigidez de sus rasgos, pareciendo derretirlos un poco. —Cuéntame algo más del Khaa — dijo. Eliot se felicitó a sí mismo. —Son bastante raros —dijo—. No son ni buenos ni malos. Se esconden en los rincones oscuros, aunque de vez en

cuando se les ve en las calles o en los campos que hay cerca de Jyapu. Y los más viejos y poderosos viven en los templos de la plaza Durbar. Existe una historia sobre uno que vive allí, muy ilustrativa en cuanto a su forma de actuar…, si es que te interesa. —Claro. Otra sonrisa. —Antes de que Ranjeesh comprara este sitio, era una casa de huéspedes; una noche, una mujer que tenía tres grandes bocios en el cuello vino aquí a dormir. Tenía también dos hogazas de pan que llevaba a su familia, y las metió bajo la almohada antes de quedarse

dormida. Alrededor de la medianoche, el Khaa entró deslizándose en su habitación, y se quedó muy sorprendido al ver los bocios que subían y bajaban cuando ella respiraba. Pensó que harían un hermoso collar, así que los cogió y se los puso en el cuello. Después se fijó en las hogazas que asomaban por debajo de su almohada. Tenían buen aspecto, así que las cogió también, y dejó en su sitio dos barras de oro. Cuando la mujer despertó, se quedó muy complacida. Volvió rápidamente a su aldea para contárselo a su familia, y por el camino se encontró a una amiga, una mujer que iba al mercado. Esta mujer tenía cuatro

bocios. La primera mujer le contó lo que le había ocurrido; esa noche, la segunda mujer fue a la casa de huéspedes, e hizo exactamente lo mismo que ella. Alrededor de la medianoche, el Khaa entró deslizándose en su habitación. Se había cansado de su collar y se lo dio a la mujer. También había llegado a la conclusión de que el pan no sabía demasiado bien, pero le seguía quedando una hogaza y pensó en darle otra oportunidad, así que, a cambio del collar le quitó a la mujer el gusto por el pan. Cuando despertó tenía siete bocios, nada de oro, y durante todo el resto de su vida jamás pudo volver a comer pan.

Eliot esperaba haber provocado una cierta diversión, y tenía la esperanza de que su relato sería el gambito de apertura de un juego con una conclusión tan previsible como placentera; pero no había esperado que ella se pusiera en pie, y se portara nuevamente como si un muro la separara de él. —Tengo que irme —dijo y, agitando distraídamente la mano, se dirigió hacia la puerta principal. Caminaba con la cabeza gacha, las manos en los bolsillos, como si estuviera contando sus pasos. —¿Adónde vas? —gritó Eliot, sorprendido.

—No lo sé. A la calle de los Fenómenos, quizá. —¿Quieres compañía? Cuando llegó a la puerta, Michaela se volvió hacia él. —No es culpa tuya —dijo—, pero la verdad es que no me gusta estar contigo.

¡Derribado! Un rastro de humo, girando locamente, estrellándose en la colina, y reventando en una bola de fuego. Eliot no comprendía por qué eso le había afectado tanto. Había ocurrido

antes y volvería a ocurrir. Normalmente, se habría dirigido a Temal para encontrar otro largo chal blanco y un par de pantalones de algodón, uno que no estuviera tan morbosamente centrado en sí mismo (retrospectivamente, así definía el carácter de Michaela), uno que le ayudara a cargar combustible para una nueva intentona de visualizar al Buda Avalokitesvara. De hecho, fue a Temal; pero se limitó a sentarse en un restaurante para beber té y fumar hachís, observando como los jóvenes viajeros se iban emparejando para la noche. Cogió una vez el autobús que iba a Patán y visitó a un amigo, un viejo compañero

hippie llamado Sam Chipley que dirigía una clínica; otra vez fue andando hasta Swayambhunath, lo bastante cerca como para ver la cúpula blanca del stupa y, sobre ella, la estructura dorada en la que estaban pintados los ojos del Buda que todo lo ve; ahora tenían un aspecto maligno y parecían bizquear, como si no les gustara demasiado verle aproximarse. Pero lo que más hizo durante la semana siguiente fue vagar por la casa del señor Chatterji, con una botella en la mano, un continuo zumbido dentro de su cabeza, y sin perder de vista a Michaela. La mayor parte de las habitaciones

carecían de mobiliario, pero muchas tenían señales de haber sido ocupadas recientemente: pipas de hachís rotas, sacos de dormir hechos pedazos, paquetitos de incienso vacíos. El señor Chatterji dejaba que aquellos viajeros de los que se encaprichaba sexualmente, ya fueran varones o hembras, usaran las habitaciones durante lo que podía llegar a ser meses enteros, y caminar por ellas era como realizar una visita histórica por la contracultura norteamericana. Las inscripciones de los muros hablaban de preocupaciones tan variadas como Vietnam, los Sex Pistols, la liberación femenina y la falta de viviendas en Gran

Bretaña, y también transmitían mensajes personales: «Ken Finkel, por favor, ponte en contacto conmigo en Am. Ex. de Bangkok…, con amor, Ruth». En una de las habitaciones había un complicado mural que representaba a Farrah Fawcett sentada en el regazo de un demonio tibetano, acariciando con los dedos el falo cubierto de pinchos. El conjunto lograba conjurar la imagen de un medio social trastornado y a punto de corromperse: el medio social de Eliot. Al principio, la visita le divirtió, pero con el paso del tiempo comenzó a sentir cierta amargura hacia todo eso, y empezó a pasar las horas en un balcón

que dominaba el patio, compartido con la casa contigua, escuchando a las mujeres newari que cantaban mientras se dedicaban a sus labores domésticas, y leyendo libros de la biblioteca del señor Chatterji. Uno de esos libros tenía como título El Terror de Carversville. «… escalofriante, hiela la sangre…», decía el New York Times en la solapa delantera. «… el Terror no flaquea ni por un segundo…», comentaba Stephen King. «… imposible de abandonar, le revolverá las tripas, un horror que le hará perder la cabeza…», farfullaba la revista People. Eliot añadió su comentario particular en

pulcras letras de imprenta: «… un montón de chorradas…». El texto — escrito para ser leído por quienes apenas habían salido del analfabetismo — era un tratamiento en forma de ficción de los supuestamente reales acontecimientos relacionados con las experiencias de la familia Whitcomb, que había intentado arreglar la mansión Cousineau en los años sesenta. Siguiendo el habitual crescendo de apariciones fantasmales, puntos fríos y olores molestos, la familia —papá David, mamá Elaine, los niños Tim y Randy y la adolescente Ginny— había empezado a discutir sobre la situación:

David pensó que la casa incluso había hecho envejecer a los niños. Reunidos alrededor de la mesa del comedor, parecían un grupo de condenados al infierno: ojeras violáceas, expresión ceñuda, mirando continuamente hacia todas partes. Incluso con las ventanas abiertas y la luz entrando a chorros por ellas, daba la impresión de que en el aire había una capa oscura que ninguna luz era capaz de expulsar. ¡Gracias a Dios, esa maldita cosa dormía durante el día!

—Bien —dijo—, supongo que se abre el turno de sugerencias. —¡Quiero irme a casa! Las lágrimas brotaron en los ojos de Randy y, como si le hubieran dado una señal, Tim también empezó a llorar. —No es tan sencillo —dijo David—. Estamos en casa, y no sé cómo nos las arreglaremos si nos marchamos. Los ahorros se han quedado casi a cero. —Supongo que podría conseguir un trabajo —dijo Elaine, sin mucho entusiasmo.

—¡Yo no me voy! —Ginny se levantó de un salto, tirando al suelo su silla—. ¡Cada vez que hago amigos, tenemos que marcharnos a otro sitio! —Pero, Ginny… —Elaine alargó la mano intentando calmarla—. Fuiste tú quien… —¡He cambiado de parecer! —Ginny retrocedió, como si de pronto les hubiera reconocido a todos como sus mortales enemigos—. ¡Podéis hacer lo que queráis, pero yo me quedo! Y salió corriendo de la habitación.

—Oh, Dios —dijo Elaine con voz cansada—. ¿Qué se le habrá metido en la cabeza? Lo que se había metido en la cabeza de Ginny, lo que se estaba metiendo en todos ellos y era la única parte interesante del libro, consistía en el espíritu de Aimée Cousineau. Preocupado por la conducta de su hija, David Whitcomb había registrado la casa, aprendiendo muchas cosas sobre el espíritu. Aimée Cousineau, née Vuillemont, había sido nativa de Santa Berenice, un pueblo suizo situado al pie de la montaña conocida como el Eiger.

(Su fotografía, al igual que un retrato de Aimée —una mujer de fría belleza, con el cabello negro y rasgos de camafeo—, estaba incluida en la parte central del libro). Hasta los quince años había sido una niña amable y nada excepcional; pero en el verano de 1889, cuando estaba dando un paseo por las estribaciones del Eiger, se extravió en una caverna. La familia ya había perdido las esperanzas cuando, tres semanas después, para gran alegría de ellos, Aimée apareció en los escalones de la tienda de su padre. Su alegría no duró mucho. Esta Aimée era muy distinta a la

que había entrado en la caverna. Era violenta, calculadora y grosera. Durante los dos años siguientes logró seducir a la mitad de los hombres del pueblo, incluyendo al sacerdote. Según su testimonio, la había estado riñendo, diciéndole que su pecado no era el camino de la felicidad, cuando Aimée empezó a desnudarse. —Estoy casada con la Felicidad — le dijo—. Mis miembros se han entrelazado con los del dios del Placer, y he besado los muslos escamosos de la Alegría. Y, a continuación, hizo crípticos comentarios referentes «al dios que

había bajo la montaña», cuya alma estaba ahora unida para siempre a la suya. En este punto, el libro volvía a las horrendas aventuras de la familia Whitcomb; Eliot, aburrido, dándose cuenta de que ya era mediodía, y que Michaela estaría tomando su baño de sol, subió al apartamento del señor Chatterji en el cuarto piso. Dejó el libro sobre un estante y salió al balcón. Le sorprendía su tozudo interés por Michaela. Se le ocurrió la idea de que podía estarse enamorando, y pensó que eso podía ser muy agradable; aunque probablemente no le llevara a ninguna

parte, sería bueno poseer la energía del amor. Pero dudaba de que ése fuera su caso. Lo más probable era que su interés se basara en algún humeante producto de la piedra oscura que había en su interior. Lujuria pura y simple. Miró por el balcón. Michaela estaba tendida sobre una toalla —la parte superior del bikini junto a ella—, en el fondo de un pozo formado por la luz solar, delgados haces de pura claridad parecidos a miel destilada cayendo del cielo y congelándose para formar el molde de una diminuta mujer dorada. El calor que desprendía su cuerpo daba la impresión de hacer bailar la atmósfera.

Esa noche Eliot rompió una de las reglas del señor Chatterji, y durmió en la habitación de su patrono. El techo estaba formado por un gran mirador incrustado en una estructura de color azul oscuro. El muestrario normal de estrellas no había sido suficiente para el señor Chatterji, por lo que había hecho construir el mirador con vidrio facetado que multiplicaba las estrellas, dando la impresión de que se estaba en el corazón de una galaxia, mirando por entre los intersticios de su núcleo llameante. Las paredes consistían en un mural fotográfico del glaciar Khumbu y el Chomolungma; y, bañado por la claridad

de las estrellas, el mural había cobrado la ilusión de profundidad y helado silencio que reinaba en las montañas. Tendido en ese dormitorio, Eliot podía oír los tenues sonidos del Indra Jatra: gritos y címbalos, oboes y tambores. Los sonidos le atraían; quería ir corriendo a las calles, convertirse en un elemento más de las ebrias multitudes, girar en un torbellino por entre la luz de las antorchas y el delirio, hasta encontrarse ante los pies de un ídolo manchado con la sangre de los sacrificios. Pero tenía la sensación de estar atado a la casa y a Michaela. Perdido en el brillo estelar del señor Chatterji, flotando por encima

del Chomolungma, y escuchando el estruendo del mundo que había bajo él, casi le resultaba posible creer que era un bodhisattva esperando una llamada para entrar en acción, y que toda su vigilancia tenía algún propósito.

El envío llegó a última hora del atardecer del octavo día. Cinco cajas enormes, que requirieron las energías combinadas de Eliot y tres braceros newari para llevarlas hasta la habitación del tercer piso, donde albergaba la colección del señor Chatterji. Tras darles una propina a los tres hombres,

Eliot —sudoroso, jadeante—, se instaló en el suelo para recobrar el aliento, la espalda apoyada en la pared. La habitación medía siete metros y medio por siete, pero parecía más pequeña a causa de las docenas de objetos curiosos que se encontraban esparcidos por el suelo, y que se amontonaban unos encima de otros junto a las paredes. Un picaporte de latón, una puerta rota, una silla de respaldo recto con los brazos unidos por un cordón de terciopelo para impedir que nadie tomara asiento en ella, una palangana descolorida, un espejo recorrido por una raya color marrón, una lámpara con la pantalla

hendida. Todos esos objetos eran reliquias de algún caso de encantamiento o posesión, y algunos de tales casos habían poseído una grotesca violencia; habían pegado tarjetas que atestiguaban los detalles en estos objetos y, para quienes estuvieran interesados, informaban sobre libros que podrían encontrar en la biblioteca del señor Chatterji. Rodeadas por todas esas reliquias, las cajas parecían inofensivas. Estaban cerradas con clavos, cubiertas de sellos e inscripciones de las aduanas, y su altura era tal que llegaban hasta el pecho de Eliot.

Cuando se hubo recuperado, Eliot empezó a vagabundear por la habitación, divertido ante la preocupación y los cuidados que el señor Chatterji había invertido en su afición; lo más divertido era que nadie se impresionaba ante ella salvo el señor Chatterji; lo único que hacía era dar a los viajeros una nota a pie de página para sus diarios. Nada más. Sintió un fuerte mareo —se había levantado demasiado pronto—, y se apoyó en una de las cajas para no perder el equilibrio. ¡Jesús, se encontraba en una forma física penosa! Y entonces, cuando parpadeaba para eliminar los

remolinos de células muertas que derivaban a través de su campo visual, la caja se movió. Muy poco, como si en su interior algo se hubiera agitado en sueños. Pero fue palpable, real. Eliot corrió hacia la puerta, alejándose de ella. Cada nudo y articulación de su espina dorsal se había convertido en un mapa de escalofríos; el sudor se había evaporado, dejando zonas pegajosas en su piel. La caja no se movía. Pero le daba miedo apartar los ojos de ella, seguro de que si lo hacía, ésta daría rienda suelta a su furia contenida. —Hola —dijo Michaela desde el umbral.

Su voz tuvo un efecto electrizante sobre Eliot. Lanzó un chillido muy agudo y se volvió en redondo, extendiendo las manos como para contener un ataque. —No quería asustarte —dijo ella—. Lo siento. —¡Maldita sea! —contestó él—. ¡No aparezcas de esa forma! —Se acordó de la caja y le echó un rápido vistazo—. Oye, estaba cerrando la… —Lo siento —repitió ella, y pasó a su lado, entrando en la habitación—. Ranjeesh parece un idiota cuando habla de esto —dijo, pasando la mano por encima de la caja—. ¿No lo crees tú

así? Su familiaridad con la caja calmó un poco los temores de Eliot. Quizá había sido él quien se movió; un espasmo causado por la excesiva tensión de los músculos. —Sí, supongo que sí. Michaela fue hacia la silla de respaldo recto, quitó el cordón de terciopelo y se instaló en ella. Vestía una falda marrón claro, y una blusa a cuadros que le daban un aire de colegiala. —Quiero disculparme por lo del otro día —dijo; inclinó la cabeza y toda la cascada de su pelo cayó hacia

adelante para oscurecer su rostro—. Últimamente he pasado un período bastante malo. He tenido problemas para relacionarme con la gente. Con todo el mundo. Pero ya que vivimos en la misma casa, me gustaría que fuéramos amigos. —Se puso en pie y se alisó los pliegues de la falda—. ¿Ves? Hasta me he cambiado de ropa. Me di cuenta de que ésas te molestaban. La inocente sexualidad de su postura hizo que Eliot sintiera una oleada de deseo. —Muy bonitas —dijo, con forzada despreocupación—. ¿Y por qué has pasado un mal período?

Michaela fue hacia la puerta, y miró por el umbral. —¿Realmente quieres que te lo cuente? —No si te resulta doloroso. —No importa —dijo ella, apoyándose en el quicio de la puerta—. En los Estados Unidos, yo formaba parte de un grupo y nos iba bastante bien. Le dábamos los últimos toques a un álbum, teníamos conversaciones ya con casas de discos… Yo vivía con el guitarrista, estaba enamorada de él. Pero tuve un lío. Ni siquiera fue un lío. Fue una idiotez. Carecía de sentido. Sigo sin saber por qué lo hice. Supongo que fue

un impulso momentáneo. De eso habla el rock’n’roll, y quizá lo único que yo hacía era poner el mito en acción. Uno de los músicos se lo contó a mi compañero. Así son los grupos musicales…, eres amigo de todo el mundo, pero nunca de todos a la vez. Mira, yo le había hablado ya del asunto… Siempre habíamos confiado el uno en el otro. Pero un día se enfadó conmigo por algo. Algo estúpido y carente de sentido. —Su mandíbula luchaba por mantener la firmeza; la brisa que llegaba del patio agitaba delicados mechones de pelo alrededor de su rostro —. Mi compañero se volvió loco y le

dio una paliza a… —se rió, una risa abatida y triste—, mi amante. Lo que fuera. Mi compañero le mató. Fue un accidente, pero intentó huir y la policía le pegó un tiro. Eliot deseaba hacerla callar; obviamente ella lo estaba viendo todo de nuevo, viendo la sangre y las sirenas de la policía, y las blancas y frías luces de la morgue. Pero ahora estaba montada en una ola de recuerdos, impulsada por su energía, y Eliot sabía que no tenía más remedio que llegar hasta lo alto de esa ola y estrellarse con ella. —Durante un tiempo estuve fuera de

mí. Siempre tenía sueño. Nada me afectó. Ni los funerales, ni los padres irritados. Me fui durante unos meses a las montañas, y empecé a sentirme mejor. Pero cuando volví a casa, me encontré con que el músico que se lo había contado todo a mi compañero había escrito una canción sobre ello. El asunto, las muertes. Había grabado un disco. La gente lo compraba, cantaba el estribillo cuando andaban por la calle o se daban una ducha. ¡Lo bailaban! Estaban bailando sobre la sangre y los huesos, canturreando el dolor y la pena, soltando cinco dólares con noventa y ocho por un disco sobre el sufrimiento.

Si pienso en ello me doy cuenta de que estaba loca, pero en ese tiempo todo lo que hice me pareció normal. Más que normal. Dirigido, inspirado. Compré una pistola. Un modelo femenino, dijo el vendedor. Recuerdo haber pensado lo extraño que resultaba eso de que hubiera armas masculinas y femeninas, igual que con las maquinillas eléctricas de afeitar. Cuando la llevé encima, sentí que me había vuelto enorme. Tenía que ser apacible y cortés, o de lo contrario la gente se daría cuenta de lo gigantesca y decidida que era. No fue difícil encontrar a Ronnie…, es el tipo que escribió la canción. Estaba en Alemania,

grabando un segundo álbum. No lograba creerlo, ¡no iba a ser capaz de matarle! Me sentía tan frustrada que una noche fui a un parque y empecé a disparar. No logré darle a nada. De todos los vagabundos, ardillas y gente que hacía jogging corriendo por allí, sólo acerté a las hojas y al aire. Después de eso, me encerraron. Un hospital. Creo que me ayudó, pero… —Parpadeó, despertando de un trance—. Pero ¿sabes?, sigo sintiéndome desconectada. Eliot apartó cuidadosamente las hebras de cabello que le habían caído en el rostro, y volvió a ponerlas en su sitio. La sonrisa de Michaela se encendía y se

apagaba. —Lo sé —dijo—. A veces me siento así. Ella asintió con aire pensativo, como para confirmarle que había reconocido esa cualidad en él.

Cenaron en un local tibetano de Temal; no tenía nombre, y era una especie de basurero con mesas cubiertas por cagadas de mosca y sillas desvencijadas, especializado en búfalo acuático y sopa de cebada. Pero se encontraba lejos del centro de la ciudad, lo que significaba que podrían escapar a

las peores aglomeraciones del festival. El camarero era un joven tibetano, que vestía tejanos y una camiseta con la leyenda LA MAGIA ES LA RESPUESTA; los auriculares de un estéreo portátil colgaban alrededor de su cuello. Las paredes —visibles a través de una capa de humo—, estaban cubiertas de fotos, la mayor parte mostrando al camarero en compañía de una gran variedad de turistas, pero en unas cuantas se veía a un tibetano de mayor edad, vestido de azul y cubierto de joyas color turquesa, llevando un rifle automático; era el propietario, uno de los tribeños khampa que habían combatido en las guerrillas

contra los chinos. Rara vez aparecía en el restaurante, y cuando lo hacía su furibunda presencia tendía a poner fin a las conversaciones. Durante la cena, Eliot intentó mantenerse alejado de los temas que pudieran poner nerviosa a Michaela. Le habló de la clínica de Sam Chipley, de cuando el Dalai Lama vino a Katmandú, y de los músicos de Swayambhunath. Temas de conversación animados y exóticos. Su inerte tristeza era una parte tan insustancial de ella, que Eliot se sentía inclinado a rasparla a medida que sus gestos se hacían más animados y su sonrisa se volvía más luminosa. Esta

sonrisa era distinta a la que había exhibido en su primer encuentro. Aparecía en su rostro con tal brusquedad que parecía una reacción autónoma, como la de un girasol al abrirse, como si no le estuviera mirando a él, sino al principio de la luz sobre el que ella había echado raíces. Naturalmente, se daba cuenta de la presencia de Eliot, pero había escogido ver más allá de las imperfecciones de la carne, y conocer la criatura perfecta que Eliot era en realidad. Y Eliot —cuyo aprecio de sí mismo se encontraba en un mal momento— habría sido capaz de dar volteretas para mantenerla en ese

estado. Incluso cuando le narró su historia, lo hizo como si fuera un chiste, una metáfora sobre los errores norteamericanos cometidos en la búsqueda del Oriente. —¿Por qué no lo dejas? —le preguntó ella—. Me refiero a la meditación. Si no funciona, ¿por qué seguir? —Mi vida se encuentra en un estado de suspensión perfecta —dijo él—. Temo que si dejo de practicar, si cambio lo que sea, me hundiré hasta el fondo o saldré volando. —Golpeó la taza con su cucharilla, pidiendo más té—. No vas a casarte realmente con Ranjeesh,

¿verdad? —preguntó, sorprendiéndose ante la preocupación que le causaba la idea de que ella pudiera casarse con él. —Probablemente no. —El camarero les sirvió más té, un murmullo de tambores brotando de sus auriculares—. Me sentía perdida, eso es todo. Verás, mis padres demandaron a Ronnie por haber escrito la canción, y acabé encontrándome con un montón de dinero…, lo que me hizo sentir todavía peor… —No hablemos de eso —dijo él. —No importa. —Le toco la muñeca para tranquilizarle, y Eliot siguió notando calor en la piel después de que

sus dedos se hubieran apartado—. De todas formas —siguió diciendo—, decidí viajar y todas las cosas extrañas que… No sé. Estaba empezando a perder el control. Ranjeesh era una especie de santuario. Eliot se quedó inmensamente aliviado. Cuando salieron del local, se encontraron las calles repletas de asistentes al festival; Michaela cogió a Eliot por el brazo, y dejó que la guiara a través del gentío. Había newaris que llevaban sombreros tipo Nehru y pantalones abultados en las caderas y ceñidos apretadamente alrededor de los

tobillos; grupos de turistas, gritando y agitando botellas de cerveza de arroz; hindúes con túnicas blancas y saris. El aire estaba cargado con el picante olor del incienso, y la tira de cielo purpúreo que se veía en lo alto mostraba una distribución tan regular de estrellas, que parecía un estandarte tendido entre los tejados. Cuando estaban cerca de la casa, un hombre de ojos extraviados que vestía una túnica de satén azul pasó corriendo junto a ellos, casi golpeándoles, y fue seguido por dos muchachos que llevaban a rastras una cabra, su frente untada con un polvo color escarlata; un sacrificio.

—¡Esto es una locura! Michaela se rió. —No es nada. Espera hasta mañana por la noche. —¿Qué ocurre entonces? —La noche del Bhairab Blanco. — Eliot hizo una mueca—. Tendrás que andarte con cuidado. Bhairab es más bien lujurioso, y tiene mal temperamento. Michaela volvió a reír, y le apretó afectuosamente el brazo. En el interior de la casa, la luna — que ya había dejado atrás su plenitud una dorada pupila vacía— flotaba en el centro exacto del cuadrado de cielo

nocturno admitido por el tejado. Eliot y Michaela se quedaron inmóviles en el patio, muy cerca el uno del otro, silenciosos, sintiendo una repentina torpeza. —Esta noche lo he pasado muy bien —dijo Michaela; se inclinó hacia él y le rozó la mejilla con los labios—. Gracias —murmuró. Eliot la atrajo hacia él cuando Michaela ya se apartaba, le levantó la barbilla y la besó en la boca. Los labios de Michaela se abrieron para dejar paso a su lengua. Luego le apartó. —Estoy cansada —dijo, el rostro endurecido por el nerviosismo. Dio unos

pasos alejándose de él, pero se detuvo y se dio la vuelta—. Si quieres…, si quieres estar conmigo, puede que… Podríamos intentarlo. Eliot fue hacia ella y la cogió de las manos. —Quiero hacer el amor contigo — dijo, sin intentar ocultar el deseo que sentía. Y eso era lo que deseaba: hacer el amor. No joder ni tirársela, o meterse en la cama con ella, ni cualquier otra poco elegante versión del acto. Pero no fue el amor lo que hicieron. Michaela estaba muy hermosa bajo el ardor estrellado del techo del señor

Chatterji, y al principio se mostró muy apasionada, moviéndose como si el acto le resultara realmente importante; de repente, se quedó inmóvil, y volvió el rostro hacia la almohada. Sus ojos relucían. Con su cuerpo montado encima del de ella, escuchando el sonido animal de su respiración y el impacto de su carne sobre la de Michaela, Eliot supo que debería parar y consolarla. Pero los meses de abstinencia, los ocho días que llevaba deseándola…, todo eso se fundió en una brillante llamarada que se concentró en su espalda, una pila nuclear de lujuria que irradió su conciencia y le hizo

seguir penetrándola, apresurándose hacia la plenitud del acto. Cuando salió de ella, Michaela dejó escapar un leve quejido y se hizo un ovillo, apartándose de él. —Dios, cómo lo siento… —dijo ella, la voz rota. Eliot cerró los ojos. Se encontraba mal, reducido al estado de una bestia. Había sido igual que dos enfermos mentales haciendo porquerías a escondidas, dos pedazos de personas que no lograban formar un ser completo entre los dos. Ahora comprendía la razón de que el señor Chatterji deseara casarse con ella; planeaba añadirla a su

colección, colocarla en un altar junto con las demás astillas de violencia que poseía. Y cada noche completaría su venganza, haría más sustancial su dominio de la cultura, haciendo algo menos que el amor con esta muchacha triste e inerte, este fantasma norteamericano. Los hombros de Michaela se agitaban con sollozos ahogados. Necesitaba a una persona que la consolara, que la ayudara a encontrar su propia fuerza y su capacidad de amar. Eliot extendió la mano hacia ella, queriendo hacer cuanto estuviera a su alcance. Pero sabía que esa persona no iba a ser él.

Varias horas después, cuando Michaela se hubo dormido sin dejarse consolar, Eliot fue a sentarse al patio, la mente vacía de todo pensamiento, el cuerpo fláccido, contemplando una planta. La planta estaba envuelta en sombras, y sus hojas colgaban totalmente inmóviles. Llevaba un par de minutos mirándola, cuando se dio cuenta de que detrás de la planta había una sombra que se movía de forma muy leve; intentó distinguirla mejor y el movimiento se detuvo. Eliot se puso en pie. La silla arañó el suelo de cemento con un sonido de una potencia antinatural. Sentía un cosquilleo en el

cuello y miró detrás de él. Nada. La Venerable Fatiga Mental, pensó. La Venerable Tensión Emocional. Rió y la claridad de la risa —que subió por el pozo vacío, despertando ecos—, le alarmó; y pareció remover un sinfín de pequeños movimientos espasmódicos por toda la oscuridad. ¡Lo que necesitaba era un trago! El problema era cómo entrar en el dormitorio sin despertar a Michaela. Infiernos, quizá debiera despertarla. Quizá tendrían que hablar un poco más antes de que lo ocurrido fuera sedimentándose, hasta convertirse en un estado de ánimo indestructible.

Se volvió hacia la escalera…, y entonces, con un chillido de pánico, enredándose los pies con las tumbonas al retroceder de un salto antes de haber completado la zancada, cayó de costado. Una sombra —la tosca silueta de un hombre, con su tamaño— se encontraba a menos de un metro de él; ondulando igual que un mechón de algas cuando la marea está baja. El aire que la rodeaba temblaba levemente, como si toda esa imagen no fuera más que un descuidado inserto de película en la realidad. Eliot se apartó de ella a cuatro patas, intentando ponerse de rodillas. La sombra fluyó hacia abajo, derritiéndose,

formando un charco en el cemento; se concentró hasta formar un bulto parecido a una oruga, se dobló sobre sí misma y empezó a fluir hacia él, moviéndose como si rodara sobre ella misma. Luego se irguió de nuevo, asumiendo una vez más su silueta humana, alzándose sobre él. Eliot se puso en pie, todavía asustado, pero no tanto como antes. Si le hubieran pedido que testimoniara sobre la existencia de los Khaa antes de esta noche, habría rechazado la evidencia de sus aturdidos sentidos, y se habría inclinado por el lado de la alucinación y la leyenda popular. Pero ahora, aunque

estaba tentado de sacar esa misma conclusión, había demasiadas pruebas en contra. Contemplando el negro capuchón carente de rasgos que formaba la cabeza del Khaa, tuvo la impresión de que algo le devolvía la mirada. No, más que una impresión. Percibía claramente una personalidad. Era como si las ondulaciones del Khaa estuvieran produciendo una brisa que llevaba su olor psíquico a través del aire. Eliot empezó a imaginárselo como un tío ya entrado en años, tímido y algo chiflado, al que le gustaba sentarse bajo los peldaños del porche, comer moscas y reírse silenciosamente, pero que era

capaz de predecir la caída de la primera nevada, y sabía cómo arreglar la cola a tu cometa. Raro, pero inofensivo. El Khaa extendió un brazo, y éste pareció desprenderse de su torso, su mano un negro mitón carente de pulgar. Eliot retrocedió. No estaba totalmente preparado para creer que era inofensivo. Pero el brazo se extendió más lejos de lo que creía posible, y le envolvió la muñeca. Era suave y le hacía cosquillas, un río de mariposas peludas que se arrastraba por encima de su piel. Antes de apartarse de un salto. Eliot oyó dentro de su cabeza una nota quejumbrosa, y ese quejido —que

parecía fluir a través de su cerebro con la misma flexibilidad demostrada por el brazo del Khaa— se tradujo en una súplica sin palabras. Mediante ella comprendió que el Khaa tenía miedo. Un miedo terrible. De repente, el Khaa se derritió y fluyó hacia el suelo, y empezó a desplazarse hacia la escalera, abultándose y achatándose de nuevo; se detuvo en el primer rellano, bajó la mitad del tramo de escalones y volvió a subir, repitiendo el proceso una y otra vez. A Eliot le quedó claro («¡Oh, Jesús! ¡Esto es de locos!») que estaba intentando convencerle de que le siguiera. Igual que Lassie o cualquier

otro ridículo animal televisivo, estaba intentando decirle algo, llevarle hasta el lugar donde se había desplomado el guarda forestal herido, donde el nido de los patitos estaba siendo amenazado por el incendio de la maleza. Tendría que ir hasta él, frotarle la cabeza y decir: «¿Qué pasa, chica? ¿Te han estado tomando el pelo esas ardillas?». Esta vez su risa tuvo un efecto tranquilizador, y le ayudó a centrar sus ideas. Sí, era probable que su experiencia con Michaela hubiera bastado para romper su maltrecha conexión con la realidad consensual; pero creer en eso no servía de nada. Aun en tal caso, bien podía

seguir adelante con la broma. Fue hacia la escalera, y subió hasta la sombra que ondulaba sobre el rellano. —De acuerdo, Bongo —dijo—. Veamos qué te ha puesto tan nervioso.

En el tercer piso, el Khaa dobló por un pasillo, moviéndose con rapidez, y Eliot no volvió a verle hasta que no estuvo cerca de la habitación que albergaba la colección del señor Chatterji. El Khaa se encontraba junto a la puerta, agitando sus brazos, indicándole aparentemente que debía entrar en ella. Eliot se acordó de la caja.

—No, gracias —dijo. Una gota de sudor resbaló por sus costillas, y se dio cuenta de que en la zona cercana a la puerta hacía un calor fuera de lo normal. La mano del Khaa fluyó por encima del pomo, envolviéndolo; y cuando la mano se apartó de la puerta estaba hinchada, extrañamente deforme; había un agujero en la madera, donde antes había estado todo el mecanismo de la cerradura. La puerta se abrió unos cinco centímetros. De la habitación empezó a salir una masa de oscuridad, añadiendo una esencia aceitosa al aire. Eliot dio un paso hacia atrás. El Khaa dejó caer al

suelo el mecanismo de la cerradura —se materializó bajo la informe mano negra, y se estrelló ruidosamente sobre la piedra—, y cogió a Eliot por el brazo. Una vez más oyó el quejido, la súplica de auxilio y, ya que no podía apartarse de un salto, comprendió de forma más clara el proceso de traducción. Podía sentir el gemido como un frío fluido que recorriera su cerebro, y cuando el gemido se apagó, el mensaje apareció en su lugar, como si apareciera una imagen en una bola de cristal. Bajo el miedo del Khaa había algo así como un mensaje tranquilizador, y aunque Eliot sabía que éste era el tipo de errores que siempre

cometía la gente en las películas de horror, metió la mano en la habitación y buscó a tientas el interruptor de la pared, medio esperando que algo se apoderara de él o que le hicieran pedazos. Encendió la luz y acabó de abrir la puerta con el pie. Y deseó no haberlo hecho. Las cajas habían explotado. Astillas y fragmentos de madera estaban esparcidos por todos lados, y los ladrillos habían sido amontonados en el centro de la habitación. Eran de un color rojo oscuro, ladrillos de poca resistencia, que parecían pasteles hechos con sangre seca; cada uno de

ellos estaba marcado con letras y números negros, que indicaban su posición original en la chimenea. Pero ahora ninguno se hallaba en su posición correcta, aunque habían sido colocados de forma francamente artística. Habían sido amontonados hasta formar la silueta de una montaña, una montaña que — pese a lo tosco de los bloques usados para construirla— duplicaba los abruptos acantilados, las chimeneas y las suaves laderas de una montaña real. Eliot la reconoció por su foto. El Eiger. Se alzaba hasta el techo, y bajo el brillo de las luces emitía una radiación de fealdad y barbarie. Parecía estar viva,

un colmillo de carne rojo oscuro, y el calcinado olor de los ladrillos era como un zumbido en las fosas nasales de Eliot. Sin hacer caso del Khaa, que estaba agitando nuevamente los brazos, Eliot se lanzó hacia el descansillo; una vez en él se detuvo y, tras una breve lucha entre el miedo y la conciencia, corrió por la escalera que llevaba al dormitorio, subiendo los peldaños de tres en tres. ¡Michaela había desaparecido! Eliot se quedó inmóvil, contemplando los bultos formados por la ropa de cama, iluminados por la claridad de las estrellas. Dónde diablos…, ¡su habitación! Bajó corriendo la escalera, y

cayó de narices en el rellano del segundo piso. Sintió una punzada de dolor en su rodilla, pero logró ponerse en pie y siguió corriendo, convencido de que algo le perseguía. La parte inferior de la puerta de Michaela estaba ribeteada por una luz anaranjada —no venía de ninguna lámpara—, y Eliot oyó una risa cascada que parecía resonar dentro de un hogar de piedra. La madera estaba cálida al tacto. La mano de Eliot se cernió durante unos instantes sobre el pomo. Su corazón parecía haberse hinchado hasta el tamaño de una pelota de baloncesto, y ejecutaba extrañas evoluciones dentro

de su caja torácica. Lo más inteligente sería largarse de allí a toda velocidad, porque lo que estaba al otro lado de la puerta, fuera lo que fuese, tenía que ser demasiado para que él lo manejara sin ayuda. Pero en vez de ello, hizo lo más estúpido e irrumpió en la habitación. Su primera impresión fue que la estancia se encontraba en llamas, pero luego vio que, aunque el fuego parecía real, no se extendía; las llamas se mantenían aferradas a los contornos de objetos que, en sí mismos, no eran reales, no poseían sustancia propia y estaban hechos del fuego fantasmal; cortinajes recogidos por cordones, un

sillón y un sofá tapizados, una chimenea adornada con tallas, todo de un diseño antiguo. Los muebles reales —todos ellos basura producida en serie— no habían sufrido daños. Alrededor de la cama relucía una intensa claridad rojo naranja, y en el centro yacía Michaela. Desnuda, la espalda arqueada. Mechones de su cabello se levantaban en el aire para enredarse unos con otros, flotando en una corriente invisible; los músculos de sus piernas y su abdomen se abultaban y se retorcían como si estuvieran librándose de la piel. Los chasquidos se hicieron más fuertes, y la luz empezó a brotar de la cama para

formar una columna luminosa todavía más brillante; estrechándose en su punto central, y abultándose en una aproximación de caderas y pechos, dibujando gradualmente la silueta de una mujer en llamas. No tenía rostro, no era más que una figura de fuego. Su traje, cubierto de chispas, se agitaba como si caminara, y las llamas se levantaban detrás de su cabeza como una cabellera mecida por el viento. Eliot estaba lleno de terror, demasiado asustado para gritar o correr. El aura de calor y poder de la silueta le envolvió. Aunque se encontraba tan cerca que la habría podido tocar con el

brazo, parecía estar muy lejos, como si la distinguiera desde una gran distancia y la silueta estuviera caminando hacia él por un túnel que se adaptaba exactamente a su figura. Extendió una mano, rozándole la mejilla con un dedo. El contacto le produjo un dolor mayor del que jamás hubiera conocido. Era un contacto luminoso que encendía cada circuito de su cuerpo. Pudo sentir cómo su piel se agrietaba y se cubría de ampollas, cómo los fluidos brotaban de ella para evaporarse con un siseo. Se oyó gemir; un sonido líquido y podrido, como el de algo atrapado en una cloaca. Y, entonces, ella apartó bruscamente

su mano, como si él la hubiera quemado a ella. Aturdido, sus nervios chillando de dolor, Eliot se derrumbó al suelo, y — con ojos enturbiados— distinguió una negrura que ondulaba junto a la puerta. El Khaa. La mujer ardiente estaba frente a él, a un par de metros de distancia. Esta confrontación entre el fuego y la oscuridad, entre dos sistemas sobrenaturales distintos, resultaba tan increíble que Eliot se puso bruscamente alerta. Se le ocurrió que ninguno de los dos sabía qué hacer. Rodeado por su zona de aire en agitación, el Khaa ondulaba; la mujer ardiente

chisporroteaba y crujía, atrapada en su fantasmagórica distancia. Alzó su mano en un gesto vacilante; pero antes de que pudiera completar el movimiento, el Khaa avanzó con cegadora rapidez y su mano envolvió la de ella. De los dos brotó un chillido semejante al del metal torturado, como si algún principio inflexible hubiera sido violado. Oscuros zarcillos se abrieron paso por el brazo de la mujer ardiente, haces de fuego atravesaron al Khaa, y en el aire se oyó un zumbido muy agudo, una vibración que a Eliot le hizo rechinar los dientes. Por un instante temió que dos versiones espirituales de

la materia y la antimateria hubieran entrado en contacto, y que la habitación estallaría. Pero el zumbido se cortó cuando el Khaa apartó su mano; dentro de ella relucía una pequeña llama rojo naranja. El Khaa se derritió, cayó al suelo y fluyó fuera de la habitación. La mujer ardiente, y con ella todas las llamas de la habitación, se encogió hasta formar un punto incandescente y se desvaneció. Aún aturdido, Eliot se tocó la cara. Tenía la sensación de haber sido quemado, pero no parecía haber ningún daño real. Logró ponerse en pie, fue tambaleándose hasta la cama, y se

derrumbó junto a Michaela. Ella respiraba profundamente, inconsciente. —¡Michaela! La sacudió. Michaela gimió, y su cabeza rodó de un lado a otro. Eliot se la echó al hombro como si fuera un bombero, y fue hacia el pasillo. Moviéndose sin hacer ruido, avanzó por él hasta el balcón que dominaba el patio, y se asomó a mirar…, y se mordió el labio para ahogar un grito. Claramente visible en el aire azul eléctrico de la oscuridad que precede al amanecer, en mitad del patio, había una mujer alta y pálida que vestía un camisón blanco. Su negra cabellera caía como un abanico

sobre su espalda. Volvió bruscamente la cabeza para mirarle, sus rasgos de camafeo retorcidos en una ávida sonrisa, y esa sonrisa le dijo a Eliot cuanto había querido saber sobre la posibilidad de escapar. «Anda, intenta marcharte — estaba diciendo Aimée Cousineau—. Adelante, prueba. Me gustaría». A unos cuantos metros de ella, una sombra se irguió de un salto, y Aimée se volvió en esa dirección. De repente, el patio se vio sacudido por un vendaval; un violento torbellino de aire del que ella era el tranquilo centro. Las plantas salieron volando hacia el pozo como aves de cuero; las macetas se hicieron

pedazos, y los fragmentos salieron disparados hacia el Khaa. Estorbado por el paso de Michaela, y queriendo alejarse de la batalla tanto como le fuera posible, Eliot subió por la escalera hacia el dormitorio del señor Chatterji.

Fue una hora después, una hora de mirar a hurtadillas hacia el patio, observando el juego del escondite que el Khaa practicaba con Aimée Cousineau, dándose cuenta de que el Khaa les estaba protegiendo al mantenerla ocupada…, fue entonces cuando Eliot se acordó del libro. Lo recuperó del

estante y empezó a pasar rápidamente las hojas, con la esperanza de enterarse de algo útil. No había nada más que hacer. Encontró el punto donde Aimée soltaba su discurso sobre su matrimonio con la Felicidad, pasó por alto la transformación de Ginny Whitcomb en un monstruo adolescente, y encontró otra parte del libro que trataba de Aimée. En 1895, un rico suizonorteamericano llamado Armand Cousineau había vuelto a Santa Berenice, su lugar de nacimiento, para una visita. Se quedó prendado de Aimée Vuillemont; su familia, cazando al vuelo esa oportunidad de librarse de ella,

permitió a Cousineau que se casara con Aimée, y la mandó en barco a su casa de Carversville, New Hampshire. El gusto de Aimée por la seducción no fue domeñado por tal desplazamiento. Abogados, diáconos, comerciantes, granjeros; todos eran grano que moler en su molino. Pero en el invierno de 1905 se enamoró —apasionada y obsesivamente— de un joven maestro de escuela. Creía que el maestro de escuela la había salvado de su matrimonio blasfemo, y su gratitud no conoció límites. Por desgracia, tampoco los conoció su furia cuando el maestro se enamoró de otra mujer. Una noche,

cuando pasaba ante la mansión Cousineau, el médico del pueblo vio a una mujer que andaba por los terrenos. «Una mujer llameante, no ardiendo sino compuesta de fuego, cada uno de sus rasgos una estructura ígnea…». Por una ventana brotaba el humo; el médico entró corriendo en la mansión, y descubrió al maestro de escuela, encadenado, ardiendo igual que un tronco en la vasta chimenea. Apagó el pequeño incendio que había logrado propagarse desde la chimenea, y cuando salió de la casa se tropezó con el cadáver calcinado de Aimée. No estaba claro si la muerte de

Aimée había sido accidental, producida por una chispa que había prendido en su camisón, o era a resultas de un suicidio; pero estaba claro que después de eso, la mansión había sido encantada por un espíritu, que se complacía en poseer a las mujeres y hacer que mataran a sus hombres. Los poderes sobrenaturales del espíritu estaban limitados por la carne, pero eran complementados por una inmensa fuerza física. Ginny Whitcomb, por ejemplo, había matado a su hermano Tim arrancándole un brazo; luego, se había lanzado tras su otro hermano y su padre en una implacable cacería que había durado un día y una

noche; mientras se hallaba en posesión de un cuerpo, el espíritu no estaba limitado a la actividad nocturna… «¡Cristo!». La luz que entraba por el mirador del techo era de color gris. ¡Estaban a salvo! Eliot fue a la cama, y empezó a sacudir nuevamente a Michaela. Ella gimió, y sus ojos acabaron abriéndose en un parpadeo. —¡Despierta! —dijo él—. ¡Tenemos que salir! —¿Qué? —Michaela intentó apartar las manos de Eliot—. ¿De qué estás hablando?

—¿No te acuerdas? —¿De qué? —Michaela puso los pies en el suelo, y se quedó sentada, con la cabeza gacha, aturdida por su brusco despertar; luego se levantó, osciló de un lado a otro, y dijo—: Dios, ¿qué me has hecho? Me siento… Y en su rostro apareció una expresión mezcla de embotamiento y suspicacia. —Tenemos que irnos. —Eliot caminó alrededor de la cama hacia donde estaba ella—. A Ranjeesh le ha tocado el gordo. Esas cajas suyas llevaban embalado un auténtico espíritu junto con los ladrillos. La última noche

intentó poseerte. —Eliot percibió su incredulidad—. Debiste perder el conocimiento. Toma. —Le ofreció el libro—. Esto te explicará… —¡Oh, Dios! —gritó ella—. ¿Qué hiciste? ¡Me siento en carne viva! Se apartó de él, los ojos desorbitados por el miedo. —No hice nada. Eliot extendió sus manos hacia ella, las palmas al descubierto, como para demostrar que no tenía armas. —¡Me violaste! ¡Mientras estaba dormida! Michaela miró rápidamente a derecha e izquierda, presa del pánico.

—¡Eso es ridículo! —¡Tienes que haberme drogado o algo parecido! ¡Oh, Dios! ¡No te acerques! —No pienso discutir contigo —dijo él—. Tenemos que salir de aquí. Después de eso, puedes acusarme de violación o de lo que sea. Pero nos marchamos, aunque deba llevarte a rastras. Parte de la desesperación de Michaela se evaporó, y sus hombros se encorvaron. —Mira —continuó él, acercándose a ella—, no te violé. Lo que estás sintiendo es algo que te hizo ese

condenado espíritu. Era… Michaela le dio con la rodilla en la entrepierna. Mientras se retorcía en el suelo, hecho un ovillo alrededor de su dolor, Eliot oyó abrirse la puerta y el eco de sus pisadas, alejándose. Se agarró al borde del lecho, logró ponerse de rodillas y vomitó encima de las sábanas. Luego se derrumbó de espaldas, y se quedó tendido durante varios minutos, hasta que el dolor se hubo encogido al tamaño de un potente latido, un latido que hacía sacudirse su corazón siguiendo el mismo ritmo; luego, cautelosamente, se puso en pie y salió al

pasillo, arrastrando los pies. Apoyándose en la barandilla, bajó la escalera hasta la habitación de Michaela y, muy despacio, se sentó frente a ella. Dejó escapar un tembloroso suspiro. Destellos actínicos ardían ante sus ojos. —Michaela —dijo—, escúchame. Su voz sonaba muy débil; la voz de un hombre muy, muy viejo. —Tengo un cuchillo —dijo ella, pegada al otro lado de la puerta—. Lo usaré si intentas entrar por la fuerza. —Yo no me preocuparía por eso — dijo él—. Y, por todos los infiernos, tampoco me preocuparía pensando en violaciones. Ahora, ¿quieres

escucharme? Ninguna respuesta. Se lo contó todo y, cuando hubo terminado, ella dijo: —Estás loco. Me violaste. —Nunca te haría daño. Yo… Había estado a punto de explicarle que la amaba, pero decidió que probablemente eso no era cierto. Probablemente, sólo deseaba poseer una verdad buena y limpia, como el amor. El dolor le provocaba nuevas náuseas, como si la mancha negra y púrpura de su hematoma estuviera infiltrándose en su estómago, y lo llenara de gases ponzoñosos. Luchó por ponerse en pie y

se apoyó en la pared. Carecía de objeto discutir con ella, y no había demasiadas esperanzas de que abandonara la casa por propia voluntad, no si reaccionaba ante Aimée igual que Ginny Whitcomb. La única solución era ir a la policía, acusarla de algún crimen. Agresión. Ella le acusaría de violación pero, con suerte, los dos serían detenidos hasta que pasara la noche. Y él tendría tiempo de mandarle un telegrama al señor Chatterji…, que le creería. El señor Chatterji era un creyente por naturaleza; sencillamente, no encajaba en su idea de la sofisticación el dar crédito a sus espíritus nativos. Vendría en el primer

vuelo desde Delhi, ansioso por recoger documentación sobre el Terror. Sintiéndose también ansioso por terminar con el asunto. Eliot bajó lentamente la escalera y avanzó cojeando por el patio; pero el Khaa le esperaba, agitando sus brazos en la habitación llena de sombras que llevaba a la calle. Tanto si era un efecto de la luz como de su batalla con Aimée o, para ser más precisos, del fuego pálido que se veía dentro de su mano, el Khaa parecía menos sustancial. Su negrura era un tanto opaca, y el aire que le rodeaba estaba borroso, como manchado, igual que se ven las olas por encima de una

lente; era como si el Khaa fuera sumergido más profundamente en su propio medio ambiente. Eliot no sintió ningún resquemor ante la idea de permitir que le tocara: agradeció ese contacto, y lo relajado de su actitud pareció intensificar la comunicación. Empezó a ver imágenes en el ojo de su mente: el rostro de Michaela, el de Aimée, y luego los dos rostros quedaron superpuestos. Se le mostró todo esto una y otra vez, y a partir de ello comprendió que el Khaa deseaba que la posesión tuviera lugar. Pero no entendía el porqué. Más imágenes. Él mismo corriendo, Michaela corriendo, la plaza

Durbar, la máscara del Bhairab Blanco, el Khaa. Montones de Khaas. Pequeños jeroglíficos negros. También esas imágenes fueron repetidas, y después de cada secuencia, el Khaa alzaba su mano ante el rostro de Eliot, y enseñaba el iridiscente pedazo de fuego de Aimée. Eliot creyó comprender, pero cada vez que intentaba transmitir su inseguridad al respecto, el Khaa solamente repetía las imágenes. Por fin, dándose cuenta de que el Khaa había llegado a los límites de su habilidad para comunicarse, Eliot se dirigió a la calle. El Khaa se derritió, cayó al suelo y se alzó de nuevo en el

umbral para bloquearle el camino, y agitó sus brazos desesperadamente. Una vez más. Eliot percibió esa cualidad de viejo chiflado que había en él. Iba contra toda lógica depositar su confianza en una criatura tan errática, especialmente con un plan tan peligroso; pero la lógica no tenía mucho poder sobre él, y esta solución era permanente. Si funcionaba. Si no la había interpretado mal. Se rió. ¡Al infierno con todo! —Tranquilo, Bongo —dijo—. Volveré tan pronto como me hayan arreglado la herramienta.

La sala de espera de la clínica de Sam Chipley estaba repleta de mujeres y niños newari, que se rieron en voz alta cuando Eliot pasó por entre ellos con su paso peculiar, las piernas bien arqueadas y arrastrando los pies. La mujer de Sam le llevó a la sala de examen, y una vez en ella, Sam —un hombre corpulento y barbudo, su larga cabellera recogida en una cola de caballo—, le ayudó a subir a la mesa de curas. —¡Mierda santa! —dijo tras haber inspeccionado la lesión—. ¿En qué te has metido, tío? Empezó a extender ungüento sobre

los morados. —Un accidente —dijo Eliot, con los dientes apretados e intentando no gritar. —Ya, apuesto a que fue eso —dijo Sam—. Quizá un accidente pequeño y sexy, que cambió de parecer cuando la cosa se puso seria. ¿Sabes, tío? Si no consigues tu ración de forma regular, puedes acabar resultando excesivamente apasionado para ciertas damas. ¿Has pensado alguna vez en ello? —No pasó de esa forma. ¿Estoy bien? —Ajá, pero durante una temporada no podrás hacer de supermacho. —Sam se acercó a la pileta y se lavó las manos

—. Y no me vengas con ese rollo de hacerte el inocente. Estabas intentando ligar con la nueva cosita de Chatterji, ¿verdad? —¿La conoces? —La trajo aquí un día para presumir. Tío, esa chica es un caso mental. A tus años deberías tener más cuidado. —¿Podré correr? Sam se rió. —No mucho. —Oye, Sam… —Eliot se irguió en la mesa de curas y torció el gesto—. La dama de Chatterji… Se ha metido en un mal lío, y yo soy el único que puede ayudarla. Tengo que ser capaz de correr,

y necesito algo para mantenerme despierto. No he dormido durante un par de días. —No voy a darte píldoras, Eliot. Puedes aguantar tu mono sin mi ayuda. Sam acabó de secarse las manos y fue a sentarse en un taburete junto a la ventana; al otro lado había una pared de ladrillos, y encima de ésta, una ristra de banderolas de plegarias chasqueaba impulsada por la brisa. —¡No te estoy pidiendo ningún cargamento de droga, maldita sea! Sólo la suficiente para mantenerme en funcionamiento esta noche. ¡Esto es importante, Sam!

Sam se rascó el cuello. —¿En qué clase de lío está metida? —No puedo explicártelo ahora — dijo Eliot, sabiendo que Sam se reiría ante la idea de algo tan metafísicamente sospechoso como el Khaa—. Pero lo haré mañana. No es nada ilegal. ¡Venga, hombre! Tiene que haber algo que puedas darme. —Oh, puedo remendarte un poco. Puedo hacer que te sientas igual que el Rey Mierda en el día de la coronación. —Sam se lo pensó durante unos instantes—. De acuerdo, Eliot. Pero mañana quiero que traigas otra vez tu trasero hasta aquí, y me cuentes lo que

está pasando. —Lanzó un resoplido de diversión—. Todo cuanto puedo decir es que debe tratarse de algún lío condenadamente extraño, si tú eres el único que puede salvarla.

Tras haber mandado un telegrama al señor Chatterji, instándole a que regresara inmediatamente a casa, Eliot volvió al edificio y desatornilló las bisagras de la puerta principal. No estaba seguro de que Aimée fuera capaz de controlar la casa, de hacer que las puertas se cerraran, y las ventanas se quedaran atascadas, como había hecho

con su casa en New Hampshire, pero no quería correr ningún riesgo. Cuando levantó la puerta y la apoyó en la pared de la habitación, se quedó sorprendido ante su ligereza; tuvo la sensación de estar poseído por una fuerza errática, como si fuera capaz de levantar la puerta por encima del pozo del patio y lanzarla hasta lo alto de los tejados. El cóctel de calmantes y anfetaminas estaba haciendo maravillas. Le dolía la ingle, pero el dolor era distante, muy alejado del centro de su conciencia, la que representaba una fuente de bienestar. Cuando hubo terminado con la puerta, cogió un poco de zumo de frutas en la

cocina, y volvió a la habitación para esperar. Michaela bajó la escalera a media tarde. Eliot intentó hablar con ella, convencerla de que se fuera, pero ella le advirtió de que no debía acercarse, y regresó a su habitación. Luego, sobre las cinco, la mujer ardiente apareció flotando a un metro escaso del suelo del patio. El sol se había retirado al tercio superior del pozo, y su llameante silueta estaba engarzada en una sombra azul pizarra, los fuegos de su cabello danzando alrededor de su cabeza. Eliot, que había estado dándole fuerte a los tranquilizantes, se quedó deslumbrado

ante ella; si fuera una alucinación, ocuparía el primer lugar de su palmarés particular de todos los tiempos. Pero incluso dándose cuenta de que no lo era, estaba demasiado drogado como para considerarla una amenaza y reaccionar debidamente ante ella. Se rió, y le arrojó un fragmento de maceta. La mujer ardiente se encogió hasta convertirse en un punto incandescente, se esfumó, y con ello consiguió hacerle entender de golpe la temeridad de su acto. Tomó más anfetaminas para contrarrestar su euforia, e hizo unos cuantos ejercicios de estiramiento para aflojar sus músculos y librarse del envaramiento

que notaba en el pecho. El crepúsculo combinaba los colores de las sombras del patio, los celebrantes desfilaban por la calle, y a lo lejos podía oír tambores y címbalos. Tuvo la sensación de estar apartado de la ciudad y la fiesta. Asustado. Ni siquiera la presencia del Khaa, medio sumergido entre las sombras que había a lo largo de la pared, servía para consolarle. Cuando ya casi había anochecido, Aimée Cousineau entró en el patio, y se detuvo a unos siete metros de él, mirándole. No sintió deseo alguno de reír o arrojarle cosas. A esta distancia, podía ver que sus ojos

carecían de blanco, pupila o iris. Eran totalmente negros. En algún momento, parecían ser las abultadas cabezas de dos tornillos negros metidos en su cráneo; después, parecían perderse entre la negrura, alejándose hasta una cueva situada bajo una montaña, donde algo aguardaba para enseñar las alegrías del infierno a quien entrara por azar en ella. Eliot se acercó cautelosamente a la puerta. Pero ella se dio la vuelta, subió por la escalera hasta el segundo piso, y se alejó por el pasillo que conducía hasta el dormitorio de Michaela. Y así empezó la nerviosa espera de Eliot.

Pasó una hora. Eliot iba y venía de la puerta al patio. Sentía la boca como si fuera de algodón; sus articulaciones parecían frágiles y quebradizas, sostenidas por delgados alambres de anfetaminas y adrenalina. ¡Esto era una locura! Lo único que había hecho era hacerles correr un peligro todavía peor. Finalmente, oyó cerrarse una puerta en el piso de arriba. Retrocedió hacia la calle, tropezando con dos chicas newari, que se rieron en voz baja y se alejaron rápidamente. Multitudes de gentes se movían hacia la plaza Durbar. —¡Eliot! La voz de Michaela. Había esperado

la áspera voz de un demonio, y cuando ella entró en la habitación, su chal blanco reluciendo con un pálido brillo en la oscura atmósfera, se sorprendió al ver que no había cambiado. Sus rasgos no revelaban rastro alguno de nada que no fuera su habitual mezcla de aburrimiento y desinterés. —Siento haberte hecho daño —dijo Michaela, yendo hacia él—. Sé que no me hiciste nada. Estaba trastornada por lo de la noche anterior, eso es todo. Eliot siguió retrocediendo. —¿Qué pasa? Michaela se detuvo en el umbral. Podía haber sido su imaginación o

las drogas, pero Eliot habría jurado que sus ojos eran mucho más oscuros de lo normal. Trotó unos diez metros, alejándose de ella, y se volvió a mirarla. —¡Eliot! Era un grito de rabia y frustración, y Eliot apenas si logró creer en la rapidez con que ella se lanzó sobre él. Al principio, Eliot corrió alocadamente, saltando a los lados para evitar los choques, dejando atrás alarmados rostros de tez oscura; pero después de un par de manzanas, descubrió un ritmo más eficiente, y empezó a prever los obstáculos que tenía delante, entrando y

saliendo de la multitud. A su espalda, se alzaban gritos de irritación. Miró hacia atrás. Michaela estaba acortando la distancia, yendo en línea recta hacia él, dejando tendida a la gente en el suelo con lo que parecían ser manotazos carentes del más mínimo esfuerzo. Eliot corrió más rápidamente. La multitud se hizo más espesa, y Eliot se mantuvo junto a los muros de las casas, donde no era tan densa; pero incluso allí resultaba difícil mantener un buen ritmo. Las antorchas bailaban ante su rostro; grupos de jóvenes —cantando, cogidos de los brazos— formaban barreras que le obligaban a ir todavía más despacio. Ya

no podía ver a Michaela, pero podía distinguir la senda de su paso. Puños que se agitaban, cabezas moviéndose de un lado a otro. Para Eliot, toda la escena empezaba a perder su cohesión. Había gritos hechos de luz de antorcha, astillas brillantes de gritos enloquecidos, olas de incienso y basura que le golpeaban. Tuvo la sensación de ser el único pedazo de materia sólida en una sopa reluciente, que estaba siendo vertida por un conducto de piedra. Al principio de la plaza Durbar, tuvo un fugaz atisbo de una sombra inmóvil junto a las enormes puertas doradas del templo Degutale. Era más grande que el

Khaa del señor Chatterji, y su negro era más del color de la antracita; uno de los antiguos, de los poderosos. La imagen hizo renacer su confianza, y le devolvió el equilibrio. No se había equivocado al interpretar el plan. Pero sabía que ésta era la parte más peligrosa. Había perdido el rastro de Michaela, y la multitud le estaba arrastrando; si le atrapaba ahora, no podría correr. Luchando por conseguir un poco de espacio, debatiéndose para seguir en pie, Eliot fue arrastrado hacia el complejo de los templos. Los tejados de las pagodas se alzaban en la oscuridad igual que montañas cubiertas de extrañas

tallas, sus picos ocultos por una noche sin luna; los senderos adoquinados eran muy estrechos, apenas si tendrían tres metros, y la multitud se apretaba para entrar por ellos, una marea de lava humana. Por todas partes oscilaban las antorchas, subiendo y bajando, enviando salvajes lametones de sombra y luz anaranjada hacia lo alto de los muros, revelando rostros contorsionados en muecas feroces en cada techo. Encima de su pedestal, la estatua dorada de Hanuman, el dios mono, parecía balancearse a un lado y a otro. Los címbalos que entrechocaban y el arrítmico redoble de los tambores

trastornaban el corazón de Eliot; el correoso gemido de los oboes parecía estar trazando las fluctuaciones de sus nervios. Cuando pasaba junto al templo de Hanuman Ohoka, vio la máscara de estaño del Bhairab Blanco brillando sobre las cabezas de la multitud, como el rostro de un payaso maligno. Se encontraba a menos de treinta metros, colocada en una gran hornacina de la pared del templo, e iluminada por bombillas colgadas entre ristras de banderolas de oración. La multitud empezó a moverse más de prisa, arrastrándole primero en una dirección y

luego en otra; pero logró distinguir a dos Khaa más en el umbral del Hanuman Dhoka. Los dos fluyeron hacia el suelo, esfumándose, y Eliot sintió crecer sus esperanzas. ¡Tenían que haber localizado a Michaela, tenían que estar atacándola! Cuando la multitud le hubo llevado a unos pocos metros de la máscara, estuvo seguro de que se encontraba a salvo. Ahora ya debían de haber acabado su exorcismo. El único problema que faltaba por resolver era encontrarla. Se dio cuenta de que ése había sido el eslabón débil del plan. Había sido un idiota al no tenerlo en cuenta. Era imposible saber lo que

ocurriría si Michaela se desplomaba en mitad del gentío. De repente, se encontró bajo la cañería que asomaba por la boca del dios; el chorro de cerveza de arroz que brotaba de ella, formando un arco, daba la impresión de ser transparente bajo las luces, y cuando le mojó el rostro (el pez no estaba), su frialdad tuvo el efecto de quitarle el barniz de fuerza química. Estaba mareado, la ingle le latía dolorosamente. El gran rostro, con sus feroces colmillos y sus ojos cómicamente sorprendidos, parecía estarse hinchando y oscilando atrás y adelante. Eliot tragó aire. Lo que debía hacer era encontrar un sitio cerca de una

pared, donde pudiera apoyarse para no ser arrastrado por el flujo de la multitud, esperar hasta que ésta hubiera disminuido, y luego buscarla. Estaba a punto de ponerlo en práctica, cuando dos poderosas manos le cogieron los codos por detrás. Incapaz de volverse, Eliot logró forzar su cuello y mirar por encima del hombro. Michaela le sonrió; una satisfecha sonrisa de «¡te cogí!». Sus ojos eran dos muertos óvalos de negrura. Michaela formó su nombre con los labios, su voz inaudible por entre la música y el griterío, y empezó a empujarle por delante de ella, usándole

como un ariete para abrirse paso por entre la muchedumbre. Para quien les observara, daría la impresión de que él se encargaba de protegerla contra los choques y obstáculos, pero los pies de Eliot no llegaban a tocar el suelo. Newaris irritados gritaban cuando él los apartaba con su cuerpo. También Eliot gritaba. Nadie se dio cuenta. Unos segundos después, habían llegado a una calle lateral, pasando por entre grupos de borrachos. La gente se reía ante los gritos que lanzaba Eliot pidiendo auxilio, y un tipo imitó su extraña forma de correr, como si tuviera los miembros del cuerpo medio sueltos.

Michaela giró por un umbral, llevándole a lo largo de un pasillo de suelo de tierra, cuyos muros habían sido tallados hasta formar paneles de imágenes; el oscuro resplandor anaranjado de las lámparas brillaba por entre los paneles, y proyectaba un encaje de sombras sobre el suelo de tierra. El pasillo se ensanchó hasta formar un pequeño patio, la madera de sus paredes oscurecida por el tiempo, y puertas cubiertas con intrincados mosaicos de marfil. Michaela se detuvo, y le estrelló contra una pared. Eliot estaba aturdido, pero reconoció el lugar como uno de los viejos templos budistas que rodeaban la

plaza. Salvo por la estatua de una vaca dorada, de tamaño natural, el patio estaba vacío. —Eliot. Lo dijo de tal forma que resultaba más una maldición que un nombre. Eliot abrió la boca para gritar, pero ella le atrajo hacia su cuerpo, abrazándole; la presa con que sujetaba su codo derecho se hizo más fuerte, mientras su otra mano le apretaba la nuca, extinguiendo el grito. —No tengas miedo —dijo—. Sólo quiero besarte. Sus pechos se aplastaron contra el torso de Eliot, su pelvis frotó la suya en

una burla de la pasión y, centímetro a centímetro, Michaela le obligó a bajar el rostro hacia ella. Sus labios se abrieron y —«¡Oh, Jesucristo!»— Eliot se retorció entre sus brazos, un nuevo horror dándole fuerzas. El interior de su boca era tan negro como sus ojos. Michaela quería que él besara esa negrura, la misma que Aimée había besado bajo el Eiger. Eliot dio patadas y usó su mano libre para arañarla, pero ella era irresistible, sus manos parecían de hierro. El codo de Eliot crujió y una brillante punzada de dolor recorrió velozmente su brazo. Algo más se estaba rompiendo en su cuello. Y, aun así, nada

de eso podía compararse a lo que sintió cuando su lengua —un negro atizador de fuego— se abrió paso a la fuerza por entre sus labios. Su pecho estaba a punto de reventar con la necesidad del grito, y todo estaba oscureciendo. Pensando: «Esto es la muerte», sintió un leve resentimiento al ver que la muerte no era el fin del dolor, como le habían enseñado a creer, y que lo único que hacía era añadir un cosquilleo a todos sus otros dolores. Entonces el calor que le abrasaba la boca disminuyó, y Eliot pensó que la muerte había sido, sencillamente, un poco más lenta de lo habitual.

Pasaron varios segundos antes de comprender que estaba tendido en el suelo; tardó un poco más antes de que se diera cuenta de que Michaela estaba tendida junto a él; y —porque la oscuridad le tapaba parte de su campo visual— pasó un tiempo considerablemente más largo antes de que distinguiera las seis tinieblas ondulantes, que habían encerrado en un anillo a la silueta de Aimée Cousineau, alzándose sobre ella. Su negrura relucía igual que una gruesa capa de vello, y el aire que las rodeaba temblaba a causa de las vibraciones. En su camisón blanco, su rostro de camafeo inmóvil en

una expresión de calma, Aimée parecía la antítesis de los gigantes vagamente masculinos que la amenazaban, delicada, sus rasgos finamente tallados contrastando con tosquedad. Sus ojos parecían reflejar el color negativo de ellos, igual que un espejo. Cuando hubo pasado un instante, a su alrededor se alzó un pequeño torbellino de viento. Las ondulaciones de los Khaa aumentaron y se hicieron rítmicas, movimientos de danzarines sin huesos, y el viento se calmó. Sorprendida, Aimée pasó velozmente por entre dos de ellos, y se colocó en una postura defensiva cerca de la vaca dorada; bajó la cabeza

y miró a los Khaa frunciendo el entrecejo. Los Khaa fluyeron hacia el suelo, se deslizaron hacia adelante y, levantándose de golpe, la obligaron a acercarse todavía más a la estatua. Pero la mirada de Aimée estaba haciendo estragos. Pedazos de marfil y madera se desprendían de las paredes, volando hacia los Khaa, y uno de ellos se estaba desvaneciendo, una neblina de partículas negras acumulándose alrededor de su cuerpo; un segundo después, con un ruido muy agudo, que a Eliot le recordó el de un reactor pasando sobre su cabeza, el Khaa se desvaneció.

En el patio quedaban cinco Khaa. Aimée sonrió, y sus ojos fueron hacia otro de ellos. Pero antes de que su mirada pudiera tener efecto, los Khaa se acercaron a ella, ocultándole su imagen a Eliot; y cuando se apartaron, era Aimée quien mostraba señales de haber sufrido daño. De sus ojos fluían hilillos de negrura que formaban una telaraña sobre sus mejillas, dando la impresión de que su rostro se estaba agrietando. Su camisón se incendió, y su cabellera empezó a moverse. Las llamas bailaron en las puntas de sus dedos, extendiéndose luego a sus brazos y su seno, y Aimée adoptó la forma de la

mujer ardiente. Tan pronto como la transformación se hubo completado, intentó encogerse, hacerse pequeña hasta llegar al punto en el que se desvanecía, pero, actuando al unísono, los Khaa alargaron sus manos y la tocaron. Se oyó de nuevo ese chillido de metal torturado, que se convirtió en un agudo zumbido y, para asombro de Eliot, los Khaa fueron absorbidos dentro de ella. El proceso fue rápido. Los Khaa se convirtieron en una neblina borrosa y, luego, en nada; venas de mármol negro recorrieron el fuego de la mujer ardiente; la negrura se fue espesando, tomando la forma de cinco diminutas

figuras que parecían hechas con simples líneas, un diseño de jeroglíficos que cubría su camisón. Aimée volvió a expandirse con un feroz siseo, recobrando sus dimensiones normales, y los Khaa salieron de ella para rodearla. Por un instante permaneció inmóvil, empequeñecida; una colegiala indefensa entre un círculo de matones escolares. Después, sus manos volaron hacia el que estaba más cerca de ella. Aunque no poseía rasgos con los que expresar la emoción, a Eliot le pareció que en ese gesto había desesperación, así como en el agitado movimiento de su llameante cabellera. Sin inquietarse, los Khaa

alargaron hacia ella los enormes mitones que les servían de manos, y éstos crecieron igual que manchas de aceite, envolviéndola. La destrucción de la mujer ardiente, Aimée Cousineau, duró sólo unos segundos, mas para Eliot tuvo lugar dentro de una burbuja de tiempo lento, un tiempo en el que había logrado colocarse a tal distancia de los acontecimientos que, incluso, podía especular sobre ellos. Se preguntó si — a medida que los Khaa robaban porciones de su fuego, y lo iban cubriendo de secreciones dentro de sus cuerpos— estaban llevándose también

los elementos de su alma, si Aimée consistía en fragmentos psicológicamente separados; la chica que había entrado por azar en la cueva, la chica que había regresado de ella, la amante traicionada. ¿Encarnaba distintos grados de inocencia y pecaminosidad, o era una esencia contaminada, un mal en el que no cabía ninguna fracción posible? Mientras seguía absorto en tales especulaciones, perdió el conocimiento, mitad por una reacción al dolor, mitad debido al aullido metálico de Aimée perdiendo su batalla; cuando abrió nuevamente los ojos, el patio estaba desierto. Podía oír música y

gritos que llegaban de la plaza Durbar. La vaca dorada contemplaba la nada con expresión satisfecha. Se le ocurrió que si se movía, todavía rompería más de lo que ya se había hecho añicos dentro de él; pero desplazó centímetro a centímetro su mano izquierda por encima de la tierra, y la apoyó en el pecho de Michaela. Subía y bajaba con un ritmo firme y estable. Eso le hizo feliz, y dejó su mano donde estaba, sintiendo una gran alegría ante los pequeños golpes que la vida daba contra su palma. Una sombra por encima de él. Uno de los Khaa… ¡No! Era el Khaa del señor Chatterji. Negrura

opaca, un poco de fuego reluciendo en su mano. Comparado con sus hermanos mayores, tenía el mismo aspecto que un perro flaco y tristón. Eliot sintió una gran camaradería hacia él. —Eh, Bongo —dijo con voz débil —. Hemos ganado. Un cosquilleo en su coronilla, una nota quejumbrosa, y sintió la impresión de algo que no era gratitud —como podía haber esperado—, sino una intensa curiosidad. El cosquilleo se detuvo, y Eliot sintió de repente que se le había despejado la mente. Qué extraño. Estaba desvaneciéndose de nuevo, su conciencia girando en un

torbellino que se oscurecía; y, con todo, estaba tranquilo y no tenía miedo. De la plaza le llegó un rugido. Alguien —el alguien más afortunado de todo el valle de Katmandú—, había cogido al pez. Pero mientras los párpados de Eliot se agitaban para cerrarse, distinguió por última vez al Khaa alzándose sobre ellos, y sintió el cálido latido del corazón de Michaela, y pensó que quizá la multitud no estaba vitoreando al hombre adecuado.

Tres semanas después de la noche del Bhairab Blanco, Ranjeesh Chatterji

se libró de todas las posesiones mundanas (incluyendo el regalo de un año de residencia en su casa para Eliot, libre de gastos), e instaló su residencia en Swayambhunath, donde —según Sam Chipley, que visitó a Eliot en el hospital — estaba intentando ver al Buda Avalokitesvara. Fue entonces cuando Eliot comprendió la naturaleza de esa nueva claridad mental que había encontrado. Al igual que hizo mucho tiempo antes con los bocios de la mujer, el Khaa había paladeado su hábito de meditar, no lo había apreciado, y lo dejó caer en el recipiente que se encontraba más a mano: Ranjeesh Chatterji.

Resultaba una ironía tan deliciosa que Eliot tuvo que hacer un esfuerzo para no contárselo a Michaela, cuando ella le visitó esa misma tarde; no recordaba a los Khaa, y oír hablar de ellos tendía a ponerla nerviosa. Pero, por lo demás, se había estado recuperando, igual que Eliot. Durante esas semanas, su capa de lánguida indiferencia se había ido erosionando, su capacidad para amar estaba volviendo a ella, y se enfocaba únicamente en Eliot. —Supongo que me hacía falta alguien para demostrarme que yo merecía un esfuerzo —le dijo—.

Siempre intentaré devolverte ese favor. —Le besó—. Casi no puedo esperar a que vuelvas a casa… Le trajo libros, dulces y flores; se quedaba sentada junto a él cada día, hasta que las enfermeras la sacaban de allí, pero ser el centro de su devoción no inquietaba a Eliot. Seguía sin estar seguro de si la quería o no. Daba la impresión de que la claridad mental hacía que un hombre fuera peligrosamente versátil, volvía flexible su conciencia, e instituía dentro de él una cautelosa aproximación a todo tipo de compromisos. Al menos, ésta era la sustancia de la claridad de Eliot. No

quería apresurarse y comprometerse en nada. Cuando por fin volvió a casa, él y Michaela hicieron el amor bajo la gloria estrellada del mirador del señor Chatterji. Dado que Eliot llevaba el cuello y el brazo enyesados, tuvieron que hacer el acto con un cuidado extremo, pero pese a ello, y pese a la ambivalencia de sus sentimientos para con Michaela, esta vez hicieron el amor. Después, tendido de espaldas con su brazo sano rodeándola, Eliot sintió que estaba un poco más cerca del compromiso. La amara o no, resultaba imposible mejorar esta parte de las

cosas mediante algo más de emoción. Quizá pudiera intentarlo con ella. Si no funcionaba…, bueno, no iba a ser responsable de su salud mental. Tendría que aprender a vivir sin él. —¿Feliz? —preguntó a Michaela, acariciándole el hombro. Ella asintió, apretándose contra su cuerpo, y murmuró algo que quedó parcialmente ahogado por el susurro de la almohada. Eliot estaba seguro de no haberla entendido bien, pero la mera idea de que no fuera así bastó para hacer que entre sus omoplatos sintiera alojarse una pepita de hielo. —¿Qué has dicho? —le preguntó.

Ella se volvió hacia él y se medio incorporó, apoyándose en un codo, silueteada por la luz de las estrellas, sus rasgos en la oscuridad. Pero cuando habló, Eliot se dio cuenta de que el Khaa del señor Chatterji había sido fiel a sus erráticas tradiciones en la noche del Bhairab Blanco; y supo que si ella ladeaba su cabeza de forma casi imperceptible, y dejaba que la luz brillara sobre sus ojos, sería capaz de encontrar una solución a todas sus especulaciones sobre la composición del alma de Aimée Cousineau. —Estoy casada con la Felicidad — dijo ella.

Ritos de recuperación IAN WATSON

El británico Ian Watson es uno de los escritores y críticos más significativos que han surgido en los últimos veinte años. Desde la publicación en 1974 de su primera novela, Empotrados (The embedding),[7] aspirante al premio John W. Campbell,

ha sido alabado por la excelencia y la capacidad de hacer pensar que posee su obra. En muchos de sus relatos la realidad aparece a menudo como un asunto subjetivo, y se podría interpretar «Ritos de recuperación» desde esta perspectiva. A primera vista, «Ritos de recuperación» es la historia de una inocente expedición al vertedero de la ciudad. Sin embargo, resulta francamente obvio que Ian Watson ha pensado seriamente en qué es la basura, y ha terminado consiguiendo lo que, a decir verdad, es una oscura visión de un viaje al basurero.

Tim y Rosy habían limpiado implacablemente su cuarto trastero. Casi habían logrado vaciarlo de las diversas categorías de objetos que llenan los cuartos trasteros: objetos sobrantes, objetos rotos, objetos recuerdo de algo, objetos exiliados, trozos de objetos, objetos que quizá pudieran ser arreglados o utilizados para otros fines, objetos que algún día podían revelarse útiles…, una caja fuerte temporal que abarcaba veinte años. —El problema de ser pobres —dijo Rosie mientras cargaban el coche— es el modo en que amontonas las basuras igual que si fueran tesoros.

Como si le culpara a él de esa acumulación. —No somos exactamente pobres — contestó Tim, sintiéndose incómodo—. Comparados con…, bueno, digamos que con alguien de África, estamos francamente bien. Nos las arreglamos. Sí, se las arreglaban gracias a lo que daba la tienda de comestibles. Eran capaces de pagar los intereses de sus deudas, que vivían con ellos igual que un tío enfermo y codicioso; como una madre lisiada y senil que les impedía ir nunca de vacaciones. La poesía de Tim les conseguía un poco de dinero extra. Sus poemas, cortos y feroces, podían

esbozarse durante los ratos en que no había mucha clientela —garabateados igual que si fueran una lista de la compra—, y luego eran pulidos antes de irse a la cama. Ya se habían publicado dos pequeñas antologías, que fueron bien recibidas. Y, por supuesto, estaba trabajando en su parodia de novela épica situada en un país imaginario de Europa central, siempre añadiendo diez líneas y tachando cinco. El país en cuestión tenía que ser imaginario, dado que ni él ni Rosie podían permitirse viajar al extranjero. —La vida moderna es basura —dijo Rosy—. Lo vi pintado con aerosol en la

pared delante del cine. Es perfectamente cierto. —Es culpa de la recesión — contestó él. —Siempre sale más cara a los pobres, ¿no? Compramos lo más barato, y lo que compramos, por lo tanto, es basura. Llevamos ropas de las tiendas de segunda mano, por lo que parecemos mendigos, y la gente intenta estafarnos. Los pobres siempre roban a los pobres. Este coche es un montón de chatarra, y cuesta más que siga rodando que si fuera un Rolls. Su coche tenía más de diez años, y el óxido se estaba comiendo la parte

inferior de las portezuelas. El mecanismo hidráulico del maletero se había estropeado, por lo que debían sostenerlo con un mango de escoba cuando lo abrían. El motor, algo caprichoso, perdía aceite. Cuando el coche, con los asientos traseros abatidos, estuvo cargado de rollos de moqueta, tapizado, cortinas y abrigos viejos, bolsas con suéteres fláccidos y zapatos entristecidos, juguetes hechos pedazos, un televisor enfermo y otros objetos similares, Tim se sintió extrañamente limpio y descansado. Cada vez que apuraba los últimos restos de mermelada o de salsa

de un bote, cada vez que vaciaba una caja de cereales experimentaba una pequeña oleada de satisfacción similar, como si ahora pudiera ocurrir algo nuevo y distinto. Freud lo explicaría como un placer infantil ante la expulsión de las heces. Cierto, Freud también habló de la retención anal. En el cuarto trastero no habían dejado prácticamente nada. La limpieza coincidía con la partida de su hija Emma hacia la universidad. Su elección de estudiar geografía no era tanto un hiriente comentario sobre la inmovilidad de sus padres, como una consecuencia de que, académicamente,

la geografía estuviera considerada una salida fácil. Probablemente, Emma acabaría convirtiéndose en una profesora mal pagada en una escuela mediocre; quizá se casara con otro profesor. Emma todavía no sabía nada de eso. Los críos eran vivaces como conejitos antes de que el zorro se los comiera, o el invierno los congelara. La naturaleza bombeaba la hormona del optimismo a cada generación. En los últimos años, Tim había logrado reconciliarse por fin consigo mismo, y admitir que vivía en la geografía de la imaginación. Por lo tanto, la casa que se

encontraba encima de la tienda estaba doblemente vacía. Ya no le quedaban más basuras; y Emma ya no estaba en ella. Era triste pero al mismo tiempo, y sin que supiera cómo, era refrescante, igual que ese mismo domingo de finales de otoño. El sol brillaba sobre la calle vacía. La gente seguía en la cama, durmiendo. Pero el vertedero público, a ocho kilómetros de distancia, estaría abierto. Desde el amanecer hasta el crepúsculo. —Chatarra —repitió Rosy. Tim esperaba que su humor no se agriara una vez llegado el momento de tirar su pasado a la basura.

Quitó el mango de escoba, dejó que el maletero se cerrara por sí mismo, y le dio una tranquilizadora palmadita. —No desanimes al viejo trasto. Rosy le dio unos tirones a un hilo suelto de su jersey, deformado y lleno de bolsas, contemplando una caja con los juguetes de Emma, dentro del coche. —Bueno, por fin nos hemos librado de ella —dijo, cambiando aparentemente de tema—. Supongo que ahora podemos empezar a vivir. Si es que aún sabemos cómo hacerlo… Antes de que seamos demasiado viejos. Automáticamente, Tim se alisó el pelo alrededor de la tonsura formada

por la calva de su coronilla. Subieron al coche, y éste arrancó sin plantear demasiados problemas. —¿Sabes que si ganamos una fortuna no conseguiría gastarla? —dijo Rosie mientras se alejaban—. Jamás lograría decidirme a comprar un abrigo pagando su precio nuevo. O una comida en un restaurante. O una peluquería decente. Me parecería obsceno. He sido entrenada. —Yo también. Me pregunto cómo podríamos ganar una fortuna… —No era una pregunta, y en su voz no había ninguna entonación particular. La mayor parte de las casas y los jardines ante los

que pasaban estaban vacíos y carentes de vida, pero ante uno de ellos había un hombre lavando un coche con matrícula del año pasado. Tim apenas sabía de qué modelo se trataba. No logró imaginarse a sí mismo conduciéndolo. Él y Rosy habían puesto en marcha la tienda con ayuda de sus padres, cuando él soñaba en llegar a ser un poeta internacionalmente estimado, que viajaba a muchos sitios. Ahora, los padres de ambos estaban muertos. Las herencias habían servido para pagar las deudas, que iban aumentando—. Hermoso día. Rosy no le contestó. Bajó la visera

del parabrisas, y se buscó arrugas en el espejito de su parte trasera. —Tengo que cortarme el pelo —dijo por fin. —Ve a un peluquero —murmuró él. —Lo haré yo misma. Como de costumbre. Tim pensó que también él necesitaba un corte de pelo. Cuando llevabas ropa vieja y barata, lo mejor era el pelo corto. —Se me ven las raíces —dijo ella. —Ahora eso está de moda. Mira, dijiste que debíamos empezar a vivir. Si ni siquiera eres capaz de ir a un restaurante, ¿cómo podemos empezar a

vivir? Es un poco contradictorio, ¿no? —Una contradicción económica. ¿Por qué debemos ser propietarios de una tienda? El Estado debería poseerlo todo. Tampoco deberían existir los coches particulares. Tendría que haber una cantidad suficiente de autobuses y ferrocarriles adecuados. —Cierto. Pero no la hay. Han castrado los servicios. Se le ocurrió un poema sobre eunucos vestidos con chilabas conduciendo harenes de pasajeros, que no miraban por ventanillas sino por biombos delicadamente tallados. El vertedero estaría abierto en

domingo porque también el vertedero era un mercado. Una especie de bazar. Al igual que las tiendas de objetos usados brotaban como hongos en cualquier establecimiento comercial de la ciudad que estuviera vacío durante un tiempo, vendiendo los harapos de los más ricos a los pobres que mandaban ayuda a quienes eran pobres de solemnidad y vivían en el Tercer Mundo, también los vertederos habían cambiado de naturaleza con el deliberado declive de la economía. Existían concesionarios que pujaban por los derechos de recuperación. Todo lo que podía ser utilizado de nuevo era

vendido otra vez al público. ¿Reciclaje ecológico? ¿Lógica de la pobreza? Una cosa o la otra. Tim y Rosy habían visitado el vertedero situado en las afueras de la ciudad un año antes, y compraron una lavadora por una cantidad ridícula. La máquina funcionó durante tres meses antes de estropearse. Más barato que alquilar una con opción a compra. Ahora, los despojos de su lavadora, con unos cuantos agujeros en el metal, servían para recoger fertilizante destinado a su minúscula huerta. Según las conversaciones de quienes visitaban la tienda, el basurero había sufrido otra

metamorfosis desde entonces. Habían instalado una máquina automática para que los mirones pudieran tomarse un vasito de plástico lleno de café. Ese verano, una camioneta de helados había visitado el vertedero durante casi todos los fines de semana. —El próximo paso será que la gente vaya de excursión al vertedero —dijo —. Habrá una zona de juegos para los niños. Visitas con guía, paseos en bulldozer. Déjeuner sur le vertedero. —¿Cómo? —El cuadro de Manet. Imagínate a ese tipo y a su amante desnuda sentados en el vertedero, bebiendo champaña.

Supongo que ella debería llevar un bikini. ¿Un poema? «Manet en el vertedero». Quizá. ¿Qué palabra rimaba con «basura»? Mientras conducía por la carretera de dos direcciones, que discurría por entre los primeros campos arados, Tim distinguió una nube de gaviotas, que parecía suspendida en el cielo sobre los acres que ocupaba el vertedero, haciendo pensar en un sinfín de recortes de papel blanco. Chapas de hierro ondulado cubiertas de orín delimitaban la zona de los visitantes. Entraron en ella muy despacio, la

suspensión crujiendo ominosamente a medida que el coche trepaba sobre la rampa construida para evitar aceleraciones bruscas.

Un gran patio de cemento estaba lleno de grandes contenedores de basura, en los que habría cabido probablemente su coche. En uno de los lados, los contenedores ya estaban cargados de basura y desperdicios. Los que se encontraban al otro lado estaban vacíos; pero casi todos tenían un cordón del que colgaba un letrero prohibiendo su uso. Una flecha indicaba hacia el

final del patio, donde había varios recipientes tras unos tablones que anunciaban «cristal», «desperdicios de jardín», «metal». Esos recipientes ya estaban llenos; la luz del sol hacía brillar un montón de ventanas. Un maltrecho contenedor de los utilizados para los envíos marítimos, tan grande como un vagón de ferrocarril, tapaba la visión de lo que había más allá, aunque otra flecha de madera señalaba hacia la parte trasera del contenedor. Un poco más cerca de ellos había un recipiente negro para aceite, y un botellero pintado de color verde

camuflaje que parecía un coche blindado, con hendiduras para las botellas de vidrio transparente y las de colores, que hacían pensar en hocicos desde los que se podían disparar obuses. A uno de los lados había una docena de puertas amontonadas. Tim detuvo el coche junto a un camión remolque, que estaba atestado con una montaña de ropas viejas y harapos. Las mangas de las camisas colgaban de él como si hubieran intentado huir y hubieran fracasado, siendo aplastadas por otras ropas hasta quedarse sin aliento. Junto a este camión había otro gran

contenedor marítimo, abierto en un extremo, al que se había fijado un cartel que decía TIENDA. En su interior, Tim vio hileras de estantes con libros de bolsillo, artículos eléctricos y ropas. Una mujer bastante gorda y de una indeterminada edad madura, el rostro inexpresivo y vestida con un chaquetón rosa, ocupaba una silla plegable colocada ante el container. La parte delantera de la tienda mostraba todo un surtido de herramientas, portalámparas y pantallas, espejos, una serie de ambigua parafernalia metálica, y un mueble bar al que se le estaba saltando el barniz. Dentro de un cobertizo improvisado,

hecho con portaequipajes de coches, una perra alsaciana que montaba guardia despertó a la vida cuando Tim abrió su portezuela. El corpulento animal se puso en pie, ladrando y babeando. —¡Jilly! —gritó la mujer gorda, sin hacer caso alguno de Tim. La perra alsaciana se dejó caer al suelo, dando un gañido. Aparte de su propio coche, el patio estaba desierto. Quizá fuera demasiado temprano. Por la tarde, el bazar de las basuras estaría zumbando de actividad, y entonces el animal no estaría tan nervioso. Tim fue con cierto nerviosismo hacia el maletero, lo abrió

y colocó en su sitio el mango de escoba. Llevó la primera bolsa de plástico con ropas hasta el camión remolque y, haciéndola girar por el aire, la arrojó a él. La bolsa aterrizó en la cima del montículo de ropas, quedando atascada contra el techo del camión. Tim vio que algo se movía en la penumbra del interior. ¿Algunos harapos que cambiaban de sitio al haber turbado su inestable equilibrio? Rosy bajó su ventanilla. —¿Por qué tienes que tirar las bolsas? —Oh —dijo él, sintiéndose estúpido y midiendo la altura entre el suelo y el

remolque, y la inclinación de la colina de ropas. ¿Tenía que trepar allí dentro y vaciar la bolsa?—. No queda espacio libre delante. Nuestras cosas se caerían. Suponiendo que intentaras coger de nuevo un abrigo que habías tirado porque habías cambiado de opinión, y ya no querías desprenderte de él, la perra alsaciana, ¿estaría en su derecho si intentaba abrirte el cuello a mordiscos? ¿Podría hacerlo porque ya no eras propietario de ese abrigo? Un cartel clavado en el cobertizo de la perra prohibía a los visitantes que se llevaran nada si no era pasando por la tienda. Los derechos de recuperación

habían sido concedidos a una firma llamada Recogidas Griffith. Socios de la mujer gorda sentada en la silla plegable. —¡Tim, vuelve aquí! Tim fue corriendo hacia la ventanilla del coche. —Allí dentro hay alguien —dijo Rosy en un murmullo. En el oscuro interior del remolque, casi oculta por el pináculo de telas, Tim distinguió a una chica muy delgada, con el pelo parecido a colas de rata. Mientras la miraba, la chica abrió la bolsa que él había tirado y arrojó su contenido a un lado y a otro, examinándolo y clasificándolo.

—Resulta obsceno ver cómo hurgan entre tus calcetines y tus bragas delante de tus propios ojos —dijo Rosy. —¿Crees que deberíamos haber lavado nuestra ropa vieja antes de tirarla? —No tiene gracia. Encuentra otro sitio para tirarla, ¿quieres? Allí abajo, donde están esos letreros. Dejando el maletero abierto y sostenido por el mango de escoba, Tim entró en el coche y lo puso en marcha; se dirigió luego hacia el otro container, y siguió la ruta indicada por la flecha. Otra flecha señalaba el camino a lo largo de un pasillo flanqueado por

recipientes metálicos. Cuando Tim y Rosy entraron en el camino, la sombra producida por los grandes flancos metálicos cayó sobre ellos, y de repente el día se volvió frío. De vez en cuando se veía un cartel que anunciaba «plástico», o «goma y neumáticos». Aparte de resultar incómodamente altos, los recipientes estaban casi todos llenos. Haciendo caso a otra flecha que había aparecido ante ellos, Tim desvió el coche por un sendero lateral, que también se encontraba flanqueado por recipientes y algún que otro cartel. —Alfombras —leyó—. Ya hemos llegado. Al menos nos libraremos de

eso. Al segundo intento, logró alzar el rollo formado por su desgastada alfombra hasta la altura de su cabeza, y lo pasó por encima del borde metálico del recipiente. La alfombra cayó dentro de él con un sonido ahogado. Volvió al coche y sacó de él su primer y pesado fardo de tapizado aislante, que habían estado guardando durante años por si algún día les hacía falta. —Eso no es exactamente una alfombra —le gritó Rosy. —Es un tapizado. Viene a ser lo mismo. ¿Qué esperan? ¿Que lo clasifiquemos todo por ellos? No pienso

tomarme esa molestia. Lo tiraré todo dentro, ropas incluidas. ¿A quién le importa? Otra mujer regordeta y de expresión ausente, con un deshilachado suéter de lana y unos pantalones que le venían grandes —una obvia hermana de la ocupante de la silla plegable—, apareció por entre dos recipientes metálicos y se quedó inmóvil, mirándole. Un niño de cinco o seis años con pantalones cortos y una chaqueta negra con cremallera la siguió, aferrando entre sus dedos una revista de historietas medio rota. Tim fue hacia la mujer.

—¿Puedo tirar los tapizados en ese recipiente? De la piel de la mujer rezumaba una película de grasa. —¿Qué? —preguntó ella, después de unos segundos. Tim repitió lo que había preguntado. —Uh —dijo ella, lo que podía significar cualquier cosa. Se dio cuenta de que la mujer era una estúpida, quizá una retrasada mental. Quizá, después de todo, no tenía ninguna relación con Recogidas Griffith. Quizá lo único que hacía era dar una vuelta por el lugar. —Bueno, entonces lo tiraré.

Y Tim se libró de todo el tapizado, levantando los rollos torpemente y tirándolos al interior del recipiente, mientras la mujer le contemplaba en silencio. Luego volvió al coche. —Más adelante habrá recipientes para las ropas y los demás trastos. Cierto. La siguiente flecha les llevó directamente a otro largo y angosto pasillo de recipientes, todos llenos a rebosar con distintas categorías de ropa. Los letreros apenas si eran necesarios. Trajes. Camisas. Faldas. Ropa interior. Botas y calzado. Botones; incluso había un recipiente lleno de botones, una

montaña de diminutos guijarros multicolores. Tim fue avanzando por el centro del pasillo, sin apresurarse. —Esto debe ser su almacén, ¿hmmm? Quizá lo exportan a los países pobres. O a los lugares donde ha ocurrido un desastre. Ciclones, terremotos. No tendríamos que haber venido tan lejos. Tendríamos que haberlo tirado todo a la entrada. Dos jóvenes con el rostro cubierto de acné, que vestían tejanos, pesadas botas con puntera de acero y chaquetas de piloto emergieron de entre los recipientes. Uno de ellos golpeó con la

mano el capó del coche, obligando a Tim a frenar. El otro, sonriendo, dio la vuelta para acercarse al maletero, que seguía abierto. —¿Le echamos una mano, amigo? El joven desgarró una de las bolsas y sacó de ella una falda vieja de Rosy. Echó a correr y la arrojó a un recipiente de faldas, volvió y cogió otra prenda, mientras su compañero le imitaba. —Eh —protestó Tim—. No se acerquen a nuestro coche. Largo. Como si comprendieran de forma instintiva cuál era el contenido del maletero, los dos jóvenes cogieron rápidamente las demás bolsas de ropa

que había en él, las abrieron y extendieron las prendas por el suelo para clasificarlas. Tim arrancó sin perder un segundo, y no tardó en haber doblado la esquina de otro pasadizo. Ante ellos, se extendía otra hilera de recipientes, todos aparentemente vados, con una flecha indicando un giro a mitad del trayecto. —Para y da marcha atrás —dijo Rosy—. Volvamos por donde hemos venido. —Todavía tenemos que tirar el televisor, y… —¡Para! Da la vuelta, retrocede. Tira el resto en el patio, donde sea.

¡Donde sea! Vámonos. Volvamos a casa. A casa. Esa casa encima de una tienda que les daba de comer y les tenía prisioneros. La casa con una habitación vacía, la de su hija. Y ahora, también, con un trastero vacío. Tim tuvo la extraña certidumbre de que antes de salir esa mañana habían vaciado toda la casa, dejándola sin muebles, sin cocina, sin nevera, sin nada, y que ahora ya no quedaba nada más que pudiera unirles a ese sitio. Como si también hubieran limpiado todos los estantes de la tienda, sin dejar nada excepto las maderas desnudas. Estaban libres: habían escapado…, ¿no? Algo nuevo podía

empezar. Tienda vacía, casa vacía, deudas vacías. Tan vacío como esta calle de recipientes huecos: tan vacío como empezaba a quedar el maletero del coche. Deseó haber cerrado la tapa. Si no, quizá algo más precioso que la basura escapara de él, quizá pudieran robárselo o, sencillamente, se alzaría igual que el humo para perderse en la atmósfera helada, por entre estas imponentes cajas de acero, que imitaban burlonamente la calle de una ciudad decrépita…, quizá una ciudad del futuro, después de una guerra. Detuvo el coche y meneó la cabeza

para despejar la fría neblina de temor y aprensión que se estaba formando en su cerebro. Antes de que pudiera poner la marcha atrás, vio por el retrovisor la gran silueta de un camión remolque asomando por la esquina que había a su espalda. Los pistones se encontraban en posición de firmes, un enredo de cadenas abrazaba el recipiente metálico situado sobre su trasera. El camión se las arregló para dar la vuelta a la esquina. Tim se preguntó cómo podía maniobrar para recoger o depositar los recipientes colocados a cada lado del pasillo. Quizá en el chasis hubieran incorporado una estructura giratoria. De

pie sobre el recipiente, como si estuviera encargándose de dirigir el vehículo, estaba la mujer que parecía ser retrasada mental. De repente, su visión le aterrorizó. El camión se acercó lentamente y dio un bocinazo. —Esto debe de ser dirección única. Rosy. Tim fue hasta la siguiente intersección de pasillos, y se metió por un sendero de recipientes pegados unos a otros, que contenían chatarra metálica. Cuando llegaron a otra flecha y otro desvío, el camión remolque ya había entrado en la calle de la chatarra. Tim dio otra vuelta y luego otra más,

dejando muy atrás al camión. Si es que les había seguido deliberadamente, para empezar. Una flecha seguía a otra. Un desvío seguía a otro. Hileras de recipientes se sucedían interminablemente. En un momento determinado, se metieron por la calle de los recipientes con ropas, pero ésta les llevó a una calle de recipientes con chatarra, no a una donde los recipientes estaban vacíos. A no ser que su memoria le estuviera engañando… No, no le engañaba. Los recipientes de ropa tenían que ser otros. Estaban perdidos en un laberinto. —Esto es ridículo —dijo a Rosy—.

No hay espacio para tantos caminos. —Hemos entrado en el mundo de la basura —le respondió Rosy en un murmullo—. Hacia donde nos hemos estado dirigiendo los últimos veinte años. El motor tosió y rateó un par de veces. Tim dio más gas, acelerando el motor, aunque no tenía más remedio que seguir conduciendo a poca velocidad. —Es por culpa de habernos arrastrado tanto rato en primera, maldición. Las bujías se atascan. El siguiente camino daba a un largo patio de cemento delimitado por recipientes. No era el patio donde

estaba la tienda. Dando todo el gas posible, Tim lanzó el coche hacia la flecha que indicaba la salida al otro extremo, con la esperanza de que las bujías se limpiaran con ese súbito estallido. Frenó violentamente, con el tiempo justo de entrar en el siguiente callejón. Seis callejones después, el motor se rindió. Tim no logró volverlo a poner en marcha. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Rosy. —Caminar. Dejaré las llaves en el encendido. Los recipientes se alzaban a cada

lado, metal tocando metal. Parecían el doble de grandes que los anteriores. Ni siquiera se podía pasar de lado por entre ellos, aunque quizá fuera posible arrastrarse pegando el vientre al suelo. El único camino era el sendero de cemento. —Me pregunto si esto no fue en tiempos un campo de aviación. Entonces Tim recordó las gaviotas apelotonadas sobre el vertedero. Pero ahora no había ninguna gaviota aleteando en el cielo. —¿Qué hay en los recipientes, Tim? Desde el segundo patio no habían pasado ni una sola vez ante un letrero

que anunciara sus contenidos. Tim miró hacia arriba. De repente, comprendió qué eran las siluetas que asomaban por el borde de los recipientes. Portezuelas de coche. Más lejos…, un bosque de tubos de escape, como si una bomba hubiera estallado sobre un grupo de órganos de iglesia, convirtiéndolos en un amasijo. —Trozos de coches —dijo, abriendo su portezuela. Dos calles después, oyeron en algún lugar situado a su espalda el gemido de una herramienta automática, y luego choques metálicos. Tim estuvo seguro entonces de que su coche estaba siendo

convertido en fragmentos. Cogiendo a Rosy por la mano, la obligó a avanzar más rápidamente a lo largo de otra calle. Oyó un débil redoble de botas y una risita estúpida. ¡Otra vez recipientes de ropa! Chaquetas, camisas, sandalias y camisones rebosaban de los recipientes. Antes de que pudieran llegar a la siguiente esquina, la retrasada mental apareció ante ellos, andando lenta y pesadamente, igual que un pato. La acompañaba un hombre alto y huesudo, que vestía un mono de trabajo y tendría unos cuarenta años, su espesa cabellera negra echada hacia atrás en olas

grasientas, su nariz un bulto absurdamente pequeño y achatado en su amplio rostro, que parecía hecho a golpes. —¿Necesita ayuda, caballero? Tim se volvió en redondo. Uno de los jóvenes estaba sentado detrás de ellos en el borde de un recipiente de camisas. El joven se dejó caer al suelo justo cuando su compañero apareció en lo alto del otro recipiente de trajes veraniegos que había enfrente. También él saltó al suelo. —¡Enséñennos cómo se sale de aquí! —gritó Rosy—. ¡No, váyanse! ¡Déjennos en paz!

Los dos jóvenes saltaron hacia adelante y cogieron a Rosy por los brazos. En ese mismo instante, el hombre agarró a Tim, mientras éste luchaba inútilmente; la presa de sus brazos parecía ser de granito. —Necesita ayuda —repitió el joven. La mujer gorda se les acercó. Mientras el hombre manipulaba a Tim como si fuera un juguete o un muñeco de tamaño natural, la mujer le desnudó, sin apresurarse, arrojando sus ropas a los diversos recipientes. Muy pronto, Tim quedó desnudo, temblando, todavía fuertemente sujeto por los brazos del hombre.

Luego le tocó el turno a Rosy.

Sus captores llevaron a Tim y Rosy, los dos totalmente desnudos, hasta la siguiente intersección, y allí les dejaron libres, haciéndoles entrar de un empujón en la otra calle de acero y cemento. —¡Y ahora adelante, caballero! La mujer y sus tres compañeros se quedaron inmóviles en el cruce, impidiendo todo regreso a los recipientes donde habían arrojado los zapatos y las ropas de Tim y Rosy. Temblando a causa del frío y la conmoción, Tim y Rosy corrieron

torpemente hasta el siguiente camino, tanto para ocultar su desnudez a los ojos que les observaban con mirada vacua, como para protegerse de la gélida brisa y huir. A Tim le castañeteaban los dientes. —E-encontraremos algo que ponernos. M-más adelante. Cualquier harapo viejo. O c-cortinas. Los recipientes de esta nueva calle estaban cargados de cartones, rollos de papel de pared y fajos de revistas viejas. Tim se preguntó si sería capaz de escalar la pared de un recipiente con los pies descalzos. ¡Tendría que hacerlo! —¡Pensé que iban a violarme…! —

gimió Rosy. Le temblaban los pechos—. ¡Lo hicieron! Lo hicieron. Fue igual. —Escucha, todo esto no es más que una horrible broma. Pronto encontraremos algo que ponernos. Luego llegaremos al patio donde está la tienda, pareciendo unos espantapájaros. Y encontraremos nuestro coche esperándonos…, con nuestras ropas dobladas sobre los asientos. Nadie nos creerá, pero… —Tim tenía que creer en todo eso—. Podrían habernos hecho daño. No lo hicieron. —¿Crees que no nos han hecho daño? Yo nunca me recuperaré de lo que me han hecho.

Todos los recipientes de la calle contigua parecían vacíos; nada asomaba por encima de los bordes. Tim golpeó unos cuantos con los nudillos; todos sonaron a hueco. No sentía deseos de intentar trepar por ninguno de ellos para comprobarlo. Siguieron andando bajo la fría sombra. No importaba la dirección a la cual llevaran las calles, la luz del sol siempre parecía quedar excluida de ellas. Por fin, una flecha les indicó un camino entre hileras de recipientes llenos de muebles rotos, y llegaron a un patio con la superficie de cemento. —Es la salida —dijo él—. Hemos

llegado. Pero el patio, a cuyos lados había más recipientes gigantescos, era tan grande como una pista de tenis, no más, y ninguna flecha señalaba la salida. Sólo había una entrada. La mitad del patio estaba bañada por el sol, y Rosy corrió hacia esa parte para calentarse. Su piel desnuda se había puesto totalmente de gallina, y la brisa seguía mordiéndola con su frío. El contenido de los recipientes era invisible desde el nivel del suelo. Apoyado en uno había un portaequipajes de coche. En esa posición sus barrotes metálicos eran como escalones.

—¡Veré dónde queda la salida! Con una mueca inicial de dolor, y colocando luego los pies de lado para repartir su peso a lo largo de los delgados barrotes metálicos, Rosy ascendió por ellos. Protegiéndose los ojos con la mano, miró a su alrededor, sin saber qué hacer. Luego miró hacia el interior del recipiente. Y chilló. Y chilló. Tim escaló los barrotes; había espacio suficiente para ponerse al lado de ella. Cubriendo sus fríos hombros con su helado brazo, también él miró hacia abajo. Durante unos segundos apenas si

logró entender lo que veía. ¿Una capa de pelotas de ping pong cubierta de barro y suciedad? ¿Centenares de huevos duros? No. Ojos. Las fibras ópticas brotaban de ellos como minúsculos pedazos de cable eléctrico arrancado de sus conexiones. ¿Ojos de cordero? No, no lo creía así. No eran ojos de cordero, ni de ningún otro animal. Rosy ya no gritaba, se había quedado sin aliento. Temblaba convulsivamente, agarrándose al borde del recipiente, apretando los párpados como para ocultar sus ojos. Tim podía ver dentro del recipiente contiguo. ¿Montones de patatas fritas?

¿Chirivías enanas? No. Dedos. Dedos humanos, amputados. Sus ojos recorrieron rápidamente el patio. ¿Qué ocultaban en sus profundidades los otros recipientes? ¿Dedos de pie, lenguas, pulmones? ¿Brazos y torsos y cerebros? Las partes del cuerpo, clasificadas… ¡Sí! Sabía que era eso, lo supo incluso antes de que el ruido de un motor atrajera lentamente su mirada hacia la entrada del pequeño patio. El camión remolque apareció por la abertura y se detuvo en la entrada, completando el circuito de paredes metálicas. La parte delantera había

entrado lo suficiente en el patio como para que las puertas del camión quedaran libres y se pudieran abrir. Apretados dentro de la cabina, codo a codo, estaban el hombre, al volante, los dos jóvenes, la retrasada mental con su chico sobre una rodilla, la mujer del rostro vacuo y el chaquetón rosa, y la chica delgada con el cabello que parecía colas de rata. Todos los pasajeros, incluso el niño, sostenían en sus manos un amplio surtido de herramientas. Sierras. Pinzas. Un punzón. Un hacha pequeña. El motor del camión se detuvo. —¡Rosy, por el amor de Dios, sube

hasta lo alto del recipiente! Camina por el borde del que hay al lado. Tenemos que salir de aquí. Más allá del patio, hasta donde llegaba su vista, había una interminable serie de hileras de recipientes. Desesperadamente, cubriéndose de morados el cuerpo desnudo, casi rompiéndose un dedo del pie, Tim logró llegar a la cima del recipiente, luchando por conservar el equilibrio, medio ayudando y medio arrastrando a Rosy junto a él. El reborde superior era demasiado angosto como para que fuera posible caminar por él, ni siquiera con los pies descalzos, al estilo de los

equilibristas sobre el cable. Desnudos, Tim sabía que tampoco les sería posible deslizarse por el borde, montados a horcajadas en él. Eso sería como montar sobre un cuchillo embotado. Después de un rato acabaría hendiendo la carne por entre sus piernas. En vez de ello, Tim se dejó resbalar al interior del recipiente, arrastrando a Rosy con él mientras ella lanzaba un aullido. —¡Treparemos por la parte de atrás hasta el recipiente de al lado! ¡Y luego al siguiente! Bajo sus pies notaban la explosión de pequeñas pelotas de gelatina. Tim

patinó en ese charco de ojos, que tendría unos quince centímetros de profundidad, y cayó en él, sintiendo náuseas. Logró ponerse en pie y avanzó por él, chapoteando, y luego saltó hacia el borde trasero del recipiente. Logró cogerse a él, extendiendo los dedos al máximo, su torso estrellándose contra el metal, pero fue incapaz de hacer subir su cuerpo hasta arriba. No había podido encontrar una presa suficiente. No había donde agarrarse. Sus pies estaban resbalando sobre un suave mar de canicas. —¿Necesita ayuda? Un grupo de cabezas asomó sobre él.

Rostros vacuos, sonriéndole distraídamente. El hombre, la mujer, los jóvenes, la chica con el cabello como colas de rata, incluso el niño. Y las manos aparecieron en su campo visual, exhibiendo un punzón, un hacha, pinzas, sierras.

Prueba THEODORE L. THOMAS

Theodore L. Thomas, abogado especializado en patentes, columnista científico, conferenciante y practicante del submarinismo, empezó a publicar en 1952, tanto bajo su propio nombre como bajo el seudónimo de Leonard Lockhart. Además de sus relatos cortos, ha escrito dos novelas en colaboración con Kate Wilhelm, Invasión subterránea

(The clone, 1965) y The year of the cloud (1970). «Prueba», publicado por primera vez en 1962 en el F&SF, es un relato breve y aterrador que, pese a su escasa longitud, resulta ser una de las mejores historias de acción que nunca podrán llegar a leer. Plantea una pregunta que, una vez formulada, los lectores reconocerán por haber estado resonando eternamente en sus propias mentes.

Para ser tan joven, Robert Proctor era un buen conductor. La carretera se curvaba suavemente por delante de él, con muy poco tráfico en esta fresca mañana de mayo. Se notaba relajado y alerta. Dos horas de conducir no habían producido todavía los pinchazos de fatiga que aparecían primeramente en los músculos situados en la base del cuello. El sol brillaba sin deslumbrar, y el aire tenía un olor fresco y limpio. Inhaló una profunda bocanada, y lo dejó escapar ruidosamente. Era un buen día para conducir. Echó una fugaz mirada a la mujer delgada de pelo cano que estaba sentada

junto a él. Su boca formaba una sonrisa tranquila. Estaba viendo cómo los árboles y los campos se deslizaban a cada lado del camino. Robert Proctor volvió sus ojos hacia la carretera, sin perder ni un segundo. —¿Lo estás pasando bien, mamá? — preguntó. —Sí, Robert. —Su voz tenía el mismo frescor que la mañana—. Es muy agradable estar sentada aquí. Estaba pensando en cómo conducía cuando eras pequeño. Me pregunto si entonces lo pasabas tan bien como yo ahora. Él sonrió, algo incómodo. —Claro que sí.

Su madre alargó la mano y le dio una suave palmadita en el brazo, volviéndose luego para contemplar el paisaje. Proctor se dedicó a escuchar el suave ronroneo del motor. Ante él podía ver un gran camión, que hacía brotar un géiser de humo al acelerar en la curva. Detrás, sin adelantarle, había un largo convertible azul, que se conformaba con ir siguiendo al camión. Robert Proctor se dio cuenta de todo ello y lo archivó en lo más hondo de su mente. Se estaba acercando lentamente a ellos, pero no llegaría a su altura hasta que no hubieran pasado uno o dos minutos.

Siguió escuchando el ronroneo del motor, complaciéndose con el sonido Él mismo se había encargado de ajustarlo, sin hacer caso a las protestas del mecánico. Ahora el motor iba algo duro a poca velocidad, pero funcionaba perfectamente si se aceleraba. Hacía falta una sensibilidad especial para trabajar bien con los motores, y Robert Proctor sabía que él poseía esa sensibilidad. No había nadie en el mundo que supiera ajustar un motor igual que él. Era una buena mañana para conducir, y su mente estaba llena de pensamientos agradables. Alcanzó al

convertible azul y empezó a rebasarlo. El coche iba a una velocidad ligeramente superior al límite de la carretera, pero lo controlaba perfectamente. De repente, el convertible azul que seguía al camión hizo un brusco giro. Giró sin ningún tipo de aviso, y golpeó a su coche cerca del parachoques frontal derecho, haciéndole desviarse hacia la parte izquierda de la carretera, casi entrando en la cuneta. Robert Proctor era demasiado buen conductor como para pisar bruscamente el freno. Luchó con el volante para mantener el coche en línea recta. Las ruedas de la izquierda se hundieron en la

blandura de la cuneta, y el coche se fue hacia la izquierda, queriendo meterse en la isla central y cruzarla para penetrar en la calzada por donde venían los coches lanzados en dirección contraria a la suya. Proctor logró dominarlo, y un instante después la rueda chocó con una roca escondida entre la tierra, y el neumático delantero izquierdo reventó. El coche empezó a patinar, y fue entonces cuando su madre se puso a gritar. El coche giró sobre sí mismo y resbaló parte de la distancia que les separaba de la otra calzada. Robert Proctor luchó con el volante, intentando

enderezar el coche, pero el tirón ejercido por el neumático reventado era excesivo. El grito seguía sonando en sus oídos, e incluso mientras se debatía con el volante, una parte de su mente se preguntó fríamente cómo era posible sostener durante tanto tiempo un grito sin tomar aliento. Un coche que venía de frente golpeó un lado del radiador y le hizo girar malignamente, metiéndole de lleno en la calzada de la izquierda. Se vio arrojado al regazo de su madre y ella fue lanzada contra la portezuela derecha. La portezuela aguantó. Proctor alargó su mano izquierda hacia el volante, y logró

erguirse pese a la fuerza centrífuga del giro. Giró el volante hacia la izquierda, e intentó detener el movimiento del coche y salir patinando de esa calzada donde el tráfico iba en dirección contraria a la suya. Su madre fue incapaz de erguirse; yacía apoyada en la portezuela, su grito subiendo y bajando de tono con la enloquecida rotación del coche. El coche perdió parte de su inercia. Durante uno de los giros, logro enderezar el volante; el coche, vacilante, dejó de girar y avanzó en línea recta por la calzada. Antes de que Robert Proctor pudiera llegar a la seguridad de la

cuneta, un coche apareció ante él, lanzándose a toda velocidad contra el suyo. Al volante del otro coche había un hombre, el cuerpo rígido, incapaz de moverse, los ojos desorbitados mirándole fijamente, llenos de miedo. Al lado del hombre había una chica, la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, rizos suaves encuadrando un rostro hermoso, sus ojos cerrados en un tranquilo sueño. Lo que más afectó a Robert Proctor no era el miedo del hombre; era la confiada indefensión que había en el rostro de la muchacha dormida. Los dos coches estaban cada vez más cerca el uno del otro, y Robert

Proctor no podía cambiar la dirección del suyo. El conductor del otro coche permanecía paralizado ante su volante. En el último instante, Robert Proctor se quedó muy quieto, los ojos clavados en el rostro de la chica dormida que se precipitaba hacia él, el grito de su madre sonando todavía en sus oídos. Cuando los dos coches se estrellaron el uno contra el otro, a gran velocidad, no oyó ningún estruendo. Sintió que algo le empujaba el estómago, y el mundo empezó a volverse gris. Un instante antes de que perdiera la conciencia, oyó detenerse el grito, y entonces supo que había estado oyendo un solo alarido,

muy breve, que parecía seguir y seguir para siempre. Después, sintió una sacudida muy fuerte e indolora, y luego la oscuridad. Robert Proctor parecía estar en el fondo de un pozo negro. A lo lejos había un débil punto luminoso, y podía oír el sonido de una voz distante. Intentó moverse hacia la luz y el sonido, pero el esfuerzo era demasiado grande. Siguió tendido, haciendo acopio de fuerzas, y volvió a intentarlo. La luz se hizo más brillante y la voz más fuerte. Lo intentó de nuevo, esforzándose con más ímpetu, y llegó un poco más cerca. Después de eso, abrió los ojos y contempló al

hombre que estaba sentado ante él. —¿Te encuentras bien, hijo? —le preguntó el hombre. Llevaba un uniforme de color azul y su rostro regordete era familiar. Robert Proctor intentó mover la cabeza y descubrió que estaba sentado en una silla reclinable, que no había sufrido daño alguno, y que era capaz de mover sus brazos y sus piernas sin ningún problema. Sus ojos recorrieron la habitación, y recordó. El hombre del uniforme vio crecer el brillo de la comprensión en sus ojos y dijo: —No ha sucedido nada, hijo.

Acabas de pasar la última parte de tu examen de conducir, eso es todo. Robert Proctor logró enfocar sus ojos en el hombre. Aunque le veía con claridad, le parecía ver borrosamente el rostro de la chica dormida delante del suyo. El hombre de uniforme siguió hablando. —Te hicimos pasar un accidente bajo hipnosis…, ahora se lo hacemos a todo el mundo antes de que obtengan el carnet de conducir. Hace que sean mejores conductores, y que vayan con más cuidado durante el resto de sus vidas. ¿Lo recuerdas ahora? ¿Recuerdas

haber venido aquí y todo lo demás? Robert Proctor asintió, pensando en la chica que dormía. Jamás habría despertado; habría pasado directamente de un dulce sueño temporal al negro y pesado sueño de la muerte, sin que hubiera nada entre los dos. Lo de su madre ya hubiera sido bastante malo aunque, después de todo, ya era mayor. Lo de la chica dormida era, pura y simplemente, una pérdida insoportable. El hombre de uniforme seguía hablando. —Ahora ya está todo hecho. Págame los diez dólares de tarifa, firma este impreso y dentro de uno o dos días te

mandaremos tu carnet por correo. No alzó los ojos para mirarle. Robert Proctor puso un billete de diez dólares sobre la mesa que había ante él, echó una rápida mirada al impreso y lo firmó. Cuando levantó la vista encontró a dos hombres de uniforme blanco flanqueándole, y frunció el ceño, algo disgustado. Abrió la boca para decir algo pero el hombre del uniforme azul habló primero. —Lo siento, hijo. No has aprobado. Estás enfermo, necesitas un tratamiento. Los dos hombres hicieron que Robert Proctor se pusiera en pie. —Quítenme las manos de encima.

¿Qué es todo esto? —preguntó él. —Nadie debería sentir el deseo de conducir un coche después de lo que has pasado hace unos instantes —dijo el hombre de uniforme—. Deberías necesitar meses antes de que te fuera posible pensar en conducir, pero tú ya estás listo para ello. Matar gente no te molesta. Ya no dejamos que la gente de tu clase ande suelta por la sociedad. Pero no debes preocuparte, hijo. Cuidarán bien de ti y te arreglarán. Le hizo una seña a los dos hombres, y éstos empezaron a llevarse a Robert Proctor de la habitación. —No puede estar hablando en serio

—dijo Robert Proctor—. Sigo soñando, ¿verdad? Esto sigue siendo parte de la prueba, ¿no? —¿Cómo podemos saberlo? — contestó el hombre de uniforme. Y los otros dos se llevaron a Robert Proctor a través de la puerta, las rodillas rígidas, los pies sin fuerza, los talones de sus zapatillas de goma resbalando por los dos surcos que se habían formado en el suelo.

La autopsia MICHAEL SHEA

El californiano Michael Shea mezcla a menudo la ciencia ficción con el horror en sus escritos para producir (paradójicamente) un terror tan cultivado como racional. Su novela Nifft the Lean (1982) está situada en el futuro, pero en un futuro horripilante. «La autopsia» utiliza una mezcla similar de ciencia ficción y horror. Este

relato —en el que el doctor Carl Winters, un patólogo de cincuenta y siete años, llega a un pueblo de montaña para realizar las autopsias de las víctimas de una no demasiado clara explosión producida en una mina—, trata de lo que rodea a la muerte y, por lo tanto, considérense advertidos de que, en ciertos aspectos, es una historia bastante desagradable. Sin embargo, en última instancia, acaba resultando ser un relato positivo e, incluso, conmovedor. Les costará tiempo olvidar al doctor Winters, y lo que descubre en una fábrica de hielo abandonada en las afueras del pueblo

conocido como Bailey.

El doctor Winters salió de la minúscula estación de autobuses de la Greyhound a medianoche y se encontró en una calle que olía a pinos y al río, aunque la calle estaba situada en el corazón del pueblo. Pero, claro, el pueblo sólo contaba con cinco calles de importancia, y éstas se extendían apenas unos dos kilómetros a lo largo de la cañada. Por lo más hondo de esa cañada corría el río, y su rugir apagado fluía, perfectamente nítido, por entre las orillas formadas por los oscuros escaparates. En la ventana de la estación se veía brillar la única luz, con excepción de un reloj luminoso que se

encontraba varias puertas más allá, y un pequeño neón que anunciaba una cerveza a dos manzanas de distancia. Cuando hubo recorrido unos pocos metros, el doctor Winters dejó su maleta en el suelo, se metió las manos en los bolsillos y contempló las estrellas, parecidas a un montón de guijarros, en el negro golfo del cielo. —Una aldea de montaña…, un pueblo minero —dijo—. Estrellas. No hay luna. Estamos en Bailey. Hablaba con su cáncer. El cáncer se hallaba situado en su estómago. Desde que conoció su existencia, había llegado a desarrollar esta irónica costumbre de

comunicar con él. Pretendía mostrarse cortés hacia su huésped no invitado, la Muerte. No le encontraría grosero ni hosco, pues ello haría que su victoria fuera absoluta. Claro que, por supuesto, su victoria sería absoluta, con o sin sus ironías. Cogió su maleta y siguió andando. El resplandor de las estrellas convertía en débiles espejos la negrura de los escaparates, y le mostraba al hombre que iba pasando ante ellos: delgado como una lagartija, el pelo blanco (a los cincuenta y siete), un hombre que viajaba para encargarse de los asuntos de la muerte, llevando dentro de él su

propia muerte e, incluso, transportando en su maleta el vestuario de la muerte, pues la maleta —dejando aparte su equipo médico y unos parcos artículos necesarios para él— estaba llena de bolsas para cadáveres. El sheriff le había contado por teléfono los arreglos improvisados que se habían hecho con los cadáveres, y el forense había cogido esas bolsas, colocándolas en su maleta con una amarga diversión, comprobando la anchura de la última ante el espejo, encima de su propio pecho, igual que una mujer juzgaría un vestido antes de ponérselo, y diciéndole a su cáncer: «¡Oh, sí, hay espacio más que suficiente

para los dos!». La maleta pesaba, y el forense se detenía a menudo para descansar y mirar al cielo. ¡Qué trabajo para hacerlo de noche, hurgando por entre despojos carentes de alma, los ojos clavados en la tierra bajo ese techo de estrellas! Habían hecho falta cinco días para sacarlos. El equinoccio de otoño ya había pasado, pero el tiempo había seguido siendo cálido. Y, sin duda, a tales profundidades todavía lo sería más. Entró en el edificio de los juzgados por una puerta lateral. Sus tacones resonaron en el linóleo del pasillo. Una

puerta situada al final, sobre la que estaba escrito NATE CRAVEN, SHERIFF DEL CONDADO, se abrió bastante antes de que llegara a ella, y su amigo salió de la habitación para recibirle. —Maldita sea, Carl, sigues estando tan delgado que te podrían usar como látigo. Dame eso. Se te ve demasiado sano. No te hace falta tanto ejercicio. La maleta colgaba de su mano como si no pesara nada, sin hacer que sus hombros de toro se inclinaran en lo más mínimo. Pese al reproche que había implícito en sus palabras, no tenía demasiada barriga para un hombre de su edad y talla. Su rostro estaba tallado en

toscas líneas, y la masa formada por la frente, la nariz y la mandíbula hacía que sus ojos verdes parecieran pequeños, hasta que uno se fijaba en ellos y sentía la tensa penetración de su inteligencia. Llenó hasta la mitad dos tazas con una jarra de café que había sobre la mesa, y luego completó la ración con bourbon de una botella que sacó de su escritorio. Cuando terminaron de beber, también habían acabado de intercambiar noticias sobre sus amigos mutuos. El sheriff sirvió otra ronda, y fue tomando sorbos de su taza en un silencio que, evidentemente, era el preludio a una conversación sobre el trabajo que les

esperaba. —Dicen que la justicia es dura — suspiró—. Ahora lo he visto. Uno de esos…, esos pacientes tuyos sobre los cuales tendrás que trabajar… Era un asesino. A decir verdad, la palabra «asesino» no explica ni la mitad de lo que hizo. Podrías afirmar que él tuvo lo que se merecía al ser ejecutado en esa explosión. Sí, maldita sea, fue un acto de justicia. Pero en cuanto a los otros nueve, la cosa fue bastante dura. Y el asunto no termina con su muerte, no… ¡Ese jefe tuyo, ese maldito besaculos! Se romperá la espalda intentando tocarse los pies con cada reverencia que hace a

la Mutua Fordham. ¿Qué parte te ha contado? —Supongo que te refieres al muy estimable forense Waddleton del condado de Fordham. —El doctor Winters hizo una pausa para beber de su taza y, con una delicada dilatación de sus fosas nasales, comunicó todo el disgusto, desprecio y diversión que había sentido en sus cuatro años como patólogo en el departamento de Waddleton. El sheriff se rió—. De las palabras del forense rara vez se puede sacar una imagen clara —siguió diciendo el doctor—. Tomó tu nombre en vano. De forma tan enérgica como

repetida. Tales expresiones fueron las primeras frases con que abordó el asunto. Luego, se dedicó a desarrollar el tema de la estricta responsabilidad que nuestro departamento le debe a la letra de la ley y, en particular, a la ley de compensaciones a los trabajadores. Los beneficios por razón de muerte deben ir sólo a quienes dependieran de los difuntos, cuya muerte tenga lugar por causa directa de su trabajo, no meramente en el curso de éste. Las víctimas de un ataque cometido por un maníaco, aunque mueran en su trabajo, no tienen por qué dar derecho a compensaciones legales. Luego

estuvimos meditando sobre la trágica injusticia sufrida por una compañía de seguros (cualquier compañía de seguros), que debe pagar a personas que carecen de todo derecho a ello, únicamente por la incompetencia y laxitud de los funcionarios que han realizado la investigación. Tu nombre apareció de nuevo. Craven dejó escapar un ladrido, mezcla de furia y risa. —¡El imparcial servidor del bien público! ¡Ja! Un marrullero estúpido e imparcial, eso es lo que él es. Te apuesto diez contra uno a que la Mutua Fordham logrará zafarse de todo esto sin

su ayuda, y que esas viudas no verán ni un solo centavo. —Las palabras no bastaban para dar rienda suelta a su ira; el sheriff se dio la vuelta y escupió en su papelera. Acabó el contenido de su taza y suspiró—. Te pido perdón, Carl. Llevamos cinco días cavando para sacar a esos hombres, y durante los dos últimos hemos estado hurgando en esa montaña buscando rastros de explosivos, con esos investigadores de la compañía de seguros resoplando en nuestros cuellos, y cuanto han podido decir es que existían «sólidos indicios que hacían presumir» la existencia de una bomba. Bueno, no pienso romperme

los cuernos con eso porque no me hace falta. Waddleton puede meterse sus «circunstancias extraordinarias» donde le quepan. Si no encuentras nada en esos cuerpos, el trámite de la autopsia habrá terminado, y se les podrá enterrar aquí mismo, donde sus familias quieren que estén. El doctor estaba mirando a su amigo y sonreía. Acabó su taza y habló con la irónica falta de emoción que había empleado antes, como si el sheriff no le hubiera interrumpido. —Luego, el honorable forense habló con más que notable entusiasmo sobre el tema de los impresos de autorización

para la autopsia, y la maliciosa subversión de la voluntad de los ciudadanos particulares llevada a cabo por ciertos agentes de la ley. Dio la casualidad de que sobre su escritorio tenía un fajo de tales impresos, todos firmados, con una cláusula particular escrita a máquina sobre las firmas. Un párrafo muy interesante. Entre otras cualidades, tenía la propiedad de hacer que el rostro del forense se volviera púrpura cuando la leía en voz alta. Me la leyó en voz alta tres veces. Al parecer, el consentimiento de los familiares dependía de dos condiciones: que la autopsia fuera ejecutada in locem

mortis, lo cual quiere decir en Bailey, y que sólo si el patólogo de la oficina forense encontraba pruebas concretas de homicidio, se podría llevar los cadáveres fuera de Bailey, o ejecutar más necropsias sobre ellos. La cláusula estaba muy bien redactada. Recuerdo que me pregunté quién la habría escrito. El sheriff movió la cabeza en un gesto pensativo. Cogió la taza vacía del doctor Winters, la puso junto a la suya, y las llenó hasta las dos terceras partes de su capacidad con bourbon, añadiendo luego un poquito de café en la del forense. Los dos amigos se miraron fijamente, sin parpadear, como dos

jugadores de póquer que se encuentran en la mano decisiva de la partida. El sheriff bajó la vista hacia su taza y tomó un sorbo de ella. —In locem mortis. ¿Qué quiere decir exactamente todo eso? —En el lugar de la muerte. —Oh. ¿Quieres un poco más? —Gracias, acabo de empezar. Los dos hombres se rieron, callaron, y luego volvieron a reírse de una forma que quizá algunas personas hubieran considerado excesiva. —Habló de todo salvo de que debía encontrar algo que hiciera obligatoria una segunda autopsia —acabó diciendo

el doctor—. Habría vendido su alma (o la habría hipotecado por segunda vez), a cambio de un equipo móvil de rayos equis. Tiene razón, claro. Si esos cuerpos han recibido algún fragmento de bomba, ése sería el modo más seguro y rápido de encontrarlo. Sigue asombrándome que vuestro doctor Parsons haya podido tener averiada durante tanto tiempo su unidad de rayos equis. —Arregla huesos, cose heridas, hace recetas, y todo lo que suponga problemas lo manda a otro sitio. Eso es lo único que sabe hacer. Los borrachos no son muy útiles.

—¿Tan mal está? —Aguanta a duras penas y nada más. Waddleton estuvo aquí, y no le consideró digno de ser nombrado patólogo. Dudo de que pudiera encontrar una bala de cañón en una rata muerta. No es algo que piense decir si es que puede llegar a sus oídos, al menos mientras siga arreglándoselas como hasta ahora, pero todos los de aquí lo saben. Lo cierto es que durante la mitad del tiempo son sus pacientes quienes cuidan de él. Pero Waddleton te habría mandado sin importar quién estuviera aquí. La Mutua Fordham sólo contribuye a sus fiestas con lo mejor.

El doctor se miró las manos y se encogió de hombros. —De acuerdo. Un asesino metido en el asunto. ¿Había una bomba? Moviéndose muy despacio, el sheriff puso los codos sobre la mesa y se apretó las sienes con las manos, como si la pregunta hubiera levantado toda una tempestad de recuerdos. Por primera vez, el forense —que no prestaba demasiada atención al mundo exterior, concentrado siempre en el continuo y callado removerse de la muerte que llevaba dentro— vio lo cansado que estaba su amigo: el temblor de su mano, los círculos oscuros que había bajo sus

ojos. —Te daré todo lo que tengo, Carl. Ya te he dicho que, según creo, no encontrarás nada de nada en esos cadáveres. Probablemente, acabarás pensando lo mismo que yo, pero en este asunto nunca se podrá llegar más allá de las suposiciones. Realmente, es una de esas pesadillas especiales con que el buen Dios tortura a los abogados, para luego ocultar eternamente la respuesta. »Bien… Hace dos meses un hombre desapareció: Ronald Hanley. Un minero, sólido como una roca, un hombre amante de su familia. Una noche no volvió a su casa, y jamás hallamos rastro de él.

Vale, eso ocurre a veces. Aproximadamente una semana después, la señora que se encarga de nuestra lavandería automática, Sharon Starker…, desapareció, sin dejar huellas. Entonces nos pusimos nerviosos. Hablé por la emisora local diciendo que quizá anduviera suelto un chalado, y fui muy claro sobre las precauciones especiales que todo el mundo debía adoptar. Empezamos a patrullar de noche con nuestros dos vehículos, y de día nos dedicamos a llamar a todas las puertas del pueblo recogiendo coartadas para las dos desapariciones.

»Fue inútil. Quizá te engañe este uniforme y creas que soy un agente de la ley, un protector de la gente y todo eso… Un error muy natural. Mucha gente se dejó engañar por eso. En menos de siete semanas desaparecieron seis personas, así de sencillo. Para lo que conseguimos hacer, yo y mis hombres podríamos habernos quedado en cama todo el día. El sheriff vació su taza. —Bueno, al final tuvimos un poco de suerte. No me interpretes mal, cuidado… No es que lográramos evitar un crimen ni nada parecido, no… Pero encontramos un cuerpo…, salvo que no

era el de ninguna de las siete personas que habían desaparecido. Empezamos a peinar los bosques más cercanos al pueblo, nombrando como agentes temporales a unos cuantos mineros para que nos ayudaran. Bueno, uno de esos chicos estaba allí con nosotros la semana pasada. Hacía calor, como lo lleva haciendo ya desde las últimas semanas, y el lugar estaba realmente tranquilo y callado. Oí un zumbido, y miré a mi alrededor buscando su fuente, y él vio unas cuantas abejas en el hueco de un árbol. Pero era lo bastante listo para saber que eso no es normal por aquí…, no tenemos demasiadas

colmenas. Así que no eran abejas. Eran moscardones, una maldita nube de ellos, cubriendo un bulto que estaba envuelto en una lona. El sheriff se miró los nudillos. En su más bien movida existencia había encontrado de vez en cuando hombres lo bastante instruidos como para entender lo que significaba su apellido,[8] y lo bastante temerarios como para divertirse a costa de ello, y los nudillos — maltrechos y cubiertos de cicatrices— demostraban elocuentemente su reacción ante eso. Alzó la vista, y miró nuevamente a su viejo amigo. —Bien, lo sacamos del árbol y lo

desenvolvimos. Billy Lee Davis, uno de mis agentes, estuvo en Vietnam y se encontró cerca de algunas cosas bastante, bastante malas y lo aguantó. Billy Lee soltó todo lo que había comido cuando desenvolvimos esa cosa de la lona. Era un hombre. Parte de él. Sabemos que medía metro ochenta y cinco porque todos los huesos estaban allí, y que debía de pesar probablemente entre noventa y noventa y cinco kilos, pero estaba doblado sobre sí mismo igual que si fuera una bolsa de ropa sucia para lavar. Seguía conservando la cara, los dos hombros y el brazo izquierdo, pero el resto se encontraba

limpio. No era obra de un animal. Había sido hecho con un cuchillo, y los cortes eran tan limpios como si los hubiera realizado un carnicero. Salvo que la carne sigue sangrando durante un buen rato después de que la cortes, por mucho cuidado que pongas, y en la lona y en la carne de ese hombre no había ni una maldita gota de sangre. Estaba tan pálido como un pescado. Y en lo más hondo de su cuerpo, el cáncer del doctor le tocó. No fue un ataque feroz; se limitó a hundir un colmillo de dolor, como interrogativamente, en un poco de carne que aún no había probado, tanteando el

campo que ésta ofrecía a su apetito. Winters disfrazó su temblor con un gesto de la cabeza. —Entonces, era un escondite. El sheriff asintió. —Igual que tú guardarías un plato de estofado en la nevera para comértelo poco a poco. Tomé algunas fotos de su cara; luego, lo dejamos donde estaba y borramos nuestras huellas. Dos de los mineros a los que había nombrado como agentes cazaban mucho y sabían moverse por los bosques, así que les dejé para hacer la primera guardia. Anotamos bien las posiciones, ellos buscaron un sitio donde esconderse y

nos fuimos. »Después, nos dedicamos a buscar al muerto, y enviamos descripciones suyas a todos los pueblos en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Era alguien que nadie había visto jamás en Bailey, y tampoco en ningún otro sitio, según nos pareció después de haber pasado todo el día recorriendo el pueblo con las fotos. Y entonces, de pronto, Billy Lee Davis se dio una palmada en la frente y dijo: “¡Sheriff, yo he visto a este hombre en alguna parte del pueblo, y no hace mucho!”. »Desde que vomitó, llevaba todo el día bastante nervioso y, de repente,

saltó. Estaba totalmente seguro de ello, pero no podía recordar el dónde o el cuándo. Le dimos vueltas al asunto una y otra vez, y él lo intentó con todas sus fuerzas. Llegó un momento en el que deseé cogerle por los tobillos y colgarle cabeza abajo para sacudirle hasta que el dato cayera de él. Pero era inútil, claro. Después de oscurecer, volvimos a ese árbol; habíamos encontrado un lugar donde esconder los coches y un camino para llegar a través del bosque. Cuando estábamos cerca, llamamos por radio a los hombres que habíamos dejado allá, diciéndoles que todo estaba despejado y que podían salir. No hubo respuesta. Y

cuando llegamos, cuanto quedaba de nuestra trampa era el árbol. No había cuerpo, no había luna y no había agentes especiales. Nada. Esta vez, el doctor Winters se encargó de servir el café y el bourbon. —Demasiado café —murmuró el sheriff, pero se lo bebió pese a todo—. Una parte de mí deseaba comerse las uñas y romper algunos cuellos. Y otra parte estaba cagada de miedo. Cuando volvimos, fui otra vez a la emisora e hice una llamada de emergencia, y luego hice que el hombre de la emisora la pusiera en antena cada hora. Dije a todo el mundo que no hicieran nada salvo en

grupos de tres personas, que cuando fuera de noche tenían que reunirse como mínimo tres personas, que salieran tan poco como fuera posible, que estuvieran armados, y que se vigilaran continuamente los unos a los otros. Sonaba condenadamente ridículo, pero formar parejas no serviría de protección si la mitad de una pareja era el asesino. Nombré a más hombres, y los puse en las calles para reforzar a la patrulla nocturna. »La cosa estalló a la mañana siguiente. Llamó el sheriff de Rakehell, en el condado vecino. Dijo que nuestro cadáver se parecía mucho al de un

hombre llamado Abel Dougherty, un obrero de la serrería que trabajaba en Maderas Con. Dejé a Billy Lee al mando de todo, y salí inmediatamente en coche para allá. »Dougherty tenía una hermana mayor lisiada, a la que siempre llamaba por teléfono para ver cómo estaba cuando tenía que ausentarse un tiempo del pueblo, una costumbre de la que nadie sabía nada porque probablemente le avergonzaba un poco. El sheriff Peck sólo se enteró de eso cuando la mujer le llamó, diciendo que su hermano llevaba cuatro días fuera, y que no la había telefoneado ni una sola vez. De no ser

por eso, quizá Peck no hubiera pensado en Dougherty con sólo nuestra descripción, aunque reconoció la foto que le mostré, y muy pronto le habría llegado una por correo. Bueno, apenas había colgado el teléfono cuando llegó una llamada para mí. Era Billy Lee. Se había acordado. »Vio a Dougherty la noche del domingo, tres días antes de que le encontráramos. Le había visto en la Taberna del Camionero, situada al norte del pueblo. Dougherty había creado cierto jaleo porque estaba francamente borracho, y se metió con un minero que estaba bebiendo allí, un hombre llamado

Joe Allen que había empezado a trabajar hacía unos dos meses en la mina. Dougherty le decía una y otra vez que no era Joe Allen, sino un viejo amigo de Dougherty llamado Sykes, que había trabajado con él en Maderas Con durante más años de los que podía recordar, y a ver qué clase de broma era ésta, venga, viejo, tómate una cerveza, y dime por qué te fuiste tan de repente, y qué diablos has estado haciendo. »Allen se lo tomó a risa. Dougherty le daba una palmada en el hombro, y Allen se la devolvía y hacía toda clase de bromas al respecto, como decir: “Dale otra cerveza a este hombre, estoy

sustituyendo a un viejo amigo suyo al que no ve desde hace mucho”. Dougherty era muy corpulento, cada vez gritaba más, y se mostraba tan tozudo que Billy Lee temió fuera a empezar una pelea; y no era él solo quien se preocupaba por ello. Pero Joe Allen era un buen tipo, y supo manejar perfectamente la situación. Habíamos comprobado su coartada semanas atrás, junto con las de todo el mundo, y era realmente popular entre los demás mineros. Finalmente, Dougherty juró que se lo llevaría a otro bar para celebrar las vacaciones que había empezado a tomarse ese mismo día. Joe Allen se

puso en pie, sonriendo, y dijo que, maldita sea, no podía complacer a Dougherty en lo de ser ese tal Sykes, pero que, desde luego, podía tomarse una copa con cualquiera que estuviera dispuesto a beber seriamente y a invitarle. Salió con él y dirigió un guiño a los que estaban en el bar, para satisfacción general de éstos. Craven se calló. El doctor Winters le miró a los ojos, y leyó dos imágenes en sus pensamientos: el alegre guiño que hizo reír a todos los del bar, y la cosa que se encontraba envuelta en la lona cubierta de moscardones de un brillante color azul.

—Todo me pareció bastante claro — dijo el sheriff—. Ordené a Billy Lee que registrara la habitación de Allen en la pensión Skettles, y que luego fuera directamente a la mina y lo trajera. Cuando le tuviéramos en nuestro poder, ya acabaríamos de pulir el asunto. Dado que me encontraba en Rakehell, me ocupé de algunos cabos sueltos antes de volver. Fui con el sheriff Peck a Maderas Con, y encontramos una foto de Eddie Sykes en sus archivos de personal. Había visto bastante a menudo a Joe Allen, y la foto que había en ese archivo era la suya. »Descubrimos que Sykes vivía solo

y que trabajaba a temporadas; era muy reservado en todo lo que hacía, y llevaba un tiempo ausente. Pero uno de los aserradores estaba bastante seguro de la fecha en que se había marchado de Rakehell, porque había ido a la cabaña de Sykes la mañana siguiente a una gran lluvia de meteoros, que se había producido unas nueve semanas atrás, pues algunos pensaban que parte de la lluvia podía haber caído en el suelo, no muy lejos de la parte de montaña donde vivía Sykes. Esa mañana no estaba allí, y el aserrador no le había vuelto a ver desde entonces. »Todo parecía encajar. Encajaba.

Después de tantas semanas, me encontraba a menos de un kilómetro y medio de Bailey, y tenía el pie encima del acelerador. Lleno de rabia y deseos de venganza, me sentía… igual que una bala, como si fuera un gran proyectil del calibre treinta que iba a incrustarse justo en ese caníbal que bebía sangre, atravesándolo y arrancándole toda la verdad del corazón, lo suficiente como para ahorcarle un centenar de veces. Hasta allí llegué, muy cerca. Tan cerca que cuando todo se fue a la mierda, lo oí. »Debe parecerte que soy un cobarde. Ya lo sé. Quizá todo esto me ha dado

algo de lo que nunca podré desprenderme. Teníamos que averiguar lo ocurrido. Billy Lee no estaba acompañado por mi otro agente. Travis andaba con algunos hombres en las montañas, buscando pistas alrededor de ese árbol. Por suerte, se encontraba en el coche cuando Billy Lee intentó localizarle. Dijo que había revisado el cuarto de Allen, y había encontrado algo que quizá nos sirviera. Era una esfera que tendría la mitad del tamaño de una pelota de baloncesto, pesada, hecha de algo que no era ni metal ni vidrio, pero que se parecía a las dos cosas. Era posible ver un poco a través de ella, y

parecía estar llena de alguna especie de circuitos y componentes electrónicos. Si alguien tenía dudas sobre la culpabilidad de Allen, podíamos acusarle de haber robado eso, o decir que sospechábamos que ese artefacto era una bomba. ¡Jesús! De todos modos nos comunicó que era lo único raro que había encontrado en su habitación, aunque, claro, era algo bastante extraño. Le dijo a Travis que fuera a la mina para apoyarle. Llegaría antes que él, y para cuando Travis llegara a la mina, suponía que ya tendría cogido a nuestro hombre. »Tierney, el jefe de turnos en la mina, tenía un ayudante que nos contó el

resto. Billy Lee aparcó detrás de las oficinas para que los hombres del patio no pudieran ver su coche. Subió la escalera para arreglar los detalles del arresto con Tierney. Reunieron media docena de hombres. Cuando salían del edificio, vieron que Allen se apartaba corriendo del coche patrulla con la esfera bajo el brazo. »Todo el recinto está vallado, y Tierney ya había telefoneado para avisar que cerraran las puertas. Allen estuvo corriendo en zigzag, y pronto se dio cuenta de que estaba metido en una trampa. La esfera le obligaba a ir más despacio, pero seguía llevándoles una

buena ventaja. Vaciló durante unos instantes, y luego corrió en línea recta hacia el pozo principal de la mina. Un ascensor estaba a punto de bajar con una cuadrilla, y Allen arriesgó todos los huesos de su cuerpo saltando sobre él, pero logró aterrizar en el techo sin hacerse daño. Cuando les fue posible llegar a los controles, el ascensor ya estaba en el segundo nivel, y tanto Allen como la cuadrilla ya habían bajado de él. Tierney hizo subir el ascensor. Billy Lee ordenó a los demás que cogieran armas y les siguieran, y él y Tierney se fueron en el ascensor hacia abajo. Y unos dos minutos después, la mitad de la

maldita mina saltó en pedazos. El sheriff dejó de hablar tan bruscamente como si le hubieran interrumpido, sus labios todavía abiertos para decir algo más, y sus ojos demostrando, y quizá fuera la vez número cien, su asombro al darse cuenta de que no había más, que las semanas de muerte y perplejidad terminaban allí con esa recapitulación de los hechos, que sólo ocupaba una fracción de segundo: más muerte, más oscuridad sin respuestas, sellándolo todo. —Nate… —¿Qué? —Olvídate de todo y vete a dormir.

No necesito tu ayuda. No te sostienes en pie. —Ahora no estoy en pie. Y voy a ir contigo. —Explícame cuál era la posición de las víctimas respecto al punto de explosión. Me iré a trabajar, y tú te irás a la cama. El sheriff meneó la cabeza distraídamente. —Las operaciones de minería se realizan en estratos que van disminuyendo gradualmente. Los niveles se abren lateralmente partiendo del pozo vertical, y a partir de un nivel van cavando hacia arriba hasta encontrarse

con el superior. Cavan grandes recámaras en la roca, y dejan que la mayor parte de los fragmentos sigan en su sitio, así pueden subirse a las pilas y hacer más altos los techos. Dejan secciones de muro para que sirvan de apoyo entre ellas, y esos hombres quedaron enterrados a varias secciones del pozo. El derrumbamiento les mató. La montaña se plegó sobre ellos, eso fue todo. No les llegó ningún tipo de fragmento, estoy totalmente seguro. Los únicos que encontraron eran de algunas cargas normales, que fueron detonados por el estallido principal, y ésos ni siquiera llegaron cerca de ellos. La gran

explosión tuvo lugar allí donde el nivel se une al pozo, allí mismo, y justo cuando Billy Lee y Tierney salieron del ascensor. Y allí no queda nada. Carl. No hay esfera, no hay ascensor, no hay Tierney ni Billy Lee Davis. Sólo roca convertida en un polvo tan fino como la harina. El doctor Winters asintió, y se puso en pie pasado un instante. —Vamos, Nate, tengo que empezar. Tendré suerte si consigo hacer unos cuantos antes de mañana. Déjame allí y vete a dormir, por lo menos hasta mañana. Tendrás tiempo para presenciar la mayor parte del trabajo.

El sheriff se puso en pie, cogió la maleta del forense y le precedió hasta el exterior de la oficina sin decir ni una palabra, como concesión a lo pedido por Winters.

El coche patrulla se encontraba detrás del edificio. El doctor vio en las estrellas una hermosura más cruel que una hora antes. Entraron en el coche, y Craven enfiló por la calle vacía. El doctor abrió la ventanilla y aguzó el oído, pero el estruendo del motor ahogaba el sonido del río. Agredidos por los haces de sus faros, hileras de

viejos parquímetros harían brotar largas sombras sobre las aceras, sombras que se encogían y eran segadas por el movimiento de las luces. —Todos esos muertos de más… — dijo el sheriff—. ¡Para nada! Ni siquiera para… ¡alimentarle! Si era una bomba, y si la había fabricado él mismo, debía saber cuál era su potencia. No creo que intentara ninguna estúpida forma de huir con ella. ¿Y cómo sabía que el artefacto estaba allí? Lo arreglamos todo de tal forma que Allen estaba terminando un turno de trabajo, pero ni siquiera había salido de la mina cuando Billy Lee aparcó donde nadie podía verle.

—Déjalo, Nate. Quiero tener más detalles del asunto, pero después de que hayas dormido. Te conozco. Todas las fotos estarán allí, así como el informe completo, y tendrás todas las pruebas ordenadamente metidas en cajas y cuidadosamente explicadas. Cuando lo haya examinado, sabré exactamente cómo debo actuar. Bailey no tenía ni hospital ni morgue, y los cadáveres se encontraban en una vieja fábrica de hielo situada en las afueras de la ciudad. Se había traído un generador de la mina, se había improvisado un sistema de iluminación, y habían vuelto a poner en marcha el

sistema de refrigeración. El despacho del doctor Parsons y la pequeña sala de pruebas, que desempeñaba funciones de morgue en la comisaría del sheriff, habían proporcionado todo el equipo que el doctor Winters necesitaría, excepto lo que había traído con él. Cuando se encontraban a medio kilómetro del pueblo, distinguieron la fábrica. Era un conjunto de dos edificios rodeado de árboles y sin ninguna otra construcción vecina: el más pequeño de los dos edificios —la oficina— estaba iluminado. Los cuerpos se hallaban en el edificio mayor, carente de ventanas, donde estaba instalado el equipo de

refrigeración. Craven frenó junto a otro coche patrulla que estaba aparcado cerca de la puerta de las oficinas. Un hombre bajito y muy delgado, que llevaba un gran sombrero Stetson blanco, salió del coche y vino hacia ellos. Craven bajó su ventanilla. —Trav, éste es el doctor Winters. —Hola, Nate. Doctor Winters… Todo está preparado allá dentro. Pero me encontraba más a gusto aquí fuera. El último de los sabuesos de la prensa se fue hace unas dos horas. —Son tozudos, desde luego… Puedes irte, Trav. Duerme un poco y vuelve por la mañana. ¿Qué temperatura

tenemos? La pálida silueta del Stetson, mucho más clara a la luz de las estrellas que el rostro ensombrecido que había bajo ella, se movió en un gesto dubitativo. —Un poco menos de dos grados. No se puede bajar más… hay alguna especie de fuga. —Eso debería ser suficiente —dijo el doctor. Travis se marchó en el coche patrulla, y el sheriff abrió el candado que cerraba la puerta de las oficinas. Mientras esperaba detrás de él, Winters oyó nuevamente el río —un frío bálsamo, un susurro de libertad— y, por

encima de él, los tartamudeos y el suave gruñir del generador situado detrás del edificio, un sonido implacable que parecía roer el silencio y, sin que supiera cómo, alimentar la oscura angustia que el otro rumor calmaba. Entraron en la oficina. Los preparativos habían sido hechos a conciencia, y no faltaba nada. —Puedes sacarlos de la nevera con esto, y hacer los exámenes aquí —dijo el sheriff, indicando una mesa y una camilla con ruedas—. Encontrarás todo el equipo que necesitas en esa gran mesa de allí, y puedes escribir tus informes en esa otra. El teléfono no tiene línea; hay

un teléfono público en esa gasolinera por la que pasamos, si es que te hace falta llamarme. El doctor asintió mientras comprobaba el material situado encima de la gran mesa: escalpelos, cuchillos para las incisiones post mortem y para cortar los cartílagos, tijeras para los intestinos, cizallas para la caja torácica, fórceps, pinzas, martillo y cinceles, una sierra manual y una sierra eléctrica para huesos, medidores, recipientes para las muestras, agujas y sutura, esterilizador, guantes… Junto a todo eso había unas cuantas cajas y sobres con hojas de explicación unidas, conteniendo las

fotos y todos los objetos que habían sido encontrados junto a los cadáveres, que podían servir como pruebas. —Excelente —murmuró Winters. —La luz del techo es fluorescente, de espectro completo o como lo llamen. Es mejor para distinguir los colores. En el primer cajón del escritorio hay una pinta de bourbon bastante bueno. ¿Listo para echarles una mirada? —Sí. El sheriff quitó la barra que aseguraba la gran puerta metálica de la cámara refrigerada y la abrió. Una marea de aire gélido y cargado de un olor metálico brotó por el umbral. La luz

del interior era más tenue que la de la oficina; bajo su claridad amarilla yacían diez bultos alargados sostenidos por tablas y caballetes. Los dos hombres se quedaron en silencio durante unos instantes, inmóviles en una especie de improvisado homenaje al eterno misterio ante cuyo umbral se encontraban. Como si, de hecho, la fría habitación fuera un auténtico mausoleo, el forense descubrió que la hilera de siluetas veladas por las sábanas le producía una impresión particular cercana al temor y el respeto. La horrible combinación de su muerte y la

tumba titánica que les había sido preparada, les daba una inflexible y austera autoridad, como si fueran los elegidos de la muerte. Le dolía el estómago, y se encontró con que su mano apretaba fuertemente el abdomen. Miró a Craven, y sintió alivio al ver que su amigo no había notado el gesto; seguía contemplando los cadáveres con una expresión de cansancio. —Nate, ayúdame a destaparlos. Empezando cada uno por un extremo de la hilera, fueron quitando las sábanas y las dejaron en un rincón de la cámara. Ahora los dos se movían con gestos rápidos y bruscos, sin detenerse ante la

revelación de los rostros hinchados y medio convertidos en pulpa (casi todos ellos provistos de tres labios, debido a la saturación gaseosa de sus lenguas), y las gruesas y lívidas manos que brotaban de las sucias mangas. Pero Craven acabó deteniéndose ante uno de los cuerpos. El doctor se dio cuenta de cómo lo miraba y torcía el gesto. Luego, arrojó la sábana al montón y avanzó hacia el siguiente par de caballetes. Cuando salieron de la cámara, el doctor Winters sacó la botella y los vasos que Craven había dejado en el escritorio, y los dos tomaron un trago. El sheriff abrió la boca como si se

dispusiera a decir algo, pero meneó la cabeza y suspiró. —Dormiré un poco, Carl. Todo este asunto me está empezando a inspirar unas ideas bastante extrañas. El doctor sintió deseos de preguntarle cuáles eran esas ideas, pero, en vez de ello, puso la mano sobre el hombro de su amigo. —Vete a casa, sheriff Craven. Quítate la insignia y acuéstate. Los muertos no van a fugarse. Por la mañana, todos seguiremos aquí.

Cuando el sonido del coche patrulla

se hubo desvanecido, el doctor se quedó inmóvil, escuchando el gruñido del generador y el silencio de los muertos, que ahora volvía a ser casi palpable. Tanto el gruñido como el silencio parecían burlarse de él. El eco final de sus últimas palabras le ponía nervioso. —¿Qué te parece, querido colega? —le dijo a su cáncer—. ¿Seguiremos aquí por la mañana? ¿Todos? Sonrió, pero sentía una extraña incomodidad, como si hubiera hecho una broma en medio de un grupo de gente y hubiera logrado concitar un silencio hostil. Fue hacia la puerta de la cámara, la abrió y contempló la ordenada hilera

de los cuerpos, con su extraño aspecto de tribunal. —¿Y bien, señores? —murmuró—. ¿Me juzgáis? Si puedo preguntarlo, ¿quién va a examinar a quién esta noche? Volvió a la oficina; una vez allí, su primera acción fue examinar las fotos tomadas por el sheriff, para ver cuál era el aspecto de los muertos cuando habían sido desenterrados. La tierra se había apoderado de ellos con una terrible brusquedad. Algunos estaban agazapados, otros tenían el cuerpo medio erguido, otros yacían en extrañas posturas, como liberados de la

gravedad. Cada sucesión fotográfica revelaba un poco más de la confusión, a medida que las palas proseguían su trabajo entre instantánea e instantánea. El doctor las examinó atentamente, fijándose en las identificaciones escritas con tinta sobre los cuerpos, al ir quedando éstos al descubierto. Un hombre, Roger Willet, había muerto a unos metros del grupo principal. Daba la impresión de que hubiera entrado por casualidad en el nivel justo cuando se producía la explosión, y por ello había recibido de forma más directa que ninguno de los otros la onda expansiva de la

detonación. Si había fragmentos de bomba que encontrar en alguno de los cadáveres, el del señor Willet parecía su recipiente más probable. El doctor Winters se puso un par de guantes quirúrgicos. El cadáver se encontraba a un extremo de la hilera. Llevaba una camiseta térmica especial, y un mono sorprendentemente nuevo bajo el polvo y la suciedad que lo habían enterrado. La gruesa tela formaba un extraño contraste con su carne: azul, hinchada, algo que daba la impresión de ser muy frágil o estar a punto de estallar, igual que una fruta madura. En vida, Willet se

había peinado usando brillantina. Ahora, su cabello formaba una escultura de polvo, mechones puntiagudos y remolinos causados por los últimos movimientos de la cabeza frotando contra la montaña que la había aferrado. El rigor mortis había llegado y se había marchado; el cuerpo de Willet se movía fláccidamente sobre la camilla. Al pasar con él junto a los demás, Winters fue agudamente consciente de sí mismo y de lo que estaba haciendo. La sensación de que aquella asamblea de muertos le estaba juzgando de alguna forma se pegaba a sus pensamientos con una extraña tenacidad, a diferencia de lo

que ocurría con casi todo ese tipo de adornos emocionales de su experiencia profesional. Esa tozuda incomodidad empezaba a conseguir que se irritara consigo mismo, y Winters se movió con un poco más de rapidez. Puso a Willet sobre la mesa de examen; le quitó las ropas usando las tijeras, guardando los pedazos en una caja para pruebas. El mono estaba manchado con los excrementos liberados durante la agonía. Con involuntaria piedad, el doctor contempló durante un segundo a su desnudo espécimen. —No tendrás que ir a Fordham —le

dijo al cadáver—. No a menos que encuentre algo condenadamente evidente… Se ciñó un poco más los guantes, y puso en orden su equipo. Waddleton le había dicho unas cuantas cosas que no le había contado al sheriff. El doctor debía encontrar «indicios» consistentes, que hicieran absolutamente necesario el traslado de los difuntos a Fordham para un examen con rayos equis y una segunda y exhaustiva autopsia, y debía consignar por escrito lo que había encontrado. La continuidad de su trabajo en el departamento del forense dependía totalmente de que cumpliera con tal

petición. Winters había acogido esas palabras con un silencio que Waddleton no había creído necesario romper. La decisión que había tomado, por supuesto, no era fruto de ningún impulso momentáneo. Aceptaría lo evidente como tal. Si los demás mostraban tan claramente como Willet las señales externas de la muerte por asfixia, no padecerían más que un concienzudo examen externo. A Willet también le examinaría por dentro, meramente para dejar bien claro en este cadáver lo que parecía obvio en todos los demás. De lo contrario, y sólo cuando el examen externo revelara algo claramente

anómalo —y ese algo debía estar bien claro y saltar a la vista—, miraría con más atención. Usó una palangana para lavarle el cabello, guardó los sedimentos en un frasquito, y le pegó una etiqueta. Luego, con el escalpelo, empezó a examinar minuciosamente el cuerpo, registrando sus observaciones a medida que avanzaba. Las señales características de la muerte por asfixia eran evidentes, pese a las complicaciones producidas como efecto de la autolisis y la putrefacción. La hinchazón de los globos oculares y la forma en que asomaba la lengua se

debían, en parte, tanto a la presión de los gases como a la forma de la muerte, pero este último órgano había sido atrapado entre los dientes, dejando muy pocas dudas en cuanto a la forma de morir. La coloración del cambio degenerativo —un tono verde amarillento, un oscurecimiento de las venas superficiales que las hacía destacar como en un mapa— estaba muy clara, pero no era suficiente para ocultar el azul cianótico del rostro y el cuello, así como tampoco las hemorragias en forma de cabeza de alfiler que formaban una capa parecida a pecas en el cuello, el pecho y los hombros. El doctor tomó

muestras de la boca y la nariz, confiando en que la sustancia recogida fuera la mucosidad teñida de sangre que, normalmente, se proyectaba al exterior por falta de aire durante la agonía. Empezó a parecerle que en su trabajo había algo de cómico. ¡En qué bufón sabía convertir la muerte a un hombre! Una cosa azulada, de ojos saltones y provista de tres labios. Y aquí se encontraba él, en una curiosa y solícita intimidad con este despojo que parecía un payaso. Discúlpeme, señor Willet, mientras hurgo en esta laceración. ¿Qué nota cuando le hago esto? ¿Nada? ¿Nada en absoluto?

Estupendo, y ahora, ¿qué hay de esas uñas? Se las rompió arañando la tierra, ¿verdad? Sí. Ya veo, una soberbia ampolla de sangre bajo la uña de este pulgar…, se la hizo en el trabajo unos cuantos días antes de su accidente, ¿cierto? Qué callosidades tan notables tiene aquí, siguen estando muy duras… Durante un segundo robado al análisis, el doctor miró esas manos…, unas zarpas hinchadas y oscuras, inmóviles e inexpresivas, que habían renunciado para siempre al tacto y la presa. Tuvo la sensación de que toda la inútil muerte de aquel hombre se concentraba en las manos. La dolorosa

futilidad de la soberbia articulación corporal cuando es contemplada en la muerte; sí, hacía mucho que había aprendido a no reconocer esa conmovedora emoción cuando trabajaba. Pero ahora permitió que le afectara un poco. Este Roger Willet había sido borrado repentinamente del mapa cuando iba a su trabajo una tarde, aplastado hasta verse convertido en un montón inservible de materiales perecederos. Sencillamente, dio la casualidad de que su vida se había acercado demasiado al curso de otra vida más poderosa, una de esas vidas hambrientas e inexorables que dejan tras

de sí un cortejo de ruinas humanas, conocidas e ignoradas para siempre. Mala suerte, señor Willet. Naturalmente que lamentamos mucho todo esto. Pero ese tal Joe Allen, su compañero de trabajo… Al parecer era alguna especie de… caníbal. Es complicado. No comprendemos nada del asunto. Pero el hecho es que nos vemos obligados a deshacer su cuerpo hasta cierto punto. Realmente, me temo que no hay esperanza alguna de utilizar otra vez los componentes de su cuerpo, señor Willet. ¿Está preparado? El doctor procedió al examen interno, algo nervioso ante la

fragmentación de Willet, deseando desarticular esa tristeza en su forma natural. Cogió a Willet por la mandíbula y tomó el cuchillo de autopsias. Hundió su punta detrás de la mandíbula, y empezó con la prolongada incisión que abriría a Willet desde la garganta hasta las ingles, aserrando suavemente. El doctor Winters se aplicó placenteramente en la lenta y complicada separación de su lámina corporal. Y, aun así, de forma marginal pero insistente, sentía fluir en su interior un torrente de imágenes que no tenían relación con su labor actual. Imágenes del edificio que le contenía, y de la

noche que contenía al edificio. Vio la fábrica como si estuviera fuera de ella —maderas descoloridas, el tejado de hierro—, y los árboles que se agolpaban a su alrededor, todo bajo la luz de las estrellas, como el cuadro de un pueblo fantasma. Y vio la bóveda del refrigerador, situado más allá de la pared, como si estuviera dentro, sintiendo la calma y el silencio de aquellos hombres asesinados, que yacían bajo una fría luz amarilla. Y, al fin, acabó formándose una pregunta, asomando fugazmente por entre la telaraña de su concentración al igual que lo hacían las imágenes: ¿por qué sentía

que todos sus actos estaban rodeados por un aura de callada vigilancia, como si hubiera alguna corriente de aire, algo que acariciaba furtivamente sus nervios con una pregunta mientras trabajaba? Se encogió de hombros, ahora claramente irritado. ¿De quién se estaba ocupando sino de la Muerte? ¿No era acaso el subordinado de la Muerte, y no era éste el lugar de la Muerte? Bueno, entonces dejemos que la dueña eche un vistazo. Mientras hacía a un lado la piel de Willet, moteada por las hemorragias, el doctor Winters leyó en el cuerpo con una creciente falta de emoción, igual que si fuera un texto sobre autopsias. Limitó su

inspección a los pulmones y el mediastino, y encontró allí un inequívoco testimonio de que Willet había muerto por asfixia. La pleura pulmonar mostraba las equimosis, unos puntos hinchados y violáceos que destacaban en la vítrea membrana envolvente. Por debajo de ésta, los lóbulos superficiales poliédricos de los pulmones estaban cubiertos de burbujas, algunas de las cuales habían reventado; el previsible enfisema intersticial. Los pulmones, al ser examinados en corte, se encontraban afectados por una intensa congestión sanguínea. Descubrió que la mitad izquierda del corazón estaba vacía

y contraída, mientras que la derecha estaba demasiado hinchada y llena de sangre oscura, al igual que las venas principales del mediastino superior. Era el clásico cuadro de la muerte por asfixia, y el forense, usando aguja e hilo de sutura, acabó cerrando nuevamente el texto. Devolvió el cadáver a la camilla, y lo envolvió a guisa de sudario en una de sus bolsas. Cuando tuviera ayuda por la mañana, pesaría los cuerpos en una balanza de plataforma situada en la oficina, y luego cerraría adecuadamente las bolsas. Fue hacia la puerta de la cámara y se detuvo, vacilante,

mirándola, sin moverse, sin entender por qué. «Corre. Vete de aquí, ahora». La idea era suya, pero le llegó de forma tan apremiante que se dio la vuelta como si alguien hubiera hablado detrás de él. Al otro extremo de la habitación, un hombre delgado con una bata blanca y guantes, sus ojos una masa de sombras, contempló al forense desde la negrura de las ventanas. Detrás del hombre había una camilla con un bulto tapado y, detrás de eso, una gran puerta metálica. —¿Por qué he de irme? —preguntó el doctor en voz baja y algo

sorprendida. El hombre sin ojos del cristal seguía con el cuerpo medio encogido, en una postura de temor. Apenas un instante después, el hombre se irguió, echó la cabeza hacia atrás y se rió. El doctor fue hacia el escritorio y tomó asiento junto a él, hombro con hombro. Sacó la botella y tomaron un trago, mirándose el uno al otro con la misma sonrisa divertida y algo perpleja. —Deja que te sirva otro —dijo después el forense—. Lo necesitas, viejo amigo. Hace que un hombre vuelva a ser él mismo.

Sin embargo, le costó entrar de nuevo en la bóveda, y cada paso pareció requerir un nuevo esfuerzo de voluntad. Todos los movimientos eran un desafío bajo esa gélida penumbra amarilla. Su cuerpo no estaba dispuesto a cumplir con sus deseos de ir más rápido, de terminar con las molestias que le causaba al grupo de muertos. Colocó nuevamente a Willet en su sitio y cogió a su vecino. El nombre escrito en la etiqueta unida a su bota era Ed Moses. El doctor Winters le llevó a la oficina, y cerró la gran puerta detrás de él. Con Moses, su trabajo cobró un poco más de impulso. No tenía la

intención de realizar más necropsias internas. Pensó en su jefe, alegrándose ahora de su aparente sumisión al ultimátum de Waddleton. El impacto posterior sería aún más tremendo. Se imaginó al forense, aturdido, los informes del patólogo en una mano, y sonrió. Probablemente, Waddleton podría montar un caso más o menos plausible alegando que el examen había sido incompleto. Con todo, los poderes discrecionales de un patólogo eran algo no muy bien definido. Muchos patólogos de buena reputación aprobarían los métodos del doctor, teniendo en cuenta

las condiciones del trabajo. El inevitable litigio contra una coalición de familiares que pedirían las compensaciones del seguro resultaría largo y difícil. Ganara o perdiera, la venal devoción de Waddleton a los intereses de la compañía de seguros quedaría claramente demostrada. Además, en cuanto le despidieran, el forense revelaría a la prensa la causa oculta de tal despido. A ello seguiría un pleito por calumnias, algo a lo que Winters debía temer tan poco como a su despido. Tanto sus ahorros como los pleitos durarían mucho más que su vida. Externamente, Ed Moses presentaba

un estado tan típico de la asfixia como lo había sido el de Willet, sin la más leve señal de que algún fragmento hubiera entrado en su cuerpo. El forense terminó su informe, y llevó nuevamente a Moses a la bóveda, moviéndose de forma rápida y precisa. Ahora ya casi no se sentía incómodo. Ese extraño e indefinible agitarse del aire…, ¿lo había notado realmente? Quizá había sido alguna nueva reverberación de la muerte que se afanaba en su interior, un temblor psíquico de respuesta, emitido ante los cautelosos tanteos del cáncer que examinaba su vida. Sacó de la bóveda el cuerpo que estaba junto al de Moses.

Walter Lou Jackson era alto, más de un metro ochenta y cinco de la coronilla a los pies, y seguramente debía superar los noventa y cinco kilos de peso. Había luchado valerosamente contra su ataúd de un millón de toneladas, usando la fuerza de la agonía para hacerse pedazos el rostro y las manos. La muerte había tenido que vencerlo como si fuera un león herido. El doctor empezó a trabajar. Ahora sus manos le pertenecían por completo: veloces, exactas, moviéndose en una intrincada serie de gestos que tanteaban el carácter del cadáver, igual que los dedos de otra persona podrían

explorar un teclado en busca de melodías latentes. Y el doctor las observaba con un viejo placer, uno de los pocos que nunca le habían fallado, su mente alejada en una fracción de grado de su afanosa inteligencia. ¡Todas las muertes! Un mundo entero de muertes, por los siglos de los siglos. Vidas arrancadas pataleando de sus cómodos marcos de carne. Walter Lou Jackson había tenido una muerte muy dura. «Fue Joe Allen quien le hizo esto, señor Jackson. Creemos que fue parte de su intento de escapar a la ley». Pero ¡qué huida tan estrepitosamente fracasada! Su enorme futilidad y falta de

razón resultaban algo más que sorprendentes, eran casi fantásticas. Resultaba imposible dudar de que Allen era astuto. Un ogro con la delicadeza social de un psicópata, un tipo muy divertido que podía hacer reír a una taberna llena de hombres, dejándoles encantados, mientras se llevaba a su víctima, haciéndoles aplaudir su salida con la presa, que entraba jovialmente en la oscuridad con su asesino caminando a su lado, y dándole palmaditas en el hombro. Inteligente, desde luego, y también poseedor de una extraña sofisticación técnica, sugerida por la esfera. Y entonces, ¿cómo explicar la

locura aún más insistentemente sugerida por ese objeto? En la esfera se concentraba todo el misterio letal de la prolongada pesadilla de Bailey. ¿Por qué la explosión? El punto donde se había producido implicaba una emboscada tendida a los perseguidores de Allen, una detonación planeada conscientemente. ¿Pretendió conseguir un derrumbe limitado, a partir del cual pensaba huir de alguna forma inconcebible? Como locura ya bastaba con eso…, y todavía más si, como parecía seguro, Allen había fabricado la bomba, pues entonces debía saber hasta qué punto su poder resultaba

groseramente inadecuado para lo que necesitaba. Pero si no era una bomba, si tenía una función distinta y su potencial explosivo era algo meramente accesorio, quizá Allen hubiera subestimado la fuerza de la detonación. Daba la impresión de que poseía alguna forma para controlar a distancia el objeto, pues la sucesión de los acontecimientos demostraba que había ido directamente a cogerlo apenas salió del pozo, sin dirigirse al autobús que aguardaba para llevar a su turno de regreso al pueblo, y alejándose para evitar así a un coche patrulla que no

podía ver por ocultárselo el edificio de las oficinas. Esto sugería algo más complicado que un mero artefacto explosivo, algo, quizá, cuya destrucción entraba más en los planes de Allen que la explosión producida a consecuencia de ese objetivo. El hecho de que se hubiera arriesgado a recuperar la esfera apuntaba hacia esta interpretación, pues cuando se dio cuenta de la presencia policial en la mina, debió adivinar que la investigación de los crímenes había conducido a su descubrimiento, y a que se la llevaran de su habitación. Pero entonces, sabiendo que podía hacerse

acreedor a la máxima pena, ¿por qué Allen debía correr tantos riesgos para apoderarse nuevamente de una prueba que sólo le hacía culpable de un delito menor, la posesión de un artefacto explosivo? Bien, admitamos entonces que la esfera era algo más, un instrumento para sus crímenes capaz de probar algo que de lo contrario no le afectaría. Aun así, su gambito carecía de sentido. Ya que la esfera —y, en consecuencia, los agentes de la ley que se suponía se habían apoderado de ella— se encontraba en la oficina de la mina, podía suponer que en cualquier momento se cerrara el recinto.

Mientras, la puerta estaba abierta, y la huida a las montañas era una posibilidad bastante atractiva para un hombre capaz de sorprender y eliminar a dos montañeses experimentados y bien armados, que le habían tendido una emboscada. ¿Por qué no había asegurado su huida para debilitar las pruebas del caso montado contra él, caso que su huida habría vuelto por completo irrelevante? El doctor Winters vio cómo sus dedos, igual que una jauría alrededor del cubil de su presa, convergían sobre una pequeña herida situada bajo el proceso xifoide de Walter Lou Jackson, entre el octavo par

de costillas. Su mano izquierda tanteó los confines de la herida con rápida delicadeza. La mano derecha introdujo una sonda, y las dos la hicieron penetrar en la herida, adentrándose en el cuerpo sin hallar obstrucción alguna, subiendo por la curvatura del diafragma hacia el corazón. El doctor sintió que los latidos de su corazón se aceleraban. Vio moverse sus manos para anotar lo encontrado, las vio detenerse y vio cómo regresaban a su exploración del cadáver, dejando la página y la pluma sin tocar. La inspección no reveló más

anomalías. El doctor anotó fielmente el resto de sus hallazgos, y mientras lo hacía se interrogó sobre las causas del malestar que sentía. Cuando hubo terminado, lo comprendió. La causa no era el descubrimiento de una herida de entrada que podía reforzar las alegaciones de Waddleton; habían bastado unos momentos desde que hizo tal hallazgo para que éste le revelara que si encontraba algo que pareciera ser un indicio de la penetración de un fragmento, haría caso omiso de él. Los daños producidos por Joe Allen iban a terminar aquí, con esta última gran matanza, y no se extenderían hasta

producir la ruina de quienes habían sobrevivido a sus víctimas. No más exámenes internos. A partir de ahora, los externos, revelaran lo que revelasen, sólo servirían como explícita contraindicación de la necesidad de practicar más exploraciones. El problema era que no creía que la herida situada en el tórax de Jackson fuera la señal de entrada producida por algún fragmento. ¿Por qué? Y, al no encontrar respuesta a tal pregunta, ¿por qué volvía a tener miedo? Firmó lentamente el informe de Jackson, lo dejó a un lado y cogió el cuchillo para las incisiones post mortem.

Primero, el largo movimiento de aserrar, desabrochando el abrigo de la mortalidad. Luego, tras haber apartado dos grandes pedazos cuadrados de carne, enrollándolos de forma lateral hasta la altura de las axilas, dejar al descubierto el pecho; una mano sujetaba el borde de la carne, la otra introducía el cuchillo por debajo, hendiendo el tejido de aspecto vítreo que lo unía a la pared del pecho, soltando los músculos de sus conexiones con el hueso y el cartílago que había más allá. Luego, desmantelar la caja fuerte del cuerpo. Cortar las costillas, con una herramienta tan sencilla y directa como las tijeras de

podar de un jardinero. El acero iba mordiendo cada una de las costillas, cortándolas por su punto de unión central al esternón. Cuando llegó al final, sacó los extremos de las clavículas con el cuchillo, dejándolos libres. Cuando hubo arrancado las bisagras del cofre, el cuchillo se deslizó bajo la tapa y la abrió. Unos minutos después, el doctor se irguió y se apartó del cuerpo que había examinado. Se movía casi igual que un borracho, y ahora los años parecían todavía más marcados en su rostro. Se quitó los guantes a toda velocidad, con un gesto de repugnancia. Fue al

escritorio, tomó asiento ante él y se sirvió otro vaso. Si en su rostro había algo parecido al horror, también se le había endurecido la línea de los labios, y los músculos de la mandíbula estaban tensos. —Así sea, su excelencia —dijo al vaso—. Algo nuevo para tu humilde sirviente. ¿Poniendo a prueba mis nervios? El pericardio de Jackson, la cápsula que contenía su corazón, tendría que estar prácticamente oculto entre las dos grandes masas de sus pulmones, hinchados por la sangre. El doctor lo había encontrado totalmente al

descubierto, y los pulmones que lo flanqueaban eran masas arrugadas que tenían menos de una tercera parte de su tamaño normal. No sólo estos órganos, sino también la parte izquierda del corazón y las venas medias de la parte superior, todas las regiones que deberían estar saturadas de sangre…, no había ni una gota de ella, nada. El doctor tragó el resto de su bebida y fue nuevamente hacia las fotos. Descubrió que Jackson había muerto de bruces sobre el cuerpo de otro minero, con el torso de una tercera víctima atrapado entre los dos. Ni los cuerpos de abajo ni la tierra que les rodeaba

mostraban señal alguna de pérdida de sangre, que debía de haber llegado casi a los dos litros. Era posible que algún truco de la luz hubiera provocado que las fotos no lograran recoger esa pérdida. Se volvió para buscar el informe de la investigación, donde Craven tenía que haber mencionado cualquier cantidad significativa de tierra ensangrentada que se hubiera descubierto durante el rescate de los cuerpos. El sheriff no había anotado nada al respecto. El doctor Winters volvió a las fotos. Ronald Pollock, el compañero más íntimo que Jackson había tenido en su

tumba, murió tendido de espaldas, debajo de Jackson y un tanto desviado de él, haciendo que la mayor parte de sus respectivos torsos estuviera en contacto, salvo allí donde se interponían la cabeza y el hombro del tercer cuerpo. Parecía inconcebible que en las ropas de Pollock no quedara rastro alguno de la enorme hemorragia sufrida por el compañero al que había abrazado en su muerte. El forense se puso en pie bruscamente, se colocó mi nuevo par de guantes y regresó a la mesa donde estaba Jackson. Ahora, sus manos exhibían una velocidad más brutal, cerrando

temporalmente la gran incisión con unas cuantas suturas separadas por grandes espacios. Guardó el cadáver nuevamente en la bóveda y sacó a Pollock, la respiración entrecortada al mirar las muertas siluetas agrupadas en la hilera, moviéndose a grandes zancadas, confiando siempre —o eso le parecía— en mantenerse un paso por delante de las apremiantes ideas que no deseaba tener, las deformidades que murmuraban a su espalda, emitiendo débiles y heladas ráfagas de pútrido aliento. Meneó la cabeza —negando, posponiendo lo inevitable—, y colocó el nuevo cadáver sobre la mesa de examen. Las tijeras

desnudaron a Pollock con una codiciosa serie de mordiscos. Pero al final, cuando hubo examinado cada tira de tejido y no encontró nada parecido a la mancha de sangre que buscaba, el doctor Winters se quedó una vez más inmóvil; se olvidó de esa decisión tan sencilla y deseada que había intentado tomar en su apresuramiento. Se quedó inmóvil ante la mesa del instrumental, sin verla, sometiéndose al lento avance de las cosas a medio formar que rondaban por la periferia de su mente. La revelación que supuso los encogidos pulmones de Jackson había

sido algo más que una mera sorpresa. También había sentido una aguda cuchillada de pánico y, de hecho, el mismo y curioso terror hacia este lugar, perfectamente claro, que antes le había impulsado a salir corriendo de él. Ahora se daba cuenta de que el germen de ese terror, rápidamente suprimido de su mente, había sido una premonición del fracaso al no encontrar algún rastro de la sangre que faltaba. ¿De dónde venía la premonición? Tenía que ver con un problema que se había negado tozudamente a considerar: el aspecto mecánico de cómo había podido vaciarse de forma tan completa la densa

retícula de la estructura vascular de los pulmones. ¿Era posible que la simple presión de la tierra actuara de forma tan concienzuda, dejando sólo un orificio de salida que, al mismo tiempo, no era muy ancho y poseía una extraña curvatura? Y luego estaba la foto que había examinado. Ahora le daba miedo recordar la imagen; algo se agitaba dentro de él, algo que intentaba hacerse nítido y luchaba por ser visto y comprendido. El doctor Winters cogió la sonda de la mesa y se volvió nuevamente hacia el cadáver. Se inclinó sobre él y tocó la herida, con tanta exactitud y seguridad como si ya hubiera

localizado su presencia: un orificio pequeño y limpio, justo bajo el proceso xifoide. Introdujo la sonda. La herida la acogió hasta lo más hondo del cuerpo, siguiendo una dirección familiar. El forense fue hacia el escritorio y cogió nuevamente la foto. Las heridas de Pollock y Jackson no se tocaban. La cabeza del tercer hombre estaba atrapada entre sus dos cuerpos justo en ese punto. Buscó otra foto, en la que este tercer hombre ocupaba una posición más central, y descubrió su nombre escrito con tinta bajo la imagen: Joe Allen. Como si andara en sueños, el doctor Winters fue hacia la gran puerta

metálica, la abrió y entró en la bóveda. No le hizo falta buscar. Se dirigió en línea recta al par de caballetes ante los que se había parado su amigo hacía unas horas, y encontró el mismo nombre en la etiqueta. El cuerpo era delgado y poseía una buena musculatura, disimulada ahora por la espúrea obesidad de la muerte. El rostro era más bien cuadrado, la frente ancha, la nariz vulpina desviada por una vieja fractura. La lengua, hinchada, estaba colocada detrás de los dientes, y la descomposición no lograba ocultar cuál había sido el efecto inicial que ese hombre debió producir en vida: apuesto

y de maneras francas, sus ojos negros, ahora algo céreos, astutos y dispuestos a bromear. Eh, amigo, ¿tienes un momento? Te he visto llegar cada día en el otro turno, ¿verdad? Ajá, Joe Allen. Mira, ya sé que es tarde, quieres volver a casa, decirle a tu mujer que no has estado bebiendo aquí desde la hora de salir, ¿eh? Oh, claro, ya he oído todo eso. Pero este maldito asunto de las desapariciones me ha puesto los nervios de punta, y juro por Dios que, justo cuando venía aquí, vi que alguien rondaba por la parte trasera de esa casa que hay al final de la calle. ¿Ves por dónde asoma la luna, allí donde los

árboles se aclaran un poco, detrás del patio? Eso es. Bueno, pues allí le he visto. Oh, claro, perfecto, le cogeremos entre los dos. Sabía que aquí podría encontrar a un hombre al que no le asustara un poco de jaleo…, no he visto ningún coche patrulla en toda la calle. Sí, aquí mismo, en esos pinos. Ten cuidado, casi no se puede ver. Eso es… El rostro del forense estaba cubierto de sudor. Se volvió y salió de la bóveda, cerrando la puerta a su espalda con un fuerte golpe. En la atmósfera más cálida de la oficina, notó que la transpiración empapaba su camisa por debajo de la bata blanca. El estómago le

latía con un continuo y doloroso vaivén, pero apenas hizo caso de ello. Fue hacia Pollock, y cogió el cuchillo para las incisiones. El trabajo se hizo con una velocidad irreal, con toda la capa de carne y hueso deslizándose suavemente bajo sus manos desesperadas pero infalibles, hasta que la cavidad torácica quedó al descubierto; en su interior vio los pulmones que habían sucumbido al vampiro, dos masas arrugadas de tejido gris. No buscó más, sabiendo el aspecto que tendrían el corazón y las venas. Volvió a sentarse ante el escritorio,

débil y encorvado, olvidando que aún sostenía el cuchillo en su mano izquierda. Miró hacia la ventana, y le pareció que sus pensamientos se originaban en ese borroso y tenue doctor Winters suspendido en el exterior igual que un fantasma. ¿En qué mundo vivía? Cierto, no había llegado a saberlo en toda su existencia. ¡Alimentarse de tal forma! Únicamente en eso ya había horror más que suficiente. Pero alimentarse así en su propia tumba. Excluyendo la manera como había logrado no asfixiarse durante el tiempo suficiente para hacer algo, ¿cómo lo había conseguido…?

¿Cómo se podía entender una avidez tan ardiente, que era capaz de atiborrarse incluso hallándose en el mismísimo umbral de su destrucción? El último banquete debía seguir aún en su estómago. El doctor Winters miró la foto, la cabeza de Allen atrapada entre los cuerpos de los otros dos, igual que un cerdito hambriento buscando el pezón de su madre. Luego miró el cuchillo que tenía en la mano. Su mano parecía haber perdido toda la técnica aprendida. Su único impulso era cortar y hendir, eliminar los restos de esa glotona criatura llamada Joe Allen. Debía

hacerlo, o de lo contrario tenía que huir ahora mismo. No había ningún camino intermedio. Siguió inmóvil. —Yo lo examinaré —dijo el fantasma del cristal, y no se movió. En el interior de la bóveda refrigerada se oyó un leve ruido. No. Había sido alguna variación en el murmullo del generador. Nada podía moverse allí dentro. Y entonces hubo otro ruido, una corta fricción contra la pared interior de la bóveda. Los dos viejos se miraron, meneando la cabeza. El chasquido de un pestillo y la puerta se abrió. Tras la imagen congelada de su propio asombro, el doctor vio una

maltrecha silueta que se recortaba en el umbral y alzaba hacia él sus brazos en un gesto de súplica. El doctor se dio la vuelta, aún sentado. Y de la silueta le llegó un gemido sibilante, el fragmento corrompido de una voz humana. Joe Allen movió su mandíbula, y extendió sus manos purpúreas como si estuviera pidiéndole algo. Como si el habla fuera un gusano que luchara por brotar de su boca; el rostro azul y tumefacto se contorsionó en una mueca, su enorme lengua agitándose inútilmente entre sus labios viscosos. El forense alargó la mano hacia el teléfono, levantó el auricular, y el que a

su oído sólo llegara el muerto silencio de la línea no significó nada; le habría sido imposible hablar. La criatura que tenía delante destrozaba con cada uno de sus movimientos el mismísimo marco de la cordura, en cuyo interior hubiera sido posible que las palabras tuvieran un significado, reduciendo el mundo a una extensión desolada de oscuridad y silencio, una ruina iluminada por las estrellas, donde ya, por todas partes, lo extraño y lo inimaginable despertaba para ocupar su nuevo dominio. El cadáver se irguió y alargó una mano como para indicarle que no se moviera; luego se dio la vuelta y fue hacia la

mesa del instrumental. Sus piernas parecían pesar como si fueran de plomo, movía los hombros como si estuviera nadando, luchando por abrirse paso a través del espeso medio formado por la gravedad. Llegó a la mesa y se agarró a ella como si se hubiera quedado exhausto. El doctor descubrió que se había puesto en pie, y que su cuerpo estaba levemente agazapado, quieto, como sin peso. El cuchillo sujeto en la mano era la única parte de sí mismo que podía sentir con nitidez, y era como una lengua de fuego, una llama crematoria. El cadáver de Joe Allen metió una mano por entre los instrumentos. Los gruesos

dedos, con una extraña y simiesca ineptitud, cogieron un escalpelo. Las dos manos sujetaron el pequeño mango y hundieron la hoja entre sus labios, como un niño sediento haría con una botella de refresco, y la apartaron luego con una sacudida, cortando la lengua. Un fluido turbio se derramó sobre el suelo. La mandíbula se movió rígidamente, y la boca logró emitir palabras en un siseo húmedo y entrecortado. —Por favor. Ayúdame. Atrapado en esto. —Una mano muerta golpeó el pecho del cadáver—. Hambre, muriendo. —¿Qué eres?

—Viajero. No de aquí. —Un devorador de carne humana. Alguien que bebe sangre humana. —No. No. Sólo escondiéndome. Soy pequeño. Forma horrible para vosotros. Temía muerte. —Trajiste la muerte. El forense hablaba con la calma del perfecto incrédulo, y su propia persona le resultaba tan increíble como la cosa con la que conversaba. La criatura meneó la cabeza, sus ojos, apagados y saltones, ardiendo ahora con una agonía de expresiones retorcidas. —Matado ninguno. Escondido en éste. Escondido en éste no ser matado.

Ahora cinco días. Ahogándome en podredumbre. Libérame. Por favor. —No. Has venido para alimentarte de nosotros, no te estás ocultando porque tengas miedo. Somos tu alimento, tu carne y tu bebida. Te alimentaste de esos dos hombres dentro de la tumba. Su tumba. Para ti no fue más que un retraso. De hecho, fue algo divertido que te ha permitido poner punto final a la caza. —¡No! ¡No! Usado hombres ya muertos. Para mí, cinco días, morir de hambre. Incluso menos. Alimentado sólo por necesidad. ¡Horrible necesidad! El destrozado instrumento vocal del cadáver convirtió la última palabra en

un jadeo maltrecho —un sonido inhumano que parecía brotar de un pozo de serpientes; el doctor lo sintió como el frío y veloz movimiento de unas lenguas ofidias dentro de su oídos—, mientras que los muertos brazos se movían en una torpe aproximación al lenguaje corporal usado por quien está jurando decir la verdad. —No —dijo el doctor—. Les mataste a todos. Incluyendo a tu… tu herramienta…, este hombre. ¿Qué eres? —En esa pregunta había surgido el pánico, que intentó ocultar respondiendo él mismo sin perder ni un instante—. Eres decidido, sí. Eso es seguro. Usaste

la muerte como camino de huida. Quizá no necesites oxígeno. —Extraído más de lo que necesito en los gases de la corrupción. Un componente menor de nuestro metabolismo. La voz se estaba haciendo más clara, logrando improvisar sustitutivos para los distintos matices perdidos en la agónica ruptura de las válvulas y los frenos del lenguaje, arrancando con mayor efectividad vocal y consonante de la lengua y los labios podridos. Al mismo tiempo, la tosquedad de los movimientos del cuerpo no ocultaba del todo una sutil e incesante

experimentación. Los dedos se flexionaban y se agitaban, probando la capacidad de los tendones, buscando en la palma de la mano los viejos puntos de agarre y contrapresión que había tenido Las rodillas, con cautelosas repeticiones, ponían a prueba los nuevos límites de la articulación. —¿Qué era la esfera? —Mi nave. Su destrucción nuestro primer deber si enfrentados a ser descubiertos. El doctor sintió miedo, igual que una oruga que estuviera trepando por su cuello; cuando la criatura habló, había visto el agudo movimiento espástico de

la lengua y una disminución de su masa, como si algún ajuste interno tirara de ella. —No oportunidad volver. Dejar esto llevar demasiado tiempo. Ni siquiera tiempo para preparar destrucción…, tener que emitir un cilio, clave química para romper escudo casco. En pozo mi única oportunidad para detener anfitrión. El brazo derecho experimentó la muñeca, y el escalpelo que la mano seguía sosteniendo hizo saltar chispas blancas del aire, mientras que la palabra «anfitrión» parecía un pequeño gesto de hurgar con el cuchillo, una juguetona forma de hacer a un lado toda ficción —

aunque la máscara muerta no mostraba ironía alguna—, algo preliminar al ataque. Pero el doctor descubrió que el miedo le había abandonado. La imposibilidad con la que estaba conversando y con la que iba a luchar estaba consiguiendo que en él se operase una abrumadora amplificación de la prolongada e impotente rabia que durante toda su vida había sentido hacia la muerte. Descubrió que, ahora, su provinciana piedad hacia la Tierra se extendía hasta la magnitud interestelar sobre la que mandaba este viajero, a todo el basurero cósmico con sus

múltiples cadáveres rudamente manejados; ruedas galácticas de carnicería interminable —estrellas, planetas con sus más majestuosas generaciones—, todo basura, huesos rotos y harapos sucios, que se asentaban y volvían a concatenarse en fútiles simetrías grávidas ya por las nuevas multitudes de basura, brevemente animadas. Y esto, lo que ahora se encontraba ante él, era la muerte con la que se le había concedido tratar de forma particular; ahora había llegado el momento de entregar su óbolo al Tesoro universal de la muerte; el doctor

Winters, un viejo dedicado a sanar, estaba poseído por el ardiente deseo de pagar. Su hoja, más letal que la otra, tiraba de su mano con un afilado apetito particular. Ahora sentía que todo su ser pertenecía nuevamente al Examinador, y conocía con precisión qué cortes haría, veloces y sin error alguno. «Muy pronto», pensó, mientras decidía con frialdad buscar algún dato más antes de la matanza. —¿Por qué debía ser destruida tu nave, aun al precio de la vida de tu anfitrión? —No debemos ser comprendidos. —El ganado no debe comprender

qué les devora. —Sí, doctor. No todos al mismo tiempo. Pero uno a uno. Usted comprenderá lo que le está devorando. Eso es algo esencial para mi banquete. El doctor meneó la cabeza. —Viajero, ya estás en tu sepultura. Ese cuerpo será tu ataúd. En él serás enterrado por segunda vez y para toda la eternidad. La cosa dio un paso más hacia él y abrió la boca. La arrugada garganta se debatió como si se esforzara en hablar, pero lo que surgió de ella era un delgado filamento blanco, más veloz que un látigo. El forense Winters percibió

sólo el primer y fugaz instante de su erupción, y luego su cerebro estalló igual que una nova, debilitándose más y más, a la velocidad de la luz, hasta llegar a un vacío blanco.

Cuando el forense volvió en sí, de hecho sólo recobró una parte de su propio ser. Antes de abrir los ojos, ya había descubierto que su mente, nuevamente despierta, volvía a ser dueña tan sólo de una porción extrañamente truncada de su cuerpo. Su cabeza, su cuello, su hombro izquierdo, así como la mano y el brazo, declararon

que le pertenecían: el resto era silencio. Cuando abrió los ojos, se encontró tendido en posición supina sobre la camilla, desnudo. Algo le sostenía la cabeza. Una tira de cuero sujetaba su codo izquierdo a la camilla, una tira que podía sentir. Su pecho también estaba sujeto por una tira, pero era incapaz de notarla. A decir verdad, salvo por la parte activa que aún le quedaba, todo su cuerpo podría estar aprisionado en un bloque de hielo; el entumecimiento y la impotencia le impedían hacer el más ligero movimiento con la más pequeña de sus partes. La habitación estaba vacía, pero de

la puerta abierta de la bóveda le llegaban leves ruidos: el crujir y las suaves fricciones de pesadas lonas cambiadas de sitio, para llevar a cabo cierta labor que exigía chasquidos y un sonido parecido al de los besos. Lágrimas de furia llenaron los ojos del forense. Apretando su único puño, y alzándolo hacia la estrellada máquina de la creación que ahora no podía ver, rechinó los dientes y, con un sollozo ahogado, murmuró: —¡Quítame esta sucia y pequeña hebra de vida! La aparto alegremente de mí, como el desperdicio que es. En el interior de la bóveda resonó el

lento golpeteo de unas botas de suela gruesa, y el forense volvió la cabeza. El cadáver de Joe Allen cruzó el umbral de la bóveda y se le acercó. Se movía con una nueva energía, aunque su paso era grotesco, un avance furtivo y encorvado en el que se notaban los espasmos a que le obligaban los músculos corrompidos, mientras que por encima de ese cuerpo galvanizado, que se esforzaba por moverse, se cernía inanimado el rostro, hinchado y violáceo, la misma imagen de la imperturbabilidad y la distancia. Ese rostro revelaba con terrible nitidez lo que realmente era la cosa: el estropeado

guante de una marioneta accionada vigorosa mente desde el interior. Y cuando ese rostro paralizado quedó suspendido sobre el forense, las manos apestosas reposaron leves y solícitas sobre su pecho desnudo, de la misma forma que los amigos se apoyan en la cabecera de los enfermos. La ausencia de toda sensación hizo que ese contacto fuera todavía más horrible de lo esperado. Le demostró que la pesadilla que seguía negando desesperadamente en su corazón se había anexionado a su cuerpo, mientras que él —manteniendo libres el brazo y la cabeza— ya estaba más que medio

sumergido en su mortal parálisis. Allí yacía su parte de pesadilla, una masa de nada que podía ser libremente poseída por algo que resultaba imposible expresar en palabras. —Sangre podrida —dijo el cadáver —. Poco alimento. Sólo una hora antes de que vinieras. Alimentado de vecino a mi izquierda…, apenas si tuve fuerzas para extender el sifón. Alimentado del de la derecha mientras trabajabas. Difícil…, tú alerta. Esperaba al doctor Parsons. Energía necesaria para animar esto… —una mano soltó el muslo del doctor y golpeó levemente el mono cubierto de polvo—… y de

transferencia al anfitrión, muy alta. Cuando haya conseguido establecer tus sinapsis, me encontraré nuevamente cerca de la muerte por inanición. Una secuencia de imágenes insoportables se desplegó en la mente del forense, mientras el robot hecho de carroña se apartaba de la camilla e iba hacia la mesa del instrumental; la llegada del sheriff justo después del alba, solo, por supuesto, ya que Craven siempre pensaba en el descanso de sus agentes, y porque en este asunto desearía un poco de intimidad para meditar sobre cualquier indiscreción que el problema pudiera exigir en pro de los familiares

supervivientes; cómo encontraría a su viejo amigo, tendido en la camilla y alarmantemente débil; cómo vendría corriendo hacia él y se inclinaría sobre su cuerpo. Luego, un poco después, un coche de la policía con un montón de huesos todavía húmedos se saldría de la carretera en algún punto de la garganta donde la altura fuese considerable. El cadáver tomó una de las cajas para pruebas que había sobre la mesa, y puso el escalpelo en su interior. Luego se dio la vuelta, cogió el cuchillo para las incisiones del suelo y también lo guardó; mientras lo hacía, sin volverse, dijo:

—El sheriff vendrá por la mañana. Hablabais como si fuerais íntimos amigos. Probablemente vendrá solo. La coincidencia con sus pensamientos tenía que ser un accidente, pero la pretensión de aterrorizarle e impresionarle estaba muy clara. El tono y el ritmo de esa voz medio recompuesta eran inconfundiblemente deliberados: hábiles sondas que buscaban sólo su angustia, el centro personal de su mente. Vio cómo el cadáver —una vez más ante la mesa— movía en un gesto simiesco pero preciso la mano y cogía las cizallas, las tijeras y los separadores, añadiéndolo todo a la caja. Y siguió

mirando, momentáneamente vacío de todo lo que no fuera la voluntad de llegar a conocer finalmente la extensión del horror que se había apropiado de su vida. El cuerpo de Joe Allen llevó la caja hasta la mesa de trabajo que había junto a la camilla, y los ojos carentes de expresión se encontraron con los del forense. —He apostado. Una apuesta muy grave. Pero ahora he ganado. Ante el riesgo de ser descubiertos nos vemos obligados a desconectarnos, contraernos, ocultarnos tan bien como sea posible en el cuerpo del anfitrión. Suicidio, en efecto. Hice caso omiso de

los imperativos de la situación, pese a que la muerte por hambre antes de ser desenterrado y de la autopsia posterior era prácticamente segura. Alcancé a la cuadrilla, hice caer a Pollock y Jackson microsegundos antes de la detonación. Computé cinco días de supervivencia en el escondite, podía desconectarme en el límite de mis fuerzas, pero de otro modo correría el riesgo de la autopsia, sabiendo que el doctor era un alcohólico incompetente. Y ahora veo lo que he ganado. Eres un excelente anfitrión, puedo alimentarme casi con impunidad incluso cuando matar sea demasiado peligroso. Comida segura se te entrega

cuando aún está caliente. El cadáver, tras muchos esfuerzos, había alineado la camilla junto a la mesa de trabajo, pero lo había hecho de tal modo que la mesa asomaba más allá del final de la camilla, ambas separadas por una distancia un tanto inferior a la que podía cubrir el brazo derecho de Joe Allen. Las muertas manos empezaron a distribuir el instrumental en la parte derecha de la mesa, apartando las tijeras y la caja. El cadáver llevó esos dos objetos al final de la mesa, dejó allí la caja y pasó las tijeras laboriosamente por entre una de las tiras que sostenían su mono. Empezó a hablar de nuevo y,

mientras lo hacía, las tijeras se encargaron de ir cortando sus ropas lenta y metódicamente. —La incisión debe ser adecuada tanto en lo médico como en lo forense, aunque una pequeña más fácil. Debo tener cuidado con músculos pectorales, o brazos no me obedecerán. Ya no soy una larva…, más de kilo y medio. Para aliviar un poco la asfixiante presión de la pesadilla, para oponer algún destello de su propia voluntad a la marea que la había engullido, el forense hizo una pregunta, su propia voz más ronca ahora que la del cadáver. —¿Por qué sigo teniendo libre el

brazo? —El último y delicado corte neural requiere un promedio sensorial-motriz, para que mi cerebro encaje perfectamente con el tuyo. Si no existe esa comprobación coordinada ojo-mano, mucho más tosco control motor del anfitrión. Hecho esto, elimino al paralítico, nos desato y somos libres juntos. Los ropajes de la tumba habían caído ya en una confusa masa de harapos; ahora el cadáver estaba desnudo, su oscura silueta hinchada por los gases, parecido a alguna lustrosa criatura de los mares, que tuviera por

timón el sexo cubierto de venas negras y distendido por los gases. Una vez más, la voz del cadáver había intentado provocarle el miedo, y había pronunciado la última palabra con lentitud, como si la saboreara; y en ese instante, la copa que contenía la angustia del forense se desbordó; el horror y la ofensa sufrida lucharon por su espíritu en una brutal alternancia, como si intentaran arrancarlo de la estructura que lo mantenía cautivo. El forense sacudió la cabeza mientras duraba el combate, su boca empezó a retorcerse con el lento nacimiento de un alarido que dejaría su mente vacía.

El cadáver observó todo esto, moviendo una sola vez la cabeza en lo que podría ser un gesto de aprobación. Luego subió a la mesa de trabajo y, con la preocupada cautela de algún convaleciente veterano que se instala nuevamente en su cama, se tendió de espaldas. Los muertos ojos buscaron nuevamente los ojos que aún vivían, y se encontraron con la mirada del forense, que le sonreía con una mueca enloquecida. —¡Astuto cadáver! —exclamó el forense—. ¡Astuto y carnívoro cadáver! ¡Alienígena lleno de recursos! Por favor, no pienses que te estoy criticando.

¿Quién soy yo para hacerte críticas? No soy más que un brazo y un hombro, una mano que habla, sólo el pequeño fragmento de un patólogo. Pero estoy confuso. —Hizo una pausa, paladeando el atento silencio del monstruo, y gozando de la histérica despreocupación que le había liberado de forma tan inesperada—. Vas a utilizar a tu marioneta para que te saque de ella misma y te meta dentro de mí. Pero en cuanto haya dejado libre el asiento desde el que la conduces, ¿no morirá, por así decirlo, y te dejará caer? Podrías recibir un golpe muy desagradable… ¿Por qué no colocar un

tablón entre las mesas? El muñeco abre la puerta y entonces tú te escabulles, fluyes, rezumas, saltas o lo que deba ser a través del puente. No se perderá nada, no habrá ningún desperdicio. Y, en cualquier caso, ¿no te parece que éste es un modo bastante extraño y torpe de moverte por entre tu ganado? ¿No deberías llevar al menos tus propios escalpelos cuando viajas? Siempre existe el riesgo de que tropieces con ese anfitrión entre un millón que no lleva encima su escalpelo. Sabía que todas sus pullas serían contestadas para aumentar su desesperación. Era presa de una alegría

exultante, pero ésta tenía como única fuente la momentánea sorpresa del predador al haber conseguido, sólo por un segundo, ridiculizarle en su feroz seguridad, haciéndole callar, y estropeando la perfección de su banquete. La mano derecha del cadáver cogió el cuchillo que había junto a él, y la izquierda colocó un rollo de gasa bajo el cuello de Allen, levantando la garganta hasta situarla en un ángulo más prominente. La boca del cadáver habló, dirigiéndose al techo: —Mantenemos forma larval hasta entrada en el anfitrión. Como larvas,

tenemos estructura para la locomoción y brotes sensoriales utilizables fuera de los amplificadores para los sentidos de nuestras naves. Esperé enroscado alrededor de la pata de la cama de Joe Allen hasta la llegada de la noche, entré en su boca mientras dormía. —La mano de Allen alzó el cuchillo, sosteniéndolo por encima de los ojos que carecían de brillo, haciéndolo girar bajo la luz—. Una vez alojados, tenemos tres estadios hasta la forma adulta —siguió diciendo distraídamente la voz, y el cuchillo podría haber sido un espejo en el que el cadáver descifraba sus rasgos—. Larvalmente sólo poseemos un esbozo

de todo nuestro equipo neurológico. Nuestra metamorfosis es provocada y determinada por la estructura endosomática del anfitrión. Yo maduré en tres días. —La muñeca de Allen se flexionó, haciendo bajar la punta del cuchillo—. Las más supremas adaptaciones compradas al precio de las capacidades que no son esenciales. —El codo se apoyó en la mesa y se dobló lentamente, acercando el cuchillo al cuerpo—. Nuestros anfitriones son todos seres conscientes, que dominan sus ecologías, que ya llevan la carga de estructuras con las cuales manejar el ambiente planetario. Miembros,

umbrales de los sentidos… —El puño clavó el colmillo de su herramienta bajo el mentón, lo inclinó, y lo hizo bajar en un gesto lleno de fluidez por la garganta, mientras la voz seguía brotando del surco labrado por el acero, aparentemente sin que ello le afectara en lo más mínimo—. Envolturas somáticas, instrumentos… —bajando por el esternón, el diafragma y el abdomen, la hoja de acero inoxidable iba pintando su tira de tejido viscoso, sacándola a la luz —, con el cerebro de un anfitrión heredamos todo eso, el dominio de cualquier planeta, trazado en su nexo cerebral más importante. Por eso

nuestros códigos genéticos no son estorbados ahora por tal tipo de arreglos. Con la misma rapidez que el forense usó para dar un respingo, la mano de Joe Allen trazó cuatro cortes laterales a partir del gran eje creado por la herida. Lo que en principio parecía sólo una mera carnicería, dejó dos impecables pedazos de tejido torácico claramente delimitados. La mano izquierda levantó el borde del pedazo izquierdo, y la derecha introdujo el cuchillo en la abertura, ahondándola con pequeños cortes y tajos. La postura era la de un hombre que hurga en un bolsillo de su

pecho, con los ojos del cadáver estudiando el lento retroceso de la carne. La voz, cuando siguió hablando, sonaba ahora con mayor premura e intensidad. —Galácticamente abunda el paradigma de los cordados con nervio/cerebro, y el laberinto neural es nuestro dominio. ¿Tenemos que hacer puentes con tablones para cruzarlos y llegar a nuestro alimento? ¿Son las cucarachas superiores a nosotros porque tienen patas para subir corriendo por los muros y antenas con las que tantear su camino? ¡Todas las extrañas y complejas muletas que se complace en usar la vida!

¡Los zancos, las aletas, los abanicos, las alas, los tallos, las plumas y las colas, todo eso termina a su vez en formas muy variadas: ventosas, ganchos, pinzas, tijeras, tenazas o pequeñas jaulas formadas por dedos! Y, además, todos los trucos que se inventa para abrirse paso luchando a través de sus mundos, todas esas sucesiones de plumas, pelos, penachos, púas, escamas, placas u orificios, cubiertas por equipo perceptivo con el cual arrancar el alimento del ruido o el color al ambiente que la rodea por completo… Dotadas de una calma y una seguridad invencibles, las manos

cambiaron de herramienta y de labores. El pedazo derecho de tejido fue apartado, revelando unos cordones de músculo que habían sido ingeniosamente salvados del cuchillo, y que prometían tener un aspecto completamente normal una vez hubieran sido colocados de nuevo en su sitio con suturas. Indefenso, el forense sintió que el delirio de su desafío iba muriendo, y una morbosa fascinación le dejaba nuevamente paralizado. —Somos los nódulos y los relés que comparten el conjunto de impulsos nerviosos aferentes del anfitrión justo en sus puntos integradores. Somos los

cerebros que examinan estas integraciones de datos, y las suman a nuestros ya existentes bancos de datos sobre el anfitrión y, finalmente, dejamos que sus consecuencias fluyan por los senderos motrices…, ya sea para las consecuencias que ellos buscan espontáneamente, o para las que deseamos injertar en ellos. Además, poseemos un eficiente sistema circulatorio/alimenticio y un aparato reproductor. Y no necesitamos ser nada más que esto. El cadáver había abierto ya su ensangrentada chaqueta, y las manos que parecían hechas de fécula tomaron ahora

las cizallas. La siniestra tensión que teñía la voz se hizo todavía más acusada, y las frases se deslizaron de la lengua con el balanceo de la cobra que busca su presa, enredando sus líquidos ritmos alrededor del forense, hasta que una brecha en su resistencia les dejara entrar para acabar con el poco valor que aún le quedaba. —Pues de esta forma hemos habitado la más densa telaraña cerebral de trescientas razas, y hemos yacido cómodamente en su interior igual que medra la yedra sobre las maderas del emparrado. Hemos atisbado desde la parte posterior de un excesivo número

de máscaras, provistas de muchas ventanas, y por ello no podemos lamentar que nuestros sentidos propios sean meros vestigios. Ninguno sabía leer del todo sus mundos. Por eso es mucho mejor nuestro poder de nómadas, nuestra gama de elecciones, antes que el dominio inmutable de un pobre juego de estructuras corporales. Es mucho mejor caer cautelosamente sobre un ser viviente completo, y revestirnos inmediatamente con todos sus miembros y órganos, recuerdos y poderes…, hacerlo tan estrechamente congruente a nuestras voluntades como lo es el guante para la mano que lo colma.

Las cizallas se abrieron paso a través del hueso, mandíbulas estólidas y ensangrentadas que se alimentaban monótonamente, deteniéndose ante la unión del esternón y la clavícula, en el manubrio, allí donde los músculos pectorales tienen una importante sujeción. —Ninguna de las conciencias del tipo cordada que hemos descubierto ha resultado impermeable a nuestra habilidad…, no hay modelo dendrítico tan elaborado como para que no podamos leer sus hebras y tejernos de tal forma que encajemos con ellas, trazando con precisión el mapa de cada

costura sináptica hasta que seamos capaces de aflojarla, y dar nueva forma a ese ropaje para que nos resulte adecuado. Nos hemos movido ataviados con los cuerpos de autarcas planetarios, venerables maniquíes de la última moda moral, pero siempre cortados con la tela universal: la urdimbre de los veloces filamentos eléctricos de la experiencia, que nosotros podemos hacer pasar fácilmente de nuevo por el telar y la lanzadera de nuestros deseos. Y después de eso, nuevamente cortada, su tela viviente se pliega obediente a nuestros fines, invistiéndonos con un honor y una influencia ilimitados.

La engañosa melodía verbal que se prolongaba a través del diestro e incansable autodesmembramiento que el cadáver se imponía a sí mismo —la pura orquestación neuromuscular de la actividad que le estaba siendo descrita —, hizo que el doctor Winters sintiera la absorta fascinación que los grandes artistas del teclado eran capaces de imponerle. Fue capaz de distinguir un atisbo del punto de vista alienígena: un Gulliver esperando en una tumba de Brobdignac, que luego dirigía a un gigante muerto en contra de otro vivo, igual que un enano en una gigantesca estructura mecánica, programando

febrilmente el combate en toda una batería de palancas y pedales, y esperaba que los brazos del robot cumplieran sus órdenes con el remoto y titánico impacto sobre los enemigos… y se maravilló, sintiendo que su ser quedaba colmado por una medio horrorizada sorpresa ante la infinita estrategia y plasticidad de la vida. Las manos de Joe Allen se metieron en la cavidad abdominal, que había quedado medio abierta, hundiéndose por debajo del músculo anterior, sin cortar, y descubierto por la delgada incisión de la epidermis, hasta que mediante una presión externa las capas de tejido

quedaron lo bastante sueltas como para llegar hasta sus muslos. La voz guardó silencio, mientras los antebrazos delataban una delicada actividad llevada a cabo por los dedos enterrados en el cuerpo. Los hombros se tensaron hacia atrás. A medida que el firme movimiento de éstos hacía emerger las muñecas, las muertas piernas se estremecieron y se agitaron con una imprecisa serie de espasmos. —Doctor, dijo que su especie era nuestra comida y alimento. Si fueran solamente eso, una elemental usurpación de sus rasgos motrices nos satisfaría, dándonos un perfecto control sobre el

ganado, pues, ¿cuál de las palabras más extrañas o las conductas más sutiles no es sino un agitarse de un conjunto muscular? Esa ridícula habilidad era nuestra hace mucho tiempo. No es simplemente la sangre la que alimenta esta lujuria que ahora yo deseo instalar en su cuerpo, este anhelo por una intimidad que los años no echarán a perder. Mi auténtico festín se encuentra en obligarle a que se alimente de esa forma, y en la completa deformación de su voluntad que ello supondrá. Si la grosera alimentación que supone hubiera sido mi necesidad primordial, entonces mis compañeros de tumba, Pollock y

Jackson, podrían haberme dado dos semanas de vida o más. Pero me negué a tan cobarde parsimonia enfrentado a la muerte. Gasté más de la mitad de la energía que su sangre me dio fabricando sustancias químicas con las cuales mantener vivos sus cerebros, y les bañé en un fluido alimenticio oxigenado. Del abismo creado en el cuerpo, las manos manchadas sacaron dos largos haces de filamentos plateados, que se retorcían y brillaban con un millar de enroscamientos y contracciones simultáneas. Las piernas se movieron con débiles y caóticas pulsaciones, que se abrían paso a través de su

musculatura, hasta que los brillantes haces vermiculados quedaron reunidos en dos masas esféricas que las manos depositaron cuidosamente dentro de la incisión. Luego, las piernas se quedaron inmóviles, igual que en la muerte. —Sólo podía prescindir de conexiones neurales accesorias, pero teñía acceso a gran cantidad de recuerdos y a todas sus respuestas cognoscitivas, y teniendo en mis bancos todas las conversiones electroquímicas correspondientes a las palabras de su idioma, almacenadas en el órgano de Coti, podía hablarles en un susurro directo a través del octavo nervio

craneal. Ése es nuestro auténtico banquete, doctor, las tormentas eléctricas incorpóreas de la impotencia al saber y comprender, provocada cuando hice cosquillas a esos dos pequeños globos óseos. Ayer me vi obligado a dejarles secos, justo antes de que nos desenterraran. Vivieron hasta entonces, y lo entendieron todo…, todo lo que les hice. Cuando la voz calló, los ojos muertos y los ojos vivos se miraron fijamente. Así permanecieron durante un segundo, y luego el rostro muerto sonrió. Este despertar de un alma capaz de expresarse en esos rasgos que

pertenecían al túmulo funerario, recapituló todo el horror de la primera resurrección de Allen. Y lo que el forense vio despertar era el alma de un demonio: la sonrisa estaba erizada por agudos ganchos de crueldad en las comisuras de los labios, mientras que esos ojos como cuchillos relucían con una lánguida y cariñosa anticipación de su dolor. Desde muy lejos, el doctor Winters oyó el inexpresivo sonido de su voz, preguntando: —¿Y Joe Allen? —Oh, sí, doctor. Ahora está con nosotros, lo ha estado siempre. ¡Lamento abandonar un anfitrión tan difícil de

hallar! Es un auténtico ermitañofilósofo, un hombre que ha leído mucho en cuatro idiomas distintos. Está traduciendo a Marco Aurelio…, quiero decir que estaba traduciendo, en su tiempo libre… A esas palabras sucedieron largos minutos de la voz acompañando la autopsia irreal que practicaba sobre su cuerpo, pero el forense guardó silencio, sin moverse, vacío de todo poder de reacción. Aun así, la plena comprensión de su destino reverberaba en su mente, una estancia vacía, en la que, sin embargo, la voz que no era exactamente oída pero que, sin que pudiera saber

cómo, había logrado implantarse directamente como en la tortura subterránea que le había descrito hacía unos instantes, mandaba ola tras ola de pensamiento en el que se amplificaba lo indecible. El parásito había localizado la compleja superficie de contacto existente entre la integración cortical de los datos y la consecuente salida neural que daba forma a la respuesta. Había colocado su cerebro justo en el centro, compartiendo la conciencia mientras mandaba solamente sobre los caminos de la reacción. El anfitrión, la personalidad encerrada en una botella,

se encontraba mudo y carecía de miembros con los que expresar la más mínima fracción de su voluntad, mientras que poseía una infernal agilidad e inteligencia al servicio del parásito. Eran las manos del anfitrión las que ataban a su presa y le arrancaban la vida, su cuerpo el que experimentaba los repetidos orgasmos con los que se coronaba el despojo de los cuerpos. Y cuando éstas yacían ante él, atadas, gritando todavía, listas para la consumación, era su fuerza la que les sacaba las entrañas humeantes, y su propia lengua y su garganta las que se hundían en el horrible banquete

palpitante. Y el doctor pudo ver algo de la historia que había tras esa actividad predadora, la de una raza que había llegado tan lejos en la esencia e inexorable abstracción de su propia textura mental, que mediante el autocultivo genético y la entrega a la ciencia habían logrado encarnar su propio modelo de la conciencia perfecta, diseñándolo y afinándolo para permitir que pudiera entrar en otros seres, y adquirir así directamente todos los mundos de su experiencia. Al principio, todo había sido un asunto de la más estricta erudición, hasta que en los

estudiosos carentes de cuerpo maduró ese odio envidioso que había germinado durante largo tiempo y que ahora ardía con ferocidad, el odio hacia todas las mentes «menores» que tenían sus raíces en el suelo de mundos sólidos y específicos, bañándose con su sol. El parásito le habló de la «música cerebral» y las «sinfonías de la paradoja agónica», que eran el botín principal de sus invasiones. El forense percibió la verdad que había tras toda esa grandilocuencia; la cosecha real que sacaban de la violación sistemática de las personalidades era experimentar una estéril supremacía de medios sobre

vidas quizá más primitivas, pero mucho más ricas en la intensa y apasionada preocupación con la que toda existencia estaba imbuida para ellos. Las manos de Joe Allen habían tomado ya las dos bolas de nervios alienígenas, con el arrugado nódulo cerebral situado entre ellas, y por algún tiempo había estado esperando a que se produjera la lenta retracción de una última e importante conexión que, al parecer, había estado alojada a lo largo del eje espinal. Por fin, cuando sólo quedaba implantada una delgada subfibra de ésta, el cadáver, sonriendo una vez más, alzó toda la masa para que

el doctor contemplara a su futuro amo, otra vez reunido. El forense miró entonces a los ojos del cadáver y habló…, no a quien le controlaba, sino al cautivo que compartía esos ojos con él, y que ahora, bien lo sabía el doctor, se acercaba a su muerte final. —Adiós, Joe Allen. Eddie Sykes… No eres culpable de nada. Que la paz sea al fin contigo. La sonrisa del demonio siguió sin alterarse, y la mano derecha hizo pasar su viscosa carga a través del espacio que separaba la mesa de la camilla, colocándola sobre la ingle del doctor. Winters vio cómo la mano colocaba la

reluciente cabeza de medusa, su nuevo yo, sobre la carne de su cuerpo; luego se volvió a la mesa, cogió el escalpelo y se estiró de nuevo para trazar en su ingle una incisión de unos diez centímetros, todo ello en medio de una fantasmagórica ausencia de estímulos táctiles. La fibra, que seguía metida en el cadáver, se liberó repentinamente de la hendidura mediastinal, encogiéndose para cruzar el espacio que la separaba de la camilla, y quedó convertida en un grueso tallo que coronaba el organismo situado sobre el doctor. El cuerpo de Joe Allen se derrumbó al quedar vacío. Ahora volvía a ser un

cadáver y nada más, pero en su postura había algo anormal. Su brazo derecho no había quedado en la posición casi vertical que habría resultado natural. En el instante en que el alienígena se desconectó, el hombro se había movido con gran fuerza, impulsando hacia arriba el brazo. Ahora, éste se encontraba orientado igual que el de un hombre intentando llegar al siguiente peldaño de la escalera por la que está subiendo. El más ligero temblor haría que las articulaciones dejaran de sostenerse en ese equilibrio, y el brazo volvería a quedar sujeto a la fuerza gravitatoria; también serviría para hacer que el

escalpelo cayera de la mano que ahora lo sostenía en su palma, como ofreciéndolo en esa precaria posición. Un microsegundo antes de su final, aquel hombre había vuelto a ser dueño de sí mismo. El corazón del forense se agitó dentro de su pecho, despertando con un cántico emocionado, pues vio que el escalpelo se encontraba en una posición a la que podían llegar sus dedos si estiraba el antebrazo al máximo a partir de la atadura del codo… El horror se agazapó sobre él, introduciendo lentamente su tallo en la incisión de la ingle; en el primer instante, eso hizo que la mano del doctor

se detuviera ante la punzada de terror que sintió. Y luego se recordó a sí mismo que, hasta no ser implantado, el enemigo era una masa carente de sentidos, un cuerpo erizado de conexiones sensoriales con las que recibir datos, pero hasta que no se hubiera instalado en los amplificadores físicos de los ojos y los oídos era una mónada totalmente sorda y ciega que aguardaba en un perfecto solipsismo entre dos envolturas sensoriales cautivas. Vio cómo sus dedos se esforzaban por llegar a la brillante herramienta de la libertad, y con una sonrisa

enloquecida pensó en Dios y Adán en el techo de la Capilla Sixtina, y luego, con el preciso control que le daba toda una existencia como cirujano, cogió el escalpelo. El brazo del cadáver cayó y quedó colgando fláccidamente. —Duerme —dijo el forense—. Duerme vengado. Pero descubrió que su ataque se encontraba severamente limitado por los cuidadosos preparativos del alienígena. Su codo había sido atado dejándolo casi en ángulo recto con el eje más largo de su cuerpo; el antebrazo podía hacer que su mano fuera hacia él hasta quedar cerca de su cara, lo cual se adecuaba a

las necesidades del parásito, que precisaba un control de coordinación ojo-mano, pero ni siquiera con la longitud suplementaria que le daba el escalpelo podía llevar su punta a menos de diez centímetros de su ingle. Y el parásito seguía introduciendo sin detenerse su conexión sensorial. Dentro de tres o cuatro minutos como máximo usurparía su control motriz, a juzgar por el tiempo que le había costado salir de Allen. El doctor retorció frenéticamente su muñeca hasta el límite, intentando cortar la tira allí donde ésta tocaba la parte interna de su codo. Resultaba imposible

ejercer una presión suficiente, y la presa con que sostenía el escalpelo era tan incómoda que incluso sus más débiles intentonas amenazaban con hacerle perder el instrumento. La raíz del control del alienígena seguía entrando en él. Poseía un arma letal con la que enfrentarse a una indefensa cosa de gelatina y, pese a todo, seguía estando condenado, como un atisbo de la impotencia futura que le correspondería para siempre. Pero, por supuesto, había un medio. No para sobrevivir. Pero sí para escapar y para cobrarse la venganza. Miró por un momento a la criatura que le había

capturado, endureciendo su resolución y su temple con las llamas del odio que encendía en él. Luego decidió rápidamente el orden de sus movimientos y empezó. Llevó el escalpelo a su cuello y se abrió la vena tiroides superior, su tintero. Colocó el escalpelo junto a su oreja, mojó el dedo en su sangre, y empezó a escribir sobre el metal de la camilla, primero a la altura de su muslo, y después subiendo hacia su axila. Era extraño, pero aunque esos músculos se hallaban despiertos, la incisión de su cuello no le había dolido, lo que le dio esperanzas y le animó a reunir el coraje

para lo que aún faltaba por hacer. Cuando hubo terminado, su mensaje decía esto: CUIDADO PARÁSITO DE ALLEN EN MÍ ABRIR TODO HASTA ENCONTRAR 1.500 G MASA FIBRA NERVIOSA Deseó escribir un adiós a su amigo, pero el alienígena había empezado a enviar filamentos auxiliares más pequeños junto al principal, y ahora todo dependía de la velocidad.

Cogió el escalpelo, volvió la cabeza hacia la izquierda, y hundió profundamente la hoja en su oído. ¡Milagro! ¡Un último y casual acto compasivo del destino! No había dolor. Algún anestésico altamente especializado estaba actuando durante la entrada del ser. Hundiendo cuidadosamente su hoja, destrozó el oído interno derecho, y luego provocó el silencio en el izquierdo, de forma igualmente concienzuda. Después, cortó las cuerdas vocales y los tendones situados en la parte trasera del cuello, los que le mantenían erguido. Deseó tener la posibilidad de cortar también

los tendones de las rodillas y los codos, mas era imposible. Pero cegado, con los centros del equilibrio perdidos, con sólo un tosco control motriz…, todo eso tendría que hacer más difícil la huida del alienígena, si es que en primer lugar tenía que intentar reaccionar a un cadáver sin sangre, en el que todavía no había logrado llevar a cabo una conexión bien ajustada. Antes de apagar sus ojos se detuvo, el escalpelo suspendido encima de su cabeza, y pestañeó para que las lágrimas no enturbiaran su puntería. El derecho, luego el izquierdo, las dos retinas meticulosamente extirpadas, la yema de

la visión absolutamente eliminada de los ojos. La última tarea del escalpelo, una vez hubo ladeado la cabeza para que el flujo de sangre cayera en una dirección que hiciera absolutamente imposible borrar el mensaje, fue cortar la arteria carótida externa. Una vez realizado el último gesto, el anciano lanzó un suspiro de alivió y soltó el escalpelo. En el mismo instante en que lo soltaba, notó en su interior el cosquilleo de una energía extraña…, algo que se encendía y crepitaba, que se encendía y que buscaba, pero no lograba encontrar del todo su asidero. Y, dentro de él, mientras el doctor se hundía hacia

el sueño, cerebralmente, tal y como debe hablar un hombre sin voz, dirigió al parásito estas palabras, cuidadosamente escogidas: —Bienvenido a tu nueva casa. Me temo que se han producido ciertos actos de vandalismo…, las luces no funcionan, y en las cañerías hay una fuga bastante grave. También hay algunas otras cosas que no andan bien…, el vecindario es quizá demasiado tranquilo, y puede que te resulte un tanto difícil desplazarte. Pero ha sido un hermoso hogar para mí durante cincuenta y siete años y, aunque no sé muy bien por qué, creo que te quedarás en él…

El rostro, vuelto hacia el cuerpo de Joe Allen, parecía llorar lágrimas escarlata, pero su último gesto antes de la muerte fue una sonrisa.

Notas

[1]

William Castle obtuvo cierta fama como director de cine gracias a trucos como pasear un esqueleto de plástico sobre el público de los locales que exhibían sus películas. (N. del T.)