Hombre y demonios dioses

Título De dioses, hombres y demonios Miguel Ángel Casaú Valverde copyright ©2016 Miguel Ángel Casaú All Rights reserved

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Título De dioses, hombres y demonios Miguel Ángel Casaú Valverde copyright ©2016 Miguel Ángel Casaú All Rights reserved Twitter: @Miguelcasau

Las manos pueden ser gruesas o delgadas. Largas, cortas, anchas, estrechas, suaves, ásperas, peludas en su dorso o lampiñas. Pero todas ellas, sin excepción, están surcadas por líneas que atraviesan la palma de parte a parte. Los esotéricos las denominan líneas del amor, de la vida, de la razón... Múltiples líneas entretejidas que dicen tener que ver mucho con nuestro futuro. Casi nadie cree en ello, estoy seguro. Pero cualquiera de nosotros, en alguna ocasión, por diversas circunstancias de la vida, pasajeras o menos pasajeras, tristes o alegres, se las ha mirado intrigado, preguntándose qué le deparará el destino, el incierto e impredecible destino... ¿Y por qué?, se preguntará la gran mayoría. Muy sencillo: porque los monstruos que tanto nos atemorizan andan sueltos por ahí. Son fugitivos a la espera de atraparnos. Imposibles de esquivar o dominar por mucho que se quiera. Y su paciencia es infinita. Al final, siempre llegan. Más tarde o más temprano... Nota del autor.

La dama del carricoche

La niebla se derramaba sobre la avenida con una pesantez envolvente, embadurnando cuanto encontraba al paso: el insoportable tráfico, atascado en un mar de claxon; la muchedumbre que deambulaba, insensible al ruido, inmersa en sus propios asuntos; los impertérritos árboles de hoja caduca, que se alzaban inertes, llenos de nada. Todo, absolutamente todo, estaba arrollado por aquella cortina, rebosante de humedad, que transfiguraba el paisaje y lo convertía en una escena distante, desapacible, fría; de la misma manera que si se mirara a través de unos prismáticos por el extremo opuesto. La mañana para colmo había amanecido con los dientes castañeantes, el sol estaba en huelga y se había decidido por no aparecer. Hacia mitad de la calle, próximo a una esquina, se encontraba el Café Sarráinz, cuyos toldos de bandas verdes y blancas intercaladas decoraban la terraza. Tras el amplio ventanal, en el que serpenteaba en rojo el nombre de dicho local, el anciano se amparaba de las inclemencias atmosféricas. Hacía

tiempo en espera de que saliera su tren mientras bebía una copa de brandy. De cuando en cuando le daba una calada al faria, y el humo caracoleaba rumbo al techo y se topaba con el cristal, buscando la proximidad de la hermana niebla, un quiero y no puedo vetado por la engañosa transparencia del escaparate. El tipo se llamaba Max. Max Fernández. Un funcionario jubilado que había llegado a la ciudad para acudir al funeral de su hermana María, veinte años mayor que él. "Ya estaba bien", pensó tratando de no echar más leña al fuego, intentando mitigar en algo la pena que le carcomía el alma. Falleció la pobre por desgaste natural a los ochenta y ocho. Una muerte apacible, tranquila, que la pilló por sorpresa y la arrancó de las mismas garras de la vida en un santiamén. Según la versión de uno de los hijos, ella estaba sentada haciendo ganchillo, pues, a pesar de lo avanzado de su edad, aún le quedaban redaños para el empeño; de repente, ladeó la cabeza y se quedó tal cual, apoyada en las orejeras del butacón con los ojos bien abiertos, mirando las agujas que se apoyaban inmóviles entre las piernas. Max contuvo las lágrimas; las exequias tempranas de esa misma mañana permanecían aún vivas en su interior: los llantos, los pésames, los abrazos de rigor, las frases usuales de "le acompaño en el sentimiento" o "no somos nada". Estaba acostumbrándose a los entierros de igual modo que en ocasiones anteriores se había habituado a las bodas de sus escasas amistades, a los bautizos de los hijos de éstos, a las comuniones, a las confirmaciones y, de nuevo, vuelta a empezar con las inexcusables invitaciones de boda de la descendencia. Con el

devenir serían las reuniones en los hospitales, los achaques de urgencia de los conocidos: que si el azúcar alto, que si el colesterol por las nubes, un infarto aquí, una intervención quirúrgica allá. Pero en la actualidad, sólo recibía las referidas llamadas de tema funerario; las indisposiciones de salud habían pasado a un segundo plano por agravamiento evidente del problema. Esta vez le había tocado el turno a su querida María, y eso, irremisiblemente, le hacía cuestionarse muchas cosas; en especial una que le taladraba con insistencia los sesos: la de tener la sensación de que su vida se había convertido en una gran pérdida de tiempo, en un pozo oscuro que no conducía a ninguna parte. "Quizá sea cosa de la edad", se dijo disculpándose; pero Max sabía que su tiempo comenzaba a correr con mayor rapidez, o, mejor dicho, de una manera diferente, en otra onda. Un joven podía permitirse el lujo de malgastarlo, pero él no; ya no le quedaba demasiados años. ¿Cuántos más podían quedarle?... ¿Diez? ¿Quince, quizás? "Eso son minucias en la totalidad de cuentas del collar". Había desaprovechado tanto su vida... Durante cuarenta y siete años había trabajado tras el mostrador de una oficina de correos, entrando a las ocho y saliendo a las tres, un día tras otro, pegando sellos y matasellando sobres y paquetes. Aún conservaba los inevitables callos en sus manos, que lo acompañaban de igual manera que si se trataran de unos simples dedos, pies o nariz. A los veinticinco vino a casarse con Antonia, la que fuera su esposa hasta hace siete años en que un cáncer de colon

la quitara de en medio. Al matrimonio le había sido imposible tener hijos; su propia infecundidad, azoospermia la denominaba el doctor, les privó para siempre de esa experiencia tan ennoblecedora, cuya carencia tanto había mortificado a la difunta Antonia. En aquel entonces no existían las técnicas sofisticadas de hoy en día en cuanto a materia de fertilidad, y la idea de la adopción siempre rondó las pretensiones del matrimonio; pero, al final, nunca se llevó a efecto. Por lo demás estaba todo dicho o escrito, como mejor se quiera significar. Max no había tenido aficiones ni entretenimientos ni distracciones. Su esposa se quejó siempre de ser un tipo aburrido de solemnidad. Y tenía toda la razón: era un hombre de lo más vulgar y tedioso. No supo hacerla feliz, ni darle niños siquiera que la sacaran de la profunda desazón que la embargó, especialmente, a partir del climaterio. "Un fracasado. Eso es lo que soy". Max se sentía apolillado de soledad, abatido y desganado, sin ganas de luchar; aunque, a decir verdad, nunca había luchado, más bien había vegetado, dejado languidecer su existencia en el poso polvoriento de la vejez. Se llevó el brandy a la boca y se lo bebió de un trago. Las cuerdas vocales se dispararon al pasar el abrasador líquido por la garganta. Carraspeó para suavizarla y levantó la mano para indicarle al camarero que le pusiera otro. Mientras, se puso a mirar a un adolescente que intentaba cruzar la carretera. Iba cargado de carpetas y libros; miraba en una y otra dirección con una ansiedad endiablada; en el primer hueco que encontró entre las filas de los vehículos salió

corriendo hacia el otro lado. "Los chicos de hoy en día nada más que tienen prisa; viven pegados a un reloj. Al menos, espero que haya llegado sano y salvo a su destino". Cogió la copa vacía y la alzo en señal de brindis, un brindis dedicado a un desconocido. Lo hacía muy a menudo; le daba la sensación de que por lo menos no bebía solo. Y fue entonces, tras levantar la cabeza en señal de ofrecimiento a aquel chaval, cuando apareció ella. Surgió de entre la bruma como un espectro, como un fantasma que sólo estuviera viendo él y nadie más. Era una vagabunda a juzgar por las desaliñadas ropas que vestía: una falda larga de color morado que le llegaba a los pies y varios jerseys deshilachados y superpuestos, uno encima del otro, para combatir el frío. Recorriéndole el cuello, en varias vueltas, llevaba una bufanda gris, y, en la cabeza, bien ajustada, una gorra de paño que dejaba entrever algunos cabellos blancos diseminados; pese a ello, aquella mujer no aparentaba tener más de cuarenta. Pero lo que más le llamo la atención al principio, no fue eso, estaba acostumbrado a ver mendigos en cualquier plaza o calle de su pueblo natal, sino aquel carricoche oxidado y descolorido que manejaba, en el cual iba una harapienta muñeca vestida con prendas de lana entretejidas a mano. Tenía el pelo escaso, despeinado, indómito, que apuntaba en todas direcciones. Una de las cuencas estaba vacía, le faltaba ese azul intenso del ojo izquierdo. La mujer se le quedó mirando con fijeza. Una extraña aureola irisada parecía rodear su silueta. "Serán imaginaciones mías", pensó. En ese momento

no pasaba gente, ni vehículos, no se movían las ramas de los árboles, no se oía nada a su alrededor, todo estaba en silencio, inmóvil, como si se hubiera congelado el tiempo por un instante. Max permaneció turbado. Los ojos de ella se mostraban insolentes, descarados, cargados de una confianza inusitada hacia él. No podía apartar la mirada; estaba atrapado por aquellos ojos observadores que lo recorrían de parte a parte. La mujer acarició los cabellos de la muñeca, intentaba inútilmente peinarlos. Movió los labios diciendo algunas palabras imposibles de adivinar. Max se quedó con tremendas ganas de conocerlas; habría jurado que iban dirigidas a él. Le interrumpió de pronto el camarero, que puso sobre la mesa la copa que había pedido. La vagabunda, al verlo, mostró su incomodo y dio media vuelta, prosiguiendo su camino. Max salió del estupor en el que se mantenía sumido. —No le haga mucho caso, señor. Es Estrella, la loca; una desgraciada que pulula por estos barrios con cierta frecuencia —argumentó el camarero. Un tipo alto y desgarbado, de ojos caídos y murmuradores que estaba medio calvo, aunque lo disimulaba de forma irrisoria dejándose crecer de un lado el pelo que le nacía por encima de la oreja. —¿Por qué lleva ese carricoche con una muñeca? —preguntó intrigado. —Es una historia demasiado triste la de esa pobre. Lo sé bien porque algunos clientes que la conocen me la han contado. Era una persona tan normal

que nadie podría decir que es la misma que ahora pasea con el cochecito medio ida de la cabeza —el camarero dio un suspiro—. Cuando uno ve situaciones así piensa que eso no le puede ocurrir, que son cosas que sólo le suceden a los demás, hasta que te toca, y entonces piensas que el mundo se derrumba encima de ti, cargado de odio, y que debes pagar por algo que, en muchos de los casos, carece de sentido. En fin, que no me gustaría estar en su pellejo —hizo ademán de marcharse al recoger la copa vacía. —Disculpe, pero no ha respondido a mi pregunta anterior —insistió Max. —¡Ah, sí! Se me olvidaba. Soy tan despistado —el camarero miró a su alrededor y vio que no había clientes esperando—. ¿Le importa que me siente si no es mucha la confianza? —Claro que no. Siéntese, siéntese —añadió Max, agradecido, invitándole con un gesto a que se sentara en la silla de enfrente. Max estaba interesado en conocer los detalles de la historia; la insólita aparición le había dejado un regusto de curiosidad y atracción. No podía evitarlo. Le ofreció uno de sus puros, pero el otro declinó la invitación. —No, gracias. No fumo durante el horario de trabajo. Está mal visto por la empresa, ¿sabe usted? —repuso bajando el tono de voz—. Pues bien, lo que le decía acerca de Estrella —dio unos pequeños saltitos sobre la butaca y terminó de acomodar el trasero—: Todo comenzó hace unos siete años. Estrella era abogada y ejercía en uno de esos bufetes de letrados. Estaba recién separada de

un guaperas vividor que trabajaba como vendedor de coches, un tipo fanfarrón y sin futuro que se lo gastaba todo en cocaína para soportar el ritmo de trabajo y las juergas que se pegaba. Estrella se había casado estando ya embarazada, fruto del cual nació la niña que por aquel entonces, me refiero a cuando sucedió lo del incidente, ¿sabe usted?, contaba con tres años de edad. Se llamaba Diana —el camarero hizo una pequeña pausa, y luego, con el semblante algo apesadumbrado, continuó—: Hasta aquí todo normal, como cualquier hijo de vecino, ¿no es cierto? —Max asintió sin decir palabra—. Pues la cosa se torció una noche. Estrella era una mujer que intentaba salir lo antes posible del trabajo cuando el horario se lo permitía; le gustaba permanecer un rato acurrucada en la cama con la niña y contarle cuentos hasta que caía rendida de sueño. Dicen que era una persona ejemplar, muy educada y correcta, ¿me comprende? Pues bien, aquella noche hizo lo mismo que cualquier otro día; si bien notó que la pequeña tenía una pizca de fiebre. Me imagino que pensaría que estaba empezando a acatarrarse y le dio una aspirina a la espera de ver cómo evolucionaba —el camarero ahuecó la mano y se la colocó con disimulo sobre la boca, volviendo a bajar el tono—. Esto lo conozco de buena tinta porque la chica que se quedaba de canguro con su hija viene algunas veces por aquí, ¿sabe usted?, y como es algo cotilla me lo contó con pelos y señales —le hizo un guiño a Max en señal de camaradería y añadió—: Perdóneme si doy muchos rodeos cuando hablo, me ocurre siempre que trato de ofrecer todos los pormenores posibles. Bueno, a lo que estábamos Juan —y se dio un golpecito en la frente—, lo grave del caso fue

cuando a la mañana siguiente, al ir a despertar a la niña para ver cómo se encontraba, resulta que se la encontró muerta, rígida como un palo arropado entre sábanas. ¡Vaya golpe que sufrió la desdichada! Y no es para menos, a cualquiera le pasaría lo mismo, ¿me comprende? —el camarero hizo un mohín compungido—. Según dictaminaron los médico, murió de una meningitis galopante que la devoró por dentro en pocas horas. ¡Figúrese usted que golpe! Estrella la loca no pudo soportarlo y a raíz de aquello perdió el juicio. La ingresaron en el Centro Psiquiátrico Provincial en el que permaneció durante año y medio más o menos. Al salir nadie quiso hacerse cargo de ella, ni su misma familia; para que luego digan que si los lazos familiares son irrompibles. ¡Y una mierda!, contesto yo, que a la hora de hacerse cargo de uno todo son excusas y malos pretextos. ¡Eso sí, si hubiera tenido dinero, otro gallo nos cantaría! — añadió irritado—. Discúlpeme la expresión, pero a veces me pongo de los nervios y no puedo dominarme, ¿sabe usted? Son tantas las injusticias que se cometen en el mundo —el camarero intentó serenarse, respirando con profundidad varias veces seguidas—. Luego, estuvo acogida por las monjas en el Jesús Abandonado, un hospicio para indigentes que hay en el barrio de San Antón, y, de allí, incapaz de retenerla las hermanitas porque a la más mínima se escapaba a rebuscar entre las basuras cuantos desechos pillaba, la dejaron por imposible, y Estrella se tiró a deambular por las calles para siempre. Desde entonces, así anda: con un cochecito y una muñeca salida de un contenedor, tratándola igual que si fuera su hija. ¡Pobre criatura la Estrella!, cada vez que la

veo se me revuelven las tripas. Me da un no se qué en el estómago por la pena... —Tranquilícese, buen hombre —contestó Max, viéndolo tan azorado—. No se lo tome tan a pecho. —Es que no puedo evitarlo, ¿sabe usted? Si a mí me hicieran lo mismo sería capaz de cualquier cosa, incluso de cargarme a alguien si hiciese falta —al camarero se le saltaron las lágrimas y prorrumpió en un profundo llanto. —Tome un pañuelo, buen hombre —le ofreció Max, conturbado—, y ¡ande y séquese esas lágrimas que se van a dar cuenta los clientes! —Me da exactamente igual, ¿sabe usted? —añadía entre puchero y puchero—; que uno es humano y no está acostumbrado a tales atropellos; ¡vamos!, si mis hijos me hicieran eso, o mi mujer... ¡Los mato! ¡Es que los mato! ¡Lo juro por lo más sagrado! El camarero le devolvió el pañuelo y acto seguido se levantó de la mesa intentando disimular las muestras de contrariedad. —Discúlpeme caballero, la charla ha sido muy grata pero debo de terminar de fregar los vasos que me quedan —repuso mientras terminaba de restregarse los lagrimones de la cara—. Ha sido todo un placer. —Gracias a Usted —contestó Max. Le ofreció un billete para que se cobrara y se quedara con el cambio por las molestias. Max Fernández permaneció pensativo unos instantes. ¿Por qué esa mujer se le había quedado mirando con tanta seguridad y determinación? Sentía la necesidad imperiosa de saber la razón de aquello, como si Estrella la loca tuviera

que contarle algo acerca de él, un secreto a voces que sólo ella conociera, pero que estaba ahí, pugnando en su interior, deseoso de estallar y verse liberado al fin. Tal vez fuera absurdo figurarse aquello, estaba claro, pero tenía que comprobarlo él mismo. Nunca había pasado por una experiencia semejante. Max, que no estaba muy acostumbrado al trato con gente, y menos aún con desconocidos, se veía ahora en la obligación de hablar con una loca por el simple hecho de tener una sombría corazonada, un presentimiento oscuro que le apremiaba a hablar con ella. Faltaba una hora escasa para que saliera su tren y si no se daba prisa terminaría por perderlo. "Pues si lo pierdo da igual, sacaré otro billete para el próximo. He perdido tantos trenes en esta vida por falta de valor, de lo cual luego me he arrepentido, que si pierdo uno de verdad la única repercusión que tendré es la económica, y a mi edad y con mis gastos eso es un mal menor". Se despidió con un "buenos días, muy complacido por todo", y abrió la puerta. El frío en la calle era insostenible y experimentó una especie de bofetón al notar el húmedo y helado contacto del aire contra su piel. Se arrebujó en el abrigo buscando el calor de las prendas, a la par que se levantó las solapas para amurallarse con mayor eficacia del exterior. La niebla empezaba a diluirse, aunque el día continuara estando apelmazado y gris. Max no conocía demasiado bien la ciudad y temía perderse; en el último de los casos pararía un taxi; pero ese insospechado instinto que parecía haberle nacido y que le mordía con ansias el pecho, le decía que tenía que continuar calle abajo hasta el cruce con la

famosa plaza de San Bartolomé. "¿Estaré enloqueciendo yo también? ¿A qué viene todo esto? ¿Serán imaginaciones mías el que piense que esa endiablada mujer tiene que decirme algo? ¿Y por qué entonces tengo esta rara impresión que me quema las entrañas y que no me deja tranquilo? Éste no soy yo; lo que hago no tiene pies ni cabeza. Pero estoy seguro de que cuando la mujer habló, sus palabras iban dedicadas a mí. Y tengo que saberlo. Tengo que saberlo —se repetía obstinadamente—, aunque para ello me tenga que quedar un mes en este lugar". Cuando faltaban unos cincuenta metros para llegar al cruce se apercibió de un estrecho callejón que desembocaba a su izquierda; estaba pavimentado con adoquines anaranjados y negros, recorrido en toda su longitud por amplios macetones, conteniendo exóticas plantas y flores, que servían de reclamo a los turistas y daban cuenta igualmente de los numerosos restaurantes y mesones que se disponían uno al lado del otro. Hacia el final, la callejuela se abría en un dilatado espacio cercado por edificaciones antiguas, en donde balcones y miradores abrían sus ojos a una recoleta plazuela en cuyo centro se situaba un pedestal que sostenía una imagen de La Inmaculada Concepción. Sentada en un banco, Estrella, la loca, acunaba el carricoche y cantaba una nana. Max aceleró el paso; la sangre palpitaba nerviosa en sus venas y un calor sofocante le invadió de inmediato pese al frío. Ella levantó la cabeza al acercarse y esgrimió una ligera sonrisa. —Le estaba aguardando, señor —dijo con expresión reposada, llena de

calma, mientras continuaba meciendo el cochecito. La cara de Estrella, para desconcierto de Max, que no se había percatado en el breve encuentro anterior, descubría una inusual belleza, recubierta de una pátina de descuido y abandono. Ni el desaliño ni la mugre podían ocultar unas facciones tan regulares y armoniosas, que convivían en perfecta afinidad con la suciedad del rostro. Advirtió de pronto que la niebla había desaparecido por completo y el sol emprendía una débil y tímida asomada entre las nubes. No se sorprendió al escuchar las palabras de la loca. Tampoco Max dijo palabra alguna. —Me imagino que ya sabrá cómo me llamo; se lo habrá dicho el camarero insolente que le servía en la mesa, ¿verdad? —dijo la vagabunda, interrumpiendo la canción. Su voz era dulce y decidida; no mostraba vacilación ni duda—. ¿Y usted, cómo se llama? —Max Fernández —respondió con cierta timidez. —Max, Max, Max... Un nombre muy original. Me gusta. Tiene una sonoridad tierna y delicada cuando se pronuncia. Max..., Max..., Max... ¡Musicalidad! —dijo alzando la voz— ¡Eso es! —y se puso a reír de súbito—. Puedo escuchar la armonía que despide: na, na, na, na... —canturreaba—. Si algún día tuviera otro hijo le pondría su nombre. No está mal. A Max le entraron unas inminentes ganas de marcharse. "Está como un cencerro", pensó. Sin embargo, algo indescriptible lo ataba a permanecer allí. La loca interrumpió sus pensamientos. —El chismoso de camarero con el que ha estado le habrá dicho de igual

forma que estoy loca de remate, y seguro que usted también se lo ha planteado, ¿a que sí? —la pupilas de Estrella se contrajeron inquietas y atentas—. Es muy posible que así sea, pero me da igual; es lo único que me resta, además de mi hija, claro está —agarró a la muñeca y se la puso entre los brazos—. ¿Verdad que es una monada la pequeña? —Estrella se la mostró, y luego se puso a acariciarla con verdadera devoción. Le pasaba una y otra vez las manos por las mejillas con sutiles e incontables rocecillos repletos de afecto y delicadeza. La escena era tétrica, deprimente, aunque envuelta a su vez de pura ternura. A Max le embargó la congoja; y un ahogo terrible le comprimió la garganta. "¿Qué estoy haciendo aquí?, ¿por qué no me largo de una vez por todas?". La loca lo miró con ligero reproche, como si lo hubiera escuchado salir de su boca. Dejó los arrullos que estaba haciendo y colocó la muñeca en el carricoche. —No. No creo que deba marcharse. Tengo algo importante que decirle. Max volvió a ver en la loca esa aureola tan extraordinaria que marginaba los perfiles de su figura y la impregnaba de una tonalidad multicolor. Guiñó los ojos en varias ocasiones por si era un efecto anómalo de la luz; en cambio, ahí seguía imperturbable, indeleble, como la imagen virginal que se alzaba unos metros más allá. Estrella sonrió afable, cargada de complicidad hacia a aquel hombre. —Lo está Usted viendo, ¿verdad? Por eso se asombra. Puedo descubrirlo

en su semblante desconcertado. Siente la luz de mi alma, ¿a que sí? Asintió demudado, sin terminar de creérselo muy bien. Su boca se comprimía, mordiéndose los labios en un rictus inconsciente. —Todos la tenemos —prosiguió Estrella, haciendo caso omiso de la mueca de Max—, pero sólo los más sensibles pueden captarla. Y Usted es uno de ellos. Por eso se ha decidido a seguirme. Por eso se habrá hecho cientos de preguntas sin explicación aparente. Pero lo que tengo que decirle tiene más valor que la evidente vergüenza que siente por el hecho de perseguir a una loca desastrada como yo. Habría perdido su oportunidad, amigo mío. No obstante, usted lo ha visto, ha percibido cuando le he hablado, y se ha dejado arrastrar hasta mí. Creo que vamos por buen camino —la loca se frotó la nariz y después se restregó los dedos entre sí para zafarse del tizne ennegrecido de la piel. Se puso a reír de manera zafia. Lanzaba carcajadas profundas al aire y realizaba aspavientos con los brazos—. Muchos se preguntan para qué ha servido su vida, en especial al final de sus días, porque sienten que no han rellenado ese hueco enorme que les queda en lo más íntimo de su corazón y que pugna por respirar explicaciones que no llegan. La mayoría mueren afónicos de tanto gritar sin encontrar una respuesta; pero usted va a tener la oportunidad de, por lo menos, no irse de vacío; créame que así es— Estrella se levantó y agarró el carrito de la muñeca—. Venga, acompáñeme dando un paseo. Será lo mejor para los dos. Terminaron caminando por una rambla ajardinada que con anterioridad había sido el antiguo cauce de un río. Los pinos se erguían ordenados hacia los

bordes del paseo, colocados en hileras, iluminados por el sol de mediodía que por fin se había dejado ver sin remilgos. Unos niños corrían tras la pelota, jaleando gritos de "pásamela, que estoy solo" o "cubre la banda por ese extremo". La loca se paró al verlos. —¿No le parece linda una escena así? Me encanta observar a los niños jugar. Despiden pureza y sencillez. Es la imagen de la inocencia en estado virgen. Nadie puede romperla, hasta que ella por sí misma sucumbe, se derrumba al sentir los propios cimientos reblandecerse conforme crecen sus cuerpecitos. El transcurrir del tiempo los corrompe, o, más que el tiempo en sí, diría yo que es el propio hombre el que los despierta a un abismo espeluznante. Son los engranajes de la sociedad, que los transforma en máquinas vivientes, en autómatas sin sentido. Entonces pierden la frescura de los años jóvenes, de su ingenuidad; abocados a revestirse con la coraza de la dureza y el egoísmo, apartándolos de un violento manotazo de la senda de la inocencia. ¡Gana el más fuerte! ¡Gana el más fuerte! —vociferaba Estrella, colocando ambas manos alrededor de la boca —. Ésas son las reglas, y quien no las quiera que se pudra en un estercolero, pues no es útil; o, dicho con otras palabras: no sirve —La loca se cogió un mechón de pelo suelto y se puso a darle vueltas con el dedo, luego se lo introdujo en el interior del pañuelo que le cubría la cabeza y se dio unos ligeros golpecitos—. Eso enseñan en la familia, en la escuela, en el trabajo, porque todos viven engañados desde el principio. Pero, misteriosamente, en la vida hay más cosas que no nos enseñan y que están ahí aguardando, flotando en el aire a

la espera de que alguien las recoja; sólo que nadie parece reparar en ellas. No son productivas y desalientan las ganas de trabajar, atrancan las ruedecillas de la maquinaria. Eso, al menos, dicen quienes nos manejan. Max se cuestionó si Estrella estaba en realidad loca o era la mujer más cuerda del mundo. Pasaba de decir o hacer las sandeces y cosas más disparatadas a las más sensatas en un santiamén. —Una noche, mi hija sufrió un accidente —dijo a continuación—. Se puso muy enferma a causa de la fiebre y perdió la consciencia. Cuando llegaron los médicos dijeron que había fallecido, que no se podía hacer nada por ella. Querían llevársela al hospital para hacerle la autopsia. Pero yo no los dejé; por supuesto que no. Les dije que la dejaran en paz, que aún había esperanzas, que no estaba todo perdido. Y así fue. Cuando se marcharon aquellos desgraciados vi que mi hija volvía a respirar con fuerza, a latir su joven corazoncito de nuevo. Se despertó llorando y me llamó diciendo: “¡Mamá, he estado de viaje y no me dejaban volver a casa!” Yo le dije que no se preocupara, que a partir de ese día no se la llevarían más. Yo la cuidaría siempre —Estrella señaló a la muñeca—. Y mire, ahí está; siempre conmigo a todas partes. No quiero que le ocurra nada a mi pequeña. La mujer se puso a sollozar. A Max le costaba soportar aquella triste historia, mitad invención y desatino, mitad realidad. Temió que ahí acabara todo. Miró el reloj, sospechó que su tren se habría marchado ya y dio un suspiro de desencanto. Sólo que Max no estaba preparado para oír lo que tenía que decirle

Estrella a continuación. No se lo esperaba; ni mucho menos. —A partir del accidente de mi hija, una facultad muy particular parece acompañarme a todas partes. Sin duda se trata de un don, de un soplo divino del que no puedo desprenderme por más que quisiera; aunque, bien pensado, no lo deseo por nada del mundo, vivo feliz con él —Estrella esbozó una siniestra sonrisa—. ¿Que cuál es ese don? —le interrogó Estrella, como si esperara una contestación inmediata por parte de Max—. Bien lo sabe usted, o al menos se lo huele, lo olfatea débilmente, ¿no es así?... Sí, puedo leerlo en sus ojos. Lo sabe… Sabe que puedo visualizar la muerte de los demás con solo mirarlos; conocer el día y la hora en que abandonará este lugar. Max se quedó petrificado, sin saber qué hacer o cómo actuar. Tenía un presentimiento, cierto, por eso la siguió; pero no esperaba, o no quería, que pudiera ser algo de esa índole. Prefería pensar que se trataba de las fantasías de una visionaria en estado de demencia; no obstante, una voz interior le decía que no, que aquello era verdad, que no había ni un mínimo de mentira o desvarío en sus palabras. Entonces, se vio a sí mismo muerto, entremezclado en el interior de un cúmulo de imágenes sin sentido por las que pasaba su desnutrida vida, y en la que aparecía lívido, demacrado, inmóvil. Sabía que aquella situación era real y le vino de golpe a la cabeza cuándo se produciría. Pese al frío reinante, se puso a sudar con copiosidad. Estrella intentó tranquilizarlo al percatarse de su desasosiego, darle explicaciones que lo sacaran de aquel colapso nervioso que lo mantenía atenazado.

—Usted es un ser sensible y se ha dejado conducir por ese instinto. No es malo en su caso saber cuándo va a morir; pero no se desanime, ni mucho menos, porque usted ya estaba muerto y lo sabía, llevaba muchos años enterrado en vida. No voy a decirle la fecha. Ya la conoce. Aunque no la oyó tras el cristal, la leyó de mis labios. Por eso me persiguió inconscientemente. Quería estar seguro; comprobarlo de mi propia boca. Contra todo pronóstico, una vez sofocados los nervios iniciales y el fuerte temor que le recorría la espalda, como una descarga eléctrica que lo aterrorizara intensamente, Max, en vez de hundirse al conocer la noticia, y verse sumergido en una nebulosa oscura de depresión, advirtió un soplo de vivacidad desconocida que lo inundaba; y, de sentirse viejo y derrotado, pasó a sentir una profunda paz interior. Esa mujer le estaba abriendo los ojos a la existencia, después de, como ella afirmara anteriormente, estar muerto desde siempre. —Me restan seis meses, ¿verdad? —preguntó con cara de conocer la respuesta. —Seis meses y cuatro horas para ser exacto —contestó con la frialdad del acero. —¿Y cómo se producirá? ¿Puedo saber de qué? —Eso no puedo decírselo. Por Desgracia lo descubrirá en su momento. —Tengo entonces poco tiempo por delante, por lo que veo —repuso resignado y casi irónico—, ¿no es así? —Depende del punto de vista con el que se mire. Si Usted no lo hubiera

sabido habría muerto sin poner remedio a su vida, sin pedir siquiera una última oportunidad. Ahora que sabe la fecha tiene tiempo para enmendar su pasado, aprovechar todo cuanto ha desaprovechado y buscar las respuestas verdaderas, las que proporcionan un sentido a la existencia, que es algo que muy pocos llegan a encontrar. Si cada hombre supiera el día de su partida, el mundo daría un giro radical. Se entenderían muchas de las cosas que, por parecernos insignificantes, no nos paramos a pensar siquiera, y que son en realidad indispensables para aprender a vivir —Estrella, que paseaba con ritmo acompasado y sereno, se detuvo y se dio la vuelta hacía Max—. Tenga esperanza Max, no se sienta presionado por mi contestación anterior. Si apura lo que le queda, le resultará más fructificante y grato que cien años de completo sinsentido. Ascendieron por una escalinata metálica de balaustrada negra y dorada y desembocaron en una avenida. Max ayudó a Estrella con el carricoche. Un semáforo en rojo detenía a los coches. Aguardando en segunda fila, un hombre obeso de unos cincuenta años fumaba un cigarrillo. Montaba un flamante Jaguar gris metalizado. De cuando en cuando miraba su reloj y recorría con la vista la larga acera. Sin duda esperaba a alguien. Los vehículos al salir le pitaban por el estorbo. El gordo de mofletes sanguíneos, sin alterarse apenas, le daba una nueva calada a su cigarro, haciendo caso omiso de los improperios que le enviaban, y levantaba la mano libre con desdén, en clara señal despectiva hacia los conductores.

Estrella le señaló al individuo. —Ve aquel hombre de ahí; ése que está parado en el coche —Max asintió —. Dentro de una semana le dará un infarto fatal, le estallará el corazón en cuestión de segundos. El pobre no ha hecho otra cosa que amasar dinero a lo largo de los años y va a morir sin apenas disfrutarlo; ¿no le parece triste? Tanto tiempo acumulando riqueza para sentirse poderoso y ahora su dinero no le servirá de nada. Ni el más rico entre los ricos puede evitar el desenlace, que para todos es idéntico. A todos nos sucede lo mismo, sin embargo, parecemos no darnos cuenta; vivimos en una especie de escaparate en el que sólo nos preocupan las apariencias, las comparaciones con los demás, siempre pensando en el qué dirán; atrapados en un estado de felicidad fingida, artificial. Qué equivocados que están. Fíjese en mí, por ejemplo, durante una época viví apegada a mis bienes creyendo que era lo más importante, pensando que serían insustituibles, indispensables, y ahora que no tengo nada soy más feliz que nunca. No tengo de qué preocuparme, carezco de lo más imprescindible: no tengo que firmar en los bancos ni ir a notarios ni pagar préstamos ni declarar a Hacienda. Soy un cero a la izquierda para la sociedad, si cabe, una ligera molestia, pues no saben que hacer conmigo. En cambio soy capaz de abrir los ojos a la belleza que nos ha legado la naturaleza, que nos ha dado la vida — Estrella mostraba una indudable confianza en cuanto a sus declaraciones. Max se adelantó unos pasos delante de ella. Mientras la escuchaba, miraba con curiosidad a aquel hombre adinerado que se reclinaba tras el asiento del vehículo

con actitud prepotente—. Se preguntará usted por qué estoy tan segura de mis afirmaciones y no cometo un error al pensar lo contrario. Se lo diré con una simple sentencia sacada del Nuevo Testamento: “El que busca encuentra”. Y yo he encontrado las respuestas a mis dudas. Sólo hay que salir a la calle e indagar. Descubrirá respuestas a todo. Hágame caso y concédase ese gusto. Verá cómo de verdad lo llena y satisface. Busque... Busque... Y luche... que todo llegará. La vida le irá dejando pistas en el camino, se lo pondrá en bandeja con sólo esforzarse un poco. No será mera casualidad sino causalidad. Pero tiene que despertar, abrir los ojos con la curiosidad de un niño. Lo demás le vendrá dado de antemano. Entonces si aquello era así, tal y como decía Estrella, ¿por qué seguía apegada a su hija si estaba muerta? ¿Y por qué le había relatado la muerte del gordo en tanto que no le había querido contar cómo se iba a producir la suya? Quiso preguntárselo; pero, al darse la vuelta, no había nadie. Había desaparecido. Miró en derredor y no estaba, como si se la hubiera tragado la tierra. Se acercó hasta las escalinatas: tampoco estaba. ¿Sería todo fruto de una alucinación? Era evidente que no. Imposible tal circunstancia. Pues, ¿qué hacía él en aquel momento allí plantado en medio de la avenida? No tenía sentido. —¡Estrella! ¡Estrella! –gritó con estridencia, mirando a todos lados con súplica en sus ojos—. ¿Dónde te has metido? Una mujer que pasaba por su lado lo miró con cara de lástima, como pensando: “qué mala es la vejez.” Pero sin percibir que a ella también le llegaría

la hora y que lo suyo no iba a ser diferente. Una nube arropó al Sol, y la mañana se vistió otra vez de gris. Y Estrella, la loca, no aparecía. ¿Quién era aquella enigmática mujer que habló con Max y que parecía haberse disuelto en el aire por arte de magia? ¿Quién?



El descenso a los abismos

1 Eran las dos de la madrugada. Max yacía sobre el incómodo camastro de una pensión de mala muerte con la que se había topado de improviso al introducirse por una estrecha callejuela del casco viejo de la ciudad. Sumergido en la soledad nocturna, se revolvía de un lado para otro de la cama sin poder dormir. Toda aquella situación resultaba demasiado confusa, enigmática. Y para colmo, en la habitación contigua se escuchaban los gemidos de una pareja; el somier chirriaba repleto de lujuria, mientras que los distendidos muelles se quejaban ante el agotador exceso de trabajo. Max prefería permanecer en aquella habitación, agazapado entre viejas sábanas descoloridas y acartonadas por el semen de un millar de desconocidos, a molestar a sus sobrinos, con los cuales no tenía excesiva confianza. Al día siguiente iría a la cafetería Sarráinz para indagar sobre el paradero de Estrella; quizá el camarero supiera por dónde andaba. Necesitaba hablar con ella, que le explicara cosas que se había dejado en el tintero: ¿Qué tenía que buscar?, ¿cómo

comenzar? o ¿dónde acudir primeramente? ¿O tal vez sería mejor hacer caso a la intuición? Puesto que había sido esta intuición la que le había llevado hasta Estrella, y ella sería de nuevo la que le llevara hasta las respuestas. "No es mera casualidad sino causalidad", se dijo, recordando las palabras de la loca. Extrañamente, Max se sentía en un estado diferente de percepción, y de carácter; comenzaba a ver la vida desde otra óptica diferente. El saber que sólo tenía seis meses por delante estaba transformando, a pasos agigantados, los aburridos y monótonos esquemas a los que se había sujetado durante largos años. En su interior nacía el deseo de renovarse, de ganarle tiempo al tiempo, un revulsivo rebelde de vivir cuanto no había aprovechado. Percibió que la vida era un acto de atesorar recuerdos y experiencias que conducen a uno a buen puerto. Y tanto sus recuerdos como sus experiencias estaban casi en blanco. "Seis meses... seis meses", se repetía una y otra vez. ¿Qué sabía él de la vida cuando había permanecido encerrado en una especie de caja hermética con miedo de ver la realidad? Ahora era el momento de salir y respirar la verdad, la que se encuentra fuera de la rueda de la monotonía, ésa que no queremos ver por temor o por dejadez, o que no nos dejan ver. Y romper con todo aunque te tachen de loco, como le ocurría a Estrella. A las siete de la mañana, harto de no poder dormir, se levantó y se acicaló un poco en el lavabo que tenía frente a la cama. El agua caliente brillaba por su ausencia y tiritó al mojarse el canoso pelo. En la recepción había una

joven con la cara pintarrajeada, llena de potingues y cremas que olían a atracción prefabricada. Le dijo que llamara a un taxi; la joven asintió con un susurro, mientras masticaba repetidas veces el chicle que llevaba en la boca, descolgando con desgana el teléfono. Max pagó y se fue a esperar en la calle. Cuando llegó, el café Sarráinz acababa de abrir sus puertas. El camarero del día anterior no estaba. En su lugar había un hombre moreno, bajito y regordete, con el bigote finamente recortado sobre el labio superior, tipo años veinte. Max pidió un café solo y lo acompañó con un infatigable puro. Tras ello le preguntó por el camarero de marras. —No señor. Hoy no vendrá. Mejor dicho: no volverá hasta dentro de una semana. Se ha tomado las vacaciones que le restaban y se ha marchado de viaje —respondió sin mirar, mientras pasaba un paño por la barra de granito, que resplandecía con viveza conforme avanzaba centímetros sobre ella. Aquella contestación le rompió los esquemas: no contaba con la ausencia del camarero charlatán y menos aún con que iba para largo. Pero pensó que, igual que el otro, conocería a Estrella y podría reportarle alguna información similar. Así que se decidió a preguntarle. Y su sorpresa fue mayúscula cuando le dijo que por la descripción que le proporcionaba no tenía idea de quién era esa loca, nunca la había visto, aunque a decir verdad él era nuevo en el local, llevaba escasamente un mes trabajando en el Sarráinz y no tenía noticias de que una mujer así pasease por allí delante de vez en cuando. —Mire, de todas formas, no le haga mucho caso a mi compañero —

murmuró, en un intento de levantar el ánimo del viejo y zanjar las cuestión—, es un mentiroso patológico y no deja de contar historias que realmente son sólo eso: historias inventadas, y que únicamente salen de su imaginación. Un día le costará el puesto a ese quisquilloso charlatán —el camarero se dio media vuelta y siguió con lo suyo. Max, del todo apesadumbrado, se marchó de allí. Llegó a la estación, que no quedaba demasiado lejos del café, a unos quinientos metros, poco más, y sacó un billete en el primer tren que salía hacia su pueblo. Luego, se acercó a un kiosco de prensa, ya dentro de las instalaciones del ferrocarril, y compró el periódico; buscó un banco donde sentarse, abrió las páginas del periódico y, al disponerse a leerlo, un tipo joven de unos veinticinco años se le sentó al lado. Con el rabillo del ojo Max observó que aquel hombre no dejaba de mirarlo perseverante a la par que mantenía una sonrisa irónica. Era un tipo moreno y atractivo, algo bajo, vestido con un elegante traje negro y corbata de tonos mostaza. Cubriendo a éste, un abrigo largo y sedoso se deslizaba hasta las rodillas. Max, sin disimulo, levantó la vista hacia él. El otro decidió salirle al paso de su mirada entablando conversación. —Vamos al mismo lugar por lo que veo. He sacado billete detrás de usted y, como llevamos asientos contiguos, no he podido resistir la tentación de presentarme —añadió con voz profunda, manteniendo esa sonrisa que lo hacía agradable a primera vista—. Disculpe mi atrevimiento. Me llamo Roberto Valverde. ¿Y usted? —alargó la mano sin vacilaciones. Max le dio la suya algo

desconcertado. —Max Fernández —contestó—. ¿Vive Usted en Jacaranda? —¡No, que va! Me gusta viajar de vez en cuando y he decidido pasar unos días en ese lugar. Me atraen los lugares tranquilos, con poca gente y clima cálido; y más con el invierno que está haciendo este año por aquí. ¡Brrruuu!... — exclamó, frotándose los dos brazos a la vez—. Es esta maldita humedad. No hay quien la soporte. —Si es por eso créame que Jacaranda le gustará. Los inviernos suelen ser suaves y los veranos una caldera a presión. Ésta es por tanto la mejor época para ir allí. —Veo entonces que he elegido bien —Roberto Valverde comprobó desde el asiento de su banco que el bar de la estación estaba abierto. Le hizo un gesto a Max, señalándole con el dedo el lugar—. Le invito, si quiere tomar algo. Max aceptó. Se sentaron en una de esas mesas cuadradas de aluminio, típicas de los merenderos al aire libre. Las paredes del local estaban sucias, y el blanco original se estaba desvirtuando por el color crema del humo grasiento salido de los fogones de la cocina, que se adhería a la superficie como un traje de buceador. Junto a ellos, un hombre con bata blanca barría las servilletas, los desperdicios y las colillas del suelo. Valverde lo llamó y pidió un café para Max y un Cutty Shark para él. —¿No le parece un poco temprano para beber? —le preguntó Max de manera ocurrente, por entablar conversación, sin pretender por ello ofenderlo; él

también bebía a menudo y no se le ocurrió otra cosa que decir; era tan poco hablador. Valverde siguió sonriendo. Sus ademanes emitían una complicidad latente hacia el viejo. Max se dio perfecta cuenta, y pensó para él si la causalidad no estaría dando ya sus primeros frutos como predijo Estrella. —Llevo bebiendo muchos años a diario y puedo asegurarle que el alcohol no me afecta en absoluto; lo puedo tomar a mi antojo sin que me perjudique. —¡Eso no es posible! —se sorprendió Max—. ¡A todos nos daña en mayor o menor medida! Usted no va a ser un caso especial. —Ése es el caso, y acaba de decirlo: soy especial —a Max le resultó presuntuosa la contestación. Valverde prosiguió hablando—: Si usted conociera algo de mí se convencería de que tal posibilidad es admisible, y que la lógica en estas cuestiones no tiene cabida en tanto en cuanto no se conozcan los hechos — argumentó con un vocabulario más característico de un letrado que de otra profesión. Quizá lo fuera, pensó Max. No conocía aún nada de él. Roberto esgrimió el vaso con firmeza y lo apuró de un solo trago. Acto seguido pidió otro y el camarero, solícito por hacer caja ese día, se lo trajo. —¿Por qué afirma que es tan particular? —inquirió Max. Valverde le instó con la palma de su mano a que esperara, regodeándose durante unos instantes en un silencio sepulcral que a Max se le antojaba eterno, y volvió a blandir el vaso sobre una boca desafiante y sedienta de whisky. Luego,

lo dejó aparcado en la esquina de la mesa y se recompuso el nudo de la corbata que parecía estar algo suelto. —Espero no pecar de exceso de confianza y que piense que soy un pesado que le ha tocado aguantar durante el viaje. Creo que lo que le voy a contar es bastante interesante —comenzó a decir, mientras que su lengua perseguía, ávida todavía, las últimas gotas de alcohol abandonadas entre los labios—. Todo, digamos, sucedió a partir de que cumpliera los veinte. Yo por aquel entonces era un chico alocado, sin ninguna convicción por el porvenir; una oveja negra en mi familia, un manchón imborrable para la respetabilidad y honorabilidad de mi padre —añadió irónico, cambiando el tono de voz para decir esto último—. El pobre luchaba con todas sus fuerzas para lograr enderezarme, pero le resultaba imposible. No le tenía ningún respeto, y él, un hombre de carácter débil y apocado de naturaleza, se dejaba engañar con el pretexto de que con el tiempo cambiaría para bien. Yo, mientras tanto, vivía atrapado en una oleada de diversión y juergas con mis colegas de pandilla. Había llegado al penúltimo curso de instituto con mucho retraso y dificultades y sabía que nunca conseguiría terminar el ciclo, odiaba los estudios. Y me gustaban demasiado la fiesta y los amigotes. Todos los fines de semanas nos escapábamos a discotecas que distaban muchos kilómetros de nuestros domicilios; eran los sitios de moda, de marcha loca y desenfrenada. Allí, entre música machacona y ritmo repetitivo, nos poníamos como motos gracias a la bebida y las drogas. Era la moda; la mejor manera de ligar y echar un polvo rápido con chicas fáciles en

los asientos del coche —repuso con la autosuficiencia del que conoce posturas inverosímiles en el interior de un vehículo y sabe amoldar su cuerpo a cualquier palanca de cambios para que no le moleste—. Así de entretenida y ligera transcurría la etapa final de mi adolescencia. Hasta que se vio de pronto truncada por un serio accidente de circulación. En el fondo tuve suerte: los otros tres que me acompañaban murieron allí mismo, engarzados entre los hierros y la chapa del coche, como frágiles marionetas descoyuntadas. A mí me costó, debido a las graves lesiones infringidas en el choque contra el vehículo que venía en dirección contraria, la parálisis parcial de la pierna derecha y un incalculable número de cicatrices y deformaciones por todo el cuerpo. Tras meses de rehabilitación en el hospital, sólo las muletas pudieron paliar en algo mi castigado cuerpo y proporcionarme algo de independencia. Éstas serían a partir de entonces mis compañeras inseparables, las cuales acogí con profundo rencor y odio —Valverde dio un suspiro de repente; iba a continuar pero apreció en el rostro de Max la duda, un gesto de no terminar de entender del todo aquella situación. Y era lógico: Max no había apreciado ninguna lesión de gravedad que acreditase el que hubiera sufrido un fuerte accidente, ni siquiera un mínimo de cojera cuando se levantaron para conducirse hasta la mesa. Es más, tenía buen porte y un físico impecable. Roberto Valverde sonrió, se daba perfecta cuenta de la sorpresa de éste; se sacó una caja de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta y le ofreció uno a Max, que denegó con la cabeza. —Sé que está extrañado —continuó diciendo—. Me mira y no observa

nada anormal en mí; pero todo tiene su explicación si continúa escuchando la historia —Valverde hizo un ademán con el dedo para pedir otra copa; luego, continuó con su relato—: Pues bien, como le decía me vi inmerso en un mar de desesperación al descubrirme postergado por la parálisis de una de mis piernas. Ya no era el chico guapo y ligón de otros tiempos que se llevaba a las niñas de calle, ni el divertido chaval al que se le ocurrían graciosos chistes con sus compañeros. Todo empezó a cambiar, a cambiar para mal, por supuesto. Dejé las amistades que me quedaron con vida; les tenía envidia y cierto rencor por haberse librado del percance al no ir aquella noche con nosotros. ¡Qué hubiera sido de mí si me hubiera quedado quieto en mi casita en vez de unirme al grupo y salir de copas!, me preguntaba con frustración. Me sentía un inútil, una basura que se ayudaba de dos hierros ortopédicos para poder caminar, los mismos materiales que me dejaron tullido al aprisionarme dentro del vehículo. ¡Qué ironía!, ¿no es cierto? Cuando por las noches me acostaba era incapaz de dormir; guardaba la imagen perenne de los tres cuerpos de mis amigos deformados entre la chatarra, perdiendo sangre de forma inevitable, en chorros continuos que salían de sus destrozadas arterias y regaban los asientos, mientras que yo permanecía maniatado, en compañía de unos moribundos que no podían darme ni un aliento de ánimo, de esperanza. A la sazón, me aislé por completo, me volví huraño y reservado. Me dio por beber de forma ininterrumpida, un trago tras otro; el alcohol era mi único consejero y confesor. Pero en aquella época sí que me afectaba beber en exceso, como a cualquier hijo de vecino, claro está —

dijo Roberto con sorna, haciendo un breve paréntesis en la historia—. Mi padre, preocupado por mi estado, viéndome cada vez más hundido en mi propia miseria, intentó aliviarme, hacer que me sintiera una persona como otra cualquiera para pretender así que huyera de mis propios fantasmas. Para ello intentó hacer que trabajara en la pequeña empresa de la cual era propietario, un negocio que se dedicaba a la fabricación de cortinas y telas de decoración. Mi cometido consistía en encargarme únicamente de recoger los pedidos por teléfono. Así de fácil me lo puso. Pero aquella labor resultó un rotundo fracaso, pues la mayoría del tiempo estaba borracho o ausente en los bares, bebiéndome la vida de manera fulgurante. Mis padres intentaron dialogar conmigo, hacerme ver las cosas desde otro punto de vista, diciéndome que no todo estaba perdido, que debía dar gracias a Dios por no estar muerto. Pero yo no quería escuchar ni atender sus consejos; se encontraban con un muro infranqueable de salvar y me dieron por imposible; "allá tú", dijeron con lágrimas de frustración, sumidos en el abatimiento "tú sabrás lo que haces". Al cabo de varios meses de borrachera continua, supe que era un alcohólico, ¿no le resulta gracioso? —Max no dijo nada, y permaneció a la escucha—. La bebida no era ya una mera forma de olvidar el pasado, sino que era una dependencia orgánica, necesaria para aplacar ese malestar nervioso que indica que te falta algo en la sangre. Me levantaba sediento, reseco como una esponja que desea ser impregnada para recobrar su turgencia habitual, y robaba el poco dinero que había en casa. Luego, me tiraba varios días vagando por ahí hasta que se acababa el dinero y regresaba a casa

hecho un guiñapo, una piltrafa de carne llena de marcas y cicatrices que se mantenía a duras penas sobre las piernas —Roberto dio un suspiro lastimero y miró al techo. Estaba embebido en los recuerdos, en evocaciones llenas de angustia que le pesaban igual que piedras de puro granito. Bajó su mirada y la posó sobre Max, que pedía con gritos inconscientes que siguiera con la historia. Al menos Valverde tenía cosas que contar y que enseñar, mientras que Max era una página en blanco donde la pérdida de tiempo le había hecho permanecer relegado en el olvido, en ese espacio inmaterial, y que no cuenta para los demás, que pasa desapercibido por el escaso protagonismo mostrado, consecuencia inevitable de un comportamiento anodino, soso, y por la ausencia de gritar: ¡Aquí estoy yo. Y aquí mis cojones! Un cero a la izquierda, un hombre invisible, una pluma que no escribe. Todo eso se consideraba Max. El pobre y viejo Max. Roberto Valverde pareció salir de su abstracción pasajera. Las cejas se descolgaron condescendientes sobre unos ojos acaramelados. No obstante, y a pesar del pretendido aspecto de buen samaritano dibujado en su rostro, Max advirtió una sombría y amenazadora mirada en su rostro; un no se qué oculto que se podía casi palpar, algo maligno que llamaba poderosamente la atención y que lo sumía al mismo tiempo en un temor desconocido. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Movió el cuello hacia ambos lados para liberar esa turbación que lo oprimía. —No le estaré aburriendo con mi historia, ¿verdad? —la voz de Roberto

sonó ahora más grave, más circunspecta y prudente. —¡No, que va! ¡Me interesa muchísimo! Por favor continúe... continúe con ella si es tan amable —dijo Max algo receloso. Aunque sospechaba que aquellos visos de amenaza no iban con él. Max parecía un simple supervisor, un espectador que contemplara una película cuya trama se iba desvelando poco a poco, en dosis reducidas y con cuentagotas. Unos segundos más tarde, las palabras de Valverde confirmaron su razonamiento. —Siento tener que interrumpirla de momento. Pero todavía no ha llegado la hora de saber su final. Tendrá que estar preparado para la ocasión, que será un poco más adelante —las pupilas de Valverde se contrajeron y brillaron con una fuerza enigmática, arrebatadora, que arrastraban a Max sin quererlo, sintiéndose atraído hacia él, como si de un potente imán se tratara. ¿Que le tenía que contar Valverde? ¿Qué?

2 La sala de estar era estrecha y alargada. Un amplio mueble con baldas en tonos madera rellenaba el frontal de una de las paredes, sobre el que se agrupaban en reducido número viejos volúmenes empolvados cuyo único objeto eran la simple decoración, encuadernados en cuero negro con letras doradas en los que se podía leer: "Vida de Santos" y "Grandes Biografías del siglo XX". Una colección comprada a crédito por Max, en un momento de debilidad intelectual, a un vendedor de libros a domicilio que lo persuadió con su ágil verborrea del supuesto interés que tenía la lectura en aras del conocimiento humano. El resto de estanterías estaba completado por floreros vacíos, cristalería fina de cuando su boda, y alguna cerámica ornamental "recuerdo de..." Una mesa cuadrada, protegida con una cubierta granate, afianzada su superficie por un cristal con salpicaduras de líquido, ocupaba el espacio que había entre la presunta librería y el sofá de estampaciones floreadas. En el hueco cuadrado del viejo mueble, un televisor daba las últimas noticias de la noche; la

voz del locutor combatía de tú a tú con la estentórea respiración que proporcionaba el adormecimiento intenso de Max sobre el campo floreado del diván, extenuado tras el largo trayecto en tren. Llevaba dormido una media hora, y a su mente acudían imágenes oníricas que apenas tenían sentido ni guardaban una relación aparente. En ellas veía a Roberto y Estrella sonrientes, el uno frente al otro; luego, se acercaban, se daban abrazos y se besaban. Eran besos expresivos que despedían una fuerte carga de erotismo. A varios metros estaba el carricoche. La muñeca parecía estar con vida y lloraba por el ojo sano. Del otro manaba sangre, que correteaba por su cara hasta impregnar el suelo, formando un charco que correteaba hasta alcanzar el alcantarillado de la acera. Un par de ratas se metían en el charco y lo lamían, ávidas. Seguidamente, acudían más ratas; y ya no sólo se contentaban con beber la sangre derramada sino que se precipitaban sobre la muñeca y le mordisqueaban los pies y las manos. El charco iba haciéndose cada vez más grande, extendiéndose hasta el lugar donde estaba la pareja de amantes. La muñeca gritaba de dolor. Estrella, que no le hacía el menor caso, ausente ante la llamada de auxilio de su hija, se levantaba la falda y, arrastrándose sobre el barro sanguinolento, abría sus piernas con procacidad y mostraba el pubis a Roberto, un pubis lubricado, sediento de lujuria. Valverde, de súbito, aparecía desnudo, con el pene enarbolado, repleto de venas amoratadas que lo serpenteaban como raíces de árbol. "Fóllame", suplicaba Estrella, "métemela de una vez por todas. No puedo esperar más". Roberto la montaba con violencia, levantando las piernas de ella sobre sus hombros para

favorecer una penetración profunda. En cada embestida, Estrella gritaba hasta la extenuación. Eran alaridos de súplica, de placer, que sustituían ahora el momentáneo silencio del ambiente, pues las ratas habían hecho pasto de la muñeca, que había cesado de llorar por completo: estaba destrozada, roídas todas sus extremidades y manando ahora un líquido viscoso semejante a la resina de los árboles, teñida de rojo. La perspectiva visual de Max impedía ver la cara de Roberto, sólo contemplaba su espalda arquearse impetuosa sobre el cuerpo hambriento de Estrella. De pronto, Roberto se volvió lentamente hacia Max, pero su cara ya no era la de Roberto Valverde sino la del propio Max. Era él mismo, para desconcierto suyo, el que penetraba a la loca con euforia. Unos segundos después o segundos antes, Max no podría asegurarlo con certeza pues su cabeza era presa de una confusa sordidez, la escena se iba desvaneciendo, difuminándose los personajes en una cortina de humo grisácea hasta su total desaparición; si bien, cuando parecía que aquella pesadilla llegaba a su conclusión, un grito desgarrador, sobrenatural, le desgranó los tímpanos, y el vello se le erizó, catapultado por un terror interno. Max se incorporó del asiento jadeante, tembloroso, agitado de nerviosismo. "Menos mal que todo era un pesadilla", pensó aliviado, enjugándose el sudor de la frente. Sin embargo, tras espabilarse un poco, observó la figura de una mujer sentada en el borde del sofá. Max se frotó los ojos incrédulo, aquella silueta que se recortaba en la penumbra era la imagen de su hermana María

recién fallecida, pero con cincuenta años menos; tal y como la recordaba Max en su juventud. Si bien, cabía una diferencia: su tez era extremadamente pálida, al punto, casi, de convertirse en una transparencia blanquecina, sin impedirle a Max apreciar con nitidez el cuadro de barcos de pesca que colgaba en la pared. Llevaba puesta una túnica blanca que le alcanzaba hasta los pies descalzos; emitía una débil fosforescencia verdosa, muy tenue, pero lo suficiente como para iluminar la habitación e impregnar los objetos con su luz. María se levantó y le atusó los cabellos en un acto cargado de cariño. Max sintió una especie de corriente eléctrica surcarle las sienes que lo tranquilizó de inmediato. —¿Qué haces aquí, María? ¿Tú no estás muerta? —Claro que lo estoy, Max; pero qué inocente que eres, tonto —exclamó serena—. He venido a decirte tan sólo una cosa —su voz sonaba cálida, cercana, melodiosa—: Que tendrás que elegir, ¿me oyes bien? —Pero, ¿elegir el qué? —inquirió dubitativo. —Ya lo sabrás hermanito. Ya lo sabrás cuando llegue el momento... Pero ten mucho cuidado, ¿prometido? —repuso cariñosa. María no dejaba de atusarle los cabellos. Max se vio arrollado de repente por un profundo sopor, que hizo que se quedara nuevamente dormido. A la mañana siguiente lo recordaría todo con claridad, aunque sin lograr comprender...

3 Roberto Valverde permanecía sentado en una de las terrazas salón que bordeaban la plaza del Ayuntamiento. Una fuente rectangular, situada a la izquierda, proyectaba varios chorros de agua intermitentes, complaciendo con el tranquilizador chasqueo de la caída los oídos de cuantos reposaban en los asientos de las cafeterías y pequeños restaurantes adosados. Corrían las siete y media de la tarde y acababa de oscurecer. La temperatura era agradable, y la luna llena, pincelada de tonos rojizos, comenzaba a exhibirse por encima del campanario de la ermita. Era una luna tentadora, voluptuosa, sin nubes que pudieran ocultarla en un determinado momento, y que hacían olvidar las intensas tormentas de granizo acaecidas en las últimas semanas sobre Jacaranda. Varias palomas revoloteaban aún, inspeccionando los desperdicios del enlosado, ajenas al retraso en la llegada a sus nidos. "Tal vez se les haya olvidado regresar a las condenadas. Odiosos pajarracos que representan el símbolo de la paz y lo único que hacen es cagarse por los rincones. Si por mí

fuera estarían todas envenenadas", añadió un ensimismado y enfurecido Valverde. Con anterioridad, durante la mañana y parte de la tarde, Valverde se había dedicado a recorrer Jacaranda, buscando lugares recónditos e interesantes que visitar; no siendo precisamente monumentos, ruinas o edificaciones históricas las que contaran con su más ferviente aprobación, al contrario, eran los garitos, cuchitriles y sombríos bares, en donde se reunían las gentes buscando un rato de charla y entretenimiento, lo que más le gustaba. Pese a que, lo que de verdad quisieran la mayoría de los que frecuentaban esos lugares, y él lo sabía con certeza, pues tenía una dilatada experiencia en tales asuntos, no era la necesidad de un momento de distracción, sino ver colmada su insatisfacción, despojarse de sus frustraciones por un rato, aparcándolas en el perchero de la entrada, y borrar el hastío que los invadía, gracias sobre todo al arrebato efímero del alcohol. Fiel a sus normas había pedido una copa de Whisky. La entrada de la noche aumentaba su sed, era algo inevitable, al igual que su deseo ardiente por las mujeres. Él, que se sabía atractivo, buscaba con la mirada alguna presa femenina a la que poder dar caza, y tanteaba el terreno mientras esperaba a Max. Jugaba con la baza importante de ser un visitante foráneo, eso a las mujeres les creaba cierta curiosidad y fascinación, más si físicamente eras agraciado y tenías dinero de sobra, como era el caso. Todo su mundo se reducía a hacer lo que le viniera en gana, sin trabas de ningún tipo. Para él no existía una barrera clara ni

evidente entre lo que estaba bien y lo que estaba mal, aunque, casi siempre, fuera para mal lo que hacía, porque despertaba sus impulsos más elementales; y si tenía que pasar por encima de quien fuese lo haría, a él eso le importaba un carajo y no le iba a quitar el sueño. Había una morena explosiva a unos cinco metros de donde estaba sentado que no le quitaba ojo de encima. Él le envió una sonrisa cómplice, pero sin querer entrar en más, si tenía ocasión de encontrársela luego le haría un trabajito, y si no mala suerte, tenía obligaciones más importantes que cumplir en esos instantes que ligar con una chica. La fortuna andaba del lado de Roberto, y nada podía parar aquella vorágine pasional que desataba ante los demás desde que le sucediera aquel incidente que cambió radicalmente su vida y que aún no le había relatado a Max. Había que ir preparándolo poco a poco para que fuera capaz de digerir la noticia; por esa razón había dejado su relato a medio contar, para que fuese el mismo Max el que intentara adivinar el posible final, aunque Roberto estaba seguro de que nunca podría imaginar el verdadero desenlace. Alzó la mano de repente cuando vio a Max, que le buscaba despistado entre las terrazas. Max hizo un típico mohín de reconocimiento, como que ya le había visto, y se dirigió a la mesa de Valverde. —Buenas tardes, o mejor, debo decir buenas noches —repuso Max, viendo que la noche estaba entrando—. ¿Qué tal su estancia por Jacaranda? —Me gusta este lugar. Creo que he escogido bien.

—Ya le dije que no se equivocaría si lo que iba buscando era buena temperatura y sosiego. No se puede hacer más en este pueblo tan pequeño. —Yo creo que si se puede hacer más —añadió sarcástico, indicándole a la morena de enfrente. —Veo que no pierde el tiempo. —Procuro no hacerlo. Hay que aprovechar los frutos prohibidos que quedan al alcance de uno —contestó rotundo. Dio seguidamente un suspiro profundo e inacabable, y añadió recomponiéndose—: Pero bueno, dejemos eso ahora y retomemos la conversación que dejamos a medias en la estación, ¿no le parece una mejor opción? —Estaba deseándolo —dijo Max ansioso. Valverde le contó entonces la segunda parte de su historia. Le dijo que tras muchos días de emborracharse de continuo y acabar tirado en los suelos de callejones malolientes, llenos de porquería y mierda, pensó en el suicidio como única vía de escape. Y una noche, después de haberse bebido lo indecible, determinó que había llegado el momento de acabar con su destrozada vida. En el fondo tenía verdadero miedo y terror, pero la afrenta de verse inútil, imperfecto, le pesaba más que la misma vida. Tenía incluso elegido el lugar donde llevaría a cabo la autoejecución: Una vieja nave abandonada en el extrarradio de la ciudad. Hasta allí se acercó sumido en la agonía, y descorrió a duras penas la puerta de madera, endurecida por el óxido de los goznes, pero lo suficiente como para poder deslizarse de lado. Luego que hubo entrado, se puso a vomitar por el

esfuerzo. Estaba hecho una mierda. En una de las violentas contracciones, perdió el equilibrio y se roció de su propio vómito, ácido y pegajoso; mas, incapaz de retener sus intestinos, se cagó encima sin poder evitarlo. Dolorido, se arrastró unos metros entre los escombros esparcidos, la basura y el olor rancio de los orines dejado por muchos de los drogadictos que acudían allí en solitario a chutarse las encallecidas venas. "Entonces apareció él", dijo haciendo hincapié con los puños cerrados; "ese personaje misterioso de más de dos metros de altura. El mismo Satanás en persona", siguió relatando Roberto, que daba muestras de estar contemplándolo en ese preciso instante, delante de sí. Max notó que se le erizaba el vello. Miró en ambas direcciones sin observar nada que se saliera de lo común: la plaza continuaba estando acompañada de visitantes que charlaban sin cesar, y la sensual morena, que seguía mirando de reojo a un Roberto ausente. —Aquel ser tenía el rostro más bello y atractivo que jamás se pueda imaginar; con unos ojos encarnados, penetrantes e hirientes de sólo mirarlos, y que despedían tal fuerza y atracción que se adentraban en mi cerebro y lo recorrían grotescamente de parte a parte sin que mis pensamientos pudieran ser ocultados. Era nervudo, musculoso, con un torso ancho y pétreo que se estrechaba milimétricamente conforme descendía hacia la cintura, formando una uve. Tenía la piel atezada, dura, carente de marcas y cicatrices. ¡Todo lo contrario a mí! —dijo resignado— ¡Por Dios, cómo deseé tener ese cuerpo tan perfecto en aquel momento! —Valverde hablaba absorto, abstraído en el relato,

con expresión evasiva y distante—. Dos cuernos enormes le salían desde las sienes y se dirigían hacia atrás, enrollándose en varias espirales como a un muflón. Desnudo de cuerpo entero, permanecía impasible observándome. No dijo una palabra. Sólo miraba y miraba. Se acercó hasta mí y me levantó con brazos poderosos, sin esfuerzo alguno, igual que a un insignificante gusano. Al alzarme por encima de su cabeza, los cuernos me tocaron. Eran ásperos, rugosos, estriados. Me hicieron varios cortes sangrantes en el brazo con su roce. Sujeto como estaba, notaba el inefable poder que emanaban sus manos; manos fuertes, largas y vigorosas que me proporcionaban seguridad y sometimiento a la vez. Me sacudió varias veces en el aire y me entraron ganas de vomitar de nuevo, pero aguanté como pude, consideré, aunque pueda parecer ridículo, inadecuado el hacerlo sobre ese ser. En medio de uno de los volteos dijo con voz grave y elevada: "¿Lo ves, cabrón? ¿Ves el infierno?" Entonces yo alcé los ojos y vi a miles de seres revolcándose entre las llamas. Sin saber por qué, había desaparecido el recinto destartalado, y su tejado roto y desconchado, y los escombros, y la inmundicia almacenada. El espacio había sido ocupado por una oscuridad untuosa, que todo lo envolvía a excepción del acontecimiento. Podía contemplar el fuego, y al Diablo, esta vez con proporciones ciclópeas y desorbitadas, atendiendo su obra con el orgullo de un creador, y a un sinnúmero de gentes al fondo aparearse como perros en celo. Acto seguido, me lanzó al fuego con todos aquellos copuladores desalmados, ebrios de sexo. Una tempestad de placer insufló mi cuerpo; algo semejante a un potente orgasmo que

fuera a explotar de inmediato y que derramara vida por cada poro de mi piel. Sentía dedos sodomitas penetrarme, bocas chuparme y oquedades que me devoraban en un mare magnum de húmeda felicidad. No era aquello, ni mucho menos, la idea exacta que tenía del infierno: un inhóspito lugar lleno de terror y oscurantismo con el que tanto me habían asustado de niño en el colegio, sino la exaltación pura de los sentidos, la esencia del placer más extremo e ilimitado — Valverde hablaba admirado de revivir los recuerdos. Cogió el vaso, le dio un gran sorbo al whisky y se enjugó la boca con la mano—. Los cuerpos eran bellos, cálidos, febriles, apasionados, desbordantes. Y el calor de las llamas, en vez de abrasador e insoportable, revitalizaba. Te ponía eufórico, pletórico de facultades y sensaciones. Aquello era fantástico, Max. Me faltan palabras para poder expresarlo de mejor modo, pues hay que experimentarlo; pero sí puedo decir con total seguridad que ha sido la mejor experiencia que me haya sucedido nunca —las lágrimas se le disparaban a borbotones, presas de nostalgia—. La mejor. El infierno. Un Diablo con cuernos. El vaticinio de una loca que le había dado seis meses de vida. Extraños sueños. Un encuentro de ultratumba con su hermana. ¿Qué diantre significaba todo aquello? En apenas setenta y dos horas estaba experimentando acontecimientos extraordinarios que difícilmente podría haber concebido con anterioridad. A Max le parecía que se estaba reescribiendo de manera acelerada una segunda parte de su vida que nunca le hubiera correspondido vivir de no haber asistido al entierro

de su hermana, ¿o quizá si? ¿Eran éstos los recovecos ocultos, los sucesos subliminales que siempre han estado ahí, haciéndonos sombra sin ser conscientes de ello, y que por diversas circunstancias salen a flote en un determinado instante? ¿O estaba todo controlado desde el inicio mismo del nacimiento? "Pero qué me pasa. Si yo lo único que he hecho durante siempre es estar pegado a un mostrador de correos sin dedicarme a otra cosa", se dijo confundido, atendiendo a los acontecimientos que se le desarrollaban, conocimientos en los que nunca tuvo ocasión de profundizar, como era lógico, y que ahora se le presentaba de forma sospechosamente casual”. Valverde percibió ese aire de impotencia y duda en el rostro de Max, pero continuó perentorio con su relato: —Luego, todo se disolvió en una fracción de segundo, y desperté bañado entre la misma inmundicia en la que minutos u horas antes (lo desconocía con certeza porque había perdido la noción del tiempo) había estado tendido. Aquella visión me dejaría marcado Max, aunque no lo comprendería hasta más adelante, cuando percibí que todo lo que giraba alrededor mía comenzaba a cambiar, a clarificarse para beneficio propio. Y así fue como a los pocos días, en uno de mis últimos coletazos entre los efectos destructivos del alcohol, me encontraba sentado en la barra de un bar cuando acaeció otro suceso asombroso. Una mujer entró de repente. Iba acompañada de una niñita rubia que tendría poco más de siete años. En cuanto me vio la pequeña, se olvidó por completo de su

acompañante, y se dirigió hasta donde yo estaba, trepó en el taburete que estaba fijo al suelo y se me sentó al lado. Llevaba puesto un vestido rosa, con un lazo que la abrazaba por detrás de la cintura; el conjunto resultaba un tanto ñoño y artificioso; en contraposición, su mirada era felina, afilada, despierta, similar a la de un adulto baqueteado en toda suerte de batallas. No, Max —repuso con gesto suplicante Valverde—, no me pareció en absoluto una persona infantil e inocente, lo típico en una mocosa de esa edad que aún se dedica a jugar con muñecas. Seguidamente observé cómo miró a la mujer con expresión fría, maliciosa, y la obligó poco más que a sentarse en una mesa solitaria que había en la esquina del fondo para que aguardara, mientras, obediente. "Déjanos solos y no molestes", pareció decirle cuando alzó la barbilla insolente, en un ademán que denotaba algún tipo de influjo sobre ella. Fue entonces cuando se dirigió a mí: "¿Que tal el encuentro con el Señor Amado?" Se me abrieron los ojos de pronto, saliendo del estupor soñoliento en el que me abatía. El vaso que mantenía firmemente aferrado se me cayó en un inconsciente movimiento, como si tuviera vida por sí mismo. La niña no sólo me había preguntado por mi encuentro con el Demonio sino que, para enorme sobrecogimiento por mi parte, me hablaba en un idioma extraño e indefinido que no había escuchado en mi vida, pero que, no obstante, entendía con entera perfección y claridad. Era un lenguaje, en apariencia, incoherente, inconexo, que salpicaba agresividad en su compleja pronunciación igual que el sonido de una ametralladora dando muerte a un pelotón de fusilamiento. Me fijé en el camarero que atendía la barra y en los

escasos clientes que estaban en el local: ninguno de ellos se daba cuenta de la conversación que se acababa de iniciar. "No te preocupes por ellos, ninguno se percatará de lo nuestro. Son pobres desgraciados, hijos de puta. Simple carne de cañón", ratificó con profunda saña y desprecio. ¿Quién eres?, le pregunté. "Una que como tú ha visto la luz y que ahora hace lo que le viene en gana", respondió descarada. "¿Quieres que te la chupe un poco?", repuso a bote pronto. "No estás mal del todo para estar hecho carbonato". Me negué rotundo, aquella idea me repelía asquerosamente. "Ya se te quitarán esos benevolentes pensamientos de tu cabeza. Espera a más adelante, cuando mejores, y verás", me dijo soltando una risotada burlona. "A todos les sucede al principio. Pero ya verás... ya verás... ¡Eh camarero, ponme un poco de ginebra con hielo, y para éste otra de lo mismo, que se le ha derramado". —¡Max, te juro que el hombre se acercó y le puso a la niña la ginebra sin rechistar, lejos de mostrar asombro o estupor! —Valverde comenzó a hablarle de tú, como a un viejo camarada de siempre, perdiendo ese distante tratamiento de usted que habían mantenido desde el encuentro—. La niña siguió hablándome: "A partir de ahora mirarás las cosas desde otra perspectiva", decía. "Te convertirás en un triunfador, y todo te parecerá una continua adulación de lo que hagas o desees; lo que quieras será posible, aunque todo tiene sus límites, claro está, pero éstos están muy lejanos a lo que en realidad aspiramos, si no nos convertiríamos en el propio Satán y eso es imposible. Aunque te parezca increíble, el infierno es el verdadero cielo, los sentimientos más primitivos son

los que de verdad valen, nos acercan al Ser Amado y a la íntima esencia del hombre. No hay que ser hipócrita, y querer vencer con el sacrificio lo que el cuerpo te pide a gritos, luchar contra viento y marea ante nuestras pasiones y anhelos. ¡No, eso es una barbaridad! ¡No tenemos que prohibirnos nada! Los animales se devoran entre sí, y los vencedores siguen viviendo; unos mueren y otros siguen existiendo: Es ley de vida, querido mío. Nada es pecado, porque el pecado lo creamos nosotros mismos, somos nosotros quienes imponemos los límites a nuestras actuaciones a través de las religiones, especialmente la católica y la protestante, que son las que más enquistadas y extendidas están en los países occidentales, las que más arraigo tienen; y casualmente, ¡cómo no iba a ser así!, estas naciones son las de mayor desarrollo económico en el mundo y, por tanto, las que todo lo controlan. Todo funcionaba bien hasta hace dos mil años, que apareció ese desgraciado, Jesucristo, y rompió el equilibrio. Luego, con la creación del Cristianismo y con ello de la Iglesia, sus dirigentes supieron colocar a hombres cualificados en altos cargos dirigentes para que se llevaran a efecto sus planes y consiguieran perpetuarse en los siglos venideros. De este modo la Iglesia ha sabido crear sociedades de gobierno a la conveniencia de sus intereses, e imponer las normas y las bases de su ideología en todos los medios establecidos. ¡Ellos gobiernan el mundo porque han logrado meterse en el entramado de los más poderosos! ¿Y sabes para qué?", dijo subiendo el tono de voz, despotricando fuera de sus casillas. "Para que unos pocos nos tengan engañados y vivan cómodamente, repartiéndose el pastel mientras esto dure. Y,

encima, se rían de nosotros. Ésa es la pura razón de todo. Por eso hay que adorar al Ser Amado. Para impedir que esa situación se produzca y que unos idiotas, hijos de perra, capullos babosos, nos dominen con las mentiras. ¡Él lo sabe, y nos protegerá y defenderá con orgullo mientras sigamos y respetemos sus reglas!", concluyó de decir la niña, alzando los brazos al cielo con la boca desencajada. Luego, pareció calmarse de repente, se bajó del taburete de un ágil salto, llamó a su acompañante, que se acercó como un perro fiel a la precisa orden de su ama, a la que sólo faltó dar un silbido y que le lamiera los pies y, por último, me mandó un beso provocador con la mano desde el vano de la puerta, deseándome mucha suerte. Roberto detuvo el apasionado monólogo para encenderse un cigarrillo, soltó una espesa bocanada de humo al aire, que la brisa arrastró en difusos remolinos hasta su completa desaparición, para después clavar la vista en Max. —Si te digo la verdad, al principio, me asusté de oír a esa mengaja enaltecida por el odio, arengando con una fogosidad y una sabiduría tan impropia de lo que era: una simple niña. Pero su mensaje, por extraño y absurdo que te pueda parecer, para mí estaba cargado de toda lógica, y decía verdades como puños. Eso me hizo salir del desfallecimiento en el que me encontraba y me renovó las fuerzas que creía soterradas y perdidas para siempre, era la chispa que prendía la mecha. Dejé la barra del bar y me largué, convertido en un adepto más del Señor Amado. Luego, todo fue muy rápido. Max lo interrumpió con la mano un instante, necesitaba tomarse un

respiro. "¿Y yo que pinto en todo este embrollo?", se dijo. Quería sacar sus propias conclusiones, aunque presumía que le iba a resultar difícil. —¿Lo que te dijo la niña quiere decir que si Cristo no hubiera aparecido, no se hubiese producido el desastre, puesto que no se habría creado la Iglesia? —Exactamente. Después de pensar mucho en todo esto, he llegado a una serie de conclusiones, sin duda creo que acertadas. Él fue el iniciador de la rotura, de la pérdida del equilibrio, el instaurador de las futuras bases en los gobiernos poderosos. Nos supieron ganar la partida los muy julais. En la Tierra siempre habían coexistido, aunque enfrentadas en rivalidad, los instintos y las inhibiciones, que es lo que predica Satán y Dios, respectivamente, una cosa acompaña a la otra, y las dos se necesitan para subsistir. No se puede hablar de los conceptos de Bien y Mal de una manera literal. Nos han sorbido el coco con eso y no es cierto; ya que Dios no predica el Bien ni Satán el Mal, que es lo que nos han hecho suponer constantemente, porque los conceptos de Bien y Mal no existen como tales, se trata de un peliagudo conflicto de ideas e intereses. Lo que ambos quieren, tanto Dios como Satán, es una adoración por parte de sus feligreses, ello les proporciona la energía y fuerza necesaria para ser grandes, para seguir en el camino de la expansión, para aumentar su poder. Uno encuentra la vitalidad en la satisfacción de los bajos instintos de sus seguidores, y el otro en el sacrificio y la abnegación. Cada vez que un hombre da rienda suelta o se reprime en sus actuaciones, se produce en seguida una liberación energética que de forma inmediata absorbe uno de los dos contendientes. Pero la Iglesia, por

mediación de Dios, quiso imponer su fuerza, librar su guerra particular, basada en el egoísmo de sus ideales. Ellos no se dan cuenta de que es imposible llevarlo a efecto, nos llevaría a la autodestrucción. Pero a Dios eso no le importa, le da igual —añadió Roberto con un deje de desprecio, escupiendo al suelo—. En el universo siempre ha existido el opuesto a una cosa, a una energía, a un carácter, a una forma de vida, como lo son, por citar algunos ejemplos, galaxias y agujeros negros, electrones y protones, materia y antimateria. Por eso el Diablo está tomando cartas en el asunto, para frenar la hecatombe que se avecina e igualar las fuerzas. Se han roto los fundamentos del juego, y ahora Satán interviene directamente entre los humanos para no dejar libre elección y acaparar el mayor número posible de hombres; sería una respuesta a lo que hizo Cristo con su prédica. Y tú, como yo, y como otros miles hemos sido tentados y escogidos por él. No hay más secreto que ése. Ahora, una vez que lo sabes, debes escoger y, por supuesto, te recomendaría que aceptaras —añadió arrugando el entrecejo—. Verás que todo toma otro cariz para ti, mucho más atractivo —terminó de argumentar, esgrimiendo una sibilina sonrisa. Max recordó, entonces, el encuentro con su difunta hermana: "Tendrás que elegir... Tendrás que elegir...", le dijo. Ahora empezaba a verlo algo más claro.

4 Natalio Ramirez, hombre de enraizadas creencias religiosas, irascible y colérico dada su rudimentaria condición formativa y mental, en el que no cabían otros esquemas más que los suyos personales, se había levantado esa mañana de suave invierno de muy mal fario: una terrible obsesión le rondaba la cabeza desde que puso el pié en el suelo y no paraba de darle vueltas. "El Mal se abate sobre Jacaranda. Estoy seguro", repetía perturbado, mientras desbrozaba las malas hierbas del huerto. Natalio era un solterón de cuarenta años; vivía solo en una vieja casona de labranza heredada de cuando la muerte de sus padres en un turbio contratiempo meteorológico que desencadenó el desbordamiento de la rambla que circundaba los terrenos aledaños. Era el mayor de tres hermanos, y el único que residía en Jacaranda. Los otros dos vivían fuera, quizá demasiado lejos, por no decir lejísimos, y nada querían saber de él —para ellos el Natalio era un maldito hijo de puta de mano ligera y apremiante al que consideraban muerto en

vida—; y que un día, aprovechando la orfandad por ahogamiento en la cual habían quedado sumidos, decidieron buscarse las habichuelas por propia cuenta y riesgo, huyendo por patas del Natalio y de aquel horroroso lugar al que odiaban, y que parecía haberlos mantenido durante todo ese tiempo prisioneros con hipotéticas cadenas, pesadas e invisibles, atadas a manos y tobillos. Ya desde el nacimiento, los padres de Natalio comprobaron que aquel primogénito de frente estrecha, ojos diminutos, nariz picuda, pelo negro, basto y encrespado, espaldas anchas y recias, brazos fornidos y piernas gruesas, ligeramente arqueadas, que Dios les había enviado, no regía lo suficientemente bien. Al principio, el pequeño se contentaba, dada su escasa edad y lógica falta de fortaleza, con arrojar el plato furioso cuando algo no le gustaba, mostrando así su descontento, o lanzar pequeños objetos contra sus progenitores si se le molestaba un mínimo suficiente. Pero, conforme iba creciendo, esa ofuscación se fue recrudeciendo, de manera que en casa se debía obrar según su voluntad. Ni sus padres, por desconocimiento y fragilidad de espíritu, ni sus hermanos, por demasiado pequeños, esmirriados y pusilánimes, pudieron controlar esa fuerza bruta destemplada que se les avecinaba de cuando en cuando, obligándoles a mantener una actitud de continua humillación y acatamiento, dado el pánico que le profesaban. Si bien al principio fue a la escuela, la aventura no duró demasiado: escasamente un mes. Su incapacidad para relacionarse con los demás, unida a su obtusa inteligencia y su innata agresividad, le impidieron cursar unos estudios

medianamente normales ante las protestas de los profesores, que no querían que ese energúmeno estuviera en el colegio. Así que tuvo que salir de la escuela por la vía de urgencia. Obvio sería, por tanto, subrayar que no supiera leer ni escribir. Su vena religiosa sobrevino a raíz de que encontrara un viejo manuscrito de hojas amarillentas, algo enmohecidas y malolientes, que yacía abandonado en el cobertizo utilizado por la familia Ramírez para desembarazarse de cuanto le era de escasa o nula utilidad. En este caso se trataba del "Antiguo Testamento" para niños, que había pertenecido a su padre como regalo de la primera comunión. En él venían contenidas, en versión muy escueta y simplificada, las Sagradas Escrituras a partir de toscas imágenes representativas que arrancaban desde el Génesis hasta alcanzar los últimos profetas bíblicos. Natalio se apercibió, sobrecogido, de que en casi la mayoría de estas ilustraciones aparecía, junto a una esquina de la página, bien entre medio de nubes, bien en un cielo claro y despejado, un ojo carente de párpados incluido en el centro de un triángulo, que emitía un baño áureo de rayos resplandecientes, que despertó su interés: "Es Dios que todo lo ve", le contestó su madre algo escamada por ese brote inesperado de curiosidad. El libro se convertiría desde entonces en compañero inseparable de Natalio, que hojeaba el ejemplar página por página, devorando cada uno de sus descoloridos y abominables grabados con una pasión enfermiza y sádica: ora observaba al buen Dios castigar con perversas plagas de insectos a los seres

humanos, ora los ahogaba con columnas de agua que se alzaban hasta las montañas, y donde unos pocos privilegiados, que habían conseguido, exánimes, alcanzar la cumbre, levantaban al cielo brazos implorantes esperando una infructuosa salvación, ora los veía morir de hambre y sed por imperativo celestial, ora arrasar ciudades enteras con fuegos aniquiladores que achicharraban a cuanto organismo vivo se albergara entre aquellos muros de concupiscencia y carne desaforada. Natalio Ramírez se vio así inmerso en un mundo supuesto e imaginario, henchido de venganza, horror y crueldad, donde Dios se erigía como estandarte y vigía; y era tal su supremacía, poder y omnisciencia, que nada podía hacerse más que seguirle ciegamente si no quería uno ser castigado con las peores atrocidades que pudiera concebir su mente estrecha y aniñada. Un día decidió, mal que le pesase, pues no soportaba de buen agrado relacionarse con multitudes, que era momento de acudir a la iglesia a escuchar las palabras de su creador, ése que esgrimía en alto la espada para combatir el pecado con una contundencia fuera de todo límite y discernimiento; por lo que un madrugador domingo entró en la ermita del pueblo con una desenvoltura que hasta él mismo se sorprendió, comprobando con estupor que la mayoría de los que se congregaban en los asientos eran ancianas de negro, matrimonios de mediana edad y algún que otro joven con aspecto de haberse perdido: nada había de hombres decididos y valientes como él llenos de una cólera combativa; mas le disgustó, al mismo tiempo, las caras de aspereza y repulsión que pusieron al

verle algunos de sus vecinos, "¡como si fuera un monstruo!", pensó enfurecido, resguardándose de miradas ajenas tras una de las columnas ubicadas en el lateral del retablo. Al margen de la concurrencia, su decepción fue in crescendo cuando el cura inició el sermoneo; pues se percató de que allí sólo se mentaba a un ser blando y quejumbroso, que ponía las mejillas humildemente y que abogaba por la no violencia entre los hombres y por un amor universal que a Natalio le pareció tener algo de insulso y afeminado, en vez de zumbar una buena hostia, a la primera de cambio, al bravucón de turno, o quemarlo vivo si fuera necesario. "El muy imbécil", se dijo, "fue capaz de dejarse matar y no actuar con los cojones bien puestos si tan grande era su autoridad". Aquél de quien se hablaba no era su Dios, estaban confundidos; su Dios era orgulloso y pendenciero, capaz de mandar al carajo al que se le pusiera delante y aplastarlo en un santiamén si no seguía sus dictámenes a rajatabla, al que no le cabían explicaciones ni razonamientos mundanos; ése era su Dios y no quería más. Natalio colgó la azada en uno de los ganchos que pendían de la pared del barracón, junto a los demás aperos y, exhausto tras la faena, fue hasta la palangana para lavarse los antebrazos y el nervudo cuello, ensamblado con el tronco sin precisarse apenas una neta solución de continuidad, dada la exagerada anchura y amplitud de su perímetro. Se miró en el espejo con ojos enrojecidos y cansinos, lanzándose abundante agua contra el cabello, que se resistía, igual que un resorte, a volver a su posición inicial. Una vez finalizado el aseo, cayó de

hinojos en el suelo con una devoción rayana en el éxtasis y repitió por enésima vez que el Mal estaba presente en Jacaranda. Había llegado, pues, el momento de actuar, después de años de larga espera. Era la misión para la que estaba encomendado, para la que había nacido. Dios sabría salvaguardarlo y guiarle hasta el lugar para cortar el cáncer de raíz. Montó sobre el ciclomotor —único vehículo de transporte con el que le estaba permitido circular por no necesitar carnet—, aparcado bajo el parral de alambre a la entrada del caserío. Previamente, había depositado un par de objetos, envueltos en bolsas de plástico negro, dentro del morral que iba sujeto al guardabarros. Atisbó el cielo y calculó que serían las seis de la tarde por la inclinación del sol en el horizonte. Iría a la plaza del pueblo, punto de encuentro obligado de los escasos turistas que osaban merodear Jacaranda y que tampoco escatimaría en visitar el enemigo si se encontraba por las inmediaciones de la villa. Hacia allí se dirigiría. Su venganza divina iba a ser terrible.

5 Mientras, en la terraza del bar, Valverde concluía con su alucinante historia. Al poco de su conversión demoníaca, las cicatrices fueron desapareciendo. Ante todo, comenzaban arrugándose como se arruga la piel de un garbanzo, para más tarde ir reduciendo su tamaño gradualmente hasta volverse del todo imperceptibles. Y la pierna lisiada, tan evidente y desalentadora para él por el complejo físico—síquico que le deparaba la maldita cojera, terminó por sanar milagrosamente. Sólo le quedó una secuela, que no era tal: se sentía incapaz de conducir un coche, por lo que siempre viajaba en cualquier otro medio de locomoción que no fuera ése. Roberto se convirtió en otro hombre en solo unos meses, con una personalidad estable y atrayente. Sus padres, los infelices, no podían dar crédito a aquella portentosa revolución que estaba experimentando su hijo, y pensaron que se trataba de un milagro: Dios había escuchado los ruegos y oraciones de tantas horas de soledad y tristeza, y les había devuelto a su vástago sano y salvo,

sacado del agujero abisal en el que había caído, transformado en lo que siempre habían deseado: un hombre con la cabeza en su sitio, trabajador y responsable; alejado por completo de la sombra de alcoholismo, desidia personal y abandono de tiempo atrás. La alegría volvía a renacer, a la sazón, en el hogar matrimonial, ya tan olvidada, casi dada por imposible. Roberto regresó de nuevo a la empresa familiar lleno de espíritu emprendedor; con una diferencia: ahora era el gerente. Su padre había preferido delegar la responsabilidad en su hijo, pues él ya estaba algo mayor y no se sentía con ganas de luchar después de tantos disgustos. Las llamadas a la empresa se sucedieron de forma más acentuada, y los pedidos fueron haciéndose más numerosos. La construcción estaba experimentando un nuevo auge, y eso se hacía notar en los encargos de forma “misteriosa”. Pero lo que le hizo ganar dinero de verdad, y que su empresa creciera primero y se expandiera después, hasta lograr inaugurar tres sucursales más dentro de la misma provincia, fue el encuentro "casual" con un antiguo compañero suyo de la infancia del que nada sabía desde hacía quince años. Su amigo era hijo de un constructor adinerado que, tras haber sufrido el padre un ataque súbito de apoplejía, había heredado el imperio erigido por éste, a base de constancia, trabajo y tesón. En aquella época, su amigo andaba edificando apartamentos y chalets en la costa para su venta y alquiler; con la ventaja añadida de que él mismo se encargaba de amueblar y decorar las viviendas de manera sistemática, abaratando así los costos. El público que las compraba o

alquilaba, altos cargos ejecutivos de multinacionales y hombres de negocio extranjeros, eran poco exigentes con la decoración; sólo se preocupaban de veranear plácidamente el poco tiempo que le conseguían arrebatar a su agobiante trabajo en un país que, por su sol y calidez, era la envidia de las naciones vecinas. Cuando su amigo se enteró a lo que se dedicaba Roberto, puso el grito en el cielo y le propuso confeccionar las cortinas de las mil cuatrocientas viviendas que estaba realizando en esos momentos. Quería hacerle un favor por aquellos lejanos años de amistad, a la par que un trabajo en el que ambos se beneficiarían. La noticia alarmó en un principio a Roberto, que no cabía en sí de alegría. ¿Sería su amigo uno de ellos y por esa razón pretendía ayudarle?, se preguntó Valverde mientras conversaban. Los dos compañeros estaban tomando una copa en un bodegón cercano al lugar donde se habían topado y nada hacía presagiar a Valverde un acontecimiento de esas dimensiones: convertirse en un hombre rico, lo que siempre había deseado. Valverde reprimió su euforia inicial, no quería que su interlocutor se percatara de la inmensa alegría que le proporcionaba un golpe de suerte como ése. Y a renglón seguido de la noticia, aconteció otro hecho extraordinario, más espectacular si cabe que el ocurrido con la niña, y fue que la cara de su compañero se crispó de manera repentina y comenzó a torcer la cabeza bruscamente hacia el lado izquierdo. Toda la musculatura de su rostro se contrajo

con exageración, en arrebatados y rítmicos impulsos nerviosos: abría y cerraba la boca de forma desproporcionada, ladeando la mandíbula al punto de sufrir una luxación articular. El labio superior lo encogía tembloroso, a imitación de una rata de alcantarilla cuando olisquea comida. Los ojos, inyectados de sangre, se desencajaban en las órbitas como queriendo escaparse y salir corriendo; las cejas se enarcaban balanceantes, dada la accidentada y abrupta rugosidad de la frente. Valverde llegó a asustarse. ¿Qué le estaba sucediendo a ese hombre? Asimismo, la voz de su amigo se tornó grave y aterradora de pronto, como salida de ultratumba. De su boca manaba un humo espeso y blanquecino que impregnaba el aire y que, unido a la transmutación de su cara, le hacía parecer un monstruo deforme. “¿Cómo te va con tu nueva vida, hijo de Satán? ¿Te acuerdas de mí, cuando te mostré el paraíso?” El poseso babeaba copioso, y forzaba las cuerdas vocales hasta el límite para que su garganta sonara estentórea y desgarrada. A Valverde le temblaban las piernas de excitación y pánico. Aquel ser le infundía verdadero respeto y temor. "Sé que me tienes presente, y tendrás todo cuanto quieras. Aprovecha el momento que te brindo, te hará asquerosamente rico", prosiguió; "quiero que te integres de pleno en la comunidad. Te daré algunos nombres para que los visites. Son también de la familia. Memorízalos bien, que no se te olviden. No me gusta repetir las cosas dos veces", le dijo con una mirada amedrentadora, que hacía de la escena un esperpento salpimentado con el más puro terror. "Y ya sabes... Te

veré en el infierno, mi buen amado." Finalizada la conversación, su amigo despertó de la catarsis carraspeando con fuerza, echándose las manos al cuello. Estaba extrañamente alterado, parecía dolerle la garganta y encontrarse mal, como si se hubiera dado cuenta de que alguien lo habían usado como vehículo de transporte para enviar un mensaje. Le dio un gran sorbo a su cerveza para darse tiempo a recomponerse y, una vez normalizado su estado, siguió hablando con la misma naturalidad que anteriormente al incidente: que si el negocio estaba boyante y había que aprovechar la coyuntura, que si los márgenes eran espectaculares... —Esto sucedió hace dos años —dijo Valverde, que miraba en dirección hacia la mesa, buscando lujurioso a la morena que, para su infortunio, se había marchado sin haberse apercibido de ello. "Mala suerte", pensó. "Otra vez será." —Ahora me dedico a viajar con asiduidad y a disfrutar a mi antojo — continuó diciendo—. Un día estoy aquí, otro allá. Mientras, tengo colocadas a personas de confianza en mi empresa que sabrán responderme bien —hizo hincapié en esto último, como dando por sentado que quienes ostentaban los cargos que él había señalado a dedo no podrían fallarle—. No tengo de qué preocuparme. El Señor Amado sabe lo que se lleva entre manos. Por cierto — repuso metiendo la mano en unos de los bolsillos—, toma la tarjeta de un buen amigo mío. Si alguna vez te apetece puedes hacerle una visita. No te vendrá mal. Sólo dile que vas de parte mía. Te tratará como a un rey. Max cogió la tarjeta. En ella venía escrita con letras doradas el nombre

de Hortensio Zapata, empresario de import—export, ubicado en Santa Martiria, una ciudad que quedaba a unos cientos de kilómetros de Jacaranda. "Quizá le hiciera una visita un día de éstos a ese tal Hortensio. Por qué no", se dijo. Su amigo le brindaba la oportunidad de ampliar su sector de amistades. A buen seguro que pertenecía a la "Familia". Con este gesto, Max Fernández comprendió que pronto tendría que decidirse, un bando u otro, Dios o el Demonio; pero quería apurar hasta el último momento, saborear las mieles de la curiosidad, el conocimiento y el azar, lo que ampliarían su hasta ahora obsoleto campo de visión, concediéndole mayor libertad a la hora de disipar sus dudas. Pero una pregunta alentadora, plena de esperanza, se abría espacio a codazos dentro de su mente: ¿Si se decidiera por el Demonio, aumentarían sus expectativas de vida en detrimento del vaticinio de Estrella, la loca? Max no había contado con esa posibilidad, pero tal vez se le pudiera complacer si ése era su deseo. Así se lo dejó caer a Roberto Valverde, dándole a conocer la historia de Estrella, quien receloso por el relato le contestó que eso era producto del delirio de una mente enferma, que no hiciera el menor caso. Pero de alguna manera, al propio Roberto le había dejado un mal sabor de boca; pues él, desde no hacía mucho, tenía el presentimiento de que iba a morir, y en sus sueños había visto a una mujer muy semejante a la descrita por Max señalarle con el dedo en señal de advertencia. La noche se había cerrado por completo, y comenzaba a refrescar más de la cuenta. La luna tenía ese brillo iridiscente que señala un cielo descubierto,

límpido, que le destempla a uno el cuerpo poco a poco, en tanto que el frío se va metiendo en los huesos. Las campanas de la iglesia sonaron estrepitosas dando las once, e hizo recordarle a Max que a esas horas estaba habitualmente durmiendo. —Estoy algo cansado, Roberto. Creo que me voy a la cama. Mis huesos no aguantan tanto como los tuyos —exclamó irónico—. Imagino que mañana nos veremos. ¿Hasta cuándo vas a quedarte? —Me marcho mañana mismo por la mañana. Salgo a primera hora. Max acogió aquella contestación con sorpresa. No esperaba que se marchara tan pronto, menos al día siguiente. —¿Por qué no te quedas unos días más? ¡Pero si apenas has estado día y medio! —Me es imposible, Max. Tengo cuestiones importantes que han surgido a última hora y no puedo aplazarlas. —Al menos deja el hostal y vente a mi casa. Allí si quieres podemos seguir hablando aunque sea por un ratillo más. —Te lo agradezco Max, pero prefiero irme al hostal. Además, voy a dar una vuelta por ahí antes de acostarme. —No dejaré que te quedes en un lugar extraño a dormir. No estoy dispuesto a aceptar tus excusas —insistió tajante—. Acompáñame a casa, y una vez allí te dejo la llave. Por lo menos podré despedirme de ti por la mañana. —Pero si tengo todas mis cosas en el otro sitio.

—Me da lo mismo —reiteró Max con tozudez—. Coges tus bártulos y luego te marchas por ahí si te apetece. ¿De acuerdo? ¡Ah! y que quede claro que puedes traerte a quien quieras a casa. Si es esa la razón que te echa para atrás. ¡Y si traes acompañante para mí mejor que mejor! —bromeó. Ante la terquedad de Max, Roberto no tuvo más remedio que terminar claudicando. —Está bien, si no me queda más alternativa que esa, acepto —añadió resignado, mientras encogía los hombros. Valverde chasqueó los dedos para que el camarero trajera la cuenta.

6 Al otro lado de la plaza, sentado en un banco envuelto en la oscuridad, Natalio Ramírez observaba agazapado, expectante, como un chacal que acecha a su presa en la lejanía, presto a abalanzarse sobre ella cuando lo crea más conveniente y con la certeza de que no va a errar en su captura. Desde allí vislumbraba la sombra del Demonio con total desenvoltura, una sombra de profunda negritud y malignidad, que se movía con diligencia y danzaba provocadora tras la espalda del enemigo: aquel joven elegante y desenfadado que conversaba fascinado con el tipo viejo de al lado, ése que hacía sobre todo por escuchar y escuchar y que apenas hablaba, al que tampoco conocía aun siendo de la misma villa; y era lógico, Natalio salía muy de vez en cuando de su casona—bunker del campo, lo imprescindible, sólo para hacer las compras mínimas exigibles que no le acercaban a su propio hogar el recovero, el frutero o el de los pescados. Se levantó raudo al ver que los dos hombres tomaban dirección hacia

unos de los callejones que conducían a la parte alta de Jacaranda, situada sobre las estribaciones de la ladera del Atalaya, monte que mantenía en actitud vigilante a una mitad del pueblo. Natalio los seguía cauteloso, iba a dar un paso demasiado importante como para que todo se fuera al garete por una torpe imprudencia suya. Marchaba ebrio de efluvios beatíficos, de ira y fanatismo. Temía por instantes que la sombra diabólica que revoloteaba sobre el foráneo pudiera detectarlo, aunque en realidad no era el diablo como tal que se encontraba en cuerpo presente, era demasiado cobarde para mostrarse, sino el alma impía del fiel seguidor que tomaba los visos de su perversa forma flotando alrededor. "Dios es mi guía y mi camino. Él me ayudará en los momentos decisivos", decía cegado por el instinto criminal. Se echó mano al interior del gabán. Ahí estaban, en un gran bolsillo interior que le colgaba a la altura de la cintura, y a buen recaudo, las herramientas que lo llevarían a efectuar el castigo divino. Oyó de pronto la conversación de los malvados al detenerse, cuando se acercó a pocos metros de sus espaldas, en los que casi era capaz de percibir sus respiraciones. "Es el oído de Dios y no el mío el que escucha y el que juzga". El viejo le dijo a Valverde que subiera un momento, que iba abrir la puerta, luego le dejaría las llaves para que recogiera las cosas del hostal y las trajera al domicilio. "Después podrás marcharte adonde quieras", insinuó burlón. "No podía funcionar la cosa mejor", pensó Natalio. Se lo estaban poniendo en bandeja de plata, a pedir de boca. Lo haría desaparecer después de

salir del hostal, así no dejaría pistas. Un desaparecido más en la lista de los miles que se producen diariamente en el mundo y de los que nada se vuelve a saber. Natalio, a pesar de tener un reducido cerebro, parecía pensar con decisión, arrojo y seguridad, y hasta con cierta inteligencia; algo desacostumbrado e inusual en él. ¿Sería Dios verdaderamente el que estuviera intercediendo a través de Natalio, usándolo como herramienta de trabajo? Bien pudiera ser. A sabiendas de adónde se dirigiría el incauto, se marchó con paso ligero al único hostal de Jacaranda; allí esperaría paciente hasta ejecutar sus planes. Cuando llegó a su objetivo, Natalio contempló el campo de acción. Le venía que ni pintado. El hostal quedaba muy cerca de un desamparado solar de próxima construcción, cercado por una pared de ladrillos agrietados. "El lugar ideal", pensó. Las calles permanecían solitarias, apenas iluminadas en aquellas horas de la noche. Una pareja de enamorados se hacía arrumacos mientras paseaba, aprovechando la intimidad que proporcionaba la penumbra. Ella sonreía con insinuación y él le daba apremiante un apretón en el trasero. Natalio se introdujo en un portal para no ser visto. Sentía el sueño invadirlo y se sacudió la cabeza intentando espabilarse. No acostumbraba a trasnochar más de las diez y ya corrían las once y media. Se fijó en el letrero del hospedaje que quedaba, según se salía del zaguán, en la otra manzana a la derecha. Uno de los fluorescentes estaba fundido, y el otro, medio gastado, se encendía y apagaba con intermitencia. "Espero que no tarde demasiado".

Acabado de elucubrar aquella frase, apareció por el otro extremo del asfaltado Roberto Valverde y se metió sigiloso en el hostal. "Ya no faltará mucho", se dijo frotándose agitado las encallecidas manos, producto de largos años de manejo de azada y rastrillo contra la tierra. A los diez minutos, Valverde estaba desandando la calle con una bolsa de equipaje y poca indumentaria, dada la rugosidad que exhibía al cogerla de las asas. Natalio rezó fervoroso para que tomara la misma acera en la que estaba oculto; se lo pondría más fácil si era así, no tendría que desplazarse y darle tiempo a huir a la víctima si se sentía por algún motivo intimidada. Y efectivamente, tomó su acera. Natalio apretó los puños nervioso. "Que no falle, por favor. Que no falle. Lo dejaré pasar y lo asaltaré por la espalda. ¡Ya casi está aquí!". Valverde silbaba el estribillo de una canción por completo desconocido para Natalio. Venía pensando en la oportunidad que le había brindado el azar con la escultural morena y que había dejado escapar. "Una ocasión así no se presenta todos los días", murmuró; "igual la encuentro por ahí, después de que deje los trastos en casa de Max". Pero de repente, sus pensamientos fueron arrancados de cuajo, borrados literalmente de su cabeza a causa de la opresión de una mano gigantesca y brutal que se ajustaba sobre el cuello con irresistible fuerza, descubriéndose al tiempo horriblemente sorprendido por la facilidad con que lo levantaban del suelo. Otra mano le tapó la boca y la nariz, imposibilitándolo para gritar y respirar. Roberto se sintió como una frágil marioneta, desvalida, incapaz de liberarse de aquel

torbellino de energía que lo arrollaba como una apisonadora y le impedía zafarse de aquellas garras tremebundas. Para remate, el pánico hacía que la falta de oxígeno lo agobiara todavía más y sintiera su resistencia menguar poco a poco. Su corazón latía deprisa, lo sentía golpear en los oídos igual que un martillo de acero. "Esto es el fin", se dijo imposibilitado. "¿Pero, por qué motivo?" Natalio lo introdujo en el interior del portal, acercó su boca a la oreja de la víctima para susurrarle: "Esto es por la Gloria de Dios, hijo puta", y, con un determinante y brusco giro de brazos, poniendo de su parte todas las fuerzas de que era capaz esa exagerada musculatura, provocó que el cuello de Valverde se descoyuntara de un golpe seco y certero, muriendo casi en el acto. Seguidamente, lo dejó caer a plomo en el suelo; sus piernas aún se movían por los estertores agonizantes y de su boca manaba un hilo de espuma. Los ojos estaban entreabiertos, cargados de una opacidad que señala la indiferencia de la muerte. Natalio permaneció jadeante, con la vista clavada en el muerto, sin remordimiento alguno. El instinto de supervivencia hizo que los engranajes de sus neuronas se pusieran a trabajar acelerados. Asomó la cabeza al exterior; vio que no había nadie y calculó una rápida carrera hasta el solar deshabitado de enfrente: tardaría unos treinta segundos. Cogió el cadáver y lo cargó a hombros, soltando un resoplido; con la mano que agarraba las piernas aferró el equipaje en una especie de delirante equilibrio. Volvió a mirar. Ahora o nunca. Cruzó la calle velozmente, sintió pánico por que pudieran sorprenderlo, estaba en ese momento indefenso, no tendría excusa en caso de que lo pillaran in fraganti cargado con

un muerto e iría derecho a la cárcel por asesinato. Estuvo a punto de tropezar con un bordillo y verse de bruces en el suelo; afortunadamente, guardó la estabilidad y llegó a su objetivo, ocultándose lo más al fondo que le fue posible dentro de la inhóspita parcela. Allí había arbustos y ramas salvajes que lo ayudarían a hacer su trabajo con mayor placidez, resguardado de ojos ajenos que complicaran su existencia y de una oscuridad sólo profanada por la sutil luz de la luna llena. Esperó impávido unos minutos para que la sangre del cadáver comenzara a coagular: se mancharía menos las ropas al hacer su trabajo. Mientras, sacó las dos grandes bolsas de basura y las depositó en el suelo, desenrollándolas meticuloso, extrayendo el cuchillo y la sierra de grandes dimensiones que había en el interior de cada una de ellas. Luego, se fue a por el cadáver, lo despojó de las ropas, que las introdujo en la maleta a excepción del abrigo, guardó su cartera y lo colocó todo lo largo que era en una zona en la que apenas había maleza. Sacó del bolsillo un cigarrillo negro y se puso a fumar con la satisfacción del que hace las cosas correctamente. Miró en derredor del solar: no había balcones ni ventanas vecinas que pudieran descubrir su presencia. Al cabo, se calzó una par de guantes que usaba para colocar y mover troncos en la chimenea una vez encendida, agarró el cuchillo y se puso a cortar el cadáver por el lateral derecho, a la altura del ombligo. Los líquidos del abdomen estaban aún calientes y olían a perro muerto; las asas intestinales humeaban igual que el ducados acabado de encenderse, mientras se esparramaban fuera del vientre al verse por fin libres. "Luego tendría que recogerlas bien para no dejar huellas", pensó. Cuando llegó a

la columna vertebral, sacó la sierra de dientes esmerilados y se dispuso a cortarla; gracias a los guantes, apenas se le escurrían las manos en contacto con los tejidos húmedos del cadáver. Su propósito era cortar el cuerpo en dos mitades y depositarlo en las bolsas, tamaño contenedor de ochenta por ciento cinco, las mismas que utilizaba para recoger la hojarasca del otoño y las malas hierbas. Quizá para otro hombre el seccionar el raquis y las vísceras pudiera ser tarea ardua, complicada e, incluso, imposible; pero, para Natalio, era cosa hecha, apenas tenía que gastar el cincuenta por ciento de su esfuerzo en rasgar el hueso con el afilado serrucho. Finalizada la "operación", una vez guardadas las dos mitades, convenientemente encogidas y anudados los plásticos, se puso a echar tierra sobre los restos de líquido sanguinolento y pequeños despojos orgánicos que habían quedado esparcidos en tierra. Natalio se miró las manos desnudas: aparte de sucias, no le temblaban lo más mínimo. Estaba extrañamente calmado, complacido. Lo más difícil y peligroso había sido realizado. La segunda parte sería transportar las bolsas y llevarlas hasta el contenedor de basura más próximo. Cargó una bolsa a pulso sobre las espaldas, le pareció que pesaba más que el muerto entero, aun siendo una sola mitad. Vacilante, corrió hasta el muro y se resguardó tras él. Miró por si venía alguien. Nada. Había dos contenedores juntos; estaban a unos diez metros. ¡Estupendo! Se dirigió hasta allí y lo abrió. Una bocanada de aire pestilente abordó sus narices. Retuvo la respiración y apartó de un extremo varias bolsas para dejar hueco a la suya, mucho más grande, después la introdujo y lo disimuló con las que había quitado,

poniéndolas encima con sumo cuidado. Después se dispuso a hacer idéntica actuación con el otro paquete en el contenedor de al lado, sólo que al llegar a su objetivo, oyó unas voces. Eran tres hombres que habían salido por la esquina. Natalio se acurrucó entre medio de los contenedores, por el lado que daba a la carretera, con la bolsa echada al suelo. Empezó a sudar copiosamente. Pensó que si se mostraba sereno tirando los desperdicios como cualquier hijo de vecino nadie podría sospechar; pero si encontraban el cadáver la policía iría a interrogarlo con toda seguridad y allí se acabaría su misión divina. Así que la mejor opción era la que había escogido primeramente: resguardarse de los transeúntes. Reprimió la agitada respiración, temía que incluso ese ligero sonido pudiera alertarlos y verse así comprometido. Aguzó al oído. Se estaban acercando. Natalio, de rodillas, se pegó lo más que pudo a la sucia y apestosa superficie del contenedor, con la bolsa debajo. Sentía las piernas escurrirse sobre el trozo húmedo de cadáver, rezó para no resbalar y que se fuese todo al carajo. Se acercaban; estaban casi a su altura. "Que pasen de largo y no me vean, Dios mío". Iban hablando de fútbol, mantenían una conversación acalorada, dos eran seguidores de un equipo y se metían con el otro socarronamente porque la semana anterior su club había perdido. Ahora pasaban justo por enfrente, si se decidían por cruzar la calle lo descubrirían ahí tirado, en una postura ridícula e inverosímil. Pero no, seguían en línea recta, y por lo demás, tranquilo: no se veía un alma. Natalio se fue moviendo en sentido contrario hasta la otra esquina del contenedor, siempre pegado a éste, como formando parte de su propia piel.

Cuando estuvo convencido de que habían torcido la esquina se precipitó sobre el contenedor, sacó del otro extremo varias bolsas y cubrió la suya. Tarea acabada. Únicamente faltaba asegurarse de que los bultos llegaran a buen puerto, es decir, al estercolero. Pensó en ir a su casa, cambiarse y regresar, pero no era momento; así que se decidió a esperar a que llegara el camión de la basura. A pesar del frío reinante, se despojó del abrigo que estaba húmedo y excesivamente manchado; volvió al solar, recogió el cuchillo, la sierra y los guantes, los enrolló en su gabán, y se sentó a esperar, abrigándose con el de Valverde que le venía demasiado estrecho. Su plan no podía fallar. Poco a poco, el sueño lo fue venciendo y, pese a imprimir resistencia al principio, se quedó dormido. Al rato, lo despertó el ruido escandaloso del camión. Oía a los basureros hablar con el tono de voz alto para doblegar así el emitido por el vehículo. Tiritando de frío, se precipitó tras la valla, llegando justo en el instante en que el segundo contenedor era volteado en el interior del camión. "Que no sospechen nada", se dijo con ademán fervoroso, puestas todas sus esperanzas en su salvoconducto: Dios Santo y Bendito. Las bolsas caían amontonadas, engullidas en aquella máquina infernal. Vio de soslayo la suya que se precipitaba dentro de la trituradora. "La otra ya debe de estar pasando por el rodillo". Uno de los basureros se elevó en la parte trasera del camión ayudado del pasamanos y dio varios golpes en el fuselaje para que arrancase el conductor. El camión comenzó a alejarse, y con él el ensordecedor sonido que

profería. Los oídos de Natalio lo agradecieron. Ahora la quietud parecía plasmarse en la noche. Natalio, satisfecho, se marchó a buscar la motocicleta, cargado con la maleta de Valverde. Una vez en casa, le prendería fuego, y, por último, descansaría. Se lo tenía bien merecido. Había matado al iniciador del Mal en Jacaranda, a un adorador del demonio, pero quedaba la semilla. Y sólo Dios sabía en cuántos lugares más la semilla podría germinar.

7 La cafetera borboteaba insolente, dando aviso a Max de que el café estaba en disposición de ser colocado en la taza. Corrió a apagar el fuego y se sentó en la mesa que descansaba junto a la pared de la cocina, apoyadas las manos sobre ambas mejillas, restregándoselas de cuando en cuando como queriendo apartar de sí la preocupación que lo atenazaba. Miró el reloj de agujas que colgaba impasible sobre la puerta: las siete y media de la mañana. No se explicaba lo que podía haberle sucedido a Valverde. Era muy extraño. Su cama estaba sin deshacer y no había indicios de que hubiera ido por allí la noche anterior. "Quizá se ha encontrado con una chica por el camino, ¡la morena que tanto lo miraba, seguro!, y se ha marchado a su casa", se dijo; pero le pareció muy raro, no terminaba de convencerle aquella interpretación, resultaba del todo insuficiente. "Lo mismo cambió de parecer cuando se marchó al hostal, sintió cansancio y decidió quedarse". Max, pensando que esa podía ser la causa, llamó a la pensión; pero se sobresaltó cuando el chico de la recepción le dijo que había recogido su

maleta a eso de las once y media o doce y liquidado su permanencia en el hostal. "No puede ser. ¿Dónde estará este hombre?", decía mientras daba incansables vueltas a la cucharilla al café. Entonces cayó en la cuenta, horrorizado, de que desconocía las señas de Valverde. Es más, ni siquiera había mencionado la ciudad a la que pertenecía y su localización podía resultar del todo imposible. Recordó la tarjeta que le había dejado de su amigo, ese tal... ¿cómo diablos se llamaba?... Se incorporó para buscarla en la chaqueta, la había depositado en el interior del billetero. "Aquí está", exclamó. Lo llamaría por teléfono. Él sabría darle la dirección de Valverde. Marcó el número y esperó a que descolgaran en la otra línea. Le contestó la voz de una mujer que parecía joven a juzgar por el tono de voz y la forma de hablar. Preguntó por Hortensio Zapata. Ella le dijo que allí no residía ningún Hortensio. Ante la insistencia de Max, que repetía una y otra vez que ése era el número que venía en la tarjeta y que era muy importante hablar con él, ella le dijo, con entera cordialidad, que era posible que el anterior propietario de ese número telefónico lo hubiese cambiado por otro o dado de baja, ya que la línea actual que poseía en su domicilio se la habían colocado recientemente, pues se habían mudado hacía poco tiempo. Max se disculpó amablemente por el incidente y pensó que la mejor forma de salir de aquel atolladero, y clarificar el asunto en cuestión, era visitando al tal Hortensio Zapata. Siempre y cuando no hubiera cambiado de residencia, al igual que había hecho con el teléfono. Por tanto, se arriesgaría a comprobarlo.



Juego de poder

1 Hortensio Zapata se atrincheraba tras la mesa escritorio de nogal de su lujoso despacho, revestido de maderas nobles hasta el techo, el suelo regado de parqué, las paredes adornadas con cuadros abstractos de vivos colores a excepción de su retrato, obra de un renombrado pintor, y, coronando todo aquello, una lámpara de araña de imponentes dimensiones, hecha con cristal de Bohemia, Murano o no sé dónde, que pendía mayestática en el espacio central de la habitación. El conjunto le había costado un pico, pero era su capricho, su excentricidad. Dicho despacho se localizaba, por contraposición, sobre un viejo almacén, también de su propiedad, del barrio arrabalero de Lo Campano; un lugar cochambroso, mísero, que destilaba abandono, suciedad y dejadez; el más pobre en teoría, y sólo en la teoría, de Santa Martiria. Zona apenas transitada por la policía ante el temor que le infundía adentrarse en aquellos peligrosos y lacerantes terrenos, pertenecientes en su mayoría a los clanes más mafiosos de la ciudad, afincados allí en busca de una relativa impunidad en sus negocios de droga y prostitución.

Hortensio despachaba aquella mañana los asuntos del día con su lugarteniente y mano derecha de la organización, Níveo González, el cual sacaba de una cartera de cuero repujado granate el dinero de la jornada anterior. —No fue mal la cosa ayer —decía Níveo. —¡Así es como tiene que ser siempre! —replicó Hortensio rotundo—. ¡El mundo irá bien si uno quiere que vaya bien!, ¿entendido? Níveo asintió, condescendiente. Conocía los ataques de cólera que el dinero imprimía en su jefe. Era lo único que le importaba, porque el dinero en suma, cualquiera que fuese su procedencia o naturaleza, conllevaba un añadido: el poder. Y, Hortensio, solamente vivía por y para eso. La verdad es que Zapata las había pasado putas de pequeño. De cuarenta y dos años, hijo de padre y madre alcohólicos, se vio abocado desde su más tierna infancia a buscarse la vida en la calle. Aun así, el pequeño mozalbete era inteligente y obstinado, y aprendió las enseñanzas y reglas básicas en cuanto a educación escolar se refería, lo que le permitió destacar entre sus más allegados amigos, que eran una panda de golfillos, maleantes y analfabetos. Los antecedentes que poseía Zapata constituían el caldo de cultivo idóneo para penetrar en el mundo de la delincuencia, cosa que, por supuesto, hizo, aunque con una propiedad muy particular: a él nunca lo llegarían enganchar. Era un tipo demasiado listo como para eso. Aparte de pequeñas fechorías infantiles y de adolescente en los que se había labrado el porvenir, y que consistían en hurtos y timos de poca monta para

poder ir tirando y sacar los pies del plato, su primer paso importante fue cuando se integró en una banda de contrabando de tabaco. Lo contrató Alfonso Damasquino, que había oído hablar de Hortensio: un joven con cojones y bastante avezado, a quien la policía le sería difícil echar el guante, dado que Zapata era un tipo que no hablaba demasiado, no tenía la lengua larga y huía de bravuconadas. El trabajo, para el que había sido contratado, consistía en dirigirse a un puerto franco, cargar la mercancía, sobre todo de tabaco americano, y sortear luego la frontera para su futura distribución en bares y restaurantes de Santa Martiria. Un negocio redondo por la cantidad de impuestos que se ahorraban los compradores, por la demanda exagerada que tenía el producto y por la pasta gansa que generaba para los capos. Alfonso Damasquino no es que fuera un capo a gran escala, pero hacía dinero de sobra, y Hortensio lo envidiaba con ojos repletos de codicia, pues se percató en seguida de que la mayoría de los que trabajaban en su banda le tenían un respeto a Damasquino que rebasaba lo puramente físico. Era una mezcla de fe ciega y pavor, amor y horror, haciendo lo que éste les ordenaba sin mediar explicaciones. Por ello Hortensio deseaba ser como Damasquino, su ambición así lo reclamaba. Y aquel ambiente de banda organizada en donde se inmiscuyó le hizo labrarse unas buenas relaciones con integrantes de otros clanes mafiosos, puesto que Hortensio no era es un traidor, un farsante o un correveidile, y los tenía bien plantados, sin echarse atrás en ningún momento, siempre fiel a su palabra. Y

gracias a eso, Alfonso Damasquino lo puso de segundo de a bordo al cabo de escasos meses de trabajar para él. Hasta que un día, estando en un puti—club que frecuentaba mucho por la prestigiosa calidad de sus mujeres, le daba vueltas a la cabeza. Allí, taciturno y algo embriagado, arropado entre botellas de champan del caro y dos rubias portentosas que lo circundaban por ambos extremos con adorables abrazos de serpiente y besos de ventosa, pensaba que su tiempo como contrabandista debía acabarse. Su futuro con Alfonso Damasquino estaba más que claro, puesto que no dejaría de ser su segundo hasta que éste muriera, y luego vendrían los enfrentamientos, quizá las muertes, pues uno de los hijos de Damasquino había comenzado a trabajar con el clan y, con toda seguridad, sería el nuevo sucesor y no él. Intuía, y con razón, que la sangre tira más que la eficacia y el buen hacer en los negocios. En esos menesteres andaba, cuando, de repente, sus pensamientos se esfumaron por completo, y recaló en un negro de dos metros de aspecto imponente, elegantemente vestido, que acababa de entrar por la puerta. Llevaba el cabello excesivamente engominado para disimular los rizos y darle así una apariencia más alisada. La piel era tan oscura que difícilmente se le reconocía cuando se desplazaba por lo sitios menos iluminados del local. Parecía conocer a todo el mundo y ser muy respetado. Las putas se rifaban el estar junto a él. Hortensio no lo había visto nunca por allí; sin embargo, el negro se paseaba a lo largo de la barra con la soltura de un pez gordo muy conocido en aquel ambiente. Pronto se informó por las rubias que lo escoltaban que aquel

hombre era un Sponsor. En el argot, un Sponsor es aquel que se dedica a traer chicas de determinados países, especialmente de los más pobres y subdesarrollados, donde la necesidad y el hambre facilitan la emigración de estas jóvenes bonitas de manera fácil y artificiosa. El negro, en concreto, las traía de Lagos, Nigeria. Venían engañadas con la premisa de que allí adonde iban encontrarían trabajo seguro y estable como sirvientas domésticas en hogares de familias acomodadas. Luego experimentaban la cruel realidad: se les requisaba el pasaporte de inmediato, nada más llegar, y eran vendidas a los Chiefs, sus nuevos dueños, por una, aparentemente, módica cantidad, y éstos, a su vez, las revendían a clubes de carretera y burdeles, lo que les originaba a las muchachas una deuda superlativa que debían de saldar trabajando como prostitutas; sólo así podrían verse libres de aquel infierno. Hortensio entabló en seguida relaciones con aquel individuo, que le fue presentado por el dueño del puti—club, a quien Zapata conocía muy bien pues servía mercancía a su chiringuito. El negro atendía al sobrenombre de Dino. Hortensio tenía la sensación de conocerlo de otra época, de otro lugar, pero era imposible, era la primera vez que se relacionaba con alguien de color. Entonces le dijo sin pensarlo dos veces que estaba dispuesto a aventurarse, si se lo permitía, en aquella red de distribución y contrabando de chicas. El negro apenas se inmutó y le contestó que la cosa no era tan fácil. La vida era mucho más complicada y el camino más intrincado. El blanco de ojos de Dino, que semejaban pelotas de ping pong violetas a causa de

los fluorescentes de luz negra que envolvían la rinconera donde descansaban, estaba surcado por multitud de vasos enrojecidos y tortuosos, y todavía se enrojecieron más cuando le hizo una misteriosa propuesta a Zapata. "¿Tú te has planteado hacerte rico a toda costa, verdad?" Hortensio le confesó extrañado, más porque acababa de conocerlo que por otra cosa, algo inusual en él, un hombre parco, poco propenso a la verborrea y a confiar en alguien, que lo que en verdad deseaba era el poder. —Está bien, no hay problema —asintió Dino con gravedad, dando un largo suspiro y entrecortando la frase— si aceptas una condición muy particular: Tendrás que venir conmigo a un apartado lugar y no hacer preguntas hasta que lleguemos, ¿entendido? Pero antes, dame tu palabra de que no te echarás atrás una vez tomada la decisión; si no... —y los ojos se entrecerraron con una mirada agresiva y plena de dominio— considérate muerto. Hortensio sintió una punzada clavarse en su orgullo, no permitía a cualquiera que le hablase de ese modo, pero esa situación era especial y aquel hombre también lo era: irradiaba influjo, potestad. Se lo pensó bien, y decidió que iría hacia adelante, era lo que más ansiaba, cayese quien cayese, aunque fuera él mismo en este caso, y el negro parecía tener, por circunstancias y derroteros que no alcanzaba a comprender, la llave y respuesta de su futuro éxito. —De acuerdo —asintió. Y ambos se estrecharon las manos, férreas, implacables.

Zapata le dijo a los dos hombres que lo escoltaban que se marcharan; tenía cosas personales que hacer y les ordenó regresar a casa. Se largaron a regañadientes, desconfiaban del negro. Hortensio subió al vehículo de Dino, ambos partieron hacia un lugar que ignoraba por completo. Cogieron la autovía en dirección Norte, se desviaron por la tercera salida y acabaron en una carretera secundaria de asfalto parcheado y socavones imprevisibles. Cuando llevaban media hora de marcha, Dino dio un volantazo a la izquierda y se metió por un camino pedregoso y solitario. El polvo se levantaba tras las ruedas del coche, devorado de inmediato por la oscuridad más cerrada. Alcanzaron una pinada hacia el final del trayecto. Paró el motor y el bosque se dejó oír con entera nitidez. El aire serpenteaba racheado por las copas de los árboles, en un vaivén arrebatado y violento, arañando de sus ramas el crepitar tumultuoso que presagia la aparición inminente de tormenta. Las nubes se movían en un cielo negro, saturadas de agua, espectrales, y comenzaban a escupir el exceso de líquido con gotas gruesas y pesadas. Dino agarró una linterna y señaló un estrecho sendero que subía por la pendiente. El contorno de las montañas se perfilaba tenuemente, a pesar de la escasa luz, gravitando sobre sus cuerpos como si tuvieran resplandor y vida propia. Parecían llamar a Hortensio y a Dino para que se adentraran en su terreno, ellas los ampararían de las inclemencias que se avecinaban. Al cabo de un tiempo, las nubes arrojaban una lluvia intensa, y Hortensio temblaba de frío al sentir el contacto de sus ropas húmedas contra el cuerpo. Dino permanecía impasible, sin afectarle las malas condiciones

meteorológicas, conduciéndose por el camino sin titubear, avanzando decidido y certero por entre la senda. Debía ser un recorrido que había practicado otras muchas veces a juzgar por la rapidez y seguridad con que lo hacía. Hortensio jadeaba, temeroso, no estaba acostumbrado a paseos insólitos por el bosque, menos aún a esas horas intempestivas, y percibía extraños susurros pasar junto a su oreja que le erizaban el vello; se daba la vuelta de manera inconsciente y la mirada sucumbía en la penetrante oscuridad; entonces, aceleraba el paso y se pegaba todo lo que podía al negro en un afán de protección, sin dejar de pensar qué le podría deparar todo aquello tan misterioso. Un jabalí se les cruzó a pocos metros de donde estaban, el crujir de la maleza y el gruñido que dejó escapar lo delató. Zapata lanzó un chillido amanerado, cargado de pánico, y el jabalí salió corriendo más aterrorizado quizá que Hortensio. Se disculpó sonrojado ante lo ridículo de su situación; y nervioso, le sobrevino un acceso de tos fulgurante, por lo que tuvo que detenerse, apoyándose en uno de los árboles. Mientras duró la marcha, apenas intercambiaron una palabra, sólo las agitadas respiraciones de ambos se dejaban oír entremezcladas con el rugido del viento y el chapoteo de la lluvia. El ascenso cada vez era más pronunciado; las piernas de Hortensio estaban rígidas, duras, no contestaban con la misma decisión que al inicio y, de cuando en cuando, se las golpeaba como para instigarlas a que continuaran despiertas, plenas de facultades. Alcanzaron un repecho colmado de vegetación, que se hacía casi impracticable por la dificultad que entrañaba el ascenso y la inconveniencia del calzado. Zapata resbaló y tuvo

que aferrarse a unas ramas para no dejarse arrastrar pendiente abajo. Entonces, se oyó la voz de Dino: —Ya casi estamos. Esto es lo último. Acabado el repecho, apareció un rellano situado en medio de la ladera, camuflado entre la maleza. Era una zona salvaje, difícil de localizar si no se conocía previamente el lugar. Más allá, a escasa distancia, iluminado por el potente foco de Dino, confundida con el paisaje y escarbada entre la roca, se abría la boca de una cueva. —Aquí es —dijo solemne, dándose la vuelta y escudriñando a Zapata—. No debes asustarte por lo que puedas encontrar ahí dentro, ¿me oyes bien? Lo que veas será un secreto entre nosotros —repuso con una sonrisa cargada de ironía, al tiempo que mostraba unos dientes blancos y relucientes en claro contraste con su piel. Un hormigueo le recorrió la espalda a Hortensio, la sensación de temor y excitación, unido al deseo de aventura y misterio, no le desagradaban en el fondo. —Espera un segundo —añadió el negro—. Voy a iluminar la cueva. Cuando esté todo dispuesto te llamaré. Vio a Dino perderse en las interioridades de la gruta, la luz perdía fuerza conforme avanzaba entre los recovecos, hasta que se quedó totalmente a oscuras en la entrada, al socaire de la lluvia. Se sentó a esperar sobre una piedra. Estaba incómodo, las rugosidades se le clavaban en los glúteos y tenía que cambiar

constantemente de posición para aliviar el malestar. “¿No estaría cometiendo un error o, dicho de otro modo, una locura innecesaria?”, pensó contrariado. Al verse solo, las expectativas que había levantado la novedad de aquel extraño acontecimiento comenzaron a desmoronarse. Deseaba por un momento estar en una bonita y confortable suite con las dos putas que lo habían acompañado esa noche, follando como un desalmado y disfrutando de sus esculturales cuerpos, frutos prohibidos si no se paga una considerable cantidad de dinero por ellas. "A las putas no se las liga, te ligan", y Zapata se rió de sí mismo. De pronto, se incorporó despavorido, impelido como un resorte automático del accidental asiento. Era Dino, que se había presentado silencioso sin encender las luces del foco. —¡Vaya susto me acabas de propinar! —exclamó molesto. —Disculpa, el recorrido me lo sé de memoria —dijo con sequedad—. Ya puedes seguirme. He encendido unas luces en la estancia. Al fondo se veía una luz vaporosa, suave, de color anaranjado; parecía tener movimiento y pasearse sobre las paredes mientras titilaban. —Agárrate a mi brazo para no tropezar. Son sólo unos metros. Atravesaron un pasadizo anfractuoso de rocas salientes y afiladas que desembocaba en una estancia abovedada de la que colgaban estalactitas dispuestas igual que flechas amenazantes preparadas para la guerra. La visión de Hortensio aún no se había acomodado a las diferencias de iluminación. Se frotó los ojos, presuroso, y, al volver a abrirlos, tembló de espanto y horror. Un chorro

de adrenalina salpicó su sangre y el corazón estuvo a punto de sufrir un estallido, de jugarle una mala pasada, comprimiéndole el pecho en un rictus de desesperación, zozobra y desvarío. La visión que tenía enfrente era apocalíptica, monstruosa, sacada de una alucinación retorcida y demente. No podía ser posible, aquello era de cosa de locos, obra de sádicos: Alrededor de un círculo blanco, depositadas en el suelo, descansaban las cabezas mutiladas de cuatro mujeres en avanzado estado descomposición, con muecas desgarradoras y atormentadas de haber pasado por un auténtico suplicio antes de darles muerte. Eran mujeres de rasgos negroides, los jirones de piel tiznados así lo indicaban, probablemente de las partidas traídas por Dino al país y que no habían tenido "la suerte" de acabar en el prostíbulo. Cirios negros permanecían encendidos por los rincones: sobre el suelo, encima de piedras, en el mismo círculo; sus llamas bamboleaban en una especie de baile ritual o esotérico, clamando sangre y venganza. Al fondo, había una cruz invertida colgada en la pared; y, justamente detrás, una sábana negra desplegada en la pared, con una estrella de cinco puntas dibujada sobre la tela, completaba el escenario. —¡Que significa esto! ¡Esto es!... —intentó gritar Hortensio. Tenía verdadero miedo, un miedo que atenaza, ahoga y no deja respirar; nunca había visto nada así, ¡que va! ni soñando; sus delirios imaginativos jamás habían llegado a tanto, ni cuando en determinados momentos se había visto abocado a usar la violencia con otros hombres. La voz trémula, afónica, pese al chillido inicial, se apagó sin poder acabar la frase. Mudo, agónico, tembloroso; su ánimo

cambiaba de la locura a la lucidez, de la curiosidad al espanto más extremo. Arremetió contra Dino en un acto de supervivencia, pero éste le asestó un fuerte golpe; fue como descargarle un mazazo en la cabeza que lo dejó maltrecho y postergado. —¡Te dije que tenías que estar preparado para todo! —chilló—. ¿Qué quieres, que te mate aquí mismo? No es eso lo que acordamos, ¡perro! Tienes que ser fuerte. Con el golpe, flojearon sus piernas y cayó de bruces. Partículas brillantes cruzaban sus ojos, moviéndose con fluidez en todas direcciones. Quería desmayarse y olvidar la escena, despertar con las dos prostitutas en la cama, que todo fuera un sueño. Hortensio sintió contraerse el estómago y se puso a vomitar la suculenta cena que había tomado horas antes, reclinándose sobre el suelo como un animal enfermo abandonado a su suerte. Creía morir de espanto, sus pensamientos estaban confundidos, trastornados; las cabezas cortadas, con ojos entreabiertos y mirada vidriosa, le llamaban por su nombre y sonreían con gesto esperpéntico. Volvió a tener otra arcada y vació los restos de alimento que aún le quedaban guardados en un postrero y definitivo espasmo; el dolor en el abdomen se hacía insoportable. Respiró varias veces, muy superficialmente, y el suplicio comenzó a mitigarse un poco. Un sabor amargo le venía hasta la garganta en oleadas ascendentes, y terminó eructando efusivamente el exceso de gas que le oprimía el estómago. El ácido le quemaba las entrañas, el cuerpo entero, el alma. —¡Ahora, levántate! Si quieres poder, lo tendrás, pero deja de portarte

como un maricón del culo o una vulgar mujerzuela. Estás llamado para hacer algo grande, hijo de puta, así que no te rajes, no cuando has llegado hasta aquí, cuando has dado este paso tan importante, ¿me comprendes bien? Dino lo cogió de las ropas, a la altura del cuello, y los arrastró en volandas dentro del círculo. —Ponte de rodillas y mírame. ¡Mírame cabrón! Tienes que estar en tu sano juicio para hacerlo. Así que quítate ese miedo cobarde, y acostúmbrate a lo que ves. Dino, más que hablar, daba órdenes imperiosas. Hortensio se calmó lo más que pudo, temía perder la vida en un arrebato de furia de su opositor. Entonces fue cuando el negro sacó un puñal de hoja acerada y mango dorado, con la forma de dos cuernos de carnero labrados en el extremo e incrustaciones de rubíes por ojos. "Esto es el fin", pensó Hortensio, humillado y exhausto, como quien espera el tiro de gracia para que todo acabe de una vez por todas. Pero en lugar de eso, el negro apretó con firmeza el puñal, se pasó la hoja por la palma de la mano con un movimiento preciso y se abrió una brecha que sangraba copiosamente. A continuación, agarró del pelo a Hortensio y le obligó a levantar la cabeza. Los ojos de Dino tenían un brillo fuera de lo común, telepático, que anunciaba algo de por sí extraordinario y sobrenatural. —¡Ahora, bebe! —y le dio a probar su sangre, que se derramaba por la palma a borbotones hasta abandonarse sobre la barbilla de Zapata, sobre la boca, los labios, la lengua. Hortensio tragó aquel fluido viscoso, salado y dulce a la

vez; y le resultó delicado, suculento, morboso; conforme lo engullía, el malestar desapareció; un estado de serenidad y calma lo anegaron, y se dejó llevar hasta adormecerse por completo. Se despertó en un lugar infinito, inabarcable. El suelo estaba formado por un océano de espesa niebla, algodonosa y virgen; el cielo, de un azul eléctrico, lo envolvía con su nítido manto; el sol encandilaba, y penetraba en el cuerpo de Hortensio, fortaleciendo su espíritu, proporcionándole empuje y brío. A lo lejos, el diablo lo esperaba sentado en una poltrona majestuosa de varios pisos de altura, compuesta exclusivamente de huesos y cráneos humanos; huesos y cráneos calcáreos, níveos, carentes de restos orgánicos que mancillaran su estructura, resplandecientes al brillo del sol; huesos y cráneos de creyentes, de no convertidos, de repudiados que habían caído a través de la historia por hordas de fieles seguidores del Demonio. A su alrededor, varias columnas gigantescas de víctimas, apiladas y contorsionadas ridículamente en una masa de carne putrefacta y apestosa, se erigían de igual forma que un campo sembrado cuyo fruto maduro es la muerte. Eran miles, quizá millones; la noción de su número era imposible de determinar. El viento comenzó a soplar de repente, a gemir, y el cielo se fue llenando de un fuego anaranjado que irradiaba sentimientos de locura y supremacía hasta cubrir paulatinamente toda la bóveda celeste. A considerable distancia por detrás del gran asiento sagrado, Zapata observó una larga hilera de formas humanas desnudas desplazándose muy despacio, algunas caían al suelo y luego se levantaban quejumbrosas. Venían en

su dirección. Unas siluetas más grandes vestidas con túnicas negras los fustigaban por la espalda con encarnizado resentimiento. "¿Formarían parte más adelante de las columnas de despojos que formaban la poltrona? ¿Sería la nueva remesa de ganado humano que esperaba ponerse a los pies del Diablo preparados para ser sacrificados?", se preguntó indeciso. —¿Ves lo que he tenido que hacer? —le dijo el bello Satanás con voz grave, altisonante, que retumbaba en sus oídos y le dañaba los tímpanos en su penetrar vibrante—. Todo lo he hecho por compensar la balanza, por querer salvar a muchos de vosotros. La virtud no está en el horror que puedas observar, en la maldad aparente de esta escena apocalíptica, sino en lo que sientas en tu interior. Ámame y salvarás a cientos de hombres, aunque otros tengan necesariamente que caer en el camino. Estamos en guerra, ya los ves —continuó diciendo, mientras señalaba los cadáveres con una uña violácea, larga y retorcida, que salía como una serpiente de su dedo índice—, y la guerra, una vez comenzada, no se sabe cómo terminará. Sólo se sabe que hay que luchar, hacer frente y ser fuerte para sobrevivir, aunque más allá de la supervivencia esté de nuevo la destrucción y la muerte. Tú, mi querido y futuro adepto, has elegido un bando con el tienes que combatir. No te preocupes por ello, las preocupaciones conducen a la confusión, a la pérdida de fe, de esperanza. Abandónate, pues, a mis impulsos; ellos te sabrán guiar a buen puerto —una estruendosa risa desgarró el aire—. Y recuerda bien que todos mis soldados obtienen su recompensa. Una buena recompensa...

Esta última frase hizo estremecerse el cielo, y la visión de Zapata se abatió de repente cual cortina oscura se desploma del cielo e impide proseguir viendo. Oyó una voz lejana preguntarle si se encontraba bien. Era Dino, que ahora mostraba una actitud más condescendiente y solidaria con él. Lo ayudó a incorporarse y, tras reponerse Hortensio, se marcharon de la cueva. Zapata se había convertido en un discípulo más de Satán. Lo tenía muy, pero que muy claro.

2 Varios golpecitos cadenciosos, realizados con el canto de los nudillos, sonaron en la puerta del despacho; instantes después, se entreabrió sigilosa y asomó la cabeza despoblada de uno de los sicarios de Zapata. —¿Don Hortensio? —preguntó respetuoso, interrumpiendo la reunión que mantenía con Níveo— Ahí fuera hay un hombre que pregunta por usted. Dice que es muy urgente —el subordinado se acercó hasta la mesa. Llevaba algo en la mano derecha—. Me ha entregado una tarjeta para que se la muestre; dice que viene de parte de un tal Roberto Valverde. Al oír el nombre se le enarcaron las cejas y en su rostro asomó una mueca de agradable sorpresa. Hacía seis meses que no sabía nada de Roberto. Sus caminos se habían cruzado por casualidad año y medio atrás cuando le fue presentado por un miembro común de la "Familia" llamado Sigfrido Montes, un alto mando gubernamental del Ejército de Tierra con el que Hortensio compartía una estrecha relación amistosa y sectaria; con posterioridad coincidió con

Valverde en varias ceremonias realizadas en Santa Martiria en honor al Señor Amado. Zapata lo tenía en gran estima, aunque sólo se hubieran visto en contadas ocasiones; tal vez el aprecio que le guardaba fuera por la vitalidad y simpatía que derrochaba su persona; por la juventud y el empuje que contagiaba a quienes lo acompañaban y que los convertía en cómplices de su euforia. Por esa razón cada vez que venía le preparaba una juerga por todo lo alto —era uno de los pocos con quien lo hacía—, conocía sus gustos con detalle pues no los ocultaba en absoluto, y sabía que le gustaban las mujeres una exageración, eran su debilidad, siempre en disposición de montárselo con una buena hembra, y Hortensio, que se conocía los prostíbulos como las letras del abecedario, lo llevaba a que satisficiera sus instintos más primitivos con la mejores putas que Dino traía de Nigeria. "Las mujeres serán tu perdición algún día", recordaba jocoso. —Dile que pase —repuso, haciendo un alto en los recuerdos y observando nostálgico la tarjeta—. No lo hagas esperar. Se dirigió entonces a Níveo, con una mirada que denotaba su deseo por hacer un paréntesis en los asuntos del día. —Níveo, será mejor que nos dejes solos. Trataremos más tarde el envío de cocaína. ¡Ah! Y recuerda que la partida de mujeres llegará mañana a las once. Estáte puntual en el aeropuerto y confíscales el pasaporte con disimulo, como tu ya sabes, en cuanto bajen del avión. ¿Para qué querría verlo? ¿Sería un nuevo miembro de la Familia?, se

cuestionaba Hortensio. Apareció entonces por la puerta la figura de Max Fernández, y éste permaneció perplejo al descubrir el despilfarro decorativo de la sala. Hortensio se desconcertó, esperaba un joven de la edad de Roberto, sin embargo se trataba de un anciano bien conservado que estaba admirando su despacho, como todos los que entraban por vez primera. Zapata lo dejó recrearse unos instantes, pasado el cual le dijo: —¿Le gusta la decoración? —¡Oh, disculpe! —exclamó Max, atendiendo ahora a su pregunta—. Es todo tan bonito que se me fue el santo al cielo —se llevó las manos al abrigo y se puso a alisárselo en un gesto inconsciente de querer estar elegante—. Me llamo Max Fernández y usted debe de ser Hortensio Zapata, ¿no es así? —Sí, así es. ¿Y a qué debo una visita tan urgente, si puede saberse? — preguntó curioso, mientras lo examinaba con detalle a la par que se levantaba del butacón y le tendía la mano. —Verá... —añadió dubitativo, en tanto que la estrechaba cordialmente—. Quizá no lo hubiera visitado de no ser porque llamé al número de teléfono que pone en su tarjeta y me contestó otra persona. Zapata se intranquilizó. No tenía referencias del hombre que tenía enfrente, y desconfiaba en primera instancia de mostrar la suficiente confianza como para contarle el motivo de su extraño proceder con respecto a la línea telefónica. En rigor, lo había hecho porque le había llegado el soplo de que su línea estaba pinchada por la brigada de narcóticos, por lo que se volvió más

cauteloso que nunca y retiró el teléfono de su despacho. Ahora los negocios, en especial los asuntos relacionados con el tráfico de cocaína, más penalizado si cabe y peligroso que el de la prostitución encubierta, los trataba directamente con la persona en cuestión, acudiendo él en persona a las citas o mandando a su lugarteniente Níveo en asuntos de menor relevancia; y si tenía que telefonear con urgencia por alguna razón importante lo hacía desde una cabina telefónica. Prefería esa eventual incomodidad a dar con su pellejo en la cárcel. Para el resto de llamadas, la mayoría poco importantes o bastante triviales, utilizaba el móvil o el teléfono de su apartamento, que por supuesto no aparecía en la tarjeta de visita, no le gustaba dejar que su número particular corriera por ahí en manos de desconocidos. Ni siquiera aparecía en la guía. Había dado orden expresa de que no se publicara, respetando así su intimidad. Hortensio prefirió no abordar de manera directa la cuestión dejada en el aire por Max y le contestó con una futilidad. —Hemos tenido problemas con la línea y tuve que darla de baja, no estaba de acuerdo con las facturas que pagaba. De momento estamos ilocalizables —bromeó con expresión inocente—. Pero, bueno —añadió, ofreciéndole asiento a Max—, dejemos eso y tratemos su visita, creo que es más interesante que una chapuza de la compañía telefónica. Max le explicó entonces el motivo de su comparecencia; le habló con entera cordialidad y confianza del encuentro con Roberto, de cómo se habían conocido; le relató también el suceso acaecido con Valverde y el Señor Amado

en el ruinoso almacén, la súbita aparición de la niña—adulta, su conversión y posterior transformación física y mental, de lo que ya tenía conocimiento Zapata pues se lo había contado el propio interesado con pelos y señales, aunque dejó por educación que Fernández continuara hablando. Max dejó para lo último la desaparición anormal de Valverde en Santa Martiria, el desconocimiento en cuanto a su localización y su deseo por saber si se encontraba bien y en casa, pues le comentó que hacia allí se dirigiría al día siguiente. Zapata se alarmó, agitándose en el asiento como una tempestad que se cuece de repente sobre el mar, no era Roberto un muchacho que desapareciera sin dejar rastro, menos aún cuando trababa una amistad generosa como la ofrecida a Max, y con más razón cuando se trataba de un futuro seguidor de Satán como presumía Hortensio del viejo. Abrió raudo un cajón y sacó el móvil, buscó en la agenda personal que tenía inmediatamente a su derecha, señaló con el índice el número de Roberto y marcó. Al poco le contestó la voz de su secretaria: No sabían dónde se encontraba Valverde. Se había marchado de vacaciones unos días y no habían recibido noticias suyas desde hacía una semana. El semblante de Hortensio se iba demudando gradualmente conforme escuchaba, dando paso a una seria preocupación. ¿Dónde podía estar Roberto Valverde? ¿Qué podía haberle sucedido? —No saben dónde está, ¿verdad? —se adelantó Max, advirtiendo la expresión cambiante de Hortensio—. ¿Y si hubiera sufrido un accidente y estuviera en algún hospital?

—Será mejor no adelantar acontecimientos —repuso, intentando aclarar las ideas—. Tal vez esté todavía por ahí de juerga con alguna mujer que encontrara por el camino, es tan alocado ese cabrón. ¡Sí, seguramente sea eso! —exclamó, en busca de una explicación coherente a la desaparición de Valverde —. De todas formas volveré a llamar a su secretaria y le dejaré recado de que me llame al móvil en cuanto sepan algo de Roberto. Tras la llamada, Hortensio se incorporó del asiento, ofuscado, receloso, y se dirigió hacia donde tenía su retrato, colocado en lugar visible sobre la chimenea, enmarcado en vistosa madera labrada del color del bronce. Contemplarlo le relajaba, le hacía sentirse importante; verse con la nariz algo chata, los ojos pequeños y entrecerrados, cejas pobladas y castañas, pómulos anchos y cabeza redondeada, facciones todas ellas que descansaban a continuación sobre una figura engalanada de medio cuerpo, apoyando el codo sobre la mesa en gesto desafiante y altivo, era algo que lo seducía y le hacía olvidar por instantes las contrariedades que le afligían. Apenas veía pasar por él los años cuando lo miraba, aunque ya hicieran siete desde que lo realizara aquel afamado pintor. Solamente observaba una diferencia notable con respecto a su estado actual: el pelo, que iba siendo menos abundante, pero era una cuestión que no le afectaba; al contrario, pensaba que le proporcionaba un mayor respeto ante quienes trataba; por lo demás era el mismo que el día anterior. Le gustaba cuidarse y comer bien, obsesionado siempre con la salud, no abusaba de excesos; sólo de vez en cuando se tomaba algún respiro para luego volver a su austera

forma de vida. "La vida es sacrificio y tesón. Quien algo quiere algo le cuesta". —¿Es usted de los nuestros? —preguntó a Max a bocajarro, sin darse la vuelta, colocando los ojos en cada pincelada del cuadro con sumo cariño, abriéndose al viejo con franqueza. Si le respondía que no, Zapata lo mataría allí mismo con sus propias manos. No había que andarse con tonterías en esos casos —. Dígame sí o no —repuso tajante. Max no sabía qué contestar con exactitud, aunque cada vez estuviera más convencido de que lo que le convenía era estar de parte del Señor Amado. Así que se sinceró con otra respuesta, fuera de las opciones dadas. —Aún no lo he visto. —Pues entonces lo verá, descuide. De eso me encargo yo —replicó mientras se daba la vuelta y se enfrentaba a la mirada de Max—. ¿Qué es lo que busca de Él? —No morir antes de seis meses. Una mujer me lo vaticinó, y estoy seguro de que se hará realidad si no lo impido de algún modo. Hortensio ensombreció de repente, la piel se le tornó lívida, demacrada, como ocurriera con Roberto Valverde cuando Max le comentó el incidente, y un escalofrío se precipitó río abajo por la espina dorsal. Él también la conocía; se la cruzó hacía poco en medio de la calle, empujando un desvencijado carricoche en compañía de aquella muñeca horrenda falta de un ojo, y, aunque la haraposa no le dijo nada, se limitó a mirarlo con el poder y autoridad que únicamente había visto en el mismo Diablo, se sintió empequeñecido, frágil, desdeñado, y tuvo la

impresión de que su muerte estaba próxima. Era tal el miedo atesorado por ese encuentro, que le regaba las entrañas de pánico cada vez que lo rememoraba, y no se atrevió a decírselo a Max, se lo calló cobardemente; había algo en aquella imagen que, sin saber por qué —pues tal vez fueran alucinaciones suyas—, no se atrevía a tratar con nadie, le repelía asquerosamente y le obligaba a silenciar el suceso. Pensaba de manera engañosa que eludiendo la cuestión sería suficiente como para librarse de los malos presagios que lo acosaban. "Satán tú me salvarás, no dejarás que muera, pues yo te venero y adoro, y tu poder es más grande que el de la misma muerte". Se acercó al mueble bar, cosa rara en él a esas horas del día, y se sirvió una copa, olvidando por descuido su acostumbrada cortesía y pasando por alto el ofrecerle una a Max. Le dio un gran sorbo al licor de avellanas y un hilillo del espeso líquido se escapó ágil de su boca, descendiendo por la barbilla hasta derramarse sobre la impoluta camisa de seda en donde quedó atrapada. Abrió con los dedos las cortinillas de la ventana, al lado del mueble, y contempló en silencio la calle. Tres hombres de aspecto agitanado, con el aire aburrido de dejar transcurrir el tiempo sin otra cosa mejor que hacer que fumarse un canuto, estaban sentados sobre un poyo destartalado de los bloques edificados de enfrente, viviendas sociales de tres pisos de altura que el gobierno había legado hacía muchos años, en un acto de aparente conmiseración, para que se alojaran las gentes menos pudientes de la ciudad. Ahora aquel barrio constituía un gueto de delincuencia y marginación, un cajón postergado al olvido, en el se que arrojaban sin remordimiento alguno las piezas

de un puzzle que, por inservibles o defectuosas, resultaban molestas para el buen desarrollo político de Santa Martiria. Al lado de los tres desalmados, de pie, con las manos en los bolsillos y atisbando de reojo la ventana de Hortensio, estaba la figura de un hombre robusto, ancho y desproporcionado. Era Natalio Ramírez que, siguiendo la estela predeterminada por el adorado Yahvé, se había topado de bruces con aquel barrio de miseria y pecado en su implacable persecución contra Max, del que no se había despegado un segundo ni a sol ni a sombra. Hortensio posó en él la mirada sin prestarle mayor importancia, sin reparar en el odio que despedía aquella silueta por cada poro de su piel. Luego, cerró las cortinillas y se restregó la cara en un intento de borrar todo recuerdo funesto de la mente. Observó atento su reloj, vio que transcurría la una y media en las manecillas, y se fue hacia Max, que jugueteaba inquieto con el cenicero de cristal del escritorio. —¿Por qué no comemos algo? —dijo todavía serio, rompiendo el mutismo en el que se habían sumido ambos interlocutores—. Creo que nos vendrá bien. Max se acordó de que sus tripas reverberaban pidiendo algo de comida. Esa mañana no había desayunado, tan sólo había tomado un café en el tren de las siete. —¡Cómo no! —exclamó agradecido, en tanto que dejaba el cenicero con precipitación y lo colocaba en el mismo lugar que anteriormente tenía—. Si he de ser sincero, estoy bastante hambriento.

—¿Algún tipo de comida en especial? —Me gusta cualquier cosa, no tengo prejuicios con la comida, mi estómago puede con todo —Max se frotó el vientre arriba y abajo—. Podemos ir al restaurante que crea más conveniente, no conozco la ciudad. Me pongo en sus manos —dijo en tono de guasa. —¿Nos vamos, pues? —repuso, acercándose hasta la puerta y ofreciéndole paso. —Cuando quiera.

3 Natalio se quedó de una pieza tan pronto vio salir de la cochera a los dos hombres montados sobre el vehículo. Su ya tradicional irritabilidad se hizo físicamente manifiesta cuando arremetió contra una señal de tráfico y le lanzó varias patadas. Una lata de cerveza que accidentalmente había al lado salió disparada y atravesó el asfalto hasta chocar contra la otra acera, dando varios saltitos por encima, estampándose en un muro de hormigón. Los tres maleantes se miraron atónitos, pero ninguno se atrevió a decir nada; la corpulencia del sujeto pataleante no daba para comentarios jocosos ni amenazadores. ¿Qué coño iba a hacer ahora? No tenía oportunidad de seguirlos. Por allí no asomaba un taxi en kilómetros a la redonda. Lo único que se le ocurrió de momento fue buscar un bar en donde aplacar su apetito, calmar de paso los ánimos y recapacitar con mayor tranquilidad una vez el estómago estuviera lleno. Regresaría más tarde a montar la guardia. "Los pájaros siempre retornan al nido", se dijo. Dobló la esquina, siguió recto por una de las destrozadas arterias

del barrio y escrutó atento la avenida, si se la podía nombrar de ese modo. Los bares brillaban por su ausencia. En su desorientado deambular, pasó junto a una plazoleta con césped reseco y amarillento por el abandono, la desidia y la falta de riego. "Suerte que los árboles que hay en los parterres necesitan poca agua para subsistir, si no estarían tan mustios como la misma hierba", pensó un Natalio acostumbrado al campo y a estar rodeado siempre de cultivos verdes y productivos. Dos mujeres hablaban a gritos junto a la deteriorada fuente; mantenían una acalorada discusión y se tiraban del pelo. Un hombre de piel atezada, delgaducho, que debía de ser el marido de una de ellas a juzgar por el modo y la confianza de entrometerse en la trifulca, cogió a la más baja del brazo y la arrastró a trompicones hasta meterla en un portal. La otra se desgañitaba en insultos contra la mujer huida. "Me cago en tus muertos, mala pécora. Ya te cogeré, ya...", decía insultante, mientras la aludida desaparecía a la fuerza tras la entrada. Con los sentidos alertados, Natalio era incapaz de encontrar un sólo bar en su paseo por el arrabal y siguió caminando paciente. Atisbó una parada de autobuses al fondo de la calle, mirando hacia una carretera secundaria que conducía a la izquierda al cementerio municipal y, a la derecha, a Santa Martiria. Pensó en tomar uno dada la imposibilidad de saciar su apetito en aquel maldito lugar que empezaba a recordarle al grabado de la ciudad de Sodoma que venía impreso en su vieja Biblia, en el que Dios, a través de su omnipresente ojo triangular, arrojaba las consabidas lenguas de fuego abrasador contra sus

habitantes y sus viviendas. De repente, al cruzar una vía sin asfaltar que moría en un angosto callejón sin salida, oyó un grito lastimero. Miró a la derecha y vio a una mujer encogida en el suelo, en tanto que un hombre de cejas pobladas y larga cicatriz en la mejilla la golpeaba con los puños cerrados. —¡Puta! ¡Mala puta, que te estás quedando con mi dinero! Te vas a arrepentir de esto. No volverás a hacerlo en tu vida —el hombre continuaba ensañándose con la joven muchacha—. ¿Esto es todo lo que me traes? ¡No me lo creo! ¡Tú me estás escondiendo dinero! —profería a voz en cuello al tiempo que mostraba unos cuantos billetes en la mano y los sacudía con el desprecio de la insuficiencia. —Te juro por lo más sagrado del mundo que no —decía implorando una muesca de piedad en el chulo—. No he podido ganar más. —¿Cómo que no? Antes traías más a casa. Y todavía estás de muy buen ver como para que no te salgan clientes. ¡Eso cuéntaselo a la puta de tu madre, que estará más muerta que jamacuca de follarse a viejos sifilíticos, pero no a mí, mala perra! A mí cuéntame la verdad, so puta —el macarra la agarró por el cuello y comenzó a apretárselo con fuerza. —¡Que me vas a matar, cabronazo! —logró balbucear a duras penas la chica, que estaba tomando un ligero color violáceo—. ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude! A la llamada, lanzada a los cuatro vientos, ningún vecino acudía. A Natalio se le encendió la sangre como si fuera un polvorín a punto de estallar, y

corrió echo una furia hacia el macarra, embistiéndolo de tal manera y con tal frenesí que lo desplazó dos metros de una patada en el costado. El chulo creyó de ipso facto que le había caído un rayo encima, un tifón, un terremoto, la ira divina de Dios que le hubiese partido las costillas del lado derecho en mil pedazos. Permaneció tirado en la tierra, tragando polvo sin apenas respiración, con un dolor insoportable que se le clavaba en pecho y lo hacía añicos por dentro, de la misma manera que si a un edificio, ebrio de debilidad, se le hubieran desgranado los ladrillos de pronto y cayese desmoronado a plomo por propio peso. Abrió los ojos y vio al tipo que le había golpeado con tanta brutalidad. El macarra se cagó de miedo y comenzó a temblar. Aquella mirada era la de un loco fuera de sí, la de un toro acorralado que suelta bufidos de desesperación. Se levantó como pudo y salió renqueante, quejumbroso y con paso ligero, lo más rápido que le permitían sus maltrechas piernas y su deplorable estado, con la mano puesta en el costado y mirando hacia el lado contrario, no fuera que le cayera otro rayo con la misma intensidad al anterior y lo matara allí mismo en el acto. Natalio lo dejó ir sin más violencia y se arrodilló frente a la chica. —¿Te encuentras bien? —se aventuró a preguntar Natalio. La chica tendría unos veintitantos años, y la mirada llena de infortunio y amargura, capaz de remover las entrañas más insensibilizadas del ser humano. De rostro aún bello, y cuerpo apenas castigado, dada su juventud, por la vida que soportaba: la de la prostitución de los bajos fondos, el pasamanos de unos

cuantos cerdos sin escrúpulos, y el ir y venir de chupapollas con cualquiera que le diera un par de billetes por el "noble" servicio. Llevaba un ojo hinchado, que se le estaba amoratando por instantes producto de los golpes recién recibidos. Una sonrisa llena de agradecimiento afloró en su boca; Natalio sintió un estremecimiento desconocido hasta entonces invadir su portentosa musculatura y terminó con los resquicios de ofuscación que aún le quedaban por el violento suceso. —No mejor de lo que me gustaría —contestó la joven—. ¡Ay! — exclamó de pronto, echándose mano a uno de los tobillos—. Creo que me he dañado una de las piernas con la caída. Natalio la ayudó a levantarse, asiéndola por la cintura a la par que de un brazo, y la incorporó con una facilidad pasmosa. —Me llamo Caridad, aunque me dicen Cari "La Negra" —murmuró agradecida—. Vivo en esa casa de ahí enfrente —la chica señaló una puerta de color marrón y persianas de corredera verde oscuras que la cubrían hasta la mitad, situada a pocos metros de donde se había producido el incidente, dentro del mismo callejón. De todas, era la vivienda que poseía mejor estado, las demás estaban de pena, quizá deshabitadas. La fachada era de chinarros incrustados pintados de gris que alcanzaban un metro de altura, por encima el frente era liso y de una coloración indescifrable, con dos ventanas enrejadas que se colocaban una a cada lado de la entrada como ojos vigilantes. Natalio terminó por cogerla en brazos y abreviar la marcha. La puerta

estaba con el cerrojo sin echar y la introdujo hasta una salita de estar que quedaba justamente a la derecha de la entrada principal. Las paredes estaban forradas de papel pintado en el que se podían ver estampaciones con ramilletes de flores decolorados por los años, pasados de moda. Había dos sillones de loneta verde y una mesa camilla desplegada. Un mueble modular con figurillas de cerámica y porcelana y algunas fotografías soportadas por feos portarretratos, un viejo sofá y tres cuadros con motivos chinos remataban el habitáculo. Natalio la posó sobre el sofá con sumo cuidado. —Gracias por todo lo que has hecho por mí —repuso con un inicio de sonrisa que no llegó a desplegarse del todo, pues en su cara, en vez de alegría por verse liberada del vándalo aquel, asomaba la imagen del miedo—. Pero ahora ese mal nacido hijo de la gran puta se vengará por la humillación que le has causado y me hará cisco. Ese cabrón es muy capaz de matarme cuando regrese. Y tengo miedo, mucho miedo —Caridad se puso a sollozar. Sólo de pensar en el comportamiento futuro de su chulo le producía un exagerado pavor. Tenía que asirse de alguna manera a una salvación; en ese caso la de un desconocido que le había ofrecido ayuda, una tabla que flota tras el naufragio si no quiere una verse arrastrada al fondo del mar. Entonces intervino a la desesperada—: ¿Por qué no te quedas unos días conmigo? Bueno... si puedes y no es mucha la confianza... Sólo mientras capea el temporal, ¿vale? —añadió en tono de súplica—. Ese julai es muy vengativo y me hará mucho daño —y rompió a llorar de nuevo—. Por favor, no me digas que no...

El corazón de Natalio se enterneció y ablandó de tal modo que se vio incapacitado ante una posible negativa. Y menos con aquel rostro tan dulce y maravilloso que exhalaba a gritos amparo y protección. —La verdad —repuso Natalio titubeando— que bien pensado no tengo adónde ir. He llegado a esta ciudad con lo puesto y no me había planteado un lugar en el que alojarme. Por mi parte no hay problema. —¡No sabes lo que te lo agradezco! ¡Me quitas un peso de encima! — exclamó, levantando los brazos al aire y dando gracias al cielo—. Ese cabrón se va a enterar si aparece —Cari se enjugó las lágrimas e hizo ademán de levantarse, el tobillo parecía molestarle ahora bastante menos—. A propósito todavía no me has dicho cómo te llamas —Natalio le contestó vacilante, y Cari siguió hablando como si nada—: Bien Natalio, ¿te apetece algo de comer? Sé hacer una tortilla de patatas divina, receta casera de mi madre —añadió con retintín. —Si no es molestia para ti —repuso, acordándose de su hambre incipiente. —Qué molestia ni qué niño muerto. No seas tonto, ¡anda! Ven, acompáñame a la cocina y seguimos charlando. Mientras la seguía, Natalio tropezó con el marco de la puerta de la cocina. Estaba nervioso, torpe como un niño. Jamás en su solitaria vida había estado con una mujer que no hubiera sido la figura de su infeliz y sumisa madre; cierto es que no había tenido ocasión para ello pues las esquivaba a la primera de

cambio y, en los infrecuentes momentos en que había hablado con alguien de su sexo opuesto sin remedio alguno, se ruborizaba y se ponía tan encarnado como las brasas del hogar en donde asaba la carne. Y, ahora, de golpe y porrazo se encontraba en una casa extraña, con una chica que le pedía su apoyo sin importarle lo más mínimo su fealdad física y su aparente tosquedad. ¿Sería éste el camino correcto destinado por Dios, o una artimaña engañosa impuesta por el Diablo para distraerlo y abandonar su deber?, se preguntó su reducido cerebro. —Toma —dijo mostrándole las patatas—, ayúdame a pelarlas. Natalio se sentó en un pequeño taburete. No sabía de qué hablar ni tampoco qué decir. Estaba rígido, cohibido, ridículo allí sentado con una patata entre las manos y un cuchillo de mondar en la otra; así que se le vino a la mente lo primero que se le ocurrió, su conversación no daba para mucho más. —¿Por qué te llaman Cari "La Negra", si puede saberse? —No lo sé. Así llamaban a mi madre, y así me llaman a mí. Supongo que será porque era de piel muy morena y tenía el pelo rizado y muy negro, cosa que yo también he heredado. Natalio, aprovechando que Cari estaba de espaldas apoyando las caderas sobre el fregador de la cocina, se fijó con más detenimiento en el cuerpo de aquella chica y reparó que tenía unas curvas formidables, arropada entre aquellas mallas negras que se amoldaban a sus piernas con delicada lujuria y recorrían los prominentes glúteos sin recato alguno. Cubriéndole el torso llevaba un jersey celeste de cuello vuelto que dejaba entrever por el abultamiento dos tetas

generosas bien acampadas sobre territorio torácico. Caridad “La Negra” se dio la vuelta súbitamente y Natalio cambió con brusquedad la dirección de su mirada al notarse descubierto. La chica emitió una sonrisa picarona, sabía que su figura despertaba un interés mórbido en los hombres y encumbraba las hormonas hacia lo más alto del pedestal, por no decir el aparato genital. Natalio no iba a ser menos, aunque intentara hacerse el disimulado, su sonrojo lo delataba. —Iré poniendo la mesa en la salita de estar y sacaré un buen vino que me regaló un cliente. La ocasión se lo merece. No me pasa una cosa así todos los días, ¿sabes? Estaba deseando librarme de ese mal nacido y tú lo has hecho realidad —dijo con agasajo. Al cabo de tres cuartos de hora estaban sentados a la mesa. Cari puso los cubiertos de lujo, como ella decía, si bien eran de acero inoxidable y de mediocre calidad, comprados en una vulgar cadena de hipermercados a precio supuestamente de saldo y con certificación de garantía. Natalio, curioso, repasó de nuevo las fotografías que había puestas en el mueble, deteniendo su vista en cada una de ellas. Repentinamente, se le atragantó el vino que estaba sorbiendo y comenzó a toser con estrépito. Cari se levantó y le dio atemorizada varios golpes en la espalda; Natalio comenzó a reaccionar y a sentirse mejor. —¡Ese hombre... ese hombre de la foto, ¿lo conoces?...! —preguntó carraspeando, pues comida y bebida se le habían ido, como comúnmente se dice, por el otro lado. Cari miró hacia el retrato que le señalaba con diligencia Natalio y

exclamó: —¡Pues claro que lo conozco, cómo no iba a conocerlo! Es Níveo, un novio mío de hace dos años, cuando yo todavía tenía algo de inocente y todo me parecía color de rosa —en la fotografía aparecían Cari y Níveo cogidos por la cintura, dándose un apasionado beso—. Un tío raro que quiso engatusarme y liarme en un mal rollo, y yo, como una tonta, caí en la trampa y me enamoré de él, aunque eso se acabó; gracias a dios es agua pasada. Trabaja para Hortensio Zapata, uno de los que maneja todo el cotarro de la prostitución y la cocaína en Santa Martiria. Un mal bicho ese Hortensio... Además —añadió por lo bajo—..., hacen misas negras o como diantre se diga; esos energúmenos adoran al demonio, ¿sabes? Lo sé porque yo he estado varias veces en su casa aprovechando las repetidas ausencias de Hortensio por motivos de negocio, incluso conservo una copia de la llave de su casa; se la birlé a Níveo un día que cogimos un pedorro de aúpa y no te menees. Una de las últimas veces, Níveo me mostró el lugar en donde las llevaban a cabo, y me asusté muchísimo. Ahí se acabó todo, fue la gota que colmó el vaso. Lo cierto es que no le tengo ningún apego a esa foto —dijo cambiando de tema—, pero como no sabía qué hacer con ella, la puse en el mueble con el resto. Forma parte de mi vida, aunque sea una página negra que no recuerde con demasiado agrado; pero ahí está y no puedo negarme a una evidencia que sólo es mía y nada más que mía, aunque me pese. Ese maldito hijo puta fue el que me abrió las puertas a este oficio rastrero en el que ejerzo y del cual no he sabido salir. Por desgracia he quedado atrapada —

masculló con desgana. Natalio, que había visto salir a Níveo enfundado en una gabardina marrón momentos antes de que Max y Hortensio se marcharan en el automóvil, estaba, pues, en lo cierto, en el camino indicado por Yahvé, que iba dejándole pistas para llegar derecho al objetivo. ¿O acaso era casualidad que Caridad “La Negra” entrara de repente en su vida a la par que conociera a Níveo de forma tan íntima?... No. Dios había desplegado su mano y le brindaba generoso a la mujer con quien debía entablar relación para conocer así los entresijos del Demonio y de sus degenerados seguidores. Igualmente, se había percatado de que aquella chica, que en teoría debía de ser una pobre analfabeta como él, una arrastrada por la vida, hablaba demasiado bien y con fluidez, y sabía de lo que iba la cosa. No era ninguna tonta, pero sí una infeliz; la infelicidad del pozo sin fondo, del no poder salir del atolladero, del quedar aprisionado en la mierda cuando crees que nunca te va a tocar la china de color negro; sin embargo, sacas la maldita bola y la vida te señala entonces con el dedo acusador, y tienes, por tanto, que hacer cualquier cosa para lograr sobrevivir. Ésa era su infelicidad y su castigo. Dios debía de perdonarla. Natalio sería el mediador que intercediera en su absolución. Era una pobre alma en pena. Bastante castigo tenía ya como para seguir Dios hurgando en la llaga sangrante de una pobre desdichada. Por otro lado, Caridad “La Negra” intentó buscar con rapidez y acierto la confianza del robusto Natalio, el consuelo de no haber tenido con anterioridad a nadie a quien contar sus desgracias, pues a nadie importaba su persona si no era

para una follada rápida y eyaculadora, o una mamada en el interior de cualquier vehículo acompañada de una sarta de mentiras halagadoras en materia de hombría sólo para poder cobrar cuatro cochinas perras. Qué triste que era para ella la existencia. Ella, que parecía que iba a brincar y dar un vuelco radical para salir de aquel barrio de marginación, se quedó como la mayoría de sus conocidos: nadando entre pura inmundicia. Su madre, puta de oficio como lo era ahora su hija, había querido siempre que no se inmiscuyera en ese trabajo sucio y oscuro que suponía poner la carne en venta y soportar asqueada el ritmo frenético de unas arremetidas pélvicas con extraños a los que no les preguntabas ni siquiera el nombre, sólo interesaba que terminara cuanto antes y se marchara lo más satisfecho posible. Pero la genética, que puede más que la voluntad, o acaso sea el azar que tira de los hilos, unos hilos manchados, hechos de otro material y color, y que unen al corazón vía directa con la infelicidad y la miseria, no se pueden alterar, están clavados en la desgracia profundamente, con anzuelos de acero imposibles de romper. Caridad “La Negra”, madre, le dio unos estudios con los escasos medios e ingresos de que disponía para que no fuera como ella, para que no se le pareciera en lo más mínimo. Era una forma de conseguir escapar ella misma de ese infierno a través de su hija. Sin embargo, cuando parecía que Caridad hija, después de terminar los estudios de instituto, iba a realizar una fulgurante carrera en la universidad, pues su hija era la más lista, según piensan la mayoría de las madres de sus propios vástagos, apareció aquel hombre, y se cruzó en su camino,

cambiando la ruta su pretendido destino rumbo al éxito. Era Níveo González, el adinerado lugarteniente de Hortensio con el que Caridad, hija, pensó ilusa que se iba a casar, pero que lo único que Níveo pretendía era atolondrarla, llenarle la cabeza de pájaros y disfrutar de un cuerpo bonito y joven, gozando de él hasta la extenuación para, más adelante, introducirlo a ser posible en el equipo de putas de su jefe. Bien es cierto que Caridad “La Negra” no era virgen ni una remilgada ni una mosca muerta que repudiara el sexo, en absoluto. La virginidad la había perdido en repetidas ocasiones (muchas veces la virginidad es mental más que física) con compañeros de clase del instituto y con golfillos de tres al cuarto desde que a la edad de catorce años un vecino suyo, por vez primera, ya muerto por la cruda heroína, le desgarrara de un envite aquella molesta membrana que le manchó las bragas de encarnado, teniendo que lavarlas en secreto para que no las descubriera su madre. Caridad, en aquellos meses de relación con Níveo, se vio envuelta en un cúmulo de desorden y caos, que vino a coincidir para mayor infortunio con la misteriosa desaparición de su madre una noche que salió de faena a buscarse las habichuelas, quizá resultara asesinada por algún cliente depravado y borracho, supuso ella, y que luego la ocultó en cualquier descampado para desembarazarse de aquel marrón molesto que le había caído encima. Lo cierto era que, de su madre, nunca más se supo, jamás apareció el cuerpo, y el caso se dio por archivado en comisaría. Y Caridad hija, víctima del desamparo y la tristeza, se vio perdida en medio de la tormenta, y sucumbió a los primeros retozos sexuales

impuestos por Níveo con individuos ajenos. En realidad, eran personas conocidas de su jefe cuyo nexo de unión era la droga y los negocios sucios. Se juntaban cada equis tiempo en alguno de los imponentes chalets de cualquiera de los del grupo, unas veces eran más y otras menos, dependiendo de si las fechas eran más acertadas o no, había que tener en cuenta que eran gente, en teoría, muy ocupada y ávida de dinero. Hasta allí se traían varias mujeres y llevaban a cabo las orgías. Níveo le decía que no era malo, que pronto se haría rica si colaboraba y se dejaba manejar, pues no era para tanto si se miraba desde una perspectiva económica. Pero el colmo de los colmos, que le puso los pelos de punta, fue cuando Níveo le mostró el sótano de la casa de Hortensio, con aquel altar rojo y la figura pintada de un macho cabrío abominable que representaba al Diablo, el lugar secreto donde practicaban los rituales. Caridad, espantada, supo salir de aquello. Tuvo suerte en el fondo, pues era al comienzo de sus primeros escarceos genitales y se negó en rotundo a seguir con aquella monstruosidad a la que le habían obligado, y como todavía no había entrado en el embolado de las deudas ya que aún no había llegado a los extremos de trabajar a cuenta en el puticlub, pudo verse libre de las garras de su novio y en especial de Hortensio, que era el peor de todos ellos. De todas formas, Caridad pensaba, y con razón, que lo que la salvó de verdad de aquel lúgubre entuerto fue el que viviera en el mismo barrio y se conocieran, eso podía traer complicaciones para Hortensio, y no era bueno. Había que dar vía libre a la chica y que no se volviera a producir un hecho de esas características nuevamente. "Advertido quedas, Níveo. No

quiero más tonteos con conocidas", amenazó cierto día Hortensio. Caridad acabó sola, marginada en un mar tempestuoso y desesperado. Sus amigos de instituto le dieron la espalda, no se acordaron de ella, quién se iba a preocupar de la hija de una puta rastrera. Nadie le quiso echar un cable en el momento que más lo precisaba y se embargó en el desánimo más extremo. Además necesitaba ingresos para su supervivencia y no veía la manera. En esto que apareció Fulgencio, un guapín exjugador de fútbol de pelo largo moreno que había tenido pretensiones en el pasado de fichar por un club de primera. Lo conoció en un bar de Santa Martiria. El tío lo cierto era que prometía, pero su mala afición al alcohol, las juergas y las mujeres terminaron por ganarle la partida deportiva y darle un puntapié en los huevos por lo que, al final, su flamante historial futbolístico se truncó en una mierda inservible: no tenía trabajo y vivía de las golferías y los trapicheos que ya le habían costado un navajazo en la cara, y de sacarle un duro a la primera víctima femenina que cayera entre sus garras. Caridad, falta de cariño y desamparada, se prendó nuevamente de un desconocido, sin saber que sólo le acarrearía contrariedades en un futuro inmediato. Y en seguida le contó su situación sin ocultarle nada; quizá porque no tenía más remedio, desahogándose en un vaso (Fulgencio) que estaba a rebosar de fatalidades y de ahogo propio. Y Fulgencio, que era más espabilado, zorro y malicioso que ella, utilizando una labia algo ñoña y desinhibida que había aprendido en tantos días de callejeo crápula y noctámbulo, supo convencerla de que lo suyo para sobrevivir era ganándose un dinero fácil

donde tenía las mejores armas, las cuales ya había utilizado con los ricachones: Las de su encantador y voluptuoso cuerpo. Fulgencio se la folló ese mismo día con una ternura ficticia y desenfada digna del más perverso traidor, y Caridad intuyó que lo hacía porque en ella buscaba el afecto y el amor que no supo encontrar en las numerosas chicas con las que había retozado, según él mismo le contó previamente entre cubata y cubata de ron Cacique y Coca Cola. Al poco tiempo, Fulgencio hizo sus bártulos y se marchó a vivir con Caridad a Lo Campano. Una gran equivocación para la pobre chica. Ella, como inexperta que era en el juego de la prostitución callejera, fue acompañada y protegida al inicio de sus salidas por Fulgencio, dada su aprensión de que algo malo le ocurriera. Y ambos marchaban al malecón, un paseo rodeado de jardines y espesa vegetación, en donde se llevaban a cabo felaciones y cópulas entre los árboles o en el interior de coches con la premura de ser descubiertos in fraganti con los calzoncillos entrelazados por los tobillos y las bragas colocadas en el salpicadero. Una vez que Caridad se tuvo aprendido el recorrido y el trato con los clientes, quiénes podían ser más peligrosos y quiénes no, quiénes tenían caras de pagadores y quiénes de no pagadores, Fulgencio dejó de acompañarla y se dedicó a montar la guardia por su cuenta en los escasos bares y tabernas de la barriada, impregnándose su cuerpo de los vahos etílicos que lo transportaban por los aires en una especie de globo mental imaginario que comenzaban a volverlo agresivo, convirtiéndose en más borracho de lo que ya era, y constituyendo poco

después, harto de follársela y manosearla, un acicate a sus frustraciones de gloria deportiva, que se traducían en soberanas palizas a la pobre chica. Y Caridad, viendo que su príncipe azul era un sapo asqueroso, manchado de una vena egocéntrica y desalmada al que nada le importaba, empezó a guardarse dinero a escondidas para poder huir el día menos pensado de aquella barbarie impuesta a la fuerza por aquel hijo de puta. En esa situación andaba cuando se encontró con Natalio. Su salvador.

4 —¡El poder, Max, eso es lo más importante! —exclamó Hortensio Zapata mientras hacía acopio de la menestra de verduras regada con una salsa francesa de champiñones muy suave y acompañada de un exquisito Rioja—. A todos nos interesa el poder en mayor o menor medida. Sin él no se puede ser nada en este podrido mundo. No se tienen influencias ni contactos ni posibilidad de buenos y productivos negocios. ¿Quién si no piensas que gobierna el mundo? —Max se encogió de hombros sin responder— ¿Los generosos, los pobres de espíritu, los que se preocupan por los demás y hacen actos de caridad?, ¿los políticos, acaso? ¡Ni lo sueñes! El mundo lo gobierna quien administra bien dinero, quien lo posee, quienes tienen los cabos bien sujetos y los manejan a su antojo. Me refiero a las grandes empresas multinacionales y a los bancos, ellos son los que hacen y deshacen en el globo; los que tienen los billetes y, por tanto, el poder; todo ello centralizado desde los altas esferas ideológicas y religiosas, por supuesto, que son los que han entretejido todo este orden imperante única y

exclusivamente a su conveniencia, aunque pueda parecer mentira —añadió relamiéndose el labio superior—. El mundo se ha quedado pequeño, Max, convertido en un tablero de ajedrez donde se juegan las partidas de unos caprichosos: Hoy ponemos a éste, mañana a este otro; hoy montamos aquí, mañana desmontamos acá, y así continuamente, lo demás no importa. Todo está perfectamente organizado, todo encaja al milímetro. Pero gracias a Satán yo voy entrando también en el juego, yo y otros muchos más que como yo lo han elegido, y gracias a Él nosotros nos sumergiremos en los bastiones de los más poderosos; poco a poco, paso a paso, y sabremos engañarlos y ganarles la partida que tantos años han sabido mantener ellos solos. Satán me proporciona poder, y mi sueño es mandar, mandar sobre los demás. Es una satisfacción personal, un placer tan difícil de explicar la que me imprime que hay que vivirla para saberlo. El poder es una droga, Max, la mejor de todas. Por eso amo al Diablo más que a nada en la tierra. Yo le proporciono seguidores y él a cambio me da lo que deseo. Un asunto de intereses, así de sencillo. Toda esta conversación transcurría en un restaurante de alto abolengo de Santa Martiria: El Partenón; un lugar pequeño, recogido, entrañable, que destilaba intimidad y buen hacer. Un uniformado camarero llenaba la copa, bien fuera de agua mineral o de vino, pendiente siempre de que los platos estuviesen en su punto, sin llegar a producir sensación de agobio en ningún momento. Junto al estrecho pasillo, que desembocaba en el comedor, había una vitrina transparente con fotografías de personajes famosos del mundo del espectáculo y

las finanzas que en alguna ocasión se habían acercado hasta el Partenón en busca de sus apetecidos platos. Las imágenes llevaban estampadas su rúbrica y una dedicatoria simpática. Hortensio había tenido el placer de comer o cenar con alguno de los que aparecían sonrientes en la hornacina, sus contactos abarcaban cada vez a más gente, la mayoría pertenecientes a la "Familia", y eso se dejaba notar en sus fructíferas relaciones. Max tomaba un revuelto de espárragos verdes y langostinos junto con una Dorada al horno todavía humeante que estaba por finalizar. Procedía con una masticación lenta, jugosa en tanto que atendía a las palabras de un Hortensio exaltado. La luz del Sol se colaba por el tragaluz que había en lo alto de la pared y su rastro se desbordaba inclinado sobre la mesa en la que ambos se sentaban, iluminando con su inexorable paso el muro de ladrillos de adobe que les respaldaba con una tonalidad áurea. —Y mañana será tu oportunidad. Tu gran oportunidad de entrar en la “Familia”, Max; tal vez así vivas cien años o muchos más si ese es tu deseo — rió Zapata, que se pasaba la servilleta por su boca y después la posaba sobre las piernas, tal y como había aprendido de sus poderosos amigos. Él en su caso había tenido que aprender a base de fijarse en lo que hacían los otros, de corregir errores y, en ocasiones, de cometer ridículos clamorosos. Ésas eran las reglas de la alta sociedad, de los acomodados y ricachones donde Hortensio buscaba hacerse un hueco. Y Había que saber comportarse—. Todos los viernes nos reunimos en mi casa —prosiguió—, damos gracias a Satán por los bienes que

nos ha proporcionado y realizamos una ofrenda para que todo continúe así. —¿Qué tipo de ofrenda? —preguntó Max. Los ojos de Hortensio chispearon de un modo misterioso, frunciendo las cejas suspicaces, como si los rayos de Sol lo molestaran ahora al depositarse sobre su cara. —Siempre hay que dar algo a cambio, Max. Ya lo comprobarás mañana a las diez de la noche... Max se asustó, sospechaba en el fondo de su alma que el sacrificio que se iba a hacer sería con toda lógica el de un ser humano; pero el deseo de alargar su tiempo apaciguó el temor e incrementó su egoísmo. Estaba comprendiendo que había sido un tonto, que se había comportado como un necio, pues veía en los demás a unos triunfadores, gente que había conseguido lo que quería y él seguía en la trena de los fracasados. ¿Qué más daba entonces si moría alguien inocente? Él evitaba así que se produjera su propio fallecimiento en la fecha indicada por Estrella, la loca? "Quiero vivir, quiero vivir", se decía. Los miedos se endurecen, se enfrían, se quedan enquistados y perdidos entre sus paredes fibrosas, y dejan de ser opresivos y asfixiantes si hay una luz de esperanza cuando dan paso a otros sentimientos diferentes, consecuencia inevitable de la necesidad. A Max le estaba sucediendo eso exactamente. —Mira Max... —los labios de Hortensio se detuvieron en seco, levantó la copa, le dio un sorbo al delicioso vino, lo paladeó y continuó hablando—, he aprendido una cosa en esta jodida existencia, si se la puede llamar de algún

modo, y es que nadie te regala nada. La vida es un trueque de abusos e infidelidades a mayor o menor escala: Yo te doy, tú me das. Pero siempre intenta que tu beneficio sea el más rentable, peléalo, aunque luego resulte que no haya sido la mejor opción; lo importante es que tú creas que realmente has ganado y que has salido favorecido en la contienda —Max tomó nota en su cerebro, tenía que instruirse a marchas forzadas y sus neuronas trabajaban con una velocidad inusual a como normalmente estaban acostumbradas. Hortensio levantó el dedo índice y el camarero se presentó como un autómata a la mesa—. ¿Podría traer la carta de postres? —el camarero asintió con un "sí desde luego", cogió de uno de los carrito dos cartas y las entregó a los contertulios—. Por cierto —añadió, mientras su mirada se posaba cordial en Max—: creo que es mi deber invitarte a que te alojes en casa mientras permanezcas en Santa Martiria. ¿Te parece bien? —Me parece perfecto, Hortensio.

5 —No sé si seré capaz de hacerlo. Me da mucho miedo —respondió Caridad. Pero Natalio, a pesar del lenguaje tosco y desarmado que empleaba, de sus atranques y ambigüedades en el uso de las expresiones, de su nerviosismo y de su escaso intelecto, logró empapar sus palabras de una especie de esencia del verdadero convencimiento, de un estar en posesión de lo divino y lo real; y gracias a ello persuadió a Caridad para que tomara cartas en el asunto, entrando a formar parte de la venganza contra aquella secta adoradora de Lucifer. Tenía que ayudarlo necesariamente si Natalio quería llevar adelante los planes, él no podía hacerlo solo, era evidente que necesitaba a una persona con información de primera mano como la que podía proporcionarle Caridad acerca de la casa, y Dios le había brindado por tal motivo a esa compañera en concreto, estaba escrito en una futura Biblia de la que Hortensio se erigiría en protagonista indiscutible, en profeta y defensor. Ella, por tanto, debía de acatar y cumplir los designios celestiales que se le imponían.

Natalio le relató entonces los motivos de su llegada a Santa Martiria, de cómo había recalado allí siguiendo a un hombre que era poseedor del engendro diabólico en su cuerpo y que venía a encontrarse con otros que como él llevaban la simiente del demonio sembrada; Dios se lo había dicho y le había dado sobradas muestras de que tenía que acabar con ellos. Caridad ya tenía pruebas indudables de la maldad demoníaca de aquellos hombres al percibir con sus propios ojos la sala donde efectuaban las misas negras y los horribles rituales. Sabía que se reunían los viernes por la noche en casa de Hortensio porque se lo había dicho Níveo en más de una ocasión. Allí montaban los aquelarres. Debía, por consiguiente, de seguir a Natalio si quería salvarse del infierno demoledor que se le avecinaba en caso de negarse a colaborar, pues se pondría en contra de la voluntad de Dios y en tal caso tendría que atenerse a las fatales consecuencias. Había que poner los planes en marcha. No quedaba mucho tiempo.



El juicio final

1 Viernes por la tarde. Una hora antes de la reunión en casa de Hortensio. Max estaba dando un paseo por las calles de Santa Martiria. La tarde era esquiva, y un viento molesto se colaba con fuerza entre las avenidas. Reprimió su mala suerte porque el mal tiempo se conjuró precisamente ese día en venganza de la ciudad. Las nubes se apelotonaban en el cielo, nubes negras que parecían avanzar desbocadas y amenazar con colocarse todas juntas a la altura de Santa Martiria. De pronto, lo sorprendió una intensa lluvia y el viento calmó con el mismo ímpetu con que se había iniciado, dejando de zarandear los árboles a uno y otro lado, lo que resultó en cierto modo un alivio para Max dentro de lo malo. Se refugió en el interior de una cafetería que le cogía al paso. Esa tarde Max estaba nervioso, era su día clave: el día de aceptación de las reglas. Iba a dar su conformidad y no podía dar marcha atrás. Se sentó en una mesa que había al fondo, a la izquierda de la entrada. En cuanto cesara de llover o al menos calmara un poco, tomaría un taxi y se marcharía derechito a casa de Hortensio.

No quería retrasarse en su cita; lo estaban esperando muchas personas interesadas en conocer al nuevo Familiar. "¡Qué paradoja!", pensó. “El día que empezó todo se encontraba en el interior de una cafetería y hoy, que tenía que vérselas con el Diablo en un mano a mano, en un cara a cara con Él, también se encontraba en idéntica situación; suerte que ese día no tenía ningún funeral de por medio." Un hombre de cara apergaminada, cejas pobladas y canosas, y escaso pelo en la cabeza estaba sentado frente a él. Una larga y alisada barba blanca le colgaba de la barbilla y le daba aspecto de eremita. A Max le llamó la atención. Parecía estar ensimismado, en estado de aparente meditación. Miraba un cuaderno amarillo que tenía junto a su mano. Lo acariciaba, pasándole la mano con cuidado; de vez en cuando, lo golpeaba con los dedos y luego dibujaba círculos imaginarios sobre las tapas. Levantó la vista y se quedó mirando fijamente a Max, que torció la mirada hacia otro lado. No pretendía ser indiscreto ni resultar maleducado. El tipo volvió a estarse quieto y entró de nuevo en trance; se quedó observando el techo como si estuviera contando las bombillas que se incrustaban por todos los rincones de la escayola; seguidamente, abrió el cuadernillo y se puso a escribir en él. "Está como para hacerle una fotografía, así, tan pintoresco", opinó Max. "Quizá se trate de un filósofo", se dijo con sorna, pues parecía un anacronismo viviente sacado de un retrato de finales del siglo XIX y trasladado por medio de la máquina del tiempo de George Wells a la época actual. Max se encendió un faria; aprovechaba

momentos así para disfrutar de sus puros y recrearse con el humo. Aunque se mostraba inquieto, estaba de buen humor ese día. El camarero se acercó y Max pidió como siempre una copa de brandi, le vendría muy bien para entrar en calor su cuerpo, que se quejaba cada vez más los días que hacía humedad o que cambiaba con brusquedad el tiempo. Hortensio le había facilitado una copia de las llaves de casa para que dispusiera de ésta con total confianza mientras él estuviera fuera tratando sus inevitables y lucrativos asuntos de negocio. "Toma son tuyas. Así podrás darte una vuelta por Santa Martiria y conocerla mejor sin tener que depender de mis intempestivos horarios; te aseguro que dormirías muy poco si fuera así. Ya verás, Santa Martiria es un gran sitio; seguro que te gustará", le dijo sonriente. A Max le resultaba simpático Hortensio. Un tipo agradable que sabía lo que se llevaba entre manos; si bien debía de ser un hombre duro en su trabajo y hasta peligroso; después de todo se trataba de un mafioso, de un capo cuya virtud era la de despedir un extraño magnetismo capaz de amilanar a cualquiera que se le pusiera por delante. Así eran los líderes, y Hortensio, sin lugar a dudas, era uno de ellos. La noche precedente, antes de acostarse, Hortensio le había mostrado el altar sagrado. Se accedía a él a través de una trampilla que había disimulada bajo las escaleras que conducían al piso superior de la vivienda. Previamente, había que abrir una portezuela que estaba cerrada con candado y que daba al reducido recinto donde estaba dicha trampilla. Una vez abierta, bajaron al sótano gracias a una escalinata de madera que se asentaba sobre el suelo con algo de

peligrosidad, dada la excesiva inclinación de los peldaños. El sótano, que disponía de un amplio espacio, estaba pintado enteramente de negro; el suelo, recubierto de una madera de tonos envejecidos, donde se disponían varios bancos dispuestos en hileras al igual que en las iglesia. Había un olor penetrante que se entremezclaba con la saliva, dejando un regusto dulzón en la boca, algo empalagoso; tal vez consecuencia de los numerosos cirios repartidos a través de la estancia y que debían de encenderse durante las ceremonias. A mano derecha había un perchero con túnicas, también negras, las que usaban para oficiar la misa. Sobre las paredes había pinturas que representaban al demonio sodomizando a hombres y mujeres con caras desencajadas de placer; en otras se veían a todos ellos bailando juntos, cogidos de la mano y formando un corro alrededor del fuego reconfortante en cuyo interior danzaban más personas con gesto en apariencia despreocupado y alegre. Al final, sobre una base de mármol, se situaba el altar cubierto por un manto rojo tras el cual destacaba una cruz invertida que colgaba de la pared. Al lado de la cruz, presidiendo el centro de culto, había un enigmático cuadro de Lucifer de grandes dimensiones. Su cabeza era la de un chivo con dos grandes cuernos enrollados en espiral y dirigidos hacia arriba. Los ojos despedían fuego, lo que producía un efecto lacerante y calculador en su mirada, tanto, que a Max le dejó impresionado y algo receloso su contemplación. En la frente llevaba dibujada una estrella de cinco puntas. De su mentón salía una barba afilada en forma de triángulo. El cuerpo era el de un hombre de torso ancho, bien formado, en cuya espalda se desplegaban dos alas

membranosas, como las de un insecto volador. Por el contrario, las extremidades inferiores eran las patas y pezuñas de una cabra, entre las cuales pendía una verga membruda y amoratada que rociaba de orina el suelo. "Al Señor Amado le gusta marcar a sus fieles", comentó Hortensio en clara alusión al detalle. El brazo derecho lo tenía levantado y doblado a la altura del codo, con el dedo índice y corazón, extendidos y pegados, uno al lado del otro, mientras que los otros se recogían ocultos tras la palma de la mano. El brazo izquierdo estaba inclinado hacia abajo, con idéntica posición de dedos que en la mano derecha. Una luna en cuarto creciente se colocaba sobre su hombro cálidamente. "¿Quién habría pintado ese retrato?", se preguntó Max, que de sólo recordar la imagen se le erizaba el vello. Max apuró la copa de Magno y dio una profunda calada al puro. Cuando vino a darse cuenta, ante su sorpresa, el hombre de cara apergaminada, recorrido por una turba de rugosidades, que parecían caminos polvorientos, había desaparecido, lo que produjo en Max una fugaz tristeza sin saber explicar por qué motivo. En cambio, el cuaderno de pastas amarillas y cuarteadas permanecía sobre la mesa. En un acto solidario, de evidente buena voluntad, cogió el cuadernillo y salió al encuentro del individuo en la calle para devolvérselo. Torció la cabeza en ambas direcciones, pero no lo vio; únicamente, el trepidar del agua contra la acera y algunos coches que pasaban despidiendo de las ruedas la lluvia embalsada junto a las orillas de la carretera, daban fe de que el mundo no se hubiera detenido por momentos y de que la vida seguía su curso de forma

inexorable. Buscó entre sus manos el manuscrito y se decidió a abrirlo, la curiosidad pudo más que las buenas maneras y optó por no dejárselo al camarero si regresaba el hombre a por él. De todas formas, si venía y Max se encontraba todavía presente en el café no tendría inconveniente en esgrimir una excusa razonable que satisficiera las dudas del extraño personaje. Por alguna razón especial, el manuscrito le quemaba en las manos, le cosquilleaba los dedos con un súbito hormigueo, y ardía en deseos de abrirlo y ver qué había reflejado entre sus páginas. Entró de nuevo en la cafetería y se sentó. Las tapas no llevaban siquiera un nombre o título de referencia que le diera pistas de lo que había en su interior. ¿Por qué temblaba Max? ¿Por qué su pulso se había acelerado y entrecortado la respiración? ¿Qué era lo que le obligaba a actuar como si fuera un vulgar delincuente que se dedicara a robar e inmiscuirse en las intimidades ajenas de un desconocido? Muy pronto lo sabría. Cuando desplegara las páginas del cuadernillo.

2 —Aquí no nos verán, no se les ocurrirá venir. Irán directos al sótano, ciegos por empezar cuanto antes con el condenado tema —contestó Caridad, sin dejar de resoplar por la densa atmósfera que se había creado en el interior del cuarto trastero. Y es que el olor a combustible en aquel cuartucho de escasos cinco metros cuadrados, atestado de cachivaches e inutilidades, contiguo a la cocina de la casa, se estaba haciendo insoportable; y todo debido a que Natalio, con ayuda de Caridad "La Negra", habían rellenado varias botellas de vino con gasolina, refugiándose allí dos horas antes de la ceremonia, en previsión de ser los primeros en llegar y asegurarse así vía libre en el chalet de Hortensio. —Será mejor ventilar la habitación si no nos queremos asfixiar —repuso Caridad de inmediato. Al encaramarse para abrir la claraboya, sin querer, rozó con sus nalgas la bragueta de Natalio, que estaba sudoroso y calenturiento por la atracción que le

deparaba la visión y proximidad de Caridad, ante lo cual, inconscientemente, en una maniobra harto delirante, no pudo refrenar el agarrarla por detrás y apretujarla contra su cuerpo. Sentía su verga dolorida, a punto de estallar, una sensación nunca experimentada hasta entonces. De acuerdo que, alguna vez, se había despertado con la entrepierna mojada y el vago recuerdo de haber soñado con una mujer, pero aquella circunstancia en la que se encontraba era diferente. Su cuerpo estaba inflamado, salvaje, fuera de sí. Se preguntó si no sería por los nervios de encontrarse en una casa desconocida dispuesto a provocar una hecatombe sin igual. Pero no. No era eso. Era que no podía reprimir ese instinto perturbador que le tenía velado el seso y le hacía bufar como a una bestia en celo. —¡Eh! ¡Pero qué haces! Si continúas así nos descubrirán —exclamó Caridad con un deje mitad malicioso mitad sonriente, dando a entender que la situación le hacia gracia y no le molestaba en absoluto. Miró el reloj y vio que todavía quedaba tiempo por delante antes de la llegada de los primeros invitados. Pensó en Natalio, en su amabilidad, y en su casi seguro total desconocimiento ante el sexo. No había más que verlo, tan frenético, ofuscado y enrojecido que parecía iba a derramarse de igual manera que una cafetera cuando arroja humo y café por el orificio. Así que, en agradecimiento, decidió darle un regalito para aplacar sus ánimos encendidos. Si prolongaba ese estado, podría ocasionar una alteración en los planes previstos y pillarlos in fraganti, cosa que les costaría muy caro. "Hay que tener la mente fría antes de actuar, y tal y como está el

pobrecito le será imposible", dijo para sus adentros. ¿Por qué, entonces, no darle un caramelo al bueno de Natalio? En rigor, se lo merecía de verdad. Tantas veces la habían humillado, golpeado e insultado.... Y en cambio, Natalio había sabido portarse tan bien con ella, defendiéndola, incluso, en el momento que más lo necesitaba. "Dios aprieta pero no ahoga", pensó. Todo un caballero Natalio. —Espera... Así no... No tengas prisa, bruto. Estas cosas hay que hacerlas despacio —añadió, olvidándose del mal olor de la gasolina, del malestar que le ocasionaba su inhalación y poniéndose manos a la obra. Caridad se separó de Natalio a duras penas, más bien como pudo. Se agachó hasta sentarse encima de lo que parecía la caja de un aspirador y le abrió el pantalón, liberando un mástil rígido y nervudo que pedía a gritos ser relajado si no quería sufrir un ataque de priapismo allí mismo. Natalio jadeaba exultante, estaba confuso, muy excitado. No pensaba, todo le importaba un comino: si los cogían le daba igual, o si los mataban, o si surgía un terremoto que agrietara el edificio y los sepultara entre pilares de cemento y ladrillos rotos. Sólo ansiaba aplacar de una vez por todas aquella hoguera prendida en el bajo vientre que le atenazaba el cuerpo, la mente y el alma. —Tranquilo... Sin nervios... Déjame hacer a mí, tontorrón. Caridad cogió los pesados testículos, presionados en el interior de los calzoncillos, y se puso a masajearlos con una devoción calculadora, rotándolos entre las manos como si se tratara de dos bolas de billar; en un acto, entremezclado de suavidad y apasionamiento, que ella sabía realizar muy bien.

El pene de Natalio daba cabezadas contra la ingle, una y otra vez; quería tocar el techo o, inclusive, el cielo de no existir barreras físicas que lo impidieran, pues la sangre alcanzaba niveles desproporcionados dentro del miembro y pedía a gritos desprenderse de esa envoltura carnal que por desgracia la maniataba. Caridad sacó un preservativo de la cazadora, artilugio indispensable en el viejo oficio de la prostitución, y se lo colocó con la agilidad de una gacela, sin perder por ello el contacto de los testículos y sus meticulosos dedos. Ante la estrechez de la habitación no había posibilidad material para una buena follada, los chismes esparcidos de manera caótica lo impedirían y, además, ella llevaba vaqueros, cosa que dificultaría aún más el intento, decidiéndose por una felación in extremis que catapultara a Natalio al más pleno y satisfactorio deleite. Desplazó la mano a lo largo del miembro, subía y bajaba cadenciosa, mientras su boca engullía el glande y la lengua se contorneaba, precisa y serpenteante. Natalio emitió un rugido; miró hacia abajo y sus ojos se encontraron con los de Caridad, que le hizo un guiño picarón e imprimió más ritmo a sus acometidas. Natalio sintió un río de lava dispuesto a desbordarse, algo estaba atrapado en sus testículos, comprimido como en cajón, e iba a salir de un momento a otro. Se tapó la boca y apretó los dientes. El pubis se desplazaba hacia delante y atrás, descontrolado. Caían gotas de sudor por su frente, las cejas húmedas, los ojos irritados de sal. Comenzó a expulsar una ola de calor enrabietada que quería gritarle al mundo, decirle que aquello era lo

mejor que le estaba sucediendo. Ahora, sus caderas estaban locas, frenéticas, era imposible pararlas. Agarró la cabeza de Caridad y su mano se hundió en el pelo, perdiéndose entre aquel bosque mullido, acariciador, delicioso. Terminó de explotar, como un torrente cuando se precipita contra las piedras y las arrastra por el fondo, arremolinadas. Aullidos semejantes a los del lobo desgarraron su garganta. Caridad siguió tragando hasta notar que sus propias embestidas bucales, comenzaban a ser molestas para Natalio. Cuando todo acabó, quitó la caperuza del pene y la metió en una de las bolsas de supermercado que se perdían por el cuarto. "Para que te lleves un recuerdo mío, Hortensio", pensó despectiva. Luego, tomó un pañuelo y, cariñosa, limpió los residuos de semen de Natalio. Entonces, recordó el olor a gasolina, la claraboya, las náuseas que la embargaban, y que aún faltaba más de una hora para la cita.

3 La lluvia arreciaba contra los ventanales, su sonido se hacía denso, opresivo como el cascarón de un huevo, eterno; el cristal rechinaba trémulo de miedo, a pique de hacerlo añicos a juzgar por la virulencia con que el agua se desataba tras ellos. Los pocos que habían sentados en la cafetería atendían atónitos, ensordecidos por el espectáculo, un tanto apocalíptico. Un rayo iluminó de repente la calle, acompañado al poco del indefectible trueno, e hizo retumbar las sufridas cristaleras, puestas a prueba ese día por el temporal. —Lo que nos faltaba. Ahora se pone a granizar —indicó el camarero a su compañero, entretenido en limpiar con un paño el vaho que se había formado en la pequeña ventana de al lado de la barra. Max, lejos de prestar atención a la tormenta, abrió el cuaderno y se sumergió entre sus páginas, imbuido por una fuerza arrebatadora que lo empujaba implacable hacia su lectura. Se sorprendió ante la pulcritud de la escritura, ante su claridad e impecable factura. Una letra hecha a mano, digna del

mejor calígrafo, que apremiaba a ser devorada con los ojos. Comenzaba así: La mayoría de las veces uno no sabe bien cómo comenzar las historias. Ni siquiera sabe a quién va dirigidas en principio, o a qué se debe la desesperanza, el sufrimiento y la soledad que queda relegada entre líneas, como tinta invisible hecha de agua y limón, y que no percibe quien las lee. Lo que me motivó a hacer esto fueron unos hechos sucedidos hace algunos años y que sacudieron mi cabeza de tal manera que tambalearon todos los esquemas preconcebidos hasta entonces, cambiando mi concepción del mundo por completo en tan sólo un día; y de los cuales quiero dejar constancia para intentar que lo aprendido no se pierda en un mar de indiferencia; si acaso, sirva al menos para mayor evolución de uno mismo. Antes de entrar en materia, si se puede llamar de algún modo a este legado escueto hecho de mi puño y letra, debo de hacer una advertencia aclaratoria: A quien llegue el manuscrito no será por azar, casualidad, suerte o desgracia. No, se equivoca si piensa así. Será porque a él estaba destinadol que cayera entre sus manos, como me ocurriera a mí cuando viví el extraño suceso; que no crea pues que es por simple descuido. Espero haber acertado con quien me esté leyendo y no haber caído en saco roto. Seguro que no. Y todo lo que pueda acarrearle este encuentro será una causa más de las múltiples a que tenga opción. Nada más.

Max pasó la hoja intranquilo. Su rostro se tornó lívido; al contrario que las palmas de sus manos, que estaban sudorosas, calientes, dejando una huella perceptible en el borde inferior de la página. Miró hacia la puerta por si venía el hombre de larga barba y lo encontraba con el manuscrito en su poder. Se preguntó por qué lo habría elegido a él. ¿Es que no había más gente a quien dejárselo que a un simple viejo emperrado en seguir viviendo experiencias que se salían fuera de lo común? Max continuó leyendo la siguiente hoja. Todos nos hemos cuestionado alguna vez en la vida hacia dónde vamos, de dónde venimos, por qué estamos aquí o si existirá algo después de la muerte; preguntas éstas que, aunque no conduzcan a una meta bien definida, son el motor del mundo, las que promueven el avance de la ciencia, el surgimiento de las religiones o el progreso de la tecnología y demás ramas del saber humano. El que no se haya hecho alguna vez esas preguntas es porque es un completo estúpido. A propósito, eso me recuerda un detalle importante que me comentó en cierta ocasión un amigo: "La vida es una lucha continua contra un enemigo ficticio, si dejas de luchar es porque ya te han matado". Como le sucede a todos los necios que no se han parado a pensar un instante siquiera en las preguntas arriba indicadas. Los pobres desconocen que están muertos. Únicamente vegetan en el transcurrir del tiempo.

Tras este breve prólogo, comenzaré con mi vida, diciendo que me crié en un entorno familiar religioso. Mis padres me inculcaron sus ideas desde el principio sin dejarme otra opción. Busqué por consiguiente a Dios y creí encontrarlo. Mi manera de proceder se movió entre los cauces del más allá espiritual, en querer explicarme todo a través de la idea de Dios desde el punto de vista del catolicismo. Dios era el creador y el origen de todas las cosas que componen el universo; de esa manera llenaba el vacío existencial que me dejaba la ausencia de respuestas precisas. Consecuencia de ello: que estando en la escuela, me pareció percibir el susurro de su llamada. Y decidí hacerme seminarista franciscano, aprovechando la oportunidad que me brindaba el estar en un colegio de curas. Fui uno de los pocos que quedó atrapado en la idea de la fe católica. Mis compañeros brincaron a otras profesiones, a otras carreras, a otros oficios. Se hicieron médicos, ingenieros, abogados, comerciales... Yo, sin embargo, quería salvar al mundo de las injusticias, hacerme misionero, acabar con las penalidades y paliar el sufrimiento de los hombres, como hiciera Jesucristo dos milenios atrás. ¿Qué ingenuo por mi parte, no es cierto? Pero la juventud es endeble, ligera y alocada, y la madurez se deja pesar un poco más, sólo un poco más, lo suficiente como para deducir que los cimientos en que se asientan las bases de tus convicciones no son todo lo estables que uno se piensa. "Hay que tener fe y creer", me decía un superior. Ése era el gran dogma que todo lo explica y en lo que todo se centra, qué fácil y simple por su parte, ¿no?; sin pretender ahondar en la verdad de una manera más real o lógica; y ahí

quedaban relegadas mis dudas, dudas que iban dejando un sedimento cada vez más grande y espeso, y al que un día tendría que hacerle frente. Dada mi vocación, estuve durante largos años en diversos emplazamientos africanos. Lugares desolados a los que nunca pude habituarme a pesar del tiempo que pasé en ellos, lugares donde el dolor puede masticarse, lamerse, palparse; donde el padecimiento más extremo es como comer, beber o cagar, una necesidad fisiológica más a la que están acostumbrados, y la muerte se respira en cada rincón, en cada pedazo de árida tierra, en cada infortunada cabaña a la que diriges la mirada, sea norte, sur, este u oeste. Eso me marcó profundamente, una muesca agrietada se abría en mi corazón por cada segundo, minuto, hora, día, mes y año transcurrido, y comencé a alejarme del convencimiento de una existencia de Dios que guardaba atesorado en mis entrañas. ¿Dónde estaba si no el Dios Padre Benévolo que cuidaba de sus hijos? ¿Dónde? ¿Acaso podía ser tan terrible como para dejar morir a niños indefensos cuyo pavor se dibujaba en sus caras? ¿O a hombres y mujeres que no tenían culpa de nada, que sólo les pesaba el hambre como una losa de granito y morían con el vientre hinchado, hacinados en medio de su propia inmundicia y desdicha? ¿Saben lo duro que es morir de hambre?... ¿Lo saben?... No, seguro que no. Eso es algo que los occidentales tenemos descartado, una posibilidad tan remota en nuestros conceptos que no reparamos en ella. Una monja, que ejercía de enfermera en un hospital (¿hospital?) etíope,

cementerio de futuros cadáveres por la ausencia de medios, me dijo que en acontecimientos así es cuando más nos acercamos a Dios, cuando más sentimos su presencia y ayuda para fortalecernos. Mentira podrida, digo yo. Eso lo único que hace es recomerte por dentro, como la carcoma que se nutre de la madera, haciéndola frágil y quebradiza hasta despedazarla y convertirla en pura arenilla. Y comencé a sentir odio. Odio irrefrenable hacia Dios. Pero ese odio terminó por desaparecer. Se hizo frío, distante. Dejé de creer en el Dios del que me había empapado desde bien chico. Mandé la religión al cuerno y colgué los hábitos. Aun así, mi búsqueda no cejó. La idea de un ser superior se abatía sobre mis pensamientos constantemente, como un buitre en espera de que muera su presa para luego abalanzarse sobre ella. Debía de haber algo más. ¿Pero qué?... Volví a mi tierra natal, un lugar al lado de la costa frecuentado por el turismo y, gracias a la ayuda de un pariente cercano, monté un pequeño negocio de artículos de regalos para visitantes foráneos. Tenía que subsistir de alguna manera y esa era la más adecuada. No sabía hacer otra cosa y él se ofreció a enseñarme. Fue duro en los comienzos, pero todo lo que se hace con tesón y esfuerzo termina al menos funcionando medianamente bien. En mis ratos libres, que eran muchos, en particular durante los meses de invierno, aproveché para empaparme de toda filosofía y saber humano que

podía llegarme a las manos; quería paliar de algún modo la ansiedad que me producía el intentar comprender la idea de Dios, sin pretender por ello convertirme en un erudito en la materia, sólo estar informado. Para ello compraba libros sin descanso, de todo tipo: filosóficos, históricos, biográficos... Me suscribí a una empresa que mandaba libros por correspondencia a través de catálogo. En algún lugar debía de encontrarse alguno de los fundamentos que satisficieran mi ego y dieran con el premio de tan ansiada investigación personal. Pero pasaban los años y todo se me antojaba estéril, marchito. Atrás quedaron los días de religiosidad y catolicismo engañoso: la Iglesia era una farsa que lo único que pretendía era su mantenimiento a través de unos fieles esclavos que no tenían una percepción objetiva de la realidad, atendiendo sólo a lo que ésta les imponía sin pedir más explicaciones. Si tuviéramos en cuenta lo que la Iglesia ha hecho a través de la historia veríamos que todo estaba planificado según sus intereses, incluidos expolios y asesinatos por herejes, constituyendo un atraso para las sociedades creyentes de todos los tiempos. Envejecía emborrachado de pensamientos inútiles. Dios no debía de existir, era evidente. Sin embargo, mi corazón clamaba una y otra vez al cielo que quería creer, pero la razón, por otro lado, me golpeaba y decía que no, que era inconcebible e improbable. Muchas veces creí enfermar y volverme loco, pensé en dejarlo todo y dedicarme a vivir sin más contemplaciones ni preguntas. Si bien, no podía. ¿Era admisible que todo se redujera a unos años de vida y que ahí quedara todo? Mis

pensamientos, mis razones, mis experiencias acumuladas, ¿desaparecerían en una fosa tragada por la tierra sin dejar rastro de su paso por la tierra?... No. Me rebelaba a que fuera así. Indagué con desasosiego en los orígenes e historia de las civilizaciones, en los inicios de sus mitos y religiones: Pero todo se volvía contra mí. Las religiones surgían para encontrar una respuesta que, como yo, buscaba con ahínco, y así lograr una paz espiritual que aplacara sus temores. Todo en vano. Dios era una invención del hombre. No obstante podía existir un alma, una energía liberada. Quería llegar a la auténtica verdad, saborear la posibilidad de que cuando fuera a morir iría a un hipotético lugar donde el espíritu se remansa o, por el contrario y con tristeza, acatar que la única alternativa que quedaba era ser comido por los gusanos. Ese convencimiento, dentro de lo bueno o lo malo según la opción, aplacaría mi angustia y haría que lo que me restara de vida fuera, al menos, un poco más llevadero. Hasta que un buen día, estudiando unos textos religiosos de origen fenicio, compilados por un tal Filón—Biblo, y datados sin mucha solidez a fe del propio historiador, en el siglo II a. de C., percibí la idea más fiel que sobre la creación de la vida se tiene en la actualidad. ¡Exactamente igual a la que los científicos de nuestros días anuncian!, pero con una diferencia de siglos muy notable entre ambas teorías. ¿Cómo era posible un saber tan certero en aquella época? ¿Acertaron por azar, o se escondía algo más detrás de aquellas palabras? ¿Quizá una sabiduría acumulada de miles de años de la que los historiadores no querían dar crédito, pero que ahí estaba inmutable?

Escribo textualmente: "En el principio fue un caos oscuro y tempestuoso, sin límites y de infinita duración. Al cabo, este aire se enamoró de ciertos principios elementales de sí mismos y se realizó una unión que fue el origen de la creación de todas las cosas. Pero aunque no hubo intención consciente de este acto creador, con su abrazo el viento engendró lo que unos llaman fermento, otros putrefacción, y de éstas salieron las semillas de lo creado, y la generación de la vida...". ¿No sería este fermento o putrefacción, las cadenas de ADN que se recombinaron posteriormente en el caldo nutritivo y del que tanto hablan los científicos en la actualidad?... Podría ser sin duda. Una respuesta que, por lo menos, acertó a llenarme de alguna manera. A partir de ahí pensé que por fin había encontrado la verdad, aunque después no hubiera nada, sólo combinaciones matemáticas al azar que con el pasar de millones de años fueron capaces de generar seres vivientes. Eso era todo. Pero por lo menos era una respuesta. Mi búsqueda, de alguna manera, comenzaba a dar sus primeros frutos... Hasta que me topé con aquel hombre... Un trueno sacó a Max de su estupor. Dejó la continuación del relato y se rascó la frente con sus dedos. Afuera la lluvia formaba una cortina de agua y no dejaba ver nada, ni siquiera con el trasluz efímero de los rayos que se colaban

por las cristaleras. Oyó a un cliente que acababa de cobijarse en el café comentar que se estaba inundando la carretera y que el tráfico estaba colapsado. Venía con el abrigo perdido de agua. Max recapacitó: Todos sus pensamientos caían en una estructura inextricable, de difícil complejidad. Tenía por un lado a una mujer que había vaticinado su muerte y la aparición de su hermana. Por otro, a un grupo de personas que adoraban al diablo. Y en tercer lugar, a un hombre que le había dejado una misiva y que le decía que había logrado dar con la inexistencia de Dios, eso era lo que se deducía de lo que había leído por ahora, aunque el relato continuara unas páginas más allá. Y él, ¿dónde encajaba? ¿Debía de hacer caso a todo lo que había vivido en tan pocos días o era sólo un espejismo, un sueño fingido que lo estaba volviendo loco? ¿O acaso merecía la pena mandarlo todo al carajo y dejar al mundo correr? ¿Cuál debía de ser su postura? ¿Cuál?

4 —Ssshhh... Calla que viene alguien —susurró Caridad, agazapada sobre el suelo de adobe en un movimiento reflejo al oír que se abría la puerta principal. A Natalio por el contrario se le agitó la respiración y dio gracias al cielo por haberlo tenido en cuenta para un caso de esa envergadura. Se sentía orgulloso de dos cosas: de haber mantenido "relaciones bucales" por primera vez con aquel ángel bendito y de que se iba a cargar unos cuantos perros rabiosos por obra y gracia de Dios. Max y Níveo penetraron en el recibidor acompañado de una mulata. —¡Tienes una casa maravillosa, mi amoor! —dijo admirada la mulata al ver la suntuosidad de la mansión. Vanesa acababa de llegar de Colombia hacía dos días, pues últimamente los contactos de Hortensio se habían internacionalizado, puestas las miras en dirección Sudamérica, y la pobre ignorante creía que su futuro podía cambiar fácilmente tratando con tiburones de esa calaña—. ¿Cuándo llegará el resto pá montar la fiesta? —añadió con deje

perplejo, admirándose a la par de su propia silueta en los espejos rectangulares que cubrían por entero una de las paredes de la entrada. Las curvas de su cuerpo se reflejaban palpitantes, prominentes y lujuriosas. Hortensio buscaba las mejores hembras para este tipo de trabajo, como esperaría el Señor Amado de él y de un trabajo bien hecho. —No te preocupes están al llegar. Suelen ser puntuales —indicó Hortensio, al que se le levantó una ceja sibilina, enviando condescendiente una sonrisa a la chica. Lo que la puta desconocía es que ella era la presunta víctima del sacrificio. Más le valía no tener idea de que su destino se iba a acortar tan drásticamente, saber que uno va a morir dentro de muy poco aviva el instinto de supervivencia y podía trastocar los preparativos de la ceremonia. Todo iba a ser muy rápido. Níveo llevaba el cloroformo en el bolsillo, esperaría a que llegaran los invitados y luego le aplicaría por sorpresa el trapo en el rostro, como hacía siempre de forma meticulosa para que el ritual anduviera lo más tranquilo posible. Una vez dormida la pondrían en el altar desnuda; como única prenda llevaría el celofán en la boca por si despertaba antes de sacarle las entrañas y varias cuerdas atándola de pies y manos. Níveo se mostraba deseoso de empezar cuanto antes. El sacrificio de un cuerpo humano y el disfrute sexual con las mujeres de los asistentes le producían una fuerte excitación. Había varias mujeres que le gustaban con locura, ricachonas y esposas de hombres adinerados que estaban de muy buen ver, y que durante la ceremonia se mostraban

hambrientas de sexo, sin existir tabúes ni clases sociales de por medio. Todos follaban con todos, como animales en celo, del mismo y de distinto sexo, según las preferencias de cada cual. El final siempre consistía en una tremenda orgía, embadurnados los cuerpos con la sangre de la víctima y el semen de los participantes, lo que acentuaba aún más el frenesí. Muchas veces Níveo se había preguntado el porqué de esa experiencia tan placentera, y bien que lo sabía sin duda: el Demonio era una aliado de la sangre y si era el de una virgen inocente mucho mejor, y no digamos el de una monja, pero en los tiempos que corrían era muy difícil conseguirlas y tenían que contar con las existencias que había en almacén, como muchas veces comentaba con negro humor su jefe. Al entrar al salón, Hortensio señaló el minibar. —¿Te apetece tomar una copa? —indicó Hortensio a la mulata. —Un JB con Coca Cola no me vendría nada mal mi amoor. Níveo se fue derecho a donde estaban las bebidas. Sacó los cubitos de un pequeño frigorífico que había bajo la barra, los puso en vaso largo, sacó una rodaja de limón que aguardaban preparadas en un recipiente y preparó la mezcla. El timbre de la cancela sonó entonces por dos veces. —¡Vaya, parece que ya comienzan a llegar! —dijo Hortensio con entonación alegre. Estaba deseoso de empezar cuanto antes, más cuando un nuevo adepto, como era el caso de Max, iba a tomar los hábitos. Níveo, presuroso, le tendió la copa a la bella mulata y fue hacia el fonoporta. Comparecían los primeros invitados.

5 El tiempo avanzaba feroz, mano enguantada que inexorable aprieta el cuello con firmeza hacia la hora de cita de Max; pero éste continuaba sumergido en el texto, como distraído y ausente de su entorno, sin reparar que los segundos pasan devorados por las manecillas del reloj y lo distanciaban un abismo del encuentro con los feligreses satánicos de no caer en la cuenta. El tiempo, su gran dilema; difícil e incomprensible palabra la mayoría de las veces, malgastado en gran medida por el inconsciente Max, aunque nunca se sepa con certeza si es mejor ser un inconsciente a calentarse la cabeza con inquietudes hueras que no conducen a ninguna parte. Sin embargo, ahora, que se le presentaba la oportunidad de su utilización hasta límites insospechados si aceptaba el trato con el Señor Amado, se manifestaba al unísono otra cuestión importante: el sucinto manuscrito del "eremita", que no tenía desperdicio para él y avivaba su deseo de conocimiento.

Una calurosa mañana de primavera, hace ya quince años, venía de recoger cierto material de regalo de una fábrica que me cogía no muy lejos de mi habitual lugar de residencia. Cuando quedaban unos cuarenta kilómetros para llegar, divisé junto a la carretera un hombre haciendo autostop. No suelo recoger a nadie, pero ese día sentí pena por él debido a lo caluroso del tiempo, y decidí apiadarme de aquella figura solitaria que estaba apartada en el arcén sin más carga ni equipaje que su sola presencia. Me sorprendió un tanto su indumentaria, ya que la temperatura debía de rondar los veinticinco grados; sin embargo, ese hombre vestía un traje de chaqueta impecable, enteramente blanco al igual que la camiseta y los zapatos que portaba. Los cabellos los llevaba largos y eran de una tonalidad muy rubia, casi blanquecinos. Detuve el vehículo y el hombre esgrimió una sonrisa de agradecimiento al abrir la puerta. Sus ojos eran de un azul penetrante, como aguijones de abeja a punto de lanzar su ofensiva sobre la piel de una criatura, pero en vez de veneno vayan cargados de un increíble y dulce elixir. "¿Adónde va?", le pregunté. "Hacia cualquier parte", contestó, y se sentó con toda naturalidad a mi lado. Si bien me sentí incómodo al principio, (mi charla no es que sea muy natural, menos aún cuando me siento forzado a decir algo así porque sí por el solo hecho de pretender ser educado), pues permanecimos callados durante unos diez minutos. Era un silencio sepulcral, tenso por mi parte. Ahora recuerdo que ni tan siquiera nos presentamos, ni me tendió la mano, que siempre las conservaba ocultas en los bolsillos de la chaqueta. Me quedé por ende sin

conocer su nombre ni él el mío. De pronto me miró, y sus ojos se entreabrieron suculentos hasta impregnarme con esa mirada inocente que poseía. "¿Crees en Dios?", acertó a decir a bocajarro. No supe qué contestar al decírmelo a bocajarro y me limité simplemente a esbozar con el cuerpo un ligero encogimiento de hombros. "Si tú supieras las vueltas que le he dado al asunto", pensé para mis adentros. Él volvió a reírse y, después de aclararse la garganta, comenzó un monólogo con voz diáfana, suave, como el profesor que habla con un alumno aplicado, y que se quedó grabado en mi mente palabra por palabra, sin obviar ninguna después de tanto tiempo. Vino a decir esto, poco más o menos, en fiel reflejo a mi memoria. "La necesidad de creer en una entidad suprema es algo inmanente en el ser humano y su búsqueda se traduce en una ansiedad perpetua: queremos parecernos a Él, identificarnos con Él mediante la continua superación, día tras día. Esa superación es producto de nuestra insatisfacción, siempre deseosa de lograr la felicidad, pero sin alcanzarla jamás, y descubrimos al propio tiempo que, tras la resolución de un problema concreto, se nos plantea un problema y una necesidad nuevos. Siempre se dibuja un horizonte diferente que lograr, nuevas necesidades que resolver. Y todo por querer alcanzar la naturaleza misma de Dios. Pero eso es algo imposible, naturalmente, ¿y sabes por qué? Porque tenemos la idea equivocada de que existe un sólo Dios que nos protege, que nos cuida, y eso no es cierto. Dios, lo que creemos que es únicamente un Dios, en realidad son muchos, infinitos, muchos más de los que pueda asimilar

la mente humana. Y para colmo no son exactamente dioses, sino seres variados que se encuentran en diferentes planos físicos y, al mismo tiempo, en nuestro mismo plano, aunque nos es imposible tener la verdadera sensación de que estamos junto a él. Unos son más parecidos a nosotros y otros muy diferentes, y forman parte de un todo. Ese todo es la vida, que tiene inteligencia por sí misma, un ser capaz de desarrollarse espontáneamente en cualquier momento siguiendo una escala evolutiva previa a base de múltiples combinaciones y condiciones que se generan en el Universo; es decir, los seres más simples son los primeros en crearse, luego se van transformando en más complejos y así sucesivamente. Pondré un ejemplo muy simple para que puedas comprenderlo mejor... Max hizo una breve pausa para encender uno de sus infatigables puros. Su turbación iba en aumento conforme avanzaba la lectura, incapaz de caer en la cuenta de que la tromba de agua y aparato eléctrico ya habían cesado y de que tenía un compromiso pendiente. Y siguió leyendo, lejos de levantar la vista del manuscrito, con el puro presto a ser consumido entre línea y línea.

6 —Níveo, acércate hasta la cancela del jardín y espera a Max. No creo que tarde mucho ya —dijo Hortensio con ceño de preocupación, viendo que eran las diez y cinco y Max aún no había llegado. Hortensio era un fanático de la puntualidad y no le gustaba en absoluto tener que esperar a nadie. Estaba realmente indignado, tenía a todos los invitados en el sótano, vestidos con las túnicas a excepción del más importante en aquella noche. La mulata estaba tendida sobre el altar, dormida bajo los efectos del narcótico, dispuesta a ser sacrificada en aras del Señor Amado. Y aquel maldito viejo sin llegar. "Quizá haya tenido un contratiempo", pensó disculpándolo. Pero la excusa tendría que ser muy buena para reprimir su disgusto. Mientras, refugiados en el trastero, Natalio y Caridad aguardaban impacientes ante la perspectiva que se les avecinaba. —Vamos a darles tiempo —dijo Hortensio con la oreja colocada en la puerta, observando que todo estaba tranquilo ahí afuera—. Cuando haya pasado

un cuarto de hora, saldremos y acabaremos con ellos. Vamos a achicharrar a esos hijo putas. ¡La ira de Dios caerá con todo el peso de la ley y los partirá en dos! La exclamación de Natalio enardeció la sangre de Caridad, que se sentía excitada porque se aproximaba el momento de actuar. Inspiró varias veces seguidas para aplacar los nervios y el temblor de piernas. Era consciente de que se jugaban la vida si fallaban y su mente discurría a pasos acelerados. —Cuando tú me digas, entramos en acción —apuntó Caridad, que frotó la espalda de Natalio para darle enfebrecidos ánimos—. Tengo ganas de empezar cuanto antes. Níveo se encendió un pitillo. "Menos mal que ha dejado de llover", se dijo. Debido a las inclemencias del tiempo, la calle estaba desierta y la soledad de permanecer allí plantado como una mierda de perro depositada en la acera se le hacía insoportable. Estaba deseando que llegara Max. Las luces de un coche asomaron por la esquina. "Ojalá y sea él", apremió. Sin embargo, el coche pasó de largo y se adentró en el garaje de uno de los chalets de enfrente. Níveo le dio una profunda calada al cigarrillo y lanzó la humareda hacia lo alto, como un apache haciendo señales de humo en espera de una contestación precisa. Luego, comprimió la boquilla entre dos de sus dedos y lo lanzó en medio de la carretera. Las brasas chisporrotearon antes de apagarse en el suelo encharcado. Miró su reloj de nuevo. "¡Me cago en Dios!, imprecó. "¡Y este tío sin venir!". Caridad abrió cautelosa la portezuela y sacó la cabeza. Le hizo una señal a Natalio de que el campo estaba libre. "Podemos salir", dijo; y Natalio agarró la

bolsa con los cócteles Molotov igual que si se tratara de una frágil pluma. Se movieron despacio por la cocina para hacer el menor ruido. Caridad sentía un golpeteo en las sienes y oía las contracciones de su corazón recorrer las paredes del conducto auditivo con un silbido extraño. No era miedo exactamente lo que se notaba, sino más bien una especie de excitación, un cosquilleo en el vientre que le complacía, como tener un orgasmo cuando se llega al estallido final, pero sin acabarse nunca. En aquel momento sería capaz de ponerse a follar con Natalio si se lo pidiera de lo mojada que se encontraba. Quizá fuera el efecto previo a una matanza. ¿Y por qué no? Había visto películas de asesinos en serie en donde éstos experimentaban un gran placer antes y durante el proceso del crimen. Llegaron al cuartito donde estaba la trampilla. Natalio abrió el macuto, sacó los cócteles y los alineó en el suelo. Con posterioridad, desenroscó los tapones y les puso la mecha. —¡Ya está! ¡Cari, prende la mecha y abre la trampa cuando yo te diga! —le indicó mientras cogía una botella con cada mano. Caridad encendió el mechero desechable y aplicó fuego a ambas mechas—. ¡Ahora! —ordenó Natalio—. ¡Ábrela ya! ¡Rápido! Caridad, diligente, descubrió la trampilla. Varias de las personas que estaban allí dentro levantaron la mirada hacia el hueco creyendo que era Níveo con el nuevo adepto, pero el semblante se les demudó de pronto de puro terror al sentir que Natalio estrellaba las botellas con estrepitoso ruido contra el suelo y

una lengua de fuego devorador inundaba la habitación. Se oyeron gritos despavoridos. Los que estaban más cerca, viendo que las escaleras eran la única salida posible, se abalanzaron sin pensarlo dos veces sobre las llamas que les cortaban el paso, y entonces sus ropas, favorecidas por el material de que estaban hechas las túnicas, se impregnaron ávidas de fuego, ardiendo con idéntica facilidad que las mechas de los cócteles. Otro grupo de siete personas se refugió en el fondo de la estancia, retardando quizá el instante preciso de la muerte, pues el fuego no tardaría mucho en extenderse en aquella dirección hasta convertirlo todo en un horno crematorio. Hortensio, que era uno de los arrollados por las llamas, apretados los dientes en un gesto mitad rabia e impotencia mitad dolor y miedo, subió de tres en tres los peldaños y, aunque consiguió llegar a lo alto y agarrarse a la pierna de Natalio, afianzándose a ella como única vía de esperanza para escapar, no tuvo suerte, nada pudo hacer contra la violenta acometida del pié de Natalio y cayó rodando escalinatas abajo. Una vez más Hortensio mostró la férrea voluntad que le caracterizaba, negándose a la evidencia de la llegada de la muerte. Su carne se volvió a entremezclar con las enfurecidas llamas y tuvo, por fin, que dar su brazo a torcer. Alzó las manos en un acto expiatorio, tal vez buscando la posibilidad de redención por parte del Señor Amado para que lo acogiera en su seno. Un fuerte olor a chamuscado brotaba de la habitación y penetraba en las narices de Natalio junto con la densa humareda que se estaba comenzado a formar allí abajo. —Dame otras dos botellas —chilló eufórico mientras se restregaba los

ojos. Caridad le acercó nuevos envases. Natalio, que se reía a carcajada limpia, fuera de sí, volvió a estrellar las botellas, cayendo una de ellas directamente sobre la cabeza de una de las mujeres, y su pelo ardió como el mismo infierno, y su cara horrorizada se convulsionaba por el fuego, las mandíbulas las tenía desencajadas, pero esta vez no por el deleite, como le sucediera al difunto Roberto Valverde en su encuentro con el Diablo en la nave abandonada, sino de espanto y sufrimiento. A ciencia cierta, nadie sabía quién era el individuo que estaba allí arriba, riendo como un poseso embravecido. En rigor, tampoco importaba ya, pues lo único que querían era sobrevivir al incendio, aunque resultaba imposible: el fuego avanzaba implacable en su destrucción, extendiéndose por todo el sótano y subiendo apremiante por las paredes y el techo. —Dame las dos últimas, que de aquí no se escapa ninguno vivo —gritó Natalio. Por otro lado, Níveo, cansado de esperar a Max, se fue a darle recado a su jefe. Se iba a poner furioso, lo sabía, pero qué otra cosa podía hacer sino darle la mala noticia. ¡Qué remedio quedaba!, tendrían que empezar sin él y con la consiguiente bronca que le esperaba. ¡Como si él tuviera la culpa de aquello! Nada más abrir la puerta y penetrar en casa, le vino un fuerte olor a quemado y se percató en seguida de la humareda que salía del pequeño cuarto. Su reacción inmediata fue la de dirigirse a toda prisa hacia el sótano y ver lo que

se podía hacer. Allí se encontró de repente con la presencia de Caridad y Natalio. "¿De dónde habían salido esos dos desalmados?", se preguntó con estupor. "¡Eh, ¿pero qué hacéis?!", reprobó atónito. Tenía que actuar rápido, su fuente de ingresos se encontraba seguramente friéndose unos metros más abajo. A Caridad la agarró por el cuello y le dio un tremendo codazo en el pómulo; los huesos de la cara crujieron como mástiles de barco en un mar revuelto, y su cabeza se golpeó contra la pared, perdiendo el sentido. Natalio dio media vuelta y se vio las caras con su oponente. Todavía permanecía con una última botella en las manos. Forcejearon. Níveo era un hombre robusto y fuerte, pero notó la superioridad inconmensurable de su opositor, aunque contara con la ventaja añadida de que Natalio sólo utilizaba una mano, puesto que no se resignaba a dejar el cóctel Molotov. Níveo le lanzó un puñetazo, pero Natalio le atajó la mano en el aire antes de que impactara en su rostro y se la retorció como se retuerce un tornillo. Un grito de dolor surgió de la boca de Níveo, y éste le envió una patada a los huevos que acertó de pleno. Natalio no pudo hacer más que soltar la botella ante el imprevisto suplicio, con tan mala fortuna, que se partió en mil pedazos al caer. La ignición de la gasolina los envolvió a ambos, se enzarzó entre sus ropas; aún así, no dejaban de combatir cuerpo a cuerpo, con los ojos inyectados en sangre, llenos de odio, intentando estrangularse el uno al otro. En ese instante no valían ya las religiones ni los credos, ni Dios ayúdame ni Satán soy tu hijo, era cuestión de salir con vida de aquel desaguisado que se estaba poniendo muy feo. Hasta que llegó un momento en que ambos se

doblegaron ante la supremacía de las llamas que surgían del suelo y terminaron por verse arremolinados entre ellas, muriendo calcinados en medio de una escena dantesca. La única que sobrevivió fue Caridad que, tras la fugaz semiinconsciencia, salió corriendo de allí. A ella por lo menos no la iban a atrapar las llamas ni la policía, que no tardaría mucho en acudir a causa del incendio y tendría que dar cuenta de lo acontecido. "¡A tomar por culo Dios y el Diablo. Yo me voy de aquí". Su aventura bíblica había terminado.

7 "Una hormiga puede subir por nuestro pie, desconociendo que asciende por un ser inmenso en proporción a su tamaño. Nosotros, que en teoría somos mucho más superiores que ella si cabe, más sofisticados anatómica y orgánicamente, somos sus dioses, pues en un momento dado podemos aplastarla entre los dedos, o cambiarla de lugar, y ella nunca podrá explicarse lo que ha sucedido. Tenemos la capacidad de manejarla a nuestro antojo si nos lo proponemos. Para la hormiga, sin embargo, nuestro zapato es un mero accidente del terreno, el cual tiene que sortear si desea llegar a su hormiguero. Está tocando a un Dios, pero no advierte la noción de que es así. No tiene la más mínima idea de que está a su lado palpándolo. Es un mismo plano y a la vez otro plano físico diferente". "De igual manera nos ocurre a nosotros: somos juguetes en manos de los dioses que se han apercibido de nosotros, bien por accidente bien por vana coincidencia. Yahvé y el Diablo son los dos seres que nos han descubierto y nos someten a sus caprichos al igual que algunos científicos utilizan los cultivos

bacterianos para emprender sus estudios; somos un experimento pues. ¿Con qué fin o resultado?... Desconozco su finalidad, simple capricho tal vez. Pero ellos dos son mortales, como los son los seres humanos, y llegará un momento en el que les toque morir: todo muere para volver a renacer, pues somos energía, y la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma". "Por otro lado, está el universo, nuestro universo, que, como sistema complejo y energético que es, en constante movimiento, forma parte de la estructura de un átomo, que a su vez se reúne en más átomos para generar vida y materia. El átomo por mucho que se quiera dividir siempre será infinito y cada una de las ínfimas partículas constituyen otros sistemas planetarios, otras galaxias, otros universos con un tamaño tan diminuto que no es posible detectarlo, no está a nuestro alcance. Y de igual modo ocurre si invertimos el proceso, es decir, nuestro sistema solar puede ser un electrón que gira en torno a un núcleo, la galaxia, y esta, a su vez, está en unión con otras galaxias, y éstas con otros universos que forman más átomos. Los mundos son infinitos, tanto si aumentamos en tamaño como si disminuimos. Quizá el nuestro se encuentre formando parte de la célula hepática de un ser superior. ¿Quién sabe dónde nos encontramos?... Ése es el secreto de la vida, no hay más. Y el hombre dentro de estos aconteceres busca su verdad, la verdad que se inventa, la que más le conviene y que piensa es la mejor. Todo es un engaño, nada es real, porque la realidad hace aguas en tanto no nos interesa y la gente prefiere no descubrirla por miedo",

terminó de decir. Sus palabras me parecieron milagrosas, casi proféticas. Parecían las palabras de un iluminado. ¿No obstante, por qué decía esas cosas con tanta seguridad? Tenía tantas cuestiones que hacerle... Pero a continuación me dijo que hiciera el favor de parar en una gasolinera a la que estábamos llegando, era sólo cuestión de un momento, iba al aseo. Detuve el coche y, al apearse, fue cuando sacó las manos del bolsillo y me fijé estupefacto en que los extremos de sus falanges carecían de uñas, ¡estaban ausentes por completo! ¿Quién era ese hombre, si se trataba en verdad de un hombre?... ¿Quién?... Pero me fue imposible saberlo, pues el hombre nunca más regresó. Estuve esperándolo ansioso; sin embargo, ya no vino. Di una vuelta por los alrededores de la gasolinera. No había rastro. Desapareció para nunca más volver. Es extraño las vueltas que da la vida, las situaciones que se dan, que, pareciendo casualidades, son hechos que a uno le suceden si se está alerta, aunque a simple vista parezcan fortuitos, víctimas del azar. Y no es así. Todos estamos determinados a lo que buscamos. El abanico de posibilidades se abre ante nuestros ojos y surgen las informaciones que deseamos. Ahora usted, como yo, sabe lo mismo, espero que le abra algunas puertas a su búsqueda y le sirva, al menos, de algo. No por ser un viejo al otro

lado de mi mesa, con cara de aburrido, se quedará sin respuesta. No se preocupe amigo, llegará muy pronto. Hágame caso. Nunca es demasiado tarde, mal que le pese... Max se descompuso. ¡El eremita le había dedicado las últimas líneas! ¡Cuando lo vio escribir esa misma tarde, era para él! ¡Lo había elegido por alguna razón en particular y había decidido entregárselo! Presa del desasosiego, tembloroso, no se le ocurrió otra cosa que rebuscar con la mirada entre los escasos clientes de la cafetería por si el eremita se encontraba sentado entre ellos, riéndose de Max a carcajada limpia porque se trataba simplemente de una broma de mal gusto. Entonces fue cuando reparó en el reloj que descansaba sobre la repisa de las bebidas: eran las diez y media. Sin querer se había retrasado. Alarmado, llamó al camarero y le pidió por favor que llamara a un taxi. A los pocos minutos vino el taxi y se marchó directo a casa de Hortensio Zapata. Cuando estaba cerca se percató del resplandor anaranjado que sobresalía por entre las casas colindantes, dos manzanas más allá. Un vago presentimiento holló su cerebro. Algo marchaba mal, estaba convencido. Al doblar la calle fue cuando vio las luces de las sirenas dando infatigables vueltas y el ulular de los camiones de bomberos, el furgón de la policía y varias ambulancias. Sus temores no eran infundados: la casa de Hortensio se debatía agonizante entre el fuego, que asomaba por las ventanas, irradiándose hacia los árboles más cercanos del

jardín. Buscó con la mirada a Hortensio... a Níveo... por si estaban asistiendo al espectáculo entre la turba de público que se agolpaba curiosa frente a la vivienda. No los veía. Sin duda estaban allí dentro atrapados. Esperó varias horas hasta que el incendio fue por fin sofocado. Vio salir los cadáveres cubiertos con virginales sábanas blancas. Dado el trasiego y la premura de los enfermeros en el traslado, los cuerpos botaban sobre las camillas; se notaban arrugados, enjutos, deformes. Uno de los fallecidos tenía el brazo estirado y asomaba rígido fuera de la sábana, tan negro y tenebroso como una noche sin luna. Habían muerto todos.



La guadaña

1 Desde la noche del incendio, Max había decidido refugiarse en su pueblo natal y abandonar la compañía del Diablo; creía haber elegido bien, como le indicara su difunta hermana aquella confusa noche, aunque su aparición presupusiera, pues tenía serias dudas al respecto, un sueño inmerso en otro sueño y no un hecho real como había creído en principio. La monotonía, de nuevo, había regresado a su vida, pero esta vez era una monotonía decidida por él mismo, acatada voluntariamente. Aunque una cosa tuviera clara a partir de entonces, y es que el pensamiento puede explicar muchas cosas si se ahonda en él, si se mantiene una especie de cópula bien avenida con las ideas. Merecía la pena, entonces, el conocimiento y la experiencia acumulados en los días previos y posteriores que vivió en Santa Martiria, porque esas vivencias, aunque efímeras en el tiempo, le habían servido de mucho, sobre todo para proseguir con una cierta dignidad en el camino del devenir, alimentando así el vacío que le dejaba la propia existencia. "Porque el secreto de

la vida está en la curiosidad que experimenta el hombre sobre todo lo que le rodea", se decía a menudo. Ahora se dedicaba a sentir los fugaces momentos, los pequeños instantes en los que nadie parece reparar y que se dejan escapar de entre las manos porque se tachan de inservibles. Ya se sabe que, hoy en día, a todo se le pone etiquetas y elevado precio. Muchas veces, Max se escapaba al campo o se sentaba en una plazuela, y se fijaba en las flores, en el ir y venir de los pájaros de rama en rama, en los árboles asilvestrados que están allí plantados desde muchos años atrás sin un sentido aparente. Pero sí que lo tenían, como tenía sentido cada gramo de tierra, cada pedazo de roca inerte arrumbada entre los matorrales secos, cada montaña puesta en la lejanía, cada nube que surcaba el cielo, cada puesta de sol... Formaban parte de un todo, estaban colocados allí por alguna razón. Max pensó que si al final de la cadena, al final del túnel inextricable, no estaría colocado Dios; la esencia pura de la vida y la energía. Todos éramos Dios sin saberlo. ¿Por qué no? Si pensaba de esa manera no le daba miedo la muerte, se le hacía más llevadero el final. Esperaría paciente a que su hora llegara, y se marcharía como el que espera un tren para salir de viaje a un desconocido país, a un territorio por explorar. Encontrara lo que encontrase, tras sobrepasar la frontera, le bastaría; todo el mundo muere sin remedio. ¿Para qué tener miedo, entonces, si es inevitable? La muerte tiene la misma acepción que el nacimiento, es un discurrir

entre dos etapas, y entre ambas vamos dejando nuestro granito de arroz, plasmando nuestras experiencias, aunque éstas sean escasas. Lo bueno de la vida era saber aprovecharla, apercibirse de todos sus detalles por insignificantes que parezcan. Eso era vivir. No vivir para tener más y acumular riqueza material. Las necesidades las creamos nosotros o dejamos que nos las creen. Tontos de nosotros. Lo mejor era romper con ello y hacer caso a las señales "casuales" que se le presentan a uno día a día. Sólo así dejaremos de ser esclavos de la vida, de estar muertos desde el primer llanto al nacer. Después de todo lo acontecido, Max empezó a comprender, aunque esa comprensión le hubiera llevado casi setenta años...

2 4 de Junio. Mediodía. Día del vaticinio de la muerte de Max. Hacía un Sol de mil pares de cojones. El calor era sofocante, opresivo. El asfalto de lejos tenía la traza de una olla hirviendo. Max se dirigía a comprar el pan, como cada día. Iba por la sombra, cabizbajo para no escapar de la demarcación que lo separaba del ardiente sol y derretirse como un chicle, ausente de la fecha en la que se encontraba; lo había olvidado completamente por extraño que pueda parecer. Hay quien tiene facilidad para olvidar fechas, y se desentiende de su proprio aniversario o cumpleaños y no pasa nada. Y aunque esa jornada era demasiado especial para Max, su inconsciente había querido pasarlo por alto, una autodefensa para no encajar los duros golpes de la conciencia. Max ya no estaba tan seguro de que el vaticinio fuera a cumplirse después de lo que había visto y vivido, y siempre le quedaba le esperanza de que pudiera fallar, como había ocurrido con su memoria.

De pronto, alguien aludió a su persona con voz cariñosa. Una voz que sonaba a música celestial, una especie de brisa fresca y envolvente. —¿No te gustaría pasar un ratito conmigo, cariño? En mi casa se está fresquito, tengo aire acondicionado. Max alzó la cabeza y se topó con que una chica muy bonita lo estaba mirando. No era demasiado joven, andaría por los treinta y pico años largos; de pelo rubio y una tez morena que le resultó familiar. Jamás había estado con prostitutas, pero ese día el aguijón de la curiosidad le picó fuerte, o más bien la necesidad, que le vino cogido por la sorpresa de pasar un rato agradable junto a un cuerpo de mucha menor edad que la suya. La integridad de la condición humana se rompe con la fragilidad de una hoja seca, es cuestión de aprovechar la coyuntura adecuada en el instante preciso. Y en Max no iba a ser menos. El sexo, desde tiempos inmemoriales, le había estado vetado, bien porque a su difunta no le gustaba demasiado, dada la ineficacia de éste para concebir un hijo, lo que había ido dejando un surco de desgana y falta de apetito en su mujer, bien luego por su viudez y las nulas oportunidades, bien por su avanzada edad, ausencia de atractivo y de que ya no estaba para muchos trotes. Lo cierto era que nunca se había parado a tener un ratito placentero y vicioso en materia de fornicación. Hubo unos segundos de duda, entre irse o no irse con ella. Las señales "casuales" no funcionaron esta vez. Prefirió hacer caso a su instinto animal. "¿Por qué no?", se dijo, "¿por qué no tener unos momentos agradables? A nadie amarga un dulce".

—Anda Ven. Vivo en ese portal —exclamó la chica de sonrisa acaramelada. Max no medió palabra. Simplemente la siguió un poco avergonzado, evitando mirar a cualquier sitio, sonrojado por si algún vecino era testigo de la escena y lo denostara de viejo verde para arriba. Y se dedicó a perseguirla como un perro con el colmillo goteante ante la presencia de un plato de carne recién guisado. Subieron hasta el segundo piso. No había ascensor. —El piso lo acabo de alquilar. Llevo en Jacaranda pocos días y aún no me ha dado tiempo a conocer el pueblo —arguyó mientras sacaba el llavero del bolso. Llevaba colocada una falda muy corta que mostraba unas piernas torneadas, morenas, muslos rijosos dispuestos al abordaje de cualquier desconocido que se encontrara en su camino. El pecho iba cubierto por un top. Entre ambas prendas quedaba liberado el ombligo, perforado por un anillo de plata. —No sabía que por aquí había tipos tan apuestos como tú —añadió, intentando ser amable, al tiempo que le besaba la cara y Max se estremecía nervioso con un cosquilleo que le subía en oleadas electrizantes hasta la cabellera. La casa era pequeña, poco iluminada y pulcra, toda muy limpia y con olor a desinfectante perfumado de limón. El mobiliario era más bien escaso. Se

notaba falto de ser realmente un lugar hogareño. En cierto modo así debía de ser, pues no era ni más ni menos que el centro de operaciones de una prostituta que se dedica a ejercer la carrera, como lo son las oficinas o los despachos (cada uno en su oficio), sitios algo fríos con lo justo en decoración para no complicarse la vida. Un silbo apagado, casi imperceptible, y un frescor renaciente delataban la presencia del aparato de aire acondicionado en funcionamiento. —¿Te apetece tomar algo? Max negó con la cabeza. —Como quieras. Entonces será mejor que no retrasemos la cosa. La prostituta le señaló la habitación. Era un dormitorio apretado. La cama estaba pegada a una de las paredes y tenía un cabecero de hierro forjado con dos esferas sobresalientes en los extremos de tonos dorados; al lado había una mesilla con una lamparita de color verde y, en frente, un armario anticuado con espejo y una puerta entreabierta, que debía de conducir a otra estancia. La ventana, cubierta por unas cortinillas a juego con la lamparita de noche, dejaba una penumbra desinhibida, proclive al encuentro amoroso. —Túmbate cariño. Deja que yo te quite las ropas. Max se dejó hacer tendido sobre la cama. Miraba a la chica y sus facciones le continuaban siendo conocidas. "¿De qué te conozco yo?..." Ella lo miraba sin decir nada. Un resplandor extraño nacía de sus pupilas. Max, desnudo boca arriba, se sentía preso de una situación anómala, que

rozaba el ridículo, y, a la vez, la excitación plena, hecho que se traducía en una extremada erección por parte de su pene, impropia de la edad que tenía, como un chiquillo nervioso que fuera a hacerlo por primera vez y se va a derramar antes de introducirla en el agujero. —¿Te han atado en alguna ocasión a la cama? —susurró la chica, acercando su boca al oído de Max, que negó cerrando sus ojos ante la provocación de la pregunta. La prostituta sacó del cajón de la mesita de noche dos cuerdas y le amarró las manos. —Ahora, espera un momento. Voy a desnudarme. Se metió en el cuarto entreabierto que había junto al armario, sin encender la luz. Desde detrás de la puerta, mientras se desvestía, le comentó a Max si no hacía demasiado fresco a pesar del calor que emanaba de la calle, y que si no sería más conveniente apagar el aire y abrir un poco la ventana hasta adecuar la casa a una temperatura más confortable. Al cabo, apareció solamente con unas medias negras y ligueros de encaje, descubriendo entre sus muslos un pubis triangular bien depilado. Tenía unos andares elegantes, felinos. Quitó el aire acondicionado, descorrió una hoja de la ventana y levantó un poco la persiana para que entrara la brisa de finales de primavera. La opacidad de las cortinas apenas dejaba filtrar la luz del mediodía, e impedía que se rompiera ese aire de intimidad creado en el interior de la habitación con tanto esmero por parte de ella. Abordó a Max, sentándose

encima. Cogió el pene y lo encauzó con habilidad hacia la abertura, sin oponer resistencia en la introducción. Max miraba incrédulo, no terminaba de creérselo del todo. La chica comenzó a moverse armoniosa, imprimiendo acometidas lentas. Giraba las caderas en círculos, luego paraba y se movía hacia delante y atrás. Su cara parecía la de una adolescente mitad pícara mitad candorosa; sacaba la lengua y se relamía gozosa. Max notaba su pene caliente, húmedo, bien acogido en el interior de la vagina. Quién le iba a decir que a su edad estuviera haciendo cosas de ese estilo. La chica imprimió a la cabalgada mayor celeridad. A los pocos minutos, Max se estremeció. La musculatura de sus facciones se comprimió vertiginosa, al igual que sus poros, que cada arruga de la piel. Iba a eyacular. Vio que la chica, sin dejar de moverse, metía una mano bajo el colchón para coger algo. Max no estaba en ese momento como para prestar mucha atención a lo que era. Estaba a punto. Palpitante. Se corría... Abrió los ojos para estar seguro de que no soñaba. Era fantástico. En esos instantes de delirio andaba, cuando el viento movió las cortinas y la habitación se iluminó de pronto. La puerta entreabierta, con la corriente, terminó por abrirse del todo y descubrir un terrorífico secreto, dos objetos con los que ya estaba familiarizado de antemano por haberlos tenidos muy presentes en cierta ocasión. "¡Dios Santo!", exclamó Max, espantado, sin dar crédito a lo que veía. Aquello no podía ser verdad: ¡Un carricoche desvencijado y una muñeca tuerta aparecieron sigilosos

tras ella! —¡Hoy era el día! —gimió de pánico, recordando el augurio de Estrella —. Estrella…, entonces... ¡Eres tú!... —dijo aullando entrecortadamente. Con imágenes relampagueantes en su cabeza, se acordó del sueño que tuvo la noche aquella en la que aparecía follando con Estrella. Había sido una pesadilla premonitoria cuyo desarrollo final no llegó a contemplar. Estrella era la personificación de la muerte, la señora de la guadaña que cuida bien de su trabajo, que está al tanto de cuando le toca a uno, como si lo tuviera apuntado en el calendario con un tachón convenientemente visible. ¡Max iba a sucumbir sin remedio! —¡Seis meses! ¡Seis meses! —gritaba Estrella enloquecida. Y de una manera autómata, como si no supiera realmente el alcance de su verdadero significado, pero que se emplea a fondo, sin equivocaciones, agarró las tijeras que había sacado del colchón con ambas manos y las clavó una y otra vez sobre el pecho de Max. —¡Te lo dije! ¡No se puede dar marcha atrás! Estrella estaba en pleno orgasmo, desenfrenada, los ojos en blanco, los párpados temblorosos. La aureola irisada que la envolvió en el primer encuentro con Max apareció de nuevo, esta vez cargada de un intenso encarnado que avanzaba en oleadas hasta rodearlo. En Estrella era el olor de la muerte y la visión de la sangre lo que la poseía, no el mero acto de la copula en sí, tiritando y con sacudidas estertóreas cada vez que clavaba las afiladas tijeras en el tórax,

fluyendo la sangre a borbotones, como una manguera cuando comienza a salir agua por el extremo. La garganta de Max se inundó de espuma. Tosió convulsivamente. Nada podía hacer más que retorcerse sobre sí mismo con aquellas cuerdas que lo maniataban. Se ahogaba en sus propios fluidos corporales. Sólo veía ya a la muñeca tuerta, puesto su ojo sano en los ojos inyectados de Max, con el indómito pelo despeinado y ralo, pegado un mechón serpenteante en la frente, llena de suciedad y lamparones ennegrecidos. Parecía hablar y advertirle de que era inútil resistirse, señalándole con un dedo índice colmado de desesperanza. La muerte nunca se equivoca y tiene siempre una coartada para vivir en el mundo de los vivos. Y Estrella, al parecer, tenía varias. Max se removió pavoroso. La muerte siempre asusta por muy preparado que estés para ello. ¡Déjate de memeces! A la hora de la verdad no hay cojones para soportarlo y el miedo te rodea hasta cagarte y mearte encima. Todo comenzó a oscurecerse... Resplandor que agoniza poco a poco hasta desaparecer por completo. El interruptor de Max había apagado las luces definitivamente.

EPÍLOGO En un mundo distante, tan distante que la noción de su entendimiento resulta inconcebible para nuestros simples cerebros, había dos seres igual de extraños. Ambos estaban de pie, o quizá sentados, pues no se sabía dónde terminaban o empezaban sus cuerpos. Hablaban entre sí. Parecían sonreír. Uno le decía al otro: —La partícula XR—55 ha muerto a manos de una TX—asesina. Tal y como tú habías pronosticado. ¡Nunca te equivocas, viejo cabrón! (¿cabrón?). El experimento va a las mil maravillas. Pero no te preocupes, ahora me toca a mí. Sabré salirme con la mía. ¿Qué apuestas? El que decía esto tenía los ojos en forma de triángulo. Ojos sagrados que todo lo ven...