Historia de La Filosofia

HISTORIA DE LA FILOSOFÍA Rogelio Salazar de León PLAN DEL TRABAJO ANTIGÜEDAD 1- La filosofía nace en la periferia 2-

Views 450 Downloads 7 File size 1MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

HISTORIA DE LA FILOSOFÍA

Rogelio Salazar de León

PLAN DEL TRABAJO ANTIGÜEDAD 1- La filosofía nace en la periferia 2- Nomos o Physis, primera duda 3- Sócrates, ¿qué nos convierte en humanos? 4- Platón, el gran estilo 5- Aristóteles, ¿es la verdad método? 6- Helenismo, entre las dudas y el placer ¿dónde está la felicidad? 7- Roma, entre militares y abogados ¿dónde está la verdad? EDAD MEDIA 1- Adentro del monasterio 2- Afuera del monasterio EDAD MODERNA 1- Saber ver 2- Descartes, ¿puede la debilidad ser la fuerza? 3- Spinoza, solo pero acompañado 4- Leibniz, acompañado pero solo 5- Empirismo, ¿son las cosas su percepción? 8- Francia, entre pelucas y enciclopedia 9- Los vuelos alemanes, Kant, Fichte, Schelling, Hegel-Marx EDAD CONTEMPORANEA 1- Anuncio, un tridente: Schopenhahuer, Kierkegaard, Nietzsche. 2- Pensamiento continental 3- Pensamiento insular 4- Hermenéutica, Estructuralismo, Wittgenstein 5- Después de Auschwitz y del Gulag, ¿Frankfurt?

ANTIGÜEDAD La filosofía nace en la periferia La siguiente parece una cita apropiada para iniciar una historia de la filosofía: “Las primeras historias, las primeras arengas, las primeras leyes fueron hechas en verso. La poesía fue hallada antes que la prosa, como tenía que ser, ya que las pasiones hablaron antes que la razón. Lo mismo ocurrió con la música: no hubo en un primer momento otra música que la melodía, ni otra melodía que el sonido variado del habla. Los acentos formaban el canto…”1 Rousseau lo afirma y Derrida lo reafirma, Rousseau lo calca y Derrida lo recalca. Ésta es una cita que Derrida recoge del Ensayo sobre el origen de las lenguas de Jean-Jacques Rousseau. Se confía en que sea una cita adecuada para dar inicio a una historia de la filosofía, porque en ella se intenta nombrar un ámbito previo al de la escritura y, para ser franco, hay que decir que la filosofía, al menos como se la concibe en Occidente, es escritura, o bien se expresa como escritura; aunque también hay que decir que no siempre fue así, que sus primeros balbuceos están teñidos por los matices de la poesía y del habla. Entonces, la tarea de contar el surgimiento de la filosofía en Occidente pasa por la consideración del desarrollo de la lengua griega, y este empeño por acercarse al desarrollo de una lengua (para el presente caso el Griego antiguo) se propone buscar e identificar cómo, de qué manera fue posible formular algunas preguntas en el campo abstracto. 1

Derrida Jacques, De la gramatología, Siglo XXI editores, 2005, Pag. 271

Como lo ha sugerido Rousseau en la cita inicial, cualquier lengua ha comenzado, antes, hablándose que escribiéndose, aparte de que ésta es una afirmación tan elemental y sencilla que parece no necesitar demostración alguna. De tal forma, resulta claro que para el desarrollo de la escritura es necesario el previo acuerdo en el habla, puesto que la escritura, para ser posible, necesita de un generalizado proceso de alfabetización, como condición. La expresión escrita supone, por supuesto, el dominio del propio arte de escribir, pero paralelamente supone la posibilidad de que muchos, o al menos cierto número de personas, pueda leer de corrido, siendo esto precisamente lo que se refiere al mencionar el término alfabetización. El prototipo que comienzan a formar los primeros filósofos o, quizá más bien dicho, aquellos que se convertirán en el prototipo de los filósofos del futuro, se erigieron como tales al intentar racionalizar ciertas cosas, y por virtud de hacerlo, cada vez más claramente, de acuerdo con la fijación de la lengua escrita. El paso de la filosofía a la lengua escrita es una parte importante de su historia porque ella se ha desarrollado, casi en su totalidad, obedeciendo a los moldes de la escritura y, cabe decir también, que la propia escritura no hubiese sido la misma si no fuera porque la filosofía se cuenta dentro de su repertorio. Los puntos de vista anteriores, necesariamente, remiten no sólo a un escenario previo a la filosofía, sino también a un escenario previo a la escritura; y de acuerdo con lo ya sabido y con lo más visible hay que hablar del primer poeta de Occidente: de Homero, de quien se dice y se reitera que no escribía, que su actividad era la de un narrador oral dedicado a cantar y contar algunos asuntos, que hoy reconocemos como cantos épicos. Después de tanto tiempo se entiende que los textos de Homero no sólo son puro relato, que, además del puro contenido narrativo, están cargados de materiales educativos que yacen en su interior. Al nomás iniciar, no sólo los trabajos de Homero, sino también los de Hesíodo, se invoca y se canta a la deidad, que para el caso se llama la Musa; esta suerte de himnos iniciales refieren acerca de ella algunos datos, como su nacimiento, sus características, sus poderes, sus ámbitos, sus funciones, sus relaciones con la sociedad humana; y todo ello, bien entendidas las cosas, es más educativo que narrativo. En todo caso, aquí no importa mucho este tipo de análisis e identificaciones, lo que sí importa es cobrar conciencia de que la filosofía, al ir afianzándose, busca ciertos contenidos que parecen requerir un tono desmarcado del acento oral y del tono narrativo. Y si ciertos contenidos culturales y educativos habían estado depositados en la oralidad y la poesía épica, poco a poco en la medida en que tal vez iban cambiando, requirieron otra u otras fórmulas, que habrán de ser la escritura y la prosa; por eso la filosofía ataviada de estos nuevos ropajes y estilos se va convirtiendo en el nuevo depósito para contenidos culturales y educativos. Según ha sido dicho y reiterado, estos contenidos educativos y culturales, que fueron cambiando de registro al pasar de la poesía a la prosa y de la voz a la escritura, han sido los del mito, los cuales son, dicho de una forma sencilla, puras historias, puros cuentos, puras narraciones. La retención de estos episodios en la resonancia del canto y en la cadencia de la poesía había sido, entonces, una forma de educación y de cultura; hay que decir que, de alguna manera, ésta es la función que habían cumplido. El cambio inicia cuando estas narraciones comenzaron a ser consideradas peligrosas, debido a que su argumentación y su estilo, cada vez más, fueron siendo entendidos como irracionales. De algún modo, puede afirmarse que la relación de estas viejas historias con la realidad que describían era, más bien, emotiva y sentimental, en lugar de rigurosa y racional. Expresar verdades profundas y universales requiere de un tono y de un estilo diferente al ocasional tono y estilo de la oralidad y la poesía. Los métodos y usos de la recordación en la poesía fueron mudándose a los métodos y usos de la reflexión en la filosofía. ¿cómo ha tenido lugar esta mudanza? ¿cómo el tono de la poesía ha ido cambiando al de la prosa? ¿cómo el acento de la recordación ha ido cambiando al de la reflexión? Las respuestas a estas preguntas las irán dando, en primer lugar, la capacidad de formular una indagación tan auroral como fundamental, y en segundo lugar, las primeras posturas o intentos de respuesta ante esta indagación crucial.

Puede afirmarse, con alguna precisión, que el primer período de la filosofía en Grecia estuvo dedicado casi por entero a este doble propósito; por ello es importante ahora comenzar por tratar de acercarse a esa pregunta, a su dimensión y a todo cuanto encierra y abarca. En este punto es en donde se hace necesaria la consideración sobre el lenguaje, que de paso ya ha sido emprendida, atender a la forma en que los griegos usaban las palabras; no sólo los filósofos, sino también, como ha sido sugerido, los poetas, los oradores, los historiadores, etc.; sólo así será posible penetrar los antecedentes y supuestos del discurso filosófico en la época de su surgimiento. En apoyo a lo anterior, y con palabras de este tiempo, habría que decir, por ejemplo, que la magia fue antes que la ciencia, que antes se dan formas primitivas de lo que después llega a ser más refinado y sofisticado. La sucesión de los acontecimientos, ya sean éstos naturales o humanos, es un misterio; así ha sido, así lo sigue siendo y así lo seguirá siendo; al inicio esta sucesión misteriosa de los sucesos fue asumida al margen del rigor de los actuales hábitos intelectuales y de acuerdo con leyes que ahora podrían asemejarse a las de la magia o la extravagancia. Los dioses, y su presencia plural en la Grecia antigua, representaban fuerzas de la naturaleza, tanto como formas de ser de los hombres, ya fuesen éstas virtud, pasión, deseo, vicio, sublimación, equilibrio o cualquier otra manifestación humana; y era, por lo tanto a estos poderes a quienes, mediante la oralidad del canto y la versatilidad del poema, se entregaba el manejo de las tramas y sucesiones de los acontecimientos del mundo. Seguir la ruta hacia la filosofía hace necesario e impone recuperar algo que se mencionaba en el párrafo anterior, cuando se refería a los dioses y a su presencia plural en la Grecia antigua; en tanto la pregunta con la cual surge la filosofía tiene que ver con el carácter plural de la experiencia que el hombre tiene de su entorno y su ambiente. ¿Qué significa esto? Pues, que el hombre al estar presente en el mundo se sorprende, en un primer momento, y su sorpresa es ante el carácter diverso del mundo, ante su pluralidad apabullante, ante su rostro múltiple. Esta sorpresa, pasado el primer momento, deja de serlo para convertirse en una experiencia más cargada, más provista y, en definitiva, más dramática, tal vez puede afirmarse que por esta vía la sorpresa inicial deviene más tarde en un sentimiento de tremendo contenido, tal como cabe esperar, en la medida en que es a partir de esta conmoción que surge la pregunta llamada a iniciar la intelectualidad (como filosofía) en Occidente. Se pretende hablar entonces del gesto inaugural del saber; y habría que entender que los griegos, para llegar a él, tomaron como base o como esencia la unidad sustancial de la experiencia del mundo; lo que esto quiere decir es que el brotar de este gesto inaugural ocurre a partir de la postulación y del planteamiento de la unidad de lo que proviene de escenarios diversos. Asistir o presenciar el momento en que surge la filosofía no equivale a asistir o presenciar el momento en que nace el mundo y todo lo que habita en él, tal como pueden ser los ríos, las montañas, los mares, los vientos, la tierra, el cielo y, también cómo no, los dioses; todo esto ya existía al momento en que la filosofía entra en escena. Muchas de las cosas que ya existían habían sido, como el hombre mismo y sólo por decirlo de algún modo, una invención o creación de la naturaleza, pero muchas de las otras cosas previas habían sido por el contrario una invención o creación del hombre. Como ha sido dicho antes, ya existían los dioses y con ellos, por supuesto, las religiones que explicaban ciertas cosas, que contaban ciertas historias, que decretaban ciertos mandatos, que a su modo resolvían ciertos asuntos; del mismo modo existían algunos ritmos, algunos cultivos: la vid, el olivo, el trigo, el caballo y la invención del uso que se ha hecho de él y, con todo esto, existía una cierta cultura o, más bien dicho, varias culturas, es decir varias formas de vivir en el mundo; aunque aquí habrá de interesar una de ellas, aquélla que ahora reconocemos como la griega. Los griegos habían sido capaces de traducir la naturaleza y de hacerla propia, una vez cifrada en el lenguaje, éste era el sentido de su religión y, acaso el de cualquier otra, éste era también el sentido de su poesía de la cual ya se ha hablado aquí y que, por lo demás, también fue un medio para expresar su pensamiento religioso. Debe entenderse que el surgimiento de la filosofía y de ese gesto inaugural referido que marca su inicio es parte de ese tipo de cosas que no provienen de la naturaleza, sino que encuentran su origen en la voluntad y en la actividad del hombre; y por lo tanto debe entenderse que la filosofía y su

primera indagación son continuidad de ese trabajo ya iniciado ya emprendido, consistente, por decirlo de algún modo, en traducir el escenario mundano, para hacerlo propio en las palabras y el lenguaje. Sin más tardanzas se hace necesario llegar a la pregunta; tal como ha sido insinuado, ésta es una cuestión que se interesa, para decirlo con el lenguaje de la filosofía, por el sentido unitario de lo diverso ¿Qué quiere decir el sentido unitario de lo diverso? ¿Por qué cosa se interesa finalmente esta indagación, al estar formulada de esta forma? Antes se decía que los griegos se fijaron el fin de llegar a una unidad sustancial de la experiencia del mundo, es decir que se propusieron entender y concebir al mundo como uno, a pesar de su evidente diversidad, se empeñaron en la empresa reductiva de traducir la diversidad del mundo a algo único, a algo unitario, a una cosa, a un elemento, a una imagen, a una cifra, a una idea. A qué haya sido no importa tanto, lo que más importa es entender la pregunta, entender el sentido y la dimensión de la pregunta que indaga por el sentido unitario de lo diverso. Asumir lo anterior supone cobrar conciencia de que, al formular esta indagación, se inaugura la intelectualidad en Occidente y, por lo tanto hay que considerar a este acto o a este gesto como aquél por el cual se inicia algo que debe entenderse como destino. Si al hombre se lo entiende como el punto en donde la naturaleza reflexiona sobre sí misma; es preciso entender, a la vez, que el momento en que comienza esta noción de hombre es ése que se busca al volver a la pregunta inicial; es decir, y para reiterarlo una vez más, aquella pregunta que busca determinar el sentido unitario de lo diverso. Para entender esa pregunta, para saber a qué alude, a qué se refiere y cuánto abarca, acaso sirva de algo intentar ponerse en los zapatos del hombre de aquel entonces y tratar de medir la intensidad de su sorpresa frente a la fuerza de su anhelo. Cabe imaginar a un hombre que ve y mide el mundo como algo desmedido e inconmensurable y, a la vez, como algo a lo que no puede renunciar o, más bien, como algo a lo que no está dispuesto a renunciar, porque hacerlo acarrearía una disminución en su propia condición de humano ¿Cómo se hace para abarcar algo para lo cual las fuerzas no alcanzan, siendo ésta una tarea a la que no se puede renunciar? ¿Cómo se hace para entender al todo plural, como uno? Parece ser, como estar encerrado en un callejón sin salida. Al ser uno, ese todo habrá sido traducido a algo más manejable, a algo más maleable, a algo más comprensible, en fin, a algo más a la medida y de acuerdo con la capacidad del hombre. El deseo o, para decirlo con la palabra que se usaba antes, el anhelo es por entender el todo, en sí mismo, inabarcable debido a los límites impuestos por la propia vida humana; a pesar de ello el deseo-anhelo impone el traslado de ese todo al uno, a la clave única. En alguna parte de los inicios de su obra Nietzsche, dice: “La philosophie grecque semble commencer par cette idée absurde, que l’eau serait l’origine et le sein maternel de toute chose. Y a-t-il lieu de s’y arreter et de la prendre au serieux? Oui, pour trois raisons: d’abord parce que c’est un axiome qui traite de l’origine des choses, ensuite parce qu’il en parle sans image et sans fable, enfin parce qu’il contient, bien qu’a l’etat de chrysalide, cette ideé que tout est un”2 ¿Qué puede sacarse en claro de esta afirmación o de esta serie de afirmaciones de Nietzsche? Puede sacarse en claro, ante todo, que lo importante no es la respuesta en su literalidad, es decir que el hecho de que el todo sea traducible, en un acto reductivo, al elemento agua, se sabe que a todas luces es falso; lo importante, entonces, es más la pregunta y el atrevimiento intelectual de ensayar una respuesta que, a pesar de ser falible y precaria, hable del origen al margen de las viejas historias e intentando contener la idea de que todo es uno. No son importantes las respuestas que se dieron a la pregunta auroral, que indagó acerca de la posibilidad de ser uno para un todo múltiple; es importante ella misma, la pregunta, por la

2

Nietzsche Friedrich, La naissance de la philosophie à la époque de la tragédie grecque, Gallimard, 1977. En un intento de libre traducción de la cita, puede apuntarse: “La filosofía griega parece comenzar por esta idea absurda, de que el agua sería el origen y el seno maternal de todas las cosas. ¿Podemos detenernos y tomar esto en serio? Sí, por tres razones: de entrada porque éste es un axioma que trata del origen de las cosas, en seguida porque él habla sin imágenes y sin fábulas, y en fin porque él contiene, aunque sea en estado larvado, esta idea de que todo es uno”.

dimensión que abre al marcar todo un destino para el hombre occidental y, de esta forma, diseñar toda un cultura cifrada en el pensamiento. Un poco por la pretensión de dejarse guiar más por la preguntas que por las respuestas, y otro poco por la amplitud desmedida de la historia de la filosofía, para este primer período conocido como pre-socrático, serán prioritarios los nombres de Heráclito de Éfeso y Parménides de Elea, porque, al compartir con otros la misma preocupación y la misma pregunta, han sido quienes más lejos llegaron al profundizar la significación de la pregunta comentada. Sin embargo, si hay que decir algo respecto a todos los pre-socráticos por igual, esto radica en la circunstancia que da nombre a esta parte del trabajo: “La filosofía nace en la periferia”; a propósito, los griegos de la antigüedad fueron un pueblo que, como tantos otros, se ocupó de expandir sus límites pero, casi siempre, de forma pacífica, a través de una influencia cultural y comercial, mediante sus destrezas marítimas y navales, acaso empujados por la aridez de su tierra originaria; de esta forma fue como llegaron a conformar colonias pujantes y ricas en las costas de Asia menor, del sur de Italia y de la isla de Sicilia, por lo que todas estas regiones participaron y contribuyeron a construir lo que hoy entendemos como la Grecia antigua. La filosofía surge, precisamente, en estos confines, en estas orillas que la lengua griega fue conquistando por medio de una influencia suave, noble y llegada con los vientos del mar. Entonces, y sólo por decirlo de algún modo, los primeros filósofos de occidente fueron lo que hoy llamaríamos hombres provincianos, hombres que, a lo mejor, veían a Atenas con algún recelo y a alguna distancia. La filosofía, al surgir en la periferia, nace, o bien en el escenario oriental de la costa de Asia menor, o bien en el escenario occidental del sur de Italia y la isla de Sicilia. Aunque, de acuerdo con lo ya declarado, el interés de esta parte del trabajo apunte de forma fundamental a Heráclito de Éfeso y Parménides de Elea, se irán refiriendo las principales escuelas y personajes de forma muy breve. El comienzo parece haber sucedido en Jonia, éste es el nombre de lo que puede entenderse como la cuna de la filosofía, la tradición surgida aquí fue sostenida por tres nombres: Tales, Anaxímenes y Anaximandro. La anterior cita de Nietzsche, al hablar del agua como el elemento en donde todo se reúne, se refiere a Tales de Mileto; a la par hay que decir que lo que fue el agua para Tales, fue el aire para Anaxímenes y el apeirón para Anaximandro. A partir de lo anterior puede entenderse que la escuela de Jonia se distingue por ejercer la filosofía como un ejercicio de atención a la naturaleza, esto es lo que para ellos tuvo prioridad, aunque como ya ha sido indicado y esto vale para todos los pre-socráticos, más que hablar de filosofía, con ellos habría que hablar de metafísica o, dicho con otras palabras, de estudio del Ser y, por lo tanto lo que cuenta es aclarar la esencia del todo-Ser tomando un elemento de la naturaleza para ello; y no la ruta de la comprobación de los últimos elementos constitutivos de los cuerpos, lo cual estaría más de acuerdo con la ciencia moderna, sus métodos y su carácter, por eso verlo así equivaldría a un mal entendimiento. Otra tradición pre-socrática es la pitagórica, fundada por Pitágoras quien, para que se cumpla lo dicho acerca de la periferia, nace en Samos, provincia oriental de Asia menor y al mediar su vida emigra a Crotona, provincia occidental del sur de Italia, en donde despliega la mayor parte de su actividad. Pitágoras funda una tradición que también intenta responder, a su manera, a la pregunta indicada antes, a la pregunta metafísica por el Ser, a la pregunta que indaga por el sentido unitario de lo diverso, conforme a lo que ha sido apuntado aquí. Pero también, Pitágoras funda una idea de filosofía entendida como estilo de vida, que giró en torno a la posibilidad del alma a transmigrar y al auge de la religión órfica3 en busca de una suerte 3

La Religión órfica se desarrolla como consecuencia del mito que narra la historia de Orfeo y Eurídice: una historia de amor en la que ella, Eurídice, muere repentinamente dejando muy mal e inconsolable el ánimo de su amante Orfeo, éste, al verse en ese estado emprende un viaje insólito y aventurado al averno, que es el mundo de los muertos, para recuperarla; a través de sus principales virtudes que son la música y la poesía Orfeo logra convencer a Hades, el dios del sub-mundo de los muertos, de que se la devuelva; con la única advertencia de que, al ir saliendo ambos del averno, él debe confiar en que ella va detrás de él, por lo que le es prohibido voltear a ver para cerciorarse de que ella, en efecto, lo sigue a pocos pasos; al estar a punto de llegar de regreso al mundo, Orfeo desobedece la orden y voltea a ver, para percibir cómo ella se aleja por su curiosidad y falta de confianza; demás está decir que nunca más logrará recuperarla, por lo que queda condenado a vivir en la tristeza y el desaliento.

de purificación que, en la práctica, consistía en ejercicios ascéticos, búsquedas del silencio, exámenes de conciencia, cultivo espiritual que ellos en parte entendieron por vía de la matemática, la música y la gimnasia; todo esto refuerza de manera vigorosa la idea de filosofía. El asunto metafísico, el asunto de la pregunta aquella es resuelto por lo pitagóricos en base al número, es éste (aritmos, en griego) el que determina al todo y a su diversidad, dándole forma. Lo importante aquí es el atrevimiento intelectual de trasladar el asunto de la universalidad del Ser y de la versión única de lo diverso, hacia algo distinto, aparte y desmarcado de la naturaleza sensible; el edificio del todo está hecho de algo que, sin ser visible, gobierna sus armonías, medidas y acomodos. Actualmente, con el desarrollo de la ciencia, puede verse cuán fecundo y fértil ha sido el espíritu del número para occidente, sin ninguna duda, el desenvolvimiento de la ciencia moderna muestra que el descubrimiento del número es un antecedente decisivo y un impulso vital para la comprensión de cierto tipo de leyes, de cierta noción de armonía, de cierto sentido del orden que, al ser aplicado al todo lo convierte en un cosmos, para ir dejando atrás la idea del caos; y esto es algo que surge con Pitágoras y su escuela. Si esto, en lugar de ser lo que es, fuera una novela habría que decir que Heráclito de Éfeso es todo un personaje, los antiguos lo llamaban “El oscuro”, personalidad impenetrable, aristocracia, desdén, distancia; su desprecio por la vulgaridad y la plebe parece haber llegado al asco, cultivador de la soledad y del aislamiento como de algo precioso; éstas fueron las condiciones de su vida y los requerimientos de su obra. Al hablar de Heráclito parece aconsejable comenzar aludiendo a su lenguaje, de acuerdo con el personaje que fue, su libro o lo que de él se conserva, es un libro raro, un libro fragmentario, aforístico y redactado en una especie de lenguaje subliminal. Ahora, después del rigor metodológico moderno este texto puede parecer muy distante de lo que debe ser la escritura de la filosofía; para comenzar hay que decir que su nombre es “Fragmentos” y que este nombre refleja exactamente lo que es: un libro hecho de frases sueltas que pueden a veces ser entendidas como aforismos y a veces como refranes que, en raras ocasiones, llegan a conformar un párrafo. Además, esta escritura entrecortada y quebrada cuenta con una dificultad mayor, y es que hace uso de un lenguaje que no refiere al objeto de estudio de forma directa, sino de una forma metafórica, a través de algunos dobleces que hay que sortear; W. K. C. Guthrie, el historiados de la Filosofía griega, refiere este aspecto del lenguaje de Heráclito de una buena manera, al decir que su lenguaje es oracular4, recurriendo a la propia tradición y cultura griegas. Si se trae a cuenta lo que era el oráculo para los griegos, es preciso recordar que era una suerte de profética práctica religiosa adscrita al Dios Apolo, consistente en una predicción acerca del destino; lo importante en este caso es el lenguaje, en tanto el oráculo, como el propio Heráclito, decide hacer uso de una palabra que en lugar de nombrar insinúa, de una palabra que en lugar de determinar sugiere; acaso haya que pensar que el destino es tan difícil de nombrar como aquello a lo que Heráclito quería responder, es decir como aquello envuelto en el tránsito de lo uno a lo diverso y, en esa medida valorar por qué escogió y decidió escribir con una palabra que es simbólica, parabólica, tangencial, alegórica, plegada, y no con una palabra directamente referencial. Todo esto contribuye a convertirlo en lo que dice su apelativo “El oscuro”; pero esto no es todo respecto a Heráclito, todavía hay más: si se piensa que asume el tema general del pensamiento presocrático, al heredar el mismo legado consistente en la búsqueda del punto en donde el todo diverso se unifica; a la par de esto hay que pensar también que Heráclito amplifica la dimensión de esta pregunta y de esta búsqueda, al considerar que la diversidad del todo se multiplica si se considera que este todo es también devenir. Si ya la diversidad del todo era inconmensurable, incluso considerada de una forma ingenua en una fijeza y un estatismo irreales, si se cobra conciencia y se admite que esto está sometido a un fluir que es devenir, si se acepta el asunto del dinamismo y del tiempo, y de que todo está sometido a él, esta diversidad se multiplica de forma incalculable. Para intentar decirlo de otra forma podría afirmarse que Heráclito, en lugar de simplificar y reducir el problema, lo complica y aumenta; encontrar el sentido de la unidad para el todo plural, como ha 4

Guthrie W. K. C. A history of Greek Philosophy I, The earlier Presocratics and the Pytagoreans, Cambridge University Press, 1988 Pag. 414

sido dicho, ha envuelto un problema enorme que Heráclito se ocupa de aumentar, en un apego heroico al tal cual de las cosas, a las verdaderas condiciones del mundo y de la vida. Se entiende, entonces, que la idea central de la filosofía de Heráclito es la del fluir, aquella de que el todo está bajo el imperio de un flujo incesante, aquella que de forma profética o, más bien, oracular, tal como ha quedado anotado; se declara en el fragmento 91: “No es posible penetrar dos veces en el mismo río, ni tocar dos veces una substancia perecedera en un mismo estado, mas ésta, por fuerza de la velocidad del cambio, se dispersa y de nuevo se concentra o, mejor dicho, no de nuevo ni otra vez, sino al mismo tiempo, se concreta y fluye, se avecina y se aleja”5 Cabe entender que el río permanece mientras tanto que las aguas siempre son otras. La esencia de las cosas (el Ser) para Heráclito ya no es el agua que nutre ni el río que se nutre de ella, sino el pasar, el devenir, el flujo que los construye, tanto al agua como al río, siendo ambos en cada momento el otro y el mismo; al respecto el fragmento 30 dice: “Este Kosmos es el mismo para todos, no lo hizo ninguno de los dioses o de los hombres, sino que siempre es, fue y será Fuego siempre viviente, que según medidas se enciende y según medidas se apaga”6 Por lo que ha sido anotado respecto al lenguaje de Heráclito, este fuego del que habla la última cita no debe entenderse en un sentido literal, sino por el contrario, en un sentido simbólico, como un símbolo de la inquietud, de la movilidad de la mutación de las subidas y las bajadas, como último motivo del todo. Por eso mismo, no es raro que Heráclito convierta en un elemento básico de su pensamiento al Logos, seguramente al entender que la ley de un mundo, que no es sólo diversidad, sino también movilidad debe acercarse a lo que el vocablo Logos transmite. Sabido es que Logos puede entenderse como discurso, como palabra, como lenguaje. Logos es la expresión que usa Juan de Patmos o si se prefiere el San Juan apóstol y evangelista para nombrar, en griego, la esencia espiritual y divina predicada por el Cristianismo posterior, una vez que ha llegado al mundo y se ha hecho carne7; escribir un evangelio en griego puede tener la motivación de emparentarse a una lengua culta, lo cual debe haber sido el griego para aquella época; y, dentro del griego, escoger la expresión Logos para nombrar lo esencial es, sin duda, una muestra capaz de mostrar la importancia del término. Nada como la palabra, el discurso, el lenguaje es capaz de dar cuenta de un todo que es diversidad y que además es también movimiento, al ser una cosa y poder dar cuenta de todo, verbalizándolo. Como puede verse la filosofía de Heráclito es un producto de difícil consumo, un plato fuerte, una novedad para su tiempo y, acaso para mucho del tiempo posterior, un pensamiento que parece no poder llegar a comprenderse del todo por ser una aventura de la palabra (del Logos) y porque parece estar a la espera de interpretaciones futuras que llenen los vacíos de lo inconcluso, un pensamiento hecho para quedar a la espera de ser asumido por seguidores y detractores, y así alcanzar su verdadera dimensión; de lo cual se tratará de ir dando cuenta más adelante. Parménides de Elea es el otro nombre que se había anunciado dentro del marco presocrático, a la par del de Heráclito de Éfeso, como igualmente influyente e igualmente de profundo calado; sus pensamientos son opuestos y sus posturas son antagónicas, lo cual de alguna forma, ya puede darnos alguna información acerca de él. Sus relaciones con Heráclito son muy discutidas, algunos ven en Parménides una respuesta a aquél, otros sitúan a Heráclito después; pero en suma, no interesa tanto la cronología, sino las posturas intelectuales y las rutas que han abierto para la posteridad. Parménides fue oriundo de Elea, una ciudad del sur de Italia, en donde parece haber participado en la vida pública y en donde también fundó una escuela, entendida más como una tradición de pensamiento que como una institución; lo cual evidencia que tuvo un carácter más sociable y gregario que el de Heráclito, quien se apartaba de la gente aislándose, quien no quiso admitir discípulos ni fundar una escuela. 5

Cappelletti Ángel J. Los fragmentos de Heráclito, Editorial Tiempo nuevo, 1972. Op Cit. 7 Se piensa que Juan de Patmos, al iniciar su evangelio con esta expresión y al ser uno de los fundadores del Cristianismo, está más cerca de la cultura actual de occidente de lo que lo están los filósofos presocráticos, por eso se confía en que el uso que hace de un término griego Logos puede servir como una especie de enlace y acercamiento para la comprensión y valoración del mismo. 6

El estilo personal de Parménides se expresa a través de un poema, del cual se conserva la mayor parte y que, como un signo del tiempo tal como ha sido anotado desde el inicio, para buscar una verdad del pensamiento, comienza invocando a una musa, quien deberá permitirle decir lo que pretende. Seguir la huella de un poema para buscar una respuesta a la vieja pregunta aquélla que indaga por el sentido unitario de lo diverso, puede ser una tarea muy ardua; por eso resulta aconsejable atender al enunciado que, aunque breve, contiene todo el mensaje de Parménides y de la Escuela de Elea, este enunciado es: “El Ser es y el no ser no es”8 ¿Cómo puede estar todo el contenido del pensamiento de una escuela tan influyente en un enunciado de tal simpleza? ¿Cómo algo en donde resuena la ingenuidad tautológica puede contener una respuesta a aquella pregunta? Si ha de partirse de lo previo y de lo dicho, puede afirmarse que Heráclito al emprender la escritura intenta hacer algo nuevo, a través de su entrecortado aliento fragmentario; mientras Parménides al emprender su escritura intenta vincularse a la tradición, a través de la redacción de un poema en medida de hexámetro, como lo habían practicado los viejos poetas y educadores Homero y Hesíodo. Otro dato importante, y ya no sobre la escritura sino acerca del contenido de ésta, es que si Heráclito anunció un Logos que podía hacerse explícito mediante contradicciones, Parménides anuncia una lógica rígida que no tolerará ninguna contradicción; dichas así las cosas, al hablar de ambos, y aunque sólo sea a un nivel elemental, el tema en cuestión parece ser el movimiento; mientras para Heráclito todo está afectado por un dinamismo incesante, para Parménides todo está afectado por una quietud imperturbable. Pero, más allá de estas comparaciones, cómo ha de traducirse esto para la comprensión del enunciado citado; “El Ser es y no ser no es”; si se recuerdo, una vez más, el afán y la pregunta que ha originado todo la discusión presocrática, se verá que todo gira en torno al paso que va de lo uno a lo diverso; pues bien, a la par hay que pensar que todos consideraron el hecho de que el mundo, siendo uno, es también muchas cosas. La solución de Parménides frente a este asunto común pasa por la consideración de que el uno (la unidad del mundo) para ser muchas cosas (la diversidad del mundo) debe sufrir una conversión, es decir debe llegar a ser plural después de haber sido uno; para decirlo sencillamente debe decirse: tiene que cambiar, y cambiar es convertirse en lo que no es; y entendidas las cosas en apego a un rigor y a una rigidez extremas, decir de lo que es, que no es, es mentir, por lo tanto el cambio no existe, es ilusorio; de esa forma resulta que el postulado citado es capaz de contener todo el pensamiento de Parménides y la Escuela de Elea. Todo el movimiento, toda la dinámica y todo el cambio son irreales porque implican que lo que es se convierta en lo que no es, en donde no es, como no es, y debe pensarse como un contrasentido decir de lo que es que no es. De acuerdo con esta noción habría que pensar que todo cuanto los hombres perciben como diversidad y dinamismo en el mundo es irreal e ilusorio; se ven, se oyen, se sienten cosas que engañan frente a la verdad de la permanencia de lo uno y único que solamente puede ser percibido con y en la razón. Sólo el pensamiento puede alcanzar la unidad permanente y quieta de lo que es, al ser siempre igual a sí misma y no estar contaminada por el cambio. La última tradición por referir, dentro del período presocrático, es la de los pluralistas, dentro de los cuales merece una mención especial Empédocles, quien es una figura curiosa e interesante, una mezcla de filósofo y místico religioso; parece haber sido siciliano y querer escapar del rígido entramado lógico sustentado por Parménides, al renunciar a la unidad originaria del Ser y optar por los cuatro elementos básicos: agua, tierra, aire, fuego que se unían y se separaban de conformidad con las fuerzas antojadizas del amor y la lucha. La afinidad de Empédocles parece haber estado más con Pitágoras, porque las combinaciones de elementos gobernadas por las fuerzas del amor y la lucha, devenían en un arte combinatoria, trabajada antes en un sentido numérico por los pitagóricos; al tiempo que también parece haberse orientado por la religión órfica y la convicción en la transmigración de las almas. 8

Montero Moliner Fernando, Parménides, Editorial Gredos Biblioteca hispánica de filosofía, 1960.

Por último, y también de forma breve, cabe mencionar a Demócrito, quien previó la existencia del átomo, como último y definitivo elemento del mundo y por lo mismo determinante para su composición y solución al problema de lo uno y lo diverso. Lo notable es que Demócrito, sin haber contado con las maneras de la ciencia moderna, ha sido un importante anuncio para las teorías y los métodos de la ciencia actual, por eso se entiende que su legado radica en una sorprendente capacidad intuitiva y de anticipación.

BIBLIOGRAFÍA Brun Jean. Heráclito. Edaf. 1976. Capelle Wilhelm. Historia de la Filosofía Griega. Editorial Gredos S.A. 1981. Capelleti Ángel. Los fragmentos de Heráclito. Editorial Tiempo Nuevo. 1972. Dodds E.R. The greeks and the irrational. Beacon press. 1950. Guthrie W.K.C. A history of greek philosophy, I. The earlier presocrtics and pythagoreans, II. The presocratic tradition from Parmenides to Democritus. Cambridge University Press. 1988. Hegel G.W.F. Lecciones sobre historia de la filosofía I. Fondo de cultura económica. 1977. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía I. Editorial Herder.1985. Long A.A. (comp.). The Cambridge companion to early greek philosophy. Cambridge University Press. 1999. Montero Moliner Fernando. Parménides. Editorial Gredos. 1960. Nietsche Friedrich. La naissance de la philosophie à la epoque de la tragedia grecque. Gallimard. 1938. Parain Brice. (comp.). Historia de la filosofía 2. Siglo XXI. 1973. Rábade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial complutense. 1994.

Nomos o Physis, primera duda El conocimiento de la historia de la Grecia antigua, en sus rasgos principales, resulta aconsejable a fin de ubicar en el tiempo los pasos emprendidos por el pensamiento. Como todo aquello que ha tenido una presencia en el mundo, la historia griega antigua transita por una ruta que va de la infancia a la vejez, del surgimiento al decaimiento, del amanecer al ocaso; de tal forma la cultura de la Grecia clásica cuenta con un momento de crecimiento y nutrición, en seguida otro de madurez y esplendor y luego otro de vejez y decadencia. La consideración importante aquí, por encima de que cada uno de los períodos se denomine: arcaico, clásico y helenístico, es que el paso de uno a otro está marcado por el asunto tremendo de la guerra, de manera que el paso del arcaico al clásico está marcado por las guerras contra los persas, conocidas como Guerras Médicas, mientras que el paso del clásico al helenístico está marcado por las guerras entre Atenas y Esparta, conocidas como Guerra del Peloponeso; la primera de las guerras mencionadas cubre un período que va del año 499 al 478 a. de C. y la segunda de ellas cubre el período que va del 394 al 362 a.de C. Como puede verse, entre las dos guerras referidas queda un período de cien años aproximadamente; éste es el conocido como “siglo de Pericles”, quien, desde luego, no gobernó durante cien años, sino del lapso que va del 462 al 429 a. de C. sin embargo debido al esplendor cobrado por Atenas durante su gobierno, a todo el siglo V a.de C. se le conoce como “Siglo de Pericles”. Es sabido que el triunfo sobre los persas en la primera de las guerras se tradujo en un crecimiento y una adquisición de mucha confianza por parte de los griegos, en sí mismos; mientras que la otra, la guerra civil entre Atenas y Esparta significó una grande destrucción y una pérdida de algo de los valores que los habían encumbrado. Éste no es un texto que persiga fines puramente históricos, por eso el acercamiento a los sucesos y acontecimientos deberá quedarse hasta aquí y cumplir sólo fines instrumentales. El momento que, dentro de la historia de la filosofía, ha de atenderse ahora es aquél que cabalmente corresponde, casi con precisión, al período de esplendor y madurez, aquél que corre entre las dos guerras, al llamado “Siglo de Pericles”; y para más datos, es ese mismo el escenario, es la ciudad de Atenas en donde a partir de entonces comienza a desenvolverse el cultivo de la filosofía, y en donde encuentra continuidad todo aquello que ha sido tratado como pensamiento presocrático. No cabe duda que fue en gran parte ese triunfo sobre Persia, la más grande fuerza militar de la época, lo que causó optimismo, alta autoestima y autoconfianza en la civilización griega, siendo la ciudad de Atenas la que más se benefició de este espíritu de auge, y de lo cual la filosofía cultivada en Atenas no es más que una parte. Reconstrucción, eficiencia y optimismo son las condiciones que, por esos días, propician un clima favorable para la renovación de la filosofía. El protagonismo intelectual lo asumen por entonces, en la ciudad de Atenas ante todo, aunque también en otras partes, un grupo de hombre a los que ahora reconocemos como los sofistas, personajes polémicos, investidos de una aureola que al mismo tiempo se nutre de ánimo magistral y actitud crítica, lo cual debe entenderse como que el sofista era, al mismo tiempo, el sabio (el significado de esta palabra se acerca a este contenido) que enseñaba y, también, el personaje que desconfiaba, en alguna medida, de aquello mismo que enseñaba, de sí mismo y, hasta de los destinatarios de su enseñanza. Esa mezcla de autoridad magisterial y falta de convicción convierte la presencia de los sofistas en algo vago, en algo cargado de cierta contracorriente que, de alguna manera, pareciera anularse; como si, por un lado ellos mismos contribuyeran al agradamiento de su imagen y, por el otro contribuyeran a su disminución, acaso este sesgo se convertía en la persona del sofista en una cierta coquetería, en un cierto atractivo, en una especie de impulso refrenado, de lucimiento y crítica a la vez; hay que decir, como consecuencia de esta alquimia, que el sofista era un personaje atrayente e, incluso alguien cargado de alguna cuota y de algún poder de seducción. Se sabe además que el sofista fue alguien que, al ejercer alguna autoridad de profesor, se convirtió en el primer profesional de la enseñanza al recibir pago por sus lecciones y al cultivar su imagen a través de esta actividad; en esa medida fue importante no sólo lo que ellos fueron como individuos, sino también la forma en que se los percibían, la forma en que su imagen se proyectaba sobre los

demás; al ser vendedores de sus lecciones, de alguna manera, se ocupaban de tener clientes, de ejercer la oferta como se diría en el lenguaje actual; esto puede guardar alguna proximidad con el arte de seducir, y es precisamente por eso que son conocidos y recordados los sofistas: por seductores, por persuasivos, por convincentes. Todo ello: los factores históricos, los factores políticos que esta historia ha provocado y el propio desarrollo del pensamiento hasta su arribo al punto en que surge el oficio de profesor itinerante, provocan un cambio sustancial en el contenido de la filosofía, todo esto contribuye a darle a la filosofía un contenido nuevo y diferente que, hasta ese momento, había sido inédito. Los filósofos, de pronto, empiezan a dirigir su pensamiento hacia la vida humana. Éste es el contenido nuevo y diferente que comienza a nutrir al discurso filosófico; quizá vale la pena intentar pensar también que este tema aparece como una rebeldía contra la distancia grande y la lejanía remota de los asuntos que habían ocupado a los presocráticos; a lo mejor, la revelación que los griegos tuvieron de su propio heroísmo al ganar, de forma inesperada e ingeniosa, la guerra contra los persas volteó su propia mirada sobre ellos mismos, sobre su grandeza, su dimensión, sus potencias y sus posibilidades, y es por esta vía que los griegos asumen que el hombre es parte también de la naturaleza que había preocupado a los filósofos anteriores, es acaso por el descubrimiento de ellos mismos como héroes que entienden y asumen que el hombre tiene la capacidad de actuar, modificar e influir sobre el curso de los acontecimientos y sobre el rostro del mundo. Sin embargo, lo importante no es saber que algo llega a ser un tema o un asunto importante para la filosofía; ya sabemos que ciertos sucesos condujeron y guiaron las cosas a consideraciones sobre la presencia humana como algo decisivo, pero ¿Cómo sucede esta incorporación del hombre a los asuntos de la filosofía? Hay que decir, aunque por ahora no resulte del todo claro, que el tema del hombre no surge para provocar certezas, sino por el contrario surge para provocar dudas; para entender esto, para entender por qué y cómo el tema humano surge para provocar dudas en vez de certezas, hay que entender que este nuevo fundamento intelectual sofista conserva fuertes conexiones esenciales e ineludibles con la tradición anterior, es decir la filosofía presocrática. Tal vez para la actualidad sea especialmente extraño y difícil de entender que la presencia humana sea origen de dudas en vez de origen de certezas, sobre todo por ser ésta una época moderna (cartesiana habría que decir con más precisión); pero, en todo caso, es esquema del pensamiento sofista es éste: el de recoger el asunto humano para sembrar y cultivar dudas. Para tratar de ir entendiéndolo todo de la manera más sencilla debe asumirse que la previa filosofía presocrática había sido formulada para nombrar la realidad última de las cosas, asumiendo que esto es posible; al entrar en juego el factor humano, al entrar en juego el hombre, como tema, surge la duda básica de si aquello que el hombre afirma, niega o juzga de la realidad es la realidad misma, o bien, si solamente es una apariencia de ella; si el hombre nombra la realidad tal cual es, o si sólo nombra una forma de aparecer de ella. Esta cuestión, que ciertamente es una duda entre la realidad y la apariencia, surge al hacer su ingreso en el pensamiento el tema del fenómeno humano y, desde entonces, esta alternativa permanece como una raíz profunda de todos los asuntos filosóficos, al grado que, a partir de este momento, constituye, de una forma u otra, la diferencia fundamental entre pensamientos rivales o, más bien filosofías antagónicas. Seguramente, un tiempo que corre veloz e imprevisible, un ejercicio de la política que va de la crisis al auge y de la paz a la guerra, de acuerdo con la historia que ha sido recordada al inicio de esta parte del trabajo, prescribe la formación de un pensamiento que riñe y no se conforma con teorías que busquen la permanencia y que además valora estas formas de pensamiento como insuficientes; por todo eso es que el fenómeno sofista se unifica o, más bien dicho, va delineando algunas características que, al irlo perfilando, también y a la vez lo va separando de la tradición presocrática anterior. Si los presocráticos pusieron atención a algo, debe reconocerse que esto es aquello que podría llamarse la realidad en un sentido objetivo; mientras que, si los sofistas pusieron atención a algo debe reconocerse que esto es aquello que podría entenderse como la experiencia, en un sentido subjetivo.

De cualquier manera y por el orden, habría que recapitular y tomar nota de que el movimiento sofista se va definiendo por el nuevo estilo magisterial que ellos ejercieron y, en parte también por el contenido humano de sus asuntos, todo de conformidad con lo dicho. En primer lugar, un sentido práctico de la enseñanza ejercido a través de un verbal y retórico uso del lenguaje que buscaba cierta publicidad y, en segundo lugar, algo que puede llamarse una actitud filosófica distinta, emparentada a lo que hoy se llamaría tono escéptico y actitud desconfiada respecto a la posibilidad del conocimiento absoluto e indiscutible de las cosas, así como a su transmisión. Realidad versus experiencia parece ser, entonces, el conflicto; traducido a otros términos puede afirmarse que el conflicto es entre ingenuidad y desconfianza, entre aceptación y reserva; esto es lo que llega a la filosofía de nuevo a través de la presencia del sofista, quien además entra al escenario cargado de un equipaje de profesionalismo, de cosmopolitismo, de retórica, de escepticismo, en fin de cierta sombra de elegante decadencia. Las palabras griegas que, entre el final del siglo V y el comienzo del siglo IV a.de C., expresaron este conflicto fueron los términos Physis y Nomos, y no es que Physis signifique realidad y Nomos signifique experiencia; más bien la primera debe significar algo cercano a lo que hoy se nombra como naturaleza, mientras la segunda debe significar algo cercano a lo que hoy se nombra como costumbre o norma. Acaso deba entenderse por Physis una suerte de naturaleza que es y ha sido en una condición de simple estar, se entiende que la curiosidad, el estudio y las postulaciones presocráticas han emanado de allí, de ese lugar que ahora llamaríamos, sin duda de forma ilegítima, el estar de la naturaleza. Mientras por Nomos debería entenderse que era, para el hombre de los tiempos clásicos, algo en lo que se confiaba porque se lo sostenía, porque se lo practicaba, porque se lo acostumbraba debido a la consideración de que era algo correcto, adecuado, prudente, proporcionado, equilibrado; esta noción, entonces, emana de una mente humana ocupada en establecer ciertos patrones de conducta; por lo tanto, y dependiendo de la diversidad de la gente, pueden encontrarse diversos Nomoi, es decir diversos moldes para la vida y la conducta. De alguna manera y para tratar de simplificar las cosas, hay que decir que Physis habla de productos de la naturaleza, mientras Nomos habla de ciertos productos provenientes de la actividad del hombre; sin embargo el planteamiento del asunto envuelto entre estas dos nociones impone ir más allá y para llegar hasta allí habría que considerar algo que ya ha sido insinuado: que los sofistas deben entenderse a partir de los presocráticos porque aquéllos son, de cierta forma, una respuesta para éstos, y esta respuesta, de acuerdo también con lo que se ha sugerido, podría decir, en un sentido muy elemental, que en el mundo no sólo hay productos de la naturaleza, sino también hay productos provenientes de los trabajos de la mente y de la actividad del hombre. Tal vez una forma de medir la dimensión de este asunto en los griegos de aquellos días, pueda darla recordar la trama de la Antígona de Sófocles, que dice, más o menos: Tebas de Grecia, por esos días, era gobernada de forma tiránica por Creonte quien, como todo aquél que pretende centralizar en torno suyo la mayor cuota de poder, temía, como lo peor, que se conspirase en contra de su gobierno; al grado de emitir una ley tremenda que ordenaba la muerte para quien atentara contra su ejercicio, pero no sólo eso, la crueldad de Creonte confiaba en poder castigar a alguien, incluso, después de muerto, por lo que se imponía, además de la muerte, que el cadáver del conspirador se quedase a la vista de todos en la plaza pública mostrando el proceso de la descomposición y la podredumbre. Antígona era una mujer joven, valiente y, cabe entender, de muy buen ver que, por entonces, habitaba en la ciudad de Creonte, ella es también hermana de Polínices, joven impetuoso y atrevido que llega a atentar contra el poder del tirano, por lo que se hace acreedor al desmedido castigo prescrito. Antígona padeció el castigo de su hermano hasta la conmoción, debido a ello, inconsolable, irreflexiva y al amparo de la oscuridad, una noche recupera el cuerpo de su hermano para enterrarlo con sus propias manos, contraviniendo así la ley de Creonte, quien al verse desobedecido le pregunta: “¿Por qué lo hiciste, si sabías que estaba prohibido?” A lo que ella responde: “Porque, antes que a tu ley, obedecí a otra ley que tengo grabada en el corazón”

Demás está decir que Creonte la mata. Para que la trama se complete y la tragedia se revele, hay que recordar que el hijo y heredero de Creonte estaba enamorado de la bella y valerosa Antígona quien, al saber que su padre la ha ejecutado, se suicida. Ni siquiera Creonte, con todo su poder, pudo calcular la fuerza de un destino caprichoso e incierto, de un destino trágico, en suma. Interesa llamar la atención sobre el momento culminante de la Antígona de Sófocles, aquél en que ella responde a Creonte así: “porque, antes que a tu ley, obedecí a otra ley que tengo grabada en el corazón”, declaración ante la cual vale la pena intentar la equivalencia: porque antes que a tu Nomos decidí obedecer a la Physis; o bien esta otra: porque, antes que a algo que proviene de tu voluntad, decidí obedecer a algo que proviene de la naturaleza. Frente a estas equivalencias, también, vale la pena reflexionar y calcular que el desacuerdo entre la voluntad de los hombres y las condiciones de la naturaleza es capaz de desencadenar consecuencias trágicas; que el desacuerdo y la duda entre el Nomos y la Physis es capaz de detonar como una bomba y así desmontar y desbaratar cualquier proyecto o cualquier planificación concebidos y fabricados tomando en cuenta sólo a uno de ellos; pero ¿Cómo hacerlos coincidir? ¿Cómo lograr una armonía entre al Nomos y la Physis? ¿Cómo establecer una continuidad entre la voluntad de los hombres y las condiciones de la naturaleza? Siendo éste un asunto de magnitud desmesurada e inconmensurable, y siendo también que surge a partir del trabajo hecho por los sofistas, resulta previsible y hasta normal que la actitud de ellos sea la indecisión, la duda e, incluso podría llegar a decirse el relativismo. Los personajes a quienes se reconoce hoy como los más representativos exponentes del ánimo sofista son Protágoras y Gorgias, de quienes se hablará en seguida; pero antes interesa comentar a otro personaje a quien hoy se reconoce más como historiador que como filósofo, al conocido cronista de la Guerra del Peloponeso, que ya ha sido referida aquí, al afamado testigo de esa guerra entre atenienses y espartanos, a Tucídides, luego de leerlo habría que valorarlo no como historiador ni como filósofo, sino como una especie de historiador filosófico, su escritura es un brillante ejercicio de interpretación de los últimos años del siglo V a. de C. y del telón de fondo para la vida de estos años: la guerra interna que por aquellos años azotó al mundo griego. Ante todo aquí interesa tratar a Tucídides, en tanto él construye su narración de una manera muy singular, no sólo a través de un impersonal tono narrativo, sino más haciendo uso de un instrumento al que puede compararse con la manifestación verbal, al discurso, al alegato, a la arenga; lo notable es que este ejercicio de anotación de la oratoria compone una colección de monólogos, cuyo contenido ayuda a identificar al estilo sofista, por apuntar a nociones como la justicia, la libertad u otro contenido abstracto más o menos aceptado; pero siempre haciendo un uso inequívoco de la persuasión y, a veces haciendo uso también de ciertas cuotas de seducción, como el conocido caso del ateniense Alcibíades. En todo caso, Tucídides, sin ser un filósofo de oficio ni tener el afán de formular un discurso puramente filosófico, es muy capaz para mostrar el clima intelectual que envolvió al período sofista. Sin duda, la guerra que narra le permite, dentro de su estilo de contar, más que eso, le permite manipular y contrastar nociones y vincularlas a la postura del orador, hacer depender la noción que trata del particular interés del personaje que habla; así, a veces, se busca apoyo en función del Nomos y, a veces se busca apoyo en función de la Physis; de este modo es posible percibir en su trabajo que una noción como la justicia, por ejemplo, puede ser moldeada, torneada, volteada al antojo de lo que pretende quien hace uso de la palabra, y de esta forma una misma noción alcanza versiones diversas y, hasta divergentes. En la medida en que Tucídides es quien mejores noticias puede dar sobre esta época, sobre esta estación sofista en el tiempo de la filosofía, quizá sea ahora el momento para plantear la pregunta acerca de si fue un tiempo irreverente el que provocó el relativismo sofista, o bien si el carácter irreverente de los sofistas fue el que influyó sobre este tiempo de relativismo. Los dos nombres mencionados antes como los sofistas prominentes pueden ayudar en la ruta que busque una respuesta a la indagación anterior.

Protágoras es el primer nombre, el más famoso de los sofistas y tal vez el más viejo de todos, parece haber sido un llegado del norte, Abdera fue su ciudad, que fue un visitante habitual de Atenas, al menos Platón lo hace comparecer varias veces en algunos de sus diálogos a este escenario9. Su prestigio en Atenas debió ser elevado y, sobre todo, debió basarse sobre la primacía de algunos fines prácticos expresados a través de un discurso profesional, persuasivo y seductor; un hombre acoplado a las necesidades del día (clima de guerra y política confusa), por eso mismo, Protágoras debe haber sostenido una teoría en extremo relativista, de acuerdo con la cual, una misma cosa, un mismo hecho, una misma noción puede adquirir y alcanzar valoraciones diversas, la misma cosa, hecho o noción puede ser buena por a y mala por b; así lo que un hombre cree verdadero o válido lo es para él, mas no para otro, y lo es en la medida en que lo cree y confía en ello, para concluir y hacer explícito aquello de que: “el hombre es la medida de todas las cosas”10. Gorgias es el otro nombre que resuena dentro de la camada sofista, éste, como el anterior, parece haber sido un extranjero en Atenas; según se sabe Gorgias fue un griego occidental, pero al mismo tiempo un jonio ¿Cómo puede ser esto? Alguien del occidente y del oriente, a la vez; parece ser que su ciudad natal, la siciliana Leontini, fue una colonia Jonia; al llegar a Atenas con una embajada de su ciudad, se dice que su estilo provocó una conmoción, por lo que fue buscado como maestro por muchos jóvenes atenienses. También Platón redacta un diálogo bajo su nombre, lo cual informa acerca de que debe haber sido alguien con renombre, sobre quien recaía cierta admiración y que, a su vez, nunca declaraba su admiración por nadie que buscara la virtud, porque él tan sólo buscó la formación de los oradores11; como si la virtud no habitase en nadie, al estar sujeta y marcada por el vaivén que mueve la vida alguien: lo que es la virtud para un esclavo puede no serlo para un hombre rico y viceversa; o bien, durante el momento fugaz e intenso en que nace una pasión pueden haber virtudes que después resulten patéticas. Entonces, habría que establecer que la verdad de algo depende de la ocasión y no al revés, como si lo más valioso fuese y residiese en lo oportuno, y el esfuerzo por la verdad dependiera del esfuerzo por buscar y encontrar la situación, la ocasión o la audiencia adecuadas. Parece ser, entonces, que los sofistas ejercieron un saber sujeto a ciertas limitaciones, condicionado por un tiempo en que la guerra infunde dudas y no certezas, en el que la guerra hay que justificarla y no se justifica sola y por sí misma, en que la guerra socaba en vez de construir, como antes lo había hecho la guerra contra los persas. Un saber, en fin, limitado porque deniega su valor absoluto a favor y a cambio de un valor ocasional, relativo y práctico, al cuestionar, por ejemplo: ¿De qué sirve el valor de la cirugía, o incluso el del cirujano, si el paciente no está bajo el cuchillo? O bien, para traducirlo a términos más familiares ¿De qué sirve el valor de la buena política, si el gobernante no la adopta?

9

Incluso hay un diálogo platónico que lleva su nombre, en el que se percibe cierto respeto y consideración hacia el personaje, como lo merecería un hombre honesto, valioso y competente profesor. 10 Famosa sentencia atribuida por la tradición a Protágoras 11 Platón. Menón, Obras completas. Aguilar S.A. de ediciones, 1979, pag. 456.

BIBLIOGRAFÍA Capelle Wilhelm. Historia de la Filosofía Griega. Editorial Gredos S.A. 1981. Calvo Tomás. De los sofistas a Platón, política y pensamiento. Editorial Cincel. 1991. Dodds E.R. The greeks and the irrational. Beacon press. 1950. Guthrie W.K.C. A history of greek philosophy, III. The Sophist. Cambridge University Press. 1988 Hegel G.W.F. Lecciones sobre historia de la filosofía I. Fondo de cultura económica. 1977. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía I. Editorial Herder.1985. Nietsche Friedrich. La naissance de la philosophie à la epoque de la tragedia grecque. Gallimard. 1938. Parain Brice. (comp.). Historia de la filosofía 2. Siglo XXI. 1973. Rábade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial complutense. 1994.

SÓCRATES, ¿QUÉ NOS CONVIERTE EN HUMANOS? Más o menos Sócrates bien pudo ser un contemporáneo de la más fuerte camada sofista, aquélla a la que pertenecieron Protágoras y Gorgias. Hay un personaje que debió haber sido un par de décadas más joven que ellos, un personaje con una estructura mental que ahora se llamaría perversa, un personaje que ahora sería un suspenso en conducta, Alcibíades es su nombre y su vida contiene valiosa información; su vida o, más bien, la forma en que decidió vivirla puede ser un dato acerca de lo que interesa, llegado este punto. Si la aparición de Sócrates en el escenario intelectual es otro paso decisivo en la ruta del pensamiento, pocas cosas pueden ayudar tanto a entender el sentido de este paso como la forma en que Alcibíades decidió vivir su vida y las huellas que fue dejando tras de sí conforme caminaba. Dicho en pocas palabras y entrando en materia, Alcibíades es alguien que lo tiene casi todo, porque ciertamente nadie lo tiene todo. Nobleza, se dice que la familia de su padre se remontaba al propio Ajax, el más temperamental de los héroes que sitiaron Troya, y su madre pertenecía a la más célebre familia de Atenas; al morir su padre siendo él niño es adoptado por Pericles, nada más y nada menos que el mejor gobernante de Atenas, no se puede estar más alto; y aunque sean tiempos de democracia, la estirpe siempre cuenta. Riqueza, por el ambiente en que nació y creció tuvo la posibilidad y todo el dinero para orientarse hacia donde quisiera, milicia, política, educación, lo que fuese; y, qué duda cabe, la plata siempre cuenta.

Juventud, Alcibíades nunca fue viejo, murió antes de cumplir los cincuenta años; y, ya se sabe, los ímpetus, licencias y audacias de la edad temprana a veces son un adorno. Brillo intelectual, basta suponer quiénes serían las visitas más frecuentes a la casa de Pericles, gente como para afilar el pensamiento de cualquiera debió haber sido lo más frecuente; y un ambiente como éste, cómo no va contar. Amistad de Sócrates, la relación entre el joven y el filósofo debe tener suficiente electricidad, como electrizante es la escena final del banquete platónico; y quién ignora que una amistad embriagante como ésta, también cuenta. Belleza, por si todo lo dicho fuera poco, Alcibíades también era excepcionalmente bello, lo dicen todos quienes cuentan cuánto fue perseguido y asediado amorosamente; aunque la belleza siempre ha sido apreciada, es bien sabido que nunca lo ha sido tanto como lo fue entre los griegos. Noble, rico, joven, inteligente, bien relacionado y, además, bello; todos estos atributos convierten a Alcibíades en alguien más peligroso que el filo de una espada: caprichoso como un niño mimado, presuntuoso como un cisne, provocador como el púrpura, opulento como quien no regatea nada, persuasivo como un sofista, seductor como alguien irresistible, bello como un ángel; tenía demasiado, y se dice demasiado para evitar la palabra todo; su encanto, su audacia, su ambición lo hacían inolvidable; y si además se piensa que su patria era Atenas, la de Pericles, el lugar más esplendoroso del mundo por entonces, sólo resta preguntarse: ¿Quién podría ser hoy como Alcibíades? Según se ve, ni siquiera una estrella de cine. Las constantes de su vida adulta fueron el vértigo, el desenfreno y el escándalo, Alcibíades es alguien que hace de su especialidad el desvío y cruzar el límite. Su participación en la Guerra del Peloponeso es determinante: basta recordar que siendo ateniense pasa al bando contrario para aconsejar a Esparta, lo cual puede quedar anotado como traición. Que una vez en Esparta se hace amante de la esposa del rey local dejándola embarazada antes de partir, lo cual puede quedar anotado como seducción. Y que una vez de vuelta en Atenas obtiene el perdón de sus conciudadanos después de haber vendido sus secretos, lo cual puede quedar anotado como persuasión. ¿Es posible pensar en mayores atrevimientos? Se alude a la vida de este hombre, porque se piensa que el escepticismo y el relativismo de esta época sofista o, más bien, de esta Atenas sofista alcanza su cúspide (y es ésta una cumbre que es vida y no conjetura) en la persona de Alcibíades, que todo aquello tratado antes como pensamiento sofista se vuelve, en Alcibíades, vida misma y, sin duda, llega a niveles extremos, a cuotas incalculables, a magnitudes dramáticas. Más allá y al margen del interés por determinar el bien y el mal y de delinear al personaje como un héroe o como un villano cargado de luces o de sombras, se piensa que es importante identificar a Alcibíades como alguien que, cual si fuese una antena sensible, capta el espíritu de su tiempo y, por decirlo de algún modo, se contamina como nadie de las maneras intelectuales del mundo en que ha vivido, y a través de sus condiciones y atributos personales logra influir en ese mundo que lo ha formado, como quien devuelve un pago en la misma moneda que ha recibido, como quien no tiene para dar, sino aquello mismo que ha recibido.12 Frente a esta “forma de ser” prescrita por el ánimo sofista, su influencia y sus consecuencias, visibles a la luz de la vida de Alcibíades, se alza la vida y la palabra oral de otro hombre, también ateniense, de nombre Sócrates; es ésta una figura que crea un contraste grande con la anterior. Sócrates es un viejo feo, ordinario, arrabalero y pobre, pero, acaso igualmente endiablado, y nunca tan bien dicha esta palabra como en relación con Sócrates, él mismo declaraba estar habitado por una suerte de voz interior que, de alguna manera, puede decirse funcionaba como guía o consejero, esta voz interior es a la que llamaba daimon o demonio, especie de ser intermedio ente los dioses y los hombres, todo ello según los textos de quienes lo conocieron.13 A propósito de lo anterior y con ocasión del hecho de que Sócrates no dejó ningún texto escrito, se le conoce por lo que otros escribieron sobre él, por lo que han contado quienes lo conocieron, por quienes redactaron, para decirlo con una palabra conocida, el evangelio socrático. 12

Quien desee conocer más sobre el tremendo personaje que fue Alcibíades puede dirigirse a textos tan conocidos como la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides, o las Vidas paralelas de Plutarco. 13 Platón, Jenofonte y Aristófanes son quienes escriben sobre el Sócrates que conocieron; al menos los dos primeros de ellos, puede decirse, construyen su obra escrita en torno a la figura de Sócrates.

Los nombres de los autores son los de quienes han quedado anotados en la nota previa (Platón, Jenofonte, Aristófanes); aclara algo decir que Jenofonte escribe como un autor de crónicas, que Aristófanes escribe como un autor de comedias y que Platón escribe como el autor de una filosofía fundamental y fundadora; como consecuencia de ello debe reconocerse que mientras el Sócrates de Platón y Aristófanes parece inocente de lo que se le acusa, el de Jenofonte parece inofensivo, matices que es importante conocer al acercase a la endiablada figura de Sócrates. Lo importante de la anotación anterior es establecer que el Sócrates de Platón, sin ser únicamente literario como el de Aristófanes ni tan rectilíneo como el de Jenofonte, es capaz de mostrar esa semilla diabólica; Platón pudo cruzar esa corteza de pobreza, de ordinariez, de vejez, de fealdad para llegar al matiz más profundo de esa complicada personalidad socrática. Si bien es cierto, como ha sido sugerido, que su vida fue bastante gris y opaca en comparación con la de Alcibíades, su muerte fue todo lo contrario, ésta fue todo un escándalo que ha resonado y sigue haciéndolo a lo largo y a lo ancho de toda la historia de Occidente. A veces la muerte opera de una forma rara, mejor habría que decir que la muerte opera a veces de forma paradójica, porque a través de ella se obtiene lo contrario de lo que trae: se obtiene la inmortalidad, la muerte a veces puede dar lo contrario de lo que entrega; si se ha vivido como Sócrates vivió, afectado por cierto clima de ausencia, la muerte puede traer la presencia, la comparecencia, la aparición, la epifanía, diría otro lenguaje conocido. Para el caso Sócrates, este resultado paradójico que vino con la muerte bien puede entenderse como el resultado de su estilo personal, sumado a las propias condiciones de su desaparición. Al aludir a su estilo personal pretende referirse aquello que fue más característico en él, y esto bien podría ser la postura que se nombra como ironía, como si el escenario primordial en que se movió fuese aquél que se identifica y reconoce como ironía. Debe decirse, entonces que Sócrates es un individuo que con su personal forma de ser, con su irónico estilo personal logra influir en la Filosofía; él es alguien que en sí mismo, en su misma persona e individualidad lleva, traslada, acarrea la filosofía, como si ella viviera en él y él en ella. Si en los sofistas el papel de filósofo fue consecuencia de una representación, en Sócrates el papel del filósofo fue una presentación, como si su propia y misma presencia fuese la presencia de la Filosofía; para decirlo con otra palabra que pertenece a otra tradición, que por lo demás aquí ya ha sido saqueada, debería decirse que, de alguna manera, Sócrates encarnó la Filosofía; y la forma en que lo hizo es aquella que pasa y que transita por la ironía. Como si, para el caso Sócrates, la ironía hubiese sido la condición necesaria para logar esa relación de identidad entre él y la Filosofía; ahí está Sócrates: en el mundo y en un mundo que es Filosofía, imprimiéndolo con su rostro y, a la vez, imprimiendo de su presencia a la Filosofía, y todo gracias a esa forma de ser, a ese ejercicio irónico de su individualidad. A través de la ironía Sócrates logra estar en dos sitios a la vez, y es que, acaso en eso mismo consiste la ironía, él logra estar en el mundo y en la Filosofía, como si fuesen uno. ¿Cómo es posible esto? Para responder a ello hay que intentar decir: ¿Qué es la ironía? ¿Cómo opera? ¿Cuál es su carácter? Por medio de la ironía Sócrates hace de la Filosofía el mundo y del mundo la Filosofía; al ser él un habitante de la ciudad de Atenas puede, incluso, llegar a decirse que mientras transitaba por ese escenario, era la propia Filosofía la que caminaba por las calles de Atenas, pero ataviada, maquillada y decorada de ironía, y es que la ironía es una suerte de disfraz, opera como una especie de disfraz. Sin duda, entender esto requiere una explicación y, como es lógico, ésta debe pasar por el sujeto que fue Sócrates, por su forma de hacerse presente en la escena; como cualquier persona Sócrates está presente en el mundo, sin embargo su presencia ya no es como la de cualquiera, en tanto está mediada a través de la ironía; por eso se piensa que ésta es, ante todo, como una segunda subjetividad, o como una subjetividad de segundo orden. La ironía es como una fuerza muda, la que ejerce aquél que se apropia de una suerte de segunda potencia; si la subjetividad primera la ejerce quien es un sujeto, la ironía, como subjetividad de segundo orden, la ejerce quien, a partir de ese sujeto que ya es, es capaz de mostrarse como otro; quien desprende otra subjetividad de la suya propia y, desde allí, logra desprender una segunda reflexión desde la reflexión primera y básica.

Aunque resulte riesgoso, puede afirmarse que un personaje irónico es aquél que, sin dejar de ser quien es, consigue mostrarse como otro; paradójica situación la de la ironía, al conseguir enfatizar el valor verdadero con una moneda falsa, al falsificar para que aparezca la verdad y no la mentira. El hombre irónico es un falsificador veraz; puede verse, entonces, que difícilmente se hallará a alguien más irónico que Sócrates, al hacerse el ignorante pese a saberse sabio y al hacerse el sabio pese a saberse ignorante; cruel juego de espejos el suyo, en el que más de uno y en más de una sola forma se vieron envueltos. Según lo muestra Platón, Sócrates llegaba al Areópago,14 la plaza se diría ahora, con su aspecto empobrecido, ordinario, envejecido y desgastado buscando el momento en que estuviese allí suelto un sabio oficial investido de la toga del saber o del poder, poco importaba si era un político, un sofista y un simple ambicioso, en fin alguien ocupado en predicar y respaldar un discurso a costa de lo que fuese, alguien ocupado prioritariamente en promover su imagen y su brillo; una vez identificado, ubicado y designado, Sócrates se dirigía al sofista, pero ataviado, según podía verse, por la miseria, pero ciertamente ataviado por la ironía, para decirle que lo admiraba, que su suerte era haberlo encontrado, que era mucha la diferencia entre su persona como alguien sumido en la indigencia, la cotidianidad y la ignorancia y él, un personaje notable, destellante y referencial; al sentirse adulado de tal forma este personaje ya estaba, por decirlo así, en las manos de Sócrates, y éste lo único que pedía era la licencia para hacer algunas preguntas, porque no podía pensar en pedir un discurso, en pagarlo a alguien que cobra por todo, a un mercenario diríamos hoy, para hacer uso de una palabra más comprensible. Desde luego, al verse abordado de esta forma, ¿cómo podía negarse el sabio, el político o el ambicioso? Si todo su afán era lucirse, si todo su afán era adornarse, si todo su afán era brillar; así que admitía y permitía que este miserable le formulase las preguntas que quisiese, con la certeza de que un tonto le servía en bandeja la ocasión para elevar los bonos de su imagen; pero resulta que la cosa no era así, resulta que al admitir responder a las preguntas socráticas, realmente había caído y se había enredado en las redes de la ironía socrática. A través de la serie de preguntas formuladas por Sócrates, dentro del marco de la ironía, quien decía no saber demostraba saber y quien decía saber demostraba su ignorancia, quien partía de la ignorancia demostraba lo contrario y quien partía del reconocimiento de sabiduría demostraba también lo contrario. ¿Puede estar más claro el funcionamiento de la ironía? Mucho se ha escrito sobre las declaraciones de ignorancia de Sócrates, sobre su propio decir que nada sabía, lo cual, bien entendidas las cosas, no era del todo mentira, ciertamente, él sabía y se daba por enterado de su ignorancia; la fineza de su ironía no reside en decir algo falso al declarar su ignorancia, sino en que esta declaración de ignorancia, siendo cierta, y por el mismo hecho de serlo, al mismo tiempo tiene el poder de definir a la Filosofía como el deseo por lo que no se posee;15 la Filosofía más que la posesión de algo es su falta, es la falta de eso y por lo tanto el deseo por ello. Lo novedoso y, a lo mejor también valioso surge porque esta noción de la Filosofía como falta y deseo se opone a la noción de Filosofía como logro y posesión; y ello es posible a partir del trabajo en la ironía, tal como ha tratado de apuntarse. Pero más allá de la ironía, qué es la forma del trabajo socrático, qué son los modos y las maneras de Sócrates, ¿Cuál es el contenido de su trabajo? En primer lugar, y para retomar lo dicho desde el inicio, es preciso recordar que Sócrates se opuso a los hábitos intelectuales de su tiempo los cuales, de algún modo, consideró nocivos y perjudiciales y que, de acuerdo con el curso de esta argumentación y el camino que han llevado, están representados por Alcibíades y su forma de vida; ante todo porque este talante se traduce en desinterés y renuncia por el conocimiento. Por aparte, también se hace necesario reconocer que la irónica búsqueda de Sócrates es, precisamente, por ese conocimiento que hasta ahora sólo ha sido definido como el deseo por lo que 14

Siendo Ares el Dios griego de la guerra, el Areópago debe haber sido una especie de plaza de armas en las ciudades de la Grecia antigua. 15 El filósofo es un amante que vive en la fiebre del deseo por aquello que es sólo su falta, y esto es así desde la propia etimología de la palabra que se deriva de Philia, amistad, apego, deseo, mientras Sophia es sabiduría; puede, entonces, decirse que el filósofo es dibujado por primera vez por Sócrates y su ironía.

falta, como el contenido vacío de esa ignorancia fértil, pero inevitable; sin embargo éste ya es un paso importante, porque permite apartarse de esa convicción jactanciosa de que algo se sabe, cuando en realidad no se sabe; o bien apartarse del hábito de renuncia, de que algo no puede llegar a saberse. La convicción de la propia ignorancia es el primer paso necesario para obtener el conocimiento, pues nadie busca el conocimiento de algo que se hace la ilusión de ya poseer, o bien que considera imposible poseer. Pero, en todo caso, el contenido del saber socrático, más allá de la ignorancia está definido por el término areté,16 siendo esto algo que Sócrates no buscó solamente ante personajes connotados y relevantes, sino, por decirlo de algún modo, frente a cualquiera; él se acercaba al carpintero o al zapatero, por ejemplo, para indagar sobre las habilidades-virtudes (areté) necesarias para la realización de un mueble o de un par de zapatos. Puede pensarse que la particular búsqueda socrática a este nivel artesanal, era también parte de su ironía, puesto que tal acercamiento e interés por la gente sencilla no dejaba de enfadar a los infatuados propietarios del saber y del poder. De esta manera parece adecuado entender, entonces, que la determinación de la areté depende, en primer lugar, de una aclaración y delimitación de la tarea por hacer, sea la que fuese, de saber en qué consiste dicha faena y de lo que con ella se propone alcanzar. El problema para Sócrates es que cada tarea, sea cual sea su índole, es una cosa parcial, cada habilidad-virtud (areté) está circunscrita a algo particular y sectario; sin embargo la tenacidad de Sócrates era lo suficientemente fuerte como para no renunciar a la creencia de que el conocimiento era posible, como para no negar la posibilidad del conocimiento. Debe hacerse la salvedad y decirse que la palabra conocimiento es riesgosa cuando se habla de Sócrates y, en general, también lo es cuando se habla de los griegos. El conocimiento en relación con Sócrates es algo muy vinculado a la noción de areté, que ha venido tratándose; incluso puede llegar a decirse que con Sócrates conocimiento es areté, pero, cada una de éstas, como ha sido dicho, es particular y sectaria, cada una de éstas es incompleta y parcial, cada una de las habilidades-virtudes (areté) que llenan la cabeza de los hombres no puede ser caracterizada como algo absoluto y completo, siendo cabalmente por esta plenitud, aquello por lo cual el esfuerzo y el trabajo socrático clamaba. La experiencia de Sócrates en sus conocidas charlas, ya sea con los hombres sencillos o con los oficiales usuarios de la verdad, era la de que ni él ni su interlocutor poseían en su totalidad el uso o ejercicio de algo; por lo que él trataba de encontrar o infundir, al menos, la esperanza de encontrar esta plenitud lejana y añorada acerca de algo. Dejándose aconsejar por la cautela, puede afirmarse que Sócrates entendió que su misión era hacer o crear las condiciones para que los hombres de su tiempo, y acaso de cualquier tiempo posterior, pudiesen ver más allá de la crisis que de forma inmediata los envuelve, de aquella que, en su caso, había llegado a formar a un personaje como Alcibíades y, entonces, como consecuencia de esa visión amplia sintiesen la necesidad de formular esa habilidad-virtud (areté) capaz de definir de manera general e integral cuál es el carácter, función, objeto, fin del hombre, o bien para tratar de decirlo con otras palabras habría que decir o, más bien, indagar: ¿Qué es lo que, finalmente, convierte al hombre en humano? ¿En qué consiste, en suma, esa habilidad-virtud (areté) para ser un ser humano, que permita llegar a serlo? Una vez abierta la cuestión socrática se hace necesario reconocer que lo importante es eso mismo precisamente, haberla abierto y haber dejado, como se dice, el cuaderno abierto para quienes estaban por llegar. El final del cuento es que Sócrates pagó caro haber sido la conciencia crítica de su tiempo. La claridad de sus fines, la fuerza de su voluntad y el filo de su ironía fueron castigados y le dieron una condena, que fue la de muerte por beber veneno; cabe suponer que los acusadores saciaron, con su muerte, los apetitos de venganza provocados por haberse sentido débiles frente a la palabra de un hombre que no buscó más que serlo y, de paso, que ellos también lo fuesen. De la escena de su muerte y de la agenda de ese día queda el tema del alma (psique) como el principal, entendida como el depósito para esa virtud general, integral y plena que él tanto buscó, 16

Areté es una palabra del griego antiguo, cuyo contenido semántico debe andar entre la noción de habilidad y la noción de virtud, por lo cual es difícil determinarla con total precisión.

llamada a convertir al hombre en humano; algo que ya es parte de lo que, en seguida, está por venir.

BIBLIOGRAFÍA Capelle Wilhelm. Historia de la Filosofía griega. Editorial Gredos. 1981. Calvo Tomás. De los Sofistas a Platón: política y pensamiento. Editorial Cincel. 1991. Foucault Michel. La hermenéutica del sujeto. Fondo de Cultura Económica. 2002. Gómez Robledo Antonio. Sócrates. Fondo de Cultura Económica. 1988. Guthrie W. K. C. Socrates. Cambridge university press. 1990. Hegel G. W. F. Lecciones sobre historia de la Filosofía I. Fondo de Cultura Económica. 1977. Hirschberger Johannes. Historia de la Filosofía. Herder.1984. Jaeger Werner. Paideia. Fondo de Cultura Económica. 1983. Nehamas Alexander. El arte de vivir. Pre-textos. 2005. Parain Brice (comp.) Historia de la Filosofía, vol. 2 Siglo XXI editores. 1973. Rabadé Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. De Romilly Jaqueline. Alcibíades. Seix Barral. 1995. Snell Bruno. The discovery of the mind. Dover publications inc. 1982. Vlastos Gregory (comp.). Socrates, a collection of critical essays. University of Notre Dame press. 1971.

PLATÓN, EL GRAN ESTILO W. K. C. Guthrie, el prudente inglés historiador de la Filosofía griega, dice algo que ahora viene al caso,17 porque hablar de Platón es distinto de lo que hasta aquí se ha intentado. Guthrie dice que escribir una historia de la Filosofía es como escribir una guía de viaje en la que aparezca una indicación de los buenos caminos, de las buenas posadas, de los buenos comedores; una guía aconseja dónde encontrar cosas buenas, pero no las contiene. Hasta este punto la Filosofía casi debe conformarse con ser eso, una guía que sin contener el producto sólo lo refiera; y es que el producto del trabajo de los presocráticos, de los sofistas y de Sócrates, o bien es muy remoto, o bien es inexistente, existió más como oralidad que como escritura; pero con Platón la situación es muy distinta, quien quiera acercarse a Platón lo mejor que puede hacer es ir a su propio trabajo que, en sí mismo y bien entendidas las cosas, es desmedido e insustituible; son pocos los textos que al decir algo lo patentan al grado de hacerlo irrepetible, la obra inconmensurable de Platón es uno de esos textos. ¿De quién puede decirse que haya reunido una cabeza tan potente y una pluma tan fina? ¿Quién proyecta sobre el futuro una sombra tan densa? ¿Quién, como él, al mismo tiempo vence y convence? Sobre su vida, brevemente, puede decirse que nació en el 427 a. de C. en el seno de una familia noble, su padre es descendiente de Codro, último rey de Atenas y su madre es descendiente de Cricias, uno de los treinta tiranos. Desde joven parece haber estudiado con Crátilo, un heracliteano; sin embargo, en el año 407 a. de C., cuando cuenta con veinte años, sucede algo que gravita sobre él por el resto de su vida: encuentra a Sócrates, después de ocho años de la más fértil convivencia sucede algo que puede entenderse como el acontecimiento en la vida de Platón, si conocer a Sócrates ha sido un suceso importante, presenciar la condena y muerte de este hombre constituye un suceso capital del cual, se entiende, Platón nunca se recupera del todo; por lo que no es una exageración decir que su obra gira en torno a este temprano encuentro, a este personaje y a su destino. Luego emprende una serie de viajes respecto a los cuales no se conoce todo; pero se sabe que está en Egipto, se sabe que está en Asia Menor, se sabe que está en el Sur de Italia, sitios con pasado intelectual ya por entonces, en donde conoce a filósofos, a matemáticos, a poetas, a políticos de quienes puede suponerse adquiere diversas cosas que más tarde, sumadas a las adquiridas de Sócrates, serán sus fuentes. Uno de los sucesos que se inicia entonces será su conocida aventura de Siracusa, de la que se hablará más adelante. De vuelta a Atenas, alrededor del año 385 a. de C., Platón compra un terreno al Norte de la ciudad conocido como el Jardín de Academos, para fundar una escuela a la que llama Academia, antiguo nombre que aún se usa, aunque como muchas otras cosas parece haberse devaluado; ésta es la primera escuela superior de la antigüedad en Occidente, organizada de forma sistemática con espacios abiertos, aulas y biblioteca, destinada para la formación de jóvenes como acaso ha sido él mismo. Desde entonces su vida está dedicada a la enseñanza y a la escritura de diálogos, un tipo de escritura que intenta imitar al habla y que constituye “el gran estilo”, circunstancia que se justificará más adelante. Se sabe que Platón muere, finalmente, en el año 347 a. de C. en torno a los ochenta años de edad. Como puede verse y para tratar de ir adoptando la continuidad que corresponde resulta preciso reconocer que, de cierta manera, Platón es alguien muy parecido a Alcibíades, al menos en lo que se refiere a la aristocracia que compartieron, al ámbito en que vivieron y a la educación que recibieron; otra analogía es que ambos conocieron a Sócrates y disfrutaron de su amistad, pero esto mismo es la diferencia que los separa porque, mientras Alcibíades sigue viviendo de acuerdo con un clima fijado por los sofistas, Platón hace propia la crítica socrática a los sofistas y, por lo mismo, tiene el oído suficiente como para captar y asumir el mensaje de Sócrates. Puede decirse, sin que sea una exageración, que Sócrates ha vivido su vida para que sea presenciada por Platón en calidad de discípulo, y que el propio Platón ha vivido la suya hasta ese momento sólo para encontrar a Sócrates; ambos se dieron mutuamente algo llamado a ser lo más 17

Guthrie W. K. C. Early Plato. Cambridge University Press. 1990.

importante en la vida del otro; mientras Sócrates es quien Platón nos dice que es, Platón es aquél a quien Sócrates moldea; una especie de deuda y pago recíproco. Acerca del acontecimiento que es el encuentro de estos dos hombres, el biógrafo oficial de la antigüedad, Diógenes Laercio, anota: Refiérese que Sócrates vio en sus sueños un polluelo de cisne que plumeaba sobre sus rodillas, el cual, metiendo luego alas echó a volar elevándose por los aires y dio dulcísimos cantos, y habiéndole sido llevado Platón al día siguiente dijo: “he aquí al cisne”.18 Aunque, más bien, expresado a través de un lenguaje literario y alegórico este supuesto sueño de Sócrates y la supuesta interpretación posterior, muestran la importancia del encuentro entre él y Platón, como si se tratase de algo largamente esperado, como si se tratase de algo destinado a convertirse en una culminación para la vida; y es que este encuentro no fue importante sólo para los protagonistas, sino también para todo el devenir intelectual de Occidente. Al tener que dar cuenta del pensamiento de Platón, no puede evitarse sentir que cualquier formulación de éste significará una disminución respecto a la obra original, como si cualquier formulación de la obra platónica, sea cual sea, estuviese destinada a quedar en deuda respecto al original y, además, como si esta deuda fuese algo incalculable. Retomando algo que había quedado pendiente y por tratar de iniciar, de algún modo, el peregrinaje por la obra de Platón, es preciso indicar, ante todo tomando en cuenta lo dicho acerca de los sofistas y Sócrates, que la llamada párrafos atrás “experiencia de Siracusa”, puede ser un acceso a la obra del personaje. Sin duda, el texto más conocido de Platón que no es un diálogo es la llamada Carta Séptima que, como lo dice el propio nombre, es una misiva, una epístola y que, además, tiene un contenido autobiográfico; lo que Platón cuenta en ella es, precisamente, el episodio de su vida conocido como la aventura de Siracusa. Siracusa es ahora y era entonces una ciudad de la isla de Sicilia, por aquellos días teñida de una predominante cultura griega y, a la sazón, también, gobernada por Dionisio el viejo, ésta era la situación de la Siracusa que Platón visitó en uno de sus viajes de juventud, allí encuentra a un paisano ateniense de nombre Dión (la Carta Séptima está dirigida a los herederos de éste, para contarles la historia y las contingencias de su amistad), Dión está casado con una mujer vinculada muy de cerca al poder local. Dión parece haber tenido algún gusto y algún oído para la Filosofía, por lo que valora especialmente la amistad de Platón, por tal motivo le propone que a la muerte de Dionisio el viejo y la correspondiente llegada al poder de su hijo Dionisio el joven, lo llamará, en tanto este joven príncipe muestra una marcada vocación por el pensamiento, para con sus ideas y consejos influir sobre el nuevo gobernante e implantar un gobierno justo. Seguramente la proposición le suena muy bien a Platón, por lo que toma la palabra a Dión y, para decirlo de algún modo, acepta el desafío. En efecto y de acuerdo con lo propuesto, una vez cumplida la condición y muerto el viejo gobernante, Platón realiza tres viajes a Siracusa con el fin de influir sobre el ánimo del nuevo gobernante, siendo el resultado de cada viaje más desastroso que el anterior, al grado que al final del tercero y último de ellos Platón fue vendido como esclavo, debiendo ser recuperado, quizá a través de compra como si de una mercancía se tratase, por sus amigos y condiscípulos atenienses. Difícil encontrar ejemplo más famoso acerca de las desavenencias entre la Filosofía y la política; sin embargo algunas cosas pueden sacarse en claro referidas a lo que interesa: una, que Platón, a pesar de ser el padre del idealismo clásico, no dejó de preocuparse por la práctica política ni se desentendió de los asuntos del mundo; y otra, que Platón, de una forma vivencial y también de una forma teórica, fija la distancia, a lo mejor abismal, entre los propósitos de la Filosofía y los de la práctica de la política. ¿Es, acaso inalcanzable la una dentro del marco de la otra a la luz de la experiencia platónica y de muchas otras posteriores? ¿Puede, acaso hablarse de la incompatibilidad entre el cultivo de la Filosofía y el ejercicio de la política? Si se recuerda la búsqueda socrática por la virtud y por el alma como residencia para ella, debe entenderse que Platón hereda esta búsqueda y también la amplifica al convertirla en una 18

Biógrafos Griegos. Diógenes Laercio, vidas opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. Aguilar S. A. de ediciones. 1964. Pág. 1198.

preocupación política, de lo cual da testimonio la referida experiencia de Siracusa; valga esto también como un esfuerzo para entender la continuidad que va del maestro al alumno. En términos generales puede decirse que, según Platón, resulta impensable, improbable e imposible la persecución de un buen gobierno sin antes haber iniciado la construcción de una mejor alma (psique) de los ciudadanos; éste resulta un justo punto de partida para iniciar un recorrido por el pensamiento platónico, sobre todo si se toma en cuenta algo que ya ha sido dicho respecto a que el acontecimiento que marcó su vida fue la injusta decisión política de condenar y eliminar a su maestro Sócrates, el más justo de los hombres, como habría dicho el propio Platón; una ciudad debe ser desmedidamente injusta al condenar al más justo de los hombres. Seguramente el drama envuelto en este suceso fue capaz de informar a Platón acerca de la enfermedad del alma de muchos de sus conciudadanos y por lo tanto, como añadidura, de la propia enfermedad del alma de su ciudad (polis), de aquella Atenas enfrentada en guerra contra Esparta y gobernada desde tiempo atrás por algunos aristócratas parientes suyos. Habría que entender, al argumentar de esta forma, que se transita por un territorio intermedio entre Sócrates y Platón, para decirlo de una manera más propia: aquél delimitado por querer definir la virtud (areté) llamada a convertir al hombre en humano, pero trasladada al ámbito público de la ciudad (polis). Si la influencia de Sócrates debe medirse como un afán por saber acerca de sí mismo y, luego la humanidad del hombre debe medirse en función de este saber y su posibilidad, el cual a su vez, debe medirse como la principal y prioritaria virtud (areté), debe preguntarse: ¿Cómo llega todo esto a la preocupación por el ámbito público? ¿Cómo traduce Platón esto, a efecto de que tenga sentido en el ámbito público? En parte, este tipo de transportes y traslados desde lo recibido hacia nuevas zonas desconocidas es lo que hace de Platón quien es, dentro de la tradición de pensamiento occidental. Para entender la forma en que Platón conduce y lleva lo recibido como privado hacia lo público, hay que recordar una cosa, hay que recordar que Sócrates se enfrentó, se opuso e ironizó ante los sofistas, y que esta disputa giró en torno a que lo bueno o el bien no son algo ocasional, que lo bueno o el bien no dependen de los devaneos de la ocasión; para decirlo con palabras más precisas hay que reconocer que para Sócrates, al contrario de los sofistas, lo bueno y el bien no son ni lo agradable, ni lo útil, ni lo conveniente. Según se ve, este pensamiento proveniente de Sócrates pretende escapar de algo que podría llamarse simplemente un estado de cosas; así cabría entender a la opresión, el abuso, el exilio, la persecución, la miseria y hasta la guerra, que por esos días era un asunto candente en Atenas; todos esos vaivenes pueden ser provocados por algunos que decretasen lo bueno o el bien, pero el hecho es que sería lo bueno o el bien sólo para algunos, pero persiguiendo lo bueno o el bien para algunos y decretando medidas como ésas, se provoca lo contrario para alguien más. Ante este rodeo hay que decir que, así como Sócrates intentó llegar al hombre a través de la fijación de una virtud (areté) de lo bueno, así Platón intenta en seguida llegar a ciudad (polis) a través de la fijación del bien más allá del interés de alguien o de algún grupo, vale decir, al margen y más allá de lo agradable, de lo útil o de lo conveniente, de lo que simplemente, de acuerdo con lo que ha sido dicho define y atañe a un estado de cosas. En suma, y como si de una equivalencia se tratase, puede afirmarse que lo bueno es al pretendido hombre socrático, como el bien es a la pretendida ciudad (polis) justa de Platón. Tan difícil como ha sido definir la virtud (areté) del hombre que se busca en Sócrates, ha de resultar también difícil definir el bien platónico destinado a teñir de armonía, bienestar y justicia a la ciudad (polis); como si la suerte de una búsqueda estuviese destinada a ser también la suerte de la otra; de tal manera y a tal grado los discursos de Sócrates y Platón se implican uno en el otro, uno con el otro, uno para el otro. Éste es el paso y el traslado que se sabe, de lo ajeno de su maestro a lo propio suyo, Platón intentó dar en La República; texto que se inicia como si de una novela se tratase: Narrando que dos amigos atenienses, de los cuales Sócrates es uno, han bajado de Atenas al Pireo con ocasión de una fiesta que conmemoraba a una Diosa Lunar; al estar disponiéndose a volver a su ciudad son invitados por el mensajero de un hombre rico a la casa de éste, en donde podrá continuarse la fiesta y la discusión de temas elevados e importantes; una vez en la mansión el clima es de adulación hacia el dueño de la casa y anfitrión, de quien se dice es generoso, magnánimo y espléndido, agregándose que es

alguien que ha envejecido como se debe: cargado de los atributos que se cultivan con la edad; puede suponerse que Sócrates se siente incómodo en ese clima, por lo que reorienta las cosas a su antojo, con la cuestión acerca de si, creen los presentes, que la justicia (dike) es una virtud propia de la vejez; así aprovechando la ocasión y con la sutileza acostumbrada, Sócrates introduce el tema que le interesa, que a estas alturas, como ha sido dicho, ya es un tema de Platón: el de justicia (dike), llamada a ser y a buscar el bien de la ciudad (polis). Un Platón maduro guía a Sócrates con su pluma por las páginas de La República, en equivalencia y en pago al Sócrates maduro que lo ha guiado a él con su voz por los años de su juventud; así el mensaje recibido se convierte, aumentado, en el mensaje enviado. A partir de ese inicio novelesco se desenvuelve todo el tejido de La República, para seguir la pista y correr tras la huella de esa virtud que, como justicia (dike), está llamada a ser la que guíe la vida de la ciudad (polis). Con la noción recibida de su maestro acerca de la salud del alma (psiqué), como modelo, Platón emprende su camino hacia la determinación de la salud de algo que puede llamarse alma colectiva; de alguna manera, ésta es la ruta de La República. Después de un recorrido por diversas versiones de la justicia (dike) y de una revisión de las fallas y faltas en cada una de ellas; después de un recorrido por diversas formas de gobierno y de una revisión de las fallas y faltas en cada uno de ellos; después de un recorrido por los distintos tipos de personas y de una revisión de sus habilidades y vocaciones, así como de sus aversiones e incapacidades; después de un recorrido por los diversos niveles, clases y grupos de personas y de una revisión de sus propósitos, anhelos y carencias, así como de los intereses y desintereses de cada uno, Platón desemboca, finalmente, en otra noción fundamental, sin la cual la justicia (dike) resulta impensable, impracticable, imposible; ésta es la educación (paideia). Es necesario aclarar, según lo dicen los especialistas en filología y lenguas clásicas, que traducir la palabra griega paideia como educación es una deslealtad al término griego, que éste abarca y encierra mucho más de lo que sólo y simplemente dice educación; que, en todo caso, sería más fiel traducirlo como formación, o como lo que en alemán nombra la palabra Bildung.19 El alegato de inconformidad de los especialistas respecto al sentido de paideia pretende llegar entonces, a un ámbito más amplio que el de la sola educación; si además se sigue sobre la ruta ya aludida e iniciada desde Sócrates y su preocupación por el alma (psiqué), resulta fácil entender que esta paideia, por sobre la pura educación, era una suerte de cura, una especie de artificio destinado a sanar, vale decir a eliminar las enfermedades del alma colectiva, verbigracia, de la ciudad (polis). Llegado este punto cabe preguntar: ¿Qué tipo de paideia recibió, por ejemplo, un personaje como Alcibíades, que condujo su alma (psiqué) por los desviados caminos ya conocidos? ¿De dónde vino la infección o el contagio para el alma (psiqué) de un personaje como Alcibíades, que lo condujo por los cauces de lo agradable, de lo conveniente, de lo útil, en fin, de lo ocasional? ¿De todo lo que recibió un personaje como Alcibíades, que no fue poco, qué provocó su distancia u olvido de la habilidad para devenir en un ser humano, de acuerdo con la idea socrático-platónica? ¿Qué sucede si las indagaciones previas, en lugar de estar referidas a un hombre, se refieren a un grupo, ciudad (polis)? No puede decirse que un personaje como Alcibíades no haya recibido una paideia, desde luego que la recibió y desde luego que ésa fue la mejor que por esos días circulaba; sin embargo lo recibido, en lugar de ser un remedio, fue un veneno o, más bien, lo recibido, queriendo ser un remedio, fue un veneno; sobre este juego doble de lo que a veces funciona como remedio y a veces como veneno se volverá más adelante, a propósito del gran estilo platónico. Si la argumentación sobre el pensamiento político de Platón se inició recordando su experiencia en Siracusa, vale la pena terminar trayéndola de nuevo a cuenta y valorando que, ante todo, habla del divorcio entre el pensamiento y el gobierno, entre la Filosofía y la política. Dicho lo dicho, parece ser que en La República, Platón intenta crear una comunicación, un enlace, y esa especie de puente entre la Filosofía y la política se persigue mediante la educación (paideia) como instrumento y la justicia (dike) como fin; de suerte que algo se intenta despertar, algo que puede identificarse con aquello que de más humano hay en el hombre, aquello que, desde el hombre justo, puede llegar a remontarse a la ciudad (polis) justa. 19

Bildung: Formación, forma. Bildung Geistige: cultura, educación, instrucción, según Taschenwörterbuch. Langenscheidt verlag. 1984. Pág. 624

La formación del hombre (antropos) en un sentido socrático se convierte y deviene en la formación de la ciudad (polis) en un sentido platónico; sin embargo, tanto la construcción del primero, como la construcción de la segunda implican el establecimiento de un cierto espíritu filosófico por encima del gobierno personal, para el primero de los casos, y del gobierno político para el segundo de ellos. En este punto surge la famosa postulación platónica según la cual las miserias del mundo no cesarán mientras los filósofos no se conviertan en reyes o, al menos, mientras los reyes no comiencen a buscar filosóficamente ;20 esto no es simplemente un enunciado ingenioso o atrevido de Platón, menos aún una frase ocasional en su obra, sino es algo que ocupa un lugar medular en el proyecto platónico. Ahora bien, si se toma en cuenta que las experiencias vividas por Platón y referidas aquí (la condena y muerte injusta de Sócrates, a la par de los viajes a Siracusa y su desenlace disparatado) fueron experiencias reales y de vida, ¿cómo debe entenderse, entonces, el carácter remoto e ideal de la solución envuelta al postular la obtención de una virtud para el género humano a través de la formación? ¿Cómo debe entenderse la pretensión de un consenso para que quien gobierne sea la filosofía? Al llegar a este punto inevitable y crucial, Platón, volviendo la vista hasta su maestro de nuevo y una vez más haciéndolo hablar, dice: que él, el Sócrates de Platón, es como un pintor que se siente como si acabara de terminar un cuadro fabuloso que contenga la imagen ideal del hombre justo, perfecto y feliz desde su esencia y que, además por un contraste paralelo, aunque no esté pintado, contenga también la imagen del hombre desgraciado en su desdicha e infortunio.21 Platón llama a ese cuadro con la palabra paradigma y lo que quiere decir es que esto, al tiempo que es inmaterial, es también presente, de alguna forma.22 Pero además hay que recordar la respuesta definitiva a esta encrucijada dada entre el cruce de la imagen como modelo y de la vida como experiencia, entre la perfección de la idea y la imperfección de la vida. A esta altura de La República el interlocutor principal de Sócrates es Glaucón quien, de alguna forma, lo exige llevándolo al límite, al invitarlo a que se repliegue de su proverbial e irónica ignorancia y abandone la actitud de hablar en un tono indirecto e hipotético,23 cabe suponer que Sócrates, en este punto llega a sentirse entre la espada y la pared. Para salir del aprieto Sócrates argumenta de dos formas, una en un tono matemático y otra en un tono poético, acaso su respuesta es doble porque percibe que la primera de sus respuestas, la matemática, no termina de ser comprendida por su interlocutor, ya que el principio que pretende reproducir es algo a lo que sólo puede aproximarse, siendo Glaucón, por lo demás, una persona enterada y educada. Pues bien, al comienzo del libro séptimo de La República está la segunda de las respuestas a los asedios de Glaucón y a la cuestión previa de cómo lograr que el hombre acepte el dominio de la Filosofía, o bien de cómo llevar al mundo a la perfección modélica de la idea; esta respuesta es una alegoría, casi podría decirse una figura literaria, conocida como la alegoría de la caverna y que más o menos dice: Un grupo de hombres, que podrían catalogarse como prehistóricos, son los moradores de una especie de cueva subterránea quienes, además de estar condenados a permanecer en esta cavidad oscura, viven encadenados desde su niñez, de tal modo que sólo se les ha permitido ver hacia delante y su posición es la de estar vueltos de espaldas a la salida; a través de un juego complicado de luces, de sombras, de estaciones del año y de horarios pueden ver, a veces más opacos y a veces más brillantes, algunos reflejos proyectados sobre el muro del fondo. En vista de que los prisioneros ni siquiera han podido voltear la mirada hacia la salida de la gruta y en vista de que es esto lo que han visto toda su vida, le confieren a estos ecos y reflejos todo el crédito. De pronto, uno de los condenados logra liberarse de sus ataduras, caminar hacia a luz y salir, para sentir un dolor tremendo en sus ojos, para sentir que se enceguece al exponer sus 20

Platón. Obras Completas. Aguilar S. A. de ediciones. 1979. La República, 473 C-D. op. cit. 472 C-D. 22 op. cit. 472 C-D. 23 op. cit. 506 C. 21

ojos, acostumbrados a la penumbra, a una luz sin tregua; sin embargo el tiene el suficiente tesón para soportar el dolor y la ceguera, y esperar a que sus ojos se aclimaten a esa nueva condición; sólo entonces, hasta ese momento se le revela un mundo a pleno sol, un mundo cuya realidad es superior a la del anterior; así, poco a poco, se iría acostumbrando a cada cosa, a verla en su tal cual, hasta que se sintiese lo bastante fuerte como para atreverse a ver, cara a cara, al propio sol. En seguida de su sorpresa inicial, recuerda su anterior y miserable cautiverio y a sus hermanos de prisión, llegando hasta ellos les cuenta lo que ha visto, oído, sentido… tratando de contagiarles su entusiasmo, frente a lo que algunos aceptarían el reto de salir y otros preferirían continuar en la oscura cueva, acaso en alusión a los políticos de su tiempo y de cualquier otro tiempo. Ésta es la historia que contiene la respuesta definitiva de Sócrates a Glaucón, que marca y re-marca la posibilidad de una ruta que vaya del mundo a la idea y, por lo mismo, la más valiosa para el género humano. La verdad para el hombre es la posibilidad de la idea y la posibilidad de recorrer esta ruta es lo que se llama dialéctica. Parece adecuado, después de examinar la forma en que Platón asume la estafeta recibida de Sócrates, seguir por este camino y dirigirse al producto final de su trabajo, a lo que podría llamarse el punto de llegada y suma de su esfuerzo, siendo cabalmente esto lo que se llama idea, forma (eidos) pura. Si Platón decidió, como el primero de sus motivos, recoger el desafío que Sócrates había enviado a los sofistas para alcanzar un orden en la vida humana, tanto en lo individual como en lo colectivo, este orden sólo fue posible a través de cierto tipo de cosas, cuya entidad es la de las formas (eidos) puras, ideas, diríase ahora. Pero a todo esto: ¿A qué responde una idea? ¿Qué tipo de cosa es una idea? Tal vez para comenzar a aclarar estas cuestiones resulte útil decir, por ejemplo, que hay una diferencia entre lo bello y la belleza, que hay una diferencia entre lo justo y la justicia, que hay una diferencia entre lo libre y la libertad; mientras lo bello es algo que se percibe con los sentidos, la belleza parece percibirse con el pensamiento; del mismo modo, mientras lo justo es algo que puede percibirse como suceso en el mundo sensible, la justicia es algo que parece percibirse con el pensamiento; y por añadidura, mientras lo libre es algo que debe percibirse como acontecimiento en el mundo de la vida, la libertad es algo que parece percibirse con el pensamiento. Ni la belleza en sí es cualquier obra de arte, ni la justicia en sí es esa mujer con los ojos vendados y la balanza en una de sus manos, ni la libertad en sí es esa otra mujer fornida montada sobre un pedestal a la entrada del puerto de Nueva York saludando con una antorcha al que pasa. Tanto la belleza, como la justicia, como la libertad son lo que podría llamarse ideas, formas (eidos) puras; sin embargo siguen pendientes las indagaciones ¿A qué responde una idea? ¿Qué tipo de cosa es una idea? Quizá para seguir por la senda de aclarar estas preguntas haya que decir y reconocer que la vida humana se vive en, por lo menos, dos lugares y que dependiendo del sitio en el que se esté se percibe de distinta manera, de acuerdo con distintos medios, así como también se perciben distintas cosas. Esos dos ámbitos o esas dos dimensiones son las que, según lo citado aquí, pueden entenderse como el afuera y el adentro de la caverna, desde luego, después de hacer un interpretación de la alegoría. Platón parece haber visto la dualidad y la separación de estos ámbitos con mucha mayor fuerza que cualquier otro pensador y haberlas valorado como el más apreciable regalo, al grado que hace de esta dualidad-separación el núcleo de su pensamiento. Bien entendidas las cosas, hay que decir que atrás de Platón no está sólo Sócrates, sino también toda la tradición presocrática y sofista, y que su ponderación para este doble escenario de la vida humana es algo que viene desde la más vieja tradición del pensamiento griego y, ciertamente, algo que ha sido cultivado desde las más tempranas horas, para florecer y dar frutos maduros hasta aquí. Habría que entender el camino de la Filosofía como una suma de colaboraciones o como una secuencia de escalones, en las cuales los agregados o los niveles son posibles sólo en función de las condiciones previas que los anteceden; de tal manera la presocrática búsqueda del sentido unitario de lo diverso, el desdén y el relativismo sofista y la promesa irónica de Sócrates desembocan, ya

como un río de caudal considerable, en el ancho y profundo océano platónico, del cual su principal tonalidad es esta dualidad-separación entre dos ámbitos. Platón, de cierta manera, es la primera suma importante de la cultura intelectual de Occidente, y ésta es una suma que se expresa como teoría de las ideas y, por lo tanto como la separación entre el ámbito concreto y el ámbito abstracto, entre el ámbito sensible y el ámbito inteligible; la primera gran síntesis de la cultura occidental es la mutua y recíproca determinación de lo ideal frente a lo mundano. De modo que se hace preciso reconocer que la idea responde, en primer lugar a una tradición cuyo carácter es, en el fondo, el de una cultura intelectual, fundada en la potencia intelectual y de pensamiento; la cultura griega, que por primera vez es recogida como un todo en el trabajo de Platón, adquiere en esta versión platónica unas maneras definitivas, y éstas son las maneras del idealismo. El idealismo es, entonces, posible por el pensamiento que percibe cosas reales que escapan a la sensibilidad, y de esta forma responden los vaivenes de la razón occidental, al recogerlos en una visión englobadora, al poder ponerlos en una versión articulada y así llevarlos a una dimensión mayor. Un ejemplo de la vocación de los griegos por los bienes del pensamiento, por las ideas, de lo cual Platón quizá sea la máxima expresión, puede ser la historia del surgimiento de la geometría: Se sabe que Egipto es una cultura más vieja que Grecia y que muchos griegos viajaron al antiguo y vasto territorio de los Faraones para aprender; se sabe también que Egipto fue una civilización que dependió por completo del río Nilo y de sus periódicas inundaciones; ellos aprendieron a asumir esto más como un bien que como un mal, más como una bendición que como una maldición porque, a pesar de que el desborde de las aguas dejaba los terrenos irreconocibles, los dejaba también fértiles y preparados para grandes cosechas; para aprovecharlo los agrimensores egipcios desarrollaron un método práctico que les permitía ubicar el área y la posición del terreno después de los cambios provocados por el agua. Los viajeros griegos al enterarse de esto que hacían los egipcios, literalmente, se fascinaron al grado de crear sobre esta experiencia de medida y reconocimiento nada más y nada menos que la geometría clásica, al gado de transferir lo que ha sido una experiencia práctica hacia un discurso abstracto en donde la tierra mojada y el fango fertilizado por el río llega a ser la forma (eidos) pura, desprovista de cualquier forma sensible, expresada como línea, ángulo y superficie.24 La experiencia anterior, aunque perteneciente al mundo de la ciencia (lo cual es una diferencia más de nuestro tiempo que del griego), es capaz de revelar el lienzo completo o la pintura final en la medida en que el mundo visible, que se percibe a través del ojo del cuerpo está referido al mundo de la idea, que se percibe a través del ojo del alma, conectado a ella por ciertos medios que pueden ser llamados de diversas maneras en la obra de Platón: a veces como el camino que va de la opinión (doxa) al conocimiento (episteme), a veces como el procedimiento de la imitación (mimesis), a veces como el procedimiento de la participación (metexis); cada uno de estos procedimientos de Platón marca un intento diferente por recorrer la misma geografía implicada entre el mundo y la idea. La importancia de la idea entendida como el punto de llegada y fin del camino está en que, una vez conseguida, funciona como una suerte de respuesta dentro del sistema diseñado por Platón y también, de acuerdo con cuanto ha sido dicho, como una respuesta a toda la tradición intelectual griega. Más allá del conocimiento (episteme), de la imitación (mimesis) y de la participación (metexis), como rutas hacia la idea, interesa ante todo, aclarar la propia idea, porque meterse en sus procedimientos, como los referidos, sin haberla percibido lo mejor posible puede ser actuar como aquél que, sin haber cazado a la presa, ya puso a la venta el cuero. Tal vez, a simple vista, el mayor problema de la idea sea el de su claridad y, por consiguiente el de su correspondiente aclaración, a pesar de que para Platón nada es tan claro como la idea, al menos puede entenderse que eso sugiere la repasada alegoría de la caverna. La claridad y la aclaración de la idea son un problema, porque desde la posición humana básica, que es la mundana, así lo parece; desde el mundo y desde las ventanas de la sensibilidad nada es 24

Bell E. T. Historia de las matemáticas. Fondo de Cultura Económica. 2000. Págs. 51-54.

tan claro como las cosas materiales, nada parece tan inmediato como los cuerpos sensibles; sin embargo desde el marco del platonismo la situación se invierte. Tal y como ha sido anunciado por el episodio de la caverna, los objetos que aparecen reflejados al fondo del recinto de forma borrosa y empañada son los inmediatos, los sensibles, las cosas del mundo básico; mientras los que aparecen cristalinos y brillantes son los distantes y lejanos, los inmateriales, las cosas del mundo intelectual. El problema de la primacía de las ideas o, más bien dicho, el problema para captar esta primacía de las ideas es, precisamente, esa vuelta de tuerca, esa inversión platónica de las cosas, esa transferencia de la primacía a lo que parece secundario, esa transferencia de la brillantez a lo que parece opaco y remoto. Platón trata al mundo concreto y sensible como si de una brujería se tratase, y su pensamiento funcionaría, entonces, como si de un exorcismo se tratase, y mediante ese acto de purificación Platón se atreve, ya no sólo a bosquejar un hombre, sino a dibujar toda una humanidad, para concluir la tarea de aquel hombre viejo que fue capaz de impresionarlo, de conmoverlo, de sobrecogerlo en su juventud. Platón quiso, se afanó y acaso lo consiguió, pintar el lienzo de una humanidad en donde los hombres, guiados por la Filosofía y por gobernantes que la practiquen, pudiesen avanzar de las cosas bellas hasta la belleza en sí misma, de los actos justos hasta la justicia en sí misma, de los actos libres hasta la libertad en sí misma, y en cada caso éste deberá ser un avance, un abordaje suave y terso en obediencia a su propia naturaleza. Una humanidad que fundase la habilidad de su acción no en las cosas, sino en la comprensión de ellas, no en la animal voracidad feroz del mundo, sino en un escenario que fuese el sentido de todo aquello. Tal vez no sirvan de mucho las recetas, aunque al menos informan de ciertas cosas; el hecho es que el pensamiento de Platón, al ser tan viejo, no ha podido escapar a ellas y, desde luego, la idea platónica tampoco; de tal manera, dentro de ese tono recetario han sido dichas ciertas cosas acerca de la idea que quizá puedan ayudar, así han sido previstas ciertas características, de las cuales la primera es la unidad, o sea que la idea tiene el tono de lo unitario como estructura o cavidad destinada a albergar muchas cosas que en el mundo concreto tienen una presencia diversa, caótica, anárquica (resuena aquí la vieja preocupación presocrática); en segundo lugar la idea como forma (eidos) pura está más emparentada a las formas del pensar que a las formas del mundo, precisamente, porque el pensamiento es eso: forma (eidos) pura exenta de contenido, de materia, de cuerpo (lo cual alude a su carácter inmaterial); y en tercer lugar la idea es universal porque siéndolo resume, muestra y explica todo aquello que en el mundo, simplemente, existe sin mostrar su verdadero ser o, para decirlo con una palaba riesgosa, su verdadera esencia. En cualquier caso, lo que más interesa a una visión introductoria como ésta no es la de agotar características o aspectos referenciales de la idea, sino dejar una impresión de ella lo más despejada posible; y para eso lo que más y mejor puede contribuir es considerar que, cuando Platón se plantea la solución del problema central concerniente a lo que es real y a lo que no lo es, opta claramente por la idea como aquello que, dentro de lo real, ocupa el grado más alto. Platón creía que las cosas de las cuales puede decirse que realmente existen eran aquellas que no pueden ser identificadas con nada del mundo sensible, sino con un mundo inmaterial no sujeto a ninguna condición mundana; por ejemplo, Platón diría que a pesar de que la experiencia diaria y cotidiana del médico sea con personas enfermas, él llega a estar en contacto con lo real y su experiencia se convierte en algo con sentido por tocar la verdad de lo real cuando se deja de lado a la persona enferma, para entender a la enfermedad en sí misma, es entonces, y sólo entonces, cuando ciertamente se avanza un poco y se alcanza lo real, pero esto sólo es posible como idea. La pared no es blanca, diría Platón, porque esté pintada de blanco, sino que antes lo es porque existe la blancura. El león no es feroz, diría Platón, porque mate de forma terrible a sus víctimas, sino que antes lo es porque existe la ferocidad. Y así podría seguirse con todo porque, según parece, para Platón la idea es una suerte de todo, de totalidad, de plenitud limpia y sin mancha. Pero la cosa sigue, el pensamiento de Platón, aunque aquí parezca terminado, cuenta con una especie de último capítulo, con una especie de colofón, o de broche final, de última puntada; sin

importar que, de acuerdo con lo dicho, la teoría de la ideas aparente una solidez inconmovible, al respecto de ella parecen haber algunas dudas en el viejo Platón. De modo que al hacerse mayor Platón está lleno de dudas respecto a lo que él mismo ha postulado, lleno de dudas respecto a aquel valioso producto de su propio trabajo: la teoría de las ideas. Hay que pensar que son pocos quienes han podido postular algo nuevo, y que son menos aun quienes habiéndolo hecho pueden asumir una actitud crítica frente a ello y así devenir en autocríticos; pues bien Platón es de éstos, de estos pocos que han podido criticarse a sí mismos. Después de La República, que es el punto en donde se entiende alcanzada, concluida, y cristalizada la teoría de las ideas, y que debe haber sucedido alrededor de los sesenta años de su edad, comienza para Platón un período de su vida que, fácilmente, puede entenderse como una crisis, porque es entonces y una vez terminada, que se le hacen evidentes algunas debilidades y fragilidades de la teoría de las ideas. El autor de la teoría parece entender que en ella existe alguna suerte de grietas, de fisuras y que, por lo tanto no es lo sólida y consistente que parecía. Cabe suponer que un hombre que ha llegado a los sesenta años, y descubre que el trabajo al cual ha dedicado su vida es endeble, irremediablemente debe sentirse débil, irremediablemente debe sentir angustia, inevitablemente debe sentir que el tiempo que le queda ya no alcanza para terminar lo empezado o para enmendar la plana. Así debió sentirse Platón, su vejez debió ser un período angustiado, atribulado por una tarea mayor al tiempo que le quedaba; éstos parecen haber sido los más fuertes requerimientos de la vejez platónica y el motor para que, a una edad avanzada, siguiera siendo un hombre fértil. Platón debió sentir la culpa o la responsabilidad o el peso, por haber abierto una puerta a través de la cual se aprecia un horizonte más grande de lo que es capaz de abarcar cualquier ojo; por haber iniciado la construcción de una obra en la cual, dado su estilo, resulta imposible trazar los toques finales. Aquel hombre ficticio, ese habitante de un mundo de ficción (y, acaso por eso mismo más real que los hombres que habitan el mundo) que al salir de la caverna vio iluminada su sonrisa por una luz tan clara y tan brillante como no se había visto antes ni por él ni por nadie, estaba destinado también, bajo la claridad y brillantez de esa luz nueva, a sombrearse, a opacarse, a oscurecerse, y es ésta, precisamente, la oscuridad que aflige a la vejez de Platón; una oscuridad tal vez más peligrosa que aquella otra de adentro de la caverna, una oscuridad en la luz, puede pensarse. Éste es el momento del pensamiento de Platón, o al menos de su escritura, en que la figura de Sócrates comienza a diluirse; hasta aquí, en la trama de los diálogos, Sócrates, o bien ha vencido, o bien ha convencido, o bien ha silenciado a sus interlocutores, a partir de ahora su punto de vista deja de prevalecer; como si, por un lado Platón en lo personal, y a una edad avanzada, ha comenzado a aceptar la desaparición socrática y, por otro lado como si la crítica a la teoría de las ideas fuese unida o, al menos, estuviese relacionada con la fuerte presencia y el dominio socrático. Haciendo uso de una libertad interpretativa puede suponerse que, a Sócrates, la forma de su muerte y el escándalo implicado en ello lo inmortalizó y que Platón, el hombre que más sintió esa muerte, que más fue capaz de medir la dimensión de esa injusticia y que más contribuyó a crear el mito de la inmortalidad socrática, por fin en los años de su vejez empieza a aceptarlo, lo cual no deja de suceder, como ya se apuntó, en un momento de crisis. Como si Platón, el hombre que le ha dado la inmortalidad a Sócrates, al irlo desvaneciendo de sus diálogos y descubriendo grietas en la teoría de las ideas, también le fuera dando su descanso y su mortalidad. Si los grandes atrevimientos o los grandes desafíos para la vida de Platón son: admitir la desaparición de Sócrates y admitir la posibilidad de la autocrítica, y si alguna relación guardan estos retos entre sí, es preciso reconocer que llegan juntos y que la obra escrita lo refleja de una forma clara; siendo todo esto junto lo que ha de considerarse como la premisa básica para entender el último período en el trabajo platónico. Esa ruta autocrítica está por primera vez formulada en el Parménides, es en este diálogo en donde Platón inicia su confrontación consigo mismo. Debe suponerse que el respeto de Platón por Parménides y la escuela de Elea era mucho, en la medida en que, con quien busca confrontar por primera vez su teoría de las ideas es con él y la correspondiente escuela; el hecho de que las formas (eidos) puras o ideas necesitan ser repensadas es lo que motiva un diálogo como el Parménides.

Se sabe, y no resulta raro dado el fin que se persigue, que éste es un diálogo difícil, debido a que se mueve en un espacio puramente lógico o abstracto, no es éste el lugar para dar cuenta de toda esta endiablada dificultad, pero sí para tratar de indicar por dónde van las dudas y las consiguientes críticas de Platón a su propio pasado intelectual. Desde un inicio es preciso admitir que la escuela de Elea está bien representada en el diálogo, como si sus postulaciones estuviesen destinadas a prevalecer, porque no sólo comparece al diálogo el viejo Parménides, quien además le da su nombre, sino que lo hace acompañado de su principal escudero, el también conocido Zenón de Elea, siendo éste quien abre el diálogo a través de una discusión inicial en la que manifiesta su desacuerdo con la teoría de las ideas, en clara defensa a “el Ser es y el no ser no es”25 expresado por su maestro y traducible a “todo es uno”; doctrina que, según quedó apuntado antes, considera la diversidad de las cosas en el mundo y la presencia sensible plural como un engaño, una ilusión, una falsedad. ¿Cómo es posible hablar de formas (eidos) puras, es decir ideas mezcladas con formas mundanas, y no advertir que unas son la negación de las otras? Que al ser unas las otras no son, para hacer eco al enunciado original, y caer en el equívoco para de esta forma mezclar unidad y pluralidad, semejanza y desemejanza, reposo y movimiento. Puede entenderse, y llegado este punto sin duda Platón se da cuenta de ello, que es precisamente esto lo que él ha hecho a lo largo de todos sus diálogos anteriores: él ha mezclado la unidad de las ideas con la diversidad de las cosas del mundo, contraviniendo de forma clara y flagrante el precepto de la escuela de Elea y de Parménides. Una de la versiones de estas mezclas platónicas entre lo inmaterial y lo material que más famosa se ha hecho y que más ha influido en la cultura posterior es la formulada en el Fedón acerca de la teoría del alma, entendida como algo inmortal y además como algo inmortal nómada, como algo inmortal que viaja alojándose en formas mundanas y mortales, para mostrarse finalmente el alma como un legítimo intermediario entre las cosas del mundo y las formas puras y, por lo tanto, a fin de que quede dicho y reiterado, entre la diversidad (mundo) y la unidad (idea), entre la desemejanza (mundo) y la semejanza (idea), entre el movimiento (mundo) y el reposo (idea). Ejemplos como éste del Fedón se multiplican en la obra de Platón, pero lo importante aquí no es enumerarlos ni inventariarlos, sino mostrar tan sólo: ¿Qué es lo que Platón cuestiona de su obra durante su vejez? y ¿De qué forma lo hace? Si se empieza por la segunda de las preguntas hay que decir que Platón lo hace volviendo a su tradición, para el caso de Parménides y la escuela de Elea, volviendo a una obra que ha considerado y madurado durante toda su vida. Y a la primera de las preguntas hay que responder que Platón cuestiona el pretendido carácter absoluto de la idea, es decir: ¿Si una idea es absoluta, cómo puede contaminarse con las formas parciales y cambiantes del mundo?, o bien ¿Si una idea puede mezclarse con las cosas del mundo visible, cómo puede pretender un carácter absoluto? En todo caso, y para resumir el tema, puede resultar útil decir que Platón en su vejez advierte y, en cierta medida, admite la presencia de la relatividad mundana como un peligro para el carácter absoluto de la idea. Todo eso lleva a preguntar en el Parménides, por ejemplo, ¿Hay ideas de todas las cosas o sólo de ciertas cosas? Porque, a lo mejor no es lo mismo hablar de algo que únicamente puede ser una cosa ideal como la libertad o la igualdad, y de algo que puede ser una cosa concreta como una casa o un árbol. O también lo lleva a preguntar en seguida, por ejemplo ¿Lo que se comparte en una idea es el todo de algo o es sólo una parte? Lo cual puede equivaler a la duda acerca de si la pretensión de una idea por alcanzar el absoluto tiene límites o es ilimitada. O bien luego lo lleva a preguntar, por ejemplo ¿Pueden las ideas ser pensadas? De modo que al cuestionar qué conoce quien conoce, hay que decir que conoce algo y que ese algo es pensamiento, entonces, al ser pensamiento (idea) existe o no existe, o bien de qué forma existe. De acuerdo con eso, una última pregunta ¿Las ideas son modelo o son paradigma? Si la respuesta es paradigma, he aquí la aclaración de la forma paradigmática que se mencionó antes, a propósito de un episodio de La República.

25

Según ha sido dicho al tratar a los presocráticos, “La filosofía comienza en la periferia”; en este enunciado está contenido todo el pensamiento de Parménides.

De tal modo, lo más importante del Parménides parecen ser las dudas planteadas y las paradojas abiertas, porque en su segunda parte, ciertamente por las dudas y las paradojas que han sido abiertas, se escoge abandonar la discusión sobre las cosas del mundo y centrarse en las puras ideas, lo que, aparte de todo, complace mucho al personaje que da nombre al diálogo. Aunque en el diálogo triunfa Parménides, haciendo quedar al jovencísimo Sócrates como alguien que quiere correr su carro sin caballos, las dudas de Platón acerca de su trabajo previo han quedado anotadas; las cuales son retomadas, llevadas adelante y, acaso tratadas con más atrevimiento en otro diálogo de vejez de gran calado. Éste es conocido como El Sofista que, según se ha dicho, es la parte inicial del un proyecto inconcluso del viejo Platón, que habría de ser una trilogía de la que faltó la final y tercera parte, porque se escribió la primera parte: El Sofista, la segunda parte: El Político, pero faltó la última que se llamaría El Filósofo; de cualquier manera es preciso hablar de lo que hay, y lo que hay es El Sofista, en donde puede hallarse una continuidad a las dudas y paradojas formuladas inicialmente en el Parménides. En un esfuerzo por la síntesis, en acuerdo a como las cosas han venido siendo trabajadas, puede decirse que El Sofista es un trabajo cuyo tema está en dar cabida e importancia a las circunstancias mundanas de cambio, dinámica y devenir frente a la estabilidad, fijeza y quietud de la idea. Quien llega de Elea a la escena del Sofista ya no es el ilustre nombre de Parménides ni siquiera el de Zenón de Elea, sino el de un personaje enigmático de quien no se sabe nunca el nombre y a quien sólo se identifica como el extranjero de Elea, un forastero, tal vez un exilado, como un exilio del mundo parece ser la doctrina de la Escuela de Elea. Difícilmente otro lugar de la obra de Platón contiene una confrontación tan clara, tan pareja y equilibrada entre la idea pura y las circunstancias del mundo; este diálogo, como parte de una obra desmedida e inconmensurable, descubre y encamina ciertas rutas que no cesarán de ser recorridas una y otra vez a lo largo de la cultura de Occidente. El discurso, como viaje, encuentra aquí su argumento decisivo y rotundo; toda la trama filosófica viajará a través de los temas, materias y argumentos apuntados en El Sofista; en adelante todo el discurso de la Filosofía consistirá en enunciados afirmativos o negativos acerca de las ideas puras y las maneras en que éstas hallen su correcta combinación, ya sea como concordancia o como disyunción, en la naturaleza de las cosas del mundo. El asunto de cómo las ideas puras invaden a las cosas del mundo, y de cómo éstas invaden, a su vez, a aquéllas no cesará de ser una materia filosófica a partir de El Sofista platónico; tal vez porque sólo en una trama y, tal vez también porque sólo en una trama que es discurso pueden suceder estas mezclas, es que El Sofista de Platón es tan valioso. Estos mecanismos invasores de un ámbito en el otro (idea y mundo) son los expresados por las palabras en los enunciados y, por lo pronto (más adelante y después de Platón se verá cómo esto cambia), son los distintos significados de la fórmula copulativa “es”. El mundo, y sus distintas formas de ser al ser cifradas como las palabras, componen una trama, pero una trama que es, a la vez, residencia y destierro, adentro y afuera, mundo e idea. Finalmente, a propósito de que la palabra estilo se menciona desde el título, y a propósito también de que el peregrinaje por la obra de Platón ha ido a parar al tema del discurso, de la trama y, en definitiva, del lenguaje es oportuno reconocer que, de alguna forma, la obra de Platón es una suerte de mecanismo literario o, más bien, su obra es una especie de mecanismo extra-literario, más que literario, porque ésta es una obra que no sólo involucra a la escritura, sino que también, de forma innegable, involucra al habla, a la palabra hablada, a la oralidad del lenguaje, al diálogo habría que decir para decirlo con la palabra más usual y frecuentada. Platón, ciertamente, escribe y es precisamente acerca de esta escritura de lo que se ha venido hablando hasta aquí, pero llama la atención el hecho de que el carácter, o el ritmo, o el aliento, o el secreto de esta escritura es el del habla o, más bien, es el de la duda entre la escritura y el habla; la suya parece ser una escritura que duda sobre si hace lo debido al escribir y plantearse si, acaso esa otra forma de lenguaje que es el habla, y que, poco a poco ya en su tiempo, se ha ido abandonando, no es la debida. Es necesario recordar, a propósito de esto, que el hombre que ha logrado impresionarlo en los días de su juventud dorada, es un hombre que ha decidido no enviar ningún mensaje escrito al futuro, que ha decidido no escribir, aquel Sócrates cargado de su oralidad irónica ha de ser el antecedente de estas dudas estilísticas de Platón.

Aquí ha quedado sugerido que la obra platónica puede ser entendida como una síntesis o una suma del saber de su tiempo, como un intento por conseguir una interpretación plena de la cultura hasta ese momento y, desde luego, dentro del horizonte griego. Si a la par de lo anterior se piensa que los moldes educativos hasta entonces deben haber estado monopolizados por la poesía arcaica, de la cual se sabe que reiteraba oralmente en forma de cantos ciertas leyendas épicas podrá apreciarse el peso que debía tener la oralidad en tiempos de Platón. Si además se recuerda, precisamente, que en el lugar en donde se ha reconocido cristalizada la teoría de las ideas, en La República, en su libro tercero y en el décimo se lleva a cabo la famosa expulsión de los poetas; habiendo quedado desde entonces abierta la indagación por la causa que motivó a Platón a decretar este exilio, por la causa para considerar peligrosa a la poesía. Si se toma en cuenta que la poesía predominante hasta entonces, y que se exila de La República, se nutría básicamente de ciclos mitológicos, ya sean éstos cosmogónicos, olímpicos o heroicos; y que el mismo Platón en su obra no desdeña el mito al hacer uso de él de manera reiterada, podrá medirse la dimensión de las dudas y las oscilaciones platónicas entre la escritura y el habla, entre el discurso argumentativo y el discurso narrativo, entre la fijeza de lo escrito y el vaivén de lo dicho. Platón fue una mente azotada por dudas tremendas. El Fedro es un diálogo de madurez que Platón debió redactar, más o menos, en la época de La República o del Fedón, al menos así se ha pensado, aunque resulta incierto porque, por un lado Sócrates es todavía un personaje prominente que capitanea el diálogo, y por otro lado porque expresa dudas terribles que más atañen a su vejez. El diálogo comienza con una duda inquietante que, a su vez, se desarrolla como una discusión entre el retórico Lisias y Sócrates, en torno a si debe o no darse crédito a las adulaciones de los amantes; esta duda puede traducirse a la duda sobre si es digno de crédito el discurso emitido bajo la temperatura del amor, en fin, sobre si el discurso emitido en un cierto estado de locura es confiable y digno de atención. Más allá del hecho por el que la duda indaga, la forma de la pregunta convierte al Fedro en un arma de doble filo: uno es la retórica o maneras del discurso, y otro es propiamente el amor; como lo dice el mismo Platón: un solo carro tirado por dos caballos; el Fedro es como un tema que, siendo dos, siempre es un sesgo. La culminación de este doble filo y juego de sesgos llega cuando Sócrates, al final del diálogo, cuenta una historia conocida como el mito de Theuth, que más o menos va como sigue: La ubicación de la historia es Naucratis de Egipto, en donde Theuth es un Dios acreditado, también conocido como Ibis el pájaro, su tarea es inventar toda suerte de cosas como el cálculo, la geometría, la astronomía, pero lo importante para el cuento es que también inventa la escritura; además Theuth debe cumplir con el requisito de someter sus inventos a la consideración del Faraón que, finalmente, debe decidir si han de ser útiles a los hombres, si los inventos son convenientes para la vida humana. Al momento de presentar la escritura al Faraón, Theuth argumenta declarando que la escritura será de gran beneficio para los hombres porque funcionaría como un archivo, como la memoria y, por ello conjuraría el peligro del olvido, todo aquello que pudiese caer en el olvido quedaría guardado y resguardado en la escritura como si de una suerte de memoria se tratase; después de meditarlo un momento el Faraón responde que será mejor no dar la escritura a los hombres, porque al creer tener el mecanismo contra el olvido, serían más proclives a él, porque al creer contar con un archivo que funcionase como la memoria serían más propensos al olvido. En suma, la escritura sería peligrosa porque, al ser considerada como un remedio, en verdad sería como un veneno.26 La palabra para designar el peligroso carácter de la escritura en griego es Pharmakon muy parecida a como suena en castellano la palabra fármaco que seguramente encuentra en el griego su antecedente, y que también ahora, pasado tanto tiempo, sirve para designar remedio y veneno.27 Pocas veces se ha hablado de forma tan clara acerca de la ambigüedad del lenguaje, de su disposición a ser una u otra cosa, una oscilación y no sólo una cosa; pero más allá de las discusiones en torno a las características del lenguaje y a la actualidad de estos temas, se hace 26

Platón. Obras Completas. Aguilar S. A. de Ediciones. 1979. Fedro. Jacques Derrida lo dice muy claramente en su trabajo denominado “La farmacia de Platón”, contenido en La diseminación. Espiral fundamentos ediciones. 1997. 27

preciso reconocer que, como ha sido dicho, Platón fue asediado por las dudas, y concretamente por la duda acerca del valor de la palabra escrita, al estar amenazada por el estatismo, la quietud y la fijeza. Así como criticó o, más bien dicho, autocriticó a la forma pura o idea, según ha sido dicho al examinar el Parménides y El Sofista, así también fue capaz de autocriticar otro de sus hábitos: la escritura; y es que tanto la forma pura o idea, como la escritura comparten el carácter de la estabilidad e invariabilidad, en contraste con el dinamismo y movilidad del mundo por un lado, y de la oralidad por el otro. En fin, Platón, el más representativo y aristócrata filósofo griego, fue alguien que como nadie dio expresión a las dudas; por eso y para justificar el título de esta parte del trabajo, de la parte que atañe a Platón, se piensa que su estilo o “gran estilo” fue precisamente éste: dar expresión a algunas dudas respecto a sus propias decisiones y a sus apuestas de determinados momentos. Platón es más que cualquier otra cosa un estilo, su obra es, como se dice, una cuestión de estilo, al grado de poder decir que es más un estilo en una obra, que una obra en un estilo, es el estilo el que se adueña de la obra y no al revés, como si cada vez más fuese el estilo el responsable de la obra. Y como es necesario tratar de decir cuál es este estilo, aunque se sepa que no será suficiente, hay que decir que éste es el del habla, un estilo oral, o más bien, un estilo de escritura que quiere ser habla, una cierta indecisión como estilo es el estilo platónico, que se constituye en el más propio espacio para las dudas, para aquellas preguntas que no cesarán de insistir y de persistir mientras el hombre resida en el mundo, en busca de una respuesta. El riesgo de entender a Platón como un estilo es llevar una obra tan canónica como ninguna otra a lo particular, a la peculiaridad, a lo singular, en cuyo caso la Filosofía de Platón, de cierta forma, se ve conducida a la diferencia; pero, bien entendidas las cosas, tampoco es tan grave porque una obra como ésta, una obra como la de Platón da incluso para eso, para el riesgo.

BIBLIOGRAFÍA Brisson Luc. Platón, las palabras y los mitos. Abada editores. 2005. Capelle Wilhelm. Historia de la filosofía griega. Editorial Gredos. 1981. Chatelet Francois. Platon. Gallimard. 1965. Calvo Tomás. De los sofistas a Platón: política y pensamiento. Editorial Cincel. 1991. Cornfod Francis Mcdonald. Platón y Parménides. Visor 1989. / La teoría platónica del conocimiento. Paidos.1991. Derrida Jacques. La diseminación. Espiral. 1997. Droz Genevieve. Les mythes platoniciens. Editions de seuil. 1992. Foucault Michel. La hermenéutica del sujeto. Fondo de Cultura Económica. 2002. Gómez Robledo Antonio. Platón. Fondo de Cultura Económica. 1988. Friedländer Paul. Plato, an introduction. Bollingen edition. 1973. Gadamer Hans Georg. Dialogue and dialectic. Yale university press. 1980. Guthrie W. K. C. Plato: the man and his dialogues earlier period / The later Plato and the Academy. Cambridge university press. 1990. Havelock Erick A. Prefacio a Platón. A. Machado libros S. A. 2002. Hegel G. W. F. Lecciones sobre historia de la filosofía I. Fondo de Cultura Económica. 1977. Hirschberger Johannes. Historia de la Filosofía. Herder.1984. Jaeger Werner. Paideia. Fondo de Cultura Económica. 1983. Krämer Hans. Platón, los fundamentos de la metafísica. Monte Ávila editores. 1996. Nehamas Alexander. El arte de vivir. Pre-textos. 2005. Parain Brice (comp.) Historia de la Filosofía, vol. 2, Siglo XXI editores. 1973. Rabadé Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Reale Giovanni. Platón en la búsqueda de la sabiduría secreta. Herder. 2001. De Romilly Jaqueline. Alcibíades. Seix Barral. 1995. Snell Bruno. The discovery of the mind. Dover publications inc. 1982. ARISTÓTELES, ¿ES LA VERDAD MÉTODO? La pretensión de que el nombre reúna todo lo que distingue a lo nombrado es tan vieja como puede serlo la búsqueda de un lenguaje perfecto; para que esto llegue a ser un hecho sería necesario que cada signo fuese pleno e inequívoco. El caso es que el más famoso y eminente de los aprendices de la Academia de Platón se llamó Aristóteles, lo cual en sí mismo no es ningún secreto; lo notable es que este nombre designa al personaje que lo lleva de forma casi perfecta, porque, siendo las raíces que lo forman aristos (lo mejor, el mejor) y telos (el fin, el objetivo), el nombre en cuestión significa, más o menos: lo mejor por el fin, o bien el mejor por lo objetivos. Si Aristóteles es quien su nombre dice que es (el mejor por el fin), se verá en seguida, conforme el desarrollo de su pensamiento. Esto ha de valorarse, ante todo, tomando en cuenta el temperamento y el ánimo intelectual de Aristóteles caracterizado, sobre todo, por un potente sentido común orientado hacia el mundo, entendido como algo natural; resulta aconsejable aquí recordar que naturaleza en griego es physis, lo cual ya ha sido aludido en relación a los sofistas. De los tres nombres que forman la estirpe más noble de la Filosofía ateniense, Aristóteles es el único que no nació en Atenas, como en efecto había sucedido con sus antecesores Sócrates y Platón; él es un extranjero en Atenas llegado de Macedonia, de Grecia del Norte, concretamente de Estagira, hijo de un médico, influencia por donde debe haberle resultado cercana y familiar la ciencia natural desde la infancia. Nació en el año 384 a. de C., en el año 366 a.de C. con dieciocho años por cumplir o ya cumplidos viaja a Atenas con el fin de estudiar, así es como entra en la Academia platónica, siendo casi un niño y hallando a un Platón alrededor de los sesenta años: dos hombres con edades como para ser nieto y abuelo. Así de señalado como ha sido el encuentro entre Sócrates y Platón está llamado a ser este nuevo encuentro entre Platón y Aristóteles, dos encuentros de una importancia renovada y desmedida para Occidente.

Aristóteles permaneció en la Academia hasta que murió Platón, veinte años más tarde, al irse acercando a los cuarenta de su edad; al respecto de Platón y según ha sido dicho, éstos fueron para él años de crisis; suceso que no será ajeno a la formación de Aristóteles y del que se hablará más adelante. Platón muere sin haber designado sucesor en la dirección de la escuela, la que recae finalmente en un sobrino suyo, lo cual, se ha dicho, provocó el desaliento y el alejamiento de Aristóteles, quien pasó los años siguientes buscando acomodo en algún lugar de las costas griegas de Asia Menor. Luego, es llamado a su tierra, Macedonia, por el rey Filipo para encargarse de la educación de su hijo, el joven Alejandro, quien pronto se convertirá en Alejandro Magno; de nuevo, como ha sucedido con Platón en Siracusa, el filósofo vuelve a tener en sus manos la guía de un príncipe y, como antes con Platón, el encuentro, en lugar de serlo realmente, es un desencuentro. Al convertirse Alejandro en el conquistador feroz que llegó a ser, y al ya no haber esperanzas ni motivos para permanecer a su lado, Aristóteles vuelve a Atenas para fundar allí una escuela propia a la que llama Liceo, por estar en la cercanías de un sitio de veneración a un tal Apolo Licius; escuela que parece haber tenido, según se diría hoy, un carácter más científico que filosófico. La muerte intempestiva y sorpresiva de Alejandro en el año 323 a.de C. desata por toda la geografía conquistada un fuerte sentimiento anti-macedónico, ola que llega a Atenas, lo cual advierte a Aristóteles acerca de peligros y temores por su vida decidiendo alejarse de la ciudad y arguyendo su deseo de evitar que Atenas volviese, una vez más, a pecar contra la Filosofía, sin duda, en clara alusión a la condena y muerte de Sócrates. Aristóteles muere un año después, en el 322 a.de C., al parecer en un plácido retiro, a los sesenta y dos años de edad. Como ha sido dicho, Aristóteles llega a la Academia y se hace presente ante Platón siendo casi un niño; éste será un hecho que pesará sobre él y sobre su pensamiento constantemente, más allá de la obvia influencia en un período formativo. Existe una frase muy conocida y muy reiterada que puede dar cuenta, de cierta forma, del conflicto que envuelve a todo el pensamiento aristotélico, ésta dice: Yo soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad, por ahora, puede bastar decir que el conflicto manifestado en esta expresión es el dado, como roce, entre la formación recibida y el temperamento personal de Aristóteles, entre las lecciones platónicas y la propia vocación, entre la influencia ajena y las tendencias propias. Otro elemento importante que transita por el mismo rumbo y que vale la pena considerar desde un inicio es algo que se desprende de lo ya dicho acerca del último período del trabajo platónico, se ha dicho que este último capítulo del pensamiento de Platón comenzó en torno a sus sesenta años, además de que ésta es una etapa de crisis, apreciable el hecho de que Platón encuentra algunas debilidades en las postulaciones más importantes de su trabajo anterior, léase: la teoría de las ideas, lo cual queda expresado en algunos de sus trabajos de vejez. El suceso importante ahora es que, precisamente, este Platón autocrítico es quien educa al jovencísimo Aristóteles llevándolo hasta su madurez, quien, sin duda alguna, conoció la teoría de las ideas a través de lo escrito antes de su llegada a la Academia; sin embargo a quien conoció personalmente fue a un Platón mayor en la crisis de la autocrítica. La conclusión de esto es la que importa y que, de algún modo, resulta evidente: cuando se dice que Aristóteles es un crítico de Platón se dice algo cierto, pero hay que ver que esta verdad se remonta al hecho de que el Platón que moldeó a Aristóteles ya era crítico de sí mismo, es decir que la actitud crítica contenida en la obra aristotélica es algo que ya había iniciado el propio Platón contra sí mismo; queda ver si el sentido de las argumentaciones críticas de Aristóteles guarda algún acuerdo con los primeros pasos dados por Platón en la ruta crítica de su propio idealismo. En lo anterior están contenidos los antecedentes y las condiciones necesarias para entender el pensamiento aristotélico y, de acuerdo con ello, vale la pena comenzar reiterando que Aristóteles siempre fue un platónico, nunca dejó de serlo del todo, incluso, conforme lo dicho, en la misma crítica que emprende. Para seguir la discusión en torno a la relación entre el pensamiento de Platón y el de Aristóteles, en la medida en que es algo sutil y delicado, y con el fin de ir determinando, cada vez más, lo que atañe a Aristóteles, hay que decir que si Platón quiso perfeccionar el mundo llevándolo a la pureza de la idea, Aristóteles quiso perfeccionar el mundo trayendo la idea hasta él; es decir que la dualidad idea-mundo, considerada como el doble escenario de lo real, se mantiene en el aprendiz,

aunque con el giro impuesto por un cambio de perspectiva, por un cambio de postura; en el fondo es preciso reconocer que el problema aristotélico, en términos generales, sigue siendo el mismo platónico, aunque se verá más adelante que en esta ruta ya iniciada logra aportes nuevos en algunos ámbitos. El origen del todo es un viejo problema que viene desde los presocráticos, y bien puede quedar contenido en la indagación siguiente: ¿cómo convertir en conocimiento confiable un mundo en donde todo es cambiante, en donde las cosas tan luego como son dejan de ser? o, para buscarlo de otro modo: ¿dónde está la estabilidad que la mente humana exige, para conocer algo? dicho de otra manera y de acuerdo con un lenguaje que llegará a ser muy importante para el trabajo aristotélico: ¿cómo se hace, para conocer algo que no permanece igual a sí mismo? Conforme a su forma de pensar, que en definitiva es sistemática, como se irá viendo a lo largo de la exposición, la respuesta aristotélica a las cuestiones anteriores corre en dos sentidos. En primer lugar, y haciendo acopio de su herencia platónica, Aristóteles reconoce la noción de algo que puede ser llamado inmanente, éste es un lenguaje propio de la Filosofía, lo que quiere decir la noción de inmanente, de alguna manera, es que encierra algo que puede ser pensado al margen de la experiencia; inmanencia es, entonces, algo desmarcado de la experiencia; y lo notable es que al estar al margen de la experiencia y la sensibilidad no está afectado por el cambio; y al ser de tal forma, la inmanencia suministra, proporciona, entrega los verdaderos objetos de la filosofía; su más propio tema lo encuentra la Filosofía en lo que no cambia, en la inmanencia. La declaración de primacía de la inmanencia, en tanto objeto propio de la Filosofía, debe entenderse como algo problemático dentro del esquema aristotélico, porque sufre un encontronazo frontal con el sentido común que ha sido referido como la principal característica del temperamento intelectual de Aristóteles. Para el sentido común, el hombre vive su vida entre objetos sensibles, individuales, dados en la experiencia y que existen en una convivencia mundana, natural, evidente y elemental. Ese sentido común le indicaba a Aristóteles que el mundo era lo cercano y lo próximo, que lo verdadero y real es aquello que, con lo humano, comparte el mundo en una vecindad cálida y física; pero algo que rebasa y supera al sentido común le indicaba también a Aristóteles, con cierta fuerza y persistencia, que esto no puede ser todo; que algo más debe contribuir para logar la construcción de la versión veraz y cierta respecto de algo. Este más allá del sentido común capaz de mostrarlo como algo insuficiente, a pesar de aparentar ser satisfactorio, es cabalmente aquello que permita comprender lo dado a primera vista en el marco inmediato del referido sentido común. Comprender es un verbo privilegiado en castellano para el caso que interesa, porque así como es un verbo que puede ser captado como sinónimo de entender, también puede ser captado como sinónimo de encerrar; y, felizmente, éstos son los dos significados que interesan aquí, porque ese ámbito de comprensión de las cosas mundanas dadas en el sentido común es, a la vez, un ámbito de entendimiento y un ámbito de encierro. Cada cosa dada en el mundo de la experiencia y el sentido común, para ser comprendida-entendida debe ser comprendida-encerrada en la clase-categoría a que pertenece; su entendimiento depende de su inclusión en el género al que pertenece; comprender algo es incluirlo dentro del género que le corresponde; examinar y analizar las cosas que circundan y rodean al hombre consiste en captar el género al que pertenecen. Atender a las cosas de este modo, ver cada objeto independiente del mundo natural revela que es parte de un compuesto y es, precisamente, este elemento aglutinador y englobador de objetos concretos la cualidad llamada inmanencia, que logra encerrar en sí objetos diversos y variados por ser una suerte de punto de encuentro, en tanto captura cierta esencia de los objetos mundanos. Según se ve, la solución aristotélica difiere de la platónica, en la medida en que, mientras en Platón la forma (eidos) pura parece existir aparte y en sí misma, en Aristóteles esta forma (eidos) pura existe en y desde los objetos concretos, en y desde los mismos cuerpos físicos, cosas naturales, etc. En segundo lugar, en la búsqueda de la respuesta a la pregunta que indaga por cómo conocer algo que no permanece igual a sí mismo, Aristóteles reconoce la noción de algo que puede ser llamado potencialidad, esta palabra denota un lenguaje que, de la Filosofía, ha emigrado a otras regiones del saber, pero que dentro del marco del pensamiento aristotélico debe entenderse como fin, como

finalidad (telos), es decir una cierta característica de lo real destinada a poner en marcha la actividad del mundo natural, entelequia28 es la palabra aristotélica para dar cuenta de esto. Sin embargo y en tanto la vocación de Aristóteles iba hacia la naturaleza tras la guía del sentido común, como ha sido dicho y reiterado, este artificio desde el cual se emprende la puesta en marcha de la actividad del mundo ya no son las formas (eidos) puras de Platón a las que Aristóteles, a lo mejor veía como replicas simples, sino en su lugar se coloca la única forma pura reconocible aparte de la materia: una suerte de Dios que se ha dado en llamar “motor inmóvil”, es decir él no se mueve, pero todo cuanto se mueve se lo debe a él; él no se mueve pero todo movimiento proviene de él; él no se mueve, pero todo el movimiento es provocado, incitado, alentado por él. El hombre, el animal, la planta, el mineral, el aire, el agua y todo cuanto forma el mundo son estados de cosas que no han llegado al estado que tienen por sí mismos ni desde sí mismos; si la naturaleza de cada cosa parece insistir y esforzarse en realizar cierta forma específica, es porque en cada una de ellas opera algo que puede reconocerse como causa, causa eficiente será el lenguaje propio; cada cosa debe estar siendo trabajada desde algún lugar, debe estar siendo puesta en marcha desde algún lugar, a fin de que aparezca tal como en cierto momento se muestra. El impulso oculto o interior que empuja a las cosas hacia su propia realización es lo que constituye la naturaleza (physis) de una cosa; y todo esto, como había sido anunciado por Heráclito, es movimiento (dynamis). Aristóteles sentía con fuerza la necesidad de dar continuidad a una tradición de pensamiento, Aristóteles se sentía, y acaso esto también es una herencia platónica, heredero de una tradición que había sido capaz de abrir muchas y grandes puertas por las que él debía pasar para darles continuidad. Lo importante de estas argumentaciones aristotélicas es que por primera vez, sin reservas, se acepta la realidad del movimiento y se hace un intento serio, pero sobre todo consecuente por explicarlo; como ha sido dicho, Platón en su vejez pudo apreciar la necesidad de este asunto, aunque tal vez su propio pasado e historia intelectual lo ató demasiado a la idea. Tomando en cuenta la lógica, en acuerdo a como vendrá más tarde, habría que decir que para Aristóteles no existe sólo el ser, sino también las formas de ser, porque si sólo aquél existiera con sólo pronunciar el sustantivo todo estaría dicho, pero si hace falta el predicado es porque faltan las formas de ser para completar las cosas; ser no basta, ya que puede faltar, por ejemplo, ser bonito, o bien ser feo, ser grande, o bien ser pequeño. Ser no es lo mismo que estar siendo, la presencia nominal no es lo mismo que la presencia actual; el mundo aristotélico ya no se conforma con ser, sino que busca su estado de plenitud, aquél que sólo encuentra al estar siendo, al realizar la potencia que lo ha puesto en marcha; el ser cumple con la necesidad de seguir una ruta, cuyo fin busca ya no sólo la forma en sí, sino actualizarla, precisarla. Alcanzar la formas del siendo desde el ser es la tarea de la potencialidad; mundanizar a través de la experiencia del movimiento lo que ha sido inmanente, habría que decir para usar las palabras de la Filosofía; pero esas palabras pueden eludirse, siempre que se entienda la idea de que las cosas naturales progresan hasta su estado actual en obediencia a su propia naturaleza (physis) móvil (dynamis) desde un sustrato reconocible en el análisis. El origen de toda esta trama aristotélica de cosas naturales llegando a ser en obediencia a una dinámica que transita de la causa al efecto, del motivo al motivado, de la premisa a la consecuencia no puede ser algo que se haya causado, motivado, permitido a sí mismo; porque de ser así se negaría todo el sistema; este tremendo problema lógico de Aristóteles implicado en el origen, parece haberlo resuelto con base al artificio de la eternidad, ya que si bien es la causa de todo cuanto es y se mueve, al ser eterno no pudo haber sido creado ni surgido en algún momento y por lo mismo depender de algo o alguien; tal es el motor inmóvil de Aristóteles. Después de la discusión sobre aspectos físicos y metafísicos hay que dar cuenta de lo que Aristóteles tiene que decir en torno al ser humano; desde Sócrates, y traducido al alma (psiqué), éste no ha dejado de ser un tema constante y reiterado para la Filosofía. Como nieto intelectual de Sócrates, según ha quedado dicho, Aristóteles inicia su preocupación por el hombre discutiendo el tema del alma (psiqué); sin embargo, como sucede con todos los asuntos

28

Expresión griega que conlleva y traslada el sentido de llevar el fin en sí mismo, o bien, dicho sea con la Filosofía, de llevar el fin de una forma inmanente.

heredados, Aristóteles les imprime un sello personal y, de tal forma, un giro hacia el espíritu práctico fundado en el ser natural de las cosas mundanas. Por este lado y por este rumbo la preocupación por el alma (psiqué) en Aristóteles deja de ser una preocupación por ámbitos inmateriales, el alma deja de ser algo intangible, incorpóreo e invisible para orientarse hacia la vida, siendo a través de los cuerpos vivos que debe estudiársela, y así es como el estudio de ella debe basarse en la ciencia natural, en la biología diríamos hoy. Si bien es cierto que el cuerpo es materia, también es cierto que puede hablarse de que esta materia está viva, está activa, también es cierto que esta materia actúa como viva, y es esta actualidad de la materia viviente lo que Aristóteles llama Alma. Como se diría de acuerdo con la versión latina traducida del griego del texto aristotélico sobre el alma (de anima); la materia del cuerpo está animada y es el alma la que imprime este ánimo, esta actividad, esta vida activa. Seguramente, a Aristóteles le interesaba desmentir la convicción según la cual alma y cuerpo eran entidades separadas; parece ser que el propósito último del pensamiento aristotélico, en torno al alma, ha sido alejarse de las ideas de transmigración y nomadismo y, en todo caso, dicho lo dicho antes lo más justo para con las consideraciones aristotélicas acerca del alma sería decir que la vida humana, en tanto animada, debe ser entendida como el desarrollo y el desenvolvimiento de la potencialidad de la vieja psiqué socrático-platónica; de manera que no puede entenderse al alma sin el cuerpo al que anima ni a éste sin aquélla. Una vez aclarada la composición de la persona y el ejercicio de su vida desde la unión indisoluble entre alma y cuerpo, Aristóteles cuenta ya con la plataforma para orientarse hacia un problema también previo y viejo, por ello también anterior a él, pero ahora visto de forma distinta de acuerdo con sus propios moldes y sus propios presupuestos, éste es el problema del bien, o más bien dicho en lenguaje aristotélico, de la búsqueda del bien a través del comportamiento y de la conducta. Para medir la diferencia que Aristóteles imprime al asunto de la ética, con relación a lo dicho antes por el pensamiento de sus antecesores, es necesario recordar que para ellos la teoría de las ideas y la densidad metafísica de su pensamiento nace como consecuencia de discusiones sobre temas éticos y de la búsqueda insistente y porfiada de Sócrates por nociones que han sido entendidas como virtudes (areté), tales son la amistad, la justicia, el bien etc.; y toda esa lista de de formas trascendentales que abrieron el camino a la teoría de las ideas, conforme ha sido dicho a propósito de Sócrates y Platón. Según ellos las nociones éticas se definían como sustancias trascendentales, esto quiere decir entre otras cosas, que este tipo de sustancias tienen una presencia que no puede llamarse propiamente existencia, porque no se ven afectadas por las limitaciones de tipo espacial o temporal que afectan a las cosas del mundo, de acuerdo con las cuales, según Aristóteles, no podría considerarse a la ética más que como una parte de la metafísica. La incomodidad aristotélica frente a esta solución, bien puede deberse a que, al considerar así las cosas, el conocimiento en la ética no podría enseñarlo la experiencia ya que los hechos mundanos nunca podrán contener esa verdad en sí misma, propia de las sustancias trascendentales. Para Aristóteles, en el campo de la ética, no era tan importante conocer la virtud como ser virtuoso; para él lo importante fue que la ética bajara de las alturas celestiales de la idea, para anclarse en la vida misma y en la vida cotidiana; en una suerte de separación de fines y de métodos de la ética respecto de aquellos otros de la ciencia que estudia las formas puras; así como no serviría de mucho la persuasión en la enseñanza de aquello que puede ser expresado con exactitud y precisión, como tampoco serviría de mucho pedir a un orador que fuese preciso y exacto en el acercamiento a circunstancias que ni lo permiten ni lo persiguen. Por otro lado y siguiendo la orientación ya clara, de que no vale la pena dejarlo todo de lado para seguir en vuelo el alto ideal filosófico, toda vez que al hombre le es imposible una vida que sea sólo ideal, Aristóteles entra en el campo de la política, siguiendo las mismas pautas y huellas que lo han guiado hasta aquí. Si se recupera la noción de que el hombre es un ser compuesto, que consta tanto de cuerpo como de alma, debe reconocerse que Aristóteles complica las cosas en cierto grado, en la medida en que de acuerdo con esto, el hombre es alguien que debe vivir su vida a medias entre un ámbito y otro, sin poder recluirse en uno sólo de ellos para simplificar las cosas; como si viviera su vida en casa de dos niveles de los cuales la planta baja fuese lo corporal y la planta alta fuese la región inmaterial.

De esa doble naturaleza equilibrada e irrenunciable surge, necesariamente, el hecho de que su vida a veces se vive como plena y a veces como parcial, a veces se basta a sí mismo y a veces necesita de otros, a veces es independiente y a veces es dependiente; de tal modo resulta evidente que un ámbito de la vida humana requiere de la organización y de la comunidad, así surge la conocidísima declaración de que el hombre es un animal político (zoon politikon)29 desde su propia naturaleza. Desde ese hilo conjetural, una vez que se lo sigue, hay que decir que la política nace de necesidades prácticas y, por eso mismo, dentro del sistema aristotélico, la política debe entenderse como una disciplina puramente práctica y la sabiduría que requiere debe ser del mismo tipo. La vieja virtud (areté) socrático-platónica deja de ser una forma inmaterial para convertirse, dentro del sistema aristotélico, en un estado del individuo a quien le concierne realizar una elección. Y este estado, entendido como la nueva versión de la virtud (areté), tiene que ver de manera directa con la capacidad racional de elección entre ésta o aquella acción, la palabra que Aristóteles usa para identificar esta actitud es la palabra prudencia, en griego phronesis, que ha sido traducida como sabiduría práctica o, según ha quedado anotado, prudencia. Debe entenderse que lo buscado por Aristóteles a través de la prudencia (phronesis) es una especie de término medio entre la animal e instintiva decisión instintiva e irracional y la decisión de quien pretende vivir su vida reducido al espacio de la idea; por esta vía es que la doctrina aristotélica busca llegar a la definición y determinación de la virtud como justo medio. Disciplinarse en las decisiones debidas, hasta formar costumbres y hábitos es la forma de educarse en la virtud y, por lo tanto de ser virtuoso; así al fin seremos virtuosos, porque la repetida ejecución de actos justos creará en el alma la costumbre, el hábito o, bien entendidas las cosas, el estado virtuoso. Dada la vocación del pensamiento de Aristóteles orientada, según ha sido dicho, por el sentido común hacia un saber práctico puede notarse que el mismo se constituye y se expresa como una estructura en la que cada una de sus partes es un peldaño necesario para el próximo, como un cuerpo en el que cada una de sus partes cumple una función sin la cual la totalidad se resiente, es decir como algo destinado a funcionar de manera eficiente y operativa, y así lo es desde la aclaración acerca de qué es lo real y cuáles son sus modalidades, hasta cómo se vive en el mundo y las opciones para esta vida, pasando por una serie de pasos intermedios y necesarios para hacer de esta totalidad un sistema, para hacer de esta totalidad algo sistemático, que opere como una aceitada maquinaria. Sin embargo, todo esto no estaría completo sin una guía de funcionamiento, sin una suerte de lo que en inglés se suele llamar owner’s guide30 muy útil sin duda si se privilegian los fines prácticos. Pero, realmente, si la verdad puede reducirse a un método práctico, esto es algo que hay que preguntárselo, y, de paso traer a cuenta el título de esta parte de trabajo. Esta guía de funcionamiento es el antecedente más viejo que puede encontrarse acerca de la noción de método, y es lo que hoy reconocemos como lógica formal o lógica clásica, y la versión original de esto es aristotélica. De alguna forma, la lógica clásica es como una ley que gobierna dentro de todo el pensamiento sistemático creado por el autor; desde luego también es otras cosas y ha trascendido a otros ámbitos. Ante todo, hay que decir, en un sentido estricto, que lógica debe entenderse como teoría del logos, una forma más explícita de decir esto puede ser afirmar que la lógica desearía ser una ruta confiable y segura, por las palabras, hacia la verdad; Aristóteles pensó la lógica como un método en, con y por las palabras, lo cual está claro desde su propio nombre: lógica viene de logos. De nuevo, si la verdad es un método práctico, es algo que hay que preguntárselo, y traer a cuenta el título de esta parte del trabajo. En todo caso, la lógica, en la medida en que se diseña para organizar un cuerpo sistemático es, también ella, una estructura sistemática compuesta de tres elementos, desde el más sencillo y desprovisto al más complejo y bien provisto, es decir desde el concepto, pasando por el juicio, hasta el raciocinio, no se puede pasar al segundo de los estadios sin pasar por el primero, ni pasar al tercero sin pasar antes por los dos anteriores, siendo su ley interna la contenida por el principio de 29

Aristóteles. Obras, La política, constitución de Atenas. Aguilar S.A. de ediciones, 1977. Págs. 1412-1413. Muchos de los aparatos que se suelen usar ahora con más frecuencia traen la llamada: guía para el propietario (ésta es la traducción de la expresión inglesa), que se ocupa de explicar la complejidad y el funcionamiento del aparato, pieza por pieza. 30

razón suficiente, según la cual, nada es sin razón, la que puede ser traducida, sin mayores problemas, a la convicción de que todo obedece a una causa. La idea fundamental de la lógica es la de constituirse como una estructura puramente formal, como una estructura que sea forma pura o pura forma, como una estructura vacía, que sea sólo forma adecuada para contener cualquier contenido; una muestra de ello es que cada ciencia que se ha conformado, lo ha hecho adecuando contenidos plurales y distintos a la misma estructura lógica, a modo de que funcione como una agenda común a diversas formas de lo real, para que encuentren su sentido, coherencia y continuidad. Según la lógica, todo en la realidad funciona como un proceso que puede seguirse por el camino que va de la causa al efecto, y de tal modo construir un conocimiento que rastree y vaya por rutas comprobables, fiables y seguras. La vieja historia del héroe Teseo, quien logra salir del laberinto, después de liquidar al monstruo minotauro, siguiendo el rastro del hilo que, previamente, le había sido entregado por la enamorada y devota Ariadna, puede ser un ejemplo de los beneficios y de lo que se logra al obedecer y seguir un rastro seguro y confiable. Hechas las salvedades del caso y las advertencias necesarias, la lógica puede ser un poco como ese hilo de Ariadna, que, al funcionar dentro del laberinto del monstruo, es comparable a la lógica que, como guía, ha funcionado dentro del laberinto que es el mundo, para seguir las pistas de las causas a los efectos, a fin de hallar la verdad como si de la salida se tratase. Se ratifica lo que ha sido dicho desde el inicio: por un lado, la influencia indeleble de Platón en Aristóteles, en tanto la lógica es posible en la medida en que su primer momento: el concepto es un trasplante de la forma (eidos) pura platónica, Aristóteles trasladó el contenido de la idea al saber del concepto y así abrió el camino lógico; y a la luz de ello, en segundo lugar, también se confirma la vocación práctica y la primacía del sentido común en Aristóteles. Ahora bien, si todo esto, además del nombre del personaje, define al mejor por lo fines que se persiguen es algo que deberá ser juzgado.

BIBLIOGRAFÍA Brentano, Franz. Aristóteles. Editorial labor S. A. 1951. Brun, Jean. Aristóteles y el Liceo. Ediciones Paidos. 1992. Capelle, Wilhelm. Historia de la Filosofía griega. Editorial Gredos S. A. 1981. Gadamer, Hans-Georg. The idea of the good in platonic-aristotelian Philosophy. Yale University Press. 1986 Guthrie, W. K. C. A history of greek Philosophy, VI. Aristotle, an encounter. Cambridge University Press. 1988. Hegel, G. W. F. Lecciones sobre historia de la Filosofía II. Fondo de cultura económica. 1977. Jaeger, Werner. Aristóteles. Fondo de cultura económica. 1984. Parain, Brice. (comp.) Historia de la Filosofía 2. Siglo XXI editores. 1973. Salazar de León, Rogelio. ¿Es la finalidad capaz de definir al mejor? Intuición, revista semestral de Filosofía No. 1. Editorial palo de hormigo. 2004. Rábade, Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial complutense. 1994. Reale, Giovanni. Introducción a Aristóteles. Editorial Herder S. A. 1985.

HELENISMO, ENTRE LAS DUDAS Y EL PLACER ¿DÓNDE ESTÁ LA FELICIDAD? El punto que se entiende como el inicio del Helenismo es la muerte de Alejando, rey de Macedonia, acaecida en Babilonia cuando tenía sólo treinta y dos años, en el año 323 a.de C.; así también se entiende que este período abarca hasta el año 30 a. de C. tras la derrota del general romano Marco Antonio en Actium a manos de Octavio Augusto, en el marco de la guerra civil surgida con ocasión de la sucesión de Julio César. La palabra Helenismo deriva del término griego Hellenezein que debe haber significado algo como hablar griego o actuar como griego, es decir que por aquellos tiempos la carga del término debió ser la de hablar la lengua portadora de las ideas y de las maneras civilizadas o sofisticadas. Ésta es, entonces, una época que va desde la desintegración del imperio conquistado por Alejandro, la repartición territorial de lo conquistado y la fundación de nuevas dinastías, pasando desde el auge y apogeo de la civilización griega en competencia por el esplendor cultural, hasta su empobrecimiento progresivo, aparejado de un sometimiento cada vez mayor al poder imperial creciente de Roma y su sentido práctico. En la medida en que surgen nuevas monarquías, surgen también importantes centros urbanos en territorios de Siria, Asia menor, Egipto, que vienen a ser como emblemas de cada dinastía nueva; sin embargo la vieja Atenas sigue ejerciendo, hasta el final de la Antigüedad de sede principal de la Filosofía y de la vida cultural, a pesar de que, en su decadencia, se haya convertido en una ciudad políticamente tranquila, celosa de un pasado monumental y, de cierta forma, habitada por el ánimo de la nostalgia. Este tiempo helenístico ha sido el momento para que algunas formas establecidas hayan ido, poco a poco, dando paso a formas nuevas; formas nuevas de comedia van dejando atrás la farsa cómica de Aristófanes, por ejemplo; la dimensión inconmensurable de la poesía trágica va dando paso a formas de poesía de tonos más cotidianos como los idilios y a poemas de más corto aliento como los alejandrinos; la narración histórica y la narración biográfica crecen hasta cobrar mayoría de edad y, a lo mejor convertirse en el antecedente del relato que, con el tiempo, llegará a ser la novela actual. Así es posible ir viendo, no sólo algo del carácter de esta época, sino también algo de lo que entonces comenzó a configurarse, para llegar hasta este tiempo. Pero, para la reflexión especulativa, para la Filosofía misma lo más importante, en términos generales es que después de la muerte de Alejandro los destinos de las comunidades y de lo comunitario ya no constituye el principal interés, sino por el contrario el principal interés está en el individuo, es en la singularidad en donde habrá de buscarse y encontrarse el bien y el mal, para decirlo mejor habría que decir: es en la singularidad en donde habrá de buscarse su bien y su mal; la vieja preocupación de la República platónica que, dentro de su ámbito, había eludido a la libre subjetividad es cosa pasada, así como también atrás parecen haber quedado los afanes aristotélicos por definir al hombre como animal político (zoon politikon). La personalidad singular consciente de su propia libertad, y consciente de esto como de una suerte de superioridad sobre lo integrado y lo agrupado hace su aparición en el Helenismo, siendo ésta, como se ha dicho antes, una época de decadencia y de crisis. Acaso, vale la pena preguntarse, para un tiempo como el actual ¿si el individualismo va unido a la decadencia y a la crisis? Y de ser así preguntarse también ¿cuáles son los mecanismos de esta asociación? Acaso la revisión de los discursos helenísticos sea capaz de revelarla El pensamiento helenístico fija los primeros trazos de un sentimiento que reconoce al mundo como tremendamente lejano y ancho, lo que lleva a la Filosofía a resguardar al hombre tras altos muros de individualismo y subjetividad, como en un recinto infranqueable de felicidad particular; lo cual de pronto, hoy por hoy, puede sonar bastante cercano y familiar. A pesar de que la orientación principal del pensamiento de la época haya sido la reacción, la inconformidad y la crítica ante los grandes discursos y los grandes sistemas de un pasado no muy lejano, debe reconocerse que en el marco del Helenismo también se fundaron escuelas que, de algún modo, persiguieron construir cuerpos teóricos coherentes, que en seguida se intentara revisar.

EL ESTOICISMO Ésta es una escuela fundamental del período helenístico, fundada por alguien conocido como Zenón de Citio por haber nacido es esa ciudad de la isla mediterránea de Chipre en el año 332 a. de C., se sabe que también Crisipo el discípulo y organizador del pensamiento estoico provenía de Solos, otra ciudad chipriota. Zenón llegó a la ciudad de Atenas muy joven, siendo allí donde aprendió, enseñó y murió en el año 262 a, de C., se cuenta que la ciudad de Atenas le regaló honores funerarios extraordinarios al morir, lo que es notable si se toma en cuenta que era un extranjero. El nombre de la escuela proviene de la inscripción anotada en el portal en donde solía enseñar el fundador, que decía Stoa. Por geografía, Chipre ha sido desde siempre un cruce de diversos caminos marítimos y un sitio estratégico para el intercambio, no sólo mercantil, sino también cultural; algún biógrafo ha afirmado este hecho como la chispa que avivó el fuego intelectual de Zenón el estoico.31 Son famosos también sus encuentros intelectuales con otros personajes, que por ese tiempo vagaban por la calles de la Atenas helenista y decadente.32 Lo primero que, acaso debe decirse, como un punto de partida para el sistema estoico, es que para ellos la Filosofía se convierte en algo menos conjetural, para devenir en más vivencial; si la Filosofía es adquisición de sabiduría, ésta adquiere su sentido pleno al convertirse en actividad que produce resultados, al convertirse en actividad que produce efectos. Para los estoicos la Filosofía vieja había sido algo que buscaba producir sus efectos desde lejos, como alguien que, sin estar en el lugar, busca su presencia allí, como alguien que, sin estar en el lugar, busca influir allí; para los estoicos la búsqueda de la sabiduría o la virtud no está en un lugar distinto ni separado de aquél de su práctica o puesta en escena. Podría intentar decirse, para decirlo de otro modo, que el hombre que está afuera de la sabiduría o de la virtud no puede llegar a ellas por un camino externo, como quien llega a una ciudad, a una montaña o a un lago; ya sea éste un camino alegórico como sucedió en el caso de Platón, o bien un camino metódico como sucedió en el caso de Aristóteles; quien ha logrado o conseguido la sabiduría o la virtud vive en ellas, o bien ellas viven en él en una suerte de intimidad que no necesita mediación alguna. Si la felicidad es la vida virtuosa, es porque la virtud es la vida feliz. El punto extremo de esta visión de la Filosofía entendida como práctica de vida y como vida práctica, llega cuando se entiende que vivir de acuerdo con la sabiduría y la virtud es vivir según la experiencia de los acontecimientos que se producen en el mundo y la naturaleza, ante todo porque esto es inevitable, y también porque cualquier artificio que intente imaginar o postular perfecciones es pura ficción. Ahora bien, vivir siguiendo a la naturaleza impone conocerla y conocerse porque la propia naturaleza humana no es ajena a la naturaleza del universo, y porque la ley que circula a través de todas las cosas, irrenunciablemente, también toca al hombre. Así, la ética se hace una y solidaria con la física y estas dos, a su vez, están asociadas y son solidarias con la lógica; es decir y por decirlo de algún modo: la ley del hombre transita con la ley del mundo y ambas siguen el camino de la razón recta; y éstas son las partes de la Filosofía que reconocen los estoicos: la ética, la física y la lógica. Mientras la física administra un mundo del cual el hombre es parte, la lógica impide consentir aquello que puede ser falso y conjura el riesgo de falacias capciosas, llegando hasta la cuestión del mal y permitiendo elecciones que, al ir de acuerdo con lo aprendido, no contravienen el curso del mundo y su acontecer. De tal forma, en suma, cada una de las partes referidas ayuda a entender el funcionamiento del todo de una manera orgánica; la ética , la física y la lógica conforman una suerte de eficiencia que, al entrar en juego, ponen en marcha a la vida misma. Si es ésta una época de crisis, y si esta crisis se expresa como pequeñez del hombre frente a acontecimientos históricos de dimensiones desmedidas y de carácter incontrolable, no resulta raro que la derivación sea el privilegio del individualismo y el diseño de una ética de orden primordial 31

Biógrafos griegos. Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres. Aguilar S. A. de ediciones. 1973. 32 Op. cit.

que responda a esta experiencia; los estoicos bien pueden ser considerados, aunque no los únicos, como los abanderados de esta orientación. De manera que la ética es lo que se ha convertido en el contenido más célebre del discurso estoico; su pensamiento devino, gracias a la ética, en toda una concepción del mundo y del todo; por ello hay que decir que la ética estoica aglutina una serie de ideas acerca de la vida humana que rebasan con mucho al ámbito psicológico, para llegar constituir, más bien, ciertas bases de dimensiones antropológicas, constituyendo la noción de Ataraxia, que habrá de ser entendida como cierta templanza del ánimo consistente en el desarrollo de la imperturbabilidad del carácter. Y todo ello resulta coherente, en la medida en que si los sucesos públicos y naturales son de tal magnitud que resultan imposibles de manipular, lo que queda es amurallarse dentro de los límites de la singularidad individual, buscando no ser una veleta, buscando ser imperturbable. Por eso, debe pensarse que, en este punto, la lógica deja de ser algo puramente impersonal y formal, para convertirse y ser entendida, de alguna manera, como una ley del paso, de tránsito, de parentesco, entre lo ético humano y lo físico o cósmico. Dentro de esos marcos, no es que el pensamiento helenístico y concretamente el estoico destruyeran los vínculos de la polis clásica, sino que, más bien, tanto en helenismo como el estoicismo intentan responder a la erosión y destrucción histórica de esos vínculos y fundar para el hombre una nueva patria, de la cual no pudiese ser expulsado, de donde no pudiese ser exilado, hecha, no sólo a la medida del hombre, sino también a la medida de su destino y compuesta, en primer lugar por un cosmos (física), en segundo lugar por un logos (lógica) y en última instancia particular e individual (ética); como para configurar el ámbito completo de la vida y para la vida.

EL EPICUREISMO Ésta es la segunda gran escuela del período helenístico, fundada por un hombre que, al llamarse Epicuro, le da nombre a la tradición que inicia. Se sabe que él nace en año 341 a.de C. como hijo de colonos atenienses exilados, que su padre, al ser de oficio maestro de niños, es quien le enseña las primeras letras; a los quince años es enviado a alguna costa asiática para estudiar con algún materialista discípulo de Demócrito; cinco años más tarde se sabe que está en Atenas para cumplir con sus obligaciones militares, desembarazado de este deber vuelve con su familia que, por estas alturas, ya no está en Samos, sino el Colofón; hasta los treinta y cinco años parece haber permanecido allí, para ubicarse después de forma definitiva en Atenas, en donde permanece hasta su muerte acontecida en el 270 a.de C.; es ése, al igual que para tantos otros, el lugar en que desarrolla su actividad intelectual, adquiriendo el plácido y reputado jardín (kepos), que más debió ser un huerto que un jardín, punto de reunión de él, sus amigos, sus simpatizantes y sus seguidores. Su obra escrita parece haber sido muy copiosa, pero lo que de ella se conserva ha llegado hasta nosotros a través de Diógenes Laercio,33 aunque, al igual que con la tradición estoica, muchas de sus manifestaciones han sido expresadas tiempo después, ya en escenario de la Roma imperial y en la lengua latina de los conquistadores romanos. La base sobre la cual Epicuro planifica su discurso es la veracidad de la sensación, como un punto de partida, ella es el primordial medio para conocer la realidad y, a la vez, la sensación también es la única garantía posible de que se la conoce tal cual es. En apoyo de lo anterior ha sido muy famoso y citado varias veces su argumento, dictado evidentemente contra los escépticos extremos, que dice, más o menos: quien sostiene la imposibilidad de todo conocimiento deberá admitir, para ser consecuente, que ni siquiera conoce el contenido de esta afirmación, lo cual, en sí mismo, es insostenible; es éste un argumento que subyace a todas las confianzas puestas en la sensación y además a la garantía depositada en ella; en una suerte de anticipada crítica a las ideas innatas. La importancia dada por Epicuro a la sensación lo lleva a privilegiar, dentro de su estudio, la consideración del contacto otorgando, por ese lado, su preferencia a los sentidos en los que el contacto es directo, lo cual, según él, sucede sólo en el gusto y el tacto, por ello el oído, la vista y el olfato presentan un problema adicional y un proceso más complicado, que intenta solventarse imaginando o confiando en que desde los objetos por conocer y desde los sentidos que conocen brota una especie de emanación, que llega a coincidir con una explicación anticipada también al espacio de la trascendencia. Cuando se enfrentaba a sensaciones claramente equívocas o que eran percibidas de forma distinta dependiendo de quién conoce o del momento, salía del problema volviendo a la tradición materialista de Demócrito, argumentado que esto se debía a los intervalos variables de separación entre los átomos, tanto en la cosa por conocer como en quien conoce. Para Epicuro, la sensación tiene preeminencia al punto que las ideas son explicadas como construcciones originadas a partir de muchas sensaciones de cosas semejantes en el mismo sentido, es decir que si idea es admitida como criterio para juzgar la verdad del mundo, lo es siempre sometida a la primacía de la sensación. Después de su visión del mundo y la realidad, la consideración de Epicuro llega al campo de la ética, al que entiende como otro criterio de conocimiento fundado en lo que él llama: los afectos que, en concordancia con lo anterior, también son sensaciones porque, en suma, constituyen lo que él reconoce como el dolor y el placer. No es que Epicuro desdeñe los placeres intelectuales, tanto su vida como sus escritos son muestra de que los buscó; el hecho es que siendo fiel a sus convicciones materialistas y sensitivas, hace depender el placer intelectual del sensible, al definirlo como la más prolongada ausencia de dolor. Esa modesta definición de placer parece querer, en primer lugar apartarse del escándalo del vulgo y, en segundo lugar buscar la coherencia dando la primacía a la sensación: la idea es que si todo corre de acuerdo con la clara y cercana perfección sensitiva del fenómeno, sin que intervenga ninguna alteración, no tiene por qué haber dolor en cuerpo ni desasosiego en el alma. 33

Biógrafos griegos. Diogenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres, libro X. Aguilar S. A. de ediciones 1973.

De tal forma el placer no debe entenderse como algo que ha de venir a agregarse al ser para perfeccionarlo, sino como algo que al ver mermada su plenitud deja campo libre al dolor para hacerse presente: tener hambre, tener sed, tener frío para el cuerpo; sentir ira, sentir egoísmo, sentir envidia para el alma. En este sentido y de esta forma es que la ética debe entenderse, dentro del Epicureismo, como un esfuerzo por buscar aquello que produce el placer y, paralelamente, por evitar todo lo que conduce al dolor, porque el placer (hedone) es el principio y el fin de la felicidad (eudemonia). Llegado este punto hay que recordar y reiterar algo que fue dicho a propósito del Estoicismo: que ésta es una época de crisis y de confusión, una época en la que los días grandes han pasado para dejar lugar a la decadencia que no sólo es política, sino también moral; dentro de ese marco el pensamiento de Epicuro y su escuela hay que entenderlo como una reacción contra la dimensión y la pretensión de las ideas platónico-aristotélicas. Su privilegio dado a la sensación desea entregar el fundamento de la Filosofía a algo que sea capaz de articular el mundo en mayor cercanía al hombre o, para decirlo más claramente, al ámbito privado del individuo, a algo que sea capaz de dar al individuo, por disponibilidad y cercanía, el sosiego y el consuelo que le negaban las condiciones reales. Si todo conocimiento y verdad provienen de la sensación es, entonces, por el afán de negar aquellas ideas eternas e inmutables que, seguramente, para Epicuro habían perdido su validez, porque ¿en qué se había convertido la justicia? En un tiempo de crisis y falta de certezas. Si la justicia está tan ausente es porque, en lugar de ser algo en sí mismo como se había creído, lo más probable es que sea tan sólo, un pacto o un contrato entre los hombres, cada vez más propenso a ser violado. Lo cual, qué duda cabe, no deja de ser una lección y hasta un espejo para el tiempo actual.

EL ESCEPTICISMO Pirrón de Elis ha sido el fundador de esta tradición de quien, ciertamente, se sabe muy poco y esto poco que se sabe es además dudoso. Estas pocas e inciertas noticias de su vida transmiten la idea de alguien ubicado en la prudencia que da la sabiduría, en la distancia que da la lejanía, y en la bruma que da la leyenda; prudente, lejano y legendario es también el carácter del pensamiento sostenido inicialmente por Pirrón de Elis quien, a partir de entonces, ha vuelto de forma reiterada y, acaso cíclica cada vez que la crisis se renueva, cada vez que el tiempo de crisis vuelve a lo largo de la historia, porque el escepticismo es una actitud que va bien cuando la situación es la del callejón sin salida, cuando el aprieto es el del atolladero. Si las cosas son inconvenientes y esta inconveniencia de las cosas es de tal modo que éstas no pueden cambiarse, lo que queda es la indiferencia, siendo ésta precisamente la recomendación del escepticismo: una indiferencia que es más quietud que abandono, que es más pasividad que rebeldía, que es más desdén que olvido. Es éste un pensamiento que como el estoico y el epicúreo, comentados antes, se afana por constituir una actitud y un modo de vida ante todo, por definir una forma de reaccionar ante un tiempo que ya no encuentra respuesta en lo que antes ha estado acreditado y ha sido digno de confianza; vale decir: lo que ha sido una respuesta con sentido para tiempos previos ya no lo es para éste. El escepticismo, tanto como el estoicismo y el epicureísmo, hay que entenderlo básicamente como interesado en diseñar y propiciar un estado de ánimo, por encima de una teoría; si existe una teoría o una doctrina es porque ésta está llamada a provocar un estado de ánimo y una forma de vida, antes que una validez independiente y en sí misma; dicho de otra forma: el valor de lo teórico ya no es en sí mismo, sino para algo más que está fuera, que existe aparte, es decir para la vida en el mundo. La derivación de este aspecto desprovisto de lo teórico viene a configurar el principal argumento escéptico: si lo teórico es algo que no puede determinarse o que no interesa determinar, todo deviene relativo, todas las cosas son relativas, así como lo son también todas las representaciones. Si la teoría es dudosa e incierta, la versión única de algo resulta imposible y cualquier intento en ese sentido resulta falible; por eso mismo las cosas, sus versiones y sus representaciones desembocan en el valor relativo; lo que a su vez conlleva y provoca una cierta suspensión de la pretensión del valor absoluto, una especie de espacio vacío o de espacio en blanco, una cierta actitud que prefiere el silencio. Es importante considerar que para los escépticos el silencio no es la expresión de un desinterés perezoso ni un mecanismo para escapar del error, sino más bien la actitud del alma más proclive y adecuada para equilibrar las nociones con las representaciones, vale decir para balancear las ideas y las cosas; el lenguaje incómodo de la Filosofía diría para nivelar el noúmeno y el fenómeno. En todo caso lo que interesa aclarar es que siendo diversas, tanto las nociones como las representaciones, así como las versiones de ambas y, por tanto siendo tan complicado encontrar un punto de equilibrio lo más prudente, lo más recomendable es el silencio. Habrá que pensar que lo único que el discurso puede revelar, además del rompimiento del silencio, es la evidencia del desequilibrio. De tal modo el silencio escéptico no debe entenderse como una inacción vegetativa, no se trata de rehusar conformar un pensamiento filosófico o una opinión sustentada, sino más bien de responder con una actitud coherente a la naturaleza de las cosas; pues el escéptico hace de su guía la propia experiencia y la propia vida, en el fondo puede tratarse de tomar más como guía a los aspectos vivenciales que a los aspectos intelectuales. Algo acuñado por el escepticismo, que es importante referir aunque se mantenga en un estado de crisálida para despertar más tarde con fuerza renovada, es la noción de suspensión (epoché);34 a los escépticos les interesó poner en suspenso al juicio por considerarlo incierto, lo cual lejos de considerarse como una expresión de nihilismo debe entenderse como una afirmación de coherencia, porque al ser las cosas como son, de acuerdo con lo dicho, es decir al ser todo relativo, y al estar el juicio necesariamente referido a esto, es equívoco, por lo que conviene suspenderlo. 34

La fenomenología husserliana, ya en el siglo XX, recuperará esta noción para convertirla en un ingrediente primordial e imprescindible de su pensamiento y de su método reductivo.

Todo juicio al ser una aseveración, al ser una proposición que asigna o niega atributos cae en la trampa de la relatividad, por lo que debe ser suspendido, como si fuese un texto puesto entre paréntesis, a través del mecanismo de la epoché.

EL NEOPLATONISMO Antes de entrar en materia parece recomendable anotar ciertas cosas que atañen a la época en que florece el neoplatonismo; hay que decir que éste es un período en el que ya ha surgido el cristianismo que, como es bien sabido, está llamado a convertirse en la religión oficial y, con ello, en la conciencia de la civilización occidental y a matizarla de forma definitiva. Toda la crisis de la que se ha hablado a propósito de las escuelas estoica, epicúrea y escéptica se prolonga de forma dramática y sin tregua hasta las primeras épocas del cristianismo, sin que éste todavía pueda ser entendido como una respuesta con sentido, frente a esa situación de crisis. Es ilusorio y hasta ingenuo pensar que esa situación crítica sólo provocó respuestas filosóficas como la estoica, la epicúrea y la escéptica, hay que recordar que éste era un mundo no alfabetizado en su gran mayoría y que ante una crisis de carácter crónico, entregó su ímpetu racional a prácticas de diversa índole y no siempre filosófica, sino la mayoría de veces a prácticas más populares, por decirlo de algún modo. Ésta es la época, por ejemplo, en que se desarrolló el discurso de la astrología, que hoy nos parece tan pintoresco, y que intenta cifrar el destino, el porvenir y la suerte en los movimientos de los cuerpos celestes y en la migración de la tierra por distintas casas astrales; lo cual es muestra, no sólo de un rudimentario e incipiente interés científico, sino también de un intento por diseñar una esperanza, así sea sin todas las cartas en la mano, a la medida de una crisis muy larga y muy difundida, de una crisis global, diríamos hoy. Todo esto sumado al crecimiento de los cultos órficos,35 que hablan de la posibilidad de la vida después de la muerte, fue preparando el ánimo y abonando el campo para la llegada del cristianismo que, como ya se dijo, está llamado a teñir a Occidente de sus colores. Otro elemento que también puede ser entendido como antesala y preparación para la llegada del cristianismo, ahora sí como un discurso filosófico, es el pensamiento neoplatónico. Como lo pregona el propio nombre, lo que pretende es una vuelta al viejo Platón, pero como toda vuelta y relectura, ésta es una interpretación del pensamiento platónico y no un calco de éste; acaso algo así como si se indagase acerca de qué tiene que decir el pensamiento de Platón ante una crisis que se ha implantado como el clima dominante. Plotino es la figura del movimiento neoplatónico, él nace en el año 203 d. de C. en una ciudad situada al margen izquierda del Nilo de Egipto, según parece, él no fue un egipcio ni por raza ni por cultura, sino más bien un griego trasplantado a Egipto, lo que después de la muerte de Alejandro y la repartición de sus dominios no debió ser muy raro. Son éstos los años posteriores al esplendor imperial de la Roma más eficiente y mejor gobernada por emperadores Flavios y Antoninos, ya es la época en que gobierna Séptimo Severo y Roma atraviesa por un período en que emperadores son nombrados y depuestos sucesivamente por tropas descontentas; mientras muchas regiones de un imperio que nunca ha sido tan vasto son azotadas por hambre, peste y guerra. La búsqueda de Plotino parece haber empezado alrededor de los treinta años, como consecuencia de un temperamento conjetural y melancólico, para lo que viaja a Alejandría, luego y aprovechando la milicia llega a Antioquía y a Persia, en busca de la sabiduría oriental. Más tarde, al filo de los cuarenta años, parece haberse asentado en Roma para ejercer la enseñanza, decidiendo en cierto momento dejarla para poner por escrito el contenido de su saber; al enfermar decide viajar al Sur de la península en busca de retiro y tranquilidad; se dice que, una vez, pocos días antes de morir, al recibir la visita de un médico y amigo le dedicó un mensaje que se ha hecho famoso: esfuérzate por elevar lo que hay en ti de divino, hacia lo que hay de divino en el universo,36 finalmente muere en el año 270 d. de C. después de llevar una vida generosa y austera. Como ya se dijo y como lo dice el propio nombre, la resonancia constante de la obra de Plotino es la de Platón, sin embargo el paso, más o menos, de los seis siglos que van de uno a otro, matiza las cosas de cierto modo que necesita ser anotado, este matiz no es sólo el proveniente de que la obra de Platón, ya por estos días, descanse sobre papeles amarillentos, sino también este matiz proviene de que la tradición escolar se ha desarrollado por cauces que Platón no conoció, porque esta

35

El culto órfico es una deformación de la antigua religión griega y clásica, con base en el mito de Orfeo, que ya fue referido en la primera parte de este trabajo: La Filosofía comienza en la periferia. 36 Garia Gual Carlos. La Filosofía Helenística éticas y sistemas. Editorial cincel.1990. Pág. 185.

tradición no se ha desarrollado sólo a partir de temas suyos, sino también, en cierta medida, a partir de temas de otros. Sin duda, como puede apreciarse fácilmente, han sido el trabajo de Aristóteles, como las postulaciones helenísticas, quienes ayudaron a nutrir esta tradición escolar, además de Platón. La tradición escolar que recibe Plotino está compuesta por tres hipótesis básicas, que por estos días cada quien recomponía a su modo; puede entenderse que Plotino es quien hace la recomposición más perdurable de ellas, estas hipótesis son: el uno, el espíritu (nous) y el alma.37 En pocas palabras y en términos muy generales, puede decirse que el trabajo de Plotino consiste en la pretensión por buscar y plantear una articulación original de estos tres elementos: el uno, el espíritu (nous) y el alma; acaso la audacia y originalidad de Plotino descansa sobre la comprensión de esta articulación a partir de una interpretación del Parménides de Platón, aquel diálogo del que se habló en su momento, como el inicio de la autocrítica del viejo Platón. Si Platón ha quedado lejos, más lejos ha quedado Parménides y su deseo de que todo sea aquel uno excluyente de lo plural; en tal sentido y de algún modo, dando continuidad a las dudas del viejo Platón, Plotino indica que si el uno puro no puede ser establecido, justamente por ser el arranque de toda postura, el espíritu (nous) se presenta como la primera escisión de aquella unidad, y el alma como el despliegue contenido de esa división, todo pliegue describe un movimiento y un trayecto. Como si Plotino quisiese decir que, partiendo de la unidad, el espíritu (nous) no se atiene a su punto de partida, más bien y tal vez sin saberlo, se multiplica diversificándose, como quien no aguanta a contener una carga demasiado densa y se despliega, se difunde, se disemina, al tiempo que quiere mantener contenida toda esa diferencia. Plotino quiere dar cuenta del mundo y de sus seres, del despliegue de la existencia, es decir de la razón de las cosas del mundo como si de un éxtasis se tratase; éxtasis y existencia parecen tener la misma raíz lingüística griega, que nombra una suerte de presencia exterior, una especie de estar afuera; para este caso y de acuerdo con el entendimiento de Plotino, esta existencia y el éxtasis que la provoca son un estar afuera y adentro de lo uno originario, como sucede en la sexualidad, y del cual toda diversidad proviene. Éste es el tratamiento que Plotino hace de los temas fundamentales pertenecientes a lo que, entonces, pudo llamarse Filosofía primera y que, seguramente, no habían sido tratados con tanta decisión desde la época de Platón y Aristóteles. Plotino no descuida los asuntos éticos, que han sido el principal carácter y la ocupación prioritaria de la estación helenística; al respecto las consideraciones de Plotino van de acuerdo con lo que ha argumentado y con lo que aquí se ha comentado como su metafísica; si ello se ha construido en torno a lo dicho acerca de la articulación entre lo uno, el espíritu (nous) y el alma, y esto, además, describe el movimiento que va de lo uno como origen a las cosas del mundo como despliegue; hay que decir que la ética describe el movimiento inverso, el movimiento de vuelta desde el mundo diverso, del cual el hombre es parte, hasta el origen primigenio y perfecto de lo uno, la ética resulta, así, en una suerte de vuelta a casa. Llegando a entender el bien como el premio o la recompensa reservada para quienes, desde el mundo, van ascendiendo a la región superior, y al volver hacia ella, en ese camino, se van despojando de cuanto de mundano se han impregnado. Cabe entender que ésta, la ruta hacia el bien según Plotino, es una especie de camino de purificación que el alma emprende hacia donde pertenece que tendrá que enfilar, adónde si no, a su propio origen. A lo mejor, éste sea el momento oportuno para recordar y reiterar el consejo que Plotino se permite dar a su amigo y médico al momento de su enfermedad y próxima muerte: esfuérzate por elevar lo que en ti hay de divino, hacia lo que hay de divino en el universo. De tal modo, una época de crisis encuentra un desfogue a través del cual la ética, además de preparar el terreno para el advenimiento de un cristianismo ya muy cercano, también conduce el discurso acerca del bien hacia el mismo asunto metafísico, hacia la misma filosofía primera y, a través de lo cual puede decirse que el ideal de vida es la misma vida ideal, que el camino que se ha seguido para la construcción del mundo es el mismo camino que, de vuelta, está llamado a

37

Puede verse en la composición de estas premisas un adelanto, de cierto modo, de la versión trinitaria del Dios del cristianismo; aunque sería muy aventurado y arriesgado decir que éstos son una equivalencia de lo que en el marco cristiano se llamará: el padre, el hijo y es espíritu.

constituir el bien, como si éste debiera entenderse como la negación a extraviarse por las rutas del mundo, y como la afirmación de la ruta de vuelta al origen. Si, como ha sido dicho, el temperamento helenístico puede entenderse, en cierta medida, como una preparación para el temperamento cristiano, debe suponerse que en ambos ámbitos había un tácito deseo de conocerse y abrirse al otro, tanto en el ámbito griego como en el judío, quizá porque las maneras de cada lengua (la griega y la judía) habían desarrollado virtudes complementarias y formas de sentir alternativas; en tanto la griega había desarrollado las ventajas y los poderes de la abstracción, y la judía había ejercido las prácticas y los usos de la narración. A pesar de que, como es bien sabido, se desarrolló un cristianismo expresado en lengua griega, es bien sabido también que para Occidente todo el intercambio entre lo griego y lo judío sucede en el espacio de una lengua neutra, de una lengua que no es ninguna de las dos, ni la griega ni la judía, esto sucede en el latín, la lengua de Roma, otro pueblo antiguo que gravita con densidad propia y que, como se verá pronto, despliega también un carácter muy propio.

BIBLIOGRAFÍA Capelle, Wilhelm. Historia de la Filosofía griega. Editorial Gredos S. A. 1981. Epícuro. Obras completas. Cátedra letras universales. 2004. Garcia Gual Carlos. Sobre el descrédito de la literatura y otros avisos humanistas. Península. 1999./ La Filosofía helenística: éticas y sistemas. Editorial Cincel. 1990. Gerson Lloyd P. American catholic philosophical quaterly (Plotinus), Volume LXXI. 1997 Hegel, G. W. F. Lecciones sobre historia de la Filosofía II y III. Fondo de cultura económica. 1977. Hirschberger Johannes. Historia de la Filosofía I. Biblioteca Herder. 1985. Jaeger, Werner. Aristóteles. Fondo de cultura económica. 1984./ Cristianismo primitivo y paideia griega. Fondo de cultura económica. 1985. Nilsson Martin P. Historia de la religiosidad griega. Biblioteca universitaria Gredos. 1970. Parain, Brice. (comp.) Historia de la Filosofía 2. Siglo XXI editores. 1973. Plotino. Selección de las Enéadas. Secretaría de la educación pública de México. 1988. Rábade, Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial complutense. 1994.

ROMA, ENTRE MILITARES Y ABOGADOS ¿DÓNDE ESTÁ LA VERDAD? El período romano es crucial para la formación de Occidente, pero no de la misma forma en que lo ha sido el griego. Aunque no suponga una gran aportación creadora en el campo de la Filosofía, no puede decirse que Roma haya sido un pueblo carente de genio e ingenio y, a pesar de que las virtudes romanas transiten por cauces distintos a los recorridos por los griegos, su presencia no debe ser menospreciada ni omitida. Por un lado, Roma ha mantenido y preservado el saber griego y, por otro lado su verdadero genio consiste en hacer pasar la prioridad de la especulación, privilegiada por los griegos, a la acción, en busca siempre de resaltar y enaltecer la eficacia. De tal modo, la expansión del imperialismo no deviene en un nacionalismo cerrado, sino, por vía del derecho, en una expansión de la noción de universalidad y, así, las contiendas entre Roma y sus provincias, entre el conquistador y el conquistado dejan de ser disputas filosóficas, para traducirse a disputas territoriales, jurídicas, políticas y hasta culturales en las cuales ciertas nociones pasan de forma admirable al campo de la acción. Es de esa forma, es decir por esas maneras y por esos usos que, según puede verse, entre el discurso de los militares y el discurso de los abogados que surge y fluye un nuevo tipo de verdad que parece estar en la acción, que busca la eficacia y la eficiencia como lo más importante. A grandes rasgos y de una forma muy breve puede decirse que la historia de Roma se divide en dos partes: la república y la monarquía, siendo el parte aguas entre ambas la figura centras de Julio Cesar, mientras la primera es una época de crecimiento y cimentación, la segunda es una época de máxima expresión y expansión. Las expresiones filosóficas pertenecen sobre todo a la monarquía, que es cuando los poderes de coerción de la ley así como las razones y motivos que asisten al derecho son más discutidos y cuestionados. Durante el primer período republicano destaca la figura de Panecio, quien debió ser un personaje del siglo II a. de C. que parece incurrir en el acierto de volver a las fuentes y de guardar cierta admiración por Platón; esos intereses desembocan en una forma de humanismo, del que se pueden subrayar virtudes como el equilibrio, cierta serenidad moral derivada de la calma, de la moderación y de la armonía, todo esto en una clara persecución de la felicidad (eudemonia), en un claro apego al tono helenístico. Pero los aportes más propios y más claramente romanos fueron en torno al trabajo humano, orientados hacia reflexiones acerca de lo útil, hasta llegar a desarrollar una teoría que entiende la utilidad del deber y del trabajo como algo llamado a completar la obra de la naturaleza, de crear una suerte de nueva naturaleza, en un intento por crear una Filosofía operativa. Así también, el deber y el trabajo eran los elementos llamados a crear los principales vínculos con los demás hombres, como si las cosas inanimadas no pudiesen dar nada por sí mismas, sino sólo a través de la aplicación del talentoso brazo del hombre. Más tarde, ya en el momento del cambio de la república a la monarquía, como un contemporáneo de Julio César, aparece una figura central de la intelectualidad romana, él es Cicerón, quien vivió del 106 al 43 a. de C. de él no siempre se ha apreciado su valor real, a veces se ha sostenido que fue alguien que no llegó a entender del todo las doctrinas que sostuvo y difundió, así como otras veces se le ha negado originalidad y agudeza filosófica. Para apreciarlo, acaso haya que recordar que él fue un varón romano perteneciente a las más altas esferas patricias y que, como tal, le toca vivir en primera fila el cisma político provocado por Julio César; además de que siempre fue un hombre de buen gusto, sobre todo en las formas verbales de la oratoria y la escritura, y que mantuvo un claro aprecio por el estudio de las nuevas tendencias. Debido a todo ello, su verdadero valor aparece sólo en el contexto de su vida y de la forma en que decidió vivirla, dada su condición y su época. En apoyo de lo anterior, puede verse que la evolución de Cicerón estuvo en estrecha relación con el curso de su tiempo, su obra filosófica está en estrecha relación con el desarrollo de su vida y eso se muestra en tres momentos: al comienzo es más abogado que cualquier otra cosa y su trabajo se demuestra, más que todo, en un pensamiento que va hacia esa acción, plasmado en discursos argumentativos que corren por esa vía.

Luego, en un acto y en una decisión de gran atrevimiento para un abogado, escribe diálogos condicionados por la acción política que gira en torno a Julio César y sus maniobras. En seguida y por último, viendo arruinada su libertad y tras desgracias como la muerte de su hija, voltea su atención hacia temas fundamentales renovando su interés por el estudio de los principios del conocimiento, por los principios de la ética, de la religión y del propio lenguaje. De tal modo, puede verse que Cicerón es muestra de una heroica capacidad de adaptación a la grandeza y a la miseria de los acontecimientos, en fin una muestra de esa sabiduría romana, cuya principal virtud es adaptarse, ahora, a una realidad de dimensión universal. Otro aristócrata de la misma época es Lucrecio, quien también padece la presión creada por la guerra civil que siguió a la muerte de Julio César y su consiguiente sucesión, además de los desastres acontecidos en Siria y las revueltas en la Galia. Toda esa crisis tampoco es ajena a la crisis moral provocada por la decadencia de la vieja religión mitológica, lo cual aflora en el poema de Lucrecio, quien considera que ese cisma conduce a los vivos hacia un gran temor a la muerte y a la búsqueda por acallarlo con distinciones, lujo, dinero, llegando por esa vía a desconocer la verdadera felicidad, desconociendo realmente la verdadera Naturaleza de las cosas (Rerum Natura), éste es el nombre del poema. A esta fetichización Lucrecio opone la argumentación eficaz del epicureísmo, contenida en la postulación del atomismo, como un remedio para afrontar y curar los vicios de la ciudad de su tiempo; éste parece un lejano antecedente del marxismo, que opone postulaciones materialistas a los fetiches creados por la razón. El gobernante que sucede, no sin problemas, a Julio César fue Augusto, quien mostró, en un gobierno largo, eficiencia y buena mano, después de esto vinieron en fila los reinados de Tiberio, Calígula, Nerón y Claudio y con ello una época desbordada y desmedida, en la cual el abuso y la locura se apropiaron del poder oficial. Es entonces cuando aparece una figura que, además de ser el preceptor de Nerón, fue alguien que se mantuvo fiel a la tradición estoica; Séneca es su nombre y, como Cicerón, tampoco es un filósofo de profesión, sino más bien abogado; su vida pública fue la de un leal senador al servicio de Nerón, por eso debe entenderse que su conflicto personal fue optar por los beneficios que le confería su cercanía al poder y las recomendaciones que le llegaban desde su ánimo filosófico. Fue un día del año 62 d. de C. según lo cuentan los anales de Tácito,38 cuando Séneca decide, finalmente, enfrentar su destino y devolver a Nerón los regalos y dádivas recibidas, declarando preferir el retiro y la pobreza, tal vez en un acto extremo al sentirse indigno de la sabiduría que predicaba; la historia termina contando que eso le cuesta la vida, eso sí, por vía del suicidio, para que el poder quede limpio. Más adelante se hallan dos figuras muy diferentes y muy distantes, pero de cierta forma análogas: uno un esclavo filósofo y, otro un emperador filósofo. ¿Pueden haber, acaso dos extremos más alejados que el esclavo y el emperador? El primero, el esclavo filósofo, de nombre Epitecto es dueño de un destino excepcional al haber logrado su liberación de la esclavitud y su orientación como filósofo; es preciso reconocer que su pasado como hombre no libre condiciona, de cierta forma, su labor de filósofo, al convertir en el centro de su pensamiento la duda que oscila entre ¿quién se envilece más, aquél que es hecho esclavo, o aquél que hace esclavo a otro? Este tema es una clara alusión a su vida, al tiempo en que vivió y a las maneras del imperio, sin embargo hay que recordar que esa misma duda ya había sido planteada y ventilada en el pensamiento griego, en un diálogo de Platón, llamado Gorgias. El segundo, el Emperador filósofo de nombre Marco Aurelio, tal vez sin ser dueño de un destino tan excepcional como el anterior, quien logró romper con un destino adverso, sí que es un signo excepcional dentro de la historia del pensamiento romano, al ser un emperador con vocación por la especulación y la Filosofía. Él es un hombre que, como el otro, ha conocido muchas decepciones, pero en su caso porque su vida transcurre en el poder y no como en el caso del otro, cuya vida transcurre alejada del poder; decepciones como las revueltas, como los complots, como las envidias, como los fracasos de los grandes proyectos, trabajan sobre él y contribuyen en su ánimo hasta hacerlo llegar al desasosiego

38

Tácito. Anales XIV, 51. Cátedra. 1996.

y a la decepción de las personas que lo rodean y que están llamados a sucederlo, así sea su propio hijo. Por esa ruta su pensamiento transita por una suerte de autocrítica que elude la infatuación y el orgullo, entonando una cadencia de herencia estoica que lo lleva a llamarse a sí mismo: un viejo maestro de escuela, que pretende ver las cosas desde arriba no por ser emperador, sino por emparentarse a la Filosofía.39 En suma y más allá de los nombres propios, la Filosofía en Roma es una especie de traducción con variaciones de las preocupaciones que vienen desde el ámbito de la ciudad griega (polis) hasta el ámbito de la urbe, es decir de las preocupaciones que van desde la ciudad cerrada a la ciudad abierta; de tal modo la Filosofía en Roma se traslada desde el ámbito de las inconexas ciudades griegas hasta una primitiva noción de estado, entendido no como se haría ahora, sino como la tácita unidad jurídica del mundo mediterráneo. La derivación inmediata y, acaso más importante de aquello es, como se ha dicho a propósito de los algunos nombres indicados, la discusión de la Filosofía orientada tanto hacia el plano individual, como hacia el público y el consecuente surgimiento del tema de la libertad, entendida como una noción que oscila entre lo personal y lo político. Bien entendidas las cosas, puede percibirse que ésta es una discusión que persiste en nuestros días; este asunto de la libertad, como puede verse, ha llegado hasta el presente, como una herencia de Roma para Occidente, pero circunscrita dentro de los marcos de la Filosofía moral y de la ley.

39

Marco Aurelio. Escritos, Alianza Editorial. 1994. Pág. 47

BIBLIOGRAFÍA Cappelleti Ángel J. Lucrecio: la Filosofía como liberación. Monte Avila Editores, 1987. Cicerón y Séneca. Tratados morales, (los clásicos). Editorial cumbre S. A. 1977 Hirschberger Johannes. Historia de la Filosofía. Biblioteca Herder. 1985. Parain, Brice. (comp.) Historia de la Filosofía 3. Siglo XXI editores. 1973. Rábade, Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial complutense. 1994.

EDAD MEDIA Si el filósofo de la antigüedad preguntó, simplemente, ¿Qué es el mundo y qué soy…? El filósofo medieval transfirió esta pregunta a ¿Qué es el mundo y qué soy, Dios mío…? Como si el edificio del conocimiento, para ser construido, necesitase del socorro, del amparo, de la luz que viene de Dios; o para decirlo, quizá, con más profundidad, como si la vida humana fuese, en primer lugar, la relación con algo que la desborda y la supera; y resulta que esta entidad situada por encima desbordando y superando es el Dios del cristianismo, quien ocupa una posición y desempeña una función condicionadora. De tal suerte que mencionar la expresión Filosofía Medieval coincide casi completamente con la expresión Filosofía Cristiana, aunque debe decirse que el “casi completamente” obedece a que dentro del período medieval se desarrollaron también, por un lado un pensamiento islámico y, por el otro un pensamiento hebreo que, como sucede con el cristiano, se ven orientados del mismo modo a consideraciones y contenidos religiosos, desde donde puede verse que, más o menos felizmente, todos los cuerpos doctrinarios y filosóficos de la época se combinaron con el dogma religioso. Referir la Filosofía a la religión envuelve un problema esencial, que podría tratar de explicarse diciendo que equivale a intentar definir los términos de una contradicción: la de una Filosofía religiosa, es decir, la de una disciplina racional que estuviese definida y condicionada por términos que, en principio, no son racionales. Frente a este conflicto ¿No sería, acaso más sencillo disociar las dos nociones y, dejando la Filosofía a la razón, entregar la religión y, en su caso, el cristianismo sólo a la fe? Pero el asunto que interesa aclarar es que el pensamiento medieval está planteado de manera diferente a como hoy se plantearían las cosas, y esta otra forma de plantear las cosas transita por rumbos distintos a los expresados por la pregunta anterior; de modo que los medievales pensaban que si la Filosofía era verdadera lo era no por ser racional, sino antes bien, por estar lanzada a la única verdad radical, que es la contenida en la revelación. En una suerte de reverso de la primera pregunta puede intentarse otra: ¿Por qué pensar las cosas del mundo en un rigor racional estricto, si todas ellas provienen de algo que, siendo su origen, tiene primacía y condiciona? Por estos cauces, la Filosofía Medieval, en tanto religiosa y en su caso cristiana, gira en torno a la dimensión y al protagonismo que deba o no otorgarse a la razón y, paralelamente, a la consideración de cierto sentimiento o fe como sucedáneo de la razón. Cuando se plantea este problema, un método sencillo para resolverlo puede ser preguntarse: ¿Por qué ciertos hombres cultos y versados en los sistemas de la Antigüedad se decidieron, más pronto que tarde, a cristianizarse? Éste es un hecho que no ha cesado de producirse, actualmente puede aún preguntarse: ¿Por qué algunos filósofos creen hallar en el cristianismo respuestas satisfactorias a temas filosóficos? Pero, el hoy es un momento que por ahora deberá esperar; por eso habrá que ir al momento en que surgen los primeros filósofos cristianos y preguntarse: ¿Qué interés, o densidad, o sabiduría encontraban ellos en el cristianismo, capaz de convencerlos? Por un lado, algo ajeno al cristianismo, ellos encontraban una tremenda crisis, una decadencia de los principios clásicos y una erosión creciente de las formas del dominio romano, de lo cual se ha tratado y hablado antes a propósito del Helenismo y del propio escenario romano, y esto sí que cuenta como preparación del terreno. Y por otro lado, encontraban la narración evangélica, en varias versiones oficiales o no; además de la narración de ciertos hechos más o menos clandestinos, o bien heroicos de los primeros cristianos; así como también encontraban algunas epístolas a veces de contenido persuasivo, o bien inspirado, o bien radical, o bien incendiario. En fin, se encontraban con lo que podría llamarse el trabajo del apóstol, ya fuese éste una prédica, narración o comunicación epistolar, lo cual, de manera sustantiva, no cuenta con ningún contenido filosófico: ellos no tenían conocimiento de nada, salvo del Jesús crucificado y del poder redentor sobre el hombre pecador de esta muerte, sólo sabían del suceso de la crucifixión y de la gracia emanada de este escándalo. Quizá el contenido más sustancial de todos estos textos preliminares puede hallarse en el trabajo de San Juan de Patmos y de San Pablo de Tarso, aunque lo más probable es que tratar de ver una

Filosofía en los textos de ellos sea un intento vano; sin embargo, tanto la referencia al Logos en San Juan de Patmos legitima para el cristianismo mucho de lo que, desde el griego, ha sido anotado, argumentado y valorado; como la constante referencia al amor de San Pablo de Tarso postula para el mundo cristianizado una suerte de nueva ley. En todo caso, es importante entender que a partir de estos balbuceantes textos preliminares se desarrolla todo un pensamiento que afronta sin regateos lo fundamental, asumiendo que el fundamento radical y el mismo ser más profundo de las cosas se encuentra en la propia idea del Dios anunciado y predicado por el cristianismo. Dios es ser, pero no sólo ser total, sino también y sobre todo ser verdadero; como si se pensase, acerca del mundo y de las cosas, que todo aquello de lo cual vemos que es, fuera de Dios, corriese el riesgo y hasta la suerte de dejar de ser, de no ser; como si todo lo que nos circunda y nosotros mismos, afuera de Dios, fuese y fuésemos nada. El cristianismo y el pensamiento ocasionado con ocasión de su presencia, entre otras cosas y a grandes rasgos, significan una revisión de la noción de Dios capaz de llegar a niveles insospechados y a grados que, dejando atrás al Dios en quien se piensa, llega al Dios que, pensando, da existencia al mundo y a los hombres. Si el Dios de Sócrates y Platón había sido un Dios (ya sea en singular o en plural) que se deja amar, el Dios de San Agustín y Dante es un Dios que da amor y al amar da vida; ya no es sólo un Dios proyectado, sino un Dios que al proyectarse como amor crea vida. Otra forma de referir esto debería decir que Dios, el del cristianismo, es capaz de llegar hasta la vida concreta del mundo; pero lo realmente importante de ello es que siendo este Dios algo inmaterial, algo codificado como espíritu es esta forma de ser (forma pura, idea misma) la que se aproxima al mundo de la vida. La noción clave para entender esta aproximación es la palabra revelación; el emplazamiento de Dios en el mundo, o bien el carácter divino de éste gira en torno a la revelación. Dicho, quizá de la forma más sencilla, revelación es una suerte de manifestación de Dios a los hombres para mostrar los misterios envueltos entre su presencia y su voluntad; aunque para entender la dimensión real de la revelación puede resultar conveniente cambiar la preposición “a” por la preposición “en”, y decir: revelación es una suerte de manifestación de Dios “en” los hombres para mostrar los misterios envueltos entre su presencia y su voluntad. Si la revelación es visible y palpable en algún punto, este punto tiene un nombre, que no es otro sino el de Jesús; Él, siendo Dios, es decir inmaterial y espíritu (forma pura, idea misma) llega al mundo para vivir una vida humana y, qué duda cabe, cada hombre desde su pequeña partícula de espíritu e inmaterialidad puede sentirse en Jesús o sentirlo a él dentro de sí mismo, en tanto ambos han compartido la vida en el mundo; en cuyo caso la revelación deja de ser algo solamente dirigido “a” los hombres, para devenir en algo acontecido “en” los hombres. De tal modo, lo absoluto, que es también lo verdadero, llega a lo inmediato, que es también lo fugaz; la realidad absoluta aterriza en la realidad inmediata; así, por ese medio y por ese tránsito, el hombre y su vida en el mundo se divinizan a través de los mecanismos de la revelación, para vivir de acuerdo con lo que tiene primacía, de acuerdo con la idea. Así, el conocimiento que Dios tiene de su propia esencia, como idea, es algo que sucede en el hombre, para conferir la visión de un mundo diverso reunido en la unidad divina, y de todo ello como la propia vida humana, como algo que sucede en el punto y en la plaza que es el hombre. Lo cual quiere decir que el hombre sólo alcanza la verdadera dimensión de su existencia y la verdadera medida de su ser en su relación con Dios, porque, al ser él una cosa del mundo, es la única entre todas que guarda cierta analogía con Dios encontrando en esta vinculación, bajo la forma de la providencia, el fin que le es propio o, al menos, el más propio de sus fines. Quizá una forma más sencilla o, más bien la forma más sencilla de nombrar y enunciar a la antropología medieval sea indicar que si se pregunta a alguien ¿Qué es usted? La respuesta más usual que hoy pueda encontrarse, por ejemplo, puede ser soy carpintero, soy labrador, soy sastre, pero habría que advertir que antes que eso cualquiera, quien sea, es un hombre y, por eso mismo, diría la época medieval, es un alma; entonces, según las maneras de aquel tiempo, es el alma y no la función lo que define al hombre. Dicho de otro modo: si se ha de definir al hombre hay que recurrir a la parte de sí que lo emparenta con Dios, que lo diviniza, que lo aparta del mundo y lo acerca al cielo; como si cada vez que se dice yo, afirmándose a sí mismo, se afirmase antes a Dios.

La noción medieval de persona es la de aquél que sale de sí y se supera, para llegar a la otredad, a ese totalmente otro, por el hecho simple de que todo viene de Él y todo tiende hacia Él. A lo mejor, la secreta alma medieval no es en realidad tan secreta, sino más bien es la de siempre, pero traducida a otra lengua y a otras maneras; ¿no fue, acaso el viejo Sócrates quien tradujo a la lengua de la Filosofía lo que requería su religión pagana y politeísta, a través del oráculo de Delfos, cuando recomendaba Conócete a ti mismo y, al entender esta orden como su programa y su método, Sócrates propone a sus contemporáneos y a sus sucesores que trabajen en ello, para que al conocerse pudiesen hacerse mejores? Ciertamente, Sócrates no deja de ver las dificultades que ofrece el camino, decidiendo hacer algo más que verlas, decide vivirlas, decide hacerlas propias mediante la experiencia al grado de llegar a morir por ellas. De algún modo, lo mismo hace aquel carpintero de Nazaret, reconocido y acreditado hoy como el fundador del cristianismo; bien entendidas las cosas, y a pesar de que haya pertenecido a otra tradición y a otra lengua Él y el griego no son tan diferentes. Esa otra tradición y esa otra lengua son las hebreas que, con el cristianismo, llegan a Europa para que el hombre occidental siga trabajando sobre el plan socrático; ahora el programa es el mismo, pero diferido, no diferente, por lo que, por ejemplo, según el Génesis sucede durante el sexto día de la creación, cuando se sostiene que Dios dijo: Hagamos ahora al hombre a nuestra imagen y conforme nuestra semejanza, que él domine a los peces del mar, a las aves del cielo, a los animales domésticos a todos los reptiles. Y creó entonces a su imagen, a imagen de Dios lo creó.40 Unas pocas líneas para afirmar la naturaleza humana como algo divino, para diferir, no diferenciar, el proyecto que al haber iniciado en griego se ha diferido al hebreo, para entender y afirmar de la manera más simple que el afán por conocer al hombre es inseparable del afán por conocer a Dios. Acaso siguiendo al revés el camino de los griegos, los medievales, después de aclarar qué es el hombre, llegaron a la pregunta que indaga por qué es el mundo; y para plantear esta cuestión tuvieron la fineza de advertir que el tema del conocimiento humano encierra dos asuntos distintos, pero estrechamente relacionados: el primero de ellos consiste en buscar, dada la forma del intelecto humano, qué cosas coinciden y se aparejan a esta forma; y el segundo de ellos consiste en establecer, una vez aclarada la primera, si ese tipo de cosas que se acoplan al intelecto humano son o no son suficientes para satisfacerlo, si bastan para saciar su hambre. Como si intentase decir, en una sola síntesis, que nada puede ser más útil para la obtención del objeto, que considerar la consonancia o disonancia de eso, sea lo que sea, con nuestro deseo y nuestra capacidad; sin embargo las dificultades encerradas en estas materias no son poca cosa, de ningún modo puede decirse que los obstáculos aquí implicados sean menudos. Puede afirmarse que para saber si su intelecto es algo natural, los pensadores medievales no tenían más que verse a sí mismos, esta razón es fácil de comprender, pero por aparte el movimiento del intelecto hacia el mundo natural, del cual él mismo es parte, sólo puede recibirla el hombre de forma análoga a como Dios percibe y se relaciona con el mundo; lo cual en sí mismo ya no es tan mundano. De tal modo y por tales rutas, el hombre o, más bien el filósofo medieval sabe, por un lado, que la medida justa de su intelecto es aquella misma de la que forma parte: la naturaleza; pero también, por el otro lado, sabe o presume que advertir eso lo encarrila y lo orienta por una senda que va en vía directa a la superación de esa naturaleza de la que su intelecto forma parte. ¿Qué es él mismo y qué es el mundo? Le pregunta el hombre medieval a su Dios cristiano, como se indicaba al inicio, al sentir y al sorprenderse de que ambos, él y el mundo, están, de alguna forma, dentro y fuera de sí. La voracidad del hombre por saber, capaz de guiarlo fuera de sí, es decir fuera del ámbito de la naturaleza que le es propia, es su carácter definitivo, es esto lo que lo define; como si dijese: tanto me quiero y me deseo a mí mismo que todo lo deseo en mí y para mí, pero esta inconmensurabilidad es posible sólo por Dios. Los medievales no pasaron por alto que la naturaleza humana es egoísta, si alguien tiene un finca su deseo es tener otra o agrandarla, si alguien es rico deseará serlo más, si alguien tiene una mujer joven y bonita querrá tener otra, esto es tan sabido que por sabido se calla; basta decir que la forma de la naturaleza humana es la del deseo, y la de éste de forma insaciable. 40

Nueva Biblia Española. Ediciones cristiandad S. L. 1975. Pág. 23.

Del mismo modo, los filósofos medievales, pudieron ver que esta naturaleza, como deseo, es aquello mismo que puede quedar anotado como amor, la naturaleza del hombre es, entonces, el amor; sin embargo el amor tiene mucho de positivo, puesto que además de ser voracidad y egoísmo, hay un bien infinito que atrae al hombre también poderosamente. Si son las cosas y los bienes del mundo lo que en primer lugar agita al hombre, el hastío y el cansancio que luego le provocan le muestra, como presentimiento al menos, la distancia enorme que aún lo separa de ese presunto a quien su alma también es capaz de querer y desear, a quien él también se siente capaz de amar, a esa esencia espiritual que es el Dios cristiano. Es hasta entonces, según el pensamiento medieval, que se le revela su verdadera naturaleza de hombre y que se le revela también la verdadera naturaleza del mundo, dentro del marco de esa ley humana que es el amor; como si lo insaciable que nutre al amor fuese proporcional a la distancia que lo separa de aquél a quien es capaz de amar, como si el viaje que el hombre emprende sobre las alas del amor fuese capaz de llegar hasta ese innombrable que sería capaz de saciarlo. Una vez que se ha reiterado, con ocasión de varios temas y de varios niveles, que el hombre no puede ser y no puede conocer, sino por Dios, sino con Dios, sino en Dios, surge un asunto fundamental para la reflexión medieval: ésta es la cuestión de la libertad. Entre los problemas clásicos de todo pensamiento de inspiración y filiación religiosa siempre ha estado el asunto del libre albedrío, o sea el de saber si la libertad de la voluntad proviene de la singularidad del sujeto demostrada en su simple actividad de estar vivo, según lo cual sus actos no pueden ser reducidos a un comportamiento guiados por moldes o códigos. O bien, establecer si la conducta humana proviene más bien de un apego a moldes o códigos y, por lo tanto de una obediencia a ciertas formas que habrá que entender como fijas. En el primero de los casos, el comportamiento de los hombres sería impredecible e incalculable, mientras en el segundo el comportamiento podría ser más predecible y más calculable. En todo caso, los fines prácticos que se desprenden de estas distinciones no fueron una controversia para la época medieval; tal vez han sido rivalidades para tiempos posteriores; sin embargo lo que sí los inquietó y los ocupó fue la paradoja envuelta en el hecho de pensar que si el hombres una entidad creada, por eso mismo parece ser un ente atado, a pesar de lo cual actúa como si fuese libre. ¿Qué es en definitiva? ¿Cómo puede ser que siendo o persistiendo como creado y dependiente, actúe como libre? ¿Hay en él una mudanza o sólo parece haberla? Esto hace evidente el tipo y la dimensión del problema que la libertad encierra. Deberá pensarse que los usos de la libertad que el hombre posee son muy grandes, en la medida en que el hombre puede decidir acerca de contravenir la obra de Dios, la libertad le otorga al hombre la posibilidad de desear y de obrar en contra de la ley eterna de Dios; como si nada, ni siquiera la propia obra de Dios, estuviese por encima de la voluntad humana; de modo que obrar bien es conformar el acto a la regla sentada por Dios y obrar mal es entrar en desacuerdo con ella. En todo caso, habría que pensar en que el fin de la Filosofía medieval es, en lugar de postular un dominio divino sobre la voluntad humana, la pretensión de conformar la razón, y con ello va también la voluntad humana, a las leyes divinas; de modo que el afán del hombre deberá ser más por enlazarse a la obra de Dios, que por subordinarse a ella y así, para la Edad Media, la conciencia moral se ve vinculada, no tanto a un saber práctico o a una razón práctica, como se diría hoy, sino más bien a una ley natural que corre tras la guía de una suerte de iluminación. En fin, el nudo que el pensamiento medieval ata es aquél que surge cuando se ponen en contacto la religión cristiana y la Filosofía que, hasta entonces, ha sido griega casi toda: el platonismo, del cual los padres fundadores de la Iglesia toman numerosos temas, planteará profundos acuerdos con el cristianismo, que el aristotelismo más preocupado, como se sabe, por lo terrestre replanteará y modificará más tarde. Lo cual dará lugar a una diversidad de posiciones entre las que no se quiere ver oposición, sino complementariedad o, para decirlo con sus propias palabras, diversi non adversi. Mientras unos buscaban la conciliación entre el contenido de la fe y la Filosofía antigua, otros cuestionaban el compromiso entre ambas, dando así lugar a numerosos matices y actitudes.

ADENTRO DEL MONASTERIO Durante los primeros diez años del siglo III (200-210 d. de C.) Roma fue gobernada por Séptimo Severo, quien decretó que el cristianismo estaba fuera de la ley, lo prohibió, lo declaró interdicto y condenó a la muerte a quienes lo practicasen. La suerte de los cristianos había dependido más que de decretos, del capricho y los vaivenes de la voluntad de los sucesivos emperadores que gobernaban y, en gran medida, así seguiría siendo durante el siglo III. Era ésta una época delicada para un imperio que ya había dejado atrás sus días más relucientes; los asedios a sus fronteras eran constantes, mientras los persas presionaban al Oriente, los germanos lo hacían al Norte, a veces estas urgencias daban a los cristianos períodos de tregua que eran aprovechados para consolidar su posición, para avanzar y extenderse dentro de un imperio que era corroído tanto desde fuera, como desde dentro. Al finalizar el siglo III el imperio es gobernado por Diocleciano, un hombre empeñado en luchar contra esas erosiones internas y externas, por lo que llega a nombrar cuatro lugartenientes suyos, encargados de otras tantas regiones; al morir Diocleciano las luchas por sucederlo son cruentas entre estos colaboradores previamente designados y los herederos de ellos, uno de ellos es Constantino, quien se alza vencedor. Constantino es el emperador que decide convertirse al cristianismo y legitimar a ésta como una religión lícita y permitida; muchas han sido las interpretaciones de este acto suyo; la más aceptada, aunque no plenamente, ha sido la que se deriva del hecho cierto de que Constantino fue un político muy hábil que usó a la religión cristiana como un arma a su favor, ya sea defensiva, o bien ofensiva; siendo bautizado al final de su vida en el año 337, al morir deja un imperio con dos capitales, Roma en el Occidente y Constantinopla en el Oriente, pero sobre todo importa que deja un imperio cristianizado. Faltan menos de veinte años, concretamente en el 354, para que en el Norte de África, en la vieja provincia de Cartago, nazca el postulador del primer intento por sistematizar teóricamente al cristianismo en un cuerpo más o menos racional, la referencia es al renombrado padre de la iglesia conocido como Agustín de Hipona quien, más luego que tarde, llegará a ser San Agustín. Después de haber terminado sus estudios elementales en su villa natal Tagaste, viaja a Cartago para estudiar allí letras y retórica; hasta entonces su madre Mónica le había inculcado el amor de Cristo, pero él no se ocupó de admitirlo y ni siquiera de bautizarse. En medio de los placeres que ofrecía aquella ciudad, un Agustín muy joven lee un diálogo hoy perdido de Cicerón llamado El Hortensio, esta lectura es el primer llamado fuerte de la sabiduría; por esos días se enreda con la corriente maniquea, que operaba como una suerte de lo que hoy llamaríamos fundamentalismo de la razón, al grado que querer conducir a sus partidarios hacia la fe, sólo por vía del rigor del pensamiento, eso llevará a Agustín a un distanciamiento hostil del cristianismo. Después de cierto tiempo entiende que los beneficios de la razón ofrecidos por los maniqueos no llegan ni llegarán nunca, bajo ese ánimo viaja a Roma, que no es sino la plataforma para llegar a Milán, o más bien al Milán de Ambrosio, otro padre de la Iglesia, éste será el escenario de su conversión al cristianismo y Ambrosio el mediador de este cambio. Ambrosio era todo un personaje, nada menos que un aristócrata romano llegado a Milán como cónsul y que, por su buen hacer, devino más tarde en obispo; lo cual es buena muestra de los tiempos que se vivían, además éste era un predicador elocuente y un neoplatónico informado; de su mano Agustín se encuentra con la metafísica por primera vez, lo que logra liberarlo, por fin, de la obstinación maniquea. Ése es el comienzo de la obra que será el camino de su vida entera, que llega hasta el año 430; una vida intelectual ocupada en diseñar, poco a poco, un edificio cristiano sobre cimientos neoplatónicos. Agustín, en suma, fue un hombre de la Antigüedad que se atrevió a desatar sus anclas de ella para navegar hacia el cristianismo o, para decirlo con sus palabras, alguien que se arriesgó y se aventuró a comprender para creer y a creer para comprender,41 como si quisiera decir que igual de imposible e inútil es la fe sin inteligencia, como lo es la inteligencia sin la fe, acaso si la verdad se 41

Los filósofos medievales, Selección de textos, Tomo I. Fernández Clemente S.I. (comp.). Biblioteca de Autores Cristianos. 1995. Pág 495.

acepta por la fe es porque las maneras y el contenido de ésta es la primordial verdad, es porque admitir la fe equivale a admitir, en aire de humildad, que la razón no alcanza para todo y que, como hombre, no puede abarcarse todo. En adelante la vida de Agustín es un esfuerzo por promover el proyecto de dar un fundamento intelectual al cristianismo, para lo cual redacta una obra, funda una orden y se convierte en obispo. Sobre esas bases de Antigüedad clásica por un lado, y por el otro de convicciones cristianas Agustín construye, como un punto de partida para su pensamiento, una noción de hombre que sea fiel a sus dos fuentes. En primer lugar, por vía del pensamiento platónico que recibe mediado por Plotino, Agustín sabe qué es el alma (aquella vieja noción socrática) la cual, como se ha dicho, convierte al hombre en humano; y también sabe, por vía del sentimiento cristiano que recibe mediado por Mónica su madre, que el cuerpo es algo que debe ser puesto en segundo plano y, hasta cierto punto, algo que debe ser sacrificado a otros fines que no son los suyos propios. De tal modo llega a una noción de hombre que puede ser formulada en los términos siguientes, dicho sea con la mayor sencillez y brevedad: el hombre es un alma que se sirve de un cuerpo. Agustín, como cualquier otro, fue un hombre antes de ser un santo y de acuerdo con ello, como hombre, durante la época de estudiante en Cartago vivió de forma intensa la pasión de la carne y de los furores juveniles, tal vez por esa experiencia no le cuesta mucho recordar que, como lo revela con intensidad el amor humano, ser hombre es una unidad complicada que involucra al alma y al cuerpo, aunque éste debe subordinarse a los fines más elevados de aquélla, siendo esta trascendencia jerárquica del alma sobre el cuerpo la principal consecuencia que se deriva de su noción de hombre. Al ser de tal modo las cosas, cabe preguntarse si, acaso, dentro del hombre, hay algo que sobrepasa y supera al propio hombre. Tratando de que esta indagación sea más explícita podría intentar decirse: una vez que el hombre es una suerte de compuesto a partir de los elementos alma y cuerpo ¿será posible, acaso, que en el hombre haya algo de inmutable y necesario? Si las cosas se ven despacio podrá apreciarse que ésas precisamente, la inmutabilidad y la necesidad, son las principales características de Dios; Él es necesario al no poder dejar de existir, y es inmutable al no estar sujeto a los vaivenes del mundo. Pues bien, el hombre al tener alma, también tiene algo de aquellas características divinas; todo aquello que no puede faltar (lo necesario) y todo aquello que es invariable (lo inmutable) le pertenece al hombre desde su naturaleza más profunda y real: la de alma. No importa que el hombre corpóreo y sensible vea con los ojos que tiene en la cara que una manzana más otra manzana son dos manzanas; lo que importa que entienda es que esto no puede ser de otra forma sin importar si son manzanas, uvas o naranjas, apreciar la ley que asocia al 1 + 1 = 2 no atañe a un caso particular, sino a algo que no puede ser de otra manera, es decir que atañe a algo necesario y que persiste sin importar las materias. Así es como Agustín llega a su noción de verdad, a la que llama iluminación y que quiere decir que la presencia de Dios está atestiguada en el hombre, desde luego, por el alma, pero sobre todo por lo que ella permite y consigue: que es cada pensamiento verdadero. Cuando el hombre llega a una verdad lo hace porque, por el alma, está emparentado con Dios quien a su vez permite que, por el alma, contemple lo necesario e inmutable; y así sucede con la naturaleza, con la moral, con la política, con el arte para que la ciencia medieval devenga en lo que podría llamarse una ciencia divina, o bien una ciencia iluminada. La obtención de la verdad por el hombre es, en cierto modo, un acto de subordinación al aceptar que ella sólo es posible a través del ejercicio de ciertos rasgos o cualidades que, en definitiva, son de Dios y que, como si fuesen un sol, iluminan, alumbran, relucen en el mundo. Una vez recordada la naturaleza de la verdad, según Agustín, hay que recordar también que el cristianismo, por vía del evangelio de San Juan, concibe al Dios hecho hombre como Logos, viejo término griego según se ha visto, que al ser latinizado deviene en Verbum, y que luego al ser castellanizado deviene finalmente en Verbo. Si a esto se suma lo sabido desde el primer libro de la escritura sagrada, el Génesis hebreo, es preciso recordar también que, según se cuenta, a Dios le bastó para crear el mundo, el cielo, las estrellas y todo lo que existe sólo el acto del decir; para crearlo todo Dios no ha tenido más que

practicar el ejercicio de su decir, como si su potencia creadora se explicase toda y completa en su verbo, en su palabra. Éstos son eventos que nunca abandonan el pensamiento de Agustín, hasta que al final de su vida contribuyen a diseñar una teoría de la historia que, a la vez y desde dentro, es una teoría del lenguaje. Acaso la invasión de Roma del año 410, cuando aún le quedan a Agustín veinte años de vida, es un suceso lo bastante atronador y tremendo como para precipitar la escritura de la Ciudad de Dios, texto en donde se encuentra esta, a la vez, teoría de la historia y teoría del lenguaje. De modo que, la palabra o el decir de Dios al llegar a ser lo dicho ha podido persistir como la construcción de una narración, cuyo resultado es la vida del mundo; entre este decir que es de Dios y esto dicho que es la vida del mundo hay una consubstancialidad (substancia común) que no es, sino el diseño del tiempo y el despliegue de la historia. Se trata de un inmenso y magnífico poema narrativo que, a la vez, es el despliegue del tiempo, en el que cada cosa y cada parte, como cada palabra y cada enunciado encuentran su lugar y encajan delante del siguiente en el lugar y momento precisos. Por eso, una ciudad (la palabra ya no es Polis, sino Civita) para ser sana debe reconocer, ante todo, el amor que la construye o que la crea, que es el acto del decir divino; así son reconocibles dos tipos de comunidades o ciudades: una imperfecta y guiada por el amor a sí misma y el consecuente olvido de Dios, y otra, la perfecta guiada por el olvido de sí misma y el consecuente amor de Dios; lo cual debe ser de tal modo, en la medida en que existe porque es lo dicho del decir divino. La alusión en todo caso parece clara y estar dirigida a la ciudad de Roma, como escenario de desvío y confusión, como escenario decadente y que, por esos días, ya daba muestra de un desgaste irreversible, al ser formada y formulada como una ciudad terrena, y no como aquello por lo cual la verdad clama, que es en suma la ciudad de Dios (Civitas Dei); quizá Agustín pensó que Babilonia y Roma habían quedado atrás para refundar la nueva Jerusalén. Al menos es preciso reconocer que la doctrina de Agustín es una suerte de optimismo inspirado, toda vez que los atributos indicados como divinos, aquellos consabidos de necesidad e inmutabilidad, también habitan en el alma humana; de modo que el bien absoluto o plenitud del Ser pueden ser algo que, o bien contemple el hombre, o bien resida en el hombre. En esa medida se justifica el optimismo indicado, puesto que el hombre, al participar de los rasgos de Dios, el proporcional al bien que Él irradia; frente a lo cual surge la pregunta acerca de ¿Qué es el mal en el mundo? O bien ¿De qué manera, entonces, el mal puede ser considerado como parte del Ser? dicho de otro modo tal vez podría intentarse decir, o más bien volver a preguntar ¿Cómo es posible el mal en un mundo creado por un Dios bueno? De acuerdo con lo afirmado habría que pensar, por ejemplo, que un poeta al componer un poema escribe palabras que poseen un significado y un sentido deliberado; pero este poema al dejarse reposar y ser leído por alguien más puede encontrar significados y sentidos inesperados e insospechados, y esto no es ni falso ni inexistente, eso también es real; esto es posible porque las palabras, de cierto modo, poseen alguna libertad propia. Del mismo modo que sucede con las letras del poema y el poeta, si se permite la comparación, sucede con el acto del decir como la creación de Dios que, al otorgar libertad al hombre, como elemento fundamental de su obra, hace posible lo inesperado e insospechado. De manera que el mal, entonces, es una variación del sentido original del decir creador de Dios, proveniente del libre albedrío del hombre, ya que ellos dependen del juicio de su razón, de sus actos libres; y así es como las faltas morales, los pecados y en suma el mal vienen del modo cómo el hombre mida los alcances de su libre albedrío; habría que pensar que es él el responsable y no Dios. Desde luego puede objetarse que Dios no ha debido dar al hombre una voluntad capaz de fallar y que por ello el albedrío libre del hombre no es un bien absoluto, sino una especie de cheque en blanco y, como tal es algo que debe aprender a manejarse porque, de hecho, nunca deja de representar un peligro. Habrá que pensar que el libre albedrío es un bien, no porque haya sido entregado como tal cosa y ya siendo un bien, sino porque a través de su maniobra y manipulación el hombre puede construir un bien propio y a su medida; sin embargo los hechos demuestran que las cosas no han funcionado como debieran, desde aquella vieja historia del árbol de manzanas y de la serpiente enrollada a él, el pecado ha estado presente para socavar al mundo, en tanto obra de Dios.

Agustín tenía bien sabido por experiencia personal que la condición humana es débil, que lo más fácil es no reconocer al alma y enredarse en los lazos de la materialidad, de la sensibilidad y de la inmediatez del mundo; que la mayoría de veces, aunque se quiera el bien no puede conseguírselo y que, en suma, las fuerzas no alcanzan, de tal modo el hombre parece necesitar ayuda. El momento decisivo de la historia personal de Agustín es aquél cuando, en un jardín y también bajo la sombra de un árbol, descubre y acepta su condición de pecador y su incapacidad para cambiar, según él lo cuenta su llanto fue muy largo y amargo,42 hasta que se le revela el don divino de la gracia, que es esa ayuda de la que la debilidad humana parece necesitar y que le ofrece el beneficio de la redención. La posición de Agustín es clara, como claro es también que ella proviene de su más íntima experiencia personal, y considera que la gracia consiste en algo necesario como complemento al libre albedrío del hombre, para luchar contra los asaltos de la tentación, de la concupiscencia, de la vanidad, del egoísmo, de la ambición, etcétera Cree Agustín que de poco sirve conocer la naturaleza humana, como de poco sirve también conocer la ley de Dios sin la gracia, pero ella proviene de la fe, puesto que la fe misma ya es una gracia y, acaso ésa sea su gran dificultad, llegar a ella es tan fácil como recibir un don que se regala, y tan difícil de aceptar su necesidad como creer en su posibilidad. Una vez que se ha llegado a la gracia hay que entenderla como la guía de las obras y no al revés, ésta será una discusión que se mantendrá hasta la, muy posterior, época del barroco, como una de los campos de batalla entre católicos y protestantes y que, por lo mismo, será retomado entonces. Esta época que va del siglo IV al siglo V no es sólo la del trabajo y las postulaciones de Agustín, es también la época de la traducción de la Escritura Sagrada al latín, el nuevo lenguaje oficial del Occidente culto, por parte de Jerónimo, quien debe haber sido alguien muy cercano a lo que hoy es un académico; éste es el origen de la famosa vulgata; es también la época de la fundación de las primeras órdenes religiosas y de su constitución a través de leyes internas conocidas como reglas, de las cuales la más famosa es la orden y su correspondiente regla de San Benito. Todos estos elementos nuevos sumados a la vieja tradición clásica grecolatina están llamados a formar nuevas maneras en Occidente, a fundar nuevas formas de vida; y toda Europa comienza a educarse en los credos y convicciones de la patrística, es decir de los padres de la Iglesia. La Iglesia, desde esa perspectiva, adquiere cada vez más vigor y presencia en la vida de la gente, de modo que se va conformando como un poder determinante; sin ejercer un poder político directo, aunque en ocasiones sí que lo ejerció, dominaba, porque, al gobernar la conciencia de quien gobierna dominaba, como se dice, siendo el poder tras el trono. Las órdenes religiosas, con la escritura en una mano y con la disciplina de la regla en la otra, comenzaron a llegar, como comunidades conventuales de monjes, a todos los confines de Europa y así a influir sobre toda la gente que nunca había oído de las noticias cristianas; a la par de esto es preciso recordar que el cristianismo es una fe para todos los hombres, la prédica y la evangelización son un mandato para todo cristiano, lo que nunca sucedió con la viejas religiones del mundo clásico. Occidente, de la mano de algunas órdenes religiosas, se cristianiza en un proceso lento pero seguro, y que va de la mano con toda una cultura que no sólo es intelectualidad y Filosofía, sino que llega a todos los ámbitos de la vida, desde las formas de relacionarse entre sí hasta las formas de cultivar la tierra, criar el ganado y comer pasando, desde luego, por la fijación de horarios para el trabajo, de calendarios para las fiestas y de los días para el Señor. La construcción de conventos y catedrales son los rasgos del nuevo rostro de una Europa y un Occidente cristianizado, además de ser los nuevos escenarios de aprendizaje para toda la gente, cuya mayoría era analfabeta y se educaba a golpe de sermón y de liturgia, a golpe de arte ya fuese como escultura, pintura, relieve o altar, o bien a golpe de estilo ya fuese románico o más tarde gótico. La libertad, si bien les pertenecía por vía de su propio albedrío, nunca fue un tema político, sencillamente porque la verdadera liberación no es cosa de este mundo; la igualdad tampoco llegó a ser un tema político ni social, porque al ser todos hermanos e hijos de Dios indagar por ella resultaba vano. A grandes rasgos, éste es el mundo creado por los padres de la Iglesia, tal como puede verse, el cambio respecto a lo anterior es radical y mucho de lo acuñado entonces, aún persiste. 42

San Agustín. Confesiones. Biblioteca de Autores Cristianos. 2005.

Puede entenderse que todo ello comienza a estar fijado y a quedar establecido con la presencia del papa Gregorio, que conduce la Iglesia del siglo VI al siglo VII, quien ha nacido en el seno de una familia patricia romana heredando, por derecho propio, toda la vieja cultura de su país; se entiende que el mérito de su obra es adaptar todo aquello a las necesidades de la nueva organización clerical. El papa Gregorio modifica, acaso al mismo tiempo, la liturgia y los cantos de templo que hoy llevan su nombre. Mientras tanto también, en lo que va del siglo VI al siglo VII, Roma lanza su último estertor imperial, con toda la fuerza, determinación y habilidad política de Justiniano. Así como también por esos años, en torno a la figura del profeta Mahoma, comienza a perfilarse lo conocido como el Islam, que llegará a tener presencia y densidad, y a significar presión para Occidente desde entonces hasta el presente; en menos de siglo y medio éste será un imperio que atraviese toda el Asia Meridional hasta Indochina, que corra por todo el Norte de África, hasta llegar a dominar toda España. Después de la caída definitiva de Roma, Europa no ha logrado conformar una corona o dinastía que aglutine un gran territorio, hasta la aparición de Carlomagno al comienzo del siglo IX, quien logró reunir bajo su mando lo que hoy se reconoce como Francia, Alemania, las regiones alpinas, el Norte de Italia y algo de las planicies de Europa oriental desde Polonia hasta Serbia y Croacia, en lo que el propio Carlomagno entendió como una suerte de renacimiento del Imperio Romano y que él mismo llamó Renovatio Romani Imperii,43 en un esfuerzo consciente por vincularse a un pasado grande; a pesar de lo cual muchos contemporáneos lo percibieron como tal vez lo que realmente fue: no como un sucesor del poder de Roma, sino más bien como un rey guerrero nórdico, germánico y hasta bárbaro. Para la Filosofía, el personaje más representativo de este período fue John Scotus llamado Erigena, apelativo que lo identifica como perteneciente y miembro de la gente de Erin, a causa de su origen debe fijarse en Irlanda, Borges lo llamaría más tarde Johannes Scotus o John Scott el irlandés;44 al viajar por Francia él llega a ser el primer maestro y, con el tiempo, el principal personaje de la Corte Carolingia. De sus hazañas intelectuales, la primera parece haber sido la traducción al latín de algunos textos viejos de teólogos griegos, de la época de los padres de la Iglesia. Su obra más trascendente y principal es la llamada De divisione naturae o Sobre la división de la naturaleza, que debió redactar al mediar el siglo IX, es un texto vasto que, a su vez, pretende ser una síntesis del pensamiento cristiano, éste organiza y administra sus partes a lo largo de líneas neoplatónicas, que seguramente el autor ha bebido de la Patrística tanto latina como griega, en la medida en que conocía bien ambas lenguas; esa influencia puede verse en el Erigena en la importancia primordial que confiere a la Escritura, lo cual se comprende si se recuerda que para Agustín, por ejemplo, la fe es lo primero. De manera que el Erigena reproduce así el esquema de la Patrística al intentar, como ellos, comprender aquello en lo que se cree, o dicho en otras palabras: tomar la palabra divina como punto de partida para el razonamiento; tomar la palabra divina como lo primero es una muestra de fe, y es sobre esta base que debe trabajar luego el razonamiento, la comprensión, el análisis. Dicho de una forma más literaria y, acaso como lo habría dicho el propio Erigena, tendría que aludirse a que la luz de Dios tiene dos formas: una, la primera, la de la escritura; y otra, la segunda, la de la criatura, como si quisiera decir que todo aquello con lo que el hombre se encuentra en el mundo de la vida ha sido o ha debido ser, antes de ser una cosa, palabra de Dios; de modo que siempre que el hombre percibe una cosa del mundo está en contacto con un velo, que sólo puede apartarse si se llega al punto de la re-velación, en donde es posible quitar el velo, y resulta que éste es el punto de la palabra divina, en la que debe creerse, con la que la relación es por la fe. Estos dos son los ámbitos que el Erigena llamaría las dos vestiduras de Cristo, porque Él, siendo Logos (de acuerdo con la determinación del evangelio de San Juan), fue hombre; siendo palabra fue carne. Sin embargo ésta, que bien podría ser toda una teoría del lenguaje, no es el mensaje último del pensamiento del Erigena; lo que él quería decir en definitiva es que Dios es la unidad primaria, eso sí incognoscible e innombrable en sí misma; y que, desde esa unidad primaria fluye toda la multiplicidad de las criaturas, que lo hacen conocible o, al menos, presunto. 43 44

Roberts J. M. History of the world. Penguin books. 1997. Borges Jorge Luis. Otras inquisiciones, Emecé editores. 1960.

Dios, como unidad, trasciende a las criaturas, como multiplicidad; de donde la creación es una suerte de proceso de división por el cual y en el cual lo diverso deriva de lo uno; este uno desciende por entre lo diverso de la creación y se revela allí. Mientras tanto, por el proceso inverso, se da una vuelta o retorno, a través del cual la multiplicidad de las criaturas regresa a su fuente, en una búsqueda de lo unitario, lo cual, entiende el Erigena, constituye y configura el proceso al que conocemos como el tiempo; por lo que puede presumirse que el final llegará cuando el todo sea absorbido o reabsorbido por Dios. Más allá de esta legítima explicación del todo, como una especie de retorno de lo causado a su original condición de causa, hay que entender que mediante esta explicación del todo el Erigena es el fundador de una tradición que puede llamarse pensamiento negativo (en su caso ha sido llamado teología negativa) y por la cual se remedia o corrige lo que el pensamiento afirmativo (en su caso teología afirmativa) tiene de insatisfactorio o, incluso de ingenuo e ilusorio. Tal negatividad consiste en que es preciso restablecer la verdad oponiendo o yuxtaponiendo a cada afirmación la negación simétrica, sea por ejemplo: Dios está en lo uno, frente a Dios está en lo diverso, porque sólo decir: Dios está en lo uno equivale a decir: Dios está privado de lo diverso, y al estar privado de lo que se le niega ¿Puede, acaso ser Dios? El método del Erigena es el medio a través del que ambas afirmaciones opuestas, ambos juicios contradictorios llegan a tener validez y a fundirse en un tercero que los incluya; así y por esa vía es que él llega a encontrar apropiado llamar a Dios el Superreal o el Súperdios. En seguida hay que llegar hasta el siglo XI, en cuyo final aparecen las primeras cruzadas, lo cual significa, de algún modo, que la Europa cristianizada deja de ver sólo a sí misma, para ver a otra tradición, vale decir para ver a otra forma de entender las cosas; seguramente lo que en aquella época se dijo y se arguyó fueron razonas y motivos divinos, llamando infieles a los forasteros, aunque subyacentes haya habido razones y motivos materiales; todo ello no importa aquí más que para ir marcando los hechos que han acompañado al pensamiento, y que ambos han ido siendo reales. Éste es el momento de otro personaje llamado Anselmo, nacido en un lugar del Norte de Italia conocido como Aosta, Abad en el monasterio de Bec situado en Normandía al Norte de Francia, y luego designado arzobispo de Canterbury; lo más célebre de su trabajo giró en torno al tema de la existencia de Dios. Anselmo es otro pensador formado enteramente desde la Patrística y, cabría decir, atento y sumiso a los moldes que vienen de San Agustín, concretamente a la convicción ya citada de que: no buscó entender para creer, sino más bien creer para entender, dicho de otra forma y conforme ya ha sido indicado: no todo debe estar subordinado a la capacidad de comprensión, sino que ésta por el contrario debe subordinarse, en una suerte de acto de humildad, al misterio y a la dimensión inconmensurable que éste posee. Por ese rumbo, es preciso reconocer que su prueba de la existencia de Dios intenta sobrellevar esta carga y explicar, en alguna medida, la entidad de un desconocido en quien se confía, de un alguien que, siendo otro, no es del todo ajeno ni extraño. Por aparte, esta prueba de la existencia de Dios no obedece a los consabidos ámbitos lógico, ontológico y epistemológico, como sucederá más tarde ya en el marco de la Escolástica; es ésta una prueba que, de alguna forma, anuncia el clima trascendental al estilo de Leibniz o Kant. El pensamiento de San Anselmo, a grandes rasgos, puede formularse como sigue: una primera postulación a través de la cual se sostiene que la razón encuentra en sí misma la noción de algo tal, que no puede concebirse nada mayor que eso mismo, con otras palabras habría que decir que el ser sumo que puede pensarse es intrínseco a la razón; en seguida viene una segunda postulación a través de la cual se conjetura que si ese ser sumo existiese sólo en la mente no sería tal, no sería el mayor, sencillamente, porque sería posible pensar uno más grande; en efecto podría pensarse aquel que no existiese sólo en la mente, sino también en la realidad; consiguientemente la tercera y última postulación debe encaminarse a la consideración de que ese ser sumo y mayor es algo o alguien que exige y reclama no estar sólo en la mente, sino también en la realidad. La discusión que provoca esta audacia de San Anselmo no es poca, se le responde que el salto que ha dado de lo inmaterial a lo material, de lo intangible a lo tangible, de lo abstracto a lo concreto es indebido e ilícito, que para ser debido y lícito ese salto debiera estar justificado por una equivalencia verificable; pero hay que recordar el ambiente intelectual de la Edad Media y los

furores que encendía todo cuanto pareciera amenazar a la inmaterialidad y a la espiritualidad de la esencia divina del cristianismo. Por lo pronto debe entenderse, aunque se irá intentando más y mejor con el paso del tiempo, que San Anselmo es como un antecedente claro y como un anuncio potente de una escuela muy importante que está por aparecer y que, más tarde, será conocida como Escolástica. Alrededor de cincuenta años más joven que San Anselmo, pero esta vez en Francia, surge otra figura del pensamiento medieval muy original e influyente de nombre Pedro Abelardo, y cuya vida es una trama capturada por el drama. Abelardo nació en una pequeña población bretona, la que abandona para realizar sus estudios de sacerdote, y a donde regresa una vez ordenado; de nuevo allí es escogido como tutor de Heloisa, con quien inicia una intensa y secreta aventura amorosa, que deja de ser secreta con la notoria maternidad de ella, al nacer Astrolabius, el hijo de ambos, el feroz Fulberto, tío de ella, mutila de forma cruel y vergonzosa a Abelardo; después de esos acontecimientos tremendos Abelardo convence a su amante de tomar los velos de novicia antes y de abadesa después, retirándose él a un lugar tranquilo, en donde desarrolla su actividad intelectual y en donde también atiende a sus discípulos. La historia de estos amantes, sin haber llegado a ser un mito, es una leyenda, una conocida leyenda medieval, al grado que, después de muertos, Heloisa y Abelardo descansan juntos en el famoso cementerio parisino de Pere Lachaise. Sin duda, esta historia de pasión y de violencia coloca a Abelardo en una posición que hoy se llamaría marginal, lo cual es notorio en su obra que, de algún modo, está teñida de cierto matiz de rebeldía. Abelardo fue un lógico brillante, lo cual contribuye a captarlo como un precursor de la Escolástica, de modo que sus análisis, además de ser casi siempre críticos, son de una atenta minuciosidad. Su tema principal fue el de los universales, lo cual dicho así no dice mucho, pero si se trata de entender lo que se pregunta al interesarse por el universal es, ni más ni menos lo que se encuentra envuelto en la indagación: ¿Qué es una clase de cosas? O si esto se intenta ampliar habría que preguntar: ¿Cómo es que, en un mundo en donde todo es particular e individual, la razón del hombre puede repartir esta diversidad en clases? Durante este período el asunto de los universales tuvo una presencia central; hubo quienes lo resolvieron confiando en una sustancia o esencia compartida, por no decir universal, entre muchos entes particulares y mundanos, capaz de emparentarlos en clases que llamaron géneros; sustancia o esencia ésta que era la que en definitiva constituía al individuo; y hubo quienes dijeron que estas clases, o géneros, o universalidades no existían más que como palabras, según ellos lo único real eran los individuos particulares, siendo los universales solamente palabras, nombres o nomina, por lo que a quienes decían esto se les conoció como nominalistas y a su postulación como nominalismo. Frente a esa controversia Abelardo, con su atento y minucioso análisis, pregunta ¿Si las cosas particulares adquieren su realidad última en función de su semejanza y su parentesco en el universal? O bien ¿Cómo pueden ellas seguir manteniendo su individualidad una vez que se han amalgamado en el género o universal? O acaso esa individualidad se pierde, o bien el universal es sólo una ficción; cruel torbellino han sido las dudas de Abelardo. Él concluye en que si bien el hombre tiene nociones generales (universales) éstas son inciertas y equívocas, aunque tampoco pueden ser reducidas a meros signos, palabras, nombres; por eso al no ser los universales ni nociones confiables ni sólo nombres, Abelardo los llama Res ficta, lo que debe entenderse como contenidos inmateriales subjetivos condicionados por la circunstancia. En el campo de la ética también su posición ha sido reconocida como novedosa, a lo menor por los beneficios y maleficios de su experiencia con Heloisa, Abelardo propugnó por que no debiera juzgarse tanto el acto como la intención. Esta parte del trabajo que se ha llamado Adentro del monasterio quiere dar cuenta del primer progreso del cristianismo en Occidente, de cómo se desenvolvió en este período su pensamiento, de cómo los primeros pensadores y escritores cristianos han desarrollado, a partir de las expresiones simples de la escritura y de los hechos de los apóstoles, doctrinas completamente elaboradas, de cómo este trabajo de ellos tocó e influyó a una realidad social que al fin terminó por moldear, para crear una nueva comunidad intelectual en Occidente, que giró en torno a las convicciones cristianas y a la forma en que éstas fueron administradas por la Iglesia de Roma; y ha de ser claro

también que esta Iglesia católica tendrá una influencia decisiva en la configuración del panorama político y social del futuro, como se verá más adelante. Si bien es un hecho, que durante el tiempo que va del Erigena a Abelardo no se escribieron obras importantes de contenido social y político, sí es cierto que se configuran unas maneras a través de las cuales el poder terrenal de los gobiernos de los hombres sobre los hombres se deja condicionar por el poder de la Iglesia y, concretamente, por el poder que llega a tener el papado, convirtiéndose éste en el verdadero órgano rector de Occidente. El nombre para esta modalidad del poder es teocracia, y lo que se encierra detrás de ese nombre es el hecho de que quien manda en definitiva es la clase de hombres encargada de administrar las cosas de Dios; en todo caso lo que hay que decir, al margen del juzgamiento y de establecer si es bueno y conveniente o malo e inconveniente, es que ésta fue una forma de dominio que en aquella época subordinó el orden material al orden espiritual; así como también subordinó el orden temporal al orden eterno; lo importante para esta forma de dominio fue lograr o, al menos dar la impresión de que se lograba, organizar las cosas de los hombres de acuerdo y en armonía con los mandatos, dictados y condicionamientos de Dios. Así, la bendición o la unción pontificia legitimaba a los emperadores o a los linajes para que éstos administrasen el poder terrenal en una suerte de ejercicio delegado y en representación de quien, en último término, lo había entregado; y es necesario advertir que quien maneja los hilos de la trama no es, de acuerdo con lo indicado, ni el rey ni el pontífice, sino aquel otro que todo lo determina y lo condiciona todo, la esencia espiritual que el cristiano reconoce e identifica con Dios. De modo que la cristiandad se presenta como una comunidad de hombres repartidos por todo el mundo y unidos bajo la soberanía del poder pontificio que, en suma al dirigir la Iglesia, imponía un dominio ejercido desde contenidos espirituales sobre un mundo material que, a la postre, estaba volcado hacia una eternidad que, sin ser de este mundo, lo inspira, lo determina, lo condiciona y lo orienta. De esa forma es que se constituye y desenvuelve la llamada doctrina sacra, que debe ser entendida como sabiduría cristiana, según la cual la vida de todo descansa sobre la fe, que será el ensamble y la expresión del vínculo que une a todos y a todo; doctrina sacra que se desarrolló a partir de una débil insipiencia hasta devenir en un pensamiento vigoroso y dominante ejercido, si se entienden bien las cosas, desde los claustros de los monasterios de las primeras órdenes religiosas.

AFUERA DEL MONASTERIO Como se ha indicado al inicio de esta parte del trabajo, durante el período medieval todas las manifestaciones del pensamiento giraron en torno a la idea de Dios; tanto el pensamiento islámico como el pensamiento hebreo de la época suscriben ese hecho, ambos se volcaron a la divinidad como tema, como también ha sucedido con el cristianismo. Es importante atender al pensamiento islámico y al pensamiento hebreo durante la Edad Media, en virtud de que ambos han sido una referencia constante para Occidente desde entonces, lo que perdura hasta el presente. Occidente suele tener una especial vocación para juzgar lo que no es propio, y en ese tono se ha dicho, por ejemplo, que el Corán es un libro carente de contenidos capaces de inspirar a los filósofos, pero lo importante es lo que el Corán ha sido para los árabes y no para los occidentales, lo importante es lo que este libro ha sido capaz de enseñar, insinuar y sugerir a los musulmanes y no a otros. El pensamiento árabe se presenta, entonces, como lo hecho por unos intelectuales pertenecientes y conscientes de pertenecer a una comunidad religiosa definida por la posesión de un libro sagrado, y esto quiere decir: un libro venido del cielo. La comunidad musulmana define su vida con base en las revelaciones de aquel libro, revelaciones y contenidos que han sido mediados y marcados por el profeta, en una suerte de escritura milagrosa. El Islam puede ser llamado, sin que eso sea falsear las cosas, uno más de los pueblos del libro, a la par de judíos y cristianos; todas estas comunidades comparten el asunto derivado del libro sagrado que contiene una explicación del origen, un orden cósmico, una ley de vida en este mundo y una guía para el otro mundo del más allá. Todo ello plantea un problema fundamental, que ahora sería llamado un problema hermenéutico, y que queda planteado, aunque no agotado, al decir: que el modo de comprender el libro está condicionado y determinado por el modo de ser de quien comprende. De donde se deduce que todas las culturas (musulmana, judía y cristiana) que se han enfrentado al asunto del libro han encontrado el sentido verdadero a partir de su propia forma de ser; de donde, a su vez, se deduce también que el tema del libro sagrado revelado implica, no sólo una antropología propia, sino además un tipo de cultura espiritual determinada. Cada uno de los llamados pueblos del libro (musulmanes, judíos y cristianos) tienen cierta analogía en cuanto a la búsqueda del sentido verdadero, en lo que atañe a la hermenéutica del Corán, de la Torah y de la Biblia, según sea el caso; aunque también hay diferencias muy profundas que deberán irse viendo. Una de las diferencias del Islam en relación al cristianismo es que los llamados filósofos, al menos los más antiguos de la tradición islámica, han sido recordadores y renovadores de lo que, a su vez y como un iniciador, vino también a recordar el primer profeta Mahoma; y lo recordado y renovado no es un hecho histórico, sino más bien metahistórico, dado y acontecido cuando Alá formula una pregunta, no dirigida a los hombres, sino a los espíritus preexistentes, y la pregunta gira en torno a si Él, Alá, el Señor es el Dios que debe reconocerse, y el hecho de la vehemente respuesta afirmativa que sella el pacto de fidelidad, que debe ser recordado y renovado por siempre. Es tal la índole del pacto de fidelidad que no puede ser expresado en una lengua cotidiana, común y vulgar; debe más bien ser expresado en una lengua capaz de ser tiempo, capaz de llegar desde el remoto tiempo del pacto hasta el más allá del futuro, en una lengua como la del primer profeta Mahoma, a quien le fue revelado el libro. El profeta para el pensamiento árabe no es alguien que predice y adivina el futuro, ni alguien que recuerda lo más remoto, sino alguien que interioriza la herencia espiritual que es el libro, hasta llegar a la mayor manifestación de todos los sentidos ocultos en el texto. Todo ello es lo que debe entenderse como la tradición más propia del pensamiento árabe, con su noción de filósofo como profeta; pero aparte de esto hay en el Islam otra corriente de pensamiento conformada por los llamados traductores o filósofos helenizantes conocidos como falasifa, que debe aludir a cómo los árabes escuchaban el término griego phylosophos. Debe recordarse que ellos poseían un conjunto de obras de Aristóteles, de Platón, de Galeno padeciendo, de algún modo, la influencia que esa posesión implica; si bien es cierto, casi todos hablaron de un Aristóteles con demasiado aroma a Platón, fue hasta en las tierras muy occidentales

de Andalucía que el tono se convirtió en más decididamente peripatético, sin llegar a ser un tono puramente aristotélico. En todo caso, es en Occidente en donde está llamada a fructificar la Filosofía aristotélica y no sólo en su versión árabe, sino también en su versión cristiana, como podrá apreciarse. El primero de estos filósofos helenizantes fue conocido como Al-Kindi, un hombre aristócrata que desarrollo su actividad intelectual en Bagdad, a pesar de haber nacido en el Sur de Arabia, se sabe que su vida abarca la mayor parte del siglo IX. La ola intelectual más fuerte en que se vio envuelta su vida fue la corriente culta suscitada por las traducciones del griego al árabe, lo cual era gran parte de la vida erudita de la Bagdad de ese tiempo; no se lo puede considerar a Al-Kindi como a un traductor directo de textos griegos, porque al ser un hombre acomodado hacía trabajar para él a otros, que generalmente eran cristianos forasteros en Oriente; él se ocupaba, como hombre refinado, de retocar o jardinizar lo que le era presentado; de cuanto se tradujo bajo su tutela lo más resonante parece haber sido algunas partes de la metafísica aristotélica. Últimamente han sido encontrados en Estambul algunos volúmenes suyos importantes, de los que no se sabía de su existencia, como una clasificación de obras aristotélicas, como comentarios a la Filosofía primera y un texto conocido como Sobre el intelecto, de especial influencia sobre sus sucesores, en la medida en que ha sido citado de forma reiterada. Al-Kindi, a pesar de estar sumergido bajo la ola de la influencia griega, en el fondo y bien entendidas las cosas, no deja de ser ni de pensar como un árabe; lo cual quiere decir que no deja de reconocer la importancia y la jerarquía del pensamiento profético que ha sido esbozado antes y que, además de acuerdo con lo dicho, debe entenderse como el más genuino producto del espíritu del Islam; siguiendo ese orden Al-Kindi confiaba en que hay temas y asuntos como el origen, como el destino, como la resurrección de lo corporal, como la profecía misma que no pueden encontrar su explicación ni su garantía en un análisis plenamente racional. Otro personaje importante dentro de esta corriente de helenizados árabes fue el conocido como AlFarabi, nacido de familia notable en el último tercio del siglo IX y muerto al mediar el siglo X, él nace en las cercanías de la vieja ciudad de Oxiana fundada por Alejandro Magno en las inmediaciones del río Abu Daria, actualmente ésa debe ser una región de Uzbekistan entre el mar Caspio y el Mar Aral, muere en Damasco en torno a los ochenta años. Como Al-Kindi, Al Farabi joven parece haber ido a Bagdad donde estudió lógica, gramática, filosofía, música y matemática, además de ser un políglota renombrado, su erudición le valió el título de magister secundus, porque Aristóteles era el magister primus.45 De naturaleza contemplativa, se mantuvo apartado del mundo ejerciendo una profunda religiosidad y una plena sencillez que conduce incluso a vestir la ropa de los sufíes,46 todo ello lo lleva a ser un intérprete musical virtuoso, a lo que llega también por su conocimiento matemático; de sus obras lo más famoso, al menos en Occidente, son sus comentarios a las obras de Aristóteles, como el Organon o la Ética a Nicómaco, así también su tratado que busca la concordia entre Platón y Aristóteles. Su punto de partida fue una suerte de anuncio para la Filosofía occidental posterior al distinguir entre la esencia y la existencia, no sólo de un modo ontológico, sino también lógico, con lo cual quiere decirse que, para él, la existencia no es solamente un carácter-atributo de la esencia, sino también y, al mismo tiempo, un predicado de ella; la existencia no es sólo una forma de ser de la esencia, sino a la vez algo que puede afirmarse o negarse de ella y ambas cosas son importantes; postulación que ha de ser entendida como un hito en la historia de la Filosofía, toda vez que prefigura mucho del trabajo posterior, incluso para la época moderna. Lo que podría entenderse como su Filosofía política también sufre la influencia helenizante, y hasta es posible decir que se encuentra marcada por un sello platónico reconocible, aunque al considerar al profetismo es preciso reconocer su lealtad a la estirpe islámica; como si la República de Platón con su vocación por la idea, en lugar de ceder a los jalones de la justicia, cediera ante los jalones del profetismo árabe. De hecho, Al Farabi nunca fue lo que hoy llamaríamos un hombre de acción, no puede decirse que haya estado cerca de asuntos políticos ni públicos ni que esto le interesase de forma puntual; si puede hablarse de un pensamiento político suyo es porque le interesó la postura del hombre dentro 45 46

Éstas han sido, seguramente, denominaciones posteriores y provenientes de la Escolástica europea. Facción extrema y hasta mística de la religión islámica.

del orden cósmico, así como los aspectos psicológicos que lo condicionan y, además, porque confió en que un profeta emparentado a las revelaciones y a los enigmas del Corán era el mejor para manejar el destino de los hombres a través del mundo, de modo análogo a como, según Platón, el filósofo era el más calificado para esa tarea dentro del mundo griego; el sabio gobernante, ya se sabe, es parte del estilo y las maneras platónicas, pero esta vez informado por una tradición distinta. Ya al final de siglo X en el mes de Safar (agosto) del año 980, cerca de Bujará, actualmente Norte de Irán o Suroriente del mar Caspio, nace otro personaje importante de nombre Avicena, hombre con un temperamento menos retraído y más participativo que Al Farabi; su formación, como la de éste, debió ser muy esmerada debido en parte a que su padre fue un alto funcionario. La habilidad de Avicena como médico eficiente le abrió las puertas de hombres poderosos de quienes procuró mantenerse cerca, a veces como visir y a veces como consejero epistolar, en alguna oportunidad estas vinculaciones parecen haberle costado una temporada en prisión. Su muerte sucede durante una larga caravana mientras acompaña, como consejero, a un señor poderoso, caer enfermo en medio de un camino muy largo lleva a una muerte inesperada a un hombre que aún no es viejo; en fin, la vida de Avicena parece haber estado llena de acontecimientos, de cargos importantes y también haber sido una vida rica en contactos y relaciones. Su obra es innumerable, al grado de surgir la cuestión de cómo cincuenta y siete años de vida de un hombre alcanzan para escribir tanto; sin duda Avicena es un ejemplo de mente amplia, enciclopédica y de hombre universal durante la Edad Media. La novedad que él trae, dentro de todo este horizonte helenizante en lengua árabe, es su acercamiento a los mecanismos del pensamiento aristotélico, se entiende que estos mecanismos son aquellos que vienen dados por la causalidad, por lo que, para Avicena, todo se halla unido en una cadena de causas y efectos en la que todo es tan continuo como necesario, en una serie en donde las cosas no pueden dejar de ser, en tanto cada cosa para existir debe obedecer a una causa. Según Avicena todo eso es algo que sólo puede verse con la inteligencia, en la medida en que, a su vez, es producido por una inteligencia primera, por lo cual el hombre al advertir todo ello, desde su particularidad, lo que hace es ir perfeccionando su inteligencia hacia mayores grados de generalidad; ésta bien puede ser una explicación hacia el autoconocimiento, en plan anuncio de la hegeliana Fenomenología del espíritu posterior. En el año 1126 nace Averroes en Córdoba, extremo occidental e ibérico de la extensiones del Islam, hijo y nieto de juristas principales que han ocupado la judicatura más alta, por lo que su formación fue amplia e iba desde el derecho hasta la Filosofía pasando por la poesía y otras disciplinas; sus viajes, como cabe suponer, son más que todo por el Al Andalus, actual Andalucía española, lugares por donde enseña y establece contacto con hombres sabios y poderosos, poco a poco y conforme envejecía parece haber ido alejándose de los asuntos públicos para acercarse a la Filosofía, su muerte sucede en 1198; su obra es considerable, son importantes sus comentarios a la mayoría de obras aristotélicas y sobre todo su Tahafut al tahafut que debe querer significar algo como destrucción de la destrucción, es decir construcción, que es una monumental defensa a favor de la Filosofía y una réplica contra quienes han querido destruirla. Aun sin obedecer al hecho de que Averroes es, por geografía, el más occidental de los filósofos árabes, hay que decir que es también el más claramente aristotélico, como si de alguna manera los dos hechos fueran juntos. La trama caprichosa de la Filosofía ha querido que el maestro de Occidente en materia aristotélica fuese un árabe; de modo que sus trabajos fueron conocidos por los rabinos medievales de la Provenza francesa y, por vía de esa cultura sefardí, llegarán los textos aristotélicos a las universidades europeas cercanas y recién fundadas; y así es como las copias originales árabes fueron transferidas al Hebreo y luego al Latín. Averroes confía en la existencia de la inteligencia humana como algo aparte y separado de la inteligencia primera, de algún modo individualizada por la entidad corporal del hombre; de lo más que puede hablarse según Averroes es de que hay eternidad en el individuo, pero ésta persiste en él, no le pertenece del todo a él, siendo la vida humana esta ambigüedad que cabe entender, a lo mejor como un movimiento de oscilación entre lo que se usa como si fuese propio, sin que en verdad lo sea. Otro capítulo importante de la Filosofía medieval fuera del monasterio es el pensamiento judío.

Si la Filosofía fuese sólo la mezcla y la composición de la pretensión por vincular la historia y lo sobrenatural por un lado, y por otro la pretensión por buscar la regulación del tema ético, habría que concluir en que la Filosofía sería ante todo de estirpe judía. Si ha de aceptarse la premisa anterior, en seguida habría que admitir que en Israel la Filosofía es más vieja que en Grecia, aunque sea surgida como literatura filosófica; cuando en Grecia aún faltaban algunos cientos de años para que aparecieran los filósofos pre-socráticos, ya las tribus de Israel contaban con textos que de forma literaria y narrativa daban cuenta del origen, dejando planteadas serias posturas intelectuales, y con textos que guiaban la conducta atendiendo al estudio de ciertos principios. Si en la obediencia y el reconocimiento al padre hay cierta cuota de respeto por el pasado, de consideración a la importancia de la historia y, a la vez, hay algo de obediencia a ciertos moldes para la conducta, resulta preciso decir que el pensamiento judío siempre vuelve a la enseñanza paterna, aunque la mejor forma de decirlo dentro de esta tradición sería afirmar que siempre vuelve a la sabiduría del patriarca. Pues bien, en la época medieval el pensamiento judío volvió a expresarse después de todo aquel pasado milenario, ya después de la diáspora y trasplantado a Occidente, como consecuencia de la destrucción de Jerusalén ordenada por el emperador romano Tito, alrededor del año 70 d. de C. La vida del pueblo hebreo exilado, fuera de su tierra, empujado a tierras lejanas y extrañas, como también a costumbres ajenas y para ellos inaceptables sólo puede entenderse a través del libro conocido como el Talmud; según ellos mismos, los propios hebreos, han dicho este libro es una suerte de Torah perpetua. Entre el siglo I y el III d. de C. varios rabinos de diversos lugares se ocuparon de estructurar ese volumen previsto para recuperar discusiones y conjeturas de diverso carácter ya sea legalista, alegórico, filosófico y hasta folklórico destinado a resolver los mil problemas prácticos surgidos para los judíos, una vez convertidos y forzados a ser errantes, por lo que muchas veces, ante la imposibilidad de resolverlo todo el texto adquiere incluso un tono de lamentación, o bien de consolación. La actividad intelectual envuelta en el Talmud abarca, al menos, tres siglos, como si éste fuese un libro hecho sobre todo por el mismo tiempo; de tal modo y, acaso como ejemplo de aquello que se indicaba en relación con la obediencia y el respeto por el pasado: si el proyecto del Talmud se comenzó en la Palestina romana, se continuó en la Babilonia y Persia árabes, para luego seguirse en la Europa cristiana, por lo que debe ser entendido como un proyecto milenario, encargado de recoger principalmente la tradición oral, como, a la par, la Torah ha sido una especie de archivo histórico y moral encargado de recoger la tradición escrita. El pensamiento judío medieval está, en gran medida, influido por el pensamiento árabe, debido a que el crecimiento del Islam es vigoroso y vertiginoso en muchas de las regiones por las cuales los hebreos se habían diseminado; de hecho a veces la Filosofía árabe medieval y la Filosofía hebrea medieval parecen ser dos compañeros de una misma aventura. No conviene perder de vista que cada uno de los árabes y los judíos son capaces de mantener sus matices particulares en esta aventura, sin que ninguno llegue a ser un producto subsidiario del otro o, menos aun, una copia desteñida de la otra tradición; sin eclipsarse una a otra, comparten contenidos, época y territorios comunes, eso sí, en la mayor parte de los territorios comunes, con el dominio en poder político en manos árabes. Un ejemplo de ello es Saadia Gaon, filósofo que vivió entre los siglos IX y X, nacido en Egipto y por ello enterado de la cultura árabe, después emigrado a Palestina, Babilonia y Bagdad, por lo que sigue compartiendo la misma vecindad; quizá por todo eso al fundar su pensamiento lo hace sobre la idea de que el judaísmo es compatible con toda verdad, provenga esta otra verdad de cualquier fuente; según él, el carácter definitivo del hombre es su tendencia irrenunciable a concebir a Dios, y sobre esa verdad básica y general es posible buscar la afinidad y lo compatible entre los hombres. A comienzos del siglo XI el pensamiento judío conoció una importante y grande migración desde los territorios de Persia y Mesopotamia al extremo occidental, concretamente a la España musulmana, ciudades como Córdoba, Sevilla, Toledo y Zaragoza fueron los puntos de llegada y florecimiento de personajes como el poeta Salomón Ibn Gabirol, conocido entre los españoles como Avicebrón, residente de Málaga, redactor de un libro polémico llamado Funs Vitae o Fuente de vida, texto traducido al Latín por un monje español de nombre Domingo González, también

conocido como Juan Hispalense, se dice que éste era un judío converso, según se sabe, los frailes franciscanos aceptaron las ideas de este libro, mientras los dominicos las rechazaron. La importancia de esta obra es haberse convertido en la fuente de una corriente neo-platónica medieval; el texto encara al universo completo y lo explica en todas sus partes haciendo uso de las nociones de forma y materia, para lo cual establece una jerarquía de todas las cosas y que va ascendiendo peldaño a peldaño según la cada vez más refinada relación entre la forma y la materia. Otro personaje análogo al anterior, aunque poeta de más altos vuelos, fue el conocido Judah a Levi, sefardí de Zaragoza, llamado por Heinrich Heine: columna llameante de canciones; sus cantos entonaron las cadencias del amor, de la amistad, de la belleza, de la nostalgia por el destino del pueblo judío; Levi es el mayor ejemplo de la obediencia hebrea a las voces del pasado, en tanto intenta estrechar la relación entre las postulaciones de la religión revelada y el incesante peregrinar que marca el destino de su pueblo, siendo éste el rasgo más característico de su trabajo. Sostuvo y subrayó que el judaísmo es una forma de vida que no se centra ni gira en torno a la figura de un fundador, tal como son Jesús para el cristianismo o Mahoma para el islamismo. Levi reprochó al aristotelismo haber apretado a Dios dentro de los muros de la necesidad lógica, lo que resultaba para él incompatible con la idea del Dios hebreo, le parecían más compatibles las nociones platónicas. Por último, ya entre los siglos XII y XIII surge una figura imprescindible de nombre Moises ben Maimon y conocido como Maimónides; el desarrollo espiritual del judaísmo es incomprensible sin la presencia de este personaje, porque a él se debe la codificación y los comentarios definitivos de la Torah y el Talmud; la suya fue una primera exposición sistemática de la religión judía e, incluso sus artículos de fe siguen siendo citados hasta hoy; ese ánimo organizador lo acercó más a Aristóteles que a Platón. Su obra más conocida es Moreh Nebuchim que debe significar algo como Guía de perplejos en la que intenta demostrar que las enseñanzas del judaísmo están en armonía con las conclusiones del pensamiento filosófico, lo cual no quiere decir que aquél sea plenamente racional o que éste sea totalmente histórico y ético. Nacido en Córdoba y emigrado al Cairo, Maimónides se ganó la vida practicando la medicina de forma prudente y eficiente, en este campo anticipó algunos hallazgos futuros sobre la influencia psíquica en algunos padecimientos físicos lo que, de algún modo, despeja su vocación aristotélica. Otra tradición, y tal vez la más importante de las que suceden fuera del monasterio, es la que comienza con la aparición de las llamadas órdenes mendicantes, durante la primera mitad del siglo XIII, estas órdenes se distinguen por el surgimiento del fraile, que llega en parte para cambiar la idea previa del monje; mientras la vocación del fraile es salir a la calle a buscar al mundo, la del monje ha sido vivir enclaustrado esperando a que el mundo llegue a él. Quizá la vocación por salir a la calle del mendicante armoniza con el pensamiento aristotélico que, por vía árabe y judía, llega a Europa, como ha sido indicado, para buscar al mundo a partir del propósito por recorrer sus propios caminos. En esta época es determinante, ciertamente, la obra completa de Aristóteles formando parte de los planes de estudio de las recién fundadas universidades europeas y el consecuente desempeño de frailes dominicos y franciscanos, no sólo desde el púlpito, sino ahora también desde la cátedra, en un parentesco cada vez más cercano al aristotelismo y al peripatos.47 La empresa de introducir e pensamiento de Aristóteles era, además de extensa, atrevida porque ensamblar las convicciones del cristianismo y las del sistema aristotélico debió sonar, en aquel tiempo, como lo que hoy se llamaría atentatorio, subversivo y hasta riesgoso; por eso esta empresa tuvo que atravesar por diversos pasos y estaciones. Una estación previa y necesaria para logar la incorporación del aristotelismo al mundo cristiano medieval fue San Alberto Magno, de estirpe germánica nacido en 1206 y muerto en 1280; su vida parece haber transcurrido entre los territorios de lo que hoy es Alemania y Francia envuelta en el estudio, la enseñanza, los cargos altos de poder eclesiástico y los viajes impuestos por esos cargos; un dato importante es que al dirigir el Studium generale de Colonia tuvo allí como aprendiz a Tomás de Aquino. De alguna manera y en alguna medida su Aristotelismo parece haber querido limpiarse de los resabios árabes impresos por Avicena y Aberres, para lo cual intenta reescribir algunos temas 47

Peripatos es una expresión referida desde la antigüedad a Aristóteles, y que hace referencia a su estilo de caminar por jardines y espacios abiertos mientras impartía sus lecciones.

aristotélicos e intenta ordenarlos en un corpus coherente; es éste un trabajo que añade, suple, completa a lo que le parece carecer o adolecer de alguna precariedad. Trabajo de enorme magnitud que requiere erudición, comprensión y que a veces busca hasta la imitación; debe decirse que esta empresa intenta, en un ánimo genuinamente aristotélico, extraer la teoría del inmenso sedimento de los hechos del mundo de la vida. Según algunas leyendas echadas a rodar por novelistas posteriores48 El gran Alberto, según se lo llama, fue el autor de ciertas recetas mágicas vinculadas al conocimiento de las ciencias ocultas, lo cual certifica así sea de forma borrosa e incierta, su fama científica y su resonancia a través de los siglos. A pesar de que en materia de fe las convicciones de San Alberto fueron inquebrantables, su interés y su ocupación primordial fue hacia temas físicos que adquiriesen sentido en función del mundo sensible, con lo cual comienza a otorgar derecho de ciudadanía a unos pensamientos y a un porvenir que no habrán de someterse a requisitos ni a yugos teológicos; de manera que puede apreciarse una cierta oscilación en el trabajo de Alberto, según la cual a veces está a favor de Aristóteles y a veces no lo está, dependiendo de si la materia era o no una materia de fe; por eso dependiendo del tema y asunto hay veces que, aunque se lo conciba a San Alberto como aristotélico, su tono adquiere un matiz marcadamente agustiniano y hasta neo-platónico; por ejemplo hay ocasiones en que al hablar del alma parece hacerlo como de un mecanismo inmotivado , al estilo del motor aristotélico, y ocasiones en que parece hacerlo como de un guía o un conductor, al estilo del demiurgo platónico. En definitiva hay que decir que San Alberto debe ser entendido como el representante de la primera generación de receptores de toda esa enorme información arábigo-hebrea acerca del pensamiento antiguo clásico, concreta y mayormente referida a Aristóteles; y que, de tal forma, es de quienes inicia el proceso de asimilación y digestión de todo ello; desde luego, tarea demasiado densa y larga para un solo hombre y para una sola generación, por lo que habrá de continuar con personajes posteriores y con generaciones también posteriores. El personaje llamado a realizar esa obra de forma rotunda, cabalmente pertenece a la siguiente generación; la obra que él configura definitivamente es la Escolástica y su nombre es Tomás de Aquino, nace en el seno de una familia rica y noble de Nápoles en 1224; desde niño mostró enorme vocación por el saber, por lo que desde pequeño es enviado al monasterio de Monte Cassino, luego a la universidad de Nápoles y más tarde a la orden dominica, la que le facilita concluir su formación en París y Colonia bajo la tutela de San Alberto Magno, al laurearse ejerce en París desde la cátedra y desde el púlpito; más tarde se le ve de vuelta en Italia, concretamente, en Santa Sabina de Roma donde logra intercambios muy valiosos a través de los cuales obtiene textos y críticas confiables de Aristóteles; alrededor de los 45 años está de vuelta en París, es ésta la época de su cumbre intelectual por lo que escribió y por las disputas, por momentos, molestas que sostiene a veces con otras facciones del clero, a veces con otros docentes, a veces con averroístas latinos y a veces con los mismos franciscanos; acaso debido a todo ello regresa a Nápoles, desde donde es llamado a un concilio en Lyon, viaje en el que, una vez emprendido, enferma por lo que se aloja en monasterio del Cister Fossanuova durante el año de 1274, en donde muere en la víspera de cumplir los 50 años. La Escolástica, la obra de Santo Tomás de Aquino, es el broche que termina de decorar aquella época, así como es el punto que determina la entrada definitiva de Aristóteles dentro de la lengua latina y la cultura medieval; se entiende que el elemento aristotélico contribuye a dar a la cultura europea y occidental un carácter que no dejará de gravitar sino hasta en épocas muy postergadas y posteriores al siglo XIII, que es lo que por ahora importa. La obra de Santo Tomás de Aquino, como ya se indicó, es la Escolástica, pero dicha obra se encuentra contenida en un libro llamado Suma de teología, es este un texto monumental de dimensiones desmedidas y que, desde luego, rebasa la pretensión de ser un simple comentario al pensamiento y obra de Aristóteles; su más claro deseo es construir un solo producto y obtener un solo resultado a partir de dos elementos: uno el consabido pensamiento aristotélico, y otro las convicciones del cristianismo. Para la época eso significaba, de algún modo, romper o modificar los moldes platónicos que antes habían nutrido al pensamiento cristiano; Santo Tomás de Aquino entendía que era necesario rechazar el núcleo de la Filosofía de Platón, en tanto entendía también que este núcleo era la teoría 48

De Nerval Gerard. La mano encantada. Ediciones Ateneo. 1958.

de la ideas, sin que ella hubiese sufrido un proceso de autocrítica, tal como ha sido explicado respecto a la obra de Platón. De modo que esa postura lleva a la Escolástica a creer que el objeto natural posee una consistencia y una presencia primordiales, por encima de la idea y que, por lo tanto este objeto es lo que se da de una forma natural y en una especie de tú a tú sin interferencias con el entendimiento humano; así que de conformidad con esto habría que reconocer que para el entendimiento no es necesaria mediación ni iluminación alguna para llegar a las cosas naturales. Esa posición llevaba implícita una crítica muy fuerte a la idea, sosteniendo, como un reproche hacia ella, que si hay elementos en el conocimiento que pueden separarse de la cosa conocida (como la idea) es porque éstas al estar separadas según la intelección, están también separadas según el ser. La Escolástica confiaba en que el anterior era un argumento devastador contra el idealismo, lo cual lo apartaba, según Santo Tomás de Aquino, de la tradición de pensamiento cristiano que llega hasta los Padres de la Iglesia, concretamente, hasta San Agustín. Partiendo de lo anterior, conviene orientarse hacia la consideración y el conocimiento del mundo de las cosas, o bien de las cosas del mundo y, por eso lo importante es atenerse a la experiencia sensible que muestra a las cosas del mundo existiendo por sí mismas y determinándose para llegar a ser lo que son, y eso abarca según Santo Tomás de Aquino, determinaciones esenciales y determinaciones accidentales, en otras palabras abarca forma y materia, o bien también puede decirse que abarca la sustancia y el accidente; de modo que la materia indeterminada es una potencia, la cual al ser determinada por una forma llega al acto; hasta aquí se permanece en el aristotelismo puro y duro, en el cual la forma es un principio de explicación último, o también podría decirse una causa eficiente. Santo Tomás de Aquino, a golpe de agudeza y fineza teológica, supera esta formalidad del ser aristotélico, pasando del hecho del ser dado al acto del ser siendo. ¿Cómo lo logra? Pues llega a esto mostrando que, si bien es cierto para todo que surge a partir de la combinación de esencia (forma) y existencia (materia) como una composición en la cual hay distinción de elementos, también hay que ver y advertir que esto no es cierto para Dios porque en Él los elementos se confunden, al ser su esencia existir y al ser su existencia esencial; argumento que se refuerza con la cita del episodio de Moisés frente a la zarza que ardiendo no se quemaba y que al ser indagada sobre su identidad responde: yo soy el que soy, ipsum esse49 es la expresión latina que lo nombra. Así habría que concluir en que esencia y existencia son formas de ser, que sólo en Dios persisten inseparables como una sola, confundidas; llegando y convirtiendo su ser al siendo, como si del hecho del ser al acto de que se sea no hubiese ninguna distancia. Partiendo de eso hay que reconocer que en el hombre hay una separación, una suerte de grieta entre la esencia y la existencia, por lo que debe entenderse que su parte esencial, a la que la Escolástica identifica con el alma, es la forma impresa sobre la materia de su cuerpo; de modo que si el alma se equipara a la esencia, el cuerpo lo hace a la existencia, de ahí la consecuencia inevitable de que la muerte del cuerpo, o el fin de la existencia es el punto de separación entre el alma o esencia y el cuerpo o existencia. Pareciera como si, a pesar de querer separarse de Platón, en el fondo, algo del viejo ateniense siguiese resonando, sobre todo aquel último día de Sócrates plasmado en el Fedón. Sin embargo, al dar cuenta del conocimiento, Santo Tomás de Aquino y la Escolástica lo hacen surgir de la relación con los objetos sensibles, de aquello que puede llamarse sensibilidad, lo determinante para construir los resultados inmateriales, o imágenes mentales, o ideas es la sensación. La iluminación de la que habría hablado San Agustín es, de cierto modo, una exageración a la luz de la Escolástica, en tanto no es Dios quien conoce en lugar del hombre, porque en tal caso este hombre quedaría reducido a un agente conectivo, a una especie de a través de, por el cual el conocimiento sólo transita. Más bien, es preciso entender que el agente sensible convierte al conocimiento humano en algo propio y, además, en algo que acopla al hombre a un mundo, a una naturaleza, a una realidad que si no le es propia, sí es una suerte de totalidad de la cual es parte, es decir sí es algo a lo cual, de forma irrenunciable, el hombre pertenece. 49

Éxodo, III, 14. Nueva Biblia Española. Ediciones Cristiandad, S. L. 1986.

Tal vez la mejor forma de entender este conocimiento escolástico sea traer a cuento la noción de adecuatio o, transferida al castellano, adecuación; de modo que para Santo Tomás de Aquino la verdad llega a ser adecuación, en un intento por dejar atrás la iluminación patrística y agustiniana. Así, debe reconocerse que la palabra adecuación nombra, ante todo, una relación, para que haya adecuación, entonces, debe haber varios elementos capaces de alcanzar un tipo de relación a la que pueda llamarse adecuada. Lo que hay que preguntar, en todo caso, es ¿Qué es una relación adecuada? Pues ésta es una relación de armonía, una relación de equilibrio, una relación en la que los elementos que participan convivan sin dominación de uno sobre otro, sin la fuerza impositiva de uno sobre otro. Sólo queda por preguntar ¿Cuáles han de ser los elementos que participen de esa forma para que surja la verdad como adecuación? La respuesta a esto es, de alguna forma, la que ya se ha venido dando, es decir que los elementos que se relacionan para que se dé la verdad entendida como adecuación son la esencia y la existencia, el pensamiento y el hecho, la versión intelectual y el suceso real; dicho de una forma más clara, acaso pueda afirmarse que lo que pasa en el mundo debe correr de una forma adecuada con la versión intelectual de eso mismo, sin que el hecho se imponga al pensamiento y sin que éste se imponga a aquél, sin que ninguno de los elementos: pensamiento y mundo, matice predominantemente al otro. Por aparte, respecto al conocimiento persiste un tema fundamental en la Escolástica, que atañe al hecho de que, si como ha sido dicho, el conocimiento comienza por lo sensible ¿Cómo se conoce a Dios? Quien no puede ser percibido de acuerdo con la sensibilidad. Para responder a ello, Santo Tomás de Aquino desarrolló argumentos muy sofisticados, sutiles y elegantes conocidos como pruebas de la existencia de Dios, mediante los cuales interroga a lo único que puede interrogarse: a la experiencia sensible. La primera prueba argumenta en torno al movimiento afirmando que lo móvil no puede ser a la vez el motor y lo movido; la segunda, parecida a la primera, argumenta la noción de causa en lugar de la del movimiento, al afirmar que nada puede causarse a sí mismo; y la tercera de índole distinta, en tanto argumenta que lo existente no es necesario puesto que perece, de modo que debe haber algo necesario, por detrás, que maneje los hilos de la trama, una suerte de fundamento que haga posible a los entes. Como puede verse, todas las pruebas pretenden partir de un juicio empírico y buscar, de esta forma, la coherencia y la articulación de las partes de la Escolástica, para que sea entendida como un sistema, como un cuerpo cuyas partes contribuyen y colaboran al funcionamiento del todo de una forma armónica. En la medida en que, como se ha indicado, una de las fuentes principales para la Escolástica es el pensamiento aristotélico, Santo Tomás de Aquino debió atender a la lógica de manera irrenunciable y tomar una postura frente a la ciencia formal del saber; la ruta para asumir este estudio fue leal al espíritu original de la lógica, en tanto puede confiarse que ella debe entenderse como una especie de método seguro hacia la verdad. La experiencia de la Escolástica con la lógica parece haber sido la de que esa pretendida seguridad y garantía de la verdad no lo era tanto, la experiencia de que cuando el comercio es con las palabras no es tan fácil obtener esa anhelada garantía de verdad; en esa medida las consideraciones de la Escolástica fueron por la clasificación de los términos dependiendo de su carga semántica o, más bien dicho dependiendo de la precisión de esa carga semántica; y así hay términos unívocos: los un tienen un solo sentido; equívocos: los que tienen varios sentidos lícitos y reconocidos; y además de estos dos anteriores hay los términos que la Escolástica llama análogos, que son aquellos en los cuales no hay una total identidad del sentido unitario, como los primeros, ni tampoco una total diferencia y separación de sentidos dentro de un solo término, como los segundos, sino términos cuyo sentido se refiere a dar realidades en parte parcialmente igual y en parte parcialmente distinto. La verdad es que la univocidad como la equivocidad de sentidos dentro de un solo término son muy difíciles de encontrar y casi ilusorias, lo que convierte a la inmensa mayoría de los términos en análogos; pero lo realmente importante para la Escolástica es que hay analogía propia y analogía impropia, en la medida en que pueda ser tolerada o, vale decir, comprendida por la lógica. Quedando la analogía impropia o vale decir intolerable e incomprensible desde la lógica, ésta es entregada a los tropos del lenguaje, es decir que aquellos términos asociados por la metáfora, la sinécdoque y la metonimia son, para la lógica escolástica, poco menos que aventuras ilícitas.

De ahí que la escolástica muestre una vocación por el pensamiento riguroso y serio, dejando a la poesía y a los poetas de nuevo exilados de la República organizada racionalmente, por segunda vez, en tanto la primera expulsión la hizo el Platón de los libros tercero y décimo de la República. Cabe conjeturar nuevamente y preguntarse respecto a si Santo Tomás de Aquino, ciertamente, pudo o no separarse de Platón y desembarazarse de su pensamiento al grado que dijo desearlo. Del mismo modo, el tema de la ética y su tratamiento Escolástico parece bastante cercano al platonismo, en tanto el ser y el bien, que ya no es agathon sino bonus, son indisociables, de modo que la teoría del ser está hecha siguiendo un molde teleológico, para el que toda forma pura o inmaterial desemboca en una actualización concreta que busca y tiende hacia esa perfección inicial que en sí es el bien; por ello en Platón la idea del bien es la culminación; así, para la Escolástica, ese sumo ser y bien, a la vez, es Dios, por quien somos lo que somos y por quien tendemos a lo que nuestra naturaleza merece, es decir a la contemplación de Dios en una suerte de autocontemplación y felicidad dadas en un solo acto. Finalmente es preciso reconocer que Santo Tomás de Aquino edifica como el mejor de los artífices, con dos materiales: el pensamiento aristotélico y las convicciones cristianas, él diseña y construye una amalgama trabajada de forma meticulosa y rigurosa; quizá su mayor virtud no sea la originalidad, pero sí lo son la paciencia, el vigor y el equilibrio con que trabajó una obra en la cual todo ello está reflejado con claridad meridiana. Más allá de la Escolástica, y como un caso extremo por el mismo rumbo, está el pensamiento de William de Ockham, educado en Oxford, llamado más tarde a Avignon a explicar algunas de sus doctrinas sospechosas y luego finalmente refugiado en Baviera al temer por su vida; él fue un fraile franciscano inglés que llegó a estar tan cerca del mundo concreto, que parece extraño que algo así haya sucedido durante la Edad Media. Sin duda para que el pensamiento de Ockham haya llegado hasta el punto mundano que llegó contribuyeron los dos factores mencionados: uno que sea inglés, y otro que sea franciscano; se sabe que si existe algún carácter dentro del pensamiento británico es su empirismo que, acaso comienza a prefigurarse desde este momento auroral; y se sabe también que los discípulos de San Francisco de Asís dieron una posición privilegiada a las criaturas concretas pertenecientes al mundo material, de ahí aquello de fratelo sole e sorela luna.50 La puerta de entrada de la Filosofía para Ockham fue el viejo problema de Abelardo conocido como el asunto de los universales, o el de indagar ¿Cuál es el objeto de conocimiento abstracto? Y, frente a éste, ocupar una postura que intenta apartarse del idealismo clásico, a través del cual se entiende que cada esencia es algo unitario en sí mismo con la capacidad, como clase, de aglutinar muchos individuos; todo de conformidad con las maneras del aristotelismo que se han venido desarrollando desde árabes como Avicena hasta Duns Scoto pasando, desde luego, por la máxima expresión de Santo Tomás de Aquino. El esfuerzo de Ockham va hacia la consideración de que los entes abstractos o ideas tienen, al menos, un asidero en las cosas fundamentum in re era la expresión y, en consecuencia la dirección en que esto va es la de un cierto realismo. Si el tema de Ockham ha sido la indagación sobre la naturaleza de los objetos abstractos, su punto de partida para afrontarlo ha sido la consideración de que todo cuanto existe es individual y seguir, sobre ese camino, argumentando que nada puede corresponder en la realidad a las ideas generales, de lo cual se sigue que ellas no son lo que pueda llamarse “algo”. La afirmación de que lo único real son los individuos hace surgir la cuestión acerca de que ¿Cómo es posible que individuos diferentes causen en la mente la misma impresión? O dicho de otra forma ¿Cómo puede ser que en una misma idea convivan entes que en el mundo de la vida están separados por una diferencia obvia, clara, evidente? A diferencia de los idealistas, según Ockham, esto era posible no porque los entes individuales y mundanos compartiesen una esencia común, sino simplemente porque hay individuos parecidos entre sí; por ello llegaba a afirmar que los universales no eran nada real, debido a lo cual ni siquiera Dios, con todo su poder, podía concebirlos.

50

La expresión italiana significa “hermano sol y hermana luna”, y dentro del lenguaje popular

alude al apego franciscano hacia las criaturas del mundo.

La decisión de Dios ha sido tan sólo la de crear individuos parecidos y el resultado de esa decisión, como algo concreto y no ideal, ha sido la creación de lo que se llama especie y de todo lo que ella es y aglutina. Con esas conjeturas se llega al conflicto esencial del pensamiento de Ockham, siendo éste el envuelto en el hecho de que, al ser él un empirista casi en estado puro, usaba a la voluntad del Dios del cristianismo como la última premisa de su pensamiento. Quizá el asunto de fondo implicado en todo esto es el anuncio de un tema que será el núcleo de la Filosofía del futuro, ése es el tema del conocimiento, que bien puede surgir mediante las maneras de Ockham a través de una pregunta como la siguiente: ¿Cómo es posible que las cosas individuales y materiales del mundo puedan causar impresiones en un alma inmaterial? Seguramente ésta es una cuestión que Ockham no pudo responder plenamente y que, más bien, remitió al futuro; y es que, aunque algunas cosas no admitan una demostración, han de ser aceptadas como artículos de fe, sobre todo si se está con los pies puestos todavía sobre el terreno de la Edad Media. Lo implícito en el conflicto de Ockham es la falta de claridad entre la intelección como el acto de la sustancia inmaterial y la percepción como el acto de la sustancia material, pero quién se atrevería a imputar algo así a un precoz fraile franciscano del siglo XIII, siendo éste un conflicto que llega candente hasta nuestros días. Dicho sea dentro de los márgenes del lenguaje de la Filosofía, Ockham parece preguntar acerca de qué lleva al hombre a tener confianza en lo presunto, es decir en la idea y, paralelamente a no tenerla en lo evidente, es decir en la cosa; como si la sutileza y la fineza de su trabajo quisiera remarcar la diferencia entre no saber que existe una cosa y saber que no existe; lo cual pretende resolver Ockham al considerar esa posibilidad de captación de lo que no se sabe si es, es decir de lo presente como idea que el hombre desea e imagina propia, considerándolo como siendo sólo de Dios; y preguntarse en un tono hipotético, si al ser sólo de Dios esta captación ¿Por qué no producirla también en el hombre? Ya que, bien entendidas las cosas, Dios produce lo que ve mi vista, al tiempo que también produce mi vista, entonces ¿Por qué no iba a producir también lo que capta e intelige mi entendimiento y las capacidades de éste para ejecutarlo y llevarlo a cabo? De forma innegable e inequívoca el pensamiento de Ockhanm es un anuncio del clima intelectual por venir, siendo su momento ya el de una crisis para al clima medieval y cuanto ello ha sido; crisis que puede nombrarse como aquella en la que aún no hay ciencia y, paralelamente, ya no hay fe. De acuerdo con lo dicho es preciso entender que esa crisis del final de la Edad Media es, al menos en las manos de Ockham, una especie de disolución de la síntesis medieval entre Filosofía y teología; lo cual por el lado político se manifiesta en la lucha entre el papa Juan XXII y el emperador Luis de Baviera, en la que, al tomar parte Ockham, defendió los derechos del gobierno secular contra las aspiraciones del pontífice, contribuyendo al estable cimiento de las modernas maneras de la teoría política y la posterior separación entre Iglesia y Estado. Como se ha ido mostrando desde que apareció en escena San Alberto Magno, muchas han sido las cosas buenas que aparecieron en el pensamiento durante los siglos XIII y XIV, al grado de poder afirmar que la variedad de versiones acerca de un mismo asunto, tema y problema puede contabilizarse como una abundancia, o bien para ser más preciso y para convertir esto en una indagación: ¿Sobre quién, dentro de toda esta diversidad, era asistido por la razón? Sin duda, lo más cómodo ante esa situación era pensar que nadie tenía la razón y nutrir, por esa vía, las convicciones y los comportamientos escépticos. El ejercicio de la lógica que floreció por ese tiempo bajo la sombra de la escolástica, los llevó a dar una importancia enorme al principio de no contradicción y al enunciado que lo declara y que dice: una cosa no puede ser y no ser a la vez; recorriendo sobre esa ruta los caminos hacia el escepticismo, asumiendo que si se dan diversas explicaciones de una misma cosa, tema o asunto, lo más seguro es que la mayoría de las explicaciones sean falsas o, incluso que todas lo sean. ¿Qué otra cosa puede deducirse a partir del principio de no contradicción, sobre la variedad de explicaciones respecto a un tema? El problema es la falta de certeza, que dicho de otro modo resulta ser el problema de tener que renunciar a todo, porque ¿Qué queda cuando no puede confiarse en nada? Si para responder a eso se le otorga la voz y la palabra al místico que resulta ser el último personaje de la galería de filósofos medievales, al alemán conocido como Maestro Eckhart, él diría que lo

único que queda es Dios, pero un Dios que está más allá de las determinaciones, afirmaciones o negaciones de la razón. Una suerte de Dios que existe de una forma tan elevada que resulta ser nada, siéndolo todo. La dialéctica extrema del Maestro Eckhart dice que, así como el amor consiste en abandonarlo todo por Dios, así la teología consiste en entender que Dios ante todo ama y, por eso consiste en hacer que Dios abandone toda figura, toda proporción, todo parentesco con las cosas, toda materialidad y hasta toda existencia para quedarse desnudo en su esencia y divinidad. Recuerda esto un poco a lo que hace otro místico de la época: San Francisco de Asis, al dejarlo todo, incluso su ropa y quedarse desnudo en medio de la calle y frente a su padre, para que brille el esplendor de su santidad. De ordinario y de acuerdo con la tradición se entiende que este Dios despojado y desnudo del Maestro Eckhart es el punto final del pensamiento medieval, y que se ha llegado a este punto debido a la abundancia de la discusión, de las muchas determinaciones e insistencias sobre el mismo tema, como quien arriba a un punto de llegada desde el cual ya no hay retorno. Frente a esa situación se hace necesaria una reformulación, un replanteamiento, porque cuando el hombre es condenado a vivir en la incertidumbre las fuerzas vitales de su naturaleza lo guían a buscar un recomienzo o bien algo que podría llamarse, a lo mejor una suerte de renacimiento.

BIBLIOGRAFÍA Agustín, San. Confesiones. Biblioteca de Autores Cristianos. 2005. / La ciudad de Dios. Editorial Porrúa S.A. 2004. / Tratados. Secretaria de Educación Pública de México. 1984. Buber, Martin. Eclipse de Dios. Fondo de Cultura Económica. 1993. Caputo, John D. Augustine and postmodernism Confessions and circumfession. Indiana University Press. 2005. Chesterton, G. K. Santo Tomás de Aquino. Lohlé–Lumen. 1996. Copleston, F. C. El pensamiento de Santo Tomás. Fondo de Cultura Económica. 1999. Di Berardino, Angelo. Patrología III La edad de oro de la literatura patrística latina. Biblioteca de Autores Cristianos. 1993. Fernández, Clemente S. J. (Comp.). Los filósofos medievales, selección de textos, I y II. Biblioteca de Autores Cristianos. 1996. Gilson, Étienne. El espíritu de la filosofía medieval. Ediciones Rialp S.A. 2004. / La philosophie au moyen age. Editions Payot. 1986. González, Carlos Ignacio, S. J. (Comp.). Pobreza y riqueza en obras selectas del cristianismo primitivo. Editorial Porrúa S. A. 1988. Hegel, G. W. F. Lecciones sobre la historia de la filosofía III. Fondo de Cultura Económica. 1977. Heidegger, Martin. Estudios sobre mística medieval. Fondo de Cultura Económica. 1997. Matthews, Gareth B. Agustín. Herder. 2006. Parain, Brice. (Comp.). Historia de la filosofía III y IV. Siglo Veintiuno Editores. 1973. Roberts, J. M. History of the world. Penguin Books. 1995.

EDAD MODERNA SABER VER La alusión al sentido de la vista atiende al Renacimiento, que es el siguiente período; ésta es una época en la que, no sin nostalgia, los viejos hábitos se escapan como agua entre los dedos. Algo del dolor provocado por la muerte y por el parto envuelve al Renacimiento; como si se tratase de una puerta que se cierra con rechinar de bisagras y, a la vez, de otra puerta que se abre como empujada por un viento incontenible; así aparecen los ámbitos por donde se mueve el Renacimiento. Quizá también pueda decirse que el Renacimiento es como un cuerpo en el cual, al tiempo que el corazón se acelera, una respiración profunda lucha por detenerlo; es éste un tiempo que, en sí mismo, es como un motín, pero entonces cabe indagar ¿quiénes son los amotinados? Sin perjuicio de que más tarde la respuesta se vaya particularizando, en un sentido amplio y general hay que decir que los amotinados son aquéllos que desaprueban las formas del pasado, aquellos que desaconsejan congregarse en torno a imágenes milagrosas y alrededor de ritos en los que el vino es sangre y el pan es cuerpo; de modo que todas estas expresiones religiosas son entregadas por estos amotinados a la fuerza imaginativa, en la medida en que su libertad imaginativa camina hacia el deseo por escapar del dogma, del magisterio y de las formas rígidas. Si de lo que se habla, para decirlo con la lengua formal de la Filosofía, es del paso que va desde la escolástica hasta el humanismo, resulta imperativo reconocer que, tanto la primera como el segundo han sido expresados en latín que, por lo demás, ha sido la lengua que ha moldeado y conformado la teoría filosófica moderna; desde luego se habla de un latín que se ha convertido,

cada vez, en más abstracto, es decir en menos vivencial y que, por lo tanto es difícil valorarlo sólo desde la vida, lo que finalmente ha devenido en que tal lengua se ha ido pareciendo más y más, con el paso del tiempo, a un escenario deshabitado o, para decirlo con mayor propiedad, a una especie de gramática especulativa. Seguramente, así como antes todas las tierras fueron para las legiones de soldados que hablaron latín, así después todas las tierras las heredó el cosmopolita sabio que se desempeñó en la misma lengua; antecedente éste que, siendo real, es parejo a ese afán tan actual de unificación y globalización del mundo. Puesto que las fronteras entre los momentos históricos son imperativas en un intento como éste, es preciso reconocer, ante todo, que el Renacimiento es un momento que resulta más fácil intuir que delimitar, se deja más presumir que precisar; mientras Giorgio Vasari,51 debido a un chauvinismo italiano, concluye la edad media con el trabajo de Giovanni Cimabue, en la segunda mitad del siglo XIII, otros concluyen la edad media hasta la clausura del Concilio de Trento en 1563, quedando en medio fechas tan señaladas y también citadas como límites, ejemplos: 1347-1349 en que tiene lugar la propagación de la peste negra, o bien la caída de Constantinopla en poder Turco a mediados del siglo XV, o bien el descubrimiento de América por parte de la Corona de Castilla al final del mismo siglo. No importan tanto las fechas ni la fijación de límites, sino el espíritu de una época borrosa y diversa que hereda algo que venía insinuándose desde tiempo atrás, tal cual es el enfrentamiento de la lengua griega y la hebrea en el territorio del latín, y dentro de esa pugna el esfuerzo por entrever, y por diseñar un horizonte posible que a veces es humanismo, a veces utopía, a veces reforma, a veces ciencia incipiente y a veces también escepticismo; frente a todo ello no hay que olvidar tampoco que si alguna idea se tiene del renacimiento es aquélla que llega como estética a través de ciertos personajes que, en un esfuerzo por representar al mundo de una forma nueva, no claudican en su empeño por saber ver (sapere vedere), como seguramente se pronunció en el italiano florentino de entonces. Es bien sabido que la ciudad de Florencia, la capital de la región Toscana, es una especie de fuente para el movimiento renacentista, algo parecido a lo que debió ser Atenas para la Antigüedad, un punto desde el cual se irradian luces; el texto que, acaso da mejor cuenta de esto es el ya citado de Giorgio Vasari, quien, además de ejercer una prosa lisa, clara y sencilla, muestra una gran familiaridad con el ambiente descrito, en tanto él perteneció a ese mundo, y al hablar de él está dando cuenta de lo propio. Se sabe que Vasari fue un pintor más de la Florencia renacentista, ha trascendido de su trabajo un retrato de Lorenzo de Medici en el que consigue no sólo pintar al modelo, sino más que a él a las tribulaciones del poder, al peso de cargar a cuestas la vida de muchos hombres; sin embargo el nombre de Vasari es más reconocido por lo que narró que por lo que pintó; puede afirmarse que éste es un libro en el que más allá de los datos y hechos que son obvios en una serie de biografías, lo importante es que da cuenta del ambiente de ciudad de Florencia, del ánimo y del temperamento a través del cual se relacionaban entre sí estos artistas, habla de su sencillez y de la inocencia casi infantil que los condujo a encontrar su lenguaje estético; y quizá de toda la colección de biografías las más citada y conocida sea la de Leonardo de Vinci, quien debió ser para el autor un personaje digno de una rendida admiración y veneración. Tal vez valga la pena referir un episodio de la vida de Leonardo para mostrar ciertas formas de ser distintas y contrastantes respecto al pasado, siendo esto lo que por ahora conviene: Leonardo es hijo de una campesina joven y sana, a quien el padre, un notario mayor que ella, ha buscado para tener un hijo, dado que en su matrimonio con una mujer vieja y estéril no los ha habido; los primeros años, como es natural, Leonardo los pasa con su madre, sin embargo al llegar el niño a la edad en que debe comenzar su educación el padre lo arranca del lado de ella, bajo la justificación de que la sencilla mujer campesina, por su propia condición, no podrá educarlo como él lo hará. Lo importante y lo que interesa de la historia es lo que hace el padre de Leonardo con el fin de educarlo ¿Qué hubiese hecho, en ese trance, un padre medieval? Sin duda, llevarlo a una comunidad religiosa, a un convento, a una abadía, a una orden religiosa; pues bien, lo que hace el notario florentino y padre de Leonardo, ya en el siglo XV, es algo bien diferente: lo lleva a un taller, acaso el más famoso de la Florencia de la época, al taller de Andrea del Verrocchio. 51

Artista florentino que redactó el famoso volumen conocido como Vidas de pintores y artistas, en el cual se narra vida de muchos de los personajes prominentes del período renacentista en Florencia y Venecia..

En esos lugares los jóvenes se educaban en hacer cosas útiles para el mundo de la vida, y en hacerlas con sus manos, como quien ya no se interesa por los ejercicios lógicos y conjeturales alejados de lo mundano y lo concreto, de modo que en estos talleres se hacían una gran diversidad de cosas, como utensilios para el hogar, como utensilios para el campo y la labranza, como objetos ornamentales y orfebrería e incluso se hacían obras de arte que han trascendido al tiempo y a diversas épocas. Quienes recibieron esta educación eran vistos con desdén por la tradición, es decir por aquellos otros hombres educados en los formalismos y rigideces de la ciencia medieval y, en ese tono desdeñoso, eran llamados L’uomo senza lettere.52 El hecho que importa es que estos hombres educados en lo mundano y a contracorriente con el pasado medieval fueron capaces de enseñar a Occidente a ver la realidad de otra forma, de acuerdo con artificios como el de perspectiva, por ejemplo, si se habla de la pintura y la expresión plástica. Esos hombres, desde su formación y sus fines atípicos, para el meomento deben ser considerados como emblemas del futuro y poseedores, si no de una sabiduría, sí al menos de unos propósitos enciclopédicos atravesados por preocupaciones variadas, cabe mencionar preocupaciones matemáticas, naturales, astronómicas, históricas, físicas, estéticas, evolutivas, etc. Los apuntes de un personaje como Leonardo, por la universalidad de sus intereses, resultan una amalgama inclasificable que pertenecen por igual a la historia de la ciencia, a la historia de la filosofía y a la historia del arte; y todo ello entendido como un conocimiento o una búsqueda secular, más que como teología; lo cual denuncia el surgimiento de una nueva, aunque incipiente, conciencia en el diseño del saber. La intuición que despliega el alma de Leonardo, que en definitiva es un alma de artista, capta la naturaleza como a algo vivo y, en primer lugar la representa a través de imágenes muy claras de la tierra, de los seres minerales, de los seres vegetales, de los seres animados y de los seres que piensan, y todo ello en un desborde de vigor, vitalidad y fecundidad que hasta entonces no se había conocido; y en segundo lugar intenta fundamentar todo ello imponiendo un silencio a las palabras y disputas conjeturales de la Edad Media e imponer en su lugar una, aún, imprecisa lengua funcional y matemática, de modo que en su trabajo resulta clara, por ejemplo, la búsqueda de una noción de causa mecánica. Este trabajo de los llamados hombres sin letras, por los primeros pasos de la ruta de la experiencia, es una inspiración y un antecedente innegable para los posteriores métodos de la ciencia, ya sean éstas humanas o exactas, sólo hay que considerar la importancia de los métodos matemáticos durante la modernidad; desde luego anuncios como el trabajo de Leonardo son discursos que cuentan con innumerables derivaciones y consecuencias de diversa índole, que tenderán un desarrollo que se irá viendo conforme este intento se vaya desplegando. Sin embargo, si convenía dar cuenta del espíritu general del Renacimiento a través de las anteriores y breves declaraciones; ahora se impone volver atrás en el tiempo y considerar el trabajo de Nicolás de Cusa, lo que implica, de algún modo, regresar al momento en el cual la ya moribunda Edad Media, por decirlo de alguna forma, todavía impone su agenda; como si se tratase de alguien que después de haber hipotecado su casa, de haber incumplido la obligación contraída y de haber perdido el bien hipotecado, todavía siguiese viviendo allí; Nicolás de Cusa es como un inquilino de la Edad Media que habita en esa vieja casa cuando ya todo el mundo sabe, incluido él mismo, que pertenece a otro. Conocido como el Cusano, por haber nacido en 1401 en la aldea de Cues, al resultar la expresión anterior de latinizar su nombre original: Nicolas Krebs, quien fue de estirpe germánica, hijo de un hombre con una cierta fortuna por responder a los nuevos modelos burgueses al poseer viñedos, pero siendo todavía protegido de una vieja casa de Condes, condiciones que, al darse al mismo tiempo, hablan por sí mismas de los aires de cambio de entonces. Se sabe que estudia leyes en Heidelber antes y en Padua después en donde se doctora en derecho canónigo, luego acompaña al Papa Orsini en su cacería de manuscritos, círculo en el que adquiere fama de hombre humilde y de pocas palabras, en ese ámbito se dice también que su griego era casi nulo y que su latín nunca deja de ser entrecortado y pedregoso, a pesar de lo cual es ordenado sacerdote más tarde, llegando a ser Dean de Coblenza. Su hora llega cuando un tal obispo Manderscheid lo toma como abogado y lo envía a Basilea a defender su causa, en donde impresiona a los padres que dirigen el concilio a golpe de talento, 52

Expresión italiana que significa hombre sin letras, y que se hizo muy famosa en los días del Renacimiento.

atrevimiento y originalidad, al grado de hacerse necesario para transmitir los resultados del cónclave ante el Pontificado romano y la Ortodoxia griega; sin embargo su horizonte no se queda ahí, sino que alcanza hasta el Islam, llegando incluso a ser conocido hasta por los franciscanos instalados en Bizancio. De regreso y en plena travesía por el Mediterráneo recibe, según él mismo lo cuenta, del Padre de las luces, el Principio de coincidencia de los opuestos, que será la base para su obra más significada: De Docta Ignorantia o Sobre la Docta Ignorancia. A su regreso a Italia, ya con otro pontífice, recibe el púrpura cardenalicio y se desempeña en Roma; luego es obispo en el Tirol, mientras Constantinopla cae en poder de los turcos, lo cual lo lleva a trabajar sobre el asunto de la paz como el fin de la política. Más tarde, ya en tiempos del Papa Pio II, su colega e íntimo de los días de Basilea, le es entregada la administración de los Estados Pontificios, al servicio de este cargo y de este amigo poderoso muere en el año de 1464. Ciertamente, hay que reconocer que Nicolás de Cusa es importante por varias cosas; en primer lugar porque, moviéndose en los aires otoñales de la Edad Media y la Escolástica, fue quien más claramente, desde ahí, atisbó el futuro horizonte moderno; en segundo lugar porque su trabajo contiene los primeros trazos de lo que más tarde llegará a ser conocido como Idealismo alemán, por lo que Hoffman lo reconoce como el auténtico fundador del pensamiento germánico;53 todo lo cual convierte al Cusano en un punto indispensable para dar cuenta de la continuidad en la historia de la ideas. Si se ha atendido a su vida de forma especial es porque él es uno de los mejores ejemplos para ilustrar la obra desde las circunstancias vivenciales, quizá porque, como ha sido dicho, su trabajo proviene directamente de los aires que corrían, como el final de algo y el comienzo de lo siguiente. Haber comenzado como un estudiante de leyes no parece muy importante a la ley de la obra posterior, sin embargo, de no haber sido por las puertas que le abrió el estudio de la ley, no habría sido posible para él palpar los asuntos de su tiempo, que clamaban por una traducción a otra lengua, a la lengua de un pensamiento radical. El asunto que había marcado a agenda medieval era, como se ha visto, la consideración acerca de la posibilidad humana de llegar a la esencia divina, la de construir ese nexo considerado, entonces, indispensable, dado entre la infinita potencia de Dios y el microcosmos humano: única entidad para quien es posible la proximidad con aquel límite infinito; es preciso recordar que la consideración de la distancia o diferencia entre Dios y el hombre, que puede ser trastocada a la consideración de la distancia o diferencia entre lo innombrable y el mundo, ha llegado a un desgaste al final del período medieval, por lo que requería ser formulado de nuevo, por lo que requería ser recompuesto. ¿Cómo hacerlo? Nicolás de Cusa, enterado de las urgencias de su época, intenta responder a esta pregunta atendiendo únicamente a lo que podría llamarse: presupuestos ciertos o realidad tal cual; de modo que frente al problema de de la distancia o diferencia entre lo lógico y lo terrenal, él atendió menos a metáforas como la encarnación del verbo y más a la fuerza intelectual. Así el inicio de su ruta está marcada por una orientación que lo aleja de una autodeterminación del saber, entrelazando de un modo negativo a la noción de Dios por un lado, con la noción de conocimiento por el otro. Tal vez otra forma más fácil de decirlo y, además, más cercana a la noción de Docta Ignorantia,54 sea indicar que con el Cusano ya no se trata de conocer lo visible por lo invisible, lo natural por lo sobrenatural; de modo que frente a ésta es la noción de Docta Ignorancia lo importante es entender de qué forma sucede esto, para responder es preciso volver a lo que se insinuaba antes e intentar entender las cosas en base a la precariedad, parcialidad y fragmentación que el fin del Medievo y la crisis mencionada han provocado; es decir, en palabras sencillas, que la Docta Ignorancia es un intento por conocer, pero entendido al margen de los afanes trascendentalmente absolutos de la Edad Media; más bien una especie de conocimiento entendido como su precariedad, parcialidad y fragmentación insalvables, no como logro absoluto, sino como la suspensión de la ambición de un conocimiento absoluto, como la imposibilidad de ese carácter absoluto en cualquier modalidad y esfuerzo por conocer. 53

Hirschberger Johannes. Historia de la Filosofía I. Editorial Herder S. A. 1985. Pág. 450. Tal es el nombre de la obra fundamental de Nicolás de Cusa, cuya traducción en castellano es Sobre la Docta Ignorancia. 54

El conocimiento, del cual aún acaso no se puede hablar en sentido estricto, para Nicolás de Cusa es la abolición de los deseos absolutos y, por lo tanto es una disciplina de la imposibilidad o, para decirlo con sus palabras, una ciencia de la ignorancia.55 Hay que remarcar lo que, de algún modo, podría llamarse cierta honestidad intelectual en el Cusano, una cierta honestidad intelectual teñida por la virtud de la humildad, al aceptar que los logros del hombre no pueden ser absolutos y que su condición irremediable e irrenunciable es la ignorancia, eso sí, convertida en docta, al ser capaz de advertir la dimensión de su anhelo insatisfecho. Quizá el término más reiterado, más rescatable y más típico en el trabajo de Nicolás de Cusa sea: conjetura, en acuerdo a su renuncia al saber absoluto y a la carga de verdad relativa de tal palabra. Además de que lo dicho respecto al Cusano ya sería suficiente para justificar que su trabajo alcance dimensiones de real importancia en una historia del pensamiento; es necesario indicar que su obra marca el inicio de la andadura de la Filosofía hacia el mundo moderno, en cuanto a la subjetivo y lo objetivo; dicho de una forma más clara habría que indicar que el objeto al que dirige su mirada Nicolás de Cusa ya no es el espíritu exterior que es el Dios cristiano, sino que su mirada apunta prioritariamente hacia el espíritu interno de la propia conciencia; su principal objeto es ya la conciencia que le pertenece, y no otro elemento ajeno y externo; esto será de importancia capital y determinante para la Filosofía moderna, al grado de que nunca será suficiente todo lo que se insista en ello. La erosión provocada sobre las confianzas absolutas, con Nicolás de Cusa, llegan a lo social y lo político devastando la confianza en una sociedad perfecta moldeada y fundada sobre el modelo de la Iglesia; en este renglón, como antes ha sucedido en el conocimiento, sólo puede perseguirse una aproximación, siempre incompleta; al devastar la antigua fe en la añeja Ciudad de Dios,56 el ámbito social y la política reclaman, de nuevo, una refundación. El desgaste del asunto religioso llega a su momento culminante y a su punto máximo con la Reforma Protestante; todo aquello que se ha venido acumulando como erosión, desencanto e insatisfacción desemboca en este momento y punto para dramatizar de forma tremenda la vida espiritual de Occidente. En la medida en que la Reforma Protestante es una reacción contra los usos, hábitos y maneras que se han cimentado en Roma y, concretamente, en el papado, es un movimiento que surge mayormente en regiones nórdicas, alejadas de los horizontes mediterráneos; en el mismo tono, también, es importante indicar que la reforma se formula, a la vez, como una rebeldía contra la lengua de Roma, contra al viejo latín que ha sido, no sólo una lengua imperial y pagana en la antigüedad, sino eclesial y cristiana durante la edad media. El latín ha sido una lengua que, con el paso del tiempo, se ha perfilado como depositaria, no sólo de la cultura proveniente desde los griegos, sino también de un gran poder político, lo cual ha sido una realidad diáfana y clara desde siempre; ahora bien, lo notable es que ha seguido siéndolo durante la edad media, conforme la iglesia de Roma ha ido ejerciendo cada vez más el poder político; como consecuencia de lo cual, y esto es acaso lo más importante para la historia del pensamiento, esta lengua latina ha llegado a ejercer un enorme poder cultural, al grado de ser la única y exclusiva expresión del saber. El nombre que capitanea al movimiento reformador protestante es un nombre germánico: Martin Luther, que al ser latinizado deviene en Martín Lutero, como su nombre, él fue un personaje profundamente germánico, oriundo del centro de Alemania, de la región conocida como Turingia; descendiente de agricultores prósperos, nacido en 1483, al año siguiente su padre deviene en arrendatario de una mina y de un taller de fundición, lo cual denuncia e informa acerca de que su familia disfrutó de cierto acomodo; y ya se sabe, una familia en ascenso y un joven tesonero son capaces de grandes cosas. Al inicio los estudios de Lutero son seglares, seguidos en Magdeburg, Eisenach y Erfurt, siempre de forma brillante, más tarde se hace monje hasta ordenarse en 1507 y doctorarse en 1511 en la universidad de Witemberg; el interés y la aplicación de los cuales su familia ha sido ejemplo lo

55

Si se hace un esfuerzo por interpretar el título de su obra: Sobre la Docta Ignorancia, habrá que entender que la única ciencia posible para el hombre es la que se ocupa de lo propio, de su condición última: la ignorancia. 56 Tal es el título con que San Agustín, alrededor de mil años antes del Renacimiento, entrega no sólo un modelo político, sino también una teoría de la historia.

lleva a comentar los Salmos y las Cartas de San Pablo, y finalmente a situarlo como prior de un convento. El debate sobre el tema de las indulgencias lo guía a comentar por escrito y desde el púlpito acerca de la corrupción de la iglesia de Roma, y también acerca de algo quizá más grave, como es la corrupción en el alma de los fieles quienes, pagando, confían alcanzar el perdón. Como consecuencia de lo anterior el período de 1517 a 1520 es el de formulación de la reforma; luego su actividad se reparte entre ataques, defensas y disputas, que llegan a consecuencias graves y penosas como la guerra del campesinado; hasta obtener al final de su vida algunos apoyos políticos para la reforma, muere en 1546. Filosóficamente debe ser considerado como más platónico que agustiniano, y menos aristotélico que tomista, rara combinación, aunque aquí hay matices y concesiones porque, por ejemplo, no considera al cuerpo como algo despreciable y prescindible, sino como un elemento para poner en práctica el conocimiento adquirido por el alma y para promover la fe conseguida por el espíritu. También es importante entender que la influencia decisiva para Lutero no viene de ningún filósofo, sino de la escritura sagrada y, dentro de ella, lo que más determinó su labor fue el trabajo epistolar de San Pablo; de ahí que, desde sus primeros trabajos remarca la oposición sacada de esas cartas entre la ley lejana y remota entendida como surtidora de buenas obras y la gracia proveniente de la misericordia, la fuente más directa de esta noción es la afamada carta que San Pablo dirige a los romanos, en donde la gracia sin ser capaz de abolir el mal, al menos no lo atribuye o imputa a quien cree;57 esta oposición teológica está llamada a marcar la agenda no solo renacentista, sino también barroca. Dentro del trabajo protestan de de Lutero esa controversia y su decisión a favor de la gracia ha de entenderse como un alegato a favor del evangelio y en contra de la ley vieja de Moisés y del legalismo nuevo de Roma. Otro asunto fundamental y de gran trascendencia que surge, para el porvenir de la Filosofía, con ocasión de la rebeldía protestante, es el derivado de una de sus disputas más famosas, conocida como la disputa de Leipzig, la que se inicia como una toma de partido en torno a la iglesia, alrededor de la indagación acerca de por qué ha de considerársele como una comunidad de elegidos, es decir que la cuestión gira en torno a qué cosa convierte a los miembros de la iglesia en especiales o en señalados por el dedo divino, como si fuesen los escogidos. La respuesta usual, seguramente, alude al conocimiento de ciertos contenidos capaces de convertir a quien los posee en elegidos o especiales; pues resulta que eso tan valioso capaz de transfigurar a alguien, para el caso concreto del cristiano, es el contenido de la escritura del libro sagrado, la cual debe entenderse, según la iglesia de Roma, en apego al magisterio que ellos dictan, que es uno y, por lo mismo, único. Este carácter único de la interpretación de la escritura es lo que Lutero pone en duda, en la medida en que tal interpretación no depende sólo del texto, sino también de la individualidad, circunstancia, historia cultural y personal de quien interpreta. Debe entenderse que esta postura marca un punto de ruptura con el poder espiritual de Roma y socaba de forma profunda los fundamentos del poder que la iglesia católica ha ejercido como conductor de la conciencia de la conciencia del hombre en Occidente durante la edad media. No hay otro punto más claro ni otra razón más lícita, que asista a la reforma protestante, que este derecho a la propia interpretación, ni tampoco otro paso más decisivo hacia lo que hoy se postula como razón hermenéutica. Respecto a lo que podría llamarse la importancia política de Lutero hay que entender que él fue más un teólogo que un filósofo, no se diga que un político o un pensador social; él sigue pensando, como lo han hecho los medievales, que el poder es divino y que sólo éste somete a los hombres y, en consecuencia, su conclusión transita de la forma siguiente: si Roma ya no obedece a Dios, por haberse corrompido, no tiene por qué tampoco seguir ejerciendo poder entre los hombres, como si su propio pecado la hubiese deslegitimado. El segundo nombre capaz de dotar de otra cara, como si de una moneda se tratase, a la reforma protestante es un nombre francés: Jean Calvin, que latinizado devino en Juan Calvino, originario de la Picardía en el norte de Francia, e hijo de un recaudador fiscal del Obispo, nace en 1509. Su desempeño de niño discreto le vale la obtención de una beca, así llega a ser maestro en artes; más tarde llegará a ser asiduo oyente de los lectores regios del futuro College de France. 57

Nueva Biblia Española. Ediciones cristiandad. 1986. Pág. 1750.

Su primer escrito es un comentario al Tratado sobre la Clemencia de Séneca, es éste un texto plagado de citas bíblicas; durante esta época, alrededor del 1533, sus posiciones son cercanas a las de Erasmo. Después de la noche del 17 al 18 de octubre de 1534 debe abandonar el reino, porque se le relaciona con los activistas luteranos que han colgado pasquines en la región de Amboise y en el palacio del Louvre, así es como de Anguleme llega a Ginebra, que será su patria adoptiva, desde allí, en un acto de ironía rebelde durante 1536, dedica a Francisco I su Doctrina del Cristianismo. Pocos años después acontece el famoso caso de Servet58 que, acaso permite comparar al calvinismo ginebrino con la más feroz inquisición católica; de modo que su presencia e influencia dentro de las iglesias suizas reformadas es crucial. La vocación principal de su pensamiento fue orientarse hacia una suerte de saber práctico que se muestra, la mayoría de veces, en limitar la Filosofía a lo que puede llamarse: la inteligencia de las cosas terrenales; de modo que, como sucede en las líneas generales del protestantismo, en Calvino hay también una simpatía mayor por la Patrística agustiniana que por la Escolástica tomista, por lo que al ser el individuo una de las cosas terrenales, la meditación agustiniana sobre la libertad y el libre albedrio, deviene, en el caso de Calvino, en una especie de formulación del sujeto moderno, y así, el conocimiento de Dios debe conducir al conocimiento de sí y a ser guiado por vía de la conducta y el comportamiento a su aclaración y a su encuentro. Si con Lutero la reforma había caminado a temas más teológicos, con la preocupación de Calvino por el individuo y su dimensión ética el protestantismo camina hacia la cosecha de los frutos políticos de la fe; ello se refleja en el concordato celebrado en Ginebra entre el consejo de la ciudad y los pastores, modo de cristalizar una tendencia puritana, que llega como gran influencia a Holanda y a regiones más lejanas como Escocia y los Estados Unidos de Norteamérica. Sin embargo, las inquietudes y los afanes protestantes no fueron los únicos que fluyeron y campearon por el Occidente renacentista, también lo hicieron con gran decisión y vitalidad algunos matices del viejo catolicismo romano; principalmente aquéllos originados y venidos de la España eufórica y triunfalista por haber unificado el territorio de la península finalmente bajo la corona de Castilla, por haber expulsados a los moros y por descubierto América. Como consecuencia de la importancia que adquiere la corona castellana, la infanta Juana, hija de Isabel y Fernando es casada con uno de los herederos de la familia más importante de Europa: la casa de Habsburgo, siendo en torno al hijo de ambos, el conocido como Carlos V, que se funda el más extenso y poderoso imperio moderno: el imperio católico español, para el cual cuidar el catolicismo romano es tan importante como mantener y hacer crecer el propio imperio o, acaso sea más preciso afirmar que cuidar la fe católica y el imperio son lo mismo y un solo fin. Todos, o al menos una gran mayoría de los textos españoles del período que va del siglo XVI al XVII, ya sean ley, filosofía, poesía, prosa, liturgia y hasta imagen pictórica van decididamente tras aquel fin; y es ésta la contracara del protestantismo. Si bien es cierto que la mayor potencia del castellano no se revela en el pensamiento, durante esta época hay algunos personajes que los desmienten. Francisco de Vitoria, vasco como lo señala su nombre, bien puede ser considerado como el primer teórico del anticolonialismo; profesor en Salamanca y París, amigo de Erasmo, editor y comentador de la Suma Teológica, académico más conocido por esto que por su defensa de los nativos; quizá por ello se muestra tan atento a la ley natural como es discutida en el ámbito escolástico. Asesor de Carlos V, consultor del concilio de Trento y del Papa, hombre de gran influencia al ser escuchado y atendido por los personajes más poderosos del mundo de entonces, sus opiniones fueron decisivas sobre los asuntos de mayor actualidad, como el límite entre el poder civil y el poder eclesiástico. Según Vitoria, si un animal está dotado de razón hay la posibilidad de orientarlo políticamente hacia fines nobles y el bien común, desde convicciones como ésa determina los contenidos de temas clásicos como la libertad, la igualdad, la justicia, el trabajo, etc., que más tarde llegarán a ser de gran importancia. Al ser un creyente en el legalismo y en los poderes de la ley, quiere ver al emperador católico como el defensor de los indios, siendo su trabajo una suerte de versión teórica de lo que Bartolomé de las Casas (ambos fueron frailes dominicos) intenta con ferocidad frenética en el campo concreto. 58

Miguel Servet es un famoso naturalista español que, al realizar los estudios necesarios para derivar la doble circulación de la sangre, es condenado a muerte por el calvinismo de Ginebra.

Diferentes son las inquietudes de otro vasco, contemporáneo de Vitoria, militar de profesión es Ignacio de Loyola, a quien de poco le sirve desmontar de su caballo y colgar su espada detrás de una de las columnas del altar de la Virgen de Montserrat, porque a pesar de hacerlo conserva todo su ardor militar y combativo. Fundador de la Compañía de Jesús u Orden Jesuita y autor de los ejercicios espirituales, dos empresas encaminadas a crear una verdadera milicia llamada a dotar al Papa de un cuerpo de hombres a su servicio, todos ellos con pleno dominio de sí mismos, lo cual parece un fin desmesurado, por lo que tal vez sea mejor decirlo de manera más sencilla: de dotar al Papa de un cuerpo de fieles soldados. Misioneros atrevidos y educadores hábiles, que buscan a través de la educación de la voluntad, entendida como fuente de buenas obras, ser merecedores de la gracia de Dios y oponerse a la creciente ola protestante, de modo que los jesuitas son conocidos, desde su origen y dentro de las querellas, barrocas como contrarreforma. Famoso es el trabajo sobre el libre albedrío y la gracia de Luis de Molina, jesuita español de las primeras camadas, su trabajo es el punto en el que comienza a configurarse la posición del catolicismo contra reformista contra la incipiente teología de la reforma; de manera sencilla puede decirse que la postura de Molina arranca de la lealtad a Santo Tomás de Aquino y la escolástica, quien había entendido, acaso de una forma más filosófica que teológica, que la primacía mundana está en los acontecimientos porque son éstos los que marcan el tiempo del mundo, aunque Dios los perciba de forma diferente, en la medida en que suceden en la mente divina, es decir que a pesar de que el acontecimiento sean una cosa distinta para el hombre y para Dios algo se comparte, de ahí la importancia de lo que llamará teología de las obras. Así las cosas, llegan al dominico español Báñez, quien endurece la posición católica al determinar todo por una vía en que la gracia divina deviene mecánica, por la ruta de la necesidad lógica que transita de la causa al efecto, llegando a una suerte de gracia suficiente, fundada en el principio lógico que ostenta el mismo apellido. El tono de Báñez, no sólo es más determinado, duro y resuelto que el de Molina, sino que, de cierta forma, también llama más a la militancia. Finalmente, alguien con más elegancia que rigor, con más organización que creatividad formulará estas posturas de forma definitiva, él es Francisco de Suarez, otro jesuita español que transmitirá, a través de sus Diputaciones metafísicas, las líneas generales que llegarán hasta Descartes y Leibniz; quizá, dicho de forma muy general, Suarez intenta sumarse a la tradición que lo antecede y que viene desde Molina, mostrando, una vez más, su lealtad al pensamiento de Santo Tomás de Aquino y su descontento frente a los postulados de Ockham, de acuerdo con lo expuesto en Afuera del Monasterio, dentro de este trabajo. Sin embargo, al lado de ese pensamiento católico formal existe otro pensamiento español, desde luego, también católico, pero esta vez no escolástico, sino literario, tan vital como aquello que es profunda y decididamente creativo, un pensamiento que, sin temor a estar exagerando, puede ser llamado un canto espiritual. Por privilegio a esa espiritualidad no se tratará aquí la poesía de Góngora o Quevedo, ni la escena de Calderón o Lope, ni la prosa de Gracián o Cervantes, de todo lo que habría mucho que decir, de modo que todo quedará ceñido a la poesía mística. El primero es un fraile agustino de nombre Luis de León, de quien se dice: su sangre no era del todo limpia, tenía una abuela judía; profesor en Salamanca, hebraísta, helenista y latinista notable, algunas de sus traducciones son piezas memorables reeditadas muchas veces hasta el día de hoy. Parece como si todo lo contemplase Fray Luis de León con mirada de artista, y como si el lenguaje aplicado a traducir esta mirada fuese no sólo capaz de aglutinarlo todo, sino más aún de revelarlo con encanto. Siempre pendiente de la lengua, Luis de León confiere una noción del castellano como si esta lengua pudiese campear por la realidad sin obstáculos ni pasos de peaje, desde las regiones más abstractas hasta las más concretas, y lo importante es que escribe para tal efecto y con tal resolución. Quizá por tratarse de espiritualidad es que una mujer ha podido sumarse a esta lista de españoles capaces de expresar asuntos de la Filosofía en un lenguaje original y sorprendente, ella es Teresa de Ávila, en su juventud una asidua lectora de novelas de caballería, como el más famoso personaje de la ficción española de la época y, ciertamente, de cualquier época.

Teresa ingresa al convento a los veinte años en busca del vacío espiritual, los jalones por el deseo del absoluto en ella son tremendos, los que, sumados al gusto por el mundo, poco a poco, van situando en el centro de su trabajo a la figura de Cristo, convirtiéndola, como ella misma lo dice, en una nave tranquila sobre un mar embravecido. Es ella una mujer con la suficiente destreza como para dar cuenta de sus estados interiores, a través de un juego simbólico de cursos de agua, de declives de jardines, de casas altas y bajas, niebla que enturbia el camino, lluvia que ablanda el suelo, todo para describir una paciente peregrinación y penosa ascensión por las moradas;59 su lenguaje lleno de heroísmos y ardores quiere nombrar ciertos instantes en que, como si de la lívido se tratase, espasmos y sacudidas separan el cuerpo y el alma lo suficiente como para que sea la experiencia más singular; de algún modo todo, todo parece obedecer a la tradición que viene del Cantar de los Cantares60 y, quizá de la renombrada traducción que de esto hiciera Fray Luis de León. Sin embargo, no toda la imagen que de ella ha quedado es la de la amante exaltada, también fue una mujer con los pies en la tierra en tanto como organizadora, al morir, dejó quince conventos en funcionamiento de la orden que había fundado, actividad de la cual da muestra una correspondencia que transita entre intrigas a veces con determinación, a veces con ironía y a veces con malicia. La misma carta de navegación es la que guía a Juan de la Cruz, hombre sencillo que de niño ha conocido la pobreza y ha sido aprendiz de carpintero; su fervor religioso lo lleva a sentir insatisfacción con las reglas mitigadas, lo cual sacia al conocer a Teresa de Ávila y a la regla reformada de su orden, su paso por prisión acentúa su vocación, no sólo de religioso, sino también de poeta; su ruta mejor de lo que cualquiera podría decir está dicha así por el mismo: En una noche oscura Con lances en amores inflamada ¡Oh dichosa ventura! Salí sin ser notada Por la secreta escala disfrazada Sin otra luz y guía Sino la que en el corazón ardía.61 La fecundidad lírica es, sin lugar a dudas, la identidad intelectual de San Juan de la Cruz, que parece rehuir la formalidad escolástica que ha nutrido desde la Edad media al pensamiento occidental. Habría que entender que así como, por un lado, el protestantismo renueva la agenda religiosa que viene del tomismo, por otro lado, y, sin romper con Roma, esta poesía mística española lucha también por renovar esa vieja agenda. Su poesía es una educación que busca eludir las mediaciones y, a lo mejor los tortuosos caminos lógicos y causales de la escolástica; como, a su modo, ha querido eludirlos la posible diversidad de interpretaciones abierta por la heroica traducción de la Escritura a la lengua alemana, ejercida por Lutero. Si hacia algún lugar conduce la poesía de Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz es a la luz destellante que enceguece al ojo no advertido por los avisos, prudencias y cuidados de la lógica. De tal forma, para llegar al mundo moderno, se ha dado la vuelta a algunas ideas, pliegue sobre pliegue, desde la vieja y remota bitácora medieval; de modo que la modernidad se fundará sobre los rizos y las sombras del barroco, como se irá aclarando de aquí en adelante. Antes de que esto llegue, aún será necesario cumplir con algunas estaciones de paso, de las cuales la primera y más evidente es un hombre que osciló entre las nuevas maneras religiosas y la lealtad al pasado, su nombre fue Desiderio Erasmo, su ciudad fue Rotterdam y su cultura fue variada. Hombre cosmopolita, como el prototipo moderno, aclimatado a diferentes aires, clérigo de la orden de San Agustín y ordenado en el emblemático año de 1492; su amistad con Sir Thomas Moro, seguramente, lo informa acerca del dramatismo del tiempo en que le toca vivir, enseñanza que asume tratando de mantenerse al margen y, tal vez por encima de las confrontaciones de la época, deplorando y hasta despreciando los usos y abusos que, de las devociones, se han hecho, se hacen y, presumiblemente, se seguirán haciendo. 59

Santa Teresa de Jesús. Obras Completas, Moradas del Castillo Interior. Biblioteca de Autores Cristianos. 2006. Nueva Biblia Española. Ediciones cristiandad. 1896. 61 San Juan de la Cruz. Obras Completas, Poesías. Biblioteca de Autores Cristianos. 2005. 60

Erasmo es un maestro de la ambigüedad y el Elogio de la Locura, su obra más famosa, es un gran ejemplo de ello, al ser una crítica y un elogio al mismo tiempo; la locura, al ser hija de Plutón, lo es del dinero, que conduce asuntos públicos y privados sin excepción, pero a la vez la locura es una diosa que dirige un desfile de locos, a quienes somete a una crítica mordaz porque se dicen listos y sabios, sean éstos príncipes, comerciantes, políticos, monjes, clérigos o pastores; el tema es que por la locura va caminando la sabiduría; de modo que, como todo está inspirado en la locura, acaso todo, tal cual se ha creído, viene de Cristo, quien pudiendo ser rey del mundo prefiere una inversión dialéctica, prefiere la humillación, la pobreza y el castigo. A través del trabajo de Erasmo puede verse claramente que si una cosa es algo, ello no impide que también sea otra cosa, que también sea su contracara, ejercicio que bien puede entenderse como una suerte de escepticismo mordaz y sarcástico. La violencia e intolerancia de su tiempo es lo que más odia y lamenta, siendo, sin duda, lo que lo lleva a una soledad sin afiliaciones expresas, como lo lleva también al tono irónico y ambiguo de su escritura, al grado que aquel famoso lienzo de Peter Bruegel62 llamado Ciego guiando a otros ciegos, recuerda su obra. Otra veta notable del pensamiento renacentista es aquél que, una vez más, se opone a las viejas convicciones medievales, pero esta vez ya no argumentando de una forma humanista, sino más bien de una forma que anuncia a la cercana ciencia moderna, ya por surgir. El nombre más recordado dentro de esta tradición es Giordano Bruno, quien pronto en Italia llega a ser un sospechoso fraile dominico, por lo que huye, teniendo así oportunidad de recorrer la Europa de su tiempo y, por ello de conocer comunidades reformadas; la tentación de volver a la tierra lo hace confiar en la tolerancia veneciana, en donde es apresado, para luego ser extraditado a Roma, lugar en que es juzgado, torturado y ejecutado. De su juicio no se conservan todos los autos, aunque sí los suficientes para saber que, a pesar de que tuvo sus horas de fragilidad, al final se negó a retractarse. Bruno fue un escritor más vigoroso que riguroso y, quizá sea el lenguaje lo más notable en él, toda vez que descubre el pensamiento de Copérnico, éste le permite ampliar su noción del universo, pero debido a su marcada vocación por el lenguaje rehúye la expresión empírica y matemática, por lo que este entusiasmo sigue manifestándolo en términos aristotélicos y, más bien, escolásticos, aunque, en el fondo y bien entendidas las cosas, el trabajo de Bruno debe ser entendido como un ataque al aristotelismo y a la escolástica. En las disputas que Bruno mantuvo con matemáticos, físicos, astrónomos, luteranos y calvinistas se deja ver un espíritu inquieto, disparejo y volcánico que comenzaba por ser admirado y terminaba por ser aborrecido. Contemporáneo de Bruno, aunque esta vez inglés, es Francis Bacon, hombre práctico que llega al cargo de canciller, del que debe renunciar al ser probado en su contra el cargo de un soborno dado a unos litigantes. Al contrario de Bruno, éste sí que privilegia la primacía empírica y los fines prácticos, acentúa con gran énfasis y hasta en tono ufano la importancia del experimento y de la inducción, en un afán por mostrarse como estandarte de una nueva era. Todo lo que parece interesarle es la aplicación práctica del conocimiento, de modo que su punto de llegada es la ecuación siguiente: saber más es igual a poder más, así es como toda la suerte de la raza humana está, para Bacon, en aprovechar, en tener, en poder, y todo esto apuntando a lo tangible y lo concreto. Pero, más allá de las militancias, de las nacionalidades, de los chauvinismos, de los furores o de las exageraciones el renacimiento produce, como su momento culminante, a un hombre audaz en su prudencia, a un hombre de gran atrevimiento y de gran cultura; su nombre es Michel de Montaigne, su nacionalidad francesa, aunque Francia aún no existe como república, su raza es judía, a pesar de lo cual recibe una educación de clérigo, en la que el latín predomina antes que cualquier lengua vulgar; fue también un hombre público que llegó a ejercer como alcalde Burdeos, durante la segunda mitad del siglo XVI llega a viajar por Alemania, Suiza, Italia y España, lugares de los que recoge anécdotas para su libro; Montaigne llamó como su hijo mas acariciado y añorado, al retiro y descanso en su biblioteca para redactar ese libro, para así y allí: pintarse a sí mismo.63

62 63

Famoso pintor flamenco contemporáneo de Desiderio Erasmo, precursor del barroco. Montaigne Miguel de. Ensayos. El ateneo editorial, 1968. Pág. 11.

Llama a su libro Ensayos porque no cree poder decir algo definitivo, sino sólo tratar, intentar, ensayar decir algo, Montaigne rehúye como nadie el tono de la sapiencia, de la seriedad y de quien busca discípulos, como si desease no interferir con quien lee, para que éste elija con la menor presión, quizá por esto su estilo puede entenderse como un abanico de citas. ¿Cómo alguien puede adjudicarse la carga de otro crea o no crea? Parecen preguntarse los ensayos y la escritura de Montaigne. No cree en la fuerza ni en la ética ni siquiera en la justicia, porque ve en ellas, más bien esclavitud, costumbre y acomodo; por ejemplo, en la conquista y evangelización de América, que está sucediendo entonces, ve una grave desnaturalización de algo que, acaso valdría la pena conservar, y de lo cual la vieja Europa sólo abusa con toda clase de crueldades para aniquilar la bella pureza de una ingenua inexperiencia. Del mismo modo, Montaigne confía en haber visto a muchos artesanos más sabios que los rectores de universidades, en tanto la vida sencilla es el pasaje más seguro a la felicidad, lo que lleva las conjeturas de su escritura a que no es posible educar al hombre, sino sólo describirlo. Considera que resulta aconsejable no ser muy rebelde y que someterse a la autoridad religiosa puede tener sus ventajas, sin importar tanto a cuál de ellas, porque, en términos generales, todas tienen apariencias comunes: la esperanza, la pertenencia, la tradición, la fe, las fiestas, el rito, la ceremonia, la penitencia, el arrepentimiento, el sacrificio, etc., de modo que siendo una, no importa mucho cuál; hay que decir que esta postura puede tener que ver con lo sabido: que su familia era de judíos conversos. Montaigne es un hombre distante y escéptico que parece mantener su frialdad ante todo, salvo ante una cosa que es capaz de llevarlo a que su sangre se detenga y se afija, esta cosa es la muerte y con ella los temas del olvido, el pasado, la memoria, como quien responde antes a la tradición que al presente, como quien ha aprendido antes latín que una lengua viva, como quien ha construido una obra y una escritura propia a partir del pasado, es decir de cánones, de acercamientos y de citas, en fin como quien encuentra la verdadera dimensión de lo propio y de lo auténtico en la lengua en tanto herencia, o sea en algo cargado de tiempo y de tradición. Por fin, y no porque sea el último, sino más bien porque vale la pena terminar como se comenzó o, mejor dicho, porque vale la pena comenzar con lo que se comenzó, es preciso volver al punto más emblemático del Renacimiento: a las horas florentinas, a esa ciudad capital de la Toscana y a un personaje que no en el arte, sino en la ciencia social y en la política es capaz de tomar el pulso a su entorno y a su tiempo, su nombre el Nicolo Machiavelli o Nicolás Maquiavelo. De cierto modo, puede decirse que en el fondo hay un acuerdo entre Maquiavelo y los artistas que fueron sus contemporáneos, y que fueron capaces de hacer de la fama de Florencia algo tan perdurable; y esto común es que, tanto él como ellos trataron de encontrar en los asuntos que los ocuparon, por distintos que fuesen, la fuerza de la naturaleza como el determinante motor y guía capaz de conducir y articular las cosas. Poco se sabe de la infancia y juventud de Maquiavelo, pero sí se sabe que deseó una patria fuerte, y hay que entender que patria en la Italia renacentista significa ciudad o, más bien dicho ciudadestado al estilo de la polis de la Grecia antigua, deseo lícito ante la realidad débil y frágil de la Florencia del Renacimiento, que se desgastó en luchas infructuosas contra su vecina Pisa, en pugnas entre intereses familiares, en la lucha fervorosa de Savonarola, el fraile dominico rebelde contra el Pontífice de Roma, una ciudad débil frente al creciente poder del enorme y aplastante Imperio español, frente a la influencia del poder de familias como los Borgia; en medio de todos estos sucesos Florencia es cada vez un escenario más vulnerable. Al perder su cargo de secretario por verse comprometido en un complot contra los Medici es arrestado y después desterrado, ese destierro le sirve para meditar sobre esa dramática historia de la Florencia reciente a la luz de la gloriosa historia del Imperio romano anotada por Tito Livio. Al Papa Borgia Alejandro VI lo ha sucedido el Papa soldado Julio II, quien a pesar de su ánimo marcial favoreció al arte como nadie lo ha hecho, al hacer trabajar a Miguel Ángel y a Rafael en las capillas y estancias del Vaticano, y éste es sucedido, a su vez, por el Papa Medici León X, quien prepara el protectorado para su sobrino Lorenzo de Medici, conocido como el Magnífico, personaje que será el destinatario del famoso Príncipe,64 toda vez que muerto el verdadero destinatario, su hermano Giuliano, el poder recae en él. 64

Tal es el nombre del libro referencial de Maquiavelo, que éste escribe en parte para congraciarse, después del destierro, con la familia que gobierna Florencia.

La experiencia parece haberle enseñado a Maquiavelo que estos hombres de poder prefieren su pluma a sus consejos, por lo que, con alguna decepción se decide a dárselos por escrito y reunidos en el Príncipe, texto cuya virtud parece ser la de estar dirigido no a quien es el hombre de poder, sino más bien a quien quiere serlo; la psicología más profunda diría que el Príncipe no está dirigido el yo del gobernante, sino más bien a su yo imaginario. El énfasis en que haga grandes cosas, en una ruta de éxitos, sin que no importe nada más que eso sigue una línea clara en ese sentido, que atiende prioritariamente al cultivo de la imagen de sí; dada esa premisa, la pregunta es ¿Qué se gana con esos consejos que van hacia el gobierno depositado en el deseo de alguien, a cambio de que esté depositado en la virtud? Vistas las cosas de acuerdo con un sentido clásico o de acuerdo con un sentido cristiano habría que decir que no se gana nada, sino al contrario se pierde; pero vistas las cosas de acuerdo con la miserable situación de la Florencia de la época y de acuerdo con los logros de una historia fundada sobre virtudes y valores habría que responder que sí se gana y que la ganancia es el fin práctico e inmediato, aquel fin que no piensa en los medios y que se desinteresa por ser amado antes que temido.65 Maquiavelo ha tenido una importancia grandísima para el mundo moderno, no sólo por lo dicho en torno a la construcción del sujeto moderno alrededor de su imagen, idea que, como se verá, se irá desarrollando a partir de aquí, sino también porque, a golpe de consejos prácticos, Maquiavelo sigue trabajando sin descanso y a destajo en gran parte de los centros desde donde se irradia el poder actualmente, incluso hoy en el siglo XXI son muchos los lugares que atienden a sus consejos. El discurso de Maquiavelo es tan certero, sencillo y original que si ocupa un lugar entre los críticos del cristianismo, este lugar no es el de quien predica una religión natural, lo que le hubiese parecido políticamente ineficiente; tampoco el de quien predica un materialismo ateo, que le hubiese parecido políticamente ingenuo; ni mucho menos de quien se declara partidario de la libre conciencia, lo que le hubiese parecido políticamente peligroso.

65

Est piu importante essere temuto ce essere amato, que quiere decir: es más importante ser temido que ser amado, famosa declaración del Príncipe y que habla por sí misma y que además resume el espíritu de los consejos dados por Maquiavelo a quien gobierna.

BIBLIOGRAFÍA Belaval, Yvon. (comp). Historia de la filosofía V. Siglo Veintiuno Editores. 1973. Cassirer, Ernst. El problema del conocimiento I. Fondo de Cultura Económica. 1993. Cusa de, Nicolás. De la Docta Ignorancia. Lautaro. 1948. Farrington, Benjamin. Francis Bacon, filósofo de la revolución industrial. Editorial Ayuso. 1978. Hegel, G. W. F. Lecciones sobre Historia de la Filosofía III. Fondo de Cultura Económica. 1977. Hirschberger, Johannes. Historia de la Filosofía I. Biblioteca Herder. 1986. Koiré, Alexandre. Del mundo cerrado al universo infinito. Siglo Veintiuno Editores. 1982. Küng, Hans. La Iglesia. Biblioteca Herder. 1984. Lutero, Martín. Escritos políticos. Tecnos. 1990. / Escritos reformistas de 1520. Secretaría de Educación Pública México. 1988. Maquiavelo, Nicolás. Escritos políticos breves. Tecnos. 2001. / El Príncipe. Mestas ediciones. 2001. / El Arte de la Guerra. Distribuciones Fontamara S. A. 1997. Montaigne de, Miguel. Ensayos selectos. El Ateneo. 1968. Rotterdam de, Erasmo. Ensayos escogidos. Secretaría de Educación Pública México. 1988.

DESCARTES ¿PUEDE LA DEBILIDAD SER LA FUERZA? Si el Renacimiento ha anunciado algo diferente, el primer rostro de esto es el abigarrado y congestionado rostro del Barroco que, a su vez y en primer término, en la Filosofía tiene el rostro de Descartes. El Barroco, además de ser la época en que la América hispana comienza a pronunciar sus primeras expresiones dentro de la cultura de Occidente, es la época de otros grandes contrastes: la vieja Europa encerrada en sus propios confines y la nueva Europa de horizontes oceánicos, la vieja Europa de estructura medieval y la nueva Europa de economía mercantil, la vieja agricultura servil y la nueva agricultura en busca del lucro, el viejo sedentarismo poblacional y los nuevos movimientos migratorios, la vieja iglesia romana y las nuevas rebeldías protestantes. El Barroco es el escenario del estallido de fuerzas que luchan por abrirse campo frente a otras que luchan por mantenerse y perdurar, las viejas cuentas pendientes del pasado y los nuevos requerimientos de pago formulados por un presente que se asoma a un futuro vertiginoso chocan de forma brutal y violenta durante el siglo XVII y, acaso sea éste el rasgo definitivo que define al Barroco Todas esas vertientes en pugna confluyen hacia algo que, ciertamente, resulta muy difícil definir y formular, no tanto porque se desconozcan, sino porque su visión, a la luz de sus antecedentes, impone una tarea de inclusión; a fin de contribuir a ella y con el fin de definir al Barroco, quizá valga la pena formular un par de ideas e intentar transitar por ellas: en primer lugar, y dado el decorado intelectual de la época, el Barroco debe considerarse como una pasión por ser una dinámica del alma que ha de entenderse, al mismo tiempo, como un afán por buscar el exterior o el afuera de esta alma, para divorciarla de su pasada vocación por el interior; y en segundo lugar, esta vocación hacia el exterior, perteneciendo a un alma convulsa y conflictiva, conduce al hombre europeo a un ánimo inquieto, haciendo posible una novedosa y original visión de su propia vida y destino. El alma orientada a lo exterior revela un destino indeciso, ambiguo y caprichoso, con ocasión del cual el hombre barroco es un fascinado al mismo tiempo que asustado, un maravillado al mismo tiempo que temeroso, un entusiasmado al mismo tiempo que desencantado, un hombre joven que empieza a ver las sombras de la vejez. Literalmente habría que decir que el hombre barroco es aquél que, por un lado se sabe parte de un pequeño y desorientado planeta movido más por órdenes mecánicas que divinas; y que por otro lado se sabe propietario de una dignidad personal capaz de otorgarle una dignidad y una soberanía que no puede ser depositada en ningún obispo ni monarca. La historia que ha llevado las cosas hasta este punto es larga, accidentada y tremenda, ha sido mucho lo que debió pasar y lo que costó inaugurar una época que ahora se reconoce como moderna, en la cual ya no basta la autoridad, ni siquiera basta la tradición, una época en la cual hace falta partir del propio pensamiento, de modo que sea el yo equipado de su propio pensamiento, quien llegue a descubrir la certeza. Ese yo moderno de la certeza no es solamente un yo racional, sino que además de serlo y, acaso por encima de serlo, sabe que lo es; el personaje de llevar adelante esta agenda, cargada de evidentes dobleces barrocos es René Descartes, un francés que también es un hombre pletórico de las maneras de su tiempo, de las cuales ya ha sido dicho algo, con ocasión del Barroco. Descartes nació en 1596 en una población pequeña de nombre Le Haye, situada al sur de París, exactamente en el límite de las provincias francesas de Turena y Poitou, provenía de una familia noble, vieja y acomodada, lo que permite al padre ejercer como consejero del parlamento de Rennes, mientras su hermano es magistrado del tribunal del mismo lugar; su madre murió de parto un año después del nacimiento de Descartes, confesando él después que heredó la tos de ella, así como cierta fragilidad, condición enfermiza y color pálido, por lo que siempre se temió por su vida y se presumió que su muerte sería temprana. En 1604 Descartes entra al colegio jesuita de La Flèche en Anjou, que había sido abierto ese mismo año; el director conocía a su padre por lo cual le ofrecía un trato especial, por ejemplo, tener su propia habitación y levantarse a la hora que quisiese; allí estuvo hasta 1612, destacando durante los últimos años, sobre todo en Filosofía, lógica y matemáticas, aunque el propio Descartes manifiesta que el conocimiento que ha encontrado en lo enseñado ha sido, más bien poco, a pesar de lo cual no parece haber tenido una relación hostil con los jesuitas, sino en cambio haber

comenzado con ellos a cultivar el deseo de agradar a la iglesia, gesto que mantiene durante toda su vida. Luego estudia leyes, llegando a obtener su licencia para ejercer el derecho en Poitiers alrededor del 1616, pero en lugar de seguir los pasos de un abogado normal, como su padre y hermano, se alista en el ejército para probar fortuna en la carrera militar, según lo declara su motivación es viajar; aprovechando una tregua con los españoles es destacado para un regimiento acuartelado en Breda, donde da muestras de eficiente ingeniero militar y se vincula a diversos intelectuales del lugar, de los ratos libres de esa época datan las primeras reflexiones de lo que más tarde será su original pensamiento. Más tarde se alista en el ejército de Maximiliano de Baviera, acantonándose en esa región, en las proximidades del Danubio, movilizado luego a diversas regiones de Alemania, a Bohemia, a Hungría, en 1620 ese ejército es dispersado por una turba de checos y eslavos, ése es el inicio de las hostilidades reconocidas hoy como la guerra de los 30 años. Para entonces había fallecido su padre dejándole un patrimonio cuantioso, capital que liquida conservando su título nobiliario, de modo que se fabrica una vida acomodada y sin ataduras, así es como se radica en París, después de haber recorrido Italia; de esa época es su trabajo sobre las tangentes, que lo convierte en un afamado matemático, también de esa época es su guía para la conducción del espíritu; sin embargo una capital como la francesa ofrecía demasiadas distracciones y tentaciones para un hombre soltero, joven, adinerado, inteligente y noble, por lo que opta por la, entonces, más provinciana Holanda. En 1630 Descartes se radica en Amsterdam, su trabajo intelectual, tanto el expresado matemáticamente como el expresado en el lenguaje, ha madurado hasta este punto, que será el de los frutos más valiosos; en Holanda traba relación con teólogos, filósofos, físicos, matemáticos, además de darse por enterado de la condena de Galileo por parte de la inquisición, lo que sin duda lo congratula de permanecer en los Países Bajos, a la vez que lo disuade y decide a ser cauto y a buscar un tono de prudencia ante la iglesia, razón por la cual su Tratado de la luz y su Tratado del hombre son publicados hasta después de su muerte, sin que haya podido ser encontrado el Tratado del alma, que debió ser el enlace entre los dos anteriores; ciertamente, el miedo a ser censurado por la iglesia, además de llevar a Descartes al Norte, debió haber, sino modificado, sí al menos distorsionado el pensamiento cartesiano. Ésta es la época de lo que podría llamarse de sus obras definitivas, tanto en matemáticas, como en Filosofía, que es lo aquí interesa, tales como el Discurso del método, Meditaciones metafísicas y Principios de Filosofía, de las cuales se tratará más adelante. También éste es el período en que nace su hija de nombre Francine, a quien bautizó en agosto de 1635, y que luego muere muy pequeña, a la edad de cinco años, provocando, según se sabe, la mayor pena de su vida. En el año de 1642 aparece por primera vez en su correspondencia una mujer importante y notable de nombre Elizabeth, nacida en 1618 en Heidelberg e hija del elector del Palatino que llega a ser rey de Bohemia y que es destronado más tarde en el tremendo tumulto que ha sido el inicio de la Guerra de los treinta años; la correspondencia entre Descartes y Elizabeth no se encuentra completa, al parecer porque ella le pidió a él que le devolviese las suyas, petición a la accede la caballerosidad del filósofo. Según se conjetura sobre la base de esta, parcialmente, conocida relación epistolar, como resultado del intercambio de ideas sostenido con ella, Descartes compone más tarde su libro Pasiones del alma; aunque el manuscrito de este texto es enviado a la reina Cristina de Suecia, a quien parece haberla apasionado el tratamiento de las emociones y el estudio de las relaciones entre el cuerpo y el alma; por lo que a través de un francés de nombre Hector Pierre Chanut, radicado en Estocolmo, invita a Descartes a Suecia, ante lo que el filósofo no parece haber mostrado mucho interés, pero lo cierto es que en octubre de 1649 Descartes se encuentra en Estocolmo, dispuesto a ser maestro de la reina Cristina. Se sabe que ella, como primera tarea, le encarga la escritura de textos diversos, desde poemas hasta la redacción de los estatutos para la Academia Sueca; finalmente, y ya por enero, las reuniones de ambos se regularizan, a ella le gustaba recibirlo muy temprano por las mañanas, lo que resultaba muy inusual para Descartes quien desde joven acostumbró levantarse siempre después de las once de la mañana, para llegar a las citas él debía recorrer una regular distancia antes de las cinco de la mañana, en calles batidas de hielo y frío, así es como Descartes contrae un resfriado que deviene

más tarde en neumonía y que acaba con su vida el 11 de febrero de 1650 a las cuatro de la madrugada. Primero es enterrado en Estocolmo, después es trasladado a la iglesia de Sainte Genevieve de París, para luego ser depositado de forma definitiva en Saint Germain de Pres de la misma capital francesa; al final de siglo XVIII, durante la convulsa política francesa de la revolución fue denegado su traslado al Panteón parisino, en medio de arengas y querellas supersticiosas y políticas. Descartes ha sido un personaje solitario, frío y orgulloso, siempre reservado, distante y autosuficiente, que mostró el más alto aprecio por su independencia, por su ocio aparente, y por los medios y fondos que le permitieron vivir así; más de una vez rechazó invitaciones para radicarse en castillos, o sumas considerables de dinero de señores ricos y poderosos con tal de preservar su soledad e independencia. Cuando su originalidad era puesta en duda su actitud no llegaba a ser de hostilidad, pero sí de burla y desdén, y así disfrutaba de darle una vuelta y un doblez más a sus argumentos para poner a prueba a sus adversarios; sin embargo, hay que decir también que esa actitud de superioridad, ante sus rivales, contrataba con el deseo de exponer con la mayor claridad sus argumentos al público, esa combinación de posturas quizá deba ser entendida como un rasgo barroco de su personalidad, aunque tal vez también puede ser algo atribuido a las parciales e imperfectas comunicaciones entre los científicos y, a la par, a la mediación de religiosos que deformaban y distorsionaban las cosas. Lo cierto es que el intelecto racional puede ser hallado, según Descartes, en todo el mundo, de modo que cualquiera o casi cualquiera que se libere de prejuicios y se conduzca con claridad, orden y libertad puede arribar a conclusiones científicas, lo que está señalado particularmente en diversas partes de su obra; Descartes llevó esto a la práctica enseñando matemáticas a sus criados, acaso en consonancia y armonía con lo que predica en viejo diálogo conocido como el Menón de Platón;66 seguramente de estas convicciones se desprende su actitud desdeñosa y burlona contra los pedantes que se dicen sabios, como antes lo ha hecho el propio Sócrates. Es famosa su preferencia por la gente sencilla dedicada primordialmente a asuntos prácticos y es la misma actitud la que, tal como él mismo lo indica, lo lleva a viajar durante su juventud disfrazado de militar, para quitarse el sabor que le han dejado las aulas jesuitas y universitarias, al contacto con gente simple y con cada hombre del mundo desprovisto de la vanidad académica que, según él, sólo podía alejarse del sentido común. Tal vez afirmar que Descartes tuvo un proyecto en Filosofía sea exagerado, más da la impresión de haber sido un hombre de afanes que de planificación, más da la impresión de haber sido un hombre de impulsos y de destellos que de esfuerzos continuados; de lo anotado sobre su vida resulta que fue muchas cosas: estudiante y hombre de mundo, soldado y viajero, amigo de algunas mujeres y solitario, abogado, matemático y filósofo, sedentario y nómada; Descartes fue alguien que hizo muchas cosas, por lo que su vida fue más de intermitencias que de constancias; él no parece haber ejercido nada a tiempo completo, sino haber sido muchas cosas pero a ratos; lo que pasa es que su talento era de tal índole y magnitud que, ejerciendo un estilo personal variable y diverso, fue capaz de dejar huellas muy profundas en algunas de las disciplinas que cultivó. Como si él hubiese sido, en parte, heredero de la tradición renacentista, en la que muchos de los personajes prominentes desarrollaron oficios diversos y, en cierta medida, saberes enciclopédicos; el hecho ya apuntado de encontrar poco o nulo contenido en los estudios formales y académicos también lo acerca a esa tradición de hombres educados, como ya ha sido dicho, fuera de las letras. La licencia que se otorga, al igual que lo hace Galileo, de escribir a veces en su lengua: francés para Descartes e italiano para Galileo, sumada a la particular manera en que presenta su Filosofía, haciendo uso de una coquetería casi literaria confirma su estilo personal y el hecho innegable de que fue más un hombre de vaivenes que de constancias, de chispazos que de esfuerzos, lo cual, de algún modo, confirma que hablar de él como alguien que proyectó un sistema puede ser mucho decir. Sin embargo, paradójicamente y a pesar de lo anterior, Descartes es conocido como el filósofo del método, lo cual en sí mismo y dicho lo dicho resulta en una gran extravagancia y hasta en un gran contrasentido que, ciertamente, requiere una explicación. 66

Diálogo platónico en el cual Socrates, para probar cierto carácter de la ideas, llama a un esclavo iletrado y demuestra muy hábilmente que, a pesar de su condición, tiene cierto conocimiento de cosas de la geometría que nunca ha estudiado, en una suerte de saber innato.

En primer lugar es preciso decir que donde Descartes parece más claramente un filósofo metódico es en la segunda parte de su Discurso del Método, sitio en que de forma breve expresa, en cuatro reglas, un resumen del supuesto método que sigue en su trabajo, tal cual sigue: 1. No aceptar como verdadero nada que no se reconozca claramente que lo sea: es decir evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no aceptar en mis juicios nada que esté más allá de lo que se le presente tan clara y distintamente a mi mente que no tenga ocasión para dudarlo. 2. Dividir cada una de las dificultades que examine en tantas partes como sea posible y necesario para poder resolverlas lo mejor posible. 3. Conducir mis reflexiones ordenadamente, comenzando con aquellos objetos que sean más simples y fáciles de comprender, para ascender poco a poco, gradualmente, al conocimiento de lo más complejo: asumiendo un orden entre aquellas cosas que no constituyen de manera natural una serie. 4. Por último, hacer en todos los casos enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que tuviera la seguridad de no dejar nada fuera.67 La paradoja surge cuando se compara lo anterior con lo que él en realidad hace y lleva a cabo; no es que en los preceptos anteriores haya mentido impunemente, sino que de los preceptos apuntados es poco lo que hace, o poco lo que, en realidad, toma en cuenta. Habría que decir que de lo argumentado, lo que realmente tiene una importancia capital en el trabajo cartesiano es el punto primero, porque es la regla contenida en este punto la que confiere el carácter distintivo y rotundo a su investigación y la que, siguiendo a Descartes hasta el final, hace de su búsqueda lo que ha llegado a ser y hace posibles los alcances obtenidos; y también en obediencia a este punto primero es que puede ratificarse que el verdadero y real método de Descartes fue el conocido como el afamado método de la duda. Llegado este punto es crucial indicar que la importancia de la primera de las cuatro reglas sobre las otras tres es, quizá mayor para el caso de la Filosofía, hay que recordar que de acuerdo con lo afirmado antes, Descartes fue muchas otras cosas y ejerció muchos otros oficios, además del de filósofo, y de pronto en los otros oficios que ejerció los tres puntos restantes tienen más presencia y vigencia. Pero el caso es que aquí interesa el Descartes filósofo y su conocido método de la duda, entonces habrá que preguntarse ¿Por qué Descartes piensa que la duda es tan importante? O, dicho de otro modo ¿Por qué le parece obvio que el primer tema a considerar sea la duda? En primer lugar, para responder a estas cuestiones es necesario atender al entorno, a la época, a la propia naturaleza del Barroco que, como se ha dicho antes, es un período de desencuentros, de choques y de incertidumbres; Descartes debe haber estado bien enterado de la mareada y confusa agenda de su tiempo, entre otras cosas que pueden extraerse de su vida, porque había sido educado por jesuitas quienes, por entonces, cumplían celosamente de contra reforma, además de que desde esa época se han ocupado, con igual celo, del oficio de estar al tanto. Luego también, como él mismo lo declara, porque todo le parece susceptible de falsedad, razón que lo advierte de que conviene negar la confianza a la apariencia de las cosas, no sólo para lo que se muestra como evidentemente falso, sino también para aquello que aparenta ser verdadero, al punto de que, en tanto encuentra un motivo para dudar de todo, encuentra la razón para rechazarlo todo como verdadero. Todo ello no significa que Descartes haya realizado un trabajo exhaustivo de revisar una a una cada experiencia, lo que supondría una tarea sin fin, él pensaba en cambio que si todo estaba construido sobre cimientos falsos, todo lo edificado sobre ellos caería de su propio peso, más luego que tarde y por sí solo. El método de dudar de todo es el que lo orienta a buscar algo de lo cual poder estar seguro; para decirlo con las palabras usuales habría que decir de su búsqueda que era por la verdad, ésta sería aquello único y aquel residuo del cual es posible estar seguro, en tanto sería algo de lo cual no se puede, ni siquiera imaginar la más mínima duda; como si al final del proceso en marcha, que ha 67

Descartes, René. Discurso del Método. Meditaciones Metafísicas. Reglas para la Dirección del Espíritu. Principios de Filosofía. Editorial Porrúa S. A. 1980. Pág. 16.

puesto todo en duda, pudiese quedar en la mente (y nombrar esto último no es casual) algo que fuese total, plena y completamente indudable. El énfasis de Descartes en la duda, al punto de ponerlo todo bajo su sombra, hasta que pueda alcanzarse algo indudable parece una estrategia, lo cual, en caso de que sea así, deja las cosas menos claras; buscar la verdad como lo indudable, a pesar de que para Descartes parezca tan normal, corriente y cotidiano no lo es tanto, lo que, bien entendidas las cosas, hace aparecer su búsqueda como una estrategia. Por un lado, puede pensarse que estrategia no hay y que la razón de su énfasis en la duda es su pasado intelectual como matemático exitoso, pero a este razonamiento no parece asistirlo mucha razón ni cordura, porque de ser cierto cabría suponer que Descartes nunca hubiera abandonado las matemáticas para atender a la Filosofía; de modo que las maneras de la Filosofía cartesiana, quizá no deben buscarse en las maneras intelectuales de otras disciplinas, lo que ha sido una interpretación del trabajo de Descartes constante y difundida. El anhelo por una verdad entendida como indudable más parece una estrategia merecedora del adjetivo: “reductiva”, en la medida en que sigue el camino de ir dejando todo en suspenso, cada cosa, hasta quedarse sólo con aquello que, al ser indudable, no pueda suspenderse y brille en el esplendor solitario de su verdad. Vistas así las cosas, Descartes, de algún modo, es heredero de la tradición filosófica de Occidente, que ha seguido desde los presocráticos métodos (y esta palabra no se usa aquí de forma descuidada) reductivos de las versiones de la realidad llevadas a una sola materia o elemento, y la subsiguiente abstracción que la sucede; en adelante la ruta de estos procesos (por no reiterar la palabra método) ha sido variada, diversa y plural. Sin embargo y pese a lo anterior, algo de nuevo habrá de haber en pensamiento de Descartes respecto al pasado, si es cierto aquello de que él es el padre del pensamiento moderno; de tal manera que lo novedoso del filósofo francés parece ser el hecho de que esa búsqueda de verdad, como lo indudable, es, dicho de otro modo, búsqueda de certeza; lo cual acerca el producto buscado por Descartes, como nunca antes, a lo que puede llamarse: conocimiento. El paso de Descartes puede parecer para este tiempo bastante trivial pero, ciertamente, no lo es, porque al buscar con ese empeño algo que se identifique como indudable, se emprende realmente una búsqueda por una cosa que no pueda desvanecerse; Descartes está interesado, ciertamente, por una ciencia sólida; él busca algo distinto a lo anterior, en tanto clama por algo que racionalmente no pueda, de ninguna forma, volver a caer en lo incierto, en lo dudoso; y esto, además, buscado de forma tan radical en el rigor de una investigación pura, esto es lo nuevo e inédito destinado a ser reconocido como: conocimiento. Por eso, el proyecto cartesiano habrá de tener éxito sólo si logra mostrar que el conocimiento es posible, sólo si logra mostrar el carácter indudable de algo; de modo que Descartes transitó buscando por la ruta de la duda con rasgos que casi pueden llamarse obsesivos, y es que si se quiere llegar a fundamentar una concepción absoluta de la realidad, sobre la base de lo indudable, el proyecto debe socavar cualquier posibilidad de error, entiéndaselo ya sea como prejuicio, simpatía, distorsión o parcialidad para que, superando todo eso, el resultado al final del proyecto sea entendido sólo y únicamente con relación a la realidad misma, es decir para que pueda ser nombrado con todo derecho como: conocimiento. Ese afán por el que enfila el proyecto de la investigación cartesiana para mostrar al conocimiento como un espacio carente de duda, según él, es posible; de modo que si ese afán fuese inalcanzable, necesariamente, el conocimiento sería imposible y su proyecto sería un fracaso; y el hombre estaría lanzado a saborear por siempre el insatisfactorio gusto del escepticismo. De manera que, como él mismo lo deplora, la aplicación de la duda de forma tan rotunda deja a Descartes sin nada, despojado, en una suerte de intemperie y a merced de la desazón y la inconformidad; el convencimiento de que nada existe: ni el mundo, ni el cielo, ni la tierra, ni el cuerpo casi logra convencerlo de que lo único es la nada, la inseguridad y, acaso la apariencia; como si todo hubiese naufragado ante el proceso de la duda. Habiendo llegado a ese punto de incertidumbre y, a la vez, de desesperación está servido el plato de la crisis, que Descartes fue capaz de formular, pero que no sólo es de él, sino de toda una vieja cultura que ha llegado a un callejón sin salida, guiada, según se ha visto, por el agotamiento del discurso medieval y de los esfuerzos por ver (y sobre este verbo ya se ha hablado) el mundo de otra manera, a la manera del Renacimiento, así sea de una forma balbuceante.

Con los pies en este territorio de arena movediza, Descartes encuentra o cree encontrar algo digno de atención porque, según su valoración de las cosas, es capaz de vencer a la duda y, así, convencer de que alguna certeza es posible; es esta una reflexión capaz de detener la vertiginosa y progresiva marcha de la duda y, por ello finalmente orientar las cosas en un sentido opuesto al de la imposibilidad y el desconocimiento, para enfilar por una ruta de conocimiento posible y positivo. La primera vez que Descartes llega a este hallazgo es en el Discurso del Método y sus palabras son: Observe que mientras estaba intentando pensar que todo era falso, era necesario que yo, que pensaba esto, fuera algo. Y observando que esta verdad, pienso, luego existo, era tan firme y segura que ni siquiera la más extravagantes suposiciones de los escépticos serían capaces de derrumbarla, juzgue que no debería tener escrúpulos en aceptarla como el primer principio de la Filosofía que estaba buscando.68 Esta vez Descartes ha redactado en francés, su lengua natal, más tarde, y con pretensiones más serias vuelve sobre la misma reflexión en las Meditaciones metafísicas, esta vez redacta en latín, mientras antes ha dicho: moi, je pensé donc je suis, más tarde dirá en las Meditaciones metafísicas cogito ergo sum; en castellano la expresión ha llegado como: pienso luego existo, éste es el más famoso enunciado cartesiano y también es el que más discusión, disputas y controversias ha provocado. En todo caso la pregunta ahora habrá de ser ¿Por qué el acto de pensar y el acto de existir, al relacionarse mutuamente, dan cuenta de algo capaz de escapar de la duda y de ser certero e indudable? La respuesta a ello, a su modo, ya la ha dado la propia cita transcrita; sin embargo al ser un hallazgo tan importante se impone buscar de forma más profunda la relación entre el pensar y el existir. Es preciso reconocer que el pensamiento de Descartes, al estar ocupado y envuelto en el cruel proceso de la duda, al menos está dando cuenta de que, como pensamiento, algo está en marcha y funcionando y que por eso mismo es imposible negar o dudar de su existencia; o sea que el acto de pensar, para el hombre, es simultaneo y consustancial al de existir; lo cual no puede decirse de la aparición de las cosas como resultado de los procesos de la sensibilidad, por lo propio que el camino de la duda ya ha mostrado antes. Dicho de otro modo, puede intentarse decir que la duda puede llegar a cuestionarlo todo, sin excepción, salvo que ella misma sea algo, y de que ese algo que es y existe como duda es muestra del pensamiento; por lo que aquello que ha sido la debilidad deviene en la fuerza; la duda siendo el último residuo y lo único existente de cierto es, a la vez, y sin necesidad de una atrevida traducción: pensamiento puro, el ansiado punto de partida que Descartes ha buscado con tanto afán. Así, puede apreciarse que tanto el pensar como el existir en la formulación cartesiana ocupan, codo a codo, un puesto de primacía y, más aún, un puesto genético, originario, auroral; nada puede anteponerse a ellos y nada puede ser un antecedente de ellos; son, y sólo por intentar un par de adjetivos: insustituibles e incorregibles, nada sería capaz de darles la réplica. Una vez fijado el carácter primordial de ambos: del acto del pensar y del existir, es necesario entender y reconocer que eso mismo que los hace ser antecedentes de todo en una pareja vecindad, los hace también dependientes puesto que recíprocamente se auto verifican, de modo que la forma de la existencia no puede ser sino pensamiento, y el pensamiento al darse como duda es en sí mismo verídico y de indudable existencia. Llegado este punto, quizá sirva de algo rebobinar y en ese tono indagar ¿Por qué Descartes, a través de la duda, fue capaz de desecharlo todo excepto el pensar? Acaso porque dudar y pensar, de cierto modo, son lo mismo, porque la duda es una forma del pansar y porque no hubiese sido muy distinto afirmar: dudo luego existo, porque Descartes llegó a la posibilidad y a la capacidad de descubrirse a sí mismo en base a la duda, como una cosa pensante; el hombre es algo pensante porque es algo que duda. Para Descartes resulta que la duda había sido capaz de corregirlo y replicarlo todo, resulta que todo había sido devastado y aplanado por ella; de modo que para que algo fuese verídico, había que encontrar ese algo que la duda no pudiese corregir y replicar, ese algo que la duda no pudiese devastar y aplanar; pues bien ese algo es ella misma, es indudable que dudo y que al dudar mi forma de ser es esa misma: la del pensar. 68

Descartes, René. Discurso del Método, Meditaciones Metafísicas, Reglas para la Dirección del Espíritu, Principios de la Filosofía. Editorial Porrua S. A. 1980, Pág. 21

Es importante anotar que con ese pensamiento contenido en el enunciado conocidísimo: pienso luego existo, Descartes marca a fuego el devenir de la Filosofía futura y, más que eso, las maneras y la agenda del hombre moderno; al grado de poder afirmar que ese enunciado es comparable al certificado de nacimiento del hombre moderno. De lo que ha sido dicho algo podrá entenderse en ese sentido, pero además hay que decir que la importancia del enunciado cartesiano descansa en que Descartes al llegar al conocimiento verdadero a través de esas pocas palabras, en realidad lo hace siguiendo una ruta de auto verificación, una ruta que no es verificar, sino que es verificarme, una ruta que no se queda en pensar, sino que llega a pensar que pienso; porque si había sido dudoso el pensamiento de las cosas, ya no pudo serlo después de llegar a ser verídico a través del pensamiento acerca de mi pensamiento; si la conciencia de las cosas es dudosa, no puede serlo la conciencia de mí mismo. Pues bien, esta suerte de pensamiento pronominal y reflexivo será el camino por donde enfilará la Filosofía de ahora en adelante, como se irá viendo; de manera que si en seguida lo primordial será ese pliegue sobre sí, o bien sea dicho, esa vuelta sobre sí como condición de todo lo demás, habrá que preguntarse, entonces ¿qué es ese yo que existe? Y que existe como condición de validez de cuanto habita el mundo, y que existe como certeza genética y originaria, y sobre la cual deberá fundarse toda certeza posterior. A Descartes le parece demasiado la respuesta de que el yo (el hombre) sea un animal racional y se le hace demasiado, no porque ésta sea una postulación que venga de la escolástica, sino porque admitirlo supone que se es una cosa física y, quizá para decirlo mejor haya que decir: una cosa orgánica, porque tal cosa es un animal. Una cosa física que piensa, una cosa orgánica que piensa le parece demasiada concesión a Descartes y, por ello demasiado arriesgado; si antes ha dudado de todo, ahora no va a volver a todo cuanto ha caído bajo el peso de la duda, y dentro de esto incluye, desde luego, a lo implicado en ser un animal. Por ese camino se retira Descartes, una vez más, al pensar puro y allí mismo encuentra el carácter fundamental, de modo que de acuerdo con él, sólo este pensar puede ser algo inseparable de mí, del yo, del hombre. Si debo estar seguro de ser algo, debo estarlo porque el pensamiento me lo revela, y porque me lo revela no referido a nada más sino a sí mismo únicamente; el pensamiento es lo que soy, porque en cuanto tal es lo que se descubre a sí mismo de forma indudable y todo eso, al suceder, es lo que soy. De manera que debo decir, según Descartes, que soy lo conocido por la certeza y nunca lo desconocido por la duda, y reconocer que sólo el pensamiento es de tal naturaleza. Sin embargo, más allá del razonamiento contenido en el cogito ergo sum las cosas deben continuar para que lo real no quede reducido a un ámbito puramente ideal y abierto; y así es como Descartes vuelve, de alguna forma, sobre algunos objetos que antes han caído derrumbados ante el peso de la duda; pero esta nueva forma de volver sobre aquello no es la misma de antes del hallazgo, y no lo es porque la certeza obtenida acerca del pensamiento es utilizada como plataforma o punto de partida. La secuencia de esta nueva búsqueda formulada, esta vez, sobre la base del encuentro con el cogito ergo sum, tal como ha sido entendido, podría quedar trazada a través de los pasos siguientes: se tiene la certeza de que cualquier propiedad puede faltar, excepto la fundamental, esta propiedad, según ha sido dicho, es el pensamiento, en la medida en que es la que hace existir al yo. En seguida debe pensarse que esa propiedad da existencia al hombre, pero como razón, como intelecto, por decirlo de otra manera, como materialidad; por lo que tal propiedad no se identifica con lo que se reconoce como el cuerpo, con lo concreto, por decirlo de otra manera, con lo material; de modo que debe concluirse en que el pensamiento no es una propiedad del cuerpo. Luego, Descartes se atreve a decir que si el hombre es pensamiento, a lo que se ha llegado debido a un convencimiento indudable, el cuerpo debe entenderse, necesariamente, como algo no idéntico al hombre, como algo que pertenece y obedece a otro orden; lo cual expresa una distinción real. De otro orden porque no piensa, realmente distinto porque su carácter no es pensar; si se indaga acerca de cuál es el carácter de esta sustancia material y concreta debe responderse que es la extensión. Por ese camino Descartes llega a la noción de Dios, porque al reconocer para el hombre, en tanto razón, el pensamiento y al reconocer también para el hombre, en tanto cuerpo, la extensión, ve en

ambos atributos que, como tales, deben ser atribuidos a alguien; dicho de otro modo habría que argüir que cuando se percibe la presencia de un atributo debe concluirse en la existencia de una sustancia a la éste o éstos, que para el caso son pensamiento y extensión, pueden ser atribuidos a una sustancia cuya forma de ser es la necesidad, a una sustancia cuya forma de ser es necesaria; todo atributo, por el solo hecho de serlo, debe poder ser atribuido a alguien que no puede dejar de ser. El juego es entre el hecho de que el atributo es algo atribuido, pero debe serlo por alguien que no lo haya recibido como atributo de alguien más, sino por alguien cuya existencia no deba nada a nadie, por alguien cuya existencia no necesite absolutamente de nada más, y esto sólo puede ser entendido como Dios; por lo demás, el resto de las cosas sólo pueden existir como consecuencia de la vida que deriva de las proyecciones atribuidas como atributos desde la concurrencia divina. Ciertamente, las meditaciones cartesianas se encuentran llenas de razonamientos en los que, después de haber entregado al hombre su soberanía por el cogito ergo sum, trata de justificar la existencia de Dios por diversas vías, a veces recordando y haciendo eco del pensamiento medieval, como quien, a pesar de haber fundado lo moderno como algo bien distinto, siente el peso de un pasado, de una tradición y de una educación que no quiere o que no le conviene dejar atrás del todo; ya han sido referidas antes algunas de las razones para escoger y preferir la vida en Holanda, por ejemplo. Un Dios como el de Descartes es, entonces, una divinidad que busca constantemente experimentar, en la medida en que su labor es acoplar, de forma incesante, la relación entre el hombre entendido como pensamiento y su mundo entendido como extensión; para intentar decirlo de una forma más puntual, la tarea de este Dios tendría que ser una suerte de vigilancia sobre ese orden extenso del mundo, una vez invadido por la razón humana. Es preciso notar que un Dios como éste está mermado de aquello que antes lo ha nutrido, por poner un ejemplo: para esta divinidad cartesiana los milagros ya no tendrían que ser posibles; se trata, en todo caso, de un Dios mecánico, alguien por quien el destino se cumple en obediencia a un determinismo racional, ya no es para nada alguien inescrutable; en cierto modo y si el atrevimiento se tolera, deja de ser un Dios trascendental, para devenir en un Dios atrapado en las cadenas y procesos causales, ya no sólo del suceder lógico, sino también del suceder mundano y, por lo tanto penetrado por una racionalidad humana que, por lo demás, ha sido elevada a la categoría de surtidora de existencia.

BIBLIOGRAFÍA Belaval, Yvon. (comp). Historia de la filosofía VI. Siglo Veintiuno Editores. 1973. Cassirer, Ernst. El problema del conocimiento I. Fondo de Cultura Económica. 1993. Decartes, René. Discurso del método, Meditaciones metafísicas, Reglas para la dirección del espíritu, Principios de la Filosofía. Editorial Porrúa, S. A. 1980. Hegel, G. W. F. Lecciones sobre Historia de la Filosofía III. Fondo de Cultura Económica. 1977. Hirschberger, Johannes. Historia de la Filosofía II. Biblioteca Herder. 1986. Husserl, Edmund. Meditaciones cartesianas. Tecnos. 1997. Koiré, Alexandre. Del mundo cerrado al universo infinito. Siglo Veintiuno Editores. 1982. Küng, Hans. Does god exist? An answer for today. Doubleday & company. 1980. Roberts, J. M. History of the world. Penguin books. 1992. Williams, Bernard. Descartes, el proyecto de la investigación pura. Cátedra, teorema. 1996.

OTRO DOBLEZ Como ha podido verse, el de Descartes, es un Dios para un tiempo nuevo, una especie de divinidad despojada de cuanto la había habitado antes como misterio grande y tremendo. También en Francia existió otro hombre aproximadamente un par de décadas más joven que Descartes de nombre Blaise Pascal, quien nace el Clermont-Ferrand perteneciendo a la nobleza de toga lo cual lo vincula a las nuevas élites intelectuales de la época, que han llegado a ocupar puestos que antes sólo fueron para la llamada nobleza de espada, circunstancia que favoreció sin duda su precocidad; según dicen sus hermanas desde muy joven dio muestras de una inteligencia extraordinaria. A sus ocho años la familia se traslada a París, a pesar de lo cual Pascal no asiste nunca a una escuela o un centro académico, de modo que todo lo que aprende llega desde su padre (lo que, sumado al asunto de la precocidad, recuerda el caso de Mozart), no comienza a aprender latín y griego sino hasta los doce años y no se había previsto la enseñanza de las matemáticas sino hasta los quince. Su padre se ocupa también de iniciarlo en la religión e historia sagrada, siempre recalcando en que lo que es objeto de la fe no puede serlo de la razón. A los catorce años de Pascal su padre, debe esconderse por inconveniencias con el, por entonces cardenal y canciller Richelieu, lo cual se resuelve de forma inesperada a través de la participación de la hermana y menor Jacqueline quien es actriz en una comedia promovida por el mismo cardenal y canciller, así que a través de la niña el padre logra la reconciliación, a partir de la cual llega a recaudador de impuestos, pretexto para que Pascal con quince años ayude a su padre en cálculos matemáticos complicados y farragosos, por lo que llega a diseñar una incipiente máquina calculadora. Pero más allá de lo anecdótico, para el caso de Pascal, son reconocibles tres períodos intelectuales: El primero abarca hasta el 23 de noviembre de 1654, intervalo dominado por la razón y subordinado a la verdad científica, tanto en lo natural como en lo sobrenatural. El segundo abarca de noviembre de 1654 a marzo de 1657, en el que la búsqueda se desplaza a lo religioso y los asuntos de la esperanza, del anhelo y del destino se subordinan a la revelación. Y el tercer período que es el resto de su vida, en el Pascal es pesimista, en tanto pierde la confianza en la ciencia del mundo y en la iglesia militante, por lo que al perder la confianza en ambas niega, en alguna medida, el compromiso con lo mundano y también con la clase eclesiástica, de modo que desemboca en la paradoja y en la tragedia. La fragilidad física no le permite a Pascal llegar más allá de los treinta y nueve años, muere en 1662 después de una penosa y larga enfermedad, al cuidado de una de sus hermanas. Es necesario enterarse de que los cambios en la vida de Pascal son también los vaivenes de su pensamiento que, en definitiva, es lo que interesa y respecto a lo cual debe decirse que a contracorriente con las postulaciones cartesianas, aunque también consiente de la ciencia nueva, Pascal, se propone escribir una apología del cristianismo de la cual, de conformidad con lo dicho sobre su corta vida, sólo tuvo tiempo de dejar al futuro sus apuntes, conocidos hoy como Pensamientos,69 sus intuiciones se dirigían por igual contra al libertino que se refugia en el escepticismo, como contra el racionalista de perfil casi ilustrado que, arrogante, opone ciencia a misterio. Según su trabajo, sólo el corazón puede comprender la infinita miseria del hombre, así como su inconmensurable grandeza, condición que lo sitúa irremediablemente en un drama compuesto por la capacidad de esperar la vida eterna, lo que no alcanza para eludir su angustia ante la muerte inevitable. Otro ingrediente importante del trabajo de Pascal radica en que todo cuanto trata está reflejado por una prosa que no discrimina entre Filosofía y literatura, además de que otra de sus virtudes es su capacidad de verterlo todo, así sean los asuntos más álgidos de su tiempo mediante una prosa descargada de fanatismo y cargada de una ironía filosa. De tal modo cabe preguntarse, a la par de la visión del Dios cartesiano ¿Qué es Dios para Pascal? Y si ambos son filósofos de distinto temperamento ¿Cómo se refleja esta diferencia en cuanto a Dios? 69

Ése es el principal nombre de la principal obra atribuida a Pascal.

Una vez que ha sido predicada la versión del nuevo Dios cartesiano y su pretendido acoplamiento a la dimensión de la nueva razón, cabe considerar la visión que del mismo asunto sostuvo Pascal; pues bien, fue el suyo un Dios distinto que, sin negar al mundo ni a la nueva ciencia, mantiene su pureza y sobre todo su misterio. La novedad de la formulación de Pascal está ante todo en su franqueza, porque admite sin disimulo la situación de ruptura que separa al ámbito humano del ámbito divino, al contrario de lo postulado por Descartes quien lucha por demostrar que un orden es consustancial al otro, para Pascal la comprensión de uno no puede hacerse depender de la aclaración del otro, es decir que la ruptura es clara; de cualquier modo lo que importa es la única conclusión posible de todo esto, respecto a que tratar a Dios de acuerdo con los órdenes racionales es inútil e infructuoso. Pero, más allá del ceñido círculo de la discusión filosófica, es importante advertir que la separación de las regiones de lo real postulada por Pascal propone una ausencia de la continuidad que ha marcado la agenda de la Filosofía desde épocas clásicas; lo cual imprime a su trabajo el tono de una apremiante angustia que, llegado este punto, puede llamarse angustia barroca, 70 proveniente de la incomunicación de la miseria con la grandeza, de la incomunicación entre la finitud y la infinitud, de la incomunicación de la sombra con la luz que rasgan al lienzo en que aparece el rostro del hombre barroco. Según se sabe, Pascal fue un eminente científico y también fue un fervoroso hombre de Dios, es decir que su propio rostro estaba rasgado por los impulsos que agitaron a su tiempo; Pascal pudo moverse con desenvoltura en el discurso de la ciencia y también en el discurso de la especulación; él pudo moverse en el discurso de la persuasión al andar por el ámbito de la ciencia y pudo moverse por el discurso de la seducción al andar por el ámbito de la especulación. Las palabras persuasión y seducción se usan aquí a falta de otras mejores, pero su fin es dar a entender que Pascal se movió como una especie de anfibio por un tiempo en que algo pugnaba por no romperse y otra cosa lo hacía por configurarse. Al tiempo barroco le corresponde ser la cuna para el pensamiento moderno, ésta ya es una conclusión válida, y desde ahí es posible percibir que la modernidad se funda sobre una suerte de doblez o de pliegue; lo cual seguramente suena muy cartesiano, pero ya se ve que existe una comunidad de temas entre Descartes y Pascal, y que más allá de eso existe una comunidad de temas entre Descartes y Pascal y que, más allá de eso, se heredan hacia el futuro. La formulación de la cosa pensante frente a la cosa extensa, que el porvenir tematizará como sujeto y objeto marca la transfiguración de la Filosofía, y a partir de entonces a un tono predominantemente de teoría del conocimiento, pero ése será un asunto que atañe a lo que sigue. Por lo pronto cabe resaltar, como ha sido insinuado, que Pascal cultivó con singular destreza los lenguajes que dominaron el discurso de su tiempo, quizá con menos optimismo que algunos de sus contemporáneos, entre los cuales hay que mencionar al mismo Descartes; para indicar mejor este hecho sería útil decir que Pascal es un hombre que se queda en la bifurcación, en la encrucijada, en el cruce de caminos que marcan a su tiempo, sin optar por ninguno de ellos; se ha dicho a propósito de esto que, concretamente en matemática, su trabajo muestra todos los rasgos que hubieran podido llevarlo al descubrimiento del cálculo, pero su resistencia al método y a la fórmula, entendidos como herramientas de la ciencia moderna, lo detuvieron un paso antes.71 Si se intentara una conclusión de lo anterior, podría afirmarse que Pascal prefirió permanecer en el espíritu del barroco antes de dar un paso que lo condujera de vuelta hacia el pasado medieval, o bien hacia el futuro ilustrado, para él ajenos, a pesar de estar enterado de las maneras y hábitos de ambos; para intentar decirlo de algún modo, sería preciso reconocer que Pascal decidió ser fiel a sus escrúpulos intelectuales que, quizá deba entenderse como su apego al espíritu del barroco, lo cual le impidió aplicar la fría razón a los asuntos trascendentales que para él giraban en torno a la noción de Dios. La postulación de los dos abismos: el de la grandeza y el de la miseria, como profundidades insondables para el hombre, deben entenderse como muestra de la necesidad metafísica, como la actitud que se niega a claudicar ante las preguntas de siempre; aunque el costo de mantenerlas y no apegarse a las respuestas provenientes de la ciencia naciente lo deja en una posición de indigencia,

70

A propósito, al respecto vale la pena atender a un trabajo de Borges llamado La esfera de Pascal, contenido en volumen Otras inquisiciones. 71 Koyre, Alexandre. Estudios de historia del pensamiento científico. Siglo XXI editores. 1984. Págs. 325-353.

frente al decidido avance de la humanidad que, en apego al progreso, huye hacia las reverberaciones de la ciencia en donde las sombras, como en un espejismo, desaparecen. Si los pliegues del pensamiento de Descartes han querido ver hacia adelante, los de Pascal han querido ver bien y detenerse antes de dar un paso; si Descartes busca congraciarse y no romper del todo con la escolástica que lo ha educado vía jesuita, Pascal busca un apego a los jansenistas de Port-Royale; si Descartes, con los jesuitas, afirma que lo determinante son las obras; Pascal, con los jansenistas, afirma que lo determinante es la gracia. Para Descartes y los jesuitas la salvación del hombre depende de la voluntad del sujeto y sus obras, mientras Pascal y los jansenistas entregan la salvación a otro orden, a algo que es recibido directamente y sin mediaciones de Dios; por debajo de esta discusión subyace un tema central para el mundo moderno, ése es la libertad, en ese marco cabe situar y entender la disputa surgida entre los jesuitas rectores, por entonces, de la Sorbone parisina frente a Pascal a la cabeza de los jansenistas de Port Royale, desplegada contra el poder jesuita en las llamadas Cartas provinciales: textos irónicos y mordaces dirigidos de forma anónima por Pascal al provincial de los jesuitas de París. En todo caso y de forma breve, hay que decir que Pascal no quiso poner su confianza en las misiones jesuitas ni en su resultado: las obras, como antes tampoco había querido confiar en la plenitud racional del ego o sujeto moderno postulado por Descartes. Para Pascal fueron posibles estas predicaciones, en tanto llegó a estar consciente de que el ego, sujeto o individuo moderno no se basta a sí mismo como para ser su propia luz, en armonía al más dramático lienzo barroco; la orfandad del hombre es irrenunciable y su angustia es irremediable, sobre todo ante límites insalvables, como la muerte, por ello Pascal confía en el lenguaje de las palabras, como el sitio capaz de dar cabida a la versatilidad frente a la unilateralidad del discurso sostenido por la incipiente ciencia moderna apoyada, a su vez, por una expresión matemática y unas maneras metódicas.

BIBLIOGRAFÍA Belaval, Yvon. (comp). Historia de la filosofía VI. Siglo Veintiuno Editores. 1973. Cassirer, Ernst. El problema del conocimiento I. Fondo de Cultura Económica. 1993. Decartes, René. Discurso del método, Meditaciones metafísicas, Reglas para la dirección del espíritu, Principios de la Filosofía. Editorial Porrúa, S. A. 1980. Goldmann, Lucien. El hombre y lo absoluto, el Dios oculto. Ediciones península. 1985. Hegel, G. W. F. Lecciones sobre Historia de la Filosofía III. Fondo de Cultura Económica. 1977. Hirschberger, Johannes. Historia de la Filosofía II. Biblioteca Herder. 1986. Koiré, Alexandre. Del mundo cerrado al universo infinito. Siglo Veintiuno Editores. 1982./ Estudios de historia del pensamiento científico. Siglo Veintiuno Editores. 1977. Küng, Hans. Does god exist? An answer for today. Doubleday & company. 1980. Pascal, Blaise. Pensamientos. Alianza editorial. 1994. Roberts, J. M. History of the world. Penguin books. 1992. Villar, Alicia. Pascal, ciencia y creencia. Editorial Cincel. 1988. Williams, Bernard. Descartes, el proyecto de la investigación pura. Cátedra, teorema. 1996.

SPINOZA, SOLO PERO ACOMPAÑADO Baruch de Spinoza es el mejor ejemplo del hombre extraterritorial, como si cada momento de su vida lo hubiese vivido en condición de exilio, lo cual sucede en primer lugar porque fue un judío, y luego porque las preferencias de su vida fueron las de un espíritu crítico y, en consecuencia, las del aislamiento. Si el estado de ánimo impone a veces la despedida y la partida, es preciso saber que Spinoza pasó por estos sentimientos como nadie; quizá el mejor dato que puede tenerse de esto sea su propia escritura en la que se aprecia un trazo firme pero prudente, seguro pero sereno, definitivo pero cauto, logrado a golpe de frialdad y de distancia matemática, como el de quien busca alojarse en un lugar lejano y a salvo, tanto como puede ser lo ofrecido por las propias maneras matemáticas; una suerte de lugar virtual, lo cual llegados estos primeros años del siglo XXI puede entenderse fácil y bien. Ubicar su vida en un territorio por el cual atravesar como si fuese invisible, fue su fin insólito. El barrio judío de Ámsterdam y una familia emigrada desde la península ibérica son el escenario para que, en 1632, Baruch Spinoza llegue al mundo. Las primordiales tradiciones de su raza: la teología y el comercio las estudia en el colegio judío de la comunidad; a los trece años empieza a trabajar en la casa comercial de su familia mientras prosigue sus estudios, pocos años más tarde la muerte del padre lo coloca, al lado de su hermano, en la dirección del negocio familiar, situación que persiste desde 1654 hasta 1656. SPINOZA, SOLO PERO ACOMPAÑADO Baruch de Spinoza es el mejor ejemplo del hombre extraterritorial, como si cada momento de su vida lo hubiese vivido en condición de exilio, lo cual sucede en primer lugar porque fue un judío, y luego porque las preferencias de su vida fueron las de un espíritu crítico y, en consecuencia, las del aislamiento. Si el estado de ánimo impone a veces la despedida y la partida, es preciso saber que Spinoza pasó por estos sentimientos como

nadie; quizá el mejor dato que puede tenerse de esto sea su propia escritura en la que se aprecia un trazo firme pero prudente, seguro pero sereno, definitivo pero cauto, logrado a golpe de frialdad y de distancia matemática, como el de quien busca alojarse en un lugar lejano y a salvo, tanto como puede ser lo ofrecido por las propias maneras matemáticas; una suerte de lugar virtual, lo cual llegados estos primeros años del siglo XXI puede entenderse fácil y bien. Ubicar su vida en un territorio por el cual atravesar como si fuese invisible, fue su fin insólito. El barrio judío de Ámsterdam y una familia emigrada desde la península ibérica son el escenario para que, en 1632, Baruch Spinoza llegue al mundo. Las primordiales tradiciones de su raza: la teología y el comercio las estudia en el colegio judío de la comunidad; a los trece años empieza a trabajar en la casa comercial de su familia mientras prosigue sus estudios, pocos años más tarde la muerte del padre lo coloca, al lado de su hermano, en la dirección del negocio familiar, situación que persiste desde 1654 hasta 1656. tenderse como los años de la lectura y la asimilación de los libros de Descartes. Si es cierto que, en alguna medida, Spinoza es un cartesiano, hay que decir que lo es de una manera muy especial, Spinoza nunca llegó a convertirse en un cartesiano jurado ni dogmático; él adopta el cartesianismo no como quien se deja adoptar voluntariamente por un padre, sino más bien lo adopta como un estilo, como quien adopta ciertas maneras que le son, si no precisas al menos convenientes, si no necesarias al menos útiles, si no imprescindibles al menos ventajosas; ahora bien, durante estos primeros años todo ello es solamente tanteo, porque su relación con Descartes y el cartesianismo será cristalizada hasta en la Ética, su obra capital. La redacción de la Ética se inicia en 1663, año en que se traslada a Voorsburg, siguiente estación en su peregrinaje en busca del ambiente más propicio para su trabajo, y por pensiones cuya mayor virtud era otorgarle el anonimato buscado y la más grande ausencia de vínculos. Su último asiento está muy cerca de La Haya, situación que lo acerca al ambiente político de la época, a los afanes de la casa de Orange los que, de forma breve, pueden anotarse como: el fortalecimiento de un partido republicano, la conformación de un Estado fuerte y centralizado que se asiente sobre una política de paz y una distribución administrativa eficaz de las provincias y todo ello, desde luego, sobre el asiento de un desarrollo de una economía liberal. De modo que en 1665 no es raro que Spinoza suspenda su trabajo en la Ética, para emprender la redacción del Tratado Teológico-Político y fortalecer con este trabajo a todos aquellos anhelos en contra de las explosiones de ánimo e irracionalismos de la monarquía. Si Spinoza habla de forma adversa de las revoluciones,2 es preciso saber que lo que él tiene en mente es el fanatismo de un Oli2 Es necesario para entender la modernidad suscribir la palabra revolución como una suerte de buque insignia que ha ido marcando caminos y rumbos para este tiempo, sin embargo es ésta una palabra que, como algunas otras, se ha cargado de connotaciones y sentidos diversos con el paso del tiempo; en esta época y a propósito del nombre de Cromwell ha de marcarse el inicio de este recorrido. ver Cromwell y todo lo que pudo ser un personaje como éste, con acciones como las suyas frente a la casa de Orange; y en general es

preciso entender que durante el siglo XVII la palabra revolución estaba matizada de una fuerte y exasperante carga apasionada, delirante y religiosa. La publicación del Tratado Teológico-Político tiene consecuencias tremendas para su autor, porque no cayó bien a nadie, ni a judíos ni a católicos ni a luteranos ni a calvinistas y, al parecer, ni a los mismos cartesianos, sólo sus contactos con el republicanismo orangiano pudieron salvarlo de las mayores amenazas o de la misma cárcel, aunque debió dejar el suburbio en que vivía a causa de que los pastores protestantes le hicieron difícil la vida. En su continuo peregrinaje se reubica de nuevo en algún punto de La Haya, donde encuentra la tranquilidad y el ambiente propicio para retomar, continuar y concluir la Ética. Al no poder publicar su último trabajo y al morir asesinados sus más cercanos protectores se va quedando cada vez más solo, más débil y más enfermo; durante esos años recibe visitas de hombres famosos como Leibniz, por ejemplo, además del ofrecimiento del Elector del Palatinado de una cátedra en Heildelberg, pero nada puede tentar al tranquilo y traslúcido pulidor de lentes que, habiendo buscado la libertad como pocos, se esclaviza a ciertos principios que, acaso fueron su jactancia y su coraza. Spinoza muere en 1677 de una afección pulmonar, en presencia de su amigo Meyer quien recoge sus manuscritos y quien presuntamente también, a partir del fin de ese mismo año, inicia de forma anónima la publicación de lo que se llamó la Opera Posthuma.3 La vida de Spinoza se desenvuelve en el ascetismo, fue la suya la existencia de un abstemio vivida de forma comedida y en la modestia; en el límite de la escasez, en el límite del hambre y en el límite de la salud, siempre descarnado, afilado y sombrío, como si toda su vida fuese una protesta contra el consumo, la gordura 3 A través de ese nombre fueron conocidos algunos de los escritos de Spinoza, quizá porque dado su contenido y su autor convenía remarcar el carácter de escritos póstumos. y las pertenencias, en tanto éstos parecen ser diversos rostros del simulacro. Fue él un hombre que, a pesar de haber sufrido la hostilidad, no la devuelve, lo cual tampoco quiere decir que su afán sea poner la otra mejilla; de manera que el equilibrio de su razón no le permite ningún exceso, ni el odio ni la piedad son tentaciones capaces de despistar a su razón, como si su propio temperamento estuviese regido por la frialdad y la precisión de la geometría. La pregunta que surge, y que habrá de permanecer como una guía dentro de Spinoza, es la que indaga a partir de su vida depurada de pasiones en torno a si éstas (las pasiones) son reales como líneas imposibles y ángulos inexistentes, o bien si son tan irreales o, más bien, abstractas como las líneas posibles y los ángulos existentes de la geometría. Tal vez la humildad, la carencia y la modestia, que conforman su manera de ser, son lo contrario de lo que nombran, al poder ser un gran orgullo y al querer hacer de su vida e incluso de su cuerpo una especie de territorio ajeno, sobrenatural, inmaterial y abstracto, como aquel espacio que sólo es tocado por la geometría. Lo más conveniente para tratar con Spinoza y para comenzar a mostrar los enigmas de su pensamiento, seguramente, será recordar que con él se sigue dentro de la atmósfera y dentro del ambiente barrocos, y que aunque él sea ajeno a los problemas de católicos

y protestantes por el hecho de ser judío, esta distancia suya de las agendas barrocas es sólo aparente. La mejor prueba de ello es que su sistema y su obra más importante comienza por el asunto de Dios, la pregunta en todo caso y una vez que se ha transitado por Descartes y Pascal, será ¿Por qué se interesa tanto el barroco por Dios, si sus esfuerzos son los de la secularización y sus vaivenes los de la duda? O dicho con otras palabras ¿Por qué la Filosofía está tan enganchada a Dios, incluso bajo la convulsa caligrafía del barroco? O bien ¿Por qué, cuando ya no es una imposición ineludible, se sigue hablando de Dios? Lo que ha comenzado con Descartes, al transferir la figura de un Dios omnipotente a la figura de un Dios mecánico y causal y que, como ha sido dicho, Pascal no se decide a aceptar, no quiere no es sino un momento, pero que no cuenta con la fuerza para detener el camino y la ruta que ha iniciado el trabajo cartesiano. Así debe entenderse que el camino sigue y continúa a través del protagonismo de Dios, de ese viejo protagonismo, aunque enmarcado y escenificado de forma diferente. Una analogía de lo que pretende decirse puede aparecer al considerar la relación de la pintura renacentista con la pintura barroca, en tanto ambas han tenido como tema fundamental y protagonista principal a Dios, pero mientras en los lienzos y frescos renacentistas Dios es el que reina, en los lienzos barrocos Dios es el que sufre, ese conocido: Jesús de los gitanos, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar.4 Sin duda decirlo en la Filosofía es infinitamente más artificioso que decirlo en la pintura, quizá para entenderlo haya que seguir las huellas completas de Spinoza y Leibniz, aunque ello no impide tratar de decir algo preliminar. Se piensa que, así como el acto divino de reinar es mediado y lejano, así el acto divino de sufrir es inmediato y cercano, lo cual al ser transferido a la Filosofía, acaso pueda parafrasearse diciendo que los conceptos barrocos ya no se sienten obligados a representar algo anterior, previo, antepuesto (la palabra incómoda de la Filosofía sería A-priori); el concepto barroco se queda en el mundo y enreda a Dios en él; el concepto de la modernidad, poco a poco y no sin dificultades, se orienta hacia los rumbos mundanos, que por lo demás serán los de la ciencia moderna. De modo que el sistema de Spinoza comienza por Dios y no por las cosas o por los hombres; de Dios afirma Spinoza que es un ser absolutamente inconmensurable e infinito, lo cual quiere sig4 Machado, Antonio. Poesía. Alianza Editorial. 2001. nificar que al ser así, es decir al abarcarlo todo, es completamente autosuficiente y que no necesita de nada externo para existir, entre otras cosas porque fuera de él no hay nada. Lo anterior parece estar claro, pero al mismo tiempo parece también provocar ciertos problemas, entre los cuales el más grave es que, al ser él mismo su soporte, al no necesitar un soporte externo, deviene en un ser indefinible, porque ¿Cómo definir algo que carece de un género al cual pertenecer? Ya se sabe, desde los viejos y sólidos postulados de la lógica clásica, que para definir algo es preciso aludir en primer lugar al género al cual pertenece la cosa por definir, de modo que desde este supuesto podrá entenderse la tremenda dificultad para definir

al Dios spinoziano. Es preciso entender que, desde esa perspectiva, Dios resulta indefinible y, de alguna forma, indeterminable; lo cual no significa que sea incognoscible, en la medida en que se da a conocer en lo que se manifiesta y con lo que se manifiesta, y esto hay que entenderlo como que no necesita de ningún apalancamiento que llegue de fuera, de ningún agente externo. Entendidas así las cosas, resulta que no hay gran distancia ni novedad respecto a lo dicho por la escolástica y Descartes. La novedad empieza cuando se comienza a cobrar conciencia de que Spinoza se interesa por diseñar y, a lo mejor también por construir una suerte de nivel o superficie única para todo; debe pensarse que para los medievales e incluso para Descartes y, cómo no, para los griegos existieron varios niveles para lo real y para el hombre, en tanto mundano y mortal, quien debía buscar vías, rutas, puertas, ventanas o lo que fuese para intentar el asalto de los niveles o superficies ajenos a su vida mundana. Hay que entender, de entrada, que Spinoza no estaría de acuerdo con este diseño de la realidad; por ejemplo, respecto de Dios, él piensa que suponer la necesidad de un asalto al reino divino es inadecuado e impreciso porque ambos (Dios y hombre) ocupan una especie de nivel común o, para decirlo de otra manera, compartido. Dicho con otra entonación habría que decir que Spinoza no admite que algo supere a la comprensión humana, si todo com su comprensión? Si todo cohabita en el mismo suelo ¿Por qué algo debe verse superado por otra cosa? En cuanto a Dios, que es de lo que por ahora se trata, Spinoza dice que si puede concebírselo es porque se lo puede comprender también. Al compartir la misma superficie todo adquiere un carácter sustantivo y, correspondientemente, a nada le concierne o le toca un carácter adjetivo; ésta pretende ser una explicación en el lenguaje de lo que por ahora interesa, así: se dice adjetivo de lo que está referido a otra cosa, de aquello cuya existencia depende de algo externo, ajeno, situado en otro nivel, por decirlo de algún modo; en cambio lo sustantivo es lo que existe por sí mismo sin estar referido ni dependiente de algo más, exterior o ajeno. Pues bien, para Spinoza la realidad está hecha de cosas sustantivas únicamente; por ello, sin duda, la palabra clave en su aclaración de Dios es el término sustancia (no es necesaria mucha profundidad filosófica para establecer que entre los términos sustantivo y sustancia hay un parentesco). De modo que con Spinoza hay que concebir a Dios como a una sustancia en la que todo, en la que cada forma de mostrarse y darse es parte de su propia esencia, en tanto todas las cosas son tan sustantivas y sustanciales como el propio Dios lo es. Esa consubstancialidad dada entre Dios y la realidad es lo realmente nuevo del mensaje de Spinoza. Cuando le toca pasar del mundo al hombre, siempre dentro del apartado de Dios de la primera parte de su Ética, comienza a hablar de algo muy típico en su pensamiento, tal es el llamado atributo; Spinoza considera que son infinitos los atributos de la sustancia, es decir de Dios, pero que para el hombre sólo son accesibles dos de ellos: uno es el pensamiento o la manifestación de ese Diossustancia en el universo inmaterial; y el otro es la extensión o la manifestación de ese Dios-sustancia en el universo material.

Lo importante es recordar y no perder de vista que estos atributos divinos son o más bien están incluidos en la sustancia como en una superficie común, en una especie de nivel compartido y coninstrumental; de hecho no puede afirmarse que el atributo sea o pueda llegar a ser un predicado de la sustancia. Volver de nuevo al lenguaje es algo que puede ser útil siempre; si se piensa que el predicado invariablemente está condicionado al sujeto y que su existencia depende de aquél se entenderá que el atributo no puede concebirse como una predicación de la sustancia, en tanto ésta es comparable al sustantivo y al sujeto. Si se piensan bien las cosas y si se tratan de medir sus implicaciones, podrá verse que esta ontología de Spinoza es, en cierta medida, un ataque o, al menos, un atentado contra la vieja trascendencia, puesto que al estar toda la unidad y diversidad de lo existente en un mismo compartimiento la navegación desde un plano hacia otro pierde todo su sentido. El hecho de que Spinoza haya convivido en tan cercana vecindad con el conflictivo cristianismo barroco de su tiempo, con el aún más para él conflictivo judaísmo de su comunidad, además de con el novedoso y sugerente cartesianismo de entonces, sin duda, lo llevó a una fineza capaz de distinguir claramente entre la noción de engendrar y la noción de crear, y a determinar el acto del Dios del que habla su pensamiento como creación. De manera que, mientras engendrar es plantear algo sólo en cuanto a su existencia, crear sería el modelo del acto divino, porque consiste en plantear algo no sólo en tanto a su existencia, sino también en cuanto a su esencia, conforme con lo cual creación sería como el planteamiento de una sustancia que se despliega desde una amplitud que nada extraña ni nada pierde de cuanto le pertenece desde su origen. Como ha sido insinuado y como, después de lo dicho, puede ser valorado el pensamiento de Spinoza quizá sugiera una vuelta de las cosas de cabeza o al revés, porque al convertir a Dios en la naturaleza y al situar a las partes del todo en una misma superficie con aquello que ha sido su origen destruye o, al menos, atenta contra cuanto había sido desdeñado y hecho desde antes. Bien entendidas las cosas, y dada la temperatura del siglo XVII, sí que hubo motivos para que Spinoza fuese asediado, perseguido y excomulgado de su comunidad, porque pensar el todo como una única sustancia que encierra en sí misma a todos los atributos y también lo que se conoce como criaturas, llamados por él modos o, dicho de una manera más explícita, formas de ser de la sustancia, era comparable a atacar con la artillería más pesada y de más grueso calibre a todo cuanto había conservado por siglos la más alta jerarquía. Pero así como ataca a la vieja noción de Dios, también ataca a la sostenida, mantenida y sustentada noción de hombre; del mismo modo en que Dios deja de ser aquello que se ha concebido como un ser superior y colocado por encima; así el hombre, en la medida en que es una criatura o algo creado, deja de persistir como un ser para devenir en aquello que se ha nombrado como un modo, o bien, como ya se ha dicho, una forma de ser, pero ¿De qué? Pues de la sustancia, de lo más alto y encumbrado. La explicación anterior, a lo mejor puede ser una buena introducción capaz de ayudar a entender por qué el libro capital de Spinoza

se llama Ética, sobre todo si se comprueba que a todas luces su tono y sus maneras son, desde un inicio, las de la ontología. ¿Por qué, si la materia sobre la que tratará es la sustancia, sus atributos y sus modos, Spinoza llama a su obra Ética y no ontología? Una respuesta preliminar puede ser: porque los hombres, que no son su inicio pero sí su fin y punto de llegada, son formas de ser de una sustancia con la cual comparten una especie de plano común y único, tal como ha tratado de indicarse. Es importante tomar en cuenta lo anterior, a pesar de que haya sido dicho antes en torno al asunto de Dios, volver a retomarlo ahora y de nuevo en torno al asunto del hombre es lo adecuado; de algún modo es preciso entender que nunca será suficiente lo que se reitere sobre ello, porque es en este punto en donde se encuentra el núcleo del pensamiento de Spinoza. La palabra que parece ser la clave para entender, en relación al hombre, esta forma de ser de la naturaleza es la palabra conatus, expresión latina cuyo sentido dentro del orden spinoziano es crucial. De modo que esta naturaleza diseñada de acuerdo con un modelo de superficie fija o plano único llega al hombre, en tanto él es parte de ella, como conatus; dichas así las cosas debería entenderse por esto algo cercano a una cierta forma de ser que, necesariamente, determina y define al hombre como algo integrante, aunque también y esto es lo importante, como algo participante de la sustancia que de forma inevitable e innegable compone a la naturaleza, tal como ha venido siendo anotado. En otras palabras, confiando en que han venido siendo hechas las advertencias necesarias y han sido explicadas las condiciones precisas, puede comentarse que cuando Spinoza dice conatus quiere nombrar la forma de ser del alma del hombre que, al ser parte de la sustancia única y definitiva, está en plena consonancia y armonía con ella, formando un tejido que, desde Dios hasta el hombre, conforma una naturaleza pareja, igualada, compensada, y por ello sin diferencias de nivel ni jerarquía. Toda cosa que existe dentro de la sustancia (que es todo lo que hay) no es que adquiera su afirmación por la sustancia, sino que siendo parte de ella se afirma por sí misma; como cuando se está ante un lienzo o una pintura notable, no es que cada una de sus partes subsista en función de otra más bella o más importante o más sustancial, sino que cada una subsiste y se afirma por sí misma dentro del conjunto, la existencia de cada cosa debe justificarse y ser creíble por sí misma; seguramente de la misma forma sucede con una pieza musical, con una novela o un poema que merezcan serlo. De alguna manera, lo que Spinoza quiere decir es que el hombre no es como una provincia o un condado dentro de un reino, sino que, en todo caso, es tan insubordinado como pudiese ser un reino de otro reino, aun así cuando estuviese dentro; para usar los mismos adjetivos que se usaban antes habría que decir: como si ambos reinos fuesen tan parejos, igualados, compensados, y por ello sin diferencias de nivel ni jerarquía el uno respecto del otro; como si el continente y el contenido, en realidad no fuesen eso, sino dos peculiaridades equiparadas y sometidas a las mismas necesidades. Quizá sea válido si se dice que lo propio de la sustancia o del Dios spinoziano puede definirse como todos los demás, como si lo suyo de la sustancia o de Dios fuese cada cosa singular existente en su propia individualidad y en su propio cuerpo. Pero más allá de esta noción de naturaleza patentada por Spinoza,

el hombre rebasa su propia relación con la sustancia, de modo que si las cosas se quedasen hasta aquí quedaría mucho pendiente y mucho por decir. Bien puede entenderse que esto aún no dicho respecto al hombre tiene que ver con la forma en que Spinoza asume la herencia que viene de Descartes, de acuerdo con lo cual es preciso recordar al ego cogito (yo pienso) cartesiano, así como a sus implicaciones principales. Para Spinoza, como para Descartes, cuando alguien sabe algo, además de esto, también sabe que lo sabe, es decir que no es lo mismo saber algo que ser consciente de que se lo sabe; de tal manera que conocer un objeto, además de ofrecer la posibilidad de reflexionar sobre ese objeto, ofrece también la posibilidad de reflexionar acerca del acto a través del cual lo conozco, o dicho en otras palabras: conocer algo es, ante todo y además de conocer la cosa, conocerse a sí mismo; ésta sin duda será la seña de identidad que distinguirá al pensamiento moderno y, para insistir en algo que ya ha sido dicho, es éste el principal punto que Descartes ha heredado a la agenda moderna. Pues bien, esto es algo que Spinoza suscribe plenamente pero, hay que decirlo, lo suscribe con una caligrafía propia. Quizá, esta suscripción que Spinoza hace de los tonos modernos a través de los rasgos propios deba comenzar por traer de nuevo a cuenta aquella expresión latina propia de Spinoza: conatus, y es que la unidad de las partes que componen al hombre funciona de igual forma a como funciona la unión de las partes de aquella sustancia divina y primigenia, de la que se ha tratado desde un inicio. Si las partes del hombre son cuerpo y alma, la unión entre ellas contribuye, ante todo, a preservar la forma de ser de la sustancia, de tal manera que si puede apreciarse una distinción y hasta una separación entre alma y cuerpo en el hombre, la verdad es que realmente hay una unión de ellas, en la composición que es el hombre fundado, a su vez, en la unión suya con la sustancia, para que en el hombre, el conatus funcione de dos maneras: una, como un esfuerzo del cuerpo por llegar más lejos, más alto y más rápido; y otra, como un esfuerzo del alma por hacer lo mismo en relación a la comprensión de las cosas; todo esto de acuerdo con el sentido completo y pleno del conatus, que según ha sido dicho, consiste en un esfuerzo general por mantener y preservar a la sustancia consigo misma, venido de ella hacia ella misma, sin gradas ni desniveles. Como si la sustancia, al igual que el hombre moderno, fuese consciente de sí misma y su esfuerzo fuese, correspondientemente, por mantenerse y por preservarse; lo cual, en el hombre se cumple de dos formas: la primera de ellas es la que Spinoza llama ideas adecuadas, siendo éstas aquéllas que encuentran su causa completa en el propio espíritu humano y que se forman sólo según sus propias leyes y maneras; y la segunda de ellas es la que Spinoza llama ideas inadecuadas, siendo aquéllas de las cuales el hombre y su conciencia son sólo causas parciales y que, por eso mismo, no pueden ser comprendidas a partir únicamente de las potencias y capacidades del entendimiento humano. En consonancia con lo anterior habría que reconocer, en relación a las ideas adecuadas, que son aquéllas de las cuales se conocen las causas, en la medida en que éstas son internas; y en relación a las ideas inadecuadas que son aquellas otras de las cuales no se conocen de manera completa las causas, más bien se conocen parcialmente,

en la medida en que éstas son en parte exteriores y, por lo tanto llegar a ellas es algo que sólo se consigue parcialmente. Seguramente, la consecuencia principal de todo ello para el trabajo de Spinoza y para aquello que, tomándose una licencia, podría llamarse antropología spinoziana, sería la noción que entiende al alma como una idea inadecuada, porque de ella no se conocen las causas más que a través de algunas modificaciones del cuerpo o de ciertos tanteos imprecisos, por lo que hablar del alma necesariamente deviene en una conciencia parcial, menguante, mutilada y confusa. Esta forma del alma o, más bien, esta inexacta forma de conocer al alma es el punto en donde Spinoza encuentra el origen de la pasión, a la que habría que entender como lo que el hombre experimenta cuando apuesta y afirma una idea confusa y, sobre todo, cuando esta idea confusa es la causa del aumento o la disminución del poder para actuar en el escenario del mundo, quizá por ello el amor humano es algo tan cercano y tan asimilado a la pasión. Pero el paso por la pasión no es más que el peaje que Spinoza paga para ir más allá, para llegar a la condición antagónica de la pasión, para llegar al punto en donde él sitúa al conocimiento verdadero, aquél en el cual el espíritu adquiere y hace acopio de la fuerza suficiente como para pasar del régimen de la pasión al régimen de la virtud, definido y conseguido porque, una vez más, en ejercicio y función del conatus la luz del espíritu consigue ser la misma ley natural, tránsito que pasando por una ruta lógica y casual, se encamina por ideas adecuadas, es decir accesibles para el hombre, de acuerdo con todo lo que al respecto ha sido dicho. De modo que por esa vía Spinoza parece completar su estudio del hombre aludiendo al verbo judío iodah, que significa tanto conocer como amar y que, al poseer esa doble carga semántica, nombra una suerte de perfección para el hombre, al encerrar en el amor de sí un autoconocimiento que, en el fondo y bien entendidas las cosas, es un retorno a Dios y un conocimiento de Dios desde el sí mismo mundano porque, como se ha reiterado, la sustancia homogénea de Spinoza no tiene desniveles. De hecho, la única forma de captarse en plena pureza está en la perfección del amor de sí, porque este acto marcado por el verbo hebreo, siendo hacia sí mismo, es también una vuelta hacia Dios; con lo cual, de alguna forma, se cumple la agenda de la filosofía moderna de que todo conocimiento es autoconocimiento, pero ya no sólo a nivel del hombre, sino también de la naturaleza, según la cual, la dimensión del conocimiento se alcanza plenamente sólo al arribar al nivel de la autoconsciencia. Por último, se impone la consideración de las observaciones de Spinoza sobre el tema político y el asunto del Estado, en cuanto fue algo que no descuidó al vivir en tiempos convulsos, y respecto a lo cual es importante recordar algunas cosas que, de cierto modo, ya han sido enunciadas al hablar de la época barroca. No se trata de repetir ni de reiterar lo que ya fue dicho en su ocasión, sino más bien de adecuarlo al caso específico de Spinoza, de su hebraísmo y de su particular forma de ser. En primer lugar, quizá lo más adecuado sea traducir el clima del siglo XVII a la condición personal y particular de Spinoza y, para el efecto vale la pena recordar que el clima político de entonces estaba teñido mayormente de colores y matices religiosos. Por un lado, las consecuencias de la reforma protestante que se

han propuesto durante el siglo anterior estallan de manera violenta y atronadora durante este siglo barroco, así como también el poder tan grande que ha ejercido la Iglesia de Roma comienza a socavarse durante este tiempo; tensión de un clima que llega hasta el judío solitario y excomulgado que fue Spinoza, como intolerancia. En todo caso, es de vital importancia entender que, si la citada intolerancia era el clima general y predominante de la época, este clima fue especialmente evidente y claro para alguien que vivía en la condición en que lo hacía Spinoza y de esa su especial manera de estar adentro pero, a la vez, de estar afuera, que ha sido la condición de cualquier judío de Occidente, todo lo cual debe haber sido de manera mucho más marcada y enfática para el caso de Spinoza. Esa posición le confiere a Spinoza la posibilidad de apreciar ciertas cosas de una forma especialmente clara y, quizá pueda llegar a decirse con una claridad meridiana, la distancia que le daba a Spinoza su condición de judío le permitió apreciar sin ningún furor y sin ninguna pasión las postulaciones y las posturas, tanto católicas como protestantes, a las que seguramente debe haber oído subir de tono de manera estridente, y a cual más y mejor. Por esa vía, Spinoza parece haber podido atender, apreciar y valorar una de las razones del luteranismo, que en su trabajo alcanza dimensiones mucho mayores, en la medida en que es vinculada a otras formas de ser del pensamiento de la época, como lo es la naciente ciencia moderna. Se sabe, por ejemplo, que desde la llamada revolución copernicana y su consecuencia más trascendental: el trabajo de Galileo Galilei, los hombres que se dedican a la física han renunciado a cualquier tipo de explicación proveniente de Dios y a cualquier tipo de explicación finalista sobrenatural para los fenómenos del movimiento; de modo que, para decirlo de otra forma, las explicaciones de la física no deben desbordar los límites de la propia naturale za que se estudia; esa explicación debe proponerse determinar sus propósitos a través del uso apropiado de la observación y de la experimentación. Es preciso recordar que Spinoza estaba bien enterado de todas las maneras de la ciencia naciente, en tanto ha escrito su Ética de acuerdo con un orden y una estructura geométrica, que si bien no es ciencia moderna, sí que adquiere nuevas potencias durante la modernidad y el trabajo cartesiano. En consonancia con esto, Spinoza entiende que así como la naturaleza debe ser interpretada y comprendida sólo de acuerdo consigo misma, así debe hacerse para el caso de la escritura. De modo que la escritura sagrada, que por lo demás es común a cristianos y a judíos, debe ser interpretada y comprendida sólo a partir de sí misma (como sucede a la naturaleza en la física moderna), sin la impostura falsificadora de teólogos encargados de decir más o menos de lo que la propia escritura dice, en un acto de desvarío que los conduce a elaborar hechuras estiradas o encogidas, incoherentes o inverosímiles, absurdas o febriles; es decir que con el protestantismo luterano parece Spinoza estar de acuerdo en algo, y esto son los nuevos y filtrados poderes de la interpretación de la palabra, inicio de la moderna hermenéutica. Derivado de ello y, por lo tanto sobre esa base Spinoza concluye en que, dada la naturaleza de las cosas y el sitio que de conformidad con el orden de ella les corresponde, la Iglesia, cualquiera que sea, no es apta para gobernar la vida de los hombres, porque el

Estado reclama un orden racional y que, por eso mismo, no llegue a decir lo que no le corresponde de acuerdo con el orden de su naturaleza y su materia. Si de algún punto proviene, entonces, la noción de separación entre el poder político y la Iglesia, para el mundo moderno, es del trabajo de Spinoza. De tal modo que el filósofo judío de Ámsterdam señala que la política es, de algún modo, como cualquier otra ciencia aplicada, las cuales están definidas por la unión indisoluble de teoría y práctica, al grado de no poder apostar por su eficacia más que en la medida en que se considera su presencia y su aplicación en el mundo de la vida; aspecto que Spinoza ve, para el caso de la política, en la experiencia histórica, por eso las referencias a la historia en su trabajo son constantes, no deja de atender a varios escenarios en diversas épocas a efecto de poder valorar y medir en alguna medida y de alguna forma lo que podría entenderse como la cuota de experiencia que, como una ciencia aplicada le corresponde a la política e, incluso podría añadirse que también a la ciencia humana y social. En fin, Spinoza era un personaje especial, era alguien que conocía y ejercía muy bien la pertenencia a su tiempo, pero también y a la vez transitaba por una suerte de vía a contracorriente con su tiempo; debe haber sido alguien con la especial capacidad de desesperar a muchos de sus contemporáneos, porque cualquiera de ellos, ya sea que fuesen cristianos católicos o protestantes o bien judíos como él mismo, ninguno estaría dispuesto a aceptar que las cosas del mundo, que las personas, que ellos mismos eran sustancia y que lo eran de una forma irrenunciable y necesaria. Qué más podía sucederles a sus contemporáneos que sentir la desesperación al oír aquello para lo cual no estaban aclimatados, al sentir el advenimiento de lo inesperado o, incluso, de lo intolerable. ¿Qué quiere decir que los hombres sean sustancia? ¿Por qué esto llega a resultar inesperado o, incluso, intolerable? En primer lugar, y al margen de la materia por la cual ambas preguntas indagan, quizá incomodan y desesperan porque están formuladas en un tono incontestable y que no da lugar a la elección, ambas preguntas deben, sin lugar a ninguna alternativa, ser aceptadas y asumidas, no dan lugar a la coartada. A los hombres les cuesta mucho aceptar que si Dios es el espacio, ellos son las figuras geométricas, y eso seguramente era difícil para los hombres del siglo XVII y sigue siéndolo para nosotros, porque nos cuesta mucho admitir que Dios y nosotros, que la sustancia y las cosas ocupamos un plano único, compartimos una superficie común. Entonces, no deja de ser curioso y hasta inquietante que Leibniz, el contemporáneo más eminente de Spinoza, esté muy interesado en él y casi puede indicarse que se encuentra obstinado por Spinoza, al grado de hacer averiguaciones, de escribirle, de ir a visitarlo, como quien no puede reprimir la sorpresa al ver lo que Spinoza hace con las cosas del mundo frente a la sustancia, al ver que las asemeja, las asimila, las nivela con la sustancia; lo cual equivale, según lo ve el sorprendido Leibniz, al verlo proponer lo inédito, lo novedoso, a postular una realidad sin desniveles ni jerarquías. De algún modo, queda la impresión de que Spinoza es aquel hombre que a fuerza de buscar la soledad y la purificación del aislamiento, llama tanto la atención que logra el propósito contrario al evidente y buscado: el de estar, de cierto modo, acompañado.

BIBLIOGRAFÍA Belaval, Yvon (comp). Historia de la filosofía VI. Siglo Veintiuno Editores. 1973. Cassirer, Ernst. El problema del conocimiento I. Fondo de Cultura Económica. 1993. Descartes, René. Discurso del método, Meditaciones metafísicas, Reglas para la dirección del espíritu, Principios de la Filosofía. Editorial Porrúa, 1980. Hegel, G. W. F. Lecciones sobre Historia de la Filosofía III. Fondo de Cultura Económica. 1977. Hirschberger, Johannes. Historia de la Filosofía II. Biblioteca Herder. 1986. Husserl, Edmund. Meditaciones cartesianas. Tecnos. 1997. Koiré, Alexandre. Del mundo cerrado al universo infinito. Siglo Veintiuno Editores. 1982. Küng, Hans. Does god exist? An answer for today. Doubleday & Company. 1980. Moreau, Joseph. Spinoza et le spinozisme. Presses universitaires de France. 1977. Spinoza de, Baruch. Ética. Editora Nacional. 1975. Correspondencia. Alianza Editorial. 1988. Roberts, J. M. History of the world. Penguin Books. 1992. Weinpahl, Paul. Por un Spinoza radical. Fondo de Cultura Económica. 1990. Williams, Bernard. Descartes, el proyecto de la investigación pura. Cátedra, LEIBNIZ, ACOMPAÑADO PERO SOLO Gottfried Wilhelm Leibniz es muy diferente a Spinoza, él no quiere dejar nada de lado, nada quiere dejar en el olvido, ni siquiera en el descuido, él quiere conciliarse con todo, abarcarlo todo; puede afirmarse que Leibniz es un territorio fecundo en donde todo, desde las impresiones que nutrieron su niñez hasta su trabajo de adulto, fructificó. Leibniz nació en 1646, casi quince años después de Spinoza, cuando aún no ha terminado la guerra de los treinta años, aunque ya está por terminar; Alemania, tal vez más que cualquier otra región europea, está en ruinas. El escenario para sus primeros años, además de la guerra, es una familia piadosa y luterana, lo cual es otra manera de pisar de forma definitiva sobre su tiempo; y el punto geográfico para su llegada al mundo es la ciudad de Leipzig, motivo por el cual resulta irresistible la tentación de recordar a otro alemán que también durante la segunda mitad del siglo XVII y en Leipzig alimenta al espíritu germánico con la misma decisión y dentro del mismo aire barroco, este otro es el músico Johann Sebastian Bach. Su padre fue profesor de escuela y, a pesar de que murió cuando él tenía seis años, fue una influencia decisiva, porque el inicio del camino de Leibniz fue como un autodidacta en la biblioteca que el padre dejara al morir. Como consecuencia de aquel impulso paterno y de un talento singular llega a la universidad a los quince años durante la pascua de 1661, en donde su alma sajona de patriota advierte algo que ya conoce: los efectos desastrosos de la división y de las disputas de las iglesias y en donde también descubre, como en un primer contacto, los nombres de Cardano, Campanella, Galileo y un poco de Descartes, todos ellos personajes que a su modo, cada uno, capitanearon y apadrinaron a la ciencia nueva y moderna desde las nacientes y

novedosas maneras matemáticas: en aquella época a todos éstos se los llamaba atomistas. En 1663 defiende un precoz trabajo suyo, que equivaldría a su tesis de bachillerato de nombre De Principio Individui (Sobre el Principio del Individuo) en el que parece sostener que el individuo es una especie de entidad total, su tono es aún escolástico, aunque puede entenderse también como el primer antecedente de su futura monadología, en donde la entidad individual (con todo lo que eso conlleva tratándose de Leibniz) alcanzará toda su potencia. Antes de estudiar jurisprudencia en Leipzig, pasa un semestre de verano en Jena, en donde establece sus primeros contactos con los Elementos de Euclides y las bases del álgebra. Si antes de cumplir diez años ha perdido a su padre, antes de cumplir veinte pierde a su madre, duelos ambos que, además de la pena que cabe, le dan una libertad que él sabe aprovechar y de la cual hace un uso provechoso y lucrativo. Simultáneamente a la aprobación de sus exámenes de derecho publica Dissertatio de Arte Combinatoria (Discurso sobre el arte combinatorio), trabajo iniciático en donde considera a Dios como el combinador de mundos posibles. Una vez graduado de jurista deberá ganarse la vida, para lo cual servirá a una serie de señores católicos, a pesar de lo cual nunca renegará del luteranismo, seguramente la guerra de los treinta años le ha enseñado que, para su tiempo, la única posibilidad de la política es el ecumenismo;5 en virtud de lo que multiplica los escritos de demostraciones divinas que tienden a ese fin y que, si no logran convencer a nadie, sí que le sirven para llevar adelante el proyecto de su pensamiento. 5 Actitud que cada vez ha ido adquiriendo más vigencia y que, en relación a las religiones, busca y remarca más los puntos de contacto y de encuentro que de discordia y diferencia. Su primer patrón, el elector de Maguncia, es quien envía al joven abogado en misión a París, adonde llega en marzo de 1672, con el fin de persuadir a Louis XIV de no invadir Alemania; si bien es poco lo que puede hacer frente al absolutista monarca francés para desviar sus planes, su estancia en París es aprovechada para trabar amistad con algunos cartesianos y hombres de ciencia importantes, así como para darse algunas descolgadas ocasionales a Londres y acercarse a algunos amigos y allegados de Newton, también conoce a un sobrino de Pascal, a amigos de Spinoza y al mismo Malebranche; de modo que la diplomacia, al ser un fin en sí misma para sus fines ecuménicos, fue también un pretexto para los fines de su formación. La época de París es de logros importantes y de pasos decisivos, con la invención del cálculo infinitesimal deja constancia de insatisfacción ante el idealismo clásico, a la vez que supera el mecanicismo cartesiano; de este tiempo es también un Tratado de óptica, mediante el cual anuncia su preocupación acerca de los mundos posibles, a través de un estudio sobre la ruta de la luz, así es como sus tanteos iniciales intentan percibir, por detrás del referido mecanicismo, una finalidad al anunciar la importancia que dará más tarde a la razón suficiente y su correspondiente aproximación a la monadología, todo esto se tratará de hacer explícito más adelante. Luego es contratado como bibliotecario por el Príncipe de Hannover, en donde establece nuevos contactos que le permiten reanudar sus viejos empeños en la ciencia y en la disciplina de la diplomacia;

muerto el Príncipe que lo ha llevado a Hannover, queda al servicio del sucesor, el hermano del anterior, este nuevo patrono lo vuelve a enfrentar con las presiones y pretensiones de Louis XIV de Francia, al calor de lo cual es nombrado historiador oficial de la casa de Brunswick, cargo que le impone la búsqueda de documentos que justifiquen los deseos de su nuevo patrono frente al monarca francés y paralelamente la obligación de viajar a Austria e Italia, sin embargo lo importante es que con ocasión de su vinculación a la historia y a los sedimentos del pasado, se convierte en uno de los fundadores de la geología, al interesarse por la historia de la tierra, de los fósiles y de las migraciones de los pueblos. En 1698 deja la casa de Hannover, para llevar una vida itinerante entre Berlín, Viena, Londres y otros lugares, siendo bien recibido por todas esas casas reales; éste es el período en que, a pesar de su mal conocimiento del inglés, conoce en una traducción francesa el trabajo de John Locke y que finalmente provoca la redacción de su Nouveux essais sur l’entendement humain (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano), texto que contradice y se opone paso a paso al del inglés, y que una vez concluido no publica, por respeto a la reciente muerte de Locke. En seguida trabaja sobre el Essais de Théodicée (Ensayos de Teodicea), trabajo de pretensiones y fines enormes y que intenta comprender la labor de Dios, a partir de todo cuanto es posible, y no sólo de cuanto es actual y presente. Más tarde, en 1711, entabla relación con Pedro el Grande, Zar de Rusia, personaje que por su vitalidad fundadora, fuerza creadora y capacidad de hacer le interesaba mucho. Luego, en 1715, puede encontrársele en Viena, en donde el Emperador Habsburgo de turno le rinde homenajes y le confiere altos honores. Los últimos años de vida los pasa, de vuelta, en Hannover, entregado al trabajo sobre la historia de la casa de Brunswick, es entonces que emprende su famosa correspondencia con Clark, quien es una suerte de vocero y lacayo de Newton, en donde Leibniz defiende su teoría idealista del espacio y del tiempo, en una suerte de interpretación de la continuidad entendida como orden, coexistencia y sucesión, sobre la base de aquello que Newton ha querido entender de otra forma, más bien orientada a la matemática aplicada: el cálculo infinitesimal; su muerte acaecida el 14 de noviembre de 1716 interrumpe esta correspondencia. El único homenaje que recibe, justo al año de su muerte, es el que le brinda la Academia de París. Contemplar a la distancia la biografía de Leibniz provoca el deseo, casi irresistible, de comparar su vida con las vidas de Descartes y Spinoza, porque parece haber tenido algo de ambos, porque parece haber sido un poco como Descartes y también un poco como Spinoza; evidentemente los tres comparten algo que, además de definir al intelectual moderno, define al espíritu del barroco, esto puede entenderse, por lo pronto, como algo que consiste en una incontenible curiosidad. Pero más allá de lo anterior, y a pesar de que Leibniz no tuvo los medios que le permitieran una vida holgada como a Descartes, ni la conformidad para aceptar lo mínimo como a Spinoza, situación que lo llevó a someterse a patronos, despistados con respecto a sus fines, tal vez incomprensivos y hasta en desacuerdo con los fines del filósofo, también cultivó, como Descartes y Spinoza,

una vida nómada, condicionada al hallazgo de los ambientes más propicios para el desarrollo de su obra, aparentemente en su caso, buscando más el intercambio y el contacto que el desprendimiento o la soledad. La obra de cada uno de estos hombres está embarazada, cargada y preñada de razón matemática: la geometría analítica para Descartes, la geometría lineal para Spinoza, Leibniz no será la excepción, al punto que las maneras matemáticas son las que dan a su obra las características para conformar un sistema. Entonces, la Filosofía de Leibniz es un sistema que para serlo depende del orden matemático, sin embargo para tratar de ser más preciso es necesario reconocer que la idea de sistema en Leibniz no depende sólo de la adopción de las formas matemáticas, sino también de una renovación de ellas. Las implicaciones anteriores son profundas, porque imponen la comprensión de que una matemática supone una lógica correspondiente, de modo que hablar de una innovación de las matemáticas supone, a la vez y de forma respectiva, una renovación de la lógica, por ello es que el trabajo de Leibniz posee esta dimensión de profundidad. Quizá, llegado este punto, valga la pena hacer un paréntesis para decir que, a pesar de que Leibniz mostró interés por Spinoza, guarda más cercanía y semejanza con Descartes, claramente, por ser éste también un renovador de la matemática, pero además porque Leibniz se constituye en un crítico a la matemática plana y de números enteros de Descartes; es decir, para intentar decirlo con una dimensión crítica ante el propio Descartes, a lo mejor como a su modo lo hizo el propio Spinoza. En suma, Leibniz es un cartesiano que, cuando alcanza una dimensión crítica con respecto a su fuente, realiza el proyecto de construir un sistema, al enunciar y perfeccionar las condiciones de una empresa que antes de ser suya ha sido de su maestro y modelo; lograr esto supone, de algún modo, dibujar un paisaje nuevo que, para nombrarlo de nuevo, es una nueva matemática, cuyo fondo es una lógica renovada, para dar forma a una Filosofía ventilada y sacudida. La primera impresión que causa el sistema de Leibniz es algo que recuerda, de algún modo, al viejo Timeo de Platón, que ya operaba con algo de los modales de la lógica antes de que ésta surgiera, en la medida en que desde la capacidad organizadora de un Demiurgo6 se combina todo lo divisible en regiones, reinos y fracciones de un conjunto que se muestra como dispersión. El arte del pensamiento en Leibniz es, ante todo, un arte combinatoria, algo parecido al arte del músico que trabaja sobre la base de notas que son separadas e independientes unas de otras y que al encontrar su posición hacen de la composición la mejor pieza posible; aunque bien entendidas las cosas, no necesariamente debe hablarse de notas musicales, éste no deja de ser un simple ejemplo, pero así mismo puede hablarse de signos, de puntos, de letras, de cualquier cosa que pueda ser el elemento de una operación. Leibniz busca, y no deja de buscar, un elemento que sea para la naturaleza, lo que las notas son para la música, lo que las letras son para las lenguas escritas, lo que los sonidos son para las palabras, lo que las verdades demostradas son para las ciencias, lo que las verdades conjeturales son para la lógica; y no debe entenderse que eso que él busca de forma incesante sea algo que se asemeja a

cualquiera de los elementos diversos que acaban de anotarse; Leib6 Dios al que se alude en el Timeo platónico que, en lugar de una potencia creadora, ostenta más bien una potencia organizadora, es decir y para decirlo de una forma profana y sencilla, en vez de inventar cosas las pone en su sitio para, así, dar su forma al mundo. niz busca elementos naturales, así como los apuntados antes son elementos musicales, lingüísticos, matemáticos, etcétera. Pero resulta aconsejable no dejarse llevar por aquello que la palabra naturaleza sugiere para nosotros, una vez que la ciencia moderna ha recorrido el camino que abarca el intervalo de tiempo entre el siglo XVII y esta época; de modo que es necesario indicar que cuando Leibniz dice naturaleza nombra algo en donde lo real pueda ser divisible, algo así como la partícula más elemental de realidad, una suerte de principio de vida, el nombre que Leibniz da a esto es mónada; de ahí y por eso mismo es que el arte de Dios es combinar estos elementos para componer el mundo. El sistema de pensamiento de Leibniz es, en armonía con el barroco, un elogio al florecimiento del arte combinatoria, el mayor placer para él, como para su tiempo, debe haber sido la proliferación de los alfabetos lingüísticos, musicales, matemáticos pensados como totales que se despeñaban en subtotales y fragmentos…; cartas esféricas en donde el pensamiento es la totalidad de un plano que incluye mares desconocidos y profundos, y que incluye también continentes en los que se proyecta la inconmensurable diversidad escenificada en un horizonte de matices y derivaciones sin fin; vértigo de una diversidad que, siendo incontenible, quiere contenerse, que siendo incalculable, quiere calcularse. ¿Cuál podría ser la idea de sistema, de no ser aquella que admita una totalidad? ¿Qué será de una Filosofía que no pretenda la plenitud o la totalidad? Si una Filosofía deja escapar algo ¿En qué se convierte? Si el hombre deja escapar los fines y los afanes de plenitud ¿En qué se convierte? En un intento tenue y gris por dar cuenta de las inquietudes que aquejaron a Leibniz se formulan las indagaciones anteriores, para tratar de dar cuenta, desde un inicio, de cuál debió de haber sido la temperatura de su espíritu. El secreto fundante de su pensamiento fue aquel viejo asunto que viene desde los griegos y, más aún desde los presocráticos, el de encontrar una postura entre lo uno y lo diverso, su ánimo es el de volver a un tema, a un asunto, a un problema que nunca ha dejado de serlo; sin embargo la modalidad que toma este viejo lema en el pensamiento de Leibniz es el del arte combinatoria, lo cual debe entenderse como el esfuerzo, no sólo por llegar a la diversidad, sino a la diversidad de la diversidad, no sólo por llegar al pluralismo, sino al pluralismo del pluralismo; de modo que su gusto puede ser catalogar y, además el gusto de seguir catalogando en un inventario sin fin. El estilo compendiador de Leibniz siente una pasión que, al expresarse como combinatoria, quiere abarcar y envolver el máximo de realidad en armonía a una técnica que no puede ser indiferente a las maneras matemáticas tal y como, de paso, ya se ha visto que sucedió con Descartes y Spinoza. Por ese camino, por la ruta de la matemática, con Leibniz llega a un extremo inédito, que es aquél que intenta llegar a la formulación

de una lengua universal, a una suerte de lenguaje de los lenguajes, como si hubiese sentido que su mundo, que esa época barroca en la que se desenvolvió tuviese algo de las angustias provenientes de la lejana Torre de Babel.7 La matemática le pareció a él y también a su tiempo el camino más adecuado, porque ofrece una paradoja que, en lugar de ser un absurdo o un contrasentido, debe entenderse como la posibilidad de alcanzar una visión tan global como aquello que es capaz de abarcar lo opuesto, porque la matemática, por un lado es idealmente pura, y por el otro lado también es prácticamente aplicable;8 de ahí la confianza que confiere la matemática al ser capaz de mostrarse como una lengua confiable y segura, capaz de una perfección formal, pero también de llegar a los asuntos del mundo equipada 7 Mito proveniente del Génesis del Antiguo Testamento, y que cuenta la historia de la pretensión de construir una torre que fuese capaz de alcanzar el cielo; finalmente el desenlace de la historia viene dado por algo que sucede en torno al lenguaje y que podría ser nombrado como confusión. 8 De esta época es el fecundo trabajo que concluye con la fundación de la física, por la vía que va desde Copérnico hasta Newton pasando por Galileo, que consiste, entre otras cosas, en la aplicación del lenguaje matemático a asuntos concretos y mundanos. de su perfección, en un descenso que, al suceder, beneficia y desvela circunstancias concretas de la vida y de la realidad concreta, inmediata y sensible. Leibniz es un idealista que confía en los formalismos matemáticos por la doble promesa que ellos ofrecen, al ser como una mina que puede ser explotada desde el esplendor luminoso de lo uno (idea) hasta la dificultad sombreada de lo diverso (mundo). De modo que la invención del cálculo infinitesimal, en Leibniz, es el resultado de esta congestionada pasión ontológica. Pero el fin de esta labor barroca está tan lejos que, a pesar de contar con resultados tan destellantes como el cálculo infinitesimal, queda un sabor de boca equivalente a que si algo es comprensible es que la realidad es incomprensible; como si se tratase del trabajo de aquellos pintores de la misma época que, por más que lucharon, no pudieron disipar algunas sombras. Si el individuo está en un mundo que es concreto y Dios está en un mundo que es ideal, de lo que se trata es de combinar estos mundos articulándolos, de lo que se trata es de pasar desde los confines del mundo inmaterial y no sólo en la vía que aquí ha quedado dicha, sino también en la vía inversa. De lo que se trata, en todo caso, es de armarse de la batería necesaria para separar y delimitar los actos de Dios de los actos de los individuos, no se dice criaturas porque tratándose de Leibniz ése puede ser un término equívoco. ¿Cómo ver a Dios en relación a los individuos? y ¿Cómo ver a éstos en relación a Dios? Como puede suscribirse fácilmente, éste es un tema viejo al menos planteado en estos términos, tan viejo como la Edad Media y así sugerir la definición de temas como la responsabilidad, la determinación, la voluntad, la libertad, el comportamiento y la conducta, entre otros. La perspectiva que recortan estos asuntos, en el fondo, no es otra que la definida y envuelta por el bien y el mal, temas, por lo demás, para ese estudio suyo conocido como Essais de Théodicée (Ensayos de Teodicea) y el siempre presente y nunca resuelto del todo

problema de la invariable presencia de las fuerzas inclasificables dentro de lo real que, acaso sea el signo distintivo de toda Filosofía con fines de trascendencia. Sin embargo, las maneras de Leibniz para dar cuenta de estos viejos asuntos parecen dejar de lado los tonos medievales para volver a los matices griegos, concretamente a los aristotélicos. Quizá, y si se quiere ser más preciso, lo anterior pueda ser dicho de otra forma, para intentar hacerlo en mayor cercanía a la nomenclatura filosófica habría que decir que con Leibniz se da un tránsito que lleva de un matiz teológico a un matiz filosófico, o bien si se quiere ser más preciso, podría anotarse que con él se va por un rumbo que se orienta de un tono creacionista a un tono ontológico. Sin embargo, lo que permanece inalterable desde la Edad Media escolástica hasta el barroco ejercido por Leibniz es el uso de la lógica entendida como una gramática de la atribución y de la predicación dentro de la cual puede reconocerse a lo definido y, en definitiva, en donde es posible reconocer el nombre de lo definido en su individualidad. La formulación, una vez asumida por Leibniz, a lo mejor pueda ser explicada como si hablar de cualquier cosa con todo lo que ella arrastra de rastros y marcas del pasado, así como de potencias y promesas del futuro es un punto entre la contingencia del momento y la necesidad de la eternidad y, por ello y de este modo, es una cifra pronunciada por las diversas voces del Dios de Leibniz en la algarabía de ruidos y repetición de ecos que es el mundo. Así, la formulación que Leibniz hace del mundo es la de que está construido sobre, por no decir que es, una gramática de nombres propios y comunes enmarcados dentro de una lógica de la definición y de la predicación que, al final, debe traducirse en una teoría de la verdad como lo virtual, como lo posible y como lo necesario. De modo que, una vez que se ha llegado hasta aquí, lo importante es advertir y asumir que el todo es una diversidad clasificada en múltiples series que funcionan a modo de superar y remontar el aislamiento que, de forma aparente, muestra su individualidad y su finitud; como si el tejido de todo fuese el fluir inagotable de los predicados desplazados sobre la continuidad de conexión y comunicación general. Sin embargo, una vez más y como se ha comenzado a decir, Leibniz es un renovador de la Filosofía y, básicamente, lo es por haber orientado el pensamiento por los caminos de la matemática en una senda que pretende eludir las trampas, las impresiones y las ambigüedades del lenguaje; como si hubiese llegado a advertir que el lenguaje de las palabras no sólo cubre, sino también re-cubre y en-cubre, como si hubiese llegado a advertir que el lenguaje de las palabras cuando no se queda corto por tímido se propasa y exagera en abusos, en fin, como si el lenguaje de las palabras fuese tan inevitable y tan peligroso para el hombre y para la cultura como lo ha sido el pecado original, sólo por comparar al lenguaje de las palabras con algo. El punto de partida para ese lenguaje depurado de Leibniz es precisamente el punto al que se ha venido haciendo referencia de manera reiterada: el individuo, la más ínfima parte de realidad o, para decirlo con las palabras del propio Leibniz, la mónada. Todo lenguaje, sea cual sea su índole, depende y proviene de esa unidad mínima sustancial postulada por Leibniz, de modo que sin ella nada puede existir ni ser, tanto la palabra como la cosa,

como el número, como el discurso dependen de la mónada. Esto debe ser entendido en parte por algo que ya ha sido dicho o, al menos, insinuado porque si todo depende de la mónada es porque el mundo y sus procesos de despliegue, distribución, multiplicación y denominación no pueden provenir de otro punto; según Leibniz, la definición y los procesos de la ciencia que, como se sabe, en su tiempo cobran una fecundidad inédita son posibles sólo desde la existencia monádica, en obediencia a una ruta que sigue el tejido del todo desde su ínfimo punto de partida. Este camino o, más bien estos caminos deben ser como aquellos a los que se refería el poeta cuando decía: …No hay camino / se hace camino al andar / y al volver la vista atrás…9 9 Machado, Antonio. Poesía. Alianza Editorial. Pág. 114. Porque, de alguna forma, el mundo de Leibniz es algo trazado por los caminos hechos y siempre por hacerse de la mónada. Desde lo que ha sido dicho acerca de la mónada puede apreciarse que ésta es una noción nueva y difícil, y que para irse acercando a ella las rutas son varias y aventuradas, y que además la más prometedora puede ser la ofrecida por la matemática; sin embargo, para seguir este camino es preciso contar con algunos elementos que sólo poseen quienes han aprendido ciertas cosas, específicamente, dentro de la matemática. Pero como aquí lo importante no es la gimnasia dentro del ejercicio de la matemática, sólo se intentará dar una idea del pensamiento de Leibniz, al margen de esa complicación. El caso es, dicho de una manera sencilla, que la vieja geometría plana e incluso la nueva, durante el siglo XVII, geometría analítica recién planteada por Descartes habían llegado a ser insuficientes para los requerimientos del espíritu barroco y concretamente para lo que aquí interesa: para el pensamiento y el sistema combinatorio en construcción de Leibniz. Siguiendo por la senda de la sencillez, habría que pensar que tanto la geometría clásica, como la novedosa geometría algebraica fundada por Descartes dan cuenta de un mundo que en realidad no existe, así como ambas lo formulan, porque nada en el mundo, en sentido estricto, es plano ni algo de lo cual sea capaz de dar cuenta con precisión la línea recta; en todo caso, y a lo mejor cometiendo una exageración, Leibniz debió pensar que la matemática anterior a él era una suerte de ficción, al hablar de un mundo antojadizo y hecho a la medida de la respuesta que lo explicaba. Así las cosas, Leibniz se propone trabajar sobre la base del número infinitesimal, es decir sobre aquél que no es el número entero y sobre el hecho cierto de que entre cada número entero, entre el 1 y el 2 por ejemplo, hay una serie infinita de fracciones que, por ser ínfimas, no dejan de ser reales, así sea esto sólo para la razón y el pensamiento. El resultado de este trabajo es lo que se conoce hoy como cálculo infinitesimal y según parece, el resultado práctico de ello está en la posibilidad de medir la línea curva que, tanto define al carácter barroco y que, para más datos, fue llamada serpentinata10 por los artistas de entonces. Lo importante es que Leibniz llega, por vía del rigor matemático, a expresar la posibilidad de entender el todo a partir de la última individualidad, de la partícula más ínfima de realidad o, una vez más y de nuevo para decirlo con sus palabras, de la mónada.

Articular lo anterior, que pertenece y atañe a la matemática, para la Filosofía es algo que se impone de forma irrenunciable ¿Cómo hacerlo? ¿Por dónde intentarlo? A fin de cuentas la satisfacción a las indagaciones anteriores, acaso deba comenzar por el reconocimiento de que la mónada es la última parte y el todo, el mínimo y el absoluto, la molécula y el mundo; si se piensa que toda la Filosofía o, al menos gran parte de ella, ha sido la consideración de la distancia enunciada por las dualidades anteriores: la última parte y el todo, el mínimo y el absoluto, la molécula y el mundo, debería pensarse que nunca había sido trabajada ni formulada como lo hace la caligrafía de Leibniz. En todo caso, la novedad y el atrevimiento barroco de Leibniz radica en que, antes de él, esa distancia enunciada entre lo individual y el todo había sido tratada como límite, como frontera mutua y recíproca de ambos, mientras para Leibniz esa distancia, al menos de acuerdo con su trabajo matemático, ya no existe, quizá también como sucede para Spinoza, pero de otra forma. A partir de la mónada, la distancia individuo-totalidad ya no se encuentra planteada como límite, como si la inherencia del uno y el otro fuese algo que no se había advertido; a fin de cuentas es bien sabido que en las maneras barrocas los contornos, los finales y comienzos de líneas, de luces y sombras, los fines y los confines, los acordes y los silencios han estado sometidos a la caligrafía de la difuminación, al arte de la fuga.11 Al existir algo como la mónada resulta posible afirmar que, de alguna forma y para que nos entendamos, todo está hecho de él o 10 Panofsky, Erwin. Idea. Alianza Editorial. 1989. Pág. 90. 11 Éste es el nombre de una obra musical de Johann Sebastian Bach, escrita para clavicordio solo y que se entiende como un punto básico de estudio y reflexión acerca de las posibilidades del acorde musical y de la polifonía. de eso, por lo cual sin serlo, sino más bien siendo todo lo contrario, eso es una especie de todo; cada vez puede irse viendo que el juego planteado por Leibniz, tal como se ha venido diciendo, es aquél del arte combinatoria. De modo que, a pesar de que la aclaración principal de la mónada transite por las vías de la matemática, también hay que decir que puede ser vista dentro del ámbito de la lógica; el trabajo de Leibniz pretende tal claridad que su núcleo puede ser visto desde la matemática y también desde la lógica; siendo éstos los campos del saber que, desde siempre, han conservado un prestigio y una aureola de precisión debido la claridad de sus argumentaciones. El pensamiento monádico de Leibniz arroja una luz que se proyecta desde el prisma de la matemática y además desde el prisma de la lógica, de manera que la mónada cabe entenderla como cifra (desde la matemática) y como concepto (desde la lógica); en todo caso es necesario captarla, ante todo, como algo cuyo contenido es básicamente abstracto. La desordenada luz de lo disperso arrojada por la mónada se recompone en las leyes de la matemática, como en las leyes de la lógica; respecto a esta última disciplina, bien puede pensarse que a través de la mónada Leibniz pretende conciliar el pensamiento de Parménides con el pensamiento de Aristóteles, en tanto busca una colaboración de los principios de identidad con el de razón suficiente, es decir, en tanto confía en la posibilidad de una alianza entre lo uno (presentado por la identidad) y lo múltiple (presentado por la razón suficiente); en la medida en que lo uno y lo múltiple

constituyen juntos un mundo que es una suma a la que nadie, de forma clara, expresa y manifiesta, ha puesto el signo de más. Así, como la música es una operación matemática que nadie advierte, es la vida del mundo para Leibniz; con lo cual puede legitimarse afirmar algo que se ha venido indicando de forma más o menos clara y que consiste en que, según Leibniz, el mundo es una serie, una especie de cadena sin un punto central ni fijo, así como también sin un comienzo claro ni un fin visible; tal vez podría aventurarse decir que ésta debería o tendría que ser una serie que se antoja imaginar como infinita para arriba, para abajo, para adelante y para atrás. Por ello, lo que correspondería a la ciencia es reproducir, por no decir copiar este carácter serial del mundo; un dato en este sentido puede ser el gusto y agrado que Leibniz sentía por el nombre del trabajo euclidiano: Elementos,12 como si desde el nombre de este trabajo se pretendiera, quisiera o intentara la descripción del mundo como un artificio hecho de partes, como una serie, y como si la labor de la ciencia fuese simplemente transcribirlas. De lo anterior resulta lícito pensar que si la ciencia tiene como propósito reproducir la serie de los elementos que componen al mundo, el estado del mundo es una suerte de estado proposicional, quizá dicho de una manera más sencilla habría que decir que a un estado de cosas corresponde un estado de palabras o, al menos, un estado de expresión, porque la cadena a que se ha hecho referencia cuenta con eslabones que no necesariamente son palabras, algunos eslabones serán cifras matemáticas o también procedimientos mecánicos; de modo que la nomenclatura eslabonaria de Leibniz será o podrá ser, ya sean los tipos impresos de Gutenberg, los archivos de una computadora o el número infinitesimal del cálculo. Ante el hecho de que el mundo pueda ser un libro o, más bien, una enciclopedia en donde cada cosa ocupe su puesto, no puede menos que cobrarse conciencia de que éste es un propósito barroco que habrá de heredar toda la modernidad, desde la ilustración hasta los días actuales. Si las cosas fueran las palabras y si las palabras fueran las cosas, el mundo podría ser un libro; resulta inevitable sentir que las añejas conjeturas de Leibniz llegan hasta los literarios artificios de Borges,13 por ejemplo. Pero también hay que considerar que si la línea del libro reproduce la línea del mundo, en esta época y por los propios antecedentes que Leibniz tiene en la Filosofía, la matemática se está 12 Según se sabe, a través de un trabajo con ese nombre el matemático Euclides ha formulado la geometría clásica. 13 Jorge Luis Borges es un escritor argentino que en diversas partes de su obra ha trabajado la idea de que libro y mundo pueden ser instancias intercambiables. convirtiendo en un lenguaje predominante, cabe entender que los elementos del mundo han dejado de ser expresados sólo a través de la nomenclatura lógico-gramatical, por decirlo de alguna forma, el mundo ha dejado de ser únicamente un agregado de elementos sustanciales; toda o casi toda la expresión de la naturaleza se ha mudado a las maneras de la física que a su vez han adoptado el lenguaje matemático, como si entonces se hubiese cobrado conciencia de que existe una distancia insalvable entre las palabras y el mundo expresado por ellas. El mundo como cantidad expresado por el léxico de la cuantificación, bien puede ser una convicción y una confianza del mundo moderno; la serie del mundo regida por la matemática desde el orden

local hasta el orden del tiempo. Llegado este punto, bien vale la pena hacer un paréntesis para recordar algo que ha sido anotado al tratar sobre la vida de Leibniz, se trata de que en Hannover ha estado al servicio de la casa de Brunswick, como bibliotecario, para redactar la historia de esta casa real, según puede conjeturarse, esta labor de historiador pudo darle a Leibniz el entendimiento suficiente como para comprender que no es lo mismo el mundo expresado como historia, que el mundo expresado como naturaleza y que, si bien, el segundo precisa del ejercicio de una lengua matemática y cuantificadora, el primero precisa de una lengua gramatical y narradora. Lo anterior pudo haber sido más o menos claro para alguien como Leibniz, dado el carácter multifacético de su intelecto, aunque no así para un contemporáneo suyo como Newton. De modo que uno de los grandes temas para Leibniz ha sido aquél que cuestiona por cómo tender hacia la esencia por vías distintas, por cómo ha de orientarse esta búsqueda por la gramática y por la matemática. ¿La prole del mundo es gramatical o numérica? Territorios definitivos para el juego entre lo uno y lo diverso. Para decirlo con las palabras de Gilles Deleuze habría que decir que el pensamiento de Leibniz osciló entre lo que el profesor francés llama los polos de la curva y el individuo,14 como si la curva representase el ámbito de la matemática y el individuo el de la palabra y, acaso como si un nivel y otro fuesen el mismo, pero de un edificio distinto… ¿o no? Otra tremenda duda para alimentar, como si hiciese falta más, al escenario barroco. Las dudas de Leibniz ya no son, en todo caso, las dudas fundacionales de un Descartes, sino las dudas de la continuidad, aquéllas que no se deciden acerca de considerar al mundo como una simple continuidad o como una serie de continuidades o de continuidades de continuidades, o bien de continuidades entre continuidades; existe, pues, en Leibniz una suerte de series de conjuntos que al no dejarse rastrear en su origen ni en su fin, hunden sus raíces en un infinito, como si las cosas fuesen, ante todo, ese involucramiento con el infinito, con el inefable, con una suerte de anhelo inagotable luminoso a veces, pero sombreado casi siempre. Quizá pueda decirse que, entre otras cosas, esa versión del mundo serial de cosas, ya sean curvas o individuos, envueltos en lo infinito es el mensaje final de sus llamados Essais de Théodicée (Ensayos de Teodicea). De las consideraciones de Leibniz, como cabe suponer, se desprenden nociones y plataformas muy importantes para el pensamiento futuro; considerar al mundo como a un orden serial conlleva la apreciación del paso de lo simultáneo a la secuencia, o bien del instante a la continuidad; si al tema de lo uno y lo diverso se aplica el factor del tiempo se llega a las nociones que antes se indicaba: a lo instantáneo y simultáneo frente a lo continuo y lo secuencial. Si el tiempo existe en el mundo y si todo el mundo está, irremediablemente, atrapado por él es porque el orden del mundo es secuencial y continuado, es porque la forma primordial de ser del mundo ha de ser la del cambio, la precipitación, el vértigo. 14 Deleuze, Gilles. Exasperación de la Filosofía, el Leibniz de Deleuze. Editorial Cactus. 1987. Pág. 139. Frente a ello, el orden del espacio (que es el que ha interesado

a la matemática desde la antigüedad) es el orden de la simultaneidad y de la coexistencia, el orden de las cosas que comparten un momento y, a lo mejor por eso mismo es que se dejan descifrar, se dejan penetrar, se dejan calcular; puede pensarse que rendijas como ésta fue lo que comenzó a aprovechar la época barroca y sus personajes, de quienes, quizá, nadie lo hizo como Leibniz. No es necesario mucho esfuerzo para entender que ese impulso por la vía de la lengua y las maneras matemáticas es lo que recibe la ilustración y, por donde llega al optimismo capaz de hacer proyecciones sin fin hacia el progreso y, así entender la historia y con ella el tiempo, de acuerdo con un lenguaje que ha nacido como la lengua de lo que, en el espacio, convive en el orden de la simultaneidad y la coexistencia, sin advertir que la historia y el tiempo atañen a otro orden. Estos optimismos ilustrados son la ruta por donde comienzan esas proyecciones y cuantificaciones hacia un futuro entendido como progreso, y que llegan hasta nuestro tiempo con más manchas que las deseadas, con más dudas que las recomendables. Para decirlo de una manera simple, o al menos para intentarlo, habría que decir que la confusión y el equívoco entre lo que puede ser cuantificado y lo que no, ha sido uno de los grandes problemas del mundo moderno, quizá quien finalmente alcanzará una claridad al respecto será un matemático llegado a la Filosofía de nombre Edmund Husserl, como se espera mostrar más adelante. Así, es comprensible la imborrable presencia de los asuntos del barroco en el ilustrado siglo siguiente; así, es como los temas del espacio y el tiempo son heredados por los afanes iluminados y lo que prepara el advenimiento de alguien como Kant, por ejemplo, de quien el mencionado Husserl será, en cierta medida, un continuador. En todo caso, y obedeciendo a los extravíos del pensamiento moderno que se tratan de mostrar, habrá que anotar que el tema de fondo es aquél que se debate y lucha por decidir qué tiene primacía, en dónde está lo que podría considerarse la condición primordial, es decir el asunto será decidir si es lo metafísico la condición de lo matemático, o bien si es lo matemático la condición de lo metafísico. Sin embargo el hecho de que las cosas sean dichas y pronunciadas así, es decir dentro de la nomenclatura de la Filosofía, tal vez en lugar de expresarlas las esconde y las encubre, en cuyo caso es importante tratar de traducir estos temas y buscar una lengua que los haga más legibles, que los acerque y que los descubra; de modo que para suavizar ese problema acerca de qué tiene primacía sobre qué entre lo metafísico y lo matemático, puede intentar decirse que tal asunto puede equivaler a preguntarse por la primacía entre el ser y el conocer. Durante un proceso que intente la redacción de la Historia de la Filosofía lo importante, sin duda alguna, es que surjan indagaciones como ésta, porque a través de ellas puede mostrarse lo que han sido las distintas épocas de acuerdo con el pensamiento, las formas y las fuerzas intelectuales en lucha y que las han ido matizando. Para el mundo moderno ha llegado a ser primordial, como nunca lo había sido, el conocimiento y todo lo que pueda ser un vehículo para lograrlo, para obtenerlo y dentro de ello las formas matemáticas han ido cobrando una dimensión inconmensurable, impresionante e insospechada; y, al ir transitando por el barroco, es preciso advertir que éste es un escenario inmejorable para apreciar asuntos como la toma de partido en favor del saber y la matemática

sobre el ser y la metafísica. Además, de la metafísica y la matemática, hay otro lenguaje capaz de expresar la duda entre el ser y el conocer, y resulta que Leibniz también domina esta otra nomenclatura, ésta es la lógica; de acuerdo con ella habría que decir que el pensamiento suyo y su búsqueda del origen atraviesa los vaivenes y se debate entre los devaneos de los principios de identidad y razón suficiente; la relación entre estos dos principios, desde la antigüedad griega, ha encerrado los juegos que van y vuelven de la igualdad a la diferencia, es decir todo aquello que oscila entre lo uno y lo diverso; la escenografía para el juego de esos dos antagonistas supera la del mundo, acaso ahí deba verse la causa del reiterado retorno de Leibniz a Dios girando por todos los rumbos y todas las formas para buscarle al mundo todas sus caras y rostros; de lo cual ha de resultar un mensaje que predique la imposibilidad de una Filosofía primera y del ser, sino a condición de agotar mediante el conocimiento (el saber) de las cosas todas la versiones y variaciones de lo posible. Tal vez lo que Leibniz hubiera querido conseguir es que su visión de la lógica lograra un concepto capaz de albergar a la diversidad, sin necesidad de pasar a la proposición y, a la vez, una causalidad que pudiese entenderse más como una forma espectral que como una ley vinculadora de elementos separados, distantes y diferentes; de modo que pudiese entenderse a todo acontecimiento como un hecho espiritual y, de pronto poder llegar un paso más lejos y poder decir que un acontecimiento para serlo deberá ser llevado hasta la dimensión de lo espiritual; a propósito de lo cual cabe preguntarse, en primer lugar, si esta pretensión suya es legítima, en la medida en que, en segundo lugar también cabe preguntar si no es en la dimensión espiritual en la que cobran sentido los acontecimientos del mundo, como la muerte, como la guerra, como el amor, por ejemplo. De esta manera, al fin, queda la impresión de que Leibniz es aquel personaje universal y cosmopolita que a fuerza de buscar el intercambio, la interdisciplinariedad y el desenvolvimiento múltiple de sus potencialidades diversas logra un propósito opuesto al que indican sus acciones: el quedar, de cierto modo, como el más solo de los hombres. BIBLIOGRAFÍA Belaval, Yvon (comp). Historia de la filosofía VI. Siglo Veintiuno Editores. 1973. Cassirer, Ernst. El problema del conocimiento I. Fondo de Cultura Económica. 1993. Deleuze, Gilles. Exasperación de la Filosofía, el Leibniz de Deleuze. Editorial Cactus. 1987. Descartes, René. Discurso del método, Meditaciones metafísicas, Reglas para la dirección del espíritu, Principios de la Filosofía. Editorial Porrúa. 1980. Dilthey, Wilhelm. De Leibniz a Goethe. Fondo de Cultura Económica. 1978. Hegel, G. W. F. Lecciones sobre Historia de la Filosofía III. Fondo de Cultura Económica. 1977. Hirschberger, Johannes. Historia de la Filosofía II. Biblioteca Herder. 1986. Husserl, Edmund. Meditaciones cartesianas. Tecnos. 1997. Koiré, Alexandre. Del mundo cerrado al universo infinito. Siglo Veintiuno Editores. 1982.

Küng, Hans. Does god exist? An answer for today. Doubleday & Company. 1980. Leibniz, G. W. Nouveux essais sur l’entendement humain. Flammarion. 1966. Philosophical essays. Hackett press. 1989. Panofsky, Erwin. Idea. Alianza Editorial. 1989. Racionero, Quintín (comp.). G. W. Leibniz analogía y expresión. Editorial Complutense. 1994. Roberts, J. M. History of the world. Penguin Books. 1992. Williams, Bernard. Descartes, el proyecto de la investigación pura. Cátedra, teorema. 1996.

ATRÉVETE A SABER

El escenario para el famoso gesto que fue capaz de decir Sapere aude1 bien pudo ser el espacio geométrico de una habitación cargada de ornamentos y decoraciones que reproducen los pliegues barrocos, situada en una edificación que ya es más un palacio que un castillo. El personaje que hace suya aquella expresión bien pudo ser un hombre refinado pero peligroso, visible pero sutil, silencioso pero mordaz, noble pero perverso, titubeante pero persuasivo, racional pero apasionado, ataviada la cabeza con peluca empolvada, el torso con casaca larga y ajustada, las pantorrillas con medias y los pies con zapatos de hebilla; ciertamente toda su pinta es como él: una mezcla de algo que seduce y repele, de algo que a la vez atrae e intimida; un hombre capaz de acoplarse con la misma facilidad a la erudición de los viejos, a la intriga de los políticos y al coqueteo de las mujeres, una suerte de anfibio acomodaticio y elegante. Tanto el palacio como el personaje tienen una valoración alta en la cultura de Occidente, tanto uno como otro son bien cotizados, ambos con su presencia evocan nociones como la ciencia, el progreso, la libertad, la emancipación y sobre todo, desde luego, la razón. La autodenominación “Siglo de las luces” define por sí misma los afanes de la ilustración, al contraponer su carácter a lo que se 1 Expresión latina que se hizo famosa durante el siglo XVIII, que se aprovecha para dar nombre a esta parte del trabajo al declarar, como ha quedado dicho en castellano: atrévete a saber. sabe de algunas otras épocas anteriores y que han merecido nombres como oscurantismo, por ejemplo; lo cual coincide con el anhelo del hombre por redefinirse y por resignificarse, al pretender dejar atrás situaciones como el enfrentamiento religioso, el absolutismo político y la estética barroca. De lo que se trata, en consecuencia, es de entregar todo aquello al pasado y, por ello, de intentar una sustitución de todo aquello por un proyecto optimista y esperanzado de existencia construido sobre nociones como la razón en primer lugar y como la igualdad y la libertad en segundo lugar, para que en seguida surja de todo ello el progreso. Para contener este nuevo estilo lo más idóneo, adecuado y novedoso fue la enciclopedia, como una fórmula que Francia inaugura y que, de alguna manera, confía en la desmedida ambición racional de que el mundo y todas sus circunstancias puedan residir en un libro; para Leibniz ya había sido una pretensión pero sus congestiones barrocas lo mantuvieron así, quizá sin dejarlo madurar del todo. Ante la vocación de este trabajo, la ilustración deberá ser tratada de una cierta manera que habrá de sacrificar la enumeración de nombres, sucesos y particularidades de forma exhaustiva sabiendo, desde luego, que hay algunos nombres, sucesos y particularidades que son ineludibles e imprescindibles; para a cambio de esto privilegiar y tratar de presentar la ilustración como algo unitario, como algo que obedece a la emergencia de un llamado interno que la provoca y que en ella se verifica y, aunque la expresión pueda sonar a lugar común, al hecho dramático de su anhelo de razón, como si cada uno de los nombres, de los sucesos y de las particularidades anidasen en una suerte de raíz común, que no es otra sino aquélla que busca y encuentra una explicación en el orden más profundo, en el orden del pensamiento del cual, según la ilustración, ya no es que deba surgir todo obrar humano sino que del cual de hecho

surge todo obrar humano y en el cual debe fundarse. De modo que la Filosofía de la ilustración no debe entenderse como un acompañante que siga a la vida como si fuese un agregado que intente explicarla solamente y a distancia, más bien esta Filosofía entiende al pensamiento como el elemento primordial que conforma la vida; dicho de otra forma más directa habría que decir que la ilustración no entiende al pensamiento como un reflejo o espejo de la vida misma, no se contenta con hacer del pensamiento un escenario para la vida, a cambio convierte al pensamiento en la propia forma de la vida. Quizá, lo insinuado en el párrafo anterior sea lo crucial de la Filosofía ilustrada, no sólo porque extrema la importancia del pensamiento, sino porque al extremarla llega hasta el grado de hacer del pensamiento la vida misma; éste, según parece, ha de ser el punto de llegada y la culminación del entusiasmo ilustrado. Por eso, cuando hoy se contempla la posición que ocupa la matematización del mundo y de la vida, la primacía que ocupan los criterios cuantitativos y el privilegio que se le ha dado a la ciencia convertida en técnica, no puede sino admitirse que la influencia ilustrada hoy es tan grande como innegable, y que su afán por hacer del pensamiento la vida misma es tan vigente hoy como ningún otro; de modo que si se tiene presente al pensamiento como herencia barroca de la ilustración se verá que todo este mundo sigue marcando la agenda de nuestros días. Es preciso reconocer además que ese estilo intelectual y esas preferencias de la ilustración han llegado a la mayoría de regiones del saber y a la mayoría de versiones de la vida, alcanzando una difusión y unos puntos incalculables; así ha sucedido en las ciencias de la naturaleza, en las humanas, en las sociales, incluso en la historia, la religión y hasta en el arte. En todo caso, el deseo por dar cuenta del pensamiento ilustrado debe obedecer a una guía que sea capaz de conducir a la contemplación de lo que, para ellos, fue el hecho fundamental: que toda la actividad humana en la vida y en la ciencia está sometida a la suprema fuerza del hombre, a la razón, al pensamiento, a ese equipaje exclusivo del ego, según ha quedado dicho y subrayado desde el trabajo cartesiano. Quizá valga la pena preguntarse algo que es bien sabido, desde luego, no porque se lo ignore, sino para remarcar su significado, la pregunta indaga sobre ¿Qué quiere decir ilustrar? Si lo que se busca es la ilustración, deberá ser importante aclarar lo que ilustrar significa; dicho sea al margen de las definiciones de diccionario puede convenirse en que ilustrar equivale, de cierta forma, a mejorar al individuo o sujeto, a llevarlo a un lugar de mayor privilegio en relación al que antes ocupaba; y esta referencia puede fácilmente hacerse pasar del individuo o sujeto al ámbito colectivo, para poder hablar de una mejoría en un nivel general y de una transformación social hacia lo mejor, vale decir hacia lo más iluminado. Finalmente hay que decir, además, que la fuerza ilustrada procede inicialmente de las islas británicas, en donde el racionalismo de estirpe cartesiana ha provocado una suerte de hijo díscolo y rebelde, porque, obedeciendo al carácter racional del pensamiento continental, se rebela contra el carácter idealista del mismo; esta versión del racionalismo es lo que hoy se reconoce como empirismo, debido a lo cual este recorrido intentará comenzar por ese punto. Llegada a Francia desde Inglaterra esta noción, ataviada como

libertad, pronto se arraiga y se transforma, pronto se enraíza y se difiere, para madurar y caerse de madura durante el prolongado y caluroso atardecer del 14 de julio de 1789. El sentido práctico llegado de las islas se nutre de los anhelos de igualdad para provocar la revolución, que ha sido una especie de buque insignia para el mundo moderno. Lo único claro en todo este movimiento es que el nuevo clima ilustrado es el más eficaz agente socavador del absolutismo político del viejo régimen, al encargarse de promover e implantar los derechos predicados y emanados de la libertad y la igualdad. Dicho lo dicho y para terminar como se comenzó, sería oportuno indicar que ese personaje del que se habló al inicio, ese anfibio acomodaticio y elegante, era el hombre que respondía al llamado de los anhelos burgueses, ése, al que se hacía referencia, era el hombre llamado a fundar un orden nuevo a través del acoplamiento o, al menos, de la búsqueda que pretenda acoplar el mundo real a los rigores y exigencias de la razón y por esa vía dejar atrás su pasado de súbdito y siervo por un luminoso e iluminado futuro de ciudadano y de protagonista de su propia vida. BIBLIOGRAFÍA Cassirer Ernst. Filosofía de la ilustración. Fondo de Cultura Económica. 1975. Ginzo Arsenio. La ilustración francesa entre Voltaire y Rousseau. Editorial Cincel. 1985. Roberts J. M. History of the world. Penguin Books. 1990. EMPIRISMO ¿SON LAS COSAS SU PERCEPCIÓN? Irlanda e Inglaterra son las islas, como el resto de Europa es el continente; cuando se habla de Filosofía ésta es una diferencia bien conocida y bien marcada, que comienza a subrayarse de manera especial a partir de esta época, lo cual equivale a decir: a partir de que se asume de forma diferente en las islas y en el continente el trabajo cartesiano, es decir a partir de que desde esa raíz común se sacan consecuencias distintas y hasta divergentes. La diferencia marcada, quizá comienza a marcarse porque en Inglaterra las luces no se encienden como consecuencia de una actitud rebelde en contra de los poderes dados, tales como la aristocracia y el clero lo han sido, sino más bien las luces se encienden como consecuencia del trabajo de Newton en la ciencia, para los ingleses la ilustración no es un trabajo ni un programa dirigido contra un grupo de recalcitrantes conservadores o contra un dogmatismo de clase, sino a cambio es un programa dirigido a comprender a la Filosofía como Filosofía natural y, desde luego en seguida, a la comprensión de la naturaleza como lo sensible, como lo tangible o, mejor dicho, como lo medible, como aquello que al poder medirse es, no sólo expresable a través del lenguaje matemático, sino también cotejable de forma precisa con la realidad y, por ello mismo, comprobable. Puede resultar útil, tan sólo, recordar el nombre del primordial trabajo de Newton: Principios matemáticos de Filosofía natural2 y 2 Una vez que ha sido traducido del latín original lo que queda del título es la expresión anotada, ya en castellano. comprobar que, además de ser un título bastante descriptivo, es un enunciado que habla, de cierta forma, de una especie de convicción, porque decir Filosofía natural es agregarle un adjetivo al sustantivo Filosofía y es ése un adjetivo que la califica delimitando su campo, su ámbito, su alcance, de modo que en consecuencia, luego de esta

convicción, debe entenderse como objeto de la Filosofía sólo aquello que siendo parte del reino natural resulta, no sólo tangible, sino también medible y comprobable. Del título de la obra de Newton parece salir, entonces, si no una Filosofía, sí al menos una idea de Filosofía, ciertamente, una idea restringida, reducida y angosta de ella, puesto que la Filosofía queda como una expresión para aquello que, al poder ser clasificado y catalogado como naturaleza, deja fuera muchas de las cosas e intereses que han sido parte de su equipaje desde siempre. La agenda a la que obedece la idea de Filosofía natural de Newton es aquélla de la ciencia nueva, cuyos hábitos y maneras experimentales e inductivas ayuda a cimentar y edificar. Pues bien, la penetración paulatina de estos nuevos hábitos intelectuales expresados en el universo científico y en la cosmogonía de Newton son los elementos provocadores y los detonantes para el surgimiento de las luces en las islas británicas; aunque la realidad de las cosas en nada es lo que parece ni lo que aparenta, porque muchos de estos allegados e influidos por Newton y, por lo mismo, alimentados en ese espíritu científico y pseudo filosófico fueron, a la vez, fervientes hombres de Dios; ése es el caso del propio John Locke, máximo exponente del empirismo británico, de Robert Boyle, quien contribuye de forma decisiva a que vaya madurando la idea de la química moderna, de Samuel Clarke, de Anthony Collins, todos ellos varones laicos anglicanos, colegas científicos con fuertes lazos de amistad dentro del seno de la Iglesia Anglicana. Pero más allá de las peculiaridades inglesas en la comprensión de la Filosofía, de lo cual se continuará hablando más adelante, hay algo que parece de urgente aclaración porque se antoja previo: esto tiene que ver con la relación que ha de haber entre el trabajo newtoniano, como motivador de las luces inglesas con el trabajo cartesiano, como motivador del propio discurso de Newton; se piensa que una vez que ya se ha tratado a Descartes y a los cartesianos más prominentes debería ser clara la relación buscada, sobre todo porque el espíritu de lo hecho por Newton es, de alguna manera, profundamente cartesiano, no sólo por haberse nutrido de sus impulsos matemáticos, sino que más allá de eso porque lo buscado por Newton es que el hombre, al conocer su mundo y el más allá de éste, se conozca a sí mismo, así sea en sus potencias cuantitativas más que cualitativas, así sea en sus potencias sensibles más que supra sensibles, así sea en su experiencia más que en sus inmanencias; sería preciso recordar que para Newton la matemática ya parece tener más fines de aplicación fuera de sí (física, astronomía, etc.) que en sí misma. Dicho de otra forma, habría que atribuir a Newton una filiación, no sólo con el eje de coordenadas y la geometría analítica cartesiana, lo cual es más que obvio, sino también con el ego cogito (yo pienso) cartesiano, en tanto a través de un autoconocimiento experiencial y comprobable del hombre y su mundo es que ha resultado posible descubrir y medir circunstancias cruciales para el desarrollo de la ciencia; por ejemplo, quien interactuó con la manzana madura al principio del cuento no fue otra manzana ni otra cosa del mundo, sino el propio cuerpo de Newton agotado y recostado contra el tronco del árbol. En fin, lo importante es entender cómo todo el pensamiento moderno, ya sea filosófico, pseudo filosófico o científico es, de una u otra forma, deudor de las argumentaciones cartesianas; de manera

que para Newton conocer algo es también conocerse a sí mismo como quien conoce aquello, tal y como lo es para todo hombre moderno; pero en su caso conocerse a sí mismo es saberse corpóreo, material, medible, experimentador, sensible; todo lo cual irá rápidamente cobrando voz propia en el pensamiento ilustrado y empirista que se desenvuelve bajo su sombra en las brumosas islas británicas. De los nombres que han poblado a esta escuela el primero, por cronología, es John Locke, quien parece haber sido un hombre sosegado en su normalidad, tranquilo, estable y equilibrado; capaz de caer en sobresaltos y cambios de ritmo sólo por causa de la polí tica, aspectos, tanto los biográficos como los políticos, de los que se hablará más adelante. Como muchos otros en su tiempo, en obediencia a los dictados cartesianos, Locke también intentó aclarar el asunto concerniente al conocimiento; frente a lo cual es preciso indicar que la peculiaridad más notoria de Locke, como ya ha sido sugerido, ha sido conciliar su noción de conocimiento con los nuevos avances y descubrimientos científicos de su tiempo; punto en el que puede verse, así sea de forma subliminal, su relación y vínculo con Newton, para que quede establecido desde su propio inicio el carácter fundamental que marca a la génesis de la ilustración inglesa, de acuerdo con cuanto ha sido anotado aquí. En armonía con esa filiación hay que indicar algo que resulta fácil de derivar, y es que según este pensamiento inglés, una vez que ha sido fijada la existencia de la ciencia natural a través de los ejemplares desarrollos de la física y la química, la Filosofía debe abandonar sus viejos modales metafísicos; desde luego, lo más sencillo es pensar que debe abandonar su lenguaje habitual por la expresión matemáticamente formulada, pero no es sólo esto lo que debe cambiarse, porque mudar el lenguaje implica también cambiar la materia sobre la cual se aplica el pensamiento, el objeto que se somete a los deseos y poderes del pensamiento y, ya se sabe que en cuanto a esto, la ciencia se compromete y se cumple en lo mundano y terrenal. Sin embargo, acercarse a las diferencias entre la Filosofía y la ciencia impone una consideración que llega más lejos, porque los fines de una y otra, de cierta forma, difieren; mientras la Filosofía persigue fines en sí misma, la ciencia siempre persigue fines para algo más que rebasar al conocimiento de sí, para aquello que usualmente suele llamarse fines prácticos. De modo que cuando Locke, sobre estas premisas, emprende la aclaración del entendimiento humano lo hace para concluir en que, si bien el hombre conoce por, con y en las ideas, éstas no son más que una proyección de aquello mundano y terrenal que, según él, las provoca. Entendidas así las cosas, la clave, sin la cual el conocimiento humano dejaría de serlo, depende de la sensibilidad, de los sentidos, de los poderes de la sensibilidad que al percibir el mundo y al trasladar este dato a la mente y al espíritu (las cursivas son mías) lo transforma en idea. Pareciera como si Locke, al no poder prescindir de la idea, se hubiese conformado con reducirla y devaluarla; como si, al no poder hacer del hombre una máquina de percepciones y de experiencias se hubiese desvelado por responder a la cuestión que indaga por ¿Cómo es que queda en la idea lo captado en la percepción? O

bien ¿Cómo es que los objetos producen en los hombres las ideas? Tales preguntas conducen la investigación a un tono de explicación maquinal y hasta mecánica, porque el conocimiento se reduce a una explicación casi fisiológica acerca de cómo los objetos exteriores, desde su materialidad, son capaces de afectar y condicionar a la inmaterialidad (las cursivas son mías) humana. En este sentido es que, básicamente, la Filosofía de Locke es una Filosofía natural y que, por eso mismo, es un pensamiento cercado por los límites, en la medida en que todo aquello que no sea susceptible de ser percibido sensiblemente o de no ser demostrado mediante las deducciones o inducciones de la ciencia es indecidible y hasta incierto. Con el empirismo de Locke se siente una especie de desaliento porque la verdad queda reducida a la inmediatez de la evidencia surgida en la percepción, o bien a la concomitancia y a las correspondencias surgidas con ocasión de la aplicación de un método; una especie de desaliento porque parece desdeñar el hecho cierto y comprobado por cualquiera de que muchas veces la ausencia de algo es lo que más marca y remarca su presencia, de que para el hombre es posible convocar, no sólo con los sentidos y la sensibilidad, sino también a través de aquellas nociones que aquí han sido marcadas con letra cursiva. John Locke fue un exilado político en Holanda por más de cinco años, finalmente, regresa a su país al triunfar la revolución en 1689; al parecer el exilio le sirvió para redactar algunas obras que, después de algunos ajustes y retoques, son publicadas casi inmediatamente. En primer lugar, Two treatises on government (Dos tratados sobre el gobierno) en los que sostenía que, en la monarquía, no estaba depositado ningún poder divino, así como que el pueblo tiene el derecho a deshacerse de cualquier gobierno si atenta contra sus libertades, sobre todo si se trata de los de propiedad y seguridad, ya que, según él, esto es lo principal de que un gobierno debe ocuparse y garantizar. En seguida Letter concerning toleration (Carta sobre la tolerancia). En ella Locke busca una postura acomodaticia frente a la religión, salvándola, para lo que le conviene y, limitándola del mismo modo, para lo que le conviene, para lo cual su punto de partida es el ejercicio religioso considerado y recomendado al margen de cualquier presión sobre alguien. Aunque adonde le interesa llegar es al punto en que declara que el poder de Roma y del catolicismo es inexistente en cualquier Estado porque, siendo un poder, es extraterritorial en cualquier otra parte y, por ello mismo, ilegítimo. Pero, además, Locke se interesa también por mantener viva o, al menos, en estado de letargo a la religión, porque según su visión y sus intereses prácticos, sobre qué se va a jurar, en tanto los contratos entre individuos más o menos libres subsisten por el juramento y su contrapartida, el temor al perjurio. Luego, y ya en 1690, aparece la primera edición de Essay concerning human understanding (Ensayo sobre el entendimiento humano) según el cual intenta demostrar y decir hasta dónde puede extenderse el saber y el conocimiento humano y, por lo mismo, indicar los límites que, según ha sido ya expuesto, no puede franquear. La postura contracorriente dentro de la Filosofía inglesa de esta época la ejerce George Berkeley, quien ocupa esta posición en primer lugar, tal vez y en parte, por ser irlandés y no inglés, descendiente

de un noble linaje irlandés, es educado en los mejores colegios de la región llegando finalmente al Trinity College, donde concluyó sus estudios y, a la vez, alcanzó el renombre y el prestigio de profesor de griego y hebreo. Sus primeros trabajos y publicaciones fueron de un tono y un contenido mayormente científico y matemático, lo cual no resulta extraño si se piensa en el ya comentado carácter de la ilustración inglesa. Más tarde se cumple la etapa más fértil para su Filosofía porque es cuando compone su Treatisse on the principles of human knowledge (Tratado sobre los principios del conocimiento humano) y sus conocidos Three Dialogs between Hylas and Philonus (Tres diálogos entre Hylas y Philonus). Luego viaja a Inglaterra en donde conoce gente como el poeta Pope y, también viaja al continente en donde parece haber conocido a intelectuales importantes; de esta época data el otorgamiento de un doctorado a su favor y, de nuevo y de vuelta, el ejercicio como profesor en donde había sido alumno, en el Trinity College de Dublín. Su desempeño como misionero lo lleva a América del norte, porque tiene interés en fundar una colonia que, a la vez, fuese una escuela; según parece su pretensión fue desarrollar una plantación que, sin dejar de ser un negocio, fuese también una comunidad capaz de ofrecer educación y formación espiritual a los esclavos; él confiaba en que esto, además de ser bueno para el lucro del negocio, lo fuese también para los esclavos y para el cristianismo en general. La última etapa de su vida se lo encuentra en Londres en donde recibe la designación de obispo de Cloyne, retirándose el último año de su vida a la vida apacible de Oxford. Si es posible una profundidad para el trabajo de Locke, es preciso indicar que Berkeley es el único capaz de encaminarse a ese fondo, pero también hay que decir que esto convierte a su pensamiento en algo ambiguo, porque buscar el fondo de algo que no lo tiene, por haberlo rehuido, abre un retruécano, abre un rodeo difícil de calcular, convierte a la lealtad de quien lo sigue en una aparente deslealtad y, así también, a la deslealtad en una aparente lealtad, quizá otra manera de decir esto sea indicar que Berkeley, siendo un empirista en cuanto a sus maneras y estilo, busca algo que al empirismo no le interesa y, además que, al buscarlo, deja de ser empirista, sin que sus maneras y estilo denuncien ese abandono, como si intentase, y para decirlo con palabras impropias, a la vez, quedar bien con Dios y con el diablo. De modo que Berkeley es alguien muy cercano a la ironía, al dejar la impresión de que siguiendo a Locke lo traiciona, o bien de que traicionándolo lo sigue. Quizá la mejor manera de iniciar la ruta por esta ambigüedad sea partir de que el decir de Locke, realmente, no expone un escepticismo, Berkeley puede ver esto claramente y, a través de esa claridad, llegar a la conclusión de que no es que Locke haya expuesto un escepticismo, porque él cree en algo; el punto es que ese algo en que él cree es insuficiente, en la medida en que por propia declaración y deseo ha renunciado a lo que podría darle esa suficiencia y plenitud. La experiencia que transita sólo por las vías de la percepción sensible es el único objeto de la confianza de Locke, frente a lo cual

Berkeley se pregunta ¿Cómo es posible que una cierta percepción llegue a referir e indicar algo más allá de lo percibido? O bien ¿Cómo es posible que una percepción pueda ejercer, remontando su contenido, la presentación de ciertas cualidades que van más allá del puro objeto percibido? De alguna forma, el problema denunciado por Berkeley podría ser indicado expresando que la propia matemática constituye el mejor ejemplo de todo lo enunciado y encerrado por las preguntas anteriores, porque cualquier operación matemática subsiste por sí misma más allá de los objetos que sume, reste, multiplique, etc.; y que además Locke ha hecho de la matemática o del lenguaje matemático de la ciencia moderna el pretendido fundamento para sus postulaciones. Sabido es, y lo es desde los griegos, el logro a partir de la percepción del espacio vacío y la ruta que desde allí llega hasta la formulación, postulación y desarrollo de la geometría; toda la cultura intelectual de Occidente está llena de ejemplos a través de los cuales es posible percibir que las impresiones sensibles pueden pasar de este estadio a otro y, por lo tanto que los objetos externos se transfiguren en algo de índole interna. De modo que, si Locke había confiado absolutamente en el Esse rerum est percipii (El ser de la cosas es ser percibidas), Berkeley atenúa el carácter absoluto de la percepción sensible de Locke, al considerar, en cambio, que si las flores están en el jardín, allí persisten las perciba alguien o no. El hecho se reduce a que para percibir las flores debo ir al jardín y afinar el olfato, o bien abrir los ojos para que, necesariamente, suceda la percepción sensible, tan simple como eso. Aquél que fuerza las cosas al punto de ver la realidad sólo como consecuencia de la percepción sensible, subordina la realidad a lo inmediato, lo cual no convence ni a un niño de seis años que ama a su madre, aunque no la perciba como presente. El problema de Berkeley, para tratar de decirlo de una vez, es que él no cree posible que pueda despojarse a la experiencia de su componente metafísico, porque cree que toda la experiencia está penetrada por éste; de modo que cada cosa que se ve, ciertamente, es otra cosa, una suerte de traducción, un símbolo, un ícono. Berkeley confiaba en que la realidad era algo compuesto por las ideas y las cosas; y aunque sostenía una forma de percepción realista no negaba la jerarquía de las ideas, al punto que no entendía cómo podía existir un mundo de cosas sin un espíritu activo, así como activo es el espíritu humano que percibe ese mundo de cosas; porque, a la vez, tampoco pensaba que era el espíritu humano que percibe el que, al percibir, daba vida al mundo, esto también le parecía una posibilidad descabellada y hasta patética. Al tiempo que su país, su lengua y su tiempo corrían por ciertos rumbos y orientaciones, Berkeley persigue y pretende correr a contracorriente con casi todo aquello, al diferir la primacía de la noción de vida física a la noción de una vida distinta que, sin estar fuera del mundo, podría llamarse una vida más filosófica, una vida metafísica o, si se quiere para ser más explícito, una vida descrita por cierta especie de filosofía primera. Por último, y como una radicalización definitiva del empirismo británico, aparece una agrupación de hombres en el norte de Inglaterra, concretamente, en Escocia, de quienes el más importante para la Filosofía es un abogado de nombre David Hume, quien

nace en 1711, dentro de una familia acomodada pero rural vinculada a la propiedad de la tierra y, quizá por ello también vinculada al derecho, su padre fue un puritano religioso y abogado; pronto se reveló que el joven David fue lo bastante dócil para seguir ambas tradiciones, pero también incapaz de seguirlas con total apego, de manera que su relación con la religión y el derecho, sin llegar a ser hostil, al menos hay que decir que fue ambigua y menguante. Como se ha dicho desde un inicio, de lo que se está tratando es de la versión británica de la ilustración y, puntualmente ahora, la versión escocesa de la ilustración, por lo que la relación con la religión, al no ser la de un rechazo colérico, cuando menos debe entenderse como la de un distanciamiento prudente y acomodaticio. Quizá la mejor manera de mostrar este acomodo sea indicar que para Hume no tiene caso y es un propósito vano tratar de argumentar acerca del sinsentido de la religión, para él, a cambio lo que hay que poner sobre la mesa y tratar de evidenciar es su sentido hipotético, en la medida en que la religión es una disciplina que parte de un “como si”, de una especie de condición supuesta sobre condiciones reales y que, por eso mismo, llega a ser real y a tener vigencia de cierta forma. Frente a la falta de interés en la práctica religiosa, Hume, poco a poco, acumula también un creciente desinterés en la práctica del derecho; y así los propósitos familiares que le eran ofrecidos van quedando postergados por el proyecto personal que también, paso a paso, empieza a perfilarse. De acuerdo a sus confesiones propias estos abandonos son debidos, sobre todo, a su conocimiento y proximidad a las letras, lo que es capaz de mostrarle otra escena del pensamiento, aun a costa de algunos desajustes de tipo nervioso. Más tarde, y tal vez como consecuencia de esos cambios, se le encuentra en Francia, concretamente en el colegio jesuita en que ha estudiado Descartes en Anjou, lugar escogido por Hume para redactar su Treatisse on human nature (Tratado sobre la naturaleza humana), quizá por el pasado cartesiano o por la biblioteca del lugar; éste es un libro en el que Hume tiene cifradas grandes esperanzas, que pronto se ven rotas al no tener la aceptación esperada. Es preciso decir que la relación entre Descartes y Hume, dada físicamente en este enclave geográfico, es de crucial importancia para el desarrollo del racionalismo moderno. Después de la dolorosa experiencia de la baja aceptación de su tratado, Hume decide, como consecuencia de ello, redactar un Abstract (Resumen) de aquél, que además constituye un buen ejercicio de autocrítica; este resumen permaneció desconocido parcialmente, hasta haber sido más tarde sacado a la luz por John Maynard Keynes en 1938. Otro de los lucros capitalizados por Hume, como consecuencia de la baja aceptación de su tratado, fue el desempeño en el ejercicio del ensayo como forma retórica de la época, en tanto es un ejercicio más corto y menos ambicioso que un tratado y, por eso mismo más acorde a las prisas y gustos del público burgués. La palabra tratado parece haberlo dejado estragado a Hume, por lo que más tarde cuando quiere emprender otros desempeños de largo aliento usa la palabra inglesa Enquiry,3 que parece estar más cerca del sentido castellano de inquirir, buscar o preguntar; ésta es la expresión usada por Hume para iniciar sus trabajos acerca del conocimiento humano y los principios morales.

Luego y ya casi al final de su vida, por mediación de su amigo Adam Smith, trata de obtener una cátedra en Edimburgo y, al no conseguirla allí finalmente la logra en Glasgow para, más tarde, llegar a ser bibliotecario en la facultad de derecho de Edimburgo, en donde aprovecha la ocasión para idear y escribir una historia de Inglaterra. Ésa es la época de su segundo viaje a Francia y de su malograda relación con Rousseau, a quien parece haber admirado mucho, más allá de las neurosis mutuas y de los desencuentros personales. Los últimos años de su vida fueron los del reconocimiento académico y social, y hasta los de la opulencia económica; más tarde, es víctima de un mal estomacal análogo a lo que hoy llamaríamos cáncer, muriendo en consecuencia durante el verano de 1776. 3 La referencia alude al texto suyo llamado Enquiry on human understanding (Búsqueda sobre el entendimiento humano). Del todo inusual para su tiempo, al morir Hume acaba de terminar una autobiografía, además de que pocos días antes de morir y mediante varias epístolas se despedía de algunos contemporáneos y amigos, actitudes estas suyas que provocaron al poco tiempo de su muerte una polémica sobre el personaje en la que tomaron parte, tanto amigos como enemigos y que, de alguna forma, pretende ser finalizada por su amigo Adam Smith mediante un conocido opúsculo, en el que honraba fraternalmente la memoria del colega. Sobre la obra de Hume, antes de considerar su fondo, y en cuanto a su forma, ésta parece ser la de un hombre seducido por las letras, por los clásicos y por la cercanía de la Francia ilustrada a la literatura4 y que, por el particular carácter de la intelectualidad británica, nunca logró sentirse lo cerca que quiso de las letras; sus constantes escarceos por la lengua, su búsqueda por un tono más desenfadado que el del tratado y sus vagabundeos por Francia lo muestran. Su punto de partida, como cabe esperar de un hijo legítimo del empirismo, es la experiencia, punto en el que Hume es plenamente radical al afirmar que lo único que en realidad cuenta es ella; Locke ya lo había predicado de alguna forma, al indicar que nada innato puede esperarse como contenido de las ideas, en la medida en que el hombre todo se lo debe al mundo. Para Hume todo el conocimiento proviene de las impresiones que deja, como consecuencia de la experiencia sensible, el mundo en el hombre. Para esta abogado escocés la pregunta inicial y, acaso central parece haber sido ¿Qué es una cosa? Como si este fuese un mundo sólo y mayormente de cosas, pero en todo caso, el acto de conocer un objeto se muestra como lo primordial para el propósito de Hume. 4 Es decir y dicho sea como algo provisional, por ahora, que si Voltaire fue un francés seducido por los ingleses, como contrapartida, acaso pueda decirse que Hume fue un inglés seducido por ciertas maneras francesas. De cualquier modo, lo importante es llegar al punto en que Hume, a partir de las impresiones dejadas por la experiencia sensible, reconoce que del objeto queda una especie de rastro en el hombre que puede ser argumentado como recuerdo, como imaginación o como abstracción, lo que quizá pueda querer decir que queda una memoria, una proyección, una conceptualización; el caso es que todas esas representaciones en la mente del hombre, que por lo demás pueden ser circunscritas por la palabra idea, están subordinadas

para Hume al único origen prioritario, genético y común de la experiencia sensible. De modo que, por peregrina y aventurada que sea una idea, siempre halla su origen en la experiencia; aunque por los elementos empíricos y concomitantes de la mente haya perdido su pureza objetual o, cabría decir, objetiva. De tanto que ha ido quedando atrás el origen, es decir esa pura experiencia, o bien esa experiencia en su pureza, por el contacto con los elementos subjetivos de la mente, las ideas ya no son para Hume el conocimiento, sino más bien una suerte de residuo contaminado o de creencia. Surge así para el empirismo, y a lo mejor para la cultura expresada en lengua inglesa, el problema acerca de qué es real y, como contracara de esto el problema acerca de qué es ficción; el conflicto, si puede mencionarse, así sea de forma hipotética, es que Hume debió escoger lo real, viéndose y sintiéndose atraído y hasta seducido por la ficción; sobre todo si se atiende a algunos rasgos de su biografía, según se ha tratado de indicar antes. Pero de acuerdo con su discurso, mantenido deliberadamente del lado de la seriedad, hay que llamar real a la impresión que es el correlato de la experiencia sensible, por su cercanía y brillantez como conocimiento. Como para reforzar el tema de lo real y la ficción, paralelamente a él surge el asunto que concierne a lo racional e irracional, en el cual habría que buscar lo más novedoso dentro del pensamiento de Hume que, dicho en otras palabras, bien puede ser su postura y reacción frente al pensamiento cartesiano; resulta oportuno recordar aquí que Hume parece buscar voluntariamente algunas huellas que Descartes ha dejado en su recorrido, como fundador del racionalismo moderno; más allá de su búsqueda del colegio jesuita que ha sido el centro educativo del francés, la postura ante la religión de ambos parece, si no querer buscar o decir lo mismo, sí tener algunas analogías, como si ambos hubiesen querido devaluarla sin descartarla del todo. Hume piensa que, precisamente, porque se es racional hay que entender la presencia de lo irracional y, por lo tanto la importancia de ciertas regiones del yo; punto desde el cual, de alguna manera, arranca su crítica y parcial desacuerdo con Descartes, en la medida en que, si el punto de partida de Descartes había sido creer que la existencia humana devenía del hecho de que pensaba y que la fuerza de su presencia dependía de su capacidad de pensamiento; para Hume el tema parece plantearse, aunque en los mismos términos, en sentido inverso, de modo que para Hume el pensamiento era posible porque y sólo porque antes se daba la condición de existencia, por lo que es la fuerza de la presencia existente la que condiciona y sujeta al pensamiento. Como se ve, y para decirlo de acuerdo con el lenguaje matemático, los términos de la ecuación no cambian. En todo caso, lo que parece desear Hume con esta inversión de los mismos términos que han sido los cartesianos es dar o, al menos, intentar dar al empirismo un fundamento del que sus antecesores ingleses y empiristas no se habían ocupado, porque pudo haber pensado Hume: si se era capaz de convencer de que el orden de los términos, en lugar de ser el cartesiano, era el nuevo propuesto por él, la existencia mundana y la presencia concreta serían la condición del pensamiento y el hombre, en lugar de existir como tal

porque piensa, sería como cualquier otra cosa definida principalmente por su presencia concreta y sensible sobre el mundo. Todo lo cual resulta congruente con la experiencia sensible considerada como la única fuente de conocimiento; de donde también debe desprenderse que la razón o capacidad de pensar sirve o basta para ciertas cosas, mas no así para todo, porque no con todo puede establecerse un contacto de experiencia sensible. El caso típico de ausencia de experiencia sensible surge con ocasión de la condena o absolución moral; no es posible conocer a través de la experiencia sensible el bien o el mal, lo justo o lo injusto, y así con todas las nociones que sirven para definir a la virtud o al vicio, por lo que en materia moral las cosas son tan difíciles y, según Hume, deben ser decididas por simpatía a través de una razón que sea capaz de tomar partido en torno a aquello que es útil, lucrativo o beneficioso; ése es el fundamento de la ética de acuerdo con su pensamiento y no una disciplina que se eleve por encima de lo mundano y concreto en busca de una inefable región de ideas. Más allá del nombre de Hume, hubo en Escocia otros nombres que pretendieron formar una particular escuela ilustrada, nombres como Thomas Reid y como Adam Smith, quien ya ha sido aludido con ocasión de su amistad con Hume; la importancia que ellos pueden tener en la Filosofía, en todo caso, ha de ser buscada en su crítica al sistema ideal y la aceptación de las ciencias naturales y el lenguaje usual, todo para llegar a un sistema de sentido común, en el cual los móviles racionales y los fines prácticos parecen ser la llave para todas las virtudes, dentro de las cuales la libertad parece ser la más acariciada. Capítulo aparte merece el pensador político Thomas Hobbes, quien durante su juventud viajó por Francia e Italia, llegando a residir por temporadas largas en París; viajes en los que seguramente se vincula a obras como las de Descartes y Galileo y cómo no también a la de Maquiavelo, de quien sin duda recibió una marcada influencia. En consonancia con las maneras y las agendas inglesas, Hobbes privilegia lo práctico, así se trate de cualquier tema, incluso si se trata de asuntos como el lenguaje, el cual cree, en ejercicio de una extrema ingenuidad, que surge sólo debido a la urgencia práctica por la comunicación. Así también, según Hobbes, el Estado surge a la vida debido a las urgencias prácticas, en tanto presenta las necesidades del individuo como el único medio y la única salida para preservar y salvaguardar su vida en un ambiente de relativa paz. El resultado de su conjetura es que el hombre ya no es más el zoon politikon (animal político) de Aristóteles, sino el animal salvaje, un egoísta arbitrario y ambicioso que, para lograr vivir en paz, debe parte de sus poderes y dominios al Estado, que será el encargado de frenar o de atenuar la tenebrosa y oscura naturaleza humana. Su obra intenta mostrar que si el hombre desea alcanzar la prosperidad y la paz debe recurrir a un poder superior, al que, mediante una suerte de contrato, deberá entregar parte de lo propio, para diseñar una entidad superior a cualquier grupo de individuos, es a esta fórmula a la que Hobbes decide llamar Leviathan.5 5 Nombre de la obra fundamental y más representativa de Thomas Hobbes. BIBLIOGRAFÍA Althusser Louis. Política e historia. Katz Editores. 2007. Belaval Yvon (comp.). Historia de la Filosofía VI. Siglo XXI Editores. 1973. Berkeley George. Tratado sobre los principios del conocimiento humano. Editorial

Gredos. 1982. Cassirer Ernst. El problema del conocimiento II. Fondo de Cultura Económica. 1993. Filosofía de la ilustración. Fondo de Cultura Económica. 1975. Dilthey Wilhelm. De Leibniz a Goethe. Fondo de Cultura Económica. 1970. Farrington Benjamin. Francis Bacon, filósofo de la revolución industrial. Editorial Ayuso. 1971. Hegel G. W. F. Lecciones sobre historia de la filosofía III. Fondo de Cultura Económica. 1977. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía II. Editorial Herder. 1986. Hume David. Abstract. Libros de Er. 1999. Tratado de la naturaleza humana. Editorial Paidos. 1975. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Roberts J. M. History of the world. Penguin Books. 1990. Savater Fernando. La aventura de pensar. Debate. 2008. Stewart Mattheu. La verdad sobre todo. Taurus. 1998. FRANCIA, ENTRE PELUCAS Y ENCICLOPEDIAS ¿Filosofías o Filosofía de la ilustración? Si se ha de obedecer al famoso título del trabajo de Cassirer,6 deberá pensarse en el singular al que apunta la expresión Filosofía de la ilustración; pero si se ha de atender a lo que surge de la propia investigación: a lo dicho sobre Inglaterra, a lo presente sobre Francia y a lo que queda por decir sobre Alemania deberá pensarse en el plural al que apunta la expresión Filosofías de la ilustración. De algún modo, que resulta imperativo, habría que afrontar y tratar de explicar la realidad de estas dos posibilidades; de la que nombra en singular y de la que nombra en plural y tal vez lo más conveniente sea escoger la vía fácil e intentar decirlo en un solo enunciado; y es que hay o ha habido un espíritu del iluminismo expresado por varias Filosofías de las luces, la dificultad surge cuando se cobra conciencia de que hay algunos desacuerdos o algunas disparidades entre las Filosofías que expresan ese espíritu común; como si el horizonte de todos hubiese sido uno, pero también como si las migraciones por ese territorio hubiesen sido varias. Señalar y apuntar son acciones que no deben eludirse en un ejercicio como éste, por eso hay que decir que ese horizonte común de todos los ilustrados es aquél que anuncia una suerte de emancipación. 6 Cassirer Ernst. Filosofía de la ilustración. Fondo de Cultura Económica. Ahora bien, las rutas de esta emancipación han sido en diversos sentidos; así, y según lo que ya ha sido dicho, los ingleses intentaron emanciparse de ciertos dogmatismos de la ciencia escolástica por vía de la nueva ciencia experimental y matemática; otros intentaron emanciparse de los deísmos y de cierto territorio celestial e inmaterial considerado como el más real de los territorios; otros intentaron liberarse de cierto moralismo casto y medieval; otros más buscaron la emancipación de la, aceptada por siglos, primacía y preponderancia de cierta gente proveniente del único hecho de pertenecer a algunas familias reconocidas como nobles o de sangre pura; otros más compartieron algunos de los afanes anteriores. Al entender así las cosas, bien puede llegar a decirse que la ilustración supone algo así como un anhelo de mayoría de edad, comparable al deseo de emancipación que llega con la madurez intelectual y a través del cual se reclama un contenido para la vida capaz de respaldar las ansias de liberación.

Para hablar de la ilustración en Francia, quizá lo más aconsejable sea dejar dicho desde un inicio lo anterior, sobre todo porque es en territorio francés y, concretamente, en la ciudad de París en donde las diversas corrientes del espíritu ilustrado tienen mayor presencia y representación. Para comenzar por las versiones diversas de la ilustración en Francia es oportuno mencionar a Charles Louis de Secondat Barón de Brede y Barón de Montesquieu, quien nació en Aquitania, sur de Francia, en 16897 y murió en París en 1755; personaje de cuyo nombre se deduce su encumbrada aristocracia, heredero de títulos nobiliarios que él mismo ayuda a devaluar. Puede decirse de él que es un abogado con vocación de historiador formado en Burdeos y en París; tanto el título de Barón de Montesquieu, como la presidencia del parlamento de Burdeos las hereda de un tío suyo; desde joven se destacó por su afición a las 7 Puede ser importante notar la fecha de su nacimiento, en tanto faltan exactamente cien años para que se inicie la revolución que su trabajo ayudó a inspirar. ciencias, especialmente a la historia; la publicación de sus Cartas persas le valió su inclusión en la Academia Francesa. Después de viajar por varias regiones de Europa, redacta y publica la obra que le ha dado el prestigio perdurable del que disfruta hasta la fecha su Esprit des lois (Espíritu de las leyes); texto clásico para el Occidente posterior, en el que se somete a una revisión memorable y perdurable el carácter de las instituciones y de gran influencia para lo que hoy se reconoce como ciencia social. Para tratar de ver las cosas desde su comienzo es preciso reconocer que Montesquieu pretende partir desde una consideración y una noción de validez de una especie de ley general; respecto a lo cual la diferencia entre la escolástica y el racionalismo clásico, de acuerdo con este pensamiento ilustrado de Montesquieu, es que esa ley general en la concepción escolástica era atemporal o, como diría la Filosofía con su lenguaje propio, siempre igual a sí misma; mientras que dentro del racionalismo clásico, él considera que ésta, a pesar de ser una ley de carácter general, está sometida a los vaivenes y a los devaneos de la historia; circunstancia que plantea ya una cuestión fundamental para la Filosofía moderna. De alguna manera habría de reconocerse que, a pesar de que Montesquieu reconoce una fuente y origen esencialista para la ley, somete a ésta al devenir histórico; como si el vínculo entre las cosas de la naturaleza estuviese sometido a algo necesario, inevitable y constante, como si a la par de ello, el vínculo entre las vidas de los hombres estuviese sometido también a algo necesario e inevitable, mas no así constante, sino variable y dependiente del estado de la cultura. Un trabajo como el de Montesquieu, indudablemente, contribuyó a fundar o al menos a provocar los estudios culturales y antropológicos tan actuales y de moda hoy en día. Como su propio nombre lo dice, lo buscado por Montesquieu es el espíritu de las leyes, al que él pretende llegar tomando en cuenta, básicamente, dos elementos, el primero de ellos es abstracto y, por lo tanto el que puede ser llamado perdurable y permanente, éste deriva de la idea de gobierno que desee adoptarse, puede ser, por ejemplo una monarquía, una república, una dictadura, etc., con este renglón se quiere aludir a una política abstracta derivada de la tipología que se quiera escoger; pero el hecho cierto y lo que, acaso convierte a este trabajo en un clásico es la opción del segundo

elemento para llegar a definir la fuente, origen o espíritu de la ley, ésta bien puede ser tratada como una segunda tipología, y consiste en lo que podría llamarse, para seguir haciendo uso de la misma expresión, el espíritu de un pueblo, el cual, de cierto modo y si hay que sumarlo al anterior, viene a dotar a la primera opción de cierta particularidad que habrá de ser derivada de la historia, la geografía, el clima, la moral, etc., de un pueblo. De modo que la opción correcta y adecuada, según Montesquieu, tendrá que ser una articulación adecuada de los elementos referidos, por lo cual el arte del legislador será la valoración adecuada y equilibrada de ambos elementos. Etienne Bonnot abate de Condillac, nacido en 1714, es otro personaje que resulta muy rico e interesante en la ilustración francesa; tercer hijo de una familia perteneciente a la llamada nobleza de toga, su padre fue un vizconde que se desempeñó como secretario real y que muere pronto, cuando el futuro filósofo sólo cuenta con trece años, quedando al cuidado de su tío quien, junto a su hermano mayor Gabriel, lo pone a estudiar con los jesuitas, según parece, su formación no había iniciado antes porque fue un niño débil y enfermizo. Por vía de su primo, el conocido matemático Jean le Rond d’Alembert, estudia matemáticas y se vincula al más selecto grupo de ilustrados franceses, mientras continúa sus estudios en la Sorbone y en el seminario de Saint Suplice de París, como consecuencia de lo cual se ordena sacerdote en 1740. La originalidad y las tensiones de su pensamiento provienen indudablemente de esa combinada formación, religiosa por un lado e ilustrada por el otro; elementos que marcarán toda su vida, porque tan luego como le son conferidos cargos eclesiásticos y encargadas abadías, también es nombrado miembro de la Academia francesa y de la Real sociedad de agricultura de Orleans; de modo que su obra, conservando un tono mayormente laico y seglar, también parece recuperar algunas razones a favor de la inmaterialidad religiosa. Sintiéndose, quizá, más un hombre de letras que un sacerdote lo alcanza la muerte en 1780. Siguiendo y precisando la idea anterior de su dualidad laica y religiosa, el pensamiento de Condillac expone de manera notable la problemática más propia y más íntima del empirismo, para lo cual intenta formular, con el mayor sentido posible, la cuestión que indague acerca de las posibilidades reales del empirismo para convertirse en una Filosofía de lo externo, es decir en una actitud extrovertida, sin ningún otro elemento más que la experiencia como guía. De algún modo Condillac a través de su pensamiento quiere mostrar que los propósitos de extroversión y de contacto directo, sin mediación alguna con la naturaleza son ilusorios, por no decir falsos; Condillac parece querer decir que, cuando mucho, el cuerpo y con él los medios de la sensibilidad pueden ser tan solo causas de la sensación, pero que, bien entendidas las cosas, estas sensaciones son sólo eso mismo. ¿Quién garantiza que ellas sean una especie de conocimiento? Y en suma, que sean eso que los empiristas confían que son, es decir que sean un medio que ofrezca una salida al exterior. Como si Condillac quisiera advertir al optimismo y a la exageración científica ilustrada de los ingleses que, por más lejos que

los sentidos de la sensibilidad parezcan llevarnos, en un sentido estricto, de ninguna manera se sale de sí mismo, ni cuando se sube al cielo ni cuando se baja al subsuelo, ni cuando se usa el telescopio ni cuando se usa el microscopio. En todo caso, habría de decirse y, quizá, sirva de algo decirlo: Condillac ha estado más cerca de Berkeley que de cualquier otro empirista, y eso puede deberse a que su pensamiento pretendió siempre una base seria y sólida y, de acuerdo con ello, se vio obligado a reconocer que Berkeley, lógicamente, no es refutable, lo cual en cierta medida, lo puso de acuerdo con él; sin duda el convencimiento de que las cosas son su ser percibidas le pareció una razón con cierta fuerza lógica lo que, bien vistas las cosas, es una debili dad para el empirismo al pretender una fuerza que sea cualquier cosa menos lógica; y por todo ello le pareció que quien más lejos había llegado en el examen lógico del enunciado empirista había sido el propio Berkeley. La conclusión respecto al pensamiento de Condillac parece estar mostrada de la mejor manera por el famoso argumento de la “estatua”, según el cual, una estatua dotada de sensibilidad no podría evitar alcanzar el nivel metafísico, como consecuencia de sus propias sensaciones; con esto Condillac quiere decir que el contacto con el mundo no le parece suficiente como para evitar que la estatua se sintiese simultáneamente de dos maneras respecto a su entorno: a su mundo y también, y esta es la llave de la modernidad, respecto a sí misma; inevitablemente, una es la forma a través de la cual se percibe y otra es la forma a través de la cual se piensa y es inevitable, del mismo modo, que ambas se vinculen al mundo y al sí mismo. Indudablemente, y esto es importante entenderlo, Descartes sigue, una y otra vez, resonando como un eco incesante a través de la modernidad. Francois Marie Arouet es el nombre de aquél que es reconocido como Voltaire, nacido en París en 1694 y muerto en la misma ciudad en 1778. Voltaire es otro ilustrado francés de origen acomodado, aunque no tanto como Montesquieu ni Condillac; hombre de temperamento polémico y carácter irreverente que, como cabe esperar con esos atributos, tuvo una juventud más agitada de lo normal, no sólo respecto a los furores más típicos de la juventud, sino también respecto a lo político, a causa de lo cual al filo de los treinta años debe permanecer en Inglaterra, concretamente en la ciudad de Londres, hecho que más tarde inspira la redacción de sus Cartas filosóficas, en donde exalta las virtudes del liberalismo, tal vez no tanto por el gusto de exaltarlas, sino para condenar al régimen francés, así sea por contraste. Las características confrontativas de su naturaleza terminan por alejarlo de Francia hacia un itinerario de exilio en el que combinó los placeres mundanos, el ejercicio del estudio y el aprovechamiento del comercio ejercidos mediante una actitud crítica y mordaz, y que no dejó de causarle dificultades incluso fuera de Francia, en lugares como Prusia y Suiza; así como también una gran celebridad y prestigio, al grado de convertirlo en una suerte de bandera cosmopolita de la ilustración en toda Europa. Poseedor de una erudición notable y reconocida cultivó casi todos los géneros de las letras, desde el ensayo filosófico hasta el teatro, pasando por la narración, desde luego, y todo bajo el sello de

sus propias señas de identidad, a veces de burla, a veces de crítica, a veces de irreverencia y siempre en la posición de gran ingenio y vitalidad polémica. No fue sino hasta el final de su vida, que la ciudad de París, y con ella Francia entera, lo acoge nuevamente y esta vez definitiva y triunfalmente. Voltaire es un filósofo cuyos méritos en la Filosofía no parecen, ciertamente, ser muy grandes, no así su estilo personal y los rasgos propios de él como individuo; quizá otra manera de enunciar esto con más puntualidad sea decir que Voltaire es un francés que, a pesar de serlo, parece dar más la razón a Newton que a Descartes; desde su juventud él optó por el universo de Newton y se mantuvo en él hasta su muerte, aunque sin los alcances de Kant, quien, como se verá más adelante, logrará sacar conclusiones sorprendentes de la física moderna; con lo cual y de acuerdo con lo que hasta aquí ha sido dicho ya sería posible formarse una idea de él y de su trabajo. A pesar de ello y pese también a que todo su trabajo quedó impregnado de una tremenda ironía nunca dejó de ocuparse de divagar y de responder al tema de Dios, éste fue un asunto por el que, pese a sus opciones tomadas y a sus sarcasmos infaltables, pasó siempre pagando un peaje. Por tales motivos y a riesgo de que sea un atrevimiento, a lo mejor vale la pena preguntarse, respecto a Voltaire ¿En qué se convierte un francés que, sin dejar de serlo, adopta formas inglesas? Además de que esta pregunta se formula dentro del marco de la ilustración, parece como si la aclaración de esta cuestión ofreciese alguna ayuda para aclarar el trabajo de Voltaire. Como ha sido dicho en relación al empirismo, el pensamiento inglés adopta las consecuencias de la nueva ciencia moderna sin, lo que podría llamarse, problemas de remordimiento; en cambio Voltaire no deja de plantearse, por ejemplo, los problemas que podría acarrear la actitud mayormente sensible y vinculada a la experiencia de los fenómenos mundanos de la ciencia moderna. Frente a estos temas y hallándose en esta postura, Voltaire no puede evitar hablar del a-psiquismo de la actitud moderna y de que aceptarla conlleva y no deja de ser un compromiso para las tareas de Dios y las tareas del alma, y decir con clara ironía o clara angustia o con las dos cosas, una revestida de la otra, que si el alma no existe no puede ser inmortal y, entonces, el Dios reivindicador, justiciero o vengador no tendría cómo ejercer su jurisdicción y así se le haría imposible encontrar a un justiciable en el otro mundo; como se ve, esto bien puede ser una burla que reviste a una angustia, o bien una angustia que reviste a una burla. Durante el año de 1755 sucedió algo que sacudió con mucha fuerza las convicciones del mundo ilustrado europeo, se trató de un desastre natural, de un terrible y devastador terremoto en la ciudad de Lisboa; la reflexión en torno a este acontecimiento no fue sólo de Voltaire, muchos han sido los personajes que lo mencionaron y el tono de las reflexiones, para decirlo de cierta forma, ha sido el de un sin embargo…, el de un a pesar de…, como si quisiesen decir, está claro, ahora más que nunca, que la razón es lo que gobierna al mundo y a sus alrededores, entonces, ¿Qué significan sucesos como éste? Como si, a pesar de los convencimientos racionales quedase un resquicio a través del cual se sigue siendo sensible a la posibilidad permanente del advenimiento de lo incalculable, de lo trágico, dirá Nietzsche más tarde, de cualquier desgracia, de cualquier

pulverización; como si, finalmente, frente a la tragedia el hombre se sintiese amenazado y no pudiese disfrutar del placer de sentirse totalmente a salvo y sostenido. En suma, el pensamiento de Voltaire, como fiel representante de la ilustración francesa, es una expresión ambigua, de lo cual son muestra partes de su trabajo, como por ejemplo su Diccionario filosófico, en donde algunas pasajes se permiten recordar a Dios, así sea como lo ha hecho a propósito del terremoto de Lisboa, o bien reconocer la presencia y el carácter inevitable de las ideas, como sucede en el tratamiento y la definición de los sueños. Como se ve, la Filosofía de Voltaire muestra a un pensamiento inquieto y sacudido en la búsqueda de un equilibrio, que parece no conformarse con la nueva ciencia ni con el anuncio de días mejores y es en esas inquietudes, y es en esas insatisfacciones que debe buscarse su valor, su riqueza y su particularidad, en lugar de buscarlo en conclusiones firmes, incuestionables y aplastantes. Denis Diderot, nacido en Ardenas de la Champagne en 1713 y muerto en París en 1784, además de ser el director del ambicioso proyecto enciclopédico ilustrado, fue en sí mismo una especie de enciclopedia viviente, quizá porque el director de ese proyecto debía necesariamente tener esa personalidad. Los intereses en las ciencias naturales, sociales, en la historia, en la literatura y, cómo no, en la Filosofía y la religión lo definen; y todo ello se conjuga para dar forma a un hombre excepcional, inquieto y precursor hasta extremos que, sin duda, para él mismo fueron muy difíciles de calcular e imposibles de prever. Para intentar seguir el hilo que se ha pretendido tejer e hilvanar hasta aquí, puede intentar decirse que Diderot tampoco se sintió del todo cómodo con las razones de Newton, pero que sus motivos no fueron las convicciones de Condillac ni las dudas de Voltaire, sino más bien su toma de partido en favor del viejo atomismo griego y de cierta visión de la naturaleza proveniente del poema de Lucrecio, el aristócrata, filósofo y poeta romano; figurarse esto para un personaje del siglo XVIII puede ser complicado, pero quizá pueda ayudar un poco si se indaga sobre ¿Cuál puede ser el carácter intelectual de hombre con vocación por la ciencia natural, antes de la formación como ciencias de la biología y la química? Diderot fue una especie de científico natural guiado por la intuición y, por decirlo de alguna forma, un científico natural avant la lettre.8 ¿Qué otra arma podía tener Diderot con la cual enfilar hacia su interés, la ciencia natural, si no la intuición? 8 Expresión francesa cuyo sentido, en todo caso, puede ser entendido como por anticipado, o bien de antemano. De alguna manera, y esto es un atrevimiento, Diderot supo, o más bien intuyó, antes que Lavoisier lo dijese con todas sus letras que la materia no se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma,9 de modo que lo suyo fue de alguna manera, y sea sólo para decirlo de alguna manera, una suerte de intuicionismo evolutivo, una especie de atomística biología dinámica. La originalidad de Diderot en la Filosofía consiste en la escogencia hecha a favor de esta opción de la ciencia natural, sin embargo es necesario reconocer que esto lo coloca, de buenas a primeras, en un universo no sólo difícil e incompleto, sino también solitario y pionero y, además, en un ambiente metafísico jamás admitido por Voltaire, entre otros. A pesar de ello, Diderot parece haber estado convencido de

las razones de su opción, en la medida en que el universo, una vez llegada la ilustración y sus luces, reclamaba una visión del cambio y del carácter mutable de la realidad, porque no puede eludirse el hecho de que todo está sometido a un proceso dinámico y de vértigo incesante, y también a proponer que todos estos procesos evidentes y claramente visibles están sostenidos por disposiciones combinatorias que, al ya no ser tan evidentes ni tan claramente visibles, forman estructuras y configuraciones que con el tiempo, y al ir siendo descubiertas, darán forma a aquello que hoy se reconoce como la química y su lenguaje. Seguramente, el desarrollo de la ciencia moderna hasta el siglo XVIII guió a Diderot hacia la preocupación y el intento de comprensión de los procesos dinámicos de la naturaleza, a la consideración de la materia como un pozo profundo, como algo que a pesar de mostrar un rostro medianamente homogéneo en realidad y por detrás de este rostro es lo más heterogéneo que existe, de modo que todo parece estar regado y esparcido en ella, en su masa. Frente a esas consideraciones y frente a la experiencia mundana como fuente del empirismo inglés y de la física de origen galilea9 Famoso enunciado acerca del carácter definitivo de la materia, sobre el cual descansa la conformación y el desarrollo de la química moderna. no, Diderot, por su lado, quiso también desarrollar la sensibilidad, pero entendida ya no sólo como percepción, sino más bien como un proceso dinámico que sucede a la par y en consonancia con el de la materia percibida. En sus inolvidables obras Jacques le fataliste e son maitre (Jaques el fatalista y su maestro) y Le neveu de Rameau (El sobrino de Rameau) la prosa parece seguir las huellas de esta forma de sensibilidad, que en definitiva ya no es la enunciación de una percepción sensible a la caza de un objeto concreto, como lo ha sido para el empirismo, sino la enunciación de una energía común y dinámica entre la materia que conoce y la materia conocida; en armonía con esto ambas obras citadas tienen no sólo un tono, sino también una intención más argumentativa, más explicativa, más expositiva, que descriptiva. Más allá de los sistemas de Filosofía, de los acuerdos y desacuerdos entre filósofos y de los afanes enciclopédicos, existió un hombre en la Francia ilustrada cuya sola mención puede sonar disonante, pero cuyo discurso puede terminar de aclarar ciertas cosas en torno al carácter de una época, que quizá aún estén pendientes. Su nombre fue Donatien Alphonse Francois de Sade, conocido como Marqués de Sade, nació en París en 1740 y murió cerca de allí en 1814, de origen provenzal, es decir sureño y descendiente de Laura de Noves, la famosa y lejana musa de Petrarca. La historia de su vida, quizá no coincide del todo con la idea que pueda tenerse de él, un personaje que osciló siempre entre los límites de la libertad y el delito, aunque el motivo para incluirlo aquí es el rastro que como escritura dejó de estos roces. En una carta enviada a su mujer, quien fue alguien muy paciente y tolerante con él, se describe a través de estos adjetivos: exigente, colérico, violento, exagerado en todo y además anárquico e imaginativo en las costumbres;10de cualquier manera este retrato es fiel a su temperamento y a las aventuras que vivió. 10 Du Plessix Francine. El Marqués de Sade, una vida. Punto de Lectura. 2002. Págs. 27-28. Educado en colegios prestigiosos y con una breve carrera militar,

luego se entrega a una vida disoluta y licenciosa; apenas recién casado es encarcelado por desenfreno exagerado, aunque puesto en libertad es obligado a alejarse de París por órdenes reales; una vez de vuelta en la ciudad llama la atención de nuevo por su conducta escandalosa. Al morir su padre vuelve al ejército sin abandonar su estilo de vida, hasta que una mendiga a la que ha atraído a su casa lo acusa de prácticas ilícitas, por lo que resulta otra vez en prisión, de donde sale una vez más debido a favores reales y comienza un peregrinaje por distintas regiones de Francia y de los Países Bajos; después de una orgía en Marsella es acusado por una prostituta de intento de envenenarla, al ser nuevamente apresado logra huir a Italia, de donde regresa a Francia ocultándose, hasta que su suegra, mediante una carta, logra su apresamiento y reclusión en la Bastilla. Al llegar la revolución acaba de ser sacado de la fortaleza, lo cual sumado al caos originado parece haberlo favorecido, para que muera en relativa paz y de viejo, a cargo de una biblioteca pequeña, de representaciones teatrales privadas y de la redacción de algunos escritos, todo en el marco de una institución a medio camino entre asilo y manicomio. Como se ve, fue un megalómano perseguido, un materialista orientado al hedonismo, que entendió al hombre como alguien que había sido creado para el goce y el placer sexual; llegado este punto la pregunta quizá deba ser ¿Cómo entender todas estas estridencias de su vida y su personalidad, no para culparlo o disculparlo, sino para entenderlo como a un ilustrado? Para entenderlo como a alguien que, a pesar de todo, surge en la edad de la razón y a la que, de algún modo, representa. A propósito de este hombre de figura elegante y aire cínico cabe recordar un refrán que dice: quien quiera llegar a la última puerta recuerde que no debe perder la llave; de modo que el Marqués de Sade ha sido un hombre que se ha chamuscado la piel y los labios a golpe de ejercer la libertad hasta el punto de romperla, de atravesarla, de traspasarla, hasta abrir la última puerta o, si se quiere, hasta bajar al último círculo. Para llegar y para permanecer en el tiempo bendito de la celebración y de la fiesta, Sade ha ejercido su libertad hasta cruzar la línea de la prudencia y la raya que separa el bien y el mal; en realidad Sade no estaba en ninguno de esos lugares, él no era bueno ni malo, ni cuando escribía sus libros ni cuando planificaba y ejecutaba sus orgías. Él, simplemente, fue alguien con una razón lo bastante fría como para hacer uso de la llave que le iba abriendo, una tras otra, las puertas de la libertad hasta el final sin que se le opusieran, como hombre racional que era, ninguna limitación, prejuicio ni temor, ni limitación física ni prejuicio moral ni temor de Dios. Eso mismo, precisamente, era lo que pedían los moldes ilustrados: un uso de la razón sin frenos que la limitasen, sin prejuicios que la empañasen, sin temores que la frenasen. Entendidas así las cosas, Sade parece ser, con respecto a la razón y la libertad, como aquella serpiente que se muerde la cola, Sade parece haber cerrado el círculo hasta destruir aquello que ha sido su bandera y su propio estandarte, hasta destruir el propio vehículo que le ha permitido llegar tan lejos. Para decirlo con los términos justos habría que decir que Sade, a fuerza de ser racional y de hacer un uso frío de la razón, llega a

parecerse o a aparentar una completa irracionalidad. El famoso Marqués bien podría ser una suerte de metáfora del mundo moderno que, al buscar beneficios, utilidades, ganancias, lucros y comodidades a costa de cualquier cosa, destruye al propio mundo que lo sostiene, que lo mantiene y que lo soporta; cabe preguntarse si el mundo moderno no es, quizá un escenario en el que la mayoría de veces cuenta infinitamente menos la contrariedad y hasta el dolor de los demás que mi propio beneficio y, por qué no decirlo, que mi propio placer. Por último, el Marqués de Sade merece un lugar en este recuento de la Filosofía porque sus actitudes y sus modales, que no se quedaron en el dormitorio y traspasaron las puertas de la alcoba, llegaron hasta la escritura y, también al hecho de que su audiencia es cada vez más numerosa y considerable, como si el mundo mo derno fuese encontrando, poco a poco, más y más de lo propio en él, en sus ademanes y en sus guiños. Capítulo aparte merece el hombre de Ginebra, aquél que, aunque parezca raro y de manera distinta a Sade, reúne en sí al ilustrado y al salvaje; de nombre Jean Jacques Rousseau, y de quien se conoce tanto la vida que parece no haber secretos, pocas existencias tan conocidas como la suya. Recordar fechas, juntar datos, hacer público, escarbar en lo más hondo, en lo más escondido, en lo más íntimo son los hábitos más frecuentes de su escritura y no sólo de sus confesiones; interesarse por lo propio sin discriminar nada, sin desdeñar ningún dato, así sean éstos producto de la propia pasión o, incluso de la propia miseria. Suizo de origen francés nacido en 1712, su padre un hombre de oficio relojero, pero irremediablemente distraído, y su madre una mujer muy favorecida físicamente y de sensibilidad delicada a la que él nunca conoció, porque murió en el parto que lo trajo al mundo. De modo que Rousseau fue hijo de una mujer ausente y de un hombre diletante, versátil, débil, a veces violento e irascible; hechos que más tarde le hacen ver en cada mujer con la que se cruza durante su vida a una madre, y que le hacen difícil la relación con la mayoría de hombres. Indisciplinado, solitario, insumiso crece entre la intermitente presencia del padre y la influencia inútil de los hospicios en que estudia, mientras su padre lo entretenía a ratos a base de extravagancias, los internados lo fatigaban continuamente a base de cotidianidad, mientras su padre le enseñaba sin proponérselo los brillos de la imaginación, los internados le enseñaban proponiéndoselo la opacidad de la rutina; en cierta ocasión, debido a un incidente de armas, el padre de Rousseau debe huir de Ginebra, lo cual, sumado al hecho de que vuelve a casarse, deja al joven Rousseau en un mayor y casi total abandono, de no ser por un tío ginebrino que lo recibe esporádicamente y con desgano. En ese ambiente ensaya oficios diversos bajo las órdenes de patrones opresivos, de los que sólo aprende a disfrazarse, a engañar y hasta a apropiarse de lo que no es suyo, de manera que ante estos resultados es encomendado a un párroco de la región fronteriza de Saboya, quien no lo lleva precisamente al cielo, sino más bien al cielo fingido y terrenal de Madame de Warens, a cargo de quien el cura lo deja y a quien lo encomienda. Rousseau marcha al encuentro de la Madame esperando encontrarse

con una mujer beata, ensombrecida y vieja, pero al verla queda deslumbrado por un rostro y por un cuerpo llenos de gracia, por unos ojos azules luminosos y un cuello de contorno encantador;11 ante lo cual se sintió repentinamente católico orientado a la fe y a la gracia, pero de su agraciada nueva mamá. Madame de Warens era una mujer católica, pero también era una mujer impetuosa y descuidada; así que mientras ella ejercía este distraído pudor, Rousseau leía cualquier libro que cayese en sus manos y se interesaba vivamente por la música, pero todo ello sin ningún orden ni método; esto sucedía al tiempo en que la naturaleza le daba el más grande placer y que sus modales no lograban refinarse del todo. Pronto se dio cuenta de que Madame de Warens era y sería siempre un bien compartido, puesto que la naturaleza de ella así lo requería, extremo que él acepta sin mayores sobresaltos. Desgastada la relación con ella Rousseau decide asentarse en París de forma definitiva, porque antes ha estado allí de forma intermitente, por aquel momento se encontraba entusiasmado con una nueva forma de anotación musical que esperaba dar a conocer en la capital francesa; una vez allí redacta desganadamente un ensayo sobre música, pero además y valiéndose de influencias femeninas logra ser nombrado cónsul en Venecia, episodio que termina de mala manera, porque no logra entenderse con el jefe que le ha tocado en suerte, un militar simplón y autoritario. Vuelto a París emprende el intento por obtener una remuneración por lo sucedido, pero al no ser francés ni noble todo queda en eso mismo, en un intento. 11 Rousseau Jean Jaques. Las confesiones. Edaf. 1965. Pág. 64. Luego del fracaso del encargo que se le hiciese de componer una ópera, debido a la hostilidad de Rameau y a la indiferencia de Voltaire se siente muy mal, al grado de enfermar; de modo que azotado por la amargura y abrumado por la pobreza halla consuelo en una joven mujer de oficio sirvienta, frente a quien Rousseau deja su papel de siempre, su papel de protegido de las mujeres, para pasar a ser el protector. Teresa la Vasseur era una mujer sencilla, sin estudios, pero tuvo lo que había que tener para acercarse a este hombre, para jardinizar sus neurosis, tuvo la suficiente paciencia y habilidad para soportar la tormentas interiores que siempre azotaron a Rousseau y capaz de contrarrestar esto con una ternura básica y profunda; cinco hijos tuvieron juntos y todos sin excepción fueron entregados a hospicios públicos, lo que Rousseau no dejó de justificar con base en enredadas razones pedagógicas, aunque más tarde no dejó de reconocer sus remordimientos y de afirmar que por más razonables que fuesen sus excusas, su corazón nuca se quedó tranquilo por lo hecho. Quizá aquí valga la pena hacer un paréntesis para decir que cuando de remordimientos y culpas se trata no hay que ir ni oír a los enemigos de Rousseau, sino que más bien hay que ir y oírlo a él mismo, que se ocupó literalmente de hacer pública su vida privada, a través de la comprensión y de la práctica de la escritura de sí como confesión. Luego llega la época de los grandes e importantes amigos, como D’Alembert y Diderot, quienes lo vinculan al proyecto de la Enciclopedia; guiado por estas amistades Rousseau emprende rutas que lo llevarán más lejos; un ejemplo y metáfora de ello puede ser el

episodio famoso de la iluminación, sucedida una ardiente tarde de verano durante una caminata por el bosque camino de Vincennes a donde se dirige a visitar, precisamente, a su amigo Diderot preso en la fortaleza, el camino a pie desde París lo ha fatigado al punto de verse forzado a detener el paso y a descansar bajo la sombra de un árbol, ocasión que aprovecha para leer el Mercure (Mercurio) de Francia, publicación en donde ve anunciado el certamen propuesto por la academia de Dijon, condiciones a raíz de las cuales se ve lanzado a valorar los progresos de la ciencia y las contribuciones de ésta para depurar las costumbres. Según sus propias palabras nunca más sintió con tal fuerza algo semejante a una inspiración sublime, como en aquel momento. Su conclusión para participar en el certamen propuesto por la academia de Dijon fue que el arte y las costumbres, en parte mal orientadas por la ciencia, los afanes ilustrados y en suma por el hombre moderno han conseguido una suerte de degradación de lo humano de su estado original. Finalmente, mientras copiaba música para sobrevivir, recibe la noticia de que ha ganado el concurso, con lo cual cobra alguna celebridad; sin embargo también le trajo algunos inconvenientes, porque Voltaire nunca entendió del todo el espíritu crítico de Rousseau contra la civilización, asumiendo y malentendiendo de forma visceral que se trataba de un ataque a la ilustración, y siendo incapaz de ver que la autocrítica también nutre. Voltaire no admite las razones que Rousseau le ofrece, y a cambio de éstas sólo recibe de aquél ironías de todo tipo; ante lo cual Rousseau se aísla invitado por una vieja amiga una vez más, al lado de quien se siente purificado de las intrigas, de los dardos de Voltaire, del gran mundo y de los intereses y negocios de París, Venecia y Ginebra. Su mujer Teresa no gustaba del campo, menos en invierno, por lo que pide a su amigo Diderot que lo persuada de volver, pero nada ni nadie lo convence de regresar a la ciudad, además de que se ha despertado en él una pasión tardía y crepuscular por una condesa, pariente de su anfitriona. Rousseau padecía como un romántico, de quienes es un decisivo precursor, de la alegría en la tristeza, de la plenitud en la soledad, del calor en el aislamiento, del gozo en el sufrimiento; una especie de demonio interior lo habitaba y también lo apartaba de los afectos y amigos anteriores, lanzándolo a regiones aventuradas y desconocidas. Seguida de estas crisis y rompimientos viene la época de su trabajo más trascendental, aprovechando la soledad, la naturaleza, la vecindad con lagos y bosques produce sus tres grandes obras: Emile ou de la education (Emilio o de la educación), Julie ou la nouvelle Eloise (Julia o la nueva Eloísa) y Du contrat social (Sobre el contrato social). A pesar de que sus libros tuvieron gran difusión, sobre todo la Nueva Eloísa, en Ginebra no cayeron muy bien, quizá un poco por la moral individualista y presbiteriana del calvinismo, aunque Rousseau ve en ello la mano de Voltaire, a partir de lo cual inicia un nuevo peregrinaje por diversos lugares, dentro del cual el episodio más importante, quizá, sea su cercanía a Hume, quien le ofrece su hospitalidad, pero con quien resulta imposible la convivencia. Más tarde regresa a París y a Teresa, la mujer que más lo conoció y mejor lo soportó.

Éste es el personaje que sin desdeñar luces ni sombras queda dibujado en sus Confesiones, texto cumbre de la literatura auto-reflexiva, en el que tal vez está anunciada, de alguna manera, la desaparición de la frontera entre lo público y lo privado, tema capital para entender a Rousseau. Rousseau, finalmente, muere durante el verano de 1778, al cuidado de su fiel Teresa. En 1791 la Asamblea de la revolución dispone su traslado al Panteón de París, en donde aún permanece, frente a Voltaire, su fiel enemigo. La razón para detenerse en la vida de Rousseau de forma especial obedece a que, como ha sucedido pocas veces, su pensamiento es cuestión de estilo en gran medida, y este estilo de su pensamiento y de su escritura no están desvinculados de sus maneras y estilos de vida o, más bien, de cómo decidió él vivir su vida; de modo que reconocer su estilo es pasar indistintamente de su vida a su obra, de las convulsiones de su vida a las novedades de su obra, de la historia de su vida a su visión de la historia de Occidente, de la decadencia en su vida a la decadencia de la cultura. Así es como la premisa de su obra está en el reconocimiento que hace del estado de cosas de su tiempo, que él valora como deplorable y que mide como una disminución; para ello basta recordar una conocidísima frase suya: El hombre ha nacido libre y se halla entre cadenas ¿Cómo ha tenido lugar esta mudanza?12 Como si Rousseau quisiera dejar dicho y establecido desde un inicio que el hombre no es más dueño de su destino ni de sí mismo y que su vida más parece algo vivido para satisfacer la opinión de los demás y de las apariencias; ésa es la importancia, por ejemplo de lo sucedido bajo el encino de Vincennes,13 de aquella narración que pasa por las estaciones de la caminata, el calor, el cansancio, el descanso, la sombra, el Mercure (Mercurio) de Francia y la final claridad de la iluminación, a raíz de la cual se llega al punto de considerar que el mundo ha perdido lo que le falta a la cultura, lo que la cacareada civilización de la ilustración desconoce. El estado de cosas de la cultura ilustrada, más allá de los optimismos fundados en apariencias antes que en realidades es el argumento principal del discurso que gana el certamen de Dijon. Luego viene un segundo discurso en el que, de alguna forma, busca una fundamentación para aquél, por lo que se orienta a buscar el fundamento entendido como análisis histórico, como si se preguntase ¿Por dónde hemos pasado, para que en definitiva hayamos venido a parar aquí? Búsqueda a través de la cual llega a la conclusión de que el verdadero valor positivo se encuentra en el estado previo a la civilización, pero ésta no es una conclusión apresurada ni mucho menos una conjetura aventurada, porque si quien ha impuesto los cambios ha sido la cultura y ésta, a su vez, ha llevado al hombre a una empañada comodidad es porque antes de la cultura y de los cambios impuestos por ella todo era original y genuinamente bueno o, al menos, mejor de lo que ahora tenemos. Sin embargo, resulta raro y hasta incongruente que durante la época ilustrada y dentro de uno de los círculos más representativos 12 Ésa es la expresión que, como un clamor, abre el conocido Contrato social de Rousseau. 13 Eso hace referencia a la experiencia de iluminación narrada anteriormente y contenida en el libro VIII de las Confesiones de Rousseau.

de la ilustración, venga alguien a decir que la historia de la civilización y de la cultura es el agente que traído o contribuido al mal. De modo que explicar o asumir a Rousseau implica explicar esto, dar cuenta de cómo del propio seno de la ilustración sale su crítica más radical. Rousseau cree que la civilización y la cultura se inician con la lucha por la subsistencia, con aquello que ahora entendemos como el trabajo, y así se fueron desarrollando y encadenando una serie de sentimientos conectados que encaminaron al hombre hacia la ruta práctica, hacia la competencia y la rivalidad, al deseo salvaje de ser el elegido y el preferido, a la búsqueda del reconocimiento; como consecuencia de ello el hombre comienza a extraviarse por los atajos de la dependencia del exterior y a desperdiciarse en la sumisión frente a la opinión de los demás. Rousseau también veía al mundo civilizado como un mundo entregado a los desórdenes de la inequidad, como si el conocimiento de la propiedad y el desarrollo de la división y de la especialización del trabajo fuesen los elementos que introducen la desigualdad. Rousseau parece dar un no a Hobbes, en la medida en que la lucha de todos contra todos que, para el inglés, era el más puro y característico estado de la naturaleza, constituye para Rousseau la catástrofe que se halla al final del estado real de la naturaleza; debido a todo ello se ha entendido que Rousseau postula una suerte de optimismo antropológico, es decir una comprensión de que el hombre es bueno en su origen, a costa de un pesimismo histórico, es decir de una comprensión de que el desarrollo de la cultura imprime el mal. Habría que entender los grandes textos de Rousseau como contribuciones a esta idea suya fundamental; por ejemplo si se entiende el Emilio sólo como un simple tratado pedagógico se estaría cometiendo un error, más bien es un singular tratado de antropología general, en la medida en que pasa por todos los estados de evolución del hombre de una manera sucesiva, como para ir viendo el desenvolvimiento de sus facultades individuales y anímicas, hasta que logra verse la formación de un hombre completo; de modo que el descubrimiento y el ejercicio de sus poderes lo lleva, finalmente, a la aptitud que significa el dominio de sí mismo. Con lo anterior se quiere decir, no que Emilio, por fin, haya conseguido convertirse en un salvaje, sino en una especie de ser social, en un hombre que puede vivir en sociedad, pero sin ser y hecha la salvedad de que no es un hombre de sociedad; como si se pudiese concebir a un ser desnaturalizado que, sin embargo es capaz de ver a su propia naturaleza. Si el Emilio habla de la construcción del hombre, que bien vistas las cosas, es más una cierta deconstrucción del hombre civilizado, entendida como construcción del hombre real; el Contrato Social habla de la construcción de la sociedad. Respecto a ese texto lo más importante es dar continuidad a lo que ha sido dicho en torno al no que Rousseau le ha dado a Hobbes, en la medida en que el Leviathan es un contrato que surge del lado oscuro y del ángel negro que habita en cada hombre, mientras que el Contrato social de Rousseau desde su primera frase, como ya ha sido citado, surge de la libertad y de ella entendida como una suerte de joya o tesoro y por ello mismo inviolable e imprescriptible; para los ojos de Rousseau la sociedad humana no puede fundarse sobre algo distinto a la libertad del hombre.

De tal manera, para Rousseau el Estado y sus instituciones se convierten en los garantes de esa libertad y, hasta cierto punto, en la fuerza creada para defender la dignidad del hombre. Para ir cerrando el capítulo de Rousseau, parece oportuno tratar de dar una explicación de aquella famosa idea que considera al ginebrino como el Newton de la ciencia moral;14 en primer lugar habrá de entenderse, para que esto tenga sentido, que Rousseau provoca una transformación real y cualitativa de la ciencia social y, en segundo lugar que esta transformación descansa sobre la institución social, entendida como el territorio en que cada uno y el todo logran un equilibrio de mutua implicación, en el que intervienen fuerzas gravitacionales de atracción y cohesión; de modo que el in14 Cassirer Ernst. Kant, vida y doctrina. Fondo de Cultura Económica. 1993. Pág. dividuo o buen salvaje cediendo algo propio e intrínseco a su salvajismo originario recibe a cambio un pago maquillado y decorado como derecho, siempre y cuando esta desnaturalización que es la civilización, sin llegar a poseerlo del todo, fuese, en cierta medida, un negocio capaz de darle algo conveniente. En ese sentido, el Contrato social para Rousseau es una especie de segundo origen, en tanto el primer origen alude a un estado luminoso y de plenitud, de manera que la constitución del Estado moderno sobre la base del contrato tiene una voluntad fundadora que se propone reemplazar la plenitud postergada del primer origen. De acuerdo con lo dicho, habría que concluir en que Rousseau es un personaje ilustrado que llega más allá de la propia ilustración, porque si la ilustración llega a la secularización de las nociones religiosas, Rousseau pretende llegar más lejos para alcanzar una secularización de los valores humanos. Con Rousseau la conciencia moderna, aquella de la que se ha venido hablando como consciente de sí, llega más allá de darse valor a sí misma por su dignidad, para alcanzar un nivel en el que la conciencia se percibe a sí misma como origen; la borrosa y feliz memoria de un comienzo es parte de la autoconciencia con Rousseau, frente a lo cual él siente su tiempo como una época de imperativo despertar o, más bien dicho, como una época de imperativo nuevo despertar, para lo cual no hay sólo que evocar el origen, sino vivir de acuerdo con él, vivir como si no lo hubiésemos perdido de vista. Eso es lo que convierte a Rousseau en objeto de tan diversas interpretaciones y de tan diversas influencias; para hablar sólo de los temas cruciales, tratándose de Filosofía, habría que decir que hay un Rousseau kantiano y un Rousseau hegeliano, que habrán de irse aclarando en lo por venir. Sin que pierda su relación con lo anterior, aunque atienda a otro ámbito, también resulta oportuno indicar que Rousseau entrega por sí mismo una imagen de sí sin regatear nada, sin la intención de convertirse en parámetro, prototipo u objeto a imitar, sino más bien con la intención de borrar la línea de separación entre la esfera pública y la privada, a través de la transferencia plena y completa de su confesión, en una suerte de sacrificio personal. Quizá el espíritu y temperamento de Rousseau se ve empujado a ello para que, al abolir la frontera entre lo público y lo privado, pueda confiarse y cumplirse la posibilidad de desenmascarar a la vida y cultura modernas de sus imposturas e hipocresías. BIBLIOGRAFÍA Althusser Louis. Política e historia. Katz Editores. 2007. Belaval Yvon (comp.). Historia de la filosofía VI. Siglo XXI Editores. 1973.

Cassirer Ernst. El problema del conocimiento II. Fondo de Cultura Económica. 1993. Filosofía de la ilustración. Fondo de Cultura Económica. 1975. Kant, vida y doctrina. Fondo de Cultura Económica. 1993. Diderot Denis. La paradoja del comediante. Longseller. 2003. Escritos filosóficos. Editorial Nacional. 1981. Jacques el fatalista y su maestro. Alfaguara. 2004. El sobrino de Rameau. Cátedra. 2006. Dilthey Wilhelm. De Leibniz a Goethe. Fondo de Cultura Económica. 1970. Du Plessix Francine. El Marqués de Sade, una vida. Punto de Lectura. 2002. Ginzo Arsenio. La ilustración francesa entre Voltaire y Rousseau. Editorial Cincel. 1985. Hegel G. W. F. Lecciones sobre historia de la filosofía III. Fondo de Cultura Económica. 1977. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía II. Editorial Herder. 1986. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Roberts J. M. History of the world. Penguin Books. 1990. Rousseau Jean Jacques. Confesiones. Edaf. 1965. Discurso sobre las ciencias y las artes. Aguilar. 1962. Julia o la nueva Eloísa. Akal. 2003. Emilio. Editorial Nacional. 1983.

EDAD MODERNA (CONTINUACIÓN) LOS VUELOS ALEMANES KANT Si la idea generalizada de la ilustración es, o bien, para Norteamérica: los ingleses y los padres fundadores, o bien, para América Latina: los franceses y los próceres independentistas; hay que decir que en esas ideas comunes y vulgarizadas falta lo más importante, aquello que como pensamiento y Filosofía pura define más y mejor a la ilustración, y esto que falta tiene un nombre y un apellido: Inmanuel Kant. Sin duda, Kant es el nombre que, dentro de la Filosofía ilustrada, es preciso escribir con letras mayúsculas. Su vida, al contrario de la de otros que han ido pasando, ha sido una vida filosófica por completo, Kant se muestra como un hombre a quien no movió ni conmovió otra cosa en el mundo más que la Filosofía, una especie de roca sobre la cual la Filosofía se ha posado (en suerte para ella) para asentarse sobre un suelo firme y capaz de dar un equilibrio sorprendente a lo que se edifica sobre ella. Kant nació en Könisberg mientras corría el año 1724, marcado por una familia prudente, modesta y piadosa, virtudes que también fueron suyas y que nunca lo abandonaron; desde los dieciséis años ingresa a la universidad de su ciudad natal para estudiar Filosofía bajo la dirección de Martin Knutzen, un reconocido newtoniano que habrá de estar llamado a sembrar en el joven alumno semillas destinadas a florecer más tarde.

Desde los veintidós años hasta los treinta y uno se desempeñó como profesor privado de familias poderosas del oriente de Alemania, para regresar a su ciudad natal en 1755 a seguir desempeñándose de igual forma a como ya lo había hecho fuera, durante otros quince años más; hasta que la universidad en que ha estudiado lo nombra vice-bibliotecario y le da la titularidad de los cursos de metafísica y lógica, con lo cual logra, finalmente, redondear unos ingresos medianamente decentes; calidades que mantuvo hasta 1794, año de la muerte de Federico el Grande de Prusia, razón por la que el gobierno sucesivo, fuertemente religioso, le prohíbe transgredir ciertos límites conservadores ocupándose de de materias religiosas en sus cursos y en sus publicaciones; condiciones a las que se somete, pero que seguramente también provocan su retiro definitivo y su jubilación en 1797, pasando los últimos años de su vida en un retiro prudente y modesto, como fue toda su vida. Kant muere en 1804, ya con ochenta años. Se sabe que su actividad docente comenzaba a las siete y terminaba a las diez de la mañana y que, a veces y por épocas debió satisfacer otras materias como antropología, física o matemáticas; sus clases al parecer no eran leídas ni dictadas, sino que solía hablar libremente, haciendo uso de buenos modales y manuales confiables que siempre le evitaron roces, problemas y confrontaciones con los alumnos y con la autoridad. Como se ha anotado, su carrera profesional fue muy larga y se entiende ahora que pasa por tres períodos principales: en primer lugar el más largo que va de 1746 a 1781, conocido como período pre-crítico y de preparación; en segundo lugar el que va de 1781 a 1790 que es la fase realmente de cosecha fecunda constitutiva del sistema y de la famosa trilogía crítica, ésta es la época de la publicación de los tres estudios que la completan: “Crítica de la Razón Pura” un estudio que intenta responder a la pregunta ¿Qué se puede conocer? “Crítica de la Razón Práctica” un estudio que intenta responder a la pregunta ¿Qué se puede desear? Y por último “Crítica del Juicio” un estudio que intenta responder a la pregunta ¿Qué se puede sentir? Se entiende que en estos tres estudios queda contenido el sistema crítico kantiano, nombrado y conocido también como idealismo trascendental; y por último un tercer período que va de 1790 a 1800 matizado por un tono defensivo en el que se ve obligado a defender su sistema crítico, casi siempre contra filósofos conservadores, aunque a veces también contra algunos alumnos suyos. Como puede verse, la vida y obra de Kant se confunden, se cruzan, se implican una y la otra, porque su vida completa fue construir su obra y ésta le toma toda la vida; precisamente eso es lo que quiere darse a entender cuando se afirma que la suya fue una vida filosófica plena, intensa e incesante. Tal como se ha afirmado, Kant es el punto culminante para el pensamiento ilustrado y en él eso significa no sólo que su confianza está en la razón, sino que más allá de esto, la confianza de Kant en la razón llega a estar formulada como algo que comparte estructura con el ser, otra forma de decirlo con más sencillez quizá pueda indicar que él está convencido de la racionalidad del ser, como si entendiera que de no ser así el conocimiento sería imposible; de modo que sólo puede hablarse del conocimiento y de su posibilidad sobre la base de la identidad entre las estructuras de ambos: del ser y la razón72. Por lo anterior, para Kant, sería vano tratar de forzar al ser para que sea como la razón, como también lo sería tratar de forzar a ésta para sea como aquél, siendo por ello mismo dos proyectos que él se ocupará de desmontar; y puede llegar a decirse que, a grandes rasgos, ése es el proyecto de de la primera crítica, de la Crítica de la Razón Pura. Sobre la base de la comprensión anterior, Kant partirá del hecho de la constatación del conocimiento, de modo que para él el conocimiento ha sido, en efecto, posible, la cual es una constatación que realiza, ante todo, sobre la base del trabajo de Newton; pero la Filosofía no sólo debe reflexionar sobre cómo ha sido posible el conocimiento, sino además sobre cómo ese conocimiento se acopla a los fines supremos de la razón73.

72

Evidentemente, ésta es una convicción que puede rastrearse, por el pasado, hasta Descartes y, por el futuro, hasta Hegel, sin embargo el tratamiento que de ella hace Kant es como un recorte del que se tratará de dejar constancia a partir de este punto. 73 Lo cual ha quedado patente desde las declaraciones de intención kantianas contenidas en los prefacios a la primera y segunda edición de su Crítica de la Razón Pura.

Kant debió pensar en que aclarar la mecánica del conocimiento era una tarea de predominantes matices empiristas, mientras debió pensar también en que la tendencia de lo logrado por el conocimiento hacia los fines supremos de la razón era una tarea de mayores matices idealistas. De tal manera y por ese rumbo debería entenderse, desde el principio, que si el pensamiento kantiano es crítico lo es, simplemente, porque es crítico de la razón, en el sentido y en la medida en que intenta determinar los medios de que ella se sirve para conocer, pero también porque se interesa por determinar los fines, intereses y alcances de la razón. Como si la convicción y la confianza de Kant fuese algo que se muestra como una dualidad o en una doble vía y capaz, por un lado de decir que, normalmente, la razón siente un interés por la especulación y lo siente, como cabe suponer, por los objetos que están sujetos a una forma de conocimiento elevada y superior; y por otro lado de decir que esas facultades a priori, si bien son posibles para la razón, sólo son aplicables a los objetos de la experiencia y la sensibilidad; de manera que hay fines e intereses en la razón que son diversos o, mejor dicho, de diferente naturaleza. Kant piensa que, a una primera facultad orientada a relacionar actos como la imaginación, el entendimiento o la abstracción, debe corresponder una segunda facultad de desear e, incluso una tercera facultad de sentir. Desde luego, todo lo dicho hasta aquí de manera apresurada, debe ser expuesto con lealtad y haciendo justicia a la forma en que Kant lo expuso sistemáticamente y a través de la construcción de su sistema crítico, porque es así como debe hacerse justicia a sus postulaciones. Quizá entender a Kant sea un poco como entender a Descartes, porque el primero ha sido el mejor y más eficiente discípulo del segundo en eso de modernizar al hombre, a lo mejor para ambos ha sido inevitable sentir que vivieron una época para la que ya no fue preciso nada más clamar por la sublime ambición del saber, sino también por la solidez de las demostraciones. Promover y realizar la humanidad del hombre ya no es sólo cosa de elevación y altruismo, sino también de rigor y demostración y esto es así para ambos, para Descartes lo es a través de una caligrafía barroca, mientras para Kant lo es a través de una caligrafía ilustrada; en tanto y en cuanto entre ambos media no sólo cierto desarrollo del racionalismo, sino también la figura de Newton y la influencia de éste sobre el pensamiento inglés. No es que se trate de convertir a la matemática en el lenguaje de la Filosofía, al menos hasta este momento, sino de otorgar importancia al método, en la medida en que la escogencia y la fijación de éste habrá de variar conforme a la adecuación del objeto; sin Descartes en la Filosofía y sin Galileo y Newton en la ciencia esta convicción moderna no hubiese podido llegar a Kant. Cuando Kant termina de convencerse de lo anterior cierra el telón de una época de la metafísica para siempre y cruza la línea que lo lleva a un territorio luminoso para la ciencia, pero oscuro, frío e inhóspito para la metafísica, en donde la primacía será para los fines de la razón práctica que pueden ser demostrados, y el segundo plano será para los indemostrables fines de la razón pura, que habrán de permanecer como inútiles, a pesar de ser irrenunciables. Si es hora de comenzar el recorrido por Kant con la primera de sus críticas, con su Crítica de la razón pura, valdría la pena empezar diciendo que la pregunta guía aquí es ¿Qué se puede conocer? En seguida habría que continuar indicando algo que puede ser obvio, y es que Kant fue un hombre de cultura, formación y lengua alemana, lo cual lo pone en una cierta situación y le confiere ciertas características que lo define como alguien perteneciente a la tradición idealista; Kant, como cabe esperar siendo alemán, recibe a través de su formación influencias mayormente idealistas. De ahí que sus hábitos intelectuales corran más por las maneras de la especulación que por las de la demostración, y que se halle más y antes aclimatado a términos como lo necesario y lo universal que a otros como lo ocasional y lo particular; para intentar ser leal a la terminología kantiana habría que decir que él se encuentra, por los hábitos de su formación, más acostumbrado al a priori, es decir y para intentar decirlo de una manera más fácil, a todo aquello que se define como independiente de la experiencia, justamente porque de la experiencia sensible nunca se obtiene algo que sea necesario y universal. Expresiones como todo o siempre sin excepción, rara vez o nunca remiten a la experiencia, para decirlo con más precisión hay que indicar que tales términos sí que puede aplicarse a la experiencia, pero jamás provienen de ella. Así las cosas, Kant entiende que el conocimiento es posible únicamente y sólo porque hay una suerte de encuentro entre los contenidos a priori con los contenidos de la experiencia; de modo que

para su primera crítica resulta imperativo distinguir los unos de los otros, resulta preciso determinar a unos frente a otros. Una vez planteada la necesidad de esta distinción Kant determina, ante todo, lo que llama categorías74, que vienen a ser algo que funciona como condiciones sin las cuales la inscripción de la experiencias sería imposible, por ejemplo: si se dice, el siguiente mes volverá la luna llena, estoy anticipándome a una percepción empírica, a una experiencia visual, a algo que mis ojos verán en un futuro, es decir a algo que no ha sucedido; según Kant, esto es posible porque se tiene una representación previa del tiempo, como condición a priori de la percepción sensible, como un territorio previo, necesario y universal sobre el cual se ubican los datos empíricos y sensibles. Del mismo modo a como sucede con el tiempo sucede también con el espacio; por lo que son ambos: tiempo y espacio las condiciones a priori del conocimiento o categorías. Puede pensarse que así como los datos empíricos necesitan del tiempo y el espacio, como condiciones necesarias para darse, así también las categorías a priori necesitan de las percepciones sensibles, porque son ellas las que viven confirmándolas, ratificándolas y poniéndolas al día; de modo que si al llegar el mes siguiente no apareciese la luna llena otra vez, nuestra noción a priori del tiempo se vería puesta en crisis o, para usar la mismas palabras, carente de confirmación, ratificación o puesta al día. Puede decirse, entonces, que el sistema kantiano ya no es ni idealista en un sentido estricto, ni empírico en un sentido estricto, sino a cambio de aquellas posturas rígidas es trascendental. Éste es el punto para hablar de la síntesis y de cómo Kant la entiende, dentro de su pensamiento la síntesis es un medio para representar la diversidad, es decir un vehículo para capturar a la diversidad, el mecanismo a través del cual se entiende que lo plural, a pesar de serlo, puede ocupar un ámbito común; el hecho es que Kant pretende que esta fórmula, a la que ahora él le imprime su impronta, tenga una resonancia distinta a la que ha tenido hasta ahora. Dicho de una vez, había que decir que en Kant esta fórmula a través de la cual se pasa de lo uno a lo diverso deja de ser abstracción para llegar a ser aprehensión, dicho con otras palabras, deja el tono de la metafísica para pasar al de la teoría del conocimiento, lo que puede equivaler a convertirlo definitivamente y de una vez por todas a la modernidad. Sin embargo, lo que Kant quiere decir, en definitiva, es que este asunto de la síntesis no basta, por sí solo, para diseñar el conocimiento, porque para que éste se dé hace falta algo que precede al acto de la aprehensión o, si se quiere, de la síntesis; ese algo que falta es la conciencia, o sea el factor que hace posible que todos los fenómenos, por diversos que sean, tengan un mismo y común escenario de representación y un mismo ámbito en el que deben encontrar su conexión entre ellos. Pero, por otro lado, esta síntesis no implica un conocimiento de sí ni un agrandamiento de aquel “yo pienso” originario y cartesiano, sino simplemente y ante todo una relación con el objeto; de tal modo es que con Kant resulta posible afirmar que me pienso y, al pensarme, pienso al objeto con el que me pongo en contacto; del mismo modo que resulta posible decir que pienso al objeto con el que me pongo en contacto y, al pensarlo, me pienso a mí también. Bajo esos parámetros es que ni la razón pura ni la sensibilidad pura se bastan por sí solas, ni una ni otra bastan para explicar y dar cuenta del conocimiento y todo el esfuerzo kantiano se orienta a articular ambas buscando la justicia y el equilibrio de participación de cada una. De cualquier manera y al respecto, hasta donde van las cosas, habría que decir que la razón pura, al vivir en el mundo, abandona todo a la percepción del fenómeno. Así es como Kant logra lo que predica el título de su obra: una crítica de la razón, una imposición de límites para la razón, de modo que la razón por sí sola no sirve, no funciona, sólo a través del fenómeno encuentra su sentido, pero esto la hace trabajar en armonía y apego a un “como si…” porque en el absoluto de la totalidad no puede afirmar nada sin que sea un artificio, dicho con otra palabras propias de la terminología kantiana hay que afirmar que la cosa en sí es inalcanzable75. Entonces, sólo es posible tender al conocimiento de lo más alto bajo las condiciones en que se da el objeto a la experiencia; es sólo a través de los objetos dados a la experiencia que puede tenderse (y

74

El desarrollo de estos temas es lo primero que preocupa a Kant y lo engloba dentro de la primera parte de su Crítica de la Razón Pura, llamada teoría elemental trascendental. 75 Kant debió ver a la Filosofía idealista previa como una ruta de optimismo que moldeaba a los fenómenos y objetos del mundo de acuerdo con ideas innatas, él las llamaría a-priori, el acceso a la aludida cosa en sí habría sido la llave a este reino innato o a-priori, que abría este proceder optimista capaz de someter el mundo al pensamiento

tender no significa conseguir) hacia la absoluta y plena unidad del todo, entendida como la aspiración más alta del conocimiento humano. Pocas veces un libro merece tanto el título que lleva como en el caso de la Crítica de la Razón Pura, porque sobre lo que Kant vuelve una y otra vez en este trabajo es sobre los avisos y advertencias ante las ilusiones especulativas, sobre los asuntos a los que el hombre se ha visto arrastrado en lo referente a asuntos como el alma, Dios, la totalidad, etc.; y a los ojos de Kant, ante estos males, lo que debe hacerse es oponer una noción de Filosofía crítica, ése es precisamente el sentido del término “crítica” en Kant; como el conjuro a los abusos, confianzas, fantasías y alegrías en referencia a los efectos de la razón y sus escenarios. Esto último es lo que podría llamarse uso trascendental ilegítimo, frente a lo cual surge la cuestión que importa para Kant, el tema de cómo hacer legítimo, dentro de la Filosofía crítica, el anhelo de la razón por la cosa en sí; quizá haya que pensar que ningún interés de la razón merece el desdén o la indiferencia y, según Kant y su orden intelectual, todos han de ser jerarquizados, por lo cual queda la impresión de que el tema más encumbrado proyecta su sombra sobre los que lo son menos, tal vez así la cosa en sí adquiera un sentido positivo, eso sí, siempre y cuando no sea tratada sólo en una vía especulativa, al menos eso parece haber quedado claro en la primera crítica. La segunda crítica, como podrá suponerse, constituye una continuidad de la primera y, por lo tanto es ante todo un esfuerzo por continuar la construcción de un todo coherente y sistemático, por continuar la armazón de una estructura uniforme y, por decirlo de alguna manera, escrita a través de una misma caligrafía. Si el problema de la primera ha sido fijar los límites para la razón, esta segunda Crítica de la Razón Práctica plantea el asunto, ya no de la razón pura ni del acto del conocer, sino más bien de la vida práctica y por ello Kant entiende la voluntad y el acto del desear. Según Kant la ética que, para ser amplios y a sabiendas de sutiles diferencias, podría extenderse a ley moral impone al hombre el deber de pensar los límites para su voluntad, así como en la crítica anterior la teoría del conocimiento le ha impuesto el deber de pensar los límites para su razón. Mientras la primera crítica hizo de la razón la gran legisladora del principio del conocer, esta nueva y segunda crítica hace la voluntad la gran legisladora del principio del desear. Después de una comparación en términos generales de la primera y segunda críticas, y ante la tarea de dar cuenta de la segunda, puede resultar adecuado comenzar indicando que toda ética anterior a Kant, por lo regular, ha partido de la convicción de que pensar estos temas impone un contenido cuyo principal atributo ha debido ser la universalidad, como si la leyes de la voluntad pudiesen ser tan universales como las leyes del conocer, como si las leyes de la ética pudiesen ser pensadas al margen de la posibilidad de la contradicción, casi podría decirse, como si la ley moral debiese o pudiese ser expresada como un absoluto lógico. Vale decir que a Kant le va interesar, cuando menos, someter a discusión la convicción de los puntos de vista anteriores a su trabajo. De cuanto va dicho respecto a la primera crítica, sería preciso recordar que el pensamiento para funcionar conforme a la certeza, sólo puede hacerlo atado al mundo, adaptado a lo mundano, a la percepción de los objetos, a lo que filosóficamente habría que llamar el aspecto empírico; de modo que a pesar de que existan las ideas que trascienden a los objetos de la naturaleza, éstas, por sí solas, no pueden recibir un trato propiamente científico, sino a lo sumo el trato de una especie de confianza o fe racional. El hecho importante, llegado este punto, es entender que siendo la razón moral una forma de conciencia independiente del hecho empírico, ya no se orienta a comandar ni a explicar la facultad de conocer, sino más bien se orienta a comandar y a orientar la facultad de desear, la facultad de regular las apetencias, y así llegar a determinar finalmente eso que se llama voluntad; todo lo cual conlleva la necesidad de asumir la condición de libertad, de autonomía o, para decirlo quizá con más propiedad, la condición de voluntad autónoma. Por eso y, una vez más hay que decirlo, por el camino que se trae desde la primera crítica es que ahora surge un problema crucial, una pregunta problemática e irrenunciable: ¿Siendo la libertad una cosa en sí, cual es su paso, su tránsito, su transferencia a la razón práctica?76 Una vez que Kant llega a esta encrucijada toma conciencia de lo que, por fin, le abre la puerta al siguiente paso, a la segunda crítica, a la razón práctica; y ésa es la conciencia que le dice que la 76

Tales son los temas tratados en la primera parte de la Critica de la Razón Práctica, concretamente en la parte llamada de la deducción de los principios de la razón práctica

única forma a-priori que puede ser convertida en razón práctica es, precisamente, la libertad, al grado que tal vez pueda confiarse en que la razón práctica y la libertad son lo mismo, o bien de que la forma que las relaciona es la reciprocidad. Tal es la importancia de la noción de libertad para el pensamiento de Kant, aquélla que es capaz de abrir el campo de la razón práctica, al grado que determinar el ámbito de la razón práctica es algo que solamente puede hacerse en virtud del particular carácter de la libertad. De lo que se trata es del paso de la indeterminación del a-priori a la determinación de lo concreto, otra manera de decirlo quizá pueda predicar que deja de interesar la libertad en tanto concepto, para pasar a interesarse por aquello que el concepto representa. Así, tal vez pueda ser referida la implicación de reciprocidad que asocia al concepto de libertad con la razón práctica; aunque para llegar un poco más allá e intentar profundizar más en la relación entre ambas es preciso indicar que la libertad es un fenómeno único, lo cual ya ha sido dicho, de alguna forma, a pesar de que falta aún argumentar por qué la libertad es un fenómeno único: el hecho es que con ella se rompe o se interrumpe la ley que rige para todos los fenómenos; Kant, con la lógica clásica y con la ciencia moderna, ha confiado y establecido que la ley rectora en el mundo de los fenómenos es la ley de la causalidad y el principio rector es aquél de la razón suficiente, de modo que todo fenómeno obedece a una causa, de modo que nada es sin razón en el mundo de los fenómenos; el imperio de la causalidad no tiene excepciones o, al menos, parece no tenerlas, porque una vez revisado el caso de la libertad o, más bien dicho, el fenómeno de la libertad, según Kant, aparece la excepción, la ruptura, la excepción al principio de razón suficiente y a la respectiva ley de causalidad. Para Kant, la libertad aparece en una situación de independencia respecto al principio de razón suficiente y a la ley de causalidad, lo cual dicho de otro modo podría indicar que la libertad se halla en situación de independencia respecto a las leyes naturales de la sensibilidad que, sin excepción, remiten todo a una causa anterior. Pero el caso es que Kant entiende que no hay un anterior, no hay un a-priori a la determinación de la voluntad, es decir no hay un a-priori a la libertad.77 Así resulta claro el verdadero motivo y el verdadero movimiento que desplaza el asunto de la razón pura a la razón práctica, desplazamiento que sucede y acontece en el seno del tema de la libertad, entendida como el único fenómeno que puede comenzar en sí mismo, sin que nada lo anteceda. Po eso, si las equiparables razón práctica y libertad son quienes, como caso especial desmarcado de la causalidad, llegan a constituir la voluntad que provoca a la ley moral, que provoca a la legislación sobre el deseo, que provoca a la razón que es capaz de indicar qué es lícito desear; éste es un hecho frente al cual debe reconocerse que la Filosofía diría, con su más característico lenguaje, que la razón práctica o libertad, al ser la fuente de la ley moral provoca la norma que rige a la propia existencia humana, lo cual equivale a decir que la razón práctica y la libertad provocan el camino del sujeto como causa de sí. Según la primera crítica, el sujeto no puede seguir la pista de los fenómenos para desenmascarar las causas que los respaldan o los inspiran, sin embargo la libertad es un caso especial porque al desarrollarse como razón práctica hacia la legisladora ley moral determina la facultad de desear y define al hombre, porque delimita lo que es posible de sus intereses, es decir que la razón práctica, en su rompimiento con la causalidad, define que el hombre no puede legislar sobre lo ajeno, a menos que logre hallar y seguir la ruta de la causalidad; pero también, paralelamente, define que el hombre puede legislar sobre sí, por lo que en la región del deseo, en la vida práctica el ser racional, por su libertad y la falta de condicionamiento causal para ésta, es capaz de darse a sí mismo una ley a través de su razón. De modo que, para tratar de decirlo con pocas palabras y al margen de los enredos de la Filosofía, estar sometido a la razón práctica equivale a darse a sí mismo la ley propia; en lo cual, si se lo ve detenidamente, es posible advertir la imborrable marca cartesiana. Sin embargo, toda esta gimnasia intelectual de Kant, al envolver el paso de lo suprasensible a lo sensible, quizá se vaya aclarando a través de una indagación fundamental, para la cual todo lo

77

Estos temas cruciales y medulares son los que quedan contenidos al final del primer libro de la Crítica de la Razón Práctica, en su capítulo tercero llamado Esclarecimiento crítico de la analítica de la razón práctica.

anterior bien pudo ser tan sólo una preparación, la pregunta cuestiona sobre ¿si la máxima moral o ley moral puede llegar a ser una ley teórica universal?78 La ley moral, solamente por ser producto de la libertad y de la fijación de la voluntad podrá ser, acaso una ley válida en todo lugar y en todo tiempo; como si el producto de la naturaleza expresada como razón humana práctica, sólo por ser eso, estuviese obligada a expresar una verdad universal. De modo que si las cosas fuesen así, si la ley que proviene de la razón práctica fuese universal, bastaría para que todos los matrimonios que han sido fundados sobre la lealtad llegasen al momento en que ésta ha sido traicionada para que automáticamente, como si de una reacción química se tratase, quedasen destruidos o, al menos, suspendidos. Podría decirse que la diferencia entre la razón pura y la razón práctica está, de algún modo, enunciada o, cuando menos, sugerida por el ejemplo anterior, en la medida en que como puede verse fácilmente el tema crucial para Kant descansa sobre el grado en que la ley es efectiva, el grado en que la ley se cumple, o bien se incumple. Así las cosas y una vez dicho lo anterior, la comparación entre la razón pura y la razón práctica puede ser un medio de búsqueda que intente aclarar si un acto humano puede o no ser algo capaz de estar incluido dentro del ámbito de una regla, o sea si es susceptible de ser sometido al rigor de una razón. Todo lo cual conduce a pensar que, acaso la verdad de la ética habrá de buscarse en la adecuación (…y esta palabra tiene historia) o adaptación (por si las vinculaciones con la historia de la palabra anterior son riesgosas) de una acción humana con algún contenido de la ley moral o, si se quiere, de la razón práctica que, de acuerdo con lo dicho, no es tanto una razón que razone, cuanto una razón que legisla. Por eso mismo y como una derivación es que, si se busca un uso legítimo de la razón práctica, lo último que debería hacerse es buscar un acomodo o un acoplamiento de la voluntad a las maneras de la razón pura; y es importante decirlo porque esto, precisamente, es lo que ha pretendido hacerse por mucho tiempo con la ética desde tiempos clásicos; de modo que si quiere verse la novedad en el pensamiento kantiano y además la forma en que el filósofo prusiano asume la tradición que lo antecede y llega hasta él, debería verse hacia este punto. Quizá éste sea el mejor momento para ejercer el derecho de preguntar ¿Por qué la palabra que distingue al pensamiento kantiano es el viejo término trascendencia? Y la respuesta, una vez que se ha recorrido el camino para llegar hasta aquí, bien puede ser que entre ambas: la razón pura y la razón práctica, parece haber algo en común capaz de llegar a diferir conforme y según los intereses sean diferentes; y es frente a ello que el método trascendental consistiría en un apego a las diversas funciones de la razón, sencillamente, para determinar frente a cuál estamos o, más bien dicho, para determinar el uso al interior de la razón de acuerdo con alguno de sus intereses, de sus posibilidades, de su versatilidad. En fin, la razón es trascendental porque es versátil, de manera que cuando es pura aspira a alcanzar a través de la especulación la vida intelectual y, a cambio cuando es práctica aspira a legislar a través de ciertas normas la vida cotidiana. Si se pretende llevar la idea anterior a sus últimas consecuencias habrá de concluirse en que, así como el interés especulativo de la razón pura recae sobre los fenómenos de la naturaleza sensible, el interés legislador de la razón práctica recae sobre asuntos racionales en la medida en que éstos constituyen o conforman una naturaleza inmaterial e ideal de realización pendiente; y cuando se dice pendiente de realización se piensa, para decirlo con palabras conocidas, en la felicidad o en el bien. De alguna forma, y como se sabe sin necesidad de ninguna demostración, la ética es una actividad intelectual tendiente a la realización del bien que, en sí mismo, no es algo sensible, sino más bien algo inmaterial desde las épocas más ancestrales de la Filosofía. Sobre la base de lo dicho, las cosas encaminadas hacia el bien con Kant funcionan, más o menos, de la forma siguiente: conforme a lo expuesto, dentro del sistema kantiano la ley moral no se relaciona con la sensibilidad, sino con el deseo, con una suerte de sentimiento que persigue algo que quisiera estuviese presente y que quisiera no fuese carencia; por eso y de este modo es que ese sentimiento o lo contrario (por esto puede entenderse el respeto o el irrespeto) remiten, por vía de las causas, al origen inmotivado del todo: a la libertad, en tanto origen de la ley. 78

La duda que encierra la tal pregunta es la que Kant llama La antinomia de la razón práctica y que está contenida en el capítulo segundo del segundo libro de la Crítica de la razón práctica.

Así es cómo la naturaleza de los sentimientos de lo que se desea como presente y no como carencia realiza y pone en acto a la naturaleza inmaterial de la libertad. Por eso y de acuerdo con ello, es que la naturaleza del bien es, ante todo, la de ser posterior a la ley moral y de ninguna manera ser un antecedente de ésta; para decirlo de otra manera podría intentar exponerse que cuando la razón práctica legisla sobre la capacidad y la posibilidad del desear, los objetos de la razón práctica tienden a configurarse dando forma a objetos inmateriales, de los cuales el más señalado quizá sea el bien. De ahí es que surge la noción racional según la cual Kant supone la coincidencia entre la idea psicológica del alma y la idea teológica de un ser superior que, de acuerdo con las maneras ilustradas, al ser coincidentes encuentran ambas su realidad objetiva como algo proveniente de la misma ley moral. La tercera crítica indaga acerca del sentir, así como las dos anteriores lo han hecho acerca del conocer y del desear respectivamente y, como se ha venido argumentando, la forma de estas indagaciones se ha venido orientado por el rumbo formulado como: ¿Qué se puede conocer? O bien ¿Qué se puede desear? Lo cual, como se ha visto, puede ser traducido por: hasta donde se puede conocer, o bien hasta donde se puede desear; de modo que, en ambos casos, lo que ha buscado Kant son los límites para el conocer y el desear. Ahora pues, su función es esa misma, aquélla que atañe a fijar los límites, pero en esta ocasión para el sentir. Pero al ser la última crítica de una trilogía, necesariamente, se impone la comparación de ésta con las dos anteriores, se impone una suerte de valoración de este sentir, frente a los anteriores conocer y desear; de modo que el sentir que interesa a Kant se distingue de los previos conocer y desear, porque no está referido a una sensibilidad física, mundana o empírica, ésos son temas que ya han sido asumidos antes. El sentir que aquí interesa no está referido a una cosa, sino a algo superior, a todo aquello que podría entenderse, más bien, como un reflejo de lo bello. Al pretender profundizar esta diferencia del sentir superior frente a las guías de las anteriores críticas, Kant anota que mientras las facultades del conocer y del desear obedecían, en los escenarios de las críticas anteriores, a claros intereses de objeto, es sentir que interesa en esta tercera crítica es desinteresado79 en ese sentido, en tanto la facultad de sentir sólo puede llegar a la apreciación de los bello, o bien ser superior si es desinteresada. Ese desinterés es algo que se explica porque a este sentimiento no le interesa para nada el objeto vuelto a presentar o representado; lo cual conduce a un acto que busca otra cosa, que busca una suerte de placer que no se satisface en el mundo de las cosas, de los objetos físicos, de modo que al no importar el objeto representado el efecto que importa a esta representación es aquél que recae sobre el mí mismo, sobre el propio sujeto que lo conjetura, que lo fabrica, que lo monta, porque, bien entendidas las cosas, el arte es como un montaje. La forma del objeto del arte es ajena e impropia a él, su forma es más bien la forma de su propia representación; esta última quizá sería otra manera de nombrar el desinterés de objeto que distingue al sentir superior. Una vez dicho lo anterior y para continuar con la diferencia inicial entre el sentir frente a los viejos conocer y desear, es preciso indicar que el juicio estético no legisla sobre ningún orden (como antes lo han hecho el conocer y el desear), de modo que el juicio estético no tiene dominio sobre ningún otro orden. Si un lienzo, un poema o una música son bellos, ello no impide que las condiciones ejercidas para haberlo conseguido sean aquellas a las que deban someterse todos los objetos de ese género; el juicio estético, al ser siempre particular, renuncia a ejercer cualquier tipo de legislación sobre su objeto. A partir de lo anterior puede entenderse que el juicio estético se distingue de los tratados en las anteriores críticas; si en las anteriores la potencia crítica ha ido a fijar los límites dentro de los cuales es posible ejercer el conocimiento, o bien ejercer la voluntad; la fuerza crítica ahora, en la última parte de la trilogía, se ejerce sobre la forma del sentir superior, la que no puede estar sujeto al interés especulativo ni al interés práctico.

79

La primera parte de la Crítica del juicio se llama crítica del juicio estético, el primer libro de esta parte es la analítica de lo bello, en los primeros cinco parágrafos de ella está tratado el tema del desinterés de objeto en el arte.

Lo que importa entender es, por un lado que el intento de Kant tiende hacia la conformación de un sistema, de un todo coherente y, por ello es que esta tercera crítica debe armonizarse de cierta forma con las anteriores y, en segundo lugar que si antes se ha negado el acceso a la cosa en sí como algo universal y al valor moral como forma pura, por ello la potencia crítica ahora apunta hacia la negación de objetividad del juicio estético, ante todo porque lo que ocupa el puesto de esta objetividad entendida como valor absoluto es, precisamente, lo que tiene menos posibilidad de llegar a ser absoluto, es decir el placer; frete a esta conjeturas cabe preguntar si puede estar más claro el carácter sistemático del idealismo trascendental kantiano. Esta nueva forma de andar de la conciencia, al no perseguir un fin especulativo ni un fin práctico, se encamina entonces hacia una especie de placer intelectual y, desde ahí, pone en juego a la imaginación la cual, a su vez, pone al intelecto en una cierta posición de libertad purificada, para que en ejercicio de ella la imaginación estire o encoja al concepto sin obedecer a ninguna condición de legalidad, de procedimiento o de método. Ciertamente, lo más importante que hace la imaginación es manifestar de la forma más pura y con la mayor profundidad la libertad del intelecto, en la medida en que su producción está identificada con el juego y la espontaneidad hasta llegar a una concordancia y a una armonía entre la libertad y el juicio proveniente de las facultades y potencias intelectuales; siendo el placer estético el resultado de esta armónica concordancia. De modo que más allá de la estética y de la obra de arte, el tema de la tercera crítica sigue siendo el sistemático fin emprendido desde la primera, es decir aquél de medir, de limitar (el verbo kantiano es criticar) las diversas potestades y posibilidades de la conciencia; de las cuales si se hace un recuento: para la primera ha sido el conocimiento, para la segunda ha sido la voluntad y para la tercera es la imaginación. Ante todo, debido a lo anterior es que puede hablarse de que la seña de identidad del pensamiento de Kant es la orientación crítica y también de que esta unidad crítica de la obra kantiana es algo sistemático. Así es como por esa ruta: la constante e incesante búsqueda crítica de los límites para las posibilidades de la razón humana llega, en tercera y última entrega, a la noción de lo sublime.80 Al respecto puede indicarse que si lo bello ha sido el resultado del juego entre la imaginación y el placer en tanto formas del intelecto, lo sublime es el resultado del juego entre las mismas nociones más el agregado de aquello en lo que se convierte la imaginación con su propio límite, hay que entender por esto lo que resulta cuando la imaginación se enfrenta a lo informe, a lo amorfo, a lo que está más allá de la forma. El último paso hacia lo sublime puede entenderse en Kant como una vuelta hacia los temas suprasensibles que lo han fatigado en la primera crítica; de manera que cabe entender, tanto a la razón pura como a la imaginación, como facultades con un destino suprasensible. Desde que se inició el tratamiento del pensamiento kantiano se ha insistido y reiterado lo relativo a los afanes de sistematicidad del autor, lo cual se confirma al haber arribado finalmente a esta noción de lo sublime, en primer lugar porque es algo que surge directamente del ejercicio de la crítica entendida como búsqueda de límites y, en segundo lugar porque con lo sublime vuelve a sus anhelos originarios, a una suerte de cierre del círculo al denunciar, de nuevo, los afanes de inmaterialidad, de aquello que antes se llamó suprasensible. De esta forma es cómo se completa el edificio o la estructura kantiana, final que por último se encuentra con la persecución de lo bello y el acceso, a través de lo sublime, a lo que ha sido su punto de partida: el ansia y la conmoción por lo superior, por lo inmaterial, por el siempre incompleto encanto provocado por lo suprasensible; como si la génesis o, más bien dicho, el interés genético fuese, a la vez, la última estación en el camino, como si el espectro amplio del sentir fuese capaz de recoger lo que ha ido quedando por el trayecto de los espectros más reducidos del conocer y del desear en una superación, así sea sublimada, de la importancia dada a la presencia del objeto. Al margen de la trilogía crítica, algunas cosas pueden desprenderse del vigor sistemático, porque siendo ilustrado hay cosas que no pueden eludirse, no lo han hecho ni los unos (los ingleses) ni los otros (los franceses); esto es lo político, el derecho, el Estado, etc.

80

El segundo libro de la primera parte de la Crítica del juicio se llama analítica de lo sublime, cuyo tránsito o desarrollo arranca desde lo bello hasta los diferentes aspectos o rostros de lo sublime.

Kant piensa que el derecho es un conjunto de condiciones tendientes a equilibrar, a armonizar, a balancear (ya se sabe que el símbolo de los abogados es la balanza) la libertad de uno frente a la libertad de otro, según una idea fundamentad de autonomía. Todo para que el derecho devenga en una especie de cuestión de fuerza externa al hombre y, a su vez, capaz de controlarlo a fin de dar forma a un ordenamiento colectivo. El camino comenzado con la visión práctica de Maquiavelo, y seguido luego por una incipiente expresión representativa de Hobbes es introducida en Alemania por Thomasius,81 para que se consume finalmente la separación entre moral y derecho predicada durante la ilustración. De lo que también es preciso dar cuenta es de que esa ruta indicada, que va desde la Edad media hasta el siglo XVIII, va a provocar el positivismo jurídico una vez llegado el siglo XIX que, para la gente común, llegó a ser fuente de un espíritu acomodaticio capaz de decir: por un lado, lo que es ley no tengo que cumplirlo porque no es deber y por el otro lado, lo que no es deber no tengo que cumplirlo porque no es ley. Desde luego, esto Kant ya no llegó a verlo ni tampoco parece haberse preocupado por calcular que las viejas puertas que ha dejado abiertas el cristianismo medieval, sumadas a las nuevas puertas que abre el racionalismo ilustrado serán una coartada para que el hombre moderno ejerza y practique ciertas formas de cinismo. Con su idea del derecho sugiere una forma de Estado entendido como un conglomerado regido por normas jurídicas, con lo cual la nueva visión de lo social pierde la dimensión de sus fines, si se lo compara con el resonante principio medieval de que una comunidad debe estar definida por su carácter de Civitas Dei (Ciudad de Dios)82 y, por lo tanto construido por fines de orden supramundano, sobre-humano y superior. Ante esa carencia del Estado moderno Kant debió sentirse insatisfecho y defraudado, por lo que piensa, para la humanidad, la posibilidad de una paz universal y, con ese propósito intenta de nuevo acercarse al contenido y al tema moral, pero esta vez con dimensiones mayores, o sea políticas; de modo que la paz perpetua, nuevamente, es una tarea práctica y así tendrá que ser entendida.

81

Christian Thomasius fue un filósofo, jurista y periodista alemán que vivió entre los siglos XVII y XVIII, famoso por enseñar derecho natural en Leipzig y considerado fundador del periodismo en su patria; fue alguien que desde todos los ámbitos de su actividad lucho contra la irracionalidad, el oscurantismo y los prejuicios, muy a tono con la ilustración. 82 Lo cual es visible y claro si se recuerda el estudio histórico de San Agustín, que lleva ese nombre.

BIBLIOGRAFÍA Althusser Louis. Política e historia. Katz Editores. 2007. Ameris Karl (comp.). German idealism. Cambridge University Press. 2000. Belaval Yvon (comp.). Historia de la filosofía VI. Siglo XXI Editores. 1973. Cassirer Ernst. El problema del conocimiento II. Fondo de Cultura Económica. 1993. Filosofía de la ilustración. Fondo de Cultura Económica. 1975. Kant, vida y doctrina. Fondo de Cultura Económica. 1993. Deleuze Gilles. La filosofía crítica de Kant. Ediciones Cátedra. 1997. Dilthey Wilhelm. De Leiniz a Goethe. Fondo de Cultura Económica. 1970. Hegel G. W. F. Lecciones sobre historia de la Filosofía III. Fondo de Cultura Económica. 1977. Hirschberger Johannes. Historia de la Filosofía II. Editorial Herder. 1986. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Roberts J. M. History of the world. Penguin Books. 1990.

FICHTE Y SCHELLING Como se ha tratado de exponer, el pensamiento de Kant, es un intento por recomponer algunas cosas que, hasta entonces, habían persistido como separadas e incluso como reñidas entre sí; el hecho es que la obra kantiana está hecha con tal esmero, con tal atención y con tal cuidado que estas cosas recompuestas dentro de ella, después de haber sido trabajadas por él, ya no pudieron volver a ser lo que habían sido, después de la composición trascendental kantiana ni el idealismo subjetivo ni el empirismo británico pudieron volver a su estado de ingenuidad anterior. De la metafísica del idealismo subjetivo, después de haber sido sometida al examen kantiano, puede pensarse que es inútil, pero al mismo tiempo es necesaria e irrenunciable; así como de la epistemología sensible del empirismo británico, después de haber sido sometida al escrutinio kantiano, puede pensarse que es veraz, pero al mismo tiempo es de corto alcance e insuficiente. Dicho de otro modo y haciendo uso de la propias palabras de Kant puede decirse que si Hume fue capaz de despertarlo de un sueño dogmático,83 también y al mismo tiempo habría que decir que la vigilia a donde fue conducido tampoco fue plena ni total ni suficiente por sí misma. Lo cual, dicho a través de la propia caligrafía kantiana podría ser reiterado de la forma siguiente: la imposibilidad de acceso a la cosa en sí traslada la primacía a la razón práctica que, a su vez, plantea algo que puede ser entendido como que la razón debe suscribir ciertos enunciados, a pesar de que sean indemostrables racionalmente. Según esta noción, esencialmente paradójica de la Filosofía kantiana, el pensamiento adquiere una intensidad y un carácter migratorio, porque el filósofo termina su recorrido en un mundo ajeno y extraño; el premio a su lealtad tiene la apariencia de un castigo, como si hubiese sido capaz de admitir que su vida estuviese marcada por una especie de pecado original: aquel pecado por el cual el hombre ha sido destinado o condenado a vivir una vida a la deriva de la libertad en un mundo que, en lo material, está sujeto a leyes causales y en lo inmaterial es del todo ininteligible. ¿Cómo es posible que el hombre viviendo una vida determinada por un mundo sensible deba, a la vez, vivir con un sentimiento de obedecer a un orden necesario e inevitable, en el cual no interviene el orden sensible? Kant fue capaz de hacer algo que puede ser visto como un todo coherente, sistemático y funcional, como si insistiera en ir por el mundo orientado por un rumbo seguro e inequívoco, pero al mismo tiempo, dada la inquebrantable honestidad de su trabajo, su obra está poblada por un espíritu oscuro expresado como el dualismo que plantean lo sensible (claro pero insuficiente) frente a lo insensible (incierto pero irrenunciable) que, a su vez, le impone la orientación hacia un rumbo guiado por una suerte de brújula rota. Una dualidad, según la cual, algunas veces pudiese caminar con la certeza en el rumbo y, algunas otras veces como si necesitase de un lazarillo por haber perdido el rumbo. Es a partir de estos asuntos, concretamente, a partir del dualismo kantiano y sus provocaciones que, propiamente, surge el movimiento llamado Idealismo alemán; y se ha entendido que sus principales exponentes son Fichte, Schelling, Hegel y, según algunos pocos, también Schopenhauer, de quienes se tratará a partir de aquí. Johann Gotlieb Fichte alcanza la celebridad cuando le quedan a Kant todavía diez años de vida, concretamente, en 1794 con la publicación de “Fundamentos de toda teoría de la ciencia”, él contaba sólo con treinta y tres años y disfrutaba ya de un enorme prestigio ganado a pulso y a golpe de cátedra, resonantes son los elogios que en este campo le dedica Hölderlin, por ejemplo. La acusación de ateísmo, el desdén del viejo Kant a su “Teoría de la ciencia”, sumados a los increíbles y desmedidos ascensos, primero de Schelling y después de Hegel, sumieron a Fichte en un olvido creciente, muriendo a comienzos de 1814 con cincuenta y dos años, rodeado por la indiferencia. Más allá de su vida y, hasta cierto punto, al margen de su pensamiento vale la pena recordar que Fichte le daba una importancia grandísima a la enseñanza oral, por lo que su pensamiento alcanza una suerte de intensidad de predicación, al grado que, incluso, a veces y por momentos parece como si él hubiese tenido algún grado de desconfianza al libro y, como si añorase o echase en falta algo de la enseñanza de Sócrates, de Platón o de Jesús, quienes en lugar de imponerse buscaban un 83

Es bien sabido que previo a la redacción de la Crítica de la razón pura, Kant debió pasar por muchas estaciones, una de ellas fue el texto conocido como “Sueños de un visionario, explicados mediante los sueños de la metafísica”, en donde declara que leer a Hume equivale a su despertar de un sueño dogmático.

espacio para que el oyente se enfrentase a sí mismo, pensase por sí mismo y, llegase por esta ruta y a partir de lo dicho a construir sus razones fundadas y satisfactorias, en función de la oralidad. Esa es la razón para que su obra citada anteriormente busque un tono de moderación, a través del cual evita decirlo todo, transfiriendo las pruebas o lo que podría ocupar este lugar a una insinuación o sugerencia. Frente al dualismo kantiano y a las paradojas que de él se derivan es ante lo que Fichte quiere argumentar, de modo que éste es el tema de su Filosofía, éstas son las preguntas a las que quiere dar una respuesta y esto es lo que, en suma, lo provoca. Fichte desea alizar los desniveles o, al menos, lo que él entiende así, su más acariciada ambición sería establecer que no hay oposición entre la necesidad y la causalidad de la naturaleza, y el albedrío y la libertad de la voluntad; y su fórmula para llegar a ese resultado, para obtener esa conclusión es la consideración acerca de que no tiene que haber oposición entre naturaleza causal y voluntad libre porque la libertad de la voluntad es la causa de necesidad de la naturaleza. ¿Cómo se explica eso? Quizá la primera respuesta y, por ello, la más cercana a un tono elemental debería decir que el progreso logrado en el conocimiento de la naturaleza se debe, ante todo, a la libre voluntad de quien la conoce o la quiere conocer, de quien pone en esto su deseo; de lo cual la historia intelectual de Occidente y de la modernidad son la mejor muestra. Pero si se intenta dejar de lado las respuestas elementales, para ir buscando las respuestas que hay al interior de la obra de Fichte, habría que decir que su primer paso ha sido la búsqueda de lo que él llama el sentido y el entendimiento del ego (yo), considerado por Fichte, tanto como la fuente de la causalidad en la naturaleza, como también de la libertad en la voluntad; este sentido y entendimiento del yo funciona, entonces, como una fuente común. Según Fichte, Kant entendió que el yo es una voluntad casi libre, en la medida en que se halla coartada por tener que moverse en un mundo empírico y material; para borrar esa limitación, el yo de Fichte crea un mundo de sentido y de entendimiento en un esfuerzo por maquillar, arreglar o recomponer esa realidad que, de lo contrario, resulta en una noche oscura, en un abismo insondable, en algo ininteligible. Habrá que entender, de acuerdo con Fichte, que si el hombre y sus capacidades están afectadas de limitación e insuficiencia, a través del ejercicio del sentido y del entendimiento que él se propone para el yo, éste logra, al menos y así sea un poco, hacerse cargo de su propia menguanza y finitud. Friedrich Wilhelm Joseph Schelling es el siguiente nombre del idealismo alemán, personaje precoz nacido al comienzo de 1775, es decir con la edad suficiente como para ser nieto de Kant; hijo de un pastor y, por lo tanto perteneciente a la tradición protestante alemana, como todos ellos. Siendo precoz cursa sus estudios con una brillantez inusual, al grado que se anticipa en edad al resto de sus compañeros. Al no contar con un gran fervor religioso ni vocación de clérigo, acepta el oficio de preceptoría, como han hecho antes y harán más tarde muchos otros, entre ellos Kant, Fichte, Schleiermacher, Hegel y Hölderlin; es en esa época cuando comienzan sus vínculos con Jena que, por entonces, funcionaba como una capital intelectual a la cual él también se ocupará de nutrir. Con la vitalidad de la juventud se entrega al estudio, buscando con avidez nuevas aventuras y nuevos territorios, al grado de afectar su salud; sin embargo, su talento sumado a su tesón lo llevan a incrementar su prestigio debido a lo cual la preceptoría deviene en un trabajo transitorio; así es como después de negociaciones infructuosas con Tubinga obtiene el nombramiento en Jena, al parecer por el apoyo recibido de Fichte y también por una oportuna recomendación de Goethe, en consecuencia toma posesión de su cargo en octubre de 1798 con veintitrés años, fecha en la que también entra en contacto con el primer círculo romántico, aquél formado por Novalis, los hermanos Tieck, los hermanos Schlegel y algunos otros residentes de Jena, a donde llega a ocupar con todo derecho la plaza de filósofo. Ésa es la época en que Fichte se enreda cada vez más en la polémica acerca del ateísmo y, paralelamente a ello el éxito de la Filosofía de la naturaleza de Schelling es cada vez mayor, su prestigio crece a veces con el acompañamiento del grupo romántico y a veces también a pesar de ellos. El año de 1801 es crucial porque marca su rompimiento con el idealismo del yo de Fichte, que bien podría ser uno de los momentos de rompimiento entre el romanticismo y la ilustración, el cual está

marcado por un intercambio de catas de un interés excepcional;84 éste es el momento en que Schelling confía en haber llegado a un punto de vista pleno, total y absoluto, aunque esta última será una expresión más tarde patentada por Hegel. Las discordias dentro del grupo romántico sumada a la nueva la recién fundada universidad de Wurzburgo provocan la migración de muchos de los profesores de Jena, en cuenta la de Schelling; así es como él se reubica al tiempo que contrae matrimonio con Caroline Schlegel, sólo para que continúe el éxito personal que ha comenzado en Jena. Pocos años más tarde, en 1806, se lo encuentra en München, donde sobreviene un triste período de estancamiento, quizá agravado por la muerte repentina de su mujer; pasa algunos meses muy sombríos en Wurtemberg en cercanías a la tumba de ella. Después de una temporada en Stuttgard que le sirve para salir del duelo, vuelve a München, a un nuevo matrimonio y a una violenta disputa con Jacobi; allí permanece por largo tiempo, con algunas intermitencias, hasta que el 1841 es llamado a Berlín, según se ha dicho, para extirpar lo que pueda quedar allí del veneno hegeliano, lo cual él saborea como una dulce venganza que le ha deparado el destino y la vida larga, aunque su triunfo dura poco porque lo que Hegel ha plantado en Berlín es muy vigoroso y, en consecuencia, de los alumnos berlineses sólo recibe fríos aplausos. En medio de un olvido cada vez mayor, de las enfermedades de la vejez, del refugio familiar y de la dificultosa puesta de un punto final a una obra enorme muere Schelling durante el verano de 1854, mientras realiza un viaje a Suiza, como quien ha logrado respeto, pero también indiferencia. El suyo: Schelling es un gran nombre de la Filosofía y del idealismo alemán también; aunque ya se sabe, estar entre Kant y Hegel es un destino duro, tal parece ser como el punto intermedio entre dos eslabones de dimensión inconmensurable. A cambio del beneficio de la genialidad precoz, tal parece, surge la deuda de un precio que se ha de pagar más tarde como la declinación de la celebridad, sobre todo si se está en medio de los nombres citados. En fin, si los años suavizan los contornos de una personalidad áspera, igualmente descubre los signos de una personalidad rica; Schelling, como buen espíritu romántico, rehúye hablar de Filosofía si no es consigo mismo, él es un hombre dispuesto a alardear mientras duda de sí mismo, como si dijese: tú ni siquiera sospechas con quién hablas. Solitario, tímido, huraño, dispuesto a ocultarse cada vez más y mejor; erudito, trabajador, transcriptor, dispuesto a enredarse en su propia trampa antes que a ceder ante cualquiera; su vida es la de un luchador insatisfecho consigo mismo, ya se sabe: la de un personaje romántico. Alguien con un temperamento tal está, irremediablemente, condenado a empezar, a tropezarse, a caer y a volver a empezar muchas veces, alguien para quien desdecirse resulta inevitable; por ello exponer todos los vaivenes de su pensamiento resulta una tarea dilatadísima, de manera que lo que aquí interesa deberá quedar en su primer período, que es cuando marca su postura personal frente a la tradición que recibe, siendo ésta la que viene de Kant y Fichte. Mientras el viejo Kant desautorizaba mediante respuestas desdeñosas al Fichte de la Teoría de la ciencia, Schelling era el discípulo favorito de este último, al haber recibido de su alumno preferido un respaldo y un apoyo decidido con la publicación del Sistema del idealismo trascendental por parte de Schelling, quien quiso, con esta publicación, elaborar la confirmación definitiva del pensamiento de su maestro. Sin embargo, poco tiempo más tarde, en 1801 con la publicación de Filosofía de la naturaleza, como ya se ha sugerido, Schelling se desmarca de la posturas de Fichte, al querer saber y preguntarse, sencillamente, por la causa en virtud de la cual la voluntad tiene el impulso de limitarse a sí misma, cabe notar la carga romántica que la indagación reviste. Su respuesta transita por la consideración de que el mundo material es una especie de obstáculo insalvable para la voluntad; si se atiende, puede seguirse notando la caligrafía romántica. Para Schelling el romanticismo fue una agenda irrenunciable; él debió considerar al mundo como una obra de arte, como un resultado a medio camino entre el deseo de una voluntad henchida de plenitud y el pobre resultado obtenido en un mundo material entrampado y enredado; su respuesta fue, en fin, que la voluntad es un artista de ambiciones colosales que no obtiene lo que quiere su abultado deseo, sino lo que puede a partir de las complicaciones y los enredos de un mundo material. 84

Serrano Vicente. Absoluto y conciencia. Plaza y Valdés editores. 2009.

BIBLIOGRAFÍA Belaval Yvon (comp.). Historia de la filosofía VI. Siglo XXI Editores. 1973. Cassirer Ernst. El problema del conocimiento II. Fondo de Cultura Económica. 1993. Dilthey Wilhelm. De Leibniz a Goethe. Fondo de Cultura Económica. 1970. Fichte Johann Gottlieb. Introducciones a la doctrina de la ciencia. Editorial Tecnos. 1990. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía II. Editorial Herder. 1986. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Roberts J. M. History of the world. Penguin Books. 1990. Schelling Friedrich Wilhelm Joseph. Experiencia e historia. Editorial Tecnos. Philosophie de la mythologie. Editions Jérome Millon. 1997.

HEGEL El remate de este movimiento llamado idealismo alemán que, como se ha visto, arranca desde el siglo XVIII llega hasta el XIX de la mano de un personaje de gran talla llamado Georg Wilhelm Friedrich Hegel, se entiende que él es el punto culminante del movimiento y, también, del racionalismo moderno. Hegel es de esa generación de hombres que vivió la primera mitad de su vida en el siglo XVIII y la segunda mitad de su vida en el siglo XIX y que, por lo mismo, han sido quienes le abrieron la puerta al romanticismo; lo mismo podría decirse de Napoleón Bonaparte, del músico Beethoven y del pintor Goya. Hegel, al haber nacido en 1770, alcanza la mayoría de edad con el estallido de la Revolución Francesa, acaso el acontecimiento más importante de la vida moderna; muchos jóvenes de su edad sintieron enardecer su ánimo con lo sucedido el atardecer 14 de julio de 1789 en París, entre ellos Hegel y sus condiscípulos del seminario de Tubinga, entre quienes estaba el ya conocido Schelling. Hegel fue un alemán del sur, nació en Suabia, según se sabe, una región que encuentra una de sus principales virtudes en el uso ingenioso y virtuoso del lenguaje, lo que no queda desmentido con él. Como se ha dicho, nace en 1770 siendo hijo de una familia luterana y de un padre que se desempeña como funcionario de hacienda, lo cual le permite una vida medianamente cómoda y, ante todo, la posibilidad de emprender unos estudios que él se encarga de llevar hasta el final y de convertirlos en la condición para una futura vida académica plena, ascendente y brillante; su formación es ante todo en teología y Filosofía; es preciso recordar que la carga de estudios clásicos de los planes de estudios alemanes es bien conocida. Durante su período de estudiante Hegel es compañero de Schelling y de Hölderlin con quienes desarrollo una relación de gran estrechez, de mucha identificación y compromiso; es renombrada una ceremonia celebrada por ellos durante estos días estudiantiles, que revistió la solemnidad de una especie de pacto a favor de la cultura y del saber en general. Al terminar sus estudios en 1793, como lo han hecho otros personajes alemanes que han decidido enfilar por la ruta académica, se convierte en preceptor privado, ocupación que desarrolla primero en Berna y después en Frankfurt, quizá éstos fueron los años en que se sintió más deprimido, al parecer porque es cuando está más lejos de la realización que su ambición le marca. En 1801 comienza su verdadera carrera académica y el camino de su imparable ascenso, es entonces que llega contratado a la universidad de Jena, en donde reencuentra y alcanza a su antiguo compañero Schelling, este segundo encuentro entre ambos debe entenderse como el segundo acto de un duelo que dura durante muchos años, un duelo cordialmente cruel o si no cruelmente cordial, como se prefiera. El punto culminante de la permanencia de Hegel en Jena llega en 1807, cuando aparece su imprescindible estudio “Fenomenología del espíritu”, el final de la redacción de este trabajo coincide con la batalla de Jena que marca el avance de la Francia napoleónica sobre el territorio alemán, que Hegel entiende, no tanto como el avance militar de Francia sobre Alemania, sino más bien como el avance de las conquistas revolucionarias francesas sobre un territorio alemán fraccionado, medieval y políticamente atrasado. El espíritu romántico alemán representado no sólo por Hegel, sino por muchos otros, como Beethoven quien se congratula de la conquista francesa sobre el territorio alemán. Luego de la crucial batalla de Jena, Hegel se desempeña como jefe redactor de un periódico en Bamberg, ciudad muy de su gusto y que antes ha sido, para él y Schelling, destino de sus descansos y vacaciones; ese cargo lo deja más tarde para convertirse en director de un Gimnasium en Nürnberg, en donde permanece hasta el año de 1816, durante este período es preciso indicar que en 1811 contrae matrimonio con Maria Von Tucher y, también, durante el final del período de Nürnberg aparece su trabajo conocido como la “Gran lógica”. Entre los años 1816 y 1818 Hegel escala otro peldaño de gran importancia en su carrera siempre ascendente hacia las más encumbradas alturas del escenario académico alemán, llega a la universidad de más vieja tradición en Alemania, la de Heildelberg; éste siempre ha sido considerado como un paso, si no necesario, sí al menos muy significativo para todo aquél que ha podido darlo y pasar por allí.

Por último, y como una culminación a una carrera perfecta, Hegel llega a la universidad de Berlín, como profesor desde 1818, y luego desde 1829 como rector, cargo cuya significación puede ser entendida como que ya no queda otro escalón por subir. El rectorado es la oportunidad para que Hegel pronuncie tres discursos que pueden ser entendidos, no sólo como actos que expresan el ejercicio de un cargo, sino también la declaración que cabe esperar de un hombre que es la suma de una tradición que, paso a paso, ha venido superándose a sí misma; así como de esta época data también su apología del luteranismo, redactada con ocasión de un aniversario de la confesión de Augsburgo. Hegel muere durante el mes de noviembre de 1831 ejerciendo el cargo de rector de la universidad de Berlín, con ocasión de una epidemia de cólera que asola la región; a partir de entonces Hegel comienza a convertirse en una figura de culto y de referencia necesaria, ya sea para estar a su favor, o bien en su contra, ya sea para estar a su derecha, o bien a su izquierda; esta influencia suya ha sido de tal magnitud que puede decirse que, de alguna forma, llega hasta los días actuales, de modo que toda la Filosofía del siglo XIX y del XX está marcada a fuego por el trabajo hegeliano; otra manera para indicar o anterior puede afirmar que, si la mayor parte de la reflexión especulativa del siglo XIX gira en torno al tema central de la historia, ello se debe a que el pensamiento de entonces ha sido heredero de las maneras hegelianas. Como ha sucedido con Fichte y con Schelling, Hegel también encuentra su punto de partida en el trabajo kantiano y también, como en los casos anteriores, no para confirmarlo o ratificarlo, sino más bien para oponerse a él, para decir que Kant ha cometido ciertos excesos al llevar las cosas a puntos de extralimitación; lo cual se da en el pensamiento kantiano, cuando éste lucha por mantener una posición realista, acaso para intentar decirlo con más rigor haya que indicar que Kant ha luchado por convertir a la metafísica en una disciplina empírica, de cierto modo, ha luchado porque la revelación y la aclaración de la cosa en sí o noúmeno pase y transite por la rutas de la experiencia y de aquello que puede ser predicado en función de haber sido percibido. Kant, de tal modo, ha mantenido una postura realista y, según se ha tratado de argumentar, ha tenido que ir a parar al punto de que la cosa en sí es inalcanzable y, por lo tanto nos es incognoscible, a pesar de reconocer que el mundo nouménico, como él llama al ámbito de las entidades metafísicas (ámbito de la cosa en sí) sí posee una entidad ontológica, es decir sí posee una existencia, frente a innegable e indiscutible existencia del mundo fenoménico, es decir frente la incontestable entidad ontológica del mundo concreto. Frente a ello, tanto Fichte y Schelling antes, como Hegel más tarde creen que el existir, ya sea como cosa en sí o como cosa concreta del mundo material, se relaciona más con el pensamiento que con la sensibilidad, sencillamente, porque la realidad, para poder decir que lo es (que es real) debe coincidir con formas intelectuales, con determinaciones del pensamiento. Lo anterior es la regla general, pero concretamente Hegel, que es quien nos ocupa, identificará cosa en sí con lógica y cosa mundana o material con naturaleza, elementos de los cuales, una vez combinados extraerá la noción de espíritu (Geist);85 todo lo cual en su pensamiento queda sometido al tiempo, a una suerte de tránsito temporal para que, según él, se destrabe y se articule todo aquello que en Kant ha quedado atado, impedido, interrumpido; verbigracia: el arribo a la cosa en sí. En suma, Hegel confía en que las distinciones, los desniveles, o bien el llamado dualismo kantiano llegue a poder ser como un todo que no descanse,86 que no deje de ascender hacia su propia comprensión y más alta realización, en tanto ésta tendrá que ser: intelegir el absoluto. Para lo cual Hegel, como legítimo y buen heredero de la tradición moderna, entiende su tarea como la realización y la derivación de la aplicación de un método. Debe reconocerse que las cosas han sido así desde Descartes, para quien el pensamiento y la capacidad de éste, al poder devenir en duda, se convierte en el principio de realidad para todas las cosas.

85

Palabra alemana que encierra el sentido más profundo del pensamiento hegeliano y que desde el castellano es muy difícil de traducir, porque viene a ser como un espíritu, pero desprovisto de la carga cristiana que el término acarrea para las lenguas derivadas del latín. 86 Es bien sabido que Hegel intenta lo más difícil, lo que siempre ha sido imposible para la Filosofía, es decir poner juntas y asociar la noción de idea, con su carga de fijeza e identidad consigo misma y la noción de tiempo, con su caga de diversidad y cambio; el suyo, en tal medida, puede entenderse como un proyecto atrevido y desmedido.

Más tarde Spinoza ha heredado la nomenclatura cartesiana al captar al pensamiento y al Ser en su unidad, su método ha sido percibir a Dios como a esta sustancia que, además, puede ser expresado matemáticamente. Luego aparece en escena Leibniz quien siempre desde las preocupaciones matemáticas, en este caso por lo infinitesimal, pretende salvar a la individualidad a través de la mónada, o sea desde el intento por explicar el movimiento desde la dinámica de la interioridad de una sustancia que es pensamiento y Ser, según ha venido siendo desde Descartes. De esta forma se llega a Kant quien, al ser heredero de esta tradición, siente que ella no basta y no alcanza para explicar las cosas y, en consecuencia, enfrenta a la vieja metafísica con el empirismo, los que hasta entonces habían vivido encerados en su propio dogmatismo, logrando así que la metafísica enfrente sus excesos de interioridad y que el empirismo enfrente sus propios excesos de exterioridad; todo en ejercicio de su fórmula y método trascendental. Todas parecen ser como variaciones sobre un mismo tema que, en definitiva, es el gran tema moderno: el asunto del conocimiento; sin embargo ninguna de las variaciones que han pasado ha logrado convertirse en la suma, en la sinfonía con la suficiente capacidad de contenerlo todo, esa dimensión de continente absoluto es la que va pretender Hegel para su método; después de tanta contribución y de tanto paso sobre paso, él va intentar el recorrido de una marcha que recorra todo, que pase sobre todo con botas de siete leguas.87 Como habrá podido verse a través de los datos biográficos anotados, Hegel es un personaje que ha sabido esperar y ha sabido esperar que las cosas maduren para que, al llegar su momento, el surgimiento y la aparición sean naturales, espontáneas y debidas; así ha sido en su propio desarrollo y también en el desarrollo del pensamiento que llega hasta él, por vía de los nombres citados. Se ha dicho con razón que una fuerte influencia para Hegel, aparte de la Filosofía, ha sido Goethe88; de modo que es preciso recordar que 1806 es el año en que Napoleón Bonaparte atraviesa victorioso el territorio alemán, pero también es el año en que Goethe pone punto final a la primera parte del Fausto, y también en que Hegel concluye la Fenomenología del Espíritu y redacta el conocido prólogo para esta obra; ambos libros son, sin lugar a dudas declaraciones rotundas y definitivas del espíritu alemán, conquistas incontestables de la lengua germánica y, hasta cierto punto, manifestaciones de un destino para una modernidad que, como se ha visto, ya lleva recorrido algún camino. Así como Hegel hereda la tradición que ha sido esbozada, Goethe como escritor es heredero de personajes como Lessing y Herder, compañero y amigo cercano del kantiano Schiller, tradición mediante la cual ha llegado a enterarse de algunos adelantos científicos que lo hacen confiar en una noción de totalidad que será la guía para el desarrollo de una ciencia vigorosa vital e inédita. Lo recuperable de todo esto es que esa totalidad es producto y expresión de un desarrollo sucedido en un devenir que es teoría, pero que también es concreto, que es matemáticas y que es ciencia natural, pero que también es Revolución francesa y el paso arrollador de Bonaparte por Europa; todas son expresiones del fenómeno de la vida que están expresadas en Poesía y verdad89en Wilhelm Meister90; pero que también inspiraron a Hegel para el diseño y ejecución de su obra, para concebir temas como pensamiento, naturaleza e historia dentro de su trabajo, para entender que poesía y verdad son temas capaces de lograr su unidad no sólo en el lenguaje, sino también en la vida. Todo ello es algo de lo que Hegel toma conciencia a la vez que paga un precio: el de advertir que la vida tiene integrado e incorporado un momento trágico, y que este momento trágico forma parte de la vida, a pesar de que nuestro deseo sea erradicarlo, extirparlo, expulsarlo; Hegel representa al romanticismo, ante todo, por haber cobrado conciencia de esto. El hecho es que Hegel no busca ninguna evasión ni acepta caer en el sueño de lo bueno que sería un progreso en línea recta, sin posiciones ni contradicciones que se opongan a su curso, quizá tratándose de Hegel sea más oportuna la palabra contradicción. 87

Conocida es la figura metafórica usada por Hegel en este sentido en el prólogo de la Fenomenología del espíritu, para dar cuenta de la pretensión de su método. 88 Entre otros, alguien que ha argumentado a favor de este argumento es Karl Lowith, quien en su libro de Hegel a Nietzsche abre con esta relación. 89 Nombre de la autobiografía literaria de Goethe. 90 Nombre de la novela de formación y educación sentimental de Goethe.

Lo trágico forma, para él, parte de la condición humana y de la condición mundana; debe entenderse este momento trágico como la innegable contradicción surgida en ciertos momentos que, según Hegel, no son tanto momentos históricos como momentos del Ser. No es posible la vida en el mundo sin dudas, sin incertidumbres, sin retrocesos, no es posible la vida corpórea sin enfermedades, sin decadencia, sin vejez, no es posible o, al menos, hasta aquí no lo ha sido la vida histórica sin guerras, sin fatalidad; es decir sin esos momentos de contradicción que, bien entendidas las cosas, forman parte integrante del todo, de esa historia del todo, del Ser. Resulta, entonces, preciso un método capaz de expresar esa estructura total orgánica y espiritual de la totalidad, una estructura que esté unida e integre al devenir. Es preciso entender que este fin hegeliano marca una diferencia fundamental respecto a los proyectos anteriores, en la medida y en tanto él piensa que no puede partir de lo material para llegar a la conciencia ni tampoco es posible partir de la conciencia para llegar a la materia; Hegel parece entender que después de Kant ya no es posible seguir sosteniendo un dominio de lo intelectual sobre lo material ni viceversa, sencillamente, porque ambas son posturas ingenuas. Si a ello se suma lo que antes se anotaba respecto a la incorporación del momento trágico entendido como elemento de contradicción, puede irse apreciando que, poco a poco, se conforma la figura de lo que al hablar de Hegel se llama el espíritu (véase nota 14) y que, además de todo, no es algo que pueda percibirse ni fácil ni inmediatamente. La percepción de este espíritu hegeliano es algo que el mismo Hegel quiere transmitir a través de etapas, la primera de estas estaciones es aquella por la cual el sujeto cobra conciencia de que su objeto es su propio desarrollo, es decir aquella etapa en la que, de alguna forma, sujeto y objeto se confunden y pueden llegar a una especie de indiferenciación, de cruce, de identidad; pero esta toma de conciencia del sujeto como objeto, no es más que un proceso en el que la clave es el conocimiento. Para Hegel el conocimiento es el camino que borra las diferencias entre el sujeto y el objeto, como si la conciencia y el mundo al estar marcados por la diferencia y la recíproca contradicción estuviesen llamados a superar esa diferencia al advertir su identidad. Así, con pretensiones desmedidas, abarcadoras e inconmensurables comienza Hegel a tejer su trabajo para que, como en el caso de Kant, merezca el adjetivo de sistemático, aunque sus soluciones difieran de forma sustancial. ¿De qué forma administrar, dentro de un gran sistema, un lugar para todo lo que puede saberse del mundo? Ése es el propósito que Hegel fija para su trabajo. Como se ha dicho, él se imagina el cumplimiento de su labor como algo que ha de ir cumpliendo por el tránsito de ciertas etapas, de la cuales la primera es la redacción de la Fenomenología del espíritu; esta primera estación es una instancia en la que Hegel paga el tributo que debe, simplemente, por ser un filósofo moderno; con ello quiere decirse que es en este primer punto en donde asume la tradición a la que pertenece, aquélla que arranca con Descartes y con el propio inicio de la modernidad que, en suma y en definitiva, debe entenderse como una instancia de autoconocimiento. El sistema hegeliano pretende albergar, tal como se ha sugerido, una especie de totalidad, sin embargo resulta útil tratar de precisar el matiz primordial de esta totalidad hegeliana. No es ése un todo que se interese, de manera especial, por todo lo que se pueda saber, ni por todo lo que se pueda desear, ni por todo lo que se pueda sentir, para referir las instancias del trabajo kantiano, tal como se ha ido indicando. El todo hegeliano es, más bien si cabe, un todo histórico o, quizá para decirlo mejor y con menos riesgo, un todo afectado por el tiempo, el suyo es un todo que quiere escaparse de la fijeza y el estatismo; la verdadera sustancia del saber hegeliano está en la pretensión de incorporar, no solo como autoconocimiento, sino también como autocomprensión lo que los hombres saben y han sabido en una suerte de gran armazón mental; de modo que el suyo es un experimento a través del cual lo que los hombres saben y han sabido durante la historia puede llegar a ser una instancia de comprensión de sí mismo, y no sólo de simple conocimiento; como si con Hegel finalmente se hubiese modernizado la consideración y la dimensión de la historia. Este experimento de autoconocimiento y autocomprensión es lo que transcurre por el flujo de la primera obra de Hegel, la ya citada Fenomenología del espíritu; esto es lo que el filósofo diseña como un progresivo aparecimiento de formas del saber o, si se quiere, como el progresivo aparecimiento de formas de la conciencia o de ser consciente, desde la sensibilidad que se siente al

pisar el escenario mundano, hasta llegar a la conciencia del propio pensamiento que se piensa a sí mismo. Lo que resulta importante entender es que Hegel hace de este proceso el conocimiento, de manera que en su pensamiento el conocimiento deja de ser lo que hasta aquí ha sido: deja de ser un acto, un instante de la conciencia o de la sensibilidad, según sea el caso, para devenir en un curso, en una corriente, en un flujo; otra forma de argumentarlo tendría que decir que el conocimiento para Hegel es el proceso por el cual el espíritu va adquiriendo conciencia y comprensión de sí. Para Hegel el hombre es la instancia crucial porque en ella, de alguna forma, está el absoluto; por lo tanto lo importante para Hegel es que desde el mundo sensible el hombre entienda que, al percibirlo, comienza en él el proceso por el cual la conciencia de sí es obtenida por el espíritu y a cerrar el círculo, para que por ello mismo pueda hablarse del saber absoluto, o sea aquél que sólo es posible cuando el pensamiento se piensa a sí mismo. El hecho es que esto sólo puede adquirir su verdadera dimensión después de haber alojado el mundo en la sensibilidad, luego de haber pensado este mundo sentido y, seguidamente, después de haber aprendido que los eslabones de esta cadena conforman a la propia conciencia. Se sabe que Hegel da por terminada la Fenomenología del espíritu cuando las invasiones napoleónicas asolaban Alemania, en 1807 esto provoca el cierre de la universidad de Jena, lo que lleva a Hegel a buscar trabajo como cuidador de jardines y parques públicos; su salvación es el nombramiento como director de una secundaria en Nürmberg; estando allí contrae matrimonio y comienza la redacción de otra obra suya de gran importancia: la Ciencia de la lógica, entendida como la primera parte del sistema hegeliano y, quizá también como el mejor ejemplo del trabajo desarrollado con detalle por Hegel. El ejercicio previo de la Fenomenología y el desarrollo en ella de las líneas fundamentales de la dialéctica son básicas para la ejecución de esta nueva Ciencia de la lógica; al decir: el desarrollo de las líneas fundamentales de la dialéctica, no quiere aludirse simplemente el dato parvulario de la oposición entre tesis y antítesis y de su superación en la síntesis; más bien quiere significarse el hecho de que la relación que marca la negación, aunque no lo parezca, no es la de un límite insalvable ni de exclusión total; el espíritu de la dialéctica es más bien ése: el de la negación y no el de la afirmación, a través de la cual llega a negarse a sí misma a salvar el límite y, por esa vía, a superarse. De modo que lo importante es el intento por entrar dentro de Hegel y de su pensamiento, para asumirlo desde ahí, y no sólo reproducirlo como si de una recta se tratase. En consonancia con ello, una de las ideas principales de la Ciencia de la lógica surge al oponer, dentro de ese tipo de negación, a lo infinito frente a lo finito, sosteniendo que si ambos fuesen cosas del todo diferentes lo infinito tendría a lo finito como su límite y, por ello no lo sería más, convirtiéndose en cualquier cosa menos infinito. De manera que esta oposición es como aquélla que encuentra su superación en la participación y el intercambio que aparece al considerar que lo finito pertenece a lo infinito, mientras éste sólo puede encontrar expresión en aquél; así cabría entender que lo finito e infinito no son separados, a cambio habría que entender a cada cosa finita como un modo de ser de lo infinito, a la vez que esto último únicamente es revelado mediante las partes. En lo anterior pueden resonar algunas herencias cartesianas de la época barroca, pero la diferencia está en que ahora, con Hegel y el romanticismo, el infinito ya no es una sustancia, sino que se parece más a lo que ha sido acuñado por la Fenomenología del espíritu, es decir a una suerte de sujeto que para ser pensado necesita acudir al nombre espíritu. Aquí, en este segundo estudio Hegel, de algún modo, está diciendo lo que ha dicho en el primero, pero ya no tanto en clave del desarrollo histórico del espíritu, sino más en clave ontológica; ya no interesa tanto decir cuál ha sido su camino, sino más bien qué es y de qué está hecho Si ha intentado decirse qué es y de qué está hecho el espíritu, y se ha respondido que es y está hecho de las oposiciones y pertenencias recíprocas de lo infinito y lo finito; esas conjeturas guían a otra idea principal para la Ciencia de la lógica que indaga acerca de cómo se ha hecho eso que Hegel llama el espíritu, la respuesta para esto vuelve su atención a la dialéctica, lo cual implica una vez más una profundización en los vericuetos, entresijos y negocios de la negación, noción siempre clave y central para el pensamiento hegeliano, al punto que es a ella, a ella sola, a la propia negación a lo único que se puede contemplar, en la medida en que todo lo que existe está deviniendo por la ruta de ella, de la negación.

De modo que si la Fenomenología del espíritu describía el incesante proceso de la autoconciencia, para dar cuenta del conocimiento, ahora con la Ciencia de la lógica se describe el incesante proceso paralelo de autodeterminación; dicho de otra forma, habría que decir que el espíritu siempre se está haciendo en una lucha que cruza por la negación y la contradicción y, además siempre está deseando saber cómo sucede esto. Como consecuencia directa del prestigio ganado con los dos estudios anteriores, Hegel es contratado por universidad de más prestigio y más edad de Alemania, la de Heildelberg, donde produce su obra más ambiciosa, la Enciclopedia de las ciencias filosóficas; se da el hecho de que siendo la obra más ambiciosa no es la obra más importante ni más influyente. Sin embargo, esta última obra es, sin duda, la mejor muestra de las pretensiones, de la fuerza y de los alcances sistemáticos del pensamiento hegeliano, ante todo, porque aquí se intenta una exposición completa del sistema. Quizá ayude indicar que la estructura de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas es comparable al poema de Dante, La divina comedia, porque está compuesta por tres partes y, a su vez, cada una de estas partes también está dividida en tres partes; frente a ello es preciso, de nuevo, recordar la estructura dialéctica del pensamiento hegeliano. La primera parte de la Enciclopedia cabe entenderla como la reunión de las ideas principales de su libro anterior, la citada Ciencia de la lógica, ya que es ésta la disposición de los primeros pasos de la vida del espíritu; la segunda parte es llamada Filosofía de la naturaleza, en la cual se describe de modo siempre dialéctico el ámbito que se opone al espíritu que ha surgido y que se ha descrito en la parte previa, evidentemente, tratar de la naturaleza en estos términos implica el tratamiento del mundo, del escenario en donde la vida concreta se desenvuelve que, bien entendido, dentro del sistema hegeliano consiste en una suerte de oposición al originario y genético espíritu. La tercera parte pretende ser la superación de las dos anteriores, en la medida en que la relación entre ambas ha sido la negación recíproca dentro de los marcos de la dialéctica. Cada una de estas partes ha sido identificada como espíritu subjetivo, espíritu objetivo y espíritu absoluto respectivamente; como si llegado el momento en que Hegel vive su vida la humanidad hubiese cobrado conciencia, con él, de que un sistema debe ser incluido y nunca excluyente (de lo cual Kant ya era consciente), pero lo nuevo ahora es que Hegel entiende que el producto de la inclusión debe tener una dimensión histórica. La última estación de la ruta ascendente de Hegel es la universidad de Berlín y el rectorado, ésta es la época de su última obra, la Filosofía del derecho en la cual pretende dar un tratamiento más detenido y más cuidadoso a lo que ha sido nombrado como espíritu objetivo, es decir el ámbito de la naturaleza en el marco de la Enciclopedia. Hegel, siguiendo la tripe estructura o los tres momentos clásicos de su dialéctica, empieza distinguiendo o, si se quiere, oponiendo moralidad y eticidad, correspondiéndole a la primera un matiz subjetivo, mientras a la segunda le corresponde el matiz objetivo; de esta diferencia o distinción de cosas, que en el fondo comparten mucho, Hegel deriva la noción de Estado, que debe entenderse como un marco para que se desarrollen los fines del hombre, más allá de la estrechez con que pueden realizarse en un ámbito como el de la familia, por ejemplo; por eso para Hegel el Estado es el momento supremo del espíritu objetivo. Según él, la conciencia individual, al ceder o sacrificar algo de sus intereses a favor del Estado, se eleva a un nivel superior de autoconocimiento, al dejar de ser su única guía los intereses particulares; de esta forma el pensamiento hegeliano asume la tradición que lo precede, el pensamiento político y representativo moderno, confiriéndole una profunda dimensión histórica. Por supuesto, la noción principalmente implicada en este territorio hacia el Estado, a través de la moralidad y la eticidad ha sido la libertad, en tanto siempre ha surgido como una constante y persistente pretensión que, del mismo modo, siempre ha estado limitada por la propia conciencia, ya sea desde la subjetividad de la moral, desde la objetividad de la ética, o bien desde el propio carácter absoluto del Estado. Algunos de los trabajos que ahora son reeditados como trabajos de Hegel no fueron escritos por él, sino que fueron recopilaciones de los cursos que impartió durante su larga carrera académica; éste es el caso de la Filosofía de la historia, de la Filosofía de la religión, de la Estética y de las Lecciones sobre historia de la Filosofía; los únicos trabajos redactados directamente por él han sido los tratados aquí.

La dimensión de la Filosofía hegeliana, por el propio carácter inclusivo y abierto que tiene, da para mucho, al grado que han sido creados algunos mitos en torno a ella, no es éste el momento ni el lugar para dar cuenta de todo ello; en todo caso habría que entender que Hegel asume la tradición moderna de una moderna de una manera muy original e innovadora, él entiende, como lo ha entendido la modernidad, que a-percibir en percibirse percibiendo, y él entiende también que autoconsciente es quien se comprende comprendiendo. En base a estas posturas Hegel intenta separar la frontera de la subjetividad y objetividad, e intenta también remontar la mundanidad entendida como separada del espíritu; todo lo cual y por ello mismo, de forma distinta a como lo ha intentado Kant. En suma, para Hegel la a-percepción y la autoconciencia son formas de mediación entre regiones de lo real: la interioridad del ego se exterioriza y la exterioridad del mundo se interioriza; acaso pueda decirse que el orbe se vuelve casa, a la vez que la casa no deja de ser orbe. Pero, finalmente, lo que Hegel confiere a la Filosofía es algo tan fácil y tan difícil de explicar como que la conciencia histórica el lujo del hombre moderno, porque le permite tener una conciencia plena de la dimensión de lo presente y, por lo tanto de la relatividad de las posturas, de las opiniones, de las llamadas pomposamente verdades. Quizá y aunque parezca lo contrario, bien entendidas las cosas, Hegel, al ser el gran maestro de la negación, no era un predicador de la certeza, sino más bien un promotor de la sospecha.

BILBLIOGRAFÍA Althusser Louis. Política e historia. Katz Editores. 2007 Belaval Yvon (comp.). Historia de la Filosofía VII. Siglo XXI Editores. 1973. Cassirer Ernst. El problema del conocimiento III. Fondo de Cultura Económica. 1993. Colletti Lucio. La dialéctica de la materia en Hegel y el materialismo dialéctico. Editorial Grijalbo. 1977. Dilthey Wilhelm. De Leibniz a Goethe. Fondo de Cultura Económica. 1970. Gadamer Hans Georg. La dialéctica de Hegel. Ediciones Cátedra. 1988. Hegel Georg Wilhelm Friedrich. Escritos de juventud. Fondo de Cultura Económica. 1978. Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica. 1987. Ciencia de la lógica. Librería Hachette. 1956. Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Editorial Porrúa. 1980. Filosofía del derecho. Editorial Sudamericana. 1975. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía II. Editorial Herder. 1986. Kojeve Alexander. La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel. Editorial Leviatán. 2006. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Roberts J. M. History of the world. Penguin Books. 1990. Salazar de León Rogelio. Hegel y el derecho guatemalteco. Tesis de grado. 1985. Stewart Jon. The Hegel myths and legends. Northwestern University Press. 1996. Stewart Mattheu. La verdad sobre todo. Taurus. 1998.

MARX La influencia de Hegel fue tan grande que difícilmente alguien, de quienes vinieron después durante el curso del siglo XIX, se libró de su gravitación, ya sea para ratificarlo, para negarlo, o bien para aprovechar algo de él y desechar otras cosas. Entre todos hubo quien exacerbó su idealismo, quien quiso traducirlo a una clave más mundana y material, quienes quisieron alejarse de su tono trascendental y aparentemente teológico, entre ellos quizá el más ilustre ha sido Ludwig Fuerbach, cuya presencia entre otras cosas es la de una especie de eslabón entre Hegel y Marx. Lo más razonable puede ser entender que el hegelianismo es una cosa y tiene una historia, que el marxismo es otra cosa y que también tiene una historia, pero además hay que entender que desde estas dos cosas, desde estos dos elementos se forma un tercero que a su vez sigue vivo (quizá hoy más que nunca) y que, por lo tanto también tiene una historia que, al ser compartida, mantiene vivos a los que la componen. Estos entresijos de la historia y las historias de los pensamientos políticos se irán aclarando muy lentamente y muy poco a poco durante el siglo XX y aún después de pasado éste, así que hablar de Kant, Hegel y el marxismo, aun y cuando sea en sus orígenes, ya es estar ubicado en el presente. En 1818 nace Marx en el seno de una familia judía radicada en la vieja Treveris; pocas cosas pudieron indicar entonces sus intereses posteriores en la sociedad y la economía de su tiempo; hijo de un abogado bien acreditado de ideas modernas, al punto que ante la anexión de Renania a Prusia se bautiza y hace bautizar a sus hijos, debido a una ley de prohibía a los judíos ejercer cargos relacionados con la justicia. Los estudios elementales los hace en su ciudad natal, más tarde estudia derecho en Bonn y en Berlín, al tiempo que cursa también Filosofía, historia y literatura para, finalmente, obtener su doctorado en Filosofía en la universidad de Jena; conocido es el conflicto con su padre al decidir no dedicarse al ejercicio del derecho, tampoco se decide por la carrera académica, sino por el periodismo; también el matrimonio con la vieja amiga de su infancia Jenny von Westphalen es de esta época. Con ocasión de la publicación de algunos artículos en medios adscritos a la izquierda hegeliana, dentro del marco de las actividades del periodismo, conoce a su colaborador Friedrich Engels. En 1844, Marx y su esposa se radican en París esperanzados con vivir en esa ciudad y con seguir la huella de lo que, por esos días, se mostraba como la sociedad más inquieta, su fin era ganarse la vida escribiendo en periódicos y revistas, a la vez que estudiar a fondo a los clásicos del liberalismo francés e inglés, estos estudios son los primeros vestigios de la idea que opone libertad y alienación, concluyendo en que difícilmente puede hablarse de libertad en un sistema que reproduce la alienación. Su relación en Francia con grupos anarquistas y los cuestionamientos anti-prusianos a la academia alemana contenidos en la “La sagrada familia” en colaboración con Engels provocan quejas desde Alemania que devienen en que Francia cancele su visado y sea expulsado de ese país. Su próxima estación es Bruselas, a donde llega en 1847, allí comienza su labor de organizador de obreros y también ése es el punto en que redacta el “Manifiesto comunista”, publicado en febrero de año siguiente. Nuevamente Marx debe mudarse y ahora el turno es para Londres a donde llega en 1849, ésos son los años de la penuria, su situación llega al extremo de la pobreza, su condición de inmigrante no ayuda mucho, muriendo algunos de de sus hijos y enfermando él y su mujer, de no ser por ayudas ocasionales de Engels no hubiese sobrevivido; sin embargo Marx no deja de estudiar ni escribir, conocida es su reiterada presencia en la biblioteca del Museo británico; lo más conocido de esta época es su conocido trabajo destinado a desmontar los procesos de producción capitalista, dentro del marco del liberalismo político. Entre la obtención de una pensión vitalicia, la salud precaria y la muerte de la mujer que lo acompañó toda la vida, Marx alcanza la muerte en 1883 en Londres, donde también se encuentra enterrado. Quizá entender el pensamiento de Marx no sea tan complicado, en primer lugar porque su referencia es concreta y, en segundo lugar porque su vocación declarada y perseguida es el periodismo; él quería comunicar y hablar del mundo en acto.

Según lo declara en una de sus tesis sobre Fuerbach, lo que interesa no es interpretar el mundo de diversas maneras, sino más bien transformarlo91, como si quisiese decir para qué entretenerse en conocer el mundo, cuando lo que urge es cambiarlo; el contenido de este enunciado, haciendo las advertencias del caso, puede ser un resumen de los propósitos de Marx, no así de la obra, que de algún modo lo desmiente por tener claros propósitos de conocimiento. Comenzar con la obra de Marx es, de algún modo, comenzar con su peregrinaje, es en París que redacta los “Manuscritos económico-filosóficos”, texto en el que hace algunas declaraciones que marcan la ruta que nunca habrá de abandonar; desde luego estas declaraciones de los manuscritos tienen como base y como suelo la dialéctica, es decir la previa opción y punto de partida a favor del método hegeliano, toda vez que antes de llegar a Francia, justo después de sus estudios, escribe “Comentario de la Filosofía del derecho de Hegel” en el cual opta por la dialéctica de maneras hegelianas como método. La importancia de los “Manuscritos económico-filosóficos” es comparable a la importancia de la semilla para que una obra florezca y se ramifique a partir de ella. En primer lugar, en los manuscritos se fija la noción de ideología entendida como lo opuesto a lo real, por supuesto dentro del sistema de negaciones de la dialéctica, dicho de otra forma y articulando mejor las cosas, habría que decir que para Marx determinar qué es lo real pasa por la consideración de la ideología, sencillamente, porque es lo contrario; el ejemplo más claro de esto en Marx es la religión y, precisamente, en este punto es donde puede verse mejor la influencia que sobre él ejerció Fuerbach; de modo que la exhortación es para alejarse de un mundo de ilusiones. Marx pensaba que Alemania estaba retrasada en relación con Francia e Inglaterra al refugiarse en la especulación y al proyectar un pensamiento político que no era ni histórico ni real, sino ilusorio, quimérico, en suma, ideológico. Uno de los motivos por lo que son importantes los manuscritos es que, aun notándose la influencia de Hegel y Fuerbach, con decisiones como la que gira en torno a la ideología Marx comienza a pensar por sí mismo. Posteriormente, en los mismos manuscritos, Marx pasa a una consideración de las economía indicando que esta disciplina es tomada como un simple hecho, casi como si fuese un hecho natural, y que por ello mismo no se explicaba desde su origen, genéticamente; lo que Marx quiere decir es que la economía comienza con la propiedad privada, pero ella no explica como esta propiedad llega a ser ley. La explicación para ello está en el trabajo, porque la propiedad o el capital no son producto más que del trabajo acumulado, es decir que el capitán no podría existir sino como una derivación del trabajo; cuando se busca el origen de la propiedad, del capital de la riqueza el punto de llegada necesario, forzoso, irrenunciable es el trabajo. La paradoja surge cuando se considera que, a la vuelta del desarrollo, es la criatura la que ejerce dominio sobre el creador, porque el capital es quien dispone del trabajo a su antojo y según sus leyes, es el capital el que tiene y ejerce poder sobre el trabajo que lo ha creado, ejerce poder sobre aquél a quien le debe la vida; de manera que la esencia del capital es puramente subjetiva, en la medida en que internaliza, hace propios y se traga los procesos del trabajo, en la medida en que llega a adueñarse y a ejercer poder sobre aquello que lo ha generado, que lo ha creado, que la ha dado la vida. La metáfora de Marx es la religión, porque en este caso el Dios objeto de la fe, llega a ejercer poder sobre el fiel que lo ha creado. La explicación de Marx para los dos casos, el de trabajo-capital y el del fiel-Dios, tiene que ver con la propia noción de ideología, en tanto quien procede conforme a ficciones, quimeras o mundos imaginarios deviene en un enajenado, la palabra de Marx es alienado. En el caso de la religión: en la medida en que el hombre pone más en Dios menos le queda a sí mismo; y en el caso de la economía: en la medida en que el hombre pone más en el trabajo su vida le va perteneciendo menos a él, que es el sujeto, y más al objeto; por eso en el mundo actual el hombre está, de algún modo que no es lejano ni difícil de ver, poseído por el objeto, verbigracia: alienado.

91

Las “Tesis sobre Fuerbach” se encuentran en el cuaderno de notas de Marx correspondiente a los años 1844-1847 y llevan el título “sobre Fuerbach”; en 1888 Engels editó las tesis y las redactó introduciendo en ellas algunos cambios con el fin de hacerlas más comprensibles. Esta citada es la tesis número 11.

Tanto en la religión como en la economía el hombre padece procesos de alienación que se ven, desde alguna perspectiva, como parejos, porque en ambos se llega a producir de sí una imagen extraña, diferente, ajena; en el caso de la religión identificándose con lo divino, y en el caso de la economía identificándose con el objeto, con el capital, con el dinero. Sin embargo las nociones de Marx son cada vez menos un concepto para devenir cada vez más en un proceso, en una suerte de flujo que va adquiriendo una estructura histórica, a través de la cual él quiere ver una ruta de purificación siendo esto lo que pretende aprovechar para lograr, cada vez más, un mayor grado de emancipación, un mayor grado de autonomía y, si cabe y se tolera, de libertad entendidas como posesión de sí. Por esta vía cabe entender al trabajo de Marx como un humanismo, en tanto pretende limpiar al hombre de lo irreal y ajeno que lo invade, que lo empaña, que lo convierte en alguien reñido con su propia naturaleza que, si cabe y se tolera de nuevo, puede volver a reiterarse como la libertad en un mundo concreto y material. En suma, lo que Marx quería era abolir la alienación para que el hombre experimentase un retorno a sí mismo y, según él, la condición para que eso suceda estaría en la posibilidad de creación de una clase única o, más bien dicho porque la palabra creación es incómoda cuando se habla de Marx, la constitución de una clase única; lo cual, según su pensamiento, no sería utópico porque para llegar a ello se han seguido indicios históricos, es decir que según su interpretación se han seguido indicios reales.

BIBLIOGRAFÍA Althusser Louis. Política e historia. Katz Editores. 2007. Posiciones 1964-1975. Editorial Grijalbo. 1977. La revolución teórica de Marx. Siglo XXI Editores. 1975. Escritos. 1968-1970. Editorial Laia. 1975. Belaval Yvon (comp.). Historia de la Filosofía VIII. Siglo XXI Editores. 1973. Colletti Lucio. La dialéctica de la materia en Hegel y el materialismo dialéctico. Editorial Grijalbo. 1977. Fuerbach Ludwig. Aportes para la crítica de Hegel. Editorial La Pleyade. 1974. Hegel Georg Wilhelm Friedrich. Escritos de juventud. Fondo de Cultura Económica. 1978. Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica. 1987. Ciencia de la lógica. Librería Hachette. 1956. Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Editorial Porrúa. 1980. Filosofía del derecho. Editorial Sudamericana. 1975. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía II. Editorial Herder. 1986. Kojeve Alexander. La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel. Editorial Leviatán. 2006. Marx Karl. Crítica de la filosofía del estado y del derecho de Hegel. Ediciones de Cultura Popular. 1977. Manuscritos de economía y filosofía. Alianza Editorial. 1985. La ideología alemana. Ediciones de Cultura Popular. 1978. El capital. Ediciones Folio. 2002. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Ricoeur Paul. Ideología y Utopía. Gedisa Editorial. 2001. Stewart Mattheu. La verdad sobre todo. Taurus. 1998.

EDAD CONTEMPORÁNEA LA HISTORIA COMO PROGRESO Después de que Hegel y los hegelianos han establecido que la realidad es, básicamente, historia y que esta forma de ser de lo real se enraíza en las profundidades de la renuencia, de la disputa y de la contradicción vendrá otra escuela que, también a su manera, suscribirá que la realidad es historia, pero esta vez sin preocuparse por llegar a plantar raíces tan profundas ni por cimentarse en las honduras del subsuelo. El nombre para esta doctrina es positivismo, el escenario para su nacimiento es Francia y el personaje que la postula responde al nombre de August Comte, quien nace en 1798 y que, por lo tanto vive su vida en el clima del siglo XIX; su educación se reparte entre un colegio de Montpellier y la Escuela politécnica de París, de donde es expulsado de mala manera debido a sus opiniones políticas. Desde joven se sintió inconforme con la Filosofía del siglo XVIII y con las consecuencias de ella, de modo que su motivación fue la crisis de la metafísica clásica provocada, entre otras cosas, por la crítica kantiana y, además también hay que considerar como punto de partida para su obra la caída del régimen social que por muchos años había amparado y se había sostenido en la referida metafísica clásica. La Francia monárquica y absolutista de los Capetos era ya cosa del pasado y la revolución que la había liquidado no había logrado establecer nada parecido a un orden político y social estable; después de la gloria del fugaz imperio de Napoleón Bonaparte la monarquía había vuelto sobre sus fueros y todo parecía apuntar a un retorno del pasado. El párrafo anterior contiene un argumento importante para entender a Comte y al positivismo, en la medida en que su pensamiento parece haberse aferrado a la idea de que, una vez pasada la revolución, se imponía una suerte de recomposición o restauración, esto significa, según él, que el pasado estaba irremediablemente cerrado, muerto y enterrado, la consideración de que el pasado

queda atrás y deviene en casi nada nunca abandonó el pensamiento de Comte; como si la materia principal de la historia fuese la fatalidad de lo pasado. A lo anterior hay que agregar que Comte pensaba esencialmente como filósofo, con ello quiere decirse a través de ideas; de acuerdo con su opinión la anarquía y el desorden que se vivía en la Francia post-revolucionaria se debía a la anarquía mental que prevalecía como una deuda de los modelos de pensamiento anticuado y demolido. Todo su fin, entonces, iba a ser el afán por deshacerse de esos moldes y modelos anticuados y construir, al margen de ellos, un sistema de Filosofía positiva, tratando de enseñarles a los hombres cómo vivir, a través de mostrarles lo que debían pensar; ambición que referida así y, acaso referida de cualquier manera suena como una alta ambición. Comte soñó con esto siendo joven, y su ideal de una vida grande era el de una madurez capaz de realizar los sueños de la juventud, y así es como la Filosofía lograda en su madurez cumple los deseos de su juventud a través del cumplimiento de una idea científica, esta vez despojada del lenguaje matemático, para adoptar un lenguaje más bien orientado hacia lo social; de modo que su pensamiento llega a ser una especie de sociologismo. Si el lenguaje matemático aplicado a las cosas del mundo92 ha sido el que más ha logrado derogar a lo anticuado y, correspondientemente, fundar a lo moderno, Comte, sobre esa base, se imagina que en lo social podría pasar lo mismo o, cuando menos, algo análogo; en otras palabras, lo que Comte propone es una suerte de ampliación de la razón científica o, para decirlo en su lenguaje, una suerte de ampliación de la razón positiva, que vaya de lo puramente matemático y cuantitativo hacia lo específicamente social y político. Una vez más, de esa manera aunque de forma más ingenua, Comte intentaba lo que ya había hecho Hegel, es decir construir un cierto idealismo histórico y a la vez también, dicho sea de paso, contrario a lo que ya había intentado hacer Marx, es decir construir cierta forma de materialismo histórico. Para reforzar lo anterior hay que decir que Comte entiende la completa estructura de una sociedad dada en algún momento como el conjunto de creencias sobre las cuales se ha fundado; de modo que la solidez y coherencia con que están unidas las partes o elementos de una sociedad son un reflejo de la coherencia y solidez con que estén unidas las creencias que la inspiran. La convicción anterior es la que sirve a Comte para distinguir e identificar su difundida teoría de los tres estadios, según la cual ha habido tres momentos en la historia de la cultura occidental: el primero se funda sobre la base de las creencias religiosas; el segundo se funda sobre la base de las creencias metafísicas; y el tercero, que es aquél que el él vislumbra y anuncia, ya no se interesa por Dioses ni por causas primeras, sino se interesa por buscar el cómo de las cosas, dicho de otra forma, quizá podría indicarse que de las cosas ya no interesan tanto las causas, sino más bien las leyes; según Comte cada uno de los sectores del saber humano debe pasar necesariamente por cada uno de estos tres estadios: por un período teológico o legendario en primer término, por un período abstracto o metafísico en segundo término, y finalmente por un período científico o positivo, siendo este último el que él abre y proclama. El descubrimiento de esta ley o, más bien, de este curso histórico es lo que le abre la puerta a Comte para hacer de su pensamiento algo que se exprese, ante todo, de acuerdo con un tono sociológico, es decir que le permite una explicación de la crisis social de su tiempo, de aquélla referida antes como los desencuentros políticos y sociales de la Francia decimonónica, una vez que ha pasado la tormenta revolucionaria y napoleónica. Para Comte, una comunidad en la que domine la idea teológica, o bien la idea metafísica, así sea a nivel de mentalidades o a nivel romántico es una comunidad en la que se verá impedido el desarrollo. Si en las personas dominan las ideas que han promovido a las monarquías y a los absolutismos, cómo puede esperarse que fructifiquen o se desarrollen sistemas políticos y sociales de otro tipo y mayor amplitud; ahora bien ¿Qué hacer para remediar esto? Su respuesta, de algún modo, pasa por ejemplos dados, porque para su tiempo es cierto que ya existían algunas ciencias positivas como la física, la química y la misma biología, que habían alcanzado un singular e inédito desarrollo; entonces su propósito es ampliar el espíritu de la ciencia positiva a los hechos que aún no habían sido alcanzados por ella, verbigracia: a los hechos y 92

Cuyo mejor ejemplo ha sido la física, aquélla que va desde Copérnico hasta Newton pasando por Galileo.

acontecimientos sociales; así es como nace la sociología, proponiéndose Comte iniciar con ello una suerte de ingeniería política y sobre todo social. Una vez señalado el nuevo territorio que la ciencia positiva debe conquistar y hacia el cual debe extender su jurisdicción, Comte cree dirigirse hacia la construcción de un sistema sólido y consistente del conocimiento humano que habrá de partir de la eliminación y la expulsión de la metafísica, entendida como búsqueda de la causa primera, causa genética o causa originaria, sobre todo para que no haya ninguna causa por encima de otra, para que no haya nada subordinado a la causa metafísica; así, suponía Comte, estaba garantizada la uniformidad o igualdad dentro de los elementos que componen el conocimiento humano. De manera que, si todos los elementos del conocimiento guardan igualdad entre sí y si todas las leyes entre estos elementos son igual y democráticamente positivas, necesariamente, esto deberá reflejarse en un coherente e igualitario sistema de cohesión social; por eso es que todo su sistema de pensamiento deviene en una especie de preocupación por la sociedad, de preocupación por aquello que ha sido descuidado por el espíritu de la cientificidad moderna, en fin, por esa vía es que su pensamiento deviene en sociología. Todo lo cual no deja de ser una tremenda paradoja, porque puede entenderse que Comte creó y dio forma a un sistema filosófico, para decir, entre otras cosas pero primordialmente, que la fundamentación filosófica estaba pasada de moda y era innecesaria; o bien, dicho de otra manera: si la ciencia positiva no puede fundarse a sí misma, al no estar convencida de la primacía del fundamento ¿Por qué para Comte fue preciso dedicar su vida a un trabajo fundamentador para la Filosofía positiva…? A partir de allí habría que juzgar al positivismo y, también, a todo cuanto provoca.

BIBLIOGRAFÍA Althusser Louis. Política e historia. Katz Editores. 2007. Belaval Yvon (comp.). Historia de la Filosofía IX. Siglo XXI Editores. 1973. Comte August. Discurso sobre el Espíritu Positivo. Alianza Editorial. 2000. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía II. Editorial Herder. 1986. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Stewart Mattheu. La verdad sobre todo. Taurus. 1998.

ANUNCIO, UN TRIDENTE SCHOPENHAUER Arthur Schopenhauer fue un hombre renuente y talentoso, un hombre complicado y de genio, cuyo pensamiento difícil y profundo cuesta trabajo comprender sobre todo si no se acude a su vida, a sus orígenes y familia. Nace a comienzos de 1788 en Danzig como hijo de un prominente hombre de negocios y banquero, y de una mujer adelantada a su tiempo y aventajada en la escritura; por la época de su nacimiento la posición económica de la familia es inmejorable, desde niño está rodeado por la cultura y la inquietud intelectual, su padre es un voraz lector de algunos ilustrados franceses, simpatizando de manera especial con el sentido práctico mostrado por Voltaire; el contacto con la actualidad es también algo que lo marca desde niño, su padre antes y él después serán asiduos lectores del Times inglés. Parte de la rutina familiar son los viajes frecuentes, así es como desde niño visita y conoce Francia, Bélgica, Suiza, Holanda e Inglaterra; en 1804, debido a los negocios de su padre, la familia se radica en Hamburgo en donde asiste a un colegio aristócrata de gran prestigio capaz de nutrir su incipiente curiosidad intelectual y científica al relacionarse con personajes de la talla de Klopstok.93 Al año siguiente es iniciado en los negocios por su padre quien, al parecer, muere ese mismo año en circunstancias confusas y envueltas en rumores de suicidio; Schopenhauer siempre tuvo buena relación con él, además de que siempre le guardó gratitud porque la economía heredada de él le permitió dedicarse libremente a la Filosofía. Muerto el padre, su madre decide trasladarse a Weimar, convirtiendo su casa en una suerte de club literario, Goethe, Schiller, los hermanos Schlegel, los hermanos Grimm94 la frecuentaban; al contrario que con su padre, las relaciones del filósofo con su madre nunca dejaron de ser conflictivas. Desligado de los negocios y cada vez más de su madre decide estudiar Filosofía, dándole más importancia a lo que puede leer en directo de personajes como Platón, Kant y Spinoza, que a lo aprendido con la mediación de las aulas universitarias; así, ejerciendo ese escepticismo, es como pasa por Gotinga, Berlín y Jena, allí recibe el grado de doctor en Filosofía por la redacción de un trabajo llamado La cuádruple raíz del principio de Razón suficiente. Una vez de regreso en Weimar, con su madre de por medio, resulta inevitable la vinculación con la literatura a través de las soirés o veladas preparadas por ella y por medio también de su relación con Goethe, a quien admiró como a los escritores del siglo de oro español, sobre todo a Pedro Calderón de la Barca y a Baltasar Gracián y, cómo no, también a Shakespeare. Como consecuencia de todo ello y de cierto interés por el pensamiento oriental, finalmente concibe la que será su obra capital: El mundo como voluntad y representación, que redacta durante un período de cuatro años y que termina en 1819; después de lo cual decide viajar a Italia. Esperar un reconocimiento que no llega, tener dificultades para encontrar un puesto docente y darse cuenta de que todo el reconocimiento es para el viejo Hegel de Berlín parece haberle amargado el carácter. En 1831, huyendo de la epidemia de cólera que se ha llevado a Hegel, se radica en Frankfurt, en donde pasa los últimos veintiocho años de su vida recluido, solitario y renuente; hasta en 1844 ve la reedición de su obra capital. Por último en 1851publica una colección de ensayos y aforismos bajo el nombre de Parerga y paralipomena, que le permite cierta fama y reconocimiento. Schopenhauer muere durante el otoño de 1860 de forma apacible. Hay que tomar en cuenta que Schopenhauer escribe en un ambiente marcado fuertemente por Kant y, también por las reacciones que provocó la presencia kantiana, valga decir marcado por Fichte, por Schelling y, desde luego, también marcado a fuego por la fuerte presencia de Hegel; de lo dicho en las anotaciones biográficas, puede deducirse que Schopenhauer fue un hombre apasionado, y es precisamente con la fuerza de la pasión que se propone un retorno genuino y 93

Friedrich Gottlieb Klopstok, poeta representante del espíritu religioso alemán y perteneciente al período ilustrado, famoso por su poema Der Messias. 94 Puede ser importante anotar que la relación de Schopenhauer con el clima intelectual del romanticismo se realiza más por vía de esas relaciones, que por vía de una cercanía con Hegel, de quien siempre se consideró antagónico.

original a Kant, mediante la crítica y el agravio a Hegel; lo más probable es que nadie haya dedicado a Hegel toda la carga agresiva que le dirige Schopenhauer, siendo ésta una constante suya desde la época de la convivencia de ambos en la universidad de Berlín. La crítica a Hegel es global, no deja nada a salvo, lo cual quiere decir en primer lugar que su crítica es sistemática, en términos generales, según Schopenhauer, el sistema hegeliano es pura palabrería, algo absolutamente sin sentido, una pura elucubración intelectual que se queda en eso y que, por ello mismo, no tiene nada que ver con lo real.95 Sin embargo, entrar en Schopenhauer requiere abandonar las generalidades para irse centrando en lo que atañe de forma más concreta a su Filosofía y esto impone un recorrido que comienza en la primera obra, con la tesis doctorar, la referida Cuádruple raíz del Principio de razón suficiente; puede entenderse que con tanto racionalismo a cuestas, antiguo y sobre todo moderno, ya era hora de una meditación de hondo calado dedicada al fundamento de la causalidad y la lógica: el principio de Razón suficiente. La reflexión parte del hecho de que la Filosofía occidental nacida en Grecia siempre ha privilegiado a la razón proclamando su primacía, pero proclamándola como algo necesario; lo cual impone la búsqueda de la estructura racional y lógica del mundo al que, por lo tanto hay que considerar como dotado de una coherencia que ha querido verse en el Principio de razón suficiente. Si las cosas son así y Occidente ha confiado que así son, puede decirse que el mundo está dotado de inteligibilidad; en suma y haciendo llegar las cosas un paso más allá, el hombre puede entender al mundo porque ambos comparten una suerte de elemento común, ambos están equipados de la misma racionalidad. A partir de ahí, Schopenhauer querrá localizar la racionalidad del mundo, pero ese camino sólo será esbozado en este primer trabajo de tesis, será más tarde y en otro escrito que Schopenhauer llegará al convencimiento de que la razón no es un fundamento del mundo, porque no se trata de un componente original sino derivado, ya que el fundamento último de lo real es incierto, autónomo e incluso emancipado de cualquier atadura. Según sus conjeturas la vida surge a partir de una suerte de energía pura guiada por una especie de pulsión espontánea e incontrolable; por eso entender a la naturaleza deberá ser una tarea que requiera de algún o de algunos elementos igualmente irracionales. Entonces, habrá de llegarse a la conclusión de que, tanto la Filosofía como la ciencia han fabricado un montaje lógico y racional que poco o nada tiene que ver con el impulso ciego de una voluntad. Pero, como se ha dicho, el pensamiento de Schopenhauer está expresado ante todo en El mundo como voluntad y representación, es allí en donde pretende ir más allá del Principio de razón suficiente y, también, de ir más allá de su fuente de inspiración: el filósofo Inmanuel Kant; de modo que si se empieza por la filiación kantiana de Schopenhauer, es preciso comenzar, al menos recordando dos cosas: la primera que según el filósofo de Könisberg el mundo de los fenómenos está condicionado por el sujeto, y la segunda que el significado moral de la conducta humana e independiente de las leyes que rigen para el fenómeno. Debido a estas premisas puede entenderse que, para Schopenhauer, Kant sugiere una realidad que escapa a la ley de causalidad proveniente del Principio de razón suficiente, porque con él el mundo de las cosas (así sean las que no son en sí) se convierten en un fenómeno puramente subjetivo, de modo que la intuición empírica es un mero escenario de representación; frente a eso hay que decir que esto, precisamente, es lo que constituye al mundo como representación, o para llegar más lejos, como ya habían dicho los ingleses: en este punto es en donde el ser de las cosas se reduce a su ser percibido. Schopenhauer sostiene que, en tal virtud, la realidad de mundo queda sometida al sujeto o a la subjetividad, al obtener como resultado la representación; todo el mundo deviene en una noción que el hombre opera a través la puesta en marcha de su cerebro y las leyes de su conciencia, que a su vez opera a través del funcionamiento de los sentidos; esto, de alguna manera, es lo que debe entenderse como el mundo como representación. Sin embargo, una vez dicho esto y una vez asumido el trabajo kantiano, algo queda pendiente, lo que queda sin resolver es todo aquello que no es empírico, la cosa en sí y, cómo no, la añorada objetividad.

95

Quizá el punto en el que esta crítica alcanza su nivel más claro es en el prólogo de la segunda edición de la obra capital de Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación, ya citada de 1844.

Para Kant, quien funciona como la guía de Schopenhauer, todo ello, tanto lo empírico que escapa a la sensibilidad como la búsqueda de la objetividad, descansa en las formas del objeto conocidas como A-priori; y todo lo que de ellas se conoce, para Schopenhauer, se transfiere al contenido del Principio de Razón suficiente, de modo que si se atiende a esta influencia y a estas zonas de intersección podrá apreciarse la relación entre las dos fundamentales obras schopenhaurianas. El Principio de razón suficiente fue, para Kant, un objeto de preocupación constante porque de acuerdo con su consideración se presenta de diversas maneras en la vida humana: como causa, como estímulo y como motivo; lo cual equivale a decir; como lógica en los procesos del conocer, como fuerza en los procesos de ser y de llegar a ser y como decisión en los procesos de buscar adecuar el comportamiento y la libertad; lo cual en las incómodas palabras de la Filosofía habría que nombrar como: epistemología, como ontología y como ética. En suma, el contenido del Principio de razón suficiente es la necesidad debido a la cual la razón funciona para descubrir, su contenido parece haber estado relacionado principalmente con las leyes que permiten la comprensión del mundo y de las acciones y hechos que allí suceden; el hecho es que a esto ya había llegado Kant y si Schopenhauer se hubiese quedado aquí no habría llegado más lejos de lo que marcó el punto de llegada de su guía; así y por ello es que Schopenhauer emprende la búsqueda del en sí que ha rehuido a Kant. Este es el modo y el momento en que hace su entrada la voluntad, una vez que el mundo como representación quedó atrás, y la forma de presentarla no puede ser más sediciosa y subversiva; Schopenhauer parte del hecho de que el hombre no es capaz conocer porque piense, sino antes bien es capaz de hacerlo porque está puesto en el mundo, y con esto quiere decir que está puesto en el mundo como cuerpo, lo cual a su vez equivale a la consideración de la realidad corpórea como la realidad primera y, por lo mismo, más apta para descubrir ese en sí o esencia de todo lo real. Toda la modernidad ha puesto un énfasis especial en la razón como medio del conocer, pero el hecho es que, como cualquier otra cosa del mundo, estamos puestos en él como cosas, como objetos y, por lo tanto para ser conocidos; de acuerdo con estas ideas ordenadas de esta forma es que Schopenhauer logra encontrar la prioridad del cuerpo; dicho de otra manera, aunque esto no pueda entregarse al orden temporal, antes que sujetos conocedores somos objetos por conocer, porque para que haya conocimiento debe haber ante todo qué conocer. El orden de las cosas, según Schopenhauer, es como sigue: en primer lugar, el cuerpo es un objeto del mundo y como tal es susceptible de ser conocido como cualquier otro objeto; luego habría que señalar que el conocimiento del propio cuerpo no es como el que se hace de cualquier otro objeto, porque éste es experimentado como actividad desde dentro y no desde fuera, lo que sucede con el propio cuerpo, entonces, no es una representación pasiva, sino activa; cabría preguntar para justificar el pensamiento de Schopenhauer ¿Cómo interactuar en el mundo sin descubrirnos antes como activos? En seguida, como respuesta, habría que llegar a valorar la primacía del acto del sí mismo respecto al propio cuerpo como un mecanismo que hace posible toda la realidad del hombre; de modo que todos los actos y las manifestaciones psíquicas, intelectuales y éticas son derivadas y de un segundo orden, hechas posibles desde la primitiva relación del hombre con su propio cuerpo. Por último, debe reconocerse que esta actividad posibilitadora, básica y genética arranca antes de cualquier representación, porque éstas dependen de aquella, es esto lo que Schopenhauer nombra como voluntad. Lo único que no es representable es aquello que, siendo un objeto, es nosotros mismos; no puede haber una representación de algo tan cercano y que viaja de mí mismo hacia mí mismo, por eso es pura voluntad. Así es como Schopenhauer entiende la trama de la realidad: a través de la relación activa (como acto desde sí y hacia sí) con el propio cuerpo, y a través de la valoración de ese acto como la génesis más profunda, como la vecindad más cercana con el en sí, como voluntad. De tal forma y sobre tales bases es que todo el mundo de las cosas, todo el mundo empírico es obra de la representación, mientras la voluntad es el fondo o sedimento de todo aquello; las palabras de la Filosofía clásica serían: para representación existencia y para voluntad esencia; las palabras del pensamiento trascendental kantiano serían: para representación fenómeno y para voluntad noúmeno. Schopenhauer entiende que la palabra voluntad es un nombre, y que lo escoge porque si ésta es la fuerza más reconocible que mueve al hombre en sus afanes, no tiene por qué ser distinta de las

demás fuerzas y manifestaciones de la realidad, que es a donde le interesa llegar a su pensamiento y a la Filosofía en general. Lo realmente importante para la historia de la Filosofía es que este en sí, entendido como voluntad, está libre y a salvo de las leyes que rigen para la explicación y la comprensión de las cosas del mundo y sus relaciones, es decir de la causalidad; esta voluntad está libre y a salvo de las insuficiencias del Principio de razón suficiente que agobiaron a Kant, por ejemplo. Fuerza interior, energía, vida no sujeta a cálculo ni medida, ése es el ser último para Schopenhauer, y eso mismo es lo que se esconde detrás de la titubeante y atemorizante diversidad del mundo. Una esencia o en sí irracional, entendida como voluntad y, por ello que ha sido capaz de romper sus amarras con el Principio de razón suficiente es un atrevimiento que nadie había emprendido hasta Schopenhauer; desde luego el desarrollo de la obra El mundo como voluntad y representación no se queda en la postulación de este en sí entendido como voluntad, sino que a partir de ahí emprende todo un desarrollo que consiste en el análisis de las acciones de la voluntad en mundo de las cosas o empírico; por supuesto que aquí la finalidad ya no es aclarar cómo el mundo llega a ser voluntad o cómo la voluntad llega a ser mundo, sino que una vez aclarado lo anterior se ocupa de establecer cómo se manifiesta la voluntad en el mundo. No estaría completa la exposición del pensamiento de Schopenhauer si se dejara de lado la consideración que hace del arte, ésta está vinculada estrechamente a cuanto ha sido trabajado en tormo a las nociones de representación y voluntad, de acuerdo con lo dicho. Inicialmente, es preciso reconocer o recordar que el conocimiento intelectual que ofrecen las ciencias funciona dentro de los límites del consabido Principio de razón suficiente y, por lo tanto se habla un pensamiento atrapado dentro de los límites de la finitud; otra forma de explicar esto tendría que decir que éste es un pensamiento que subsiste y persiste bajo la dualidad sujeto-objeto; de modo que la pretensión de conocer bajo estos límites sitúa cosas del lado de la finitud. Para Schopenhauer, la manera de romper el circuito de la finitud, es decir de conocer ya no de acuerdo con los principios de la representación, sino de conocer de acuerdo con los principios de la voluntad, es el arte; ésta es la forma en que Schopenhauer propone salir de la subjetividad y alcanzar el verdadero punto de la objetividad; de modo que el arte, según este pensamiento, es una forma de conocer despojado de sí mismo y una forma también de despojar a la cosa de su individualidad. Cuando Leonardo pinta en un lienzo a la mujer de Francesco del Giocondo, el sujeto deja de llamarse Leonardo y el objeto o cosa deja de llamarse Gioconda, para que se escenifique entre ellos un encuentro de sentido. Por esa vía y de esa forma es que el arte consiste en un escenario en que el hombre y el mundo ya no son los polos por donde transita la pregunta en búsqueda de sentido, sino a cambio de esto el arte es el escenario en el cual la voluntad se entrega a sí misma, el escenario en el cual la voluntad se deja conocer a sí misma, más allá de las estructuras de la epistemología y de los tinglados del método. Para seguir con el ejemplo que se ha tomado: en el lienzo Leonardo deja de ser ese hombre y la Gioconda deja de ser esa mujer, para ser ambos la misma universalidad conociéndose sobre la base de una tremenda fuerza, de una tremenda energía llamada voluntad; el hombre que es el artista llega a ser esa fuerza que busca más allá de la individualidad del objeto, mientras la mujer que es ella deja de ser ella, como individuo, para llegar a ser, de alguna forma, todas las mujeres o, si se quiere, la feminidad en estado puro. El genio del artista y la genialidad que habita en el arte consiste, de acuerdo con Schopenhauer, en su capacidad para logar un alto grado de objetividad, así es como el arte deviene en el mayor estadio y el nivel más alto del conocimiento o, al menos, en el establecimiento de cierta forma de pensamiento perdurable y no provisional que, por esos mismos atributos, alcanza su valor y su validez frente un mundo de cosas furtivas, efímeras y figurativas como la propia vida sujeta, en todo caso, al vigor y fuerza permanentes de la voluntad. Así es como resulta posible decir que el arte conoce muy mal a los hombres y a las cosas, pero a cambio conoce muy bien al hombre y al mundo. Por ese camino y a través de consideraciones que transitan por ese rumbo es que Schopenhauer llega a decir que el más encumbrado de todos los géneros poéticos es la tragedia o poesía trágica, lo cual debe entenderse conforme al hecho de que en el punto trágico es donde se ve claramente el rompimiento que el azar impone a la causalidad; si existe la tragedia y si ella es inaceptable es

porque las cosas no son como debieran, y si no son como debieran es porque la cadena de la causalidad96 está rota; y por ahí, el suceder antes de ser inaceptable es inexplicable. Finalmente, si se recuerda que la ética kantiana giraba en torno al asunto de la libertad y, también, que Kant funciona como una guía para Schopenhauer, resulta que la libertad es del mismo modo un tema central para él, pera esta vez sujeta a las nociones de representación y voluntad. Para Schopenhauer, el asunto fundamental de la ética descansa sobre la dificultad de conjugar la necesidad empírica en que deben decidirse las opciones humanas con la libertad ejercida por los actos vitales de la voluntad; de alguna manera, ya debe ir quedando claro que toda verdadera ciencia, según Schopenhauer, debe ir encaminada a superar la diferencia entre representación y voluntad, y la ética, la ciencia filosófica del comportamiento no es la excepción. Planteadas las cosas así, y después de haber acumulado las previas conjeturas en torno a todo el sistema, resulta preciso establecer que libre es, ante todo, lo que alcanza o pretende alcanzar a las formas de manifestación de la voluntad, o sea aquello que actúa independientemente del consabido principio de Razón suficiente, aquel acto soberano de toda de toda provocación causal y lógica. Casi surge la tentación de pronunciar algo que suena como una bomba de tiempo destinada a reventar y a provocar tiempos tempestuosos: libre es aquello que no obedece razones.

96

Aquélla que postula el principio de Razón suficiente.

BIBLIOGRAFÍA Althusser Louis. Política e historia. Katz Editores. 2007. Belaval Yvon (comp.). Historia de la Filosofía IX. Siglo XXI Editores. 1973. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía II. Editorial Herder. 1986. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Savater Fernando. Schopenhauer y la abolición del egoísmo. Montesinos Editor. 1986 Schopenhauer Arthur. La cuádruple raíz del principio de razón suficiente. Gredos. 1989. El mundo como voluntad y representación. Editorial Porrua. 1987. Sobre la voluntad en la naturaleza. Alianza Editorial. 1987. Le sens du destin. J. Vrin. 1988. La libertad. Premia Editora. 1978. Pensamiento, palabras y música. Biblioteca Edaf. 1998. Stepanenko Pedro. Schopenhauer en sus páginas. Fondo de Cultura Económica. 1991. Stewart Mattheu. La verdad sobre todo. Taurus. 1998.

KIERKEGAARD Si la vida siempre ha estado relacionada con la obra, nunca lo ha estado tanto como en el caso de Soren Kierkegaard; de ahí la especial importancia que en este caso tiene citar algunos datos de la biografía del autor, aunque en lugar de decir biografía, en este caso mejor sería decir existencia del autor. Kierkegaard nace al comienzos de mayo de 1813 en la ciudad de Copenhague; sus estudios están repartidos entre uno de los colegios con más prestigio de la ciudad y la universidad en la que, después de un segundo bachillerato, opta por la carrera de teología. En 1834, con veintiún años, comienza la ruta de su obra que lo orienta hacia una posición crítica frente al rostro institucional del cristianismo, como quien intenta recuperar algo del espíritu original del protestantismo, impulsado por ese ánimo expresa su inconformidad con la teología que estudia, debido a lo cual atiende durante la época de sus inicios a la literatura y a la política. Algunos panfletos contra el liberalismo, algunos cursos para alejarse del dogmatismo y una atenta mirada hacia el Doctor Fausto de Goethe97 marcan estos días. A los veinticinco años, en 1838, concluye una serie de acontecimientos más bien trágicos que provocan una crisis notable en Kierkegaard, al punto de lograr conmocionar su vida de forma definitiva: cinco de sus hermanos han muerto a edades prematuras, la muerte de su madre y en agosto de ese mismo año la muerte del padre; así llega a presumir o a entender que toda su vida es una secuencia de castigos divinos. Al prologar una obra de su paisano, el autor de cuentos infantiles Hans Christian Andersen en lugar de firmar con su nombre lo hace como: “Apuntes de un hombre todavía en la vida”. Al año siguiente, en 1839, encuentra a Regine Olsen, a quien hace su prometida, sólo para romper el compromiso meses más tarde; ruptura que está ligada a nociones existenciales que, poco a poco, van a adueñarse de su pensamiento. Hay que entender que la clave de su obra, así como la clave de la unión de ésta con su vida está en la palabra existencia. Romper con Regine Olsen es la opción tomada para su vida, opción que toma para irse a Berlín a recibir los cursos que por entonces imparte allí Schelling; ésa, al menos, fue la justificación al momento de romper el compromiso. Una vez roto el compromiso con su prometida y desencantado de las cátedras de Schelling se entrega de forma frenética y desbordante a la redacción de su obra, para lo cual vuelve a la antigua casa paterna de Copenhague en donde se instala y se dispone a vivir modestamente de la renta que su padre ha dejado. Mientras tanto, su religiosidad sigue siendo fuente de conflictos con diversas autoridades y pastores, ya sean practicantes de un cristianismo humanista, de la teología luterana tradicional, o bien de la novedosa en aquel momento teología romántica y hegeliana; puede entenderse que dichos conflictos son el reflejo de la lucha interior consigo mismo que sostiene. A pesar de su profunda religiosidad, al momento de su muerte, ocurrida en noviembre de 1855, se niega a recibir lo que el clérigo de turno le ofrece, en un acto más de rechazo al culto oficial y a la religión institucionalizada. Su vida corta de cuarenta y dos años remite, paso a paso, a su obra, la que va tejiendo en una obediencia a los hechos de su propia existencia, hasta alcanzar la dimensión de la vida humana de todo hombre, en tanto sin excepción todos están condenados a la elección a ciegas entre la fuerza del deseo y la fuerza del deber. De lo anterior habrá que partir para entender que Kierkegaard es un renovador de la Filosofía, en la medida en que no hace más que hablar de sí mismo, produciendo con ello una subversión porque al verse lanzado al sí mismo, al sujeto, el tradicional objeto o el pretendido equilibrio entre uno y otro pierden la importancia que han tenido para la Filosofía moderna; al perder esta perspectiva, de alguna manera, se comienza a perder el interés por la objetividad. A partir de él, y desde luego con lejanos ecos como Sócrates, San Agustín y Pascal, la Filosofía sufre un quiebre, una fisura que la separa de la ambición de objetividad; definir la exigencias de la 97

Obra principal del poeta alemán, que cuenta la historia de una alianza con las fuerzas del mal llevada a cabo por un sabio doctor capturado por el hastío; este cuento ha llegado a perfilarse como uno de los más característicos y definitivos mitos modernos.

Filosofía es algo que, a partir de Kierkegaard, ya no debe acudir a la objetividad, simplemente, porque esto está separado de la vivencia de la vida misma y propia, de la existencia. La fuerza de la existencia entendida como vivencia arranca, en la obra de Kierkegaard, de cierta tensión que han tenido algunos hechos trágicos de su familia como los indicados antes. Además su obra también arranca del episodio vivido con Regine Olsen, porque el amor experimentado y logrado como placer estético durante el noviazgo, rara vez o nunca llega a realizarse como perfección ética del matrimonio, y eso le causa a Kierkegaard la más turbadora inquietud, ante la convicción existencial de que el amor no puede llegar nunca a perfeccionarse, la malograda relación con Regine Olsen nunca deja de perturbar a la vida y a la obra del filósofo. Luego, otra relación a partir de la cual hay que entender esta obra es aquella que Kierkegaard despoja de toda mediación y distancia para convertirla en vivencial y cercana, tal es la relación con Jesús, el Cristo del cristianismo; para ser cristiano lo importante para Kierkegaard no era pertenecer a una institución, sino por el contrario lo importante era lo primero: ser cristiano, estar como cristiano en el mundo para luego pertenecer a alguna lista; para él lo primordial no es saberse cristiano sino ser un cristiano, y si esto es así importa poco la institución, importa poco la iglesia o el clérigo que me avalen; poco importa que el cristianismo sea una doctrina en la cual creer, lo que importa es que sea una vida en posesión, una vida apropiada; Kierkegaard propone ser el eco y el reflejo del trueno que fue la vida de Cristo en el mundo y no tanto el siervo que obedece y sirve a una institución; lo importante es ser tan libre como lo fue Cristo para aceptar y vivir la vida en toda la dimensión de la existencia, aceptando sin remilgos ni reservas la presencia del dolor, de la muerte y del destino. Después de esas credenciales que, como vivencias, nutren a la obra de Kierkegaard, quizá sea hora de ir volviendo a la Filosofía y a lo que para él era un pensamiento implantado y dominante: Hegel, la aparición del hegelianismo como un sistema provoca el rechazo de Kierkegaard, pero éste no es un rechazo sistemático no estructurado, para lo cual el indica sólo que no el sistema el que otorga vida al individuo, como parece ser en Hegel, sino al contrario, es lo particular lo que da vida a lo general, sencillamente porque el recorrido por el mundo ha de comenzar como vida y no como idea; para él la verdad como idea está hecha a partir de la vida y no al revés. Kierkegaard nunca aceptará que la fe, por ejemplo, sea un tema o un asunto colectivo, porque para él éste es un movimiento de entrada al infinito que poco o nada tiene que ver con los demás; mientras él piensa así, todo el esfuerzo del pensamiento hegeliano se dirige hacia la desaparición del individuo en un especie de desvanecimiento de la existencia singular, como si fuese disuelto en el espíritu. En todo caso, hay que entender que el eje del pensamiento de Kierkegaard es el carácter subjetivo de la verdad posible y, en todo caso Hegel es el punto moderno más alto en la búsqueda de la objetividad, por eso es tomado por el danés como el contrapunto irrenunciable para su trabajo, para la construcción de su obra. De tal modo, la vida como existencia o, para decirlo de manera más fácil, las vivencias mundanas y, en suma, los datos biográficos tienen una especial importancia para Kierkegaard en la construcción de su obra; de no haber sido porque el recorrido de su vida fue por lo vivido seguramente su obra y la cadencia que la matiza serían otras: el paso por la familia que le tocó en suerte, el episodio crucial y el desenlace que al final resolvió su situación con Regine Olsen, la particular forma de entender al Cristo del cristianismo cargado de la humanidad que lo trae el mundo y alejado de esa esencia espiritual y divina, y por último su crítica a la dialéctica idealista de Hegel entendiéndola como una sublimación imposible frente a la fuerza irrenunciable de la decisión; todas ellas para Kierkegaard fueron vivencias, existencia pura, y como tales las fuentes primordiales de su obra. Después de las anotadas señas de identidad de Kierkegaard y de su pensamiento es preciso decir que provocan, como ya se habrá supuesto, un pensamiento sujeto a los vaivenes de la vida antes que a cualquier otro molde. El suyo es un pensamiento que se enfrenta a la infinidad de lo posible, como una primera condición, pero sin renunciar a la fe, a la que no ve como una oposición al ámbito de lo posible, sino más bien supeditado a él; quizá pueda incurrirse en el atrevimiento de decir que ni la fe ni la razón alcanzan, según Kierkegaard, para logar un espacio o criterio de certeza, los obstáculos son inconmensurables porque el misterio que es capaz de engendrar la existencia, entendida como

ámbito de lo posible, no puede ser eludido; en todo caso la fe o la razón sólo alcanzan para aliviarlo. La fe es algo que se vincula a lo posible para combatirlo, pero en Kierkegaard éste es un combate que sucede después de la aceptación irrenunciable de las condiciones trágicas de la existencia en el mundo. De modo que después de haber advertido que la última esencia del hombre es la posibilidad, también advierte que la posibilidad está fuera de él, así es como al actuar fuera de sí el hombre lo hace del mismo modo en un reino afectado profundamente por lo posible; su ser y su escenario son lo posible, frente a lo cual Kierkegaard pregunta, entonces ¿Si las cosas son así, por qué buscar una certeza racional en algo estable? Ante ese carácter de su pensamiento Kierkegaard encuentra un tema ineludible en el tiempo, pero en el tiempo entendido como instante, es decir como el tiempo de la existencia mundana; el instante para Kierkegaard es como la mirada, es como el lienzo de un artista dotado y talentoso capaz de retener la eternidad en la fugacidad de un momento. El instante es como la mirada del artista porque retiene en el fugaz aparecer del momento todo un mundo de sentimientos y es, precisamente, por esta capacidad de condensación del instante que para el hombre, en tanto existencia, resulta imposible escapar de la paradoja, de la fundamental ambivalencia que lo constituye, según la cual el tiempo lo articula como finitud, a la vez que por la condensación del instante se ve alentado y lanzado hacia la eternidad como posibilidad absoluta. Por ese camino es que Kierkegaard llega a la noción de repetición que, según él, es como una expresión psicológica del instante; la repetición está vinculada la reminiscencia o al recuerdo de forma ineludible, porque al haber vivido algo que se ha escapado debido a la natural fugacidad del tiempo, algo que a pesar de seguir siendo deseado se ha escapado, a veces, se vuelve sobre ello una y otra vez con la fuerza salvaje de quien quiere retener o fijar aquello que la naturaleza niega; en el amor, en la fiesta, en los ciclos de la vida no es difícil ver esto; a lo mejor, entre otras cosas, por eso es terrible la muerte al clausurar la posibilidad de la repetición. Para Kierkegaard, la repetición contiene y devuelve la felicidad del instante, es como aquella prenda que, para alguien, no pasa de moda, es como aquella cosa antigua que, a pesar de serlo, siempre está envuelta en alegría. En la repetición encuentra Kierkegaard alguna forma o alguna posibilidad para la plenitud de la existencia porque, de algún modo, en ella descansa la capacidad que tiene el espíritu humano de unir la fugacidad de la vida concreta y la permanencia del absoluto abstracto, para llegar por esa vía al núcleo de la realidad humana, a ese punto en el cual el anhelo del absoluto se revela como imposible y a la par el ámbito mundano como aquel incierto de la diversidad de las posibilidades. Las paradojas, ambivalencias y profundas contradicciones que han ido siendo anotadas son las que colocan al hombre en su particular situación y las que lo conducen, irrenunciable e imperdiblemente, a la angustia; éste es otro tema necesario cuando se habla de Kierkegaard. Ya es momento de decir que el espíritu del romanticismo, que ha iniciado con el trabajo de Hegel y su aceptación de la controversia como algo real, llega hasta Kierkegaard, pero con él las contradicciones, oposiciones y controversias ya no encuentran una solución ni una superación, sino que al cobrar conciencia de la dimensión de ello y de la necesidad de permanecer en el ámbito mundano, Kierkegaard pierde la confianza en soluciones a través de la superación, al estilo hegeliano. Bajo esas condiciones ya puede irse entendiendo que es un hecho la aceptación de la controversia como algo imposible de resolver y superar, lo que en el fondo equivale a aceptar la primacía de la condición mundana, tales condiciones son la que sirven de puerta de entrada al asunto de la angustia en el pensamiento kierkergardiano. Percibirse a sí mismo como una realidad borrosa, disonante, distorsionada y atenazada en medio de contradicciones, sin salida posible, deviene en desesperación y angustia. Tal vez sirva de algo imaginar que Kierkegaard es como aquellos hijos menores de una casa, si se supone que esa casa es la modernidad, él sería uno de los hijos menores de la modernidad, uno de aquellos a quienes las convicciones de esa casa han llegado más débiles, o bien más distorsionadas y, por eso mismo la crisis de toda casa se revela, como en ningún otro, en estos menores; como si haber enfatizado en la vida como existencia y, también, como si haber enfatizado en la en el Cristo del cristianismo como el prototipo del existente hubiese alejado a cultura moderna occidental de sus consuelos, de sus sombrillas protectoras, de sus escenarios de reposo.

La aceptación del sentimiento romántico hasta sus últimas consecuencias y, por ende la aceptación del tema de angustia, conlleva el rechazo de la confianza racional, porque todo ello equivale a admitir que la capacidad de la razón no alcanza para aclarar los misterios que la existencia dicta e impone. Si el hombre y su existencia son ambiguos, su ciencia, como versión de sí mismo y de su mundo, debe ser también ambigua; como lo conceptual nunca es lo fiel que debiera hay que volver a lo mundano, a algo tan mundano como la angustia, porque ella no es más que la expresión concreta y cercana de aquella ambigüedad. Para Kierkegaard, entonces, un producto intelectual como la dialéctica hegeliana es un ejemplo parecido a la corrupción, en la medida en que es una síntesis espiritual de las cosas que, según su visión, dejan de lado lo mundano atendiendo y obedeciendo a un pretendido núcleo de lo humano, al artificial e imaginario seno de la esencia humana. Cuando el hombre quiere actuar y cobra conciencia de sus limitaciones para obtener un conocimiento veraz, así como de la inmensa diversidad de las posibilidades, percibe que su libertad es angustia y que su posición es vértigo; a la par de lo cual no puede renunciar a actuar, de modo que cada acto hecho en medio de la angustia y el vértigo es una decisión en la que se escoge algo, pero el hecho es que al escoger algo deja de lado un sinfín de otras posibilidades, dicho de otro modo, elegir equivale a aferrarse a algo singular, a una sola cosa frente a la abundancia, siempre presente, de otras posibilidades. Entonces, actuar es elegir y elegir, a su vez, es renunciar; si a eso se agrega que actuar es irrenunciable, será posible entender o al menos vislumbrar la relación entre las nociones de libertad, angustia y sentimiento de culpa. Abraham, el personaje del Antiguo testamento hebreo, al ser libre para obedecer o no a Yahvé, su Dios, elige frente a otras posibilidades sacrificar a su hijo Isaac, acto por el cual no dejaría de sentir, así haya sido en obediencia a Yahvé, su Dios, una incurable culpa.98 Agamenón, el personaje de la Ilíada griega, para que sus embarcaciones lleguen a salvo en el viaje de vuelta de Troya, decide obedecer a su Dios y, pudiendo no hacerlo, sacrifica a su hija Ifigenia, lo cual le acarrea un terrible destino trágico, que comienza con un incurable sentimiento de culpa. El problema del hombre surge cuando, por un lado no puede quedarse inactivo en la nada y, por el otro lado ve cerradas las puertas para el absoluto, entonces, debe quedarse en el medio condenado a optar por algo, a tomar partido, a elegir cosas parciales, fugaces y que, siendo un sí, siempre son el no de otra cosa. El hombre desespera entre su propia condición que lo encierra en una finitud irrenunciable, por lo que toda su vida es una incansable búsqueda de calma y sosiego, llegando a distintas posiciones que, para Kierkegaard, adquieren el nombre de estadios; esta noción quiere expresar una manera de entender y de actuar frente a la vida que, a la vez y de acuerdo con lo dicho, al ser escogida excluyen otras formas posibles de vivir la vida. Debe entenderse que la relación entre los estadios que Kierkegaard reconoce no es lógica ni dialéctica ni siquiera evolutiva, porque cualquiera de estos casos supondría que se está tratando con algo conceptual y, como se ha venido anotando, no es así en ningún punto de la obra de Kierkegaard, es precisamente de ello de lo que pretende escapar toda su obra. El primero, y no porque esto signifique obedecer a algún orden, de estos estadios es el estético; quien vive de acuerdo con este estadio no escoge pensando en la virtud, sino pensando en otra cosa en tanto diferente, no se interesa por vivir en lo cualitativo, sino más bien en lo cuantitativo; lo que le interesa no es la permanencia de la virtud, sino el cambio, dejar una cosa atrás y pasar a otra. El ejemplo de Kierkegaard para ilustrar este estadio es el mito moderno de Don Juan, que ha encontrado versiones literarias y musicales;99 el seductor permanece ligado al instante, para él no hay ningún proyecto ni plan, lo único para él es la conquista y la seducción que se convierte en el único principio de su vida. Ese estadio de la vida está tratado en la parte de su obra conocida como Diario de un seductor, que a su vez forma parte de un estudio mayor llamado O lo uno o lo otro.

98

En algunas de sus obras como la tesis doctoral, El concepto de ironía, El concepto de angustia, y en Temor y temblor, Abraham, el patriarca judío, en una referencia constante para Kierkegaard. 99 El Don Juan, el Tenorio, el Burlador de Sevilla, el Convidado de piedra, el Don Giovanni, todas son versiones del mito moderno, cuyo tema es el seductor.

En seguida surge el estadio ético que contrasta con el anterior, con el hombre de lo inmediato; este hombre ético representa, entonces, al hombre de la elección definitiva y que busca la permanencia y la estabilidad, como el prototipo anterior ha sido el Don Juan, ahora éste es el marido. Así como el anterior está relacionado básicamente a la exterioridad, éste lo está a la interioridad; para Kierkegaard el hombre ético lucha por eternizar el brillo y la alegría del enamoramiento en el matrimonio, deseando y peleando porque ese amor sea vivido día a día, como si fuese un nuevo amor, con esa misma ilusión, para que la fidelidad surja en ese punto. Los dos estadios anteriores, tanto el estético como el ético, en un momento dado, casi siempre fracasan y producen insatisfacción; la vida que piensa y se cifra sólo en lo exterior o en lo interior se agota, se desgasta y a veces llega a naufragar. ¿Qué queda? Cuando esto sucede, pregunta Kierkegaard, su respuesta es Dios, pero un Dios vivo, un Dios de la existencia o existente, como aquel Cristo del cristianismo por el que ha propugnado; según él, en la fe el hombre se reconoce como singular, porque así como la paradoja persiste en cualquier ámbito de la vida, también persiste en la fe, y es así porque en ella el hombre se decide a encarnar, desde su singularidad de individuo y sin más atributo, la proyección de su pequeñez y finitud hacia el tremendo e infinito misterio de Dios; en fin, la paradoja de la fe descansa sobre el hecho de que el hombre se atribuye, desde la limitación de sus atributos, la dimensión absoluta y el deber absoluto frente a Dios. El ejemplo de Kierkegaard del hombre ubicado en el estadio religioso es el Abraham del Antiguo testamento hebreo, porque hace de su vida la vivencia de la paradoja fundamental, al buscar el sentido para su vida mundana en algo que no es de este mundo.

BIBLIOGRAFÍA Belaval Yvon (comp.). Historia de la Filosofía VIII. Siglo XXI Editores. 1973. Hannay Alistair. The Cambridge Companion to Kierkegaard. Cambridge University Press. 1999. Hegel Georg Wilhelm Friedrich. Escritos de juventud. Fondo de Cultura Económica. 1978. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía II. Editorial Herder. 1986. Kierkegaard Soren. Ouevres. Editions Robert Lafont. 1993. Concluding post-scriptum. Princeton University Press. 1974. Escritos volumen I. Editorial Trotta. 2000. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Serrano de Haro Agustín (comp.). Kierkegaard vivo. Ediciones Encuentro. 2005.’ Stewart Mattheu. La verdad sobre todo. Taurus. 1998. Viallaneix Nelly. Kierkegaard, el único ante Dios. Editorial Herder. 1977.

NIETZSCHE Si es que esta Historia de la Filosofía ha buscado llegar a algún punto ¿Cuál habrá de ser ése? Si lo que se ha hecho es hacer hablar a otros en función de uno mismo ¿Quién será ese otro que nos permita hablar de la manera más cercana? ¿Quién será ese otro que al hacernos hablar reduzca al mínimo la impostura? Quizá sólo pueda ser aquél que se ha mostrado con menos tapujos, aquél capaz de mostrarse en la ira, en el cotilleo, en la burla, aquél capaz de ser tan tierno como irritante, aquél que sin pudor llenó de matices a su prosa; pero también y ante todo aquél cuya resonancia cruza la historia para ser más contemporáneo que nadie, aquél a quien los acontecimientos hasta ahora comienzan a responder, aquél que habiendo sido vago ahora comienza a ser el más concreto, aquél que desde la segunda mitad del siglo XIX fue capaz de interrogar a un porvenir lejano que, llegado este punto, se ha convertido en nuestra cotidianidad al grado que, para entendernos hoy, debemos volver a sus indagaciones. Parece como si después de poco más de un siglo de comentarios haya que suscribir lo anterior. Friedrich Nietzsche nació en Sajonia, al oriente de Alemania, durante el otoño de 1844 en una pequeña población llamada Röcken bei Lutzen cercana a Leipzig; tanto la familia de su padre como la de su madre fue de pastores luteranos. Su padre muere de forma prematura, cuando él tiene sólo cinco años en 1849, después de lo cual pasa el resto de su infancia en medio exclusivamente de mujeres: su madre y su hermana dos años menor que él, además de dos tías hermanas del padre, con quienes la viuda y los dos niños buscan protección al morir el cabeza de familia. De los quince a los veinte años permanece en la reconocida institución de Pforta, a donde han acudido algunos otros personajes importantes de la cultura germana, y donde recibe las primeras influencias del mundo clásico que serán su punto de partida; al salir de ese instituto decide estudiar filología clásica, proyecto que cumple entre Bonn y Leipzig, en lealtad y siguiendo la ruta del afamado profesor Ritschl, de una ciudad a otra. Al ir finalizando esos estudios recibe y acepta la revelación de su vocación filosófica, gracias a una entusiasta lectura del Mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. Ser muy aventajado en sus estudios de filología le vale una emotiva recomendación del profesor Ritschl para la universidad de Basilea, a donde llega a dirigir el seminario de filología a los veinticinco años, sin pasar por las habilitaciones necesarias; esa es la ocasión para que estreche sus lazos de amistad con el músico Richard Wagner y con la mujer de éste Cosima Wagner Von Bulow nacida Lizt, visitándolos con alguna frecuencia en la casa de campo que ocupan cerca de Lucerna llamada Villa Tribschen, al músico le leerá y le dedicará con mucho entusiasmo su primer trabajo serio: El origen de la tragedia en el espíritu de la música. Mientras persiste su estadía en Basilea hay un paréntesis en el que se alista en el ejército, para tomar parte en la guerra franco-prusiana, ese suceso dejará huellas profundas en él, valga decir que sus jaquecas y sus afecciones nerviosas posteriores parecen, en alguna medida, partir de acá, si ello tiene que ver con el mal que al final marca su colapso es difícil decirlo. Si se habla de lo que aún no es, pero que llegará a ser más tarde, resulta aconsejable recordar que durante este conflicto Nietzsche se entera del incendio de las Tullerías de París provocado por la Comuna, acontecimiento que hace surgir en él una gran pena, ante todo por la vecindad de este jardín al museo de Louvre, y la idea de que los comuneros son unos bárbaros e irracionales, idea que más tarde se transferirá a la cultura completa. Desde esta época hasta 1876 persiste su situación de profesor en Basilea y la relación con Wagner y su mujer, pero durante el verano de ese año se realiza el primer festival de Bayreuth, en celebración de la obra wagneriana, con ocasión de ello Nietzsche comienza a decepcionarse y a desencantarse de la figura y personalidad de Wagner debido al culto personal que se monta a sí mismo, también contribuye a esto algo que él considera como deslices de Wagner sobre temas cristianos y el desvariado culto nacionalista. Tras diez años de enseñanza en Basilea y cada vez más afectado por sus padecimientos físicos, solicita su retiro con goce de pensión, la cual obtiene gracias al amparo de su amigo Burckhardt; comienzan entonces los años de peregrinaje, en los que alterna viajes continuos buscando climas propicios para sus padecimientos: alta montaña en verano y costa mediterránea en invierno; la mayor parte de su obra es durante estos años, algunas revelaciones fundamentales como la de su

Zaratustra, la del Eterno retorno, la aparición de algunos amigos importantes, entre ellos Lou Andrea Salomé, quien da muestras de haber sido una mujer lo suficientemente excepcional para mover y conmover su sensibilidad, lo que también hará más tarde con el poeta Rilke y el psiquiatra Freud. El final de este período de creatividad explosiva llega entre el final de 1888 y el comienzo del año siguiente en la ciudad piamontesa de Turín, concretamente en la plaza Carlo Alberto, en donde Nietzsche se lanza a abrasar las patas de un caballo de tiro que acaba de ser fustigado por el cochero, después de caer inconsciente Nietzsche nunca vuelve a recuperar la conciencia que ha sido la suya. La pérdida de su identidad, diríase que fue total salvo por el hecho de que algunas veces volvió a sentarse al piano para realizar algunas pequeñas improvisaciones, como lo hacía durante su vida consciente. Después de suceso de Turín es llevado a Basilea por su amigo Overbeck, luego de ahí es conducido por su madre a una clínica de Jena que emite un diagnóstico de parálisis general. Desde entonces se quedará con su madre quien cuidará de él hasta su propia muerte acaecida en 1897, luego al cuidado de la señora Elizabeth Förster Nietzsche, su hermana, quien reside en Weimar y lo llevará allí, por eso Nietzsche morirá en esa casa durante el verano de 1900; ese inmueble albergará sus papeles póstumos y, en consecuencia, se transformará en el Archivo Nietzsche. Sobre su trabajo, antes de entrar a examinarlo, tal vez sea oportuno decir que por igual ha provocado seducción y rechazo, que ha sido igualmente amado como aborrecido, lo que puede deberse a que su mensaje depende en alto grado del estilo, es el suyo un trabajo unido a su forma de manera indisoluble e irrenunciable, es éste un estilo crítico hasta la polémica, literario hasta lo poético, fragmentario hasta lo aforístico, todos estos ingredientes lo colocan fuera de los lenguajes técnicos y especializados, de alguna forma lo ubican en una posición profana y, bajo esa apariencia aparenta, estar al alcance de todos, lo cual provoca la simpatía de algunos y la antipatía de otros. Ya en vida de Nietzsche las cosas comenzaron a ser así, sólo hay que recordar la controversia que provocó en el mundo de la filología clásica la publicación del citado El origen de la tragedia.100 Mientras algunos especialistas lo han devaluado por artificioso y literario, algunos otros, con espíritu crítico lo han valorado desmarcándose de los prejuicios. Todo ello aumenta si se considera si se considera que la obra es fragmentaria e inconclusa, además de que las publicaciones rara vez han sido cronológicas, ordenadas y completas; si a la par de esto se alinea el hecho de ha habido interpretaciones literarias y puramente filosóficas de la obra, la algarabía y la confusión crecen y se multiplican, al punto de hacer muy difícil de abarcar al fenómeno Nietzsche. Otro hecho importante que merece ser subrayado es que su pensamiento está montado sobre una serie de nociones que escapan a la referencia fija y única del concepto clásico y de la lógica que deviene del principio de identidad; nociones como el nihilismo, la genealogía, el súper hombre, el eterno retorno son expresiones que dentro de la obra de Nietzsche explotan en una diversidad de sentidos capaz de echar por tierra cualquier lógica entendida en el sentido clásico. De modo que, cuando se habla de Nietzsche, vale la pena comenzar por una teoría del lenguaje que, sin haber sido formulada como tal, sí que fue vislumbrada y formulada parcialmente por él desde aquello que su sagacidad y olfato le mostró al trabajar como filólogo;101 es preciso recordar que cuando Nietzsche produce sus primeras obras todavía se desempeña como director del seminario de filología en la universidad de Basilea. Lo primero para reconocer debe ser algo que tiene que ver con la ruta de su pensamiento, como se sabe desde la propia biografía, el interés de Nietzsche por la Filosofía está marcado por la influencia, primero de Schopenhauer y después de Wagner, en esa medida las nociones básicas han sido, por un lado la voluntad y por el otro la música; ahora bien, al ser así las cosas, Nietzsche adquiere independencia de sus originales inspiradores y fuentes, en la medida en que va tomando una posición propia frente al lenguaje; si la ruta de sus primeros trabajos ha sido la que va de la 100

En efecto, al publicar El origen de la tragedia Nietzsche se hizo acreedor a un feroz ataque que giró en torno a dos visiones distintas acerca de la Grecia antigua, proveniente de un condiscípulo suyo de la filología, el conocido Wilamowitz-Moellendorf. 101 La expresión usada por Michel Haar para nombrar esto es: La maladie native du langage, en castellano: La enfermedad originaria del lenguaje en su estudio llamado Nietzsche et la metaphisique. Editions gallimard. 1993.

voluntad schopenhaueriana a la música wagneriana pasando por la naturaleza; la segunda ruta que va marcando su independencia es la que va del lenguaje a la retórica pasando por el arte. Así es como Nietzsche va descubriendo los puntos de contacto entre la fuerza inconsciente y creativa del arte y la fuerza semántica diversa de la palabra estudiada por la retórica y su objeto: los tropos.102 Nietzsche parece encontrar en la retórica una posibilidad de método que no sea la lógica, por la cual seguramente nunca sintió simpatía ni con la cual llegó a sentirse cómodo; parece como si su innegable vocación por el arte lo hubiese guiado por esos rumbos. La oposición entre la retórica (tropo) y la lógica (silogismo) es una nueva visión de la oposición original en la obra nietzscheana entre lo dionisíaco y lo apolíneo, entre las fuerzas divinas provenientes de Dioniso y de Apolo; el hecho es que dichas así las cosas quizá no se alcanza la verdadera dimensión del argumento, en la medida en que lo que interesa alcanzar es la comprensión de que, por esa orientación, Nietzsche emprende una especie de revisión de todo cuanto ha fundado la actividad intelectual hasta entonces. Nietzsche, con su vocación por la retórica, se opone o al menos busca una alternativa diferente a la lógica formal; si la lógica y la sistematización aristotélico-escolástica ha sido el fundamento de la actividad intelectual, Nietzsche se permite dudar de ello. Según Aristóteles y la lógica, la relación entre el término que nombra y la cosa nombrada, para cobrar sentido, debe transitar necesariamente por el concepto; en cambio para Nietzsche esta relación, cuando menos, deja de ser necesaria y, para él, la mejor muestra de esto es la existencia de los tropos. En todo caso, pareciera como si el concepto existiese en función de una capacidad de mostrarse como una fuerza de semejanza, una capacidad de mostrar una cierta semejanza entre una palabra dada y una cosa dada; en cuyo caso y dado lo cual, bien podría afirmarse que la metáfora (y en general el tropo), puede ser considerada como fundamental y previa y, por eso mismo como la fuerza de semejanza sobre la cual se funda el propio concepto. Nietzsche confía en que el tropo es más originario que el concepto, ante todo porque al escapar de las estructuras fijas está más en consonancia y en armonía con lo real; para él, la retórica es una ruta genealógica, porque es por ahí que decide buscar la constitución de lo presente desde el origen, pero eso sí hay que decirlo, por una ruta de deconstrucción; Nietzsche ve claro que la retórica construye en la medida en que es desmontable, en la medida en que por ella es desmenuzable el lenguaje conceptual, aquél de la representación. Entonces, dado lo anterior, hay que entender que el lenguaje para Nietzsche no está hecho de signos que capturen o encierren esencias; el debió pensar que las palabras deben ser como minúsculas obras de arte creadas por la civilización, como si la cultura funcionase más por una semejanza de tipo metafórico. De ahí que el tema fundamental para Nietzsche sea el asunto que tiene que ver con el anhelo o el afán o el esfuerzo por escribir una filosofía capaz de escapar de la tiranía del concepto; el suyo es un pensamiento que parte de la crítica al lenguaje103 y del propósito por encontrar una forma de expresión leal a esa crítica, acaso pueda llegar a decirse: del propósito por transferir y diferir la Filosofía de lo conceptual hacia una cuestión de estilo. A partir de ese espíritu crítico, que hasta aquí sólo ha sido tratado en cuanto al lenguaje, es que Nietzsche llega al convencimiento de que el nombre de hombre sólo lo merece quien es capaz de interesarse y de asomarse al caos, sólo quien es capaz de sentir deseo por el caos y de dar la cara al conjunto de los impulsos sin temor a que éstos sean incontrolados; ésta es la plenitud de afirmación que sin ser algo claro ni organizado Nietzsche llama voluntad de poder. Como contrapartida de lo anterior, será débil quien no sienta el deseo ni tenga la capacidad de afrontar este caos, quien se reduzca a buscar cobijo bajo un ideal de simplificación, de ambición o bienestar en donde todo parezca claro y controlado; de manera que la denuncia de la diversidad 102

De acuerdo con la retórica los tropos del lenguaje son tres: la metáfora, la sinécdoque y la metonimia, las diferencias entre ellas es tan sutil como sólo pueden serlo los productos derivados del lenguaje y de su más honda naturaleza; Nietzsche debió ser muy hábil en este campo no sólo por su natural y obvia vocación por el lenguaje, sino también por su trabajo de filólogo. 103 Descripción de la retórica antigua. Historia de la elocuencia griega. Introducción a la retórica de Aristóteles son algunos de los trabajos de la juventud de Nietzsche que dan cuenta de este itinerario suyo; los mencionados aquí están reunidos en castellano en un volumen llamado Escritos sobre retórica a cargo de la dirección del profesor Luis Enrique de Santiago Guervós. Editorial Trotta. 2000.

desbordante y anárquica del caos, frente a la valentía de quien tiene el deseo de afrontarla será el motor que ponga en marcha al aparato nietzscheano. Como es natural, el punto con que primero se encuentra esta búsqueda es con el estado de cosas o situación contemporánea, y lo primero que encuentra es aquello que puede ser nombrado a través de la palabra crisis y, a su vez, el particular nombre de esta crisis en Nietzsche es nihilismo. Hay que decir que, en tanto la vocación del trabajo nietzscheano es filosófica, el nihilismo, a pesar de ser contemporáneo y de ser sensible ahora, ha estado presente y en trance de maduración constante durante toda la historia de Occidente. Para Nietzsche, el nihilismo, además de ser algo presente, es también algo que ha acompañado a la cultura de Occidente bajo la etiqueta del sentido de la decadencia, algo así como la conciencia histórica que se dirige a su propia vejez, la continuidad del único sentido hacia su propia caída. Quizá la forma más sencilla para apreciar este nihilismo durante el transcurso de la historia sea la vuelta de la atención al fenómeno del escepticismo frente a lo implantado, la actitud descreída, la erosión con capacidad de socavar; ejemplos de esto no faltan desde la Grecia clásica que fue socavada por la barbarie macedónica de un joven príncipe de nombre Alejandro y la posterior cultura alejandrina y helenística; así como la fuerza del Imperio romano fue socavada por la fragilidad cristiana; así como más tarde la novedad y la vitalidad del renacimiento fue socavada por la novedad reformista. De acuerdo con la posición de Nietzsche el nihilismo es algo comparable al ocaso o, quizá más aún, comparable al eclipse, una postura que él traduce al cansancio o, quizá más aún, al hastío provocado por las respuestas que el hombre es capaz de darse a sí mismo y también por todo aquello que el hombre es capaz de obtener de su relación con el mundo, al punto de que el bien y el mal dan lo mismo, al punto de que la verdad y la mentira dan lo mismo, como si Nietzsche quisiese reflejar un momento final en el que la resignación, la entrega y la renuncia a luchar fuesen la actitud general; como si llegado este momento en la edad de Occidente todos los afanes, esperanzas y anhelos se hubiesen ido con el tiempo. La lucha por hacer de la razón la cualidad predominante ha dejado a Occidente desgastado, al punto en que Nietzsche identifica que lo más importante en su época es el augurio de un porvenir poblado de una especie de conformismo y, hasta de algo parecido a la satisfacción, al estar paralizado en el extravío del conformismo. Haber perseguido la fijeza y la estabilidad con tanto empeño e ilusión, y a la par advertir que ha resultado inalcanzable deja al hombre en la pasividad, cobrar conciencia de la felicidad de la certeza ha sido una ilusión transporta al último hombre a la nada. Para explicarse a este último hombre, acaso sea útil recurrir al mito del pecado original o, quizá mejor deba decirse de la culpa heredada y acumulada, porque el nihilismo es la voluntad que ya no puede ni quiere desear como consecuencia de que su herencia ha sido un esfuerzo continuado y milenario por negar la vida; la herencia del hombre occidental ha sido un conjunto de esfuerzos y artificios tendientes a inventar un mundo diferente a la vida, este herencia le ha entregado al hombre moderno un mundo verdadero pero sólo formalmente, como si al final de tanto afán intelectual la cultura de Occidente, al definir el bien, la verdad, la felicidad, la estabilidad, la unidad, sólo hubiese logrado difamar a la vida; de modo que la ciencia al ser formalmente coherente y veraz sólo lograse llegar a la falacia y al disparate. La ruta del nihilismo, entonces, ha sido el camino por medio del cual se ha dado crédito al logro formal de la conjetura y, paralelamente, la vida ha ido precipitándose cada vez más en un abismo de descrédito, para que el todo vaya gradualmente quedando eclipsado tras el artificio aparente y fabricado de la razón lógica, de la ciencia práctica, de la razón moderna. Denunciar el nihilismo es algo que sucede de forma pareja con el estallido de la lógica de la identidad, pensar con la cabeza puesta en la eliminación, en la superación, en la sublimación, en la transfiguración de las contradicciones ha sido el camino de destrucción y la negación de la vida, acaso por ello residir en la afirmación consiste, en lugar de ir hacia desear la nada, más bien el corregir el rumbo e ir hacia nada desear.104

104

La parálisis nihilista puede verse en la crisis que nos hace hablar de derechos del hombre, de respeto al otro, de bioética, como si quisiésemos salvar desde lo más general de lo ético el rumbo de una ruta que nos ha traído a la nada. Alain Badiou en su trabajo L’ethique toca estos temas. Hatier Editions. 1993.

Para reorientar las cosas en busca de una salida a este escenario de nihilismo, el hombre tendría que renunciar al síntoma visible de su mal, es decir a renunciar al desear la nada y llegar al punto de no tener voluntad en absoluto, porque bien entendidas las cosas, toda voluntad es voluntad de poder. Todo este diagnóstico radical de un tiempo ingrato llega, en tanto el impulso que lo conduce es filosófico, a un escenario que Nietzsche llama genealógico, pero que el nombre no llame a engaño, porque ya no interesa buscar el origen en sí mismo, en cuanto tal (eso sería una especie de traición al diagnóstico anterior), es decir no para indagar en torno al origen del bien, de la verdad o del valor, sino más bien para señalar o para sugerir que no hay un bien o una verdad o un valor que sean originarios ni limpios ni inmaculados, porque lo que hay en el origen de todo es un interés. En lugar de indagar por el origen del bien, Nietzsche se pregunta por si el bien está en el origen, por el bien en un estado prístino de limpieza o de pureza habita en el origen. Llegado este punto parece preciso darse cuenta de que nunca antes se habían formulado indagaciones como éstas, la inercia de la Filosofía había mantenido el curso de las preguntas por un rumbo ajeno al que Nietzsche formula; algo así como si el método de la Filosofía hubiese sido recibir la estafeta, portarla para luego entregarla sin juzgarla, mientras la diferencia con Nietzsche fuese que él al recibir la estafeta estuviese interesado sólo en juzgarla, para luego estar sólo interesado en botarla, en despreciarla, en deshacerse de ella; por eso su pensamiento y la arrebatadora obra que lo contiene se parece tanto a un acto de renuncia y, sobre todo de ruptura. De acuerdo con tales señas de identidad, la respuesta de Nietzsche a la cuestión de si el bien, en estado de estable pureza, ha estado en el origen debe decir: nada de lo que parece haber habido en el origen pudo corresponder a un en sí, a una esencia estable e igual a sí misma. Ya se sabe o debería irse sabiendo que Nietzsche le declara la guerra a la lógica, al considerarla como un artificio destinado a lograr que las cosas se sometan a un orden, a una necesidad, a la vía imperdible de la identidad consigo mismas. Esta forma de indagar acerca del origen es lo que debe entenderse como genealogía dentro del marco del pensamiento de Nietzsche, lo cual, si se intenta llegar más allá, significa que para él la genealogía es una suerte de camino de destrucción de cuanto ha sido construido ilusoriamente, una cierta ruta seguida para desmontar aquello que ha sido armado como un montaje. Conocer, juzgar y hasta pensar ha sido usar un esquema y, es preciso entender que usar aquí quiere decir reconocer para asumir otra vez, en la medida en que previamente ha sido trazado; seguramente, la historia de la lógica se parece más al camino de repeticiones de todas las veces que ha sido asumido, que al camino ascendente o gradual de una evolución. Por esa idea de la lógica y de lo que, también para el racionalismo, deriva de ella es que la idea que Nietzsche tiene de genealogía no es la de buscar un punto de partida para, a partir de allí, buscar una ruta de construcción ¿Qué es lo que hay para construir, a través de una ruta que ha sido sólo la historia de una de la repetición o de una reiteración? Para Nietzsche, al contrario, la genealogía es una ruta de destrucción de aquello que se ha confiado en haber construido, otra manera de decirlo puede ser, la genealogía nietzscheana es el camino usado para desmontar aquello que ha sido montado ilusoriamente, de aquello que ciertamente sólo ha sido la construcción de una especie de fachada. El esfuerzo de Nietzsche llega al punto de meterse con ciertas nociones psicológicas y básicas para la cultura de Occidente, como el yo, la persona, el individuo, nociones como éstas en las cuales se ha buscado o se ha querido ver cierto sedimento, sustrato, fundamento, o bien cierta identidad sustancial. Quizá el origen lingüístico de su formación como filólogo y, en consecuencia, el origen lingüístico de su Filosofía le permiten a Nietzsche ver, en relación con las nociones anteriores, concretamente en relación con el yo, que su realidad no corresponde a la sustancialidad que se ha creído, sino más bien que el yo es una realidad lingüística; de algún modo, la expresión de esto podría comenzar diciendo que la convicción de Nietzsche está, antes que en la realidad de una sustancia, en la realidad del lenguaje; acaso aquí vale la pena hacer un pequeño alto para volver por un momento a la lógica y recordar que ella parte de la sustancia o esencia contenida en el concepto para construir un método hacia la verdad, en un esfuerzo incesante por borrar las ambigüedades del lenguaje; mientras que a Nietzsche le ha interesado desde el comienzo aceptar y valorar estas ambigüedades. Por ahí vale la pena intentar entender la primacía de la realidad lingüística sobre la realidad de la sustancia o de la esencia, por ahí, en consecuencia, cabe la comprensión de que el yo, como esencia nuclear, no es quien ejerce el pensamiento, como pudo haber creído y querido transmitir Descartes,

sino más bien es el pensamiento el que a veces puede decirse que viene a mí; el pensamiento no vive en mí, como pudo desearlo Descartes y la modernidad, sino que de forma precaria, imprecisa e intermitente el hombre recibe la visita del pensamiento, eso sí, siempre e invariablemente, de un pensamiento envuelto, investido y revestido de las ambigüedades del lenguaje. El rompimiento de Nietzsche con la modernidad parte, entonces, del desacuerdo con su más profunda convicción, es decir que el filósofo sajón no suscribe aquello de que la percepción que el hombre tiene de sí mismo como sustancia sea la condición necesaria para percibir el mundo. Finalmente, el paso a la moral deviene y arranca de lo que ha sido dicho en torno a la genealogía; de modo que si la lógica ha sido un esfuerzo por borrar el mundo, por borrar la contradicción haciendo aparecer y brillar la identidad; el valor moral, en tanto idea y sustancia abstracta, debe considerarse como hijo de este proceso de impostura; a lo mejor Nietzsche, que conocía tanto y tan bien a los griegos antiguos pudo haber dicho: la virtud se ha convertido en valor una vez que el saber se sistematiza bajo el manto de la lógica; ésta no es una expresión de Nietzsche pero, de alguna forma, expresa la orientación de su pensamiento. Una vez que se llega a la moral el tema es el sentido de los ideales, el sentido de los valores que Nietzsche ve, no en el bien, sino en el resentimiento, es decir en la actitud de aquel que ha incurrido en lo peor, en la actitud del hombre moderno que carga con la culpa milenaria del racionalismo, con la culpa de quien ha sido hostil contra sí mismo al negar su naturaleza y al negar también la naturaleza del mundo. De lo que se habla, en suma, es de la humanidad establecida en el nihilismo, de la humanidad moderna y resentida; a partir de ahí es que se ha otorgado al trabajo de Nietzsche un cierto valor cercano a lo profético, porque es claro que las características que él pudo ver durante la segunda mitad del siglo XIX no habían alcanzado el extremo al que ahora han llegado, y no obstante él pudo formular una crítica radical, que nos parece ir adquiriendo cada vez más actualidad. Sin embargo, Nietzsche no se conforma con el tono profético que permite considerarlo actual hoy; a su modo y a través de un lenguaje oracular él pretende hablar, más que del futuro, del destino de Occidente; la fórmula para ello, de cierta manera, es el súper-hombre y el tono es el ya sabido y contrario al optimismo por el progreso. Para llegar al súper-hombre Nietzsche parte de lo dicho: del hecho de que el nihilismo ha instalado al último hombre sobre la escena, frente a lo cual habría que entender que el súper-hombre ya no es el hombre, a éste lo mato el nihilismo y todo aquello que lo ha provocado, como el racionalismo, el cristianismo, el humanismo, por lo tanto al súper-hombre ya no le interesará todo lo que ha inquietado al hombre moderno ni dentro ni fuera de sí, no habrá de estar interesado por encontrar la esencia de sí mismo, como tampoco habrá de estarlo por encontrar la equidad ni el equilibrio ni la proporción entre todos los hombres, la humanidad nivelada no habrá de ser el afán que lo inquiete. Nietzsche al hablar de Zaratustra no hace de él el súper-hombre, él sólo es su profeta; y, de acuerdo con su lenguaje ambiguo y plagado de metáforas, sugiere que el súper-hombre ejercerá una forma de poder lo más alejado que pueda imaginarse al dominio, a la posesión, a la riqueza, a la maniobra política, según las ha entendido la visión moderna; de modo que al dominar el súper-hombre dominará alguien que se encuentre entre los esclavos. Sin embargo, Zaratustra, al hablar del súper-hombre lo determina como alguien poderoso, pero en la austeridad, en la sobriedad, en el aislamiento, en su falta de temor a la soledad, en la dulzura; su ámbito o su campo de acción debería ser parecido o cercano a un reino secreto, por momentos cabe imaginarlo como el hombre más alejado del activismo político. De modo que su influencia tendría que ser una especie de influencia indirecta, su acción puede imaginarse como una suerte de acción solapada; su interés real será crear, caminar hacia un propósito nuevo y, por ello, del todo desconocido para los hombres e incluso inimaginable para los hombres, la fuerza de su gobierno descansará sobre la posibilidad de que lo más cierto es el camino y sobre el hecho de que su fin creativo pueda convertirse en destino. Al hablar del súper-hombre en este tono, lo primero en lo que se antoja pensar es en el arte y en el artista y, también claramente, en que la obra de Nietzsche coloca por encima el arte y por debajo la verdad ¿Por qué el arte sobre la verdad? Una vez que se llega al punto enunciado por esta pregunta parece irse cerrando el círculo, de manera que es necesario, para responderla, volver al inicio de las inquietudes que, por vía del lenguaje, guiaron a Nietzsche de la filología a la Filosofía.

Entonces, la respuesta a ¿Por qué el arte sobre la verdad? Debería girar en torno a que en la metáfora está vivo lo que en el concepto ya está podrido. Acaso, el punto en donde están más claros los motivos de por qué primero el arte es La gaya ciencia y en el Origen de la tragedia, porque para Nietzsche lo trágico no es triste, sino que es una especie de estado de gracia,105 como el punto más real de todo cuanto compone a la realidad, el estadio más alto de o afirmativo; es decir, y para volver sobre lo mismo una vez más: como si lo trágico fuese aquello de lo que el hombre moderno hubiese querido escapar, lo que hubiese querido eludir, lo que hubiese querido olvidar. Es importante recuperar la idea de que, en Nietzsche, lo trágico en lugar de ser negativo es lo que mejor ejemplifica a lo afirmativo, y con esto se quiere decir lo que menos se espera: que la aceptación de lo trágico es el punto más alto o, más bien, la mejor ocasión para la alegría; y la razón para ello es la que ha sido sugerida relacionada con que el mejor modo de llegar a la tristeza es negar lo real y, a la par de esto, el hecho de que nada es tan real como lo trágico. Según Nietzsche es preciso entender que no hay frustración ni traición mayor para la voluntad que se afirma en su propio destino, que negarse a aceptar la realidad como lo trágico, por eso cuando se habla del eterno retorno, como el último mensaje del pensamiento nietzscheano, debe entenderse que alude a una especie de círculo roto y nunca perfecto, porque al aceptar la realidad como un destino trágico, este círculo lo es, pero de algo como el desorden, como el caos, como la asimetría. Si fuera posible decir algo atrevido y que, a pesar de ser así, conservase su sentido habría que decir que la pretensión del eterno retorno es una pretensión de perspectiva del todo, pero ese todo es inconcluso porque lo que incluye es el deseo y, ya se sabe, lo principal del deseo es lo que falta, precisamente, lo inconcluso. Debido a lo anterior es que no puede ni siquiera intentarse o pretenderse una demostración de la doctrina de Nietzsche, ésta pretende un implante, porque decir imposición sería una exageración, de otra idea de historia, una historia que desdeñe, desprecie y deseche al yo-centro-núcleo para que aparezca el yo-destino. Finalmente Nietzsche persigue que lo anotado en su obra sea como el final de una fiesta de carnaval, que sea como aquel momento en el cual caen las máscaras, aquel momento en que las máscaras ya no sirven para nada. Al final, acaso quepa decir lo siguiente, un poco para terminar con el tema que fue el inicio: que, en el lenguaje, Nietzsche formuló una Filosofía literaria dentro de la cual él funciona como una suerte de personaje; y es que el lenguaje no puede perseguir la muerte del principio de identidad sin que algo de sí muera también; con Nietzsche el lenguaje logra, en cierta medida, romperse a sí mismo, como si renunciase o llegase al convencimiento de que nombrar lo que ha sido su pretensión es imposible; Nietzsche es un experimento llevado al extremo de la autodestrucción. Si lo anterior es cierto con relación al lenguaje, del mismo modo resulta cierto con relación a él como personaje: Nietzsche al sostener una postura crítica con relación al cristianismo, al racionalismo, al hegelianismo, en tanto punto más alto del racionalismo moderno, llegó al convencimiento de que todo eso es lo que, finalmente, constituye a todos, en tanto hombres modernos; frente a ello, él parece haber advertido que destruir todo aquello lleva implícita la autodestrucción y, además, no parece haberse amedrentado ante este horizonte. Siendo de tal manera las cosas y de acuerdo con lo dicho, la vida de Friedrich Nietzsche ha sido una vida vivida conforme a lo que él mismo llamó una alegría trágica.

105

Y nunca mejor dicho que con una expresión religiosa, porque hay que recordar que la tragedia para los antiguos griegos era exactamente eso: una experiencia religiosa.

BIBLIOGRAFÍA Bataille Geroges. Sobre Nietzsche, voluntad de suerte. Taurus. 1989. Belaval Yvon (comp.). Historia de la Filosofía VIII. Siglo XXI Editores. 1973. Cacciari Massimo. Desde Nietzsche, tiempo, arte, política. Editorial Biblos. 1994. Colli Giorgio. Introducción a Nietzsche. Pretextos. 2000. Fink Eugen. La Filosofía de Nietzsche. Alianza Universidad. 2000. Haar. Michel. Nietzsche et la metaphysique. Gallimard. 1993. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía II. Editorial Herder. 1986. Jaspers Karl. Nietzsche, Introduction a sa Philosophie. Gallimard. 1989. Klossowski Pierre. Nietzsche y el círculo vicioso. Arena libros. 2004. Löwith Karl. Nietzsche, Philosophie de l’eternel retour du meme. Fayol. 1995. Nietzsche Friedrich. Ouevres I, II. Editions Robert Lafont. 1993. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Salazar de León Rogelio. Legajo anudado, Nietzsche con-vertido y re-vertido. F&G Editores. 2007. Stewart Mattheu. La verdad sobre todo. Taurus. 1998. Vattimo Giani. El sujeto y la máscara. Ediciones Península. 1989

BERGSON Desde el fin de la ilustración el escenario de la Filosofía ha sido dominado por las sombras proyectadas por Kant y Hegel; ellos desde la razón sometida a una crítica proveniente de sí misma, o bien desde la razón histórica han dominado el escenario filosófico del siglo XIX, ya sea para estar de acuerdo con ellos o para oponerse a ellos su presencia ha sido innegable. Henry Bergson es un personaje que, sin negar el afán metafísico, trata de desmarcarse de la influencia que han tenido las dos figuras referidas sobre el panorama decimonónico; él nace en Francia en 1859, a la que encuentra desgastada políticamente y desorientada entre los optimismos positivistas y las influencias extranjeras. Bergson mismo es una combinación rara en Francia: hijo de un compositor y músico polaco, de una madre inglesa y educado dentro de la ortodoxia del judaísmo; con su madre siempre mantuvo la comunicación en lengua inglesa, además de que la literatura científica de la época, proveniente mayormente de Alemania, también la lee en inglés. Hombre reservado, pudoroso y elegante, virtudes que nunca lo abandonaron y que siempre mantuvo en alto grado, estudiante destacado desde joven; su aureola de seriedad llega hasta la prosa en que redacta su obra, lo cual, de alguna forma, obedece a una cierta tradición francesa, a través de la cual la prosa filosófica producida en esa lengua ha sido tradicionalmente virtuosa. Bergson hace uso de una lengua sencilla, interesante, cargada de sutileza y brillo, tornasolada en la simpleza, más capaz de desmenuzar que de grandilocuencias; su ejercicio en la escritura es realmente admirable, al punto que en 1927 es reconocida con el premio nobel de literatura. Más allá de las menudencias de su lengua o, más bien dicho, a través de ellas Bergson ensaya decir y llega a comprobar que la metafísica, a pesar de estar agotada, no ha muerto porque todavía es posible hablar de ella desde dentro de asuntos y temas reales, más allá de solamente citar su historia o de reiterar el aparato conceptual acumulado. Sencillez, precisión, seriedad son las premisas para una obra que se toma su tiempo y que decide decir algo hasta estar segura de que tiene algo para decir, en obediencia al orden de los hechos exteriores de un mundo material, pero también en obediencia al orden interior de los hechos de la conciencia. El acercamiento de la metafísica y de la experiencia es el principal intento y propósito de Bergson, y ése es un camino que él comienza a recorrer a través de la intuición, pero lo importante es tratar de entender ¿Cómo lo hace? ¿Cómo se articula metafísica, experiencia e intuición? Para comenzar a responder eso, quizá ya se haya dicho algo cuando se aludía a su lenguaje, en la medida en su estilo subsiste y se despliega en tanto lo poético combate a lo conceptual llegando, a través de estas maneras, al descubrimiento más importante para él y al que llamó simplemente: la duración, este hallazgo debe entenderse como una vuelta hacia sí mismo; Bergson entiende que la costumbre más arraigada es aquélla de considerar al mundo como exterior, pues la duración para él depende de la toma de conciencia de esto y de que en ello algo falta, es decir el elemento interior; como si dijésemos que el ser no precede al estado de cosas que lo revela. Cuando el hombre encuentra eso, que a lo que más parece asemejarse es a un encuentro, no sólo halla su equilibrio y su libertad, sino que también abre la puerta a esa clave para el pensamiento bergsoniano que es la duración; ella, entonces, equivale a una toma de conciencia cuyo contenido está en la consideración de que el mundo como algo exterior de poco sirve y poco cuenta sin ese elemento interior que, combinado con aquél, determina el montaje del estado de cosas. A partir de esto y por esa vía es que Bergson va llegando cada vez a niveles más profundos, eso es lo que significa respecto a lo anterior el estudio suyo titulado Materia y memoria, en el cual se ocupa de enfrentar los problemas planteados por la percepción y por la conciencia, en tanto capaz de memoria, finalmente, para tratar de hacer patente la realidad del espíritu o del alma en sus relaciones inexcusables con el cuerpo. El anterior descubrimiento de la duración, aquí se transfigura en una especie de sistema de variaciones o, incluso quizá, en una especie de sistema de oposiciones entre la ausencia que es el pasado frente a la ausencia que es el futuro y, además también, entre todo lo anterior y la consideración de la totalidad que es el presente; de modo que entre tales dimensiones es espíritu ya no puede ser un flujo independiente ni suelto, sino de cierta forma una conciencia atada entre los límites establecidos por el recuerdo y la proyección.

Desde el inicio de Materia y memoria, Bergson trata de fijar lo que entiende por imagen a través de una suerte de definición que él sabe que es atípica y por eso difícil de aceptar, la razón de su dificultad se descubre más tarde cuando el autor pide al lector que, para seguirle, renuncie a sus hábitos intelectuales. El problema para seguirle, en todo caso, parece radicar en la sutileza con que Bergson intenta huir de los riesgos y de los hábitos de la representación, según él, hacer de la materia algo solamente destinado a la representación y a sus escenarios es ingenuo y hasta equívoco, porque la representación deviene en la única posibilidad de reflejo de aquello que la ha provocado. En esa medida y para escapar de esa dictadura de la representación es que Bergson prefiere hablar de imagen y de ella como de una existencia, como de una forma de existencia que, de acuerdo con la sutileza del lenguaje, resulta algo menos ambicioso de aquello que el idealista quiso producir al reproducir en la representación el mundo de las cosas; como si la imagen al ser menos ambiciosa ocupase una posición a medio camino entre la cosa y la ambiciosísima representación. La fuerza de la imagen de Bergson está en que proviene de una percepción considerada de forma distinta a como la ha considerado la epistemología clásica de la modernidad, toda aquélla proveniente de Descartes; para Bergson la percepción se origina en las dualidades y en las luchas introducidas por su original noción de duración, es decir que la precepción, según él, dispone del espacio en la medida en que también dispone del tiempo, por lo que la representación ha funcionado durante la modernidad como es escenario que ha hecho necesario y puesto en evidencia la urgencia de la imagen-existencia.106 Pero el elemento determinante para definir la duración es la memoria (no es fortuito que el estudio en cuestión se llama Materia y memoria) y su importancia descansa sobre el hecho de que la memoria es algo vivo y no un depósito inerte de cosas o de circunstancias del pasado y, al estar viva, es cambiante pudiendo ser más o menos elástica, pudiendo cambiar de ritmo ralentizándose, o bien acelerándose, pudiendo adoptar el compás de la vigilia o el del sueño y el de todos los términos medios entre ellos, por eso y aunque suene falso o, al menos, improbable es que memoria está tan íntimamente vinculada a la duración. Pero más allá de lo anterior, esta duración que se impone a las formas y a los ritmos del pasado como a las perspectivas y las expectativas del porvenir, al ser así, otorga consistencia a la vida humana, además de que también tiene otra forma de manifestarse, valga decir: cuando está fuera de la conciencia, cuando ya no es conciencia, cuando se esparce o extiende hacia la vida, hacia el mundo, hacia la naturaleza e, incluso y cómo no, hacia la sociedad humana; la misma vida del mundo es sobre todo duración; todo lo vivo está sujeto e inundado por una especie de vitalidad cuya señal de identidad es un impulso irrenunciable que, a su tiempo, hará surgir tanto la materia como la inteligencia. De esta forma Bergson pasa de la duración considerada en la conciencia a considerarla en el ámbito exterior como Evolución creadora.107 Si la breve exposición en torno al pensamiento bergsoniano ha sido capaz de capturar en mínima medida algo de lo que postula, se entenderá que después de él, los avances de la ciencia y los anhelos del positivismo no bastan para negar la postura, las visiones y los alcances de la metafísica, tampoco basta para negar o, más bien dicho, para desacreditar la atención hacia lo inefable ni bastan para eludir u olvidar el poder de elucidación y la capacidad de ir más allá en el análisis del talento de escritor, aunque en esto, ya se sabe, la Filosofía francesa ha sido una continuidad de renovación una y otra vez. Si el existencialismo francés llegará a ser algo cualitativamente diferente de lo que llegará a ser la fenomenología alemana es porque, de alguna forma, la presencia de Bergson gravita para diferenciarlos, aunque de hecho, no puede decirse en sentido estricto que alguien haya sido su discípulo. En suma, es preciso reconocer que hablar de Bergson equivale a referir tres nociones básicas, éstas son: la duración, la memoria y el impulso vital, en alguna medida, las tres son distintos rostros de lo mismo, ésta es de cierta forma la trinidad de Bergson.

106

El punto en donde se encuentra trabajado este aspecto de la obra de Bergson con más detenimiento y calado es el estudio acerca del cine: Cinema image et cinema mouvement que hace Gilles Deleuze. Editions de Munuit. 1996. 107 Éste es el nombre del siguiente trabajo de gran aliento y profundidad escrito por Henry Bergson, se entiende que al engancharse con el anterior conforman una suerte de corpus.

Mientras la duración determina, en una virtualidad que mucho se parece a lo posible, aquello que difiere de lo mundano y que, acaso pueda llamarse naturaleza; la memoria se muestra como es escenario en donde la imagen abarca todos esos niveles y grados de diferencia y pluralidad conservando su virtualidad;108 y, finalmente, la tercera noción de impulso vital se relaciona con la puesta en acto de toda aquella virtualidad que antes, en las dos nociones anteriores, se ha mostrado como posibilidad y como existencia; siguiendo una línea que, al pasar por todos los grados de lo que evoluciona, se va dando forma, se va creando a sí misma. Eso es lo que tiene para decir Bergson y parece ser importante, porque pretende liberar al hombre de sí mismo, de las cadenas del antropocentrismo y del humanismo que ha encarcelado al hombre de la modernidad en tantos rasgos obsesivos; Bergson parece querer decir o, más bien, postular que al pensar el hombre es capaz, más allá de descubrirse a sí mismo, de descubrir que algún parentesco lo une al cosmos.

108

No debe perderse de vista y debe tomarse en cuenta que la memoria, en el sentido bergsoniano, ya no es un escenario de representación, sino más bien un escenario de existencia.

BIBLIOGRAFÍA

Belaval Yvon (comp.). Historia de la Filosofía IX. Siglo XXI Editores. 1973. Bergson Henry. Matter and Memory. Zone Books. 1991. La evolución creadora. Colección Austral. 1985. Deleuze Gilles. El bergsonismo. Cátedra. 2002. Cinema image, Cinema Mouvement. Editions de Minuit. 1996. Hirschberger Johannes. Historia de la filosofía II. Editorial Herder. 1986. Rabade Romeo Sergio. La razón y lo irracional. Editorial Complutense. 1994. Stewart Mattheu. La verdad sobre todo. Taurus. 1998.

EDAD CONTEMPORÁNEA (CONTINUACIÓN) PENSAMIENTO INSULAR La distinción de la que se ha hablado al comienzo del período moderno dada entre el pensamiento inglés y el pensamiento continental, de alguna manera, persiste una vez que se ha llegado al siglo XX; claramente, aquí ya no se puede hablar de que el racionalismo cartesiano se ha dividido o bifurcado en empirismo cuando se habla de Filosofía en inglés, e idealismo subjetivo cuando se habla de Filosofía expresada en francés, alemán o cualquier otra lengua del continente, como habría sucedido durante el siglo XVII. Después de Kant, Hegel y la crítica posterior los temas y la caligrafía son otros. Llegados hasta aquí cabe hablar, por ahora, del lado del pensamiento expresado en lengua inglesa, de aquello que se ha llamado positivismo lógico y lógica simbólica; los filósofos más representativos de estas corrientes desde la primera mitad del siglo XX son Bertrand Russell y George Edward Moore quienes, aunque parezca raro y sea inverosímil, comenzaron siendo idealistas para poner luego, más pronto que tarde, en cuestión dicha elección. Al menos, quizá, en el caso de Russell esa temprana vocación idealista se debió a que inicialmente había recibido una formación matemática109 orientándolo hacia una especie de platonismo que defendía un carácter imaginario para los números y para las proporciones matemáticas, más tarde abandonará esa postura para aprovechar los recursos de la lógica simbólica de filiación matemática e intentar demostrar, a partir de ello, que a la ontología sólo le interesan los objetos que ostentan una presencia natural. La ruta de Russell ha sido, entonces, la de escapar decididamente en dirección a lo objetivo, y este gesto debe entenderse como una señal de identidad de esta escuela, además también de entenderse 109

Situación que no dejará de marcarlo personalmente, así como también de marcar al movimiento posteriormente.

como un punto de encuentro, porque Moore comparte plenamente esta orientación de Russell; a veces y a ratos pareciera como si, en lugar de ir hacia el objetivismo, su deseo fuese de alejarse del subjetivismo idealista, como si el énfasis estuviese más en aquello de lo que se alejan y no tanto en aquello a lo que se acercan. Las maneras de Moore están en contra del idealismo, en la medida en que se propone, a toda costa, evitar las generalizaciones, él confía en que cada problema, tema o asunto debe ser considerado aisladamente, sin la menor interferencia de tendencias generalizadoras, y así darse la oportunidad de examinar una característica como si no existiese ninguna otra110. Otro punto importante para Moore está en la decisión con que remarca los errores de orden filosófico a que conduce el uso del lenguaje; él subraya el hecho de que aun y cuando la forma sintáctica gramatical sea perfecta, mediante ella, se puede ser impreciso o mentiroso; de donde debe concluirse en que la forma gramatical y la forma lógica no son lo mismo o, más bien, no deben ser lo mismo. En favor de su crítica al lenguaje Moore, por ejemplo, sería capaz de decir que mediante una forma gramatical como: yo he pescado peces, puedo decir algo perfectamente veraz, pero el hecho es que mediante la misma forma gramatical puedo decir también algo perfectamente falso como: yo he escuchado sirenas; debido a eso, para Moore, el lenguaje parece haberse desarrollado con la clara intención de inducir a errores. Razonamientos como el anterior confirman lo dicho al comienzo, porque tiene como resultado volver a conceder importancia a nociones que bien pudieron ser de los empiristas ingleses; Locke no habría deplorado ni rechazado el hecho de que el objeto directo de la sensación, sin importar si es un color, un contorno o un ruido, no es un objeto físico, sino un dato sensorial cuya función es mediar entre el objeto físico y la mente de quien conoce. Pero lo que realmente importa es que la sensación remite a objetos y a la existencia indudable de ellos, y todo esto, desde luego, encaminado a descifrar las imprecisiones de la idea; el hecho es que para estos filósofos ingleses del siglo XX, según parece, el lenguaje al no ser un objeto de la naturaleza es tan susceptible de dudas e imprecisiones, como lo ha sido la idea para los empiristas del siglo XVII. Dicho lo cual queda aclarada, en alguna medida, la filiación entre esta escuela y la vieja escuela empirista. Con esa orientación y desde esa perspectiva Moore emprende una crítica según la cual los equívocos e imprecisiones de las teorías metafísicas devienen de su origen lingüístico y de su privilegio por el lenguaje. Por ahí es que debe concluirse en que nociones como: el absoluto, la nada, Dios o el mal no tienen ningún significado al no ser ni verídicas ni falibles, al no ser ni factibles ni improbables, al no aglutinar una verdad lógica ni ser susceptibles de cuantificación ni verificación. Otra característica distintiva del pensamiento de Moore es su vocación por el sentido común, en su obra el argumento a favor de éste es un artificio para tomar distancia del idealismo, en la medida en que este último entiende a la idea como una especie de verdad última y por encina de las cosas del mundo, quizá valga afirmar que la idea, para el idealismo, es una verdad que supera los límites del tiempo y del espacio, lo cual dicho así, es inadmisible para el sentido común111. Moore piensa que la verdad debe ser, ante todo, algo que se puede compartir y esto se ve más y mejor en el sentido común, que en una verdad desarrollada a través de los procesos de trabajos arduos, minuciosos y distantes. De modo que Moore consideraba que una Filosofía que corriese en contra del sentido común debía ser considerada como una extravagancia; para él las posiciones que sostienen opiniones en contra del sentido común escogen opiniones incompatibles con aquello que saben es cierto y, por lo tanto, dicho sea de nuevo, todo aquello en donde está ausente el sentido común es una extravagancia. Todas esas señas de identidad del positivismo lógico van haciendo cada vez más claro su origen y sus herencias recibidas; si, por ejemplo, se recuerda que el empirismo ha sostenido, para todas aquellas postulaciones que no se fundan sobre la experiencia sensible, un desdén al juzgarlas como

110

Como si la influencia de la ciencia dura siguiese jugando el importante papel que había jugado para el empirismo del siglo XVII, si se recuerda la relación del empirismo y la ciencia newtoniana. 111 De acuerdo con lo dicho antes, el sentido común, considerado de esa manera, más parece un mecanismo para marcar distancia y alejarse del idealismo que para remarcar lo propio.

prescindibles, en tanto sólo son fuentes de quimeras; entonces se verá más clara la filiación que une a este pensamiento contemporáneo con el empirismo del pasado. Acaso pueda llegar a decirse que el positivismo lógico es una teoría de la significación, pero que sólo incluye como sus herramientas a la lógica y a la matemática que, de acuerdo con el trabajo de Russell y Moore, son lo mismo, esto en el ámbito a-priori; ahora bien en el ámbito externo y en lo que se relaciona con las disciplinas llamadas a expresar la naturaleza, el positivismo lógico sostiene que sólo es posible dar crédito a cuanto es verificable por medio de la observación. El principio fundamental de este pensamiento es precisamente ése que se sugería, y que para dejarlo más claro podría expresarse así: el sentido de una proposición descansa sobre la posibilidad de que sea verificada. Otorgar jerarquía e importancia a este principio, claramente, significa una renuncia a la metafísica, en virtud de que tal convicción deja la impresión de estar haciendo algo ilícito al pensar sin el respaldo verificativo; una forma para encontrar la dimensión real del tema anterior y de las consecuencias que, para la Filosofía, puede tener la aplicación plena y rigurosa del principio de verificación podría intentarse a partir de lo siguiente: el principio de verificación ayuda para determinar lo que es rojo o amarillo, pero no ayuda mucho para determinar lo que está bien o mal; simplemente porque el color sí que es físicamente sensible, mientras lo bueno o lo malo no lo son de ninguna manera. Un dato anecdótico que, sin duda, puede ayudar a seguir aclarando este tema es la paradoja surgida durante los años treinta del siglo XX, con ocasión de la feroz oposición de los positivistas lógicos de entonces contra los fascistas del partido nacional socialista alemán, mientras a la vez postulaban una doctrina que defendía la irracionalidad para las cuestiones éticas. Si la propaganda de los políticos fascistas difundía un mensaje de segregación y odio que fomentaba el desprecio y la humillación de una parte de la población por razones de raza, alguien que, como los positivistas lógicos, considerase a la ética como una especie de artificio intelectual o de una forma de extravagancia que rebasa los límites del principio de verificación, apenas si dispondría de argumentos para oponerse a la propaganda fascista. De acuerdo con lo cual, queda dicho de una forma bastante clara que si se piensa en base a nociones abstractas surgen algunos problemas que, como se sabe, los empiristas antes y los positivistas lógicos luego, se han ocupado en patentizar y en desmenuzar, pero a la par, hay que darse cuenta que pensar o, al menos, intentar hacerlo sin el apoyo de nociones abstractas y con el sólo apoyo de la sensibilidad también es fuente de algunos fuertes problemas e incongruencias. Quien, finalmente dentro de la Filosofía expresada en lengua inglesa, corre por la ruta de dar alguna razón a la abstracción es un personaje de nombre Alfred North Whitehead, para quien la Filosofía alcanza su principal objetivo y eficacia al intentar y al conseguir una cierta síntesis entre las religión y la ciencia, en función de conseguir una emblemática forma racional de pensamiento; reunir en un solo resultado imaginación y sentido común ha sido el propósito de Whitehead, seguramente, al cobrar conciencia de los callejones sin salida que provoca dejar algo de lado.

WITTGENSTEIN Éste es otro personaje que parece haber nacido con todo a su favor, pero en su caso, esto no deja de mostrarse como una apariencia o, incluso, como algo que parece haber jugado en contra de él mismo. Su familia está marcada por el suicidio, al punto que tres de sus cuatro hermanos varones se suicidan y, al menos, dos de ellos guardaron una relación complicada con su propia condición homosexual, en una época en la que esto no ha dejado de ser una marca particular; la suya es una familia en extremo acomodada, pero marcada por el suicidio y la homosexualidad. A pesar de que en su apellido resuena la más vieja nobleza austriaca y habsbúrgica, su abuelo ha sido un judío que ha tomado ese apellido al ejercer como administrador de la vieja familia; ha sido su padre quien se cristianizó y al hacerlo bautizó a sus hijos, por lo que la condición judía ha ido diluyéndose y quedando atrás. Si bien es cierto que la fortuna viene del abuelo y del bisabuelo, fue el padre de Wittgenstein quien más ha contribuido a incrementarla, ya no tanto por la herencia de nobles, sino por el atrevimiento y el trabajo de un hombre que se ha hecho a sí mismo, como predican los moldes burgueses y liberales; el padre del filósofo llegó a ser uno de los hombres más importantes dentro del negocio mundial del acero. Seguramente, Karl, el padre, debió ser un hombre fuerte y por añadidura un padre difícil, que intento por todos los medios de inducir a sus hijos varones a los valores propios y al mandato de responder a su legado en el trabajo y en la industria. Ludwig fue el menor de ocho hermanos, nacido durante la primavera del 1889, quizá haya sido quien mostró menos habilidades para los negocios e intereses familiares, pero a la vez, quien se mostró más dócil frente a la fuerza paterna, al grado de hacerse ingeniero y de comportarse, antes como un niño y después como un joven tenaz y aplicado. Si la Filosofía es un punto al que se llega después de no haber llegado o logrado llegar a otros, esto es lo que pasó o parece haber pasado con Wittgenstein. El hecho es que mientras cursaba un postgrado en Inglaterra descubre los Principia mathematica de Russell, por haber seguido la guía desde los Fundamentos de la aritmética de Frege112; éste será un encuentro crucial, no sólo para su pensamiento, sino también para su vida, será lo que necesita y además algo que está a la altura de su potencialidad y su posibilidad. El encuentro entre Wittgenstein y Russell está matizado de los mismos tonos que han matizado a otros encuentros filosóficos, de modo que ambos darían y recibirían mutuamente y ambos se modificarían en función del otro. Wittgenstein no fue un filósofo profesional, nunca siguió un programa de estudios en Filosofía, si recibió algunos grados académicos en esa materia se debió a la mediación de amigos que lo tenían en alta estima, desde luego entre ellos, hay que contar a Russell. A partir de lo referido puede entenderse la mutua identificación que se da entre la vida y la obra de este autor, en la medida en que la Filosofía ha sido para él una suerte de refugio o tabla de salvación porque su vida, aunque rica y acomodada, corría por rutas inseguras, inciertas y riesgosas. Su primer trabajo importante se llama Tractatus logico-philosophicus, único que publicará en vida, se trata de un pequeño libro de veinte mil palabras que, por ello, puede leerse en un día, pero que para ser entendido plenamente requeriría años de estudio; el trabajo quedó concluido en 1918, aunque debió esperar hasta 1921 para ser publicado en alemán, debido a situaciones relacionadas con la Primera guerra mundial; pocos meses más tarde aparece la versión inglesa con estudio introductorio a cargo de su amigo Russell. Esta primera obra se caracteriza por cierta obediencia o, quizá sea mejor decir, cierto apego a los postulados del positivismo lógico; y también puede notarse algo que Wittgenstein mantendrá siempre: el esfuerzo por un alto grado de pureza en las formas de expresión. Desde la época del Tractatus logico-philosophicus al comienzo de la década de los veintes, hasta el inicio de la década siguiente da la impresión de que el autor abandona la Filosofía, pero debe 112

El Principia mathematica de Russell es un trabajo que busca los fundamentos de la matemática desde el señalamiento de las paradojas marcadas por los estudios sobre la lógica de Frege, en la medida en que este último enfatizó sobre algunas paradojas, de tal modo es un trabajo que se mueve entre las paradojas y los tipos o modelos matemáticos.

decirse que esto es sólo eso: una impresión, una apariencia, porque pasado ese tiempo vuelve a ella con una intensidad y un vigor inusitados, para escribir un segundo libro al que llamó Investigaciones filosóficas, el cual gira enteramente en torno al lenguaje y está redactado a través de un aliento entrecortado y aforístico. Acaso sea lícito sostener que este segundo libro es el legado real que Wittgenstein deja a la humanidad, al afirmar de forma tácita que hay que seguir haciendo Filosofía, porque ella es una tarea que no tiene fin, y no lo tiene porque su destino es el mismo que el del lenguaje siendo, en todo caso, imposible imaginar una humanidad sin lenguaje. Más tarde y de forma prematura, Wittgenstein enferma de cáncer y muere en el año 1951 a la edad de sesenta y dos años; como puede verse, y se intentará seguir mostrando, la vida y obra de este personaje son un curso o una trama en los cuales la vida y la escritura se enraízan mutuamente de forma indisoluble y que, por ahora, funcionan para la intelectualidad como un punto de llegada, como una suerte de estación terminal. El primer período de su pensamiento está marcado por el Tractatus logico-philosophicus, ya referido, éste es un texto que no puede entenderse como un libro de Filosofía en el sentido clásico, que parta de herencias reconocibles y temas previos, que contenga esfuerzos argumentativos y explicativos en progreso, que se divida en una secuencia coherente de capítulos, nada de esto atañe a este libro ni a las maneras de Wittgenstein; a cambio de todo ello, es un texto que se organiza mediante una serie de enunciados ordenados por una numeración partida por puntos decimales, muchas de sus postulaciones son sólo frases. Los postulados centrales del libro son aquellas que, dentro de la ordenación numérica, podrían llamarse números enteros y, además, podría decirse que intentan seguir la secuencia que queda marcada a continuación: se inicia con el reconocimiento de que sólo el mundo es lo que debe establecerse como un caso, lo cual habrá que entender como la fijación de un límite capaz de establecer de forma clara o, al menos, lo más claramente posible el campo de estudio; a partir del caso se pasa al hecho obedeciendo al deseo de ir más allá, lo que quiere decir: llegar a desmenuzar, al descomponer, a subdividir al único caso, que es el mundo; antes de dar un tercer paso sale algo que parece capaz de equipararse al hecho, eso que parece ser lo mismo que el hecho es lo que Wittgenstein llama la existencia del estado de cosas. Una vez dados los pasos y los tanteos anteriores el autor se acerca a la lógica, como quien se acerca a la convicción fundamental, como quien se acerca a lo que por esos días tiene todo su crédito y toda su confianza, para concluir en que la forma lógica de los hechos es lo que se ha convenido en llamar pensamiento. Luego, ya dentro del campo de la lógica, establece que el pensamiento es la proposición con sentido y que esta proposición es función de verdad, de donde cabe suponer que la forma elemental de la proposición encierra, de alguna manera, el secreto de la verdad; esto último no parece tan nuevo, en la medida en que ya ha sido discutido por sus antecesores ingleses del positivismo lógico y ha llegado a establecer sus límites o, si se quiere, sus flaquezas. Finalmente, como para conjurar los límites o las flaquezas de que hablaba, es que Wittgenstein emite el último enunciado de su Tractatus que dice: “de lo que no se puede hablar, mejor callarse”113. Como puede verse, el camino que recorre el famoso Tractatus de Wittgenstein es aquél que va desde la afirmación más general acerca del mundo, como único caso posible, hasta una final sugerencia al silencio, dejando en medio una cierta estructuración lógica del mundo. A pesar de que el libro pueda leerse de forma continua, se ha creído que leerlo de la primera a la última proposición no sea la mejor manera porque al hacerlo así se ha creído que surge una suerte de coraza, muchos han pensado que para eludir esto lo mejor es ir a la teoría de la figuración114, y a la aplicación de ésta a la proposición, en primer lugar porque al partir de allí se ordenan más fácilmente otras materias y, en segundo lugar porque dese allí se hace más claro el propósito fundamental del libro, aquél concerniente a trazar los límites del sentido, expulsando de la fortaleza del lenguaje todo sinsentido.

113

Cabría entender a este enunciado final del libro de Wittgenstein, no sólo como un final para el libro que se examina, sino como el final para una tradición de Filosofía que se orienta por rutas empíricas y por lo real como mundo natural. 114 Lo que equivale a comenzar por el final, concretamente en el punto 4.01, según la nomenclatura del Tractatus logico-philosophicus.

El propósito de esta teoría figurativa quiere llegar a establecer una relación entre los elementos de la figuración y el estado de cosas figurado, de modo que la figura debe relacionar entre sí a los elementos de manera similar a como los elementos del estado de cosas se relacionan entre sí. Como lo que se tiene a mano es el lenguaje, estamos frente a los recursos de la representación que deben de cumplir con la tarea de establecer un sentido, a través de lo que el modelo o, para usar las palabras de Wittgenstein, a través de lo que el estado de cosas exhibe. En el Tractatus, Wittgenstein, trata de desmarcarse un tanto del positivismo lógico, aunque hay que decir que en el fondo aún está de acuerdo con ellos, la distancia puede apreciarse si se ve que las razones de Tractatus son radicales, es decir que se basan en el análisis lógico del lenguaje y no tanto en los principios sintéticos de la ciencia moderna, por eso cabe suponer que Wittgenstein desplaza, en cierta medida, la posición del referido principio de verificación. Wittgenstein se parece a Kant en más de un aspecto, en primer lugar porque es un hombre germánico, alguien de lengua alemana que decide poner atención a la practicidad del pensamiento expresado en lengua inglesa y, en segundo lugar porque, así como Kant trata de legitimar la razón fijando sus límites, Wittgenstein trata de legitimar al lenguaje también fijando sus límites; quizá sea necesario recordar que en ambos casos, tanto en el de Kant como en el de Wittgenstein, las ambiciones metafísicas resultan heridas. Se ha vuelto una costumbre referirse al pensamiento de Wittgenstein en términos de el primero y el último, lo cual no es un impedimento para reconocer importantes líneas de continuidad entre uno y otro; la transición entre uno y otro sucede entre los años que van de 1929 a 1933, durante esos años el filósofo vienés apura la revisión de algunas nociones filosóficas que ha sostenido una década antes, durante la época del Tractatus; toda esta revisión va a desembocar en su último período, en la adquisición de una conciencia más sistemática del lenguaje, en la transferencia de su vieja teoría figurativa hacia un contenido más intencional del lenguaje, como si finalmente hubiese llegado a persuadirse de no es preciso inventar un nuevo lenguaje o escaparse del existente hacia otro nuevo porque el usual y corriente ya es eso: un lenguaje inseparable de las imprecisiones que la lógica quisiera eludir, pero en virtud de las cuales y de los deslices inherentes que, en lugar de afectarlo, lo nutren115. De lo anterior debe sacarse en limpio que lo importante para entender a Wittgenstein es apreciar el contraste entre sus dos etapas o formas de pensar: una la sostenida primero en el Tractatus, y luego la sostenida después en el las Investigaciones filosóficas. El título Investigaciones filosóficas es lo nuevo y lo último del trabajo del filósofo vienés; acaso pueda decirse, de alguna forma, que el tema sigue siendo el mismo, es decir aquél que trata de diferenciar o de determinar la diferencia entre el límite entre el sentido y el sinsentido. En esta segunda etapa lo básico ya no es el apego a las formas lógicas como condición de encuentro o desencuentro con el sentido, de acuerdo con el trabajo previo del Tractatus, sino que ahora en las Investigaciones la condición de encuentro o desencuentro con el sentido depende sólo de cuestiones relacionadas al lenguaje y no a otra cosa como pueda serlo a lógica, la matemática o la ciencia moderna. Por lo mismo, lo importante aquí es lo que Wittgenstein llama los juegos del lenguaje, éste es un ámbito en el que parece prevalecer aquello que no tiene nada que ver con el ganar o el perder, o tampoco el éxito o el fracaso, en donde nada de esto interviene ni cuenta como regla del juego. El ejemplo más claro o, quizá, el único ejemplo de juego del lenguaje es el proceso a través del cual se aprende el lenguaje de niño y, además, la expresión también se refiere al hecho de que los elementos con que se cuenta para iluminar la práctica de ese aprendizaje de la niñez son prácticamente inexistentes. Los llamados juegos del lenguaje son una práctica donde no hay un ganar o un perder, acaso porque no hay reglas que acompañen a esta medición; en cualquier caso lo que importa ahora a Wittgenstein es un proceso indefinido de prácticas mediante el cual el no hablante se convierte en hablante; el hecho es que al desregular este proceso da la impresión de que Wittgenstein quiere desmarcarse de la tradición filosófica que gravita sobre su trabajo, él no quiere hablar, por ejemplo, en los términos aristotélicos de potencia y acto para caracterizar este proceso, simplemente prefiere a sencillez de la expresión: juegos del lenguaje. 115

Resuena aquí la viejísima discusión entre el Platón de la República que expulsa a los poetas y el Aristóteles de los discursos y la argumentación lógica, entre el Agustín místico y confesional y el Tomás lógico y escolástico; resuena una vez más, pero reunida en un solo personaje emblemático del siglo XX.

Lo que interesa subrayar es que estas prácticas llamadas juegos del lenguaje, por oscuras y desreguladas que sean, constituyen y regulan al hombre (a hablante), es decir que le permiten ser y le permiten convivir, por eso es que para el último Wittgenstein el origen de la forma de ser se adquiere con y en el lenguaje, eso es lo que se conoce por algunos especialistas como la dimensión ontogenética del trabajo de Wittgenstein116. El punto de llegada de este segundo trabajo del pensador vienés apunta hacia el hecho de que es con la apropiación y con la práctica de estos juegos del lenguaje que se alcanza el punto central de cualquier forma de vida y, como si quedase también sugerido, que la capacidad de justificar los usos lingüísticos es algo posterior y hasta postizo. Entonces, para el último Wittgenstein, la forma de la vida es la de los juegos del lenguaje y, por ello, rompe con el positivismo lógico, la escuela que antes lo ha cobijado, en la medida en que sostiene que la labor del filósofo no debe asemejarse a levantar muros. Lo que sucede a todos sin excepción, que es estar en las formas de la vida, para Wittgenstein equivale a estar en el lenguaje, entendido como los juegos del lenguaje; de modo que la vida en el lenguaje, siendo inevitable, es estar en las cosas mismas.

116

Cavell Stanley. Reivindicaciones de la razón. Editorial Síntesis. 2003.

BIBLIOGRAFÍA Cavell Stanley. Reivindicaciones de la razón. Editorial Síntesis. 2003. Körner Stephan. Introducción a la Filosofía de la matemática. Siglo Veintiuno Editores. 1974. Moore George E. Ética. Editorial Labor. 1989. Quine Willard Van Orman. Filosofía de la lógica. Alianza Editorial. 1984. Russell Bertrand. Sociedad humana: ética y política. Ediciones Cátedra. 1987. Stewart Matthew. La verdad sobre todo. Taurus. 1998. Versey Godfrey (comp.). Understanding Wittgenstein. Cornell University Press. 1976. Wittgenstein Ludwig. Tractatus logico-philosophicus. Gallimard. 1961. Philosophical investigations. Macmillan Publishing. 1968. Philosophical occasions 1912-1951. Hackett Publishing. 1993.

PENSAMIENTO CONTINENTAL Se asume que el pensamiento europeo continental durante el siglo XX, si bien no totalmente, sí que ha estado en gran medida cobijado bajo la etiqueta fenomenología y el apellido Husserl. Aun y cuando muchos de los hijos de este movimiento, en su desarrollo posterior, hayan buscado marcar una distancia respecto al origen e inicio de la fenomenología, son muchos los estudios en los que se los siguen considerando incluidos dentro del movimiento fenomenológico; por esas razones aquí, sin querer dirimir las disputas surgidas acerca de su pertenencia o separación, serán tratados bajo la salomónica y muy general acepción de pensamiento continental. Puede resultar útil recordar que el siglo XX ha sido especialmente convulso, acaso tanto como el siglo XVII; de alguna manera, los conflictos surgidos entre los años 1914 y 1945 pueden compararse a la Guerra de los treinta años, desde luego, no por el origen religioso del conflicto barroco, pero sí porque en ambas épocas un conflicto terrible marca la primera mitad de un siglo que, por eso mismo, deviene en el fin de un mundo y en el comienzo de otro, en un tiempo de incertidumbres y búsquedas incesantes. Lo anterior viene al caso, porque intenta ser una comparación válida y marcar una ruta de comprensión entre lo sucedido con los herederos del racionalismo cartesiano y lo sucedido con los herederos de la fenomenología, entre lo sucedido durante el siglo XVII y el siglo XX, en torno a temas como la unidad, la separación, la diferencia y la diseminación.

HUSSERL La ciudad de Prosznitz, en la región de Bohemia, actual república Checa, es el escenario para el nacimiento de Edmund Husserl en 1859, mientras transcurre el larguísimo ocaso del imperio habsbúrgico; por su origen Husserl pertenece a la burguesía israelita dedicada al comercio. Estudiante primero de matemáticas bajo la tutela de Weirstrass en Leipzig y Berlín, más tarde estudiante de Filosofía bajo la tutela de Franz Brentano en Viena, culmina luego su formación con una tesis acerca del concepto de número bajo la asesoría de Stumpf. Convertido al luteranismo más por conveniencia que por convicción, toda vez que el Estado Prusiano exigía esa religión para los funcionarios de la educación, paralelamente contrae matrimonio dentro del cual se procrean tres hijos. Su carrera es plenamente académica, iniciando como profesor privado en De Halle, luego pasa por Gotingen a partir de 1905, para luego finalizar el Friburgo de Brisgovia a partir de 1916, en donde reside hasta su muerte en 1938, ya bajo un pleno dominio fascista; el Partido nacional socialista nazi lo tacha de la lista de profesores en 1933, en una Alemania sometida a rígidas normas antisemitas, por lo que los últimos años de su vida los vive en un penoso desplazamiento y totalmente apartado de la actividad docente, que ha sido la suya durante toda la vida. Su Filosofía muestra una construcción a la vez sólida y seria hasta el grado máximo, este innegable carácter de su obra está dado por algo que, quizá, podría ser identificado por un atributo cercano al estilo, de ahí que tenga algo de lo puede llamarse actitud, de un rasgo presente en toda la obra; Si fuese necesario precisar en qué consiste esta marca del trabajo husserliano habría que decir que es una suerte de responsabilidad universal y específica, como la de quien admite echarse sobre los hombros el peso de un todo, para lo cual renuncia a particularidades de cualquier tipo, como pueden serlo elecciones o valores personales, locales, gremiales, raciales, gregarias, etc.; da la impresión de que Husserl, antes de comenzar a hablar, hubiese decidido no apoyarse en ninguna concepción del mundo previa. En el siglo XX, esta actitud le confiere a Husserl y a su obra un carácter imperdible e insustituible que, para una época como ésta de brumas y tormentas incesantes funciona como una especie de faro siempre luminoso. A partir de lo anterior es preciso atender al hecho de que la obra husserliana fue escrita antes de que terminase la primera mitad del siglo anterior y, por lo tanto antes de que los efectos devastadores de los conflictos mundiales de esa época fuesen sentidos y padecidos en toda su dimensión; acaso ello ayuda a que el tono de la expresión husserliana corra al margen de las modas, usos o coqueterías ocasionales; por el contrario su pensamiento corre por un cauce sujeto al rigor filosófico que se ocupa de buscar el sentido y el sinsentido de lo que han sido las modas para la modernidad. Cabalmente desde allí cabe entender su incesante vuelta a Descartes: la moda o el estilo o las maneras de la modernidad, para Husserl, han sido la vuelta constante a la condición y al sujeto cartesiano. El cuestionamiento husserliano por la modernidad y su correspondiente vuelta a Descartes provoca una paradoja que es necesario anotar: consiste en que para resolver esa porfía moderna por Descartes, Husserl vuelve a una noción genuinamente cartesiana, como lo es la noción de método, sin embargo a su favor hay que decir que ahora, con la fenomenología, el método ya no está orientado ni centrado sólo en la razón, sino que está encargado de afrontar un doble enigma: el de un mundo de objetos y el de la presencia de sujetos que habitan el mundo y, para los cuales (objetos y sujetos) existe este mundo por igual. Desde esa reorientación o amplificación del método Husserl quiere convertir a la Filosofía, no sólo en algo convincente (apodíctico diría la Filosofía), sino también en algo que no sea de alguien, que no sea de un filósofo, sino más bien de una comunidad intelectual; y es que casi surge la tentación de decir de una civilización, cuya intención, al ser predominantemente teórica, fuese capaz de fundar una conciencia orientadora para un destino en peligro, pero ciertamente fundado desde la Grecia clásica, como si a través de su pensamiento fuese posible traer a cuento un secreto que, sin serlo, clama por ser redescubierto y reconquistado. Como puede verse, el proyecto husserliano es desmedido y hasta inconmensurable, por eso mismo es que su fundador no pudo ni intentó darlo por descontado de manera rápida ni prematura ni

abreviada; por ello es que su avance es lento, casi cabría decir como el de un fruto que va alcanzando su plenitud sólo a través de la paciencia que acompaña al paso del tiempo. Puede entenderse, a partir de lo que ha sido dicho, fue un matemático que devino en filósofo, debido a ello, a la magnitud de su proyecto y a la paciencia aplicada en el desarrollo de su labor es que puede fijarse su inicio en la matemática; la fenomenología parece nacer desde el seno de la matemática. En su trabajo inicial llamado Filosofía de la aritmética117, Husserl realiza una profunda meditación acerca del número y de la matemática en general, allí es en donde, a propósito de la matemática, advierte por primera vez que existen relaciones necesarias entre números y signos y que éstos funcionan, de cierta forma, como verdades de soporte, pero además y frente a ello advierte que existe también, de forma paralela o correlativa, una conciencia para la que todo ello existe; es decir que su primer esfuerzo y enfoque apuntan hacia el complemente de cada cosa es para la otra, la cosa para el pensamiento, el número para la conciencia: tanto las cosas como la conciencia son las que, juntas y en colaboración, construyen la evidencia. De acuerdo con su citado trabajo inicial y sin pensar nada más que en eso, habría que decir que el resultado a que llegó fue una consideración y aclaración del número entendido como una consistencia abstracta y, por eso mismo, limpio de cualquier matiz de representación, porque esa condición lo aleja de agentes externos, como también lo aleja de cualquier prejuicio o contaminación psicologista. Por ese camino es que se orientan los pasos iníciales de Husserl desde la matemática hacia el estadio de la conciencia, como si ella fuese algo salido de la contradicción entre lo externo y lo interno o, por tratar de decirlo de algún modo: como si se lograse determinar que la conciencia es algo de lo que no puede hablarse más que como un acto que funciona como tal y que tendiese a la cimentación de las estructuras de la significación, toda vez que pretende escapar, como primera obligación de los contenidos de la representación. A la par de lo anterior hay que entender que para Husserl esa ruta que pretende dejar atrás los espejismos de la representación y llegar al sentido de la significación es la ruta que, en el lenguaje de la Filosofía fenomenológica, se conoce como ir de lo formal a lo trascendental118. Sus esfuerzos para logar esto se inician en un libro básico y señero para Husserl de nombre Investigaciones lógicas, que además cuenta por el poderoso simbolismo de haberse publicado durante el año de 1900; así puede entenderse que el sistema fenomenológico husserliano se inicia a través de una crítica a los sistemas formales, de los cuales la lógica clásica es el mejor ejemplo; verbigracia, si la lógica inicia con algo tan fácil como A=A, su búsqueda no es por el símbolo, sino más bien por la forma pura, la cual se encuentra en la famosa identidad consigo misma, según se ha dicho desde hace veinticinco siglos, en los lejanos días atenienses del Aristóteles que funda el concepto como primer momento de la lógica formal. Husserl al plantearse el asunto de símbolo y con él una vuelta a la conciencia entendida como acto, confía en estarse orientando hacia algo previo y, en todo caso, más radical. Entonces, si se sigue el orden de las cosas como van hasta aquí, es preciso apuntar y advertir que Husserl quiere una conciencia poseedora de algo más que la sola certeza formal, para llegar, como él mismo lo dejara patentado, a las cosas mismas; como para que se entienda y se anote que todo el campo formal que articula al pensamiento no gira como una rueda en el aire. El método fenomenológico es, a partir de lo anterior, un indicio originado y dado desde su antecedente lógico, clásico, formal y griego (debe entenderse como una suerte de reorientación que busca reconducir a Occidente) desde la polarización mundo-pensamiento residente en la lógica hasta la consideración de que no hay tal polarización, sino una mutua y recíproca fundación y fundamentación. Sin embargo, hablar de fenomenología husserliana implica llegar más hondo y no quedarse sólo en la doble vocación enunciada por el fenómeno y el logos encerrados en la etiqueta: fenomenología; para ello es necesario volver sobre los primeros pasos, sobre el origen: se ha dicho que Stumpf y Brentano marcaron sus inicios y su orientación desde la matemática hacia la Filosofía, ellos ya son importantes por el trabajo que están realizando y por la marca que este trabajo deja en Husserl, 117

Éste es el punto, según se ha entendido posteriormente, en donde comienza la andadura Husserliana por la Filosofía, el punto que debe entenderse con la toma de opción para su vida. 118 Esta ruta es por donde vale la pena acompañar a Husserl para entender, no sólo el sentido de su propósito, sino también la particular manera en que es heredero del pensamiento moderno y concretamente del pensamiento kantiano.

quizá el nombre más adecuado para este trabajo sea psicología descriptiva, según el cual la conciencia no es algo originario ni originado en el vacío, sino algo que sólo existe a partir de la experiencia, algo que solamente puede decirse que existe a partir de lo que es vivido efectivamente. De alguna manera, cabe entender que ésta es la información recibida por Husserl, la cual después de haber estado con Brentano él transforma y procesa; para entonces Husserl entiende que la conciencia debe ser como un tejado o, más bien como un paraguas que, debajo de él, cuenta con varios ambientes, espacios o cámaras, e incluye en ellas al objeto; de modo que tan diversos como son los objetos, así también es la conciencia; y toda esta clasificación de unos u otra (de los objetos y la conciencia) depende de la fuerza intencional que les mueva. Por eso es que la conciencia, ante todo, es como ha sido dicho: algo en acto y un acto que consiste en una forma de relación con el objeto; de tal modo que ni ella ni él existen por sí solos. Entonces, Husserl se fija como propósito, romper con ese corte en el que se ha creído, y que ha sido fundamental para el pensamiento de Occidente, entre el afuera y el adentro de la conciencia; según él ya no hay inclusión del objeto dentro de la conciencia, lo que hay a cambio es una suerte de consubstancialidad entre ambos, o sea, dicho de nuevo: Husserl lucha por escapar de los poderes y de los espejismos de la representación, como quien huye de los hábitos intelectuales del cartesianismo y de la modernidad. Hay que entender que las maneras intencionales quieren eludir y escapar de las viejas convicciones, cuya manera más fácil de identificarlas, acaso pueda ser la existencia de un afuera y un adentro de la conciencia, quizá valga la pena reiterar sobre el hecho de que al negar el afuera y el adentro de la conciencia, Husserl está diseñando una consubstancialidad del objeto y la conciencia. Referir a la conciencia como intencional quiere decir que no se la puede entender como escenario de representación de las cosas o como pantalla de las cosas, quizá con Husserl sea lícito pensar a la conciencia como una puerta abierta: la conciencia es más un pasaje que una pantalla. De ahí que lo más importante, porque viene en el nombre del propio producto husserliano (el fenómeno), sea la conciencia entendida como vivencia, lo cual no es lo mismo ni debe confundirse con que conciencia signifique experiencia en su acepción más usual, sino más bien, por conciencia debe entenderse aquello que en la experiencia hay de sustrato y de irreductible. Llegado ese punto puede confiarse en que se ha llegado al centro del trabajo husserliano: esta vivencia intencional (diseño de la conciencia) entendida como dato fenomenológico seminal constituye, de algún modo, el sentido último de lo vivido. Debido al tono y al puno de llegada del trabajo de Husserl es que el resultado parece quedarse suspendido en un lenguaje viejo e insuficiente, que no alcanza a expresarlo y contenerlo y que, en cambio, da la impresión de traicionarlo; una terminología hecha de palabras como conciencia, objeto, fenómeno, realidad, etc. es impropia, pero a la vez, es heredada e inevitable. Estos problemas del lenguaje van haciéndose cada vez más evidentes, desde las Investigaciones lógicas hasta que en 1913, con el primer volumen de Ideas relativas a una fenomenología pura y a una Filosofía fenomenológica, Husserl adopta una terminología más kantiana, con una traducción tendiente a sus fines de los términos noesis, entendido como acto intencional, y noema, entendido como el objeto mismo de ese acto; pero esto no resuelve el problema del todo, porque es una solución fundada de nuevo sobre palabras viejas y con pasado, por ello sigue siendo una terminología insuficiente. En ese sentido y por esas razones debe entenderse que la fenomenología es provocadora; si no reformula el lenguaje, sí que señala la necesidad de hacerlo, lo cual realizaron algunos de los discípulos de Husserl; ésa es una importantísima dimensión provocada por la fenomenología husserliana, que a la vez, él no pudo calcular del todo. Sin embargo, lo dicho hasta aquí es sólo una parte del cuento que tiene para contar la fenomenología husserliana; hasta aquí se ha hablado solamente de uno de los compromisos de la conciencia, pero falta el segundo; hasta aquí se ha hablado de una cierta actitud natural de la conciencia involucrada con el mundo en su orientación hacia la evidencia y que, como tal, sólo puede hallar una deuda con el tono descriptivo; esta preliminar fase de la fenomenología, entonces, es una fase descriptiva. La segunda, lo que sigue a lo anterior es una fase que da lugar a un asunto nuevo y fundamental, éste es el asunto del yo, del sujeto, del ego reflexivo y que, de alguna forma, modifica el tono realista mostrado hasta ahora, al incorporar un tono que involucre las dificultades para llegar a una comprensión sin contaminación de las vivencias propias de la subjetividad.

Ésta es una operación que proviene de la libertad en la reflexión que, ciertamente, no proviene de un acto casual o gratuito, sino del más profundo y hondo de los compromisos, proviene de la íntima e irrenunciable necesidad de resolver el enigma del conocimiento, de resolverlo o al menos de tratar de hacerlo al enfrentarse a la siempre equívoca y complicada relación entre la conciencia y la realidad intangible, inmaterial, trascendente. E hecho es que la clave para ello está formulada como una reducción, nombrada como epoché119 y expresada gráficamente como una puesta entre paréntesis. Más allá del tono griego de la expresión usada por Husserl, éste es un acto consciente que, como reducción, quiere emparentar a la fenomenología con todo un pasado milenario, con la ontología que como un acto reductivo y heroico ha dado origen a la Filosofía y a la intelectualidad en Occidente; de hecho la noción de realidad que sirve de motivo a este acto reductivo concierne a todos los entes. Pero además, este acto consciente y reductivo de Husserl pretende no caer en las ingenuidades en que antes se ha caído, es decir que pretende ya no resolver el asunto ontológico sólo viajando más atrás y así ir llegando a obstáculos o soluciones que hagan cada vez más visible la debilidad humana. Husserl entiende que el alcance de la reducción de la epoché está en comprender que su revelación es de una naturaleza distinta a la de la cosa y también distinta a la de la conciencia; el resultado de este acto reductivo ostenta el estilo de aquello que, sin ser del yo ni de la cosa, es pura trascendencia, por lo que no puede ser objetivado ni subjetivado. Si fuese de otra manera cabría suponer que el acto reductivo es una fuga y un refugio en la conciencia, pero no es así lo más preciso que se puede ser por ahora y hasta dónde por el momento es posible llegar es a decir que este consciente acto reductivo husserliano es un cambio de actitud, una suerte de desinterés existencial del yo120, de ese modo la reducción husserliana confía en conservarse en una suerte de pureza capaz de revelar no el mundo ni el yo, sino una especie de intencionalidad universal, en una profunda prolongación de sentido. Acaso para tratar de traducir todo esto a un lenguaje más legible y cotidiano haya que decir que el sentido trascendente de cualquier cosa perceptible es una cierta posibilidad indefinida de experiencias y debido a las cuales conserva su carácter individual o identidad última. Al final hay que decir que, con Husserl, la Filosofía parece querer separarse de todo, tanto de las formas teóricas previas, como de la ciencia práctica; frente a esa actitud, su estilo es la búsqueda de sentido en la función del conocimiento; el sentido que se desprende, según lo dicho, del acto consciente de la reducción, perfilado siempre en la experiencia de cosas parciales pero, a la vez, unificadas en la experiencia del mundo. Husserl ha dedicado sus últimos esfuerzos a dar cuenta de la Crisis de las ciencias europeas121 ciencias que identifica con la historia de la razón y con el fundado destino filosófico de Occidente, desde los griegos. Al hablar de una crisis habla de una suerte de fracaso del racionalismo, al cual debe oponerse algo que no es nuevo y que surge al pensar el espacio y la diferencia surgidos entre el saber construido y la insatisfacción persistente, entre la ciencia a mano y la imposibilidad para colmar el sentido de la vida, entre el hombre históricamente condicionado y el hecho de ser hombre y la libertad inconmensurable implicada en ello. Por eso la fenomenología husserliana que se funda y es fiel a la tradición racional de la que surge, a la vez, parece ser una bomba de tiempo destinada a estallar en la propia cara del racionalismo occidental, y ser una prefiguración teórica y deconstructiva del propio Occidente. Ambiguo mensaje el suyo: Husserl es como aquél que ha llegado a la raíz más profunda y hecha de inquietud de la propia razón, a lo mejor como aquel vacilante que a pesar de ser ciego ha podido verse como tal.

119

Expresión griega que debió significar algo como hacer a un lado o poner en suspenso, siendo eso lo que, precisamente, Husserl quiere expresar. 120 Podría ser de allí que deriven los posteriores desacuerdos y rompimientos entre el Husserl del final de su vida con el Heidegger de la época que sigue a la publicación de Ser y tiempo. 121 Éste es el último título para una obra de Husserl, lo notable es que, ostentando tal nombre, fue redactado durante la década que va de 1930 a 1940 y, por lo tanto en medio de la tormenta nazi.

HEIDEGGER Como hijo de un obrero de la hojalata nació Martin Heidegger en 1889 en un pequeño pueblo del sur de Alemania, quizá por ser retraído o contemplativo sus padres lo orientaron hacia la carrera sacerdotal dentro de la tradición del catolicismo romano; sin embargo la lectura de un texto sobre Aristóteles lo hace romper con estos planes familiares y orientarse por los rumbos de la Filosofía. Para ir a la universidad de Fiburgo cuelga los hábitos de su formación sacerdotal en marcha; la primera guerra mundial lo sorprende al final de su formación filosófica, antes de que el conflicto concluya conocerá a Husserl de quien aprenderá la caligrafía fenomenológica y de quien no se desvinculará durante dos décadas. Al tiempo que contrae matrimonio con una mujer de religión luterana, comienza a dictar seminarios sobre San Agustín, sobre el neoplatonismo y, cómo no, sobre la fenomenología. Luego, conforme van naciendo sus hijos, renuncia al catolicismo y da cuenta de una crisis de fe, al darse cuenta de las dificultades metafísicas envueltas en sostener la creencia en un Dios hacedor, cimiento y además que mantuviese capacidades de juez; se entiende que como consecuencia de esta crisis comienza su trabajo en la obra que habrá de darle fama e inmortalidad. Con admiración y respeto a Edmund Husserl es la dedicatoria con que calza esa obra llamada a darle renombre, a la que llama Ser y tiempo, su publicación es de 1927, en 1929 el fundador de la fenomenología se retira de la docencia proponiendo a Heidegger como su sucesor. Su fama siguió en ascenso hasta que en 1933 llegó al rectorado, ya en pleno gobierno fascista, esa conexión con el gobierno nazi es el mayor acertijo de su vida, de una vida por entero dedicada a la Filosofía; ye en esta época se considera que ha entrado en la segunda fase de su pensamiento, que durará hasta su muerte acontecida, más tarde, en 1976. ¿Cómo se explica la relación de Heidegger con el nazismo? En torno a esto, tal vez lo primero que haya que decir es que Heidegger nunca se sintió cerca y, por momentos, hasta parece sentir un cierto desprecio por la democracia, debido a lo cual, ese sentimiento pudo provocar su adhesión al régimen antes de que comenzaran los horrores de la guerra, más allá de haber visto en ello una conveniencia para sus proyectos y conveniencias académicas. Si las cosas se llevan al desdén por la democracia y se remonta del ámbito político, para llegar al filosófico, puede decirse que Heidegger, en última instancia, toma una decisión como la de quien no quiere acompañar al racionalismo ni a la razón; en todo caso, al conocer la obra de Heidegger y la de su maestro Husserl, sería preciso indicar que su acercamiento al nazismo es algo que él decide como la participación consciente y auténtica de un crítico de la razón; por ello es que un acto como éste sólo puede intentar comprenderse desde los fines de su pensamiento y desde las tareas impuestas a su trabajo. Entender la polémica decisión de Heidegger hacia el nazismo es algo que requiere ir más allá de la razón políticamente correcta y, una vez allí, puede incluso llegar a ser una lección capaz de mostrar, aun a costa del desprestigio de alguien, la crisis de un tiempo que parece haber llegado a su propio confín. Al acercarse a Heidegger queda la impresión de que, en primer lugar fue capaz de medir y valorar la dimensión del proyecto husserliano y, en segundo lugar, como consecuencia de lo anterior, que heredó la pretensión de una renovación radical del pensamiento filosófico de Occidente, lo paradójico del caso está en el hecho de que al proponerse esa renovación desde la metafísica, la propia escogencia de ese tema, parece llevarlo a romper con el maestro que lo ha inspirado. Heidegger pensaba que el error de la metafísica clásica y moderna era una suerte de confusión o, más bien de una especie de falta de precisión en la que se ha incurrido al no atender, al no apuntar, al no fijar que ser y ente son dos cosas distintas y separadas, diferentes quizá sea la palabra más cercana al trabajo heideggeriano; según él, cuando se ha hecho metafísica no se ha buscado lo que se ha declarado buscar, es decir: hallar el ser, sino que se ha buscado algo distinto a esa declaración, se ha buscado la consagración de un ente superior entre los demás entes, la sustancia, la esencia, la idea, Dios, la naturaleza, son algunos de los nombres en que ha venido a parar este ejercicio. No importa que estos puntos de llegada que marcan el rastro histórico de la metafísica sean de índole materia o inmaterial, mundano o trascendental, lo que a él le importa es subrayar que Occidente, al indagar por el ser, invariablemente ha reparado y respondido con el ente.

Debe entenderse que este señalamiento es el punto de partida para su pensamiento, por lo que, entre otras cosas, nunca quiso ser clasificado como un existencialista, sino como alguien dedicado a la ontología y además, debe entenderse también, que Heidegger confía en que al llegar a señalar este equívoco, y a marcar y remarcar la diferencia entre ser y ente (diferencia ontológica) está llegando al punto más radical desde el cual es posible emprender una crítica de Occidente y, cómo no, también de la modernidad. Pero, como se ha dicho, éste es sólo el punto de partida, y lo cierto es que constituye un punto de partida que, a la vez, es un callejón sin salida ¿Cómo se sale del mundo de los entes y se da el salto hacia el mundo del ser? De alguna forma, la respuesta a esa pregunta es lo que, en parte, se intenta en Ser ytiempo, a través de convertir al Dasein122 (ser ahí) en el tema, en el asunto, porque sólo a través de un ente se puede hablar del ser, sólo a través de un ente se puede indagar por él, y ése es el Dasein: alguien para quien el ser es un problema. Así es como surge todo el análisis existencial que ocupa la obra de Heidegger Ser y tiempo, dentro de la cual, el primer tema relativo al Dasein es la apertura, debe entenderse que él es apertura pura por la sencilla razón que, de algún modo, ha llevado hacia él, el hecho de que su propia naturaleza consiste en que le resulte inevitable problematizar e indagar acerca de la realidad en que vive. Otro tema crucial para el Dasein es la angustia que surge, en la medida en que lo único con que se cuenta está destinado a perderse, el Dasein es un ente destinado a perder lo propio, porque la vida está colocada siempre y desde siempre en la condición de la mortalidad, frente a ello lo más impropio es pretender negar esta condición, y esa negación ocurre cotidianamente al devenir en hombres triviales, banales, frívolos, ocasionales, y pareciera como si la vida moderna estuviese hecha de todo eso, hasta el punto de estar llegando a perdernos a nosotros mismos. Como consecuencia directa de lo anterior, otro tema para la analítica de la existencia en Ser y tiempo de Heidegger es la temporalidad, entendida como aquel horizonte de posibilidades dentro de las cuales sólo hay una cierta: la muerte, al mismo tiempo que la muerte es la posibilidad para el Dasein que marca el hecho de que yano haya más posibilidades; el ente que es el Dasein es tiempo y no permanencia, es acontecer, llegar a ser, devenir, como si nada del antes o del después le perteneciese en fijeza, más que la fuga del instante que, como una puntada e hilo, va cosiendo el pasado con el futuro en una irremediable ruta hacia la muerte; el del Dasein es un ser para la muerte123. De modo que ser Dasein equivale a estar situado y aceptar la grandeza incompleta de persistir en la vida con el único horizonte cierto de la muerte. Después de Ser y tiempo se entiende que comienza la etapa más larga en la vida de Heidegger , aquello que se conoce como su segundo período, más largo y más oscuro, en parte porque allí está el surgimiento, es ascenso y la caída del régimen nazi, con todo lo que ello significó para Heidegger, según ha sido referido; aquí el filósofo cobra conciencia más claramente de algo que ha sido sugerido en su obra fundamental: de que el Dasein se enfrenta desnudo a sus problemas, siempre de forma lingüística, armado sólo del lenguaje, como habitantes de una lengua, como si a través de la palabra el hombre buscase una residencia próxima al ser, como si a través de la palabra el hombre lograse rascar o, al menos, merodear las orillas del ser; de ahí su interés en etimologías, en poesía, en el sentido que tiene nombrar creativamente, paralelamente a su creciente desinterés por la articulación del lenguaje académico. Puede pensase que, en ese sentido, completa algo que ha quedado pendiente para el trabajo husserliano, según se ha dicho, en tanto él llegó a señalar la crisis de las ciencias, mas no la necesidad de reformular su lenguaje y sus formas de expresión.

122

Da la impresión de que Heidegger dice Dasein para evitar la palabra hombre o la expresión ser humano, a pesar de que todos, incluido él, saben que de eso se trata y que de él es de quien se habla. 123 Expresión acuñada y patentada por Heidegger en Ser y tiempo.

SARTRE Después de haber nacido en París durante 1905 fallece su padre antes de que él cumpla dos años, por lo que queda al cuidado de su madre pero, sobre todo, de su abuelo materno, un alsaciano muy ambicioso que logra sembrar en su pequeño nieto el amor por las lecturas y la ambición intelectual; su infancia transcurre entre Estrasburgo y París, radicándose finalmente en la capital francesa. La Escuela normal superior de París y el alto nivel practicado allí son la causa de su formación, aunque más tarde, una vez que ha cumplido el servicio militar llega a Alemania en donde recibe instrucción de post grado, dentro del ambiente de la escuela fenomenológica. A su regreso de Alemania está por comenzar la Segunda guerra mundial, que dejará en él y en Francia secuelas imborrables; en junio de 1940, justo después de haber sido ocupada Francia por el ejército nazi, Sartre es capturado y llevado a un campo de prisioneros, estadía que aprovecha para leer Ser y tiempo de Heidegger, según se sabe, esta lectura es el germen de lo que llegará más tarde a ser El ser y la nada, su obra fundamental en Filosofía. Al ser liberado milita en la resistencia contra el fascismo y al finalizar la guerra milita en el socialismo, desde donde invita a sectores diversos y dispares para formar un frente amplio antifascista, en el que caben anarquistas, liberales y socialistas. Su labor literaria es tan constante como valiosa, al grado de valerle en 1964 el premio Nobel de literatura, que declina recibir mediante una famosa carta en que se declara anti-burgués; adornado por estos atributos tiene una participación importante en la rebelión estudiantil parisina de mayo de 1968. Todo ello lo convierte en una especie de guía o faro para la cultura occidental durante el siglo XX, aura que lo envuelve al momento de su muerte en 1980; su entierro es uno de los más multitudinarios que recuerda París, la ciudad en que pasó la mayor parte de su vida. A pesar de ser un militante político, su papel en Filosofía lo juega primordialmente como un metafísico de altos vuelos y gran dimensión, la razón para esto descansa sobre El ser y la nada, el ya referido y voluminoso estudio que contiene sus postulaciones más radicales, desde la cuales se derivan sus demás posiciones, incluso las políticas. Su proyecto comienza por recuperar dos expresiones muy conocidas de la Filosofía clásica moderna, para renovarlas con un contenido sorprendente, éstas son: el ser en sí y el ser para sí, la primera: el ser en sí es un ser compacto y consistente referido a lo dado, una especie de esfera plena y sin fisuras marcado por lo inerte y, en todo caso, marcado por una mecánica predecible e invariable; mientras el segundo: el ser para sí es todo lo contrario, es variable, aventurado, referido a lo indeterminado, a lo parcial y a lo que está destinado a no completarse, a resurgir siempre y a seguirse haciendo de forma incesante; su vida es el propio desplegar de la libertad que marca su propia falta de plenitud, otra forma de decirlo puede declarar que su vida es la oscilación de la búsqueda por no poseer un ser ya dado. El ejemplo más claro y adonde Sartre quiere llegar es a determinar que el prototipo del ser para sí es el fenómeno humano; lo más característico y, más aún, la verdadera esencia del hombre es, de algún modo, no contar con algo estable y fijo, no contar con una esencia, sino al contrario, vivir en la oscilación de la búsqueda como pura existencia, y esta es su raíz más valiosa, su propia libertad, aquello que lo hace vivir en el esfuerzo incesante de su propia auto-creación. El hombre, entonces, es algo llamado a no parar de reinventarse a sí mismo. De ahí que querer buscar una esencia para lo humano y, con ello, una estabilidad y fijeza dada sea, para Sartre, una suerte de traición, una forma de negar lo innegable, una forma de anular la libertad. En ese sentido, su lucha es contra el determinismo metodológico de la modernidad, fundado sobre el viejísimo principio de razón suficiente y su camino forzado y marcado sobre una sola vía. De modo que debe entenderse que Sartre en El ser y la nada emprende un profundo, tenso y largo diálogo con la tradición moderna, desde Descartes hasta Husserl y Heidegger; como consecuencia de ese diálogo y por las razones apuntadas y conferidas al ser para sí es que el pensamiento de Sartre deviene en una renuncia a la esencia, a la sustancia, en fin, a todo aquello que pueda sonar a falta de libertad, por ser fijeza, permanencia e invariabilidad; y consecuentemente su pensamiento viene a parar en un acercamiento a lo inestable, cambiante y variable, en un abrazo a la existencia, ruta por la que se llega a declarar que lo primero es eso mismo: la existencia. Así es como el pensamiento sartreano llega al existencialismo, así es como, por la deriva de la libertad, llega a valorarse a la existencia como lo primordial.

Después de la guerra en Europa, en 1945, Sartre y su entorno existencialista fundan una revista llamada a llegar a ser legendaria, su nombre Temps modernes (Tiempos modernos); para Sartre este momento tiene la significancia a favor de la toma de opción por la escritura, factor que marcará la segunda mitad de su vida; si bien es cierto que estas son las formas, que estas son la maneras, que esta es la caligrafía, en este segundo período el fondo es el desacuerdo y la disputa con Heidegger. Esta controversia entre Sartre y Heidegger se aprecia a través de dos textos muy famosos: del lado del francés el título es El existencialismo es un humanismo y del lado del alemán el título es Carta sobre el humanismo; lo que el francés quiere es que se acepte lo evidente y lo que parece querer Heidegger el negar lo oculto; para ambos casos: lo que uno quiere aceptar como lo evidente y lo que el otro quiere negar como lo oculto es lo mismo, es la existencia humana. Otro elemento que ayuda a avivar el fuego cruzado de la controversia es la desconfianza de Heidegger respecto al término humanismo porque, según él, conlleva un cierto aroma a esencialismo en torno a la figura humana y. además, también porque suena discriminatoria y excluyente en relación con lo otro, es decir que cuando alguien se ha nombrado como humano, en cierto modo, se ha jactado, ha acusado a lo otro o al otro de diferente, de salvaje, de bárbaro, de pagano. Más allá de lo anterior, Heidegger arguye que lo importante es la negación de cualquier teísmo, como un extremo de su lucha en contra de cualquier sustancialismo o esencialismo. En suma, la acusación de Heidegger a Sartre descansa sobre la convicción de que al defender al existencialismo como a un humanismo se esté apostando por un nuevo esencialismo. Sartre admite la acusación en la medida en que acepta el título de existencialista, pero no puede admitir la etiqueta del esencialismo porque es precisamente de toda esencia de lo su existencialismo ha querido alejar al hombre; si juega con la idea de Dios es porque le sirve para contrastarlo con el puro para sí humano. Sartre piensa que querer evitar a Dios, como quiere hacerlo Heidegger, es ingenuo y tan difícil como querer evitar el propio deseo, porque el hombre, a pesar de ser irremediablemente puro para sí, pura existencia, no puede renunciar al afán de perseguir lo inalcanzable del en sí. Ésa es, sin duda, una discusión inconclusa del siglo XX que llega a nosotros a través de un más allá de la obra de hombres que han construido su vida como parte de un trabajo de largo aliento, en tanto aceptaron, como habremos de hacerlo nosotros irremediablemente, vivir la contradicciones de una época. Sartre parece no haber tenido problemas con aceptar haber incurrido en errores y aciertos, en una unión de obra y vida, como muestra de una indeleble y parcial pero, a la vez, profunda humanidad.

FREUD Pocos hombres tan inclasificables como este médico de profesión, de donde lo más difícil para un proyecto como éste sea ubicarlo en la historia de la ideas. Intelectualmente educado como un empirista, hombre de laboratorio y seguidor de la ciencia que aporta a partir de la evidencia y la comprobación, pero por otro lado filósofo, psicólogo, historiador, lingüista y, por ello mismo descubridor de las fuerzas que, desde lo subterráneo y soterrado, gobiernan la vida humana. A pesar de todas sus habilidades o quizá debido a ellas, se resiste a someterse a cualquier disciplina que la lógica o la aventura de su investigación le puedan ir sugiriendo; parece como si fuese él quien las gobierna a ellas para acabar enfrentándolas y llevándolas a sus límites, proviniendo todo de una suerte de incomodidad, tanto con el rigor de la ciencia por un lado, como con el andar a tientas por el otro lado; acaso la mejor manera de referir esto deba decir que, de acuerdo con su formación, su vocación era todo aquello que corre emparentado al rigor, la observación y la medición, pero al mismo tiempo la naturaleza de sus hallazgos transmite una versión de de Freud como de un alma que se siente incómoda con la ciencia moderna. Desde la rigidez positiva de su formación, consideraba firmemente que las causas de las enfermedades había que buscarlas en el organismo y que cualquier cambio de rumbo era sólo una ilusión; seguramente el Freud anterior al psicoanálisis tenía todas las credenciales para llegar a ser un investigador de la ciencia positiva, como en quien se cumple una promesa. Lo que parece haber decidido el destino de Freud no fue un cambio de sentido en su forma de entender la investigación, sino por el contrario, el hecho vivencial de verse apretado por una precaria situación material, una situación de pobreza que casi colinda con la miseria lo guía hacia una cierta práctica médica, a través de la cual debe tratar a un cierto tipo de enfermos cuyos síntomas no parecen responder a causas físicas, algo así como si alguien se quedase mudo mientras sus cuerdas vocales permanecen en perfecto estado, o como quedarse cojo con los pies y las piernas en perfecto estado. De tal manera es que, en primer lugar la necesidad y, en segundo lugar la curiosidad son las causas que han conducido a Freud a una ciencia nueva, a un territorio oscuro y desconocido. Mientras tanto, Freud viaja a París y se relaciona con algunos tratamientos practicados allí en base a procedimientos de hipnosis, a su regreso a Viena sigue ocupado y decidido a profundizar en el conocimiento de la histeria. Freud camina y llega al inconsciente a través de la histeria, el hecho es que esta ruta se transita con la incómoda compañía de cierta preocupación por la cosa genital, la que funcionaba como un secreto a voces compartido por Charcot, el profesor que ha tenido en París, por Breuer, su amigo de Berlín y por el propio joven Freud. A pesar de que Histeros significa útero en griego, Freud llega a decir, a costa de la risa de sus colegas, que la histeria no es una enfermedad de género, sino más bien una enfermedad del sujeto124. Ante la falta de conexión entre los síntomas como consecuencias y las razones físicas como causas, Freud comienza a ser y a estar cada vez más atento al lenguaje de sus pacientes, a las palabras de sus pacientes, convirtiendo la observación de los síntomas sumada a la atención a las asociaciones libres del lenguaje del paciente en el primer antecedente y prefiguración de una técnica que tardó años en irse perfeccionando hasta llegar a ser el psicoanálisis. Preguntarse por todo lo que aparece al combinar el síntoma y la asociación libre del lenguaje es indagar por la resistencia al tratamiento, por los recuerdos olvidados, por los olvidos que no lo son, entre otras cosas; preguntarse por dónde todo esto aparece con gran vitalidad, es lo que guía a Freud hacia el inconsciente y, de ahí, a esa zona indeterminada y oscura que es la vuelta a la infancia, la cual siempre parece estar presente en el lenguaje de forma inevitable. La especial atención a esto no puede evitar advertir que existe una especie de candado, una suerte de amnesia sobre la casi siempre subliminal sexualidad infantil, la cual, a su vez, le parece a Freud prescribir y decidir el destino del sujeto. Puede verse fácilmente cuánto de esfuerzo y de guerra consigo mismo debió de invertir Freud para llevar adelante su proyecto, en la medida en la que se ve obligado a trabajar con materiales 124

Al decir sujeto en este contexto, cabe entender por ello sujeto moderno, o bien todo aquello que deviene del ego cartesiano.

inseguros e inciertos, con desperdicios de observaciones muy largas, con chistes involuntarios y voluntarios, con lapsus del lenguaje, con actos fallidos y sueños. Mientras su práctica lo ha llevado por el rumbo contrario al señalado por su formación, él debe encontrar la conformidad frente a unos hallazgos que no tienen otra alternativa más que interpretar en lugar de razonar, y fundar sus moldes para descifrar de principios que no tienen mucho que ver con la certeza ni el rigor de la ciencia que lo ha educado; sin embargo y a cambio cuentan con una imprecisa validez y una endeble legitimidad que le dan una larga y tortuosa experiencia clínica. Así la originalidad freudiana debe ser medida desde los roces, las luchas y las disputas entre el cientificismo y las aventuras del lenguaje, y también medida en relación a su decisión de nunca dar un paso hacia atrás frente a esta cruenta lucha que, ante todo, es una lucha interna. Dicho lo dicho, resulta imperativo apreciar y valorar las dificultades por las que Freud debió travesar al irse acercando, desde la histeria, a la frontera con ese terreno innombrable llamado Complejo de Edipo, a ese drama pasional de la infancia, aún sin nombre ni sentido. Por último es necesario dejar constancia que, para la ciencia social, Freud tiene una especial importancia, la cual puede apreciarse si se considera que después de su libro inaugural La interpretación de los sueños, una de las líneas seguidas por su trabajo es aquella que sigue Tótem y tabú, una especie de interpretación del origen prehistórico y que, en esa clave, afirma que la civilización fue fundada, en efecto, sobre la alianza de hermanos aliados en contra del padre de la horda primitiva, efectivamente, asesinado y devorado después. La civilización ha sido fundada sobre un crimen inevitable pero que, a pesar de ello, ha dejado huellas imborrables, al punto que ha devenido en inconsciente. Luego, el hombre histórico, hijo del prehistórico, no puede renunciar a llevar el peso del pecado fundacional; y en esa clave Freud escribe Moisés y la religión monoteísta, un libro tardío y conclusivo, para decir que el hombre histórico comparte la responsabilidad del crimen originario, no porque lo haya cometido, sino porque mediante la ley y la legislación él vive renovando el viejo pacto, por eso la sangre derramada del padre en la escena teatral por Edipo no es más que una renovación y un recuerdo incesante del drama humano. Así el hombre histórico y posterior sigue apretado y aprisionado en la profunda oscuridad de su espíritu y sin un horizonte más allá que el marcado por su pasado, del cual su tiempo no puede escapar.

HERMENÉUTICA Decir hermenéutica es decir teoría de la interpretación, aunque en el inicio de su camino, más bien debió entenderse como arte de la interpretación; en ese sentido es que la hermenéutica en la Grecia antigua era un ángel, concretamente un mensajero divino relacionado con las prácticas del oráculo y, tal vez en menor medida a la práctica de la poesía, en tanto los poetas, al decir algo de lo que sólo ellos son capaces, son como mensajeros de los Dioses. Debido a lo anterior es que, de acuerdo con la etimología, el origen de la hermenéutica se retrotrae hasta el Dios griego Hermes, quien cumplía funciones de mensajero divino, paralelo al Teuth egipcio, inventor de la escritura125 y al Mercurio de Roma Dios del comercio y de los intercambios. De tal forma es preciso reconocer que la hermenéutica en su origen está relacionada con cierto tipo de saberes y destrezas más vinculadas a o inseguro e incierto, distanciadas de la ciencia y el rigor, en la medida en que los saberes religiosos se orientan hacia los discursos proféticos, adivinatorios o sibilinos. Pero lo importante es que las cosas están llamadas a llegar más allá, y es con ocasión de las conquistas de Alejandro de Macedonia que la lengua griega tiene la oportunidad de trascender fronteras siendo, precisamente, ese escenario llamado Alejandría en donde esta trascendencia se da de mejor manera; los principales contactos de la lengua griega son con aquella otra llamada la tradición del libro, o bien religión del libro, o bien religión hebrea; y además también con la cultura romana y la lengua de la ley. El hecho notable es que, tanto el texto histórico religioso, como el texto reglamentario legal son campos fértiles para ejercicio de los inseguros saberes de la interpretación. Como consecuencia del intercambio realizado a partir de esos encuentros es que surge, como síntesis, algo que bien podría entenderse como el esbozo de una Filosofía de la historia, y es esto aquello que se formula como el sentido de una redención salvífica y que, iniciándose por un génesis, atraviesa por el sacrificio de alguien, para que sea posible la conclusión en una resurrección. Por supuesto, hoy se entiende que ése es un discurso ajeno a al Filosofía, pero lo que importa aquí es que es un asunto que salva o rescata el asunto fundamental de la hermenéutica, consistente en salvar el pasado del olvido y al mismo tiempo dar derecho a lo nuevo a que se haga presente; esto también y a la vez entraña un problema grande e irrenunciable consistente en la incesante disputa entre lo viejo y lo nuevo. Toda la Edad media occidental se mueve, de algún modo, entre estos parámetros al no poder escapar de la controversia entre el sentido de lo espiritual y místico, entendido como lo viejo y la tradición, y el sentido de lo literal e histórico, entendido como el sentido de lo presente y nuevo. Con ese telón como perspectiva concluye la Edad media y sobrevienen os humanistas del renacimiento, para quienes el clasicismo griego y antiguo es algo distinto de lo que ha sido para los medievales, es decir que estos humanistas ya no se piensan como una prolongación de la antigüedad clásica, para ellos ésta ya es una época concluida; la fractura entre la antigüedad y el renacimiento es milenaria, enorme, infranqueable; pero por eso mismo está llena de sentido y cargada de consecuencias hermenéuticas, lo cual quiere decir que, al ser inevitable esta milenaria distancia temporal en primer plano, surge a la vez la inmediata necesidad de los esfuerzos hermenéuticos por llegar a aquello que no aparece ni claro ni cerca; dicho de otra forma habría que decir que la hermenéutica y su potencia interpretativa son como renovar esfuerzos por conocer aquello que aparee de forma imprecisa a través de la lejanía del tiempo; quizá pueda ser un ejemplo de ello dentro de la caligrafía renacentista el discurso político de Maquiavelo. Mejor aún, un ejemplo puede ser, el discurso de la Reforma protestante, en la medida en que frente al discurso de la Iglesia romana, interesada por integrar en una síntesis la escritura sagrada con la práctica del rito, Martín Lutero126 afirma el principio de la sola escritura, para subrayar que la sola Biblia, y no la iglesia ni su jerarquía, es depositaria de la verdad.

125 126

Datos muy claros de eso puede hallarse en el Fedro de Platón. Monje agustino alemán que, durante el renacimiento, fue fundador de la rebeldía protestante.

El cardenal Belarmino127 responde en nombre del catolicismo atendiendo a la consideración, según la cual los hombres de su tiempo (léase el Renacimiento) ya han perdido las facultades que tuvo Jerónimo128, para entender el texto sagrado en directo sin pasar por la tradición. Estas disputas de tono hermenéutico tiñen de tinta mucho papel y de sangre mucho territorio durante el siglo XVII, llegando a desarrollarse desde entonces muchas de las erudiciones y muchos de los rencores que llegan hasta nosotros. Durante el siglo XVII la importancia de la hermenéutica fue reducida, en la medida en que, para el racionalismo moderno y sobre todo científico, los conocimientos antiguos son una erudición prescindible, o bien tienen sólo un valor de fábula. Quien sentará las bases para un renovado brillo de la hermenéutica será el movimiento romantico, desde el momento en que atiende de forma especial a la alteridad personal y al valor de la particularidad; el responsable de los avances de la hermenéutica durante el período romántico es Friedrich Scheleirmacher129, quien parte del hecho crucial de que la interpretación es precisa, aun allí en donde las cosas parecen ser claras, el precepto In claris non fit interpretatio (en la claridad no aplica la interpretación) es contra el cual Scheleirmacher argumenta, basado en la convicción de que los otros son en esencia desconocidos y un misterio; por lo tanto del hecho de que cualquier palabra ajena resulte expuesta al malentendido se desprende la necesidad de la hermenéutica para cualquier comunicación, incluso para cualquier comunicación interpersonal. Debe entenderse que esas preocupaciones románticas, al darle sentido a la particularidad del sujeto, no son más que una genuina expresión moderna que, al llegar el final del siglo XVIII y el comienzo del XIX, son traducibles ya no sólo al sujeto moderno, sino al sujeto moderno convertido y devenido en ciudadano, al hombre producto del liberalismo, al hombre libre e igual entre sí que ya no es vasallo de nadie, pero que a cambio de eso debe pagar un precio y labrarse un lugar por sí mismo en un mundo feroz y competitivo. A todo esto se agrega el discurso de Wilhelm Dilthey130 quien al discurso romántico previo incorpora la dimensión histórica, de modo que valdría decir que con Dilthey se transportan las preocupaciones románticas desde el tú hacia la colectividad contenida en el ámbito histórico; sin embargo él no puede ver que al hacer esto, si no se pone la atención precisa, se pone en juego la propia historicidad, es decir que puede perderse la perspectiva proveniente de del hecho de que quien juzga es también parte del devenir histórico. En este punto y para advertir lo anterior es que entra en juego la hermenéutica del siglo XX, de la mano del ya conocido Martin Hiedegger, quien debido al último tema enunciado niega la posibilidad de la objetivación, llegando a postular una suerte de circularidad por la que se transita al no poder la objetividad de la tradición por la que se circula131. El círculo hermenéutico postulado así por Heidegger debe entenderse más que como un punto de llegada, como una oportunidad para dar cuenta de las condiciones de la existencia y de la historia respecto a que cualquier conocimiento, y además de que a pesar de los deseos y ambiciones de objetividad que sobre ellos se han abrigado, son tan sólo interpretación y nunca más que eso. Mientras tanto, Hans Georg Gadamer132 sobre la base del trabajo heideggeriano se orienta hacia el desarrollo y la ampliación de la hermenéutica entendida como un método para aquellas disciplinas o ciencias en las cuales el objeto no existe claramente por confundirse con el propio sujeto, es decir para aquellas ciencias del espíritu, al decir de los alemanes, o bien ciencias humanas, o bien ciencias sociales, para decirlo con palabras más familiares.

127

Llamado “martillo de los herejes”; sacerdote jesuita que defendió la fe y la doctrina católicas después y como consecuencia del surgimiento de la Reforma protestante. 128 Primer traductor de la sagrada escritura de las lenguas originales al latín y, por lo tanto creador durante el siglo IV de la llamada Vulgata. 129 Filósofo y teólogo alemán del siglo XIX proveniente de la tradición reformada, educado en el calvinismo y primer calvinista a quien le son abiertas las puertas de las universidades luteranas. 130 Filósofo alamán que combatió el dominio de la ciencia natural en el campo del conocimiento y pretendió una ciencia subjetiva de las humanidades sobre una suerte de razón histórica. 131 Hasta allí ha ido a parar la búsqueda por las cosas mismas planteada por Husserl, de acuerdo con lo que ha sido dicho: Si se toman en cuenta estos extremos puede entenderse el porqué Husserl no aprobó el uso hermenéutico heideggeriano. 132 Filósofo alemán conocido por ser el principal protagonista de la llamada renovación de la hermenéutica durante el siglo XX, contenida mayormente en su obra Verdad y método.

¿De qué nos habla en el fondo esta historia? ¿De qué nos habla en el fondo la historia de la hermenéutica? Si se cuenta la historia de la interpretación, al menos debemos ser capaces de interpretarla. Para entender esta historia es preciso estar sabido de que ésta es una historia que se completa en dos episodios que, de alguna forma y a pesar de seguir siendo dos, se han integrado en uno. En primer lugar y, acaso porque es un hábito adquirido hay que comenzar con los griegos como ya ha quedado dicho, para Occidente ellos funcionan como una suerte de inventores y la hermenéutica no es la excepción; el hecho es que no obstante haberla inventado, también parecen haberla subvalorado en alguna medida, seguramente, debido a que dentro de su civilización la razón precisa y fría fue cobrando cada vez más presencia e importancia, por ello es que la historia dentro de la Grecia antigua pierde algo de su peso y no llega a constituir un completo horizonte de sentido. Para los griegos no fue posible pensar en un Dios capaz de haber creado el mundo a partir de la palabra, quienes fueron capaces de pensarlo y de dotar a la historia de esa dimensión fueron, primero los hebreos y luego los cristianos como sus herederos, entre ellos (aunque en asuntos religiosos no hayan logrado ponerse de acuerdo), han logrado postular a ese Mesías como el sentido de la historia, desde el momento en que se entiende por algunos que algunas profecías determinantes se han cumplido en él. Lo que interesa postular, de alguna manera, es que aquello que no pasó por la cabeza de los griegos, sí que lo hizo por la cabeza de los hebreos, y el hecho es que Occidente está construido a partir de ambos ingredientes y que son ambos lo que se unen, como una sola tradición, y ya no como dos en la hermenéutica. También relacionado con el tema de la historia de la hermenéutica, vale la pena atender al hecho de que esta disciplina funciona, de cierta forma, como un método, pero hay que decirlo: como un método que antes había estado relegado a las cosas menos importantes, porque las cosas importantes eran atendidas por otros métodos de mayor talla, presencia y precisión, estos otros métodos para las cosas serias, desde siempre y desde luego, han estado inspirados en la lógica, y ella es tan seria porque los actos en que interviene no requieren interpretación, los discursos de la lógica no requieren de interpretación, éstos son o se supone que son de una sola pieza, de una sola forma. Como se ha dicho, fue hasta con la revolución romántica y con Scheleirmacher que la hermenéutica adquiere la presencia que la legitima para participar en cualquier acto, es hasta entonces que la interpretación está legitimada para participar incluso en lo que parece más claro y diáfano. Sin embargo el hecho de que la hermenéutica sirva y funcione para todo y cobre presencia en todo no deja de sonar exagerado y extravagante; la respuesta ante ello es que el acto racional, a pesar de que los lógicos así lo deseasen, no puede estar aislado en su en sí, a cambio de ello siempre está condicionado por el emisor, por quien lo dice y lo envía; en esa medida es en la que parece surgir el desacuerdo entre Husserl y Heidegger, en tanto el primero habría confiado o querido confiar en la Epoché fenomenológica como antídoto frente a los prejuicios y las cargas subjetivas; mientras el segundo, ante la incapacidad de superar esa dualidad, propone el recurso del círculo hermenéutico como una salida. Además la hermenéutica, en su pretensión de llegar a eso oculto en el texto, propone atender a la diferencia entre comprender como advertencia hermenéutica frente a la ambiciosa pretensión de la lógica y de la ciencia por explicar. Dicho de otra manera, quizá más incómoda, quizá más distante, habría que decir que el asunto fundamental de la hermenéutica pasa por el hecho de otorgar primacía al lenguaje (a la interpretación habría que decir en sentido estricto) sobre las cosas, sobre el mundo, sobre los hechos, pero ¿Qué derecho tenemos a prescindir o a dejar en segundo plano a la experiencia de la cosa? El derecho que asiste para esto es aquél, según el cual, desde la perspectiva humana (es decir desde a incapacidad de constatar cualquier hecho en sí) lo absurdo es pretender algo semejante, cualquier visión de hechos no es algo dado, es más bien algo que se ha agregado de acuerdo con algún grado de imaginación, cualquier versión de hechos es interpretación. En la medida en que el hombre pueda decir algo de sí o del mundo confiará en que el conocimiento es posible, pero a la par debe reconocer que los sentidos del decir son diversos y que, por eso su reino es el de la interpretación.

ESTRUCTURALISMO Si toda la Filosofía del siglo XX ha ido a parar al lenguaje, de una u otra forma, tal como ha sucedido con el positivismo lógico, tal como ha sucedido con el pensamiento de Wittgenstein, tal como ha sucedido con la fenomenología de efecto hermenéutico; todo eso parece ser sólo un preámbulo para algo que comienza a gestarse desde varios puntos para, finalmente, llegar a concluir en Francia y ser conocido como estructuralismo. La Filosofía del siglo XX actúa como si, por fin, ella hubiese cobrado conciencia de la especial importancia del lenguaje, en la medida en que éste es algo más de lo normalmente se tiende a creer, en la medida en que el lenguaje es algo más que sólo para servirse de él, algo más que sólo para ser usado, como si no se agotase con la función instrumental, dicho de otra forma: el lenguaje sirve para algo más que para hablar con él, antes bien el lenguaje es algo para hablar en él y de él. ¿Qué quiere decir lo anterior? Ante todo quiere decir que el lenguaje antes de hablar de cualquier cosa, de cualquier objeto mundano, habla de sí mismo y, si se me apura y se me hace llegar más allá, habría que decir que lo primero que revela no el naturaleza de aquello de lo que habla, sino antes bien la naturaleza de quien habla; como si dijésemos respecto a la razón, volviendo al pasado cartesiano de la Filosofía, que ella no revela en primer lugar al objeto pensado, sino al sujeto que al pensar la ejerce. Pues bien, a partir de lo anterior, acaso sea oportuno comenzar diciendo que el estructuralismo durante el siglo XX es la instancia usada por el lenguaje para hablar de sí mismo; y para llevar adelante este propósito esta tarea el estructuralismo entiende que es preciso llegar más lejos que a la instancia de la simple palabra, para lo cual pretende que el lenguaje debe ser algo organizado, algo para ser entendido como un todo orgánico, de modo que las palabras por sí mismas dicen o que dicen y que, bien entendidas las cosas, no es mucho; para que las palabras digan algo, entonces, deben ser parte de un todo organizado. Para decirlo con más propiedad habría que decir que la palabra adquiere el sentido y la potencia que le corresponde, sólo, como parte funcional de una totalidad gramatical, sobre esta convicción descansa el propósito estructuralista; según esta concepción del lenguaje una palabra adquiere su dimensión real sólo en relación con otras palabras, dentro de un discurso administrado de acuerdo con una organización, como si el secreto del lenguaje fuese la combinación. Las convicciones generales anteriores, de alguna manera están llamadas a tener una especial importancia para la ciencia humana o ciencia social que, como se sabe, ha guardado una posición deficitaria en comparación con las disciplinas administradas por un lenguaje matemático; de ahí que el afán del estructuralismo haya sido mayormente humano y social, además de lo dicho también porque no existe una estructura más que de aquello que es de la modalidad del lenguaje y que puede ser organizado como tal. Por esa vía es que, con el estructuralismo, el interés se difiere de la realidad social y humana a los discursos que la expresan, y este procedimiento revela que los discursos no siempre son claros porque no todo lo que hay en ellos es explícito, parecen haber en los discursos cosas excluidas pero presentes, vacios que sin ser del todo declarados son presentes y funcionan operando como mecanismos de dominación. De modo que un estructuralista es quien, de algún modo, hace de su oficio esa habilidad para diferir la continuidad existente desde los afanes humanos hasta los lenguajes o discursos formulados para expresarlos, o bien para disfrazarlos o matizarlos; transferir el interés de un punto a otro es la destreza del estructuralista, como si su trabajo se dispersase por el lenguaje. Si bien es cierto que el lenguaje ha sido una preocupación constante, como se ha dicho, nunca antes hubo una conciencia tan clara de los alcances y de las potencias ocultas del lenguaje como la hay o la ha habido en el movimiento estructuralista que, como cualquier movimiento intelectual, llega a darse como resultado de una historia o de un desenvolvimiento de una serie de ideas que van dando de sí y que al ir creciendo van cimentando algunas convicciones; siempre se ha entendido que comprender el significado de un enunciado es algo que depende de la capacidad de reconocer ciertas cosas que, para el caso del estructuralismo, se ha pretendido ir marcando aquí. La historia del movimiento tiene como antecedente algunos estudios de gramática comparada, en los que se encuentran importantes rasgos de parentesco entre diversas lenguas, en función de los cuales fue posible conformar una suerte de teoría de raíces, así la raíz pasa a los verbos y a los procesos que al conjugarlos se dan.

Estos trabajos sobre las raíces y sus formas orgánicas y funcionales definen al lenguaje como algo dotado de cierta vida, aunque lo importante es que esos estudios han servido de punto de arranque para la lingüística contemporánea133. Luego de este antecedente surge el momento fundamental y fundacional para el estructuralismo, motivado por el Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure que, al definir la lengua como un sistema de signos, juega un papel fundamental, en ese reconocimiento o en ese hallazgo se encuentra el punto crucial del estructuralismo, según el cual, el lenguaje es una estructura en la que los elementos que la conforman se definen en función de sus relaciones entre sí; de modo que un conjunto de sonidos cualquiera devienen en una idea, sólo en virtud de la posición de las partes que lo componen y de as diferencias y oposiciones entre ellas, la lengua se constituye a partir de estos juegos y relaciones. De acuerdo con lo anterior y para ir sacando en limpio algunas cosas, es preciso saber que un signo (palabra) aislado no significa ni marca nada, tan solo un lugar, un punto, una función y unas diferencias respecto a otros signos (palabras), el significado debe su existencia a estos juegos y a estas relaciones; así es como el aporte más importante de Saussure descansa en la comprensión de la lengua como el resultado de este juego de relaciones, oposiciones y diferencias. Si las palabras como tales son el material de que está hecho el lenguaje hay que reconocer, según el pensamiento de Saussure, que ellas por sí mismas no son nada, solamente alcanzan a serlo en la medida en que forman parte de una estructura, de algo hecho y fabricado a partir de las relaciones y de los juegos que entre ellas con capaces de darse. A partir de esas diferencias y oposiciones es que aparece lo que Saussure llama valor: él toma el ejemplo del ajedrez, en donde las reglas, las piezas y el tablero están determinados por cierta función o valor que adquieren, sólo en función de su relación; así también la lengua está hecha de partes que adquieren su función o valor sólo a partir de las relaciones que conforman a la propia lengua; el valor de una pieza, entonces, es variable, diferencial, diverso en su relación siempre inesperada con los demás. Mediante la noción de valor es que se llega a determinar la estructura de un discurso, porque allí, en el valor, se decide la capacidad diferencial de las relaciones de cada término, y así, como consecuencia de sus relaciones, puede descubrirse un modelo como contenido. Más tarde y a partir del trabajo de Saussure, surge el formalismo ruso que capitaneado por Propp134 , él se propone comprobar que sólo existe un cuento, y que son las múltiples variaciones que de él se han practicado las que nos han hecho creer que son varios; según esta propuesta, todos los cuentos pueden ser reducidos a una sola secuencia compuesta por una serie de funciones, son los motivos y los sujetos los que son prescindibles e intercambiables, pero no lo es su estructura básica; hay que decir que los análisis de Propp están referidos a los llamados cuentos de hadas. Del mismo modo, más tarde surge otro trabajo notable también de matriz Saussureana, éste es el trabajo de Roman Jakobson135 quien en sus Ensayos de lingüística general llega a decir que, a pesar de la turbulencia de los movimientos estéticos durante el siglo XX, en todas las grandes obras de la época como las de Picasso, Kafka, Stravinski, Le Corbuisier, etc., incluso llega a mencionar la fenomenología de Husserl y la física moderna, muestran el elemento común de la presencia real de la estructura del pensamiento humano y, por lo tanto la presencia del elemento de tensión entre las partes y el todo; como para confirmar una vez más que no importan las cosas en su ser individual ni en sí mismas, sino más bien las relaciones entre ellas y, como consecuencias de estas relaciones, es la estructura, entendida como ámbito general, lo que debe descubrirse y conocerse. De alguna forma y dependiendo de la comprensión de las cosas, el último momento en el desarrollo del estructuralismo puede ser el trabajo del profundo conocedor y seguidor de obra de Saussure, Emile Benveniste136, su interés se aleja de seguir profundizando en la noción de estructura o sistema y, a la par de ello se acerca al aspecto social del lenguaje, intentando mostrar que al ser capaz de producir sentido es capaz no sólo de crear, sino también de ordenar un mundo; como si al 133

La obra fundamental de esta tradición es Sistema de la conjugación del Sanscrito de Franz Bopp, filólogo alemán y catedrático de filología oriental en la universidad de Berlín. 134 Vladimir Propp es un teórico ruso, quien en su Morfología del cuento se dedica al análisis de los elementos fundamentales de las narraciones populares eslavas, hasta llegar a sus partículas irreductibles. 135 Teórico ruso, renovador de la lingüística en el siglo XX, autor de una obra dispersa y en colaboración con otros que gira básicamente sobre temas de poética y teoría literaria. 136 Lingüista francés y renombrado profesor del College de France por décadas, seguidor y continuador de Saussure, a lavez que precursor de gente como Roland Barthes.

mismo tiempo que es colectivo y objetivo, esto no pudiese existir sin lo subjetivo y sin las entresijos innumerables de la enunciación. Actividades como la política, el trabajo y circunstancias como la civilización, la cultura y la historia son los escenarios en donde puede apreciarse la vida humana y, sin mucho esfuerzo, puede verse que existen como consecuencia del lenguaje, de la lengua. A partir de conjeturas de este tipo debe entenderse el trabajo de Benveniste, como un pasaje que va desde el conocimiento de la lingüística de método estructural hacia las determinaciones del lenguaje como expresiones más amplias de la cultura; habría que entender que la textura de la cultura reside en el lenguaje y que son muchos los lenguajes que la expresan, todo lo que tiene sentido y ha dejado de tenerlo ha dejado alguna huella en el lenguaje, siendo así que se ha configurado aquello que, como cultura, han recibido los hombres. Con esa amplitud de horizonte es que Benveniste estudia el universo lingüístico y concretamente realiza su análisis del sentido y de los principios de la enunciación, con lo cual siembra una semilla fértil llamada a madurar y a fecundar más allá de su propia obra; si su interés ha sido llegar a la determinación de los lenguajes que expresan la cultura, su obra debe entenderse como el pasaje que permite el paso a discursos estructuralistas como la antropología estructural de Claude LevyStrauss, a discursos como la narratología y crítica literaria de Roland Barthes, a discursos como la estructura del inconsciente pretendida por la obra de Jaques Lacan, a discursos como la novedosa lectura de El capital y de toda la obra de Marx ejercida por Louis Althusser, a discursos como el análisis histórico de las prácticas discursivas denunciado por Michel Foucault; todas ellas, hay que decirlo, obras imperdibles e imprescindibles para la historia intelectual del siglo XX. Sin embargo, en tanto lo que interesa a un proyecto como éste es la matriz estructuralista las cosas deberán, por ahora, quedarse hasta aquí, y todos los discursos recordados antes, para más adelante.

BIBLIOGRAFÍA Coeth Emerich. Cuestiones fundamentales de hermenéutica. Editorial Herder. 1972. Dartigues André. La fenomenología. Editorial Herder. 1981. De Sussure Ferdinand. Fuentes manuscritas y estudios críticos. Siglo Veintiuno Editores. 1987. Dufrenne Mikel. La noción de a-priori. Ediciones Sigueme. 2010. Escalante Evodio. Heidegger. Universidad Autónoma Metropolitana. 2008. Freud Sigmund. Obras completas (3 tomos). Biblioteca Nueva. 1996. Gadamer Hans Georg. Verdad y método. Ediciones Sigueme. 2001. Heidegger Martin. El ser y el tiempo. Fondo de Cultura Económica. 1988. Basic Writings. Harper San Francisco. 1992. Husserl Edmund. Investigaciones lógicas (2 tomos). Alianza Editorial. 1985. Meditaciones cartesianas. Editorial Tecnos. 1997. La Filosofía como ciencia estricta. Editorial Nova. 1973. Merleau Ponty Maurice. Fenomenología de la percepción. Ediciones Península. 1975. Parain-Vial Jeanne. Análisis estructurales e ideologías estructuralistas. Amorrortu Ediores. 1972. Ricoeur Paul. Freud: una interpreación de la cultura. Siglo Veintiuno Editores. 1987. Sartre Jean Paul. El ser y la nada. Editorial Losada. 1772. El existencialismo es un humanismo. Ediciones Quinto Sol. 1985. La crítica de la razón dialéctica (2 tomos). Editorial Losada. 1979. Baudelaire. Editorial Losada. 1968. Schérer René. La fenomenología de Las Investigaciones lógicas de Husserl. Editorial Gredos. 1969. Stewart Matthew. La verdad sobre todo. Taurus. 1998. Wagner de Reyna Alberto. La ontología fundamental de Heidegger. Editorial Losada. 1939. Wahl Jean. Introducción a la Filosofía. Fondo de Cultura Económica. 1997.

DESPUÉS DE AUSCHWITZ Y DEL GULAG ¿FRANKFURT? La Escuela de Frankfurt ha sido eso: una escuela en el sentido más amplio de la palabra porque ha sido una institución que, con no pocas vicisitudes, ha funcionado como tal y, también, ha sido lo que podría llamarse un estilo de pensamiento. El Instituto de investigación social fue fundado en Frankfurt en 1923, entendiéndose que llega a alcanzar su solidez con la dirección de Max Horkheimer en 1931, siendo ésa la época que coincide con el triunfo del Partido nacional socialista hitleriano, debido a ello, mientras Hitler estuvo en el poder y sembró de muerte el territorio europeo, la Escuela debió continuar su labor precariamente en el exilio de Norteamérica. Durante este período, no sin padecer incomodidad y nostalgia, los miembros exilados de la Escuela de Frankfurt ejercieron una crítica contundente y radical de las formas de vida actuales, y no sólo de los lugares de los que se habían visto forzados a salir, sino también del lugar a donde se habían visto forzados a llegar. No hay que olvidar un dato externo, pero que no deja de ser significativo, y es que los nombres prominentes de la Escuela son judíos, ése es el caso de Walter Benjamin, de Max Horkheimer, de Theodor W. Adorno, de Herbert Marcuse, lo cual los pone en una situación difícil frente al fascismo alemán y europeo de la primera mitad del siglo XX, pero les da también una sensibilidad particular frente a la naturaleza de la crisis de la época. Decidirse a decir que todo cuanto el hombre ha valorado como una ruta de liberación ha devenido en lo contrario resulta arduo, y consiste en una tarea posible, sólo en tanto la crisis que la provoca es de una dimensión planetaria; de modo que el hombre de hoy se enorgullece de la razón, de los logros que ella ha hecho posibles, desde la ilustración e incluso desde más atrás se ha creído que los valores racionales y científicos tienen una única dimensión liberadora; sin embargo el siglo XX, en especial su primera mitad, ha descubierto y despejado la versión más oscura de esta razón; a la vez que ha logrado y alcanzado grandes triunfos, también ha conducido las cosas hacia una sinrazón desnaturalizada. Desde los primeros trazos de Maquiavelo hasta las postulaciones de Hegel, la razón ha ido adueñándose de casi todos los espacios, desde su justificación instrumental hasta su identificación con lo real; y el hombre moderno ha ido construyendo un puente de continuidad entre razón y realidad, sobre todo por una ruta asfaltada por la ciencia; pero a la vez y simultáneamente la sensibilidad se ha ido resintiendo y quejando hasta rebelarse, el romanticismo es el resultado de esta tensión, hasta que el propio hombre moderno ha llegado a preguntarse ¿Hay un lugar para mí, en este mundo que yo mismo he creado…? Para la Escuela de Frankfurt, Auschwitz y el Gulag son la mejor muestra de este punto al que se ha llegado; es precisamente cuando el mundo, en su auto identificación con la razón hegeliana, alcanza su grado máximo, ya sea por el lado de la derecha extrema o de la izquierda extrema que se revela la vacuidad del proyecto racional, en tanto la muerte se convierte en un fin en sí mismo; la matanza siempre ha existido como un medio para eliminar al enemigo, al competidor, pero matar al inocente como un fin en sí mismo revela esta sinrazón moderna. No es casual ni fortuito que el trabajo de la Escuela de Frankfurt sea conocido también como Teoría crítica, lo cual ya ha sido justificado, de alguna forma, pero si se sostiene que tanto la social democracia de corte liberal, como el marxismo de corte soviético son criticados por estos filósofos, precisamente, en la medida en que no logran liberar al hombre moderno, sino por el contrario, lo que logran es atarlo y alejarlo de aquello a lo que su naturaleza los llama. Es importante subrayar que la Escuela de Frankfurt es diversa y asimétrica porque los miembros que la han conformado han tenido señas de identidad e intereses múltiples; en todo caso, esto debe ser valorado como una riqueza y no como un déficit porque sus discursos y postulaciones se han amplificado a diversas regiones de la cultura, del talento y de la sensibilidad. Las nociones anteriores sirven para tratar de determinar, así sea de forma aventurada, una idea del método de la Teoría crítica, el cual está definido por una cierta forma de melancolía frente a todo aquello que se ha quedado extraviado en el pasado; de acuerdo con lo dicho la palabra melancolía debe entenderse como el sentimiento provocado por todo aquello que, habiendo sido ofrecido por los proyectos modernos, se ha quedado pendiente; es importante resaltar que, desde esta perspectiva, su método es una forma de sensibilidad.

A partir del anterior intento de definición general de la Teoría crítica resulta inevitable entender que el tema principal para ellos ha sido la crisis del mundo moderno, de todo ese mundo que ha arrancado desde los afanes ilustrados, desde todos los anhelos a través de los cuales el hombre debía cruzar los umbrales del secularismo, de la filantropía, del cosmopolitismo, de la libertad, de la igualdad y, así arribar al cielo prometido de la modernidad. Si la ilustración es traducible a iluminismo, ha sido porque su promesa fue vencer y dejar atrás la ancestral oscuridad, para lograr y finalmente cruzar el umbral de luz que permita enderezar la historia del hombre y apartarla de la catástrofe, de tanta guerra y de tanta sangre. Desde tales motivos resulta claro quela ilustración, con sus ofrecimientos y sus problemas, es el irrenunciable punto de partida para la Escuela de Frankfurt; la opción expresa por la tradición hegeliano-marxista, desde muy temprano les mostró que el conflicto entre la razón y la naturaleza es sólo un punto de partida, una vez llegado el siglo XX. Hay que recordar que para la ilustración no hubo dudas, porque su opción y toma de partido por la razón ha sido innegable y bien conocida, la ilustración quiso liberar al hombre de sus temores y que la tierra, al ser iluminada por la razón, dejase de ser una serie de obstáculos; pero el hecho es que la actualidad del siglo XX, con unos hombres y una tierra totalmente ilustrados, debió devenir en algo más humano y paradisíaco, pero en cambio devino en un mundo salvaje y horroroso como ningún otro, según lo ve la Teoría crítica. Si se recupera lo anterior, dicho en torno a la sensibilidad como un método capaz de atravesar los intereses y postulaciones de la Escuela de Frankfurt, frente a lo último que ha sido dicho, necesariamente hay que cuestionarse ¿Si un mundo que ha devenido bárbaro, egoísta, grosero, mecanizado deja algún lugar para lo bello y el arte? Antes de pretender responder a esta indagación, hay que reconocer que la modernidad ha diferido al proyecto y a los fines estéticos, razón e intuición han llegado a separase como nunca antes, al grado de hacer quedar al arte como un sinsentido o, en el mejor de los casos, el arte ha llegado a ser considerada como elitista y, por lo tanto a expresar el núcleo de la experiencia histórica sólo para unos pocos. Preguntas como ¿Qué relación guardan el arte y la vida? O bien ¿Es el artista alguien más revolucionario que cualquiera dedicado a otro oficio? Han llegado a ser cuestiones cruciales para la Escuela de Frankfurt, y acerca de las cuales es irrenunciable e imperativo meditar, simplemente, porque una posible humanización para una época bárbara y salvaje debe transitar por ellas. Durante la primera mitad del siglo XX, el dramatismo de las cosas para algunos miembros de la Escuela de Frankfurt, al ser judíos en una Europa donde estaba prohibido serlo, llegó al punto que los hizo pensar en clave de alternativa, dado un mundo como aquél, según la cual: o bien el arte al ir por delante de la política como una guía aceptada por el mismísimo Partido nazi alemán producía el fascismo, o bien la postura contraria en la cual la política fuese la guía y diese las pautas para la producción de un arte popular producía el consabido socialismo de estilo soviético y staliniano. Ante tal estado de cosas, cómo hacer una escogencia si las dos opciones que deja la alternativa son, a la vez, dos catástrofes, dos situaciones en extremo abominables e inhumanas137. Quizá, si la producción artística del siglo XX se juzga a partir de las encrucijadas que marcan estas discusiones pueda entenderse o, al menos, contextualizarse mejor que si esto no se toma en cuenta. Todos los rasgos de una época arrebatada, inevitablemente, llegan hasta las consideraciones más profundas que tocan a la psique, para ello la Escuela de Frankfurt no hace más que volver a un par nociones de Marx, su principal inspirador, una es el asunto de la alienación, tema y motivo definitivo de los últimos trabajos de Marx, a través de la cual intenta entenderse la pérdida de su propio ser por parte del hombre moderno, y el segundo asunto de carácter psíquico es el llamado fetichismo, que funciona para Marx como el motor interno del afán por acumular el capital, sin duda el fetichismo de la mercancía es concebido como la dimensión psicológica fundamental para el desarrollo de la teoría económica del marxismo. La finalidad del marxismo, finalmente, es entendida por la Teoría crítica como liberadora, como si el fin de la historia, en lugar de ser el progreso y el desarrollo, fuese la liberación del hombre desde las profundidades de la psique; dichas así las cosas, el trabajo de Marx parece no haber alcanzado para lograr los fines que se proponía, porque al pretender despertar la conciencia del hombre haciendo un llamado a lo que su propia naturaleza la convoca a ser, se pretendía alejar al hombre, 137

La discusión que va desde La obra de arte en la época de la reproducción industrial de Benjamin, hasta la Teoría estética de Theodor W. Adorno está atravesada por estos temas.

desde su propia y más profunda conciencia, de los espejismos por tener más, en la medida y bajo la convicción de que tener más no equivale a ser más. Si para el liberalismo en su fase de industrialización, y para el socialismo con rostro soviético lo único importante ha sido la conquista del poder y, una vez logrado esto, la conquista de la naturaleza, frente a ello, la Escuela de Frankfurt pretende recuperar el espíritu del marxismo original y sostener que las referidas no son vías de liberación, sino todo lo contrario: vías de dependencia, por lo que lo único digno de ser pretendido y perseguido es la modificación de la psique, como primordial fin de la historia. Por ahí debe entenderse la vocación de la Escuela de Frankfurt, por el pensamiento y las postulaciones freudianas; Herbert Marcuse138, a partir de un conocimiento serio de Hegel y Marx, sostiene que en Occidente el principio de realidad se ha impuesto y ha opacado al principio del placer haciendo pagar al hombre el precio de un trauma y de una civilización enferma. Habría que captar que, de acuerdo con estas ideas, la ilustración ha provocado un profundo desajuste en el hombre occidental, al buscar de forma desesperada la dominación, porque resulta muy complicado gozar de los frutos de una victoria sin que, a la vez, deban pagarse los costos por haberla logrado; según o dicho antes en torno al arte, podría parafrasearse lo anterior diciendo: un mundo en donde se ha sacrificado el arte debe, acaso pagarse el precio en guerra. De alguna forma la teoría psicoanalítica freudiana ha sido una cifrada descripción de procesos de dominación y de la refinación de ellas, como si el ciclo fuese aquél que va de la dominación a la rebelión, para volver de nuevo a la dominación, un ciclo recurrente que es un movimiento cíclico y que va desde el patriarca primordial al clan de hermanos, para llegar finalmente a la civilización elaborada, en un refinamiento de formas de dominación, en un proceso que, cada vez, va volviendo a la autoridad en algo más anónimo e impersonal y, desde luego, también cada vez más racional; la diferenciación social y la división del trabajo deben verse como parte de este devenir de la autoridad refinada, entendida como parte de un proceso histórico. Al ver las cosas así, necesariamente, debemos arribar al punto en el que la burocracia y la técnica son expresiones más refinadas, impersonales y racionales de la autoridad, la reproducción de estas tendencias no es, cabe preguntar, expresión de nuestro mundo y de nuestra vida actual; no ha ido desvaneciéndose, cabe preguntar, la subjetividad a las versiones de lo general y a las reducciones subliminales de los procesos masivos de industrialización. Para el capitalismo, contribuir a la industrialización hasta de las formas de comer es un heroico acto de libertad; y para el socialismo contribuir al progreso de una burocracia totalitaria es también un heroico acto revolucionario; la producción, la distribución, la satisfacción son aspectos de una totalidad en la que el hombre parece ir desapareciendo, o en la que el hombre parece ir compareciendo menos cada vez; la psicología industrial hace tiempo que ha dejado de estar encerrada en los muros de la fábrica, para invadir el mundo. Frente a la dimensión de estos problemas y a esta visión del escenario moderno, es muy difícil para la Escuela de Frankfurt proponer una salida o una ruta de evacuación; como ha sido siempre y como ha podido irse viendo, la vocación primordial de la Filosofía sigue siendo la de formular preguntas, para las que no hay una respuesta a la vista. El rostro del mundo actual, ya sea como única dimensión del mercado o bien como dictadura de partido describen un escenario catastrófico ¿Será el porvenir capaz de frenar el curso de las cosas? O como dirían algunos ilustres miembros de la Escuela de Frankfurt ¿Será el porvenir capaz de frenar, de alguna forma La dialéctica de la ilustración139? A pesar de que estas preguntas indagan por algo, esto no parece estar del todo claro, el misterio que encierran es el mismo engaño que propone la ilustración: aquel propósito que, haciéndose pasar por el progreso, realmente ha conducido a la crisis, en la medida en ésta ha sido el precio que ha habido que pagar a cambio de sostener a toda costa el discurso de la democracia y el desarrollo. Se ha asumido la convicción de que la democracia ennoblece a hombre y, desde luego, por añadidura también a la cultura moderna, por el sencillo y visible hecho de que la comunidad de hombres iguales y libres unidos por su laboriosidad se orienta hacia su continuidad y sus herederos quienes, según se ha querido entender y ofrecer, cada vez estarán más lejos de la esclavitud; frente 138

Eros y civilización es un estudio del autor referido en el que, de alguna forma, se postula el carácter neurótico de la cultura occidental moderna. 139 Nombre de un trabajo central para el siglo XX y, cómo no, también para la Escuela de Frankfurt, escrito en el exilio por Theodor W. Adorno y Max Horkheimer.

a lo cual, al menos, hay que reconocer que la memoria es la única carga que al irse acumulando, finalmente, estalla para que el tiempo, a veces, tenga sentido. A pesar de que la Filosofía hoy se parezca a una amante decrépita, a pesar de que sus cuidados sean hoy desdeñados, sólo queda apostar porque, ojalá, algo de lo que durante tanto tiempo ha logrado cobijarse bajo su alargada sombra haya podido ser citado aquí.

BIBLIOGAFÍA Adorno Theodor W. Filosofía y superstición. Alianza/Taurus Ediciones. 1972. Adorno Theodor W. Horkheimer Max. Dialéctica de la ilustración. Editorial Trotta. 2001. Benjamin Walter. Illuminations. Fontana Press. 1992. El concepto de la crítica de arte en el romanticismo alemán. Ediciones Península. 1988. The origin of german tragic drama. Verso. 1998. Horkheimer Max. Historia, metafísica y escepticismo. Alianza Editorial. 1982. Marcuse Herbert. Razón y revolución. Alianza Editorial. 1976. Eros y civilización. Editorial Joaquín Mortiz. 1981. Wiggershauss Rolf. La escuela de Frankfurt. Fondo de Cultura Económica. 2010.