Hemon Aleksandar - El Hombre de Ninguna Parte

Aleksandar Hemon El hombre de ninguna parte Título de la edición original: Nowhere Man Nan Traducción: Damián Alou Ilust

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Aleksandar Hemon El hombre de ninguna parte Título de la edición original: Nowhere Man Nan Traducción: Damián Alou Ilustración de Gene Mollica, a partir de una foto de archivo de Evgeni Pick Editorial Anagrama Panorama de narrativas 566 Barcelona – España Fecha Impresión: 02/2004 ISBN 13: 978—84—339—7026—8 Digitalizado por Mr. Pond

Los sucesos corrientes están alineados en el tiempo, permanecen enhebrados en su curso como en un hilo. Allí tienen sus antecedentes y sus consecuentes que, apretujándose, se pisan los talones sin parar, sin cesar. Esto también tiene su importancia en la narración, ya que su alma es la continuidad y la sucesión. Mas ¿qué hacer con los acontecimientos que no tienen su propio lugar en el tiempo, los acontecimientos que llegaron demasiado tarde, cuando el tiempo ya había sido distribuido, compartido, descompuesto, y ahora se hallan suspendidos, no clasificados, flotando en el aire desamparados y errantes? BRUNO SCHULZ, en «La época genial»,

Sanatorio bajo la clepsidra

1. Pascua 2. Chicago, 18 de abril de 1994 De haber estado soñando, habría soñado que era otra persona, con una diminuta criatura amadrigada en mi cuerpo, arañándome las paredes del pecho: un sueño recurrente. Pero estaba despierto; escuchaba la llovizna del interior de mi almohadón, los muebles que se combaban furtivamente, la casa que crujía bajo los embates del viento. Estiré las piernas, con lo que la manta menguó y mi pie derecho asomó del sedimento de la oscuridad como un faro achaparrado y apagado. Las persianas farfullaron algo, comentando mi movimiento, pero enseguida callaron. Cerré la puerta del baño y los colgadores de las toallas temblaron. Había un acre olor a cortina de ducha de plástico y a jabón desintegrándose. El inodoro estaba boquiabierto, y en su interior había un trozo de papel medio disuelto que palpitaba como una medusa. Del grifo salían tercas gotitas. Me quité los calzoncillos y los coloqué en un montón, a continuación me metí en la ducha, detrás de la cortina, y dejé correr el agua. Ínfimos arcos iris encerrados

en el interior de las gotitas formaron el inevitable y vertiginoso torbellino, mientras fantaseaba con derretirme bajo la ducha y desaparecer por el desagüe. Bajé las escaleras llevando un montón de ropa sucia, procurando no tropezar con el impertinente gato. Coloqué la ropa encima de la lavadora, que se estremeció como de placer, y tiré de la cuerda que colgaba en la oscuridad: alrededor de la bombilla, el aire se llenó de telarañas. Tuve que esperar a que dejara de dar vueltas antes de meter la ropa en la lavadora, por lo que seguí al gato hasta la otra habitación. Había cajas llenas de objetos que debían de haber sido abandonados por los inquilinos —¿quiénes serían?— que anteriormente habían vivido en uno de los apartamentos: rollos de papel pintado, un paraguas con las varillas rotas, un balón de fútbol deshinchado, una colección de zapatos con medias suelas, un marco sin foto, marañas de polvo anónimo. De nuevo en el lavadero, trasladé las ropas empapadas de los del piso de arriba a la secadora, a continuación llené la lavadora. En la otra habitación, el gato galopaba de un lado a otro y emitía sonidos de lucha, persiguiendo algo que yo no podía ver. Aquél era el día de la entrevista. Por pura desesperación, había llamado —me parecía que hacía años— y concertado una entrevista para trabajar de profesor de inglés como segunda lengua. Me había quedado sin trabajo en la librería del Instituto de Arte cuando acabó la temporada de Navidad, incluida la locura del período posterior de rebajas. Mi trabajo consistía en desempaquetar cajas de libros, colocarlos en los anaqueles, y luego aplastar las cajas y tirarlas. Aplastar las cajas era mi parte favorita, esa destrucción controlada y benigna. Dos huevos blancos se agitaban en el agua hirviendo, como ojos sin iris. El suelo estaba pegajoso, de modo que tenía que despegar las suelas a cada paso: me acordé de las películas en las que la gente camina por el techo, boca abajo. Una cucaracha correteó por la madera de cortar, intentando esconderse detrás de la cocina, en lugar seguro. Imaginé el calor grasiento de ahí atrás, los valles de suciedad, los cables serpenteando como carreteras. Me imaginé allí, después de haber agarrado un pedacito de alguna monda, después de casi ser partido en dos por algo inmenso que se cernía sobre mi. Lo había intentado en otras librerías, pero no me querían. Había intentado encontrar trabajo de camarero, contando elaboradas mentiras acerca de mi experiencia en los mejores restaurantes de Sarajevo, todos ellos de gran categoría europea, y, encima, inexistentes. Había gastado mis míseros ahorros y estaba en la fase de vender los muebles. Por un total de setenta y cuatro dólares vendí un futón venido a menos con un intrincado dibujo de vómito de gato; una mesa que cojeaba con cuatro sillas inexplicablemente arañadas, como si hubieran caminado por campos de alambre de espino. Iba atrasado con el

alquiler, y ya había consultado la palabra desahuciar en el diccionario, con la esperanza de que el primer significado («Quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea») pudiera más que la tercera definición, la que interesaba al dueño, y me salvara el culo. Lo que resultaba aterradoramente simple era que, cuando yo estaba dentro, no había nadie en el porche: las sillas de plástico verde se congregaban alrededor de nada; el columpio aún temblaba bajo un peso invisible; las macetas vacías les hacían frente, como cabezas de la Isla de Pascua. Una mosca zumbaba en el cristal, como si intentara atravesado con una sierra diminuta. En la casa que había al otro lado de la calle, un hombre con el pecho descubierto, escuálido como un preso de un campo de concentración —le asomaban los omóplatos, las sombras de las costillas le marcaban rayas en el torso—, entraba y salía de la casa febrilmente, y al final desapareció en el interior. Estaba a punto de cerrar la puerta con llave cuando vi al gato royendo la cabeza de un ratón, revelando con paciencia su esencia carmesí. Y no había sido sólo el dinero. Cuando no podía aplastar cajas, leía obsesivamente los periódicos y miraba la tele (hasta que la vendí) para ver lo que pasaba en mi país. Lo que ocurría era la muerte. También había mirado esa palabra en el diccionario: «El acto o hecho de morir; el fin de la vida; el cese definitivo e irreversible de las funciones vitales de una planta o de un animal.» El aire era untuoso y cálido, así que me quedé en la calle, inhalando. Hubo un tiempo en que ese olor señalaba el inicio de la temporada de las canicas: el suelo pronto estaría blando y no tendrías que llevar guantes, podrías meter las manos en el bolsillo —a la espera de tu turno, haciendo girar las canicas con las puntas de los dedos— hasta que una línea roja te aparecía en la palma, señalando la frontera entre la parte de la palma que estaba dentro y la que estaba fuera. Entonces te arrodillabas y dejabas una hendedura en el suelo, manchando los pantalones, ganándote el inexorable castigo de tus padres. Tenía un par de canicas en el bolsillo, además de un billete combinado para el tren elevado, arrugado y frágil. Una mujer con pecas primaverales, a remolque de un akita gigante, me sonrió sin razón aparente, y me bajé de la acera —confundido por la sonrisa, asustado por el akita—. Dejé pasar a la mujer y seguí andando lentamente, como si caminara entre aguas profundas, porque no quería que pensara que la estaba siguiendo. El akita lo olisqueaba todo, reuniendo información de manera frenética. La mujer se dio media vuelta y me volvió a mirar. Yo tenía el sol a la espalda, de modo que entrecerró los ojos, arrugando el puente de la nariz. Parecía estar a punto de decir algo, pero el akita se la llevó a rastras, casi

arrancándole el brazo. Me quedé aliviado. Prefería ser un recuerdo vago y agradable a tener que explicarle que no tenía trabajo, y que cuando tuve uno consistió en aplastar cajas. Pasó un coche cuyos cristales temblaron. Lo conducía un adolescente que me apuntó con el dedo y disparó. Crucé la calle para mirar una hoja de papel clavada en un árbol, delante de un edificio que exudaba humedad. El cartel decía en letras rojas: PERRO PERDIDO HE PERDIDO UN PERRO MACHO, ESTE SPANIEL MEZCLADO, Y SE LLAMA AFORTUNADO. TIENE UNAS OREJAS MUY, MUY LARGAS Y UN PELO RIZADO DE COLOR MARRÓN DORADO Y LA COLA CORTA Y ES MUY AMIGABLE, UN POCO LOCO. SI ALGUIEN ENCUENTRA A MI PERRO POR FAVOR CONTACTE CON MARTA. MARTA Delante de la estación del tren elevado, un hombre con un sombrero hongo negro tocaba la pandereta; no llevaba ningún ritmo identificable, y cantaba una canción acerca del espíritu que hay en el cielo con una voz monocorde y desencantada. El hombre me sonrió, mostrando grandes huecos en su dentadura. Cuando yo era niño, escupir entre los dientes se consideraba una gran habilidad, porque podías lograr precisión, igual que esas serpientes de Supervivencia cuando le lanzan veneno a un ratón de campo aterrado, pero yo tenía los dientes demasiado juntos, y nunca podía hacerla. Tras cada intento, me goteaba saliva por la barbilla. La estación olía a orina y petróleo. Una mujer con el pelo a lo rastafari, vestida con un chaleco amarillo, rebuscaba en un armarito de puertas metálicas debajo de la escalera, hasta que sacó una pala y la miró con sorpresa, como si esperara otra cosa. Subí al andén por la escalera mecánica y esperé a que aparecieran las luces del tren. El viento hacía rodar una lata vacía hacia el borde: la lata se detenía, intentaba resistir el empuje, luego seguía rodando, hasta que por fin cayó por el borde. Un ratón correteaba entre los raíles. Supuse que se electrocutaría en el tercer raíl: unas cuantas chispas, un chillido agudo, un ratón pardo y tieso, aún sorprendido por lo repentino de su fin. «Todo lo que pedimos», dijo un joven con las manos juntas por encima de la entrepierna, «es que le entregues tu vida a Jesús y le sigas al Reino de Dios.» Su compañero, ancho de hombros, barbado, recorría el vagón ofreciendo a todo el mundo una bolsa de cacahuetes y la salvación. Una anciana con una bolsa de plástico sobre el pelo gris y ahuecado sonrió repentinamente, como si una punzada de dolor le hubiera recorrido el cuerpo en ese mismo instante. Un

viejo apergaminado, con una mueca de perplejo horror, y un amarillento sombrero de paja, levantó los ojos hacia el hombre de los cacahuetes. Una joven que estaba delante de mí —una lengua puntiaguda de cabello le tocaba el cuello, y olía a canela y leche— leía el periódico. SE DERRUMBAN LAS DEFENSAS DE GORAZDE, rezaba un titular. Yo había estado en Gorazde sólo una vez, y sólo porque había vomitado en el coche, de camino a alguna parte, y mis padres se detuvieron en Gorazde para limpiar lo que yo había ensuciado. Recuerdo que luego me colocaron en el asiento delantero, me entró sed y me puse a temblar, y que a mi padre, en el asiento de atrás, le venían arcadas mientras lo limpiaba con un trapo; a continuación mi padre abandonó el vómito envuelto en el trapo junto a la carretera, y unos animalillos hambrientos y desesperados salieron de los arbustos para devorado. La mujer le entregó un dólar perfectamente doblado al hombre de los cacahuetes, le cogió una bolsa y la abrió, y a continuación comenzó a masticar los cacahuetes. Yo dije: «No, gracias.» Granville, Loyola, Morse. La mujer pasó la página, y sobre ella cayeron unas cáscaras de cacahuete. CIELOS SOLEADOS Y CALOR EN CASI TODO EL PAÍS. Todos nos bajamos del tren en Howard, dejando las cáscaras de cacahuete y a un borracho con una gorra de los Cubs desplomado en un rincón. Ir en la misma dirección que una masa de gente provocaba un efecto eufórico y perturbador. Nos congregamos en lo alto de la escalera mecánica y entonces todos descendimos; atravesamos diversas barras giratorias que nos dieron unos golpecitos en la espalda, como si acabáramos de volver de una peligrosa misión. En la sombra aromatizada con orina de la estación, los autobuses se alineaban en una perspectiva perfecta, succionando pasajeros por las puertas delanteras. Una señal desgastada por el tiempo, colocada sobre una máquina de Coca—Cola, decía NO FUNCIONA; detrás, un cartel roto anunciaba la llegada —el año pasado— de un circo: se veía un payaso con una media sonrisa histérica y la trompa erecta de un elefante, que sostenía una vara con una estrella brillante en la punta. Yo nunca había dado clases de nada en mi vida, y mucho menos de inglés, pero la desesperación era mi leal aliada. Me puse las manos en el bolsillo de la chaqueta: un par de canicas, una bola de borra, una moneda, un billete combinado. Recuerdo estos objetos triviales porque recuerdo que miraba a una mujer negra ya mayor: un abrigo de mezclilla, un sombrero en forma de campana, los nudillos apretados en torno al mango de un bastón, inclinada ligeramente hacia delante. Poder poner las manos en los bolsillos, me dije, no es algo tan malo, los bolsillos son el hogar de las manos. Había un banco en el que nadie se sentaba, incrustado de manchas. Levanté la mirada, y sobre una viga de acero situada encima de mi cabeza había

posado un jurado de palomas, zureando maliciosas. Se ahuecaban y se desinflaban, parpadeando en un gesto de desdén, soltando heces sin esfuerzo. Cuando era niño, pensaba que cada vez que nevaba era porque Dios se cagaba encima de nosotros. El autobús con destino Touhy llegó y nos pusimos en fila a la puerta. Experimenté un intenso estornudo de felicidad, simplemente porque había conseguido no perder mi billete combinado. El autobús olía a una poción desinfectante desconocida, a restos de sudor salchichero y a una indefinida sequedad de polvo. El jurado de palomas echó a volar cuando el autobús arrancó, clavándonos en nuestros asientos, hasta que todos nos vimos diligentemente impulsados hacia delante. Tenía un amigo — lo mató un acelerado trozo de metralla— al que le gustaba pensar que existía una parte tranquila del universo en la que un cuerpo podía llevar una velocidad uniforme, ir en la misma dirección, a la misma velocidad, sin detenerse ni entrar en ningún campo gravitacional. Este autobús, por ejemplo, se habría movido con una velocidad constante y agradable por Touhy, sin detenerse en los semáforos, hasta Lincolnwood, Park Ridge, Elk Grove Village, Schaumburg, Hanover Park, habría atravesado Iowa y lo que hubiera más allá de Iowa, hasta la mismísima California, y luego surcado el Pacífico, deslizándose por las aguas infinitas hasta llegar a Shanghai: en este barco habríamos acabado conociéndonos todos, habríamos hecho todo el camino juntos. El autobús se detuvo abruptamente en Western, el conductor se puso a tocar la bocina violentamente, y a continuación nos echó una mirada colérica por el retrovisor. Un hombre cruzaba la calle delante del autobús con una alfombra enrollada que se doblaba sobre su hombro, los extremos tocando el suelo. El hombre se encorvaba bajo la carga, el cuello inclinado, las rodillas cargadas, como si transportara una pesada cruz. Avanzamos, pasamos por el Santuario Capilar de la Luz Interior, AutoZone PartsWorld, Monumentos Wultan, Tierra de Submarinos; cruzamos la Avenida California, seguimos por la Cafetería Familiar Barnaby & Scribner, el Centro Médico Monte Sinaí, Pizza Estilo Oriental. Me apeé del autobús delante de un restaurante chino. Se llamaba Nuevo Mundo, y estaba vacío, en la ventana había un cartel que rezaba SE ALQUILA. Aún me quedaban unos minutos antes de la entrevista, y aún no estaba preparado para entrar y conseguir el empleo (¿cómo iba a enseñarle algo a alguien?), de modo que deambulé delante de la tienda de fotografía que había junto a Nuevo Mundo. Un cartel en el escaparate —gruesas letras negras— decía:

SE HACEN COPIAS DE FOTOS VIEJAS DE CUALQUIER TAMAÑO COLOR O BLANCO Y NEGRO Había una foto en blanco y negro de unos mineros, los ojos centelleando tras una máscara de polvo gris. Sujetaban solemnemente las piquetas, los cascos bien hundidos en la cabeza. En otra foto, tres chavales con pantalones bombachos y chaquetas con unas mangas que no les llegaban a la muñeca estaban de pie, a un paso el uno del otro, todos con los mismos ojos tenebrosos, el pelo rapado y unas orejas grandes que se extendían como alitas. Había una foto de Antes y otra de Después: la foto de Antes mostraba a un hombre con una barba larga y ensortijada que lentamente le engullía la cara y unas arrugas oscuras en torno a unos ojos tenebrosos. Estaba sentado, las manos entrelazadas en el regazo. A su izquierda se veía a un hombre más joven, la mano derecha tocando cautamente el hombro del anciano. Faltaba la esquina superior derecha de la foto, incluyendo la mitad del gorro judío del joven. Los dos hombres estaba cortados por una línea quebrada (el anciano en el pecho, el joven en la cintura), y había un rastro de manchas blancas que se extendían hacia la barba del anciano: un pliegue y su consecuencia, creado en el bolsillo de alguien. La foto de Después no mostraba manchas, ni pliegue, y el gorro estaba restaurado. Las caras eran más blancas, y la mano del joven apretaba con fuerza en el hombro del anciano: allí donde estuvieran ahora, estaban unidos. Sólo con que pudiera permitirme sucumbir a esa pena consuntiva, dejar de caminar con la barbilla alta, y simplemente derrumbarme, como una caja aplastada, las cosas serían mucho más sencillas. Había una foto del centro comercial Lake—in—the—Hills por la noche, todo él de un deslumbrante neón azul, neón amarillo y neón rosa. Necesitaba el empleo. Calculé: si me sacara mil dólares al mes, podría pagar inmediatamente el alquiler de marzo y parte del alquiler de abril, y luego gastarme unos cincuenta en un colchón. Tenía mariposas en el estómago, arrancándose las alas las unas a las otras, comiéndose con saña el abdomen mutuamente. El césped que había delante del Instituto Ort tenía llagas primaverales. Sobre las matas volaba una flota de mosquitos, aún adormilados tras una larga siesta, decidiendo qué hacer: decidirse por el verde lumpen de las matas, o volar hasta un parabrisas y acabar allí aplastado. La recepcionista era una mujer delgada, muy maquillada, como si jamás se hubiera desmaquillado, y simplemente se hubiese ido añadiendo capas y capas. «Tome asiento», dijo, poniendo una mueca de disgusto y apretando los ojos, como si sospechara de mí. Me senté en un sofá ocre, y al aposentarme una

moneda de cinco centavos saltó hacia mí desde el otro extremo del sofá, con lo que me la metí en el bolsillo. La recepcionista hablaba por teléfono, los labios tan cerca del auricular que lo manchaba de carmín, sin apartar la vista de mí ni un momento, como si me estuviera describiendo: es alto y fornido, cabeza cúbica, no muy bien vestido, habla con acento del este de Europa, una cicatriz le cruza el cuello. Al otro lado del vestíbulo había un candelabro judío sobre un pedestal, al pie del cual se leía una inscripción en hebreo. Procedente de detrás del candelabro, oí el discordante canturreo de un coro, oí las rígidas consonantes y las flexibles vocales: No he leído Moby Dick. No he visto el Gran Cañón. No he estado en Nueva York. No he sido rico. Las paredes eran de un marrón claro, y las alfombras de un marrón alicaído, y la mujer que avanzaba hacia mí se inclinaba hacia delante, se movía deprisa. Se detuvo con brusquedad, estirando una invisible correa hasta el extremo. «¡Hola!», dijo. «Soy Robin.» Hablaba con unos falsos gorgoritos, ansiosa por agradar, pero intuyendo que las posibilidades eran escasas. Me presenté, y a continuación me levanté del sofá rápidamente para poder seguirla. Pasamos junto a un tablero de anuncios con folletos en ruso y notas manuscritas. Había puertas que sugerían oscuros sótanos, y huellas caóticas, como si alguien hubiera bailado borracho con unas botas embarradas. Robin cruzó deprisa el vestíbulo y abrió una puerta, a continuación se quedó esperando a que yo entrara. Sus ojos eran una talla demasiado grande para su cara, que estaba bordada de barrancos llenos hasta el borde de maquillaje. En un destello, comprendí lo absurda que era mi esperanza, de qué manera tan cómoda todo quedaba fuera del alcance de mi voluntad. «Entre y tome asiento», dijo. «Voy a buscar a Marcus.» Yo no sabía quién era Marcus, pero entré en el despacho, olía a lápices afilados, a pegamento, al perfume de Robin, a café quemado y a tiza. Sobre una mesa redonda había una imagen de pesadilla: una cadena de círculos dejados por una taza de café y una taza de café (la posible culpable) junto a un diccionario abandonado. Había una pila de periódicos sobre la mesa, la portada delante de mí: SE DERRUMBAN LAS DEFENSAS DE GORAŽDE. Cuando tenía trece años pasé el verano en un centro turístico costero para exploradores de Tito, y me enamoré de una chica de Goražde. Se llamaba Emina, me enseñó a besar con lengua y me dejó tocarle los pechos. Fue la primera chica a la que metí mano que

llevara sujetador. LOS ESTADOS UNIDOS CAPTURAN UN BARCO QUE TRANSPORTABA 111 INMIGRANTES, decía otro titular. Me sudaban las manos, tenía las puntas de los dedos húmedas, y el periódico me manchaba el dibujo de la huella, dejándolo visible. En una ocasión leí una novela policíaca en la que había un genio del crimen, el famoso Rey de la Medianoche, que había alterado sus huellas, aunque el magistral detective le reconocía por su voz peculiar. El ventilador del techo se reflejaba en la superficie del café, ligeramente curvado. Alguien llamado Ronald «Ron Rogers» Michalak había muerto: era el amado esposo de la difunta Patricia. Cielos soleados y calor en casi todo el país. Los Bulls doblaban la cerviz, pero no suponía un paso atrás. Los judíos de Chicago celebraban la Pascua. Una mujer abrió la puerta y entró sin dejar de sujetarla con la mano izquierda, como si estuviera a punto de escapar. —¿Robin está por aquí? —preguntó. Llevaba arremangadas las mangas de su blusa azul, y vi cómo se le tensaban los nervios de los antebrazos mientras se enfrentaba al peso de la puerta. —No —dije—. Se ha ido a buscar a Marcus. Yo también la espero. —Volveré luego —dijo, y se dio media vuelta. Reconocí su nuca: el borde del cuello azul, y la nuca delgada con una fina enredadera creciendo hacia la masa de su pelo, y el leve caracolillo sobre el cráneo: ella también había venido en el tren, sentada delante de mí. Cuando salió vi las alas de sus pendientes en la parte interior de sus lóbulos, y algunos pelos rebeldes que le tocaban las puntas de las orejas. PROSIGUEN LAS MASACRES, decía un titular. LOS CADÁVERES SE AMONTONAN EN RUANDA. Robin parecía tener unas canicas de cristal de tamaño exagerado en lugar de globos oculares, como una muñeca: cuando yo parpadeaba, ella o parpadeaba o no parpadeaba. Sus pestañas se doblaban repentinamente hacia arriba, como pequeñas guadañas. Marcus fruncía el labio superior, de modo que el pelo del bigote tocaba el abundante vello que le asomaba de las fosas nasales, como si los obligara a aparearse. Me miró con precaución, las manos cómodamente posadas en el alféizar de su tripa. —¿Ha dado clase alguna vez? —preguntó Robin. —No —dije—. Pero he recibido muchísimas. —Esta gente puede ser muy exigente —dijo Robin. Pasó una ambulancia por la calle, silbando histéricamente. —Este trabajo —dijo Marcus, con una voz escrupulosamente nasal— exige paciencia. La petulancia estaría totalmente fuera de lugar. Robin le lanzó una mirada iracunda, frunció el ceño y parpadeó, pero enseguida recuperó su rictus de muñeca aturdida. Yo no tenía ni idea de qué significaba «petulancia», y el diccionario quedaba fuera de mi alcance.

—¿Dónde nació usted? —preguntó Marcus. —Sarajevo, Bosnia —dije. —Vaya, hombre —dijo Robin—. Eso es fantástico. —He pasado años estudiando otras culturas —dijo Marcus. Se puso en pie y se me acercó; tenía un cuerpo modelado por el squash, y los pies pequeños y estrechos de bailarín. Se inclinó hacia delante y susurró—: Yo antes trabajaba para el gobierno. —Vaya —dije. La perplejidad de Robin se transformó en mirada iracunda: las mejillas enrojecidas, candentes a través de la capa de maquillaje. —Sí, en la Agencia de Seguridad Nacional, el Instituto de Idiomas del Departamento de Defensa, sección lenguas eslavas, traduciendo todo tipo..., todo tipo..., de información —dijo Marcus—. Sé leer en diecisiete idiomas. —¡Uau! —dijo Robin. —Dobar dan! —dijo Marcus. —Dobar dan! —repliqué.

—Da li je ovo zoološki vrt?

—¡Caramba! —dijo Robin—. ¿Y qué significa eso? —Buenos días. Buenos días —traduje—. ¿Es esto el zoo? Alguien llamó a la puerta, se asomó y dijo: —Profesora, ¿puedo hablar con usted? —Ahora no, Mijalka —dijo Robin—. Espera fuera. —Es urgente —dijo Mijalka. Me di la vuelta y le miré: llevaba la cabeza ascéticamente afeitada, el cráneo lleno de cicatrices, y la cara con aspecto de haber sido golpeada por alguien de inmensa fuerza, como si el tal Mijalka hubiera sido boxeador. Una cordillera de arrugas le surcaba la frente. Me recordó a mi tío, que vivía en Canadá y trabajaba de exterminador. —Espera fuera, Mijalka —dijo Robin. —Algunos de ellos poseen una inteligencia deslumbrante, y otros una personalidad bastante desconcertante —dijo Marcus. —Lo siento —dije—. No entiendo muy bien lo que dice. —Es de Checoslovaquia —dijo Robin—. Usted también es de Checoslovaquia, ¿verdad? —Él es de Yugoslavia —dijo Marcus—. Un país destrozado por la guerra. —Soy de Bosnia —dije. —¿Sabe? —dijo Marcus—, una vez estuve en una misión en Bosnia. Allí conocí a hombres valientes y hermosas mujeres. —¿Cuándo fue eso? —preguntó Robin, y se frotó la sien. Con el dedo se arrugó y desarrugó la piel, el dolor todavía intacto. Debía de costarle un gran esfuerzo mantener la expresión de permanente desconcierto. —Hace mucho tiempo —dijo Marcus—. Me enamoré de una mujer

majestuosa y apasionada, pero unas circunstancias demasiado estúpidas para detalladas me llevaron a otra parte. La cabeza de Mijalka asomó de nuevo sin llamar y la cara de Robin adquirió un rictus de leve enojo. —Profesor —dijo Mijalka—. Debo decírselo. Robin se levantó, elevó la mirada al cielo hasta dejar los ojos casi en blanco y salió. Marcus escrutó mi cara, intentando penetrar en mis ojos, a continuación asintió, tras haber encontrado la prueba que buscaba. —Sabe lo que es pasar penalidades, ¿verdad? —dijo. —No lo sé —dije incómodo—. ¿Qué penalidades? —Parece usted un hombre que sabe mucho. —Suspiró, como si le vinieran a la mente muchos recuerdos agradables, y se volvió hacia la ventana. Robin volvió a entrar, negando con la cabeza y elevando de nuevo los ojos al cielo, como si acabara de oír una confesión de lo más rara. —¿Por qué no visitamos unas cuantas aulas —dijo Marcus—, y así ve lo que ocurre en ellas? —Muy bien —dije. —No entiendo a esta gente —dijo Robin, aún negando con la cabeza—. Simplemente no los entiendo. Subimos las escaleras, procurando torpemente no alejarnos demasiado el uno del otro. El bolsillo posterior de los pantalones de Marcus se abría completamente a medida que ascendía delicadamente de puntillas, y un manojo de sobres estaba a punto de caer. Subí siguiendo la estela del perfume dulzón de Robin y el olor a vendaje mojado de sus axilas. Nos detuvimos delante de una de las aulas, y Robin me susurró en tono conspirador: —Éste es el nivel dos, bastante básico. A lo mejor podría enseñar en un nivel inferior, de modo que éste quizás le interese. —No se enfade con los alumnos —dijo Marcus—. A veces están un poco adormilados. —De acuerdo —dije. Robin abrió la puerta y entramos. —¡Hola, chicos! —dijo la profesora en cuanto nos vio—. Soy Jennifer. Llevaba un suéter de un bonito azul y un cuello de encaje, blusa ceñida y falda ancha. Tenía los labios rosados, unas gafas que le agrandaban los ojos y una corona de pelo en forma de sauce. En la pared, detrás de ella, había un mapa del mundo. Norteamérica estaba en el centro, y los océanos del mundo eran del mismo tono que el suéter de Jennifer. —No os sorprendáis —dijo Marcus, lentamente, a la clase—. Sólo estamos visitando diferentes clases, exponiéndole —me señaló a mí— a las dificultades y tribulaciones de la adquisición del idioma. Mientras Marcus hablaba, la gente que había en la clase se encogió, como si el aula se hubiese contraído: las ancianas que había en la primera fila,

las madres veteranas, que exhibían gigantescos broches de ámbar en el pecho, agarraron sus lápices; los hombres que había detrás de ellas, de nariz de patata y cara amarillenta de fumador empedernido, se hundieron en sus sillas; un joven que había en un rincón, que llevaba una barba larga y desarreglada, se inclinó sobre su cuaderno. Pude ver una multitud de pirámides distorsionadas en los márgenes. —Muy bien —dijo Jennifer—. No nos importa que haya invitados, ¿verdad que no? Lanzó una sonrisa radiante a la clase, esperando que se la devolvieran, pero no lo hicieron. —¿Verdad que no? —repitió con un deje de amenaza en la voz. —Sí, no nos importa —salmodió la clase. —Lo que queréis decir es: No, no nos importa —dijo Jennifer. —No, no nos importa. —Sólo respondió la primera fila. —Estupendo —dijo, se dirigió a la pizarra, borró «Presente simple» y escribió «Pascua». Nosotros tres estábamos cerca de la puerta, preparados para huir. Marcus cruzó los brazos sobre el pecho, mientras que Robin no dejaba de parpadear—. ¿Qué es la Pascua? —preguntó Jennifer, y con un gesto optimista lanzó una mirada en panorámica sobre la clase. Los alumnos se la quedaron mirando, sin moverse, congelados en un silencio colectivo—. ¿Qué es la Pascua? ¿Serguei? Serguei —un hombre de unos cuarenta años, con una colección de verrugas que le brotaban azarosamente sobre la cara, con los ojos más verdes que he visto nunca— puso una mueca de desagrado. —¿Qué es la Pascua, Serguei? Serguei apretó los labios, se enderezó en la silla, claramente resuelto a no decir una palabra. —Unas vacaciones judías —dijo una mujer de la primera fila, con una voz que parecía el silbido de una olla a vapor. —Una fiesta judía. ¡Muy bien! — dijo Jennifer—. ¿Y qué hacen los judíos durante la Pascua? Una silla chirrió al fondo. Las madres veteranas hojearon lánguidamente sus libros. El joven del fondo miraba por la ventana. Gotas de lluvia comenzaron a resbalar por el cristal. —¿Qué hacen los judíos durante la Pascua? —volvió a preguntar Jennifer, sin renunciar a su sonrisa, pero mirando a Marcus con recelo. Nadie dijo nada. —¿Cuántos de vosotros sois judíos? —preguntó, y se separó de la pizarra para acercarse a los estudiantes. —No tengáis miedo —dijo Marcus. Dos mujeres de la primera fila levantaron la mano, y a continuación media docena más. —Muy bien —dijo Jennifer—. Sofya, ¿puedes decírnoslo?

Sofya se quitó los lentes: tenía los ojos azules y una cicatriz en forma de media luna bajo el ojo izquierdo. —Los judíos huyeron de Egipto —dijo a regañadientes, como si fuera un secreto bien guardado. —Pero ¿qué hacen hoy? —preguntó Jennifer. Un silencio llenó todos los rincones del aula. Oímos el stacatto de la lluvia contra las ventanas y el silbido de los árboles, la cólera y la pena. —Debemos irnos —anunció Marcus sin esperar la respuesta, al tiempo que las palabras de Sofya se detenían al borde de sus labios. —Dosvidanya! —dijo Serguei. De modo que nos fuimos, y al salir oí que Jennifer les decía a sus alumnos: —Oh, chicos, sabéis hacerlo mucho mejor. —Éste es el nivel siete —dijo Marcus—. Un corpus de conocimientos bastante exigente. Abrió la puerta sin llamar e irrumpimos en una pequeña habitación, sobresaltando a la profesora y a cuatro alumnos. Robin cerró lentamente la puerta detrás de mí. En la pizarra estaba escrito «hermanos siameses», además de «abdomen», «dolor», «disfunción», «soledad». —Prosiga —dijo Marcus. La profesora era la mujer del tren, y entonces me di cuenta de lo guapa que era. Puso una leve sonrisa y dijo: —Estamos leyendo un artículo sobre Ronnie y Donnie, los hermanos siameses. Tenía la barbilla puntiaguda; el pelo rubio, a lo chico; ojos oscuros y dos delicados horizontes a modo de cejas. Nos entregó fotocopias del artículo. Ronnie y Donnie estaban de cara a la cámara, unidos por el abdomen, la cara idéntica: gafas grandes, mandíbulas grandes y prominentes, sonrisas torturadas. Tenían cuatro piernas y un único torso. —¡Puaj, es asqueroso! —dijo Robin, y ensanchó con vehemencia las aletas de la nariz. —Horrible —dijo Marcus. —Debo decir —dijo el hombre que reconocí como Mijalka— que no es algo muy agradable de mirar. —Son monstruos —dijo una mujer que llevaba un traje oscuro y solemne. Tenía el pelo blanco y largo, inmaculadamente peinado, y le rozaba tenuemente los hombros. —Monstruos —repitió el joven sentado junto a ella. Era obvio que se trataba de su hijo: las mismas mejillas vigorosas y sonrosadas; las mismas fosas

nasales ovaladas, las mismas orejas en forma de pierogi; 1 el mismo ceño profundo, como si las mejillas y la frente conspiraran para reducir los ojos al mínimo. —Son humanos —dijo Mijalka, a continuación levantó el dedo índice, anunciando una declaración importante—. Cuando yo había sido niño, había tenido un amigo que había tenido la cabeza grande. Con el índice trazó un vasto círculo alrededor de su cabeza, sugiriendo la inmensa circunferencia. —Todos los niños le habían dicho que tenía la cabeza grande, y le habían atizado en la cabeza con un gran palo. Eso me había puesto muy triste — dijo Mijalka, asintiendo como para mostrar el doloroso movimiento de retroceso de la cabeza ante cada golpe. —Estamos aprendiendo el pasado perfecto —nos dijo la profesora, y nos sonrió benévolamente: yo enseguida le devolví la sonrisa. Tenía manchas de tiza por las perneras de los tejanos. La mujer del pelo blanco y su hijo intercambiaron una mirada. —Debo conocer el pasado perfecto —dijo Mijalka, y se encogió de hombros con resignación, como si el pasado perfecto fuera la muerte y él estuviera preparado para afrontarla. —Los nazis —dijo el cuarto hombre— mataron a todos los que eran así. Tenía la cabeza grande y cuadrada, y su cara me era familiar, pues tenía las muecas de alguien de la antigua Yugoslavia: generosos movimientos faciales y cejas oscilantes. Delante de él sus manos modelaban y luego rebanaban objetos imprecisos, como si estuviera enfadado con las moléculas de aire. —Los hervían y les sacaraban los huesos y los ponían en un museo — dijo—. Querían que los alemanes vieran monstruos. —Puaj, qué asqueroso —dijo Robin, y negó con la cabeza sacando la lengua. —Sí —dijo pensativa la profesora, tocándose la barbilla con el índice. Tenía la muñeca delicada, y dos protuberancias ligeramente asimétricas. Imaginé que acariciaba esa muñeca, luego el antebrazo, luego el hombro, y finalmente el cuello. Añadió—: Exhibían los esqueletos de enanos y hermanos siameses en exposiciones públicas a fin de convencer a la opinión pública alemana de que eran superiores. El cuarto hombre contemplaba la tormenta, moviendo regularmente la cabeza como los perritos de las lunetas traseras de los coches. —Había habido un científico que había reunido cabezas humanas, y había escrito un libro para Himmler y sus soldados debían de haberlo leído para pensar que los judíos habían sido monstruos —dijo Mijalka. 1

Los pierogi son una especie de raviolis aplanados que pueden estar rellenos de carne, verduras o queso, y se comen hervidos, al vapor o fritos. (N del T)

—Creo que ha usado el pasado perfecto demasiadas veces —se mofó la mujer que estaba en clase con su hijo. —Perdóneme —dijo Mijalka—. Pero debo conocer el pasado perfecto. El cuarto hombre le sonrió con nostalgia a Mijalka, y de pronto reconocí esa sonrisa: el alzarse del lado izquierdo del labio superior; los dientes visibles, entre los que se veían unos agujeros uniformemente anchos perfectos para echar lapos, ese asentir de perro de juguete; el apretarse de los ojos. Conocía al hombre, pero no lo recordaba. Le miré intensamente, a la espera de signos más familiares. —Muy bien —dijo la profesora—. Sigamos leyendo. Paul, por qué no lees el párrafo que empieza: Es cierto, a menudo han... —Es cierto —comenzó a leer Mijalka—, a menudo tienen... los mismos... sueños. También sienten el mismo dolor, lo que no es sorprendente... sorprendente... puesto que comparten unos pocos órganos internos… internos. El dolor, les gusta decir, se dustribuye... distribuye… de manera uniforme, y a veces incluso... se dobla. El cuarto hombre apoyó la barbilla sobre la mano izquierda. La nuez subió y bajó un poco, como una pelota de ping—pong. Se acarició la barbilla con el dorso de la mano, de vez en cuando miraba por la ventana. Tenía las orejas pequeñas, como de niño. —Gracias, Paul —dijo la profesora—. ¿Hemos entendido el párrafo? —Se dobla quiere decir que es dos veces más grande. ¿Sí? —preguntó el hijo. —Sí —dijo la madre. —Muy bien. Joseph, ¿por qué no sigues? —dijo la profesora. El cuarto hombre comenzó a leer en voz muy baja, como si se confesara: —Ronnie y Donnie le han dado un nuevo sentido a la palabra insep… inseparables. «Mucha gente cree que lo peor es la falta de… intimidad», dice Ronnie, «pero no entienden lo que es... lo que es... compartir no sólo tu vida, sino también tu cuerpo, con alguien que amas. Donnie soy yo, y yo soy Donnie.» Un chaval arrodillado sobre la tierra blanda rodeado por una constelación de canicas, apartando los guijarros, ramillas y basura que hay entre las dos canicas, separadas por un pie: una de esas canicas era pequeña, con tres aletas color naranja dentro del globo de cristal; la otra era toda blanca. Recogió la canica naranja, levantó las rodillas del suelo y se puso en cuclillas. Curvó el dedo índice en torno a la canica, colocó el pulgar detrás. El puño cerrado, a punto de lanzar la canica. Apuntó a la blanca, cerró el ojo izquierdo, entrecerró el derecho, a continuación la soltó. La canica voló por encima de la tierra y golpeó la blanca. La canica blanca era la mía y la perdí, y el chaval se llamaba Jozef Pronek, el hombre que leía el artículo sobre Ronnie y Donnie. Me acordé

de él, ahí estaba, salido de ninguna parte. Me deslumbró la claridad del recuerdo. —«Lo que la gente a menudo no comprende», dice Ronnie, «es que si uno de nosotros muere, el otro también morirá» —leyó Pronek. Había vivido en el edificio situado delante del mío, que había suplantado una hilera de casas decrépitas con jardines descuidados. Mis amigos y yo solíamos deambular por esos jardines, como si fueran continentes inexplorados. Comíamos col como si fuera un fruto exótico, quemábamos los caracoles que había en la col en piras sacrificiales; protegíamos nuestro territorio de los intrusos, otros chavales. Encontramos un perro vagabundo y lleno de costras e imaginamos que era nuestro perro guardián y patrullábamos los jardines. De modo que cuando los rodearon con una cerca y comenzaron a llevarse la tierra, el mundo se torció. Construyeron un feo bloque de pisos, al que odiamos tanto como a sus habitantes. De modo que tirábamos piedras a las ventanas del edificio y prendíamos fuego a su basura. Acorralamos a un chaval del edificio y le apalizamos con saña. Pronek vivía en ese edificio, y cuando le acorralamos no nos plantó cara: le sangraba la nariz, nos miró con una furia salvaje, y a continuación se alejó. Con el tiempo, la guerra contra el edificio cesó, y acabamos jugando con aquellos chavales. Ya no eran nuestros enemigos, pero tampoco nuestros amigos. Seguían siendo advenedizos, y algunos hablaban con un extraño acento que no era de Sarajevo, y nosotros éramos los nativos. Les dejamos que se establecieran, pero seguían estando en nuestra tierra, y continuamente se lo hacíamos saber. Y ahí estaba ahora Pronek, leyendo en un inglés con mucho acento, sin levantar la mirada. —De niños, eran conocidos por escalar muy bien los árboles, donde se escon... escondían de los demás niños y los miraban jugar. «Era curioso», dice Will Senson, un amigo de la infancia. «Levantabas la vista y ahí estaban esos cuatro ojos, mir... mirándonos desde lo alto.» —¡Gracias, Joseph! —dijo la profesora. Pronek levantó la vista y me miró fijamente. No sabía si sería capaz de reconocerme —yo había cambiado mucho, había pasado una larga enfermedad que me había debilitado—, pero me miraba fijamente. Aparté los ojos, el corazón me golpeaba el pecho. ¿Cómo había llegado a los Estados Unidos? ¿Estaba en Sarajevo cuando el asedio? ¿O era de los que la asediaban? No había hablado con él en años, si es que habíamos hablado alguna vez. Se reclinó en la silla, pero mis ojos evitaron los suyos. ¿Qué debía decirle? ¿Cuál era su historia? ¿Cómo era su vida? —Esto es morboso —le susurró Robin a Marcus. —Saturnino, desde luego —dijo Marcus, y se puso en pie para marcharse, de modo que yo, obedientemente, me puse en pie. Mientras salía del

aula le eché otro vistazo a Pronek y él me clavó los ojos, quizás reconociéndome (o no). Todavía parecía enfadado. Volvimos al despacho. Dije: —Realmente me gustaría trabajar aquí. —A lo mejor tenemos algo para usted —dijo Robin. —Le llamaremos a finales de semana —dijo Marcus. Fuera, la gente caminaba bajo el peso de oscuros paraguas. El lado de los troncos de los árboles donde daba el viento estaba empapado; a sotavento, las ramas temblaban a la espera de la fría lluvia, sacudiendo los extremos de sus ramillas como diciendo, no, no, yo no lo haría. Pero lo hice, caminé bajo la lluvia; hacía frío. Pasé junto a un deprimente edificio: un gato estaba sentado tras la ventana de un apartamento, me miraba con aire sombrío, con total autoridad. Recordé haber acorralado a un ratón —esto sucedió hace mucho tiempo— en el vestíbulo de mi edificio, después de que el animal hubiera cometido el error de abandonar sus túneles. Intenté agarrarlo por la cola, pues el animal temblaba de miedo y rabia. Con la punta de los dedos conseguí agarrarlo por la cola —un tentáculo como de goma— y levantarlo del suelo. Me acordé de que Pronek estaba allí, mirándome, odiándome por lo que estaba haciendo. El ratón se agitaba en mi mano, desesperado, y yo reía, disfrutando de mi poder —puede que hubiera presentes algunas chicas—, hasta que el ratón consiguió levantarse lo suficiente como para morderme la palma de la mano, y fue como si dos agujitas me perforaran la piel. Pronek me miraba con una sonrisita, como si desde el principio hubiera sabido que eso pasaría. Chillé y solté el ratón, y éste se alejó velozmente, feliz de seguir vivo. Me agarré la mano derecha, intentando impedir que el dolor se extendiera. —¿Encontró a mi perro? —me preguntó una mujer de piel oscura. Me abordó delante de mi edificio, como si me hubiese estado esperando—. He perdido a mi perro. —No, lo siento —dije. —¿Seguro? Perro pequeño. —Seguro. Se fue calle abajo, mirando entre de los coches y debajo de ellos y metiéndose en los angostos espacios que había entre los edificios, chillando «¡Afortunado!» allí a donde iba. Oí el estrépito de la tormenta a lo lejos. Entré en mi apartamento, el suelo me dio la bienvenida con un crujido, y de pronto sentí que se apoderaba de mí una oleada de cálido vértigo, empapándome el cuello. Me senté en el suelo, donde antes estaba el futón, sin quitarme la chaqueta, con la terrible premonición de que casi todas las cosas del

mundo seguirían existiendo aunque yo estuviera muerto. Había un agujero en el mundo, y yo encajaba justo en él; si perecía, el agujero simplemente se cerraría, como una cicatriz que se cura. Debería haberle dicho a Pronek quién era yo, necesitaba que lo supiera. «¡Afortunado!», oí gritar a la mujer. «¿Dónde estás? ¿Adónde has ido?»

2. Ayer Sarajevo, 10 de septiembre de 1967—24 de enero de 1992 Jozef Pronek nació en la Maternidad de Sarajevo el 10 de septiembre de 1967, tras un parto atroz de treinta y siete horas, la culminación del cual fue que su madre jurara, en el momento en que la cabecita de Jozef asomaba entre sus piernas a mitad de camino hacia este mundo, que le estrangularía con sus propias manos si no salía inmediatamente. Su madre lamentó la amenaza nada más ver aquella carita arrugada, dominada por una boca que chillaba, como una pintura expresionista. La madre, en su delirio, lo encontró extraordinariamente hermoso. Fue esa misma cara expresionista la que le fue mostrada al padre de Jozef, que estaba fuera, en el soleado parque del hospital, lleno de padres borrachos. Pronek padre se esforzó por mantenerse erguido, sostenido por su amigo Dusko, con el que había celebrado la llegada de su hijo a este mundo de desdichas. En un momento de peculiar inspiración, al ver la cara arrugada y furiosa de su hijo, el padre lo comparó con el renombrado Tshombe, el hombre que había matado a Patrice Lumumba. Dusko, por otra parte, encontró que el recién nacido Jozef se parecía a Mahatma Gandhi, quizás por la gasa con que le habían envuelto el diminuto pecho. Por parte del pequeño Jozef, todo lo que éste recuerda (afirma aún hoy, de manera inverosímil) de ese día —el primero de la inconclusa secuencia de días que constituyen su vida— fue un aterrador diluvio de luz cegadora llegándole desde la ventana, como si lo primero que hubiera visto hubiera sido una explosión nuclear. Los días de bebé de Jozef fueron de lo más corriente: mamar, dormir, cagar, cambio de pañal, dormir, mamar, eructar, etcétera. De la lava derretida de sus primeras experiencias se formaron unas cuantas rocas un tanto molestas: durante un paseo vespertino por el río Miljacka, una castaña, con toda su armadura de espinas, le cayó directamente sobre el regazo; el perro de un vecino introdujo la cabeza bajo la capota del cochecito de Jozef y le lamió la cara; mientras le cambiaban el pañal, se meó en arco perfecto sobre una estufa eléctrica, cortando el flujo justo a tiempo para no quedar electrocutado, el pipí evaporándose como un sueño inacabado; un ratón que habitaba el oscuro sótano del apartamento que sus padres tenían alquilado se subió a la cuna y se le colocó

sobre la tripa, a lo que Jozef respondió agarrando el cuerpo caliente y peludo, que palpitaba de vida y de miedo. La época en que comenzó a gatear fue más rica en acontecimientos: el borracho de su tío Dragan (que muchos años después, cruzando en coche el cañón del Neretva, rumbo a la costa, hizo señal de girar a la izquierda y se precipitó al abismo) lo estuvo balanceando por fuera de la barandilla del balcón: la gravedad tiraba de sus piernecillas torcidas y le tensaba los brazos hasta casi dislocados. Debo mencionar la primera expedición que hizo caminando por su cuenta, mediante la cual logró evadirse de la atención de su madre, entrar en el ascensor y a continuación gatear hasta el Hotel Bristol, armado tan sólo con un chupete. Allí se encontró con un autocar lleno de jugadores de ping—pong chinos, que competían en el Campeonato del Mundo de Tenis de Mesa. Uno de ellos hacía malabarismos con pelotas de ping—pong, lo que dejó cautivado a Jozef e impidió su posterior avance hasta la llegada de su angustiada madre. También debería presentar una foto de Jozef con el peinado de un entrenador de baloncesto de provincias, gateando hacia la cámara con una mano extendida, siempre impaciente por ir más allá de los límites de su dominio. Tal vez fue porque el espíritu aventurero de Jozef era excesivo para sus padres por lo que éstos hicieron venir del campo a la abuela Natalyka. La abuela Natalyka llegó una noche, ya tarde, ataviada con un vestido oscuro, equipada con voluminosas maletas. Besó a los padres de Jozef sin ceder a la tentación de sonreír, y a continuación miró a Jozef con cara seria, como si evaluara la cantidad de trabajo necesaria para transformar ese pedazo de humanidad en bruto en una persona decente. A partir de ese momento, la infancia de Jozef queda marcada por la presencia y el desmedido amor de la abuela Natalyka: por la mañana le daba el desayuno, compuesto principalmente de leche; por las tardes le llevaba a pasear y supervisaba sus juegos en el parque. Ella le protegía de inmerecidos (y merecidos) empujones y puñetazos. Puede que eso evitara que Jozef entablara amistades duraderas en el parque: ante el implacable capirotazo o grito aterrador de la abuela Natalyka, los demás niños, apoyados por fuerzas mucho más débiles (primos lejanos adolescentes; niñeras que leían novelas románticas; simplemente nadie), guardaban las distancias. Ahí tenemos a Jozef: cavando un agujero absurdo en el cajón de arena con una pala de plástico deformada por su cólera, mientras todos los demás están en la otra punta, llenándose mutuamente los cubos de arena. Y ahí está la abuela Natalyka, asomando en el horizonte como un barco de guerra, tejiendo furiosamente otro calentito jersey para el pequeño Jozef. La abuela Natalyka era muy estricta en lo que se refería a la siesta, y sólo aflojaba su severidad para rascar la cabeza de Jozef mientras éste se dormía. Después de la siesta, Jozef tenía que soportar que le probaran todas las prendas en proceso de elaboración: permanecía inmóvil varios minutos, completamente vestido con su jersey de lana (extendía los brazos, como si

transmitiera señales con banderas, las puntas de las mangas colgando sobre los dedos), y sobreataviado con un par de mitones y un sombrero con un racimo de ridículos pompones. Jozef aguardaba con impaciencia la vuelta de sus padres del trabajo, y disfrutaba con la atención que le prodigaban: el gigantesco pie de su padre le servía de caballito, mientras éste miraba las noticias con las piernas cruzadas; escuchaba cantar a su madre canciones bosnias mientras planchaba: a veces alcanzaba agudos desgarradores, que hacían que su padre subiera el volumen de la tele. La abuela Natalyka se retiraba a su cuarto y hacía las ignotas tareas de las ancianas. Regresaba a la hora de acostarse y le contaba historias a Jozef, que se apretaba entre una fría pared y el cuerpo cálido de su abuela, la cabeza en la axila de la anciana, que exudaba un olor a canela y a salazón de chucrut. La abuela Natalyka le relataba un ciclo de relatos cuyos protagonistas eran una galería de animales que vivían en la remota tierra de su infancia. Había una valerosa oveja que atacaba a los intrusos, a los ladrones y a los transeúntes. Había un perro que creía que los niños eran ovejas, hasta que envejeció tanto que hubo que matarlo de un hachazo en la cabeza. Había un enjambre de abejas que se posaban en el cráneo de su abuelo y parecían pelo, para delicia de los niños. Había un delfín que llegó un día con la feria ambulante. Se suponía que tenía que saltar a través de unos aros, pero en lugar de eso se quedaba resoplando en el fondo de un agujero lleno de agua fría y cenagosa que los chavales (que cobraban en caramelos) traían en baldes del pozo del pueblo. Antes de aterrizar sobre el mullido cojín del sueño, Jozef especulaba acerca del destino del delfín: imaginaba que alguien lo salvaba comprándoselo a la feria; imaginaba que el delfín se escapaba con la ayuda de otros animales; imaginaba a un chaval sobrenatural con el poder de la resurrección. Pero la salvación jamás llegaba a tiempo: el delfín se asfixiaba, a pesar de todo el esfuerzo de imaginación que le echaba. A menudo Jozef se sumía en un sueño en el que tanto le daba el delfín, y simplemente seguía su propia lógica cruel y egoísta: la abuela Natalyka o sus padres estaban muriéndose, él no podía hacer nada para impedirlo, y se despertaba llorando. La abuela estaba durmiendo, el constante zumbido de sus ronquidos cada vez más fuerte. Él contemplaba el ceño fruncido de ella al dormir, sentía el ruido sordo del sueño, las suaves vibraciones del labio superior y de las fosas nasales de su abuela al espirar. Puedo afirmar sin temor a equivocarme que la vida consciente de Jozef comenzó el día en que miró a la abuela Natalyka mientras ésta dormía y vio que su cara estaba demasiado serena: no roncaba, no le temblaban los pelos de la nariz. El calor de su cuerpo desapareció lentamente mientras Jozef permanecía echado de cara a la pared, intentando convencerse de que si se dormía y se despertaba un poco más tarde, la encontraría de nuevo en la cocina, enredando con las cacerolas. Pero fue incapaz de dormirse, constantemente le asaltaba el pensamiento de que la muerte compartía el lecho con él. Volvió a mirarla, y

comprobó que tenía los ojos sólo semicerrados; podía ver las córneas vidriosas. Le pareció que le miraba a través de las rendijas desde un lugar remoto, y no se le ocurrió ninguna razón por la que su abuela no hubiera de regresar. En el cuarto todo estaba completamente tranquilo, como si todos los objetos se hubieran marchado con la abuela y sólo hubiesen dejado sus formas. Así entró la muerte en la vida de Pronek. Vio sollozar a su madre y llorar a su padre, y una procesión de gente ataviada de negro, seguida de unos niños anormalmente silenciosos, pasó por su apartamento como un tren que cruza una estación. Se sintió culpable al no poder producir una cantidad respetable de lágrimas. En un momento de inspiración, que iba a proporcionar una satisfacción sentimental a su familia durante los años venideros, Pronek cortó una cebolla en dos y se aplicó las mitades a los ojos, provocando más lágrimas de las necesarias y un par de horas de absoluta ceguera. La primera infancia la pasó despojándose del estigma de ser una monada de niño, simbolizado por los pompones y los volantes, por sus mejillas redondeadas y sus rizos de niña. Ataviado con uno de los jerséis tejidos por su abuela, Pronek se arrastraba debajo de los trenes de vapor detenidos en la estación cercana a su casa y tiraba de unas clavijas que liberaban vapor con un shshshsh y producían nubes algodonosas. Formó parte de la infantería en una guerra callejera contra los chavales del edificio Tito (tenía una enorme foto de Tito en lo alto), bajo el mando del muchacho llamado Zagor Te Nay, nombre de un personaje de tebeo. Jozef convenció a sus amigos para que comieran unas frutas silvestres que parecían uvas, pero que posiblemente eran venenosas y tenían un sabor amargo y desagradable, con lo que experimentó temprano la dicha del liderazgo. Ganó un juego que consistía en coleccionar puntos por levantar las minifaldas de las jóvenes que paseaban por la calle. Metía clavos en las tomas de corriente y tiraba piedras a los tranvías. Nadie habría dicho que Pronek era una monada de niño cuando a los seis años le escupió a su padre y le mandó a tomar por culo, después de que Pronek padre le hubiera exigido una disculpa por haberle dicho a su madre que balaba como un cordero degollado. Pronek padre sentenció a Pronek a veinticinco correazos, y la ejecución quedó fijada para el intervalo que había entre los dibujos animados y las noticias de la tarde. Además, se consideró que la escuela, a la que comenzaría a ir ese otoño, le dejaría demasiado tiempo para hacer de las suyas, por lo que Pronek fue matriculado en clases de inglés y de acordeón al día siguiente. En el diminuto taller de su mente, Pronek es capaz de montar una maqueta del aula de inglés en el Centro de Pioneros Blagoje Parovié. La sala es de color verde oscuro, debido a las gruesas cortinas verdes que filtran el sol que da en las ventanas. Hay un mapa de Inglaterra, y en un costado está Londres, como una herida desde la que salen vasos sanguíneos que se extienden hacia Escocia y Liverpool. Hay un cartel con una caricatura de dos hombres (tienen la cabeza cuadrada, los ojos son puntos, las narices ángulos agudos) que

se dan la mano y dicen: «¿Cómo estás? Me llamo...» La luz verdosa del aula hace que la profesora parezca un cadáver, con las mejillas sonrosadas y fláccidas y los labios finos y apretados. (Mirza, que acabaría siendo su mejor amigo, está leyendo tebeos bajo el pupitre. Pronek ve cómo Mandrake hipnotiza a dos matones con pistola: permanecen petrificados con los ojos vidriosos.) La profesora levanta la mano, con sus garras color malva, y todos comienzan a cantar: «Coge una estrella fugaz y póntela en el bolsillo, guárdala para cuando llueva.» Las clases de inglés eran soportables en comparación con las de acordeón. El tormento del acordeón lo orquestaba un profesor de música que tenía un bigote espeso tipo cepillo, y que obviamente odiaba a sus alumnos. Éstos se sentaban con los pesados acordeones sobre el regazo, extendiendo aquellos animales sobre su angosto pecho, repitiendo melodías sencillas («La gitanilla se mete en el agua») una y otra vez, melodías que Pronek llevaba en la cabeza cuando volvía a su casa, y que le provocaban sueños en los que la abuela Natalyka tocaba el acordeón dentro de un agua helada que le llegaba a los tobillos. El primer día que Pronek fue a la escuela resume sus primeras experiencias educativas: hordas de niñas con el pelo perfectamente peinado reluciendo al sol; el agradable contraste entre su uniforme azul marino y las medias virginalmente blancas; turbas de chavales que tropezaban entre sí, lo que provocaba muñecas dislocadas y leves heridas en el codo; un concurso de escupitajos, ganado por un tal Amir, capaz de escupir entre los dientes, como una serpiente; Mirza leyendo tebeos bajo el pupitre (El príncipe valiente); un muchacho apacible, de pelo largo y oscuro, gimoteando en la primera fila, mientras su madre asomaba la cabeza en el aula y le hablaba en voz baja. La profesora, una mujer con aspecto maternal que hablaba con severas inflexiones y escribía con la punta de la estilográfica al revés, tocaba la cabeza del muchacho con su mano nudosa, pero era de poca ayuda: el chaval no dejaba de lloriquear, y sobre el pupitre que tenía delante se iba formando un charquito de lágrimas. El primer día aprendieron que la Naturaleza era todo lo que les rodeaba; que Tito era el presidente; que lo más importante en nuestra sociedad era conservar la fraternidad y la unidad; que nuestro planeta estaba en el sistema solar, y que éste se hallaba en la Vía Láctea, y ésta en el Universo, que era todo, casi como la Naturaleza. El saber que se impartía era importante sólo en su eminente inutilidad: cuando sus padres le preguntaron qué había aprendido aquel día en la escuela, él dijo: «Nada», la palabra que utilizaría durante toda su vida escolar para describir sus progresos. En todos sus años escolares, Pronek sólo se distinguió en una cosa: nunca, nunca, se presentó voluntario para hacer nada: ninguna pregunta era digna de una respuesta voluntaria, no había tarea lo bastante atractiva para

sacarle de sus ensoñaciones. Durante las entrevistas entre padres y profesora, ésta afirmaba que al muchacho no le faltaban aptitudes, emitiendo el veredicto con una mueca de suave disgusto, como si aptitudes se refiriera a una hedionda enfermedad cutánea. En quinto aprendió más de la Naturaleza, aunque la Sociedad pasó a formar parte de sus enseñanzas en cuarto (Pronek prefería la Sociedad a la Naturaleza); leyeron libros acerca de los animales del bosque amantes de la libertad («La casita de la ardilla»), y de los enanos solitarios («El enano de tierras desoladas»). Tampoco se descuidó su desarrollo físico: subían la cuerda, y hacían girar balones medicinales en círculo, como escarabajos desorientados. Durante las vacaciones celebraban el cumpleaños de Tito y otras fechas importantes de la orgullosa historia de la lucha y la autogestión socialistas. El coro de la escuela cantaba las correspondientes canciones acerca de mineros en huelga que morían por la libertad, y en las que la revolución se comparaba a una locomotora de acero. A Pronek le gustaba cantar, pero prefería las canciones que aprendía en las clases de inglés del centro de pioneros: «My Bonnie Lies over the Ocean», «Yellow Submarine», «Everybody Loves Somebody (Sometimes)». Cantaba en su casa a pleno pulmón, para consternación de sus padres, demasiado cansados para tolerar el deambular de Pronek por las escalas. Además, no entendían el inglés, y por ese motivo la letra de esas canciones extranjeras despertaba su suspicacia: ¿hablaban de drogas?, ¿prostitución?, ¿masturbación? Aquellas canciones no se parecían en nada a las que cantaban sus mayores: tranquilas canciones bosnias, en las que uno comprendía serenamente que la vida pasaba como una flor primaveral y que al final no existía más que la oscuridad infinita. Exigían saber qué diantres cantaba Jozef. Al principio, éste se negó a divulgar el verdadero contenido de las canciones, pero luego comenzó a inventárselo, disfrutando del poder que tenía sobre sus ignorantes padres. Así, «Yellow Submarine» trataba de un globo que quería ser libre; «My Bonnie Lies over the Ocean» trataba de una ardillita que era atropellada por un enorme camión, pero que luego resucitaba y vivía en la despensa de la abuela; y «Everybody Laves Somebody (Sometimes)» trataba de un ladrón que robaba a los ricos ancianos para dárselo a los niños pobres. «Qué bonito», dijeron sus padres, pues la idea de la justicia social les complacía. Sin embargo, su padre, inspector de policía, seguía con la mosca detrás de la oreja, y decidió buscar algún colega que hablara inglés lo bastante para descifrar las letras, un intento que fracasó, pues ninguno de sus colegas hablaba ninguna lengua extranjera. El verano después de acabar quinto, una pequeña unidad de reconocimiento de las hormonas de la pubertad —la vanguardia de un gran ejército— penetró en el territorio Pronek, aún sin conquistar. Pasaba un par de semanas de vacaciones en Gradac, en la costa griega, en compañía de sus padres. Se empapaba de sol en la playa y nadaba en aguas profundas con la

esperanza de encontrar algún delfín. Ya había observado antes que había chicas que no necesitaban llevar la parte de arriba del bañador y chicas que sí, pero aquel verano, por primera vez, comprendió que había una diferencia fundamental entre ellas, pues recibió una colleja por quedarse mirando a una chica que llevaba un bañador color rosa y exhibía unos turgentes pezones. Por la noche, cuando los pinos emitían un intenso olor a resina, cuando la brisa procedente del mar al enfriarse traía un cosquilleo salobre, cuando los cuerpos cálidos exudaban el aroma de la loción solar de leche de coco, en el hotel se organizaba un baile para críos. La primera noche, Pronek divisó a una chica de largas piernas con el pelo descolorido por el sol, que claramente era del equipo de las que llevaban parte de arriba del bañador. La muchacha bailaba con su padre, un hombre robusto ataviado con una camiseta blanca y de barriga prominente. Pronek la rondó como un halcón, hasta que ella se apercibió de su presencia y le sonrió, a lo que él siguió rondándola, a medida que los refuerzos hormonales llegaban al frente. A la noche siguiente la rondó en círculos más estrechos. Se detuvo delante de ella —a Pronek la cabeza aún le daba vueltas— y la invitó a bailar. La actitud de Pronek pretendía sugerir que quería bailar sólo porque no había otra cosa que hacer. Bailaron torpemente, como zombis embebidos, evitando el contacto físico, aunque deseándolo. Al final de la primera semana iban juntos a la playa. Ella se llamaba Suzana, y era de Belgrado. En la playa tenían que llevar a cabo una complicada danza de miradas, evitando dirigir los ojos hacia las zonas interesantes del otro. A mitad de la segunda semana ya no pudieron contenerse: sus labios se tocaron con rigidez, entrechocaron los dientes. Estaban sentados justo al borde del agua, unas olas diminutas reptaban entre los dedos de sus pies, el brazo de Pronek estaba sobre los hombros de ella, como un pescado muerto. El sol se ponía con esa chillona efusión naranja que a menudo aparece en las postales y aún hace asomar lágrimas en los ojos de Pronek. Al final de la segunda semana, cuando la marcha de Pronek ya asomaba en el horizonte, Pronek le chupó la oreja, la mano sobre el ombligo de ella, paralizada en medio de esa tierra de nadie entre dos fantásticas posibilidades. En ese momento le propuso pasar el resto de su vida juntos. Suzana tenía que preguntárselo a su padre, un coronel del ejército con un pecho terriblemente peludo. El coronel le prohibió a su hija que volviera a ver a Pronek, una orden que ella desafió valerosamente: se vieron por última vez en los arbustos que había detrás del hotel. Se acuclillaron, susurrando votos de amor. La cabeza de Suzana en el hombro de Pronek, las lágrimas de ella corrían por la axila de su enamorado, mientras éste cantaba en un susurro: «My Bonnie Lies over the Ocean», esforzándose por no arrodillarse sobre un condón usado que alguien había dejado, y con un nudo de aflicción en la garganta. Cuando regresó a Sarajevo, el territorio Pronek había sido completamente conquistado. Mirza le informó con una voz audiblemente grave que estaba pensando en afeitarse las piernas, pues eran demasiado peludas.

Poco después de comenzar el nuevo año escolar, Pronek recibió una carta de Suzana, en la que apenas se mencionaba el amor eterno que se habían profesado y que contenía una foto de su «amigo», un desgarbado individuo con la cara llena de granos ataviado con una camiseta de los Sex Pistols y que respondía al bonito nombre de Tadija. Lo más difícil a la hora de relatar la vida de alguien es elegir entre la abundancia de detalles y microsucesos, todos ellos importantes o insignificantes por igual. Si uno escoge incluir sólo los hechos importantes: nacimientos, muertes, amores, humillaciones, rebeliones, finales y principios, entonces sacrifica la auténtica sustancia de la vida: lo efímero, los momentos menores, muy poca cosa para que quede constancia (el tren que se detiene en una estación en la que no hay nadie; una araña que desciende por una cuerda invisible y se posa en el suelo justo en el momento en que alguien la pisa; una paloma que te mira fijamente a los ojos; el leve hipo de una persona que está delante de ti en la cola para el pan; una palabra ininteligible murmurada por un ligue de una noche, que duerme a tu lado, desnudo y anónimo). Pero no puedes enumerar todos los momentos en los que el mundo estimula tus sentidos, y que enseguida se escurren entre los dedos y los párpados, dejándote solo para contar la historia de tu vida a un público interesado exclusivamente en los fuegos artificiales de las experiencias universales, los viajes en montaña rusa de la compasión y la censura. Así, me veo obligado a describir los importantes sucesos ocurridos tras el primer desastre amoroso de Pronek: se encerró en su cuarto y se negó a salir durante tres días; su madre le dejaba comida junto a la puerta, y la recogía intocada; anunció su intención de poner fin a sus estudios de acordeón; se emborrachó con Mirza a base de licor barato (en las etiquetas se veían unos marineros borrachos y caballeros con lanzas) procedente del mueble bar de su padre; le pillaron masturbándose en el pupitre, en lugar de estudiar la Naturaleza y la Sociedad; exigió en términos inequívocos que se le proporcionaran fondos para comprar una guitarra, petición que fue en principio rechazada debido a los malos modos en que la formuló, pero que posteriormente fue aprobada con la esperanza de que Pronek dejara de hacer el asno; se despertaba en mitad de la noche abrumado por una cólera inmotivada, a continuación deambulaba por el apartamento con la esperanza de despertar a sus padres de su plácido sueño. No obstante, fijémonos en un momento insignificante: iba por Strosmajerova, se detuvo delante de una tienda de música y vio un cancionero de los Beatles. Contemplemos con él ese escaparate. Observemos que a su lado hay un anciano con una mano zampa que tiembla apoyado en su bastón. Volvámonos hacia la catedral y veamos la calle que lleva hasta su escalinata. Oigamos las campanas de la catedral. Creamos incluso que Ringo le guiña el ojo desde la tapa del cancionero. Si hemos hecho todo esto, demos el último paso:

presagiemos un futuro en el que Pronek está rodeado de chicas que menean la cabeza siguiendo el mágico ritmo de su guitarra, ondeando las trenzas; seamos recompensados con el agradable cosquilleo de una intensa epifanía. A partir de ese momento, Pronek se embarcó en el secreto proyecto de conseguir el cancionero: fueron semanas de saquear el monedero de su madre en busca de monedas, de rebuscar en los bolsillos de su padre, encontrando a veces un billete, a veces un condón, todo ello mientras conseguía mantener oculta aquella operación. El día que adquirió el cancionero pertenece a la categoría de sucesos importantes. No hace falta que describa todo el exceso emocional de un adolescente, pero sí he de mencionar que fue corriendo a casa de su amigo Mirza, protegiendo su adquisición como si fuera un manuscrito sagrado. Lo hojearon con fervor. Pronek intentó cantar un par de canciones. La lógica de las canciones le resultaba clara (aunque se equivocara al leer un par de notas) como un resplandeciente día de invierno, de esos en los que puedes ver las cumbres nevadas que rodean Sarajevo y sentir que la vida no tiene límites. En la sala de estar de los padres de Mirza —en la pared había una foto de un niño de mejillas sonrosadas bajo cuyo ojo inocente centelleaba una lágrima, un despliegue de vasos de cristal en la vitrina, que tintineaban cuando Pronek y Mirza se movían por la estancia— se decidió que formarían un grupo y tocarían las canciones de los Beatles. Pronek sería John, Mirza sería Paul, y necesitaban un George y un Ringo. A continuación se pusieron a buscar un nombre —The Beatles, obviamente, ya estaba cogido—, de modo que se les ocurrieron Gospoda (que se traduce como Caballeros); KGB (no triunfaría en Europa Occidental); FBI (siglas de Folladores Brutales Internacionales, pero no triunfaría en Europa del Este); Los Bosancheros. Finalmente se decidieron por la traducción directa de The Beatles: Bube. A finales de la semana ya habían diseñado las portadas de sus futuros álbumes (se veía a ellos dos, además de George y Ringo, hundiéndose en una barca; una foto aérea de Sarajevo con cuatro estrellas centelleando en cuatro partes distintas de la ciudad: Čengié Vila, Bas Čaršija, Koševo, Bistrik). En cuanto Mirza consiguió su guitarra, encontraron a George: su compañero de clase Branko, que iba a clases de violín, era tímido y sensible y sabía leer música. Pronek y Mirza reclutaron a Faik, su compañero de clase de inglés, que tenía una pandereta con unos pequeños címbalos que hacían mucho ruido, y, más importante aún, se parecía a Ringo: nariz abultada, boca tristona y actitud gamberra. Bube ensayaba principalmente en la sala de estar de Mirza, ante el público formado por el niño de las lágrimas y los alegres vasos tintineantes, interpretando «She Loves You (Yeah Yeah Yeah)), «Girl», «Nowhere Man», «Help!». Su primera actuación tuvo lugar en la clase de música, mientras el público intercambiaba miraditas y risitas. El disgustado profesor de música, un

hombre decrépito con vello en las orejas, consideraba que aquello era música de la selva. No obstante, después de aquel bolo se les consideró de otro modo: Bube había hecho algo que ninguno de sus compañeros de clase se había atrevido a hacer, a pesar de unas cuantas catastróficas metidas de pata debidas a que tenían las palmas de las manos sudadas. Tras el éxito de su primera actuación —que acabó triunfalmente con un tibio aplauso— se vieron con ánimos para actuar en un baile escolar, que contaría entre el público con las chicas de octavo —y en abundancia—, lo bastante entradas en la pubertad como para formar un paisaje de formas bien torneadas. La actuación se programó para el 4 de mayo de 1980. Pero el 4 de mayo, como todos sabemos, fue el día en que el camarada Tito murió: los noticiarios mostraban a futbolistas llorosos, a madres histéricas y a gente que permanecía paralizada en la calle, como si se les hubieran acabado las pilas. Cuando Bube llegó al gimnasio de la escuela donde iba a tener lugar la actuación, había una foto gigante de Tito bajo la canasta de baloncesto, enmarcada con una sombría cinta negra. Se quedaron allí con sus guitarras y sus radios, que debían servir de amplificador, viendo cómo el conserje de la escuela —un hombre fornido y malvado— pegaba en la pared, letra a letra, las palabras I POSLIJE TITA TITO. Pronek temía llamar la atención de tantas ganas como tenía de tocar, de modo que salió furtivamente del gimnasio y se quedó en el vestíbulo, furioso con Tito y su egoísta mortalidad. Días después, al recordar ese momento entre susurros, todos coincidieron en que deberían haber derramado alguna lágrima, y que, de manera muy poco patriótica, no lo habían hecho. Bube nunca llegó a tocar en la escuela de Pronek y Mirza, para alivio del director, al que incomodaban aquellas canciones en inglés, claramente inconvenientes tras aquella gran pérdida. Pero los componentes de Bube superaron esa pérdida, pues su atención hubo de dedicarse a completar su educación elemental. Recibieron sus diplomas escolares en una ceremonia contenida (el país aún lloraba el prematuro fallecimiento de su líder), que sin embargo proporcionó a la banda una oportunidad de echarles un último vistazo a las chicas más desarrolladitas, ataviadas con sus uniformes de pioneras. Pasaron el verano de 1980 practicando más canciones de los Beatles. No obstante, comenzaron las deserciones. Ringo arrojó su pandereta al suelo y declaró que estaba harto de tocar sólo canciones de los Beatles: su primo de Munich le había enviado un disco de los Clash, y llevaba chapas de los Vibrators y los Buzzcocks en su camisa rota (a propósito). Comenzó a atizarle a la pandereta con mucha más fuerza de la necesaria (lo que provocaba el eco de los furiosos vecinos, produciéndose a veces interesantes síncopas), y se reía desdeñosamente por lo bajo cada vez que Pronek cantaba «yesterday» con lo que parecía genuino sentimiento. El golpe definitivo tuvo lugar cuando Pronek llevó una canción compuesta por él. Rojo como un tomate, sus cuerdas vocales

constreñidas a un mero chillido que intentaba hacer pasar como susurro sensual, rasgueando suavemente su guitarra desafinada, Pronek cantó: «If you know her

name, tell her I love her... If you know her name, tell her I'll never forget her...» A mitad de aquella canción, dedicada al eterno amor de Pronek —que aún

no había conocido—, Ringo comenzó a hacer comentarios graciosos. Pronek se calló, la sangre se le agolpaba en las orejas, y por un momento se vio rompiendo su guitarra en la puta cara de Ringo. Esto es idiota, dijo Ringo. Primero, ¿por qué tiene que ser en inglés? No era su idioma. Segundo, ¿quién es ese tú? Y si no sabía su nombre, ¿la conocía? ¿La conoces? ¿Hay alguien que conozca su nombre? Ringo desató un diluvio de preguntas escolásticas y retóricas mientras los demás contemplaban cómo el amor eterno de Pronek se desintegraba en el más puro absurdo. Bube nunca se recuperó. Ringo cambió su nombre por Sid y se convirtió en el batería de un grupo punk llamado Depresija. Poco después de la marcha de Ringo, George les informó de que su breve existencia en ese mundo bajo el avatar de George llegaba a su fin: su profesor de violín le había ordenado que dejara la guitarra, pues estaba perjudicando sus aptitudes como violinista. El propio Pronek pasó por un período de dudas tras la muerte de John Lennon. Una noche de diciembre estuvo varias horas mirando por la ventana la nieve que se arremolinaba bajo una farola. Se imaginó mortalmente herido, en carrera libre hacia la muerte en una veloz ambulancia, intentando decir algo apropiado a ese momento trascendental: «Dejo mi mundo a vuestro cuidado.» O: «Debe de haber algo tras ese muro.» Imaginó una canción que incluyera esas palabras, y comenzó a barajar versos y rimas, pero se le ocurrió que si eso era una vida en un universo paralelo, si él y Bube se hacían eco de la vida de John y los Beatles, entonces existía la posibilidad de que él también muriera pronto. La noche oscura y las solitarias farolas, bajo cuya pesarosa mirada centelleaban los copos de nieve, le aterró en su infinita tristeza. Huyó de su cuarto y se metió en el de sus padres, donde se puso a ver Sherlock Holmes. Se quedó sentado en silencio mientras ellos se preguntaban, casi presas del pánico, qué le había dado a su hijo para querer pasar un rato con ellos de manera voluntaria. Pronek y Mirza lloraron a John Lennon y a su banda durante un par de semanas, hasta que descubrieron que los padres de Mirza ocultaban en el sofá una pila de revistas con mujeres desnudas. Pasaron unas semanas estudiando su anatomía y leyendo las cartas de los lectores. En todas ellas se hablaba de fortuitos encuentros lascivos en la oscuridad de un cine o en desolados bancos, de hombres acosados por calentorras amas de casa alemanas. No es de extrañar, por tanto, que Pronek pasara el verano apretando su deseo contra la arena caliente, quemándose la espalda, mientras las mujeres extranjeras se dirigían hacia la fornicación a través del campo de su borrosa visión. Puede que el lector se sorprenda de que la vida de este héroe no sea particularmente excepcional, pues muchos son los chavales que se entregaban a

fantasías en las que la buena disposición de mujeres desconocidas a hacer el amor de una manera apasionada, y no obstante educativa, con un jovenzuelo desgarbado era inversamente proporcional a la posibilidad de que dicha perspectiva llegara a ocurrir. ¿Qué joven —hombre o mujer— no ha oscilado entre la convicción de que nadie en su sano juicio tocaría este cuerpo y la creencia en su propia belleza, juvenil e inverosímil? ¿Es que hay alguien que no recuerde los primeros y tímidos momentos en que acarició a otra persona, los momentos en que todas las estúpidas fantasías pornográficas perecieron ante el rostro de una persona dotada de voz, y olor, y de una particular imperfección — pongamos una marca de nacimiento en forma de media luna— visible sólo cuando tus labios se deslizan por su cuello, cuando sientes el gruñido de placer de su cuerpo? El lector debe recordar, antes de juzgar la vulgaridad de tales evocaciones, que aumentan de valor cuando la persona ha fallecido (como ocurre con la propietaria de esta media luna, muerta por un obús en 1993). Tus recuerdos se convierten en fantasías si no los compartes, y tu vida, en toda su trivialidad, se hace leyenda. Años más tarde, en Chicago, Pronek a menudo se preguntaba si realmente había existido una Karen que había llegado a Trabant procedente de Alemania Oriental, que había vivido en un primer piso, si sus largas y sedosas coletas se agitaban como pájaros en una correa alrededor de su cabeza mientras ella saltaba a la comba; o si realmente había visto a un muerto, cabeceando boca abajo sobre las aguas poco profundas del río Miljacka, al que le faltaba un trozo de carne en el cuello; o si alguna vez había visto a su padre derramar esa lágrima solitaria que resbalaba por debajo de sus gafas de sol — una réplica exacta de la lágrima del muchacho que había en la sala de estar de los padres de Mirza—, mientras le contaba la historia de su amiga del instituto que se cayó de la bici y murió de una hemorragia cerebral; o si realmente había cortado los botones de sus viejas camisas y los había colocado en el suelo para reproducir las constelaciones que había visto en el atlas del cielo. Pero desconectemos la máquina del tiempo y no nos apresuremos hacia el ineludible futuro. Limpiemos el empañado parabrisas de la memoria y observémosle de pie, perplejo delante del edificio colmena de Prva gimnazija. En una de esas tediosas y serias conversaciones acerca de su vida, obligado por sus padres, Pronek manifestó el deseo de ser profesor de música: lo dijo para contentar a sus preocupados progenitores mientras él atendía sus planes auténticos, que principalmente consistían en no separarse de Mirza. Los futuros profesores de música (y Mirza) estudiaban en el Prva gimnazija, que presumía de tener un sesgo cultural, y esa aureola de cultura atraía a las chicas sofisticadas y urbanas, todas ataviadas con faldas escasas y con una actitud de estudiado tedio. En muy poco tiempo sus habilidades guitarrísticas y su repertorio de los Beatles resultaron muy útiles: esas chicas culturales hablaban todas inglés y se pirraban por las estrellas de rock extranjeras. Pronto el

tándem Pronek—Mirza era la guinda fundamental de todas las fiestas —en las que la relación chicas/chicos era, felizmente, de cinco a uno—, donde interpretaban «Yesterday», «Hey, You've Got to Hide Your Love Away» y «Michelle» ante un público de adolescentes de ojos llorosos y piel suave. Ampliaron su repertorio a canciones nacionales («Sevdanlike» y otros éxitos rancios de sus días en la escuela elemental), apropiados para las horas posteriores, de más embriaguez, canciones que se podían tocar rasgueando suavemente las cuerdas, mientras la tibia frente de alguna moza se apretaba contra tu brazo cansado. A horas incluso posteriores, se turnaban: uno se encargaba de crear la atmósfera romántica de luz de velas mientras el otro derramaba un suave veneno en un hermoso oído, murmurando que aquella noche «Yesterday» era sólo para ella. El saber cultural que se suponía tenían que asimilar no podía haberles importado menos. Mirza y Pronek fueron expulsados de una clase de literatura en la que el profesor —un joven entusiasta que seguramente tenía montañas de poemas ocultos bajo la cama— intentó hacerles ver que en El viejo y el mar la vida era un pez. También les echaron de clase de filosofía después de que comenzaran a reírse por lo bajo cuando el profesor les habló del filósofo que tuvo una asombrosa revelación y exclamó: «¡Lo que es es!» Aprendieron más canciones para las horas postreras de las fiestas, profundizando en ese sentimiento que los bosnios denominan sevdah: el sentimiento de un agradable dolor en el alma, cuando te hallas en paz contigo y con tu triste vida, lo que te permite disfrutar el momento con abandono. Y hubo muchos momentos. En los años ochenta Sarajevo era un hermoso lugar para ser joven: lo sé porque entonces yo era joven. Recuerdo que los tilos florecían como si jamás hubieran de volver a florecer, emitiendo un olor que aún ahora puedo sentir. Los muchachos eran apuestos, las chicas era guapas, los equipos deportivos triunfaban, los grupos musicales eran buenos, las calles parecían tan mullidas como una alfombra persa, y los Juegos Olímpicos de Invierno hacían que todo el mundo experimentara que formaba parte del centro del mundo. Recuerdo el olor de los sótanos del edificio de apartamento donde me morreaba con mi novia de entonces, el ojo del interruptor de la luz mirándonos airado desde la oscuridad. Entonces la luz se encendía —un vecino bajaba las escaleras— y nos separábamos. También recuerdo que un matón apodado Nikson me tomó el pelo y me arreó delante de mi novia. Recuerdo que forzaron mi apartamento y que había dos huellas de pisadas sobre la cama de mis padres. Recuerdo los odiosos momentos en bares abarrotados y llenos de humo, cuando no soportaba volver a mirar las caras que había conocido desde pequeño. Recuerdo al tipo que en el hospital ocupaba una cama vecina a la mía, y que tenía los muslos y el culo llenos de cortes después de que la taza del inodoro se rompiera bajo su peso. Pero prefiero no considerar importantes estas cosas, pues mis recuerdos están irrevocablemente recubiertos de jarabe de tilo.

Volvamos a mis amigos. Pronek y Mirza fueron a la montaña de Jahorina para las vacaciones de invierno, y pasaron semanas esquiando y haraganeando, instalándose de gorra con alguna familia, en una cabaña o en una habitación de hotel, gracias tan sólo a sus habilidades musicales. Éste es el inventario de las atracciones de invierno: cielos azules, nieve blanca, caras bronceadas, aire frío y tonificante, velocidades, descensos, chimeneas, habitaciones cálidas, y oír el crujido de las pisadas en una noche fría, la luna como una moneda de plata. Fue en una cabaña de Jahorina, tras una interpretación especialmente inspirada del repertorio de los Beatles, en el que se incluyó furtivamente «If You Know Her Name», rematado por unas cuantas canciones sevdah, además de —cuando la fiesta llegó a su punto culminante— unas cuantas canciones seudo—gitanas, que produjeron unos gemidos de seudoabandono..., fue (dejad que empiece otra vez desde el principio) en una cabaña de Jahorina donde Pronek subió al piso de arriba con una tal Aida. Ella estaba dispuesta a dejarle explorar «la selva que había bajo el ecuador». Pronek, sin embargo, acabó totalmente extraviado en esa selva: no dejaba de golpear las rodillas contra los lados de la cama, mientras la cabeza daba contra la pared. Le resultó muy difícil arrancarle a Aida sus ajustados tejanos, y al final consiguió bajárselos hasta los tobillos, tras lo cual se le colocó entre las piernas. Con el calzoncillo enroscado en la Antártida de sus pies (la única calefacción que había en el cuarto era la de su torpe pasión), intentó penetrar las bragas de Aida, convencido de que estaba enfrentándose a un terco himen. Fue un fiasco sin paliativos: ella se echó a reír de manera incontrolada cuando Pronek, en mitad de la empresa, le dijo: «Simplemente déjame amarte.» Tardaron más en desenredarse que en enredarse. Aquella noche Pronek se lo confió todo a Mirza, que esperaba una historia parecida a la de las cartas de los lectores de las revistas de sus padres. Pronek le dijo que no entendía qué placer podía haber en hacer el amor. Como prueba le ofreció (en un sentido retórico) los chichones que tenía en la cabeza, los arañazos de la rodillas y los moratones del pene. Unos días después, Pronek fue con Aida a dar un paseo por la montaña bajo el cielo estrellado. Se dieron la mano, a pesar de los gruesos mitones con que se las cubrían, y acabaron en la habitación de ella, donde Pronek interpretó unas cuantas canciones —por pura formalidad— mientras Aida, muy considerada, se ponía una minifalda, que no dejaba de subírsele por los muslos. En un arrebato pasional de cuatro minutos Pronek quedó desflorado, a la bendita edad de quince años y medio, mientras Aida era desflorada, por así decir, por su gratitud: él, atento, le preguntó si había disfrutado, y ella, su alma caritativa brillando en sus ojos verdes, le dijo que sí. Resulta difícil saber si la decisión de Pronek y Mirza de fundar otra

banda tuvo algo que ver con la entrada en la madurez sexual de Pronek, pero lo que sí es cierto es que ocurrió justo a continuación. Necesitaban guitarras eléctricas: sus guitarras acústicas, imposibles de afinar desde hacía mucho, les traían desagradables recuerdos de sus inocentes días de preadolescencia. Pasaron el verano de 1983 acarreando sacos de cemento por una mísera paga, sobre todo a fin de convencer a sus padres de que lo de conseguir una guitarra eléctrica iba en serio. Después del trabajo, demasiado cansados para tocar o pensar, aún grisáceos a causa del polvo de cemento, se dedicaban a beber cerveza, conscientes de que estaban acumulando una auténtica experiencia vital —luchando por cumplir su sueño, aunque sólo fueran unas semanas— que no era muy distinta a la experiencia vital de una auténtica estrella del rack. Los Beatles, después de todo, habían trabajado en los muelles de Liverpool, recordaban de manera entusiasta (y errónea). Imaginaban un futuro en el que tocaban en grandes escenarios, sobre ellos un firmamento de focos, y el batería haciendo girar sus baquetas. Viajaban por el mundo —Londres, Amsterdam, Chicago— en un autobús con nevera. Tenían millones de dólares: Pronek se compraba una casa en Liverpool, donde vivían los Beatles (menos John), y Mirza era dueño de una granja de caballos y un campo de equitación. En otoño de 1983 tenían guitarras eléctricas (Harmonia, una marca barata de Alemania Oriental). Comenzaron a producir canciones, a beber jarras de zumo de frambuesa diluido en agua, como si fuera el vino de la inspiración divina. Pronek escribía las letras, en inglés (el autobús con nevera le había convencido), unas letras que, esperaba, tuvieran un alcance universal, al tiempo que transmitían el amor por la mujer que le estaba destinada (pero que no existía: no llamaba a Aida, y la evitaba por la calle). Ella estaba presente en las canciones como metonimia, principalmente a través de sus ojos, aunque a veces su cara también aparecía. Aunque esas letras se han perdido (de hecho, probablemente las quemaron sus padres en una estufa de hierro colado durante el asedio), aún conservamos los títulos: «Sus ojos son como estrellas», «Podría ahogarme en sus ojos», «Su cara», «Sus ojos te miran», «¿Has visto sus ojos?». El paradigma de esas canciones era «Yesterday», y tanto se parecían la una a la otra que Pronek comenzó a imaginar que poseía un estilo. No obstante, a menudo le atormentaba la duda que invade el corazón de todo artista: que su arte, excavado en los rincones más profundos de su alma, era una pura mierda. Algunos días le daba tanta vergüenza que dejaba de practicar. No soportaba pensar en sus canciones: su falta de talento se extendía ante él como el Sáhara ante un viajero agotado y montado en un apestoso camello. Otros días practicaba poses para el escenario delante del espejo, admiraba su pericia, incluso detectaba la inefable presencia de su auténtico yo en algunas de sus canciones, sobre todo en «Sus ojos te miran». Una vez, desesperado por obtener reconocimiento y con la esperanza

de justificar la compra de la guitarra eléctrica, Pronek cometió el error cardinal de tocar delante de sus padres. Tocó el Ciclo de los Ojos completo, a mitad del cual, Pronek padre, cómodamente repantigado en su butaca, comenzó a roncar, lo que al principio sonó como un tarareo de apoyo, una ilusión que un sonoro gruñido hizo trizas. La cara de la madre de Pronek asumía una expresión de alentador interés, las manos entrelazadas en el regazo como para evitar un incontrolable aplauso, los ojos mirando furtivamente a los lados. La puñalada definitiva en el corazón de artista de Pronek fue el afable aplauso de la madre, que desertó a Pronek padre, el cual se puso en pie de un salto y de inmediato se colocó en una pose de kárate, un recuerdo de sus días en la escuela de policía, profundamente marcados en su cuerpo, y aún recurrentes en sus sueños. Sea como fuere, Pronek y Mirza seguían necesitando una sección rítmica y un nombre. Pero todos esos planes quedaron interrumpidos cuando, de manera inesperada, Pronek se enamoró. Ella se llamaba Sabina: le lanzó una radiante sonrisa desde el gentío que había en la terraza de un café llamado Nostalgija. Sabina cogió su copa, en la que flotaba una soleada rodaja de limón, mientras de manera ostensible charlaba con un par de potenciales novios bastante altos. La primera vez que los ojos enormes y poderosos de Sabina se posaron en él, la sangre le bajó de la cabeza a los suburbios de su cuerpo, y se quedó petrificado. La noche posterior a ese primer encuentro visual, Pronek recordó en la cama el momento en que establecieron su vínculo, y respetuosamente apartó las manos de la entrepierna. Sabina iba a su mismo colegio: él sabía que ella existía y la encontraba mona, pero el hecho de que ella le hubiera mirado hizo que Sabina se convirtiera en obsesión. Pronek iba constantemente al Nostalgija, y deambulaba delante del local durante las cálidas semanas de septiembre de 1983, a la espera de que ella apareciera. Y Sabina llegaba, ataviada con un ligero vestido veraniego, el pelo recogido en una cola de caballo, los labios con carmín y fáciles de detectar: tocaban el borde del vaso y estrujaban la rodaja de limón. Pronek no podía evitar sentirse estúpido, pues constantemente tenía la piel de gallina, y todas sus antenas señalaban hacia ella. A veces Sabina se ponía una blusa blanca y ajustada y tejanos, y el espacio alrededor de su cuerpo se curvaba. Pronek intentaba exorcizarla antes de irse a dormir tocando la guitarra. «Era ayer», decía, «yo aún podía sonreír.» Sabina estaba destrozando su vida, ya no salía con Mirza, sólo mantenía con él intermitentes conversaciones telefónicas, y le daba informes falsos acerca de su búsqueda de una sección rítmica. Casi cada día decidía no volver al Nostalgija, y acababa apareciendo temprano, antes de que nadie llegara. Encontraba una posición desde la que poder verla aparecer por la angosta calle, mientras sorbía su gin—tonic como si tuviera sesenta años (en lugar de dieciséis), la lengua bailando alrededor del limón. Y entonces llegaba Sabina y tenía lugar el mismo vals de miradas, la

misma tortura, el cuerpo de Pronek palpitaba de angustia. Sabina tenía los tobillos delicados, unos dedos largos y elegantes de pianista, se inclinaba hacia delante cuando reía, se echaba hacia atrás cuando formulaba una pregunta, y sus pezones eran en extremo sensibles a los cambios de temperatura. Finalmente, Pronek le confesó a Mirza cuál era su aflicción. Y resultó que Mirza la conocía bastante: los padres de ambos eran amigos. Decidieron que a la noche siguiente irían al Nostalgija, que Mirza se haría el encontradizo y se la presentaría a Pronek. Pronek se pasó la noche sudando, se dio unas cuantas duchas en plena noche, para asombro de su padre (su madre dormía a pierna suelta), quien se levantó para recordarle que la electricidad que consumía el calentador había que pagarla. Al arrojarse sobre la cama, como si se lanzara sobre una parrilla, Pronek se enfrentó a la fealdad de su cuerpo; visualizó su cara con plantaciones de granos que se extendían hasta el horizonte de la línea del pelo. Al rayar el alba rosada estaba convencido de que cualquier mujer que en el amor se conformara con tan poco como él debía de estar desesperada y era indigna de su atención. Muchos años después, en Rolling Meadows, Illinois, mientras iba de casa en casa pidiendo apoyo para Greenpeace, Pronek se detuvo por unos instantes delante de una mujer que tenía los ojos de Sabina. La mujer le daría con la puerta en las narices, y él se pasaría la tarde recordando aquella primera noche, que había comenzado con él enfrentándose a un espejo cruel, tan vacío de esperanza que ya tanto le daba. El resto de la tarde lo pasó yendo de puerta en puerta en un estado de aturdimiento tal que quienes le abrían la puerta se quedaban confusos y muchos se la volvían a cerrar en las narices. Llamó a Mirza y le preguntó si sabía dónde estaba Sabina. Había perdido las dos piernas en un bombardeo mientras hacía cola para el pan, dijo Mirza. La vio por televisión, tendida en medio de la carnicería, su marido apretando su camisa rasgada contra sus muñones, de los que la sangre salía a chorro. Había oído que ahora estaba en Alemania, con su marido y su hija. De nuevo nos encontramos en el Nostalgija. Pronek está de pie, las manos colgando torpemente a los lados, demasiado sudadas para meterlas en el bolsillo, demasiado pesadas para moverlas en gestos expresivos, Mirza le presenta a Sabina, flanqueada por dos amigos con voz de pito, que le hacen preguntas que no entiende. La conversación abunda en incómodos silencios, chistes incomprensibles y risas forzadas. De lo único que es consciente Pronek es del olor de ella: el ancla que le impide ser arrastrado por esa tormenta de sinsentido: su aroma a leche y limón que procede de los prados secretos de su cuerpo. Lo inhala como un escalador que llega a la cumbre de una montaña y ve el mundo extendiéndose a su alrededor. La acompañó a casa por las empinadas calles de Dzidzikovac. Llegaron jadeando al edificio en el que ella vivía y se apoyaron contra el muro, junto a unos buzones rotos y saqueados, sin decir nada. Pasó un coche, y sus faros

iluminaron una pareja abrazada en uno de los bancos del parque, y los dos apartaron la vista. Pronek sabía que tenía que pedirle que saliera con él, puesto que ya había llegado hasta allí, pero no le salían las palabras. Por fin, sin previo aviso, le cogió la mano y le besó el valle que formaban el dedo índice y el corazón, y el anillo de ella le tocó la comisura de la boca. Ella le dijo: «Te ha costado un poco.» Él dijo: «Todo me cuesta un poco.» Tras esas palabras comenzaron a salir de manera oficial, y a la noche siguiente quedaron para encontrarse delante del Nostalgija, tras lo cual irían a un lugar más tranquilo a meterse mano. Siguieron días de intenso enamoramiento; de mostrarse vivamente de acuerdo con todo lo que el otro decía; de cautos besos en los oscuros pasillos del edificio donde ella vivía, las palmas de Pronek deslizándose por la espalda de ella, bajo la blusa; de abrirse paso entre el gentío del Nostalgija como una unidad. Luego siguieron meses de toqueteo en bancos de parques oscuros, interrumpidos esporádicamente por un borracho que recordaba con cariño sus primeros magreos en el mismo parque, años atrás, y que compartía con ellos el temor a la Medea que le esperaba en casa. Esperaron a que los padres de ella se fueran de fin de semana, y se aventuraron a la primera penetración en la cama de ellos, seguida de un frenético lavado de sábanas. Iban a fiestas y bailaban en los clubs, explorándose mutuamente la boca y el cuello mientras daban vueltas y saltaban. Tenían sus noches románticas: velas, vino, canciones sexys que conducían a suaves caricias y una atención idéntica a las muchas zonas del cuerpo, y lo culminaban haciendo el amor, lo que les dejaba mareados y felices de estar vivos. Pronek recordaría siempre el momento en que vio a Sabina por la tele, desfilando en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Sarajevo, con un vestido blanco como la nieve, delante del equipo nacional chino, alta, delgada y elegante. Siempre le vendría a la memoria el entusiasmo y la serenidad que experimentó en ese momento, y que entendería como una epifanía amorosa, un momento que se haría irrepetible una vez que su mundo se hubiera desmoronado. Siguieron un par de años de relaciones. El se dignó intentar explicarle por qué Patti Smith era una mierda. Ella se sentía incómoda cuando Mirza estaba cerca, pues decía que no le quitaba ojo. Visitaban a los padres de ambos, y procuraban mostrarse respetuosos mientras los padres decían chorradas y hacían bromas de mal gusto acerca de que acabarían casándose. En verano acamparon en la costa, y reñían a menudo por quién tenía que fregar los platos. Ella le dijo que él no entendía a las mujeres, tras lo cual él intentó explicarle que le gustaba mirar a otras mujeres, pero sólo mirarlas, no le interesaban de verdad. Él sufría intermitentes arrebatos de furia, durante los cuales se ponía a romper todo lo que tenía cerca: en una ocasión partió en dos las varas que su madre utilizaba para sostener las plantas y las flores, y Sabina lloró al ver que

las flores se vencían, como si les hubieran roto la columna vertebral. Y una intuición fue tomando forma en ambos: la sensación de que el amor no era suficiente para mantenerles juntos. Se sentaban en un banco del Vilsonovo y contemplaban los balones de fútbol deshinchados que giraban en la corriente del Miljacka. Tenían dieciocho años y se sentían muy viejos. Así fue como rompieron: lágrimas, llamadas absurdas a media noche; algunas cartas con la letra del amor y la desesperación; una serie de sesiones nocturnas de guitarra por parte de Pronek, interrumpidas por sus soñolientos padres, que exigieron que cesara ese gimoteo. Mirza le dijo que lo que no te mata te hace más fuerte, y le dio un disco de 45 revoluciones titulado: «Preferiría quedar me ciego a ver cómo me dejas». Era mortalmente triste, y Pronek ponía la canción una y otra vez, hundiéndose en las desdichadas profundidades del dolor. En algún momento, Pronek acabó el instituto y fue al baile de graduación, donde los jaraneros adolescentes borrachos que chillaban de alegría le irritaron terriblemente. Se fue temprano y vagó por las calles, para acabar en un banco junto al Miljacka, viendo cómo las mismas pelotas de fútbol seguían girando en la corriente, como planetas desasosegados. El verano siguiente fue largo y torturante: pasó unas semanas en Makarska con sus padres, cuya idea de las vacaciones era repantigarse en una playa de guijarros (muchos de ellos cubiertos de alquitrán) y luego jugar al ping—pong, donde su padre ganaba todas las partidas sin despeinarse. Por la noche daban un paseo en familia, Pronek un tanto rezagado, a fin de parecer soberano, lamiendo su helado, que siempre sabía igual, fuera de fresa o chocolate. Lo peor de todo eran los intentos de su padre por hacerse colegas. Se llevaba a Pronek a tomar una cerveza y le anunciaba a su mujer: «¡Esta noche los hombres se van a tomar una cerveza!», y luego hacía beber a Pronek zumo de frambuesa. Pronek padre le contaba a su hijo interminables y absurdas historias acerca de sus ancestros ucranianos, de su niñez, cuando eran pobres e iban descalzos. Pronek padre decía que era importante que su hijo entendiera que su familia había salido de la pobreza y ahora podían beber cerveza y zumo de frambuesa no porque tuvieran sed, sino porque les apetecía. Antes tampoco podían irse de vacaciones a Makarska. «¡Mira a tu alrededor!», le ordenó su padre. Pronek obedeció y vio una vulgar población turística, con ejércitos de cuerpos rojos como langostas desfilando en todas direcciones; y de vez en cuando un cuerpo atractivo cogido de un antebrazo peludo, completamente fuera de su alcance, que le recordaba dolorosamente la ausencia de Sabina. A veces su padre le contaba historias de la policía. Le habló de aquel guarda de la cárcel que mató a nueve personas porque los vio cubiertos de mosquitos; de la madre que mató a su hijo clavándole un cuchillo en la espalda porque aquella noche había vuelto tarde a casa del cartero que atacó a su vecino con una sierra mecánica, pero tropezó y se rebanó su propio pie. Pronek pasó noches de insomnio compartiendo la habitación con sus

padres, escuchando su forcejeo bajo las sábanas. Sin su guitarra, a sus dieciocho años encerrado en una habitación con sus libidinosos padres, Pronek estuvo al borde de las lágrimas, pero no pasó de ahí, y se obligó a pensar en el año que pasaría en el ejército, para el que sólo faltaban un par de meses. Fantaseaba con la dura vida castrense, con que haría miles de flexiones, reptaría bajo las alambradas, asombrando a su oficial en el campo de tiro con su vista de alta precisión. Se imaginaba volviendo robusto de su año en el ejército, los hombros anchos, el rostro endurecido y peludo, con una cicatriz en la mejilla (fruto de la alambrada). Tras entrar en el agradable espacio situado entre la fantasía y el sueño, Pronek se veía en misiones de reconocimiento, deslizándose en silencio hacia los desprevenidos centinelas del enemigo, dispuesto a romperle el cuello o clavarle el cuchillo en el riñón. Colocó un francotirador enemigo en lo alto de un edificio de muchos pisos, y la bala de Pronek le dio entre los ojos. Pronek pasaba muchos meses en las trincheras con Mirza, compartiendo la comida, esperando el ataque enemigo, y una vez el enemigo había entrado en sus trincheras y les había vencido, detonaba una granada de mano y se inmolaba por la libertad. Cuando alcanzaba el reino del puro sueño, había hongos en el horizonte y soldados enemigos desnudos y excitados, y él no podía salir de una cueva llena de ratones y ranas. En un sueño su padre le ponía la pistola en la sien y le decía: «¿Te mato ahora o después de los dibujos animados?» Pronek se despertaba violentamente a la realidad de una calurosa noche en el Adriático, mientras las cigarras emitían un sonido nasal y metálico, como si serraran los árboles de fuera. Su padre roncaba pacíficamente, y Pronek vio los pies de su madre asomando bajo las sábanas, los callos iluminados por la luna. El padre de Pronek tenía contactos en el ejército, y quería utilizarlos para que Pronek sirviera en la policía militar. Pronek, sin embargo, tenía la esperanza de servir a su país en la orquesta del ejército, en algún lugar cerca de Sarajevo, pero estaba demasiado apegado a sus fantasías para rechazar la masculinidad que le proporcionaría ir a un campo de entrenamiento de la policía militar. No obstante, los caminos del ejército son inescrutables: Pronek acabó en una unidad de infantería, en un pueblo de Macedonia llamado Stip, que apestaba a chicle con sabor a coco, pues lo único que había, aparte de la guarnición, era una fábrica de caramelos. Parecía que el ejército se hubiera empeñado en castigar a Pronek por sus fantasías, pues su idea de lo que significaba hacerse un hombre era totalmente opuesta a la de Pronek, y su principal herramienta era la humillación permanente. Primero los reclutas pasaban por un almacén, donde los soldados que distribuían la ropa les iban lanzando las diferentes prendas del uniforme, adivinando la talla o simplemente siguiendo su capricho. Pronek recibió una camisa demasiado pequeña, una gorra demasiado grande, unos pantalones en los que además de él cabría un hombre de pequeño tamaño, y calzoncillos sin

elástico. Después le afeitaron la cabeza y lo mandaron a las duchas con doscientos soldados más, uno de los cuales decidió mearse en el muslo de Pronek, bautizándolo. El agua de las duchas era fría, y Pronek se estuvo enjabonando demasiado tiempo. Cortaron el agua antes de que pudiera aclararse. Echémosle un vistazo a Pronek ahora, mientras sale de las letrinas convertido en flamante soldado del Ejército Popular yugoslavo: la gorra embutida hasta las orejas, que le hace parecer una jarra con orejas; los pantalones se le hinchan en los muslos; los calzoncillos le caen hasta las rodillas y no le dejan caminar. Con sus ropas de civil metidas dentro de una apestosa bolsa blanca, camina dando tumbos hacia la tierra prometida de la madurez con los ojos llorosos a causa del jabón que le gotea de la frente. Pronek rodó por el barro, subió colinas, bajó colinas, corrió por un bosque con una máscara antigás, chocó contra los árboles, marchó por las planicies de Macedonia y custodió ominosos polvorines, aprendiendo a dormir de pie. Era menos que mediocre en el campo de tiro, pues cada vez que apretaba el gatillo cerraba los ojos. Robaba los calcetines limpios de sus camaradas y miraba las fotos de sus novias, todas ellas, en aquel momento, presumiblemente fallando con otro. Pronek les enseñó una foto de Sabina —hermosa, en un velero, en bañador—, cosa que lamentó cuando todos comenzaron a hacer bromas obscenas. Soportó en silencio a los cabos chillones y al gritón oficial del pelotón, el capitán Milošević, que disfrutaba despertándolos en plena noche y teniéndolos firmes durante horas. Procuraba mantenerse despierto durante las clases de educación política, en las que el capitán Milošević explicaba por qué el socialismo era el destino de los Estados Unidos. No había manera de estar solo: en el baño, en los dormitorios, en la cantina, de noche, por la mañana, en sueños, había jóvenes: escuchimizados, apestosos, siempre ansiosos de hablar de mujeres y siempre temerosos de los homosexuales furtivos, siempre hambrientos y dispuestos a emborracharse, siempre compartiendo el mismo repertorio de chistes, que giraban de manera uniforme alrededor del pedo. A veces, en la jura de bandera de los nuevos reclutas, o en alguna celebración del aniversario del congreso del Partido, había una orquesta y Pronek contemplaba con nostalgia al guitarrista, que interpretaba displicente alguna canción acerca del espíritu jovial del pueblo. Pronek les mintió a sus padres, presentándoles sus experiencias en el ejército como si hubieran servido para forjar unos lazos con otros jóvenes de toda Yugoslavia, reforzando la fraternidad y unidad que mantenía al país fuerte y unido. A veces adornaba sus cartas con comentarios acerca del valor de la sencilla vida del soldado, o manifestaba lo orgulloso que se sentía de que la buena gente de Yugoslavia, sus padres incluidos, durmieran pacíficamente debido a que él mismo velaba por su libertad. Pero si velaba se debía más a las

frenéticas masturbaciones nocturnas de Spasoje, un pastor que se había pasado los últimos diez años en las montañas del sur de Serbia y al que le gustaba aporrear con los pies las barras de las literas en sus espasmos de pasión por sí mismo. Pronek le contaba la verdad a Mirza, que ya lo sabía, pues había restregado cascos de barcos en la armada y pasado por el mismo espectro de degradación. Los dos llegaron a la conclusión de que sólo un idiota puede disfrutar en el ejército, y se sintieron culpables por no ser lo bastante patriotas, por no ser más duros, por despreciar el entusiasmo de sus camaradas por los placeres de la masturbación y los cigarrillos malos. Conscientes de que los censores del ejército podrían estar leyendo sus quejas, se transmitían sus desdichas antipatrióticas en el código de la jerga de Sarajevo, que lamento no ser capaz de traducir lo bastante bien para comunicar su impenetrabilidad. Después de tres meses del entrenamiento básico de infantería, Pronek ni se había acercado a la prometida masculinidad. De hecho, dio un paso atrás cuando lo trasladaron a la cocina. Era un destino cómodo, precisamente porque era algo que se hacía casi con la mente en blanco: fregaba rascacielos de platos y sartenes; pelaba galaxias de patatas. Pronek trabajaba, comía y dormía mientras el tiempo pasaba. Tenía un compañero pelador de patatas, un bosnio de Banja Luka llamado Ahmed. Ahmed era cocinero, pero le habían degradado por haber replicado reiteradamente a sus superiores, todos los cuales, según Ahmed, eran unos cabrones de primera. Era un tipo enorme y peludo que hablaba de manera abrupta y hosca, como si se sintiera insultado por la mera existencia de la otra persona. La primera vez que pelaron patatas juntos, Ahmed no dejaba de ponerle mala cara a Pronek por comportarse como un idiota, criticaba que hiciera unas mondas tan gruesas, y no dejaba de enseñarle cuál era el ángulo bueno del cuchillo. Al poco resultó que Ahmed conocía al primo de Pronek en Banja Luka. Ahmed le dijo que consideraba el sevdah la versión bosnia del blues, y que debía escuchar a John Lee Hooker y a Zaim Imamovié y comprobarlo. Compusieron sus propias canciones de sevdah—blues, relatando el pelado de patatas y los horrores del ejército y de la ausencia de mujeres. A Ahmed le gustaba leer —después del ejército pensaba estudiar literatura— y le contaba a Pronek versiones abreviadas, y a menudo enrevesadas, de las novelas que leía. Le gustaban las novelas de detectives americanas y Dostoievski. Le dio a leer El idiota a Pronek, y éste lo encontró tedioso y soporífero, y nunca lo terminó, pero dijo que le gustaba su filosofía. Después de que Ahmed se fuera a casa un mes antes de lo previsto, Pronek dormía de dieciséis a dieciocho horas diarias, levantándose sólo para comer y supervisar el pelado de patatas y a los novatos de la cocina, que tenían las manos cubiertas de cortes e incisiones, y, delante, unos baldes llenos de agua ensangrentada. Tras regresar del ejército, Pronek se negó a responder a las preguntas

de sus padres ni a darles motivo alguno para sentirse orgullosos de su recién adquirida madurez. A continuación inició sus estudios de literatura general en la Facultad de Filosofía y Letras. Escogió literatura general principalmente porque le había oído decir a Ahmed que no había que trabajar demasiado, sólo leer mucho, y que luego podías soltar chorradas a mansalva. Al cabo de un mes de iniciar sus estudios, dejó de asistir a clase. Le resultaba muy duro levantarse por la mañana e ir a clase sabiendo que tendría que escuchar cómo unos profesores pedantorros de traje y corbata peroraban acerca de los antiguos griegos o las vidas de los santos serbios. No soportaba a sus compañeras de facultad, monas, reservadas y dispuestas a pasarse toda la vida encerradas en una biblioteca; ni a sus desaliñados compañeros, de perilla y dientes putrefactos, para quienes la frontera entre estar borracho y estar inspirado se había borrado para siempre. Pronek no los odiaba ni los despreciaba. Pero al mirarlos, un dolor atenazaba su corazón: ¿es que no se daban cuenta de lo falso y absurdo que era todo aquello: futuras bibliotecarias tomando copiosas notas; poetas emborronando su última confesión para sí mismos en un cuaderno con las esquinas dobladas; el profesor perorando acerca de aquel santo que sufría en lo alto de una montaña? Así, Pronek se saltaba las primeras clases y se pasaba la mañana en la cama, mirando el techo —moteado aquí y allá con mosquitos asesinados años atrás—, con la sensación de que tenía un pesado gato negro sentado sobre el pecho que le gruñía a la cara y le sacaría los ojos al primer movimiento. Intentaba encontrar una razón para luchar contra el gato y levantarse, pero no se le ocurría ninguna. En una de esas mañanas, Pronek entró en su fase de escritor de poesía. Los primeros versos que escribió en su lengua nativa se podrían traducir así: «¿Qué es eso que brota de mí / como un tumor en un día soleado?» El poema no trataba de nada en particular, aparte de su ambición de dejar de mirar al techo de una vez. Tituló el poema «Amor y tumores». El segundo poema fue más difícil: permaneció sentado ante la hoja vacía y cegadoramente blanca, e intentó pensar en algo que necesitara decir. Antes de escribir la primera línea ya tenía el título: «El sueño profundo». Y así fue la cosa: se levantaba de la cama para escribir poemas. Nunca rimaban, no tenían estrofas y tampoco sentido. Pronto comenzó creer que lo que escribía no era poesía, sino otra cosa, algo más profundo e inefable; algo que expresaba su experiencia de la vida: un corazón agitado, lágrimas escondiéndose de sus ojos, esa desesperanza liberadora. Los poemas eran blues, decidió Mirza, de eso no había duda, y Pronek tuvo una epifanía: se vio viejo y con la piel negra, sentado en un porche destartalado, improvisando con una guitarra, relatando sus penas y sus peregrinajes metafísicos. Y también era ciego, lo único que podía ver era la oscuridad de su alma. Rápidamente «Amor y tumores» se convirtió en un blues. Y también «El

sueño profundo» y «Les oculto las lágrimas a mis ojos» y «No cierres los ojos». Mientras sus padres trabajaban para mantenerle, Pronek se pasaba días en su habitación cantando, aullando (como Howlin' Wolf) y chillando (como Screaming Jay Hawkins),2 a veces extrayendo cosas de tales profundidades que su vecino, un conductor de tranvía que trabajaba en el turno de noche, golpeaba furiosamente los puños contra la pared y amenazaba con estrangularle con sus propias manos. Así fue como Blind Jozef Pronek and Dead Souls3 nació del dolor y la confusión. Mirza, naturalmente, fue la primera Alma Muerta. Tocaban en el abarrotadísimo Club de la Escuela de Dentistas, denominado de manera previsible Zub (el Diente), y el Club de Estudiantes de Medicina, llamado, de manera menos previsible Kuk (la Cadera), ante un público de estudiantes borrachos, calentorros y desinteresados. Pronek llevaba el ritmo con el pie, como hacía Blind Lemon Jefferson con su bastón, Mirza interpretaba los breves y sentidos solos, inaudibles en los altavoces, ahogados por el ruido de los estudiantes impacientes por olvidarse de las encías sangrantes, los tarros llenos de fetos y los corazones esponjosos . Pero a veces las cosas iban sobre ruedas, y e! humo que salía de las narices del público flotaba hacia ellos y formaba una turbia aureola, como la niebla procedente de los pantanos del Delta. Pronek veía un par de ojos que le miraban por encima de la superficie de la multitud, como si intentaran ver a través de su alma pecadora. Ese par de ojos podrían haber sido los míos, pues yo solía ir al Kuk y al Zub, pero no recuerdo haber oído una banda de blues en esos locales, o a lo mejor es que estaba demasiado borracho para darme cuenta. Al final de cada canción, Pronek cerraba los ojos, sugiriendo que ya se había sumergido en sus propias profundidades. Sentía el cosquilleo de las miradas rozándole el cuello, la cara, como ágiles arañas de largas patas. Mirza y Pronek no tardaron en reclutar a un bajista llamado Zoka, y a Sila el Batería, un punk que trabajaba en la Maternidad y al que le gustaba beber como una esponja en Kuk. Sila exigía que Pronek le explicara sus letras: no quería tocar lo que no entendía. Pronek no sabía de qué trataban las canciones, exceptuando que eran sobre sus sentimientos. Bajo la mirada ferozmente inquisitiva de Sila, Pronek tuvo que exponer una elaborada exégesis, comparándose implícitamente con John Lee Hooker y Dostoievski, lo cual no ayudó a aclarar las letras. Pronek usó símiles futbolísticos para explicar que «Amor y tumores» trataba de un partido que sabías que estaba perdido pero que, aun así, querías seguir jugando, mientras que «No cierres los ojos» hablaba de la posición que ocupabas en el campo de fútbol del universo. Hicieron más bolos, incluso un par de conciertos en Zenica y Mostar, donde casi reciben una 2

Juego de palabras entre el verbo con que se los escucha y el nombre de los cantantes:

howling, «aullando», y screaming, «chillando». (N. del T.) 3

Jozef Pronek El Ciego y Las Almas Muertas, una referencia a Gógol que tendrá su relevancia al final del libro. (N. del T.)

paliza porque un haragán en bermudas exigió «música normal» y Sila, retóricamente, se cagó en su madre. No había estrellas en Sarajevo, pues todo el mundo conocía a todo el mundo, y nadie olvidaba los días en que te revolcabas en el barro o jugabas a las canicas, y los matones del local te echaban por la vía rápida si te ponías demasiado chulo. Pero cuando Pronek, Mirza e incluso Sila iban por la calle mayor, había jovencitas que les sonreían. Un poeta de dientes podridos de las clases de literatura general le dijo que ellos esperaban mucho de él. El novio de la prima de Mirza, que trabajaba para un periódico estudiantil, le preguntó a Pronek si le gustaría escribir reseñas musicales. «Poco dinero», dijo, «pero harás oír tu voz.» «Ya hago oír mi voz», dijo Pronek, pero aceptó. Y un par de años después de haber salido del ejército, un martes por la mañana, Pronek se despertó feliz, saltó de la cama y salió de su cuarto canturreando «Something Stupid», la canción de Sinatra. Deseó cordialmente buenos días a sus atónitos padres, y tomó café con ellos y se interesó por su salud. Su madre sufría de artritis, y a su padre lo habían degradado a trabajar en un despacho: dijo que había llegado gente nueva, cuya única calificación era su origen étnico. Luego Pronek fue a las oficinas de Valter, el periódico estudiantil, para entregar una mordaz reseña del nuevo disco de Bijelo Dugme, que describió como «la forma más baja de catetismo disfrazada con un barniz insustancial de rock duro robado de los estadios de América». Se lo repetía a sí mismo una y otra vez, como si fuera un poema. El problema de la felicidad es que no es una buena base para el blues. Pronek quería interpretar «Something Stupid», pero la canción no colaba como blues, ni siquiera en Bosnia, un lugar que no podía estar más alejado del Misisipí. Sila se negó a tocar «Something Stupid», exigiendo que sus canciones fueran más duras. Quería más acero, dijo: en aquella época era fan de The Culto Incluso trajo las canciones que había compuesto, decididamente no en inglés, y cuyos títulos podían traducirse por «Cava tu tumba, macarra de discoteca» y «Cortaré la garganta del amor». El tema seguía sin resolverse cuando Mirza y Pronek se fueron a la costa en el verano de 1990. Lo pasaron actuando ante multitudes de muchachas rubias y bronceadas procedentes de Hungría y la República Checa, follando bastante y entregándose a la fantasía de que la vida no acabaría nunca. Cuando regresaron a Sarajevo, un lluvioso día de agosto, y se dijeron adiós el uno al otro, experimentaron la honda sensación de que algo había acabado. Y así fue: Blind Jozef Pronek pasaría meses sin practicar, pues Zoka estaba preparando un examen de medicina y Sila había descubierto la heroína y se pinchaba en los bosques que había junto al Miljacka. Pronek escribió más reseñas, y sólo esporádicamente tocaba las viejas canciones de los Beatles con Mirza, e incluso siguió con sus estudios de literatura general: disfrutaba leyendo La divina comedia. Se iba a pasear por la montaña con su padre, al que habían obligado a jubilarse. Su padre le contaba historias: el asesinato sin resolver de un árbitro

de fútbol, al que había encontrado en el Miljacka con el ano extirpado; del hermano de su bisabuelo, que abandonó Ucrania y se fue a Chicago, donde trabajó de detective de hotel, mientras su hermano se iba a Bosnia; de las viejas canciones ucranianas que su madre le cantaba, que aún recordaba palabra por palabra. Se quedaban de pie contemplando Sarajevo, al fondo de ese caldero de montañas: las calles se curvaban como arrugas en la gigantesca palma de una mano; la gente recorría las calles como columnas de hormigas; los edificios reflejaban el sol poniente, como si estuvieran en llamas. Era increíble, dijo su padre, cómo uno era capaz de recordar cosas que habían ocurrido muchos años atrás y no podía recordar lo sucedido ayer mismo. Después de un intervalo de seis meses, Pronek volvió a reunir su banda en el invierno de 1991, y el ensayo fue un desastre. Las canciones sonaban flojas y huecas, totalmente vacías de sentimiento. Un par de días después, Pronek y Mirza fueron al local de ensayo —el sótano de la casa de la abuela sorda de Zoka— y descubrieron que les habían robado el equipo. Muchos meses después averiguaron que el ladrón había sido Sila, que lo había vendido para comprar heroína, después de que lo pillaran robando dinero en los bolsos de las mujeres que estaban de parto en la Maternidad. El año 1991 le pasó volando a Pronek, como si viera pasar un tren, las ventanillas iluminadas veloces en la noche, y apenas fuera capaz de discernir las caras que iban en una dirección desconocida. En marzo de 1991 soñó que se chutaba heroína, y la dichosa calma que le inundó tras el sueño fue tan agradable que se despertó temiendo haberse vuelto un yanqui sin ni siquiera haber probado el caballo. En mayo, a menudo se le podía ver deambulando por los parques y el Vilsonovo, acuciado por la estimulante perspectiva de ligar con las mujeres que estaban sentadas solas en los bancos: las miraba con unos ojos desaforados que hacían que aquéllas se levantaran y se fueran. En junio comenzaron los problemas en Croacia: llegaron noticias de escaramuzas entre los voluntarios croatas y el ejército y las unidades de asesinos procedentes de Serbia que vagaban sin rumbo, acompañadas de imágenes de cadáveres a los que les habían arrancado los ojos y cortado la nariz. En julio, Pronek fue invitado a visitar el Centro Cultural Americano y a hablar con su director. El joven director hablaba un deplorable serbocroata, y Pronek, que varias veces sintió la tentación de corregirle, tuvo dificultades para seguirle. El director dijo que los textos de Pronek le habían llamado la atención favorablemente, y le preguntó por su «vida y obra». Relató a toda velocidad su vida con unas cuantas frases breves e intrascendentes. El resumen le pareció completamente fraudulento, y temió que el americano le acusara de mentir presentándole documentos y fotografías que demostraran lo contrario: que nunca había tenido un grupo; nunca había estudiado inglés; nunca había estado en el ejército... ¡y aquí tenemos una foto en la que se le ve tocando el acordeón en la boda de su primo! A Pronek le pareció que la entrevista había sido una

catástrofe. Ese mismo mes, su padre le dijo que un hombre de la Asociación de Ucranianos Bosnios, al que él conocía, buscaba a alguien que quisiera ir a una escuela de verano en Kiev, para aprender más acerca de su pasado cultural. A Pronek no le interesaba ese pasado, pues ya había tenido que aguantar las historias de su padre, pero se dijo que sería bueno para su salud mental abandonar Sarajevo y la guerra de Croacia durante un mes. Se fue a Ucrania. Pero ésa es otra historia, y yo nunca he estado en Ucrania, así que otro tendrá que relatar esa parte de su vida. Conoció a una mujer a la que algún día visitaría en Chicago, llegando así al lugar en el que viviría felizmente para siempre, y donde yo le reconocería en un aula de idiomas. Sé que estuvo en Kiev cuando ocurrió el golpe de Estado, cuando la Unión Soviética se desmoronó, cosa que preocupó a sus padres: que se desmoronara y que su hijo estuviera allí. Pronek volvió más viejo, quizás más sabio, después de haber presenciado un acontecimiento histórico y de haberse enamorado. Incluso bromeaba diciendo que había ido a la Unión Soviética a solucionar unas cuantas cosas, y que ahora, decía, estaba preparado para poner orden en Yugoslavia. A su regreso, una espesa nube se cernía sobre Sarajevo. Mirza, que estudiaba leyes en una época sin ley, hacía gestiones para irse al Canadá, pues decía que en su ciudad ya no podía pensar: era como si su cerebro lo hubieran invadido los serbios y los croatas mientras se rebanaban la garganta mutuamente. Pronek frecuentabas clubs y bares, pues no soportaba quedarse en casa y oír decir a sus padres que pronto morirían. Veía bailar a la gente medio dormida y ligar con cualquiera que quedara en la pista. Él también lo hacía: al alba estaba magreándose en el parque con alguna mujer cuyo nombre no había entendido del todo y cuyo aliento a cerveza inhalaba, procurando no vomitar. Por la mañana se odiaba, y quién no, se decía. Dejó de escribir poesía y de tocar la guitarra, y sólo escribía reseñas idiotas que nadie leía («Los solos de guitarra son la idea que tiene un niño rico del dolor de un esclavo, y suenan como una masturbación amplificada»). Un tipo le ofreció heroína una noche y Pronek aceptó, pero luego la rechazó al ver vomitar al tipo tras haberse frotado el caballo en las encías: el tipo le dijo que había perdido la jeringa. Salía a pasear con su padre más que antes. Ya era otoño, y no iban muy lejos porque hacía frío y llovía y habían oído rumores de que había patrullas armadas que disparaban a la gente que se acercaba a sus posiciones. Pronek padre, de hecho, vio que unas unidades del ejército cavaban trincheras en las montañas cerca de Sarajevo, pero pensó que lo hacían para proteger la ciudad. La última vez que Pronek salió con su padre, en octubre, contemplaron Sarajevo envuelto en el crepúsculo. Oyeron un zumbido, un tremendo zumbido, como el eco del Big Bang. Era la suma de todos los ruidos que producía Sarajevo, dijo su padre: el traqueteo de los lavavajillas y los autobuses; la música de los bares y las radios; los berreas de los niños malcriados; portazos; motores en marcha; gente follando..., y le dio un codacito a su hijo. Levantaron la vista hacia las

estrellas indiferentes del cielo. Algunas ya no existían: se habían convertido en agujeros negros, dijo Pronek. Agujeros negros, dijo su padre, y le dio otro codacito. En noviembre recibió una llamada del Centro Cultural Americano, y el secretario del director (éste se había marchado, pues Sarajevo ya no era un lugar seguro) le dijo que le invitaban a visitar los Estados Unidos y aprender más de ese país, ya que él era un joven periodista que prometía fomentar los valores de la libertad. «¿Adónde puedo ir?», preguntó inmediatamente Pronek, aunque no estaba muy seguro de cuál era su relación con la libertad. Así pues, nos encontramos ahora en el aeropuerto de Sarajevo, es enero de 1992. El padre de Pronek le deja en la puerta de la terminal, pues no hay sitio para aparcar. Pronek observa cómo se aleja la vieja carraca, su padre inclinado sobre el volante como si le hubieran dado un tiro en la espalda. Ve su nuca peluda y sus ojos en el retrovisor, viejos y cansados. Pronek siente una repentina pena mientras arrastra la maleta de ruedas traseras bloqueadas, dejando dos roderas a su paso, como los talones de un cadáver. Espera el avión en el aeropuerto, tomando un café con sabor a vinagre. Ve un grupo familiar: bolsas, maletas, niños, rodeados por hombres que fuman y mujeres que se secan las lágrimas. Y luego ya está en el avión, abrochándose el cinturón, mirando con desconfianza las montañas que rodean el aeropuerto. El asiento que hay al lado del suyo está vacío. El avión despega, el estómago le cae a los pies. Procura que nadie se dé cuenta de que teme morir. Mira hacia abajo y ve una línea de puntitos que salen del edificio del aeropuerto hacia otro avión. Uno de esos puntitos es mi cabeza, con un medallón sin pelo en el centro, que sigue a Pronek como una sombra, avanzando hacia mi avión y mi destino. Levanto la vista y veo el avión desapareciendo en las nubes. Pronek echa un último vistazo a la ciudad que se desparrama por el valle, como si besara a un muerto, la niebla reptando entre los edificios. Ni se fija en mí, igual que un muro no se fija en la sombra que baila en él. El avión penetra las nubes y Pronek no ve nada. Cuando el aparato sale de la oscura lana de las nubes y entra en el claro cielo sin estrellas, ya no recuerda lo que pasó ayer. El sol, cegador, inunda la ventanilla, por lo que Pronek baja la persiana.

3. Madre patria Kiev, agosto de 1991 Mientras, voy a revelar mis propósitos secretos. Chicago, Londres, Amsterdam, Viena, Varsovia, desde ahí tomé un tren barato hasta Ucrania. Me subí al tren, encontré la litera que me esperaba, envuelta en espesos velos de humo y una colonia desconocida llamada Antarctica: observé cómo el hombre

que había en la cama de enfrente se rociaba, a manos llenas, con el contenido de un frasco de un azul gélido antes de que el tren abandonara la estación. Se desabotonó la camisa, como si me dedicara un strip—tease, revelando lentamente su tapiz tiznado sólo para detenerse una pulgada por encima del ombligo. Atribuyo ahora la incomodidad que experimenté entonces al hecho de otorgarle a ese momento una trascendencia especial: una interpretación retrospectiva, sin duda. El hombre encendió un cigarrillo, abrió impaciente un librillo en cuya portada se veía a una damisela pechugona en pose de erótica aflicción, cuyo título descifré —aunque yo tan sólo conocía un obsoleto dialecto ucraniano, que hablaba de manera esporádica y vacilante— como El rey de la

medianoche.

El Rey de la Medianoche me ofrecía de vez en cuando un trago de una sucia botella. Tras haberla apurado hasta el fondo, se arrojó sobre su litera con tal fuerza que en mi sueño tuvo lugar un repentino terremoto: la tierra se abría y se tragaba enjambres de ciudadanos; las carreteras serpenteaban como trallazos, y los coches volaban como si fueran cajas de cerillas; los edificios quedaban planchados. Mientras el tren avanzaba lentamente por Polonia, fui pasando de una pesadilla a otra, todas ellas secuelas de la del terremoto, y en ellas aparecía un Wal—Mart y la Torre Sears, además de ratones, enanos, escobas y otras baratijas freudianas. La última tuvo lugar en la frontera soviética: una turba de hombres con uniformes viejos y raídos y tocados con unos gigantescos sombreros aplastados esperaban en un chorro de luz amarillenta e infestada de mosquitos; se adentraron en las sombras y luego se subieron al tren. Sus miradas pasaban del pasaporte del Rey de la Medianoche a su cara adormilada, como si las compararan hasta hacerlas encajar. Hojearon mi pasaporte americano, decididos a no dejarse impresionar por las múltiples libertades que implicaba, por no hablar de la profusa colección de visados recogidos en mis peregrinaciones existencialistas. No obstante me dejaron entrar, aunque con un fruncimiento de ceño que pretendía bajarme los humos, y con el que me transmitían que podían detenerme, de hecho hacerme desaparecer, con sólo proponérselo. Pero lo cierto es que deseaban otras cosas más provechosas, con lo que prácticamente me lo arrojaron a la cara. Me fui a desayunar al coche restaurante.

Coche restaurante es una generosa descripción de unas cuantas mesas adornadas con manteles que parecían lienzos de Jackson Pollockovich. Un encargado penosamente aburrido leía los periódicos, y su cuerpo le decía —le imploraba— al cansado viajero que se fuera para no volver. En una de las mesas había sentados dos hombres, cuyas frentes se tocaban esporádicamente sobre el cenicero lleno situado en el centro geográfico de la mesa. Discutían por algo, apurando de un trago un vaso de vodka tras otro (que, por un momento, deseé que fuera agua) entre floridos accesos de afecto retórico. Por lo que pude

entender, el núcleo de su discusión era un tal Evgueni, cuyo rasgo distintivo era ser simultáneamente un asqueroso cabrón y el hombre más amable sobre la tierra. Con Evgueni nunca sabías a qué atenerte. Era capaz de darte una puñalada entre los ojos, pero también de quitarse la camiseta que llevaba para dártela si se lo pedías: se pusieron de acuerdo, se besaron y apuraron un vaso de vodka y luego otro. Y entonces me asaltó la idea —y conservo un moratón del tamaño de un océano donde me golpeó al asaltarme— de que no existía ninguna razón que me convirtiera en objeto de conversación, que yo era ajeno a todas las charlas que estaban teniendo lugar en el mundo a cada momento. y envidié a Evgueni, el hijo de puta más amable de la tierra. Regresé a la litera. Me quedé dormido, y cuando me desperté el tren ya había entrado en Kiev en un conmovedor decrescendo. El Rey de la Medianoche se incorporó con un gruñido, se rascó el pecho durante un minuto y a continuación carraspeó y escupió cuidadosamente en una de las botellas vacías. El húmedo calor de la noche; las calles están recubiertas de una placenta oscura y aceitosa. Me esperaba un hombre llamado Igor, que exhibía un cartel con mi nombre. Era rubio, de ojos azules, nervudo como un corredor de maratón, de una cauta inteligencia: un hombre de muchos matices, como suele decirse. Lo presento como un hecho, mientras que en aquel momento no fue más que una impresión soñolienta. Me apeé del tren y me adentré en una nube de vapor (aunque no era un tren de vapor: lo que tenemos aquí es un remake de Karenina bajándose del tren y siendo recibida por Karenin y sus banales orejotas); caminé lentamente hacia el edificio de la estación mientras las mujeres que llegaban besaban a los hombres que esperaban. Me subí al coche de Igor: que apestaba a vómito y a pino. Un hombre llamado Vladek estaba sentado en silencio en el asiento de atrás, habitando una magnánima sonrisa. Nos deslizamos por las calles de Kiev, pasando de la oscuridad a la luz, de la luz a la oscuridad. Estaba tan cansado y aturdido que no podía hablar. Conseguí entender lo que Igor me iba diciendo en su ucraniano gutural, aunque ahora no recuerde lo que era. Me acuerdo de que de vez en cuando me volvía para mirar a Vladek, para comprobar si existía, y que él me sonreía con el demente entusiasmo de una existencia con todas las de la ley, arrugando las cejas y guiñándome el ojo, como si ya nos hubiéramos convertido en conspiradores de un secreto complot. En el edificio todo estaba excepcionalmente ordenado, alfombras en el vestíbulo que se extendían en línea recta, paredes blancas que parecían nieve de Navidad. Igor me dijo que ese lugar normalmente era una escuela del Partido, pero que ahora se les permitía utilizarlo en verano. Abrió la puerta de una habitación, yo entré sin entusiasmo, Vladek dejó

caer mis maletas y me lanzó un último guiño. Mi compañero de habitación estaba cacheando un almohadón, llevaba el pecho desnudo y pantalones cortos con áncoras dibujadas. «Me llamo Jozef», dijo, y me tendió la mano, aún caliente de darle golpecitos al almohadón. «Jozef Pronek.» Permitidme que me presente: soy Victor Plavchuk. Supuestamente he venido aquí para conocer mis raíces, pero lo cierto es que buscaba algo que hacer hasta que se me ocurriera qué hacer. Ahora permitidme evocar los hombros caídos de Jozef, su barbilla cuadrada, y sus ojos: almendrados, oscuros y hundidos a un kilómetro de distancia. Así es como lo recuerdo ahora —la emoción es a posteriori—, pero en aquel momento fue muy distinto: así, su cara era un mapa de días apurados a fondo. Nos quedamos mirándonos un momento con cierta turbación, esperando que Igor dijera algo que nos sacara de ese fango de silencio. Y luego surge un vacío confuso: no recuerdo lo que hicimos o dijimos cuando Igor se hubo marchado. Cuando a la mañana siguiente desperté, Jozef aún estaba en la cama; fingí dormir para evitar la incomodidad de despertarme en una habitación con un desconocido. Le oí echarse en la cama, rascarse (¿el pecho?, ¿los muslos?) con un vigor tan resuelto que por un momento sospeché que se masturbaba. A continuación rebuscó entre sus cosas, cerró la puerta, y sus pisadas se perdieron por el pasillo. Me levanté con una pesada bola de acero en la tripa: la habitual sensación de absurdo que todo me provocaba, cuando todo el mundo te parece tedioso, trasnochado, soso e inútil. Saqué mis cosas de la maleta y colgué mis camisas junto a las de mi compañero de habitación. El color de sus camisas era ese tono apagado predominante en Europa del Este, y las zapatillas de deporte que había en el fondo del armario estaban muy gastadas, de modo que me dio un poco de apuro colocar mis ropas junto a las suyas: mis sandalias, mis zapatillas de deporte, mis zapatos, y una abundante colección de pantalones cortos caquis y de color que necesitaban un planchado. Por un instante fui incapaz de recordar por qué tenía todas esas prendas: la arbitrariedad de esas elecciones parecía repentinamente transparente, y todas las demás elecciones que había hecho parecían absurdas. Me gustó (y aún me gusta) el olor de sus ropas, el rancio olor de una vida vivida. Cuando mi compañero de habitación volvió a entrar, yo estaba sentado en la cama con la cabeza entre las manos, mirándome las uñas de los pies, que necesitaban un recorte urgente. —Buenos días —dijo en un tono sincero, lo que me obligó a contestar. —¿Cómo estás? —me preguntó. Yo estaba muy cansado. —¿Quieres un café? —preguntó—. Bosnio. Le dije que claro. —Los americanos siempre decís claro —dijo. No le vi el sentido a discutir y dije claro, y él soltó una risita.

Mi nombre era Victor. —Lo sé —dijo. Colocó un cacito que tenía un asa larga sobre la mesa que había entre nuestras camas. Sumergió lo que parecieron dos hojas de afeitar adosadas a un cable eléctrico, con un botón entre ellas, y luego colocó los extremos pelados del cable dentro de un enchufe. Serenamente comprendí que estaba arriesgando su vida, junto con mi salud mental, al hacer eso. —Lo aprendí en el ejército. ¿Estuviste en el ejército? ¿En cuál? —En el yugoslavo. Era obligatorio. Fue hace muchos años, cuando tenía dieciocho. ¿Cuántos años tienes? —Veinticuatro —dijo. Tenía una nariz rotunda que parecía hinchada, y unos labios gruesos y carnosos, que mantenía abiertos. Tenía los ojos más oscuros que he visto nunca, como dos canicas perfectas. Tomamos el café, demasiado amargo, me escoció la lengua; lo dejé furtivamente a un lado. Piaban los pájaros al otro lado de la ventana, y en la habitación que había justo encima de la nuestra parecía que alguien bailara claqué. Jozef era de Sarajevo, Yugoslavia. Había tenido un grupo musical y escrito en los periódicos. Su padre era ucraniano, igual que el mío, aunque el suyo había nacido en Bosnia. Había ido a Ucrania a conocer la madre patria de su abuelo, pero también quería mantenerse alejado una temporada de las «locuras» de Yugoslavia. Tenía la idea de que algunos (¿quiénes son esos algunos?) te meten cosas en la cabeza y que tienes que vaciarla. Tenía retortijones y necesitaba ir al baño. —Tenemos que ir a desayunar —dijo—. Te esperaré. Claro. Fue durante mi estancia en Europa del Este cuando aprendí a apreciar las cosas vulgares, y la cafetería en la que entré, acompañado de Jozef, tropezando con él de vez en cuando (nuestro paso aún no estaba sincronizado) era espectacularmente vulgar. La luz era gris; un ventanal daba a un aparcamiento, en el que sólo había un gigantesco Volga negro que parecía una morsa varada. En una de las paredes había unos hombres apoyados hacia delante, con unos ojos furiosos y músculos como montañas que se les marcaban bajo los uniformes de trabajo. De cara a ellos había unas mujeres vestidas con trajes folklóricos que abrazaban unos altos tallos de trigo que habían sido dorados y ahora eran de un amarillo desteñido. Había una larga hilera de gente que hacía rechinar sus bandejas por unos raíles, rumbo a la comida. Algunos eran extranjeros, reconocibles porque llevaban la ropa limpia y arrugada, miraban a su alrededor, como si no acabaran de saber dónde se encontraban. Cogimos nuestras bandejas, que estaban pegajosas, aún húmedas en las esquinas, apestando a grasa socialista. Apilé diferentes tipos de pierogi cubiertos de ampollas y una taza de

té transparente sobre mi bandeja. La joven que había delante de nosotros, con unos brazos que eran puro pellejo —Jozef la presentó como Vivian— puso sobre su bandeja un pierogi que parecía una oreja cenicienta recién cercenada. Perdí el apetito al momento. Me senté delante de Jozef y él masticó su pierogi, mientras yo sorbía aquel té completamente insípido. —¿Qué haces? —me preguntó, mirándome a los ojos. —Me bebo el té —dije, súbitamente perplejo respecto a cualquier cosa que pudiera estar haciendo. —No, me refiero a qué te dedicas. A tu vida. —Oh —dije—. A mi vida. —Mi vida. La madurez lo es todo, y yo no la he alcanzado—. Estoy haciendo una tesis doctoral. —Ya veo. ¿Y qué estudias? —Que quede claro, yo no quería tener esa conversación. No quería que se supiera que no estaba haciendo lo que se suponía que estaba haciendo. —Shakespeare —dije. —¿Qué aspecto de Shakespeare? —Era un cabrón pertinaz, y no dejaba de mirarme a los ojos. Aparta la mirada, bribón, mira a esos hombres de ojos fieros, mira a Vivian mordisqueando su pierogi, preparándose para un ataque de bulimia—. ¿Cómo se titula tu tesis? Debí de sonrojarme. Ahí estaba yo, sentado ante Jozef, procedente de un país que se desmoronaba, totalmente inmerso en el puto Kiev. Dije: —Lear la Loca.4 —Estuve a punto de decir: «El hundimiento y la transformación de la masculinidad performativa en El rey Lear, pero Jozef dijo: —Mi caballo piensa que es locura detenerse en medio de esta espesura. —No loca en ese sentido —dije. Se me ocurrió que lo que estaba haciendo era inaplicable, que podía pasarme días explicándoselo a Jozef sin resultado, bajo el triste mural, el nuevo adorno del mundo. Aproveché la oportunidad para cambiar de tema—. ¿Te gusta Robert Frost? —Lo leí en la facultad —dijo—. Yo también estudio litra... litratr... estudio libros. Fue mientras forcejeaba con la palabra literatura cuando me hice amigo suyo. Para mí también resultaba doloroso pronunciarla, y le sonreí con afectuosa comprensión, deseando abrazarle como si fuera una brazada de trigo. Incluso ahora, cuando doy clases y me veo obligado a pronunciar la palabra «literatura», tengo una extraña sensación: un cosquilleo en los pezones, los ojos se me inundan de lágrimas. Hubo una época, no tengo empacho en confesarlo, en que me parecía noble no saber adónde te dirigías. Pensaba que perderse significaba estar en medio de un capítulo de tu propia novela de formación, pero luego me sentí muy Queer Lear en el original, un juego fonético con King Lear (El rey Lear) y Queen Lear (La Reina Lear). (N. del T.) 4

solo subiendo el acantilado escarpado y empinado del conocimiento de uno mismo. No dejaba de leer y reflexionar, reflexionar y leer, y bebía, a fin de hacerme una idea de qué significaba la vida, y de quién era la culpa de todo, antes incluso de empezar a vivir. Luego fui a un curso de posgrado. Aprendí que el deseo era importante, en una clase poblada de investigadores solitarios e inseguros que estudiaban a personajes como ellos en la literatura escrita siglos atrás. (La aspiración a la fama académica del profesor se titulaba «Karaoke y (Re) Presentación».) Mi padre una vez me preguntó qué deseaba en la vida, y me hizo feliz que utilizara la palabra deseaba, pues por entonces me consideraba un experto en la materia. Mi padre era de esos hombres que reparan sillas viejas y magnetófonos obsoletos, con lo que restauraba el orden primigenio: no había investigación, sólo restauración. En cualquier caso, yo seguí la senda del deseo, pero no me llevó a ninguna parte, y vagué y deambulé, y me convertí en el típico turista joven, americano existencial: Jack Kerouac era mi agente de viaje. Y por razones que no pude comprender del todo en aquella época, tenía la aterradora sensación de que sentado delante de Jozef, respondiendo a la preguntas que no tenía derecho a formularme, había llegado al final del recorrido. —¿Quieres comerte esto? —preguntó Jozef, y señaló los restos de mi lamentable desayuno. —No —dije. —¿Puedo comérmelo? —Claro. Agarró un pierogi y lo devoró. —Siempre decís claro. —Claro —dije, y me reí con un gargarismo de satisfacción, pues ya teníamos un chiste privado. Se levantó con la bandeja y dijo: —Hasta luego, cocodrilo. Resistí el impulso de seguirle, y me puse a estudiar las diferentes formas de las manchas de grasa que había en la mesa y su relación con las líneas rectas que cruzaban el tablero: entonces toda la configuración tenía sentido, como si formaran un mensaje cifrado. Miré a Vivian. —Hola —dijo en una voz susurrante, y asintió como para confirmar que lo decía realmente en serio. Vivian también era una estudiante de posgrado, pero de lenguas eslavas, de las que hablaba cinco, incluido el ucraniano. Iba a la Universidad de Madison. Me dijo que allí había otros americanos, y señaló vagamente la cola que se encaminaba hacia el desayuno, y que no menguaba. Estaba Will, que era tenista, y originario de Alguna Parte,5 California. Y estaba Andrea, que era de Chicago. Y estaban Mike y Basil, que nunca desayunaban. Vivian puntuaba el final

5

En inglés, Somewhere. (N. del T.)

de cada frase asintiendo con la cabeza, y de vez en cuando se ponía el pelo detrás de la oreja, en cuyo lóbulo se extendía una cerca de aros. No podía verle los ojos, porque mantenía la vista fija en el plato. Llevaba una blusa floreada, con un cuello ancho y abierto, que mostraba su torso de pollo y las leves curvas de sus senos. Me dijo que el lugar era guay, que pasaba mucho tiempo en la biblioteca, y que mañana todos cogeríamos un tren hasta Lvov, a primera hora de la mañana, y nos quedaríamos en Lvov un par de días. Me quejé de que no me hubieran informado de ello, dando pie a esa solidaridad de toda la vida entre americanos en un hostil país extranjero, a continuación me despedí, tras haber tomado la decisión de pasar el resto del día durmiendo. Buenas noches, señora, buenas noches, dulce señora, buenas noches, buenas noches. Todos nos levantamos al alba —Jozef me sacó a sacudidas de mi pesado sopor—, me quité la porquería nocturna de los ojos, y luego me arrastré hasta un autobús que apestaba a cigarrillos repugnantes y aceite de maquinaria. El autobús nos llevó a la estación de tren por las mismas calles desoladas por las que había vagado el día anterior, lo que me produjo la honda impresión de moverme en círculos, aun cuando aquí y allá se veía algún obrero madrugador de andar vacilante. Una estatua de Lenin o de algún héroe socialista nos acechaba en cada esquina, invariablemente inclinada hacia delante, insinuando un futuro. Quería señalarle todas esas cosas a Jozef, que estaba a unos pocos asientos de distancia, demasiado lejos para conversar, pero lo bastante cerca para ser consciente de mi presencia. La estación de tren hervía de ciudadanos que arrastraban sus bolsas sobreabarrotadas y a sus hijos subalimentados, a la espera de una dolorosa separación. Hay una historia en las vidas de todos los hombres que simboliza la naturaleza de las épocas fenecidas. Estaba yo pensativo y lento, apretado en medio de una chusma extranjera: una niebla de sudor, olor a ajo y a agotamiento flotaba en torno a nosotros. —Míranos, somos como la sal que se escapa de la mano —dijo Jozef. Visualicé idénticos granos de sal resbalando de la mano arrugada de Dios. Era humillante, por no decir otra cosa. El tren era salado en exceso: había masas soviéticas por todas partes, y llevaban la expresión de la desesperación de rutina: mujeres con abultados fardos en el suelo; hombres que roncaban echados sobre los portaequipajes; el sudor, la levadura, la ubicua cebolla; los mapas descoloridos de las tierras soviéticas en las paredes; las fotos desvaídas de lagos lejanos; el traqueteo, los clonks y el chu—chu—chu; la completa y absoluta ausencia de cualquier posibilidad de confort. Me dije que si llegaba a estallar otra revolución en la Unión Soviética, comenzaría en un tren o en cualquier otro transporte público: la chispa procedería de dos culos sudorosos frotándose. Sobreviví a ese forcejeo prerrevolucionario sólo porque seguí a Jozef, que se movía

alegremente entre el gentío, un mar de cuerpos abriéndose a su paso. Encontramos un sitio donde estar de pie en un compartimento en el que sólo había compañeros de facultad; sólo reconocí a Vivian y Vladek. Estaba el padre Petro —a quien Jozef llamaba padre Petróleo—, un cura canadiense joven, larguirucho, con la cara llena de granos, que no dejaba de tocarse la tetilla izquierda mientras hablaba. Concebí fácilmente un futuro en el que la parroquia del padre Petróleo, situada en lo más profundo de las provincias occidentales del Canadá, se veía sacudida por una agitación que desgarraba la comunidad después de que el padre Petróleo hubiera sido descubierto toqueteando inocentemente a un amable muchacho. Estaba Tolya, una adolescente de Toronto o de un sitio parecido. Aprovechaba la menor oportunidad para restregar sus melones contra Jozef, que soportaba esos asaltos con una expresión indulgente y perpleja. Vladek, el hombre que tenía «cara de Komsomol» (según Jozef) —ojos muy abiertos, pecas y un pícaro rizo en la frente—, mantenía bien agarrada a Tolya, intentando apartarla de Jozef, compartiendo su petaca de vodka sin fondo con ella y con cualquier interesado, yo mismo incluido. Por puritano y mojigato que hubiera podido parecer, di un par de sorbos importantes que me abrasaron la garganta y me granjearon la aprobación de los demás y una sonrisa de Jozef. Estaba Andrea, la mujer de Chicago, con la que yo evitaba todo contacto visual, pues no quería descubrir que teníamos conocidos comunes, y ella me seguía el juego. Al igual que todos los turistas, queríamos creer que estábamos solos entre los nativos. Jozef no le quitaba ojo, y su labio superior estaba al borde de una sonrisa seductora. Estaba Vivian, sentada en un rincón, negándose a beber y, de manera increíble, intentando leer, aunque al final abandonó el intento para ponerse a charlar con el padre Petróleo —por lo que pude entender— de santos y mártires. En el compartimento contiguo —eché un vistazo con la absurda esperanza de que hubiera un asiento libre— estaba Will, acompañado de otros dos tipos que parecían americanos, pues llevaban camisa de franela y un surtido de utensilios de viajero: mochilas llenas de bolsillos, bolsas colgándoles del cuello, relojes digitales con un exceso de pantallitas. Huelga decir que las ventanillas no podían abrirse, y a las pocas horas el vaho había pintado unas bonitas y relucientes imágenes en los cristales; las paredes estaban pegajosas; me picaba la piel y respiraba con dificultad. El tren avanzaba entre un bosque neblinoso, aunque un ejército de árboles paralelos se hacía visualmente eco de aquel extático traqueteo. Entonces el tren aminoró la marcha y se detuvo en mitad de un barranco. En medio de un silencio absoluto, los árboles que rodeaban el barranco se cernían sobre un par de fornidos gamos que pacían. —Es hermoso —dijo Jozef. —Sí —dije. —¿Cómo es posible que alguien los mate? No lo entiendo —dijo Jozef.

—Yo tampoco —dije. Los gamos levantaron la vista como si se hubieran dado cuenta de que hablábamos de ellos. Jozef no dijo nada, pero levantó la mano lentamente y los saludó. Uno de ellos dio un pasito hacia delante, como si intentara vernos mejor. Juro ante Dios que los gamos sabían que los estábamos mirando, que le vieron saludarlos. Pareció un gesto normal, natural un sencillo movimiento de la mano. Yo no me atreví a hacerlo, porque me di cuenta de que Vivian me estaba mirando, y me daba vergüenza. El tren se puso en marcha otra vez, el traqueteo se aceleró, y los gamos nos dieron la espalda y se alejaron al galope. Jozef y yo nos quedamos sin habla durante más o menos una hora, la espalda apretada contra la húmeda frialdad de la pared. A menudo evoco ese momento (la húmeda bruma matinal, aquel vaho pegajoso; la alegría del cuerpo de Jozef, etcétera) y me veo obligado a reconocer que jamás había tenido —y luego la volví a perder— aquella capacidad de Jozef para responder y hablarle al mundo. Y luego llegamos a Lvov, y nos apeamos juntos, adentrándonos en un aire desapacible y cortante. Respiramos profundamente, al mismo tiempo, como si nos diésemos la mano. ¿Qué país, amigos, era ése? Fue en Lvov donde el Tenista entró completamente en mi campo de visión. Estaba enfrente de la tristona estación de Lvov, los brazos en jarras, dándole instrucciones con aire de seguridad a cualquier soñoliento transeúnte que pasara por allí. Tenía unos ojos azules y penetrantes, unos nervudos brazos de tenista —el derecho asimétricamente más grueso que el izquierdo— y el cuerpo recio y achaparrado de un campesino ucraniano, sin duda un sedimento del estanque genético de sus ancestros. Rápidamente sucumbí a su sabio liderazgo: nos condujo a Vivian, Vladek, Tolya y a los demás hacia un autobús idéntico al que habíamos cogido en Kiev. Me senté junto a la ventanilla y me puse a mirar por ella, y Jozef se dejó caer a mi lado. Delante de nosotros, Vladek le contaba un patético chiste a Vivian, que consiguió emitir una cortés risita. Me desperté delante de un lúgubre edificio con la mejilla pegada al prominente hueso del hombro de Jozef. Will nos informó —siempre parecía saber dónde estábamos y por qué— de que ésa era la residencia estudiantil donde nos alojaríamos mientras estuviésemos en Lvov. Los estudiantes que entraban y salían hundían la cabeza entre los hombros, la barbilla apuntando al pecho, con cara de pocos amigos. Adiviné que las duchas de la residencia no funcionaban. Jozef y yo compartimos una habitación, que era, por decirlo suavemente, ascética: paredes desnudas (aunque mi memoria se pone de puntillas para colgar un retrato de Lenin); camas con armazón de metal, colchones hundidos; una silla que cojeaba y un escritorio que cojeaba aún más y mostraba dos clavos simétricos en la parte interior de las patas traseras, un instrumento de tortura para estudiantes.

Will prorrumpió en nuestra habitación y nos preguntó —o más bien me preguntó a mí, pues Jozef no le hizo caso— si todo iba bien. Todo bien, dije. Will anunció que estaba intentando averiguar si podríamos tener un alojamiento mejor, y se fue a toda prisa. —¿Quién es ese tipo? —dijo Jozef—. No me gusta. —No es mal tío —dije—. Sólo quiere ayudar. —Puede —dijo Jozef, y nada más decirlo se fue. Yo no quería que me abandonaran en aquel horrible lugar, pero no podía seguirle sin más. Así que permanecí allí solo, sentado en una cama que reaccionaba con un chirrido al mínimo contacto con mis músculos, mirando una pared vacía que reclamaba un Lenin. Apreté las manos contra las rodillas, hasta que quedaron insensibles, convertidas casi en gelatina por efecto del miedo. Me acordé del día en que mi padre me llevó a un partido de béisbol, después de años de suplicarle y de semanas de intercesión por parte de mi madre. Mi padre odiaba el béisbol: golpear una pelota con un bate sin razón aparente, provocar ese aburrimiento indulgente que embotaba la mente; así era como él lo veía. Me advirtió que no me compraría ni perritos calientes ni refrescos, pero a pesar de eso todo me daba vueltas de la emoción. Nos sentamos en la tribuna descubierta del Wrigley Field, y yo llevaba mi guante de béisbol (regalo de mi madre), que se había pasado meses en el armario. Estaba convencido de que podría atrapar una pelota, que era mi día, el momento en que todo encajaría a la perfección. Mi padre se negó a ponerse en pie cuando tocaron el himno, porque seguía siendo ucraniano, como si «Barras y estrellas» hiriera su ucraneidad. Pero a mí me hizo levantarme, quería que yo apreciara los Estados Unidos, pues había nacido allí. Durante el partido se murió de aburrimiento. y no dejaba de mirar el reloj con impaciencia. Pero no pasó, no cogí ninguna pelota. Nos marchamos en la sexta entrada. Y odié a mi padre por ser un puto extranjero: desplazado, vulgar y siempre cabreado. En ese momento entró Jozef con una hermosa botella de vodka, desenroscó el tapón y dijo: —¿Quieres beber? —Demonios, sí —dije, y eché un trago que me escaldó el gaznate—. ¿Te gusta el béisbol, Jozef? —le pregunté. —Es una estupidez —dijo—. Darle a una pelota con un palo. Eso no es nada. —Sí, ya lo sé. 1. Le conté la historia del eterno malentendido entre mi padre y el béisbol. Jozef me escuchó con ese obligado interés de todos—hemos—pasado— por—eso, pero con una actitud distante y paciente, inclinado ligera y amablemente hacia mí. Ahora me doy cuenta de que a lo mejor fue porque intentaba descifrar mis palabras en inglés, aunque eso no mengua mi creencia de que él me entendía mejor que nadie, precisamente porque era capaz de ir más

allá de mis insulsas palabras. Me contó cómo solía castigarle su padre: le sentenciaba a veinticinco correazos por una transgresión (rebuscar en los bolsillos de los trajes de su padre, robar) y decidía el momento en que se ejecutaría la sentencia: normalmente después de los dibujos animados de la tarde. Hablaba en su inglés con fuerte acento, saltándose algunos artículos, cambiando el orden del sujeto, el verbo y el complemento; sin embargo le entendía perfectamente, visualizaba claramente la secuencia del castigo. No había gritos ni chillidos, ni una violencia azarosa ni desordenada. Qué diferencia con mi padre, que arrancaba las puertas de los armarios y las lanzaba contra las paredes. Después de los dibujos animados entraban en el dormitorio y comenzaban los correazos, las nalgas rojas y todo. Odio confesar que le envidiaba por haber vivido esos momentos. —Padres —dijo Jozef—. Qué raros son. A continuación hablamos de nuestras madres y sus sufrimientos domésticos. Jozef recordó que siempre había albergado la esperanza de que algún día su madre entrara en el dormitorio y detuviera el castigo, pero nunca lo hizo. Le conté que mi madre sacaba las cosas del armario de la cocina y las tiraba al suelo, hacía añicos los platos, le lanzaba tapas de cacerolas a mi padre como si fueran Frisbees, y que rebotaban en él. Hablamos de mujeres, de nuestros primeros amores: un tema que requirió cierto adorno y exageración por mi parte. Hablamos de nuestra infancia, de los amigos que habíamos tenido y ya no estaban, sólo que los de Jozef no se habían ido, todos estaban en Sarajevo. Las charras aventuras escolares: esnifar magnesia a fin de estornudar en clase de biología (Jozef), fumar hierba en décimo curso, y luego estar colocado y tener miedo de subir la cuerda en clase de gimnasia (yo). Los trillados actos de rebelión que parecían revolucionarios en un adolescente: decirle a una monja «¡Jódete, zorra!» (yo); lanzarle una esponja mojada a u foto de Tito (Jozef). Comparamos Chicago con Sarajevo, lo encantadoramente feas que eran, lo tristemente provincianas. Se nos secó la boca, el vodka nos diluyó la sangre y no fue directo a la cabeza. Al alba estaba tan borracho y emocionado que quería abrazar a Jozef, pero no quería que pensara que yo era rarito. Cuando finalmente nos acostamos al amanecer, fui incapaz de cerrar los ojos, y me quedé mirando cómo el sol reptaba por encima de la cama de Jozef. En la pared descubrí manchas en forma de islas del Pacífico, y el corazón se me aceleró. Todavía podía oír los susurros de Jozef mientras me contaba la divertida historia de cómo perdió la virginidad. Su aliento me cosquilleaba las orejas, incluso mientras se agitaba en la cama, y la amable enfermera no vendría a acariciarme los cabellos. Oh, Lvov, con tus viejos y pisoteados monumentos de la confortable época burguesa; tus adornos estilo Mitteleuropa en las fachadas, apenas visibles a través de la espesa suciedad del progreso; ¡tus plazas con estatuas sin

nombre de oscuros héroes y poetas! ¿He mencionado que no había estado antes en Ucrania? Todo lo que sabía se lo había oído a mi padre, que se había ido del país hacía muchos años. Jozef y yo vagamos por las calles del barrio antiguo y nos asquearon los paisajes geométricos de los barrios nuevos, que para él tenían las formas familiares de la Europa del Este; a mí todo me parecía un sueño soñado por otro sueño. En algún lugar —aunque yo no supiera dónde— estaba el Lvov en el que había crecido mi padre, y el mal hijo que yo era sentía poco interés en buscarlo. Jozef necesitaba tomarse un café por la mañana, de modo que emprendió una búsqueda: encontramos una cafetería armenia donde bebimos un líquido como barro, no muy distinto del café bosnio de Jozef. Yo soy hombre de infusiones, de modo que tras tomarme un café que se podía untar en una rodaja de pan, me ponía nervioso y comenzaba a gorjear, no podía parar de hablar. Había que contarlo todo, y de prisa. Le hablé de mi padre, de que había nacido en Lvov. Hablé de todas las cosas que nunca me había contado, cosas que yo averiguaba escuchando a hurtadillas las furiosas peroratas de mi madre cuando reñían. Le conté que mi padre había pertenecido a una organización secreta ucraniana... muy secreta, de hecho. Se preparaban para una guerra de liberación, y odiaban a los rusos, los polacos y los judíos. Y entonces estalló la Segunda Guerra Mundial. Mi padre tenía dieciocho años y combatió con los partisanos de Bandera, luchó contra los bolcheviques y evitó enfrentarse a los alemanes. El propio Bandera fue encarcelado por los alemanes y fusilado por el KGB después de la guerra y... «Ya lo sé», dijo Jozef. Fuera como fuese, mi padre y sus camaradas se escondieron en los bosques que rodeaban Lvov, y de vez en cuando robaban algún camión de suministros, pagándolo con un alto precio en vidas. Bebían agua de pozos envenenados, comían ganado muerto que encontraban en pueblos incendiados por los alemanes o los bolcheviques, y morían de enfermedades animales, la cara cubierta de forúnculos que estallaban. La vida de los hombres no valía más que la de los animales. Los pocos partisanos que sobrevivieron se entregaron al desorden y a la carnicería de la derrota alemana, y acabaron felizmente encarcelados en los campos de prisioneros de guerra aliados. Mi padre había sido estudiante de música —era barítono—, de modo que cuando estuvo en los campos se ponía a cantar baladas ucranianas, arias italianas y canciones parisinas de antes de la guerra que habían llegado hasta Lvov. Luego se fue a Inglaterra y vivió en Liverpool, trabajó en los muelles. Posteriormente se marchó a Canadá, donde dirigió la Sociedad de la Ópera Ucraniano—Canadiense —no tenía ningún miembro— y cantaba en bodas y funerales..., sobre todo funerales. Más tarde se mudó a Chicago, donde engendró mi miserable persona. Mi padre evocaba sus días preestadounidenses en detalles inconexos: contaba que durante la guerra todos compartían los cigarrillos cuando tenían, y que se fumaban la borra de los bolsillos cuando no tenían; que era el cantante

más guapo y con más voz de Lvov; que los prisioneros de guerra de los campos lloraban cuando cantaba «Ucrania aún no ha muerto»; que él y su mejor amigo se abrazaron en la nieve, calentándose mutuamente con su aliento, hasta que cesó el aliento de su mejor amigo; que había cantado ópera una sola vez, en Kitchener, Canadá, interpretando el papel de Wotan, un terrible error de reparto en una producción local de Die Walküre. A veces, en casa, se ponía a cantar la «Canción del fuego mágico», lo que siempre me ponía los pelos de punta. Chico, no había quien me parara, no dejaba de largar, y es muy posible que Jozef no entendiera de la misa la mitad de mi prolijo monólogo. De hecho, sin venir a cuento —cosa que me fastidió un poco—, dijo: —Sabes que Bandera, cuando era joven, quería ser fuerte para no sentir dolor. Así que ponía el dedo en la puerta y luego la cerraba para ver durante cuánto tiempo podía soportar el dolor. Es algo que ha hecho cada día. ¿Qué podía decir yo? Dije: —Eso es de locos. Fuera como fuese, tras la desaparición de la Sociedad de la Ópera mi padre se puso a conducir un camión: mi madre me dijo en una ocasión que una de las cosas que transportaba eran extranjeros que cruzaban la frontera. Llevó su camión a los Estados Unidos y conoció a mi madre en Chicago. Mi madre era una chica irlandesa de South Side, y en aquella época tenía diecinueve años. La dejó preñada, probablemente de manera deliberada, a fin de conseguir la ciudadanía americana (mi madre le chilló ese secreto a la cara en mitad de una de sus riñas más destructivas). En cualquier caso, se casó con ella, quizás por su sentido del deber masculino, quizás por el pasaporte. Dudo que fuera amor, pues era difícil encontrar amor en las palabras y hechos de mi padre, el cual, y puedo dar fe de ello, era un inadaptado. —Es como una novela americana —dijo Jozef. —Sí —dije. Pero eso era quizás porque mi hermano mayor, nacido unos meses después de que se casaran, murió en Vietnam («Vietnam... una gran guerra», dijo Jozef). Le recuerdo como una presencia remota y uniformada, alguien que me lanzaba una pelota de béisbol sin intentar darme en la nariz. Aquí, en mi escritorio (¡Por favor, echa un vistazo!) tengo una foto de él con uniforme, sonriente, con un guante de béisbol, abierto como una planta carnívora, en la mano izquierda. Una mina terrestre le hizo volar en pedazos. Años después recibimos una visita de su colega en el ejército, que por entonces iba por ahí contando la verdad de los hechos a cambio de dinero para beber, y nos describió la muerte de mi hermano con detalles patológicamente espeluznantes: las tripas a la vista aún palpitando en el suelo, sus impías exclamaciones, un francotirador del Vietcong disparándole en las rodillas, etcétera. Mi madre culpó a mi padre por la muerte de su hijo, le echó la culpa a todas sus falaces

historias sobre el ejército, todas esas chorradas de dormir al aire libre que hicieron creer a mi hermano que el ejército forjaba el carácter de los hombres. Pero mata el cuerpo, gemía mi madre, a la mierda el carácter, el cuerpo de mi hijo ya no existe. Mi padre creía que todos los hombres necesitaban carácter, que una vida que provocaba dolor forjaba el carácter igual que la puerta había forjado el de Bandera. Y así, la ausencia de mi hermano, el dolor de su muerte en las paredes de nuestra casa, era lo que había forjado mi carácter. Mi padre, el viejo cabrón, nunca hablaba de ello. Se iba a la iglesia de la Avenida Chicago, cantaba en el coro, la mandíbula eternamente apretada. Mataron a mi hermano una semana antes de que lo licenciaran. Tenía veintitrés años y se llamaba Roman. —Muy interesante —dijo Jozef—. Roman significa novela en mi idioma. —Oh, que te den —dije, y ésa fue la primera vez que me enfadé con él. Pero no duró mucho: de nuevo nos sentamos juntos en el autobús, en silencio, y estaba a punto de decirle que lo sentía cuando me di cuenta de que estaba dormido, el chico travieso, la cabeza en mi hombro, la saliva resbalándole de la comisura de la boca y goteando en mi manga, mi mano levitando sobre su cogote, sólo a un palmo de su gentil cuello. Regresar a Kiev un par de días después fue como regresar a casa: el olor a grasa socialista y a vinagre me era tan familiar como la cocina de mi madre; en el humilde cuarto, un par de calcetines de seda que me había quitado al llegar esperaban arrugados bajo la cama. Jozef dejó caer su bolsa, se quitó los zapatos de una patada y se lanzó sobre la cama, cuyo borde de acero dejaba una cicatriz en la pared. Yo hice lo mismo, pero con más cuidado. Nos echamos en nuestras respectivas camas y nos quedamos mirando al techo, en silencio, mientras unas palabras sin especificar me ahogaban. Quería hablar, pues el silencio parecía estar destruyendo nuestra amistad. —Esto es un micrófono —dijo Jozef, y con aterradora certeza señaló la alarma contra incendios que había en el techo—. Quizás también sea una cámara. Tenía sentido, desde luego, estábamos en la Unión Soviética, en una residencia universitaria del Partido. Si sólo había una cámara en Kiev, tenía que estar allí. Comencé a pensar en todas las cosas que podría haber hecho bajo la mirada de la alarma contra incendios: menear mi culo desnudo, cantar a voz en cuello mientras bailaba en calzoncillos; echarme en la cama de Jozef y oler su almohadón; investigar su maleta y tocar sus cosas. Imaginé al hombre que me estaba mirando: un tipo aburrido y con bigote, con una corbata llena de manchas; las axilas incrustadas de sudor reseco; jugaba a ajedrez con un camarada torturado por una úlcera, sin prestar atención a las pantallas parpadeantes hasta que intuían el movimiento de un americano en pleno baile funky. Entonces se echaban a reír y llamaban a su paternal superior, que

entraba, serio e impecable. Me veía en plena agitación, y tanto le daba que llevara las camisas de Jozef. Detestaba mi debilidad —igual que mi padre aquella vez que me pilló masturbándome— y ordenaba que mantuvieran la cámara en marcha y le llevaran la cinta al final del día. La cámara me irritaba terriblemente, pues tu idea de la soberanía del yo, de la integridad de tu cuerpo, se basa completamente en la ilusión de que nadie puede ver dentro de ti, de que las únicas personas que permites entrar en ti son las que amas y conoces bien. Jozef, por otro lado, saludaba a la cámara y decía: —Hola, camaradas. Me llamo Jozef Pronek y soy un espía. —No digas eso —dije—. No lo digas más. —Y éste es mi amigo Victor, también espía. Es americano y trabaja para la CIA. —No digas eso. —Por favor, venid a arrestarle. Era malo. Os contaré todo lo que sé de él. —Basta —chillé—. Basta. Y se calló —aunque fue otro silencio incómodo—, pero a continuación se levantó y salió del cuarto, dejándome solo con la zumbante cámara sobre mi cabeza. A pesar del incidente de la cámara, los días posteriores a nuestro regreso de Lvov fueron terapéuticos. Nos despertábamos, mi amado compañero de cuarto y yo, en una dichosa mañana soleada. El recuerdo de lo que veíamos desde nuestra habitación contiene una implausible lámina de nieve que cubre el aparcamiento que hay abajo y las copas de los árboles que lo circundan, rectos como lápices (me enteré de que más allá estaba Babi Yar),6 sólo porque el sol veraniego era tan intenso que lo dejaba todo blanco. Jozef era una de esas personas que son felices por la mañana: comenzaba el día canturreando una canción que era la banda sonora de sus sueños (reconocí «Something Stupid» y «Nowhere Man», por ejemplo); luego se paseaba en ropa interior, charlando sin parar. Fue por la mañana cuando me habló de sus muchas novias; de que estaba chiflado por Andrea (la cual, admitió sin reparos, le provocaba tremendas erecciones); acerca de su grupo musical (Blind Jozef Pronek and Dead Souls) y su mejor amigo, el guitarra rítmica del grupo; de sus ancestros (un tío abuelo fusilado por Stalin; otro que trabajó en el ferrocarril austríaco; otro que había sido director de orquesta en Checoslovaquia mucho tiempo atrás); de su familia (padres, tías, tíos, difícil de seguir). Recuerdo que mi hermano hacía flexiones con el torso desnudo en el 6

El 29 de septiembre, las tropas nazis asesinaron a más de 30.000 judíos junto al borde del barranco de Babi Yar, en las afueras de Kiev, que luego fueron arrojados al vacío. (N.

del T.)

suelo junto a mi cama. Sus jadeos, sus grititos, el golpear del pecho contra el suelo me despertaban. A veces abría los ojos asustado, y mi hermano me consolaba, me acariciaba el pelo, sonriendo. Luego hacía abdominales, y me parecía que sufría dolorosas convulsiones, pero nada podía dañar la alegría matinal de mi hermano. Yo soy exactamente lo opuesto: hace ya mucho tiempo — pero por qué no lo sé— perdí toda alegría. De ahí que absorbiera pasivamente la dicha de Jozef, sin participar nunca de ella, a menudo deseando que se callara, pues me daba cuenta de que él le hablaría a un armario con el mismo entusiasmo matinal. Yo quería estar solo, pero con Jozef no se podía estar solo: traía baldes de mundo frío a tu vida, te los echaba por la cabeza y jadeabas buscando aire. Nos encaminábamos hacia el desayuno, bajábamos las escaleras con paso sincronizado, su mano en mi hombro, apoyada suavemente en mi clavícula. Rara vez estábamos solos en la mesa —repentinamente tenía un ejército de amigos—, lo que me empujaba a mostrarme reticente o, peor aún, a decir estupideces que sonaban como pretenciosas citas erróneas: «Todo el mundo conoce a alguien muerto», «Las palabras se han convertido en algo tan falso que detesto demostrar algo sensato con ellas.» Jozef se dedicaba a ligar y a intercambiar miraditas con Andrea («¿Has tenido bonitos sueños?»), que siempre me hacían acordarme de su erección; se metía con el padre Petróleo («¿Has soñado con chicas guapas?»), lo cual hacía que los granos del padre Petróleo adquirieran un pecaminoso color púrpura; saludaba a los gemelos adolescentes polacos, que habían seguido al padre Petróleo como una dosis doble de tentación («¿Ayer por la noche os cambiasteis los nombres?»); provocaba a Vladek, preguntándole qué tipo de información proporcionaba al KGB («Diles que soy un espía»); le hacía algún comentario grosero a Vivian, que no parecía caerle bien porque era vegetariana («Tengo una salchicha para ti»); incluso se dirigía a Will, que leía el International Herald Tribune que se había traído con él («¿Qué noticias hay?»); y nos avergonzaba a Tolya ya mí, sugiriendo que podríamos «hacer el amor» después de desayunar. Todos girábamos alrededor del eje de la alegría matinal de Jozef, y los giros podían acabar mareándote. Después del desayuno, se esperaba que fuésemos a clase y ampliáramos nuestro conocimiento de la historia y la cultura ucranianas. Yo solía saltarme la clase de lengua ucraniana, pero iba a las de historia de Ucrania, casi con el mismo interés que me haría quedarme embobado mirando un accidente de tren, pero también porque Jozef estaba en clase. Nos sentábamos en lo alto del anfiteatro, casi al nivel de los ojos de los solemnes retratos de Marx, Engels y Lenin, y desde allí contemplábamos la descarnada espalda de Vivian mientras tomaba notas, la persistente mano levantada de Will, y a un enclenque profesor de Toronto que había escrito un libro de mil páginas sobre la historia de Ucrania. Yo tomaba notas de manera intermitente, más que nada por la costumbre adquirida en la universidad, mientras que Jozef dibujaba de manera

frenética manadas de mariposas y rectángulos desquiciados. Yo fui criado con la versión de mi padre de la historia de Ucrania, en la que las frecuentes y regulares derrotas eran de hecho triunfos del martirio; en la que los débiles intelectuales y los políticos indecisos habían llevado por el mal camino al hombre de la calle y habían traicionado al héroe; en la que los pogromos eran simplemente una auto defensa; en la que los ucranianos protegían el cristianismo ortodoxo de los polacos y los comunistas. «Un disparate, ¿sí?», decía Jozef. Le gustaba la disparatada historia de los casacas que arrojaban barro a su jefe electo como parte del ritual de investidura. Creía que todo el mundo debería hacerla, y añadir también algo de mierda al barro. En una ocasión, mientras la división ucraniana de las SS era barrida por el Ejército Rojo en su primera y única batalla, nuestras rodillas se tocaron, y un animalillo peludo de desasosegante placer se movió por primera vez en mi vientre, pero rápidamente lo asfixié con el blando almohadón del rechazo. Por las noches salíamos a pasear por el río Dniéper, mientras nos atacaba la mayor flota de mosquitos que he visto nunca, oleada tras oleada; algunos de ellos parecían cigüeñas en miniatura, y se hacía difícil no acordarse de Chernóbil, y de que quizás la evolución había adquirido allí un sesgo distinto. Iniciábamos una expedición en busca de cerveza, subiendo y bajando Andriivski Uzhvis, y acabando a menudo en un restaurante armenio frecuentado por todos los extranjeros de Kiev. En una ocasión toda la escuela fue en manada a un restaurante y pidió un cochinillo, una de las fabulosas ideas de Jozef, quien royó con placer los huesos, llenándose de grasa los dedos para luego chupárselos, retando a los demás a que probaran los sesos, cosa que nadie hizo excepto Andrea. (Vivian palideció al otro lado de la mesa.) Me da náuseas la sola idea de comerme el cerebro de un cerdo, pero ellos se metían mutuamente en la boca esos decadentes bocados con satisfacción. Raro es el sabor del deseo. Regresábamos a la residencia y bebíamos en alguna de las habitaciones, intercambiando alegremente graciosas anécdotas, y nos interrumpíamos los unos a los otros, aunque no recuerdo de qué hablábamos. Jozef desaparecía para ir a echar un polvo con Andrea, y yo me quedaba con Vladek, que peroraba en ruso, y cuya idea de pasárselo bien consistía en beber vodka de un jarrón; con el padre Petróleo, que pontificaba (principalmente a los gemelos) acerca de la espiritualidad de la apicultura; con Vivian, que no sé cómo siempre se sentaba a mi lado e intentaba iniciar una conversación acerca de lo mala que era la comida o la escasez de agua que padecíamos en la residencia. No me marchaba hasta haberme asegurado de que Jozef no estaba en nuestro cuarto con Andrea, copulando en silencio en la oscuridad mientras un haz de luna se colaba en la habitación y le cosquilleaba la espalda desnuda como de delfín. Un día todos los americanos de la escuela fuimos convocados al despacho de Igor. No diré que no se me pasara por la cabeza la idea de una

ejecución sumaria del enemigo imperialista, aunque fui de todos modos. Éramos seis: estaba Will, con su pelo pajizo, la boca entreabierta y una mata de pelo rubio en sus fuertes antebrazos; de hecho, vino con una raqueta de tenis en la mano. Estaba Mike, con el que nunca había hablado, que era de Schenectady, y tenía una gran cabeza eslava y picores en la entrepierna, lo que hada que constantemente se tocara la zona del pene («¿Juegas al tenis?», le preguntó a Will). Estaba Vivian la vegetariana, con sus piel traslúcida y sus huesudas articulaciones. Estaba Andrea, con su larguirucha belleza de Chicago, pecas y todo («¿También eres de Chicago?», le pregunté. «Sí», dijo, y ésa fue toda la conversación que mantuvimos). Estaba Basil de Baltimore, con sus gafas de montura fina, colocado a una estudiada equidistancia de todos, y que llevaba un fajo de billetes perfectamente doblados con ayuda de un clip de plata: era banquero («Soy banquero», dijo). Y estaba yo, estudiante de posgrado, metido en mitad de un proyecto llamado «Lear la Loca». Y esto, en un inglés malo e imparable, fue lo que nos dijo Igor: el presidente americano George Bush iba a venir a Kiev para una visita de buena voluntad. El pueblo de Ucrania deseaba dar la bienvenida y alojamiento al presidente americano, porque el pueblo de Ucrania sentía mucho respeto por el presidente americano, y quería establecer una amistad con el pueblo americano, y así siguió con una voz portentosa. Dijo que nos necesitaban, pues hablábamos ucraniano e inglés, para tenemos a mano como intérpretes. «Claro», dijo enseguida Will. «Me sentiré orgulloso de servir a mi país», dijo Basil. «Bush es un gilipollas», dijo Andrea. «No pienso hacerla de ninguna manera.» Vivian y Mike estuvieron de acuerdo, y luego fue mi turno. Lo que recuerdo, probablemente de manera inexacta, es que todos se volvieron hacia mí, a cámara lenta, inclinando ligeramente la cabeza: tardé unos momentos en decidirme. Soy una de esas personas a las que siempre les da un poco de apuro ponerse en pie y volverse hacia la bandera en un partido de béisbol, aunque siempre lo hago, con la mano invisible de mi padre empujándome. Y nunca pensé que la muerte de mi hermano hubiera valido la pena. Pero en aquel momento era diferente: estaba en un país extranjero acompañado de esas personas: éramos un «nosotros». Estaba harto de que constantemente me asaltaran percepciones y sentimientos confusos. Quería ir a un lugar que me resultara familiar. Dije «De acuerdo» y evité la mirada de Andrea. El jueves tenía que recogernos un autobús. Nos acompañaría una persona del consulado. Igor nos estuvo muy agradecido y nos expresó lo importante que era que nuestra escuela participara en esa visita histórica. Igor no llevaba zapatos, sólo unos calcetines blancos como la nieve, aunque con una mancha roja en el pie izquierdo, que sugería que su enorme dedo gordo sangraba dolorosamente. Pero había gargantas que cortar y trabajo que hacer: nos subimos a un humilde autobús en cuyos cristales había churretes probablemente anteriores a

Bréznev. En esa arca decrépita zarpamos junto con otros americanos anónimos recogidos por todo Kiev, todos sentados en los asientos delanteros. Nos encaminábamos al aeropuerto, nos dijo una joven pelirroja que llevaba un vestido azul neón. Era del consulado y se llamaba Roberta, y dijo que estaba encantada de vernos, aunque al instante se olvidó de nosotros y se concentró en las calles de Kiev, llenas de baches, y en sus propios objetivos: por ejemplo, un puesto en la embajada de Moscú y una aventura con un apuesto agente de la CIA. Me gustaba la manera en que se pasaba sus uñas rojas por el pelo sedoso. Me senté al lado de Vivian, atraído por al aroma de su sudor de coco y su piel radiante. Se agarraba al asa del asiento de delante y yo veía cómo se hinchaban sus venas de terciopelo. También podía oír su respiración, que hacía que las puntas de sus cabellos flotaran indecisas. Sus piernas desnudas mostraban moratones en medio de su carne de gallina. Me aterró pensar en lo frágil que era. Creo que Vivian se daba cuenta de que la miraba, pues mantenía los ojos al frente, sonriendo esporádicamente, mostrando las encías con desgana. Pero entonces Will giró su cuerpo de tenista en el asiento que había delante de nosotros y dijo: —Roberta ha dicho que a lo mejor vemos al presidente. —Uau —dijo Vivian. Llegamos al aeropuerto, a un aparcamiento situado en la parte de atrás. Sólo se veía a un hombre de anchas espaldas ataviado con un traje oscuro, mandíbula cúbica, gafas de sol, un aparatito en la oreja, sus manos eran armas letales: exactamente como yo me imaginaba a un guardaespaldas del presidente. Me hace ilusión conocer a gente que es un tópico encarnado. Provoca la agradable sensación de que nada falta en el mundo, de que todo se ordena sin mi intervención, y de que, al mismo tiempo, tampoco escapa a mi control. Y una diminuta Vivian se reflejaba en sus gafas. Nos llevó a una sala de espera, nos dijo que esperáramos con una voz que parecía de sintetizador, y luego desapareció. Nos sentamos a esperar. Matamos el tiempo, ahogando cada minuto con las musculosas manos de un mortificante aburrimiento. En aquella sala no había absolutamente nada: ni fotos en las paredes, ni revistas, ni papel ni lápiz, ni inscripciones obscenas en las sillas, ni siquiera moscas muertas en los globos de las lámparas. Intercambié información irrelevante con Vivian: nuestro favorito Dunkin' Donut (el mismo: Boston Kreme); nuestro programa favorito de televisión (Los héroes de Hogan); nuestra canción favorita de los Beatles («Yesterday», «Nowhere Man»); nuestra salsa favorita para la ensalada (ella no tenía ninguna, a mí no se me ocurría ninguna). Estábamos de acuerdo en casi todo, y eso animó a Vivian. Pero debo confesar —y si estás ahí, Vivian, leyendo esta deplorable narración, que tu corazón pueda perdonarme— que mentí acerca de todo, y que sólo procuraba

coincidir con ella porque era más fácil que confesar esas débiles creencias que nunca había mantenido con firmeza, y me gustaba verla sonreír. Nos quedamos en silencio, y el tiempo hirvió lentamente hasta evaporarse. Nos llevaron de vuelta a la facultad, pero nos dijeron que el presidente hablaría en Babi Yar aquella misma noche y que podrían volver a necesitarnos. Es un mal de este mundo que los locos guíen a los ciegos. El barranco de Babi Yar estaba lleno de gente, que se agolpaba contra el fondo verde de los árboles. Brotaban de fosos que tiempo atrás habían estado llenos de carne humana, lo que me provocaba la perturbadora sensación de estar injustamente vivo. El presidente Bush se subió al tablado, con esas zancadas largas de autómata típicas de un hombre cuyo camino ha sido siempre seguro. A su alrededor había una comitiva de duros cabrones cuyo cuerpo se veía hinchado por las armas que llevaban ocultas y que estaban dispuestos a dar la vida por el presidente. Estábamos cerca del escenario, sobre el que se cernía el monumento. No podía distinguir qué era: una masa informe de bronce negro. Nosotros —Will, Mike, Basil, Vivian y yo— le vimos aparecer ante la multitud ucraniana, que no se perdía ni uno de sus movimientos, como un perro que observara un ratón, con frío asombro: ahora que estaba delante de ellos se había vuelto real. Sus ojillos inexpresivos escrutaron la multitud en busca de una cara leal: un hábito adquirido en su país, donde los votantes crecían como malas hierbas. Miró su reloj, le dijo algo a un hombre que llevaba una carpeta de pinza, eficaz y fornido. El hombre asintió y el presidente se acercó al micrófono. El micrófono emitió un pitido, y a continuación la voz del presidente sonó en los altavoces. Tocó el micrófono con los labios, y éste le dio una sacudida. Intentó ajustar el micrófono rebelde, como si ahogara a una serpiente, sin dejar de hablar. Entonces la voz salió como de una grabadora que llevara en lo más profundo de sí, conectada a la corriente eléctrica de su alma. Nadie traducía. —Abraham Lincoln dijo una vez: No podemos huir de la historia... —dijo en tono sombrío, aún retorciendo el micrófono. Bajo el escenario había hombres uniformados, acuclillados y apoyados en sus rifles. Sus cabezas rozaban las vigas de madera. Llevaban camisetas de marinero a rayas bajo el uniforme, lo que significaba que eran del KGB. Fumaban y parecían completamente ajenos a lo que ocurría allá arriba. —Hoy nos hallamos en Babi Yar y nos enfrentamos a una terrible verdad. —Pronunció Yar como Year [año]. Los hombres que estaban bajo el escenario reían por algo, uno de ellos negaba con la cabeza en un gesto de incredulidad. —Y hacemos unas solemnes promesas —siguió diciendo el presidente, con una voz cada vez más grave, mientras el micrófono emitía un gemido. Distinguí a Jozef en la multitud, su cara radiante entre el tono gris de

la gente, situado cerca del escenario, con las manos en los bolsillos y Andrea a su lado. —Prometemos que un asesinato como éste nunca volverá a ocurrir. Los hombres del KGB que estaban bajo el escenario arrojaron sus cigarrillos al suelo simultáneamente y pisaron las colillas, aún acuclillados, como si bailaran el hopak.7 —Prometemos que jamás permitiremos que las fuerzas del fanatismo y el odio vuelvan a imponerse sin combatirlas. Me di cuenta de que el presidente Bush me recordaba a un tal Myron, que cuando éramos críos comía lombrices si le dabas veinticinco centavos: colocaba unas cuantas lombrices entre dos trozos de pan y daba un bocado. A veces podías ver el extremo de la lombriz retorciéndose entre las rebanadas mientras él masticaba la cabeza. Con el dinero que sacaba se compraba alcohol: Colt 45, Cobra o lo que fuera. —Y prometemos que si nuestra devoción a estos principios se debilitara [el micrófono de pronto se quedó callado] cuando los hombres y las mujeres se niegan a defender la virtud [silencio] cada vez que un niño muera de manera violenta [uiiii, silencio, uiiiz] lo que es yo no lo olvidaré nunca. Ninguno de nosotros lo olvidará nunca. El sol poniente se filtraba entre los árboles y cegaba a Bush, quien por un momento entrecerró los ojos, una mancha ígnea en la cara. Jozef susurró algo al oído de Andrea y ella echó una risita llevándose la mano a la boca. La gente que en el escenario estaba detrás del presidente comenzaba a inquietarse. Los hombres que estaban debajo del escenario se habían echado de espaldas, mirando al techo del escenario, sus AK—47 junto a ellos. Vivian se me acercó en silencio: su aroma a coco fue derrotado por el sudor. El tipo fornido de la carpeta de pinza sacudió el micrófono, como si todo fuera un problema de tozudez del aparato, y al final se rindió. —Dios os bendiga a todos [... uiiiiiiiemf...] los recuerdos de Babi Yar. A continuación Bush bajó del escenario y tras una cadena de microsucesos que no puedo recordar —imaginaos mi perplejidad— vi a Jozef justo delante de Bush, tras el foso de la amenazadora presencia de los guardaespaldas, su cara extraordinariamente hermosa, como si un angélico rayo de luz cayera sobre su cara. Jozef lo miraba con una sonrisa que se combinaba con un ceño, y que ahora reconozco como su reconocimiento de que ese momento era maravillosamente absurdo. Bush debía de haber visto otra cosa, quizás su cara divina, quizás a alguien que mejoraría su apariencia en las fotos (las cámaras no paraban de disparar), alguien que parecía eslavo y exótico, y no obstante inteligible: todo el imperio del mal concentrado en una fotogénica frente de infortunio. Por lo que le preguntó a Jozef, mirando al hombre obeso, El hopak es un baile folklórico ucraniano que se baila en parejas, que se sitúan en círculo mirando al centro, los hombres a la izquierda. (N. del T.) 7

esperando que tradujera sus palabras: —¿Cómo se llama, joven? —Jozef Pronek —respondió Jozef, mientras el hombre obeso pronunciaba una traducción de la pregunta con la saliva asomando entre las comisuras de los labios. —Este lugar es tierra santa. Que Dios bendiga tu país, hijo. —Éste no es mi país —dijo Jozef. —Sí, lo es —dijo Bush, y le dio unas palmaditas en el hombro a Jozef—. Puedes apostar tu vida a que lo es. No puede ser más tuyo. —Pero yo soy de Bosnia... —Tu país es todo él una gran familia. Si hay algún malentendido, debes solucionarlo. —Bush asintió, totalmente de acuerdo consigo mismo. Jozef se quedó inmóvil, el cuerpo tenso y la sonrisa aún en la cara, perplejo por lo extraño de la situación. En ese momento supe que estaba enamorado de Jozef. Quería que Bush le abrazara, que apretara su mejilla contra la de Jozef, que le apreciara y quizás que le besara. En ese momento quise ser Bush y enfrentarme a Jozef armado de deseo. Pero Bush se alejó, emanando una gran satisfacción por su facilidad para conectar con todo el mundo. Ojalá hubiera sido una roca, pues me quedé allí temblando con pálpitos de deseo, contemplando a Jozef, que tenía el sol a la espalda. Vuelvo a recordar esa escena como si fuera una cinta de vídeo, la rebobino, la paso a cámara lenta, intento discernir el momento en que nuestra camaradería se transformó en deseo. La transición es evanescente, como el momento en que los rayos del sol cambian de ángulo y la luz se vuelve un pelín más tenue, y el mundo pasa del verano al otoño sin apenas un parpadeo. —¿Ése es tu compañero de cuarto? —preguntó Will. —Sí —dije—. Sí. Entonces Jozef me vio, me saludó con la mano y se encogió de hombros, como si todo fuera un accidente y no un destino. Oh, aplasta la espesa rotundidad del mundo para que nunca volvamos a estar separados. Naturalmente, a partir de ese momento me mantuve alejado de Jozef. Esa misma noche sucumbí a la callada y persistente presencia de Vivian, la invité a mi habitación —Jozef estaba de juerga en alguna parte— y lo hicimos en mi cama. Apretó sus labios contra los míos y los chupó. Dejé que mis manos se demoraran en sus costillas y sus pechos, e intenté meter mi lengua en su boca. Fue un torpe protocoito: me daba con las rodillas contra los bordes de acero de la cama, y ella —mi menuda Ofelia— se deslizaba entre la cama y la pared. Al final no conseguimos llegar a la penetración, aunque hubo un intenso y nervioso toqueteo. ¿Debo decir que me distraía la ausente presencia de Jozef, que podía oler sus ropas y que, mientras intentaba abordar el proceso de hacer el amor desde un ángulo diferente, la pierna se me salía de la cama y pisaba uno de sus

zapatos? No obstante, disfruté hablando con ella después de haber abandonado nuestro desafortunado semicoito, con la excusa de que todo había sido demasiado precipitado. Estábamos cara a cara, respirando nuestro mutuo aliento, hablando en susurros de cuando éramos niños, cuando los placeres eran sencillos y abundantes. Me contó, con la mano suavemente sobre mi cadera, que de niña era tan pequeña que se colgaba de la puerta del armario de la cocina y se balanceaba adelante y atrás. Recordé que mi hermano me balanceaba entre sus piernas, y que luego me echaba por encima de su cabeza y me colocaba sobre su espalda. Yo no quería follar con Vivian, sólo quería abrazarla y hablar con ella. Y mientras hablaba, no dejaba de imaginarme a Jozef en su cama, en pantalón corto, enroscándose el vello en torno a sus pezones con aire ausente. ¡Ah, métete en un convento! A partir de entonces pasé mucho tiempo con Vivian: a efectos prácticos, habíamos iniciado una relación. Íbamos a clase juntos, nos sentábamos juntos, mientras que Jozef se colocaba más atrás, a mi espalda, donde no podía verle. Uno le preguntaba al otro: «¿Qué quieres hacer esta noche?», y el otro respondía: «No sé, ¿qué quieres hacer tú?» Siempre hacíamos lo mismo: dábamos un paseo, luego íbamos al restaurante armenio, luego al cuarto de Vivian —su compañera de cuarto, una tal Jennifer de Winnipeg, se acostaba con Vladek en otro aposento—, donde llevábamos a cabo nuestro escaso avance hacia una siempre remota penetración (Vivian aún no estaba preparada, aún tenía miedo del dolor, aunque decía que no era virgen), y luego intercambiábamos recuerdos. Ya habíamos llegado a la plena adolescencia, la época en que yo comencé a tomar drogas y ella a ser vegetariana. A veces decidía quedarse en su cuarto y leer algún libro sobre la historia de Ucrania, o traducir algún espantoso poema ucraniano, y entonces yo jugaba al tenis con Will. Él me ganaba sin despeinarse, y generosamente me sugería ejercicios para mejorar mi lamentable juego de piernas. O jugábamos a dobles: Will y yo contra Mike y Basil. Will exigía un elaborado choque de palmas tras cada punto ganado, aunque todo lo hiciera él. Luego jugábamos al póquer y bebíamos un vodka infernal. Will parecía saberlo todo acerca de la temporada de béisbol, y hablábamos de ella como si fuéramos una élite de expertos, conscientes de que en ese país era un tema ignorado y que a todo el mundo le importaba un pimiento. También les gustaba hablar de mujeres: querían conocer los hábitos sexuales de Vivian (de los que yo poco podía contarles), y ellos me transmitían la información de que disponían acerca de Andrea (Mike afirmaba que le gustaba chupar pollas sin circuncidar) y de Jennifer de Winnipeg (le pagaba a Vladek por joder) y del padre Petróleo (al que pillaron meneándosela en el baño). Por supuesto, eso me desagradaba, pero, por otro lado, ese rollo idiota me resultaba familiar y cómodo: era como volver a un campamento de verano. Regresaba a mi habitación sintiéndome culpable, como si hubiera traicionado no sólo a Vivian, sino también a Jozef, quien a veces se despertaba

cuando yo llegaba borracho, y nos poníamos a charlar. Me hablaba de sus aventuras en Kiev: en la oficina de correos, un hombre se había puesto a hablarle de la época de Stalin, cuando la gente desaparecía pero había salchichas en las tiendas; Jozef había tomado kvas, y era tan horrible que se sentía feliz de haberlo probado, porque ahora podía contarle a todo el mundo cómo era; Andrea le había comprado a un tipo un sombrero de oficial del Ejército Rojo; el mismo individuo vendía gafas de visión nocturna, y Andrea estaba pensando en comprarse unas al día siguiente. Todo eran risas y afabilidad, pero yo me sentía como si hubiésemos roto y ahora sólo fuésemos amigos, como si el deseo estuviese desterrado de nuestra tierra, aun cuando jamás se hubiese llegado a instalar. Con los ojos como platos, yo contemplaba la cámara del techo, deseando poder meter mano a esas cintas y contemplar a Jozef despertándose por la mañana, su piel tan suave, las arrugas de las sábanas marcadas, como fósiles del sueño, sobre su espalda desnuda; o verle follar con Andrea. Cerraba los ojos e imaginaba mi mano recorriendo su pecho, su abdomen. Me detenía al llegar a la frontera de la ropa interior, obligándome a pensar en Vivian. Debéis comprender que ningún hombre me había atraído hasta entonces. Me daba miedo, y a veces se me hacía difícil distinguir el miedo de la excitación: la oscuridad palpitaba a mi alrededor, en armonía con mi corazón. De vez en cuando sentía la compulsión de confesárselo todo a Vivian: decirle que estaba con ella sólo porque necesitaba algo seguro y familiar a lo que agarrarme; decirle que me resultaba imposible —y Dios sabe que lo intentaba— dejar de pensar en mi compañero de cuarto, incluso cuando ella me tocaba y me echaba el aliento a la cara. Pero en lugar de confesarle nada me ponía a perorar acerca de mi tesis y de las relaciones homosociales en El rey Lear, y de cómo el hundimiento de la sociedad de Lear venía representado por la castración; de cómo en el momento en que Lear estaba a solas con Cordelia, poco antes de que ésta muriera, el viejo rey conseguía trascender su masculinidad y entrar en una identidad diferente. Yo largaba y largaba, y cuanto más hablaba menos entendía lo que estaba diciendo. Pero lo más increíble es que ella lo encontraba interesante: juró que, en verdad, era algo muy extraño, era terriblemente lamentable. Pero sus palabras textuales fueron: no volveré a recordarlo antes de mi próxima vida. Jozef, naturalmente, no sospechaba nada: se paseaba semidesnudo alegremente por el cuarto, convencido de que si ahora estábamos un poco más distanciados se debía a que teníamos novia. Adopté la falsa voz de la solidaridad masculina —esa voz, sospechaba, que se oía a menudo en los barracones del ejército y las trincheras antes de las sesiones de masturbación nocturna— mientras compartíamos pequeños tesoros, baratijas sólo atractivas a los ojos de hombres fácilmente excitables: una viva descripción de los pezones de Vivian; un chiste acerca de los aullidos orgásmicos de Andrea; las fantasías habituales

acerca de acostarse. con más de una mujer, etcétera. Recuerdo la época en que mi padre fue expulsado de su trabajo de guarda de seguridad y comenzó a pasar mucho tiempo en casa, dedicado sobre todo a beber, a contar inconexas historias de la época de Bandera y a arrancar puertas de armarios. Aunque de vez en cuando se ponía melancólico, se repantigaba en el sofá de la sala a oscuras, las persianas bajadas, y miraba algún programa de entrevistas sin sonido. Yo tenía dieciséis años, y procuraba evitar al máximo la proximidad de mi padre, pero en aquella época parecía tan desamparado y dolido que me sentaba a su lado y me ponía a ver la tele en silencio. Nunca reuní el valor suficiente para hacerle hablar, y él nunca quiso hablar. Oía a mi madre caminando por el apartamento, pero estaba tan silenciosa como la tele. Una vez, mientras entrevistaban a unas estrellas del porno de baja estofa, mi padre dijo —lentamente, como si lo llevara pensando un rato— que tenía unos vídeos porno y que un día podíamos verlos juntos. Me pareció tan inconcebible que —lo juro por Dios— me entraron ganas de vomitar. Así que le dije: «No, ¿estás chalado, joder?», y salí del cuarto hecho una furia. Sin embargo, a pesar de la náusea que aún siento, creo que ésa fue la última vez que mi padre quiso darme algo y lo rechacé. Hombres han muerto —los gusanos los han devorado—, pero no por amor. Los días posteriores a Babi Yar fueron días de tormenta. Pasé mucho tiempo con gente que, en última instancia, me hacía sentirme terriblemente solo. Cada vez más a menudo, me iba a vagar solo por Kiev, recogiendo partículas al azar de la vida de los demás: un puñado de claveles marchitos vendidos por un decrépito baba; una mujer que camina a toda prisa lastrada por el peso de un montón de bolsas; un chico que espera a su padre delante de un quiosco de kvas, pálido, un hilo de moco verdoso le cruza los labios hasta la barbilla; los barrotes nudosos de la oficina de correos, roídos por el óxido; el cenicero lleno hasta el borde de colillas, con medias lunas de carmín en los filtros ocre, delante de una empleada de correos llamada Oksana, que me puso una conferencia con Chicago. Mi madre cogió el teléfono. Oí el eco de mi voz, y ella quedó confundida por la demora, por lo que nuestras palabras se atropellaban mutuamente. —Mamá, ¿cómo... —Victor, ¿cómo... —… estas. —… estás? —Estoy bien… —¿Estás... —… mama? —... bien? —¿Cómo... —¿Va todo... —…esta papa?

—… bien? —Todo... —Tu padre... —… va bien. —… está bien. —Estupendo. —Sólo está... —¿Se encuentra... —… un poco débil. —... bien? —¿Hola? —¿Sí? Mi padre estaba enfermo. Lo entendí a pesar de los ecos. Tenía la tensión alta, dijo mi madre. No comía, no podía digerir, mi madre no dijo por qué, y yo sabía que no iría al médico, diría que se encontraba bien, dando a entender que era un tipo duro. Pero yo no quería que me lo aclarara, quería fingir que todo sonaba muy lejano, que había muchos ecos, porque no deseaba tener que enfrentarme a ello. Acabé la conversación mandándole un beso que iba a ser compartido por mi madre y mi padre, algo que no solía ocurrir. Era mediados de agosto de 1991. Bajé las escaleras, todavía resacoso, con cierto temor a romperme el tobillo, rodar escaleras abajo y acabar partiéndome el cuello. Mientras descendía hacia la sala comunitaria vi a Natalyka, la mujer de la limpieza que a veces entraba en nuestro cuarto y nos reñía por el desorden; vi a Natalyka sentada y abatida, mirando la tele, la cabeza apoyada en el hombro carnoso de otra mujer de la limpieza. Tenía las piernas gruesas como leños, cruzadas a la altura de los tobillos hinchados. Ocultaba las manos en los bolsillos de su bata antaño azul, como si la desesperación fuera una canica en el bolsillo. Nadie miraba nunca la tele en la sala comunitaria, y menos tan temprano: era hora de desayunar. Había un montón de gente, y sus caras recorrían mi nebulosa estancia en ese edificio, todas ellas dibujadas de un intenso temor y desolación. El 21 de agosto de 1991 siempre tendrá la afligida cara de Natalyka. Me coloqué sigilosamente detrás de la multitud y miré la tele, igual que suelo unirme a los mirones que contemplan tranquilamente las consecuencias de un accidente. Un clon de Bréznev leía una proclama con voz de bajo. Estaba incómodamente sentado en mitad de un horrendo plató de terciopelo púrpura, la corbata desplegada sobre la panza. Tardé unos minutos en sacudirme la modorra y poder analizar lo que estaba diciendo. La gente que había a mi alrededor arrastraba los pies como si hicieran sonar sus grilletes. Murmuraban y suspiraban: entendí que alguien se había hecho con el poder y declarado la ley marcial para evitar la anarquía y el desorden.

—Han echado a Gorbachov —dijo Will, que de pronto estaba a mi lado—. Ha habido un golpe de Estado. —¡Joder! —dije. —Eso mismo —dijo Will. Debo mencionar una cosa: de pronto, y en contra de mi voluntad, por así decir, me sentía cercano a Will, de pronto era alguien en quien podía confiar. Pero se apoderó de mí el impulso de localizar a Jozef y darle la noticia, producir asombro en su corazón y excitarle. De modo que corrí escaleras arriba, sin pensar en mis tobillos ni en mi nuca, dejando tras de mí el doloroso grito ahogado de Natalyka. Entré en el cuarto sin llamar y Jozef estaba desnudo. No pude evitar observar —estaba demasiado excitado para intentarlo— una enredadera de vello que subía de su negruzca entrepierna hasta el ombligo, y los rizos que se arremolinaban en torno a sus pezones. —¡Ha habido un golpe! —casi chillé. —¿Qué? —¡Ha habido un golpe! —chillé. —¿Qué clase de golpe? —Era bastante enojosa su ignorante calma, sus boxers subiendo por sus muslos de alabastro. —Un golpe de Estado. Han tomado el poder de manera violenta. —¿De dónde lo han tomado? —Una revolución, ya sabes, joder. —¿Qué le pasaba? Era incapaz de entender una información tan básica, y mucho menos de mitigar mis temores. ¿Qué estaba haciendo yo ahí? —¿Una revolución? —dijo Jozef, levantando las cejas, el sol de la comprensión surgiendo de detrás de la montaña de su torpeza—. ¿Dónde está la revolución? ¿Quién la organiza? —Maldita sea, un putsch. Han echado a Gorbachov. —Ése iba a ser mi último intento. No tenía pelo en el pecho, y su ombligo tenía una marca de nacimiento a modo de satélite en forma de ratón. —Un putsch —comprendió por fin—. A lo mejor quieren arrestarnos. Debo confesar que no se me había ocurrido. ¿Por qué iban a querer arrestarnos? —Problemas, problemas —dijo. Tenía que hablar con Will, por lo que dejé a Jozef que se regodeara en su falsa sabiduría, mientras farfullaba algo en su extraño idioma, y bajé corriendo. En la sala comunitaria no había nadie más que Natalyka, sentada en el mismo sitio, sólo que sin hombro que la sustentara, las manos en el regazo, como hámsters manchados y sin pelo, y su cuerpecillo redondeado como hastiado de ese gran mundo. Contemplaba los coros del Ejército Rojo, hombres apuestos dotados de enorme potencia mandibular, emitiendo a voz en cuello una canción victoriosa. Corrí hacia la cafetería, donde había una esperanzadora cola de gente

esperando para repetir, liderados por el indomable Vladek, como si nada hubiera ocurrido. Pero Will no estaba. Corrí hasta su cuarto, saltando por la escalera, quedándome enseguida sin aliento, y allí le encontré, con la oreja pegada al transistor. —¿Qué noticias hay? —pregunté en una serie de jadeos que debieron de sugerir frenesí. —Todavía no he encontrado ninguna emisora de noticias —dijo Will—. Estoy buscando la Voz de América. Nunca había estado en la habitación de Will. Tenía las ropas pulcramente apiladas en el armario, y cajas tubulares llenas de pelotas de tenis verde fluorescentes colocadas ordenadamente en torno al cuarto, como torres de vigilancia. En la mesilla de noche había una foto de su familia. Eran cinco: Will en el centro, flanqueado por sus hermanas, y papá y mamá detrás. Estaban guapos hasta lo sublime, con un rubio de urbanización, y tan parecidos que se dirían variaciones de la misma persona, una familia procreada por fisión en lugar de por follar. —¿Qué vamos a hacer, Will? —Bueno, a nosotros no pueden arrestamos. Y aunque nos arresten, nos intercambiarán. No abandonaremos a nadie. —No lo había considerado desde ese punto de vista. —Quiero decir que si el embajador americano sabe que estamos aquí, encontrará la manera de sacarnos. A lo mejor envían a un grupo de marines o algo parecido. Cuidamos de los nuestros, ¿entendido? —¿Saben que estamos aquí? —Imaginé a un grupo de robustos marines irrumpiendo en el edificio, el sargento bramando: «¡Moveos! ¡Moveos!» y aniquilando a tiros a todo el que imprudentemente se les pusiera de por medio, escalando las paredes, intercambiando misteriosas señales con el dedo, sus caras familiares cubiertas de una pintura patriótica que despertaría nuestro afecto. —No lo sé —dijo Will—. Espero que sí. Quiero volver a casa. —¿Pero qué haremos hasta que vengan? —Nos quedaremos aquí. Prepara tus cosas por si hay que salir pronto. Voy a hablar con los demás. Deberíamos celebrar una reunión. Regresé corriendo a mi habitación, pero Jozef no estaba. Tanto correr: a lo mejor no corrí, pero ahora, al recordarlo, parece que todo ocurrió a gran velocidad, con mucha urgencia, muchos jadeos y resoplidos. Y yo estaba cansado, y tanto correr (si es que llegué a correr) parecía absurdo. Sentí que la cama me llamaba y me eché, tapándome la cabeza con la manta. Os confesaré algo: cuando el futuro es incierto, cuando el tiempo tiene que parir muchos sucesos acumulados en su vientre, me echo una siesta. Bajo las persianas, me meto bajo la manta, me cubro la cabeza e intento imaginar un lugar seguro y cálido: un truco que me enseñó mi terapeuta. Generalmente lo hago en mi tienda

de campaña. Estamos de excursión en Wisconsin, cerca de algún lago cuyas aguas rielan. Los lados de la tienda palpitan ligeramente. Oigo los grillos en los pinos fragantes, oigo canturrear a mi madre una canción irlandesa. Las sombras de los pinos tiemblan levemente sobre mi cabeza, y oigo el chapoteo del pez que forcejea mientras mi padre lo saca del lago. Me despertó una mano fría en la frente, y antes de poder ver su cara en penumbra y rodeada de un halo de luz de fondo, reconocí su olor: dulce sudor y coco. —¿Duermes? —¿Tú qué crees? —¿Te has enterado? —Sí. —¿Cómo puedes dormir? —¿Cómo no puedes dormir? —¿Me haces sitio en la cama? —Claro. Vivian se quitó las sandalias y las horquillas y posó su ingrávido cuerpo junto al mío. Llevaba un vestido floreado, que le subió hasta los muslos, que sentí contra los míos. Me besó en el cuello, y yo le coloqué el pelo detrás de la oreja. Me puso la mano en el estómago y luego la deslizó hacia mis calzoncillos. Poco importan los detalles: hubo penetración, hubo dolor, y ella era virgen; luego hubo sentimiento de culpa y nuestras miradas se evitaron, y no obstante hubo otros roces propios de la necesaria proximidad poscoito; hubo intercambio de sudor. Hubo incomodidad ante la rica variedad de imperfecciones físicas: un solitario grano rojo que se gestaba en mi pecho; sus pechos bizcos y asimétricos; el vello de mi nariz; la pelusa como polvo de carboncillo en el borde de su mejilla. Intercambiamos susurros, palabras vacías, no exactamente mentiras, pero tampoco del todo ciertas, mientras mi cuerpo se ponía tenso, rígido, ávido de salir de su abrazo. Me imaginé relatándoles aquel suceso inesperado a Will, Mike y Basil y las carcajadas que arrancaría, sabiendo también que no lo haría. Todo el rato sentí el temor de que Jozef entrara, e inventé cosas que decir para borrar su mirada acusatoria e interrogativa, y lo único que se me ocurrió —eminentemente inútil— fue: «Sólo somos amigos.» Dios me asista. Fue mucho más fácil sucumbir al sueño que esperar a Jozef, y sucumbí de nuevo. Entonces la puerta de nuestro dormitorio fue derribada con un horrible estrépito e irrumpió un grupo de hombres del KGB con las caras pintadas, nos sacaron de la cama y nos echaron al suelo. Uno de ellos me puso un pie en la nuca, apretando sañudamente con la bota. El dolor fue intenso, el cuello se me agarrotó, pero fue placentero, y cuando me esposaron con Jozef me encontré deseando una segunda ración de dolor. Nos empujaron escaleras abajo

y me torcí un tobillo, pero Jozef impidió que me cayera y me partiera el cuello. A golpes de fusil nos metieron en un furgón celular muy negro. Y cuando entramos no pude ver nada, y no sé si era porque me habían vendado los ojos o debido a que la oscuridad era muy densa, pero no podía ver la cara de Jozef, aun cuando nuestros alientos se entrelazaran. Pero sentía su muñeca sangrante mientras movía los dedos al otro extremo de las esposas. Nos escapamos del furgón cuando se detuvieron para recoger a más detenidos —reconocí a Mike y a Vivian y me pregunté dónde estaría Will—: Jozef le largó un cabezazo a un guarda y se lanzó hacia delante. Oímos gritos y disparos y estrépito de botas, pero la oscuridad nos ocultaba. Yo simplemente seguía a Jozef y corríamos y corríamos, pero era como si nos deslizáramos por la superficie de un mar plácido. Yo simplemente me dejaba llevar, resbalaba sobre el agua, y luego nos escondimos en los bosques de Ucrania. Excavamos un agujero en el suelo y nos despertamos cubiertos de escarcha. A unos pollos les arrancamos la cabeza a mordiscos y nos bebimos la sangre directamente del cuello. Nos subimos a un tren en marcha, donde Jozef estranguló a un policía, mientras mi mano engrillada se agitaba como un sonajero delante de los ojos turbios del policía al morir. Atravesamos fronteras y más fronteras —algunas eran setos— con torres de vigilancia y tiradores de élite por todas partes que nos saludaban con la mano y nos dejaban pasar a fin de poder disparamos por la espalda. Y mientras disparaban sentí cómo las balas me atravesaban. Luego dormimos en el suelo de un vagón de tren, como vagabundos. No había nadie, pero mientras dormíamos se iba llenando de muebles y gente sentada en butacas y sofás, y Jozef y yo estábamos sentados uno al lado del otro, y no sé cómo, pero nuestras caderas también estaban engrilladas, y en el lugar en el que el grillete tocaba la carne había un agujero por el que me salía un chorro de bilis. Fue Will quien nos encontró. Volvía a ser por la mañana. Vivian y yo dormíamos espalda contra espalda, y la desnudez frontal de Vivian estaba de cara a la puerta. —Jesús —dijo Will, y Vivian se cubrió. Jozef no estaba en la habitación. Will blandía una raqueta de tenis como si fuera una espada. Se inclinó sobre nosotros (podíamos ver nuestras cabezas deformadas en sus gafas) y dijo—: Una reunión. En mi cuarto. En quince minutos. Puede que yo sea un tal o un cual, pero cuando me dicen que hay una reunión, me levanto y asisto. —Tengo que ir a mi cuarto —dijo Vivian, pálida y con gran necesidad de comerse una zanahoria o lo que fuera. —Muy bien. La reunión, ah, la reunión: Vivian y yo, sentados en la cama de Will, el uno junto al otro. Mike y Basil en la otra cama, y Will en medio: su familia lanzándonos una radiante y benevolente sonrisa a todos. Andrea no estaba,

probablemente se desperezaba en su cama junto a Jozef. Will nos contó lo que sabía: había habido un golpe de Estado; Gorbachov estaba en Crimea, bajo arresto domiciliario; los comunistas y generales del ala dura se habían hecho con el poder; había arrestos por todas partes, la gente desaparecía; en Leningrado se luchaba en las calles, con tanques y derramamiento de sangre; un gran contingente del ejército se dirigía desde Ucrania Occidental y Bielorrusia hacia Kiev. En la oficina de Igor había recibido una llamada de su padre, que por alguna razón estaba en Munich. Will nos dijo que en los Estados Unidos todo iba bien, y a lo mejor recuerdo —de manera infundada— un colectivo suspiro de alivio. —Debemos salir de aquí echando hostias —dijo Basil. —Tenemos que esperar —dijo Will— hasta que sepamos lo que ocurre. Creo que aquí no nos pasará nada. Nos ordenó que no saliéramos de la escuela y que en todo momento le tuviéramos informado de dónde estábamos. Mientras nos decía todo esto mantenía el ceño sombríamente fruncido y no dejaba de subirse las gafas, procurando concedernos a todos un cupo igual de mirada. Le dio instrucciones a Vivian de que informara a Andrea de nuestra reunión y sus conclusiones, y les dijo a Mike y a Basil que quería hablar con ellos tras la reunión. Al parecer, yo estaba al margen de su conspiración, aunque no sabía para qué conspiraban. Jozef volvía a estar en nuestro cuarto, echado en la cama, radiante, incapaz de reprimir una sonrisa, pasándose la mano por el pecho, bajo la camisa, como a la busca de vestigios de besos, los rastros de la lengua. —Parece que esta noche te has divertido —dije. —El amor es algo hermoso —dijo. En lugar de hermoso dijo hermozzo. —Desde luego —dije, y por un momento pensé en hablarle de mi algo

hermozzo.

—Hay una manifestación en Jreschatek —dijo—. Mucha gente, toda la noche. Hay policías por todas partes. Yo voy ahora. ¿Quieres venir? —Huy, no sé. Tengo que hablar con Will. —¿Para qué? —Bueno, esta mañana hemos tenido una reunión. —¿Qué reunión? —Una reunión, ya sabes. Nos hemos organizado. Tenemos que estar todos localizados, por si hay problemas. Colocó el pie izquierdo sobre la rodilla derecha, la planta de cara a mí, y pasó a hurgarse los callos, arrancándose las pieles muertas, una a una, mientras los dedos lo miraban como cinco hermanos paletos retrasados. —Eres como un niño. Debes decirles a tus padres dónde estás. —No, hombre. Es puro sentido común. —Si no se lo dices a tus padres eres un chico malo. Chico malo —dijo, reprendiendo al talón.

—Eso es una estupidez —refunfuñé—. No tengo que demostrarte nada, ya lo sabes. —Lo sé. Y ahora me voy. —¿Quién demonios crees que eres? —dije, y arrojé un almohadón al otro almohadón de la cama. —Ahora me voy —dijo Jozef—. ¿Quieres venir? Le seguí. Caminamos: fue un largo paseo, por calles casi del todo desiertas, a excepción de algún peatón que deambulaba con aire conspirador, o un ominoso camión de soldados que pasaba rugiendo bajo un techo de copas de árboles que se tocaban por encima de la calle. No hablamos mucho; oímos piar a los pájaros y el susurro de las hojas sobre nuestras cabezas; el cemento estaba caliente y la luz era tenue, difusa por el aire húmedo y la sombra de los árboles; se acercaba el otoño. Caminamos junto a ventanas abiertas de las que salía un vapor de masa hervida; junto a puertas de sótanos que emitían un olor a polvo de carbón húmedo; junto a temblorosas cortinas de encaje, tras las cuales se reconocía la sombra de la cara de una anciana. Un gato cruzó la calle con el vientre a ras del suelo y la cabeza gacha, y de pronto se detuvo en mitad de la calle para mirarnos con una mezcla de asombro y ofensa. El sol titiló desde las copas de los árboles, pues una ráfaga de viento separó las hojas por un momento. Y a continuación doblamos la esquina y ahí estaba Jreschatek: unos hombres gigantescos color marrón metálico se erguían sobre unas austeras escaleras de cemento, demasiado grandes para ser humanos, con la mirada fija en el horizonte de tejados, sobre nuestras cabezas. Había una gran multitud al pie de las escaleras, sobre la cual se elevaba un orador que ante un micrófono chirriante tronaba palabras que no entendí. En las escaleras vi un cordón policial que quedaba un poco por debajo de los pies de los gigantes, alineados solemnemente como un coro, las manos en el culo. Y luego apareció otro cordón policial detrás del orador, a la sombra de los árboles. Nos unimos a la multitud —seguí a Jozef, que se acercó al orador— y nos quedamos ahí, sin saber muy bien qué hacer, aparte de aplaudir cuando los demás lo hacían. Junto a mí había un tipo con bigote, con un mechón rebelde y casposo que se le enredaba en las cejas, que decía, sin dirigirse a nadie en particular, que la policía vendría y disolvería la manifestación. Me quedé de una pieza, pues era el Rey de la Medianoche en persona; aun cuando no estaba seguro del todo de su cara, reconocí el olor a Antarctica. No sé si él me reconoció, pero señaló los camiones que había detrás de los policías en sombras, más en la penumbra. —Acerquémonos más. Quiero oír lo que dice —dijo Jozef, y comenzamos a acercarnos al orador. —No creo que sea una buena idea —dije, pero Jozef ya se abría paso entre el gentío, así que le seguí. Acabamos prácticamente delante del orador, ante nosotros no había más que unos miembros del cuerpo de seguridad, de

hombros anchos. El orador tenía lágrimas en los ojos, y sus manos apretaban unas fotos en blanco y negro. No dejaba de perorar acerca del genocidio, los rusos y la peste, agitando y enseñando las fotos: un páramo reconocible como Chernóbil; árboles retorcidos y atrofiados, hojas monstruosamente deformes, un ratón de dos cabezas, con sólo dos ojos, y cuyos dos hocicos apuntaban en direcciones distintas. Yo tenía la mente asombrosamente clara, era consciente de todo lo que me rodeaba: el chirrido y zumbido de un transistor; los pliegues de grasa peludos del cuello del hombre que quedaba a mi derecha; el olor a limón de la piel de Jozef; las porras de piel de foca de la policía, sin duda ensangrentadas muchas veces; las camisetas a rayas de los hombres del KGB que salían de los camiones y se nos quedaban mirando mientras fumaban; el susurro que se oía entre los policías, el roce de sus pies en el suelo; la multitud apretándose, contrayéndose, antes de que la policía se detuviera; la mujer que estaba en una de las ventanas más altas de un edificio, asomada y fumando tranquilamente, contemplando la escena sin un interés especial. Jozef me puso la mano en el hombro y me susurró al oído, tocándome el lóbulo con los labios: —Cuando la policía ataque debemos correr, y si nos perdemos, hemos de ir en esa dirección —señaló un quiosco rojo de kvas— y encontramos allí. —Claro —dije, pero la verdad es que no quería irme, pues sabía que aquel día nada podía ocurrimos, que aunque nos arrestaran, nos escaparíamos, que ése era el enlace matrimonial de nuestras almas; una oleada de eufórica calma se apoderó de mí. No quería moverme, quería conservar la palma de Jozef en mi hombro. Incluso ahora puedo sentir su peso, su aliento barriéndome un costado del cuello. No había a donde ir más allá de ese momento. Supe que intentaría vivir en él el mayor tiempo posible. No había nada que perder y todo que ganar viviendo el momento en toda su intensidad. De modo que me volví hacia él y le agarré la cara con las dos manos y apreté mis labios contra los suyos, sintiendo el aire que salía de sus fosas nasales y me daba en la mejilla. A los hombres que nos rodeaban pudo haberles parecido una efusión típicamente eslava de sentimientos fraternales, pero Jozef entendió lo que yo estaba haciendo, pues ahora intentaba meterle la lengua en la boca. Abrió la boca y permitió que entrara mi lengua, y luego la dejó ahí. A continuación me besó el cuello, me mordió suavemente el hombro y deslizó la mano bajo mi camisa. Le agarré por los hombros y me lo acerqué más. Nos besamos durante una eternidad, no había manera de separamos. Un pájaro choca contra la ventana de mi despacho y me sobresalta: mi corazón galopa en círculos frenéticos. El pájaro —un gorrión comatoso— queda tendido de espaldas en el alféizar, sus garras arañando porciones de nada. Guardé ese beso en la cámara criogénica de mi alma para el futuro, un concepto

cada día más improbable, y a veces lo saco y me dejo tentar por la idea de descongelarlo. Fuera, oigo el barullo de los estudiantes que aguardan: unas jóvenes con sus propuestas de ensayo feminista sobre El sueño de una noche de verano; un simpático joven que quiere escribir acerca de Hamlet y Kurt Cobain. A mi alrededor hay pilas de libros eruditos, algunos de los cuales he hojeado con impaciencia en los últimos años, en busca de algún tipo de saber, o, al menos, referencias a mis artículos publicados. Amé a Jozef Pronek porque pensé que era una versión sencilla de mí, la persona que yo habría sido de haber sabido cómo vivir, cómo encajar en el mundo. Hoy he estado liando a mis alumnos con mi versión sesgada de Lear, les he pedido ideas acerca de la manera en que el poder de Lear era descreado, y lo que eso significaba para él como hombre. Pero ha sido rutinariamente absurdo —todo el mundo tenía algo que decir, todo el mundo tenía opiniones sin fundamento sobre cómo veían esto o lo otro—, y yo me moría de ganas de leerles el pasaje en el que Lear y Cordelia están a punto de ir a la cárcel y Lear dice: «Ven, vámonos a la cárcel.» Y le cuenta a Cordelia todas las cosas que pueden hacer juntos en la cárcel: vivirán, rezarán, cantarán, contarán leyendas y se reirán de los lindos palaciegos, y oirán a los pobrecillos contar noticias de la corte, y también hablarán con ellos: quién gana y quién pierde, quién medra y quién cae, y fingiremos entender los misterios de las cosas, como si fuésemos espías de Dios. Y a partir de este momento Cordelia no dice nada, no pronuncia ni una palabra, y los llevan a la cárcel, a ella la matan y Lear muere. Quería leerlo con ellos, y luego quedarnos sentados en silencio, haciendo que imaginaran todas las cosas que Cordelia podría haber dicho, pensar en todo lo que yo podría haber dicho, y dejar que esa aflicción pura y sencilla se apoderara de mí y conmigo permaneciera, como un amigo de la infancia. Nos quedamos allí, la mano de Jozef en mi cuello, y escuchamos enfervorizados discursos acerca de la grandeza de ese momento, acerca del radiante futuro que brillaba tras las nubes oscuras que ocultaban nuestros horizontes. La gente vitoreó, aplaudió y cantó canciones que hablaban de la libertad. La policía no se movió, el KGB no se movió, los gigantes no se movieron, nunca besé a Jozef. Fingí escuchar atentamente a los oradores mientras a cada momento intentaba tomar una decisión, volverme hacia él, agarrarle la cara, apretar mis labios contra los suyos, vertiginosamente consciente de lo imposible que era todo. Jozef estaba a mi lado, ignorante de mi deseo, intocado por los fuegos de mi infierno. Me palpitaba el estómago, y unos puños de hierro se apretaron contra mis sienes hasta que comenzaron a palpitarme los senos. Él podría haber dicho algo, yo podría haber respondido. Él podría haberme tocado unas cuantas veces, yo podría haberme estremecido. Pero no le miré, y no le toqué, y todo eso duró años. Finalmente volvimos a la residencia de estudiantes del Partido. Jozef se fue a buscar a Andrea. Yo regresé a mi cuarto y me dormí. Cuando me desperté, Vivian estaba acurrucada a mi lado, la cara

apoyada en la palma de la mano. Por un momento creí haberlo soñado todo: el golpe de Estado, el no beso, mi vida. Vivian me acarició la cara y me dijo que ahora Ucrania era independiente. Le dije que se fuera, que no quería verla más, que no era por ella, sino por mí. «¿Por qué? ¿Por qué?», gritó. La imagen de su espalda arqueada y su cuello estirado mientras salía del cuarto aún me hace reflexionar a menudo sobre mi crueldad, me produce un estornudo de intenso dolor. Pero saco un pañuelo y me seco mi mocosa nariz moral. En los días posteriores a la llegada de la libertad sólo me levantaba de la cama para llamar a casa. Enfervorizados grupos de ucranianos, ahora independientes, se paseaban por las calles con banderas azules y amarillas. Hablé con mi padre, que con una voz áspera y agotada vociferó: «Shche ne vmrela Ukraina!» ¡Ucrania aún no ha muerto! Pero él estaba a punto de morir, me dijo mi madre sin tapujos, demasiado fatigada para mentir. Todo lo que había dentro de él, dijo mi madre, había sido devorado por el cáncer. Era cuestión de días. Encontré a Jozef en la habitación de Andrea, los dos jugaban al ajedrez. Las cosas de Andrea: bragas, blusas y sujetadores y pañuelos de papel arrugados por todas partes, como si en su cuarto hubiera explotado una granada. Lo dije con palabras sencillas y conmovedoras. Le conté a Jozef que acababa de averiguar que mi padre se estaba muriendo de un cáncer que le habían descubierto demasiado tarde. Me abrazó y su aliento me bajó por el cuello. Andrea también me abrazó, me besó la mejilla, sus labios eran cálidos y sinceros. En ese momento me dije que la buscaría cuando estuviera en Chicago, pero nunca lo hice. Nunca volví a verla, nunca volví a ver a Jozef. Aunque he visto a transeúntes y desconocidos que cruelmente tenían su hermosa cara, ya veces le reconozco entre los extras de alguna película barata de Hollywood. Una vez vi su cara en la tele, en medio de un grupo de manifestantes de Greenpeace que salmodiaban algo absurdo delante de una instalación nuclear. Ahora estoy acostumbrado a estas fantasías, al igual que uno se acostumbra a las voces de los muertos que le hablan. Hice las maletas y me despedí de Will. Había auténticas lágrimas en sus ojos cuando me dijo: «Sé que tu viejo se pondrá bien.» Cogí el tren nocturno para Varsovia y allí un avión a Chicago con escala en Frankfurt, sumido en una dolorosa modorra, con el único entretenimiento de unas pesadillas llenas de remordimiento. El funeral se celebró el día de mi llegada. Mi padre murió mientras yo me encontraba en el duty—free del aeropuerto de Frankfurt, comprando, en un gesto de consideración, unas cuantas botellas de vodka Absolut para consumir en su velatorio. Fui directamente del aeropuerto a la funeraria de Muzyka, donde me senté en primera fila en compañía de mi madre, que se estremecía y sollozaba, ataviada toda de negro, mientras mi padre yacía en un ataúd abierto. Sus camaradas de guerra —ancianos con trajes color pardo

que les quedaban pequeños y que exudaban un hedor a próstata difunta— portaban banderas ucranianas, y pronunciaron discursos acerca de la lealtad y generosidad de mi padre, de su amor por Ucrania, de sus últimos momentos de sublime dicha por haber vivido para ver su patria liberada. Pan Bek lloró al leer un poema de Taras Shevchenko, en el que nuestros campos de trigo se extendían hasta la eternidad. Luego todos cantaron «Shche ne vmrela Ukraina» con la mirada alta, como si la libertad escondiera su cara deforme tras las alarmas antiincendios y las tenues luces del techo. Al final mi madre y yo nos levantamos y nos dirigimos hacia el ataúd para darle un beso de despedida a mi padre antes de que colocaran la tapa para siempre. Tenía la cara laminada y endurecida, los párpados rígidos como tapones. Al inclinarme sobre él distinguí las puntas del vello de su nariz, recortadas, asomando de las oscuras fosas, pero no se movía, no salía aire que lo cosquilleara. Besé suavemente a mi padre: tenía los labios gélidos y apretados. Ahora distingo cuándo alguien está muerto y cuándo está vivo.

4. Traducido por Jozef Pronek Sarajevo, diciembre de 1995 Querido Jozef Aquí me tienes escribiéndote. A lo mejor te creías que estaba muerto, pero no. La vida aquí es dura, pero estamos contentos de que la guerra haya acabado. ¿Cómo te va? ¿Qué tal los Estados Unidos? ¿Cuándo piensas regresar? Estoy un poco triste. Ayer me acordé de cuando vi un caballo cerca de Koševo y no dejo de pensar en ello. No sé, debo contarte algunas cosas. Ese caballo caminaba por la calle, suelto, y cinco minutos antes había estallado una granada, y por todas partes había polvo y fragmentos de cristal. Yo estaba de guardia en el hospital y el caballo estaba delante del ventanal que no se había roto, y me miraba, como si fuera un espejo. Se miró un lado, luego el otro, y se puso a pensar Mira qué guapo soy. Se miraba un lado y luego el otro y se gustaba. Entonces la granada estalló y la explosión rompió el ventanal y el caballo huyó. Era hermoso, de ojos grandes, una cara bonita, blanco y alto, con la cola negra. Se fue corriendo como esos caballos de las películas americanas. En esta guerra yo no he disparado ningún arma. He trabajado en el hospital ayudando a morir a la gente. A veces me iba al frente y me daban un arma, pero no la usé nunca. Me quedaba en la oscuridad, y miras en la oscuridad y sabes que los chetniks están ahí y a lo mejor vigilándote. Una vez estuve con mi amigo Jasmin (no le conoces), y estamos hablando y de pronto veo un punto rojo en su frente y un segundo después su cabeza explota como una granada. Lo veo durante ese segundo pero soy incapaz de decir nada, pues la muerte es muy rápida, y es el peor segundo de mi vida. También estuve en Žuč. No sé si sabes dónde está Žuč, pero mucha gente murió ahí. Vi muchas cosas terribles. Es

difícil dormir. Vi cosas terribles en nuestro bando. Una vez hablé con uno de nuestros francotiradores, que estaba apostado en el Hotel Bristol. Y cada día veía al mismo soldado que se reunía con su mujer. Ella venía de casa y él del frente y se besaban y se daban la mano. Luego ella volvía a casa y él a su unidad El francotirador dijo que todo eso le parecía bonito, el amor, ya sabes, y que los miraba cada día. Puede matarlos, pero el amor es bonito. La mujer era guapa. Pero un día llega la mujer y se queda un poco alejada del lugar de encuentro, y el francotirador ve que el soldado está donde siempre, y que ella le dice con la mano que se acerque, y él dice que no, y ella vuelve a llamarle y él se acerca. Y el francotirador lo mata. Y luego me dice que si una mujer le dice lo que tiene que hacer, entonces no merece vivir, de modo que le mató. Y lo peor de todo es que eso me pareció divertido, nos reímos como locos. En aquella época estábamos un poco locos, los chetniks nos mataban sin parar. No veías nada hasta que una granada explotaba en la cola para recoger agua. La gente tiene que esperar, porque es la única agua que pueden conseguir, y saben que los chetniks los vigilan, y entonces la granada estalla y ves sesos y estómago y columna vertebral, niños y mujeres, todos muertos, trocitos de carne. Pero hablo demasiado. Ya ves, no sé de qué puedo hablar. Para mí la guerra lo es todo. Quiero hablar de otra cosa, pero no veo películas, ni oigo música ni leo libros. No, leí un libro de nuestra infancia: Los héroes de la calle Pavlo, ya conoces el libro. Trata de esos chavales que construyen la fortaleza y luchan contra otros chavales. Cuando fui a Treskavica me llevé el libro. Tú no conoces Treskavica. Nosotros dos crecimos en Sarajevo, somos hijos del asfalto. No te imaginas cómo es Treskavica. Es una montaña de lo más agreste, no hay nada: rocas y acantilados y cañones y agujeros y tiene tres millones de años de antigüedad Durante trescientos años no lo pisó ningún ser humano. La última batalla de la guerra tuvo lugar en Treskavica, no sé si lo sabes. Los mandamases estaban en Dayton, charlando como amiguetes, y nosotros tuvimos que ir a combatir por ese desierto. Y ya te he dicho lo que hacía. Tenía que acarrear a heridos y muertos. Éramos seis, teníamos que llevar una camilla y turnarnos mientras transportábamos a un herido. A veces el herido no tiene piernas, simplemente sangra y le dan morfina. Pero tenemos que llevarle durante seis horas por las rocas y los acantilados y los cañones y si resbalamos nos caemos al abismo. Al cabo de dos horas se pasa el efecto de la morfina y vuelve el dolor y el hombre se agita como un cerdo y nos golpea con las manos en la cabeza, como si fuéramos los culpables de su dolor. A veces se muere, y eso nos alegra, porque ya no tenemos prisa. Nos sentamos y fumamos y alguien trae alcohol. Pero el herido tiene un amigo o un hermano que nos sigue y dice: Si muere os mato, y nos hace correr, tenemos que bajar corriendo una colina tan alta y empinada que da vértigo. Corremos seis horas, nos creemos morir. Treskavica está muy lejos de todo. A veces corremos durante seis horas para llevar a ese hombre al hospital y resulta que se había muerto a los cinco minutos

y no nos habíamos enterado. Era una locura. En Treskavica vi suicidarse a un caballo. Llevábamos a un hombre que tenía que sujetarse el estómago con la mano para que no se le saliera. No paraba de gritar, y teníamos que correr. Pero pasamos junto a una unidad que tenía el campamento cerca del borde de un acantilado. Mirabas hacia abajo y era como un gran agujero en la tierra. Ese hombre acabó muriéndose, de modo que nos paramos a tomar un poco de agua y estamos allí sentados, sin resuello. Aquello está tan alto que no hay aire. Vemos el caballo de la unidad, que transportaba la munición, y está escuálido, triste y hambriento. El caballo camina lentamente hacia el borde del precipicio. Pensamos que busca hierba. Unos soldados le chillan: ¡Vuelve! Pero él sigue andando lentamente y se detiene en el borde. Le observamos desde tres metros de distancia. El caballo vuelve la cabeza hacia nosotros, nos mira directamente a los ojos, como si fuera una persona, con unos ojos grandes y húmedos, y entonces salta, ¡jop! Salta, así, sin más, y oímos el lejano eco de su cuerpo golpeando las rocas. Nunca vi a nada tan triste. Siento hablar demasiado. En Sarajevo no tenemos a nadie con quien hablar, sólo entre nosotros, y nadie quiere oír estas historias. No puedo hablar más. Ahora habla tú. Espero tu carta. Debes escribirme. Envíame un libro, puedo leer un poco en inglés, una novela policíaca, a lo mejor, o algo que hable de niños. Ya ves que estoy un poco loco. Escríbeme. Tu Mirza P. D. ¡Feliz Año Nuevo!

5. El sueño profundo Chicago, 1 de septiembre—15 de octubre de 1995 El guarda dormitaba y estaba a punto de caerse de la silla, tenía los dedos en el revólver enfundado. Pronek pasó a su lado, apartó la puerta de rejilla del ascensor y entró. El ascensor olía a la perfumada ausencia de una mujer: a melocotón denso y con mucha piel. Pronek imaginó a la mujer de la que podía haber emanado ese perfume, y valía la pena echarle un vistazo. Era alta, delgada y de aspecto fuerte; tenía el pelo negro e hirsuto con la raya en medio; ojos negros y una caída mohína de labios. Había sacado un cigarrillo del bolso, que pesaba más de lo necesario, se había vuelto hacia él y le había dicho, a la espera de un amistoso encendedor: «Buscaba a alguien, pero ya lo he encontrado.» Pronek entrecerró los ojos y miró el espacio que debía de haber ocupado la mujer, y se vio a sí mismo a través de los ojos de ella: alto, antes flacucho, por lo que sus movimientos relajados no encajaban con su tronco acolchado de grasa; la cabeza casi afeitada, con unas cuantas zonas más pálidas

(se cortaba el pelo él mismo); un jersey gris con la palabra ILLINOIS sobre el pecho; tejanos gastados con unas cuantas manchas de zumo de granada; y botas que parecían del ejército, aunque tenían una raja en la suela izquierda, y las lluvias de septiembre le habían empapado el calcetín izquierdo. Cuando salió de ascensor, le siguió una vaharada de la fragante nube. Se quedó parado en el pasillo vacío: a derecha e izquierda había hileras de puertas en posición de firmes. Sobre una de las puertas de la derecha había un letrero iluminado de salida. Pronek hizo un esfuerzo por recordar la posición por si tenía que salir demasiado deprisa para esperar al ascensor. Buscaba la oficina número 909 y decidió ir a la derecha. La alfombra incolora amortiguaba sus lentos pasos. El pasillo en forma de codo hedía a amoníaco y a humo dulzón de cigarrillo, y la vaharada fragante se disipó. Pronek intentó abrir la puerta del lavabo —verde, recia, con la silueta de un hombre— pero estaba cerrada con llave. Cuando empujó la puerta con el hombro vibró un poco: podía abrirla de un golpe sin hacer demasiada fuerza. Se imaginó que habría una escalera de incendios detrás de la lechosa ventana del lavabo, y que el callejón desembocaría en la Avenida Michigan, donde podría desaparecer sano y salvo entre el gentío de las calles. De pronto, Pronek cobró conciencia de un sonido que llevaba un rato en sus oídos, pero que hasta entonces no había llegado a su cerebro: era un pum apagado —primero uno, luego dos— que acababa en un chasquido. Se parecía mucho al ruido de una pistola con silenciador. Los músculos de Pronek se tensaron y el corazón comenzó a golpear como un tambor de la selva: estaba convencido de que el pasillo se hacía eco de su pulso acelerado. Sintió rocío en las cejas, en sus pantorrillas se formaron gruesas bolas de dolor. Pasó de puntillas junto a las puertas: 902 (Exportación de Acero Sternwood); 904 (Software Marlowe Van Buren); 906 (Asistencia Legal Bernard Ohls); 908 (vacío); 910 (Clínica Dental Riordan & Florian): el pum apagado, acompañado de la luz turbia, procedía del otro lado del cristal en penumbra de la 910. Pronek se imaginó cuerpos alineados en el suelo, boca abajo, algunos ya muertos, con manchas de sangre y pelo en la pared y los sesos borboteando en la alfombra. Temblaban, a la espera de que un hombre impávido con una cara gris mármol les pegara un tiro en la cabeza, y sabiendo que acabarían en una tumba anónima. Reaccionaban a la sorprendente bala con un espasmo, a continuación la muerte los relajaba, y la sangre empapaba plácidamente la alfombra. Hubo otro pum. Se oyeron al menos seis, y Pronek calculó que el asesino debía de estar quedándose sin balas. Era arriesgado, no era asunto suyo, de modo que giró el pomo de la puerta y se asomó. Un hombre grande tocado con un casco amarillo apretaba su grapadora contra la pared que quedaba frente a Pronek. El hombre intuyó la presencia de éste y se dio la vuelta lentamente. Estaba pálido y necesitaba un afeitado. Llevaba un mono sucio y debajo una camisa verde, con pelotitas de golf en lugar

de botones. Se quedó mirando impasible a Pronek, la mandíbula tensa, como si esperara un puñetazo, la grapadora apuntando al suelo. —¿Puedo ayudarle en algo? —dijo, frunciendo el entrecejo bajo el casco. Pronek vio que sus cejas prácticamente se unían sobre la nariz. —Lo siento —dijo Pronek—. Buscaba la oficina novecientos nueve. La oficina 909 exhibía un cartel que ponía INVESTIGACIONES LOS GRANDES LAGOS y un ojo en blanco y negro con unas pestañas largas y curvadas hacia arriba. Pronek titubeó un momento antes de llamar a la puerta, y sus dedos levitaron, doblados, delante del ojo. Pronek llamó utilizando tres nudillos y la puerta se estremeció peligrosamente, luego abrió y entró en una sala de espera vacía. Había otra puerta, cerrada, y revistas desperdigadas sobre las sillas, incluso en el suelo mohoso, como si alguien las hubiera hojeado en busca de algo. La sala de espera estaba iluminada por una lámpara de cuello fino situada en un rincón, un poco inclinada, como si fuera a partirse. En la esquina superior izquierda había una telaraña a medio hacer y sin araña. Una foto de un elaborado ocaso marítimo —como si alguien hubiera encendido una cerilla bajo el agua— colgada en la pared de enfrente. ACAPULCO, decía en la esquina inferior derecha, EL LUGAR DE SUS SUEÑOS. Pronek se quedó delante de la foto, imaginándose en una playa de Acapulco tocando la guitarra, y las lágrimas asomaron a sus ojos. Se abrió la puerta y salieron un hombre y una mujer. Reían alegremente con alguien que permanecía invisible. El hombre — alto y de raza negra— se puso un sombrero de fieltro que llevaba una pluma azulada, y que conjuntaba perfectamente con su pulcro traje azul marino, que le quedaba perfecto sobre sus anchos hombros, y sus botas de cocodrilo moteadas en la puntera. La mujer era pálida y delgada, con el pelo rubio y corto y la barbilla puntiaguda. Tenía el cuerpo compacto y musculoso, como un corredor de fondo, y un hermoso y fino cuello. Mientras escuchaba al hombre mantenía la punta del dedo clavada en la barbilla. El hombre decía: «Lo que has de hacer es conseguir fotos.» Pronek imaginó que le tocaba suavemente la nuca, bajo la pequeña coleta que surgía del cogote, y se imaginó el cosquilleo que la haría estremecer. «Puedes apostar a que sí», dijo la mujer, saliendo de la sala de espera, mirando apenas a Pronek. «Tienes un cliente, Owen", dijo el hombre atildado, siguiendo a la mujer, y una cabeza emergió de la puerta, los ojos saltones para detectar a Pronek. «Vaya, un cliente», dijo el jefe, y la pareja soltó una risita mientras cerraban la puerta. «Por qué no pasa.» Pronek siguió al hombre a su despacho, y cerró la chirriante puerta tras él. El cuarto era luminoso, y las ventanas daban a Grant Park y al lago pardusco que hay más allá, donde las olas llegaban suavemente a la orilla. Había un sofá con un estampado de lirios ya casi invisible y una mesita baja con un tablero de ajedrez. Pronek se dejó caer en el sofá y las fisuras que había entre

los cojines se ensancharon y se quedaron boquiabiertas ante los muslos de Pronek. —Me llamo Taylor Owen —dijo el hombre. —Yo me llamo Pronek —dijo Pronek—. Jozef Pronek. —Encantado de conocerte, Joe —dijo Owen. Owen mostraba aureolas de sudor bajo las axilas y una joroba en la espalda, como si llevara un almohadón bajo la camisa beige. Su corbata era rojo sandía, con el nudo bien apretado bajo la nuez, que subía y bajaba ágilmente como una pelota de ping—pong mientras hablaba. Era calvo, con una pequeña isla de pelo inútil en lo alto de la frente y un par de mechones grisáceos que le caían sobre las orejas. Estaba sentado tras un estrecho escritorio cubierto de papeles, y cuando se reclinaba en la silla tocaba la pared con la nuca. —Llamé. Hablé del trabajo con alguien —dijo Pronek—. Creo que necesitaban un detective. —¿Un detective? —Owen soltó una risita—. Déjame adivinar: has visto unas cuantas películas de detectives, ¿verdad? ¿Como las de Bogart? —No —dijo Pronek—. Bueno, sí. Pero sé que no es eso. Owen se lo quedó mirando un momento que se alargó, como si decidiera qué hacer con él, y luego le preguntó: —¿De dónde eres? —De Bosnia. —Nunca había oído hablar de ese país. —Estaba en Yugoslavia. —¡Ah! —dijo Owen, aliviado—. Un lugar no muy recomendable para ir ahora. —No —dijo Pronek. —¿Eres veterano de guerra? —No. Llegué aquí justo antes de la guerra. —¿Tienes la tarjeta azul? —¿El qué? —¿Tienes experiencia en el campo de la seguridad? —No. —Verás, hijo, aquí ya no tenemos detectives. Los detectives hace ya mucho que desaparecieron. Antes éramos investigadores privados, pero eso también se acabó. Ahora somos agentes. ¿Entiendes a qué me refiero? —Claro —dijo Pronek. Había una paloma negra y gris en el alféizar, acurrucada en un rincón, como si estuviera helada. —Aquí Bogart no pinta nada, hijo. Llevo mucho tiempo en esto. Empecé en los sesenta, trabajé en los setenta. Y aún sigo. ¿Entiendes a qué me refiero? —Claro.

—Ya trabajaba cuando Papá Daley8 manejaba el cotarro... Sonó el teléfono que había tras el parapeto de papeles y sobresaltó a Pronek. Owen agarró el auricular y dijo: —Sí. Se volvió hacia la ventana, pero su mirada rebasó la paloma temblorosa y se dirigió hacia el lago. Era un día soleado, y se alternaban la calma y las rachas de viento. De pronto el viento contuvo la respiración, y a continuación soltó una bocanada que hizo temblar el cristal, ahogando el murmullo procedente de la Avenida Michigan. Por encima de la joroba de Owen se veía una foto de un ejército de toros persiguiendo por una calleja a un grupo de hombres que llevaban pañuelos rojos al cuello. Algunos eran pisoteados por los toros, que ni se fijaban en ellos. —Puedes darle un beso de despedida a ese cabrón —dijo Owen, poniendo los pies sobre una esquina del escritorio y meciéndose en su silla—. No me digas. ¿Champú? Tienes que estar bromeando. Sobre el escritorio había un montón de cartas abiertas de cualquier manera, al parecer con impaciencia, y un par de gruesos expedientes de color negro. Owen se rascó la isla de pelo, del tamaño de una moneda de cuarto, con el meñique, y comenzó a mecerse más deprisa. La paloma tenía los ojos entrecerrados, pero entonces echó la cabeza hacia atrás, miró fijamente a Pronek y sonrió. Pronek cruzó las piernas y tensó los músculos de las nalgas, reprimiendo una flatulencia. —Sé a lo que te enfrentas. Claro que es duro. Bienvenida a este jodido mundo. —Escuchó durante un momento—. Déjate de bromas, cariño, ¿entendido? La paloma se había ahuecado, como si tuviera una pelota bajo las plumas. ¿Y si la paloma era un dispositivo de vigilancia, se dijo Pronek, una falsa paloma con una diminuta cámara en la cabeza, que finge estar enferma y los vigila? —Muy bien, te veré después del combate de esta noche. Yo también te quiero —dijo Owen, y colgó. Se reclinó en la silla y se volvió hacia Pronek—. Mi mujer es árbitro de boxeo —dijo—. ¿Puedes creértelo? Árbitro de boxeo. Se sienta junto al ring, observa cómo dos tipos se dan de puñetazos, y encima tiene que contar los golpes. Diablos, cada vez que se lo cuento a alguien cree que me lo invento. —Normal—dijo Pronek sin saber qué decir. Owen abrió un cajón de su escritorio, que se resistió con un chirrido que helaba la sangre, y sacó una botella de Wild Turkey. Se sirvió una generosa ración en una taza que llevaba escrito CHICAGO BULLS, negando con la cabeza como si ya lamentara su decisión. Dio un sorbo y puso una mueca de disgusto, 8

Richard J. Daley, que fue alcalde de Chicago entre 1955 y 1976, fecha de su muerte. (N.

del T.)

como si hubiera tragado orina. A continuación se le relajó la cara, un poco más roja ahora. Miró a Pronek, como si lo estudiara. —¿Así que quieres ser agente? —Me gustaría serlo —dijo Pronek. —Aquí no resolvemos grandes casos. No hay mujeres ricas que se nos insinúen. No les cantamos las cuarenta a los mandamases ni nos despertamos en una cuneta con la cabeza abierta. Simplemente nos ganamos el pan haciendo divorcios, comprobando antecedentes, persiguiendo a padres que no pagan la pensión, ¿entiendes a qué me refiero? Es sólo trabajo, no hay aventura, no es más que para pagar el alquiler. ¿Lo entiendes? —Claro —dijo Pronek. —¿Sabes dónde está la Delegación de Educación? —En el centro. —¿Sabes dónde está Pullman? —No. —Al sur. ¿Sabes dónde está Six Corners? —No. —Irving Park y... ¡Joder! ¿Tienes coche? —No. Pero quiero comprar un coche. —Pronek comenzó a moverse en su silla. Una gota de sudor le resbalaba por la axila izquierda. —¿Tienes cámara? —No. —¿Sabes ser la sombra de alguien? —¿La sombra de alguien? —dijo Pronek, perplejo—. ¿Se refiere a si puedo hacerle sombra? Owen formó una pirámide con las manos y llevó la punta debajo de su nariz; a continuación levantó un poco la nariz, con lo que el puente se le arrugó. Miró a Pronek con mala cara, como si su sola presencia le ofendiera, y curvó los labios hacia dentro hasta que su boca fue sólo una línea recta. Pronek quería decirle que podía aprender, que era listo de verdad, que había sido periodista, que sabía hablar con la gente: podía acabar convirtiéndose en agente. Pero ya era tarde. Owen parpadeaba a cámara lenta, haciendo acopio de fuerzas para acabar la entrevista. Desmanteló la pirámide, sacó los labios y dijo: —Escucha, hijo, me caes bien. Admiro a la gente como tú, que es la esencia de este país: los pobres desgraciados que vienen y se convierten en americanos. Así era la familia de mi madre, ellos vinieron de Polonia. Pero no te voy a dar un empleo sólo porque me caigas bien. Yo también tengo que pagar el alquiler, lo entiendes, ¿no? Te diré lo que vaya hacer: dame tu teléfono y te llamaré si sale algo, ¿de acuerdo? —De acuerdo —dijo Pronek. Owen lo miraba, probablemente a la espera de que se levantara, le estrechara la mano y se marchara, pero de pronto Pronek sentía el cuerpo muy

pesado y no podía alzarse del sofá. En el despacho no se movía nada, no se oía nada. Les llegaba el enfermo zureo de la paloma. —De acuerdo —repitió Owen, como para romper el hechizo. Pronek se quedó parado en la esquina de Granville y Broadway, contemplando cómo su aliento se condensaba y se disolvía ante sus ojos, esperando a Owen. La tienda de marcos que había al otro lado de la calle exhibía en el escaparate fotos muy bien enmarcadas de Halloween: fantasmas flotando sobre niños despavoridos, demonios necrófagos saliendo de las tumbas. El escaparate se iba iluminando a medida que el sol salía lentamente del lago, aunque hasta ese momento sólo hubiera salido una porción muy pequeña. Un hombre con un importante bocio que le crecía a un lado del cuello entraba en la cafetería de Granville. Pronek imaginó que ese hombre estaba gestando otra cabeza más pequeña, e imaginó una carita pérfida asomando de la tensa piel del bocio. Al otro lado de Broadway estaban derribando un Shoney's: lo que antes era un aparcamiento ahora no era más que un solar embarrado. El edificio no tenía ventanas; habían arrancado los suelos, y los cables colgaban del techo como nervios. Justo delante de Pronek, un coche palpitaba parado en el semáforo, habitado por un adolescente que llevaba un escudo de cadenas de oro sobre el pecho. Tamborileaba el volante con los dedos índices, hasta que levantó la mirada, apuntó con un dedo a Pronek e hizo el gesto de dispararle. Pronek sonrió, como si pillara la broma, pero el adolescente viró hacia el este y desapareció Granville abajo. Pronek tenía frío, Owen llegaba tarde. Un titular del Chicago Tribune, tras el repugnante cristal de un dispensador de periódicos, rezaba MILES DE PERSONAS ASESINADAS EN SREBRENICA. A lo lejos, Pronek vio un cuadrado autobús de Broadway deteniéndose en las paradas de la calle vacía, con el sol reluciendo en el cristal. Owen apareció en su coche, materializándose de la nada, con un chirrido de frenos, justo delante de Pronek. Conducía un viejo Cadillac que parecía el infame retoño de un tanque y una carreta. Antes de que Pronek pudiera acercarse al coche, Owen tocó la bocina impaciente, y el sonido violó el murmullo de primera hora de la mañana. Pronek abrió la puerta, y un olor arremolinado de humo de cigarrillos y café salió hacia la calle. Owen no dijo nada, puso la primera y arrancó. Un autobús pasó zumbando junto a ellos, esquivándolos por poco. Owen conducía con las dos manos en lo alto del volante, y miraba a la calle o le fruncía el ceño a la punta de su cigarrillo, como si se transformara en su propio fantasma ceniciento. Al final, la ceniza se desprendió y le cayó en el regazo. Owen dijo, como para iniciar la conversación: —Maldita sea, es temprano. ¿Pero qué podemos hacer? Hemos de pillar a ese tío mientras aún está en casa durmiendo. Pronek permaneció en silencio, pensando una pregunta que no requiriera tantas palabras. Estaban parados en el semáforo de Hollywood. El coche que

había delante de ellos llevaba una pegatina que decía: SI NO TE GUSTA CÓMO CONDUZCO LLAMA AL 1—800—COMEMIERDA. —¿Quién es ese hombre? —preguntó Pronek. —Todo un personaje, deja que te lo diga. Creo que es serbio. Lleva aquí unos quince años, se casó con una americana, tuvieron un hijo, y se separaron después de años de matrimonio. Es un padre moroso, eso es lo que es. Si no podemos encontrar al hijoputa, si no aparece ante el tribunal, la mujer no podrá mantener al niño. Tengo que obligarle a aceptar la citación del tribunal, pues si no aparece ante el juez, no podemos hacer que la poli se pegue a su culo. ¿Allí todos sois como este hijoputa? Apagó el cigarrillo en el cenicero, ya hasta los topes, y unas cuantas colillas cayeron al suelo. Pronek se imaginó inhalando todas esas cenizas y colillas: sería una buena manera de obtener una confesión bajo tortura. Tosió con náusea. —¿Tú qué eres? —preguntó Owen—. Los que luchan contra los musulmanes son los serbios, ¿no? ¿Eres serbio o musulmán? —Soy complicado —dijo Pronek, y tuvo una arcada. El coche era como una cámara de gas, y Pronek sintió el impulso de incorporarse y respirar la bolsa de aire que había bajo el techo—. Se puede decir que soy bosnio. —A mí me importa un pito, siempre y cuando habléis el mismo idioma. Habláis el mismo idioma, ¿no? ¿Yugoslavo, o lo que sea? —Supongo —dijo Pronek. —Bueno —dijo Owen—, es todo lo que necesitamos. Por eso te llamé. Haces el trabajo, te pago sesenta pavos y eres un hombre feliz. Owen encendió otro cigarrillo, cerró el Zippo de un golpe e inhaló solemnemente, como si inhalara un pensamiento. La isla de pelo se le había convertido en una enredadera que le brotaba de la frente, llegándole casi hasta las cejas. Pasaron Bryn Mawr, donde ya operaba una banda de chiflados: había un tipo que no paraba de encender cerillas sobre varios cigarrillos desperdigados sobre la acera, delante de él, mientras farfullaba para sí, como si llevara a cabo una arcano ritual; una vieja sin dientes llevaba unas mallas con una mancha húmeda que se extendía entre sus piernas; un hombre con unas gafas gruesas y enormes hablaba de Jesús a grito pelado. Pasaron junto a la funeraria: un hombre con un abrigo negro abría con llave la puerta principal y colocaba la esterilla sin parar de bostezar: debía de haber un funeral matutino. Pararon en Lawrence y giraron a la derecha. Mientras avanzaban hacia el oeste, Pronek sintió el calor del sol cosquilleándole el cuello. El parabrisas exhibía unas gruesas cejas de suciedad y unos cuantos insectos aplastados debajo. Como si le leyera la mente, Owen dijo: —Deja que te pregunta una cosa: ¿qué es lo último que le pasa a una mosca por la cabeza antes de quedar chafada contra el parabrisas? Miró de soslayo a Pronek con una sonrisa maliciosa, al parecer orgulloso

de su inteligencia. —¿Qué piensa? —volvió a preguntar, y pisó el freno de golpe, pitándole furioso al coche de delante. —No sé —dijo Pronek—. Debería haber ido en dirección contraria. —No es eso —dijo Owen, y volvió a pisar el freno—. Piensa otra vez. —No lo sé. —El culo. Lo último que le pasa a una mosca por la cabeza antes de quedar chafada en el parabrisas es el culo. —Comenzó a carcajearse, dándole codacitos a Pronek, hasta que las risas se volvieron toses, y casi se ahoga. Se detuvieron en el semáforo de Clark y Owen se golpeó el pecho a lo gorila, le tembló la enredadera de la frente y la garganta se convulsionó. Pronek se dio cuenta de que existía todo un mundo de gente de la que no sabía nada: la gente de primera hora de la mañana. Al sol de aquella hora sus caras tenían otro color. Parecían sentirse muy cómodas por haber madrugado, aun cuando ya estaban cansadas a la hora de ir a trabajar: Pronek adivinó que ya habían desayunado, y vio que tenía los ojos muy abiertos, una expresión muy despabilada que contrastaba con su propio estupor. A Pronek le picaban los ojos, tenía los músculos tensos y cansados, la cara hecha un guiñapo, el estómago le protestaba, sentía un sabor a pus en la boca y una escasez general de ideas. La gente de la seis de la mañana, la gente que ya existía mientras Owen y los suyos aún dormían: ancianas escuálidas, que se cubrían con un plástico su pelo perfectamente permanentado, como cogollos de lechuga grises y envasados; ancianos con trajes insulsos, que obviamente daban su ritual paseo matinal; jóvenes con uniformes del McDonald's rumbo al turno matinal, ya cargados con la modorra de mediodía; gente que había salido a correr, de calcetines hasta las rodillas y que parecían ir a cámara lenta; vendedoras a domicilio con medias negras, recién maquilladas, que arrastraban a sus hijos al autobús; obreros que descargaban cajas de granadas y las colocaban en la plataforma de una carretilla mecánica: todos parecían estar haciendo algo útil. Owen acabó de toser, se aclaró la garganta muy seguro de sí mismo y preguntó: —¿Tienes familia allí? —¿Dónde? —preguntó Pronek, confuso por el repentino cambio en el ritmo de comunicación. —¡En Phnom Penh, no te jode! Donde vivías antes, ¿aún tienes familia allí? —Sí, mis padres siguen allí. Pero todavía viven. —Y dime, ¿quién intenta matarlos? Nunca he conseguido aclararlo. ¿Son musulmanes? —No —dijo Pronek—. Están en Sarajevo. Algunos serbios intentan matar a los musulmanes de Sarajevo y Bosnia, y también a la gente que no quiere matar a los musulmanes.

—Entonces probablemente odias a este hijoputa. —Aún no lo sé —dijo Pronek. ¿Y si estuviera soñando todo eso?, pensó. ¿Y si fuera una de esas personas de las seis de la mañana, a punto de despertarse, de darle un manotazo al despertador y quedarse unos minutos más en la cama? Owen volvió a pisar el freno y Pronek se aferró al salpicadero temiendo salir disparado. Estaban en la Avenida Western: la estatua de Lincoln daba un paso hacia delante, con el mismo gesto de preocupación de siempre, la cabeza y los hombros moteados de mierda de paloma seca. —Ese hijoputa vive por aquí —anunció Owen. Cruzó la Avenida Western y estuvo a punto de atropellar a un orondo hombre de negocios que abrazaba su portafolios mientras cruzaba la calle corriendo. Aparcaron en una calle vacía formada por dos hileras de casas de ladrillo ocre. Owen se atusó su mechón, pegándolo a la cúpula. Miraba por el retrovisor, la joroba respirando en su espalda, los ojos entrecerrados debido al cigarrillo humeante que tenía en la boca. Las casas parecían todas iguales, como si se hubieran fabricado en la misma y asquerosa fábrica, pero los céspedes eran distintos: algunos estaban cuidados y pulcros como un campo de fútbol; en otros había basura, montoncitos de mierda de perro y hojas secas rastrilladas. Owen señaló la casa que tenía delante un cartel que ponía EN VENTA, como una bandera. —Lo que quiero que hagas —dijo, entregándole un austero sobre— es que te acerques a la puerta, llames al timbre, y cuando te pregunte quién eres, le hables en tu lengua de mono y le entregues esto. Él lo coge, tú te vas, te doy sesenta pavos, y todos felices y contentos. ¿Qué te parece? —Muy bien —dijo Pronek, y se secó las palmas de las manos en los pantalones. Se le ocurrió salir del coche, pasar por delante de la casa y echar a correr: le llevaría cuarenta minutos volver andando a su casa. —¿Entendido? —preguntó Owen—. Está chupado, simplemente hazlo. —¿Cómo se llama? —preguntó Pronek. —Branko no sé qué. Aquí está, léelo. —Señaló el sobre. Pronek leyó: —Brdjanin. Significa el hombre montaña. —Pues qué bien —dijo Owen, y se sacó una pistola del sobaco: dos rectángulos de acero, negros y perpendiculares, el cañón apuntando a Pronek. Owen la miró como si llevara tiempo sin verla y se la ofreció a Pronek—. ¿La quieres? —No, gracias —dijo Pronek. Se preguntó qué sería lo último que le pasaría por la cabeza. —No, probablemente no la necesitarás —dijo Owen—. Yo me quedaré aquí, cuidando de ti.

Pronek salió del coche y anduvo hasta la casa. El número que había en la placa de latón situada junto a la puerta era el 2345, y el orden de los dígitos parecía absurdo en comparación con aquella casa destartalada: persianas con agujeros, ventanas polvorientas, una montaña de cupones de descuento empapados al pie de las escaleras, burbujas de pintura en la puerta, de un marrón descolorido y con un cartel pegado al cristal que en letras rojas decía NO PASAR. Había una ardilla sentada en una pila para pájaros sin agua y llena de hojas secas, mirándole, con las patitas delanteras juntas, como si fuera a aplaudir. Pronek subió los escalones que llevaban a la puerta, apretando el sobre, el corazón golpeándole el pecho. Pulsó el duro timbre tipo pezón y oyó un ding— dong grave y apagado. Miró en dirección a Owen, que estaba en el coche. Owen levantó la cabeza de su Sun—Times plegado, un bolígrafo impaciente en la mano. «Si esto es una novela de detectives», se dijo Pronek, «ahora oiré un disparo.» Se imaginó que rodeaba la casa, saltaba la valla, miraba al interior y veía un cadáver en mitad de un charco rojo carmín que se extendía por el suelo, un misterioso perfume en el aire. Y luego regresaba corriendo junto a Owen, y se lo encontraba con un agujero negro de pólvora en la sien izquierda, la mano petrificada bajo la axila, demasiado lenta para salvarle. No había duda de que tendría que encontrar al asesino y probar su inocencia. Quizás pudiera venir Mirza; se convertiría en su socio y resolverían el crimen juntos. Volvió a llamar al timbre. La ardilla buscó una mejor posición y se instaló en la rama de un árbol, mirándole intensamente. «Dobro jutro!», murmuró Pronek, ensayando el primer contacto con Brdjanin. «Dobro jutro. Evo ovo je za Vas.» A continuación le daría el sobre, Brdjanin lo cogería, confundido al oír ese idioma familiar. Estaba chupado. Pero entonces oyó ruido de llaves, la cerradura que se abría, y apareció un hombre con el pecho desnudo, con una barba hirsuta que le cubría la cara y una constelación de manchas de nacimiento marrones sobre el cráneo color rosa. —¿Qué? —dijo el hombre. Pronek lo miró paralizado, en la garganta se le atoraban las palabras

dobro jutro.

—¿Qué quiere? —El hombre tenía un trozo de borra que le salía del ombligo y una cicatriz que le cruzaba la barriga. —Esto es para usted —farfulló Pronek, y le entregó el sobre. El hombre lo arrancó de la mano de Pronek, lo miró y soltó un bufido. Debería haber ido en dirección contraria. —No entiendes nada —dijo el hombre, agitando el sobre ante la cara de Pronek. —No sé —dijo Pronek—. Debo darle esto. —¿De dónde eres? —Soy —dijo Pronek a regañadientes— de Ucrania. —¡Oh, pravoslavni hermano! —exclamó el hombre—. Entra, tomaremos

café y hablaremos. Te lo explicaré. —No, gracias —dijo Pronek—. Debo irme. —Entra —gruñó el hombre, y agarró a Pronek del brazo y le hizo entrar—. Beberemos café. Hablaremos. Pronek percibió en su antebrazo la trastornada determinación de los dedos del hombre. Lo último que vio antes de ser engullido en la casa por la voluntad del hombre fue a Owen saliendo del coche con un ceño de preocupación y fatalidad. Mientras Pronek seguía la ominosa estela de Brdjanin, vio la empuñadura de una pistola —gris, con dos puntos simétricos, como dos ojillos— asomando de sus pantalones, que le resbalaban por las nalgas. Brdjanin le llevó por un oscuro pasillo, pasando frente a dos puertas, tal vez cerradas o tal vez no, hasta llegar a una habitación que tenía una mesa en el medio y cinco sillas alrededor. Sobre el mantel de encaje había una botella en forma de pera con un líquido rojizo, y en su interior una cruz ortodoxa de madera. Había cinco vasos pequeños y un pelotón de bolsas de McDonald's aplastadas alrededor. —Siéntate —dijo Brdjanin—. Aquí. —Debo irme —dijo Pronek, y se sentó de cara a la ventana. Una mosca zumbaba contra el cristal, como si intentara abrirse paso con una sierra circular en miniatura. Colgado de la pared había un icono: un santo tristón de alta frente y barba triangular, la cabeza levemente inclinada por el peso de la aureola, las manos sutilmente juntas. —Siéntate —dijo Brdjanin, y se sacó la pistola del culo, dejándola con un golpe sobre la mesa. Los cinco vasos temblaron malhumorados. La ventana daba al jardín: había una pala clavada en el suelo como una jabalina, junto a un agujero fangoso que tenía un montoncito de tierra a un lado. Brdjanin se sentó delante de Pronek y apartó la pistola de su lado—. No tener miedo. No hay problema —dijo; a continuación se volvió hacia la cocina y gritó—: Rajka, kafu! — Puso el sobre delante de él, sobre la mesa, como si fuera a diseccionarlo—. Hablaremos con el café —dijo. Una mujer de cara arrugada e hinchada, con un pequeño moratón en la mejilla que parecía maquillaje mal aplicado, asomó por la puerta de la cocina —se cerró los faldones del albornoz a listas blancas y negras que llevaba— y a continuación se retiró. Se oyó un ruido de cajones y el susurro del gas, que acabó con una ligerísima explosión. —Tú, ucraniano —dijo Brdjanin, y se inclinó hacia él, como si fuera a detectar la ucraneidad en sus ojos—. ¿Cómo te llamas? —Pronek —dijo Pronek, y se reclinó en la silla. —Pronek —repitió Brdjanin—. Buen nombre pravoslav. Hermanos pravoslav ayudar a serbios en la guerra a luchar contra locos. Pronek se quedó mirando a Brdjanin, cuya barba tenía una grieta con una sonrisa en el medio, y tuvo miedo de que un espasmo facial o el simple

desviar de la mirada estropeara su débil tapadera. Brdjanin le miraba con entusiasmo. A continuación apartó el sobre con desprecio, se inclinó aún más hacia Pronek y le preguntó con vehemencia: —¿Sabes qué es esto? —No —dijo Pronek. —No es nada —dijo Brdjanin, y extendió la mano derecha hacia delante (tenía la pistola cómodamente colocada a la izquierda), todos los dedos juntos y el pulgar erecto, como si imitara la sombra de un lobo en la pared. Su pulgar era un muñón grotesco, como un perrito caliente truncado, pero Pronek procuraba no prestarle demasiada atención—. Debes comprenderlo —dijo Brdjanin—. Yo era tonto, budala. Mi mujer era una pura, nació aquí, pero era croata. Quince años. ¡Quince años! Voy a ver a sus hermanos, quieren matarme. —Hizo el gesto de cortarse el cuello con el muñón del pulgar, dos veces, como si no pudieran matarle al primer intento—. Ellos ustaches, quieren cortarme la cabeza porque soy serbio. Ahora guerra, ni esposa ni hermanos. Ahora mi mujer es serbia, tú eres hermano mío. Ahora sólo confío en gente pravoslav. Los demás, los demás... —Negó con la cabeza, dando a entender suspicacia, y volvió a llevarse el pulgar a la garganta. Pronek asentía automáticamente, indefenso. Quería decir que los croatas eran como todo el mundo: que había buenos y malos, o algún tópico parecido, pero en aquella habitación todo lo que pudiera haber pensado una hora atrás parecía ridículo. Quería que la mujer les acompañara, como si pudiera protegerle de la locura de Brdjanin y del muñón del pulgar cortacuellos. La sala hedía a café y cigarrillos, a sudor rancio y a Vegeta, 9 y por encima de todo había una capa de noches insomnes y torturadas. La mujer salió de la cocina andando con dificultad y colocó una bandeja con una cafetera y dos tacitas entre los dos, y luego se alejó arrastrando los pies, como a punto de derrumbarse. Pronek la miró con añoranza, pero Brdjanin ni se fijó. —Café serbio. Lo llaman café turco. Es café serbio —dijo Brdjanin. Encendió un cigarrillo y dejó que dos serpientes de humo le salieran por la nariz. Pronek se imaginó que salvaba a la mujer sacándola de esa guarida, que la devolvía a su casa (dondequiera que estuviese) y cuidaba de ella, hasta que recuperaba la salud y la belleza, y acababa ocupando un lugar en su corazón. Y todo ello sin pedirle nada a cambio. Brdjanin dio un sorbo a su café, a continuación escondió un brazo detrás de la silla, y cuando volvió a aparecer traía un periódico. El titular decía: MILES DE PERSONAS ASESINADAS EN SREBRENICA. —¿Asesinadas? —gritó Brdjanin—. No asesinadas. Es la guerra. Ellos matan, ellos mueren. Arrojó el periódico sobre la mesa, y éste aterrizó justo delante de 9

Condimento a base de sal, especias y glutamato muy popular en la cocina rusa, utilizado en carnes, pollo, sopas y verduras. (N. del T.)

Pronek, de modo que tuvo que mirarlo: una mujer se agarraba la cara surcada de lágrimas con un pañuelo de un color indefinido, como si intentara desenroscarse la cabeza. —Mmm —fue lo único que dijo Pronek, sólo porque su silencio podía ser sospechoso. —¿Sabes lo que es esto? —preguntó Brdjanin, y al decirlo escupió un excitado rocío de saliva—. ¿Lo sabes? —Nada —murmuró Pronek. —No, nada no. Es propaganda musulmana. —Oh —dijo Pronek. ¿Dónde estaba Owen? Si Owen irrumpiera ahora, matando a Brdjanin mientras éste intentaba coger su pistola, Pronek correría a la cocina, agarraría a la mujer por la mano y huiría con ella. «Ven conmigo», le diría. «Podji sa mnom.» —¿Te acuerdas de cuando cayó una bomba en el mercado de Sarajevo? —preguntó Brdjanin, frunciendo y refrunciendo el ceño, los pliegues acumulando sudor—. Dicen que mueren cien personas. Son todos muñecos, lutke. Los musulmanes tiraron la bomba en el mercado. ¡Propaganda! Luego ponen muñecos para la tele, y qué horror, como si fueran muchos muertos. La madre de Pronek por poco muere ese día. Acababa de cruzar la calle cuando cayó el proyectil. Volvió atrás, aturdida, caminó a través de carne ensangrentada, extremidades arrancadas que colgaban de los puestos que aún seguían en pie, gente conmocionada por la explosión resbalando sobre los sesos de los muertos. Dijo que casi pisa un corazón, pero al final fue un tomate. Qué raro, pensó, un tomate. Hacía un par de años que no veía un tomate. —Tengo un amigo en Sarajevo —dijo Pronek, procurando aparentar indiferencia, aunque el corazón le galopaba en el pecho—. Dice que murió gente de verdad. Sus padres están en Sarajevo. Ellos lo vieron. —Y él, ¿qué es? —Es bosnio. —No, ¿qué es? ¿Musulmán? Es musulmán. Miente. —No, no es musulmán. Es de Sarajevo. —Es de Sarajevo, es musulmán. Los musulmanes quieren la República Islámica, muchos muyahidines. Pronek dio un sorbo a su café. La pistola estaba a la izquierda, cómodamente tendida, como un perro que duerme; no le habría sorprendido que la pistola se rascara el hocico con el gatillo. Pronek veía la sombra de la mujer moviéndose por la cocina. Brdjanin suspiró y colocó las dos manos sobre la mesa, golpeándola lentamente mientras hablaba: —¿Cuánto llevas aquí? Yo llevo veinte años. No vengo de ninguna parte. Dejo a mis padres, a mi hermana. Vengo aquí. Buen país, buena gente. Trabajo en una fábrica, veinte años. Pero no es mi país. Yo muero por mi país. Los americanos mueren por su país. Tú mueres por Ucrania. Todos morimos. Es la

guerra. Pronek miró por la ventana y vio a Owen rodeando la pala. Aún llevaba el periódico y el bolígrafo en la mano, y casi se cae al agujero. Owen levantó la vista hacia la ventana, vio a Pronek y asintió con la barbilla alta, en el gesto de preguntar si todo iba bien. Pronek miró enseguida a Brdjanin, que se estaba mirando la mano, que ahora serraba suavemente la superficie de la mesa, mientras farfullaba: —Soy serbio, no nada. —Debo irme —dijo Pronek—. Debo ir a trabajar. —Vete. —Brdjanin se encogió de hombros y se mesó la barba—. No hay problema. Pronek se puso en pie. Brdjanin colocó la mano sobre la pistola. Pronek anduvo hacia la puerta. Brdjanin sostenía la pistola sin empuñarla, no tenía ningún dedo cerca del gatillo. Pronek abrió la puerta, Brdjanin le siguió. Era el cuarto de baño: un radiador respiraba con un silbido, debajo había una caja donde el gato hacía sus necesidades, llena de grumos de arena. Mientras Pronek se daba media vuelta, lentamente, Brdjanin agarró la chaqueta de Pronek, con la pistola aún en la mano izquierda, y le miró: era más bajo que Pronek, con un olor a cansancio y a levadura, los ojos de un verde húmedo. Tenía una sombra de café en la barba, cerca de la boca. Pronek asintió sin motivo, paralizado de miedo. Brdjanin inclinó la cabeza sin decir nada. Pronek veía a la mujer en marcada por la puerta de la cocina, mirándolos. Él la miró, con la esperanza de que se le acercara y le salvara de la mano de Brdjanin. Se le acercaría, le abrazaría y le diría que todo iba bien. Pero la mujer no se movía, como si estuviera acostumbrada a ver hombres abrazados. La mujer tenía las manos en los bolsillos del albornoz, pero entonces sacó un cigarrillo y un mechero. Encendió el cigarrillo y Pronek vio parpadear la llama del encendedor con una claridad sobrenatural. La mujer inhaló profundamente e inclinó la cabeza ligeramente hacia atrás, manteniendo el humo en sus pulmones el mayor tiempo posible, como si hubiera muerto un instante antes de exhalar. Brdjanin sollozaba: unos jadeos como animales que acababan con unos bufidos tímidos y estertóreos, levantando los hombros en breves sacudidas, la mano apretando más y más la chaqueta de Pronek. Éste se imaginó que Brdjanin se llevaba la pistola a la sien, que el índice apretaba el gatillo a cámara lenta: un sonoro pum y los sesos se desparramaban sobre Pronek, sangre y baba, goteándole. La mujer bajó la vista, exhausta, su pecho se alzó, y mantuvo pacientemente los ojos humillados, como si esperara que los dos hombres desaparecieran. —No pasa nada —dijo Pronek, y le puso la mano en el hombro a Brdjanin. Era blando y pegajoso, y unos cuantos pelos se ensortijaban al azar—. Todo irá bien. —¿Qué demonios estabas haciendo ahí dentro? —preguntó Owen en tono brusco, al pie de las escaleras, los brazos en jarras—. Casi entro ahí a

tiros para salvarte el pellejo. Pronek bajó las escaleras. El sol ascendía lentamente por la calle desde detrás del edificio, y los árboles negros se volvían grises. La misma ardilla de antes se detuvo, ahora boca abajo, bajando de un árbol, a medio camino, y miró a Pronek. Era un animal escuálido, y su cola peluda se veía deshinchada: iba a ser un largo invierno. —¿Cogió la carta? —Sí —dijo Pronek—. Pero creo que le da igual. —Pues no le dará igual, créeme, tendrá que importarle. —Hay una mujer ahí dentro —dijo Pronek con nostalgia. —Siempre la hay —dijo Owen. Owen le dio unas palmaditas en la espalda a Pronek, y suavemente le empujó hacia el coche. Pronek tenía todo el peso de su cuerpo en los pies, y le dolía el cuello, como si se le agrietara bajo la cabeza. Caminaron lentamente, Owen le ofreció un cigarrillo y Pronek lo aceptó. Owen sostuvo el encendedor delante de la cara de Pronek, y éste vio la llama amarilla, su raíz azul, parpadear bajo su aliento: con cansado desapego comprendió que estaba vivo. Inhaló y al exhalar dijo: —No fumo. —Ahora sí —dijo Owen. Fueron hacia el oeste. Pasaron la tapia del cementerio, los comercios de coches usados, que centelleaban en el silencio matinal, como un ejército timorato. Owen puso la radio: en Dan Ryan el tráfico estaba congestionado, en Kennedy se movía con lentitud, el día sería parcialmente nuboso, vientos racheados que podrían llegar a los noventa kilómetros por hora. Giraron a la derecha en Granville. Pronek sentía los músculos tensos, calambres en los dedos, como si se le transformaran en garras, mientras agarraban los billetes que Owen le había dado. —En Vietnam conocí a un tipo que era como tú —dijo Owen—. Nunca decía una puta palabra. Era reservado. Estaba de francotirador, los tumbaba como botellas en una cerca. Se sentaba camuflado en un árbol y se pasaba allí horas sin moverse, ni un ruido. Supongo que te acostumbras. Se ponía a vigilar una aldea, esperaba a que saliera un Charlie, y entonces ¡pam! Una vez estábamos en ... —Puedes dejarme aquí —dijo Pronek de pronto—. Vivo en el siguiente bloque. —Claro. Gracias de nuevo, tío —dijo Owen, y paró el coche a un lado—o Si tengo algo más te llamaré, seguro. ¿Vale? —Gracias —dijo Pronek, y salió del coche. La mañana era fría y tonificante, lo suficiente como para que la vida fuera sencilla y amable. Pero Pronek tenía sueño, y la sensación de acabar de pasar un rato con alguien que no

existía, una sensación que lentamente se estaba transformando en cólera. Broadway abajo, el parabrisas de un autobús en movimiento produjo un repentino resplandor. Pronek se quedó en una esquina, dejando que sus párpados bajaran como persianas, haciendo acopio de fuerzas antes de volver a casa. Miró cómo arrasaban Shoney's, y se imaginó destruyéndolo con un gran martillo, aporreando las paredes, arrancando las tuberías, hasta que no quedara más que una pila de escombros. y luego seguiría, hasta que no quedara nada.

Llegan los soldados Chicago, abril de 1997—marzo de 1998 LOS DELFINES Besé la frente de Pronek para desearle buena suerte y le envié arriba. El miedo escénico le hada temblar los codos, pero ascendió una escalera larga y estrecha y se detuvo en lo alto. Miró hacia abajo y se imaginó cayendo, cabezón abajo y patitas arriba. Flexionó la espalda, como poniendo a prueba el buen estado de su columna vertebral. Abrió una puerta en la que había pegada una foto de un bonito globo terráqueo verde y azul: el póster exigía SALVAD A NUESTRA MADRE. Pensó en su madre y la recordó sentada con los pies apoyados en la mesita baja, con bolitas de algodón entre los dedos, los arcos de los pies simétricos. El despacho olía a océano, pinos y sudor. Anduvo hasta el mostrador de recepción, y una mujer negra de pelo rapado le dijo que se sentara y esperara. En un rincón había una palmera marchita de un verde indefinido, cuyas hojas colgaban fláccidas de la maceta. Pronek se miró las manos y le parecieron descoloridas. —Me llamo John —dijo el hombre—, pero todo el mundo me llama JFK. —En uno de los escritorios estaba El manual para el buen uso del inglés—. Éste es un buen sitio —dijo JFK, y le ofreció la única silla, acuclillándose delante de él y agarrando una carpeta de pinza. En un susurro le preguntó por qué quería trabajar para Greenpeace, y Pronek le soltó el mantra que repetía en muchas entrevistas infructuosas: tenía dotes para la comunicación; le gustaba trabajar con gente; le parecía que ése era el «ambiente» ideal para él, donde podría desarrollar todo su potencial. JFK se mecía en su posición en cuclillas, y Pronek se imaginó que lo derribaba de un empujón. Un coágulo de tenebroso pánico se le comenzó a formar en el estómago al darse cuenta de que a lo mejor no conseguía el empleo, aun cuando también le diera miedo conseguirlo. «Éste es un buen sitio», se repitió. «Éste es un buen sitio.» Era un trabajo exigente, dijo JFK, había que hacer propaganda de puerta en puerta, y tendría que hablar con entre veinte y cuarenta personas por noche. ¿Estaba seguro de poder hacerlo? ¿Se sentía cómodo hablando inglés?

—Soy evil—dijo ella. —Ésta es Rachel —dijo JFK—. Será tu instructora esta noche. —E—V—O—L.10 Amor al revés. Llevaba una camiseta que mostraba la luz inmóvil de una vela y debajo las letras DAYOREAM NATION. —Me llamo Jozef —dijo Pronek—. Al revés no significa nada. JFK apretó los labios y abrió mucho los ojos, arqueó las cejas y desapareció. Pronek no sabía qué hacer con las manos: por un momento se superpusieron sobre sus genitales, y a continuación las depositó en las caderas y se quedó de brazos en jarras, como si le echara una reprimenda a Rachel. —¿De dónde eres? —le preguntó. —De Bosnia. —Lo siento. —Pero ahora vivo aquí, ya hace cinco años. —Lo siento de todos modos. —No es culpa tuya. Rachel tenía el pelo corto y en punta, con una cresta que asomaba sobre su frente, por encima de unos ojos chispeantes. Su labio superior, de un color cereza oscuro, tenía la forma de un bigote de mosquetero. Tenía un hoyuelo en la barbilla, y unas mejillas sonrosadas que Pronek deseaba tocar. —Cuando acabes de mirarme la cara, puedo también enseñarte las tetas. —Lo siento —dijo Pronek, desviando la mirada hacia una esquina lejana del techo, en la que, observó, no había absolutamente nada. —No pasa nada —dijo ella—. A mí también me gusta tu cara. —¿Puedes bajar esa mierda? —ladró Rachel. —Esto. Es. Radiohead —dijo Dallas lentamente, como si nadie fuera capaz de hablar su idioma—. Black Star, tío. Es la hostia. Es rock and roll. —Esto. Es. Estúpido —dijo Rachel. Pronek iba sentado en el asiento de atrás, junto a Rachel; sus muslos se rozaban. La miró de soslayo: su oreja derecha era preciosa, y las laberínticas curvas del interior resultaban perfectas. Se imaginó del tamaño de una uña rosada, aovillado y descansando cómodamente en la boca del embudo del oído, entonando una dulce canción. —¿Teníais rock and roll en Yugoslavia? —gritó Dallas por encima de la música de Radiohead. La furgoneta era el vehículo más lento de la autopista, y lo adelantaban Cadillacs que parecían ataúdes, conducidos por ancianas hundidas en el asiento delantero, y camiones de basura entre cuyos dientes de la parte

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Evil es «malvada». EVOL es Love, «amor», al revés. (N. del T.)

trasera colgaban bolsas negras. Los monstruosos camiones les pitaban furiosos. —Cristo, JFK —dijo Rachel—. Parece que vayamos en carretilla. Pisa a fondo. —¿Por qué te llaman JFK? —preguntó Pronek. JFK era un hombre grande, cuya espalda rolliza se derramaba sobre los bordes del asiento. Tenía vello en la nuca. —Porque es grande como un aeropuerto —dijo Rachel. —Porque me llamo John Francis Kirkpatrick. —¿Teníais rock and roll? —volvió a gritar Dallas. En los brazos lucía tatuajes de dragones que lamían mujeres desnudas, algunas chamuscadas por las llamas. —Verás, hay muchas maneras de conseguir dinero en el puerta a puerta —dijo Rachel—. Puedes apelar a la frustración sexual de las mujeres suburbanas, coquetear como un cowboy hortera, como hace Dallas. O... —Que te den —dijo Dallas. —¡Eh, eh, eh! —dijo JFK. —... puedes agotarlos con datos y el rollo moralizante, hasta que te paguen para que te largues, como hace JFK. O puedes mirarles con unos ojos grandes y bonitos, deslumbrarles con una sonrisa y luego golpear como una cobra, como hace Vince. Vince estaba sentado delante de Rachel, y tenía en la mano una bolsita negra con un dibujo de Chip y Chap. Pronek quería ser amable con Vince porque era negro, pero no se le ocurría nada amable que decir, por lo que sólo le ofreció una ambigua sonrisa. —Me gusta el blues —dijo por fin, pero nadie reaccionó ante esa frase: Vince siguió mirando por la ventanilla; Dallas utilizando las rodillas como tambor; JFK aminoraba la velocidad, porque medio kilómetro por delante de él había un camión con una bandera americana desplegada sobre la parte posterior. Sólo Rachel le miró, perpleja, y a continuación se puso el pie izquierdo sobre la rodilla derecha, mostrándole la suela de la bota a Pronek: en el talón llevaba pegado un chicle. —Schaumburg es duro —dijo Rachel. Pronek miró una hilera de casas que formaban una calle curva. En aquel momento estaba vacía—. En este pueblo hay una ordenanza que prohíbe las calles en línea recta, porque dicen que quieren que sea más interesante, más diversificada. Las casas eran idénticas: muros de un azul plástico claro; un porche blanco; una celosía con una incipiente enredadera; una figura en el césped: un enano, un jinete negro, una Virgen María. —Esto, amigos, se llama urbanización. —Urbanización —repitió Pronek.

El cielo era de un azul de anuncio de coches, con algún solitario avión aquí y allá, igual que un mosquito sin enjambre. El aire era cálido; los brotes primaverales de los árboles exudaban un olor almibarado. —Primero observa cómo lo hago yo. Rachel le tocó el hombro con ternura, como si fuera el origen de su dolor. Había una bola de acero que trituraba las entrañas de Pronek, y el cosquilleo de un miedo paralizante le recorría la piel hasta la cabeza, donde se detenía y palpitaba. Necesitaba un cigarrillo. Se imaginó a los buenos americanos abriéndole la puerta, odiándole por ser estúpido y extranjero, por su acento idiota, por sus errores gramaticales infantiles. Los imaginó blandiendo bates de béisbol y destrozándole los brazos, mientras volaban a su alrededor astillas de huesos. —Odio el béisbol —informó a Rachel, pero ésta ya estaba pulsando el timbre. —Hola, me llamo Rachel y éste es Joseph. Somos de Greenpeace. — Rachel le dedicó una radiante sonrisa a la mujer, mientras apretaba contra el pecho la carpeta de pinza, sobre la que se veía el folleto de Salvemos—las— Ballenas. La mujer era escuálida; llevaba el pelo mojado, que le colgaba en rizos que eran como muelles. Tenía agarradas las solapas de su albornoz blanco, y miró a Rachel, a continuación a Pronek con recelo, como si su presencia allí fuera clandestina. —¿Cómo está? —preguntó Rachel, asintiendo. —¿Quién es? —vociferó un hombre desde el interior de la casa. A Pronek le llegaba un olor vagamente familiar: contenía páprika, pero no podía imaginarse lo que era. Pudo ver una alfombra en la que unas panteras en dos dimensiones le miraban con unos ojos amarillos. Sobre una mesita de cristal se veía un enorme cuenco de palomitas marronosas. En la tele, una pitón engullía a un ratón. —No nos interesa —dijo la mujer. En la parte inferior de su cuello había una cavidad, y en ésta una gotita de agua que se deslizaba lentamente. —Estoy segura de que les interesa el medio ambiente —dijo Rachel. —No, gracias. —¿Quién diantres es? —volvió a vocear el hombre. La mujer cerró la puerta y echó el pestillo. Sobre la puerta había una mano de madera pintada con flores y con la palabra «Bienvenido». La mano se balanceó primero hacia la izquierda, luego hacia al derecha. —Déjame darte un consejo —dijo Rachel muy serena, la mirada rozando la cadera de Pronek—. Nunca mires dentro cuando hables con ellos, y nunca, nunca, te pongas de puntillas para mirar dentro. Piensan que quieres robarles. Mírales a los ojos —A los ojos —dijo Pronek—. Bien.

El hombre iba en ropa interior, y calzaba zapatillas Rudolph—el— Reno—de—Nariz—Roja: la nariz roja erecta hacia ellos. Llevaba la camisa sin abotonar, y Pronek pudo ver la cabeza de un águila tocando con el pico el círculo de su pezón izquierdo. Pronek intentó concentrarse en los ojos tristones del hombre, pero no pudo evitar detenerse en la camiseta blancuzca del hombre, salpicada por más de una mancha amarilla. —Soy cazador —dijo el hombre—. Me gusta matar animales. —Muchos cazadores apoyan a Greenpeace —dijo Rachel. —Bueno, pues yo no soy uno de ellos —dijo el hombre—. Y ahora fuera de mi propiedad. —Me gustan sus zapatillas —dijo Rachel. —Gracias. Y ahora fuera de mi propiedad, joder. —Esto es un infierno. Enseguida se me agotan las sonrisas y la simpatía. —Es muy duro. —¿Quieres probar? —No, aún no. —Tendrás que probar en algún momento. —Sí. Pero aún no. Pronek observó a Rachel mientras hablaba con un adolescente con granos estilo Motorhead; o con una señora católica con los dos dedos índices metidos entre las páginas de la Biblia; o con un universitario que llevaba una gorra de béisbol al revés y que les dijo que odiaba a Chomsky. («¿Quién es ése?», preguntó Pronek.) Observaba cómo Rachel abría los labios: cada vez que explicaba algo importante mostraba los dientes de abajo, tensaba la barbilla, el hoyuelo se hacía más profundo. En cuanto había pedido dinero, mientras esperaba una respuesta, doblaba los labios dentro de la boca. Pronek intentó imitar la sonrisa que le dedicó a un profesor de colegio universitario que la escuchó fascinado, con una pluma y un talonario de cheques en la mano, descarnado y cargado de espaldas, como si el cáncer le partiera la espalda mientras hablaba. El profesor miró a Pronek con el rabillo del ojo: Pronek levantó las cejas, estiró los párpados y echó las mejillas hacia atrás, manteniendo los dientes apretados, imitando la sonrisa de Rachel. —¿Se encuentra bien? —le preguntó el profesor a Pronek. —Sí —dijo Pronek, que cambió ese gesto por una expresión solemne. Estaban en la esquina de Washtenaw y Hiawatha. Pronek fumaba, un tanto cohibido, un cigarrillo insípido. Rachel lo miraba con la cabeza inclinada. —Lo importante es escucharlos. Te contarán cosas, y te darán dinero por escuchar. —¿Por qué te haces llamar evil? —E—V—O—L. Amor al revés. Es un disco de Sonic Youth, mi preferido.

—Nunca los oí. —Nunca los he oído. —Nunca los he oído. —Es bastante ruidoso, mucha guitarra. —Yo antes tocaba la guitarra. —Bueno, eso es distinto. —¿A qué te dedicas en tu vida? —¿En mi vida? ¿A qué te refieres? ¿Es que los balcánicos siempre hacéis preguntas así? —Lo siento. —En mi vida soy fotógrafa. —Oh, me gusta la fotografía. —Vamos a trabajar. Hemos de conseguir un poco de dinero. Evitaron las casas oscuras, yendo sólo a las que tenían ventanas y porches con luz, y donde se veían sombras deslizándose al otro lado de los muros. Rachel se movía rápidamente de una puerta a otra, utilizando siempre la misma voz seria y grave. Pronek se quedaba maravillado ante sus movimientos resueltos, la tensión de sus músculos, la determinación de su paso al ir de una casa a otra, aunque en una ocasión tropezó con una manguera extendida como una serpiente sobre la acera a oscuras. La carpeta de pinza salió volando, y luego cayó y resbaló por la acera. —Joder —dijo Rachel sentada en el suelo. Pronek le ofreció la mano, y ella primero soltó un bufido furioso, pero luego la aceptó—. Es que aprendí a andar la semana pasada.

grande.

—Me encanta Greenpeace —dijo el hombre—. Greenpeace es lo más —Bueno, entonces dénos mucho dinero —dijo Rachel. El hombre rió. En la mejilla tenía una verruga oscura que parecía una

mora. apoyo. lobos.

—Vaya a buscar su talonario de cheques. Sabe que necesitamos su —Me encantaría —dijo el hombre—, pero gasté todo el dinero en los

—¿En los qué? El hombre fumaba. Pronek quería pedirle un cigarrillo, pero lo que hizo fue inhalar furtivamente el humo que salía de las narices del hombre y se dirigía hacia él. —Ya sabe, en Wyoming quieren matarlos, exterminarlos. —Los lobos son animales hermosos —dijo Rachel. Pronek sonreía y asentía, mostrando también su aprecio por los lobos.

Recordó la historia que su padre le había contado acerca de un ancestro ucraniano, tan obsesionado por matar al lobo que había masacrado a sus corderos que ató a su mujer a un árbol en pleno invierno para atraer a la bestia. Pero la pobre mujer se quejaba y se quejaba, se le helaban los dedos de los pies, y el lobo se mantenía alejado. El hombre les describió la muerte de un lobo, que huyó herido de esos helicópteros llenos de capullos armados con sombreros de cowboys. El lobo corrió y corrió hasta que se desangró completamente y se derrumbó. —Uau —dijo Rachel, y se llevó la carpeta a la tripa, cruzando las manos encima. Pronek observó que el hombre le inspeccionaba las tetas, y fue la primera vez que Pronek las miró directamente: eran grandes, y tensaban su camiseta de Daydream Nation. —¿Quieren ver a mi lobo? Lo tengo en el garaje. Mañana subimos al norte, vamos a cazar juntos. El lobo tenía el pelo gris, como borra, y un aspecto llorón. Cuando vio al hombre comenzó a recorrer de un lado a otro la inmensa jaula, que estaba situada justo al lado de la camioneta. El hombre metió la mano en la jaula y el lobo avanzó rápidamente hacia ella. Pronek imaginó por un momento que le arrancaba la mano de un mordisco y que la sangre comenzaba a brotar de las venas de la muñeca. Imaginó que les explicaba la situación a unos enfermeros que no le entendían a causa de su acento. Pero el lobo puso el hocico en la mano del hombre y éste se lo rascó. —Mire —le dijo a Rachel, sin prestarle atención a Pronek. Ella sacudió la cabeza, la boca abierta de admiración—. Usted también puede hacerlo. Rachel dejó lentamente la carpeta de pinza sobre un cortacésped y acercó la mano a las fosas nasales del lobo: éste la olisqueó y levantó la mirada hacia el hombre. Pronek estaba paralizado: ahora imaginaba las dos manos de Rachel arrancadas, y en el cielo distinguió la luna llena brillando sobre la densa oscuridad de la calle. Rachel rodeaba con una mano el hocico del lobo, que asomaba entre los barrotes, y con la otra lo acariciaba. Se inclinó hacia delante y besó al lobo en los labios. Rachel extendió sus labios simétricamente, como una flor al abrirse, y el lobo le enseñó sus dientes como dagas a Pronek. Pronek gimoteó, y el hombre se volvió hacia él y sonrió, como si estuviera llevando a cabo algún plan siniestro. Mientras se alejaban de la casa, Pronek decidió que tenía que hacer que Rachel se ocupara de él para hacer que se olvidara del lobo. —Me gustan los perros —dijo. —Ese lobo estaba muy triste, ese tipo debería liberarlo. —Yo tuve un perro. Se llamaba Afortunado. —Ese lobo tenía en la tripa carne a medio pudrir —dijo Rachel.

Ya en Chicago, caminaron por Jackson, donde las luces de neón y las farolas brillaban de un modo acogedor. Pronek iba medio paso por detrás de Rachel, como si intentara alcanzarla. Rachel llevaba las manos en los bolsillos, de modo que le sobresalían los codos, como asas de escalera de piscina. —¿Dónde vives? —le preguntó Pronek. —¿Que dónde vivo? En esta encantadora ciudad ninguna mujer le diría a un completo desconocido dónde vive. No le hagas esa pregunta a ninguna mujer soltera. —Lo siento —dijo Pronek; humilló la vista y se rezagó de nuevo medio paso. —Pero tú ya no eres un desconocido. Vivo en Uptown. Y tú, ¿dónde vives? —En Rogers Park. Cruzaron Halsted. Una mujer policía, el pecho cubierto por un chaleco de kevlar, cacheaba a un hombre que estaba de cara a la pared. El hombre tenía la mano izquierda levantada, y la derecha agarraba un bastón. En el escaparate de Zorba's vieron un giróscopo de considerable tamaño, que parecía un planeta deforme y giraba lentamente. —¿Cuándo llegaste a los Estados Unidos? —En mil novecientos noventa y dos, justo antes de la guerra. —¿Tu familia está allí? —Sí. —¿Se encuentran bien? —Son mayores. —Lo ves por la tele y lo único que sientes es una enorme impotencia. Me pone furiosa. —Lo sé. —Debe de haberte resultado muy duro. Pronek asintió, pero no quería que ella le compadeciera, aunque le gustaba que le prestara atención. Ella le hablaba por encima del hombro, la cabeza vuelta, y Pronek imaginó que se convertía en estatua de sal. Tomaron el mismo tren, un tren que iba bajo tierra a gran velocidad produciendo un ruido apocalíptico que parecía aislarlos, como si todo lo que había sobre la superficie se hubiera derrumbado. Rachel estaba sentada delante de él, junto a un mujer de color que sujetaba una diminuta Biblia, mientras respiraba pesadamente y murmuraba entre dientes. Las únicas palabras que Pronek entendió fueron «llorando por sus hijos». Rachel se rascaba el cuello, y bajaba el dedo índice desde la oreja derecha hasta el cuello, dejando unas curvas rojizas.

Pronek yacía en la oscuridad en posición supina, los párpados apretados, decidido a obligarse a dormir, sintiendo la tensión en los músculos faciales, como si la cara se le osificara. El hombre gritaba: «¡No me cogeréis, cabronazos!» Se oyó el traqueteo de un tren, y Pronek sintió la cólera creciendo en su interior: quería silencio, no oír gritar a un zumbado, ni el chirrido de los trenes, ni las sirenas aullando frenéticas. Tenía las rótulas sudorosas y pegajosas. Se colocó de lado y puso la manta entre ellas. Se imaginó acompañando a Rachel a casa, paseando por la calle de ella, flanqueada de tilos, con un intenso perfume en el aire, y que luego se sentaban en las escaleras del edificio y charlaban, para al final subir al piso de ella y hacer el amor. —¡No me cogeréis, cabronazos! Pronek saltó de la cama, las manos formando un puño de dolor, y se asomó: un hombre de negocios blanco y de aspecto pijo, vestido con un pulcro traje oscuro, y que apretaba un portafolios contra el pecho, daba patadas en el suelo y de vez en cuando apuntaba al cielo con el dedo. La tensión de Pronek se transformó en puro y simple odio hacia el hombre. Abrió la ventana y lo miró furioso, como si su mezcla de furia y odio pudiera ser transmitida por el éter de la ciudad. —¡No me cogeréis! ¡Que no, joder! ¡Me parece que no, joder! Pronek quería que se le ocurriera una frase contundente, algo que obligara al hombre a callarse al instante y a reflexionar acerca de su comportamiento. Su cabeza se convirtió en un hervidero de palabras, que acentuaba de manera diferente, insertando y reinsertando las palabrotas necesarias, asegurándose de cuál era el volumen necesario para aplastar la demente terquedad del hombre. Echó todo tipo de pestes, hasta que por fin, con la cólera atascada en la garganta, abrió la boca y vociferó de manera vacilante: —¡Esto es una falta de educación! El hombre dejó de dar voces, sacudió la cabeza como si hubiese recibido un puñetazo, y se quedó un momento petrificado. A continuación levantó la vista lentamente hacia Pronek, le señaló con el dedo y tronó: —¡Y no conseguirás cogerme, porque el Señor está conmigo, con todo su poder! Pronek retrocedió y se quedó junto a la ventana, temiendo moverse o mirar afuera. La oscuridad palpitaba a su alrededor, y las rodillas se le aflojaban. —Lo único que has de hacer es estar relajado y mirarles a los ojos — dijo Rachel. Pronek llamó a la puerta, una vez, luego dos veces, aunque había un timbre bien a la vista. Un grupo de mazos de cróquet estaba apoyado sobre la

verja, y una familia de mapaches petrificados se acurrucaba en el porche. Pronek cerró los ojos, pues cuando cerraba los ojos había un instante de esperanza en el que todo eso era un sueño que se desvanecería cuando volviera a abrirlos. La puerta se abrió y Pronek abrió los ojos y vio a una mujer con gafas de sol, el pelo recogido en un moño, que llevaba una camisa hawaiana que le estaba muy grande y tenía la cara pálida, como si fuera un vampiro. —Hola —dijo Pronek—. Me llamo Joseph y soy de Greenpeace. Nos gustaría hablar con usted. La mujer no dijo nada. —Y ésta es Rachel. También de Greenpeace. Le ponía nervioso no saber dónde miraba la mujer. Quizás era ciega. —¿Cómo está? —Estoy de primera —dijo la mujer; tenía la voz ronca—. ¿Qué puedo hacer por usted? Pronek quería mirar a Rachel en busca de una señal de aprobación, pues no sabía si lo estaba haciendo bien. Pero no se atrevía a apartar los ojos de la cara de la mujer, como si, al hacerla, fuera a desaparecer. —Nos gustaría hablar con usted del medio imb... imbie... ambiente. Quizás podría ayudarnos. —¿De dónde es usted? La mujer abrió más la puerta. Pronek podía ver el televisor: un par de manos construían algo en silencio. —De Greenpeace. —No, le pregunto de qué país es. Sobre una cocina de gas en la que parpadeaban unas tenues llamas había un retrato de un indio de perfil con una enorme pluma, en el que el color dominante era el naranja ocaso. —Soy de Bosnia. —Bosnia está lejos —dijo la mujer, arrastrando las palabras—. Pero me gusta su acento. —Gracias. —¿Qué puedo hacer por usted? —Nos gustaría hablar con usted. La mujer señaló a Rachel. —¿Es su novia? —No. No lo sé. No. —Señora —dijo Rachel—, hemos venido para hablar con usted y pedirle su apoyo. —Tienen mi apoyo. —Su apoyo monetario. —Bueno, puedo ofrecerles una copa o un masaje, pero pasta... ¡no! Soy soltera.

—Gracias, señora. Sentimos haberla molestado. —Gracias. Lo sentimos —repitió Pronek. —Vuelvan cuando quieran —dijo la mujer, y salió al porche mientras Pronek y Rachel se alejaban por el camino de entrada—. Cuando quieran. —Un día —dijo Rachel— traeré la cámara y les sacaré fotos a estas personas. Son increíbles. —Me gustan —dijo Pronek. —Muy bien, consejo: no te pongas a hablar con ellos de chorradas. Hay mucha gente solitaria por ahí, ya sabes, amas de casa, gente mayor, pervertidos, universitarios en paro. No tienen nada que hacer en todo el día. —Es difícil. Mi inglés no es bueno. —Tienes que relajarte. Si hablas inglés con acento, hablas al menos dos lenguas, lo que es el doble de lo que habla la mayoría de gente de este lugar dejado de la mano de Dios. La gente a la que le caigas bien te dará dinero, y la que no, no te dará nada. Comenzó a llover otra vez, y los charcos de la calle se reactivaron cuando las gotas estallaron en su superficie. —¿Sabes? —dijo Pronek con añoranza—, creo que tu hogar está en todas partes, allí donde haya un charco donde puedas ver si llueve. —¿A qué te refieres? —Quiero decir que cuando no sabes si llueve miras por la ventana, y que tienes tu charco donde puedes ver la lluvia. —Ya, entiendo. Es bonito. —Yo tenía uno en Sarajevo, delante de mi casa. —Me gusta la idea —dijo Rachel. —Hola —dijo Pronek—, me llamo Jozef y soy de Greenpeace. ¿Le preocupan los delfines? El viejo estaba sentado en el porche envuelto en una manta a cuadros, con unas orejeras apretándole las sienes y unos mitones de lana abrigándole las manos, delicadamente posadas en el regazo. —No —dijo—. Nada podría importarme menos. Tenía la cara salpicada de manchas pardas de piel muerta. —Muy bien. ¿Le preocupa la selva? —No. Pronek distinguió una pequeña bombona de oxígeno situada junto a su silla, como una mascota de acero. —¿Le preocupa la polución atmosférica? —¿De dónde es usted? —De Bosnia. —¿De Bosnia? Aquello es un infierno.

—Ahora no. La guerra se ha acabado. —Entiendo. ¿Y por qué está en los Estados Unidos? Pronek buscó con la mirada a Rachel, que estaba en la calle, un poco más allá. La calle estaba inundada de hojas marrones empapadas y pegadas al asfalto. El hombre se quitó los mitones. —Porque se está mejor aquí. —Desde luego. La tierra del hombre libre, el país de los valientes.11 —En todo caso, señor, hemos venido a hablarle de... —¿Y por qué era esa guerra? —No lo sé. Por muchas cosas. —¿No era por religión? ¿Musulmanes contra cristianos? —No lo sé. No lo creo. —¿Es usted musulmán? Pronek no quiso responder a la pregunta, odiaba esa pregunta. —No. Pero conozco a muchos musulmanes. —Una vez maté a un musulmán. —El anciano se quitó las orejeras y se apretó el entrecejo con el pulgar—. Pero fue en un accidente de coche. —Lo siento —dijo Pronek. El anciano golpeó con los nudillos el muro. que tenía detrás, sobresaltando a Pronek. —¿Alguna vez ha matado a un musulmán? —No. Nunca he matado a nadie. —Pero luchó en la guerra, ¿o no? —No. —Yo luché en una guerra. Era francotirador. Cuarenta y seis enemigos derribados. Volvió a golpear el muro, hasta que salió una mujer joven con una toalla a modo de turbante en la cabeza y almohadillas en forma de media luna bajo los ojos. —¿Qué? —preguntó malhumorada a través de la puerta mosquitera. Llevaba un sujetador negro y bragas, y una rosa tatuada en torno al ombligo. —Dale diez dólares a este joven. Para los delfines. —¿Qué delfines? —Soltó un gruñido y miró a Pronek. —Cállate y trae el dinero. La joven volvió a entrar. Pronek sonrió estúpidamente, mirando a su alrededor: un enebro marchito se apoyaba contra el porche; una cadena de perro estaba enroscada en un rincón; un asta con una bandera negra y mojada agitándose al viento se alzaba en el centro del césped. —Con delfines o sin delfines —dijo el anciano—, un día todos nos precipitaremos en las simas del infierno.

11

Verso final del himno nacional americano. (N. del T.)

En Evanston, a una joven pareja que estaba sentada en el sofá cogida de la mano, Pronek les dijo que se llamaba Mirza y era de Bosnia. En La Grange, a una estudiante con las palabras DE PAW UNlVERSITY estampadas sobre la pechera de la camiseta, le dijo que se llamaba Serguei Katastrofenko y era de Ucrania. En Oak Park, a un hombre de pelo estropajoso que le caía sobre los hombros, y la parte superior del cráneo brillante de sudor, le dijo que se llamaba Jukka Smrdiprdiuskas y era de Estonia. En Homewood, a una pareja de ancianos de Rumanía, que no hablaban inglés y se sentaban con las manos tímidamente apoyadas en las rodillas, le dijo que era John, de Liverpool. Para un agotado trabajador de la construcción de Forest Park, que le abrió la puerta colérico y le preguntó: «¿Quién coño eres?», no fue Nadie. A un sacerdote católico de Blue Island, que tenía un eczema y un novio guapo y de ojos azules, le dijo que era Phillip, de Luxemburgo. A un grupo de moteros cristianos y barrigudos que estaban haciendo una barbacoa en un aparcamiento de Walgreen, en Elk Grove Village, les dijo que era Joseph, de Snitzlland (la patria del snitzl). Para una mujer de Hyde Park que le abrió la puerta con una maravillosa sonrisa, que enseguida se metamorfoseó en rictus de suspicacia mientras le decía: «Creía que era usted otra persona», fue Otra Persona. LA CIUDAD SECRETA Una lluvia de alquitrán negro brillaba sobre la autopista, y los coches empapados avanzaban a través de los charcos. Pasaron junto a almacenes abandonados que exhibían carteles publicitarios que anunciaban alegres comedias de situación y radios sin debates. Pasaron junto a solares desolados donde había rebaños de bulldozers y excavadoras, y grúas posadas en los bordes. Vieron impenetrables edificios de oficinas, revestidos de un cristal que no reflejaba nada. Pasaron junto a urbanizaciones de casas ocultas tras altas vallas, y luego por galerías comerciales donde los neones parpadeaban de manera irritante bajo un cielo surcado de interminables cables. Vieron un coche aislado desaparecer en una calle oscura flanqueada de árboles, y sus faros, como si fueran un relámpago, iluminaron de pronto los residuos de la clase media: cortacéspedes, rastrillos, pelotas de fútbol, demonios necrófagos de plástico y papeles solitarios aposentados sobre las escaleras y hamacas colgando de un alto árbol que se estremece bajo las acometidas del viento. El coche entró lentamente en el garaje, las ascuas de sus luces de freno inhalaron por última vez, desapareciendo bajo las cenizas de la noche. Cuando salieron de Chicago aún era de noche. La camioneta se detuvo en el peaje de Skyway —no había más coches— y luego subió hasta el puente y lo cruzó. Vallas publicitarias de casino anunciaban las ranuras más generosas, la

fortuna que te esperaba en Indiana. Nadie dijo nada, y sólo se oía a un excitado locutor de radio que soltaba chorradas acerca de las estrellas del porno deprimidas. Cuando llegaron a Indiana el cielo estaba claro, y las últimas estrellas de la mañana apenas titilaban. —¿Sabéis? —dijo Pronek sin dirigirse a nadie en particular—, algunas de estas estrellas quizás no existen. Rachel le miró de soslayo. —¿Sabéis?, es un poco pronto para tener dudas ontológicas —dijo ella. —Lo siento —dijo Pronek. Pasaron junto a plantas de laminación de acero que se recortaban contra el alba con una ominosa forma cuadrada, mientras sus chimeneas escupían lenguas de fuego y columnas de humo. Vince tosió cuando el hedor del acero líquido les alcanzó. En el aparcamiento de la planta de laminación había alguna furgoneta solitaria cubierta de rocío, esperando a su propietario. —Por no hablar de las estrellas que no puedes ver y ya no existen — dijo Rachel. —Sí —dijo Pronek. —Cómo vas a ver estrellas —gruñó Dallas— si no existen. —No lo sé —dijo Rachel—, pregúntale a nuestro filósofo extranjero residente. —Emiten luz, y luego mueren, y luego la luz llega a la tierra. —Sigo sin entenderlo —dijo Dallas. —Podría pasar otro millón de años antes de que la luz alcanzara los rincones más oscuros de tu puto cerebro —dijo Rachel. Vincent soltó una risita, aún mirando por la ventanilla. Pasaron junto a grandes depósitos blancos apiñados a lo largo de la carretera, con escaleras, que parecían cicatrices, en los lados. —Cuando yo era niña —dijo Rachel—, mi madre me contó que estos depósitos estaban llenos de zumo de naranja, y que las acerías fabricaban galletas. —A lo mejor es verdad —dijo Pronek. —No lo creo —dijo Dallas. —Sí, las madres siempre te cuentan cosas así —dijo JFK—. Cuando era niño me caí de una camioneta y me pasé un mes en el hospital, y mi madre me dijo que era porque no rezaba lo suficiente. —Dios —dijo Rachel. —Exacto. Cruzaron una zona boscosa donde la niebla aún formaba una telaraña que se extendía entre los pies de los árboles. Había una pareja de gamos paciendo tranquilamente en un barranco. —¡Mira! —exclamó Rachel. Pronek se inclinó hacia la ventanilla que quedaba al lado de ella y sus

hombros se rozaron. Pronek tenía la mano en el respaldo del asiento de ella, casi tocándole el cuello. Imaginó que sus dedos se deslizaban por la parte superior de la columna de Rachel, y luego por los omóplatos. —Yo era muy inteligente —dijo JFK—, antes de caerme de la camioneta. En Ohio hacía frío. La furgoneta iba a barlovento, y los copos de nieve se aplastaban contra el parabrisas. En los bordes de la carretera se agitaban remolinos de nieve. La silueta de una persona, seguida de la silueta de un perro, cruzó un prado, rodeada de una nube de nieve. Un tren plateado cruzó el horizonte. En un coche que los adelantó vieron a un chaval dormido en el asiento de atrás, con el cinturón puesto, muy tranquilo. Luego un camión monumental proyectó su sombra sobre ellos, y la palabra MUDANZAS apareció letra tras letra en la ventanilla de Pronek. —Dejadme que os hable de Oak Ridge —dijo JFK, una mano en el volante, la otra en su cabeza—. Aunque probablemente ya lo sabéis todo. —Oh, ilústranos, nuestro amable líder —dijo Rachel. —Oigamos primero esta canción —dijo Dallas. La voz gimoteaba: «Mamá y papá me han decepcionado...» JFK apagó la radio. —Es una gran canción. —Lo siento, vaquero. —JFK se aclaró la garganta—. Oak Ridge se construyó en el más estricto secreto durante la Segunda Guerra Mundial. Formaba parte del Proyecto Manhattan. El plutonio que lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki procedía de Oak Ridge. La enorme cantidad de plutonio que colocaron en las cabezas nucleares después de la guerra procedía de Oak Ridge. —¿Podemos parar a mear? —dijo Dallas. —Cualquiera sabe qué producen ahora. De modo que haremos una acción en ese lugar, una pequeña manifestación, alguien puede acabar arrestado, lo de siempre. —Yo no puedo acabar arrestado —dijo Pronek. —¿Podemos parar a mear? —¿A lo mejor podrías callarte? —dijo Vince, con una voz grave y tranquila. Se pararon. Aún hada frío: nubecillas de vapor les salían de la boca. Pronek fumaba, trotaba sin moverse del sitio, la mano izquierda en el bolsillo. En el aparcamiento, un hombre con un sombrero de fieltro dormía en un decrépito Cadillac, el sombrero sobre los ojos. Vince y JFK estaban delante de una máquina expendedora, en el edificio del área de servicio. Rachel se abrazaba a sí misma, levantando la mirada al cielo, como esperando que algo bajara. Pronek levantó la vista, y no vio más que un gris infinito.

—Mi abuelo trabajó en Oak Ridge —dijo Rachel. Pronek negó con la cabeza en un gesto de incredulidad, para hacer que le contara más. Se llevó el cigarrillo a la boca y metió la otra mano en el bolsillo. Su abuelo, dijo Rachel, había estado en Auschwitz y había sobrevivido. Toda su familia había muerto, a excepción de un tío que se había trasladado a Chicago después de la Primera Guerra Mundial. Su abuelo rondaba los treinta, pero parecía mayor. Se fue a Chicago y se quedó a vivir en casa de su tío, donde compartía habitación con dos primos adolescentes que sólo pensaban en chicas. Los dos despreciaban al abuelo de Rachel, que era un hombre escuálido, de facciones muy marcadas y exudaba el olor de la muerte y la enfermedad que asolaban Europa, el fétido olor a refugiado. Cuando entraba en el cuarto los dos hermanos se tapaban la nariz con los dedos. Su abuelo dormía en el sofá, y a veces abría los ojos y se encontraba a los primos inclinados sobre él, riéndose. Al cabo de un mes se marchó. Tenía el título de biología, y encontró empleo en una fábrica de mantequilla. Rachel dijo que se lo imaginaba caminando entre las cubas de mantequilla, las manos grasientas, el corazón empapado de aflicción. —Vámonos —dijo JFK. El abuelo no quería trabajar en una fábrica de mantequilla. Escribió una carta a la Universidad de Chicago. No escribía muy bien en inglés, pero logró que comprendieran que era biólogo y que había estudiado con un famoso científico de Praga. No mencionó que también era ex alumno de Auschwitz, porque pensó que no querrían contratarle. —¿Dónde está Dallas? —les preguntó JFK. —Meando —dijo Vince. —Justo en este momento —dijo Rachel— tiene en la mano lo que más le gusta del mundo. Lo vieron en la otra punta del aparcamiento, en medio de unas hierbas secas y heladas que le llegaban a las rodillas. Se la sacudió, se subió la cremallera y corrió hacia ellos, agitando los brazos como si volara. —¿Por qué no utilizas los servicios, como todo el mundo? —gruñó JFK. —Soy hijo de la Madre Naturaleza —dijo Dallas. —Bueno, pues Padre Sociedad podría hacer que te arrestaran y te dieran unos azotes —dijo Rachel. Entraron en la furgoneta. —Rechazo a la sociedad —dijo Dallas— y sus estúpidas reglas. —¡Abróchate el cinturón! —le ordenó JFK. Le llegó una carta de la Universidad de Chicago y le ofrecieron un trabajo en el laboratorio: estudiar los efectos de la radiación en los organismos vivos. La persona que le ofreció el empleo le devolvió la carta con unas cuantas lecciones de gramática en los márgenes. Fue en la Universidad de Chicago donde

conoció a la que sería la abuela de Rachel: una estudiante de astronomía que trabajaba a tiempo parcial como secretaria de los responsables del programa nuclear. Él le pidió que salieran juntos y fueron a la Sala de Baile Aragon, donde él fue incapaz de bailar el swing, el boogie o lo que fuera que bailaban, pues sólo conocía los valses y las polkas. Se enamoraron perdidamente. El abuelo de Rachel vivía en un sótano de Humboldt Park, y su abuela con sus padres, judíos virtuosos de Hyde Park, por lo que todo lo que podían hacer era bailar. Fuera como fuese, acabaron en Oak Ridge. Allí expusieron plantas y ratones a la radiación, plutonio e isótopos y toda esa mierda, para ver qué pasaba. —Sí —dijo JFK—, allí existe una comunidad afroamericana llamada Scarboro, que vivía junto al río, más abajo del laboratorio. Los niños nadaban en la corriente radiactiva, os lo podéis imaginar. A veces también dejaban escapar el vapor. A ver qué pasaba. —¿Y qué pasaba? —preguntó Pronek. —Oh, ya sabes, lo de siempre, niños que nacían sin columna vertebral, cáncer, tumores. —¡Mierda! —dijo Dallas. —El orgullo de ser americano —dijo Vince. El abuelo de Rachel iba de vez en cuando a Tennessee acompañado de un chófer, porque él no quería conducir. Se aposentaba en el asiento trasero y le escribía cartas a su mujer, en las que le describía el paisaje y todos sus pensamientos y todo su amor. Se detenían en cualquier parte y él enviaba la carta, y de inmediato comenzaba una nueva. Tardaba dos o tres días en llegar a Tennessee, y le daba tiempo a escribir diez, quince cartas. Manchaba la carta de grasa y escribía debajo «Grasa de Kentucky». Le enviaba flores y hojas secas prensadas en el sobre. Cuando ahorró dinero compró una cámara e hizo que los muchachos de Oak Ridge revelaran el carrete y ampliaran las fotos que luego le enviaba a ella: quería estar siempre con ella, siempre. Rachel había visto las cartas. El inglés de su abuelo era malo: no ponía artículos, no conjugaba los verbos, embarullaba las frases, pero eran hermosas, dijo Rachel, rebosantes de ese amor anticuado y sensiblero tan del viejo mundo. Vieron casas diminutas en el horizonte, y nubes sobre ellas, y una sombría cortina de lluvia que lo cubría todo. Pasaron junto a campos arados y centros comerciales con gasolineras y McDonald's y Subways, y luego la furgoneta se sumergió entre colinas y subió y bajó valles con insulsas charcas. Pronek se imaginaba que le escribía cartas a Rachel, en las que le describía esas colinas y lo mucho que le recordaban algunos lugares de Bosnia. Mientras hacía sus experimentos no dejaba de pensar en su mujer. En aquella época la radiactividad no era motivo de preocupación; de hecho, hasta el día de su muerte —tenía los huesos podridos— afirmó que la radiactividad era

inofensiva. Sea como fuere, removía uranio en una cazuela, como si cocinara, sin máscara ni guantes, nada, y ni por un momento dejaba de pensar en su mujer, sus muslos de alabastro y sus delicadas manos, lo que fuera, y una gota de uranio saltaba de la cazuela y le daba en el labio, y él se lo secaba como si fuera agua. Rachel se pasó el pulgar por los labios, lentamente, a continuación se pasó la lengua, mientras Pronek la miraba, hipnotizado. —¿Quién te ha contado esa mierda sentimentaloide? —dijo Dallas. —¡Cállate! —dijo Vince. El lugar donde le dio el uranio se le quemó, y le escribió a su mujer que sus labios ardían en deseos de besada. Cruzaron Kentucky, atravesaron puentes que se elevaban por encima de colinas redondeadas de color rojo y ocre. Cruzaron pueblos formados por casas entabladas y una gasolinera de la cadena Jiffy Lube. Pasaron junto a caballos altos y esbeltos que pacían tranquilamente, y que levantaban la cabeza para mirar a lo lejos, y que luego se ponían a trotar y acababan galopando en círculos sin salirse de una cerca blanca. Pronek los imaginaba saltando la cerca, pero luego temía que se rompieran una pata al aterrizar. —Tengo un amigo —dijo Pronek— al que le gustan mucho los caballos. Es mi mejor amigo en Sarajevo. —¿Tiene caballo? —preguntó Rachel. —Yo tenía un caballo —dijo Dallas—. Mi abuelo de Tejas... —Qué bonito —dijo Rachel—. El problema es que nadie te ha preguntado. —Oh no, no tiene caballo —dijo Pronek—. Pero siempre soñaba con los caballos. Te enseñaré su carta que me escribió. Es muy triste. —La carta que te escribió —dijo Rachel. —Exacto —dijo Pronek. —No su carta que te escribió. —De acuerdo. —He observado —dijo Dallas— que utilizas mucho el artículo determinado. —¿El qué? —¡El artículo determinado, cosa que no es asunto suyo, joder! —dijo Rachel entre dientes. —¿Qué coño te pasa? —Dallas dio un golpe contra el salpicadero, y levantó una nubecilla de polvo iluminada por la luz de las colinas de Kentucky. —No me pasa absolutamente nada. Es sólo que no puedo soportarte, joder. —¡Eh, eh, eh! —dijo JFK. —Te leeré la carta —dijo Pronek—. La tengo en la casa.

—En casa —dijo Dallas—. En casa. Dormían todos en la misma tienda de campaña, Pronek apretujado entre Dallas y Rachel, y más allá de Dallas estaban JFK y Vince. Sintieron cómo la gélida noche recubría la tienda de escarcha, el brillo de la luna a través de la lona. Pronek estaba boca arriba, y sentía el calor del cuerpo de Rachel a través de los sacos de dormir. Oía su respiración, serena y profunda. Inhalaba el olor de su pelo, su sudor y su fatiga. Dallas roncaba, JFK no dejaba de moverse y dar vueltas. Pronek se volvió hacia Rachel y contempló su cara bajo la débil y difusa luz de la luna que se filtraba a través de la tienda. Rachel no tenía ninguna arruga en la frente, y sus párpados dibujaban una hermosa curva; sus pestañas estaban muy quietas. Tenía los labios inmóviles, ninguna palabra se formaba en su boca. La capucha del saco de dormir le enmarcaba la cara, como si la mantuviera levantada para que Pronek pudiera observada, y un rizo rebelde le caía sobre la sien. Entonces Rachel abrió los ojos. Pronek se quedó petrificado. Ella lo observó desde lo más profundo de sí, y supo con toda certeza que Pronek la había estado mirando. Rachel parpadeó sin alterarse, sin incomodarse porque la mirada de Pronek le acariciara el rostro. Le acercó la cara, cerró los ojos y le plantó un beso en los labios. Pronek se quedó tan helado, la irrealidad de aquel momento le agarrotó tanto los músculos de la espalda y el cuello, que fue incapaz de reaccionar, hasta que sintió que la lengua de ella le separaba los labios y la dejó entrar. —Si vuelves a apretar la polla contra mí —dijo JFK—, duermes fuera. ¿Entendido? —¿De qué coño estás hablando? —dijo Dallas, y se volvió hacia Pronek. Pronek sintió el calor del cuerpo de Dallas en su espalda, pero la mano de Rachel le acariciaba la cara, y cerró los ojos. Sus labios ardían. Les quedaban un par de horas antes de la manifestación, y JFK les dejó en el Museo Americano de Ciencia y Energía. Rachel hizo que Pronek se colocara bajo una bandera americana, se arrodilló y le sacó una foto de la cara, la barbilla en primer plano, la bandera fláccida sobre él. Aquella mañana Pronek se había despertado pensando que todo había sido un sueño. La actitud de Rachel no le había hecho pensar lo contrario: estaba ocupaba sacando un cepillo de dientes de las profundidades de su mochila. Levantó la mirada hacia Pronek sin sonreír. Llevaba puesta la camiseta de LA CONFUSIÓN ES SEXO, que Pronek no pudo dejar de encontrar de mal agüero. De camino al museo Rachel se sentó en el asiento delantero, y él se quedó convencido de que las cimas de amor que habían alcanzado aquella noche, de susurros y besos suaves, se habían convertido en simas por la mañana. JFK les llevó por campos en cuyos bordes, a modo de fortines, se veían centros comerciales abandonados, aparcamientos y

locales de comida rápida. Pasaron junto a un estanque en el que flotaban un par de cisnes con la cabeza gacha, pero Pronek fue incapaz de saber si eran de verdad o de plástico. La posibilidad de que el mundo nunca obedeciera a sus deseos le torturaba. El museo estaba lleno de mujeres mayores con chaquetas floreadas; se cubrían las arrugas con maquillaje, y las gafas les hacían los ojos más grandes. Una de ellas dijo: «Bueno, si quieres una reacción en cadena, necesitas grafito», con un fuerte acento sureño, y Pronek temió que acabaran dirigiéndose a él, dado su entusiasmo general; su acento, entonces, sonaría más extranjero y llamativo. Se pegó a Rachel y la siguió como una sombra, a la espera de que ella le diera alguna señal de que lo de la noche anterior había sido real. Ella recorrió lentamente la sala de La Ciudad Secreta, las manos en los bolsillos traseros del pantalón. En la pared había un panel que mencionaba a un profeta llamado John Hendricks. En la década de 1890, el profeta pegó la oreja al suelo y oyó una terrible voz que anunciaba que ese valle quedaría inundado de extranjeros en busca de la salvación, que llegarían para liberar el alma de las estrellas. Rachel frunció el ceño mientras leía el panel, y se dirigió hacia un cartel en el que unas bellezas pelirrojas de los años cuarenta exhibían sus morritos gruesos y hermosos: ¡SE BUSCAN! ¡POR ASESINATO! ¡SUS IMPRUDENTES PALABRAS CUESTAN VIDAS!, rezaba el cartel. Pero Pronek pensaba en el profeta, en lo que le habría ocurrido. ¿Le habían ahorcado? ¿Lo habían embadurnado de alquitrán y plumas? ¿Se había convertido en el líder de la población? ¿Había sabido lo que le ocurriría al final? Rachel estaba delante de unas fotos en blanco y negro en las que se veían unos campos embarrados y «Chozas de negros» en medio. Había fotos de un grupo de sonrientes enfermeras vestidas de blanco; de mujeres que fumaban alegremente en una casa prefabricada; de guardas uniformados y serios que hurgaban en el saco de Santa Claus, que tenía los brazos alzados. Pronek quería preguntarle a Rachel por lo de la noche pasada, y ensayaba una pregunta tras otra, pero no daba con la adecuada. Esa búsqueda de la pregunta idónea aturullaba su cerebro, y miraba las fotos sin entenderlas. Había unos chavales jugando a las canicas y la marquesina de un cine, donde se leía ¿TODO EL MUNDO ES FELIZ? Había contadores Geiger y calcetines de nilón en cajas de cristal. Había oficiales del ejército junto a un alijo de uranio. A Pronek le llegaba el olor de Rachel: ese olor a ropas sin cambiar y a sudor nocturno, tan parecido al aroma de las hojas húmedas de otoño, el aroma que había entrado en su nariz la noche anterior y no se le iba. Había dos muchachas, con las piernas prudentemente juntas, sentadas delante de un muro de contenedores poblado de ratones de laboratorio. En la sala de Big Boy12 había fotos de cómo se iban formando en el desierto los hongos 12

Fue el apodo que se le dio a la bomba atómica que cayó sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. (N. del T.)

nucleares. Rachel se detuvo delante de las fotos del hongo, puso los ojos en blanco y negó con la cabeza, y Pronek tuvo miedo de que las ancianas sureñas la vieran, la consideraran antipatriótica, y comenzaran a soltarle una reprimenda por su comportamiento justo en el momento en que él iba a preguntarle por lo ocurrido aquella noche. Pronek se colocó primero a su lado, luego delante de ella. «Esta noche...», murmuró. Ella se puso de puntillas y le besó la V que se le formaba entre las cejas, las manos aún en los bolsillos traseros, mientras las señoras sureñas deambulaban a su alrededor y los esquivaban entre risitas. Pronek vio cómo un par de miembros de Greenpeace se encadenaban a las puertas del Laboratorio, mientras otros estaban tendidos en el camino de entrada, dispuestos a resistir pasivamente. Rachel estaba en el centro, los brazos a los lados, las palmas apretando el cemento. Él estaba de pie al otro lado de la carretera, con el cartel que decía ¡QUEREMOS UN FUTURO! Temía por Rachel. Vio que unos guardas de seguridad saltaban las verjas y se acercaban a los que estaban encadenados con movimientos rápidos y furiosos, gritándoles. Un par de guardas se pusieron a cortar las cadenas, y los demás comenzaron a levantar los cuerpos que había en el suelo y a leerles sus derechos en el momento en que un furgón celular dobló con la curva, como si hubiera estado allí escondido todo el tiempo. «¡Nucleares no, gracias! ¡Nucleares no, gracias!», canturreaba Pronek, de pie junto a un tipo enano que lucía patillas que parecían chuletas de cerdo y calzaba pesadas botas, que de tanto en tanto lo miraba con suspicacia, como si lo creyera un espía del FBI. Dos guardas de seguridad con pinta de duros levantaron a Rachel. Uno la cogió por los tobillos (Pronek los imaginó delicados y frágiles) y el otro por las axilas (Pronek conocía su olor), y ella formó un paréntesis entre ellos, el culo casi rozando el suelo. Pronek cerró los ojos y murmuró para sí: «Traédmela», como si enviara un mensaje telepático. Pero los hombres uniformados no lo recibieron, y metieron a Rachel en el furgón. Pronek se imaginó en la cárcel con Rachel, luego escapándose con ella. Cruzarían los Estados Unidos juntos, y al llegar al Pacífico zarparían en un velero. Las fábricas de South Side seguían escupiendo fuego y humo. Pronek vio el perfil de Chicago en el horizonte, aquellas cajas iluminadas recortándose contra el cielo azul marino, frías y espléndidas. —Qué bonito —dijo Pronek sin dirigirse a nadie en particular, pues todos, a excepción de JFK, dormían: Vince se había puesto la bolsa de Chip y Chop bajo la cara y se apoyaba contra la ventanilla. Dallas babeaba en el asiento delantero. Rachel apoyaba la cabeza en el hombro de Pronek, la mano tocándole el muslo. De las fosas nasales de Rachel salía un aire tibio que bajaba por el brazo de Pronek, en cuya mejilla cosquilleaban los cabellos de ella. Pronek tenía la espalda tensa, le dolía, pero no quería moverse.

—Sí, es bonito —dijo JFK. Mientras iban en el tren elevado, a pesar del ruido infernal y de una pandilla de críos que hablaban —a grito pelado, para hacerse oír— de su vida en los hogares Robert Taylor, Rachel seguía durmiendo, aún con la sien apoyada en el hombro de Pronek. Dos chicas jóvenes estaban sentadas delante de ellos, y sus cabellos oscuros caían sobre las barras. Pronek vio que la de la izquierda se inclinaba hacia su amiga, le rozaba la oreja con los labios y le decía: «Te quiero.» El tren, que hasta entonces había ido bajo tierra, salió a la superficie, y las luces de la ciudad brillaron a través de las ventanillas sucias. Las chicas se apearon en Belmont, cogidas de la mano. Rachel se bajó en Lawrence, amodorrada y casi sin darse cuenta de nada. Dijo que se verían mañana, y el mañana parecía tan lejano que Pronek tuvo ganas de llorar. La vio descender las escaleras y desaparecer. Ya la añoraba, y las luces de neón y argón pintaban de rojo la cara de Pronek. Cuando Pronek abrió la puerta de su estudio, todo estaba en su sitio: la taza de café que ponía BÉSAME, SOY IRLANDÉS, que había comprado por capricho en una tienda de objetos de segunda mano, seguía al borde de la mesa; el mapamundi seguía pegado a la pared; el reloj en forma de calabaza, que alguien se había dejado en la lavandería, seguía con su tictac; un par de zapatos marrones se daban la espalda disgustados; el plato lavado en el escurreplatos, inclinado sobre el fregadero, como si quisiera ver su propio reflejo. Todo estaba exactamente como lo había dejado. Se dijo que lo más asombroso era que cuando él no estaba, no había nadie: cuando estaba fuera, el espacio que él ocupaba quedaba vacío. Pero el olor era distinto: le llegaba un fuerte olor a plástico, que le resultaba totalmente desconocido. Olisqueando, anduvo cuidadosamente de puntillas, sin encender la luz, preparado para un ataque, como un lobo que regresa a su guarida violada, el cuerpo tenso y en guardia, los ojos le ardían de cansancio. Entró cautamente en el dormitorio: su camisa estaba extendida sobre el colchón, como haciéndose la muerta. Regresó a la cocina, tocó el fondo del fregadero vacío (una cucaracha se metió por el agujero), y unos faros parpadearon en las paredes. Se puso de rodillas y olió la alfombra que había en mitad de la habitación, y luego debajo del radiador, pero no pudo localizar el origen del olor. Se imaginó a alguien entrando furtivamente en su apartamento y fisgoneando de manera torpe e impaciente en todo lo que constituía el pequeño museo de su vida: un helicóptero verde de juguete que había robado en un porche; una rana de hojalata a la que se daba cuerda y saltaba; una foto de sus padres enmarcada: estaban borrachos y brindaban; un diminuto cuenco de madera lleno de canicas; un trozo de una tabla de madera con clavos que tenía el perfil de la Osa Mayor. Se imaginó que el intruso se probaba sus ropas, se abrochaba sus camisas. Pronek se preguntó qué pensaría

el intruso de él, de su vida. Fue al cuarto de baño, donde en medio de la oscuridad brillaba una nueva cortina de ducha que había colocado el propietario, y que rezumaba un olor químico, acre. LA MUERTE EN VENECIA Pronek se despertó con una erección morcillona y la molesta sensación de que su vida le estaba pasando a otro. Se sentó a la mesa, bebió café de la taza irlandesa y miró a la gente que esperaba el tren elevado: una mujer leía un libro en un banco; un adolescente meneaba la cabeza, siguiendo un ritmo impreciso; un hombre con un sombrero de paja y la cara cetrina estaba inclinado hacia delante como si la mañana fuera un saco de cemento; una adolescente exhibía una cresta en forma de palma en la cabeza y cadenas concéntricas de oro en el pecho. Se mantenían separados y no se miraban. El sol relucía en los raíles. Pronek se dijo que nadie más que él recordaría ese momento, y que algún día también desaparecería de su memoria. William se hallaba ante la puerta de Pronek con sus calzoncillos de ositos danzarines, su cabeza enorme, la cara revestida de acné. Le habían cortado el teléfono, y necesitaba hacer una llamada para responder al anuncio de una página de contactos. William era de Portland, y había llegado a Chicago para abrirse paso en el teatro de improvisación, pero por el momento repartía pizzas y trabajaba en una empresa de mudanzas, y cada vez que le veía tenía las manos magulladas. Tras una sesión de charla intrascendente en el ascensor, en la que William detectó que Pronek era extranjero por sus lacónicas respuestas, llamó a su puerta con la idea de imitar el acento de Pronek en sus ejercicios de improvisación. Le hizo las preguntas de rutina (cuándo había llegado a los Estados Unidos y de dónde era) y luego intentó imitarle, improvisando una situación en la que él era un taxista extranjero. Pronek escuchó su interpretación morbosamente falta de gracia, que incluyó muecas idiotas y un acento que a Pronek le pareció irlandés. Pronek sintió que el pecho se le ahuecaba de miedo y pena, mientras William no dejaba de reírse de sus penosos chistes. Pronek le dejó entrar y se quedó de pie apoyado en el mármol de la cocina, mientras William llamaba al servicio de contactos. Pronek vio cómo la cucaracha del fregadero salía del agujero y a continuación correteaba cautelosamente hacia el horno, pero él no se movió. —Hola, me llamo William. Mmm, me gusta Pulp Fiction, la cocina asiática y David Sedaris. Se asomó al cuarto de baño, estirando al máximo el cable del teléfono y haciendo que éste se acercara lentamente al borde de la mesa.

—Nada me haría más feliz que darte un masaje en los pies junto a la chimenea, beber una cerveza de importación y cantar mi canción favorita, que es, mmm, «Yesterday». Dice así... Era ayer, yo aún podía sonreír... William cantó con una voz sosa y escasa, alcanzando esporádicamente el tono ronco de un barítono tuberculoso. El cuarto de baño se hizo eco de aquellos horribles sonidos, y Pronek se imaginó a la persona que escuchaba ese desdichado mensaje, y se dijo que no podría reprimir una mueca de espanto. Recordó que él solía cantar esa canción, y de pronto se sintió avergonzado con efectos retroactivos: se acordó de cuando rasgueaba su guitarra, intentando expresar las profundas emociones que contenía la canción, y se le puso la carne de gallina al pensar en su propia estupidez, en la época en que pensaba que «Yesterday» no era más que una canción ñoña, en la época que era otra persona. —Y de pronto, ya no soy el mismo de antes, una sombra se cierne sobre mí... —cantó William, subiéndose la pernera de sus calzoncillos para rascarse el muslo y revelando un grano que claramente evolucionaba a forúnculo. El teléfono cayó de la mesa y se estrelló contra el suelo. Rachel hacía el puerta a puerta al otro lado de la calle. Podía verla subir hasta el porche y llamar al timbre; a continuación la veía mirar a su alrededor: buzones abarrotados de revistas, céspedes con patos de madera, ranas de mármol, ángeles de plástico y aspersores —que eran como arañas de aluminio con largas colas verdes—. Pronek veía su cabeza moviéndose a derecha e izquierda mientras hablaba con las personas que le abrían la puerta. De vez en cuando, mientras iba de una casa a otra, le sonreía y le saludaba con la mano, la luz difusa a causa de las hojas amarillas que mitigaban la palidez de su cara. Pronek estaba delante de una puerta cerrada, dejando pasar el tiempo, y cuando llamaba al timbre rezaba a los dioses del mundo laboral para que no hubiera nadie en casa. Cuando alguien le abría la puerta intentaba hablar de los delfines, pero la gente le miraba con cierto desprecio y sin el menor interés. A medida que una puerta tras otra se le cerraba en la cara, la cólera se acumulaba en su estómago. Le dio una patada a un cubo de plástico verde neón y lo mandó contra la cerca. —Entra —dijo la mujer—. Te estaba esperando. Era una mujer frágil, de baja estatura, con un inmenso pañuelo enroscado en torno al cuello. Pronek entró en la casa, renuente, y bajo sus pies notó partículas de algo que crujía. La puerta mosquitera le golpeó la espalda al cerrarse, como incitándole a entrar. —¿Tienes hambre? —le preguntó la mujer. La casa olía a fideos húmedos. En una estantería había un pequeño Buda sonriente, ya su lado un erizo de palitos de incienso. Sobre la repisa de la chimenea había un espejo, y Pronek se miró fugazmente.

—No, gracias —dijo Pronek. —Pero si he preparado la sopa won—ton que te gusta —dijo—, y también un poco de pollo frito. La sopa won—ton era la favorita de Pronek, y también le encantaba el pollo frito. —Gracias —dijo, y de pronto sintió el estómago vacío. —A lo mejor se apuntan Jonhny y Grace —dijo la mujer—. A lo mejor necesito que vayas a buscar unas coles de Bruselas. Permitidme sugerir que si Pronek fuera un edificio con un ascensor en su interior que comunicara su cerebro y su estómago, en ese momento en concreto el ascensor habría descendido cien plantas, atraído por una horripilante gravedad, y se habría aplastado contra el suelo, convirtiendo a todo aquel que se hallara dentro en una dolorosa papilla. —Y podrías haberme llamado para decirme que llegabas tarde —dijo la mujer. Puso los brazos en jarras y negó con la cabeza a modo de reprimenda. —No soy quien usted cree —dijo Pronek con un nudo en la garganta. —Oh, te conozco mejor que nadie —dijo la mujer, hizo un gesto con la mano en dirección a él y frunció el ceño de manera benevolente. En los alféizares había una selva de exuberantes plantas. De la pared colgaba un calendario con una foto de una calle de Saigón y algo escrito en un impenetrable alfabeto; en algunos de los cuadrados con las fechas había caras sonrientes. La mujer tenía la piel oscura y una cara ancha, de mejillas carnosas, enmarcada por un tupido pelo negro. A lo mejor es vietnamita, se dijo Pronek, pero ¿quién soy yo? —Estoy con Greenpeace —le dijo a la mujer, y como prueba enseñó su carpeta de pinza con un folleto en el que se veía el planeta verde y azul. Pronek se dio cuenta de que el año que había en el calendario era 1975. La mujer rió de buena gana, dando palmas y aplaudiendo la actuación de Pronek. —Siempre me haces reír —dijo la mujer, y se tocó la tripa, como si le doliera al reír. —Señora... —Pronek intentó volver a explicarse, pero no tenía ánimo para continuar, pues no recordaba cómo había llegado allí, cómo se había convertido en lo que era. Se sentó en una butaca que le abrazó, de cara a la tele apagada. Había un par de zapatillas de hombre, azules y suaves, meticulosamente alineadas junto a la butaca, a su alcance. Pronek cerró los ojos, con la esperanza de que la mujer hubiera desaparecido cuando los abriera. Pero ella seguía allí. Pronek se preguntó qué pasaría si simplemente se quitara los zapatos y se pusiera las zapatillas en los pies, hinchados de tanto andar. ¿Y si se tomara la sopa won— ton? ¿Perjudicaría a alguien? Pronek se vio caminando pesadamente hacia la cocina, con las zapatillas puestas, sentándose y comiéndose la sopa mientras la

mujer le frotaba suavemente la espalda. ¿Por qué no podía ser más de una persona? ¿Por qué estaba atorado en mitad de sí mismo, hambriento y cansado? —Señora —dijo, aún vacilante, en un susurro, las palabras tambaleándose al borde del silencio—. Lo siento mucho, pero usted no me conoce. —No te preocupes tanto por eso —dijo la mujer, en voz baja, acercándosele, sólo tenía que estirar el brazo para tocarlo—. Se te enfría la sopa. Rachel abrió la puerta, y un gato grande intentó salir del apartamento. Ella se lo impidió con el pie. —Éste es el gato —dijo. —¿Cómo se llama? —preguntó Pronek. —Yo lo llamo gato. Es el gato de Maxwell. Él lo llama Zora. —¿Quién es Maxwell? —Mi compañero de piso. —Oh. Rachel encendió la luz, se volvió y cerró la puerta con llave. El Gato olisqueó los zapatos de Pronek, a continuación levantó los ojos para mirarle. —Zora —dijo Pronek— en mi idioma significa primera hora de la mañana. Las paredes estaban pintadas de color turquesa, con una gruesa línea roja que iba de pared a pared por el centro. El Gato saltó al sofá y se colocó debajo de un cojín. —Bueno, pues Zora no es muy madrugador. Maxwell lo malcría hasta lo indecible. —¿Es tu novio? —Maxwell es hermoso —dijo Rachel—. Por desgracia es gay. —Oh. Rachel redujo la intensidad de la luz. Pronek se dejó caer en el sofá y sintió cómo la fatiga descendía hasta su pelvis y sus muslos. —Maxwell es músico, toca la trompeta. Tiene un grupo de jazz con su novio, Aaron. Se cree el Miles del hip—hop. —¿Quién es el Miles del hip—hop? —Miles Davis, ya sabes, en versión hip—hop. —Oh. Había una foto en blanco y negro de un hombre que cruzaba la calle, encorvado, uno de sus pies a punto de tocar el suelo, como si estuviera pisando una araña. Rachel se sentó al lado de Pronek, le puso una mano en el muslo y le dijo: —¿Quieres algo? ¿Algo de beber? Las cejas de Rachel convergían, y brillaba la pelusa que cubría la loma

convexa que tenía sobre la nariz. Tenía los globos oculares lustrosos. Se imaginó que los tocaba con la punta de la lengua y pensó: Blago. —No. —Bueno, pues yo sí. A un hombre no le viene mal un whisky después de una dura jornada de trabajo. —Muy bien, ponme un whisky. Mientras Rachel estaba en la cocina —oyó tintineo de vasos, agua que corría, ruidos indeterminados— se imaginó a sí mismo imaginándose a sí mismo en esa habitación tenuemente iluminada, esperando a una mujer que sólo sabía lo que él le había contado en su pobre inglés y su distorsionado acento. Comprendió claramente que quien él creía ser y quien ella creía que era resultaban dos personas distintas. Se imaginó siendo dos personas, los dos sentados el uno junto al otro en el maldito sofá. El Gato estaba de pronto al otro lado de la mesa, acurrucado en el sofá, yendo y viniendo entre Pronek y su doble. Rachel apareció por el pasillo a oscuras con dos vasos y dijo: «Vamos a mi cuarto.» Pronek se levantó lentamente, apoyándose en los puños para separarse del sofá. Espero un momento, a continuación me precipito hacia delante, asustando al Gato. Le sigo hasta el dormitorio de Rachel y me deslizo dentro antes de que cierren la puerta. Se sientan en la cama, la lamparilla de noche iluminando a Rachel por detrás, Pronek de espaldas a mí, y sin hacer ruido me instalo en el escritorio de Rachel, en un rincón oscuro, inhalando por la boca y exhalando por la nariz, de manera muy débil, inaudible. Se beben el whisky, en un silencio lleno de deseo, probablemente mirándose a los ojos. Rachel le besa en la boca, luego se echa un poco hacia atrás, esperando a que él actúe. Pronek echa un trago de whisky, a continuación se inclina hacia ella y le agarra la cabeza con una mano, atrayendo su cara hacia sí. En la otra mano, el vaso de whisky se inclina lentamente, apoyado en su rodilla, hasta que comienza a gotear sobre el suelo. Se tienden lentamente en la cama, los pies aún en el suelo. Oh, he visto muchas veces este toqueteo precópula. Conozco la incredulidad, la duda mientras él le quita la ropa a ella, capa a capa, mientras ella le desabrocha la camisa. Miro las cosas que hay sobre su escritorio: un mensaje de un tal Daren; un cedé de Ciccione Youth; un impreso para un puesto de profesor de inglés como segunda lengua. Hay unos contactos, con pequeñas fotos de un marco vacío; de una farola partida por la mitad, como un lápiz; de un anónimo porche suburbano; de Pronek con la mirada fija en la cámara, bajo la fláccida bandera americana. Hay un grueso fajo de papeles con notas garabateadas en una letra inclinada, como el trigo al viento. Los leo:

Se tragaron las hamburguesas con queso como si fuese píldoras. Y sin embargo estaban tristes.

Mi violencia es un sueño.

Rachel se está quitando los zapatos, tiene problemas para deshacerse el nudo, suelta una risita.

Jozef tenía un grupo de blues en su país. Es un buen hombre, pero suben burbujas de la criatura que tiene al fondo. El otoño llegó el 28 de agosto, a eso de mediodía. De pronto la luz era tenue, los rayos de sol te llegaban con la cabeza gacha, rozando sus mejillas contra tu costado, como un gato que ronronea.

Rachel ha desabrochado la camisa de Pronek. Ella también tiene las piernas desnudas, veo su entrepierna y sus bragas. Pronek le mira las manos. Ella le baja la camisa por los hombros, a continuación le levanta la camiseta, riendo y negando con la cabeza. «Tenía frío», dice Pronek. Ella le besa el pecho y le hace cosquillas con la lengua en el pezón izquierdo. Pronek jadea.

Ojos de perro incrustados de lágrimas de perro.

Pronek se afana en desabrocharle el sujetador, mientras ella le pasa los dedos por el pelo. «Está sucio», dice Pronek. «Todavía no», dice Rachel, y ríe otra vez, echándose hacia atrás mientras Pronek resuelve el acertijo del sujetador: sus pechos acometen.

Fuera oigo el parloteo de las ardillas. Si no conozco su idioma, ¿cómo puedo saber que no me hablan a mí? Lenta y meticulosamente, como si cualquier asomo de tosquedad pudiera estropearlo todo, Pronek baja las bragas de Rachel, que resbalan por los muslos, por las rodillas, hasta que ella saca los pies en un serpenteo. Ahora está desnuda, tiene un cuerpo hermoso, la luz refulge en su piel. —Utilicemos un condón —dice.

Todo lo que hay en el supermercado tiene un nombre no negociable. El amor nos separará.

Pronek desgarra el envoltorio del condón, como un cachorro excitado, la espalda arqueada, la columna vertebral con dientes de sierra. —Odio los condones —dice, y muerde otra vez el envoltorio. —Si empezamos a salir en serlo —dice Rachel riendo—, puedes conseguir uno de esos lavables y no quitártelo nunca. —Pronek suelta una risa desolada, el condón aún por conquistar—. Oh, dámelo —dice Rachel, y enseguida tiene el condón en la palma de la mano—. Y deja que te lo ponga.

Oh, ¿qué es ese sonido que taladra el oído abajo en el valle, esos golpes de tambor, de tambor? Sólo los soldados escarlata, querido, llegan los soldados. —¿Puedo apagar luz? —dice Pronek. —La luz. —¿Qué? —¿Puedo apagar la luz?

—Apagar la luz. Rachel apaga la luz. Ahora estoy sentado en la oscuridad. Sólo el esporádico espejismo de un faro aparece en las paredes y perece enseguida. Escucho sus sollozos y jadeos, los zarandeos, los giros, la lucha, la colisión de la carne, un resuello, una palabra: sí, blago, no, despacio. No puedo evitar sentirme excitado al oír sus cuerpos combatiendo en la oscuridad. Tengo que respirar procurando que mis inhalaciones coincidan con los sonidos de su pasión, la mano de la lujuria me rodea la garganta, me arden los lomos. Me muevo y la silla chirría. —¿Qué es eso? —dice Pronek. —Nada. Todo va bien. Ven aquí. —He oído algo. —No es nada. Vamos a follar. Rachel comienza a emitir un chillido apagado, que se convierte en un rugido intermitente, mientras que Pronek produce un sonido sibilante, de dientes apretados, como si alguien le diera de puñetazos en el pecho. Entonces, para mi alivio, todo acaba: se corren a dúo. Silencio. —¿Te ha gustado? —dice Pronek. —Calla. La habitación huele a su sudor y a sus ropas. Percibo el cuerpo relajado de Pronek y cómo la tensión le vuelve lentamente: dobla los dedos, aplastando un objeto imaginario. —¿Puedo fumar? —suplica. —Aquí no. En la terraza. Alguien llama suavemente a la puerta e irrumpe en el dormitorio. Pronek sale disparado de la cama, se cae al suelo y allí se queda. —Rachel —dijo el hombre. —Por amor de Dios, Maxwell. No estoy sola. ¿Qué demonios te pasa? —Mierda —dijo Maxwell, y salió del dormitorio cerrando la puerta—. Lo siento —dijo desde el otro lado de la puerta—. Rachel, necesito un condón, se me han acabado. —Dios —dijo Rachel, y salió de la cama. Pronek seguía en el suelo, boca abajo, y el corazón le latía tan fuerte que imaginó que intentaba salirse del pecho abriendo un túnel con sus garritas. Rachel no era de las que les gusta ir de la mano por la calle: dijo que eso la hacía sentirse una colegiala. Pero estuvieron dando una vuelta por Uptown: contemplaron las casas antiguas de Beacon, y las imaginaron habitadas por viejas locas que cobijaban a cientos de gatos; entraron en el Uptown National Bank y admiraron sus mostradores de mármol y sus techos con altas cúpulas, y se imaginaron que lo robaban, como Bonnie y Clyde; pasearon por el

parque, pasaron por un campamento de gente sin hogar y Rachel sacó varias fotos; se cruzaron con unas señoras rusas con forma de calabaza que parloteaban pronunciando consonantes débiles. Fueron al muelle Montrose y contemplaron las olas rompiendo contra el dique. A Rachel le gustaba fotografiar la nuca de Pronek mientras éste contemplaba el lago, las olas formando crestas y unas cuantas nubes desplazadas que asomaban sobre el fino horizonte, avanzando hacia los rascacielos. Pronek oía el chasquido de la cámara a su espalda, como un reloj con hipo. Al crepúsculo contemplaron el perfil de la ciudad titilando en la niebla húmeda, y se quedaron hipnotizados por la serpiente moteada de luces que subía por Lake Shore Drive: los coches de vuelta a casa. —Te quiero. —No digas eso. —Pero te quiero. Nunca he sentido un amor como éste. —No digas eso. —¿Por qué? —No lo estropees. —¿Que estropee el qué? —Esto. —¿Y qué es esto? —Sólo abrázame y bésame. Beso. —¿Qué es eso? —¿El qué? —Ese ruido. —¿Qué ruido? —El ruido de alguien escarba. —De alguien escarbando. —¿Quién está escarbando? —De alguien escarbando, no de alguien escarba. —¿Cuál es la diferencia? —Bueno, uno es correcto y el otro no. —Muy bien, ¿quién está escarbando? —Bueno, parece más bien que alguien esté rascando y moviéndose. Probablemente sea un ratón. —¿Puedo fumar? —Aquí no. El suelo estaba frío, y Pronek lamentó ir descalzo: no se podía permitir enfermar. Se imaginó solo en la cama, sudando y estornudando, el corazón palpitándole con fuerza, esperando a que Rachel volviera de trabajar. La idea de

separarse de ella se le hacía insoportable. Fue hasta la cocina, de puntillas como una bailarina elefanta, para proteger las plantas de los pies del frío. Maxwell estaba fregando un montón de vasos de vino, desnudo, sus rizos en forma de muelle le caían sobre los hombros. —Buenos días, Maxwell —dijo Pronek, pero no estaba seguro de que el otro le hubiera oído. —Ey, buenos días —dijo Maxwell, lanzándole una mirada a Pronek, pero sin volverse. Pronek quería zumo de naranja, pero Maxwell estaba fregando todos los vasos, de modo que se sentó a la mesa de la cocina, procurando no mirarle. Pero Maxwell tenía los hombros anchos, sus omóplatos parecían una armadura; sus bíceps estaba bien torneados y se curvaban hacia los codos; su color café absorbía la luz de la mañana; su columna vertebral se curvaba en un valle poco profundo por encima de las medias lunas de sus nalgas. Se volvió hacia Pronek. —Nunca habías visto el cuerpo de un negro, ¿verdad? Pronek estaba petrificado: no quería que Maxwell pensara que era gay. —No. —Es hermoso, ¿verdad? Pronek sintió el impulso de salir corriendo de la cocina, rumbo a la seguridad del dormitorio, pero estaba paralizado. El cuerpo de Maxwell era hermoso. El único movimiento que podía hacer Pronek era volverse un poco hacia la zona neutral de la pared desnuda de enfrente. Chirrió la silla, recalcando el ominoso silencio. Maxwell llevaba piercings en los pezones, dos aros que parecían aldabas. Miró a Pronek fijamente a los ojos y le dijo: —¿Te gustaría tocarlo? Dio un paso hacia Pronek, que se echó hacia atrás, mirando a su alrededor, fingiendo que no veía y que no le importaba. Los muslos de Maxwell eran finos, unos ricitos se desperdigaban sobre sus curvas. Aaron entró, desnudo, el pene pendulante, largo y grueso, la piel rosada. Pronek apartó la mirada y la dirigió hacia la amistosa pared desnuda. —Eh, ¿qué pasa aquí? —dijo Aaron. Maxwell levantó las manos, se volvió hacia Pronek y se encogió de hombros. —¿Intentas seducir a mi novio? Pronek se pasó la lengua por los labios, divisó un imán de nevera en forma de fresa y dejó en él la mirada. —No —gimoteó. —Vosotros los extranjeros os creéis que podéis venir aquí sin más y llevaros a nuestros hombres —dijo Aaron—. Pero lo entiendo... Es hermoso. Pronek produjo un veloz parpadeo, como si el parpadeo en sí mismo fuera a provocar una réplica ingeniosa. Pero todo lo que dijo fue: —Lo siento.

Maxwell se inclinó hacia delante y soltó una carcajada. Aaron echó la cabeza hacia atrás y emitió una risa que fue como una tos. Chocaron palmas, a continuación se abrazaron y se besaron, apretando fuerte los labios: todo pareció un baile bien ensayado. Pronek intentaba reír sin mucho entusiasmo, aún decidido a no apartar la vista del imán. Tenía la espalda rígida y le dolía. Quería cruzar las piernas, pero habría llamado la atención, pues habrían pensado que tenía una erección..., lo que le hizo pensar que, de hecho, a lo mejor tenía una erección. Oyó que Rachel salía del cuarto de baño y la vio entrar cubierta de una bata de seda azul, el pelo húmedo, la cara reluciente y hermosa. —Joder —dijo—, esto parece una jodida playa. Lo único que os hace falta es una red de voleibol. —Nunca entenderás el vínculo que une a los hombres —dijo Maxwell. Aaron cogió una semilla de granada del cuenco de cereal de Maxwell. Pronek afirmó que no tenía hambre, aun cuando estaba famélico, pero no quería que le miraran mientras comía. —Jozef también tenía un grupo —dijo Rachel—. ¿No es cierto, Jozef? —¡No me digas! —dijo Aaron—. ¿Qué clase de grupo? —De blues —dijo Pronek. —¿Un grupo de blues? —Maxwell negó con la cabeza—. Un momento, ¿vienes de familia de esclavos? —No —dijo Pronek—, pero música bosnia es como blues. —La música bosnia es como el blues —dijo Rachel. —Oh, déjale en paz —dijo Aaron—. Es un verdadero encanto. —¿Y teníais nombre de grupo de blues? ¿Cómo Blind Joseph Jefferson o algo parecido? —Bueno —dijo Pronek, y suspiró—, nos llamábamos Blind Jozef Pronek. Ése soy yo, Jozef Pronek. Aaron y Maxwell chocaron palmas y soltaron una risotada. Pronek también intentó reír, pero tenía la garganta ronca y Rachel no se reía. Tuvo la sensación de haberse pasado todo el día en aquella cocina. —Vaya, muchacho —dijo Aaron, y se secó las lágrimas. Maxwell examinó la cara de Pronek, a continuación la de Rachel: —Blind Joseph Jefferson y Evol, amor al revés. Yo es que con los heteros me descojono. Aaron tamborileaba con los dedos sobre el volante, y Maxwell se daba palmas en los muslos al ritmo de la música. —¿Sabes qué es lo que está sonando, Jefferson? —dijo Maxwell. —No —dijo Pronek. —Es Bitches Brew, esa perra de Miles —dijo Aaron. A Jozef le parecía una música histérica, pero no dijo nada.

—Basta de llamarle Jefferson —dijo Rachel. —Hey, Blind Joseph Jefferson, el cantante de blues checo, no son bromas —dijo Aaron, y soltó una carcajada. —También estuve en un grupo que tocaba música de los Beatles. —Tío, ¿cuántos años tienes? ¿Sesenta y siete? Atravesaron un laberinto de tortuosas calles en las afueras de la ciudad, en cuyos céspedes parduscos aún se veían demonios necrófilos, calabazas y tumbas de plástico. El cielo estaba gris, la llovizna centelleaba bajo los faros. Veían encenderse las luces de los porches, y salas de estar vacías parpadeando en torno a la tele; alguna silueta cruzaba el marco de la ventana. —Mientras hablamos, cientos de asesinos en serie se están criando en estos sótanos —dijo Maxwell. —Tú también te criaste en las afueras —dijo Rachel. —Todavía no le han cogido —dijo Aaron. —Eh, era diferente, la mía era una familia cariñosa. —Ya lo creo. Tenías un césped verde y un garaje, contrariamente a todos los demás —dijo Aaron, y subió el volumen de la música. Había un solitario esqueleto de plástico colgando del porche a oscuras. Pronek tuvo la visión de un cadáver colgando, la carne podrida y cayéndosele a trozos, y se acercó para hacer el puerta a puerta. —Yo he hecho el puerta a puerta en esta casa —dijo sin dirigirse a nadie en particular. —No eras tú —dijo Rachel. Se abrió la puerta y un torrente de luz les inundó. Una mujer de pelo rapado, anchas caderas y hombros estrechos surgió entre la luz, como una aparición. La bola de acero que habitaba el estómago de Pronek comenzó a machacarle los intestinos. —Hola, mamá —dijo Rachel, y la besó en la mejilla. —Cómo estás, Rebecca —dijeron Aaron y Maxwell al unísono. —Buenas noches —dijo Pronek. —Éste es Blind Joseph Jefferson —dijo Aaron. —Sí, señora —dijo Maxwell—. Cada noche se desnuda en compañía de su hija y hacen cosas feas, muy feas. Feas de verdad. La madre de Rachel miró a Pronek sin inmutarse, los labios rectos y apretados. Pronek vio cómo se le tensaban los nervios del cuello. —¿Es eso cierto? Pronek tragó saliva y miró a Rachel, que miraba a Maxwell y negaba con la cabeza. —Sí —dijo Pronek—, pero... —¡Oh, basta! —dijo Rachel. —Sólo estaba bromeando —dijo la madre de Rachel—. Pasad.

—Una vez estuve en Sarajevo —dijo Rebecca—. Hace mucho tiempo, en los sesenta. Iba de camino a Dubrovnik. —Dubrovnik es muy bonito —dijo Pronek, aunque sólo había estado una vez, apenas medio día. —Me gustaba el barrio antiguo de Sarajevo, esas viejas tiendas turcas, y sus hermosas mezquitas. La gente era muy simpática. —Él también es simpático —dijo Rachel—. Demasiado simpático. —¿Todavía se cubren la cara con esas cortinillas? —preguntó Aaron. —Oh, no —dijo Pronek—. Eso pasó hace mucho tiempo. —Allí conocí a un bosnio. Me llevó a uno de esos cafés y bebimos un café fuerte, Dios mío, un café fuerte de verdad, en esas tacitas, y se oía una música triste procedente de la radio. Me contó, en un inglés muy bueno, que había que disfrutar de la vida, porque la vida es corta. —Sólo quería echarte un polvo —dijo Aaron. —Dios —dijo Rachel. —Bueno, pues lo consiguió —dijo Rebecca, y echó la cabeza hacia atrás, emitiendo una carcajada que, como un pájaro, revoloteó hasta el techo. —¿Qué tipo de música era? —preguntó Maxwell. —No lo sé. —Rebecca se encogió de hombros y señaló a Pronek—. Pregúntale al nativo. Todo lo que recuerdo es que era muy triste. —Probablemente era un sevdalinka. Es triste, pero es tan triste que te libera. Es el blues de Bosnia. —¿Sabes alguna de esas canciones? —Sí. —Cántala. —No. —¿Por qué no nos cantas una canción? —dijo Rebecca. —No, gracias. —A Pronek le sudaban las palmas de las manos. —Si cantas —dijo Aaron—, Rebecca te dejará estar desnudo con su hija y hacer cosas feas. —Jodidamente feas —dijo Maxwell. —¡Por favor! —dijo Rachel, y se sonrojó y sonrió. Pronek se aclaró la garganta.

Snijeg pade na behar na voće; Snijeg pade na behar na voće; Neka ljubi ko kod koga hoće; Neka ljubi ko Kod koga hoće ... Ako neće nek’ se ne nameće Ako neće nek’ se ne namece

Od nameta nema selameta Od nameta nema selameta... Acabó con una voz suave y susurrante, dejando que las últimas exhalaciones salieran de sus pulmones antes de cerrar la boca. —Ha sido hermoso —dijo Rebecca, y aplaudió. —Una bonita canción —dijo Maxwell—. ¿De qué trata? —No sabría traducida —dijo Pronek. —Inténtalo —dijo Rachel—. Por favor. —La nieve cae sobre las flores en primavera y el fruto, y es una época extraña. —Qué raro —dijo Aaron. —y un perro quiere convertirse en lobo. Se va al bosque y es libre, pero unos hombres quieren matarlo. —¿Por qué? —preguntó Rebecca. —No lo sé —dijo Pronek—. Porque tienen armas. Y luego dice algo así: Si el perro tiene suerte en su desdicha, regresaría a casa y sería libre. —Esto me recuerda un proverbio chino —dijo Rebecca— que dice: Es mejor ser rico y feliz durante cien años que pobre y desgraciado un solo día. Rebecca besó a Pronek en la mejilla, y él olió su perfume y su aliento a alcohol. Él también quiso besarla, pero sólo atinó a decir: «Gracias.» Fuera hacía frío, ráfagas de nieve aparecían volando de la oscuridad hacia la luz, como polillas, y algunas se les pegaban a las ropas y a continuación se derretían con un destello. —Esa canción me ha encantado. —Gracias. —Ignoraba que supieras cantar así. —Gracias. —Le has caído bien a mi madre. —Ella también a mí. —Sabes, Maxwell y Aaron se van a vivir juntos. Han encontrado un apartamento en Evanston. —Bien. —Tendré que buscar un compañero de piso. —Entiendo. —Mi padre se fue a vivir con mi madre el día que se conocieron. —¿El mismo día? —Sí. La conoció en una terminal de autobuses. No tenía donde vivir y ella se lo llevó a casa. —¿Cuánto tiempo estuvieron juntos?

—Doce años. Oyeron a Aaron y a Maxwell tocar la trompeta, unos gemidos quejumbrosos procedentes de la cocina. Pronek estaba un poco ebrio, y cuando cerró los ojos vio espirales que destellaban, y pudo oler el pelo de Rachel, el codo de ella le rozaba las costillas. —Me siento feliz de que estemos juntos —dijo Rachel. Dejó junto al contenedor algunas de sus sillas agrietadas y la mesa destartalada, junto con platos agrietados, vasos de permanente suciedad, y un colchón podrido, que, sospechaba Pronek, era el hogar de una camada recién nacida de cucarachas. El resto cupo en cinco cajas, que subió de una en una. Colocó las toallas en el tocador, junto a su ropa interior. Colgó sus ropas en su mitad del armario. Metió la caja de cartas de Mirza bajo la cama. Colocó dos fotos enmarcadas sobre la tele: Pronek actuando con los Dead Souls; sus padres borrachos dándose la mano torpemente. Colocó el helicóptero de plástico sobre la estantería y el cuenco de canicas sobre la mesita baja. Colgó el mapamundi en la cocina y desperdigó otras cosas que le pertenecían por el apartamento, marcando su territorio, como un perro que mea en los árboles: allí donde mirara, había una señal de su presencia. Y cuando se cepillaba los dientes, mientras Rachelle esperaba en la cama, le llenaba de euforia estar en el baño mientras ella estaba en el dormitorio. Rachel dijo: «Esperaré aquí.» Pronto se metió en un laberinto de paredes, pasó por unas puertas bajas en arco y comprendió que estaba dentro de un castillo. Consiguió llegar a un vestuario, y se quedó delante de una taquilla esperando a que se abriera, pero a continuación decidió tratar de forzar la cerradura. Estaba hurgando con un bolígrafo de grafito cuando alguien entró. Enseguida se recuperó de la sorpresa, y, con un perfecto acento americano, tan perfecto que parecía ser otro el que hablara, como si fuera el vientre de un ventrílocuo infestado de almas, dijo: «¡No entre en mis dominios!» El intruso era Sila el Batería, que llevaba una boina verde y un tambor que le colgaba del cuello. «Este lugar apesta a extranjero», dijo Pronek. «¡Maldita sea!», dijo Sila. Luego Pronek consiguió entrar en la taquilla, que tenía un dormitorio y un cuarto de baño y un jardín con una pila para pájaros en forma de oreja. Cogió un teléfono móvil plateado del jardín y un carrete de película del dormitorio, y un condón del cuarto de baño y se lo metió en el bolsillo. A continuación trepó por las paredes interiores del castillo y en un periquete estuvo fuera. Vio que unas personas bajaban la empinada colina hacia atrás, todas agarradas a su propia cuerda. Era una especie de peregrinaje al revés: de algún modo supo que al pie de la colina había un santo que se había despeñado y sangraba. Todo el mundo llevaba sus posesiones en la mano, y a pesar de ello no soltaban la cuerda: vio que Maxwell llevaba una cometa; vio a Dallas, que llevaba una caja de zapatos

con un reactor nuclear y un banjo. Vio a su padre arrastrar de una correa un rottweiler muerto y podrido. Había un grupo de niños de tres años, todos con el pecho peludo y todos llevando un enjambre de moscas que en sus manos componían formas distintas: un plátano, un revólver, el mapa de Yugoslavia. Vio que unos desconocidos transportaban colina abajo cosas que reconoció como suyas: la guitarra que había vendido antes de irse a vivir a los Estados Unidos; las cartas azules que había recibido de Mirza a través de la Comisión de Refugiados de las Naciones Unidas; un tarro lleno de canicas de diferentes colores. Vio unos siameses unidos por la cadera, que con sus cuatro manos sostenían una caja en la que había un balón de fútbol deshinchado; un paraguas con las varillas rotas; unos pergaminos sagrados; una colección de zapatos con medias suelas. Uno de los siameses le lanzó una mirada maliciosa a Pronek, y éste comprendió que la taquilla en la que había entrado era la suya. Le entró un miedo terrible y, de espaldas, se puso a descender la colina cada vez más rápido, con la cuerda quemándole las manos, sin poder ver adónde iba. Todo lo que podía ver era la enorme roca que el santo había empujado hasta lo alto de la colina. Pronek escuchaba la respiración de Rachel, intentando calmarse, pero el corazón le latía muy deprisa, le dolían las plantas de los pies y tenía los arcos tensos, como si acabara de parar de correr. —Rachel, ¿qué es ese ruido? Se inclinó sobre ella. La cara de Rachel estaba serena, los párpados relajados, murmuraba algo que él no pudo comprender, y por un instante la odió por dormir tan pacíficamente, tan lejos de él, por tener sueños distintos. —Rachel, ¿qué es eso? Le tocó el hombro y ella se estremeció, soltó un chillido y abrió los ojos de golpe. Miró a Pronek asustada y sorprendida, como si no lo reconociera. —Rachel, soy yo. Ella le apartó de su lado y se sentó en la cama, resoplando y respirando pesadamente. —Rachel, ¿qué es ese ruido? —¿De qué estás hablando? —¡Escucha! No se oía nada. Estaban inmóviles, en silencio, en la oscuridad. —Duérmete, Jozef. —No. Escucha. Era como si alguien rascara y correteara, algo apenas audible, en algún lugar del pasillo. Pronek saltó de la cama y salió del cuarto de puntillas, a continuación encendió la luz bruscamente. —¿Qué demonios te pasa? Rachel se puso la bata y le siguió. Pronek avanzaba hacia la cocina, el cuerpo tenso y alerta, con su pijama de franela.

—Son las tres de la mañana, por amor de Dios. Pronek encendió la luz de la cocina, luego, muy decidido, se puso a cuatro patas y comenzó a arrastrarse. Rachel estaba junto a la puerta, descalza y helada. —Escucha. —Oh, Dios. Pronek se metió bajo la mesa que había en el rincón, y Rachel le vio las plantas de los pies. «¡Un ratón!», gritó, y se dio con la cabeza contra la mesa. Algo pasó velozmente junto a los pies helados de Rachel, y por un momento ella se puso a trotar, como si bailara. Aquello corrió pegado a las paredes de la sala y se metió detrás del sofá. Pronek salió de debajo de la mesa con la mano acariciándose la cabeza y se puso en pie. —Es el ratón —dijo. —Está detrás del sofá —dijo Rachel. Pronek avanzó hacia el sofá y lo apartó de la pared. El ratón estaba en un rincón, temblando, acurrucado, un tentáculo de luz le rozaba la cola. —Dame algo —dijo Pronek. El ratón estaba rollizo, le faltaba un breve paso evolutivo para ser rata, y tenía los carrillos hinchados como si le hubieran pillado comiendo y aún masticara la comida. —¿Qué quieres? —Algo. Rachel sacó un libro de la estantería. —Toma. Pronek cogió el libro, miró la portada y lo hojeó: era El idiota. —Éste no. —¡Estás bromeando! ¿Qué más da? —Éste no. Rachel volvió a colocar el libro en la estantería, se llevó las manos a la espalda y se puso a buscar otro. —¿Quieres novela o biografía? —dijo irritada. El ratón osó moverse, la espalda contra la pared, pero Pronek dio una patada en el suelo. —Aquí tienes La muerte en Venecia —dijo Rachel. Pronek agarró el libro: era un ejemplar de bolsillo de pequeño tamaño, grueso, y hedía a moho de biblioteca. Golpeó con él al ratón: una vez, dos. El ratón chilló y se retorció mientras Pronek no dejaba de golpearle, hasta que dejó de moverse y emitir ruido alguno. —¡Dios! —dijo Rachel. —Creo que está muerto. —¿Qué vamos a hacer ahora? —No lo sé. Pronek aún tenía en la mano La muerte en Venecia y los ojos

encendidos: acababa de matar a un ser vivo y sentía náuseas, como si hubiese tragado sangre. Rachel apareció con una escoba y un recogedor y se los entregó a Pronek. —¿Por qué yo? —Muy bien, apártate. Echó el ratón al cubo de la basura con ayuda de la escoba, y éste cayó rodando, pero entonces sacudió la cabeza y dobló las patas, como si despertara de un largo sueño. —Dios, está vivo —gruñó Rachel. —Joder —dijo Pronek, y comprendió que si alguien le escuchara pensaría que maldecía como un americano de verdad—. Cabronazo. —Coge un cubo y llénalo de agua —dijo Rachel. Pronek encontró un cubo de hojalata en el cuarto de baño, sacó los trapos y esponjas que había dentro y lo llenó de agua hasta la mitad: observó el diluvio que salía del grifo y se imaginó a sí mismo en el fondo del cubo, el agua cayéndole encima. Rachel tenía inmovilizado al ratón sobre la pala, apretándolo con la escoba. Lo dejó caer dentro del balde. Por un momento el ratón flotó de espaldas, con una mueca de horror en su carita puntiaguda, pero a continuación se dio la vuelta y comenzó a nadar. El agua estaba limpia, se podía ver el fondo. El ratón arañaba las paredes con las patas, intentando escalar, pero estaba claro que era imposible. —Ahógalo —dijo Rachel. —No puedo. —¡Ahógalo! —Rachel apretó la cabeza del ratón con el dedo índice, y el ratón se hundió, pero enseguida volvió a salir a la superficie. Volvió a apretarlo, pero se echó hacia atrás cuando el ratón intentó agarrarle el dedo. El animal agitaba sus patitas, y la cola serpenteaba a su espalda. Cuando llegó a la pared del cubo, se puso a arañar de manera frenética. —Podríamos dejarlo aquí —dijo Pronek. —Creo que no. No quiero pasarme la noche escuchando su agonía. —Quizás podríamos echarlo a la calle. —No, tiene que morir. —Nunca había visto el ratón así. —Un ratón así. —¿Qué? —Un ratón así. No el ratón así. —¿Por qué tienes que corregirme todo tiempo? —Se puso en pie y, furioso, se alejó de Rachel y del cubo. —¿Por qué tienes que corregirme todo el tiempo? —Es el igual. Tú me entiendes. —Es igual.

—¡Basta! —chilló Pronek. —¡No me chilles! —le gritó ella. El ratón nadaba en círculos. Pronek sintió la rabia creciéndole en el estómago, algo que empujaba el interior de sus sienes, un calor inundando sus globos oculares. Se quedó de cara a Rachel, que le miró con un beligerante desagrado. En aquel momento Pronek tuvo claro que no quería estar allí —la idea se extendió ante él como una pista de esquí— y que no había ningún lugar en el que quisiera estar. Oyó el ratón arañando el balde, ese ruido horrible. Y a continuación, con un movimiento del pie que a él le pareció increíblemente lento, pero que sobresaltó a Rachel, de una patada hizo volar el cubo hacia la pared. El agua se esparció por todas partes, y unas cuantas gotas sueltas centellearon. En su interior sintió una liberación: el diluvio de furia partió el dique de su estómago e inundó su cuerpo en el momento en que el cubo golpeó la pared. —¿Qué coño estás haciendo? —Rachel se tiraba de los pelos. —¡Corrige esto! —gritó Pronek, y lanzó El idiota a la otra punta de la sala. Agarró el cuenco de canicas y lo vació en el suelo: las canicas cacarearon histéricamente y rodaron en todas direcciones. Estrelló un jarrón sin flores contra la pared. Barrió las fotos enmarcadas que estaban sobre la tele y se rompieron contra el suelo, llenándose todo de añicos. Le dio una patada al reloj en forma de calabaza, como si fuera un balón de fútbol, y aquél aterrizó sobre el sofá. Caminó sobre los añicos de cristal hacia la taza con las letras Bésame— Soy—Irlandés y la tiró al suelo. Arrojó la rana de hojalata hacia la ventana, pisoteando los añicos y cortándose las plantas de los pies. En la cocina, arrancó el mapamundi de la pared, lo tiró al suelo y lo pisó, dejándole manchas de sangre. —¿Qué estás haciendo? ¡Voy a llamar a la policía! Agarró una granada y la lanzó contra la pared, y la granada explotó como si fuera una cabeza, dejando por todas partes sesos de color carmesí. —Llama a la maldita policía. ¡Haz que me echen de este puto país! Arrancó de la pared las fotos de Rachel y las hizo trizas. Sacó los libros de las estanterías, los desgarró y lanzó las páginas hacia el techo. Y durante todo el tiempo hubo un rincón de calma en su interior, desde el cual otra persona le observaba mientras él lo destrozaba todo. —Pero ¿qué te ha dado? —gritó Rachel—. ¡Yo te quiero! ¿Qué te he hecho? Tiró del cordón del teléfono y el auricular se separó del resto del aparato y cayó encima del montón de libros. Empujó la tele hasta que la derribó del mueble y cayó al suelo con un golpe seco. Rachel corrió hacia el dormitorio y Pronek la siguió, dispuesto a continuar allí los destrozos. Le dio de puñetazos a la puerta hasta que le sangraron los nudillos. Rachel salió del dormitorio con la cámara. Comenzó a apretar frenéticamente el disparador mientras decía: «¿Qué te he hecho?», y Pronek

vio cómo parpadeaba el obturador. —¿Quieres una foto mía? ¿Quieres una foto mía? Comenzó a desgarrarse el pijama, y los botones volaron como balas rebotadas. Se arrancó la camiseta, luego el calzoncillo, y se quedó desnudo, el sudor reluciéndole en la piel. Se acercó a la cámara tambaleándose, con las manos extendidas hacia delante. —¿Quieres verme? ¿Quieres ver cómo soy de verdad? Se golpeó el pecho con los puños, como si intentara abrírselo de un golpe. —¡Aquí! ¡Aquí! —gritó hasta quedarse sin voz. Y aquí estamos: él de rodillas, sangrando, rodeado por los restos del desastre. Mareado por la violenta adrenalina, cierra los ojos y espera a que Rachel deje de sacarle fotos, le toque la mejilla y le redima. Una mano le toca la cara, de manera tierna, delicada, desliza las puntas de los dedos por el hueco de su mejilla. Pronek respira de manera entrecortada, y lentamente, un sollozo tras otro, se echa a llorar. Pero no sabe que la mano que le acaricia la mejilla es la mía. No puede oír cómo le digo: «Ne plači. Sve će biti u redu.» Cálmate, le digo, todo volverá a su lugar. Vamos a echar un vistazo a estos destrozos. Vamos a recordar cómo llegamos hasta aquí. Vamos a recordar. 7. El hombre de ninguna parte Kiev. septiembre de 1900—Shanghai. agosto de 2000 En el horizonte se veían unas nubes negras, hinchadas y malintencionadas de tormenta. Y el mar seguía lamiendo el barco oxidado —el Pamyat—, cargado de hombres en un estado lamentable, oficiales y soldados por igual, a los que sólo les quedaba el honor, aún ataviados con sus impecables uniformes, exudando un leve olor a Transiberiano. Las mujeres de los oficiales, las damas más elegantes de todas, reprimiendo las lágrimas hasta ahogarse, saludaban con la mano a sus leales servidores, alineados en la orilla como un coro en una gran tragedia, y cuyo odio hacia los bolcheviques superaba incluso al de sus señoras. Había un joven capitán que rondaba por ahí, implorando educadamente a las señoras que abandonaran el exceso de equipaje, y éstas le obedecían: ¿qué más daba ahora? Veías millones de rublos en pieles, cabeceando en aquella agua asquerosa, como cadáveres de ratas. Entre las pieles y las maletas que se iban a pique, había un perrillo faldero que ladraba de modo chillón, agitando débilmente sus patitas, quedándose poco a poco sin fuerzas, hasta que se ahogó. Se nos cayó el alma a los pies. Y el Pamyat zarpó, y nadie era capaz de apartar la mirada de la hermosa orilla, de los exuberantes bosques y de las montañas sinuosas que

había bajo las nubes: nuestra madre Rusia, los pechos de nuestra madre. Todos lloramos, hombres y mujeres, las olas azotaban el barco, como si fueran olas de lágrimas. Y yo permanecía en la proa, mientras el viento del Pacífico me arrancaba la piel de la cara [se toca la cicatriz], y a mi espalda Vladivostok quedaba devorado por la bruma. Debéis creerme, estaba meditando si me pegaba un tiro, si vaciaba mi cabeza y mi corazón, el diablo se lo lleve todo, pues qué es la vida, hermanita, qué es la vida sin Rusia. Pero entonces oí cantar a mis hombres con una voz profunda y sonora que les salía directamente de sus corazones rusos, cantando como ningún hombre antes ha cantado: «No cierres los ojos, Madre Rusia, pues no es momento de dormir.» Y eso me dio fuerzas. No me maté, y aquí estoy ahora, en Shanghai, vivo y dando guerra, aunque hay días, y éste es uno de ellos, en los que lamento no haberme volado los sesos cuando estaba en el Pamyat, mientras veía Rusia por última vez. Ésta es la historia que Evgueni Pick —el capitán Pick— le contó a las ex princesas y ex baronesas y ex doñasnadies rusas que se ganaban el pan viviendo en Shanghai y ejerciendo de prostitutas y bailarinas de alquiler, incluso de modistas. Las mujeres le escuchaban y se desmayaban, en sus ojos rusos había tibias lágrimas, acariciaban su nuevo perrillo faldero hasta que le hacían daño, pues ahora tenían las manos resecas de trabajar —cosa que no habían hecho nunca—, y el perro se largaba de su regazo. Ni siquiera se daban cuenta de que la diestra mano del capitán Pick les subía por el muslo, y avanzaba un poco más, y aún un poco más, y él nunca les pagaba por nada. A los borrachos ex oficiales rusos que sobrevivían en Shanghai como guardaespaldas y extorsionadores (o que no sobrevivían), y que solían ahogar su nostalgia con un vodka barato y venenoso, les hablaba del sable que su padre, un coronel cosaco, le había regalado en su lecho de muerte. Su padre le hizo jurar encima del sable que defendería el honor de la Madre Rusia hasta su último aliento. Fue con ese mismo sable (que ahora reposaba en una tienda de empeños, dijo, a la espera de tiempos mejores) con el que decapitó a un bolchevique judío en Smolensk en 1919. A veces utilizaba una sandía para demostrar cómo la cabeza se separó del cuerpo formando un arco perfecto («como un arco iris») y cayó al suelo con un golpe seco que denotaba oquedad. Su público siempre disfrutaba de la broma, y pedían más vodka para el capitán Pick. Éste abría la sandía con su cuchillo de empuñadura de palisandro, y todos se atracaban del carmesí que había dentro, utilizando los dedos, besándose unos a otros tras cada vaso de vodka. Y el capitán Pick los mantenía embelesados, mareados de recuerdos y alcohol, mientras les contaba cómo los alemanes le atraparon en 1914 y cómo se escapó: simplemente se fue andando de la cárcel tras ordenarles a los guardias, con una voz tronante, que le abrieran la puerta, cosa que tuvieron que hacer, y le saludaron, pues aunque fueran muchos y estuvieran armados hasta los dientes, tenían miedo de un ruso de verdad. Los alemanes lo apresaron diez veces más, y él se escapó diez veces más. Se golpeaba el pecho con la mano

y gritaba: «¡Se creían que yo era el mismísimo demonio!», y quienes le escuchaban se partían de risa orgullosos, encantados de que el demonio fuera ruso, uno de los nuestros. Pick comenzaba a cantar: «No cierres los ojos, Madre Rusia, pues no es momento de dormir», y lloraban, igual que lloraron al dejar Vladivostok. No era infrecuente que un grupo de rusos tambaleantes llevaran a Pick a hombros hasta su burdel favorito o a un fumadero de opio, donde recogían dinero para aplicarle una cura, hay que reconocer que temporal, a su corazón ruso herido. Al principio, había unos cuantos que no recordaban haber visto en el Pamyat al capitán Pick. Y tampoco los oficiales de las unidades en las que afirmaba haber servido le recordaban bajo sus órdenes. Algunos se acordaban de un hombre con la misma cara, aunque sin cicatrices, que trabajaba para los soviéticos en Harbin y Shanghai bajo un nombre distinto. Pero al cabo de un rato, las historias del capitán Pick, narradas con detalles concienzudos y plausibles, absorbidas con una cantidad de vodka equivalente al Mar de la China, desplazaban esos recuerdos y comenzaban a generar otros nuevos, caracterizados por una fraternidad de trinchera con el capitán Pick, por sus formidables proezas y sus legendarias juergas de alcohol, de las cuales algunos nunca se habían recobrado. Con el tiempo, Pick —el capitán Pick— se convirtió en el hermano más querido de todo ruso auténtico de Shanghai. Hemos de decir que la verdad probablemente era algo distinta. Evgueni Pick nace con el nombre de Evgueni Mijailovich Kojevnikov, en Kiev, en septiembre del 1900, hijo de un coronel del ejército cosaco y una madre judía violada, que muere al darle a luz. Su padre cuida de él, paga a una tía soltera y loca para que le críe, hasta que se arruina con el juego y se suicida, dejándole a Pick enormes deudas y la furia de su tía, ahora sin fuente de ingresos, transmitida a través de una paliza con un palo de escoba. En ninguna parte consta sable alguno. Aparte del suplicio provocado por la escoba que siguió a la muerte de su padre, poco se recuerda de la infancia, adolescencia o juventud de Pick. Tras unos años en blanco, le encontramos sirviendo en el ejército ruso en 1917, hasta que es capturado por los alemanes, pero sólo una vez. No sabemos cuándo ni si de hecho escapó, pero en el otoño de 1917 se halla en San Petersburgo, en plena Revolución. Parece que el fervor revolucionario, por no hablar de las numerosas oportunidades para robar y saquear, le animaron a convertirse en revolucionario. Sus obligaciones son las de un comisario político: pronunciar discursos acerca de una abundante selección de injusticias, y cuando levanta el brazo y señala en la dirección de las sanguijuelas capitalistas sedientas de sangre, los que le escuchan se muestran impacientes por ir hacia esa dirección, por lejano y peligroso que sea su destino. Su buena labor revolucionaria le permite estudiar en Moscú de 1919 a 1922, en la Academia Militar, y al mismo tiempo en la Academia de Música y Teatro. Tras graduarse, se dice que trabajó como segundo agregado militar en

las embajadas soviéticas de Afganistán y Turquía, destinos cuya falta de interés sería insoportable de no ser por lo fácil que era obtener abundante opio de primera clase. En 1925 llega a Shanghai con el Transiberiano, pasando por Vladivostok y Harbin. Oficialmente es agregado a la misión militar soviética —es decir, un espía—, un hombre de negocios que vende espacios publicitarios en los periódicos rusos. Pero en realidad sirve al Komintern, construye redes de espionaje, contacta con gente que puede proporcionarle información, parte de la cual no comparte con sus camaradas, guardándosela para cuando pueda necesitarla. Y llega un día, en 1927, cuando, según Wasserstein, cambia de chaqueta y proporciona a la inteligencia británica de Shanghai una selección cuidadosamente recopilada de información pertinente, adornada con subtramas fantasiosas de ubicuas conspiraciones del Komintern en China y —¿por qué detenerse ahí?— en el mundo en general. Todo ello lo relata con un tono sensato, mesurado y sin embargo cautivador, con todos los acentos en el lugar adecuado, y todo eficazmente salpimentado de especias sin valor (personajes superfluos, detalles inútiles, frecuentes digresiones acerca de su pobre y vulgar persona) que conforman el inevitable azar de la existencia vulgar, la vaguedad necesaria para crear la ilusión de una vida real e incontrolable. Sus interlocutores, todos procedentes de buenas familias y educados en las universidades de élite inglesas —obviamente superiores desde el punto de vista intelectual a un efusivo vagabundo ruso—, escuchan sus historias con fruición. No tardan en enviar la confesión de Pick al Foreign Office, acompañada de una nota del embajador inglés, Sir William Senson, en la que afirma que «a pesar de que [la exactitud de la información de Pick] no puede garantizarse, posee el aroma de la verdad». Y el aroma de esa verdad es al parecer un costoso perfume, pues gracias a la generosa recompensa de los ingleses y los beneficios obtenidos en los pequeños pero lucrativos tratos con sus conocidos, el capitán Pick consigue abrir su propio teatro en Shanghai. El teatro tiene el ambicioso nombre de Gran Ópera del Lejano Oriente, y él es el empresario, el director de escena, cantante de ópera, bailarín y actor principal. Hay que observar que su nombre artístico, siempre presente en la elegante marquesina del teatro, es Eugene Hovans. Es en el escenario de la Gran Ópera donde Pick/Hovans interpreta su papel más importante: el papel de Chichikov en Almas muertas de Gógol. En la interpretación de Hovans, Chichikov se convierte en un Moisés que conduce a esas almas muertas y sin ánimo que son el pueblo ruso hacia la tierra prometida. La función llegaba a su punto culminante con el monólogo de la troica de Chichikov, cuya consecuencia inevitable era que las mujeres se arrancaban el pelo —que llevaban primorosamente peinado y recogido— a mechones, y que los hombres sacaban sus pistolas y amenazaban con pegarse un tiro allí y entonces,

el diablo se los llevara, basta de tanta desdicha. «¡Oh, corceles, sublimes corceles!», vociferaba Hovans, aporreándose el pecho con el puño, como si intentara abrírselo, sacarse el corazón y exhibir su pureza ante el público. «¿Qué remolinos agitan vuestras crines? Se diría que vuestro cuerpo estremecido se hace todo oídos, al oír sobre vuestras cabezas el canto familiar; arqueáis al unísono vuestros pechos de cobre [se golpea el pecho] y, tocando apenas suavemente la tierra con vuestras pezuñas, ya sois tan sólo una línea tendida que hiende el aire. Así vuela Rusia bajo la inspiración divina... ¿Adónde vas? ¡Responde! [sollozos, tirones de pelo, revólveres amartillados, etcétera] No hay respuesta.;, Aparte de hacer de Chichikov, Hovans es un cisne: de hecho, el cisne de El lago de los cisnes; es un hombre al que una sola noche le basta para acabar en una locura suicida, a causa de los insistentes pasos de un ratón que cruza el suelo de la mente del hombre; es Raskolnikov, cuyo asesinato de la anciana no se justifica filosóficamente, sino por el hecho de ser judía, una interpretación que es mucho mejor recibida por ese público; y, finalmente, es el Hamlet ruso. Las funciones de Hamlet se rematan —mientras Fortinbrás se inclina sobre el cadáver de Hamlet— cuando el público (cuyas heridas provocadas por los tiros penetrantes de la fortuna injusta no han curado, y nunca curarán) canta a voz en cuello: «No cierres los ojos, Madre Rusia, pues no es momento de dormir.» Pero cuando no lleva al público a un orgasmo de nostalgia, el capitán Pick complementa su fama con el lucro cosechado en los fértiles y repugnantes campos de la anarquía de Shanghai. Chantajea a un juez americano del que ha descubierto que es homosexual. Un día el cadáver del juez aparece en las orillas del Whangpu, con el recto extirpado. En 1929, el capitán Pick es sentenciado a nueve meses de cárcel por haber vendido, bajo el nombre de Joseph Pronek, bonos de países extranjeros inexistentes a unas cuantas mademoiselles fácilmente seducibles y a unas codiciosas damas inglesas. Posteriormente, dice Wasserstein, intenta vender panfletos y libros sin valor que los culis le roban en el consulado soviético, que con su florido estilo narrativo intenta hacer pasar por documentos claves de una conspiración. Escribe una columna para un periódico ruso que se publica en Shanghai, en el que denuncia las debilidades de los pilares de la comunidad, a no ser que dichos pilares le ofrezcan una recompensa que le haga desviar la mirada hacia las fragilidades de otros pilares. En 1931, bajo el nombre de doctor Montaigne, se hace pasar por asesor militar del gobierno chino y se queda con millones de dólares destinados a comprar armas que no existen, que es lo que, en última instancia, impide que pueda entregarlas. Sus clientes se pasan meses imaginando su futuro poder, esperando a que lleguen las armas y repitiendo las historias de Pick, hasta que es arrestado y condenado a un año de cárcel. En la cárcel hace unos cuantos amigos chinos, algunos de ellos miembros leales del Clan Verde, que se ocultan de la ley en sus cómodas celdas (el Clan, amablemente, les proporciona de todo,

desde opio y chicas hasta chicos y heroína) hasta que el recuerdo de sus crímenes queda borrado por los nuevos crímenes de sus colegas y conocidos. Una vez fuera de la cárcel, Pick se va a vivir con una georgiana dueña de un burdel ubicado justo detrás del Hotel Astor House, e inicia una modesta empresa de trata de blancas. Tanto sus amigas rusas —esas damas venidas a menos— como sus camaradas del Clan Verde le resultan muy útiles en su nuevo negocio, que un periódico ruso moralista de Harbin saca imprudentemente a la luz. Pero a nadie le importan esas acusaciones farisaicas (aunque dejan una pequeña huella en el corazón de Pick): Shanghai es un lugar distinto del mojigato Harbin, la gente hace lo que tiene que hacer y lo que puede para ganarse la vida de manera decente. Además, el capitán Pick es un hombre apreciado, «el alma de todas las fiestas a las que asiste», y él, Dios le ampare, asiste a muchas. Es el corazón de la comunidad rusa, siempre capaz de expresar los profundos y auténticos sentimientos del pueblo ruso. Un conocido le describe como «un individuo enormemente emotivo», alguien «muy de fiar». Pero, por otro lado, el conocido afirma que «podía ser una persona muy suspicaz... Conocía a mucha gente, pero enseguida se cansaba de ellos. Por lo que tenía muchos enemigos y ningún amigo íntimo... Solía decir: "El teatro y la música son mis mejores amigos, y el escenario mi vida entera"». Otro conocido le describe como alguien «de facciones mongoles..., no tiene un pelo en la cabeza y siempre lleva un casquete negro, tiene cicatrices de quemaduras en la cabeza..., bebe muchísimo vodka..., suele ir acompañado de un cuchillo de empuñadura de palisandro..., un tipo amistoso y decente». Las cicatrices de la cabeza no son consecuencia de aceite hirviendo, como él afirma, que le vertieron encima los bolcheviques mientras le torturaban, y mucho menos el resultado de un fuerte viento del Pacífico capaz de arrancarte la piel de la cara. Más bien son consecuencia de su sopor opiáceo, durante el cual se cayó del diván del fumadero y le quedó la cabeza junto a la chimenea. Incluso los informes de la inteligencia estadounidense, famosos por su seriedad, a duras penas se resisten a los encantos del capitán Pick, y le describen como «un hombre bien educado, con facilidad para los idiomas, actor de talento, fascinante narrador, aunque de pluma fácil. También es traficante de armas, proxeneta, agente de inteligencia y competente asesino». Siempre sensible a los tornadizos vientos de la historia, el capitán Pick ha cultivado sus contactos japoneses con especial cuidado ya desde el principio de su vida en Shanghai, pero en 1937, después de la invasión japonesa de China, comienza a trabajar para la Oficina de Inteligencia Naval Japonesa de Shanghai. Forma un grupo de unos cuarenta agentes europeos (sin contar la pandilla de señoras rusas drogadas), que supuestamente espían a otros europeos de Shanghai y que se creen a salvo del poder japonés en la Colonia Internacional

y la Concesión Francesa. Su grupito es la élite de los bajos fondos de Shanghai: el barón N. N. Tipolt, chantajista, timador y confidente de la Gestapo; el conde Victor Plavchuk, hábil con el cuchillo, que a menudo entretiene a las chicas del burdel lanzándole cuchillos a una aterrada prostituta novata, de vez en cuando ensartándole las orejas sólo para echar unas risas; el almirante Marcus Templar, supuesto miembro de la Casa Real griega, cuya especialidad es tomar fotos a escondidas, que luego se utilizan para el chantaje; Bernie y Ernie McDunn, dos siameses de Chicago unidos por la cadera, capaces de lo que sea por una dosis de heroína; Alex Hemmon, antiguo miembro del Clan Púrpura de Detroit, un sicario que tiene que matar a alguien cada vez que se emborracha (cosa que hace de manera habitual), y que también trabaja de trombonista en una orquesta que habitualmente toca en la Gran Ópera del Lejano Oriente. A finales de los años treinta, bajo protección de los japoneses, el capitán Pick lleva una vida regalada. Proporciona información plausible a sus jefes, dirige sus empresas criminales (que en Shanghai es un adjetivo cariñoso) y dirige con amor su Gran Ópera del Lejano Oriente. En 1940 Pick va a Japón a pasar unas vacaciones, y allí conoce al capitán de fragata Otani Inaho, el oficial japonés al mando de la Inteligencia Naval de Shanghai, que se convierte en su principal protector japonés. El capitán de fragata Otani y el capitán Pick se hacen amigos íntimos, y suelen manifestar en público el mayor respeto y admiración por el honor y virilidad del otro. De hecho, corre el malicioso rumor de que además de compartir una creencia profundamente arraigada en el valor de la disciplina y el patriotismo, de vez en cuando comparten una cama revuelta. En 1941, más o menos una semana después del ataque a Pearl Harbor, las tropas japonesas entran tranquilamente en la Colonia Internacional sin encontrar resistencia, y prácticamente ponen sitio a la Concesión Francesa, gobernada por un grupo de partidarios de Vichy confusos y de pocas luces. Pick se convierte entonces en la mano izquierda de Otani, y gracias a su amable diligencia, se traslada a vivir a la habitación 741 del lujoso Hotel Cathay. Los años pasados en la habitación 741 del Hotel Cathay, dormitando a la sombra del poder, son los mejores años en la vida de Pick: cómodos, agradables, sin casi tener que dar golpe. Un informe de posguerra de la Inteligencia estadounidense, citado por Wasserstein (redactado por un tal capitán Owen), relata lo que era un día normal en la vida de Pick: se levanta antes del alba, observa salir el sol entre la húmeda neblina que flota sobre el río Whangpu, en cuyo puerto están anclados los imponentes barcos japoneses, entre los que se deslizan tímidamente algunos juncos; escucha en la radio las noticias de Moscú, Londres, Honolulú (disfruta con la Glen Miller Band, tarareando las melodías que toca el trombón de Glen); de seis a siete de la mañana está al teléfono, recibiendo y enviando información a Shanghai, transmitida a menudo como puro e inocente chismorreo. Lee los periódicos rusos y desayuna (dos huevos, una montaña de bacon, un río de café), ya veces

deja una flotilla de saliva con yema de huevo sobre los periódicos, furioso ante sus deshonestas mentiras. A continuación se dirige a la oficina de la Inteligencia Naval, donde organiza los archivos o se masturba en previsión del almuerzo que tomará en compañía de su última y joven amante. A no ser, naturalmente, que tenga que dirigirse al cuartel general de la Policía del Pensamiento japonesa para supervisar el interrogatorio de algún extranjero, añadiendo a menudo un toque ruso: azotar al prisionero con un látigo nudoso, hasta que saltan pedazos de carne. A la una come con la joven con la que planea acostarse. Tras el postre la lleva a la habitación 741, le hace el amor apasionadamente y luego se echa una siesta en toda regla. El personal del hotel se arriesga a recibir un tiro si entra en su habitación durante la siesta, que acaba exactamente a las tres en punto. Entre las tres y las cuatro telefonea a sus superiores japoneses, solicitando benevolencia hacia alguno de sus conocidos y, a veces, mano dura contra los judíos de Shanghai. Posteriormente celebra las reuniones que tienen que ver con sus actividades teatrales, musicales o benéficas. Cada domingo interpreta un importante papel en una obra de teatro o en algún concierto, destinados a levantar los ánimos de los rusos en esos días de abatimiento, y la función siempre acaba con «No cierres los ojos, Madre Rusia». Luego cena con sus amigos y admiradores, obsequiándoles con relatos de sus peregrinaciones, amores y sufrimientos, un público que siempre acaba tronchándose de risa o llorando a mares, y a veces ambas cosas en un breve intervalo. Después de eso se va a tomar una o dos pipas de opio en un burdel, donde a veces se une lánguidamente a alguna elaborada orgía, en la que a menudo participan enanos, animales o niños. En la primavera de 1944, Pick se despierta de la siesta a causa del correteo de un ratón, y emerge de su pesadilla con una claustrofóbica desazón y un hormigueo en el corazón, que reconoce como un presagio de que se avecinan malos tiempos. Se pone a chillarle al personal amedrentado del Hotel Cathay, recorre Nanking Road hecho una furia con su pijama negro, como una aparición demoníaca, e irrumpe en la oficina del capitán de fragata Otani, donde solicita, antes de sentarse, que le envíen a otro lugar, lejos de ese apestoso infierno. El capitán de fragata Otani le pone la mano en el hombro a Pick y le acaricia la mejilla hasta que se calma. En el verano de 1944, el capitán Pick va a Filipinas. Llega bajo el nombre de Koji, seguido de su séquito habitual, reforzado por el boxeador y playboy Mijalka; un estraperlista portugués llamado Francisco Carneiro (el mánager de Mijalka); y un abogado y químico italiano, el doctor Vincente, que conoce todos los brebajes de la felicidad. La orquesta de Pick no hace gran cosa, casi nada, en Manila. Ayudan a atrapar y asesinar a un traficante de armas danés. Le ponen una trampa al padre Kirkpatrick, un sacerdote irlandés sospechoso de vender alimentos y medicina de contrabando a los presos americanos: una fuente afirma que el propio Pick en persona supervisa la

crucifixión del padre Kirkpatrick. Interceptan una información de la inteligencia naval norteamericana en la que se habla de inminentes ataques por todo el Pacífico. La información es rechazada por los japoneses, que la califican de «ideas peligrosas», tras lo cual los hombres de Pick ya sólo utilizan su equipo para grabar los éxitos musicales americanos. Se toca música americana en sus fiestas, que enseguida hacen furor entre la indolente élite de Manila y las prostitutas, aburridas de su eterna clientela. Pero aparte de esos escasos trabajillos, el capitán Pick y su tropa pasan el tiempo dedicados a los negocios ilegales: organizan una pequeña red de prostitución de lujo y se dejan ver por los clubs nocturnos. El local predilecto de Pick es el Gastrónomo, debido a que la máquina de discos tiene un disco en el que él canta «Tea for Two» en inglés, aunque a la manera de una conmovedora balada rusa, una interpretación que su atroz acento ruso hace aún más convincente. La cara B del disco contiene «No cierres los ojos, Madre Rusia», cantada, como corresponde, de un modo desgarrador. A final de verano a Pick le entra un nuevo desasosiego y regresa a Shanghai, quejándose de problemas de salud y llevándose con él todos los fondos de la operación de Manila. Es en el barco que le lleva a Shanghai, con los vientos del Pacífico en la cara, donde el desasosiego cristaliza en la sensación de que algo está tocando a su fin, en la dolorosa y atormentadora intuición de una futura pérdida. Lo cierto es que todo el mundo puede oler el final, pues huele a carne quemada: Tokio ha sido arrasado, Hiroshima aniquilado. El 9 de agosto, entre las bombas, Evgueni Pick celebra su última cena con el capitán de fragata Otani en su residencia, la habitación 741 del Hotel Cathay. Toman una perca amarilla exquisitamente preparada, regada con un sake soberbiamente envejecido, que Otani ha conservado para tan especial ocasión. Tras besar a Otani en ambas mejillas, Pick se dirige al restaurante Yar para participar en una orgía de despedida, organizada por un grupo de chicas conocidas como el Harén de Mijalka (Mijalka sigue en Manila). Pick se queja a las muchachas —las cuales, en su aturdimiento opiáceo, le prestan muy poca atención— de que tiene razones para creer que los japoneses planean matarle. Así, cuando al día siguiente desaparece de Shanghai, nadie, aparte de Otani, se da cuenta. En otoño de 1945, observa Wasserstein, las autoridades estadounidenses de China buscan a Pick infructuosamente. Se le ve en una barbería de Shanghai; se le ve en un tren a Pekín, contándoles a los pasajeros interesados cómo le cortó la cabeza a un oficial japonés que intentaba violar a una muchacha china, y que luego tuvo que pasarse un año escondido tras la pared doble del baúl de un mago; se le ve rezando en una iglesia ortodoxa rusa en Pekín; se le ve interpretando un monólogo de Hamlet, recitando «Ser o no ser...» con un extraño e irreconocible acento, delante de un público de misioneros americanos, que no reconocen la canción que entona al final.

Pick, de hecho, coge un barco a Japón, pero chocan con una mina. Todo el mundo muere excepto Pick, al que encuentran de milagro, flotando inconsciente pero vivo, rodeado de un banco de cadáveres y trozos de cadáveres. Pick se dirige a Tokio, directamente al Ministerio de la Marina, con muletas —tiene una herida en una pierna— y se encuentra con el capitán de fragata Otani, quien le transfiere un millón de yens a Pick bajo su apodo de Koji, rogándole que abra un teatro ruso en Tokio y no descuide su considerable talento dramático. Pick espera al momento oportuno para inaugurar el teatro (para el que ya tiene nombre: El Teatro Nuevo Mundo), pero se gasta todo el dinero en la espera. Y con el astuto instinto de un veterano superviviente, se da cuenta de que los sabuesos norteamericanos han encontrado su rastro. De aquí que, en febrero de 1946, se dirija, cojeando dramáticamente, al cuartel general de la inteligencia estadounidense y se ofrezca a contarles la verdad. Les relata a sus interesados interlocutores (un tal capitán Aaron y un tal comandante Maxwell) un ciclo de historias entrelazadas, desde el inicio de su vida hasta ese día: les narra cómo huyó de los alemanes; que pasó información a los ingleses; que saboteó las operaciones de la inteligencia japonesa en Shanghai; que su madre era americana y que podría estar viviendo en los Estados Unidos con su nuevo marido. Les cuenta que fue él quien dio el soplo a los japoneses de la red de espionaje de Sorge, tras recordarlo como colega del Komintern. Se da un manotazo en la pierna herida, y la exhibe como resultado de las torturas de los japoneses, dejando escapar un par de lágrimas nacaradas, que resbalan por sus demacradas mejillas. Les cuenta a los americanos que ha ido a Japón para compartir con ellos todo lo que sabía, y ver cómo esas bestias japonesas sufrían en la derrota. Les cuenta todo lo que sabe acerca de todos los oficiales japoneses que ha conocido. Les cuenta todo lo que sabe de Otani, ese asqueroso sodomita adicto al opio, y de su afición a torturar a los prisioneros. Los oficiales de la inteligencia americana están muy contentos con la calidad de la información de Pick. Todo tiene mucho sentido, por imposible de verificar que pueda ser, y perdonan y liberan a Pick en recompensa por su futura colaboración. Pick regresa a Shanghai e intenta reconstruir su red para servir a los americanos, pero sin resultado: Shanghai no es el mismo y nunca lo será. Un vaso de vodka tras otro le ayudan a digerir esa pérdida; ante lo sombrío del futuro, se conforma con llegar a la próxima dosis de opio. Antes de que el Ejército de Liberación Popular entre en Shanghai, huye. En la primavera de 1950 posee un visado de entrada en Siam. En el verano de ese mismo año está preso en Taiwán, donde deleita a sus compañeros de cárcel con relatos de los salvajes años treinta, narrados en un dialecto de Shanghai con un fuerte acento, y con las canciones populares de antaño, todo a cambio de favores sexuales y cigarrillos. Se conservan pocas fotos de Pick. Una de ellas es una foto policial: un

hombre al que le ralea el pelo, coronado por restos de un cabello gris; una mandíbula cuadrada y violenta; una nariz triangular; una nuez puntiaguda; una mirada de loco, feroz. Otra es una foto publicitaria de la Gran Ópera del Lejano Oriente: lleva un sombrero de copa y una capa negra, como un mago; sobre los hombros, echada con descuido, lleva una elegante bufanda blanca; en la mano izquierda, enguantada, sostiene el otro guante, y en la mano derecha un cigarrillo, con la ceniza a punto de caer. Va muy maquillado: las cejas gruesas y perfiladas; pomada brillante; labios con carmín. Te mira de soslayo, como a punto de volverse, clavarte los ojos e hipnotizarte. Y tienes que apartar la mirada, pero simplemente no puedes. En el verano del año 2000, mi mujer y yo fuimos a Shanghai para nuestra luna de miel, pues allí fue donde se conocieron sus abuelos (sus padres, de manera nada romántica, se conocieron en un bar de Chicago llamado Jimmy's). Ahorramos el dinero suficiente —trabajábamos de profesores— y pedimos un permiso en el Instituto Ort. Habíamos prometido a todos nuestros alumnos que les enviaríamos postales, y dejamos que Marcus nos enseñara unas cuantas frases del dialecto de Shanghai. Estábamos enamorados, y nos pasamos el vuelo leyendo: ella El idiota, yo La guerra secreta de Shanghai de Wasserstein, y de vez en cuando besaba su cuello inclinado. Nos alojamos en el Hotel Peace, que antes había sido el Cathay, y nos gustó: cambiaban las toallas regularmente, los empleados que sabían hablar inglés siempre nos preguntaban cómo estábamos, y se lo decíamos, pues parecía importarles. Pronto comenzamos a referimos a nuestro hotel, habitación 741, como nuestro hogar. Shanghai nos encantó, íbamos andando a todas partes, a pesar del increíble calor, y al volver a nuestra habitación nos secábamos mutuamente el sudor y hacíamos el amor. Compramos seda barata, souvenirs auténticos y pósters de Mao que sabíamos gustarían a nuestros amigos izquierdosos con sentido del humor. Paseamos por el Bund y fuimos a los museos. Vagabundeamos por el barrio antiguo chino, impulsados por la creencia de que estábamos viendo la China de verdad por muy pocos dólares. En la antigua residencia de Sun Yat— sen, en lo que antes fue la Concesión Francesa, observamos un sable colgado en la pared, el mapa de China y el cuadro sobre seda de un gato (el guía dijo: «Por favor, miren los ojos del gato, les siguen por la sala allí a donde vayan.»). Comimos en restaurantes situados en viejos edificios occidentales, incluyendo un restaurante francés ubicado en una vieja iglesia ortodoxa rusa, cuya cúpula nos oprimía con todo el poder de un hostil dios eslavo. Fuimos a Suzhou a pasar el día para ver sus magníficos jardines. Alquilamos unas bicis prehistóricas y fuimos de jardín en jardín, parándonos sólo para sucumbir al antojo de entrar en el Kentucky Fried Chicken. Y fue en Suzhou, en el jardín del Humilde Administrador —leyendo a Wasserstein a la sombra de uno de los pabellones, mientras las carpas

chapoteaban en la plácida superficie, las hojas de loto se extendían hasta donde abarcaba la vista y los árboles se inclinaban sobre el agua, como sobre un espejo—, donde averigüé que nos alojábamos e íbamos a regresar a la habitación de Pick, la 741 del antiguo Hotel Cathay. ¿Hace falta decir que me quedé anonadado, y experimenté al mismo tiempo alegría y temor? La coincidencia —o mejor dicho, la convergencia— implicaba la obvia existencia de un ser omnisciente y omnipotente, aunque no necesariamente benévolo. Cuando le comuniqué ese descubrimiento a mi mujer, ella me abrazó cariñosamente, como si todo fuera culpa mía y me perdonara. Recuerdo la primera vez que me abrazó, después de que bajara trastabillando las escaleras. «¿Te encuentras bien?», me preguntó, no sé por qué razón, en ruso. Y me contó algo que yo no sabía. Me contó que su abuelo, un judío de Shanghai, había sido detenido después de que los japoneses se apoderaran de la Colonia Internacional, y que cabía la posibilidad de que quien le había torturado fuera Pick. El abuelo de mi mujer nunca hablaba mucho de ello, pero todos conocían los detalles: lo habían atado con sábanas húmedas, apretando con fuerza las ligaduras, hasta que los vasos sanguíneos estallaron y pasaron a ser unas magulladuras hinchadas (una vez que le visitamos en Florida se las vi, en el pecho, tenían la forma de continentes ignotos). Luego las sábanas se secaban lentamente y le apretaban hasta casi matarlo, hasta que el cuerpo estaba tan insensible que lo único que te quedaba era la parte de tu mente capaz de sentir el dolor. Inmediatamente dejamos atrás la paz del Humilde Administrador y nos subimos al tren que iba a Shanghai, donde nos esperaba una fiebre terrible: continuamente nos secábamos el sudor del cuerpo, pero la transpiración era imparable. Aquella noche alguien intentó entrar en nuestra habitación. Salté de la cama, abandonando mi sueño febril, y me abalancé hacia la puerta chillando: «¿Quién es? ¿Quién es?», pero nadie contestó. Mientras el corazón me golpeaba el pecho y los gritos de mi mujer se acallaban, a medida que nuestras pesadillas convergían, imaginé la cara maquillada de Pick al otro lado de la puerta. Cuando miré por la mirilla, naturalmente no había nadie, sólo el pasillo vacío, en el que se oía un zumbido. No compartí mi visión con mi mujer, pero ella debió de saber lo que yo estaba pensando. En sus ojos vi centellear el soñoliento terror como el absurdo reflejo del cartel de salida. Por supuesto, sabíamos que debía de haber sido algún huésped borracho que se había equivocado de puerta, pues eso sucede en todos los hoteles del mundo. La noche del 9 de agosto —el aniversario de la última cena de Pick—, me despertó mi mujer estrujándome la mano (dormíamos cogidos de la mano). Oí que un cuerpo caía al suelo con un leve ruido seco, y que a continuación se movía por el cuarto: los ruidos fluían y refluían rítmicamente, con un propósito. Escuchamos y nos llegaron sonidos procedentes de distintos rincones, a veces

simultáneamente. Percibimos cada soplo de aire, las vibraciones del espacio a nuestro alrededor, helados de miedo, dejando de respirar para oír mejor. Éramos incapaces de decir nada, pero esperábamos la aparición de Pick de un momento a otro, ataviado con su capa de mago, y que se pusiera a cantar, con su voz de bajo, rebosante de una nostalgia que helaba la sangre: «No cierres los ojos, Madre Rusia, pues no es momento de dormir.» Oímos la canción de Pick en el susurro de la criatura que correteaba en la oscuridad, en el leve ruido de sus patitas, en el pálido óvalo de la débil luz del hogar, en el centro del cual había un ratón, que se había detenido para mirarnos y esperaba que hiciéramos algún movimiento antes de desaparecer. Me quedé echado en la oscuridad, despierto, paralizado, mordiéndome el nudillo del dedo índice, a la espera de que el mal saliera de aquella cosita peluda palpitando lleno de vida, y se dirigiera directamente hacia mí. Y eso fue lo que hizo. Ahora está en mi interior, arañando las paredes de mi pecho, intentando salir, y no puedo hacer nada para impedírselo. Así que me levanto.