Gustave Flaubert- Madame Bovary

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MADAME GUSTAVE

BOVARY FLAUBERT

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PRIMERA PARTE Estábamos en clase de repaso cuando entró el rector seguido de un novel con traje de calle y de un bedel que llevaba un gran pupitre. Los que dormían se despertaron y todos nos pusimos de pie como si interrumpiéramos nuestra tarea. El rector nos indicó que tomáramos asiento; luego volviéndose hacia el maestro le dijo a media voz: - Señor Roger, le recomiendo a este alumno, ingresa en quinta. Si su trabajo y su conducta son meritorios lo pondremos con los mayores, como lo pide su edad. El novel permanecía en el rincón, detrás de la puerta, de modo que casi no lo veíamos; era un muchacho del campo, de unos quince años, aproximadamente, más alto que cualquiera de nosotros. Llevaba los cabellos cortados en línea recta sobre la frente, como un cantor de aldea, y parecía modoso y muy confundido. Aunque no era ancho de espaldas, su chaqueta de paño verde con botones negros debía ajustarle en las bocamangas y dejaba ver, por la abertura de los puños, unas muñecas enrojecidas habituadas al aire. 3

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Sus piernas con calcetines azules surgían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones mal lustrados, claveteados. Empezamos a recitar la lección. Escuchaba muy atentamente, como si estuviera en misa, sin atreverse siquiera a cruzar las piernas o a poner los codos sobre el pupitre, y cuando a las dos de la tarde sonó la campana, el maestro debió advertirle para que formar a fila. Solíamos, al entrar a clase, arrojar nuestras gorras al suelo para tener las manos libres más pronto; era preciso tirarlas bajo el banco desde el umbral, de manera que chocaran contra la pared, levantando una nube de polvo; eso era lo que se estilaba. Pero fuera porque no hubiera observado la maniobra o porque no se atreviera a plegarse a ella, ya había concluido la oración y el novel tenía todavía su gorra sobre las rodillas. En uno de esos tocados complejos que reúnen elementos del gorro de pieles, del chapska, el sombrero melón, la toca de nutria y el bonete de algodón; una de esas tristes cosas, en fin, cuya fealdad muda tiene profundidades expresivas semejantes a las de un rostro de idiota. Ovoide y henchida de ballenas, se iniciaba con tres rollos circulares; luego, separados por una franja roja, alternaban rombos de terciopelo y de piel de conejo; después venía una especie de saco terminado en un acartonado polígono cubierto de un complicado bordado en cordoncillo, del que pendía como una bellota, al final de un delgado cordón, una crucecita de oro. La gorra era flamante y su visera relucía. - Póngase de pie - dijo el profesor. 4

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Lo hizo: la gorra cayó al suelo. La clase entera se echó a reír. Se agachó para recogerla. Un chico vecino la hizo caer de un codazo; él volvió a recogerla. - Vamos, deje de una vez esa gorra - dijo el profesor, que era un hombre chistoso. Estalló la carcajada de los alumnos confundiendo al pobre muchacho hasta el punto de no saber si quedarse con la gorra en la mano, tirarla al suelo o encasquetársela. Se sentó nuevamente y la depositó sobre las rodillas. - Póngase de pie - repitió el profesor - y dígame su nombre. El novel articuló con voz titubeante un nombre ininteligible. -¡ Repita! Se oyó la misma confusión de sílabas sofocada por las risotadas de la clase. -¡Más alto! - gritó el maestro- ¡Más alto! El novel, entonces, tomando una resolución extrema, abrió una boca desmesurada y lanzó a pleno pulmón, como si llamara a alguien, este nombre: Carbovari. La batahola se produjo y subió in crescendo, con agudos chillidos (aullábamos, ladrábamos, pataleábamos, repetíamos: ¡Carbovari! ¡Carbovari!); luego se perdió en notas aisladas, calmándose a duras penas y resurgiendo de pronto en algún banco, desde donde brotaba, como mal apagado petardo, alguna sofocada risa. Sin embargo, bajo la lluvia de penitencias, el orden se restableció poco a poco en la clase, y el profesor, que había 5

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logrado captar el nombre de Carlos Bovary después de hacer que se lo dictara, deletreara y releyera, ordenó al pobre diablo que se sentara en el banco de los holgazanes, al .pie de su cátedra. El echó a andar hacia allí, pero vaciló un momento antes de ponerse en movimiento. -¿Qué busca? - preguntó el profesor. - Mi go... - dijo tímidamente el novel paseando en torno una mirada inquieta. -¡Quinientos versos para toda la clase! - exclamado con voz furiosa, detuvo como el Quos ego una nueva borrasca¡A ver si se quedan quietos! - prosiguió el profesor indignado, y enjugándose la frente con el pañuelo que acababa de sacar de su toga -: En cuanto a usted, el novel, me copiará veinte veces el verbo ridiculus sum. Luego, con voz más dulce: - Eh, ya encontrará su gorra, ¡no se la han robado! Se hizo la calma. Las cabezas se inclinaron sobre los cartapacios, y el novel se mantuvo durante dos horas en ejemplar actitud, a pesar de recibir de vez en cuando alguna bola de papel lanzada con el cabo de una pluma que le salpicaba el rostro. Se quedaba inmóvil, con los ojos bajos, después de pasarse la mano para enjugarse la trota. Por la tarde, en el estudio sacó del pupitre sus manguitos, ordeno sus útiles, y acomodó cuidadosamente el papel. Vimos que trabajaba a conciencia, buscaba sus palabras en el diccionario, y que tomaba las cosas a pecho. Sin duda, gracias a esta buena, voluntad de la que dio pruebas, no lo pasaron a la clase inferior; porque si bien sabía discretamente las reglas, carecía de elegancia en sus frases. El cura de la aldea 6

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había empezado a enseñarle latín, pues sus padres, por economía, no lo mandaron al colegio sino muy tarde. Su padre, el señor Carlos Dionisio Bartolomé Bovary, ex asistente de cirujana mayor, comprometido en ciertos asuntos de conscripción hacia 1812 y forzado entonces a abandonar el servicio, aprovechó sus ventajas personales para cazar al vuelo una dote de sesenta mil francos que se le ofrecía con la hija de un mercero enamorada de su apostura. Guapo, jacarandoso, haciendo sonar las espuelas y luciendo patillas que se prolongaban en el bigote, con los dedos siempre adornados de sortijas y vestido con vistosos colores, tenía aspecto de bravo y facundia de viajante. Después de casado vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien y levantándose tarde, fumando pipa tras pipa de porcelana, regresando tarde a casa, una vez terminados los espectáculos, y frecuentando los cafés. El suegro murió y dejó poca cosa; indignado, se lanzó a la fabricación, perdió algún dinero y se retiró al campo, donde pretendió hacerse valer. Pero como entendía de cultivos tanto como de telas, y como montaba sus caballos en lugar de hacerlos labrar la tierra, se bebía la sidra embotellada en lugar de venderla, comía las mejores aves de su gallinero y lustraba sus botas de caza con la grasa de sus cerdos, no tardó en advertir que más valía dejar de plano toda especulación. Por doscientos francos anuales encontró en una aldea, en los confines de la región de Caux y de la Picardía, una especie de habitación mitad granja, mitad casa solariega; apenado, roído por los pesares, acusando al cielo, celoso de

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todo el mundo, se recluyó a los cuarenta y cinco años, desengañado de los hombres - decía - y decidido a vivir en paz. Su mujer lo había querido con locura; lo había amado con muchos servilismos que lo apartaron aún más de ella. Antaño jovial, expansiva y amante, al envejecer (como el vino destapado que se hace vinagre) se había vuelto de mal carácter, quejumbrosa, nerviosa. ¡Había sufrido tanto sin lamentarse cuando lo veía correr tras cualquier enagua aldeana y cuando regresaba de los malos lugares por las noches, hastiado y apestando a borrachera! Luego, el orgullo se sublevó. Calló entonces, tragando la rabia con mudo estoicismo que conservó hasta su muerte. Vivía en permanente ajetreo de gestiones y negocios. Visitaba a los abogados, al presidente de la corte, recordaba el vencimiento de los documentos, obtenía plazos en el hogar planchaba, cosía, lavaba, vigilaba a los trabajadores, pagaba sus cuentas, mientras el señor, sin inquietarse por nada, continuamente adormecido en una somnolencia malhumorada de la que sólo despertaba para decirle cosas desagradables, permanecía fumando junto al fuego, escupiendo sobre las cenizas. Cuando ella dio a luz un hijo, tuvo que darlo a criar afuera. A su regreso a la casa de los padres, el crío fue mimada como un príncipe. La madre lo alimentaba con golosinas; el padre lo dejaba correr descalzo y, para dárselas de filósofo, decía que bien podía andar desnudo, como las crías de los animales. Contra las tendencias maternales, abrigaba cierto ideal viril de la niñez con el que trataba de modelar a su hijo, pretendiendo que se le educara duramente, a la espartana, para darle una buena constitución. Lo enviaba a 8

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dormir a un cuarta frío, le enseñaba a beber grandes tragos de ron y a insultar a las procesiones. Pero, apacible por naturaleza, el niño respondía mal a sus esfuerzos. Su madre lo llevaba siempre consigo; le recortaba monigotes, le contaba cuentos, y se entretenía con él en interminables monólogos llenos de melancólicas alegrías y de mimos balbucientes. Sobre esa cabeza infantil concentró ella, condenada a una vida de aislamiento, sus vanidades dispersas y quebradas. Soñaba con altas posiciones, lo veía grande ya, guapo, espiritual, con un cargo en puentes y caminos o en la magistratura. Le enseñó a leer y hasta a cantar dos o tres pequeñas romanzas en un viejo piano suyo. A todo esto, el señor Bovary, poco inclinado a las letras, decía que no valía la pena. ¿Acaso tendrían alguna vez el dinero para costearle su educación en las escuelas públicas, para comprarle un cargo o establecerlo en el comercio? Además, un hombre con frescura siempre triunfa en el mundo. La señora Bovary se mordía los labios y el niño erraba por la aldea. Iba detrás de los labradores, espantando a cascotazos a los cuervos que levantaban el vuelo. Comía moras de los cercados, cuidaba los pavos con una vara, secaba el heno durante la cosecha, corría por el bosque, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia los días de lluvia, y en las grandes fiestas suplicaba al campanero que le dejara tocar la campana para suspenderse con el cuerpo de la gran cuerda y sentirse arrastrado en su vuelo. Así creció como un roble. Adquirió fuertes manos, buenos colores. A los doce años su madre logró hacerle iniciar los estudios. Encargaron de ello al cura. Pero las lecciones eran tan 9

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breves y escasas que de poco servían. Las recibía al azar en la sacristía, de pie, de prisa, entre un bautismo y un entierro; o si no el cura enviaba a buscar a su alumno después del Angelus, cuando no tenía que salir. Subían a su cuarto y se instalaban allí; los moscardones y las mariposas de luz revoloteaban en torno de la candela. Hacía calor y el niño se adormecía; el buen hombre, somnoliento, con las manos cruzadas sobre el vientre, no tardaba en roncar con la boca abierta. Otras veces, cuando el cura, de regreso de la casa de algún vecinos enfermo donde llevara el viático, divisaba a Carlos vagando por los campos, lo llamaba, lo sermoneaba durante un cuarto de hora y aprovechaba la oportunidad para hacerle conjugar el verbo de turno al pie de un árbol. La lluvia o algún conocido que acertaba a pasar los interrumpía. Por lo demás, estaba contento con él, y hasta decía que el joven tenía mucha memoria. Carlos no podía quedar así. La señora Bovary fue enérgica. Avergonzado o quizá fatigado, el señor Bovary cedió sin resistencia, y aguardaron un año más hasta que el muchacho hiciera su primera comunión. Pasaron otros seis meses; al año siguiente, Carlos fue definitivamente enviado al colegio de Ruán, donde su padre lo llevó personalmente, a fines de octubre, época de la feria de Saint-Romain. Actualmente nos sería imposible a todos nosotros recordar algo suyo. Era un chico de temperamento moderado que jugaba en los recreos, trabajaba en clase, escuchaba la lección, dormía bien en el dormitorio, comía bien en el refectorio. Tenía por encargado a un quincallero al por mayor 10

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de la calle Ganterie que lo sacaba una vez por mes, el domingo; luego de cerrar su tienda lo enviaba a pasear por el puente para mirar los barcos y después lo llevaba de vuelta al colegio a las siete, antes de la cena. Los jueves por la tarde escribía una larga carta a su madre, con tinta roja y tres panes de lacre; después repasaba sus cuadernos de historia o leía un viejo volumen de Anacarsis que llevaba consigo al estudio. Durante el paseo hablaba con el sirviente, un campesino como él. A fuerza de aplicación fue siempre un alumno mediano, y cierta vez llegó a ganar un accésit de historia natural. Pero, al final de la tercera, sus padres lo retiraron del colegio para que estudiara medicina, convencidos de que podría arreglarse solo con su bachillerato. Su madre le eligió una habitación, en el cuarto piso de l'Eau-de-Robec, en casa de un tintorero conocido suyo. Arregló su pensión, se procuró muebles, una mesa y dos sillas, hizo traer de su casa una vieja cama de cerezo silvestre y compró además una estufa de hierro colado con provisión de leña para calentar a su pobre niño. Al cabo de una semana se marchó con mil recomendaciones de que se portara bien, ahora que estaría abandonado a si mismo. El programa de los cursos leído en el anuncio, le causó un cierto aturdimiento: curso de anatomía, curso de patología, curso de fisiología, curso de farmacia, curso de química y de botánica, y de clínica y de terapéutica, sin contar higiene y materia médica, nombres todos ellos cuya etimología ignoraba y que eran otras tantas puertas de santuarios llenos de augustas tinieblas. 11

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No comprendió ni jota, era inútil esforzarse escuchando, no captaba. Sin embargo, se aplicaba al estudio y tenía cuadernos de tapas duras. Seguía todos los cursos y no se perdía una sola visita. Cumplía su pequeña labor cotidiana como el caballo de picadero que da vueltas a la pista con los ojos vendados, ignorante de la tarea que lo abruma. Para ahorrarle gastos su madre le enviaba todas las semanas, por un mensajero, un trozo de ternera al horno con que almorzaba por las mañanas, a su regreso del hospital, sin detenerse en la caminata. Luego debía correr a clase, al anfiteatro, al hospicio, y regresar a casa recorriendo la ciudad. Por la noche, después de la magra cena de su huésped, subía a su cuarto y se ponía de nuevo a trabajar con sus ropas mojadas por la humedad que secaba ante la estufa enrojecida. En las hermosas tardes del verano, a la hora en que se vacían las tibias calles, cuando las criadas juegan al volante en los umbrales de las puertas, abría su ventana y se asomaba. El riacho, que convierte a ese barrio de Ruán en una innoble Venecia menor, corría abajo, amarillo, violeta o azul, entre puentes y verjas. Algunos obreros, en cuclillas sobre la margen, lavaban sus brazos en el agua. En lo alto, husos de algodón habían sido puestos a secar en perchas que sobresalían de los graneros. Enfrente, más allá de los techos, se extendía el alto cielo puro donde se ocultaba el sol rojo. ¡Qué hermoso tiempo debía hacer allí, qué frescura bajo las hayas! Y abría las narices para aspirar los buenos olores del campo que no llegaban hasta él.

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Adelgazó, se le alargó el talle y su cara asumió una especie de doliente expresión que la hizo casi interesante. Naturalmente, por negligencia, llegó a liberarse de las resoluciones tomadas. Una vez faltó a la visita, al día siguiente a clase, y saboreando paso a paso la pereza, no retornó a ellas. Adquirió el hábito de la taberna y la pasión del dominó. Le parecía un acto precioso de su libertad que realzaba su estima ante sí mismo eso de encerrarse todas las noches en un sucio lugar público para golpear las mesas de mármol con fichas de hueso marcadas de negros puntos. Era su iniciación en el mundo, el acceso a los placeres prohibidos; al entrar, posaba la mano en el picaporte con alegría casi sensual. Muchas cosas comprimidas en él se dilataron entonces; aprendió de memoria coplas que cantaba en las bienvenidas, se entusiasmó con Béranger, supo dar puñetazos y por fin conoció el amor. Gracias a estos trabajos preparatorios fracasó en el examen de oficial sanitario. ¡Y esa misma noche lo aguardaban en casa para festejar el triunfo! Partió a pie y se detuvo a la entrada de la aldea, adonde hizo acudir a su madre para contarle todo. Ella lo disculpó atribuyendo el fracaso a la injusticia de los examinadores y le dio alguna fuerza, encargándose de arreglar las cosas. Sólo cinco años después el señor Bovary se enteró de la verdad; era vieja y la aceptó porque, por otra parte, no podía admitir que un hijo suyo fuera tonto.

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Carlos por lo tanto, se reintegró a su trabajo y preparó sin desmayos las materias del examen, aprendiendo de antemano las respuestas de memoria. Se recibió con notas bastante buenas. ¡Qué día más hermoso para su madre! Dieron una gran cena. ¿A dónde iría a ejercer su arte? A Tostes. Allí sólo había un médico viejo. La señora Bovary acechaba su muerte desde tiempo atrás, y el buen hombre todavía no había liado sus petates para el otro mundo cuando ya Carlos se instalaba enfrente como su sucesor. Pero no bastaba con haber educado a su hijo, con haberle enseñado medicina y descubierto a Tostes para que la practicara: le hacía falta una mujer. Ella se la encontró, la viuda de un ujier de Dieppe, de cuarenta y cinco años y mil doscientas libras de renta. Aunque fea, seca como un haz de leña, y llena de granos como una primavera, la señora Dubuc no carecía de partidos a elegir. Para conseguir sus fines, mamá Bovary debió apartar a todos y hasta logró frustrar hábilmente las intrigas de un salchichero apoyado por los curas. Carlos había entrevisto el advenimiento de una situación mejor con el matrimonio, imaginando que estaría más libre y que podría disponer de su persona y de su dinero. Pero su mujer fue el amo; debía decir en público esto o lo otro, no decir aquello, ayunar los viernes, vestirse como a ella le placía, apurar por orden suya a los clientes que no pagaban.

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Abría sus cartas, espiaba sus idas y venidas y lo escuchaba detrás de la: puerta cuando hacía la consulta en su despacho y recibía a alguna mujer. Reclamaba el chocolate todas las mañanas, con interminables consideraciones. Se quejaba sin cesar de sus nervios, sus pulmones, sus humores. Le molestaba el ruido de pasos; si él se alejaba la soledad se le hacía odiosa, volvía a su lado y decía que lo hacía para verla morir. Cuando Carlos regresaba por las noches, sacaba de entre las sábanas sus largos y flacos brazos y le rodeaba el cuello, haciéndolo sentar a su lado en el borde de la cama para contarle sus congojas: ;la olvidaba, amaba a otra! Ya le habían prevenido que sería desdichada; y concluía por pedirle algún jarabe para su salud y un poco de amor.

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II Una noche, alrededor de las once, los despertó el ruido de un caballo al detenerse ante su puerta. La criada abrió la lumbrera del desván y durante breves instantes parlamentó con un hombre que permanecía abajo, en la calle. Venía en busca del médico; traía una carta. Nastasia descendió la escalera temblando y abrió la cerradura descorriendo los cerrojos uno tras otro. El hombre dejó su caballo y, detrás de la criada, entró de golpe en la casa. Del interior de su gorra de lana con borlas grises sacó una carta envuelta en un trapo y la presentó delicadamente a Carlos, quien se acodó sobre la almohada para leerla. Nastasia sostenía la luz junto a la cama. La señora, por pudor, se había vuelto de cara ala pared. Esa carta, con pequeño sello de lacre azul, suplicaba al señor Bovary que fuera inmediatamente a la granja de los Bertaux para arreglar una pierna quebrada. Por otra parte, de Tostes a los Bertaux hay seis buenas leguas de camino, pasando por Longueville y Saint-Victor. La noche era oscura. La señora Bovary temía que a su marido le ocurriera un acci16

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dente. Se decidió por consiguiente que el caballerizo fuera delante y que Carlos partiera tres horas después, al salir la luna. Se le enviaría un mozo al encuentro para mostrarle el camino de la granja y abrirle las cercas. Alrededor de las cuatro, Carlos, arropado dentro de su abrigo, se puso en marcha hacia los Bertaux. Todavía adormecido con el calor del sueño, se dejaba acunar por el pacífico trote de su caballo. Cuando éste se detenía por propia cuenta delante de los fosos cubiertos de espinas cavados al borde de los surcos, Carlos, sobresaltado, despertaba y recordaba la pierna quebrada, tratando de traer a su memoria todo lo que sabía acerca de fracturas. Había dejado de llover, alboreaba el día, y en las ramas desnudas de los manzanos los pájaros estaban inmóviles, erizando sus plumitas al viento frío de la mañana. La chata campiña se extendía hasta perderse de vista, y en torno de las granjas los grupos de árboles, a intervalos alejados, ponían manchas de un negro violáceo sobre la gran superficie gris, confundida en el horizonte con el opaco color del cielo. Carlos, de vez en cuando, abría los ojos; luego, con la mente cansada y vencido por el sueño, entraba en una especie de sopor en el que las sensaciones recientes se mezclaban con los recuerdos y en el que se veía doble: estudiante y marido a la vez, acostado en su cama como pocos momentos antes, atravesando una sala de hospital como en otros tiempos. El cálido olor de las cataplasmas se confundía en su cabeza con el fresco olor del rocío; escuchaba el crujido de los resortes de los elásticos de las camas y el ronquido de su mujer dormida. Al pasar por

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Vassonville divisó a un mocetón sentado sobre la hierba al borde de un foso. -¿Usted es el médico? - preguntó el muchacho. Al oír la respuesta de Carlos asió sus zuecos y echó a correr delante de él. El médico, mientras andaban, comprendió por las palabras de su guía que el señor Rouault debía de ser uno de los cultivadores de más holgada posición. Se había roto una pierna la tarde anterior, al regreso de la fiesta de Reyes en casa de un vecino. Su mujer había muerto dos años atrás. Vivía solo con su señorita, que le ayudaba a dirigir la casa. Los surcos se hicieron más profundos; estaban cerca de los Bertaux. El muchacho desapareció, deslizándose por un hueco del vallado; apareció en el extremo de un corral y abrió la cerca. El caballo resbalaba en la hierba mojada; Carlos se agachaba para pasar bajo las ramas. Los perros de guardia, atados, ladraban tirando de sus cadenas. Cuando entró en los Bertaux, el caballo se asustó y dio un brinco. La granja tenía buena apariencia. Por las puertas abiertas de los establos se veían los robustos caballos de tiro comiendo tranquilos en sus flamantes pesebres. A lo largo de las construcciones se extendía un estercolero humeante, y entre las gallinas y los pavos picoteaban cinco o seis pavos reales, lujo de los gallineros de Caux. El corral de las ovejas era amplio, la granja alta y de muros lisos como una mano. En la cochera había dos grandes carretas y cuatro arados, con sus látigos, sus arneses completos, cuyos vellones de lana azul se ensuciaban con el fino polvo que caía de los graneros. El cortil ascendía en suave pendiente, con plantaciones simétri18

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camente espaciadas de árboles, y cerca de la charca resonaba el alegre rumor de una manada de ocas. Una joven con vestido de merino azul adornado con tres volantes apareció en la puerta de la casa para recibir al señor Bovary, a quien hizo pasar a la cocina, donde ardía un buen fuego. El desayuno del personal hervía en torno del fuego, en pequeñas vasijas de tamaño desigual. Dentro del hogar se secaban las ropas húmedas. La pala, las pinzas y el fuelle, de grandes proporciones, brillaban como acero pulido, en tanto que a lo largo de las paredes se extendía una reluciente batería de cocina en la que espejeaba caprichosamente la clara llama del hogar unida a los primeros rayas del sol que entraban por los vidrios de las ventanas. Carlos subió al primer piso para ver al enfermo. Lo encontró en cama, transpirando bajo las mantas y sin su gorro de dormir, que había arrojado lejos. Era un hombre bajo y obeso, cincuentón, de tez blanca y ojos azules, calva frontal y en las orejas un par de pendientes. A su lado, sobre una silla, había una garrafa de aguardiente que empinaba de vez en cuando para animarse; pero en cuanto vio al médico su exaltación se derrumbó, y en vez de blasfemar, como lo hacía desde doce horas atrás, empezó a gemir débilmente. La fractura era simple, sin complicación alguna. Carlos no se hubiera atrevido a desear nada más sencillo. Recordando entonces las maneras de sus maestros junto a la cama de los enfermos, reconfortó al paciente con muchas buenas palabras, caricias quirúrgicas que equivalen al aceite con que se engrasan los bisturíes. Para hacer el entablillado se envió a buscar a la cochera un haz de listones. Carlos eligió uno, lo 19

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partió en pedazos, lo pulió con un trozo de vidrio, mientras la criada desgarraba sábanas para hacer vendas y la señorita Ema trataba de coser unas almohadillas. Como tardó en encontrar su estuche de costura, el padre se impacientó; ella no dijo nada, pero mientras cosía se pinchaba los dedos y se los llevaba a la boca para chupar la sangre. A Carlos le asombró la blancura de sus uñas. Eran brillantes, con forma de almendra, terminaban en punta y lucían más limpias que los marfiles de Dieppe. Sin embargo, no tenía manos hermosas; quizá poco pálidas y de falanges marcadas; además, eran demasiado largas y sin mórbidas inflexiones en sus líneas de contorno. Lo más bello en ella eran los ojos: aunque pardos, las pestañas los hacían parecer negros, y la mirada llegaba hasta uno con cándida travesura. Terminado el vendaje el propio señor Rouault invitó a Carlos a comer un bocado antes de marcharse. Carlos descendió a la sala de la planta baja. Dos cubiertos con vasos de plata habían sido puestos sobre una mesita al pie de un gran lecho con dosel revestido por una indiana con personajes que figuraban ser turcos. Brotaba un perfume de iris y de sabanas húmedas del alto armario de roble colocado frente a la ventana. En el suelo, en los rincones, se apilaban rectos los sacos de trigo. Era el excedente del cercano granero, al que se subía por tres escalones de piedra. Una cabeza de Minerva al lápiz, colgada de un clavo en una pared cuya pintura verde desconchaba el salitre adornaba el cuarto; la cabeza de Minerva tenía un marco dorado y una escritura gótica al pie: "A mi querido papá.”

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Primero hablaron del enfermo, luego del tiempo que hacía, de los rigurosos fríos, de los lobos que recorrían los campos por las noches. La señorita Rouault se aburría en el campo, sobre todo ahora que debía encargarse casi sola del cuidado de la granja. Como la sala era fría, temblaba mientras comía, descubriendo sus labios carnosos, que solía mordisquear en los momentos de silencio. Su garganta emergía de un cuello blanco, volcado. Sus cabellos, cuyas dos crenchas negras parecían hechas de una sola pieza, tan lisas eran, partidos en medio de la cabeza por una fina raya que se hundía ligeramente siguiendo la curva del cráneo, apenas dejaban ver el lóbulo de las orejas y mezclábanse detrás en un abundante moño con ondulaciones hacia las sienes que por primera vez el médico rural observó. Sus pómulos eran sonrosados. Como un hombre, llevaba sujeto a dos de los botones del corpiño un monóculo de carey. Cuando Carlos, después de subir a despedirse de papá Rouault, regresó a la sala antes de marcharse, la encontró de pie con la frente apoyada en la ventana, mirando el jardín, donde el viento había tirado los rodrigones de las habas. Ella se volvió: -¿Busca algo? - preguntó. - Mi fusta, por favor - respondió Carlos. Y empezó a registrar debajo de la cama, detrás de las puertas, bajo las sillas; había caído al suelo entre los sacos y la pared. La señorita Ema la descubrió y se inclinó sobre los sacos de trigo. Carlos, galante, se precipitó y al estirar el brazo con igual ademán, sintió que su pecho rozaba el de la 21

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joven, inclinada. Ella se enderezó, muy ruborizada, y lo miró por encima del hombro mientras le tendía el látigo. En lugar de regresar a los Bertaux tres días después, como lo prometiera, retornó al día siguiente; luego dos veces por semana, sin contar las inesperadas visitas que hacía de vez en cuando como al descuido. Por lo demás, todo anduvo bien; la curación siguió las reglas establecidas, y cuando al cabo de cuarenta y seis días vieron a papá Rouault tratando de caminar solo por su morada todos empezaron a considerar al señor Bovary como a un hombre de gran capacidad. Papá Rouault decía que los mejores médicos de Yvetot y aun de Ruán no lo hubieran cuidado mejor. Carlos, por su parte, no trató de preguntarse por qué iba a los Bertaux con tanto placer. Sin duda, hubiera atribuido su celo a la gravedad del caso, o tal vez al provecho que contaba obtener. ¿Acaso por eso sus visitas a la granja constituían una encantadora excepción entra las tristes ocupaciones de su vida? Esos días se levantaba temprano, partía al galope, azuzaba al caballo, luego se apeaba para secarse los pies en la hierba y se calzaba los guantes negros antes de entrar. Le complacía verse llegar al cortil, sentir contra su hombro la barrera que giraba, oír el canto del gallo desde el muro, ver a los mozos salirle al encuentro. Le agradaban la granja y los establos; amaba a papá Rouault cuando le palmeaba la mano y lo llamaba su salvador; le gustaban los pequeños zuecos de Ema sobre las baldosas lavadas de la cocina; sus tacos altos aumentaban un poco su estatura, y cuando caminaba delante

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de él las suelas de madera, que se alzaban ligeras, crujían con un seco chasquido contra el cuero de las botitas. Ella lo acompañaba siempre hasta el primer escalón del pórtico. Cuando no le habían traído el caballo se quedaba allí. Ya se habían dicho adiós, y después callaban; la rodeaba el aire libre desordenando las caprichosas mechas de la nuca o agitando sobre sus caderas los cordones de su delantal, que se retorcían como banderines. Cierta vez, durante el deshielo, la corteza de los árboles goteaba sobre el piso del cortil y la nieve se fundía en los techados de las dependencias. Ella estaba en el umbral; fue en busca de su sombrilla y la abrió. La sombrilla de seda de color torcaza, atravesada por el sol, iluminaba con sus reflejos movedizos la tez blanca de su rostro. Debajo ella sonreía al tibio calor se oía la caída de las gotas de agua, una a una, sobre el estirado moaré. En los primeros tiempos de las visitas de Carlos a los Bertaux la joven señora Bovary le preguntaba acerca del enfermo y hita había elegido para el señor Rouault una hermosa página blanca del libro, que llevaba con copia. Pero al enterarse de la existencia de una hija buscó informes; supo así que la señorita Rouault, educada en el convento de las Ursulinas, había recibido lo que se llama urca buena educación; que sabía, por consiguiente, danza, geografía, dibujo, tapicería y que tocaba el piano. ¡Era el colmo! "¿Por eso tiene una cara tan alegre cuando va a verla? .se decía -. ¿por eso se pone el chaleco nuevo, corriendo el riesgo de que la lluvia se lo estropee? ¡Ah, esa mujer, esa mujer!..

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La detestó por instinto. AL principio se aliviaba con alusiones. Carlos no las entendía; luego vinieron las reflexiones incidentales que él dejaba pasar por miedo a la tormenta; por fin, fueron los apóstrofes a quemarropa, a los que no sabía qué responder. ¿Por qué regresaba a los Bertaux si el señor Rouault estaba curado y esa gente no le había pagado aún? ¡Ah, claro, allí había una persona, alguien que sabía conversar, una embaucadora! Eso era lo que le gustaba, ¡señoritas finas le hacían falta! Y proseguía: -¡La hija del tío Rouault, una señorita fina! ¡Vamos! Su abuelo era pastor y tienen un primo que fue llevado ante el tribunal por un mal golpe durante una disputa. No vale la pena tanto bla-bla, ni aparecer los domingos en la iglesia vestida de seda como una condesa. ¡Y el pobre hombre, al fin y al cabo sin las colzas del año pasado no sé cómo se las hubiera compuesto para pagar sus atrasos! Por cansancio, Carlos dejó de ir a los Bertaux. Eloísa le había hecho jurar con la mano sobre el misal que no iría más, después de muchos sollozos y besos, en una gran explosión de amor. El obedeció; pero la osadía de su deseo protestó contra el servilismo de su conducta, y por una especie de hipocresía cándida consideró que la prohibición de verla era como un derecho a amarla. Además, la viuda era flaca, tenía dientes largos; llevaba en toda estación un pequeño chal negro cuya punta caía sobre sus omóplatos; su dura silueta estaba ajustada por vestidos ceñidos, muy cortos, que dejaban verlos tobillos con las cintas de sus anchos zapatos entrecruzadas sobre las medias grises.

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La madre de Carlos venía a visitarlos de vez en cuando, pero al poco tiempo la nuera parecía azuzarla contra el hijo; entonces, como dos cuchillos, ambas lo zaherían con sus reflexiones y consejos. ¡Era un error eso de comer tanto! ¿Por qué abría siempre la bolsa al primero que se presentaba? ¡Qué terquedad, negarse a usar ropa interior de franela! A principios de la primavera, un notario de Ingouville que manejaba los bienes de la viuda Dubuc se embarcó con viento a favor llevando consigo todo el dinero de su estudio. Es verdad que Eloísa poseía además una participación naviera avaluada en seis mil francos, su casa de la calle de Saint Francois; pero de la bella fortuna de la que tanto se jactara, nada, aparte de algunos muebles y objetos, había ingresado en el hogar. Fue preciso poner las cosas en claro. La casa de Dieppe estaba carcomida por las hipotecas hasta los cimientos, el monto de lo invertido en casa del notario Dios sólo lo sabría y la participación naviera no excedió los mil escudos. ¡Con que la buena señora había mentido! En su exasperación, el señor Bovary padre destrozó una silla contra el piso y acusó a su mujer de haber hecho la desdicha del hijo de ambos al atarlo a semejante jamelgo cuyos arneses valían menos que su cuero. Fueron a Tostes y hubo explicaciones y escenas. Eloísa, llorosa, se echó en brazos de su marido y lo conjuró para que la defendiera de sus padres. Carlos quiso hablar en su nombre, ellos se disgustaron y se marcharon. Pero el golpe había sido dado. Ocho días después, mientras tendía ropa en su patio, tuvo un vómito de sangre y al día siguiente, cuando Carlos se volvía para correr la cortina 25

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de la ventana, ella dilo: "¡Ah, Dios mío!", lanzó un suspiro y se desvaneció. ¡Estaba muerta! ¡Vaya sorpresa! Cuando todo concluyó en el cementerio, Carlos regresó a su casa. No encontró a nadie esperándola abajo; subió al primer piso, vio el vestido de ella colgado al pie de la alcoba, y entonces, apoyado contra el pequeño escritorio, permaneció hasta la caída de la tarde ensimismado en dolorosa ensoñación. Al fin y al cabo, ella lo había amado.

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III Una mañana el tío Rouault se presentó para traer a Carlos la paga de su pierna compuesta: setenta y cinco francos en monedas de cuarenta sueldos y una pavita. Se había enterado de su desdicha y lo consoló lo mejor posible. -¡ Sé bien lo que es eso! - decía palmeándole el hombro -. ¡A mí me sucedió lo mismo! Cuando perdí a mi pobre finada, me paseaba por los campos para estar solo, me dejaba caer al pie de un árbol, apelaba a Dios, le decía tonterías; hubiera querido ser como los topos que vela en las ramas, con sus gusanos bulléndoles en las panzas; en fin, que estaba listo. Y cuando pensaba en los otros, en ese mismo momento en compañía de sus mujercitas, abrazándolas contra sus pechos, daba fuertes golpes contra el suelo con mi bastón; estaba casi enloquecido, no podía comer; no me creerá, pero me disgustaba la idea de ir al café. Y bueno, los días pasaron lentamente, uno tras otro, la primavera siguió al invierno, el otoño al verano, las cosas fueron transcurriendo poco a poco y todo acabó; quiero decir que se hundió, por27

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que siempre le queda a uno algo en el fondo, como quien dice... ¡ un peso aquí en el pecho! Pero como es nuestra suerte común, no debemos dejarnos morir porque otros hayan muerto... Hay que reponerse, señor Bovary, ¡esto pasará! Venga a vernos; mi hija lo recuerda algunas veces, ya lo sabe, y dice que usted la ha olvidado. Ya viene la primavera, saldremos a cazar conejos en sus madrigueras para que se le disipe un poco la pena. Carlos siguió su consejo. Volvió a los Bertaux. Encontró todo como antes, es decir, como cinco meses atrás. Ya los perales estaban en flor, y el buen Rouault, ahora de pie, iba y venía, cosa que daba mayor animación a la granja. Creyó su deber prodigar al médico las mayores cortesías posibles por su dolorosa situación y le rogó que no se quitara el sombrero, hablándole en voz baja como si estuviera enfermo, y hasta simuló encolerizarse porque no le habían preparado alguna cosilla liviana, como un pote de crema o peras cocidas. Contó cuentos. Carlos se asombró al verse riendo, pero el repentino recuerdo de su mujer lo entristeció. Trajeron el café y dejó de pensar en ella. Pensó cada vez menos a medida que se habituó a vivir solo. Muy pronto el nuevo placer de la independencia le hizo más soportable la soledad. Ahora podía cambiar las horas de sus comidas, entrar y salir sin dar razones, y cuando estaba muy fatigado tenderse a sus anchas en su cama. Por lo tanto, se mimó, se cuidó y aceptó los consuelos que le daban. Además, la muerte de su mujer le había sido provechosa en su oficio, porque la gente repitió un mes seguido: ";Pobre muchacho, qué desgracia!" Su nombre circuló, y creció su 28

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clientela; sin contar con que iba a su antojo a los Bertaux. Lo animaba una esperanza sin objetivo, una vaga dicha; se encontraba una cara más agradable cuando cepillaba sus patillas frente al espejo. Cierto día llegó alrededor de las tres de la tarde; todos habían salido al campo; entró en la cocina sin ver a Ema en el primer momento; los postigos estaban cerrados. Por las rendijas de la madera el sol tendía sobre el piso largas y delgadas rayas que se quebraban en las aristas de los muebles y temblaban en el cielo raso. Sobre la mesa las moscas trepaban por los vasos usados y zumbaban cuando se ahogaban en el resto de sidra. La luz al descender a través de la chimenea aterciopelando el hollín de la chapa, azulaba ligeramente las cenizas frías. Ema cosía entre la ventana y el hogar; no llevaba pañoleta, y pequeñas gotas de sudor relucían sobre sus hombros desnudos. De acuerdo con la costumbre campesina, lo invitó a beber algo. El rehusó y ella insistió, y por fin riendo le ofreció que la acampañara a tomar una copita de licor. Fue, pues, a buscar dentro del armario una botella de Curazao, trajo dos pequeños vasos, llenó uno hasta el borde, sirvió un poco en el otro y después de brindar se lo llevó a la boca. Como estaba casi vacío se echaba hacia atrás para beber; con la cabeza volcada estirando los labios, tendido el cuello, .reía porque no sentía nada mientras con la punta de la lengua asomando entre los finos dientes lamía despacio el fondo del vaso. Volvió a sentarse y reanudó su labor, una media de algodón blanco que estaba zurciendo; trabajaba con la frente gacha, sin hablar. Tampoco Carlos hablaba. El aire, al filtrar29

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se por debajo de la puerta, arrastraba un poco de polvo sobre las baldosas; él lo miraba colarse y sólo oía el latido interior de su cabeza, el lejano cacareo de una gallina que ponía un huevo en el corral. De vez en cuando Ema se refrescaba las mejillas tocándolas con las palmas de sus manos, que luego enfriaba en la perilla de hierro de los morillos. Se quejaba de sentir mareos desde el principio de verano; preguntó si le harían bien los baños de mar; empezó a hablar del convento, Carlos de su colegio, y las frases acudieron. Subieron al cuarto de ella. Ema le mostró sus viejos cuadernos de música, los pequeños libros que le dieran como premio y las coronas de hojas de roble, guardados en el estante inferior de un armario. Le habló también de su madre, del cementerio, y hasta le enseñó el cantero del jardín donde todos los primeros viernes de mes cortaba las flores que llevaba a su tumba. ¡Pero el jardinero que tenían no sabía nada!, ¡estaban tan mal servidos! Le habría gustado, aunque fuera sólo durante el invierno, vivir en la ciudad, a pesar de que los largos días del buen tiempo hacían aún más fastidioso el campo en verano; y según sus palabras, su voz era clara, aguda, o colmándose de repentina languidez arrastraba modulaciones que concluían casi en murmullos, cuando se hablaba a sí misma, ora alegre, abriendo unos grandes ojos cándidos, ora con los párpados entrecerrados, la mirada bañada de tristeza, el pensamiento errabundo. Al regreso, esa noche, Carlos repitió una tras otra las frases dichas por ella, tratando de recordarlas, de completar su sentido, para trazar la porción de existencia que ella viviera cuando él no la conocía todavía. Pero nunca pudo imagi30

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narla diferente de como la viera la primera vez o como acababa de dejarla recién. Luego se preguntó qué sería de ella cuando se casara, ¿y con quién? ¡Ay! papá Rouault era muy rico ¡y ella... muy hermosa! Pero la figura de Ema se alzaba sin cesar ante sus ojos y algo monótono como el ronquido de un trompo zumbaba en sus oídos: "¡Si te casaras, vaya, si te casaras!" Esa noche no durmió; tenía un nudo en la garganta y sentía sed; se levantó para ir a beber de la tinaja del agua y abrió la ventana: el cielo estaba cubierto de estrellas, soplaba un viento cálido; a lo lejos ladraban los perros. Volvió la cabeza hacia el lado de los Bertaux. Pensando que nada arriesgaba, al fin y al cabo, Carlos se prometió hacer el pedida de mano cuando se le presentara la oportunidad; pero cada vez que se le presentó, le sellaba los labios el temor a no hallar las palabras adecuadas. Papá Rouault no hubiera estado descontento de que lo libraran de su hija, que de nada le servía en la casa. La disculpaba en su fuero íntimo, diciéndose que tenía demasiado talento para ser granjera, oficio maldito por el cielo, puesta que jamás hizo millonarios. Lejos de ganar una fortuna con su trabajo, el buen hombre la perdía año tras año; porque si sobresalía en las ventas complaciéndose con astucias del oficio, en cambio el cultivo propiamente dicho y el gobierno interior de su granja no le convenían en absoluto. No le agradaba tener las manos ocupadas ni ahorrar en lo relativo al buen vivir, puesto que quería comer bien, estar abrigado y dormir a gusto. Adoraba la sidra fuerte, las jugosas piernas de cordero, las glorias bien batidas. Hacía sus comidas solo,

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en la cocina, ante el fuego, en una mesita que le traían servida, como en el teatro. Cuando advirtió que a Carlos se le iban los ojos detrás de su hija, cosa que significaba que algún día la pediría en matrimonio, rumió el asunto de antemano. Lo hallaba un poco torpe y no era el yerno que hubiera deseado; pero lo consideraba honrado, económico, muy instruido y, sin duda, no regatearía demasiado la dote. Además, como papá Rouault se había visto obligado a vender veintidós acres de sus bienes y coma debía mucho al albañil, al tonelero, y como era preciso reponer el eje de la prensa: "Si me la pide, se la doy", se dijo. Para San Miguel, Carlos fue a pasar tres días a los Bertaux. La última jornada transcurrió como las anteriores, posponiendo el hecho a cada cuarto de hora. Papá Rouault se hizo cargo de la situación: iban por un camino excavado y se disponían a abandonarlo; había llegado el momento. Carlos se .dio plazo hasta el final del vallado y por fin cuando lo traspusieron: - Maese Rouault - murmuró -, quisiera decirle algo. Se detuvieron; Carlos callaba. -¡Bueno, dígame lo que sea! ¿Acaso no lo sé todo? - dijo papá Rouault riendo dulcemente. -¡ Papá Rouault..., papá Rouault! - balbuceó Carlos. - No pido otra cosa - prosiguió el granjero -. Aunque sin duda la niña piensa como yo, habrá que pedirle lo mismo su opinión. Váyase pues, yo vuelvo a casa. Si es sí, óigame bien, no necesita volver, por la gente, sabe, y además porque la impresionaría mucho. Pero para que se tranquilice, abriré de 32

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par en par el postigo de la ventana; usted podrá verlo si se empina sobre el vallado. Y se alejó. Carlos ató su caballo a un árbol. Corrió a apostarse en el camino. Pasó una media hora, luego contó diecinueve minutos en su reloj. De pronto se oyó el ruido de algo que golpeaba la pared, el postigo había sido abierto y el pestillo todavía se agitaba. A la mañana siguiente llegó a la granja a las nueve. Ema se ruborizó al verlo entrar, aunque se esforzaba por reír, muy correcta. Papá Rouault abrazó a su futuro yerno. Se pusieron a hablar de asuntos de intereses; por otra parte, tenían tiempo, puesto que decorosamente el matrimonio no podía celebrarse hasta el final del duelo de Carlos, es decir, en la primavera del año próximo. El invierno pasó en esa espera. La señorita Rouault se ocupaba de su ajuar. Parte fue encargada a Ruán y ella confeccionó camisolas y gorros de dormir según unos figurines que le prestaron. En las visitas de Carlos a la granja hablaban de los preparativos de la boda, se preguntaban en cuál de las dependencias se serviría la comida; hacían conjeturas sobre la cantidad de platos requerida y sobre cuáles serían las entradas. Ema, por lo contrario, hubiera querido casarse a medianoche, a la luz de las antorchas, pero papá Rouault no quiso saber nada de semejante ocurrencia. Hubo, pues, una boda con cuarenta y tres personas invitadas y la comida duró dieciséis horas, reanudándose al día siguiente y un poco en los sucesivos. 33

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IV Los invitados llegaron temprano en carruajes, calesas tiradas por un caballo, jardineras de dos ruedas, viejos cabriolés sin capota, y volantas con cortinas de cuero, y los jóvenes de las aldeas vecinas en carretas en cuyo interior formaban filas, de pie, con las manos asidas a los laderos para no caerse, sacudiéndose rudamente al compás del trote. Vinieron algunos de Goderville, Normanville y Cany, a diez leguas de distancia. Fueron invitados todos los parientes de ambas familias; se hicieron las paces con los amigos disgustados y se escribió a conocidos a quienes se había perdido de vista desde hacía mucho tiempo. Por momentos resonaban latigazos detrás del vallado, y en seguida la cerca se abría para dar paso a alguna calesa que entraba al galope y se detenía bruscamente frente al primer escalón del pórtico, desbordante de gente que descendía estirando los brazos y frotándose las rodillas. Las damas, de toca, lucían vestidos a la moda de la ciudad, cadenas de reloj de oro, pañoletas cuyas puntas se cruzaban sobre el pecho, o 34

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toquillas de color sujetas a la espalda con un alfiler descubriendo la parte posterior del cuello. Los niños, vestidos como sus padres, parecían incómodos dentro de sus flamantes trajes (algunos hasta estrenaron ese día el primer par de botas de su existencia) y junto a ellos, muda, con su traje de primera comunión alargado para la ocasión veíase a alguna niña de catorce a dieciséis años, sin duda la hermana mayor o la prima, sonrojada, asustada, con los cabellos relucientes de pomada de rosas y mucho miedo de ensuciar sus guantes. Puesto que no había bastantes caballerizos para desatar los coches, los señores se arremangaban y ponían manos a la obra. Según la diferente posición social, vestían traje, levita, chaqueta o chaquetón; ropas finas, rodeadas de la consideración familiar, que sólo se sacaban del armario para las solemnidades; levitas cuyos faldones flotaban al viento, de cuello cilíndrico y amplios bolsillos, como sacos; chaquetas de paño grueso que por lo común acompañaban a alguna gorra con aro de cobre en la visera; cortos chaquetones con dos botones muy juntos como un par de ojos y cuyos faldones parecían haber sido cortados de un golpe por el hacha del carpintero. Algunos (pero naturalmente éstos cenarían en el extremo de la mesa) llevaban blusas de ceremonia, es decir, de cuello abierto, espalda fruncida y talle bajo, sujeto por un cinturón pegado. ¡Vaya si las camisas se arqueaban como corazas sobre los pechos! Todos tenían los cabellos bien recortados, se destacaban sus orejas, y las caras lucían la reciente afeitada; hasta hubo quienes se levantaron al alba, y como no veían claro al hacerse la barba, mostraban cicatrices de través sobre 35

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las narices o las mandíbulas, raspaduras del tamaño de un escudo de tres francos, inflamadas por el aire libre del camino, de modo que las carotas blancas y risueñas lucían un jaspeado de manchas rosadas. Como la alcaldía estaba a media legua de distancia de la granja, fueron a pie y a pie regresaron cuando concluyó la ceremonia en la iglesia. Al principio el cortejo marchaba unido como un chal de colores ondulando a través de los campos, por el estrecho sendero que serpenteaba entre los verdes trigales, pero no tardó en alargarse y en dividirse en varios grupos que se demoraban charlando. Delante iba el músico de la aldea con su violín empenachado de cuerdas de lazos; luego los novios, los parientes, los amigos ocasionales, y cerrando la fila los niños, quienes se divertían arrancando las campanillas de los tallos de avena o jugando sin que los vieran. El vestido de Ema, demasiado largo, arrastraba un poco por detrás; algunas veces ella se detenía para acomodarlo, y entonces, delicadamente, con sus dedos enguantados le quitaba las pajitas y pelusa de cardo, en tanto que Carlos, las manos caídas, aguardaba que ella concluyera la operación. Papá Rouault, con un sombrero nuevo de seda y las manos ocultas hasta las uñas por los puños de su chaqueta negra daba el brazo a la señora Bovary madre; en cuanto al señor Bovary padre, que en el fondo despreciaba a esas gentes, vestía una simple levita con una sola hilera de botones, de corte militar, y decía galanterías de cafetín a una joven y rubia aldeana. Ella saludaba, se ruborizaba y no sabía cómo responderle. Los demás invitados a la boda hablaban de sus cosas o se daban palmadas en el hombro, contentos, antes 36

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de empezar la fiesta. Prestando atención se oía continuamente el violín del músico que seguía tocando a través de los campos. Cuando observaba que el cortejo se había distanciado se detenía para recobrar aliento, enceraba prolijamente con resina amarilla el arco para que las cuerdas chillaran mejor, y luego seguía andando y marcaba el compás alzando y bajando alternativamente el mango del violín. El ruido del instrumento alejaba a los pájaros. La mesa había sido puesta en la cochera. Exhibía cuatro lomos de vaca, seis pollos en pepitoria, ternera a la cacerola, tres piernas de cordero, y en el centro un lindo lechón asado, flanqueado por cuatro morcillas condimentadas. En los extremos se erguían las garrafas de aguardiente. La sidra dulce en botellas empujaba los corchos dejando escapar su espesa espuma, y los vasos habían sido llenados de vino de antemano. Fuentes de amarilla crema flotaban al menor golpe propinado a la mesa y presentaban, dibujadas sobre la tersa superficie, las iniciales de los recién casados en arabescos de merengue. Para las tortas y los turrones se recurrió a un pastelero de Yvetot; como acababa de establecerse en la región, éste se esmeró y a los postres llevó en persona una obra que arrancó gritos. En la base había puesto un cuadrado de cartón azul que representaba un templo con sus pórticos, columnatas y estatuillas de estuco en torno de nichos constelados de estrellas de papel dorado; en segundo término se alzaba una torre de bizcocho de Saboya, rodeada de fortificaciones menudas de angélica, almendras, pasas de uva, y gajos de naranja; y por fin, en la plataforma superior, una verde pradera con rocas y lagos de mermelada y barcos de 37

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avellana, velase a un amorcillo balanceándose sobre un columpio de chocolate, cuyos postes remataban dos pimpollos de rosa, naturales, como dos esferas en la cima. Comieron hasta la caída de la tarde. Cuando se cansaban de estar sentados, se levantaban para dar un paseo por el cortil o para jugar una partida de chito en la granja, luego volvían a sentarse a la mesa. Algunos, al final, se durmieron y roncaron. Pero con el café todos se reanimaron y empezaron a cantar, a hacer pruebas, juegos de manos, a levantar pesas, alzar en vilo las carretas, decir chistes y besar a las damas. Por la noche, cuando llegó el momento de partir, los caballos, ahítos de avena, no cabían entre las varas; mosqueaban, se encabritaban, los arneses se rompían, sus amos blasfemaban o se echaban a reír; durante toda la noche, al claro de luna, por los caminos de la comarca hubo calesas que corrían al galope, saltando en los baches y salvando pedregales, y mujeres que se asomaban a la portezuela para aferrar las riendas. Los que se quedaron en los Bertaux pasaron la noche en la cocina, bebiendo. Los niños dormían sobre los bancos. La recién casada había pedido a su padre que le ahorraran las bromas de costumbre. Pero un primo suyo, pescadero (que había llevado como regalo de bodas un par de lenguados), intentó soplar agua por el ojo de la cerradura, cuando en eso llegó papá Rouault a tiempo para impedirlo y explicarle que la posición formal de su yerno no permitía tales inconveniencias. De todos modos, fue difícil que el primo atendiera razones, y en su fuero íntimo acusó a papá Rouault de orgulloso y fue a reunirse en un rincón con otros 38

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cuatro o cinco invitados, a quienes por azar habían tocado en la mesa los peores trozos de carne y se consideraban mal atendidos, murmurando del huésped y deseándole la ruina con veladas palabras. La señora Bovary madre no había abierto la boca en toda la jornada. No se la consultó sobre el vestido de la novia ni el arreglo del festín; se retiró temprano. Su esposo, en lugar de seguirla, envió a buscar cigarros a Saint-Victor y fumó hasta el amanecer, sin dejar de beber ponche al kirsch, una mezcla que sus acompañantes desconocían y que representó para él el origen de una mayor consideración. Carlos no era hombre jacarandoso de natural y no brilló en la fiesta de bodas. Respondió torpemente a las pullas, bromas y palabras de doble sentido cumplidos y gracias que todos se sentían obligados a dedicarle desde que se sirvió la sopa. En cambio, al día siguiente parecía otro hombre. Se lo hubiera tomado por la virgen de la víspera, en tanto que la recién casada nada dejaba traslucir como prueba de que algo había ocurrido. Los más maliciosos no sabían cómo encararla, y cuando pasaba a su lado la observaban con desmesurada inquietud. Carlos, a su vez, nada disimulaba. La llamaba mi mujer, la tuteaba, preguntaba por ella a todo el mundo, la buscaba en todas partes, y a veces la arrastraba al cortil, donde de lejos lo veían, entre los árboles, enlazar su cintura sin interrumpir la caminata, inclinado sobre ella, ajando con su cabeza el encaje de su bata. Los recién casados se marcharon dos días después de la boda: por sus enfermos, Carlos no podía estar ausente más 39

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tiempo. Papá Rouault hizo que los llevaran en su calesa y los acompañó hasta Vasson-ville. Allí abrazó otra vez a su hija, se apeó y emprendió el retorno. Cuando anduvo cien pasos más o menos se detuvo y al ver alejarse a la calesa, cuyas ruedas levantaban el polvo del camino, lanzó un hondo suspiro. Luego recordó su boda, su tiempo de antaño, el primer embarazo de su mujer; también él se sentía muy contento cuando la llevó de la casa paterna a la suya, en ancas de su caballo, trotando sobre la nieve; porque Navidad se acercaba a los campos estaban blancos del todo; ella lo sujetaba con el brazo y con el otro sostenía su cesta, el viento agitaba las largas puntillas de su cofia de Caux, que algunas veces le tapaban la boca, y guando él volvía la cabeza veía junto a él, sobre su hombro, la carita sonrosada, silenciosa y risueña bajo la placa de oro del tocado. Para calentarse las manos se las ponía de vez en cuando sobre el pecho. ¡Todo eso era tan antiguo! ¡El hijo de ambos hubiera tenido ahora treinta años! Miró entonces hacia atrás y no vio nada en el camino. Se sintió triste como una casa vacía; en su mente oscurecida por los vapores de la francachela los tiernos recuerdos se mezclaron con los negros pensamientos y hasta pensó en darse una vuelta por la iglesia. Sin embargo, temiendo que esa visión lo entristeciera aún más volvió directamente a casa. Carlos y su señora llegaron a Tostes alrededor de las seis de la tarde. Los vecinos se asomaron a las ventanas para ver a la nueva esposa de su médico. La vieja criada les presentó sus saludes, se disculpó porque la cena no estaba lista todavía e instó a la señora para que conociera su casa mientras aguardaba. 40

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V La fachada de ladrillos seguía la línea de la calle, mejor dicho, de la ruta. Detrás de la puerta colgaban un gabán de cuello pequeño, una rienda, una gorra de cuero negro y en un rincón del piso un par de polainas, todavía sucias de fango seco. A la derecha estaba la sala, es decir, el comedor y cuarto de estar. Un empapelado amarillo canario realzado en lo alto por una guirnalda de pálidas flores se estremecía sobre la tela mal tendida; cortinas de calicó blanco bordadas con galón rojo se entrecruzaban sobre las ventanas y encima del estrecho' mantel de la chimenea resplandecía un reloj con la cabeza de Hipócrates entre dos blandones de plata enchapada bajo dos globos de forma oval. Del otro lado del corredor estaba el gabinete de Carlos, pequeña pieza de unos seis pasos de ancho, con una mesa, tres sillas y un sillón de escritorio. Los tomos del Diccionario de ciencias médicas sin cortar, pero cuya encuadernación había padecido las sucesivas ventas, casi guarnecían por sí solos los seis estantes de una biblioteca de pino. El olor de las salsas penetraba a tra41

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vés de la pared durante la consulta, así como se oían en la cocina las toses de lo enfermos y el relato de sus dolencias. Luego venía una gran habitación destartalada que daba al patio donde estaba la caballeriza, y que servía ahora de leñera, bodega y almacén, llena de viejas herramientas, toneles vacíos, útiles de labranza fuera de uso y muchas otras cosas polvorientas cuyo destino era imposible adivinar. El jardín, más largo que ancho, corría entre do; muros de adobe cubiertos de un espaldar de albaricoques hasta una cerca de espinas que lo separaba de los campos. En el centro había un cuadrante solar de pizarra sobre pedestal de albañilería; cuatro canteros adornados de tristes escaramujos rodeaban simétricamente el cuadro, más útil, de vegetales serios. AL fondo, bajo los abetos, un cura de yeso leía su breviario. Ema subió a las habitaciones. La primera no estaba amueblada, pero la segunda, el cuarto conyugal tenía una cama de caoba dentro de una alcoba con colgaduras rojas. Una caja de conchillas decoraba la cómoda y sobre el pequeño escritorio próximo a la ventana había un ramo de flores de azahar con lazos de raso blanco en una garrafa. Era un ramo de novia, ¡ el de la otra! Ella lo miró. Carlos observó e gesto, tomó el ramo y lo llevó al desván, en tanto que Ema, sentada en un sillón (estaban ordenando sus cosas en torno de ella) pensaba en su ramo de novia embalado en una caja y se preguntaba, en soñadora, qué harían con él si por azar ella muriera. Ocupó los primeros días en meditar cambios en su casa. Sacó los globos de los blandones, hizo pegar un nuevo em42

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papelado, pintar la escalera y colocar bancos en el jardín, alrededor del reloj de sol y hasta se interesó por averiguar la manera de tener una fuente de agua con pececillos. Por fin, su marido, sabedor de que le gustaban los paseos en coche, encontró un boc de ocasión que con nuevos faroles y guardabarros de cuero pespunteado quedó bastante parecido a un tílburi. El era feliz y vivía sin preocupaciones. Una comí da frente a frente, un paseo al atardecer por el camino principal, un ademán de ella sobre las crenchas, la visión de su sombrero de paja colgando de la falleba de una ventana y muchas otras cosa placenteras en las que nunca pensara componían ahora su dicha. Por las mañanas, en la cama, las dos cabezas juntas sobre la almohada, miraba cómo la luz del sol atravesaba la pelusa de sus rubias mejillas, semicubiertas por las finas tiras de su cofia. Vistos de tan cerca, sus ojos le parecían agrandados, sobre todo cuando abría repetidas veces los párpados al despertarse; negros en la sombra y azul oscuro a plena luz, tenían algo así como capas de sucesivos calores, más espesas en lo profundo, que se aclaraban en la superficie del esmalte. Su mirada se perdía en aquellas honduras y se veía en ellas hasta los hombros, diminuto con su pañuelo de cabeza de seda y el cuello de la camisola entreabierto. Carlos se levantaba. Ella se asomaba a la ventana para despedirlo y permanecía acodada sobre el alféizar, entre dos tiestos de geranios, con su peinador flotante. Carlos, en la calle, se ajustaba las espuelas y ella le hablaba desde arriba, mientras cortaba con los dientes alguna brizna de flor o algún tallo que soplaba hacia él y que, revoloteando, planean43

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do, dibujando semicírculos en el aire como un pájaro, iba a prenderse en las despeinadas crines de la vieja yegua blanca, inmóvil ante el portal, antes de caer al suelo. Carlos, montado a caballo, le enviaba un beso; ella respondía con una señal, y él partía. Y entonces, por la carretera principal, por los caminas excavados donde los árboles se inclinaban como cunas, por los senderos donde los trigales subían hasta las rodillas, con el sol sobre los hombros y el aire matinal en las narices, el corazón lleno de las dichas nocturnas, la mente tranquila, la carne contenta, andaba rumiando su felicidad como aquellos que después de la cena mastican aún el sabor de las trufas digeridas. ¿Qué había tenido de bueno su existencia hasta entonces? ¿Acaso sus años de colegio, encerrado entre los altos muros en medio de sus camaradas más ricos o mejores que él en clase, que se burlaban su acento, de sus ropas, Y cuyas madres se presentaban en el locutorio con golosinas dentro del manguito? ¿Acaso después, cuando estudiaba medicina y nunca tenía la bolsa lo bastante llena como para pagar una contradanza a alguna obrerita a la que había convertido en su querida? Luego vivió catorce meses con la viuda cuyos pies en la cama estaban fríos como carámbanos. Ahora era dueño para toda la vida de esa linda mujer que adoraba. Para él el universo no sobrepasaba el contorno sedoso de sus enaguas; y se reprochaba el no amarla bastante, sentía deseos de volver a verla; regresaba pronto, subía la escalera con el corazón agitado. Ema hacía su tocado en el cuarto, él entraba calladito, la besaba en la espalda, ella lanzaba un grito.

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Tocaba continuamente, sin poder evitarlo, su peine, sus sortijas, su pañoleta; algunas veces la besaba fuerte en las mejillas o recorría sus brazos desnudos con besos suaves desde las puntas de los dedos hasta los hombros; ella lo rechazaba, entre sonriente y enojada, como se hace con los niños que se cuelgan del cuello. Antes del casamiento, Ema se creyó enamorada, pero como la felicidad que debía ser el resultado de ese amor no llegó, pensó que todo era una equivocación. Y se preguntaba cuál era el exacto sentido que tienen en la vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan bellas le parecieran en los libros.

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VI Había leído Pablo y Virginia y soñado con la choza de bambú, el negro Domingo, y Fidel, el perro, y sobre todo con la dulce amistad de un buen hermano que va en busca de frutas rojas para uno a los árboles más altos que campanarios, o corre descalzo por la arena trayéndonos un nido de pájaros. Cuando cumplió trece años, su padre en persona la llevó a la ciudad para ponerla en el convento. Se alojaron en una posada del barrio de Saint-Gervais, donde les sirvieron la cena en platos pintados que representaban la historia de Mlle. de la Valliére. Las legendarias explicaciones, interrumpidas aquí y allá por el raspado de los cuchillos, glorificaban la religión, las delicadezas del corazón y las pompas de la corte. Lejos de aburrirse en el convento al principio, le complacía la compañía de las buenas monjas, quienes para divertirla la llevaban a la capilla, a la que se llegaba desde el refectorio por un largo corredor. Jugaba poco durante los 46

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recreos, comprendía bien el catecismo, y siempre era ella la que respondía a las difíciles preguntas del señor vicario. Esa vida sin salir jamás de la tibia atmósfera de las clases y entre esas mujeres de pálida tez que llevaban rosarios con cruz de cobre la sumió dulcemente en la mística languidez exhalada por los perfumes del altar, la frescura de las pilas de agua bendita y el fulgor de los cirios. En vez de seguir la misa miraba en su libro las piadosas viñetas con borde azul, amaba la oveja enferma, el sagrado corazón atravesado de agudas flechas, o al pobre Jesús cuando cae bajo el peso de su cruz. Intentó mortificarse guardando ayuno un día entero. Daba vueltas en su cabeza a un voto que cumplir. Cuando se confesaba inventaba pecadillos por permanecer más tiempo de rodillas, en la oscuridad, con las manos juntas y la cara pegada a la reja, bajo el murmullo del sacerdote. Las comparaciones de novio, esposo, amante celestial y matrimonio eterno que se repiten en los sermones despertaban inesperadas dulzuras en el fondo de su alma. Por la tarde, antes de la oración, se hacía una lectura religiosa en el estudio. Durante la semana consistía en algún resumen de Historia Sagrada o en las Conferencias del abate Frayssinous, y los domingos, en pasajes del Genio del Cristianismo, a modo de recreo. ¡Cómo escuchó por primera vez las sonoras lamentaciones de las románticas melancolías repetidas a todos los ecos de la tierra y para toda la eternidad! Si su infancia hubiera transcurrido en la trastienda de algún barrio comercial, tal vez se hubiera entregado a los abandonos líricos de la naturaleza, que por lo general nos llegan a través de las transcripciones de los escritores. Pero 47

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conocía demasiado bien el campo: conocía el balido de los rebaños, los ordeños y los arados. Habituada a los aspectos calmos, se inclinaba hacia los accidentados. Amaba el mar por sus tempestades y la verdura únicamente cuando crecía entre las ruinas. Necesitaba sacar de las cosas una especie de provecho personal y descartaba como inútil todo lo que no contribuía a la inmediata consumación de su corazón, puesto que su temperamento era más sentimental que artístico y buscaba emociones en vez de paisajes. Había en el convento una solterona que venía una vez por mes para trabajar en el taller de lencería. El arzobispado la protegía por su condición de descendiente de una antigua familia de la nobleza arruinada por la Revolución y compartía la mesa de las monjas en el refectorio, manteniendo con ellas una pequeña charla antes de dedicarse a su tarea. Las pensionistas solían escapar del estudio para ir a verla. Sabía de memoria canciones galantes del siglo pasado que cantaba a media voz, mientras cosía. Contaba cuentos, daba noticias, se ocupaba en despachar comisiones fuera del convento y Ares en despachar comisiones fuera del convento y prestaba a los mayores hurtadillas alguna novela que siempre ocultaba en los bolsillos de su delantal, cuyos capítulos la buena señorita devoraba en los intervalos de la labor. Todo era allí amor, amante; damas perseguidas que se desmayan en solitarios pabellones, postillones asesinados en las postas, caballos reventados a cada página, sombrías foresta corazones ,agitados, juramentos, sollozos, lágrimas besos, nacelas al claro de luna, ruiseñores en el boscaje, señores bravos como leones, suaves como corderos, virtuosos como nadie, siem48

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pre bien puestos capaces de llorar como urnas. A los quince años, En ensució sus manos durante seis meses con ese polvo los viejos gabinetes de lectura. Posteriormente, con Walter Scott se enamoró de las cosas históricas, fió con arcones, salas de guardia y menestrales. Hubiera querido vivir en alguna antigua casa solariega como esas castellanas de talle largo que pasaban días bajo el trébol de las ojivas, apoyando un codo en la balaustrada y la barbilla en la mano, contemplando la llegada desde el fondo de los campos algún caballero de pluma blanca al galope de su negro caballo. En esos tiempos tuvo el culto de María Estuardo y una entusiasta veneración por las mujeres ilustres e infortunadas. Juana de Arco, Eloísa, Inés Sorel, la bella Ferronpiére, y Clemencia Isaura se destacaban ante sus ojos como cometas la inmensidad tenebrosa de la historia, donde surgían aquí y allá pero más hundidos en la sombra y sin relación alguna entre ellos, san Luis y su encina, Bayardo moribundo, algunas ferocidades Luis XI, un poco de la San Bartolomé, el penacho del Bearnés, y siempre el recuerdo de los platos pintados que alababan a Luis XIV. En la clase de música, las romanzas que cantaba sólo trataban de angelitos con alas de oro, vírgenes, lagunas, gondoleros, pacíficas composiciones que le dejaban entrever a través de la bobería del estilo y de las imprudencias de la letra la atractiva fantasmagoría de las realidades sentimentales. Alguna sus compañeras llevaban al convento los álbumes de recuerdo que recibieran como regalo. Era cuestión de esconderlos y leerlos en el dormitorio. Mientras manejaba con delicadeza sus hermosas tapas de raso, Ema fijaba una 49

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mirada deslumbrada en los nombres de los autores desconocidos que firmaran las frases, por lo general, condes o vizcondes. Temblaba, y su respiración movía el papel de seda de las ilustraciones, que se alzaba plegado a medias y volvía a caer suavemente sobre la página. Detrás de la balaustrada de un balcón un hombre joven, de capa corta, estrechaba en sus brazos a una jovencita vestida de blanco, con limosnera pendiendo de su cintura; o bien retratos anónimos de damas inglesas de rubios rizos, que lo miran a uno con sus ojazos claros bajo el gran sombrero de paja. Algunas iban en coche, por el centro de algún parque, donde un lebrel saltaba alrededor del tiro llevado al trote por dos pequeños postillones de calzón blanco. Otras, soñando en un sofá ante una carta desplegada, contemplaban la luna por la ventana entreabierta, semioculta por un cortinado negro. Las cándidas, con una lágrima en la mejilla, besuqueaban a alguna paloma torcaz a través de los barrotes de alguna jaula gótica, o sonrientes, con la cabeza inclinada sobre el hombro, deshojaban una margarita con sus dedos afilados, retorcidos como zapatos puntiagudos. Y también estabais vosotros, sultanes de largas pipas, pasmados bajo alguna glorieta en brazos de las bayaderas, dijiaurs, sables turcos, gorros griegos, y sobre todo vosotros, descoloridos paisajes de las regiones ditirámbicas que soléis mostrarnos a la vez palmeras, pinos, tigres a la derecha, un león a la izquierda, alminares tártaros en el horizonte, ruinas romanas en primer plano y más allá camellos acurrucados; todo ello encuadrado por una pulcra selva virgen con un fuerte rayo de sol perpendicular que temblequea 50

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en el agua, donde se destacan, aquí y allá, como manchas blancas sobre un fondo gris acero, algunos cisnes nadando. Y la pantalla del quinqué, suspendida por encima de la cabeza de Ema, iluminaba desde la pared todos esos cuadros del mundo que desfilaban uno tras otro ante sus ojos, en el silencio del dormitorio, al compás lejano de algún retrasado coche de punto que todavía recorría los bulevares. Cuando su madre murió, lloró mucho los primeros días. Se hizo hacer un relicario can los cabellos de la difunta y en una carta que envió a los Bertaux, llena de tristes reflexiones sobre la vida, pidió que alguna vez la enterraran en su misma tumba. El bueno de su padre la creyó enferma y fue a verla. Ema se sintió íntimamente satisfecha al sentir que de un solo golpe alcanzaba el raro ideal de las pálidas existencias al que nunca llegan los corazones mediocres. Se dejó deslizar, pues, en los meandros lamartinianos, escuchó las arpas sobre los lagos, los cantos de los cisnes, moribundos, las caídas de la hojas, las puras vírgenes que suben al cielo y la voz del Eterno discurriendo por los valles. No quiso reconocer que todo eso acababa por aburrirla; siguió por hábito primero, luego por vanidad, y por fin se sorprendió al sentirse tranquilizada, sin más tristezas en el corazón que arrugas en la frente. Las buenas monjas, que se habían ilusionado acerca de su vocación, comprobaron con asombro que la señorita Rouault parecía escapar a sus cuidados. En efecto, tanto le habían prodigado oficios, retiros, novenas, sermones, tanto le habían predicado el respeto debido a santos y mártires, tantos buenos consejos le habían dado para la modestia del cuerpo y la salvación del alma, que hizo como los caballos 51

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cuando les tiran de la rienda: se detuvo bruscamente y el freno se le salió de la boca. Su espíritu positivo, que en medio de sus entusiasmas había amado a la iglesia por sus flores, a la música por la letra de las romanzas y a la literatura por sus pasionales excitaciones, se sublevaba ante los misterios de la fe, así como ella se irritaba cada vez más contra la disciplina, casa antipática para su naturaleza. Cuando su padre la sacó del pensionado, nadie se afligió por verla partir. La superiora opinaba que en los últimos tiempos carecía de reverencia hacia la comunidad. A su regreso al hogar, Ema se divirtió durante algún tiempo gobernando a los sirvientes; luego el campo la hastió y añoró su convento. Cuando Carlos fue a los Bertaux por primera vez, se consideró muy desilusionada, sin tener ya nada que aprender ni que sentir. Pero la ansiedad de un nuevo estado, o tal vez la irritación provocada por la presencia de ese hombre bastó para hacerle creer que poseía por fin esa pasión maravillosa mantenida hasta ese momento como un gran pájaro de rosado plumaje planeando en el esplendor de los cielos poéticos, y no podía imaginar que su actual vida en calma fuera la dicha soñada.

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VII Pensaba, sin embargo, que eran ésos los días más hermosos de su vida, la luna de miel, como decían las gentes. ¡Para saborear su dulzura habría sido preciso, sin duda, viajar a esos países de nombres sonoros donde los mañanas de una noche de bodas tienen más suaves perezas! Se llega a ellos en carruajes de azules cortinas, trepando escarpados caminos y escuchando la canción del postillón que en la montaña se repite junto con los cencerros de las cabras y el sordo rumor de la cascada. Cuando el sol se pone en la orilla de los golfos se respira el perfume de los limoneros, y por la noche en la terraza de alguna villa, solos y con las manos entrelazadas, los recién casados miran las estrellas y hacen proyectos. Le parecía que ciertos lugares en la tierra producen la felicidad como planta propia del suelo que crece mal en otros sitios. ¡Lástima que ella no podía asomarse al balcón de un chalet suizo o encerrar su tristeza en un cottage escocés junto a un marido vestido con chaqueta de terciopelo negro de largos faldones, blandas botas, sombrero y puños! 53

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Quizá hubiera deseado confiar a alguien estas cosas. Pero ¿se puede hablar de un inasible malestar que cambia de aspecto como las nubes y se arremolina como el viento? Le faltaban las palabras, la oportunidad, el atrevimiento. Sin embargo, si Carlos lo hubiera querido, si lo hubiera sospechado, si sólo una vez su mirada hubiera salido al encuentro del pensamiento de ella, habría sentido que una súbita abundancia se desprendía de su corazón, como caen los frutos de un espaldar cuando uno lo toca. Pero a medida que se estrechaba más y más la intimidad de sus vidas, un desapego interior se producía, apartándola de él. La conversación de Carlos era chata como una vereda y por ella desfilaban las ideas de todo el mundo, en su traje común, sin provocar emociones, risas o ensueños. Decía que mientras había vivido en Ruán nunca sintió curiosidad por ver a los actores de País en el teatro. No sabía nadar, ni hacer esgrima, ni disparar con una pistola, y cierta vez no acertó a explicarle un término de equitación que ella encontrara en una novela. ¿Acaso no era lo debido que un hombre lo conociera todo, que sobresaliera en múltiples actividades, que la iniciara a una en las energías de la pasión, en los refinamientos de la vida, en los misterios? Pero ese hombre nada enseñaba, nada sabía, nada deseaba. La creía feliz, y ella sentía rencor por su calma tan bien asentada, por su serena pesadez, por la misma dicha que le daba. Ema dibujaba a veces; a Carlos le divertía mucho quedarse de pie, mirándola inclinada sobre la cartulina, guiñando los ojos para ver mejor la obra, o redondeando bolitas de 54

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miga de pan entre sus dedos. Cuando ella se sentaba al piano se maravillaba a medida que sus dedos corrían por él con mayor rapidez. Tocaba con aplomo y recorría el teclado de arriba abajo sin interrumpirse. Aporreado por ella, el viejo instrumento, cuyas cuerdas desafinaban, se oía hasta el otro extremo de la aldea cuando la ventana estaba abierta, y a menudo el pasante del ujier que transitaba por la calle principal, en cabeza y sin botas, se detenía a escucharla con su hoja de papel en la mano. Por otra parte, Ema sabía dirigir su casa. Enviaba a los enfermos la cuenta de las visitas en cartas bien redactadas que no olían a factura. Cuando los domingos recibían a comer a algún vecino encontraba el modo de ofrecerle algún plato coqueto, se las componía para servir las pirámides de ciruelas reina Claudia sobre hojas de vid, presentaba los potes de mermelada volcados sobre una fuente y hasta hablaba de comprar enjuagatorios para los postres. De todo ello Bovary obtenía grandes consideraciones. Carlos concluía por estimarse más aún, puesto que poseía una mujer semejante. Mostraba con orgullo dos pequeños croquis al lápiz de ella, encuadrados en amplios marcos y colgados del empapelado de la sala con largos cordones verdes. A la salida de misa se lo veía en la puerta de su casa, con unas bonitas pantuflas bordadas. Regresaba tarde, algunas veces a las diez de la. noche, otras a las doce. Pedía entonces su cena, y como la criada estaba ya acostada, Ema se la servía. Se quitaba la levita para comer más a sus anchas y nombraba a todas las personas a quienes había visto, las aldeas donde estuviera, las recetas 55

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escritas, y satisfecho comía el resto del guisado, descortezaba un pedazo de queso o mordía una manzana, vaciaba el botellón y luego iba a acostarse, se tendía de espaldas y roncaba.. Como durante mucho tiempo había usado un gorro de dormir, el pañuelo de seda se le desacomodaba y por la mañana sus cabellos estaban revueltos y caían sobre su cara, blanqueados por el plumón de la almohada, cuyos cordones se desataban durante la noche. Calzaba siempre unas botas rústicas, con dos espesos pliegues en el empeine torcidos hacia los tobillos, en tanto que el centro se mantenía recto y tenso como un pie de madera. Pretendía que eran bastante buenas para el campo. Su madre aprobaba estas economías; venía a verlos como antaño, cuando en su propio hogar se había, producido alguna borrasca un tanto violenta; pero la señora Bovary madre parecía prevenida contra su nuera. Le encontraba un tipo demasiado distinguido para la situación económica de ellos; la leña, el azúcar y las velas se derrochaban como en una casa grande, y la cantidad de carbón quemado en la cocina hubiera bastado para cocinar veinticinco platos. Acomodaba la ropa interior en los armarios y enseñaba a Ema a vigilar al carnicero cuando traía la carne. Ema escuchaba sus lecciones; la señora Bovary las prodigaba, y las palabras madre mía, mi hija, se intercambiaban continuamente, acompañadas de un leve estremecimiento de los labios, porque ambas decían el suave nombre con voz temblorosa de cólera. En la época de la señora Dubuc, la anciana se sentía aún la favorita; pero ahora el amor de Carlos hacia Ema le pare56

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cía una deserción de su afecto, una intrusión en su propiedad; vigilaba la dicha de su hijo en triste silencio, como mira el arruinado a través de los vidrios de la ventana a las gentes sentadas a la mesa en su antiguo hogar. Le recordaba sus penas y sacrificios, y comparándolos con las negligencias de Ema llegaba a la conclusión de que no era razonable adorarla de manera tan exclusiva. Carlos no sabía cómo responderle; respetaba a su madre y amaba infinitamente a su mujer; consideraba infalible el juicio de aquélla, pero hallaba irreprochable a la otra. Cuando la señora Bovary se marchaba, intentaba deslizar tímidamente, y repitiendo los términos, algunas de las anodinas observaciones que escuchara a su madre; Ema, con una sola palabra, le probaba su error y lo mandaba de vuelta a sus enfermos. Sin embargo, de acuerdo con teorías que aprobaba, Ema quiso entregarse por amor. En el jardín, al claro de luna, recitaba todas las apasionadas rimas que sabía de memoria y le cantaba entre suspiros melancólicos adagios, pero al final estaba tan tranquila como antes y Carlos no parecía ni más enamorado ni más conmovido. Después de haber, tratado de encenderse el corazón sin provocar chispa alguna, incapaz por otra parte de comprender lo que no sentía ni de creer en lo que no se manifestaba con formas convenidas, se persuadió sin esfuerzo de que la pasión de Carlos nada tenía de exorbitante. Sus expansiones se volvieron regulares: él la besaba a hora fijas. Era un hábito como los otros, una especie de postre previsto de antemano, tras la monotonía de la cena. 57

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Un guardabosques a quien el médico curara de una pleuresía regaló a la señora una lebrela italiana que ella llevó consigo en sus paseos, porque salía algunas veces para estar sola un instante y no tener siempre ante los ojos el eterno jardín y la ruta polvorienta. Iba hasta el bayal de Banneville, hasta el pabellón abandonado que cierra la línea de edificaciones en el extremo de la campiña. En el foso, entre la hierba, crecen largos juncos de hojas cortantes. Comenzaba por mirar en torno para ver si nada había cambiado desde la última vez que estuviera allí. Encontraba en el mismo lugar las digitales y los alhelíes, las matas de ortiga alrededor de las piedras y las manchas de liquen a lo largo de las tres ventanas, cuyos postigos siembre cerrados se deshacían en podredumbre sobre las barras de hierro oxidado. Su pensamiento, al principio sin meta, erraba al azar como su lebrela, que describía círculos por los campos, ladraba tras las mariposas amarillas, cazaba musarañas, mordisqueaba amapolas al borde de un trigal. Luego sus ideas se fijaban poco a poco, y sentada sobre el césped, que castigaba suavemente con la punta de su sombrilla, Ema se repetía: -¿Por qué, Dios mío, me he casado? Se preguntaba si por distintas combinaciones casuales no hubiera existido una posibilidad de conocer a otro hombre; y trataba de imaginar cuáles hubieran sido esos acontecimientos no sucedidos, esa vida diferente con un marido desconocido. Todos, en efecto, no se parecían al suyo. Pudo ser guapo, espiritual, distinguido, atrayente, como eran sin duda los maridos de sus ex compañeras de convento. ¿Qué 58

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hacían ellas ahora? En la ciudad, con el ruido de las calles, el zumbido de los teatros y las luces de los bailes, llevarían una existencia que dilata el corazón y ensancha los sentidos. La vida de ella era fría como un desván cuya lucerna da al norte, y el aburrimiento, araña silenciosa, hilaba su tela en la sombra, en todos los rincones de su corazón. Recordaba los días de distribución de premios, cuando subía al estrado para recoger su pequeña corona. Con sus cabellos trenzados, su vestido blanco y sus zapatos escotados de fieltro, estaba muy bonita, y los señores se inclinaban para decirle cumplidos cuando regresaba a su sitio; el patio estaba lleno de calesas, le decían adiós a través de las portezuelas, el maestro de música la saludaba al pasar con su caja del violín. ¡Qué lejos estaba todo aquello! ¡Qué lejos! Llamaba a Djali, la ponía sobre sus rodillas, acariciaba su larga y fina cabeza y le decía: - Vamos, besa a tu ama, tú que no tienes pesares. Luego, analizando la cara melancólica del esbelto animal, que bostezaba lentamente, se enternecía, y comparándolo a ella le hablaba en voz alta, como a un afligido que uno consuela. A veces soplaban ráfagas de viento, brisas del mar que corrían veloces por la región de Caux, trayendo a los campos lejanos su frescura salada. Los juncos silbaban ,al ras del suelo y las hojas de las hayas rumoreaban con rápidos estremecimientos, en tanto que las copas proseguían su gran murmullo sin dejar de mecerse. Ema se ajustaba el chal a los hombros y se ponía de pie.

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En la carretera, una luz verde filtrada por el follaje iluminaba el musgo raso, que crujía suavemente bajo sus pies. El sol se ocultaba, el cielo enrojecía entre las ramas y los troncos parejos de los árboles plantados en línea recta semejaban una oscura columnata destacada sobre un fondo de oro; un temor la asaltaba, y llamando a Djali apuraba el paso hacia Tostes por la carretera, se dejaba caer en un sillón y no hablaba durante el resto de la noche. Hacia fines de setiembre sucedió algo extraordinario en su vida; fue invitada ala Vaubyessard, la casa del marqués de Andervilliers. Secretario de Estado durante la Restauración, el marqués trataba de reingresar en la vida política y preparaba despacio su candidatura para la Cámara de Diputados. En invierno distribuía leña en abundancia y reclamaba con exaltación, en el .Consejo General, caminos para su sección. Durante los grandes calores padeció un absceso en la boca, del que lo curó Carlos como por milagro, con un oportuno golpe de lanceta. El encargado de ira Tostes por el pago de la intervención contó a su regreso que había visto unas soberbias cerezas en el jardincito del médico. Los cerezos crecían malamente en la Vaubyessard, y el señor marqués, por consiguiente, pidió algunos brotes a Bovary y creyó su deber agradecérselos en persona. Conoció a Ema, juzgó que tenia bonita figura y que no saludaba como una campesina; y así fue como en el castillo no consideraron transgresión a los limites de la condescendencia ni tampoco una torpeza el invitar al joven matrimonio.

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Un miércoles a las tres de la tarde, el señor y la señora Bovary, instalados en su boc, partieron hacia la Vaubyessard con una gran maleta atada en la parte posterior del carricoche y una sombrerera colocada en el pescante. Además, pusieron una caja entre las piernas de Carlos. Llegaron a la caída de la noche, cuando comenzaban a encender los faroles en el parque para iluminar a los carruajes.

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VIII El castillo, de construcción moderna, italiana, con sus dos alas delanteras y tres pórticos, se extendía al fondo de una inmensa pradera donde pastaban algunas vacas entre grupos de árboles espaciados, en tanto, que filas de arbustos, rododendros, jeringuillas y bolas de nieve arqueaban sus manojos de desigual verdor sobre la línea curva del enarenado camino. Bajo un puente corría un arroyo; a través de la bruma se divisaban edificaciones con techo de paja esparcidas en la pradera, bordeada en suave pendiente por dos colinas boscosas, y detrás, en el boscaje, se alzaban las líneas paralelas de las cocheras . y las caballerizas, restos del antiguo castillo demolido. El boc de Carlos se detuvo junto al nórtico central; aparecieron algunos criados; se adelantó el marqués, y ofreciendo su brazo a la mujer del médico, la introdujo en el vestíbulo. Tenia éste piso de mármol; alto de techo, el ruido de los pasos y las voces resonaba como en el interior de una iglesia. 62

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AL frente ascendía una escalera recta, y a la izquierda una. galería que comunicaba con el jardín conducía a la sala de billares desde donde llegaba el rumor de las carambolas de las bolas de marfil a través de la puerta. AL atravesarla para entrar en la sala Ema vio en torno de la mesa de juego a unos hombres de rostros graves con la barbilla apoyada sobre altas corbatas, que sonreían callados mientras movían sus tacos. Sobre el oscuro enmaderado del zócalo había grandes cuadros dorados con nombres escritos en letras negras en el borde inferior de los marcos. Ema leyó: "Juan Antonio de Andervilliers d'Yverbonville, conde de la Vaubyessard y barón de la Fresnaye, muerto en la batalla de Coutras el 20 de octubre de 1587." Y en otro: "Juan Antonio Enrique Guido de Andervilliers de la Vaubyessard, almirante de Francia y caballero de la orden de San Miguel, herido en el combate de Hougue-Saint-Vaast el 29 de mayo de 1692, muerto en la Vaubyessard el 23 de enero de 1693.” Apenas se distinguía a los siguientes, porque la luz de las lámparas caía sobre el paño verde del billar dejando flotar las sombras en el cuarto. Bruñía las telas horizontales y se quebraba en finas aristas contra ellas, siguiendo las grietas del barniz; de los grandes cuadros negros bordeados de oro surgía, aquí y allá, una porción más clara de pintura, una frente pálida dos ojos que lo contemplaban a uno, pelucas desplegadas sobre los empolvados hombros de las rojas chaquetas o el lazo de una jarretera en lo alto de una rechoncha pantorrilla.

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El marqués abrió la puerta de la sala; una señora se puso de pie (la propia marquesa) y fue al encuentro de Ema, haciéndola sentar a su lado en un confidente, donde comenzó a hablarle amistosamente, como si la conociera desde mucho tiempo atrás. Era una mujer de unos cuarenta años, hermosos hombros, nariz convexa, voz monótona; ese día lucía sobre sus cabellos castaños un sencillo pañuelo de encaje que caía en triángulo por detrás. A su lado, había una joven rubia, sentada en una silla de alto- respaldar; en torno de la chimenea unos señores de florecilla en el ojal conversaban con las señoras. A las siete sirvieron la comida. Los hombres, más numerosos, tomaron asiento en la primera mesa, en el vestíbulo; las señoras en la segunda, en el comedor, con el marqués y la marquesa. Al entrar, Ema se sintió envuelta por una cálida vaharada, mezcla del perfume de las flores y de la buena mantelería, el vaho de las carnes y el olor de las trufas. Las velas de los candelabros arrojaban sus luces sobre las fuentes de plata; los cristales tallados cubiertos de un vapor mate reflejaban pálidos rayos; a lo largo de la mesa se alineaban los ramos de flores, y en los platos de ancho borde las servilletas, dobladas como bonete de obispo, mostraban un panecillo de forma oval, entre la abertura de sus pliegues. Las patas rojas de los cangrejos desbordaban de las fuentes, y en cestas caladas se apilaban sobre el musgo hermosas frutas. Con sus medias dé seda su calzón corto, corbata blanca y chorrera, serio como un juez, el maestresala pasaba entre los hombros de los con64

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vidados las porciones ya cortadas, y servía de una cucharada el trozo elegido. Una estatua femenina tapada hasta la barbilla miraba inmóvil la sala llena de gente desde lo alto de la gran estufa de porcelana con varillas de cobre. La señora Bovary observó que muchas de las da mas habían evitado tocar sus copas. En el otro extremo de la mesa, solo entre toda las mujeres, inclinado sobre su bien colmado plato con la servilleta atada al cuello como un niño, comía un anciano de cuya boca chorreaban gotas d salsa. Tenía múltiples arrugas alrededor de los ojos llevaba una coleta sujeta con cinta negra. Era el suegro del marqués, el viejo duque de Laverdiére, ex favorito del duque de Artois en los tiempos de las cacerías en los bosques de Vaudreuil, en casa del marqués de Conflans, según se decía amante de la reina María Antonieta, entre los señores de Coigny y de Lauzun. Había llevado una ruidosa vida de excesos, llena de duelos, apuestas, mujeres raptadas, devorado su fortuna y aterrado a su familia entera. Detrás de su silla un criado le nombraba en voz alta, oído, los platos que, balbuceando, señalaba él con su dedo; los ojos de Ema no se apartaban de ese anciano de labio colgante, como si fuera algo extraordinario y augusto. ¡Había vivido en la corte y dormido un lecho de reina! Sirvieron champaña helado. Ema se estremeció pies a cabeza al sentir ese frío en su boca. Jamás había visto granadas ni comido ananá. Hasta el azúcar en polvo le parecía más blanca y fina que otras partes. Después las damas subieron a sus cuartos a prepararse para el baile. 65

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Ema se vistió con la meticulosa conciencia de una actriz en la noche de su iniciación. Acomodó sus cabellos siguiendo las instrucciones del peluquero y se puso su vestido de barége, desplegado sobre la cama. El pantalón de Carlos le apretaba el vientre. - Las trabillas van a incomodarme cuando baile - dijo. -¿Cuando bailes? - replicó Ema. -¡Claro! - Pero ¿te has vuelto loco?; se burlarían de ti; quédate sentado. Además, es más conveniente para un médico agregó ella. Carlos calló. Se paseaba por el cuarto aguardando que ella terminara de vestirse. La veía de espaldas en el espejo, entre dos blandones. Sus ojos negros parecían más negros. Sus crenchas, suavemente ahuecadas sobre las orejas, brillaban con destellos azules; en el moño temblaba una rosa sobre su tallo móvil con artificiales gotas de agua en el extremo de los pétalos. Ema llevaba un vestido de color azafrán pálido, adornado con tres ramos de pimpollos de rosa entre hojas verdes. Carlos se acercó y besó su hombro. -¡Déjame! - dijo ella -, ¡me ajas el vestido! Se oyó un retornelo de violín y el sonar de un cuerno de caza. Ema descendió la escalera conteniéndose para no correr. Habían comenzado las cuadrillas, la gente llegaba, todos se empujaban. Ema se sentó en una banqueta junto a la puerta.

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Cuando concluyó la contradanza el entarimado quedó libre para los grupos de señores que charlaban de pie y para los criados de librea, portadores de grandes fuentes. En la línea de mujeres sentadas se agitaban los abanicos pintados; las ramos ocultaban a medias las sonrisas de los rostros, y los frascos con tapón de oro se movían entre manos semiabiertas, con uñas que marcaban los guantes blancos ajustados a las muñecas. Los adornos de puntilla, los broches de diamantes, los brazaletes con medallón temblaban en los corpiños, brillaban sobre los pechos, retiñían sobre los brazos desnudos. Los cabellos pegados sobre las frentes y retorcidos en las nucas lucían formando coronas, racimos o ramos de nomeolvides, jazmines, flores de granado, espigas o azulejos. Pacíficas en sus asientos, las madres, de severo gesto, llevaban turbantes rojos. El corazón de Ema latía con cierta fuerza cuando su caballero, llevándola de la punta de los dedos, la condujo hasta la fila para esperar la señal del baile. Pronto la emoción se desvaneció y balanceándose al ritmo de la orquesta se deslizó hacia adelante moviendo ligeramente el cuello. Ciertas delicadezas del violín hacían subir una sonrisa a sus labios, cuando tocaba un solo y los otros instrumentos callaban; se oía el nítido ruido de los luises de oro desparramándose sobre el tapete en el cuarto contiguo; después la trompeta lanzaba un sonoro acorde y todo recomenzaba; los pies volvían a moverse a compás, se inflaban y se rozaban las faldas, se tocaban las manos para apartarse luego y los ojos, que antes miraban al suelo, volvían ahora a buscar las miradas.

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Algunos hombres (unos quince en total), de veinticinco a cuarenta años, diseminados entre los bailarines o charlando en el vano de las puertas se distinguían de la multitud por su aire de familia, a pesar de sus diferencias de edad, de ropaje o de figura. Sus trajes, mejor cortados, parecían de un paño más flexible, y en sus cabellos peinados con rizos en las sienes brillaban pomadas más finas. Tenían el tinte de la riqueza, esa tez blanca realzada por la palidez de la porcelana, los reflejos del raso, el barniz de los muebles finos y cuya salud mantiene un régimen discreto de exquisitos alimentos. Sus pescuezos se movían cómodamente dentro de las flojas corbatas, sus patillas caían sobre un cuello volcado, y se secaban los labios con pañuelos de gran inicial bordada, de las que brotaba un suave aroma. Los que empezaban a envejecer tenían un aspecto juvenil, en tanto que una cierta madurez se propagaba por las caras de los jóvenes. En sus miradas indiferentes flotaba la quietud de las pasiones saciadas a diario; y a través de sus dulces maneras se advertía la particular brutalidad que otorga el dominio de las cosas fáciles a medias, en las que la fuerza se ejercita o la vanidad se complace, el manejo de los caballos de raza y la compañía de las mujeres perdidas. A unos tres pasos de Ema un caballero de traje azul, hablaba de Italia con una joven y pálida señora que lucía un aderezo de perlas. Alababan el tamaño de las columnas de San Pedro, el Tívoli, el Vesubio, Castellamare y los Cassines, las rosas de Génova, el Coliseo al claro de luna. Ema escuchaba con el otro oído una conversación llena de palabras 68

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que no comprendía. Rodeaban a un hombre muy joven que la semana anterior había vencido a Miss Arabella y a Romulus y ganando dos mil luises saltando un foso, en Inglaterra. Uno se quejaba de que los corredores engordaban, otro de ciertas faltas de imprenta que habían desnaturalizado el nombre de su caballo. El aire era pesado en la sala de baile, las lámparas palidecían. El reflujo iba hacia la sala de billar. Un criado trepó a una silla y rompió dos de los cristales; al ruido de vidrios rotos Ema volvió la cabeza y vio en el jardín, pegados a la ventana, rostros curiosos de campesinos. La asaltó entonces el recuerdo de los Bertaux. Volvió a ver la granja, la charca fangosa, a su padre de blusa bajo los manzanos, y se vio otra vez descremando con sus dedos las vasijas de leche en la lechería. Pero los fulgores de la hora presente desvanecían por completo su vida pasada, tan clara hasta entonces, y hasta dudaba de haberla vivido. Estaba allí; en torno del baile sólo había sombras desplegadas sobre el resto. Comía entonces un helado al marrasquino que sostenía su mano izquierda dentro de un platillo de plata sobredorada y entrecerraba los ojos con la cucharilla apretada entre sus dientes. Una señora a su lado dejó caer su abanico al tiempo que pasaba uno de los bailarines. - Señor, tenga la bondad de recoger mi abanico, que ha caído detrás de ese sofá - dijo la dama. El señor se inclinó, y mientras estiraba el brazo Ema vio cómo la mano de la joven señora arrojaba dentro de su sombrero una cosa blanca plegada triangularmente. AL devolver el abanico a la señora, el caballero se lo ofreció con 69

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mucho respeto; ella le dio las gracias con un movimiento de cabeza y siguió aspirando el perfume de su ramo. Después de la cena, en la que hubo abundantes vinos de España y el Rin, sopa de cangrejos y de leche de almendras, budines a la Trafalgar y fuentes con toda clase de carnes frías rodeadas de temblorosas gelatinas, los carruajes comenzaron a partir uno tras otro. Levantando un poco la cortina de muselina se veía desfilar en la sombra la luz de sus linternas. Las banquetas se aclararon, sólo quedaban algunos jugadores, los músicos refrescaban con la lengua las yemas de los dedos; Carlos, apoyado de espaldas contra una puerta, dormitaba. A las tres de la madrugada se inició el cotillón. Ema no sabía vallar. Todos vallaban, hasta la señorita de Andervilliers y la marquesa; quedaban solamente los huéspedes del castillo, aproximadamente unas doce personas. Uno de los bailarines de vals, a quien familiarmente llamaban vizconde, cuyo chaleco muy abierto parecía tallado sobre el pecho, vino por segunda vez a invitar a la señora Bovary, asegurándole que la guiaría y que saldría bien del paso. Empezaron lentamente, luego más rápido. Giraban: todo daba vueltas a su alrededor, las lámparas, los muebles, los zócalos, el entarimado, como un disco sobre su eje. Cuando pasaban por las puertas, los bajos del vestido de Ema rozaban el pantalón, sus piernas se tocaban; él bajaba los ojos hacia ella, ella los alzaba hacia él, y presa de una especie de sopor se detuvo. Reanudaron el baile; con un movimiento más rápido el vizconde la arrastró, desapareció con ella en el extremo de la galería, donde, jadeante, Ema estuvo a punto de caer; por un momento apoyó la cabeza contra el 70

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pechó de él. Luego, girando siempre, aunque con más lentitud, la recondujo a su asiento; ella se dejó caer contra la pared y se cubrió los ojos con la mano. Cuando volvió a abrirlos, en el centro del salón una dama sentada en un taburete tenía delante a tres bailarines de rodillas. Eligió al vizconde y el violín inició nuevamente la danza. Los miraban. Iban y venían, ella con el cuerpo inmóvil y la barbilla gacha, él siempre en la misma postura, arqueado el talle, el brazo curvado, la boca proyectada hacia adelante. ¡Esa sí que sabía bailar! Siguieron valsando un largo rato, fatigando a las otras parejas. Se charló un poco más y luego de las despedidas, mejor dicho de los buenos días, los huéspedes del castillo fueron a acostarse. Carlos se arrastraba por las escaleras, se le doblaban las rodillas. Había pasado cinco horas seguidas de pie ante las mesas mirando jugar al whist, sin entender ni jota. Cuando se quitó las botas lanzó un suspiro de satisfacción. Ema se echó un chal sobre los hombros y abrió la ventana pata asomarse. La noche era oscura. Caían algunas gotas de lluvia. Ella aspiró un viento húmedo que le refrescaba los párpados. Todavía la música del vals zumbaba en sus oídos y hacía esfuerzos por mantenerse despierta, para prolongar la ilusión de esa vida lujosa que debería abandonar en seguida. Se hizo de día. Ema contempló detenidamente las ventanas del castillo tratando de adivinar cuáles eran los cuartos que llamaran su atención la víspera. 71

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Hubiera querido conocer sus existencias, penetraren ellas y confundirse. Pero tiritaba de frío. Se desvistió y se acurrucó entre las sábanas junto a Carlos dormido. Hubo mucha gente para el almuerzo, que duró diez minutos; no sirvieron ningún licor, cosa que sorprendió al médico. Luego la señorita de Andervilliers recogió migas de bizcocho en un delantal para llevarlas a los cisnes de la fuente y todos fueron a recorrer el invernáculo, donde extrañas plantas erizadas de púas se apilaban en pirámides bajo unos tiestos colgantes, semejantes a nidos de serpientes muy llenos, de cuyos bordes escapaban largos cordones verdes entrelazados. En el fondo el naranjal proveía hasta al personal inferior del castillo. Para divertir a Ema el marqués la llevó a visitar las caballerizas. Por encima de los pesebres en forma de cesto unas placas de porcelana llevaban inscriptos en letras negras los nombres de los caballos. Cuando pasaba junto a ellos los animales se agitaban en sus establos chasqueando la lengua. El piso de tablas de la guarnicionería brillaba como el entarimado de una sala. Los arneses de los carruajes ocupaban el centro sobre dos columnas giratorias, y los frenos, látigos, estribos y barbadas se alineaban a lo largo del muro. Carlos pidió a uno de los lacayos que atara su boc. Lo llevaron al pie del pórtico, y como todos los paquetes estaban ya acomodados en su interior, los esposos Bovary se despidieron cortésmente del marqués y de la marquesa y partieron en dirección a Tostes. 72

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Ema, en silencio, contemplaba el girar de las ruedas. Carlos, sentado en el borde de la banqueta, conducía con los brazos separados del cuerpo y el caballejo iba a paso de andadura entre las varas, demasiado amplias para su tamaño. Las flojas riendas caían sobre su anca, mojadas de espuma, y la caja atada en la parte posterior del carricoche golpeaba a intervalos regulares la carrocería. Atravesaban las alturas de Thibourville cuándo los cruzaron de pronto dos jinetes que reían, fumando grandes cigarros. A Ema le pareció reconocer a al vizconde; se volvió y sólo distinguió en el horizonte el movimiento de las cabezas subiendo y bajando al compás desigual del trote o del galope. Un cuarto de legua más allá fue necesaria detenerse para sujetar con una cuerda la reculada, que se había roto. Al echar un último vistazo a los arneses, Carlos vio algo en el suelo, entre las patas del caballo, y recogió una cigarrera de seda verde, con blasón en el centro, como la portezuela de un carruaje. - Tiene dos cigarros dentro - dijo -; los guardaré para esta noche, después de la comida. -¿Cómo, ahora fumas? - preguntó Ema. - Algunas veces, cuando se presenta la ocasión. Metió su hallazgo en el bolsillo y castigó al caballejo. Cuando llegaron a casa la comida no estaba lista. La señora se enojó. Nastasia respondió insolentemente. -¡Váyase! - dijo Ema -. Eso es burlarse de mí, considérese despedida.

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Había como cena sopa de cebollas acompañada de un trozo de ternera al ajo. Carlos, sentado frente a Ema, dijo frotándose las manos con expresión alegre: -¡Qué placer estar de nuevo en casita! Se oían los sollozos de Nastasia. El sentía un cierto afecto por esa pobre muchacha. En otros tiempos lo había acompañado muchas noches durante su ociosa viudez. Era su primera parroquiana, su más antigua conocida en la comarca. -¿La has echado en serio? - preguntó por fin. - Sí, ¿por qué no? -- respondió Ema. Después se calentaron en la cocina mientras les preparaban el cuarto. Carlos se dedicó a fumar. Lo hacía adelantando los labios, escupiendo continuamente, retrocediendo a cada bocanada. - Te hará daño - dijo ella con desdén. Carlos dejó su cigarro y corrió a la bomba a beber un vaso de agua fría. Ema tomó la cigarrera y la arrojó al fondo del armario. El día siguiente fue muy largo. Ema se paseó por el jardincillo, recorriendo los mismos senderos, deteniéndose ante los canteros, el espaldar, el cura de yeso, y examinó con asombro esas cosas que le eran tan conocidas. ¡Qué lejos estaba el baile ya! ¿Quién apartaba a tanta distancia la mañana de anteayer y la tarde de hoye Su viaje a la Vaubyessard había hecho un hueco en su vida, como esas grandes pozos que las tormentas cavan en una sola noche en las montañas. Sin embargo, se resignó: guardó piadosamente en la cómoda su lindo vestido y sus zapatos de raso cuyas suelas tiñera de 74

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amarillo la resbaladiza cera del entarimado. Otro tanto ocurría con su corazón: al frote de la riqueza, algo que ya no lo abandonaría lo recubría. El recuerdo del baile se convirtió en una ocupación para Ema. Todos los miércoles se decía al despertar: "¡Ah, hoy hace ocho días..., hoy hace quince días..., hoy hace tres semanas... que yo estuve allí!" Poco a poco las fisonomías se confundieron en su memoria; olvidó el ritmo de las contradanzas; dejó de ver con claridad las libreas y las habitaciones, y algunos detalles se perdieron pero conservó su nostalgia.

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IX Cuando Carlos salía, ella solía buscar en el armario, entre las prendas de ropa donde la dejara, la cigarrera de seda verde. La contemplaba, la abría, husmeaba el olor del forro, mezcla de verbena y de tabaco. ¿A quién pertenecería?.. Al vizconde. Quizá fuera un regalo de su querida. La cifra habría sido bordada en algún bastidor de palo de rosa, delicado mueble oculto a todas las miradas, que reclamara muchas horas y sobre el cual se inclinaran los suaves rizos de la pensativa obrera. Por las mallas del cañamazo había pasado un soplo de amor; cada pinchazo de la aguja fijó una esperanza o un recuerdo, y esos hilos de seda entrelazados eran la continuidad de una misma pasión callada. Y luego, cierto día, el vizconde se llevó la labor a su casa. ¿De qué habrían hablado mientras la cigarrera permanecía sobre las chimeneas de amplio mantel, entre los vasos de flores y los relojes Pompadour? Ella estaba ahora en Tostes, él en París, ¡tan lejos! ¿Cómo sería París? ¡Qué nombre más desmesurado! Ema lo 76

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repetía en voz baja para complacerse; ¡sonaba en sus oídos como campana de catedral! ¡Flameaba ante sus ojos hasta en las etiquetas de los potes de pomada! Por las noches, cuando los pescaderos pasaban en sus carretas bajo su ventana cantando la Marjolaine, Ema despertaba, y al escuchar el ruido de las ruedas de hierro, que pronto se amortiguaba sobre la tierra, a la salida del pueblo, pensaba: - Mañana estarán allá. Los seguía con el pensamiento, subiendo y bajando las cuestas, atravesando las aldeas, desfilando por la carretera principal a la luz de las estrellas. Al final de una indeterminada distancia había un confuso lugar donde su sueño expiraba. Compró un plano de París y con el dedo sobre el mapa recorría la capital. Subía por los bulevares deteniéndose en todas las esquinas de las calles, ante los blancos cuadros que representaban las casas. Por fin, con los ojos cansados, cerraba los párpados y veía los picos de gas retorciéndose al viento en la oscuridad y los estribos de las calesas desplegados con gran estruendo ante el peristilo de los teatros. Se abonó al Cestillo, diario femenino, y al Silfo de los Salones. Devoraba sin perder detalle las crónicas de los estrenos, las carreras y las veladas, se interesaba por la presentación de una cantante o la inauguración de una tienda. Conocía las nuevas modas, la dirección de los buenos sastres, los días del Bosque o de la Opera. Estudió en Eugenio Sue descripciones de moblajes, leyó a Balzac y a Jorge Sand, buscando en ellos saciedades imaginarias para sus codicias 77

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personales. Llevaba el libro a la mesa y volvía las páginas mientras Carlos comía y le dirigía la palabra. El recuerdo del vizconde se presentaba sin cesar durante sus lecturas. Ema establecía contactos entre él y los personajes inventados. Pero el círculo cuyo centro era él poco a poco se ensanchó a su alrededor, y su aureola, apartándose de su figura, se desplegó más lejos, iluminando otros sueños. París, más vasto que el océano, espejeaba ante los ojos de Ema, en una atmósfera bermeja. La populosa vida que se agitaba en ese tumulto estaba, no obstante, dividida en partes clasificada en cuadros distintos. Ema sólo percibía dos o tres, que ocultaban al resto y representaban por sí solos a la humanidad entera. El mundo de los embajadores caminaba sobre relucientes pisos en salones con revestimiento de espejos, en torno de mesas ovales cubiertas de una carpeta de terciopelo can flecos dorados. Allí había vestidos de cola, grandes misterios angustias disimuladas bajo las sonrisas. Luego venía el mundo de las duquesas; todos eran pálido: se levantaban a las cuatro de la tarde; las mujeres ¡esos pobres ángeles!, lucían encajes de Inglaterra en los ruedos de sus enaguas, y los hombres, de méritos ignorados bajo su apariencia fútil, reventaban caballos en sus cabalgatas, pasaban la temporada de, verano en Bade y se casaban con herederas al cumplir los cuarenta años. En los reservados de los restaurantes donde se cena después de medianoche, ala luz de las velas, reía la muchedumbre abigarrada de los literatos y las actrices. Ellos eran pródigos como reyes, llenos de ambiciones ideales y de fantásticos delirios. Era una existencia por encima de las demás, entre el cielo y la tierra, entre tempes78

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tades, algo sublime. El resto del mundo se perdía, sin lugar preciso, como si no existiera. Su pensamiento se apartaba de las cosas cuanto más próximas estaban. Todo lo que la rodeaba, la aburrida campiña, los imbéciles pequeños burgueses, la mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar particular que la convertía en su presa, en tanto que más allá se extendía ilimitadamente el inmenso país de las dichas y las pasiones. Su deseo confundía las sensualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia de las maneras con las delicadezas del sentimiento. ¿Acaso no reclamaba el amor, como las plantas indígenas, un terreno preparado, una temperatura particular? Los suspiros al claro de luna, los largos abrazos, las lágrimas que ruedan sobre las manos abandonadas, las fiebres de la carne y las languideces de la ternura eran inseparables del balcón de los grandes castillos plenos de ocios, de los tocadores con cortinados de seda Y espesas alfombras, las jardineras colmadas, el lecho sobre una tarima, y también del centelleo de las piedras preciosas y de las alamares de las libreas. El muchacho de la posta, que venía todas las mañanas a dar el pienso a la yegua, atravesaba el corredor con sus pesados zuecos, su blusa tenía agujeros, sus pies estaban desnudos dentro de los zapatos. ¡Vaya botones de calzón corto con el que debía conformarse! Terminada la tarea, no se presentaba más durante el día, porque Carlos, a su regreso, llevaba en persona el caballo al establo, lo desensillaba y lo ataba, mientras la criada traía un haz de paja y lo tiraba como podía dentro del comedero.

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Para remplazara Nastasia (que por fin se marchó de Tostes llorando a mares), Ema tomó a su servicio a una jovencita de catorce años, huérfana Y de dulce semblante. Le prohibió las cofias de algodón, le enseñó a hablar en tercera persona, a servir un vaso de agua sobre un plato, a llamar a las puertas antes de entrar, a planchar, almidonar, a vestirla, pretendiendo convertirla en camarera. La nueva criada obedecía sin chistar para no ser despedida, y como la señora solía dejar la llave puesta en la alacena, todas las noches Felicitas sacaba una pequeña provisión de azúcar que comía a solas, en su cama, después de rezar sus oraciones. Algunas veces por las tardes cruzaba enfrente para hablar con los postillones. La señora estaba arriba, encerrada en su habitación. Llevaba una bata de entrecana, abierta, que dejaba ver entre las amplias solapas cruzadas del corpiño una camisa plegada con tres botones de oro, la cintura ajustada por un cordón de gruesas borlas y sus pequeñas pantuflas de color granate tenían un moño de anchas cintas que ocupaba todo el empeine. Se había comprado un papel secante, papel de cartas, una lapicera y sobres, aunque no tuviera a quién escribir; quitaba el polvo de su repisa, se miraba al espejo, tomaba un libro, luego se ponía a soñar entrelíneas y lo dejaba caer sobre su regazo. Anhelaba hacer un viaje o regresar a su convento. Deseaba a la vez morir y vivir en París. Bajo la lluvia y la nieve, Carlos cabalgaba por los atajos y las veredas. Comía tortillas en la mesa de los labradores, metía el brazo en lechos húmedos, recibía en plena cara el tibio chorro de las sangrías, escuchaba estertores, examinaba pa80

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langanas, destapaba mucha ropa sucia; pero todas las noches encontraba un fuego ardiendo, la mesa servida, muebles cómodos, y una mujer bien vestida y con un perfume tan fresco que no se sabía de dónde venía el olor o si era su piel lo que perfumaba su camisa. Lo deleitaba con muchas delicadezas; ora una nueva manera de recortar arandelas de papel para los candeleros, ora un volante cambiado en su vestido, o el extraordinario nombre de un plato muy simple que la criada había echado a perder, pero que Carlos engullía con placer. En Ruán vio que algunas señoras usaban dijes en sus relojes y se compró dijes. Quiso dos grandes floreros de vidrio azul para la chimenea y poco después un costurero de marfil con dedal de plata sobredorada. Carlos comprendía cada vez menos esas elegancias, aunque sentía cada vez más su seducción. Añadían algo al placer de los sentidos y a la dulzura de su hogar. Una especie de polvo dorado enarenaba el trayecto del corto sendero de su vida. Tenía buena salud y buen aspecto; su reputación estaba asentada. Los campesinos lo querían porque' no era orgulloso. Acariciaba a los niños, jamás pisaba la taberna y además inspiraba confianza por su moralidad. Sobre todo, tenia éxito en la curación de catarros y enfermedades pulmonares. Porque sentía mucho miedo de matar a sus clientes, Carlos sólo ordenaba pociones calmantes; rara vez un emético, un baño de pies o una sangría. No le asustaba la cirugía, hacia sangrías en abundancia, y para extraer muelas y dientes tenía una endiablada muñeca.

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Por fin, para estar al corriente, se abonó a la Colmena médica, nuevo periódico cuyo prospecto había recibido. Después de la comida leía un poco, pero el calor del cuarto, unido a la digestión, lo hacia dormitar al cabo de cinco minutos; y se quedaba con la barbilla apoyada en ambas manos y los cabellos sueltos como crines, rozando el pie de la lampara. Ema lo miraba y se encogía de hombros. ¿Por que no le había tocado por marido uno de esos hombres de taciturnas ardores que durante la noche trabajan sobre sus libros y a los sesenta años, cuando llega la edad de los reumatismos, lucen una condecoración sobre su mal cortada chaqueta? Hubiera querido que el nombre de Bovary, que era el suyo, fuera ilustre, verlo en los escaparates de los libreros, repetido en los diarios, conocido en toda Francia. ¡ Pero Carlos carecía de ambiciones! Un médico de Yvetot con quien poco tiempo atrás celebrara una consulta lo había humillado un tanto, a la cabecera del lecho del enfermo y delante de los parientes reunidos. Cuando par la noche Carlos le contó la anécdota, Ema se enojó mucho con el colega. Carlos se enterneció y con lágrimas en los ojos le besó la frente. Pero Ema, exasperada de vergüenza, sentía ganas de pegarle y salió al corredor, abrió la ventana y respiró el aire fresco para calmarse. -¡Qué pobre diablo, qué pobre diablo! - decía por lo bajo mordiéndose los labios. Cada vez la irritaba más; con el tiempo adquiría modales toscos; cortaba a los postres los corchos de las botellas vacías; se limpiaba los dientes con la lengua después de las comidas; cuando cotufa la sopa hacía gorgoritos a cada cucharada, y como empezaba a engordar, sus ajos, pequeños 82

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de suyo, parecían estirarse hacia las sienes debido a la hinchazón de los pómulos. Alguna vez, Ema le metía dentro del chaleco el borde rajo de sus prendas tejidas, le ajustaba la corbata o le quitaba los guantes desteñidos que él se disponía a calzarse; y no lo hacía por el, como Carlos suponía, sino por ella misma, por expansión de egoísmo, por irritación nerviosa. Otras, le hablaba de sus lecturas, un pasaje de novela, una nueva obra de teatro o la anécdota del gran mundo que contaba el folletín; porque al fin y al cabo Carlos era alguien, un oído siempre abierto, una aprobación siempre pronta. ¡Le hacía tantas confidencias a su lebrela! Hubiera hecho confidencias a los leños de la chimenea y al péndulo del reloj. Sin embargo, en el fondo de su alma esperaba un acontecimiento. Como los marineros en desgracia, paseaba por la soledad de su vida una mirada desesperada, buscando a lo lejos una vela blanca entre las brumas del horizonte. No sabía cuál sería el azar, el viento que la llevaría hasta ella, la ribera hacia donde iría, si sería chalupa o bajel de tres puentes, con carga de angustias o lleno de dicha hasta la portañola. Pero por las mañanas al despertar lo esperaba con el nuevo día y escuchaba los rumores, levantándose luego sobresaltada y sorprendida al ver que nada ocurría; después, a la oración, cada vez más triste, deseaba que llegara el día siguiente. Reapareció la primavera. Cuando florecieron los perales, Ema sintió sofocaciones con la llegada de los primeros calores.

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Desde el comienzo de julio contaba con los dedos las semanas que faltaban para que llegara octubre, suponiendo que el marqués de Andervilliers, daría quizá otro baile en la Vaubyessard, pero transcurrió setiembre sin cartas ni visitas. Tras el disgusto de esa decepción, su corazón quedó otra vez vacío y recomenzó la serie de jornadas iguales. ¡Seguirían así siempre, en fila, parejas, innumerables, sin aportar nada! Las otras existencias, a pesar de su chatura, tenían por lo menos la oportunidad de un acontecimiento. Alguna aventura solía aportar infinitas peripecias y el decorado cambiaba. A ella no le sucedía nada. ¡Diosa lo había querido! El porvenir era un negro corredor con puerta bien cerrada al fondo. Ema abandonó la música. ¿Para qué tocar? ¿Quién la escucharía? Puesto que jamás podría, con vestido de terciopelo de mangas cortas, ante un piano Erard, en un concierto, tocando con sus dedos livianos las teclas de marfil, sentir a su alrededor como una brisa, un murmullo de éxtasis, no valía la pena aburrirse estudiando. Guardó en el armario sus cartulinas y su bordado. ¿Para qué? ¿Para qué? La costura la irritaba. "He leído todo", se decía. Y pasaba las horas calentando las pinzas en la chimenea o mirando caer la lluvia. ¡Qué triste estaba los domingos cuando oía tocara vísperas! Con atento estupor escuchaba uno tras otro los tañidos de la cascada campana. Por los tejados andaba lentamente .algún gato arqueando el lomo bajo los pálidos rayos del sol. El viento en la ruta principal soplaba nubes de polvo. A ve84

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ces un perro ladraba a lo lejos, y la campana proseguía a intervalos regulares su monótono tañido, que luego se perdía en los campos. Entretanto la gente salía de la iglesia. Las mujeres con sus zuecos lustrados, los paisanos con blusas flamantes, los niños delante a los saltos, y todos volvían a sus hogares. Hasta la caída de la tarde, cuatro o cinco de los hombres, siempre los mismos, jugaban al chito ante la puerta principal de la posada. El invierno fue frío. Todas las mañanas los cristales de las ventanas estaban cubiertos de escarcha y la luz blanquecina que pasaba por ellos como a través de vidrios opacos no variaba durante el día. Era necesario encender las lámparas a las cuatro de la tarde. Cuando hacía buen tiempo, Ema descendía .al jardín. El rocío dejaba sobre las coles encajes de plata con largos hilos claros que iban de una a otra hortaliza. No se escuchaba pájaro alguno, y todo parecía dormir; el espaldar cubierto de paja y la viña como una gran serpiente enferma bajo la caperuza del muro, donde al acercarse uno veía arrastrarse a las cochinillas de mil patas. Bajo los abetos, junto a la cerca, el cura de tricornio que leía su breviario había perdido el pie derecho, y el yeso, desconchado por la escarcha, formaba manchas blancas sobre su cara. Ema subía a su cuarto, cerraba la puerta, acomodaba los carbones y desfalleciente ante el calar del hogar, sentía desplomarse sobre ella un aburrimiento aún más pesado. Le habría gustado bajar para charlar con la criada, pero la retenía un cierto pudor. 85

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Todos los días, a la misma hora, el maestro de escuela, con birrete de seda negra, abría los postigos de su casa y el guardabosques pasaba con el sable oculto bajo la blusa. Por la mañana y por la tarde, en grupos de tres, los caballos de la posta atravesaban la calle para ir a beber a la charca. De vez en cuando retañía la campanilla de la puerta de la taberna, y cuando soplaba el viento se oía el chirrido, sobre los dos soportes, de las pequeñas jofainas de cobre del peluquero que hacían las veces de enseña en su tienda. Como decoración tenía una vieja ilustración de modas pegada contra un vidrio y un busto de mujer de cera, de amarillos cabellos. También el peluquero se lamentaba de su porvenir perdido, de su vocación frustrada, y soñando con una tienda en una gran ciudad, como por ejemplo Ruán, en el puerto, cerca del teatro, pasaba sus días yendo y viniendo por la calle, desde la alcaldía hasta la iglesia, sombrío, a la espera de la clientela. Cuando la señora Bovary alzaba los ojos lo veía siempre allí, como un centinela de guardia, con su bonete griego ladeado sobre una oreja y su chaqueta de lustrina. Por las tardes, una cabeza masculina solía dibujarse tras los cristales de la sala; una cara atezada, con negras patillas, que sonreía suavemente con dulce y amplia sonrisa de blancos dientes. En seguida comenzaba un vals y sobre el organillo, en una salita había bailarines de un dedo de altura, mujeres de turbante rosado. Tiroleses con sus chaquetas, monos de fraque negro, señores de calzón corto, giraban y giraban entre los sillones, los sofás y las consolas, repetidos en los fragmentos de espejo que un filete de papel dorado enlazaba en los ángulos. El hombre ponía en marcha el ma86

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nubrio mirando a derecha e izquierda, hacia las ventanas. A veces, mientras lanzaba un oscuro escupitajo al rincón, alzaba con la rodilla su instrumento, cuyo duro tirante le fatigaba el hombro, y doliente y lánguida por momentos, alegre y vivaz otras veces, escapaba la música de la caja, zumbando a través de una cortina de taffetas rosado, bajo una garra de cobre como arabesco. Canciones tocadas en los teatros, en las ciudades, cantadas en los salones, a cuyo compás bailaban por la noche bajo iluminadas arañas, ecos del mundo, llegaban hasta Ema. Interminables zarabandas se desarrollaban en su cabeza, y como una bayadera sobre las flores de una alfombra, su pensamiento brincaba con las notas, se mecía de sueño ensueño, de tristeza en tristeza. Después de recibirla limosna en la gorra, el hombre tapaba el organillo con una vieja manta de lana, se lo echaba a la espalda y se alejaba con paso cansado. Ema lo miraba partir. Pero sobre todo las horas de las comidas se le hacían insoportables, en la salita del piso bajo con su humeante estufa, su puerta chillona, sus paredes chorreantes, su piso húmedo; como si le sirvieran en su plato toda la amargura de la existencia con el humo del caldo otras rancias vaharadas subían desde el fondo de su alma. Carlos comía despacio, ella mordisqueaba algunas avellanas, o bien, con el codo sobre la mesa, se divertía dibujando rayas sobre el encerado con la punta del cuchillo. Abandonó la dirección del hogar, y la señora Bovary madre, cuando fue a pasar parte de la cuaresma a Tostes, se sorprendió mucho del cambio. En efecto, Ema, tan cuidadosa y delicada antaño, pasaba ahora días enteros sin vestirse, 87

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usaba medias grises de algodón, se alumbraba con velas. Repetía que era necesario economizar, puesto que no eran ricos, agregando que estaba muy contenta, muy feliz, que Tostes le gustaba mucho y otros nuevos propósitos que hacían callar a la suegra. Por otra parte, Ema no parecía dispuesta a seguir sus consejos; cierta vez en que la señora Bovary opinó que losamos debían vigilar la religión de sus criados, le respondió con una mirada tan colérica y una sonrisa tan fría que la buena mujer puso punto en boca. '' Ema se volvía difícil, caprichosa. Exigía platos que no probaba; un día bebía leche pura y al siguiente docenas de tazas de té. A menudo se empeñaba en no salir, luego se sofocaba abría las ventanas, se ponía un vestido liviano. Después de maltratarle a su criada le hacía regalos o la enviaba de paseo o alguna casa vecina, de la misma manera que a veces daba a los mendigos toda las monedas de su bolso, aunque no era tierna ni fácilmente accesible a la. emoción ajena, como la mayoría de las gentes de estirpe campesina, cuyas almas conservan algo de la callosidad de las manos paternas. Hacia fines de febrero, papá Rouault, en recuerdo de su curación, trajo personalmente a su yerno una soberbia pavita y se quedó tres días en Tostes. Como Carlos estaba ocupado con sus enfermos, Ema le hizo compañía. Fumó en el dormitorio, escupió en los morillos, habló de cultivos, vacas, terneros, aves y del consejo municipal; de tal modo que ella cerró la puerta con un sorpresivo sentimiento de satisfacción cuando se hubo marchado. Por otra parte, Ema no ocultaba su desprecio hacia las cosas y las personas, y algunas veces 88

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expresaba singulares opiniones, condenando lo que otros aprobaban y aprobando perversidades o inmoralidades, con gran asombro de su marido. Esa miseria, ¿duraría siempre?, ¿nunca se vería libre de ella? Sin embargo, ¡ valía tanto como las que vivían dichosas! En la Vaubyessard conoció duquesas de silueta más pesada y maneras más vulgares y execraba la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza contra la pared para llorar, envidiaba las existencias tumultuosas, las noches de carnaval, los placeres insolentes con todos los desvaríos ignorados que debían de procurar. Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le recetó valeriana y baños de alcanfor. Todo intento la irritaba aún más. Algunos días hablaba con febril agitación y a esas exaltaciones seguían repentinos sopores; permanecía entonces callada y quieta. Sólo se reanimaba echándose sobre los brazos un frasco de agua de Colonia. Puesto que se quejaba de Tostes sin cesar, Carlos supuso que la causa de su enfermedad se debía a alguna influencia local, y considerando la idea, pensó muy en serio en establecerse en otro pueblo. Desde entonces Ema bebió vinagre para adelgazar, contrajo una tosecilla seca y perdió el apetito. A Carlos le costaba abandonar a Tostes después de cuatro años de estancia y en el preciso momento en que empezaba a asentarse allí. ¡ Pero si no había más remedio! La llevó a Ruán para consultar a su ex maestro. Era una enfermedad nerviosa y se imponía un cambio de aire.

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Después de preguntar aquí y allá, Carlos supo que había en el departamento de Neufchátel una población importante llamada Yonville-l'Abbaye, cuyo médico, un refugiado polaco, se había mandado mudar la semana anterior. Escribió entonces al farmacéutico del lugar para conocer el número de habitantes, la distancia que lo separaba del colega más cercano, cuánto ganaba por año su predecesor, etc.; las respuestas fueron satisfactorias, y resolvió trasladarse en primavera, si la salud de Ema no mejoraba. Cierto día en que, en previsión de su partida, ella arreglaba sus cajones, se pinchó los dedos con un objeto. Era uno de los alambres de su ramo de novia. Los pimpollos de, azahar estaban amarillas de polvo y las cintas de raso con vivo de plata se desflecaban en los bordes. Ema lo arrojó al fuego, el ramo ardió más rápido que la paja seca. Luego fue consumiéndose poco a poco, como una roja jarilla sobre las cenizas. Ema lo miraba quemarse. Estallaban las pequeñas bayas de cartón, se retorcían los alambres de latón, el galón se fundía; y las corolas de papel, chamuscadas, meciéndose como mariposas negras dentro de la campana, desaparecieron por fin dentro de la chimenea. Cuando se marcharon de Tostes en el mes de marzo, la señora Bovary estaba embarazada.

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SEGUNDA PARTE I Yonville-1'Abbaye. (así llamada por una antigua abadía de capuchinos cuyas ruinas ya no existen) es una población a ocho leguas de Ruán, entre la ruta de Abbeville y la de Beauvais, en el fondo dé un valle regado por el Rieule, riacho que se vuelca en el Andelle después de alimentar tres molinos cerca de su desembocadura, donde hay algunas truchas que los mozos se divierten pescando con línea los domingos. En la Boissiére se deja la ruta principal y se sigue derecho hasta lo alto de la cuesta de los Leux, desde donde se divisa todo el valle. El riacho que lo atraviesa lo convierte en dos regiones de distinta fisonomía: a la derecha, campos de pastoreo; a la izquierda, campos de labranza. La pradera se extiende a través de un rodete de colinas bajas, para unirse por detrás a los campos de pastoreo de la región de Bray, mientras que al este la llanura, en suave pendiente, se amplía y despliega sus rubios cuadros de trigo hasta perderse de 91

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vista. El agua, que corre entre márgenes de hierba, separa con una raya blanca el color de los prados del de los surcos, y de este modo la campiña semeja una ancha capa extendida con un pequeño cuello de terciopelo bordeado de un galón de plata. En el extremo del horizonte, cuando se llega allí, se divisan las encinas de la foresta de Argueil y la escarpada cuesta de Saint-Jean, marcada de arriba abajo por largas y desparejas rayas rojas. Son las señales de las lluvias, y los tonos de color ladrillo que cortan como delgados hilos el gris de la montaña provienen de la cantidad de fuentes ferruginosas que corren por los aledaños. Son los confines de Normandía, Picardía y 1'Ile-deFrance, comarca bastarda donde el lenguaje carece de acento, así como la región carece de caracteres propios. Allí se fabrican los peores quesos de todo el departamento de Neufchátel y, además, el alboreo es costoso porque se necesita mucho abono para mejorar esas tierras quebradizas, llenas de arenas y de guijarros. Hasta 1835 no había una ruta practicable para llegar a Yonville, pero en esa época se inauguró un camino de vecinalidad mayor que une la carretera de Abbeville con la de Amiens y es utilizado algunas veces por los carreteros cuando van de Ruán a Flandes. Sin embargo, Yonville-1'Abbaye se ha mantenido estacionaria, a pesar de sus nuevas salidas. En lugar de mejorar los pastoreos, la gente se obstina en el herbaje, por depreciado que sea, y la perezosa población, apartándose de la llanura, prosigue ensanchándose hacia el río. Se la ve desde lejos, recostada a lo largo de la ribera, co92

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mo un guardián de ganado que duerme la siesta .al borde del agua. Al pie de la cuesta, después de pasar el puente, comienza una calzada plantada de jóvenes álamos que conduce en línea recta hasta las primeras casas del pueblo, rodeadas de cercas, en medio de patios llenos de construcciones dispersas, prensas, cocheras y destilerías de aguardiente diseminadas bajo los coposos árboles que sostienen escalas, pértigas y hoces colgadas de las ramas. Los techos de paja, como bonetes de piel echados sobre los ojos, descienden hasta un tercio de pared, casi a la altura de las bajas ventanas cuyos gruesos vidrios curvos lucen un nudo en el centro, a la manera del fondo de las botellas. Sobre la pared de yeso, atravesada diagonalmente por negros travesaños, algunas veces se apoya un magro peral, y los pisos bajos muestran en sus puertas un molinete para protegerse de los pollos, que acuden a picotear en el umbral migas de pan bazo mojado en sidra. Luego los patios se estrechan, las casas se acercan, desaparecen las cercas, un haz de helechos se balancea en el extremo de un palo de escoba bajo una ventana; hay una fragua de herrero y luego una carretería con dos o tres carretas nuevas, fuera, usurpando la calle. Después, a través de un claro, aparece una casa blanca, al final de un redondel de césped decorado por un Amor con el dedo sobre los labios; dos jarrones de hierro fundido se alzan a ambos lados del pórtico; en la puerta brillan las chapas; es la casa del notario, la más hermosa del pueblo. La iglesia está del otro lado de la calle, veinte pasos más allá, a la entrada de la plaza. El pequeño cementerio que la 93

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rodea, cercado por un muro de poca altura, está tan repleto de tumbas que las sepulturas a ras del suelo forman un embaldosado donde la hierba ha dibujado a su antojo verdes cuadros regulares. La iglesia fue totalmente reconstruida durante los últimos años del reinado de Carlos X. La bóveda de madera comienza a podrirse en lo alto de trecho en trecho, negras cavidades interrumpen su color azul. Encima de la puerta, en el lugar del órgano, hay un coro alto para hombres con escalera de caracol que resuena bajo los zuecos. La luz del día entra por las vidrieras lisas y alumbra oblicuamente los bancos colocados en forma perpendicular al muro y tapizados, aquí y allá, por un felpudo clavado en cuya parte inferior se lee en grandes letras: "Banco del Señor Fulano." Más allá, donde la nave se estrecha, el confesonario hace juego con una pequeña estatua de la Virgen, vestida contraje de raso y tocada con un velo de tul sembrado de estrellas de plata, de mejillas muy sonrosadas, como los ídolos de las islas Sándwich; por fin, una copia de la Sagrada Familia, envío del ministro del Interior, domina el altar mayor entre cuatro candelabros, terminando la perspectiva al fondo. Los bancos del coro, de madera de pino, nunca fueron pintados. El mercado, es decir, un tejado sostenido por unos veinte postes, ocupa la mitad de la plaza mayor de Yonville. La alcaldía, construida segura El diseño de un arquitecto de París, es una especie de templo griego que hace esquina, contigua a la casa del farmacéutico. En la planta baja tiene tres columnas jónicas y en el primer piso un arco de medio punto, en tanto que el tímpano que la remata está ocupado 94

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por un gallo gálico, con una pata apoyada en la Carta y sosteniendo en la otra la balanza de la Justicia. Pero lo que más llama la atención es la farmacia del señor Homais, frente a la posada del León. de oro. Sobre todo por la noche, cuando se enciende el quinqué y los bocales rojos y verdes, que embellecen el escaparate, extienden por el suelo sus dos luces de color; entonces se entrevé a través de ellas, como si fueran luces de Bengala, la sombra del farmacéutico de codos sobre el pupitre. De arriba abajo la casa está cubierta de inscripciones escritas en inglés, con letras cursiva o de molde: "Agua de Vichy, de Seltz, de Baréges, depurativos, medicamento Raspail, Fécula de los Arabes, pastillas Darcet, pomada Regnault, vendas, baños, chocolates purgantes, etc." Y el cartel, que ocupa todo el ancho de la tienda, dice en letras de oro: Homais, farmacéutico. Al fondo de la botica, detrás de las grandes balanzas fijadas al mostrador, la palabra laboratorio se extiende por encima de una puerta vidriera que en la mitad de su altura repite otra vez Homais en letras de oro sobre fondo negro. Y ya no hay nada más que ver en Yonville. La calle (única) del largo de un tiro de fusil, está flanqueada por algunas tiendas y se detiene bruscamente en el recodo de la carretera. Si se la deja a la derecha y se costea el pie de la colina de Saint-Jean, muy pronto se llega al cementerio. En tiempos del cólera, para agrandarlo, se echó abajo un trozo de pared y se compraron tres acres de tierra contiguos; pero la parte nueva está casi deshabitada; como antaño, las tumbas se siguen amontonando hacia la puerta. El guardián, 95

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que es a la vez sepulturero y bedel en la iglesia (de este modo extrae doble beneficio de los cadáveres de la parroquia), ha aprovechado el terreno vacío para sembrar patatas. Pero año tras año su pequeño campo se achica, y cuando sobreviene una epidemia no sabe si debe alegrarse por los decesos o afligirse por las sepulturas. - Pero, Lestiboudois- por fin le dijo el señor cura cierto día, ¡ usted se alimenta de muertos! La sombría frase lo hizo reflexionar; por algún tiempo se detuvo, pero en la actualidad sigue cultivando sus tuberosas y hasta sostiene con cierto aplomo que crecen naturalmente. Después de los acontecimientos que vamos a relatar, nada, en efecto, ha cambiado en Yonville. La bandera tricolor de hojalata siempre gira en lo alto del campanario de la iglesia; la tienda del mercero aún agita al viento sus dos banderolas de indiana; los fetos del farmacéutico se pudren más y más dentro del turbio alcohol, como trozos de yesca, y encima de la puerta principal de la posada el viejo león de oro, desteñido por las lluvias, muestra siempre a los transeúntes su pelambre de perro de lanas. La tarde de la llegada del matrimonio Bovary a Yonville, la viuda de Lefrancois, dueña de la posada, estaba tan atareada que sudaba la gota gorda entre sus cacerolas. AL día siguiente había feria en el pueblo. Era preciso cortar de antemano las carnes, limpiar los pollos, preparar sopa y café. Además, tenía la comida de sus pensionistas, la del médico, su mujer y su criada; en el billar resonaban las risotadas, en la salita tres molineros llamaban a voces pidiendo aguardiente; 96

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los leños ardían, las brasa. chisporroteaban, y en la larga mesa de la cocina, entre los cuartos de carnero crudo, se alzaban pilas de platos que temblaban a cada sacudida del tajo donde se cortaban las espinacas. En el corral se oían los chillidos de las aves perseguidas por la criada para cortarles el gañote. Contra la chimenea se calentaba la espalda un hombre con algunas marcas de viruela; llevaba pantuflas de cuero verde y un gorro de terciopelo con borla de oro. Su cara expresaba solamente satisfacción de sí mismo y tenía una expresión tan serena como la del jilguero suspendido sobre su cabeza en una jaula de mimbre: era el farmacéutico. -¡Artemisa! - gritaba el ama de la posada -, ;parte leña, llena los botellones, trae aguardiente, date prisa! ¡Si por lo menos supiera qué postre voy a servir a la gente esa que usted espera! ¡Bondad divina! ¡Los comisionistas de la mudanza empiezan otra vez a armar barullo en el billar! ¡Y han dejado su carreta delante de la puerta principal! La Golondrina es capaz de deshacerla cuando venga. ¡Llama a Polito para que la ponga en su lugar! ¿Qué me dice, señor Homais? ¡Desde esta mañana han jugado unas quince partidas y bebido ocho garrafas de sidra! ¡Van a desgarrarme el tapete! - decía mientras observaba desde lejos, espumadera en mano. - No sería para tanto el daño - respondió el señor Homais -; con comprarse otro... -¡Otro billar! - exclamó la viuda. - Ese ya no aguanta, señora Lefrancois, se lo he dicho y lo repito, ¡ usted hace mal, se hace mucho mal! Y además, 97

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ahora los aficionados quieren bolsas estrechas y tacos pesados. Ya no se juega a la toña, ¡todo ha cambiado! ¡Hay que ir con el siglo! Mire un poco a Tellier. La huéspeda se puso roja de despecho. El farmacéutico agregó: - Diga usted lo que diga, aquel billar es más bonito que el de usted; y que se le ocurra armar una polla patriótica a beneficio de Polonia o de los inundados de Lyon -¡No me asustan los pordioseros de su laya!- interrumpió la posadera encogiéndose de hombros ¡Vamos, vamos, señor Homais, mientras exista el León de oro la gente vendrá a mi casa! ¡Tenemos cuerda para rato nosotros! En cambio, el día menos pensado, ¡ verá cómo cierra el Café francés y con un lindo cartel pegado a los postigos!.. Cambiar mi billar - prosiguió hablando consigo misma -, ¡con lo cómodo que me resulta para arreglar mi lejía y sobre el cual en la época de la caza he puesto a dormir hasta seis viajeros!.. Pero, ¡ese remolón de Havert que no viene! -¿Lo espera para la cena de esos señores? - preguntó el farmacéutico. -¿Esperarlo yo? ¡Y el señor Binet, vaya! ¡A las seis en punto lo verá entrar porque no hay otro como él en cuanto a puntualidad! ¡ Siempre exige su lugar en la salita! Mejor lo mata usted que hacerlo cenar en otro sitio, ¡y vaya si es difícil de contentar!, ¡y delicado para la sidra! No como el señor León, que .llega algunas veces a las siete y hasta a las siete y media; y ni siquiera mira lo que come. ¡Qué joven más bueno! ¡Nunca dice una palabra más alta que otra!

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- Bueno, vea, hay mucha diferencia entre uno que ha recibido educación y un ex carabinero que ahora es recaudador. Dieron las seis, el señor Binet entró. Vestía una levita azul que caía recta en torno del cuerpo delgado, y su gorra de cuero, cuyas tiras anudaban en lo alto de la cabeza unos cordones, dejaba ver bajo la visera alzada una frente calva, aplastada por el uso del casco. Llevaba chaleco de paño negro, cuello de crin, pantalón gris y en toda estación botas bien lustradas con dos bultos paralelos formados por los juanetes de los pulgares. Ni un solo pelo sobrepasaba la línea de su collarete rubio, que contorneaba la mandíbula y enmarcaba, como el borde de un cantero, su larga cara opaca de ojos pequeños y nariz ganchuda. Hábil en los juegos de naipes, buen cazador y poseedor de una hermosa letra, tenía en su casa un torno con el que se divertía torneando aros de servilleta, que llenaban su casa, con celo de artista y egoísmo de burgués. Se encaminó hacia la salita, pero primero hubo que hacer salir a los tres molineros, y mientras ponían su cubierto, Binet se mantuvo silencioso junto ala estufa, en su lugar de costumbre; luego cerró la puerta y se quitó la gorra, como solía hacerlo. -¡No se le va a gastar la lengua en cortesías! - dijo el farmacéutico cuando quedó a solas con la posadera. - Nunca habla más - respondió ella -; la semana pasada vinieron dos viajantes de paños, dos muchachos muy graciosos; por la noche contaron tantos chistes que me hicieron

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llorar de risa: bueno,- él estaba como una piedra, sin decir palabra. - Sí - dijo el farmacéutico--, no tiene imaginación, ni salientes, ¡nada de lo que constituye el hombre social! - Pero dicen que tiene medias - objetó la posadera. -¡Medios! - replicó el señor Homais -. ¿Medios él? Puede que sea posible, para su oficio – agregó con tono más tranquilo. Y prosiguió: -¡Bueno! Comprendo que un comerciante, con relaciones importantes, que un jurisconsulto, un médico, un farmacéutico, estén tan ocupados que terminen por convertirse en personan extrañas y calladas, ;hay tantas casos así! Pero, por lo menos, piensan en algo. Yo, por ejemplo ¿cuántas veces me ha sucedido que estoy buscando mi pluma sobre mi escritorio, para escribir una etiqueta, y encuentro en definitiva que la había puesto detrás de la oreja? Entretanto, la señora Lefrancois se asomaba a la puerta para ver si llegaba la Golondrina. Se estremeció. Un hombre vestido de negro entró de rondón en la cocina. Con las últimas luces del crepúsculo se distinguían su cara rubicunda y su cuerpo atlético. -¿En qué puedo servirlo, señor cura? - preguntó la dueña mientras tomaba de la chimenea uno de los blandones de cobre alineados como columnas, cada uno con su candela -. ¿Quiere tomar algo?, ¿un dedo de casis?, ¿un vaso de vino? El eclesiástico rehusó con mucha cortesía el ofrecimiento. Venía en busca de su paraguas olvidado el día anterior en el convento de Ernemont, y después de rogar a la 100

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señora Lefrancois que se lo enviara al presbiterio esa noche, salió para ir a la iglesia, donde tocaban el Angelus. Cuando el farmacéutico dejó de escuchar en la plaza el ruido de sus pasos, juzgó muy inconveniente su reciente actitud. Esa negativa en aceptar un refresco le parecía hipocresía, y de las más odiosas; los sacerdotes disfrutaban de todo sin que las vieran y trataban de retornar al tiempo del diezmo. La posadera asumió la defensa de su cura: - Sin contar con que haría trizas a cuatro como usted. El año pasado ayudó a la gente a guardar' le paja; acarreaba hasta cuatro fardos a la vez, ¡mire si es fuerte! -¡Bravo! -dijo el farmacéutico--. ¡Mande usted a sus hijas a confesarse con un gañán de semejante temperamento! Si yo fuera gobierno, haría que sangraran a los curas una vez por mes. Sí, señora Lefrancois, ¡todos los meses una buena flebotomía en salvaguardia de la moral y de las costumbres! - Cállese, señor Homais, ¡no sea impío!, ¡ usted no tiene religión! El farmacéutico respondió: -¡Claro que tengo una religión, y mucho mejor que la de ellos, con todas sus monerías y sus farsas! ¡Adoro a Dios, vaya si lo adoro! Creo en el Ser Supremo, en un Creador, y no me importa quién sea, que nos ha colocado aquí abajo para cumplir con nuestros deberes de ciudadanos y de padres de familia; ¡pero no necesito ir a la iglesia a besar platillos de plata y a engordar con mi bolsillo a un hato de farsantes que comen mejor que nosotros! Porque lo mismo se lo puede honrar en un bosque, un campo o contemplando 101

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la bóveda celeste, como los antiguos. ¡Mi Dios es el Dios de Sócrates, de Franklin, de Voltaire y de Béranger! ¡Soy partidario de la Profesión de fe del vicario saboyardo y de los inmortales principios del 89! ¡Pero no admito un Dios bonachón que se pasea por su parque, bastón en mano, aloja a sus amigos en la panza de las ballenas, muere lanzando un grito y resucita al tercer día! Son cosas absurdas y completamente opuestas, por otra parte, a las leyes de la física; lo que nos demuestra que los sacerdotes han vegetado siempre en torva ignorancia y se empeñan en arrastrar consigo a todos los pobladores de este mundo. Calló, buscando público en torno con la mirada, porque en su efervescencia el farmacéutico creía estar en pleno consejo municipal. Pero la posadera no le prestaba atención y escuchaba un rodar lejano. Se percibió el ruido de un carruaje mezclado al golpeteo de herraduras flojas sobre la tierra. Por fin la Golondrina se detuvo ante la puerta. Era una caja amarilla sobre dos grandes ruedas hasta la altura del encerado que impedían a los viajeros la visión de la ruta, ensuciando además sus hombros. Los postigos de sus estrechos ventanucos temblaban en sus marcos cuando el coche estaba cerrado y conservaban algunas salpicaduras de fango aquí y allá que ni siquiera las lluvias copiosas lavaban del todo. Tenía tiro de tres caballos, el primero atado en ballesta, y cuando descendía las cuestas, la carrocería tocaba fondo en las baches. Algunos burgueses de Yonville llegaron a la plaza; hablaban todos a la vez, pidiendo noticias, explicaciones, re102

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clamando sus cestos: Hivert no sabía a cuál responder primero. Despachaba en la ciudad las comisiones de la aldea, iba a las tiendas, traía rollos de cuero al zapatero, hierro viejo al herrero, un barril de arenques para su querida, cofias de casa de la modista, jopos de casa del peluquero, y en el camino de regreso distribuía sus paquetes arrojándolos por encima de las cercas, de pie en el pescante, gritando a pleno pulmón mientras sus caballos andaban solos. Un accidente lo había demorado; la lebrela de la señora Bovary escapó a través de los campos. La llamaron silbando durante un cuarto de hora largo. Hivert desanduvo un cuarto de legua, creyendo divisarla siempre, pero fue necesario seguir adelante. Ema lloró, se enojó. El señor Lheureux, comerciante en paños, que iba también en el coche, intentó consolarla con muchos ejemplos de perros perdidos que reconocían a sus amos al cabo de muchos años. Citó el caso de uno que fue de Constantinopla a París. Otro había recorrido cincuenta leguas en línea recta y cruzado a nado cuatro ríos, y su propio padre tuvo un perro de aguas que, después de doce años de ausencia, le saltó encima una noche, en plena calle, cuando iba a comer fuera.

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II Ema descendió primero, luego Felicitas, el señor Lheureux, una nodriza; hubo que despertar a Carlos, que había quedado dormido en su rincón apenas cayó la noche. Homais se presentó; ofreció sus respetos a la señora, sus saludos al señor, dijo estar encantado de haber podido prestarles algún servicio y agregó con expresión cordial que se había atrevido a invitarse, puesto que su mujer estaba ausente. Una vez en la cocina, la señora Bovary se acercó al fuego. Con la punta de los dedos alzó sus faldas a la altura de las rodillas, dejando al descubierto los tobillos, y expuso a las llamas, par encima de la pierna de carnero que se asaba allí, su pie calzado con una botita negra. El fuego a iluminaba por completo, penetrando con su cruda luz la trama de su vestido, los poros parejos de su tez blanca y los párpados de sus ojos que entrecerraba de vez en cuando. Las ráfagas de viento, al colarse por la puerta entreabierta, la envolvían en un fuerte resplandor rojo. 104

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Del otro lado de la chimenea un joven de cabellos rubios la miraba en silencio. Puesto que se aburría en Yonville, donde era pasante del notario Guillaumin, el señor León Dupuis (el otro parroquiano del León de oro) solía retrasar el momento de la comida esperando que viniera a la posada algún viajero con quien conversar durante la velada. Los días en que su tarea había terminado no le quedaba más remedio, por no saber qué hacer, que llegar a la hora exacta y soportar de la sopa al queso la compañía de Binet. Aceptó, pues, con alegría la propuesta de la posadera de cenar en compañía de los recién llegados y todos pasaron al salón, donde la señora Lefrancois, pomposamente, había hecho poner la mesa. Homais pidió permiso para no quitarse el gorro griego por temor a un resfriado. Luego, volviéndose hacia su vecina: - Sin duda, la señora estará un poco fatigada. ¡ Se sacude uno tanto en nuestra Golondrina! - Así es - respondió Ema - pero toda mudanza me divierte, me gusta cambiar de lugar. -¡Es tan triste eso de vivir clavado en un mismo sitio! suspiró el pasante. - Si fuera como yo - dijo Carlos -, siempre obligado a andar a caballo... - Pero - replicó León, dirigiéndose a la señora Bovary nada es más grato, creo, cuando puede hacerse - agregó. - Por otra parte - decía el boticario -, el ejercicio de la medicina no es tan penoso en estos parajes, porque el estado de nuestros caminos permite andar en cabriolé y general105

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mente pagan bien, ya que los labradores son gentes acomodadas. En materia médica tenemos, aparte de los casos comunes de enteritis, bronquitis, .afecciones biliares, y algunas fiebres intermitentes, de vez en cuando, durante la cosecha, pero en total casos todos de escasa gravedad nada especial, salvo un exceso de humores fríos, de birlo sin duda a las deplorables condiciones higiénicas de nuestras viviendas rurales. ¡Ah, señor Bovary, cuántos prejuicios deberá combatir, cuántos empecinamientos rutinarios contra los que chocarás a diario los esfuerzos de su ciencia! Porque aquí se vive en la época de las novenas, las reliquias, el cura, en vez de acudir naturalmente al médico o al farmacéutico. Sin embargo, el clima no es malo que digamos, y hasta tenemos algunos nonagenarios en la comuna. El termómetro (lo he observado) desciende en invierno hasta los cuatro grados bajo cero y en lo más fuerte del verano alcanza a lo sumo a los veinticinco o treinta grados centígrados, lo que equivale a los veinticuatro Réaumur al máximo, o a los cincuenta y cuatro Fahrenheit (la medida inglesa), ¡nunca más!, y, en efecto, estamos protegidos de los vientos del norte por la foresta de Argueil, por una parte, de los vientos del oeste por la colina Saint-Jean, por otra; y este calor provocado por el vapor de agua que se desprende del río y por la considerable presencia de cabezas de ganado en las praderas, que como ustedes saben exhalan mucho amoníaco, es decir ázoe, hidrógeno y oxígeno (y no hidrógeno y ázoe solamente), y que absorbe el humus de la tierra mezclando las diferentes emanaciones y reuniéndolas en un haz, por decirlo así, combinándose naturalmente con la electricidad reunida en la 106

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atmósfera, cuando la hay, este calor, decía, podría a la larga, como sucede en los países tropicales, engendrar miasmas insalubres, pero está atemperado justamente del lado de donde proviene o de donde debía provenir, es decir del sur, por los vientos del sudeste, que se refrescan al pasar por el Sena ¡y que algunas veces llegan hasta nosotros como brisas de Rusia! - Por lo menos ¿hay algunos paseos en los alrededores? –preguntaba Ema dirigiéndose al joven. -¡Oh, muy pocos! - respondía éste -. Hay un lugar que llaman el Pastoreo, en lo alto de la cuesta, al borde del bosque. Algunas veces voy hasta allí los domingos y me quedo, en compañía de un libro, para mirar la puesta del sol. - Nada me parece más admirable que un sol poniente dijo ella -, sobre todo al borde del mar. -¡Oh yo adora el mar! - dijo el señor León. . - Y además, ¿no le parece - replicó la señora Bovaryque el espíritu flota más libremente sobre esa extensión sin límites cuya contemplación eleva el alma y nos da ideas de infinito, de ideal? - Lo mismo sucede con los paisajes de montaña - replicó León -. tengo un primo que ha viajado por Suiza el año pasado y me decía que es imposible figurarse la poesía de los lagos, el encanto de las cascadas, el efecto gigantesco de los glaciares. Se ven pinos de increíble altura, a través de los torrentes, cabañas colgantes en los precipicios, y a mil pies abajo, valles enteros cuando las nubes se abren. ¡Esas visiones deben entusiasmar, predisponer a la oración, al éxtasis! No me sorprende por eso aquel músico célebre que, para 107

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excitar mejor su imaginación, solía ir a tocar el piano frente a algún lugar imponente. -¿Usted sabe música? - preguntó ella. - No, pero la adoro - respondió él. -¡Ah, no le haga caso, señora Bovary! - interrumpió Homais inclinándose sobre su plato -. Es pura modestia. ¡Cómo, querido amigo! ¡Si el otro día cantaba en su cuarto el Angel guardián de una manera arrobadora! Lo escuchaba desde el laboratorio, lo hacía como un artista. En efecto, León se alojaba en la casa del farmacéutico, donde ocupaba un pequeño cuarto en el segundo piso, sobre la plaza. Se ruborizó al oír el cumplido de su huésped, quien ya se había vuelto hacia el médico y le enumeraba uno tras otro a los principales habitantes de Yonville. Contaba anécdotas, daba informes. No se conocía exactamente el monto de la fortuna del notario, y estaba la firma Tuvache, que daba muchos dolores de cabeza. -¿Cuál es su música preferida? -¡Oh, la alemana! La que nos hace soñar. -¿Conoce a los italianos? - Todavía no, pero veré ópera italiana el año próximo cuando vaya a vivir a París para terminar mis estudios de derecho. - Como tuve el honor de decirle a su señor marido - dijo el farmacéutico- a propósito de ese pobre Yanoda que se fugó, gracias a las locuras que hizo ustedes podrán disfrutar de una de las casa: más confortables en Yonville. Lo más cómodo para un médico es su puerta sobre la Alameda que permite entrar y salir sin ser visto. Además, está provista di 108

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todo lo que hace la vida agradable en un hogar lavadero, cocina con ante cocina, sala de estar, huerto, etc. ¡El tipo era de los que no se fijan! Hizo construir al fondo del jardín, junto al agua, una glorieta nada más que para beber cerveza en verano si a la señora le gusta la jardinería, podrá... - Mi mujer no se ocupa de esas cosas - dijo Carlos -; prefiere, aunque le recomiendan hacer ejercicio, quedarse leyendo en su cuarto. - Como yo - dijo León -. ¿Hay algo mejor que pasar la noche junto al fuego con un libro, mientras el viento golpea las ventanas y la lámpara arde? -¿No es cierto? - dijo ella fijando en él sus grandes ojos negros muy abiertos. - No se piensa en nada - continuó él -, las horas pasan. Uno pasea sin moverse por países que cree ver y nuestro pensamiento se enlaza con la ficción, vive los detalles, persigue el contorno de las aventuras. Se mezcla con los personajes, y nos parece que palpitamos dentro de sus ropas. -¡Es cierto! ¡Es cierto! - decía Ema. -¿No le ha sucedido - dijo León- eso de encontrar en un libro una idea vaga que alguna vez tuvimos, una imagen confusa que viene de lejos, y es como la exposición completa de nuestros más libres sentimientos? - Lo he sentido - dijo ella. - Por eso - dijo él- adoro a los poetas. Encuentro más ternura en las versos que en la prosa y me hacen llorar más frecuentemente. - Pero fatigan .a la larga - replicó Ema -; ahora, por lo contrario, adoro las historias que se leen de un tirón, que nos 109

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hacen sentir miedo. Detesto a los héroes comunes y los sentimientos atemperados, como se encuentran en la naturaleza. - En efecto - dijo el pasante -, esas obras no conmueven el corazón, creo yo que se apartan del verdadero objetivo del arte. Es dulce, en medio de los desencantos de la vida, poder remontarse con el pensamiento hacia los nobles caracteres, los afectos puros y las imágenes de felicidad. En cuanto a mí, como vivo aquí, alejado del mundo, es mi única distracción; ¡Yonville ofrece tan pocos recursos! - Como Tostes, sin duda - replicó Ema -; por eso yo me había abonado a una biblioteca circulante. - Si la señora quiere hacerme el honor de disponer de ella - dijo el farmacéutico, que había oído las últimas palabras -, yo tengo una biblioteca compuesta por los mejores autores: Voltaire, Rousseau, Delille, Walter Scott, el Eco de los folletines, etc., y recibo además periódicos, entre ellos el Fanal de Ruán, cotidianamente, con la ventaja de ser corresponsal para las circunscripciones de Buchy, Forges, Neufchátel, Yonville y los alrededores. Hacía dos horas y media que estaban sentados a la mesa; porque la criada Artemisa arrastraba al descuido sus zuecos de campesina, traía los platos uno tras otro; olvidaba todo, no sabía nada de nada y dejaba entreabierta la puerta del billar, cuyo picaporte golpeaba contra la pared. Sin advertirlo, mientras hablaba, León apoyó un pie sobre uno de los barrotes de la silla en que la señora Bovary estaba sentada. Ema lucia una corbatita de seda azul que mantenía tieso como gorguera su cuello emballenado de batista. Y con los movimientos de su cabeza, su barbilla se 110

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hundía en la pieza de lencería, para emerger luego suavemente. Así, uno junto al otro, mientras Carlos y el farmacéutico charlaban, iniciaron una de esas vagas conversaciones en las que el azar de las frases nos llevan siempre al centro fijo de una simpatía común. Espectáculos de París, títulos de novelas, nuevas cuadrillas; y el mundo que ignoraban, Tostes, donde ella viviera; Yonville, donde estaban; todo lo analizaban, y de iodo hablaron hasta el final de la comida. Cuando sirvieron el café, Felicitas se marchó para preparar el cuarto en la nueva casa y los invitados se levantaron casi en seguida. La señora Lefrancois dormía junto a las cenizas, en tanto que el caballerizo, con una linterna en la mano, aguardaba al señor y a la señora Bovary para guiarlos a su hogar. Su roja cabellera salpicada de briznas de paja, coja la pierna izquierda. Cuando con la mano libre asió el paraguas del señor cura, todos se pusieron en camino. La aldea dormía. Los pilares del mercado proyectaban grande sombras. La tierra era gris como en las noches de verano. Pero puesto que la casa del médico estaba a cincuenta pasos de distancia de la posada, pronto fue necesario darse las buenas noches y separarse. Ya en el vestíbulo, Ema sintió que el frío del yeso caía sobre sus hombros como un trapo húmedo. Las paredes eran nuevas y los escalones de madera crujían. En el cuarto del primer piso una luz blanquecina entraba por la ventana sin cortinas. Se adivinaban copas de árboles y, más lejos, la pradera semihundida en la bruma que humeaba al claro de luna, marcando el curso del riacho. En el centro de la habita111

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ción, en desorden, había cajones de cómoda, botellas, perchas, colchones y varillas doradas sobre las sillas y vasijas en el liso; los dos hombres de la mudanza habían dejado los muebles de cualquier manera. Por cuarta vez iba a acostarse en un lugar desconocido. La primera fue el día de su ingreso en el convento, la segunda el de su llegada a Tostes, la tercera en la Vaubyessard, la cuarta, ésta. Cada una había significado en su vida la iniciación de una nueva faz. No creía que las cosas pudieran parecer las mismas en lugares diferentes, y como la porción vivida había sido mala, sin duda lo que le restaba por consumir sería mejor.

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III Al día siguiente, cuando despertó, divisó al pasante en la plaza. Ella estaba de bata. El alzó la cabeza y la saludó. Ella hizo una rápida inclinación y cerró la ventana. Durante todo el día León aguardó que dieran las seis de la tarde, pero al entrar en la posada sólo halló al señor Binet sentado a la mesa. La comida de la víspera era un acontecimiento importante para él; nunca hasta entonces había conversado dos horas seguidas con una dama. ¿Cómo, pues, pudo exponerle, con semejante lenguaje, muchas cosas que no hubiera dicho tan bien antes? Por lo común era tímido, y mantenía esa reserva que participa a la vez del pudor y del disimulo. En Yonville lo juzgaban de hombre de modales correctos. Escuchaba las razones de las gentes maduras y no parecía exaltado en política, cosa notable, tratándose de un joven. Además, tenía talento, pintaba a la acuarela, sabía leer la clave de sol, y después de la comida cuando no jugaba a las cartas se ocupaba de buen grado de cuestiones literarias. El 113

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señor Homais le tenía consideraciones por su instrucción y la señora Homais lo apreciaba por su complacencia, porque a menudo acompañaba al jardín a los niños Homais, chiquillos siempre sucios, mal educados y un tanto linfáticos, como su madre. Para cuidar de ellos tenían, además de la criada, a Justino, el estudiante de farmacia, un primo lejano del señor Homais a quien habían recogido en la casa por caridad y que al mismo tiempo hacía las veces de sirviente. El boticario demostró ser el mejor de los vecinos. Informó a la señora Bovary acerca de los proveedores, hizo venir expresamente a su vendedor de sidra, probó en persona la bebida y vigiló que la provisión fuera bien acomodada en el sótano; sugirió la manera de conseguir la mantequilla a buen precio e hizo un arreglo con Lestiboudois, el sacristán, quien además de sus funciones sacerdotales y mortuorias cuidaba los mejores jardines de Yonville, por hora o por año, según la voluntad de las personas. La necesidad de ocuparse del prójimo no era lo único que inspiraba al farmacéutico a tanta cordialidad obsequiosa; había en ello un plan oculto. El señor Homais había infringido la ley del 19 de ventoso del año XI, artículo 1°, que prohibe a todo individuo si no está en posesión de un diploma el ejercicio de la medicina; tanto fue así que debido a ciertas tenebrosas denuncias se le llamó a Ruán, con orden de presentarse en el despacho del señor procurador del rey. El magistrado lo recibió de pie, con su toga, su capa de armiño al hombro y el birrete puesto. Sucedió por la mañana, antes de la audiencia. En el corredor resonaban las gruesas batas de los gendarmes y como un 114

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rumor lejano, el chirriar de grandes cerrojos al ser corridos. Los oídos del farmacéutico zumbaron tanto que temió caer fulminado por una apoplejía; entrevió el fondo de un foso, su familia llorosa, la farmacia vendida, los tarros dispersos, y se vio obligado a entrar en un café, donde tomó un vaso de ron con agua de Seltz para recobrar el ánimo. Poco a poco el recuerdo de aquella amonestación se debilitó, y como de costumbre continuaba despachando consultas en su rebotica. Pero el alcalde le tenía mala voluntad y algunos colegas estaban celosos, cualquier cosa era de temer; al apegarse al señor Bovary con sus cortesías ganaba su gratitud e impedía que hablara luego si advertía algo. Por tal motivo el señor Homais le llevaba cada mañana el diario, y por la tarde solía dejar la farmacia por un momento para ir a echar un parrafito con el médico. Carlos estaba triste: la clientela no acudía. Pasaba largas horas sentado en silencio, dormía en su consultorio o miraba coser a su mujer. Para distraerse se dedicó a pesadas tareas domésticas y hasta intentó pintar el granero con un resto de pintura que los pintores dejaran. Pero le preocupaban los asuntos de dinero. Había gastado tanto en las reparaciones de Tostes, los vestidos de su esposa y la mudanza que toda la dote, más de tres mil escudos, se había esfumado dos años atrás. ¡Sin contar las cosas echadas a perder o extraviadas en el transporte de Tostes a Yonville, entre ellas el cura de yeso, que al caer de la carreta en un bache demasiado profundo se rompió en mil pedazos sobre el pavimento de Quincampoix! Una inquietud mejor lo distrajo: el embarazo de su mujer. Su cariño por ella aumentaba a medida que se acercaba el 115

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término. Un nuevo lazo carnal se establecía, algo así como el sentimiento continuo de una unión más compleja. Cuando de lejos la veía caminar pausadamente y ensancharse su cintura sobre sus caderas sin corsé, cuando sentado frente a ella la contemplaba a sus anchas, y ella, en su sillón adoptaba posturas fatigosas, su felicidad era incontenible; se levantaba, la abrazaba, le acariciaba el rostro, la llamaba mamita, quería obligarla a bailar y entre risas y lágrimas, le dedicaba bromas cariñosas que se le ocurrían de pronto. Lo deleitaba la idea de haber engendrado. Ahora nada le faltaba. Conocía de golpe toda la existencia humana y, sereno, se instalaba en ella con los codos sobre la mesa. Ema sintió un gran asombro al principio, luego el deseo de dar a luz para saber cómo era eso de ser madre. Pero como no podía comprar las cosas que quería, una cuna barquilla con colgaduras de seda rosada y gorritos bordados, renunció al ajuar en una crisis de amargura, y lo encargó de una sola vez a una costurera de la aldea sin elegir nada ni discutir tampoco. Por consiguiente, no se divirtió con esos preparativos codiciados por la ternura de las madres y tal vez su afecto se vio por ello disminuida en parte desde el comienzo. Sin embargo, puesto que Carlos hablaba del crío en todas las comidas, ella acabó por pensar en el niño de manera más continua. Deseaba un hijo; sería fuerte y moreno y se llamaría Jorge; la idea de tener un hijo varón era el desquite esperado de sus impotencias pasadas. Por lo menos un hombre es libre, puede recorrer países y pasiones, atravesar obstáculos, hincar 116

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el diente en las dichas lejanas. En cambio, una mujer está continuamente impedida. Inerte y flexible a la vez, tiene en su contra las flaquezas de la carne y las sujeciones de la ley. Su voluntad, como el velo de su sombrero sujeto por un cordón, flota al viento, siempre hay un deseo que la arrastra, una conveniencia que la retiene. El parto se produjo un domingo, a la seis, cuando el sol salía. -¡Es una niña! - dijo Carlos. Ema volvió la cabeza y se desvaneció. En seguida acudió la señora Homais y la abrazó, así como la tía Lefrancois, del León de oro. El farmacéutico, hombre discreto, se limitó a enviarle sus felicitaciones a través de la puerta entreabierta. Quiso ver a la criatura y la encontró muy bien conformada. Durante su convalecencia Ema se preocupó mucho por hallarle un nombre a su hija. AL principio pasó revista a todos los que tienen terminaciones italianas, como Clara, Luisa, Amanda, Atala, le gustaba mucho Galsuinda y también Isolda o Leocadia. Carlos quería ponerle el nombre de su madre, pero Ema se opuso. Recorrieron el calendario hoja por hoja y consultaron a los extraños. - El señor León, con quien hablaba días pasados - dijo el farmacéutico -, se extrañaba de que usted no elija Magdalena, que está muy de moda ahora. Pero mamá Bovary protestó contra ese nombre de pecadora. Por su parte, el señor Homais prefería los que recuerdan a un gran hombre, un hecha ilustre o una concepción generosa, y con ese sistema había bautizado a 117

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sus cuatro hijos. Así, Napoleón representaba la gloria y Franklin la libertad; Irma era tal vez una concesión al romanticismo y Atalía un homenaje a la más inmortal de las obras maestras del teatro francés. Porque sus convicciones filosóficas no impedían sus admiraciones artísticas, ya que en él el pensador no ahogaba al hombre sensible; sabía establecer .diferencias, separar la imaginación del fanatismo. Por ejemplo, en la tragedia de Racine condenaba las ideas, pero admiraba el estilo; abominaba la concepción, pero aplaudía los detalles y se exasperaba contra los personajes al mismo tiempo que se inflamaba con sus parrafadas. Cuando leía sus grandes tiradas se sentía transportado, mas cuando pensaba que los clericales arrimaban agua a su molino can ellas se afligía, y en esa perturbadora confusión de sentimientos habría querido coronar con ambas manos al autor y discutir con él largo rato. Por fin, Ema recordó que en el castillo de la Vaubyessard oyera a la marquesa llamar Berta a una joven, y .el nombre fue elegido; puesto que papá Rouault no podía venir, rogaron al señor Homais que fuera padrino. Ofreció como regalo productos de su establecimiento, a saber: seis cajas de yuyubas, un tarro lleno de cacao, tres potes de pomada de malvavisco y además seis caramelos largos de azúcar cande, que encontró dentro de una alacena. La noche de la ceremonia hubo una gran comida a la que asistió el cura; todos se enardecieron; al servirse los licores, el señor Homais entonó El Dios de las buenas gentes, el señor León cantó una barcarola y mamá Bovary, que era la madrina, una romanza de los tiempos del Imperio; por fin, papá Bovary 118

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exigió que trajeran a la niña y la bautizó vertiendo una copa de champaña sobre su cabeza. Esta burla del primero de los sacramentos irritó al abate Bournisien; papá Bovary respondió con una cita de La guerra de los dioses, el cura amenazó con retirarse; las damas suplicaban, se interpuso Homais y lograron hacer volver a su asiento al eclesiástico; éste entonces, siguió bebiendo tranquilamente en el platillo su media taza de café ya promediada. Papá Bovary se quedó un mes más en Yonville, a cuyos habitantes deslumbró con una soberbia gorra de policía con galones de plata que llevaba en la mano cuando iba a fumar su pipa en la plaza. Como tenía el hábito de beber aguardiente en abundancia, enviaba con frecuencia a la criada al León de oro para que le comprara una botella que anotaba en la cuenta de su hijo, y para perfumar sus pañuelos de seda gastó toda la provisión de agua de Colonia de su nuera. A ésta no le disgustaba su compañía. Había recorrido el mundo; hablaba de Berlín, Viena, Estrasburgo, de sus épocas de oficial, de las amantes que tuvo, de las comilonas que hizo; se mostraba amable y algunas veces, en la escalera o el jardín, enlazaba la cintura de Ema, exclamando: -¡Cuídate, Carlos! Mamá Bovary se alarmó entonces, pensando en la felicidad de su hijo, y temiendo que su marido ejerciera a la larga una influencia inmoral sobre las ideas de la joven, se apresuró a preparar la partida. Tal vez tuviera inquietudes más serias, porque el señor Bovary no era hombre que respetara cosa alguna. Cierto día, Ema sintió la necesidad de ver a su hijita, que había sido dada a criar a la mujer del molinero 119

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y, sin mirar en el almanaque si todavía estaba en las seis semanas de la Virgen, se encaminó a la casa de los Rollet, situada en el otro extremo de la aldea, al pie de la cuesta, entre la carretera principal y las praderas. Era mediodía; las casas tenían cerrados los postigos, y relucientes bajo la luz áspera del cielo azul los techos de pizarra parecían desprender chispas de las crestas de sus frontispicios. Soplaba un viento cálido. Ema sentía que sus fuerzas flaqueaban al andar; la lastimaban los guijarros de la vereda y vaciló entre regresar a casa o entrar en algún lugar para sentarse. En ese momento el señor León salía por una puerta vecina con un fajo de papeles bajo el brazo. Vino a saludarla y se colocó a la sombra, frente a la tienda de Lheureux, bajo el toldo gris proyectado hacia adelante. La señora Bovary dijo que iba a ver a su niña, pero que empezaba a sentirse fatigada. - Sí.- dijo León sin atreverse a proseguir. -¿Tiene algo que hacer? - preguntó ella. Y ante la respuesta del pasante, le rogó que la acompañara. Esa noche el hecho se supo en Yonville, y la señora Tuvache, esposa del alcalde, declaró en presencia de su criada que la señora Bovary se comprometía. Para llegar a la casa de la nodriza, al terminar la calle era preciso doblar a la izquierda, en dirección del cementerio, seguir luego un pequeño sendero, entre casas pequeñas y patios, bordeado de ligustros. Los arbustos estaban en flor y también las verónicas y los escaramujos, las ortigas y las zarzas que colgaban de los matorrales. Por los huecos de las 120

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cercas se veía en las construcciones algún lechón sobre el estiércol o vacas atadas frotando sus cuernos contra los troncos de los árboles. Ema y León caminaban despacio, ella se apoyaba en el brazo de él y él acortaba el paso al ritmo del andar de ella; delante un enjambre de moscas revoloteaba zumbando en el aire cálido. Por un viejo nogal que le daba sombra reconocieron la casa. Baja y cubierta de tejas oscuras, mostraba bajo la lucerna del granero un rosario de cebollas. Contra el vallado de espinas, haces de leña menuda rodeaban un cuadro de lechugas, y había algunas plantas de lavanda y de arvejillas en almácigos. Un agua sucia corría desparramándose sobre la hierba y había alrededor indistintos harapos, medias de lana, una camisa de indiana roja y una sábana grande de tela basta extendida a lo largo de la cerca. Al ruido de la barrera apareció la nodriza llevando en brazos a un niño que tomaba el pecho. Con la otra mano arrastraba a un pobre chiquillo raquítico, con la cara cubierta de escrófulas, hijo de un mercero de Ruán a quien sus padres, demasiado ocupados con su negocio, dejaban en el campo. - Entre – dijo -, ahí tiene a su hijita, está durmiendo. La habitación de la planta baja, única en la vivienda, tenía contra la pared del fondo una cama grande, sin cortinados, en tanto que la artesa ocupaba el lado de la ventana, uno de cuyos vidrios había sido arreglado con un redondel de papel azul. En el rincón de detrás de la puerta unos borceguíes con clavos relucientes estaban alineados bajo el lavadero, junto a una botella llena de aceite con una pluma en el gollete; sobre la polvorienta chimenea un ejemplar abando121

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nado del Mathieu Laensberg entre cartuchos de fusil, cabos de vela y pedazos de yesca. Por fin, el último detalle superfluo en la pieza era una Fama soplando sus trompetas, sin duda una imagen recortada de algún anuncio de perfumería clavada a la pared por seis clavos de zueco. La hijita de Ema dormía en el suelo en una cuna de mimbre. Ella la levantó envuelta en la manta que la cubría y empezó a cantarle suavemente, meciéndose mientras lo hacía. León se paseaba por el cuarto; le parecía insólito ver a esa bonita dama con vestido de nankin en medio de tanta miseria. La señora Bovary se ruborizó y él apartó la mirada suponiendo que sus ojos mostraban alguna impertinencia. Luego Ema volvió a poner en su cuna a la criatura, que acababa de vomitar sobre su cuello almidonado. La nodriza vino en su ayuda, asegurándole que no quedarla manchado. -¡Está bien, está bien! - dijo Ema -. Hasta la vista, tía Rollet. Y salió, limpiándose los pies en el umbral. La buena mujer la acompañó hasta el extremo del patio, hablando del trabajo que le daba levantarse de noche. - Estoy tan rota que a veces me duermo en mi silla; debería usted darme por lo menos una librita de café molido, que me duraría un mes, para tomarla por las mañanas con la leche. Después de escuchar sus gracias, la señora Bovary se marchó, y había dado unos pasos por el sendero cuando un rumor de zuecos le hizo volver la cabeza: era la nodriza. -¿Qué pasa? 122

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La campesina entonces la llevó aparte, detrás de un olmo, y empezó a hablarle de su marido, que con su oficio y seis francos anuales que el capitán... - Acabe de una vez - dijo Ema. -Bueno- prosiguió la nodriza suspirando entre palabra y palabra -, me da miedo que se ponga triste si me ve tomar café a mí sola; usted sabe, los hombres... -¡Ya tendrá su café!, ¡yo le daré lo que haga falta! Me cansa - repetía Ema. -¡Ay, mi pobre y querida señora!, es que además de sus heridas tiene unos terribles calambres al pecho. Dice que hasta la misma sidra lo debilita. - Pero, tía Rollet, ¡diga lo que sea de una vez! - Entonces - dijo aquélla haciendo una reverencia -, si no es pedirle mucho - saludó otra vez - cuando usted quieray su mirada imploraba -,una cuarterola de aguardiente - dijo por fin- y le daría friegas en los pies a su niñita, que los tiene blandos como la lengua. Liberada de la nodriza, Ema asió el brazo de León. Anduvo un trecho con paso rápido, luego más despacio, y su mirada, que recorría el paisaje, se fijó en el hombro del joven cuya levita tenía cuello de terciopelo negro. Sus cabellos castaños caían sobre aquél, lacios y bien peinados. Observó sus uñas más largas de lo que se estilaba en Yonville. Su cuidado era una de las grandes preocupaciones del pasante y para este uso destinaba un cortaplumas especial que guardaba en su escritorio. Regresaron a Yonville siguiendo el borde del agua. Durante la estación de los calores la ribera más amplia descubría 123

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la base de los muros de jardín, que descendían hasta el río por una escalera de varios escalones. El agua corría calladamente, rápida y fría a la vista; matas frágiles se inclinaban sobre ella impulsadas por la corriente y se desplegaban sobre su limpidez como verdes cabelleras. De vez en cuando un insecto de finas patas caminaba o se posaba sobre las varas de los juncos o las hojas de los nenúfares. Un rayo de sol atravesaba los glóbulos azules de las ondas, que se sucedían y estallaban en la margen; los viejos sauces sin ramas reflejaban sus cortezas grises en el agua, y en torno, más allá, la pradera parecía desierta. Era la hora de la comida en las granjas y la joven señora y su acompañante al andar sólo oían la cadencia de sus pasos sobre la tierra del sendero, las palabras dichas y el roce del vestido de Ema susurrando a su alrededor. Los muros de los jardines, coronados de pedazos de botellas, estaban ten calientes como los vidrios de un invernáculo. En los ladrillos habían crecido alhelíes y al pasar la señora Bovary desgranaba en polvo sus flores marchitas con la punta de la sombrilla, o bien alguna rama de madreselva o de clemátide asomándose aquí y allá tocaba la seda al prenderse a los flecos. Hablaban de una compañía de bailarines españoles que muy pronto se presentaría en el teatro de Ruán. -¿Irá a verlos? - preguntó ella. - Si puedo, sí - respondió él. ¿No tenían nada más que decirse? Sin embargo, sus ojos estaban llenos de palabras más serias; y en tanto se esforzaban por hallar frases triviales sentían que una misma langui124

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dez invadía a ambos, algo así como un murmullo del alma, profundo, continuo, que dominaba el de las voces. Sorprendidos y asombrados ante esta nueva suavidad no pensaban en contársela mutuamente o en descubrir su causa. Las dichas futuras, como las costas del trópico, proyectan en la inmensidad que las precede sus morbideces nativas, una brisa perfumada, y uno se adormece en su embriaguez sin preocuparse siquiera por el horizonte invisible. En cierto lugar la tierra estaba excavada por el paso del ganado y fue necesario caminar sobre grandes piedras verdes, esparcidas en el fango. Ema se detenía a cada paso para mirar dónde posaba su botita, y tambaleándose sobre la temblorosa piedra, con los brazos separados del cuerpo, la mirada indecisa, inclinada hacia adelante, reía asustada por temor de caer en alguna charca. Cuando llegaron a la puerta de su jardín, la señora Bovary empujó el pequeño portal, subió corriendo los escalones y desapareció. León regresó a su estudio. El patrón estaba ausente; lanzó una mirada a las carpetas, afiló una pluma, luego tomó su sombrero y se marchó. Fue al Pastoreo, en lo alto de la cuesta de Argueil, a la entrada del bosque, se acostó en el suelo, bajo los pinos, y miró el cielo a través de sus dedos. "¡Cuánto me aburro! - se decía -. ¡Qué aburrida es mi vida!” Lamentaba su existencia en aquella aldea, con Homais por amigo y el señor Guillaumin por jefe. Ocupado siempre en sus negocios, éste con sus gafas de oro y sus patillas rojas 125

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sobre la corbata blanca, no entendía ni jota de delicadezas espirituales, a pesar de su aspecto rígido e inglés, que tan buena impresión produjera al. pasante en los primer tiempos. En cuanto a la mujer del farmacéutico, era la mejor esposa de toda Normandía, dulce como una oveja, y amorosa con sus hijos, su marido, sus padres, sus parientes, compasiva con los males del prójimo, eficaz en su hogar, y enemiga de los corsés. Pero tan pesada en sus movimientos, de un aspecto tan común, tan fastidiosa en su conversación, tan restringida en sus ideas, que jamás se le ocurrió pensar, aunque ella tenía treinta años y él veinte, aunque dormían puerta por medio y se dirigían la palabra a diario, que pudiera ser mujer para alguien ni que de su sexo tuviera otra cosa que el vestido. ¿Y quién más había? Binet, algunos comerciantes, dos o tres taberneros, el cura y por fin el señor Tuvache, el alcalde, con sus dos hijos, gentes vulgares, torpes, obtusas, que cultivaban personalmente sus tierras, celebraban sus francachelas en familia, devotos, por otra parte, una compañía insoportable en todo sentido. Pero sobre el fondo común de esos rostros humanos, la cara de Ema se destacaba solitaria y, sin embargo, lejana. Porque sentía que entre ambos había un vago abismo. Al principio fue a visitarla a menudo en compañía del farmacéutico. Carlos no parecía muy sorprendido al recibirlo y León no sabía cómo tomarlo, entre el temor de ser indiscreto y el deseo de una intimidad que consideraba casi imposible.

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IV Con los primeros fríos, Ema dejó su habitación para instalarse en la sala, pieza larga y de cielo raso bajo donde había, sobre la chimenea, un tupido polípero desplegado sobre el espejo. Sentada en su sillón, junto a la ventana, miraba pasar por la acera a las gentes de la aldea.. Dos veces por día León iba de su estudio al León de oro; Ema lo oía venir desde lejos y se inclinaba para escuchar; el joven pasaba detrás de la cortina siempre vestido de la misma manera y sin volver la cabeza. Pero al atardecer, cuando con la barbilla apoyada en la mano izquierda, Ema dejaba caer sobre el regazo su labor de bordado, solía estremecerse ante la aparición de esa sombra que se deslizaba de repente. Se levantaba entonces y ordenaba que pusieran la mesa. El señor Homais llegaba durante la comida. Con el gorro griego en la mano entraba calladamente para no incomodar a nadie, repitiendo siempre la misma frase: "Buenas noches a todos." Luego, instalado en su lugar en la mesa, 127

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entre marido y mujer, preguntaba al médico noticias de sus enfermos y éste lo consultaba sobre la posibilidad de sus honorarios. Después hablaban de lo que decía el diario. A esa hora Homais se lo sabía de memoria y lo contaba íntegramente, con las reflexiones del periodista y la historia de cualquier catástrofe individual acaecida en Francia o en el extranjero. Pero agotado el tema no tardaba en lanzar alguna observación sobre los platos servidos. Algunas veces se incorporaba a medias para indicar delicadamente a la señora el mejor trozo, o volviéndose hacia la criada le dirigía consejos sobre cómo aderezar un guiso o sobre la higiene de los condimentos; hablaba de aromas, especias, jugos y gelatinas de manera deslumbradora. Por lo demás, guardaba en la memoria más recetas de cocina que bocales su farmacia. Sobresalía en la fabricación de mermeladas, vinagres y licores dulces y conocía cualquier nueva invención de calefactores económicos, junto con el arte de conservar los quesos y de curar los vinos averiados. A las ocho venía a buscarlo Justino para cerrar la farmacia. El señor Homais miraba al muchacho con picardía, sobre todo si Felicitas estaba presente, pues había observado que su alumno sentía apego por la casa del médico. - El chico empieza a tener ideas propias y creo, ¡Voto al diablo!, que está enamorado de su criada - decía. Pero en cambio le reprochaba el defecto de escuchar continuamente las conversaciones. Por ejemplo, los domingos no había cómo hacerlo salir de la sala, a la que la señora Homais lo hacía ir para que buscara a los niños adormecidos

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en los sillones, arrugando con la espalda las fundas, demasiado amplias, de calicó. A estas veladas del farmacéutico no iba mucha gente: su maledicencia y sus opiniones políticas le habían apartado sucesivamente de varias personas respetables. El pasante era infaltable. Apenas oía la campanilla corría al encuentro de la señora Bovary, tomaba su chal y llevaba aparte, bajo el mostrador de la farmacia, los chanclos que ella usaba sobre los zapatos cuando había nieve. Al principio jugaban al treinta y uno; después de algunos partidos, Ema jugaba al "ecarté" con el señor Homais, y León, detrás de ella, la aconsejaba. De pie y con las manos apoyadas en el respaldo de su silla veía los dientes de la peineta clavada en su moño; cada vez que ella se movía para tirar una carta se le alzaba el vestido del lado derecho. Sus cabellos peinados en alto proyectaban sobre su espalda un tono moreno que poco a poco palidecía hasta perderse en la sombra. Las ropas caían a ambos lados del asiento, infladas, llenas de pliegues, y se posaban en el suelo. Cuando León las tocaba con la suela de su calzado se apartaba como si le hubiera pisado el pie a alguien. Terminada la partida de cartas, el boticario y el médico jugaban al dominó, y Ema, cambiando de lugar, se sentaba a la mesa para hojear la Ilustración. Llevaba consigo su revista de modas. León se sentaba a su lado juntos miraban las imágenes, se esperaban al pie de cada página. A menudo ella le rogaba que le recitara algunos versas. León los declamaba con voz lánguida, que cuidadosamente hacía expirar en los pasajes de amor. Pero la incomodaba el ruido de las fichas 129

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del dominó. El señor Homais era un experto en el juego y derrotaba a Carlos con un doble seis. Terminados los tres centenares, ambos se estiraban frente al hogar y no tardaban en conciliar el sueño. El fuego moría en cenizas, la tetera estaba vacía, y León seguía leyendo; Ema lo escuchaba haciendo girar automáticamente la pantalla de la lámpara, sobre cuya gasa había pintado pierrots en coche y bailarinas de cuerda floja con sus balancines. León se interrumpía para designar con un gesto al auditorio dormido; entonces se hablaban en voz baja y su conversación les parecía más dulce porque nadie la oía. Así se estableció entre ellos una especie de asociación, de continuo intercambio de libros y novelas. El señor Bovary era poco celoso y eso no clamaba su atención. Para su santo recibió una bonita cabeza frenológica, pintada de azul y cubierta de cifras hasta el cuello. Era una atención del pasante. Tenía otras también, hasta la de hacerle sus diligencias en Ruán; el libro de un novelista había puesto de moda la manía de las plantas tropicales; León compraba algunos ejemplares para la señora y los traía consigo, .obre sus rodillas, en la Golondrina, pinchándose los dedos con sus espinas. Ella hizo colocar en la ventana un estante para colocar sus tiestos. También el pasante tuvo su pequeño jardín colgante y se veían desde lejos, mientras ambos cuidaban sus flores. Pero entre las ventanas de la aldea había otra que solía estar ocupada con mayor frecuencia: los domingos de la mañana a la noche y todas las tardes cuando hacía buen tiempo 130

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el flaco perfil del señor Binet aparecía en la lucerna de un desván, inclinado sobre su torno, y su ronquido monótono se oía hasta en el León de oro. Una noche, al regresar a casa, León encontró en su cuarto una alfombra de terciopelo y lana con hojas sobre fondo pálido. Llamó al señor y a la señora Homais, a Justino, los niños, la cocinera; habló del caso con su patrón; todo el mundo quería conocer la dichosa alfombra; ¿por qué la mujer del médico era tan generosa con el pasante? La cosa parecía extraña y todos acabaron por pensar formalmente que ella era su amiguita. Lo daba a entender él ponderando sin cesar sus encantos y su talento, hasta el extremo de que una vez Binet le respondió con bastante grosería: - Y a mí qué me importa, si no tengo nada que ver con ella. Se torturaba buscando una manera de declarársele, vacilando siempre entre el temor de disgustarla y el bochorno de ser tan pusilánime, llorando de desaliento y de deseo. Por fin tomaba decisiones enérgicas: escribía cartas que rasgaba; se concedía plazos que luego postergaba. A veces, decidido a actuar, dispuesto a todo, pronta cambiaba de idea al verse en presencia de Ema, y cuando Carlos aparecía y lo invitaba a subir a su boc para visitar juntos a algún enfermo de los alrededores, León aceptaba al instante, se despedía de la señora y se marchaba. ¿Acaso el marido no era algo de ella misma? Ema no se interrogó para saber si lo amaba. Creta ella que el amor se presentaba de repente, con muchos destellos 131

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y fulgores, huracán celeste que al caer sobre la vida la trastorna, arranca las voluntades como hojas y arrastra al abismo el corazón. Ignoraba que la lluvia forma lagos en las azoteas de las casas cuando están tapados los desagües y así habría permanecido en su seguridad, de no haber descubierto de improviso una grieta en la pared.

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V Fue un domingo de febrero, una tarde de nieve. Todos, el señor y la señora Bovary, Homais y el señor León fueron a visitar una nueva hilandería que estaban instalando a media legua de Yonville. El boticario llevó consigo a Napoleón y a Atalía para que hicieran un poco de ejercicio y Justino los acompañó con los paraguas al hombro. Nada ofrecía menos curiosidades que esa cosa curiosa. Un gran solar - donde había, aquí y allá, entre montones de arena y de guijarros, algunas ruedas de máquinas ya enmohecidas- rodeaba una larga construcción cuadrangular horadada por numerosas ventanitas. La edificación no estaba terminada y se veía el cielo a través de los travesaños del techo. Atado al tirante del frontispicio, un manojo de paja entremezclado de espigas hacía chasquear al viento sus cintas tricolores. Homais hablaba, explicaba a la compañía la importancia futura del establecimiento, calculaba la fuerza de los pisos, el espesor de las paredes, y lamentaba no poseer un bastón 133

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métrico como el que tenía el señor Binet para su uso particular. Ema le daba el brazo y se apoyaba un poco sobre su hombro para mirar el disco del sol que a lo lejos irradiaba en la bruma su deslumbrante palidez; de pronto volvió la cabeza y vio a Carlos con la gorra encasquetada hasta las cejas; sus gruesos labios temblaban, añadiendo una cierta estupidez a su cara; hasta su misma espalda, su tranquila espalda, la irritaba, porque sobre la levita ella veía desplegarse la chatura del personaje. Mientras lo examinaba, saboreando una especie de depravada voluptuosidad en su irritación, León se adelantó un paso. El frío la hacía palidecer y ponía en su cara una más dulce languidez; entre su corbata y su garganta el cuello de la camisa, un tanto flojo, dejaba ver la piel; el lóbulo de la oreja asomaba debajo de un mechón de cabellos y su mirada azul, alzada hacia las nubes, pareció a Ema más límpida y hermosa que esos lagos de montaña donde se reflejaba el cielo. -¡Infeliz! - gritó de pronto el boticario. Y corrió hacia su hijo, que acababa de arrojarse dentro de un montón de cal para pintar de blanco sus zapatos. Abrumado por los reproches, Napoleón empezó a chillar, en tanto que Justino le limpiaba el calzado con un estropajo de paja. Pero hacía falta un cuchillo; Carlos ofreció el suyo. "¡Ah - pensó Ema -, lleva cuchillo en el bolsillo, como los campesinos!” Caía la escarcha y regresaron a Yonville. Esa noche la señora Bovary no fue a visitar a sus vecinos, y cuando Carlos se marchó, cuando se sintió sola, rea134

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nudó el paralelo con nitidez de sensación casi inmediata y con la distancia en perspectiva dada a las cosas por el recuerdo. Desde la cama, mirando el fuego claro que ardía en la chimenea, veía a León tamo lo viera esa tarde, de pie, doblando su caña con una mano y sujetando con la otra a Atalía que chupaba muy tranquila un pedazo de hielo. Lo encontraba encantador, no podía dejar de pensar en él; recordaba otras actitudes de otros días, frases que él dijera, el sonido de su voz, toda su persona, y repetía, adelantando los labios como para un beso: "Sí, ¡ encantador, encantador!... ¿Estará enamorado? - se preguntó -. ¿Y de quién? Pero..., pero, claro, ¡de mí!” Todas las pruebas se le presentaron a la vez y su corazón dio un salto. Las llamas del hogar hacían temblar en el cielo raso una alegre claridad; Ema se acostó de espaldas, con los brazos estirados. Comenzó entonces la eterna lamentación: "¡Oh, si el cielo lo hubiese querido! ¿Por qué no? ¿Quién lo impedía?...” Cuando Carlos regresó a medianoche, ella simuló despertar, y como él hacía ruido al desvestirse; se quejó de jaqueca; luego, al descuido, preguntó que había sucedido en la velada. - El señor León se fue temprano - dijo él. Ella no pudo contener una sonrisa y se durmió con el alma colmada de un nuevo encantamiento. Al día siguiente, al caer la noche, recibió la visita del señor Lheureux, comerciante en novedades. El tendero era hombre hábil.

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Nacido en Gazcuña pero convertido en normando, su facundia meridional estaba acompañada de la cautela propia de la región de Caux. Su cara gruesa, blanda, lampiña, parecía teñida por una cocción liviana de regaliz, y su cabellera blanca aumentaba la vivacidad de sus ojillos negros. Se ignoraba su anterior situación; unos decían que había sido buhonero, otros banquero en Routot. Lo cierto es que sus complicados cálculos mentales asustaban al propio Binet. Cortés hasta la obsequiosidad, siempre andaba un poco encorvado, en la postura de quien saluda a otro o lo invita. Después de dejar en la entrada su sombrero adornado de crespón, depositó sobre la mesa una caja verde y comenzó a quejarse ante la señora, con muchos circunloquios, de no haber merecido su confianza hasta ese momento. Una pobre tienda como la suya no estaba hecha para atraer a una elegante, y destacó la palabra. Pero ella sólo tenía que mandar y él se encargaría de suministrarle lo que quisiera, tanto en artículos de mercería como en lencería, prendas tejidas o novedades, porque iba a la ciudad regularmente, cuatro veces por mes. Estaba en contacto con las casas más importantes. Podrían mencionar su nombre en los Tres hermanos, la Barba de oro o el Gran salvaje, ¡esos señores lo conocían tanto como a sus propios bolsillos! Por lo tanto, había ido sólo para mostrar a la señora, de paso, diferentes artículos que por casualidad tenía, gracias a una rara oportunidad. Y sacó de la caja una media docena de cuellos bordados. La señora Bovary los examinó. - No necesito nada - dijo.

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Entonces el señor Lheureux exhibió delicadamente tres bufandas argelinas, varios paquetes de agujas inglesas, un par de pantuflas de paja y por fin cuatro hueveras de coco, caladas por los condenados a trabajos forzados. Después, con ambas manos apoyadas sobre la mesa, estirado el cuello, inclinado el' torso, seguía boquiabierto el recorrido de la mirada de Ema cuando se paseaba indecisa entre las mercaderías. A veces, como si quisiera quitarle el polvo, daba un toquecito a la seda de las bufandas, totalmente desplegadas, que se estremecían con un ligero rumor, haciendo centellear a la verdosa luz del crepúsculo, como pequeñas estrellas, las lentejuelas de oro de su trama. -¿Cuánto cuestan? - Una bicoca - respondió él -, una bicoca, pero no hay prisa alguna, ¡ no somos judíos! Ema reflexionó algunos momentos más y acabó por dar otra vez las gracias al señor Lheureux, quien replicó sin conmoverse: - Bueno, nos entenderemos en otra oportunidad, siempre me he arreglado con las mujeres, excepto con la mía, ¡vaya! Ema sonrió. - Con esto quiera decirle - prosiguió él con cara bonachona después de la broma -, que no me preocupa el dinero... Si hace falta, le adelanto. Ella hizo un gesto de sorpresa. -¡Ah! - dijo él vivamente, en voz baja -, no necesitaría ir lejos para encontrar dinero para usted, ¡puede estar segura!

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Y le pidió noticias del tío Tellier, dueño dei Café francés, a quien por entonces atendía Carlos Bovary. -¿Qué le pasa al tío Tellier? Tose de tal manera que sacude la casa de arriba abajo y mucho me temo que muy pronto necesite un gabán de pino mejor que una camisa de franela. ¡Las tonterías que ha hecho cuando era joven! Esas gentes, señora, no tenían la menor idea de lo que es orden, ¡se ha quemado en aguardiante! Pero siempre es triste ver que se va un conocido. Mientras ataba su caja discurría así sobre la clientela del médico: - Tiene el tiempo la culpa, sin duda y miraba los vidrios con semblante hosco -, de todas esas enfermedades. Yo no me siento muy bien, que digamos, tampoco. Un día de éstos tendré que venir a consultar a su señor marido por una punzada que tengo en la espalda. Bueno, hasta la vista, señora Bovary, a sus órdenes, quedo su más humilde servidor. Y se marchó con muchas precauciones. Ema se hizo servir la comida en su cuarto, junto al fuego, en una bandeja; comió lentamente; todo le parecía bueno. -¡Qué prudente he sido! - se decía pensando en las bufandas. Oyó pasos en la escalera: era León. Ella se puso de pie y tomó de la cómoda, de la pila de repasadores para dobladillar, el primero. Parecía muy atareada cuando él entró. La conversación fue lánguida; la señora Bovary la interrumpía a cada instante y León parecía muy confundido. Sentado en una silla baja, cerca de la chimenea, hacía girar 138

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entre sus dedos el estuche de marfil y ella movía la aguja o alisaba los pliegues de la tela de vez en cuando. No hablaba y él callaba, cautivado por su silencio como lo hubieran cautivado sus palabras. "¡ Pobre muchacho!", pensaba Ema. "¿Por qué le disgusto?", se preguntaba él. Por fin León dijo que tenía que ir a Ruán un día cualquiera, por asuntos del estudio. - Su abono musical ha concluido, ¿debo renovarlo? - No - dijo ella. -¿Por qué? - Porque... Y frunciendo los labios tiró lentamente de una larga hebra de hilo gris. La labor irritaba a León. Los dedos de Ema parecían despellejarse en las yemas; se le ocurrió una frase galante, pero no se atrevió a decirla. -¿De modo que lo abandona? - replicó él. -¿Qué? - preguntó ella vivamente- ¿La música? ¡Ah, sí, por Dios! ¿Acaso no tengo que cuidar de mi casa, de mi marido y de mil cosas, en fin, muchos deberes más importantes en que ocuparme? Miró el reloj, Carlos se retrasaba. Entonces demostró inquietud y repitió dos o tres veces: -¡Es tan bueno! El pasante sentía afecto por el señor Bovary. Pero esa ternura dedicada a él lo sorprendió de un modo harto desagradable; lo mismo prosiguió su elogio; todos hablaban bien de él, y en especial el farmacéutico. 139

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-¡Ah, es un hombre excelente! - corroboró Ema. - Claro que sí - dijo el pasante. Y empezó a hablar de la señora Homais, cuyo atuendo muy descuidado lo movía a risa por lo general. -¿Qué tiene que ver? - lo interrumpió Ema -, una buena madre de familia no se aflige por trapos. Luego volvió a guardar silencio. Lo mismo ocurrió al día siguiente, en los posteriores; cambió de maneras, de opiniones. Visiblemente, se ocupaba en serio de la casa, visitaba la iglesia con frecuencia, dirigía con mayor severidad a la criada. Retiró a Berta del cuidado de la nodriza. Felicitas la traía cuando venían visitas y la señora Bovary la desvestía para mostrar sus brazos y piernas. Declaraba adorar a los niños; era su consuelo, su alegría, su locura, y acompañaba sus caricias de expansiones líricas que a cualquier otro que no fuera un yonvillés le hubiera recordado a la Sachette de NotreDame de París. Carlos, a su regreso, encontraba sus pantuflas calentándose junto a las cenizas. A sus chalecos no les faltaba dobladillo ni botones a sus camisas y hasta le daba placer ver sus gorros de dormir alineados en pilas iguales dentro del armario. Ema ya no rehusaba, como antaño, los paseos por el jardín y aceptaba todas las propuestas de él, sin adivinar las razones a las que se sometía sin una queja; cuando León la veía junto al fuego, después de la comida, con las manos cruzadas sobre el vientre y los pies apoyados en los morillos, enrojecidas las mejillas por la digestión, húmedos de felicidad los ojos, mientras su hijita se arrastraba por la alfombra 140

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y esa mujer de talle grácil se inclinaba para besar su frente por encima del respaldo del sillón: "Es una locura, ¿cómo llegar hasta ella?” Ema le pareció tan virtuosa e inaccesible que abandonó toda esperanza, aun la más vaga. Pero este renunciamiento la colocó en una posición extraordinaria. Ema se desprendió ante sus ojos de las cualidades carnales de las que nada podía obtener, y fue creciendo en su corazón, destacándose de magnífica manera, como una apoteosis que, alza el vuelo. Era uno de esos sentimientos puros que no estorban el ejercicio de la vida, que cultivamos por su rareza y cuya pérdida nos afligiríais que el goce de su posesión. Ema adelgazó, sus mejillas palidecieron, su cara se alargó. Con sus crenchas negras, sus grandes ojos, su nariz recta, su andar de pájaro y siempre callada ahora, ¿no parecía, acaso, atravesar la existencia casi sin rozarla, llevando en la frente la vaga señal de un destino sublime? Estaba tan triste y serena, tan dulce y reservada a la vez, que su presencia inspiraba un encanto glacial, un estremecimiento similar al que provocan las iglesias, donde el perfume de las flores se mezcla al frío de los mármoles. Tampoco los demás escapaban a esa seducción. El farmacéutico decía: - Es una mujer de grandes recursos y no estaría fuera de lugar en una subprefectura. Las burguesas admiraban su economía, los clientes su cortesía los pobres su caridad. Pero ella estaba llena de codicia, de rabia, de odio. Su vestidos de rectos pliegues ocultaba un corazón trastornado 141

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y sus púdicos labios callaban ese tormento. Estaba enamorada de León y buscaba la soledad para deleitarse a sus anchas con su imagen. La visión de su persona alteraba la voluptuosidad de su meditación. Ema palpitaba al oír sus pasos; luego, en su presencia, la emoción desaparecía y sólo le quedaba un inmenso estupor que concluía en tristeza. León ignoraba que cuando, desesperado, salía de su casa, ella se levantaba para verlo en la calle. La preocupaban sus idas y venidas, espiaba su rostro, inventó una historia para visitar su cuarto. Juzgaba afortunada a la mujer del farmacéutico porque dormía bajo el mismo techo, y sus pensamientos continuamente iban a posarse sobre aquella casa, como las palomas del León de oro cuando iban a mojar sus rosadas patas y sus alas blancas en las canaletas. Pero a medida que advertía su amor, Ema lo rechazaba para que nadie lo notara y para disminuirlo. Hubiera querido que León lo sospechase e imaginaba azares y catástrofes para facilitar el caso. Sin duda alguna, la retenían la pereza, el espanto o también el pudor. Pensaba que lo había rechazado demasiado y que todo estaba perdido ya, que era tarde. Luego, el orgullo, la alegría de decirse: "Soy virtuosa", y de mirarse al espejo adoptando posturas resignadas la consolaba un tanto del supuesto sacrificio. Entonces los apetitos de la carne, la codicia del dinero, las melancolías de la pasión, se confundían en un solo sufrimiento, y en lugar de apartarse de su pensamiento se aferraba más a él, excitándose con el dolor y buscando toda oportunidad de padecer. La irritaba un plata mal servido o una puerta entreabierta; gemía por los terciopelos que le 142

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faltaban, por la dicha de que carecía, por sus sueños demasiado elevados, por su casa demasiado estrecha. La exasperaba el hecho de que Carlos no parecía sospechar siquiera su suplicio. Juzgaba su convicción de hacerla feliz un insulto imbécil y su seguridad al respecto, ingratitud. ¿Para quién, entonces, era ella juiciosa? ¿No era él, acaso, el obstáculo de toda felicidad, la causa de todas sus miserias, y algo así como el agudo pinche de la compleja correa que la ataba por completo? Por consiguiente, concentró únicamente en él los numerosos rencores provocados por sus disgustos, y cada esfuerzo por aminorar este rencor sólo servia para aumentarlo; porque la pena inútil se agregaba a los demás motivos de desesperación y contribuía aún más al alejamiento. Se rebelaba contra sus propias dulzuras. La mediocridad doméstica la impulsaba a lujosas fantasías, la ternura matrimonial a deseos adúlteros. Habría querido que Carlos le pegara para poder detestarlo con mayor justicia, para vengarse. Algunas veces la asombraban las atroces conjeturas que se le ocurrían, ¿y era preciso seguir sonriendo, oír hasta el cansancio que era feliz, simular que lo era, darlo a entender? Sin embargo, esta hipocresía la disgustaba. Sentía tentaciones de huir con León a algún lugar, muy lejos, para intentar una existencia nueva, pero al instante un vago abismo lleno de oscuridades se abría en su alma. Además no me ama - pensaba -, ¿qué haré?, ¿cuál ayuda puedo esperar, cuál consuelo, cuál alivio? Abrumada, palpitante, inerte, sollozaba, y abundantes lágrimas rodaban por su cara. 143

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-¿Por qué no se lo dice al señor? - le preguntaba la criada cuando entraba en su cuarto durante alguna crisis. - Son los nervios - respondía Ema -, no se lo digas, lo afligirías. - Claro - replicaba Felicitas -, a usted le pasa lo mismo que a la Guerina, la hija del tío Guerin, el pescador de Pollet, al que conocí en Dieppe antes de venir a su casa. Estaba tan triste, tan triste, que cuando uno la veía de pie en la puerta de su casa, parecía un trapo de duelo puesto ahí. Según decían, su mal era una especie de niebla que tenía en la cabeza, y los médicos no podían hacer nada ni el cura tampoco. Cuando le daba fuerte, se iba solita su alma a la orilla del mar; tanto es así que algunas veces el teniente de la aduana, al hacer su recorrido, la veía tirada de boca y llorando sobre las piedras. Dicen que se le pasó después del casamiento. - Pero a mí - replicaba Ema - esto me ha venido después del casamiento.

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VI Cierto día en que asomada a la ventana abierta acababa de ver a Lestiboudois, el bedel, cortando leña, escuchó de pronto el toque del Angelus. Era a comienzos de abril, cuando se abren las primaveras, un viento tibio corre sobre los canteros arados, y los jardines, como fas mujeres, parecen vestirse para las fiestas del verano. Por los barrotes de la glorieta y todo en torno se veía el río en la pradera, donde dibujaba errantes sinuosidades sobre la hierba. Los vahos del atardecer circulaban entre los álamos sin hojas, esfumando sus contornos con un matiz violeta, más pálido y transparente que una sutil gasa prendida a sus ramas. A lo lejos caminaban los rebaños sin que se oyeran sus pasos ni sus mugidos, y la campana, tañendo sin cesar, proseguía su pacífico lamento en los aires. El repetido tañido extravió el pensamiento de la joven por los viejos recuerdos de juventud y del pensionado. Recordó los grandes candelabros del altar emergiendo de los vasos llenos de flores y el tabernáculo con columnitas. Hu145

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biera querido, como antaño, verse confundida en la larga fila de velos blancos con las negras manchas, aquí y allá, de las rígidas tocas de las buenas hermanas inclinadas en sus reclinatorios; en la misa de los domingos, al alzar la cabeza, divisaba el dulce rostro de la Virgen entre los azulados torbellinos del incienso cuando subía a lo alto. Entonces se enterneció, se sintió blanda y abandonada como una pelusilla de ave que revolotea en la tormenta, y sin darse cuenta se encaminó hacia la iglesia dispuesta a cualquier devoción con tal de plegar en ella su alma y de que la existencia entera se desvaneciera. En la plaza tropezó con Lestiboudois cuando éste regresaba, porque para no estropear la jornada prefería interrumpir su tarea y luego reiniciarla, de tal modo que tocaba el Angelus cuando le venía bien. Además el toque hecho antes de tiempo advertía a los chiquillos la hora del catecismo. Ya algunos habían llegado y jugaban a los bolos sobre las losas del cementerio. Otros, a horcajadas en el muro, agitaban las piernas cortando con sus zuecos las ortigas que crecían entre el pequeño cercado y las últimas tumbas. Era el único lugar verde, porque el resto era pura piedra, cubierto siempre por un polvo fino resistente a la escoba de la sacristía. Los niños, calzados con zapatillas, corrían por el lugar como si fuera un entarimado hecho especialmente para ellos y se oían sus voces a través del zumbido de la campana. El tañido disminuía con las oscilaciones de la cuerda que desde lo alto del campanario colgaba hasta el suelo. Pasaban las golondrinas lanzando grititos y cortando el aire con su vuelo 146

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regresaban a sus nidos amarillos bajo las tejas del alero. En el fondo de la iglesia ardía una lámpara, es decir, una mecha de candil, dentro de un vaso suspendido. De lejos su luz parecía una mancha blanquecina temblando sobre el aceite. Un largo rayo de sol atravesaba la nave volviendo aún más sombrías las naves laterales y los rincones. -¿Dónde está el cura? - preguntó la señora Bovary a un mocito que muy divertido sacudía el torniquete dentro de su demasiado flojo agujero. - Ya viene - respondió aquél. En efecto, chirrió la puerta del presbiterio y apareció el abate Bournisien; los chicos, en tropel, desaparecieron en el interior de la iglesia. -¡Bandidos! - murmuró el sacerdote -, ¡ siempre los mismos! Y recogiendo un catecismo hecho jirones con el que acababa de tropezar añadió: - ¡No respetan nada! Pero en eso distinguió a la señora Bovary y le dijo: - Dispense usted, no la había visto. Metió el catecismo en su bolsillo y se detuvo, sopesando entre sus dedos la pesada llave de la sacristía. La luz del sol poniente que daba de lleno sobre su rostro palidecía la lustrina de su sotana, brillante en los codos, deshilachada en el ruedo. Sobre su amplio pecho manchas de grasa y de tabaco seguían la línea de los botoncitos y eran más numerosas a la altura del cuello, donde descansaban los amplios pliegues de su tez rubicunda sembrada de máculas

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amarillas que se perdían entre los pelos hirsutos de su encanecida barba. Acababa de comer y respiraba afanosamente. -¿Cómo está usted? - agregó. - Mal - dijo Ema -, me siento mal. - También yo - replicó el sacerdote -. Estos primeros calores lo tumban a uno de manera notable, ¿verdad? Bueno, ¡qué vamos a hacerle! Hemos nacido para sufrir, como dice San Pablo. Pero, ¿qué dice de eso el señor Bovary? -¡El! - dijo Ema con gesto desdeñoso. -¿Cómo? - replicó el bueno del cura sorprendido -, ¿no le ha recetado algo? -¡Ah! - dijo Ema -, no son los remedios terrenales los que me hacen falta. El cura, de vez en cuando, miraba hacia la iglesia donde los chicos arrodillados se daban empellones con el hombro y caían como figura de naipe. - Quisiera saber... - dijo Ema. - Espera un poco, Riboudet - gritó el sacerdote con voz colérica -, ¡ vas a ver el tirón de orejas que te daré, bandido! Luego, dirigiéndose a Ema: - Es el hijo del carpintero Boudet; sus padres no se incomodan y le dejan hacer todo lo que se le ocurre. Pero aprendería rápido si quisiera, porque tiene mucho talento. Y algunas veces, yo, por bromear lo llamo Riboudet (como la cuesta que se toma para ir a Maromme) y hasta le digo: mi Riboudet, ¡ja, ja! Monte Riboudet El otro día le contaba la ocurrencia a Monseñor, y hay que ver lo que se rió..., sí, se dignó reírse. ¿Y cómo está el señor Bovary? Ella no daba muestras de comprender. El prosiguió: 148

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-¿Siempre muy ocupado, sin duda? Porque ciertamente que él y yo somos las dos personas de la parroquia con más cosas que hacer. Pero el es el médico de los cuerpos - agregó con una risotada -, ¡y yo lo soy de las almas! Ella fijó en el sacerdote una mirada suplicante. - Si... – dijo -, usted alivia todas las miserias. -¡Ah, no me hable de eso, señora Bovary! Esta misma mañana tuve que ir al Bajo Diauville por una vaca que estaba pasmada. Creían que era un maleficio. Todas las vacas, no se como... Pero, perdón, ¡Longuemarre y Boudet, esténse quietos! ¿Quieren dejar eso? Y de un salto se metió en la iglesia. Los chicos se atropellaban junto al púlpito, trepaban al taburete del coro, abrían el misal, y otros con pasos furtivos se aventuraban hasta el confesonario. El cura cayó sobre ellos repartiendo una lluvia de mojicones, y asiéndolos del cuello de la chaqueta los alzaba en vilo y los dejaba caer de rodillas sobre las baldosas con tanta fuerza como si quisiera plantarlos allí. - Bueno - dijo cuando regresó junto a Ema desplegando su amplio pañuelo de indiana, una de cuyas puntas sujetó entre sus dientes -, los labradores son dignos de compasión. - Otros también lo son - respondió ella. -¡ Seguro!, por ejemplo los obreros de la ciudad. - No sólo ellos... - Dispense usted, he conocido entre esas gentes madres de familia, mujeres virtuosas, se lo aseguro, verdaderas santas que carecían hasta de pan.

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- Pero, señor cura - replicó Ema (y se le contraían las comisuras de la boca mientras hablaba)-, ¿qué me dice de las que tienen pan pero no tienen... - Fuego en invierno - dijo el sacerdote. -¿Eso qué importa? -¿Cómo que no importa? Yo creo que cuando uno está bien abrigado y comido... porque, en fin... -¡Dios mío! ¡Dios mío! - suspiraba ella. -¿Se siente mal? - dijo él adelantándose con expresión inquieta -, ¿la digestión, sin duda? Vuélvase a casa, señora Bovary, y beba un poco de té, la reanimará, o bien un vaso de agua fresca con azúcar. -¿Por qué? Ema parecía despertar de un sueño. - Porque se pasa la mano por la frente. Creí que le daba un mareo. Luego, recapacitando: - Pero usted vino a pedirme algo. ¿De qué se trata? Ya no me acuerdo. - No, nada, nada - repetía Ema. Y su mirada después de recorrer el lugar se posó lentamente sobre el viejo de sotana. Se examinaban ambos en silencio. - Entonces, señora Bovary, dispense, pero el deber ante todo, ya sabe usted, tengo que despachar a mis educandos. Ya se nos viene encima la primera comunión, tengo miedo que nos agarre desprevenidos. Por eso desde la Ascensión los tengo todos los miércoles una hora de más. ¡Pobres chicos! Nunca es demasiado temprano para encaminarlos por 150

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las sendas del Señor, como por otra parte El mismo nos lo ha recomendado por boca de su divino Hijo... Consérvese buena, señora, mis respetos a su señor marido. Y entró en la iglesia haciendo una genuflexión en la puerta misma. Ema lo vio desaparecer entre la doble fila de bancos, con su paso tardo, la cabeza un poco ladeada sobre el hombro, las manos entreabiertas y separadas del cuerpo. Luego giró sobre sus talones como una estatua sobre un eje y emprendió el regreso a su casa. Pero la gruesa voz del cura, las claras voces de los niños, llegaban hasta ella y la seguían en su camino: -¿Eres cristiano? - Sí, soy cristiano. -¿Qué es un cristiano? Es aquel que habiendo sido bautizado... bautizado... bautizado. Ema subió los escalones de su escalera sosteniéndose del pasamanos y cuando estuvo en su cuarto se dejó caer en un sillón. La luz blanquecina de los vidrios caía suavemente, con ondulaciones. Los muebles parecían haber adquirido mayor inmovilidad en sus sitios, perdiéndose en la sombra como en un tenebroso océano. La chimenea estaba apagada, el reloj no se detenía y Ema se pasmaba un poco ante la calma de las cosas, mientras en su interior había tantas perturbaciones. Pero entre la ventana y la mesa de costura estaba la pequeña Berta tambaleándose sobre sus escarpines y tratando de

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acercarse a su madre para asir por los extremos los lazos de su delantal. -¡Déjame! - dijo ésta apartándola con un ademán. En seguida la niña se acercó otra vez hasta tocar sus rodillas y apoyada en ella con su: dos brazos alzaba hacia Ema sus grandes ojos azules mientras un hilo de baba chorreaba de sus labios sobre la seda del delantal. -¡Déjame! - repitió la joven encolerizada. Su cara asustó a la niña, y la hizo gritar. -¡Déjame en paz! - dijo Ema rechazándola con el codo. Berta cayó al pie de la cómoda contra el perchero de bronce, cortándose la mejilla; la sangre brotó de la herida; la señora Bovary corrió a levantarla, rompió el cordón de la campanilla, llamó a gritos a la' criada y ya empezaba a maldecirse cuando apareció Carlos. Era la hora de la comida, regresaba a casa. - Mira, querido - le dijo Ema con voz tranquila -, la niña estaba jugando y se ha lastimado al caer. Carlos la tranquilizó; el caso no era grave y fue en busca del diaquilón. La señora Bovary no bajó a la sala; quiso quedarse sola para cuidar a su hijita. Al verla dormir, su resto de inquietud se disipó gradualmente y se juzgó muy tonta y muy buena por haberse afligido por tan poca cosa. Berta, en efecto, ya no sollozaba. Ahora su respiración alzaba insensiblemente la colcha de algodón. Había lagrimones en las comisuras de sus párpados entrecerrados que dejaban ver entre las pestañas las pálidas pupilas hundidas; el esparadrapo pegado a su mejilla estiraba oblicuamente la piel. 152

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"Qué raro - pensaba Ema -, ¡ lo fea que es esta criatura!” Cuando a las once de la noche Carlos regresó de la farmacia (donde fue a devolver el diaquilón después de la comida) encontró a su mujer de pie junto a la cuna. - Pero te digo que no será nada - dijo besándola en la frente -, no te atormentes, queridita, te vas a enfermar. Había pasado un largo rato en casa del boticario. Aunque no se mostró muy conmovido, el señor Homais, de todos modos, se empeñó en darle fuerzas, en levantarle la moral. Hablaron entonces de los diversos peligros que amenazaban a la niñez y del aturdimiento de las criadas. La señora Homais algo sabía de eso porque todavía conservaba en el pecho las cicatrices de un cucharón de lumbre que antaño una cocinera dejara caer sobre su delantal. Por eso ellas, buenos padres, tomaban tantas precauciones. Jamás los cuchillos estaban afilados ni los pisos lustradas. Las ventanas tenían reja de hierro y las jambas de las puertas, gruesas trancas. Los niños Homais, a pesar de su independencia, no podían dar un paso sin vigilancia; al menor resfrío su padre los atiborraba de expectorantes y hasta los cuatro años todos usaban, inexorablemente, gorritas acolchadas. Cierto que esa manía de la señora Homais afligía en su fuero intimo al marido, quien temía los resultados posibles de semejante compresión para los órganos del intelecto, y algunas veces solía decirle sin querer: -¿Pretendes convertirlos en caribes o en botocudos? - Carlos, sin embargo, trató repetidas veces de interrumpir la charla.

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- Tengo algo que decirle - sopló al oído del pasante cuando éste lo precedía por la escalera. "¿Sospechará algo?", se preguntaba León. Le latía el corazón y se perdía en conjeturas. Por fin, Carlos después de cerrar la puerta, le rogó que viera él mismo en Ruán cuál podía ser el precio de un hermoso daguerrotipo; una sorpresa sentimental que reservaba a su mujer, una fina atención, su retrato con traje negro. Pero antes quería saber a qué atenerse; esa diligencia no causaría trastornos al señor León, puesto que iba semanalmente a la ciudad. ¿Con qué fin? El señor Homais sospechaba una historia de joven, una intriga. Pero se equivocaba; León no perseguía amorío alguno. Estaba más triste que nunca y la señora Lefrancois bien lo advertía por la cantidad de comida dejada en los platos. Para saber algo más interrogó al recaudador; Binet respondió de mala manera que a él no le pagaba la policía. Pero su compañero le parecía muy extraño; a menudo León se recostaba en su silla con los brazos abiertos y se quejaba vagamente de la existencia. - Eso le pasa porque no se distrae lo suficiente - decía el recaudador. -¿Distraerme, cómo? - Yo en su lugar tendría un torno. - Pero si no sé manejarlo - respondía el pasante. -¡Oh, es verdad! - exclamaba el otro acariciándose la mandíbula con gesto desdeñoso y satisfecho a la vez. León estaba harto de amar sin provecho; empezaba a sentir ese cansancio causado por la repetición de una vida 154

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igual, sin ningún interés que la dirija ni esperanza alguna qué la sostenga. Aburrido de Yonville y de los yonvilleses, lo irritaba la vista de ciertas casas y de ciertas gentes a más no poder; aunque fuera buena persona, el farmacéutico le resultaba completamente intolerable. Sin embargo, la perspectiva de una nueva situación lo asustaba tanto como lo seducía. Esta aprensión muy pronto se transformó en impaciencia, y entonces París comenzó a agitar, desde lejos, las fanfarrias de sus bailes de disfraz y de sus modistillas. Puesto que debía terminar sus estudios de derecho, ¿por qué no marcharse?, ¿quién se lo impedía? Y empezó a hacer preparativos secretos, arregló de antemano sus cosas. Amuebló mentalmente un apartamento. ¡Haría la vida de un artista! ¡Tomaría lecciones de guitarra! ¡Tendría una bata de entrecana, una boinas vasca, pantuflas de terciopelo azul! Y admiraba ya sobre su chimenea dos floretes cruzados, con una cabeza de muerto y la guitarra encima. Lo difícil era el consentimiento de su madre, aunque nada parecería más razonable. Hasta su mismo patrón lo animaba a frecuentar otro estudio donde pudiera progresar mejor. Tomando por la calle del medio León buscó una colocación como segundo pasante en Ruán y no la halló; por fin escribió a su madre una larga y detallada carta en la que le exponía las razones para ir a vivir a París inmediatamente. Ella consintió. León no se dio prisa. Todos los días, durante un mes, Hivert transportó en su nombre, de Yonville a Ruán y de Ruán a Yonville, cofres, maletas y paquetes, y cuando hubo 155

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arreglado su guardarropas, hecho retapizar sus tres sillones, comprado una provisión de pañuelos dé seda, en una palabra, tomado más disposiciones de las necesarias para un viaje alrededor del mundo, postergó de semana en semana la partida, hasta que recibió una segunda carta materna que lo apuraba a marcharse, puesto que deseaba pasar su examen antes de las vacaciones. Cuando llegó el momento de las efusiones, la señora Homais lloró; Justino sollozaba, y Homais, hombre fuerte, disimuló su emoción; quería llevar el gabán de su amigo hasta la verja del notario, quien conduciría a León hasta Ruán en su coche. Este tenía el tiempo contado para despedirse del señor Bovary. En lo alto de la escalera se detuvo, sin aliento. Al verlo entrar, la señora Bovary se puso de pie prestamente. - ¡Soy yo otra vez! - dijo León. -¡Estaba segura! Ema se mordió los labios, y una onda de sangre corrió bajo su piel coloreándola de rosa desde la raíz de los cabellos hasta el borde de la gorguerita. Estaba de pie, recostada contra el revestimiento de madera. -¿El señor no está en casa? - preguntó León. - Está ausente. Ema repitió: - Está ausente. Hubo un silencio. Ambos se miraban y una misma angustia confundía sus pensamientos, estrechándolos como a dos pechos palpitantes. - Me gustaría dar un beso a Berta - dijo León. 156

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Ema descendió algunos escalones para llamar a Felicitas. El paseó una rápida y amplia mirada por las paredes, las estanterías, la chimenea, como si quisiera penetrarlo todo, llevarse todo consigo. Pero Ema regresaba y la criada trajo a Berta; la niña agitaba un molinete de viento colgado de una cuerda, cabeza abajo. León la besó repetidas veces en el cuello: -¡Adiós, pobrecita niña!, ¡adiós, queridita, adiós! Y la entregó a su madre. - Llévesela - ordenó ésta a la criada. Quedaron solos. La señora Bovary, vuelta de espaldas, apoyaba la cara contra un vidrio de la ventana; León, gorra can mano, se golpeaba con ella el muslo suavemente. - Va a llover - dijo Ema. - Tengo un abrigo - respondió él. -¡Ah! Ella se volvió con la cabeza gacha, la frente inclinada hacia adelante. La luz resbalaba por ella como por un mármol hasta la curva de las cejas sin que pudiera saberse si miraba en el horizonte ni cuales eran sus íntimos pensamientos. - Bueno, adiós - suspiró él. Ella alzó la cabeza con un brusco gesto. - Sí, adiós..., ¡ váyase ! Avanzaron el uno hacia el otro: él le tendió la mano, ella vaciló. -A la inglesa, entonces - dijo entregándole la suya y esforzándose por reír. 157

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León sintió esa mano entre sus dedos y fue como si toda la sustancia de su ser descendiera hasta su húmeda palma. Luego abrió la mano, sus miradas se cruzaron otra vez y él se marchó. Cuando estuvo fuera se detuvo y, oculto tras un pilar, contempló por última vez esa casa blanca con sus cuatro celosías verdes. Creyó ver una sombra detrás de la ventana, en el cuarto, pero la cortina, apartándose del marco como si nadie la tocara, agitó lentamente sus anchos pliegues oblicuos que se estiraron de golpe y quedó inmóvil como una pared de yeso. León echó a correr. A lo lejos divisó en la ruta el cabriolé de su patrón y junto a él a un hombre de delantal de burda tela sujetando al caballo. Homais y el señor Guillaumin conversaban. Lo esperaban. - Deme un abrazo - dijo el boticario con lágrimas en los ojos -. Aquí tiene su gabán, mi querido amigo, cuídese del frío. ¡Cuídese y sea prudente! - Vamos, León, suba al coche - dijo el notario. Homais se inclinó sobre el guardabarros y con voz entrecortada por los sollozos dejó caer estas tristes palabras: -¡Buen viaje! - Buenas tardes - respondió el señor Guillaumin. ¡Apártese! Partieron y el señor Homais emprendió el regreso. La señora Bovary se había asomado a la ventana del jardín para contemplar las nubes. Se amontonaban en el poniente, del lado de Ruán, y agitaban rápidamente sus negras volutas, de las que desbor158

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daban por detrás las grandes líneas del sol, como flechas de oro de un trofeo suspendido, en tanto que el resto del cielo tenía blancura de porcelana. Una ráfaga de viento sacudió los álamos y de repente comenzó a caer la lluvia; repiqueteaba sobre las hojas verdes. Luego reapareció el sol, cantaron las gallinas, los gorriones esponjaron sus alas en los húmedos matorrales y las charcas sobre la arena arrastraron las flores rosadas de una acacia. "¡Qué lejos de aquí debe de estar!", se decía Ema. Como de costumbre, el señor Homais se presentó a las seis y media, durante la comida. - Bueno - dijo cuando se sentaba -, hemos embarcado a nuestro joven amigo. - Así parece - dijo el médico. Luego, volviéndose en su silla. -¿Qué hay de nuevo por su casa? - Poca cosa. Mi mujer estuvo un poco emocionada esta tarde. Usted sabe, las mujeres se conmueven con cualquier tontería. ¡Y sobre todo la mía! Sería un error enojarse por eso, puesto que su organismo nervioso es más maleable que el nuestro. -¡Ese pobre León! - decía Carlos -. ¿Cómo hará para vivir en París?...¿Se acostumbrará? La señora Bovary suspiró. - Vamos - dijo el farmacéutico chasqueando la lengua, ¡con las fiestas, los bailes de disfraz, el champaña! ¡Le digo que tendrá de todo y cómo! - No creo que eso lo agite mucho - objetó Bovary.

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- Tampoco yo - replicó con presteza el señor Homais -, pero tendrá que hacer lo que los demás si no quiere que lo tomen por un jesuita. ¡Usted no sabe la vida que llevan esos farsantes en el Barrio Latino con las actrices Además, los estudiantes son muy bien vistos en París. AL menor talento que tengan para agradar, se los recibe en los mejores grupos, y hasta hay damas del barrio de Saint-Germain que se enamoran de ellos, cosa que les da luego la oportunidad de hacer un buen casamiento. - Pero - dijo el médico- temo que allí... él... - Tiene razón - interrumpió el boticaria -, ¡es el reverso de la medalla! Y siempre uno está obligado a llevarse la mano al bolsillo. Mire, uno está en un parque y se presenta un tipo, bien puesto, hasta condecorado, cualquiera lo tomaría por un diplomático; lo aborda a uno, se entabla una conversación, el hombre se insinúa, le ofrece a usted una pizca, o le recoge el sombrero. Las relaciones se estrechan, lo lleva al café, lo invita a su casa de campo, le presenta entre copa y copa a mucha gente, y la mayoría de las veces es para sacarle su dinero o para arrastrarlo a cosas perniciosas. - Es verdad - dijo Carlos -, pero yo pensaba sobre todo en las enfermedades; la fiebre tifoidea, por ejemplo, que ataca a los estudiantes de provincias. Ema se estremeció. - Debido al cambio de régimen - continuó el farmacéutico - y de los trastornos que provoca en la economía general. Y además, dígame un poco, ¡el agua de París!, las comidas de los restorantes; todos esos alimentos condimentados concluyen por excitar la sangre y no valen, digan lo 160

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que digan, lo que un buen cocido. Yo siempre he preferido la cocina burguesa, es más sana. Cuando estudiaba farmacia en Ruán vivía en un pensionado y comía con los profesores. Y siguió exponiendo sus opiniones generales y sus simpatías personales hasta que vino a buscarlo Justino, porque tenía que preparar una yema megida. -¡No me dejan un minuto de respiro! ¡Siempre en la brega! ¡No puedo salir un momento siquiera! ¡Tengo que sudar sangre como un caballo de tiro! ¡Qué miserable condena! protestó Homais. Luego, ya en la puerta: -A propósito, ¿saben la novedad? -¿Qué pasa? - Es muy probable - dijo Homais alzando las cejas y poniendo una cara muy seria- que los comicios agrícolas del Sena Inferior se realicen este ano en Yonville-1'-Abbaye. Por lo menos el rumor circula. Esta mañana el diario daba a entender algo. ¡Sería de gran importancia para nuestro departamento! Gracias, veo bien, Justino tiene una linterna.

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VII El día siguiente fue una jornada fúnebre para Ema. Todo le parecía envuelto en una negra atmósfera que flotaba confusamente sobre el exterior de las cosas, y la congoja se abismaba en su alma con dulces gemidos como el viento de invierno en los castillos abandonados. Era el ensueño sobre lo que no ha de volver, la lasitud que nos invade después de cada hecho consumado; ese dolor, en fin, producido por la interrupción de los gestos habituales, por el brusco cese de una prolongada vibración. Lo mismo que a su regreso de la Vaubyessard, cuando las cuadrillas giraban en su cabeza, sentía una opaca melancolía, una desesperación callada. León reaparecía más grande, más hermoso, más difuso; aunque separado de ella, no la abandonaba, estaba allí, y las paredes de la casa parecían conservar su sombra. No podía apartar la vista de esa alfombra pisada por él; de las sillas vacías donde se sentara. El río seguía corriendo y sus lentas olitas besaban el borde de la ribera en pendiente. Muchas veces ambos habían paseado al 162

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compás del murmullo de las aguas sobre los guijarros cubiertos de musgo. ¡Qué hermosos soles los alumbraron! ¡Qué hermosas esas tardes, solos, a la sombra, en el fondo del jardín! El leía en voz alta, descubierto, sentado en un taburete de varas secas; el viento de la pradera hacía temblar las páginas del libro y las capuchinas de la glorieta. ¡Ah, había perdido el único encanto de su vida, la única esperanza posible de felicidad! ¿Por qué había dejado escapar esa dicha cuando se le ofrecía? ¿Por qué no lo había retenido con sus manos, de rodillas, cuando él quería marcharse? Y Ema se maldecía por no haber amado a León; tuvo sed de sus labios. Sentía deseos de correr a su encuentro arrojarse en sus brazos y decirle: "¡Aquí estoy, tómame!" Pero las dificultades de la empresa la asustaban de antemano, y sus deseos, acrecentados por el pesar, se tornaban cada vez más activos. Desde entonces el recuerdo de León fue el centro de su disgusto, centelleaba con más fuerza que un fuego de caminantes abandonado sobre la nieve en una estepa de Rusia. Ella se precipitaba hacia él, se acurrucaba contra su cuerpo, removía delicadamente el hogar a punto de apagarse y sin cesar buscaba a su alrededor todo aquello que pudiera avivarlo; las más lejanas reminiscencias, las ocasiones más inmediatas, lo sentido y lo imaginado, sus anhelos de voluptuosidad dispersos, sus proyectos de felicidad chasqueando al viento como ramas muertas, su virtud estéril, sus esperanzas deshechas, el lecho conyugal, todo lo reunía, todo le servía para alimentar su tristeza. Pero el fuego se aplacó, sea porque la provisión se agotó sola o porque el montón era demasiado grande. Poco a poco 163

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la ausencia apagó el amor y el pesar fue ahogado por la costumbre; ese fulgor de incendio que enrojecía su cielo pálido se cubrió de nuevas sombras y fue desvaneciéndose gradualmente. En el sopor de su conciencia confundió la repugnancia del marido con la aspiración del amante, las quemaduras del odio con los destellos de la ternura; pero como el huracán soplaba aún consumiendo hasta las cenizas de la pasión y como ningún socorro aparecía, como ningún sol brillaba, se hizo noche cerrada y Ema se sintió perdida, invadida por un frío total. Recomenzaron entonces los malos días de Tostes. Se consideraba ahora mucho más desgraciada porque tenía la experiencia de la pena y la certeza de que ésta no acabaría jamás. Una mujer que se impusiera sacrificios tan grandes bien podía permitirse algunas fantasías. Compró un reclinatorio gótico y en un mes gastó catorce francos en limones para la limpieza de las uñas; escribió a Ruán para que le mandaran un vestido de cachemira azul, eligió en la tienda de Lheureux la bufanda más hermosa y la llevaba atada a la cintura sobre su bata de entrecana. Pasaba las horas así vestida tendida en un sofá, con un libro en la mano y los postigos cerrados. Algunas veces variaba su peinado y elegía un tocado chino con rizos flojos y trenzas; se partió la raya al costado y peinó sus cabellos a lo paje, como un hombre. Quiso aprender el italiano, compró diccionarios, una gramática y papel blanco en abundancia. Intentó lecturas serias de historia y de filosofía. Algunas noches Carlos des-

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pertaba sobresaltado creyendo que lo venían a buscar por algún enfermo. - Ya voy - balbuceaba. Era el ruido de una cerilla frotada por Ema para encender la lámpara. Pero con sus lecturas ocurría lo mismo que con sus labores de aguja; una vez iniciadas iban a parar al fondo de su armario, y Ema las tomaba, las dejaba e iniciaba otras. Pasaba por ciertas crisis durante las cuales fácil le habría sido caer en la extravagancia. Un día apostó su marido que bebería la mitad de un gran vaso de aguardiente, y como Carlos cometió la tontería de aceptar el desafío se tragó el aguardiente hasta la última gota. A pesar de su aspecto liviano (así la calificaban los burgueses de Yonville) Ema no parecía feliz, y por lo general las comisuras de su boca tenían ese rictus que arruga las caras de las solteronas y las de los ambiciosos frustrados. Estaba muy pálida, blanca como un papel, con la piel de la nariz tirante y una mirada vaga. Cuando descubrió tres canas en sus sienes habló de la vejez. A menudo le daban ciertos desvanecimientos. Un día escupió sangre, y al ver a Carlos muy apurado, incapaz de ocultar su inquietud, le dijo: -¡Bah...!, ¿qué importancia tiene? Carlos corrió a refugiarse en su gabinete, donde sentado en el sillón de su escritorio lloró bajo la cabeza frenológica, apoyado de codos sobre la mesa de trabajo. Escribió entonces a su madre rogándole que viniera y mantuvieron largas conferencias a propósito de Ema. 165

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¿Qué hacer? ¿Qué medida tomar, puesto que rehusaba cualquier tratamiento? -¿Sabes lo que le haría falta a tu mujer? - decía la señora Bovary madre -. ¡Ocupaciones forzadas! ¡Trabajos manuales! Si como muchas otras se viera obligada a ganarse el pan, no tendría esos humos que le vienen de un montón de ideas metidas en su cabeza y del ocio en que vive. - Pero Ema trabaja - respondía Carlos. -¡Ema trabaja, vamos! ¿En qué? Leer novelas, libros malos, obras contrarias a la religión en las que se hace burla de los sacerdotes con frases sacadas de Voltaire. Eso lleva lejos, pobre hijo mío, y los que no tienen religión acaban mal. Se decidió así impedir a Ema la lectura de novelas. La empresa no era fácil y la vieja señora la tomó a su cargo; debía, a su paso por Ruán, ir a ver al prestador de libros y explicarle que el abono de Ema quedaba cancelado. ¿Acaso no les asistía el derecho de dar aviso a la policía si el librero persistía a pesar de todo, en su oficio de envenenador? Los adioses de la suegra y la nuera fueron secos. En las tres semanas que pasaran juntas cambiaron unas palabras, aparte de las fórmulas de cortesía cuando se sentaban a la mesa o por la noche, antes de ir a la cama. La señora Bovary madre partió un miércoles, día de feria en Yonville. Desde muy temprano una fila de carros con las varas en alto, extendida desde la iglesia hasta la posada, frente a las casas, impedía la circulación en la plaza. Enfrente estaban las tiendas donde vendían telas de algodón, cubrecamas y me166

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dias de lana, cabestros y piezas de cintas azules cuyos extremos volaban al viento. Quincallería barata se esparcía por el suelo entre pirámides de huevos y pilas de quesos de las que asomaban viscosas pajas; junto a las moledoras de trigo cacareaban las gallinas en sus jaulas chatas, sacando el cogote por los barrotes. La multitud se agrupaba en un mismo lugar, sin intenciones de moverse, amenazando algunas veces con romper el escaparate de la farmacia. Los miércoles ésta estaba siempre llena y la gente acudía no tanto para comprar medicamentos como para hacer consultas, porque la fama de maese Homais corría por las aldeas cercanas. Su robusto aplomo había fascinado a los campesinos, quienes lo consideraban el médico más importante entre todos los médicos del mundo. Ema estaba asomada a su ventana (se asomaba con frecuencia porque en provincias la ventana reemplaza al teatro y a los paseos); divertida con el tropel de rústicos, vio de pronto a un caballero con levita de terciopelo verde que llevaba guantes amarillos y calzaba polainas gruesas. Se encaminaba hacia la casa del médico seguido de un campesino que marchaba con la cabeza gacha y muy serio. -¿Puedo ver al señor? - preguntó a Justino, que conversaba con Felicitas en el umbral. Y tomándolo por el criado de la casa dijo: - Dígale que el señor Rodolfo Boulanger de la Huchette está aquí. No por vanidad territorial el recién llegado agregaba a su apellido la partícula, sino para hacerse conocer mejor. En efecto, la Huchette era una propiedad próxima a Yonville 167

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cuyo castillo acababa de adquirir con las dos granjas que cultivaba personalmente sin demasiadas molestias. ¡Vivía como soltero y, según decían, disponía por lo menos de quince mil libras de renta! Carlos entró en la sala. El señor Boulanger le presentó a su hombre, quien quería que le hicieran una sangría porque sentía hormigas en todo El cuerpo. - Con eso me purgo - objetaba a cualquier razonamiento. Bovary, por lo tanto, trajo una venda y una palangana y pidió a Justino que la sostuviera. Luego, dirigiéndose al aldeano, ya sin color: - No tenga miedo, amigo - le dijo. - No, no - respondió el otro -, corte no más. Y con fanfarronería le ofreció el robusto brazo. Junto con el pinchazo de la lanceta brotó la sangre y salpicó el espejo. -¡Acerca la vasija! - exclamó Carlos. -¡Caracoles! - decía el paisano -, juraría que es una pequeña fuente surgente. ¡Vaya sangre roja la mía! Eso debe de ser buena señal, ¿verdad? - Algunas veces - dijo el médico rural- al principio no se siente nada, pero luego se presenta el síncope, y con mayor frecuencia se da el caso entre gentes de buena constitución, como este hombre. AL oír estas palabras el campesino soltó el estuche con que sus manos jugaban. Una sacudida de sus hombros hizo crujir el respaldo de su silla. Su sombrero cayó al suelo.

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- Lo suponía - dijo Bovary apoyando su dedo sobre la vena. La palangana empezó a temblar entre las manos de Justino, cuyas rodillas flaquearon, mientras se ponía muy pálido. -¡Mujer! ¡Mujer! - llamó Carlos. Ema descendió la escalera a saltos. -¡Trae el vinagre! - gritó él -. ¡Dios mío, dos a la vez! Y de puro conmovido no acertaba a colocar la compresa. - No es nada - dijo el señor Boulanger, muy tranquilo, sosteniendo a Justino en sus brazos. Lo sentó sobre la mesa con la espalda apoyada contra la pared. La señora Bovary le quitó la corbata. Justino tenía anudados los cordones de la camisa y ella demoró algunos instantes sus dedos ligeros sobre el cuello del muchacho, luego derramó algunas gotas de vinagre en su pañuelo de batista y le humedeció las sienes con algunos toquecitos, soplando delicadamente sobre la cara de él. El carretero se recobró, pero el síncope de Justino no pasaba y sus pupilas desaparecían en la pálida esclerótica como flores azules en la leche. - Habría que ocultarle esto - dijo Carlos. La señora Bovary tomó la palangana para ponerla sobre la mesa. AL inclinarse, su vestido (un vestido de verano con cuatro volantes, de color amarillo, talle largo y amplia falda) se ensanchó en torno de ella sobre las baldosas del piso. Ema, inclinada, se tambaleaba ligeramente, separando del cuerpo los brazos, y sus ropas henchidas se hundían aquí y 169

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allá siguiendo las inflexiones del corpiño. Luego fue a buscar un botellón de agua y derretía unos terrones de azúcar cuando apareció el farmacéutico, a quien la criada con mucha algarabía había ido a llamar; al ver a su pupilo con los ojos abiertos recuperó el aliento y empezó a mirarlo de pies a cabeza, mientras daba vueltas en torno de él. -¡Tonto! – decía -. ¡Requetetonto! ¡Tonto de capirote! Vaya cosa tremenda una flebotomía! ¡Y decir que es un mozo que no tiene miedo a nada, así como lo ven, una especie de ardilla para trepar a los árboles y descubrir nueces a alturas vertiginosas! ¡ Sí, date corte!, mira tus condiciones futuras para ejercer farmacia; porque bien pueda ser que te toque ser llamado ante el tribunal en casos graves para iluminar la conciencia de los magistrados; ¡y deberás conservar tu sangre fría, razonar y demostrar que eres un hombre si no quieres pasar por un imbécil! Justino callaba; el boticario proseguía: -¿Quién te mandó venir? ;Siempre incomodas a los señores! Sin contar que el miércoles te necesito como nunca. En este momento hay veinte personas en la casa y he dejado todo por lo mucho que me importas. ¡Vamos, vete, hala! ¡Espérame y vigila los tarros. Cuando Justino se marchó, después de acomodarse las ropas, hablaron un poco de desvanecimientos. La señora Bovary nunca se había desvanecido. -¡En una dama es extraordinario! - dijo el señor Boulanger -. Además, hay gente muy delicada. En un lance vi a un testigo perder el conocimiento nada más que con el ruido que hacían al cargar las pistolas. 170

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-A mí - dijo el boticario- la sangre ajena no me hace nada, pero la sola idea de ver correr la mía basta para causarme un desfallecimiento si me pongo a pensar. Entre tanto el señor Boulanger despidió a su criado, exhortándolo a tranquilizarse, puesto que se había hecho el gusto. - Me ha procurador la ventaja de haberlos conocido agregó. Y mientras decía la frase miraba a Ema. Luego depositó tres francos en un ángulo de la mesa, saludó como al descuido y se marchó. Pronto estuvo del otro lado del río (era su camino de regreso a la Huchette) y Ema lo divisó en la pradera, caminando bajo los álamos y deteniendo el paso de vez en cuando, como si reflexionara. " ¡Es muy graciosa! - se decía él- ¡Es muy graciosa la mujer de ese médico! Lindos dientes, ojos negros, pies coquetones y una silueta de parisiense. ¿De dónde diablos sale? ¿Dónde la habrá encontrado ese tipo tan vulgar?” El señor Rodolfo Boulanger tenia treinta y cuatro años, temperamento brutal e inteligencia perspicaz, aparte de haber frecuentado mucho a las mujeres y de conocerlas muy bien. Ema le había parecido bonita, y pensaba en ella y en su marido. "Ha de ser muy tonto. Sin duda ella está harta. Anda con las uñas sucias y una barba de tres días. Mientras él corre a visitar a sus enfermos, ella zurce calcetines. ¡Y vaya si se aburre! Querría vivir en la ciudad, bailar 171

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la polka todas las noches. ;Pobre mujercita! ¡Suspira por el amor como una carpa suspira por el agua sobre la mesa de una cocina! ¡Estoy seguro de que con tres palabritas galantes hago queme adore! ¡Y hay que ver lo tierna y encantadora que sería!... Sí, pero ¿cómo librarme después?” Las molestias del placer, vistas en perspectiva, le- hicieron pensar por contraste en sor querida. Era una actriz de comedias de Ruán a quien mantenía; y al detenerse en su imagen, cuyo solo recuerdo lo hartaba, pensó: "Ah, la señora Bovary es mucho más linda que ella; sobre todo más fresca. Decididamente, Virginia empieza a engordar demasiado. Y fastidia tanto con sus placeres. ¡Qué manía le ha dado con los camarones!” El campo estaba desierto y Rodolfo sólo oía a su alrededor el chasquido regular de las hierbas golpeadas por sus zapatos y el grito de los grillos escondidos entre la avena, a lo lejos; volvía a ver a Ema en la sala, vestida como poco antes, y la desvestía con la imaginación. -¡Oh, la tendré! - exclamó deshaciendo de un bastonazo un terrón que tenía delante. En seguida analizó la parte política del caso. Se preguntaba: "¿Cómo volver a verla? ¿De qué manera? Siempre tendríamos el crío encima, y la criada, los vecinos, el marido, toda clase de molestias y de las buenas. ¡Ah, no - se dijo -. ¡Uno pierde demasiado tiempo!” Luego prosiguió:

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"Pero ella tiene unos ojos que se le meten a uno en el corazón como puñales. ¡Y esa tez pálida!... Adoro las mujeres pálidas.” En lo alto de la cuesta de Argueil había tomado una resolución: "Lo único que queda por hacer es buscar las ocasiones. Bueno, iré a verla de vez en cuando, le mandaré piezas de caza, me haré sangrar si es necesario, nos haremos amigos, los invitaré... ¡Ah, caray! - agregó -, pronto habrá comicios y ella irá, la encontraré allí. Empezaremos y con audacia, es lo más seguro.”

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VIII ¡Llegaron, en efecto, los famosos comicios! Desde la mañana del solemne día todos los habitantes, en las puertas de sus casas, estaban ocupados con los preparativos; la fachada de la alcaldía tenía guirnaldas de hiedra; en un prado habían levantado una tienda para el festín, y en mitad de la plaza, delante de la iglesia, una especie de bombardeo señalaría la llegada del señor prefecto y el nombre de los labradores laureados. La guardia nacional de Buchy (no la había en Yonville) se había agregado al cuerpo de bomberos cuyo capitán era Binet. Ese día llevaba un cuello más alto que de ordinario y ceñido en su uniforme tenía el busto tan rígido e inmóvil que toda la parte vital de su persona parecía haber descendido a sus piernas, alzadas rítmicamente por pasos marcados, de un solo movimiento. Puesto que entre el coronel y el recaudador subsistía la rivalidad, ambos hacían maniobrar separadamente a sus hombres para lucirse. Pasaban y volvían a pasar las charreteras rojas y las pecheras negras. ¡Era cosa de nunca acabar! Jamás hubo semejante despliegue 174

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de pompa. Muchos ciudadanos lavaron sus casas ya la víspera; banderas tricolores colgaban de las ventanas entreabiertas; las tabernas estaban llenas, y como el día era hermoso, las cofias almidonadas, las cruces de oro y las pañoletas de colores parecían más blancas que la nieve cuando espejeaban al fuerte sol, realzando con sus desparramados colorinches la oscura monotonía de las levitas y las blusas azules. Las granjeras del contorno cuando se apeaban de sus caballos quitaban de sus vestidos el grueso alfiler con que los ajustaban y se remangaban para evitar las manchas; sus maridos, en cambio, por cuidar los sombreros, conservaban el pañuelo con que los cubrían, sujetando sus puntas entre los dientes. La multitud desembocaba en la calle mayor desde ambos extremos de la aldea. Desbordaba de las callejuelas, las avenidas, las casas, y de vez en cuando se oía el chillido de un cerrojo detrás de las burguesas con guantes de hilo que salían para ver la fiesta. Sobre todo provocaban admiración dos grandes marcos cubiertos de farolas flanqueando un estrado en el que se instalarían las autoridades; y además había contra las cuatro columnas de la alcaldía cuatro especie de pértigas, cada una con su estandarte pequeño de tela verdosa, engalanado de inscripciones con letras doradas. En uno se leía: "Al Comercio"; en el otro: "A la Agricultura"; en el tercero: "A la Industria", y en el cuarto: "A las Bellas Artes". Pero el júbilo que alegraba los rostros parecía entristecer a la posadera, señora Lefrancois. De pie en la escalera de su cocina murmuraba para su coleto:

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"¡Qué idiotez, qué idiotez, poner una barraca! ¿Creen que el prefecto estará contento comiendo allí bajo una tienda, como un saltimbanqui? ¡Y a esos líos los llaman un bien para la región! ¡No valía la pena ir a buscar un cocinero de fonda a Neufchátel! ¿Y para quién? ¡Para unos vaqueros! ¡Unos desarrapados!” Pasó el boticario, vestido de negro con pantalón de nankin, zapatos de castor y, cosa extraordinaria, sombrero: un sombrero melón. - Servidor – dijo -; dispense usted, pero tengo prisa. Y como la robusta viuda le preguntara a dónde iba: - Le parece extraño, ¿verdad? Yo que me paso el día entero encerrado en mi laboratorio como ratón en el queso. -¿Cuál queso? - preguntó la posadera. - No, nada ¡nada! - replicó Homais -. Sólo quería decirle, señora Lefrancois, que por lo general estoy metido en mi casa. Pero hoy, en vista de las circunstancias, conviene que... - Ah, ¿conque va allá? - dijo ella desdeñosa. - Sí, allá voy - respondió el boticario asombrado -. ¿Acaso no formo parte de la comisión consultiva? La tía Lefrancois lo contempló un instante y acabó por responder sonriendo: -¡Es distinto! Pero ¿qué tiene que ver usted con los cultivos? ¿Entiende algo de eso, entonces? - Claro que entiendo, puesto que soy farmacéutico, es decir químico. ¡Y la química, señora Lefrancois tiene por objeto el conocimiento de la acción recíproca y molecular de todos los cuerpos naturales; por consiguiente, la agricultura está comprendida en su campo de acción! Y, en efecto, la 176

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composición de los abonos, la fermentación de los líquidos, el análisis de los gases y la influencia de los miasmas, ¿qué son, le pregunto yo, sino química simple y pura? La posadera guardó silencio. Homais prosiguió: -¿Cree usted que para ser agrónomo se precisa haber labrado la tierra con sus propias manos o engordado aves? No, ¡más vale conocer la constitución de las sustancias en cuestión, los yacimientos geológicos, los fenómenos atmosféricos, la calidad de los terrenos, los minerales, las aguas, la densidad de los diferentes cuerpos y su capilaridad! ¡Qué se yo! Y es preciso poseer a fondo los principios de higiene para dirigir, criticar la construcción de las edificaciones, el régimen de los animales, la alimentación de los sirvientes! Y además, señora Lefrancois, hay que tener nociones de botánica, aprender a diferenciar las plantas, ¿me entiende? Cuáles son las saludables y cuáles las nocivas, cuáles las improductivas y cuáles las nutricias, si conviene arrancarlas aquí y replantarlas allá, propagar unas y destruir las otras; en resumen, hay que estar al corriente de la ciencia por medio de folletos y publicaciones, estar siempre al tanto para indicar las mejoras... La posadera no apartaba los ojos de la puerta del Café francés, y el farmacéutico seguía diciendo: -¡ Pluguiera a Dios que nuestros agricultores fueran químicos o que, por lo menos, prestasen más atención a los consejos de la ciencia! Mire, yo acabo de escribir un buen opúsculo, una memoria de más de setenta y dos páginas, titulado De la sidra, su fabricación y sus efectos, seguido de algunas nuevas reflexiones sobre el tema, que envié a la So177

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ciedad de Agronomía de Ruán, lo que me valió el honor de ser recibido entre sus miembros, sección Agricultura, clase de pomología. Bueno, si mi obra hubiera sido dada a publicidad... Pero el boticario se interrumpió al notar la consternación de la señora Lefrancois. -¡Mírelos! - decía -, ¿quién los entiende? ¡Semejante bodegón! Y encogiéndose de hombros, con lo cual su pañoleta tejida le ceñía el busto, señalaba con ambas manos la taberna de su rival, de donde brotaban canciones. - Además, no durará mucho - agregó -. Ocho días y está acabado. Homais retrocedió estupefacto. Ella descendió los tres escalones y hablóle al oído: -¡Cómo! ¿No lo sabía? Esta semana lo clausuran. Lheureux ha ordenado la venta. Lo mató a fuerza de papeles. La posadera empezó a contar la historia que sabía por Teodoro, el criado del señor Guillaumin, y aunque execraba a Tellier, condenaba a Lheureux. Era un embaucador, un oportunista. - Mire, allí esta en el mercado, saludando a la señora Bovary, que lleva un sombrero verde y además va del brazo de Boulanger. -¡La señora Bovary! - exclamó Homais -.Corro a presentarle mis respetos. Tal vez le agrade que le reserve un lugar en el recinto, bajo el peristilo. Y sin escuchar a la tía Lefrancois, que lo llamaba para darle más informes, el farmacéutico se alejó con paso rápido, 178

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sonriente, vivaz, distribuyendo saludos a derecha e izquierda y ocupando un gran espacio con los amplios faldones de su levita negra, que flotaban al viento detrás de él. Rodolfo, al divisarlo a la distancia, apuró el paso, pero la señora Bovary estaba sin aliento y tuvo que acortarlo y decirle, risueño, con voz cortante: - Era para evitar a ese gordo; usted sabe, el boticario. Ella le dio un codazo. -¿Qué significa eso? - se preguntó él. Y la examinó de reojo mientras seguían andando. Su sereno perfil nada dejaba adivinar. Se destacaba a plena luz dentro del óvalo de su capota con cintas pálidas semejantes a hojas de caña. Sus ojos de largas pestañas rizadas miraban hacia adelante, y a pesar de estar muy abiertos parecían un poco fruncidos porque la sangre latía suavemente bajo la fina piel de los pómulos. Un tono rosado cubría la forma de la nariz. Inclinaba la cabeza sobre el hombro, y entre sus labios aparecía el nacarado borde de sus dientes blancos. -¿Se burla de mí? - pensaba Rodolfo. Pero el gesto de Ema había sido simple advertencia, porque el señor Lheureux los acompañaba y de vez en cuando les dirigía la palabra como si quisiera entrar en conversación. -¡Qué día soberbio tenemos! ¡Todo el mundo ha salido a la calle! ¡ Sopla viento del este! Ni la señora Bovary ni Rodolfo le respondían, en tanto que él se les acercaba al menor movimiento diciendo "¿Por favor?" y llevándose la mano al sombrero. 179

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Cuando llegaron a la herrería, en lugar de seguir el camino hasta la barrera, Rodolfo tomó bruscamente por un sendero arrastrando a la señora Bovary y diciendo a gritos: -¡Buenos días, señor Lheureux! ¡Ha sido un placer! -¡Qué manera de despedirlo! - dijo Ema riendo. -¿Por qué permitir que los demás nos invadan? - replicó él- Y puesto que hoy tengo el placer de estar con usted... Ema se sonrojó. El no concluyó la frase. Habló entonces del buen tiempo y del placer de caminar sobre la hierba. Aplastaron algunas margaritas a su paso. - Bonitas florecillas - dijo -. Hay bastantes como para suministrar oráculos a todas las enamoradas del país. Agregó: - Si cortara algunas, ¿qué diría usted? -¿Usted está enamorado? - dijo ella tosiendo un - poco. - Y... quién sabe - respondió Rodolfo. El prado comenzaba a llenarse de gente, y las amas de casa con sus grandes paraguas, sus cestas y sus chicos atropellaban a todo el mundo. A veces era146 preciso apartarse ante una larga fila de campesinas, criadas con medias azules, zapatos de taco bajo, anillos de plata y olor a leche cuando uno pasaba a su lado. Caminaban de la mano y se distribuían por toda la pradera desde la línea de álamos hasta la tienda del banquete. Era el momento del examen y los agricultores, uno tras otro, entraban en una especie de hipódromo formado por una larga cuerda sujeta con postes. Allí estaban los animales, con el morro vuelto hacia la cuerda, alineando confusamente sus ancas desparejas. Los puercos, soñolientos, hundían en la tierra su grueso hocico; 180

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bramaban los terneros; balaban las ovejas; las vacas, con una pata doblada, apoyaban su panza sobre el césped y rumiando lentamente guiñaban sus pesados párpados bajo los moscardones que zumbaban en torno de ellas. Algunos carreteros con los brazos al aire sostenían del cabestro a encabritados padrillos que relinchaban a plenos ollares junto a las yeguas. Ellas se mantenían tranquilas, estirando la testa, con las crines sueltas, mientras sus potrillos reposaban a su sombra o venían de vez en cuando a prenderse de su teta; y en la prolongada ondulación de esos cuerpos amontonados a veces se alzaba al viento una especie de ola, una crin blanca, o bien un par de agudos cuernos o una cabeza de hombre a la carrera. A un costado, fuera de la liza, a cien pasos de distancia, había un torazo negro, morrudo, con anilla de hierro en la nariz y tan inmóvil como un animal de bronce. Un niño andrajoso lo llevaba de una cuerda. Entre tanto, entre las dos filas, avanzaban con paso tardo unos señores examinando cada animal, para consultarse luego en voz baja. Uno de ellos, el que parecía más importante, tomaba algunos apuntes en un álbum mientras andaban. Era el presidente del jurado: el señor Derozerays de la Panville. Apenas reconoció a Rodolfo se adelantó rápidamente y dijo sonriéndole con gesto amable: -¿Cómo, señor Boulanger, nos abandona usted? Rodolfo se excusó, asegurando que se reuniría con ellos. Pero no bien desapareció el presidente: - No pienso ir - replicó- Su compañía es mejor que la de ellos.

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Y burlándose de los comicios, Rodolfo, para circular con mayor comodidad, mostraba al gendarme su tarjeta azul y hasta se detenía algunas veces ante un hermoso ejemplar que la señora Bovary no admiraba. Lo advirtió y empezó entonces a hacer bromas a costa de las señoras de Yonville, a propósito de sus tocados. Luego se disculpó por haber descuidado su aspecto, que ofrecía la incoherencia de las cosas comunes y rebuscadas en que por lo general el vulgo cree entrever la revelación de una existencia excéntrica, los desórdenes del sentimiento, las tiranías del arte y de todos modos, un cierto desprecio por las convenciones sociales, cosa que lo seduce y lo exaspera. Así, su camisa de batista con puños plegados se henchía al azar del viento en la abertura de su chaleco, de cotí gris, y su pantalón de anchas rayas descubría en los tobillos los borceguíes de nanquín con refuerzos de cuero barnizado. Brillaban tanto que la hierba se reflejaba en ellos. Con la mano en el bolsillo de su chaqueta y el sombrero de paja ladeado, Rodolfo rozaba con sus botinas la bosta de caballo. - Además - agregó -, cuando uno vive en el campo... - Todo es inútil - dijo Ema. -¡Así es! - replicó Rodolfo -. Si se piensa que ninguna de esas buenas personas entiende algo, ni siquiera del corte de un traje... Hablaron entonces de la mediocridad provinciana, de las existencias ahogadas, de las ilusiones perdidas. - Por eso - dijo Rodolfo- me hundo en una tristeza... -¡Usted! - exclamó Ema asombrada- ¡Y yo que lo suponía tan alegre! 182

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- Sí, en apariencia, porque entre la gente sé ponerme la máscara burlona; sin embargo, cuántas veces al ver un cementerio a la luz de la luna me he preguntado si no valdría más ir a reunirse con los que allí duermen... -¡Oh! ¿Y sus amigos? - dijo ella- ¿No piensa en ellos? -¿Mis amigos? ¿Cuáles amigos? ¿Acaso tengo amigos? ¿Quién se preocupa por mí? Y acompañó las últimas palabras con una especie de silbido entre dientes. Un andamiaje de sillas llevado por un hombre que venía detrás los obligó a separarse. Estaba el hombre tan cargado que sólo se veían las puntas de sus zuecos y los extremos de sus brazos abiertos. Era Lestiboudois, el sepulturero, quien acarreaba las sillas de la iglesia para la multitud. Lleno de imaginación para todo lo concerniente a sus intereses, había encontrado esa manera de sacar partido de los comicios y su idea resultaba buena, puesto que no sabía a quién atender primero. En efecto, los aldeanos, que sufrían el calor, se disputaban las sillas cuya paja olía a incienso y se apoyaban contra sus rústicos respaldos, manchados por la cera de los cirios, con cierta veneración. La señora Bovary tomó otra vez el brazo de Rodolfo; él continuaba, como si hablara consigo mismo: -¡Oh, tantas cosas me han faltado! ¡Siempre solo! ¡Ah!, si hubiera tenido un objetivo en mi vida, si hubiese encontrado un afecto, si hubiera conocido a alguien... ¡Oh, cómo habría derrochado toda la energía que poseo, todo lo hubiera sobrepasado, todo lo habría vencido!

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- Me parece que usted no inspira compasión, sin embargo –dijo Ema. -¿Lo cree así? - preguntó Rodolfo. - Por que... en fin... - prosiguió ella -, usted es libre. Vaciló: - Rico. - No se burle de mí - respondió él. Y ella juraba que no se burlaba cuando sonó un cañonazo y todos en tropel corrieron hacia la aldea. Fue una falsa alarma. El señor prefecto no llegaba y los miembros del jurado estaban muy confundidos, no sabiendo si debían inaugurar la sesión o seguir esperando. Por fin, en el extremo de la plaza apareció un gran landó de alquiler tirado por dos caballos flacos sobre los cuales descargaba continuos latigazos un cochero de sombrero blanco. Binet apenas tuvo tiempo de gritar: "¡Presenten armas!" y el coronel de imitarlo. Todos corrieron hacia los haces. Todos se precipitaron. Algunos hasta olvidaron su cuello. Pero el carruaje de la prefectura, como si adivinara este tumulto, llegó al trotecito de la pareja de rocines pavoneándose sobre su cadeneta hasta el peristilo de la alcaldía en el preciso momento en que la guardia nacional y los bomberos marchaban a tambor batiente, marcando el paso. -¡Descanso! - gritó Binet. -¡Alto! - gritó el coronel- ¡Formar fila por la izquierda! Y tras presentar armas haciendo resonar las abrazaderas como caldero de cobre que rueda escaleras abajo, los fusiles descendieron.

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Vieron entonces apearse de la carroza a un señor con fraque corto bordado de plata, frente calva y peluquín en el occipucio, tez pálida y aspecto de lo más benévolo. Sus ojos redondos y cubiertos por gruesos párpados se entrecerraban para contemplar a la multitud a la vez que alzaba la puntiaguda nariz y ponía una sonrisa en la hundida boca. Reconoció al alcalde por su banda y le explicó que el señor prefecto no había podido presentarse y que él era consejero de la prefectura; luego añadió algunas excusas. Tuvache respondió con frases corteses, el otro confesó su pesar, y así quedaron, frente a frente casi tocándose las frentes, con los miembros del jurado a su alrededor, el consejo municipal, los notables, la guardia nacional y la multitud. El señor consejero, apoyando contra el pecho su pequeño tricornio negro, reiteraba sus saludos, en tanto que Tuvache, encorvado como un arco, sonreía también, balbuceaba, buscaba sus frases, repetía su devoción por la monarquía y el honor que hacían a Yonville. Hipólito, el mozo de la posada, acudió para tomar de la rienda a los caballos del coche y cojeando con su pie contrahecho los condujo hasta el pórtico del León de oro, donde se agolparon numerosos campesinos para ver el carruaje. Redobló el tambor, tronó el cañón y los señores en fila subieron al estrado para ocupar sus asientos en los sillones de Utrecht rojo prestados por la señora Tuvache. Todas esas gentes se parecían. Sus rubias caras apáticas, un poco tostadas por el sol, tenían el color de la sidra dulce y sus sopladas patillas escapaban de los grandes cuellos rígidos sostenidos por blancas corbatas con vistosa roseta.

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Los chalecos eran de terciopelo, cruzados; los relojes lucían en el extremo de una larga cinta algún sello oval de cornalina; y todos apoyaban sus manos en los muslos, cuidadosamente lejos de la entrepierna del pantalón, cuyo paño no deslustrado relucía más que el cuero de las gruesas botas. Las damas de sociedad estaban detrás, en el vestíbulo, entre las columnas, en tanto que la turba se, situaba enfrente, de pie, o sentada en sillas. En efecto, Lestiboudois había llevado allí las que trajera de la pradera y corría a cada minuto para buscar otras en la iglesia causando con su negocio tal embrollo que costaba gran esfuerzo llegar hasta la escalinata del estrado. - Yo pienso - dijo el señor Lheureux dirigiéndose al farmacéutico cuando éste pasaba para ocupar su asiento que debieron colocar allí dos mástiles venecianos con algo severo y rico como novedad; hubiera sido un lindo golpe de efecto. - Tiene razón - respondió Homais -, pero, qué quiere, el alcalde ha hecho todo a su antojo. Ese pobre Tuvache no tiene mucho gusto, está totalmente desprovisto de eso que se llama genialidad artística. Entretanto Rodolfo, con la señora Bovary, había subido al primer piso de la alcaldía, a la sala de deliberaciones, y como la halló vacía declaró que allí estarían bien para disfrutar del espectáculo con más comodidad. Sacó tres taburetes de los que rodeaban la mesa oval bajo el busto del monarca y acercándolos a una de las ventanas se sentaron los dos, uno junto al otro. 186

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En el estrado hubo agitación, un prolongado murmullo, conversaciones. Por fin, el señor consejero se puso de pie. Ahora sabían que se llamaba Lieuvain y su nombre corría de boca en boca entre la multitud. Después de juntar algunas hojas y de pegarlas a sus ojos para ver mejor comenzó: - Señores: Séame permitido en primer término (antes de hablaron del objeto de esta reunión de hoy, y estoy seguro de que este sentimiento será compartido por todos vosotros), séame permitido, digo, rendir justicia a la administración superior, al gobierno, al monarca, señores, a nuestro soberano, ese rey bien amado a quien ninguna rama de la prosperidad pública o particular es indiferente, y que dirige a la vez con mano tan firme y sabia el carro del Estado entre los incesantes peligros de un mar tormentoso, sabiendo además hacer respetar la paz tanto como la guerra, la industria, el comercio, la agricultura y las bellas artes. - Debía ponerme un poco más atrás - dijo Rodolfo. -¿Por qué? - dijo Ema. En ese momento la voz del consejero se elevó con tono extraordinario. Declamaba: - Ya no vivimos, señores, los tiempos en que la discordia civil ensangrentaba nuestras plazas públicas, en que el propietario, el negociante, el mismo obrero, al dormirse por las noches con apacible sueño, temblaban al pensar que serían despertados por el ruido de los incendiarios rebatos, en que las máximas más subversivas minaban audazmente las bases...

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- Porque podrían verme desde abajo - respondió Rodolfo -, y me tomaría quince días dar excusas, y con mi mala reputación... -¡Oh, usted se calumnia! - dijo Ema. - No, no, le juro que es execrable. - Pero señores - proseguía el consejero -, si apartando de mi recuerdo esos sombríos cuadros pongo mis ojos en la situación actual de nuestra bella patria: ¿qué es lo que veo? En todas partes florecen el comercio y las artes; en todas partes nuevas vías de comunicación, como otras tantas nuevas arterias en el cuerpo del Estado, establecen nuevas relaciones: nuestros grandes centros manufactureros han recobrado su actividad; la religión, más afirmada, sonríe en todos los corazones, nuestros puertos están colmados, la confianza renace y ¡por fin Francia respira!... - Por lo demás - agregó Rodolfo -, quizá desde el punto de vista del mundo tengan razón... -¿Cómo es eso? - preguntó ella. -¿Cómo? - dijo él- ¿no sabe acaso que hay almas atormentadas sin cesar? Necesitan sucesivamente el sueño y la acción, las pasiones más puras, los goces más furibundos, y de este modo uno se arroja en toda clase de fantasías, de locuras. Ella lo contempló entonces como se mira a un viajero que ha cruzado países extraordinarios y replicó: -¡Nosotras, las pobres mujeres, ni siquiera tenemos esa distracción! ¡Triste distracción, porque en ella no se encuentra la felicidad!

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- Pero ¿acaso alguna vez se encuentra la felicidad? preguntó Ema. - Sí, alguna vez se la encuentra - respondió él. - Y esto es lo que habéis comprendido - decía el consejero ¡Vosotros, agricultores y obreros del campo, vosotros, los pacíficos pioneros de una obra de entera civilización! ;Vosotros, hombres de progreso y de moralidad! Vosotros habéis comprendido, digo, que las tormentas políticas son todavía más temibles que los desórdenes de la atmósfera... - Alguna vez se la encuentra - repitió Rodolfo -, el día menos pensado, cuando uno ya desesperaba. Entonces un horizonte se abre y es como si una voz gritara: ¡Ahí está! ¡Y uno siente la necesidad de hacer a esa persona la confidencia de su vida, de darle todo, de sacrificarlo todo! No es necesaria explicarse, se adivina. Esas dos personas se han entrevisto en sueños. (Y la miraba.) En fin, ahí está ese tesoro tan buscado, delante de nosotros; brilla, chispea. Pero todavía dudamos, no osamos creer; permanecemos deslumbrados, como si saliéramos de las tinieblas a la luz. Y al decir estas palabras Rodolfo agregó la pantomima a su frase. Se pasó la mano por la cara como quien ha sido presa del aturdimiento; luego la dejó caer sobre la de Ema. Ella retiró la suya. El consejero seguía leyendo: -¿Quién se asombraría, señores? Solamente aquel que estuviera lo bastante ciego, lo bastante hundido (no temo decirlo) en los prejuicios de otros tiempos, para desconocer aún el espíritu de las poblaciones agrícolas. ¿Dónde hallar, en efecto, más patriotismo que en el campo, más devoción a la causa pública, en una palabra, más inteligencia? Y no quiero 189

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decir, señores, esa inteligencia superficial, vano ornamento de las mentes ociosas, sino esa inteligencia profunda y moderada que sobre toda cosa se aplica a obtener fines útiles, contribuyendo así al bienestar de cada uno, al mejoramiento común y al sostén de los Estados, fruto del respeto a las leyes y de la práctica de los deberes... -¡Ah, otra vez! - dijo Rodolfo -. Siempre los deberes; me abruman esas palabras. Un montón de viejos imbéciles con chaleco de franela, beatas de calientapiés y rosario nos están cantando continuamente al oído: "¡El deber, el deber!" ¡Caramba! El deber consiste en sentir lo que es grande, en querer lo que es bello, y no en aceptar las convenciones de la sociedad con las ignominias que nos impone. - Sin embargo..., sin embargo... - objetaba la señora Bovary. -¡Ah, no! ¿Por qué atacar las pasiones? ¿No son acaso lo único hermoso que hay sobre la tierra, la fuente del heroísmo, del entusiasmo, de la poesía, la música, las artes, en fin, de todo? - Pero - dijo Ema - es necesario estar un poco de acuerdo con la opinión del mundo y obedecer su moral. -¡ Pero si hay dos morales! - replicó Rodolfo -. La pequeña, la convenida, la de los hombres, varía siempre, chilla mucho, se agita al ras del suelo, como ese hato de imbéciles que ve ahí. Pero la otra, la eterna, está en torno y arriba, como el paisaje que nos rodea, y el cielo azul que nos ilumina. El señor Lieuvain acababa de enjugarse la boca con su pañuelo de bolsillo. Prosiguió:

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-¿Es necesario, señores, que os demuestre aquí la utilidad de la agricultura? ¿Quién, pues, provee a nuestras necesidades? ¿Quién nos suministra la subsistencia? ¿No es acaso el agricultor? El agricultor, señores, quien sembrando con mano laboriosa los fecundos surcos de los campos hace nacer el trigo, que una vez molido es pulverizado por medio de ingeniosos artefactos de los que sale con el nombre de harina, y una vez transportado a las ciudades es enviado al panadero que con él fabrica un alimento para pobres y ricos. ¿No es acaso el agricultor quien engorda sus numerosos rebaños en los campos de pastoreo para darnos vestido? ¿Cómo nos vestiríamos, cómo nos alimentaríamos sin el agricultor? Y además, señores, ¿es necesario ir tan lejos en busca de ejemplos? ¿Quién no ha reflexionado a menudo en la importancia obtenida por ese modesto animal, adorno de nuestros gallineros, que a la vez proporciona blanda almohada para nuestros lechos, suculenta carne para nuestra mesa y huevos? Pero seria cosa de nunca acabar si enumeráramos uno a uno los diferentes productos que la tierra bien cultivada, cual madre generosa, prodiga a sus hijos. Ya la viña, ya los manzanos de sidra, ya la colza, ya los quesos; y el lino, señores, ¡no olvidemos el lino!, que en estos últimos años ha tomado importante incremento y sobre el cual llamaré luego vuestra atención. No tenía necesidad de llamarla, porque todas las bocas de la multitud estaban abiertas como para beber sus palabras. A su lado, Tuvache lo escuchaba guiñando los ojos; de vez en cuando el señor Derozerays cerraba suavemente los párpados y más lejos el farmacéutico, con su hijo Napoleón 191

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entre las piernas, ahuecaba la mano junto a la oreja para no perder una sola sílaba. Los restantes miembros del jurado balanceaban lentamente sus barbillas sobre sus chalecos en señal de aprobación. Al pie del estrado los bomberos descansaban sobre sus bayonetas; y Binet, inmóvil, se cuadraba con la punta del sable hacia arriba. Tal vez oía, pero nada debía ver, porque la visera de su casco le caía sobre la nariz. Su lugarteniente, el hijo menor del señor Tuvache, había exagerado aún más; llevaba un casco enorme bamboleante sobre su cabeza que dejaba sobresalir un cabo de su pañuelo de indiana. Sonreía allí abajo con infantil dulzura, y su carita pálida, de la que chorreaban las gotas de sudor, tenía una expresión de gozo, de cansancio, de sueño. La plaza estaba repleta de gente hasta las casas. Se veían algunas personas asomadas a las ventanas, otras de pie en las puertas y, ante el escaparate de la farmacia, Justino parecía arrobado en la contemplación de lo que miraba. A pesar del silencio, la voz del señor Lieuvain se perdía en el aire. Llegaba por fragmentos de frases interrumpidos de vez en cuando por el ruido de sillas entre la multitud; luego, de golpe, se oía a espaldas de la gente un prolongado mugido de buey o bien balidos de cordero como respuesta en las bocacalles. En efecto, vaqueros y pastores habían arreado hasta allí a las bestias y éstas bramaban por momentos, mientras arrancaban con sus lenguas alguna brizna de hierba que colgaba de sus hocicos. Rodolfo se había acercado a Ema y le decía en voz baja, hablándole ligero:

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-¿No la subleva esta conjuración del mundo? ¿Acaso hay un solo sentimiento que ella no condene? Los más nobles instintos, las simpatías más puras son perseguidos, calumniados, y si por fin dos pobres almas se encuentran, todo está organizado para que no puedan unirse. Lo intentarán, sin embargo, batirás sus alas, se llamarán. ¡ Poco importa! Tarde o temprano, dentro de seis meses, o diez años se unirán, se amarán, porque lo exige la fatalidad y porque han nacido la una para la otra. Tenía los brazos cruzados sobre las rodillas y la miraba fijo, alzando hacia Ema su rostro. Ella veía en sus ojos rayitos de oro irradiados en torno de sus pupilas negras y hasta olía el perfume de la pomada de su reluciente cabellera. Entonces, cierta languidez se apoderó de ella y recordó a aquel vizconde que la hiciera valsar en la Vaubyessard y cuya barba exhalaba, como esos cabellos, un olor a vainilla y a limón; y automáticamente entrecerró los párpados para respirarlo mejor. Pero al hacer el gesto, incorporándose en su silla, divisó a lo lejos, en la línea del horizonte, a la vieja diligencia la Golondrina, que descendía lentamente la cuesta de los Leux arrastrando en pos un largo penacho de polvo. En ese coche amarillo León había vuelto a ella repetidas veces, ¡y por aquella ruta se había marchado para, siempre! Le pareció verlo enfrente, asomado a su ventana; luego todo se confundió, pasaron algunas nubes; imaginó que aún bailaba el vals bajo la luz de las arañas, en los brazos del vizconde y que León no estaba lejos, que volvería... entre tanto sentía a su lado la cabeza de Rodolfo. La dulzura de esta sensación penetraba sus deseos de antaño, que, como granos de arena 193

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agitados por una ráfaga de viento, se arremolinaban en la sutil vaharada de perfume volcada en su alma. Repetidas veces dilató la narices para aspirar con fuerza la frescura de la hiedra en torno de los capiteles. Se quitó los guantes, se enjugó las manos; luego se dio aire en la cara con el pañuelo, mientras a través de los latidos de sus sienes oía el rumor de la multitud y la voz del consejero salmodiando sus frases. Decía: -¡Continuad! ¡Perseverad! ¡No escuchéis las sugestiones de la rutina ni los consejos demasiado apresurados de un empirismo temerario! ¡Aplicaos sobre todo al mejoramiento del suelo, a los buenos abonos, al desarrollo de las razas caballares, bovinas, ovinas y porcinas! ¡Que estos comicios sean para vosotros como pacífica lid, donde el vencedor, al salir, tenderá la mano al vencido y fraternizará con él en la esperanza de un éxito mejor! ¡Y vosotros, venerables servidores!, ¡humildes domésticos cuya penosa labor hasta hoy ningún gobierno tuviera en cuenta, venid a recibir la recompensa de vuestras silenciosas virtudes y estad seguros de que el Estado, desde ahora, no aparta de vosotros sus ojos, que os alienta, os protege, que hará lugar a vuestros justos reclamos y aliviará en todo lo que le sea posible el fardo de vuestros penosos sacrificios! El señor Lieuvain volvió a sentarse; entonces el señor Derozerays se puso de pie e inició otro discurso. Tal vez el suyo no fue tan florido como el del consejero, pero lo avalaba un tipo de estilo más positivo, es decir, conocimientos más específicos y consideraciones más altas. Así, el elogio del gobierno ocupaba un lugar menor, la reli194

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gión y la agricultura uno mayor. Mostraba las relaciones entre ambas y cómo habían cooperado siempre en la civilización. Rodolfo y la señora Bovary hablaban de sueños, presentimientos, magnetismo. Remontándose a la cuna de las sociedades, el orador describía esos tiempos rudos en que los hombres vivían de bellotas en la espesura de los bosques. Luego abandonaron la caza, vistieron ropas, cavaron surcos, plantaron la vid. ¿Era un bien o hubo acaso en tales descubrimientos más inconvenientes que ventajas? El señor Derozerays se planteaba el problema. Rodolfo, poco a poco, había pasado del magnetismo a las afinidades, y mientras el señor presidente citaba a Cincinato en su arado, a Diocleciano plantando sus repollos y a los emperadores de China inaugurando el año con siembras, el joven explicaba a la joven que esas irresistibles atracciones eran debidas a anteriores existencias. -¿Por qué nos hemos conocido? - decía -.¿Cuál azar lo quiso? Porque, sin duda, a través del alejamiento, como dos ríos que corren para encontrarse, nuestras particulares pendientes nos llevaron el uno hacia el otro. Y tomó una mano de Ema, que ella no retiró. -¡Conjunto de buenos cultivos! - gritó el presidente. - Hace poco cuando fui a su casa... -AL señor Binet, de Quincampoix. -¿Sabía acaso que la acompañaría? -¡ Setenta francos! - Cien veces quise alejarme, pero la seguí y me quedé. - Abonos.

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-¡Como me quedaría esta noche, mañana, los demás días, toda mi vida! -¡Al señor Caron, de Argueil, medalla de oro! - Porque jamás he encontrado en la compañía de nadie un encanto tan completo. -¡Al señor Bain, de Givry-Saint-Martin! - Llevaré conmigo su recuerdo. - Por un carnero merino... - Pero usted me olvidará, habré pasado como una sombra. -AL señor Belot, de Notre-Dame... - ¡Oh, no! ¿Verdad? ¿Seré algo en su pensamiento, en su vida? - Raza porcina, premio ex aequo a los señores Lehérissé y Cullembourg, ¡sesenta francos! Rodolfo apretaba su mano y la sentía cálida y estremecida como una tórtola cautiva que quiere alzar de nuevo el vuelo; pera sea porque quería liberarla o porque respondiera a esa presión, Ema movió los dedos y él exclamó: - ¡Oh, gracias! ¡Usted no me rechaza! ¡Qué buena es! ¡Comprende que soy suyo! ¡Deje que la vea, que la contemple! Una ráfaga de viento entrando por la ventana arrugó el tapete de la mesa y abajo en la plaza las grandes cofias de las campesinas se agitaron como alas de mariposas blancas en movimiento. El presidente se apresuraba: - Abono flamenco, cultivo del lino, desagüe, arriendo a largos plazos, servicios domésticos.

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Rodolfo callaba, ambos se miraban. Un deseo supremo hacía temblar sus labios secos; blandamente, sin esfuerzo, y sus dedos se confundieron. - Catalina Nicasia Isabel Leroux, de Sassetot-laGuerriére, por cincuenta y cuatro años de servicio en la misma granja, ¡ una medalla de plata de veinticinco francos de precio! ¿Dónde está Catalina Leroux? - repitió el consejero NO se presentaba, y se oían voces murmurando: - Ve, pues. - No. -¡ Por la izquierda! -¡No tengas miedo! -¡Mira que es tonta! - Pero, en fin, ¿está o no está? -¡ Sí..., aquí está! -¡Que se presente entonces! Vieron adelantarse hacia el estrado a una viejecita de aspecto temeroso, como encogida dentro de sus pobres ropas. Calzaba bastos zuecos de madera, y un gran delantal azul cubría sus caderas. Su cara flaca, enmarcada en una cofia sin borde, tenía más arrugas que una manzana remeta pasada, y sus manos largas y nudosas en las articulaciones asomaban de las mangas de su camisola roja. El polvo de la granja, la potasa de las lejías y la mugre de la lana las habían llenado de tanta cazcarria, escamas y durezas que parecían sucias a pesar de estar lavadas con agua pura; y a fuerza de servir se mantenían abiertas, como si quisieran presentar el humilde testimonio de los padecimientos sufridos. Una cierta rigidez monacal animaba la expresión de su semblante. Ninguna 197

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tristeza, ningún enternecimiento debilitaba su mirada pálida. En el trato continuo con los animales había adquirido su mutismo y su placidez. Por primera vez se veía entre tanta gente, y asustada en su fuero íntimo por las banderas, los tambores y los señores de fraque, por la cruz de honor del consejero, estaba inmóvil, no sabiendo si avanzar o huir, ni por qué la multitud la empujaba y los examinadores le sonreían. Así se presentaba a aquellos burgueses ese medio siglo de servidumbre. - ¡Acercaos, venerable Catalina Nicasia Isabel Leroux! dijo el señor consejero después de tomar de, manos del presidente la lista de los laureados. Y examinando sucesivamente la hoja de papel y a la anciana mujer, repetía con acento paternal: -¡Acercaos, acercaos! -¿Está sorda? - dijo Tuvache dando un brinco. Y empezó a gritarle en la oreja: -¡Cincuenta y cuatro años de servicio! ¡Una medalla de plata! ¡Veinticinco francos! ¡Todo para usted! Cuando ella recibió la medalla, la contempló. Luego una sonrisa de beatitud invadió su cara y se la oyó murmurar mientras se alejaba: - Se la daré al cura de mi pueblo para que me diga misas. -¡Qué fanatismo! - exclamó el farmacéutico inclinándose hacia el notario. La sesión había terminado y la multitud se dispersó; leídos los discursos, cada uno volvía a ocupar su puesto y la costumbre se restablecía: los amos maltrataban a los criados y éstos golpeaban a los animales, indolentes triunfadores que 198

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regresaban al establo con una corona verde entre los cuernos. Entre tanto, los guardias nacionales habían subido al primer piso de la alcaldía con bollos clavados en las bayonetas y el tambor del batallón llevaba un cesto con botellas. La señora Bovary se apoyó en el brazo de Rodolfo, quien la condujo a su casa; se separaron en la puerta; luego él paseó solitario por la pradera, aguardando la hora del banquete. El festín fue largo, ruidoso, mal servido; estaban tan amontonados que apenas podían mover los codos y poco faltó para que las estrechas tablas que hacían las veces de bancos se quebraran bajo el peso de los convidados. Comían éstos en abundancia. Cada uno se servía por el monto de la cuota. El sudor bañaba las frentes; y un vapor blancuzco como bruma de río en una mañana otoñal flotaba por encima de la mesa entre los quinqués suspendidos. Rodolfo, recostado contra el calicó de la tienda, pensaba tanto en Ema que nada oía. A sus espaldas, sobre el césped, los criados apilaban los platos sucios; sus vecinos charlaban; él no les respondía; llenaban su vaso y el silencio se hacía en su mente a pesar del rumor siempre creciente. Soñaba con lo que ella dijera y con la forma de su boca; como en un espejo mágico, su cara brillaba en las placas de los chacós; los pliegues de su vestido descendían a lo largo de las paredes, y días de amor se sucedían infinitamente en las perspectivas del porvenir. La volvió a ver esa noche durante los fuegos artificiales; pero la acompañaban su marido, la señora Homais y el farmacéutico, a quien torturaba el peligro de los cohetes perdi-

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dos y a cada momento abandonaba a sus acompañantes paró hacer alguna recomendación a Binet. Las piezas pirotécnicas enviadas a nombre del señor Tuvache habían sido guardadas en el sótano de éste por exceso de precaución, y por tal motivo la pólvora humedecida no prendía, y el número principal, un dragón mordiéndose la cola, falló por completo. De vez en cuando estallaba una triste candela romana; entonces la boquiabierta multitud lanzaba un clamor en el que se mezclaba el grito de las mujeres, a quienes hacían cosquillas en la oscuridad. Ema, silenciosa, se acurrucaba contra el hombro de Carlos; luego, con la barbilla en alto, seguía en el cielo el luminoso vuelo de los cohetes. Rodolfo la contemplaba a la luz de las encendidas farolas. Poco a poco se apagaron éstas. Brillaron las estrellas. Cayeron algunas gotas de lluvia. Ella anudó en su cabeza descubierta la pañoleta. En ese instante salió de la posada el coche del consejero. Su cochero, borracho, iba adormilado y desde lejos se veía, por encima de la capota, entre dos faroles, la masa de su cuerpo balanceándose a la derecha o a la izquierda, según el cabeceo de las sopandas. - En realidad - dijo el boticario -, se deberían tomar severas medidas contra la embriaguez. Me gustaría que semanalmente se inscribieran en la puerta de la alcaldía, en un cuadro ad hoc, los nombres de todos aquellos que en la semana se intoxicaron con alcohol. Además, con respecto a la estadística eso proporcionaría patentes anuales que en caso necesario se... Pero dispensen ustedes... 200

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Y corrió hacia el capitán. Este regresaba a su casa. Iba a ver su torno. - Tal vez convendría que mandara a uno de sus hombres - le dijo Homais - o que fuera usted mismo. - Déjeme en paz - dijo el recaudador -, no pasa nada. - Tranquilícense - dijo el boticario cuando regresó junto a sus amigos -. El señor Binet me ha asegurado que todas las medidas han sido tomadas. No habrá incendios. Las bombas están listas. Vamos a dormir. -¡Vaya, me hace buena falta! - dijo la señora Homais bostezando ostensiblemente -, pero de todos modos tuvimos para nuestra fiesta un día precioso. Rodolfo repitió en voz baja y con mirada tierna. -¡Oh, sí, precioso! Y después de saludarse se separaron. Dos días después el Fanál de Ruán traía un largo artículo sobre los comicios. Homais lo compuso, inspiradamente, al día siguiente mismo. "¿Por qué tanto colgajo, tanta flor, tanta guirnalda? ¿Adónde corría esa multitud como olas de un mar enfurecido, bajo los torrentes de un sol tropical que vertía su calor sobre nuestras cosechas?” Luego hablaba de la condición de los campesinos. Claro era que el gobierno hacía mucho, ¡pero no bastaba! "¡Coraje! - lo amonestaba - mil reformas son necesarias, cumplámoslas." Luego, abordando la entrada del consejero no olvidaba "el aire marcial de nuestra milicia" ni "nuestras más vivarachas aldeanas", ni los "ancianos de cabeza calva, especie de patriarcas allí presentes, algunos de ellos restos de nuestras 201

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inmortales falanges cuyos corazones aún latían al viril redoble del tambor". Se citaba entre los primeros miembros del jurado y hasta recordaba en una nota que el señor Homais, farmacéutico, había enviado una memoria sobre la sidra a la Sociedad de Agricultura. Cuando llegaba a la distribución de recompensas describía la alegría de los premiados con rasgos ditirámbicos: "El padre abrazaba al hijo, el hermano al hermano, el esposo a la esposa. Más de uno mostraba con orgullo su humilde medalla, y sin duda al regresar a casa, junto a su bondadosa patrona, la habrá colgado llorando de los discretos muros de su choza. "Alrededor de las seis un banquete servido en el prado del señor Liégard congregó a los principales asistentes a la fiesta. La mayor cordialidad reinó allí de continuo. Se hicieron numerosos brindis: el señor Lieuvain por el monarca, el señor Tuvache por el prefecto, el señor Homais por la industria y las bellas artes, esas dos hermanas, y el señor Leplichey por los mejoramientos. Por la noche brillantes fuegos artificiales iluminaron de repente los aires. Parecía un verdadero calidoscopio, un decorado real de ópera, y por un momento nuestra pequeña localidad pudo creerse transportada al centro de un sueño de las Mil y una noches. "Comprobemos que ningún acontecimiento desdichado vino a perturbar esta reunión de familia.” Y agregaba: "Sólo se notó la ausencia del clero. Sin duda la sacristía entiende el progreso de manera diferente. ¡Como gustéis, señores de Loyola!”

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IX Pasaron seis semanas. Rodolfo no reapareció. Por fin se presentó una noche. "No volvamos en seguida, sería un error.” Al cabo de una semana se fue de caza. Después de la caza pensó que era muy tarde, luego se hizo el siguiente razonamiento: "¡ Pero si ella me ama desde el primer día, con la impaciencia de volver a verme ha de amarme más! ¡Vamos bien!” Y comprendió que su cálculo era bueno cuando al entrar en la sala vio palidecer a Ema. Estaba sola. Caía la tarde. A lo largo de las ventanas las cortinillas de muselina espesaban el crepúsculo, y el marco dorado del barómetro iluminado por un rayo de sol desplegaba reflejos en el espejo entre los recortes del polípero. Rodolfo permaneció de pie; Ema apenas respondía a sus frases de cortesía. - Tuve algunos asuntos. Estuve enfermo - dijo él. -¿Grave? - exclamó ella. 203

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- Bueno, no - dijo él sentándose a su lado en un taburete-..., pero no quería volver. -¿Por qué? -¿No lo adivina? La miró otra vez pero de manera tan violenta que ella bajó la cabeza, sonrojada. El prosiguió: - Ema.. -¡ Señor! - dijo ella apartándose un tanto. -¡Ah!, ya ve que tenía razón en no querer volver, porque usted me prohibe ese nombre que colma mi alma y que se me ha escapado! ¡Señora Bovary!... ¡Todo el mundo la llama así! ¡Y tampoco es su nombre sino el de otra persona! Repitió: -¡El nombre de otro! Y escondió la cara entre las manos. -¡ Sí!, ¡pienso sin cesar en usted!.. . ¡Su recuerdo me desespera! ¡Ah, perdóneme!... Me iré... ¡Adiós! Me marcharé lejos..., ¡tan lejos que nunca más oirá hablar de mí! Y sin embargo... ¡no sé cuál fuerza me ha traído hoy a su lado! Porque no se lucha contra el cielo, ¡no se resiste a la sonrisa de los ángeles!, ¡ es preciso dejarse llevar pos lo bello, lo encantador, lo adorable! Ema oía estas cosas por primera vez, y su orgullo, como aquel que se relaja en una bañera, se estiraba muellemente y por entero al calor de tal lenguaje. Pero si no he venido a verla - continuó él -, si no he podido venir, ¡ah, por lo menos he contemplado todo lo que la rodea! Todas las noches me levantaba y venía hasta aquí, miraba su casa, el techo brillando bajo la luna, los árboles del 204

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jardín que se columpian ante su ventana, y una pequeña lámpara, un fulgor reluciendo detrás de los vidrios, en la sombra. ¡Ah, usted ignoraba que tan cerca de usted, y tan lejos, había un pobre desdichado! Ella con un sollozo se volvió hacia él. -¡Qué bueno es usted! - dijo. - No, la amo, eso es todo. ¡Usted no lo duda! ¡Dígamelo! ¡Dígame una sola palabra! E insensiblemente Rodolfo se dejaba deslizar del taburete al suelo, cuando se oyó ruido de zuecos en la cocina y él advirtió que la puerta de la sala no estaba cerrada. -¡Cuán caritativa sería usted - prosiguió Rodolfo levantándose- si satisficiera una fantasía! Quería visitar su casa, conocerla; la señora Bovary no halló reparos y ambos se ponían de pie cuando entró Carlos. - Buenos días, doctor - dijo Rodolfo. El médico, halagado por el inesperado título, se deshizo en amabilidades y el otro aprovechó para recobrarse un poco. - La señora - dijo - me hablaba de su salud... Carlos lo interrumpió; estaba inquieto porque su mujer volvía a sentir opresiones. Rodolfo preguntó si la equitación no sería un buen ejercicio. -¡Claro que sí! ¡Excelente! ¡Perfecto! ¡Qué buena idea! Deberías seguirla. Y como ella objetara que no tenía caballo, Rodolfo le ofreció uno; ella rechazó la oferta, él no insistió; luego, para dar un motivo a su visita, contó que su carretero, el hombre de la sangría, seguía sintiendo vértigos. 205

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- Iré a verlo - dijo Bovary. - No, no, yo se lo mandaré; vendremos juntos, será más cómodo para usted. -¡Ah!, muy bien, se lo agradezco. Y cuando quedaron a solas Carlos preguntó: -¿Por qué no aceptaste la propuesta tan gentil del señor Boulanger? Ella refunfuñó, buscó mil excusas y dijo por fin que eso podía parecer extraño. -¡Me importa un comino! - dijo Carlos con una pirueta¡Ante todo la salud! ¡Cometes un error! - Pero ¿cómo quieres que monte a caballo si no tengo traje de amazona? - Pues te encargas uno - respondió él. El traje de amazona la decidió. Cuando estuvo listo, Carlos escribió al señor Boulanger que su mujer estaba a su disposición y que contaba con su complacencia. Al día siguiente al mediodía Rodolfo se presentó en la puerta de Carlos con dos caballos de silla. Uno lucía pompones rosados en las orejas y una montura de mujer de gamuza. Rodolfo calzaba botas altas y blandas, diciéndose que tal vez ella nunca había visto otras iguales; en efecto, Ema quedó encantada con su aspecto al verlo aparecer en el rellano con su chaquetón de terciopelo y su calzón blanco de punto. Estaba lista y lo aguardaba.

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Justino escapó de la farmacia para verla y hasta el mismo boticario se asomó. Hacía mil recomendaciones al señor Boulanger. -¡Una desgracia sucede tan rápidamente! ¡Tenga cuidado! ¡Tal vez sus caballos son fogosos! Ema oyó ruidos en lo alto: Felicitas tamborileaba sobre los vidrios para divertir a la pequeña Berta. La niña le envió un beso desde lejos; su madre le respondió con una señal agitando la empuñadura de su fusta. -¡Buen paseo! - gritó Homais -. ¡Prudencia, sobre todo prudencia! Y agitó el diaria al verlos partir. Cuando tocó la tierra, el caballo de Ema empezó a galopar. Rodolfo galopaba a su lado. Cambiaban alguna palabra de vez en cuando. Con la cabeza un tanto gacha, la mano en alto y el brazo derecho tendido, Ema se entregaba al ritmo del andar, que la acunaba en su montura. AL pie de la cuesta Rodolfo soltó las riendas; partieron como flechas; luego en lo alto, de pronto, los caballos se detuvieron y su gran velo azul cayó otra vez sobre sus ojos. Estaban a principios de octubre. Había bruma en los campos. Nubecitas de vapor se extendían en el horizonte sobre el contorno de las colinas; otras se desgarraban, subían, se perdían. A veces, en un claro de las nubes, bajo un payo de sol, se veían a lo lejos los techados de Yonville, con los jardines al borde del agua, los patios, los muros y el campanario de la iglesia. Ema entrecerraba los párpados para reconocer su casa y nunca la pobre aldea donde vivía le había parecido tan pequeña. Desde la altura en que estaban el 207

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valle parecía un inmenso lago pálido que se evaporaba en el aire. Los macizos de árboles aquí y allá sobresalían como rocas negras; y las altas líneas de los álamos surgiendo de las brumas parecían playas sacudidas por el viento. AL lado, en el césped, entre los pinos, circulaba una luz oscura en la tibia atmósfera. La tierra rojiza como tabaco en polvo amortiguaba el ruido de los pasos, y los caballos al andar empujaban con sus herraduras las piñas caídas. Rodolfo y Ema siguieron así la margen del bosque. Ella se volvía de vez en cuando para evitar su mirada y entonces sólo veía la hilera de troncos de pino, cuya continua sucesión la aturdía un tanto. Los caballos resoplaban. El cuero de las monturas crujía. Cuando entraban en la floresta apareció el sol. -¡Dios nos protege! - dijo Rodolfo. -¡No diga eso! - protestó ella. -¡ Sigamos! ¡Sigamos! - insistió él. Chasqueó la lengua. Los animales corrían. Los matorrales del borde del camino se enganchaban en el estribo de Ema. Rodolfo, sin detenerse, los iba apartando. Otras veces, para alejar las ramas, se acercaba y Ema sentía el roce de su rodilla contra la pierna. El cielo se había vuelto azul. Las hojas estaban quietas. Había manchones de matas en flor, capas de violetas alternaban con el boscaje gris, bronceado o dorado. A veces se oía entre los arbustos un leve batir de alas o el grito ronco y dulce de los cuervos al alzar el vuelo desde las encinas. Se apearon. Rodolfo ató los caballos. Ella iba delante, pisando el musgo entre las huellas. 208

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Su vestido, demasiado largo, la incomodaba, aunque había alzado la cola y Rodolfo, que la seguía, contemplaba entre el paño y el borceguí negros la delicadeza de la media blanca, que parecía formar parte de su desnudez. Ella se detuvo. - Estoy cansada - dijo. - Vamos, un poco de coraje, siga caminando - replicó él. Cien pasos más allá Ema volvió a detenerse y a través de su velo, que caía oblicuamente de su sombrero masculino hasta sus caderas, se distinguía su rostro en una trasparencia azulada, como si nadara bajo olas de azul. -¿Adónde vamos? El calló. Ella respiraba anhelosamente. Rodolfo miraba en torno y mordía su bigote. Llegaron a un espacio abierto donde habían derribado unas vallas. Se sentaron sobre un tronco de árbol caído y Rodolfo empezó a hablarle de su amor. No la asustó al principio con sus cumplidos. Estaba sereno, serio, melancólico. Ema lo escuchaba con la cabeza gacha mientras con la punta del pie removía las virutas del suelo. Pero al oír la frase: -¿Acaso ahora no son comunes nuestros destinos? -¡No! - respondió -. Usted lo sabe muy bien. Es imposible. Se puso de pie para marcharse. El la asió de la muñeca. Ella se detuvo. Después de mirarla unos instantes con húmedos ojos enamorados, ella dijo con presteza: no hablemos más... ¿Dónde están los caballos? Volvamos. 209

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El tuvo un gesto de cólera y fastidio. Ella repitió; ¿Dónde están los caballos? ¿Dónde están los caballos? Entonces, sonriendo con sonrisa extraña, fija la mi166 rada, apretados los dientes, él se le acercó con los brazos abiertos. Ella retrocedió temblando. Balbuceaba: -¡Me da miedo...! ¡Me hace daño! Vámonos. - Si así lo quiere... - dijo él cambiando de expresión. Y volvió a mostrarse respetuoso, acariciador, tímido. Ella le dio el brazo. Emprendieron el regreso. El decía: -¿Qué tiene usted? ¿Por qué? No la comprendo. ¿Me interpreta mal, sin duda? Para mi alma ustedes como una virgen sobre un pedestal, colocada en un lugar alto, sólida e inmaculada. Pero la necesito para vivir. Necesito sus ojos, su voz, su pensamiento. ¡Sea mi amiga, mi hermana, .mi ángel! Y extendía el brazo rodeándole con él la cintura. Ella trataba débilmente de zafarse. El la sostenía así mientras andaban. Luego oyeron el ruido de los caballos pastando bajo el follaje. -¡Oh, por favor! - dijo Rodolfo -, ¡no nos vayamos todavía! ¡Quédese! La arrastró más lejos, alrededor de un pequeño estanque donde las lentejas de agua formaban un verdor bajo las aguas. Entre los juncos había nenúfares marchitos e inmóviles. AL rumor de sus pasos sobre la hierba las ranas brincaban para ocultarse. - Hago mal, hago mal - decía ella -. Es una locura escucharlo. 210

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¿Por qué? ¡Ema, Ema! -¡Oh, Rodolfo! - dijo la joven lentamente, inclinándose sobre su hombro. El paño de su vestido se pegaba al terciopelo de la chaqueta; ella echó hacia atrás el cuello blanco henchido por un suspiro y, desfalleciente, llorosa, con un prolongado estremecimiento, ocultando el rostro, se entregó. Caían las sombras de la tarde; al pasar entre las ramas el sol horizontal deslumbraba sus ojos. En torno de ella, aquí y allá, en el follaje y en el suelo, temblaban manchas luminosas como si algunos colibríes al emprender el vuelo desparramaran sus plumas. Todo era silencio; algo dulce parecía brotar de los árboles, ella sentía su corazón, cuyos latidos recomenzaban, y la sangre circulando por su carne como río de leche. Entonces oyó a lo lejos, más allá del bosque, en las otras colinas, un grito vago y prolongado, una voz lenta que escuchó en silencio, mezclada como una música a las últimas vibraciones de sus conmovidos nervios. Rodolfo, cigarro en boca, componía con .un cortaplumas una rienda rota. Regresaron a Yonville por el mismo camino. Volvieron a ver sobre el fango las huellas de sus caballos, una junto a la otra, y los mismos arbustos, los mismos guijarros en la hierba. Nada había cambiado en torno, pero sin embargo a ella le había sucedido algo más importante que un desplazamiento de las montañas. Rodolfo, de vez en cuando, se inclinaba y tomaba su mano para besarla. ¡Estaba encantadora montada a caballo! Erguida, con su talle delgado, la rodilla doblada sobre las crines del animal y

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un poco sonrosada por el aire libre en la roja coloración de la tarde. Al entrar en Yonville caracoleó sobre el pavimento. Desde las ventanas la miraban. Durante la cena su marido le encontró buena cara, pero ella no pareció oírle cuando se informó acerca de su paseo; estaba quieta, con el codo apoyado en el borde del plato, entre dos bujías encendidas. -¡Ema! - dijo él. -¿Qué? - Bueno, pasé la tarde en casa del señor Alexandre; hay una vieja potranca todavía hermosa, aunque un poco desollada por los golpes; creo que la conseguiría por unos cien escudos... Agregó: - La dejé apalabrada, pensando que te daría un gusto... Bueno, la compré... ¿Hice bien? Ella movió la cabeza en señal de asentimiento. Luego, un cuarto de hora después: -¿Sales esta noche? - preguntó. - Sí ¿por qué? - Oh, por nada, querido. Apenas se libró de Carlos corrió a encerrarse en su cuarto. Al principio fue un aturdimiento; veía los árboles, los caminos, los fosos, a Rodolfo, y sentía aún su abrazo mientras el follaje se estremecía y silbaban los juncos.. Pero al mirarse en el espejo su rostro la sorprendió. Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros, ni con 212

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semejante profundidad. Algo sutil extendido sobre su persona la transfiguraba. Ema se repetía: "¡Tengo un amante! ¡Tengo un amante! “, deleitándose con esta idea como si otra pubertad le hubiera sobrevenido. Iba a poseer por fin168 esas alegrías del amor, esa fiebre de la felicidad que la había hecho desesperar. Penetraba en un mundo maravilloso donde todo ha de ser pasión, éxtasis, delirio; una inmensidad azulada la rodeaba, las cimas del sentimiento chispeaban bajo su pensamiento, la existencia común aparecía a lo lejos, abajo, en la sombra, entre los claros de esas alturas. Recordó entonces a las heroínas de los libros leídos y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces fraternales que la encantaban. Ella misma se convertía en parte real de esas imaginaciones y realizaba el largo ensueño de su juventud considerándose el tipo de enamorada que tanto anhelara. Además, Ema experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Cuánto había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba íntegro con alegres gorgoteos. Lo saboreaba sin remordimiento, sin inquietud, sin perturbaciones. El día siguiente transcurrió en una nueva dulzura. Se hicieron mutuos juramentos. Ella le contó sus pesares. Rodolfo la interrumpía con sus besos; y al contemplarlo con los párpados entrecerrados, ella le pedía que la llamara otra vez por su nombre y que le repitiera su amor. Estaban en el bosque como la víspera, baje una choza de merodeadores. Los muros eran de paje y el techo descendía tan bajo que se hacía

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preciso agacharse. Se habían sentado muy juntos sobre un lecho de hojas secas. A partir de ese día se escribieron regularmente cada noche. Ema llevaba su carta al extremo del jardín, cerca del río, y la escondía en una grieta de la terraza. Rodolfo iba a buscarla allí y colocaba otra cuya brevedad ella siempre acusaba. Una mañana en que Carlos salió al alba, se le antojó ver a Rodolfo Al instante. Podía llegar rápidamente a la Huchette, quedarse allí una hora y regresar a Yonville cuando todos estuviesen aún durmiendo. La idea la hizo jadear de codicia; muy pronto atravesaba la pradera, con paso apresurado, sin mirar detrás de sí. Aclaraba. Ema reconoció desde lejos la casa de su amante, cuyas dos veletas con cola de golondrina se recortaban oscuras en el pálido crepúsculo. Tras el cortil había una construcción, seguramente el castillo. Ella entró como si a su paso los muros se apartaran por sí solos. Una escalinata recta ascendía hacia el corredor. Ema hizo girar el picaporte de una puerta y divisó a un hombre dormido en el fondo del cuarto. Era Rodolfo. Lanzó un grito. -¡Has venido! ¡Has venido! - repitió él -. ¿Cómo has hecho para venir? ¡Ah!. ¡tu vestido está mojado! - Te amo - respondió ella rodeándole el cuello con los brazos. Como esta primera audacia resultó exitosa, cada vez que Carlos salía temprano Ema se vestía de prisa y descendía con paso de lobo la escalinata que conducía al borde del agua.

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Cuando el puente de las vacas había sido levantado, era preciso costear el muro que seguía el curso del río; la orilla estaba resbaladiza; para no caer, Ema se asía de los racimos de alhelíes floridos. Luego atravesaba los campos de labranza donde se hundía, tropezaba y enfangaba sus frágiles botinas. El pañuelo anudado en su cabeza se agitaba al viento en los prados, la asustaban los bueyes, echaba a correr; llegaba sin aliento, sonrosadas las mejillas y exhalando de todo el cuerpo un fresco perfume a savia, verdura y aire libre. Rodolfo dormía aún a esa hora. Ella entraba en su cuarto como una mañana de primavera. Sobre las ventanas los coronados amarillos dejaban filtrar suavemente una pesada luz rubia. Ema tanteaba, entrecerrando los ojos, mientras las gotas de rocío prendidas a sus crenchas formaban una especie de aureola de topacio en torno de su cara. Rodolfo, riendo, la tomaba de la mano y la estrechaba contra su corazón. Luego ella recorría la habitación, abría los cajones de los muebles, se peinaba con el peine de él, se miraba en el espejo de afeitar. A menudo se llevaba a la boca una gruesa pipa que yacía en la mesa de luz entre limones, turrones de azúcar y una jarra con agua. Necesitaban un cuarto de hora largo para despedirse. Ema lloraba entonces; hubiera querido no separarse jamás de Rodolfo. Algo más fuerte que ella la impulsaba hacia él, de tal manera que cierto día, al verla llegar de improviso, él frunció la cara como si estuviera disgustado. -¿Qué tienes? - preguntó ella -. ¿Te duele algo? ¡Dime!

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Por fin con gesto adusto, él declaró que esas visitas se volvían imprudentes y la comprometían.

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X Poco a poco la invadieron los temores de Rodolfo. En un principio el amor la había embriagado y no pensó en nada más. Pero ahora que era indispensable en su vida temía perder algo de ese amor o perturbarlo. Cuando regresaba de su casa, lanzaba en torno miradas inquietas, espiando cualquier silueta en el horizonte y cualquier lucerna de la aldea desde donde pudieran verla. Escuchaba los pasos, los gritos, el ruido de los arados; y se detenía más pálida y temblorosa que las hojas de los álamos que se columpiaban sobre su cabeza. Una mañana, mientras regresaba de este modo, creyó divisar de pronto el largo caño de una carabina que parecía apuntarle. Sobresalía oblicuamente del borde de un pequeño tonel semihundido entre la hierba, a la orilla de un foso. Ema, a punto de desvanecerse de terror, se adelantó lo mismo y del tonel salió un hombre como esos monigotes de resorte que brotan del fondo de una caja. Llevaba polainas enlazadas hasta las rodillas y la gorra calzada sobre- los ojos;

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sus labios tiritaban y tenía la nariz enrojecida. Era el capitán Binet, al acecho de patos salvajes. -¡Debió hablar de lejos! – exclamó -. ¡Cuando uno ve un fusil debe advertir su presencia! Así trataba el recaudador de disimular el temor que lo dominara; porque un decreto prefectoral prohibía la caza de patos, excepto en bote. El señor Binet, a pesar de su respeto por las leyes, cometía una contravención. Y a cada minuto creía escuchar los pasos del guardabosques. Pero esta inquietud exacerbaba su placer, y a solas en su tonel disfrutaba con su dicha y su malicia. AL ver a Ema par oció aliviado de un gran peso y en seguida entabló conversación. - No hace calor, ¡pican! Ema callaba. El prosiguió: - Ha salido de casa temprano. -¡Oh! - dijo ella balbuceando -. Vengo de ver a la nodriza que cuida a mi hija. -¡Ah, muy bien! En cuanto a mí, aquí donde me ve, desde el amanecer estoy en este lugar; pero el tiempo es tan cochino que a menos que uno tenga mucha suerte... - Buenos días, señor Binet - interrumpió Ema volviéndole la espalda. - Servidor, señora - respondió él secamente. Y se metió otra vez en su tonel. Ema se arrepintió de haberse despedido tan bruscamente del recaudador. Sin duda, haría conjeturas desagradables. La historia de la nodriza era la peor de las excusas, puesto que en Yonville todo el mundo sabía que la niña de 218

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los Bovary vivía de nuevo con sus padres desde hacía un año. Además, nadie habitaba ese paraje y el camino llevaba únicamente a la Huchette. Binet, por consiguiente, habría adivinado de dónde venía y no se callaría. ; Seguro que iba a hablar! Ema se torturó la mente el día entero con todos los proyectos de coartada imaginables, sin borrar de su vista al imbécil cazador. Terminada la comida Carlos, viéndola inquieta, quiso distraerla llevándola a la farmacia; en casa del farmacéutico, ¿cuál fue la primera persona que Ema vio. ¡Pues el recaudador! De pie ante el mostrador iluminado por la luz del bocal aojo decía: - Déme, por favor una media onza de vitriolo. - Justino - dijo él boticario -, tráenos el ácido sulfúrico. Luego se dirigió a Ema, que se disponía a subir a las habitaciones de la señora Homais: - No, quédese, no vale la pena, ella vendrá aquí. Caliéntese junto a la estufa mientras tanto... Dispense usted... Buenas tardes, doctor (el farmacéutico se complacía mucho pronunciando la palabra doctor, como si al dirigirla a otro hiciera recaer sobre sí mismo algo de la pompa que en ella hallaba)...¡ Pero ten cuidado que vas a volcar los morteros! Ve mejor a buscar las sillas de la salita; sabes muy bien que no se tocan los sillones del salón. Y para colocar otra vez en su sitio su sillón, Homais ya se abalanzaba fuera del mostrador cuando Binet le pidió una media onza de ácido de azúcar.

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-¿Acido de azúcar? - dijo el farmacéutico con desdén -. ¡No sé qué es eso, lo ignoro! Tal vez usted quiere ácido oxálico. ¿No es oxálico por casualidad? Binet le contestó que necesitaba un cáustico para componer un agua de cobre que limpiara el óxido de algunos arreos de caza. Ema se estremeció. El farmacéutico dijo:. - En efecto, el tiempo es poco propicio con tanta humedad. - Pero - dijo el recaudador con malicia- hay personas que lo mismo se arreglan. Ella se sofocaba. - Déme además... "No se irá nunca", pensaba Ema. - Una media onza de resina y de trementina, cuatro onzas de cera amarilla y tres medias onzas de negro animal, por favor, para limpiar los cueros barnizados de mi equipo. El boticario cortaba ya la cera cuando apareció la señora Homais con Irma en los brazos, Napoleón de la mano y seguida de Atalía. Fue a sentarse en el banco de terciopelo, contra la ventana, y el chico se acurrucó en un taburete, mientras su hermana mayor rondaba la caja de yuyubas junto a su papacito. Este llenaba embudos, pegaba etiquetas, hacía paquetes. Todos callaban y sólo se oía de vez en cuando el retintín de las pesas de la balanza y unas palabras en voz baja del farmacéutico, que daba consejos a su pupilo: -¿Cómo está su chiquita? - preguntó de pronto la señora Homais. -¡ Silencio! - exclamó su marido mientras escribía cifras en un cuaderno borrador. 220

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-¿Por qué no la trajo? - prosiguió ella bajando el tono. -¡Chitón! - dijo Ema señalando con el dedo al boticario. Posiblemente Binet, ocupado con la lectura de la adición, no había oído nada. Por fin salió. Ema, liberada, soltó un profundo suspiro. -¡Qué agitada está! - dijo la señora Homais. - Es que hace tanto calor - respondió Ema. Al día siguiente mismo se preocuparon por organizar sus citas; Ema quería sobornar a su criada con un regalo, pero más valía descubrir en Yonville alguna casa discreta. Rodolfo prometió buscar una. Durante todo el invierno, tres o cuatro veces por semana, en plena oscuridad, llegaba al jardín. Ema, de propósito, había quitado la llave de la verja y Carlos la creyó perdida. Para advertirla, Rodolfo lanzaba un puñado de arena contra las persianas. Ella se levantaba sobresaltada; pero algunas veces debía esperar, porque Carlos tenía la manía de charlar junto al fuego y nunca acababa. A ella la devoraba la impaciencia; de ser posible sus ojos lo habrían hecho saltar por la ventana. Por fin empezaba su tocado nocturno; luego tomaba un libro y seguía leyendo bastante tranquila, como si la lectura la divirtiera. Carlos, ya en la cama, la llamaba para acostarse. - Ven, Ema - decía -, ya es hora. - Ya voy - respondía ella. Pero como las bujías lo deslumbraban Carlos se volvía de cara a la pared y se dormía. Ella escapaba, conteniendo el aliento, sonriente, palpitante, desvestida.

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Rodolfo usaba una gran capa; con ella la envolvía entera y rodeando su cintura con el brazo la llevaba en silencio hasta el fondo del jardín. Iban a la glorieta, se sentaban en el mismo banco de leños podridos donde antaño León la mirara con tanto amor durante las noches del verano. Ema ya no pensaba en él. Las estrellas brillaban a través de las ramas sin hojas del jazmín. Detrás oían correr el río y de vez en cuando el chasquido de los juncos secos sobre la margen. En la oscuridad, aquí y allá, se arqueaban los macizos de sombra y algunas veces con un solo temblor se erguían y se inclinaban como inmensas olas negras que avanzaban para cubrirlos. El frío de la noche los hacía abrazarse más; los suspiros de sus labios les parecían más fuertes; sus ojos, adivinados apenas, se les antojaban más grandes, y en medio del silencio había palabras dichas muy bajo que caían sobre sus almas con sonoridad cristalina y repercutían con vibraciones multiplicadas. Cuando la noche era lluviosa iban a refugiarse al gabinete de consulta, entre la cochera y la caballeriza. Ella encendía uno de los blandones de la cocina que había ocultado detrás de los libros. Rodolfo se instalaba allí como en su casa. La vista de la biblioteca y del escritorio, de toda la habitación, en fin, excitaba su alegría, y no podía menos de hacer toda clase de bromas a propósito de Carlos, confundiendo a Ema. Ella hubiera querido verlo más serio, más dramático algunas veces, como aquella en que creyó escuchar un ruido de pasos acercándose por el sendero. - Alguien viene - dijo Ema. 222

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El apagó la luz. -¿Tienes armas? -¿Por qué? - Vaya..., para defenderte - respondió Ema. -¿De tu marido? ¡ Pobre hombre! Y Rodolfo acabó su frase con un gesto que significaba: "Lo aplastaría de un escupitajo". Su bravata dejo a Ema boquiabierta, aunque percibiera en ella una falta de delicadeza y de ingenua grosería que la escandalizaba. Rodolfo reflexionó mucho sobre esta historia de ir armado. Si ella había hablado en serio, pensaba, era harto ridículo y hasta odioso, porque no tenía ningún motivo para odiar al bueno de Carlos, ya que no lo devoraban los celos. Y al respecto Ema le había hecho un grave juramento que tampoco le parecía del mejor gusto. Además ella se volvía muy sentimental. Debieron intercambiar miniaturas; se cortaron mechones de cabellos; ahora exigía una sortija, un verdadero anillo de matrimonio, como signo de eterna alianza. Mencionaba a menudo las campanas vespertinas o las voces de la naturaleza. Luego hablaba de su madre, de la madre de él. Rodolfo la había perdido hacía ya veinte años, pero lo mismo Ema lo consolaba con palabras melindrosas como si fuera un niño abandonado y hasta le decía algunas veces mirando la luna: - Estoy segura de que, allá arriba, ellas aprueban nuestro amor. ¡Pero era tan linda! ¡Había poseído tan pocas mujeres con semejante candor! Este amor sin libertinaje era .algo 223

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nuevo para él y al sacarlo de sus hábitos fáciles, halagaba a la vez, su orgullo y su sensualidad. Su buen sentido burgués despreciaba la exaltación de Ema, aunque le parecía encantadora, en lo íntimo de su corazón, puesto que estaba dirigida a su persona. Seguro de su amor, acabó por no preocuparse, e insensiblemente sus maneras cambiaron. Ya no decía como antes esas palabras tan dulces que la hacían llorar, ni le dedicaba aquellas vehementes caricias que la enloquecían; de este modo el cauce de su gran amor, en el que ella vivía sumergida, pareció disminuido, como el agua de un río que al absorberse deja ver el fango en su fondo. No quería creerlo; redobló su ternura; y Rodolfo ocultó cada vez menos su indiferencia. Ema no sabía si deploraba haberse entregado a él o si, por lo contrario, deseaba dejar de quererlo. La humillación de sentirse débil se trasformaba en rencor atemperado por la voluptuosidad. No era apego, era una permanente seducción. El la subyugaba. Ella casi sentía miedo. Sin embargo, las apariencias eran más tranquilas que nunca. Rodolfo había logrado conducir el adulterio a su antojo; y seis meses después, con la llegada de la primavera, ambos eran recíprocamente como una pareja de casados que mantienen una tranquila llama doméstica. En esa época solía papá Rouault enviar su pavita en recuerdo de su pierna compuesta. El regalo llegaba siempre acompañado de una carta. Ema cortó la cuerda que la sujetaba a la cesta y leyó las siguientes líneas: "Mis queridos hijos: 224

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"Espero que la presente los halle bien de salud y que ésta sea tan buena como las demás; porque me parece un poco más tierna, por decirlo así, más gorda. Pero para variar, la próxima vez les mandaré un gallo, a menos que ustedes no prefieran un pavo, y por favor manden de vuelta la cesta con las dos anteriores. Tuve una desgracia con la cochera, cuyo techo se voló una noche de mucho viento. Tampoco la cosecha ha sido muy pródiga. En fin, no sé cuándo iré a verlos. ¡Me es tan difícil salir de casa ahora que estoy solo, querida Ema!” Aquí había un intervalo entre las líneas, como si el buen hombre hubiera dejado caer la pluma para soñar un rato. "En cuanto a mí, estoy bien, salvo un resfrío que pesqué días pasados en la feria de Yvetot, donde fui para contratar un pastor, puesto que eché al mío parque era demasiado tragón. ¡Cuántos dolores de cabeza dan esos bribones! Además, era deshonesto. "Supe por un mozo de cordel que viajó por esa región este invierno y se hizo arrancar una muela, que Bovary siempre trabaja duro. No me asombra; el tipo me mostró su muela; tomamos un café juntos. Le pregunté si te había visto; me dijo que no, pero que en el establo vio dos caballos, de donde colijo que el negocio marcha. Tanto mejor, queridos hijos, y que el buen Dios os mande toda clase de felicidades. "Lamento no conocer todavía a mi nietecita, Berta Bovary. Para ella planté en el jardín, bajo tu ventana, un árbol de ciruelas rubias y no quiero que nadie lo toque, salvo para

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hacerle compotas más adelante, que guardaré en el armario para ella, cuando venga. "Adiós, queridos hijos. Te beso, hija mía, y también a usted, mi yerno, y a la niña, en ambas mejillas. "Os saluda, "Vuestro cariñoso padre TEODORO ROUAULT". Ema guardó algunos minutos el rústico papel entre los dedos. Las faltas de ortografía se enlazaban entre sí, y ella persiguió el dulce pensamiento que cloqueaba a lo largo de la carta, como gallina escondida en un seto de espinas. La escritura había sido secada con las cenizas del hogar, porque un poco de polvillo gris se deslizó desde el papel hasta su vestido, y creyó ver a su padre inclinado sobre el fogón para asir las pinzas. ¡Cuánto tiempo ya que no estaba a su lado, en el escabel de la chimenea, haciendo arder la punta de un palo en la llamarada de chisporrateantes juncos marinos!.. Recordó tardes soleadas del verano. Los potrillos relinchaban al paso de la gente y galopaban, galopaban... Bajo su ventana había una colmena de miel y a veces las abejas, revoloteando en la luz, golpeaban los vidrios como saltarinas pelotas de oro. ¡Qué feliz era entonces!, ¡qué libre!, ¡cuánta esperanza la animaba! ¡Qué abundancia de ilusiones! ¡Nada le quedaba ahora! Las había derrochado en aventuras de su alma, a través de las sucesivas condiciones, en la virginidad, en el matrimonio y en el amor; perdiéndolas sin cesar a lo largo de su vida, como viajero que deja parte de sus riquezas en las posadas del camino. 226

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Pero ¿qué la hacía tan desdichada? ¿Cuál era la extraordinaria catástrofe que la perturbaba? Alzó la cabeza mirando en torno como si quisiera buscar la causa de su sufrimiento. Un rayo de abril acariciaba las porcelanas de la repisa; ardía el fuego; Ema sentía bajo las pantuflas la suavidad de la alfombra; el día era claro, la atmósfera tibia y ella oía las carcajadas de su hijita. En efecto, la niña rodaba sobre la hierba segada. Estaba acostada de bruces en lo alto de un montón. Su niñera la sujetaba de la falda. A su lado Lestiboudois rastrillaba y al aproximársele, ella se inclinaba, agitando los brazos en el aire. Tráigamela - dijo su madre precipitándose para besarla -. Te quiero, niñita mía, ¡cómo te quiero! Luego, observando que tenía las orejas un poco sucias, tocó la campanilla para que le trajeran agua caliente, la lavó, le cambió la ropa interior, las medias, los zapatos, hizo mil preguntas sobre su salud, y por fin besándola otra vez y llorando un poco la entregó a la criada, boquiabierta ante semejante acceso de ternura. Esa noche Rodolfo la encontró más seria que de costumbre. "Ya se le pasará - se dijo -, es un capricho.” Y faltó a tres citas consecutivas. Cuando regresó ella se mostró Iría y casi desdeñosa. "Ah, queridita, pierdes tu tiempo.” Y fingió ignorar sus suspiros melancólicos y el pañuelo que sacaba a relucir. ¡Ema se arrepintió entonces! 227

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Se preguntó por qué despreciaba a Carlos y si no sería mejor tratar de amarlo. Pero él ofrecía escaso blanco a esos retornos del sentimiento, de modo que ella se perdía en sus veleidades de sacrificio, cuando se presentó el boticario, muy oportunamente.

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XI Homais había leído poco tiempo atrás el elogio de un nuevo método para la cura de los pies zambos, y como era partidario del progreso concibió la patriótica idea de dotar a Yonville de intervenciones de estrefopodia. - Porque - decía a Ema -, ¿qué se arriesga? Examine (y enumeraba con los dedos las ventajas de la tentativa): éxito casi seguro, alivio y embellecimiento del paciente, celebridad rápidamente adquirida para el que practique la operación. ¿Por qué su marido, por ejemplo, no podría salvar al pobre Hipólito del León de oro? Piense que él contaría su curación .a todos los viajeros y además (Homais bajaba la voz y miraba en torno), ¿quién me impediría mandar al periódico una notita al respecto? ¡Y Dios mío! Un artículo circula..., se habla de eso... termina por formar la bola de nieve... ¡Vaya uno a saber! ¡Vaya uno a saber! En efecto, Bovary podía tener éxito; nada decía Ema su falta de habilidad, ¡ y qué satisfacción la suya si lo impulsaba a

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dar un paso en beneficio de su reputación y de su fortuna! Ella sólo pedía e apoyo de algo más sólido que el amor. Carlos, apremiado por el boticario y por su mujer se dejó convencer. Hizo traer de Ruán el tomo de doctor Duval y, por las noches, con la cabeza apoya da en ambas manos, se sumergía en su lectura. En tanto que estudiaba los pies equinos, los varus y los valgus, es decir, la estrefecatopodia, la estrefenopodia y la estrefexopodia (o para decirlo mejor las diferentes desviaciones del pie, hacia abajo, adentro o afuera), junto con la estrefipopodia y la estrefenopodia (en otras palabras: torción hacia abajo y alzamiento), el señor Homais, con toda clase de razones, exhortaba al mozo de la posada a dejarse operar - Apenas sentirías un ligero dolor, tal vez un simple pinchazo como una pequeña sangría, menos que la extirpación de ciertos callos. Hipólito reflexionaba y abría estúpidamente los ojos. - Además - proseguía el farmacéutico -, ¡no tengo nada que ver!, ¡ lo hago por ti!, ¡por pura humanidad! Quisiera verte, amigo mío, liberado de tu. asquerosa claudicación, con ese balanceo de la región lumbar que, digas lo que digas, debe perjudicarte bastante en el ejercicio de tu oficio. Entonces Homais le ponderaba lo gallardo que se sentiría luego, mucho más cabal, y hasta le daba a entender que estaría mejor dispuesto para gustar a las mujeres; el caballerizo se limitaba a sonreír bobamente. Luego atacaba su vanidad: -¿No eres un hombre tú? ¡Cáspita!, ¿qué sería si te hubiera tocado servir, combatir bajo bandera? ¡Ah, Hipólito!... 230

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Y Homais se alejaba declarando que no comprendía semejante empecinamiento, esa ceguera de rechazar los beneficios de la ciencia. - El desdichado cedió porque aquello fue una especie de conjuración. Binet, que nunca se mezclaba en los asuntos ajenos, la señora Lefrancois, Artemisa, los vecinos y hasta el alcalde, el señor Tuvache, todos lo animaban, lo sermoneaban, lo avergonzaban; pero lo que acabó por decidirlo fue que eso no le costaría un céntimo. Bovary tomaba a su cargo el material quirúrgico. La generosa idea pertenecía a Ema, y Carlos consentía diciéndose en su fuero íntimo que su mujer era un ángel. Con la dirección del farmacéutico hizo construir al carpintero con ayuda del cerrajero, después de tres intentos, una especie de caja de ocho libras de peso, aproximadamente, en la que abundaban el hierro, la madera, la chapa, el cuero, las bisagras y los tornillos. No obstante, para saber cuál tendón se debía cortar a Hipólito era preciso conocer primero su tipo de pie zambo. Tenía un pie que formaba una línea casi recta con la pierna, cosa que no impedía la torsión interior, de manera que era un pie equino, con algo de varas, o bien un ligero varas con marcada inclinación hacia el equino. Pero con ese equino, ancho en efecto como una pata de caballo, de piel rugosa, tendones secos, gruesos dedos cuyas uñas negras parecían clavos de herradura, el estrefopodo galopaba cual ciervo de la mañana a la noche. Se lo veía invariablemente en la plaza, saltando alrededor de las carretas, con el desparejo soporte proyectado hacia adelante. Si hasta parecía que esa 231

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pierna era más vigorosa que la otra. A fuerza de servir, el miembro había adquirido algo semejante a las cualidades morales de paciencia y energía, y cuando le encomendaban una tarea pesada se afanaba más. Puesto que se trataba de un pie equino, era preciso cortar el tendón de Aquiles, a condición de operar luego el músculo tibial anterior para curar el varus; porque el médico no se atrevía a realizar ambas intervenciones a la vez y temblaba solamente ante la idea de dañar alguna zona importante e ignorada. Ni siquiera Ambrosio Paré cuando tras quince siglos de intervalo por primera vez desde los tiempos de Paracelso, aplicó la ligadura inmediata a una arteria; ni Dupuytren al disponerse a abrir un absceso a través de una espesa capa encefálica, ni Gensoul cuando llevó a cabo la primera ablación de maxilar superior sintieron tales palpitaciones de corazón, ni tales temblores de mano, ni tal tensión intelectual como la que sintió el señor Bovary cuando, tenótomo en mano, se acercó a Hipólito. Como en los hospitales, tenía a su lado sobre una mesa un montón de hilas, hilos encerados, muchas vendas, una pirámide de vendas, la reserva de vendas de la botica. El señor Homais organizó desde temprano los preparativos, tanto para deslumbrar a la multitud como para engañarse a sí mismo. Carlos pinchó la piel: se oyó un seco chasquido. El tendón había sido cortado, la operación estaba hecha. Hipólito no se reponía de su sorpresa; se inclinaba sobre las manos de Bovary para cubrirlas de besos. - Vamos, cálmate - decía el boticario -; ¡ya tendrás tiempo para demostrar gratitud a tu bienhechor! 232

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Y descendió para contar el resultado a cinco o seis curiosos inmóviles en el patio, quienes esperaban la reaparición de Hipólito caminando correctamente. Luego Carlos colocó a su paciente el aparato y regresó a casa, donde Ema lo aguardaba en la puerta, muy ansiosa. Ella le echó los brazos al cuello; se sentaron a la mesa; él comió opíparamente y hasta pidió a los postres una taza de café, exceso que sólo se permitía los domingos cuando había invitados. La velada fue encantadora; charlaron en grande, soñaron juntos. Hablaron de su fortuna futura, de las mejoras a introducir en el hogar; él veía su buena reputación extendida, aumentado su bienestar, logrado para siempre el amor de su mujer; y ella se sentía dichosa al refrescarse en un nuevo afecto, más sano, mejor, al experimentar por fin cierto cariño hacia ese pobre muchacho que la quería tanto. Solamente una vez recordó a Rodolfo y entonces sus ojos buscaron a Carlos. Hasta observó, sorprendida, que sus dientes no eran feos. Estaban acostados cuando sin hacer caso de la cocinera Homais se coló de rondón en el dormitorio, agitando una hoja de papel recién escrita: la proclama que destinaba al Fanal de Ruán. La traía para leérsela. - Lea usted mismo - dijo Bovary. Homais leyó: "A pesar de los prejuicios que aún cubren parte de la faz de Europa como una red, la luz comienza a penetrar en nuestros campos. Así fue como el martes nuestra pequeña ciudad de Yonville se vio convertida en teatro de una expe-

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riencia quirúrgica que fue a la vez un acto de filantropía. El señor Bovary, uno de nuestros más distinguidos prácticos...” -¡Ah, es demasiado!, ¡es demasiado! - decía Carlos sofocado por la emoción. - Pero no, ¡nada de eso!, ¡vamos!... "Operó el pie zambo..." No puse el término científico porque, usted sabe, en un diario... todo el mundo no lo comprendería, quizá; es necesario que las masas... - Así es - dijo Bovary -, siga leyendo. - Repito - dijo el farmacéutico -. "El señor Bovary, uno de nuestros más distinguidos prácticos, operó de un pie zambo al llamado Hipólito Tautain, caballerizo desde hace veinticinco años en el hotel León de oro, de propiedad de la señora Lefrancois, en la plaza de Armas. La novedad del intento y el interés prestado al asunto atrajeron tal concurso de pobladores que hubo una verdadera muchedumbre en la puerta del establecimiento. Por lo demás, la operación fue practicada como por encanto y apenas unas gotas de sangre afloraron a la piel, como para indicar que el tendón rebelde cedía por fin a los esfuerzos del arte. El paciente, cosa extraña (lo afirmamos de visu), no acusó dolor alguno. Su estado hasta el presente nada deja que desear, y quién sabe si en la próxima fiesta aldeana no veremos a nuestro buen Hipólito participar de las danzas báquicas en medio de un alegre coro de perillanes, demostrando a todos, con su facundia y sus cabriolas, su completa curación. ¡Loor a los sabios generosos! ¡Loor a esos infatigables espíritus que consagran sus vigilias a mejorar o aliviar a sus semejantes! ¡Loor, tres veces loor! ¿Acaso no debemos exclamar que los ciegos verán, los 234

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sordos oirán y los cojos andarán? ¡Las promesas que antaño el fanatismo hacía a sus elegidos son realizadas hoy por la ciencia para todos los hombres! Mantendremos a nuestros lectores al corriente de las sucesivas fases de esta notable curación.” Esto no impidió que cinco días después la tía Lefrancois se presentara espantada gritando: -¡ Socorro! ¡Se muere!...¡Me vuelvo loca! Carlos voló al León de oro, y al verlo cruzar la plaza, sin sombrero, el farmacéutico abandonó la farmacia. Jadeante, rojo, inquieto, compareció también preguntando a todos los que subían la escalera: -¿Qué tiene nuestro interesante estrefopodo? El estrefopodo se retorcía entre atroces convulsiones hasta el punto de que el aparato mecánica que contenía su pierna daba golpes contra la pared amenazando tirarla abajo. Con muchas precauciones para no estorbar la posición del miembro quitaron la cala y vieron un abominable espectáculo. La forma del pie desaparecía bajo tal hinchazón que la piel parecía romperse y estaba cubierta de equimosis ocasionadas por el dichoso artefacto. Hipólito ya se había quejado diciendo que le dolía, pero nadie le hizo caso; fue preciso admitir su razón y lo dejaron libre durante algunas horas. Pero apenas desapareció un tanto el edema ambos sabios juzgaron oportuno colocar nuevamente el miembro en el molde, apretándolo más para acelerar las cosas. Tres días después Hipólito no lo aguantaba y volvieron a quitarlo, muy sorprendidos ante el resultado visible. Una lívida tumefacción se extendía por la pierna con ampollas dispersas que 235

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segregaban un líquido negro. El asunto tomaba mal cariz. Hipólito empezaba a preocuparse, y la tía Lefrancois lo instaló en la salita junto a la cocina para que, por lo menos, tuviera alguna distracción. Pero el recaudador, que cenaba allí todas las noches, se quejó amargamente de semejante vecindad. Transportaron entonces a Hipólito a la sala de billares. Allí yacía, gimiendo bajo espesas mantas, pálido, barbudo, con los ojos hundidos, moviendo de vez en cuando la cabeza sobre la sucia almohada donde se abatían las moscas. La señora Bovary lo visitaba. Le traía trapos de hilo para las cataplasmas, lo consolaba, lo alentaba. Además no le faltaba compañía, sobre todo los días de feria, cuando a su alrededor los campesinos hacían rodar las bolas de billar, movían los tacos, fumaban, bebían, cantaban, armaban jaleo. -¿Qué tal? - le decían palmeándole el hombro. - ¡No muy famoso, al parecer! La culpa es tuya. Debías hacer eso o lo otro. Le contaban historias de gentes curadas por remedios distintos de los suyos; luego, a manera de consuelo, agregaban: -¡Lo que pasa es que eres demasiado obediente! ¡Levántate, pues! ¡Te mimas como un rey! ¡Ah, viejo farsante, vaya, qué mal hueles! En efecto, la gangrena subía cada vez más. El propio Bovary enfermaba al verlo. Venía a toda hora, continuamente. Hipólito lo miraba con ojos llanos de espanto y balbuceaba sollozando:

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-¿Cuándo estaré curado?... ¡Ah, sálveme! ¡Qué desgraciado soy! ¡Qué desgraciado! El médico se marchaba recetando dieta. - No lo escuches, muchacho - aconsejaba la tía Lefrancois -¡Bastante te han martirizado ya! Vas a debilitarte más. Toma, ¡traga! Y le ofrecía un sabroso caldo, una tajada de pierna de cordero, un trozo de tocino, y algunas veces una copita de aguardiente que él no tenía coraje de llevarse a los labios. Al saber que empeoraba, el abate Bournisien pidió verlo. Comenzó por compadecer su mal, declarando a la vez que debía regocijarse, puesto que era la voluntad del Señor, y aprovechar ya mismo la oportunidad de reconciliarse con el cielo. - Porque - decía el sacerdote con tono paternal- tú descuidabas un tanto tus deberes; rara vez se te veía en el oficio divino; ¿cuántos años hace que no te acercas a la Santa Misa? Comprendo que tus ocupaciones, que el torbellino del mundo hayan podido apartarte del cuidado de tu salvación. Pero ahora ha llegado la hora de reflexionar. No desesperes, sin embargo; he conocido a grandes culpables que en el momento de comparecer ante Dios (tú no has llegado a eso todavía, lo sé muy bien) imploraron su misericordia y ciertamente murieron con la mejor disposición. ¡Esperemos que, como ellos, tú también .les un buen ejemplo! Así, como precaución, ¿quién te impide rezar por la mañana y por la noche un "Ave, María, llena eres de gracia" y un "Padrenuestro que estas en los cielos"? Sí, hazlo por mí, para obligarme. ¿Qué te cuesta? ¿Me lo prometes? 237

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El pobre diablo lo prometió. El cura volvió en días sucesivos. Conversaba con la posadera y hasta contaba anécdotas salpicadas de bromas, de chistes incomprensibles para Hipólito. Luego, cuando lo permitían las circunstancias, recaía en el tema religioso, adoptando un semblante conveniente. Su celo parecía tener éxito; porque muy pronto el estrefopodo manifestó deseos de hacer una peregrinación al Buen Socorro si sanaba; a lo que el señor Bournisien respondió que no veía inconveniente; dos precauciones valían mas que una. Nada se arriesgaba. El boticario se indignó contra lo que llamaba las maniobras del sacerdote; pretendía que perjudicaban a la convalecencia de Hipólito y repetía a la señora Lefrancois:- ¡Déjelo en paz! ¡Le perturba la moral con su misticismo! Pero la buena mujer se negó a escucharlo. Era la causa de todo. Por espíritu de contradicción colgó a la cabecera de la cama del enfermo una pila llena de agua bendita con una rama de boj. No obstante, la religión no parecía curarlo mejor que la cirugía, y la invencible podredumbre trepaba de las extremidades al vientre. En vano cambiaban las pociones y las cataplasmas; los músculos se despegaban cada día más, y por fin Carlos asintió cuando la tía Lefrancois le preguntó si, en vista de lo desesperado del caso, no convenía llamar al señor Carivet, una celebridad de Neufchátel. Doctor en medicina, de cincuenta años, disfrutando de una buena posición y seguro de sí mismo, el colega no ocultó su desdeñosa risa a la vista de la pierna gangrenada 238

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hasta la rodilla. Luego, después de declarar lisa y llanamente que era necesario amputar, fue a la farmacia para despotricar contra los asnos que hablan reducido a semejante estado a un desgraciado. Sacudía al señor Homais por el botón de la levita y vociferaba: -¡ Son inventos de París! ¡Esas son las ideas de los señores de la capital! ¡Como el estrabismo, el cloroformo, la litotricia, un montón de monstruosidades que el gobierno debía prohibir! ¡Pero quieren hacerse los vivos y meta dar remedios sin pensar en las consecuencias! Nosotros no somos capaces de tanto; ¡no somos sabios, pisaverdes, lechuguinos, ¡somos practicones, gente que sana, y no se nos ocurre operar a un tipo que está bien! ¡Enderezar un pie zambo! ¡Pero si es como si uno quisiera, por ejemplo, corregir a un jorobado! Homais sufría al escuchar semejante discurso y disimulaba su malestar bajo una sonrisa de cortesano, con mucho cuidado de no enojar al señor Canivet, cuyas recetas algunas veces llegaban hasta Yonville; por consiguiente, no asumió la defensa de Bovary, ni hizo observación alguna y, abandonando sus principios, sacrificó su dignidad a los intereses más serios de su comercio. ¡Vaya si fue acontecimiento, importante en la aldea la amputación de pierna practicada por el doctor Canivet! Ese día todos los habitantes se levantaron temprano y la Calle Mayor, aunque llena de gente, tenía cierto aspecto lúgubre, como si se tratara de una ejecución capital. En la despensa se discutía la enfermedad de Hipólito; en las tiendas no había,

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ventas y la señora Tuvache, mujer del alcalde, no se movía de su ventana, impaciente por ver la llegada del operador. Apareció en su cabriolé conducido por él mismo. Pero como el resorte izquierdo a la larga había cedido bajo el peso de su corpulencia, el coche se inclinaba un poco al andar, y en el otro cojín, a su lado, se veía una gran caja recubierta de badana roja cuyos tres pasadores de cobre brillaban magistralmente. Cuando entró como un torbellino en el portal del León de oro, el doctor, a gritos, ordenó que desataran a la yegua y fue al establo para vigilar si comía bien su ración de avena, porque cuando visitaba a los enfermos primero se ocupaba de su yegua y de su cabriolé. Decían al respecto: "¡Ah, el señor Canivet es muy raro!" Y lo estimaban más por su inquebrantable aplomo. El universo podía reventar junto con el último de los hombres, pero él no hubiera abandonado la más ínfima de sus costumbres. Homais se presentó. - Cuento con usted - dijo el médico- ¿Estamos listos? ¡En marcha! Pero el boticario, sonrojándose, confesó que era demasiado sensible para ayudar en semejante operación. - Cuando uno es un simple espectador - decía -, usted sabe, la imaginación se conmueve. Y además tengo el sistema nervioso tan... -¡Bueno! - interrumpió Canivet -, usted me parece, por lo contrario, más propenso a la apoplejía. Y además, no me sorprende; ustedes, señores farmacéuticos, siempre están metidos en sus cocinas, lo que acaba por alterarles el tempe240

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ramento. Míreme a mí; me levanto todos los días a las cuatro, me afeito con agua fría (nunca siento frío), y eso que no uso franelas ni me resfrío, ¡la caja es buena! Vivo de cualquier manera, como un filósofo, a lo que venga. Por eso no soy delicado como ustedes, y lo mismo me da cortar en pedazos a un cristiano que a un ave. Claro, usted dirá, el hábito... ¡El hábito! Entonces, sin miramiento alguno hacia Hipólito, que sudaba de angustia entre sus sábanas, los señores entablaron una conversación en la que el boticario comparó la sangre fría del cirujano con la de un general; y como la comparación resultó agradable a Canivet, éste se prodigó en palabras sobre las exigencias de su arte. Lo consideraba un sacerdocio, aunque lo deshonrasen los oficiales sanitarios. Por fin, volviendo al enfermo, examinó las vendas aportadas por Homais, las mismas que sirvieran en el caso del pie zambo, y pidió una ayuda para sostener el miembro. Se envió a buscar a Lestiboudois, y el señor Canivet, después de arremangarse, pasó a la sala de billares mientras el boticario hacía compañía a Artemisa y a la posadera, ambas más pálidas que sus delantales y con el oído pegado a la puerta. Entre tanto Bovary no osaba moverse de casa. Estaba abajo, en la sala, sentado junto a la chimenea apagada, con la barbilla hundida en el pecho y las manos juntas, fija la mirada. "¡Qué infortunio - pensaba -, qué contratiempo!" Sin embargo, había tomado todas las precauciones imaginables. Era cosa de la fatalidad. ¿Que no tenía importancia? Si Hipólito moría, él lo habría asesinado. ¿Y qué explicación daría a sus clientes cuando lo interrogaran? 241

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¿Habría cometido algún error, quizá? Buscaba y no lo hallaba. Pero si hasta los cirujanos más famosos se equivocaban. ¡Nadie lo creería! ¡Se reirían de él a carcajadas! ¡La noticia llegaría hasta Forges, hasta Neufchátel, hasta Ruán, a todas partes! ¡Vaya a saber si algún colega no escribiría algo contra él! Tendría lugar una polémica y habría que responder r en los diarios. El mismo Hipólito podría iniciarle un proceso. ¡Se veía deshonrado, arruinado, perdido! Y entre las mil hipótesis que acudían a su mente se agitaba como un tonel vacío arrastrado por el mar y azotado por las olas. Ema, sentada frente a frente, lo miraba; no compartía su humillación; experimentaba otra: la de haber imaginado que semejante hombre podía valer algo, como si ya veinte veces no hubiera advertido suficientemente su mediocridad. Carlos recorría la habitación. Sus botas crujían sobre el entarimado. -¡ Siéntate! - dijo ella -. Me molestas. El volvió a sentarse. ¿Cómo pudo ella ( ¡tan inteligente! ) equivocarse una vez más? Además, ¿por qué deplorable manía arruinaba su existencia con sacrificios continuos? Recordó sus instintos de lujo, las privaciones de su alma, las bajezas del matrimonio, del hogar, sus sueños caídos en el fango como golondrinas heridas, ¡todo lo deseado, lo negado, lo que habría podido tener! ¿Y por qué? ¿Por que? En el silencio que colmaba la aldea, un grito desgarrador cruzó los aires. Bovary palideció como si fuera a perder el sentido. Ella frunció las cejas con gesto nervioso y luego prosiguió. Por él, sin embargo, por ese ser, por ese hombre 242

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que nada comprendía, ;que nada sentía! Porque allí estaba muy tranquilo, sin sospechar siquiera el ridículo que ensuciaría su nombre y también el de ella. Había realizado esfuerzos para amarlo y se había arrepentido llorando por haberse entregado a otro hombre. - Pero ¿sería un valgus? - exclamó de pronto el meditabundo Bovary. AL cheque imprevisto de la frase, que cayó sobre su pensamiento como bala de plomo en fuerce de plata, Ema se estremeció y alzó la cabeza para adivinar su sentido; se miraron en silencio, casi estupefactos, tan alejadas estaban sus conciencias. Carlos la examinaba con la mirada turbia del borracho, mientras escuchaba inmóvil los últimos gritos del amputado, prolongados en lánguidas modulaciones, entrecortadas por agudos chillidos como el aullido lejano de un animal degollado. Ema se mordía los labios sin color, y haciendo girar entre sus dedos una rama del polípero que cortara, fijaba en Carlos la ardiente flecha de sus pupilas, como dos dardos de fuego listos para ser disparados. Todo en el la irritaba ahora: su cara, su traje, lo que callaba, su persona entera, su existencia misma. Se arrepentía de su pasada virtud como si fuera un crimen y los restos de aquella se desmoronaban bajo los furiosos embates de su orgullo. Se deleitaba con las malignas ironías del adulterio triunfante. El recuerdo de su amante volvía a ella con vertiginosa atracción; arrojaba en él su alma impulsada hacia la imagen por un nuevo entusiasmo; y Carlos le parecía tan apartado de su vida, tan ausente para siempre, tan imposible y aniquilado como si estuviera por morir y agonizara ante sus ojos. 243

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Hubo un rumor en la acera. Carlos miró y a través de la celosía baja divisó en el fondo del mercado, a pleno sol, al doctor Canivet enjugándose la frente con su pañuelo de seda. Detrás Homais llevaba a pulso una gran caja roja y ambos se encaminaban hacia la farmacia. Entonces, con súbita ternura y desaliento, Carlos se volvió hacia su mujer diciéndole: - Vamos, sé buenita, abrázame. -¡Déjame! - gritó ella, roja de cólera. -¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? - repetía él, estupefacto -. ¡Cálmate! ¡Recóbrate! Sabes que te quiero..., ¡ven aquí! -¡Basta! - exclamó ella con acento terrible. Y huyendo de la sala, Ema cerró la puerta con tal fuerza que el barómetro saltó de la pared y se hizo mil pedazos contra el suelo. Carlos se desplomó en su sillón, consternado, pensando en el malestar de Ema, imaginando una enfermedad nerviosa, lloroso y con la vaga sensación de que algo funesto e incomprensible circulaba en torno. Cuando esa noche Rodolfo acudió al jardín, halló a su querida aguardándole al pie del pórtico, en el primer escalón. Se abrazaron muy fuerte y todo el rencor se fundió como la nieve bajo el calor de aquel beso.

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XII Reanudaron su amor. Algunas veces, en mitad del día, Ema le escribía de pronto; luego, a través de los vidrios hacía una señal a Justino, quien se desataba al instante el delantal y volaba a la Huchette; Rodolfo se presentaba y ella le decía que estaba aburrida, que su marido era odioso y la existencia atroz. -¿Acaso puedo evitarlo? - protestó él un día, impaciente. -¡Ah, si quisieras!... Estaba sentada en el suelo, entre sus rodillas, con las crenchas sueltas y la mirada perdida. -¿Qué, pues? Ella suspiró. - Nos iríamos a vivir lejos... a otra parte... -¡Verdaderamente, estás loca! - dijo él riendo -¿Es posible eso? Ella insistió; él fingió no entender y desvió la conversación. Porque no comprendía la razón de tantas alteraciones

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en una cosa tan simple como el amor. Ella tenía un motivo, una razón, una especie de ayuda para su apego. Su cariño, en efecto, se acrecentaba a diario por la repulsión que el marido le inspiraba. Cuanto más se entregaba a uno más execraba al otro; nunca Carlos le había parecido tan desagradable, de dedos tan cuadrados, espíritu tan torpe, maneras tan vulgares como cuando estaban juntos después de las citas con Rodolfo. Entonces, sin dejar de representar su papel de esposa y de virtuosa, se inflamaba al recordar aquella cabeza cuyos cabellos negros formaban un rizo sobre la frente bronceada, aquel talle robusto y elegante a la vez, ¡aquel hombre, en fin, que poseía tanta experiencia para las cosas de la razón, tanta furia para las del deseo! Para él se limaba las uñas con esmero de cincelador, nunca tenía bastante coldcream en la piel ni pachulí en sus pañuelos. Se cargaba de brazaletes, de sortijas, de collares. Cuando él debía venir a visitarla llenaba de rosas los dos grandes floreros de vidrio azul y disponía su morada y su persona como la cortesana que aguarda a un príncipe. Su criada debía pasar el día entero lavando la lencería y Felicitas no salía de la cocina, donde el joven Justino la miraba trabajar, puesto que solía hacerle compañía. - Con el codo apoyado en la larga tabla de planchar, Justino examinaba ávidamente esas prendas femeninas expuestas a su vista; las enaguas de bombasí, las pañoletas, los cuellitos, los calzones abiertos, muy anchos en las caderas y muy estrechos abajo. -¿Para qué sirve esto? - preguntaba el muchacho tocando la crinolina o los broches. 246

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-¿Nunca viste estas cosas? - respondía riendo Felicitas -, ¡como si tu patrona, la señora Homais, no las usara! -¡Ah, sí! ¡Cómo no! ¡La señora Homais! Y agregaba con tono pensativo: -¿Acaso es una dama, como la señora? Felicitas se impacientaba al verlo dar vueltas en torno de ella. Le llevaba seis años, y Teodoro, el criado del señor Guillaumin, empezaba a hacerle la corte. -¡Déjame tranquila! - decía cambiando de lugar la vasija del almidón -. Vete mejor a machacar almendras, siempre andas metiendo la nariz en cosas de mujeres; espera hasta que te salga la barba para eso, mocoso malvado. - Vamos, no se enoje, le haré las botinas. Y buscaba en el umbral el calzado de Ema, todavía sucio de estiércol, el estiércol de las citas, que se deshacía en polvo bajo sus dedos, mirándolo ascender suavemente en un rayo de sol. -¡Qué miedo tienes de estropearlas! - decía la cocinera, que no ponía tantos miramientos cuando las limpiaba porque la señora se las cedía en cuanto la tela estaba ajada. Ema tenía una provisión de borceguíes en su armario y los gastaba sin contemplaciones, sin que jamás Carlos se permitiera la menor observación. Así fue como desembolsó trescientos francos para una pierna de palo que juzgaba conveniente regalar a Hipólito. La pata tenía adornos de corcho y articulaciones de resorte; era un complicado aparato recubierto por un pantalón negro terminado en un zapato de charol. Hipólito no se atrevía a usar a diario pierna tan hermosa y suplicó a la señora Bovary 247

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que le procurara otra más práctica. Naturalmente, el médico corrió con los gastos de la adquisición. El caballerizo reanudó lentamente su tarea. Como antaño, se lo veía recorrer la aldea, y cuando Carlos oía a la distancia, sobre el empedrado, el ruido seco de su bastón, tomaba por otra calle. El señor Lheureux, el negociante, se hizo cargo del pedido esto le dio la oportunidad de visitar a Ema. Hablaba con ella de los nuevos envíos de París, de mil curiosidades femeninas, se mostraba harto complaciente y nunca reclamaba dinero. Ema se entregaba, de este modo, a la facilidad de satisfacer sus caprichos. Quiso adquirir para regalar a Rodolfo una bonita fusta que estaba en venta en una paragüería de Ruán. A la semana siguiente el señor Lheureux depositaba la fusta sobre su mesa. Pero al otro día se presentó en su casa con una factura de doscientos setenta francos, sin contar los céntimos. Ema quedó muy confundida; los cajones de su pequeño escritorio estaban vacíos; debían más de una quincena a Lestiboudois, dos trimestres a la criada y muchas otras cosas, y Bovary aguardaba con impaciencia el envío del señor Derozerays, quien solía pagarle todos los años por San Pedro. Ema logró engañar al señor Lheureux en un principio; luego éste perdió la paciencia; lo acosaban, no tenía reserva de capital y si no se juntaba con algún dinero se vería obligado a recobrar la mercadería en poder de ella. -¡Bueno, llévesela! - dijo Ema. -¡Oh, era una broma! - replicó él -. Lo único que lamento es la fusta. Pero a fe mía que se la pediré al señor. 248

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-¡No, no! - exclamó Ema. "Ya te tengo", pensó Lheureux. Y convencido de su descubrimiento salió repitiendo en voz baja con su pequeño silbido habitual: -¡Bueno! ¡Veremos, veremos! Ema pensaba en cómo salir del aprieto cuando entró la cocinera y dejó sobre la chimenea un rollito de papel azul, de parte del señor Derozerays, Ema se abalanzó y lo abrió. Contenía quince napoleones. La paga. Oyó los pasos de Carlos por la escalera, arrojó las monedas de oro dentro de su cajón y guardó la llave. Tres días después reapareció Lheureux. Puedo proponerle un arreglo – dijo -; si en lugar de la suma convenida usted tomara... -¡Aquí está! - dijo Ema poniéndole en la mano catarte napoleones. El negociante quedó atónito. Para disimular su incomodidad se deshizo en excusas y en ofertas de servicios rechazados por Ema; durante algunos minutos ella palpó dentro del bolsillo de su delantal las dos monedas de cien sueldos que él le diera. Se prometía hacer ahorros para devolver después.. "¡Bah! –pensó -, no se acordará más.” Además de la fusta con puño de plata sobredorada Rodolfo recibió un sello con la divisa Amor nel cor, una bufanda y por fin una cigarrera igual a la del vizconde recogida por Carlos en el camino y guardada por Ema. Pero tales regalos lo humillaban. Rechazó algunos: ella insistió y Rodolfo concluyó por ceder, juzgándola demasiado entrometida y tirana. 249

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Además, ella tenía ideas extrañas: - Piensa en mí cuando den las doce - decía. Y si él confesaba no haber pensado en ella, abundaban los reproches, terminados siempre con la frase eterna: -¿Me quieres? -¡Claro que te quiero! - respondía Rodolfo. -¿Mucho? -¡ Seguro! -¿Has querido a otras, eh? -¿Crees que me tomaste virgen? - preguntaba él riendo. Ema lloraba y él se afanaba por consolarla, echando a broma sus protestas. -¡ Pero es que te quiero tanto! - replicaba Ema -, te quiero y no puedo vivir sin ti, ¿sabes? A veces tengo ganas de verte y las furias del amor me desgarran. Me pregunto: ¿Dónde estará? ¿Hablará con otras mujeres? Ellas le sonríen, él se acerca... ¡Oh, no!, ¿verdad que ninguna te gusta? Algunas son más lindas que yo, pero ¡yo sé querer mejor! ¡Soy tu sirvienta y tu concubina! ¡Eres mi rey, mi ídolo!, ¡eres bueno!, ¡eres guapo!, ¡eres inteligente!, ¡eres fuerte! Tantas veces le oyó decir las mismas cosas que no le ofrecían ya ninguna originalidad. Ema se parecía a las demás queridas; y el encanto de la novedad cayó poco a poco como un ropaje, dejando al desnudo la eterna monotonía de la pasión con sus formas y palabras siempre iguales. Aquel hombre rico en experiencias, no distinguía la desemejanza de los sentimientos bajo la paridad de las expresiones. Puesto que otros labios libertinos o venales le habían murmurado frases parecidas, daba escaso crédito al candor de aquéllas; 250

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pensaba que era preciso evitar las palabras exageradas que ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del alma no desbordase algunas veces las metáforas vacías de sentido, porque nadie es capaz de dar la medida exacta de sus necesidades, sus concepciones, sus dolores, y porque la palabra humana es como caldero roto que aporreamos con melodías aptas para hacer bailar a los .osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas. Pero con la superioridad crítica propia de aquel que en cualquier tipo de compromiso se mantiene aparte, Rodolfo advirtió en ese amor otros goces para ser explotadas. Juzgó incómodo todo pudor. La trató sin reservas. La convirtió en algo dócil y corrompido. Fue una especie de apego idiota, lleno de admiración hacia él, de voluptuosidad en ella, una somnolienta beatitud; y su alma se zambullía en esa embriaguez, se ahogaba allí dentro, encogida como el duque de Clarence en su tonel de malvasía. La señora Bovary cambió de aspecto por efecto de sus hábitos amorosos. Sus miradas se hicieron más audaces, sus frases más libres; hasta tuvo la inconveniencia de pasear con el señor Rodolfo, cigarrillo en boca, como si quisiera desafiar Al mundo; en fin, los que dudaban ya no dudaron cuando cierto día la vieron apearse de la Golondrina ceñido el busto por un chaleco masculino; y la señora Bovary madre, quien después de una escena espantosa con su marido había buscado refugio en la casa de su hijo, no fue la menos escandalizada de las burguesas. Muchas cosas más le disgustaron: en primer lugar, Carlos no había escuchado sus consejos relativos a la prohibición de novelas; luego el estilo de la casa le 251

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incomodaba: se permitió algunas observaciones y hubo enojos, sobre todo una vez a propósito de Felicitas. La víspera, al atravesar el corredor, la señora Bovary madre la había sorprendido en compañía de un hombre, un hombre de barba morena, de unos cuarenta años, quien al oír sus pasos huyó a escape de la cocina. Ema se echó a reír; la buena señora se encolerizó, declarando que a menos que uno se burlara de las costumbres era preciso vigilar las de los criados. -¿A qué mundo pertenece usted? - contestó la nuera con una mirada tan impertinente que la señora Bovary le preguntó si no estaba defendiendo su propia causa. -¡ Salga de aquí! - dijo la joven poniéndose de pie de un salto. -¡Ema! ;Mamá! - gritaba Carlos para contenerlas. Pero las dos se dejaban llevar por la indignación. Ema temblaba y repetía: -¡Qué modales! ¡Una aldeana! Carlos corrió hacia su madre, que estaba fuera de quicio y balbuceaba: -¡Es una insolente!, ¡ una casquivana!, ¡tal vez algo peor! Y quería marcharse al instante si la otra no se presentaba y le pedía disculpas. Carlos regresó junto a su mujer y la instó a ceder; se puso de rodillas; ella acabó por responder: -¡Está bien! ¡Iré! En efecto, tendió la mano a su suegra con dignidad de marquesa, diciéndole: - Dispénseme, señora.

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Luego subió a su cuarto y se arrojó de bruces sobre la cama, llorando como un niño con la cabeza hundida en la almohada. Ella y Rodolfo habían convenido que, en caso de un acontecimiento extraordinario, ataría a la ventana un pedacito de papel blanco para que, si por casualidad él estaba en Yonville, acudiera al callejón del fondo. Ema puso la señal; aguardaba hacía ya tres cuartos de hora cuando de pronto vio a Rodolfo cerca del mercado. Tentada estuvo de abrir la ventana y llamarlo; pero él había desaparecido. Ella volvió a caer en la desesperación. Poco después le pareció oír pasos en la acera. Sin duda era él; bajó las escaleras, atravesó el patio. Rodolfo esperaba afuera. Ella se arrojó en sus brazos. - Ten cuidado - dijo él. -¡Ah, si supieras! - replicó ella. Y le como todo, de prisa, sin orden, exagerando los hechos, inventando otros, y prodigando los paréntesis con tal abundancia que él no comprendía ni jota. -¡Vamos, ángel mío, valor, consuélate, ten paciencia! -¡Hace cuatro años que tengo paciencia y que sufro! ;Un amor como el nuestro debía ser confesado a la faz de los cielos! Me torturan. ¡No aguanto más! ¡Sálvame! Y se apretaba contra Rodolfo. Sus ojos llenos de lágrimas resplandecían como llamas bajo las ondas; su pecho se agitaba; jamás él. la había amado tanto; hasta el extremo de perder la cabeza y decirle: -¿Qué se puede hacer? ¿Qué quieres?

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-¡Llévame contigo! - exclamó ella -.¡ Ráptame!... ¡Oh, te lo suplico! Y se lanzó sobre su boca como si quisiera arrancarle el inesperado consentimiento exhalado en un beso. - Pero...- replicó Rodolfo. -¿Qué? -¿Y tu hija? Ella reflexionó algunos minutos y luego respondió: -¡Tanto - peor, la llevaremos con nosotros! "¡Qué mujer!", se dijo él mientras la miraba alejarse. Porque Ema huía a través del jardín. La llamaban. En los días sucesivos mamá Bovary se asombró mucho con la metamorfosis operada en su nuera. En efecto, Ema se mostraba más dócil y hasta tuvo la deferencia de pedirle una receta para adobar los caracoles. ¿Lo hacía para engañar mejor a ambos? ¿O se proponía sentir con mayor profundidad la amargura de las cosas que iba a abandonar por una especie de estoicismo voluptuoso? Pero Ema no les prestaba atención, todo lo contrario; vivía perdida en el paladeo anticipado de su próxima felicidad. Con Rodolfo era el tema eterno de sus charlas. Se apoyaba en su hombro y murmuraba: -¡Ah, cuándo estaremos en la diligencia!...¿Lo has penado? ¿Será posible? Me parece que cuando el coche arranque me sentiré coma si subiéramos en globo, como si partiéramos hacia las nubes. ¿Sabes que cuento los días ?..¿Y tú? Jamás la señora Bovary estuvo tan hermosa como entonces; tenía esa indefinible belleza resultante de la alegría, el entusiasmo, el éxito, y que es en realidad armonía entre el 254

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temperamento y las circunstancias. Sus anhelos, sus pesares, la experiencia del placer y sus ilusiones siempre juveniles, como el abono, la lluvia, los vientos y el sol a las flores, la habían desarrollado gradualmente y por fin florecía en la plenitud de su naturaleza. Sus párpados parecían tallados de propósito para sus largas miradas amorosas, en las que sus pupilas se perdían, mientras un fuerte hálito abría las delgadas ventanas de su nariz y alzaba las comisuras carnosas de sus labios sombreados a plena luz por una ligera pelusilla negra. Se hubiera dicho que un artista hábil en corrupciones había dispuesto sobre la nuca la trenza de sus cabellos: se enrollaban éstos como al descuido en pesada masa, al azar del adulterio que los soltaba a diario. Ahora su voz asumía inflexiones más nobles y también su talle; algo sutil y penetrante se desprendía de los pliegues de su vestido y del arco de su pie. Carlos, como en los primeros tiempos de su matrimonio, la hallaba deliciosa e irresistible. Cuando regresaba en mitad de la noche no osaba despertarla. El velador de porcelana redondeaba en el cielo raso una temblorosa claridad y las cortinas corridas de la cuna formaban una especie de blanca choza arqueándose en la sombra junto a la cama. Carlos las miraba. Le parecía oír la respiración ligera de su criatura. Crecería; cada estación traería un rápido Progreso; la vela ya al regreso de la escuela, por las tardes, risueña, con su delantal manchado de tinta y el cesto en el brazo; después habría que ponerla en un pensionado; eso costaría mucho, ¿cómo hacerlo? Carlos reflexionaba. Pensaba alquilar una pequeña granja en los alrededores, y la vigilaría personalmente mientras visitaba a 255

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sus enfermos. Economizaría las rentas, las colocaría en la caja de ahorros; luego compraría acciones, en cualquier parte, no tenía importancia; además la clientela aumentaría; contaba con ello porque quería educar bien a Berta, dotarla de habilidades, enseñarle a tocar el piano. ¡Ah, que bonita sería a los quince años, cuando, parecida a su madre, como ella llevaría en el verano grandes sombreros de paja! De lejos las tomarían por dos hermanas. Se la imaginaba trabajando junto a ellos por las noches, a la luz de la lámpara; le bordaría pantuflas; se ocuparía del hogar, llenaría la casa con su gracia y su alegría. Por fin, pensarían en establecerla; le buscarían un buen muchacho de sólida posición; él la haría feliz; esa felicidad duraría siempre. Ema no dormía; simulaba hacerlo, y mientras Carlos se adormecía a su lado despertaba a otros sueños. AL galope de cuatro caballos viajaba desde hacía ocho días hacia un nuevo país de donde nunca regresarían. Andaban y andaban, abrazados, en silencio. De pronto desde lo alto de una montaña divisaban alguna espléndida ciudad con sus cúpulas, sus puentes, sus navíos, bosques de limoneros y catedrales de mármol blanco cuyos agudos campanarios sostenían nidos de cigüeñas. Iban al paso debido al empedrado y en el suelo yacían ramos de flores ofrecidos por mujeres vestidas con rojos corseletes. Se oía el tañido de las campanas, el relincho de las mulas y junto al murmullo de las guitarras y el rumor de las fuentes, cuyos vapores al cobrar vuelo refrescaban montones de frutas dispuestas formando pirámide al pie de pálidas estatuas sonrientes bajo los chorros de agua. Y una noche llegaban a una aldea de pescado256

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res donde las redes oscuras se secaban al viento a lo largo del farallón y de las cabañas. Allí se detendrían para vivir; habitarían una casa baja, de techo plano, a la sombra de una palmera, en el fondo de un golfo, al borde del mar. Pasearían en góndola, se columpiarían en una hamaca; y su existencia sería fácil y amplia como sus ropas de seda, cálida y estrellada como las dulces noches entonces contempladas. Pero en la inmensidad de ese porvenir conjurado nada particular surgía; los días, siempre magníficos, eran semejantes entre sí como olas y se balanceaban en el horizonte infinito, armonioso, azulado y cubierto de sol. De golpe la niña empezaba a toser en su cuna o Bovary roncaba más fuerte, y Ema sólo se adormecía al amanecer, cuando el alba blanqueaba los vidrios y en la plaza el pequeño Justino abría ya los postigos de la farmacia. Había llamado al señor Lheureux para decirle: - Necesito un abrigo, un buen abrigo con cuello amplio y doble. -¿Se va de viaje? - preguntó él. -¡No! pero... ¿Qué importancia tiene? Cuento con usted, ¿verdad?, ¡y pronto! El accedió. - También necesitaría una caja - prosiguió Ema - una caja... no muy pesada..., cómoda. - Sí, entiendo, de unos noventa y dos centímetros más o menos por cincuenta, como las hacen ahora. - Con un saco de noche. "Decididamente - pensó Lheureux -, en esto hay un tapujo.” 257

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- Tome - dijo la señora Bovary sacando el reloj de su cintura -. Tome esto, cóbrese lo que sea. El comerciante protestó que estaba equivocada; se conocían, ¿acaso dudaba de ella? ¡Qué niñería! Ema insistió para que por lo menos aceptara la cadena y ya Lheureux se la había echado al bolsillo y se marchaba cuando ella lo llamó otra vez. - Deje todo en su casa. En cuanto al abrigo - simuló reflexionar -, tampoco me lo traiga; deme simplemente la dirección del obrero y adviértale que lo tenga a mi disposición. Debían fugarse el mes siguiente. Ema saldría de Yonville como si fuera a hacer algunas diligencias en Ruán. Rodolfo habría reservado los asientos, sacado pasaportes y también. escrito a París para seguir viaje hasta Marsella, donde comprarían una calesa y de allí emprenderían sin detenerse el camino a Génova. Ella cuidaría de enviar su equipaje a casa de Lheureux para que lo llevaran directamente a la Golondrina, de manera que nadie sospechara algo; en todos estos arreglos nunca habló de su hijita. Rodolfo evitaba el tema; quizás ella no pensara en eso. Rodolfo pidió un plazo de dos semanas para terminar de tomar algunas disposiciones; luego, al cabo de ocho días, pidió otros quince; después se declaró enfermo y más adelante hizo un viaje; pasó el mes de agosto, y tras tantas demoras decidieron fijar irrevocablemente la fecha del lunes 4 de setiembre. Por fin llegó el sábado, la antevíspera. Rodolfo fue a verla esa noche más temprano que de costumbre. 258

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-¿Todo está listo? - preguntó Ema. - Sí.- Dieron un rodeo a un cantero y fueron a sentarse cerca de la terraza, sobre el parapeto del muro. - Estás triste - dijo Ema. - No, ¿por qué? Sin embargo, la miraba extrañamente, con ojos tiernos. - ¿Es porque te vas?- prosiguió ella -,dejas tus afectos, tu vida? ¡Ah comprendo ...¡pero yo no tengo nada en el mundo! Tú eres todo para mí. Y yo seré todo para ti, seré tu familia, tu patria: te cuidaré, te amaré. -¡Eres encantadora! - dijo él tomándola en sus brazos. -¿De veras? - dijo ella con una risita voluptuosa -. ¿Me amas? ¡ Júramelo! -¡ Si te quiero!, ¡pero si yo te adoro, amor mío! AL fondo de la pradera salía la luna al ras del suelo, muy redonda y de color de púrpura. Trepaba rápidamente entre las ramas de los álamos, que, de trecho en trecho, la ocultaban como negra cortina agujereada. Luego apareció, muy blanca y muy elegante, en el desnudo cielo iluminado por ella; y entonces, más despaciosamente, dejó caer sobre el río una gran mancha que formaba infinidad de estrellas y ese resplandor de plata parecía retorcerse hasta el fin a la manera de una serpiente sin cabeza cubierta de luminosas escamas. Se asemejaba también a un monstruoso candelabro del que brotaban gotas de diamante en fusión. La dulce noche se desplegaba en torno de ellos; capas de sombra colmaban el follaje. Ema, con los ojos entrecerrados, aspiraba hondo el fresco viento. No se hablaban, demasiado perdidos en la 259

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entrega a su ensueño. La ternura de los viejos días volvía a sus corazones, abundante y callada como el cauce del río, muelle como el perfume de las celindas, y proyectaba en sus recuerdos sombras más desmesuradas y melancólicas que las de los inmóviles sauces prolongadas sobre la hierba. Por momentos algún animal nocturno- erizo o comadreja -, al acecho de una presa, movía las hojas o se oía caer del espaldar alguna pera madura. -¡Ah, qué hermosa noche! - dijo Rodolfo. -¡Tendremos otras! - replicó Ema. Y como si hablara consigo misma: - Sí, nos hará bien viajar... ¿Por qué se me entristece el corazón entonces? ¿Es miedo a lo desconocido?.. ¿el temor de abandonar mis costumbres?...¿o si no?...No, ¡es el exceso de felicidad! ¡Qué débil soy!, ¿verdad? ¡Perdóname! -¡Todavía estamos a tiempo! - exclamó él- Reflexiona, a lo mejor te arrepientes después. -¡ jamás! - dijo ella impetuosamente. Y acercándose a él: -¿Cuál desgracia puede ocurrirme? No hay desierto, precipicio u océano que no sea capaz de atravesar contigo. A medida que vivamos juntos será como un abrazo, ¡cada vez más apretado, más completo! Nada nos perturbará, no tendremos inquietudes, no habrá obstáculos! Estaremos solos, solos los dos, para siempre Habla, respóndeme. Rodolfo respondía a intervalos regulares: "Sí... Sí..." Ella le acariciaba los cabellos y repetía con voz infantil, a pesar de los lagrimones que corrían por sus mejillas: -¡ Rodolfo! ¡ Rodolfo!... ¡Ah, Rodolfo, Rodolfo querido! 260

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Dieron las doce. -¡Las doce! - dijo ella -. Bueno, ya es mañana. ¡Todavía un día! El se incorporó para marcharse, y como si ese ademán fuera la señal de su fuga, Ema, de pronto, con voz alegue: -¿Tienes los pasaportes? - preguntó. - Sí. -¿No has olvidado nada? - No. -¿Estás seguro? ,- Segurísimo. - Entonces, en el hotel de Provenza, ¿verdad?, ¿,me esperarás allí a medianoche? El asintió. - Hasta mañana, entonces - dijo Ema con una última caricia. Y lo miró alejarse. El no se volvía. Ella corrió detrás e inclinándose sobre el agua, entre la maleza: -¡Hasta mañana! - gritó. El había cruzado el río y caminaba ligero por la pradera. AL cabo de algunos minutos Rodolfo se detuvo; cundo la vio con su vestido blanco desvanecerse poco a poco en la sombra como un fantasma, se le conmovió el corazón y tuvo que apoyarse contra un árbol para no caer. -¡Qué imbécil! - dijo lanzando espantosos juramentosSea como fuere, era una linda querida! Y al instante revivió con la belleza de Ema todos los placeres de aquel amor. Primero se enterneció, luego se indignó contra ella. 261

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- Porque al fin y al cabo - dijo gesticulando - no puedo expatriarme, tener a mi cargo una criatura. Decía estas cosas para estar más seguro. Sin contar las molestias, los gastos... ¡Ah, no, mil veces no! ¡Hubiera sido una gran necedad!

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XIII Apenas llegó a su casa, Rodolfo se sentó bruscamente ante su escritorio, bajo la cabeza del ciervo puesta en la pared como trofeo. Pero cuando asió la pluma no halló palabras, de modo que apoyado en ambos codos se puso a reflexionar. Fue como si Ema retrocediera hasta un remoto pasado, como si la resolución que acababa de tomar colocara entre ambos de pronto, un inmenso intervalo. Para recobrar algo de ella buscó en el armario de cabecera una vieja caja de bizcochos de Reims donde solía guardar las cartas femeninas; la caja exhaló un olor a polvo húmedo y a rosas marchitas. Primero vio un pañuelo de bolsillo con algunas pálidas gotas. Era un pañuelo usado por Ema un día que sangrara por la nariz durante un paseo; ya no lo recordaba. AL lado, chocando con las paredes, la miniatura que ella le diera; su vestido le pareció pretencioso y su mirada de soslayo, de lamentable efecto; luego, a fuerza de considerar esa imagen y de evocar el recuerdo del modelo, los rasgos de Ema se confundieron poco a poco en su 263

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memoria como si la figura viviente y la pintada, frotándose una contra la otra, se fueran borrando recíprocamente. Por fin leyó algunas de sus cartas; estaban llenas de explicaciones referentes al viaje de ambos, cortas, técnicas y apremiantes, como mensajes de negocios. Quiso ver las anteriores, las más largas; para encontrarlas en el fondo de la caja Rodolfo desacomodó las demás; y automáticamente empezó a revolver ese montón de papeles y cosas encontrando al azar ramos, una liga, un antifaz negro, alfileres y mechones de cabellos; cabellos negros y rubios!; `algunos se enganchaban en la cerradura de la caja y se quebraban al abrirla. De este modo, vagando por sus recuerdos, examinaba la caligrafía y el estilo de las cartas, tan variado como la ortografía. Eran tiernas o joviales, alegres o melancólicas; unas pedían amor, otras dinero. A propósito de una palabra rememoraba caras, ciertos gestos, el sonido de una voz; a veces nada recordaba. En realidad esas mujeres, al acudir simultáneamente a su recuerdo, se molestaban entre sí y se reducían a un parejo nivel de .amor que las igualaba. Tomando por puñados las cartas mezcladas se divirtió durante un momento en hacerlas caer como cascada de la mano derecha a la izquierda. Por fin, aburrido, cansado, Rodolfo volvió a dejar la caja en el armario diciéndose: "¡Cuánta mentira!” La frase resumía su opinión; porque los placeres, semejantes a niños que pisotean la hierba en el patio de la escuela, tanto habían andado en su corazón que ningún verdor crecía

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en él, y lo que pasaba por allí, más aturdido que un niño, tampoco dejaba su nombre grabado en el muro. "Bueno, empecemos", se dijo. Escribió: "¡Valor, Ema! ¡Valor! No quiero ser el causante de la desdicha de su existencia..:” "Al fin y al cabo -pensó- actúo en su interés, soy honesto.” "¿Ha madurado usted su determinación? ¿Sabe, acaso, cuál es el abismo .al que yo la arrastraba, mi pobre ángel? No, ¿verdad? Confiada y loca usted iba hacia él, creyendo en la felicidad, en el futuro... ¡Qué infortunados somos, qué insensatos!"... Rodolfo se detuvo para encontrar una buena excusa. "¿Si le dijera que he perdido toda mi fortuna?... ¡Ah, no!, y además eso nada impediría. Volveríamos a las andadas. ¿Se puede hacer entrar en razón a una mujer así?” Reflexionó y luego agregó: “No la olvidaré, créame, y siempre sentiré por .usted una profunda devoción; ¡pero un día, tarde o temprano, este ardor (es el destino de las cosas humanas) se apagaría, sin duda! Sentiríamos cierta lasitud y quién sabe si yo no hubiera padecido el dolor atroz de presenciar sus remordimientos y de participar de ellos, puesto que yo los habría causado. La sola idea de los pesares que usted puede sufrir me tortura. 265

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¡Olvídeme, Ema! ¿Por qué la habré conocido? ¿Por qué es usted tan bella? ¿Es culpa mía? ¡Oh, Dios mío, no! ¡Acuse solamente a la fatalidad!” "Esta palabra siempre hace efecto", se dijo. "¡Ah, si hubiera sido usted una de esas mujeres de corazón frívolo como hay muchas, claro que yo hubiera podido, por egoísmo, intentar una experiencia sin riesgos entonces para usted. Pero esa deliciosa exaltación que es a la vez su encanto y su tormento le ha impedido a usted, mujer adorable, comprender la falsedad de nuestra posición futura. Tampoco yo lo pensé en un principio y reposé a la sombra de esa dicha ideal como a la sombra de un manzanillo, sin prever las consecuencias.” "Va a suponer que renuncio por avaricia. ¡No importa, tanto peor! Hay que concluir.” "El mundo es cruel Ema. A cualquier parte donde hubiéramos ido nos habrían perseguido. Usted habría debido soportar las preguntas indiscretas, la calumnia, el desdén, quizá el ultraje. ¡Usted ultrajada! ¡Oh... y yo quisiera que se sentara en un trono! ¡Yo llevo su recuerdo como un talismán! Porque me castigo con el exilio por todo el daño que le he hecho. Parto. ¿Adónde? ¡No lo sé! Estoy enloquecido. ¡Adiós! ¡Sea siempre buena! Guarde el recuerdo del desdichado que la ha perdido. Enseñe mi nombre a su hijita para que lo repita en sus oraciones.” 266

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El pabilo de las dos bujías temblaba. Rodolfo se levantó para cerrar la ventana y volvió a sentarse: "Creo que es todo. ¡Ah, y esto para que no venga a acosarme!” "Estaré lejos cuando lea estas tristes líneas; porque he querido huir lo más rápido posible para evitar la tentación de volver a verla. ¡ Sin flaquezas! Regresaré; y puede ser que alguna vez hablemos muy fríamente de nuestros viejos amores. ¡Adiós!” Había un último adiós separado en dos palabras, ¡A Dios!, que él consideraba de excelente gusto. "Y ahora, ¿cómo firmo? - se dijo- ¿Su muy devoto?...No. ¿Su amigo? Sí, eso es.” “SU AMIGO” Releyó la carta y le pareció buena. "¡ Pobre mujercita! - pensó enternecido -. Me creerá más insensible que una roca; harían falta algunas lágrimas, pero yo no puedo llorar, es mi defecto." Y sirviéndose un vaso de agua Rodolfo mojó el dedo y dejó caer desde arriba una gruesa gota que dibujó una pálida mancha sobre la tinta; luego, buscando algo para lacrar la carta, apareció el sello Amor nel cor. "No es muy adecuado para la circunstancia. ¡Bueno, qué importancia tiene!” Después fumó tres pipas y se fue a la cama. Al día siguiente cuando se levantó (alrededor de las dos de la tarde, porque tardó en dormirse), Rodolfo hizo que 267

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cortaran un canastillo de albaricoques. Puso la carta en el fondo bajo unas hojas de vid y ordenó en seguida a su lacayo Girard que llevara el cesto a casa de la señora Bovary con mucha delicadeza. Se valía de ese medio para comunicarse con ella por escrito, y según la estación le enviaba frutas o piezas de caza. -Si te pide noticias mías - dijo -, le responderás que he salido de viaje. El cestillo se lo entregas en propia mano... Vete y ten cuidado con lo que haces. Girard se puso la blusa nueva, anudó su pañuelo en torno de los albaricoques, y al paso largo y torpe de sus gruesas botas claveteadas tomó muy tranquilo el camino de Yonville. Cuando llegó a la casa de la señora Bovary, ella estaba en la cocina, acomodando la ropa blanca con Felicitas, sobre la mesa. - Esto se lo envía mi amo - dijo el lacayo. Ema sintió una cierta aprensión y mientras buscaba una moneda en su bolsillo examinaba al campesino con mirada asustada, en tanto que el otro la contemplaba atónito, sin comprender cómo tal regalo podía conmover así a alguien. Por fin salió. Felicitas no se movía de su lugar. Ema no resistía más; corrió a la sala llevando consigo los albaricoques, volcó la cesta, arrancó las hojas, encontró la carta, la abrió y como si un terrible fuego la persiguiera huyó espantada en dirección a su cuarto. Carlos estaba allí; ella lo vio; Carlos le habló, ella no oyó nada y escapó escaleras arriba, jadeante, extraviada, ebria, sin soltar la horrible hoja de papel que como una chapa chas-

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queaba en sus dedos. En el segundo piso se detuvo ante la puerta cerrada del desván. Entonces quiso calmarse; recordó la carta; era preciso concluir su lectura; no se atrevía a hacerlo. Además, ¿dónde?, ¿cómo? La verían. "No - pensó - aquí estaré bien.” Las tejas dejaban caer a plomo un pesado calor que apretaba sus sienes y la sofocaba; se arrastró hacia la bohardilla cerrada, corrió el cerrojo, y la luz deslumbrante brotó de golpe. - Enfrente, por encima de los tejados, se extendían los campos hasta perderse de vista. Abajo, la plaza de la aldea estaba desierta; centelleaban los guijarros de la acera, las veletas de las casas estaban inmóviles, en la esquina de la calle, de un piso inferior, partió una especie de ronquido con estridentes modulaciones. Binet hacia andar su torno. Ema se había apoyado contra las jambas de la bohardilla y releía la carta con mueca burlona y colérica. A medida que fijaba en ella su atención, sus ideas se confundían más y más. Volvía a ver a Rodolfo, lo oía, lo rodeaba con ambos brazos; y uno tras otro la golpeaban los latidos de su corazón, dentro del pecho, como topetazos de carnero, acelerando el ritmo con desiguales intermitencias. Paseaba la mirada en torno con el deseo de que la tierra se hundiera. ¿Por qué no terminar de una vez? Era libre de hacerlo. Y se asomó para mirar el empedrado diciéndose: "¡Vamos, pues!” Desde abajo subía un rayo luminoso que atraía hacia el abismo el peso de su cuerpo. Le parecía ver a lo largo de las paredes cómo se alzaba el suelo de la plaza oscilante y cómo 269

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el piso se inclinaba de un lado, a la manera de un barco que cabecea. Ema se asomaba cada vez más, casi suspendida, rodeada por un gran espacio. La invadía el azul del cielo, el aire circulaba por su cabeza vacía bastaba con ceder, con dejarse llevar; el ronquido del torno no cesaba de llamarla como una airada voz. -¡Mujer, mujer! - gritó Carlos. Ella - se detuvo. -¿Dónde estás? ¡Ven de una vez! La idea de haber escapado de la muerte casi la hizo desvanecer de terror; Ema cerró los ojos; luego se estremeció al contacto de una mano sobre su manga: era Felicitas. - El señor la espera, señora; la sopa está servida. ¡Y tuvo que descender! ¡Tuvo que sentarse a la mesa! Intentó comer. Los bocados la ahogaban. Desplegó su servilleta como si examinara los remiendos y quiso entretenerse realmente en la tarea de contar los hilos de la tela. De golpe le asaltó el recuerdo de la carta. ¿La había perdido? ¿Dónde encontrarla? Pero sentía tal cansancio mental que no pudo inventar un pretexto para levantarse de la mesa. Además, se había vuelto cobarde; tenía miedo a Carlos; ¡seguramente estaba enterado de todo! En efecto, él pronunció estas singulares palabras: - Parece que en mucho tiempo no veremos al señor Rodolfo. -¿Quién te dijo eso? - preguntó ella estremecida. -¿Quién me lo dijo? - replicó él un poco sorprendido por el tono brusco- Pues Girard. Lo encontré hace poco en la puerta del Café francés. Salió de viaje o va a salir. 270

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Ella dejó escapar un sollozo. -¿Por qué te sorprendes? Se ausenta así, de vez en cuando, para distraerse, y a decir verdad lo apruebo. Cuando uno tiene fortuna y es soltero... Además, ;nuestro amigo se divierte lindamente! Es un farsante. Me contó el señor Langlois... Calló por conveniencia, porque la criada entraba. Esta colocó otra vez en el cesto los albaricoques desparramados sobre la repisa; Carlos, sin advertir el sonrojo de su mujer, se los hizo llevar, tomó uno y le hincó el diente. -¡Oh, qué bueno! – decía -. Toma, prueba. Y le tendió el cesto, que ella rechazó suavemente. - Huele, ¡ qué perfume! - dijo él poniéndole repetidas veces el cestillo bajo las narices. -¡Me ahogo! - gritó Ema poniéndose de pie de un salto. Con un esfuerzo de voluntad el espasmo desapareció; luego: -¡No es nada! - dijo ella -, ¡no es nada!, ¡es nervioso! Siéntate y come. Temía que la interrogaran, que la cuidaran, que no la dejaran sola. Carlos, para complacerla, se había sentado otra vez y escupía los carozos de albaricoque en la mano para depositarlos luego en el plato. De pronto un tílburi azul pasó al trote largo por la plaza. Ema lanzó un grito y cayó al suelo de boca, tiesa. En efecto, tras muchas reflexiones, Rodolfo había decidido marcharse a Ruán. Y como de la Huchette a Buchy no hay más camino que el de Yonville, debió atravesar la aldea y 271

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Ema lo había reconocido a la luz de los faroles que cortaban el crepúsculo como un relámpago. El farmacéutico acudió de prisa al oír el tumulto en la casa. La mesa, con todos sus platos, estaba volcada, y la salsa, la carne, los cuchillos, el salero y la aceitera yacían en el piso. Carlos pedía socorro a gritos; Berta, asustada, lloraba; y Felicitas; con manos temblorosas, aflojaba las ropas de la señora, cuyo cuerpo se sacudía convulso. - Corro a buscar un poco de vinagre aromático a mi laboratorio - dijo el boticario. Y luego, al ver que ella reabría los ojos después de aspirar el frasco: - Estaba seguro - dijo -, esta resucita a un muerto. -¡Háblanos! - decía Carlos -,- háblanos! Reponte! ¡Soy yo, tu Carlos que te quiere! ¿Me reconoces? Mira, aquí está tu hijita; ¡ dale un beso! La niña tendía los brazos a su madre para colgarse de su cuello. Pero Ema apartó de ella los ojos y dijo con voz entrecortada: -¡No, no!, ¡nadie!... Y se desmayó otra vez. La llevaron a su cama. Allí estaba tendida, con la boca abierta, los ojos cerrados, las manos caídas, inmóvil, blanca como una estatua de cera. Dos arroyos de lágrimas salían de sus ojos y mojaban lentamente la almohada. Carlos, de pie, estaba en el fondo de la alcoba y a su lado el farmacéutico guardaba ese meditabundo silencio propio de los casos graves de la vida.

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- Tranquilícese - dijo tocándole el codo -, creo que el paroxismo pasó. - Sí, ahora descansa un poco - respondió Carlos al verla dormir -. ¡Pobrecita!, ¡mi pobre mujer!, ¡otra vez enferma! Homais preguntó entonces cómo había ocurrido el accidente. Carlos respondió que el ataque le dio de golpe, mientras comía albaricoques. Extraordinario... - replicó el farmacéutico- ¡Pudiera ser que los albaricoques hayan provocado el síncope! ¡Hay naturalezas muy impresionables ante ciertos olores! Sería interesante estudiar su aspecto patológico tanto como el fisiológico. Los sacerdotes lo saben bien, ellos que siempre mezclan aromas en sus ceremonias. Lo hacen para atontar el entendimiento y provocar éxtasis, cosa que se consigue fácilmente en las personas del sexo débil, más delicadas que las otras. Se cita el caso de algunas que se desmayan con el olor del cuerno quemado, del pan tierno... -¡Cuidado, no la despierte! - dijo Bovary en voz baja. - Y no sólo - continuó el boticario - los humanos son víctima de esas anomalías, sino también los animales. Usted no ignora el efecto singularmente afrodisíaco que produce la Nepeta cataría, vulgarmente llamada ojo de gato, en la especie felina; y además, para citar un ejemplo al que doy fe de auténtico, Bridoux (uno de mis ex camaradas, hoy dueño de un establecimiento en la calle Malpalu) tiene un perro que sufre convulsiones en cuanto le dan a oler una tabaquera. Suele hacer la prueba delante de los amigos, en su pabellón del Bois-Guillaume. ¿Podría suponerse que un simple estor-

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nutatorio provoque tales desastres en un cuadrúpedo? ¿Verdad que es sumamente curioso? - Sí - dijo Carlos sin prestarle atención. - Esto nos demuestra - Prosiguió el otro sonriendo con aire de benévola suficiencia- las innumerables irregularidades del sistema nervioso. En lo que respecta a la señora, siempre me ha parecido, lo confieso, una verdadera sensitiva. Por eso no le aconsejaría, amigo mío, ninguno de esos pretendidos remedios que, con el pretexto de curar los síntomas, atacan el temperamento. ;Nada de medicamentación ociosa! ¡Régimen y nada más que régimen! Sedantes, emolientes, calmantes. ¿No se le ha ocurrido pensar también en que convendría ocupar la imaginación? -¿Cómo?, ¿cómo? - dijo Bovary. -¡Ah, ése es el problema! Ese es el verdadero problema. That is the question!, como leía días pasados en el periódico. Ema despertó en ese momento dando gritos: -¿Y la carta?, ¿la carta? Creyeron que deliraba; lo mismo le ocurrió después de la medianoche; se le había declarado una fiebre cerebral. Durante cuarenta y tres días Carlos no se apartó de su lado. Abandonó a sus enfermos; no se acostaba, le tomaba el pulso continuamente, le ponía sinapismos, compresas de agua fría. Enviaba a Justino a Neufchátel en busca de hielo; en el camino el hielo se derretía; volvía a enviarlo. Llamó en consulta al señor Canivet; hizo venir de Ruán al doctor Lariviére, su antiguo maestro; estaba desesperado. Lo asustaba, sobre todo, el abatimiento de Ema; porque ella no hablaba, no oía nada y no parecía sufrir, como si su cuerpo y su alma 274

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conjuntamente se hubieran liberado de las agitaciones pasadas. A mediados de octubre pudo incorporarse en la cama, recostada contra las almohadas. Carlos lloró cuando la vio comer su primera tostada con mermelada.. Recobró las fuerzas; empezó a levantarse durante unas horas por las tardes, y un día que se sentía mejor intentó hacerle dar una vuelta por el jardín, apoyada en su brazo. La arena de los senderos desaparecía bajo las hojas muertas; ella caminaba despacio arrastrando sus pantuflas y apoyada en el hombro de Carlos; sonriendo sin cesar. Así fueron vasta el fondo, junto a la terraza. Ella se irguió lentamente, puso la mano delante de los ojos para mirar; miraba a lo lejos, muy lejos; pero en el horizonte sólo se veían grandes fogatas de pasto humeando en las colinas. - Querida, vas a fatigarte - dijo Bovary. Y la empujaba suavemente para que- entrara en la glorieta. - Siéntate en ese banco; estarás bien ahí. -¡Oh, no, allí no, allí no! - dijo ella con voz desfalleciente. Tuvo un mareo y esa misma noche su enfermedad reapareció, verdad es que con aspecto más dudoso y caracteres más complejos. A veces le dolía el corazón, otras el pecho, otras la cabeza, otras los miembros; tuvo vómitos y Carlos los interpretó como los primeros síntomas de un cáncer. ¡Y decir que el pobre hombre tenía, además, apuros económicos!

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XIV En primer lugar no sabía cómo recompensar al señor Homais por todos los medicamentos sacados de su botica; y aunque como médico podía dejar de pagarlos, lo mismo la obligación le avergonzaba un poco. Además, los gastos de la casa, ahora que la cocinera era dueña y señora, resultaban tremendos; llovían las cuentas en el hogar; los proveedores murmuraban. Sobre todo el señor Lheureux lo hostigaba. En efecto, en el momento culminante de la enfermedad de Ema, aquél, valiéndose de las circunstancias para exagerar su factura, se apresuró a traer el abrigo, el saco de noche, dos cajas en vez de una y muchas cosas más. En vano Carlos dijo que no necesitaba nada; el negociante respondió con arrogancia que esos artículos le habían sido encargados y que no se quedaría con ellos; además, sería una contrariedad para la señora durante su convalecencia, que el señor reflexionara; en resumen, estaba decidido a hacerle un pleito antes que ceder sus derechos y llevarse de vuelta su mercancía. Carlos ordenó luego que la mandaran de vuelta otra vez a su tienda; 276

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Felicitas olvidó hacerlo; él tenía otras preocupaciones y no se acordó más del asunto. El señor Lheureux volvió a la carga y, entre amenazas y gemidos, tanto maniobró que Bovary acabó por firmarle un pagaré a seis meses de plazo. Apenas hubo firmado el documento se le ocurrió una idea audaz: la de pedir prestados mil francos al señor Lheureux. Con gesto confundido preguntó si no podría obtenerlos, agregando que sería por un año y al interés fijado por Lheureux; éste corrió a su tienda, trajo los escudos, dictó otro documento en el que Bovary declaraba su obligación de pagar a su nombre, el 1 de setiembre del próximo año, la suma de mil setenta francos; lo que con los ciento ochenta ya estipulados sumaban exactamente mil doscientos cincuenta. De este modo el préstamo al seis por ciento, más un cuarto de comisión, y las prendas, que le aportaban por lo menos otro tercio, representaban ciento treinta francos de beneficio en doce meses; y esperaba que el negocio no terminaría allí, que los documentos quedaran impagos, que fueran renovados y su pobre dinero, alimentado en la casa del médico como en un sanatorio, volvería así algún día a sus manos mucho más rechoncho y abundante hasta hacer estallar el saco. Por otra parte, todo le salla bien. Le habían adjudicado la provisión de sidra para el hospital de Neufchátel; el señor Guillaumin le prometió acciones en las turberas de Grumesnil y soñaba con establecer un nuevo servicio de diligencias entre Argueil yRuán, que, sin duda, muy pronto ocasionaría la ruina de la carrindanga del León de oro, y más rápido, más barato y con mayor capacidad para el transporte de equipajes, pondría en sus manos todo el comercio de Yonville. 277

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Carlos se preguntó muchas veces cómo podría reembolsar tanto dinero al año siguiente; buscaba, imaginaba recursos; recurriría a su padre o vendería algo. Pero su padre haría oídos sordos y él no tenía nada que vender. Ante tantos obstáculos rápidamente apartaba de su mente un tema de meditación tan desagradable. Se reprochaba el olvido de Ema; como si todos sus pensamientos pertenecieran a esa mujer y le quitara algo al no pensar continuamente en ella. El invierno fue rudo. La convalecencia de la señora, larga. Cuando hacía buen tiempo la llevaban en su sillón hasta la ventana que daba a la plaza, porque ahora le había tomado antipatía al jardín y la persiana de ese lado permanecía siempre cerrada. Quiso que vendieran el caballo; sus antiguos amores la disgustaban ahora. Sus ideas, al parecer, se limitaban al cuidado de sí misma. No se levantaba para hacer sus pequeñas colaciones, llamaba a la criada y le preguntaba por sus tisanas o charlaba con ella. Entretanto desde el techo del mercado la nieve proyectaba un reflejo blanco e inmóvil dentro del cuarto; después vinieron las lluvias. Todos los días Ema aguardaba con cierta ansiedad el infalible retorno de los acontecimientos menores, aunque nada le interesaban. El más importante era la llegada de la Golondrina por la tarde. La posadera gritaba, otras voces le respondían, y la linterna de Hipólito, mientras buscaba los cofres dentro del portaequipajes, parecía una estrella en la oscuridad. Carlos regresaba a mediodía; salía en seguida; luego ella tomaba un caldo y alrededor de las cinco, a la oración, los chicos al regresar de la escuela arrastrando sus zuecos sobre la acera,

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uno tras otro golpeaban las varillas de los postigos con sus reglas. A esa hora iba a verla el señor Bournisien. Preguntaba por su salud, le traía noticias, la exhortaba a la religión en una breve charla cariñosa que no dejaba de ser grata. La sola vista de su sotana la reconfortaba. Cierto día, en el período más crítico de su enfermedad, creyendo agonizar, pidió la comunión, y a medida que en su cuarto hacían los preparativos para el sacramento, pusieron como altar la cómoda repleta de jarabes y Felicitas sembraba el piso de flores de dalia, Ema sintió una fuerza que se apoderaba de ella, librándola de sus dolores, percepciones y sentimientos. Su carne aliviada ya no pensaba, otra vida comenzaba; fue como si su ser ascendiera hacia Dios para aniquilarse en ese amor, de la misma manera que el incienso ardiendo se disipa en vapor. Rociaron de agua bendita las sábanas del lecho; el sacerdote retiró del santo cáliz la blanca hostia, y desfalleciente de alegría celestial, Ema adelantó los labios para aceptar el cuerpo del Salvador ofrecido a ella. Las cortinas de su alcoba se henchían muellemente a su alrededor como nubes y las luces de los dos cirios encendidos sobre la cómoda semejaban deslumbrantes glorias. Ema dejó caer entonces su cabeza, creyó oír en los espacios el canto de seráficas arpas, y divisó en un cielo azul, sobre un trono de oro, en medio de los santos portadores de verdes palmas, a Dios Padre, resplandeciente de majestad, haciendo descender sobre la tierra, con un gesto, ángeles de flamígeras alas para que la llevaran en sus brazos.

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Esta espléndida visión se mantuvo en su memoria como el más hermoso de los sueños; se afanaba luego por recuperar la sensación siempre presente, aunque de manera menos exclusiva y con suavidad igualmente profunda. Su alma, combatida por el orgullo, reposaba por fin en la humildad cristiana; y saboreando el placer de la flaqueza, Ema contemplaba en sí misma la destrucción de su voluntad, que permitiría un amplio acceso al dominio de la gracia. Existían, pues, en lugar de la dicha, felicidades más altas, otro amor por encima de todos los amores, sin intermitencias ni fin, ¡eternamente acrecentado! Entrevió en medio de las ilusiones de su esperanza un estado de pureza flotando por encima de la tierra, confundiéndose con el cielo, y aspiró a él. Quiso ser una santa. Compró rosarios, llevó amuletos; deseaba tener en su cuarto, a la cabecera del lecho, un relicario con esmeraldas engarzadas para besarlo por las noches. El cura, aunque se maravillaba de tales disposiciones, pensaba que la religión de Ema, a fuerza de fervor, podía inclinarse a la herejía y aun a la extravagancia. Pero como su versación en tales materias era escasa, cuando sobrepasaron ciertos límites escribió al señor Boulard, librero de Monseñor, para que le enviara algo bueno para una persona del sexo, muy espiritual. El librero, con la misma indiferencia con que hubiera expedido quincallería para negros, embaló al azar todos los libros piadosos que tenía a mano en su comercio. Pequeños manuales con preguntas y respuestas, panfletos de tono arrogante, en el estilo del señor de Maistre, ciertas novelas de tapas rosadas y estilo dulzón, fabricadas por seminaristas trovadores o marisabidillas arrepentidas. 280

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Figuraban en el montón: Piénselo bien; El hombre de mundo a los pies de María, por el señor de..., con numerosas condecoraciones; Errores de Voltaire para uso de los jóvenes; etcétera. La señora Bovary carecía de claridad mental suficiente para dedicarse en serio a una cosa; además, emprendió esas lecturas con excesiva precipitación. Se irritó contra las prescripciones del culto; le disgustó la arrogancia de los escritos polémicos por su encarnizamiento en la persecución de gentes desconocidas; y los cuentos profanos con matiz religioso le parecieron escritos con tal ignorancia del mundo que insensiblemente la apartaron de las verdades cuya comprobación esperaba. No obstante persistió, y cuando el libro se le caía de las manos se creía presa de la más fina melancolía católica concebida por un alma etérea. Había hundido el recuerdo de Rodolfo en lo más profundo de su corazón y allí yacía, más solemne e inmóvil que una momia real en un subterráneo. De ese gran amor aromado escapaba una exhalación que todo lo atravesaba y perfumaba de ternura la inmaculada atmósfera en que vivía. Cuando se arrodillaba en su gótico reclinatorio dirigía al Señor las mismas suaves palabras que antaño murmurara a su amante en las expansiones del adulterio. Lo hacía para provocar la creencia, pero ningún deleite descendía de los cielos; y se alzaba con las piernas fatigadas y el vago sentimiento de una inmensa estafa. Consideraba esa búsqueda un mérito más; y en el orgullo de su devoción, Ema se comparaba a las grandes damas de los tiempos pasados cuya gloria soñara sobre un retrato de La Valliére, aquellas que arrastrando con 281

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tanta majestad la engalanada cola de sus largos vestidos se retiraban a sus soledades para derramar a los pies de Cristo las lágrimas de un corazón herido por la existencia. Ema se entregó entonces a excesivas caridades. Cosía ropas para los pobres; enviaba leña a las parturientas; cierto día Carlos encontró en la cocina a tres vagabundos sentados a la mesa, comiendo una buena sopa. Hizo regresar al hogar a su hijita, a quien su marido pusiera en pensión en casa de la nodriza. Se empeñó en enseñarle a leer; Berta podía llorar a gritos, ella no se irritaba ya. Había tomado el partido de la resignación, la suya era una indulgencia universal. Su lenguaje a propósito de cualquier tema estaba impregnado de expresiones ideales. Decía a su criatura: -¿Se te pasó el cólico, ángel mío? La señora Bovary madre no hallaba nada digno de reproche, aparte, tal vez, de esa manía de tejer camisetas para los huérfanos en lugar de remendar los repasadores. Pero harta de querellas domésticas, la buena mujer se complacía en aquella tranquila casa, donde se quedó hasta después de Pascuas para evitar los sarcasmos de papá Bovary, quien ningún Viernes Santo se olvidaba de exigir una morcilla. Además de la de su suegra, cuyo juicio recto y sus graves maneras le daban alguna fuerza, Ema tenía a diario otras compañías. La de las señoras Langlois, Caron, Dubreuil, Tuvache, y regularmente entre las dos y las cinco de la tarde la de la excelente señora Homais, quien jamás dio crédito a los chismes que corrían sobre su vecina. También los niños Homais venían a verla; Justino los acompañaba. Subía con ellos al dormitorio y se quedaba junto a la puerta, inmóvil, 282

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silencioso. Algunas veces la señora Bovary, sin advertir su presencia, se dedicaba a su tocado. Empezaba por quitarse la peineta, sacudiendo la cabeza con un movimiento brusco; cuando Justino vio por primera vez esa cabellera entera caer hasta las pantorrillas desenroscando sus negros anillos, el pobre chico sintió que penetraba de improviso en algo extraordinario y nuevo cuyo esplendor lo aterraba. Sin duda, Ema no reparaba en sus silenciosos afanes y en sus timideces. No sospechaba cómo el amor desaparecido de su vida palpitaba a su lado bajo aquella camisa de tela basta, en aquel corazón de adolescente abierto a las emanaciones de su belleza. Por otra parte, envolvía ahora todo en tal indiferencia, sus palabras eran tan afectuosas y sus miradas tan altivas, tan distintas sus maneras, que ya no era posible distinguir entre egoísmo y caridad, entre corrupción y virtud. Por ejemplo, una tarde se enojó con su criada cuando ésta le pedía permiso para salir, balbuceando y buscando pretextos, y le preguntó de golpe: -¿Lo amas, entonces? Y sin aguardar la respuesta ele la ruborizada Felicitas agregó con acento triste: - Ve, corre, ¡diviértete! A principios de la primavera hizo trasformar el jardín de un extremo al otro, a pesar de las observaciones de Bovary; sin embargo, él estaba contento al verla manifestar por fin una voluntad. Manifestó muchas más a medida que se restablecía. Primero encontró la manera de despedir a la tía Rollet, la nodriza, quien durante su convalecencia tomara la costumbre de visitar con demasiada frecuencia la cocina con 283

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sus dos críos y su pensionista, de mejor diente que un caníbal. Luego se desprendió de la familia Homais, alejó a las demás visitantes y empezó a frecuentar con menor asiduidad la iglesia con gran aprobación del boticario, quien le dijo amistosamente: - Por fin está usted en sus cabales. El señor Bournisien venía a diario al terminar el catecismo, como antes. Prefería quedarse afuera tomando aire en pleno boscaje, como llamaba a la glorieta. Carlos regresaba a la misma hora. Ambos tenían calor; les servían sidra dulce y bebían juntos por el completo restablecimiento de la señora. Binet les hacía compañía, a cierta distancia, al pie del muro de la terraza, donde pescaba cangrejos. Bovary lo invitaba a tomar un refresco y él se lucía destapando botellas. - Lo que hace falta - decía paseando hasta el confín del paisaje una mirada satisfecha- es mantener derecha la botella sobre la mesa y después de cortar los cordeles empujar poquito a poco el corcho, suavemente, como hacen en los restaurantes con el agua de Seltz. Cuando durante su demostración la sidra solía salpicarles las caras el eclesiástico con sorda risa repetía la misma broma: -¡ Su bondad salta a la vista! Era un hombre amable, en efecto, y cierto día en que el farmacéutico aconsejó a Carlos que llevara a la señora al teatro de Ruán a ver al ilustre tenor Lagardy, para distraerla, ni siquiera se escandalizó; Homais, asombrado ante su silencio, quiso conocer su opinión, y el sacerdote declaró consi-

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derar la música menos peligrosa para las costumbres que la literatura. El farmacéutico asumió entonces la defensa de las letras. Pretendía que el teatro servia para combatir los prejuicios y enseñaba la virtud bajo la máscara del placer. -¡Castigat ridendo mores, señor Bournisien! Fíjese usted en la mayoría de las tragedias de Voltaire; están sembradas de reflexiones filosóficas que representan para el pueblo una verdadera escuela de moral y de diplomacia. - Yo - dijo Binet- vi hace algún tiempo una pieza titulada El rapaz de París en que hay un personaje, un viejo general, que es un caso. Rechaza a un hijo porque sedujo a una obrera y al final ésta... - Bueno - prosiguió Homais -, hay mala literatura como hay mala farmacopea; pero condenar en su totalidad a la más hermosa de las bellas artes me parece una barbaridad, una idea gótica, digna de los abominables tiempos en que se encarceló a Galileo. - Sé muy bien - objetó el cura- que existen obras buenas, buenos autores; pero el solo hecho de reunir a personas de diferente sexo en un lugar encantador, ornado de pompas mundanas, y luego esos disfraces paganos, esas antorchas, esos cosméticos, esas voces afeminadas, todo acaba por engendrar cierto libertinaje de espíritu y provocar pensamientos deshonestos, tentaciones impuras. Así piensan, por lo menos, los Padres. Y en fin - dijo adoptando un tono de voz místico mientras con el pulgar amasaba una pizca de tabaco , la Iglesia ha tenido razón al condenar los espectáculos; debemos someternos a sus decretos. 285

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-¿Por qué ha de excomulgar a los cómicos? - preguntó el boticario -. En otros tiempos ellos contribuían abiertamente a las ceremonias del culto. Sí, en pleno coro se representaban farsas llamadas misterios, en las cuales las leyes de la decencia solían quedar mal paradas. El eclesiástico se limitó a lanzar un gemido y el boticario prosiguió: - Lo mismo que en la Biblia;... usted sabe..., hay más de un detalle picante..., cosas verdaderamente... alegres. Y al ver el gesto irritado del señor Bournisien: -¡Bueno, usted dirá que no es un libro para poner en manos de los jóvenes! Y me molestaría que Atalía .. - Pero - dijo el otro enojado -, ¡son los protestantes los que lo hacen, nosotros no recomendamos la Biblia! -¡No importa! - dijo Homais -, me sorprende que en nuestros días, en un siglo de luces, todavía se obstinen en prohibir un descanso intelectual inofensivo, moralizador, y algunas veces hasta higiénico, ¿verdad, doctor? - Sin duda - dijo el médico como al descuido, porque no quería ofender a nadie con sus ideas, o porque carecía de ellas. La conversación parecía agotada cuando el farmacéutico juzgó oportuno arrimarle un nuevo haz de leña. -¡ Si habré conocido sacerdotes que se vestían de civil para ir a ver cómo se meneaban las bailarinas! - Vamos, hombre - dijo el cura. -¡ Si los habré conocido! Y recalcando las sílabas de su frase, Homais repitió: - Si-los-ha-bré-co-no-ci-do. 286

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- Bueno, cometían un error - dijo Bournisien resignado a oír cualquier cosa. -¡Caray, cometen muchos más! - exclamó el boticario. -¡ Señor mío! - replicó el eclesiástico con mirada tan furiosa que intimidó al farmacéutico. - Sólo quise decir - replicó con acento menos rudo - que la tolerancia es el medio más seguro para atraer las almas a la religión. -¡Eso es verdad! - concedió el bueno del cura dejándose caer en su silla otra vez. Pero al cabo de unos diez minutos se levantó de su asiento, y apenas hubo partido, el señor Homais dijo al médico: -¡Esto se llama una agarrada! ¡Ya ve usted cómo le hice morder el polvo! En fin, créame, lleve a la señora al teatro, aunque sólo sea para dar rabia, por una vez en su vida, a uno de esos cuervos, ¡caramba! Si alguien pudiera reemplazarme lo acompañaría en persona. ¡bese prisa! Lagardy dará una sola función; lo han contratado en Inglaterra con unos honorarios altísimos. ¡Dicen que es un hombre de agallas! ¡ Se baña en oro! Viaja con sus tres queridas y su cocinero. Estos grandes artistas no se andan con chiquitas, necesitan una existencia desenfrenada para excitarse un poco la imaginación. Pero mueren en el hospital porque cuando son jóvenes no tienen el espíritu del ahorro. Bueno, buen apetito, hasta mañana. La idea del teatro germinó rápidamente en la mente de Bovary, quien en seguida la comunicó a su mujer; ella la rehusó primero alegando cansancio, la molestia, el gasto. 287

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Pero, cosa extraordinaria, Carlos no cedió porque pensaba que la diversión le sería muy provechosa. No veía impedimento alguno; su madre les había enviado trescientos francos con los que no contaba para nada en especial; las deudas corrientes no eran tan enormes y el vencimiento de los pagarés del señor Lheureux estaba tan lejano que no valía la pena pensar en ello. Creyendo que Ema se negaba por delicadeza, Carlos insistió más y más y ella acabó por decidirse ante su obsesión. AL día siguiente alas ocho tomaron la Golondrina. El boticario, a quien nada retenía en Yonville pero que se consideraba obligado a no moverse de allí, suspiró al verlos partir. -¡Bueno, buen viaje! - les dijo -. ¡Felices mortales! Luego, se dirigió a Ema, que lucía un vestido de seda azul con cuatro volantes: -¡Está bonita como un amor! Hará capote en Ruán. La diligencia paraba frente al hotel de la Cruz rola, en la plaza Beauvoisine. Era una de esas posadas frecuentes en los arrabales provincianos, con grandes caballerizas y pequeños cuartos desde donde se ve a las gallinas picotear la avena en mitad del patio, bajo los carruajes llenos de fango de los viajantes de comercio; viejas y cómodas moradas con su balcón de madera apolillada que en las noches de invierno crujen bajo el viento, siempre llenas de gente, de ruido, de comida, cuyas mesas oscuras están untadas de "glorias", sus espesos vidrios sucios de moscas, sus húmedas servilletas manchadas por el tintillo; y que, con un permanente olor a aldea, como criados de granja vestidos con ropas ciudadanas, tienen su café sobre la calle y su huerto Al fondo, sobre la campiña. 288

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Carlos, al instante, se puso en acción. Confundió el proscenio con las galerías, la platea con los palcos, pidió explicaciones, no las entendió, fue enviado de la boletería al director, regresó a la posada, retornó a la oficina, y así, repetidas veces recorrió la ciudad de cabo a rabo, del teatro al bulevar. La señora se compró un sombrero, un par de guantes, un ramillete. El señor temía llegar tarde, y, sin tiempo de tragar el caldo, llegaron ante el portal del teatro, todavía cerrado

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XV La multitud estaba estacionada contra el muro, ubicada simétricamente entre balaustradas. En las esquinas próximas gigantescos carteles repetían en letras barrocas: "Lucía de Lammermoor... Lagardy.... Opera, etcétera." Hacía buen tiempo; el calor apretaba, el sudor chorreaba de los rizos, los pañuelos salían a relucir para enjugar las enrojecidas frentes; por momentos un viento tibio soplando desde la ribera agitaba suavemente los bordes de los toldos de dril sobre las puertas de los cafetines. Algo más abajo las gentes se refrescaban con una corriente de aire glacial que olía a hollín, cuero y aceite. La exhalaba la calle de las Charrettes, llena de grandes tiendas oscuras en cuyo interior rodaban las barricas. Por temor al ridículo, Ema quiso, antes de entrar, dar un paseo por el puerto, y Bovary, prudentemente, se quedó con las entradas en la mano, metida ésta en el bolsillo del pantalón y apretada contra el vientre. Ya en el vestíbulo, el corazón de Ema empezó a palpitar. Sonrió con involuntaria vanidad al ver a la multitud 290

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apretujándose en el corredor de la derecha, en tanto que ella subía la escalera de los palcos balcón. Sintió un infantil placer cuando su mano abrió las amplias puertas tapizadas; a pleno pulmón aspiró el aire polvoriento de los pasillos y cuando se sentó en su palco irguió el talle con desenvoltura de duquesa. La sala empezaba a colmarse, la gente sacaba los gemelos de los estuches y los abonados cambiaban saludos desde lejos. Buscaban en las bellas artes un descanso a las inquietudes de la venta; pero sin olvidarse de los negocios, hablaban de algodones, trois six y añil. Había viejas cabezas, inexpresivas y apacibles, de cabellos y tez blancuzcos, semejantes a medallas de plata apocadas por un baño de plomo. Los pisaverdes se pavoneaban en la platea, luciendo sus corbatas rosadas o verde manzana en la abertura del chaleco; y la señora Bovary los admiraba desde lo alto, con las palmas tirantes de sus guantes amarillos apoyadas en los flexibles bastones de empuñadura de oro. Entre tanto, se encendieron las bujías de la orquesta, descendió del cielo raso la araña desparramando por la sala junto con la luz de sus facetas una repentina alegría; luego aparecieron los músicos, de uno en uno, y hubo una batahola de roncos contrabajos, crujientes violines, clamorosos pistones, chillonas flautas y flautines. Después sonaron tres golpes en el escenario; comenzó el movimiento de los timbales, los instrumentos de cobre lanzaron algunos acordes, y el telón, al levantarse, descubrió un paisaje. Era un abra en un bosque, con una fuente a la izquierda bajo la sombra de una encina. Campesinos y señores, con el 291

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plaid al hombro, cantaban a coro una canción de caza; luego apareció un capitán invocando al ángel malo con sus dos brazos alzados al cielo; surgió otro; se marcharon juntos y los cazadores reanudaron el canto. Ema se reencontraba en las lecturas juveniles, en pleno Walter Scott. Creía oír a través de la bruma el eco de las cornamusas escocesas entre los brezos. Por lo demás, el recuerdo de la novela facilitaba la comprensión del libreto y seguía la intriga frase por frase, mientras; inasibles pensamientos acudían y se dispersaban bajo las ráfagas musicales. Se dejaba acunar por las melodías y sentía que todo su ser vibraba como si los arcos de los violines pulsaran sus nervios. No tenía ojos para contemplar los trajes, los decorados, los personajes, los árboles pintados que se estremecían al paso de los actores, las tocas de terciopelo, las capas, las espadas, toda esa imaginería agitada en la armonía como en la atmósfera de otro mundo. Luego una joven se adelantó y arrojó una bolsa a un verde escudero. Quedó sola y entonces se oyó a una flauta imitar el murmullo de una fuente o un piar de pájaros. Lucía inició con gravedad su aria en sin mayor; un lamento de amor, un reclamo de alas. Ema hubiera querido, como ella, huir de la vida en el rapto de un abrazo. De pronto apareció Edgardo Lagardy. Tenía una de esas espléndidas palideces que dan a las ardientes razas del Mediodía algo de la majestad de los mármoles. Su vigoroso talle estaba ceñido por un justillo de color castaño; un puñalito cincelado golpeaba su muslo izquierdo y lanzaba unas lánguidas miradas al mismo tiempo que lucía sus blancos dientes. Decían que una princesa pola292

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ca al escuchar su canto una noche en la playa de Biarritz, donde carenaban chalupas, se enamoró de él. Se habla arruinado por su culpa. El la plantó por otras mujeres y esa celebridad sentimental servía siempre a su reputación artística. El diplomático histrión cuidaba muy bien de deslizar en los anuncios alguna frase poética sobre la fascinación de su persona y la sensibilidad de su alma. Una buena voz, un aplomo imperturbable, más temperamento que inteligencia, más énfasis que lirismo, tales eran los atributos que realzaban esa admirable naturaleza de charlatán con ribetes de peluquero y de toreador. Entusiasmó desde la primera escena. Tomaba a Lucía en sus brazos, la soltaba, volvía a ella, parecía desesperado; tenía arrebatos de cólera, luego quejidos elegíacos infinitamente dulces y de su garganta desnuda escapaban las notas, llenas de sollozos y de besos. Ema se asomaba para verlo, arañando con sus uñas el terciopelo de su palco. Le llenaban el corazón aquellos melodiosos lamentos prolongados por el acompañamiento de los contrabajos como gritos dé náufragos en el fragor de una tempestad. Reconocía las embriagueces y las angustias que por poco causaran su muerte. La voz de la cantante era para ella el resonar de su conciencia y el hechizo de aquella ilusión formaba parte de su vida misma. Pero nadie en la tierra la había querido con amor semejante. Rodolfo no lloraba como Edgardo cuando al claro de luna se decían la última noche: "¡Hasta mañana..., hasta mañana...!" La sala estallaba en aplausos; repitieron el final de la fuga; los enamorados hablaban de flores en sus tumbas, de juramentos, de exilio, fatalidad, esperanzas, y cuando lanzaron el 293

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adiós final, Ema emitió un agudo grito que se confundió con la vibración de los últimos acordes. -¿Por qué la persigue ese señor? - preguntó Bovary. - Pero no - respondió Ema -, es su amante. - Sin embargo, jura vengarse de su familia, en tanto que el otro, ese que apareció antes, decía: "Amo a Lucía y creo que ella me ama." Y se marchó del bracete de su padre. Porque ese bajito feo, con la pluma de gallo en el sombrero, es el padre de ella, ¿no? A pesar de las explicaciones de Ema, a partir del dúo recitativo en el que Gilberto expone a su amo Ashton sus abominables maniobras, Carlos, al ver el famoso anillo de bodas que ha de engañar a Lucía, creyó que se trataba de un recuerdo de amor enviado por Edgardo. Por otra parte, confesaba que no entendía gran cosa de la historia por culpa de la música, que perjudicaba mucho la letra. -¿Qué importa? - dijo Ema -. ¡Cállate! - Pero, ¿sabes? - replicó él inclinándose sobre el hombro de ella -, me gusta enterarme. -¡Cállate de una vez! - exclamó ella, impaciente. Lucía se adelantaba, sostenida por sus damas, con una corona de azahares en los cabellos y más pálida que el raso de su vestido. Ema soñaba con el día de su casamiento y se veía de nuevo entre los trigales, en el pequeño sendero que conducía a la iglesia. ¿Por qué, como Lucía, no había suplicado, resistido? Estaba alegre, por lo contrario, sin adivinar el abismo al cual se precipitaba... ¡Ah, sí en plena frescura de su belleza, antes de las manchas del matrimonio y de la desilusión del adulterio hubiera podido entregar su vida a un 294

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corazón firme, entonces la virtud, el cariño, las voluptuosidades y el deber se habrían confundido y jamás hubiera perdido felicidad tan alta! Pero sin duda esa dicha era una mentira imaginada para desesperación de todo deseo. Conocía al presente la pequeñez de las pasiones exageradas por el arte. Afanándose por apartar de ellas su pensamiento, Ema se empeñaba en ver en aquella reproducción de sus dolores una fantasía plástica buena para engañar la vista, y hasta sonreía interiormente con desdeñosa piedad, cuando apareció en la puerta de la sala, bajo el coronado de terciopelo, una figura de hombre envuelta en una capa negra. Con un ademán se quitó el sombrero de alas anchas; en ese momento los instrumentos y las cantantes atacaron el sexteto. Edgardo, resplandeciente de rabia, dominaba todas las voces con la suya; más clara; Ashton le lanzaba provocaciones homicidas en notas graves; Lucía emitía su aguda queja; Arturo modulaba aparte sonidos medianos, y el bajo ministro roncaba como un órgano mientras las voces femeninas repetían sus palabras en delicioso coro. Gesticulaban todos en la misma línea; y sus bocas entreabiertas exhalaban al unísono la cólera, la venganza, los celos, el terror, la misericordia y el asombro. El ultrajado enamorado blandía su espada desnuda; su cuello de encaje se alzaba de golpe, siguiendo los movimientos de su pecho, e iba de derecha a izquierda dando grandes pasos, haciendo sonar contra las tablas las sobredoradas espuelas de sus flexibles botas ensanchadas en los tobillos. Ema consideraba su amor inagotable, puesto que volcaba sobre la multitud tan amplios efluvios. Sus veleidades de burla se desvanecían ante la invasora poe295

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sía del papel, e impulsada hacia el hombre por la ilusión del personaje, intentó figurarse su vida, esa vida bullanguera, extraordinaria, espléndida, que también habría sido la suya si el azar lo hubiese querido. ¡ Podrían haberse conocido y amado! Habría viajado de capital en capital, con él, por todos los reinos de Europa, compartiendo sus fatigas y su orgullo, recogiendo las flores que le arrojaban, bordando sus trajes con su propia mano; luego, por las noches, oculta en un palco tras la verja de dorado enrejado, habría recibido encantada las expansiones de esa alma que sólo cantaría para ella; él la miraría desde el escenario, sin dejar de representar. Una locura se apoderó de Ema; ¡naturalmente que la miraba! Sintió el deseo de correr a sus brazos para refugiarse en su fuerza como en la propia encarnación del amor y decirle a gritos: "-¡Llévame! ¡Llévame, partamos! ¡Tuyos son mis ardores y mis ensueños!” Cayó el telón. El olor del gas se mezclaba a las respiraciones; el aire de los abanicos volvía más irrespirable la atmósfera. Ema quiso salir; la multitud colmaba los pasillos y volvió a su asiento, palpitante y sofocada. Carlos, temiendo un desvanecimiento, corrió a la cantina para buscarle un vaso de horchata. Con grandes dificultades regresó al palco; recibía continuos codazos al tratar de cuidar el vaso, y con todo volcó las tres cuartas partes de su contenido sobre las espaldas de una ruanesa de mangas cortas, quien al sentir el frío del líquido en la cintura lanzó unos chillidos de pavo real, como si la asesinaran. Su marido, un director de una fábrica de hilados, se enfureció con el torpe; y mientras ella enjugaba con su 296

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pañuelo las manchas de su hermoso vestido de tafetas color cereza, él refunfuñaba frases que hablaban de indemnización, gastos, reembolso. Por fin Carlos llegó junto a su mujer y le dijo, casi sin aliento: - Creí que no pasaba..., ¡hay tanta gente!, ¡un gentío! Agregó: -¿A que no adivinas con quién me encontré arriba? ¡Con el señor León! -¿León? -¡El mismo! Va a venir a presentarte sus saludos Y acababa de decir estas palabras cuando entró en el palco cl ex pasante de Yonville. Tendió ,>u mano con desenfado de gentilhombre; y la señora Bovary, automáticamente, estiró la suya, obedeciendo sin duda a la atracción de una voluntad más fuerte. No la había estrechado desde aquella tarde de primavera, cuando llovía sobre las hojas verdes y ellos se dijeron adiós al pie de la ventana. Pero recordando en seguida las conveniencias, alejó con esfuerzo el sopor de sus recuerdos y empezó a balbucear rápidas frases. -¡Buenas noches! . . . ¡Qué sorpresa verlo! -¡ Silencio! - gritó una voz desde la platea, porque empezaba el tercer acto. -¡Vive en Ruán ahora? - Sí. -¿Desde cuándo? -¡Que los saquen! ¡Que los saquen! Se dirigían a ellos. Ambos callaron.

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Ema no escuchó más; el coro de los invitados, la escena de Ashton y su criado, gran dúo en re mayor, todo sucedió lejos de ella, como si los instrumentos hubieran perdido sonoridad y los personajes se distanciaran; recordaba las partidas de naipes en casa del farmacéutico y el paseo a casa de la nodriza, las lecturas bajo la glorieta, las conversaciones a solas junto al fuego, todo ese pobre amor tan apacible, largo y discreto, tan tierno y que ella olvidara, sin embargo. ¿Por qué regresaba León? ¿Cuál aventurado azar lo traía otra vez a su vida? Estaba de pie detrás de ella, recostado contra el tabique y de vez en cuando Ema se estremecía bajo el soplo tibio de su respiración cuando rozaba sus cabellos. -¿Esto la divierte? - dijo inclinándose tanto que la punta del bigote tocó su mejilla. Ema respondió, negligente. -¡Oh, Dios mío, no!, no demasiado. León propuso entonces dejar el teatro para tomar helados un algún sitio. -¡Oh, no todavía, quedémonos! - dijo Bovary -. Ella se ha soltado los cabellos. Esto promete ser trágico. Pero la escena de la locura no interesaba a Ema y la interpretación de la cantante le pareció exagerada. - Grita demasiado - dijo dirigiéndose al atento Carlos. - Sí, puede ser... un poco - replicó él, indeciso entre la franqueza de su placer y el respeto que le merecían las opiniones de su mujer. Luego, León dijo con un suspiro: - Qué calor hace... -¡Insoportable, de veras! 298

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-¿Estás incómoda? - preguntó Bovary. - Sí, me ahogo, vamos. El señor León cubrió delicadamente los hombros de Ema con su largo chal de puntillas y los tres fueron al puerto, donde se sentaron al aire libre, ante la vidriera de un café. Primero se habló de la enfermedad de ella, aunque Ema interrumpiera a Carlos repetidas veces, temerosa, decía, de que aburriera al señor León; y éste contó que había venido a Ruán para pasar dos años en un importante estudio e iniciarse en los negocios, distintos en Normandía de los de París. Luego preguntó por Berta, la familia Homais, la tía Lefrancois; y como en presencia del marido no podían decirse más la conversación decayó. Algunas personas al salir del teatro cruzaban la acera, tarareando o cantando a pleno pulmón: O bel angelo, mía Lucia! León, para dárselas de entendido, habló entonces de música. Había visto a Tamburini, Rubini, Persiani Grisi; al lado de ellos, Lagardy, pese a su renombre, no valía nada. - Pero sin embargo - interrumpió Carlos mientras mordía a bocaditos su sorbete al ron- dicen que en el último acto está verdaderamente admirable; lamento haberme marchado antes del final, porque empezaba a divertirme. - En todo caso - replicó el pasante -, pronto dará otra función. Carlos respondió que ellos se irían al día siguiente. -A menos, gatita - dijo volviéndose hacia su mujer -, que quieras quedarte sola. Variando el procedimiento, ante la inesperada oportunidad ofrecida a sus esperanzas, el joven inició el elogio de 299

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Lagardy en el trozo final. ¡Era algo soberbio, sublime! Entonces Carlos insistió: - Regresas el domingo. Vamos, ¡decídete! Cometes un error si crees que esto puede hacerte el menor mal. A su alrededor las mesas se vaciaban; un camarero se apostó detrás de ellos, discretamente. Carlos, comprendiendo, sacó su cartera; el pasante detuvo su brazo y no olvidó dejar dos monedas de plata como propina, haciéndolas sonar sobre el mármol de la mesa. Me disgusta - murmuró Bovary -, de veras me disgusta que usted gaste tanto dinero... El otro hizo un gesto desdeñoso, lleno de cordialidad, y tomando su sombrero: -¿Convenido, entonces? ¿Mañana a las seis? Carlos protestó otra vez; él no podía estar tanto tiempo ausente, pero nada impedía que Ema... - Bueno, no sé - balbuceaba ella con extraña sonrisa. -¡Está bien, lo pensarás! La noche es buena consejera. Y a León, que los acompañaba: - Ahora que está en nuestra tierra, espero que vendrá de vez en cuando a cenar con nosotros. El pasante afirmó que no dejaría de hacerlo, porque además debía ir a Yonville por un asunto del estudio. Y se separaron delante del pasaje de Saint-Her-bland, cuando el reloj de la catedral daba las once y media.

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TERCERA PARTE I Mientras hacía sus estudios de derecho, el señor León se convirtió en parroquiano de la Chaumiére, donde obtuvo buenos éxitos con las pirujas, que lo encontraban distinguido. Era el mas discreto de los estudiantes; usaba los cabellos ni largos ni cortos, no tiraba el 1° del mes el dinero del trimestre y mantenía buenas relaciones con sus profesores. Siempre se abstuvo de cometer excesos, tanto por pusilanimidad como por delicadeza. A menudo, cuando pasaba el tiempo leyendo en su cuarto o sentado por las tardes bajo los tilos del Luxemburgo, el Código se le caía de las manos y el recuerdo de Ema volvía a él. Poco a poco aquel sentimiento fue debilitándose y nuevas codicias lo cubrieron, aunque persistiera bajo su acumulación; León no había perdido toda esperanza, y una promesa indefinida se balanceaba en su futuro, como fruto de oro suspendido de fantástico follaje. 301

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Cuando la vio después de tres años de ausencia, la pasión despertó. Pensó en la necesidad de resolverse a poseerla por fin. En primer lugar, el contacto con alocadas compañías había gastado su timidez y regresaba a la provincia animado de desprecio hacia todos aquellos que no pisaban el asfalto del bulevar con sus pies charolados. Tal vez el pobre pasante hubiera temblado como un niño ante una parisiense cubierta de encajes en el salón de un ilustre doctor, personaje con condecoraciones y carruaje; pero en Ruán, en el puerto, ante la mujer de ese humilde médico, se sentía cómodo, seguro de deslumbrarla. El aplomo depende del medio; nadie habla en el entresuelo como en el cuarto piso, y la mujer rica parece estar rodeada de la protección de sus billetes de banco como por una coraza que recubre interiormente su corsé. La víspera, al despedirse del matrimonio Bovary, León los siguió con la mirada mientras se alejaban por la calle; los vio así detenerse ante la puerta de la Cruz roja, y dando media vuelta pasó la noche meditando un plan. Al día siguiente, a las cinco de la tarde, entraba en la cocina de la posada con un nudo en la garganta, pálido y presa de esa resolución de los cobardes que nada detiene. - El señor no está - dijo uno de los criados. Le pareció un buen augurio. Subió. Ella no se turbó al verlo; por el contrario, le presentó sus excusas por no haberle dicho dónde se alojaban. - Oh, lo adiviné - replicó León. -¿Cómo? Pretendió que el azar lo había guiado hasta ella, por instinto. Ella sonrió, y para reparar su tontería, León agregó en 302

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seguida que había pasado la mañana buscándola sucesivamente en todos los hoteles de la ciudad. -¿Ha decidido quedarse, entonces? - concluyó. - Sí - dijo Ema - y he cometido un error. No hay que acostumbrarse a los placeres impracticables cuando uno tiene mil exigencias a su alrededor. - Oh, me lo figuro... - No se lo figura, usted no es mujer... Pero también los hombres tenían sus pesares, y la conversación quedó entablada con algunas reflexiones filosóficas. Ema habló largamente de la miseria de los afectos terrenales y del eterno aislamiento en que yace el corazón. Para darse tono o por imitar cándidamente aquella melancolía que provocaba la suya el muchacho declaró haberse aburrido terriblemente durante la época de sus estudios. Lo irritaba la práctica forense, otras vocaciones lo atraían y su madre lo atormentaba sin cesar en cada una de sus cartas. A medida que hablaban precisaban más y más los motivos de sus penas exaltándose un tanto con la progresiva confidencia. Algunas veces se detenían ante la exposición completa de la idea y buscaban una frase para traducirla mejor. Ema no confesó su pasión por otro hombre; León no dijo que la había olvidado. Quizá ya no recordaba sus cenas después del baile con mujeres alegres; y quizá ella no recordaba tampoco sus citas de antaño, cuando por las mañanas corría a través de los campos hacia el castillo de su amante. Los ruidos de la ciudad apenas llegaban hasta ellos y el cuarto parecía pequeño, apropiado para encerrar mejor las mutuas soledades. Ema, 303

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vestida con un peinador de bombasí, apoyaba su peinado contra el respaldo del viejo sillón; el papel amarillo de la pared formaba un fondo dorado detrás de ella; y su cabeza descubierta se repetía en el espejo con su raya blanca al medio y los lóbulos de las orejas asomando bajo las crenchas. - Perdóneme – dijo -, lo aburro con mis eternos lamentos. -¡Eso no! ¡Jamás! -¡ Si usted supiera - prosiguió alzando al cielo raso sus hermosos ojos de los que escapaba una lágrima - todo lo que he soñado! -¡Y yo también! ¡Oh, he sufrido tanto! Algunas veces salía, iba al azar, me paseaba por los muelles, aturdiéndome un poco con el ruido de la multitud sin poder alejar la incesante obsesión. En el bulevar, en una tienda de estampas, hay un grabado italiano que representa una Musa. Está envuelta en una túnica y mira la luna, con su cabellera suelta adornada de nomeolvides. Algo me impulsaba hasta allí siempre y allí he pasado largas horas. Luego, con voz temblorosa: - Se le parecía un poco. La señora Bovary volvió la cabeza para esconderle la irresistible sonrisa que afloraba a sus labios. -A menudo - prosiguió él- le escribía cartas que rompía después. Ema callaba, él agregó: - Imaginaba a veces un azar que la traería. Creí reconocerla por la calle y he corrido detrás de los coches de punto

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en cuyas portezuelas flotaba un chal, un velo parecido al suyo... Ella parecía decidida a dejarlo hablar sin interrumpirlo. Con los brazos cruzados y la cabeza gacha contemplaba las rosetas de sus pantuflas y los dedos de sus pies se movían alternativamente dentro del raso. De pronto suspiró: - Lo más lamentable, ¿verdad?, es esto de llevar una existencia inútil como la mía. ¡ Si nuestros dolores sirvieran a alguien nos consolaría la idea del sacrificio! León alabó la virtud, el deber y las calladas inmolaciones, declarando tener una increíble e insaciada necesidad de devoción. -¡Me encantaría ser una monja de hospital! - dijo Ema. -¡Ay! - replicó León -. Los hombres no tenemos esas santas misiones y por ningún lado veo un oficio que..., a menos, quizá, el de médico... Con un ligero encogimiento de hombros Ema lo interrumpió para hablarle de su enfermedad, que casi la mata; ¡qué pena!, no sufriría ya. León al instante envidió la paz de la tumba; si hasta había escrito su testamento una noche recomendando que lo enterraran envuelto en el hermoso cubrepiés con bandas de terciopelo, regalo de ella; porque así hubieran querido ser ambos, fabricándose un ideal al cual ajustaban ahora sus vidas pasadas. Además, la palabra es un laminador que prolonga los sentimientos. Pero al oír el hallazgo del cubrepiés: -¿Por qué? - preguntó ella. -¿Por qué? 305

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León vacilaba. -¡ Porque la he querido mucho! Y felicitándose de haber vencido la dificultad, León espió de soslayo la fisonomía de Ema. Fue como si en el cielo una ráfaga de viento dispersara las nubes. El cúmulo de tristes pensamientos que los oscurecían desapareció de sus ojos azules y su cara resplandeció. Aguardaba. Por fin Ema respondió: - Siempre lo sospeché... Entonces se contaron los pequeños acontecimientos de aquella lejana existencia, cuyos placeres y melancolías acababan de resumir en una simple frase. León recordaba la glorieta de las clemátides, los vestidos usados por Ema, los muebles de su cuarto, su casa entera. -¿Dónde están nuestros pobres cactus? - Los mató el frío este invierno. -¡No se imagina lo que he pensado en ellos! A menudo los veía como antes, cuando el sol pegaba sobre las persianas en las mañanas del verano..., y veía sus brazos desnudos moviéndose entre las flores. -¡Mi pobre amigo! - exclamó ella ofreciéndole la mano. León se apresuró a besarla. Luego, después de un largo suspiro: - En esa época usted era para mí no sé qué fuerza incomprensible que cautivaba mi vida. Una vez fui a visitarla, tal vez usted no lo recuerde ya. - Sí - dijo ella -. Siga. - Usted estaba abajo, en la antecámara, lista para salir, en el último escalón; llevaba un sombrero con florecitas azules; 306

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y sin que me invitara, a pesar de mí mismo, la acompañé. En ningún momento dejé de tener conciencia de mi necedad, pero seguí; caminaba a su lado sin animarme a seguirla ni a dejarla. Cuando usted entraba en una tienda yo me quedaba en la calle y por la vidriera la miraba quitarse los guantes y contar el dinero en la caja. Por fin llamó a la puerta de la señora Tuvache, abrieron, y yo me quedé como un idiota en plena calle, delante de la pesada puerta que se cerró a su paso. Al escucharlo, la señora Bovary se asombraba de ser tan vieja; como si las cosas reaparecidas ensancharan su existencia; la transportaban a una especie de inmensidad sentimental; y decía de vez en cuando, en voz baja, con los ojos entrecerrados: - Sí, es verdad..., ¡es verdad!, ¡es verdad!... Oyeron dar las ocho en los diferentes relojes del barrio de Beauvoisine, lleno de pensionados, iglesias Y edificios públicos abandonados. Ambos callaban, pero al mirarse algo sonoro parecía escapar de sus pupilas fijas y un murmullo resonaba en sus cabezas. Habían unido sus manos; el pasado, el porvenir, las reminiscencias y los sueños se confundían en la dulzura del éxtasis. La noche se espesaba en las paredes, donde todavía brillaban, semiperdidos en las sombras, los colorinches de cuatro estampas que representaban cuatro escenas de la Torre de Nesle, con una leyenda al pie en español y en francés. Por la ventana de guillotina se veta un retazo de cielo oscuro entre los puntiagudos techos. Farsa se levantó para encender dos bujías sobre la cómoda y luego regresó a su asiento. 307

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-¿Y bien? - dijo León. -¿Y bien? - respondió ella. El buscaba la manera de reanudar el diálogo interrumpido cuando ella le dijo: -¿Por qué nadie me ha expresada hasta hoy, sentimientos semejantes? El pasante protestó; las naturalezas ideales eran difíciles de comprender. El la había amado desde la primera mirada; se desesperaba pensando en la dicha posible si por una gracia del destino se hubieran conocido antes y unido de indisoluble manera. - Algunas veces lo he pensado - replicó Ema. -¡Qué ensueño! - murmuró León. Y tocando con delicadeza el borde azul de su ancho cinturón blanco agregó: -¿Qué nos impide realizarlo? - No, amigo mío - respondió ella -. Soy demasiado vieja..., usted es demasiado joven..., ¡olvídeme!. Otras lo amarán..., usted las amará... -¡No como a usted! - exclamó León. -¡Qué niño es! ¡Vamos, sea juicioso! ¡Se lo pido! Le ponderó las dificultades de ese amor, le explicó que, como antaño, debían mantener las simples formas de una amistad fraternal. ¿Hablaba en serio? Ema no lo sabía a ciencia cierta, demasiado preocupada con el encanto de la seducción y la necesidad de defenderse; contemplando al muchacho con mirada enternecida, rechazaba suavemente las tímidas caricias intentadas por sus manos temblorosas. 308

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- Perdóneme - dijo León apartándose. Ema fue presa de un vago espanto ante aquella timidez, más peligrosa para ella que la audacia de Rodolfo cuando se le acercaba con los brazos abiertos. Nunca hombre alguno le había parecido tan guapo. De su porte escapaba un exquisito candor. Bajaba las largas pestañas rizadas. Sus mejillas de suave epidermis, sonrojadas - así lo creía ella- por el deseo de su persona, le inspiraban invencibles ganas de besarlas. Se volvió entonces hacia el reloj como si mirara la hora. -¡Qué tarde es, Dios mío! - dijo -, ¡cuánto hemos charlado! León comprendió la alusión y buscó su sombrero. -¡Hasta me he olvidado de la función! ¡Y el pobre Bovary me dejó aquí expresamente para eso! Iban a acompañarme el señor Lormeaux y su mujer, que viven en la calle del Grand-Pont. Tiempo perdido, puesto que al día siguiente se marchaba. -¿De veras? - preguntó León. - Sí. - Tengo que volver a verla - replicó él -, debo decirle algo. -¿Qué? - Es una cosa seria, importante. ¡No, usted no se va, es imposible! Si supiera..., escúcheme..., ¿no me ha comprendido entonces?, ¿no ha adivinado? - Usted habla muy bien - dijo Ema. -¡No bromee! ¡Basta, por favor! Sea compasiva y deje que la vuelva a ver... una vez..., una sola. 309

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- Está bien. Ella calló; luego, como si se diera cuenta: -¡Oh, aquí no! - Donde usted quiera. - Quiere que... Pareció reflexionar; luego, con tono cortante dijo: - Mañana a las once, en la catedral. ¡Estaré allí! - exclamó él apoderándose de sus manos, que ella apartó. Y como ambos estaban de pie, León a sus espaldas, ella con la cabeza gacha, se inclinó sobre su cuello y besó largamente su nuca. -¡ Pero usted está loco! ¡Ha perdido el juicio! - decía Ema con una risita sonora mientras los besos se multiplicaban. Asomando la cabeza sobre su hombro, León pareció buscar el consentimiento de sus ojos. Cayeron sobre él llenos de glacial majestad. León retrocedió tres pasos para salir. Se detuvo en el umbral. Luego susurró con voz estremecida: - Hasta mañana. Ella asintió, y como un pájaro desapareció en el cuarto contiguo. Esa noche Ema escribió una larga carta al pasante, desistiendo del encuentro; todo había terminado y no debían volver a verses, para felicidad de ambos. Pero, cerrada la carta, como desconocía la dirección de León, se sintió muy confundida. - Se la daré personalmente - se dijo -, vendrá.

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A la mañana siguiente, León, ante la ventana abierta y canturreando en el balcón, pasó varias manos de pomada sobre sus escarpines. Se puso un pantalón blanco, calcetines finos, un fraque verde, derramó sobre su pañuelo todos sus perfumes y después de hacerse rizar deshizo los rizos para dar a su cabellera más elegancia natural. -¡Es muy temprano todavía! - pensó mirando el cucú del peluquero que marcaba las nueve. Leyó una vieja revista de modas, salió, fumó un cigarro, recorrió tres calles, juzgó que era tiempo y se dirigió lentamente hacia el atrio de Notre-Dame. Era una hermosa mañana de verano. En los escaparates de los orfebres relucía la platería, y la luz al caer oblicuamente sobre la catedral ponía reflejos en las grietas de las piedras grises; en el cielo azul revoloteaba una bandada de pájaros en torno de los campanarios de ojivas treboladas; resonante de gritos, la plaza olía a las flores de sus puestos, rosas, jazmines, claveles, narcisos y tuberosas, separadas irregularmente por húmedas hierbas, ojo de gato y muraje para los pájaros; gorgoteaba la fuente en el centro, y bajo amplios quitasoles, entre los melones rosados dispuestos en pirámides, las vendedoras en cabeza envolvían en papeles los ramos de violetas. El joven eligió uno. Por primera vez compraba flores para un mujer; al aspirarlas el pecho se le henchíó de orgullo, como si el homenaje destinado a ella recayera sobre él. Pero temía que lo reconocieran y decidió entrar en la iglesia.

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El suizo estaba en el umbral, en medio del portal de la izquierda, debajo de la Mariana danzante, con su penacho en la cabeza, su estoque sobre la pantorrilla, bastón en mano, más majestuoso que un cardenal, tan reluciente como una santa custodia. Se adelantó hacia León y con benévola sonrisa zalamera con que los eclesiásticos interrogan a los niños: -¿El señor es forastero, sin duda? ¿El señor desea ver las curiosidades de la iglesia? - No - dijo el otro. E inició el recorrido de las naves laterales. Luego se asomó a la plaza. Ema no llegaba. Fue hasta el coro. La nave se reflejaba en las pilas de agua bendita, hasta el comienzo de las ojivas y una parte de los vitrales. El reflejo de los colores, al quebrarse en el borde de mármol, se prolongaba sobre las baldosas como abigarrada alfombra. La gran claridad exterior continuaba dentro de la iglesia en forma de tres rayos enormes que entraban por las tres puertas abiertas. De vez en cuando, al fondo, pasaba un sacristán haciendo frente al altar la oblicua genuflexión de los apresurados devotos. Pendían inmóviles las arañas de cristales. Ardía en el coro una lámpara de plata; y de las capillas laterales, de las partes en sombra de la iglesia, solían oírse suspiros exhalados o el sonido de una verja al ser cerrada, cuyo eco repercutía bajo las altas bóvedas. León, con paso grave, caminaba a lo largo de los muros. Nunca la vida le había parecido tan buena. Ella vendría en seguida, encantadora, agitada, ese' piando de reojo las miradas que la perseguían, con su vestido de volantes, su binó312

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culo de oro, sus frágiles borceguíes, con todo aquel despliegue de elegancia del que León jamás disfrutara y con la inefable seducción de la virtud caída. La iglesia la rodeaba como un gigantesco cuarto de tocador; las bóvedas se inclinaban para recoger en la sombra la confesión de su amor; los vitrales resplandecían para iluminar su rostro, y los incensarios arderían para que Ema se presentara como un ángel entre sahumerios. Pero Ema no venía. León se sentó en una silla y sus ojos descubrieron un vitral azul con figuras de barqueros llevando cestas. Lo contempló atentamente largo rato, y mientras su pensamiento corría al encuentro de Ema contaba las escamas de los pescados y los ojales de los justillos. A prudente distancia, el suizo se indignaba en su fuero íntimo con aquel individuo que se permitía admirar a solas la catedral. Juzgaba que su conducta era monstruosa, que lo robaba en cierta manera, y que casi cometía un sacrilegio. Hubo un fru-fru de seda sobre las losas, un ala de sombrero, una mantilla negra... ¡Era ella! León se puso de pie y corrió a su encuentro. Ema estaba pálida, caminaba ligero. -¡Lea! - dijo tendiéndole un papel -. ¡Oh, no! Y bruscamente retiró su mano para entrar en la capilla de la Virgen, donde se puso a rezar, arrodillada en uno de los bancos. La fantasía beata irritó al joven, que, sin embargo, no pudo evitar un cierto encantamiento .al verla, en plena cita, entregada a sus oraciones como una marquesa andaluza; luego empezó a aburrirse porque Ema no concluía de rezar. 313

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Ema oraba, o mejor dicho se empeñaba en orar, esperando que del cielo descendiera sobre ella una repentina resolución; y para atraer la ayuda divina llenaba sus ojos con los esplendores del tabernáculo, aspiraba el perfume de las blancas julianas que florecían en los altos vasos y prestaba oídos al silencio de la iglesia, aunque sólo lograra acrecentar el desorden de su corazón. Se había incorporado y se disponían a marcharse, cuando el suizo se acercó de prisa diciendo: -¿La señora es forastera? ¿La señora desea ver las curiosidades de la iglesia? - Pero no - dijo el pasante. -¿Por qué no? - replicó ella. Aferraba su virtud tambaleante a la Virgen, las estatuas, los sepulcros, a cualquier cosa. Entonces, para proceder con orden, el suizo los llevó hasta la entrada, cerca de la plaza, donde les mostró con el bastón un gran cerco de losas negras sin inscripciones ni cincelados. - Esta - dijo majestuosamente- es la circunferencia de la hermosa campana de Amboise. Pesaba cuarenta mil libras. No había otra igual en toda Europa. El fundidor murió de alegría... - Vámonos - dijo León. El hombre echó a andar; cuando llegaron otra vez a la capilla de la Virgen abrió los brazos en gesto sintético de demostración, y más orgulloso que un propietario rural cuando muestra sus espaldares:

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- Esta simple losa cubre la tumba de Pedro de Brézé, señor de Varenne y de Brissac, gran mariscal de Poitou y gobernador de Normandía, muerto en la batalla de Montlhéry el 16 de julio de 1465. León bufaba y se mordía los labios. - Y a la derecha, ese caballero con armadura de hierro, montado en el brioso caballo, es su nieto, Luis de Brézé, señor de Breval y de Montchauvet, conde de Maulevrier, barón de Mauny, chambelán del rey, caballero de la Orden y también gobernador de Normandía, muerto el 23 de julio de 1531, un domingo, como dice la inscripción; y arriba, ese hombre que desciende a la tumba es el mismo. ¿Verdad que es imposible ver una mejor representación de la nada? La señora Bovary empuñó sus quevedos. León, inmóvil, la contemplaba sin atreverse a decir una sola palabra ni hacer un solo gesto, desalentado ante el simulacro de indiferencia por una parte y la charlatanería por la otra. El eterno guía continuaba: -A su lado, esa mujer llorosa, de rodillas, es su esposa, Diana de Poitiers, condesa de Brézé, duquesa de Valentinois, nacida en 1499, muerta en 1566; y a la derecha, la que lleva un niño en los brazos, es la Santa Virgen. Ahora miren hacia este lado: aquí están las tumbas de los Amboise. Ambos fueron cardenales y arzobispos de Ruán. Este era uno de los ministros del rey Luis XII. Hizo mucho bien a la catedral. En su testamento dejó treinta mil escudos de oro para los pobres.

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Y sin dejar de hablar los condujo a una capilla llena de balaustradas, movió algunas y descubrió una especie de bloque que podría muy bien ser una estatua mal modelada. - Adornaba - dijo con un hondo gemido- la tumba de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra y duque de Normandía. Los calvinistas, señor, la redujeron a este estado. Por maldad la enterraron durante el sitio episcopal de Monseñor. Miren, por esa puerta sube a su habitación Monseñor. Vamos a ver ahora los vitrales de la gárgola. Pero León, con presteza, sacó del bolsillo una moneda de plata y tomó a Ema del brazo. El suizo quedó estupefacto, sin comprender la intempestiva munificencia del forastero cuando aún quedaba tanto por ver. Y llamándolo a voces: -¡ Señor! ¡La aguja! ¡La aguja! - Gracias - dijo León. - El señor hace mal. Medirá cuatrocientos cuarenta pies, nueve menos que la Pirámide de Egipto. Está toda hecha de hierro fundido y... León escapaba porque creía que su amor, petrificado hacía casi dos horas en la iglesia, iba a evaporarse ahora como una humareda por aquella especie de tubo truncado de forma oblonga que se eleva tan grotescamente sobre la catedral, como la extravagante tentación de algún calderero alocado. -¿Y ahora adónde vamos? - decía Ema. Sin responder, él seguía andando con paso vivo y ya la señora Bovary mojaba sus dedos en el agua bendita, cuando oyeron a sus espaldas un fuerte jadeo interrumpido regularmente por los golpes de un bastón. León se volvió. 316

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-¡ Señor! -¿Qué hay? Reconoció al suizo, los brazos cargados con veinte gruesos tomos encuadernados apoyados contra su vientre. Eran las obras que hablaban de la catedral. -¡Imbécil! - gruñó León largándose fuera de la iglesia. Por el atrio merodeaba un chico. -¡Ve a buscarme un Simón! El chico partió como bala por la calle de Quatre-Vents; quedaron a solas unos minutos, frente a frente, un tanto avergonzados. -¡Ah, León!.... verdaderamente..., no sé si debo... Ema hacía melindres. Luego, con cara seria: - Es muy inconveniente, ¿sabe? -¿Por qué? - dijo el pasante -. ¡Es lo que se estila en París! Esta frase la decidió como un argumento irresistible. Pero el coche de plaza tardaba. León temía verla entrar de nuevo en la iglesia. Por fin apareció el Simón. - Por lo menos salgan por el portal del norte! - gritaba el suizo desde el umbral- ¡Así verán la Resurrección, el Juicio Final, el Paraíso, el Rey David y los Réprobos en las llamas del infierno. -¿Adónde va el señor? - preguntó el cochero. -¡Adonde usted quiera! - dijo León empujando a Ema al interior del coche. EL pesado carruaje se puso en marcha.

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Bajó por la calle Grand-Pont, atravesó la plaza de las Artes, el muelle Napoleón, el puente Nuevo y se detuvo repentinamente ante la estatua de Pierre Corneille. -¡ Siga! - dijo una voz desde el interior. El coche reanudó la marcha y en la plazoleta La Fayette se lanzó por la pendiente, penetrando al galope en la estación del ferrocarril. -¡No, vaya derecho! - gritó la misma voz. El Simón cruzó la reja y muy pronto llegó a la explanada del río, donde trotó suavemente bajo la sombra de los grandes olmos. El cochero se enjugó la frente, depositó sobre las rodillas el sombrero de cuero y encaminó el coche más allá de las alamedas laterales, al borde del agua, sobre el césped. Recorría el curso del río por el camino de remolque, empedrado de duros guijarros, y durante largo rato anduvo por el lado de Oyssel, más allá de las islas. Pero de golpe tomó a escape por Quatremares, Sotteville, la Grande - Chaussée, la calle de Elbeuf, e hizo su tercer alto ante el Jardín Botánico. -¡Ande, pues! - gritó la voz enfurecida. Y reanudando la marcha al instante el coche pasó por Saint-Sever, el muelle de los Curanderos, el de los Molinos, cruzó otra vez el puente, la plaza del Campo de Marte y los jardines del hospital por detrás, donde se pasean al sol los viejos vestidos de negro en la terraza recubierta de hiedra. El coche desanduvo el bulevar Bouvreuil, recorrió el bulevar Cauchoise, luego el Mont-Riboudet, hasta la cuesta de Deville. Regresó; y entonces sin plan ni dirección, erró al azar. Se lo vio en Saint-Pol, Lescure, el monte Gargan, la Rouge318

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Mare y en la plaza del Gaillardbois; en las calles de Maladrerie, Dinanderie, ante Saint-Romain, Saint-Vivien, SaintMaclou, Saint-Nicaise, la Aduana, la Basse-Vieille-Tour, las Trois-Pipes y el Cementerio Monumental. De vez en cuando el cochero lanzaba desde su asiento enfurecidas miradas a las tabernas. No comprendía la pasión locomotriz que impulsaba a esos individuos a no detenerse jamás. Algunas veces intentaba hacerlo y al instante oía a sus espaldas coléricas exclamaciones. Entonces castigaba de lo lindo a sus dos rocines trasudados, sin cuidarse de los baches, tomando por cualquier lado, sin preocupaciones, desmoralizado, casi dorando de sed, de fatiga, de tristeza. En el puerto, entre los camiones y las barricas, en las calles frente a los mojones, los burgueses abrían tamaños ojos de asombro ante el extraordinario espectáculo en una ciudad de provincia: un coche con las cortinillas bajas, que reaparecía sin cesar, clausurado como una tumba, sacudido como un navío. En un momento dado, en mitad de la tarde, en pleno campo, cuando el sol lanzaba sus más fuertes dardos sobre las viejas linternas plateadas, una mano desnuda asomó bajo las cortinillas de tela amarilla y arrojó unos pedacitos de papel que el viento dispersó y que cayeron más lejos, como blancas mariposas, sobre un rojo trebolar en flor. Luego, hacia las seis, el coche se detuvo en una callejuela del barrio de Beauvoisine y una mujer se apeó. Caminaba con el velo echado sobre la cara y sin volver la cabeza.

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II Al llegar a la posada, la señora Bovary se asombró porque la diligencia no la esperaba. Después de aguardarla durante cincuenta y tres minutos, Hivert acabó por marcharse. Nada la obligaba a partir, pero había dado su palabra de regresar esa misma noche. Además, Carlos la esperaba; y ella ya sentía en el ánimo la blanda docilidad que, para muchas mujeres, es a la vez castigo y rescate del adulterio. Hizo su maleta a prisa, pagó la cuenta, subió a un cabriolé en el patio y apuró al palafrenero, animándolo, preguntándole continuamente la hora, los kilómetros recorridos, hasta alcanzar por fin a la Golondrina a la altura de las primeras casas de Quincampoix. Apenas se sentó en su rincón, cerró los ojos y los abrió al final de la cuesta, desde donde divisó de lejos a Felicitas, parada como vigía delante de la casa del herrero. Hivert sofrenó los caballos y la cocinera, empinándose hasta el postigo, dijo misteriosamente.

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- Señora, tiene que ir en seguida a la casa del señor Homais. Corre prisa. Como de costumbre, la aldea estaba silenciosa. En las esquinas humeaban montones rosados, porque era la época de las mermeladas y en Yonville todos fabricaban su provisión el mismo día. Delante de la botica el montón era más alto y superaba a los otros con la superioridad que una empresa debe tener sobre los hornos domésticos, una necesidad general sobre los caprichos individuales. Ema entró. El sillón grande estaba volcado y hasta el Fanal de Ruán yacía por el suelo, desplegado entre los dos morteros. Ema abrió la puerta del pasillo; y en mitad de la cocina, entre las jarras oscuras llenas de desgranadas grosellas, de azúcar molida, de azúcar en terrones, las balanzas sobre la mesa, vasijas sobre el fuego, vio a los Homais, chicos y grandes, cubiertos por sus delantales hasta el mentón y con sus respectivos tenedores en la mano. Justino, de pie, bajaba la cabeza, y el farmacéutico chillaba: -¿Quién te dijo que fueras a buscarla en el desván? -¿Qué sucede? -¿Qué sucede? - respondió el boticario -. Estamos haciendo mermelada, la mermelada se cuece e iba a verterse porque tenía demasiado jugo. Encargo que traigan otra vasija. Y el señorito, por holgazanería, por comodidad, fue a sacar la llave colgada de un clavo en mi laboratorio, la del desván. Así llamaba el boticario a un gabinete en los altos, lleno de utensilios y de mercadería de farmacia. Pasaba en él largas horas pegando etiquetas, trasvasando, cambiando cordeles; 321

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para él era más que un simple almacén, un verdadero santuario del que salían luego, elaborados por sus manos, píldoras, sellos, tisanas, lociones y pociones que desparramarían su celebridad por el contorno. Nadie ponía allí los pies; lo barría personalmente, tanto lo respetaba. En fin, si la farmacia con sus puertas abiertas para todo el mundo era el lugar donde desplegaba su orgullo, el desván era el refugio donde, concentrándose egoístamente, Homais se deleitaba en el ejercicio de sus predilecciones; por eso juzgaba el aturdimiento de Justino una monstruosa irreverencia; y más rubicundo que las grosellas repetía: - Sí, del desván, ¡ la llave que guarda los ácidos y cáusticos alcalinos! ¡Traer nada menos que una vasija de reserva, una vasija con tapa! ¡Y que a lo mejor yo no usaré nunca! ¡Todo tiene su importancia en las delicadas operaciones de nuestro arte! Pero, demonios, hay que establecer diferencias y no emplear para uso doméstico lo que sirve para la farmacia. Es como si cortáramos un pollo con un escalpelo, como si un magistrado... Vamos, cálmate - decía la señora Homais. Y Atalía, tirándole de la levita: -¡ Papá! ¡Papá! -¡Dejadme en paz! - repetía el farmacéutico -. ¡Dejadme en paz, caray! ¡Lo mismo daría ser despensero, palabra de honor! ¡Vamos, hazte el gusto!, ¡no respetes nada!, ¡rompe, haz pedazos las cosas!, ¡suelta las sanguijuelas!, ¡ quema el malvavisco!, ¡ adoba caracoles en los bocales, ¡lacera los vendajes! - Usted me había... - dijo Ema. 322

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-¡Ya voy! ¿Sabes a lo que te exponías?..¿ No viste una cosa en el rincón, a la izquierda, en el tercer estante? Habla, responde, articula algo. - No lo sé... - balbuceó el muchacho. -¡Conque no lo sabes! ¡Bueno, lo sé yo! Viste una botella de vidrio azul, con sello de lacre amarillo, que contiene un polvillo blanco, sobre la cual con mi propia mano escribí ¡Peligro! ¿Y sabes lo que hay ahí dentro? ¡Arsénico! ¡Y metes la mano en ese lugar y traes una vasija que está al lado! -¡Al lado! - chilló la señora Homais juntando las manos. ¿El arsénico? ¡Pudiste envenenarnos a todos! Los chicos empezaron a gritar como si sintieran ya atroces dolores en las entrañas. -¡O envenenar a un enfermo! - prosiguió el boticario¿Quieres que vaya preso, que tenga que presentarme como un criminal ante los tribunales? ¿Quieres llevarme al cadalso? ¿Ignoras, acaso, el cuidado con que manejo las cosas, a pesar de mi apasionado hábito? ¡Si yo mismo me asusto cuando pienso en mi responsabilidad! ¡ Porque el gobierno nos persigue y la absurda legislación que nos rige es como una verdadera espada de Damocles suspendida sobre nuestras cabezas! Ema ya no pensaba siquiera en preguntar por qué la habían llamado, y el farmacéutico seguía diciendo, con frases entrecortadas: -¡Así reconoces mis bondades para contigo! ¡Asíme recompensas los cuidados paternales que te prodigo! Porque, ¿dónde estarías sin mí? ¿Qué sería de ti? ¿Quién te da de comer, te educa, te viste y te proporciona los medios para que un día figures con honor en las filas de la sociedad? Pero 323

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para eso tienes que remar en firme y que te salgan callos, como quien' dice. Fabricando fit faber, age quod agis. Citaba sus latines de puro exasperado. Hubiera citado el chino y el groenlandés de haber conocido ambas lenguas; porque atravesaba una de esas crisis en las que el alma entera muestra claramente su contenido, como el océano cuando en plena tempestad se abre y muestra las algas de sus playas y las arenas de sus abismos. Y prosiguió: -¡Empiezo a arrepentirme terriblemente de haberme encargado de tu persona! ¡Por cierto que más hubiera valido dejarte abandonado a tu miseria, en medio del fango donde naciste! ¡Nunca servirás para otra cosa que para guardar animales cornudos! ¡No tienes ninguna aptitud para las ciencias! ¡Apenas sabes pegar una etiqueta! ¡Y vives en mi casa como un canónigo, como pavo en el corral, cebándote! Ema se volvió hacia la señora Homais: - Me hicieron venir- ¡Ah, Dios santo! - interrumpió con cara triste la buena mujer -, ¿cómo decírselo? ¡Es una desgracia! No concluyó la frase; el boticario tronaba: -¡Vacíala! ¡Límpiala! ¡Llévala de vuelta! ¡Date prisa! Y sacudiendo a Justino por el cuello de su blusa hizo caer un libro de su bolsillo. El chico se agachó. Homais se había adelantado a su ademán y recogiendo el libro, lo contemplaba boquiabierto y con ojos asombrados. - El amor... conyugal - dijo separando las dos palabras -. ¡Pero muy bien..., muy bien... !, ¡qué lindo! ¡Y con láminas!... ¡Ah, esto es demasiado! 324

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La señora Homais se acercó: -¡No, lo toques! Los chicos quisieron ver las ilustraciones. -¡ Salgan de aquí! - exclamó con ímpetu. Los chicos salieron. Primero recorrió la cocina dando grandes pasos con el libro abierto en las manos, los ojos en blanco, sofocado, tumefacto, apoplético. Luego fue derecho hacia su pupilo y se le plantó delante, los brazos cruzados. - Pero, desdichado, tienes todos los vicios, tú... ¡Ten cuidado que estás en una pendiente! ¿No has reflexionado que este libro infame podía caer en las manos de mis hijos, encender la chispa en sus cerebros, manchar la pureza de Atalía, corromper a Napoleón? Ya está formado como un hombre. ¿Estás seguro, por lo menos, de que no lo han leído? ¿Puedes asegurármelo? - Señor, por favor - dijo Ema -, usted tenía que decirme algo... Es verdad, señora... ¡Su suegro ha muerto! En efecto, el señor Bovary padre acababa de fallecer de repente, de un ataque de apoplejía, al levantarse de la mesa; y por exceso de precaución por la sensibilidad de Ema, Carlos rogó al señor Homais que le diera la horrible noticia con muchos miramientos. El señor Homais meditó su frase, la redondeó, pulió, ritmó; era una obra maestra de prudencia y de transición, de finos giros y de delicadeza; pero la cólera se llevó al diablo la retórica.

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Ema, renunciando a conocer los detalles, se marchó de la farmacia porque el señor Homais reanudaba sus vituperaciones. Sin embargo, se había calmado un tanto y refunfuñada ahora en tono paternal, dándose aire con su bonete griego: -¡No creas que desapruebo por completo la obra! El autor era médico. Contiene ciertos aspectos científicos que no está mal que un hombre conozca; me atrevería a decir que debe conocerlos. ¡Pero después, después! Aguarda por lo menos hasta que seas hombre y que tu temperamento esté hecho. Al golpe de aldabón de Ema, Carlos, que la aguardaba, fue a recibirla con los brazos abiertos y le dijo con lágrimas en la voz: - Ah, querida mía... Y se inclinó suavemente para besarla. Pero al contacto de sus labios el recuerdo del otro se apoderó de Ema; y, estremecida, se pasó la mano por la cara. Atinó a decir: - Lo sé..., lo sé... El le mostró la carta en la que su madre narraba los acontecimientos, sin ninguna hipocresía sentimental. Sólo lamentaba que su marido no hubiera recibido los socorros religiosos, puesta que había muerto en plena calle, en Doudeville, en la puerta de un café, después de una comida patriótica con otros ex oficiales. Ema le devolvió la carta; en la mesa, por decoro, simuló alguna repugnancia. Pero como Carlos la animaba, empezó a

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comer con buen apetito, mientras él, sentado frente a ella, se mantenía inmóvil, en actitud de abatimiento. De vez en cuando alzaba la cabeza y le dedicaba una larga mirada llena de congoja. Luego suspiró: -¡Me hubiera gustado verlo una vez más! Ella callaba. Por fin, comprendiendo que era necesario hablar: -¿Qué edad tenía tu padre? -¡Cincuenta y ocho años! -¡Ah! Eso fue todo. Un cuarto de hora después él agregó: -¡Mi pobre madre! ¿Qué será de ella, ahora? Al verla tan taciturna, Carlos la suponía afligida y se forzaba por callar, para no avivar ese dolor que lo enternecía. Sin embargo, sobreponiéndose al suyo: -¿Te divertiste ayer? - Sí. Cuando alzaron el mantel, Bovary no se levantó de su silla. Tampoco Ema; y a medida que lo miraba, la monotonía de ese espectáculo alejaba toda compasión de su ánimo. Le parecía escuálido, débil, nulo, en fin, un pobre hombre de todos modos. ¿Cómo librarse de él? ¡Qué velada interminable! Una especie de vapor estupefaciente, como el opio, la adormecía. En el vestíbulo se oyó el ruido seco de un bastón al golpear las tablas. Hipólito traía las maletas de la señora. Para depositarlas, describió penosamente un cuarto de círculo con su pata de palo. 327

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-¡El ni siquiera se acuerda! - se decía Ema mirando al pobre diablo cuya espesa cabellera roja chorreaba sudor. Bovary buscaba un cuarto en el fondo de su bolsa, y sin darse por enterado de la humillación que significaba para él la sola presencia de ese hombre, parado allí como el reproche personificado de su ineptitud: -¡Vaya! ¡Trajiste un bonito ramillete! - dijo, al ver sobre la chimenea las violetas de León. - Sí - dijo ella, indiferente -, le compré esas violetas esta mañana... a una mendiga. Carlos tomó las violetas y refrescó con ellas sus ojos enrojecidos por el llanto, mientras las olía delicadamente. Ella se las quitó de la mano con presteza y las puso en un vaso lleno de agua. Al día siguiente llegó la señora Bovary madre. Ella y su hijo lloraron mucho. Ema, pretextando órdenes que dar, se retiró. Al otro lado fue necesario discutir juntos los asuntos del duelo. Las dos mujeres con sus labores y Carlos fueron a sentarse en la glorieta, al borde del agua. Carlos pensaba en su padre y se sorprendía al sentir tanto afecto por ese hombre a quien hasta entonces creyera amar mezquinamente. La señora Bovary madre pensaba en su marido. Los peores días de antaño le parecían envidiables. Todo se borraba bajo el efecto de la instintiva nostalgia de un prolongado hábito, y de vez en cuando, mientras tiraba de la aguja, un lagrimón descendía por su nariz y quedaba colgando de ella un instante.

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Ema pensaba que sólo habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que estuvieran juntos, lejos del mundo, embriagados y sin que los ojos les alcanzaran para contemplarse. Trataba de recuperar los más imperceptibles detalles del día ya desaparecido. Pero le incomodaba la presencia de su marido y de su suegra. Hubiera querido no oír ni ver nada, para no perturbar el recogimiento de su amor que, hiciera lo que hiciese, se desvanecía al influjo de las sensaciones exteriores. Descosía el dobladillo de un vestido cuyas hilachas se desparramaban en torno; mamá Bovary, sin alzar los ojos, hacia chillar sus tijeras y Carlos con sus pantuflas de paño y su vieja levita parda usada como bata de entrecana, las manos metidas en sus bolsillos, tampoco hablaba; muy cerca, Berta, con su delantalcito blanco, recogía en su pala la arena de los senderos. De pronto vieron a Lheureux, el negociante en paños, trasponer la verja. Venía a ofrecer sus servicios, teniendo en cuenta la fatal circunstancia. Ema respondió que creía poder prescindir de ellos. El comerciante no se dio por vencido. - Mil perdones - dijo -, desearía tener una conversación privada. Luego, en voz baja: - Relativa a ese asunto..., ¿sabe usted? Carlos enrojeció hasta las orejas. - Ah, sí, efectivamente... Y confundido, dirigiéndose a su mujer: - Querida..., ¿no podrías...? 329

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Ella pareció comprender, porque se puso de pie, y Carlos dijo a su madre: - No es nada..., alguna tontería doméstica. No quería enterarla del asunto del pagaré, temiendo sus reproches. Cuando estuvieron a solas, el señor Lheureux, con palabras precisas, comenzó por felicitar a Ema por la sucesión; luego habló de cosas indiferentes, de los espaldares, de la cosecha y de su salud, que siempre andaba más o menos, entre gallos y medianoche. En efecto, se afanaba mucho, a pesar de que, dijeran lo que dijesen, sólo ganaba lo suficiente para darse algunos gustos menores. Ema lo dejaba hablar. ¡Qué dos días prodigiosamente aburridos! -¿Ya está usted restablecida del todo? - proseguía él -. Vaya, he visto a su marido en un estado que, bueno, bueno. Es un buen muchacho, aunque tengamos nuestras dificultades. Ella preguntó cuáles dificultades, porque Carlos le había ocultado el pleito sobre las mercancías. - Lo sabe muy bien - dijo Lheureux -, por esos caprichos suyos, las cosas de viaje. Se había echada el sombrero sobre los ojos y con las manos a la espalda sonreía y silbaba, mirándola cara a cara de manera insoportable. ¿Sospechaba algo? Ella se perdía en toda clase de aprensiones. Pero por fin Lheureux prosiguió: - Nos pusimos de acuerdo y he venido a proponerle un nuevo arreglo.

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Se trataba de la renovación del pagaré firmado por Bovary. El señor Bovary podría hacer lo que se le antojara; que no se atormentara, pues, sobre todo ahora que iba a tener tantas preocupaciones. - Haría bien en delegar el asunto en otra persona, por ejemplo en usted; con un poder sería cómodo y nosotros tendríamos nuestros asuntitos... Ella no comprendía. El calló. Luego, pasando a hablar de su negocio, declaró que la señora no podía dejar de comprarle algo. Le enviaría una lanilla negra; doce metros, lo suficiente para hacerse un vestido. - El que lleva puesto es bueno para entre casa; necesita otra cosa para las visitas. Lo vi a la primera mirada, cuando entré. Tengo ojo avizor. No mandó la tela, la trajo. Luego volvió por la medida; regresó con otros pretextos, tratando siempre de mostrarse amable, servicial, enfundándose, como diría Homais, y deslizándole a Ema algún consejo sobre el poder. No mencionaba el pagaré. Ella ni se acordaba; al principio de su convalecencia Carlos le había contado algo; pero tantas agitaciones pasaron por su cabeza que ya no lo recordaba. Además, se cuidó de iniciar discusión alguna de intereses; mamá Bovary quedó muy sorprendida y atribuyó su cambio de humor a los sentimientos religiosos contraídos durante su enfermedad. Pero apenas hubo partido la suegra, Ema sorprendió a Bovary con su sentido práctico. Era necesario informarse, verificar las hipotecas, ver si convenía más una licitación que una liquidación. 331

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Citaba términos técnicos, al azar, pronunciando palabras altisonantes como orden, porvenir, previsión, y no cesaba de exagerar las molestias de la sucesión: así fue como cierto día le mostró el modelo de un poder general para "administrar y regentear sus negocios, contraer préstamos, firmar y endosar documentos, pagar cualquier suma, etcétera". Había aprovechado las lecciones de Lheureux. Carlos le preguntó, cándidamente, de dónde provenía el papel. - Del señor Guillaumin. Y con la mayor sangre fría del mundo agregó: - No me fío del todo. ¡Los notarios tienen tan mala reputación! Y sólo conocemos a..., ¡bueno, a nadie! -A menos que León... - dijo Carlos, reflexivo. Pero entenderse por carta era difícil. Ema se ofreció entonces a hacer el viaje. Carlos se lo agradeció. Ella insistió. Fue un duelo de atenciones. Por fin ella declaró con acento de ficticio empecinamiento: - Es inútil, iré. -¡Qué buena eres! - dijo él besando su frente. AL día siguiente Ema viajó en la Golondrina para consultar al señor León en Ruán; y se quedó tres días en la ciudad.

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III Fueron tres días plenos, exquisitos, espléndidos, una verdadera luna de miel. Se alojaron en el Hotel de Boulogne, frente al puerto. Allí vivían, con los postigos cerrados, las puertas con llave, flores en el suelo y refrescos helados servidos por la mañana. Por las tardes tomaban una barca cubierta e iban a comer a una de las islas. A esa hora resuenan a lo largo de los astilleros los golpes de los martillos contra el casco de los barcos. Entre los árboles brotaba el humo del alquitrán y había en el río goterones grasosos que, bajo la púrpura del sol ondulaban al azar, como flotantes placas florentinas. Descendían entre barcas amarradas cuyos largos cables oblicuos rozaban un poco la cubierta de la lancha. Los ruidos de la ciudad se alejaban insensiblemente: el rodar de las carretas, el fragor de las voces, el ladrido de los perros sobre el puente de las naves. Ella desataba su sombrero, abordaban la isla. 333

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Se instalaban en el salón bajo de alguna taberna con redes negras colgadas en la puerta. Comían eperlanos fritos, crema y cerezas. Se acostaban sobre la hierba; se abrazaban en un aparte, bajo los álamos; y, como dos Robinsones, hubieran querido vivir perpetuamente en aquel rinconcito que en su plena dicha les parecía el más hermoso del mundo. No por primera vez veían árboles, el cielo azul, el césped, oían el rumor del agua y el de la brisa en el follaje; pero sin duda jamás habían admirado esas cosas, como si la naturaleza no existiera previamente, o como si su belleza datara del momento en que sus sentidos se saciaron. Regresaban por la noche. La barca costeaba las islas. Los dos permanecían callados, ocultos en la sombra, al fondo. Entre las bandas de hierro sonaban los remos cuadrados, un batir de metrónomo en el silencio, en tanto que detrás el chinchorro al ser arrastrado chapoteaba dulcemente y sin cesar sobre las aguas. Cierta vez salió la luna, y fueron inevitables las frases porque el astro les parecía melancólico y lleno de poesía; Ema hasta se puso a cantar: Una noche, ¿recuerdas?, bogábamos en silencio. Su voz armoniosa y débil se perdía en las ondas; y el viento se llevaba las estrofas y León las escuchaba alejarse como una palpitación de alas en torno. Ema estaba frente a él, apoyada contra el tabique de la chalupa bañada por la luna que entraba por uno de los postigos abiertos. Su vestido negro con pliegues abiertos en abanico la adelgazaba, la hacia parecer más alta. Alzaba la cabeza, unía las manos y levantaba los ojos al cielo. Algunas 334

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veces la sombra de los sauces la ocultaba por completo; luego reaparecía de pronto, como una visión, a la luz de la luna. León, a su lado, en el suelo, encontró una cinta de seda punzó. El barquero la examinó y dijo: - Ah, debe de ser de un grupo a quien llevé a pasear hace unos días. Un montón de barulleros, damas y caballeros, con dulces, champaña, trompetas, ¡vaya jaleo que armaron! Había uno, sobre todo, un tipo guapo y grandote, con bigotito, de lo más divertido. Y le decían: "A ver, cuéntanos algo..., Adolfo..., Rodolfo...", creo que era Rodolfo. Ella se estremeció. -¿Te sientes mal? - le preguntó León acercándose. - Oh, no es nada, el fresco de la noche, sin duda. - Y no le deben de faltar las mujeres tampoco - agregó el viejo barquero despacio, creyendo que hacía un cumplido al forastero. Luego se escupió las manos y retomó los remos. ¡Pero hubo que separarse! Los adioses fueron tristes. El enviaría sus cartas a la tía Rollet y ella le hizo recomendaciones tan precisas a propósito del doble sobre que León admiró en grande su astucia amorosa. - Bueno, ¿me aseguras que todo está bien? - dijo Ema al darla el último beso. - Claro que sí -y cuando regresaba solitario por las calles pensó: "¿Por qué le interesará tanto ese poder?”

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IV Muy pronto León adquirió un aire de superioridad ante sus camaradas, se abstuvo de su compañía y descuidó por completo los expedientes. Aguardaba las cartas de Ema; las releía. Le escribía. La evocaba con toda la fuerza de su deseo y de sus recuerdos. El deseo de volver a verla se acrecentaba, en lugar de disminuir con la ausencia, y llegó hasta a escapar del estudio una mañana de sábado. Cuando desde lo alto de la cuesta divisó en el valle el campanario de la iglesia con su banderola de latón girando al viento, sintió ese deleite mezcla de vanidad triunfante y de egoísta enternecimiento propio de los millonarios cuando regresan de visita a la aldea. Rondó en torno de su casa. En la cocina brillaba una luz. Espió su sombra detrás de las cortinas. Nada vio. La tía Lefrancois, al verlo, lanzó grandes exclamaciones y lo encontró "crecidu y enflaquecidu", en tanto que Artemisa lo halló, por lo contrario, "más merenu y más fornidu". 336

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Cenó en la salita, como antaño, aunque a solas, sin el recaudador Binet, fatigado de aguardar la Golondrina había adelantado por fin una hora su comida, y cenaba a las cinco en punto, soliendo declarar que la vieja carrindanga se atrasaba. León se decidió por fin; llamó a la puerta del médico. La señora estaba en su habitación y tardó un cuarto de hora en descender. El señor parecía encantado con la visita, pero no se movió de su casa en toda la noche ni al día siguiente. La vio a solas por la noche, muy tarde, en el fondo del jardín, en la callejuela - ¡ en la callejuela, como con el otro! -. Llovía y hablaban bajo un paraguas a la luz de los relámpagos. La separación se les hacía intolerable. -¡ Prefiero morir! - decía Ema. Se retorcía en sus brazos llorando. -¡Adiós, adiós! ¿Cuándo volveré a verte? Deshicieron lo andado para besarse otra vez y entonces ella le prometió encontrar muy pronto una manera cualquiera de verlo con libertad, una oportunidad permanente, por lo menos una vez a la semana. Ema esperaba hallarla. Por otra parte, estaba llena de esperanzas. Iba a recibir dinero. En consecuencia, compró para su cuarto un par de cortinas amarillas de rayas anchas cuyo precio barato le alabara el señor Lheureux; soñaba con una alfombra, y Lheureux, afirmando que no era "cosa de beberse el mar", se comprometió cortésmente a conseguirle una. No podía prescindir de sus servicios. Lo enviaba a buscar veinte veces por día y él acudía al instante, sin chistar, haciendo sus negocios. Nadie 337

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entendía por qué la tía Rollet almorzaba en casa de Ema a diario y hasta le hacía visitas privadas. En esa época, es decir, a principios del invierno, la pasión musical pareció dominarla. Una noche, mientras Carlos la escuchaba inició repetidas veces el mismo fragmento, siempre decepcionada, en tanto que él, sin observar diferencia alguna exclamaba: -¡Bravo! ¡Muy bien!..., vamos, sigue, ¡ es un error detenerse... - No, es detestable..., tengo los dedos endurecidos. AL día siguiente él le pidió que tocara algo otra vez. - Bueno, lo hago por complacerte. Carlos confesó que había perdido un poco. Equivocaba el tono, frangollaba; de pronto dejó de tocar: -¡Ah, no doy más! Tendría que tomar lecciones, pero... Se mordió los labios y agregó: - Veinte francos por lección..., ¡es demasiado caro! - Sí..., en efecto..., es un poco caro - dijo Carlos, protestando ingenuamente -. Pero a lo mejor se consiguen por menos, porque hay artistas sin nombre que suelen ser mejores que las celebridades. - Búscalos - dijo Ema. Al día siguiente, cuando regresó a su casa, Carlos la observó con picardía y no pudo retener sus palabras: -¡Qué terca eres a veces! Hoy estuve en Barfeu-chéres. Bueno, la señora Liégard me ha asegurado que sus tres niñas, que están en la Misericordia, toman lecciones a cincuenta sueldos la clase, ¡ y con una maestra famosa! Ella se encogió de hombros y no abrió más su piano. 338

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Pero cuando pasaba a su lado (si Bovary estaba presente) suspiraba: -¡Ah..., mi pobre piano! Y cuando la visitaban nunca dejaba de aclarar que había abandonado la música y ahora no podía reanudar los estudios por un caso de fuerza mayor. Todos la compadecían. ¡Qué pena! ¡Con su talento! Llegaron a hablarle a Bovary. Lo avergonzaban, sobre todo el farmacéutico: -¡Usted hace mal! No hay que dejar sin cultivo las facultades de la naturaleza. Y además, mi buen amigo, piense que alentando a la señora a proseguir sus estudios usted economizará sobre la futura educación musical de su hija. Yo creo que las madres deben instruir personalmente a sus hijas. Es una idea de Rousseau, un tanto nueva quizá, pero acabará por imponerse, estoy seguro, como la lactancia materna y la vacuna. Carlos, entonces, volvió a tocar el tema del piano. Ema respondió con acritud que más valía venderlo. Ver partir al pobre piano causa de tantas vanas satisfacciones era para Bovary algo así como el indefinido suicidio de una parte de ella. - Si quisieras - solía decirle -, una lección no es cosa tan ruinosa, al fin y al cabo. - Pero para que sean provechosas las lecciones deben ser continuadas - replicaba ella. Y así se las compuso para obtener de su marido el permiso de ir a la ciudad una vez por semana para ver a su amante. Y al cabo de un mes algunos dijeron que había hecho importantes progresos. 339

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V Iba a la ciudad los jueves. Se levantaba y se vestía en silencio para no despertar a Carlos porque le hubiera reprochado esos preparativos a hora tan temprana. Luego iba y venía; se asomaba a las ventanas, contemplaba la plaza. Entre los pilares del mercado veíase amanecer, y la casa del farmacéutico, con los postigos cerrados, mostraba las mayúsculas de su cartel a la pálida luz de la aurora. Cuando el reloj marcaba las siete y cuarto, Ema iba hasta el León de oro, cuya puerta. le abría Artemisa entre bostezos. La criada, en homenaje a la señora, desenterraba las brasas perdidas en las cenizas. Ema permanecía a solas en la cocina. Salía de vez en cuando. Hivert ataba los caballos sin apresurarse y sin dejar de prestar atención a la tía Lefrancois, quien, asomando a un ventanuco su cabeza tocada con una cofia de algodón, le encargaba comisiones y le daba explicaciones que hubieran confundido a cualquier otro hombre. Ema recorría el patio de largo a largo.

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Luego de comer su sopa, endosarse el gabán, encender la pipa y empuñar el látigo, Hivert se instalaba tranquilamente en el pescante. La Golondrina partía al trotecito, y durante un trayecto de tres cuartos de legua se detenía a cada instante para recoger a los viajeros que aguardaban de pie al borde del camino o ante la verja de un cortil. Los que habían dado aviso la víspera se hacían esperar; algunos todavía estaban en la cama o dentro de sus casas; Hivert llamaba, gritaba, juraba, luego se apeaba del pescante y daba fuertes golpes contra las puertas. Por los postigos rajados se colaba el viento. Las cuatro banquetas se colmaban, rodaba el carruaje, se sucedían los manzanos en fila; y la ruta entre los dos fosos llenos de agua amarillenta se estrechaba en el horizonte. Ema la conocía de extremo a extremo; sabia que a un herbaje sucedía un mojón, luego un olmo, una granja, o la barraca de un caminero, y solía cerrar los ojos para sorprenderse. Pero jamás perdía la clara noción de la distancia que debían recorrer. Por fin, las casas de ladrillo se aproximaban, resonaba la tierra bajo las ruedas, la Golondrina, se deslizaba entre jardines donde divisaban, a través de una claraboya, estatuas, montículos, tejos tallados, un columpio. De pronto, la ciudad aparecía a la vista. Descendiendo en anfiteatro y sumergida en la niebla, se extendía borrosamente más allá de los puentes. Detrás proseguía el pleno campo, con monótona perspectiva, hasta tocar a lo lejos la indecisa base del cielo pálido. Visto desde lo alto el paisaje entero tenía el inmóvil aspecto de un cuadro; los navíos anclados se amontonaban 341

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en un rincón; el río redondeaba su curva al pie de las verdes colinas, y las islas de forma oblonga parecían grandes peces negros en descanso. Las chimeneas de las fábricas lanzaban inmensos penachos pardos cuyos extremos echaban a Asolar. Se oía el ronquido de las fundiciones junto con las claras campanadas de las iglesias erguidas en la bruma. Los árboles sin hojas de los bulevares formaban una maleza violeta entre las casas, y los techos relucientes de lluvia espejeaban al azar de la altura de los barrios. Algunas veces una ráfaga arrastraba las nubes hacia la costa de Santa Catalina, como aéreas olas que iban a romperse calladas contra una pared de rocas. De aquella masa de existencia se desprendía un vértigo que henchía el corazón de Ema, como si las ciento veinte mil almas que allí palpitaban le enviaran a la vez el vapor de sus sospechadas pasiones. Su amor se agrandaba en el espacio y se hacía tumultuoso cuando escuchaba aquellos rumores vagos que ascendían hasta ella. Lo volcaba sobre las plazas, los paseos y las calles, y la vieja ciudadela normanda se desplegaba ante sus ojos como una desmesurada capital, como una Babilonia que le franqueaba la entrada. Con ambas manos se apoyaba en la ventanilla y se asomaba para aspirar la brisa; los tres caballos galopaban. Chillaban las piedras en el fango, la diligencia se balanceaba e Hivert, a la distancia, halaba a los carricoches del camino mientras los burgueses que habían pasado la noche en el Bois-Guillaume descendían tranquilamente por el camino de la costa en sus pequeños coches particulares.

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En la puerta se detenían; Ema se quitaba los chanclos, se calzaba otro par de guantes, se ajustaba el chal, y veinte pasos más allá se apeaba de la Golondrina. La ciudad despertaba. Los dependientes, tocados con sus bonetes griegos, frotaban los escaparates de las tiendas, y en las esquinas las mujeres con la cesta apoyada en la cadera lanzaban de vez en cuando un sonoro grito. Ema caminaba con los ojos bajos, rozando los muros, sonriendo de placer bajo su velo negro. Por temor a que la vieran no solía tomar el camino más corto. Se internaba en las sombrías callejuelas y toda sudorosa llegaba a la calle Nacional, cerca de la fuente, el barrio de los teatros, los cafetines y las rameras. A menudo una carreta pasaba a su lado, con la temblorosa carga de un decorado. Algunos mozos desparramaban arena sobre las piedras, entre los verdes arbustos. Había olor a ajenjo, a cigarro, a ostras. Ema daba vuelta una esquina; reconocía a León por su cabellera rizada asomando bajo el sombrero. El proseguía el paseo por la acera. Ella lo seguía hasta el hotel; él subía, abría la puerta, entraba... ;Qué abrazo! Luego, tras los besos, se precipitaban las palabras. Se contaban los pesares de la semana, los presentimientos, las inquietudes por las cartas; pero todo lo olvidaban entonces y se miraban cara a cara, con sonrisas voluptuosas y reclamos de ternura. La cama era un gran lecho de caoba en forma de barquilla. Las cortinas de seda lisa roja descendían desde el cielo raso y estaban recogidas muy bajo, a la altura de la ancha cabecera; nada en el mundo era tan hermoso como su cabe343

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za morena y su piel blanca sobre ese fondo púrpura, cuando con un gesto de pudor cruzaba sus brazos desnudos ocultando la cara entre las manos. La tibia habitación, con su alfombra discreta, sus lascivos adornos y su tranquila iluminación parecía muy adecuada para las intimidades de la pasión. Las varas terminadas en punta, los alzapaños de cobre y las gruesas esferas de los morillos relucían de golpe cuando entraba el sol. En la chimenea, entre los candelabros, había dos caracolas rosadas de esas que cuando se les aplica el oído dejan oír el ruido del mar. ¡Cuánto amaban ese lindo cuarto lleno de alegría, a pesar de su esplendor un tanto marchito! Siempre encontraban los muebles en el mismo sitio y algunas veces las horquillas olvidadas por ella el jueves anterior, bajo el pedestal del reloj. Almorzaban junto al fuego, en una mesita con incrustaciones de palo de rosa. Ema trinchaba, él se servía los trozos en su plato diciéndole muchas zalamerías; y ella reía con risa sonora y libertina cuando la espuma del champaña desbordaba del ligero vaso, sobre las sortijas de sus dedos. Estaban tan entregados a la mutua posesión que se creían en su propia casa, donde vivirían hasta la muerte, como dos recién casados siempre jóvenes. Decían nuestro cuarto, nuestra alfombra, nuestros sillones; ella decía también mis pantuflas, un regalo de León, un capricho suyo. Eran unas pantuflas de raso rosado, con orla de cisne. Cuando Ema se sentaba sobre las rodillas de él, sus piernas, demasiado cortas entonces, colgaban sin tocar el suelo; y sus dedos sujetaban al pie desnudo el coqueto calzado sin talón. 344

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Por primera vez León saboreaba la inefable delicadeza de las elegancias femeninas. Nunca había conocido tanta gracia en el lenguaje, tanta reserva en el vestir, esas posturas de paloma adormecida. Admiraba la exaltación de su alma y las puntillas de su falda. Además, ¿no era, acaso una mujer de mundo? .Y una mujer casada, por añadidura! ¡En fin, una verdadera querida! Por las variaciones de su humor, a veces místico, otras alegre, elocuente, taciturno, arrebatado, negligente, ella iba despertando en él mil deseos, evocando instintos o reminiscencias. Era la enamorada de las novelas, la heroína de los dramas, la vaga ella de los libros de poesía. En sus hombros encontraba el color ambarino de la odalisca en El baño; tenía el largo talle de las castellanas feudales; se parecía también a la pálida mujer de Barcelona, ¡pero sobre todas las cosas era ángel! A menudo, al contemplarla, le parecía que su alma iba hacia ella y se volcaba como una ola en torno de su cabeza, descendiendo impetuosa sobre la blancura de su pecho. Se arrodillaba delante de Ema; y con los codos en su regazo la examinaba sonriente, atento. Ella se inclinaba hacia él y murmuraba, como ahogada por la embriaguez: - No te muevas, no hables, mírame! ;De tus ojos brota tanta dulzura, me haces tanto bien! Lo llamaba mi niño. -¿Me quieres, niño mío? Y no escuchaba su respuesta, porque sus precipitados labios le cubrían la boca. 345

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Sobre el reloj había un pequeño Cupido de bronce rodeando melindroso con sus brazos una guirnalda dorada. Les daba risa verlo, pero cuando se separaban todo les parecía muy serio. Inmóviles uno frente al otro repetían: - Hasta el jueves...;hasta el jueves! De golpe ella asía la cabeza de él con ambas manos y le daba un rápido beso en la frente exclamando: "¡Adiós!", y corría escaleras abajo. Iba a una peluquería de la calle de la Comedia para que le arreglaran el peinado. Caía la tarde, en la tienda encendían el gas. Escuchaba la campanilla del teatro llamando a los partiquinos para la función; y veía pasar por la acera a hombres de cara pálida y mujeres de ropas ajadas que entraban por la puerta de los actores. Hacía calor en aquella habitación de techo demasiado bajo donde la estufa zumbaba en medio de pelucas y pomadas. El olor de las tenacillas y las manos regordetas que tocaban su cabeza concluían por aturdirla y se adormecía un poco dentro de su peinador. Mientras la peinaba, el peluquero solía ofrecerle entradas para el baile de máscaras. ¡Después Ema regresaba! Desandaba las calles, llegaba a la Cruz roja, recobraba los chanclos ocultos bajo una banqueta desde la mañana y se acurrucaba en su rincón, entre los impacientes viajeros. Algunos descendían al pie de la cuesta y ella quedaba sola dentro del coche. A cada recodo se divisaban mejor las luces de la ciudad, que formaban una ancha nube luminosa sobre las casas en346

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tremezcladas. Ema, arrodillada sobre los cojines, hundía sus ojos en aquel esplendor. Sollozaba, llamaba a León, le enviaba tiernas palabras, besos que se perdían en el viento. En la cuesta se encontraban con un pobre diablo apoyado en su bastón, que vagabundeaba entre las diligencias. Sus hombros estaban cubiertos por un montón de andrajos, y un viejo sombrero de castor, sin forma, redondo como una palangana, le tapaba el rostro; cuando se descubría mostraba en el lugar de los párpados dos abiertas órbitas ensangrentadas. La carne se desflecaba en rojos jirones y de ellos brotaba un líquido que, convertido en verdosa sarna, cubría la nariz cuyas negras ventanas resoplaban convulsivamente. Cuando dirigía la palabra a otro, echaba hacia atrás la cabeza con risa idiota; y entonces sus pupilas azuladas, siempre movedizas, se pegaban a la llaga viva, girando hacia las sienes. Cantaba una canción ligera mientras iba tras los coches. A veces de un hermoso día El calor A la niña hace soñar con El amor. El resto de la copla hablaba de pájaros, sol y follaje. Solía aparecer de golpe, por detrás de Ema, con la cabeza descubierta. Ella se apartaba con un grito. Hivert le dirigía algunas bromas. Lo animaba a instalar una barraca en la feria de Saint-Romain, o le preguntaba, riendo, por la salud de su amiguita. A menudo, en plena marcha, su sombrero, con brusco envión, penetraba dentro de la diligencia por la ventanilla, mientras él, con el brazo libre, se colgaba del estribo, entre el 347

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fango de las ruedas. Su voz, primero débil y quejumbrosa, se volvía aguda. Se perdía en la noche como el claro lamento de una vaga congoja; y entre el son de los cascabeles, el murmullo de los árboles y el ronquido de la vacía caja, asumía un toque de lejanía que perturbaba a Ema. Bajaba hasta el fondo de su alma, como torbellino en el abismo, y la arrastraba por el ámbito de una melancolía sin límites. AL advertir el contrapeso, Hivert propinaba al ciego algunos latigazos. La fusta golpeaba sus llagas y el hombre caía de bruces en el fango lanzando un aullido. Luego los pasajeros de la Golondrina se dormían, unos con la boca abierta, los otros con la barbilla apoyada en el pecho, recostados en el hombro de sus vecinos o sujetándose de las correas con un brazo, oscilando regularmente en las sacudidas del carruaje; el reflejo de la linterna que se balanceaba fuera, sobre las ancas de los caballos, penetraba en el interior a través de las cortinas de calicó color chocolate y ponía sombras sanguinolentas en aquellos quietos individuos. Ema, ebria de tristeza, tiritaba bajo sus ropas y sentía los pies cada vez más fríos y la muerte en el alma. Carlos la aguardaba en la casa; los jueves la Golondrina se retrasaba. ¡Por fin llegaba la señora! Apenas daba un beso a la niña. La cena no estaba lista, ¡no tenía importancia! Disculpaba a la cocinera. Ahora todo parecía estarle permitido a esa muchacha. A menudo su marido, advirtiendo su palidez, le preguntaba si se sentía mal. - No - decía Ema. - Pero estás muy extraña esta noche. 348

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-¡No es nada! ¡Te digo que no tengo nada! Ciertos días, no bien llegaba, subía a su cuarto; y Justino, presente en la casa, circulaba con paso callado, más hábil para servirla que una excelente camarera. Disponía las cerillas, el candelero, un libro, su camisa de noche, abría la cama. - Bueno, está bien, vete - decía ella. Porque se quedaba de pie, con los brazos caídos, los ojos muy abiertos, como si lo ataran los innumerables hilos de un repentino ensueño. El día siguiente era atroz y los otros aún más intolerables, porque Ema estaba impaciente por recuperar su dicha, áspera codicia, inflamada de imágenes conocidas que, al séptimo día, estallaba a sus anchas en las caricias de León. Los ardores de él se ocultaban en expansiones de asombro y de gratitud. Ema disfrutaba de aquel amor discretamente, absorta, manteniéndolo con los artificios de su cariño, y temblaba al pensar que podía perderlo alguna vez. Solía decirle con voz suave y melancólica: - Me dejarás... ¡te casarás!..., te portarás como los otros. León preguntaba: - Quiénes son los otros? - Bueno, los hombres - respondía ella. Y agregaba, rechazándole con gesto lánguido: -¡Todos ustedes son unos infames! Cierto día en que conversaban filosóficamente de las desilusiones terrestres, ella llegó a decir (para poner a prueba sus celos o cediendo quizá a un deseo demasiado vivo de expansión) que en otros tiempos, antes de él, había amado a

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otro hombre; "¡no como a ti!", añadió con presteza, jurando sobre la cabeza de su hija que no había sucedido nada. León le creyó, pero lo mismo la interrogó para saber qué hacía el otro. - Era capitán de barco, querido. ¿No era ésa una manera de prevenir toda investigación y a la vez de colocarse muy alto por la pretendida fascinación ejercida sobre un hombre belicoso por naturaleza y acostumbrado a los homenajes? El pasante sintió entonces la precariedad de su posición; envidió los entorchados, las cruces, los títulos, todo aquello debía gustar a Ema; lo sospechaba por sus hábitos dispendiosos. Sin embargo, ella ocultaba muchas de sus extravagancias, como el anhelo de tener, para sus viajes a Ruán un tílburi azul, con caballo de tiro inglés, conducido por un joven lacayo con botas de puño. Justino le había sugerido el capricho, al suplicarle que lo tomara como criado; y aunque la privación no atenuaba el placer de la llegada, en cada cita aumentaba por cierto la amargura del retorno. A menudo, cuando hablaban de París, ella acababa por lamentarse: -¡Ah, qué bien estaríamos allí viviendo los dos juntos! -¿Acaso no somos felices? - replicaba León acariciando sus cabellos. - Sí, tienes razón, estoy loca. Bésame. Con su marido se mostraba más encantadora que nunca, le hacía cremas al pistacho, y tocaba para él algunos valses después de comer. Carlos se sentía el más feliz de los mor350

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tales y Ema vivía, pues, sin inquietudes, cuando una noche, de pronto: -¿Tomas lecciones con la señorita Lempereur, verdad? - Sí. - Bueno, acabo de verla hace un rato - dijo Carlos - en la casa de la señora Liégard. Le hablé de ti. No te conoce. Fue como un rayo. Ema, sin embargo, respondió con naturalidad: -¡ Sin duda habrá olvidado mi nombre! - Seguramente - dijo el médico- en Ruán debe de haber más de una señorita Lempereur maestra de piano. -¡Es posible! Luego, vivamente: - Mira, tengo sus recibos, ¡fíjate! Fue al escritorio, revisó los cajones, mezcló los papeles y acabó por perder la cabeza. Carlos le rogó que no se tomara tanto trabajo por esos miserables recibos. -¡Oh, los encontraré! - dijo ella. Efectivamente, el viernes siguiente, Carlos, mientras se ponía una de sus botas en el oscuro gabinete donde guardaba sus ropas, sintió el roce de una hoja de papel entre el calcetín y el cuero; la tomó y leyó: "Recibí por tres meses de lecciones y material diverso de enseñanza la suma de sesenta y cinco francos. FELISA LEMPEREUR, profesora de música.” -¿Cómo diablos vino a parar a mis botas? - Sin duda - dijo ella- se cayó de la vieja carpeta de facturas que está al borde del estante.

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Desde ese momento su existencia fue una sucesión de mentiras en las que envolvía su amor, como en otros tantos velos, para ocultarlo. Algunas veces se convertía en una manía, en placer, hasta el extremo de que si declaraba haber pasado ayer por la acera derecha de una calle, lo lógico era suponer que había tomado por la acera izquierda. Una mañana en que, como de costumbre, acababa de partir vestida ligeramente, cayó una imprevista nevada; y Carlos mirando el tiempo desde la ventana divisó al señor Bournisien, a quien el señor Tuvache llevaba a Ruán en su carricoche. Bajó entonces para entregar al eclesiástico un abrigado chal para que lo entregara a la señora no bien llegara a la Cruz roja. Apenas se apeó en la posada, Bournisien preguntó por la mujer del médico de Yonville. La posadera dijo que la señora frecuentaba muy poco el establecimiento. Esa tarde cuando se encontró con la señora Bovary en la diligencia, el cura le confió sus dificultades, sin darle importancia, aparentemente, porque se enfrascó en el elogio de un predicador que obraba maravillas en la catedral en esos días y a quien las demás acudían a escuchar. Poco importaba que no hubiera pedido explicaciones; otros, en cualquier momento, podían mostrarse menos discretos. Ema juzgó útil alojarse en la Cruz roja, de manera que al verla en la escalera del lugar, las buenas gentes de su aldea no sospecharan nada. Otro día, sin embargo, el señor Lheureux la vio cuando salía del Hotel de Boulogne del brazo de León; Ema temió sus chismes, pero él no era tan estúpido. 352

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Tres días después entró en su cuarto, cerró la puerta y dijo: - Necesitaría dinero. Ella declaró que no podía darle ninguna suma. Lheureux se deshizo en gemidos y le recordó todas sus bondades. En efecto, de los dos pagarés firmados por Carlos, Ema sólo había pagado uno hasta la fecha. En cuanto al segundo, a pedido suyo, el negociante había consentido en remplazarlo por otros dos, renovados ya a largos plazos. Luego sacó del bolsillo una lista de artículos impagos, a saber: las cortinas, la alfombra, la tela de los sillones, varios vestidos y diversas cosas de tocador cuyo valor sumaba dos mil francos aproximadamente. Ella bajó la cabeza y él prosiguió: - Pero si usted no tiene dinero, tiene bienes. E indicó una mala propiedad sita en Barneville, cerca de Aumale, que reportaba poco. Dependía antaño de una vieja granja vendida por el señor Bovary padre, porque Lheureux sabía todo, hasta el número de hectáreas y el nombre de los vecinos. - Yo, en su lugar, me libraría de la casa y todavía dispondría del sobrante de dinero. Ella objetó la dificultad de hallar comprador, él le dio esperanzas de hallar uno y Ema preguntó cómo haría para vender. -¿Acaso no tiene el poder? - respondió él. La palabra le llegó como una bocanada de aire fresco. -¡Déjeme la cuenta! dijo Ema. -¡Oh, no vale la pena! - respondió Lheureux.

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Regresó a la semana siguiente y se jactó de haber descubierto a un cierto Langlois, después de muchas gestiones, quien le había echado el ojo a la propiedad desde tiempo atrás sin hablar de precio. -¡El precio no importa! - exclamó Ema. Convenía, sin embargo, tantear al tipo, esperar. La cosa bien valía la pena de un viaje; él ofreció ir a visitar el lugar para abocarse con Langlois. A su regreso anunció que el comprador ofrecía cuatro mil francos. Ema se alegró con la noticia. - Francamente, es un buen precio - dijo. Inmediatamente recibió la mitad de la suma y cuando estaba por saldar la cuenta el negociante le dijo: - Palabra de honor me da pena ver que se deshace tan pronto de una suma tan consecuente como ésta. Ella contempló los billetes de banco soñando con el ilimitado número de citas que esos dos mil francos representaban: -¿Cómo? ¿Qué dice? - balbuceó. -¡Oh! - replicó él con cara bonachona -, uno pone lo que quiere en las facturas. ¿Acaso no conozco a los matrimonios? Y la miraba fijamente mientras sus manos jugaban con dos tiras de papel. Por fin, abriendo su portamonedas, puso sobre la mesa cuatro pagarés, de mil francos cada uno. - Firme acá y quédese con todo. Ella protestó escandalizada. - Pero si le doy el remanente - respondió con descaro Lheureux -, ¿no le estoy prestando un servicio? 354

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Tomando una pluma escribió al pie del acta. "Recibí de la señora Bovary cuatro mil francos.” -¿Por qué se aflige? Dentro de seis meses recibirá el resto de la barraca y el vencimiento del último pagaré coincide con el pago. Tales cálculos confundían un tanto a Ema y sus oídos zumbaban como si a su lado se hubiera desfondado un saco de monedas de oro y éstas cayeran sobre el piso. Por fin, Lheureux le explicó que un amigo suyo, un tal Vincart, banquero de Ruán, le descontaría los cuatro pagares y además le entregaría personalmente a la señora el remanente de la deuda real. Pero en lugar de los dos mil francos trajo solamente mil ochocientos, porque el amigo Vincart (como era justicia) se había quedado con doscientos francos en calidad de comisión y descuento. Después reclamó displicentemente un recibo: - Usted comprende..., en el comercio..., algunas veces...y por favor, ponga la fecha. Un horizonte de fantasías realizables se abrió entonces para Ema. Tuvo la suficiente prudencia de reservar mil escudos con los que pagó, al vencimiento, los tres primeros documentos; el cuarto, por azar, llegó a la casa un jueves, y Carlos, alterado, esperó el regreso de su mujer para pedirle explicaciones. Si ella no lo había enterado de la existencia de ese pagaré era para ahorrarle preocupaciones domésticas; Ema se sentó sobre sus rodillas, lo acarició, lo arrulló, e hizo una

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larga enumeración de todas las cosas indispensables compradas a crédito. - En fin, convendrás que teniendo en cuenta la cantidad, no es demasiado caro. Carlos, sin saber cómo tomarlo, recurrió al eterno Lheureux, quien le aseguró que arreglaría las cosas si el señor le firmaba dos pagarés, uno de setecientos francos pagadero a los tres meses. Para responder, Carlos escribió a su madre una patética carta. En lugar de contestar, la madre se presentó; y cuando Ema quiso saber si le había sacado algo: - Sí - respondió é l-, pero quiere ver la factura. Al alba del dio siguiente Ema corrió a casa del señor Lheureux para rogarle que le rehiciera otra nota sin pasar de mil francos, porque para mostrar la de los cuatro mil hubiera debido decir que había pagado los dos tercios, confesar entonces la venta del inmueble, negociación bien dirigida por el comerciante y que sólo se descubrió después. A pesar del muy bajo precio de cada artículo, la señora Bovary madre halló lo mismo exagerado el gasto. -¿No podían prescindir de una alfombra? ¿Por qué renovaron la tela de los sillones? En mis tiempos teníamos un solo sillón en las casas, para las personas mayores; por lo menos así se hacía en la casa de mi madre, una mujer honesta, lo aseguro. ¡Todos no pueden ser ricos! ¡No hay fortuna que resista el derroche! A mí me avergonzaría mimarme tanto como lo hacen ustedes, ¡y eso que soy vieja, que necesito cuidados! . ¡Vean un poco cuánto firulete! ¡Cómo!, seda para forros a dos francos, ¡pero si hay chaconada a diez sueldos y hasta a ocho, perfectamente buena para el caso! 356

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Ema, reclinada en el confidente, replicaba con la mayor tranquilidad posible: - Bueno, señora, ¡basta! La otra seguía sermoneándola, prediciendo que acabarían en un hospicio. Además, era culpa de Bovary. Por fortuna había prometido anular ese poder... -¿Cómo? - Me lo ha jurado - dijo la buena mujer. Ema abrió la ventana, llamó a Carlos, y el pobre hombre debió confesar que su madre le había arrancado el juramento. Ema desapareció, regresó en seguida y le tendió majestuosamente una gruesa hoja de papel. - Gracias - dijo la anciana. Y tiró al fuego el poder. Ema lanzó una risa estridente, restallante, continuada; era presa de un ataque de nervios. -¡Ah, Dios mío! - exclamó Carlos -. ¡Bueno, también tú has estado mal! ¡Vienes a hacerle escenas! Su madre se encogía de hombros, pretendiendo que todo era pura comedia. Carlos, rebelándose por primera vez, asumió la defensa de su mujer, hasta el punto de que la señora Bovary madre quiso marcharse. Partió al día siguiente, y como en la puerta él tratara de retenerla, replicó: -¡No y no! La quieres más que a mí y tienes razón, es lo normal. Pero ¡tanto peor!, ¡ya lo verás!...Que sigas bien, porque no tengo la menor intención de venir a hacerle escenas, como dices.

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Carlos no se consoló por eso, ya que Ema no le ocultaba su rencor por no haberle demostrado confianza; tuvo que rogarle mucho para que recobrara el poder y hasta la acompañó a casa del señor Guillaumin a redactar un segundo poder igual al otro. - Lo comprendo - dijo el notario -; un hombre de ciencia no puede dedicar su tiempo a los detalles prácticos de la vida. Carlos se sintió aliviado al escuchar esa bondadosa reflexión que daba a su flaqueza las halagadoras apariencias de una preocupación superior. ¡Qué jarana hubo el jueves siguiente en el cuarto del hotel con León! Ema rió, lloró, cantó, bailó, hizo que les trajeran sorbetes, quiso fumar cigarrillos; a él le pareció extravagante, aunque adorable, soberbia. León ignoraba esa reacción de todo su ser que la precipitaba cada vez más al disfrute de los goces de la vida. Ema se volvía irritable, golosa, voluptuosa; se paseaba con él por las calles con la cabeza alta, sin miedo a comprometerse, según decía. Sin embargo algunas veces le asustaba la idea de encontrarse con Rodolfo, porque a pesar de estar separados para siempre, creía no haberse liberado del todo de su dependencia. Una noche no regresó a Yonville: Carlos enloqueció y la pequeña Berta se negaba a irse a la cama sin su mamá, sollozando lastimeramente. Justino recorría la ruta al azar. El señor Homais abandonó su farmacia. A las once, sin resistir más, Carlos ató su carricoche, trepó a él, azotó al caballo y a las dos de la mañana llegó a la 358

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Cruz roja. Nadie. Pensó que quizá el pasante la había misto, pero ¿dónde vivía León? Carlos, por fortuna, recordó las señas de su patrón. Y allí corrió. Empezaba a amanecer. Entrevió unas chapas sobre una puerta; llamó. Sin abrirle, alguien le gritó la dirección pedida, agregando fuertes injurias contra los que molestaban a las gentes en plena noche. La casa del pasante no tenia campanilla, aldabón ni portero. Carlos dio fuertes puñetazos contra los postigos. Un agente de policía acertó a pasar; Carlos tuvo miedo y se marchó. - Estoy loco - se dijo -; seguramente la retuvieron a cenar en casa del señor Lormeaux. La familia Lormeaux no vivía ya en Ruán. - Se habrá quedado cuidando a la señora Dubreuil...,pero no, la señora Dubreuil murió hace diez meses... ¿Dónde está Ema, entonces? Se le ocurrió una idea; pidió una guía en un café y buscó rápidamente el nombre de la señorita Lempereur, que vivía en la calle de la Renelle-des-Maro-quiniers, número 74. Al entrar en dicha calle Ema apareció por el otro extremo; Carlos se abalanzó sobre ella, y en lugar de abrazarla gritó: -¿Qué te retuvo anoche? - Estuve enferma. -¿De qué?...¿Dónde?...¿Cómo? Ella se pasó la mano por la frente y respondió: - En la casa de la señorita Lempereur. -¡Lo suponía! Iba para allá. 359

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-¡Oh, no vale la pena! - dijo Ema- Acaba de salir; pero en lo futuro, tranquilízate. Comprende que no tengo libertad si sé que el menor retraso te trastorna tanto. Ella se otorgaba así una especie de permiso para sus escapadas. Y lo aprovechó a su antojo, holgadamente. Cuando tenía ganas de vera León se marchaba con cualquier pretexto, y si él no la esperaba ese día iba a buscarlo a su estudio. Las primeras veces salió muy bien; pero León no tardó en decirle la verdad: su patrón se quejaba de esos trastornos. - Bah, ven conmigo - decía ella. León se rehusaba. Quiso que vistiera de negro y se dejara una mosca en la barbilla para parecerse al retrato de Luis XIII. Deseó conocer su alojamiento y lo encontró mezquino; él se avergonzó, pero ella, sin hacer caso, le aconsejó la compra de unas cortinas como las suyas, y como él objetara el gasto: -¡Ah, muy bien! ¡Cuidas tus contados escudos! Cada vez León debía contarle su conducta desde la última cita. Le pidió versos, versos para ella, un poema de amor en su honor; él nunca pudo hallar la rima del segundo verso y acabó por copiar un soneto de un álbum. Lo hizo no tanto por vanidad como por complacerla. No discutía sus ideas; aceptaba sus gustos; se convertía en la querida de Ema mucho más de lo que ella era la suya. Ema le decía tiernas palabras y le daba besos que inflamaban su alma. ¿Dónde había aprendido esa corrupción, casi inmaterial, a fuerza de profunda y disimulada?

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VI En los viajes que hacía para verla, León solía comer en casa del farmacéutico y se creyó obligado, por cortesía, a invitarlo a su vez. -¡Encantado! - respondió el señor Homais -; además, necesito distraerme un poco, porque aquí me embrutezco. ;Iremos al teatro, al restaurante, haremos locuras! --Ah, mi querido - protestó tiernamente la señora Homais aterrada ante los vagos peligros que él se disponía a correr. - Bueno, ¿qué hay? ;Si te parece que no arruino bastante mi salud viviendo entre las emanaciones continuas de la farmacia! Así son las mujeres: sienten celos de la ciencia pero luego se oponen a que uno se tome las más legítimas distracciones. No importa, cuente conmigo, uno de estos días caigo por Ruán y juntos haremos saltar los cuartos. En otros tiempos el boticario no hubiera empleado semejante expresión; pero ahora asumía un estilo alocado y parisiense que juzgaba de buen tono, y como su vecina, la señora Bovary, interrogaba al pasante sobre las costumbres 361

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de la capital, hasta hablaba la jerga parisiense para deslumbrar... a los burgueses, diciendo zaquizamí, bazar, chic, Breda-Street y me las tomo, por: Me voy. En consecuencia, un jueves Ema se sorprendió al encontrarse con el señor Homais en la cocina del León de oro con traje de viaje, es decir, arropado en un viejo gabán que nadie le conocía, llevando una maleta en una de sus manos y en la otra el calientapiés de la botica. No había confiado el proyecto a nadie por temor a inquietar al público con su ausencia. La idea de volver a ver los lugares donde pasara su juventud lo exaltaba, sin duda, porque no dejó de discurrir durante todo el trayecto; luego, apenas llegaron, saltó ágilmente del coche para ir en busca del señor León; y nada le sirvió al pasante resistirse; el señor Homais lo arrastró al gran café de Normandía, donde entró majestuosamente sin descubrirse, considerando muy provinciano eso de quitarse el sombrero en un lugar público. Ema aguardó a León tres cuartos de hora. Por fin corrió a su estudio, y perdida en toda clase de conjeturas, acusándolo de indiferencia y reprochándose su debilidad, pasó la tarde con la cara pegada a los vidrios de la ventana. A las dos de la tarde todavía estaban sentados a la mesa uno frente al otro. El salón se vaciaba; el caño de una estufa en forma de palmera redondeaba en el cielo raso su dorado penacho; y cerca de ellos, detrás de la vidriera, a pleno sol, gorgoteaba un chorro de agua en una fuente de mármol, donde entre berros y espárragos tres cangrejos entumecidos se arrastraban hacia una fila de codornices echadas. 362

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Homais se deleitaba. Aunque el lujo lo emborrachaba aún más que la buena mesa, el vino de Pomard excitaba un tanto sus facultades, y cuando apareció la tortilla al ron expuso ciertas teorías inmorales acerca de las mujeres. Sobre todo lo seducía el chic. Adoraba un vestido elegante en un apartamento bien amueblado, y en cuanto a las calidades corporales no detestaba la abundancia. León contemplaba desesperado el reloj. El boticaria bebía, comía, hablaba. - Usted debe de sentir bastantes privaciones en Ruán. Pero por lo demás su amor no vive lejos de aquí. Y al ver que el otro se ruborizaba: - Vamos, sea franco, no negará que en Yonville... El joven balbuceó algo. -¿En casa de la señora Bovary no le hacía usted la corte?... -¿A quién? -¡A la criada! No bromeaba; pero la vanidad pudo más que la prudencia, y León, a pesar de sí mismo, protestó. Además, sólo le gustaban las morenas. - Lo apruebo - dijo el farmacéutico -, tienen más temperamento. Y al oído de su amigo indicó los síntomas reveladores del temperamento en una mujer. Hasta se lanzó a una digresión etnográfica; las alemanas eran vaporosas, las francesas libertinas, las italianas apasionadas. -¿Y las negras? - preguntó el pasante.

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-¡Gusto de artistas! - dijo Homais -. ¡Camarero! ¡Dos medias tazas! - Vamos ya - dijo por fin León, impaciente. - Yes. Antes de salir quiso hablar con el patrón del establecimiento para presentarle sus felicitaciones. El joven, entonces, para librarse de su compañía, alegó que tenía algo que hacer. -¡Bueno, lo escolto! - dijo Homais. Y mientras desandaba las calles con León, hablaba de su mujer, de sus hijos, del porvenir de éstos y de su farmacia, contando su anterior decadencia y el punto de perfección que con él había alcanzado. Ante la puerta del Hotel de Boulogne, León se despidió bruscamente, trepó la escalera y halló a su querida muy nerviosa. AL oír el nombre del farmacéutico, Ema se encolerizó. Pero León le daba buenas razones, no era culpa suya; ¿acaso ella no conocía al señor Homais? ¿Cómo podía creer que él prefiriera su compañía? Ema se alejaba; él la retuvo; y cayendo de rodillas rodeó su talle con ambos brazos en una postura lánguida, llena de concupiscencia y de súplica. Ema estaba de pie; sus grandes ojos enojados lo miraban muy serios, casi con una mirada terrible. Luego las lágrimas los velaron, bajó los rosados párpados, le entregó sus manos y León se las llevaba ya a la boca cuando apareció un criado para avisar al señor que alguien preguntaba por él. -¿Volverás? - dijo ella. - Sí. 364

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-¿Cuándo? - En seguida. - Era un truco - dijo el farmacéutico al ver a León -. Quise interrumpir esa visita que me parecía fastidiosa. Vamos a casa de Bridoux a tomar una copita de garus*. León juró y perjuró que debía regresar a su estudio. Entonces el boticario hizo algunas bromas sobre los papelotes y los procedimientos. - Deje un poco en paz a Cujas y a Barthole, ¡demonios! ¿Qué le impide hacerlo? ¡Sea valiente! Vamos a casa de Bridoux; conocerá a su perro. ¡Es una curiosidad! Y como León se obstinara: - Bueno, voy con usted. Mientras lo espero leeré un diario u hojearé un Código. Aturdido con la cólera de Ema, la charla del señor Homais y quizá el pesado almuerzo, León no acababa de decidirse, como fascinado por el farmacéutico, que repetía: -¡Vamos a visitar a Bridoux! Es a dos pasos de aquí, en la calle Malpalu. Entonces, por cobardía, por necedad, por ese incalificable sentimiento que nos arrastra a las acciones más antipáticas, dejó que Homais lo llevara a visitar a Bridoux; lo encontraron en su patiecito, vigilando a tres jadeantes mozos que hacían girar la gran rueda de la máquina de fabricar agua gaseosa. Homais les dio consejos, abrazó a Bridoux, tomaron la copita de garus. León quiso marcharse veinte veces, pero el otro lo retenía del brazo, diciéndole:

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Licor compuesto de canela, azfrán y nuez moscada. 365

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- Ya nos vamos. Iremos al Fanal de Ruán a visitar a esos caballeros. Lo presentaré a Thomassin. León logró zafarse y corrió al hotel. Ema ya no estaba allí. Acababa de marcharse, exasperada. Lo detestaba en ese momento. Su falta de palabra para con la cita le parecía un ultraje y buscaba otras razones para alejarse de él; era incapaz de un acto heroico; débil, trivial, más blando que una mujer, además avaro y pusilánime. Luego, calmándose, terminó por admitir que, sin duda, lo había calumniado. Pero al denigrar a los seres amados siempre nos apartamos un poco de ellos. No hay que tocar los ídolos; uno se queda con el sobredorado en las manos. Sus conversaciones sobre temas indiferentes al mutuo amor se hicieron más frecuentes, y en sus cartas Ema le hablaba de flores, versos, la luna y las estrellas, cándidos recursos de una pasión debilitada que trataba de reavivarse con ayudas externas. Ema se prometía continuamente una profunda felicidad para su próximo viaje; luego admitía no haber sentido nada extraordinario. La decepción cedía muy pronto ante una nueva esperanza y Ema regresaba a él más enardecida, más ávida. Se desvestía sin miramientos, arrancando el frágil lazo de su corsé, que silbaba alrededor de sus caderas como una culebra al deslizarse. Descalza, en puntas de pies, iba a ver una vez más si la puerta estaba cerrada; luego, con un solo movimiento dejaba caer sus ropas, y pálida, callada, seria, se arrojaba sobre el pecho de él con un largo estremecimiento.

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Sin embargo, aquella frente cubierta de gotas frías, aquellos labios balbuceantes, aquellas pupilas extraviadas, aquel abrazo, tenían un no sé qué de exagerado, una cierta vaguedad, algo lúgubre, y León sentía que todo eso se deslizaba entre ambos como si quisiera separarlos. No osaba hacerle preguntas; pero al descubrir su experiencia se decía que ella había debido de pasar por todas las pruebas del sufrimiento y del placer. El encanto de antes lo asustaba un poco ahora. Además se rebelaba contra la absorción cada vez mayor de su personalidad. Guardaba rencor a Ema por su permanente victoria. Se esforzaba por no quererla; luego, al oír el crujido de sus borceguíes, se sentía cobarde como los borrachos a la vista de un fuerte licor. Por cierto que ella le prodigaba sin cesar toda clase de atenciones, desde los platos más refinados, hasta las coqueterías en el vestir y las languideces del mirar. Traía de Yonville rosas ocultas en su seno y se las arrojaba a la cara, se preocupaba por su salud, le daba consejos sobre su conducta, y para retenerlo mejor, esperando quizá la ayuda del cielo, le puso al cuelo una medalla de la Virgen. Como una virtuosa madre inquiría acerca de sus camaradas. Le decía: -¡No los veas, no salgas con ellos, piensa solamente en nosotros, ámame! Hubiera querido vigilar su vida, y se le ocurrió hacerlo seguir por la calle. Había en las cercanías del hotel un vagabundo al acecho de los pasajeros que no se negaría... Pero su orgullo se sublevó. -¡Tanto peor! ¿Qué me importa si me engaña? ¿Acaso eso cuenta para mí? 367

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Un día que se separaron temprano, cuando regresaba sola por el bulevar vio los muros de su convento; Ema se sentó entonces bajo la sombra de un olmo, en un banco. ¡Qué días más apacibles aquéllos! ;Cómo envidiaba los inefables sentimientos de amor que trataba de figurarse por sus lecturas! Los primeros meses de su matrimonio, sus paseos a caballo por el bosque, el vals con el vizconde, Lagardy cantando, todo pasó ante sus ojos... Y de repente León le pareció tan lejano como los otros. -¡Lo amo, sin embargo! - se decía Ema. ¡Daba lo mismo! No era feliz, nunca lo había sido. ¿De dónde provenía esa insuficiencia de la vida, esa instantánea podredumbre de las cosas en que buscaba apoyo? . . . Quizá había en alguna parte un ser fuerte y hermoso, una naturaleza valerosa, llena a la vez de exaltación y de refinamientos, un corazón de poeta bajo la forma de un ángel, lira de cuerdas de hierro que dedicaba al cielo epitalamios elegíacos; ¿acaso no podía conocerlo por azar? ¡Oh, era imposible! Y además, nada valía la pena de una búsqueda, todo mentía. Toda sonrisa ocultaba un aburrido bostezo, toda alegría una maldición, todo placer su disgusto, y los mejores besos sólo dejaban en los labios el irrealizable anhelo de una más alta voluptuosidad. Por los aires se propagó un metálico estertor y las campanas del convento dieron las cuatro. ¡Las cuatro! ¡Y parecía una eternidad que estaba allí, sentada en ese banco! Un infinito de pasión puede estar contenido en un minuto, como una multitud en un pequeño espacio. 368

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Ema vivía entregada a sus cosas y el dinero le preocupaba menos que a una archiduquesa. Cierta vez, no obstante, un hombre enclenque, rubicundo y calvo fue a visitarla, anunciándose como un enviado del señor Vincart, de Ruán. Quitó los alfileres del bolsillo lateral de su larga levita verde, los pinchó en la manga, y cortésmente tendió a Ema un papel. Era un pagaré por setecientos francos, suscrito por ella, y que Lheureux, a pesar de todas sus protestas, pasara a la orden de Vincart. Ema mandó a su criada a casa de Lheureux. No podía venir a verla. El desconocido, que aguardaba de pie, lanzando a derecha e izquierda miradas curiosas disimuladas por sus gruesas cejas rubias, preguntó con acento ingenuo: -¿Cuál es la respuesta para el señor Vingart? - Bueno - respondió Ema -, dígale... que no tengo... será la semana próxima .... que aguarde. Sí, la semana próxima. El buen hombre se marchó sin decir palabra. Al día siguiente, a mediodía, Ema recibió un protesto; la vista del grueso papel sellado donde se leía repetidas veces y con grandes letras: Hareng, abogado, oficial de justicia de Buchy, la aterró de tal manera que corrió a ver al comerciante en paños. Lo encontró en su tienda, ocupado en atar un paquete. -¡ Servidor! - le dijo él -. Estoy a sus órdenes. Lo mismo Lheureux prosiguió su tarea, ayudado por una niña de unos trece años, algo jorobada, quien le hacía las veces de dependiente y de cocinera. 369

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Luego, golpeteando sus zuecos sobre las tablas de la tienda, precedió a la señora al primer piso y la introdujo en un estrecho gabinete, donde un burdo escritorio de madera ordinaria soportaba algunos registros, protegidos transversalmente por una barra de hierro. Contra la pared, bajo unas piezas de indiana, se entreveía una caja fuerte de tales dimensiones que debía contener algo más que dinero y documentos. En efecto, el señor Lheureux hacía préstamos prendarios y allí había guardado la cadena de oro de la señora Bovary y los zarcillos del pobre tío Tellier, quien obligado por fin a vender, había comprado en Quincampoix una pobre despensa donde se moría víctima de su catarro entre velas menos amarillas que su cara. Lheureux se instaló en su amplio sillón de paja diciendo: -¿Qué hay de nuevo? - Vea esto. Ema le mostró el papel. - Y bien, ¿qué puedo hacer yo? Ella se indignó entonces, y recordó su promesa de no hacer circular los documentos; Lheureux asentía. - Pero me he visto obligado a hacerlo. Me ponían el cuchillo al pecho. - Y ahora, ¿qué va a suceder? - dijo ella. - Oh, es muy sencillo: un juicio de la corte y luego el embargo... ¡nequaquam! Ema se contenía para no golpearlo. Con dulzura le preguntó si no había manera de aplacar al señor Vincart. -¡Cómo no! ¡Eso mismo! ¡Aplacar a Vingart! Usted no lo conoce, es más feroz que un árabe. 370

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A pesar de todo, el señor Lheureux creyó que debía intervenir. - Escuche, creo que hasta la fecha he sido bastante bondadoso con usted. Y abriendo uno de sus registros: - Mire un poco. Con el índice señalaba la página: - Veamos..., veamos..., el 3 de agosto, doscientos francos, el 17 de junio, ciento cincuenta, el 23 de marzo, cuarenta y seis..., en abril... Se detuvo como si temiera cometer alguna tontería. - Y no digo nada de los documentos firmados por el señor, uno de setecientos francos, otro de trescientos. En cuanto a sus pequeños descuentos, con los intereses, es casa de nunca acabar, uno se enreda en la cuenta. ¡No quiero saber nada más! Ema lloraba; lo llamó "su buen señor Lheureux". Pero él descargaba la culpa en el "terco de Vincart". Además no tenía un céntimo, nadie le pagaba, se lo devoraban crudo, y un pobre mercachifle como él no podía conceder adelantos. Ema callaba, y el señor Lheureux, que mordisqueaba las barbas de una pluma, se inquietó, sin' duda, ante ese silencio, porque replicó: - Por lo menos si tuviera alguna entrada un día de éstos, podría... - Pero - dijo ella- si el saldo de Barneville... -¿Cómo? Y al enterarse de que Langlois no había pagado se mostró muy sorprendido. Luego, con voz más amable. 371

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-¿Y estaría usted dispuesta?... -¡A lo que usted quiera! El cerró los ojos para reflexionar, escribió algunas cifras y declarando que tendría dolores de cabeza, que el asunto era escabroso, una sangría verdadera, dictó cuatro documentos de doscientos cincuenta francos espaciados, a plazos de vencimiento de un mes. -¡Con tal que Vincart quiera escucharme! Además, estamos de acuerdo, no le doy más largas al asunto, me vuelvo sordo. Luego, como al descuido, le mostró algunas novedades, ninguna de las cuales, en su opinión, era digna de la señora. -¡Cuando pienso que éste es un vestido a siete sueldos el metro y con garantía de tinte! ¡Vaya camelo! Se tragan el anzuelo, porque usted se figura que la verdad no se la dicen pretendía con esa confesión de la bellaquería ajena convencerla de su completa probidad. La llamó cuando se marchaba para mostrarle tres anas de encaje halladas hacía poco tiempo en una venta. -¿No son una hermosura? - decía Lheureux -; ahora se usa mucho el encaje como cubrerrespaldo en los sillones. Es la última moda. Y más veloz que un prestidigitador envolvió el encaje en papel azul y lo puso en manos de Ema: -¿Puedo saber, por lo menos...? -¡Hasta pronto! - dijo él dándole la espalda. Esa misma noche, Ema apremió a Bovary para que le escribiera a su madre reclamando el remanente de la herencia. La suegra respondió que no quedaba nada: la liquidación 372

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estaba hecha y aparte de Barneville disponían de seiscientas libras de renta que les enviaría puntualmente. La señora, entonces, despachó facturas a nombre de algunos clientes y muy pronto empezó a abusar del recurso porque le daba buen resultado; se cuidaba siempre de agregar un post-scriptum: "No le diga nada a mi marido, usted sabe lo orgulloso que es... Dispénseme usted... Su servidora." Hubo algunas reclamaciones, pero fueron interceptadas por Ema. Para obtener dinero vendió sus viejos guantes, sus viejos sombreros, la vieja quincallería; regateaba con rapacidad, impulsada a la ganancia por su sangre campesina. Luego, en sus viajes a la ciudad, compraba cosas de segunda mano, esperando que el señor Lheureux o cualquier otro se las comprara a su vez. Adquirió plumas de avestruz, porcelana china, arcones; pedía prestado a Felicitas, a la señora Lefrancois, a la hotelera de la Cruz roja, a cualquiera, a todo el mundo. Con el dinero que por fin recibió de Barneville pagó dos de los documentos. Los otros mil quinientos francos se evaporaron. Ema volvió a contraer deudas, ¡y así sucesivamente! Algunas veces, es verdad, trataba de sacar cuentas pero al descubrir resultados tan exorbitantes no podía darles crédito. Rehacía las cuentas, se enredaba muy pronto, abandonaba todo y no volvía a pensar en ello. ¡Qué triste estaba ahora la casa! Los proveedores salían de ella con cara furiosa. Los pañuelos yacían sobre la cocina, y con gran escándalo de la señora Homais, la pequeña Berta usaba medias agujereadas. Si Carlos, tímidamente, aventura373

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ba una observación, Ema respondía groseramente que no era su culpa. ¿Por qué esos arrebatos? Carlos lo achacaba todo a la antigua enfermedad nerviosa; y reprochándose el haber tomado sus males por defectos se acusaba de egoísmo y sentía ganas de correr a abrazarla. - Es mejor que no lo haga - se decía -, la incomodaría. Y se quedaba quieto. Después de la cena Carlos paseaba a solas por el jardín; sentaba en sus rodillas a la pequeña Berta y desplegando su diario de medicina trataba de enseñarle a leer. La niña, sin el hábito del estudio, abría de par en par unos ojos tristes y se echaba a llorar. El la consolaba entonces; iba a buscarle agua en la regadera para que hiciera arroyos en la arena o quebraba las ramas de los ligustros para plantar árboles en los canteros, cosa que poco perjudicaba al jardín, donde crecían a su antojo las hierbas. ¡Se le debían tantos jornales a Lestiboudois! De pronto la niña sentía frío y llamaba a su madre. - Llama a tu niñera - decía Carlos- Sabes bien, nenita, que mamá no quiere que se la moleste. Comenzaba el otoño y las hojas empezaban a caer, como dos años atrás, cuando ella estaba enferma! ¡Cuándo terminaría todo aquello!...Y Carlos proseguía su paseo con las manos a la espalda. La señora estaba en su cuarto. Nadie subía allí. Ema permanecía en su habitación el día entero, entumecida, a medio vestir, haciendo quemar de vez en cuando pastillas de serrallo compradas en Ruán en la tienda de un argelino. Para no tener a su lado por la noche a ese hombre acostado y 374

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dormido, acabó por relegarlo al segundo piso a fuerza de melindres; leía hasta el amanecer libros extravagantes llenos de cuadros orgiásticos y escenas sangrientas. A veces, presa de terror, lanzaba un grito y Carlos acudía: -¡Vete, por favor! - decía ella. Otras, más encendida la llama íntima avivada por el adulterio, jadeante, conmovida, llena de deseos, abría su ventana y aspiraba el aire frío soltando al viento su cabellera demasiado pesada y contemplaba las estrellas soñando con amores principescos. Pensaba en él, en León. En ese momento todo lo hubiera dado por uno de esos encuentros que la saciaban. ¡Eran sus días de gala y los quería espléndidos!; y cuando él no podía pagar el gasto, ella completaba el excedente con liberalidad, cosa que solía ocurrir frecuentemente. León intentó hacerle comprender que estarían bien en otra parte, en un hotel más modesto; ella puso objeciones. Cierto día sacó de su bolso unas cucharillas de plata sobredorada (el regalo de bodas de papá Rouault) y le rogó que las llevara en su nombre al montepío en seguida; León obedeció, aunque la gestión le incomodaba. Tenía miedo de comprometerse. Luego, reflexionando, halló extrañas las actitudes adoptadas por su querida y pensó que no estaban equivocados los que pretendían apartarlo de ella. En efecto, alguien había enviado a su madre una larga carta anónima para prevenirla de que él se perdía con una mujer casada; y la pobre mujer, al instante, entreviendo el eterno espantajo de las familias, es decir, la vaga criatura 375

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perniciosa, la sirena, el monstruo que habita fantásticamente las profundidades del amor, escribió a maese Dubocage, su patrón, quien se portó correctamente. Durante tres cuartos de hora intentó abrirle los ojos, advertirlo del abismo. Una intriga semejante perjudicaría su situación futura. Le suplicó que rompiera, y si no hacía ese sacrificio en su propio interés, ¡ que por lo menos lo hiciera por él! León acabó por jurar que no volvería a ver a Ema; se reprochaba el incumplimiento de la promesa considerando los trastornos que esa mujer podía causarle, sin contar las bromas que le hacían sus camaradas por las mañanas en torno de la estufa. Además, estaba a punto de ascender a primer pasante; había llegado el momento de portarse con seriedad. De modo que renunciaba a la flauta, los sentimientos exaltados, la imaginación; porque a pesar de ser muy burgués, en el enardecimiento de su juventud, quizá tan sólo un día, quizá tan sólo un minuto, se había creído capaz de pasiones inmensas, de grandes empresas. El más mediocre de los libertinos alguna vez sueña con sultanas; cada notario lleva consigo los despojos de un poeta. Se aburría ahora cuando Ema, de pronto, sollozaba sobre su pecho; y su corazón, como ocurre con las gentes que sólo pueden soportar una cierta dosis de música, se adormecía indiferente bajo el fragor de un amor cuyas delicadezas ya no advertía. Se conocían demasiado para sentir los extravíos de la posesión, que centuplican su goce. Ema estaba tan disgustada de él como él estaba fatigado de ella. Ella encontraba en el adulterio todas las vulgaridades del matrimonio. 376

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¿Pero cómo liberarse? En vano Ema se sentía humillada por la bajeza de semejante dicha; la ataba la costumbre o la corrupción; y se encarnizaba más y más, matando la felicidad a fuerza de pretenderla demasiado grande. Acusaba a León de sus esperanzas fallidas como si la hubiera traicionado; y llegaba hasta a desear una catástrofe que provocara la separación de ambos, puesto que no tenía coraje para decidirla. Lo mismo seguía escribiéndole cartas amorosas por aquello de que una mujer debe escribirle siempre a su amante. 'Pero al escribir, percibía a un hombre diferente, un fantasma hecho de sus más ardientes recuerdos, sus más hermosas lecturas, sus más fuerte codicias; y por fin ese hombre se hacía tan verdadero y accesible que ella palpitaba, maravillada, sin poder ya imaginarlo con claridad, porque como un dios la imagen se perdía bajo la abundancia de los atributos. Habitaba la comarca azulada donde las escalas de seda se columpian en los balcones, bajo el soplo de las flores al claro de luna. Ella lo sentía a su lado, vendría y la raptaría en un solo beso. Luego recaía en la realidad, deshecha; porque sus arrebatos de vago amor la fatigaban más que sus grandes desenfrenos. Cumplían ahora un ciclo incesante y universal. Ema recibía a menudo cheques, papeles sellados y apenas los miraba. Hubiera querido no vivir más, dormir sin descanso. Para media cuaresma no regresó a Yonville; esa noche fue al baile de máscaras. Se puso un pantalón de terciopelo, calcetines rojos, una peluca con cinta y un sombrero de tres picos ladeado sobre la oreja. Brincó la noche entera al furioso son de los trombones; le hacían círculo, y por la mañana 377

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se encontró en el peristilo del teatro rodeada de cinco o seis máscaras, leñadores y marineros, todos camaradas de León que hablaban de ir a cenar. Los cafés del barrio estaban llenos. En el puerto descubrieron un mediocre restaurante cuyo patrón los condujo a una habitación pequeña en el cuarto piso. Los hombres cuchichearon en un rincón, sin duda consultándose acerca del gasto. Uno de ellos era pasante, dos, estudiantes de medicina, el otro, empleado. ¡Vaya compañía! En cuanto a las mujeres, por el timbre de la voz no tardó Ema en descubrir que debían de ser todas de ínfima ralea. Entonces sintió miedo, echó hacia atrás su silla y bajó los ojos. Los demás empezaron a comer. Ema no comía; le ardía la frente, sentía pinchazos en los párpados y un frío helado en la piel. En su cabeza repercutía el piso de la sala de baile, estremecido aún por las rítmicas pulsaciones de los bailarines. Luego el olor del ponche y el humo de los cigarros la aturdieron. Se desmayaba, la llevaron a la ventana. Comenzaba a amanecer y una gran mancha de color púrpura se ensanchaba en el pálido cielo del lado de Santa Catalina. El lívido río tiritaba bajo el viento; los puentes estaban desiertos, se apagaban los reverberos. Ema se reanimó y acertó a pensar en Berta, dormida allá lejos, en el cuarto de la criada. En ese momento pasó una carreta llena de varillas de hierro, lanzando contra las paredes de las casas una ensordecedora vibración metálica. Ema se esquivó bruscamente, se quitó el disfraz, dijo a León que debía regresar y por fin se halló a solas en el Hotel 378

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de Boulogne. Todo, hasta ella misma, le resultaba insoportable. Hubiera querido volar como un pájaro y rejuvenecerse en algún lugar, muy lejos, en los inmaculados espacios. Salió, atravesó el bulevar, la plaza Cauchoise, el suburbio, hasta una calle despejada que concluía en los jardines. Caminaba de prisa, el aire libre la calmaba; poco a poco los rostros de la multitud, las máscaras, las cuadrillas, las luces, la cena, aquellas mujeres, desaparecieron como bruma al disiparse. Cuando llegó a la Cruz roja se arrojó sobre su cama, en el cuartito del segundo piso con sus grabados de la Torre de Nesle. Hivert la despertó a las cuatro de la tarde. A su regreso a casa, Felicitas le mostró un papel gris oculto detrás del reloj. Ella leyó: “En virtud del traslado de la escritura, en forma ejecutoria de juicio...” ¿Cuál juicio? En efecto, la víspera habían traído otro papel que ella ignoraba; la dejaron estupefacta las siguientes palabras: “Apercibimiento real, de la justicia y la ley, a la señora Bovary...” Y saltando algunas líneas leyó: "Dentro de veinticuatro horas, como último plazo." ¿Qué, pues? "Pagar la suma total de ocho mil francos", y más abajo decía: "Será obligada a ello por las vías del derecho y sobre todo por el embargo ejecutorio de sus muebles y efectos.” ¿Qué hacer?... Veinticuatro horas; mañana! Pensó que Lheureux quería asustarla una vez más; porque de improviso

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adivinaba sus maniobras y el objeto de sus complacencias. La tranquilizaba la exageración misma de la suma. Sin embargo, a fuerza de comprar, no pagar, tomar prestado, firmar documentos, renovar dichos documentos, inflados a cada nuevo vencimiento, había concluido por armarle un capitalito al señor Lheureux y éste lo aguardaba con impaciencia para sus especulaciones. Ema fue a visitarlo con aspecto indiferente. -¿Sabe lo que me ocurre? ¡Supongo que será una broma! - No. -¡No puede ser! El se volvió lentamente y le dijo, cruzando los brazos: -¿Creía, mi linda señora, que hasta la consumación de los siglos yo sería su proveedor y banquero por amor de Dios? ¡Buena falta hace que recobre mis inversiones, seamos justos! Ella protestó por la deuda. -¡Tanto peor! ¡El tribunal la ha reconocido! ¡Hay un juicio! ¡Se lo notifican! Además no soy yo, es Vingart. -¿No podría usted?... -¡ Por nada del mundo! - Pero..., sin embargo..., razonemos... Batió el parche; nada sabía, era una sorpresa... -¿De quién es la culpa? - dijo Lheureux con irónica reverencia -. Mientras yo sudo corno un negro, usted se lo pasa tan ricamente. -¡ Sermones no! - No están de más - replicó él.

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Ema fue cobarde, le suplicó; llegó a apoyar su bonita mano blanca y larga sobre las rodillas del comerciante. -¡Déjeme en paz! ¡ Parecería que quiere seducirme! -¡Usted es un miserable!- exclamó ella. -;Oh, qué manera de tomarlo! - respondió él riendo. - Haré saber quién es usted. Diré a mi marido que... -¡Bueno, yo le mostraré algo a su marido? Y Lheureux sacó de la caja fuerte un recibo de mil ochocientos francos firmado por ella cuando se hizo el descuento del pagaré .con Vingart. -¿Cree que ese pobre hombre no comprenderá su estafita? Ema se abatió, como si un golpe de maza acabara de voltearla. Lheureux iba de la ventana al escritorio repitiendo: - Se lo mostraré..., claro está que se lo mostraré... Luego se aproximó a Ema con voz insinuante: - Sé muy bien que no es divertido, pero al fin y al cabo nadie ha muerto, y puesto que es la única forma que le queda de devolverme mi dinero... - Pero ¿dónde quiere que encuentre ese dinero? - dijo Ema retorciéndose las manos. -¡Bah! Cuando uno tiene amigos, como usted... Y la miró de manera tan perspicaz y terrible que ella sintió estremecerse hasta sus entrañas. - Le prometo -dijo- que firmaré... -¡ Firmas suyas! ¡Ya tengo bastantes! - Venderé... - Vamos, si no le queda nada - dijo él encogiéndose de hombros. 381

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Y gritó por la mirilla que daba a la tienda: - ¡Anita!, ¡no olvides los cupones del número 14! Apareció la sirvienta; Ema comprendió y preguntó "cuánto dinero necesitaría para detener el procedimiento". -¡Es demasiado tarde! - Pero ¿si le trajera varios miles de francos, el cuarto de la suma, el tercio, la mayor parte? -¡No, es inútil! La empujaba suavemente hacia la escalera. -¡ Se lo ruego, señor Lheureux, concédame unos días más! Ema sollozaba. - Bueno, ¡lagrimitas ahora! -¡No me haga desesperar! -¡Me importa un comino! - dijo él cerrando la puerta.

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VII Ema fue estoica al día siguiente, cuando Hareng, abogado, oficial de justicia, se presentó con dos testigos en su casa para redactar el acta de embargo. Comenzaron por el consultorio de Bovary y no tomaron nota de la cabeza frenológica porque la consideraron instrumento profesional; pero en la cocina contaron los platos, marmitas, sillas, antorchas, y en su dormitorio las chucherías de la repisa. Examinaron sus vestidos, la ropa blanca, el cuarto de tocador; su existencia, hasta en los más íntimos repliegues, fue como un cadáver extendido al que se practica a autopsia, ante las miradas de esos tres hombres. Hareng, el abogado, ceñido en una liviana levita negra, con corbata blanca y polainas bien tirantes, repetía de vez en cuando:. -¿Me permite, señora? ¿Me permite, señora? A menudo lanzaba una exclamación: -¡Qué encanto!..., ¡es muy bonito!

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Luego seguía escribiendo, mojando la pluma en el tintero de hueso sostenido en su mano izquierda. Cuando concluyeron con las habitaciones subieron al desván. Ema guardaba allí un pupitre donde tenía escondidas las cartas de Rodolfo. Hubo que abrirlo. -¡Ah, correspondencia! - dijo Hareng, el abogado, con sonrisa discreta -. ¡Pero permítame!, porque tengo que asegurarme de que la caja no contiene otra cosa. Movió ligeramente los papeles como si quisiera descubrir los napoleones ocultos. Ema se indignó cuando la tosca mano, de dedos rojos y blandos como gusanos, se posó sobre las páginas que hicieran latir su corazón. Por fin se marcharon. Felicitas reapareció. La había puesto al acecho para despistar a Bovary y entrambas metieron en el desván al oficial de guardia, quien juró no salir de su escondite. Esa noche Carlos parecía preocupado. Ema lo espiaba con mirada llena de angustia, creyendo advertir una acusación en cada arruga de su rostro. Luego, cuando sus ojos se posaban sobre la chimenea adornada de pantallas chinas, sobre las largas cortinas, los sillones, sobre todas las cosas que habían endulzado la amargura de su vida, era presa del remordimiento, o mejor dicho de una inmensa congoja que irritaba su pasión en lugar de aniquilarla. Carlos, plácidamente, atizaba el fuego con los pies apoyados en los morillos. De pronto, el guardia, aburrido sin duda en su escondite, hizo un leve ruido. 384

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-¿Alguien camina allí arriba? - preguntó Carlos. - No - dijo ella -, es una lucerna que ha quedado abierta y el viento la golpea. Al día siguiente, domingo, fue a Ruán para visitar a los banqueros cuyos nombres conocía. Estaban en el campo o de viaje. No se desanimó y pidió dinero a todos los que acertó a encontrar, argumentando que lo necesitaba pero que lo devolvería. Algunos se le rieron en plena cara, y todos se negaron. A las dos de la tarde corrió a casa de León y llamó a su puerta. Nadie abría. Por fin apareció él. -¿Por qué has venido? -¿Te incomoda? - No..., pero... Le confesó que el dueño de casa no quería que recibiera "mujeres". - Tengo que hablarte - insistió ella. El buscó la llave. Ella detuvo el ademán. - Oh, no, allí, en casa... Fueron a su habitación del Hotel de Boulogne. Cuando entraron ella bebió un gran vaso de agua. Estaba muy pálida. Le dijo: - León, vas a prestarme un servicio. Y sacudiendo sus manos, juntas entre las suyas, agregó: - Escucha, ¡necesito ocho mil francos! -¡Estás loca! - Todavía no. A renglón seguido le contó la historia del embargo, le expuso su aflicción; Carlos ignoraba todo; su suegra la de385

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testaba, papá Rouault nada podía hacer, pero él, León, se pondría en movimiento al instante para encontrar esa indispensable suma. -¿Cómo quieres que...? -¡No seas tan cobarde! - exclamó ella. Entonces él fue torpe: - Exageras el mal. Quizá ese hombre se calmaría con un millar de escudos. Razón de más para intentar alguna gestión, no era imposible encontrar tres mil francos. León podía muy bien servirle como garantía. - Vamos, ¡hazlo!, ¡es necesario!, ¡corre!...¡Oh, trata de hacerlo, te querría tanto... ! León salió para regresar una hora después, diciendo con semblante solemne: - Fui a ver a tres personas... inútilmente. Se sentaron uno frente al otro, a ambos lados de la chimenea, inmóviles, silenciosos. Ema se encogía de hombros, enfurecida. El la oyó murmurar: - Si yo estuviera en tu lugar, ¡ya lo creo que encontraría ese dinero! -¿Dónde, por favor? -¡En tu estudio: Lo miraba. Una infernal audacia brotaba de sus pupilas encendidas y sus párpados se entrecerraban de manera lasciva y provocadora. León sintió flaquear sus fuerzas bajo la muda voluntad de esa mujer que le aconsejaba un delito. Tuvo miedo,

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entonces, y para evitar toda explicación se dio un golpe en la frente, exclamando: -¡Morel debe regresar esta noche! Espero que no me niegue el dinero (era uno de sus amigos, hijo de un rico negociante) y mañana te lo llevaré - agregó. Ema no pareció acoger esa esperanza con tanta alegría como él había supuesto. ¿Sospechaba la mentira? El prosiguió, sonrojándose: - Pero si a las tres no he aparecido, no me esperes, queridita. Tengo que irme, ¡ adiós! Estrechó su mano y la sintió inerte. Ema había perdido toda capacidad de sentimiento. Dieron las cuatro; Ema se puso de pie para regresar a Yonville, obedeciendo como un autómata al impulso de sus hábitos. Hacía buen tiempo; uno de esos días del mes de marzo, claros y ásperos, en los que el sol reluce sobre un cielo blanco. Algunos ruaneses endomingados paseaban con caras felices. Ella llegó a la plaza del Tribunal. La gente salía de vísperas por los tres portales, como un río bajo los tres arcos de un puente, y en medio de la multitud estaba parado el suizo, más quieto que una roca. Ema recordó entonces el día en que, ansiosa y llena de esperanzas, penetró en la gran nave extendida ante sus ojos, menos profunda que su amor; y siguió andando, llorando bajo su velo, aturdida, vacilante, a punto de desfallecer. -¡Cuidado! - gritó una voz que surgía de una puerta cochera al ser abierta.

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Se detuvo para dejar paso a un caballo negro piafante entre las varas de un tílburi conducido por un caballero con abrigo de cibelina. ¿Quién era ese hombre? Ella lo conocía... El coche avanzó y desapareció. ¡Pero si era el vizconde! Ema se volvió; la calle estaba desierta. Se sintió tan abrumada y triste que debió apoyarse contra la pared para no caer. Luego pensó en sus errores. Por lo demás, ¿qué sabía? Todo la abandonaba, en su fuero íntimo y en el mundo exterior. Se sentía perdida, rodando al azar hacia indefinibles abismos, y casi con alegría divisó, al llegar a la Cruz roja, al bueno de Homais contemplando cómo cargaban en la Golondrina una caja llena de productos de farmacia; envueltos en un pañuelo de seda tenía en la mano seis cheminots para su mujer. La señora Homais adoraba esos panecillos pesados, redondos como turbantes, que se comen en cuaresma untados con manteca salada; resabio de los alimentos góticos, se remonta tal vez a la época de las Cruzadas, y hacía las delicias de los robustos normandos, que creían ver sobre la mesa, a la luz de los amarillos blandones, las cabezas de los sarracenos listas para ser devoradas. Como ellos, la mujer del boticario los masticaba heroicamente, a pesar de su deficiente dentadura; y cada vez que el señor Homais hacía un viaje a la ciudad, invariablemente le llevaba algunos, comprados siempre en casa del mejor repostero, en la calle Masacre. -¡Encantado de verla! - dijo ofreciendo la mano a Ema para ayudarla a subir a la Golondrina.

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Luego puso los bollos dentro de la red y permaneció descubierto, con los brazos cruzados, en postura meditabunda y napoleónica. Pero cuando, como de costumbre, el ciego apareció al pie de la cuesta, exclamó: -¡No comprendo cómo las autoridades toleran aún estas industrias culpables! Debían encerrar a estos desdichados, forzarlos a trabajar; ¡palabra que el progreso marcha a paso de tortuga! ¡Andamos a tientas en plena barbarie! El ciego tendía su sombrero vacilante sobre el borde de la portezuela como si fuera un bolsillo del desclavado tapizado. - Vean un poco - dijo el farmacéutico -, ¡ una enfermedad escrofulosa! Y aunque conocía al pobre diablo, fingió verlo por primera vez y murmuró palabras como córnea, córnea opaca, esclerótica, facies; luego preguntó con acento paternal: -¿Hace mucho tiempo, amigo mío, que padeces esta espantosa enfermedad? En lugar de emborracharte en la taberna, harías mejor en seguir un régimen. Lo animaba a beber buen vino, buena cerveza, buenos asados. El ciego proseguía su canción; parecía casi idiota. Por fin, el señor Homais abrió su bolsa: - Toma, ahí tienes un sueldo, devuélveme dos octavos; y no olvides mis recomendaciones. Te hará bien. Hivert se permitió en voz alta algunas dudas sobre su eficacia. Pero el boticario afirmó que él mismo lo curaría con una pomada antiflogística que preparaba, y le dio sus señas:

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- El señor Homais, al lado del mercado, todos me conocen. - Bueno - dijo Hivert -, en pago haznos la comedia. El ciego se dejó caer al suelo, echó hacia atrás la cabeza, alzó los ojos verdosos, sacó la lengua, y mientras se frotaba con ambas manos el estómago lanzó una especie de sordo alarido, como un perro hambriento. Ema, asqueada, le tiró sin volverse una moneda de cinco francos, toda su fortuna. Le parecía hermoso desprenderse así de ella. El coche había reanudado la marcha cuando el señor Homais se asomó de golpe por la ventanilla y gritó: -¡Ni farináceos ni lácteos! ¡Usar lana sobre la piel y darse vahos de humo de bayas de jengibre en las partes enfermas! Poco a poco, el espectáculo de las cosas conocidas distraía a Ema de su dolor presente. La agobiaba una intolerable fatiga, y llegó a su casa atontada, desalentada, casi adormecida. -¡Que sea lo que Dios quiera! - se decía. Y además, ¿por qué no?, en el momento menos pensado podía surgir un hecho extraordinario. Hasta podía morir el mismo Lheureux. A las nueve de la mañana la despertó un ruido de voces en la plaza. En el mercado la gente se reunía para leer un gran cartel pegado a uno de los postes y Ema vio cómo Justino trepaba a un mojón y desgarraba el aviso. En ese mismo momento el guarda rural aferró al muchacho del cuello. El señor Homais salió de la farmacia y la tía Lefrancois parecía perorar en medio de la multitud.

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-¡ Señora, señora! - exclamó Felicitas entrando -, es un horror! La muchacha, emocionada, le tendía un papel amarillo recién arrancado de la puerta. Ema leyó de una ojeada que su mobiliario estaba en venta. Ambas se miraron en silencio. No había secretos entre ama y criada. Por fin, Felicitas suspiró: - Si yo fuera usted, señora, iría a visitar al señor Guillaumin. -¿Te parece? La interrogación quería decir: "Tú conoces la casa por el sirviente; ¿acaso el amo habló de mí alguna vez?” - Sí, vaya, hará bien. Ema se vistió, se puso su traje negro y la capota con cuentas de azabache; y para que no la vieran (había siempre mucha gente en la plaza) tomó por las afueras de la aldea, por el sendero que bordeaba el río. Llegó sin aliento ante la verja del notario; el cielo estaba sombrío y caía nevisca. AL son de la campanilla apareció Teodoro en el pórtico, con su chaleco rojo; acudió a abrir casi familiarmente, como a una conocida, y la introdujo en el comedor. Una gran estufa de porcelana zumbaba bajo un cactus en su nicho y dentro de sus marcos de madera oscura, sobre el papel de color de roble, estaban la Esmeralda de Steuben y el Putifar de Schopin. La mesa puesta, dos calentadores de plata, el picaporte de cristal de las puertas, el entarimado y los muebles, todo relucía con minuciosa prolijidad inglesa; 391

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los vidrios de las ventanas tenían en cada uno de sus ángulos un trozo de color. - Este es el comedor que a mí me haría falta- pensaba Ema. El notario entró, sujetando con el brazo izquierdo la bata de entrecana con adorno de palmas, en tanto que con la otra mano se quitaba y se ponía sucesivamente el gorro de terciopelo castaño, pretenciosamente ladeado hacia la derecha, del que asomaban los cabos de tres mechones rubios peinados sobre el occipucio que contorneaban el cráneo calvo. Después de ofrecer un asiento a Ema se sentó para almorzar, pidiendo mil perdones por su falta de cortesía. - Señor - dijo ella -, le rogaría que... -¿Qué, señora? La escucho. Ema empezó a exponerle su situación. El notario Guillaumin la conocía, puesto que tenía una asociación secreta con el comerciante en paños, en cuyo despacho siempre encontraba capitales para los préstamos hipotecarios pedidos por sus clientes. Por lo tanto, sabía (y mejor que ella) la larga historia de esos pagarés, mínimos en un principio, con diferentes endosos y vencimientos a largos plazos, continuamente renovados hasta el día en que, reunidos todos los protestos, el comerciante encargó a su amigo Vingart la iniciación en su nombre del pleito necesario, porque no quería pasar por un tigre ante sus conciudadanos. Ema entremezcló su relato de recriminaciones dirigidas a Lheureux, acusaciones a las que el notario respondía de vez 392

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en cuando con alguna palabreja insignificante. Mientras comía su costilla y bebía su té, hundía el mentón en la corbata color azul cielo, sujeta por dos alfileres de diamantes unidos por una cadenita de oro, y sonreía con extraña sonrisa, de un modo dulzón y ambiguo. Luego, advirtiendo que Ema tenía los pies húmedos: - Acérquese a la estufa, por favor..., más cerca, póngase junto a la porcelana. Ella temía ensuciarla. El notario replicó con acento galante: - Las cosas hermosas no manchan. Entonces Ema trató de conmoverlo, y conmoviéndose a su vez le contó la estrechez de su hogar, sus apuros de dinero, sus necesidades. El lo comprendía: ¡una mujer elegante!, y sin interrumpir su almuerzo se había vuelto hacia ella hasta rozar con su rodilla uno de sus borceguíes, cuya suela se curvaba y despedía vapor al secarse. Pero cuando Ema le pidió mil escudos, apretó los labios y luego declaró estar muy apenado por no haber tenido antes el manejo de su fortuna, porque había mil maneras cómodas, aun para una señora, de dar valor al dinero. Habrían podido aventurarse a excelentes y seguras especulaciones sobre las turberas de Grumesnil o los terrenos del Havre; y dejó a Ema consumirse de rabia pensando en las fantásticas sumas que con toda certeza habría ganado. -¿Por qué no vino a verme? - le preguntó. - No lo sé bien - dijo ella. -¿Por qué? ¿Yo le inspiraba miedo, acaso? ¡Pero si soy yo quien debiera quejarse! ¡Nos conocemos apenas! Y yo 393

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siento por usted una gran devoción. Espero que se habrá dado cuenta de eso. Estiró la mano, tomó la de Ema, la cubrió con un beso voraz, la mantuvo sobre su rodilla; y jugaba delicadamente con sus dedos mientras le decía mil ternezas. Su blanda voz susurraba como un arroyo que corre; de sus pupilas brotaba una chispa a través del espejeo de sus gafas, y sus manos se metían por la manga de Ema para palparle el brazo. Ella sentía contra su mejilla el soplo de una respiración agitada. Aquel hombre le molestaba horriblemente. Se puso de pie de un salto y le dijo: -¡ Señor, estoy esperando! -¿Qué, por favor? - preguntó el notario, que de pronto se puso muy pálido. -¡Ese dinero! - Pero... Luego, cediendo a la irrupción de un deseo demasiado fuerte: - Bueno, ¡sí!... Se arrastraba de rodillas ante Ema sin cuidarse de su bata. -¡Quédese, por favor! ¡Yo la quiero! Asió su talle. Una ola de púrpura subió rápidamente al rostro de la señora Bovary. Retrocedió con expresión terrible, gritando casi: -¡ Señor, usted se aprovecha impúdicamente de mi aflicción! ¡Soy digna de lástima, pero no me vendo! 394

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Y salió. El notario quedó harto estupefacto, con los ojos clavados en sus bonitas pantuflas bordadas. Era un regalo amoroso, y por fin su visión lo consoló. Además, pensaba que una aventura semejante lo hubiera llevado demasiado lejos. -¡Miserable, canalla, infame! - se decía ella recorriendo con paso nervioso el camino de los álamos. La desilusión del fracaso redoblaba la indignación de su pudor ultrajado; le parecía que la providencia se encarnizaba en su persecución, y ensalzándose orgullosa, nunca se estimó tanto ni despreció tanto a los demás. La transportaba un sentimiento belicoso. Hubiera querido golpear a los hombres, escupirles en plena cara, hacerlos pedazos; y con paso rápido segura adelante, pálida, temblorosa, enfurecida, recorriendo con su mirada llorosa el vacío horizonte, como si se deleitara con el odio que la ahogaba. Cuando divisó su casa un entorpecimiento se apoderó de ella. No podía dar un paso más; pero tenía que hacerlo, ¿adónde huir? Felicitas la aguardaba en la puerta. -¿Y? -¡No! - dijo Ema. Durante un cuarto de hora ambas pasaron revista a las diferentes personas de Yonville dispuestas tal vez a socorrerla. Pero cada vez que Felicitas nombraba a alguien, Ema replicaba: -¡No es posible! ¡Se negarán! -¡El señor debe de estar por llegar! - Ya lo sé... déjame sola. 395

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Todo lo había intentado. Ahora nada quedaba por hacer; y cuando Carlos se presentara le diría: - Retírate. Esa alfombra que pisas no es nuestra. De tu hogar no te queda un mueble, un alfiler, una brizna de paja, ¡yo te he arruinado, pobre hombre! Entonces habría un gran sollozo, luego Carlos lloraría a mares y, por fin, pasada la sorpresa, perdonarla. - Sí - murmuraba Ema rechinando los dientes -, perdonarme él, a quien no le bastaría un millón para que lo disculpe por haberme conocido. ¡Jamás, jamás! La exasperaba la idea de la superioridad de Bovary sobre ella. Además, confesara o no, en seguida, dentro de un rato, mañana, lo mismo se enteraría de la catástrofe; por consiguiente, era necesario esperar la horrible escena y padecer el peso de su magnanimidad. Tuvo ganas de visitar nuevamente a Lheureux: ¿para qué?; de escribir a su padre: era demasiado tarde; y quizá se arrepentía ahora de no haberse entregado al otro cuando oyó el trote de un caballo en la avenida. Era él, abría la valla, más pálido que la pared de yeso Ema corrió escaleras abajo y escapó por la plaza; la mujer del alcalde, que charlaba con Lestiboudois delante de la iglesia, la vio entrar en casa del recaudador. Corrió a prevenir a la señora Caron. Las dos señoras treparon al desván y ocultas tras la ropa colgada se apostaron cómodamente para ver lo que pasaba en casa de Binet. Estaba solo en su bohardilla, tratando de imitar con madera uno de esos indescriptibles marfiles compuestos de medias lunas, esferas incrustadas unas en las otras, formando un objeto erguido como un obelisco que no sirve para nada; 396

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atacaba la última pieza, ¡ llegaba a su meta! En el claroscuro del taller, el polvillo rubio volaba de su instrumental como un airón de chispas bajo la herradura de un caballo al galope; las dos ruedas giraban, roncaban; Binet sonreía con la cabeza gacha, abiertas las narices, perdido en una de esas dichas completas propias únicamente de las ocupaciones mezquinas, que divierten la inteligencia con dificultades fáciles y la sacian con una realización, más allá de la cual no hay posibilidad de sueño. - Ahí está ella - dijo la señora Tuvache. Pero el ruido del torno no dejaba oír lo que decía. Por fin las señoras creyeron percibir la palabra francos y la tía Tuvache sopló por lo bajo: - Le suplica que le conceda una demora en sus contribuciones. -¡Así parece! - respondió la otra. La vieron pasear de un extremo al otro del cuarto examinando contra las paredes los aros de servilleta, los candeleros, las perillas de escalera, mientras Binet, satisfecho, se acariciaba la barba. -¿Habrá ido a hacerle algún encargo? - dijo la señora Tuvache. -¡ Pero si él no vende nada! - objetó su vecina. EL recaudador parecía escuchar, mientras abría tamaños ojos, como si no comprendiera. Ella seguía hablando con semblante tierno, suplicante. Se acercó, palpitante el seno; ya no hablaban. -¿Se le está insinuando?- dijo la señora Tuvache. Binet estaba rojo hasta las orejas. Ema tomó sus manos. 397

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-¡Ah, es demasiado! Sin duda le proponía una atrocidad; porque el recaudador, que sin embargo era valiente - habla combatido en Bautzen y Lutzen y hecho la campaña de Francia hasta ser propuesto para la cruz -, de pronto, como si viera una serpiente, retrocedió lejos, exclamando: -¡ Señora, cómo se le ocurre! - Debían azotar a esas mujeres - dijo la señora Tuvache. -¿Dónde está? - respondió la señora Caron. Ema había huido al oír tales palabras; la vieron luego tomar por la Calle Mayor, dar vuelta a la derecha como si fuera al cementerio, y se perdieron en conjeturas. -¡Tía Rollet! - dijo cuando llegó a casa de la nodriza -. ¡Me ahogo! ¡Aflójeme las ropas! Se arrojó sobre la cama; sollozaba. La tía Rollet la dejó en enaguas y se quedó de pie a su lado. Lugo, como Ema callaba, la buena mujer se alejó, tomó su rueca y empezó a hilar. -¡Acabe de una vez! - gritó Ema creyendo oír el torno de Binet. "¿Qué la aflige? - se preguntaba la nodriza -¿Por qué ha venido aquí?” Ema había acudido a esa casa impulsada por una especie de espanto que la expulsaba de su hogar. De espaldas, inmóvil sobre la cama, con los ojos fijos, discernía vagamente los objetos a pesar de que les aplicaba su atención con idiota persistencia. Miraba el desconchado de las paredes, dos tizones que ardían hasta el fin, una araña caminando por encima de su cabeza en la grieta de una viga. 398

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Por fin resumió sus ideas. Recordaba... Un día, con León... ¡Oh, qué lejos estaba!...El sol brillaba sobre el río y las clemátides perfumaban el aire... Arrastrada entonces por sus recuerdos como por un hirviente torrente, logró acordarse del día anterior. -¿Qué hora es? - preguntó. La tía Rollet salió, levantó los dedos de su mano derecha del lado donde el cielo era más claro y regresó lentamente, diciendo: - Van a ser las tres. -¡Ah, gracias, gracias! Porque León vendría. ¡Con toda seguridad! Habría encontrado el dinero. Pero quizá reía allá en la aldea, sin sospechar dónde estaba ella; ordenó a la nodriza que fuera a su casa para traerlo. - ¡Dese prisa! - Pero, querida señora, ya voy, ya voy. Ema se asombraba ahora por no haber pensado en él desde el primer momento; le había dado su palabra ayer y no faltaría a ella; se veía ya en el despacho de Lheureux depositando sobre el escritorio los tres billetes de banco. Luego sería preciso inventar una historia para explicar las cosas a Bovary. ¿Cuál? Entre tanto la nodriza tardaba en regresar. Pero como en la choza no había reloj, Ema temía exagerar lo largo del tiempo. Se dedicó a pasear por el jardín, paso a paso; recorrió el sendero del vallado y retornó ligero esperando que la buena mujer hubiera regresado por otro camino. Por fin, cansada de aguardar, asediada por rechazadas sospechas, no 399

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sabiendo si hacía un siglo o un minuto que estaba allí, se sentó en un rincón y cerró los ojos, tapándose los oídos. Chilló la valla: Ema dio un brinco, y antes de que pudiera hablar, la tía Rollet le había dicho: -¡En su casa no hay nadie! -¿Cómo? -¡Nadie! Y el señor llora. La llama. La están buscando. Ema no respondió. Respiraba agitada, girando los ojos en torno, mientras la campesina, asustada de su semblante, retrocedía instintivamente creyéndola loca. De pronto Ema se dio una palmada en la frente y lanzó un grito, porque el recuerdo de Rodolfo, como un rayo en una noche oscura, había iluminado su alma. Era tan bueno, tan delicado, tan generoso. Y además si vacilaba en prestarle aquel servicio, ella sabría muy bien obligarlo, recordándole en un abrir y cerrar de ojos su amor perdido. Partió, pues, hacia la Huchette sin advertir que corría a ofrecerse al hombre que tanto la exasperara, ni sospechar siquiera esa prostitución.

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VIII Mientras andaba se preguntaba: "¿Qué le diré?" "¿Por dónde empezaré?" Y a medida que avanzaba reconocía los matorrales, los árboles, los juncos marinos sobre la colina, el castillo allá lejos. Se reencontraba con las sensaciones de su primer amor, y su pobre corazón oprimido se dilataba afectuosamente. Un viento tibio soplaba sobre su cara; la nieve al derretirse caía gota a gota sobre la hierba. Como antaño, entró por el portillo del parque y luego llegó al patio principal bordeado por una doble fila de frondosos tilos. Balanceaban con un silbido sus largas ramas. En el cortil los perros ladraron todos a la vez y sus ladridos resonaron sin que nadie apareciera. Ema subió la ancha escalera recta, con balaustrada de madera que conducía hasta el corredor embaldosado y polvoriento, al que daban varios cuartos en fila, como en los monasterios o las posadas. La suya estaba al fondo; en el extremo, a la izquierda. Cuando acertó a poner sus dedos sobre el picaporte, sus fuerzas la abandonaron de improviso. 401

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Temía que él no estuviera allí; casi lo deseaba, y sin embargo era su última esperanza, la única oportunidad de salvación. Se concentró e intento antes de entrar cobrar fuerzas con el sentido de la necesidad presente. Rodolfo estaba junto al fuego, con los pies apoyados en el marco de la chimenea, fumando una pipa. -¡Vaya, es usted! - dijo poniéndose bruscamente de pie. - Sí, yo..., Rodolfo..., quisiera pedirle un consejo. Pero, a pesar de sus esfuerzos, no conseguía despegar los labios. - No ha cambiado... ¡siempre está encantadora! -¡Oh! - respondió ella con amargura -, un triste encanto, amigo mío, puesto que usted lo desdeñó. Rodolfo inicio entonces una explicación de su conducta, en términos vagos, a falta de mejor invención. Ella se dejó llevar por sus palabras, mejor aún por su voz y por el espectáculo de su persona; y simuló creerle o tal vez creyó en el pretexto de su ruptura: un secreto del que dependían el honor y hasta la vida de una tercera persona. - Lo mismo da - dijo Ema mirándolo con tristeza -, yo sufrí mucho. EL respondió con acento filosófico. -¡La existencia es así! - Por lo menos - replicó Ema -, ¿fue buena para usted después de nuestra separación? - Oh..., ni buena ni mala. - Quizá hubiera sido mejor no separarnos... - Sí... ¡quizá! -¿Lo crees así? - dijo ella acercándose. 402

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Y suspiró: -¡Oh, Rodolfo! Si supieras..., ¡te he querido mucho! Tomó entonces su mano y permanecieron un momento con los dedos entrelazados, ¡ como el primer día, en los comicios! Por orgullo, él se resistía al enternecimiento. Pero Ema se dejó caes sobre su pecho y le dijo: -¿Cómo querías que viviese sin ti? ¡No es posible desacostumbrarse cuando se es feliz! Estaba desesperada. ¡Creí. morir! Te contaré todo y sabrás la verdad. ¡Y tú huiste de mí! En aquellos tres años Rodolfo la había evitado cuidadosamente debido a la natural cobardía característica del sexo fuerte; Ema proseguía con graciosos movimientos de cabeza, más mimosa que una gata enamorada: - Confiesa que amas a otras. ¡Oh, mira, lo comprendo! Las disculpo, las habrás seducido como a mí. Eres hombre y tienes todo lo que hace falta para que te quieran. Pero ¿verdad que volveremos a querernos? ;Nos amaremos! Mira, me río, soy feliz..., ¡ dime algo! Estaba encantadora con esos ojos en los que temblaba una lágrima como gota de lluvia en un cáliz azul. Rodolfo la atrajo a sus rodillas, y con la palma de la mano acariciaba las crenchas lisas en las que, a la luz del crepúsculo, espejeaba un último rayo de sol coma una flecha de oro. Ema inclinaba la frente, y él acabó por besar sus párpados suavemente, rozándolos con los labios. -¡ Pero has llorado! ¿Por qué? Ema estalló en sollozos. Rodolfo creyó en la explosión de su amor; como ella callaba tomó aquel silencio por un resto de pudor y dijo entonces: 403

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-¡ Perdóname! ¡Eres la única que me gusta! He sido perverso e imbécil,. ¡Te amo y te amaré siempre! ¿Qué tienes? ¡Habla! Se arrodillaba. - Y bien..., ¡estoy arruinada, Rodolfo! ¡Tienes que prestarme tres mil francos! - Pero..., oye... - dijo él incorporándose lentamente, mientras su fisonomía asumía una expresión grave. - Sabes - seguía diciendo ella de prisa- que mi marido había colocado su fortuna en casa de un notario; el hombre huyó. Pedimos prestado, los clientes no pagaban. Además la liquidación no está concluida, tendremos dinero más adelante. Pero hoy van a embargarnos porque nos faltan tres mil francos, ahora mismo, en este momento, y yo he venido contando con tu amistad. "¡Ah! - pensó Rodolfo palideciendo de golpe -, ¡por eso ha venido!” Por fin, dijo con mucha tranquilidad: - No los tengo, mi querida señora. No mentía. De haberlos tenido se los hubiera dado, sin duda, aunque resulte desagradable llevar a cabo acciones tan hermosas: de todas las borrascas que caen sobre el amor, una demanda pecuniaria es la más fría y desarraigante. Ella lo miró fijamente durante algunos minutos. -¡No los tienes! Repitió varias veces: -¡No los tienes!... Debí ahorrarme esta última vergüenza. ¡Nunca me has querido! ¡No vales más que los otros! Se descubría, se perdía. 404

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Rodolfo la interrumpió, afirmando que él también tenía "dificultades". - Ah - dijo Ema -, ¡si supieras cuánta pena me das! Sus ojos se fijaron en una carabina adamascada que brillaba en la panoplia. - Pero cuando uno es tan pobre, no adorna de plata la culata de su fusil, ¡ no se compra un reloj con incrustaciones de carey! - siguió diciendo señalando el reloj de Boulle -, ni silbatos de plata sobredorada para las fustas - ¡ las tocaba! -, ¡ni dijes para el reloj! ¡Oh, el señor no se priva de nada! Tienes un portalicores en tu cuarto, te amas, vives bien, tienes un castillo, granjas, bosques; sales de caza, viajas a París. ¡Y si sólo tuvieras esto! - gritó tomando de encima de la chimenea los gemelos de camisa- ¡Una chuchería cualquiera puede convertirse en dinero! ¡Oh, no los quiero! ¡Quédate con ellos! Y arrojó lejos el par de gemelos, cuya cadenilla de oro se rompió al chocar contra la pared. - Yo te hubiera dado todo, todo lo hubiera vendido, hubiera trabajado con mis manos, mendigado por los caminos por una sonrisa, una mirada, por oírte decir "gracias". Y tú te quedas ahí, muy tranquilo, sentado en tu sillón, como si no me hubieras hecho sufrir antes. Sin ti, óyelo bien, habría podido vivir feliz. ¿Por qué te empeñaste? ¿Fue una apuesta? Me querías, sin embargo, me lo decías... Me lo has dicho hace un instante... ¡Más hubiera valido que me echaras! Tengo tus besos cálidos en mis manos, y en este lugar, sobre esta alfombra, me jurabas de rodillas una eternidad de amor. Me hiciste creer en ella, ¡ durante dos años me arrastraste al más 405

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dulce y magnífico de los sueños! ¿No...? ¿Te acuerdas de nuestros proyectos de viaje? ¡Oh, tu - carta, tu carta!, ¡me desgarró el corazón! Y ahora que regreso a él, hacia él, que es un hombre rico, para implorarle una ayuda que cualquiera me prestaría, suplicante, aportándole otra vez mi ternura, me rechaza porque ¡eso le costaría tres mil francos! - No los tengo - respondió Rodolfo con la perfecta calma que cubre, como un escudo,, las resignadas cóleras. Ema salió. Las paredes temblaban, el cielo raso la aplastaba; ~y recorrió la larga avenida tambaleante, tropezando con los montones de hojas muertas dispersadas por el viento. Por fin llegó a tientas hasta la reja, se quebró las uñas con la prisa por abrir el cerrojo. Luego, cien pasos más allá, sin aliento, a punto de caer, se detuvo. Y volviéndose entonces, vio otra vez el impasible castillo con su parque, los jardines, los tres patios y las ventanas de la fachada. Muda de estupor, sin otra conciencia de sí misma que el latido de sus arterias, creía oírlo brotar como ensordecedora música que se propagaba por los campos. Bajo sus pies el suelo era más blando que una ola y los surcos le parecían inmensas ondas oscuras que se rompían contra la costa. Como las mil piezas de un fuego de artificio, escapaban de un brinco de su cabeza reminiscencias e ideas. Vio a su padre, el despacho de Lheureux, el cuarto de ellos en la ciudad, otro paisaje. La locura la hacía su presa; tuvo miedo y logró recobrarse de manera confusa, es verdad, porque no recordaba la causa de su horrible estado, es decir, la cuestión monetaria. Sufría solamente por su amor y sentía que el alma se

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le iba con el recuerdo, como los heridos agonizantes sienten que su existencia se les va por la llaga sangrante. Caía la noche, volaban las cornejas. De pronto le pareció que glóbulos de color de fuego estallaban en el aire como fulminantes bolas al chocar contra el suelo y giraban, giraban, para derretirse en la nieve, entre las ramas de los árboles. En el centro de cada uno de ellos aparecía la cara de Rodolfo. Se multiplicaron, se acercaron, la penetraron; todo desapareció. Reconoció las luces de las casas resplandeciendo a lo lejos, entre la bruma. Como un abismo se le presentó su situación. Jadeaba hasta romperse el pecho. Luego, en un rapto de heroísmo que la hacía sentirse casi feliz, descendió la cuesta a la carrera, atravesó el vado de las vacas, el sendero, la avenida, el mercado, y llegó a la botica del farmacéutico. No había nadie. Ema iba a entrar; pero al son de la campanilla alguien podía venir, y deslizándose por el portal, conteniendo el aliento, tanteando los muros, llegó hasta el umbral de la cocina, donde ardía una candela sobre el hornillo. Justino, en mangas de camisa, llevaba una fuente. - Están cenando..., aguardemos. Justino regresó. Ella golpeó el vidrio. El salió. -¡La llave!, ¡ la de arriba donde están los... -¡Cómo! La miraba azorado ante la palidez de su rostro recortado en blanco sobre el negro fondo de la noche. La veía extraordinariamente bella, majestuosa como un fantasma; sin comprender sus deseos, presentía alguna cosa terrible. Ella repitió, en voz baja, con voz suave, disolvente: 407

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- La. quiero... ¡Dámela! Como el tabique era delgado se oía el retiñir de los tenedores sobre los platos en el comedor. Ema argüía que necesitaba matar las ratas porque le impedían dormir. - Tendría que prevenir al señor. -¡No vayas! Luego, con acento indiferente: -¡No vale la pena! Se lo diré luego. Vamos, alúmbrame. Entró en el corredor al que daba la puerta del laboratorio. Contra la pared había una llave con una etiqueta: Desván. -¡Justino! - llamó el farmacéutico, perdida ya la paciencia. -¡ Subamos! El la siguió. La llave giró en la cerradura y Ema fue derecho hacia el tercer estante, porque su recuerdo la guiaba muy bien, tomó el frasco azul, le quitó la tapa, metió la mano, la retiró llena de un polvo blanco y se puso a comerlo allí mismo. -¡Deténgase! - exclamó Justino abalanzándose sobre ella. -¡Calla! ¡Van a venir! Justino, desesperado, quería llamar. - No digas nada, ¡le echarían la culpa a tu patrón! Ema se volvió, apaciguada de pronto, casi con la serenidad de un deber cumplido. Cuando Carlos, trastornado por la noticia del embargo, regresó a la casa, Ema acababa de salir. Carlos gritó, lloró, se desvaneció, pero ella no regresó. ¿Dónde podía estar? Envió 408

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a Felicitas a casa de Homais, a la de Tuvache, al despacho de Lheureux, al León de oro, a todas partes; y en las intermitencias de su angustia veía su buena fama perdida, su fortuna deshecha, ¡el porvenir de Berta destruido! ¡Y sin saber la causa! ...Aguardó hasta las seis de la' tarde. Por fin, sin resistir más, suponiendo que había ido a Ruán, fue a la carretera principal, anduvo una media legua, no encontró a nadie, aguardó otro poco- y regresó a casa. Ema había retornado. -¿Qué sucede?...¿Por qué?... ¿Me lo explicarás? Ema se sentó ante su escritorio, escribió una carta, la selló despacio y agregó la fecha y la hora. Luego dijo con voz solemne: - La leerás mañana; hasta entonces te pido que no me hagas una sola pregunta... ¡Ni una! - Pero.. . -¡Déjame en paz! Y se tendió sobre la cama. La despertó un agrio sabor en la boca. Entrevió a Carlos y volvió a cerrar los ojos. Se vigilaba cuidadosamente para discernir sus sufrimientos. ¡Pero no, nada todavía! Oía el tictac del reloj, el ruido del fuego y la respiración de Carlos, de pie junto a su lecho. "¡Qué poca cosa es la muerte! – pensaba -, me dormiré y todo habrá concluido.” Bebió un sorbo de agua y se volvió de cara a la pared. El atroz sabor a trota persistía. -¡Tengo sed! ¡Tengo mucha sed! - suspiró. 409

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-¿Qué tienes, por favor? - dijo Carlos alcanzándole un vaso. - No es nada..., abre la ventana..., me ahogo! á Y fue presa de una tan repentina náusea que apenas tuvo tiempo de buscar su pañuelo bajo la almohada. -;Llévatelo! - dijo muy apurada- ¡Tíralo! Carlos la interrogó; ella no respondía. Estaba inmóvil, temiendo que la menor emoción la hiciera vomitar. De pronto sintió que un frío glacial subía por sus piernas hasta el corazón. - Bueno, ya empieza - murmuró. -¿Qué dices? Movía la cabeza con leve agitación, llena de angustia, abriendo sin cesar las mandíbulas como si tuviera algo muy pesado en la lengua. Los vómitos reaparecieron a las ocho. Carlos observó una arenilla blanca en el fondo de la jofaina, pegada al casco de porcelana. -¡Es extraordinario! ;Qué raro! - repetía. Entonces ella dijo en alta voz: - No, te equivocas. Delicadamente, casi como una caricia, él le pasó la mano por el estómago. Ella lanzó un grito agudo. El retrocedió, aterrado. Luego Ema comenzó a gemir, primero débilmente. Un fuerte estremecimiento sacudían sus hombros y estaba más pálida que la sábana en que hundía los dedos crispados. Su pulso desigual era ahora casi imperceptible. Gotas de sudor bañaban su cara azulada, que parecía estereotipada en la exhalación de un vapor metálico. Entre410

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chocaba los dientes, sus ojos agrandados miraban vagamente en torno y respondía a toda pregunta meneando la cabeza; pudo sonreír dos o tres veces. Poco a poco sus gemidos fueron más fuertes. Dejo escapar un ronco alarido; pretendía estar mejor y aseguraba que se levantaría en seguida. Pero fue presa de convulsiones y gritó: -¡Ah, es atroz, Dios mío! Carlos se arrojó de rodillas contra su cama. -¡Habla!, ¿qué has comido? ¡En nombre del cielo, responde! Y la miraba con los ojos llenos de una ternura desconocida en él. - Allí... allí...dijo Ema con voz desfalleciente. Carlos se precipitó hacia el escritorio, rompió el sello y leyó en voz alta: No se acuse a nadie... Se detuvo, se pasó la mano por los ojos y releyó la carta. -¡Cómo! ¡Socorro! ¡Socorro! Sólo atinaba a repetir la palabra: ¡Envenenada! ¡Envenenada! Felicitas corrió a casa de Homais, quien lo dijo a gritos en la plaza; la señora Lefrancois lo oyó en el León de oro; algunos se levantaron para enterar a sus vecinos, y la aldea estuvo despierta toda la noche. Enloquecido, balbuceante, casi sin tenerse de pie, Carlos recorría el cuarto. Chocaba con los muebles, se arrancaba los cabellos; el farmacéutico jamás había pensado en la existencia de un espectáculo tan espantoso. Homais regresó a su casa para escribir al señor Canivet y al doctor Lariviére. Perdía el juicio; hizo más de quince borradores. Hipólito fue enviado a Neufchátel y Justino espo411

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leó tan fuerte al caballo de Bovary que tuvo que dejarlo a la entrada del Bois-Guillaume casi reventado. Carlos quiso hojear su diccionario de medicina; nada veía, las líneas bailaban. -¡Calma! - dijo el boticario -. Sólo es cuestión de administrar un poderoso antídoto. ¿Cuál es el veneno? Carlos mostró la carta. Ere arsénico. - Bueno - dijo Homais -, habría que hacer un análisis. Sabía que en todo envenenamiento debe hacerse un análisis; el otro, sin comprender, respondió: -¡Hágalo! ¡Hágalo!, ¡sálvela!... Luego regresó junto a Ema, se desplomó sobre la alfombra y con la cabeza apoyada en el ladero de la cama sollozó. -¡No llores! - le dijo ella -. ¡Pronto dejaré de atormentarte! -¿Por qué? ¿Quién te ha obligado a esto? Ema replicó: - Tenía que hacerlo, querido. -¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? ¡Hice todo lo que pude, sin embargo! - Sí... es cierto..., ¡tú eres muy bueno! Y le pasaba la mano por los cabellos, lentamente. La dulzura de esa sensación aumentaba su tristeza; se sentía próximo al derrumbe en la desesperación. pensando que iba a perderla, cuando, por lo contrario, ella confesaba quererlo más que nunca; no se le ocurría nada; nada sabía, nada osaba, la urgencia de una resolución inmediata concluía de enloquecerlo. 412

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Ema pensaba que aquél era el final de todas las mentiras, las bajezas, las innumerables codicias que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie; una confusión crepuscular caía sobre su pensamiento, y entre todos los ruidos de la tierra, Ema sólo oía el intermitente lamento de ese pobre corazón dulce y claro como el último eco de una sinfonía que se apaga. - Traigan a mi hijita - dijo incorporándose, apoyada en, un codo. - Estas mejor, ¿verdad? - preguntó Carlos. -¡No, no! La niña vino en brazos de la niñera, con su larga camisa de noche bajo la cual asomaban los pies descalzos, seria y todavía somnolienta. Miraba azorada el cuarto en desorden y guiñaba los ojos, deslumbrada por las luminarias que ardían sobre los muebles. Sin duda le recordaban los días de Año Nuevo o de la media cuaresma, cuando la despertaban temprano a la luz de las bujías e iba a la cama de su madre para recibir sus regalos, porque empezó a decir: - Pero ¿dónde está, mamá? Y como todos callaban: -¡No veo mi zapatito! Felicitas la inclinó sobre la cama, en tanto que ella seguía mirando hacia la chimenea. -¿Se lo habrá llevado la nodriza? - preguntó. Al oír el nombre que la retrotraía al recuerdo de sus adulterios y de sus calamidades, la señora Bovary apartó la cabeza, como si. el asco de otro veneno más fuerte subiera a su boca. Berta, entre tanto, estaba sobre la cama. 413

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-¡Qué ojos más grandes, mamá!, ¡ qué pálida estás!, ¡cómo sudas! Su madre la miraba. - Tengo miedo - dijo la niña retrocediendo. Ema tomó su mano para besarla; Berta se resistía. -¡Basta!, ¡llévenla! - exclamó Carlos sollozando en la alcoba. Luego los síntomas desaparecieron por unos instantes; Ema parecía menos agitada; cada palabra insignificante, cada soplo de su pecho algo más tranquilo infundia esperanzas a Carlos. Por fin, cuando entró Canivet, se arrojó en sus brazos llorando. -¡Ah, es usted!, ¡ gracias!, ¡qué bueno es! Pero todo va mejor. Vea, mírela. El colega no fue de la misma opinión y, porque no le gustaban los rodeos, como solfa decir, prescribió un emético para limpiar por completo el estómago. Ema no tardó en vomitar sangre. Sus labios se apretaron más. Tenía los miembros crispados, el cuerpo cubierto de manchas pardas y su pulso se escapaba bajo los dedos como un hilo tenso, como una cuerda de arpa próxima a romperse. Luego comenzó a gritar horriblemente. Maldecía el veneno, lo insultaba, le suplicaba que se diera prisa, rechazaba con sus brazos rígidos todo lo que Carlos, más agonizante que ella misma, se empeñaba en darle de beber. Carlos estaba de pie, con el pañuelo apretado sobre la boca, rugiendo, llorando, sofocado por los sollozos que lo sacudían de la cabeza a los pies; Felicitas corría de un lado al otro del 414

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cuarto; Homais, inmóvil, lanzaba hondos suspiros, y el señor Canivet, sin perder su aplomo, empezaba a sentirse perturbado. - Demonios..., la hemos purgado..., y puesto que la causa cesa... - El efecto debe cesar - dijo Homais -, es evidente. - Pero ¡sálvenla! - exclamaba Bovary. Sin escuchar al farmacéutico, quien aventuraba aún la hipótesis: "Quizá sea un paroxismo saludable", Canivet se disponía a administrar teriaca, cuando se oyó el chasquido de un látigo; temblaron los vidrios y una berlina de viaje, arrastrada fogosamente por tres caballos cubiertos de fango, desembocó a la carrera por la esquina del mercado. Era el doctor Lariviére. La aparición dé un dios no hubiera causado tanta conmoción; Bovary alzó los brazos, Canivet se detuvo en seco, Homais se quitó el bonete griego antes de la aparición del médico. Pertenecía a la gran escuela quirúrgica surgida del cuadro de Bichat, a esa generación, desaparecida hoy, de médicos filósofos, que amaban su arte con fanático cariño y lo ejercían con exaltación y sagacidad. Cuando se encolerizaba, todo temblaba en su hospital, y sus alumnos lo veneraban tanto que, apenas establecidos, se esforzaban por imitarlo en todo lo posible, de tal manera que en .ellos reaparecían, en las aldeas del contorno, su largo gabán de merino y su ancha levita negra, cuyos puños desabotonados cubrían un poco sus manos carnosas, unas manos bastante hermosas, siempre sin guantes, como si quisieran estar prontas para hundirse en 415

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todas las miserias. Desdeñoso de cruces, títulos, academias, hospitalario, liberal, paternal con los pobres, practicaba la virtud sin creer en ella y hubiera pasado por un santo si por la fineza de su espíritu no se lo temiera como a un demonio. Su mirada, más cortante que los bisturíes, se metía en el alma y desarticulaba cualquier mentira a través de los alegatos y los pudores. Así se presentaba, lleno de la majestad bondadosa otorgada a la conciencia por un gran talento, la fortuna y cuarenta años de una existencia laboriosa e irreprochable. Frunció el entrecejo en la puerta misma al divisar la faz cadavérica de Ema, acostada de espaldas, con la boca abierta. Luego, mientras parecía escuchar a Canivet, se pasaba el, índice por las ventanas de la nariz y repetía: - Está bien, está bien. Tuvo un leve encogimiento de hombros. Bovary lo observaba; cambiaron entonces una mirada y aquel hombre tan acostumbrado a la presencia de los dolores no pudo contener una lágrima que cayó sobre su chorrera. Quiso llevarse a Canivet a la habitación contigua. Carlos los siguió. -¿Está muy mal, verdad? ¿Y si le pusiéramos sinapismos?, ¡cualquier cosa! ¡Encuentre algo, usted que ha salvado a tantos! Carlos le rodeaba el cuerpo con ambos brazos y lo contemplaba asustado, suplicante, semidesvanecido contra su pecho. -¡Vamos, mi pobre muchacho. coraje! No hay nada que hacer ya. El doctor Lariviére se apartó. 416

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-¿Se marcha usted? - Volveré luego. Salió como si fuera a dar una orden al postillón, acompañado del señor Canivet, quien tampoco quería ver morir a Ema en sus manos. El farmacéutico se les reunió en la plaza. Por temperamento, no podía separarse de las gentes célebres. E instó al señor Lariviére para que le hiciera el insigne honor de aceptar su invitación a almorzar. A prisa enviaron a buscar palomas al León de oro, todas las chuletas que hubiera en la carnicería, crema a casa de Tuvache, huevos a la de Lestiboudois, y el propio boticario ayudaba en los preparativos, mientras la señora Homais decía, ajustándose los cordones de su camisola: - Tendrá que disculparnos, señor, porque en esta desdichada comarca si no estamos preparados desde la víspera... -¡Las copas de tallo alto! - sopló Homais. - Si al menos estuviéramos en la ciudad tendríamos el recurso de los embutidos. -¡Cállate!... ¡A la mesa, doctor! Juzgó oportuno, después de los primeros bocados, suministrar algunos detalles de la catástrofe. - Primero tuvimos una sensación de sequedad en la faringe, luego dolores intolerables en el epigastrio, superpurgación, coma. -¿Cómo se envenenó? - Lo ignoro, doctor, y tampoco sé cómo pudo procurarse ese ácido arsénico. Justino, que traía una pila de platos, se echó a temblar. 417

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-¿Qué tienes? - dijo el farmacéutico. El muchacho, al oír la pregunta, dejó caer todo al suelo con gran estrépito. -¡Imbécil! - chilló Homais -, ¡torpe!, ¡bestia!, ¡borrico! De repente se dominó: - Quise, doctor, intentar un análisis, y primo introduje delicadamente en un tubo... - Más hubiera valido introducirle los dedos en la garganta dijo el cirujano. Su colega callaba, porque poco antes había recibido confidencialmente una fuerte reprimenda por su emético; de manera que el bueno de Canivet, tan arrogante y conversador en el caso del pie zambo, ese día sonreía sin cesar de manera aprobatoria. Homais se regodeaba en su orgullo de anfitrión, y la afligente idea de Bovary contribuía a su placer, por un egoísta retorno a sí mismo. Además, la presencia del doctor lo arrobaba. Citaba a la vez las cantáridas, los zumos venenosos de las flechas javanesas, el manzanillo, las víboras... Y he leído también que varias personas fueron halladas intoxicadas y fulminadas por morcillas que habían recibido una fumigación demasiado fuerte. Por lo menos lo dice un hermoso informe escrito por una de nuestras cumbres farmacéuticas, uno de nuestros maestros, ¡el ilustre Cadet de Gassicourt! Reapareció la señora Homais portando uno de esos vacilantes artefactos que se calientan con alcohol, porque Homais insistía en preparar personalmente el café en la mesa,

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habiéndolo primero tostado, porfirizado y mezclado con sus propias manos. - Saccharum, doctor - dijo, ofreciendo el azúcar. Después hizo descender a sus niños, ansioso por conocer la opinión del médico sobre sus constituciones. Por fin, el señor Lariviére se disponía a partir cuando la señora Homais le pidió una consulta acerca de su marido. Sentía cierta pesadez por las noches y se dormía en seguida de la cena. -¡Oh! el peso no le molesta. Sonriendo disimuladamente por el inadvertido chiste, el doctor abrió la puerta. Pero la farmacia desbordaba de gente y a duras penas pudo librarse del señor Tuvache, quien temía que su esposa padeciera una afección pulmonar, porque tenía la costumbre de escupir sobre las cenizas; luego fue el señor Binet que algunas veces sentía cosquilleos; y la señora Caron, víctima de agujetas; Lheureux con sus vértigos; Lestiboudois con su reumatismo; la señora Lefrancois y sus ardores de estómago. Por fin, los tres caballos arrancaron y todos comentaron que el médico se había mostrado poco complaciente. La atención pública se distrajo con la aparición del señor Bournisien, quien cruzaba el mercado con los santos óleos. Homais, obligado por sus principios a hacerlo, comparo a los sacerdotes con los cuervos atraídos por el olor de los muertos; la vista de un eclesiástico le era personalmente desagradable, porque la sotana le hacía pensar en la mortaja y en parte execraba a la una por el terror a la otra. 419

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Lo mismo, sin retroceder ante lo que llamaba su misión, regresó a casa de Bovary en compañía de Canivet, a quien el señor Lariviére, antes de partir, comprometió a esa tarea; y hasta, si no fuera por los reparos de su mujer, habría llevado consigo a sus dos hijos para habituarlos a las circunstancias difíciles, para que aquello les sirviera de lección, de ejemplo, un cuadro solemne que guardarían en la memoria. Cuando entraron, el cuarto estaba lleno de lúgubre solemnidad. Sobre la mesa de costura, cubierta por una servilleta blanca, había cinco o seis bolitas de algodón en un plato de plata, junto a un gran crucifijo, entre dos candelas encendidas. Ema, con la barbilla hundida en el pecho, abría desmesuradamente los ojos, y sus manos yacían sobre las sábanas con el además repulsivo y dulce de los agonizantes cuando parecen buscar ya el abrigo del sudario. Pálido como una estatua, con los ojos enrojecidos como brasas, Carlos, sin lágrimas, estaba frente a ella, a los pies de la cama, mientras el sacerdote, con una rodilla hincada, murmuraba algunas palabras. Ella volvió lentamente el rostro y pareció alegrarse mucho al ver de improviso la estola violeta, reencontrándose quizá en medio de una extraordinaria paz con la perdida voluptuosidad de sus primeros arrebatos místicos, con visiones de eterna beatitud que comenzaban ya. El sacerdote se incorporó para tomar el crucifijo; ella entonces estiró el cuello como un sediento, y pegando sus labios al cuerpo del Hombre-Dios depositó en él, con toda su fuerza expirante, el mayor beso de amor que diera jamás. Luego, él recitó el Misereatur y la Indulgentiam, mojó en el 420

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óleo su pulgar derecho e inició las unciones: primero en los ojos, que tanto codiciaran las suntuosidades terrestres; luego en la nariz, golosa de brisas tibias y de amorosos aromas; luego en la boca, que se había abierto para la mentira, que había gemido de orgullo y gritado en la lujuria luego en las manos, que se deleitaban con los contactos suaves, y por fin en la danta de los pies, tan veloces antaño, cuando ella corría para saciar sus deseos y que ya no caminarían más. El cura se enjugó los dedos, arrojó al, fuego los restos del algodón empapado en aceite y volvió a sentarse junto a la moribunda para decirle que ahora ella debía unir sus sufrimientos a los de Jesucristo y entregarse a la misericordia divina. Al concluir sus exhortaciones, intentó ponerle en la mano un cirio bendito, símbolo de las glorias celestiales que la rodearían dentro de poco. Ema muy débil, no pudo apretar los dedos, y de no ser por el señor Bournisien el cirio hubiera caído al suelo. Pero no estaba tan pálida y su rostro tenía una expresión serena, como si el sacramento la hubiera sanado. El sacerdote no dejó de hacerlo notar, explicando además a Bovary que el Señor algunas veces prolonga la existencia de las personas cuando lo juzga conveniente para su salvación; Carlos recordó el día en que, tan próxima a morir como entonces, Ema había recibido la comunión. - No debí desesperar - pensó. En efecto, Ema miró en torno, lentamente, como si despertara de un sueño; luego, con voz clara, pidió su espejo y se contempló un momento, hasta que de sus ojos brotaron 421

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gruesas lágrimas. Entonces echó hacia atrás la cabeza, lanzó un suspiro y cayó de nuevo sobre la almohada. En seguida su pecho comenzó a agitarse y la lengua entera salió fuera de la boca; sus ojos, dados vuelta, palidecían como globos de lámpara al apagarse; sin la aterradora aceleración de los flancos, sacudidos por un furioso hálito, como si el alma diera brincos para separarse, se la hubiera creído muerta. Felicitas se hincó ante el crucifijo, y hasta el mismo farmacéutico dobló un poco la rodilla, mientras el señor Canivet echaba una vaga mirada a la plaza. Bournisien había vuelto a sus oraciones, con la cabeza gacha sobre el ladero de la cama, y su larga sotana negra barría el piso de la habitación a sus espaldas. Carlos estaba del otro lado, de rodillas, con los brazos tendidos hacia Ema. Había tomado sus manos y las apretaba, estremeciéndose a cada latido de su corazón como si fuera El contragolpe de una ruina al caer. A medida que el estertor se hacía más fuerte, el eclesiástico apuraba sus oraciones; se mezclaban con los sollozos ahogados de Bovary, y algunas veces y todo parecía borrarse dentro del sordo murmullo de las sílabas latinas, tintineantes como tañido de campanas. De pronto se oyó en la acera un ruido de burdos zuecos y el roce de un bastón; una voz se elevó, una voz ronca que cantaba: A veces, de un hermoso día el calor, A la niña hace soñar con el amor.

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Ema se incorporó como un cadáver al ser galvanizado, los cabellos sueltos, los ojos fijos, boquiabierta. Para amasar diligente Las espigas por la hoz cortadas, Mi Nanette obediente Va al surco que nos las regala. -¡El ciego! - gritó Ema. Y se echó a reír con una risa atroz, frenética, desesperada, porque creía ver la repugnante cara dei miserable alzándose en las eternas tinieblas como un espantajo. Ese día el viento sopló ¡Y la enagua se le voló! Una convulsión la desplomó sobre el colchón. Todos se acercaron. Ema ya no existía.

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IX Siempre después de la muerte de alguien hay un desprendimiento de estupor, tan difícil resulta comprender esa aparición de la nada y resignarse a creer en ella. Pero cuando Carlos advirtió su inmovilidad, se abalanzó sobre ella gritando: -¡Adiós, adiós! Homais y Canivet lo arrastraron fuera del cuarto. -¡Modérese! - Sí - decía él debatiéndose -, seré razonable, no haré daño. Pero ¡dejadme! ¡Quiero verla! ¡Es mi mujer! Y lloraba. - Llore - respondía el farmacéutico -, dé libre curso a la naturaleza, ¡ eso lo aliviará! Más débil que un niño, Carlos dejó que lo condujeron abajo, a la sala, y en seguida el señor Homais regresó a su casa.

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En la plaza lo abordó el ciego, que a duras penas había ido hasta Yonville con la esperanza de la pomada antiflogística, y preguntaba a cada transeúnte dónde vivía el boticario. -¡Bueno, eso me faltaba! ¡Como si no tuviera nada que hacer! Tanto peor, véame luego. Y precipitadamente se metió en la farmacia. Tenía que escribir dos cartas, preparar una poción calmante para Bovary, encontrar una mentira para ocultar el envenenamiento, redactarla como artículo para el Fanal, sin contar con las personas que aguardaban sus informaciones; y cuando los yonvilleses hubieran escuchado su historia del arsénico que Ema confundió con azúcar mientras preparaba una crema de vainilla, Homais regresó a la casa de Bovary. Lo encontró a solas (el señor Canivet acababa de marcharse), sentado en el sillón junto a la ventana, contemplando con mirada idiota las baldosas de la sala. - Será necesario que usted fije ahora la hora de la ceremonia - dijo el farmacéutico. -¿Por qué?, ¿cuál ceremonia? Luego, con voz balbuceante y asustada: -¡Oh, no!, ¿verdad que no? ¡Quiero que se quede conmigo! Homais, discretamente, tomó una garrafa de la repisa y se puso a regar los geranios. -¡Gracias! - dijo Carlos -, ¡qué bueno es usted! No concluyó la frase, sofocado por la abundancia de los recuerdos que el gesto del farmacéutico le despenaba.

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Para distraerlo, entonces, Homais juzgó oportuno hablar un poco de horticultura; las plantas necesitaban humedad. Carlos bajó la cabeza en señal de aprobación. - Además, pronto vendrá el buen tiempo. -¡Ah! - dijo Carlos. El boticario, agotadas las ideas, se dedicó a espiar levemente por las entreabiertas cortinillas. - Mire, ahí pasa el señor Tuvache. Carlos repitió como una máquina. - Ahí pasa el señor Tuvache. Homais no se atrevió a hablarle de las disposiciones fúnebres y por fin el sacerdote logró convencerlo. Se encerró en su gabinete, tomó una pluma y tras unos sollozos escribió: "Quiero que la entierren con su vestido de boda, zapatos blancos, una corona. Los cabellos sueltos sobre los hombros; tres féretros, uno de roble, otro de caoba, otro de plomo. No me digan nada, tendré fuerzas. La cubrirán con una gran pieza de terciopelo verde. Lo quiero. Háganlo así.” Aquellos señores se asombraron no foco con las ideas novelescas de Bovary, y el farmacéutico vino a decirle en seguida: - El terciopelo me parece una exageración. Sin contar que el gasto... - ¿Y a usted qué le importa? - exclamó Carlos -. ¡Déjeme en paz! ¡Usted no la quería! ¡Váyase! EL sacerdote lo tomó del brazo para llevarlo a dar un paseíto por el jardín. Discurría sobre la vanidad de las cosas

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terrestres. Dios era muy grande y muy bueno; debían someterse sin murmurar a sus decretos, darle las gracias. Carlos estalló en blasfemias. -¡ Su Dios, yo lo execro! - El espíritu de la rebelión lo asiste aún - suspiró el eclesiástico. Bovary estaba lejos. Andaba a grandes zancadas a lo largo del muro, junto al espaldar, rechinando los dientes, alzando al cielo una mirada de maldición; pero ninguna hoja se agitó siquiera. Caía una llovizna. Carlos, que tenía el pecho descubierto, acabó por tiritar y regresó para sentarse en la cocina. A las seis se oyó un ruido de latas en la plaza; llegaba la Golondrina, y Carlos con la cara pegada a los vidrios vio cómo descendían todos los pasajeros, uno tras otro. Felicitas le tendió un colchón en la sala; se tiró encima y se adormeció. Aunque filósofo, el señor Homais respetaba a los muertos. Sin guardar rencor al pobre Carlos, regresó esa noche para velar el cadáver, trayendo consigo tres libros y una carpeta para tomar notas. El señor Bournisien estaba allí, y dos grandes cirios ardían a la cabecera de la cama que habían retirado de la alcoba. El silencio se hacía pesado al boticario, quien no tardó en formular algunos lamentos sobre "esa infortunada joven", y el sacerdote respondió que ahora sólo restaba orar por ella. - Sin embargo - dijo Homais -, una de dos: o ella ha muerto en estado de gracia (como se expresa la Iglesia) y 427

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entonces no tiene necesidad alguna de nuestras oraciones, o murió impenitente (creo que es la expresión eclesiástica), y entonces Bournisien lo interrumpió, replicando malhumorado que no por eso había que dejar de rezar. - Pero - objetó el farmacéutico -, puesto que Dios conoce todas nuestras necesidades, ¿para qué sirve la oración? -¡Cómo la oración! - exclamó el eclesiástico -¿Acaso usted no es cristiano? Dispense usted - dijo Homais -. Admiro al cristianismo. En primer lugar liberó a los esclavos, introdujo en el mundo una moral -¡No se trata de eso! Los textos ... - Bueno, en cuanto a textos, lea la historia; sabido es que fueron falsificados por los jesuitas. Carlos entró, y acercándose al lecho descorrió lentamente las cortinas. Ema tenía la cabeza ladeada sobre el hombro derecho. La comisura de su boca abierta formaba un agujero oscuro en la parte inferior de su cara, y ambos pulgares estaban separados de las palmas de las manos; un polvillo blanco cubría sus pestañas y sus ojos empezaban a borrarse en una palidez viscosa semejante a una fina tela, como si las arañas hubieran tejido sus hilos encima. La sábana se hundía desde los senos hasta las rodillas, levantándose a la altura de los dedos de los pies; Carlos sentía que una masa infinita, un enorme peso gravitaba sobre ella. El reloj de la iglesia dio las dos. Se oyó el fuerte rumor del curso del río en la tiniebla, al pie de la terraza. De vez en cuando el señor Bournisien se sonaba estrepitosamente y el señor Homais hacía rechinar su pluma sobre el papel. 428

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- Vamos, mi buen amigo, retírese – dijo -, ¡este espectáculo lo desgarra! Cuando Carlos se marchó, el farmacéutico y el cura reanudaron su discusión. -¡Lea a Voltaire - decía el uno -, lea a d'Holbach, lea la Enciclopedia! - Lea las Cartas de unos judíos portugueses - decía el otro lea La razón del Cristianismo, por el ex magistrado Nicolás! Se enardecían, se arrebataban, hablaban a la vez sin escucharse; Bournisien se escandalizaba ante tanta audacia; Homais se asombraba ante tanta necedad; y estaban a punto de injuriarse cuando de pronto reapareció Carlos. Lo atraía cierta fascinación; continuamente subía las escaleras. Recordaba cuentos de catalepsia, los milagros del magnetismo; y se decía que con un deseo muy firme lograría tal vez resucitarla. Una vez se inclinó sobre ella y llamó en voz baja: "¡Ema!, ¡Ema!" Su hálito, con el fuerte impulso, hizo temblar la llama de los cirios contra la pared. Al alba llegó la señora Bovary madre; cuando la abrazó, Carlos tuvo un nuevo desborde de llanto. Ella, como lo hiciera el farmacéutico, intentó darle algunos consejos sobre los gastos del entierro. Carlos se enojó tanto que la madre calló y él le pidió entonces que fuera a la ciudad para comprar lo que hiciera falta. Carlos pasó la tarde a solas; habían llevado a Berta a casa de la señora Homais; Felicitas estaba arriba, en el dormitorio, con la señora Lefrancois.

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Por la noche tuvo visitas. Se ponía de pie, les estrechaba la mano, sin poder hablar, luego se sentaba con los demás, que formaban un gran semicírculo ante la chimenea. Con la cabeza gacha y las piernas cruzadas, balanceaban una, lanzando hondos suspiros a intervalos regulares; todos se aburrían desmesuradamente; pero nadie se atrevía a marcharse. Cuando regresó a las nueve, Homais (hacía dos días que se lo veía continuamente en la plaza) cargaba una provisión de alcanfor, benjuí, hierbas aromáticas. Llevaba también una vasija llena de cloro para combatir los miasmas. En ese momento la criada, la señora Lefrancois y mamá Bovary daban vueltas en torno de Ema, terminando de vestirla; la cubrieron con el lar-go velo hasta la punta de los zapatos de raso. Felicitas sollozaba: -¡Ah, mi pobre ama, mi pobre ama! - Mírenla - decía entre suspiros la posadera -¡qué bonita está todavía! Si parece que fuera a levantarse. Luego se agacharon para ponerle la corona. Hubo que levantar un poco la cabeza y entonces de su boca brotó un chorro de líquido negro, como un vómito. -¡Ah, Dios mío! ¡El vestido, tengan cuidado! - exclamó la señora Lefrancois -. ¡Ayúdenos, vamos! - decía al farmacéutico -. ¿O tiene miedo acaso? -¿Miedo yo? - replicó él encogiéndose de hombros- ¡Eso faltaba! Peores he visto en la Morgue, cuando estudiaba farmacia. ¡Hacíamos ponche en el anfiteatro durante las disecciones! La nada no asusta a un filósofo, y lo digo y lo repito: tengo intención de legar mi cuerpo a los hospitales para que sirva ala ciencia. 430

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Al llegar, el cura preguntó cómo estaba el señor; y a la respuesta del boticario dijo: -¡Usted comprende que el golpe es demasiado reciente! Homais lo felicitó entonces porque no estaba expuesto, como los demás, a la pérdida de una compañera querida; se entabló una discusión sobre el celibato de los sacerdotes. Porque - decía el farmacéutico- no es natural que un hombre prescinda de las mujeres. Crímenes se han visto que... Pero ¡cáspita! - exclamó el sacerdote- ¿Cómo quiere que un individuo sujeto al matrimonio pueda guardar, por ejemplo, el secreto de la confesión? ¡ Homais atacó la confesión; Bournisien la defendió: se explayó sobre los buenos efectos operados por ella. Citó diferentes anécdotas de ladrones convertidos de golpe en hombres de bien. Militares que al acercarse al tribunal de la penitencia abrían los ojos a la verdad. En Friburgo había un ministro que Su compañero dormía. Como se sofocaba un poco en la atmósfera demasiado pesada de la habitación, abrió la ventana y eso despertó al farmacéutico. - Tome una pizca de rapé - dijo éste- Acéptela que eso disipa. A lo lejos se oían continuos ladridos. -¿Oye aullar a ese perro? - dijo el farmacéutico. - Se pretende que sienten la muerte - respondió el eclesiástico -, como las abejas que vuelan de la colmena cuando una persona fallece. - Homais no atacó tales prejuicios porque se había quedado dormido otra vez.

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El señor Bournisien, más robusto, siguió moviendo los labios durante algún tiempo; luego, insensiblemente, bajó la cabeza, dejó caer su libraco negro, empezó a roncar. Estaban uno frente al otro, con la barriga proyectada hacia adelante, la cara tumefacta, el semblante enojado, tras tantas discusiones, de acuerdo por finen la misma flaqueza humana, tan quietos como el cadáver junto a ellos, que parecía dormir. Carlos no los despertó cuando entró nuevamente. Era la última vez. Venía a decirle adiós. Todavía humeaban las hierbas aromáticas y los torbellinos de vapor azulado se confundían en el vano de la ventana con la niebla que por ella penetraba. Había algunas estrellas, la noche era apacible. La cera de los cirios caía en gruesos lagrimones sobre las sábanas del lecho. Carlos los miraba arder, fatigando sus ojos con la irradiación de su llama amarilla. Sobre el vestido de raso blanco como un claro de luna que cubría por entero a Ema, temblaban los reflejos, y a Carlos le parecía que ella desparramándose fuera de sí misma se perdía confusamente en las cosas de su alrededor, en el silencio, en la noche, en el viento que soplaba, en los húmedos aromas montantes. De pronto la veía en el jardín de Tostes, en el banco, contra el cerco de arbustos espinosos, o en las calles de Ruán, en el umbral de su casa, en el cortil de los Bertaux. Escuchaba de nuevo las risas de los mozos cuando bailaban bajo los manzanos; la habitación estaba llena del perfume de

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sus cabellos y su vestido temblaba en sus brazos con rumor de chispas. ¡Era esa misma mujer! Durante un largo rato recordó las dichas desaparecidas, sus actitudes, sus gestos, el timbre de su voz. Una desesperación sucedía a la otra, inagotables, como las olas de un mar desbordante. Tuvo una terrible curiosidad: lentamente, con la punta de los dedos, levantó el velo. Lanzó un grito terrible que despertó a los otros. A la fuerza lo llevaron abajo, a la sala. Luego apareció Felicitas diciendo que pedía una mecha de sus cabellos. -¡Córtela - replicó el boticario. Y como ella no se atrevía, se acercó él con las tijeras en la mano. Temblaba tanto que pinchó repetidas veces la piel de las sienes. Por fin, venciendo la emoción, propinó dos o tres tijeretazos al azar, dejando marcas blancas en la hermosa cabellera negra. El farmacéutico y el cura se sumergieron otra vez en sus ocupaciones, sin dejar de dormitar de vez en cuando, cosa de la que se acusaban recíprocamente a cada nuevo despertar. Entonces el señor Bournisien rociaba el cuarto con agua bendita y el señor Homais regaba el piso con cloro. Felicitas había cuidado de dejarles sobre la cómoda una botella de aguardiente, queso y un gran bollo. El boticario, sin resistirse más, alrededor de las cuatro de la mañana suspiró un: - De buena gana me alimentaría, palabra de honor. El eclesiástico no se hizo rogar; salió para decir su misa y luego regresó; luego comieron y bebieron, bromeando un 433

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poco sin explicarse el porqué, excitados por la vaga alegría que se apodera de nosotros después de los momentos de tristeza; con la última copita, el sacerdote dijo al farmacéutico, palmeándole el hombro: -¡Acabaremos por entendernos! Abajo, en el vestíbulo, se cruzaron con los obreros recién llegados. Durante dos horas Carlos debió padecer entonces el suplicio del martillo al golpear sobre las tablas. Luego la pusieron en su ataúd de roble metido dentro de los otros dos, pero como el féretro era demasiado ancho fue preciso tapar sus intersticios con la lana de un colchón. Cuando por fin las tres tapas estuvieron colocadas, claveteadas, soldadas, expusieron el féretro delante de la puerta; se abrieron de par en par las puertas de la casa y las gentes de Yonville comenzaron a afluir. Llegó papá Rouault. En la plaza, al divisar el paño negro, se desvaneció.

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X Había recibido la carta dei farmacéutico treinta y seis horas después del acontecimiento; por consideración a su sensibilidad, el señor Homais la redactó d° tal manera que era imposible hacerse una idea exacta. El buen hombre cayó como fulminado por una apoplejía. Luego .entendió que Ema no había muerto. Pero podía morir... Por fin se puso una blusa, tomó su sombrero, ajustó un par de espuelas a sus zapatos y partió a caballo, a la carrera. En todo El trayecto, papá Rouault, jadeante, fue devorado por la angustia. Hasta tuvo que apearse una vez. No veía nada, escuchaba voces a su alrededor, creía enloquecer. Amaneció. Divisó tres gallinas negras dormidas bajo un árbol. Se estremeció aterrado ante el presagio. Prometió entonces a la Santa Virgen tres casullas para la iglesia e ir descalzo desde el cementerio de los, Bertaux hasta la capilla de Vassonville. Entró en Maromme llamando a gritos a la gente de la posada, empujó la puerta con el hombro, se lanzó sobre el saco de avena, vertió en el comedero una botella de sidra 435

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dulce y atragantó a su rocín, que echaba chispas por las cuatro herraduras. Se decía que sin duda la salvarían; los médicos descubrirían algún remedio, seguro. Recordó todas las curaciones milagrosas que le contaran. Luego la veía muerta. Estaba allí, ante él, tendida de espaldas, en mitad de la ruta. Tiraba de las riendas y la alucinación desaparecía. En Quincampoix, para darse ánimo, tomó tres cafés uno tras otro. Pensó que se habrían equivocado de nombre al escribir. Buscó la carta en su bolsillo, la tocó, pero no se atrevió a abrirla. Llegó a suponer que era una farsa, quizá una venganza de alguien, una fantasía de algún deschavetado; y además, ¿acaso no se sabría si ella había muerto? ¡Nada de eso! El campo estaba como siempre, el cielo era azul, los árboles se mecían; pasó un rebaño de ovejas. Divisó la aldea; se lo vio llegar, agachado sobre su montura, azotando al caballo cuya cincha tenía gotas de sangre. Cuando recobró el conocimiento, se arrojó lloroso en los brazos de Bovary: -¡Mi hija! ¡Ema! ¡Mi niña! ¿Qué ha pasado? El otro respondió entre sollozos: -¡No lo sé! ¡No lo sé!, ¡es una maldición! El boticario los separó. - Estos horribles detalles son inútiles. Yo instruiré al señor. Ahí viene gente. ¡Dignidad, caray, un poco de filosofía!

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El pobre Carlos quiso mostrar fortaleza y repitió varias veces: - Sí..., ¡valor! -¡Está bien! - exclamó el bueno del padre -. ¡Tendré valor, rayos y truenos! ¡La llevaré hasta su última morada! La campana doblada. Hubo que ponerse en marcha. Sentados uno junto al otro en los escabeles del coro, vieron pasar una y otra vez a los tres cantores entonando los salmos. El órgano sonaba a todo vapor. El señor Bournisien, de tiros largos, cantaba con voz aguda; saludaba al, tabernáculo, estiraba los brazos. Lestiboudois circulaba por la iglesia con un apagavelas de largo mango; cerca del coro reposaba el féretro entre cuatro hileras de cirios. Carlos sentía ganas de levantarse para apagarlos. Intentó, sin embargo, excitar su devoción, lanzarse a la esperanza de una vida futura donde volvería a verla. Imaginaba que Ema había partido de viaje, muy lejos, hacía mucho tiempo. Pero cuando pensaba que estaba allí abajo, que todo había concluido, que iban a enterrarla, lo dominaba una rabia salvaje, negra, desesperada. A veces le parecía que nada sentía, y saboreaba ese apaciguamiento de su dolor, sin dejar de reprocharse su bellaquería. Se oyó sobre las losas el ruido seco de un bastón con contera de hierro que daba unos golpes rítmicos. Venía desde el fondo y se detuvo en las naves laterales de la iglesia. Un hombre con burdo chaquetón oscuro se arrodilló a duras penas. Era Hipólito, el mozo del León de oro. Se había puesto la pierna nueva.

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Uno de los cantores recorrió la iglesia para hacerla colecta y sobre el platillo sonaban las monedas, una tras otra. -¡Dese prisa, por favor!, ¡no aguanto más! - exclamó Bovary arrojándole, encolerizado, una moneda de cinco francos. El eclesiástico le agradeció con una prolongada reverencia. Cantaban, se arrodillaban, se incorporaban; ¡era cosa de nunca acabar! Recordó que una vez, al principio de su matrimonio, habían asistido juntos a misa; estaban del otro lado, a la derecha, contra la pared. La campana volvió a doblar. Hubo un ruido de sillas. Los portadores colocaron las varas bajo el féretro y todos salieron de la iglesia. Justino apareció en la puerta de la farmacia. Volvió a meterse dentro, de golpe, pálido, tambaleante. La gente se asomaba a las ventanas para ver pasar el cortejo. Carlos, a la cabeza, erguía el talle. Simulaba coraje y saludaba con un ademán a los que desembocaban de las callejuelas y salían de las puertas para incorporarse a la multitud. Los seis hombres, tres de cada lado, caminaban despacio, jadeando un poco. Los sacerdotes, los cantores y los dos niños del coro recitaban el De Profundas; sus voces se perdían por los campos, subiendo y bajando según las ondulaciones. Algunas veces desaparecían en los recodos del sendero, pero la gran cruz de plata se elevaba siempre entre los árboles. Seguían las mujeres, cubiertas con mantos negros cuyos capuchones se habían quitado; en las manos portaban un grueso cirio encendido, y Carlos se sentía desfallecer ante 438

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aquella continua repetición de oraciones y de antorchas, con los rancios olores de lacera y las sotanas. Soplaba una brisa fresca, verdeaban el centeno y las colzas, temblaban las gotitas de rocío al borde del camino, en los cercos espinosos. Alegres ruidos llenaban el horizonte: el chasquido de una carreta rodando a lo lejos sobre las huellas, el canto repetido de un gallo o el galope de un potrillo bajo los manzanos. El cielo puro estaba manchado de nubes rosadas; lumbres azules caían sobre las cabañas cubiertas de lirios. Carlos reconocía los cortiles al pasar. Recordaba otras mañanas como aquélla, cuando luego de visitar a algún enfermo regresaba hacia ella. De vez en cuando el paño negro sembrado de lágrimas blancas se alzaba y descubría el féretro. Los portadores, fatigados, acortaban el paso; el ataúd avanzaba con cadencias continuas, como una chalupa sacudida por las olas. Llegaron. Los hombres siguieron su camino hasta el lugar donde habían cavado la fosa, en el césped. Se dispusieron en torno, y mientras el sacerdote hablaba, la tierra roja arrojada a un costado se desmoronaba en los bordes del montón, sin cesar, silenciosamente. Cuando estuvieron listas las cuatro cuerdas, pusieron el ataúd sobre ellas. Carlos lo vio descender. Descendía cada vez más hondo. Por fin se oyó un choque, las cuerdas rechinaron al subir. Entonces Bournisien tomó la pala que le tendía Lestiboudois, y mientras con su mano derecha rociaba de agua bendita la fosa, con la izquierda echó una vigorosa palada de 439

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tierra; la madera del ataúd, al recibir el golpe de los guijarros, hizo ese ruido formidable que tomamos por el sonido de la eternidad. EL eclesiástico pasó el hisopo a su vecino, el señor Homais. Este lo sacudió gravemente, luego lo ofreció a Carlos, quien cayó de rodillas sobre la tierra y echó varios puñados mientras gritaba: "¡Adiós!" Le enviaba besos; se arrastraba hacia la fosa para ser enterrado con ella. Lo llevaron; pronto se calmó, porque quizá, como los demás, sentía la vaga satisfacción de que aquello hubiera terminado. Al regreso, papá Rouault se dedicó a fumar una pipa, muy tranquilo, cosa que Homais juzgó poco conveniente en su fuero intimo. Observó también que el señor Binet se había abstenido de presentarse, que Tuvache "se largó" después de la misa y que Teodoro, el criado del notario, vestía una chaqueta azul, "como si no hubiera podido ponerse un traje negro, que es lo que se estila, ¡ qué diablos!" Para comunicar sus observaciones iba de grupo en grupo. Todos deploraban la muerte de Ema, sobre todo Lheureux, quien no faltó al entierro. -¡ Pobrecita señora!, ¡ qué dolor para su marido! El boticario respondía: - Si no fuera por mí, ¿sabe?, se hubiera dejado llevar por sus sentimientos y habría cometido cualquier desatino. -¡Tan buena persona! ¡Y decir que el sábado pasado estuvo en mi tienda! - No he tenido tiempo de preparar algunas palabras para pronunciarlas en su tumba - dijo Homais. 440

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Una vez en la casa, Carlos se desvistió y papá Rouault planchó su blusa nueva. Era flamante, y como durante el trayecto se había secado a menudo los ojos con las mangas, destiñó sobre su rostro y la huella de las lágrimas dibujaba surcos en la capa de polvo que lo cubría. La señora Bovary madre los acompañaba. Los tres callaban. Por fin el buen hombre suspiró: -¿Se acuerda, amigo mío, la vez que fui a Tostes, cuando usted acababa de perder a su primera difunta? ¡Entonces yo lo consolaba! Encontraba qué decirle, pero ahora... Luego un prolongado gemido agitó su pecho: -¡Ah, para mí es el. final! Vea usted, vi morir a mi mujer..., después a mi hijo... ¡y hoy es el turno de mi hija! Quiso regresar en seguida a los Bertaux, diciendo que no podría dormir en aquella casa, negándose a ver a su nieta. -¡No, no!, me daría demasiada pena. ¡ Dele un gran beso en mi nombre, eso sí! Adiós... ¡usted es un buen muchacho! ¡Y yo no lo olvidaré nunca! - dijo dándose palmadas en los muslos -¡ descuide!, seguirá recibiendo su pavita. Cuando llegó a lo alto de la cuesta se volvió como se había vuelto antaño, en el camino de Saint-Victor, cuando se separó de Ema. Las ventanas de la aldea relucían bajo los rayos oblicuos del sol, que se ocultaba en la pradera. Hizo pantalla con la mano y divisó en el horizonte un recinto cerrado donde los árboles, aquí y allá, dibujaban negras manchas entre las piedras blancas; luego prosiguió su marcha al trotecito porque su rocín cojeaba. Carlos y su madre conversaron hasta tarde aquella noche, a pesar de la fatiga de ambos. Hablaron de los días pa441

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sados y del porvenir. Ella vendría a vivir a Yonville dirigiría su hogar, nunca más se separarían. Fue ingeniosa y tierna, feliz en su fuero intimo porque recuperaba un afecto que se le escapaba desde muchos años atrás. Dieron las doce. La aldea estaba silenciosa, como de costumbre, y Carlos, despierto, seguía pensando en Ema. Rodolfo, que para distraerse había pasado el día cazando en el bosque, dormía tranquilamente en su castillo; y allá lejos, León también dormía. Pero había otro que tampoco dormía esa noche. Sobre la fosa, entre los pinos, un chico lloraba de rodillas, y su pecho agitado por los sollozos jadeaba en la sombra bajo la presión de un inmenso pesar, más dulce que la luna, mas insondable que la noche. De pronto la verja crujió. Lestiboudois venía en busca de su pala olvidada poco antes allí. Reconoció a Justino cuando escalaba el, muro y supo entonces quién era el malhechor que le robaba sus patatas.

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XI Al día siguiente, Carlos hizo traer a la niña. Berta preguntó por su mamá. Le respondieron que estaba ausente, que le traería juguetes; la niñita habló varias veces de su madre, luego dejó de pensar en ella. La alegría de aquella criatura incomodaba a Bovary, que además debía soportar los intolerables consuelos del farmacéutico. Pronto recomenzaron los asuntos de dinero, porque el señor Lheureux incitaba a su amigo Vincart, y Carlos se comprometió por una suma exorbitante, puesto que jamás hubiera permitido la venta del más insignificante de los muebles que le habían pertenecido. Su madre se exasperó, él se indignó aún más. Había cambiado por completo. Ella se marchó de la casa. Entonces cada uno aprovechó a su modo. La señorita Lempereur reclamó seis meses de lecciones, aunque Ema jamás tomara una (y a pesar de la factura pagada que ella mostrara a Bovary): era un arreglo entre ambas; el que prestaba libros exigió tres años de abono; la tía Rollet, el pago del 443

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despacho de unas veinte cartas, y cuando Carlos le pidió explicaciones tuvo la delicadeza de responderle: - Yo no sé nada, eran cosas de negocios. Carlos creía haber terminado cada vez que pagaba una deuda, pero otras aparecían sin cesar. Exigió el pago de cuentas atrasadas a sus clientes. Le mostraron las cartas escritas por su mujer. Tuvo que pedir disculpas. Ahora Felicitas usaba los vestidos de la señora, no todos, porque él había conservado algunos e iba a contemplarlos al cuarto de tocador donde se encerraba; Felicitas tenía casi el mismo talle de Ema, y algunas veces Carlos, al verla de espaldas, era presa de una ilusión y repetía: -¡Quédate! ¡Quédate! Pero para Pentecostés Felicitas huyó de Yonville, raptada por Teodoro, robando todo lo que quedaba del guardarropas. Por esa época, la señora viuda de Dupuis tuvo el honor de participarle "el casamiento del señor León Dupuis, su hijo, notario en Ivetot, con la señorita Leocadia Leboeuf de Bondeville". Carlos le escribió una carta de felicitación, en la que decía entre otras frases: "¡Mi pobre mujer se habría sentido tan feliz!” Cierto día, errando por la casa sin objetivo, subió al desván y sintió bajo su pantufla una hoja de fino; papel. La abrió y leyó: "¡Valor, Ema, ¡Valor! No quiero ser el causante de la desdicha de su existencia." Era la carta de Rodolfo, que había caído al suelo entre dos cajas y allí quedó hasta que el viento, entrando por la lucerna, la empujó hacia la puerta. 444

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Carlos permaneció inmóvil y boquiabierto en el mismo lugar donde Ema, más pálida que él, desesperada, quiso morir. Por fin descubrió una pequeña R al final de la segunda página. ¿Quién era él? Recordó las asiduidades de Rodolfo, su repentina desaparición, y su expresión turbada cuando lo viera en dos o tres oportunidades. El tono respetuoso de la carta lo engañó: - Tal vez se amaron platónicamente - se dijo. Por otra parte, Carlos no era hombre de descender al fondo de las cosas; retrocedió ante las pruebas y sus inciertos celos se perdieron en la inmensidad de su congoja. Pensaba que habían debido de adorarla. Seguramente todos los hombres la codiciaron. Ema le pareció aún más hermosa; concibió un furioso y permanente deseo de ella que, por ser irrealizable ahora, encendía ilimitadamente su desesperación. Para complacerla, como si aún viviera, adoptó sus predilecciones, sus ideas, compró botas charoladas, usó corbatas blancas, se untaba los bigotes con cosmético, firmó pagarés como ella. Más allá de .la tumba Ema lo corrompía. Se vio obligado a vender la platería, pieza por pieza, y luego vendió los muebles de la sala. Las habitaciones fueron quedando vacías, pero el cuarto, su cuarto, se mantuvo intacto. Después de la comida, Carlos subía al dormitorio. Colocaba delante del fuego la mesa redonda y le acercaba su sillón. Se sentaba enfrente. En uno de los candelabros dorados ardía una candela. Junto a él, Berta pintaba estampas. El pobre hombre sufría al verla tan mal vestida, con sus borceguíes sin cordones y las bocamangas de la blusa desco445

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sidas hasta la cintura, pues la criada no se ocupaba de ella. Pero la niña era tan dulce y gentil, y su cabecita se inclinaba con tanta gracia, dejando caer sobre las sonrosadas mejillas su linda cabellera rubia, que lo invadía un deleite infinita, un placer entremezclado de amargura, como los vinos mal fabricados que huelen a resina. Arreglaba sus juguetes, le construía payasos de cartón, o zurcía la desgarrada panza de sus muñecas. Luego, si sus ojos tropezaban con el costurero, con una cinta olvidada, o con algún alfiler caído dentro de alguna ranura de la mesa empezaba a soñar, y ponía una cara tan melancólica que la niña se entristecía tanto como él. Nadie venía a visitarlos ahora; Justino había huido a Ruán, donde era mandadero de una despensa, y los hijos del boticario frecuentaban cada vez menos a la niña, porque en vista de su diferente condición social, al señor Homais había dejado de importarle la prolongación de aquella intimidad. El ciego, a quien su pomada no logró curar, regresó a la cuesta del Bois-Guillaume, donde narraba a los viajeros la vana tentativa del farmacéutico, hasta el extremo de que, cuando Homais iba a la ciudad, se ocultaba tras las cortinas de la Golondrina para evitar el encuentro. Lo execraba; para cuidar su reputación quiso librarse de él de cualquier modo y le armó una guerra secreta, reveladora de la profundidad de su inteligencia y de la perfidia de su vanidad. Durante seis meses seguidos las gentes leyeron en el Fanal de Ruán algunas notas redactadas de la siguiente manera: "Toda persona que se dirige hacia las fértiles comarcas de Picardía, habrá visto sin duda en la cuesta del BoisGuillaume a un miserable atacado de una horrible llaga fa446

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cial. Importuna a todo el mundo, persigue a los viajeros y obtiene de ellos un verdadero impuesto. ¿Vivimos aún los tiempos monstruosos de la Edad Media, cuando se permitía a los vagabundos exhibir en nuestras plazas públicas la lepra y las escrófulas contraídas en las Cruzadas?” O bien: "A pesar de las leyes contra el vagabundaje, los alrededores de nuestras grandes ciudades aún están infestados por bandas de mendigos. Se los ve circular aisladamente, a veces, y no suelen ser los menos peligrosos. ¿En qué piensan nuestros ediles?” Luego, Homais inventaba anécdotas: "Ayer, en la cuesta del Bois-Guillaume, un caballo resabiado...", y seguía el relato de un accidente provocado por la presencia del ciego. Tanto hizo que lo encarcelaron. Pero lo soltaron en seguida. Volvió a las andadas, Homais también. Era una lucha. Obtuvo la victoria: su enemigo fue condenado a reclusión perpetua en un hospicio. El triunfo lo envalentonó; desde entonces no hubo en el distrito perro aplastado, granja incendiada o mujer golpeada, sin que el público se enterara al instante, gracias a él, guiado siempre por el amor al progreso y el odio a los sacerdotes. Establecía comparaciones entre las escuelas primarias y los ignorantes frailes en detrimento de éstos, recordaba la San Bartolomé a propósito de una donación de cien francos hecha a la iglesia, denunciaba abusos, tenía salidas ingeniosas. Era su consigna. Homais cavaba; se tornaba peligroso.

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Pero se ahogaba en los estrechos límites del periodismo, y pronto necesitó del libro, ¡ la obra! Compuso entonces una Estadística general del cantón de Yonville, seguida de algunas observaciones climatológicas, y la estadística lo impulsó hacia la filosofía. Lo preocuparon los grandes problemas: el problema social, la moralización de las clases pobres, la piscicultura, el caucho, los ferrocarriles, etcétera. Se avergonzó de ser un burgués. Adoptó el estilo artista, ¡fumaba! Se compró dos estatuillas chic Pompadour para adornar su sala. No abandonaba su farmacia; ¡todo lo contrario!, estaba al corriente de los descubrimientos. Seguía el gran movimiento del chocolate. Fue el primero que trajo al distrito del Sena Inferior el choca y la revalentia. Se entusiasmó con las cadenas hidroeléctricas Pulvermarcher; hasta usaba una; por la noche, cuando se quitaba el chaleco de franela, la señora Homais quedaba atónita ante la espiral de oro que lo cubría y sentía aumentar su pasión por aquel hombre con más vueltas de lazo que un escita y espléndido como un mago. Concibió hermosas ideas acerca de la tumba de Ema. Primero propuso una columna truncada con su manto caído, luego una pirámide, después un templo de Vesta, una especie de rotonda..., o bien un "montón de ruinas". Y en todo plan Homais no olvidaba el sauce llorón, porque lo consideraba el símbolo obligado de la tristeza. Carlos hizo un viaje a Ruán en su compañía para ver algunas tumbas en la casa de un contratista de sepulcros, asesorados por un artista pintor, un cierto Vaufrylard, amigo de Bridoux, quien se pasó la tarde haciendo chistes. Después de examinar un centenar de diseños, encargar un croquis y ha448

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cer un segundo viaje a Ruán, Carlos se decidió por un mausoleo que llevaría en ambos frentes "un genio sosteniendo una antorcha apagada". En cuanto a la inscripción, Homais no encontraba nada tan hermoso como: Sta viator, y de allí no se movía; se exprimía la imaginación; repetía sin cesar: Sta viator... Por fin encontró: amabilem con jugem calcas! y la frase fue adoptada. Bovary, cosa extraña, olvidaba a Ema sin dejar de pensar en ella continuamente; se desesperaba al sentir escapársele la imagen de la memoria en medio de los esfuerzos que hacía para retenerla. Sin embargo, soñaba con ella todas las noches; el sueño siempre era el mismo: él se aproximaba a Ema, pero cuando llegaba a abrazarla, Ema se deshacía en podredumbre en sus brazos. Durante una semana lo vieron entrar en la iglesia. El propio señor Bournisien le hizo dos o tres visitas y luego lo abandonó. Además, el bueno del cura caía en la intolerancia, en el fanatismo, como decía Homais; tronaba contra el espíritu del siglo y cada quince días, invariablemente, contaba en el sermón la agonía de Voltaire, que, coma es sabido, murió devorando sus excrementos. A pesar de las privaciones, Bovary no alcanzaba ni mucho menos a amortizar las viejas deudas. Lheureux se negó a renovar los documentos. El embargo se hizo inminente. Recurrió entonces a su madre, quien consintió en concederle una hipoteca sobre sus bienes, pero haciéndole llegar duras recriminaciones sobre Ema; en pago de su sacrificio pedía un

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chal salvado de las depredaciones de Felicitas. Carlos se lo negó. Disputaron. Ella hizo los primeros intentos de acercamiento proponiéndole llevar consigo a la niña para que la ayudara en la casa. Carlos consintió. Pero en el momento de la partida no tuvo el valor de dejarla ir. La. ruptura fue entonces definitiva, completa. A medida que sus afectos desaparecían, sé limitaba más y más al amor de su hijita. Sin embargo, la niña lo inquietaba.; tosía algunas veces y tenía manchas rojas en los pómulos. Ante sus ojos, lucía floreciente y feliz la familia del farmacéutico, para quien todo en el mundo era motivo de satisfacción. Napoleón lo ayudaba en el laboratorio; Atalía le bordaba un bonete griego, Irma cortaba redondeles de papel para tapar las mermeladas y Franklin recitaba de un tirón la tabla de Pitágoras. Era el más dichoso de los padres, el más afortunado de los hombres. ¡Grave error!, una sorda ambición roía a Homais: deseaba la cruz. No le faltaban los títulos: 1°. Haberse destacado por su devoción sin límites cuando la epidemia de cólera. 2° Haber publicado, a mi costa, diferentes obras de utilidad pública, como... (y recordaba su memoria titulada: De la sidra, de su fabricación y de seas efectos, más algunas observaciones sobre el pulgón de la lana enviadas a la Academia; su volumen de estadística y hasta su tesis de farmacia); sin contar que soy miembro de varias sociedades científicas (lo era sí, pero de una sola).

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- Por fin - decía haciendo una pirueta -, ¡con sólo señalar mi actuación en los incendios! El señor Homais, entonces, recurría al gobierno. En secreto, prestó grandes servicios al señor prefecto durante las elecciones. Se vendió luego, se prostituyó. Hasta dirigió al soberano una petición en la que le suplicaba que le hiciera justicia; lo llamaba nuestro buen rey, comparándolo con Enrique IV. Todas las mañanas, el boticario se abalanzaba sobre el periódico para descubrir su designación; no llegaba nunca. Por fin, sin aguantar más, hizo diseñar en su jardín una estrella de honor de césped, con dos pequeños recortes de hierba en el pico superior imitando las cintas. Se paseaba alrededor con los brazos cruzados, meditando sobre la ineptitud del gobierno y la ingratitud de los hombres. Por respeto o por una especie de sensualidad que lo hacía conducir con lentitud las investigaciones, Carlos no había abierto aún el compartimiento secreto del escritorio de palo de rosa que Ema solía utilizar. Por fin un día se sentó frente a él, hizo girar la llave, apretó el resorte. Allí estaban todas las cartas de León. ¡No más dudas esta vez! Las devoró hasta la última, registró los rincones, los muebles, los cajones, detrás de las paredes, lloroso, lanzando alaridos, perdido el juicio, loco. Descubrió una caja y la deshizo de un puntapié. El retrato de Rodolfo saltó ante sus ojos, confundido entre los mensajes de amor: Su desaliento asombró a todos. No salía ya ni recibía a nadie, se negaba a ver a sus enfermos. Pretendieron entonces que se encerraba para beber. 451

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Algunas veces, sin embargo, un curioso se empinaba por encima del cerco del jardín y, atónito, sorprendía a ese hombre de larga barba, cubierto de ropas sórdidas, huraño, llorando a gritos mientras andaba. En las tardes de verano llamaba a su hijita y la llevaba al cementerio. Regresaban cuando era ya noche cerrada y en la plaza sólo brillaba la lucerna de Binet. Pero la voluptuosidad de su dolor era incompleta porque no tenía a su lado a alguien para compartirlo; visitaba entonces a la tía Lefrancois para poder hablar de ella,. La posadera lo escuchaba a medias, pues también tenía sus pesares: el señor Lheureux acababa de inaugurar las Favoritas del comercio, e Hivert, que gozaba de una sólida reputación como comisionista, exigía un sobreprecio y amenazaba con firmar contrato con "la concurrencia". Cierto día en que Carlos fue al mercado de Argueil para vender su caballo, el último recurso, se encontró con Rodolfo. Palidecieron al verse. Rodolfo, que se había limitado a enviar una tarjeta, balbuceó primero algunas excusas, luego se envalentonó y llevó su aplomo (hacía mucho calor, estaban en el mes de agosto) hasta invitarlo a tomar una botella de cerveza en la taberna. Acodado junto a él, masticaba su cigarro mientras hablaba, y Carlos se perdía en ensoñaciones ante aquel rostro amado por ella. Le parecía volver a ver algo de Ema. Era un prodigio. Hubiera querido ser ese hombre. El otro seguía hablando de cultivos, ganados, abonos, tapando con frases triviales los intersticios por donde pudie452

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ra colarse una alusión. Carlos no lo escuchaba. Rodolfo lo advertía y en la movilidad de su semblante seguía el paso de los recuerdos. Poco a poco su cara se ruborizaba, latían ligeras las ventanas de la nariz, los labios temblaban; hubo un instante en que Carlos, lleno de sombrío furor, fijó sus ojos en Rodolfo, y éste, aterrado, se interrumpió. Pero en seguida la misma fúnebre lasitud reapareció en aquel rostro. - No le guardo rencor - dijo Carlos. Rodolfo enmudeció. Carlos, con la cabeza entre sus manos, repitió con voz apagada, con el acento resignado de los grandes dolores: - No, ¡ya no le guardo rencor! Agregó una frase importante, la única que dijera en su vida: -¡Ha sido culpa de la fatalidad! Rodolfo, conductor de esa fatalidad, la halló demasiado bondadosa para un hombre en su situación, cómica quizá, un poco vil. Al día siguiente, Carlos fue a sentarse al banco de la glorieta. La claridad se filtraba por el enrejado; las hojas de la vid dibujaban sus sombras sobre la arena, el jazmín perfumaba el aire, el cielo era azul, las cantáridas zumbaban alrededor de los lirios en flor, Carlos se sofocaba como un adolescente bajo los vagos efluvios amorosos que henchían su acongojado corazón. A las siete de la tarde, la pequeña Berta, que no lo había visto desde el almuerzo, vino a buscarlo para comer.

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Tenía la cabeza apoyada contra la pared, los ojos cerrados, la boca abierta, y sus manos sujetaban un mechón de cabellos negros. - Ven, papá, vamos - dijo ella. Supuso que su padre quería jugar y lo empujó suavemente. Carlos cayó al suelo. Estaba muerto. Treinta y seis horas después acudió el señor Canivet, llamado por el boticario. Lo abrió y no halló nada. Cuando todo fue vendido, quedaron doce francos con setenta y cinco céntimos que sirvieron para pagar el viaje de la señorita Bovary hasta la casa de su abuela. La buena mujer murió ese mismo año; papá Rouault estaba paralítico y una tía se encargó de la niña. Es pobre y la envía a ganarse la vida en una hilandería de algodón. Después de la muerte de Bovary, tres médicos han desfilado por Yonville sin lograr fortuna, porque el señor Homais los obliga a batirse en retirada. Ha obtenido una clientela infernal; la autoridad lo respeta y la opinión pública lo protege. Acaba de recibir la cruz de honor.

FIN

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