Citation preview

Gumaro de Dios, el Caníbal. Alejandro Almazán.

Un día fui a conocer a un joven que después de matar a su compañero vagabundo se lo devoró a dentelladas. Hasta su nombre parecía sacado de alguna extravagante novela negra: Gumaro de Dios. Pensé que Gumaro era igual de megalómano que Hannibal Lecter, el famoso psiquiatra de ficción a quien el escritor Thomas Harris le extrajo toda la humanidad y lo convirtió en un auténtico desafío a la razón. También lo comparé con el disparatado Issei Sagawa, cuyos caprichos orillaron a su víctima a leerle poemas franceses y fotografiarse con él. “Parecía bife; se deshacía en mi boca como pescado crudo en un restaurante de sushi”, llegó a decir el japonés. Supuse que podría encajar en la estirpe de caníbales fundamentalistas como Armin Meiwes, el alemán que a través del chat conoció al ingeniero Bernard Juergen, a quien convenció de que le cortara el pene, se lo comieran ambos y luego lo descuartizara. Lo equiparé también con Jeffrey Dahmer, otro de los desmedidos antropófagos que asesinaba por excitación sexual y que no sólo perdió el juicio, sino también a sí mismo. Y hasta lo relacioné con Ed Gein, aquel trastornado hombre de Wisconsin que terminó por confeccionarse vestidos con la piel de las mujeres que degolló. Pero Gumaro muy poco tenía de esos monstruos. Es más: ni siquiera tenía idea que esa clase de carniceros podían existir. En su iletrado mundo lo más macabro era algo que él había hecho años atrás: machetear a dos hombres. Sus otras referencias de violencia eran las fotos de los periódicos que suelen contabilizar a los muertos. Y nada más. Al final de nuestra segunda plática, Gumaro me preguntó con arrogancia si él era el único caníbal sobre la Tierra. Ignoro si lo desilusioné al contarle algunas historias tan o más estrambóticas, las cuales le restregaron que no era un ser inimitable.

2

Ha de ser por eso que supongo que en este instante muchos Gumaros caminan por las calles, los saludamos, se suben a los autobuses, trabajan donde trabajamos, les compramos o vendemos algo, comemos a su lado, quizá hasta son nuestros vecinos… Los miramos ahora mismo que estamos frente al espejo. Van a ver: Gumaro es un hombre excesivamente complicado para analizarlo con los parámetros aplicables a la gente común. De lo aprendido en los libros de Robert K. Ressler, una autoridad en psicología forense y especialista en serial killers —término que él acuñó— resulta que nadie parece reconocer grados en la enfermedad mental. Cuando alguien está loco, esperamos que tenga los ojos desorbitados, que babee y hable solo sin llegar a ninguna parte. Pero hay muchos seres humanos que parecen cuerdos y funcionales, a pesar de que en lo más insondable, en un nivel más primario, exceden los límites de la cordura. Tal vez Gumaro es uno de éstos. No lo sé de cierto. Para la mayoría, sin embargo, hay un pedagógico diagnóstico: “Ese cabrón ya no es un ser humano, es un animal, un sádico”, dijo el taxista que me llevó hasta el irrisorio penal de Playa del Carmen. Luego, mientras del autoestéreo salía una voz lúgubre que nos recordó que ese día habría 31 grados, escuché las tantas fábulas que el conductor daba por ciertas, porque acá en la selva tropical se cuentan muchas cosas: dicen que no le dejó ni las uñas al difunto, que hacía brujería, que ya se ha comido a varios, incluso de su familia. Que está igualito a un nahual, que quiso morder a los policías cuando lo detuvieron, que permanece encadenado, que es extranjero porque los mexicanos no estamos tan pirados, que a lo mejor van a matarlo… Una colega me había enviado las tres hojas tamaño oficio donde cupo la declaración ministerial de Gumaro y ahí no decía nada de lo que el taxista especulaba. Pero no lo contradije. Dejé que siguiera creyendo en las leyendas porque, al final, los mitos acerca de este tipo de personajes sirven para canonizarlos o excomulgarlos. Mi única ocurrencia camino a la prisión fue imaginar a Gumaro con una camisa de fuerza, y, si no con una máscara de jugador de hockey (como la que le ponen a Lecter cuando lo trasladan hacia Baltimore), sí con un bozal. Me equivoqué. La cárcel municipal de Playa del Carmen que conocí era mera utilería, un armatoste de una hectárea que bien pudo construir un niño con piezas defectuosas de Lego. Comparé la prisión con el garaje de ciertos tipos enloquecidos que hacían cuanto les venía en gana. Aquel 18 de diciembre de 2004 cuando llegué, algunos reos que al parecer debían pintar la fachada estaban tendidos al sol afuera del penal; un custodio, con un rifle que no 3

disparaba desde hacía años, era el único impedimento para que los internos se escaparan. Después supe que la entrada era una simple puerta con doble pasador y que enseguida estaba la galería de villanos que hubiese pintado Goya. De ahí la libertad con que Gumaro se paseaba por toda la penitenciaría mostrando sin recato sus ochenta kilos repartidos en 1.68 metros. Aunque le habían asignado una celda propia, prefería tumbarse en el patio y alardear sobre la causa por la que estaba preso. Esa fama lo había amparado de la crueldad de la prisión. Era un blasón para que los mal nacidos no se le acercaran. Entonces corría el rumor de que querían darle un escarmiento a patadas y puñetazos. Incluso pensaban violarlo, desgarrarle el ano con un cuchillo para que el infeliz pagara en vida su crimen. Así lo dictan las leyes en todas las mazmorras. Para su fortuna, le temían como a una peste inminente. Lo respetaban. Lo dejaban vivir sus trastornos allá en aquel rincón donde lamía el plato con pollo desmenuzado en escabeche, ése que hacía Lupita, la cocinera del penal. Y Gumaro estaba orgulloso de inspirar miedo. Con cualquiera que se topara se presentaba como “el Caníbal”. Hasta modulaba la voz para que se escuchara fantasmagórico. Con el tiempo supe que dentro de sus huesos se cagaba de miedo, sensación que sólo amainaba el jactarse de tener una mente con turbulencias. Quizá por los antecedentes de insolencia de Gumaro y por el desenfreno de los demás reos, sufrí un sobresalto en cuanto el custodio cerró tras de mí la puerta de los locutorios y trabó la cerradura. En ese cuadrilátero de luz sentí como si un ventarrón me apaleara la espalda, como si el cuerpo hubiese dejado de pertenecerme. Luego entró Gumaro, con su andar de oso, descalzo, con unos pantalones de pescador, descamisado y sin esposas. Parecía liviano como la niebla. Hasta imaginé que él era el frío que me recorría dentro de aquel calor. Primero observó como se mira a través del cristal. Luego me arrojó una mirada tan violenta que si sus ojos hubiesen sido dagas, ahí mismo me hubieran rajado. Se detuvo a mitad de la celda. Cruzó los brazos, hinchó los bíceps, castañeó y preguntó: —¿Eres licenciado o de derechos humanos? —Ninguno de los dos. Soy reportero. Pensé que te lo habían dicho los custodios. —Mmm. Da igual quién chingados eres. Yo soy Gumaro de Dios Arias, pero acá adentro soy el Caníbal —y siguió inmóvil, pero con la pose de quien está acostumbrado a tener el control. Supe de su caso porque fue una de esas noticias tan grotescas que se vuelven irresistibles.

4

“Arrestan a un caníbal mexicano; lo encontraron durmiendo con un muerto”, dijeron en la televisión y no hubo en esos días de diciembre de 2004 mayor curiosidad malsana que aquella noticia. La nota —como todas las que se escribieron y se transmitieron sobre el asunto para las mandíbulas del público — era limitada y sensacionalista, de las que le dicen a la gente cómo debe masticar el nombre y saborear la sangre. Contaba que el asesino era un tabasqueño de 26 años, quien con una espátula había abierto en canal a su amigo. Fiel a la cultura del morbo, la televisora insertó un par de imágenes del hombre cuando comparecía a través de los barrotes. Y lejos de ser un condenado a muerte que reclama lástima, se vanagloriaba: “El muertito sabía a borrego y no, no me asusta la cárcel”, bramó sobre el asesinato ocurrido en una choza, en el kilómetro 216 de la carretera Playa del Carmen–Cancún. Mi insalubre debilidad por este tipo de celebridades me orilló a entender que lo hecho por Gumaro no era obra de un criminal ordinario. Por eso, en cuanto lo tuve enfrente, preferí verlo no como a alguien que había hecho algo horrible y merecía ser arrojado a los tiburones, sino como a una persona a quien le sucedió algo espantoso. Lo malo era que él parecía no entenderlo de esta manera. Seguía como una figura de cera y respondió a mis primeras preguntas con un sí, un ajá o un no. Era frustrante escuchar tanta parquedad y ver que se comportaba como una iguana, por su indiferencia. Después sabría que, en el fondo, le aterrorizaba salir a esa jaula en que suelen transmutar los locutorios. Una parte de él lo hacía pavonearse cada vez que las cámaras lo grababan. Otra, sin embargo, entraba en pánico: no era fácil parecer alfalfa arrojada a los animales que oprimían el record o el obturador para llevarse la cara del anticristo, del 666. A los medios no les interesaba hablar con él, sólo querían captar su rostro para exhibirlo en la nota roja como un habitante del infierno. Y cuando llegaron a cruzar palabras con el preso, actuaban como ministerios públicos, falsos moralistas o jueces impecables. Aquel sábado que lo vi era un mal día. No sólo estaba harto de la prensa que lo orillaba a personificar rasgos dignos de un esperpento. También atravesaba por el trance de la abstinencia. “Los nervios me hablan y me marean”, me dijo y empezó a andar de extremo a extremo. Detenido, pero en movimiento. Se comportaba como una bestia atrapada. Lo comprendí: qué agotador ha de ser ese lapso para alguien que desde los quince años supo lo que era dinamitarse el cerebro con cemento. Tal vez por eso aspiraba con constreñimiento el desvencijado cigarro sin filtro que sacó de sus pantalones. Llegué a creer que en cada bocanada se aferraba a disminuir sus delirios. Entonces tuve tiempo para verlo bien. En algunas de mis pesadillas a veces luce igual:

5

Con su cara rota por las cicatrices del acné. Con sus dientes pringados por la nicotina, y recios como las brocas, que rechinaba espantosamente cuando tensaba las mandíbulas. Con sus ojos, de negro intenso, redondos como los de un mono, donde el tiempo se diluía. Recuerdo que me observaba con una elocuencia tan profunda que parecía fijar la vista en mí para siempre. Con su nariz ancha que olfateaba como animal de presa. Con sus greñas indomables que la mar y el sol se encargaron de deslavar. De hecho, el pelambre de su barba semejaba ser de alfileres y tenía un tono similar al de la lumbre. Con su armazón sólido donde lo embutieron los trabajos de albañilería y los incansables recorridos para recolectar latas. A ese hombre no se le había restringido músculo alguno. Con esa voz, que si tuviera color sería amarilla como la bilis. Era trapajosa. Sonaba de esa forma peculiar por el desuso: hasta entonces ninguno de los reos había pretendido dirigirle la palabra, a pesar de que la mayoría eran, desde la raíz de los cabellos, tan homicidas y violadores como Gumaro. Y con su piel cerosa de los presos tremendamente quemada por la resolana. En su antebrazo izquierdo apenas y se veía un delgado garabato, que supuse era una S, pero Gumaro me corrigió: “No, güey, es una culebrita, me la tatué yo solo hace como dos años”. —Todos vienen nomás a sacarme fotos. ¿Tú por qué quieres hablar con un caníbal? Volvió a decir caníbal con ese tono de quienes dragonean. Hasta sacudió la cabeza como lo hacen los perros de caza. —Porque quiero saber por qué te sucedió esto… Gumaro se rió como un niño revoltoso, pero su mirada siguió muerta. Quién sabe en qué pensó durante todo el rato en que se fue de viaje sin saber hacia dónde. Para entonces Gumaro estaba a centímetros de mí, la luz del mediodía caía a mitad de la jaula en un corte oblicuo y miles de ácaros invadían nuestras cabezas. Lo único que nos separaba era una pequeña barda que sostenía cinco barrotes. Ahí imaginé que si quería demostrarme por qué se consideraba a sí mismo un hijo de la chingada podría hacerlo en un parpadeo: intempestivamente, me arrancó la cajetilla de cigarros que traía en la bolsa de la camisa. Sentí su mano sucia y pegajosa como el chapopote. Me atacó un espasmo inagotable. Abrió la cajetilla, sacó el encendedor que estaba adentro y encendió un cigarrillo. Luego entreabrió esa bocaza con la que se tragó al Pelón, el joven con quien mantenía relaciones sexuales: —¿A poco no me tienes miedo? Quise responderle por supuesto, de todos los asesinos y bandidos que había entrevistado, él era el primero con quien experimentaba que hay instantes donde el mundo se atasca. Y no es otra sensación que un maldito miedo animal. 6

—No, estoy bien. —No te creo —y enseguida tomó mi libreta casi en blanco. Apenas había unas líneas que no le dijeron nada: no terminó la secundaria y lo poco que aprendió lo inmoló con las drogas. Supuse el no te creo como un intento de escandalizarme. Hoy puedo confesar que lo consiguió, porque de pronto pensé en dejarme arrastrar por la ilusión de desaparecer. Sin alternativa, lo único que intenté fue entrar a su juego: —Sé que tus padres, doña Anita y don Candelario, son buenas personas. No creo que hayan tenido a un hijo tan malvado, ¿o sí? De súbito, Gumaro clavó su mirada en el piso, como si tratara de aferrarse a un punto. Algo raro lo había aplastado, pero a mí también. Me pisoteó la imprudencia. Cavilé que había hecho mal en removerle un pasado del que quizá era un prófugo. Me sentí un imbécil. Gumaro levantó el rostro. Esos ojos ya no cortaban a nadie, se habían oxidado. Los comparé con el ocre, color con el que Van Gogh pintaba a la melancolía. —Hazme un favor —rellenó el silencio con un tono suplicante. —Si está a mi alcance, sí. —Diles que me envíen a La Palma. Para entonces, el penal de máxima seguridad en Almoloya ya se conocía así: La Palma. Me pareció estrafalaria la idea de Gumaro. Allá te vas a morir pronto, quedarás encerrado en una montaña de hielo, sólo un foco será tu compañero; si no estás loco, allá sí te volverás. Eso le dije. Pero Gumaro no se refería a Almoloya, sino a Las Palmas, la cárcel de Cárdenas, Tabasco, donde había estado preso por robo. Tardé en entender que hablaba de esa prisión. —Es que allá en Cárdenas voy a estar cerca de mi familia. Aquí con el único que hablo es con mi pensamiento. Y como estoy medio mal nomás se me ocurren puras pendejadas. —Veré qué puedo hacer. Tal vez les agrade la idea: no saben qué hacer contigo. Era cierto: el entonces director de la cárcel de Playa del Carmen, René Torres, hombre de dentadura maltrecha y acostumbrado a las lociones groseras, me había contado que la presencia de Gumaro en el penal sólo llegó a importunar a los reos adictos a la brutalidad, ésos que se la pasan jode y jode, robándose almas cada que lo creen necesario. —También me quiero ir de aquí porque no me hallo, está muy chiquito, y allá quiero ser el mero mero general. Mi papá quería que fuera soldado y allá en Cárdenas puedo serlo. —En la cárcel nadie puede ser militar. Ahí te conviertes en un número, en un espectro… —Pero cuando quede libre puedo meterme otra vez al ejército. 7

—¿Y si no sales? —Entonces allá en la cárcel me como a otro bato. Tú diles que me trasladen —y lanzó una risa estridente atrás de un témpano de humo. Traduje su altanería de ese momento: necesitaba que todo el mundo supiera de él. Sentía que el mayor logro en su biografía era haberse comido a un ser humano, y no iba a permitir que se le subestimara. —Ráyale, pues. Pero ponle que no tengo culpa de nada, de nada. Ya están las cosas hechas. Es que estoy idiota de la cabeza.

PD: La libreta de notas sirvió a Gumaro para garrapatear algo semejante a su nombre; las letras le salieron dolorosas y ladeadas. Después me entregó el cuadernillo con el bolígrafo en la espiral. “Ten, nomás quería espantarte tantito”, dijo, guiñando burlonamente, y me devolvió la cajetilla con la mitad de los cigarros. Se quedó con el encendedor. Me contó que de vez en cuando necesitaba sentir las flamas en sus manos porque una voz interna le había revelado que él, en su otra vida, fue fuego.

8

Quise visitar los lugares donde Gumaro había vivido como un fantasma. Sitios que siempre serán suyos. El camión enfermo de carraspeo que tomé en Cárdenas avanzó por un camino hiriente y me dejó, tres horas después, donde el mundo empieza a dar vuelta. Ahí estaba todo lo que el trópico tabasqueño puede ofrecer: ríos que se desbordan, verdes que se amotinan, y viven en un estado permanente de locura, que brotan, florecen y al mismo tiempo se desintegran, se carcomen; un cielo proclive a la tempestad; flores y frutas que, creo, apenas tienen nombre; incansables manglares haciendo su trabajo en los pantanos donde crecen los pejelagartos; bichos que a National Geographic le fascinaría conocer: tlacuaches, monos araña, zanates, nauyacas, chachalacas, patos, hurones; tierras de las más variadas tonalidades, con huesos remolidos, y esa canícula que siempre es señal de resignación: el calor derrite todo, como si la vida fuera de plastilina. Empapa la camisa y apelmaza el cabello. El sol zumba en la cabeza. Después miré algunas casitas de paja cimentadas de cualquier manera, mujeres que sobre sus faldas arrancaban los piojos a niños enjutos con la panza inflada, ancianos tabacosos que lo único que parecían esperar era al anochecer para soñar con una vida prestada, hombres en bicicleta obstinados en dirigirse a ningún sitio; seres indefensos, descalzos y pobres viendo lo que hacían más seres indefensos, descalzos y pobres; chicos que danzaban en los montones de basura como si ésa fuera la mayor atracción, vacas flacas cansadas de masticar hierbas achacosas, y algunos perros con aullidos sarnosos que deambulaban con la pesadumbre de los que han conocido el hambre. El paisaje terminó por dolerme. Así que ésta es la última sección de La Azucena. Eso pensé, y decidí que las primeras horas no hablaría con nadie. Quería vagabundear por donde Gumaro anduvo en sus jornadas ociosas.

9

Al caminar por el rancho imaginé cuando nació en aquella casucha de paja y maderos purulentos, que siempre se anega en tiempos de lluvia. Hasta me figuré a la hoy difunta Matea, la partera que lo sacó del vientre en 1978, un 7 de abril, el Día Mundial de la Salud. Creí ver tan vieja a la comadrona que su cara parecía de hojarasca. También miré a Gumaro esforzándose por pedalear la bicicleta de su padre para ir a la playa, a dos kilómetros, y atrapar con chuzos a los cangrejos (cangrejear, diría su hermana Rosa); luego lo supuse vendiendo los crustáceos por casi nada: sólo quería comprar algunos dulces en la única tienda de la ranchería. Lo evoqué cuando jugaba a la guerra y los cocos ulcerados o las cañas en bagazo le servían como bombas para moler al enemigo. Lo vi fingiendo ser un sheriff con su pistola de plástico y exterminando a los indios, aunque él también lo fuera. No era el general Custer, pero tampoco un cherokee ni un sioux ni un modoc. Era chontal, un hijo de la cultura madre olmeca, de la gente del país del hule. Lo vi tembloroso y arrinconado tras unos árboles, porque creí estar en el instante cuando su tío Antonio lo sujetó, le propinó unas cachetadas, le bajó broncamente el short y lo violó. Gumaro me dijo que en ese tiempo tendría siete u ocho años; su hermana Rosa, sin embargo, desacreditó el hecho, juró que aquello jamás sucedió, que sólo eran cuentos. Después lo imaginé allá en el monte, fumando con resuello un rollizo churro de mariguana e inhalando una bolsa con cemento. Entonces todas las imágenes se le multiplicaban; él mismo se transformaba en figuras geométricas y en seres extraordinarios que superaban a los de la mitología griega. Luego su cuerpo quedó casi inmóvil, la mente se alentó, la conciencia se olvidó de sí misma y se abandonó a soñar que era policía, que andaba por ahí con su atavío café y una pistola en el cinto, capturando a malandrines como él. Pensé distinguirlo entre el pasto, cogiéndose a esa yegua blanca que me describió con delectación. Y de pronto se me apareció en despoblado, drogado y amenazando con un cuchillo a una mujer para que abriera las piernas, porque de lo contrario le rebanaba el cuello. Recorrer sus huellas sin rumbo me provocó cierta piedad. Más cuando pensé en su familia: trabajadora, convencida de que su palabra equivale a un contrato y temerosa de Dios. Cerré los párpados y en medio de aquel follaje rojo apareció el Pelón, el joven que mató y se tragó. Algo me empujó hasta las fotos que los peritos captaron como quien retrata a su mascota. Ya no quise mirar. Por eso abrí los ojos súbitamente.

10

Mis papás le dieron la vida a ocho mujeres y dos hombres. Yo soy la mayorcita, Rosa. Rosa de Dios Arias. No tengo estudios. Bueno, sí, pero no se me pegó nada. No sé leer ni escribir, quién sabe cómo le he hecho para llegar hasta acá, a los 36 años. Ha de ser porque me aviento a la vida yo sola. Nomás fui a la primaria, a la Ignacio Loyola, donde también estudiaron Gumaro y mis otros hermanos. Mi mamá cuenta que quiso que yo fuera a la secundaria, pero no teníamos dinero. Como mi apá siempre ha trabajado en el machete, ahí no se gana para la abundancia. Por eso ahora les digo a mis dos hijas y a mis dos chamacos que aprovechen la escuela que con sacrificios les damos. Porque así como ves esta casita en medio del lodo y con colchones todos meados, de tiernitos no la teníamos con mis papás. La casa de ellos se encharcaba a cada rato. Todavía. Luego les digo que parece que viven en un pantano, que se van a volver cocodrilos. Y ahí nos veías a todos los hermanos con las patas puercas. Ni ropa teníamos. Creo que por eso ya no pudieron mandarnos a la escuela. La verdad éramos más pobres que ahora. Tengo otro hijo que se fue a Estados Unidos, y le digo a Ismael, que es mi marido, que en cuanto nos mande dinero construyamos un baño y otro cuarto para las chamacas, porque ya son unas señoritas y como que deben tener su intimidad, ¿no? Nomás debemos esperar a que mi hijo termine de pagar los veintidós mil pesos que le cobró el pollero. Ya me fui por otra parte, ¿verdad? Es que uno se pone habla y habla y ni quien nos pare. Ha de ser por la necesidad de sacar lo que se carga adentro, ¿no? Después de mí sigue Ana. Se llama Anacenta, pero todos le decimos Ana. Ella también nomás estudió la primaria, pero la difirencia es que ella sí aprendió. Salió lista la cabrona, no te creas. No sé, como que su cabeza está más grande que la mía porque sí se le pegaron las cosas que decían los maestros. Ana es la que ha andado preocupada del asunto de Gumaro. Es la

11

que va seguido a verlo y acá nos viene a contar cómo es que lo mira, porque ella vive allá en Cárdenas. Yo sólo fui una vez hasta Cancún a visitar a Gumaro. Íbamos Ana, Lucero y yo. Esa vez le vi algo raro a Gumaro. Estábamos platicando cuando me dijo: ¿Escuchas los truenos? Cuando llueve, sí. Le dije. Y que me dice: No, los truenos que se están oyendo ahorita. Mis hermanas y yo nos quedamos mirando y él agachó la cabeza. Se quedó calladito un buen rato. Luego soltó una carcajadota. Se lo platiqué a Ismael y me dijo que a Gumaro ya se le secó el cerebro de tanto monte que fumó. Ese día, pa’que te miento, sí me sacó de onda lo que me preguntó. Es lo único raro, te lo juro. Pero te decía: Ana es la que anda de aquí para allá con lo de Gumaro. Lo quiere mucho, dice que lo ve como su hijo. Quién sabe de dónde le agarró tanta consideración, porque la que más lo cuidó fui yo. Aunque ya sabes que luego a una le da por querer mucho a un hermano, sepa Dios porqué. Deberías hablar con Ana... No, mejor no. Está bien enojada con ustedes los que escriben cosas de Gumaro. Yo también, pero como que soy más calmada, como que la sangre se me enfría rapidito y se me olvida el coraje. Ya ves, aquí te estoy platicando cosas que no debo. A ver si no me regaña esta Ana. Eso pasó la otra vez cuando llegaron unos del periódico y me preguntaron pendejada y media sobre Gumaro. La verdad casi no les dije nada, pero hubieras visto a Ana: se puso retencabronada. Pa’su mecha. De Ana le sigue Josefina. Pobre de la Jose: le tocó un hombre de mala entraña y la abandonó con los hijos. Mis papás son los que ven por ellos, les dieron casa. Mi mamá le dijo a Jose que aunque sea a chile y pozol, pero sus chamacos van a seguir vivos y se van a dar fuertes. No sé hasta cuándo mi mamá va a dejar de criar. Toda su vida ha cuidado niños. Ahorita Jose anda buscando trabajo, pero no hay. Yo le doy que la ropa o que los trastes para que se gane unos centavitos. Es mi hermana y necesito ayudarla. Luego de Jose nació Petronila. Ya tiene como diez años que no sabemos de ella. Un día se fue a Cárdenas a trabajar y desapareció. Estaba bien jovencita: tendría sus catorce. Al principio yo pensaba que iba a regresar porque como al medio año vino. Nos dijo que estaba muy ocupada trabajando y que por eso no se había aparecido. Después volvió a irse, y quién sabe si para siempre. Mi mami ha sufrido mucho. Nos pide que le recemos a Dios para que vuelva la Petronila. Yo ya me cansé. Ya ni la sueño como antes. Porque sí, se me aparentaba en las noches: la veía tocándome la puerta con sus hijos y su marido, diciéndome que era muy feliz, que ya no tuviéramos desespero por ella. El caso es que no sabemos si está viva o muerta. En mis pensamientos, que nadien oye, me digo que la Petronila tiene que volver. El primer varón fue Gumaro. Pero ahorita te cuento de él para que no te revuelva tanto, ¿sí? 12

El otro hombrecito es Panchito. Después de que se murió ya no volvió a ser el mismo. Sí, se murió. Es en serio. Mira: cuando mi mamá se iba a lavar ropa me lo dejaba encargado. Creo que Panchito tenía como tres años, y ahí andaba corre y corre. Ya sabes cómo son los chamacos. Él era bien traviesillo, uno de ésos que no se están quietos, ¿sí sabes cómo, no? Pues en una de ésas lo miré tirado así como los cochitos, con la cara al cielo. Yo pensé sólo que le había dado un mal aire en la cabeza, pero no despertaba. Me asusté mucho y lo llevé con la partera Matea, que en paz descanse. Este niño ya se murió, Rosa, ya no tiene aliento, hasta frío se está poniendo. Así me dijo. Y lo cargué hasta la casa de mi mamá para esperarla y avisarle lo del finado. Cuando llegó, ya sabrás, los nervios la hicieron llorar. Gritaba que Panchito no estaba muerto. Mandó a traer veladoras y quién sabe cuánto tiempo rezó el rosario. Yo me la pasé soplándole en la mollera al chamaco, y mientras pensaba: deberíamos enterrarlo, pa’qué estamos alargándole el descanso. Entonces volvió a la vida, verdad de Dios. Lo malo que ya no quedó completo. Como que la oscuridad se quedó con parte de él. Ahora habla solito y se la pasa en casa de mi mamá sin hacer nada. Tiene veinte años, pero parece un niño. De vez en cuando se va a cangrejear, aunque sufre mucho porque de un tiempo para acá se puso durita la tierra. Ya ves que para atrapar a los cangrejos hay que hacer hoyos bien hondos. Y como te digo que él no está bien, se desespera harto. De Candelaria y Lucero te puedo decir que son las güeritas de la familia. Todos somos bien prietos, menos ellas. Quién sabe de dónde sacaron lo blanquito. Luego en las tonteras le he dicho a mi mamá que ellas son hijas del lechero y se traba del coraje. Trabajan allá en Cárdenas en unas zapaterías. Les va más o menos. Ya casi no vienen para acá a La Azucena. Ellas conviven más con Ana, que también está en Cárdenas. Silvia y Herminia son las más chicas. Están en la secundaria. Ellas ya no se acuerdan de Gumaro, porque él se debe haber ido de aquí por el 97. La Hermina dice que llegó a ver a Gumaro en la tele y que ni lo reconoció. Nosotros supimos de él por lo que escribieron.

Ahora sí te platico de Gumaro: A mi apá le gusta mucho el futbol y como por acá había alguien que jugaba muy bien y se llamaba Gumaro, le dijo a mi mami que si hacían un hijo lo llamaría de esa forma. Al menos algo así es lo que me cuentan. Ve tú a saber si será verdad o será mentira. Lo que sí te aseguro es que desde que Gumaro nació fue el niño de mi mamá. Yo lo miré en sus ojos: le brillaban harto a mi mami. Como que era su ilusión. Esperaban a un hombrecito y Dios se los envió. Sólo a él lo crió con pura chichi. ¿Dime si no era su niño? 13

Gumaro jugó con los animalitos de plumas y en el terregal. Se trepaba a la bicicleta de mi apá, era mi mandadero y se ponía a cantar las de Rocío Durcal o de Juan Gabriel, ésa de tú eres la tristeza de mis ojos o la de ya lo sé que tú te vas y no volverás. Algo así. Creo que trato de decirte que era normal. Es mentira que estaba loco desde que mi mamá lo parió. Yo lo cuidé porque, como te dije, mi mamá lavaba ropa ajena. Aquí lo tuve echando la carrera, durmiéndose en la hamaca o haciendo su tarea. Porque aunque mis papás no tenían dinero, Ismael ayudó a Gumaro a que no faltara a la escuela. Le compró que los zapatos, los cuadernos, el uniforme. Iba bien vestidito el chamaco. Y cuando salía de clases pasaba conmigo a que le diera pozol o a que le hiciera carnita encebollada. Cómo le gustaba eso. Por eso te juro que era normal. Sacaba buenas calificaciones, le ayudaba a mi apá a cortar monte, cuidaba a Panchito. Ni siquiera robaba. De esta casa nunca se llevó nada, entraba y salía y nada se nos desapareció. Que no vengan a decirnos acá que Gumaro era ratero desde niño. Pa’cabar pronto: yo creo que hasta como a los diecisiete o dieciocho años Gumaro fue como tú o como yo. Después mi apá lo metió al ejército y ahí todo valió pa’pura chingada. *** Tanto escarnio, obvio, ha traído consigo que los padres de Gumaro, doña Anita y don Candelario, no se dejen ver a los extraños. Los comprendo: a quién le gustaría que se hable mal de su hijo, que éste aparezca en la televisión como el ser más malvado o que alguien intente escribir un buen trozo de su historia. Terminé por entender que no debe removerse el odio presente por un sufrimiento pasado. Más tarde Rosa detallaría a sus padres. De doña Anita dijo: A mi mamá se la han acabado los nervios y el trabajo. Ya hasta tiene la cara bien apretada, y eso que es más joven que mi apá. Las dolencias la han inclinado hacia la tierra. A ella se la regaló su mamá a mi bisabuela y se crió a puros atoles. Vivía en Cunduacán, allá para el Este, pero luego vino para acá y se casó con mi apá. Ahorita tiene muchos dolores de cuerpo. Hay veces en que se nos ha muerto y la tenemos que levantar con alcohol y aire. Es de esas viejitas que aguantan todo. Imagínate: parió a todos con la partera Matea. Nunca quiso ir a la clínica. Siempre se ha puesto en las manos de Dios.

14

Y de don Candelario: Mi apá ya está maduro de la cabeza, yo le digo que parece que trae una gallina allá arriba. Tiene más de sesenta años, pero todavía se ve fuerte como los troncos. Es muy callado, se traga todos los dolores de la vida. Adentro ha de tener mucha sangre molida de tanto sufrimiento. Él nació aquí en La Azucena. Dice que aquí se quiere morir. Rosa es una mujer obesa, con dientes postizos, cabello suelto y lo único claro de su piel son las palmas de las manos y los pies. Todo lo demás, me dijo, era del color del chocolate. También habló de su apellido, De Dios. Contó que tiene cierto linaje en Tabasco: en Villahermosa están los ricos y en los ranchos viven los pobres. Así nos partió la vida. Después me dijo que quizá para algunos el apellido podría provocar escalofríos. Le contesté que no deberían, que uno no controla a la suerte. *** En un estudio que el DIF de Playa del Carmen le realizó a Gumaro, él jura que tu papá es alcohólico y que le pegaba de niño. Eso le dije a Rosa y ella contestó: Te digo: mi marido tiene razón, a Gumaro ya se le secó el cerebro.

15

Gumaro parecía una aceituna enfundado en su traje militar. Sentía pesadas las botas, pero le regocijaban porque nunca había probado lo que era estar tan despegado del suelo. Venía perfumado y sólo cuando que se quitó la gorra su familia vio que traía engomada la indómita cabellera. Bien acicalado el amigo. Don Candelario no disimulaba el pundonor de que su hijo fuera parte ya del 57º Batallón de Infantería con sede en Cárdenas. Entonces Gumaro tenía dieciocho años. Como era perezoso ya para la siembra y más bien poco inteligente, don Candelario había decidido endurecer a este muchacho que solía frecuentar a unos chicos buenos para nada, salvo para vegetar. Al viejo ya lo había sacado de quicio ver que su hijo quisiera ser un inútil. En un primer tanteo paternal para curtir al joven, le propuso que se casara con la Bigo, la hija de un amigo llamado Pedro, pero Gumaro nunca se animó siquiera a dirigirle la palabra a esa mujer. “Estaba bonita, pero tenía bigotes y no me latía. Yo quería una vieja nalgona”, me dijo hace poco con sarcasmo. Después de ese fracaso, don Candelario le ordenó que fuera soldado, pues esto era a lo que los hombres de rancho debían aspirar. En la lógica del viejo, la única forma de ser alguien en la vida era entrar al ejército. Gumaro se enojó porque él quería ser policía. “Déjate de esas babosadas, chamaco, los polis no tienen futuro, son unos don nadie con pistola”. Y como al padre obstinado no se le contraviene, el hijo obedeció con coraje: se enroló como militar el 16 de noviembre de 1996. Ahora, al verlo envuelto en el uniforme verde olivo, pensaba don Candelario, los augurios prosperaban. Les dijo a su mujer y a sus hijas que se sentía más tranquilo, tal vez como esos ilusionistas que logran deshacerse de las ataduras y salen del cofre con agua. Su hermana Rosa recuerda la primera quincena que el ejército le pagó a Gumaro, porque a ella le tocó algo de plata. También Ana, don Candelario y doña Anita alcanzaron su ración de dinero. “Voy a ganar

16

mucho pa’que vivan bien en el rancho”, les dijo cuando repartió los pesos, embutido en aquel atuendo impecable. A la siguiente quincena Gumaro no se presentó en La Azucena. Ni a la otra. Ni en casi dos años. Don Candelario y doña Anita no se alarmaron porque su hija Ana les contó que Gumaro solía quedarse en casa de ella, en Cárdenas. Hubo veces en que estuvo tentada a avisarles que el chamaco había agarrado la tomadera, pero prefirió no preocuparlos. Pero nada de tomadera. A él casi no le gustaba eso. Si llegaba embrutecido era por la motita, el perico y el chemo, como recordó el propio Gumaro en su declaración ministerial. Algo, sin embargo, lo levantaba temprano para pasar lista en el batallón. Se apartaba la resaca con lagartijas, sentadillas, abdominales y caminatas kilométricas. Tenía una fortaleza envidiable. Tal vez por eso, cuando salía del cuartel, podía tirarse al precipicio y al día siguiente resistir cualquier traba. Pero un día Gumaro se dejó remolcar por la mariguana y sus viajes cósmicos. Pasar lista dejó de importarle. Los arrestos por indisciplina se hicieron costumbre: en un año tuvo siete. Durante ese tiempo fue cuando este mundo lo perdió.

Gumaro regresó a La Azucena un día en que el cielo soltó una pared de agua y los rayos quedaban suspendidos. Venía hecho una piltrafa. Aquel talante que el uniforme militar le había prestado, ahora se reducía a una cadena de guiñapos. La familia ya sabía que había desertado del ejército. “Las envidias de la gente me echaron”. Ésa fue la escueta razón que dio, y no quiso hablar más del asunto. A mí me contó otra historia. Según Gumaro, un día en la calle se peleó con algún subteniente por esas cosas del mando y la disciplina. Dejó a su superior tan noqueado que le hicieron Consejo de Honor. Su castigo fue cumplir un arresto de cuarenta días en un apando. Por la manera tan quejumbrosa en que pronunció apando, imaginé que aquel hoyo negro estaba entre los lugares más hostiles que lo habían recibido. Ha de ser porque alguien como él, habituado a La Azucena (donde todo parece irradiar luz), enloquece pronto en la nebulosidad. Cumplió su castigo. Estaba muy flaco y la mugre había fermentado. Tardó en acostumbrarse de nuevo al sol. Le dolían los ojos, sentía punzadas por aquellas aspas brillantes que lo maltrataban. “Ya cuando miré bien, a mi pensamiento le llegó algo así como venganza y fui a toparme al cabrón”, me contó, rumiando, como si apenas 17

hubiese sucedido. El resto de esa historia me demostró su alma dura y lo que aprendió del machete con su padre: apuñaló quirúrgicamente al subteniente en las piernas. “Quién sabe si se murió, yo me salí del ejército. Creo que me anduvieron buscando, pero me les pelé. Nunca me encontraron”. Terminó de hablar y me pareció que sentía un consuelo tras haberme contado su proeza. Intenté corroborar esos hechos en la Secretaría de la Defensa Nacional. Hice solicitudes de información. Pregunté y repregunté sobre la razón por la que Gumaro causó baja. Al final, sólo me contestaron que había desertado el 20 de agosto de 1998.

De vuelta a La Azucena, Gumaro se hizo rehén de la mariguana y su inmejorable levedad. Sus sentidos paseaban por una metamorfosis irrecuperable y él se convertía en fuego, pero también en agua, en tierra, en viento. Era un dios deshecho. Para entonces, además, su nariz era un tubo aspirador de cristales de cocaína; necesitaba esnifar aunque le cuchichearan los nervios, como él trató de explicarme esa sensación. Por si fuera poco, había conocido las explosiones de la salvaje piedra. Eso lo ponía muy mal: se sacudía como si sufriera ataques epilépticos. Sus amigos le dijeron que eso era normal, que luego sentiría adormecido el cuerpo y debía dejarse llevar por el torbellino. Al coctel se sumaba la manía de inhalar todo tipo de solventes. “Así se me quitaba el hambre”, me dijo. En otras palabras, sólo faltaba que le realizaran la lobotomía para diagnosticarlo de manera oficial como un vegetal. La vida en ese estado siempre sufre descarríos. Y no sé si sean verdaderamente falsos o falsamente verdaderos, pero Gumaro me contó tres episodios alucinantes de esos tiempos en que el aquelarre era su prioridad. Los platicó con tal indolencia, con tal complacencia consigo mismo, que pensé que era su resignación temprana a la mediocridad y, al mismo tiempo, a una especie de virtud. Uno: Un día me culié a una yegua blanca. Creí que era una gabacha que me quería mucho y con quien iba a tener hijos. Fíjate nomás. Aluciné muy, muy cabrón. Hasta pensé que nos habíamos casado, con todo y fiestón. Ahí pa’que veas sí desvarié, ¿a poco no? Los que no están idiotas como yo, no verían a una yegua convertirse en una mujer bien buenota, ¿o sí?

18

Dos: Abusé de un sobrino, cuando él todavía estaba muy morro. Pero no lo violé porque no le entró, estaba chiquito. Nomás fue pa’quitarme las ansias. Y tres: Violé a una monja. Aquí en la mano tengo una puñalada que me hice porque le iba a cortar el cuello para cogérmela más rápido. Pero, fíjate, hasta eso no la herí, no la ensangrenté. Se dejó, abrió las patas y yo me corté por pendejo. Mientras contaba sus historias se la pasó arrojándome su risa estridente. Llegué a pensar que sólo eran disparates que se le ocurrían para impresionarme. Más tarde, cuando leí todo su expediente y comprobé que a los psiquiatras también les dijo algo parecido, terminé por creerle. La falsedad es el primer paso hacia la verdad, según me dijo un profesor de Filosofía. También leí a Robert K. Ressler, ex agente del FBI y experto en la elaboración de perfiles de criminales: El malvado es un ser paradójico. De acuerdo con la definición tradicional, hace el mal por el mal, pero eso supone en él una perversidad ya realizada (una naturaleza mala o diabólica), que lo excusa. Si es malvado en esencia, y no por elección, no es culpa suya; así, no es verdaderamente malvado, sino víctima (de su naturaleza, de su historia, poco importa) y, por eso, inocente.

Los vecinos y los maestros se acuerdan de Gumaro como un niño formal, tranquilo y bueno. Algunos se vieron tentados a describirlo como demasiado formal, demasiado bueno y demasiado tranquilo. Me pareció una descripción que se les vino en ese instante, pero les creí porque sonaba casi a lugar común. El Chacal, Marcos y Lupita fueron otras voces. Al primero, por eso de las casualidades, lo conocí hace poco en la prisión de Playa del Carmen, mientras tejía con hilos rojos unas cruces que quería vender como dijes. Ladrón de casas (cantonero, presumió en su caló), el Chacal era flaco como palo y su piel parecía de ébano. Empezó la plática diciendo que en La Azucena se siembra lo que se tiene que sembrar: maíz, frijol y caña. Y su cabeza se fue algunos minutos por los campos de la ranchería. No dije nada 19

porque pensé que durante esa disgregación escapó de las rejas. Cuando regresó de aquel viaje metafísico, dijo con su voz atropellada: —Conocí a Gumaro en el campo, cuando él le hacía a eso de la agricultura, antes de echarse al desmadre y andar por ahí robando ranchitos. Nos decía a toda la banda que en el ejército se lo habían enseñado. Ve tú a saber si será cierto, yo nunca he sido guacho. Se ponía muy locochón cuando se metía resistol y pastas. También cuando agarraba el tintán, el thiner, pues. A algunos nos calma, a otros los pone como nerviosos. Al Gumaro lo transformaba en un bato que desconocíamos. Pinche Gumaro, estaba cabrón. Así drogados hicimos muchas cosas feas. Me cae que no teníamos madre… ¿Cómo cuáles? No, no puedo decirte. Lo de la banda, en la banda se queda. Además, ¿para qué coño quieres que te platique de Gumaro? … ¿Un libro? Ni madres, qué. Creo que eres otra cosa y quieres chingar a la banda de La Azucena. Yo no canto, cabrón. Y ya mejor ábrete a la verga. A Marcos lo encontré camino a casa de Rosa, la hermana de Gumaro. En aquel calor que tensaba el cuerpo de abajo y de arriba, se me ocurrió pedirle aventón en su motocicleta. En cuanto subí y el aire empezó a deformarnos los rostros, me contó que él fue amigo de Gumaro. Y esto fue lo que salió de aquella boca desdentada: —Era un bato que no daba lata en la escuela, distraído, pero sin ser nada malhora. Cuando terminó la secundaria se empezó a juntar con los vagos, y acá se decía que asaltaba con un machete, se metía a las casas y robaba animales para venderlos en Cárdenas. Que todo era para comprar droga. A mí nunca me hizo nada, la verdad, pero sí supe de sus desmadres en El Retiro, La Trinidad, La Encrucijada, El Golpe y El Santuario, ranchillos cerca de aquí. Aquí en La Azucena andaba poco, como que le daba pena por sus papás. Luego se fue al ejército y cuando regresó decían que era un hijo de puta bien violento, que a todos les buscaba bronca con el machete. Pero yo llegué a encontrármelo y hasta me acompañaba a mi casa para que no me pasara nada. Me decía que en el rancho había mucho pandillero y tuviera cuidado, que lo buscara si yo llegaba a tener un pedo… Oye, ¿sí es cierto que se comió a un bato? —Sí, Marcos. —Pa’su mecha, me cae de madre que sigo sin creerlo. A Lupita, una joven de trenzas rojas que de seguro hoy ya entró al bachillerato, la conocí en el bus que me llevó a La Azucena. Gracias a ella no me extravié: vive a unos cien metros de la casa de la familia De Dios Arias. —¿Y no le da miedo venir hasta acá? —No, mujer. —Pues es que acá dicen muchas cosas de ese Gumaro. —¿Ah sí, cómo cuáles? 20

—Que ya anda por aquí porque quiere hacerle daño a su familia; supuestamente sus papás lo denunciaron. Acá las gentes dicen que lo han visto en el monte con los pandilleros, así como antes. —Son leyendas, mujer, leyendas. —Pues mi mami dice que tenga cuidado, porque aunque ya no me acuerde bien de él, lo recuerda como un tipo sin sentimientos, sin entrañas, que acá asustó mucho al rancho, creo que hasta mató a varios y se los comió. Pero no me crea, ya sabe cómo son los chismes en los pueblos; la gente siempre exagera y ni saben.

Jugar al diablo no dura para siempre. En 2000 arrestaron a Gumaro. Estaba tan drogado que las voces de los policías que lo detuvieron le ronroneaban, como cuando se está sumergido en el agua. En medio de aquellas sensaciones embotadas, de pronto la violación de la monja le rafagueó en su mente. Y no necesitó mucho esfuerzo para convencerse de que se encontraba esposado por la denuncia de esa mujer. Algunas veces, sin embargo, la suerte suele ayudarle a este tipo de personajes. Más tarde, poco más lúcido, supo que el año, seis meses y nueve días a los que fue sentenciado eran sólo por el robo de una grabadora y cinco camisas de lino que sustrajo de una casa. Del abuso sexual, nada. Seguramente por el bochorno de la mujer (hablar de violación en un pueblo de machos es un estigma) se olvidó el caso y Gumaro la libró. En la cárcel de Cárdenas, otra más de las prisiones mexicanas donde las pandillas que violan, matan y roban se enseñorean del lugar, Gumaro fue un hombre solitario, atemorizado por los malandrines y bueno en el futbol. Eso me contó un ex presidiario que vive en La Azucena, quien pidió no revelar su nombre (en su casa nunca supieron que estuvo preso; les aseguró que andaba por ahí, trabajando). Gumaro me dijo luego que ni salía de su celda: “Esos batos le daban muerte a cualquiera, ahí no se puede uno ni dormir tranquilo; yo soñaba por ratitos porque al que se apendeja le dan pa’tras”. Y lo imaginé en un rincón, con el sudor escarchado por el miedo y contando los días para dejar aquel retorcido lugar. En las mazmorras de Playa del Carmen, a algunos de los psiquiatras que intentaron estudiar los recovecos su cerebro, Gumaro llegó a decirles que desde su anterior encarcelamiento prefirió refugiarse en un amigo imaginario. Quién sabe si lo habrá inventado para complacerlos. ***

21

Rosa me contó que su padre maldice el día en que convenció a Gumaro de enrolarse como soldado. El viejo es irreductible: el ejército fue su perdición. Don Candelario debería saber que bautizó a su hijo con un nombre de origen germánico que significa hombre de ejército, hombre de disciplina, aunque lo haya tomado de un ranchero que era un fenómeno en las gambetas. No se sienta mal, don Candelario: si cree en el destino, su hijo ya tenía uno.

22

Aquel día que Gumaro se fue a Cancún yo lo despedí. A mi mamá y a mi apá no los pienses. Así le dije y él me pidió: Rosa, dame la bendición. Ya luego agarró camino lejos. Tenía como veinte años y andaba nervioso. Dijo que se iba a trabajar, que ya lo habían contratado para las obras. Pasó el tiempo y ni una carta, ni un telefonazo. Para entonces, yo ya tenía teléfono y Gumaro se llevó el número anotado. Como al año sin noticias suyas, mi mamá me pidió que fuera a buscarlo a Cancún. Tuvimos que vender unos animalitos para sacar lo del pasaje. Y fui. Estaba muy lejos y no alcancé a recorrerlo todo porque está muy grandote, hay muchos hoteles y mucho mar. No sé si lo conozcas. Ese pueblo sí está enorme. Y ahí anduve pregunte y pregunte en las clínicas, en las obras, en la cárcel, en cantinas. Hasta fui a donde llegan las aviones. Y nada, como si se lo hubiera tragado el piso. Regresé al rancho, y como sólo traje ausencias mi mamá se puso a llorar. Ha de estar bien, mami. Así le dije, pero como andaba con el llanto bien adentro no se calmó, los nervios la marearon. Así pasaron hartos años sin saber de Gumaro. Muchas veces en mi pensamiento lo miré muerto en una caja, sin que nadien le llevara flores o le llorara. Si luego despertaba sudando, y el Ismael me preguntaba que qué tenía, le platicaba y él decía que le rezara a Dios, que seguro Gumaro estaba bien, que él sabía cuidarse solo. Entonces, un día llegaron ésos que venden lo que escriben en el periódico, y aquí enfrente de mi casa, con una bocina, gritaban que Gumaro se había comido a un muchacho allá cerca de Cancún. Hasta decían que ahí venían las fotos del finado. Imagínate cómo nos sentimos: teníamos como cinco años sin saber de él, y de pronto nos venían a contar algo así tan feo. A mi mamá le ganó otra vez el llanto. Y mi apá nomás se quedó mirando, bien triste: Que Dios lo ayude, nosotros ya no podemos hacer nada. Eso dijo mi apá.

23

Los chismes no faltaron: que dizque toda la familia era mala, y algunos de nosotros también comíamos gentes, que Gumaro se fue de aquí porque había violado a varias de nosotras, que estaba en una de esas religiones satánicas. Creo que hasta dijeron que todos teníamos pacto con el diablo. Las habladas nos fregaron mucho. Ya ni queríamos salir de la casa. Pinches gentes mitoteras. Nomás andan poniendo en mal a la familia. Pero si nosotros no tenemos nada que ver con lo que ha hecho, somos gentes tranquilas, no andamos buscamos pleitos sino trabajo para salir adelante. Y todo por ésos que escribieron cosas de Gumaro.

24

Ninguna parte de su adiestramiento había preparado a los ocho agentes del grupo Jabalí para lo que verían a las 7.40 horas del martes 14 de diciembre de 2004. Aquella mañana el cielo despertó con bostezos y ganas de llorar a moco suelto. Tres patrullas serpentearon por un camino de terracería y avanzaron unos cien metros de soledad abismal. La espesa selva estaba quieta. Ni siquiera trinaron los pájaros que uno nunca ve. Tal vez por la exageración de todo, unos agentes me dirían que aquel día se veía diferente. Otro policía, Rafael Taboada —encorvado como buitre de caricatura—, había explicado a sus compañeros cómo dar con ese paraje de Xcalacacos, donde le habían alertado que estaba ocurriendo algo fuera de lo común. El día anterior un joven pordiosero se acercó al módulo de vigilancia de la Base Dragón donde Taboada cumplía la guardia. Cuando al fin logró que sus ideas salieran al mismo ritmo que sus palabras, pudo delatar a un asesino: “Tiene colgado al bato y se lo está comiendo; me invitó un pedacito, pero lo mandé a chingar a su madre. Vayan pronto”, le dijo aquel hombre con tatuajes en los brazos y que no dio su nombre, sino su apodo: la Parca. Qué ironía: un pariente lejano de la muerte estaba horrorizado. Más insensata fue la actitud de los policías: no le hicieron caso a Taboada. Les pareció demasiado fabulosa la historia como para ser cierta. “Que dizque un cabrón se anda tragando a otro, como en las películas”, palabras más palabras menos eso dijeron entre sí y continuaron sus recorridos por las titubeantes calles de Playa del Carmen. Es probable antes que hayan extorsionado a chiapanecos migrantes y mirado el trasero de las turistas que caminan la célebre Quinta Avenida, la calle de Playa del Carmen donde uno ve rastafaris, hippies, yuppies, con jeans rotos, pantalones de lino, vestidos cortos y bolsitos. Siluetas a contra–luz, bares no cover, pieles bronceadas, langostas al gusto, artesanías que no diseñaron los artesanos, brisa, tops, movimiento...

25

Ese martes, sin embargo, los policías iban a regañadientes porque Taboada había enviado un reporte a la comandancia por la omisión. Obviamente, uno de los superiores les reprochó su irreverencia. Con el mapa donde la Parca dibujó veredas que llevaban al vacío, Taboada explicó a los agentes que debían llegar hasta el kilómetro 216, y ahí dar vuelta en cuanto dejaran atrás la agencia de la Coca–Cola. Luego debían seguir por ese camino de polvareda hasta encontrar un basurero, y, según el croquis, ahí estaría una palapa a la que el cartón y el alambre le daban cierta consistencia. “Ya estamos aquí, Taboada; ojalá que esto no sea una mamada”, le dijeron por radio. No lo fue.

La escena se le quedaría pegada en los párpados al agente Alejandro Díaz. Entró en la palapa, levantando algunos crujidos con sus botas de suela de hule. Y lo primero que vio en esos dieciséis metros cuadrados de espanto fue a un hombre resollando sobre un camastro de plástico blanco, a ras de suelo. Tenía abrazado a un desarticulado cadáver desnudo. La sorpresa fulminó a Díaz y a sus compañeros. Hasta se desprendieron de las gafas negras, que a todos les daban cierto aire de sicarios. La experiencia les decía que mantener el orden en Playa del Carmen resultaba fácil, siempre y cuando bramaran a los pobres ladronzuelos de turistas. Y eso fue lo que intentaron hacer aquella mañana: —¡Párate cabrón! ¡Mira nomás la pendejada que hiciste! —uno de los agentes pateó rudamente las piernas del hombre a sus pies; otro lo encañonó. Los demás se quedaron mirándolo porque no se les ocurrió algo mejor. Si una persona considerada normal se va a dormir y amanece frente a un muerto, su reacción sería llorar, sobresaltarse, salir huyendo. Gumaro no. Él se comportó como si no ocurriera nada extraordinario: —Sí sé lo que hice: lo maté… —dijo todavía echado en el camastro. —¿Y por qué cabrón? ¿Cómo te llamas? Los dejó estupefactos: —Gumaro de Dios Arias. —¿De Dios? De Dios no tienes nada, pinche demonio. Luego les soltó una narración medio articulada y habló del muerto sin ninguna emoción especial. Era como si tuvieran enfrente a un robot, privado de todo sentimiento, pero programado para analizar los estímulos exteriores y adaptar a ellos sus historias. —¡Me cae que sí estás dañado! 26

Sin dejar de apuntarle, uno de los agentes lo puso boca abajo y lo esposó de las manos y los tobillos. Apretó los grilletes al máximo. Sólo así se sintieron seguros los policías. La película El silencio de los inocentes era la única guía que algunos de ellos tenían sobre el tema. Pero Gumaro estaba muy lejos de ser un doctor Lecter o un Buffalo Bill, y ellos de parecerse a Clarice Starling o el señor Crawford. El agente Díaz, como jefe de grupo, se encargó de escudriñar el lugar: Vio una parrilla quemada sostenida por dos bloques de concreto. Ahí había una olla de aluminio salpicada de hollín y al lado una víscera que, después sabría, era un corazón a medio cocer. Vio trozos de costillas guisadas y arrumbadas en el piso de tierra. Cerca estaban un paquete de Maseca, varias cebollas rancias y una tronchada nevera con limones agrios. Las moscas estaban por todas partes, enfurecidas, formando espesas nubes negras. Algunas ya ni se movían por la indigestión. En una silla de madera a medio morir, estaba una espátula con mango naranja. Nunca había contemplado un rojo tan rojo como el de esa sangre seca en el filo. Un costal saturado de aserrín colgaba del techo, igual de pesado que los Everlast de los gimnasios. Tenía marcas de puños ensangrentados. Y vio un cable negro de luz, con nudos de mil maneras, sanguinolento. Gumaro contaría luego que con eso golpeó la cabeza del Pelón hasta matarlo. Lo que observó el agente fue el horror en bruto.

Camino a la estación de policía, el razonamiento de Gumaro empezó a girar en un agujero. Quizá eran los reflujos del bebistrajo de thiner y mariguana que había consumido durante varios días. El agente Díaz creyó que era el miedo. No: el primer médico que lo atendería en cuanto llegó a la comandancia determinó que su presión arterial era 110/80. Es decir, parsimonioso, como esos bueyes que deambulan con la paz de quien no conoce la muerte inexorable. El caso es que, por alguna razón, Gumaro parecía un zombi. Iba como soñando despierto. Alucinando. Viajaba solo en el asiento trasero, desparramado, y miró por la ventana sin retener imagen alguna. Nada más veía el verde de la selva pasando en ráfagas. Los agentes no intentaron traerlo a la realidad a golpes, porque su instructivo hollywoodense les decía que con esa clase de personas era conveniente no jugar al intrépido. Los únicos datos verídicos que entonces reiteró a otro de los policías fueron su nombre, su edad, que había nacido en la ranchería La Azucena Cuarta Sección, y que fue soldado. Más tarde, cuando su mente dejó de ser 27

un caleidoscopio, hablaría del porqué y cómo asesinó al Pelón. Su declaración no tuvo grandes cambios al día siguiente cuando el ministerio público Xel–Ha Dehesa lo escuchó frente a la rejilla de prácticas que no amedrentó a Gumaro. Todas las horas que hablamos valieron la pena porque me contó más acerca de los motivos del asesinato y la tragazón. Aplicó un pensamiento mágico, como si los hechos hubiesen conspirado para que todo sucediera de esa manera. Pero todavía no es tiempo de hablar de eso.

Lo peor fue describir al muerto. El agente Díaz fumó hasta que la garganta le raspó. Sólo así tuvo la valentía para anotar, los detalles, en el informe 3928: el tiempo había hecho su parte, pudriendo el cadáver; tenía una rajada desde el pecho hasta el abdomen; todos los órganos ya no existían porque Gumaro los había guisado; habían sido arrancados unos 25 centímetros de pierna; el hueso estaba a la intemperie. El cráneo fue reventado, y en las muñecas y los tobillos presentaba excoriaciones. Por las heridas, concluyó que el muerto fue colgado con mucha fuerza. Sigo pensando que ni todos los vivos hubiesen reparado al Pelón, que se descoyuntó al moverlo. Horas más tarde, el doctor José Antonio Espejo y el perito Guadalupe Moro agregarían algunos datos al realizar la necropsia: La cara estaba deshecha de tanto golpe, así que en esta parte les fue imposible concluir lo que este tipo de personas llama la media filiación. En esa necrosis (tejidos muertos), apenas y reconocieron bigote, cejas bien pobladas y la cabellera negra, abundante; por eso, paradójicamente, le apodaban el Pelón. Por la forma en cómo tenía abierta la boca, parecía que gritó hasta el final, suplicando misericordia. Se había derramado sangre dentro del cráneo, además del traumatismo. El tórax, abierto en canal, tenía separado el esternón. Y alrededor la piel había pasado a ser azul y verde. Dentro del abdomen encontraron un pedazo de hígado, además de la vesícula y el páncreas completos. Los peritos estimaron que el cadáver tenía de 25 a 30 años, medía 1.70 metros, era delgado, moreno, calzaba del número siete. También descubrieron que le habían descerrajado los testículos. Para los expertos, el Pelón murió la tarde del 11 de diciembre de 2004.

28

En la gula noticiosa, algunos medios se aventuraron a afirmar que la víctima era un tal Raúl González, que tenía diecinueve años y le apodaban el Compinche. (Yo creí lo del mote, porque en la declaración ministerial aparecía así. Hasta hace poco, Gumaro me dijo que fueron los agentes quienes lo bautizaron de esa manera, quizá porque compinche quiere decir amigo.) La verdad, el Pelón terminó siendo un fantasma que nadie extrañó. Se fue a la fosa común y tal vez el enterrador le dijo de aquí ya no sales compa. Recorrí algunas obras en construcción de El Petén y Playa del Carmen, lugares donde solía caminar el Pelón. Y ningún albañil supo con certeza algo sobre él, como si el pobre hombre nunca hubiera existido, salvo en las visiones de Gumaro y en los archivos policiales. Tampoco obtuve mayores datos acerca de Gumaro. Lo único que conocían eran más leyendas, pero bastante ridículas: que era un narcosatánico o algo así, un loco transexual o algo así, que era guatemalteco o algo así, un doctor asesino o algo así… Algo así. Gumaro ha dicho que su amigo le contó que fue soldado quién sabe dónde, y que en la pierna derecha traía tatuado el nombre de una mujer. Si eso era cierto, se tragó la única pista. En su acta de defunción, el Pelón no tiene nombre. Ni su apodo conservó. Fue enterrado hasta el fondo como desconocido. Es de esos muertos que nunca podrán regresar a casa. *** Aquella tarde del 11 de diciembre, mientras Gumaro asesinaba al Pelón, yo estaba en un rastro a reventar intentando armar una crónica. Al día siguiente era el festejo de la Virgen de Guadalupe y la gente quería celebrar a las Lupitas con carne y vísceras frescas, como ésas que ya tenía Gumaro en sus fauces, sin remordimiento alguno. Aquella vez se me ocurrió que esos carniceros, que estaban desollando reses y cerdos, podrían ser discretos asesinos seriales. Gumaro, por el contrario, exhibía su trofeo colgado de un tronco y masticaba trozos de intestinos humanos. Siete días después se le acusaba de homicidio calificado y del delito contra el respeto a los muertos y las normas de inhumación. Y yo iba en camino a verlo.

29

Creí que al comérmelo me pasaría sus poderes. Eso dijo Gumaro con una mirada impenetrable, que zumbaba. Quedé desconcertado, aunque su respuesta encajara en uno de los varios motivos que orillan a un hombre a convertirse en caníbal. Los especialistas del tema han estudiado casos donde el antropófago organiza un ritual con el fin de absorber los rasgos más destacados de la víctima. Eso hacían en el viejo Brasil del Amazonas, por ejemplo. Gumaro no lo preparó. No fue como los aztecas que, por motivos religiosos, ofrecían un macabro banquete a los dioses para evitar que las implacables deidades se enfurecieran y mutilaran, enfermaran, aplastaran y quemaran a la raza humana. Tampoco lo hizo por sobrevivencia, como ocurrió en Australia hace muchos años: ante la escasez de alimentos, la madres llegaron a devorarse a bebés que acaban de dar a luz. Mucho menos fue porque quisiera un plato exótico, como en Egipto, la India y China. Algunos de los policías que arrestaron a Gumaron pensaron que se lo comía para eliminar el cuerpo, tal vez como lo maquinó Carlos Constantino en 2004: tamalero de oficio en Morelia, Michoacán, descuartizó a un hombre y guisó su carne para rellenar tamales. Lo de Gumaro fue una ocurrencia. —¿Y qué te impulsó a comértelo? —le pregunté a Gumaro. —No sé. Como que fue una idea de que sus poderes se me pasarían — entonces tomó el cigarro tan fuerte que pareció un prisionero al que terminaría por torturar. —¿De dónde sacaste eso, lo viste en la televisión? —No. Algo dentro de mí que me decía cómete sus poderes. —¿Cuáles poderes? —Es que él era bien chingón para pegar el tabique, y pos yo quería ser el campeón de los albañiles, de la cuchara. ¿Entiendes? —hizo un ademán de incredulidad. Lo comprendí. Aunque creí que hablaría de dones sobrenaturales que nunca serían entendibles para los hombres, sus necesidades rupestres sacadas de los derrumbaderos me impresionaron todavía más.

30

—¿Sólo ese poder tenía el Pelón? —No, es que no me dejastes terminar. También tenía una riata muy grande y me la comí para tenerla de ese tamaño. Pero ni madres. Ya pasaron muchos días y nomás no me crece. No sé si porque me la chingué cruda —dijo con cierta mansedumbre. Hasta sus hombros perdieron virilidad. —¿En algún momento te dijiste: “esto es una locura”? —Mmm —y se talló la frente con la mano, como buscando algo—. ¿La verdad? No. *** La prosaica narración de algunos detalles truculentos sería suficiente para revolverle el estómago a cualquiera. Lo corroboré cuando redacté los párrafos anteriores.

31

La primera vez que Gumaro mató a una persona fue a finales de 2003. Ocurrió en Majahual, una zona maya cara al mar que está a unos 145 kilómetros al noroeste de Chetumal. Era un bato que me quería dar pa’bajo, me castraba. Le decían el Rambito. Mi pensamiento me decía: pícalo al cabrón para que deje de tratarte como pendejo. Yo tenía un machete y pensé que con eso me iba a defender. Un día llegó a jugarme bronca. Me brincó. Pero no me animé esa vez. Mi pensamiento decía: tú eres más astuto, ya habrá otro chance. Y sí: iba por la carretera cantando, porque me gusta mucho cantar, y que va saliendo la víctima. Él traía una navajita y me retaba. Yo cargaba con mi machete, pero estaba envuelto en una cobija y no lo vio. Entonces, cuando se apendejó, lo bañé en sangre, lo macheté. Lo empecé a cortar así, así, como pescadito. Creo que le trocé una vena. Todavía el bato se para ensangrentado y me pone la mano en la frente. Quién sabe qué idioteces me dijo, pero yo no sentí nada, nada. Ni al matarlo. Luego me dije que al rato vendría la ley por él. Por eso me escondí atrás de unos árboles, y desde ahí miré cómo los doctores lo envolvieron en unas sábanas. Así se lo llevaron. La banda me dijo que sí, que estaba muerto el bato. Ésa fue como mi reconciliación porque, como te dije, estuve en el ejército, y ahí aprendes a tener gallardía, a defenderte de cualquiera que se quiera pasar de vivo. Lo cabrón de ese día fue la noche: se me aparentaba en el monte, se aparentó su espíritu. Y yo nomás decía: Diosito, quítame esto de la cabeza, que ya no lo oiga. No sé si tú has oído a un muerto. Es de la chingada. Te dice cosas, como que te maldice, se ríe de ti y se la pasa chingue y chingue hasta que te hace llorar o te espanta o de plano te mata de poquito en poquito. Varias noches no pude dormir. Me desbalagaba por un rato, pero otra vez se aparentaba, se atravesaba por mi camino. Así, que yo recuerde, fue la muerte del pinche Rambito.

32

Leo a Ressler: Cuando cortamos un muslo de pollo para preparar la cena no pensamos en ramificaciones humanas. Los asesinos que han llegado al punto de deshumanizar a sus víctimas, pueden descuartizarlas con la misma indiferencia. Y Gumaro me platicó el asesinato del Rambito entre risas, como si fuese un gato muerto que se echa a la basura. En ningún momento lo vi arrepentido ni con remordimientos. —¿De dónde has sacado tanta tranquilidad, Gumaro? En situaciones como las que cuentas, la gente se pondría a temblar. —No sé. Yo creo que uno ya nace con eso, ¿no?

De Majahual se trasladó a El Petén, un pueblo guatemalteco entre México y Belice donde vivió algún tiempo en una obra en construcción. Es obvio que Gumaro nunca supo que esa región fue descubierta por Hernán Cortés, ni que se considera la cuna de la cultura maya. Ahí en El Petén conoció al Pelón, pero también a un viejo brujo maya. Un viejo que vivía en la colonia Las Flores y le decían el Sabio, según Gumaro. Fue imposible encontrarlo. A aquel prestidigitador, Gumaro le prometió asesinar a tres personas. Conocí al Sabio un día que andaba con el pecho oprimido. Yo estaba comiendo frijoles y arroz y me preguntó que cómo me llamaba. Gumaro de Dios. Y que de dónde era. De Tabasco. Le dije. Entonces me dijo: No le vayas a decir a nadien, pero cuando yo estaba más nuevo tenía plata y oro, y así podía comprar cochitos, pollos, cervezas, droga; yo te puedo dar todo eso si le lloras a la madre naturaleza. Hasta te voy a quitar ese dolor en el pecho, porque es ansiedad atorada. Entonces me paré junto a un árbol que estaba ahí luego luego. Me puse a rezar no sé qué y le hice la promesa de matar a tres batos para que cayera el billete. Y así quedó. A lo mejor por eso maté al Rambito. Por cosas del destino. No sé. El Sabio dijo que cuando cumpliera me iba a llevar allá donde hay toros, bares, discos, carros y un chingo de viejas para mi solito. Que él tuvo eso, pero que lo perdió todo en la pinche baraja. —Si es cierto lo que cuentas, Gumaro, ¿no se te hizo fantástica la historia del chamán? —La verdad no. Los brujos existen. Allá en mi pueblo hay muchos y son muy buenos. Si quieren hacerle daño a alguien, lo hacen hasta matarlo; les envenenan el aire, la vida la ponen dificultosa. Yo he visto cómo se han 33

muerto batos que les echan el ojo. Y he visto a otros que se vuelven ricos de volada porque el brujo les ayuda con yerbas y amuletos. —¿Tú puedes conectarte con un poder del más allá? —Yo digo que sí, pero luego eso no me lo deja entender mi cerebro. Con el tiempo, supuse cuánto deseaba que le quitaran los sesos para que, a lavadas, le arrancaran todos los tumores de maldad. —¿Alguien tiene la culpa de lo que te ha pasado? —No, creo que de nadien es la culpa que esté medio loco —dijo rascándose con desesperación el lóbulo de la oreja izquierda, la misma que habría de tragarse tiempo después. Ya hablaré de eso. Por lo pronto, nadie ni nada era responsable. Por lo que escuché de él, ni la casualidad, ni la suerte, ni la pinche vida. Nadien.

—Cuando tomo o me drogo se me mete la maldad —dijo y empezó a tirar golpes al aire, como un boxeador despilfarrador de puñetazos al que noquean en cuanto baja la guardia—. Cuando ando briago me da por quererme aventar a un tráiler, me pone mal. Por eso casi no me gusta chupar —remató al terminar su macabra danza boxística. —¿Y cuando estás drogado qué te pasa? —Me empiezo a hinchar. Es cuando se me mete un güero fornido. Ese cabrón es el que me calienta contra los demás —y ensanchó los músculos de los brazos, como para que yo viera a ese ser que se apoltronaba en su cuerpo y lo manipulaba. Claro que no lo vi. —¿Ese güero tiene nombre? —No mames, estoy medio loco, pero tampoco platico con él. Nomás se mete y ya. Entonces le rezo a mi Dios y me vuelvo un ángel poderoso. Me salen alas y traigo una espada para defenderme del mal —e hizo la mímica de un espadachín. —¿En serio? —Sí. Dios quiere que no me muera. Yo digo que voy a vivir como 150 años más. —¿Por qué crees todo eso? —Pos es lo que no entiendo, nomás son mensajes que recibo. En ésas estábamos cuando entró un custodio. Era hora de que Gumaro tomara su antidepresivo, esos pedacitos de realidad que lo ponían confortablemente estúpido. Se tragó el Prozac sin necesidad de beber agua. Le dije que podría ahogarse. No contestó nada en la atragantada. —¿Oye, o será que ya me voy a morir? —preguntó dando una bocanada grosera al cigarro. —¿Por qué?

34

—Es que siento como que me pasan un machete por los brazos. Siento los piquetes y me duelen mucho. Aparecen así de pronto, de la nada. ¿Crees que me voy a morir? —Cuando la muerte se encuentra muy próxima, casi nunca es lo más probable… La verdad quise decirle que no lo veía llegando a la vejez, que quedaría reducido a escombros por sus propios excesos o un día, cuando se topara con un hombre más desquiciado, conocería la mala cara de la suerte. Pero deseché la idea porque empezó a rezar quién sabe qué y a golpearse en el pecho. Eran tan fuertes sus puñetazos que parecía estarle pegando a un tambor. Supuse que el Prozac se le había atorado, pero no. De pronto salió de su trance y volvió a sorprenderme: —Ya ves que te dije que le prometí tres vidas al Sabio. Pues ya llevo dos, ¿no? Aquí en la cárcel ya encontré la tercera —dijo con una risita insulsa, y empezó a caminar por los seis metros cuadrados de los locutorios—. Es un cabrón que se siente bien chingón. Nomás lo veo y me hierve la sangre, compa —y apretó los puños con tanta garra que casi rechinaron—. Ya con ése me voy a tranquilizar y esperaré a que el Sabio me dé lo que prometió. Aunque la verdad —se acercó a mi rostro y susurró—, no sé cómo voy a encontrarlo. Ni su nombre me dijo el güey. Más tarde, comenté con el director del penal que Gumaro traía en la mira a un reo. —¿Qué señas te dio del preso? —quiso saber más don René. —Pues nada más que se siente bien chingón. —Huy, va a estar difícil saber quién es: aquí todos se sienten bien chingones. Gumaro habló un buen trecho sobre el Pelón. Dijo: que llegó a envidiarlo porque tenía suerte para cogerse a las turistas, que era muy flojo y bien tintán; no sabía nadar y era bueno para robar casas; quería ser rico y poderoso, dueño de un hotel, y le gustaba ser el pasivo durante sus relaciones. Hasta llegó a describir cómo se tragonearon hasta el amanecer. Lo paradójico fue que, al mismo tiempo, Gumaro hizo todo lo posible por negar su bisexualidad, como si fuera una plaga que debía escabullirse. Sintió la necesidad de reiterarme que era muy hombre, muy machote, aventurero y temerario. Eso hacía un asesino en serie británico, Denis Nielsen, quien también negaba su bisexualidad. Para él las víctimas eran objetos sexuales, no sus parejas. —¿Nunca pensaste en tener una relación seria con el Pelón, en lugar de matarlo? —No mames. Estaba muy feo y ya te dije que no soy puto. 35

—Ya me voy, te digo que los nervios me están hable y hable. Me quiero ir a dormir —dijo aspirando otro cigarrillo, y giró el cuello para que le tronaran las vértebras cervicales. Traía el cuerpo prensado por el día. —¿Puedo verte otra vez? —sentí necesario preguntárselo. No siempre se puede platicar con un caníbal. —Pos sí, pero ya ni vas a venir. Mi hermana quedó de estar acá hace una semana y no vino. No sé si se asustó cuando le dije que esto que me había pasado eran cosas de la vida. ¿Tú no te asustastes, verdad? —dijo. Ignoraba que su hermana Ana se había ausentado por la falta de dinero, no por tenerle miedo. —No, no me asusté y voy a regresar. —A ver si es cierto. Le dije que se cuidara, que fumaba mucho más que yo, y, al igual que a mí, un cáncer lo terminaría matando. “Este desespero me va a quebrar antes que el cigarro”, contestó burlón y gritó con desprecio a uno de los custodios que le abriera la puerta de los locutorios. Se marchó arrastrando los pies. Fue el último sonido que ese día le escuché. Lo vi irse, como gozando cada pedazo de vida que, pensé, se le estaba cayendo. Yo, en cambio, salí aquel sábado a un mundo que había perdido resistencia, sintiéndome vacío, como si acabase de donar sangre.

PD: Regresé al Distrito Federal con la incertidumbre de cuándo volvería a tener enfrente a Gumaro. Mi pobreza lícita y explicable no daba para otro viaje. Pero el azar quiso que, dos semanas después, aquello sucediera: un colega del Canal 22 de la ciudad de México me pidió que volviera y lo entrevistara para la televisión. Así pude cumplir mi palabra.

36

Francisco Luxon fue el primer amigo que Gumaro tuvo en el penal de Playa del Carmen. Allá afuera, en la libertad, Luxon fue un agente judicial a quien le enseñaron que los golpes son la única manera de corregir a los malandros. Perdió el trabajo cuando lo atraparon por haberse robado una camioneta de valores. Es joven, 35 años a lo mucho, así que saldrá libre todavía a una edad en la que podría reconstruir sueños. Igual que Gumaro, nació en Tabasco, sólo que en el municipio de Comalcalco, en una ranchería incubadora de mano de obra para los campos californianos. Cuando hablé con Luxon de inmediato advertí su muy pronunciado acento tabasqueño, eliminando las eses finales. Es un hombre casi negro, con una geometría prodigiosa que rigurosamente estiliza por las mañanas, cuando ocupa las horas muertas del encarcelamiento para levantar pesas. El día que nos conocimos lo confundí con uno de los custodios porque vestía igual: botas militares (de ésas que parecen embutir los pies en piedras huecas), pantalones y camiseta oscuros. Para entonces Gumaro ya no estaba en el penal. Tal vez por eso, cuando habló de su amigo, a Luxon le entró la nostalgia. Lo vi de pronto con una fatiga que nadie conseguiría desterrar. Creo que sólo los reos saben por qué se dan estos laberintos sentimentales en corazones tan duros.

—La raza estaba muy locochona por la llegada de Gumaro. Acá adentro se decía mucha pendejada. Y claro, tenían miedo. No era cualquier amigo, era un caníbal. Lo rumore corren pronto, y mucho le pidieron al director que lo encerraran a él nomá en una celda. Y lo aventaron a la setcción uno, donde están lo homicida. Ahí llegó, a la C4. La Fase 1 será, toda la vida, parte del fin de la locura: los asesinos han pintado en una pared a la Virgen de Guadalupe que llora por los prisioneros, y a un Cristo que vuela con una llave: pretende horadar uno de

37

los pasadores que atrancan la puerta. En otro muro, la ociosidad o la esperanza provocaron que un tal Nelson Teresa dibujara a lápiz a la Santísima Trinidad. Y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo levitan para que algunos reos escriban en esas nubes de grafito que un hijo suyo los necesita con urgencia, que los remordimientos no los dejan en paz, aunque no descartan asesinar de nueva cuenta. En ese lugar de diez celdas y un pequeño comedor de concreto ondulan locuras lúcidas, dulces pesadillas, cóleras quietas, ansiedades despreocupadas, cinismo franco, amoroso rencor, miradas que matan y dejan vivir, olvido con memoria, fe sin Dios, idolatrías sin mitificar… Es la muerte larga y la muerte chiquita. A ese mundillo arribó Gumaro sin necesidad de liarse a trompadas o cuchillo, para adquirir lo que en una cárcel es lo más invaluable: el respeto. Eso es lo único que en la prisión sostiene o destruye vidas. No hay otro bien tan poderoso que un prisionero anhele más en las mazmorras. Y Gumaro lo poseía con sólo rebuscar sus ojos flamígeros y decirles háganse a un lado, yo soy el caníbal, hijos de puta; ustedes matan, sí, pero yo me trago al muerto. Y como a las personas nunca hay que comérselas, él era temido. Entonces un día los homicidas conspiraron en que ese loco debía largarse de la Fase 1. No estaban seguros de cómo podía reaccionar y era preferible no averiguarlo. Que se vaya a la chingada ese comegentes. Se parece a los cerdos que se comen cualquier cosa. Las envidias, el miedo y sabrá Dios qué más terminaron por mudar a Gumaro a la Fase 3, celda 10. Allá, con los ladrones. Ésos que no tenían santos ni dioses pintados en las paredes, pero sí habían coloreado las fachadas de las crujías con nubes y soles, como si eso les asegurara un lugar en el cielo. Eran rateros, sí, pero en el pasado habían cometido otros delitos. Como aquel viejo que conocí vendiendo escapularios. Tenía a la Santa Muerte tatuada por todas partes. Allá en Ciudad Juárez su pasatiempo era matar mujeres.

—Eran como la once de la noche cuando llegó acá a la setcción tre y yo lo recibí. Otro tabasqueño que compartía celda conmigo, Candelario (igual que como se llama el papá de Gumarito), andaba muy espantado. El don decía que iba a comerno. Y yo le decía que no, que a puro chingadazo lo íbamo a hacer entender. Que me lo dejara a mí. Pero Gumaro vino muy tranquilito. Hasta yo me decía: ¿éste e el pinche caníbal que todo le tienen miedo? Luego luego le dije que respetara, porque de lo contrario a puro chingadazo lo iba a meter al carril. Él nomá bajó la mirada y se fue a su cama de cemento. Todavía le dije que aquí todo teníamo responsabilidade y 38

que debía lavar su ropa. Después me di cuenta que no tenía con qué vestirse, y don Candelario le dio una camisa y un pantalón para que se alivianara. Así fuimo haciéndono amigo. Lo sacaba al patio y le decía que jugara futbol con la raza. Y sí, le entró: de portero. Decía que era Oswaldo Sánche, el de la seletción. Jugaba bien el cabrón. Se aventaba sin que le importara caer en el puto piso duro. Ese amigo estaba muy curtido de tanto madrazo en la vida. Porque a mí me contó todo su desmadre allá en Cárdena, lo del ejército, la morra que violó, de cómo se drogaba. Pa’calmarlo le decía que leyéramo la Biblia, que eso ayudaba mucho al arrepentimiento. Entonces imaginé a Luxon leyéndole a Gumaro algunos versículos. Que a Lucas 5:32: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento”. Ahora Hechos 2:38: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para el perdón de los pecados”. Luego Romanos 2:4: “¿O menosprecias las riquezas de su benignidad y paciencia, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” Y ahora a Corintos 7:10: “Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación”. Otra vez Lucas en el 15:7: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento”. Y a Gumaro diciéndole a todo que sí, que era el hombre más arrepentido, que si pudiera cambiar todo lo que había sido su vida lo haría sin pensarlo. Ya luego, tendido como el llano en su cama de piedra, le exigía a Luxon que se callara, que lo dejara dormir, que ya estaba bien de tanta pinche culpa.

—Una ve le tocaba lavar la celda y se hizo güey. Me hizo encabronar. Lo regañé muy feo y él se molestó. Te voy a dar en tu madre, pinche Luxon. Así dijo y yo le contesté: Órale, bato, vamo a sacarno la espinita si te cree muy cabrón. Se acercó pero sólo para reírse. Agarra la onda, viejo, no te encabrone. Así dijo y luego me abrazó. Conmigo no ande con chingadera, Gumaro, te cree mucho porque ere un caníbal, pero yo sí te madreo. Así le dije al bato y santo remedio, jamá volvió a brincarle… Sí e cierto eso de que Gumaro presumía mucho que era un caníbal. Como que eso le ayudó a que nadie quisiera pasarse de listo con él. Mucha vece hasta tronaba lo diente cuando un bato se le quedaba viendo. Yo a sola le decía que ya no anduviera con esa mamada, que un día iban a descubrir que nomá era la pantomima. Siempre pensé que se cagaba de miedo por estar en la cárcel, pero no le dije a nadie. ¿Pa’qué? Así era feli el Gumaro.

39

Los alardes de que era el mismísimo diablo en persona se los llevó al penal de Chetumal. El 23 de octubre de 2005, el huracán Wilma desfondó el cielo y Quintana Roo se desvencijó como un mazapán. Con el diluvio, no sólo las playas sufrieron mordeduras: el pueblo de Playa del Carmen parecía haber sido cañoneado. El penal estaba entre las pérdidas: las paredes se quebraron como galletas. Por eso, el día 28 de ese mes, las autoridades trasladaron a los reos a la cárcel de Chetumal. En esta prisión, Gumaro, Luxon y Candelario fueron confinados en la misma celda. Los otros trece reos que debían compartir el espacio intentaron amotinarse: ¡No queremos aquí al caníbal! Pero ni mil maldiciones lograron que ese caníbal fuera desterrado de la crujía. El penal estaba sobresaturado y así tendrían que vivir, hacinados, encaramados. El temor provocó que Gumaro y sus amigos durmieran de un solo lado del calabozo. Luxon me dijo que los 79 días que pasaron en la cárcel de Chetumal durmieron sin tropiezos, hasta roncaron. Los otros trece reos se turnaron el sueño para montar guardia. Nunca dejaron atrás el pavor. Y cómo no: casi a diario Gumaro les decía que tenía ganas de una carnita humana.

—Cuando volvimo para acá, a Gumaro lo dejaron solo en una celda. Fue como castigo porque había asustado a lo bato de Chetumal. Para entonce, Gumaro ya le había agarrado aprecio a don Candelario; decía que se parecía a su papá, que eran de edad similar y que tenían el mismo nombre. Un día, un cabrón de aquí que se llama Pedro (González López) madreó a Candelario bien gacho. Hubiera visto: pum, pum, pum y al suelo el don. Traían pedo porque se habían visto muy al chile. Ya sabe cómo es aquí en la cárcel: cualquier motivo es bueno para romperse la madre. Gumaro vio todo desde su celda y estaba bien emputado. ¡Luxon, Luxon! Así gritaba y me acerqué: ¿Qué transa, Gumarito? Pinche Luxon hay que matar a ese Pedro, le dio baje a Cande. Tranquilo, bato, son su pedo. Y Gumaro se quedó quejoso porque ademá ese bato le castraba: decía que siempre lo veía reírse y pensaba que se burlaba de él. No, tú está alucinando, viejo. No, Luxon, ese cabrón está buscando pleito y lo va a tener. Despué de la madriza, Gumaro empezó a hacerle seña al Pedro. Le decía que se acercara tantito a donde él estaba, que sólo quería enseñarle algo. El Pedro ni caso le hacía. Pero a tanto lo fastidió que Pedro se acercó. ¿Qué tanto jode pinche canibalito? En eso Gumaro sacó un clavo, y verga, se lo dejó ir al bato. No se lo encajó todo porque el Pedro alcanzó a hacerse pa’tra, pero sí le puso un piquete de unos cinco centímetro. ¡Te voy a matar, hijo de la chingada! 40

Así le gritó el Pedro, y le habló al custodio para que lo llevaran a la enfermería. Gumaro le dijo: ¡te voy a comer, cabrón, porque le hiciste daño a Cande! Para evitar bronca, el Pedro ya no regresó a la setcción tre. El Gumaro se sentía muy chingón por haberlo asustado. Así estuvo la cosa acá con Gumaro. Salúdamelo cuando lo vea, dile que el Luxon se acuerda mucho de él.

PD: Candelario Arcudía sería trasladado al penal de Chetumal un par de meses después de aquel incidente. Cuando se despidió de Gumaro le dijo que siempre lo pensaría como su hijo, que se portara bien, que ya no buscara clavos en las paredes para herir a las personas.

41

Boina verde. Eso quería ser Gumaro. Boina verde. Se lo confesó un día a Carlos Briceño Villagómez, teniente coronel retirado que ahora es el subdirector operativo del penal de Playa del Carmen. El ex militar no le creyó, pensó que era una ridícula historia, de un reo que ya no sabía qué inventar con tal de contarle andanzas castrenses. Con los antecedentes de indisciplina de Gumaro, supuso Briceño, nunca le habrían dado la oportunidad para entrar a un curso de Fuerzas Especiales del ejército. Pero como Briceño no gusta de las vacilaciones, un día contactó a algunos de los que fueron sus subordinados y les pidió ayuda para corroborar si Gumaro intentó ser boina verde o algo parecido. Días después, una llamada le desenredó todo al hombre de mandíbulas pronunciadas y anteojos para la miopía. Gumaro, en efecto, había tomado un curso: el de operaciones básicas, por dos meses y nueve días. Biriceño colgó el teléfono. No hacía falta que le explicaran de qué se trataba ese entrenamiento. Él llegó a impartirlo antes de irse a Chiapas con la misión de aplastar a los zapatistas; es de los más crueles dentro del ejército. Entonces imaginó a Gumaro trepando montañas que lacerantemente pretendían alcanzar el cielo. Lo vio sobrevivir al golpe de calor y a la ventisca del desierto, sin gota de agua, nada más lamiendo su propia sombra. Sortear la selva a puro instinto. Vencer las corrientes de los ríos con las piernas rígidas o los remos incrustados en las piedras. Enfrentándose a bestias al tú por tú para obtener su carne y podérsela engullir. Aprender a disparar los M16 o los AK47 y resistir en los hombros el impacto de la culata. Conocer cómo debe matarse a un ser humano de modo rápido y fulminante. Y asumir que lograr la boina significaba ser un redomado cabrón. Por eso a Briceño le cuadró la resistencia física que Gumaro mostró durante su estancia. Por una ranura de la puerta que da al patio, lo miraba correr todas las mañanas alrededor de la cancha de basquetbol. Cuatro, cinco kilómetros diarios. De ahí se ponía a jugar con Luxon a los penaltis:

42

volaba para detener el balón, caía con sus 80 kilos sobre el concreto y no se quejaba nunca de los golpazos que sonaban a truenos. Luego se blandía con las pesas, hasta que los músculos se le hinchaban toscamente. Remolcaba los pies para llegar a su celda y bebía café y galletas Marías. Volvía a encender el cuerpo con algunas lagartijas, y otra vez a trotar hasta mediodía, cuando Lupita, la cocinera del penal, le daba en un plato de plástico pollo en escabeche, pollo en pibil o puchero de res. Diez, quince minutos después, hacía algunos rounds de sombra, tiraba golpes imaginarios, creía convertirse en Sylvester Stallone en su papel de Rocky, así como lo había visto en un DVD pirata. Más tarde, iba a lavar su celda; tenía una terrible obsesión por tallarla todos los días, aunque la mugre nunca se le quitaba. Al final, fumaba media cajetilla de cigarros sin filtro y se abocaba a tejer hamacas, como si apenas hubiese despertado. *** Briceño bromeó conmigo: “Ese Gumaro bien pudo haber sido un Zeta”. Antes de que algunos Zetas fueran los matones oficiales del cártel de Mataulipas y deformaran la muerte, en el ejército tomaron cursos parecidos al de Gumaro. Sobre el asunto, la Sedena me informó que no existían datos en el expediente para comprobar que ese soldado de infantería quisiera ser boina verde.

43

El viernes 11 de febrero de 2005 Gumaro tuvo su primera evaluación psicológica seria. Hasta entonces sólo al doctor Antonio Espejo, perito médico legista, se le había pedido su opinión. En el oficio 1007, escribió que lo encontró tranquilo, cooperador y bien orientado en espacio–persona–tiempo. En pocas palabras, aquello no servía salvo para agregar hojas al expediente. El director René Torres necesitaba un estudio más profesional, algo que corroborara que su caníbal estaba fuera de sí y debía ser trasladado a un loquero. De esa forma, pensaba René, tendría un problema menos. Aquel viernes, Gumaro se bañó con un jabón Palmolive y se talló intensamente el cuerpo. También se rasuró al puro tanteo, mientras cantaba lo que parecía ser una cumbia. Se vistió con los mismos pantalones de pescador con los que fue arrestado, y se cubrió el torso con la playera color caqui que alguien le había donado. En su celda, fumó y fumó con desenfreno hasta que Wilmer Wicab, veterano custodio del penal, le dijo que ya era hora, los psiquiatras lo esperaban en la oficina del director. “Ya estaba agüitado, creí que no iban a venir”, le dijo Gumaro, y salió como relámpago al encuentro. El propio Torres le había informado al prisionero que lo visitarían algunos especialistas para determinar su grado de locura. ¿Y si resulta que estoy muy loco, director? Pues tendríamos que trasladarte para que te recuperes, Gumaro. Ese te recuperes lo entendió Gumaro como quedar en libertad, a Torres le sonó como una esperanza de deshacerse del joven.

Apenas los vio, se presentó con un vozarrón: —Yo soy el Caníbal, ¿ustedes son los doctores, verdad? La psicóloga Dolores Almeida y el psiquiatra Jorge Polanco permanecieron inescrutables. Ella había escuchado disparates parecidos en

44

el DIF quintanarroense, donde trabajaba. Él, como médico del hospital psiquiátrico de Mérida, Yucatán, estaba familiarizado con todo tipo de alucinaciones, desde quienes creían ser la reencarnación de Cristo hasta los que juraban que Satanás les ordenaba exterminar a la raza humana. Cuando terminaron de saludarse y Gumaro se apoltronó en una esquina de aquella oficinita llena de papeles inútiles, los médicos volvieron a oír la andrajosa voz de su paciente: —Oigan, ¿qué tanto chance tengo de estar idiota de mi mente? —y recargó la cabeza en su mano derecha, mirando apenas de reojo. —Es lo que vamos a ver —le dijo Polanco, y acomodó unas hojas blancas donde anotaría todas las ocurrencias del canibalito. —Vamos a empezar, pues, antes de que salga a hablarme la voz que se aparenta en mi pensamiento. Es que ya luego no puedo concentrarme y desvarío. Con su cerebro disipado y un talante ponzoñoso, Gumaro dijo que era soltero y que todas sus novias habían sido mayores que él. “No me gusta andar de manita sudada, ustedes saben lo que quiero decir”. También les contó que era albañil, ganaba novecientos pesos a la semana, y estaba en busca de un tesoro oculto en las profundidades de la Tierra; no creía en Dios, no le gustaba beber alcohol porque lo alteraba y eso le asustaba; le fascinaban las drogas, porque sólo así sentía alivio a sus angustias; que sufrió maltrato infantil, que lo echaron del ejército porque era mejor que todos, y últimamente veía a un pez volando por su cama. “Tiene cara de murciélago, pero es un pescado; yo creo que ya quiere llevarme lejos de aquí”. Gumaro les presentó a todos sus malignos acompañantes: al Sabio y sus promesas, al Pelón y sus suplicios, al Rambito y sus bravuconadas, a la yegua blanca en el monte, a la monja ultrajada y al hombre blanco que se apoderaba de él para calentarle la sangre contra los demás. También llegó a contarles que por las noches emergía en su crujía un halo de luz y comenzaba a hormiguearle por todo el cuerpo: “Ha de ser un marciano o algo parecido”, dijo en aquel mal viaje, sin perder la calma.

—Sí estoy mal de la cabeza, ¿verdad? Casi dos horas después, eso les diría Gumaro, cuando los especialistas creyeron tener un buen racimo de necedades para espiar el pensamiento de su paciente. —Ya tendremos un diagnóstico. —Pos ahi les encargo, ¿no? Es que quiero saber si ya me voy a ir a la calle.

45

—Si llegaras a irte de aquí quizá, sería para trasladarte a un hospital, y ahí te quedarías... quién sabe si toda la vida… A Gumaro se le fue el color. —¿No quedaría libre? —No, recuerda que aquí estás por homicidio. Pero eso lo determinará el juez, no es nuestro asunto. Gumaro se quitó la playera y le pidió a Wicab que lo llevara a su celda. Se fue rumiando y mirando con displicencia, como un rencor en movimiento. La prescripción del Prozac fue lo único que consiguió del encuentro. Ese día, el director Torres era el antónimo de Gumaro; un sosiego lo convencía de que al retorcido prisionero le quedaban pocos días en Playa del Carmen. Pensó que lo más seguro es que sería enviado al psiquiátrico de Mérida. Al fin los medios dejarían de enfadar, de monitorear las veinticuatro horas del día si Gumaro seguía vivo, si había matado a alguien más o decidió empezar a almorzarse a sí mismo. Ya no tendría que hablar con reporteros prepotentes que apachurraban su prestigio cada vez que él se negaba a darles información sobre el hombre de moda. Pero Torres no contó con la burocracia de los juzgados, que todo lo alarga. Cuando dejara de ser el director, Gumaro continuaría ahí, vigilado por los cuervos. La doctora Dolores escribió en su informe que el paciente sufría de trastornos mentales en su personalidad, esquizofrenia y paranoia. El psiquiatra Polanco abundó: tiene pérdida del contacto con la realidad y, por tanto, no es consciente de sus actos ni de sus pensamientos. No hay periodos libres de psicosis o lucidez. Su diagnóstico es esquizofrenia paranoide, incluida en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE10). Generalmente, esta enfermedad se inicia en la adolescencia y es posible que Gumaro la padezca desde los quince o dieciséis años. El uso de drogas motivó la rápida evolución del problema. *** En las dos primeras conversaciones, Gumaro nunca descansó de decirme que era un psicópata puro, aunque no supiera a ciencia cierta qué era un psicópata. Quien conoce de esto, como Reesler, cree que un hombre podría comer carne humana y, aun así, no padecer psicosis; el individuo puede cometer actos muy repulsivos y, pese a ello, seguir siendo capaz de comprender las cosas y de ver lo que le rodea. De este ex agente del FBI tomo otra reflexión: las sustancias tóxicas pueden liberar a la gente de sus inhibiciones, pero casi nunca son la causa de actos criminales. 46

Este amoroso tormento que en mi corazón se ve, sé que lo siento y no sé la causa porque lo siento. Siento una grave agonía por lograr un devaneo, que empieza como deseo y para en melancolía. Y cuando más terneza mi infeliz estado, lloro. Sé que estoy triste e ignoro la causa de mi tristeza… Gumaro apenas puede deletrear el poema de Sor Juana Inés de la Cruz. Se friega la cabeza, como si eso le ayudase a deducir. Cómo quisiera tomar las palabras del pescuezo y asfixiarlas hasta que le digan qué quieren decir: “¿De–va–neo? Eso suena muy pinche raro”. Luxon le dice que ha de ser algo así que va y viene, pero no está seguro. Piden ayuda a otro tipo, un maestro normalista acusado de robo, quien dictamina que podría ser latín o francés, pero que la mera verdad no sabe. Gumaro quiere castrar a ese devaneo para que le confiese qué diablos significa en los idiomas vivos o muertos. Se exaspera y moja el dedo con saliva para deslizarlo por los bordes del papel y pasar a la siguiente hoja del poemario. No tiene caso complicarse el día con palabras que parecen venir de otra galaxia. Mejor lee éste, Luxon. Tengo una soledad tan concurrida, tan llena de nostalgias y de rostros de vos de adioses hace tiempo y besos bienvenidos, de primeras de cambio y último vagón… ¡Coño! Sin proponérselo, Benedetti lleva a Gumaro a una espiral de la que no sale y sólo lo hiere. Acaso torciéndole la mano a ese párrafo pueda interpretar qué hace un vagón junto a la soledad. No, ése está muy difícil, Luxon, reviéntate otro. Yo por eso no leo esta cosa, Gumarito, nadie la entiende, apena con un toque de motita.

El poemario llegó a Gumaro después de una historia singular.

47

José Luis Hernández, el nuevo director del penal, les informó a los reos que los torneos dominicales de box serían sustituidos por jornadas culturales. Al principio, los internos intentaron armar una rebelión. Y cómo no: en cierta manera, las escaramuzas con los guantes de dos dedos eran los únicos paliativos para vomitar tanto odio. Pero luego se replegaron cuando el primer domingo la Casa de la Cultura del municipio de Solidaridad (al que pertenece Playa del Carmen) les llevó parte del show que se realiza en el parque acuático de Xcaret: trajes típicos mayas, danzas, juegos pirotécnicos, efectos especiales y mujeres de prodigiosa anatomía. Por lo que cada turista paga alrededor de cien dólares, los prisioneros lo tenían gratis. Ya no hubo recriminaciones. Los espectáculos se fueron haciendo un hábito cada domingo. Gumaro también agarró la costumbre de bañarse ese día muy temprano y perfumarse con las réplicas de lociones que tenía su amigo Luxon. Le preocupaba que los visitantes lo miraran pulcro, sin una pizca de cochambre. Ante ellos, a Gumaro no le interesaba fanfarronear que él era el caníbal. Al contrario. Algo pasaba por su cabeza que evitaba a toda costa decir quién era y por qué estaba prisionero. Tal vez era una forma de presentarse ante la sociedad como un hombre a quien las eventualidades de la vida lo habían traído hasta acá, pero ya saldría y dejaría de ser un perdedor, una rémora. No faltó quién lo descubriera y Gumaro se molestó consigo mismo. Se iba a su celda como un árbol al que de pronto se le han secado todas las hojas, y dejaba de golpear el muro cuando los nudillos le dolían. Tenía que esperar al domingo siguiente para colocarse nuevamente aquella careta del tipo con poca suerte, quien aguardaba la oportunidad en que todo cambiaría, primero Dios. Uno de esos domingos, Gumaro siguió su rutina. Entonces llegó un aviso del director: toda la Fase 3 sería castigada por la pelea que ahí se había desatado en la semana. Y el costo de la desobediencia sería ausentarse de la jornada cultural, quedarse en sus calabozos, que las horas se volvieran blancas y la soledad los terminara de estropear. A Gumaro, quien ansiaba ese día como las rocas esperan al mar, la sanción lo perturbó. Algo tenía que hacer. Pero, ¿qué? ¡Ya está! Hay que escribirle una carta al director. No mame, Gumarito, no van a mandar a la chingada. Ya verás que no, Luxon, hay que hacerla y diles a los demás para que ellos también pongan su nombre. ¿Y quién la va a escribir, Gumaro? Pos yo no, no sé; hazla tú, Luxon. Tantas letras juntas siempre doblaron a Gumaro. Pero emborronar su nombre sí podía, aunque le llevara tiempo. Tal vez por eso fue el último que firmó la carta.

48

Aquella vez, el director de Cultura del municipio, Edgar Hendricks Cauich, medio hermano del ex gobernador, visitó el penal para promover la lectura entre los reos. Centenares de libros serían repartidos para crear realidades paralelas y escaparse con las letras. A mitad de la jornada, un custodio llevó al director de la prisión la carta de la Fase 3, una simple hoja a rayas. Nunca se le olvidará a José Luis, por lo breve y por las palabras que utilizaron los reos: Estamos sumamente cozternados por no acistir al dominjo cultural. degenos estar aí. Con su dentadura reconstruida por amalgamas y algo de oro, José Luis le contó a Hendricks y le mostró la carta. Rieron. “Sácalos, sirve de que conozco al caníbal”.

—Así que tú eres Gumaro de Dios, el famosísimo caníbal —dijo Hendricks y le extendió la mano. —Sí, señor —y, por vez primera, lo sorprendió un rubor. Hendricks y el director entendieron: no removerían sambenitos que en ese instante lastimaban al joven. Hablaron del clima, de las instalaciones de la prisión y otras banalidades. Y ya cuando Gumaro se sintió en confianza, le preguntó a Hendricks: —¿De casualidad no trae un libro que me regale? —Claro. Mira, ten, éste te va a gustar —Hendricks sacó de una bolsa de tela El código Da Vinci. Gumaro lo vio y, en su ceguera ante las letras, no le sonó nada agradable. De estar ahí, quizá Dan Brown hubiese sentido abollado su ego. —¿No tiene por ahí un libro de poemas? Se lo cambio por éste. —¿Poemas? ¿A poco quieres leer poesía? —Sí. Dicen que los poemas hablan de amor y de la vida, ¿no? —Sí —y Hendricks le pidió a su asistente un libro de algún poeta. —Sólo traemos un poemario, señor —dijo el colaborador. —Ése está bien —y Hendricks se lo entregó a Gumaro. —Gracias. Gumaro caminó por todo el patio con el libro en la mano y sin abrirlo. Esperaría a estar en su celda para que Luxon le ayudara a leerlo. Mientras, se acercó a los stands y saludó amablemente a aquellos visitantes a quienes sólo les codiciaba una virtud: la libertad.

49

No es que muera de amor, muero de ti. Muero de ti, amor, de amor de ti, de urgencia mía de mi piel de ti, de mi alma, de ti y de mi boca y del insoportable que yo soy sin ti. Ése está más clarito, ¿no, Luxon? Pue parece que sí, Gumarito. A ver, síguele, viejo. Muero de ti y de mí, muero de ambos, de nosotros, de ese desgarrado, partido, me muero, te muero, lo morimos. Chale, viejo, ya se puso raro, ¿no? Te digo que la poesía tiene su chiste, hubiera agarrado el otro libro, yo vi cuando te lo dio el licenciado ése; el que no quisiste dicen que es una película que habla de Cristo o algo así y este bato del poeta ve tú a saber quién e. *** Cuando Luxon no podía leerle, Gumaro cogía el libro e intentaba deletrear los poemas de Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Salvador Novo, Pablo Neruda, López Velarde, Amado Nervo, Rosario Castellanos, Rubén Darío, José Gorostiza y, por supuesto, de Jaime Sabines, el que no moría de amor. Gumaro me diría después que sí entendió todo: “Venía el capítulo uno, el capítulo dos, el capítulo tres y varios artículos, lo leí completo. Hablaba de lo bonito del amor”. Quién sabe si aprendió que también el amor es egoísta y por eso insano. Nos morimos, amor, y nada hacemos sino morirnos más, hora tras hora, y escribirnos y hablarnos y morirnos.

PD: Hace poco le dije a Gumaro que devaneo significa delirio, desatino, distracción o desconcierto y también amor pasajero. Se río. No sé si fue una manera de agradecimiento o ingratitud.

50

Antes de que anochezca vas a estar muerto. Pero como todavía eso no ocurre, por lo pronto has decidido que tu amigo vaya a comprar un lata de thiner, de tintán dices tú. Quieres drogarte, descarriarte otra vez para que sigan cogiendo. Págalo tú, yo ya no traigo feria. Eso le ordenas y acata, se cubre con una playera y sale descalzo, disparado como bala perdida a aquella tiendita que tras bambalinas vende toda la droga que uno quiera, a la hora que sea. Entonces aprovechas su ausencia para calentarte algo de desayunar. Hay frijoles y algo de jamón barato. Espantas las moscas y te engulles todo, a sabiendas de que tu camarada se enojará: él compró los alimentos y bien te advirtió que no los tocaras porque te rompería la madre. No te importa. Quizá hasta te ríes de la barrabasada y supones que ya se le pasará. Ya ves, siempre que le haces el sexo oral, (becerrear dices tú), manda a la chingada todo y hasta termina por confesarte que lo enloquece la manera en que tienen sexo. Así ha sido desde hace unos meses, cuando lo conociste en El Petén, en una obra en construcción. Sabes sus puntos débiles y de ellos te vales. Te hechiza dominarlo. Si tan sólo supieras que hoy no te va a perdonar, que tú serás el fiambre, que ahora mismo en la tiendita piensa en cómo ponerte un alto. Ya me cansé que me agarres de pendejo; yo qué tengo que venir a comprar el tintán si ni me gusta tanto… yo prefiero la motita o el chemo. Eso cavila, mientras tú te mofas de él en la palapa que sabrá Dios quién construyó en medio de la selva, pero que desde hace días es de ustedes. Tengo hambre. Eso te dice en cuanto regresa con el tintán en las manos. Tú no quieres que se dé cuenta de que ya no hay comida, y por eso lo abrazas, le besas el pecho y vas bajando la lengua hasta llegar a su miembro. Excitados, abres la lata del solvente y lo compartes con tu compañero. —No, yo ahí tengo motita. —No seas culo, métele al tintán.

51

—Está bien, para que veas que soy parejo le voy a dar unos pulmonazos. Entonces miras que tu compa no sólo inhala, también se lo bebe rebajado con agua y otro tanto se lo embadurna en la cabeza y los testículos. Estoy curándome para que no pase nada. Eso te cuenta y le pides que te penetre de una vez por todas. ¡Cógeme! Se muerden. Se masturban. Se dicen cosas. Cambian papeles: ahora tú eres el activo y él el pasivo, aunque refunfuña. Terminan bañados en sudor, exhaustos. Y a dormir sobre los camastros blancos de plástico, donde han tendido unos trapos parientes lejanos de las cobijas. Roncas. Luego unos gritos te sacan a patadas del sueño: —¡Te tragaste la comida, cabrón! —Tenía hambre, güey, agarra la onda. —¡No mames, ya no tengo dinero, ya se acabó lo que le robé al turista ése, no mames! —Oh, al rato vamos a robar un cantón, ya le eché ojo a uno, cálmate y volvamos a coger. —No, bato, mejor saca la pistola que dices que tienes, para venderla, fumárnosla y comérnosla. —La neta, la neta, no tengo ninguna pistola, era puro choro. Hay un silencio tan espeso que quizá escuchas cómo bufa. Quiere darte el indulto no porque cojan como demonios, sino porque tú también le has dicho que fuiste soldado —cosa que tal vez es mentira— y a él le enseñaron que entre la tropa hay que tenerse misericordia, porque son igual de perdedores. Está bueno, becerréame otro rato para que se me olvide. Eso te dice, y ahora te toca someterte a sus fantasías. No sabes que tu amigo, vagabundo como tú, se ha dicho para sí que él es más cabrón y que las pagarás caro. Por ahora, hazlo tuyo, provócale un orgasmo irrecuperable. Porque será el último.

—Oye, cabrón, ¿y los 500 pesos que te di para que compraras el crack? se acuerda tu amigo después de eyacular. —Me los chingué, bato, me los chingué con una turista que me culié. No mames, págame el billete. —No tengo, güey, pero al rato asaltamos a alguien, aliviánate. Te levantas burlándote de él y su perplejidad. Ya ni la chingas. Ahora sí tu compa está cabreado. No es porque se sienta despechado o algo así; le importa un bledo con quién te acuestes. Es porque en uno de esos resortes psicológicos, en una de esas lagunas a donde lo ha arrastrado 52

el thiner, se le aparece el Rambito y cree que tú, Pelón, eres de esa misma calaña que tanto lo saca de quicio. Ya te perdonó todo. Esto no. En mala hora te le has figurado en el Rambito, aquel bato que macheteó en Majahual. Tú qué ibas a saber que ya te sentenció. Te voy a ejecutar hijo de la chingada. Eso le aletea en la mente a tu amigo y no hay nada que lo convenza de lo contrario. Ni cuenta te das de que sale de la palapa y toma un corpulento cable que podría adiestrar a cualquier bestia. Tú estás aspirando más tintán, esmerándote en ponerte lo suficientemente imbécil. De pronto sientes un golpe en la cabeza. Crees que un rayo acaba de arrancarte medio cerebro, pero luego, afuera de tus alucinaciones, comprendes que no, que tu pareja quiere mandarte al infierno. ¡Cálmate, güey! Huyes de la palapa como puedes. Vas tan estúpido por el tintán que el miedo te hace tropezar en el montón de basura. Te hundes y cuando tratas de resurgir, te entierra el cable en los pies, en el estómago y en la cara. Sí que han de doler porque drogado los trastazos sueles compararlos con soplidos, y con éstos hasta crees que la piel te la está descerrajando. Sacas fuerza quién sabe de dónde y corres, corres. Ni siquiera te das cuenta de que vas sangrando de la frente ni de que te has orinado. Volteas y te dices que lograste perderlo, que saliste vivo de la historia. Te equivocas: está atrás de ti como ruidoso advenimiento. Conoce más los vericuetos que tú, y otra vez el cable te recuerda lo frágil que eres en este instante, te revienta la boca. Ahora te arrastra de los cabellos y sientes cómo te chilla la cabeza. Intentas amarrarte a la tierra, pero tus pies descalzos se resbalan. Por eso gritas de una manera tan lastimera como si quisieras que hasta los muertos te escucharan. Y un puñetazo te atora las palabras. Luego sientes más golpes y te desmayas, quedas ahí como el que tira sus ropas en la playa. De seguro ya sabes lo terrible que es estar convencido de que te van a matar.

Abres los ojos y estás colgado de los pies, con la cabeza torcida sobre el piso. Tu mundo sí que está al revés. El mismo cable con el que te dio una paliza sirve ahora para que parezcas iguanita, como él te dice. Ya es de noche. Las horas se han deformado tanto que ni siquiera supiste cómo te rajó el cuello. Lo hizo con un trinche, cerca de la yugular. —¡Bájame y te regreso lo de tu crack! —No, no me vas a pagar, cabrón. —¡Te juro que sí! Lo que pasa es que me fumé el dinero con unos amigos. 53

—Pos ahora tus amigos no te van a salvar la vida: te voy a matar, cabrón. —¡No, no vayas a hacer eso! ¡Poli, poli! —Cuál auxilio, cabrón, aquí no hay auxilio y ya cállate. No lo haces. Tienes la esperanza de que alguien aparezca y detengan a tu compañero, tu pareja con la que robas y vas a las callejuelas de Playa del Carmen a ligar turistas de media estrella. —¡Estás loco, Gumaro, estás loco! —Sí, lo estoy y ahorita te lo voy a enseñar. Quién sabe qué sentiste, pero lo que de pronto te aplastó la cabeza fue un block de concreto que Gumaro trajo del basurero. Te estalló medio cráneo. Te volviste espagueti. Te moriste, compa. Uno mata lo que ama. Tienen razón los poetas: la vida y la muerte no son mundos contrarios.

54

Llegó todavía con los cabellos húmedos, desmadejado y sin rasurar. Venía con desenvoltura. Le tendí la mano. Ardía, como si tuviera fiebre. Luego me abrazó: —¡Amigo! Qué bueno que regresastes, hoy sí tengo necesidad de hablar, ya ves que la otra vez me estaban chingando los nervios —dijo desde un pálido pasado y apartó su cuerpo de armazón sólido. —Vengo a entrevistarte para la televisión, para el Canal 22, ¿puedo? —Simón, para eso somos amigos, ¿no? Mientras razonaba que mi nuevo amigo era un espectro demasiado poderoso e imposible de aplacar, él, entusiasmado, dejó que mi colega Ernesto Cisneros le colocara el micrófono por debajo de la playera color caqui y le sujetara otro aparato en los jeans de ínfima calidad. Obedeció en las pruebas de sonido, cantó quién sabe qué y terminó por repantigarse atrás del escritorio del director. “Como que yo debería de ser aquí el chingón, ¿no?”, me dijo y arrojó una de sus sonrisas insípidas. Nos fumamos un cigarro y empezó la entrevista. —Sólo para el registro: ¿cómo te llamas? —Gumaro de Dios Arias. Yo hubiera querido que me llamaran Bagdel, ese nombre se le ocurrió a mi mamá cuando yo estaba tiernito, pero mi papá quiso que me pusieran Gumaro. Por eso me llamo así. En los libros hurgaría después si Bagdel era un nombre de lo único que me sonó: de un ángel, un arcángel o un demonio. Nada. Hace poco Gumaro me dijo que lo había arrancado de uno de sus trayectos en crack. —¿Por qué estás en la cárcel? —Ah, por homicidio. Maté a un bato y luego me lo comí. Así como lo oyen: me lo comí. Supuse que sólo le faltó decir que hasta los perros le tenían miedo. Con una de esas miradas que arrojan los cínicos, Gumaro volteó hacia la cámara. Se quedó callado para que lo observáramos bien. Creo que entonces Ernesto concluyó que a quien íbamos a entrevistar, en efecto, era

55

un ser tan complejo, con demasiados laberintos, que terminaría por aniquilarnos de estupor.

—¿El poder es importante para ti? —A todos les gusta ser poderosos, ¿no? —y con los pies descalzos aplastó el cigarro en el suelo hasta que la colilla quedó convertida en un gusano amorfo. —¿Por eso mataste al Pelón? ¿Por poder? —No, no. Con él no sentí nada de eso. Con él sentí alegría porque fue como matar a un pollo y porque me debía un billete; se lo merecía el cabrón. Así, alegre, estoy porque aquí me trajeron por homicidio. —¿Te hace sentir bien ser un homicida? —Sí, acá la banda del penal dice: ese bato viene por muerte y hay que tenerle cuidado. Los otros son raterillos, valen madre. —Un día serás viejo, te quedarás chimuelo y ya nadie te tendrá miedo. ¿Qué vas a hacer? —Pos nada, ya ni pedo. Pero mientras pueda, lo haré. —¿Te gusta provocar miedo? —Sí, hasta estoy en una celda para mi solito. Así se aleja el peligro. —El peligro para ellos. —No, para mí. Ahorita donde estoy hay mucho bato que está loco. Uno ni sabe lo que puedan hacer. —¿Tú estás loco? —Sí, estoy muy loco. Bueno, no mero loco, medio, medio. Me duelen los pies, me pulsa el corazón y me duele mucho la cabeza. No sé por qué. A lo mejor por los golpes que me ha dado la vida. Un tráiler me tumbó y puede que por eso quedé medio loco, ¿no? Y Gumaro se golpeó la cabeza, como si eso le ayudara a extirpar todos los demonios que habitaban en ella. Porque, en sus propias palabras, el accidente con el tráiler le pegó un susto de muerte y le dejó sombras que ni la luz ha podido desbaratar. Hasta hace poco, Guillermo Bermúdez —el colega que fue el cirujano editorial de este texto— me comentó que la presencia de tumores o lesiones accidentales que destruyen regiones específicas del cerebro humano se relacionan con comportamientos agresivos. Por Guillermo supe que uno de los más célebres casos es el del estadounidense Phineas P. Gage, un musculoso capataz de la línea ferroviaria Rutland and Burlington Railroad que en 1848 sufrió un tremendo accidente: su cráneo fue perforado por una barreta de fierro. Al recuperarse, Gage no tenía ninguna disfunción ni en sus movimientos ni en sus percepciones sensoriales, todo funcionaba

56

normalmente. Al tiempo, su carácter alegre y amigable desvarió. Se volvió violento, incapaz de relacionarse con los demás. Algunos científicos han planteado la correlación entre el comportamiento criminal y algunos defectos en los lóbulos frontales y temporales, así como otras estructuras del cerebro. Quizá valdría la pena someter a Gumaro a una exploración neurológica.

El mundo interior de Gumaro guardaba muchos sonidos y visiones. Dijo que en las noches la oscuridad le picaba entre sus párpados, y que entre la duermevela agitada escuchaba lloriqueos, toda una tromba ensordecedora. —Nada más oigo chi, chi, chi... Es como un grillo. Por eso quiero que me lleven a un psiquiatra. Eso es lo que quiere mi cabeza —gimió en tono ronco y alzó las manos. No sé la causa, pero de pronto creí que Gumaro tenía diez ojos que relumbraban. —¿Tienes alguna idea de quién o qué son esos chillidos? —Sí, son de los batos que he quebrado. No me dejan en paz, se me aparentan seguido, chirrían, están sufriendo. Y por más medicina que me dan no se largan. —Además de llorar, ¿te dicen algo? —Sí. Dicen que van a venir por mí. Entonces los mando a chingar a su madre. Les digo que se me aparenten para madrearnos de una vez y ya dejen de joder. Pero no salen, como que tienen miedo o qué sé yo. —¿Qué más oyes? —Pos lo que todos oímos, al mundo que se muere. —¿Y cómo es eso? —Pos no sé. Yo nomás oigo que el mundo se va a acabar, quién sabe cómo. Pero yo no le tengo miedo a la muerte… De todos modos le rezo a Dios para que me perdone, porque ya no quiero ser pasado de verga. Porque ya la neta, la neta, sí le tengo miedo a la muerte. Por eso no aguanto los ruidos. Si luego hasta siento que están cortándome todo el cuerpo. Quiero que sea de día para que no sufra en la noche. ¿Hay forma de que no se haga de noche? —No. —¿Entonces voy a seguir sufriendo? —Creo que sí. —Mmm… Pos le voy a seguir rezando a Dios. —¿Crees mucho en él, verdad? —Mucho, mucho. —¿Y si es tanta tu fe, por qué has matado a la gente? 57

—Porque ahí no he pensado en Dios. Aquí me han dicho que Dios castiga a los homicidas. Por eso le rezo todas las noches, pa’que no me la deje caer. ¿Tú crees que con eso la libre? —No soy religioso. —Deberías, amigo. Ayuda mucho para reconciliarte. —¿Tú ya estás arrepentido? —La verdad no. De nada. Ya las cosas están hechas. —¿Les serviría de algo a tus padres que te arrepintieras? —No sé lo que puedan pensar. Levantó los hombros como a quien no le importa. Lo extraño es que Gumaro también entró en una especie de vértigo inmóvil. No lo dijo, pero su lenguaje corporal hablaba de que muy adentro se avergonzaba por haberle fallado a sus padres. —¿Si pudieras, le ahorrarías esta angustia a tu familia? —Ya no se puede, el bato las debía. Me siento mal por mis hermanas, por mis papás, pero éstas son cosas de la vida que pasan, aunque no entiendo por qué. Le pregunté a Gumaro si llegó a creer que nunca iban a atraparlo. He leído que algunos de estos personajes gozan con los descuidos de la policía, y se convencen más de que la librarán cuando triunfan momentáneamente, cuando desarrollan una actitud de omnipotencia al matar. Pero esa actitud, a la larga, los vuelve imprudentes. —No, yo mismo decía que me iba a entregar. —¿Y eso? —Los chirridos no me dejaban, jodían mucho, me hablaban. Hasta del pinche desespero quise aventarme para que me aplastara un camión. Además pensaba que no podía regresar a Cárdenas, porque allá hice mucho mal, mucho mal. Leo a Ressler: El mal es lo que nos impide ser plenamente humanos, en el sentido normativo del término, es decir: accesibles a la razón (cuando somos capaces), o a la compasión (cuando la razón es insuficiente). —¿De dónde sacaste tanta violencia? —No sé, por eso necesito a un doctor que vea mi cabeza, pa’que él sepa lo que me afecta. —¿Te has puesto a pensar que matar no es normal? —¿Será que no es? —Pues todavía no imagino a todos matando para seguir matando, salvo en el narcotráfico.

58

—Quién sabe cómo está la cosa. Yo tengo valentía y por eso me vale verga todo. Gumaro encendió el enésimo cigarro. Luego pidió agua para su garganta asperosa y volvió a la imaginación más libre, ésa que no se deja engañar ni por sí misma. —Ahora que salga de aquí, curado de mi cabeza, voy a tener familia. Quiero casarme, tener hijos. ¿Tú tienes hijos? —No. —Dicen que es chido. Quise decirle que por más esfuerzo que hacía, en ese instante no lo veía de esposo ni de padre. No lo contradije porque quién diablos era yo para demoler esperanzas. —¿Cómo crees que sería tu familia? —Como la de todos, normal. Pero primero debo encontrar trabajo. Yo creo que cuando salga me voy a meter a chambear a otra obra. —Te escucho y veo en ti un convencimiento total de que vas a salir, pero ¿y si te quedas toda tu vida encerrado? —No, eso no va a pasar. Si me dan condena, me cae de madre que voy a meter un machete al penal porque necesito mandar a alguien al infierno. Ya ves que estoy idiota. Pero voy a salir. Necesito de una vieja, sino uno se vuelve maricón con tanto hombre. Quiero estar libre. —A más de uno le daría miedo que estuvieras suelto, te lo debo confesar. —¿Será? Aquí adentro sí me importa que me tengan miedo, pero allá afuera no, es otra cosa. —Tienes el estigma de un caníbal. —¿El qué? —La marca. Tú mismo la has difundido. Te enorgullece. —Sí, y no me arrepiento. —¿Entonces cómo piensas no dar miedo afuera? —Pos es lo que no entiendo. Pero ahorita es mejor que esté aquí, ¿verdad? Porque si no allá afuera estaría robando y ya llevaría a otro muertito. Andaría bien drogado. Me fui acostumbrando a que sus respuestas se precipitaran hacia arriba y hacia abajo o que llevaran a puertas que daban al vacío. Nunca intenté decirle que contestaba como si fuese un columpio que sube, se mantiene y luego cae inesperadamente, para subir de nuevo. —¿Por qué te gustan las drogas? —Pos mira: la motita me relaja, me pone conocimiento. Con la coca me entra un desespero muy cabrón. Y con el tintán me da por seguir jalando y jalando pulmonazos. Aquí en la cárcel quiero tirar la mota, que yo la controle. ¿Cómo ve, director?

59

Gumaro miró a René Torres, como buscando su complicidad. El director fue contundente: Ni lo pienses. —No aguanta nada —me dijo—. Pero yo quiero ser el patrón del penal, mandar a todos. Creo que nomás así no me amargaría si me dan condena. —Pero dices que estás seguro de salir. —Por eso quiero que me sentencien rápido, para saber de una vez qué voy a hacer. —Supongamos que obtienes tu libertad. ¿Qué harías? —Trabajar y casarme, ya te dije. Tengo ganas de eso, de chambear para cargar block, de andar en las obras y agarrar vieja. —Y ahora supongamos que te quedas encerrado para siempre. —Pos aquí pagaría todo lo que he hecho, hasta estaría dispuesto a morir. Pero también le rezaría a Dios para que caiga un bato que me la hizo allá afuera y me debe un dinero. El día que caiga esa víctima dejo de llamarme Gumaro si no me la quiebro. —La otra vez que hablamos me dijiste que le traías ganas a alguien de aquí del penal, que te calentaba la sangre. ¿Qué ha pasado? —Ya lo volví mi amigo. Ahora me lo quiero coger, lo quiero volver maricón. Y Gumaro llevó sus manos a su miembro como para decir, qué paradoja, lo macho que era. —Te lo voy a preguntar crudamente: ¿tienes muchos güevos? —Muchos. Tantos que estoy viendo la forma de cómo irme de esta pinche cárcel. Y sí que lo puedo hacer. Allá en Cárdenas, cuando estuve preso por robar una grabadora y cinco camisas, estuve a punto de saltarme, pero me dejaron libre y ya no pude. Qué mal pedo. La verdad sí quería intentarlo. *** Hasta entonces había evitado que Gumaro hablara sobre cómo se tragó al Pelón. No me interesaban esos detalles. Con su declaración ministerial bastaba. Las mil 273 palabras que utilizó, sin embozo alguno, en su confesión eran suficientes para imantar el insomnio toda el día. Así hubiese quedado, con el recuerdo de aquellas hojas que empezaron a redactarse a las tres de la tarde del 15 de diciembre de 2004 y terminaron una hora después. Pero Gumaro estaba ansioso de repetir su proeza, de contar lo que nunca en vida yo ansiaba escuchar. Si me lo hubieras pedido la otra vez que viniste no te cuento nada, compa. No, Gumaro, así déjalo, ya sé de qué eres capaz. Ándale, tienes que oírme, saber lo que pasó. Conozco la historia, por eso estoy aquí. Bueno, entonces te platico, así, de amigos. Y lo escuché, mientras me palpaba con sus pupilas y fumaba en su estilo empedernido. 60

Después

del block que le estrellé en la cabeza ya no respondió. Se desangró el bato. Yo miré la sangre cómo le escurría. Entonces lo agarré para boxear, era como el costal, pum, pum. Ya sabes, ¿no? Pum, pum, izquierda, derecha. Luego se me ocurrió desollarle la barriga. Fui por un trinche y que se lo encajo. Shoc, shoc. No le entraba, estaba como muy duro. Ya lueguito, como que se ablandó la carne y lo pude apuñalar. Así lo tuve esa noche. Luego lo bajé y me dormí con él. Le di muchos pulmonazos al tintán y fumé mucha motita. Yo creo que por eso se me aparentó un cofre de oro y plata en una hamaca que teníamos. Era como un tesoro. Fui por él, pero desapareció. Terminé rompiendo la pinche hamaca porque sólo me ilusionó. También salió un pescado grandísimo volando y un tecolote que hablaba y veía muy feo, con odio, con ganas de convertirse en un bato para ponernos en la madre. Fueron muchas visiones. Me levanté y lo amarré otra vez con ese cable de luz, que había traído del Mayan Palace. Y boxeaba con él, le daba sus guantazos. Pum, pum, izquierda, derecha. Ya no decía nada. Yo pensé que todavía vivía, pero no. Quién sabe a qué hora se fue de la vida el culero. El caso es que así lo tuve todo el día. Ya en la noche fue cuando se me ocurrió comérmelo. Busqué una espátula y con eso le raspé la panza. Quería sacarle el mondongo, así como el ganado, pero no tenía. Como una vez en la cárcel de Cárdenas dieron mondongo y me dijeron que era de ser humano, pos pensé que el bato iba a tener. Y no. Ahí fue que me dio un canibalismo… ¿Te fijas? Ya estoy agarrando la viada: me dio un canibalismo. Como vi que no tenía mondongo me agüité. Entonces lo descuarticé más para que le saliera la grasita y hacerme un caldito. Mientras se vaciaba, decidí cortarle un pedazo de pierna y lo puse a cocer. Hice unas tortillas y quise comerme el trozo, pero estaba muy correoso. Por eso mejor le corté otro chingadazo y lo colgué para que se secara. Ese día ya no pude dormir bien. Pensaba que el bato se iba a despertar y me iba a hacer algo. Por eso le decía a mi pensamiento: No Gumaro, si cierras los ojos este cabrón te va a ganar, no te duermas, no te duermas. Y no dormí. Hasta el otro día, cuando fui a comprar chiles, limones y cebollas, pude comerme el pedazo de pierna y unas costillas que le arranqué. Yo dije

61

que sabía a borrego, pero ahora creo que el humano sabe como a pollo. ¿Has probado el pollo? Pos a eso sabe, sí, me cae de madre que sí. ¿Y luego qué crees que pasó? Me transformé. Neta. Me volví otra persona, como un gigante. Bien loco, pero es la verdad. Ya no era prieto sino güerito, y yo creo que medía como diez metros, llegaba hasta el cielo y tenía las piernas flacas, flacas. En mi loquera, decía que me iba a casar con una gringa. Me cae que aluciné muy cabrón. Creo que ese día fue cuando se apareció la Parca, un bato que trabaja de pintor, pero le da sus pulmonazos al tintán de la pintura. Me le quedé viendo y le ofrecí comida, pero no dijo nada. Nomás vio al finado y salió corriendo. Yo me quedé con mi risa y seguí comiendo. Ni por aquí me pasó que iba a ir de pinche hocicón con la ley. Después tiré un caldo que había hecho con las costillas, porque ya estaba apestoso. Pero las costillas las puse en la parrilla para comérmelas asadas. Antes de que amaneciera se me ocurrió sacarle todo lo de adentro: el corazón, el bofe, los riñones y el hígado. Y con la grasita puse a las brasas las costillitas. Estaban bien ricas. En serio, no te estoy engañando. Si yo no sé por qué les asusta. Quise comerme los dos riñones, pero como a uno le cayó una mosca ya no pude, me dio asco y mejor lo tiré. Lo mismo le pasó a un testículo: se mosqueó y ya no le entré. Lo dejé por ahí. Total, yo pensaba que tenía carne para quince días y podía tirar lo que quisiera. Mi curiosidad era saber qué se sentía comerme el cerebro, y hasta pensé en guardar sus huesos para hacer trabajos de carpintería. Imaginé que cuando los gusanos se tragaran la carne apestosa del bato, me quedaría con el esqueleto para eso de la carpintería. La bronca fue que los nervios ya me hablaban mucho y me drogué para relajarme. Por eso me quedé dormido junto al finado. Ya no sé qué soñé, pero creo que no fueron cosas feas porque dormí mucho. Cuando desperté me había caído la voladora. Y aquí estoy, preso, pero hablando con mi amigo, y eso me hace sentir bien. ¿A ti no? *** No le respondí, pero sabía que no, a mí no me había hecho nada bien el haber contado su paraíso visceral. Al escucharlo pensé en el Pelón y su último combate perdido del vivir, en ese cuerpo obediente que no le resultaba a Gumaro un desperdicio, en que la historia bien podría engendrar obras de ficción, en los huesos aserrados, en el amasijo de carne que sobresalía del cuello y no parecía una cabeza cuando fue aplastado con el block de concreto, en el estómago raspado por la espátula y Gumaro pensando: “¿será un rico asado?”. 62

A Ernesto, el camarógrafo, también lo bombardearon escalofríos. Ni a él ni a mí se nos despegaba de los oídos la petulante voz de Gumaro. Cada quien conservó un número indeterminado de demonios. Y a ambos nos quedó claro que no queríamos de vuelta esas imágenes, que las meteríamos en el ático para que se hicieran viejas. Tal vez por eso la entrevista que se transmitió en el Canal 22 fue menos grotesca. Hoy, esos recuerdos, los he desempolvado por última vez. Por última vez.

63

Yo no creo que Gumaro lo haya matado solito. Se los he dicho a mis hermanas y ellas me dicen: Pero Rosa, ya lo confesó. Entonces me entra una como angustia porque algo me dice que yo tengo la verdad. Gumaro no pudo solo, ¿de dónde iba a sacar tantas fuerzas? Ni modo que el difunto no se haya defendido. ¿O a poco cuando a uno le tiran a matar se deja? ¡Claro que no! Se me figura que eran muchos y que mi hermano, por tonto, pagó toda la culpa. Si hasta le pregunté: Gumaro, dime si había más gentes contigo. Y dijo que no se acordaba, estaba muy mareado como para entender todos los pensamientos. Yo creo que le inventaron la muerte y Gumaro se la creyó porque está mal de la cabeza. Eso me da coraje, porque de hombre a hombre no te dejas, te defiendes. Sólo cuando son muchos ya no puedes hacer nada, salvo encomendarte a Dios. No sé, pero yo me he puesto a tontear solita que él no fue. ¿Lo de comérselo? Pos tampoco lo creo capaz. Las gentes no son para masticar, para eso están los animales. Yo creo que eso también es mentira. A lo mejor los otros que estaban con él lo hicieron de malhoras. Es más, ni en la cabeza me cabe que él mismo se lo haya querido tragar solito.

64

Tenía

días de que la medicina no había llegado de Mérida. Y la Risperidona, para Gumaro, era indispensable: el miligramo diario de solución oral, le dijo el médico Godoy por julio de 2006, ayudaría a apaciguar la esquizofrenia, los delirios, las alucinaciones y las hostilidades del pensamiento. Con eso, se le aseguró, el mundo sería diferente. Hasta entonces todo había ido bien: Gumaro había volcado parte de su energía en elaborar hamacas tamaño miniatura. Y las empezó a vender. No eran obras de arte, pero el que estuvieran hechas por el caníbal ejercían cierta fascinación sobre la gente. José Luis Hernández, el director, llegó a comprarle varias y a deberle otro tanto. Me dijo que a sus amigos les ganaba el morbo de tener una hamaquita y presumir que era de aquel hombre a quien todos le tenían terror. Para que Gumaro aceptara tomar la medicina debieron pasar unas semanas. Él creía que en realidad con esas gotas sería víctima de alguna superchería que, poco a poco, lo convertiría en un espíritu. “No, Gumaro, es por tu bien”, le decía el doctor Godoy, con su cara redonda y su bigote pastoso, mientras el paciente, esposado y amarrado a una silla como animal, escupía el medicamento. Un día, sin embargo, el médico pidió que no lo ataran. Gumaro engarrotó las mandíbulas y las manos. Hasta le lanzó a Godoy una mirada que parecía una hélice que revolvía todo. El doctor se acercó con el gotero y dijo: “A ver, niño bonito, saca la lengua”. Aquello fue como un navajazo para Gumaro. Se volvió de goma. Sin complicaciones abrió la bocaza y se tomó la Risperidona. El niño bonito tal vez fue todo lo que tuvo en su vida y lo venció. Después de eso, todo marchó bien: Gumaro sostenía conversaciones sin bifurcarse en fantasías, hacía ejercicio, dormía sin pesadumbres y tejía sus hamacas. Entonces faltaron las dosis.

65

La noche del domingo 22 de octubre de 2006, cuando la jornada cultural había terminado, el comandante Anguiano irrumpió con estruendo y le dijo al director Hernández: —¿Qué cree que acaba de hacer el cabrón de Gumaro? ¡Se quitó un pedazo de oreja! —¡No la chingues! José Luis se levantó bruscamente de la silla y como un vendaval corrió hasta la celda de Gumaro. —¿Y con qué lo hizo? —No sé, director, Wicab está con él. El custodio Wicab, para entonces, trataba de que Gumaro le platicara por qué se había arrancado el lóbulo izquierdo de un solo tirón. —Tranquilo, Wicab. No te saques de onda, es que tenía un grano y me lo quité con la navajita que uso para las hamacas. —¡Dame la navaja! —¡Aquí está, aquí está! Te digo que no hay bronca. En eso se presentó José Luis. —¿Qué pasó, Gumaro? ¿Qué te hiciste? —Nada, nada —el reo lanzó una sonrisa algo imbécil. —¿Cómo que nada? Mira nomás, te está sangrando la oreja. ¿Dónde está el pedazo? —Aquí. Gumaro abrió la boca y se lo mostró a todos. Estaba masticándolo. Todavía dijo que extrañaba el sabor de la carne. Eso me lo contaría José Luis. Ante la ausencia del médico, Gumaro fue llevado a una clínica de Playa del Carmen. La receta 16790 dice que recibió curación y se le dio naproxeno, para el dolor, y 16 cápsulas de ciprofloxaceno, para la infección. La Risperidona llegó al día siguiente, el lunes, y nunca volvió a faltar. *** José Luis, con su manera tan dicharachera de contar las historias (también es el cronista vitalicio de Playa del Carmen), me platicó que cuando regresaron al penal Gumaro le decía: direc, no se saque de onda, nomás fue un pedacito, tenía un barro. Sí, cabrón, un pedacito que ya puso a todos a temblar aquí; ya le tuve que hablar al gobernador y al alcalde. ¿Qué no ves que eres el preso del que todo mundo está al tanto? ¿A poco sí, direc? Sí, si te pasa algo yo soy el responsable. ¿Y usted por qué? Porque soy el director, porque la prensa está al pendiente de ti. Huy, qué chingón, ¿no, direc? Soy importante.

66

Aquello tenía que acabar. José Luis preguntó al juez sobre el futuro de Gumaro. Le parecía tedioso que si los estudios psiquiátricos estaban en el expediente desde hacía meses, ¿por qué no había una sentencia? Abraham Loeza Ortiz, el juez, le contestó que era un caso complicado y prefería pedir una segunda opinión. Ese estudio llegó el 28 de noviembre de 2006. Fue la doctora María Elena Carranza, del DIF Solidaridad, la encargada de verle la máscara a Gumaro y concluir que sí era un enfermo mental, aunque a veces pareciera estar en su sano juicio y racionalizara su conducta. Gumaro, como siempre hacía frente a los médicos, tuvo una actuación llena de improvisaciones: Entre las novedades, le dijo que su familia estaba rota, disfuncional. Su padre lo había maltratado. En la escuela lo rechazaban mucho, le pegaban sus compañeros y los maestros. Desde niño molestaba a los animales y le gustaba verlos morir. Necesitaba dinero para sentirse importante. No se acordaba bien en dónde había nacido, pero que desde primero de secundaria probó la mariguana y se volvió un ladrón. En su colección de amores había muchas mujeres casadas que lo mantenían. Le daba miedo la oscuridad porque se le aparecía un güero con un cuchillo. Y que muchas veces se había querido suicidar. Escribiría la psicóloga: Tiene conducta antisocial. Fallos de juicio. Egocentrismo patológico. Incapacidad para el afecto. Conducta fantasiosa. Pérdida específica del insight (problema para ponerse en el lugar de otro). Evasivo. Y trastorno en sus relaciones interpersonales. Su diagnóstico coincidiría con el anterior: esquizofrenia paranoide.

67

Por alguna razón, el estudio no convenció al juez. Por lo que sabe José Luis, Loeza no quería cometer ningún error, le preocupaba ser preciso como un bisturí. A veces le parecía que Gumaro fingía infiernos. Otras, no tenía dudas de que el joven era algo peor que el desprecio. José Luis le comentó a Gumaro las dudas del juez. Por eso se alarga la sentencia, Gumaro. Pero si ya dijeron que estoy loco, direc. Pues sí, pero quiere estar seguro de qué es lo mejor para ti. Gumaro. Lo mejor es que ya me den sentencia y me vaya a mi casa. Habrá que esperar, Gumaro, y personalmente creo que te estás haciendo el loco. No, ¿cómo cree? Sí estoy loco, direc. He escuchado que alguien te ha aconsejado que sigas en tu papel de loco para que libres muchos años por homicidio, pero creo que sólo estás complicando las cosas. No, no, nadien me ha dado esos consejos, direc, y la voy a librar, ya verá. Cuando terminó la plática, Gumaro pidió a su compañero Luxon que le escribiera una carta al juez. Y en un pedazo de papel mordisqueado quedó el mensaje: nesesito ablar con usted jues. At: el caníval. José Luis entregó la hoja al juez, y a éste no le quedó duda: necesitaba con urgencia el otro estudio. *** Ese día, el juez Loeza haría un oficio pidiéndole al doctor Enrique Avilés Aceves, presidente de la Asociación Quintanarroense de Psiquiatría, que le diera el nombre de tres especialistas para la evaluación médica de Gumaro. De ella, escribió, dependía la imputabilidad legal.

68

Yo digo que Gumaro no estaba loco, más bien era un manipulador. Sabía con qué tipo de personas podía interpretar al hombre desquiciado y con quién comportarse. (Eso me dijo José Luis, el director, mientras en su oficina masticaba el alambre de pollo que había preparado la cocinera del penal). Gumaro se hacía güey. Ésa es mi conclusión, Alejandro. Porque un loco, creo yo, pierde la noción de espacio, de persona, de tiempo. Y él no. Él bien sabía lo que ocurría a su alrededor. Sabía cómo asustar a los reos, cómo pedirle la comida a Lupita, cómo decirme que le comprara hilo para las hamacas. Tenía todo claro. Fíjate, me hice amigo de sus hermanas y ellas hablaban una vez a la semana a mi celular para que les comunicara con Gumaro. Entonces, allá venía el amigo a contestar y se agarraba su media hora para platicar aquí frente a mi oficina. Como me quedaba a su lado, nunca le escuché decir incoherencias. Preguntaba por sus padres, por sus demás hermanas; hablaban del rancho, de fulanito y zutano, de sus días en la cárcel. Todo con gran naturalidad. Hasta le daba tristeza despedirse. Y yo iba otra vez a hojear el expediente. Quería encontrar algo para atrapar a Gumaro, pero nunca lo hallé. Es muy listo y tiene suerte. Es de esos cabrones que, aunque no hayan estudiado, comprenden el abc de la vida y del crimen. El último psiquiatra que lo vio hizo un diagnóstico extraño. Es digno de ser contado.

Carlos Coronel Caballero fue el psiquiatra que tuvo en sus manos la posibilidad de darle al juez los elementos para la imputabilidad de Gumaro. Aquella vez del estudio, a mediados de noviembre de 2006, Gumaro estaba tejiendo hamacas. De barrote a barrote, tendía la malla y anudaba los hilos blancos y verdes. Esa vez sólo terminaría una, porque pensaba acabar algunas carteras que elaboraba con envolturas de frituras. Ambos objetos los vendía a veinte pesos.

69

En eso andaba Gumaro cuando llegó un custodio y le ordenó que lo acompañara: Te quiere ver el doctor. ¿Para qué, compa? No sé, a mí me dijeron que te llevara, ándale, güey. Por intuición o porque en verdad tenía frío en aquel algodonoso ambiente, Gumaro se puso una sudadera con gorro que tiempo atrás una de sus hermanas le regaló (también le obsequió unos zapatos, pero no le quedaron; por eso seguía descalzo en la prisión). Así llegó al examen médico, previo a la evaluación psiquiátrica. El director creyó necesario no avisarle sobre el estudio para evitar un comportamiento ensayado. “Es un chequeo de rutina, Gumaro”, le dijo el médico Rodríguez Rosado, y el paciente aceptó sin contratiempos. Su presión arterial fue de 130/70, la frecuencia respiratoria de 20, y la cardiaca de 72. Aliento normal. Coordinación motriz estable. Pupilas sin alteraciones. Y su velocidad de movimientos en niveles aceptables. Como le dijo el doctor a Gumaro: “al puro tiro”. Entonces le pidieron que fuera a la oficina del director, que ahí lo estaba esperando otro médico. Lo llevaron. En el trayecto, Gumaro le pidió a un reo un sombrero de paja y además se puso la gorra de la sudadera. Cualquiera que fuera la sorpresa que le aguardaba, él sería más asombroso. Así fue: Coronel se desconcertó al verlo vestido de esa forma tan estrafalaria. Luego se presentó y explicó a Gumaro de qué se trataba el asunto: necesitaba hablar con él para reconstruir con precisión su personalidad y sus actos. No le contestó al médico. Lo que hizo fue esconder la mitad de su rostro debajo del sombrero y la cachucha. Gumaro estaba listo, a su manera. —Aquí dices que te llamas Gumaro de Dios Arias y que estás por cumplir veintinueve años, ¿es correcto? —No sé. —¿Cómo que no sabes? —No. Me llamaba de otra forma, pero quién sabe dónde quedó mi otro nombre, alguien se lo llevó de mi celda. —¿Al menos sabes por qué estás en la cárcel? —Sí, por matar a un perro, pero yo no lo hice, lo envenenó una señora. Yo le decía que no lo hiciera, hasta intenté ayudar al perro, pero estaba como loca y lo mató bien feo. El psiquiatra supo que aquello tendría más acertijos que los acostumbrados. Gumaro tejió y destejió tramas. Se perdió en conjeturas. Hacía pausas por el poco interés. Cuando descubría sus ojos, ponía la mano en visera y oteaba como hacia el infinito. 70

—Háblame de las drogas que has probado. Gumaro habló de sus adicciones como quien presume un logro en el trabajo. Luego decía que no, que él nunca se había drogado, aunque tal vez el agua o el refresco lo hacían fantasear. —¿Cómo fue tu vida en La Azucena, tu rancho? —Que yo me acuerde, no viví con ninguna Azucena en el rancho. —¿Por qué violaste a una monja? —Mmm, no sólo me cogí a una hermana de la religión, también a otra morra. —¿Y eso te hizo feliz? —¿Cuál? ¿Lo de no vivir con Azucena? Pos si ni la conozco. La delirante plática no quebró al especialista. Combatió hasta que al oscuro paciente se le acabaron los trucos o se hartó. Dijo que una voz lo estaba ofuscando y dio por terminada la conversación. Necesitaba ir a su celda, según él, para leer la Biblia y espantar las voces que le ordenaban suicidarse.

—No estoy convencido de que este hombre esté loco, pero no voy a arriesgar 35 años de carrera en psiquiatría. José Luis, el director, me dijo que cuando escuchó eso en boca del psiquiatra se sintió en medio de dos posibilidades igualmente insatisfactorias. No sé por qué, pero recordé cuando Gumaro me preguntó que si yo lo consideraba loco. Habíamos terminado la segunda entrevista y hablábamos ya en los locutorios, mientras él miraba con esos ojos que parecían dos manos sujetándome y los ácaros seguían disputándose el sitio. —No lo sé, Gumaro. Hay veces que pienso que sí estás loco, pero en otros momentos me desconciertas —recuerdo que le dije. —¿Por qué? —Por lo que cuentas, tu forma de decirlo. He llegado a pensar que quizá eres un actor, que tal vez finges. Pero en otras ocasiones me convenzo de que estás más loco que el sombrero de Alicia en el País de las Maravillas. ¿Leíste alguna vez ese cuento o viste la película? —No… Ojalá estuvieras en mi cabeza para que vieras que no miento. Algo le habla a mi pensamiento y no lo aguanto, ya quiero que se salga para ya no estar idiota. Te lo juro, amigo —y Gumaro hizo el clásico ademán de la locura: el dedo haciendo círculos a la altura de la oreja. —Mi terapeuta me ha dicho que el loco lo ha perdido todo, menos la razón. Puede que estés en el límite de la locura y la realidad, qué sé yo, no soy médico. —Mmm. ¿Entonces no sabes? 71

—No. Y tampoco vengo aquí a hacer un diagnóstico, a darte una sentencia o crucificarte. Vine a conocerte, a intentar saber por qué te pasó esto. —Bueno, pos acabas de conocer a un tipo idiota, mal de la cabeza. Creo que por eso he hecho tanto mal. Pero ahora José Luis me decía que el psiquiatra no estaba seguro de lo que Gumaro tenía en los sesos. —¿Y qué escribió entonces, José Luis? —Léelo. Leí: Intentos de suicidio. Piromaniaco. Crueldad ante los animales. Falta de remordimientos. Ausencia de culpa. Rechazo de la sociedad por mala conducta. Antecedentes de zoofilia. Vida sexual conflictiva. Dificultad para aceptar su homosexualismo. El dibujo de la figura que representa a un hombre matando a otro; “se le mete la idea de que sí mataría a otro que se sienta mucho o que se burle de él”… Entonces, en medio del legajo, encontré lo siguiente: Sus actitudes no corresponden a esquizofrenia, pero no dudo ni descarto trastorno antisocial de la personalidad. Me pregunto: ¿no sería posible que Gumaro haya sido capaz de manipular la información y contestar fácilmente, así como comportarse de una manera que hubiera podido simular y engañar al entrevistador, dando así una imagen de esquizofrénico, sin serlo? En su interior es capaz de socializar. Diagnóstico: 1.—Trastorno psicótico inducido por las drogas. 2.—Psicosis tóxica con modelo esquizofrénico. 3.—Probable esquizofrenia paranoide. Conclusión: La esquizofrenia paranoide no está sujeta a las sanciones establecidas por el Código Punitivo del estado de Quintana Roo. *** El 12 de diciembre de 2006, el día de la Guadalupana, el juez Loera necesitó sólo una hoja para declararse incompetente en el caso de Gumaro. Le quedaba claro que el joven había cometido el crimen sin tener pleno razonamiento. Inimputable. Así se los hizo saber al gobernador 72

quintanarroense, Félix González; al director general de Prevención y Readaptación Social del estado, Humberto López; y al director de la cárcel de Playa del Carmen, José Luis Hernández. Pero Gumaro no. Nadie le avisó. Quién sabe por qué. Cuando me despedí de José Luis, dijo: “Es el único caso que conozco donde el reo, sin necesidad de abogado, sorteará una condena muy larga”. Cierto: por las finanzas cojas, Gumaro sólo tuvo un abogado, el de oficio. Y nada más lo utilizó a la hora de su declaración. El resto lo hizo él, el destino, su locura, qué sé yo.

Gumaro no lo sabe, pero este viernes 9 de febrero de 2007 dejará el penal de Playa de Carmen. La orden llegará más tarde en un sobre blanco, firmada por el juez Loeza. Mientras eso sucede, Gumaro está tendido en la cama de cemento por otra fiebre que lo hace sentir entumecido, pesado y sumido en un marasmo. Cree que ahora se debe a un resfriado por el cambio de clima: ayer hacía fresco y hoy el diablo no quiere salirse del aire. Tumbado, hojea su libro de poemas, intenta dormir, se acomoda de un lado, del otro; trata de cantar, observa el infame tatuaje de la Santa Muerte que en el brazo izquierdo le hizo un compa; se levanta, mira a los otros presos que caminan fueran de sus celdas y le irritan sus voces y su repugnante olor. No soporta la luz. Regresa a la cama, suda, lo ataca un frío polar. Se le reseca la boca como cáscara podrida, fuma. Se siente peor. Toma la Biblia y lee nada. Y el paracetamol que no le ayuda a esos espeluznos. Divaga: algo malo ocurre. Tal vez un espíritu maligno lo ha embrujado. Lo vence el malestar, el temblor. Se deja llevar por el vacío. Duerme. Setenta, ochenta minutos después abre los ojos. ¿Dónde está? Hace rato corría por La Azucena, y ahora el director le está diciendo quién sabe qué. No lo escucha. Como que hay una pared invisible que se queda con los sonidos, o quizá está viendo una película muda. Entonces, de súbito, un latigazo de ruido logra atravesar por un resquicio y va a dar directo a los oídos de Gumaro: —El juez no te pudo juzgar, Gumaro, te declaró inimputable. Ya te vas de aquí… Y aquel perverso espíritu que le provoca calentura se aleja en un parpadeo. No entiende qué es inimputable, pero la noticia del ya te vas genera tanta adrenalina que parece curar esa fiebre de un manotazo. Quizá por eso traía esa ansiedad, porque en sus creencias los presentimientos buenos o malos, se presentan de maneras raras. Ahora entiende el desgano: se va. Gumaro, quien ya sabe de estos asuntos, comienza a recoger sus cosas y las echa en una bolsa: avienta la Biblia con pasta azul, el poemario de casi cien hojas, un rastrillo azul, el jabón Camay, el Tylanol y un lápiz

73

amarillo sin goma. Está tan entusiasmado que no oye cuando José Luis, el director, le dice que no puede cargar con ningún objeto, que debe irse con lo que trae puesto y nada más. —¡Gumaro! Tienes que dejar todo aquí. —¿Por qué? —algo lo trastoca. —Han autorizado tu traslado a un hospital federal, y ahí las reglas son más duras. Debo llevarte a Chetumal, de ahí te van a recoger para llevarte en avión a Morelos. ¿Sabes dónde queda Morelos? —No —dice con algunas ropas todavía en sus manos, sintiendo que el cuerpo se le rompe. —¿Cuernavaca? —Sí, cerca de México, ¿no? —Ándale, para allá te vas. Allá te van a curar y determinarán si regresas acá al penal o te vas para tu casa. Te vas para tu casa. Eso le suena a que no todo está perdido. Piensa que allá en el hospital le harán un chequeo, dirán que está loco, le darán una receta para comprar algunos chochos en la farmacia y lo mandarán a La Azucena para que sane con su gente, sus olores y colores. La respuesta de Gumaro es una señal de su mal interpretación: —Pos entonces ya estoy listo, direc, vamos de una vez. Y Gumaro sale de su celda caminando con altivez. Se despide de Luxon, se abrazan inmensurablemente y le encarga sus cachivaches. Estrecha la mano a otro preso con el que tuvo relaciones sexuales y a quien no olvidará, aunque no por amor. El resto de los reos sólo merece menosprecio, pero ya celebrarán: se ha largado el Caníbal.

José Luis decidió que él, los custodios Wicab y Taboada, y el comandante Dell trasladaran a Gumaro hasta Chetumal. Allá, agentes de la Agencia Federal de Investigaciones se harían cargo y lo treparían a un jet, junto con un tipo conocido como el Pinocho, violador consumado y pendenciero. Si el mundo fuese más grande, quizá nunca se hubiese dado la casualidad de que a Taboada le tocara entregar a Gumaro a los federales. Él fue quien recibió la emergencia de la Parca y quien envió a sus compañeros para detener a Gumaro. Ahora vería el fin del Caníbal en suelo quintanarroense. De ese accidente se enteraría José Luis en los casi 300 kilómetros zigzagueantes hacia Chetumal. Se lo contó Taboada antes de que éste se quedara dormido (igual que Wicab). Gumaro no tuvo resentimientos con el custodio que mandó los rifles y los toletes a la palapa donde murió el Pelón. Es más: hasta lo llevaba recargado en su hombro.

74

En palabras de José Luis, el reo nunca chistó. No se quejó, no quiso alimentarse y ni siquiera se le antojó que se detuvieran para comprar un refresco, su debilidad. Voy bien, direc, voy bien, ya hasta el resfriado se me quitó, ya no tengo calentura. Nada más no te vayas a tragar a estos cabrones dormilones. No, ¿cómo cree? Son mis compas. ¡Por eso! El otro era tu pareja y ve lo que le hiciste. Pero estos batos no me han hecho nada, todos vamos a llegar completos, direc.

Se presentan en el hangar de la AFI cuando acaba el día, cuando ha caído la noche sin crepúsculo de por medio, porque acá en el Caribe ocurre como si alguien repentinamente bajara el interruptor del sol. Los tipos duros de azul ya revisan al Pinocho, un verdadero dolor de muelas: se queja de todo, dice que los denunciará ante derechos humanos por el maltrato, escupe a los agentes, los reta. Y éstos, aprendices de policías sin escrúpulos, lo trepan como los perros. Pa’rriba, hijo de la chingada. Gumaro analiza la escena. No se dobla. Arrastra los pies porque sus muñecas y tobillos van sujetados con unas esposas unidas por una cadena. Guardadas las proporciones —porque Gumaro no asesinó con el modelo de los siete pecados capitales—, José Luis compararía la escena con la de Kevin Spacey en su papel de personaje retorcido e inteligente psicópata, cuando camina en aquel baldío amarillento y donde lo mata el novato detective Mills (Brad Pitt). José Luis lo lleva cerca del jet y le dice algo así como “aquí quédate mientras firmo los papeles”. Gumaro obedece. Se queda solo. No hay nada a su alrededor, salvo concreto, hierbas y el avión blanco que parpadea de las alas. El aire lo abofetea. Cierra los párpados. Se ve en La Azucena muy pronto, volviendo para quedarse, para casarse y trabajar de albañil. José Luis se acerca para despedirse. Gumaro no puede. Y no es por los grilletes. Es porque trae en las manos una Coca–Cola. —¿Y ese refresco, Gumaro, de dónde lo sacaste? —y José Luis otea por todos lados. No hay manera de haberlo conseguido ahí. —Pos ya ve, direc. —¿Quién te la dio? —Un bato que desapareció, direc, un bato —y Gumaro suelta la carcajada. José Luis se quedará con la duda de dónde carajos vino el refresco porque a su lado ya está el agente de la AFI dispuesto a mostrarle al reo quién es el que manda, quién es quien pone las reglas, a quién es al que hay que contestarle ¡sí señor! —¡Extiende los brazos y dime tu nombre, cabrón!

75

—Gumaro de Dios Arias. Usted dígame el Caníbal —dice inescrutable y castañetea los dientes. Las baladronadas del agente se esfuman cuando avienta todo su cuerpo para atrás. Voltea hacia donde está José Luis, quien le dice algo así como “se comió a uno, ten cuidado, hace poco se tragó su oreja porque echa de menos la carne humana”. El agente apenas y lo toca para revisarlo. Luego, por favor, le pide que suba al jet. Ni siquiera hace el intento de quitarle el refresco. José Luis y Gumaro ríen de connivencia. A las 18.07 horas Gumaro conocería otra forma de volar. Y esta vez su viaje tenía un rumbo fijo: el Centro Federal de Rehabilitación Psicosocial, en Ciudad Ayala, Morelos.

76

Ana fue a visitarlo a Morelos y me dijo: Rosa, Gumaro se está muriendo. Quién sabe quién la buscó del hospital, pero le dijeron que necesitaba ir a verlo con prisa. Por lo que dijo Ana, mi pensamiento dice que a Gumaro lo están matando. Están como envenenándolo con la medicina que le hacen tragar todo el día. Como que ya no quieren que salga vivo. Han de decir que pa’qué lo sueltan, porque si sí fue él el culpable, no lo van a querer entregar con vida. Yo le dije a mi hermana que si ya no tiene cura, que dejen a mi mamá verlo por última vez. Tiene ya como diez años que no lo toca. Al menos deberían hacernos ese favor: que lo hagan venir al rancho a ver a los suyos. Nosotros iríamos, pero no tenemos dinero. Cuando estaba en Cancún el pasaje nos salía en casi mil pesos, un chorro de dinero. Teníamos que vender los animalitos de plumas para acompletar. Y nomás íbamos de carrera, porque ni para comer algo por allá traíamos. Ahora que se fue Ana a Morelos, mi mamá vendió un marrano y mi apá unos machetes. Yo tuve que darle unos cien pesos. Sólo así le alcanzó. Y fue y vino. No creas que se quedó allá sus días. Te digo que apenas llevaba lo justo, porque además le compró cosas a Gumaro: que un jaboncito, que unas galletas, su refresco y hasta le llevó algo de ropa. Lo malo es que no la dejaron meter nada al hospital, salvo una Biblia para que se reconcilie. Que así son las instrucciones. Fue cuando acá vino Ana a decirnos que se estaba muriendo, que lo tienen en una cama con suero o algo así. Creo que tiene muchas calenturas. Gumaro nunca, nunca se enfermó de chamaco, era muy sano el cabrón. Por eso se me hace raro que ahorita ande todo así, descompuesto. Ya no sé más. Creo que ya saqué todo lo que traía atorado. Se me acabaron las palabras. Y si no quieres perder otra vez el camión, ya vete a parar en la carretera porque no tarda en pasar, y es el último. Ah, y si ves a Gumaro dile que acá lo queremos harto, que primero Dios nos vamos a mirar un día de éstos. ***

77

El bus, que asemejaba más a uno de esos carromatos de circo, llegó como de rayo. No pude agradecerle a Rosa toda su ayuda. Sin ella este texto habría quedado paralítico o al menos cojo, como un mal pie de página. “¡Háblale a Ana a ver qué te cuenta!”, fue lo último que escuché de Rosa. El camión rugió y ella se quedó atrás, en aquella infinita soledad de La Azucena, con su risa franca, donde cualquier tregua hubiese sido posible. *** Hasta que regresé a Cárdenas le telefoneé a Ana. Le dije quién era, le conté del libro y me disculpé por si la importunaba. Su voz desenterró del diccionario la palabra corajina y todos sus derivados. Esto dijo: Yo no le voy a decir a nada. Ya todos ustedes se hicieron ricos publicando cosas de un güey todo pendejo. Todos ustedes son unos convenencieros. ¿Y nosotros qué? A nosotros no nos han dado nada, no hemos recibido nada por tener a un hermano así. ¿Y a Gumaro qué le han dado? Tampoco nada. Cuando lo iban a retratar en el penal de Playa del Carmen el que ahora es director les cobraba a los reporteros, hacía negocio con mi hermano y él no recibía nada, ni para comprarse unas galletas. Ese director es un cabrón. La verdad todos ustedes han sido muy injustos, se han aprovechado de este pendejo que no entiende cómo son las cosas. A nadie le interesa lo que vive ahora en el hospital, nomás querían el escándalo, sacarle fotos para enseñarlas en el periódico. Y los que sufrimos somos nosotros porque nos ponen como toda una familia llena de locos, de asesinos, y eso no es cierto. Trabajamos y nos portamos bien en la vida, y eso no lo ponen, escriben que nosotros también comemos gentes. No sé cómo le voy a hacer, pero me dan ganas de demandar a todos ésos que han sacado cosas feas de mis papás y de mis hermanas, nos han puesto como Gumaro, que somos caníbales. No, ésas son chingaderas, oiga. Yo no puedo darle ninguna información. Ustedes nomás viven de las tragedias de los demás. *** Colgué sintiéndome algo parecido a un ave de rapiña. Ana dijo algo cierto: siempre habrá un reportero en los infortunios. Nacimos con esa insana naturaleza y no podemos pelear contra ella. Debo confesar que su coraje no se me ha desprendido del todo. Por eso llegué a pensar en que este texto debía naufragar. 78

Leí Retrato de un caníbal, los asesinatos de Dorancel Vargas Gómez (Debate, 2005), y me pregunté qué había llevado al periodista colombiano Sinar Alvarado a escribir el relato del hombre que en 1999 estremeció al pueblo de San Cristóbal, Venezuela, al devorar a sus víctimas. Aproveché el desvelo para escarbar respuestas. Las encontré en la relatoría del taller de periodismo narrativo que brindó uno de los grandes, Tomás Eloy Martínez, allá en Chile, del 10 al 13 de agosto de 2004. Dijo lo siguiente: “Yo siempre sostengo que hay tres lealtades en los escritores de textos periodísticos que son centrales, y una sola lealtad en el escritor de ficción. “Las lealtades centrales del escritor de textos periodísticos son, primero, una lealtad con su público. El autor de periodismo narrativo sabe muy bien cuál es el público al que se está dirigiendo. Servir a ese público es esencial. Otra es la lealtad con la verdad, con que lo que digo efectivamente ocurrió. Y la otra es la lealtad a la ética personal, a no firmar textos que vayan contra la creencia de uno. A no decir algo en lo que no estamos de acuerdo. “En el caso del novelista, en cambio, hay una sola lealtad. La lealtad a sí mismo, a su propia libertad. Y no tiene otra lealtad posible. No tiene lealtad con la verdad. Faulkner dijo en una entrevista, en 1951, que la moral de un escritor es como la moral de los buitres: se alimenta de la carroña, no le importa nada, está desprendido del mundo, lo que le importa es terminar su obra aunque eso le signifique matar a su madre. Porque si no se saca la obra de adentro, tiene que morir él. Ésa es la moral del escritor: una moral de la inmoralidad”. Terminé de leer. Ni lo de Dorancel ni lo de Gumaro es ficción. Supuse que el colega Sinar había cumplido esas tres reglas de las que hablaba Tomás Eloy. Y eso haría yo. No asesinaría a nadie con tal de acabar el texto. No fue todo: me propuse visitar a Gumaro en el hospital para contarle el proyecto del libro. Si él no aceptaba —escenario que pronostiqué por su enfermedad—, tendría que replegarme y dedicar mis días a otras historias en el semanario emeequis. Está de más decir que aceptó.

79

Si el infierno existe, entonces algunas de sus estaciones han de ser las vidas averiadas dentro del Centro Federal de Rehabilitación Psicosocial. En los intestinos de ese hospital–cárcel están los hombres y mujeres que, por sus trastornos, fueron echados sin pudor de alguna prisión. Son una especie de menesterosos a quienes sus verdugos condenaron al loquero, quizá porque no se les hizo suficiente enviarlos a picar piedra. Dementes y drogadictos que parecían no tener remedio y que ahora intentan volver a la vida, aunque sea con grandes cantidades de ansiolíticos en las tripas. Unos no regresarán: sus delirios los triturarán, los convertirán en frankensteins del siglo XXI. Otros se llevarán a sus demonios en el equipaje y andarán por ahí hasta que un arrebato abra el maletín y aquéllos se escapen para arrasar con todo. A algunos más, la ciencia y los tratamientos les darán la oportunidad de redimirse, aunque quienes los conocen, los dilapidadores de ilusiones, seguirán llamándolos locos, y se volverán huraños, raros, locos. Otros tantos serán devueltos a las mazmorras de donde vinieron y donde, de seguro, aprenderán más vicios. Habrá quien muera en su intento por dejar ese mundo de vértigo. Habrá quien no perezca, pero las alucinaciones serán sus eternas compañeras y deberá resignarse a conversar con ellas. En el Centro es posible conocer cómo son esas vueltas en el vacío, cómo se pierden los raíles de lo real. Es un mundo que, aunque lo parezca, nunca será feliz: los tormentos son demasiado tristes como para sonreír. El Centro queda en la carcomida carretera Cuautla–Izúcar de Matamoros, en el kilómetro 86, un insignificante punto en los mapas. La única señal es un letrero echo a mano que está colgado en un enorme tanque verde, donde está la entrada a la unidad habitacional Mariano Matamoros, un trozo de concreto que parece haberse multiplicado y autocopiado, un paisaje inerte, dibujado de una vez y para siempre. Cuando hace aire parece que se levantarán las casitas, que fueron construidas sin lujo ni suntuosidad. Pero cuando hace calor (lo que ocurre casi siempre), pequeñas hogueras llegan a acomodarse en esas casuchas y

80

todo lo desbaratan. Lo comprobé al estar en una de las cuatro tiendas del paraje: el sol contagiaba su enfado. Siguiendo por el estrecho camino se llega al Centro y sus corpulentas paredes color durazno. Como todo tiene reglas, los visitantes deben pasar a la primera caseta, donde un par de policías federales dan el visto bueno para entrar. Quién sabe en qué se fijan, o cuáles son sus parámetros para decir éste no, éste sí. Y sin embargo son muy amables. El segundo paso es otra caseta, donde algunos agentes con rostros de prófugos de la justicia, pero también muy respetuosos, copian literalmente todas las letras de la credencial de elector o del pasaporte. Luego, intercambian claves con una voz cavernosa que emerge del radio. Entonces es cuando al visitante le autorizan cruzar al preludio del infierno, donde una trabajadora social pedirá más datos. Ah, pero antes, hay que dirigirse a la ventilla, que tiene un tubo amarillo, para guardar todo lo prohibido: relojes, agujetas, cinturones, cigarros, llaves, cosméticos, broches para el cabello, cadenas, dulces, zapatos con plataforma, carteras, monedas, bolígrafos, libros, comida, bebidas, gafas, fotografías, bastones, prótesis, chamarras de doble vista, corbatas, gorras, pelucas, botas, medias, listones, uñas postizas, lentes de contacto… Y ustedes, que llevan escotes pronunciados, faldas cortas o ropa transparente, no entran. La sensualidad está vetada. Ya adentro, en efecto, una trabajadora social pregunta no sólo la dirección de uno sino cómo se llega a tu casa, cómo conociste al interno, cómo diste con el hospital, si fue difícil, si viniste en camión o auto, si sentiste o no calor. Tal vez su amabilidad trae consigo que se conteste sin reparo alguno. Hasta el tipo que analiza las manos de los visitantes, para descartar alguna droga, es afable. Y ni se diga el custodio que hace la última revisión, que incluye olisquear los zapatos. Sigo sin creerlo: en la entrada no me topé con ninguno de esos macacos que se creen seres únicos. Pero sí existían: eran los cancerberos del mundo insano de los reos.

Entré como amigo de Gumaro. Y él, que casi no recibe visitas, aceptó: “Sí, lo conozco, díganle que pase”, le dijo a Yolanda, la trabajadora social que se encarga de él. Llegué a los locutorios, después de cruzar unas jardineras con su materialidad pegajosa. Me senté frente al cristal y vi que primero llegó un custodio de esos que miran con desprecio, como si todos merecieran sólo eso, desprecio. Tal vez ése era uno de los que no alcanzó raciones de amabilidad. Entonces apareció Gumaro.

81

Venía con la típica bata azul clara de los enfermos de hospital, caminando en oscilaciones. Un tapabocas lo mostraba maltrecho. Los ojos estaban algo saltones, como si quisieran escapar de ese cuerpo a como diera lugar. Su piel estaba pálida, semejante a fotografía que el tiempo ha amarilleado. Los indómitos cabellos negros apenas y salían un par de centímetros de su cráneo. Estaba enteco. Luego sabría que de los 82 kilos con que llegó al Centro ya sólo conservaba 61. Ignoro a qué olía ese día, pero si es cierto que los condenados a muerte despiden un olor sulfuroso, de seguro Gumaro lo tenía. Era un esqueleto aferrándose a vivir. Dejó caer su delgadez en la silla y me miró como los niños que se esconden atrás de su madre. Era un hecho: no se acordaba de mí. Tuve que atraer el pasado: las pláticas con él en los locutorios y en la oficina del director del penal. Aunque Gumaro hizo un esfuerzo por recuperar esas imágenes, no las recordó. No podía decirle que era reportero: el custodio, quien todo escuchaba sin rubor alguno, podría echarme con todas las de la ley si se enteraba. Había intentado por todos los canales institucionales posibles entrevistar a Gumaro y nunca obtuve respuesta. Así que entrar como su amigo fue la única opción viable. —¿Tú también estabas en la cárcel? —preguntó Gumaro. Su voz salió frágil por el tapabocas y lo poco de ella que quedó en el aire se estrelló contra el cristal. —No. Yo te conocí allá… La primera vez te quedaste con mi encendedor. En la segunda te platiqué de otros batos que se han comido a sus víctimas —eso le dije porque no se me ocurrió nada más sensato. —¿Me quedé con tu encendedor? —Sí. Me dijiste que en tu otra vida fuiste fuego. —Ah, ya, ya me acordé —dijo Gumaro manoteando y sonriendo, pero por supuesto que no tenía idea de quién era yo. Tuve la impresión de que en esos segundos yo era un simple fantasma que se esfumaría en cuanto la hora de visita terminara. Y para ello faltaba media hora. No insistí en derrotar la desmemoria. —Tu hermana Rosa me pidió que te dijera que allá en La Azucena todos te quieren mucho, y Dios quiera que pronto se vean. Un fulgor recorrió las retinas de Gumaro. —¿De veras? ¿Cómo están por allá? —Bien. Ya sabes cómo es la vida en el rancho: estás bien hasta en el aburrimiento. —Ya tiene años que no voy pa’llá, me salí a los dieciocho o diecinueve años. Extraño el rancho. ¿Sigue igual? —No sé cómo era antes, pero imagino que no ha cambiado tanto del que conociste.

82

—Me dan ganas de ir pa’llá, ver a mi gente…, ya me cansé de estar aquí. —¿Por qué, te tratan mal? —No, hasta eso me cuidan, se preocupan, me dan mi medicina. Si luego hasta se me olvida que estoy en la cárcel. Por vez primera, desde que lo veía, Gumaro era Gumaro de Dios Arias y no el Caníbal que espantaba a medio mundo. Sus dragoneadas ya no eran parte de él. Me dijo que no presumía de ello porque ahí eran otros los códigos. No sólo el amante del peligro había desaparecido. En su plática las divagaciones también parecían haber sido desterradas. Hablaba con coherencia. Pensé que yo conversaba con cualquier otra persona, sólo que con un cristal de por medio. Hasta llegué a preguntarme si alguien había entrado a su cerebro y arrancó toda la locura. —Se me olvidaba, Gumaro: te mandó saludos Luxon. ¿Te acuerdas de él? —Cómo no, el Luxon. Ese cabrón era ley. Aquí ni amigos tengo, todos están locos como yo, cada quien en su onda. Por eso quiero irme allá con la raza de Playa. Creo que fue una tontera que me trasladaran. No sé a quién se le ocurrió esta mamada. Allá podía tejer mis hamacas, hacer las carteritas. Aquí no me dejan. Aquí sí está cabrona la libertad. Veme, estoy bien flaco. —Sí, te ves. ¿Y eso? —Es que no me gusta la comida de aquí, y cuando mi hermana Ana ha venido no la dejan pasar nada. Tengo que imaginarme que el agua es refresco o que el pollo en caldo es carne en chile. Eso pasa porque uno como que se acostumbra a ciertas cosas, ¿verdad? Para entonces, el cubrebocas se le había resbalado y vi su cara reventada, los granos en sus mejillas, su barba de días y su dura dentadura. —Tu hermana Rosa me dijo que estabas muy enfermo, que la medicina te estaba matando. Ella cree que te están envenenando. ¿Es cierto? —No, nadien me está matando. Soy yo. Es que tengo el vehache, el sida.

No sé por qué la noticia me pisoteó. ¿Qué era? ¿Lástima? ¿Un no sé qué de condescendencia que se volvía desagradable? ¿Era que el saber tanto sobre su vida, inesperadamente, lo había transfigurado en uno de esos amigos lejanos que te duelen? ¿O era misericordia, la única manera de decirle cuánto lo sentía? Como no supe me atacó el silencio.

83

Virginia Chávez, su psicóloga, me diría luego que Gumaro llegó al Centro con fiebre, que ya la traía desde Playa del Carmen. Le hicieron un chequeo médico y, al poco tiempo, supieron que era seropositivo. —Se lo dijimos con naturalidad, porque pensábamos que él ya sabía. Y nada, que nos fuimos enterando de que ni por la cabeza le pasaba. Fue un momento muy desconcertante para todos. Gumaro se soltó a llorar, berreaba. Me dijo que hacía mucho tiempo no se sentía tan infeliz. Lo abracé y se fue calmando. ¿Me voy a morir, Virginia? Todos nos vamos a morir, Gumaro, pero tú todavía no; no sé cuánto vivirás, nadie lo sabe, pero hay que cuidarte. Quiso echarse a correr, huir de sí mismo. Ya más tranquilo, me dijo que ni modo, que así eran los vicios de la cárcel. Y desde entonces lo estamos tratando con los retrovirales. Poco a poco ha ido saliendo de la crisis. Qué bueno que estás aquí, las visitas le hacen bien.

—Dicen que me voy a morir… Todo se paga en la vida, creo que dice la Biblia. A Gumaro se le atoraron las palabras. No lloró, pero en aquel silencio de luto entendí que si alguna vez fue o quiso ser un monstruo, ahora era uno de papel. Un muñeco del teatro guiñol arrumbado al olvido. Una sombra que se cuarteaba. Un ogro de trapo. Un pinche ser humano. —No sé qué decirte, Gumaro. —Pos nada. Eso les pasa a gentes pasadas de verga como yo y no hay de otra que aceptarlo. Lo dijo con un convencimiento tal que creí en su resignación. —¿Tienes fiebres, diarreas? —Sí. Eso me jode mucho, ya llevo como dos meses tirado en la cama. No tenía que explicar más. Lo imaginé en convulsiones que le desgarraban en jirones. Con un esqueleto abrasado por un invisible fuego interior. Lo vi débil, inerte, cargado en brazos rumbo al baño porque él parecía no tener ni huesos ni músculos. —En situaciones así, uno llega a arrepentirse de lo malo que hizo en la vida. —Sí, ya me he reconciliado de todo, menos de haber matado al Pelón. Ese bato se lo merecía, era un culero. ¿Tú qué hubieras hecho? —No lo conocí, pero no lo habría matado ni me lo hubiera comido. —Pos a mí me valió verga ese bato. Ahorita lo que me agüita es mi enfermedad. Por eso cuando me dijeron que tenía visita me alegré, como que eso hace olvidarme de todas las tonteras —y algo regresó de los ojos flamígeros que le conocí.

84

El custodio seguía parado a nuestro lado. El tiempo se acababa y no le había dicho a Gumaro sobre el libro. Decidí no tomar el riesgo. De cualquier manera no me reconocía. —Oye, ¿y por qué te cortaste la oreja? —Te voy a decir la verdad: estaba en el patio, y de pronto el viento me habló y me lo ordenó. —¿En serio? —Sí, fue muy loco, pero así pasó… Yo tengo el sabor más dulce, no como el Pelón, que era salado. La lucidez había pegado la carrera sin darnos cuenta. Pensé que nada ni nadie podría regresarlo a la plena cordura. Y Gumaro empezó a decir que la sangre le burbujeaba, que se transformó y cosas así. No le dije nada, opté porque vaciara su costal de diminutas alucinaciones. Entonces acabó la visita. El custodio, con reloj en mano, nos dijo que ya eran las 15.30 horas. —¿Dónde vives? —soltó Gumaro. —En la ciudad de México. —¿Eso está cercas de aquí, no? Pos entonces ven más seguido, te digo que las visitas me ponen alegre. —Vendré, ya verás. Al final, Gumaro se levantó y puso su mano sobre el cristal. Hice lo mismo. Parecían estrellas de mar. Si hubiese fanfarroneado como acostumbraba, quizá habría caminado como antes, insuperable. En cambio, colocó los brazos hacia atrás porque el custodio así se lo ordenó de mala gana. Bajó la vista y se esfumó. Parecía un león al que habían domesticado.

85

Visité de nuevo a Gumaro tres días después. En esa ocasión no hubo cristal de por medio. Yolanda, la trabajadora social, dijo que sería bueno verlo en la sala familiar, que no es otra cosa que mesas y sillas en un espacio amplio, con ventanales que dan a una pared que les recuerda a todos su falta de libertad. Mientras lo esperé, Yolanda me contó que a los internos casi no los visitan sus familiares. El dinero y la distancia lo complican. Entonces los pacientes–reos pierden energía, desfallecen, la vida se les hace dolorosa, desean la muerte. Hay tipos a quienes la esposa, la hermana, los padres, e hijos o los amigos nunca quisieron volver a ver, y la soledad los arrastró al último grado de la locura. Por lo que escuché, a los supuestos cuerdos les asusta la razón descarriada. La evitan olvidándose de que la conocieron. Hasta ahí llegué con Yolanda porque Gumaro entró. Casi todo idéntico: la bata azul muy pulcra, el tapabocas mal sujetado, la silueta enjuta, los cabellos cortos y rebeldes, la lividez, los ojos de batracio, la postura con las manos atrás, el custodio con sus advertencias de ser el dueño del tiempo y con su fisgoneo. Lo distinto fue que pude estrecharle la mano (cogí algo tan frío y escurridizo como un pescado), ver que calzaba unos tenis grises que le dieron en el Centro (le dije que parecían zapatillas espaciales), y olerlo: tenía el típico olor de hospital, de antisépticos y medicina. Se sentó y no habló. Fue muy incómodo tener frente a mí otra vez a un reptil, pero también a un custodio con pose de matón escudriñándome. Pensé entonces que Gumaro jamás me reconocería, que aquellos encuentros en Playa del Carmen habían sido borrados por tantas alucinaciones y pastillas. Que el libro naufragaría. Sería un abuso llamar increíble a lo que ocurrió enseguida. Así que lo contaré tal y como lo recuerdo: El custodio, un viejo entrecano, se alejó unos siete, ocho metros para ir por un vaso con agua. Y allá se quedó porque otro de sus compañeros

86

quién sabe qué le preguntó. En todo ese tiempo Gumaro escoltó al oficial con la vista, y cuando se convenció de que teníamos cierta privacidad, bisbiseó: —Ya me acordé de ti. ¿Le haces a eso del periódico, no? —Sí —respondí farfullando, y sentí como si alguien me hubiese quitado ciertas ataduras. —Es que me acordé de que nos vimos en el cubito de visitas —y Gumaro volvió a susurrar (no dejaría de hacerlo, al igual que yo. Entendimos que debíamos ser cómplices: a él lo irritaba la presencia del custodio y a mí me convenía que quedara entre nosotros cuál era mi profesión) —. ¿Te quise asustar, no? —Lo hiciste, pero no te dije para que no te sintieras mucho. Gumaro lanzó una carcajada, que de inmediato censuró. Volteó hacia donde estaba el custodio: el viejo seguía entretenido. —Estuve piense y piense. Me decía: ¿quién es este bato?, ¿de dónde sabe de mí? Y no sé, como que llegó una luz y me acordé —con los dedos hizo un chasquido—. Me vino a mi pensamiento que un día hablé contigo para la tele. Me acordé de tu cara. —Entonces ya no somos extraños. —No, somos compas. E hicimos lo que hacen los compas frente a la mesa: hablar de la vida. Me contó que pronto dejaría la cama y regresaría a su módulo, el dos, porque los doctores le dicen que se está recuperando rápido. Me relató que lo levantan a las seis de la mañana, lo bañan, luego desayuna, de ahí espera a que sean las dos de la tarde para comer, y ya luego, a las siete de la noche, cena y se va a dormir. “Es que me agüito por lo de mi enfermedad; hasta cuando voy a la biblioteca nomás pasó las hojas de las revistas y los libros, porque no puedo concentrarme, nomás estoy piense y piense pendejadas”. Me dijo que sólo una vez al mes puede hablar por teléfono con su hermana Ana, “y le digo que no se agüite, que estoy bien, que ni venga para que no gaste el dinero que le cuesta ganar; ahora que le hable otra vez voy a decirle que un amigo viene a visitarme, para que no se preocupe”. También me platicó su angustia porque en los últimos días no ha soñado nada: “Yo siempre sueño, compa, y ahora veo todo blanco”. —¿Que no puedas soñar significa algo? —Pos yo creo que es porque mi mente está triste. Todavía no me levanto de lo del sida. —¿Sabías que existía el VIH? —Sí, cómo no. Sabía que era una enfermedad muy cabrona, que te mueres pero sigues respirando. Yo nomás quiero que Dios me ayude para que no me muera antes de ver a mi mamá. Gumaro calló, como si de pronto una horca le apretara el cuello.

87

En su resolución del 12 de diciembre de 2006, el juez Loeza, a quien le fue imposible darle la imputabilidad a Gumaro, ordenó una medida precautoria: tratamiento hasta su curación, por un periodo mínimo de seis años y máximo dieciocho. Ahora el futuro de Gumaro depende de la decisión del estado de Quintana Roo. Puede seguir hay cuatro caminos: regresa al penal de Playa del Carmen, lo transfieren a otro en Tabasco, lo internan en un psiquiátrico de por vida o vuelve a La Azucena y su familia se hace responsable.

—Ni preguntártelo: extrañas a tu mamá, ¿verdad? —decidí llenar con murmullos aquel raro sosiego. —Un chingo. Tiene un ratote que no la miro. Ni siquiera he hablado con ella por teléfono —miró hacia la tierra, como si buscara el rostro de su madre en uno de los azulejos. —¿Y a tu papá lo echas de menos? —Hay veces que sí, hay veces que no. Él se aferró a que entrara al ejército y ve, valí madres. Yo quería ser policía —dijo, y vi que en sus ojos parecía haber fermentado el odio. —Pero igual de policía te hubieran gustado las drogas. —Eso sí. Uno se hace malo donde quiera, ya lo trae en la vida. —No tengo por qué entrometerme, pero creo que tu papá poco o nada tiene que ver en lo que te convertiste. —Ya ni digas. Neta que hasta que se me bajó la loquera entendí que había matado a un bato, compa. ¡Fíjate lo que hice! Maté a un güey y me lo comí. Qué pendejo. Chingué mi vida. Ahorita estuviera en el rancho, casado con la Bigo si le hubiera hecho caso a mi papá, ¿verdad? Pero ni pedo, los muertos, muertos están y ya ni llorar es bueno. —¿Sigues escuchando esas voces que te chillaban, las voces de los muertos? —No, fíjate que ya no, gracias a Dios —se tronó los huesos de los dedos—. Yo digo que ya estoy sano, que me deberían dejar salir de aquí. Ya ni digo que soy el Caníbal, para qué, puro pinche idiota hay. Cada quien vive en su rollo, no te tienes que cuidar de nadien. Bueno, de los custodios sí, son unos hijos de la chingada. Éste que me cuida ya me hartó, se cree muy chingón y aunque hago lo que dice se la pasa enojado todo el tiempo. También por eso quiero que me desafanen de aquí, irme a mi casa o a Playa. Da igual. En otro lado voy a estar más llenito, aquí soy puros pellejos. Mira. Gumaro se descubrió el pecho: la piel pegada a los huesos. Luego se subió las mangas. Fue cuando pude ver el tatuaje que otro prisionero le 88

rayó con tintas de plástico derretido y shampoo de hierbas. Eran titubeantes líneas que, sin éxito, intentaron darle forma a la Santa Muerte, apoltronada sobre el mundo y con la hoz en la mano izquierda. Parecía más bien un enmascarado en un halo de luz con un cuchillo trepado en una piedra. —Está bien culero, ¿verdad? —me preguntó con una risita garbosa. —Te podría mentir, pero no lo haré. Está mal hecho. —El bato que lo hizo ni sabía, no sé por qué me dejé… ¿Tú tienes tatuajes? —Uno. Gumaro me pidió que se lo mostrase. Lo hice. Sus ojos pasaron por las alas del dragón. “Es que el tuyo lo hicieron como con tinta original”, me dijo y yo volví a la conversación: —El juez ordenó tu completa rehabilitación. Tal vez vas a tardar en volver a Playa del Carmen. —Sí, compa, eso me dijeron aquí en el Centro. Allá no me enteré de nada. Pero me cae de madre que allá en Playa hay batos más pendejos que yo. Hay un bato, te lo juro, que anda caminando con el culo de fuera, y a ése no lo traen para acá. —De seguro él no se comió a nadie. —Pero aunque sean caníbales, la libran fácil. Un poli de aquí me contó que un bato mató a su papá, se lo comió y nomás estuvo aquí seis meses. Yo ya voy pa’cuatro y ni sé qué transa.

Cada seis meses, todos los equipos médicos del Centro se reúnen. Hacen una evaluación del interno y toman decisiones simplemente clínicas. El tiempo máximo que un paciente recibe tratamiento es de dos años. A partir de ahí, la acción jurídica está en manos del Poder Ejecutivo de los respectivos Estados donde son originarios los prisioneros. Es decir: el gobernador determina el destino.

—Tú que eres reportero deberías ayudarme a que me manden otra vez a Playa. Allá tenía un culito. De seguro ese mariquita me pegó el sida porque la banda decía: no te metas con ése, está sidoso, y a mí me valió madre, me lo cogía en mi celda, nomás bajaba la cobija que tenía colgada en los barrotes y presta —arrojó una mezcla de odio y satisfacción. —¿Y qué, quieres regresar para hacerle daño? —No, compa, cómo crees. Nomás te lo dije porque ahorita se me vino al pensamiento. Quiero regresar para tener más libertad, aquí el encierro

89

está muy cabrón. ¿No puedes sacar en el periódico que yo no quería estar en un psiquiátrico? —No lo sé, pero estoy haciendo un libro sobre ti, Gumaro. —¿Un libro? ¿Y de qué? —vi a Gumaro en una inusual pose de seriedad, de cuando algo nos interesa. —Pues de ti, de quién es Gumaro de Dios. ¿Cómo ves? Gumaro tenía el tapabocas en la barbilla, así que pude ver cómo le nació una risa estridente que de nuevo amordazó para que el custodio no se acercara a nuestra plática. —¿Esa risa es un no o un sí, Gumaro? —Es que me imagino yo en un libro y me embromeo —aplacó sus risotadas colocándose las manos en la bocaza o subiéndose el tapabocas; luego preguntó:—. ¿Y qué va a decir? —Todo lo que eres y lo que no eres, lo que hiciste, lo que dejaste de hacer, de ser. —Órale. Suena chingón. —De seguro se llamará Gumaro de Dios, el Caníbal. —¡Qué chingón! Sí, sácalo, sácalo. Si me ayuda, bien, si me chinga, ya qué. Pero sácalo… Como que va a ser raro que yo esté en un libro. Neta no me lo imagino. ¿Voy a ser así como un personaje del libro de poemas que tenía? —Tú y yo sabemos que no eres ningún poema. —Eso sí…Te conté muchas mamadas, ¿verdad? —¿Mamadas? ¿Eso quiere decir mentiras o verdades? —No, en la vida real sucedió todo lo que te platiqué. En mi cabeza pasaron otras cosas. Ya luego, le pedí que otra vez me contara algunas historias. Llegué a pensar que serían discordantes. Pero no. Palabras más palabras menos, me las reiteró. Hasta me contó nuevamente de la Bigo.

A las 13.30 horas, con puntualidad de relojero, el custodio regresó de su conversación y dijo que nos despidiéramos, la visita había terminado. Gumaro se levantó de súbito, como para no hacer enojar al oficial. Con gran familiaridad, dijo que lo visitara pronto: “No seas gacho, ven para echar la platicada”. Luego soltó que no olvidara llevarle ese libro, que lo estaría esperando. Nos estrechamos las manos y volví a sentir al pez muerto.

90

Como tres días antes, salí del Centro con algo parecido a la morriña. No porque pensara que Gumaro fuera ya sólo la estela de el Caníbal. No porque allá adentro hubiese perdido su fama. Lo que me aplastaba era saber que el imperioso VIH se había adueñado de esa malasangre. Era un moribundo, y los agonizantes, decía mi abuela, dan pena porque son muertos despiertos. Pensé en su doble condena y lo imaginé en el purgatorio, esperando que cualquiera se cumpliera. Caminé hacia el auto y entonces recordé la segunda plática con Gumaro, cuando todavía estrujaba los dientes y se preciaba de ser un monstruo, un hombre retorcido que con el paso de la vida había endurecido el corazón… Un caníbal.

—Soy único, ¿verdad? —me dijo al final de la segunda entrevista en Playa del Carmen, atrás de una cortina de humo de cigarro. —No, hay tipos iguales o peores de desquiciados, Gumaro. —¿En serio? A ver, cuéntame. Y casi sin parpadear escuchó. Le conté primero de Issei Sagawa, el japonés que mató a una holandesa, su compañera de estudios. Luego tuvo relaciones con el cadáver, desmembró su cadáver y comió algo de carne. Pasó tres años en un hospital de París y acabó por ser devuelto a Japón, donde se le declaró cuerdo y en libertad, gracias al dinero de su padre. Gumaro encendió otro Marlboro que me había pedido y siguió con los oídos abiertos. Después me parece que le hablé de Jeffrey Dahmer, un tipo cuerdo según las leyes pero claramente demente, quien bebía la sangre de sus víctimas, seccionaba las partes sexuales, las guardaba en el refrigerador, e incluso experimentó con una lobotomía (encajó el taladro en la cabeza de un hombre), porque estaba obsesionado en crear un zombi. Fue condenado a quince cadenas perpetuas, pero dos reos lo mataron en la celda. 91

Luego he de haberle contado de Ed Gein, un hombre cuya madre obsesiva lo orilló a que jugara con muñecas. Cuando creció y su mamá murió, Ed se aisló del mundo. Empezó a desenterrar cadáveres para usarlos en actos de necrofilia e ingerir su carne. Después mató a un buen racimo de mujeres y con su piel se confeccionó algunos vestidos. Al final le platiqué de Jean–Bedel Bokassa, emperador de África Central destronado, a quien se le acusó de practicar el canibalismo durante los trece años que duró su reinado. —¿Y ellos viven en México? —preguntó con cierta zozobra. —No, ninguno. —Mmm. Entonces sí soy único, amigo. No lo contradije porque en ese momento ignoraba si existían otros casos de mexicanos antropófagos, y porque caí en cuenta de que había sido un irresponsable al contarle historias que, quizá, alimentarían sus macabras ideas. Después, como siempre, volvió a asombrarme: —Deberías matar a un bato, como que sabes de eso. —No, ¿cómo crees? Lo que pasa es que llevo un rato conociendo a gente como tú. Gumaro se rió y se fue hacia su celda, alzando el pulgar.

Llegué al auto. Algo me dijo que era un buen día para escuchar a Pink Floyd. Mientras Waters y Gilmour cantaban así que crees poder distinguir el paraíso del infierno, me convencí de que ya no me incumbía lo que pasaba por la cabeza de Gumaro. Y también me dije que volvería a visitarlo. Debo entregarle su libro.

92