Godelier - Romper El Espejo de Si

Whorf, B. L„ 1969, Linguistique et anthropologie (traducción de Langage, thoughtandreality), París, Denoél/Gonthier. - e

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Whorf, B. L„ 1969, Linguistique et anthropologie (traducción de Langage, thoughtandreality), París, Denoél/Gonthier. - e d . 1988, Language, Thought and Reality. Selected Writings of Benjamín Lee Whorf, Cambridge, Massachusetts, The Mitt Press, Massachusetts Institute ofTechnology. Yates, Francés A., 1975, L'art de mémoire (traducción francesa), París, Gallimard.

Capítulo 8 Romper el espejo de sí MAURICE GODELIER

Desde hace aproximadamente dos decenios, la antropología amplificó su mirada sobre ella misma al punto de que la antropología de la antropología se convirtió en una subdisciplina, en un subcampo de la disciplina. Este perspectiva crítica está particularmente desarrollada en los Estados Unidos, pero las reflexiones de los antropólogos sobre su campo de trabajo, las críticas y autocríticas que están asociadas con esto solo son nuevas en sus desarrollos. Cualquier antropólogo, a menos que sea un poco obtuso o demasiado narcisista, debe saber que su trabajo exige un descentramiento permanente en relación consigo mismo. Si no, no es antropólogo; es, en el mejor de los casos, periodista. El distanciamiento de su "yo", del "sí" es una de las precondiciones mismas del trabajo antropológico. Y este distanciamiento hay que recomenzarlo todos los días. El trabajo sobre sí debe ser permanente. Cualquier antropólogo de calidad debió siempre tomar distancia respecto de sí mismo y de sus producciones, sobre todo si quería legitimarlas como un trabajo científico y no como una producción estética o de otro tipo. Lo que ocurre hoy en América del Norte es un poco complicado. El período colonial se extinguió desde hace casi cuarenta años. En el curso de este período, los antropólogos franceses, ingleses, etc. muy a menudo, pero no automáticamente, tenían una actitud de distancia crítica con respecto a su civilización, a su cultura, dado que sabían que pertenecían a poderes coloniales, a poderes dominantes. Hubo, entonces, antes y después de la Segunda Guerra Mundial, tomas de posición políticas y críticas por parte de numerosos antropólogos occidentales sobre la naturaleza de los vínculos entre sus sociedades y aquellas en cuyo seno se habían introducido para conocerlas. El tiempo pasó y, paradójicamente, más o menos en la época de la caída del muro de Berlín y del desmoronamiento del sistema comunista en Europa, y mientras que la mayoría de los países colonizados por Occidente había conseguido su independencia (incluso cuando esta 192

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era solo política y a menudo formal), cierto número de antropólogos norteamericanos decidieron acometer, no solo contra las obras de los antropólogos, sino contra el oficio mismo de antropólogo. La consigna era deconstruir radicalmente todos los discursos etnológicos y hacer surgir, así, los presupuestos etnocéntricos que habían servido para su construcción. Hay que observar que el impulso teórico que los inspiraba no surgía directamente de la antropología misma, aunque se hubiera asentado sobre la necesidad de vigilancia crítica que está latente en el oficio de antropólogo. Este impulso se alimentó de perspectivas abiertas, ante todo, por filósofos o ensayistas franceses y no por antropólogos. Ideas de Derrida, Foucault, Lyotard y luego de Deleuze, etc., autores cuyas perspectivas son muy diferentes unas de otras, fueron tomadas desordenadamente. El contexto teórico que estaba detrás de la aparición de estos pensadores era el del desmoronamiento y repudio de las explicaciones globales de la diversidad y de sus historias; en resumen, del curso de la historia. La primera explicación global buscada fue, por supuesto, el marxismo; la segunda, el estructuralismo, que había comenzado su decadencia como filosofía, pero no como método de análisis. Esta decadencia provenía justamente del hecho de que el estructuralismo de Lévi-Strauss había apartado constantemente de sus análisis al individuo en tanto actor, en tanto sujeto, para privilegiar el estudio de las "estructuras" de los diferentes tipos de relaciones sociales existentes en el curso de la historia entre los individuos y entre los grupos. Estas estructuras parecían sostenerse por sí mismas, en cierto modo cosificadas. Deconstruir las prácticas y las obras de los etnólogos se convirtió (nuevamente) en una tarea prioritaria. Interrogarse sobre las condiciones de recopilación de las informaciones, sobre la identidad de los informantes, sobre la manera de escribir para restituir las informaciones obtenidas a partir de la observación de los otros, de las relaciones de presencia y trabajo del etnólogo con aquellos junto a los que vivió y trabajó. Entonces, la intención era la misma y muy antigua en sus fuentes: acorralar el etnocentrismo occidental, desenmascarar los juicios subjetivos, poner de manifiesto las consecuencias de los prejuicios, etc. Uno se encontraba, entonces, en una encrucijada. Pues deconstruir un discurso sobre los otros para reconstruir otro más cauteloso, más matizado y más riguroso, está bien. Pero deconstruir las obras de los antropólogos de tal manera que, al término de la operación, la propia antropología sea "disuelta" en tanto disciplina científica; es decir, que sus obras, sus productos (libros, filmes, artículos, etc.) sean despojados de cualquier carácter científico para aparecer solo como una forma sofisticada de discurso ideológico de los occidentales sobre los otros, y sobre ellos mismos, es otra cosa. Pues en muchos autores existía, en estos trabajos de deconstrucción, un supuesto que los empujaba hacia la segunda vía, la de la disolución, 194

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la sospecha obsesiva de que un etnólogo nunca hace más que construir un nuevo espejo para mirarse a sí mismo y volver a encontrar su sociedad y sus presupuestos a través de los otros. Esta construcción es sofisticada porque se construye a partir de materiales surgidos de la observación de los otros. Es la paradoja de Borges. Es verdadero y falso. Es verdad que uno está constantemente tentado de construir al otro como espejo de sí. Pero es justamente esta tentación o esta práctica lo que hay que destruir en uno. En los Estados Unidos, algunos representantes de la corriente denominada postmoderna negaron que se pueda romper el espejo y afirmaron que uno nunca deja de erigir nuevos espejos alrededor de sí. Estos antropólogos olvidaron voluntariamente el hecho de que no estamos allí para hacer algo diferente de un trabajo de conocimiento, es decir, de descubrimiento e interpretación de realidades sociales y culturales, de hechos y prácticas hasta ese momento conocidos u olvidados por personas extranjeras a esas realidades y esas culturas. Y es silenciar un poco rápido que para esto la antropología inventó métodos, propuso conceptos, multiplicó los debates -e incluso las disputas-, intentó verificar hipótesis, comparando siempre realidades observadas en lugares diferentes del planeta. Y es desestimar o negar voluntariamente que los antropólogos consiguieron descubrir algunas convergencias desconocidas por los propios actores, por los individuos que actúan en sus propias sociedades según las normas de sus culturas. Esto es más fácil de comprender, tal vez, cuando uno se orienta hacia las lenguas. Se pueden reunir decenas de sociedades distribuidas sobre millares de kilómetros, desde Madagascar a la Isla de Pascua, pasando por Taiwán, en la medida en que todas hablan variedades de lenguas austronesias. Y ahora sabemos, después de medio siglo de trabajos arqueológicos, lingüísticos y etnológicos, cuál es la cuna de origen de estas lenguas, cuándo comenzaron a diferenciarse a lo largo de los caminos emprendidos por estas poblaciones durante sus migraciones iniciadas hacia el año 2000 antes de nuestra era. Pero los individuos que viven en esas sociedades no saben que hablan una lengua austronesia y que esa lengua los une a individuos que viven en sociedades totalmente desconocidas para ellos. Y, de una cierta manera, saber esto no les habría servido en la vida cotidiana y no les serviría en el futuro. Esto para decir que no solo el trabajo que se hace durante el campo, sino el que hay que hacer depués del campo, que consiste en comparar los datos del campo con datos concernientes a otras sociedades en las que el antropólogo no hizo campo, ponen al antropólogo frente a hechos reales, que plantean el problema en un plano abstracto, teórico, pero que no pertenece, al menos bajo esta forma, a la conciencia de los individuos que viven y actúan en esas sociedades. La demostración sería todavía más elocuente si uno se orientara hacia las terminologías y los sistemas de parentesco. Se estaría entonces frente a fenómenos de convergencia todavía más abstractos que deben ser analizados y explicados. 195

Por ejemplo, se constató la existencia de un muy pequeño número de tipos fundamentales de terminologías y sistemas de parentesco, cuyas estructuras formales y principios de organización son los mismos a través de la diversidad de lenguas habladas, que hoy son más de diez mil, y a pesar de esta misma diversidad. Es así que la terminología francesa de parentesco, que distingue padre, madre, tíos, tías, etc., tiene la misma estructura formal y corresponde al mismo tipo que la de los inuit (antes llamados esquimales, término indio insultante que los inuit hoy rechazan) o que la de los garia, una tribu de Nueva Guinea. ¿Cómo explicar la presencia de los mismos tipos de terminología, e incluso de sistemas de parentesco, en sociedades que nunca tuvieron contactos entre sí, que no tienen para nada el mismo sistema económico ni el mismo universo cultural? Evidentemente, la preocupación por compararse entre ellos (inuit, garia y francés) no tendría ningún sentido para los individuos que viven cotidianamente en esas sociedades, en las que nacieron y crecieron. En consecuencia, existen realidades históricas, sociales que no pertencen a la conciencia de los informantes y que son, no obstante, realidades objetivas que deben ser analizadas y, si es posible, explicadas. En esto, el trabajo del antropólogo se parece, aunque de bastante lejos, al de los científicos de las disciplinas denominadas "duras", que analizan propiedades y estructuras de la materia establecidas como objetos de análisis y de explicación, pero que no pertenecen a la conciencia de las personas comunes que tienen sus propias representaciones culturales de la naturaleza.

En nombre de la deconstrucción necesaria, paradójicamente, ciertos antropólogos dejan por completo de hacer campo. Ahora bien, hacer campo es la condición primera para convertirse en antropólogo. Se dedicaron a la crítica de los textos de los otros, pero también de los propios. La antropología se transformó en una textología crítica, en un acoso de todas las evidencias de la culpabilidad etnocéntrica, ideológica de los antropólogos. Recuerdo un artículo de un postmoderno, que atacaba la obra de Godfrey Lienhardt, Divinity and Éxperience: the Religión ofthe Dinka (Oxford, 1961). Los dinkas son una sociedad de ganaderos del Sud Sudán, caracterizada por una fuerte dominación masculina. Esta sociedad de ganaderos, a través de todos los ritos relativos al ganado, pone de relieve la importancia de los hombres. Y este antropólogo, con razón, demostraba que en todo ese libro solo había una alusión a lo que las mujeres podían pensar del ganado. Este abordaje era excelente. En ese libro, solo se escuchaban voces de hombres y, por casualidad, había una vocecita, minúscula, de una mujer que decía algo sobre el

ganado, sobre la vaca de su hijo, la vaca que se la da a un iniciado y que se convierte, de alguna manera, en su doble animal. Esta crítica era justa. El discurso restituido era solo el de los hombres. El antropólogo se había deslizado dentro de los canales de la dominación masculina. Godfrey Lienhardt no supo o no quiso escuchar a las mujeres. Su restitución de la sociedad dinka era parcial y, al mismo tiempo, dividida. Seguía las divisiones de la dominación masculina. Pero, atención: nuestro trabajo no es simplemente restituir el discurso de los otros, escucharlos. También es analizar las relaciones que existen entre las personas y confrontarlas con los discursos que mantienen las personas acerca de su lugar en esas relaciones. Hay allí todo un programa. Un antropólogo no debe solamente deslizarse dentro del discurso de los hombres; debe tomar todos los discursos sobre sí. Y, más allá de los discursos, debe descubrir la lógica social que está en la fuente de esos discursos de las personas sobre sí mismas y sobre los otros. Luego debe compararlos con otras sociedades en las que existen otras formas de dominación masculina, etc. Pues, a partir de un momento, ya no se analiza solo a los individuos en tanto individuos; se busca explicitar, a través de ellos, los procesos que forjan lo social, su mundo social y, en el seno de esos procesos, los que forjan la dominación entre los sexos o los grupos sociales. Entonces se plantea el problema de descubrir los ingredientes, los componentes y los procesos del poder en esta sociedad, pero también en las otras. En mi trabajo sobre los baruyas hablo, en un momento, de los contenidos imaginarios implicados en las relaciones de poder entre los hombres y las mujeres. Uno de esos ingredientes es el mito de acuerdo con el cual las mujeres habrían estado en el origen de las artes y de la civilización, pero las empleaban de tal manera que engendraban alrededor de ellas el caos. Los hombres debieron intervenir para poner orden y se apropiaron, en consecuencia, de las flautas sagradas y de los otros elementos de su civilización. Expropiaron a las mujeres, por lo tanto, de poderes imaginarios que poseían en los tiempos de los orígenes y, desde entonces, nunca debieron aflojar su dominación, su presión sobre las mujeres. Se ve que este argumento es completamente imaginario. Se ve también que uno puede y debe tomar una distancia crítica respecto de los discursos de los informantes sobre sí mismos. Pero los discursos imaginarios producen efectos reales en la sociedad. En nombre de este mito, las mujeres no tienen el derecho de llevar armas, de disponer de sus hijos, de heredar la tierra de sus padres, etc. Hay un momento en el que, parece, colegas que habían comenzado por un buen camino, el de la crítica, dejaron de analizar los contenidos y ya no quisieron pasar al plano de la comparación de los procesos, y, en consecuencia, dejaron su trabajo como científicos. Esto tiene como consecuencia producir discursos relativistas en los cuales ninguna sociedad es comparable con ninguna otra en tanto cada una aparece

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Reflexividad y trabajo de c a m p o : una cuestión de m e d i d a

como una realidad única absoluta. A través de este abordaje, ya no hay conocimiento científico real, no hay acumulación de saberes que puedan ser criticados y revisados. Ahora bien, la acumulación de saberes revisados y criticados es, a la vez, el testimonio y la consecuencia de la existencia de un proceso de conocimiento que depende del trabajo científico y no de una actividad ideológica o, en una dirección totalmente distinta, de una creación poética. Pienso, por mi parte, que esta situación va a desaparecer o, al menos, va a ser superada en un futuro bastante cercano. Pues la Norteamérica postmoderna nos ofrece un espectáculo extraño, una escena contradictoria. Es la sociedad occidental que está en la cumbre del desarrollo de las ciencias físicas y de la información, bases de su superioridad tecnológica y militar sobre el resto del mundo, incluidos los otros países occidentales. Ahora bien, en los medios científicos norteamericanos de las ciencias "duras", las ideas postmodernas no encontraron lugar. Los científicos tienen confianza en su creatividad conceptual, metodológica y tecnológica para comprender antes la complejidad de la materia, las estructuras del genoma humano, etc. Por el contrario, en los medios científicos de las ciencias humanas y sociales, una minoría que tomó el poder en muchas universidades considera -como escribía Mary Douglas acerca del libro "postmoderno" de Marilyn Strathern, The Gender ofthe Gifi, consagrado a las representaciones de la persona y de la sociedad en Melanesia (University of California Press)— como "altamente sospechosas" las preguntas, las teorías o las definiciones. Parece que estos intelectuales, depués de que terminaran la dominación del marxismo y del estructuraíismo a los que muchos habían adherido, sacaron la conclusión de que cualquier teoría es una forma de dominación y que se pueden analizar hechos sin distinguirlos, clasificarlos, jerarquizarlos y, por supuesto, compararlos. Estos intelectuales, tal vez debido a que saben que los Estados Unidos, su sociedad, es hoy el "Big Brother", pero también el "Big Stick" que representa y defiende el bien contra el mal, quieren rechazar cualquier perpspectiva científica que refuerce esta dominación de los Estados Unidos y de Occidente sobre las otras sociedades y culturas del mundo entero. Quiero dar un ejemplo personal de revisión de un saber. Reflexionaba últimamente sobre los baruyas y su sociedad, que conocía desde hacía treinta años y donde pasé siete años haciendo trabajo de campo a lo largo de veinticinco años. Me di cuenta de que podía retomar nuevamente mis materiales desde otro ángulo, desde el que se abrió con las conclusiones de mi libro L'énigme du don [El enigma del don], y extraer un nuevo conocimiento sobre los baruyas. Sabía desde hacía mucho tiempo que, antes de la llegada de los europeos, los baruyas producían sal para permutarla por armas, capas de corteza, plumas, utensilios de piedra, etc.; en resumen, por medios de producción, destrucción y reproducción de sus relaciones sociales. En consecuencia,

los baruyas, en el plano económico, material, formaban parte de una economía regional. Dependían en parte, para reproducirse, de otros grupos locales que, a su vez, dependían de los baruyas. Entre estos grupos había objetos que circulaban como mercancías, desligándose completamente de los propietarios que las vendían para ligarse a los que las compraban. Me di cuenta, por lo tanto, de que se podía decir que había un carácter global en la vida de estas pequeñas sociedades rurales. Existía una especie de microglobalidad que era esta economía regional. Al mismo tiempo es interesante que los movimientos de objetos útiles se realizaban por intercambios comerciales que desvinculaban los objetos de los sujetos, como en una economía mercantil moderna. Me di cuenta, por lo tanto, más claramente que antes, de que en la economía de los baruyas había también un carácter global. Ahora bien, lo que ahora es global es el capitalismo mundial. Es una globalidad planetaria en el seno de la cual todas las pequeñas sociedades, de la misma manera que las nuestras, están atrapadas, ligadas unas con otras. Entonces, es un desafío para los antropólogos repensar todas las articulaciones de lo local, lo global regional y lo global planetario, que es nuestro sistema mundial. Estudiar esto es estudiar procesos macro y micro, y sus articulaciones. No es el fruto de la subjetividad de un antropólogo, pues son procesos objetivos que envuelven y ligan realmente a centenares de sociedades. Y estos procesos son difíciles de analizar. Para hacerlo, hay que ser más que antropólogo; en el sentido en que un antropólogo debe estar abierto a otros abordajes y no solo saber de antropología. Globalmente, para dar cuenta de estos fenómenos, es necesario el aporte de muchas otras disciplinas de las ciencias sociales. Y esto vuelve ridículos a los antropólogos que siguen manteniendo sus discursos sobre el espejo de Borges. Pues la historia no es solo un juego de espejos; son relaciones de fuerza, alienación, mistificación, cooperación y también de destrucción; y estos procesos no actúan solamente en el nivel de una pequeña sociedad, dado que las pequeñas sociedades nunca se reproducen solamente por sí mismas. La reflexión sobre las modalidades y las constricciones personales e institucionales de la investigación hace que se considere el momento de la etnografía solo como una fase de un proceso más amplio, que comprende tanto la fase de producción textual como de recepción del texto. Se plantea la cuestión de saber qué se realiza en esta escritura de textos o en la realización de los filmes etnográficos. Pues, después de haber hecho campo y de haber analizado teóricamente los hechos observados, los datos reunidos, hay que comunicar, hay que transmitir la propia experiencia, el saber, las conclusiones; hay que compartirlos. Hay varios instrumentos para compartirlos: las conferencias que se dan, los cursos que se dictan, los libros que se escriben y, eventualmente, los filmes que uno puede hacer. Para mí, por ejemplo, la escritura es muy importante. Vean, por ejemplo, la elección de escritura que hice

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cuando redacté La Production des Grands Hommes [La producción de los Grandes Hombres] (Fayard, 1982). Después de haber vuelto de mi primer campo extenso en Nueva Guinea, tenía la posibilidad de hacer, como todo el mundo, una monografía sobre la economía, el parentesco, las prácticas rituales, etc. entre los baruyas. Tenía todo lo que necesitaba para hacerlo y decidí no hacerlo. ¿Por qué? Porque tomé una posición teórica y analítica. Reflexionando sobre mis datos y mi experiencia de campo, llegué a la conclusión de que en algún lugar de esta sociedad había una llave, un hecho, la dominación masculina, que explicaba un gran número de aspectos de su funcionamiento. Y como entre los baruyas no existían clases sociales, castas, yo había podido ver, hace treinta años, que el fenómeno principal, tanto de su vida cotidiana como de su vida ritual, era la dominación de los hombres sobre las mujeres, y que grandes instituciones estaban al servicio de esta dominación; por ejemplo, las iniciaciones. Había constatado igualmente que, entre los baruyas, había una mezcla de clanes conquistadores y de clanes conquistados. Esta división no era la división entre hombres y mujeres, y la superaba. Los baruyas habían venido de otro lado, habían tomado la tierra, expulsado o absorbido grupos locales y, por lo tanto, hombres y mujeres. En consecuencia, había aspectos de su sociedad para los cuales la relación hombre-mujer no era significativa. Por lo tanto, en lugar de escribir una monografía, escribí un libro que se denomina La Production des Grands Hommes, puesto que me pareció que el fenómeno para comunicar, que resumía, a mis ojos, la lógica social que había observado, que explicaba el comportamiento de los individuos, era la producción de los Grandes Hombres y, también, de las Grandes Mujeres. En consecuencia, en mi libro no hay ningún capítulo sobre la economía, sino algunas alusiones sobre cómo se produce la subsistencia, cómo se construyen las casas, etc. Fue al comienzo, entonces, una decisión de escritura, y no una elección estética, de creación artística. Ocurre que simplemente quise comunicar lo que había aislado como el fenómeno más significativo y al que convertí en el pilar de toda la arquitectura del libro. El contenido de un libro es, entonces, una elección deliberada de no hablar de ciertas cosas. También es la elección de no plantear o desarrollar ciertos problemas teóricos. En mi caso, en esa época, tenía en la cabeza conceptos e hipótesis inspiradas en el pensamiento de Marx y, en otro plano, estaba influido por los análisis estructurales de Lévi-Strauss. Ahora bien, digo al pasar en mi libro que no había encontrado vínculos directos entre el modo de producción de los baruyas y su sistema de parentesco o sus iniciaciones. Pero no desarrollé esta observación que involucraba un gran debate teórico que retomé más tarde, aunque en otros libros como L'Idéel et le matériel [Lo ideal y lo material] (Fayard, 1984), que no concernían particularmente a esta sociedad.

Un punto que querría destacar es el hecho de que escribí mi primer libro, ocho capítulos, en ocho semanas. Y encontré un placer enorme al escribirlo, un placer no solo científico y teórico, sino estético. Escribí ocho capítulos en ocho semanas porque estaba "pleno". Había meditado y construido mi libro en la cabeza hasta tal punto que, cuando comencé a escribir, escribí un capítulo por semana. Esto nunca me volvió a pasar. Me sentía en una especie de autoposesión, había ajustado todos esos pensamientos antes. Pero después, cuando verdaderamente uno escribe, se agrega lo imprevisto, lo que no había sido pensado antes, porque se desarrollan análisis que no estaban verdaderamente ya construidos. Se enriquece el pensamiento por medio de la escritura. Al mismo tiempo, escribí en una lengua francesa que intenté fuera límpida y, a veces, poética, para suscitar en los lectores una emoción que los acercara, no solo por el pensamiento, a los baruyas. Intenté que, por la elección de mis palabras, de mis oraciones, se viera a las mujeres humilladas, a los hombres dominantes, a los jóvenes varones en el momento en que se les perfora la nariz, etc. En la poesía se suscitan emociones, y la emoción es un medio de comunicación. Incluso en libros más abstractos como L'idéeletle matériel (Fayard, 1984), nunca empleo términos latinos o griegos como habitus o hexis. Considero que utilizar esos términos es poner a los lectores a distancia respecto del autor, que los domina virtualmente y se contenta consigo mismo y no con compartir sus ideas con muchos otros. Por lo demás, las monografías son a menudo ilegibles. Son tesis de tercer ciclo que son retipeadas, en las que no hay ningún esfuerzo de escritura. Incluso, a veces son directamente fichas lo que a uno le llegan. Trabajar sobre la escritura no me parece en absoluto imponer mi subjetividad. O, más bien, es poner lo subjetivo al servicio de lo intersubjetivo. Es poner mi subjetividad, es decir, también una capacidad de conmover a los otros a través de las palabras, al servicio de una análisis teórico de los baruyas, de modo tal que estos, a través de mí, se acerquen, más allá de mí, a los lectores. Empecé nuevamente a trabajar mi escritura en L'Enigme du don (Fayard, 1998). Y, no obstante, era un libro plenamente teórico. Retomaba el dosier del don; por lo tanto, me volvía a encontrar frente a obras inmensas como las de Mauss o Lévi-Strauss. Pero, también allí, experimenté una gran emoción teórica cuando, poco a poco, vi que ninguno de los dos había tratado una categoría de objetos que circulan en un cierto tipo de relaciones sociales, entre individuos, entre grupos de generaciones diferentes, objetos que no se pueden vender ni ofrecer, sino que uno debe conservar para transmitirlos, como, por ejemplo, los objetos sagrados. La emoción teórica es descubrir que una parte de la realidad había quedado en la sombra y analizarla; y que una luz nueva, que emergía en el análisis, se proyectaba sobre las dos realidades tradicionalmente analizadas y opuestas por los antropólogos y los

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economistas: la categoría de las cosas que se venden y se compran, que circulan como mercancías, y la categoría de las cosas que uno ofrece u "ofrece a cambio" y que circulan en relaciones no mercantiles. Era retomar todo lo de esos dosieres abundantes, reorganizándolo desde otro punto de vista. Vuelvo sobre el hecho de que haber compartido mucho tiempo la vida de los miembros de otra sociedad, haber oído y creído comprender la manera en que piensan sus relaciones entre ellos y el lugar que cada uno ocupa en esas relaciones (ya sea a sus propios ojos como a los ojos de los otros) no impide tener una actitud crítica respecto de su modo de vida y de su manera de justificarlo. En el centro de las iniciaciones masculinas entre los baruyas está esa práctica, mantenida rigurosomante en secreto, de la ingestión de esperma por parte de los jóvenes iniciados. El esperma es el de los iniciados de los estadios tercero o cuarto que aún nunca tuvieron relaciones sexuales con mujeres. Para los baruyas, esta práctica secreta está destinada a masculinizar completamente el cuerpo de los hombres. Su ¡dea es que todo lo que había de femenino en el cuerpo de un joven debe ser eliminado. Su objetivo es que los varones vuelvan a nacer por segunda vez, pero, esta vez, engendrándolos sin las mujeres. Yo, que soy occidental y no soy creyente, pienso que la ingestión de esperma es un acto imaginario que nunca sobremasculinizó a nadie. Pero, desde el punto de vista de los baruyas, esto no es así. Esta distancia entre los baruyas y yo hace aparecer entre ellos un componente imaginario de sus relaciones, pero que ellos no viven así. Esto incita a plantear la pregunta teórica general: ¿cuáles son los componentes imaginarios de las relaciones de poder? ¿Y cuáles son las consecuencias sociales, reales, de esas prácticas imaginarias y simbólicas? Y, además, se ve para qué sirve en la realidad, dado que, al sobremasculinizar a los varones, los baruyas apuntan explícitamente a dotarlos de una esencia superior a la de las mujeres. En resumen, se ve cómo una práctica de este género legitima relaciones de desigualdad y dominación. La cuestión que se plantea, entonces, es ver si en otro lado, por ejemplo en nuestra cultura, no hay prácticas comparables para legitimar los lugares diferentes ocupados por los individuos en su sociedad a causa de su sexo o de su religión o del color de su piel.

Objetividad/subjetividad: ¿un falso debate? Partiré de un hecho: todo el mundo me concederá que no inventé la lengua que hablan los baruyas. Y en esta lengua había, como en cualquier lengua, una serie de términos especializados para designar relaciones de parentesco. Ahora bien, en esta lengua, el mismo término noumwé designa, a la vez, al padre y a todos los hermanos del padre

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que son, en consecuencia, mis padres. El término nouac designa, a la vez, a la madre y a todas las hermanas de mi madre, etc. Ahora bien, desde el momento en que se constata esto, en la medida en que uno es un antropólogo algo formado, sabe que se encuentra, o bien frente a una terminología de tipo dravidiano, o bien frente a una de tipo ¡roquesa. Y, a continuación, uno sabe que la noción de paternidad o maternidad no debe ser la misma para los baruyas que para los franceses, que tienen una terminología de tipo esquimal. Por supuesto que es un occidental quien le dio a su terminología de parentesco una estructura formal comparable con la de la terminología de los indios iroqueses. En resumen, uno se enfrenta en el campo con realidades que no fueron producidas por nuestra presencia allí, ni por la interacción, el diálogo con los miembros de esta sociedad. Y cuando uno descubre, esta vez por medio de lecturas, que la antigua terminología de los latinos, de la que deriva la nuestra {pater, mater, etc.), tiene la misma estructura que la de algunas tribus sudanesas actuales, uno se enfrenta con hechos misteriosos, con objetos duros de digerir, es decir, de pensar. Una realidad objetiva se impone y se opone a nosotros. Pero hay muchos otros aspectos de la realidad a propósito de los cuales la interacción entre el antropólogo y los miembros de la sociedad, entre los cuales vive y algunos de los cuales se convirtieron en sus informantes privilegiados, acarrea consecuencias que exigen de su parte una gran vigilancia crítica. Daré un ejemplo: durante meses y meses reuní la genealogía de los 1350 individuos que formaban la tribu de los baruyas; un trabajo inmenso. Uno va cada día de casa en casa, se sienta, habla, pregunta si tal es efectivamente el migwé, es decir, el "primo cruzado" de la persona que está delante de nosotros. En este trabajo, al comienzo, cometí errores, hice tonterías. Pues, a medida que acumulaba las genealogías que se cruzaban y se volvían a cruzar, descubría contradicciones en las declaraciones de los informantes que pertenecían a linajes diferentes e, incluso a veces, al mismo linaje. Entonces, volvía a ver a los informantes para intentar eliminar las contradicciones. Quería genealogías clean (es decir, lógicas, según los principios baruya). Pero olvidaba que las genealogías son manipuladas por las personas y que estas manipulaciones están al servicio de intereses y no son, por lo tanto, verdaderamente errores. Comprendí bastante rápido. No obstante, intenté reducir estas contradicciones trabajando con seis o diez personas a la vez que no pertenecían a los mismos clanes. Discutían delante de mí y yo escuchaba sus razonamientos y, muy a menudo, cuando se ayudaban recíprocamente, se establecían consensos. Pero, a veces, una genealogía ocultaba una historia muy conflictiva. Una vez, después de muchas horas de trabajo con un hombre notable, Nougrouvandjérayé, del clan de los Nunguyé, delante de testigos que no habían presentado objeción, supe que, a la noche, el hombre había

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recibido un machetazo que le había herido el brazo. En realidad, yo había planteado la pregunta: "¿A quién pertenecen esos árboles en lo alto de la montaña?"; él me había dado el nombre del clan. Pero yo no sabía que otro clan reivindicaba los mismos árboles; y uno de los testigos de nuestro trabajo había informado rápidamente de esto. En consecuencia, el otro clan había castigado a mi informante haciéndole una advertencia. Por lo demás, tal vez estaba la idea de que, si escribía esto en mi libro, se convertiría en la versión que iba a considerar la administración. Al mismo tiempo, sabían que yo no comunicaba mis informaciones a la administración australiana. En resumen, hay aquí un caso típico de interacción antropólogo-informante que debe ser objeto de un análisis teórico, pero que indica inmediatamente qué precauciones debe tomar un antropólogo, qué responsabilidades tiene cuando hace su trabajo entre los otros, con los otros y a propósito de los otros. En consecuencia, la interacción no es neutra, pero se enfrenta siempre con realidades sociales objetivas que son pensadas, expresadas, comprendidas por las personas según los términos de su cultura.

Determinismos, azar y fuerza del campo El azar está presente permanentemente en las elecciones de un etnólogo y en los acontecimientos que va a observar. Sin retroceder demasiado en mi vida, debo decir que nunca hice estudios de etnología o antropología social. Formado en la Escuela Normal Superior, concursé una agregación [agrégation] en filosofía, al mismo tiempo que por un diploma [licence] en psicología y otro en letras modernas. Luego, quise estudiar economía, y lo hice durante casi tres años; pero, muy rápido, me orienté hacia la antropología, porque la historia económica me parecía un asunto del pasado; los economistas solo discutían acerca de la superioridad del capitalismo sobre la sociedad, o a la inversa. Muy rápido me sentí atraído por la idea de estudiar sistemas económicos locales subordinados y, en consecuencia, transformados por el capitalismo o el socialismo, pero que habían nacido antes de ellos o sin ellos. Fue allí cuando me orienté hacia la entropología económica. Entonces, fui enviado por la Unesco a África, a Malí, durante un año, con la misión de estudiar los efectos de la planificación económica sobre comunidades pueblerinas. En esa época, Malí se había convertido en un país socialista, con el presidente Modibo Keita y su partido, la RDA (Reunión Democrática Africana) [Rassemblement Démocratique Africain]. Ya allí, comprobé que había un Ministro del Plan, un Ministerio del Plan y vehículos del Ministerio del Plan, pero que no había Plan. En consecuencia, estaba allí para estudiar un no-objeto. Como había llevado cuarenta kilos de fotocopias, que en aquella época eran verdaderamente fotos que se borraban con la estación de

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lluvias, leí mis cuarenta kilos de documentos sobre la antropología económica y viajé mucho por el país con Youssouf Cissé, un antropólogo malí, ahora jubilado. Volví a París un año más tarde sin haber hecho un verdadero campo. Yo era amigo de Alfred Métraux y, cuando volví del Malí, discutimos sobre un campo posible. Me propuso que fuera a Bolivia, que volviera a trabajar en el campo que había sido suyo al comienzo de su carrera. La idea me tentaba y, como yo hablaba español y mi mujer era profesora de español, no veía gran dificultad. Se volvió a discutir esto durante varias semanas y, el día en que las cosas parecían claras y decididas, Alfred Métraux, después de nuestra conversación, salió alrededor de las 16 horas y se suicidó en el valle de Port-Royal. Algunos días más tarde, durante sus funerales en el cementerio de Bagneux, le conté a Lévi-Strauss, que caminaba en el cortejo, cuál había sido nuestra última conversación y mi intención de ir a Bolivia. Lévi-Strauss me aconsejó fuertemente que fuera a Nueva Guinea, el último paraíso de los antropólogos, según él, destacando que había muchos antropólogos franceses en Amazonia, África, etc. Seguí su consejo, y me puse a leer mucho sobre Nueva Guinea. También era necesario que yo fuera afectado al CNRS, dado que quería hacer una misión extensa y el CNRS podía hacerse cargo de mi misión, y no la EHESS (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales) [Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales]. Un amigo, Jacques Barrau, profesor en el Museo de Historia natural, que conocía a varios antropólogos de Yale y Harvard que habían hecho campo en Nueva Guinea, me dio sus nombres para que les escribiera y les pidiera asesoramiento para saber entre qué grupo hacer campo. Partí con una lista de seis o siete tribus dispersas en Papua-Nueva Guinea pero, finalmente, elegí vivir y trabajar entre los baruyas, un nombre que no estaba en mi lista. También aquí intervino el azar. Yo había partido con dos guías hacia la jungla para visitar el primer grupo anotado en mi lista: los Waffa. Y, después de varios días de caminata y algunas aventuras, me encontré entre los Watchakés. Estaba furioso, sobre todo cuando mis guías me explicaron que me habían conducido allí porque había dos mujeres blancas. Las hermanas Best eran dos misioneras norteamericanas del Summer Institute of Linguistics, una organización muy poderosa que envía a todos lados misioneros lingüistas para aprender nuevas lenguas y traducir la Biblia. Fue a través de ellas que me enteré de la existencia de los baruyas. Me señalaron una gran montaña en el horizonte, a la vez que me dijeron: "Viven atrás, allá". Y allá fui. No obstante, visité otros grupos que estaban sobre mi lista, pero enseguida supe que debía elegir a los baruyas. ¿Por qué? En primer lugar, porque había quedado fascinado cuando los había encontrado por primera vez. Yo era el quinto o sexto blanco que recorría esta región. Todos los hombres, todos los jóvenes e incluso todos los niños estaban armados con arcos y flechas, reunidos en las casas de 205

hombres fortificadas. Las mujeres se detenían cuando un hombre las cruzaba, y escondían sus rostros detrás de capas de corteza para no ser vistas. Los hombres, por lo demás, pasaban sin mirarlas. También elegí a los baruyas porque habían sido "pacificados" cinco años antes, y pertenecían a un grupo de tribus conocidas por sus incursiones guerreras y que habían resistido la penetración de los blancos matando a algunos de estos. Además, muy importante, producían una moneda de sal, y yo tenía en la cabeza la obra de Malinowski y, por lo tanto, las nociones de intercambios ceremoniales, de monedas primitivas, etc. Por último, vivían en pueblos de cien a doscientas personas, a dos o tres horas de caminata de una pequeña pista de aviación donde se encontraba la misión luterana y el puesto de la administración colonial. Como tenía la intención de llevar a mi familia, que incluía a dos niños bastante pequeños, quería trabajar en pueblos bastante poblados y no demasiado lejanos de un lugar desde el cual partir en caso de accidente o enfermedad. También, en estas elecciones, se encuentra una mezcla de azar y de necesidad. Y, finalmente, pasé en total un poco más de siete años en el campo durante varias estadías, la primera de las cuales duró casi tres años. En el curso de este lapso de tiempo, mueren personas conocidas y uno asiste a sus funerales; otros nacen, otros también se casan; y uno asiste a todos esos acontecimientos que conciernen a la vida corriente e, incluso a veces, como pude hacerlo, uno participa de las grandes iniciaciones masculinas o femeninas. Todos estos acontecimientos -nacimientos, muertes, ceremonias- son singulares en el sentido en que, una vez que ya ocurrieron, no se reproducen en tanto tales. Pero, al mismo tiempo, desde un cierto punto de vista, se repiten. Si se asiste a varios funerales, se constata que las personas realizan y dicen ciertas cosas en cierto orden. Hay una trama. Y, a veces, se constata que, en esta trama que uno ya anticipa, algo no ocurre como antes. Entonces, hay variaciones, y todo aquello debe ser cuestionado. Pero, junto a estos acontecimientos de la vida corriente que conciernen a un número más o menos grande de individuos, existen otros que conciernen a toda la sociedad, que movilizan a todas las generaciones, todos los clanes, todos los poblados. Son, por ejemplo, las iniciaciones masculinas. Pero, incluso estos acontecimientos excepcionales, se repiten cada tres años; por ejemplo, las iniciaciones masculinas. Es por esto que tuve la oportunidad de asistir por lo menos a dos de ellas. Las iniciaciones de los chamanes, hombres y mujeres, se repiten cada quince, veinte años, y tuve la oportunidad de asistir a una de esas iniciaciones. También allí hay una trama que le describen a uno para responder a las preguntas planteadas cuando se pregunta "cómo son las iniciaciones". Pero, entre lo que le dicen y describen a uno y lo que hacen y uno ve, hay una gran diferencia y una enorme riqueza de realidad adicional. 206

Finalmente, también están todos los incidentes, los hechos inesperados, como, por ejemplo, un asesinato o un accidente en la selva, alguien que cae de un árbol durante la caza de pájaros y muere. Y, entonces, si uno está allí, oirá cómo interpretan ese asesinato o ese accidente mortal. Uno entrará junto con ellos en su modo de pensamiento. Debo destacar, de paso, que los baruyas se arreglaban para organizar sus iniciaciones, que duran varias semanas, incluso a sabiendas de que había misioneros blancos o militares en la región. Aceptaban completamente mi presencia, pero se las ingeniaban para no tener otros testigos. E, igualmente, yo podía medir lo que decían o no decían acerca de sus ritos y costumbres cuando otros europeos que estaban de paso los interrogaban. Entonces, es a través de esta observación de larga duración, de las recurrencias y de los diferentes acontecimientos, de las interacciones observadas durantes todo ese tiempo, que se acumulan en la cabeza los datos y que la cabeza está colmada de hechos a analizar, de grano para moler teóricamente. Y uno no espera estar de vuelta en París para empezar a pensar. Hay momentos en el campo en que uno no puede medir el grado de aceptación de la gente respecto de la propia presencia y del trabajo como etnólogo. Son momentos extraños y de una gran importancia para el propio "yo", para la propia subjetividad personal y profesional. Tal vez, el acontecimiento de este género más importante para mí fue cuando dos mujeres viejas vinieron a buscarme una noche, a medianoche, para llevarme a la iniciación de una joven que acababa de tener sus primeras menstruaciones. Esto ocurrió después de dos años de estar con ellos. A menudo les había pedido a mujeres baruya, y sobre todo a Djirinac, una mujer mayor que me había enseñado mucho sobre los parentescos y genealogías de los baruyas, asistir a esas ceremonias, y ya no tenía esperanzas. Los hombres se burlaban cuando hablaba de eso. Decían que estaba prohibido para los hombres, pero, sobre todo, que no valía la pena, que eran remedos de las mujeres que no tenían secretos propios y que, probablemente, pasaban el tiempo criticando y diciendo barbaridades de los hombres. Ahora bien, es precisamente Djirinac quien me vino a buscar. Pasé una noche y un día enteros entre la maleza con más de seiscientas mujeres, dado que se juntaban todas las mujeres de los poblados cuando se iniciaba a una joven. Puede haber, entonces, más de diez iniciaciones por año. Y el colectivo femenino se reúne cada una de las veces para ritos y cantos. En cambio, para iniciar a un hombre se procede por etapas cada tres años, durante doce años, y en esto están implicados todos, hombres y mujeres. No me detengo en el contenido de los ritos femeninos a los que asistí. Digamos que consistían en grandes lecciones de sumisión a los hombres impartidas por las ancianas a la jovencita y a las otras jovencitas de su edad. Pero, al lado del lugar de esos ritos, las mujeres que habían asistido allí diez, veinte o más veces, sentadas en el piso rodeadas por

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sus hijos, mantenían otras charlas, entrecortadas por estridentes risas. Una decía que su marido era verdaderamente un "imbécil"; otra, que el suyo no sabía hacer el amor; en suma, las observaciones estaban repletas de realismo y falta de respeto. Es necesario, entonces, que un antropólogo pueda pasar a ambos lados de la barrera de los sexos. No es fácil y a menudo es imposible. Pero también es importante cómo termina esta historia. Pues, cuando después de que hubieran terminado estas ceremonias, volví al pueblo en el que vivía con las mujeres de ese pueblo y la jovencita iniciada, el pueblo estaba totalmente vacío de hombres. Yo estaba agotado; no había dormido desde hacía mucho tiempo e iba a entrar a descansar cuando dos jóvenes se presentaron y me interpelaron desde lejos, sin acercarse. Me dijeron: "Maurice, los hombres se reunieron y nos envían para decirte que no podes seguir viviendo con nosotros porque participaste de las ceremonias de las mujeres; te mezclaste con ellas. Nos vas a contaminar". Fue un golpe. Ya me veía afuera, obligado a abandonar mi trabajo por haber transgredido el orden social de los baruyas. Pero, entonces, me dijeron: "Podrías permanecer entre nosotros si te sometieras a un rito". "¿Qué rito?" "Ya verás. Ahora, vas a dormir; estás cansado". Varias horas después, oí que me llamaban; salí, y los dos jóvenes estaban allí con sus arcos, flechas y dos pájaros que habían matado en la selva. Me pidieron que me acercara y me desvistiera por completo. Después, pusieron los dos pájaros muertos en el fuego y los pasaron por mi cuerpo demorándose cerca de los genitales, bajo los brazos, etc.; tenían un olor muy fuerte, como cuando se asa pollo. Y me dijeron: "Bueno, ahora podrás seguir viviendo con nosotros". En ese momento, no comprendí lo que hacían. Mucho después comprendí que me habían tratado como a una mujer que vuelve al pueblo para retomar la vida corriente con su marido después de haber dado a luz. Efectivamente, cuando una mujer baruya da a luz y vuelve luego de dos o tres semanas para retomar la vida corriente con su marido, este debe ir de caza y dejar un pájaro o dos sobre e! umbral de la puerta. La mujer, cuando llega, debe pasar por su cuerpo los pájaros para purificarse y retomar la vida con el hombre. En realidad, los baruyas habían encontrado entonces, en su cultura, el medio de reintegrarme después de haber transgredido una prohibición que pesa sobre los hombres. Me trataron como a una mujer y, después, pude reintegrarme entre los hombres. Pero, a continuación, me acosaron con preguntas: "¿Qué viste entre las mujeres? ¿Sus ceremonias no son nada al lado de las nuestras, no?, ¿Hablan mal de nosotros, no?, etc." Respondí: "No tengo nada para decirles y ustedes no sabrán nada. Yo no les dije nada de lo que ustedes hacen en sus ceremonias, y, además, no me lo preguntaron". Pienso que los baruyas estaban un poco admirados de que hubiera pasado del otro lado y, al mismo tiempo, valoraron que no les dijera nada. Volviendo a estos incidentes, yo podía estar orgulloso de que las

mujeres me hubieran ido a buscar; y orgullo de que los hombres me hubieran reintegrado entre ellos y de que hubieran encontrado en su cultura el medio de hacerlo. Pero tampoco voy a ocultar que, desde mi primera estadía entre los baruyas hasta mi último viaje hace diez años, siempre hubo una minoría, que se redujo con el correr del tiempo, que no aceptaba mi presencia, que no quería cooperar conmigo. Es normal; uno no puede ser amigo de todo el mundo.

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Afinidades con la sociedad estudiada Debo decir que me gustaba el carácter guerrero de los baruyas. Por supuesto, este estaba asociado a todo tipo de actitudes que ilustraban la dominación de los hombres sobre las mujeres. Pude demostrar los procedimientos, representaciones, símbolos por medio de los cuales los hombres legitimaban sus pretensiones de representar por sí solos su sociedad y gobernarla. Personalmente, no coincidía con su modo de pensar y actuar, pero el trabajo de campo me llevaba a reflexionar, a partir de sus modos de actuar y pensar, sobre mi propia sociedad. Y comencé a ver más claramente todo lo que, en nuestra sociedad occidental, instituye la dominación de los hombres sobre las mujeres, la desigualdad entre los sexos. Cuando partí, lo hice con ideas de juventud, que también eran ¡deas de esa época. Pensaba que había que hacer una revolución en Occidente, instaurar un nuevo régimen económico y social y suprimir las clases sociales, lo cual llevaría a instaurar automáticamente la igualdad entre hombres y mujeres. Ahora bien, entre los baruyas no había clases y existía una muy fuerte dominación de los hombres sobre las mujeres. De esto extraje lógicamente la conclusión de que la desigualdad entre los sexos era un fenómeno mucho más antiguo y mucho más general que la existencia de clases o castas. En consecuencia, cambié profunda e íntimamente. Y, luego, nunca modifiqué esta evidencia. Más adelante, de regreso en Francia, pude "oír" los discursos de las feministas y, tal vez de manera más general, pude escuchar voces, voces de mujeres que en esa época no eran escuchadas dentro de la antropología, y no solo en antropología. El campo transforma. Esto quiere decir que los otros transforman a uno, si uno sabe escucharlos y si reflexiona de manera descentrada respecto de sí mismo acerca de lo que ve y oye. Al mismo tiempo, no oculto que los discursos y prácticas de los hombres baruya, guerreros y machistas, me fascinaban. Pues no practicaban la guerra a distancia. Los grandes guerreros habían matado a sus enemigos cuerpo a cuerpo, a hachazos, un poco como en la Ilíada o la Odisea. Al mismo tiempo, los guerreros "comunes" s e lanzaban flechas desde lejos, y corrían rápidamente para no ser

alcanzados. Además, los baruyas me explicaban que, si bien todos los hombres eran por principio superiores a las mujeres, la mayoría de ellos solo eran wopai, "batatas". Conocía los cantos de guerra que se entonaban cuando se había matado a un gran guerrero, una mujer, un niño. Había escuchado, con toda la credulidad necesaria y mucho placer, los innumerables relatos de las hazañas de los grandes guerreros baruya, entre los que se encontraba Bakitchatché, un joven héroe que por sí solo había matado a centenares de enemigos, y cuyo espíritu había derribado árboles de modo tal que su tropa pasara por encima de una hondonada y atacara a un pueblo enemigo desde un flanco que se consideraba inaccesible. Las ancianas viudas de un guerrero no eran las últimas en enorgullecerse de la muerte en combate de su esposo. Todo esto me hizo pensar, conjuró mis fantasmas personales.

Legitimar su presencia en el campo Legitimar la propia presencia es, tal vez, más simple de lo que se piensa. En la sociedad baruya, como dije, estaban los que no querían blancos entre ellos y los que querían que hubiera uno. Un blanco es un negociador posible con el poder blanco; es una fuente de regalos, es decir, de cosas que habría que comprar con dinero (herramientas, mantas, tabaco, etc.). Además, a veces es una fuente de orgullo pues, si la tribu vecina tiene un blanco que vive con ellos, ¿por qué no los baruyas? Al comienzo, viví en una cabana que estaba sobre un camino que unía dos pueblos en la montaña y que servía de lugar de descanso para la gente que pasaba por allí, pero, sobre todo, para los blancos misioneros, militares, funcionarios que visitaban la región. Yo estaba solo, pero no lo estaba. Durante todo el día había diez, quince niños, sobre todo varones, que estaban conmigo, revisaban mis bolsos, etc. Yo era la gran atracción, la televisión. Además, poco a poco,1 los adultos me visitaron; algunos de ellos me propusieron que me instalara en su pueblo y me dijeron que iban a construir una casa para mí y mi familia, que más adelante iba a reunirse conmigo. Me preguntaron qué había ido a hacer allí, puesto que, aparentemente, no era ni un misionero ni un militar. Tenía conmigo una caja con libros y les expliqué que los blancos conservan su memoria y saberes en libros, y que yo iba a escribir un libro con ellos y sobre ellos. Años después, entregué una copia de mis filmes y otros documentos al Institute of Papua-New Guinea Studies, de Port Moresby. Había llevado conmigo a la capital responsables de las iniciaciones, quienes se encontraron con el ministro de Cultura y, delante de mí, los baruyas acordaron con él algunas reglas que querían ver respetadas para el uso de esos documentos. Solo los habitantes "educados" de Nueva Guinea podían ver los filmes, pero no las mujeres de 210

Nueva Guinea. Las mujeres blancas podían verlos, pero en su país, etc. En esa época, hace treinta años, pocos antropólogos se preocupaban por la voluntad de las personas entre las que habían vivido y trabajado. En el trabajo de campo, uno se enfrenta con otros problemas que son deontológicos. No se puede comunicar a las mujeres lo que los hombres dicen y, recíprocamente, hay que evitar entrar en relaciones demasiado personales, o incluso sexuales, con una mujer, si uno es un antropólogo, o con un hombre, si uno es una antropóloga. Como permanecí varios años solo entre los baruyas y sabían que tenía una hija, me propusieron varias veces encontrarme una mujer si, a cambio, yo les daba a mi hija. Rechacé sus propuestas. Otro problema es no intervenir, en la mayor medida posible, en la vida de los otros, o adoptar una postura de autoridad. Asistí a escenas de violencia, en las que un hombre pegaba a su mujer o una primera esposa atacaba a machetazos a una segunda esposa tomada por su marido. Esto, delante de cincuenta testigos, la mitad del pueblo. Nunca intervine. Observaba e interrogaba a los testigos. Una o dos veces, esta actitud me costó violentos reproches de mi mujer, que permaneció un año conmigo durante el trabajo de campo. Consideraba que el oficio de antropólogo era un oficio "un poco infame", sobre todo el día en que una baruya que era amiga suya fue herida de un machetazo por una rival delante de los ojos del marido. Por amistad y solidaridad, mi mujer pidió a los testigos que rápidamente fabricaran una camilla y transportaran a la herida hasta el puesto. Yo no hice nada, pues consideraba que ya había demasiados blancos que intervenían en la vida de los baruyas sin que se los hubiera invitado (misioneros que les decían que su religión era falsa, que su alma era negra como su piel; militares que les impedían hacer la guerra y recuperar sus tierras, etc.) que me prohibí ser uno más de ellos. Además, no hay que ocultar que el oficio de antropólogo es un poco un oficio de "mirón". Uno debe observar sin intervenir y no está allí para poner en escena a los otros, para querer que hagan esto o esto otro. Les toca a los otros hacer lo que tienen que hacer. Pero, por supuesto, todas las mañanas, cuando me lo pedían, cuidaba como podía a las mujeres y niños enfermos, a los hombres que se habían herido entre la maleza. Ahora, si se quiere hablar de las prácticas de conocimiento desarrolladas en el campo, debo decir que realicé grandes exploraciones sistemáticas que se correspondían necesariamente. Medí todos los jardines del pueblo, más o menos setecientas parcelas en la selva o la sabana. Y esto lo hice tres veces, a lo largo de diez años. Tomaba muestras de suelo y las enviaba a Australia para saber cuál era el grado de fertilidad. Pero, al mismo tiempo, elegía las muestras en función de las indicaciones de los baruyas que me decían: "Este suelo es bueno para el maíz; este suelo es bueno para las batatas, etc.". Y los análisis químicos confirmaron su experiencia. Por lo demás, consigné todas 211

las precisiones necesarias en una ficha en la que se organizaban todos los datos reunidos a propósito de cada jardín, cada tipo de cultivo, del grupo que lo había cultivado, de las parcelas otorgadas a tal o cual mujer y por qué razones, etc. A la vez, hice un recuento de los habitantes de todos los pueblos; establecí el plano de esos pueblos y de sus casas, al menos dos veces con cinco años de distancia. Por último, pasé meses yendo de pueblo en pueblo, reconstituyendo las genealogías, hasta cuatro o cinco generaciones, de todos los baruyas. Cuando se hacen exploraciones de este tipo, estas se corresponden inevitablemente y uno ya no está por completo delante del espejo del propio "yo". Siempre se vuelve a eso. Hay que saber descentrarse en relación con su cultura y su "yo". Y hay que trabajar con métodos que crucen los datos. Y hay que cruzar muchos datos y estar atentos desde muy cerca, a la vez, a lo que las personas dicen de ellos mismos y de sus relaciones con los otros; o, para decirlo de otra manera, a lo que las personas dicen sobre lo que los otros son en relación con ellos. Incluso hice una exploración sobre los sueños. A menudo me acordé de un artículo de Lucien Sebag, un antropólogo que se suicidó en un hotel frente a la Sorbona por un desengaño amoroso. Efectivamente, estaba enamorado de la hija de Lacan y era, a la vez, paciente de este último. Era un artículo sobre los sueños de un grupo de indios de Amazonia. Durante un mes hice lo mismo: todas las mañanas iba a recolectar los sueños de las personas. Y tenía un cuaderno repleto con ellos. Finalmente, tengo muchos cuadernos que contienen hechos que todavía nunca describí ni analicé. También hay hechos que no puedo decir, dado que me comprometí con los baruyas a no decirlos. Estos hechos se refieren a la homosexualidad ritual de los baruyas; y ya dije lo suficiente para que se comprenda qué es esta práctica, esta institución vinculada con la dominación masculina, pero no lo suficiente como para que se sepa todo lo que me dijeron. El secreto es un ingrediente necesario del poder. No hay, por lo demás, muchas posibilidades de que un antropólogo pueda asistir en Occidente a las deliberaciones del comité central de un partido, ya sea del RPR o del PC, ni que participe en una reunión de los más altos dignatarios de una iglesia. En esto, nuestras sociedades occidentales son aún más opacas que las sociedades de Oceanía o de otros lugares. Tal vez se sabe más sobre las iniciaciones de las sociedades de Melanesia que sobre la organización del poder en Occidente. Y no hablo, por supuesto, del secreto que envuelve el poder y riqueza de las mafias. Por lo demás, cuando se comparan sociedades tan diferentes como la nuestra y la baruya, se comprueba que los jóvenes baruya reciben una educación completa. Se los instruye para que se conviertan en cazadores, guerreros, etc.; pero, además de esta instrucción, se los educa en el sentido de prepararlos para que ocupen su lugar, es decir, para

que asuman sus responsabilidades dentro de la sociedad, reemplacen a sus ancestros, etc. En nuestra sociedad, en la escuela se instruye más de lo que se educa. En este sentido, el ministerio de Educación Nacional ya no tiene derecho a ese nombre. Y, como a menudo la familia o la escuela apenas educan a los jóvenes, el individuo se enfrenta a la vida en condiciones más inciertas y difíciles que las que tenía un joven baruya antes de que Occidente interviniera en la historia de su sociedad.

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La antropología de hoy La destrucción de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 debería haber demostrado la importancia de las ciencias sociales para comprender las sociedades. Digo las ciencias sociales, y no solo la antropología. La historia de los otros, la nuestra, son instrumentos esenciales para comprender, pues una parte de los problemas de hoy no nacieron hoy. Hay que tomar distancia. Pero, al mismo tiempo, la historia no es ¡a única ciencia que se ocupa de la historia. Hay que comprender las civilizaciones, aprender las lenguas, interrogar los textos, pero también ver las fuerzas recientes que ejercen presión sobre las sociedades, la más importante de las cuales es la fuerza de expansión mundial del sistema económico occidental, el sistema de mercado, el capitalismo. Pero también existen fuerzas políticas, adjuntas a las fuerzas materiales, militares, etc. También allí Occidente desempeña un papel dominante en la evolución de todas las sociedades que entran en su círculo de poder y riqueza. Ser antropólogo en sentido pleno no es contentarse con la antropología. Y ser antropólogo o historiador es trabajar siempre en el descentramiento respecto de la cultura de origen. Es evidente que la antropología nació en Occidente del producto de dos expansiones: una, muy conocida, es la de las conquistas coloniales, el comercio internacional, etc.; la otra, tal vez un poco olvidada, es la de la formación en Europa de los Estados-nación y de la imposición, a muchas comunidades locales y grupos étnicos, de leyes, que se oponían a sus costumbres, promulgadas por esos Estados. De allí, estas recopilaciones de las costumbres emprendidas en el siglos XVII y XVIII en Europa. Pero, en África, Asia, Oceanía y América, para conquistar y administrar las poblaciones con costumbres diversas y desconocidas para los europeos, para evangelizarlos y erradicar sus creencias "paganas", inspiradas por el demonio, hubo por todos lados militares, funcionarios, misioneros que reunieron informaciones, aprendieron lenguas; en suma, hicieron antropología espontánea. Y muchos de estos datos tienen valor. Pero la antropología no se confunde con esa etnología espontánea ligada a la expansión imperial de Occidente, ni se reduce a ella. La antropología, como disciplina científica, nació con Morgan y algunos

otros que practicaron, al menos por un tiempo y hasta un cierto punto, un descentramiento metódico en relación con las evidencias de su cultura y educación occidentales. Cuando Morgan descubrió que los indios iroqueses tenían un sistema de parentesco muy diferente del sistema occidental, pero con una lógica propia, la de un sistema que denominó "matrilineal" (es decir, en el caso de los iroqueses, un sistema en el que los niños no pertenecen al clan del padre, sino al de la madre; en donde la mujer no va a vivir con el marido, sino el marido con su mujer, etc.), aceptó este hecho y comenzó una gran exploración entre 82 tribus de los Estados Unidos y Canadá, que hablaban lenguas diferentes. Hizo otro descubrimiento y comprobó que todos esos sistemas eran variedades que respondían a principios diferentes. Esto lo llevó a promover una exploración mundial entre 500 misioneros o funcionarios dispersos en los imperios coloniales de Occidente.Y allí, para su gran sorpresa, cuando comparó las terminologías de parentesco de esos centenares de sociedades sin parentesco entre sí, comprobó que se presentaban como variantes de seis o siete tipos de terminologías. Nadie en la historia de la humanidad había hecho aún eso y, por eso, "Morgan es un héroe". Pero, luego, Morgan quiso encontrar vínculos entre estos tipos de terminologías y las etapas que, según él, habría recorrido la humanidad desde un estado de salvajismo primitivo, casi animal, hasta la civilización, cuyo mayor bien sería la Norteamérica republicana. En consecuencia, los polinesios servirían para ilustrar el estadio de salvajismo, y los iroqueses fueron puestos en relación con los germanos para ilustrar el estadio de barbarie. En el espíritu de Morgan, la ideología occidental había reconquistado el campo perdido en el curso de su primera etapa, la del descentramiento. A continuación, la antropología se convirtió poco a poco, al desarrollarse sobre la base de nuevos descentramientos, en un método no indisolublemente ligado a Occidente, su tierra natal. Pues cualquier etnólogo, ya sea chino, francés o egipcio, debe descentrarse respecto de su cultura de origen y romper el espejo de sí. Y este trabajo se hace entre los otros, con los otros y para todo el mundo. Esto fue lo que me llevó a escribir hace varios años: "El impulso de las grandes religiones como el Islam requiere de los análisis de la antropología, la sociología y la historia. Cada uno sabe que es necesario que la violencia aparezca como tal un día para que algunos se decidan a reaccionar con el fin de reducirla y, eventualmente, suprimirla"'. Hoy, la violencia salió. Y nos remite a sus raíces. Una vez más, realidades escondidas, como las diferencias entre las religiones; o consideradas insignificantes, como las divisiones étnicas o la existencia de tribus entre los pachtounes, se convierten en realidades que hay que tomar seriamente y comprender. Para muchos antropólogos, nociones como las de "tribu" o "etnia" volvieron a ser consideradas como invenciones de Occidente, productos de su imaginación y su racismo. Muchos ya 214

las habían tirado a la basura para sentir mejor conciencia. La historia se encargó de desmentirlos. No se trata de que las divisiones étnicas o tribales no sean en parte imaginarias y manipuladas. Pero, para mac u l a r l a s con éxito, es necesario que haya algo real que manipular, y que las palabras no remitan a conceptos completamente vacíos o completamente falsos. Una vez más, desde la caída del comunismo y de las Torres Gemelas, el etnólogo es invitado por la Historia, si no convocado, a trabajar; pero no solo. Además, sabemos bien que los científicos no tienen, por sí solos, la fuerza para hacer desaparecer las relaciones de fuerza. Para cambiar la realidad, si esta debe ser cambiada, hay que ser algo más que científico. En Occidente, esta otra cosa es ser ciudadano y considerarse responsable del bien común. NOTAS ' " L'anthropologie sociale est-elle indissolublement liée a l'Occident, sa terre natale?", R1SS, 143/marzo 1995.

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