Gargarella_Interpretando_a_Dworkin(2014)

Interpretando a Dworkin Roberto Gargarella El objeto de este trabajo es el de ofrecer una reconstrucción posible de la v

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Interpretando a Dworkin Roberto Gargarella El objeto de este trabajo es el de ofrecer una reconstrucción posible de la vastísima obra de Ronald Dworkin (1931-2013), quien dedicara largas décadas de su vida a la actividad académica y extendiera ésta, a su vez, a las áreas más diversas: desde la filosofía jurídica a la filosofía política, pasando, entre otras también, por la teoría constitucional, la ética y la bioética. El trabajo se propone mostrar la consistencia del trabajo de Dworkin, dejando en claro las fuertes continuidades existentes entre lo que él escribiera en un área y las otras (de allí, finalmente, su decisión de presentar una “teoría unificada”, en la conclusión de su vida académica). La pretensión final de este escrito, de todos modos, no es la de intervenir sobre la obra de Dworkin, corrigiéndola o precisándola de algún modo –una pretensión que excedería largamente las propias capacidades- sino en todo caso intervenir sobre los modos en que leemos o enseñamos a Dworkin. Allí sí –según entiendo- hay mucho trabajo por hacer, porque tendemos a enseñar o leer a este autor de modo muy deficiente. Lejos de aspirar a una reconstrucción inapelable, de todos modos, lo que me propongo es sugerir una reconstrucción plausible, que en todo caso resulte (retomando a Dworkin) una interpretación de la labor dworkiniana que mejore en algunos aspectos centrales a muchas de las que están disponibles. Introducción: Cuatro largos períodos y tres grandes áreas Comienzo con unos breves datos biográficos sobre el autor, que en mi opinión resultan iluminadores para entender sus temas, preocupaciones y obsesiones principales. Dworkin nació en los Estados Unidos en 1931, en el estado de Rhode Island –el “estado rebelde”- en donde estudió en la escuela pública, apoyado por su madre –pianista- que trabajaba como profesora de música en Providence (sus padres se habían separado muy tempranamente). Realiza sus estudios universitarios en Harvard, en donde obtiene notas unánimemente sobresalientes, que le permiten llegar a Oxford, Inglaterra, en donde continúa sus estudios y alcanza resultados igualmente sorprendentes. Dworkin puede estudiar entonces con el filósofo Herbert Hart, con quien se involucra en discusiones sustantivas, relacionadas con la filosofía del derecho defendida por aquél. Vuelto a los Estados Unidos, Dworkin pasa a trabajar (como clerk) para el juez Learned Hand, tal vez el más brillante de los jueces de su país, en ese momento. Con Hand actúa como sparring: es la persona con quien el juez “testea” las ideas sobre las que escribe. Luego, teniendo la oportunidad de continuar su trabajo en la Corte Suprema, junto con otro juez también teóricamente brillante –Félix Frankfurter, destino habitual de quienes colaboraban con Hand- acepta una oferta de trabajo en una importante firma jurídica, que lo lleva a viajar habitualmente a Suecia. Su labor como abogado en muy intensa, al punto que –sujeto a presiones familiares- decide dejar la profesión, y acepta una oferta para ser profesor en Oxford. Luego de un período breve enseñando en la Universidad de Yale (en donde compartirá cursos con Robert Bork, a quien luego impugnaría en su carrera hacia la Corte Suprema), Dworkin obtiene una posición permanente en Oxford. Ello así, gracias a una recomendación del propio Hart (Dworkin  

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ocupará ese cargo entre 1969 y 1998). En esos años, se interesará también por la filosofía política de raíz igualitaria, que encontrara a su mejor exponente en el filósofo de Harvard John Rawls, con quien Dworkin mantendrá un diálogo teórico persistente. Más adelante, volverá a Nueva York, en donde –hasta el momento de su muerte- organizará su mítico “coloquio” en teoría moral y jurídica, junto con Thomas Nagel, en el que –durante un semestre por año- invitarán a exponer, uno por vez, a sus mejores colegas para someter a amable y devastador escrutinio a algún trabajo ofrecido como material de discusión por el invitado de turno. Durante todos estos años, por lo demás, Dworkin alternará estos escritos y discusiones de máximo nivel académico con intervenciones públicas insistentes, a través de revistas culturales y periódicos de diverso tipo (típicamente, el New York Review of Books), en los que participará en los principales debates de su país y su tiempo: desde la desobediencia civil hasta las acciones afirmativas y el derecho a la pornografía; desde el aborto y la eutanasia hasta el nombramiento de cada nuevo juez de la Corte Suprema. Estos brevísimos apuntes biográficos resultan ya iluminadores acerca de algunos de los rasgos distintivos de la labor académica de Dworkin, a lo largo de toda su vida profesional. Vemos ya, por ejemplo, que tuvo los mejores maestros; que en todos los casos honró el trabajo con aquellos discutiéndolos y disintiendo con cada uno de ellos en los temas que más les importaban; o que se involucró directa y permanentemente en los principales debates teóricos y políticos de la época en que le tocó vivir. Tratando de ordenar la vasta obra de Dworkin de alguna manera, voy a organizar este análisis distinguiendo entre cuatro períodos (reconociendo desde ya la arbitrariedad que es propia de todo este tipo de clasificaciones), que siguen a grandes rasgos (aunque no de modo permanente y estricto) un orden cronológico vinculado con la propia biografía del autor. A la vez, dentro de esos cuatro períodos, voy a concentrarme principalmente en tres grandes discusiones que él tuvo, en tres áreas del conocimiento diferentes. Se trata de una elección desde ya difícil porque Dworkin, como pocos autores que conozco, se comprometió permanentemente en debates sobre temas de interés público, debates sobre los trabajos de otros autores, y debates en torno a su propio trabajo. Los cuatro períodos en los que voy a pensar son los siguientes. i) Un primer período fundacional, que tiene como centro a su libro Los derechos en serio. ii) Un segundo período de ajuste, en el que profundiza y precisa de modo decisivo su trabajo inicial, y que encuentra un buen punto de apoyo en el libro El imperio del derecho. iii) Un tercer período, al que voy a llamar de perfeccionamiento o sofisticación de su teoría, que incluye también notables escritos, entre los que podría mencionar sus brillantes y muy complejos trabajos sobre la igualdad, resumidos en su libro La virtud soberana. iv) Un cuarto período, de reunión y cierre, que encuentra como momento culminante a su libro Justicia para erizos, publicado apenas unos meses antes de su muerte, y con el que Dworkin se propone, oportunamente, tirar de todos los diferentes hilos teóricos que había ido abriendo a lo largo de su carrera, para juntarlos y mostrar que todos ellos no sólo se orientaban en la misma dirección, sino que formaban parte de una misma “teoría unificada.” Dworkin, de este modo, culmina su carrera académica como pocos otros, es decir, poniendo un punto final a la misma de modo consciente, y dejando en claro la vastedad e impresionante consistencia interna de una vida de trabajo. Sobre el final mismo de su labor, él viene a decirnos que, a pesar de la diversidad de temas y problemas abordados, todas las cuestiones que tratara se  

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encontraban vinculadas unas con otras, y habían sido merecedoras de respuestas articuladas entre sí, como formando parte de un mismo cuerpo. Su filosofía del derecho debía verse, por tanto, como una continuidad con su filosofía política, su teoría constitucional, o su visión sobre la ética y la vida buena. Conforme a lo anticipado, voy a prestar especial atención, en estos cuatro períodos, a las aportaciones de Dworkin en tres áreas fundamentales (entre varias otras), que serán la filosofía del derecho, la filosofía política y la teoría constitucional. Según diré, Dworkin fue desenvolviendo y sofisticando, en estas tres áreas, tres largas conversaciones que –más allá de la sorprendente cantidad de sus contendientes- encuentran a tres grandes interlocutores, que –tomando, ocasionalmente, rostros distintos- parecieron permanecer en el tiempo: la filosofía del derecho, en donde destaca su debate con Herbert Hart; la teoría constitucional, que comenzó a profundizar discutiendo con Learned Hand (y que culmina en discusión con Jeremy Waldron); y la filosofía política, en donde resalta su prolongado diálogo con John Rawls. El período fundacional Comienzo con un análisis de la primera de las etapas definidas -el “período fundacional” de la obra de Dworkin- procurando cubrir (en este caso, como en los siguientes) sus escritos en las tres áreas principales, ya definidas (filosofía del derecho, teoría constitucional, filosofía política). Por supuesto, dada la ambición de este análisis y los límites de espacio en los que se enmarca, mi aproximación no podrá ser sino limitada e incompleta. En esta primera etapa encontramos el origen de muchas de los ejemplos e ideas-fuerza que marcarían a la obra de Dworkin hasta nuestros días: el “juez Hécules;” los “casos difíciles;” la única “respuesta correcta”; entre tantos otros casos. Enseguida voy a tratar de profundizar un poco estos enunciados, pero anticipo el siguiente juicio: me parece que muchos de los que piensan y enseñan Dworkin han quedado varados en esa temprana, estación inicial, esto es decir, quedaron fijos en lo que fue el “minuto uno” de Dworkin, cuando él –en parte, en razón de las críticas y comentarios recibidos, a raudales, desde entonces- precisó y mejoró su argumentación, colocándola en términos que no son fácilmente reducibles a los que manejó en esta primera etapa. Por lo tanto, frente a estos casos, puede decirse que se está enseñando mal a Dworkin, y que las lecturas que se han hecho de él han quedado estancadas en una etapa demasiado temprana, sobre todo a la luz de todo el enorme aporte, y la cantidad de ajustes, que llegaron después. Aunque, según he dicho, hay continuidades prístinas entre un período y los restantes, también es cierto que sus escritos –sobre todo los del comienzo- dispararon lecturas muy fuertes y críticas sobre Dworkin (elitismo judicial; abstracciones irrealizables; etc.) que él se ocupó, en los años siguientes, de disipar, mostrando que se trataba de malas interpretaciones de lo que él había sostenido. La crítica a Hart. Esta primera etapa, conforme dijera, gira en torno a una obra fundamental –Los derechos en serio, de 1977- que es, como varios otros libros de Dworkin, el extracto final de una larga lista de artículos escritos en los años precedentes. Entre tales artículos destacan, por ejemplo, “Los casos difíciles” y “El modelo de las reglas” (1 y 2).  

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Estos textos representan, en buena medida, las primeras discusiones de Dworkin con su maestro, Hart, en torno a la relación entre principios (moral) y derecho. Como sabemos, Hart es un autor positivista, y el positivismo se propone establecer una fuerte distinción entre el derecho y la moral (Hart 2012). La idea es que el derecho nos remite a reglas, de distinto tipo, y que el mismo no está ni debe mezclarse con la moral. El positivismo, recordemos, estaba en disputa con el iusnaturalismo, y en particular con ciertas versiones del iusnaturalismo –que remitían Santo Tomás- y que consideraban que i) existen principios morales universales; y ii) ningún sistema normativo puede ser considerado como “derecho”, si contradice los principios establecidos en i). Dworkin, que de a poco va a profundizar su posición sobre el tema, comienza abriendo una hendija en la argumentación positivista, a partir de los “casos difíciles”, en los que el litigio no puede ser resuelto subsumiendo el caso a una norma jurídica establecida (una hendija que, de algún modo, había comenzado a abrir Lon Fuller, hablando de lo que podríamos llamar “casos fáciles”, Fuller 1963).1 Frente a tales situaciones, la doctrina tradicional, de la que Hart formaba parte, entendía que el juez tenía “discreción” para actuar (dado que su respuesta no aparecía pre-determinada por el derecho, como en los “casos fáciles”). Para Dworkin no existe, en cambio, razón alguna para hablar de discrecionalidad justificable: los casos, aún los más difíciles, siempre tienen una respuesta jurídica (una “respuesta correcta”). Lo que hay que hacer, entonces, es salir a buscar esa respuesta, en lugar de denunciar que no existe. Ello así, por más que ese intento requiera de nosotros un esfuerzo argumentativo extraordinario –una tarea de razonamiento titánica, propia de un “juez Hércules”. “Hércules” es, en esta etapa, la representación del juez omnisciente, supercapacitado intelectualmente, y dueño de toda la información relevante: el juez preparado para resolver cualquier “caso difícil”, encontrando la “respuesta correcta”. Se trata, entonces, de una metáfora para decir que los casos difíciles no tienen respuestas imposibles (que fuerzan la discrecionalidad), sino respuestas difíciles, que lo que se necesita es que se trabaje por ellas. Algo similar puede decirse de la “respuesta correcta”. De lo que se trata es de fijar un objetivo a alcanzar con el razonamiento, no de diseñar un universo platónico inasible a los hombres, a los “ciudadanos normales.” Se trata de decir algo que tiene mucho de obvio: necesitamos decidir imparcialmente, y no hay por qué pensar que existen conflictos frente a los que no puede decidirse de modo imparcial, aún a pesar de nuestras limitadas capacidades, que no son ni serán nunca las de un “juez-Hércules”. El gran caso en el que piensa Dworkin, para ilustrar lo que “el modelo de las reglas” no ve, es el famoso Riggs v. Palmer, de 1889 –un caso sobre el cual también trabajó el gran iusfilósofo argentino del momento en el que Dworkin escribía sobre el tema: Genaro                                                                                                                         1

  Contra Hart, Fuller había señalado que no era cierto que los jueces debieran quedarse con el lenguaje palmario, llano del derecho (en los “casos fáciles”): muchas veces, ellos estaban forzados a ir más allá de lo escrito, en busca de una respuesta que el lenguaje del derecho era incapaz de darle. Los jueces debían salir a pensar, por caso, en los propósitos (no explicitados) de la norma. Así, como quedara ilustrado en los famosos casos que marcaron buena parte de la historia contemporánea de la filosofía del derecho (i.e., la prohibición de no estacionar un vehículo en la plaza, prohíbe estacionar una bicicleta? Y qué dice sobre una estatua con un tanque de guerra?). La respuesta sobre lo que dice el derecho, entonces, muchas veces nos exige ir más allá del lenguaje explícito del derecho.

 

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Carrió.2 Carrió describía a este caso, con su habitual ironía, como el del “nieto apurado”, esto es, el nieto que quiere heredar a su abuelo y lo mata para heredar lo más pronto posible. El nieto cumple su condena, y reclama su herencia, que el derecho le niega por razones obvias (Carrió 1965). El punto es el siguiente: Riggs v. Palmer le permite a Dworkin decir que, en casos difíciles, hay respuestas que pueden estar fuera de las reglas escritas, pero que no merecen considerarse discrecionales. Le permite decir, también, que hay un problema cuando se dice que el derecho se compone sólo de reglas, o que no tiene lugar para principios o consideraciones morales. Dworkin insiste entonces en la idea de que el derecho se compone no sólo de reglas, sino también de principios, que siempre están presentes, y sobre los cuales estamos obligados a pensar en casos difíciles como el mencionado. El juez que se enfrenta a casos como éste no debe, entonces, completar el vacío de reglas con sus propios criterios, sino con los principios que forman parte del derecho. El juez no tiene que salir a “inventar” soluciones desde la nada –lo cual nos pondría frente a una situación de injusta retroactividad de la ley- sino a aplicar principios pre-existentes. Como Hércules, debe ponerse a pensar y a argumentar, hasta dar con la “respuesta correcta” (que, en este caso, implicaba denegarle la herencia al “nieto apurado”). Lo dicho hasta aquí nos permite asomarnos, entonces, a algunos de los tempranos y decisivos aportes hechos por Dworkin a la filosofía del derecho. De todos modos, y antes de pasar a la próxima etapa, y ver de qué modo fue cambiando y precisando estas primeras ideas, quisiera decir algo sobre las otras dos áreas que prometiera analizar: la teoría constitucional y la filosofía política. Estas dos aportaciones nos pondrán frente a dos discusiones notables, ya anunciadas: una con el juez Hand, y la otra con John Rawls. La crítica a Hand. Sobre la teoría constitucional mencionaría, fundamentalmente, el desacuerdo profundo que Dworkin mantuvo con el juez Hand –por entonces su empleadorsobre cuál era la labor que debía desempeñar un juez en democracia. Dworkin, recordemos, era clerk del juez Hand, quien al contratarlo le había dejado en claro que él sabía escribir muy bien, y que no lo necesitaba para que lo ayudara en dicha tarea. Hand quería tenerlo cerca a Dworkin para otra cosa: pretendía discutir con él sus ideas, sobre todo en momentos en donde Hand se encontraba escribiendo sus “Oliver Wendell Holmes Lectures,” para la Universidad de Harvard, en torno al caso (sobre discriminación racial) Brown vs. Board of Education, de 1954, que consideraba mal decidido.3 Hand llegaba a tal conclusión, afirmando que, en el caso, los jueces habían excedido los límites de sus funciones, para interferir con decisiones que eran propias de la esfera legislativa. Brown –una decisión que termina con la vergonzante línea jurisprudencial del “separados para iguales” y ordena la integración racial en las escuelas- es tal vez la decisión históricamente más importante de la Corte norteamericana pero, sin embargo, y para Hand, resultaba una decisión obviamente equivocada. Ella podía ser atractiva, los jueces que la habían decidido ser intencionados, el fallo podía estar basado en grandes valores…pero lo cierto es que el mismo no encajaba bien con el derecho realmente existente, y llevaba a los jueces a convertirse en legisladores. Los jueces debían ser deferentes frente a los legisladores, en lugar de intentar                                                                                                                         2 3

 

115 N.Y. 506 (1889). 347 U.S. 483 (1954).

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reemplazarlos. Frente a este tipo de argumentaciones, Dworkin comenzará a desarrollar sus ideas en torno a la misión del juez en democracia; en donde dejará en claro su compromiso con la defensa de los derechos; y lo irrazonable de dejar en manos de los organismos mayoritarios la protección de los derechos de las minorías (que implicaría, en su opinión, preguntarles a quienes están decididos a violar los derechos de las minorías si es que les parece correcta esa violación de derechos). Aquí es donde Dworkin comienza a diseñar su distinción entre “políticas” –que deben quedar en manos de los legisladores- y “principios” –que deben quedar en manos de los jueces. El problema, agrega Dworkin, aparece si los legisladores quieren interferir con los principios (que son fundamentalmente “distributivos”), o los jueces con las políticas (que remiten a asuntos “agregativos”). El problema se da, por ejemplo, si los jueces quieren anular medidas de recuperación económica (como el salario mínimo o los subsidios estales, que promoviera el Presidente Roosevelt en la época de la reconstrucción); o los legisladores quieren interferir con el derecho de cada uno a vivir su propia sexualidad (como en el caso Bowers). Sin embargo, concluye, no hay objeción relevante si cada rama del poder se ocupa de su área específica de competencia (así, por ejemplo, en su libro Una cuestión de principios): si el legislador, digamos, fija subsidios para las Universidades, o los jueces impiden la censura previa. La crítica a Rawls. En materia de filosofía política, destacaría de esta etapa su atención al trabajo de John Rawls, y su diálogo con él. Rawls publicó su Teoría de la justicia en 1971, pero ya desde varios años antes había hecho conocer su línea de trabajo principal (básicamente, la reflexión sobre la teoría de la justicia, que le llevará toda su vida académica y abarcará toda su obra), que habían impresionado grandemente a la comunidad universitaria. La aparición de la obra de Rawls, como sabemos, marca un antes y un después en la filosofía política contemporánea: con Teoría de la justicia, las discusiones en la materia despiertan y ganan un gran protagonismo, luego de años de largo sueño. Dworkin aprendió de Rawls, coincidió con él en muchas cuestiones, y más adelante sobre todo, lo desafió en algunos de sus compromisos más básicos. Fue, especialmente en esta primera etapa, un puente de Rawls hacia el derecho. Dworkin, podría decirse, fue quien más ayudó a instalar las discusiones sobre las teorías de la justicia en el ámbito del derecho; y para traducir al lenguaje jurídico y vincular con casos judiciales, reflexiones que provenían de lo mejor de la filosofía política de su tiempo. Dworkin compartía con Rawls muchos de sus presupuestos fundamentales. Entre ellos: i) mostraba, como Rawls, una preocupación particular por pensar los contornos de una teoría de la justicia; ii) entendía, como Rawls, que dicha teoría debía tener en su centro al valor de la igualdad (la “igual consideración y respeto”, en el lenguaje de Dworkin); iii) partía, como Rawls, de una posición metodológicamente individualista, esto es, una posición que tenía como eje al respeto a cada individuo, y a los derechos de cada individuo. Este último punto, en particular, resultaba –tanto para Rawls como para Dworkin- de una importancia política especial, en momentos en donde parecían primar –política y filosóficamentecriterios utilitaristas que se inclinaban por disolver las preocupaciones por “cada uno” en una prioritaria preocupación por el “bienestar general.” En otros términos, era propio del pensamiento de la época el aceptar el sacrificio de los derechos individuales en nombre de hipotéticos beneficios colectivos. No por azar, Rawls dedica una parte muy significativa de su teoría de la justicia a discutir con la filosofía utilitarista; así como Dworkin también defiende su peculiar visión del igualitarismo -más adelante- contrastándolo con el  

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utilitarismo.4 Un ejemplo resultó de especial importancia, para ambos autores, para dejar en claro el significado de su puntos de vista filosófico: la guerra de Estados Unidos contra Vietnam. Notablemente, el tema de la guerra es uno de los pocos en los que Rawls se involucró directamente –siendo él alguien poco afecto a involucrarse en la discusión de temas de política cotidiana. Dworkin –mucho más activo que Rawls en la discusión de temas de interés público- tomó el tema de Vietnam abiertamente, y testeó, a partir de este ejemplo, muchas de sus intuiciones en materia de justicia. Contra Vietnam, Dworkin alertó sobre los riesgos de diseñar políticas públicas sacrificando derechos individuales, y defendió –contra el sentimiento dominante en la época- los derechos de los objetores de conciencia, que se oponían a participar en el enfrentamiento armado. (Más adelante, Dworkin retomaría una línea de argumentación similar frente a las políticas de los Estados Unidos en relación con la prisión de Guantánamo; y frente a la decisión del gobierno de su país de limitar libertades civiles luego de los ataques terroristas sufridos el 11 de septiembre). El período de ajuste El liberalismo igualitario bajo examen. Durante la segunda etapa que voy a describir, que tiene su centro en los años ochenta, Dworkin precisa y desarrolla muchas de las ideas que presentara en la primera etapa. Ello, a la luz de las innumerables críticas y comentarios que recibiera después de publicados sus primeros trabajos en cada una de las áreas revisadas. Esto es decir, la aparición de Dworkin causo conmoción dentro de cada una de las disciplinas que abordó: primero, dentro de la filosofía del derecho; pero luego, también, en el derecho constitucional y en la filosofía política. Esta etapa lo encuentra a Dworkin, entonces, ya situado en el medio del ring, y respondiendo activamente a cada uno de los                                                                                                                         4

  Para Dworkin, el igualitarismo que es propio del utilitarismo representa el dato más interesante de esta concepción. Este igualitarismo aparecía en el hecho de que el utilitarismo -en su pretensión de maximizar el bienestar general- tiende a contar como iguales las distintas preferencias en juego, frente a un particular conflicto de intereses. Para tomar un ejemplo extremo, en una sociedad en donde la mayoría de los habitantes prefiere utilizar los recursos existentes para distribuirlo entre los más pobres, mientras que el grupo restante -más ricoprefiere construir campos de golf, el utilitarismo privilegiará, obviamente, la pretensión de la mayoría. La maximización del bienestar general parece requerir el reconocimiento de dicha demanda mayoritaria, por serlo, y con independencia de su contenido o el particular status de quienes la solicitan. En este sentido, el utilitarismo muestra su estricto compromiso igualitario: no hay nadie cuyas preferencias cuenten más que las de los demás cuando de lo que se trata es de reconocer cuál es la preferencia que consigue acaparar mayor respaldo social. Dworkin se ocupa de mostrar, en tal sentido, el modo en que el utilitarismo termina frustrando su original promesa igualitaria. El argumento de Dworkin se basa en la idea de las preferencias “externas,” esto es, preferencias acerca de la asignación de bienes hacia otras personas (digamos, acerca de los derechos y oportunidades de los que deberían gozar otras personas). La idea es que el utilitarismo deja de mostrarse como una postura igualitaria cuando -en su aspiración por mantenerse neutral respecto del contenido de las preferencias de cada uno- permite que ingresen en el “cálculo maximizador” preferencias externas –y no, exclusivamente, preferencias personales, esto es, preferencias relativas a los bienes que reclamo para mí. Piénsese, por ejemplo, en las preferencias de grupos racistas que quieren que ciertos grupos (pongamos, personas que no pertenecen a la raza aria) no sean tratadas en un pie de igualdad en relación con los demás grupos. O piénsese en las preferencias de los católicos que solicitan que los miembros de los demás cultos no sean tratados con igual consideración que los católicos. De acuerdo con Dworkin, el único modo en que el utilitarismo puede asegurar el igual respeto a cada individuo es a través de la incorporación de un cuerpo de derechos, capaces de imponerse a reclamos mayoritarios basados en preferencias externas como las mencionadas. Los derechos funcionarían como límites destinados a impedir que alguna minoría sufra desventajas en la distribución de bienes y oportunidades, en razón de que una mayoría de individuos piense que aquellos pocos son merecedores de beneficios menores de los que la mayoría recibe.

 

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autores que lo desafían. Por entonces, sus propuestas reciben objeciones desde todos los ángulos: llegan críticas desde el liberalismo conservador, que considera intolerables las consecuencias del igualitarismo defendido por Dworkin; críticas desde la teoría constitucional, que acusa a Dworkin de promover un modelo de derecho dominado por jueces super-poderosos, decidiendo en todas las cuestiones fundamentales desde el aislamiento de su “torre de marfil”; críticas desde las vertientes más democráticas de la doctrina constitucional, que encuentra puro elitismo en la defensa que hace Dworkin de “jueces-Hércules”, geniales, sobre-humanos; críticas desde el “comunitarismo,” que considera a las propuestas de Dworkin dominadas por la abstracción y la falta de contextualización. Muchas de estas críticas van a llevar a Dworkin a reacomodar en parte, pero –sobre todo- a presentar de una forma muy diferente a sus viejas ideas. En esta etapa, por tanto (y del mismo modo en que Rawls va ir dejando atrás el ejercicio de abstracción distintivo de su teoría de la justicia, esto es, la “posición original”), Dworkin va a comenzar a articular su teoría de otro modo, poniendo definitivamente de lado sus referencias a “Hércules;” la “respuesta correcta”; y los “casos difíciles”. De allí que no tenga mucho sentido, en la actualidad, seguir presentando o enseñando a Dworkin como si todavía estuviera atrapado por las ideas y los problemas que eran propios de las primeras interpretaciones que recibiera su trabajo en su primera etapa de intervención académica. En el ámbito de la filosofía política, Dworkin elabora, en estos años, una extraordinaria serie de artículos destinados a fundamentar y entender mejor los compromisos igualitarios de su teoría. Los textos principales son cuatro, unidos por un título común, What is Equality? (What is Equality? Parte 1, fue publicado en 1981), y que luego van a desembocar –en una versión unificada y más trabajada todavía- en el libro La virtud soberana, dedicado a esa “virtud soberana,” que para él es la igualdad. Vamos a ver enseguida algunas implicaciones del particular igualitarismo de Dworkin, pero antes de ello quiero llamar la atención sobre la aparición de una línea de crítica muy poderosa, dirigida contra el pensamiento igualitario que Rawls, Dworkin, Thomas Nagel, Thomas Scanlon y una importante lista de autores venían elaborando muy esforzadamente desde los años 70 (Rawls 1971, 2001; Nagel 1979, 1991; Scanlon 1975, 1982). La crítica en la que pienso tiene orígenes diversos, y se relaciona con teóricos de proveniencias diferentes (el catolicismo, el socialismo, el aristotelismo) que es muy difícil situar dentro de un mismo campo, dadas las diferencias que hubo, también, entre ellos. Sin embargo, en los años ochenta se comenzó a hablar de una corriente de pensamiento comunitarista, al que se reconoce hoy como dueño de una significativa línea de críticas frente al liberalismo (igualitario). Un libro fundamental en el desarrollo de este pensamiento fue el escrito por Michael Sandel: Liberalism and the limits of justice, de 1982; pero a él pueden agregarse muchos otros textos y autores: Tras la Virtud, de Alasdair McIntyre; Hegel, de Charles Taylor; Esferas de la justicia, de Michael Walzer, etc. (McIntyre 1981; Sandel 1982, 1986, 1997; Taylor 1979, 1985; Walzer 1983, 1984; en general, Kymlicka 1990; Mulhall & Swift 1992). Los autores que englobamos dentro de la corriente comunitarista, criticaron al liberalismo (igualitario) por muchas razones diversas, pero dentro de ellas destacan algunas como las siguientes: el no pensar en el contexto; el concebir a los individuos como átomos, como  

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“sujetos no-situados”; el partir de principios universales, desvinculados de la realidad; el no reconocer que la reflexión por la justicia puede requerir, antes que la abstracción, la contextualización y el reconocimiento de los detalles (identitarios; sociales) relacionados con las personas y situaciones particulares en donde (o sobre las que) la teoría va a aplicarse; etc. De algún modo, la disputa liberalismo-comunitarismo que se dio en los años ochenta reprodujo la disputa que alguna vez había enfrentado al pensamiento de Inmanuel Kant con el de Georg Friedrich Hegel (Mulhall & Swift 1992; Nino 1991). El liberalismo igualitario respondió de modos diversos a esta oleada de críticas. En ocasiones de modo más abierto, en otras más solapadamente, pero lo cierto es que el liberalismo reconoció la necesidad de reacomodar o reajustar parte de lo que decía, y/o el modo en que decía lo que decía. John Rawls, por ejemplo, va a comenzar, lentamente, a reelaborar su teoría de la justicia inicial, hasta privarla de sus bases filosóficas iniciales, de origen obviamente kantiano. En particular, a partir de un decisivo artículo de 1985 (Justice as Fairness: Political, not Metaphysical) Rawls deja en claro que su pretensión ya no es la de elaborar una teoría de la justicia “de una vez y para siempre,” “válida en todo tiempo y lugar,” sino más bien la de establecer las bases para un “acuerdo superpuesto” –en otros términos, un acuerdo político (aunque no un mero modus vivendi) que todos pueden encontrar razones para suscribir, sin renunciar a sus creencias y convicciones (metafísicas) más profundas. Scanlon comienza a reflexionar sobre “acuerdos que nadie puede razonablemente rechazar” (una línea de pensamiento que culminará en su importante libro What we owe to each other, de 1998). El iusfilósofo Carlos Nino, en la Argentina, reformula sus reflexiones en diversas áreas de su trabajo, mostrando sensibilidad a aquel mismo tipo de críticas (i.e., su teoría sobre el control constitucional comienza a mostrar apertura a consideraciones contextuales): como otros teóricos de su tiempo, empieza a colocar en el centro de su reflexión (más que a ciertos principios abstractos que deben ser honrados en cualquier tiempo y lugar) a la “práctica constitucional” efectiva (Nino 1996). La “novela en cadena”. En un contexto como el descripto, de críticas sobre el liberalismo igualitario, no es de extrañar que la filosofía de Dworkin también comenzara a mostrar reajustes. Así como Rawls publica en 1985 Political not Metaphysical, Dworkin publica en 1986 El imperio del derecho. En dicho libro se advierten bien los cambios de dirección y/o precisiones que, decisivamente, comienzan a aparecer en su trabajo, y que van a implicar un dejar atrás, para siempre, el modo en que presentaba las bases de su teoría, y sus principales preocupaciones (lo cual requiere dejar atrás, también, ciertas habituales interpretaciones sobre su trabajo). Voy a ilustrar estos cambios con un ejemplo que aparece en este libro, y que va a jugar un papel crucial en esta nueva etapa de Dworkin: el ejemplo de la “novela en cadena.” El (extraordinario) ejemplo, vinculado con su teoría de la interpretación jurídica/constitucional cumple, en este contexto, funciones múltiples: nos permite entender perfectamente lo que nos quiere decir Dworkin en este período; nos permite reconocer sus principales respuestas al tipo de críticas (comunitaristas sobre todo) que su teoría venía recibiendo; y nos ilustra muy bien acerca de los reajustes que Dworkin realizara entonces a sus reflexiones sobre teoría constitucional y filosofía del derecho. Paso a describir, entonces, el ejemplo de la “novela en cadena,” y a comentar algo sobre sus vastas implicaciones.

 

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El ejemplo de la “novela en cadena” nos propone pensar la tarea judicial de interpretación constitucional en analogía con la tarea de alguien que acepta participar en la escritura de una “novela en cadena.” Imaginemos, entonces, que somos veinte personas que participamos en esta tarea, y que cada uno se compromete a escribir cinco páginas de esa novela. Cada uno, cuando recibe el manuscrito que le lega quien lo antecede en la obra, agrega entonces sus cinco hojas, que pasan a sumarse a las hojas ya escritas por todos sus antecesores. Dworkin nos pregunta entonces: “qué es lo que una persona responsable, comprometida con su tarea, debe hacer, una vez que recibe el manuscrito en cuestión?” las respuestas que uno puede dar frente a dicha pregunta –y esto es importante que lo reconozcamos, y de enorme interés para lo que Dworkin nos quiere decir- son relativamente obvias. La primera obligación de cada participante es la de leer las páginas ya escritas. Luego, cada uno tratará de entender lo escrito, y de darle un sentido a todo lo escrito (Se trata de una novela histórica? De una novela dramática? De una novela policial?). Finalmente, tratará de completar sus cinco páginas, dándole “la mejor continuación posible” a la novela hasta entonces escrita: una continuidad que haga honor a lo ya escrito, y que prepare el camino para el próximo participante. Todos estos son pasos muy intuitivos, en relación con los cuales todos tendemos a estar de acuerdo (invito a que cualquier lector le pregunte a cualquier persona qué es lo que haría en esa situación de partícipe de una ¨novela en cadena”). Este simple ejemplo que nos ofrece Dworkin, tan sencillo e intuitivo como parece, es sin embargo tremendamente revelador acerca de lo que es y lo que debe ser la interpretación constitucional, si es hecha responsablemente. Adviértase todo lo que nos dice el ejemplo. En primer lugar, estamos en presencia de una tarea que, según vimos, no exigía de sus participantes capacidades sobre-humanas. Muy por el contario, vimos que cualquiera que pensara bien sobre la tarea en juego podía reconocer inmediatamente en qué consistía la misión que se le encomendaba. En segundo lugar, se trata de una tarea que comienza mucho antes que la llegada de uno, y que va a continuar mucho más allá de cuando termine nuestra propia participación. Intervenir bien en esa tarea implica reconocer que la misma de ningún modo empieza y termina con uno. Se trata de una empresa colectiva, no individual. En tal sentido, cualquiera diría que uno no participa bien de ese proceso colectivo si, en lugar de continuar responsablemente y del mejor modo lo escrito hasta el momento, lo que uno hace –pongamos, un Jorge Luis Borges, un Gabriel García Márquez- es desafiar todo lo escrito, dejándolo de lado para escribir en cambio sus propias cinco páginas gloriosas, con el ánimo de dejar en claro, frente a los demás, su propio, extraordinario talento personal. Frente a ese ocasional Borges, cualquiera puede decir: “Su insuperable talento nos resulta muy claro, pero lamentablemente usted no ha cumplido con la función que le habíamos encomendado, y con la que se había comprometido: lo que esperábamos de Usted no era su lucimiento personal, sino que hiciera el mejor aporte a una tarea colectiva, que lo trasciende a usted ampliamente.” Todos estos rasgos que parecen claros, y propios de la escritura de una “novela en cadena” deben verse en paralelo con la tarea de interpretación constitucional: se trata, este caso también, de una empresa que nos invita naturalmente a prestar atención a lo hecho por quienes nos antecedieron; que nos fuerza a encontrar el sentido o hilo conductor de la “novela” escrita hasta el momento de nuestra llegada; que nos propone darle la mejor continuación posible a lo hecho por nuestros antecesores; que no exige de nosotros, participantes, capacidades sobre-humanas; que nos refiere a una tarea que comienza y va a  

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seguir mucho después de la nuestra participación;que nos refiere a una empresa colectiva, que requiere que seamos conscientes de las exigencias y limitaciones propias de nuestro rol: nos desempeñamos directamente mal si apostamos al lucimiento personal, en lugar de tratar de enriquecer del mejor modo posible esa tarea colectiva que nos trasciende. Lo más interesante del ejemplo, de todos modos, se encuentra en la forma en el que el ejemplo nos permite dejar atrás todas las críticas más habituales recibidas el modelo jurídico de Dworkin, como uno caracterizado por el elitismo y el aislamiento de los jueces, donde los jueces deben decidir sobre todo lo importante, actuando como “Hércules” en busca de la única “respuesta correcta” que sólo ellos, como genios aislados del pueblo, pueden encontrar (Ely 1980). En efecto, a través de un ejemplo como el citado, y con un soplido, Dworkin es capaz de tirar abajo el mazo de cartas que sus críticos habían levantado en su contra. En efecto, la versión de la “respuesta correcta” que se utiliza para criticar a Dworkin (“respuesta correcta alude a verdades sólo asequibles por una elite iluminada”) resulta falsa: el ejemplo de la “novela en cadena” deja en claro que la tarea en juego es una que cualquier participante –aún un novel comprometido con su tarea- puede entender y llevar a cabo sin mayores dificultades. La metáfora de “Hércules”, traducida por los críticos de Dworkin como una que alude a la necesidad de contar con jueces “sobre-humanos” también se cae a pedazos frente al ejemplo de la “novela en cadena”. Según viéramos, esta última tarea no sólo no se requieren jueces sobre-humanos, sino que cualquier actuación de un participante que no sea consciente de su papel limitado, o que por el contrario quiera destacar en su individualidad como si todo lo hecho por los demás no fuera de interés (el caso “Borges”) debe considerarse como una participación errada –la participación de alguien que simplemente no ha entendido de qué se trata el juego que juega. Por razones como éstas es que considero que entendemos y enseñamos mal a Dworkin, cuando seguimos presentándolo o criticándolo como si siguiera estando atado a las más vulnerables posiciones que asociamos con el primer Dworkin, el de “Hércules,” “los casos difíciles” y la “respuesta correcta”. Algunas aclaraciones adicionales, destinadas a precisar la posición más actual de Dworkin, en materia de interpretación constitucional, a la luz del ejemplo de la “novela en cadena.” Ante todo, a la hora de traducir este ejemplo al caso que nos interesa, el de la interpretación constitucional, Dworkin resume los pasos que da el participante en dicho emprendimiento, a través de dos principales, a los que denomina de “encaje” y “mejor luz”. Esto es, puesto a desarrollar su labor interpretativa, el intérprete debe, en primer lugar (e igual que el participante de la “novela en cadena”, cuando le llega su turno de actuar), leer al derecho existente, y tratar de reconocer el sentido de ese derecho. (En el caso de la novela: de qué tipo de novela se trata? En el caso del derecho, qué tipo de principios hacen inteligible esta obra colectiva?). Inmediatamente luego, y frente al conflicto jurídico que debe resolver, el participante debe salir en busca de respuestas posibles, entre las muchas imaginables que “encajen” bien con la historia jurídica anterior (como en la novela, hay, previsiblemente, muchas formas posibles de continuar la obra –pongamos el policial- que se ha venido escribiendo hasta ahora). Finalmente, el participante debe seleccionar una respuesta, entre las varias imaginables, de acuerdo con cuál sea, de entre ellas, la que reconstruya al derecho existente “a su mejor luz,” permitiendo la continuación más plausible.

 

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En el caso particular de Dworkin, y a partir de la peculiar (pero razonable) reconstrucción que hace del derecho de su país, el principio rector que definiría al derecho (norteamericano) sería el de “igual consideración y respeto”. Dworkin deriva este principio de la “lectura a mejor luz” del derecho de los Estados Unidos, que –a pesar de sus múltiples errores y retrocesos (Dworkin ha sido siempre un duro crítico del derecho efectivamente vigente en su país)- se ha comprometido creciente y consistentemente con la libertad de expresión y asociación; ha ido asumiendo un carácter más y más inclusivo en materia racial; ha adoptado posiciones más igualitarias en materia de género; ha afirmado, con dificultades, principios de no discriminación en materias diversas, incluyendo en términos de nacionalidad; ha asentado, finalmente, la idea de que todos merecen un debido respeto, “sin importar cuál es el género, la raza, el color de piel de cada uno”. Dos notas adicionales en torno a esta lectura dworkiniana sobre la interpretación, y luego un ejemplo para concluir este análisis. La primera de las cuestiones se relaciona, otra vez, con la igualdad. Dworkin entiende que el intérprete debe realizar un esfuerzo de “integridad,” tendiente a leer al derecho “como un todo” y a tratar los casos similares de modo similar. El derecho, nos dice, debe “hablar con una sola voz”. Y ello, no sólo por un mero afán de consistencia, sino –fundamentalmente- por un compromiso igualitario, con el igual y debido trato hacia todos los que forman parte de la vida del derecho. La segunda nota tiene que ver con el modo en que esta visión se relaciona y diferencia de otras versiones posibles, y muy habituales, sobre la interpretación. En efecto, la propuesta de Dworkin no es “originalista”, no está “anclada” en el pasado, ni –en su afán de integridad, o en su pretensión de retomar la “novela” escrita hasta el momento- se encuentra comprometida a respetar cualquier cosa que se haya escrito en el pasado. “Leer a su mejor luz” la “novela” anterior no requiere, obviamente, tomar todo lo escrito como bueno sino, justamente, y por el contrario, leer esa novela críticamente. Si, por caso, algún participante anterior no comprendió de qué iba la “novela”, y en lugar de continuarla como lo que era –pongamos, una novela trágica- la siguió como una comedia ligera, el buen participante que continúa la obra no debe allanarse a lo último escrito, porque está escrito, sino retomar el mejor hilo anterior. Del mismo modo, esa lectura a la “mejor luz” no implica en absoluto desentenderse de lo ya escrito, para centrarse sólo en que las hojas que siguen sean las mejores, sino –justamente- en continuar la historia apoyado en los mejores pilares de lo que ya ha sido escrito. Pensemos, como ilustración de lo dicho, en el caso de la Corte Suprema norteamericana en Brown v. Board of Education. Pensemos en las preguntas que podían hacerse los jueces cuando estaban a punto de tomar esa decisión, crucial finalmente en la tarea de integración racial, y duramente crítica frente al principio entonces vigente de “separados pero iguales.” Una mirada torpe, conservadora, que simplemente quisiera someterse al pasado, podría decir: “tenemos por detrás una larga lista de casos ya decididos en materia racial, en que hemos apoyado el principio de ´separados pero iguales` que nos dice que no se discrimina a los afroamericanos cuando no se les permite viajar junto a los blancos, o concurrir a los mismos bares que los blancos: lo que importa es que puedan estudiar, viajar o ir al bar, y no si pueden ir a los mismos lugares a los que van los blancos.” Para algunos, ésta es la posición que debería asumirse como derivada del esquema propuesto por Dworkin, que pide consistencia; mirar al pasado; no tratar a los casos presentes de modo que no pueda  

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integrarse con casos pasados. Pero, justamente, ésta es la mala lectura de lo que propone Dworkin: Dworkin no nos pide seguir cualquier línea jurisprudencial anterior, de cualquier modo. Nos pide leer el derecho como un todo, a su “mejor luz.” Decidir bien el caso Brown, entonces, no implica allanarse al principio vigente “separados pero iguales”, que era el que regía hasta el momento en materia racial, sino preguntarse si ese principio se ajusta a lo que el derecho (la “novela”), a su mejor luz, ha venido diciendo en todo este tiempo. Y lo cierto es –nos diría Dworkin- que la idea discriminadora que distingue a “separados pero iguales” se contradice con las ideas de “igual consideración y respeto” que se derivan de lo que el derecho vino afirmando, lenta pero consistentemente, en todas las demás áreas: en materia de libertad de expresión, en materia de libertad de contratos, en materia de libertad de conciencia, etc. etc. Con este ejemplo, entonces –un ejemplo que ya nos muestra los modos en que el pensamiento de Dworkin va confluyendo en una teoría unificada que nos habla de igualdad (filosofía política), del control judicial (teoría constitucional), de la interpretación (teoría del derecho)- podemos dar por concluida la revisión de esta segunda, vasta y rica etapa en la labor de nuestro autor. El período de perfeccionamiento Este tercer período (en torno a los años noventa) muestra a Dworkin en plena actividad; trabajando intensamente en áreas muy diversas; bien asentado en sus ideas principales; perfeccionando o sofisticando, en todo caso, sus argumentos; y muy crítico de autores y teorías rivales. La lectura moral de la Constitución. Un eje central de esta tercera etapa, que articula muchas de las principales preocupaciones de Dworkin en este período, es el libro Freedom’s Law que, como otros del autor, actúa como síntesis de todo lo que le preocupa al autor en la época: desde la filosofía del derecho a la teoría constitucional, desde la ética a la política. Freedom’s Law se divide en cuatro partes principales. Dos de esas partes tienen que ver con temas habituales en Dworkin a lo largo de toda su carrera, y propios también de su activo protagonismo en la discusión de cuestiones de interés público: los jueces, y el nombramiento de nuevos jueces en la Corte Suprema norteamericana; y asuntos relacionados con derechos individuales fundamentales (a la vez que de enorme controversia pública), como el aborto, la eutanasia y las acciones afirmativas. En cuanto a lo primero, Dworkin se dedica esta vez, sobre todo, a examinar y someter a crítica el nombramiento de algunos jueces. Por un lado, objeta la designación en la Corte de Clarence Thomas (juez afroamericano ultra-conservador, que reemplaza al notable primer juez afroamericano en la Corte norteamericana, Thurgood Marshall); del mismo modo en que objeta el nombramiento en la Corte de su ex colega Robert Bork, y contribuye a su no-designación. En cuanto a lo segundo, Dworkin aborda por primera vez, con mucho detalle, temas que luego volverán a ocupar un lugar central en su libro sobre El dominio de la vida (ver más abajo). Durante este período, Dworkin escribirá también un notable “amicus curiae” acompañado por un impresionante seleccionado de filósofos, que cubría desde el liberalismo conservador (Robert Nozick), al liberalismo igualitario (Thomas Nagel, John  

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Rawls entre ellos). Todos ellos coincidieron entonces para apoyar con su escrito el “suicidio asistido” –a través de un excelente texto que, claramente, muestra la pluma, orientación y decisión de Dworkin- frente a un caso sobre la materia, a punto de ser decidido por la Corte norteamericana. Con Dworkin a la cabeza, los filósofos coincidieron en decir que “las decisiones más importantes para la autonomía de cada uno, incluyendo la propia decisión de vivir, deben quedar en manos de cada uno”. Sobre las acciones afirmativas, mientras tanto, destacaría la centralidad que Dworkin siempre le dio a la cuestión –una de las que generaron mayores y más feroces desacuerdos dentro de la academia jurídica norteamericana. Dworkin volverá ahora a intentar una defensa de las mismas, retomando la notable línea argumentativa que había presentado en Una cuestión de principios, en su análisis del caso Regents of the University of California v. Bakke, 438 U.S. 265 (1978) –cuando la Universidad de California dejó de aceptar a un alumno blanco, a partir de un cupo para afroamericanos, aún cuando el blanco tenía mejores notas que el aceptado. En una tercera y decisiva parte del libro, Dworkin se ocupa de temas relacionados con la libertad de expresión. Dentro de los artículos que forman esta sección de la obra, destaca un debate particular que llevó adelante con la notable autora feminista, Catharine MacKinnon. El trabajo de MacKinnon, cabe recordarlo, resultó enormemente influyente dentro del campo del derecho: ella fue responsable, por caso, del nacimiento de la categoría “acoso sexual”, como fue responsable de una radical crítica contra la pornografía, en particular de la pornografía violenta (MacKinnon fue autora, también, y por ejemplo, de algunas reglamentaciones anti-pornográficas en Canadá, MacKinnon 1987). Dworkin impugna el trabajo de MacKinnon, en particular, sobre todo en la forma que el mismo aparece expresado en su libro Only Words. En Only Words, MacKinnon objetó la posición liberal habitual, en materia de pornografía, que reduce a ésta a una expresión que, como tal, es merecedora de cierto tipo de protección legal (MacKinnon 1996). MacKinnon hace un gran esfuerzo, en esta obra más que en otras, para correr a la pornografía de dicho lugar, que le asegura cierta –gracias al amparo que le ofrece la doctrina liberal- amparo y protección. Por ello, procura sostener que la pornografía no debe entenderse como “sólo palabras,” sino fundamentalmente como “actos”: violaciones, explotaciones, abusos sobre la mujer. A Dworkin esta línea argumentativa no le resulta atractiva, pero mucho menos el tipo de argumento igualitario que utiliza MacKinnon en sostén de su postura. Para ella, el Estado debe penalizar la pornografía, como penaliza la discriminación racial, a partir de una preocupación especial por la igualdad o la no subordinación de algunos grupos de la sociedad, frente a otros. Dworkin se muestra particularmente turbado por esta argumentación, e insiste en una lectura diferente de la igualdad. Ver la igualdad como nos propone MacKinnon –sugiere- nos lleva a dejar a la igualdad dependiente de inatractivos criterios mayoritarios, relacionados con qué es lo que el gobierno de turno reconoce como repugnante o insultante para la mayoría de la población. Paso ahora a ocuparme del cuarto y, en mi opinión, central apartado del libro: el control judicial. En su texto sobre A Bill of Rights for Britain, una versión del cual ocupa la última parte del libro, tanto como en el capítulo introductorio de Freedom’s Law -la “lectura moral de la Constitución”- Dworkin retoma y revisa su visión sobre el control judicial de constitucionalidad, que ocupara siempre un lugar central en su trabajo, desde muy temprano. Contra lo que podrían sostener posiciones positivistas tradicionales, Dworkin  

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viene a decirnos, en primer lugar, que las cláusulas constitucionales (propias de una mayoría, sino de la totalidad de las Constituciones que conocemos) que establecen derechos, lo hacen en un lenguaje amplio y abstracto. Frente a ellas, lo que la “lectura moral” propone es que las interpretemos y apliquemos bajo el entendimiento de que ellas invocan principios morales: “la lectura moral, por tanto, introduce la moralidad política en el corazón mismo del derecho constitucional” (2). Ahora bien, como sabemos, por este tipo de supuestos –que requieren de una actividad interpretativa muy intensa y comprometida- Dworkin llegó a simbolizar la postura de fuerte defensa de un control judicial profundo y amplio en alcance: la Corte como un “foro de principios;” los jueces, con la obligación de ser, en algún sentido, filósofos (Dworkin 2000b). Esta visión, lo sabemos también, fue objeto de múltiples ataques, por las razones más diversas, algunas de las cuales ya hemos examinado: su elitismo; el vasto papel que reservaba a los jueces; el tipo de compromisos filosóficos que esperaba de los jueces; etc. Una de las críticas más importantes y de mayor impacto, sin embargo, fue la que tuvo que ver con las implicaciones de su enfoque en materia de teoría democrática. Dworkin descuidó el peso la objeción democrática durante mucho tiempo -al menos, tal como ella era presentada en su forma habitual. Sin embargo, se mostró más sensible y atento frente a otras formulaciones de la misma, como la elaborada por Jeremy Waldron. Waldron, cercano colega de Dworkin, y profesor con él en la Universidad de Nueva York, elaboró su crítica al modo tradicional de ejercicio del judicial review, durante muchos años. Los argumentos que dio fueron variados, sencillos, pero a la vez de una relevancia especial. Por caso, a Waldron le interesó afirmar que vivimos en una época marcada por los desacuerdos; que esos desacuerdos se manifiestan a todo nivel, incluyendo el relacionado con la interpretación constitucional; que los jueces disienten sobre cuestiones básicas de interpretación, como disentimos nosotros, entre nosotros y con ellos, desde fuera del tribunal; que, cuando disienten entre sí, los jueces resuelven sus desacuerdos (como lo hacemos nosotros, fuera del tribunal) a través de la apelación al voto mayoritario (lo que desarticula, de modo radical, el argumento de que el recurso a la justicia sirve para “impedir que las cuestiones de derechos se decidan con independencia del recurso a la regla mayoritaria”). Otra enorme virtud del enfoque de Waldron fue que el profesor neocelandés supo fundar su postura en compromisos teóricos muy similares a aquellos sobre los cuales se basaba Dworkin. Ante todo, él se basó en una noción fuerte de la igualdad, y respaldó el mayoritarismo que defendía, en la idea de “igual respeto” (una idea crucial dentro de la teoría de Dworkin): la democracia como proceso decisorio cuyo valor reside en el saber contar las pretensiones de cada uno de modo igual. Más todavía, Waldron no abrazó una postura mayoritarista como lo han hecho mucho, esto es, a partir de un desprecio o descuido frente a la idea de los “derechos.” Contra dicha postura, Waldron defendió una postura mayoritarista desde el valor especial del “derecho de los derechos,” esto es (en su opinión) el derecho a la participación democrática (Waldron 1989, 1999, 199b, 2009). A pesar del intenso debate que mantuvieron entre ellos, y a la fiereza con que defendió su propia posición, textos como La lectura moral…muestran a Dworkin defendiendo una postura bastante diferente de la que defendía, en materia de control de constitucionalidad, en los inicios de su carrera. Contra la defensa categórica y firme que hacía en sus comienzos, en sus últimos trabajos Dworkin comenzó a sostener una defensa condicionada  

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del control judicial. Este nuevo acercamiento de Dworkin a la cuestión del control de constitucionalidad tiene contornos como los siguientes. En primer lugar, Dworkin ahora rechaza las lecturas (según él) más habituales y menos interesantes de la democracia, que engloba bajo lo que llama “concepción estadística” de la democracia, esto es, una interesada solamente en el número. Desde esta (pobre) perspectiva, pero sólo desde aquí, alguien puede decir que el control de constitucionalidad representa una práctica insultante para la democracia. Desde semejante perspectiva, en efecto, cualquier arreglo institucional que no dependa de la voluntad mayoritaria puede verse como una afrenta al sentir mayoritario. Pero, otra vez, ello sólo si se toma como punto de partida una versión muy poco atractiva de la democracia. En cambio, nos dice Dworkin, nuestros sistemas institucionales suelen encarnar concepciones diferentes de la democracia, vinculadas con lo que él llama una democracia constitucional. Conforme con este enfoque, importan el contenido mayoritario del sistema institucional –el sistema institucional debe saber honrar nuestros compromisos mayoritarios, la voluntad de todos- del mismo modo en que debe saber honrar nuestros compromisos con la defensa de los derechos de todos y cada uno. Desde esta perspectiva, si un arreglo institucional no responde a premisas mayoritarias pero, por ejemplo, favorece el resguardo de uno de nuestros compromisos básicos –el respeto de los derechos de cada uno- ese particular arreglo debe considerarse beneficioso para, antes que una afrenta a, la democracia. Aquí reside, entonces, la condicionada defensa que hizo Dworkin, en sus últimos trabajos, sobre el control judicial: una teoría como la suya, nos dice, no insiste en la necesidad de adoptar un sistema de control judicial de las leyes. Sin embargo, si un esquema de control judicial realmente existente ayuda, más de lo que desfavorece, al respeto de los derechos individuales (mientras que a la vez el sistema institucional honra, a través de otros mecanismos, el principio mayoritario), luego, no puede decirse que este sistema institucional contradice nuestras convicciones democráticas. En tales casos, el control judicial debe considerarse justificado, aún y desde, una perspectiva democrática. Este paso, en apariencia menor pero en realidad significativo, resulta crucial para entender de qué modo ha evolucionado la postura de Dworkin en materia de control judicial. Otra vez, para quienes enseñamos Dworkin, y ponemos –como es debido- un énfasis especial en su visión sobre la justicia, este tipo de cambios deben ser considerados como cambios trascendentes. Sin embargo, es mi impresión, resulta demasiado habitual que se siga enseñando a nuestro autor como si continuara firme en su defensa más extrema, más fuerte, del control judicial constitucionalidad, que en realidad es una interpretación que puede vincularse, en todo caso, con su etapa más temprana. Aborto y eutanasia. En 1994, Dworkin publica otro libro importante, El dominio de la vida, en donde trata sobre dos temas que generan enorme controversia pública, particularmente en países como los Estados Unidos: el aborto y la eutanasia. El gran mérito del libro es, según entiendo, clarificar cuáles son las principales líneas de desacuerdo entre quienes están a un lado y otro de dicho debate y, sobre todo, cuáles no lo son. Para Dworkin, los participantes en esta discusión han mal-descripto, habitualmente, los puntos que los separan, y por tanto sus propias convicciones. Tomemos, por ejemplo, el caso del aborto. Para Dworkin, no es cierto que los conservadores partan, como dicen, del hecho de que el feto tiene un derecho a la vida, igual que cualquier otro ser humano. Hasta los conservadores tienden a reconocer que, en caso de riesgo de vida para la madre, el aborto puede ser permisible, lo que sugiere que no es aquella la idea en la que están pensando: normalmente, nunca se considera permisible que se mate a un inocente con el objeto de  

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salvar la vida de otra persona inocente. Algo similar ocurre con el argumento liberal que dice que el feto no tiene derecho a la vida, o que es poco más que un apéndice del cuerpo de la madre. Dicha posición no explica la importancia moral que tendemos a reconocerle a la discusión sobre el aborto, ni la mayor gravedad que el argumento liberal le asigna a los abortos tardíos. La discusión sobre estas cuestiones mejora sustancialmente, nos dice Dworkin, cuando, en primer lugar, descartamos argumentos habituales que solemos dar, y que en el fondo sostenemos sólo a partir de malentendidos; y segundo, cuando empezamos a reconocer que –no importa de qué lado del debate sobre estas cuestiones estemostendemos a compartir ciertas ideas fundamentales con quienes disentimos, en torno a aquello sobre lo que disentimos. En el corazón de dicho acuerdo se encuentra, para Dworkin, una común adherencia al “valor intrínseco de la vida humano” que, en todo caso, desde campos diferentes, entendemos que se frustra de modo diferente. La igualdad como “virtud soberana.” El libro La virtud soberana es la culminación de un largo trabajo de reflexión en torno a la idea de igualdad, expresado en una significativa lista de artículos sobre la materia, que comienza con la impugnación frente a concepciones alternativas sobre la igualdad (enfoques welfaristas, consecuencialistas, etc.). Su trabajo en la materia concluye con la elaboración de una peculiar concepción sobre la igualdad, que se opone a la vez al liberalismo conservador encarnado por autores como Robert Nozick, y al liberalismo igualitario de Rawls (del cual podría considerarse un pariente cercano). A Dworkin, sobre todo, le interesa avanzar un enfoque igualitario capaz de resistir el embate de la “revolución conservadora” de los años 80, simbolizado en política por la llegada de Ronald Reagan y George Bush, en los Estados Unidos, y por Margaret Thatcher en Inglaterra. La llegada de dicha “revolución” representó un duro golpe para los enfoques bienestaristas que se habían consolidado a mediados del siglo XX, y que se habían propuesto asegurar niveles de bienestar básicos para el conjunto de la población. Contra tales esfuerzos, el conservadurismo avanzó una serie de críticas que resultaron demoledores para el igualitarismo, todas ellas relacionadas con la cuestión de la responsabilidad personal, que el igualitarismo no habría sabido acomodar adecuadamente. La forma de la crítica conservadora es conocida, ya que aún hoy ocupa un lugar central dentro del discurso político contemporáneo. Básicamente: por qué es que la sociedad debe subsidiar a aquellos que no trabajan? Por qué es que el Estado no motiva a las personas a hacerse cargo de sus propias vidas, en lugar de obligar a unos a asistir a los más retrasados? Este tipo de críticas políticas en parte retomaron y en parte trascendieron, a discusiones que se venían dando en el campo de la filosofía política. Nozick, por ejemplo, consideró que los sistemas de bienestar implicaban, en los hechos, la “esclavización” de los más aventajados, por unas horas cada día: a ellos se los forzaba a trabajar de más, con el objeto de asistir a otros que reclamaban la ayuda del resto de la sociedad, frente a lo que no podían (o querían) procurarse por sí mismos (Nozick 1974). A Dworkin le interesaba contradecir al liberalismo conservador, al mismo tiempo que ofrecer una versión del igualitarismo capaz de contrarrestar la dura crítica que había sufrido, en términos de su negligencia en términos de la responsabilidad personal. En tal sentido, ataca al conservadurismo por descuidar la importancia de nuestras obligaciones colectivas; a la vez que ataca al liberalismo igualitario por descuidar el valor de la crítica sobre la responsabilidad individual.  

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Me interesa, en particular, clarificar las objeciones de Dworkin frente a la teoría de Rawls, que resultan particularmente iluminadoras para los propósitos de este trabajo. Frente a la teoría de la justicia de Rawls, la propuesta de Dworkin propone dos modificaciones principales, relacionadas con las dos grandes deficiencias que reconoce en ella. Para Dworkin, la teoría de Rawls se muestra demasiado insensible a las dotaciones propias de cada persona, a la vez que insuficientemente sensible frente a las ambiciones de cada uno. El primer problema tiene que ver con el hecho de que la teoría de Rawls, orientada fundamentalmente a favorecer a los grupos más desaventajados de la sociedad, define a la posición de los que están peor a partir de su posesión de “bienes primarios de tipo social”, como los derechos, oportunidades y riqueza de cada grupo; y no a partir de “bienes primarios de tipo natural”, como sus talentos, o capacidades físicas o mentales. Pero, al optar por una definición tal sobre las “desventajas” de un grupo, ella genera resultados muy contraintuitivos. Entre ellos, nos lleva a considerar que una persona con mejores ingresos que otra, pero que sufre, a la vez, de graves afecciones físicas, se encuentra mejor que la primera, aún cuando sus mayores ingresos no le permitan afrontar el costo de las medicinas que requiere, en razón de las desventajas físicas –“naturales”- que sufre. El otro problema que Dworkin encuentra en la teoría de Rawls, y que resulta más relevante en el contexto de este trabajo, tiene que ver con el modo en que la teoría de Rawls procesa los diferentes proyectos de vida, gustos o ambiciones de las personas. Uno puede preguntarse, frente a una teoría que se propone mejorar la suerte de los más desaventajados, por qué es que el resto de la sociedad debe hacerse cargo de la irresponsabilidad de alguien que, teniendo recursos relativamente similares a los de sus conciudadanos, escoge arriesgar todo lo que tiene en una noche de póker; o gastar sus recursos en la satisfacción de gustos suntuarios. Del mismo modo, alguien puede preguntarse por qué, frente a dos personas con dotaciones de recursos/posibilidades similares, la teoría de la justicia no registra el hecho de que uno de ellos trabaja duramente, para incrementar su dotación inicial; mientras que la otra opta por no trabajar, y dedicarse simplemente a consumir todos sus ahorros, para terminar exigiéndole luego ayuda a los demás. Para Dworkin, este doble problema es reflejo de la misma cuestión, esto es, la dificultad que ha tenido el liberalismo igualitario para tomar en serio la cuestión de la responsabilidad. Por ello mismo, sugiere hacer una distinción entre las “circunstancias” que afectan la vida de una persona, y que son ajenas a su control (su raza, su género, el contexto familiar y social dentro del cual ha nacido, etc.), y las “elecciones” de las que cada uno es responsable (su proyecto de vida, sus preferencias de consumo, los riesgos que decide asumir, etc.). Una sociedad justa, para él, es entonces aquella que ayuda a minimizar el peso de las cuestiones “circunstanciales” sobre la vida de las personas, a la vez que maximiza el peso de las “elecciones” de cada uno, en la propia vida de cada quien. Dworkin procura, frente a problemas como los que identifica en el igualitarismo, diseñar un enfoque sobre la igualdad capaz de hacer frente a los dos tipos de dificultades hasta aquí mencionadas, que parecen afectar de lleno a la concepción de Rawls (la de ser una concepción demasiado insensible a las dotaciones, y la de no ser suficientemente sensible a las ambiciones). Propone entonces un esquema alternativo para pensar la igualdad, que podemos describir a partir de sus dos partes fundamentales. En la primera, nos encontramos con una subasta hipotética, en la cual cada participante comienza con un idéntico poder adquisitivo. A  

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través de la subasta, la sociedad pone a disposición del público todos sus recursos, que son fundamentalmente de dos tipos: los personales (i.e., las habilidades físicas y mentales, la salud, etc.); y los impersonales (tierra, maquinarias, etc.). En la subasta, como es esperable, sólo se ponen a remate los recursos impersonales. En dicha subasta, las personas tienen iguales posibilidades de adquirir los recursos impersonales que prefieren. La subaste concluye, solamente, luego de que cada participante queda satisfecho con el manojo de recursos que adquirió, y no prefiere el conjunto de los recursos adquiridos por algún otro participante (se supera entonces el “test de la envidia”). Una vez alcanzado dicho estadio, se asigna a los distintos participantes una porción adicional (e igual) de medios para la adquisición de bienes, con el fin de que sean utilizados para dos objetivos principales. Uno, el de poder perseguir el plan de vida que cada uno de ellos ha elegido. El otro, previo y más importante, el de contratar seguros para hacer frente a eventuales desventajas futuras surgidas, fundamentalmente, a partir de las diferentes capacidades con las que las personas nacen dotadas.5 De este modo, los individuos pueden enfrentar aquellos problemas que no pudieron ser resueltos a partir de la mencionada subasta. El ejemplo de la subasta le sirve a Dworkin para mostrar cuáles son las características que deben distinguir a una concepción igualitaria plausible: las personas deben tener la posibilidad de comenzar sus vidas con iguales recursos materiales, y deben tener una igual posibilidad de asegurarse contra eventuales desventajas. Aquí también, como en el caso de Rawls, el objetivo es el de reducir el peso de factores arbitrarios desde un punto de vista moral. Sin embargo, según dijéramos, la propuesta de Dworkin procura cubrir aspectos que aparentemente eran tratados de modo inadecuado en la propuesta de Rawls. Según Dworkin, el esquema de "subasta + seguros" permite corregir de forma apropiada los efectos de la mala fortuna sobre la vida de cada uno, solucionando las deficiencias que eran compatibles con la propuesta de Rawls. Su propuesta i) eliminaría por completo el efecto de la "mera suerte" ("brute luck"), esto es, las circunstancias que sean el resultado de riesgos respecto de los cuales los individuos no son en absoluto responsables; mientras que ii) no resultarían eliminados (como no correspondería que lo sean) aquellos riesgos que son el producto de opciones tomadas por los individuos ("option luck").6 El esquema de seguros "provee un vínculo entre la mera suerte y la suerte por la que uno opta, dado que la decisión de comprar o rechazar el seguro contra [eventuales desgracias] representa una apuesta calculada".7 Por supuesto, Dworkin no piensa en la subasta y el esquema de seguros como directamente trasladables a la realidad. El esquema ofrecido por él tiende a constituir, simplemente, una guía para orientar una política igualitaria.8

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Ver, por ejemplo, Dworkin (1990b), parte VI. Dworkin prefiere la idea de seguros a la de una igual división, para evitar problemas tan graves como el de la "esclavización de los talentosos." En efecto, el principio de la igual división podría obligar a una persona con talentos socialmente valiosos, a trabajar en beneficio del resto, para pagar su "deuda" con la sociedad, y a pesar de que dicha persona prefiera, por ejemplo, tener otro modo de vida que no implique el ejercicio de sus talentos. 6 Dworkin (1981b). 7 Ibid., p. 293. Para un cuidadoso desarrollo de la teoría de Dworkin ver, por ejemplo, Rakowski (1993). 8 En este sentido, por ejemplo, Kymlicka ve la propuesta de Dworkin como tratando de orientar el funcionamiento del sistema impositivo, que debería recolectar tasas a partir de los más capacitados naturalmente, para luego transferirlas a los más desaventajados. Kymlicka (1990), pp. 82 y 83.

 

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Objetividad: Hacia una “teoría unificada.” A través del diseño de su esquema igualitario, basado en la igualdad de recursos, Dworkin se diferencia de modo importante de lo que podríamos llamar “el primer Rawls,” esto es, el de la teoría de la justicia y la “posición originaria.” Luego, de todos modos (y en particular, desde su Political, not Metaphysical), Rawls modificaría en parte su postura, para dejar de fundarla en premisas kantianas, y pasar a apoyarla en “acuerdos superpuestos”, ya existentes en la sociedad. Dichos acuerdos permitirían a los individuos alcanzar formas de convivencia valiosas (y no un mero “modus vivendi”) poniendo entre paréntesis sus desacuerdos sustantivos, relativos a concepciones del bien y visiones filosóficas diferentes. Dworkin, sin embargo, impugnó también esta nueva postura de Rawls, por considerarla comprometida indebidamente con una “discontinuidad” entre la ética y la moral: por qué esa necesidad de poner entre paréntesis nuestras convicciones más básicas, cuando discutimos sobre aquello que más nos importa? –le preguntaba Dworkin. En relación con esta visión, por ello, Dworkin defendió una concepción basada en la “continuidad” (entre las convicciones éticas y las político-morales) antes que en la “separación” o el detachment. Ya se ve aquí, entonces, un punto que ocupará cada vez un lugar más central en su teoría, hasta pasar a ser determinante en Justicia para erizos. Lo primero, nos dice Dworkin –el primer desafío- es vivir bien, esto es, una cuestión ética; y luego, debe verse de qué modo se conecta este desafío con lo que le debemos a los demás, esto es, con la moralidad. Esta última crítica a Rawls tiene relación con el camino escogido por Dworkin, hacia la definición de una “teoría unificada”. En este sentido, hay un artículo que cumple un papel fundamental, y éste es Objectivity and Truth: You’d better believe it, publicado en 1996. La “teoría unificada,” como sabemos, encontraría su forma final, definitiva, en Justicia para erizos. Volvamos, de todos modos, y por el momento, a Objectivity and Truth. Se trata de un texto que se dirige, en particular, a polemizar con el filósofo Richard Rorty, y al escepticismo mostrado por éste y por la corriente a la que representa, frente a cualquier discurso que apela a la verdad moral o al objetivismo de algún tipo. De todos modos, allí hay un debate que va mucho más allá de Rorty y que incluye críticas, más o menos veladas según el caso, a otros autores, incluyendo a la visión de Isaiah Berlin sobre el pluralismo; al positivismo de Hart; el no-cognitivismo de Allan Gibbard; a las diversas formas del escepticismo defendidas por J.L. Mackie o Simon Blackburn; etc. Lo que dice Dworkin, frente al tipo de escepticismo moral que Rorty representa más cabalmente, es –como podría decirlo Jurgen Habermas- que todos somos participantes en la práctica (sabemos ya, y a Dworkin le interesa insistir con esto, que las posiciones escépticas del tipo “todas las proposiciones morales son falsas” se frustran a sí mismas: dicho reclamo escéptico representa, en sí mismo, una proposición moral). Para Dworkin, no hay algo así como “un afuera,” un “punto arquimédico” –como le llama- externo a la argumentación política y moral. No hay la posibilidad de un escepticismo externo, no existe la posibilidad de discutir desde fuera de la discusión: todos, de un modo u otro, estamos comprometidos en la discusión, a través de los argumentos morales y políticos que, en los hechos, tomamos y ofrecemos a los demás (“aun el más profundo escepticismo nos habla de una opinión acerca de lo que demanda la moralidad,” nos dice Dworkin, 127). Dworkin aparecía entonces, más abierto que nunca, a la defensa de una posición objetivista en materia moral. Sin embargo, es importante insistir en esto: ni aquí, ni en su libro culminante, Justicia para erizos, Dworkin defiende una posición objetivista, entendida como la creencia en un mundo de verdades platónicas, sólo cognoscibles por unos pocos elegidos, y ajenas a todos los demás  

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mortales (como si los valores estuvieran allí, “out there”). Lo que él hace es un llamado a la reflexión, que implica dejar de lado el escepticismo y el relativismo, o la idea de que “todo es indeterminado”. Decir que algo es “objetivamente equivocado” significa, para él, que es equivocado con independencia de los gustos de cada uno (como cuando alguien dice que “el fútbol es un deporte desagradable”): al hablar de objetividad, lo que se quiere decir es que consideramos que tal práctica (la tortura, pongamos) es equivocada “por razones que son independientes de los gustos o reacciones personales de cada uno” (98). Lo que debemos hacer frente a nuestros desacuerdos morales, entonces, lo que tendemos a hacer siempre, esto es, esforzarnos por pensar mejor, asumiendo, en todo caso, que si no llegamos a una respuesta apropiada para el problema que nos planteamos, ello no nos confirma que lo que hay es “indeterminación” sino más bien, que lo que tenemos frente a nosotros es una situación de “incerteza.” El período de cierre La última etapa del trabajo de Dworkin gira, tal como lo anticipáramos, en torno a un libro fundamental, Justicia para erizos. Dicho libro es el punto culminante de su obra, el lugar en donde reúne y unifica bajo un mismo paraguas teórico todo lo que estuvo diciendo a lo largo de su vida, en las áreas más diversas: desde la ética a la política, desde la filosofía del derecho al derecho constitucional. Voy a ocuparme aquí de su obra de cierre, pero antes quiero llamar la atención sobre otros trabajos escritos por él durante este último período, y que conducen, finalmente también, a Justicia para erizos. Justicia y política. En estos años Dworkin escribió, según anticipara, varios otros textos de importancia. Dos de ellos, A Badly Flawed Election: Debating Bush v. Gore, the Supreme Court, and American Democracy del 2002; y The Supreme Court Phalanx: The Court's New Right-Wing Bloc, del 2008, nos refieren a sus habituales intervenciones en la discusión pública, en este caso centradas en la Corte Suprema. El primer libro surge al calor del debate que emerge a partir de la decisión de la Corte en Bush v. Gore.9 A través de dicho fallo, la Corte decide la disputa surgida a partir de la elección del año 2000, que había quedado virtualmente empatada entre George Bush (h) y Albert Gore. Dworkin, en ese contexto, edita un libro que es crítico sobre lo decidido por la Corte, y crítico sobre los modos de la intervención de la Corte en el caso. El segundo libro, más reciente, versa sobre una de las obsesiones de Dworkin en los últimos tiempos: la consolidación de un bloque muy conservador dentro de la Corte, que toma decisiones sistemáticamente lesivas sobre los derechos individuales, echando por tierra, una a una, las conquistas que se habían logrado desde la máxima esfera judicial, en particular desde los tiempos de la llamada Corte Warren. Otro libro que aparece en estos años es Is Democracy Possible Here? Principles for a New Political Debate, del 2006. El libro, que es de los menos atractivos de los publicados por Dworkin en su carrera, incluye de todos modos reflexiones de interés. Sus temas principales son tres. El primero es la religión: Dworkin volverá sobre el tema                                                                                                                         9

531 U.S. 98 (2000)

   

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frecuentemente en esos años, y –antes de morir- dejará un manuscrito terminado sobre la cuestión, que terminará por convertirse en libro poco después de su muerte, y gracias a la colaboración de estudiantes interesados en su obra. El segundo tema tiene que ver con su crítica al gobierno norteamericano, con la debilidad del sistema democrático que rige en su país, y con la pobreza del esquema impositivo vigente en los Estados Unidos. El análisis es importante, aunque algunos le han restado importancia -posiblemente con razón- porque sus posturas no reflejan la radicalidad y potencia crítica propias de su teoría general. Finalmente, mencionaría la cuestión del terrorismo, a la que el libro le dedica también un capítulo, y que muestra a Dworkin preocupado por la dirección que toma la vida política del país, luego del atentado terrorista que sufre el 11 de septiembre del 2001, y que se caracteriza por las fuertes restricciones establecidas en materia de derechos. Tiene sentido destacar esta última cuestión –la atención que pusiera Dworkin sobre las reacciones del gobierno de su país frente a las amenazas del terrorismo- sobre todo, teniendo en cuenta el contexto en que aparecieron sus críticas. En efecto, luego del atentado terrorista del 2001, los Estados Unidos comenzaron a establecer limitaciones sobre los derechos civiles de la población; y en particular sobre los derechos de los detenidos como sospechosos de tener vinculaciones con redes terroristas. Notablemente, y frente a tales situaciones de desafío a los derechos, la comunidad jurídica tendió a guardar silencio, ya sea mostrando un implícito acuerdo con las medidas tomadas por el gobierno, ya sea por temor a interferir con un tema tan sensible para el gobierno y la población en general. Si hubo voces que, entonces, y desde el derecho, comenzaron a decir algo en la materia, fueron voces de apoyo al tipo de restricciones establecidas (así, por ejemplo, en los textos de Eric Posner y Adrian Vermeule, entre otros significativos, Posner & Vermeule 2007). Ello, a pesar del carácter extremo de muchas de las decisiones del gobierno, que incluyeron desde la creación de una especie de “campo de concentración” como Guantánamo (en donde Estados Unidos confinó a los acusados por terrorismo, sin el mínimo cuidado por sus derechos, incluyendo al derecho de hábeas corpus), al desarrollo de prácticas de tortura. Dentro de este contexto tenso, y en particular en los primeros tiempos que siguieron al atentado, fueron ínfimas las voces que se alzaron, desde dentro del ámbito jurídico, en nombre de las libertades civiles y los derechos de los detenidos. Una de esas pocas voces que hablaron, más clara y prontamente, fue la de Dworkin (otras voces destacables, en el mismo sentido, algunas más tempranas y otras más tardías, fueron las de George Fletcher 2008; Owen Fiss 2011; y Jeremy Waldron 2012). Contra los “pragmáticos de Chicago”. Llegados a este punto, quisiera detenerme un poco en uno de los mejores libros de Dworkin, en este período y en general en su carrera: La Justicia en toga. Se trata, en efecto, de un gran libro, que reúne textos que, como ya resulta habitual, abarcan temas disímiles y de primer interés público. Destacan aquí, ante todo, sus discusiones con la “escuela pragmatista” de Chicago (y sobre todo con dos prolíficos autores, provenientes de “la escuela de Chicago”: el juez Richard Posner y el académico Cass Sunstein); su impresionante discurso sobre “Rawls y el derecho”, pronunciado a la muerte de su estimado colega; y una última y muy notable respuesta a Herbert Hart, a varios años de la muerte de éste (y en razón de la aparición del celebrado postcript escrito por el profesor inglés).

 

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Del texto sobre Rawls sólo diré que es un gran repaso sobre todos los aspectos de la teoría de la justicia de Rawls que resultan relevantes para el derecho.10 Prefiero, en cambio, concentrar mi atención en los otros dos artículos mencionados. Sus críticas a Sunstein y a Posner pueden examinarse por separado, aunque Dworkin tendió a hablar de ellos juntos (y aunque también se hallan respuestas que escribiera para cada uno por separado). Posner y Sunstein representaron, al menos durante mucho tiempo, dos visiones que parecían antitéticas sobre el derecho. Por un lado, Posner: el juez y profesor de Chicago simbolizaba el enfoque del “análisis económico del derecho”, impulsado por los economistas de la Universidad de Chicago (Posner 2007). Los jueces debían tomar las decisiones que fueran socialmente más “eficientes”, en términos de “costos y beneficios”. Sus decisiones debían ser, en tal sentido, aquellas que beneficiara a su comunidad –aquellas que produjera las mejores consecuencias. Ello implicaba contradecir, por caso, toda otra pretensión de carácter teórico: los devaneos teóricos –las apelaciones a la teoría, en general- aparecían como una pérdida de tiempo, que ni explicaban lo que los jueces hacían en la práctica, ni les ayudaban a tomar sus decisiones de modo apropiado. Contra Posner, Sunstein simbolizó, en un primer tiempo, “las teorías de la justicia” aplicadas al derecho (Sunstein 1988, 1990, 1993). Sin embargo, por distintas razones (que tienen que ver con su renovada mirada sobre la democracia, y con sus análisis sobre “behavioral economics”, que lo llevaron a adoptar una visión más descarnada y escéptica sobre el comportamiento humano), hubo un giro en el trabajo de Sunstein y, casi de un momento a otro, el ahora profesor de Harvard abandonó y comenzó a repudiar las “grandes teorías” sobre las que en un momento escribía (Sunstein 2000). Contra aquellas, Sunstein comenzó a abogar por un control judicial “minimalista,” “modesto,” “superficial y estrecho”, que se contraponía al control “amplio y profundo” que atribuía a los trabajos de Dworkin. Los jueces debían decidir pensando en precedentes y “casos análogos,” tratando de afirmar decisiones lo más “finas” posibles. El enfoque podía reclamar fundamentos rawlsianos y democráticos, esto es: apoyarse en “acuerdos superpuestos” antes que en “grandes teorías,” en el marco de sociedades plurales y diversas; y dejarle al legislador democrático el más amplio espacio posible para su intervención. Como Posner, ahora, Sunstein también comenzaba a abogar por lo que la práctica nos enseña que “funciona”, a la vez que nos proponía abandonar de una vez por todas las ambiciosas teorías que aspiren a remover desde sus cimientos al mundo jurídico dominante (Sunstein 2001). La respuesta de Dworkin frente a ambos fue, en mi opinión, devastadora, en particular contra Posner (Sunstein dio algún paso atrás frente a las respuestas de Dworkin, reconociendo algunos de sus reclamos, y Dworkin, de algún modo, levantó la presión contra aquel, como puede verse en la introducción a La justicia en toga).11 Primero, incluyó                                                                                                                         10

  Agregaría en todo caso que tuve la suerte de presenciar ese discurso sobre Rawls. Como había sido alumno de Dworkin, había tenido oportunidad de escucharlo varias otras veces. Sin embargo, aquella presentación mostró a Dworkin en su mejor expresión: articulado, sin una duda, sin un titubeo, sin un papel o una nota de apoyo (luego me diría: “es que cuando hablo me gusta mirar al auditorio”). El artículo que luego publicara sobre Rawls puede considearse como una mera desgrabación de su discurso: no había nada que quitarle ni que agregarle, más que notas al pie. 11   Dworkin había iniciado una dura réplica contra Posner, en su libro Una cuestión de principios, en donde había comenzado a atacar ya al análisis económico del derecho, tomando a Posner como uno de sus principales representantes.

 

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a ambos en el gran campo de los “enemigos de la teoría” –una “moda” a la que describió como triste expresión de “el espíritu de nuestro tiempo”, y en la que vio reunidos a “deconstruccionistas”, “posmodernos”, “estudios críticos del derecho”, y “miles de otros batallones en la armada de la anti-teoría”. El núcleo de su respuesta fue tan contundente como simple: saber qué “funciona”; saber qué analogía (o precedente) se aplica en un caso, requiere siempre de teoría. A la hora de pensar en analogías –les pregunta Dworkin a ambos, y en particular a Sunstein- cómo entendemos al aborto: en comparación con una operación de apendicitis, o con un infanticidio? Y la quema de banderas?: como un discurso en la esquina de Hyde Park, o como un insulto ofensivo? La analogía sin teoría es ciega, nos dice: se trata de un modo de afirmar, y no de alcanzar una conclusión (69). Para llegar a una conclusión necesitamos razonar, dar argumentos, apelar a teorías. Lo mismo se aplica sobre Posner, su relativismo, y el repudio de éste a cualquier apelación a las “verdades propias de la moralidad política”. Lo que este tipo de pragmatismo nos ofrece, nos dice Dworkin, está muy lejos de tener algo que ver con la “modestia” de “lo que funciona”. Nuestros desacuerdos morales –agrega- alcanzan obviamente a nuestros pareceres acerca de qué es lo que realmente “funciona” (piénsese, por caso, en la disputa entre sectores pro-vida y pro-aborto, y la posibilidad de resolver la disputa apelando a lo que la experiencia nos dice que realmente funciona (91). Finalmente –concluye Dworkinlo que Posner propone, como parte de un embate anti-teórico, se trata de uno los experimentos más ambiciosos y tecnocráticos que los filósofos jamás alumbraron: el utilitarismo consecuencialista (73). Como sostuviera nuestro autor en otros textos: aunque los jueces no tengan entrenamiento filosófico, ellos no pueden dejar de comprometerse con discusiones que habitualmente son, en un aspecto importante, filosóficas. La alternativa efectiva que nos están proponiendo no es la de evitar la teoría moral, sino la de hacer uso de ella en la oscuridad, oculta bajo otras técnicas de ropaje jurídico (i.e., el razonamiento analógico). Volver (a criticar) a Hart. El debate con Hart es, como sabemos, uno de larga data (desde los inicios de Dworkin en Oxford, como alumno de Hart), pero también uno que se reavivó ante la aparición, luego de la muerte de Hart, de un manuscrito destinado, aparentemente, a funcionar como postcript de una nueva edición de su famosa obra El concepto de derecho. En este nuevo escrito, Hart se ocupaba muy centralmente de refutar las críticas de Dworkin sobre su trabajo. Frente a estas réplicas, Dworkin sale a responder, largamente, en este nuevo libro (admitiendo no tener certeza de cuál era el estatus que Hart quería reservarle a dicho postcript). En todo caso, la conmoción intelectual y las discusiones que generó el manuscrito de Hart ameritaban de su parte alguna respuesta: Dworkin no iba a quedarse en silencio frente a uno de sus principales contendientes. La respuesta de Dworkin es larga y compleja, pero aquí me concentraré en un punto central de la misma, relacionado con el corazón del texto de Hart. Según Dworkin, la tesis central del texto de Hart se encuentra, como se encontraba en El concepto de derecho, en la “tesis sobre las fuentes.” Para Hart, en cualquier comunidad en que se invoca el derecho, la mayoría de los oficiales públicos aceptan, como convención, algún tipo de “regla de reconocimiento” que identifica a qué se llama derecho en esa comunidad. En una comunidad esa regla nos puede referir a las legislaturas y a decisiones judiciales pasadas; en otras puede ser la costumbre; y así. La variación nos remite a “hechos sociales” que la

 

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mayoría de los oficiales públicos de una particular comunidad tienden a tomar como regla madre. Hart denuncia, en su postcript, no haber sido entendido por Dworkin. Dworkin insiste en que el positivismo que sostiene Hart reclama para sí un carácter del que carece. En particular, se pregunta Dworkin, y le pregunta a los defensores de la postura de Hart, en qué sentido la “teoría de las fuentes” puede considerarse como “descriptiva” (aún cuando sabemos –dice Dworkin- como sabe Hart, que toda empresa descriptiva resulta, en cierto sentido, normativa –lo que se advierte en qué fuentes seleccionamos, etc.). La pregunta, resulta claro, es central para quienes están interesados –como lo está el positivismo hartiano- por mostrar al derecho y la moral como dos esferas no relacionadas íntimamente entre sí. Dworkin ofrece (y rechaza) tres posibles respuestas al respecto (165-7). En primer lugar –se pregunta Dworkin: es que Hart sólo presenta su “tesis de las fuentes” como un reclamo semántico, destinado a sacar a la superficie los “criterios lingüísticos” que utilizan la mayoría de los abogados y jueces, cuando hablan del derecho? No parece ser el caso que Hart solamente esté interesado en ofrecer definiciones de diccionario en la materia. Más fuertemente aún, Dworkin no cree que existan “criterios compartidos” acerca de lo que es el derecho. En segundo lugar, Dworkin tampoco cree que “describir” el derecho pueda implicar algo así como reconocer las propiedades naturales del mismo (como alguien puede hablar de “tigres” u “oro”). Agrega Dworkin, sarcásticamente: ni la libertad ni el derecho tienen “ADN”. Finalmente, y en lo que resultaría la versión más fuerte de lo que estaría afirmando el positivismo, lo que puede estar en juego es una “generalización empírica” de un cierto tipo. Lo que el positivismo querría decir es que, en los hechos, la mayor parte de los operadores del derecho llaman derecho a cierto X. Ahora bien, se pregunta Dworkin, si esto fuera lo que está en juego: en dónde es que se encuentra el trabajo empírico? Dónde es que están las “computadoras del tamaño de un cuarto” destinadas a recoger información sobre lo que ocurre en países diversos? Se trataría, entonces, de una dura afirmación empírica, sin ningún trabajo empírico detrás. En definitiva, nos dice Dworkin “no hay ninguna convención a favor ni en contra, no hay una regla de reconocimiento básica,” a partir de la cual alguien pueda saldar la discusión acerca de los contenidos del derecho. Religion without God, que será el último de los libros escritos por Dworkin que aparecerán publicados, se basa en las “Einstein Lectures” que presentara Dworkin en el 2011. Dworkin se había propuesto expandir largamente su manuscrito inicial (del que surge el libro publicado) en los años siguientes. Sin embargo, sus problemas de salud (que terminarían con su muerte) le permitieron sólo realizar unas pocas revisiones sobre aquel texto originario, que terminó siendo completado por asistentes. El objetivo de la obra, en todo caso, era el de contribuir a una conversación racional sobre cuestiones religiosas, disipando el odio religioso que, de modo frecuente, y de formas diversas, emerge en países como el suyo (es de notar el modo en que la obra de Rawls, sobre todo desde Liberalismo Político, se ha visto impactada por cuestiones similares; del mismo modo en que, en años recientes, la religión ha ocupado el centro de las investigaciones de otros filósofos políticos de primer nivel, i.e., Butler, Habermas et al 2011).

 

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En el libro aparecen cuestiones que resurgen en Justicia para erizos: de algún modo (y aunque su publicación es posterior) aquí se lo ve a Dworkin tratando temas que eran inhabituales en sus etapas anteriores (religión; el significado de la vida; etc.), y recurriendo a imágenes (la belleza cósmica; lo sublime de la naturaleza; etc.) que también eran infrecuentes en sus textos (con alguna excepción en El dominio de la vida). Sobre todo, se ve en este trabajo una preocupación que es central en sus últimos años: los valores morales objetivos. Lo dicho aparece en el marco de un análisis en torno a la pregunta sobre hasta qué punto debería darse protección constitucional a las actividades religiosas, en particular cuando ellas se encuentran en tensión con el derecho vigente. Para responder a tal interrogante, nos dice nuestro autor, debe comenzarse por determinar qué es la religión, y Dworkin comienza su libro diciéndolo: “algo que va más allá de Dios”: “el valor objetivo” –agrega- “lo permea todo”. De allí, también, que hable de “teísmo religioso”, o de la necesidad de pensar en la religión y su protección, de modo independiente de cualquier dios particular. Con este tipo de premisas en mente, Dworkin considera que un grupo religioso no tiene, de por sí, un reclamo especial para que el Estado lo excepcione, necesariamente, de aquello que requiere a otros, en honor de los “preceptos divinos” que tal grupo valora. Más bien-y éste es uno de las conclusiones normativas que defiende Dworkin en su libro- lo que dicho grupo tiene es un derecho a que la legislatura del caso determine si un principio de “igual consideración” requiere hacer una excepción para dicho grupo (una conclusión de profundas implicaciones para el estudio de casos cruciales dentro de nuestro tiempo, como por ejemplo Employment Division v. Smith, 494 U.S. 872 1990 –fallo conocido como “el caso del peyote”). Habiendo reconocido entonces el tipo de intereses y desarrollos característicos de la obra de Dworkin, en la última década, nos encontramos ahora en condiciones de adentrarnos en su obra cumbre final. Justicia para erizos. Justicia para erizos, la obra culminante de Dworkin (por más que luego apareciera Religion without God) se propone, como ya adelantáramos, retomar, ordenar y “tirar hacia arriba” todos los cabos que había ido tendiendo Dworkin, en áreas diversas del conocimiento, durante décadas de trabajo.12 El título del libro, y el libro en buena medida, juega con una imagen utilizada por Isaiah Berlin, y proveniente de la Grecia antigua, según la cual “el zorro sabe sobre muchas cosas, pero el erizo sabe sobre una sola cosa, pero enorme” (Berlin 1969). Dworkin, asumiéndose “erizo”, se preocupa en esta obra por mostrar el hilo que recorre todos sus trabajos, y que une a las esferas más diversas de nuestro pensamiento: lo que es la verdad, lo que significa la vida, lo que requiere la moralidad, lo que demanda la justicia, está íntimamente vinculado con lo que es verdadero, y con lo que significa vivir una buena vida. Todo forma parte de la misma unidad de valor, en el sentido de que puede medirse con la misma métrica, y pensarse bajo los mismos parámetros. “La verdad sobre el vivir bien y sobre ser bueno y sobre lo que es maravilloso                                                                                                                         12

 Amartya Sen, otro gran filósofo político de este tiempo (un colega cercano de Dworkin, por lo demás), se propuso también, al cierre de su carrera, ofrecer una “gran obra de cierre”, a través de la cual hilvanar toda su vasto, y también notable, trabajo anterior. Desafortunadamente, y por distintas razones, ese libro final parece aplanar más que llevar a su punto culminante todas sus reflexiones anteriores –una pena, que le quita algo de merecido brillo a su –también impresionante- trabajo. El logro de Dworkin, en comparación, parece ser la culminación de un plan perfecto, que él supo cómo comenzar, y cómo y en qué momento darle un cierre preciso.

 

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no sólo es coherente sino una que va encontrando apoyo recíproco: lo que pensamos sobre cualquiera de estas cuestiones debe sostener, eventualmente, cualquier otro argumento que demos en apoyo de las demás cuestiones” (1). Todas las áreas de valor dependen, entonces, unas de otras”: la libertad con la igualdad, la ética con la moral, y todo con la filosofía política, y también (ahora) con la religión. En otros términos, no nos encontramos, como diría Isaiah Berlin, frente a un pluralismo de valores, que nos remite a áreas del conocimiento inconmensurables unas con otras. Por eso mismo, Dworkin dedica una porción importante del libro a refutar a Berlin, a Rorty, y a todos los que, de un modo u otro, asumen posiciones relativistas o escépticas, y ponen en riesgo el proyecto “unificado” por el que él aboga, y que involucra cuestiones de democracia, justicia, moralidad, obligaciones políticas, libertad, igualdad. Contra el “escepticismo externo” (esto es, el que alega basarse exclusivamente en juicios de segundo orden sobre la moralidad, para decir por ejemplo que la diversidad de opiniones morales existente en regiones diferentes demuestra que ninguna de ellas es objetivamente verdadera, 31), insiste en la inexistencia de posiciones arquimédicas, capaces de situarse por encima de la moralidad, y de juzgarla desde afuera. Contra el “escepticismo interno” (esto es, el que niega cierto juicio aplicado o concreto apelando a ciertos juicios abstractos, 31), vuelve a insistir en lo que sostenía en Objectivity and Truth, esto es, distingue entre indeterminación (e inconmensurabilidad) e incerteza, y rechaza la idea de que la posición de base o reposo sea aquella que dice que no hay una “respuesta correcta” (90). La idea de que (por ejemplo, en el derecho) no existe una “respuesta correcta” no puede convertirse en el punto de reposo, por el mismo hecho de que ella descansa en alguna teoría o concepción particular (del derecho, en nuestro ejemplo, como podría ser el caso de las visiones tradicionales del positivismo jurídico). En definitiva, los reclamos sobre “indeterminación”, a diferencia de aquellos sobre la “incerteza”, dependen de una teoría positiva (94). Reflexionar sobre el modo en que llevamos adelante nuestra vida requiere que nos involucremos en un ejercicio que es introspectivo, y que va mucho más allá de nosotros mismos: se trata de una tarea de interpretación, que es finalmente colectiva. Según Dworkin, todos –abogados, jueces, pero también artistas plásticos, historiadores, músicosestamos involucrados en una –en definitiva común- tarea de interpretación, y tratando de ofrecer interpretaciones mejores que las que nos ofrecen. O no es cierto –nos pregunta Dworkin- que cuando un pianista toca una determinada obra asume o pretende lograr que su interpretación sea mejor que la de sus colegas? Todo el razonamiento moral debe considerarse, finalmente, un ejercicio interpretativo. Para muchos de nosotros, lo más relevante de esta historia tiene que ver con sus repercusiones para el derecho. En el derecho, como en las demás esferas, uno no busca exclusivamente que su interpretación sea mejor que la que dan otros: quiere –y así debe serque su interpretación sea verdadera. O no es cierto –nos pregunta Dworkin- que cuando un juez manda a alguien a prisión no puede asentar su juicio, meramente, en la idea de que ésa es la respuesta que “le parece” apropiada? En este sentido –y éste es un reclamo fundamental, que aparece en Justicia para erizos con una contundencia que no aparecía en escritos anteriores- el derecho pasa a ser considerado un aspecto de la moralidad (se trata, aquí también, de una posición que el mismo Dworkin admite que no sostenía antes, al  

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menos de este modo –aunque ya la había sugerido en La justicia en toga: Dworkin solía pensar que se trataba de dos esferas diferentes, aunque relacionadas entre sí 402). Para decirlo de otro modo: la moralidad política, finalmente, depende de la interpretación, la interpretación depende del valor y, como lo hemos ido viendo, hay “verdades objetivas” sobre el valor (entendiendo la idea de “objetividad” en el sentido limitado arriba expuesto): hay instituciones justas e injustas, y actos equivocados, con independencia de que muchos puedan afirmar que no creen en ello, o que tienen otras opiniones: torturar a un menor está mal en sí mismo, y no porque muchos opinen que está mal. La política es, sobre todo, coerción, y no podemos aceptar que un agente de gobierno (i.e., un juez) nos diga que sigue un determinado curso de acción porque es propio de las tradiciones del país, o porque a él le parece o le gusta. Del mismo modo, cada uno de nosotros tiene una responsabilidad en esta historia: una teoría de la justicia es moral “all the way down”, lo que implica también una teoría acerca de la responsabilidad moral. Nos debemos un comportamiento responsable moralmente, unos a otros: un compromiso con la reflexión sobre problemas morales, y con la mejor reflexión posible. Más todavía, tenemos una responsabilidad ética relacionada con el vivir bien, con hacer de nuestras vidas algo con valor.13 Cada una de nosotros se enfrenta, así, al desafío de vivir bien, y lo puede llevar adelante adecuadamente o no. Los conceptos centrales, en este caso, son los de dignidad y auto-respeto, condiciones indispensables del vivir bien La moral aparece enlazada entonces con la ética, y la ética con la política. En este campo, la noción de “igual consideración y respeto” que atravesara toda su obra, sigue jugando aquí un papel central, constitutivo de la teoría sobre la justicia que, para él, debe gobernar la política. La idea de “igual consideración y respeto,” en todo caso, es uno de los dos grandes principios que deben marcar la obra de cualquier gobierno decente: debe mostrar una igual consideración por la suerte de cada individuo; y por otro debe ser respetuoso de la responsabilidad y el derecho de cada uno a decidir por sí mismo cómo hacer algo valioso de su vida. En este respecto, ninguna visión de la justicia distributiva avanzada por un gobierno debe considerarse “neutral”: todas requieren de una justificación del gobierno, a la luz de los dos principios señalados (Dworkin insiste también, en este libro, acerca de la teoría de “igualdad de recursos” defendida, por caso, en La virtud soberana; como insiste en su aproximación a la democracia que ensayara en trabajos anteriores, opuesta sobre todo a enfoques mayoritarios o “estadísticos”14). Dworkin concluye su libro instándonos a vivir una vida digna. Nos dice que si conseguimos vivir bien nuestra vida, conseguimos algo muy importante. Como afirma nuestro autor: “Convertimos a nuestras vidas en pequeños diamantes dentro de las arenas cósmicas”. Impresionante frase, que Dworkin quiso colocar como última línea de su obra cumbre.                                                                                                                         13   El punto de partida de su historia “unificada” tiene que ver con la ética, con el vivir bien; y el punto de llegada tiene que ver con la moralidad, esto es, con lo que le debemos a los demás. Posiciones alternativas, como las que separan o “discontinúan” las cuestiones éticas de las morales (tal es el caso de Rawls) malentienden de qué se trata la empresa en juego. 14

  Él suscribe una partnership conception, esto es, una visión de la democracia que nos concibe a cada uno como siendo “partes” o “socios” iguales, lo cual implica asumir e ir más allá de la idea de que todos tenemos un voto igual: a todos nos corresponde, también, tener la misma voz y el mismo compromiso (stake) en la decisión de los asuntos comunes.  

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Capítulo final Cuánto cambió y cuánto evolucionó la teoría de Dworkin, desde los años 60 hasta el lamentado fin de su carrera académica, en 2013? Mi impresión es que, en parte por obstinación, en parte por convicción, la teoría de Dworkin fue desplegándose de a poco, avanzando a pasos firmes, sin cambios radicales, mostrando una llamativa consistencia interna, pero a la vez, precisando sus contornos de forma tal de responder y evitar cierto tipo de críticas. Este tipo de modificaciones en la presentación de sus argumentos habituales, de todos modos, no deben verse como la introducción de meros cambios cosméticos, destinados a seguir afirmando las mismas ideas, con otras palabras. En varias ocasiones, según entiendo, Dworkin reconoció que algunas de sus ideas, tal como estaban presentadas, daban lugar a críticas que él rechazaba, y se esforzó por clarificar lo que decía, de modo de dejar atrás aquellas interpretaciones inadecuadas. En otras ocasiones, en cambio, reconoció, de modo más o menos implícito, que debía repensar sus consideraciones iniciales, y modificarlas. Ejemplos de lo segundo, esto es, de refinamientos y correcciones de su teoría, se advierten por caso en el modo en que pasó a considerar al derecho como una “provincia” de la moral, luego de haber sostenido durante mucho tiempo que representaban dos esferas distintas y relacionadas; o en el modo en que su teoría sobre el control judicial de constitucionalidad pasó de estar asentada en una defensa categórica y definitiva del control judicial, a defenderlo como un arreglo condicional y provisional. Ejemplos de lo primero, esto es, de cambios destinados a reajustar la presentación de sus ideas, de modo tal de evitar interpretaciones indebidas, pueden encontrarse en sus dichos sobre “Hércules” y “la respuesta correcta”. A Dworkin le interesó dejar en claro, en este respecto, que la visión sobre el papel de los jueces que él defendía, no estaba reservada a “jueces filósofos”, de características sobre-humanas, encerrados en su torre de marfil, alejados de todo contacto con el pueblo. Por el contrario, le interesó decir que cualquier ciudadano comprometido podía pensar bien el derecho, y reconocer las exigencias de éste para cualquier caso concreto: se trataba de razonar apropiadamente, conforme a parámetros que no son ajenos a nuestro modo de pensar habitual. La idea según la cual las “soluciones difíciles” en apariencia están, en verdad, al alcance de cualquiera que reflexione seriamente sobre ellas, resulta tal vez la conclusión y la enseñanza más importante de su vida de trabajo académico. Dicha conclusión se deriva de la mayoría de sus escritos centrales: desde el ejemplo de la “novela en cadena” (que sugiere que la en apariencia tan compleja interpretación constitucional en verdad no difiere de lo que cualquiera de nosotros haría en una situación de “novela en cadena”) a su discusión sobre el aborto y la eutanasia, o lo que él escribiera en el “amicus curiae” sobre la eutanasia, o sobre acciones afirmativas (en donde se ocupó de dejar en claro que muchos de nuestros desacuerdos al respecto se basaban en errores de nuestro razonamiento, que él se esforzaba por dejar en claro, en lugar de simplemente declararlos). Finalmente, ésta fue su actitud de toda la vida, al discutir a jueces o comentar fallos o debatir sobre temas complejos, de primer interés público: comprometerse en la discusión pública, retomar los argumentos dominantes, refinarlos, mostrar los errores presentes en los argumentos dominantes, y proponer soluciones mejores, razonadas, asequibles a cualquiera. Éste fue, también, su polémico acercamiento (sobre todo, el del final de su vida) al objetivismo: no  

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se trataba de decir que había verdades morales sólo cognoscibles por platónicos reyes filósofos, sino que todos debíamos esforzarnos por pensar mejor. Era posible hacerlo, y era necesario hacerlo. Lejos de la pretensión de un “juez Hércules”, que podría decirnos: “déjenme a mí que resuelva estos casos difíciles; ustedes no se involucren con ellos porque no pueden hacerlo”, Dworkin se comprometió en la discusión con quienes disentían con él, y trató de debatir con ellos, tomando en serio sus argumentos, y mostrando en qué aspectos particulares ellos podían estar equivocados. No es ésta, sin dudas, una actitud elitista, sino más bien la contraria: una disposición educadora, activamente democrática.

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