Garcia Lorca - Poema del Cante Jondo.pdf

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T A 'a c U x íc o

EDITORIAL VELOZ Calle DELICIAS 1749 SANTIAGO DE CHILE

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8 = Peso: 327094

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Biblioteca Nacional COMPRA

Biblioteca Nacional de España

1. - Baladilla de los Ires ríos 2. - Poema de la siguiriye gitana 3. - Poema de la soleá

4 . - Poema de la saeta 5. - Gráfico de la petenera 6. - Dos

muchachas -

La tola amparo

7. - Viñetas flamencas 8. - Tres ciudades 9. - Seis caprichos 10. - Escena del teniente coronel de la guardia civil 11. - Diálogo del amargo

4V a FE D E R IC O G A R C IA LO R C A

POEMA DEt CANTE JQNDO r\

EDITORIAL VELOZ Calle DELI CI AS 1 7 4 9 SANTIAGO DE CHILE

M O T IV O D E E S T A E D IC IO N

Ante la noticia de la muerte del poeta español Fe­ derico García Loica, nadie puede permanecer indiferente. Los sucesos de un país teñido en sangre por una lucha .cruel, han producido, entre las numerosas víctimas de la guerra, esta desaparición de uno de los más altos poetas con que cuenta la literatura española de todos los tiem­ pos . En la plenitud de su producción y cuando se espe­ raban los frutos más prometedores de su sensibilidad extraordinaria y de su talento poético, muere García Lorca y las letras de todo el mundo pierden con él a uno de sus representantes más esclarecidos y puros. Sobre el horrendo dolor que significa la guerra entre hermanos y todas las calamidades que produce, nosotros vemos ahora, con una particularidad justificada, el sig­ nificado tristísimo de la muerte de un gran poeta. Pocos son los hombres que pueden merecer este título. Hay naciones que en toda su historia, apenas cuentan con un poeta que las glorifique. Cuando uno del valor de Fe­ derico García Lorca muere en circunstancias tan lamen­ tables y trágicas, la sensación de cuantos aman la belleza

y la respetan por encima de todo, no puede menos que ser dolorosa y capaz de producir una impresión de pro­ testa ante un suceso de esa índole. El autor del “ Romancero Gitano” , del “ Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez M cjías',’ del “ Poema del Cante Jon d o ” , poeta excelso, debe recibir el home­ naje de aquellos que se hallaban cerca de él, por admi­ ración o por sensibilidad. Resucitador de una de las tradiciones más puras de la poesía hispana, García Lorca, al morir, deja truncado un porvenir tan grande como es ahora el sentimiento de saberlo perdido para siempre.

FE D E R IC O G A R C IA LO R C A R E T R A T A D O PO R P A B LO N E R U D A

¡Federico García Lorca! Era popular como la guitarra, jubiloso, melancólico, profundo y claro como un niño, como el pueblo. Si hubieran buscado paso a paso a quien sacrificar como se sacrifica un símbolo, jamás hu­ bieran encontrado, ni en ningún ser ni en ningún objeto, el alma española con toda su profunda vivacidad co­ mo en este ser escogido. Supieron elegir los que lo fu­ silaron, ya que éstos querían tirar al corazón mismo de la raza. No sé cómo precisar su recuerdo. L a violenta luz de la vida no ilumina más que un instante su cara, ahora herida y extin ta. Pero durante ese largo minuto de su vida, su figura resplandece de luz solar. Desde el tiempo de Góngora y de Lope de Vega no había aparecido un creador como él, una tal movilidad de forma y de lengua­ je; desde los tiempos en que los españoles del pueblo be­ saban tas vestiduras de Lope no se había conocido en la lengua española una selección popular de tal envergadu­ ra ejercida por un poeta. T odo lo que tocaba, aún en las alturas de un estetismo misterioso al cual en su calidad de poeta letrado no podía renunciar sin traicionarse, todo

lo que él tocaba se saturaba de esencias profundas, de so­ nes que penetraban en la masa hasta la m édula. He pro­ nunciado la palabra estetismo, pero no nos engañemos: García Lorca era antiesteta; en ese sentido llenaba su poe­ sía y su teatro de dramas humanos y de tempestades del corazón; pero no renunció por ello a los primitivos se­ cretos del misterio poético. El pueblo, con una intuición maravillosa, se hace dueño de su poesía, que se canta y se cantaba anónima en las aldeas de Andalucía; pero él no se vanagloriaba de ello para sacarle beneficio; antes, al con­ trario, buscaba asiduamente dentro y fuera de sí mismo. *

*

*

Su antiestetismo es tal vez el origen de su gran popu­ laridad en América. De esa brillante generación de poe­ tas como Alberti, Alexandre, Altolaguirre, Cernuda, etc., él fué tal vez el único sobre quien la sombra de Góngora no ejerció ese poder refrigerante que en 1927 atacó de esterilidad estética la gran poesía juvenil de E spañ a. América, separada por siglos de océano, de clásicos an­ cestrales de la lengua, reconoció la grandeza de este joven poeta atraído irresistiblemente por el pueblo y por la san­ g re . Yo vi en Buenos Aires la más grande apoteosis que un poeta de nuestra raza haya recibido jam ás; las multitudes enormes escuchaban con emoción y lágrimas sus tragedias de una opulencia verbal inaudita. En ellas se revelaban, brillando como una explosión fosfórica, el eterno drama español, donde el amor y la muerte ejecu-

taban una danza furiosa, el amor y la muerte enmasca­ rados o desnudos. Su recuerdo es imposible de trazar en un retrato a es­ ta distancia. Era una claridad física, una energía en movimiento, una alegría una luz chispeante, una ternu­ ra completamente sobrehumana. Su persona era mágica y morena y traía la dicha. *

*

*

Por una curiosa e insistente coincidencia, los dos jó ­ venes poetas de mayor renombre en España — Alberti y García Lotea— han estado siempre unidos hasta en la rivalidad. Ambos andaluces dionisíacos, armoniosos, exu­ berantes, secretos y populares, bebieron al mismo tiempo en los surcos de la poesía española el folklore riquísimo de Andalucía y Castilla, elevando gradulamente su poe­ sía desde la gracia aérea y vegetal de los orígenes del idio­ ma, hasta el apogeo de la gracia, hasta la entrada en el bosque dramático de la raza. Después se separan. Mien­ tras el uno, Alberti, se entrega con una generosidad total a la causa de los oprimidos y no vive más que en razón de su magnífica fe revolucionaria, el otro, mediante su literatura, regresa poco a poco a su región, a Granada, hasta volver completamente hacia ella, hasta morir. No existía entre ellos una verdadera rivalidad; eran buenos y espléndidos hermanos. Y es así que en el gran home­ naje que en honor de Alberti tuvo lugar en Madrid, al regreso de su último viaje a Rusia y Méjico, Federico, en

nombre de todos, lo saludó en términos magníficos. A l­ gunos meses más tarde, García Lorca partía para Granada. Y allí, por una extraña fatalidad, le esperaba la muerte que los enemigos reservaban a Alberti, Pero la inquietud social de Federico tomaba otras for­ mas más cercanas a su alma de trovador morisco. Con su troupe, La Barraca, recorría los caminos de España re­ presentando el viejo y el gran teatro olvidado: Lope de Rueda, Lope de Vega, Cervantes. Restituía los antiguos romances dramatizados del seno puro de donde ellos ha­ bían salido . Los rincones más apartados de Castilla cono­ cieron sus representaciones. Gracias a él, los andaluces, los asturianos y los de Extremadura se pusieron en con­ tacto con sus poetas de genio, adormecidos un poco en su corazón, ya que el espectáculo los llenaba de un asombro sin sorpresa. N i los trajes antiguos, ni el lenguaje arcaico chocaba a los paisanos que es bien seguro que no habían visto jamás un automóvil ni oído un fonógrafo. Porque en medio de la aterradora pobreza del campesino español a quien yo mismo he visto habitar las cavernas y alimen­ tarse de hierbas y reptiles, pasaba ese torbellino mágico de poesía que llevaba entre los sueños de los viejos poetas los granos de pólvora de la cultura insatisfecha. *

*

*

Y aquí rememora un recuerdo su y o . Hace algunos meses se puso en camino hacia las aldeas. Iba a repre­ sentar Peribáñez, de Lope de Vega. Y Federico se puso

a recorrer todos los rincones de Extremadura buscando los auténticos trajes del siglo X V II que las antiguas fa ­ milias lugareñas guardaban todavía en sus cofres. Re­ gresó con un cargamento prodigioso de telas azules y doradas, de botas, de collares, de paños que veían la luz por primera vez después de siglo s. L a simpatía irresisti­ ble que emanaba de sí lo obtenía todo. Una noche, en una aldea de Extremadura, no podien­ do dormir, se levantó antes que el alba apareciese. E l duro paisaje de Extremadura estaba envuelto aún en bruma. Federico se sentó para contemplar la salida del sol junto a unas estatuas tiradas en el suelo. Eran figu­ ras de mármol del siglo X V III y el lugar era la entrada a un señorío feudal completamente abandonado como tantas posesiones de señores españoles. Federico miraba los trozos destruidos que el sol levante aclaraba con una luz blanca, cuando un cordero descarriado del rebaño comenzó a pastar cerca de é l. De pronto, atravesaron el camino cinco cerdos negros que se arrojaron sobre el cor­ dero y en pocos minutos, ante sus ojos espantados, lo hi­ cieron pedazos y lo devoraron. Federico, presa de un miedo inaudito, inmovilizado de horror, miraba los ani­ males matar y devorar al cordero, en medio de las esta­ tuas caídas, mientras el sol se elevaba solitario. Cuando me lo contaba, a su regreso a Madrid, su voz temblaba todavía porque la tragedia de la muerte obse­ dió hasta el delirio su sensibilidad de niño. Ahora su

muerte, su terrible muerte que nada nos hará olvidar, me trae el recuerdo de esta alba sangrienta. A este gran poeta dulce y profético, la vida ha podido ofrecer de an­ temano y bajo forma de un símbolo terrible, la visión de su propia muerte. P A B LO N E R U D A . París, 1937.

B A L A D IL L A D E LO S T R E S RIOS

A Salvador Quintero.

Ü .I ri’o Guadalquivir va entre naranjos y olivos. Los dos ríos de Granada bajan de la nieve al trigo. ¡A y, amor que se fué y no vino! El río Guadalquivir tiene las barbas granates. Los dos ríos de Granada uno llanto y otro sangre. ¡A y, amor que se fué por el aire! Para los barcos de vela, Sevilla tiene un camino; por el agua de Granada sólo reman los suspiros.

w

¡Ay, amor que se fué y no vino! Guadalquivir, alta torre y viento en los naranjales. Dauro y Genil, torrecillas muertas sobre los estanques.

¡Ay, amor que se fué por el aire! ¡Quién dirá que el agua lleva un fuego fatuo de gritos!

¡Ay, amor que se fué y no vino! Andalucía, a tus mares. Lleva azahar, lleva olivas,

¡Ay, amor que se fué por el aire!

LA

G U I T A R R A

E m p ie z a el llanto de la guitarra. Se rompen las copas de la madrugada. Empieza el llanto de la guitarra. Es inútil callarla. Llora monótona como llora el agua, como llora el viento sobre la nevada. Es imposible callarla. Llora por cosas lejanas. Arena del Sur caliente que pide camelias blancas. Llora flecha sin blanco.

la tarde sin mañana, y el primer pájaro muerto sobre la rama. ¡Oh guitarra! Corazón malherido por cinco espadas.

E L

G R I T O

L a elipse de un grito, va de monte a monte. Desde los olivos, será un arco iris negro sobre la noche azul. ¡A y! Como un arco de viola, el grito ha hecho vibrar largas cuerdas del viento. ¡A y! (L as gentes de las cuevas asoman sus velones). ¡A y!

EL

S I L E N C I O

O y e , hijo mío, el silencio. Es un silencio ondulado, un silencio, donde resbalan valles y ecos y que inclina las frentes hacia el suelo.

E n t r e mariposas negras, va una muchacha morena junto a una blanca serpiente de niebla. Tierra de luz cielo de tierra. V a encadenada al temblor de un ritmo que nunca llega: tiene el corazón de plata y un puñal en la diestra. ¿Adonde vas síguíriya con un ritmo sin cabeza? ¿Qué luna recogerá tu dolor del cal y adelfa? Tierra de luz cielo de tierra.

! L o s niños miran un punto lejano. Los candiles se apagan. Unas muchachas ciegas preguntan a la luna, y por el aire ascienden espirales de llanto. Las montañas miran un punto lejano.

'■J

L o s laberintos que crea al tiempo, se desvanecen.

(Sólo queda el desierto).

El corazón, fuente del deseo, se desvanece.

(Sólo queda el desierto). La ilusión de la aurora y los besos, se desvanacen.

Sólo queda el desierto. U n ondulado desierto.

A

jTierra seca, tierra quieta de noches inmensas. (Viento en el olivar, viento en la sierra) . Tierra vieja del candil y la pena. Tierra de las hondas cisternas. Tierra de la muerte sin ojos y las flechas, (Viento por los caminos. Brisa en las alam edas).

Jorge

Zalamea.

P U E B L O

S o b r e el monto pelado un calvario. Agua clara y olivos centenarios. Por las callejas hombres embozados, y en las torres veletas girando. Eternamente girando. ¡Oh, pueblo perdido, en la Andalucía del llanto!

P U Ñ A L

F 1 puñal, entra en el corazón, como la reja del arado en el yermo. No. N o me lo claves. No. El puñal, como un rayo de sol, incendia las terribles hondonadas. No. No me lo claves. No.

E N C R U C I J A D A

\ / i e n t o del Este; un farol y el puñal en el corazón. L a calle tiene un temblor de cuerda en tensión, un temblor de enorme moscardón Por todas partes yo veo el puñal en el corazón.

¡ A

Y ¡

IHj 1 grito deja en el viento ana sombra de ciprés. (Dejadme en este campo llorando). T odo se ha roto en el mundo. N o queda más que el silencio. (Dejadme en este campo llorando). El horizonte sin luz está mordido de hogueras. (Y a os he dicho que me dejéis en este campo llorando).

S O R P R E S A

IV fuerto se quedó en la calle con un puñal en el pecho. N o la conocía nadie. ¡Cómo temblaba el farol! Madre. ¡Cóm o temblaba el farolito de la calle! Era madrugada. Nadie pudo asomarse a sus ojos abiertos al duro aire. Que muerto se quedó en la calle que con un puñal en el pecho y que no lo conocía nadie.

L A

S O L E Á

\Z estid a con mantos negros piensa que el mundo es chiquito y el corazón es inmenso. Vestida con mantos negros. Piensa que el suspiro tierno y el grito, desaparecen en la comente del viento. Vestida con mantos negros. Se dejó el balcón abierto y al alba por el balcón desembocó todo el cielo. ¡A y yay ay ay ay, que vestido con mantos negros!

C U E V A

! 3 e la cueva salen largos sollozos. (L o cárdeno sobre lo rojo.) El gitano evoca países remotos. (Torres altas y hombres misteriosos.) En la voz entrecortada van sus ojos. (L o negro sobre lo r o jo ).

Y la cueva encalada tiembla en el oro. (L o blanco sobre lo rojo.)

E N C U E N T R O

^ J i tú ni yo estamos en disposición de encontrarnos. T ú . . . por lo que ya sabes. ¡Y o la he querido tanto! Sigue esa veredita. En las manos, tengo los agujeros de los clavos. ¿No ves cómo me estoy desangrando? N o mires nunca atrás, vete despacio y reza como yo a San Cayetano, que ni tú ni yo estamos en disposición de encontrarnos.

A L B A

C a m p a n a s de Córdoba en la madrugada. Campanas de amanecer en Granada. Os sienten todas las muchachas que lloran a la tierna soleá enlutada. Las muchachas, de Andalucía la alta y la baja. Las niñas de España, de pie menudo y temblorosas faldas, que han llenado de luces las encrucijadas. ¡Oh, campanas de Córdoba en la madrugada, y oh, campanas de amanecer en Granada!

A R Q U E R O S

Los arqueros oscuros a Sevilla se acercan.

Guadalquivir abierto. Anchos sombreros grísea, largas capas lentas,

¡Ay, Guadalquivir! Vienen de los remotos países de la pena.

Guadalquivir abierto, Y van a un laberinto, Amor, cristal j piedra,

¡Ay, Guadalquivir!

7

N O C H E

C i r i o , candil, farol y luciérnaga. L a constelación de la saeta. Ventanítas de oro tiemblan, y en la aurora se mecen cruces superpuestas. Cirio, candil, farol y luciérnaga.

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S E V I L L A

S e v illa es una torre llena de arqueros finos. Sevilla para herir. Córdoba para morir. Una ciudad que acecha largos ritmos, y los enrosca como laberintos. Como tallos de parra encendidos. ¡Sevilla para herir! B ajo el arco del cielo, sobre su llano limpio,

dispara la constante saeta de su rio. ¡Córdoba para morir! Y loca de horizonte mezcla en su vino, lo amargo de Don Juan y lo perfecto de Dionisio. Sevilla para herir. ¡Siempre Sevilla para herir!

P R O C E S I O N

P i or la calleja vienen extraños unicornios. ¿De qué campo, de qué bosque mitológico? M ás cerca, ya parecen astrónomos. Fantásticos Merlines y el Ecce Homo, Durandarte encantado. Orlando furioso

P A S O

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