Fetiche Antologia Trash 2 Parte

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fetiche

,

(tomo II)

eloísa cartonera 2013

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Fetiche Segunda antología de literatura trash

Selección y prólogo Facundo R. Soto

te nda par ¡la segu erada! mas esp

eloísa cartonera 2014

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Ilustraciónes de Peter Pank?, Ignatti? y cucurto

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Prólogo Escribir con los desechos del lenguaje, con lo que se supone que no se puede escribir porque no sirve, o es basura. Escribir con lo que se tiene, con lo que hay, con lo que los demás dejaron afuera. Escribir para alguien, no para uno, para invitar a ese alguien a que entre al libro; en vez de expulsarlo y darle a leer nuestra neurosis que sería como ofrecerle a leer nuestra mierda. Escribir para dar, dar lo mejor de sí. Escribir sobre situaciones que no se escriben, porque no corresponden a la esfera de la alta literatura, porque todavía hoy escribir sobre mujeres amamantando a un bebé es trash. Abrir. Expandir. Extinguir. Quemar. Jugar con fuego, es parte de la propuesta de la Segunda Antología de cuentos gay- queerpunk o trash, como le gusta llamarla a Cucurto. A decir verdad, no es nuevo ni original lo que planteamos, sobre todo si pensamos en Freud cuando hizo el trabajo de prestarle atención a los sueños y los analizó. Hizo lo mismo con los actos fallidos, los lapsus y se dio cuenta que ahí, en esas esquinas, en esos callejones de equívocos, y aparente encierros sin salida, estaba “la salida”, “la puerta regia para la vía al inconsciente”, decía el viejo, donde tirando del hilo se accedía a otra instancia, a la verdad del inconsciente. Sex Pistols, Ramones, New York Dolls, Damnet y los pioneros del movimiento punk hicieron algo parecido, incluso John Lennon cuando invitó por primera vez a Yoko Ono a su casa, se inyectaron heroína, cogieron y grabaron en una noche el disco Two Virgens. Sin saberlo, inauguraban la música noise. Lo que otros descartaban como ruidos, para ellos podía ser música. Años más tarde John Cage, después de sus estudios, se dio cuenta que la calle tenía música, que el ruido de los autos también tenía música, que el ruido era música. Hoy, en Alemania, Estados Unidos, Brasil, España y Francia hay un movimiento de músicos que exploran los sonidos no

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convencionales. Le prestan atención todos los días, porque parten de la idea de que tienen algo para decir, como la lluvia, aunque no se la escuche. Se hizo un concierto donde en el escenario los protagonistas eran una licuadora, un serrucho, gomas y campanitas de papel. ¿Por qué no hacer eso, divertirse y jugar con la literatura? Aunque tengamos perlas como “El matadero”, “El niño proletario”, “Plástico cruel”, “El mendigo chupa pija”, “Evita vive”, la obra de Copi, “Cadáveres” y algunos otros, pero no alcanzan por la cantidad de textos autoreferenciales (del ego), que llenan las librerías. Cansados de leer novelas y cuentos, donde los protagonistas son un hombre y una mujer, como dios manda, inauguramos en Eloísa Cartonera un catálogo de los libros trash, donde el objetivo es la lectura por placer, focalizándonos en lo que está descentralizado, en las formas creativas de narrar, en las situaciones y realidades que no son las hegemónicas. Buscamos textos donde la energía sexual esté en el centro, metaforizada o explicita, en escenarios donde no haya una única sexualidad, sino tantas como personas hay en el mundo. Donde la singularidad ocupe el primer lugar. Lo que nos importa de los textos que forman este libro es que suenen como canciones punk, que nos atraviesen y nos remueva la energía. Que nos hagan bailar. Gritar. Que nos sacudan y que, después de leerlos no seamos los mismos. Ese es el criterio que usé para seleccionar a los autores y textos que conforman esta antología plateada, dorada, negra, blanca, azul, de lujo.

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Si el texto, después de haberlo leído no nos transforma, a mi criterio, no es literatura. Y por más que, todavía, a algunos les cueste asumirlo: la literatura punk-trash también es literatura, como son los policiales, las novelas de terror o las crónicas marcianas. Quizás todavía necesitemos encasillarnos en géneros y estilos para después, en algún momento, hacerla estallar todas las categorías; o no, no sabemos... De todas formas, a lxs autores incluidos en esta colección, creo, les chupa un huevo las categorías pero lo que no les nefrea es el trabajo que le dan a los textos para que queden sucios, mal escritos y con olor. Lleva tiempo hacer una obra de arte como esta: pensados, corregidos, articularlos para que el lector encuentre un lugar en sus letras, y goce. Si puede tener orgasmos, mejor.

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Acerca de los autores Fui convocando, con mesura a través de Facebook y del correo electrónico, a la gente que leí (y leo) con admiración. Gente que escribe sin juicios de valor, sin pensar si lo que hacen es políticamente correcto o incorrecto. Gente que escribe con energía y con luz (o buscándola). Dio la coincidencia que, la mayoría son editores de suplementos de diarios o de editoriales. Otro gran porcentaje de los autores convocados son colaboradores, críticos y reseñadores en medios de comunicación. Son pocos los escritos noveles. ¿La razón? Fueron textos sorprendentes por su simpleza y casi ingenuidad en la forma y contenido narrativo; no por eso menos rico en recursos artísticos. Creo que la razón de que esos textos brillen se debe a que, sin ser los autores aspirantes a escritores, no tienen ninguna pretensión de escribir bien, ni del bien-decir. Y allí, en esa ética amoral es donde encontramos una obra artística en papel, aunque se dediquen a otras artes.

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Índice

Adrián Melo

Yo parecía un hombre para encender conchas pero hago arder pijas como antorchas

Laura Ramos

Esclavo sexual por mandato divino

Peter Pank

El Polakito de Lanús

Mariano Blatt Todo

Mariana Enriquez Hombres objeto

Guilleherme Zarvos Trasbordamientos

Susy Shock Frutita

Eduardo Muslip Los Subirana

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Aisak Days

Chaboncito de Jose Cé Paz

Liliana Viola

La estrella vintage

Gabriela Cabezón Cámara Perreando cantigas

Facundo R. Soto Olor a huevo

Juan Carlos Henriquez 40 golpes en el ano

Edgar De Santo Agarrá el odio

Fernando Noy Anclas en la piel

Alejandro Quesada Biología

Osvaldo Bossi

El chico del pelo anaranjado

José Sbarra

Plástico cruel (Primera parte)

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Patricia Kolesnicov Resaca

Leonardo Oyola Estocolmo

Ariel Bermani El niño proletario

Pedro Lemebel Los Peco Bill

Ariel Alvarez

Vacaciones de mí mismo

Washington Cucurto Amor con tomates podridos

Daniel Gigena Chacarera Vogué

Claudio Zeiger:

El caso del jugador andrógino

Abelardo Castillo El marica

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Adrián Melo Yo parecía un hombre para encender conchas pero hago arder pijas como antorchas I1982 era una época extraña. Un mal año para tener diecinueve años o estar enamorado. En Argentina, el general borracho había aprovechado la trágica circunstancia de que el planeta estuviera parcelado en países para auspiciar una guerra contra una de las potencias navales más poderosas del mundo. A la sazón, Gran Bretaña, estaba conducida por la tirana déspota que despedía a obreros de las fábricas, una nueva versión de la reina de corazones. Juan López había nacido en Buenos Aires, junto al Río de la Plata. Quizás por ello sus ojos eran oscuros, de mirada profunda, de cazador implacable siempre dispuesto a atrapar a su presa. John Ward había nacido en las afueras de Londres. Era un rubio algo insulso de ojos azules y mirada gélida. Lo más atractivo que tenía eran los labios intensamente rojos y gruesos que parecían pintados en su tez pálida. Había estudiado castellano para leer el Quijote. López profesaba el amor de Joseph Conrad. Lo había leído en un aula de la facultad de Filosofía y Letras. IINo había nada en la crianza de López o en su mentalidad de chico de barrio que estudiaba letras y perseguía mujeres o en las salidas de borracheras con sus amigos alguna experiencia que lo preparara emocionalmente para lo que vio y vivió durante la guerra. Tan solo recordaba vagamente aquellos pasajes del Banquete

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de Platón que aludían al amor viril como el más bello y el más valiente y que le habían llamado la atención en su momento. Había leído, entonces, sobre la invencibilidad que tendría un ejército compuesto por soldados amantes y amados porque los amantes desde tiempos inmemoriales son aquellos dispuestos a morir el uno por el otro. Su único contacto previo con ese mundo marginal fue durante la colimba, cuando en los días que les daban franco a los conscriptos porque no les daban de comer, aparecían los “tíos” o “soplanucas”: unos tipos que les ofrecían casa y todos los placeres a los soldados a cambio de una relación sexual. Pero López nunca hubiera imaginado que podría haber putos en la guerra, ni que alguno fuera su superior. Ni que se organizaran masturbaciones colectivas como la de aquella noche de abril, cuando los ingleses aún no habían llegado y decenas de soldados ya acostados pelaron vergas de todos los tamaños y formas y se las manosearon mientras miraban imágenes de mujeres semidesnudas (verdaderas bellezas en bikini en diferentes posiciones) sacadas de unas latas de cerveza que algunos camaradas habían recogido de los basurales de las islas. Mucho menos hubiera concebido López que los hombres se tocaran o vivieran unos encima de los otros para calmar sus urgencias o para poder sobrevivir. El descubrimiento lo llenó de asombro y de estupor, primero, pero luego de deseos inconfesables y emociones encontradas. Ward, en cambio siempre había preferido el amor de los muchachos. Se había iniciado sexualmente en la sordidez de los mingitorios. Conocía el yire y los levantes en la calle, los dones caritativos a los viejos, la prostitución de los obreros, el goce de los borrachos. Las felaciones o las cópulas apresuradas debajo de los puentes, en los baldíos, en los matorrales. Las escenas patéticas de lo que cedían a sus encantos fingiendo borrachera o demencia temporaria. Había disfrutado de orgías en los baños públicos de las estaciones del centro de Londres que hubieran sido el deleite de Joe Orton. Sin embargo, las ruidosas fiestas de sus veinte años, la libertad

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sexual de la que gozó con sus camaradas en los breves meses que duró la guerra no podría experimentarla más, ni siquiera cuando volviera al mundo real. IIIJuan López y John Ward hubieran sido amigos pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas llamadas Malvinas o Falklands. En las brumas de los bombardeos, rodeado de cadáveres y de miembros mutilados, lo primero que vio López fue la perla dorada en la oreja derecha de Ward brillando en la oscuridad. Estuvo a punto de disparar pero sintió el ruido del gatillo del otro. Apuntándose mutuamente, agazapados, se rodearon. Luego se acercaron al punto donde los caños de los fusiles de cada uno casi se apoyaron en el pecho del otro, cerca del corazón. Parecía que estaban bailando. Cuando estuvieron definitivamente frente a frente se miraron a los ojos con expresión perdida e irracional. Como si se reconociesen de otras vidas. O como si fueran animales hipnotizados que se buscan y se miden dudando entre intentar matarse mutuamente o ceder a un ancestral ritual amoroso. La mirada oscura de López destinada a provocar el deseo de las mujeres calentó la mirada helada de Ward. Sin embargo, fue el argentino quien tiró el fusil al suelo y se arrodilló en el lodo y la mierda, como rendido de amor. Aun apuntándolo, Ward dejó que López le bajara con premura los pantalones. El inglés estaba erecto con solo mirar su belleza morena, su intensa masculinidad. Cuando López le bajó el calzoncillo, que hedía a todo lo imaginable, ya la tenía larga y la mantenía dura. A López le excitó producir ese efecto en Ward. Si hubiese conocido los diarios de Tulio Carella hubiera podido poner esas emociones eróticas en palabras: “Yo parecía un hombre creado para encender conchas pero hago arder pijas como antorchas”. Arrodillado y para aliviar su propia erección, López se bajó el pantalón hasta las botas y quedó inmovilizado en el barro

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ensangrentado. Ward que lo seguía apuntando, se aprovechó de eso, lo empujó brutalmente y lo dio vuelta con ayuda del fusil. López levantó las nalgas, anhelante. Quedaron al descubierto su redondez y su blancura. Ward deslizó el cañón del fusil por la raya del culo de López, lo apoyó en su agujero. Cuando Ward tiró también el fusil al barro y cayó sobre el cuerpo de López, lo abrazó; estaban rendidos. Tomándolo por detrás, Ward acarició por debajo de la camisa verde oliva la piel de Juan, se sorprendió de su tersura. Fue entonces cuando se encendió y poseído por un deseo erótico exaltado y precipitado que precisaba rápido alivio comenzó a resollar intensamente en los oídos del argentino y le pidió en perfecto castellano lo que quería. López estaba excitado pero a la vez tenso. Tantas bromas entre muchachones, tanto deseo encubierto, tanta curiosidad por saber qué extraño placer persiguen los maricas hacen que la idea del sexo anal pueda ser mucho más excitante y poética que la práctica en sí. Ward le palpa las nalgas a López y le dice obscenidades al oído, le dice lo que le está haciendo, también le dice que es hermoso. Luego escupe su mano y la refriega en el trasero del argentino, lo sondea con un dedo. El deseo se precipita y saben que no cuentan con mucho tiempo. La primera embestida es brutal. López pega un alarido sordo y siente una rara sensación de dolor y de ganas de defecar. Le pide a gritos a Ward que se la saque. Pero Ward no obedece, lo sostiene con firmeza por los hombros y permanece dentro de él, completamente inmóvil, entrando hasta lo más profundo. De a poco, López se va relajando y en un rato solo quiere que Ward se la meta un poco más. John comienza a moverse en círculos, a menearse más rápido. La cópula adquiere un ritmo armónico y frenético. Se ve bello desde afuera. El culo de Juan convertido en el blanco de tiro de un pelotón de fusilamiento cuyo jefe de operaciones es John. La verga de John entrando deliciosamente unas veces más hasta llegar al goce final. Juan gimiendo sin pudor, hundiendo la cara en el barro. Chabón. Wow men!.

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Cuando terminaron se pusieron de pie, ayudándose mutuamente. John se resbaló y ambos se rieron con ganas, luego se levantaron los pantalones y se acomodaron el uniforme militar. Entonces se volvieron a contemplar mirándose a los ojos, aliviados y felices. Se agradecieron con una mirada sin palabras que explotaba de alegría. López miró por primera y única vez la boca de Ward, los labios escarlatas hechos para besar, cubrió su boca con la suya y entrelazó su lengua con la de él en un beso con olor a sus alientos, a sexo, a chocolate y a cigarrillo. Hubieran sido amigos pero no habían reparado en el tercer hombre que había visto la escena. El primer disparo fue a parar entre los ojos de Juan. La segunda bala atravesó el corazón de John. Como Eduardo II recibieron sendos tiros de gracia en el culo. Al menos los enterraron juntos. El sueño de todos los amantes. La nieve y la corrupción los conocen. La versión oficial fue que cada uno de los dos fue Caín y cada uno, Abel. El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.

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Laura Ramos Esclavo sexual por mandato divino Fue su abuela Rosita, que vivió veinte años en el comedor de su casa con la chata debajo de un sillón modernista, quien le ensenó a admirar el amor al prójimo y la entrega. Cuando era chiquito la abuela, famosa en todo Morón por ejercer la enfermería con vocación de misionera, lo llevaba a dar inyecciones a domicilio y él la esperaba en el auto, sentado junto a su abuelo. Pablo Castoldi, mi amigo arquitecto con figura de dios griego, a veces cree que su fantasía con papá Noel –que Santa Claus lo siente sobre sus rodillas, que le haga un gang bang con Baltasar- está relacionada con las historias helénicas que le contaba su abuelo, un marino bermejo apasionado por la Odisea que levantaba quiniela entre los vecinos de Morón. “Siento que Dios me dio un cuerpo para compartir y para comunicar su gracia. Es hermoso haber crecido en una familia con amor. Siento que cuando entrego mi cuerpo humildemente milito en pos de ese ideal.” Su papá es diácono y hace trabajo social para la Iglesia. “Su entrega a Cáritas es su modo de dar amor al prójimo: lo mismo que trato de hacer yo desde las pistas de baile”. Mayor de seis hermanos, monaguillo ejemplar, a los cuatro años descubrió que el batitubo de su jardín de infantes podía proporcionarle un placer especial. “Allí fue mi primer orgasmo, a los cuatro años, como buen escorpiano. Se me volvió una costumbre secreta”. En primer grado se hizo amigo de un chico mayor muy musculoso al que le pedía que rompiera lápices, y obtenía un goce tan dulce y sensual con cada lápiz destrozado que lo llevaba al éxtasis. “En la escuela se me notaba que era gay, pero yo traté de reprimirlo porque me decían puto, puto, o Pablito Ruiz”, hasta que a los quince, sin poner trabas a su exterior alegre y expansivo, salía a bailar con

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unas plataformas altísimas y unos tops y pantalones oxford que le cosía su mamá. Sus padres educaron a sus seis hijos con una gran libertad y en un clima artístico impregnado de música brasilera en una casa “que era una locura”: un laberinto blanco sin puertas y con ventanas de colores construida por un discípulo de Claudio Caveri. A los ocho años conoció el Hotel Nacional que construyó Oscar Niemeyer en Río de Janeiro. “Fue la estética de mi paraíso: paramos en el piso 28 con vista al Cristo Redentor”. Brasil lo marcó para siempre: apenas llegaron al hotel les dieron la llave de una habitación equivocada, y cuando su mamá abrió la puerta se encontraron con un moreno de talla atlética que reposaba, desnudo, sobre la cama. “¡Era King Kong!” (El único álbum de figuritas que coleccionó luego fue el de King Kong.) Su vocación de artista viene desde que tiene memoria, cuando su madre aceptaba todas sus ideas, como forrar las paredes de su cuarto con unas cortinas anaranjadas desechadas por un restaurante y llenarla de almohadones plateados hechos con los envases de las expendedoras del jarabe para hacer Coca Cola. Le contó a sus padres que era gay un Día de la Madre con toda la familia reunida: abuela, tíos y hermanos. “Me gustaría decirles que el amigo con el que voy al Tigre hace tres años no es mi amigo: es mi novio”. A su abuela, que estaba en silla de ruedas, la sacaron de la mesa; el papá se tapó la cara y los demás empezaron a levantar los platos. Unos días después, los padres lo llamaron a su cuarto para decirle que lo amaban. Fue un momento hermoso. Su primer año en la facultad de Arquitectura, donde vendía a sus compañeros las camisas bordadas que diseñaba, fue brutamente interrumpido por el servicio militar. El día en que fue a presentarse en la Infantería de Marina con destino a Bahía Blanca fueron a despedirlo su mamá y sus tres hermanas, llorando. “Yo era una nena con pelo carré rapado abajo y a los costados, tipo los Red Hot en los 90s”. Le tocaron la colita un par de veces, pero estaba bloqueado sexualmente.

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La conscripción le hizo retroceder ocho casilleros en el despertar de la libertad, además de arruinarle la autoestima. Pablo Castoldi, arquitecto y diseñador finísimo, organizador de fiestas que son arquitectura viva, cree que en nuestra sociedad no están jerarquizadas las profesiones vinculadas al contacto. “El sexo es una necesidad básica, no entiendo cómo no hay acariciadores especializados, por ejemplo, o profesionales jerarquizados. Si es el oficio más antiguo del mundo, ¿por qué no es la industria más grande del mundo?”. Su conflicto con la Arquitectura viene de su idea de la resignificación: “Creo que no hay que construir: más bien aspiro a demoler. Quiero tirar valores institucionales arcaicos”. Las fiestas castoldianas crean momentos efímeros de magia, palacios de cristal que se esfuman para renacer con sus aromas y sus cintas en otras locaciones. Así surgió Cómeme, un sello de música que edita discos en vinilo en Alemania, y también un ciclo de música africana que está organizando en estos días con sus amigos y sus hermanas. Su religiosidad practicante lo conduce en ocasiones a brindarse de modo altruista a los ancianos solitarios que merodean los clubes masculinos o a salvar de la miseria y peligrosidad de las calles de Río, por caso, a un joven taxi boy de infancia desdichada. Los viajes lo impulsaron a buscar por todo el mundo los orígenes étnicos del cuerpo masculino de sus héroes ideales: recorrió Noruega, Alemania y llegó hasta Turquía, donde realizó investigaciones de campo en los saunas del Imperio otomano no tanto en calidad de estudioso como de ferviente mensajero del amor. Amo y esclavo En el sitio donde nació, un poblado chiquito situado cerca de Recife cuyo nombre vamos a mantener en secreto, una vecina le daba galletitas a cambio de que él le mostrara su pene, de un tamaño extraordinario. A los doce años sus amigos lo llamaban para ver cómo hacía pis y él accedía, pero a menudo tenía que

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dejarlos para salir corriendo a hacer encargos para su mamá, que trabajaba como empleada doméstica en casa de unos ancianos ricos. Cierta vez en que preguntó a alguno de sus diez hermanos quién era su papá le dijeron “es el carnicero”, aunque cuando iba a la carnicería el señor que lo atendía ni lo miraba y le cobraba como a cualquier otro cliente. En cuanto aprendió a hacer algunas tareas su mamá lo envió a vivir con sus patrones para que se encargara de los mandados y de los trabajos de jardinería, a cambio de alimento y ropa. La mujer lo tenía muy cortito, pero por su temperamento alegre e infantil él no llegaba del todo a comprender que ellos no eran sus padres y que no sólo no era tratado como un hijo sino más bien como un criado: “como un esclavo”. Los ancianos comían frutas y él las cáscaras; tenía interdictas las salidas a la calle para evitar que ensuciara los pisos de la casa; con el fin de evitar el despilfarro de agua no le era permitido ducharse. Tampoco veía televisión, aunque se deleitaba al robar unos trozos de torta que cortaba tan finitos, para que no lo advirtieran, que parecían un hilo: ¡qué delicia el merengue y el chocolate! A los dieciocho se fue a Río para trabajar como zapatero y panadero, aprendió los oficios pero el dinero apenas le alcanzaba para llegar a la Iglesia evangélica, donde los pastores quedaron cautivados por su voz de tenor y le propusieron integrar el coro lírico de la congregación. Por entonces, aún no había cumplido los diecinueve, se hizo amigo de un chico que tenía una moto, y el día en que se probó el casco, la sola presión del artefacto sobre su boca le produjo tal placer físico que lo llevó a dejar el Evangelio y a dedicarse a su pasión por los cascos por uno o dos años. En algún sentido esta inclinación le recordaba los juegos infantiles con sus hermanos, cuando uno de ellos lo ataba a la cama y otro le colocaba una bolsa en la cabeza, aunque los juegos más frecuentes eran con sus hermanas, que lo trataban como al bebé de la casa y le enseñaban a ordenar y limpiar: “ah, la nenita”, le decían. Se comportó de un modo un poco femenino hasta la juventud, en que descubrió que ser gay no era ser mujer: si le gustaban

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los hombres, sería masculino. Su porte de David, los veintitrés centímetros de los que se vanaglorian no tanto él como sus amantes, dan cuenta de que alcanzó el ideal de masculinidad anhelado. Ignoró la singularidad de su complexión anatómica hasta una tarde, en la oscuridad de un cine de Río, en que decenas de chicos se le tiraron encima para tocarlo. ¡Todos querían tener sexo con él! Los días de semana, cuando terminaba su trabajo como panadero en Carrefour, volvía al cine... ¡Tenía mucho éxito! Una noche, un hombre sentado en una silla de ruedas le dijo “Podrías ganar mucho dinero con tu físico”. ¡Con sólo cobrar veinte reales ya superaba el sueldo de Carrefour! En esos tiempos descubrió unas fiestas que se llamaban “proyecto lujuria” que le exigían una indumentaria no tan excéntrica como cara, pero él se las ingeniaba para improvisar: en vez de mordazas profesionales confeccionaba cintas, hasta que en un cine conoció a un chico que lo llevó a una boutique porno muy sofisticada donde le compró una mordaza… ¡y se la regaló! Fue su tesoro. Al descubrir este mundo fascinante empezó a ir a salones de masajes con tal frenesí que perdió el apetito, y su delgadez lo llevó a contraer neumonía. Sus amigos dejaron de frecuentarlo y por añadidura tuvo que volver a Recife: su mamá había fallecido. Al regresar a Río pensó que era hora de cambiar de vida y adoptar nuevos amigos. Ya no salía sin su mochila cargada con sogas, esposas y máscaras. En una fiesta en San Pablo experimentó ciertas prácticas que lo inquietaron. Una mujer –“me gusta la momificación”, le dijo- , le propuso momificarlo: él dejó que ella envolviera su cuerpo con cintas adhesivas alrededor de un caño y que le colocara dos velas apagadas en las tetillas, pero al rato alguien intentó prenderlas y él se dijo “Acá muero prendido fuego”, para deshacerse de las cintas y huir al cuarto que alquilaba. Siempre tuvo la fantasía de viajar a Alemania, donde le contaron que las personas comunes guardan arsenales de juguetes sexuales en los placares de sus casas. “Me gustaría que

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la gente pueda salir a la calle vestida con pantalón de látex y collar de perrito sin ser vista como alguien raro”. Hace un año, su amigo argentino Pablo Castoldi lo invitó a vivir en Buenos Aires. Accedió de inmediato. Nomás llegar, Juana Molina se presentó en un show atada por sus sogas. ¡Buenos Aires lo comprendía! “No me gusta el calor de Brasil, ni la playa, ni el fútbol. Nunca me gustó el carnaval, que la gente se quede sucia de grasa y de harina, con la pintura corrida”. Adora la pulcritud y el orden desde su infancia, cuando se encerraba para asear y decorar su casa. En la mansión de los ancianos hacía ornamentaciones y arreglos florales con detalles elegantes de frutas, unas esculturas llenas de gracia que nadie sabía apreciar. “Esclavo sexual por mandato divino” fue publicada, con algunas modificaciones, el 3 de noviembre de 2013 en la columna Cuadernos privados, del diario Clarín. “Amo y esclavo” fue publicada, en otra versión, el 10 de noviembre de 2013 en el diario Clarín.

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Peter Pank El polaquito de Lanús Era 1998 y mi amigo Pablo se había ido de gira teatral por primera vez a Italia. Me dejó su casa en Lanús Oeste para que se la cuide durante el tiempo que durara su viaje, ya que pensaba aprovechar y recorrer otras ciudades europeas. El departamento era una especie de PH en una planta alta, sobre la calle Dr. Melo, y tenía una terraza donde siempre daba el sol con una parrilla y tres macetas con plantas de marihuana. Eran dos ambientes: un comedor muy amplio y luminoso y la habitación con piso de madera y cama matrimonial. Fueron varios meses los que viví ahí, ya que mi amigo decidió quedarse en Europa y ocupé la casa hasta el final del contrato. Los vecinos de abajo escuchaban “Los 40 Principales” todo el día y sin quererlo ni desearlo, fui enterándome de cómo el tema “Laura no está” de Nek iba escalando posiciones. La canción me hacía pensar en Diego, mi ex novio, y me daba ganas de llorar. “Laura se fue, no dijo adiós dejando rota mi pasión. Laura quizá ya me olvidó y otro rozó su corazón”. Yo trabajaba de noche como drag queen en una disco del centro y solía volver de mañana con los restos de maquillaje corrido en la cara y un bolso enorme lleno de vestuario. Por lo general llegaba algo borracho y triste recordando el amor perdido. Pensaba que unos meses atrás, me hubiese bajado en Gerli e ido a dormir a su casa, juntos y abrazados. Una de esas mañanas de domingo bajé del 37 en Yrigoyen y caminé dos cuadras por Quintana hasta el departamento. En la esquina de Iberlucea estaban dos muchachos en actitud sospechosa. Yo pensé que me querían robar, pero en cambio uno de ellos me chistó y me empezó a seguir. Era muy rubio, con el pelo corto casi blanco y los ojos celestes, claritos como esa mañana.

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Cuando me preguntó mi nombre no supe qué decir y, al recordar la canción del momento, le contesté: “Laura”. Como respuesta me besó contra el portero eléctrico de un edificio y salimos corriendo al oír la voz adormecida que preguntaba “¿quién es?”. En un arranque de inconsciencia lo llevé a la casa. Su belleza me había vuelto confiado y vulnerable. Su cuerpo desnudo parecía un Miguel Ángel, como los de las postales que recibía desde los museos que visitaba mi amigo en su viaje. “Y si te como a besos, tal vez la noche sea más corta, no lo sé. Yo solo no me basto, quédate y lléname su espacio, quédate, quédate”. Después de la cuarta vez que lo hicimos en la misma mañana, seguíamos besándonos y me contó su historia. Le decían “El Polaco”, tenía 19 años y una hija de 3 a la que no veía. Vivía cerca de la estación con su familia adoptiva. Había estado preso por robo en un reformatorio de menores. Ahí había descubierto el placer entre muchachos. Todavía seguía robando, pero me dijo que yo no tenía que tenerle miedo porque era su novia. Empezó a venir casi todos los días a las horas menos pensadas. El sexo era cada vez mejor y empezamos a fumarnos las plantas de las macetas. A veces traía cosas para que le guardara, como zapatillas o camperas, y otras me regalaba cajas con mercadería o CDs. “Si me enredo en tu cuerpo sabrás que sólo Laura es dueña de mi amor. No encontraré en tu abrazo el sabor de los besos que Laura me robó” Una noche me dijo que iba a presentarme a sus amigos, que me ponga linda y que lo vaya a buscar a la vuelta. Me maquillé y vestí como para un show. Él estaba con un grupo, sentado en la parte más oscura de la vereda, tomando birra y fumando faso. Se acercó y me besó en la boca delante de todos. Las chicas me dijeron que era muy linda y los varones me trataron con respeto. Yo era Laura, la novia del Polaco, y ya formaba

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parte de ellos: los pibes de Iberlucea. “Puede ser difícil para ti pero no puedo olvidarla. Creo que es lógico, por más que yo intente escaparme ella está. Unas horas jugaré a quererte pero cuando vuelva a amanecer me perderás para siempre.” El Polaco desapareció de un día para otro. Un par de noches después de la última vez que dormimos juntos, me maquillé y fui hasta la esquina. La barra de Iberlucea me contó que lo había agarrado otra vez la cana. Dos de sus amigos se empezaron a poner mimosos conmigo, disputándome ahora que él ya no estaba más, pero yo no volví a pasar por esa esquina. Al poco tiempo el contrato venció y me fui de Lanús. Casi 10 años después, por un azar del destino, terminé varado una tarde en Lanús y fui a un kiosco a comprar cualquier cosa para cambiar monedas. Me atendió “El Polaco”. Estaba hecho un hombre y yo también. No reconoció en mí a Laura y yo no dije nada. No pregunté nada. Compré un alfajor, pagué y me fui. “Y yo sólo sé decir su nombre, no recuerdo ni siquiera el mío. ¿Quién me abrigará este frío?”

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Mariano Blatt Todo* Hola, Ignacio, ¿vos te acordás? Fue en segundo grado, volviendo del último recreo. Estábamos de remera, o de chomba, no sé. Lo que quiero decir es que hacía calor, no teníamos buzo. Seguro que era octubre o noviembre. El maestro se llamaba Osvaldo, creo. Era uno alto, re bueno. Una vez, en tercer grado, o en primero, no sé, yo me lastimé el dedo y me acompañó a la clínica. La enfermera me preguntó el nombre y como yo hablaba medio bajito, entendió Mariana en vez de Mariano y puso eso en la ficha. Yo no la corregí, me daba vergüenza. Aparte, como usaba el pelo largo, se podía confundir tranquilamente. Y bue, Osvaldo se dio cuenta de todo pero no dijo nada. Un copado. ¿Pero vos te acordás del día que te estoy diciendo? Subimos del recreo, entramos al aula, Osvaldo todavía no había llegado. Hay una parte que no me la acuerdo bien. O sea: ¿cómo fue que terminamos tirados en el piso? ¿Vos estabas arriba mío o yo arriba tuyo? ¿Vos te acordás? Lo que me acuerdo es que estábamos ahí tirados, uno arriba del otro, y algunos chicos alrededor. Seguro estaban Martín, Pablo, Natalia, Maia, ¿te acordás de Maia? Victoria, Tomás. Qué sé yo, todos. Y empezaron a cantar “piquito, piquito, piquito”. Nosotros dos éramos mejores amigos, de eso seguro te acordás. Bah, ya sé que te acordás, porque el otro día te agregué a Facebook y te pregunté si te acordabas de cuando éramos mejores amigos y me contestaste que sí, que te acordabas de cuando venías a casa y jugábamos en la

**Este texto fue publicado en el suplemento Soy de Página 12

el 30/10/2009

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compu a un jueguito de los Juegos Olímpicos. La cosa es que estábamos ahí tirados y todos los chicos diciendo “piquito, piquito”, qué sé yo. Y vos me diste el beso, admití. Vos estabas arriba, ahora me acuerdo. Y me diste un beso en la boca, pero se re notaba que para vos no significaba tanto. Me diste un beso, te levantaste, re tranquilo, justo entró Osvaldo, que vio todo y nos mandó afuera del aula. Vos estabas re tranquilo. Siempre estabas re tranquilo. Obvio, los chicos lindos siempre están tranquilos. Para mí ese beso fue todo. Y estar castigado con vos afuera del aula por habernos dado un beso fue todo. ¿Te acordás? Nada, quería contarte que el otro día me invitaron del diario para que contara el día en que me di cuenta de que era gay. Fue con tu beso. Gracias. Y nada, capaz algún día volvemos a ser mejores amigos, nunca se sabe. Con o sin besos, a mí me da igual.

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Mariana Enriquez Hombres objeto El tabaco quemado de las colillas sobre el papel de armar, después un cilindro deforme y el humo con gusto a rechazo, áspero y antiguo. Se lo fumó en el piso con las piernas todavía abiertas y los dedos húmedos y viscosos, como cubiertos de flema, a esto llaman una eyaculación femenina pensó, y se la había provocado sola, pero con la ayuda de Marco. Volvió a recordarlo con los pantalones bajos en la semi oscuridad del túnel, un hombre de pecho peludo haciéndolo gritar y la boca de Marco un círculo perfecto, tan carnosos los labios que los dientes resultaban invisibles –de lo contrario los hubiera visto brillar, siempre se veía lo blanco radiante bajo las luces negras--. Tuvo que salir de ese tufo a semen y sudor y el golpe agrio del olor a mierda pero no porque se sintiera sofocada; porque con la mano entre las piernas, tocándose raspándose hasta el dolor tuvo ganas de matar al velludo para descartar el cuerpo vulgar de ese hombre grandote y después asesinar también a Marco y sentarse sobre su cadáver y recibir los restos de su erección; y también tuvo ganas de golpear a Marco hasta desfigurarlo y romper su belleza, ver los huesos blancos de la cadera atravesando la piel, desnudos para ella por fin, abrir con las uñas el vientre flaco y hundir la cabeza en los intestinos y, como había leído en algún lado, gozar con las tripas entre los dedos como un pirata con los doblones de oro de un cofre recién encontrado. **** Durante años había sido sólo placer. Una monótona y trabajosa búsqueda de cada nuevo objeto, de cada nueva pareja sagrada; lo que en sus noches más voraces había llamado el doble falo mágico. Y los cambios habían sido sencillos,

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indoloros: de la belleza impertinente de los efebos del porno gay de Europa del Este en la primera mitad de los noventa, esas pijas enormes y rosadas bajo un torso sin asomo de vello, hasta los hombres reales que contrataba por temporadas, a veces sólo por una noche, que a cambio de dinero y cocaína se montaban, se lamían, se besaban en su propia cama, mientras ella observaba desnuda en el piso, a veces sin siquiera tocarse, esos hombres que a veces incluso la invitaban a unírseles y aunque en la cama seguía siendo testigo, alguna vez la habían hecho gritar recorriéndole el ano con la lengua –como si se tratara de un anillo de poder, venerado--, o le habían explicado con una seriedad enternecedora por qué un hombre jamás tenía arcadas, por qué la laringe masculina se dilataba con mayor facilidad, un mito que ella no estaba dispuesta a cuestionar. Había deseado tanto saber cómo se sentía no tener esa herida entre las piernas, cómo se sentiría ese vacío ocupado por una carne trémula y enclenque que se llenaba de sangre y fuerza ante el deseo, pero no se lo habían podido explicar, o a lo mejor se guardaban el secreto. Nunca se enamoraba de ellos. Eran como las páginas satinadas de una revista que se lee rápido y se devuelve a la pila en la peluquería o en la sala de espera del dentista. Tampoco se prendaba de los actores. Siempre terminaba borrando del disco duro las fotos de la superestrella del porno checo Johann Paulik, que hibernaban en cds sin catalogar en algún cajón. Las películas de impronta soviética que tardaba semanas en conseguir, con enormes hombres aceitados golpeando yunques, terminaban olvidadas y ella pasaba a coleccionar las imágenes de Brent Corrigan, norteamericano, ojos marrones, barebacker, supuestamente menor de edad en las primeras películas, un demonio herido, un chico perdido de sonrisa falsa. Cuando, bien pronto, Brent pasaba al olvido, aparecían las “bestias”, enormes, intimidantes, casi terribles, hombres que podían matarse con la sola fuerza de sus manos si querían, Ales Hanak y su pene de veintiún centímetros, Pavel Novotny y su brutalidad eslava, y mejor los dos juntos, en un encuentro que parecía una pelea hasta

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la muerte, ella sentía cada embestida como una patada en el pecho que la dejaba sin aire, sin habla. También inventaba sufrimientos, de pequeños amores desesperados por esos chicos tan difíciles de encontrar, porque los perdía entre los alias y los cambios físicos; o padecía sin verdadero dolor las noticias de las vidas sórdidas de las estrellas del porno gay, siempre a punto de morir, o ya muertos, siempre prontos a retirarse, o desaparecer, o reinventarse, que solía equivaler a una desaparición. Nunca había vuelto a ver a Steve Getsuoff, por ejemplo, que con su pequeño papel en “Give me a hard time” la había mirado desde la pantalla con ojos demasiado serios mientras se lo violaba un marinero. Y durante meses había llorado tardíamente la muerte de Scott O’Hara, leyenda de San Francisco, con su proeza del auto fellatio y sus diarios publicados póstumamente, sus palabras de una inteligencia feroz. Y hasta alguna vez se había horrorizado, como con los gemelos Bartok, hermanos de sangre que tenían sexo entre ellos, y resultaban un espejo perverso. No quería saber si había truco: los prefería a los menos célebres Daniel y Jean Lautrec, húngaros gemelos, ambos actores, pero no incestuosos. Todos pasaban por las pantallas de la televisión y la computadora y apenas dejaban breves furores, como los amantes de carne y hueso nocturnos, delicias y temblores pasajeros. Hasta que apareció Marco. Un amigo le había advertido alguna vez acerca del peligro. Un amigo que no le creía la levedad, ni confiaba en ese sexo observado donde ella apenas ponía el cuerpo. No le creía aunque ella insistiera en que ése era su deseo, y que estaba satisfecha porque sabía que no era una mujer normal y lo aceptaba y enhorabuena porque conocía su goce. Pavadas, decía su amigo. Cobardía, frivolidad. Pavadas hasta que te

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enamores o te des cuenta por fin que querés un macho pero te da miedo. En algo había tenido razón, pavadas hasta que llegó Marco. Era un descubrimiento de Luciano. “Te lo traje para vos”, le dijo al oído. (Su aliento olía a vainilla. Alguna vez, antes de la barriga de cerveza y la caída del pelo, había sido un hombre atractivo.) La hizo pasar a su living, donde los fines de semana por la noche reunía una corte variada en la que, sin embargo, prevalecían las mariquitas que ella despreciaba, como todo puto snob. (“Un puto atrapado en un cuerpo de mujer”, así solía presentarla Luciano). Lo primero que vio fue la espalda ancha y los hombros delgados, el jean un poco grande, la sencilla remera negra. Pero cuando se dio vuelta, serio, y avanzó hasta la mesa para servirse vino, ella se sintió perdida. A ese chico el cinturón parecía clavársele en los huesos de la cadera. Llevaba el pelo oscuro despeinado, tenía los ojos azules y opacos. Había visto chicos así antes, en vivo, en fotos, en pantallas. Pero ninguno la había impresionado tanto. Durante un tiempo, ella había jugado a Frankenstein armando sus propias criaturas. Recortar y pegar, este torso con aquellas piernas, ciertos ojos y aquel pelo, esta pija y determinadas caderas. Había construido muchos en busca del que sería la cima, el ideal fuera de este mundo, el que a veces veía en la duermevela y no podía atrapar, no podía reproducir porque no sabía dibujar, pero en sueños existía y de pronto estaba ahí parado con un vaso de vino en la mano, un regalo, una ofrenda. Tuvo miedo y no pudo hablarle hasta bien entrada la noche cuando compartió un último cigarrillo y le sacó un número de teléfono mediante una mentira, y después Marco se fue y ella caminó hasta su casa apretando el papel con el número de teléfono entre las manos. Y ni siquiera lo había visto desnudo.

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Marco decía que no. Por teléfono se lo escuchaba aburrido, y vagamente sorprendido. Ella explicó su fetiche. Él respondió qué loco, pero no gracias. Una noche nada más, a lo mejor te gusta. Venís a casa con tu amante, yo nada más miro, la vamos a pasar bien. No me interesa, gracias. Cómo que no te interesa la concha de tu madre pensó ella, pero insistió, con voz sensual (qué estúpida, seducir con ronroneos ¡a un puto!). No, en serio. ¿No te da morbo? Risita, y una tos, y un para nada. Y entonces Marco dijo que tenía algo que hacer y cortó. Le cortó. No tardó mucho en encontrarlo. Ella conocía todos los boliches, todos los cines, todos los puntos de encuentro, los antros, las casas, los after hours. Había pasado noches enteras en los cines porno, deambulando entre hombres desnudos y borrachos que por lo general la miraban con cierta curiosidad y no la molestaban; trataba de no invitar nunca a su casa a los trasnochados, por precaución –era más fácil y seguro moverse con contactos de conocidos—pero jamás la habían violentado, salvo por algún insulto menor. Pagaba la entrada en compañía de un amigo, que después se perdía entre los cuerpos, y ella se acercaba a los hombres cogiendo, y cuando se lo permitían miraba de cerca los culos tensos, algunas nalgas cruzadas por marcas rojizas, restos de sesiones de latigazos; tocaba fugazmente las pijas húmedas y semi erectas, y se maravillaba cuando otro se la llevaba a la boca al azar, sin pedir permiso; escuchaba los sonidos bestiales a veces, otras los gimoteos, incluso se sentaba en charcos de semen y dejaba que se le humedecieran los pantalones. Siempre la película en la pantalla, que nadie miraba, y a veces algún hombre de pie en un rincón, compañero de observación. Claro, no se le permitía entrar en ciertos lugares, pero tenía amigos que le hablaban de laberintos a oscuras donde ni siquiera se veía el cuerpo del otro, era apenas un manotazo en la tiniebla, se moría por ver eso, ya encontraría la forma. Encontró a Marco en un cine. Un hombre arrodillado le chupaba la pija y Marco se mordía los labios. Casi se lo chocó, tan oscura estaba la sala. No dejó que la viera. Alguien le dijo,

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en voz bien alta, “qué hacés acá, concha”, pero lo ignoró. Eso era normal. Tenía que quedarse en silencio, pasar desapercibida para no molestar, pero no podía callarse cuando veía a Marco hundiendo la boca del hombre sobre su pelvis para que la pija le bajara por la garganta. Por primera vez le veía el cuerpo, lánguido pero fuerte. Los huesos de la cadera filosos. Lo siguió a la salida. Marco apenas se acomodó el pelo en la calle. El placer recibido se le notaba al caminar. Bajó con él al subte y corrió para no perderlo en la escalera mecánica. Pero no pudo encontrarlo en la calle. Mensajes en el contestador, que Marco nunca contestó. Luciano le consiguió su email, y ella recibió una respuesta, elegante. Me halaga tu interés, pero no soy de ese palo, gracias. Qué le costaba, qué le costaba. Ella sólo quería algunas de sus noches, de sus tardes, el momento que él prefiriera. Tenía preparadas sábanas especiales, whisky caro, música; pero también podía citarlo en otro lugar que no fuera su casa, cualquier lugar, siempre y cuando Marco lo hiciera para ella, mirándola a los ojos. Averiguó su dirección. Le mandó cartas por correo común. Una noche lo siguió hasta el boliche, lo vio bailar, lo vio besar, lo vio meterse en el túnel y fue tras él, y él la miró con cierto desprecio, y ella salió corriendo, a llorar al baño, ya no le importaban todos los otros hombres que se amontonaban en el túnel, ya no funcionaban las películas ni las fotos ni los antiguos amantes delivery. Le pidió fotos, nunca recibió respuesta, Luciano le consiguió una y ella la imprimió en varios formatos, para la billetera, para la mesa de luz, para el portarretratos del living, para fondo de pantalla de la computadora. En la puerta de un cine discutió con el que cuidaba la entrada, porque le prohibió pasar, es para hombres, pero Marco está adentro, pensaba ella, y tanto gritó que el tipo la llevó a empujones hasta la esquina, y no te quiero ver más acá, loca de mierda. Esperó ahí, en la esquina, confiada en que Marco pasara, y cuando lo vio lo agarró del brazo y pidió por favor, que nunca le había pasado algo así, que era amor, tenía que ser amor, que

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por primera vez sentía algo, que podían tener algo, extraño, sí, muy loco, pero que era posible, y Marco se la sacó de encima y no le importaron sus lágrimas, y le dijo dejame en paz y otra vez escuchó loca de mierda, estás loca, concha loca, no me sigas más porque te hago cagar a palos. Te quiero dijo ella, te quiero y te voy a matar. Marco siguió caminando, y ella decidió no seguirlo. Pero sólo por esa vez.

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Guilherme Zarvos Transbordos 1. Un lechazo en la cara y después me apagué. A la mañana, aparte de la acidez, el desorden de las latas de cerveza, colillas de cigarros, maníes aplastados, un desastre total. ¿Pero cómo fue la noche de anoche? Me desperté con dolor en el cuerpo. Dolor de quien durmió en una posición incómoda. Iba recordando que había compartido el colchón de una plaza, que está en el piso de la sala, con otro. ¿Pero quién era? Me pasé la mano por las pestañas y el flequillo, y ambos estaban pegajosos. Resto de leche. ¡Qué mierda! La aprehensión continuaba. Me dio la neura y fui hacia mi pantalón. Lo sacudí. Nada. Ni billetera, ni una moneda. ¡Qué hijo de puta ladrón! Me fui acordando con esfuerzo del rostro del canalla. Uno más que traigo a casa: -Guilherme, tú quieres que te roben. Deberías volver a análisis. – ¿Te parece que tengo dinero para análisis, man? -Esa es una excusa, hay varias clínicas públicas. –Es una excusa en serio. No tengo fuerzas para acostarme en el diván y oírme en voz alta. Prefiero las cervezas y andar por Copacabana atrás de taxiboys baratos, o de un chongo solitario? Me gustan los putos tapados. El problema es el cambio de humor repentino y el tipo en un minuto se vuelve hétero y te quiere cagar. –Zarvoleta, hermano, un tipo de estos te puede matar-. Lo peor es que es cierto. Una vez, en un hotel de Copacabana, un pobre miserable amenazó con romperme una silla en la cabeza. Fue al final de la cogida, dijo que era hétero y que yo la había metido un dedo en el culo. Lo extraño es que se fue a dar cuenta recién cuando ya estábamos vestidos. Quedó en la amenaza pero, mirándolo a los ojos, sentí que no me reventó por muy poco. Los héteros son jodidos.

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Oigo golpes en la puerta. Vuelve la aprehensión. Abro. Es el muchachote, sonriendo, con mi billetera en la mano, diciendo que no me quería despertar, que había ido a comprar pan y queso. ¡Eso quisiera yo! No hay ningún muchacho, es don Pedro, mi vecino. Es policía. Por todas las que pasaron en casa ya ni me da vergüenza con él. Soy realmente un bardo (que hace lío). Incluso me siento protegido, ya que puedo gritar en un ataque de boa-noite-cindirella y quién sabe el me ayude: Tome, Guilherme –pone cara de niño bonito- su billetera estaba aquí en el piso, del lado de afuera-. Sí, respiré sintiéndome mejor cuando cerré la puerta y abrí la billetera. El muchacho de cuerpo sabroso y de cara que no me acuerdo bien –igual y no era totalmente del mal, sólo se llevó el dinero y dejó todos los documentos. Pienso en don Pedro. Un tipo bien. Lo peor fue cuando vino a vivir al edificio y sintió el olor a mota y me tocó la puerta. –Tú sabes, soy policía- se presentó. Temblé: -¿A qué te dedicas? –Soy escritor, ¿quieres un libro mío?- me apresuré. –Ah, yo también escribo algunas cosas. Letras de samba y poesía. –Me relajé un poco. Conoces a Diquinho do Tabajara? –Diquinho do Tabajara? Soy escritor– insistí, notando que él estaba queriendo saber de mi vida. – Fíjate que mi hijo tiene una tallercito mecánico debajo de la ladera y allá lo dejan en paz. Mi idea es que donde yo vivo no me meto en la vida de los demás. Tú sabes, todo el mundo tiene familia. Cada uno sabe lo que hace. Mándame un libro que quiero conocer –me dice extendiéndome la mano-. Por un tiempo hasta pensé en mudarme, al igual que siempre pienso en parar de traer muchachos del fin de la noche para dentro de casa. El tiempo pasa y los traumas también. Un día la mujer de don Pedro casi me tiró la puerta abajo: -Socorro, él la está matando-. Entro en la casa y él estaba sobre una cama matrimonial ya semidestruida, encima de la hija, apretándole el cuello frágil. La chica parecía que ya estaba sin aire. Lo agarré con miedo que sobrara para mí: -¡Espere, Don

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Pedro, deje a su hija en paz! - ¡Mi hija no va a ser puta! Yo la mato a esa hija de puta. Una hija mía no va a ser puta. 2. Putas y putos y estar emputecido. Surrealismo. Ese tipo raquítico entrando tímido en mi casa. Bebió algo y creció. Al principio contaba hazañas. Lo que había hecho, lo que había pasado. Ahí la conversación pasó a la vida personal: dificultades, no terminó el secundario, no consigue trabajo, casa de familia en el interior, el padre y la madre mucho más viejos. Me fue dando pena. Podría haberle dado dinero. Sin embargo fue él el que se adelantó: -Me gusta ese calentador. En el cuarto donde vivo no se puede calentar nada. Este tiene el tamaño justo-. Yo no usaba el calentador que me había dado una de mis hermanas. Es de esos calentadores que son más apropiados para hacer camping que para cocinar. Está bien, pensé, le va a servir para calentar un café. Yo no tomo café. No es que yo estuviera en mi más sano juicio. Lejos de eso. No creo que le hubiera dado mi calentador al primer mendigo. Fui envolviendo en una bolsa de plástico grande el calentador pequeño y dándoselo al chico flaquísimo. Pensé que se pondría contento. Su estado empeoró. Fue contando una secuencia de historias tristes hasta que agarró un plato de cerámica de encima de la mesa y lo rompió con la cabeza: -¡Estás loco! ¿Qué pasa? -Es que me voy poniendo nervioso y para no ponerme agresivo prefiero lastimarme-. No habló con rabia ni se había lastimado. Un perfecto número de serie pobre de kung fu. Me dio la paranoia. El flaquito después de esa podía salirme quién sabe con qué: -Toma veinte reales para el taxi. Es tarde. –No, voy a dormir aquí. No quiero irme a casa. –Agarra veinte reales más y duerme en un hotel de Lapa –casi imploré. Esa vez funcionó. Él se quedó más calmo y dijo que se iría. Fui al baño a lavarme la cara. Estaba saturado de la noche. Volví y abrí la puerta: -Nos vemos por ahí-. Cerré la puerta aliviado. Había escapado de una situación siniestra. El flaquito, mientras

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se rompía el plato en la cabeza había puesto una de las caras más tristes que vi en mi vida. Parecía una tristeza de payaso de circo decadente. Volví para el cuarto pensando en la injusticia de este mundo desigual: -¿Qué hora es? ¿Dónde es que puse el reloj? Estoy seguro de que estaba aquí encima de la mesa. El flaquito de cara patética que se fue llevándose envuelto en una bolsa de plástico mi calentador eléctrico pequeño, el dinero del taxi para Lapa, el dinero del hotel de Lapa, no había quedado satisfecho en realidad. Fue el reloj lo que lo calmó. Fue mi reloj lo que le dio coraje. ¿Tendrá 17? ¿Tendrá 18? ¿Tendrá 17? ¿Tendrá 18? ¿Tendrá 17? ¿Tendrá 18? 3. Querido Señor Presidente de los EEUU: Ya que su Excelencia es quien manda en el mundo, me gustaría emitir una contribución para el cambio en la ley de las posibilidades sexuales. 1- Parágrafo único. –En la duda de si el/la compañero/a tiene 17 o 18 años, está permitida, por libre consentimiento de las partes, la relación sexual. EDITORIAL En un mundo de progresos en el orden de la sexualidad, la mayoría de los humanos están ávidos por copular entre los 17 y los 18 años. Se recomienda, por lo tanto, que no se condene a alguien con más de 18 años a ir a prisión porque tuvo relaciones sexuales, sin ningún tipo de cohesión, con alguien de 17 años.

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Susy Shock Frutita Quería comer duraznos, así desperté, golosa y en crisis de ansiedad, “maricamente” una despierta con una idea fija y ahí, ¡zas! empieza el motor del ingenio para cumplir el deseo, ese o cualquier otro, y no importa si fue genial la noche, si el chongo hermoso que aún duerme al otro lado de la cama tenga seco el semen en su ombligo y eso le ponga parados y bien oscuros los pendejos también de su venosa pija, que en otro momento hubiera sido el mejor desayuno para esta laucha de lo sucio en fin de semana, ni que su carita de niñito “fierita” dormido, y su boca semiabierta pida a gritos un buen escupitajo mañanero que lo desafíe a despertarse y a reanudar el oficio pagano que el sueño ha interrumpido, luego de su meada llena de toda la cerveza de la noche y otras manías ilegales para seguir sacándole ruiditos a la cama, para que proteste otra vez la vecina de al lado que siempre cuenta los orgasmos, como una presa que le pone rayitas a los días, para después mirarme en el ascensor con el ceño apretado, envidiándole a esta trava cada verga que me entro y me estallo en el cuerpo, es cuerpo que es como el túnel del amor de todos los modelos de autos que le sepan hacer la esquina y el chamuyo justo, y nada de eso tiene ya estadío de tentación para esta ahora lagartija que ni su nombre ya recuerda, porque ahora lo ve todo durazno y todo jugoso frutal, entonces salgo apresurada y ligera a la calle, calle de una ciudad con olor a caca, caca de los que viven en edificios como botiquines posmodernos y a esta hora de este domingo, deciden salir todos juntos a flotar su identidad ciudadana, llenos de camaritas de seguridad y una apatía galopante, donde cada tres cuadras la crisis asiática nos plantó

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un supermercado chino. Y una avanza esta vez sacada y en inercia sobre uno y sobre otro, sin saludar siquiera, revisando los cajones de la verdulería, dando vueltas como una gata al ovillo de lana, y salir a insultos, revoleándoles las latas de duraznos comprimidas, la guerra contra el falso almíbar, ese crimen de estos días, ese insulto al deseo natural de esta ahora bestia de lo lógico que incendia a cada paso los negocios, y avanza rauda y más bestia hacia el Obelisco, para plantar la bandera de la venganza, de repente vegana y bien frutita.

Cine XXX Veo tu rostro en cada puerto. Digo, puerto, si así se le puede llamar a cada piel de varón en la que me enredo. Ese muelle que me sumerge siempre loba, siempre salvaje en el aliento de lo fugaz, otra vez lo fugaz, siempre lo fugaz. Y eso será así porque no hay reemplazo al reinado de tu olor, al reinado de tu aliento. Faraón mío, dueño de ese hueco, el único hueco que tiene tu nombre porque el resto es de balas y de jauría y de cemento rancio, también, y hasta de insultos. Agujeros en el centro de las medias rellenas que me hacen de tetas en su falluto bulto (dichosas y bien agarradas las loquillas) donde guardo la entrada que me habilita el paso en este cine porno de los santos ortos para bailar la conga de la promiscua sola o la promiscua todas, pero nunca más la promiscua vos, que ya te fuiste, huyendo derechito al recuerdo deforme de la lágrima fofa, esa que nunca mostraré ni aunque me maten, porque la chica es alegre y marcha alondra a la fiesta de los quereres y nunca se la ha visto triste. Tristeza, eso nunca jamás. Que una nació para hacer el ruido del taco y el de la risa y el de la madama jarana, para que todas digan: “¡Qué reina la marica!… ¡Tan gloriosa en su brillo!”… “¡Qué guacha!...

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¡Cómo me hace reír!. Yo sólo vengo para que ella me ilumine. ¡Sí, hasta santa se dice que es!”. “Porque uno viene por verga y ella te presta calma”… “Uno viene por culos y ella te inventa manzanas, que hasta se multiplican”. Porque no sé si será verdad o mentira, pero bajo esta tenue lucecita de la carne pagana todo lo que asoma un poco más el hocico, parece que vuela. Y, tal vez, sea así. Pasadas las horas y pasado el tiempo, lejos de vos, donde el humus del encuentro y las gotitas de alguna caricia te hacen de familia un rato y te marean y, además, siempre los mangos ayudan a ser posible ese sueño enmarañado y casi lindo (para qué nos vamos a engañar) que -como el “push up”- nos mejoran las formas, las horas, la vida… que la calle después, será otra cosa. Y eso es para otra historia, la de ese abrazo tuyo nunca jamás, a donde los pasos se adelantan solos y el ruidito campana de abrir la puerta de la pensión y no encontrarte otra vez es la sonata de la desesperanza que no quiero. Ropa que ya me agota, me harta. Por eso, yo vuelvo. Siempre vuelvo al condicionado elixir de la dicha remota. Ese continuado de follada y follada, ese capítulo de horas lumpen donde mi alma alcantarilla nunca, pero nunca naufraga.

(Textos extraídos de Relatos en Canecalón, Ediciones Nuevos Tiempos, 2011)

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Eduardo Muslip Los Subirana Sylvia y Ariel eran los hijos de los vecinos del segundo piso, los Subirana. Creo que me llevarían unos pocos años, seis o siete, pero para mí eran infinitamente mayores. La madre era una señora delgada, teñida de un rubio casi blanco. Entusiasta, ansiosa, distraída. La ansiedad se le notaba en sus rápidas charlas con los vecinos, que interrumpía siempre por algún deber que la llamaba con urgencia; en las breves conversaciones no conseguía mantener un tema: competían por aparecer el estado del tiempo, alguna noticia del barrio o las actividades de los hijos. En general era agradable, pero cada tanto la poseía la convicción de que venía de una familia aristocrática, y entonces trataba a los demás con desdén. El marido era el administrador del edificio: un contador de anteojos graves, de voz gruesa y lenta, disciplinado y estricto, también un poco pretencioso. Sylvia y Ariel parecían responder a los ideales de los padres: eran jóvenes rubios y soleados, presumidos, iban a escuelas privadas. Sylvia era un año mayor que su hermano; tenía el pelo largo y siempre ondeado, ropa moderna pero a la vez formal, como si estuviera por ir a un cóctel; desde adolescente fue una mujer que estaba por casarse con un hombre de negocios, y siempre pareció un año mayor que cualquier persona de su edad. Ariel era atlético, jugaba al rugby, tenía pelo corto. Ambos caminaban por los pasillos con cierta impaciencia y sin mirar para los costados, como si el conjunto del edificio fuera un suburbio de poca calidad que había que atravesar para llegar a la finca solariega. Cuando tenían más o menos veinte años, ella estudiaba derecho, y consiguió un puesto de secretaria en un importante buffet de abogados; él empezó la carrera de contador, y entró a trabajar

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en el Bank of Boston. Él se vestía con hermosos trajes para ir al banco; el pelo de ella siempre caería con las mismas ondas amplias y cuidadas. La señora Subirana comentaba que Ariel era adorado por su jefe, el gerente de sucursal, quien veía en el joven estudiante casi un hijo; Sylvia era a su vez adorada por el dueño del buffet. El atildamiento de la esposa y el rol de autoridad y solemnidad del marido predisponían a los vecinos a criticarlos, pero no recuerdo que se hablara mucho de ellos hasta que, un verano, Ariel empezó a organizar orgías. Los padres y la hermana se iban de vacaciones y él quedaba solo, para estudiar para los exámenes de marzo; le llevaría muchos años terminar la carrera. La fuente de información sobre las orgías era otra vecina, Leticia, una señora que vivía en un departamento abajo de los Subirana. Leticia hablaba muy desganadamente de sus propios hijos y marido, como si la aburrieran. A Leticia le gustaba hablar de los Subirana. La señora Subirana, decía Leticia, no sabía organizar la vida familiar. Nunca vi un indicio de las capacidades de organización de Leticia, en realidad nunca la vi hacer nada, pero se aceptaba que esas capacidades existían. Yo nunca me enteraba de las orgías en el momento en que sucedían; me llegaban los datos por las conversaciones entre mi madre y Leticia. A las orgías de Ariel iban muchos hombres y mujeres. Se escuchaba el sonido del timbre, y atendían; como nunca funcionó muy bien el portero eléctrico, Ariel debía casi gritar; Leticia escuchaba el sonido continuo del timbre, el zumbido del portero eléctrico al abrir, los gritos de Ariel. Y escuchaba, todo el tiempo, los pasos en el piso de arriba, los correteos rápidos e indisimulados, como de ratas gordas, tan bien alimentadas que no necesitan ocuparse, como las ratas normales, de buscar afanosamente comida, y dedican todo su tiempo y energía a darle rienda suelta a su poderoso impulso sexual. Eran ratas que ya habían perdido en su información genética el miedo a la persecución, y que en el correteo hacían más ruido que el que habrían hecho sus antepasadas,

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más ruido incluso que el que sería previsible por el tamaño de sus cuerpos. Proferían fuertes chillidos que también eran señal de que no tenían ningún miedo a ser percibidas. La imagen de las ratas, en los relatos sobre Ariel, aparecía con frecuencia, posiblemente por la asociación natural entre ratas, multiplicidad, descontrol, promiscuidad. Aparecía también la imagen de los chanchos. Se revuelcan como chanchos. A veces se hablaba de perros. Se revuelcan como perros. Mi profesora de historia del primer año del secundario, que era muy crítica con la conquista española y que no quería a los perros, decía por entonces que entre los desastres que los españoles habían provocado en América estaba la introducción de las ratas, los chanchos y los perros: ratas y chanchos atacaban y desplazaban a las especies locales; a los perros los trajeron para atacar a los indios. Además, son especies que se reproducen mucho. El ser humano es un predador que se auxilia de otros predadores. Ariel y los demás se revolcaban como ratas, chanchos o perros. El ser humano es un predador y un ser que se revuelca. En la casa de los Subirana había un gato pequeño, que pertenece a una especie predadora y que se revuelca, pero que, castrado, apenas atacaría alguna polilla o un ovillo de lana, y no se revuelca, apenas acaricia, roza, ronronea. Si ese gato hablara, decía Leticia, que no quería a los gatos, y menos a ése en particular: le irritaba la estupidez de un ser vivo que tiene acceso a tanta información y que es incapaz de retransmitirla. Leticia tenía una voz alta y aguda y rasgos pequeños, de rata madura. En los momentos en que daba detalles, sobre todo en que repetía las cosas que escuchaba, bajaba la voz y la aceleraba, pero seguía siendo perfectamente audible: su ritmo de habla se correspondía bien con su aspecto y con el ruido de correteo. “Ahora el cura se garcha a la monja”, “todos a pelar”, “ahora ensarta el campeón”, “a mover esa tararira”. Un grupo de frases tomaba la forma de directivas, de entusiastas consignas a ser seguidas de inmediato, tal vez a cumplirse ya mientras eran proferidas. Era un poco como los juegos de chicos, en que algunos van explicando lo que hacen,

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pero con más énfasis. Otro grupo de frases lo integraban exclamaciones de entusiasmo o admirativas, admiración por lo que se mostraba o se hacía. “¡Qué buen caño!” “Sí, sí, ¡qué hijo de puta!” “¡Ese culo, por Dios!” Los gritos que reproducía Leticia al bajar la voz provenían más de los hombres que de las mujeres. Ellas gritaban pero no articulaban frases completas; por lo menos Leticia no las informaba, porque no llegaba a escucharlas, o por desinterés hacia las mujeres. Las voces de las orgías eran como las que generaban las reuniones para ver por televisión los partidos de fútbol importantes, con hombres y mujeres; todos gritaban cada tanto, pero los hombres gritaban más fuerte y legítimamente. Cuando había partidos así en mi casa, yo me iba a otro cuarto, vacío porque todos se concentraban frente al televisor del living, y me llegaban las ovaciones, las exclamaciones de alegría, las incitaciones a la acción: las expresiones claras de los hombres. Y también los gritos más ocasionales de las mujeres, que a veces sonaban con un entusiasmo no del todo creíble. Las voces de la orgía se escuchaban cada tanto, pero lo más constante, para Leticia, era el ruido de los pasos por todo el departamento. El departamento de los Subirana estaba arriba del de Leticia; el de Leticia, arriba del nuestro: los tres tenían exactamente la misma distribución, con cuartos bien definidos, sólidas paredes internas, gruesas puertas de madera, pero la orgía implicaba una violación de esas fronteras: se andaba y se tenía sexo por toda la casa. Eso generaba comentarios de mi madre acerca de la vida sexual en las villas, en las que pasa de todo, sin respeto de separaciones internas, cualquiera puede estar con cualquiera. Las referencias a la vida sexual y los hábitos de las villas era un tema frecuente, pero, en las conversaciones con las vecinas, se imponía el tema de los Subirana. Los invitados tocaban el timbre, escuchaban el fuerte zumbido que destrababa la puerta, entraban, subían. Gracias al portero eléctrico, no era necesario que alguien bajara a abrir, así que sin duda, en el departamento, todos permanecerían desnudos. Los invitados debían subir por escalera los dos

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pisos hasta el de los Subirana: Leticia, desde la mirilla de su puerta, tenía una vista privilegiada del tránsito de los invitados. Iban llegando primero los hombres, después las mujeres. Los hombres eran jóvenes, excepto uno, muy corpulento y de mediana edad, que llegaba siempre un poco tarde, con paso aplomado: el jefe del banco, que adoraba a Ariel. Ese hombre era recibido con una aclamación, una ovación, que se escuchaba con plenitud en los segundos en que la puerta de los Subirana se abría para que él entrara. La señora Subirana, en sus fugaces pero intensas conversaciones, cada tanto comentaba detalles de la relación entre jefe y empleado: el gerente de sucursal tomaba muy en cuenta a Ariel, lo prepara para que sea el próximo gerente; si Ariel se demora en sus estudios de contador es porque concentra su energía en el trabajo en la sucursal, es eficiente y organizado, en eso sale a su padre. Leticia o mi madre escuchaban y después, ya sin la señora Subirana delante, estimaban que era posible que el jefe le hubiera encargado a Ariel que armara la orgía. Era organizado, sin duda: las orgías empezaban con puntualidad dos veces por semana. Las más difíciles de organizar eran las mujeres, llegaban tarde, algunas faltarían sin aviso. Igual no esperaban a estar todos y todas para empezar: el grito de todos a pelar o algunas de las otras exclamaciones se escuchaban antes, y se las arreglaban entre ellos. Era posible, incluso, que la organización de la orgía previera que las mujeres llegaran un poco más tarde, así ellos iban entrando en calor, tomaban bebidas alcohólicas, e iban pelando. Si el gato hablara, repetía cada tanto Leticia. Yo quería un gato, pero mis padres nunca quisieron tener animales. Creo que en esa época mi inclinación natural era más estar con el gato que con los asistentes a la orgía. O, incluso, habría querido ser más el gato mismo: tal vez me acercara a algunos de los asistentes mientras descansaba; querría ser el gato que un hombre desnudo, en un sillón, sube a su regazo y acaricia en una pausa de su participación en la orgía. Yo nunca maltraté ni desplacé a ningún animal; yo no era un predador, ni me revolcaba. No sé

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qué pensaba yo de mí, pero era claro que mi mamá y las otras mujeres habrían estado de acuerdo que yo no era un predador ni que me revolcaba. Tal vez por eso hablaran delante de mí con tanta libertad. El departamento de mis padres tenía un pequeño patio; las ventanas de los Subirana daban a ese patio. Cada tanto, aparecían allí muy menores restos de la orgía, que Leticia y mi madre analizaban: un paquete estrujado de Parliament; colillas, algunas con lápiz de labios y otras no. Algunos cigarrillos habían sido arrojados apenas encendidos. Una vez vimos un preservativo. No usado, sino en su envoltorio, cerrado. Un corcho. Los vecinos del edificio eran respetuosos, nunca arrojaban cosas por las ventanas. Éstos tiran las cosas y piensan que van a desaparecer en el aire, recuerdo que dijo mi mamá. Lo dijo como diciendo qué disparate, o qué desgraciados, pero la idea me sonó natural: supongo que a la mayoría de la gente que arroja cosas por las ventanas la mueve la fantasía de que esas cosas van a volatilizarse. La gente que arroja personas por las ventanas también debe sentir eso, no debe tener tan presente el momento en que los arrojados se estrellan contra el piso. Mi madre finalmente agarraba una escoba y barría con los escasos restos de la orgía. ¿Fantasearían Leticia o mi madre con participar de la orgía? Por lo menos, era claro que Leticia fantaseaba con el jefe de Ariel; tal vez mi madre también. Lo seguro era que Leticia habría podido ser una buena madama. Sabría organizar bien un burdel, o sería una organizadora de eventos que podía sumar las orgías como una de las especialidades. Sería estricta con las chicas para que no llegaran tarde, prevendría o propondría juegos previos entre hombres, regularía el alcohol; los asistentes se sentirían cómodos, relajados, estimulados. Ella también obtendría placer al ver los buenos resultados de su organización, y al final ella misma tendría sexo con alguno de los asistentes, probablemente, sí, el jefe de Ariel. La frase sobre el buen caño aludía, decía Leticia con convicción, al jefe de Ariel; se escuchaba eso minutos después de su festejado

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ingreso al departamento: “llega ese tipo y empiezan con eso del caño”. Un día, Leticia tuvo que hacer un trámite en la sucursal del Bank of Boston en que trabajaban Ariel y su jefe. La puerta de un despacho se abrió y dejó ver a un hombre corpulento que despedía con un apretón de manos a una clienta: era él. Descubro que a mí también me gustaba el jefe de Ariel, yo tenía un punto de contacto con Leticia. Aunque creo que yo no podría haber sido un buen organizador. Mi madre tampoco. Mi madre, en todo caso, podría haber sido una ayudante de Leticia en el burdel. Con los años, Ariel se casó y se fue del departamento; Sylvia también se casó, con un amigo de su jefe, Tom. Tom era todavía más alto que cualquier Subirana. Fue el hombre más alto y pelirrojo que yo hubiera visto nunca. Y el más peludo: los brazos, el pecho y las piernas, hasta donde dejaba ver la ropa de verano, estaban cubiertos de pelo rojizo. La cara no tenía pelo, y había en ella algo huidizo, como si buscara ocultarse, como si, por la falta de pelo, estuviera demasiado expuesta a las inclemencias del tiempo y a la mirada de los otros. Tuvieron dos hijas gemelas. Un tiempo, Sylvia y Tom sufrieron problemas económicos, y vivieron, con sus pequeñas gemelas, en la casa de los Subirana. La señora Subirana nos subrayó que se trataba de algo transitorio: por suerte Tom se está acostumbrando a la zona, él es agradable y todo el mundo lo adora. Para Sylvia, los meses en que debió volver a la casa de su madre fueron difíciles: se la veía tensa, y le disgustaba cruzarse en los pasillos con Leticia, con mi mamá y con los demás vecinos. Sylvia era hermosa, pero la belleza parecía siempre más una propiedad de los modelos que seguía que algo irradiado por ella misma. Su madre le confesó a la mía que estaba acomplejada por sus pechos muy pequeños, y Tom no había querido que se operara. Las gemelas eran hermosas, también. Haber sido madre de gemelas pareció una de las consecuencias de su firme voluntad de copia. Leticia hablaba de lo caótica que debía ser la vida en el

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departamento de los Subirana, todos ahí apretujados, pero, apenas un par de semanas después de que Sylvia, Tom y sus gemelas consiguieran irse, el tema central fue la relación entre Tom y un travesti vecino. En esos años empezó a haber travestis por la calle Sáenz Peña, a tres o cuatro cuadras de nuestro edificio. Estaban muy cerca pero yo tuve sólo una visión clara: una noche que caminé por allí, vi un travesti que se puso delante de un auto detenido por el semáforo y se abrió un vestido; los faros del automóvil iluminaron a pleno el cuerpo desnudo, tetas enormes, mucha superficie de piel, una tanguita negra y ondulante. Los faros hundían en la oscuridad todo lo demás y transmitían su potencia al cuerpo iluminado. Leticia comentó que un travesti se había acercado hasta nuestro edificio, y había preguntado por Tom. Lo imaginé como el que vi en la calle Sáenz Peña. El travesti no sabía en qué piso vivía Tom, así que tocó muchos timbres. Nadie le hizo caso, excepto Leticia, que, como no se escuchaba bien por el portero eléctrico, bajó a hablarle. En realidad, él no nombró a Tom: Mariana –es el nombre con el que se presentó– le contó a Leticia que semanas atrás había visto a un querido y huidizo cliente entrar a nuestro edificio, y después de un tiempo de extrañarlo y de mucha vacilación, decidió ubicarlo, y vino y tocó los timbres. La rojiza descripción no dio lugar a dudas: buscaba a Tom; Mariana se entristeció mucho cuando se enteró de que ya se había mudado. Leticia hizo pasar a Mariana a su departamento; le comentó a mi madre que no podía dejar que fuera así, Mariana se sentía muy mal. Muy débil. Pensé que los travestis debían tener más energía de noche que de día. Leticia nos daba información sobre Tom mucho más precisa y directa que la que nunca habíamos tenido sobre Ariel. La voz se hacía rápida y el volumen bajaba y se aceleraba más en ciertas partes: más que la pija, le interesan los huevos, llegué a escuchar. Le gusta hundir la cara. No sé en qué parte del cuerpo de Mariana le gustaba hundir la cara a Tom. Tal vez en los huevos. La piel inglesa de la cara de Tom –eso ya lo sabíamos por la señora Subirana– era un problema: el aire frío le hacía mal,

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tenía alergias en primavera, y el sol del verano ni qué hablar, era una tortura. Recuerdo el triángulo de pelo rojizo de Tom delimitado por la camisa, el pelo también rojizo de los brazos, el de las piernas que dejaban ver las bermudas. Un cuerpo con tanto pelo ofrecería un contacto agradable con la extensa superficie blanca y lampiña de Mariana, según la imagen que me quedó de la piel iluminada por los faros del auto en la calle Sáenz Peña. Tom tiene protegida la piel que anda normalmente cubierta, y tiene tan frágil la piel que va normalmente al aire libre. Si estuviera entre los árabes, en el desierto, se podría proteger la cara también. Se sacaría toda la ropa para estar en una penumbrosa carpa, o para bañarse en el lago de un oasis. O todo cubierto, o todo descubierto; era lo más recomendable para su tipo de piel. Pero, en nuestra cultura, debía andar con la cara siempre descubierta. Era lógico que quisiera hundir la cara en la piel de otro. Era lógico que quisiera hundirla en partes del cuerpo de Mariana. Tom, se sabía, nunca había querido que Sylvia se pusiera tetas, así que tal vez no le gustara hundirla entre las tetas. Pero tal vez le gustara hundirse en Mariana y no en su mujer. A pesar de la insistencia en las tetas, y de que Mariana se hubiera transformado en una simple vecina que charlaba con otra sobre problemas de hombres, las referencias de Leticia subrayaban aspectos de su masculinidad; creo que eso ayudó a que para mí un travesti fuera la exaltación de lo masculino, y me sonó raro cuando empezó a ser común decir “la” travesti. Los travestis me produjeron una cierta irrealidad, como si me crearan un problema de escala. Tengo una estatura normal, pero cuando estoy frente a ellos me sigo sintiendo muy bajo, como cuando tuve cerca al de la calle Sáenz Peña. Al lado de un travesti, me siento empequeñecido, incluso un poco feminizado. Después empecé a verlos más femeninos, y a veces me sale espontáneamente decir la travesti, pero eso es muy reciente; cuando hablo de esa época tengo que decir el travesti. De todos modos, los años no cambiaron mucho mi actitud: les hablo con timidez, como si estuviera a la vez con un señor mucho más alto y corpulento que yo y muy poderoso

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en lo sexual, y con una señora de carácter fuerte. Creo que, si me hubieran dicho que un travesti iba a cuidar de mí, me habría sentido seguro, protegido. ¿Cómo se sentiría Tom con Mariana? ¿Libre, protegido? ¿Invadido? Con su búsqueda, Mariana invadió fronteras. ¿Se habrá enterado Tom de la visita? Ante semejante invasor yo me replegaría de inmediato. Mariana tal vez no fuera intimidante, a pesar de todo; tal vez en ella dominara lo protector. Protectora e invasora: atributos de un rol familiar. Yo no tenía lugar en la familia Subirana, pero si Tom abandonara a Sylvia –recuerdo que pensé– y viviera con Mariana, yo sí podría tener un lugar entre ellos: Mariana me cuidaría, y tal vez Tom, un poco, también. Es posible que mis sueños se parecieran más a los de Mariana que a los de todos los demás. Hace no mucho tiempo me enteré de que los Subirana, muy ancianos, dejaron el departamento y viven alternadamente en las casas de Ariel y de Sylvia. Hace poco visité a mi madre, y la encontré hablando con Leticia; a pesar de que también son muy ancianas siguen viviendo en el mismo lugar y hablando de las mismas cosas: recordaron la época en que había tanta gente en ese departamento, y los sonidos de pasos, los zumbidos del portero eléctrico. Quería que hablaran más, pero a lo mejor ya perdieron entusiasmo por ciertos detalles, o al menos ya no los despliegan delante de mí. Me fui pensando, sobre todo, en Mariana, la única persona de todo ese grupo de cuya vida actual creo que me sería imposible averiguar nada. El portero eléctrico, por seguridad, está desactivado, así que ya no hay zumbidos, ahora hay que ir hasta la puerta de calle para hacer entrar a alguien

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Aisak Days Chaboncito de José Cé Paz Vos sabes que me encanta vagar por la ciudad. Y que después de las clases en la facultad solía ir a caminar por corrientes pasando por Chacarita, hasta llegar a Parque Chas. El barrio es mío, esta ciudad la siento re mía. Y como un perro, paso las horas callejeando, sentado en alguna plaza, fumando porro, caminando por las vías, sacando fotos, pensando en vos. Pasé bocha de veces fuera de tu casa. Y casi nunca me atreví a tocar el timbre. Un día me pidieron que escribiera algo y solo atiné a escribir lo que solía hacer todos los días después de las clases de la facultad. Fumando un porro, caminando por las vías, sacando fotos, pensando en vos. Entonces te cuento: en uno de esas tantas tardes, conocí a un chabón hermoso. Buscando entre los montoncitos de basura, me encontré en una esquina con la mejor instalación de arte que había visto, y no estaba en un museo. Un montón de escombros que incluía una silla de los 70’s, partes de un escritorio, vhs, restos de una computadora, teclados, disquetes y algunos cartones. Todo esto iluminado con un rayito de sol que se colaba entre los árboles a las 4: pm Distrito Chacarita. Mientras ojeaba ensimismado los viejos vhs de películas clásicas, pensaba: -parece que ahora nadie tiene un reproductor de vhs, no sirve de nada que me lleve estas reliquias a casa. Entonces de imprevisto un chabón llega a mi lado con su carrito de cartones mirándome extrañado. Se estaciona y se pone a husmear y a doblar cartones a mi lado, pero sin hablarme. Justo cuando iba a saludarlo, el me habla y ninguno de los dos alcanza a terminar la frase, entonces sonreímos. Al toque saqué un porro del bolsillo y le pregunté si quería una seca. Jajaja es mi técnica, viste (pido una seca

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o me saco un churro). Entonces recibió el porro y me dijo: -¿que hace vo buscando en la basura? mientras hacía chispear el encendedor me dijo que se notaba que yo no era de por acá porque tenía una cámara de fotos y unas llantas piolas. Le dije que me gustaba la calle y que a veces entre la basura se encontraban tesoros de otras épocas. A él no le gustaba recoger fotos o artículos personales porque sentía que le pertenecían a gente que quizás estaba muerta, que El solo se dedicaba a recoger cartones. -¿y de donde sos chabon? le pregunté. -de José Cé Páz. respondió. En ese momento no sabía dónde quedaba ese lugar, pero apenas llegué a casa lo googlié. Y postié en mi muro de facebook. “El pibito era de José cé PÁ” Le pregunté si le podía sacar una foto y reaccionó medio pesado: -¡Para! ¿Qué, sos puto? mirá que ahí hay una minita re linda, sacále una foto a ella.- Hace rato no dejaba de mirar sus ojos verdes y ni siquiera me había dado cuenta que había otra gente, un toque más allá, en la esquina. -¿Entonces puedo sacarle una foto a tu carro? –Dale- dijo mientras terminábamos de doblar los últimos cartones del montón. [ Le saqué una foto a su carro, detenido en la esquina.* ] Entonces agarró el carro y siguió, caminó, sin antes mirarme y hacer un gesto medio pícaro que me la re subió. Caminamos varias cuadras, parando en algunos contenedores y recogiendo los cartones que encontrábamos, hasta llegar a las líneas del tren. Hicimos conexión al toque, hasta parecíamos hermanos. Los dos, morochos, con shorts Adidas, menos por mis zapatillas Nike y mis manos sin callos. Mirá, las mías son re limpias. - Y eso es porque vos solo escribís y te pajeás en la compu. Sin avisarle crucé al quiosco que estaba a mitad de cuadra y salí con una Quilmes fría.

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-¡Grande Guachooo!- (me grita) estaba re seco con el porro. Mientras escupía una saliva blanca por el costado de sus labios quebrados. Nos sentamos en el cordón y tomamos la birra. Él tenía los ojos verdosos y las manos sucias. Estuve tranqui. Pensaba: podría pasar todas las tardes paseando con él y su carro, quizás con un perro o como si yo fuese su perro. Buscando cartones, comiéndonos la pija bajo el puente, durmiendo en una cucha improvisada. Ya fue. Flashé montón. Siempre me movía por ese barrio, pensé, que lo volvería a ver, como me suele pasar con los chabones que conozco de la calle. Así que me despedí y me fui. Saqué un par de fotos cruzando las vías y tomé el 168. Un par de días después, volví procurando para hacer el mismo recorrido, a la misma hora, y no lo encontré. Volví un par de veces más, y al par de semanas. Y no volví a ver al “chabón de José cé páz”, entonces me propuse hacerle una foto a la misma esquina donde nos conocimos. Este lugar, sin tu carro, esta esquina sin vos. En tu honor chabón, esta foto es para vos.

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Liliana Viola La estrella vintage Todo lo que en las décadas pasadas fue revolucionario o aburrido, militarizado o punk, ridículo o inalcanzable, hoy se puede conseguir en una tienda de usados. Y si no, también se puede buscar como en un juego de errores fragmentado y superpuesto en un show de Lady Gaga o en la carrera de cualquier futura estrella del cielo pop. A los 66 años y convertido literalmente en objeto de museo (aunque la exposición homenaje “David Bowie is” que coincide con su regreso no se hace en cualquier mausoleo sino en el Victoria and Albert, meca del más vivo diseño de Londres) también David Bowie corre un destino de prenda vintage. Pero si alguien sabe cómo hacer del destino una tendencia es este asesino serial de sí mismo (no confundir con suicida) que se ha ido reproduciendo a fuerza de transformaciones, vampiro de la moda y de las sanas costumbres. Ahora está de vuelta. Y tan de vuelta está que en el video de presentación de su disco hace de señor mayor igualito a él, con aires de comediante clásico y a la vez reencarnación patética del mismo señor que cuando Ziggy aparecía en la pantalla de los televisores en 1969 rompiéndoles la cabeza a los hijos, permaneció imperturbable, ni lo vio pasar. Acosado por dos vecinos raros, unas jóvenes estrellas andróginas que le rompen la cabeza a su mujer, que ocupan sus sueños, su cuerpo y su casa, el maduro Bowie es el encargado de mostrar que el mundo no se mueve tanto como parece. Mientras tanto, la canción que avanza en su voz nostálgica y encantadora de serpientes describe un ambiguo homenaje a las estrellas (¿de rock o del cielo?, ¿quién se atreve a saber la diferencia?). Atípica veta autobiografica en su discografía, esta canción parece hablarse a sí mismo y a todos los que siguen saliendo de él, en clave de gloria y despedida.

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Las primeras escenas del video The Stars (Are Out Tonight) van construyendo un monumento a la no ambigüedad, palabra sagrada en el universo Bowie, y una primera provocación viniendo de quien viene. La batería irrumpe junto con el plano de una fachada gris que enseguida decodificamos como institución (¿un banco?, ¿clínica de salud mental?, ¿tribunales?). La cámara acecha desde una ventana tapada por un rosal enviciado como en los cuentos de hadas. Hay algo macabro allí adentro, tanto que algunos ya lo están desmenuzando en clave David Lynch. La cámara encuentra un hueco (nunca la seguridad es suficiente) y confirma que no nos equivocábamos: ¡era una casa de familia! La dorada institución con su climax fechado en los ’50, tonos pastel y eficacia electrodoméstica, una esposa pálida con su peluca de muñeca y un marido recalcitrante es la máquina del tiempo elegida por Bowie para marcar el futuro. Y el futuro, parece decirnos, está para atrás. Antes que nada, los créditos. Desde los años setenta Bowie ha pretendido desenmascarar el carácter ficticio de la estrella del rock, un trabajador de la pose. Ahora y siempre, nos advierte, estaremos viendo una película, por eso se nos anuncia que dirige Floria Sigismondi y que actúan el mismo Bowie, el otro Bowie que es Tilda Swinton (existe un blog llamado “Tilda Stardust”, dedicado a marcar las coincidencias entre la actriz y el legendario Ziggy Stardust), y los pequeños Bowies, dos modelos que representan la profesionalización de la androginia, disidencia de pasarela hija de aquella que todos los alter egos que Bowie mató desplegaban a fuerza de maquillaje, coiffeur, consejos de su esposa, influencia japonesa, marcaciones de Lindasy Kempt, fashion y más fashion. Andrej Pejic y Saskia De Brauw no ostentan una militancia tradicional por los derechos de la diversidad sexual, igualitos que Bowie también en eso. La esposa (Swinton) está en el living, el marido (Bowie) estará en la oficina, acto seguido se van a reunir en el supermercado y ante la lujuria de las góndolas declamarán como sólo dos

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pésimos actores pueden fingir estar fingiendo: “Tenemos una linda vida, ¿no?”. Cuando vuelvan a casa mirarán televisión sonriendo con el rictus tironeado por la insatisfacción o por el botox, ya no se sabe. Los matrimonios de ayer quedaron fijados en una Kodak continua constatando el ejercicio de la normalidad. A esta fallida declaración de intenciones le hace eco el estribillo de la letra que canta Bowie: Son estrellas, ellas mueren por vos/pero espero que vivan por siempre y un intempestivo final que vuelve el cliché de la heterosexualidad insatisfecha en un enigma perturbador. Las estrellas de género difuso, uñas de villano y sexo sin limitaciones, que representan al futuro pasado, terminan ocupando el lugar menos previsible. Y la mirada atónita del marido que no entiende nada regresa, como le gusta siempre regresara Bowie, como un boomerang.

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Gabriela Cabezón Cámara Perreando cantigas La mesa era muy larga: usábamos de banco una de las paredes del estanque, que medía cien metros de lado. Muchas tablas sobre treinta caballetes sostenían a la más comunitaria de nuestras comidas. La Colorada y algunas otras travestis, todas con delirio de barwomen, traían trago tras trago. A la tercera o cuarta ronda todos los cuerpos comenzaban a ondularse al ritmo emputecido del reggae- ton: “Le doy cremita que de esta nadie tiene / como en la mano y en la boca se te viene”, cantábamos. Sí, yo también: al principio me resistí a la estupidez de las letras, me recitaba cancioneros antiguos (“Bailemos las tres, amigas queridas, / bajo estas avellanedas floridas; / y quien fuere garrida como somos garridas, / si sabe amar, / en estas avellanedas floridas / vendrá a bailar”) para no perder el lenguaje, pero el ritmo del reggaeton, que es una música que es sexo cuando se bebe y se la baila, me iba ganando y empezaba a meterse en la cantiga: “Chupemos las tres, amigas queridas / de estas conchudas heridas / y que le dé duro la que sea aguerrida, / y si sabe perrear, / se va a ir a menear a Florida / y después a bailar”. A la altura del sexto Fernet con Coca me ponía a recitar a los gritos; según Cleo esa primera cantiga intervenida de reggaeton fue profética: “Amor, ¿vos te das cuenta de que estamos meneando en Florida como vos profetizastes?”, me preguntó después del estreno de la ópera cumbia en Miami. Pero eso fue mucho después. En ese momento lo que estaba pasando era que la música se me metía en el cuerpo y en el lexicón de la mente cerebro y lo que antes me parecía estúpido se me volvía potencia en cada célula. No se trataba de que dejara de parecerme estúpido, era que la estupidez desaparecía como criterio de valoración, a mi carne le gustaba ese ritmo emputecido y me emputecía yo también y disfrutaba

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del asado meneado, de las filas de chorizos apretados en las megaparrillas, de las jarras con pastillas, de reggaetear, de regatear como decía la Jéssica, de cumbianchar como decía el Torito, de perrear como decían todos, a puro tan tan y choripán, el mejor plan decían las locas a la hora de las tortas y le daban más duro a la cumbia, “que levante las manos el que quiera jalar reflashar, reloco flashar, bailando reloco pa’ lante y pa’ tras” y jalaba reloca y flashaba palante y patrás y jalaba otra vez y me acordaba del plan de crónica que me había metido en la villa y pelaba el grabador y corría atrás de Cleo y Cleo me hablaba de la Virgen sin parar, hasta cuan- do se empalaba a alguno de parada me hablaba sin parar. Mi amada dice que fue “el milagro de seguir vivas” pero eso fue después, la semilla del amor se hizo en la villa, qué maravilla, se derretía con mis arremetidas: la calentaba a la loca que la encarara micrófono en mano, y le preguntara y le preguntara hasta cuando estaba empotrada, engrampada, “engarzada”, dice ella que tiene delirio de joya, de piedra preciosa, de zafiro puto. Cleo empezó a morir de amor por mi deseo de sus palabras y me contaba y me cantaba sus cuentos y teorías incluso con dos porongas en la mano o empujándole las tripas a pijazos al que fuera. Y nadie se quejaba porque un lechazo de Cleo era un poco como agua bendita para todos, por transitividad: mi mujer es la elegida de la Virgen. Y yo también empecé a caer ahí, me calenté con mi objeto de estudio que interrumpía mis cuestionarios cuando rugía como una leona, Cleo acababa y yo me mojaba y terminaba trepándome a la poronga lubricada de algún pibe, de cualquiera, del que pasara. En cada casa, en cada mesa de la villa todo era polvo, el de las jaladas y el de las chicas relajadas que se apretaban, tetas con tetas y terminaban muy despeinadas, fumando porro cuando pintaba la cumbia lenta del fumanchero: “bailen cumbia cumbianchero / Que llegó el fumanchero / fumando de la cabeza / empinando una cerveza”. (Fragmento de La Virgen Cabeza, Eterna Cadencia, 2009)

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Facundo R. Soto Olor a huevo Maty y yo seguíamos al “Furia” que nos abría paso en la tribuna. Él también se dejaba llevar por los hinchas que lo empujaban. Íbamos a dónde nos llamaba el olor a huevo; perseguíamos ese aroma como hipnotizados. Dimos vueltas hasta encontrar el sabor verdadero, el que nos llevó al lugar donde queríamos estar. - ¡Cómo jugó este Di María en el primer tiempo!- dijo un pibito con gorra blanca y un cocodrilo verde en el centro de su gorra, estaba en cueros agarrándose del para-avalanchas, balanceándose para atrás y adelante. Cuando nos vio, se quedó mirándonos. Después nos pasó el porro. Lo miré: tenía un pantalón de gimnasia azul con franjas blancas en los costados y un martillo parado, ahí abajo, ¿o una botella de Coca Cola se había puesto el wachín? Cuando comenzó el segundo tiempo la gente se amuchó adelante para ver mejor el partido. Maty se escurrió adelante del de gorrita blanca; ahora la tenía puesta al revés. El wachín comenzó a apoyarlo sin disimulo. Me distraje con una jugada de Messi que pareció ser un gol, pero una vez más no lo lograba. Al girar la cabeza para comentar la jugada con Maty, lo vi con los ojos entrecerrados, extasiado. Miré para abajo. El pibe de gorrita se había bajado un toque el pantalón de gimnasia y lo estaba penetrando ahí, en el para-avalanchas. Nadie los miraba. Los movimientos del pibito eran lentos. De atrás para adelante, y de adelante para atrás. Se lo cogía en cámara lenta, supongo que sintiendo el culo calentito de mi amigo. Cuando la muchedumbre se abalanzó en un aluvión, por otro peligro de gol para Canadá, que estaba vez comandó Carlitos Tévez con una jugada gloriosa, los perdí de vista.

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Antes de que terminara el partido fui al baño. En uno de los cuarto había ruidos metálicos. Me agaché y miré por el hueco. Reconocí las zapas de Maty que, de dorapa, se estaba cogiendo a alguien. Después me contó que, para empomárselo le pedía a su rival se pusiera la camiseta de River, que llevaba en la mochila para esas ocasiones; y él se ponía la de Boca. - Algún día voy a encontrar el guante que me falta en la otra mano y los dos vamos a usar la del Xeneize- me dijo después, pidiendo una hamburguesa y apoyándose a otro pibito en el puesto de panchos.

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José Carlos Henriquez 40 golpes en el ano 15:35 hs: Sargento habla muy rápido y a veces no alcanzo a entender sus órdenes. Tiene las piernas tan gruesas que sólo me importa mirárselas. Mientras él prepara la habitación, desenreda las cuerdas, elige la música –siempre los mismos pianos furiosos- y pone la colchoneta justo bajo el sol que entra por la ventanilla, yo me imagino atrapado entre sus muslos sin poder respirar. No me deja levantar la mirada. Sus botas negras están sucias. Son parecidas a las que se exhiben en la tele ahora. Sargento dice que odia las fiestas patrias y, más aún, la Parada Militar. Le gusta, sin embargo, dejar puesto algún canal con ese uniformado espectáculo en mute mientras me amarra de boca al suelo con las manos cruzadas a mi espalda, fuerte, tensas, ásperas cortándome la circulación de la sangre. Los pies no me los amarra esta vez. Dice que me llevará al cerro. “Quiero que te canses caminando esta tarde”. Sólo me deja puesto el calzoncillo. “Antes de salir quiero que me muerdas las botas”. Sargento sabe que yo le obedezco sin dudar. Sabe que me gusta morder lo que él me ordene. Sus botas huelen a tierra seca y pasto. Están calientes. Cuando le hundo mis dientes el olor a cuero parece expandirse por toda la habitación y Sargento me agarra del pelo para subirme la cara a sus rodillas. Sus rodillas. Yo me quedaría toda la vida mirando sus rodillas. La musculatura que se le divide a partir de las rodillas y se expande en sus muslos tan duros, tan amplios, con la cantidad perfecta de vellos para acariciar mi cara con esa suavidad madura, fibrosa. Tiene puesto el mismo calzoncillo de anoche y su bulto aun duerme. No me permite mirar más arriba de

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su ombligo. Con la mano, tirando de mi pelo, me ubica la cara entre sus piernas, a la altura de sus rodillas, presionándome como un cascanueces. Quizás no use toda su fuerza para presionarme la cabeza. Yo creo que todo lo que me hace es a medias. Si usara toda su fuerza, yo estaría asfixiado, reventado, dislocado. A veces pienso que una bella forma de morir seria bajo la fuerza desmedida de Sargento. Tengo la cara caliente. No siento mis manos. Sargento me lanza a la colchoneta, me escupe desde su altura que aún no puedo mirar. El plástico de la colchoneta es una goma hirviendo. El sol me termina por calentar la espalda completa. La viscosidad de su saliva es deliciosa cuando cae de esa altura. Me queda justo en la nuca, un tanto deslizada hacia la parte derecha de mi cuello, tibia. Yo sigo de boca al suelo y sólo veo sus botas avanzar al televisor. Cambia los canales. Creo que hace un zapping veloz, pero siempre es el mismo desfile militar. “Así mismo quiero verte caminar por el cerro, Camilito”. 19:00 hs: Me mantuvo amarrado a un árbol. Él quería verme abrazado al tronco, inmovilizado, justo bajo los últimos rayos del sol. Siempre el sol. Yo le quise preguntar por qué el sol, pero se enoja cuando le cuestiono sus métodos de tortura. Sargento vestido sólo con sus botas y un pantalón corto negro, tomó la rama más gruesa del suelo y la empuñó como si fuese a depender su vida de ella. Me dijo que serían 40 golpes en el ano porque es lo que ha deseado toda la semana luego de ver televisión. Él sabe que no es un experto en amarras y que apenas logra formular torturas, pero también sabe que me gusta cuando se equivoca, que la falla de nuestra practica lo hace todo aún más estimulante. Vuelve a cortarme la circulación de la sangre. A mí me gusta no sentir las extremidades y parecer un tronco adherido a otro tronco.

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Haber caminado descalzo el cerro, durante 40 minutos, esposado por Sargento, me hizo desear el árbol y todo lo que implicara estar abrazado a su tronco. “Siempre 40; todo es 40”, me decía mientras caminábamos, casi trotando, y yo le miraba sus pasos, el ritmo de sus botas sobre la tierra y la fuerza con la que el polvo escapaba. “Este es nuestro desfile, Camilo”. Sólo era permanecer juntos. Sargento improvisaba, quizás, cada idea para permanecer conmigo porque siempre ha odiado el 19 tanto como el 18 y tal vez, al igual que yo, Septiembre completo le despierta la rabia. Entonces sabe que tenemos en común el resentimiento y a mí me gusta que me haga todo eso que más de alguna vez ha mirado en el porno militar de internet. Me habló del 11 en su familia. Estaba hastiado de tanta memoria. Me contó que sus padres ponían todos los documentales, todas las series que recordaran el 11 y así el resto de la semana. Que los almuerzos fueron los más densos del año y que una extraña sensación de rabia y burla no lo dejaban escuchar cada relato de quiénes sí vivieron el Golpe. Porque Sargento sólo era un escolar demasiado tímido durante esos años y nunca supo tanto hasta que se dedicó a ver televisión estos días. “Uno”. Sargento en el fondo me cuida. “Dos”. La rama se sentía muy suave hasta el cuarto golpe… “Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez.” Cuando dijo once preferí cerrar los ojos y pegar mi cara al tronco. El sol ya era un suave tinte rosa y el culo me ardía sobre todo en el centro, a la entrada, justo antes de volverse una boca succionadora. Inevitablemente se me cruzaron por la cabeza las imágenes uniformadas del cine norteamericano con las documentales en blanco y negro del Palacio de la Moneda. Se me cruzaban el sonido de los trotes militares y el choque de la rama en mi carne. La respiración eufórica de Sargento y mis quejidos involuntarios no me dejaron oír su cuenta hasta el treintaidos. Entonces cambió de instrumento. “Lo que importa es el golpe, Camilito; que sean 40, nada más”. Quise ver cómo lo sacaba de su pantalón, pero me agarró la cabeza con su enorme mano y me la apegó aún

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más al tronco. Lo metió despacio. Dejó que se me abriera en vez de abrirme a la fuerza como acostumbra. Lo sacó y oí que escupió un par de veces. Lo volvió a meter, pero sin suavidad. Era una rasgadura en mi ano. La entrada, el centro y lo que sigue un poco antes del inicio del intestino era una rasgadura. Estaba latiendo adentro mío y contaba con su boca en mi oreja izquierda. “Treintaitres. Treintaicuatro. Treintaicinco”. Los últimos cinco golpes fueron con toda su fuerza. Sus muslos me presionaban contra el árbol y por dentro era un furioso océano viscoso. Imaginé a Sargento entrando entero, partiéndome el cuerpo en dos, hasta cuando dijo cuarenta, con la voz ya cansada, babeándome la oreja, el cuello y lo sentí caer sobre la tierra. Una hilera tibia no dejaba de chorrear entre mis piernas. 00:15 hs: Tengo la tele encendida, pero en mute. El noticiero de medianoche acaba de pasar las parrilladas que aún quedan en Santiago. El país continúa borracho y cambio el canal. “A 40 años del Golpe” dice y prefiero apagarla. El Skype está demasiado inactivo estas fechas. Mi página porno preferida es la mejor opción antes de dormir. Reviso mi mail por si algún cliente no quiere celebrar como el resto, pero la familia es la justificación perfecta para intentar un patriotismo estos días, así que no hay nada nuevo en mi bandeja de entrada. Hago click en el video “Military sucker”. Ojalá Sargento me vuelva a llamar mañana. 19 de Septiembre, Santiago de Chile. 2013.

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Edgar De Santo Agarrá el odio

1Cuando me agarra el odio sé que soy un sorete. Di una pitada al cigarrillo y me dije que estaba bien. Ser /sorete. Estaba en plan de dejarme la barba no sólo larga sino grande. Un flor de sorete. Me había agarrado el odio, y para hacer justicia, tenía que empezar por mí. La forma más sencilla es tener mi cara con mucho pelo. Como un ciruja o una ciruja. Y después dejarme culear por una atorrante. Una buena cosa es empezar por dar la jeta. 2Creció la barba, decidí cortarle un poco los costados, cosa de ser un sorete afilado. Encontré a un morocho petiso, con lindo pingo. Era pasivo, vale decir que no sólo ponía el culo y demandaba cosas, era pasivo. Y bueh, la cosa era ser un sorete. Me quedé un tiempito con él. Me terminó culeando de lo lindo. Profundizar la soretez tiene problemas. La barba aún no era suficientemente larga. Me dijo que era lumpen. ¡Qué sé yo de lunfardo! Pero me dio la oportunidad de hacer crecer la soretez. Después de la última culeada, lo cagué a palos. Andá a saber qué pasó después de que me gritó borracho de mierda. Al menos entendió algo al nombrar la mierda. 3Ya tengo una flor de barba. Los chongos me dicen chongadas. Una noche en el bar uno hizo carambola y me dijo empastado cara de sorete. Lindo poema de amor. Terminamos en el baldío

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en cuatro patas. La barba se quedó llena de tierra y cachos de pasto seco. 4El pecho ancho que tengo está tapado por la cortina que arma mi barba. ¿Dónde se ha visto algo así? Ser metro sexual es no tener pelos, me dijo el mancebo. Cállate y seguí culeando, ando con el odio. 5Diego dijo “juntitos”…pensé que juntitas las pelotas. La barba no es de papanuel, es una barba oscura, del color de la mierda, del humus que se forma de tanta cosa podrida. Ey Diego, juntitos las pelotas, fijate vos quien se me pone juntito a mí con este cacho de barba. 6Manga de culeados, ¿se afeitan la barba para tapar lo sorete que son? ¿Qué hacen cuando les agarra el odio? ¿Se depilan con una tenaza? Y escuchamos cumbia para aturdir el odio o emanamos ondas de amor y paz. ¿Por qué no agarrar el odio? De los pelos de una barba es un buen comienzo. Dejate la barba chabón, bien larga, así te agarro el odio y te lo arranco.

7Un bigotito y una barbita candado es de puto cantado. Es un odio a medias. Un odio escondido entre los pliegues del orto. ¡Hagamos el amor no hagamos la guerra! Qué pedazo de nabos, ¿acaso el garche no puede ser una tecnología del odio? 8Agarrame la barba, acariciame el odio. No tengo la barba del Che ni de Jesú. ¿Quién se anima a tocar al odio? ¿Quién mira al odio? Dale bolú, acariciame la barba. Lo demás viene solo. Hay

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que dejar de ser cagones para mirar el odio, para agarrar el odio y después hacer otra cosa. Si querés. Poné la jeta, llevá la marca en la jeta. 9Si la tersura de tu piel es como una seda tenés el amor a tus pies. ¿La tersura es la ternura? ¿No me digás? ¿Todo debe ser en susurros? “Monumentos de inercias” dijo un tipo que dicen es un capo. Tengan la tersura y los susurros de amor, todo bien. No es la única manera. Tengo ejércitos que cabalgan por los pelos y el vozarrón que me tocó. Mala suerte. ¿Mala suerte? Ningún cuerpo es puerco. A lo sumo es un cuerpo que no te gusta. Alguien que no te gusta. 10No pienso dejar de agarrar al odio. Y de que me agarre. Eso del diablo y la luz y las tinieblas y el paraíso y el placer son las imágenes del odio hechas palabritas. Cuando me agarra el odio es cuando el otro, vos por ahí que estás leyendo, no te hacés cargo que me dejo la barba larga, de sorete, para arruinar mi jeta y no arruinar la tuya.

8 de mayo de 2011

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Fernando Noy Anclas en la piel La descubrí por los inmensos pasillos de la Galería anexa al Teatro Argentino, donde arrasaba la ópera Hair y que después ardió bajo las llamas de la inquisidora iglesia cuando estrenaron Jesucristo Superstar. Ruth recién tenía 50 juveniles años. Aún se maquillaba y pintaba las uñas de un rojo furioso que combinaba perfecto con su cabellera atigrada hasta los hombros. Todavía no se había vuelto punk, autodenominándose Bombero Voluntario y Tortillera con todas las letras, siempre entre carcajadas y sin temor al ridículo. Eterna precursora, más tarde, a sus casi 80 años lograba tener dos esposas a la vez turnándose, según ellas mismas avisaban, para satisfacerla con delicado esmero. Ruth se ufanaba de mantener intacta esa voracidad sexual que desde los tiempos incluso anteriores al maldito Proceso la hubiera transformado en pionera del placer. Fue la primera en imprimir con letras de molde su tarjeta personal, donde se leía “Ruth Mary Kelly Loiácono, prostituta”. En los bares de entonces la veía relojear horarios de arribo de los buques en el Puerto. Recortaba La Razón sexta con los ojos nublados de placer ante el safari que se desencadenaba en barcos sucesivos de diversas banderas. Noche tras noche. Hija de irlandeses, hablaba inglés desde la cuna hasta la cama y, claro, el apetecible camarote. Se los sabía de memoria pero, por si acaso, tenía una ínfima agenda con más de treinta nombres de mujeres que conformaban su harén telefónico especialmente seleccionado. Anfitrionaba a sus marineros por aquella Buenos Aires que — oh paradoja del infierno— superaba en esplendor a casi todas

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las célebres ciudades del resto del mundo, incluso la propia París, tan chic, distante y celebérrima. Se la veía deambular con grupos de marineros de diversos orígenes. Era especialista en organizar orgías sexuales en sus barcos y después los paseaba hasta ese teatro donde actuaban en bolas como si fuera un spiedo de la mejor piel argentina. Como yo ya era medio hippie, enseguida me mandaba a comprar cajas de ampollas con cloruro de etilo. Un sifoncito llamado Amil Nitrito de Laboratorio Sintyal, que en el extranjero eran los tan buscados “poppers”. Sobre las propias mesas de La Paz, revendía las ampollas muchas veces más caras cada una y por separado, por supuesto. Otra noche la vi entrar a La Martona casi Callao; los ojos en llamas, y un tapado de piel con el que apenas se tapaba, ladeado, a pesar del frío en aquel invierno bajo cero. Sin detenerse, enseguida me contó que había llegado un navío de gran porte desde Noruega y tenía un problema. ¿Cuál, Ruth? Ellos sólo buscan muchachos, nada de mujeres, y enseguida preguntó, siempre en un vértigo, si yo querría ir porque además hay buena guita. Mientras bajábamos en un taxi a los pedos rumbo al puerto ya habíamos hecho nuestro trato. Yo solamente elegiría uno, me quedaba con ése todo el tiempo que fuera necesario. En el reloj bajo el cartel de Frávega ya eran las 2 de la mañana. Al llegar a la Dársena detrás del Correo Central, los gendarmes rodearon el taxi con ametralladoras. Sentí un terror indefinible. Toda mi alma en vilo. Esta Ruth está loca, pensé. Pero no, para nada. Ellos, al reconocerla, la recibían con total veneración y se abrían las compuertas. Llegamos frente al inmenso navío. Ella subió conmigo por una escalerilla y de pronto estábamos en el Casino. Se oía una especie de cha cha cha y el idioma era extraño, pero sonaba como un zumbido de pelícanos, sensual, ultraexcitante. A un costado de la pista bebiendo no sé qué delicia de botellas había algunos marineros y, en medio, el oficial. La tripulación

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restante bailaba con otras locas desatadas, semidesnudos. Reconocí a algunas de las que yiraban por Charcas, entre otras, La Pandora, la Bambol e incluso la propia Orquídea Parda, famosa por sus felaciones. Algo bebí y Ruth me preguntó cuál de ellos quería. Sin señalarlo, le hice un gesto rumbo a una especie de Paul Newman con la nuca rapada y un cigarrito negro medio torcido en la sonrisa. Ruth lo llamó y el oficial enseguida me puso la mano entre sus piernas. La bragueta de acero blanco estaba a punto de estallar. En otro vértigo subimos hacia un camarote, nos desnudábamos el uno al otro casi desesperadamente. A un costado de las cuchetas había una mesa. Abrió el cajón y allí estaba el arsenal de drogas dispuestas a saltar, entre otras, las ampollas de cloruro que yo mismo había adquirido. El resto es casi imposible de escribir. Mientras me penetraba suavemente estaqueaba mis narices con los poppers. Por el ojo de buey que titilaba como un árbol de Navidad vi que llegábamos a puertos desconocidos. En esa sola noche, debajo de él pude viajar por casi todo el mundo. El, a su vez, parecía cambiar de nacionalidad, pero era tan hábil que yo seguía bebiendo y oliendo esa piel de salitre y su lengua desbocada. Ya era de día cuando junto a Ruth bajamos jadeando hasta un barcito donde no había más que una pareja ensimismada. Después de engullir literalmente un par de sánguches de jamón crudo con cerveza, Ruth se sinceró. Empezó a confesarme que si bien yo había elegido sólo uno, ella debía darme, por el resto, mucho más dinero. ¿Qué resto? “No los pude detener, además quedaban sin servicio sólo ocho. Yo me ocupé de los otros tres y vos estabas tan en éxtasis que ni siquiera lo notaste. Acá tenés más de doscientos dólares.” Como siempre, atropellada, arrojó los billetes sobre la mesa sin importarle los canas que ahora habían entrado y nos miraban. Yo apenas sentía un secreto, delicioso ardor y, como la resaca sólo se cura con resaca, la oí gritar. “Mande dos whiskies dobles con bastante hielo.”

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“Gracias, gacela, me sacaste de un problemón. Justo el oficial estaba ardiendo. Menos mal te encontré. No te preocupes, darling, ninguno tenía sífilis. Igual usaron forros. Con esa guita te alcanza para volar rumbo a Brasil y ya cumpliste tu mayoría de edad. Ahora, aquí, corrés mucho peligro. Preciosura.”

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Alejandro Quesada Biología Las larvas comen carne descompuesta y materia fecal. Las moscas adultas comen comidas de cualquier clase que contengan azúcar, inclusive el néctar y fruta descompuesta. La cucharada de miel fue a parar la esquina rota del cerámico en el patio. Una ranura perfecta para jugar a las bolitas, ahora cubierta de miel. Había hormigas. Sabía lo que iba a hacer. Para no desperdiciar más hundió directamente la punta en el frasco. Muy pegajoso todo. Caminó con las patas abiertas. Los mosaicos quemaban, pero el pasto no. La silla de metal debajo del laurel. Ya no quedaban ni los restos de los almohadones. Desparecieron en la época que había perros. Ya no. A los dieciséis fue la primera vez. Cuando todavía había almohadones y tomaba la leche debajo del laurel. La miel sobre la mesa de piedra. Las moscas sobre la miel. La mesa de piedra partida al fondo. La rompieron cuando entraron a robar. Hicieron pie en la mesa. La piedra se rajó. Alcanzó la silla. No era cómoda y había que quedarse muy quieto para que dé resultado. Tres horas se quedó una vez. Después menos. Lograba concentrarse con más facilidad. Bajar el ritmo de la respiración. Bastaron veinte minutos para que la primera mosca busque la miel en la punta de su pija. El mal uso de fármacos e insecticidas y los tratamientos incompletos han generado resistencia a los microorganismos y microbios. El cambio climático favorece el habitad de los insectos y su rápida extensión por zonas no habituadas a ellos. Las enfermedades comunes producidas por las moscas estaban desapareciendo pero los últimos estudios de la OMS demuestran que están resurgiendo. La plaga cubrió la cabeza de la pija, la volvió movediza. La

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limpiaron y se fueron. Tardaron bastante, pero esta vez no alcanzó. En realidad, solo una vez acabó así. La primera. Durante una gira, la vez del campo. Cuando no había plata para hotel y fueron en carpa. Él durmió en el pasto, desnudo. De la miel nadie se hizo cargo de haberla llevado, pero apareció en el momento en que se planeaba la broma, cuando resacosos empezaron las carcajadas al ver su erección. Tiraron la miel desde arriba. Para no tocarlo. Chorreando. Después, las moscas. Muchas. Risas que ni siquiera lo despertaron. Un gemido que los calló y una eyaculación que terminó por darle el apodo: Mosca. Huevo, larva, ninfa y adulto. Tocaba el bajo. La gira del apodo fue la última de la banda. También fue la última vez que tocó el bajo. Ya tenía en mente estudiar biología marina así que se dedicó a eso. Un poco en oposición a su padre que lo llevaba a pescar y un poco porque la pasaba bien. El padre siempre insistió en procurarle el gusto por la pesca, para hacer cosas juntos. Sin embargo él prefería quedarse en el auto, no por el frio ni las horas largas de espera. Odiaba el instante celebrado. Ese en el que el anzuelo clava la carne y desgarra. Ese en el que la muerte es festejada por la promesa de una crujiente piel de pescado en una parrilla. Se quedaba escuchando música. John Deacon en el casete regalo del tío hermano de mamá. Al padre no parecía molestarle la ausencia del hijo, que todavía no era Mosca, en la vigilia de la pesca. Tampoco el padre se quedaba junto a la caña. El hijo sabía a qué iba y prefería evitar los festejos. Las constantes visitas del padre a la casa rodante del tío hermano de mamá. En esa época es que vino el bajo. Otro regalo del tío. Las tres partes del cuerpo: cabeza, tórax, abdomen. Un par de alas completamente desarrolladas. Alas traseras reducidas a halteres: estructuras como botones pequeños que se usan para mantener el equilibrio. Las partes bucales de los adultos son lamedoras, perforadoras o chupadoras. Todos los adultos parecen moscas. Puede ser difícil distinguir las antenas. Recibido, su trabajo consiste en contribuir al conocimiento de

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la taxonomía y genética poblacional de organismos marinos, así como de la biodiversidad y el diagnóstico microbiológico, mediante la aplicación de técnicas moleculares y de cultivo. A la nueva oficina llegan los aromas de los restos que dejan los pescadores al destripar en la escollera sus piezas. Todas las ventanas cuentan con mallas metálicas que permiten airear en días de calor y que no entren insectos. El olor rancio no lo frenan. Las moscas quedan del otro lado y es difícil concentrarse con la pija hinchada frente a la computadora. Es difícil saber la diferencia entre la hembra y el macho. En su casa ni su padre ni su madre supieron porqué lo apodaron Mosca. Las hembras son más grandes y pueden extender la punta del abdomen para formar un ovipositor, el cual se usa para poner huevos. A veces los machos tienen ojos resaltados que se juntan en la parte de arriba de la cabeza. El robo del bajo coincidió con la muerte del tío hermano de la madre, que tras una larga agonía dejó muy armado su entierro. El padre se encargó de todo. Lloraba. Sabía lo que el tío hubiese querido: a Mosca tocando como John Deacon. Ya no había bajo. Las cenizas del tío las tiró el padre en Biología; la playa a unos metros de la nueva oficina. La malla metálica no impidió que los restos del tío volaran sobre la computadora. Los ojos de las moscas son de los más complejos en el mundo de los insectos. Son ojos compuestos con muchas facetas o lentes individuales, cada uno representando una unidad individual para detectar la luz. De la luz que se refleja del ojo de la mosca de burro se puede formar un arco iris. La noche previa a la miel en la pija llovió. El campamento tras el recital fue un desastre. No había linterna o la perdieron tras beber el agua de la jarra en que se desintegraron los cartones. Él había llevado una. La buscó al día siguiente cuando todos empezaron a llamarlo Mosca. La linterna era la que usaba en las salidas de pesca con su padre y el tío hermano de su madre. Con los pelitos que cubren su cuerpo, las moscas puedes saborear, oler y sentir. Los pelitos en las partes bucales y en las

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patas de la mosca se usan para saborear. Las moscas saborean lo que pisan. Si pisan algo sabroso, bajan la boca y lo vuelven a probar. La última pesca, cuando se decidió a estudiar para sostener la fauna marina, fue muy exitosa. Tres cazones a los que fueron apaleando en la orilla iluminados por la única linterna que estaba en sus manos. Luego los destriparon frente a la camioneta. No quiso participar así que encendieron las luces bajas de la casa rodante. El padre y el tío hermano de la madre se emborracharon para festejar. Él durmió en el auto. Las moscas usan otros pelitos para percibir cuando tocan algo. Estos pelitos se doblan cuando los tocan. Los ojos de la mosca no tienen párpados, entonces la mosca se frota los ojos con los pies para mantener sus ojos limpios. La mosca camina por superficies suavecitas usando las plantas de las patas acolchonadas y pegajosas que son como pegamento y permiten que camine boca abajo por los vidrios. Despertó desnudo. Erecto. Todo pegajoso. Mucho calor. Las moscas pegadas a la ventana del auto. Las tripas de los cazones a unos metros. Secas. Ya sin nada nutritivo que ofrecerles. La casa rodante protegida en la oscuridad. Son esenciales en convertir la materia fecal y la descomposición de la vegetación y en la consumición y eliminación de los cadáveres muertos de los animales. El día del robo estaba en la casa. Escucho la piedra de la mesa quebrarse. Eso le llamó la atención. No vio nada. No pudo iluminar el parque con la linterna de los días de pesca, la que desapareció en el campamento de la banda. Colocar una trampa para agarrar moscas es lo más apropiado. El padre saliendo de la casa por el jardín. Haciendo pie en la mesa en el instante en que se parte la piedra. Al día siguiente. La historia del robo del bajo. Si hay muchas moscas volando en cierta área, usen una red de insectos. Muevan la red rápidamente hacia atrás y hacia adelante por esa área. La miel en la malla metálica de la nueva oficina.

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Con cada movimiento, las moscas se van al fondo de la red. Cuando deje de mover la red, necesita cerrar, rápidamente, la parte abierta de la red para que no se escapen las moscas. La plaga cubriendo la cabeza de la pija. Movediza. El tío hermano de mamá. La casa rodante. La imagen recortada por la luz de la linterna en la noche de la última pesca. Si atrapa moscas con una red, póngalas en la trampa para moscas para las actividades de observación.

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Osvaldo Bossi El chico del pelo anaranjado Se me acercó para pedirme un cigarrillo. Tenía el pelo revuelto, claro, y no dejaba de sonreírse. Pero no era una risa alegre, sino cerrada, un poco fingida, quizás. Le dije No fumo, pero igual se quedó. La luz de la tarde fría, de junio, caía de lleno sobre su rostro de muchacho niño, acostumbrado a toda clase de penurias. De pronto, me preguntó que hacía. Nada, le contesté. Y él me respondió: Yo tampoco. Echó la cara hacia atrás, los ojos entrecerrados, como un chinito. Y después agregó: Aunque en realidad, estoy trabajando… Entonces, a través de las mirillas que eran sus ojos, me miró, y yo me reí. En el hotel, lo primero que hizo fue desnudarse y darse una ducha de agua caliente. Salió envuelto en una nube de vapor y yo le acerqué una toalla, y él la tomó con sus manos. Me dio las gracias. Estuvo un rato así, secándose, mirándome de vez en cuando. O mirando su cuerpo que se reflejaba, igual de hermoso, en el espejo. Parecía no incomodarle nuestro silencio. En una de esas, mientras terminaba de secarse, me dijo que le hizo bien aquel baño. Me alegro, murmuré. Luego, se recostó a mi lado, todavía vencido por ese bienestar. Estiró su mano y me envolvió en un abrazo, tranquilo, como si hubiéramos hecho eso mismo toda la vida. No recuerdo, ahora, su nombre. Después se puso la camisa a cuadros, y parecía contento. Me preguntó si nos veríamos uno de estos días. Lo abracé fuerte, y le dije que sí. Su manera de hacer el amor era dulce, y, en cierta forma, inexperta. A mí no me importaba. Su risa, a medida que pasaban los minutos, se volvía más distendida y más cálida. Me dijo que había estado todo el día con dolor de oídos y que de pronto se le había pasado. ¿El oído? Sí; es por el frío, agregó. Entonces, le dije, fue la ducha, el agua caliente

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te hizo bien. Puede ser, aunque no creo. En eso, hizo algo inesperado: apoyó su puño contra mi pecho, y así, sin moverlo casi, lo empujó, como si quisiera atravesar la carne y entrar. Me tambaleé, un poco. Me retuvo con las manos, y fue entonces cuando me dijo. Yo creo que fuiste vos, en serio… Ahora lo recuerdo, se llamaba Sergio y la camisa a cuadros era de color naranja. El pelo mismo era tirando a rubio o anaranjado. Nos detuvimos en el kiosko y allí se compró un paquete de cigarrillos. Prendió uno, enseguida. Al despedirse, me dio un beso suave, áspero, en la mejilla. No dijo nada. Cruzó la calle y se fue. Antes, me miró largamente con sus ojos alegres, entrecerrados, de chinito.

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José Sbarra Plástico cruel BOMBÓN -poeta y putaDIARIO Me contó su vida en el baño de la Estación Central. Cuidaba cerdos, y olía a eso, pero se negaba a tocarme. Cogía en una batea con una cerda y le daba asco tocar a un travesti. Sin embargo, en sus ojos, hubo un margen de curiosidad cuando le mostré las tetas... Y, como que soy la más puta de las poetas, aproveché ese margen. –Dejame en paz. –No pretendo alterar tu paz, sólo deseo chuparte la pija. Llegó a la ciudad en un tren de carga. Vino para triunfar como poeta (de lo cual deduje que su idea de la realidad es un tanto distorsionada). Pero es casi un niño (un niño de campo, se entiende). –No me gustan los maricas. –¿Dónde viste un marica con tetas, bebé?... Soy un travesti. Su primer amor fue una cerda particularmente mansa: la ponía en una batea y ahí se la cogía. Unas niñas exploradoras completaron su educación sexual. Y yo lo tenía ante mí, recién llegado, casi indefenso. –Fumate un cigarrillo, me gustan los hombres indiferentes, que fuman mientras les chupo la pija. Fue monaguillo y niño-dios en el pesebre viviente de su pueblo. –Tomá. Vas a necesitar algo de dinero hasta que triunfes. –Gracias, me llamo Axel. –Axel, el Cerdo.

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–No, Axel, nada más. –Para mí sos Axel, el Cerdo. Lo digo cariñosamente. –Todo hay que entenderlo al revés: sos un hombre, pero sos una mujer, y los insultos son pruebas de cariño. –Me gustan los chicos que aprenden rápido. Mis amigos me llaman Bombón. –¿Bombón? –Sí, es una cosa que se come. Voy a presentarte a mis amigos. –¿Son todos como vos? –Sí, son todos poetas. –Me refiero a si... –Hombres y mujeres normales... podría decirse así. Bueno, ¿somos amigos o no? –Pero amigos, nada más. –No soy El-ogro-come-niños. –Si me preguntan, ¿digo que sos mi amigo o mi amiga? –Vos no venís del campo, venís de otro planeta. –Sos muy divertida, Bombón. –Y vos tenés la risa y la verga más puras que conocí en toda mi poética y puta vida. Sus ojos me tomaban fotografías y yo salía muy bella. –¿Dónde está tu equipaje? –No tengo. –Sí que tenés, Axel, no lo olvides nunca, el equipaje lo llevas entre las piernas. Desde este diario declaro al baño para caballeros de la Estación Central como Honorable Salón de Poetas. Lo más increíble no es dónde conocí a Axel, el Cerdo, ni tampoco el hecho de haberlo conocido. Lo más increíble es que mientras escribo mi diario, él está en mi cama, durmiendo desnudo. Desde cualquier ángulo que la enfoquen, mi vida se ve fascinante. BOMBÓN

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-poeta y putaDIARIO Axel, el Cerdo, podrá vivir en la ciudad. Consiguió un sótano. Le regalé un póster que hicieron con una foto mía hace mil años. Le llevo cigarrillos y comida. Come como un tigre, un león y un elefante. BOMBÓN -poeta y putaDIARIO ¿Ya dije que lo amo? LINDA MORRIS Y SU MADRE –Perdí el vuelo y suspendieron los próximos porque no sé quiénes están de huelga. –Tomás un autobús y listo. –Pero mi equipaje se va en el vuelo que perdí. –Pediré que lo retiren y te reunirás con él en cuanto llegues. –¿La gente que me espera no lo tomará a mal? –Linda, es un detalle de muy buen gusto que el equipaje de una dama llegue antes que ella. –¿Yo soy una dama? –No, hija, y a juzgar por tu incapacidad para distinguir una trufa a las hierbas de un corazón de ciervo a la parrilla no llegarás a serlo nunca. BOMBÓN -poeta y putaDIARIO –¿Qué es lo que más te gustaría hacer, pequeño cerdo? Axel tiene la edad en que todavía se desean cosas que se pueden obtener. –Ir al mar. –Decís «ir al mar» como yo diría «a París». –No estuve nunca en el mar. Cada vez que leo esa palabra en un libro, me dan ganas de subirme a una carretera y

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bajarme en la playa. Música para mis oídos. Me conmueve. Cualquier estupidez que dice Axel se convierte en música para mis oídos. Me conmueve. Es tan joven que me siento como una madre, una putísima madre, se entiende. No fui con él porque no puedo abandonar mis shows en el Boogie-Bar. Y porque no quiero ser detenida por corruptora de menores. Le compré un pasaje. Lo empecé a extrañar desde que le compré el pasaje. ¡Qué duro ser madre! SEÑALES DE TRANSITO El mar no sabe que es mar ni que lo amás. BOMBÓN -poeta y putaDIARIO Me reúno con La Malco, Trespa y Frula en la Estación Central. Todos me preguntan por Axel, ese chico los impresionó tanto que hasta inspiró un poema de Frula: «Mi amante es una cerda». Hace cuatro meses que Axel llegó a la ciudad y a mi vida. Cuatro meses de amor unilateral y desmesurado. Todo en él me conmueve: es el chico que yo hubiese querido ser. Soy la puta-madre-cerda, cuando mi pequeño regrese de la costa, pasaré una noche entera con mi mejilla reposando entre sus piernas. AXEL Y LINDA MORRIS –¿Me dejás del lado de la ventanilla? –Mnnn. Pasá. –¿Tristeza o malhumor? –Fastidio. No salen aviones y tengo que viajar en esto. –Esto es un autobús. Al principio parece horrible, pero después pasan una película y te dan un alfajor. –¿Sos el hijo del dueño de la empresa?

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–¿Tengo el aspecto? –Para nada. ¿Te molesta si fumo? –Por mí podés fumar, masturbarte o violar al chofer que me da igual. –Sólo quería saber si te molestaba el humo –Y yo te respondí que no. –Hablás como un rockero. ¿Sos una estrella de rock o «algo así»? –Una estrella de rock no soy, pero ¿qué quiere decir «algo así»? –Nada. Es una manera de hablar. Me llamo Linda Morris, ¿y vos? –Yo no. –Desde la escuela secundaria que no escucho un chiste tan estúpido –Es mi problema con las mujeres cultas. Yo soy Axel, para los amigos Axel, el Cerdo. –El viaje va a ser largo, conviene que hagamos esfuerzo por ser simpáticos. –Espero que tenga baño este autobús. –¿Baño? –Sí, Linda, es un espacio pequeño con una pileta, un espejo y un inodoro para... –Sé muy bien lo que es un baño. Está ahí atrás. –Gracias. –¿No ibas al baño? –Sólo quería saber si había, porque siempre tuve la fantasía de voltearme a una mina en el baño de un autobús. BOMBÓN -poeta y putaDIARIO Axel tiene un aspecto que a cualquier mujer le hace pensar: «Una ducha y a la cama». Pero es más fácil llevarlo a la cama que a la ducha.

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AXEL Y LINDA MORRIS –Yo tengo veintiséis. ¿Vos cuántos años tenés? –Si después de «cuántos años», viene «¿de-qué-signo-sos yqué-animal-en-el-horóscopo-chino?», mejor yo sigo leyendo y vos seguís con lo que estabas haciendo antes de abrir la boca. –Sólo quería saber tu edad, sospechaba que te habías escapado del jardín de infantes. –Ahora tu sospecha quedó confirmada. –Te prometo que no hablo más, pero decime cuántos años tenés. –Los suficientes como para meterme en la cama de una mujer que no sea mi madre. –Llegamos. –¿Me dejás pasar, Linda? –¿Adónde vas? –Al mar. –Obvio, pero supongo que irás a un hotel, ¿no? –No. Voy al mar. –¿Pensás dormir en el agua? –No, en la arena. –¿Te estás burlando? –No. –¿Y tu equipaje? –Lo llevo entre las piernas. BOMBÓN -poeta y putaDIARIO Hambrienta de sexo. He perdido el placer de estar una noche a solas. El chico de los cerdos todavía no regresó. Sufro como una madre, de esas.

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Patricia Kolesnicov Resaca Bueno, se puede decir que esto es una cita. Yo no quiero tener citas pero Lucila insiste en que comamos en ese restaurante indio, que ya voy a ver. Así que bueno, voy a comer. Entiéndase. A comer. Lucila tiene unas babuchas rayadas, remera al cuerpo con una especie de mangas de gasa, esa elegancia casual de las chicas escuálidas. Me espera en la mesa Le sonrío: --Estás linda. Le encanta. --¿De dónde sacaste esa remera? Londres, me dice. Cuando fui joven y estuve loca salí con una flauta a Londres, era un servicio para cuando aparecían ratones en los hoteles. --Mirá. --No me estás escuchando. --Sacabas hoteles de los ratones. --¿Qué vas a comer? --Elegí vos, Hamelin. Lucila se ríe, se alivia. Seguro que en Londres aprendió mucho de curry, que elija. Elige, pronuncia divinamente, con esa blandura transparente, el indio queda flechado. Me habla de Londres, de la universidad, del frío, de la soledad. Vienen unos platos variados. Este pica, este no, este así. Comemos despacio. --Gracias por la foto, me dio una punta.

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--Y qué vas a hacer cuando termines. --No sé, volver a París. --¿Tenés novia? --Estoy casada. No es que se ponga pálida, es que no me cree. Obvio que no me cree. Le muestro el anillo: --Estoy casada con Claude Grevin. Indios y todo, Lucila me toma la mano, la del anillo, y la besa. “Saludo a su señor esposo, afortunado”. Y se ríe a carcajadas. --Estoy retirada— le digo. Le digo la verdad. --Ok. Pasa manso el vino, el postre. --¿Qué fuiste a hacer a Londres? --Uhhh La chica moderna no habla de sí misma, no en serio. --Fui a estudiar flauta. --Notable. --De verdad. --Entiendo. ¿De dónde sacaste la foto del dique? --Mi vieja trabajó ahí. Es ingeniera. --¿Hace diques? --Diques, puentes… Menos, le queda chico. --O sea que era una foto familiar. --De su archivo. --¿Y por qué te fuiste a Londres? -- Fui a estudiar flauta cuando mi viejo se cayó de un piso 20. --¿Se tiró? Lucila se encoge de hombros. No cree.

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Vamos desde cero. Antes de subirse al piso 20, el papá de Lucila era bailarín clásico. Malla apretada, culito, todo. --Mamá en el andamio, papá con tutú… --Sos de terror. --Perdoname. --Con el tutú, papá era el galán de América. Pilas de amantes. --¿Hombres o mujeres? --Florencia, no seas prejuiciosa. --¿Hombres o mujeres? --No sé. O bueno, sé de algunas mujeres. O no sé, nunca lo pensé, lo que sé es que mi mamá estaba completamente loca. Lo odiaba, se quería matar, quería prenderle fuego al Teatro Colón. Le gritaba, lo espiaba, pero no lo echaba. La vida era horrible. --¿Y vos? --Era horrible. Lucila mira el plato, juega con los cubiertos. --Yo los hacía callar. --¿Cómo? Lucila estira los brazos sobre la mesa, aparta esas manguitas voladoras, obvio, está toda cortada. --Uh. Le acaricio los brazos. Paso las yemas por ese desastre, ahora soy yo la que sigue el recorrido de unas cicatrices. Dejo las manos ahí. --Y un día ella inauguraba no sé qué gran torre y hacían un recorrido por su magnífica terraza, habían inventado algo como romperle una botella desde una plataforma y ahí arriba a él le dio un ataque al corazón y se cayó.

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--¿Ella tuvo algo que ver? No cree, no cree. --No creo, no creo. --La caída del bailarín… --Estás pensando si fue el corazón o su gran salto, el paso soñado. --La tentación de la belleza extrema. --Cayó como una bolsa de papas. Apoyo los labios en sus brazos. Los recorro con besos suaves, secos. --Yo estaba ahí. Puta madre, tengo el curry atragantado y todavía no llegamos a Londres. Le beso las manos, apoyo la pera en la mesa, ella me toca la cabeza. --Voy al baño. Me levanto, voy lenta, me demoro. Hago tiempo un ratito. Me seco, me acomodo las medias de nylon despacio para que no se rompan, tiro la cadena, destrabo la puerta para salir y una mano la empuja. Es Lucila, claro. Silenciosa, mirándome a los ojos. Apoya la mano para entrar. Paro la puerta con la rodilla. --No, Lu.

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--¿No? Suelta, deja un dedo en la puerta. --Mejor, no. --¿Mejor no? Retira la mano. --En serio. Lucila sale. Me siento en el inodoro, respiro, inhalo, exhalo, inhalo hacia la coronilla, exhalo hacia el jara. ¿Por qué no? Es linda la chica, por qué no, es inteligente, es suave, le gusto. Y tengo unas copas encima, por qué no, la puta que me parió, la puta madre que me parió. Salgo, la cuenta está paga sobre la mesa, Lucila se fue al carajo. Me abrigo, la puta que me parió, paro un taxi. Dónde era ese boliche, dónde era, el sótano de una galería en el centro. No me decido, dónde era. El tachero resopla. Esmeralda, le digo, y Paraguay. Son más de las doce, me bajo en la esquina y sí, ahí está la galería, las escaleras -¿me da el cuero para bajar?-, la bombera de la entrada que me cobra sin mirarme. Adentro hay humo, humedad, el piso un poco patinoso, olor a todo. Fernet, digo. Un fernet, adentro. Fernet dos. Doy una vuelta, buscando. Buscando a esta chica incómoda, parada a un costado, fea –o nada, ni siquiera fea--, que no sabe cómo ponerse y está justo esperando que le convide de mi fernet, que le diga –no baila bien—que baila bien, que la tome de la mano en el tercer tema, para hacerla girar, que le agarre la cintura en el cuarto, para jugar, que me compre otro fernet en el quinto y la lleve contra la pared. La chica que está acá esperando que yo le toque las tetas, contra esa pared, que le abra el pantalón, ahí nomás, con una mano, que me meta en su bombacha y la busque con las yemas de los dedos, sin dejar de dar un trago, otro trago a mi fernet. Ella se para con las piernas abiertas, se agacha un poquito para que yo me apoye, así que me arrimo a ella, la toco, la aprieto, estoy apurada, la muerdo: “Vení”, le digo, “vení conmigo”, y se ve que le pega, porque esta chica fea –ni fea-- tiene su

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orgasmito en mi mano, sin barullo, me toca la cara, trata de ponerme a mí ahora contra esa pared. Es lo que corresponde, etiqueta lésbica uno, pero no, gracias. La beso en la frente, dejo el vaso, busco mi abrigo, salgo por la escalera. La puta que me parió. Me da vuelta el mundo, la puta que me parió.

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Leonardo Oyola Estocolmo No era tu primera vez. Tampoco nada del otro mundo. Lo tuyo era lo más fácil. Lo que te salía mejor. Lo que hacías siempre: darle de comer al Chancho. Cuidarlo. Guardarlo. Echarle un ojo. Hasta que pagaran para soltarlo. Y ahí, así como te lo habían traído, se lo llevaban. Y vos después solo tenías que esperar a que te dieran lo que te correspondía. No te esperabas lo que pasó. La cosa no había empezado bien. Y después se complicó. Mal. Muy mal. Hacía calor. Hacía mucho calor. Hora de la siesta. Cuando Miguelito y el Carloncho entraron en la casilla te llevaste varias sorpresas. Miguelito estaba herido. Y además: él y el Carloncho venían empapados. Al Chancho también lo habían mojado. Y el Chancho… el Chancho era una mujer. Siempre te habían tocado tipos. Muy pocos pendejos. Te enterabas quienes eran cuando ya los habían liberado. Viendo la tele. Así funcionaba la cosa… Y ahora la novedad de tu vida: una mujer era el Chancho. De una supiste que esta no iba a ser fácil de pilotear. Más con el Miguelito sangrando en la panza, el Carloncho hecho una furia y el Chancho sollozando. A ver ahora como te hacés cargo de la Señorita Peggy, René. Miguelito coló rancho y se desplomó en el colchón de una plaza donde pensabas mantenerla acostada a ella. Se acurrucó todo y empezó a temblar. Carloncho con una mano tenía del brazo al Chancho y con la otra agarró tu silla del respaldo, la acercó hacia él y la hizo sentar. Te cabeceó para decirte que vos también te acercaras. Cuando estuviste a su lado, Carloncho levantó la perita para señalártela. Como diciendo: hacé lo tuyo. Y así lo hiciste.

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Habías estado previsor. Pensaste que por el calor que hacía no era conveniente usar la cinta de plomero. La transpiración aflojaba el pegamento y ya te habías comido un garrón cuando aquel se te soltó, ¿te acordás? Por eso compraste tres cachos de sogas de un metro cada uno en la ferretería de la avenida Don Bosco. Con el primero le ataste las manos atrás. Al respaldo de la silla. Ella se quejó un poco. No dejaba de llorar. Pero colaboró. Otra no le quedaba con el Carloncho apuntándole el chumbo a la cabeza. Sacaste del bolsillo de atrás de tu pantalón un pañuelo blanco. Limpio. Recién te lo habían planchado. Lo sacudiste al aire. Dos veces. Lo enrollaste hasta que formaste una tira. Le hiciste un nudo gordo en el medio. La obligaste a morderlo mientras se lo atabas bien fuerte en la nuca para mantenerla callada. Después te arrodillaste a sus pies y uniste cada uno de sus tobillos a las patas delanteras de la silla con las sogas restantes. Tenía puesta una pollera negra. Corta. Ni muy-muy. Ni tan-tan. Ella, nerviosa, juntó las rodillas intentando que no se le viera la bombacha. Se la viste igual. Sin querer. Un segundo. Como tu pañuelo, su ropa interior era blanca con unos dibujos que no llegaste a distinguir. Temblaba. Pero no como Miguelito. Ella más bien tiritaba. Un poco. Por el agua. El agua que le había pegado la musculosa gris a la piel. Volviéndola algo transparente. Marcándole bien las tetas. Con esos pezones paraditos por el frío que sentía aunque afuera y adentro hiciera un calor de la concha de la lora. La mirada clavada al piso. O a esas piernas torneadas que habías palpado mientras le anudabas los tobillos a cada pata. Sí… Temblaba. Y gemía, apenas, a través de la mordaza. Mmphhh… Mmphhh… El Carloncho te volvió a cabecear para que salieran. No tenían que hablar delante de ella. El Chancho no podía escuchar tu voz. Uno de los diez mandamientos del laburo.

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Afuera de la casilla el Carloncho estirando ambos brazos al frente se agarró con todas sus fuerzas del alambrado. Y lo sacudió. Una vez. Antes de que le preguntaras algo. Antes de que se pusiera a contarte que fue lo que pasó. Y entonces te dijo que la mina llevaba un arma en la guantera del coche. Que cuando se avivó que la cosa nada que ver con un choreo, la manoteó y alcanzó a dar un cuetazo. El que tenía en las tripas Miguelito. Que como el calibre del chumbo era menor, mucho no lo estropeó. De una. Pero que de a poco lo iba a terminar haciendo mierda. Vos le preguntaste que iban a hacer. El Carloncho ni lo dudó: seguir. Mientras más rápido terminara todo, mientras más rápido cobraran, más rápido iba a llegar el momento de atenderlo a Miguelito. Se la iba a tener que aguantar. Así lo pronunció el Carloncho. Y así se hizo. Iba saliendo al hueco cuando vos quisiste saber también porque estaban mojados. El Carloncho apretando bien los dientes desembuchó: -Pendejos del orto los villeritos estos... Se quedó callado. Negó con la cabeza. Se le notaba la vena en el cuello. -Están jugando al carnaval. Nos cagaron baldeando ni bien entramos. Te pareció gracioso. Muy. Sabías que no daba reírse. Pero la carcajada se te escapó. Pediste perdón. El Carloncho igual te largó un rosario de puteadas para decir ya vuelvo. Más correcto hubiera sido que te dedicara un adiós. Nunca viste un billete por este trabajo. Tampoco nunca más supiste del Carloncho. Entraste a la casilla. Miguelito había cortado con los espasmos. Pero seguía desangrándose. Ahí fue cuando supiste que no lo iba a conseguir. Y ella, aunque mantuviera los ojos cerrados, un par de lágrimas se le escaparon igual. No paraba de sollozar. Meta gemir a través de la mordaza. Mmphhh… Mmphhh… Te pusiste en cuclillas. Recostado contra la pared apenas

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rebocada. Te refregaste la cara con las palmas de las manos. En algún momento te sentaste en el piso y estiraste las piernas para adelante. Las encogiste. Para después volverlas a estirar. Relojeaste a Miguelito. No pudiste saber si todavía estaba con ustedes. Relojeaste al Chancho. Seguía con los ojos cerrados. Con fuerza. Ahí fue que notaste como se refregaba las rodillas. Desesperada. ¡Mmphhh! ¡Mmphhh! Quería ir al baño. Te diste cuenta. Estaba aguantando. Rogaste que fuera lo primero. Y fuiste a buscar un balde. Por las dudas trajiste también el papel higiénico. Le apretaste con una mano firme un muslo. Ella abrió los ojos y le mostraste el balde. Un poco se tranquilizó. Le desataste los tobillos lo más rápido que pudiste. La ayudaste a incorporarse. Te agachaste delante de ella y le metiste las manos por debajo de la pollera para bajarle la bombacha. Cuando lo hiciste, sin quererqueriendo, le tanteaste bien el culo. ¡MMPHHH! Ella hizo malabares intentando ponerse sobre el balde. Las piernas se le enredaban con la bombacha. La agarraste de un codo y la volviste a parar. De golpe le quitaste la ropa interior y le subiste la pollera hasta la cintura. ¡MMPHHH! ¡MMPHHH! Recién ahí pudo agacharse bien y hacer lo suyo. Mmphhh… Mmphhh… La escuchaste mear. Y seguir gimiendo a través de la mordaza. Esta vez de alivio. Pero no la mirabas. Levantaste la bombacha tirada en el piso. Como también estaba húmeda se llenó de tierra. Limpiándola con el pulgar descifraste de que eran los dibujos que antes no habías distinguido: tréboles de cuatro hojas. Los bordes eran de un color verde bien clarito. Los vivos y el elástico también. Aunque había terminado con sus necesidades se quedó

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un ratito en cuclillas. Todavía con los ojos cerrados. Disfrutó descargar. La volviste a poner de pie. Le estabas por bajar la pollera cuando notaste que goteaba. Y no sabés por qué. Pero te pintó secársela. Cortaste un poco de papel higiénico. La abrazaste fuerte con un solo brazo. Y con la mano derecha se lo pasaste por la entrepierna. Mmphhh… Mmphhh… Nunca habías tenido una mina así. Porque las que estuvieron con vos, porque la que estaba con vos, no eran como ella. Arrugaste el papel hasta convertirlo en un bollo. Lo tiraste. Con la mano con la que la tenías agarrada le manoseaste una teta. Mmphhh… Mmphhh… Te dijo que no moviendo la cabeza. Igual te mojaste con la lengua los dedos índice y mayor de tu mano libre y se los empezaste a frotar. Le sentiste bien esos labios. También su cagazo. Mmphhh… Mmphhh… Mmphhh… Te pusiste mimoso. No importaba que ella se retorciera. Le diste unos besos en la frente. Hundiste la napia entre sus pelos y su oreja. Oreja que también mordiste. ¡MMPHHH! ¡MMPHHH! Dejaste de colarle deditos. La agarraste fuerte del culo con las dos manos y le devoraste los pechos mal. ¡¡¡MMMPHHHHHHHHH!!! La quisiste acostar en el piso pero no tenían mucho espacio. Así que la terminaste apoyando boca arriba debajo de la mesa, le abriste las piernas fácil aunque se resistiera y se la chupaste mientras le acariciabas, al límite de arañarles, los muslos, la panza y los pechos. ¡MMPHHH!

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¡MMPHHH! ¡MMPHHH! ¡MMPHHH! ¡¡¡MMMPHHHHHHHHH!!! Pero ella no acababa. Y a vos la pija no te daba más estrangulándose contra el cierre del jean. Casi te asfixiaste de tanto que estuviste ahí. Saliste jadeando, recuperando el aliento y preguntándote que carajo estabas haciendo mal; mientras escupías unos pendejos de ella que te habían quedado en la jeta. La sacaste debajo de la mesa para apoyarla sobre ella. Boca abajo. Le volviste a tocar el culo. Le agarraste una nalga. Ella gimió apenas. Mmphhh… Abrió los ojos. Te miró. Te sostuvo la mirada. Un segundo. Una eternidad. Volvió a cerrarlos. Mmphhh… Mmphhh… Te desabrochaste el cinturón. Te abriste la bragueta. El amigo salió solito del slip. Y justo cuando se la estabas apoyando escuchaste los chiflidos. Los chiflidos de canario. Esos que hacían los pibes avisando que venía entrando la cana. Lo sentaste al Chancho otra vez en la silla. Pispeaste pero no viste ningún Pata Negra cerca. Eso significaba que estaban ahí. Volvieron a cruzar miradas con ella. Le ataste los tobillos, esta vez juntos, con un nudo sencillo. Y saliste por atrás. Por la ventana. Buscaste el pasillo que te sacara más rápido. Notaste que gente en los techos miraban con esa mirada que lo dice todo: la Bonaerense.

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Pero te pudiste tomar el palo. Y nunca te hubieran vinculado a lo ocurrido. Si no hubiera sido por esa cámara. Sí: una cámara de seguridad te había registrado saliendo por uno de los huecos de la calle Ibañez. Hasta ahí solo eso. Para armarte una causa no tenían nada más que el hecho de que hayas estado cerca de la escena del crimen. Entonces, ¿se puede saber por qué mierda sacaste la nueve-mili? Por reflejo, ¿no? Cuando te contaron lo que les había pasado a ellos, te pareció gracioso. Cuando te tocó a vos, no tanto. ¿O te asustaste, amigo? Te la embocaron bien. Justo en la nuca. La bombita de agua. Lo que quedó de la bombucha roja se pegó a tu remera y no llegó al suelo. Desenfundaste. Giraste sobre tus talones con el arma en la mano y los viste desaparecer por los pasillos. No llegaste a contar cuantos eran. Solo puteaste y te diste vuelta para ver como rajaban. Esa es la imagen congelada por la que te agarraron. La foto con la que le dieron luz verde a tu orden de arresto. Te encontraron al toque. Pero no te pudieron terminar guardando nomás. Apenas pasaste por la comisaría y la leonera. Vos no dejás de decirle a tu Petrocelli que es un capo. Que es el mejor. ¡Que mirá cómo te hizo zafar! Justo-justo cuando ya te hacías otra vez adentro. Y la verdad que tu Petrocelli es un groso. ¡Si habías perdido! Mal. Sí: tu Petrocelli logró que no te pudieran tirar las rejas. A pesar de la imagen congelada. Y eso que no le contaste todo tal cual pasó. Algo en tu interior te decía que mejor te lo guardaras. Lo bien que hiciste. A los cargos que te querían endilgar no les sumaron otros por abuso deshonesto y violación. Porque el Chancho… porque ella… tampoco nunca contó lo que pasó entre ustedes, ahí adentro de la casilla. Y por eso la mina cuando te volvió a ver no te batió en la rueda de reconocimientos.

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Ariel Bermani Niño proletario Son tres y me la están chupando. El más chico tiene una lengua larga y finita y es el que le pone más ganas. Los otros dos –que ya pasaron los quince y me gustan poco-, hacen lo mínimo. Uno se ocupa de mis bolas, al otro casi no lo siento. En realidad su lengua está en contacto con la lengua del más chico y él se dedica a moverla, subiendo, bajando y apenas roza, de a ratos, mi piel. Al más chico lo voy a llamar Ismael: un futuro proletario, o tal vez, directamente, un futuro cartonero. Me dan ganas de echar a los otros dos y quedarme con Ismael. Siempre me gustaron los chicos pobres. Hijos de padres alcohólicos que los inician en una cadena interminable de vicios a la edad más temprana. A los tres años ya fueron violados por el padre, el padrastro, alguno de los tíos y también por los vecinos más solidarios. A los cinco empiezan a drogarse con drogas de mala calidad y a los doce son padres por segunda vez. Ismael no es padre todavía, a pesar de que ya tiene trece. Pero no creo que sea padre nunca, no le gustan las chicas. El taller literario terminó hace unos minutos. El resto de mis alumnos se fueron, pero hice quedar, como siempre, a tres. Los mismos tres de cada semana. A esta hora la sociedad de fomento se vacía por completo. Más succión, ordeno y los otros dos se esmeran un poco, muy poco. Ismael, en cambio, intenta tragarse por completo mi aparato de enormes proporciones, pero solo llega hasta la mitad. Tal vez menos.

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Después del goce, decreto, mirándolos –están con la boca blanca, besándose entre ellos para no desperdiciar nada-: Ustedes se van. Y señalo con el índice de la mano derecha a los otros dos. Vos te sacás eso. Le digo a Ismael, que, enseguida, obedece y se queda con los huesos al aire. Ahora viene lo mejor, pienso y la saliva me llena la boca. Profe, dice uno de los que están yéndose. Qué. Nada, dice. Sé lo que me quiere pedir, pero también sé que no se anima. No pienso darle nada. Ni siquiera un vaso de agua. Profe… Empieza el otro y lo hago callar levantando una mano. Fuera. ¿Qué escribimos para la semana que viene? Fuera, repito. Me dejan solo con Ismael, que tirita de frío o de miedo o de placer. O las tres cosas juntas. 1 de diciembre 2013

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Pedro Lemebel La pecos Bill Y por entonces, los blujines solo se veían en las películas donde los cowboys montaban toros en el Oeste. Ese calipso azulino de la mezclilla gringa era un sueño inalcanzable para los jóvenes coléricos del tercer mundo que veían “Rebelde sin causa”, ansiando poseer ese pantalón símbolo de la rebeldía. En la pobla el primer blujin lo tubo la Pecos Bill, que se lo trajeron importado, por eso le pusieron así, porque era una chica atrevida, con un pelo chuzo que se lo engominaba pegado a la nuca. Se paraba con las piernas abiertas, tomaba cerveza y fumaba por la comisura, igual que los patoteros de la cuadra. Dejó el liceo como a los trece, y de ahí se dedicó a cargar camiones en la feria, subiendo y bajando sacos de papas con sus cortos pero poderosos brazos. La Pecos quiso ser independiente y tener su plata para encargarle a una tía matutera que le enviara de Arica el amado blujin. Desde niña fue brava y fortacha la Pecos, nunca aguantó que nadie se burlara de ella. Y si le llegaba algún comentario o escuchaba que le gritaran: Maria tres cocos, se agarraba a puñetazos y dejaba sangrado al machito burlón. La Pecos Bill era tosca, flacucha, con unas manos grandes, ásperas y callosas que suavizaba con escupo cuando la desafiaban a pelear. Y un día de primavera llegó a la población la familia de la Patty, una adolescente de sombreados ojos avellana y boquita de melón. La Pecos, se la encontró a mitad de cuadra, cuando volvía del colegio, y se la quedó mirando tan fijo, que la Patty tropezó y casi se cae. La Pecos atinó a sujetarla tomándola del brazo. Y ella le dio las gracias, deshaciendo la caricia de esa garra quemante. Por las tardes, la Patty fingía estudiar en la ventana cuando la

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Pecos daba saltos tras la pelota, haciendo maromas futboleras en el tierral de la plaza. La Pecos se sabía observada, por eso acentuaba sus poses de arrabal, fumando y riendo con los chiquillos del club. Desde aquel día, la Pecos entibió su rudeza, dulcificó su mirar hosco y desconfiado cuando aclaraba el milagro de verla venir por la cuadra. Que ternura infinita le colmaba las pupilas mochas, cuando la estudiante, mirándola sobre el cuaderno, le guiñaba el jugueteo del amor. Pero la Patty no la veía a ella, más bien admiraba la mezclilla desteñida del pantalón. Qué lindo su blujin, le dijo un día mientras compraban en el almacén. ¿Le gusta?, ¿Cuándo es su cumpleaños?, preguntó la Pecos con las manos hundidas en los bolsillos. Y pasaron las tardes polvorientas de sol. Y el día del cumpleaños, un niño golpeó la puerta de la Patty con un paquete de regalo. Era el blujin más lindo que la Patty había visto. Tienes que devolverlo, no se sabe de quién es, le dijo la madre. Pero la Patty, lloró, se arañó la cara, se encerró en la cocina y tomó un cuchillo jurando matarse. Y al final, la dejaron quedarse con la prenda, siempre que averiguara quien lo había mandado y diera las gracias. Pero la Patty, argumentó que era un admirador secreto. Y el domingo de feria, se encapsuló la ceñida mezclilla en sus caderas y salió a comprar. Y como si no escuchara los silbidos y piropos de los chiquillos en la esquina, iba y venía por la pobla, creyéndose diosa pop, vestida para matar. La Pecos, en el grupo de chicos, fumaba y fumaba, esperando el minuto de encontrarla sola frente a frente para recibir el agradecimiento de quizás…un beso. Era lo único que esperaba, nada más, solo escuchar su vocecita nombrándola, mirándola tan cerca, un segundo amor mió, para embriagarme de tu aliento. Pero pasaron los días, las semanas, los meses, y la Patty ya no se veía por la cuadra. Decían que ahora tenía amigos fuera de la población, de otro barrio, chiquillos de chalet que también usaban blujines, jóvenes decentes que la venían a dejar en auto a la puerta de su casa. La Pecos nunca recibió las gracias por el regalo, y un poco más

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trizada, siguió en la misma, peloteando en la plaza y fumando bajo el farol de la esquina. Después vino el alcohol, violento y a mares, con esa embriagadora pena que le partía el alma cuando comentaban que la Patty estaba de novia y se casaría a fin de año. Una tarde, medio nublada por la cerveza, los vio bajar del auto y venir de la mano riendo por la vereda. Se tomó un gran sorbo, se arregló el blujin en la entrepierna, se engominó con saliva la chuleta, se puso roja como un toro, bufó la espuma de la chela con rabia, y cuando estuvo frente a ellos, solo atinó a levantar la botella para escupirles un desahuciado salud.



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Ariel Alvarez Vacaciones de mí mismo 1 – El Herrero Hoy. Justo un día como hoy. Harto del encierro salí. Y salí a flashearla, y volví todo tomado por la nostalgia. Alcohol y adoquines mediante me encuentro con un “viejo” conocido: “El Herrero”. Un taxi boy hermoso y cabezón de un-peso-pa´-la-birra. Hermoso como siempre. Mas curtido que nunca (como si eso fuera posible). Y sí, siempre se puede más. Y a veces eso es lo mejor. En el Yiro lo llaman así por su afición a quemar a sus clientes con puchos. Todos soportan el dolor. A los que les gusta, disfrutan del sado callejero. A los que no, los quema igual. Estos no sólo pagan por la enorme pija que tiene, también garpan por el martirio. Qué se le va a hacer. Hay gente muy sola en este mundo. ¿Quién tira la primera piedra? El sigue creyendo que laburo de taxi. Yo no lo desmiento y me entretengo, como su “colega”, con sus ya aburridas anécdotas. La última vez que me lo crucé (años) moría de amor por un “brasilerito” de 14 que yiraba desde hacía poco. Y también, por aquel entonces, moría en sus contradicciones el pobre Herrero. Como hizo siempre, me mostró un montón de billetes arrugados que sacó del bolsillo hechos un bollo (al Herrero siempre le va bien). Y como siempre me invitó a beber. Y lo vi llorar. El Brasilerito se le murió de Sida. Hermoso El Herrero cuando llora. Con esa hermosura propia de los hombres de casi 40 (la mejor edad, dicen las viejas). Más hermoso si lo conocés y sabés que sólo tiene 27.

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2 – El ropero tuneado Y ahora viene una seguidilla de lugares comunes: la calle, la noche, el adoquín, la facultad de Trabajo Social (sólo para entendidos). Me senté. Bien, bien tranquilito a terminar mi petaca de whisky. Y de pronto siempre lo mismo: ¿Parás allá? Pero yo estoy sentado acá. Ok, me levanto. Voy y vemos. Me decidí porque desde que lo vi, el único objetivo en mi vida fue subirme a un auto como ese. Y ahora vienen las repetitivas lecciones aprendidas en el Manual del Buen Yirante (Cap 2): Te levantás de donde estabas sentado. Te acercás al auto. Te parás haciéndote el lindo al lado de la ventanilla del puto que maneja y apoyás el brazo izquierdo sobre el techo cosa de quedar bien visible para las luces de los otros autos que siguen pasando, y siguen y siguen yirando, dando vueltas y vueltas como en un calesita aburrida, indecisa, pretenciosa y conflictuada. Hago la performance completita, sólo me importa subirme a un auto como ese. Una bestia nórdica, rubia, gigante, peluda y bruta, con musculosa blanca y shorts de futbol detrás del volante. Un plus debo reconocer. Era un lindo accesorio para el rodado. Ahora viene la pregunta más boluda de todas: --¿Qué andás haciendo? Juntando firmas para construir un refugio de perros de la calle. ¿Qué voy a andar haciendo acá, pelotudo?, pensé. --Dando un par de vueltas. ¿Vos? --contesté, con mi tonito más minuchi. --¿Qué buscás? --dijo afónico el descendiente de Odín. El Santo Grial, imbécil. --Hacer alguna –le dije. Y sigue el instructivo: ¿Activo o pasivo?, ¿Cómo venís de pija?, ¿Tenés lugar?, y así. Me subo (por fin). Por dentro el auto es tan increíble como por fuera. Y el hijo de Asgard hablaba, ese era el problema. Que a dónde vamos. Que tengo novia. Que a un telo no. Que adentro del auto y en la calle tampoco. Que nadie sabe de lo “mío”. Que

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nadie sabe que vengo acá. Borracho y peleador como estaba empezaba a arrepentirme de haberme subido al carruaje de Thor, con lo que me gusta Loki, sobre todo después de las últimas versiones cinematográficas del cómic. Lo bardié onda “en La Plata y yirando con este auto”. -- ¿Vos sos boludo? ¿Pretendés que nadie note que estás acá? ¿Nadie en toda la ciudad tiene un auto como este? Me quiso bajar, se puso heavy. Ligué un par de cachetazos. Yo le manoteé el bulto gigante que estaba debajo de sus shorts de futbolista, esos de una tela medio brillante, esos que no mienten. Tenía la chota dura desde que me había subido al auto. Se la saqué y directo al buche. Era el martillo de Thor hecho carne. Mi Dios escandinavo bajó los decibeles de la bronca y subió el volumen de los gemidos… Y es que cuando uno tiene un don, lo tiene. Lo bien que hice. Nunca (en mi vida) me había subido a una coupé Taunus de los 80 con las llantas tuneadas y de color púrpura. ¡Sí!, ese era el color del auto. Y sí, valió el esfuerzo. Siempre es bueno que las cosas te asombren. Qué ALGUNAS cosas te asombren. 3 – Perverso Rent- A- Car Hay una parte del Yiro donde las calles tienen empedrado. No es la de más acción pero es la que más me gusta. Esa es mi jurisdicción. Recuerda a otra época, al pasado: los árboles, las veredas, las paredes, los putos, todo. Llevaba mucho tiempo sin ir. Y a veces volver a un lugar donde parece que el tiempo no hubiera transcurrido está bueno. Caminaba rápido tratando de mezclar torpemente vodka y Sprite, todo en una botellita. Me hicieron señas. Tachero alta gama, lindo auto también. Dejé mi intento de trago escondido en la escalerita de entrada a una casa y fui a lo mío. Él tardó dando vueltas hasta encontrar una calle oscura y no paraba de hablar de los muchos amigos que tenía que se

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querrían enfiestar conmigo. Después de coger le pedí que me dejara en donde me había encontrado. Era una noche de esas, insaciable, quería seguir. Anotó su teléfono en un papelito y donde yo creía que había escrito su nombre puso: “Taxi”. “Hola Taxi. ¿Cómo va?”, me imaginé llamándolo y me reí a carcajadas. Todos los asientos tenían sensores, el relojito nunca paró de correr. Fue un polvo de 85 pesos y monedas... Tengo tarifa actualizada. La botellita con el trago me estaba esperando. Me senté a chupar. Se me acercó un pibito. Martín, 20 años, taxi. Me preguntó cómo me estaba yendo la noche, si venía sacando algo de guita. Doy taxi, siempre fue así, nunca vienen y me preguntan si estoy laburando, lo dan por hecho. Si seré idiota que me puso contento saber que casi a los 40 todavía me puedo colgar el precio. Martín laburaba cuando necesitaba plata. Hacía como siete meses que no aparecía por la zona y según él no era puto, era activo. Parece ser que el taxi que entrega el orto es más marica y eso está mal visto. Cuanta negación que hay en la calle. Me contó que me miraba desde lejos y había seguido en detalle mi secuencia con el tachero. Le convidé mi trago. No quiso. --Ya lo probé está mortal --dijo algo tímido, casi inocente. Pero se ve que hubo algo en mi mirada. O en mis colmillos que empezaban a asomar en mi sonrisa (son más largos que el resto de mis dientes. No doy vampiro igual, doy otra cosa). El pendejo se puso incómodo, cayó en la cuenta de que yo no estaba laburando, pero ni siquiera me miró como a un cliente. Se paró rápido, se acomodó los pantalones (toda una imagen). --Bueno, yo sigo un ratito, capaz que ya muevo de acá --me dijo, como aclarando por temor a que lo siguiera o a que le hiciera algo peor. Y empezó a caminar cada vez más rápido hasta que dobló en la esquina. Martín me tuvo miedo. Huyó. Lo bien que hizo.

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4 – Top Five (parte 1): El Manija El Manija era eso, re manija. Le gustaba ir al yiro para que los putos le chupen la pija y acabarles en la boca. Yo era uno de ellos. Muchas veces lo drené al Manija. Nunca quedábamos en nada, casi nunca hablábamos. Un solo “agachate y tragala toda”. Yo me agachaba y la tragaba toda. Me encantaba El Manija, me ponía como una moto. El Parque Saavedra está dividido en dos mitades, una abierta, la otra cerrada. Queda a unas cuadras del Yiro y por aquel entonces era un lugar ideal para coger. Ahora hay mucha yuta. Hasta tiene un milico que da vueltas por dentro en una especie de carrito de golf. Yo vivía cerca, pero no llevaba gente que me levantara en la calle, es decir, no llevaba a casa al tipo de gente que me gustaba levantar y mucho menos a alguien como El Manija. Era pendejo y todavía vivía con mi familia. Esa noche después de agacharme y tragármela toda, le propuse ir a tomarnos unas birras al parque. Estaba decidido a coger con el Manija, a que el Manija me cojiera, mejor dicho. Nos tiramos en las raíces de un árbol enorme. Me costó convencerlo pero al final me partió contra el tronco. De parados, me dio sin asco y sin forro. Cuando acabó se puso muy paranoico. -- Vos no tenés nada no? ¿Seguro? Y no Manija, yo no tenía nada. Que se pusiera tan perseguido me tranquilizó, yo también estaba nervioso pero pensé: “Lo hecho, hecho está”. Nos quedamos charlando, me contó de su vida y sus mujeres. Me dijo que yo le caía muy bien. --Movamos que te presento a mis amigos –. Me ayudó a levantarme. Todo el camino a Plaza Matheu fuimos bebiendo y repitiendo el numerito de “agachate”. Esa noche fui su novio y yo era un pendejo tan abombado que me parecía genial ser novio de un chico así. En esa época tener calle era sexy, era un mérito, era un valor en sí mismo. Llegamos a la plaza que entonces era oscura y no tenía patyrolos. Sus amigos estaban todos fumando porro en un

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banco: dos pibes más manijas todavía, una puta hermosa con un exagerado peinado afro y una torta rubia que me hizo acordar a Danny DeVito en el papel del pingüino. --Él es El Ceja --me presentó. Antes de que me pasaran una ceca la Torta y la Puta se empezaron a pelear y se dieron masa de lo lindo. Una boxeada rápida y violenta, de golpes cortos y contundentes. Duró apenas unos minutos hasta que se abrazaron y se pidieron perdón como si fueran borrachos en un bar. Yo miraba sin decir palabra. “Vos no hables mucho”, me había advertido El Manija antes de llegar, temeroso de que se me notara lo puto y así su fama de guacho pulenta quedara destrozada como la boca de la Puta después de la contienda. Y es que la tapadez del Manija estaba metida en un ropero, que estaba a su vez metido en una caja fuerte que fue arrojada al mar y cuando el mar se secó, quedó sepultada bajo 2 kilómetros de arena. Y ahí estaba la estúpida de vuelta creyéndose especial porque el chongo la había llevado a “su mundo”. Y sí, tenía en mi cabeza la peor combinación: juventud, huequez, aburrimiento y encima antropóloga. Porros y birras después, nos fuimos de ahí y seguimos cogiendo por toda la ciudad. Cada vez más furiosos, cada vez más de día. El último polvo fue a un costado del hospital San Martín. Ahora sería imposible: está todo enrejado. Nunca más lo volví a ver. Él está en el top five de mi lista de posibles “contagiantes”. No pienso mucho en eso, no pienso mucho en él. Apenas recuerdo su cara. La última vez que El manija vino a mi cabeza fue una mañana, hace un par de meses. Estaba acompañando al chico con el que tenía una historia a buscar sus análisis al San Martín. Su novio, “el oficial”, quiso contagiarlo. Al pasar por ahí le conté la anécdota del polvo en el costado del hospital, sin entrar en detalles, me pareció demasiado para el loquito. No me dio pelota. Caminaba rápido, dando zancadas, con sus 22 años erguidos y hermosos. Estaba muy nervioso.

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Washington Cucurto Amor con tomates podridos Tú, primero, me dice el niño. ¿Yo primero, niñín? Sí, déjame metértela primero a mí que soy más chico. Pensé, está bien, será como meterme un hisopo en la oreja. Ay, me enternezco todo como un ternerito del bosque, sí, mi vida, dame un beso con sabor a moco, dame un besito de tu boca con sabor a alfajores Guaymallén, besáme besáme mucho, llegáme a lo más hondo, qué grande sos pendejo. Dame el fuego de tu boca, changuito querido, mitaí coliflorino con sabor a ternura pura, dame un beso con esos labios cárneos de capullo de amapola, eso, dame un beso de tu ser, glucosa ardiente de tu saliva de mermelada de mamón... Me bajo los pantalones, me entrego completamente a la luz de luna y a las sombras de los árboles de la plaza que nos acunan como bebitos abandonados por una madre bruta. Y le digo, dale, dame con todo, bebito. El niño se desprende el cierre de la bragueta y saca su picha bastante bien para su edad. Empuja, empujá, guacho divino y acaba adentro mío, no dura ni cinco minutos. Siento su lechita revoloteándome como mariposas por mis tripas, de pronto, una picazón terrible me llena el estómago y son sus bichitos que me llenan la panza, me muerden el hígado juegan en el tobogán de mi vejiga. Siento un fuerte impulso de meterme el dedo en el culo y me lo meto, me rasco lo más hondo posible. ¡Qué delicia única en la vida, tener adentro la sidrita de leche de un guainito de 16 pirulines! ¡Ay qué lindo que te entre en tu vía estrecha, en tu parte más macha y privada e intocable, un nenito de 16 años, con esas calidez, ese aroma a cigarrillo barato, que te bese la nuca con sus bigotitos de juguete y sus manos suaves y retaconas! ¡Hombres, machos, toros del mundo, embambinadores,

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emperimbombadores, culeadores siempre, no hay nada más lindo en este trolo país ni en el mundo que tener adentro la linda e inocente picha de paraguayito bailantero de 18 años! ¡Prueben y serán más hombres! ¡Prueben y descubrirán el secreto de la vida! ¡Ay, machos de Jean Coctau, a navegar por la pinga de un niño! Entre besitos entrego a mi ángel bailantero en las manos del señor chofer-colectivero del bondi que se toma hacia su casita en Florencio Varela, no sin antes claro pasarle mi teléfono. Levantando la manito en un chau, chau, se aleja el el famoso Halcón 148 ramal Constitución-Florencio Varela. Me salgo pa la calle a dar una vuelta por las veredas roñosas y prostibularias de Constitución. Ya casi amanece, ya es sábado, ya es hora de tirarse a dormir en un colchón mugroso de sábanas apestosas, ya es hora de hacer plac y el alcohol te cobre y se te suba a la cabeza como un cáncer, una manifestación de hormigas por adentro de la sangre directo a las neuronas, vueltas, vueltas, insomnio, jaqueca terrible, diarrea, tos, el envenenante alcohol que le ponen a la cerveza, al gin- cola, al vino... Hoy no trabajo. ¡Qué triste es volver de la bailanta con olor a transpiración mezclado con miles de perfumes de mujer que hacen un horrendo y único olor de mujer, qué horrendo este olor a cigarrillo y cerveza y estómago con vómitos! Ay, curepís del rioba del consti bailable, más triste que eso es volver al supermercado, sin chichi que te acompañe a la parada que te declare amor eterno, que te diga nos vemos mañana a las dos de la tarde en la Confitería La Central. Más triste es tener que ir a trabajar, volver a Carrefour. Sé, que un día dejaré ese puto supermercado, ese trabajo que odio por explotador, sé que un día no volveré más a la góndola de las verduras y también la extrañaré como un loco o un perro de la calle. Ese día no es hoy, será mañana, más adelante, por ahora continúo, sigo, calladito reponiendo, siendo el número 945 como figura en mi legajo. Mañana será todo distinto y ahora mejor aprovecho como vienen barajas las cosas, ese bun

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bun día, quiero estar bien, entero, afeitado y con la sonrisa impecable, ese gran bun bun día, zas, zas, acabaran con todo ¿quiénes? Ellos, no me pregunten que no sé nada, soy un ignorante eterno, ellos, los yanquis, los ingleses, los alemanes, los chilenos, sí, sí todos ellos, toda esa puta parche pinche de mierdas políticas... por eso ahora mejor me regreso al salón del carre lleno de luces, y de clientas conchetas comprando todo tipo de porquerías, llenísimo de ofertas, y yo embobado con la turca Miriam, así se me pasaban las horas más rápido. Miriam, floraza, sos lo único que me empuja con alegría a los tomates podridos, a las papas sucias y picadas. Lo que es el amor, gracias a vos turquita dulce, puedo aguantar este trabajo miserable. Estoy parado en el centro del salón, borrando precios y aparece Patito con una zorra y un pallet lleno de cajones de morrones y tomates, Núñez mandó a que armemos una puntera de tomates. El pallet venía echando jugo. Güevón, estos tomates están pasados, no sirven ni para salsa, le recriminé. Sí, se lo advertí, pero me dijo que los repasemos y lo pongamos antes que le manden una circular de la Central. Tiene 300 cajones pudriéndose en el dock, me dice Patito. Pero, gúevon, póngalos en la cámara, le dije. Si no hay lugar. Si no hay otra armemos la puntera, pero te digo que se va a llenar el salón de moscas. Al rato cayó el gerente y nos lustró la madre. ¡Ehh, manga de boludos, como van a poner ese tomate a la venta! ¡Le quieren vender tomate podrido a la gente! Nos pasó un flor de trapo y comenzó a gritar en medio del salón y a tirarnos tomates en las pecheras de trabajo. Unas viejas con carrito, también nos dijeron de todo, nos trataron de irresponsables, sinvergüenzas y al final negritos analfabetos que obedecen como ganado, las escuché decir. Patito le dijo que nos había autorizado Núñez y que se lo advertimos. Para qué! se calentó más. ¿Y ustedes manga de pelotudos consientes, le hacen caso a cualquier tarado, a ver pongan los dedos en el enchufe! Nos dio otro pesto más y salió como un toro bufando para el dock. Ay, patito, amigazo del alma, eso te pasa por vago,

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y a mí por darte bola. Te dije que no pongamos los tomates, pajero. Que me echas la culpa a mí, decile al pelotudo de Núñez. Ahora este gordo trolo nos saca todo el premio entero, loco, la próxima vez que tengás que hacer algo hacelo solo, no me metas en ninguna de tus boludeces. Qué bien te queda tu apodo de comadreja, porque le escapas a la zorra. Pato qué pereza man, macunaíma sin poderes pareces. Patito, como te gusta seguir a las siervas del barrio, tu nombre es Gustavo Donaire y nos enteramos todos, la mañana que dijeron tu nombre por los altoparlantes del supermercado. Que buen compañero que sos, negro, gracias. NO, no me pongas ahora en guacho, cuando el único guacho ortiva sos vos, que sabías bien que nos iban a cagar a pedos. Listo, listo, no me hables más, cortemos ahora porque me dan ganas de cagarte a piñas. No, no pasa por ahí, pero hacete cargo, fuiste vos el que trajo el pallet de los tomates al salón. Está bien, puto, ahora me lo llevo anda a hablar con Miriam, anda a cambiar etiquetas y a botonear lo que hacemos. “Repositor Gustavo Donaire, presentarse urgente en oficina de administración”. ¿Qué había pasado? Habían agarrado a todos tus hermanos en una chacra de Salta, tenían secuestrado a un empresario. La poli te vino a buscar y te llevaron. Nunca más volviste, Gustavo Donaire, Patito, qué habrá sido de vos, ojalá estés bien y no en cana. Cada vez que viene la siervita aquella me acuerdo de vos, la veo alejarse con su uniformecito azul con cuadros blancos. Una vez me preguntó por vos, y le dije que no trabajabas más. Lo mejor hubiera sido que no traigan los tomates, lo mejor hubiera sido que no llenaras la solicitud de repositor. Como yo la necesitabas. Lo mejor hubiera sido siempre que no hubieras nacido. Vi la tristeza en sus ojos y se fue empujando el carrito. ¡Ay, la poli, la puta ley otro amor truncó!

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Daniel Gigena Chacarera Vogue En uno de los interminables viajes hasta el trabajo, en el 15 o el 117, pienso que mis experiencias amorosas de los últimos diez años estuvieron impulsadas por los lugares donde, en mayor o en menor medida, transcurrieron: Río de Janeiro, Quilmes, San Antonio. Al descubrimiento del “universo” ajeno -aunque algunos tipos nos parezcan después un páramo o una estrella muerta y fría- se superpuso la revelación de un espacio nuevo y diferente (nunca viajé mucho y tiendo a comparar todo con Córdoba). Los nombres de los árboles con flores en las calles de Botafogo (y los de las frutas en los mercados de Nitéroi: jabuticaba, acerola, pitanga…), los paseos públicos un poco abandonados de la zona sur bonaerense adonde íbamos a tomar mate con H y sus amigos, la efervescencia casi pirotécnica de la puesta del sol en el campo alimentaban a su manera ese aspecto cognitivo que cada relación sentimental estimula. Ayer al atardecer, luego de que S y yo volviéramos (dos veces) del río de Areco, mientras él había salido a comprar una cerveza -no oyó que yo le pedía un agua-, regué las plantas, el jardín en macetas de su amigo, de viaje, de quien él habla mucho. La gente que pasaba por la calle me miraba regar con la manguera (tiré tanta agua que dos sapitos salieron de sus escondites a refrescarse) y yo imaginaba que la gente imaginaba, al verme, una vida diferente de la que tengo, posiblemente más parecida a la que me gustaría tener. Incluso esa idea totalmente falsificada de la realidad me hacía sentir bien, como (imagino) el alivio de las plantas regadas con abundancia.

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El amigo de S es psicoanalista y, por lo que escucho, tiene muy buen cuerpo. Practica remo en Tigre y en el río Areco, sale a correr y a andar en bicicleta por la costanera arbolada. A los pies de su cama, donde con S dormimos y tenemos relaciones sexuales lentas y elaboradas como (imagino) alguna especie de serpientes pueden tener, hay una barra con pesas. La biblioteca del amigo me produce sentimientos ambiguos: al lado del libro de Gilles Deleuze sobre Leibniz hay uno de Santiago Kovadloff (me río solo cuando recuerdo que integra la Academia Argentina de Letras). Encuentro lindos CD, pero no hay equipo de música disponible. S me cuenta que su amigo tiene en el pueblo un amante, al que ambos llaman la Soprano, no por su pertenencia a la mafia sino porque canta en los bares de Areco junto con su padre y su hermano heterosexual. Vamos a la noche a verlos en un bar ubicado frente a la plaza principal. La gente quiere divertirse en cualquier parte y a cualquier precio, lo sé por experiencia propia. Lo que vemos desde la calle (porque no hay mesas disponibles y no pagamos los treinta pesos que nos piden dos mujeres despeinadas con una caja de zapatos entre manos) se parece a un número de circo con actores disfrazados de gauchos (boinas, pañuelos y fajas) y lo que escuchamos es un cóctel confuso de acordeón, guitarra y palmas. Nos vamos sin saludar a la Soprano, que baila una chacarera demasiado coreográficamente, al estilo del videoclip “Vogue” de Madonna que dirigió (también me causa gracia) David Fincher. Le digo lo que pienso a S y se ríe por segunda o tercera vez en seis horas. En su compañía aprendo a intuir qué comentarios puedo hacerle y cuáles guardar para otro momento. Salgo con Touch –derivación de un apodo que Jorge, que murió en el año 97, probablemente el peor año de mi vida, le puso a su amigo tarotista- a ver una película de terror en el Cinemark de Puerto Madero. Atrapadas por la trama de una pareja de exorcistas que debe ayudar a una familia medio

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cuáquera a espantar los demonios que atormentan a una de las hijas –y que además parasitan a la madre- casi no miramos los bultos de los dos que se sientan detrás con las piernas estiradas (piernas gruesas y tensas por los jeans modelo 2013 y una efectiva rutina de deportes). Tampoco vamos al baño del cine cuando termina la película. Ya fue. Hablamos de posesiones demoníacas y técnicas para espantar a los malos espíritus. Además de tirar las cartas de tarot, Touch limpia casas y negocios con incienso, mirra, benjuí, ruda y estoraque, a los que quema con carbones en una sartencita. Tiene varios clientes (yo entre ellos), incluso algunos policías con procesos judiciales en curso. Algunos zafaron de la cárcel con su ayuda y por eso, me dice, reincide en darles una mano mágica a cambio de dinero. Me describe con precisión de detalles la vestimenta de sus clientes, si son elegantes u ostentosos, me cuenta si están casados, cuántas amantes mantienen, si tienen hijos, pero muy poco de las causas en proceso, alentadas (creo haber escuchado) por organizaciones de derechos humanos.

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Claudio Zeiger El caso del jugador andrógino Era un tiempo suave, de pausados giros, pero… … todavía era costumbre discutir en medios de comunicación y mesas de penumbrosos bares acerca de fútbol y homosexualidad. Era inminente, aunque aún no se supiera, la posibilidad de que merced al Matrimonio se mestizaran las más diversas gentes y sexos, bautizados previamente o no, eran tiempos revueltos y devueltos y todavía el máximo dirigente de un club luego devenido alto mandatario (alcalde, se hacía llamar, pues era de derechas) de la graciosa ciudad de la Misteriosa Buenos Aires, afirmaba en un reportaje que no le gustaría un jugador gay en el plantel de su equipo ya que le parecía un reverendo desorden, algo anormal, vamos, como una enfermedad; todavía un periodista le había preguntado si aceptaba un jugador homosexual en su club; todavía se preguntaban y se contestaban y se meneaban tales tristes tópicos; todavía se asociaba el fútbol a una virilidad fálica, y eso no sólo desde una perspectiva denigrante y discriminatoria; algunos críticos de la zona GLTTB EAEAPP QUEER veían, por decirle así, “gaycidad” en cada pelota entrando al arco (¡perforó la red!) en cada beso cada abrazo, en los festejos a torso desnudo tras un polvogol (acto penado, dicho sea de paso, con tarjeta amarilla para evitar reincidencia: a la segunda, tarjeta rosa y al vestuario); todavía a los hinchas cavernícolas, o sea, a todos y cada uno de ellos, lo primero que se les ocurría decirle al rival, la primera palabra que se les venía a la mente y luego a la boca como la persona asustada grita “Mamá”, era “Puto”, emitida con la fuerza despectiva de un eyaculado gargajo. Gallina puta y bostero puto y negros putos y calamar puto; todavía se quería seguir desacreditando

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al mejor futbol del mundo afirmando que su más célebre estrella había debutado con un varoncito; todavía, y a pesar de asistirle toda la razón del mundo, nuestro Máximo Exponente y Mito se había desquitado del acoso mediático al grito de “¡Me la chupan!”, y poco después haría las delicias de tirios y troyanos al inmortalizar el dardo dirigido contra un puto periodista, meneando la cabeza al ritmo de vos-sí-que-latenés-adentro. En fin, formas de decirles a los insoportables periodistas deportivos que eran ni más ni menos, una manga de homosexuales; todavía un jugador de voz, diríase, atiplada, voz de pito como decían de Belgrano, un jugador de brioso porte y pierna bien fornida se casó con una hermosa modelo, con lo cual le habría asistido todo el derecho del mundo a decirle a sus detractores burlescos lo mismo que le dijo nuestra estrella máxima a los deportivos periodistas; todavía le relación entre fútbol y homosexualidad transcurría por esos fatigosos derroteros cuando se empezó a hablar del caso del jugador andrógino. Surgió de las inferiores de su club, haciendo honor a la condición ambigua e inestable de un andrógino que se precie. No iba a aparecer ya hecho y derecho transferido desde algún sufrido equipo provinciano que debe vender sus pocas joyas, ni era de esperar que fuese uno de esos muchachos que van a Europa y terminan en el banco de suplentes de un club de segunda línea, amargados y muertos de frío y lejanía, y entonces vuelven como los salvadores del supuesto club de sus primeros amores. Venía rotando, por así decirlo, de la novena a la octava, a la séptima, hasta la quinta y la cuarta, el cuerpo fluctuante y cadencioso, algo escandaloso, y entonces sus formas andróginas pero no por ello –o por ello mismo- menos llamativas y llameantes, atrajeron las atenciones de instructores, detés, mánagers y otros tantos sucedáneos del Maestro orientador de los discípulos. Al borde de la tercera división hubo que empezar a hablar en serio del asunto. Entonces el jugador andrógino, aunque protegido todavía por las mieles del

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aprendizaje, cobraría visibilidad. La decisión fue finalmente positiva y fue correcta. De la tercera, y como quien no quiere la cosa, sus andróginas asentaderas empezaron a posarse levemente sobre el banco de suplentes de primera, hasta que una tardecita de domingo ni muy fría ni muy caliente, ni muy local ni muy visitante, una tarde de domingo en la que cualquiera firmaría el empate, el Flaco Torcaza, el técnico que dicho sea de paso se parecía bastante a Iggy Pop, lo cual hace suponer que alguna comprensión hacia el muchacho andrógino podía llegar a tener, lo señaló con el dedo y le dijo: “entrás”. Entró. Y trazó fintas y cinceló canillas, tobillos, ligamentos, rótulas y pentimentos. Sus gambetas semejaban a los versos de la última etapa de Perlongher, eran recargados, cristalinos, superiores e incomprendidos; avanzaba por el césped como un chorreo de las iluminaciones. La rompió. Fue, vino, fue y vino, y vino y fue y la hinchada, hacia el final del match, lo señaló con un cerrado aplauso, respetuoso, admirado y asombrado, coronación de gloria y de extrañeza. Nótese que el jugador andrógino, ya debutado en la primera, no era un goleador ni nato ni neto. Era un jugador creativo, generoso para con los compañeros, generador de juego y, sobre todo, un jugador sensible e inteligente. Una bocanada de aire fresco para nuestro fútbol plagado de centros, pelotas (con perdón) paradas, centrales como torres de ajedrez y bolas al boleo. Una sensación para la prensa, que lo elogió aunque cada vez que lo hacía, al final del elogio el periodista de turno parecía dejar las palabras en suspenso, describiendo así casi sin quererlo ese residuo de sombra, luz y magia inasible para los mortales que poblaban las gradas del dominguero circo. Un dolor de cabeza para las hinchadas rivales. ¿Qué iban a gritarle? Intentaron con lo de siempre, pero el desprecio gracioso en los ojos del jugador los disuadió. Sabían –todos sabían- que estaban frente a algo diferente. Cuando se empezó a utilizar el término Andrógino para designarlo o calificarlo, todos entendieron que no se trataba

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de un mero apodo como Rulo, Flaco, Chapa o Patito. Ese designio cargado de irreverencia, primero dicho en voz baja y luego sostenido con creciente altanería, quedó como una marca y hasta una metáfora, cuando no como la palabra justa de la Utopía, aunque menos rebuscado que el Barrilete Cósmico, como más destinado a ser incorporado con naturalidad al idioma de los argentinos. Y como siempre sucede en esta dulce tierra después de ser sensación, motivo de debates, pullas, polémicas y también intentonas de ciertos sectores de la militancia que quisieron ponerlo como Ejemplo, adalid del matrimonio igualitario (o andrógino), a lo que él se negó con un desdén bastante seductor por cierto, el jugador andrógino, ya bautizado Andrógino y así por todos conocido, finalmente fue transferido. Y, como sucede cuando el deseo y la realidad no terminan de coincidir pero la limosna es grande, no fue a Italia ni a España ni a Inglaterra sino a parar un club de los Reinos Unidos de las Arabias Milenarias. El jugador andrógino se perdió entre las miliunanochescas páginas de un fútbol de oro negro, especias y regalías extraordinarias, y dicen que por las noches de esas Mil, también integra el harem de un simpático príncipe casadero. Quienes han seguido sus pasos consideran que es más probable que lo veamos próximamente en una mega producción de Hollywood, antes que en el potrero mundialista representando a un fútbol que, como el nuestro, siempre sueña con el inalcanzable goce de la gloria.

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Abelardo Castillo El marica Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame. Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas. –Te lastimaste por mí, Abelardo. Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas. –Soltame –dije.

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A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es. Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo. Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste: –Sabés, te admiro. No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era. –Es un marica. –Déjense de macanas. Qué va a ser marica. –Por algo lo cuidás tanto… Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta -uno también elige-, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo. –César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas. –¿Con los muchachos?…

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–Sí. Qué tiene. –Y bueno, vamos. Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles. –Abelardo, vos lo sabías. –Callate y entrá. –¡Lo sabías! –Entrá, te digo. 2 El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra. El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego. –Debe estar sucia. Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose. Nos guiñó un ojo. –Pasa vos, Cacho. –No, yo no. Yo, después. Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía. Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas. –¿Dónde está César? No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán -un ademán que pudo ser idéntico al del negro- se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo

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estaba fuera del rancho. –Vos también te asustaste, pibe. Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas. –Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue. –Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá. Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas. –Lo sabías. –Volvé. –No puedo, Abelardo, te juro que no puedo. –Volvé, ¡animal! –Por Dios que no puedo. –Volvé o te llevo a patadas en el culo. La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando. –Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros. Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste. Cuando te ibas, todavía alcancé a decir: –Maricón. Maricón de mierda. Y después lo grité. Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame. Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.

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BIOS Adrián Melo es doctor en Ciencias Sociales. Es autor de los libros “El amor de los muchachos. Homosexualidad y literatura” (2005), “Historia de la literatura gay en Argentina” (2011), “Obsesiones y fantasmas de la Argentina” (en coautoría con Marcelo Raffin, 2005) y compilador de “Otras historias de amor. Gays, lesbianas y travestis en el cine argentino” (2008). Colabora con el Suplemento Soy de Página 12. “Me encantaría acostarme con 4 pornos: Zeb Atlas, Chad Hollon, Mike Roberts y Dallas Evans. Después estoy en paz”. Laura Ramos es fetichista y practica el fetichismo. Nació en Buenos Aires, pero pasó su infancia en Montevideo, donde fue alimentada, entre otras cosas, con sopa Knorr Suiza de letras, puré artificial marca Chef y cigarrillos negros de tabaco caporal. Su madre, la revolucionaria y feminista Faby Carvallo, era conocida como “La Maga” entre el cenáculo de intelectuales montevideanos de los sesenta. El nombre de guerra de su padre, el inventor del trotskismo de la izquierda nacional, era “El Colorado”, aunque firmaba Jorge Abelardo Ramos. Laura trabajó como correctora de los libros que editaban sus padres desde los doce años. Durante el período en el que su padre se refugió en el campo mientras lo buscaba la dictadura militar, se graduó como calificadora de leche vacuna y ejerció el oficio en dos tambos cercanos al pueblo de Despeñaderos. Entretanto hizo estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Córdoba. Desde los dieciocho trabajó como camarera, acompañante terapéutica y editora; transcribió ensayos filosóficos de un escritor no vidente y a fines de los años 80 escribió la columna Buenos Aires Me Mata en el diario Clarín. Sus aguafuertes, escritos en las servilletas de los bares y discotecas y enviadas a los talleres gráficos por la madrugada, se leían en los afterhours, recién salidas de imprenta, mientras los acontecimientos narrados aún seguían sucediendo. Desde

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2010 a 2013 escribió la columna Cuadernos privados en Clarín, sin dejar de publicar, esporádicamente, unos textos autobiográficos en el suplemento Radar de Página 12. Peter Pank es cantante, actor, cineasta y escritor. Publicó el libro de poesía “Está en la sangre” (Ed. Tocadesata-2011) y las plaquetas “Confituras amargas” (Color Pastel-2006) y “La música del tren fantasma” (Proveedora de Droga-2011). Participó en la antología trash “Vivan los putos” (Eloísa Cartonera-2013). Co-dirigió el documental “La Peli de Batato” (2011). Lidera la banda electro-teatral “Peter Pank & Los Chicos Perdidos”. Mariano Blatt nació en Buenos Aires en 1983. Poeta y editor. Publicó Increíble (El niño Stanton, 2006); Nada a cambio (Belleza y Felicidad, 2011); No existís (Determinado Rumor, 2011) y Hielo locura (Ediciones Stanton, 2011), entre otros. Codirige el sello Blatt & Ríos. Mariana Enriquez nació en 1973 en Buenos Aires. Es licenciada en Periodismo y Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata y trabaja como periodista con el cargo de subeditora del suplemento de arte y cultura Radar del diario Página/12. Publicó dos novelas, Bajar es lo peor (Espasa Calpe, 1995) y Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004), una colección de cuentos, Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2009) y una nouvelle, Chicos que vuelven (Eduvim, 2010). Varios de sus relatos aparecieron en antologías de Argentina, América Latina y Europa. Parte de su obra ha sido traducida al alemán. Guilherme Zarvos nació en Sao Paulo en 1957. Es escritor, productor cultural, docente, científico y economista. Doctor en Letras por la PUC – RJ. Es una de las figuras centrales dentro del panorama poético de Río de Janeiro, principalmente desde 1990, por su trabajo en el Código postal 20000 eventos

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(Centro de Experimentación Poética). Algunos de sus libros publicados son Beso del polvo en 1990, Carne Panes, Pueblo de Nuevo ensayo, Más Tragedia burguesa, Morir y Mock . Serie titulada “Siglo XXI” de libritos de poesía publicados por CEP 20.000, recopilación de inventario CEP 20.000 - Diez Años, CD CEP 20.000, lanzada por la revista de viaje, y también la colección CEPensamento. Susy Shock es artista trans sudaca en 2007. Editó “Revuelo Sur” Poemario, (Ediciones Nuevos Tiempos) En 2011 editó “Poemario Trans Pirado” y “Relatos en Canecalón” (Ediciones “Nuevos Tiempos”). Escribió columnas en Soy, suplemento de diversidad del diario argentino Página/12.2 3 Colaboró con revistas culturales como REVISTA CAJA MUDA de la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba; WASKA (Queer art zine) (Edición independiente); REVISTA AJI de Ushuaia, Tierra del Fuego (Ediciones Recontra Picante, Colectivo AJI) y REVISTA COLADA (Edición independiente). Algunos de sus textos son parte del compilado: La Bombacha apretaba sus testículos de Ediciones Alterarte-S-tudios (Edición independiente). Está de gira con Poemario Trans Pirado (recital musical poético) por todo el país. Actualmente escribe columnas todos los meses en la Revista MU (de la cooperativa la vaca) y una novela de folletín en Maten al Mensajero, titulada “La Loreta”. Eduardo Muslip narrador, crítico y docente. Nació y vive en Buenos Aires. Publicó, entre otros libros de narrativa, los relatos de Plaza Irlanda (2005) y Phoenix (2009). Este año coordinó la antología Brasil: ficciones de argentinos. Una fantasía de cuando era casi chico: andar con el marinerito Brad Davis por los bares de puerto de la película Querelle. Aisak days es artista multimedia. Fotógrafo documentalista. Editor en gazeta canillitas y Video Jockey. Puto, Chileno 27 años. “Nunca he estado con un pelirrojo ni con un negro.

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Tampoco hice tríos. Ni estuve con alguien mayor, ni menor. No me fui borracho después de una fiesta a la casa de alguien. Ni he besado en público a un chico. Pero me gustaría hacerlas todas. Gabriela Cabezón Cámara nació en 1968, en la provincia de Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA. Publicó La Virgen Cabeza (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009), Le viste la cara a Dios (Barcelona, Sigueleyendo, 2011 y Buenos Aires, La isla de la luna, 2012) y, en colaboración con Iñaki Echeverría, Beya. Le viste la cara a Dios (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013). Fantasía: convertirme en una drag king noche por medio. Facundo R. Soto narrador, poeta y psicólogo. Colaborador del suplemento “Soy” de Página 12 y revista Debate, donde publica entrevistas, artículos y notas periodísticas. En El interpretador hizo reseñas de libros. Publicó el libro de poemas: “Microondas”, Neuquén, Cartonerita Solar, 2011; “Olor a pasto recién cortado”, Edición de Autor, Buenos Aires, 2011; “Juego de chicos” Editorial Conejos, 2011; “Despejado” (plaqueta de poesía), Proveedora de Droga, 2011. “Juegos de chicos”, 2011, Emergencia Narrativa (Chile). “Plastilina”, Textos Intrusos, 2012. “El hombre de acero” (e-book con descarga free), 2012, De Parado Editorial. “Cómo se saludan los surfers” (e-book), 2012, De Parado Editorial. “Taller literario”, 2013, Blatt & Ríos. “El viento mueve las cortinas” (plaqueta de poesía), 2013, Paisanita Editora. Como antólogo seleccionó cuentos para “Vivan los putos” Vol. 1 y 2, 2013, Eloísa Cartonera y Editorial De Parado. Participa en diversas antologías y revistas Administra el blog www. desprendimiento.blogspot.com Nació en la ciudad de Buenos Aires, en 1972. Su fantasía es que Aquaman lo pase a buscar, lo cargue en sus hombros, y se lo lleve unos días a dar una vuelta por los océanos. Jose Carlos Henríquez es prostituto feminista, activista

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del Colectivo Universitario de la Disidencia Sexual, CUDS. Participó durante 4 años en los talleres de escritura Moda & Pueblo del poeta Diego Ramírez. Lleva 3 años prostituyéndose, período en el que comenzó un proyecto de escritura autobiográfica en las redes sociales, sobre prostitución y disidencia sexual que cruza la prosa, la poesía y la columna de opinión, ocupando plataformas como Facebook, Twitter, Blog, llegando luego a medios masivos como periódicos y televisión, entre las que se cuenta una entrevista en The Clinic y una entrevista en vivo para el late del canal de televisión abierta MEGA “Más vale tarde”. Ha sido entrevistado por distintos medios digitales, tanto universitarios como de prensa alternativa, y también en radio tanto en Chile como en el extranjero, además de participar como actor en el cortometraje “Niño Bien” del director Wincy, junta Hija de Perra e Irina La Loca. Ha realizado ponencias en la Facultad de Derecho de la U de Chile y en las Universidades de Concepción y USACH. En agosto de este año obtuvo una beca para exponer en Buenos Aires en la Conferencia del IASSCS (Asociación Internacional de Estudios de la Sexualidad) junto a miembros de la CUDS. Actualmente se encuentra trabajando en el proceso de edición de su primer libro que aparecerá a principios del próximo año bajo la editorial Cuarto Propio. Edgar De Santo nació en La Plata, Argentina, el 4 de abril de 1961. Ha producido trabajos como ensayista y escritor. Entre sus dramaturgias se encuentran: Medea, la que ríe, Experimento Galilei, La cama de Procusto, Alias (Fedra), Esperpento, Guerra, Aleatoria, Cabaré Reputación, Cómo prefieres morir, entre otras. Ha recibido premios como el Garzón Céspedes por el microrelato Juana (2007). Es Profesor ordinario de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata e investigador desde 1997. Doctorando del Doctorado en Arte Latinoamericano contemporáneoFBA-UNLP. Se ha desarrollado en otras áreas de los lenguajes expresivos como artista plástico, escenógrafo, instalacionista,

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director audiovisuales y de performances desde 1979 hasta la fecha. Su obra plástica se encuentra en colecciones privadas y en museos de París, Trieste, New York, Valencia, Johansbourg, Londres, Buenos Aires y La Plata. Ha dirigido cortometrajes tales como Hambre, Los domésticos, Los sustos y el largometraje Árre, un documental sobre Nilda Eloy. (2009) Ha recibido múltiples galardones nacionales e internacionales en estas disciplinas. La novela El preferido es su opera prima. Noy o La Noy como se apellida este autor de poesía-teatrocuentos y canciones nació en Rio Negro “hacen más de 15 años, pero menos de cien”. También incursionó en el campus biográfico con “Te lo juro por Batato” editada por el CCR.Rojas. Estreno en teatro: “Perlas Quemadas”- “Ij... la exhalación”. Sus libros de poema reunidos en la antología “Hebra Incompleta” son: El poder de nombrar- Dentellada- la orquesta Invisible y Piedra en flor. Fernando actúa desde los 70 en espacios contraculturales y figura en diversos idiomas y antologías. Tradujo para nuestro idioma a la poeta brasileña Adelia Prado. Participo en cine bajo la dirección de Werner Schroeter- M.Luisa Bemberg-Jorge polaco-Edgard NavarroLuis Ortega-Nestor Frenkel y Marcelo Rossi, entre otros directores. Colaborador permanente de suple Soy de Página 12 y diversos medios literarios. Viajar por el mundo sin cesar durante un par de años con todo pago y muchos cuadernos para ir llenándolos a mano. Y a tu papa cuando lo voy a conocer, eh???? Alejandro Quesada nació en Mar del Plata en noviembre de 1974. Luego de cursar Arquitectura, en 1996 se instala en Buenos Aires e ingresa al Conservatorio Municipal de Arte Dramático. Desde el año 2000 comienza a trabajar como guionista de televisión en programas como Enamorarte y Criminal. En el año 2006 es Co-autor de El tiempo no para. Entre los años 2007 y 2010 integra los equipos de guionistas de Lalola, Los Exitosos Pells, Botineras y Caín&Abel. Durante

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el 2011 realizó la coordinación autoral del equipo de Un año para recordar. En el año 2010 publica MDP. Mar de Pijas, su primera novela a través de la editorial El fin de la noche. En el año 2012 escribe como autor la teleserie Graduados, que le valieron los premios Martín Fierro y Argentores (Sociedad Argentina de Autores) al mejor libro de televisión. Actualmente es uno de los autores de Vecinos en Guerra. La fantasía, hacer ala delta. Osvaldo Bossi nació en Ciudadela, provincia de Buenos Aires, en 1963. Es poeta y narrador- Entre sus libros publicados se encuentran: Tres (Bajo la luna,1997), Fiel a una sombra (Siesta, 2001), El muchacho de los helados y otros poemas (Bajo la luna, 2006), Ruego por el tornado (Sigamos enamoradas,2006), Del Coyote al correcaminos (Huesos de Jibia,2007), Esto no puede seguir así (Letras Y Bibliotecas de Córdoba,2010), Casa de viento, antología personal (Nudista, 2011) , Ni la noche ni el frío (Textos intrusos, 2012), Chicos malos (Editorial Conejos, 2012), Como si yo fuera su novia (Mágicas naranjas, 2013) Y su novela Adoro (Bajo la luna, 2009). Forma parte de diversas antologías de poesía argentina y latinoamericana. Colabora como crítico en distintos medios especializados. Desde hace años, coordina talleres de escritura en el Centro Cultural Ricardo Rojas y en forma particular. Actualmente organiza el ciclo de lecturas El rayo verde, acompañado por sus alumnos de taller. José Sbarra nació en Buenos Aires en 1950 y murió en 1996. Fue maestro, periodista, escritor y guionista de televisión. Publicó varios libros infantiles y juveniles. Después llegaron sus obras más oscuras, entre ellas: Obsesión de vivir, Marc, la sucia rata y Plástico cruel. Sbarra era cultor de la aguja y de la máquina de escribir y así vivió su vida, al límite merodeando por pensiones u hoteles baratos de San Telmo, acompañado de drogones, dementes y personajes borders de los 80’s. «Coger, escribir, drogarme» era el lema de Sbarra, llevado a la práctica

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hasta las últimas consecuencias. Patricia Kolesnicov nació en 1965 en la ciudad de Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA. Como periodista, escribió para las revistas Sex-Humor, Vivir, El Porteño y Latido, para el diario El Cronista y para diferentes suplementos culturales. En 1992 empezó a colaborar en el diario Clarín, donde hoy se desempeña como editora de la sección Cultura. Condujo el programa de radio “Solapa”, emitido primero en El Bulo de Merlín y después en Radio Municipal, y el de televisión “Buenos Aires Rayos X” del canal Ciudad Abierta. Biografía de mi cáncer, su primer libro, se publicó en 2002. Y “No es amor”, una novela ¿de amor? lésbica, en 2009. Leonardo Oyola nació en 1973. Se crió en el oeste del Gran Buenos Aires. Escribe policiales y le guiña un ojo a lo fantástico. Colabora en la edición argentina de la revista Rolling Stone y en Orsai donde entregó bimestralmente durante el 2012 el folletín CRUZ/DIABLO. Cuentos suyos han sido seleccionados en varias antologías y medios gráficos de nuestro país, Uruguay, Francia, México y España. Tiene publicadas las novelas SANTERIA y SACRIFICIO para la colección Negro Absoluto dirigida por Juan Sasturain, además de SIETE & EL TIGRE HARAPIENTO (tercera mención del Premio Clarín 2004), HACÉ QUE LA NOCHE VENGA (revelación 2008 en la Revista Ñ), BOLONQUI, GÓLGOTA (traducida al francés) y CHAMAMÉ (Premio Dashiell Hammett al mejor policial en la XXI Semana Negra de Gijón; también traducida al francés). KRYPTONITA fue elegido en una votación organizada por la librería Eterna Cadencia como el mejor libro de 2011. Sus últimas publicaciones a la fecha son la novela infantil SOPAPO y el libro de relatos SULTANES DEL RITMO. Ariel Bermani es narrador y poeta. Nació en el Gran Buenos Aires, en 1967. Desde hace varios años coordina

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talleres de lectura y escritura en diferentes instituciones. Publicó cuentos, artículos y poemas en numerosas revistas y participó de las antologías de cuentos BUENOS AIRES NO DUERME, en 1997, LA SELECCIÓN ARGENTINA, en 2000, la ANTOLOGÍA DE NARRATIVA ARGENTINA SIGLO XXI, en 2006 y 2110.LA ARGENTINA DEL TERCER CENTENARIO, en 2010. Por su novela inédita MERCADO recibió la Segunda Mención en el Concurso de novela corta Julio Cortázar, organizado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, en 2004. Publicó las novelas: LEER Y ESCRIBIR, Buenos Aires, Interzona, 2006 (Segunda Mención en el Premio Clarín de novela 2003; traducida al hebreo y publicada en Israel en 2009 por la editorial Carmel); VENENO, Buenos Aires, Emecé, 2006 (Premio Emecé de ese año) y EL AMOR ES LA MÁS BARATA DE LAS RELIGIONES, HUM, Montevideo, 2009. También el libro de crónicas INOCHI WA TAKARA (LA VIDA ES UN TESORO). QUINTEROS JAPONESES EN FLORENCIO VARELA, Córdoba, Postales Japonesas, 2010. Y el libro de relatos CIERTAS CHICAS, Buenos Aires, Conejos, 2011. Forma parte del grupo editor del sello Conejos. Su fantasía es probar la auténtica pizza italiana. Pedro Lemebel nació en Santiago de Chile 21 de noviembre de 1952. Es un escritor, cronista y artista plástico. Referente de la contracultura, con su estilo irreverente su obra ha sido traducida al francés, el italiano y el inglés. Su trabajo se caracteriza por la provocación, la denuncia política y social. En 1987, junto a Francisco Casas, poeta, artista y por entonces estudiante de literatura, fundaron el dúo artístico Las Yeguas del Apocalipsis, cuyo nombre alude a los Jinetes del Apocalipsis del Nuevo Testamento. Este dúo performático se caracterizó por sabotear lanzamientos de libros y exposiciones de arte, apareciéndose de manera sorpresiva y provocadora, instalándose en el país como un fenómeno de la contracultura. En un gesto de alianza con lo femenino, escribe con apellido materno, desde la ilegalidad homosexual y travesti,

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reconociendo a su madre wacha. Desde 1995 comenzó a escribir libros de crónicas: La esquina es mi corazón, Loco afán: crónicas de sidario, De perlas y cicatrices, Zanjón de la Aguada, Adiós, mariquita linda, Háblame de amores, Poco hombre, antología. La novela Tengo miedo torero (2001), la novela gráfica Ella entró por la ventana del baño, y recibió numerosos premios como la Beca Guggeheim y el año pasado el Premio José Donoso. Le gusta la marihuana y dice que a los 62 años conoció el amor. Ariel Alvarez nació el 23 de mayo de 1974 en la ciudad de La Plata. Es lic. en Comunicación Social recibido en la UNLP. Fue docente de la cátedra de Comunicación y Educación de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, cargo que desempeñó hasta el 2002. Estudio cine, también en la UNLP y actualmente, como realizador, se dedica a filmar videos de bandas y al corto experimental. En estos momentos se encuentra trabajando en su primer corto de ficción: “W.P.M (Whisky, Putos y Merca)”, que se está en fase de edición. Como periodista ha trabajado en Diario Diagonales.Com de la ciudad de la Plata. En la actualidad trabaja para Infonews y es colaborador del Suplemento Soy de Página/12. Sueño con Tom Hiddleston desnudito en mi cama, y que me recita al oído el poema “May i feel said he” de E. E. Cummings. Y después, mientras cogemos rabiosos, me hace su imitación del Velociraptor de Jurassic Park. Grrrrrr!!! Un fuego! Washington Cucurto es poeta, narrador y editor. Nació en Quilmes (Buenos Aires) en 1973. Entre sus libros publicados figuran: “Zelarayán”, “La máquina de hacer paraguayitos”, “Cosa de negros”, “Noches vacías”, “El curandero del amor” y “Basta de escribir novelas”, por nombrar sólo algunos. Creó y dirige la editorial Eloísa Cartonera, que dio nacimiento a decenas de otras editoriales cartoneras en todo el mundo, y con la que acaba de recibir el Premio Mayor de la Fundación Príncipe Claus, otorgado por la Casa Real

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holandesa. Fue traducido al inglés, al portugués y al alemán. Se acaba de estrenar un film- documental sobre su vida llamado Atolondrado, donde reafirma que es uno de los máximos exponentes creativos de su generación. El texto que incluimos en el libro fue originalmente publicado en el blog de Eloísa Cartonera, luego apareció en “Hasta quitarle Panamá a los yanquis” y en “El rey de la cumbia”. Daniel Gigena nació en Buenos Aires en 1965. Editó la Antología esencial de Silvina Ocampo, junto con Mercedes Güiraldes, para Emecé, y Cuentos argentinos, para Siruela, con Eduardo Hojman. Colabora ocasionalmente en Soy, el suplemento de Página/12, y trabaja en adn cultura, la revista cultural del diario La Nación. Para diversos sellos, tradujo relatos de Mark Twain, Hans Christian Andersen y Clarice Lispector. Integra el Departamento Editorial del Grupo Planeta. Claudio Zeiger es escritor y periodista argentino, se ha especializado en el mundo de la crónica cultural y es el director del suplemento Radar Libros en el diario Página/12. Ha publicado Nombre de guerra (1999), Tres deseos (2002), Adiós a la calle (2007), Redacciones perdidas (2009), El paraíso argentino (2011). Es uno de los intelectuales más lúcidos de la Argentina. Abelardo Castillo nació en Buenos Aires en 1935. Publicó su primer cuento, “Volvedor”, que ganó un concurso de la revista Vea y Lea. Junto con Arnoldo Liberman, Humberto Constantini, Oscar Castello y Víctor García Robles fundó la revista de literatura El Grillo de Papel, que fue prohibida en 1960 por el gobierno de Arturo Frondizi. En 1961 fundó y dirigió conjuntamente con Liliana Heker El Escarabajo de Oro que apareció hasta 1974. Castillo ha sido uno de los grandes defensores del relato breve, y recibió una mención en el

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Premio Casa de las Américas (Cuba), categoría cuentos por Las otras puertas pero también ha cultivado el teatro, en 1963 su obra de teatro Israfel recibió el Primer Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos del Institute International du Theatre, UNESCO, París y en 1964 El otro Judas obtuvo el Primer Premio en el Festival de Teatro de Nancy. En 1969 conoció a la escritora Sylvia Iparraguirre, quien se convertirá en su mujer. A través de El Escarabajo de Oro, conoció al escritor Julio Cortázar. En 1974 cesó esta revista pero dos años después ya estaba involucrado en la revista El Ornitorrinco, junto a Liliana Heker y Sylvia Iparraguirre, esta publicación logró salir hasta 1985 y ha sido considerada una de las publicaciones más importantes en el campo de la resistencia cultural a la dictadura militar instaurada el 24 de marzo de este año. Recibió en 1993 el Premio Nacional Esteban Echeverría por el conjunto de su obra. Y en 1994 el Premio Konex de Platino, otorgado por la Fundación Konex, al mejor cuentista argentino del quinquenio 1989-1993. En 2007 recibió el Premio Casa de las Américas de Narrativa José María Arguedas por El espejo que tiembla. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán, ruso y polaco. El cuento incluido en esta antología fue cedido amablemente por Alfaguara Editora: © Abelardo Castillo, “El marica”, Las otras puertas, 1961, en Cuentos completos, Alfaguara, 2012.

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gustavo escanlar contest. automát. i

“un aparato perfecto, viejo”, me dijo el gordo invitándome a comer una vaca en su fondo el día de nacimiento o de la muerte de oribe, que había decretado feriado entonces “nadie labura, viejo”, gritaba el gordo para que todos lo escucharan en el bar” y las mujeres pa punta del este, al apartamento, viejo, así que estamos solos, viejo, nos podemos llevar unas sucias”, seguía gritando el gordo sin darse cuenta que yo era puto, homosexual, que me tragaba la bala, que la miraba con cariño, ni siquiera en los vestuarios, después de jugar pádel el gordo se daba cuenta que yo se la miraba demasiado, que mi mirada bajaba quizá inconscientemente hasta el punto en que sus piernas dan comienzo, que le tenía medido los centímetros y la forma del glande que si podía, el día de la vaca, me le prendía, me le tiraba encima excitado por la cantidad de tinto que tomáramos y el culto a la amistad. yo incluso ya sabía como encararlo al gordo el día de oribe, el día de la vaca. “gordo, te quiero tanto que si fuera mujer te chuparía la pija”, le iba a decir. y él me iba a decir “qué lástima que no seas mujer, viejo, porque tengo unas ganas que me tiren el fideo”. yo le iba a decir “sos un boquilla, gordo, jamás traicionarías a tu esposa”. el me iba a decir: “sabes las sucias que me cogí sin que ella me enterara, viejo?”. yo le iba a decir: “a ver, gordo, hace de cuenta

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que soy una mina y sacala, pelala, mostrala, total estamos entre varones, gordo, pelá, somos amigos o somos mierda, dale, mostrando”. el gordo iba a pelar, y yo, ni lerdo, iba a bajar y hacerle la felattio de su vida, y le iba a decir que cerrara los ojos y pensara en alguna sucia. ni perezoso. al gordo lo conocí cuando fui a comprar el contestador automático. “un aparato perfecto”, me dijo el gordo. “atendés a quien querés, y si estás con una sucia y te llama tu jermu, vos te hacés el que no estás”. me guiñó un ojo y la amistad ya estaba sellada, definitivamente. “cuál me recomendás, haceme una rebaja, qué buenos tus músculos, vas al gimnasio, no, juego al pádel, querés venir”. pero, eso sí, nunca acepté conocer a la mujer ni a la hija. por eso fui el día de oribe, porque sabía que ellas no iban a estar. lo que pasó entre el gordo y yo no lo voy a contar, pero sí puedo decir que se dio algo muy lindo. no fue exactamente como yo lo había planeado, pero fue muy lindo. no nos vimos más, pero ni él ni yo, y de esto estoy convencido, no vamos a olvidarnos nunca de aquel día que nació -o murióel general -o brigadier, tampoco sé- oribe.

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el baño del control

Había tomado demasiado esa noche. En realidad, siempre que voy a ese boliche que se llama Juntacadáveres, y que hace honor a su nombre, tomo demasiado. Cuando la cuarta morocha pálida y ojerosa se me acercó ya no tenía más ganas de nada, y salí al frío de la calle Rivera, casi que corriendo. Me salvé justo, porque en ese mismo momento, llegaba al boliche una camioneta Nissan blanca, creo que manejada por un perro, que ingresó al local para oler a los que estaban adentro y probar si tenían droga o algo por el estilo. Me fui caminando, zigzagueando por la calle. Mi vejiga ya no aguantaba más. Cuatro o cinco botellas de cerveza, hacían fuerza por salir de mi cuerpo, y no había donde mear. Terminé en el baño del Control, superando mis previsibles repugnancias a un lugar lleno de homeless durmiendo y roncando y cogiendo y tirándose pedos. No daba más. Estaba mas borracho de lo que pensaba y empecé a vomitar: restos de asado, un pedazo de tomate con un borde negro, cuatro lentejas del mediodía, un pedazo de chorizo y, tapizándolo todo, un líquido entre amarillo y rojo. Uno que había en el baño me vio antes de caer y me llevó al fondo. Me ofreció un caldo que tenía ahí preparado y que, debo decirlo, estaba bastante rico. Me agarró la cabeza, me lo hizo beber y me dio un beso en la boca.

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No me acuerdo de nada más. A la mañana, me despertó un rayo de sol que entraba por la rendija del baño, un rayo misterioso arácnido en mi pelo. De nuevo el olor del baño, me estaba dando asco, se ve que se me había ido el pedalín. Tenía toda la ropa pringosa, los documentos, la billetera, la tarjeta de crédito, dos condones Amor, y toda la guita. Salí del baño y entré a caminar por la calle Sierra con el olor pegado al cuerpo. En el Control había cuatro mochileros, una mujer sola, dos matrimonios con niños y el diariero que anunciaba a gritos los titulares. Compré el diario. Era lunes. Eran las siete y media. “Hola, Mickey Rourke”, dijo mi secretaria al verme aparecer así. Me prestó su perfume Farala para que me pasara por la boca. Las letras de la computadora, verdes, me saludan. “Buen día, jefe. ¿Qué tal el fin de semana?”. Nunca volví al baño del Control.

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grone

Siempre íbamos a practicar fútbol allá abajo, a la cancha de la Rambla. Nos concentrábamos, como los cuadros grandes. Corríamos, dábamos cinco o seis vueltas a la cancha. Tirábamos tiros libres. De noche nos podíamos quedar porque estaba iluminado, ya que la cancha quedaba al lado de una estación de servicio con horario nocturno. Aquella noche todos quedamos muertos. Como siempre. Como siempre, Marcelo se quedó un rato más. Era el que más corría, y el que más resistía. Se quedaba solo, dando vueltas alrededor de la cancha, como esperando que pasara algo. A la segunda vuelta, no vio que alguien se arrimaba desde atrás, se escondía atrás de una de las palmeras. Vio solamente, a la tercera vuelta, la mano, negra, que venía a taparle la boca, solamente, el puño que le pegaba en la cabeza. Solamente la voz negra que le decía que se quedara calladito que al final le iba a gustar. La mano negra empezó a bajarle el pantaloncito, azul, con una tira roja y otra blanca en el costado. Marcelo era hincha de Nacional, aquel cuadro que salió campeón en 1971, donde jugaba Atilio Ancheta, que por entonces, desconocía su futuro, en Brasil, como cantante de boleros. El negro también era hincha de Nacional. Y su negra fuerza también bajó, como si nada, el calzoncillito celeste de Marcelo, con quien quizás,

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alguna vez hubiera coincidido en la Colombres. Marcelo intentaba gritar, pero no podía. No porque el negro -su mano- le apretara demasiado fuerte la boca sino porque, sencillamente, la voz no le salía. Poco a poco, empezó a aflojarse, a descontraer los músculos. El negro se dio cuenta: ya no había tanta resistencia. Aflojó la mano que oprimía la boca de Marcelo y empezó, como si lo quisiera, a darle besitos en la nuca. El negro, secretamente, pensaba en su mujer, embarazada de siete meses por cuarta vez, ya no dispuesta a cederle diariamente la cachucha. Lo seguía besando tiernamente, a Marcelo, que sentía aquella ternura y cada vez se entregaba más. Incluso comenzó a gemir, nunca había sentido algo así. Ni siquiera cuando de noche, en la cama, sin dormir, se masajeaba el pitín. El negro empezó, él, a bajarse el lompa. Un descomunal pedazo surgió ante el culito de Marcelo que, de haberlo visto se hubiera asustado. Dicen que los negros están mejor armados que los blancos y éste que se estaba por coger a Marcelo no era la excepción a la regla. Empezó a tratar de metérsela, con el apuro de cualquier garche callejero, sin reparar que se trataba de un niño que no tenía más de diez años. Sintió, al entrar, que desgarraba algo. Pero siguió empujando. Después de dos alaridos, más que gritos, Marcelo quedó ahí, inconsciente, en el piso.

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Con un acto reflejo, el negro le acabó afuera. Antes de irse, percibiendo un poco de sangre en la punta de la pija, el negro le subió el pantaloncito a Marcelo y le dio un beso en los labios dormidos. Lo encontró un policía negro y cansado a las tres de la mañana, tirado, helado, con un hilo de sangre en la boca. “Perforación de recto”, dijo el médico. Una semana en el CTI. Todos lo visitamos, pero no pudimos evitar la risa. Marcelo volvió como seis meses más tarde, a jugar al fútbol, pero nunca más quiso bajar a entrenar a aquella cancha. Cuando íbamos perdiendo y teníamos a Marcelo de rival, cuando nos hacía una moña, nos gambeteaba o nos dejaba en ridículo, nosotros teníamos el mágico jarabe para hacerlo llorar, para que quisiera pegarnos, matarnos. “Te cogió un negro”, le decíamos, burlones, asegurando de este modo la finalización del partido.

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glauco mattoso el queso del quechua

(traducción de cecilia palmeiro) soneto

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En cada dedo un callo su formato Altera. Uña encarnada hincha el Meñique y el medio. Cojea del dolor y añade estrechez al zapato. Describir aquel pie como chato Es poco: si por la planta los ojos paso, Tan recta me parece, que no hago Distinción ninguna con el pie del pato. El dedo gordo del resto se aparta Y tiene de largo sólo la mitad Del dedo índice. La peste es harta. En los vanos el hongo está en su salsa. Tal pie le sirve a mi lengua y, si la descarta, No encuentra podófilo al que le calza. El soneto de arriba me vino después de que agarré a Nelo en un rapto y le exigí que me contara el caso que me pisa el callo

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desde niño: saber si alguien más siente atracción por el pie plano igual al del muchacho aquel que abusó de mi cuando yo tenía mis nueve años y el grupito de él unos once. No un mero pie plano, claro, sino uno de aquel tipo desparramado, cuyo dedo gordo está muy separado del segundo, y mucho más corto. Ya vi que tal formato se llama “griego” o “egipcio”, pero el rótulo se refiere al menor largo del dedo gordo, no necesariamente al arco caído. Los podólogos, podiatras y ortopedistas todavía me deben una nomenclatura que encuadre específicamente la chatura combinada con el dedo gordo enano y el ancho vano entre los dedos. Pero si vengo buscando un pie de esos desde que fui atendido por aquel chongo, estoy todavía más curioso por descubrir si otros podófilos tuvieron más chances que yo de cruzarse con algo tan raro en la anatomía de los brasileros. Dicen que los anglosajones son más propensos a tener pies así, pero mi contacto es con los podófilos de aquí, de los cuales Nelo sin duda es el más experimentado y –¿por qué no decirlo?- encallecido. -Ah, Glauco, sabés muy bien que el pie plano no es “my cup of tea”, como dirían en Inglaterra. Pero pensé en tu caso. No es la primera vez que me lo preguntas. ¿Ya te conté de aquel peruano? -¿Peruano? Me dijiste una vez que te habías “hecho” un pie de los que a mí me gustan, pero solo fue un comentario al pasar, me quedaste debiendo la historia. No me contaste de ningún

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peruano, pero ahora no te me escapás. -Dejame ver… son tantas historias… ah, es verdad, fue un lance bien de los tuyos, Glauco. Mientras voy contando me voy acordando… Esto ya tiene unos ocho años, fue cuando yo vivía en Bixiga. Bien atrás de mi edificio había una vecindad que daba para la calle de abajo. Mi departamento estaba en el segundo piso y de la ventana daba para ver y oír todo lo que pasaba en el patio de la vecindad. Todo el tiempo había un chongo aprovechando el sol para estirarse, mostrando la gran planta descalza. Muchas pajas matinales me hice así, lamiendo de lejos aquellos piezotes desocupados y desperdiciados… -¿Tenía el pie muy plano? -Tenés razón, Glauco, al decir que los brasileros no suelen tener pie plano. Mi ojo es clínico y de lejos pesco los detalles. Casi siempre el pie de la muchachada era arqueado y el dedo gordo más largo que los otros, más “abatatado”. Ya los pies grandotes, como a mí me gustan, siempre aparecían, aunque el pie grande tampoco sea el fuerte de los brasileros. -Lo del tamaño también está documentado, como bien recordarás. Si no, que lo diga Gilberto Freyre. Él fue el que más estudió nuestro pie pequeño… -Pero no hizo el trabajo de campo como nosotros, ¿no, Glauco? Hablando de sociología, aquí es donde viene al caso el peruano. Él me llamó la atención, antes de que yo le viese los pies, por la charla que mantenía con otro vago justo en el momento en que llegué a la ventana. Estaban los dos sentados en el patio, mirando hacia mi lado, de modo que me tuve que esconder atrás de la cortina. Pero igual pude escuchar todo

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perfecto. O ellos se creían impunes o eran muy distraídos, ya que deberían haber tenido más cuidado para comentar esas cosas… -¿Qué cosas? -Robo de auto. Él y el otro eran de una banda especializada en robar cualquier cosa estacionada y mandarla a los desarmaderos. ¡Y justo ahí el peruano me tiene que ver espiando! -¿Pero no habías tomado tus recaudos? -Sí, pero cuando ellos se callaron pensé que se habían ido para adentro y aparecí en la ventana. Me di con el mirándome de frente, mientras el otro ya se estaba yendo. Nunca me olvido de aquella cara de indio comiéndome con la mirada, aquel cabello negro lacio, la piel morochona, la boca de sapo y los ojos rasgados. El flequillo hasta le daba un aire de niño, pero la cara maltratada y rabiosa mostraba que el tipo había perdido la infancia antes de tiempo. Sonreírle solo hizo que me encarase con más desconfianza. Vi que no iba a haber acercamiento y salí de la ventana. Más tarde, cuando volví a asomarme para regar las plantas, el jardín estaba ocupado por la muchachada más relajada. Me olvidé del indio, pasaron unos días, y de repente me cruzo con él en la vereda. El tipo venía en dirección a mí, medio cojeando, paró, como quien está en la duda de si me reconocía o no, pero me traicioné cuando sonreí de nuevo, automáticamente. Entonces él se me acercó y se hizo el que me conocía.

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-Hola, ¿”todu” bien? (Todavía con un poco de acento.) -“Todo bien, vecino, mi nombre es Nelo, ¿y el tuyo?” (Extendí la mano y él la apretó, siempre a la defensiva) “Pablo. ¿Vivís en ese edificio?” “Ahí mismo. Te vi desde la ventana, te acordás?” “Sí. Me “escutó” también, no?” “Escuché, pero no presté atención. Lo que yo quería era mirar…” (Él notó que yo no le sacaba los ojos de los pies. Calzaba botines de goma, ya deformados de tanto patear. Parece que tenía el pie demasiado ancho, porque el cuero estaba torcido para los lados, aunque el tamaño fuera suficiente para que cupiera un cuarenta y cuatro holgado de largo). “Mejor que no hayas ‘escutado’. Pero… ¿qué mirabas?” “Ahora estoy viendo más de cerca. Creo que estás necesitando zapatos nuevos. ¿Querés un par de zapatillas?” “¿Por qué? ¿Tienes de más? Pero no calzas mi número…” (por el estilo parecía que él también reparaba en los detalles, a pesar de que cualquiera se daría cuenta de que mi pie era mucho menor.) “No, yo te compro uno nuevito, ¿qué tal? A cambio solo quiero una cosa.”

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“Ya sé, a vos te gusta la verga, no?” (La boca de sapo se abrió en una risa lasciva y picarona, mostrando una dentadura despareja y manchada de humo). “Si fuera en la boca, me gusta. Pero lo que más quiero es tu borceguí. ¿Me lo cambias por uno nuevo, o prefieres zapatillas?” Él puso cara de quien empieza a entender. Para estar seguro provocó: “Me lo vas a tener que sacar vos mismo. ¿Tenés coraje?” “Tengo hasta para aguantar las consecuencias, en la nariz y en la boca. Y vos, ¿ya probaste esa cosquillita?” “En el pie nunca. Pero me lo haces acá también, si no nada.” (Se rascó la bragueta de los jeans). “Trato hecho. Te garantizo que no te olvidarás de mi boca, Pablo.” Toda la conversación fue ahí, casi en la entrada de mi edificio. Quedamos a una hora y en el fin de la tarde él me tocaba el portero eléctrico. Era de esos edificios sin portero, bastaba con apretar el botón desde adentro y la puerta de calle se abría sola. -¿No te pareció arriesgado abrirle la puerta a un ladrón? -Claro. Pero era un riesgo calculado. Es solo cuestión de complicidad, Glauco. Él llegó trayendo algo en una bolsa de

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supermercado y ahí me fue preguntando qué era lo que yo había escuchado, y yo fui respondiendo: “Mirá, Pablo, yo sé que sos un chorro, pero no tengo nada contra eso. Si a vos no te importa mi vicio, a mí no me importa tu negocio, y está todo claro”. Él estiró la boca de sapo y, viendo que yo reparaba en la bolsa, sacó de dentro un par de botines de fútbol y explicó que, sin los borceguíes, eran lo único que tenía para usar hasta que le diera el nuevo calzado. Aprovechó para decir que prefería llevarse la guita y comprarlo él mismo, en lo que concordé. A partir de ahí fue todo coser y cantar. Acomodé al mestizo en aquel sillón capitoné que hace juego con el puf, que tú ya probaste allá en casa, y le avisé que el ritual llevaba un tiempo, hasta que yo hubiese disfrutado de todo el olor y saboreado todo el gusto. Él no decía nada, sólo torcía el morro para mostrar aquella dentadura agujereada. Se despatarró en el sillón, los pies uno para cada lado, y comencé por el izquierdo. Al borceguí le costó salir, porque la media estaba pegada por el sudor. Glauco, ¡tú hubieras delirado con ese olor a queso podrido. Parecía un tacho de basura destapado. Pablo usaba una media futbolera, toda agujereada, que parecía un trapo de piso. Despegué aquello con la lengua, después de tirar con la mano, bien despacio, desde la pantorrilla hasta el talón. Sólo entonces me di cuenta de por qué cojeaba: el piezote era demasiado ancho para la forma de la bota, el callo y la uña encarnada se habían incorporado a su anatomía. ¡Ah, tenías

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que ver la cara de deleite de él cuando yo trataba esos puntos doloridos! La planta también estaba llena de pestes, pero nunca vi un palo de amasar carne tan plano como aquél… Mi lengua parecía una esponja, refregando de aquí para allá, hasta remover toda la capa de humedad y la costra de mugre. Baño es la palabra correcta para decir lo que hice con ese pie, principalmente en el medio de los dedos. Creo que el dedo gordo tenía unos dos centímetros menos que el índice, era del tipo que tú fantasías, Glauco. Claro que dejé aquel dedo gordo para chupar al final, cuando los hongos del meñique y los pegotes de entremedio estuvieran bien “higienizados”… y cuando me lo metí en la boca hasta me pareció que el dedo gordo no era tan grande para el tamaño del pie. La explicación era esa misma: demasiado corto, diferente de las batatonas que estoy acostumbrado a mamar. Y hablando de mamada, ¿será preciso entrar en el departamento de los olores y requesones de las vergas? -No, Nelo, no me interesa tanto. Sólo me quiero quedar viajando en este trip, mordiéndome de la envidia… -Entonces solo falta hablar un poco de los botines que Pablo había traído. Estaban muy reventados también, porque los usaba desde que había llegado a Brasil, soñando con ser futbolista. Con aquel pie de pato, en seguida vio que la carrera deportiva estaba fuera de discusión, pero los botines quedaron guardados. Todos

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negros, me hacían acordar a aquellas suelas de goma que les decíamos “quichute”, ¿te acuerdas? -¡Y cómo! Yo vivía lamiendo con los ojos las suelas de los chicos que jugaban en la canchita cerca de casa… Pero esa es otra historia. ¿Y los borceguíes de Pablo? ¿Fueron bien aprovechados? -Rindieron para más de una puñeta, del modo que a mí me gusta más: uno en la verga y otro en la boca. Después perdieron el olor, la señal de vida, y con eso también la gracia. Fueron directo a la basura, donde ya deberían haber estado hace tiempo. Las medias también. Le di a Pablo un par de las mías, me quedé con aquellas mediesotas para ir catándolas durante las puñetas, pero la esencia en seguida se evaporó, como alegría de pobre… -Nelo, si te encontrás de nuevo con Pablo, tenés que hacerme un favor… -Ni me lo digas. Claro que yo recomendaría tus servicios. Pero va a ser difícil, tanto tiempo después de que me mudé. Ni idea de si el tipo todavía está en Brasil, ni si está vivo. Calculá, Glauco, ese malandrinaje es muy nómade, solo tiene domicilio fijo cuando pasa una temporada en cana. -Ya sé, solo estoy divagando. Soñar no cuesta nada, ¿no? -Solo en sueños verás a Pablo con la camiseta de algún equipo…

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-¡Siempre que yo sea el masajista del club! Nelo me pellizcó la mejilla y me recomendó que me chupase mi propio pulgar. El de la mano, se entiende.

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washington cucurto a vos, que tenés pene

A ustedes, que también tienen pene y andan por la calle diciéndole cosas lindas a las muchachas Sepan que yo soy como ustedes y un poco distinto, acaso. ¿No tendrían que decirme las cosas mas bonitas a mí, que también tengo pene? Y qué estabas haciendo, tú, doncella, en aquella primavera invernal cuando con un hermoso diseñador gráfico nos matábamos a besos en la biblioteca? Sepan ustedes, tengo pene Y también tengo algo de García Lorca y de Glauco Mattoso tengo todo, (me sé muchos de sus sonetos de memoria) Y alguno de ellos me servirá para completar este poema Por ejemplo, este: “Si eres loca de la bragueta, llamame”. A todos ustedes, muchachos habitantes de este mundo que miran las tetas y el culo a las mujeres con mirada de lobos carnales que se mueren con una cadera ancha y onda. Y odian la barba. Yo les digo: tengo pene y barba y los amo

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y no hay nada en el mundo que mi boca no pueda reemplazar. Vengan conmigo a la cama y conocerán lo mejor: los besos penianos. Muchachos absoluta mente heterosexuales como una vez fui yo, Conozcan las dualidades del mundo antiguo, el lado florido de la Calle Florida. La sierpe que crece en un cuello varonil, lámanla. El quesito que se junta en el prepucio y el tronco, Bésenlo. Y aún así y después aún de ahí, más allá de eso, sigan persiguiendo a las mujeres, conozcan el plato. Vuelvan a ellas como a los brazos de una madre, Pero solo después de probar a un varón, solo después de frotarse con un toro masculino y fuerte y con olor enloquecedor a huevos y a mierda. Es la única manera de amar a la mujer, después de haber adorado al otro, al otro que te apunta a tu estómago con la misma arma. El otro que es confidente como vos y se entrega.

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A ustedes, que también tienen pene, Y en el alma tienen un candado, Que niega al pantalón, la barba y el beso… Como si hubiesen nacido sin padre, les digo: De tanto mirar mujeres se ama la bragueta. Picaflores, coliflores, pájaros, como yo, se volverán maravillosamente putos… No hay nada mejor en la vida que ser puto después de haber amado a las mujeres, después de haber sido el gran falo, los hombres deberíamos terminar de putos. Así, se completa la fuerza del hombre, de tal manera, con un corazón de putos, seremos hombres tan hermosos que no nos alcanzará el sexo y su norma. Seremos mas hombres diciéndole cosas bellas a las mujeres en la calle… ¡Oh, automotriz, viril mundo, porque no te inclinas y te vuelves deliciosamente puto! ¿No te aburres de ser hombre todo el tiempo? El muchacho del kiosco de Guardia Vieja y Gascón Con el pelito tan corto y el arito en su oreja, Piropea a todas las chicas de la cuadra: no lo sabe. ¡Es tan deliciosamente puto! ¡Sólo por él emputéscome con todo amor!

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A ustedes, muchachos del fútbol, hombres prostitutos en el prostíbulo, les digo, las mujeres son el centro de la existencia, nada se compara a un abrazo de ellas, y en su sexo nos perdemos… cosa que rara vez ocurre con el culo… Mas, para amarlas hay que desear lo que ellas desean! A hombres y mujeres por igual. La gran tristeza es que no tienen pene para darle al hombre. Playboys, barely legal´s, mujeriegos, grandes cogedores, galanes y langas, trozos gruesos. Todo eso fui yo. Pero el sexo y los deseos son una ilegalidad absoluta! Y no hay leyes para mas que la del deseo y el chupón. Yo fui todo eso y lo peor también lo fui… Por eso les digo, entréguense a la bragueta antes que la bragueta los atrape sin salida; ah, me olvidaba: deberían saber que yo también tengo pene.

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perú

Así le dicen en Brasil a eso que vos y yo tenemos debajo del pantalón, escondido y muerto de pena. Vos porque sos hombre y no lo hacés con los hombres. Tenés un alma sencilla de muchacho de barrio que a mí me gustaría explorar… Cuando te tomo las manos, demorás un segundo en sacarmelas, un segundo de invertido gusto mortal que yo te adivino debajo de los ojos. Tenés un alma tan hermosa de muchacho de barrio que a mí me encantaría explorar… Cuando jugamos fútbol me pego a tu cuerpo Con el dulce pretexto de quitarte la pelota Javier, yo te enseñaría a jugar el mejor fútbol. Tenés un alma tan hermosa de muchacho de barrio que a mí me encantaría explorar…

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carlitos

Vivís en el Dto. 8 del segundo piso Yo en el 2, la planta baja Tenías una hermana gorda y hermosa: Claudia Un día me invitaste a tu casa a jugar con los revólveres Yo tenía 8 y vos 14. (Nunca me olvidaré) ¡Y me rompiste el culo! Eso es todo Carlitos

en el subte

Muchacho que te encuentro en el subte ocasionalmente te rozó por detrás por culpa del mundillo de gente y de mi deseo… Muchacho que pringas de sangre mis pantalones y levantás de un guiño el músculo mayor ¡sentílo! sonreís bello y puto y te ponés detrás de mí a respirarme la brisa de tu olor de ángel en el lóbulo de la oreja

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entre hombres

Así que, francamente, Laercio Redondo, No entiendo por qué no podés jugar. El fútbol es un deporte de hombres dulces. El fútbol es un deporte de hombres que se tocan quieren y desean con locura. El habilidoso es maltratado por el recio. Y cuánto quiere en el fondo el delicado ser tocado por el recio. Y el recio se muere por tocarlo con tanto amor… La vida es linda, Laercio. En el campo se impone el recio Y el enamorado corre detrás de él. “Ven y voltéame, recio zaguero”. Muchas veces escuche decirse esto entre hombres… Vi hombres arrojarse al pasto para que otros Se arrojen detrás de ellos, es tan lindo el amor corrompido, prohibido, escondido en las pacaterías del mundo. Cosas así hace el amor para sobrevivir En el mundo, y eso es tan lindo. Es así, querido Laercio, el fútbol es un deporte de hombres que se quieren. Pasolini, lo sabía bien y disfrutaba, entre hombres, en medio de la calle; el recio y el habilidoso,

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el abrazo y el beso del gol, es como un arrumaco después de un gran polvo. Laercio, querido amigo, no te prives de lo mejor. Sos brasileño y hay tantos mulatos jugando fútbol en la playa, todo es mejor y mágico entre hombres…

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Sobre los autores peter pank Cantante, actor, cineasta y escritor. Publicó el libro de poesía Está en la sangre (Ed. Tocadesata-2011) y las plaquetas Confituras amargas (Color Pastel-2006) y La música del tren fantasma (Proveedora de Droga-2011). Co-dirigió el documental La Peli de Batato (2011). Lidera la banda electro-teatral “Peter Pank & los chicos perdidos”. ¿Cuál es la fantasía sexual que todavía no concretaste, y quizás nunca puedas realizar? Casarme con Batman & Robin. verónica dema Soy periodista, trabajo en el diario La Nación desde hace seis años; creé y edito el blog de diversidad sexual Boquitas pintadas, que se publica en la versión digital del diario. diego trerotola Barracas al sur, 1974. Crítico de cine, colaborador del Soy de Página 12, puto desatado, baterista horrible, coleccionista de figuritas. Su mejor trofeo es un par de zapatos robados en un bowling. Ganó muchos partidos a los dardos electrónicos. Le gustaría tener sexo con Francis Ford Coppola y ser amigo de She-Hulk. cristian godoy Nací en Buenos Aires, en el año 1983. Publiqué los libros de cuentos Galletitas importadas (editorial Pánico el pánico 2011) y Bala perdida (editorial Textos Intrusos 2013). Mi primera

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novela Campeón ganó el “Premio Municipalidad” de San Salvador de Jujuy (2011). Me encantaría coger con los Beatles pero 2 ya no están y a los otros 2, si todavía se les para, no creo que se les ponga muy dura... Yeah, yeah, yeah! germán weissi Dirige los proyectos editoriales de poesía: Color Pastel, Proveedora de Droga y Poesía Manuscrita. Publicó las plaquetas Con Hernán (2005), Yudoka (2006), Algo con tu olor (2010), y los libros Cosas que planeamos juntos (2008) y A cien mil watts (2012). Mi fantasía: Viajaría en el tiempo y me agarraría a todos los personajes de Berverly Hills 90210 y Melrose Place. gabriela luzzi Nació el 6 de mayo de 1974 en Rawson, Chubut. Lleva adelante el blog: http://losescritosvuelan.blogspot.com.ar/ Una de mis fantasías sexuales es que el amor fluya por demás entre las personas, y que sea como una fuerza telepática. dolores curia En junio de 1986, el día en que Argentina salió campeón mundial, llegó al mundo seismesina y sobrevivió (casi) sin secuelas. Presencia eterna de los pasillos de Filosofía y Letras (espera en algún momento poder dejar de ir), se convirtió en periodista no sabe bien cómo. La escritura de ficción fue un pecado de juventud que no cree que vuelva a repetir. No sabe coser ni bordar, tampoco se quiere casar, pero asegura tener innumerables talentos que nunca entrarían en este pequeño espacio. ¿Un sueño por cumplir? Vivir de rentas.

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matías gael policamo rossi (1987). Escribo poesía y hago teatro. Nunca voy a coger ni con Yamcha ni con Trunks.  http://cargocollective.com/gaelpolicanorossi pablo pérez Pablo Pérez nació y vive en Buenos Aires. Es autor de las novelas Un año sin amor y El mendigo chupapijas, y sus respectivas adaptaciones cinematográficas. Desde 2009 escribe la columna “Soy positivo” para el suplemento Soy del diario Página/12. Planea cometer un gran delito que lo lleve a la cárcel por varios años, y así tener tiempo para escribir su mejor novela, bajo la protección del delincuente más peligroso del planeta. Los poemas de este libro fueron extraídos del suplemento Soy, de Página 12, el Viernes 11 de marzo de 2011. facundo r. soto Colaborador del suplemento “Soy” de Página 12 y revista Debate, entre otros medios. Publicó el libro de poemas: Microondas, Neuquén, Cartonerita Solar, 2011; Olor a pasto recién cortado, Edición de Autor, Buenos Aires, 2011; Juego de chicos, Editorial Conejos, 2011; Despejado (plaqueta de poesía), Proveedora de Droga, 2011. Juegos de chicos, 2011, Emergencia Narrativa (Chile). Plastilina, Textos Intrusos, 2012. El hombre de acero (e-book con descarga free), De Parado Editorial, 2012. Cómo se saludan los surfers (e-book), De Parado Editorial, 2012. Taller literario, 2013, Blatt & Ríos. Conquistar a Carlitos Tévez y enamorarlo. www.desprendimiento.blogspot.com

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gabriela bejerman Nació en Buenos Aires, en 1972. Estrella rutilante de la nueva literatura argentina. Performer, cantante, poeta, narradora, diseñadora, editora, profesora de literatura, etc. Grabó un disco bajo el nombre de Gaby Vex. Publicó un sinfín de libros entre ellos: Alga, Siesta, (1999), Crin (Belleza y Felicidad, 2001) y Pendejo (Eloísa Cartonera, 2003). Troncha trenza de cana fue publicado en Belleza y felicidad. gustavo escanlar Realizó estudios en medicina y literatura. Fue un comunicador y periodista cultural. Escribió: Oda al niño prostituto (cuentos, 1993), No es falta de cariño (cuentos, 1997), Estokolmo (novela, 1998), Crónica roja (crónicas, 2001), Dos o tres cosas que sé de Gala (novela, 2006), Disco duro (columnas periodísticas, 2008), y La alemana (novela, 2009). Estuvo en las radios Sarandí (Las cosas en su sitio), El Espectador y Radio Futura. Fue columnista de Montevideo Portal, y allí llevó adelante una experiencia de radio en internet. También participó en Bendita TV junto a Jorge Piñeyrúa en el periodo 2006-2008. Fue editor de cultura y espectáculos del Semanario Búsqueda. Nació en Uruguay y falleció de su país de una paro cardiorrespiratorio en el 2010. Los poemas de este libro fueron extraídos del libro Oda al niño prostituto, Yoea editorial, Montevideo, 1993. washington cucurto Nació en Buenos Aires, el 29 de julio de 1973. Poeta. Publicó entre otros, La luna en tus manos, Capullito de Alelí Editora, 2004; Hasta quitarle Panamá a los yanquis, novela por entregas en www.eloisacartonera.com.ar; Hatuchay, El Billar de Lucrecia, México, 2005; Las aventuras del Sr. Maíz, Interzona, 2005, Celoso

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de su hermana, Vox, 2005. En el 2004 salió una antología de sus poemas en alemán, Die Maschine, die kleine Paraguayerinnen macht, Berlín, Sukultur. En cartonera publicó Fer y otras novelas breves. Los poemas de este libro fueron extraídos de El hombre polar regresa a Sttutgart, Vox, 2010

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ediciones eloísa cartonera

¡Mucho más que libros!

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algunos títulos de la colección: césar aira... Mil Gotas/El Todo que surca La Nada/El cerebro musical alan Pauls... Malarma Mario Bellatin (México)... Salón de belleza oswaldo reynoso (Perú)... Cara de ángel Gabriela Bejerman... Pendejo cucurto... Néstor vive (relato)/ 1999 (poesía) / Cuentos para chicos cumbianteros ricardo Piña... La Bicicleta ricardo Piglia... El pianista néstor Perlongher... Evita vive Haroldo de campos (Brasil)... El ángel izquierdo de la poesía Gonzalo Millán (Chile)... Seudónimos de la muerte Glauco Mattoso... Delirios líricos/ El queso del quéchua douglas diegues (Brasil)... El astronauta paraguayo enrique lihn (Chile)... La Aparición de la Virgen (y otros) dalia rosetti... Sueños y pesadillas leónidas lamborghini... Comedieta Jorge Mautner (Brasil)... Susi Martín Gambarotta... Punctum Víctor Hugo Vizcarra (Bolivia)... Borracho estaba, pero me acuerdo Manuel alemián... 23 cuentitos dani Umpi... Aun soltera Víctor Gaviria (Colombia) El rey de los espantos Paulo lemiski (Brasil)... Desastre de una idea Martín adán (Perú)... La casa de cartón cuqui... Masturbación Juan calzadilla (Venezuela)... Manual para inconformistas diana Bellessi... Crucero ecuatorial ramón Paz... Pornosonetos Fabián casas...Veteranos del pánico tomás eloy Martinez... Bazán ernesto camilli... Tachero de mi vida alberto sarlo... Pura Vida luis luchi... El obelisco cristian aliaga... Espíritu de los peones raúl Zurita (Chile)...Tu vida derrumbándose salvadora Medina onrubia... Gaby y el amor Fabián casas... Boedo Pedro lemebel... Bésame de nuevo forastero cucurto... 1999 para niños: ernesto camilli... Las casas del viento

ricardo Zelarayán... Traveseando carmen iriondo... Animalitos del cielo y del infierno Horacio Quiroga... La Tortuga gigante María José lopez... No me gustan las princesas

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