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FAMILIA RAVIOLA ROMANINI Origen, recuerdos y anécdotas Jorge Cristóbal Raviola Molina y Brunilda Eugenia Romanini Cate

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FAMILIA RAVIOLA ROMANINI

Origen, recuerdos y anécdotas

Jorge Cristóbal Raviola Molina y Brunilda Eugenia Romanini Catejo

Melipilla, junio del 2012.

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Todos somos en gran medida lo que heredamos, pero está en nuestras manos hacer nuestro presente y forjar nuestro futuro

FAMILIA RAVIOLA ROMANINI En el frontis de la casa de Marcelo, al fondo, de izquierda a derecha: Jorge Raviola Molina, Marcelo A. Raviola Romanini, Paola R. Vidal Román, Brunilda Romanini Catejo, Alvaro F. Castillo Hernández. Adelante Lucas Castillo Raviola (de pie), Javiera Paz Raviola Vidal, Jorge M. Raviola Romanini, Diego Castillo Raviola, Brunilda A. Raviola Romanini y Martina R. Castillo Raviola. (Coquimbo, 08- 04 del 2007)

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Introducción

Lo que a continuación encontrarán es la respuesta a algunas inquietudes y una petición de nuestros hijos y nietos, esto que para algunos podría parecer historia, no lo podemos calificar de tal, porque no ha seguido un método ni ha tenido la intención de hacerlo, sino remontarnos a nuestras raíces y entregar a los nuestros algunas vivencias personales que les podrían permitir conocer algo más de nuestro pasado. Compartiremos con ustedes nuestros recuerdos, inquietudes y emociones. Este escrito o “historia”, si así quieren llamarlo, es una mirada muy personal de lo que ha sido parte de nuestras vidas. Para hacerlo más personal aún, decidimos cada uno de nosotros acercarlos a nuestra manera a lo que se podría llamar “nuestra historia familiar y personal”. Por esta razón, encontrarán dos partes, la primera corresponde a los Raviola y la segunda a los Romanini hasta llegar a lo que somos: La Familia Raviola Romanini Los que preguntaban quiénes fueron sus abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, aquí encontrarán respuestas.

Este trabajo que les entregamos no habría sido posible sin el apoyo de muchas personas: -

Quienes nos motivaron para tomar la decisión de hacer algo que no estaba en nuestras intenciones. Quienes compartieron con nosotros sus recuerdos. Quienes nos enseñaron la tecnología básica necesaria. Quienes compartieron con nosotros sus recursos materiales.

A todos y cada uno de ellos, nuestro mayor agradecimiento.

Jorge y Bruny.

Melipilla, junio 2012.

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Familia Raviola Molina. Me es grato iniciar la redacción de lo que nuestros hijos nos han pedido en numerosas ocasiones: escribir los sucesos familiares desde que tuvimos conciencia de ellos. Lo haré gustoso, pues debo rescatar del olvido muchas de mis experiencias de vida que se irán a la tumba después de mi muerte. Agradezco a mis hijos esta posibilidad. Comienzo señalando que mis padres fueron Doña Adelaida de las Mercedes Molina Zúñiga, nacida en Lota, Chile, el año 1902 y fallecida en la ciudad de Concepción en 1990 y mi padre, Don Vittorio Secondo Francesco Raviola Borguese, nacido en la ciudad de Torino, Italia, el 10 de Abril de 1908 y fallecido en Concepción, Chile, en 1977. No recuerdo cuándo ni cómo se conocieron, pues mi madre vivía enclaustrada en su casa, bajo la estricta vigilancia de su hermano mayor que hacía las veces de hermano y padre, debido a que este último había fallecido, dejando a su esposa, viuda con un gran número de hijos. Lo que sí sé es que mi madre, morena, de baja estatura, pero corporalmente bien hecha, flechó al rubio de ojos azules que era mi padre, con un amor y una química que duró toda la vida.

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Mi padre viajó desde su país natal a Chile contratado por los sacerdotes Salesianos, que tenían en Concepción una escuela de artesanos y una imprenta. Como mi padre había estudiado Encuadernación en un establecimiento similar en Italia y se había distinguido en esa actividad, los curas en Chile se interesaron en sus servicios y lo contrataron para que fuera profesor de Encuadernación en la Imprenta penquista. Debo recordar que, aparte de estudiar, hizo el servicio militar en la marina en Italia y como marino viajó por varios países asiáticos. Para trasladarse a Chile, lo hizo en el barco Il Virgilio, desembarcando en el puerto de Valparaíso el 12 de Diciembre de 1929. Siempre recordó con cariño a su madre Anietta, a su padre Teresio Vittorio y a su hermano Teresio ( ver foto de la derecha), que fue militar de caballería y, seguramente, murió durante la primera guerra mundial en el campo de batalla. Mi padre nos mostraba una foto de su hermano, vistiendo uniforme militar, al lado de su caballo y destacándose por su alta estatura. Esta foto no obra en mi poder en este momento. Nunca más supimos de él y jamás recibimos correspondencia de su familia italiana. Hace poco supe, por mi hermana Estrella, que nuestro padre estuvo interno junto con su hermano en el establecimiento de los sacerdotes salesianos de Turín en calidad de huérfanos y las únicas visitas que recibían eran las de su nonna, siempre 4

vestida de negro, y una prima llamada Lucía, enfermera y de gran hermosura. De los hijos de mi abuela materna, Doña Carmen Zúñiga viuda de Molina, sólo recuerdo a algunos. Al tío Pepe Molina Zúñiga, como un serio profesor de educación musical de un liceo de la capital, casado con una encumbrada dama de la sociedad capitalina. Desconozco las razones de por qué no pudieron tener hijos, lo cierto es que nos visitaba frecuentemente y tenía largas conversaciones con mis padres. Uno de los temas era convencerlos de que le dieran en adopción a uno de mis hermanos, como una manera de ayudarlos económicamente. Pero mis padres nunca cedieron a sus requerimientos. Mis hermanos y yo, ignorantes de estas intenciones de nuestro tío, lo recibíamos en casa con mucho cariño, ya que con él jugábamos a la Lotería, cuyos premios en dinero los ponía él de su propio bolsillo y nos regalaba el oído tocando, en el piano que teníamos en casa, hermosas melodías. Más tarde supimos que había adoptado a un hijo de uno de sus hermanos que aceptó esta situación. A ese primo, nunca lo conocí, sólo sé que se llamaba Pepe, como su padrastro.

Recuerdo un poco, aunque con mucha gratitud, a la tía Pilar Molina. Ella, para el terremoto del año 1939, que destruyó la ciudad de Concepción, nos cobijó en su casa de Santiago, durante el tiempo en que demoró en regularizarse la situación en nuestra ciudad natal.

Otro hermano de mi madre que recuerdo, fue el tío Teodoro Molina. Vivía en la ciudad de Talcahuano con su esposa Doña Rosalía y una hija, la Laly. Varias veces pasé parte de mis vacaciones en su casa y recuerdo que me entretenía jugando con mi prima. A este tío lo conocí poco. Trabajaba, todo el día, en unos astilleros que había en San Vicente. Lo tengo en mi mente sentado a la mesa del comedor de su casa en semi penumbras

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desayunando. Llegaba tarde en la noche de regreso, cuando yo ya estaba dormido. También en Talcahuano, vivía mi tía María Molina, viuda de Almonacid. Tuvo varios hijos: hombres y mujeres. El mayor Rafael, fue marino y jubiló como tal. Lo recuerdo porque era muy bromista y se reía de mí, porque decía que yo “no tenía ni poto de lo flaco que era”. Otro hijo de mi tía María, era Pepe Almonacid, que se parecía mucho a mí, que fue profesor y llegó a ser Director de un Liceo de Talcahuano. Tenía una linda voz de barítono y cada vez que nos reuníamos, cantábamos. Murió de cáncer cuando aún ejercía su profesión. De las hijas, recuerdo a Alicia: morena, agraciada de rostro y muy amable. Se enfermó de tuberculosis. La acompañé varias veces en su lecho de enferma. Cuando falleció, la eché mucho de menos. Creo que me había enamorado de ella. La Lola era otra hija de tía María: muy atractiva, de hermosos cabellos rojos rizados, ojos expresivos. Otra de mis primas era la Lila: morena, jovial y amable.

Mis padres tuvieron cinco hijos: cuatro varones, los primeros, y una mujer, la última. El primogénito fue Víctor Emilio, nacido en Concepción el 03 de Noviembre de 1934. El segundo hijo fui yo. También nací en Concepción como el resto de mis hermanos, el 10 de Julio de 1936, en una noche muy lluviosa. El 17 de Septiembre de 1938 nació Ricardo René. Sergio Francisco nació el 06 de Abril de 1941. Y nuestra hermana Estrella del Carmen nació el 08 de Enero de 1945. Formábamos un grupo muy amable. Nos entreteníamos juntos y también peleábamos de vez en cuando.

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Foto familiar en casa de Paicaví: Sentados de izquierda a derecha: Estrella, mamá Adela, papá Vìctor, tía María. De pie, en el mismo orden: Ricardo, Jorge, Víctor y Sergio. Fecha: 18 de Noviembre de 1967. Celebración de los 35 años de matrimonio de los padres.

Vivimos en varias casas arrendadas de la ciudad de Concepción. Las que recuerdo fueron dos. La de Cochrane 1152: amplia, con un gran patio, en el que estaba ubicado el baño. En invierno había que atravesarlo para llegar a él. La dueña vivía al lado poniente y nos regalaba papel confort, pues nosotros usábamos papel de diario para el menester. Al lado oriente de dicha casa, vivía otra familia, cuyo hijo se pasaba a nuestro patio a jugar con nosotros. Recuerdo que uno de dichos juegos, a sugerencia de nuestro amigo burlón, era formar pelotas con barro y dejarlas secar, para entonces colocarlas en nuestros tobillos y salir volando. Indudablemente que nunca pudimos volar con esos “talones de Aquiles” como los llamábamos entonces. La casa de este amigo tenía también un gran patio, que estaba al cuidado de un jardinero que nosotros llamábamos Tomatito, porque, cuando era la época, nos pasaba por arriba del cerco tomates recién cosechados. Al frente de esta casa, vivía otra familia con varias hijas. Nos hicimos amigos y nos entreteníamos con juegos propuestos a veces por ellas y otras por nosotros, ya no recuerdo. El tiempo pasaba y las chicas fueron 7

creciendo y, a medida que esto sucedía, se fueron distanciando. Recuerdo que la madre de estas chicas, alimentó con su leche a Ricardo, cuando nuestra madre perdió esa posibilidad por razones que desconozco y nunca pregunté. Nuestra vida de infantes pasaba entre el estudio, estos juegos, escuchar radioteatros, todos reunidos en torno al brasero en invierno, ayudando a mamá en los menesteres domésticos, paseos de pic nic a alguno de los cerros del lugar, visitando a algunos conocidos o parientes, jugando en familia a la Lotería o a la Metrópoli o al Toma todo. Confeccionando juguetes artesanales, volantines, cambuchas, etc., yendo al cine a ver películas de Charles Chaplin, Cantinflas, Roy Roger.

Víctor Raviola Borguese y Adelaida Molina Zúñiga, con sus hijos ( de izquierda a derecha) Jorge, Ricardo, Sergio y Víctor, en un día de picnic. A espaldas de Jorge aparece la perrita Mimí.

Ya adolescentes, nos entreteníamos conociendo la ciudad, visitando a nuestros parientes en Talcahuano, bañándonos en una piscina que poseía 8

la Escuela Industrial, dentro de su recinto y en donde aprendimos a nadar y viajando a algunos balnearios cercanos: Penco, Tomé, San Pedro. En San Pedro, para llegar al cual debíamos atravesar el puente sobre el río Bío Bío, de dos kilómetros de longitud, había dos lagunas. La más cercana era la laguna chica. La otra estaba más lejos y la conocíamos como la laguna grande, con fama de peligrosa. Generalmente íbamos a bañarnos en la laguna chica. Era tranquila en la parte Oeste. No así en su parte Este, donde soplaba siempre un viento que producía un oleaje no muy amigable. Ocasionalmente iba acompañado de alguno de mis hermanos. A veces, en locomoción colectiva. Otras a pie. Era un tramo bastante largo. Había que andar algo de trece cuadras para llegar a Prat. Luego otras tantas para llegar al puente. Atravesarlo. Luego recorrer otro tramo hasta la laguna. Eran tardes muy gratas. El agua fresca. El sol de verano saludable ( aún no había problemas con la capa de ozono ), hermosas niñas que admirar, conocidos con los que se podía conversar. Cuando disponíamos de dinero, arrendábamos un bote y recorríamos la ribera de la laguna, admirando las cabañas de gente adinerada y ocupando pequeñas playas protegidas del viento. Justamente, en esta laguna tuve una experiencia bastante traumática: un día de verano, fui solo a esta laguna. Llevaba mi traje de baño, una gruesa toalla y un gorro de visera que era de mi hermano mayor. Mi madre me dio permiso, pero me advirtió que no fuera a perder ese gorro pues era de Víctor. Estaba de lo más tranquilo, tendido sobre la toalla en la ribera de la laguna. Había poca gente. El ambiente muy templado, agradable. De pronto siento que alguien se acerca a mí y me pide que le ayude a cumplir su entrenamiento diario. Se trataba de un deportista de la natación de resistencia que necesitaba a alguien que supiera remar para que lo acompañara en un bote a atravesar la laguna de ida y vuelta. Acepté. Arrendó un bote pequeño a remo. Me instalé en él, me encasqueté bien el gorro de Víctor y anudé la gruesa toalla en mi 9

cuello. Nos pusimos de acuerdo y partimos: el deportista nadando al estilo crol y yo remando siempre por su lado izquierdo, por donde él sacaba la cabeza para respirar. Todo iba bien hasta el centro de la laguna. De pronto una ráfaga de viento más fuerte que lo usual, arrancó de mi cabeza el gorro y lo depositó sobre las aguas. Dejé de remar. Coloqué uno de los remos dentro del bote y con el otro traté de sacar del agua el malhadado gorro. El gorro se resistía. De pronto pensé en lo que mi madre me había advertido (“no pierdas el gorro de tu hermano”) y sin pensarlo dos veces, aseguré el remo que tenía en la mano y atolondradamente me lancé de cabeza a las tibias aguas. Cuando estaba sumergido, sentí que algo que tenía en el cuello se hacía cada vez más pesado y me di cuenta de que en el apuro me había olvidado de la toalla. Salí a flote, cogí el gorro que aún flotaba, me lo puse en la cabeza y con las dos manos me desaté la toalla que cada vez pesaba más. Con la toalla en una mano, me mantenía a flote tratando de ver dónde había quedado el bote. Este se divisaba a lo lejos hacia el sitio más peligroso de la laguna. Decidí entonces nadar hacia la playa, pero la toalla me dificultaba los movimientos. Avanzaba un poco y me sumergía. Salía a flote y volvía a sumergirme. Hasta que me di cuenta de que si no soltaba la toalla me iba a ahogar. Y ¡ la solté ¡" -Mi vida o la toalla". Pensé. Con desesperación vi cómo la toalla se hundía ondulando hacia el fondo. Me volví a asegurar el gorro y continué nadando hacia la playa lejana. Nadaba en todos los estilos que había aprendido. Cuando me cansaba, me ponía de espaldas en el agua y me mantenía a flote descansando. Cuando me di cuenta de que ya no podía seguir nadando, empecé a pedir socorro hacia la playa. Alguien escuchó mis gritos, pues pronto sentí el ruido de un motor y que una lancha se me acercaba. Dos hombres, que no conocía, me subieron a la embarcación y me trasladaron de regreso a la playa, junto al bote abandonado por mí. Tiritando de frío o de susto, agradecí a mis salvadores y me tendí en el suelo a reponerme de mi angustia y cansancio. Al rato vi que el deportista regresaba de su práctica diaria, muy tranquilo, ignorante del susto que yo había pasado. Lo puse al tanto. Le 10

pedí disculpas y regresé a casa, pensando en que no le había pasado nada al nadador y en las reacciones de mi madre frente al hecho de que por no perder un gorro, había perdido algo mucho más caro: la toalla. Mi madre reaccionó como pensaba. Se preocupó más de la pérdida de la toalla, que de mi estado de ánimo. Cuando llegó mi papá, le pedí conversar privadamente con él sobre el suceso y encontré entonces la tranquilidad que necesitaba. El, con su empatía paternal, me hizo ver que lo que se había perdido tenía mucho menos valor que lo que se había salvado: mi vida. Que no me preocupara, la toalla se podía comprar, pero la vida de un hijo era irremplazable.

Víctor Raviola Borguese, junto a sus tres hijos mayores. De izquierda a derecha, Víctor, Jorge y Ricardo. Al fondo, la puerta de entrada a la casa de Cochrane ll52.

Nuestra madre fue muy severa con todos nosotros. Cuando algo malo pasaba en la casa, nos echaba la culpa y, como nadie asumía la responsabilidad, trataba de que el culpable se delatara a fuerza de correazos en las piernas o donde cayeran. Empezaba a huasquear primero a Víctor, mientras el resto de los hermanos nos reíamos. Y así nos azotaba 11

a todos, sin aclarar quién había sido el culpable. Todos los hermanos teníamos la posibilidad de reírnos de aquel a quien castigaban. Ricardo era el más soberbio. Mientras recibía sus azotes, le decía a nuestra mamá: “golpee no más, porque no pienso llorar” y no lloraba. Debo reconocer que ella nos enseñó a leer y escribir las primeras palabras y asumió los trabajos domésticos con mucha responsabilidad y visión de futuro, enseñándonos a hacer cosas que nos servirían en nuestra vida de adultos. Con nuestro padre, siempre ausente en el trabajo, ella nos enseñó a ser útiles, responsables y serviciales. Mi mamá tuvo la oportunidad de conocer a mis hijos y gozar ocasionalmente de su compañía y afecto.

Hermanos Raviola Romanini con su abuelita Adela en la casa de Freire, Concepción, donde vivía con su hija Estrella. Fecha: Enero de 1988.

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La situación económica del hogar no era muy satisfactoria. Mi padre trabajaba fuera del hogar: durante la semana, en la imprenta de los Salesianos. Durante los sábados y domingos, viajaba a San Pedro, donde se habían instalado unos salones de baile, a incrementar sus ingresos, tocando la trompeta, acompañado de otros músicos, con los que integraba una orquesta. Cuando los días domingos, después de almuerzo, debía ausentarse para cumplir sus contratos como músico, invitaba a uno de nosotros a que lo acompañara al centro de la ciudad, donde uno de sus amigos de apellido Palet, tenía una pastelería. Compraba una torta, nos la entregaba y nos decía: “Llévala a casa. Es para Uds.” Debo reconocer con mucha pena, que nunca se me pasó por la mente dejarle un trozo para cuando él regresara del trabajo. Mi padre se ganó nuestro respeto y admiración. Era muy cariñoso. Nunca nos dio un mal ejemplo de intemperancia, pudiendo haberlo hecho. Pocas veces nos castigó con dureza. Nos daba buenos consejos. Cuando yo había cometido un error y andaba desconsolado, junto a él encontraba la tranquilidad y el respaldo afectivo que necesitaba. Todos los fines de semana, sacaba de su bolsillo algunas monedas y nos las daba. – “Para que se acostumbren a manejar dinero y aprendan a gastarlo con prudencia”, nos decía. Muchas veces, cuando no tenía cancheos (trabajos ocasionales de músico) nos invitaba al cine a ver alguna película, soportando el enojo de mi madre, quien no veía con buenos ojos que gastáramos dinero en películas. De él heredamos el gusto por la música y su interpretación.

Mi madre, por su parte, en sus escasos ratos libres, confeccionaba billeteras y monederos de cuero y los vendía entre los conocidos. Aparte 13

de eso, compraba el carbón por sacos y lo vendía al decálitro. Construyó un pequeño gallinero al fondo del patio, crió gallinas, con lo cual pudimos disponer de huevos frescos y, de vez en cuando, de una sabrosa cazuela de ave. Hubo una época en que la situación económica era tan deficitaria, que en vez de sillas, debíamos sentarnos en cajones, que de alguna manera se los conseguía mi madre entre sus amistades. En las noches, dormíamos de a dos en cada cama. Felizmente, un suceso imprevisto cambió esta situación. Nuestra mamá, entre sus parientes penquistas, tenía unas primas muy lejanas de apellido Molina. Eran tres hermanas, solteronas, que en su vejez vivían juntas en una casa de su propiedad que estaba ubicada en la calle Paicaví 651, en Concepción. Nuestra madre las visitaba de vez en cuando. Las ayudaba en los menesteres que ellas por su edad ya no podían realizar. Cuando la más joven quedó sola, llamó a mi madre y le rogó que se fuera a vivir con ella con todos nosotros, con la condición de que la cuidara. Mi madre aceptó. La casa de Paicaví era sumamente espaciosa. Los muros que colindaban con los vecinos y con la calle eran de adobe. Las murallas de las piezas estaban hechas de tablones gruesos de madera clavados a vigas también de madera y todo ese encatrado cubierto con papel de diario pegado con engrudo y sobre ese papel se pegaban las tiras de papel decomural. En las noches de invierno, las murallas de nuestros dormitorios se inflaban por el viento que penetraba entre los tablones desde el entretecho. El techo era de teja chilena, asentada con barro sobre los tablones que le servían de sustento. Recuerdo que para el terremoto del año 1960, las tejas se deslizaron hacia la parte más baja del techo y debimos, entre los hermanos que estábamos en Concepción, techarla de nuevo. Fue un trabajo brutal que no olvidaré jamás. Nuestra madre nos tenía, a la hora de almuerzo, malta con harina tostada que ella misma

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elaboraba en nuestra casa, para disminuir nuestra sed. Nunca antes había comido con tanta sed ni tanta hambre. La casa de Paicaví tenía cuatro piezas que deben haber medido 5 por 5 metros. Tres de ellas daban a la calle. Además tenía otra pieza de 5 por 3 metros. Una sexta pieza debe haber medido 3 por cinco metros. No recuerdo si tenía cocina ni dónde cocinaba mi madre. Todas estas piezas estaban unidas por un corredor con ventanales hacia el patio, corredor que medía de ancho alrededor de dos y medio metro y que permitía el acceso a todas las piezas. El baño estaba en el patio y consistía en una construcción de ladrillo y cemento con dos recintos separados apenas por una murallita del mismo material, que no alcanzaba a llegar al techo. En un recinto estaba la taza del wáter con un lavamanos y en el otro apartado, estaba la ducha. A ambos recintos se accedía por puertas independientes. Era super helado y la ducha no tenía cálefont. A propósito de ese baño, recuerdo una anécdota que nos ocurrió una noche de invierno. Uno de mis hermanos fue al baño que, dicho sea de paso, no tenía luz eléctrica. Al ratito regresó muy pálido y asustado diciendo que había un hombre escondido en el baño y atrincherado en él. Todos nos armamos con lo que encontramos más a mano y nos dirigimos al lugar. Efectivamente, al intentar mi padre abrir la puerta, empujándola hacia adentro, ésta cedió un poco, pero inmediatamente se cerró con cierta fuerza. Nuestro susto era cada vez mayor. Intentamos varias veces abrir la puerta con el mismo resultado de la primera vez. Mi padre, con voz ronca, le gritaba al que se escondía adentro que se entregara, que de lo contrario entre todos lo golpearíamos. Pero. . . Nadie decía nada. Entonces a Víctor se le ocurrió entrar al recinto de la ducha y se asomó al apartado contiguo. Sí, dijo: ”El hombre que se esconde en el baño tiene puesto un poncho”. Entonces, mi padre recordó que él había colgado un poncho de un clavo del muro del baño y había dejado sus botas de caucho en el suelo. Eran las botas las que impedían que la puerta se abriera y servían como resortes que la volvían a cerrar. El alma nos volvió al cuerpo y regresamos al interior de la casa muertos de risa, pero aún conmocionados. 15

Hacía muchos años que había fallecido nuestra bienhechora, la Primita, cuando mi madre, seguramente, ocupando el dinero del arriendo que había ahorrado, construyó al fondo de esta casa, una cocina , un baño interior con cálefont, dos piececitas que podían servir como dormitorios y una pequeña bodega. Esta parte nueva de la casa tenía el techo de zinc y, recuerdo que, en tiempos de la cosecha de las nueces, éstas se desprendían y caían sobre el zinc produciendo un ruido muy molesto, al que poco a poco nos fuimos acostumbrando. El patio de la casa era amplio. Colindaba con cuatro familias vecinas. El Norte limitaba con una construcción de dos pisos de una familia cuyo jefe era un señor alto que trabajaba en la siderúrgica de Huachipato en Talcahuano. Siempre andaba como cansado y entre sus hijos tenía uno que era muy vulnerable, en el sentido de que se accidentaba a cada rato y casi siempre andaba lleno de moretones. También por el costado Norte, nuestro patio limitaba con el de la casa de un músico ciego, amigo de mi padre, cuyo apellido era Aste y que tocaba una inmensa acordeón como un verdadero virtuoso. Mi padre lo incluía siempre que su orquesta necesitaba este instrumento, pues era muy bueno y me parece que también era de ascendencia italiana. El patio de este músico, que vivía con su madre y su esposa, tenía muchos árboles frutales, especialmente higueras, cuyas ramas repletas de higos maduros se pasaban a nuestro patio para nuestro deleite. Al poniente limitaba con otro de una familia desconocida y al Sur con el patio y la casa de madera de dos pisos donde vivía la familia de Pablo, uno de nuestros amigos del barrio. Su hermana también fue nuestra amiga de juegos. Siempre que Pablo nos veía encaramados en el cerco de madera, cosechando furtivamente los higos del vecino músico, gritaba a todo pulmón: “ ¡ Los higos, los higos. Se están robando los higos! ”. Pero en el patio del músico nadie aparecía. El árbol más grande que teníamos en nuestro patio, era un nogal. Inmenso, frondoso, y que, en la época de Marzo Abril, se llenaba de nueces, las que no alcanzaban a madurar, porque el clima de Concepción es muy húmedo y se demoran mucho en secarse. 16

Esta casa, llegó a ser nuestra, pues mi madre se la compró a su prima, endeudándose con un banco. De todos modos, el precio no fue usurero, ya que le Primita estaba muy agradecida de las atenciones de que era objeto por parte de nuestra madre. Estaba en calle Paicaví, como ya he dicho, entre Freire y Maipú. En esta última calle y más o menos a la vuelta de la esquina y a no más de una cuadra, había una verdulería. Uno de los dependientes era Pancho. No recuerdo su apellido. Este joven, de la misma edad nuestra, más o menos, tocaba guitarra y conocía al dueño de un almacén que estaba en la esquina de Paicaví con Maipú. Este señor se llamaba Manuel y su almacén lo menos que tenía eran mercaderías. Parece que estaba en bancarrota. Se lo pasaba detrás del mostrador, tocando su guitarra y cantando canciones populares de moda, por ej.: “Corazón de escarcha”. Creo, salvo error, que estas dos personas nos estimularon a que mi hermano Ricardo y yo quisiéramos aprender a tocar este instrumento. Ya éramos adolescentes. Fue así como formamos un conjunto que llegó a tener tres guitarristas: Ricardo, Pancho y yo. Un baterista: Pancho y un cantante: Carlos Carriel, quien tenía una voz muy potente, armoniosa y a veces arrítmica. Tocamos, ganando algo de dinero, en los malones de entonces, ramadas dieciocheras y algunos bailes en locales fuera de la ciudad de Concepción que nos conseguía nuestro padre. Nunca podré olvidar que uno de los trabajos que mi padre nos consiguió fue nada menos que amenizar un baile popular que se iba a realizar en la ciudad de Arauco. Nuestro papá ofreció una orquesta formada por una pianista, Amalia, mujer adulta amiga suya, dos guitarristas: Ricardo y yo; un baterista, Pancho y nuestro flamante cantante, Carlos. El viaje de ida lo hicimos en tren con todos nuestros instrumentos, menos naturalmente el piano, que debían conseguirlo quienes nos contrataban. En el trayecto, se produjo en nuestro vagón una pelea descomunal entre dos hombretones que se golpeaban duramente. Nosotros asustados nos acurrucamos en torno a la pianista hasta que terminó la mocha. 17

En la noche fue el baile. Todo iba bien a nuestro corto entender, porque a veces los acordes de los guitarristas no estaban de acuerdo con la melodía, el cantante de vez en cuando estaba fuera de ritmo y no recuerdo haber afinado las guitarras según el piano. Para peor, en medio de nuestras interpretaciones y de la euforia de los bailarines, a Pancho se le ocurrió pegar un baquetazo demasiado fuerte al platillo y éste no resistió el encontronazo, se desprendió de donde estaba adherido y empezó a rodar entre los bailarines. Recuerdo que dejé de tocar y me puse a perseguir el platillo que, cual tortilla corredora, se alejaba de los músicos. Terminó el baile, nos dieron de comer, nos pagaron y regresamos a Concepción, felices, aunque conscientes de que el servicio que habíamos prestado no había sido muy satisfactorio. La dueña de la verdulería donde trabajaba Pancho, poseía una casa en el pueblo de Bulnes, que estaba conectado con Concepción, en ese entonces, por un camino de ripio. El lugar era netamente campesino. Un verano, invitó a los integrantes de nuestro conjunto musical a pasar una temporada en dicho lugar. Nuestros padres estuvieron de acuerdo y partimos llevando nuestros instrumentos. Todo fue idílico entonces. Todo gratis. Desayuno, almuerzo y comida, abundantes. Buenas camas. Buen trato. Debíamos amenizar la aburrida viva de los vecinos del pueblo con nuestras canciones. Entonces, no había allí ni radios, ni televisión, de modo que llevar música en vivo era un acontecimiento sumamente novedoso para los lugareños. Todos nos querían y nos trataban bien. Era tiempo de trilla. No sé a quién se le ocurrió recorrer el campo llevando música a la gente. Sin dinero, con cuerdas de repuestos en las mochilas, fuimos recorriendo esos lugares. La gente era muy hospitalaria y nos recibía con muestras de aprecio y alegría. Nuestro repertorio incluía tangos, valses, boleros, cuecas, tonadas, corridos mexicanos. Nos daban de comer y nos pedían que les tocáramos canciones de nuestro repertorio. Nosotros gustosos nos dejábamos querer. Generalmente dormíamos en las eras con el permiso de sus dueños. Una noche en que estábamos calientitos sumergidos en la paja recién 18

trillada y a punto de dormir, un grupo de campesinos borrachos se acercó a donde nosotros estábamos y dos de ellos se pusieron a pelear. El que iba perdiendo le gritaba a su antagonista que le pegara no más porque él no iba a llorar. Yo me acordé de Ricardo, cuando nuestra madre le estaba pegando. Nosotros, escondidos en medio de la paja no nos atrevíamos ni a respirar. Felizmente, luego terminó la pelea y todos los curaditos se retiraron del lugar. A la mañana siguiente, decidimos regresar. Al llegar al camino que conducía a Bulnes, un dueño de fundo que nos vio pasar cerca de su predio, nos invitó a la casa patronal, para que le tocáramos canciones a su esposa, hijas y demás familiares y trabajadores. Y se armó la fiesta. El dueño de fundo, que se dedicaba, entre otras cosas, a elaborar aguardiente, nos servía, muy atento, copitas chiquitas de dicho licor. Ya de noche, nos despedimos, porque empezábamos a sentir los efectos del alcohol. El dueño se ofreció para acompañarnos hasta la entrada de su fundo. Ya allí, nos pidió que le interpretáramos las canciones que más le habían gustado y, como ya no estaban las damas, nos daba aguardiente en copas. Nosotros a esta altura no podíamos negarnos. Como todo tiene su fin y ya era de noche y nos quedaba un largo camino por recorrer, nos despedimos de nuestro anfitrión y emprendimos la caminata del regreso. Me recuerdo caminando como autómata, deseando más tirarme a dormir sobre las piedras, con mi guitarra en la mano derecha y la cabeza gacha , sintiéndola como una brasa ardiente que me incomodaba en forma angustiosa y sin poder controlar ni mis pensamientos ni mis emociones ni mis actos. Jamás me había sentido tan mal. Me sentía sin ningún control sobre mí mismo, al borde de la intoxicación alcohólica, El camino, oscuro, apenas iluminado por la luna. De pronto, uno del grupo gritó asustado: ¡UN FANTASMA! Efectivamente, frente a nosotros se encontraba una figura con una especie de túnica muy blanca que la cubría enteramente y moviendo unas especies de alas. La sorpresa y el miedo 19

hicieron que todo el alcohol que había bebido me bajara de la cabeza a las piernas y me impidieran caminar. Presa del pánico, sólo pude trasladar mi guitarra de la mano derecha a la izquierda y con la derecha libre, recogí dos o tres piedras y las comencé a tirar con fuerza contra la aparición. En medio de mi borrachera vi cómo uno de nuestros acompañantes, que nos había servido de guía en nuestra incursión por el campo, corría hacia el fantasma, lo agarraba con una mano y con la otra lo golpeaba. El aparecido gritó: ¡ NO ME GOLPEES. SOY YO! y dijo su nombre. Era otro joven que habitaba la misma casa que nos hospedaba y que, con una sábana, se disfrazó para asustarnos. Cuando llegamos, todos se reían de nuestro susto y sin darnos cuenta de lo que hacíamos, los cinco aventureros nos metimos en una pieza que estaba destinada sólo a dos personas, como pudimos nos tendimos, no recuerdo dónde y nos quedamos profundamente dormidos. A la mañana siguiente, ya bien avanzada, la dueña de casa nos fue a despertar y, cuando le abrimos la puerta, casi se desmayó del olor nauseabundo que salía de la pieza. Motivo más que suficiente para que nos bautizaran con el honroso nombre de “el conjunto de LOS FUDRES”. Después de esta desagradable experiencia, decidí firmemente nunca más emborracharme. Para ser justo, debo agregar que éstas fueron las vacaciones más memorables que nuestra vida de músicos aficionados nos tenía reservada. Otra experiencia digna de recordar:

Jorge Raviola Molina adolescente y joven.

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Existía en Concepción, la radio ARAUCANIA, entre otras. Dicha radio había implementado un programa de busca talentos. Era un concurso al que podían presentarse artistas aficionados y desconocidos. A él nos presentamos, ya como un dúo: Ricardo y yo. Mi hermano tenía una hermosa voz. Por lo tanto, hacía la primera voz y yo, cuya voz no era muy buena ni muy potente, hacía la segunda. Ricardo punteaba y yo acompañaba. Dos veces por semana, nos presentábamos en los concursos, entre otros conjuntos y solistas. Nos hicimos muy populares entonces. No recuerdo haber ganado ningún premio, salvo que debimos presentarnos en una especie de festival artístico, organizado por la radio Araucanía, en el entonces anfiteatro La Tortuga de Talcahuano, y cuyos artistas eran los concursantes que habían sobresalido en la competencia. Recuerdo que la canción por la que recibimos más aplausos fue un corrido mexicano de moda, conocido como “Juan Charrasqueado”. Creo que debimos repetir esta canción a pedido del público. Mi padre era músico, en todo el sentido de la palabra: leía música, escribía música, orquestaba piezas musicales y tocaba muy bien la trompeta y otros instrumentos, llegando a organizar sus propias orquestas. Su opinión, por lo tanto, era muy valiosa para nosotros. Comparándonos con los otros conjuntos y, en especial, con los Yumbelinos, que eran nuestros más serios competidores, nos dio a conocer su opinión que nos sirvió para nuestro perfeccionamiento: “Los Yumbelinos son muy buenos guitarristas, pero tienen pésimas voces. Uds. Son malos guitarristas, pero excelentes cantantes. Lo que cantan, lo cantan con el alma. Sienten lo que están interpretando. Procuren mejorar la parte instrumental”. Y nosotros tomamos muy en cuenta este consejo de nuestro padre. Quiero terminar esta parte artística de mis recuerdos, mencionando un último hecho. En los concursos radiales participaban dos hermanas que cantaban canciones folklóricas a dos voces. Nos pidieron que las acompañáramos en la parte instrumental. El premio entonces era un viaje a Santiago con todos los gastos pagados para grabar un disco. Aceptamos y, ¡Alabado sea Dios!, Ganamos. Lamentablemente, nuestros padres no nos 21

dieron permiso para el viaje. Debíamos estudiar. No era período de vacaciones. Y hasta ahí no más llegó nuestra carrera artística. Gracias a Dios que así fue, pues si hubiéramos sido artistas, no habríamos podido ser lo que fuimos más tarde. ¡Qué pretencioso! La guitarra fue sólo un recuerdo en mis años de profesional de la docencia. El trabajo fue tan absorbente, que no tuve tiempo para frecuentarla. Cuando jubilé en 1997, pasé algunos años entreteniéndome en otros hobbies. Y, un día, pensé que podía ocupar mi tiempo libre intentando aprender guitarra clásica, que era mi preferida. Compartí con mi familia este anhelo. Encontré en ella un fuerte apoyo, que se tradujo además en un hermoso regalo: una flamante guitarra Yamaha cero kilómetro.

Jorge Raviola Molina disfrutando en su casa de los logros obtenidos.(Melipilla, mayo del 2012)

Me apoyó al comienzo un ex alumno melipillano, Iván Silva Aldana, que es concertista en guitarra clásica, el que me enseñó las bases de este 22

tipo de música. El y otros músicos como el aysenino Iván Barrientos y el ovallino David Ogalde me inspiraron con su estilo de guitarra clásica folklórica, el primero, y, el segundo, con su también particular interpretación en el arpa. Igualmente recibí el apoyo del guitarrista melipillano, Marcelo González, quien me ayudó a salvar las dificultades de algunas obras de Iván Barrientos Continuando con mis experiencias de niño y adolescente, reconozco que no fui un buen alumno. No tengo claro qué aprendí en Primaria, en la que repetí el primer año. Recuerdo, como ya he dicho, que mi madre nos enseñó a leer. Fue una enseñanza a golpes y reproches por mi lentitud para aprender. En esta etapa de mi existencia, tuve un accidente que casi me cuesta la vida. En un paseo a uno de los cerros de Concepción con mi curso, no recuerdo cual, tuve una caída que me dejó en coma por cuatros días y que me causó varias secuelas físicas y tal vez mentales. Egresado de Primaria, la actual Básica, mis padres me matricularon en el Liceo Nº 1 de Concepción, Enrique Molina Garmendia, en Humanidades, la actual Enseñanza Media. Allí repetí el Primer Año con cuatro ramos fracasados: Matemáticas, Historia, Inglés y Ciencias. Me dolió tanto este fracaso que juré no repetir nunca más. Me puse muy aplicado. Estudiaba todos los días. Algunos compañeros de curso de excelente rendimiento me ayudaron mucho. Recuerdo por esto con gratitud a Reinaldo Navarrete. Siempre fue el mejor rendimiento en sus cursos, tanto del Liceo como de la Universidad de Concepción, donde él estudió Química y Farmacia y yo Pedagogía en Castellano. Como liceanos y luego universitarios siempre nos encontrábamos para estudiar en la Biblioteca de la Universidad, en el Parque Ecuador, en el Barrio universitario o en la Plaza Perú. Durante las vacaciones de verano, íbamos juntos a taquillar al centro de la ciudad o nos encerrábamos en algún bar a jugar al cacho y a tomarnos de vez en cuando unos tragos. Debo reconocer que él me ayudaba, con su carácter alegre y más estable que el mío, a superar mis frecuentes estados de depresión. De él obtuve también el estímulo para ser cada día más constante y responsable. Gracias a Reinaldo 23

y a otros compañeros de los que sólo recuerdo el nombre de Orozimbo Carrasco Tillerías, descendiente de un cacique araucano de Puerto Saavedra, logré cumplir mi promesa de no repetir cursos nunca más.

En esta foto, parados de izquierda a derecha: Reinaldo Navarrete, Jorge Raviola, el hermano menor de mi amigo y su hermano mayor. Sentadas: una amiga de su familia, la madre de Reinaldo y su hija. Lugar: Dichato, balneario de la Octava Región, Febrero de 1954. La foto fue tomada por su padre. Otros amigos liceanos que recuerdo fueron: Arnoldo Cartes, un joven muy modesto, bueno para los combos, fanático del cantante argentino Carlos Gardel. Sus canciones las interpretaba con mucho acierto y emoción, cuando regresábamos a casa después de cada jornada de clase y que yo escuchaba con agrado; y Baquedano a quien consideraba un experto en lucha libre. Recuerdo con mucho cariño este Liceo. Estaba ubicado en la calle Víctor Lamas entre Aníbal Pinto y Caupolicán. En su costado Sur, tenía tres pisos y en sus costados Este y Oeste, dos pisos. Arquitectura bellísima, destinada a ser monumento nacional si un malhadado terremoto no lo hubiera destruido. Ocupaba toda una manzana. Salas amplias, altas, bien iluminadas. Cuatro amplios patios, uno de ellos para los alumnos más pequeños. En su costado Nord Poniente, tenía el Internado, el cual visitaba 24

todos los sábados para estudiar con mi amigo Orozimbo, fumarme un cigarrillo a escondidas de los inspectores y degustar los alimentos que los padres de mi amigo le enviaban periódicamente desde su ciudad natal. El Internado poseía el cuarto patio del establecimiento. Para subir a los pisos superiores, desde la entrada principal que estaba en Víctor Lamas, había una amplia y elegante escalera que parecía de mármol. Aparte de ella, en los costados Oriente y Poniente del edificio, había escaleras secundarias con el mismo estilo arquitectónico. El Liceo no sólo tenía salas de clase. Contaba además con dos gimnasios techados, con sus respectivos camarines. Laboratorios de Química, Física, Artes Manuales, Ciencias Naturales, completamente implementados con los recursos didácticos pertinentes. Una muy completa Biblioteca. Un teatro con balcón y platea. Esta última con confortables butacas. Una caseta para proyección de películas. Un enorme escenario con una gruesa cortina de felpa roja y un piano de cola que le servía al profesor de Música, Don Raúl Riveros Pulgar para interpretar piezas musicales de autores clásicos famosos en el mundo entero. Mi gusto por esta música se lo debo a este maestro. Recuerdo que el profesor Riveros invitó a mi padre a integrar la orquesta filarmónica que dirigía, pero éste no pudo aceptar en razón de sus trabajos más seguros y mejor remunerados. Los docentes que estaban a cargo de los Laboratorios mencionados, eran poco vistos por los pasillos del establecimiento, pues, generalmente, nos esperaban en sus aulas cuando debíamos asistir a sus respectivas asignaturas. El menos visto de todos, fue el Sr. Nagel, quien siempre fue un misterio para sus alumnos, ya que nunca supimos a qué hora llegaba al Liceo ni a qué hora se retiraba. Su asignatura era Ciencias Naturales y su laboratorio, un verdadero museo natural. Sus alumnos lo apodaban “El Topo Nagel” y era medio sordo. Otro profesor fue el Sr. Marcos Ramírez, profesor de Física. Fue muy duro y hasta ordinario para tratarnos. Fue el único profesor que nos trató con dureza y a garabato limpio. Era partidario del principio de que “La letra 25

con sangre entra”. En sus clases se podían tener dos actitudes frente a su agresividad: la sumisión o la respuesta valiente e inteligente. Sin embargo, nos enseñó muchas cosas interesantes. Por primera vez en mi existencia supe de la teoría de la posibilidad de vida fuera de nuestro planeta. El Sr. Burgos, profesor de Filosofía, imponía respeto con su sola presencia. Monseur Caminó, de Francés, fue un gentleman. Usaba una colonia muy fina, de modo que cuando se paseaba por la sala, gozábamos al sentir su olor a persona pulcra. Además, debo reconocer que monsieur daba mucha importancia a la formación de valores en sus clases, de modo que cuando creía oportuno apartarse del tema central, lo hacía y nos inculcaba principios de urbanidad: No toser en la cara del prójimo, no escupir en el suelo, respetar a los demás, saludar, etc.

Quinto año B de Humanidades con su profesora jefe. Año 1954 Liceo Enrique Molina de Concepción.

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A continuación, quiero compartir con ustedes algunas breves palabras acerca de mis hermanos:

VICTOR EMILIO. Es inteligente, de mente rápida, de firmes convicciones, generoso, bastante duro en sus opiniones sobre las debilidades de los demás. Muy bueno para el estudio. De memoria privilegiada. Estudió, en la Universidad de Concepción, Pedagogía en Castellano, en una época en que dicha Universidad no era autónoma y debíamos rendir examen frente a una comisión formada por profesores de la Universidad de Chile. Entonces sí que era difícil. Se tituló, se casó con Hortensia Ascencio, con la cual tuvo dos hijos (Eduardo y Anita Isabel), ganó concurso en el Liceo de Hombres de Temuco. Creo que en el año 1958 o 59. Establecimiento que marcó el inicio de su exitosa carrera pedagógica y periodística. Profesor universitario, amante de los libros (afición que heredó de su profesor y poeta Don Gonzalo Rojas Pizarro), crítico literario, investigador de la literatura, Director de los Cursos Universitarios de La Frontera de Temuco por varios años y, posteriormente, Director de varios colegios particulares. Profundizó sus conocimientos académicos en Estados Unidos, obteniendo el máster en administración universitaria. Me olvidaba decir que también incursionó en la música. Su instrumento fue la batería. Como estudiante participó en varios bailes, lo que le permitió adquirir sus textos de estudios. Más tarde, ya jubilado, integró una orquesta de jazz, su ritmo preferido y continuó dictando charlas sobre su tema preferido: la 27

poesía. Se le considera una autoridad por sus conocimientos de Pablo Neruda, Nicanor Parra y otros poetas.

De izquierda a derecha :El Sr. Pérez clarinetista, Víctor y nuestro padre, 1956.

RICARDO RENÉ. Es más afectivo. Con alma de artista. Mente despierta e inquieta. Reservado. Muy estudioso. Responsable. Serio. Tal vez demasiado. Estudió, en el Instituto Politécnico de Concepción, la carrera de Técnico textil. Como tal y, ya titulado, se casó y se fue a trabajar a una fábrica textil en Tomé. Trabajaba y, al mismo tiempo, estudiaba alemán e inglés. Ya que los libros textiles estaban en esos idiomas. Posteriormente, completó sus estudios y llegó a titularse de Ingeniero Textil. Viajó a Santiago donde se destacó como profesional y, con su esposa Flor Villalobos, tuvo dos hijos: Cristian y Catalina. Como guitarrista integró varios conjuntos de aficionados y se destacó por su excelente voz y por la emoción que le daba a sus interpretaciones. 28

SERGIO FRANCISCO siempre ha sido muy alegre, optimista, bueno para la talla y las salidas oportunas. No le gustaba estudiar. Cuando terminó la enseñanza primaria, nuestros padres lo matricularon en el establecimiento de los sacerdotes salesianos, en calidad de interno, para que estudiara encuadernación y cartonaje. Una vez egresado, se escapaba de la casa por las noches y se iba a tocar el piano. No tengo claro dónde. Regresaba de amanecida, a veces todo mojado por la lluvia, lo que le acarreó enfermarse del corazón, enfermedad que mantuvo controlada hasta el año 2011, cuando debió operarse de la válvula Mitral en forma exitosa. Trabajó en varios oficios: Bombero bencinero, músico, cuidador de casa central de Universidad en Temuco, empleado de imprenta, dueño de imprenta en Temuco. En esta última ciudad, siguió practicando piano en una pianola electrónica de su propiedad y que le alegraba el alma en una imprenta con muy pocos clientes. Se casó con Guillermina Obreque penquista como él, con la que tuvo cuatro hijos: Sergio, Alvaro, Camila y Claudia. El primero y la última viven y trabajan en Alemania, en el momento en que escribo estas remembranzas.

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ESTRELLA DEL CARMEN, nuestra única hermana. Fue bien recibida por todos en nuestro hogar. Fue la hija mujer que mis padres tanto deseaban. Muy querida por todos. Yo la trataba de “mi guagua” de tanto quererla y protegerla. Debió soportar la paulatina ausencia de sus hermanos de la casa paterna. Primero la de Víctor que se fue a vivir a Temuco. Luego Ricardo que partió a Tomé. No me acuerdo quién fue el tercero de sus hermanos que se fue de la casa a trabajar a otra ciudad. Tal vez Sergio, tal vez yo. El hecho es que ella se fue quedando sola con mis padres, a los que cuidó con filial cariño hasta sus muertes. No llegó a terminar una carrera de moda infantil que estaba estudiando en la Escuela Técnica de Concepción. Se casó con un militar de profesión con el que tuvieron a Jorge Avendaño Raviola, fallecido a los dieciséis años de un paro cardio respiratorio. Un beso para ti hermanita. Te felicito por tu espíritu alegre, tu preciosa voz, tu amor por la música, tu valor y entereza para superar situaciones existenciales dolorosas. ¡Que Dios te bendiga! Jorgito Avendaño Raviola

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En la foto que inserto a continuación, tomada en Temuco el 02 de Febrero de 1985, con motivo del matrimonio Pinochet Raviola, aparece la nonna Adelaida rodeada de sus hijos, nueras, nietos y nietas. Faltan en ella los otros hijos de Sergio y Guillermina: Claudia y Sergio y los hijos de Jorge y Brunilda: Jorge Miguel, Brunilda Angélica y Marcelo Andrés. El nonno Vittorio ( fallecido en 1977 ), jamás se imaginó que sería el origen de una familia tan numerosa en su segunda patria.

De izquierda a derecha: Sentados: Jorgito Avendaño, Víctor, Hortensia Ascencio, Anita Isabel, Ignacio Pinochet, su esposo, nonna Adela, Flor Villalobos, esposa de Ricardo. De pie: Christian Raviola, Estrella, Jorge, Brunilda Romanini, Ricardo, Catalina Raviola, Sergio, su esposa Guillermina Obreque, Eduardo Raviola A., Camila y Alvaro Raviola, su hermano.

Melipilla, Junio de 2012.

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LA FAMILIA Somos la familia Raviola Romanini cuyo origen italiano compartimos. Yo me referiré a la línea Romanini desde sus antecentes de origen para continuar con los Romanini Catejo. Los Romanini Fioravanti, rama de la cual descendemos, son originarios de la provincia de Rovigo (Ceneselli), región del Véneto, Italia. El matrimonio estaba formado por Giuseppe Romanini Davi (1859-1918), hijo de Pietro Romanini y Giovanna Davi, y su esposa Caterina Fioravanti Gazzi (18… – 1953), hija de Pietro Fioravanti y Pasqua Gazzi. Eran agricultores por tradición y, alejándose de la pobreza y la peste que se extendía por el país, dejaron Italia con sus hijos mayores Luis (nacido en 1888) y Pascual, junto a un grupo de familias con las que decidieron probar fortuna en América. Su primer destino fue Brasil, allí nacieron sus otros cinco hijos: Domingo, Pablo, María, Joaquín y Pedro. Después de unos años partieron en busca de otras oportunidades; nuevamente fue un grupo de familias italianas que emigró desde ese país sudamericano ingresando, en 1907, a Chile por el extremo sur hasta radicarse por un período en Pitrufquén, localidad de Temuco. Ahí comenzaron a afianzar la colonia, pero los Romanini Fioravanti buscaron un lugar que tuviera condiciones climáticas más amigables y, gracias a un contacto con el Arzobispado, se trasladaron a trabajar con el entonces dueño de Carmen Bajo, en Melipilla. Posteriormente arrendaron parcelas que dedicaron exclusivamente a la plantación de tomates ante el asombro de los otros campesinos que no se explicaban el valor que esto tendría, porque en sus huertos, todos tenían tomates para el consumo; pero el objetivo era otro. Pronto, Luis y Pascual se independizaron. Luis se instaló en Melipilla iniciando y desarrollando una actividad comercial que diversificó en forma permanente, sin abandonar el trabajo agropecuario. Una de las primeras 32

actividades fue la industrialización del tomate que producían, transformándolo en pasta de tomates, que era la base para lo que hoy conocemos como la salsa de tomates. A la muerte de Giuseppe Romanini Davi (1918), Luis, como hijo primogénito, se hizo cargo de su madre y de sus hermanos menores asumiendo el rol de jefe de familia. Contó siempre con el respeto de todos sus hermanos, a quienes apoyó hasta que estuvieron en condiciones de independizarse, todos en el área comercial. Cuando Pedro, el hermano menor, que se casó con Juanita Alberti, se fue a vivir en una propiedad ubicada en la calle Ortúzar frente a la de Luis, donde instaló la barraca Venezia, la nonna Caterina se trasladó para vivir junto a su hijo menor. El abuelito, casado con Marta Zúñiga Sereño tuvo ocho hijos: Luis Armando, José Miguel, Marta (tía Chala), Alfredo Hernán (tío Nano), Orlando (tío Golo), Raquel (tía Quela), Lidia (que murió muy joven) y Eladio ( tío Lalo) . Luis Romanini F. y su esposa Marta Zúñiga S.

El abuelito Lucho había levantado su casa y negocio en la esquina norponiente de la avenida Ortúzar con Los Carrera; se inició en 1911 con un capital de $ 3.000 , según consta en el anuario de Melipilla de 1926, fecha en que lo había transformado ya en trescientos veinte mil.

Almacén Italiano de Luis Romanini Fioravanti

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Negocio y casa habitación de Luis Romanini F.

Su giro comercial abarcaba inicialmente abarrotes en general, frutos del país, licores y aguas minerales. Como no tenía la instrucción suficiente, casi todos los trámites que significaran papeleos y bancos los llevaba la abuelita Marta, quien además aportaba su trabajo incorporando a los abarrotes todo lo que correspondía a los artículos de loza y vidrio que tenían gran aceptación. Ella, en la crianza de los hijos, debió ser ayudada por alguna empleada, a una de las cuales se le cayó Eladio que se puso odiosito y le costó aprender a caminar, porque la caída le había significado un daño en la cadera del que nadie se percató a tiempo. La abuelita Marta fue la más empeñosa en lograr que sus hijos tuvieran una formación religiosa y educación adecuada, lamentablemente, agotada con el trabajo, tantos niños pequeños y un corazón débil murió cuando recién tenía 44 años.

Luis Romanini y su esposa Marta, junto a sus hijos en Cartagena, balneario de moda de la época. (1927)

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El viudo, estimulado por su hija Marta, se casó con Laura Rojas, con la que tuvo tres hijos: Ramón, Lucía y Laura. Lucía se casó con Mario Espinoza y sus hijas llegaron ser compañeras de colegio de nuestros hijos. La segunda esposa del abuelito Lucho, una mujer muy alegre –según contaba mi mamá-, también murió y él se casó por tercera vez con Olga Huerta y tuvo a sus dos últimos hijos, Olga Margarita y Patricio. Los hijos mayores se llevaron el mayor peso del trabajo y responsabilidades. Luis Armando y José Miguel haciéndose cargo de las ventas y traslados de mercadería entre Melipilla, San Antonio, Santiago, Valparaíso, Quilpué y localidades rurales. Alfredo Hernán haciéndose cargo de una parcela y un criadero de ponedoras. Marta trabajando en el negocio junto al abuelito, que pese a su falta de educación formal se destacaba por su manejo de las matemáticas, tenía una capacidad para los cálculos que le permitía hacer muchas veces sus cuentas mentalmente y sin fallar. De sus principios, nos podemos dar cuenta con algo que recordaba y nos contaba mi mamá: “para el abuelito Lucho era más valiosa la palabra de honor que un papel escrito” En su propiedad comercial, Luis Romanini Fioravanti fue incorporando gradualmente diversas alternativas como: La elaboración de vinos en lo que se hizo asesorar por un enólogo con experiencia en grandes empresas vitivinícolas que ya existían en otros lugares del país.

Luis Romanini F. en una oficina de su negocio

La instalación de una fábrica de velas de distintos tamaños que vendían por cajones a comerciantes de otras ciudades y para cuya elaboración importaba parafina sólida de distinta procedencia (al parecer de Inglaterra y Estados Unidos), una era muy dura y la otra demasiado 35

blanda, pero las mezcló para lograr una consistencia de mejor calidad. A cargo de esta tarea estuvo el tío Nano. De a poco fue comprando otras propiedades en el sector urbano y varias en el sector rural. Así nació el Bajo, producto de la unión de varias parcelas más pequeñas que el abuelito había comprado a unos señores Allende, familiares de su segunda esposa. Con mi hermana recibimos como herencia parte de esta propiedad (16,4 Há).Para todos significó un gusto, una responsabilidad y algunas preocupaciones, porque se trataba de un área de trabajo de la que no teníamos conocimiento previo. Nosotros, los Raviola Romanini, la Kikita haciendo la prueba de calidad de la cosecha disfrutamos muchísimo cuando ustedes eran chicos; esto corresponderá a los hijos darlo a conocer a nuestros nietos.

Coqué ,Kikita y Marcelito disfrutando del aire puro en el sector de los naranjos.

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En nuestra parcela había frutales, especialmente naranjos y limones; un sector se dedicaba a la viña, otro a los cultivos varios, uno a la crianza de animales y a todo lo largo de la propiedad se encontraba un hermoso bosque de eucaliptus bordeado por sauces llorones junto al río Maipo. A ese bosque llegaban mis hijos, llenos de fantasías, buscando satiritos que se mantenían escondidos. Allí conocieron también el agua cristalina de una vertiente y los riesgos de un pequeño pantano.

Mi esposo Jorge paseando por el bosque junto a nuestros hijos Brunilda Angélica, Marcelo Andrés (con sombrero de huaso) y Jorge Miguel.

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Todos los progresos del abuelito Lucho fueron una tarea muy grande que a veces requirió del apoyo de un agricultor pudiente, don Eduardo Marín, quien confió en la tenacidad y honradez de este italiano que no lo defraudó.

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Un paso más que contribuyó al desarrollo local, fue la instalación de la primera bomba bencinera local. Testimonio mudo de esto era una vieja bomba amarilla que hasta muy poco tiempo atrás la tuvieron ubicada en una de las sucursales de la Shell, en Vicuña Mackenna. Es probable que casi nadie conociera su origen. Contribuyó al desarrollo en el sector agrícola, no sólo por los antecedentes antes señalados, sino además porque ayudó a los campesinos que lo necesitaran, dándoles crédito por el año agrícola para que adquirieran los insumos requeridos para su trabajo productivo, al término del cual le pagaban en dinero o en productos. Esto y muchas otras cosas he conocido gracias a mis conversaciones con el tío Nano, un hombre inteligente, trabajador, leal y abnegado que ya tiene 93 años. El recuerda que su padre fue una persona solidaria, extremadamente esforzada y honrada, motivo por el que siempre fue respetado por todos y muy querido por las personas a las que ayudó para que desarrollaran sus trabajos. Después de su muerte, cuando se levantó una población en un sector que él quería y contribuía a afianzar, le pusieron su nombre, que con el tiempo las generaciones jóvenes seguramente no sabrán que es el nombre de un emprendedor y visionario que contribuyó al desarrollo de Melipilla.

Ahora incorporaré una foto de 1937 en la que aparece la nonna Caterina rodeada de gran parte sus nietos y algunos bisnietos. A continuación, me referiré en particular a los más próximos antepasados y familiares que ya han partido, para terminar con algunos recuerdos personales.

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La nonna Caterina rodeada de gran parte de sus nietos y algunos bisnietos (hasta mi hermana y yo alcanzamos a salir a mano derecha) . Melipilla 1937

CHECHE

(… -09 -8 -1941)

Un camino…, sólo un camino recto, de tierra, sin nada que se interponga entre la mirada espectante de una niña y la figura, esfumada por tiempo transcurrido, de un hombre que se acerca llevándole un gatito entre las manos. La misma niña parada frente al marco blanco de una puerta que da acceso a la pieza donde se ve el lecho de un enfermo. En algún momento, la alzaron para darle un beso que ella ya no siente; después de él, una carrera la llevó a refugiarse bajo el largo abrigo café de la abuelita, que todo el tiempo había permanecido de pie junto al abuelito Lucho, el padre del enfermo . Ambos para ella eran muy grandes. La abuelita trataba de alcanzar a la niña que se escapaba bajo su abrigo, diciéndole: ya niñita quédate quieta, sal de ahí. Pero era inútil. Necesitaba ocultar sus lágrimas, porque, sin que se lo dijeran, sentía como su papá moría.

Sólo dos imágenes y un recuerdo. Es lo único propiamente mío que me queda de mi padre. Todo lo que les contaré después, lo sé por otros o por algunas fotografías que casi rasguñan mi subconsciente.

Cheche era como llamaban todos a mi papá, cuyo nombre realmente era José Miguel Romanini Zúñiga. Mi mamá me contaba de sus aficiones, de sus gustos y 40

hablaba de él como un hombre trabajador que fácilmente hacía amigos y era muy admirado, especialmente por las mujeres sobre las que ejercía gran atractivo (una de ellas aún vive en un lugar cercano a la casa). Respecto a este encanto, terminaba diciendo, “pero me escogió a mí”. Muchas veces se refirió a él como a un bombero incondicional de la Primera Compañía cuya insignia se ve en la foto del comienzo. Muchas otras personas han dicho lo mismo. Ella mantuvo su recuerdo en la familia y nos aproximó naturalmente a nuestras raíces a través del idioma, nos cantaba “Cicirunella” e incorporaba a nuestro lenguaje términos o expresiones como coltello , guarda (de guardare), niente, chi va piano va lontano y otros que probablemente saldrán más adelante. Mi Lon hablaba de él con respeto y admiración por sus dotes deportivas. Decía que era un gran amigo. Como yo pasaba largo tiempo fuera de Melipilla por mis estudios, se daban pocas oportunidades para tener mayores antecedentes sobre su vida. Siendo ya mayor, muchas personas, anónimas para mí, me preguntaban ¿Usted es hija de don Cheche? e invariablemente lo recordaban como amistoso y gran deportista. Me decían: - “su papá fue una gran persona”. En una oportunidad que fui a hacer un trámite de trabajo a la Municipalidad, alguien me nombró y, después, se acercó una señora que me dijo: “perdone que la moleste, pero usted es hija de don Cheche Romanini?” – Sí, le respondí, - ¿Qué se le ofrece? - “Quería conocerla, porque su papá fue una persona muy especial. Mi papá trabajó para él como cargador en los camiones y le gustaba hacerlo. Fue una persona muy importante para él y lo quería mucho. Mi papá era muy duro para llorar, no lo hizo siquiera cuando murieron mis abuelos, pero cuando murió su papá lloraba como un niño y decía: no se murió mi patrón, sino mi mejor amigo”. No hace mucho tiempo, un vecino, ya mayor, se detuvo para conversar de algo sin mayor importancia y me preguntó si sabía que en lo que hoy es la plaza Los Héroes (antes 2º Centenario) estaba el antiguo estadio de fútbol, y continuó, “ahí jugaba su papá y era muy bueno, pero 41

para las carreras de autos era muy loco. Cuando yo era jovencito lo vi correr en una competencia en que participó Varoli, en el camino que llevaba a Pomaire…, lo vi pasar como diablo y en una vuelta hacer un trompo que no sé cómo no se mató, y siguió corriendo a todo diablo. Para mí era muy loco”. Efectivamente, le gustaba participar en carreras de autos, y este gusto era compartido por otros hermanos, especialmente por Armando, quien se destacaba en ese deporte y cuyo gusto por la velocidad lo aplicaba, cuando al conducir su micro en el recorrido Melipilla – Santiago, lograba los viajes más breves de ese tiempo. Esto muestra otra actividad en que un descendiente de don Luis se desempeñó con éxito.

José Miguel en su auto acompañado por su hija Marta que se oculta tras las manos y, al parecer, por su hermana Marta. De pie, junto a él, su esposa María Inés que esperaba a su segunda hija (1936).

Trabajando con camiones, teniendo auto, siendo aficionado a las carreras, no resulta extraño que, aunque le gustaban las cosas buenas, no 42

vacilara en ensuciar un terno metiéndose bajo un vehículo si estaba en sus manos arreglarlo. Además, que tuviera relación de amistad con mecánicos, varios de los cuales pertenecían a la colonia italiana residente en Melipilla. Entre estos se encontraban Carlos Bonomo y Pedro Torti (Chifula), un rubio de mediana estatura que me llamaba “don Brunildo”, probablemente porque con frecuencia yo usaba mameluco y esto sería porque trepaba en cualquier parte. A propósito de esto recuerdo que mi tío Golo (Orlando) me hizo sentir en más de una oportunidad su cariño y me decía “el burro”. Ustedes que me conocen se pueden explicar la razón de este sobrenombre. Pasó el tiempo y perdí la oportunidad de hablar con don Juan Oltremari Romanini, uno de sus primos hermanos que guardaba muy buenos recuerdos suyos. Alguien me contó que estaba empeñado buscando antecedentes y fotos porque deseaba que se le incluyera en una publicación deportiva que se preparaba. No sé si eso llegó a fin, porque en ese período él falleció, hecho que yo no lo supe en la oportunidad. Mi hermana tiene más recuerdos, pero son suyos. De lo que ella me ha conversado puedo decir que estuvo muy consciente de la despedida final y cómo, una noche lluviosa de agosto, al anochecer, desde la puerta de la casa del abuelito veía un gran desfile de bomberos que, con antorchas encendidas, lo trasladaban hasta el lugar del velatorio. Las experiencias vividas en esa ocasión le dejaron una huella que la mantiene lejos de los cementerios hasta hoy. También recuerda parte de un campeonato de fútbol que se realizó en homenaje a su memoria, oportunidad en la que ella desfiló junto a los jugadores vistiendo los colores del club Romanini, del que nuestro papá fue capitán y fundador. En esa época existía una amistad que involucraba no sólo a personas aisladas, sino a todo el grupo familiar, lo que permitía programar actividades en las que todos participaban, abuelos, padres, hijos, sobrinos y amigos. Las familias con las que mis padres mantenían una mayor cercanía y comunicación familiar se encontraban los Torti Manríquez, los Núñez 43

Echeverría y, por supuesto, los Núñez Malhue con los que llegaron a ser compadres más de una vez. Con ellos hacían paseos de fin de semana a lugares cercanos de la costa o al campo. Recuerdo de uno de ellos se conserva en la foto siguiente , que data de 1938.

M. Inés, José Miguel, sus hijas Marta y Brunilda. Atrás Hilda Plaza, Flor, Teresa y José Matías Núñez.

Tratando de conocer algo más de mi papá y, recordando un consejo de mi mamá, decidí recurrir al tío Nano (Alfredo Hernán), quien hasta ahora, para mí había sido una persona de respeto y seria, pero con la que no tenía mayor aproximación. Al visitarlo, descubrí en él a la persona no muy locuaz, pero amable, sencilla, con actitud de modestia no imaginada; es muy humilde respecto a sí mismo. Datos que conocí a través suyo, les cuento en seguida.

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José Miguel fue el segundo hijo del primer matrimonio de Luis Romanini Fioravanti, un inmigrante italiano. Su hermano mayor fue Luis Armando con quien no mantenía una relación muy armónica, quizás por qué. Con los menores la situación era distinta. De la educación que recibían se ocupaba especialmente su mamá, la abuelita Marta Zúñiga. Los estudios de preparatoria, los hizo en la Escuela Parroquial de Melipilla para pasar posteriormente, junto a su hermano Armando, al Instituto Zambrano en Santiago; allí permanecieron hasta segundo año de humanidades, momento en que se vivió la recesión económica y su papá decidió que debían incorporarse al trabajo. Armando recibió un camión y José Miguel llegó a tener dos, con ellos se dedicaron al comercio transportando mercaderías entre Melipilla, Santiago, Valparaíso, Quilpué, San Antonio y sectores rurales. Algo más que supe de esos tiempos es que los camiones venían con carrocerías de madera y cualquier modificación que se deseara hacer corría por cuenta de cada propietario. Si yo no recordaba eso, me imagino cómo les resultará de curioso a mis nietos, que viven en una época tan distinta. Era un joven muy inquieto, no paraba nunca. Practicaba cuanto deporte era posible en la época. Esta información me hizo preguntar: ¿entonces dejaba poco tiempo para el trabajo? La respuesta fue inmediata, “No. Era muy trabajador, no paraba nunca”, para practicar deportes, se levantaba todos los días dos horas antes de su ingreso al trabajo y, en la tarde, se daba tiempo para ir a los bomberos. Era difícil pillarlo, porque los fines de semana iba de caza; al tío Nano le decía: ”ya… súbete al auto, vamos a cazar”, y partían. De estas salidas se conservó, por muchos años, un águila con las alas extendidas que se prestó para una festividad del Colegio San Agustín y, de ese vuelo, no regresó más. Tenía mucha energía, era buen amigo, muy buen deportista, destacado en el fútbol al punto de ser tentado por equipos profesionales de Santiago, entre ellos parece que el Magallanes. Al llegar a este punto, su hermano se detiene un momento y recuerda la oportunidad en que 45

autoridades de la aviación visitaron a su papá para que lo autorizara a entrar a la institución, recibiendo la negativa inmediata, porque debía trabajar. Agrega, “el papá no lo dejó” y, mirando a la distancia, después de un momento dice, “si mi papá lo hubiera permitido, yo creo que José Miguel habría sido aviador”. En sus ojos había cierta melancolía y al mismo tiempo ternura. Murió por una enfermedad que le comprometió ambos pulmones. Pese a los cuidados en la casa y los infructuosos esfuerzos del doctor Oyarzún para mejorarlo, murió en una sala de la Clínica Alemana. Tenía 28 o 29 años. Como una flecha lanzada al horizonte, vivió fugaz, pero intensamente, dejando una huella profunda.

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ABUELITA NENE (… - 23- 10- 1971)

Mirada franca, brazos acogedores y una sonrisa que dice: te quiero. Un canto, una risa o una broma oportuna eran señal de su presencia. Sus manos inquietas como mariposas manejaban con maestría los palillos que tejían el ajuar para cada nieto que alcanzó a conocer o una prenda cariñosa para cada uno de los miembros de su familia. Manos incansables, que repartían sus cuidados en múltiples tareas, buscando en todas partes ser apoyo para todos. Son imágenes que mantienen vivo el recuerdo de la abuelita Nene, mi mamá. Corazón de la casa, cada latido fue una entrega generosa para los que la rodeaban. Teniéndola más próxima en el tiempo y conociendo tantas cosas de su vida y su personalidad, no sé por dónde empezar. Ya sé, lo haré con una expresión de mi abuelita, quien con frecuencia la recordaba diciendo, “Si estuviera la Inés, nada faltaría”; eran momentos difíciles y además faltaba lo principal, el corazón de la familia. María Inés era hija de Ruperto Catejo y de Carmela Molina. Tuvo un hermano que murió muy pequeño, lo que la llevó a ser sobreprotegida. Pero esta situación no mutiló su iniciativa, su visión clara de la vida ni su generosidad, sólo postergó algunas

Familia Catejo Molina.

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habilidades prácticas, como freír un huevo, lo que asumió como un desafío cuando, siendo muy joven se casó con un joven medio mañoso al que no le gustaban los huevos reventados. Este fue el comienzo de un aprendizaje que la llevó a hacer maravillas en la cocina . Pasaban los años y nunca faltaba la mermelada ni la salsa de tomates caseras y, menos aún, una bandeja con el queque o brazo de reina sobre el refrigerador que todos visitábamos, especialmente Osvaldo. Se casó con José Miguel Romanini Zúñiga (Cheche), con el que tuvo dos hijas, mi hermana Marta y yo. En ese período, según ella decía, teníamos todo lo necesario y más, situación que permitía darse gustos, algunos poco comunes para las mujeres de su época. Cuento uno: estimulada por mi tía Marta, hermana mayor de mi papá y que hasta el año 2012 lo sobrevivió, inició el aprendizaje de conducción de vehículos, conducta que no resulta extraña por formar ya parte de una familia adicta a los motores por situaciones de trabajo y afición natural. Tampoco se privó de regaloneos en algún salón de belleza o alguna tienda de modas , como Gath & Chavez, donde elegía ropa, sombreros y guantes; en esas actividades la acompañaba mi hermana que hasta la fecha sigue con ese estilo de afición; por algo, cuando pudo estudió cosmetología. Un acontecimiento especial era el santo de mi papá, ese día se celebraba una gran fiesta que se iniciaba con un esquinazo y seguía con la concurrencia de muchos amigos. Para esa fecha, llegó a hacerse una tradición la actuación de mi hermana que ya recitaba muy bien y además estaba estudiando el mandolino –instrumento musical típico italiano –. Mi mamá estaba empeñada en la formación artística de mi hermana que demostraba que tenía buenas condiciones para ello. Yo no recuerdo esas fiestas, pero sí lo bien que ella recitaba “El violín de Yanko”, que en una de sus partes decía: “madre… la selva canta y canta la llanura, … … …” Hasta hoy, Marta recuerda una oportunidad en que mi mamá la presentó a la concurrencia y ella se negó a actuar porque no le agradaba ser número artístico obligado; como consecuencia de este episodio, mi mamá le dijo: 48

“lo hace ahora, o no lo hace más”. Y no lo hizo. Esto debe haber sido el primer encuentro de dos voluntades firmes. Otra anécdota digna de recordar es la oportunidad en que mis papás decidieron ir en auto, un fin de semana, a Viña del Mar con unos amigos y Marta se empeñaba en ser parte del grupo, pero no era una oportunidad propicia por lo que recibió una negativa. Ellos iniciaron su viaje dejándola a cargo de la abuelita Carmen, ayudada por unas empleadas; partieron a echar bencina y… empezó el escándalo, la abuelita tratando de controlar la situación, pero la nieta empecinada superaba sus esfuerzos causándole un crisis de nervios frente a una ventana de la casa (quizás un poco exagerada, con algunas notas de dramatización de la afectada), lo que, visto por algunos vecinos, fue prontamente informado a los padres que cargaban combustible en la bomba del abuelito. El hecho impidió la salida programada y que seguramente habría sido muy grata, especialmente para mi mamá, porque mi papá tenía muchas otras distracciones. María Inés (abuelita Nene), siendo muy joven aún, enviudó. En ese momento de dolor era acompañada, como siempre en su vida por mi abuelita Carmen; también recibió el apoyo de su suegro y sus cuñadas incondicionales, Marta y Raquel (Quela), ellas fueron de muchas maneras personas que procuraron dar apoyo a sus sobrinas cuando su hermano ya no existía. A partir de su viudez, asumió el rol de jefe de familia, padre y madre de dos hijas pequeñas y administradora de los recursos que había dejado mi papá. Lo primero que hizo fue transformar los bienes heredados en un capital para comprar una casa. Mi papá nunca lo había hecho, porque no encontraba una esquina que lo satisficiera realmente; ella la encontró frente a la esquina que arrendábamos entonces, la misma esquina donde una niña esperaba la figura brumosa del padre que se aproximaba. 49

Mi abuelo paterno (abuelito Lucho) estuvo junto a ella actuando como consejero, arquitecto y jefe de construcción. Así nació nuestra casa familiar, la que ustedes, mis hijos, conocieron en sus primeros años de vida. El terreno estaba formado por tres o cuatro sitios del loteo que se hizo de la manzana vacía que separaba la propiedad de mi abuelito de la que nosotros arrendábamos y que se conserva hasta ahora a pesar de los terremotos. Nuestra casa era enorme como ustedes recuerdan y más, porque la propiedad habitacional de tía Marta formaba parte del gran patio, que para algunas compañeras de colegio era una quinta. El plano de nuestra casa incorporaba un local comercial de abarrotes y una pieza (cuyo destino probablemente era ser una oficina) que lo separaba de la bodega de aprovisionamiento. Tenía todo lo que habría deseado mi papá. La casa era enorme, tanto que en nuestra pieza cabían cuatro camas, un ropero que se podía ubicar en forma oblicua en uno de sus ángulos, una toillete, además del escritorio frente a una ventana que daba a la calle Ortúzar y aún quedaba espacio para jugar. El baño debe haber tenido unos 12 metros cuadrados y el living-comedor poco menos de cincuenta. No puedo dejar de referirme a la cocina, muy amplia, con espacio de sobra para la cocina misma, el lavaplatos, el frigidaire, un mueble para guardar la loza y algunos productos alimenticios, entrando a mano derecha y a continuación del frigidaire, un mesón largo con cubierta de piedra como mármol sobre una armazón de madera que aún se conserva y que permitía dejar bajo la superficie una olla grande de greda para guardar harina y un lebrillo del mismo material en el que se batían las mezclas para hacer queques, biscochos, picarones y muchas otras cosas deliciosas. Entrando a la izquierda, una mesa larga de madera que usábamos como comedor de diario y, al centro, quedaba espacio para el brasero y la sillita de la abuelita. Era un lugar acogedor que invitaba a reunirse, conversar y sentir el calor de hogar. Nuestros vecinos hacia el norte eran Pascual Romanini Pozo, primo hermano de mi papá, casado con Benigna Gaínza Núñez, una mujer bonita, paciente, de trato dulce. Ellos tuvieron tres hijos que ustedes conocen: 50

Miguel, Jaime y Carlos. La abuelita Nene con el abuelito Pedro fueron padrinos del mayor. Fueron excelentes vecinos, amables y solidarios. Nuestra relación era lo mejor; aún recuerdo que frecuentemente salían olvidando las llaves y debían saltar el muro divisorio de nuestros patios , el mismo del que ustedes creían que robaban nísperos a vista y paciencia de la tía Benigna o su hermana Susanita. Como un medio para subsistir en ese período, su pequeñísima experiencia comercial la llevó a comprar géneros en una fábrica de Santiago (Balut y Benedetto) y ofrecerlos al personal del Hospital que hasta hoy se ubica en el mismo lugar, aunque con otra edificación. Esto era el principio, al que seguirían los servicios de modista de mi abuelita, que era especialista en la materia. En este tiempo, se ubica probablemente mi único castigo, un coscacho bien ganado por una pataleta que hice para que me probaran un vestido; debía levantar los brazos para que éste pasara y yo en cambio los abría porque decía que me iba a ahogar y no sé quien me dio el salvavidas (un coscacho), pero vino desde arriba, mis brazos se levantaron y se acabó la función. Otro recurso se obtuvo con el arriendo del local comercial a Rafael y Susana Gaínza, cuñados de Pascual Romanini, nuestro vecino. Me parece que fue en este tiempo que se levantó un gran gallinero que ocupaba por lo menos todo lo que es el antejardín de la casa de la Tati (Marta). En él se tenía otro recurso para vivir. Era muy grande, un sector se destinaba a la crianza de gallinas ponedoras y otro para la crianza de pollitos, pero algo más de él les contaré tal vez con mis vivencias personales. Pasaron los años y mi mamá aceptó casarse nuevamente, esta vez con Pedro Riveros González, un hombre bueno, que debió enfrentar las dificultades propias de quien llega a integrar una familia ya formada. Él en ningún momento pretendió llegar a imponerse como un reemplazante de mi padre, al contrario, respetaba su memoria y siempre se refirió a él en términos positivos contribuyendo a mantener vivo su recuerdo y respeto. 51

De este segundo matrimonio mi mamá tuvo a su único hijo varón, mi hermano Pedro Osvaldo, un gordito que nos cautivó a todos. Mi hermana, si lo sentía llorar en las noches, era una de las primeras en levantarse a cuidarlo. Como él hacía sus rabietas si no se le daba en el gusto, llegando incluso a golpearse la cabeza en las baldosas del pasillo, sacaba de paciencia a su padre que un día intentó darle un correazo sin lograrlo, porque Marta se interpuso y la alcanzó de resbalón a ella. Para mi mamá era el niño de sus ojos, lo que en ningún momento nos hizo pasar a nosotras a un segundo plano en sus afectos. El destino la puso a prueba nuevamente porque su esposo quedó cesante y se vieron obligados a ingeniárselas para seguir adelante. El espíritu de batalla de mi madre nuevamente fue puesto en juego. Fue un período sumamente duro, una vez más debió dedicarse a hacer comercio informal. Sólo hoy tengo conciencia de lo que esto significó para la familia, porque en ese período no me faltó nada y muy cuidadosamente evitaron que sintiéramos el peso de la realidad vivida. Para que esto fuese así mis tías estuvieron siempre presentes; la tía Marta casada con Domingo Allende se preocupaba de algunos veraneos nuestros en compañía de su hijo Horacio, y la tía Quela, por su parte, junto al que llegó a ser su esposo, Milán Goic´, nos acompañaron facilitando que tuviéramos otras salidas de recreación y algunas otros gustitos. Nuestros primos Goic´ Romani, Marta y Milán, a quienes ustedes conocen, son bastante menores que nosotros. Pasado un tiempo y, por circunstancias que por ahora no diré, su esposo, Pedro Riveros, fue llamado nuevamente al mismo trabajo que antes realizaba, con condiciones más favorables, y esta vez mi mamá tomó parte activa en la negociación. Así llegó a conocer otro rubro del comercio, el de las librerías. Todos ustedes recuerdan la Librería “El Labrador” y momentos vividos en ella. El período previo a este hecho yo lo viví muy a la distancia, porque estudiaba en Santiago y después me fui a trabajar a Temuco. Mi hermana que, saliendo del Colegio, pasó a trabajar en la farmacia del hospital local, 52

fue testigo presencial de muchos hechos. Ella se casó tuvo a sus hijos y vivió un tiempo en la casa paterna, hasta que con su esposo construyeron su casa en el sitio que les traspasó mi mamá y que es la que conserva hasta hoy, vecina a la nuestra. Según me cuenta Marta, en ese tiempo el carácter de nuestra madre empezó a cambiar un poquito por lo que se producían algunos desencuentros con la abuelita o mi hermana; pensamos que puede haber sido efecto del cansancio y los múltiples problemas que debió enfrentar. Algo muy característico en ella era su generosidad y entrega desinteresada; lo que tenía lo compartía aunque fuera poco. Según ella, con buena disposición “de un huevo comieron cien y el último se empachó”. Siempre estaba dispuesta a acoger, fuera a Canito –un hombre que padecía del mal de Parkinson - que pasaba con frecuencia a comer un pancito sentado a la entrada de la casa, o al Alcalde (Roberto Bravo, Pancho Werchez), al cura párroco (Jaime Larraín), a los frailes agustinos y mercedarios (Padre Castro y padre Caroldi), a la nieta de una señora de Pomaire, a la hija de la señora que vivía en el campo y necesitaba que la recibiera para que pudiera trabajar en el hospital de Melipilla, al pintor Vicente Elgueta que me orientó en mis primeros intentos de dibujante, a don Silvio Valdés, un hombre culto, amante de la historia y la literatura, a sus ahijadas , a sus comadres, a nuestros compañeros y amigos, incluso a quien fuera amigo de Moncho, que para ella prácticamente era como su hijo mayor. Basta de enumerar. Su vida social se diversificó también en la librería. Como familia, se participaba en las fiestas locales que organizaba la Municipalidad o la Iglesia. En estas ocasiones se mostraba su espíritu alegre y su iniciativa. Se comprometía con las necesidades de los demás me imagino que como una reacción positiva a todas las necesidades que ella sufrió. Es decir, era empática, lo que no era impedimento para que impusiera sus límites conductuales. Era alegre, le gustaba bailar y cantar. También era palomilla, buena para las bromas y poner sobrenombres; 53

Jorge recuerda con cierta frecuencia algunos que le parecen muy originales. Era una buscavida para sí, los suyos y sus amigos. Cuando estaba fuera de la casa, era la abuelita Carmen quien asumía las responsabilidades hogareñas, sin ella todo habría sido más difícil aún. Característico de nuestra familia era la unidad y el cariño y, sin duda, eso fue un factor importante de fortaleza para ir siempre adelante. Con ella se podía aprender el espíritu de familia y el sentido de pertenencia.

El día de mi matrimonio un nuevo miembro llegó a la familia. Al fondo de izquierda a derecha están Moncho, Marta, Osvaldo y abuelito Pedro; en primera fila se encuentran abuelita Carmen, Manolo, Bruny con su sobrina Gloria en brazos, Jorge Cristóbal, abuelita Nene y José Ramón. (Melipilla 1965)

Con el tiempo su salud se debilitó, sufría de frecuentes y agudos de dolores de cabeza que, a veces trataba de ignorar, echándose limón en los ojos, con la esperanza de que un dolor distanciara al otro. Empezó a sentir cansancio y malestares gástricos, esto la obligó a someterse a una cirugía, no recuerdo en qué clínica de Santiago, con el doctor Troncoso. En este 54

período nuestra relación fue cambiando, manteniendo el cariño y respeto, se empezó a generar un lazo de amistad, que nos llevó a conversar de cosas personales, inquietudes, dudas, algún dolor escondido y que permanecerá así para siempre. Cuando tenía la posibilidad de acompañarla, yo pasaba además el tiempo tejiendo; recuerdo que en ese momento tomé (al parecer) por primera vez el crochet para hacerle una polerita blanca a Coqué, con las instrucciones que ella me daba. Estaba recuperándose muy bien y a punto para que le dieran el alta cuando se descubrió un porotito. Estuvo unos días en la casa y debió volver para el examen del que ya era un poroto que evidenciaba un cáncer mamario. El día que le dieron el resultado estábamos con Marta acompañadas por Carlos Salinas, un médico amigo que entonces estaba casado con mi mejor amiga, él participaría en la conversación con el médico tratante para pedir en términos profesionales conocer la gravedad de la situación, que antes no la entregaban con la facilidad de hoy. La información que nos dio fue clara y terminante: “no hay posibilidad de recuperación, su estado se agravará en poco tiempo”. Volvió a la casa, siguió el tratamiento indicado rigurosamente, con la preocupación y atención permanente de todos, pero muy especialmente, debo decir, de mi hermana; ella tenía más conocimientos que le permitían comprender mejor los cuidados que se requerían, además de un carácter. que facilitaba que impusiera orden en esos momentos de desconcierto Ella es una persona que se involucra con la enfermedad de las personas más cercanas en sus afectos. Llegó el momento en que ya no se pudo levantar, casi no había remedio para calmar su dolor, pedía que no se le diera de comer, entonces se impuso una papilla especial que se hacía con no sé qué polvo blanco amarillento, pero pronto rogó que no se le obligara a recibirlo y ya no sabíamos qué hacer. En ese tiempo yo trabajaba en el Liceo y no podía dejar de hacerlo, así es que Marta y la abuelita le ponían el hombro a la situación, porque mi Lon y Osvaldo estaban superados. 55

Antes que dejara de comer, recuerdo que invitaba a Coqué a tomar de su sopita de colas, es decir, de fideos cabello de ángel. A Marcelito lamentablemente no lo alcanzó a conocer. Una de sus últimas tardes, cuando ya no recibía alimento, me encontraba sentada junto a su cama mientras ella dormía, cuando con un ah…!!!! como un suspiro, se cubrió la boca, me miró y dijo - “me morí”, le contesté no mamá estabas durmiendo, fue un sueño. - “No m’hijita, yo me morí, pero me faltaba algo por hacer, tú en estas cosas eres más fuerte que tu hermana, por eso te lo digo a ti, ¿verdad que ya voy a morir?”… y su mirada interrogaba; sólo atiné a decir: mamá, todos tenemos que morir. Eso fue suficiente y lo entendió, entonces continuó -“quiero que cuando muera le des el anillo y los aritos con piedras verdes a tu hermana, a ti te dejo como herencia la casa, a mi mamá, a Pedro y a tu hermano. Si algún día se ven en la necesidad de repartir la propiedad, con tu hermana no van a tener problemas porque ella, con Moncho, tiene su futuro asegurado, pero les pido que a tu hermano le dejen la esquina porque la va a necesitar. Esta fue nuestra última conversación. Cuando salí de la pieza caminé bajo el parrón y le pedí a Dios que por favor se la llevara. A los pocos días me llamaron al Liceo para que volviera a la casa. Cuando llegué me afirmé en la puerta de entrada de su pieza… ya estaba muerta, el doctor Alberto Delgado estaba a su derecha, mi hermana a la izquierda y…silencio. Tenía la cabeza vuelta hacia mi hermana sobre una mancha roja. Tenía 54 años.

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ABUELITA CARMEN

(….- 05 - 3 – 1983)

Las tenazas remueven las cenizas y aparecen las brasas rojas y quemantes del carbón encendido sobre las que las manos de la abuelita vuelven a ubicar la tetera. Sube la temperatura y quienes estamos en la cocina nos acercamos, mientras ella prepara el mate que todos deseamos llegar a probar. La matera, una cajita que en un extremo contiene yerba y en otro azúcar, se abre y comienza la ceremonia. Luego saldrán mezclados los aromas de la yerba, la cascarilla de naranja, a veces azúcar quemada y por supuesto, del infaltable pan tostado. Ella, sentada en su silla bajita, cubierta por su larga falda café y un chal sobre la espalda, es el centro de la escena familiar por mucho tiempo repetida. Carmen Molina, desde la muerte de su esposo, vivió siempre con su hija María Inés apoyándola en las buenas y en las malas. Era una mujer de carácter fuerte que le gustaba ser obedecida en aquello que pensaba tener la razón. Era sociable y expresaba lo que sentía con facilidad. Mi tío Nano recuerda que cuando se reunían y conversaban le decía “tú eres el único Romanini con el que se puede conversar”. Nació y vivió en Santiago hasta que contrajo matrimonio con Ruperto Catejo Yécora, trasladándose a Melipilla. El abuelito, ese señor serio y estirado, con bigotes de columpio que miraba desde su foto enmarcada en un óvalo dorado, nos resultó conocido sólo por referencia, porque un 18 de Septiembre, mientras presenciaba las carreras a la chilena sufrió un infarto y murió, antes que nosotros naciéramos. Según mi mamá parecía que era descendiente de don Julián del Yécora , un español posteriormente nacionalizado chileno que fue Corregidor de Melipilla y debió sufrir las acciones de Manuel Rodríguez. La abuelita Carmen, al parecer, se crió con unas tías y probablemente una de ellas era la señora delgadita y fina que aparecía en algunas fotografías y a quien mi mamá llamaba abuelita 57

Lolo, pero su nombre era Tecla de los Dolores. Cuando con mi hermana éramos pequeñas, nos pedían usar unas botas blancas mononitas abrochadas al lado por una fila de botones que se debía abrochar con la ayuda de una horquilla; según nos decían, eran como las de la abuelita Lolo. Estudió en el colegio María Auxiliadora, donde posteriormente pasó a ser profesora de costura. Su habilidad en esta materia fue fundamental en los tiempos de dificultad económica, en ese momento traspasó gran parte de sus conocimientos a su hija y posteriormente a sus nietas. Hacía trabajos a crochet preciosos; por muchos años se conservó, entre otras cosas, la parte inferior de las cortinas que cubrían la totalidad de las ventanas de lo que era el living-comedor de la casa antigua y que dibujaba una guarda de flores. Sus bisnietos recuerdan la cubierta de un almohadón que usaban para sentarse a tomar la mamadera, era el almohadón del “lioncito” (= león). Trabajadora incansable, ella estaba siempre disponible para su familia y sus comadres. En la casa era la primera en levantarse y partir a la cocina para la preparación del desayuno. Esta costumbre la mantuvo a través del tiempo y se transformó, cuando tuvo bisnietos, en la preparación de las mamaderas que envolvía en un pañal y acostaba junto a cada uno de ellos para que al despertar la encontraran aún tibiecita. Ella fue el gran apoyo de su hija en el comienzo de la formación cristiana de las nietas. Con ella íbamos a misa y al mes de María. Todas las noches rezábamos. Cuando nos invitaba a rezar el rosario, la cosa cambiaba un poquito porque es una oración larga y, a mí por lo menos, me invita a vagar por otros pensamientos; lo lamento, pero es así. Siempre estaba dispuesta a enseñarme a coser o a incorporarme a pequeñas tareas de la cocina, como hacer bolitas de masa para transformarlas posteriormente en panes, o a dar forma manualmente a las sopaipillas, hacerles tres hoyitos con la punta de los dedos para que 58

después otra persona las friera. Eso era rico, una rica espera para comer las primeras sin quemarse. Como mi mamá no tenía todo el tiempo deseado para llevarnos al colegio después de cada salida, mientras fuimos chicas, ella nos acompañaba y cargaba las bolsas con ropa limpia y otras cosas. En esas tareas casi no recuerdo a mi mamá, sino a ella como mi referente, siempre aconsejándonos. En su vida diaria personificaba el sentido de la palabra abnegación. La abuelita se encargaba de llevarnos a veranear junto a nuestro primo Horacio, hijo de mi tía Marta, quien creo que solventaba en gran medida nuestra permanencia en Cartagena, balneario que aún mantenía un nivel de distinción. Esos veraneos no se pueden olvidar. Todos los días, nos llevaba a la playa y nos bañaba con agua de mar aunque nos resistiéramos. Ella, por su parte, disfrutaba de su baño con el golpe de las pequeñas olas. Cuando la situación permitió nuevamente tener una empleada de casa, ella se incomodaba un poco porque generalmente las encontraba lentas o flojas. Con el tiempo, esto se agudizó sobre todo, y con razón, porque lamentablemente cuando yo tuve a mis hijos y con Jorge trabajábamos todo el día, fue un período difícil para encontrar una persona joven responsable, la mayoría andaba con pajaritos en la cabeza, pensando en vivir una vida de fotonovela o soñando con Sandro.

La nana Ana María Riquelme con Marcelito en brazos. Sentados, Jorgito Miguel y Kikita (1973).

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Algunas hacían méritos para que la abuelita perdiera la paciencia con ellas y también nos ocurría eso a quienes las veíamos menos tiempo. Este período fue para ella especialmente duro, porque su hija ya había muerto, la situación del país era caótica, escaseaban los alimentos y artículos de aseo, entre otras cosas. Ella, que ya había vivido muchos y ajetreados años, estaba cansada y había empezado a sufrir por la arterioesclerosis. Sufría no sólo por lo que pasaba, sino también por lo que imaginaba. Entonces era cuando se lamentaba diciendo, “si la Inés estuviera viva, esto no ocurriría”. Ella no sólo cuidó de mis hijos, sino también quiso y se preocupó mucho por los hijos de mi hermana.

Abuelita Carmen junto a cuatro de sus bisnietos. De izquierda a derecha Pedro Víctor Manuel, Jorge Miguel, José Ramón y Marta Gloria. En el patio de la casa, el año 1967.

Una de sus actividades favoritas, o más bien necesarias, era visitar a su comadre Chenda, mi madrina de bautismo. Lo hacía con frecuencia, casi a diario, pero las piernas le empezaban a fallar lo mismo que su claridad mental. Cuando mis hijos eran muy chicos aún, pedía a Kikita que la 60

acompañara; ¿quién iba a afirmar a quién cuando la niña era chica y flaquita?, seguro que eran sus ángeles de la guarda. Mi hermana que ya había dejado su trabajo en el hospital, atendía la sucursal de la librería El Labrador de la que en otro momento conversaremos, sin considerar que ésta aún permanece en vuestras memorias. Ella desde ese lugar podía observar cuando la viejita pasaba calladita para que no la fueran a detener. La preocupación de mi hermana era tan lógica como la necesidad que tenía nuestra abuelita de encontrase con su comadre, amiga de toda la vida; además que las casas estaban tan solo a una cuadra de distancia y en el vecindario todos conocían a la señora Carmelita y a sus nietos y bisnietos.

Abuelita Carmen teniendo en brazos a la bisnieta que sería la compañera de sus aventuras. (1969)

Cuando estas aventuras, por su salud y avanzada edad, no pudieron continuar, pasaba largo tiempo sentada mirando jugar a los niños, contemplando el patio con muchas flores, plantas y árboles observando lo que hacían las nanas y especialmente esperando que llegaran los adultos de sus trabajos. En ese tiempo ya había llegado la Pinina, una gata hermosa 61

y muy regalona que pronto hizo crecer la familia, llegando a tener en la casa hasta 14 gatitos que eran la felicidad de los niños y, por qué no decirlo, también un pequeño problema, pues resultaban especialmente molestos para la abuelita, quien, cuando pillaba a uno descuidado, lo echaba a volar de un bastonazo. Su memoria cada día empeoraba, olvidaba incluso que recién había comido, cuando alguien se sentaba después de ella a la mesa. En una oportunidad, tuvo un problema digestivo muy serio (al parecer tenía algo a la vesícula) y el doctor Alberto Delgado, cuyos hijos eran compañeros y amigos de mis hijos, nos advirtió de la gravedad de su estado, informando que se imponía una cirugía, procedimiento no recomendable, considerando su avanzada edad y deterioro. Como siempre que se decidía algo importante o medianamente importante participábamos todos como familia (los Villar Romanini –cuya opinión pesaba mucho-, los Riveros Catejo y los Raviola Romanini), en esta oportunidad se tomó la decisión de correr el riesgo. La abuelita Carmen soportó la operación y salió airosa. El episodio antes narrado no significó, por supuesto, que las otras dolencias de la abuelita acabaran. Llegó el momento en que se necesitó de una persona que la cuidara exclusivamente de día y otra de noche. En ese tiempo gozábamos del apoyo de la nana Bernarda, una mujer honrada, trabajadora, atenta, un lujo difícil de encontrar. De día la abuelita era atendida especialmente por Rosita que se entendía muy bien con Bernarda y entre ellas nació un lazo de amistad. Ellas nos llamaron un día muy preocupadas y Rosita nos dijo que debíamos prepararnos para el fin, porque al mudarla había descubierto que su cuerpo ya no resistía más. Llamamos al padre Benjamín Ulloa, párroco del barrio. El acudió inmediatamente. Ese momento ustedes lo deben recordar porque también estaban junto a ella. En silencio y con la mayor paz, se estiró en la cama y cerró sus ojos por última vez.

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ABUELITO PEDRO (… --13 - 8 – 1992)

Con frecuencia mira persiguiendo los recuerdos de su vida, privilegiando los buenos para acallar los ingratos. Cuando llega un conocido amigo lo saluda y pregunta “¿Qué copucha hay?”. Y si esa copucha es alguna noticia del fútbol, sus ojos se alegran y la conversación se extiende. Pedro José Riveros González fue el segundo esposo de mi mamá. Era hijo de Pedro Nolasco Riveros y de Clarisa. Tenía una hermana, la tía Mariíta. Su papá, a quien yo llamaba abuelito Nolasco, era un viejito delgado con el rostro quemado por el sol, ya que se dedicaba a cuidar el amplio huerto de su casa habitación y la mayor parte del tiempo a mantener los cultivos y frutales de la casa quinta que poseía en otra cuadra de la misma calle Manso donde vivía. Era un viejito amoroso y acogedor. Pero volvamos al abuelito Pedro. Mi primer recuerdo de él es de cuando recién se incorporaba a nuestra familia, momento algo complicado porque no había certeza del grado de aceptación que habría entre las partes. Pronto algo me hizo presentir la necesidad de facilitarle un poco el camino y me atreví a decirle que era regalón, que para mí sería un regalón. Tenía claro que no era mi papá, así es que nunca lo llamé así y la palabra padrastro siempre la he sentido un poco dura. Así fue como llegué a decirle Lon, y después, me refería a él como a mi Lon, apodo que hasta hoy es válido en nuestras conversaciones. Cuando yo tenía ya diez años, nació su único hijo y para darle su nombre todos opinamos. Yo era partidaria de un nombre que tuviera muchas vocales “o”. No sé cómo se definió el asunto, pero se le bautizó como Pedro Osvaldo. Yo creo que lo regaloneamos demasiado, lo que contribuyó a que se pusiera un poco porfiado y caprichoso Mi Lon, aunque 63

lo quiso siempre muchísimo, perdía la paciencia. Eran de carácter parecido y con el tiempo el parecido general de ambos se acentuó más. El abuelito Pedro era amante de la lectura, tenía ejemplares de la literatura universal cuyos nombres no recuerdo, pero sí me quedó grabado su gusto por Dostoiewski. El título de una obra chilena que recuerdo es “El Socio", obra con la que necesariamente me encontraría después, durante mis estudios universitarios, y me gustó, la leí más de una vez. Sobre su velador siempre se podía encontrar un ejemplar de las Selecciones del Rider Digest y, algunas veces, algún libro o folleto de medicina natural. Pedro Osvaldo Riveros Catejo.

Trabajaba para don Manuel Donoso Gallo en la librería El Labrador. Pienso que eso, en parte, contribuyó a mi afición por los lápices de colores. El señor Donoso, que era además propietario y director del diario “El Labrador”, inesperadamente le comunicó que se había asociado con un español de apellido de Rius y que a partir de ese momento prescindiría de sus servicios. Esto significó la cesantía cuando su hijo era aún muy pequeño y se encontraba casado con una viuda que tenía a dos hijas estudiando en Santiago. No se necesitan palabras para explicar la situación. Mi mamá con su resiliencia estuvo junto a él y trabajaron, él como vendedor viajero y ella comprando y vendiendo, entre sus conocidos, artículos de vidrio y otros. Mucho después supe lo que esto significó, porque a nosotros nunca nos faltó lo necesario. Entre ellos y la abuelita Carmen hicieron milagros para subsistir, creo que mi hermana pudo tener mayor conciencia de lo que ocurría. La sociedad del señor Donoso con de Rius no tuvo éxito y recordando sus conocimientos del rubro y su honestidad, fue llamado nuevamente, pero esta vez se impusieron ciertas condiciones. Mi mamá participó en la 64

negociación y se integró al grupo de trabajo; el resultado fue con el compromiso de una sociedad futura y, posteriormente, si se daban las condiciones, la adquisición de la empresa. Como el señor Donoso ya tenía bastante edad y se encontraba cansado, todo esto se dio en buena forma. Con el trabajo comprometido de mi Lon y mi mamá, el negocio prosperó y la librería El Labrador pasó a ser la más conocida y prestigiosa de Melipilla. El trabajo intenso y casi sin descanso es un ejemplo valioso que todos deberíamos imitar. Sin duda que este paso era un gran desafío y necesitó el apoyo que les brindó don Eduardo Marín, un agricultor de gran poder económico, pero extremadamente cuidadoso de lo que tenía y que, sin embargo, creyó en la honestidad de mi Lon y el empuje laborioso de mi mamá, lo que era para él la garantía.

Pedro Riveros y su esposa María Inés. (1965)

La Librería, poco a poco, se transformó además en un centro de encuentro para un grupo heterogéneo de personas del ámbito cultural y político, o de quien quisiera ser acogido sin obligación de comprar. La librería ocupaba un amplio local que se le arrendaba a la Escuela Parroquial, lo que favorecía también la relación con el cura párroco, don Jaime Larraín y otros presbíteros. Recuerdo que en la bodega que deslindaba con el patio de la escuela había una ventanita que se abría para que los alumnos pudieran adquirir artículos escolares cuando los necesitaran; esta situación era muy simpática, porque ningún niño se iba sin lo que solicitaba, aunque no tuviera plata, porque se les fiaba; no sé si todos podían responder, pero ellos sí obtenían lo que pedían. En la Librería “El Labrador”, se encontraban útiles y textos escolares, artículos de escritorio y de regalo, una buena variedad de juguetes, hasta 65

dulces se podían encontrar allá. Sé que mis hijos todavía guardan gratos recuerdos de ese lugar donde llegaban con frecuencia, podían revolver todo cuanto quisieran y pedir lo que se les antojara. Jorgito Miguel empezó a vender lápices muy baratos a sus compañeros y esto para él era negocio redondo porque los sacaba de la librería. Kikita le tomó gusto a las librerías y hasta hoy éstas son un atractivo que quizás podríamos asociar con su gusto por la pintura y el dibujo. Marcelito iba con frecuencia, porque cuando sus hermanos se encontraban en el colegio, él se aburría y se dormía tirado en cualquier parte. Algunos llegaron a sospechar que fuese hijo del tío Osvaldo. Pero será él quien les cuente de esos días, yo sólo les diré que se metía en todo rincón, probaba los juguetes y salía con el abuelito a comprar pastelitos donde “El Gallito”, fuente de soda que hasta este año (2012) funcionó en el mismo local. Con el tiempo se necesitó de ayuda. Así llegó Segundo Zúñiga y más tarde se incorporó el tío Osvaldo a quien ustedes conocen muy bien. Zúñiga es un capítulo aparte que pensé bastante antes de incluirlo porque es una situación poco agradable, pero que puede ayudar para aprender algunas cosas. El negocio prosperó e incluso llegó a abrirse una sucursal en no sé qué momento de la historia y que fue atendida por la tía Marta en la esquina que hoy se encuentra la Imprenta Los Héroes. En un momento de la historia, apareció un joven campesino de Loyca que deseaba emigrar a la ciudad, pero no tenía los recursos. El abuelito Pedro y la abuelita Inés conocían a sus padres y decidieron darle una mano, algo no extraño en quienes siempre estuvieron abiertos para apoyar a quien pudieran. Se agregó una pieza a la casa (el cuarto a donde van todos los cachureos actualmente) para que tuviera donde vivir. Empezó a hacer algunos trabajos en el sitio de la casa incluyendo, al parecer, una noria que después ocuparon los Villar Romanini y le empezaron a enseñar el trabajo en la librería, lo que logró fácilmente llegando a convertirse en el hombre de confianza que actuaba con toda libertad. Hasta se podía meter en asuntos de caja. En ese tiempo contrajo matrimonio con una señorita del campo y se la trajo a vivir a Melipilla, en la 66

casa quinta que el abuelito Nolasco le había dejado en herencia al abuelito Pedro; él debía cubrir solamente sus gastos, porque la casa se le entregó gratuitamente. Avanzó el tiempo y la señora de Zúñiga recibió una herencia que les permitió instalar una carnicería, pero él continuaba trabajando en la librería, al parecer con una actitud de gratitud para quienes continuaban apoyándolo. A veces iba incluso en días y horario que no eran de trabajo; ahora nos surge la pregunta: ¿por qué era tan solícito?. Y sólo nos cabe una respuesta: estaba preparando su camino. Un verano en que los abuelitos se tomaron unos días de descanso, lo dejaron a cargo del negocio y con algunos cheques para pagar la mercadería que llegaría. Llegó el momento en que la abuelita Nene enfermó y murió, antes que naciera Marcelito, dejando las heridas abiertas para todos nosotros, con serias dificultades para un hijo que aún continuaba siendo el niño consentido de la mamá y que tuvo mucha dificultad para superar su ausencia. Al abuelito Pedro fue como si le cortaran un brazo ejecutivo y valiente. Su hijo Pedro Osvaldo se casó con Carmen Calderón Cabrera y tuvieron dos hijos, estos nietos de mi Lon fueron una alegría que mitigó su dolor. Inevitablemente, al poco tiempo, se Gonzalo Ignacio y Pedro Pablo Riveros Calderón. produjo una situación que hundió al abuelito. Le cobraron deudas millonarias por cheques impagos: eran los cheques dejados al hombre de confianza que los utilizó malamente y que se negó a asumir sus responsabilidades, aunque tenía recursos para hacerlo. Como consecuencia de esto, el abuelito, estafado, sin tener de donde sacar para pagar esas cifras millonarias, se vio 67

enfrentado a una orden de arresto que no se podía permitir, porque él no lo habría soportado. Llegó así a ser un prófugo que vivió escondido por largo tiempo, mientras el tío Osvaldo vendía necesariamente las dos propiedades de la calle Manso, con la descarada queja de la familia Zúñiga, porque afectaba la casa de la que había usufructuado por años. En este momento todos nos unimos para enfrentar la situación, pero es de justicia señalar que el tío Mocho fue el mayor apoyo. Pasado el tiempo, el abuelito pudo regresar a vivir con nosotros en nuestra nueva casa y ocupar su dormitorio frente al almendro, donde hoy está el escritorio. Continuamos con nuestra vida de familia, tratando de hacer lo menos dolorosa posible la herida sufrida

Almuerzo familiar bajo el parrón de nuestra casa. Al extremo izquierdo el abuelito Pedro, a continuación al fondo, Manolo, Coqué, Marcelito y Jorge, frente a ellos José Ramón , Bruny y Alvaro

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Pero el abuelito Pedro nunca volvió a ser el mismo, seguía siendo sociable, pero evitaba referirse al tema. Sus ojos reflejaban una tristeza profunda interrumpida sólo cuando miraba y consentía a sus nietos.

La descendencia de Pedro José Riveros González Su hijo Pedro Osvaldo sus nietos Pedro Pablo y Gonzalo Ignacio junto a Carmen Calderón, su nuera.

Su salud se deterioró en forma progresiva. Debió ser internado en el hospital de Melipilla, donde lo atendieron muy bien. Hasta allá llegó Cueto para contarle copuchas del fútbol. Esos mismos días, Marta cuidaba a Moncho que se encontraba también muy enfermo. Su estado se agravó y el padre Borreman le dio la unción de los enfermos porque estaba muy mal. Osvaldo le hizo otra de sus tantas visitas y conversó con él; cuando se retiró yo me encontraba agachada junto a su cama y me dijo: “¡qué bonito está mi hijo!”, después me puso la mano en la cabeza diciendo “que Dios te bendiga”. Fue su último día. Y una semana después lo siguió Moncho. 69

MONCHO

(1927 al 22 – 08 – 1992)

Convincente y amable con sus clientes, dejándolos a todos contentos. Arreglando las cajas en las estanterías. Tratando con sencilla cordialidad a sus empleados. O parado a la entrada de la zapatería familiar diciéndoles piropos a las chiquillas, conversando con alguno, haciéndole una broma a otro, era quien hacía atractivo el negocio. Ese era Moncho. José Ramón era hijo de Manuel Villar, un asturiano alto y delgado, y de la señora Carolina González. Don Manuel, un hombre sencillo, alto, delgado, mirando casi siempre por encima de los lentes que resbalaban por su nariz, era el dueño de la Zapatería “La feria del calzado”, la más surtida y prestigiosa de la época y el propietario de una parcela muy bonita, para mi gusto, como de cuento. Moncho tuvo dos hermanas mayores y un hermano mellizo. Los mellizos Villar eran famosos en Melipilla por sus diabluras, todos los conocían, aunque no todos los distinguían con facilidad; a Moncho se lo reconocía por un lunar que tenía sobre el labio y porque era más alegre. Estudiaron en el Liceo, donde hicieron historia por sus desórdenes y bromas junto a compañeros. Entre ellos recuerdo a Teresita Núñez Malhue, una pelusa que no paraba de reír. Cuando salieron del Liceo, empezaron a trabajar en la zapatería La Feria del Calzado junto a su padre, a su hermana Isabel y creo que a su prima Palmira, que después de un tiempo se casó y se trasladó a otra ciudad. La otra hermana mayor no participaba porque una enfermedad se lo impedía. La mamá de Moncho murió cuando sus mellizos aún eran niños, ésa debe haber sido la circunstancia que llevó a Isabel a ejercer una notoria autoridad sobre ellos, de la que Manolo se liberó cuando se casó con una 70

joven de la colonia española, Libe Zabala, se retiró de la sociedad comercial familiar y se trasladó a Valparaíso. Allá abrió otro negocio, creció su familia con un hijo varón y tres mujeres, lamentablemente murió muy joven y esto fue un duro golpe para Moncho, su hermano mellizo. Cuando adolescentes y jóvenes se destacaron como basquetbolistas del equipo Comercio, como bomberos, como trabajadores responsables y varias otras actividades. Cuando Moncho dejó el básquetbol, se incorporó al club de tenis donde dejó gratos recuerdos. Dicen que a los mellizos no se les quitó lo diablos hasta que se casaron. Moncho era muy especial. Se sentía igualmente cómodo tratando con algún empresario como con sus amistades del club de tenis, sus vecinos, sus ex compañeros o gente común. Conocía a medio mundo y a nadie le negó el saludo, tratando a cada uno según su realidad. La prepotencia era algo desconocido para él. Un lugar especial en sus relaciones tenían sus amigos vecinos , los Iturbe de la colonia española, los Villar de la rama de don Rosendo, especialmente de su primo Jesús, y los de las colonias árabe y palestina, a quienes reunía como un solo grupo étnico que él llamaba “los turcos”, de los que aprendió varias de sus expresiones e imitaba diciendo a algunas personas “ma’jita linda”; entre estos últimos se encontraban los Murra, los Readi, los Musri, los Lama, lo Musa y su amigo Felipe Nazal, a quien recibió y apoyó en su inserción local. Recuerdo que a este último lo traía a nuestra casa y le hacía muchas bromas. Moncho se casó con Marta, pasando a ser mi cuñado y lo llegué a querer como a un hermano mayor, en quien podía confiar y siempre encontrar apoyo y él me aceptaba, al punto que, cuando nació su primogénito al sacarlo del pabellón a la primera persona que se lo puso en los brazos fue a mí. Le costó conquistar a mi hermana tratando de hablarle al pasar y mandándole cartas. Marta recuerda que, cuando intentaba entablar conversación con ella, le devolvía un “déjeme pasar”, para continuar su camino rápida y estirada, pero él no se daba por vencido. Marta recuerda que en las tardes de invierno se ponía impermeable y un 71

sombrero para pararse, aunque lloviera, frente a nuestra casa a esperar, fumándose un cigarrillo que ella veía, desde la ventana, al encenderse intermitentemente. Si no le interesaba, ¿cómo se pegaba a la ventana en esas ocasiones?, y… ¿cómo después, cuando salíamos a caminar, me mandaba adelantarme para que comprobara si era él o su mellizo el que estaba parado en la puerta de la zapatería? Pololearon desde muy jóvenes a pesar de la oposición inicial de mi mamá, probablemente por la fama de diablos que tenían, pero que al conocerlo más, descubrió sus virtudes y circunstancias de vida, no pudiendo dejar de quererlo con un cariño maternal. Él se lo merecía. Tenían en común el ser bromistas, buenos para dar sobrenombres y su generosidad. De su pololeo aún recuerdo que, como dama de compañía, los domingos me llevaban al cine y me engolosinaban con chocolates que disfrutaba silenciosa. A propósito de cine, cuento a mis nietos que en esa época no había televisión y que este adelanto lo conocí cerca del año 60. Así llegó el día en que se casó con Marta Inés, oportunidad en la que se hizo una gran fiesta; mi hermana se veía muy linda, la recuerdo del brazo de mi Lon, su padrino, y a mi mamá preocupada de todo. Para ese matrimonio, la casa se dio vuelta entera, tenía que estar lo mejor Moncho y Marta el día de su matrimonio. (1954). posible y la cocina se transformó en un torbellino en el que mi mamá, siempre junto al incondicional apoyo de la abuelita Carmen y reforzadas por varias amistades del hospital, que tenían mucha habilidad en la materia (Elcirita y Cuchita), se multiplicaban para que estuviese todo bien y oportunamente. 72

Cuento especial para mí fue la torta de novios, elaborada en casa, con muchos pisos y adornada con esmero; recuerdo que en este desafío me asignaron la tarea de recortar con cuchillo unos biscochos muy delgaditos haciendo las figuras de hojitas de parra que después se embetunaron y adhirieron en los costados de la torta para complementar el resto de la decoración. Para mí fue una tarea importante que hice con gusto. Tuvieron cuatro hijos, Dante José Ramón; Pedro Víctor Manuel, cuyo nombre lo mantenía unido a su padre y a su hermano mellizo; Cecilia Carolina que, víctima de una afección renal murió pequeñita, y Marta Gloria. Sus hijos fueron su regalo y un lujo del que se sentía orgulloso. Lo recuerdo un día que caminaba hacia el parrón de su casa del brazo con su hijita menor a la que mirando de cerca le decía “mis ojitos de gitana”.

La familia Villar Romanini durante el compromiso de la hija ( la ojitos de gitana) con el que hoy es su esposo. De izquierda a derecha: Dante José Ramón, José Ramón Villar González, Marta Gloria, Jorge Bahamondes M., Marta Inés Romanini Catejo y Pedro Victor Manuel.

La muerte de su hija Carolina mostró la gran valentía y entereza de este hombre, que la sacó envuelta del hospital y la trasladó a la casa.

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Él fue siempre un hombre fiel, cariñoso, trabajador, responsable, bromista, con una gran resistencia al dolor físico o espiritual que lo llevó a soportar en silencio muchas cosas, resguardando siempre a la familia que había formado. Con generosidad nos apoyó a todos, a mi mamá, a nosotros cuando, debido al terremoto de 1985 , nuestra casa quedó inhabitable. En esa oportunidad, él, mi hermana y sus hijos (mis sobrinos) se estrecharon al máximo para darnos incondicionalmente cabida a todos en su casa; allá llegamos a vivir con mi Lon y, por algún tiempo, Gilda, la persona a la que en una oportunidad había acogido mi mamá y, que a su muerte, había quedado incluida en el inventario, a pesar de que ya tenía familiares viviendo en Melipilla. Para nosotros, los Raviola Romanini, fue siempre un apoyo. Se preocupaba de nosotros en todo momento, incluso en varias oportunidades nos llevó de paseo o a veranear en Costa Azul (cuando todavía se podía llamar azul) y en una oportunidad a Viña, veraneo que todos ustedes recuerdan, incluso se conservan algunas fotografías muy bonitas de él.

En el Jardín Botánico de Viña del Mar (1985.) De derecha a izquierda, encabezando al grupo, Moncho, seguido por su hija Gloria, a continuación Marcelito seguido por Jorge Miguel y Kikita con su papá Jorge .

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Ustedes lo llamaban, por supuesto, tío Moncho, pero también a veces, tío Chapete , apodo de un ex amigo suyo, con el que a ustedes también los llamaba con alguna frecuencia. Si se preocupó de nosotros, ¿cómo no se iba a preocupar de su señora y sus hijos? Para Marta fue el único pololo y el marido que había soñado, que la regaloneó al extremo de desear facilitarle la vida, dándole el máximo que estaba a su alcance, incluso evitándole tareas relativamente sencillas, Moncho veraneando en Viña en 1985. Aparecen de izquierda a como lavar la loza o cocinar; derecha su hijo Manolo, el abuelito Pedro, su esposa Marta, su hija Gloria y él quería que viviera como reina y ella se dejó querer así. A sus hijos los quiso entrañablemente, les dio todo lo necesario para vivir bien, de acuerdo a las circunstancias, pero tuvo la sabiduría de no excederse en regalías cuando fueron universitarios, pese a las críticas de un amigo que hizo lo contrario y que después pagó las consecuencias, porque dio espacio a la irresponsabilidad de un hijo de la que demoró en salir. En el trabajo era abnegado, incluso sumiso con la hermana que seguía ejerciendo una autoridad reforzada por la influencia de su marido a tal extremo que, a la muerte de su padre, todas las decisiones significativas debían pasar por ella, marcada por el estilo autoritario de su esposo. En estas circunstancias, la parcela que don Manuel tenía en Lumbreras de Puangue, dejó de pertenecerles sin saber cómo. Cuando sus hijos ya estaban grandes y eran profesionales, aceptó la propuesta que le hicieron de viajar a España. Si no me equivoco, impulsado 75

sobre todo por su hijo mayor, viajero del mundo que desde chico decía que deseaba ser turista y, probablemente estimulado por mi hermana, la que innegablemente disfruta viajando. El verano en que decidió aceptar darse este tiempo especial para él, empezó con molestias que debió atender con cirugía. Reponiéndose de esta dolencia, se disponían a efectuar el viaje cuando descubrieron que lo afectaba un cáncer del que, pese a todos los esfuerzos de su esposa, sus hijos y oncólogos que lo atendieron, haciendo lo que en ese momento era posible, no pudo derrotar. Pienso que quizás él ya sentía que algo andaba mal, pero que lo calló tratando siempre evitar preocupaciones o dolor a su familia. Hoy no solo su familia lo recuerda, sino también sus amigos y quienes fueron sus empleados. Hace muy poco pasé a la ex Feria del Calzado, donde hoy existe la zapatería de otro comerciante a quien los Jeldres Villar le arrendaron el local, sin conocimiento de todos los herederos. Los ex empleados, que afortunadamente no perdieron su trabajo, me mostraban su reliquia: un zapatito azul de taco, en miniatura; entonces les pregunté por el zapato gigante que en su tiempo lucía colgado cerca de la caja y “Panata”, con un gesto melancólico dijo “ellos se lo llevaron”. Otro vendedor, que con frecuencia se para a la entrada, al preguntarle si estaba imitando a Moncho respondió con sinceridad, “no, él era único, era amistoso, amable, era quien daba vida a la cuadra entera, solo él era capaz de conversar, entender y convencer a todo el sector. Después de un rato, con un dejo de tristeza, preguntó “¿ha visto como antes toda la cuadra con luces y adornada para Navidad…? No, porque él era él que convencía y organizaba a todos los vecinos. Desde que él no está tampoco hay un guardia para la cuadra. Era único. Verónica, la actual cajera, menos locuaz, dice “cambió todo, esto se descompuso, hoy con el nuevo dueño las cosas ya van mejor”.

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Después de estos testimonios podemos asegurar que Moncho fue un hombre muy especial, que transmitía su entusiasmo y aportaba seguridad. Dejó para todos nosotros, su familia, para sus amigos y conocidos un vacío muy grande y un gran ejemplo de valentía y entrega.

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¿… ...?

( 1936 - …….?)

Libre como un pájaro, vagando en mis sueños, lejana a la realidad dolorosa, sólo viviendo mi vida sin temores, sintiéndome protegida y querida. Cantando porque sí, haciendo monitos o saltando de un lado para el otro. Así empezó mi vida.

Dios me creó con un borrador en la mano. Lo primero que éste borra son las fechas, por eso seguramente no era muy amiga de la historia, aunque la considero interesante e importante. Borra por un tiempo ciertos hechos dolorosos, a otros los oculta más lentamente y cuando vuelven a mí, los persigo, pero ya estoy más madura para entenderlos y sobrellevarlos. ¿Cómo me podría definir?, como una mujer afortunada que ha recibido de Dios, de los suyos y de la vida, mucho más de lo que hubiese pedido. De mi niñez me recuerdo como una persona más bien sola y curiosa llegando al negocio del abuelito Lucho, que una vez me puso una mano en la cabeza y con la otra depositó una moneda en la mía diciendo “qué grande está”. Con la moneda ¿qué pasó?, no sé. Solo veo un negocio grande, largo, con estanterías largas llenas de cosas y delante el mostrador con balanzas. En la parte baja de las estanterías, había unos cajones con puertas de los que se sacaban, con puruñas, los productos para ser pesados. Al fondo, hacia el norte del local, había una oficina con escritorios grandes, pero antes de llegar a ella había una pasada que dividía el mesón y estanterías en dos y permitía ir a las bodegas. Ese era mi lugar. Entrando, a mano izquierda montañas de sacos, y a mano derecha una oficina semejante a una galería alargada junto a la que podía pasar sin ser advertida; al menos eso creía. Al final de la galería, doblando a la izquierda, era posible encontrar otra pasada a mano 78

derecha, que daba acceso a un gran galpón que tenía un especial encanto; se extendía de oriente a poniente manteniendo en su interior una serie muy ordenada de enormes fudres donde maduraba el jugo de las Vista general de la sala de ventas del Almacén Italiano. (Aprox.1926) vides que se transformaría en vinos y algunos, tal vez, en chicha; cerca de su base, cada uno de ellos tenía una llavecita a la salida de la cual se ponía un tiesto sobre un pisito cuyo propósito era sacar las muestras para saber cómo iba el proceso; creo que alguna vez alguien me permitió probar su sabor. Pero en mi sentir, en esta aventura yo era invisible para los demás. Mis recuerdos de la casa habitación son menores aún. Era de dos pisos. Pasando la mampara de entrada, a mano izquierda estaba la salita del piano en el que, siendo una niña ya mayor, intentaba tocar alguna melodía de moda. De esa misma época recuerdo al tío Lalo, en un rincón muy bonito, tomando una copa de champaña La mampara de la que hablo aún se durante el matrimonio del tío Golo. A conserva. (abril 2012) esa casa llegaba, ya en mi juventud para buscar, junto a mi tía Quela, ropa que me podría servir en alguna ocasión especial, me daba a elegir y me entregaba sus consejos. 79

Mi hermana recuerda que yo era chica y de aspecto frágil, que si me perdía era porque estaba calladita y tranquila bajo un chorro de agua que caía de las canaletas de aguas lluvia, toda mojada con el pelo y ropa pegados al cuerpo. No soy capaz de meterme a una piscina, pero me gustaba mojarme; recuerdo una vez que empezó a llover y mi mamá me permitió caminar una cuadra de la plaza para volver toda mojada y secarme y ponerme ropa calientita. Para ubicarnos en el espacio: Nuestra casa estaba en la esquina de Avda. Ortúzar con O’Higgins y caminando una cuadra hacia el norte estaban las instalaciones comerciales del abuelito y su casa; mirando hacia el oriente se veía la plaza 2° Centenario, con árboles, asientos de piedra, una hermosa pileta y faroles coloniales; a una cuadra de distancia hacia el sur, quedaba la casa de mis padrinos, prácticamente en los límites de la ciudad; pasando la plaza y atravesando la calle Serrano, se encontraba la casa del compadre “Pelao”, don Oscar Núñez, persona que me enseñaba a caminar llevándome con cuidado por todo el largo de la mesa de comedor y su señora a la que llamábamos la comadre Charo, quien me decía: “ ¡qué linda esta bruta!, quédate chiquitita para toda la vida”. Y, por último, hacia el sur poniente casi al llegar a Serrano estaba la entrada al hospital, un lugar especial para mí. Cuando salía de paseo al hospital, recuerdo a mi mamá parada junto a mí, instruyéndome: “guarda” (= mira) bien antes de atravesar, porque pasan muchos vehículos; cuando ya sintió que había aprendido a hacerlo, me lo repetía, pero sin tanto énfasis. Al llegar a mi meta, debía estar atenta, porque en el hall de entrada estaba la oficina de don Enrique Oyarzo (al parecer contador), que si me veía, salía a atajarme para que lo saludara; era como el juego del gato con el ratón, pero el ratón siempre se colaba para disfrutar de un mundo en el que aprendió muchas cosas. El hospital ocupaba el mismo espacio que hoy, pero - aunque antiguo- era lindo. La manzana en que se ubicaba, hacia el poniente tenía un gran parque con plantas, rosas rojas aterciopeladas, árboles y una 80

pileta. Por sus caminos paseaba, acompañada algunas veces por la madre Sofía, conversábamos y ella disfrutaba comiéndose un huevo fresquito que yo le llevaba y al que le hacía un hoyito en un extremo para vaciárselo en la boca. La madre Sofía era importante para mí porque, entre otras cosas, se debía ocupar de la capilla. La casa de la comunidad religiosa ocupaba el centro del espacio no ocupado por el parque y atravesando un pasillo abierto, hacia el sur, se encontraba la pequeña capilla junto a la que se levantaba una gruta. La cocina y el lavadero se encontraban en el extremo oriente de la propiedad y las salas, las dependencias de laboratorio y el pabellón de cirugías se distribuían alrededor de la comunidad, separados por jardines. En la capilla disfruté mis labores de sacristana. Arreglaba las flores, preparaba la vinajera y la campanilla, aprendí a manipular el incensario, hacía y recortaba hostias, me comía los recorte y, por supuesto, llegué al coro donde conocí un pequeño órgano junto al campanario donde me permitieron tirar la cuerda de la campana que sonó tan…, tann….!, tannn…….!!! Era la tercera campanada, qué bonito lo escuché. En esa capilla recibí mi primera comunión. En algunas oportunidades iba con el deseo que me invitaran a tomar once, lo que para mí, milagrosamente ocurría; más tarde supe que mi mamá llamaba a las monjas para contarles mis intenciones. Mi deseo se hacía realidad en un saloncito pequeño e iluminado al que me llevaban mi taza de leche, exquisitas galletas hechas por mano de monja y un sándwich de jamón; yo me devoraba las galletas y jamón que sacaba cuidadosamente del pan. Cuando iban retirar las cosas me preguntaban: “¿y no se va servir el sándwich?”, a lo que respondía cortésmente: “no madre, muchas gracias”. Mi hermana ya había iniciado sus estudios en Santiago. Pero ya no me recuerdo tan sola, sino acompañada por alguna religiosa o la Elcirita en la pieza de costuras del segundo piso o turisteando entre quienes trabajaban en la cocina. 81

Estaba aún más acompañada, cuando era más grandecita, en mis visitas a la casa de mis padrinos, don Matías Núñez y su señora Rosenda Malhue a quien todos llamábamos Chenda. Ellos tenían dos hijas mayores, Flor y Teresita, y dos hijos varones, Matías y Sergio Rosendo, mi amigo un poco menor. Los motivos para ir donde mis padrinos eran varios: para que mi madrina me pusiera mensualmente una caja de inyecciones (¿serían vitaminas?), a jugar y a rezar la Novena al Niño Dios. En esa semana de diciembre, se hacía un nacimiento enorme simulando cerros con muchos animalitos y, por supuesto, el pesebre con figuras de yeso de todos los personajes tradicionales y otros. Nos reuníamos todos los niños del barrio, rezábamos y cantábamos acompañados por la música del arpa que tocaba mi madrina, le llevábamos primicias al Niñito (porotitos verdes, huevitos de pájaros, flores y pequeñas frutas de la estación) y terminábamos comiendo alguna golosina, pero el último día era especial porque nos servíamos ponche en leche y pancitos de huevo, atenciones que corrían por cuenta de la dueña de casa. Los juegos eran diversos: simulábamos ser vendedores y compradores en el almacén de mi padrino y, para comprar helados, debíamos pagar con dinero de verdad que salía invariablemente del bolsillo del dueño. Otras veces nos entreteníamos en el patio jugando a las bolitas o inventando perfumes con alcohol y flores de espino. En el tiempo de los volantines, nos permitían participar en su confección y alguna vez recuerdo haber estado en el techo de la casa encumbrando uno, probablemente sin permiso porque nos cuidaban mucho, nos daban leche y nos perseguían entre los muebles de comedor para darnos Jecorina (=aceite de bacalao, aaj!!!) y, junto a mi padrino, preparábamos luche y comíamos caroles cocidos, sacándolos de su concha con un alambrito.

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Fuera de la casa, en alguna oportunidad, nos aventuramos visitando a los gitanos, que acampaban en el sitio eriazo que quedaba detrás de ella, eso sí con seguridad, porque don Pedro Nocolich, el rey de los gitanos, era un amigo de mi padrino con el que mantenían largas conversaciones. Otra entretención era jugar en el parque que quedaba cruzando la calle Ortúzar, a continuación del hospital hacia el sur. Era grande con muchos árboles que en un sector dejaban un espacio libre a cuyos costados había bancas hechas con durmientes, bajo la sombra de los pimientos de gran follaje que generosos dejaban caer sus ramas con hojas verdes y algunos racimos de semillitas rojas del porte de pimientas; sobre esos durmientes, conocí a las cuncunas de color rojo con cinturones negros que se desplazaban lentas y zigzagueantes, sin dejar adivinar que en ellas llevaban a futuras mariposas. En el espacio libre se podía jugar fútbol, ahí los hijos de mi madrina con otros niños del barrio organizaban partidos entre equipos que me incorporaban como integrante, hoy creo que a pesar de ellos, sin hacérmelo sentir, porque yo no era experta y generalmente al dar el puntapié, si le achuntaba a la pelota, solía mandarla acompañada del zapato. Pienso que, probablemente en ese tiempo, la gente sencilla era más acogedora y sensible. En la época de mi niñez, Melipilla era un lugar seguro, todos los vecinos se conocían y respetaban, se podía salir de casa dejando la puerta a medio cerrar y no había problema. Esto también me permitía ir sola a la carnicería de don Juan Barrera que quedaba en la misma cuadra de la propiedad de mi abuelito; estas salidas eran para comprar mi premio, un bistec de tres pesos, pero no tengo idea por qué me podrían premiar; cuando llegaba al local, el dueño, un hombre macizo y moreno se me acercaba por sobre el mostrador y decía “qué quiere la siñurita ???” Muchos años más tarde, cuando se construía nuestra casa actual, mientras observaba los trabajos, un hombre, más bien bajo, me saludó y preguntó: “¿no se acuerda de mí señora Bruny?, cuando éramos chicos jugábamos juntos al fútbol en el parque”. Fue grato encontrarme con él y el 83

tono en que me habló; creo que si en ese instante no hubiese habido materiales interpuestos, lo habría abrazado. El hecho fue un despertar algo bonito de mi vida que estaba dormido. Mis estudios: Las primeras letras las aprendí con la madre Sofía, después asistí esporádicamente a la ex escuela N° 2 donde la señorita Albertina Norris tuvo le gentileza de recibirme para que me entretuviera dibujando, pintando y recortando pollitos. Muchísimos años después volví a la misma escuela, pero ubicada en otro lugar y con otro nombre, como jefa del Departamento de Educación Municipal de Melipilla. Mis estudios formales se iniciaron en Santiago, en el internado del Colegio Santa María de Cervellón de las religiosas Mercedarias francesas, la misma congregación a la que pertenecía la madre Sofía, hasta que pasé a la educación superior. En el colegio mi vida tomó un color muy distinto, pero siempre sintiéndome protegida, porque allí también estudiaba mi hermana que me asumió como su responsabilidad y estaban las monjas que me trataban con mucho cariño. De mis profesores tengo muchos gratos recuerdos. En este período, se inició mi adquisición de mecanismos de defensa, que hasta el momento no habían sido necesarios. Pero esto no fue un problema que me complicara la existencia. Como mi salud no era muy buena, a veces tenía ciertas regalías, como quedarme hasta más tarde en cama y no ir todos los días a misa antes del desayuno, lo que generó algunas envidias. En los dormitorios del internado nos separaban a las grandes de las pequeñas, pero todas éramos acompañadas por monjas que se preocupaban del comportamiento. Antes de acostarnos, debíamos dejar todo ordenado para el día siguiente, después meternos a la cama, rezar y disponernos a dormir con sólo un anticuco mientras la monja cerraba la puerta de acceso. Una anécdota a propósito: una noche tembló muy fuerte, todas nos levantamos y la religiosa se apresuró para abrirnos la puerta. Yo, como le tenía terror a los temblores, iba pegadita a las polleras de la madre Natalia que era bastante 84

bajita, por lo que necesitaba subirse al pestillo inferior para quitar el de arriba y abrir las dos hojas de la puerta. La madre Natalia se impulsaba para subir y bajaba sin lograrlo porque yo, colgando de sus polleras, la tiraba abajo. ¿Cómo lo hizo para lograr su propósito?, no tengo idea, pero llegamos al patio del parrón. En otra oportunidad, en ese mismo lugar descubrí la belleza de una imagen nevada, maderas y senderos cubiertos por una alfombra blanca, las ramas de palmeras dobladas por el peso de la nieve, el juego de colores, variedades de café y verde iluminados y enriquecidos por la luz del día y el encanto de la nieve. En el comedor y en la sala de estudio, nos acompañaba la madre San José, una monja muy especial que le sugería a los papás llevarnos vino añejo del que nos servía al almuerzo para que aprendiéramos a beber adecuadamente. Cuando estudiábamos y hacíamos nuestras tareas bastante disciplinadamente, ella se paseaba y al pasar me dejaba algún dulce. También se había hecho cargo de un pequeño negocio para que, en caso de necesidad, pudiésemos adquirir útiles escolares o de aseo personal; allí, entre todas las cosas, guardaba un estuchito para las oportunidades en que algunas de las grandes al salir se veía muy pálida, ponerle un poquito de color diciéndoles “si sale así, nunca va a encontrar novio”. En esto era el polo opuesto de la madre Imelda, que con frecuencia nos decía: " ¿no le gustaría ser monjita?". De mis compañeras puedo decir que fue el grupo humano que me ayudó a conocer muchos aspectos de la vida independiente. Conocí la comprensión, la generosidad, la solidaridad y, a veces pequeños celos de niñas y adolescentes. Valoré lo que un buen colegio entrega al preocuparse, no sólo de contenidos programáticos, sino además de lo que es una sana convivencia, de la responsabilidad que se debe tener para asumir los desafíos que presenta la vida, para avanzar en paz en la diversidad, con respeto por uno mismo y los demás. Muchos profesores

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(religiosas y laicos) pueblan mis recuerdos y también compañeras, pero que exceden los límites razonables de este trabajo. Como estudiante creo que fui ordenada, dócil y bastante responsable. Por lo menos no reprobé ramos ni año escolar, egresando con un diploma por aplicación. La situación cambió en la universidad, donde en Primer año de la carrera reprobé dos ramos que debí regularizar en marzo. Fue un buen remedio, porque nunca me volvió a ocurrir. Considero que no fue a causa de la flojera, sino a lo difícil que se me hizo estudiar pedagogía en la asignatura que en el colegio siempre fue mi punto débil. Arriesgarme en dificultades o meterme en la boca del lobo pareciera que no es extraño en mí, sólo necesito un empujoncito. Los desafíos me resultan atractivos. Ya saben cuál fue mi pesadilla en el colegio, especialmente porque me cerraba a la lectura, al punto que mi profesora me llevaba a la biblioteca, me leía libros y me despertaba salpicándome la cara con agua si lo creía necesario. Mis estudios y actividades predilectos eran, en cambio, Matemáticas, Artes Plásticas, Filosofía y, por supuesto Educación Física. Estos gustos me llevaron mucho más tarde a hacer un cursito de pintura al óleo, después tomar clases de pintura en género con la señora Zenia, esposa de Juanito Oltremari y, a lo que fue mi gran gusto, en el que casi no me atrevía a soñar: bailar. Me arriesgué hasta ser admitida en la Escuela de Ballet del teatro Municipal de Santiago. (Estudiando ballet). Fue un sueño hermoso y breve, al que renuncié para tomar mi trabajo de profesora en Temuco, motivada por el hermano marista Martín Panero.

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De mis estudios universitarios sólo les diré que tuve la suerte de llegar a la Pontificia Universidad Católica de Chile donde encontré un ambiente acogedor, profesores excelentes y muy buenos amigos. De los hombres me limitaré a nombrar a Osvaldo Núñez, gracias a quien salvé Literatura Hispanoamericana en primer año, lo que me dio alas para continuar superándome hasta un nivel inesperado para una persona cerrada a la posibilidad de ser buena alumna en Castellano, hoy Lenguaje, mañana no sé) y a Fernando Contreras (aparece en la foto) que se aprovechaba de nuestra amistad para despertar celos en la compañera con la que después se casó.

Grupo del curso junto al Hno. Martín Panero en el 2º piso del Pedagógico de la P.U.C (Aprox. 1958)

Un lugar especial en mi vida ocupa Gloria Díaz Díaz, hija de don Isidro y la señora Melchora, primos asturianos que se radicaron en Chile. Junto con ella y Norma Yunis fuimos compañeras de colegio que continuamos siéndolo en la universidad. Durante mi primer año universitario, viví en mi colegio, donde hice algunas clases de inglés a las alumnas pequeñas, como ayudante de la miss Cabello. Ya para el segundo año, Gloria me había invitado a vivir en su casa junto a sus padres y hermano. Todos me integraron a su vida familiar en todos los aspectos, tanto como para continuar viviendo con ellos cuando junto a Gloria hacíamos nuestra memoria en Gramática. Debo destacar la extraordinaria generosidad de esta familia. Gloria, una adolescente sencilla, alegre y valiente, fue para mí como otra hermana que Dios puso en mi camino. Éramos realmente amigas, compartíamos no solo la casa y los estudios, sino además nuestras 87

amistades, aventuras, sueños, secretos, penas y alegrías. Ella estuvo presente al comienzo de la vida de mis tres hijos, porque, después de cada cesárea, debía permanecer unos días en Santiago y, por supuesto, Gloria estaba atenta en todas estas circunstancias dándonos acogida incondicional en su casa. A esta altura de la vida, nos comunicamos sin mucha frecuencia, pero ambas sabemos que se mantiene el cariño, la confianza, la lealtad. Sabemos que en cualquier momento, contamos con el apoyo de la otra. Para ella y su familia sólo tengo palabras de gratitud. Tuve muchos otros compañeros y compañeras de quienes guardo gratos o simpáticos recuerdos, pero hablar de ellos alargaría en exceso este relato, sólo me voy a permitir mencionar a Juanita Bruzzone Queralt, una boliviana descendiente de italiano que al trasladarse a Chile nos permitió conocer a una familia abierta a recibir a compañeros y amigas de su hija mayor, Juanita. A veces ella nos invitaba a quedarnos en su casa para estudiar y sobretodo copuchear; era una casa grande y nos permitía tener un espacio bastante independiente. Juany, que con el tiempo se fue especializando en complicarse la vida sin quererlo, fue siempre cariñosa y tan conversadora como ahora que ustedes la conocen. No puedo olvidar las noches en que disponiéndonos a dormir, ella empezaba nuevamente con "otra cosita" y el bla, bla…, bla… continuaba hasta la una o dos de la mañana. (Aún tiene una gran resistencia para trasnochar). Durante mi vida universitaria fui bastante preocupada de mis deberes, lo que no era obstáculo para alguna vez asistir al clásico universitario y emocionarme con las jugadas del “Sapo” Livingston, ni participar en paseos y bailes de la universidad y otros, por supuesto. En todas éstas por supuesto andábamos juntas con Gloria. Algunas personas que nos veían llegaron a pensar que éramos hermanas. Los fines de semana y durante las vacaciones, nos veníamos juntas a Melipilla por una buena temporada. Ella también recuerda esto, las salidas con Marta y Moncho a los campeonatos de básquetbol de verano donde se juntaba mucha gente de todas las edades para vibrar con la actuación de los jugadores, entre los que se contaba con figuras internacionales de este 88

deporte; era una diversión sana que, según me parece hoy, contribuía a liberar tensiones sin perjudicar a nadie. Otra cosa que recuerda con cariño es nuestra casa antigua, su cocina, el patio y sobre todo el afecto con que se vivía Cuando inicié mi trabajo profesional en Temuco, se dio la posibilidad de trabajar y vivir Bruny, aún con rizos juntas con Juany como pensionistas de Bertita, lugar al que frecuentemente llegaba Jorge, colega del Liceo Gabriela Mistral de esa ciudad. En la misma pensión, vivía una amiga ya mayor, Teresita Varas Rojo quien, junto con Jaime Arellano, mi ex profesor y amigo de la U.C. me tentaron para me incorporara en el comienzo de lo que llegaría a ser la actual Universidad Católica de Temuco. El Liceo Gabriela Mistral de Temuco y la Ufita, como llamábamos a la universidad que nacía, contribuyeron para conocer y acercarnos más con Jorge junto a quien he pasado y pasaré el resto de mi vida. De él solo diré que nunca deben olvidar su fidelidad, entrega, responsabilidad, laboriosidad, incondicionalidad, espíritu de sacrificio y el gran amor que nos tiene a todos y cada uno de nosotros. Con Jorge, al casarnos hicimos crecer nuestras familias de origen. Nos radicamos en Melipilla, ciudad en la que creo permaneceremos con una que otra salida para estar con nuestros familiares que viven distantes. Al revisar nuestra vida vemos que hemos sido afortunados especialmente al recibir a cada uno de nuestros hijos: en 1967 a Jorge Miguel, en 1968 a Brunilda Angélica y en 1972 a Marcelo Andrés, los tres fueron una fuente enriquecedora de amor.

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Angélica, Jorge Miguel y Marcelo Andrés mostrando sus dientes (02 - 1976)

Y la vida ha seguido siendo pródiga con la llegada de nuestros seis nietos: Dieguito (30- 05-1995), Fernandita (07-09-1998), Javierita Paz (2002-2000), Luquitas (24-11-2000), Martinita (08-10-2002) e Ignacita (01-092003) .

Diego Castillo Raviola y Javiera Raviola Vidal.

Fernandita Castillo Raviola

Ignacita Raviola Vidal

Lucas y Martina Castillo Raviola

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Hoy deseo decir que no estuve todo el tiempo deseado con mis hijos, pero esos momentos que he tenido junto a ellos han sido en mi vida algo invaluable. Ellos saben que el trabajo que nos mantuvo tantas veces separados físicamente, fue algo necesario como ocurre en muchas familias, pero mi cariño grande e incondicional estará siempre con ellos y mis nietos.

De izquierda a derecha, al fondo, Brunilda Romanini Catejo. y Jorge Raviola Molina. Sentados, Marcelo Andrés, Brunilda Angélica y Jorge Miguel Raviola Romanini Melipilla 26- 08- 2001.

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Nací y me crié en una linda familia. Hoy, cuando caen las hojas de Otoño, junto a las hojas de muchos calendarios, para unirse en el polvo a la espera del necesario reposo que llevará al renacer, siento que tengo la mejor familia que hubiese podido desear. Gracias a todos. Gracias a Dios.

Este escrito lo he realizado con el mayor cariño para mis hijos, mis nietos y demás familiares que se sientan identificados con nosotros. Los quiere y abraza mamá, nonna, Bruny. Melipilla, junio del 2012.

Vislumbrar nuestras raíces, recordar a los más próximos que ya han partido y conocer algo más de nuestros padres, nos ayuda a enriquecer nuestra identidad.

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