Espejo de Tres Cuerpos - Alonso, Odette

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Espejo de tres cuerpos Odette Alonso

Colección THÉLEMA Diseño de la colección: Benito López Martínez Formación: Ricardo Castillo Fotografía de portada: No sufre en la soledad, Marta María Pérez Administración: Víctor Espíndola Villegas Distribución mundial Odette Alonso/ Espejo de tres cuerpos Primera edición: febrero de 2009 D.R. © 2009, Odette Alonso Yodú D.R. © 2009, de la presente edición en español para todo el mundo: Sergio José Rodríguez Téllez, editor (Quimera ediciones) Querétaro 172-6, Roma, 06700, Cuauhtémoc, Ciudad de México. Tel.: 55 64 43 38. [email protected] ISBN: 978-607-00-0957-0 Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler, el almacenamiento o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa por escrito de los titulares de los derechos reservados. Impreso y hecho en México / Printed and made in Mexico

I “¡Búscate un novio y déjame en paz!” gritó Raquel antes de cimbrar toda la casa con un portazo descomunal. «Igualita a su padre», refunfuñó Ángeles y se dejó caer en la banqueta. Enfrente, la del espejo tenía expresión de incredulidad. La observó en silencio por unos segundos; acabó alzando los hombros y haciéndole una mueca de resignación. Se alegró de recordar la escena detrás del ventanal de la sala de maestros, a buen resguardo. Afuera, el sol primaveral caía con furia perpendicular sobre el amplio patio de la escuela. Bajo los árboles más frondosos había un grupo de jóvenes sentados en semicírculo. Parecían divertidos, se reían, comentaban entre ellos. Como si los ojos de Ángeles taladraran, una de las contertulias giró la cabeza lentamente y la divisó tras el ventanal. Levantó la mano y saludó. Ella le respondió con un gesto triste, lejano. Cuando se dio la vuelta, encontró la mirada penetrante de Mario Valencia. — ¿Cómo se pierde así la motivación? - le dijo. — ¿De qué hablas? - el hombre parecía desconcertado. Más que por la pregunta, porque ella detectara en su mirada la carga de lascivia que trató de ocultar sin mucho éxito. — Ahí está Berenice, sentada con sus alumnos en el pasto. Como amigos. Con esa frescura de la juventud, de las cosas comunes... Y yo mirándolos desde aquí como quien mira el pasado. Un pasado tan lejano que ya no puedo reconocerlo. Hace tantos años que no se me ocurre sentarme con mis alumnos... Ya ni siquiera los saludo en los pasillos... — Berenice es ese tipo de gente que llama la atención así: echadotes, fumando marihuana. — Ay, Mario - Ángeles sonrió, condescendiente-, tú también fumas. — Pero en mi sillón, oyendo música... no tirado en el pasto con los alumnos. No se calmaba el fuego en los ojos del hombre. Era una lástima que una buena amistad se diluyera en los recelos y la insistencia de un amor no correspondido. Y no era que Mario le disgustara; le parecía un hombre atractivo, con personalidad, inteligente; pero tenía un defecto: era casado. Y Ángeles no quería infligirle a otra mujer los sufrimientos que ella había padecido. Sin embargo, aquel brillo en la mirada de Mario, aunque la inquietaba, no le resultaba desagradable. Y él lo sabía. — Tú sigues siendo una excelente profesora - le dijo, cubriendo con su mano grande la mano afilada de Ángeles. «Excelente y esquemática», pensó ella, «cansada, indiferente; de las que enseñan sólo entre las cuatro paredes del salón de clases».

A sus veinticinco años, Berenice Gallardo era brillante. Al menos eso le pareció a Ángeles, especialmente después de que su ponencia acerca de los métodos de enseñanza en la universidad posmoderna le hiciera transitar de lo que consideró payasadas al inicio de la lectura a la admiración. La muchacha había transformado aquella tediosa reunión de maestros en un debate enriquecedor y encarnizado, como hacía años no ocurría en esas sesiones de supuesto intercambio. A partir de entonces, sus encuentros se hicieron más frecuentes y prolongados. Ángeles sentía que conversar con Berenice era la transfusión de juventud y entusiasmo que necesitaba. Se convirtió en la primera lectora de sus textos académicos y literarios, y se deslumbró con su excelente redacción y ortografía, su amplio bagaje teórico, su certeza de enfoque y su profundidad de análisis, cualidades cada vez más difíciles de encontrar, incluso entre sus colegas. A Berenice le agradaba esa cercanía. Aunque la mayor parte de las veces era Ángeles quien la buscaba para hacerle bromas, comentar algún suceso o preguntarle qué estaba escribiendo, fue la muchacha quien propuso, una y otra vez, actividades comunes para alargar el tiempo que pasaban juntas. Se volvieron inseparables a las horas de comida y en las sesiones de cineclub de los jueves. Tanto, que las amigas de Berenice comenzaron a hacer bromas. — Me preguntó por ti - le dijo Daniela, dejando incompleta la frase a propósito; Berenice la interrogó con un gesto-. Tu novia... Ella se reía halagada, pero le advertía que si seguía diciendo esas cosas, le iba a buscar un problema. Y sonrió en la entrada a la sala de maestros esa tarde, alegre de reencontrarla allí, de espaldas a la puerta, concentrada. Se acercó en puntillas de pies para que no la oyera y le susurró al oído: « ¿Me extrañaste?» A Ángeles le estalló el júbilo desde el fondo del pecho como un orgasmo. Justo en ese instante comprendió que la sensación de vacío que sintió durante toda la semana era eso: que la había extrañado los días en que se ausentó para asistir a un congreso de pedagogía. También admiraba de ella su interés en la preparación y la actualización profesional, en compartir experiencias no sólo con sus compañeros más cercanos, sino también con educadores de otros países. Su sed de mundo. Ella no había tenido esas inquietudes en su juventud y ahora, a la distancia de casi dos décadas, comprendía la importancia de esas actividades. — ¿Cómo te fue en Cubita la bella? - le preguntó, ensanchando la sonrisa. Berenice puso una colorida taza sobre la mesa de trabajo. — Para que veas que me acordé de ti. Había unas del Che, pero pensé que ésta te gustaría más. — Es muy bonita - dijo Ángeles haciéndola girar en su mano para no perder detalle-. Una estampa colonial, supongo. La joven blanca abanicada por la sirvienta mulata

mientras una esclava sostiene la bandeja con la cafetera y una taza; esto haría la delicia de las feministas -las dos rieron-. Me gusta, gracias. La del Che sería para Mario, que sigue en los sesenta. Volvieron a reír. «Me fue muy bien», le dijo Berenice, y durante toda la tarde le fue contando por episodios los pormenores del viaje. «Te extrañé», susurró Ángeles bajando la mirada y ruborizándose un poco, cuando la muchacha la acompañó como cada noche hasta el carro y se quedó observándola hasta que salió a la avenida. Berenice tenía el don natural de hacerlo girar todo a su alrededor. Al poco tiempo de ingresar a la facultad como profesora auxiliar, ya capitaneaba el grupo de las maestras jóvenes. A Ángeles, que se sentía feliz teniendo en exclusiva su amistad, le molestaba que cada mediodía las invitaran a compartir mesa en la cafetería escolar. — Es que son unas chamacas... Informales, tontas... No como tú. Berenice se infló como pavo real y, desplegando su abanico de plumas, le argumentó: — Las formalidades las inventaron los sumisos y los acomplejados. Se puede ser serio sin ser amargado... ¿Te han faltado el respeto acaso? No le quedó otro remedio que negar con la cabeza y hacer un gesto resignado. Le asustaba la posibilidad de volver a comer sola en aquella mesa alejada de siempre; la única manera de conservar a Berenice sería integrarse. Aunque en los primeros días se mantuvo reservada y silenciosa, terminó por comprender que también tenía cosas comunes con aquellas muchachas y se engolosinó con la pertenencia a un grupo en el cual, a pesar de las diferencias de edad y de criterio, y tal vez por eso mismo, se sentía apreciada y tomada en cuenta, sentimientos que nunca había percibido entre las otras profesoras y que cada vez le era más difícil recibir de Raquel. Agradecida y deseosa de perpetuar esa suerte, propuso a sus nuevas amigas una reunión en su casa. — El sábado, que Raquel se va con su papá. Inmediatamente después de decirlo se arrepintió. Pero Berenice, con un entusiasmo que a ratos parecía exagerado, les repartió tareas y compras. El viernes en la tarde todo estaba perfectamente planeado. «A las ocho en punto», les advirtió antes de echarse al hombro la mochila y salir de la sala de maestros con un brazo en alto en señal de despedida.

II

Ángeles estaba nerviosa como una quinceañera. Después de la muerte de su madre y de la ida de Sergio, nadie la había visitado. Incluso antes de su separación, era muy poco común que los amigos fueran a su casa. Por eso, cuando terminó de preparar a Raquel y la vio bajar la escalera y subirse al carro de su papá, puso música y se apuró en los preparativos. A las siete de la noche ya estaba vestida, maquillada y perfumada, asomada a la puerta de cristal de la terraza. La primera en llegar fue Teresita Regleiro, bastante pasadas las ocho de la noche. — Sólo puedo quedarme un rato -avisó después del primer trago de cerveza y Ángeles se alegró porque había algo en aquella muchacha delgada y ojerosa que no le daba confianza. Como una especie de recelo. Desde hacía un par de años trabajaban juntas y pocas veces habían conversado. A pesar de que con frecuencia planearan irse a tomar un café o una copa a la salida de algún seminario escolar, las relaciones entre las compañeras de la facultad no pasaban de unas pocas pláticas, casi siempre referidas a cuestiones laborales. Cuando volvió a sonar el timbre eran Daniela y Karla, acompañadas por otra mujer, menos joven, a la que presentaron como Jimena, buena amiga y profesora de química farmacéutica. Llevaban dos botellas de vino tinto, una bolsa de hielo, limones, salsa picante y papas como para un batallón. Daniela se metió a la cocina y preparó, sin dejarse ayudar, varios platos. Asomándose sobre la barra del desayunador preguntó quiénes querían sangría, las preparó y las sirvió con destreza de barman. Cuando casi todos los vasos estaban vacíos llegó Berenice. Cargaba dos bandejas de bocadillos, refrescos y una botella de licor. Ángeles le hizo espacio en las mesetas de la cocina y se quedó con ella mientras se servía una cuba. —Dios mío, esto parece cantina - dijo, visiblemente animada, mientras acomodaba las botellas y los refrescos. — Hay que cambiar esa música - decidió Berenice-, parece funeral. Y sacó de su mochila una docena de discos que fue programando. Ángeles la miraba desde lejos, el cabello tan negro, la piel morena y esa mirada pícara que tropezó de pronto con la de ella. — ¿Nidia no venía? - preguntó Teresita desde el sofá. — Se fue al pueblo - respondió Berenice; su sonrisa había desaparecido. Daniela repuso la botana. Parecía chef, con su cuerpo regordete y los brazos llenos de platos.

— Tenemos comida y chupe hasta que se acabe el mundo, mis chavas - dijo mientras ponía otro vaso lleno en las manos de la anfitriona, que se sentía un poco aturdida pero feliz. El tono de las conversaciones era cada vez más alto. También la música. Ángeles sacó un grueso álbum de fotos. — Qué guapo tu ex - dijo Karla con picardía y los ojos achinados se le hicieron más pequeños. — ¡La boda! - se alebrestó Teresita. — Esta es Raquel a los cinco años - Ángeles señalaba el álbum-; ahora es una adolescente escuálida y odiosísima. Berenice y Daniela conversaban alejadas del grupo, acodadas en la barra del desayunador. Ángeles, desde el sofá, les dirigía una mirada escrutadora cada cierto tiempo. Era curioso cómo aquellas mujeres se habían convertido de pronto en sus amigas y estaban allí, en su casa. ¡Una fiesta en su casa! Si alguien lo hubiera predicho hacía unas semanas, ella lo habría negado rotundamente. Karla descubrió la fijeza en su mirada y esa sonrisa colgada de sus labios. — ¿Qué tanto platican, chismosas? - preguntó a las de la barra. Ellas sonrieron e hicieron gestos. De una botella de tequila recién abierta llenaron caballitos para todas y los hicieron sonar en un brindis colectivo. «Que esto, que lo otro... ¡Salud!» Berenice y Daniela se alejaron hacia un rincón de la sala y continuaron su conversación que, por los gestos y las muecas, parecía suculenta. — Me tengo que ir - anunció Teresita casi a las once. Ángeles creyó ver en Berenice un gesto de disgusto. Le pareció raro; Teresita era una de sus mejores amigas, se conocían desde antes de trabajar en la universidad y con frecuencia hablaban de viejas anécdotas y amistades comunes. — ¿Trajiste el carro, Bere? - preguntó Teresita. Ángeles vio las señas de molestia que la muchacha le hizo a Daniela con los ojos antes de responder que no - ¿Entonces?... Teresita la miraba muy fijamente, ya con el abrigo puesto y tomando la bolsa que Ángeles le alcanzaba. — Dani me dará un raid. Teresita pareció complacida con la respuesta, porque empezó a des-pedirse. — Vamos a bailar - invitó Berenice en cuanto oyó cerrarse la puerta del elevador. — ¡Que ya se fue la poli, mis chavas! - agregó Daniela y todas rieron, incluso Ángeles. Hicieron un círculo en el espacio central de la sala y bailaron. Intermitentemente, alguna se apartaba para prepararse un trago, comer algo o tomar de los vasos que habían dejado sobre el desayunador.

— Y ahora: música romántica - anunció Berenice con un disco en la mano. — ¿Romántica? - Daniela parecía extrañada. — Ah, cómo no... - dijo Berenice estirando la mano hacia Ángeles y haciendo el gesto de quien se quitara un hipotético sombrero. Ángeles se tomó de su mano siguiendo la ceremonia y la muchacha la atrajo por la cintura. Bailaban acompasadamente, con las mejillas pegadas, como en las películas. La melena de Ángeles caía sobre el rostro sonriente de Berenice. Daniela hizo una seña de invitación a Jimena y la mujer comenzó el ademán de levantarse del sofá. — Me hubiera ido con la Teresita, cabronas - protestó Karla-, para que al menos alguien me pelara. No me van a dejar aquí mosqueada, ¿o sí? Daniela se sentó junto a ellas, «para que ésta no chille más», dijo riendo. Berenice cantaba muy bajito junto a su oído y Ángeles sintió que se abstraía de todo, como si el centro de la sala se hubiera convertido en una burbuja en la que no se escucharan más que la música lenta y el tarareo. Hacia tanto tiempo que no bailaba... Terminada la pieza, Berenice hizo una exagerada reverencia y, tomada de la mano, la regresó a su lugar junto a las otras. Siguieron las pláticas, los bailes y los vasos se llenaban y vaciaban en un ciclo interminable. — Casi las dos, muchachas, el tiempo pasa volando - comentó Karla mirando el reloj en su muñeca. — Sin sentirlo, mi chava - dijo Daniela-, ¿Quieres un raid? -le preguntó a Berenice. — Nada más lo dije para quitármela de encima. — ¿Entonces?... - insistió Daniela. — Pido un taxi. — O te quedas - interrumpió Ángeles-, La habitación de Raquel está disponible. Hubo un silencio. Las miradas de Berenice y Daniela parecieron imantadas por unos segundos. Berenice aceptó y las otras emprendieron la retirada. Las risas se sintieron en el pasillo mientras esperaban el elevador y en el estacionamiento, alejándose poco a poco. Ángeles, que había corrido las gruesas cortinas antes de que llegaran, las abrió para verlas. Desde abajo, mientras agitaban sus manos, las amigas veían, muy juntas por el espacio entre la tela, las cabezas de Ángeles y Berenice. Cuando el carro salió del estacionamiento, ambas volvieron al sofá. — ¿Por qué no trajiste carro? Venías muy cargada... - preguntó Ángeles mientras la veía combinar en un vaso alto una buena porción de licor con refresco. — Nidia se lo llevó al pueblo.

— ¿Nidia es...? — La amiga con la que comparto el departamento. — Ah... - Ángeles tenía actitud de reflexión- Y Teresita... — Es su mejor amiga - completó Berenice, sentándose al otro extremo del sofá. — Qué curioso... siempre pensé que Teresita era amiga tuya... - Ángeles miró alrededor, tratando de enfocar su mirada en los bultos que el alcohol iba dejando en lugar de sus muebles y sus adornos- ¿Por qué le dicen la poli? — Porque es una metiche, se la pasa vigilando a todo el mundo... Daniela le puso el apodo. — ¿Y a Daniela la conocías de antes? — De la universidad. Ángeles hablaba con soltura, tal vez animada por el alcohol, tal vez porque estar acompañada la hacía sentirse confiada. — Tengo sueño - dijo Berenice. Ángeles palmeó sobre el muslo. La muchacha puso allí la cabeza y ella le acarició el pelo, como le hacía a Raquel cuando veían juntas la televisión. — ¿Quieres que te cuente un cuento? - Berenice asintió, sonriendo como niña consentida-. Érase una vez una mujer que no tenía amigas. A veces, las pocas veces que pensaba en eso, no sabía definir si nunca las tuvo o las fue perdiendo en el transcurso de la adultez, ese período terrible en que el ser humano tiene que aparentar madurez y vivir para complacer a los otros - Berenice seguía sonriendo; había tomado la mano de Ángeles y jugaba a entrelazar sus dedos-. La mujer conoció a un hombre bueno, se enamoró y se casó con él, para darse cuenta después de muchos años de que no era tan bueno, pero eso también forma parte de la mentada adultez -Ángeles sonreía amargamente y acariciaba a ratos el sedoso cabello de la muchacha-. La mujer y su marido tuvieron una hermosa niña y eran felices viéndola crecer, tan inquieta y lista. Por esos tiempos ella no tuvo una sola amiga y nadie la visitó jamás; se creía feliz con su trabajo, con su hija, con su marido... no necesitaba más. Cuando su madre murió y el marido la dejó por otra, nadie la consoló, más que una prima lejana que era el único familiar que le quedaba -la mano de Ángeles descansaba sobre el pecho de Berenice, aprisionada por la mano de la muchacha-, Pero la mujer conoció a una mujer más joven y se sintió tan bien con ella, tan acompañada, tan gustosa de poder platicar, que sin darse cuenta fue dejándose arrastrar como por un torrente. Y se sintió rejuvenecida y aceptada, llena de atenciones, importante para alguien. Y ahora mismo esa pobre mujer se muere de miedo de pensar que esa felicidad se esfume como se le ha esfumado todo lo que ella creía suyo. Berenice se incorporó. La miraba fijamente a los ojos cuando ambas manos tomaron su cara. Casi susurró: «No tienes nada que temer» y la besó en los labios. Una corriente

cálida saturaba la sala. «Berenice...», dijo como quien va a comenzar otra larga explicación, pero la muchacha volvió a besarla, la tomó por la cintura y la recostó en el sofá. Ángeles no sólo la dejó, sino que buscó nuevamente su boca. «Dios mío, qué me está pasando», pero ya la mano de Berenice se había metido debajo de la blusa y acariciaba sus pechos como quien exprime una naranja tierna. «Berenice...», volvió a decir casi sin aliento y trató de apartarla, pero el placer subía a borbotones desde sus senos hacia algún lugar de su cabeza y la llenaba de un cosquilleo que creía olvidado. Besándola, Berenice desabotonó el pantalón. «Tengo que detenerla», se dijo cuándo la traviesa mano descubría la humedad y jugueteaba suavemente. «Berenice», pero ya la curva del placer había llegado a ese punto en el que no hay regreso y, vencida, cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre el brazo del sofá. Los dedos de Berenice presionaban, se deslizaban. «No...», dijo con un hilo de voz pero no pudo terminar la frase: los movimientos se hicieron diestros, regulares, intensos. La boca de Ángeles pasaba de un esbozo de sonrisa a un gesto de sorpresa, a un gemido quedo, a un rictus de dolor, a otra sonrisa breve, a un mohín de tensión, a una toma de aire en medio de la asfixia y finalmente al grito. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos cuando se incorporó y la abrazó como un ahogado al último testigo. «Ya, ya...», le susurró al oído en medio de espasmos. — ¡Qué has hecho, niña...! - le dijo segundos más tarde mientras se dejaba caer nuevamente sobre el brazo del sofá. Sintió sobre el suyo el cuerpo de Berenice y sonrió. - ¿Vamos a tu cama? - preguntó la muchacha. -Adonde tú quieras - le respondió desde el fondo de su alma.

Despertaron casi al mediodía. Ángeles hizo café y lo llevó a la cama. Le tendió una taza a Berenice, se recargó en la cabecera y aspiró poco a poco el aroma y la tibieza del líquido, con la vista perdida en un lugar indefinido de la pared de enfrente. — ¿Qué es esto, Berenice? - preguntó sin mirarla. — ¿Qué cosa? - la muchacha alzó la cabeza y la observó- ¿A qué te refieres? — ¿Es bueno lo que hemos hecho? Berenice se incorporó lentamente y se sentó con las piernas cruzadas, a un lado de ella. — ¿Te parece malo? Los ojos de Ángeles se posaron sobre su rostro. La luz del mediodía entraba por el amplio ventanal e iluminaba los ojos negrísimos de la muchacha. El pelo lacio brillaba con fiereza. — No sé, la verdad no sé, estoy muy confundida... ¿Ahora qué va a pasar? — ¿Tú qué quieres que pase?

Berenice tenía flexionadas ambas piernas, sostenidas en una especie de abrazo. Por más que trataba de no mirarla, el semblante tranquilo de la muchacha la atraía como un imán. «Si al menos no fuera tan guapa...» se dijo y, al instante, trató de alejar de su mente el pensamiento. — No sé, Berenice, tengo miedo. Ángeles se aferraba a la taza con ambas manos como si se sostuviera de ella. El café se había terminado, sólo una gota gruesa bailoteaba en el fondo. — ¿Miedo de qué? — Tampoco sé, no es algo claro, son muchas sensaciones... Lo que hicimos, lo que sentí, las consecuencias que pueda tener... ¿Tú no tienes miedo? La miró con tal profundidad que Berenice tuvo que bajar la vista. El cabello le cubría parte de la cara. El silencio se alargó por unos segundos que parecieron huecos en el universo. — ¿Para qué piensas en eso ahora? - dijo al fin- ¿No te gustó? — Me gustó. Eres muy tierna... Las manos de Ángeles se aflojaron sobre la taza. — Pero... - la instó Berenice. — Pero tengo miedo. Dejó la taza sobre la mesa de noche y ambas manos cubrieron su rostro. Berenice las desprendió de la cara y las besó. Cuando alzó la mirada, un esbozo de sonrisa se dibujaba muy tenue en la boca de Ángeles. — Es normal, esto es nuevo para ti. Mejor no pienses, no trates de explicarte nada ahora, no es el mejor momento. Ven, déjame abrazarte... — No. El ademán quedó detenido un instante. Había un dolor tan profundo en el rechazo de Ángeles... — No tengas miedo - insistió Berenice-, Ven... El abrazo, tierno al principio, se convirtió en otro enredo de cuerpos. Con las piernas entrelazadas y los vientres juntos, Berenice le dijo: — Ángeles, eres una sorpresa inesperada. — Y tú eres el diablo - afirmó la mujer muy seria, y la volvió a besar.

El regreso del placer se convirtió en una vorágine, en un huracán. La noche del domingo, metida entre las sábanas que no quiso cambiar para sentirse acompañada al

menos por sus olores, Ángeles repasó cada una de las escenas del día anterior como si estuviera viendo una película. Deseó a Berenice con una furia tal, que acarició su cuerpo buscando en cada miembro una huella de la muchacha, un latido rezagado, un resto de su saliva, de sus fluidos, de su sudor. «No es posible que me pase esto», se decía, «es una mujer, Dios mío, una mujer...» Las dudas la atenazaban en una sucesión inmisericorde. « ¿Qué hago: continuar o detenerlo? ¿Hacerme la tonta o la zorra? Dios mío, ¿por qué es esto lo que me ha dado el mayor placer de mi vida?...» No podía desprenderse del collage de imágenes de Berenice sobre su cuerpo, debajo de su cuerpo, frotando, lamiendo, mordiendo, besando. Y de ella misma sobre el cuerpo de Berenice o bajo él, buscando y encontrando razones que nunca se había cuestionado y que ahora aparecían tan claras como la luz del día. «Tal vez es que no sentía placer desde hace tantos años... tal vez ese placer acumulado estalló. ¿Pero y mi integridad?, ¿y mis costumbres?, ¿y la decencia?... Esta criatura me ha llenado de sensaciones adictivas. Eso: una adicción. Menos de veinticuatro horas y soy su adicta. Ay, Dios mío, qué voy a hacer...» Por más que el televisor cambiaba de canales, nada atrapaba su atención. Su mente estaba muy lejos de esas imágenes. Oyó los pasos de la hija en el pasillo. La puerta del baño se abrió y volvió a cerrarse. Sintió un vuelco en el estómago. « ¡Raquel!... ¿Cómo voy a explicarle algo así? ¿Cómo lo tomaría?...» Una especie de tremor dentro del pecho la mantuvo pegada a la cama con la vista fija en el techo. Aterrorizada. Cuando reaccionó eran las once y veinte. Con un movimiento auto-mático levantó la pestaña de la alarma del despertador. «Mañana será otro día», dijo para sí, tratando de que esa frase pusiera fin al remolino de sus deseos y sus dudas. Apagó la lámpara pero el televisor encendido siguió echando su fría luz sobre las cobijas. Accionó el control remoto. La oscuridad ganó cuerpo, sólo herida levemente por el resplandor que dejaba pasar la gruesa cortina por algunos resquicios. En medio de las sombras, Ángeles volvió a pensar en Berenice, volvió a la fiesta con sus compañeras y a la fiesta posterior. Dando vueltas y vueltas en la cama, el sueño acabó por vencerla.

III EI timbre del despertador la sobresaltó. Encendió la lámpara y se paró lentamente. Fue a la cocina, puso el café y se metió a bañar. Quince minutos después estaba sentada en una de las banquetas altas del desayunador, enfundada en su bata de felpa, tomando lentamente el café negro. «Hace frío», se dijo. Apretó la bata alrededor del cuerpo y tomó la taza con ambas manos para que el calor que transpiraba las calentara un poco. Las gruesas cortinas estaban cerradas y daban a la sala un toque íntimo. « ¿Qué habrán pensado las muchachas?... Ojalá piensen que fue el alcohol... ¡Y sí que lo fue!». Poco a poco, con deleite, fue sorbiendo todo el contenido de la taza. Cuando terminó, abrió la puerta del cuarto de Raquel y encendió la luz. — Ya párate, Raquel. Es lunes, no puedo llevarte. Raquel se revolvió entre las cobijas y terminó acurrucándose del otro lado. — ¡Raquel! La hija sacó los brazos y se estrujó los ojos. Ángeles fue a su cuarto y, al regresar, ya lista, la encontró nuevamente dormida. — Raquel, van a ser las seis y media - dijo desde el pasillo y sintió movimiento y sonidos de disgusto. — Para qué habrá que ir a la maldita escuela... ¡tan temprano! - refunfuñaba al salir del cuarto. — Anda, métete a bañar. — Y luego, bañarse... ¡con este frío! — Me voy - le gritó desde el pasillo-, luego nos vemos. Ya no entendió lo que dijo Raquel con el cepillo de diente dentro de la boca y la pasta queriéndosele escapar por las comisuras. El trayecto hacia la escuela fue rápido, como solía serlo a esa hora. Estaba muy nerviosa, no quería encontrarse a Berenice y al mismo tiempo se moría por verla. Firmó el libro de entrada en el escritorio de la secretaria y, sin asomarse a la sala, se fue a clase. Por suerte, los lunes eran pesadísimos: tres turnos seguidos, casi sin tiempo entre uno y otro. Sólo al mediodía regresó a la sala de maestros, que estaba desierta. — ¿Algún recado? - le preguntó de pasada a la secretaria. — Nada, maestra. Se sirvió café, se sentó en el lugar de costumbre y sacó sus papeles de la bolsa. La sala era una estancia mediana con una mesa de juntas, ovalada, en medio. Alrededor, se acomodaba una veintena de sillas. Una de las paredes laterales estaba atestada de tomos

mal acomodados en un librero que la cubría casi completamente; en la pared de enfrente se alineaba una serie de gabinetes altos y debajo, en una mesa de servicio, la cafetera, las tazas y, amontonados, los demás insumos utilizados para esos menesteres, incluso un par de cajas de galletas mal cerradas. La pared del fondo era el ventanal que dejaba ver la zona arbolada y las áreas verdes donde los estudiantes permanecían más tiempo que en las aulas. Pasó una media hora en la que apenas pudo concentrarse; no hacía más que aguzar el oído y mirar al hueco de entrada. Y pensar y recordar y secarse en las manos un sudor constante. — ¿Nadie piensa venir hoy? - dijo en voz alta. — Parece que no, maestra - le respondió la secretaria al otro lado de la pared improvisada. Pero un rato después oyó sus voces. Berenice y Teresita saludaban, alborotaban con sus chistes. El corazón se le aceleró, sentía el latido en la garganta y un sobresalto en el estómago. Se preguntaba qué pasaría cuando asomaran por el espacio sin puerta que daba acceso al salón. — ¡Ángeles! - dijo Teresita con entusiasmo- ¡qué tiradero te dejamos! Y se acercó a besarla. No lo sabes... - bromeó Ángeles al tiempo que veía asomarse a Berenice con una sonrisa hermosa que hacía más pequeños sus ojos oscuros. ¿Cómo estás, Ángeles? -preguntó, muy formal, mientras se acercaba a su mejilla. Sintió su perfume suave, envolvente. Los labios de Berenice se detenían en su cara un par de segundos más del tiempo normal y mentalmente dio gracias a Dios. — Bien - respondió-, ¿Y tú? ¿Cómo pasaste el domingo? Tragó en seco: no se podía explicar cómo le había preguntado eso. Y delante de la otra. Berenice sonrió con picardía: — Con los mismísimos ángeles. Y rieron las dos, acompañadas de Teresita que no entendía ni la mitad. Al menos eso pensaban. — Las dejo, chicas - dijo Teresita, después de tomar un par de tomos gruesos del librero-. No me quisiera ir, pero ya saben: el deber me llama. Desapareció moviendo la mano tras la pared improvisada, como en un acto de magia. Entonces, Berenice preguntó: — Y tú, ¿cómo pasaste el domingo? — Creo que fue el mejor domingo de mi vida -dijo sonrojándose y bajando la mirada.

— Ah, sí, ¿y eso?... — Alguien me enseñó que vale la pena vivir. Alguien se metió dentro de mi cuerpo y de mi mente y no me la he podido sacar desde entonces. Berenice se había ido acercando hasta quedar de pie a su lado e inclinó la cabeza; Ángeles abrió la boca y atrapó la de Berenice en un beso larguísimo. Sus manos tocaban la cara de la muchacha como si la reconocieran después de una larga ausencia. — Te extrañé mucho - le dijo cuándo se separaron-. Nunca he extrañado tanto a nadie. Berenice sonrió complacida y colocó una silla al lado. — ¿Ya comiste? - le preguntó acariciándole las manos. — Ni hambre tengo. Ángeles no podía despegar sus ojos de los de Berenice, como si hubiera en ellos un laberíntico imán. — Vamos a comer. Acompáñame. — ¿Con tus amigas? - había un dejo que Berenice captó al instante. — No - le dijo poniéndose de pie-. Sólo tú y yo. Te voy a llevar a un lugarcito que conozco - y le extendió la mano. Ángeles colgó su bolsa al hombro y se tomó de ella.

La noche volvió a ser un suplicio y un gozo. Saboreaba mil veces el beso y la volvía a ver sentada frente a ella en el restaurante. La luz tenue, el vino delicioso y la sonrisa de Berenice alargándole esa boca hermosa que en ese mismo instante quería morder. Berenice extendiendo las manos por encima de la mesa para tocar las suyas. Berenice rozando sus rodillas por debajo del mantel, haciéndole crecer ese escozor insoportable que bajaba desde el vientre y que persistía como un látigo de fuego hasta esa hora de la noche. Miró el reloj: pasadas las nueve y media. Se levantó y salió al pasillo. Por debajo de la puerta de Raquel se colaba el resplandor grisáceo del televisor encendido. Fue hasta la sala y tomó el teléfono. — Male, ¿te podrás quedar con Raquel el fin de semana? Tengo que terminar un trabajo urgente y necesito tranquilidad. Malena era la hija de una prima segunda de su madre. Eran muy unidas desde los tiempos finales de la infancia y Ángeles solía preguntarse qué habría sido de ella si no hubiera contado siempre con su apoyo incondicional, con su presencia oportuna y su sentido práctico de la vida.

Su prima se había casado también muy joven, con un muchacho de familia acomodada y una ascendente carrera empresarial. A pesar de ser especialmente dotada para los números, dejó los estudios de contabilidad cuando se embarazó y nunca volvió a retomarlos. Decidió dedicar su vida a la atención de la casa y a la crianza de sus cuatro hijos y no se arrepentía. Como casi siempre, Malena aceptó la petición de Ángeles sin reparo ni sospecha: era común que Raquel pasara tiempo en la casa de sus primos o en el elegante club campestre al que pertenecían. Cuando regresó a la recámara, la sonrisa de Ángeles se desbordaba por las comisuras. Al otro lado de la ciudad, Berenice y Daniela se habían alejado del grupo de amigas y hablaban en tono muy bajo. — ¿Qué pasó con Ángeles? — Todo. — ¿Todo? — Todo - repitió Berenice con un esbozo de sonrisa. — Estás loca, Bere, no maduras. Daniela lanzó una carcajada y chocó el vaso con el de su amiga. Las dos bebieron el líquido de un solo trago e hicieron una mueca que pareció idéntica.

Eran las tres de la tarde y Berenice la esperaba en la sala de maestros para comer juntas, como habían quedado en la mañana, cuando se encontraron brevemente en el pasillo de aulas, rodeadas de alumnos y de otros maestros. — ¿Echas un ojo? Ahorita regreso -le pidió la secretaria asomando la cabeza por el hueco de entrada. A Berenice se le iluminó el rostro cuando, un rato después, la oyó entrar. Ángeles se le pegó al cuerpo en un abrazo desesperado y la acorraló contra la mesa de juntas. — He puesto el seguro... No puedo estar un segundo más sin besarte, me estoy volviendo loca. Berenice la tomó por la cintura, la tendió sobre la mesa y se apretó contra ella. Le abrió la blusa y su boca buscó el pecho de Ángeles. Un cosquilleo le subió a la mujer desde el pezón hasta el cerebro y de allí bajó abruptamente al sexo. «Bésame, Berenice», le rogó, y la muchacha obedeció sin interrumpir el juego de la mano sobre el pecho. «Me vuelves loca», susurraba Ángeles cuando las bocas se separaban. «Y tú a mí», decía Berenice cuando oyeron sonar el picaporte de la puerta. De un salto bajaron de la mesa, mirándose con los ojos abiertísimos.

— Arréglate, yo abro - dijo Berenice y se alejó alisándose el pelo-. No sé quién haya puesto el seguro... - la oyó decir- Ah, claro que sí, cuál es tu nombre... Una alumna buscando a Teresita - explicó al regresar y se echaron a reír, todavía asustadas-. Dejé la puerta abierta. — Dame otro beso - pidió Ángeles, la atrajo por la camisa y libó en su boca. Se separó a regañadientes, alejada por la muchacha. — Ángeles, estás loca... nos van a ver. — Estoy loca, claro que estoy loca... He perdido totalmente la razón. Y se dejó caer sobre la silla. Berenice, entre orgullosa y desconcertada, se sentó a su lado. «Ya llegué, chicuelas», avisó la secretaria. Un maestro entró acompañado de varios alumnos y empezaron a revisar exámenes del otro lado de la mesa. — ¿Comemos? - preguntó Berenice en voz baja. — No quiero encontrarme con tus amigas - respondió Ángeles con gesto de disgusto. Con qué cara voy a verlas después de lo del sábado. .. Nos vieron bailando... Y saben que te quedaste... — Con ellas no hay problema, son amigas - explicó la muchacha, atenta a lo que sucedía al otro lado de la mesa, desde donde algunos alumnos lanzaban miradas de exploración-. Vamos a la cafetería. Aquí hay demasiados moros - y señaló con los ojos. Ángeles se colgó la bolsa al hombro y caminó a su lado. — Son amigas tuyas - dijo ya en el pasillo y enfatizó la última palabra. Berenice saludaba a los conocidos, sonreía a los alumnos y a los compañeros que se iban encontrando a cada paso. — Por eso mismo - dijo sin mirarla- no van a decir nada. — O sea que ya todas tienen muy claro lo que sucedió... Una sonrisa se dibujó en el rostro de la muchacha. — ¿Pero qué crees, Ángeles?, ¿que ando diciéndole a todo el mundo lo que hago? — No sé si lo dices o no, apenas te conozco, pero comprende que mi prestigio está en juego. Imagínate si ellas lo van repitiendo por ahí: Ángeles Cáceres, tan rigurosa y malencarada, saliendo con una mujer... ¡y más joven! — Eso no es una afrenta... Es más bien un galardón -la muchacha sonreía. — ¡No me tomas en serio! ¡No tomas en serio lo que te estoy diciendo! ¿No te importa, verdad? Berenice seguía sonriendo cuando le respondió.

— Ellas no se lo imaginan siquiera, puedes estar tranquila. Además, no te las vas a encontrar; están en clases. Atravesaron la amplia explanada, soleada a esa hora de la tarde. Muchos alumnos se refugiaban en las zonas arboladas; algunos, completa-mente acostados sobre el césped, se besaban largamente. Ya no había demasiada afluencia en la cafetería, así que pudieron deslizar con calma sus bandejas sobre la banda de aluminio, escoger sus platillos, pagar e ir a sentarse a su mesa preferida, un poco alejada, junto al ventanal. Al otro lado estaba Daniela en animadísima charla con un grupo de estudiantes. Las risotadas a coro estremecían el salón. Alzó el brazo para saludarlas y ellas le correspondieron. Casi al final de la comida, vieron desfilar a los alumnos, todavía sonrientes, y acercarse a Daniela. — ¿Qué dicen mis tortolitas? - saludó. Berenice cerró los ojos como si quisiera que la tragara la tierra y cuando los abrió, se topó con los de Ángeles, filosos como dos barras de acero. Mientras, Daniela había repartido besos y bromeaba. Pero la seriedad de Ángeles y la sonrisa forzada de Berenice le advirtieron que algo no andaba bien. — Bueno, no las interrumpo - se despidió-, ya sé que tienen mucho de qué hablar... Se me cuidan, mis chavas. Y se alejó dando tumbos a uno y otro lado con su cuerpo regordete. — ¿Nadie lo sabe, verdad? - preguntó Ángeles. — Sólo Daniela. Es mi mejor amiga - se justificó Berenice-. Y no tienes de qué preocuparte: es una tumba. — Sí, cómo no... Una tumba que grita « ¡qué dicen mis tortolitas!»... — Berenice soltó una risita- ¡Y te ríes! No entiendes nada... Acomodó de mala gana los platos ya usados en la bandeja y se levantó. — No te enojes, mi amor. La frase la paralizó. ¿Desde cuándo no le decían «mi amor»? ¿Desde cuándo nadie le hablaba en ese tono ni la tomaba de la mano? ¿Desde cuándo no tenía ante sí, completamente atentos a ella, unos ojos tan hermosos? Sintió que poco a poco se le ablandaba el cuerpo y volvió a sentarse. — Ella no parece de universidad privada - dijo. Berenice sonrió sorprendida del cambio de rumbo de la conversación. — Ay, Ángeles, a qué vienen esos criterios clasistas... Ángeles también sonrió. Un halo de ternura la rodeaba, sentía como si un ambiente mullido la acogiera.

— No es clasismo - dijo con voz baja. — Ya sabes que a estas alturas de la vida, la lana no la tienen sólo los burgueses y los empresarios... - Ángeles alzó los ojos en señal de poca paciencia y Berenice no pudo reprimir la risa- Es hija de comerciantes. — Y fea con efe de foco fundido... Reían. No quedaba casi nadie y las mozas limpiaban las mesas ya vacías, recogían las bandejas y las apilaban a un extremo de la banda. — Lo que tiene de fea lo tiene de buena amiga... Y de pegue... Siempre es ella la que trae las niñas más guapas. — ¡No te creo! — Jimena... codiciadísima; Karla, que dizque lo de ella no son las mujeres, pero ahí está, todo el tiempo pegada como lapa... La cara de Ángeles mostraba asombro. El asombro de quien descubre de pronto todo un mundo oculto detrás de la gente con quien comparte a diario. Sintió que aquellas confesiones la confundían, mucho más si pensaba que alguien pudiera estar diciendo cosas parecidas sobre ellas. Eso, más que confundirla, la aterraba. En un movimiento común, se llevaron a la boca las tazas de café. — Asqueroso - dijo Ángeles- ¿Y Teresita? - preguntó a quemarropa. — Realmente no pertenece a ese grupo; es hija de gente muy rica y siempre nos ha menospreciado. Para ella somos las nacas, las becaditas. . . nos tiene hasta un poco de lástima. Es muy amiga de Nidia, que es igualita que ella: una alzada. — Y si son tan ricas, ¿por qué tienen que compartir apartamentos? — Teresita no; tiene uno lujosísimo. Siempre ha sido muy solitaria: siente que nadie merece su amistad. Y Nidia lo comparte conmigo como una obra de caridad... Pero ésa es una historia que te contaré otro día. Berenice vació los restos de las dos bandejas y las apiló con las otras. Salieron a la explanada y caminaron muy despacio, rozándose las manos, por los largos pasillos, desiertos a esa hora, y luego entre los carros del estacionamiento. No se miraron hasta que se inclinó a darle el beso de despedida, muy cerca de la comisura de los labios. Y se quedó inmóvil, como siempre, mientras la veía alejarse y traspasar el amplio portón de la universidad.

IV La mañana del sábado fue eterna. Habían pasado por Raquel antes de Las diez. «Hace mucho frío», le dijo Javier, el marido de Malena, «nos vamos al club y regresamos mañana en la tarde». Se preparó un café y se sentó a tomarlo en el sofá. «Mejor un té», pensó mirando la taza, «esto me va a poner más loca». No podía concentrarse, ni siquiera atinaba a encontrar el té en la alacena desordenada. «Esto no va a poder ser», le había dicho a Berenice, «no puedo soportar la idea de que todos lo sepan y me juzguen, que Raquel se entere... Cómo se le puede explicar algo así a una hija...» «Como quieras, Ángeles. Lo que no podemos es estar jugando a que un día me besas y al día siguiente dices que no puede ser». Mientras esperaba que el agua hirviera en el microondas, puso las pechugas a descongelar y metió la botella de vino al refrigerador. «Esto no puede ser», volvió a pensar. Pero por qué, entonces, le ardía en la yema de los dedos la piel de Berenice con sólo pensarla. Por qué en su imaginación eran un fuego sus labios sobre los de ella, la lengua de Berenice jugando con la suya, los dedos de Berenice en su sexo. «No, esto no puede ser». El aviso del horno la sobresaltó. El agua de la taza borboteaba cuando dejó caer la bolsita del té y la hundió con la cuchara. «Pero no hay razón para que se pierda la amistad». La afirmación parecía rotunda, pero Ángeles dudaba. La bolsita había soltado su tintura y el agua parecía veteada de ámbar. Le puso una puntita de azúcar y revolvió. «Qué vas a hacer el sábado», le preguntó para romper un silencio que se había extendido toda la tarde. «No sé», respondió Berenice y no volvió a hablar. Ni siquiera la miraba. « ¿Quieres ir a comer a mi casa?», preguntó con timidez. «Como amigas», agregó cuando Berenice alzó la mirada y la clavó en sus ojos. La muchacha no respondió. Un rato después salió de la sala de maestros y ella se acercó al ventanal para verla bajo el árbol con los alumnos del taller. «Por qué tendría que perder esta amistad», se preguntaba cuando Berenice volvió la cabeza y la miró fijamente en la distancia. Asustada, se alejó de la ventana. Se sentía como una adolescente y eso la molestaba, la hacía parecer débil. Cómo era posible que a una mujer como ella, hecha y derecha, madura y desencantada, pudiera inquietarla aquella niña. Porque eso era: una niña, recién salida del cascarón. Cuando regresó Berenice, ella estaba más tranquila. Al menos eso creía, pero verla recoger sus cosas y cerrar la mochila sin dirigirle la palabra la regresó al desconcierto. «Eso es: una niña que no sabe cómo reaccionar cuando las cosas no salen como ella quiere... Igualita a Raquel». Entonces, cuando ya se colgaba la mochila al hombro y acomodaba la silla, la miró. «A qué hora», le preguntó a bocajarro, « ¿quieres que lleve algo?» Dentro de Ángeles una muralla se acabó de desmoronar y la dejó indefensa. «Contigo me basta», quiso decirle, sintiendo que la alegría le desbordaba el pecho y se salía por sus ojos, pero todavía le quedaba un ápice de sentido común. Esa porción de cordura fue la que le hizo responder: «No tienes que llevar nada. Te espero a las tres».

Sorbió el té con una sonrisa congelada. «Berenice», salió de sus labios como un susurro y la asustó. Para alejar el pensamiento, puso cuatro mangos dentro del fregadero y los lavó. Abrió las latas de leche y echó el contenido en el vaso de la licuadora junto con las tajadas de la fruta. Apretó el botón. «Un mango para otro mango», pensó en medio del estruendo y se avergonzó a sí misma con la frase. « ¿Qué me está pasando, Dios mío?», se preguntó mientras vaciaba el contenido en una fuente de vidrio y lo ponía a enfriar. También el té estaba frío cuando le dio el siguiente sorbo. Con una mueca, vació la taza justo sobre las pechugas. «Tengo la cabeza perdida», se dijo a sí misma mientras las enjuagaba. Ya hervía sobre la estufa el agua de la pasta. Le echó sal, unas hojas de laurel, un chorrito de aceite. Agregó los tallarines y revolvió levemente. «Yo cocinando... Male no me lo creería» y sonrió. «Male no me creería nada de esto» y la sonrisa se esfumó. Pero ya estaba poniendo la sal a las pechugas. Y unas gotas de limón y de sazonador. Y una pizca de pimienta. Y echándolas a sofreír en la mantequilla derretida y burbujeante. «Un quesito y aceitunas», dijo vaciando las olivas en un platón y pinchando algunas con los palillos. Cortó el queso en cuadros y los acomodó alrededor. «Bicolor, qué bonito». Y corrió a darle la vuelta al pollo y a apagar los tallarines, que revolvería después con mantequilla. "Mucha grasa», se dijo, «nos van a salir granos», acomodó las pechugas en un platón y las cubrió con las rebanadas de queso. «Esto al horno; que gratine». Sacó de la vitrina la vajilla de talavera, las servilletas de tela, y puso la mesa como en las grandes ocasiones. Como hacía tiempo. Revisó de nuevo cada detalle, en la mesa y en la cocina, y cuando estuvo complacida, se metió a bañar. Sintió el agua tibia como una caricia. Se lavó el cabello y el cuerpo con un cuidado que normalmente no ponía o del que no era consciente. Frente al espejo, se puso crema en el cuerpo y la cara. «Ésta, que huele más bonito...» y se sonreía a sí misma. Se lavó los dientes con esmero e hizo buchadas con el enjuague que permanecía meses sin que nadie lo tocara. Horas estuvo delante del clóset abierto. Repasaba una y otra vez las piezas colgadas y las dobladas en los entrepaños. «Para qué pienso tanto, si me la va a quitar». Lo que intentó ser una sonrisa se convirtió en una mueca. Un apretón en el pecho la hizo mirar hacia el reloj de la mesita. Cuarto para las tres: Berenice estaba por llegar. El apretón se convirtió en taquicardia. «Ángeles, por favor», le dijo sin abrir la boca a la imagen del espejo, «algo cómodo, hija». Volvió a repasar la ropa, tomó un suéter y lo desdobló. «Tampoco que parezcas tamal mal amarrado...»Y se puso el que pasó la prueba. «Un pantalón de mezclilla...» Buscó. «El del resorte en la cintura...». Lo descolgó y se lo puso. «Y unos huaraches...» Metió el pie en el zapato y sonó el timbre. «Ay, Dios mío, y yo sin peinarme...» Corrió al interfono. — ¿Quién? — Berenice. Apretó el botón y corrió de nuevo a la recámara. Se sentó frente al tocador y se acomodó el cabello lo mejor que pudo. « ¿Ya ves, tonta?, tanto tardarte y ahora no tienes tiempo ni de peinarte bien», le dijo a la del espejo y corrió de nuevo en el momento justo

en que sonaba el timbre de la puerta. Se echó una mirada rápida en el espejo de la sala, se acomodó la ropa y tomó aire. Abrió. Allí estaba, con su sonrisa hermosa y sus ojos tan negros. Ángeles sintió que el nudo del pecho empezó a soltársele y a caer como una catarata en el estómago. — Pasa, por favor. La puerta se cerró y la boca de Berenice buscó la de ella. Besándola, bajó la mochila del hombro y la dejó en el piso. Metió las manos bajo el suéter y sintió la piel ardiente de su cintura. Las dejó subir por los costados. Un fuego le recorrió el abdomen cuando sus manos acabaron el recorrido sobre los pechos sueltos de Ángeles, que se separó como accionada por un resorte. Berenice sonrió, la tomó de la mano y, como si fuera su propia casa, la guió hacia el cuarto del fondo. La toalla húmeda estaba sobre la cama y sobre ella cayeron. Berenice le quitó el suéter. «Tanto tiempo escogiéndolo...», pensó Ángeles e, instintivamente, metió las manos bajo la camiseta de la muchacha y se la sacó del cuerpo. «También esto», dijo desabrochando el brasier de Berenice. Una oleada de susto le creció en el pecho cuando se dio cuenta conscientemente de que estaban desnudándose. «Otra vez no, Dios mío...» pero los torsos se juntaron, las pieles intercambiaron su calor y se fundieron. Por un rato permanecieron besándose. Las lenguas pasaban de una boca a otra como si desentrañaran una esencia común. Libarla una de la otra era el inicio de la comunión de los cuerpos que empezaban a inflamarse. La muchacha besó el cuello y los hombros de Ángeles, que metía sus dedos entre su pelo lacio y cerraba los ojos, transportada. «Me gustan», dijo Berenice mientras acariciaba sus pechos. Los besó. Ángeles curveaba la espalda y gemía. Berenice ensanchó los resortes del pantalón y la pantaleta de Ángeles y los bajó hasta los muslos en un solo movimiento. Ángeles desabotonó el suyo e intentó lo mismo, pero era más estrecho V se resistió. Sonriendo, la muchacha se levantó de la cama, se sacó los zapatos deportivos y se desnudó. Los cuerpos se unieron, uno encima del otro, como si la esencia de la boca hubiera cubierto la piel y los poros tuvieran que absorberla, intercambiarla. Cuando los sexos se pegaron, un corrientazo las recomo y se besaron con más pasión. Los movimientos de Berenice encima de Ángeles se hicieron más intensos. La mujer le acariciaba la espalda, habría más las piernas y apretaba las nalgas de Berenice para pegarla a su cuerpo. Le mordió el hombro al tiempo que un vendaval salía de la boca de Berenice en forma de grito y se pegaba más a Ángeles y apretaba su sexo al de ella, hasta que las fuerzas la abandonaron y cayó desmadejada sobre su cuerpo con una sonrisa entre los labios. Lentamente se deslizó a su lado y la volvió a besar. Como en cámara lenta, se separó de la boca para bajar al sexo. Un dedo se deslizó en medio de la humedad y jugó a entrar y salir mientras la boca succionaba. «Es rico, mi amor, es riquísimo», gemía Ángeles. «Es riquísimo, Dios mío...» y el fuego fue creciendo y se convirtió en flama que Ángeles sintió llegar como estampida y estallar. «Ya, ya», gritó apretando la cabeza de Berenice

con las piernas. «No me dejes de tocar» y le puso la mano sobre su sexo. Y sonrió y después rió a carcajadas, levantando con las dos manos la cabeza de la muchacha hasta su boca, besándola y dejándola luego descansar sobre su pecho. Acariciaba su cabello y sonreía mirando al techo. Berenice dejaba correr sus manos sobre los flancos y las caderas de Ángeles. Estuvieron así un rato largo. — Vamos a meternos bajo las cobijas - advirtió Ángeles-, que nos va a dar una pulmonía. Rieron y se acomodaron bajo las mantas, los cuerpos muy pegados. — ¿Tienes hambre? - Berenice negó con la cabeza- Hay un vinito... La muchacha volvió a negar y la besó en la mejilla. — Es que tengo que decirte algo y no sé cómo empezar - le dijo. Ángeles elevó la mitad del cuerpo y la apoyó en el respaldar de la cama, subiendo las cobijas para cubrirse el pecho-. Algo que no te he dicho y tarde o temprano te vas a enterar -continuó. El rostro de Ángeles era una mezcla de incertidumbre y miedo-. Es sobre Nidia... — Todavía hubo un silencio largo. Berenice salió de las cobijas y se sentó frente a ella con el pecho desnudo.- Nidia fue mi pareja por muchos años. — ¿Y pensabas en Nidia mientras hacíamos el amor? — No, no es eso; es que no quería que te fueras a enterar por otra persona y pensaras lo que no es. Creí que lo mejor era decírtelo. Ángeles se quedó callada, pensativa. Un halo de tristeza salía de sus ojos, que se perdían de nuevo en ese punto indefinido de la pared. — Ahora comprendo por qué dijiste que ésa era otra historia... Ahora comprendo por qué Teresita insistió tanto aquella noche... — Teresita se ha dado cuenta de lo nuestro. — ¿Y qué le importa a Teresita lo que pase entre tú y yo? — Es una metiche, ya te lo he dicho, una chismosa... Y tal vez, como amiga, tenía esperanzas de que Nidia y yo nos arregláramos. — Pero terminaron, ¿no? — Terminamos. Si no, cómo estaría aquí contigo... Berenice puso la cabeza sobre su vientre, justo encima de la cicatriz de la cesárea y palpó con sus dedos el costurón. — No me hagas eso que siento feo. Anda, ve por el vino. Ponte algo, que hace mucho frío. La vio echarse encima su bata de felpa, que ocultó el cuerpo duro y joven, casi perfecto. Desde la cocina le llegó el ruido de la búsqueda.

— ¿Cuál es el cajón de los cubiertos? - preguntó Berenice. — A un lado de la estufa, en el gabinete de la derecha. «Ya sabía yo que esto no podía ser». Oyó descorcharse la botella y el tintineo de las copas. «Dios mío, no me la vayas a quitar por la chingadera de la tal Nidia», pidió mirando al techo, casi al mismo tiempo que la veía entrar. La bata abierta dejaba ver la piel morena y tersa, los senos puntiagudos, la mata oscura debajo del vientre. Sirvió las copas. — Por este amor hermoso -brindó entregándole una a Ángeles. — Porque siempre estés a mi lado. Las copas chocaron levemente y, después del primer sorbo, las bocas se unieron nuevamente. Ya atardecía y ellas, arropadas bajo las cobijas, veían extenderse las primeras sombras a través del ventanal. El plato de aceitunas estaba vacío en la mesa de noche. Al vino le quedaba un tercio. Berenice tenía la cabeza sobre el hombro de Ángeles y ésta la rodeaba con el brazo. — Me gusta esta hora. Tiene como una magia. Ni claro ni oscuro, el justo medio. Como una melancolía... Cuando Raquel estaba chiquita, nos sentábamos juntas a despedir el día... No hablábamos, sólo veíamos cómo se iba la luz. No podía entender cómo una niña tan hiperactiva podía quedarse tan tranquila, tan quietecita... — ¿Por qué no tuviste más hijos? Ángeles fingió espanto: — ¿Raquel te parece poco? - sonrieron; hubo un silencio antes de que continuara-. El de Raquel no fue mi primer embarazo y su nacimiento fue tan complicado que me dio miedo volver a pasar por todo aquello, Fue de alto riesgo, casi todo el tiempo estuve en reposo absoluto y me dio un paro cardiaco en el quirófano. No me enteré, por supuesto, pero Sergio estaba lívido cuando desperté. Me asusté de ver su cara, pensé que algo le había pasado a la bebé - hubo otro silencio-. Dios da señales y uno insiste en desoírlas... O no entiende lo que quieren decir. — ¿A qué te refieres? — A que a veces uno insiste en seguir el camino que no le corresponde... ¿Tú crees en Dios? — Mi mamá es muy creyente, ya sabes cómo es la devoción en los pueblos, pero la verdad yo siempre me lo he imaginado como un insano viejito maniático, misántropo y presumido al que no le importa nada. — ¡Dios mío! - Ángeles se llevó ambas manos a la cabeza-, ¡cuánto adjetivo oprobioso para el Altísimo!

— Si el hombre está hecho a su imagen y semejanza... ¡buena pieza debe ser el Altísimo! Ángeles echó una carcajada. — Esta juventud desvalorizada e irrespetuosa... - decía, todavía son-riente, y pasaba su mano sobre el cabello oscuro y brillante de Berenice- ¿Y son muchos de familia? — Siete; yo soy la del medio. Por eso salí tan rebelde y tan desapegada. Ni de los más grandes ni de los más chicos. — ¿Y vas al pueblo? — Casi nunca, no tengo nada que hacer allí. A las dos horas ya estoy muerta de aburrimiento, con ganas de regresar a la ciudad. Además, allá no me comprenden, no aprueban mi vida, ya sabes... Cuestionada por todos, criticada por todos, me acosan, me agobian... La verdad no quiero estar cerca de ellos. Le hablo a mi mamá, le mando dinero, pero allá no quiero volver. — Yo fui hija única, como Raquel. Cuando murió mi mamá, hace poco más de dos años, el familiar más cercano que me quedó fue mi prima Malena. — Es una suerte ser pocos de familia. Se había hecho de noche. Ángeles estiró el brazo y encendió la lamparita. — Nunca lo había pensado así - dijo y acercó su rostro al de la muchacha-, pero tal vez tienes razón... — Ángeles - la muchacha se incorporó a medias sobre la cama; había picardía en sus ojos-, ¿tú me invitaste a comer, con eme... o me equivoqué de letra? Ángeles rió con gusto. — Te mueres de hambre -Berenice asintió-. Ponte la bata, te queda muy bien - ahora la picardía estaba en los ojos de Ángeles, que se puso el suéter y salió al pasillo-. Mira la hermosura de mesa que preparé para ti - Berenice sonreía- Siéntate, vas a ver lo que es comer con eme... Comieron despacio, en silencio, como quien disfruta otro gran placer. — Todo está muy bueno - dijo Berenice cuando la cuchara limpiaba los restos del mousse de mango en el platillo. — ¿Quieres más? -preguntó Ángeles, pero la muchacha negó con un gesto de la manoLo hice especialmente para ti - «Un mango para otro mango», recordó y sintió que se sonrojaba-. ¿Cafecito? La muchacha asintió y ella preparó la cafetera. «Lo tomamos en la sala», le dijo mientras sacaba las tazas de porcelana y las enjuagaba del polvo acumulado en años de desuso. Estaba sentada sobre las piernas cruzadas cuando Ángeles puso la bandeja sobre la mesa de centro.

— Quedé con unas amigas esta noche - Ángeles sintió que se paralizaba-. ¿Quieres venir con nosotras? Cayó sobre el sofá como un costal de arena. Con trabajo extendió los brazos para alcanzar la taza. Sintió que el primer trago amargo le abría un canal en medio del pecho por el que dejó escapar dos raquíticas palabras, las únicas que pudo articular. — Ve tú. El silencio se extendió sobre ellas como un manto. Molesto, asfixiante. Ninguna se atrevía a mirar a la otra. Jugueteaban con sus respectivas tazas y el tintinear contra los platillos les hería los oídos como estruendo. De pronto, Ángeles sintió la mano de Berenice, cálida, posarse sobre su hombro. Lentamente levantó la vista. — No quiero ir a ningún lado donde no estés. El alivio, sin embargo, no llegó de inmediato. Sentía que el cuerpo le pesaba toneladas, que las piernas no le respondían, que ni siquiera podía girar la cabeza para agradecer la decisión. — Sólo déjame hacer una llamada - dijo la muchacha y esperó el permiso como lo haría una niña. Como lo haría una extraña. Ángeles asintió y señaló el aparato. Se levantó del sofá y retiró el ser-vicio de café. Desde la cocina, mientras dejaba correr el agua sobre los platos antes de apilarlos en el fregadero, la oyó hablar en voz baja. « ¿A quién llamará?», se preguntó, « ¿A Daniela? ¿A Teresita? ¿A la tal Nidia?»... Berenice colgó, pero ella no se movió de la cocina. Quería que el agua corriera por su propio cuerpo. La escuchaba caer e imaginaba una cascada en la que sumergirse. La muchacha se pegó a su espalda y la abrazó. Un torrente por el que dejarse arrastrar. La besó en la nuca. — ¿Quieres ver una película? - reaccionó. — Quiero hacerte el amor. Las doce y veinticinco en el reloj de la mesita. Berenice tenía la cabeza hundida en las almohadas y el control remoto sobre el pecho. En la pantalla, una hamaca daba vueltas, delirante, y de ella salía un Homero con los ojos desorbitados. — No sé qué le ven a esos muñecos tan feos - dijo Ángeles, presa todavía en la bruma del sueño. — ¿Qué dices?, ¿estás despierta? — Los Simpson... qué les ven a los Simpson... Berenice sonrió condescendiente. — Son un espejo de la sociedad moderna, una crítica al modo de vida gringo, a su ideología...

— No me vengas con rollitos académicos a esta hora: Homero es un borracho irresponsable, Marge es una pobre ama de casa que perdió todas sus ilusiones cuando se casó con él, Bart es un predelincuente y la niña... cómo se llama la niña... — Liza. — Liza, que es la única que vale la pena, sólo recibe burlas y decepciones. Berenice seguía sonriendo. Ella flotaba en una marea informe, a punto de caer de nuevo hacia el abismo. — Sabes mucho del tema... - le dijo en tono de burla. — Son los favoritos de Raquel. Me he pasado la vida viéndolos. — También son mis favoritos. — No puedo creerlo. Tantos programas interesantes e instructivos, sobre las pirámides de Egipto, las nuevas maravillas, Jesucristo, las guerras mundiales, los cambios geológicos... y ustedes viendo esos muñecos tan espantosos... — Me encantas, Ángeles - y le besó la frente-, hablas como una anciana. « ¿Hablo como una anciana?», se preguntó a sí misma y cerró los ojos.

V — Profesora Ángeles, tiene una llamada - avisó la secretaria levantando la voz desde el recibidor. Ella echó una carrerita y, al tomar en la mano el auricular, le hizo un gesto preguntando quién. — Mujer - respondió la muchacha en voz baja. — ¿Sí? - contestó. — ¿Ángeles Cáceres? - preguntó la voz al otro lado. — Servidora. — Le habla Nidia Martínez Peña, la amiga de Berenice. — Ah, permíteme, te comunico con ella. — No, espere, quiero hablar con usted. El tono era seco, autoritario. Ángeles empezó a sobresaltarse. Delante de ella tenía el rostro curioso de la secretaria, que no disimulaba su interés en la conversación. Ángeles le dio la espalda. — Sí, claro... — Le ruego que deje tranquila a Berenice, que no se atraviese más en nuestra relación. — ¿Perdón? - Ángeles sintió que una oleada de rubor le ardía el rostro. — Déjela en paz, no nos siga molestando. — Pero ustedes ya terminaron... Sentía que un sudor frío mojaba el auricular. Dio media vuelta y se encontró el rostro aún más interesado de la muchacha. — Ah, ella le dijo eso... - afirmó la voz del otro lado, como quien reflexiona. — ¿No han terminado? — Sí, cómo no: acabamos de terminar en este momento. Usted, que la ve con más frecuencia, ¿podría decirle que no se moleste en regresar? Que no quiero volverla a ver. Que venga por sus cosas cuando yo no esté. Y colgó. Ella también colgó. La secretaria la miraba fijamente e iniciaba el gesto interrogador. Una sensación de terror la invadió. Sin decir nada entró al salón de maestros. — ¿Pasó algo? - la preguntó Berenice al ver su rostro completamente descompuesto. — Sí, pero no puedo decirte aquí.

Los maestros que las acompañaban levantaron la vista, interrumpiendo momentáneamente sus labores. Ángeles trató de recobrar la compostura y les sonrió. — ¿Pasó algo en tu casa... con Raquel? - insistió. Ella negó con la cabeza y fingió concentrarse nuevamente en los papeles que tenía en la mesa. La punta roja del bolígrafo se apoyaba en la hoja blanca y empezaba a formar un pequeñísimo charco cada vez más extenso. — ¿Pasó algo, Ángeles? - ahora era Mario Valencia el que preguntaba. — Nada - Ángeles intentó una sonrisa-. Asuntos personales, nada de importancia. El hombre asintió. El gesto de los ojos transmitía un mensaje: «Tú sabes que aquí estoy». Y ella lo sabía. — ¿Por qué no salimos un momento? - propuso Berenice. — ¿No entiendes que no puedo decirte ahora? - dijo Ángeles con aspereza. Entendió perfectamente, pero aunque trató de concentrarse en sus actividades, no lo logró. Cada vez que miraba a Ángeles la notaba lejos demasiado pensativa. El bolígrafo seguía apoyado en el mismo sitio y la hoja de papel chupaba la tinta con una celeridad impresionante. — ¿Por qué no me dices? - insistió- Si es algo grave me gustaría ayudarte. Ángeles levantó la vista bruscamente. — Era Nidia. Berenice palideció. Bajó la vista y no se atrevió a mirarla hasta que, poco a poco, se fueron retirando los otros profesores. — ¿Qué dijo? - preguntó cuándo se quedaron solas. — Que te dejara tranquila, que no me metiera entre ustedes y que no te atrevieras a regresar. Berenice se tapó la cara con las manos. Trató de respirar profundamente, pero el aire parecía condensarse como un atole al fuego. — Me engañaste - dijo Ángeles en voz muy baja, como si no le hablara a ella, como si hubiera lanzado la frase al aire sin intención de recibir respuesta. — Es una historia demasiado larga, pero no te he engañado. — Tratas de engañarme nuevamente - protestó Ángeles mirándola fijamente. — Si me permites, te lo puedo explicar. Y te ruego que me lo permitas, te lo ruego con todo mi corazón.

Ángeles no respondió, recordaba que ese mismo verbo había usado Nidia. Recogió sus papeles sin mirarla, los empujó dentro del bolso, sin orden ni acomodo y se levantó de la silla. — Te estoy esperando - le dijo ya en el hueco de la puerta. Salieron de la universidad y caminaron hasta el restaurante en el que acostumbraban comer. Avanzaron hacia la mesa más alejada. La mesera se acercó y pidieron café. Cuando tuvieron las tazas enfrente, Berenice rompió el silencio. — ¿Te acuerdas cuando te dije que si tenías la ilusión de irte a provincia era porque nunca habías vivido allá? -Ángeles asintió-. Te lo dije, sobre todo, por una experiencia personal. Nidia y yo nos conocimos en la universidad, allá. Ella estaba en el penúltimo semestre y por sus altas calificaciones y su inteligencia tenía prácticamente asegurada una plaza como profesora. Nos enamoramos. Éramos muy jóvenes, inexpertas y, por lo mismo, poco cuidadosas. Estábamos orgullosas de nuestro amor, nos parecía genial, andábamos envueltas en una nube y todo el mundo se daba cuenta. En fin, los detalles no vienen al caso. La cuestión es que empezó el chisme, que es criminal y fulminante en provincia. A mi familia no pudieron alertarla porque viven en un pueblo, alejado de la cabecera municipal, pero a la de ella, que es además una influyente familia, reconocidísima y envidiadísima, le fueron de inmediato con el comentario. Sus papás se espantaron e hicieron consejo familiar, con todo y tíos. Como ella estaba emocionada con el romance, se le ocurrió aceptarlo y decir que era feliz. Aquello fue una bomba. Un martirio. La llevaban a la escuela e iban por ella, le prohibían las salidas, hasta a la biblioteca tenía que ir acompañada. Sólo en horarios de clases se quedaba libre y fueron los momentos que aprovechamos para vernos, para escondernos por ahí... Faltábamos a clases, no teníamos otra opción, y allí también empezaron a crecer el chisme y la persecución. Había trampas por todos lados, ojos y orejas detrás de cualquier pared o cualquier árbol... hasta que nos sorprendieron. Una tarde, besándonos. Alguien le avisó a las maestras y allí se aparecieron de pronto, a medio faje. Espantadas, las señoras. Horrorizadas de que una muchacha de familia tan decente se dejara arrastrar por la vulgaridad, la inmoralidad y las malas costumbres. No sólo la amenazaron con decirle a su papá, que es un renombrado político, sino que fueron y se lo dijeron: que habían encontrado a su hija revolcándose en un matorral con otra mujer. Así. Al viejo, que ya lo sabía, lo que le aterró fue que el rumor pudiera trascender y afectarlo en su carrera, por lo que ofreció suculentos favores a cambio del silencio y prometió mandar a la hija descarriada a la capital. Y así fue: a pesar de que se negó y se volvió a negar, la mandaron para acá. Con las influencias del padre, ni siquiera perdió el semestre. La familia estaba muy creída de que ya la había curado, pero Nidia, con esa capacidad de convencimiento y esa facilidad de desfacer entuertos que seguramente heredó de su padre, logró mi traslado también. Aquí conoció a Teresita Regleiro. Cuando llegué, ya eran grandes amigas. Nidia y yo vivíamos en la casita que le pagaba su papá, pero cada vez que llegaba una visita familiar inesperada, yo me iba al departamento de Teresita hasta que las aguas volvían a su nivel. De hecho, en casa de Teresita tenía parte de mi ropa, por si la irrupción ocurría de manera muy intempestiva. Porque lógicamente, cada cierto tiempo su madre,

su papá, alguna tía o algún primo venían a pasar revista, a vigilar que nada se hubiera salido de control. Nidia terminó la carrera y se quedó de profesora en la Interamericana, al tiempo que empezaba su maestría. Cuando yo terminé, fue Teresita quien me avisó de las oposiciones y me recomendó para entrar a esta universidad. Había contado todo con la vista fija en la taza de café, dándole vueltas en la mano. La mesera se acercó y volvió a llenarla. El líquido humeaba, alzando unas ligeras voluntas, una cortina entre las dos. — ¿Y la relación? - indagó Ángeles. Berenice alzó los ojos y volvió a bajarlos al instante. — La relación fue deteriorándose. Cada una andaba por su lado, cada vez con más responsabilidades, cada vez con menos tiempo. Como pasa con todo: si no lo usas, se atrofia. — Pero no terminaron - insistió Ángeles. — Decidimos separarnos y pusimos como fecha el vencimiento del contrato de renta. Empezamos a buscar por separado y lo que encontrábamos era muy caro para mí o no tenía las condiciones que ella siempre ha exigido. Fue por entonces que te conocí Ángeles asintió-. Cuando llegó la fecha, ninguna había encontrado algo conveniente y decidimos prorrogar el contrato un año más. — Pero no terminaron. Berenice tomó aire, llenó sus pulmones y lo dejó salir ruidosamente por la nariz. — No así, no con todas las letras. Nunca dijimos: «hasta aquí», pero en la práctica las cosas terminaron hace mucho tiempo. — Pero tú duermes con ella... en la misma cama... Levantó los ojos y la miró. — Ángeles, para qué revolvemos más esto... — Porque esa muchacha cree que yo me metí entre ustedes. — ¿A estas alturas eso qué más da? — A estas alturas quiero saber qué terreno estoy pisando. Porque no sólo la engañaste a ella, sino también a mí. Los fines de semana que pasamos juntas, he estado creída de que estás enamorada de mí... y ahora me entero que tienes pareja. — Estoy enamorada de ti, Ángeles. Y no tengo más pareja que la que quiero formar contigo. — No me engatuses con palabras bonitas. — Te digo la verdad y tienes que creerme. Quise mucho a Nidia, es cierto. Le debo mucho; también es cierto. Pero esa relación ya no funciona. ¿Qué actué mal? También es

cierto, no les dije lo que estaba pasando, ni a ella ni a ti. Perdóname, pero comprende que no es fácil tomar una decisión de un día para otro... — Sobre todo si te vas a quedar sin casa. — Qué injusta eres, Ángeles. He estado en medio de un tránsito y los tránsitos son difíciles, peligrosos, tiene uno que dejar correr el tiempo para saber qué es lo correcto, para no arrepentirse luego, cuando ya sea demasiado tarde. -— ¿Y qué es lo correcto? — Que tal vez me equivoqué al no decirle a Nidia, que me apena que hayan tenido que enterarse así, pero que estoy enamorada de ti. Muy enamorada. Con una emoción que hace años no sentía. Que si ahora decides que no sigamos, tendrás toda la razón, pero ten en cuenta que todo esto ha pasado precisamente porque te quiero. Ya sé que no me conoces lo suficiente y puedes pensar que he estado jugando contigo, pero no es así y te pido una oportunidad para demostrártelo. — Si ya me mentiste una vez, podrías hacerlo muchas más. ¿Qué garantía tengo de que lo que me dices es cierto? — Ninguna, tendrás que comprobarlo por ti misma, pero para eso tienes que darme esa oportunidad. — No sé, Berenice, tendría que pensarlo... Pero de una cosa estoy segura: si te alejaras ahora, me volvería loca. Berenice tomó sus manos por encima de la mesa, las sostuvo durante unos segundos. La mesera se acercó y Ángeles las retiró, asustada. La muchacha no pareció sorprenderse, sonrió con la naturalidad de quien hubiera visto muchas cosas semejantes en esas tantas noches. — ¿Qué vas a hacer? ¿Adónde irás? — Supongo que a un hotel... - respondió Berenice- Contigo. — No puedo dejar sola a Raquel. Hubo un silencio largo y molesto. — Le hablaré a Daniela - dijo Berenice echando un vistazo alrededor. El salón estaba casi vacío. «No me equivocaba cuando pensé en que esto no podía ser», quiso decirle, pero una frase le subía desde el alma como un vómito y por más que trató de reprimirla, no pudo: — Vente conmigo - le propuso.

La casa estaba a oscuras. Sólo un resplandor grisáceo se filtraba por debajo de la puerta del cuarto de Raquel y se extendía oblicuamente sobre el pasillo. Ángeles encendió las

luces. Raquel salió, con apariencia adormilada, y se sorprendió al encontrar a otra persona. — Ella es Berenice -dijo su madre-, una compañera de la universidad - Berenice extendió una mano que Raquel estrechó sin muchas ganas-. Se va a quedar unos días en el estudio porque tuvo problemas con su renta - explicó sin mirarla de frente, aparentemente atareada en la cocina. Raquel se sentó en una de las banquetas del desayunador. Berenice estaba a su lado. Hubo un silencio alargado mientras Ángeles preparaba la cena. Un par de veces preguntó cosas sin importancia, como tratando de iniciar algún tema, pero Raquel respondió cortante en ambas ocasiones. De repente se volteó hacia Berenice y la miró fijamente. La otra sostuvo la mirada y un intento de sonrisa. — ¿Así que eres profesora? - Berenice hizo un gesto afirmativo- ¿De qué materia? — Del taller de redacción literaria y apreciación artística. Raquel asintió como aprobando. — ¿Eres escritora o algo así? — Escribo algunas cosillas - respondió Berenice-, pero no me dedico profesionalmente a eso... — ¿Y qué pasó con tu renta? ¿Te corrieron? — ¡Raquel! - regañó su madre dando un giro de ciento ochenta grados sobre sus talones. — ¿Qué, mamá? - y volvió la cara hacia Berenice- ¿Te corrieron o qué? — ¡Raquel! - volvió a gritar la madre. — Nada más quiero saber a quién traes a la casa así, de buenas a primeras. — ¡Raquel, por favor! — Ay, mamá, sabes qué, me voy a mi recámara. — No, no, no... - protestó en vano Ángeles-. Hazme el favor de venir... Raquel, que ya está la cena... Pero la puerta del cuarto se había cerrado de un tirón. — Perdón, perdón, esta niña se ha vuelto insoportable. Rebelde, grosera, contestona... ¡insoportable! — No te preocupes: así son los adolescentes. Es lógico que la altere mi presencia. — Hubieras visto lo linda que era cuando niña, cariñosa... Ángeles sirvió la cena y se sentó en la banqueta que había dejado Raquel. Puso una mano sobre el muslo de Berenice, que le echó el brazo sobre los hombros y la besó.

Cenaron despacio. Cuando terminaron, Ángeles sirvió un plato y tocó a la puerta de la hija. — Hazme el favor de comportarte - le dijo mientras le entregaba la comida. Se oyó un chasquido de la lengua antes del portazo. Ángeles resopló e hizo una exagerada expresión de ojos y boca mientras se acercaba a Berenice y acomodaba el cuerpo entre sus piernas separadas, sostenidas en el travesaño de la banqueta. La muchacha la tomó de la cintura y la apretó contra sí. «Dónde habrá quedado mi sentido común», se preguntó mientras se abandonaba al abrazo. — Me tienes loca, ya no sé lo que hago - le susurró al oído traduciendo su propio pensamiento-. Mejor te enseño tu cuarto - le tomó la mano y la condujo por el pasillo, abrió la segunda puerta-. Ya lo sabes: éste es el estudio. Este sofá se hace cama -quitó los cojines y apareció el mecanismo; con un jalón extendió la cama-. Te traigo sábanas limpias, cobijas, una almohada... Berenice la había abrazado por la espalda, rodeándole la cintura. — No quiero más cobija que tu cuerpo. Ángeles recostó su cabeza al hombro de la muchacha y, alzando el brazo, le acarició el cabello. — Nunca he sido tan feliz. Dime que esto no va a acabarse, Berenice. Le echó los brazos por encima de los hombros, rodeando su cabeza. Se miraron a los ojos por largo rato. Entonces, sintieron abrirse la puerta de Raquel. — Mamá - llamó la niña saliendo al pasillo. — Aquí estoy, Raquel, enseñándole el estudio a Berenice. Raquel llevó el plato y el vaso hasta el fregadero y allí los dejó. Tomó otro vaso y se sirvió agua. Vacío, lo puso junto a los otros trastes. Ángeles estaba en la puerta de la cocina, mirando todos sus movimientos pero ausente. — ¿Qué me ves? - preguntó Raquel, confundiendo el gesto absorto con una reprobación- No voy a lavar esos trastes a esta hora, mamá - dijo con tono de protesta. Y volvió a meterse a su cuarto. Ángeles fue directamente a la habitación principal y regresó al estudio con sábanas y cobijas. Berenice estaba sentada en una esquina del sofá hojeando un libro que había tomado de los estantes que cubrían toda una pared de la habitación. Ángeles empezó a desdoblar las sábanas. — Yo lo hago - dijo la muchacha incorporándose e iniciando la labor. Cuando la cama estuvo lista, la tomó de la mano y la llevó al baño. — Aquí están las toallas limpias, el papel, los jabones, el champú... - abría cada uno de los estantes-, lo que necesites... Acá, en la zotehuela, puedes colgar la toalla o lo que quieras... Aquí está la lavadora, es muy fácil de usar...

Volvieron a entrar por el pasillo y se detuvieron en la puerta del estudio. — Allá... - dijo Ángeles señalando al final del pasillo. — Allá estás tú -interrumpió Berenice acariciándole la mejilla-. Allá quiero estar yo... ahorita mismo. — Ahorita no - susurró Ángeles cerca de su oído-, Raquel puede salir. Al rato... -la frase quedó inconclusa, flotando en el aire-. Te traigo una piyama, una camiseta, algo para que duermas -dijo Ángeles subiendo ostensiblemente el volumen de su voz y caminando hacia su recámara. Berenice la esperó echada boca arriba, con los brazos levantados y ambas manos sosteniendo la cabeza por debajo de la nuca. Ángeles puso la ropa sobre la cama y se inclinó para besarla. — Que descanses - le dijo haciendo un guiño con el ojo izquierdo. Salió de la habitación y cerró la puerta. — Raquel, ¿quieres algo más? - preguntó tocando quedamente con los nudillos. — No, ya me estoy jeteando. — No hables así... ¿Qué te cuesta hablar bien? No hubo respuesta. Fue a la cocina y lavó las cosas de la cena. Cuando terminó, por debajo de la puerta de Raquel ya no se veía luz; en el estudio permanecía una lámpara encendida. Pasaba de la medianoche cuando sintió, entre sueños, que se abría la puerta. Una sombra se escabulló debajo de sus sábanas. En el sopor de la vigilia, unas manos tibias recorrían su cuerpo. Abrió instintivamente las piernas y el otro cuerpo, ardiente, se acomodó en medio. La envolvió la calidez de su pecho sobre el de ella. Su boca se abrió buscando aire y fue cerrada por la otra boca. Aquello, que parecía un sueño, fue convirtiéndose en realidad cuando Berenice se incorporó para bajar sus pantaletas mientras besaba, con una ternura infinita, la hundida cicatriz de la cesárea.

VI El portón de arcos daba paso a una calzada a cuyos lados estaban las casas. Saludó al vigilante, que inclinó la cabeza en correspondencia, y atravesó la reja de entrada. Iba a extrañar aquellos jardines bien cuidados, el silencio que impregnaba el ambiente, la tranquilidad que se respiraba en aquel sitio en el que había vivido durante años. Respiraba profundamente, como si quisiera llevarse aquel aire en los pulmones. Aunque tratara de minimizarlo, echaría de menos el confort de la zona exclusiva, el carro del año y la casa llena de comodidades y de lujos. Mientras avanzaba lentamente, como si le pesaran las piernas, vio el carro Nidia junto a La Carcacha, como le llamaban al coche, más modesto, que usaba ella. Miró el reloj con extrañeza. «Martes a las once», recapituló mentalmente, «no tendría por qué estar». Pero se equivocaba: Nidia estaba en la base de la escalera que conducía a las recámaras del piso superior, con la cara abotargada de quien ha llorado. Era una mujer de rara belleza, mucho más alta que Berenice, con una elegancia natural y un porte que sobresalían a primera vista. — Si quieres regreso luego - le dijo desde la puerta. — No seas idiota - respondió la mujer con la voz rajada-. Te quedaste con ella, ¿verdad? Y ni siquiera pudiste hablar para que no estuviera toda la noche pensando que te asaltaron, que estás en el hospital, que te mataron y te tiraron en una cañada... — Dijiste que no regresara - se justificó Berenice. Nidia chasqueó la lengua y subió la escalera. Berenice estuvo tentada a dar media vuelta y salir huyendo, pero siguió sus pasos, como había hecho tantas veces. Avanzó muy despacio por el pasillo y se detuvo en la puerta de la recámara donde Nidia estaba sentada en la cama, cubriéndose la cara con las manos, pero sin llorar. Las cortinas, recogidas, permitían que la luz entrara a mares. — Vine por mis cosas - dijo desde el umbral. — O sea, que te vas... - afirmó Nidia en voz baja, como hablando consigo misma- ¿Por qué no lo piensas? - en contraste con la dureza de los ojos, el tono era casi suplicante- No tienes que tomar una decisión ahora... Ven, siéntate aquí - y puso una mano abierta sobre la cama, a su lado- ¿Ya no me quieres? Berenice se sentó junto a ella. Sentía una tristeza tal que apenas pudo responder. — Siempre voy a quererte. Sabes lo importante que eres para mí, lo que has significado en mi vida... pero esas cosas pasan. — Esas cosas no pasan si uno no las deja pasar. Debieras pensarlo mejor. Quédate aquí unos días, intentemos cambiar lo que te molesta.

La mano de Nidia descansaba ahora sobre su muslo, tibia. Su calor traspasaba la tela gruesa del pantalón y se afincaba en su piel. El contacto la hizo estremecerse. — Si no hemos podido hacerlo en años... — Quédate y hago lo que quieras... - rogó Nidia poniendo su mano sobre la de Berenice-, Aquí lo tienes todo, ésta es tu casa... Mira esa vista portentosa con la que has amanecido todos estos años y que tanto te vivifica. El brazo señalaba, a través de la ventana, el verdor que se encendía al otro lado con la luz del mediodía. Una esquirla de sol atravesaba el vidrio y comenzaba a dibujar territorios y fronteras sobre el piso del cuarto. — ¿Ya no me quieres? — No es eso. — ¿...O ya te convenció esa vieja taimada? - el tono cambió drásticamente. — No hables así, por favor... — Digo lo que siento y te lo digo de frente - el dedo índice la señalaba, la mirada era desafiante-, no como tú, que te andas escondiendo... Es una hipócrita: mucha hija, mucho álbum de boda, mucha decencia… Se había puesto de pie y caminaba de un lado a otro de la habitación. — No dejes que Teresita te envenene la sangre. Se detuvo abruptamente. — ¿Teresita?... Así has sido siempre, el centro del mundo, la única buena de la película... — No creas todo lo que te dice Teresita - insistió Berenice. — En quien no creo es en ti - el dedo la volvía a señalar-. Lo estoy viviendo y no puedo creerlo. Conoces a esa maldita mujer, te calientas con ella y te vale madres todo lo demás. No piensas en mí ni en los planes comunes ni en la casa ni en nada... Jamás esperé esto de ti. Jamás. Jamás creí que después de todo lo que hemos pasado juntas, te irías así, con la mano en la cintura, como si nada. — Para mí tampoco es fácil, Nidia. También estoy sufriendo. — Sí, cómo no - la interrumpió-, mucho debes sufrir empiernada con la vieja esa... Tanto que estás y no estás, te hablo y es como si no me escucharas, los fines de semana te largas y mandas recaditos con terceras personas, mentiras, como si la alcahueta de la Daniela fuera tu representante legal, y ahora vienes, cuando crees que no voy a estar, a llevarte tus cosas como una miserable delincuente... Y yo tan idiota, trayéndote del pueblo los dulces que te gustan, el café bueno... Pues llévatelas de una vez si eso es lo que quieres -gritó mientras abría las puertas del clóset-, llévatelo todo: que no quede un solo rastro tuyo en esta casa, nada que me recuerde que existes.

Furiosa, salió del cuarto y bajó las escaleras. Berenice la oyó tirar al suelo algún adorno de la sala llenando el eco con ruidos de vidrio. «Nada de ti, maldita seas», decía con una voz ahogada que apenas podía reconocerse. Berenice se quedó inmóvil, sentada en la cama, temiendo lo que pasaría si regresaba a la habitación. Pero en vez de eso, sintió la puerta de salida abrirse y cerrarse de un tirón. Una oleada de calor le subió a la cara junto con las lágrimas. Quién sabe cuánto tiempo estuvo llorando con la cabeza escondida entre los brazos. Después, con un dolor que llegaba del alma, fue echando sus cosas en una maleta de viaje. Era demasiado difícil acomodar toda la vida en un espacio tan pequeño; seleccionó lo imprescindible. Ya en el piso de abajo, puso en la mesa de cristal las llaves y un sobre blanco, miró con tristeza alrededor y abrió la puerta. Afuera se sintió más aliviada. El carro de Nidia no estaba y La Carcacha le pareció tan desvalida como ella misma. Apresurada, caminó la calzada y apenas atravesó los arcos, le hizo señas al taxi que avanzaba por la avenida.

Cuando Raquel las vio llegar cargando el equipaje, miró a su madre fijamente pero no dijo nada. Su madre tampoco dio explicaciones. Preparó la cena y se sentaron las tres en las banquetas del desayunador; Ángeles del lado de la cocina, ellas hacia la sala. Esa rutina se repitió varias noches, cada día con más tensión. Una de ellas, cuando Berenice se despidió, contrario a su costumbre Raquel permaneció inmóvil sobre la banqueta y le dijo de sopetón: — Oye, mamá, ¿esta tipa va a vivir aquí? Ángeles, que lavaba los trastes de espaldas a ella, no se movió. Eso era justamente lo que temía, pero no supo evitarlo. — Raquel - le dijo muy pausadamente, como dándose tiempo-: cuando uno tiene amigas y están en problemas, hay que echarles la mano porque si no, cuando la que estés en problemas seas tú, nadie se va a molestar en ayudarte. — Entonces va a vivir aquí - afirmó Raquel. — Ya sabes que voy a rentarle el estudio hasta que encuentre otro lugar - respondió volteando ligeramente la cabeza, mientras enjuagaba los últimos vasos. — No, no lo sabía. No has tenido la amabilidad de comunicármelo, por eso te estoy preguntando. Entonces respóndeme: ¿va a vivir aquí? Ángeles cerró la llave del agua, tomó un trapo para secarse las manos y dio media vuelta. — Sí, Raquel, ¿algún problema? — No, ninguno, a no ser que hay una mujer extraña en mi casa, a la que me encuentro cada vez que doy dos pasos, que me gana el baño, que ocupa mis cosas, que tiene la compu en su cuarto, con la que tengo que compartir la cena y que te acapara todo el tiempo. Aparte de eso, ningún problema.

Ángeles sintió que retomaba el control y aflojó los músculos. Hasta intentó una sonrisa. — Pues habrá que poner reglas, escalonar horarios, pasar la computadora a tu cuarto, tener acuerdos que nos faciliten la convivencia, pero vas a tener que acostumbrarte porque tu papá no nos da lo suficiente y el dinero de la renta nos viene muy bien a las dos. — Ay, mamá, no pongas a mi papá de pretexto... — ¿Qué estás queriendo decir? — Nada que tú no sepas. — Habla claro - la conminó. — No me dejas opción, ya lo dijiste: no tengo ni voz ni voto, voy a tenerme que acostumbrar, ¿qué me queda? Acato tus reglas o me voy con mi papá. —No digas sandeces, Raquel. No te vas con tu papá a ningún lado porque tu papá no tiene interés en ocuparse de ti de tiempo completo. — No hables por él. — No estoy hablando por él: lo conozco. ¿Y sabes una cosa?: estás haciendo una tormenta en un vaso con agua. Contrólate, que aquí no ha pasado nada. — Si tú lo dices, mamá...

— Bere, no puedes hacer esto - le dijo Teresita con un gesto de desesperación. Estaban sentadas bajo los árboles, en el pasto que rodeaba a la cafetería de la universidad. Berenice tenía las manos entrelazadas y la mirada baja. Un sobre blanco y las llaves de un carro estaban sobre la hierba. — No los quiero: es mi parte de la renta y es su carro ojos.

respondió sin levantar los

— ¡No lo puedo creer! -Teresita hacía gestos dramáticos, sosteniéndose la cabeza con ambas manos, como si fuera a arrancarla de su cuello- Ni siquiera se trata del dinero o del carro: es que no eres tú... Ésta que tengo frente a mí no es la Berenice que conozco. — Tampoco eres la Teresita que conozco. Pareciera que te dieron el guion de lo que debes decir y los gestos con que debes acompañar cada frase. No quieran, ni tú ni ella, atraerme de nuevo con este pretexto tan burdo. ¡Hoy me regresa el carro... mañana qué me va a mandar! Compréndelo: se acabó, no tiene por qué seguir tendiendo puentes ni utilizándote de mensajera. Teresita pareció destanteada de momento, como si las razones de Berenice la hubieran dejado sin argumentos. — No entiendo lo que ha pasado... - dijo un poco más calmada.

— Yo tampoco. No te lo puedo explicar porque no lo sé: esta mujer llegó y fue como una luz, como un imán. Esas cosas no tienen explicación. — Pero tú querías a Nidia, eran la pareja ideal... — Pues ya ves, no lo éramos... Ésa era una ilusión que a Nidia le gustaba mantener, pero hace tiempo no era así. Nadie lo sabe mejor que tú. — Tenían problemas como cualquier pareja... La verdad, estoy abismada, sorprendida... Y luego ella, que no deja de llorar, de culparse, de lamentar su suerte... — No sé por qué me dices esto... — Porque de algún modo soy parte de todo este embrollo, porque ustedes son mis mejores amigas, porque también me siento culpable de haber secundado aquella fiesta y de haberte dejado allí. — No eres mi mamá, ni la mamá de Nidia, ni Santa Teresita del Niño Jesús. No fuiste tú quien inventó la fiesta y lo que pasó, iba a pasar de todos modos. Y hubiera pasado con Ángeles o con cualquier otra. — Para ti es muy fácil porque estás del otro lado, feliz con tu nueva relación. Pero piensa en ella... — Es cierto que estoy ilusionada, Tere, pero la extraño, echo de menos a las costumbres que teníamos, sufro por que esto haya pasado así. A veces quisiera que hubiera sido al revés, que ella encontrara alguien. No sabes cuánto pesa la culpa. No lo hice por maldad ni por hacerle daño a una mujer a la que he amado durante tantos años, a la persona más importante en mi vida... — ¿Y esas razones no pesan? — Ay, Tere, no seas injusta. — No quiero juzgarte, no me corresponde. También eres mi amiga, piensa en qué posición tan difícil estoy. Por eso quiero tratar de entender cómo esas razones tan poderosas no valieron para que recapacitaras antes de tomar una decisión así. Ni siquiera sabes si lo de Ángeles pueda funcionar o no. — Estoy enamorada de Ángeles. — Crees estarlo... — No, Teresita, lo estoy, y no puedo negarme a eso aunque me desbarranque. — Pero Ángeles es una mujer con problemas, mucho mayor que tú, con un divorcio, una hija adolescente... Te estás metiendo entre las patas de los caballos. — Ya estoy metida y no puedo salirme. Si volviera con Nidia tampoco sería feliz. Ella no podría perdonarme y no la perdonaría por haberme separado de Ángeles. La vida es una línea recta, Tere, de un solo sentido: no puede uno echar para atrás a su antojo.

Además, estoy enamorada de Ángeles, sea cual sea su situación. Es como una enfermedad crónica, no me la puedo quitar con un analgésico. — ¿Y si estás equivocada? ¿Si Ángeles no es para ti? ¿Si de pronto se da cuenta de que le siguen gustando los hombres y se casa con Mario Valencia? — Asumo ese riesgo. Ya tendré tiempo para llorar entonces. Tal vez sea mi castigo. — ¿No puedes considerarlo ahora, antes de que sea demasiado tarde? ¿No te importa que Nidia esté sufriendo, rogando cada noche que regreses? — No le eches más sal a la herida, Teresita. Esta decisión no tiene vuelta atrás. Si después me arrepiento, ya será mi problema, pero no le des esperanzas a Nidia ni te eches encima la responsabilidad de convencerme. No va a dar resultado, te lo estoy diciendo. No insistas. Ángeles, que estuvo viendo la conversación a través de los vidrios ahumados de la cafetería, pensó que ya habían pasado suficiente tiempo solas. Berenice la vio acercarse lentamente y, ante la fijeza de su mirada, Teresita comprendió que la plática había terminado. — La decisión está tomada. Devuélvele el dinero y las llaves, por favor - le pidió Berenice mientras se incorporaba para ir al encuentro.

La despertó el ardor en el estómago. Automáticamente, alcanzó la botella del antiácido en la mesita de noche. Con movimientos torpes la agitó, quitó la tapa y bebió directamente un sorbo. Sintió el frescor de la emulsión bajando, apagando el malestar. Cerró el recipiente y lo puso en su sitio. Volvió a acostarse. Fue entonces que se dio cuenta de que Berenice estaba a su lado. Giró para abrazarse al cuerpo de la mu chacha, pero un resplandor llamó su atención bajo la puerta del cuarto alguna luz, afuera, estaba encendida. « ¡Raquel!», susurró alarmada y saltó de la cama. — ¿Raquel? - dijo apenas abrió la puerta y vio que era la luz del baño. — Chis -respondió la hija parándose del inodoro y dirigiéndose con paso sonámbulo hacia su recámara. Asustada, inmóvil, Ángeles la siguió con la vista. Le preguntó si estaba bien, para comprobar que se hubiera acostado de nuevo. Raquel respondió con un gruñido apagado. Sólo entonces volvió a su habitación. — ¿Pasa algo? - preguntó Berenice semidormida. — Raquel se levantó a orinar - dijo Ángeles y la besó en la mejilla-, y me asusté al ver la luz. La muchacha se arrebujó entre las cobijas y la abrazó por la cintura Se regularizó su respiración y empezó a roncar quedamente. Ángeles no pudo volver a dormirse. Estaba aterrorizada. Tarde o temprano Raquel se daría cuenta de que Berenice no dormía en el

estudio, si no es qué y lo sabía. Sintió que un sudor frío le cubría todo el cuerpo. «Las consecuencias de los actos», se dijo, «éstas son las consecuencias y habrá que asumirlas... Pero cómo y a qué precio». Una y otra vez aparecían en su mente Berenice y Teresita sentadas en el pasto. Sus gestos mudos, como los había visto a través del cristal. Teresita con la cabeza sostenida entre las manos, Berenice levantándose con una sonrisa triste cuando ella se acercaba. El sobre, las llaves sobre la hierba y la luz colándose por debajo de la puerta del cuarto. La sonrisa triste de Berenice, su silencio de la tarde, Raquel saliendo del baño y la puerta cerrada del estudio. Tal vez Raquel hubiera abierto esa puerta antes de ir al baño. Tal vez fue al baño sólo como pretexto cuando la oyó levantarse y decir su nombre. Tal vez Raquel ya lo sabía. Su cabeza se convirtió en un remolino de preguntas sin respuestas, de posibles explicaciones que no sabía si podría dar. Le preocupaba con-fundir a Raquel, hacerle daño. «Ya no es una niña», se repetía tratando de convencerse a sí misma. «Pero está en una edad tan difícil». Había sido una imposición llevar a Berenice, pero no quería renunciar a un amor que le había devuelto todas sus ilusiones. «Raquel siempre ha sido una malcriada, una egoísta... Yo también tengo derecho a ser feliz...» El timbre del despertador la sacó del sopor de duermevela. Sobre-saltada, bajó la pestaña de la alarma. Berenice se revolvía debajo de las cobijas como una niña. Le dio ternura verla luchando contra el sueño, inofensiva e indefensa. «Ya, mi amor», le dijo al oído y la besó en la frente. La muchacha levantó la cabeza de la almohada para acomodarla sobre el brazo extendido de Ángeles, que la apretó tiernamente. Su pierna izquierda la rodeó a la altura de la cintura. No recordaba cuánto tiempo hacía que Raquel no se dejaba abrazar. Ni la abrazaba. Berenice sonreía con los ojos cerrados. «Cinco minutos más», le decía al oído y la besaba.

— Permíteme dos segundos, por favor - pidió Teresita sentándosele al lado, en la silla que generalmente ocupaba Berenice. Ángeles asintió, levantando el bolígrafo rojo de los exámenes. Teresita estuvo en silencio unos segundos, como quien ordena sus pensamientos. — Sabes que hace años soy amiga de Berenice - dijo al fin; Ángeles asintió-. Sabes que he estado al tanto de todo lo que ha ocurrido y que me siento terrible, ahogándome entre dos aguas sin una orilla a la que asirme - Ángeles la miraba en silencio, pensando que esa frase era demasiado elaborada para ser espontánea-. Sabes también que he hablado con Berenice, pero ella no entra en razones... Voy a apelar a ti porque sé que eres una mujer razonable, con mucha más experiencia, que sabrá comprender... Siento, Ángeles, y perdóname que te lo diga, que esto es sólo un capricho de ustedes. Tú siempre has tenido relaciones con hombres y Berenice es muy enamoradiza... Creo que debieran pensar que con esta aventura sólo le están haciendo daño a Nidia... — Teresita - interrumpió Ángeles-, no sé qué derecho crees tener para inmiscuirte en este asunto.

— Que soy su amiga desde hace muchos años y... — Déjame terminar, por favor - pidió Ángeles hablando muy despacio, pero firme-. No sé si tenías permitido meterte en la vida de ellas, pero te agradecería que no te metieras en la de nosotras -Teresita tragó en seco-. Si es o no una aventura, si es o no un capricho, es problema nuestro. Ni tuyo ni de Nidia. No me imagino qué más querías pedirme ni quiero saberlo: me parece una falta de respeto que tú, o cualquiera, venga a decirme qué debo o qué no debo hacer. Y si no lo haces por tu propia voluntad, si alguien te lo ha pedido, permíteme decirte que se ve muy mal. Te ruego que sea la última vez que hablemos de esto. Y te pido otra cosa: deja de molestar a Berenice, que no es una niña y sabe lo que hace. Teresita hizo el ademán de responder, pero se contuvo. Asintiendo, se levantó de la silla y salió del salón.

VII

— Berenice, pásate al estudio, voy a despertar a Raquel. Ya la luz de la mañana se colaba por las rendijas de la gruesa cortina. Ángeles, sentada a un lado de la cama, la miraba despertar. — ¿Qué hora es? - protestó Berenice entre sueños- ¡Muy temprano todavía! — Anda, pásate al estudio - Ángeles sonreía- que a las nueve viene Male. Se levantó de mala gana. Arrastrando los pasos y con los ojos semicerrados, caminó hasta el estudio y se dejó caer en el sofá cama. Ángeles, que iba detrás, la cubrió con las cobijas, cerró su puerta y abrió la de Raquel. — Raquel, ya es hora - dijo mientras la sacudía por un tobillo-. Tus tíos están por llegar. La muchacha abrió los ojos y los volvió a cerrar. Ángeles descorrió las cortinas y una luz punzante entró por la ventana. Raquel se cubrió los ojos y se quejó. Cuando la cafetera echaba el primer chorlito oscuro con una bocanada de olor, salió del cuarto. — Te has pasado la vida quejándote de que no estoy contigo y últimamente no haces más que mandarme con otra gente. Si no es con mi papá, es con Malena... ¡Nunca puedo quedarme aquí! Se había sentado en una de las banquetas y, aunque conservaba la cara de sueño, la miraba fijamente. Ángeles sirvió el café mientras trataba de hilvanar una respuesta. Se sentó en la otra banqueta y le extendió una de las tazas. — Que yo sepa, siempre te ha gustado ir al club con tus primos... Y ni modo que no vayas con tu papá. — A veces me gustaría dormir un poco más... - protestó Raquel entre sorbo y sorbo. — Si quieres quedarte, quédate... pero le había dicho a tu tía que irías con ellos. — Pues diles que ya no voy. Un sobresalto se le atragantó a Ángeles en medio del esófago. — Pero ya deben venir en camino... - insistió. — Que se sigan de largo. El nudo en la garganta no la dejaba hablar. Tomó lentamente otro sorbo de café. Raquel se levantó de la banqueta y entró al baño. El orine cayó ruidosamente en el agua del inodoro.

— ¡Raquel, cierra la puerta! «Y ahora qué hago», se dijo tomando el auricular. «Me va a echar a perder el fin de semana». Volvió a sentarse en la banqueta y puso a un lado el teléfono. «Ay, pinche Raquel...», dijo con un resoplido hondo. La muchacha salió del baño y se fue a su recámara. Ángeles sólo vio la sombra pasar y una refriega de sonidos dentro del cuarto, entre ellos el encendido del televisor. Desde la puerta, la vio metida bajo las cobijas con el control remoto apuntando hacia el aparato. — No comunico al celular de Javier - mintió-. Parece que lo tiene apagado. Raquel no la miró, siguió cambiando canales. Ángeles volvió a la cocina y rellenó la taza. Se sentó nuevamente en la banqueta. «Me va a echar a perder el fin de semana...» Entonces sonó el interfono. — Gelita, soy yo, Malena. ¿Ya está lista esa chamaca? — Dice que no quiere ir. Está metida en la cama. Estuve tratando de avisarles, pero no pude comunicar. ¿Quieren subir y se echan un cafecito? — No, los muchachos están locos por llegar y ya ves cómo se pone Javier... Ahí va Felipe, Gelita, a ver si la convence. Felipe era el segundo de los hijos de Malena. Tenía la misma edad que Raquel, un par de meses mayor. Era un muchacho alto y bien plantado, muy parecido a su padre, con cuerpo de hombre pero con la ternura que desde niño lo caracterizó. — Buenos días, tía - saludó, besándola al entrar-, ¿Cómo que no quiere ir esta malcriada? Ángeles se encogió de hombros y lo vio entrar en la habitación de Raquel. Oyó el cuchicheo, las risas, otra vez el cuchicheo y otra vez las risas. Al cabo de un rato, Felipe salió del cuarto metiéndose la gorra hasta las cejas. — Ya viene. A la tía se le iluminó el rostro con una sonrisa inmensa. — ¿Quieres un cafecito? - la taza parecía un juguete entre las manos inmensas de Felipe- ¿Cómo has crecido tanto, hijo? - preguntó Ángeles mirándoselas y él sonrió-. En cambio, Raquel sigue tan flaca... — Pero a quién va a salir gorda, tía. Y los dos rieron mientras la veían cruzar del cuarto al baño y de regreso. — Apúrate, Reich - dijo el muchacho alzando la voz-, ya mi padre debe estar histérico. Raquel salió con la mochila colgando de una mano. Felipe la tomó y se la acomodó en el hombro. Ángeles los besó y cerró la puerta. El alma le volvió al cuerpo. Se asomó a la

terraza y saludó desde arriba. Cuando el carro salió del estacionamiento, corrió como una niña hacia el estudio.

Estaba terminando de arreglarse cuando sonó el teléfono. Dejó saltar la contestadora: «Gelita, es Malena, cuando llegues, háblame, es urgente». Dio una carrerita y levantó el auricular. — Aquí estoy, Male, no me dio tiempo de llegar... — Perdóname que te pregunte esto - dijo la prima-, ¿hay alguien viviendo con ustedes? Ángeles sintió un vuelco en el estómago pero trató de responder con naturalidad. — Le renté el estudio a una compañera. — ¿Por qué no me habías dicho? - reclamó Malena. — No sé, no le di importancia. — Ángeles - que la prima le dijera el nombre completo la asustó más-, sabes que no puedo ocultarte nada y menos algo así. Raquel dijo que estaban viviendo con la novia de su mamá. No me lo dijo a mí, sino a los muchachos y Carlitos me comentó ayer. — ¿Pero de dónde saca Raquel esas cosas? ¿Por qué es así esta niña? — ¿Esa mujer duerme contigo? — Claro que no, Male. Le renté el estudio. — Me pareció que debía avisarte, que no era simple gracia de niños. — Te lo agradezco. Ya no sé qué hacer con Raquel, está cada día peor. — Siempre ha sido muy difícil... Bueno, ya te dejo, que debes esta apurada. Se quedó inmóvil con el auricular en una mano y la otra mano abarcando casi toda la frente. — ¿Pasó algo? - preguntó Berenice desde el pasillo. — Raquel les dijo a sus primos que aquí vive la novia de su mamá. — ¿Eso les dijo? - Ángeles afirmó con un movimiento de cabeza- Pinche chamaca, qué lista es... - y se rió. — Lista e hija de la chingada... No te rías. — Es una reacción bastante normal, se siente insegura, piensa que voy a quitarle a su mamá. Es su táctica de guerra... No te des por enterada, mientras más la tomes en cuenta, peor se pondrá. Pero el domingo en la tarde, después de despedirse de Raquel, Sergio le pidió que lo acompañara al coche. Ángeles se imaginó todo antes de que sucediera y trató de preparar

sus posibles respuestas. Y tuvo tiempo, porque su ex marido hizo un larguísimo preámbulo lleno de rodeos, complejos y disculpas, antes de preguntar si había alguna otra mujer en la casa. — Sí - respondió Ángeles-. Le renté el estudio a una compañera porque después de que te fuiste los recursos son muy limitados y las exigencias de Raquel, cada vez mayores. Y ya sé que te dijo que es mi novia - agregó en tono muy pausado- porque eso mismo les dijo a sus primos. — ¿Y tú, qué dices a eso? — En primera, no tengo que darte cuentas de mi vida; en segunda ya te dije que es una inquilina. — Ángeles, no es que quiera inmiscuirme en tu vida, pero todo lo que tenga que ver con la educación de Raquel me incumbe. Y me preocupa que pueda ver cosas inadecuadas. — ¿Cuáles cosas inadecuadas? ¿Le estás dando crédito, conociéndola? Parece mentira, Sergio, que no sepas que Raquel es una chantajista profesional y que por llamar la atención y ser el centro es capaz de cualquier cosa. — Sé que tiene un carácter un poco difícil... — ¿Un poco? - interrumpió Ángeles- ¡Qué bien se ve que no vives con ella! — Lo que quiero decir es que los dos debemos preocuparnos porque su educación sea la mejor y que su desarrollo... — Sí, claro, los dos... - volvió a interrumpir- Tú a control remoto, desde el tendido de sombra, y yo aquí, en el ruedo... Sin un pinche quinto, aguantando sus groserías con la sonrisa hermosa... Sergio se despidió con un largo epílogo de ofrecimientos y recomen-daciones. Cuando el carro salió del estacionamiento, un bólido subió las escaleras, desembocó en el departamento y traspasó el umbral de la recámara de Raquel que, de pie junto a la ventana, tenía un esbozo de sonrisa estirándole los labios y rasgándole los ojos. — ¿Qué te traes, pinche escuincla? — ¿De qué hablas? - la encaró Raquel. — ¿Por qué andas diciéndole a medio mundo que tengo novia? — Porque la tienes. ¿Te avergüenza? ¿Y no piensas que a mí también puede avergonzarme que mi mamá sea una asquerosa lesbiana? Un bofetón cruzó la cara de Raquel y la hizo tambalearse. La ex-presión retadora cambió a desconcierto. Con la mejilla tapada con su propia mano, se derrumbó en la esquina de la cama, aturdida.

— ¿Y crees que con andarlo diciendo se te quita? - arremetió la madre sin conseguir respuesta- ¿Qué enterando a todos quedas limpia y, por supuesto, me hundes a mí? Pues te está saliendo mal tu numerito, porque nadie va a creerte. — ¡No sé para qué la trajiste!... Estábamos bien solas. — Si quieren, me voy - Berenice acababa de pararse en la puerta. — — — —

¡Sí, vete! - gritó Raquel al tiempo que su mamá decía: No tienes que ir a ningún lado. Aquí no se va a hacer lo que la señorita quiera. Pues entonces me voy con mi papá -amenazó Raquel. Pues vete. Recoge tus cosas y vete -gritaba Ángeles-. A ver cuánto tiempo va a aguantarte... — Ángeles, cálmate - pidió Berenice-. Nada se resuelve así. — ¿A ti quién te pidió tu opinión? - volvió a gritar Raquel- ¡No eres de esta familia, así que cállate y lárgate de mi casa, pinche machorra! El intento de Berenice de entrar al cuarto quedó paralizado. — ¡Raquel! ¡A ella no le faltes el respeto nunca más! — ¿Por qué? ¿Porque es tu maridito? Otra bofetada cruzó el rostro de Raquel, que se dejó caer sobre la cama. — No le pegues, Ángeles - pidió Berenice. — ¡Lárguense, malditas! - gritó Raquel con el rostro oculto entre las manos.

Salieron de la habitación y se fueron a la de Ángeles, que no dejaba de dar vueltas por el cuarto. — ¿Qué voy a hacer con esta niña? Ya no puedo con ella, no la aguanto. ¿Adónde vamos a llegar? ¿Nos vamos a matar una a la otra? Berenice la dejó desahogarse. — ¿Sabes qué vamos a hacer? - le dijo al cabo- Me voy y tú hablas con ella. — ¡No! ¡Cómo te vas a ir! ¡De ninguna manera! — Cálmate, Ángeles, piensa con cordura. A ella la está alterando mi presencia. — ¡No permitiré que se salga con la suya! — No me iré para siempre, sólo el tiempo necesario para que le expliques por qué quieres que yo siga aquí. Que pueda comprenderlo y, si bien no lo acepta, que al menos acabe respetándonos. — ¡Es una malcriada y no voy a hacer lo que ella quiera! — Es una malcriada y tú estás muy alterada. Así no vamos a lograr nada.

Ángeles se dejó caer a los pies de la cama. Con los codos apoyados en las rodillas, se tapó la cara con las manos en un gesto de desesperación. — Comprende - dijo entonces Berenice- que la hemos violentado al imponerle mi presencia sin tomar en cuenta lo que para ella implica Ángeles movió afirmativamente la cabeza-. A su edad son muy importantes las apariencias, lo que piensen los demás, pero sobre todo ya son sujetos pensantes y exigen que se les respete - Ángeles volvió a asentir sin levantar el rostro-. Habla con ella, explícale. Ya no es una niña y sabe perfectamente lo que está pasando. Ángeles aceptó. Vio incorporarse a Berenice y salir del cuarto. — ¿Adónde irás? - le preguntó. — No sé, pero no te preocupes por eso. — ¿Con Nidia? - trató de disimular el desasosiego, pero inmediatamente se desplomó en un llanto pausado y doloroso-. No quiero perderte, eres lo mejor que me ha pasado en la vida. — No me perderás, no vas a librarte tan fácilmente de mí -bromeó Berenice y le animó ver una sonrisa en los labios de Ángeles-. Estaré en casa de Daniela; te hablaré desde allá. Conserva la calma, Ángeles, por más que te diga conserva la calma - Ángeles asintió-. Y no le pegues, que nadie respeta a quien le pega. Ángeles volvió a asentir y la acompañó hasta la puerta. La cerró cuando la vio perderse dentro del elevador. Entró a la cocina y se sirvió agua en un vaso alto. La tomó lentamente, como en un ritual. Luego caminó hacia el cuarto de la hija y abrió sin previo aviso. Raquel estaba acostada boca arriba con el control remoto de la televisión en la mano derecha. — Raquel - le dijo-, vamos a tratar de hablar como personas civilizadas. — No tengo nada que hablar contigo. — Pero yo sí y quiero que me escuches - Raquel siguió accionando el control de la tele-, ¿Serías tan amable de apagar la televisión y atenderme un segundo? - le pidió con rudeza. — Bueno, pero no te tardes porque van a empezar los Simpson. — Mira, Raquel, ya no eres una niña. A las niñas a veces se les perdonan las gracias y las pesadeces porque no saben lo que hacen. Pero tú sí lo sabes. Sabías perfectamente qué querías provocar diciéndole eso a tus primos y a tu papá, y fuiste tan cobarde que en vez de preguntarme directamente, regaste una noticia que a nadie importa, para que las consecuencias me obligaran a explicarte lo que te hubiera podido decir, sin tanta vuelta y tanto enterado, si me hubieras preguntado. — Para ti todo es muy fácil... — No es fácil. Y tal vez por eso evité decírtelo. Me equivoqué, te traté como a una niña, cuando ya no lo eres. Creí que aceptarías lo que te impusiera y que nunca harías

preguntas inconvenientes. No te voy a dar detalles, pero desde que se fue tu papá, no encontré tranquilidad hasta que apareció Berenice. — Pero una mujer, mamá... ¿No te parece una cochinada? — No me hagas esto más difícil. Sabes lo desecha que me dejó tu padre, lo terrible que fue la muerte de tu abuelita, has vivido en carne propia lo que han sido estos años. Sólo puedo decirte una cosa: Berenice me ha devuelto la vida. — ¡Pero es una mujer, mamá! — Es un ser humano y tiene un corazón hermoso... ¿qué importa el sexo? - Raquel hizo un gesto de asco-. No voy a dejarte de querer ni a quererte menos, son amores completamente distintos, no se interfieren. Sólo te pido que me des una oportunidad de ser feliz. Puedes no comprenderlo, pero trata de respetarlo. Con el tiempo, Berenice y tú pueden llevarse muy bien porque las dos son inteligentes y sensibles. Nada tiene que cambiar en tu vida porque el cambio ha sido en la mía. ¿No prefieres verme tranquila, contenta? — ¿Y por qué tiene que vivir aquí? - preguntó Raquel. — Porque es mi pareja. Si hubiera sido un hombre, también viviría aquí. — ¿Y si yo no aceptara? — No te estoy pidiendo permiso. Vivirá aquí lo quieras o no. — Es que invade mi privacidad. — Tendremos que rediseñar la privacidad de esta casa. Y hablando de privacidad, no sé por qué te has dado a la tarea de divulgarlo con tanto esmero. Son cuestiones personales mías, privadas... sabes que en esta sociedad no es aceptada una relación así. — Tampoco yo la acepto ni estoy conforme con tu explicación ni contenta con tu nueva vida. Y que no se meta con mis cosas... Que no se crea la dueña de la compu... Que no se siente en el lugar del copiloto... Que no te acapare mucho... Que no me pinte gracia porque no me simpatiza... — Todo lo iremos perfilando en el camino. Otra cosa - dijo Ángeles-, perdóname lo de esta tarde, estaba desesperada. Y tú eres muy provocadora y muy grosera. — De ti lo he aprendido -dijo Raquel y encendió el televisor. Ángeles entendió que, si quería mantener la calma, aquella plática había terminado-,.. Oye, mamá, ¿y no te da miedo que me haga algo?

VIII Teresita Regleiro dejó caer la llave encima de la mesa de juntas. — Nidia dejó el carro esta mañana en el estacionamiento. Que si no lo quieres, lo vendas. — Ah, qué necedad... Por mí que se pudra y se lo lleven como chatarra. Teresita hizo un gesto de indiferencia con los hombros y se fue a su lugar. Sacó un altero de exámenes del portafolios y empezó a calificarlos en silencio. — ¿Y esa llave? - preguntó Ángeles y puso sobre la mesa los exámenes que sostenía entre el brazo y el pecho. — Que Nidia no quiere el carro. — ¡Pero será posible que sigan molestando con eso! - dijo elevando la voz y mirando a Teresita, que repitió el mismo gesto de indiferencia. Los otros maestros las observaban. — Maestra Ángeles - dijo la secretaria asomándose al hueco sin puerta de la entrada-, el doctor Galindo la espera en su oficina. Rogelio Galindo era el director de carrera. Un hombre de unos cincuenta años, con un cuerpo atlético que lo hacía lucir mucho más joven, sobre todo porque no tenía ni una sola cana en su bien peinado cabello ni en el bigote cuidadosamente recortado. Vestía impecablemente y en su oficina imperaba un orden estricto. Rogelio siempre le había parecido si no guapo, muy atractivo. Tuvieron una relación cercana, muy parecida a la amistad profesional, hasta que su desacuerdo con respecto a la aplicación de exámenes de opción múltiple los había separado sustancialmente. Ángeles se opuso a respaldar un método de evaluación que privilegiaba el azar por encima del razonamiento. «Esto es una universidad, no un casino de Las Vegas», enarboló en la junta de profesores. Y a pesar de haberlo considerado como un desaño a su autoridad, Rogelio no le guardaba rencor, sobre todo porque la mayoría de los profesores consideró muy conveniente el ahorro de tiempo y dedicación a las calificaciones y se aplicó tal como él quería. — ¿Te ofrezco algo? - preguntó el hombre con gesto caballeroso- ¿Un cafecito, un refresco, un vaso con agua? Ella negó con la cabeza. Entonces, él se sentó del otro lado del escritorio. — Te he pedido que vengas -dijo extendiendo los brazos con las manos entrelazadasporque quiero platicar contigo algo medio delicadón - ella asintió, el tono del jefe la inquietaba-. Hace unos días - continuó Rogelio- alguien, que no vale la pena mencionar, me comentó acerca de ciertas irregularidades en la relación que supuestamente has

establecido con las profesoras de reciente ingreso - hizo una pausa, pero Ángeles se mantuvo en silencio-. Ayer, otra persona me hizo un comentario similar y ya empecé a preocuparme. Que te vengan con chismes es bastante frecuente en mi puesto, gajes del oficio que hay que capotear... - e hizo con el brazo, por encima del escritorio, un gesto que imitaba a un torero manejando diestramente una muleta-, pero que te lo comenten dos personas de cierta confianza, ya es harina de otro costal - hizo otra pausa y Ángeles siguió en silencio, mirándolo fijamente, mientras un temblor le crecía en el estómago-. Entonces, comprenderás que quiera pedirte tu opinión al respecto para tener una idea un poco más completa de esta situación. La pausa fue más larga. Había llegado su turno. — ¿A qué situación te refieres? - le preguntó con una calma que se notaba fingida. — Al tipo de relación que tienes con las profesoras de nuevo ingreso y, específicamente, con Berenice Gallardo. — El tipo de relación que establezca con cualquiera, siempre y cuando no afecte la calidad y el cumplimiento de mi trabajo, es una cuestión absolutamente personal. — Tienes toda la razón, pero concordarás conmigo en que ésta es una institución en la cual el comportamiento de los profesores, tanto dentro como fuera de los salones, forma parte del proceso educativo. En el ejemplo que podamos darle a nuestros alumnos se fundamentan en buena medida sus actitudes y su comportamiento presente y futuro. De tal manera que si algún profesor exhibe una actitud digamos inconveniente, eso podría generar confusiones o malentendidos que a la institución le interesa, en primer lugar, no provocar y, en segundo, subsanar de inmediato. — Rogelio, me parece que estamos enrollando esto demasiado. Entre tú y yo siempre ha habido suficiente confianza y sinceridad, y por eso te pido que me digas exactamente a qué te estás refiriendo, cuáles son esas actitudes, confusiones y malentendidos, y qué tengo que ver con ellos. — No podría afirmar nada, Ángeles, porque de nada tengo certeza. Si te he llamado es para que tratemos de aclarar juntos este problema. Apelando a esa confianza y a esa sinceridad que mencionas, permíteme preguntarte qué tipo de relación mantienes con Berenice Gallardo. — Berenice Gallardo es una maestra de este departamento, por lo cual coincidimos con frecuencia, intercambiamos inquietudes u opiniones sobre temas variados, en ocasiones compartimos la hora de la comida... ¿qué más quieres que te diga? El tono de Ángeles era duro y de sus ojos brotaba un destello que parecía incrustarse en los ojos de Rogelio. — No te ofendas, Ángeles... — No estoy ofendida - interrumpió-, te estoy respondiendo tu pregunta y te agradecería que me dijeras en qué ha afectado o puede afectar mi desempeño, la calidad de mis clases

o el proceso de aprendizaje de mis estudiantes, la amistad que pueda tener con una compañera de trabajo. — Lo que se comenta es que Berenice Gallardo es un poco más que tu compañera de trabajo... — ¿Y qué pruebas tienes de eso? - volvió a interrumpirlo. — Ninguna, Ángeles, y no quiero tenerlas. Sólo te advierto que no es conveniente para tu prestigio profesional exhibir ciertas actitudes que... — No me gusta que me adviertan, Rogelio -lo interrumpió de nuevo-, Vengo aquí a trabajar y mi trabajo habla por mí. Hace muchos años que me conoces y sabes que si algo me caracteriza es la responsabilidad y el respeto absoluto hacia mi profesión. Si fallo en ese aspecto, tienes todo el derecho de tomar las medidas que fueran pertinentes. Pero si se trata de chismes, ahórrame el tiempo, por favor. Ángeles se levantó y se dirigió a la puerta de la oficina. — Ángeles - dijo Rogelio, de pie detrás del escritorio; ella dio media vuelta-, con el respeto y la admiración que te tengo te pido que te cuides. Tus cosas son tus cosas, pero si las haces trascender a este ámbito, no me quedará otro remedio que actuar. Ángeles abrió la puerta y salió de la oficina.

Berenice se detuvo frente al carro. Dudó unos segundos antes de abrir la portezuela. Cuando lo hizo, un vapor concentrado salió del automóvil. Esperó un rato antes de sentarse en el lugar del conductor, bajar la ventanilla y volver a cerrar. Aquella parecía una de las tantas tardes en las que regresaba a casa de Nidia después de un largo día de clases. Pero en el asiento trasero, en bolsas de plástico, estaban acomodadas todas las pertenencias que Berenice había dejado por falta de espacio o por descuido, desde el más insignificante bolígrafo hasta las fotos comunes. Suspiró profundamente. Abrió la guantera y un sobre cayó sobre el asiento. Adentro estaba el dinero y una hoja de papel escrita con su letra pequeña y pareja. Berenice: El día que te fuiste, sentí que tantas cosas se desmoronaban que pude haberme muerto en ese instante. Tal vez hubiera sido lo mejor, porque pareciera que mi vida se detuvo en ese punto y que jamás podré rehacerla. Quisiera ser fuerte y mentarte la madre y decirte todo lo que te mereces, pero finalmente, como siempre, me derrumbo. Como una idiota, como si no tuviera voluntad ni autoestima para darme cuenta de que has preferido a otra persona, de que no te has detenido ni un segundo antes de pisotearlo todo y echarlo a la basura sin el más mínimo remordimiento. No quisiera que fuera así, pero la vida no tiene sentido si no despierto a tu lado cada mañana. Saberte lejos me provoca una sensación de vacío interior, de vértigo, de sinrazón, que es lo más parecido a lo que sentía cuando me enamoré de ti, cuando decidí

amarte, aquella tarde junto al río, en tu escondite secreto. ¿Será posible que lo hayas olvidado? ¿Será posible que no recuerdes aquellas tardes en el río, cuando aprendimos juntas hasta dónde llegaba el amor y con qué fuerza? ¿Será posible que antes de tomar una decisión tan drástica, tan repentina, no pensaras cómo ibas a destruirme a mí y al mundo que fundamos juntas? Qué mala amante debo ser para que prefirieras a una persona mayor y llena de problemas... Sí, soy una idiota, porque quiero que sepas que mi idea de la vida sigue llamándose Berenice y tendrán que pasar muchos años y muchas cosas para que eso cambie. Nada se puede contra el corazón: te debiera odiar pero sigo amándote y sigo esperando cada día que regreses, que me abraces y que hagamos el amor. No me acostumbro, no me resisto y no soporto la idea de que esto haya terminado. De una cosa estoy segura: si uno escogiera su destino o la vida fuera repetible como un casete, volvería a vivir, punto por punto, todos estos años que compartí contigo, aun cuando supiera que al final volvería a terminarse. Nidia Fue aquel verano. Ella la invitó a su casa y esa misma tarde, después de comer, corrieron a la poza. Hacía tanto calor que se metieron de inmediato al agua helada. A pesar de sus protestas, ella jugó todo el tiempo a mojarla, a hundirla, hasta que Nidia, desesperada, salió huyendo hacia la orilla. La persiguió y, al llegar a su lado, vio cómo los pezones pinchaban con furia la tela mojada de la camiseta. Su vista se detuvo allí unos fragmentos de segundo y luego subió lentamente hacia los ojos de Nidia, que estaban fijos en su boca entreabierta y jadeante. La besó. La empujó contra el árbol y pegó su cuerpo al de ella. Sus manos se metieron bajo la camiseta y sintieron por primera vez la piel helada y húmeda. Levantó la tela y vio los pechos fruncidos. Cerró sus manos sobre ellos y luego sus labios, la lengua inexperta que parecía reconocer en un segundo su verdadero oficio. Se fueron deslizando sobre el tronco hasta quedar tendidas en la hierba alta, un cuerpo sobre el otro, los labios pegados, desnudos los torsos. Entonces, oyeron los gritos del hermano menor que se acercaba. Sólo entonces se dieron cuenta de que la tarde caía con celeridad. Se vistieron apresuradas y salieron al encuentro del muchacho que las precedió todo el camino, echando desde la linterna un tenue circulito de luz sobre la tierra. Ellas, dos pasos detrás, cantaban a vivo grito, tomadas de la mano, sus canciones favoritas. Las tardes en la poza no fueron suficientes para el ardor que inauguraban. En las noches, bajo el mosquitero, continuaba el incendio de las pieles y no había roce o explosión que las saciara. Berenice compartía el cuarto con sus tres hermanas, que empezaron a oír gemidos apagados y chasquidos. Sin embargo, nada pasó hasta varias visitas después, cuando la madre irrumpió silenciosa en la habitación y alzó la tela. Estaban desnudas, una sobre la otra. La luz del cuarto se encendió antes de que pudieran hacer nada. Berenice, tratando de proteger la desnudez de Nidia de los ojos perturbados de su madre, se mantuvo encima de su cuerpo y bajó el mosquitero de un tirón. A través de la malla vieron cómo se alejaba, tan silenciosa como llegó, y apagaba la luz al salir.

A la mañana siguiente, después de una madrugada de llantos y especulación, Berenice se armó de valor y fue al comedor, donde ya desayunaban sus hermanos. La madre trajinaba en la cocina, iba sirviendo los platos, llenando las tazas de café, calentando las tortillas. No le dijo nada, pero tampoco la miró a los ojos. Y en medio de la turbación la oyó preguntar de espaldas a la mesa: « ¿No va a desayunar esa muchacha?». Fue por ella y, con muy poco apetito, tomaron el desayuno. Terminado, Nidia se refugió en la habitación y empezó a preparar su sin mirarla: «No quiero que la traigas más». «Si no viene ella, tampoco vendré yo», le respondió Berenice sin levantar la mirada de la taza vacía. «Te extrañaremos», dijo la mujer y salió al patio. Cuando tuvo fuerzas para levantarse del taburete, la vio dándole de comer a los animales. Recogió sus cosas y no se despidió. Se fue como cada domingo, caminando despacio hasta la parada del autobús en la carretera. Apoyó los brazos en el volante y dejó caer la cabeza sobre ellos. Un gemido de dolor le salió del pecho como una imprecación. Los espasmos se sucedieron hasta que unos toques en el vidrio de la ventanilla la hicieron contenerse. « ¿Cómo le explico a Ángeles?», se preguntó unas milésimas de segundo antes de levantar la cabeza. Pero no era Ángeles. — ¿Qué pasó, mi chava? - dijo Daniela-, ¿qué haces chillando como una damisela? Berenice tomó un pañuelo desechable y se limpió la cara lo mejor que pudo. — Nidia - le dijo-, que no quiere el carro. Lo dejó aquí, con una carta en la guantera. — ¿Por eso lloras? — Es que dice cosas... - bajó la cabeza y golpeó con el puño el volante-. Me siento tan miserable, Daniela... Volvió a apoyar la cabeza sobre sus brazos. Daniela se sentó del lado del copiloto. — ¿Qué dice la Nidia? - preguntó después de un largo silencio mutuo. — Qué quieres que diga... Que me quiere, que se niega a aceptar lo que ha pasado... y le extendió la carta. Daniela leyó en silencio y volvió a doblar el papel. — Gacho - dijo, devolviéndosela. — ¿Qué me pasó, Daniela? — Que la Nidia es una flaca estirada y mamona, que deberían ponerte una medalla por haberla aguantado tanto tiempo. Berenice quiso mirarla con dureza, pero Daniela siempre acababa por hacerla sonreír. — Estoy hablando en serio. — ¿En serio? ¿Quieres que te hable en serio? Pues el amor es, por naturaleza, un producto perecedero y cuando la rutina aplasta a la pasión, muchas parejas no lo soportan.

Eso fue lo que pasó y no es malo, la vida sigue. Eso es, en definitiva, lo que nos diferencia de los heteras que cuando se enfría la hoguera no tenemos que seguir fingiendo por los hijos o las propiedades... — No te enrolles, Daniela, estamos hablando de Nidia y de mí, en singular. Dice Teresita que éramos la pareja ideal. — ¡Qué sabe ésa del amor si nunca le han besado el ombligo! Las dos rieron. — Sí se lo han besado - dijo Berenice. — What! — Acuérdate que viví con ella y le sé varios secretos... ¡Y ella a mí! — Uy, manita, estás muy fregada... En las manos de esa confesora... La sonrisa de Berenice era triste, indecisa. — Ella me quiere, Dani... — ¿Teresita?... - Berenice movía la cabeza de un lado a otro, reprobando- Nidia te quiere como tú a ella, mi chava. Es lógico, frieron muchos años, pero hace dos semanas estaba tan aburrida como tú. Acuérdate del Nek - y cantó desafinada-: No preguntes por qué/ ya no sois los de ayer, / que es un juego sin reglas la pasión. / -Berenice se tapó los oídos con ambas manos y ella alzó la voz, sacando la cabeza por la ventanilla del cocheQué te puedo contar/ que te ayude a olvidar/ las heridas que deja el desamor... — ¡No manches, Daniela! Tú y tu horrible pop... — Mira quién habla - se burló-, la trovadora de los sesenta... Mejor te canto la de Sabina: Cuando le dije que la pasión/por definición/ no puede durar/ cómo iba yo a saber... - las dos reían- A la Nidia no le revivió el amor, es que nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido... Y a nadie le gusta perder. Lo que no soporta es que hayas sido tú la que se fuera. Qué culpa tienes, hija, te enamoraste. — Tengo la culpa de haberme enamorado. — No digas pendejadas, las cosas pasan porque tienen que pasar. — El que se va siempre carga con la culpa. — Pues eso es muy injusto, porque cuando una relación se rompe, la culpa es de los dos. Aunque uno haya puesto el cuerno. Y ni modo que te regreses con aquélla si eres feliz con ésta. Ni modo que le digas: pues fíjate que sí, pinche fideo, me gusta más la ruca llena de problemas. . .- Berenice no pudo contener la sonrisa- ¿Ya ves? Lo bueno es que te hago reír... No pienses demasiado, Bere, deja fluir las cosas, déjate llevar. Lo que venga será lo que deba ser. Piensa que todo está escrito, que sólo somos personajes interpretando nuestro papel.

— ¿Y crees que con eso me voy a sentir mejor?... — Vas a ver que sí, mi chava. Vas a ver que sí.

IX La mañana del sábado, muy temprano, Malena y su familia pasaron a buscarlas. Después de los saludos y las presentaciones, el camino hasta el club fue silencioso. Los niños iban dormidos y Raquel cabeceaba recargada al hombro de Felipe. Pero el letargo se espantó en cuanto la camioneta atravesó los arcos de entrada, recorrió el largo sendero rodeado de árboles y se detuvo delante de una elegante cabaña de dos pisos. — Sean ustedes bienvenidas - dijo Javier al subir los escalones que conducían al porche-. Siéntanse en su propia casa. — Vayan acomodándose mientras pongo el café y pedimos algo para desayunar propuso Malena-. Felipe, acompaña a tu tía. Que ellas se queden en la grande y pásense ustedes a la otra, hijo. La habitación era amplia, con una terraza que ofrecía una hermosa vista del valle. Había una cama matrimonial y otra pequeña. Toda la decoración revelaba buen gusto y holgada disposición de recursos. Tenía baño propio y, después de hurgar en su mochila y sacar el traje de baño, Raquel se encerró en él. — Cuánto verdor... - dijo Ángeles, acercándose a la terraza- Qué hermoso, ¿verdad? — Lo único hermoso eres tú - respondió Berenice pegándose a su espalda y rodeándola con los brazos. Ángeles se recargó en su cuerpo y apoyó la cabeza sobre su hombro. Así, con la vista perdida en un horizonte lejano, estuvieron hasta que sonó la cerradura del baño. El desayuno fue abundante y variado. En cuanto terminaron, los niños corriendo alborotados hacia la alberca, por los pasillos cementados que atravesaban el jardín. Malena, sonriente, sirvió más café en las tazas. La charla se extendió por casi una hora. — Es un gustazo que te hayas decidido a acompañamos - le dijo Javier a Ángeles-, Y que la hayas traído. Ojalá te sientas bien acá con nosotros - agregó dirigiéndose a Berenice, que agradeció con una sonrisa. — No nos esperen, Male - dijo Ángeles mientras subían la escalera- ; Los alcanzamos allá. Berenice se echó boca arriba sobre la cama con las manos entrelazadas tras la nuca. — Estos cagan lana... Ángeles se echó a su lado, boca abajo. — A Javier le ha ido muy bien. Se besaron largamente. — ¿No te da miedo que vayan a venir? - preguntó Berenice.

— No van a venir. Volvieron a besarse. El panorama que se veía a través de la terraza llenaba el espacio de un frescor cautivante. Se desnudaron. Ángeles fue hasta la puerta y puso el seguro. El cabello ondulado caía sobre los hombros y se acomodaba en dos partes sobre los pechos llenos. Su piel resplandecía con la luz. — Quédate ahí - pidió Berenice, haciendo una señal con la mano-, déjame verte... Eres tan hermosa. Ella sonrió haciendo un gesto de pudor. Parecía Venus saliendo de la concha. — Tan hermosa como lo que veo desde aquí - le respondió, dando un salto felino hacia la cama. Abajo, como en sordina, se oyeron los pasos de los anfitriones y la puerta cerrándose.

Después de un día de sol al lado de la alberca y de una cena opípara en el bufet del restaurante, buena parte de los miembros del club se reunían alrededor de una fogata que preparaban los muchachos, auxiliados por algunos empleados. Los meseros corrían de un lado a otro, tomando pedidos y entregando bebidas. Ángeles y Malena se paseaban, dando vueltas alrededor del fuego que comenzaba a crecer. — Y la Berenice se integró muy bien - dijo Malena señalando con la barbilla al grupo de muchachos sentados sobre la hierba-, se los ganó. — Tiene ese don. Hace maravillas con los alumnos. — Es muy joven. — Un par de años mayor que tu hijo Bobby. Es muy buena profesora, mejor que muchos de los carcamales que tenemos ahí miles de años. Un muchacho llevó una guitarra y comenzaron a cantar. — Desde que los niños crecieron - dijo Malena-, se pone mejor el ambiente en las noches. ¿Te acuerdas el aburrimiento de antes? Las dos rieron. — Ahora parecen más cómodos, como una gran familia. — Ni te creas. Ya sabes cómo son los ricos de hipócritas. Algunos están peleados a muerte. ¿Te acuerdas de los Fontanales? El viejo está en la Comisión Bancaria y tiene una guerra declarada contra Mauricio Hahnneman, el magistrado. No sabes las cosas que han pasado aquí, alrededor de esta misma fogata, incluso entre los hijos de ellos. Hasta pistolas han sacado. Si te contara... La guitarra estaba entre los brazos de Berenice. Salieron de ella los primeros acordes y Ángeles se detuvo en seco.

— ¿Canta? - preguntó Malena. — Parase. No sabía. Cómo gasto papeles recordándote, cómo me haces hablar en el silencio, cómo no te me quitas de las ganas... Ángeles sonrió. Las primas se acercaron al grupo. Berenice clavó los ojos en ella. Te doy una canción, se abre una puerta y de las sombras sales tú... Raquel intentó levantarse y Felipe la detuvo del brazo. Te doy una canción de madrugada, cuando más quiero tu luz... La muchacha se revolvía y el primo la recriminaba en voz baja. Ángeles sonreía envuelta en una nube, con las manos dentro de los bolsillos del short y los hombros alzados. Creen que lo digo todo, que me juego la vida, porque no te conocen ni te sienten... Malena hacía gestos con la cabeza. — No canta mal. Te doy una canción como un disparo, como un libro, una palabra, una guerrilla, como doy el amor... No hubo aplausos, más que los de Male. La guitarra volvió a manos de su dueño. Berenice bebió un largo trago de su cerveza. Ángeles se acercó a su oreja, apoyándole la mano abierta sobre el hombro y apretando suavemente. — Eres una cajita de sorpresas. Se incorporó y alcanzó a la prima que se había adelantado. — ¿Qué les ofrezco a las señoras? - preguntó un mesero con gentileza. — Una paloma, joven, por favor - dijo Malena. — Que sean dos - agregó Ángeles. La plática giró acerca de los hijos: Bobby, el primogénito, que seguía firmemente los pasos de su papá como empresario; Felipe y Raquel que ya iban a entrar a la universidad; los más chiquitos, que seguían dando mucha guerra; los proyectos de Javier; los chismes de las López y de las Ruiz Cámara... Algunos niños corrían alrededor de la alberca o jugaban en el pasto bien cortado, pero a medida que la noche se hacía vieja, las familias se iban retirando a sus cabañas. Del otro lado de la fogata, los muchachos cantaban. Ángeles vio la guitarra en manos de Berenice unas tres veces más. Pero, al final, a petición generalizada, el audio local se impuso y los jóvenes empezaron a bailar. Cuando llegó la tercera paloma, Ángeles se atrevió a soltar: — Hace días quiero decirte algo, pero no me he atrevido... Creo que mejor no, no es un tema fácil. — Pues fíjate que no; si ya empezaste, termina... Ni modo que me dejes recomiéndome de la curiosidad. Los muchachos bailaban en filas, haciendo todos los mismos movimientos, con una música de ritmo tejano. — Estoy enamorada - dijo Ángeles, escondiendo el rostro tras las manos, como una adolescente.

— ¡No! - gritó la prima con emoción-. Ésa es la mejor noticia que me puedas dar. ¡Ya era hora, Gelita! Alzó el vaso y lo chocó contra el otro con una fuerza que a Ángeles le pareció excesiva. Tuvo temor de que el vidrio se partiera. — Es una persona más joven. — Ay, prima, eres tremenda... — A veces me asusta un poco esa diferencia de edad, pero el amor no me deja pensar, te lo juro. Es como una ola que me arrastra. Nunca pensé que volviera a sentir algo así. — ¿Y desde cuándo es eso, tú? — Hace varios meses. — ¿Por qué no me lo habías dicho, perjura? — Quería estar segura de que fuera más que una simple aventura. — ¿Y lo es? — Ya no quiero otra cosa en mi vida. — ¡Gelita, pero qué gusto! No sabes lo preocupada que he estado todos estos años con tu soledad y tu tristeza... ¿Y quién es? ¿De la universidad? - Ángeles asintió- ¿Maestro o alumno? — Mejor ahí lo dejamos. Que se quede como un misterio en lo que se consolida. — ¿Pero no dices que ya está consolidado? — En parte, pero me da miedo decirte y que todo se desmorone. — Es un alumno - dedujo Malena-, Gelita, eso es muy peligroso, te puede costar el puesto... — No es alumno, no te preocupes. — ¿Maestro? Dímelo, ¿no vas a confiar en tu prima? — No insistas, Male, dame tiempo. Malena vació el resto de su vaso con una sonrisa pícara. Ángeles estaba asustada, sentía que había cometido un error y que sería muy difícil enmendarlo. — No es maestro - dijo entonces, como si se le escapara entre los labios. — ¿Entonces qué es, hija?, ¿de intendencia?... Male echó una carcajada, riéndose su propio chiste, e inmediatamente volvió a fijar sus ojos inquisidores en los de su prima.

— Maestra - confesó Ángeles bajando la mirada y encomendándose a quien pudiera protegerla. — ¿Maestra? — Es una mujer. — ¿Una mujer?... ¿Pero cómo va a ser una mujer, Gelita? — Por eso no quería decirte, sabía que ibas a hacer una tragedia... Pero estoy feliz, Male. — ¿Cómo vas a estar feliz con una mujer? ¡Lo que estás es loca!... ¿No será esta...? y señaló al grupo que bailaba al otro lado de la fogata. Ángeles no quiso, pero asintió quedamente, arrepentida de haber iniciado aquella confesión- Ángeles, ¿estás loca? -el tono de Malena era de alarma. — Creo que estoy un poco loca, pero... — ¿Cómo te atreves a faltarnos el respeto? Malena la miraba con los ojos muy abiertos. Ángeles tuvo que tomar aliento. — Si te lo he dicho es porque eres como mi hermana y creí que podrías compartir mi felicidad. — ¿Te estás burlando? ¿Cómo voy a explicarles esto a mi marido y a mis hijos? — No tienes que explicarle a nadie. Te lo digo a ti, como una confesión... — ¿Y si me preguntan?... Como me preguntó Carlitos cuando Raquel dijo aquello... — Le dices que no sabes, como dijiste entonces. — Me la traes aquí y nos la estrujas en la cara como si fuéramos idiotas... Y la metes a vivir en tu casa... ¡Con razón esa niña está como está!... Hubiera sido preferible Mario Valencia... Ángeles, tienes que estar loca. ¿Sabes qué? No quiero que volvamos a hablar de este tema. Ángeles se levantó y rodeó la fogata. Malena la vio acercarse al grupo de muchachos, detenerse junto a Berenice y decirle algo en voz baja. La muchacha asintió. Luego se alejó con paso firme y se perdió por los senderos rodeados de árboles que conducían a la cabaña. Sólo unos minutos después Berenice siguió el mismo camino. «En mi casa no», dijo Malena en voz alta. Berenice subía las escaleras con dos cervezas frías en las manos. Ángeles la esperaba, con una sonrisa, en la puerta de la habitación. — ¿Y de dónde te sabes esa canción tan vieja y tan rojilla? - le preguntó. — Genaro y Domingo la cantaban. Mis hermanos, los mayores. Ellos me enseñaron a tocar. Mi familia es muy...

Se abrió la puerta principal y entró Malena. Como una fiera empezó a subir las escaleras. — ¡En mi casa no! Berenice, sorprendida, se echó a un lado, con las botellas en la mano. — Te exijo que me respetes y dejes de tratarme como a uno de tus hijos - respondió Ángeles con tono de muy pocos amigos-. No vine aquí a que me dieras órdenes. Si te tranquiliza, me largo ahorita mismo. Berenice, recoge las cosas y vámonos. La muchacha entró a la recámara y empezó a juntar sus pertenencias sobre la cama grande. Malena miraba alternadamente los ojos de Ángeles, fijos en ella, y los movimientos de Berenice dentro de la habitación. — Gelita - le dijo-, ¿Por qué no nos tomamos algo y tratamos de platicar? Bajaron la escalera y se acomodaron en los sillones de la amplia estancia. Berenice terminó la maleta, se asomó con cuidado a la puerta y las oyó hablando más calmadas. Se sentó en la terraza, bebiendo una de las cervezas, ya sudada y tibia. El aroma de la noche la embriagó. El olor de la madera quemada se mezclaba con el del bosque húmedo, las flores, la limpieza natural. Cuando terminó la cerveza, abrió con cuidado la puerta y sintió las voces abajo. Volvió a cerrar y salió de nuevo a la terraza con la segunda botella. Ya la había terminado y estaba adormilada sobre el asiento de lona cuando regresó Ángeles y se sentó en la otra silla. Estuvieron en silencio un rato, hasta que Ángeles lo rompió. — Ya sabes: los miedos, el qué dirán... Que Javier no se dé cuenta, ni los muchachos. Que regresemos con ellos mañana, pero no quiere saber nada de esto. Cree que, trayéndote, me burlé de ellos y quise obligarlos a aceptarte. A aceptar una situación en la que ni siquiera sabe cómo pensar... Que la horroriza, que la asquea. Otro silencio se alargó sobre el ruido de los grillos. — ¿Para qué se lo dijiste? — Creí que se alegraría de mi felicidad. — Ay, Ángeles, estás como Nidia... Ángeles dio un golpe en el brazo de la silla. — ¡No me compares con esa mujer! — Perdóname, no es comparación, son coincidencias... — Las coincidencias sólo pueden descubrirse cuando comparas... ¡No me compares con ella! — Lo que quiero decir es que a veces, cuando eres feliz, crees que todo el mundo va a aplaudir tu felicidad y no es así. Este tipo de vida hay que llevarlo con un poco de prudencia, es casi una cuestión de sobrevivencia.

— No puedo sobrevivir escondiéndome. Parece mentira que seas tú quien me diga eso. Me parece muy hipócrita de tu parte. — No es hipocresía, es precaución. — Sea lo que sea, ése no es el punto. El punto es que Male es la única familia que tengo, ¿comprendes? No podía seguir ocultándoselo porque nunca le he ocultado nada... — Te comprendo - Berenice tomó la mano que reposaba sobre el brazo de la silla-, sé lo que sientes. — No tienes ni idea de lo que siento... - Ángeles sacó la suya de entre las manos de Berenice- Me dijo que me la puede quitar -murmuró finalmente-, que Sergio me puede quitar a Raquel. Su voz era un susurro rasgado. Berenice no supo qué decir, cualquier argumento le parecía insuficiente. Le tomó la mano nuevamente y el silencio volvió a alargarse. Cuando Raquel y Felipe llegaron, todo estaba en calma. Subieron la escalera despacio y se detuvieron frente a la puerta de la recámara. — Col tu padrastro... De pocas tuercas - dijo Felipe recargando el hombro en la pared. A partir de ahora será Veranáis, porque es ver nace. — ¡Cállate, imbécil! - Raquel hacía señas como quien advierte de que las paredes tienen oídos -. Ya ves el perote que me busqué por el pinche Charly. — La culpa es tuya, por platicar chismes de adultos delante de los infantes... Bye bye, darling... Le dio un beso en la frente y se perdió tras de la siguiente puerta.

X — ¿Entonces cómo prefieres? Ángeles le había pedido que ayudara a Raquel a resolver el cuestionario del examen de ingreso a la universidad. «Así estarán más cerca, te irá conociendo y aceptando», le había dicho para convencerla cuando a Berenice le pareció una locura: «Vas a juntar el fuego con la dinamita, Ángeles». Pero ella insistió: «Tienes un don especial para enseñar y para hacerte querer». Durante un buen rato habían trabajado en calma, sentadas a cada lado de la barra llena de papeles del desayunador. Berenice le explicaba cada tema y Raquel hacía anotaciones con una letra pequeña, muy parecida a la de Nidia. — No prefiero hacer nada contigo, ¿no entiendes? Quiero que me ayude mi mamá. — Entonces tendrás que esperarla y seguramente llegará muy cansada - dijo Berenice haciendo acopio de calma, que al fin y al cabo era maestra y sabía de esos menesteres¿No te parece mejor que avancemos y que ella revise lo que hayamos hecho? — No quiero avanzar contigo. No quiero nada contigo - y cerró el cuaderno. — Pero, Raquel, si hasta ahora íbamos bien... — ¡Pero no quiero! ¡No quiero! ¿No me oyes?... Nada más lo haces para sobarle los ovarios a mi mamá. Berenice la miró fijamente. Raquel sostuvo la mirada. — A tu mamá yo le sobo los ovarios de otro modo y me da mejores resultados. No te confundas. No acostumbro a rogarles a las personas que no saben valorar mi trabajo, así que conmigo no cuentes. Arréglatelas sola. Además, te voy anunciando que si piensas llegar a la universidad así, como si fueras una niñita malcriada de mamá, serás el hazmerreír de todos... — Mira quién habla de hazmerreír... la que quiere ser hombre con esas tetas... — No quiero ser hombre. Entérate, pendeja. — Más pendeja serás tú. Así las encontró la madre: Raquel encerrada en su cuarto con la música a todo volumen; Berenice en el estudio, con la música al mismo alto. Ángeles entró al estudio y apagó el estéreo. — Se puso pesada - explicó Berenice- y no me aguanté. La culpa la tienes tú, que a fuerza quieres ligar el aceite con el vinagre. — Ustedes también tienen que ayudarme, me canso de ser el árbitro todo el tiempo había salido al pasillo y abierto la puerta de Raquel; Berenice sintió cómo apagaba

también el equipo del otro cuarto-. No pongan esa música tan alto que se van a quedar sordas... Y me van a dejar sorda a mí. ¿Cuál fue el problema, Raquel? — Ninguno. A no ser que me dejas con esa idiota y quieres que le ría sus gracias. — La idiota eres tú - gritó Berenice desde el estudio-. A ver quién te ayuda, porque tu madre no creo que tenga tiempo. — Mi madre nunca tiene tiempo para mí... No fueras tú la que necesitara algo, pinche machorra... — Ya estuvo bueno las dos, caramba - gritó Ángeles y salió al pasillo-. Esto de tener dos hijas adolescentes es una chinga... La puerta de Raquel se cerró de un tirón. La del estudio también.

Mario Valencia hizo una mueca cuando la vio escribir la nota. «Te espero abajo», así, sin destinatario ni firma. La había encontrado asomada al ventanal de la sala de maestros, abstraída en la contemplación de lo que a él le parecía un pastizal sin chiste. Parecía preocupada. «Nos echamos un cafetín», le propuso, y ella escribió la nota antes de bajar a su lado, atravesar la explanada y entrar a la cafetería. — ¿Por qué no lo intentamos de nuevo? — Este café es horrible. Las dos frases se enredaron en el aire. Ambos titubearon sin atrever-se a continuar. Ángeles lo miraba con la sonrisa trunca, colgada de las comisuras. Él fijó la vista en los círculos concéntricos que hacía el agua oscura dentro de la taza. — Si quieres lo tomamos en otro lugar. Conozco un sitio... — No, Mario - le interrumpió y los restos de sonrisa se borraron. — ¿Por qué no lo volvemos a intentar? - insistió el hombre; ella se mantuvo en silencio-.Tú no eres así, debes estar confundida... - ella sintió que un nudo se apretaba en su garganta y la dejaba sin aire; algo por debajo del estómago empezó a temblarle- No eres así - repitió el hombre-, ya sabes lo que quiero decir. Tú y yo nunca necesitamos demasiadas palabras para entendernos - Ángeles no levantó la vista de la madera sucia de la mesa-. A lo mejor no supe... o no pude ofrecerte lo que necesitabas, pero puedo volver a intentarlo, mi relación con Inés está terminada... — Esa decisión no tiene que ver contigo, Mario -le escupió como si las palabras hubieran saltado inevitablemente de su boca. — Si no te parezco suficiente - continuó él-, cosa que es comprensible, maestra, hay otros hombres... — Mi decisión no tiene que ver con los hombres. Ni contigo ni con ningún otro.

— Tú no eres lesbiana, Ángeles -pareció que a la palabra, dicha en un susurro, le hubiera costado trabajo salir de sus labios. — Tal vez sí. Tal vez soy lesbiana - y ella la reforzó intencionalmente. — Ok - asintió, condescendiente-, a lo mejor eres bisexual, eso no me parece mal. Y entiendo que quieras echarte tu revolcón con esa muchacha o con cualquier otra, pero de ahí a hacer de eso una relación formal, llevártela a vivir contigo como si fuera un matrimonio... — Mario, ése es problema mío. — Pero Ángeles, todo el mundo se da cuenta. — ¿Y te preocupa? — Me preocupa tu prestigio, tu seguridad... — ¿No será que te molesta que haya escogido a una mujer en vez de a ti? — Estás muy ruda, maestra. Antes no decías las cosas así. — Mario, por favor, no repitas paradigmas y prejuicios. — ¡No los repitas tú! Que una cosa es acostarte con esa chava y otra muy distinta mimetizarte con ellas. — ¿Ellas en plural? — No tengo nada en contra de ellas, pero despierta, mujer: no perteneces a ese mundo, estás confundida... — Deja de juzgar lo que no conoces. Deja de mirarlo todo a través de tu propio lente... Si alguna vez aprecié algo en ti fue tu inteligencia, tu supuesta amplitud de criterio... ¿Y sabes una cosa?, no quiero tomarme este café horrible ni seguir platicando contigo. El hombre la vio salir con paso decidido hacia la explanada.

Rogelio Galindo tenía una camisa blanca inmaculada, sin bolsillo, con los puños sostenidos por unos gemelos de oro. La corbata, de discreto diseño y fina seda, estaba anudada de manera precisa debajo de la nuez de Adán. Su cabello, peinado hacia atrás, descubría una frente alta, con muy pocas arrugas. Las manos entrelazadas dejaban ver unas uñas arregladas con pericia de manicure. «Mayatón», pensó Berenice. La había recibido con cordialidad, extendiéndole una mano que apretó la suya con la fuerza exacta y luego le señaló cortésmente la silla en la que estaba sentada. — ¿Te ofrezco algo? ¿Un cafecito, un refresco, un vaso con agua? — No, gracias.

— Enseguida viene don Manuel - le dijo con una sonrisa que enseñaba los dientes blanquísimos y correctamente alineados. « ¿Este imbécil no se echará pedos? ¿Cagará con olor a rosas?», se preguntó al límite de su paciencia, sin saber si hablar o no, si mirarlo o no. En ese instante se abrió la puerta y la secretaria anunció a Manuel Carballido, el representante de la facultad ante el sindicato de la universidad. — Don Manuel, muy buenos días, qué gusto verlo - dijo Galindo y le extendió la mano. Luego la señaló-. Ella es la profesora Berenice Gallardo, ¿la conoce, verdad? - el hombre asintió-, y está aquí para que le expliquemos la cuestión que habíamos platicado ayer. Carballido, que no era tan viejo como supondría quien oyera el título por el que le había llamado, extendió la mano y saludó a Berenice. Tendría la misma edad que Galindo, pero su vestimenta y los marcados descuidos en su arreglo personal le hacían parecer el otro lado de la moneda. — Berenice, he querido que esté presente don Manuel porque no quiero que lo que voy a decirte se interprete como una decisión unilateral - ella asintió-. Es una verdadera pena para mí comunicarte que por no haberse juntado el cupo que esperábamos y tratarse de una materia opcional, la facultad ha decidido cancelar para el próximo semestre los talleres de redacción literaria y apreciación artística que has venido coordinando con tanta destreza. Quiero que entiendas que no hay nada personal en esta decisión: la facultad reconoce tu calidad y está en la mejor disposición de recontratarte en caso de que la situación cambiara, pero en la actualidad, el presupuesto tan limitado que nos ha sido asignado no nos permite invertir el sueldo completo de un docente en una materia que han tomado tan pocos alumnos. Te repito que es una pena, sabemos la utilidad real que tienen estos talleres para el futuro profesional de nuestros estudiantes, pero por ahora, lamentablemente, no podemos hacer nada. Berenice permaneció en silencio, con la mirada fija en el escritorio, con ganas de tomar el afilado abrecartas de plata y grabar sobre la pulida y abrillantada superficie: «Chinga a tu madre, pinche ojete». — Yo, a título personal -continuó el hombre, con hablar pausado-, he revisado la plantilla de docentes y las exigencias académicas del departamento, tratando de encontrar un puesto donde reubicarte, porque nos resulta verdaderamente penoso tener que prescindir totalmente de tus servicios. Pero no hay vacante, ninguna posibilidad. Lo seguiré haciendo, te lo aseguro, y si la hubiera te lo comunicaré de inmediato. Berenice alzó la vista y se encontró con la mirada de Rogelio. Sus labios se alargaron en un esbozo de sonrisa. « ¿Este imbécil querrá que le agradezca?». Ante lo que creyó una aceptación silenciosa, el hombre continuó: — Me veo en la penosa necesidad de avisarte esta situación para que la tengas prevista. Si consiguieras otro trabajo, estaríamos dispuestos a darte las mejores referencias y lamentaríamos profundamente haberte perdido, pero ya sabes cómo son estas cosas del presupuesto. Lógicamente, te repito, quedarían las puertas abiertas para futuros talleres o

asignaturas. Como tenemos tus datos, te avisaríamos y nos encantaría contar nuevamente con tu experiencia y tus conocimientos, que tan útiles han sido en los últimos semestres. — ¿Entonces van a cerrar el taller? - preguntó Berenice, como quien puntualiza. — Lamentablemente, sí. — ¿Es ésa la razón por la que me corren? — No, Berenice, por favor, no lo entiendas así, no te despedimos... — Ah, claro, simplemente están prescindiendo de mis servicios. Rogelio Galindo pasó por alto el tono sarcástico. — Sólo momentáneamente y por razones de fuerza mayor. Claro que se te entregará el finiquito correspondiente y, te repito, estamos dispuestos a darte las mejores recomendaciones porque ésa es la opinión que has dejado en nosotros. — Las mejores recomendaciones -repitió Carballido, que abría la boca por primera vez.

«Te espero abajo», decía el papel doblado que Berenice encontró sobre su mochila. Con toda la calma del mundo bajó las escaleras. Como buen viernes, la plaza se llenaba poco a poco de estudiantes. En la base de la escalinata de la rectoría cantaba un trovador y los jóvenes usaban los escalones como anfiteatro. Del otro lado, un grupo musical preparaba sus instrumentos y hacía pruebas de sonido. Ángeles estaba en una de las bancas que rodeaban la explanada. Ella se acercó despacio y se sentó a su lado. La mujer alzó la mirada del libro que tenía entre las manos y la interrogó sin palabras. — Me corrió - dijo Berenice. — ¿Cómo? ¿Te corrió? - Berenice asintió- ¿Te corrió? -Berenice volvió a asentir-. Hijo de mala madre... ¡Me va a oír! Ángeles hizo el ademán de levantarse, pero Berenice la contuvo. Los muchachos de la escalinata cantaban a coro con el trovador. — ¿Qué razones tiene para correrte? Ya me había amenazado a mí. Esto es un clarísimo caso de discriminación. — Lo manejó de otro modo. Van a cerrar el taller por falta de cupo. — Si todavía no empieza el semestre, ¿cómo va a saber el cupo que tendrá? — Lo está presuponiendo según el cupo de este semestre. — Eso es arbitrario y absurdo - la interrumpió. — Dice que el presupuesto no le alcanza para pagar a un profesor para tan pocos alumnos.

— Que te dé otra asignatura. — No tienen vacantes. — ¿Y te vas a quedar así? — ¿Qué quieres que haga? — Que vayas al sindicato, al jurídico, a la rectoría... Yo voy contigo. — ¿A qué, Ángeles? — A decir que te están corriendo por... — ¿Por lesbiana? No me están corriendo por eso, Ángeles. Lo preparó muy bien. Y no voy a divulgar mis intimidades, y de paso las tuyas, cuando está prescindiendo de mis servicios temporalmente por razones de fuerza mayor, según dijo, por causas de índole completamente administrativa. — Maldito... ¡Pero me va a oír! - volvió a hacer el ademán de levantarse de la banca. El bajista del grupo musical improvisaba y alrededor fue creciendo la rueda de muchachos. — ¿Adónde vas? ¿No te parece suficiente con que yo me quede sin trabajo? ¿También quieres que te corra a ti? — ¿Y tú dignidad? — Él no me ha faltado en la dignidad, ¿no comprendes? — Sí lo ha hecho. — Pero no abiertamente. Cálmate, Ángeles, piensa. — ¿Y qué vas a hacer? — Buscar trabajo, tal vez empezar la maestría... — No puedo creer lo que estoy oyendo... Te vas a quedar con los brazos cruzados, dejando que te den una patada en el trasero. Si fuera cualquiera de tus amigas, ya estarías dando saltos y brincos para defenderlas. .. ¿Y no le propusiste opciones, otros talleres? — ¿Para qué?... si ya sé por lo que me está corriendo. — ¿Ya ves? Y si lo sabes, ¿por qué no lo demandamos? — Porque él está protegido y sólo haríamos balconearnos nosotras. — Pues nos balconeamos, Berenice, ¿qué tiene? ¿Acaso hay alguien en esta universidad que todavía no lo sepa? Había alzado la voz y señalaba con el brazo extendido todos los edificios de alrededor, como Carlos V mostrando sus dominios.

— Pareces la de los 25 años... ¿No te das cuenta que no es siquiera por lo que sea o deje de ser? Piensa con frialdad. ¿Cuál es el problema? Que dos maestras están escandalizando a la universidad. ¿Cómo se soluciona? Alejando a una de ellas. ¿Con cuál te quedas? Con la que ya te ha demostrado lo que vale, la que era una mujer confiable y decente hasta que llegó la muchachita. — Pero, ¿por qué no nos corre a las dos y arranca el mal de raíz? — Porque si nos corre a las dos quedaría al descubierto que lo hace por la relación y no por los pretextos perfectos con los que me corre a mí. Ángeles se quedó en silencio. Su mirada recorrió en un segundo los edificios de alrededor y el mar de muchachos que iba llenando la plaza. — No creas que me voy a quedar así, tan tranquila... — Tienes que hacerlo por muchas razones; la más poderosa, Raquel. — ¿Qué tiene que ver Raquel en esto? — En primera, que su manutención depende de ti. En segunda, que si sales con esa bandera la dejas indefensa, acorralada. ¿Te imaginas lo que sería, en el primer semestre de la carrera, cuando todo es tan difícil, enfrentar un escándalo en el que las protagonistas son su mamá y su amante? Ángeles resopló. Los arpegios finales del trovador se mezclaban con la improvisación del bajo y la batería. — ¿Entonces ganó el mamila del Rogelio? — Rogelio perdió, porque me perdió a mí que, modestia aparte, era una de sus mejores profesoras. Soy joven e inteligente, en cualquier universidad me contratan. Me está dando la ventaja de avisarme. A lo mejor yo gano, Ángeles, ¿eso quién puede saberlo?

XI — Ante todo, tres aspectos debemos tener claros: primero, que los grandes autores no empezaron escribiendo obras maestras, sino como ustedes, con incipientes atisbos, por lo que se trata de un proceso de mucha voluntad, de constante aprendizaje y autosuperación - y escribió en la pizarra, con plumón violeta, voluntad, aprendizaje y autosuperación-. Segundo, que la literatura es una recreación de la realidad re-creación, puso debajo de las tres primeras palabras- y no una simple reproducción; la literatura es ficción - y escribió la palabra en la pizarra- o sea, mentira, imaginación, sueño. Y, tercer aspecto, estar en disposición de que un texto de tres cuartillas se reduzca a dos párrafos; tan importante es escribir como luego saber limpiar lo que se ha escrito, quitar lo que sobra, porque un texto que dice diez veces la misma idea es diez veces menos efectivo. La sala tenía una ventana con vista al jardín del centro cultural, pero las asistentes al taller literario insistían en mantenerla cerrada aunque Berenice se quejara de claustrofobia. Eran siete mujeres, casi todas cincuentonas o sesentonas, aficionadas a una poesía romanticoide y lastimera o, en caso contrario, a una verborrea apasionada y barroca que pretendía ser erótica y que a ella le causaba una risa que tenía que contener delante de ellas. Ana Paula era la nota disonante. Una muchacha joven, de unos veinticinco años, que escribía una poesía interesante y una narrativa muy atrevida. Berenice sabía que aquellas mujeres nunca asimilarían las lecciones que trataba de transmitirles, pero esperaba que a Ana Paula, al menos a ella, pudieran servirle de algo. — No puede ser lo mismo - continuó explicándoles- escribirle una carta a la mamá o al novio que un poema, aunque en ambos el mensaje esencial sea el mismo. El criterio diferenciador es el valor estético - Daniela acababa de asomar la cabeza por la puerta del saloncito-. El lenguaje es la materia prima de la obra literaria, como lo es la piedra para la escultura o el óleo para la pintura. E igual que la piedra puede usarse tanto para levantar edificaciones como para esculpir y el óleo tanto para pintar paredes como paisajes, del mismo modo el lenguaje tiene varios niveles y funciones. Ver a Daniela la hizo apurar la charla. Cuando se acomodó en el carro de la amiga, saboreó el placer de escapar. — Pisa el acelerador antes que me alcancen - le pidió y ambas soltaron sonoras carcajadas. — Te voy a llevar a un lugarcito de lo más chulo. Nos podemos echar un par de chelas y platicar tranquilísimas. ¿Cómo te ha ido? Además de estas amables señoras, quiero decir. Le contó que Ángeles se estaba ocupando de los gastos fuertes para que ella pudiera dedicarse a la maestría y al taller y para que, además, como estaría más tiempo en la casa, le echara un ojo a Raquel. — ¿O sea, de cancerbera? - Daniela sonreía- ¡Qué bajo has caído!

Berenice quiso negarse al principio, por aquello de la independencia, pero comprendió que los mecenas no abundaban y decidió aprovechar el privilegio. De hecho, no estaba haciendo más que prepararse para mejores oportunidades y mejores remuneraciones, con las que podría compensar en un futuro la ayuda de Ángeles. — O sea, de padrota - agregó Daniela y rió con gusto. Entonces le habló de Ana Paula. — ¿Una niña? - Daniela se frotaba las manos-. Ya me extrañaba esa Bere tan hacendosita y doméstica... Instintivamente, sin decir una palabra de más, se fueron atrayendo. La preferencia de Berenice por Ana Paula se hizo evidente, constantemente utilizaba sus textos como ejemplo de la manera en que debía concebirse la literatura. Eso, que empezó a molestar a las señoras, a ellas las divertía y después de terminado el taller, a veces se quedaban otro rato platicando, conociéndose más. — ¿Para qué vienes? - le preguntó un día-. Escribes bien, no necesitas mucho... — Por alguien que venía antes... Berenice vaciló unos segundos antes de volver a preguntar. — ¿Un chavo? —No. — Ah, ya me parecía... - dijo sin reprimir una sonrisa. — ¿Qué te parecía? — Que no era un chavo... - todavía sonreía. — Se fue cuando ya había pagado el taller. Y luego, me caíste bien, he aprendido mucho... Una de aquellas noches, la invitó a su casa. Raquel, con quien las relaciones habían mejorado después de su entrada a la universidad, se sumó al jolgorio. Se abrieron las primeras cervezas, Ana Paula ofreció cigarros y la plática fue ganando terreno. A las primeras siguieron otras cervezas y el equipo de música subió de volumen. Cuando Ángeles abrió la puerta, el olor a cigarro le golpeó la cara como una bofetada. «Raquel», pensó y desembocó en la sala como una exhalación, a punto de dar el grito. Pero quedó paralizada cuando vio a Berenice sentada junto a otra mujer, joven y guapa, guapísima más bien, en divertida francachela. — Mira, Ángeles, ella es Ana Paula, mi amiga del taller. « ¿Su amiga del taller?... ¿y me lo dice así, con esa sonrisa?...», pensó antes de dar media vuelta y caminar por el pasillo hacia la recámara, sin detenerse. — Hum, creo que se enojó... - dijo Raquel más divertida que nunca.

Berenice se excusó y fue tras ella. — ¿Qué pasó, Ángeles? — ¿Cómo que qué pasó?... Que traes a esa mujer a emborracharse en mi sala. — No exageres... — Y mi hija ahí, fumando como una chimenea y viéndote coquetear con una tipa en mi propia casa, delante de mis narices... ¿Sabías que Raquel fumaba? ¿Lo sabías? — Ángeles, por favor... — Que se vaya ahora mismo.... ¡Ahora mismo! Que esta casa es un templo y no vas a venir con cualquier piruja a profanarlo. Ana Paula lo escuchó todo y estaba con su morral colgado al hombro, a punto de salir del departamento, cuando Berenice regresó sin saber cómo disculparse. Días más tarde, al regresar de las compras, parpadeaba la pequeña luz verde de la contestadora. Ángeles pulsó el botón. «Bere, soy Pau, ¿puedes hablarme cuando llegues? Un beso». Berenice no supo qué hacer, la mirada de Ángeles la había fulminado. — ¿Ni siquiera me van a poder hablar? - reclamó. — No quiero que te hable esa presumida. — No tienes derecho a escoger a mis amigos. — Y tú no tienes derecho de darle mi número a cualquier tipa que te encuentres por ahí... ¡Que no vuelva a hablar, Berenice! Porque voy a tener que regresarle la llamada y decirle un par de cosas que no le va a gustar oír... — Me regañas como si hubiera hecho algo malo... Sólo es una alumna del taller. — Una alumna... ¿Cuántas veces has oído que mis alumnos llamen aquí? No te lo voy a repetir, Berenice: ésta es mi casa y no quiero que esa tipa vuelva a llamarte. Si te sonsaca en la calle, ya caerá sobre tu conciencia, pero aquí que no llame. Ángeles se metió al baño y cerró la puerta. Berenice, que se había quedado en la cocina, oyó un ruido detrás de ella y volteó a medias la cabeza. Raquel estaba asomada a la puerta de su cuarto, con una sonrisa irreprimible. — Bienvenida a Alcatraz. Daniela soltó la carcajada. — ¿Y por fin qué pasó con Paulita? ¿No hubo un beso o una apretadita cuando se iban las viejucas del taller? — Ya te dije que me cae bien, pero ya. — Cómo va a ser, mi chava, tanto tiempo con una misma vieja te echa a perder los órganos de los sentidos, destruye la capacidad de reacción, atrofia las nociones - Berenice

sonreía-. No puede uno negarse al empuje de las nuevas generaciones... Un besito no se le niega a nadie, al contrario, tonifica el funcionamiento cardiovascular... ¡Le tienes terror a Ángeles! — No seas mamona, Daniela. — Qué triste es encontrar la horma de tu zapato... ¡Qué no me pase nunca, Diosito! y elevaba los brazos con todo y botella de cerveza hacia el cielo de la noche a través de la ventana.

El sol de las tres se clavaba como lanza sobre el verdor y el asfalto. Tras los vidrios aplomados de la cafetería de la Universidad Interamericana se sintió a salvo del bochorno. Las burbujas del refresco helado refrescaban su boca y su garganta como una bendición. Desde la cafetería, ubicada en una especie de montículo natural, se divisaba El Purgatorio, una plazoleta semejante a un claro de bosque, rodeada totalmente de árboles copudos. Berenice se preguntaba si los actuales estudiantes sabrían por qué llamaban así a aquel espacio. Fue en sus tiempos, cuando todos decían que el padre Vicenzo, que tenía fama de tarambana, se refugiaba allí para rogarle a Dios que perdonara sus pecados. «Y nosotros a cometerlos», decía Nidia antes de dejarle un beso descuidado sobre los labios. Nidia, con su figura esbelta a la que todo le sentaba bien y su cabello largo, ondulado, que parecía flotar en el viento cuando llegaba a toda prisa entre los árboles y la abrazaba, largo rato, como si hiciera meses que no se vieran. Allí, en alguno de los bancos de El Purgatorio. — Hola. La voz resonó en sus oídos como si llegara desde aquellos tiempos. Alzó la cabeza y ahí estaba. Con un corte de cabello más moderno; elegante aun cuando usaba una sencilla combinación casual. Con el brillo de siempre en la mirada. — Hola - respondió, con un salto en el corazón que trató de disimular con cierta frialdad. — ¿Puedo sentarme? - ya había puesto los libros y el café sobre la mesa y separaba la silla- ¿Cómo has estado? Estar con Nidia en la misma mesa de antes, precisamente en aquella mesa, le resultaba perturbador. Hacía tanto que no la veía, que no estaban cerca, que se sentía molesta, confundida, insegura. — Bien -le respondió parcamente, sin mirarla a los ojos. — ¿Bien? ¿Con lo que te pasó en esa escuelucha? - sonreía con sarcasmo. — Gracias a eso estoy en la maestría. — Eso sí - Nidia hizo una pausa mientras sorbía el capuchino-. Ya vi que traes el coche...

— ¿Me estás vigilando? — ¿Te gustaría? - el tono iba de lo retador a lo coqueto. Berenice tragó en seco y enfrentó su mirada. «Si no me pongo perra, ésta me va a hacer la vida de cuadritos». — No me molestes, Nidia. La muchacha sonrió. — ¿No podemos ser amigas? Ahora que nos veremos tan seguido... — No podemos ser amigas y no quiero que nos veamos. Porque ni tú ni la Teresita del Niño Jesús quieren realmente ser amigas. — ¿Teresita? — Teresita siempre está entre tú y yo como un escudo, como una sombra, tan enamorada de ti como siempre. — ¿Y todavía te pones celosa? — No son celos. Teresita trabaja con Ángeles y es capaz de decir cualquier idiotez con tal de lo que ella cree que es defenderte. — Ah, no son celos: es miedo... ¿te pega tu señora? — Nidia, vamos a llevar esta fiesta en paz. Si nos vemos y quieres saludarme, nos saludamos y ya. No quiero chantajitos ni intimidades. Nidia saboreó el café con un gesto ligeramente amargo. Su mirada vagó a través de los vidrios de la cafetería y se quedó fija unos segundos sobre las bancas vacías de El Purgatorio. — Conozco a varios de tus profesores - dijo. - ¿Y? — Nada. — ¿Es amenaza? — Es comentario, no te pongas nerviosa. — Me tengo que ir - dijo Berenice poniéndose de pie con brusquedad. Nidia la siguió con la vista hasta que se perdió entre los árboles del pasillo que, bordeando El Purgatorio, conducía a la zona académica.

— Vi a Nidia en la universidad.

Ángeles, que había estado leyendo mientras ella cambiaba los canales uno tras otro, se levantó como impulsada por un resorte y golpeó el colchón con el puño cerrado. — Sabía que esto iba a pasar - el tono era dramático-. Que tarde o temprano, ibas a encontrar nuevas amistades... o a regresar con ella. Había tal énfasis en nuevas amistades y en regresar, que hizo a Berenice incorporarse también sobre la cama. — Ni tengo nuevas amistades, porque te encargas de echármelas a perder, ni he vuelto con nadie. — Volverás. Con ella o con cualquier otra... — Ángeles, no tienes razones para esa desconfianza. Lo único que he hecho en los últimos años es quererte y respetarte y dedicarte mi vida por entero. Por ese respeto es que te platico esto, y reaccionas como si fuera una miserable y una desgraciada. Ángeles caminaba por el cuarto como una poseída. — Esa maldita escuela, esa maldita maestría... ¡Sabía que nos iba a traer problemas! — No tenemos ningún problema... Berenice trataba de mantener la calma. La miraba fijamente ir de un lado al otro de la habitación en un paseo sin fin. — Tú no los tendrás... ¿Qué problema vas a tener rodeada de viejas? ¡Tú estás en la gloria! — No exageres. Estaba en la cafetería y ella se sentó en mi mesa. — Se sentó en tu mesa, la muy hija de la chingada, y la dejaste... — ¿Y qué iba a hacer? ¿Llamar a la policía?... No te pongas irracional. Aquí viene Sergio cada fin de semana y no pienso que le coqueteas ni que regresarás con él. — No es lo mismo, Sergio y yo no tenemos nada. — Nidia y yo tampoco. — ¿Cómo voy a saberlo? — Como mismo sé que no tienes nada con Sergio, porque tengo confianza en ti, porque sé que me quieres... ¿No confías en mí? ¿No te he demostrado suficientemente que te quiero? — No me vengas con retruécanos, que ése no es el punto. — ¿Y cuál es el punto? ¿Que tú eres digna de confianza pero yo no? ¿Ése es el punto? ¿No te das cuenta de que la dejé porque te amo? ¿Que si quisiera algo con ella lo tendría y ni te enterarías?

Ángeles se dejó caer a los pies de la cama. La actitud seguía siendo teatral; la mirada, dura. — Eres una sinvergüenza... — ¿Por qué? ¿Porque te digo la verdad? ¿Porque no siempre tienes la razón? — No creas que soy pendeja, Berenice: si esa mujer se sentó a tu mesa es porque quiere algo. — Ok, puede ser... pero eso no significa que yo quiera algo con ella. — Pero le permites sentarse en tu mesa y se va a equivocar. — Si se equivoca, es su problema. — Te va a insistir. — Si insiste, es su problema. Yo estoy clara de lo que quiero y de lo que no. — Pero te puede hacer flaquear. — ¿Por qué habría de hacerme flaquear? ¿No entiendes que te quiero? — Sí, lo sé, pero no puedo evitar preocuparme cuando algo está amenazando mi tranquilidad, la estabilidad de mi pareja. — Nada lo está amenazando, Ángeles. — Yo tengo la culpa, por dejarte matricular en esa escuela. Soy una idiota, si ya sabía que habría ese peligro... — No soy tu pertenencia, Ángeles. No puedes determinar en qué escuela estudio ni encerrarme como a un monje de clausura. — ¿Y debo estar feliz de que esa mujer se haya sentado en tu mesa y te haya besado?... — No me besó. — No sé si te besó y no quiero saberlo, pero no puedo estar contenta si ella estará ahí, revoloteando a tu alrededor. — Para mí también es molesto, pero no puedo cambiarme de escuela porque una vieja amiga está allí. — No es una vieja amiga, Berenice... Es tu mujer. — Mi ex, Ángeles, mi ex. Apréndete el valor de ese prefijo, caramba.

Ángeles divisó a Teresita en el medio del pasillo de aulas. Supo que también la había visto cuando la sonrisa de la muchacha empezó a ampliarse a medida que se acercaba. Tenía un halo de burla, de sarcasmo, eso que siempre le había desagradado de ella.

— Ángeles - le dijo cuando apenas las separaban un par de pasos-, ¿ya supiste que...? — ¿Que si supe qué, pendeja? - la interrumpió sin preocuparse de los alumnos que las miraban. — Ah, ¿entonces ya te diste cuenta de que si te robas algo, Dios lo devolverá adonde pertenece? — ¿Sabes qué, pinche vieja alcahueta y malcogida? Evita dirigirme la palabra si no quieres vértelas más feas. Dio media vuelta y caminó con violencia por el pasillo. La sonrisa de Teresita crecía a cada paso que las alejaba. «Yes, yes, yes», dijo moviendo los brazos en un gesto de triunfo. Todo el verdor mate del atardecer atravesaba el amplio ventanal. No había luces artificiales, el ocaso iluminaba la pieza con sus últimos destellos. El sol rielaba 1 celeste azul del cielo que transitaba a grises. Entre almohadones, Berenice asistía una vez más a aquella despedida. Una vez más después de haber cabalgado en las delicias del amor. Adormilada, el anochecer le pesaba en los párpados. El cuerpo, laxo, también se dejaba arrastrar hacia ese mundo de sueños. De un momento a otro, regresaría Nidia con la bandeja de quesos y de uvas y tal vez uno de esos finísimos merlots que añejaba en su propia cava. La tarde había sido deliciosa. El sexo con Nidia siempre fue especialmente disfrutable y minucioso, un rosario de placeres incontables. Sin embargo, la inminencia de su cercanía la intranquilizaba. Con la cena llegarían las preguntas, los cuestionamientos, la insistencia en explicaciones y promesas que no estaba en disposición de hacer. El recuerdo de Ángeles contribuyó a que la inquietud creciera en el estómago y el pecho. Miró el reloj en la mesa de noche: casi las ocho. Afuera la noche se extendía sobre la vegetación como un manto de negrura. Las estrellas, tan visibles en esa zona de la ciudad, daban al cielo una apariencia navideña. Lo que debía transfundirle paz, la llenó de zozobra. No podría demorarse demasiado si no quería convocar las sospechas de Ángeles; decirle a Nidia que era hora de irse, sin cenar, causaría uno de aquellos vendavales que no quería recordar. Cuando la luz del pasillo irrumpió, invasiva, en la penumbra de la habitación a la que Nidia entraría en cuestión de segundos, Berenice prefirió detener el sueño y volver a su comida frugal en la cafetería de la Interamericana. Pero como si algún filamento onírico perdurara entre la fantasía y la realidad, la vio entrar y clavarle los ojos. — ¿Me tienes miedo o qué? - alcanzó a decirle Nidia mientras la veía alejarse. Berenice vació los restos de comida en el bote de basura y regresó sobre sus pasos. Nidia sintió su aliento muy pegado a la oreja. — Dile a la idiota de tu amiguita que ya va siendo hora de que se meta una buena verga o te la chupe a ti, en vez de inmiscuirse en lo que no le interesa.

Trató de volver la cabeza, pero el rostro de Berenice estaba demasiado cerca. Algunos comensales empezaban a observar la escena con poco disimulada indiscreción. — ¡Qué decepción! - dijo mirándola de reojo- ¿Crees que siendo grosera llevas ventaja? — ¿Y tú crees que la llevas siendo encimosa y atorrante? -Berenice seguía pegada a su espalda, soplándole las palabras junto a la oreja-. Bájale dos rayas, maestra, si no quieres que en plena universidad católica haya un encuentro cercano del tercer tipo entre la doctora Martínez Peña y esa alumna de la maestría, la varita, que dicen que algo tenía que ver con ella. — No me amenaces. Aquí lo saben y me respetan. — Una cosa es que algunos lo sepan y aparenten respetarte, y otra muy distinta que quieran verlo con sus propios ojos. La mitad de éstos nos conocen - e hizo un gesto hacia los espectadores- y míralos cómo están de excitados... ¡Míralos!... ¡No me estés chingando, Nidia! Mejor cada cual por su camino y en paz, ¿ok? Berenice se separó. — Tienes razón - Nidia la miraba directamente a los ojos-. Una persona como tú no merece mi atención. Alguien capaz de hacer lo que hiciste no merece nada. Y no volvió a mirarla, aunque Berenice tardó unos segundos en re-accionar, dar la espalda y salir de la cafetería.

XII Cuando Felipe iba a cumplir los veinte años, Malena decidió prepararle una gran fiesta. — Quiere que celebremos el de Raquel, aunque sea un poquito adelantado - le dijo por teléfono-, ya sabes que ve por los ojos de esa niña. Sé que te vas a enojar, pero no quiero que traigas a esa muchacha - el silencio se hizo pesado-. No apruebo esas cosas, Gelita, y no quiero que vaya a haber una situación desagradable delante de mis invitados. Ángeles se quedó callada, tratando de digerir la petición sin alterarse. — No te preocupes - dijo despacio-, no irá. Tampoco yo. — No te pongas en ese plan, Gelita. Tú eres mi prima; ella no es nada mío. Aquí estará la crema y nata y ya sabes cómo son los ricos de fijados. — No te preocupes. Pero te puedo asegurar que no iba a pasar nada más desagradable que lo que harán tus invitados. El día de la fiesta, Felipe pasó por Raquel. Ángeles bajó a despedirlos. — Tía, quiero presentarte a mi mejor amigo - le dijo señalando a un muchacho que parecía modelo. Alto, bien formado, de pelo claro y tez bronceada. — Donato Góngora a sus órdenes, señora. «Híjole, pero qué guapos son los ricos», pensó Ángeles mientras estrechaba su mano. — Y quiero pedirte permiso - continuó el sobrino- para que dejes ir a Reich con nosotros a la playa el próximo fin. Ésa será nuestra verdadera celebración porque, como te imaginarás, éste es sólo el carnaval de mi mamá... Ya sabes, doña Male al rescate -hizo una pausa-. Además, quiero pedirte perdón por lo de Bere, por más que le insistí... — No te preocupes - lo interrumpió-. Diviértanse ustedes. Prometió pensar lo de la playa y los despidió moviendo la mano hasta que salieron del estacionamiento. Pero en los días siguientes, lo único que hizo fue atormentar a Raquel. — ¿Dónde se ha visto que una niña decente se va de vacaciones con dos hombres? — No vamos solos, irán otros amigos. Además, ya no soy una niña, mamá. — Tampoco eres una mujer. — ¿Ah, no? ¿Y entonces qué soy? — ¡Una escuincla malcriada! — ¡Pero es mi primo, mamá! — Tu primo es un hombre... y muy guapo. Y su amigo también...

— ¿Y ahora resulta que eso te preocupa?... Si nunca te he interesado, nunca tienes tiempo para mí, nunca te importaron mis amigos... Si no fuera por Felipe y Berenice... — No te voy a permitir que me chantajees con tal de irte un par de días a la playa. Además, ¿quién va a pagar ese viaje? — Felipe. Sólo me tendrías que dar para mis gastos. — ¿Ya ves?, Felipe invita. Y el que invita, manda. — Mamá, ¡es mi primo! — ¿Y con quién vas a dormir? — Con él y con Donato. — ¡Cómo vas a dormir con dos hombres! ¿No habías dicho que iban otros? ¿No hay una amiga con quien puedas compartir la habitación? — Son amigos de ellos, no los conozco. — No, mijita, no vas a ningún lado. Ángeles siguió trasteando en la cocina. Raquel estaba muy callada sobre la banqueta del desayunador. — Entonces que vaya Berenice - dijo al fin. — ¿Berenice?... - la expresión de Ángeles era de absoluta extrañeza- Berenice no es tu guardaespaldas. Quieres que vaya porque te permite fumar y beber y seguramente hasta drogarte... — Ay, mamá, siempre pensando lo peor... Tal vez a ella le gustaría salir a veces, no estar siempre encerrada en esta casa esperando a que llegues a las mil de la noche, con tu vibra espantosa, hablando sin cesar de la mugrosa escuela, atormentándola con tus problemas, sin pensar en que ella también tiene los suyos... Ángeles la miraba con los ojos muy abiertos. — Bueno, ¿y ahora qué te traes? ¿Desde cuándo eres su abogada defensora?

— Nos vamos con ellos - dijo Ángeles después de relatarle la escena. — ¿Nosotras? De ninguna manera. ¿Qué vamos a hacer allí, como dos chaperonas, echándoles a perder la diversión? Pero Ángeles ya lo había decidido. «Aunque tenga que cargar con los gastos; para eso están las tarjetas». De tal suerte que el jueves a mediodía descansaban sobre los camastros, viendo jugar voleibol a los muchachos, que no eran tantos como habían anunciado, sino cuatro varones y Raquel.

— ¿Ya ves? - decía Ángeles mientras se untaba la crema bronceadora y observaba por encima de los lentes oscuros-, ¿qué hubiera hecho Raquel sola con esos cuatro hombres? Berenice la miraba, con una cerveza sudada en la mano. Sus ojos, detrás de las gafas, iban de la inmensidad del mar a los pechos de Ángeles. Sólo a veces, cuando los muchachos gritaban después de un tanto o un error, los miraba con una sonrisa medio nostálgica. — Vente, Bere - le gritó Raquel-, nos falta un jugador - ella hizo con la mano un gesto de negación, pero la muchacha ya había recorrido el tramo que las separaba y estaba agachada junto a ella-. Ándale; tú, yo y Felipe contra esos idiotas. Berenice volteó como buscando aprobación, pero Ángeles estaba in-móvil y no se podía precisar hacia dónde miraban sus ojos. Se levantó y corrió tomada de la mano de Raquel, Ángeles las observó mientras duró el partido. A veces sonreía, a veces regresaba la vista al mar. Cuando acabó el juego, con la victoria para el equipo contrario, Raquel y Berenice regresaron sudorosas bajo la palapa, mientras los muchachos iban al bar por las bebidas. — Vamos al mar, ¿no? - propuso Ángeles quitándose el pareo. Caminó hacia la orilla y se internó muy despacio en el agua. Berenice la veía desde su camastro, oculta tras sus micas oscuras para que Raquel, que estaba a su lado, luchando contra el viento para encender un cigarro, no se diera cuenta de la insistencia de su mirada. «Todavía está muy bien mi vieja», pensaba viendo el cuerpo apretado por el traje de baño. Felipe sonó dos botellas de cerveza junto a su oreja con una sonrisa que a Berenice le pareció pícara. Chocaron los picos deseándose salud y ambos bebieron un trago largo. — Voy al agua - anunció y creyó ver nuevamente un destello en la sonrisa que le devolvió Felipe. Adonde estaba Ángeles, el agua las tapaba hasta el pecho. Berenice dio unas cuantas brazadas hacia la profundidad y regresó. Hundió la cabeza y resurgió escurriéndose el cabello, acomodándoselo hacia atrás, dejando al descubierto la frente. Con sus piernas, aprisionó bajo el agua las de Ángeles, que sonrió. Sus manos acariciaron las caderas de la mujer. Ángeles la empujó y miró alrededor. Las manos de Berenice volvieron como un imán hacia sus nalgas, atrayéndola. — ¡Berenice! — Nadie nos ve - y metió las manos bajo el traje de baño, acariciándole los pechos. — ¡Berenice! - se revolvió- ¡Esas personas!... Berenice reía. — Esas personas no pueden ver debajo del agua - y la atrajo por la cintura, pegándosela al cuerpo-. Si haces tanto aspaviento se darán cuenta. — Estate tranquila, Berenice...

Y se apartó unos pasos. La muchacha estiró el brazo. — Que no nos ven, mujer. Préstame tu mano... - se separó la entrepierna del traje de baño para acariciarse el sexo con la mano de Ángeles. — Berenice, ¿estás loca?, ¿qué te ha dado? — Una calentura oceánica... - las dos rieron- Quiero cogerte aquí. — Ay, no, Berenice, estás loca... Soltó una carcajada y echó a nadar con amplias brazadas. Cuando regresó, todavía riéndose, propuso: — Vamos a la habitación. — Raquel sabrá a qué vamos. — Ah, que la canción... — En la noche, cuando se vayan a la discoteca. En la noche, bajaron todos juntos al bufet, pero se sentaron en mesas separadas. — Así es mejor - había dicho Berenice-, que tengan su privacidad, que traguen lo que se les antoje, que hablen a su manera, que no sientan que tienen dos policías vigilándolos. Decidieron tomar el café en una terraza amplia, con vista al mar. Hasta allí llegaron Raquel y Felipe a invitar a Berenice a la discoteca. Ella dijo que no todas las veces que Raquel insistió. Se levantó de la mesa y los acompañó hasta la puerta, rebatiendo los últimos argumentos. — ¿Vas a quedarte toda la noche en esa terraza? - insistió por última vez, cuando ya el primo estiraba el brazo para tomarla de la mano- ¡Qué aguada!... Si logras resucitar de tu muerte cerebral y demostrar que existe la reencarnación, ya sabes adonde estaremos. — Ahora ésta piensa que eres suya... - le dijo Ángeles. — Así son los muchachos: les das un dedo y agarran todo el brazo... ¿A la habitación? - invitó, extendiendo la mano, con mirada picara. — ¿Por qué no damos un paseo por la playa para bajar la comida? Así, nos va a dar una embolia. Bajaron a la playa. Se quitaron los huaraches para sentir la arena fresca y la tibieza del agua que a veces, cuando las olas rompían con más fuerza, las mojaba hasta las rodillas. Caminaron sobre el litoral, al amparo de las luces de los grandes hoteles. — ¿Por qué no me dijiste que Malena no quiso invitarme a la fiesta? — ¿Quién te dijo? — Felipe. Se deshizo en excusas. ¿Por qué no me dijiste? Parecía una idiota, sin la más mínima idea de lo que me estaba diciendo.

— Es mi prima, la única familia que tengo. Preferí revolverme sola en mi coraje que envenenarte a ti, porque cuando me necesite y esté a su lado, o viceversa, tal vez no podrías comprenderlo. — A estas alturas, ya sé cómo son de unidas y cómo funciona esa relación. Pero si me lo ocultas, aunque sea para tratar de protegerme, o de protegerte, quedo como idiota cuando sale a la luz. — Perdóname, ésa no fue mi intención. Ángeles caminó un par de pasos hacia adentro del mar. El agua subía su nivel sobre las pantorrillas. Berenice se sentó en la arena para observar la mancha de peces que saltaban, todos al mismo tiempo, describiendo un semicírculo de reflejos plateados sobre el agua. Ángeles se sentó a su lado y la besó en el hombro. — ¿Qué tanto sabe Felipe de nosotras? - preguntó Berenice. — No sé qué le haya dicho Raquel. — Habla con mucha confianza. Y tiene una mirada como socarrona. Ángeles alzó los hombros. — Él siempre fue muy cariñoso, extrovertido, a diferencia de Bobby. Y es tan cercano a Raquel, que siempre tiene la lengua tan suelta cuando de hablar de su madre se trata... La muchacha se había puesto de pie y le extendía la mano. — Caminemos hasta allá -señalaba una edificación en lo alto de un acantilado. — Tú y Raquel se llevan muy bien últimamente, ¿no? - dijo Ángeles, volviendo a meter los pies en el agua tibia del mar-, Y mejor tendrán que llevarse cuando empiece el doctorado y estén más tiempo solas. — O peor... Con ese carácter tan bonito que tiene tu hijita... Rieron. En los hoteles el ambiente era de fiesta. Los reflejos del alumbrado y la sombra de la gente se extendían sobre la arena con formas fantasmagóricas. — Cuando termines - dijo Berenice-, me gustaría que nos fuéramos a Estados Unidos, a hacer el mío allá. Con un doctorado de una universidad gringa - continuó como si previera su futuro sobre las olas coronadas de blanco- sí me dan una buena plaza en la Inter... — Para estar cerca de Nidia -dijo en tono muy bajo; Berenice se detuvo en seco-. Perdóname, ni siquiera lo pensé. Se me salió - caminaron un rato en silencio-. ¿Viste la Luna? -le preguntó haciendo un movimiento de cabeza hacia lo alto- Casi llena... Mira cómo se refleja en las crestas de las olas. Allá. Habían llegado a la base del acantilado sobre el que se elevaba un majestuoso hotel. El mar bañaba la roca sin dejar paso hacia el otro lado de la playa. La enorme piedra echaba toda su sombra sobre la arena, iluminada sólo por la Luna. Ángeles apoyó la

cabeza en el mismo lugar que antes había besado. Berenice metió sus dedos entre el pelo rizado de la mujer. De frente al mar, que golpeaba levemente la base de la roca, se besaron. Un ruido a sus espaldas las sobresaltó. No vieron nada cuando, aguzando la mirada, buscaron por la ancha extensión de arena oscura y pequeños arbustos que se extendía a sus espaldas. — ¿Regresamos? - Ángeles asintió. Al encontrar las luces del primer hotel se sintieron más seguras, más acompañadas. La gente bailaba alrededor de las piscinas. En grandes parrillas, unos hombres de altos gorros blancos cocían olorosos pedazos de carne. — ¿Y qué se hizo la tal Ana Paula? - preguntó inesperadamente Ángeles. — No sé, se fue del taller. — ¿Y eso? — Estaba enamorada de una chava que dejó de ir y ella perdió el interés. — ¿De una chava?... Sabía que tenía malas intenciones. — Ángeles, ¿podemos cambiar el tema o quieres echarme a perder la noche? Ya van dos veces. — Perdón. Debe ser la Luna... Síndrome premenstrual.

XIII Cuando Berenice terminó su maestría, Ángeles decidió que era el momento de matricular el doctorado. Su labor docente continuaría inalterable en las mañanas y dedicaría el turno vespertino a tomar los cursos, completar las tareas y realizar las investigaciones que el posgrado exigía. Ante un reto que sabía importante para su desempeño profesional, pero muy sacrificado para su vida personal y familiar, pidió el apoyo de Berenice. — Me preocupa Raquel, esa amistad tan obsesiva con el primo y ese otro muchacho... No quiero que esté sola. — Precisamente hoy me confirmaron la plaza en el Colegio del Carmen - dijo Berenice-, pero no hay problemas, porque sólo tendré algunas horas en la mañana y el taller un par de veces a la semana. — Tanta maestría en universidad cara para trabajar a esa escuelita pedorra... Preferiría que te quedaras ocupándote de la casa, atendiendo a Raquel... — No soy tu ama de llaves, Ángeles... También necesito realizaciones profesionales. Para eso hice la maestría. Para eso haré el doctorado y cada vez irán apareciendo mejores trabajos, ya verás. Para tranquilidad de su madre, por esos días Raquel pidió que la incluyeran como oyente en el taller literario. Así, Berenice fue conociendo, mediante sus intervenciones y los poemas que presentaba a la consideración de sus contertulios, todo un mundo de sentimientos que Raquel ocultaba o manifestaba sólo a medias. A medida que ganó confianza, los poemas fueron más explícitos y Berenice se apenaba de traspasar, de algún modo, el umbral de su intimidad. — Creo que Raquel está enamorada... - le confesó a Ángeles. — ¡Te lo dije! - gritó la madre- ¡Te lo dije! Que algo raro se traía... ¡No la conoceré!... ¿De quién?, ¿del tal Donato? — No tengo la menor idea, pero es un amor atormentado, de te quiero pero no me pelas... Ha estado llevando unos poemas muy románticos al taller. — ¡No será de Felipe! — Pudiera ser, por eso de la imposibilidad... Ay, Ángeles, ¿cómo piensas esas cosas? Es su primo. — Es un hombre y ella una mujer. Me intranquiliza tanta cercanía. No tiene amigas, no tiene novio, siempre anda con ellos. Un largo silencio y algunos ajetreos domésticos parecieron disociarlas, pero unos minutos más tardes, Ángeles preguntó:

— ¿Cuando menos, escribe bien? — ¿Raquel?... Como los principiantes: mucha adjetivación, muchas repeticiones, poco uso de imágenes... — O sea, espantoso. Berenice sonrió. — Digamos que tiene madera, es muy lírica, muy apasionada. — Hum, quién iba a decir que tenía corazón... A ver, enséñamelos. — ¿Cómo crees, Ángeles? — Enséñamelos - insistió. Berenice fue hacia el estudio. Ángeles la siguió de cerca. — No me estés persiguiendo... — ¡Enséñame los poemas de Raquel! Con una sonrisa, sacó una hoja de su carpeta. — Sólo tengo éste... No vayas a decirle que lo leíste, Ángeles, que esto es como un secreto de confesión. — Muy secreto, muy secreto, pero me viniste con el chisme. . .- Ángeles tenía dibujada una sonrisa mientras leía- Pinche escuincla, igualita de dramática que su papá -terminó de leer y miró fijamente a Berenice- No le digo nada, pero hay que vigilarla... no se vaya a estar acostando con ese chamaco y nos salga con una sorpresita.

Entre las clases en las mañanas y las ocupaciones vespertinas de cada una, las noches eran prácticamente los únicos momentos que tenían para conversar acerca de las cosas comunes y trazar los pocos planes que realizaban juntas. Una de aquellas noches, preparándose para acostarse, Ángeles anunció: — En el CUEP reabrirán aquel curso vespertino de los sábados, ¿te acuerdas? Lo voy a tomar. — ¿En el CUEP? ¿Qué necesidad hay de eso? Tienes que salir a carretera, es más de una hora de camino... ¡Los sábados! ¿No te bastan los horarios tan matados del doctorado? ¿Cuándo vamos a descansar? — Tú descansas casi todas las tardes. — Todo en la vida no es trabajo, Ángeles. Cuándo vas a descansar, cuándo vamos a estar juntas, cuándo vas a cuidar a tu hija. — Me basta con el domingo y a mi hija, tú la cuidas mejor.

— Pero no es mi hija. Necesita contarte cosas, recibir tu apoyo... — No me vengas con dramatismos, por favor... Necesitamos ese dinero. — Tenemos tu sueldo y el mío, lo de mis talleres. En todo caso, puedo buscar otro por la tarde... No le eches la culpa al dinero. — No le echo la culpa. Sabes que disfruto mi trabajo y me conviene para el escalafón. — Pero tendrás que dormir allá... ¿Y nosotras, Ángeles? ¿Cuándo vamos a hacer el amor? A veces me siento tan sola que me confundo... — No exageres. La última corrida de autobuses sale a las doce y normalmente espera a los profesores. También irán Lulú y Mario. A la una y piquito estaremos aquí. No hay de qué preocuparse.

La tarde era fría y lluviosa. Las pesadas nubes amenazaron con romperse y lo hicieron con un estruendo de granizos que saltaban entre la hierba y golpeaban el vidrio de las ventanas. Había terminado la sesión del taller y Raquel le dijo: — Felipe y Donato pasarán por mí, vamos a tomar algo por ahí, ¿vienes? No era la primera vez que la invitaban. Mientras buscaba el pretexto que usaría aquella tarde, creyó ganar tiempo con una broma que tal vez empezara a aclarar el misterio del amor de Raquel: — ¿Y seré la pareja de Felipe o de Donato? Raquel la miró con cara de asombro. — De ninguno, Bere... Ellos son pareja. La cara de asombro fue entonces la de Berenice, que escuchó de los labios de Raquel toda la historia de amor de los muchachos en medio de un aguacero torrencial, bajo la marquesina de la escuela. Un rato después, sacudiéndose el agua, se acomodaban los cuatro en uno de los gabinetes de un iluminado y céntrico restaurante. — ¡Hasta que se nos hace el milagro, mujer! - dijo Felipe, alargando exageradamente la erre final- ¡Ya le habíamos pedido hasta a san Antonio! Su manera de hablar y gesticular era mucho más amanerada de cómo se comportaba cuando había familiares. Estaba sentado junto a Donato, enfrente de ellas, con una sonrisa amplia. — ¿Y por qué a san Antonio? - preguntó Berenice- ¿Ése no es el que busca novio? Pareció nervioso de momento. — Por nada, niña, es un decir - dijo recuperando la seguridad-. Tenemos meses pidiéndote que nos hagas el honor.

El café vino a calentarlos y atrajo una sucesión de temas que hicieron la plática más agradable. Al fin y al cabo, no había tanta diferencia de edad entre ellos, tenían intereses comunes y visiones parecidas. — Acabo de enterarme de lo de ustedes - les dijo un rato después-, apenas las piezas van encajando en el rompecabezas. — ¡No! - Felipe se llevó una mano a la frente- Niña, ¿estás cegata? Estuviste en la playa... — Te juro que no nos habíamos dado cuenta. Ángeles piensa que Raquel y Donato son novios. — Ay, perra... - el primo golpeó levemente el brazo de Raquel y todos rieron mientras la mesera rellenaba las tazas. — Estaba preocupadísima - continuó Berenice- de que fuera a embarazarla. Sobrevino una nueva oleada de risas y bromas. Aprovechando la algazara, Raquel caminó hacia el fondo de la cafetería. — Oigan - preguntó Berenice cuando la vio cerrar la puerta del baño de damas-, ¿Reich no tiene novio? — La tontita lleva siglos enamorada de alguien que ni siquiera se da cuenta. ¿No has visto su poema de la declaración de amor? -Berenice negó con la cabeza- ¿No te lo ha enseñado? Los ojos de Felipe se abrieron con extrañeza, sacó una carpeta de su portafolio y extrajo de ella una hoja de papel. — Léelo rápido - lo extendió por encima de la mesa-, que si nos ve... Berenice leyó: DECLARACIÓN DE AMOR A QUIÉN NUNCA MESCUCHA

Perdida casi ahogada por la niebla de estos años pongo sobre tus manos mi inocencia la historia muda de una niña que ha esperado por ti desde antes de saberte desde antes de escuchar tu voz por vez primera. Tú mi fantasma mi duende

dentro de los cuadernos de la escuela en todos los rincones de la casa en la estampida tú mi héroe y mi enemigo las sombras y la luz el único camino que deseo.

— Es bueno - dijo y le regresó la hoja, con la mirada fija en la puerta de los baños-, mejor que los que lleva al taller. ¿Por qué no me lo habrá enseñado? — Le da pena. O teme que le digas a mi tía. Que no sepa que te lo enseñé, Bere. Deja que ella lo haga y date por enterada en ese momento, ¿ok? — ¿Y quién es la persona? - preguntó. — Ahí viene -respondió Felipe adelantando el mentón hacia la dirección por donde se acercaba Raquel y guardó la hoja en el portafolios.

Ángeles llegó muy tarde. Raquel había cerrado su puerta y ya no se sentía el televisor; Berenice estaba acostada en el sofá, leyendo un grueso libro, iluminada sólo por la lámpara de la mesita lateral. Después de besarla en la frente, Ángeles fue a la cocina y sirvió jugo en un vaso alto. Berenice puso al libro un marcador y lo dejó sobre el sofá. — Siéntate - le dijo-, porque te vas a caer cuando te diga - Ángeles sonrió y exageró el movimiento de sentarse-, Felipe es gay. El vaso del jugo quedó a medio camino. — ¿Gay? — Berenice afirmaba con amplios movimientos de cabeza— ¿De dónde sacas eso? — Me invitaron a tomar un café. Es más amanerado de lo que nunca te imaginarías. — No juegues con eso, Berenice. Puede ser simplemente una impresión. — No juego. Raquel me contó la historia de amor. Los ojos de Ángeles, aunque cansados, parecían dos platos. — A mi pobre prima le va dar un soponcio. — Tres tazas de su propio chocolate. — Así es... Pero comprenderás que a nadie le gusta que su hijo sea gay. Sólo de pensar en las injusticias, las agresiones, la discriminación y los problemas a los que tendrá que

enfrentarse... Es muy difícil llevar una doble vida y a él no le va a quedar de otra, porque para Malena y Javier eso será una tragedia. Pobre Felipe, Dios mío, lo que le espera. — Donato es su pareja. — ¿De Felipe? - Berenice asintió- ¿Entonces los muchachos que fue ron a la playa...? ¿Qué hace Raquel de lapa todo el tiempo con ellos? Berenice alzó los hombros.

Raquel entró al estudio con una hoja de papel en la mano. La laptop estaba abierta sobre el escritorio y en ella, un archivo de texto: sex.doc. Se sentó en la silla y no pudo dejar de leer hasta el final. Una sonrisa nerviosa le iluminaba el rostro: Hizo un gesto conminatorio con su mano sobre el muslo. La muchacha puso allí la cabeza y ella empezó a acariciarle el pelo tiernamente. La muchacha le tomaba la mano y tocaba sus dedos uno por uno. A ratos dejaba la mano aprisionada sobre el pecho, a ratos volvía a acariciarla. De pronto se la llevó a la boca, la besó sobre la palma y acarició con ella su mejilla. La reacción no fue de rechazo y la caricia se repitió un poco más efusiva. La muchacha levantó la cabeza e, incorporándose, la besó en los labios. Ella quiso comenzar una larga explicación, pero la otra volvió a besarla mientras la tomaba por la cintura, la recostaba en el sofá y se le echaba encima. Ella no sólo la dejó, sino que buscó nuevamente su boca. La mano de la muchacha se había metido debajo de su blusa y acariciaba sus pechos como quien exprime una naranja tierna. Dijo su nombre y trató de apartarla, pero el placer subía a borbotones desde sus senos y la llenaba de un cosquilleo que creía olvidado. Besándola, la muchacha exploró dentro del pantalón. «Tengo que detenerla», pensó cuando la mano descubría su humedad, pero la curva del placer había llegado a ese punto en el que no hay regreso y, vencida, cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre el brazo del sofá. Los dedos de la muchacha se movían juguetones. Uno se deslizó hacia adentro. «No...», dijo ella con un hilo de voz, pero no pudo terminar la frase, otro dedo la acariciaba con movimientos regulares, intensos. Su boca pasaba de un esbozo de sonrisa a un gesto de sorpresa, a un gemido quedo, a un rictus de dolor, a un mohín de tensión, a una toma de aire en medio de la asfixia y finalmente al grito. «Ya, ya...», le susurró al oído en medio de espasmos.

El corazón de Raquel latía muy aprisa cuando salió del estudio con su hoja de papel en la mano. Berenice abrió la puerta del baño y se la encontró de frente. El brillo de los ojos la delató. — Leí lo que estás escribiendo... el cuento de las muchachas -las mejillas de Berenice se sonrojaron-. Perdón, Bere, te iba a dejar este poema - le puso entre las manos el papel,

Declaración de amor a quien nunca me escucha-, estaba abierta la laptop y me dio curiosidad... ¿Soy yo, verdad?

¿Por qué habría de ser ella? Dos mujeres haciendo el amor en un sofá, ¿por qué habría de ser Raquel?... ¿Será que Raquel...? Raquel, que se ha hecho mujer de la noche a la mañana, con sus rotundos veintidós, inteligente y retadora. Raquel, con el pantalón sostenido en las caderas, el vientre plano asomando por debajo de la entallada blusa, los vistosos pechos. Raquel en la playa, con ese bikini floreado... ¿Raquel? ¿Por eso la cercanía con Felipe?... ¿Por eso el taller, los poemas de amor, la insistencia en invitarla a salir?... «Tú mi fantasma, mi duende, en todos los rincones de la casa»... ¿Será posible? «Tú mi héroe y mi enemigo, el único camino que deseo». ¿Raquel?

Estaban en el mismo restaurante, pero con dos tarros de cerveza entre las manos. Se habían sentado una junto a la otra y no podían mirarse totalmente de frente. — Es un hermoso poema, mejor que los que has llevado al taller. ¿Cuándo lo escribiste? — Hace un par de semanas... Apliqué todas las técnicas que nos enseñas. ¿Lo crees bueno de verdad o sólo lo dices para salir del paso? — Es bueno. Y me siento orgullosa porque mis enseñanzas no caen en saco roto. ¡Salud por eso! Alzó el tarro y lo chocó contra el de Raquel. Bebieron. — Tienes muchas razones para sentirte orgullosa - dijo Raquel, secándose los restos de espuma con una servilleta. — ¿Más? — Muchas más. — ¿Por ejemplo? — Que tus talleristas te quieren mucho, eres un ejemplo para muchas de ellas. Aunque los esperaban, la llegada de Felipe y Donato las sorprendió. Los muchachos saludaron, se sentaron frente a ellas y pidieron cervezas. — Me dijo Reich que te queda sólita los sábados - dijo el primo cuando el mesero se alejó-, por eso le pedí que te invitara. Qué gusto me da que nos acompañes. Plática variada, cervezas, risas. Berenice nunca pensó que se sintiera tan bien con ellos. El parlanchín de Felipe le resultaba simpatiquísimo y Donato, muy serio, pero cortés y siempre inteligente en sus comentarios.

— ¡Salud por este encuentro! - propuso Felipe y todos alzaron los tarros y los chocaron en el aire. Una mano de Raquel se posó en su muslo y Berenice sintió que el ardor le llegaba hasta la ingle. No movió la parte de su cuerpo que resultaba visible, pero bajó su mano derecha y la puso encima de la de Raquel. El corazón le dio un salto en medio del pecho cuando la muchacha entrelazó sus dedos con los de ella y le apretó la mano. La respiración se le agitó cuando una de las piernas de Raquel rozó las suyas. Felipe escuchó su voz entrecortada, vio el rostro arrebolado de Raquel y supo lo que sucedía. — ¿Pagamos? - propuso. Señalaba con el índice la esfera de su reloj, que marcaba las once de la noche. Cuando entraron a la discoteca, Raquel se tomó de su mano mientras se acostumbraban los ojos a la oscuridad. Se acomodaron en las sillas altas y entregaron al mesero los boletos de las bebidas de cortesía. La pista estaba vacía, los juegos de luces la iluminaban al compás de la música. — ¡Bere! - oyeron a sus espaldas. Una muchacha se acercó y la abrazó con efusión¿Qué onda? ¿En qué andas? — ¿Qué te has hecho, mujer? - Berenice estaba visiblemente emocionada de ver a Ana Paula- ¿Te acuerdas de Raquel, la hija de Ángeles? - ambas sonrieron, reconociéndose-. Ellos son Felipe y Donato. A Raquel le pareció interminable aquella plática. Ana Paula se despidió prometiendo verse más tarde y volvió a abrazar a Berenice. Con demasiado fervor le pareció. El mesero llegó con las cuatro cervezas. Al centro puso cuatro caballitos llenos de tequila añejo. — Por qué tienes que presentarme como la hija de nadie -protestó Raquel. — Perdón - sonrió Berenice mientras brindaba con los muchachos y bebía, directamente de la botella, un trago largo. Algunas parejas empezaban a abandonar sus mesas y el centro de la pista se llenó en un santiamén. Raquel la tomó de la mano. Berenice, sintiendo que el peligro acechaba cada vez más cerca, trató de resistirse pero supo que sería inútil. De pie, apuró un tequila antes de caminar detrás de ella. Felipe, pícaro, le guiñó un ojo desde la mesa. — Ese arroz ya se coció - le dijo a Donato. Raquel le echó los brazos sobre los hombros y pegó a ella todo su cuerpo. Un chorro de humo blanco inundó toda la pista. Berenice sintió un escalofrío de euforia y la tomó de la cintura. Los rostros estaban muy juntos, los ojos relampagueaban. Raquel acercaba su boca a la de Berenice y sonreía. Se separó y bailó con insinuantes giros, pegándose y alejándose alternadamente. Berenice vio a los muchachos besándose junto a una columna, al compás de la música, uno muy pegado al otro, ambos con los ojos cerrados. «Se quieren», pensó cuando Raquel volvió a colgarse de su cuello. Unas gotas de sudor

rodaron desde su frente, cayeron sobre el pecho descubierto y se deslizaron entre los senos de Raquel. — ¿Te gustan? - le preguntó acercándose a su oído, rozándola con su aliento cálido, pegándosele completamente por un instante. Berenice sostuvo su cabeza para que no se alejara. — ¿De qué hablas? - le preguntó. — Sabes bien de qué hablo. Contoneaba sus caderas de frente a Berenice, de espaldas a ella, de frente, de espalda, con los ojos entrecerrados y la sonrisa retadora. Berenice la tomó de la cintura y la pegó a ella. Su boca se sintió arrastrada hacia la boca de Raquel, que la recibió separando los labios. Felipe y Donato detuvieron sus movimientos. — Es una cabrona - dijo el primo moviendo la cabeza a uno y otro lado. Raquel le echó los brazos por encima de los hombros y pegó su cara a la de ella. — Te amo - le dijo al oído. — No puedes amarme - le respondió Berenice. — Qué sabes lo que puedo... - dijo Raquel y la besó en el cuello. Apretadas, bailaron por un rato más. Cuando bajaron de la pista, iban tomadas de la mano. — Nos vamos - anunció Berenice y pidió su último tequila. — Vayan con Dios - bromeó Felipe-, nosotros nos quedamos un rato más. Caminaron hacia la salida tomadas de la mano, abriéndose paso entre la multitud. Se soltaron al llegar a la acera, pero caminaron muy pegadas hasta el estacionamiento. Ya dentro del carro, con las llaves en la mano y la cabeza baja, Berenice estuvo un rato callada, como si meditara. — No tienes que decir nada, Bere - Raquel interrumpió sus pensamientos. Sin mirarla, encendió el coche y avanzaron muchas cuadras en silencio. Casi llegaban cuando Berenice susurró: — No puedo hacerle esto a tu mamá. Otras cuadras pasaron antes de que Raquel, con la cabeza baja, respondiera: — Te dije que no tenías que decir nada. Cuando el carro entró en el edificio, Raquel le puso una mano tibia sobre el muslo: — Te quiero, Bere, y me gustas mucho.

Molesta consigo misma, Berenice aparcó y cerró el automóvil mientras Raquel se metía corriendo al elevador, sin esperarla. Ángeles no había llegado. Parpadeaba el botón en la contestadora: « ¿Dónde andan a estas horas?... Apenas voy saliendo, son casi las doce... Nos vemos al rato». En el cuarto de Raquel el televisor estaba encendido. Berenice abrió la puerta del baño; Raquel estaba sentada en el inodoro. — Perdón, pensé que estabas en el cuarto - se disculpó. Pero Raquel salió con el pantalón desabrochado y ella se sintió petrificada como un témpano. Tragó en seco y entró al baño. Estuvo un buen rato con la cabeza apoyada en las manos, apoyadas a su vez sobre los muslos. Luego se echó agua fría en la cara y en el pelo por otro rato. Se lavó los dientes sin verse en el espejo, chorreando gotas de agua alrededor. Tomó la toalla y salió secándose la cabeza. La puerta de Raquel estaba entreabierta. El reflejo del televisor hería como una aguja la oscuridad del pasillo. Se detuvo de nuevo, petrificada. Dudó. Haciendo un esfuerzo supremo se dirigió hacia el cuarto de Ángeles. Se desvistió y se metió a la cama. La música seguía retumbando en su cabeza. Deslizó la mano por su cuerpo y sintió acelerarse su respiración. En ese momento, Ángeles abrió la puerta. La oyó encender luces, hacer ruidos, hablar con Raquel, ir al baño. Minutos después entró al cuarto. Creyendo que Berenice dormía, se cambió con la luz apagada. Cuando se acercó a besarla, la descubrió desnuda. — Te estoy esperando - dijo Berenice. — Estoy cansada, sucia del camino. — No importa, te quiero ahora. Ángeles rió con una carcajada. — Esto es lo que se llama una sorpresa - dijo y se dejó llevar.

XIV — Uta, Bere... Está cabrón - dijo Daniela con las cejas muy alzadas. Estaban sentadas dentro del carro. Grupos de personas bajaban en andanadas del transporte público y atravesaban la reja de la universidad y la explanada del estacionamiento. — Me siento como una mierda: loca, desesperada y culpable de hacerle algo así a la madre. Lo más grave es que Raquel se ha ido convirtiendo en parte inseparable de mi vida: vengo por ella, comemos juntas, el taller... Y Ángeles está tranquila porque me ocupo de su hija... — Y, la verdad, la niña está simpática, con sus cositas bien puestas... — E inteligente, Daniela. Inteligente e ingeniosa, alegre... envolvente. Llena de vida, como una mujer de su edad. — Y eso te desquicia. — Ni me había dado cuenta. O sea, la podía mirar y decir «ah, esta Raquel se está poniendo buena», pero nunca pensé que a ella pudiera interesarle, ¿comprendes? ¡Quién se lo iba a imaginar!... Con Ángeles hay una relación madura, consolidada, pero la pasión se apaciguó hace mucho y tal vez con mi carácter, tú sabes, ya me hace falta un toque de locura... ¿Quién cantaba eso? ¿El Puma? — ¿El Puma? No manches, Bere, quién se acuerda de eso... — Uh, perdón. Me quedé atrapada en la época de Ángeles. Una carcajada común las hizo liberar un poco de tensión, pero in-mediatamente sobrevino un molesto silencio, que rompió finalmente Daniela. — ¿Y qué vas a hacer? — Me voy. Ya mandé todos los papeles para el doctorado en Estados Unidos. A grandes males, grandes remedios. Si no quito esa tentación de frente a mis ojos, no sé si pueda resistirme. Es muy difícil, no puedo salvarme de verla cada vez que salgo de la recámara... Tarde o temprano voy a caer, Daniela... ¡Mejor me voy! — ¿Y Ángeles? — Habíamos pensado irnos juntas... - de momento se interrumpió-. Ahí viene Raquel. Daniela siguió la dirección de la mirada de su amiga. — Oh, sí, esa niña se ha puesto muy guapita. Más que guapita, chenchualona. Hasta dan ganas. — Tranquila, Daniela - advirtió Berenice.

— ¿No que te vas?... — No me gusta ese juego, Daniela. — Si no estoy jugando... — Hola, Daniela - saludó Raquel junto a la ventanilla de Berenice-, ¿Me esperas unos minutitos, por favor? - le dijo en tono bajo, casi junto al oído-. Tengo que ir por unos cuestionarios. Berenice asintió y Raquel le puso en la mejilla un beso ternísimo y detenido. — Uyuyuy... - exclamó Daniela- Atrapado sin salida también era una película de los tiempos de Ángeles - abrió la portezuela y salió del carro-, ¡Raquel! - la muchacha se detuvo y volvió el torso-, ¿vas para la facultad? Espérame. — Calmada, Daniela - dijo Berenice sin salir del carro y la vio correr hacia Raquel-. ¡Daniela! - gritó- ¡Ni se te ocurra...! Alcanzó a ver su sonrisa de medio lado, al tiempo que ponía una mano sobre el hombro a Raquel.

— ¿Qué te dijo Daniela? Comían en su mesa favorita, la más alejada del resto de los parroquianos, junto al amplio ventanal. — Me hizo la historia de un amor prohibido, pero sé que le hablaste de nosotras. El mesero puso las sopas sobre la mesa. Berenice revolvió el líquido para que se enfriara un poco y probó la primera cucharada. — Nosotras no existe - dijo metiendo de nuevo la cuchara al plato. — Nosotras existe tanto, que tienes que pedirles consejo a tus amigas. Si no existiera, no te preocuparías de negarlo. Terminaron la sopa en silencio. El mesero recogió los platos vacíos y trajo el arroz. Cuando el tenedor separó la primera porción y la llevaba a la boca, Berenice suspendió el movimiento. — No puede ser, Raquel. ¿No comprendes que no puede ser? Raquel terminó su bocado y apartó el plato. — No comprendo por qué una persona tiene que negarse a la felicidad. Mucho menos cuando esa persona eres tú, que me has enseñado a no hacerlo. — Cómete el arroz - ordenó Berenice. — No me digas lo que tengo que hacer. No eres mi mamá.

Le hizo una señal al mesero, que retiró el plato prácticamente sin probar. Berenice hizo un gesto de reprobación. — Soy la pareja de tu mamá. — Y me quieres a mí. — Quiero, en primer lugar, a tu mamá. — O sea, que me quieres en segundo lugar... pero me deseas en primero - Berenice se revolvió en su silla-, ¿No es cierto? Mírame a los ojos y dime que no te mueres por acostarte conmigo. El mesero trajo los guisados. Detrás de los platos humeantes, Berenice la miró fijamente a los ojos: — No me muero por acostarme contigo - dijo muy lentamente, moviendo la cabeza a un lado y otro. — Entonces estás loca por cogerte a mi mamá con la calentura que te dejo yo. — ¡Raquel! — ¿Qué? ¿Crees que no las oí?... Estuve todo el tiempo detrás de la puerta, con el corazón hecho papilla de oír cómo mi mamá se apropiaba una vez más de lo que es mío. — ¡Pero, Raquel! — ¿Qué, Berenice? ¿No era en mí en quien pensabas mientras te la cogías? — No quiero seguir hablando de esto. — Yo sí. Porque dices que no quieres engañarla, pero cuántas veces la has engañado soñando en hacerlo conmigo, cuántas veces has pensado en mi cuerpo cuando tocas el de ella, cuántos miles de millones de veces no te has excitado recordando lo del antro y contándoselo a tus amigas... Acaba de reconocerlo: ¡te pasas la vida engañándola! — No sigamos hablando de esto. — Ok, se acabó el tema. Pero también se acabó tu maldito taller literario y se acabó que vayas por mí a la escuela y se acabaron los sábados juntas, ¿me entiendes? No nos conocemos, nosotras no existe y si nos vemos en el pasillo, no me des los buenos días. Se levantó de la mesa, se echó al hombro su morral y caminó hacia la puerta del restaurante. La vio saludar a alguien en la entrada y luego salir y cruzar la avenida sin mirar atrás. Todavía la vio avanzar un tramo, contoneando sus caderas, y perderse tras los arbustos de la esquina.

— ¿Y ahora qué le pasa a ésta? - preguntó Ángeles cuando Raquel atravesó la sala sin decir una palabra y se encerró en su cuarto.

— No sé - mintió Berenice-, hace días está así, como una fiera. Ni al taller ha ido. — ¿Y eso? ¿Se pelearon? — No que yo sepa - volvió a mentir-, pero ya sabes cómo es. — Lina berrinchuda, todo le parece mal... Seguramente quiere chantajearte. — Es probable, pero no tengo ni idea de qué se trate. — Tal vez algo del taller... o se molestó porque me dijiste lo de Felipe. Ya te lo dirá, ella no aguanta mucho callada.

XV Se fue haciendo de noche y toda la casa estaba a oscuras, excepto el estudio. El timbre del teléfono la sobresaltó. Corrió a la sala y levantó el auricular. Era Felipe. Se regresó lentamente al estudio mientras lo oía explicar, con miles de rodeos, que iban a la discoteca y querían invitarla. — Te lo agradezco - le respondió, cortante-, no creo que Raquel quiera verme. Además, estoy ocupada. — Reich está aquí -confesó Felipe-. Fue ella quien me pidió que te llamara. — Qué raro, porque lleva días sin dirigirme la palabra. — Ya sabes cómo es de bruta - dijo el primo y se oyeron las risas de Raquel y Donato. ¿Vienes? Te esperamos en la cafetería... — Te lo agradezco, pero no se me antoja, estoy escribiendo. — Ándale, Bere, no seas aguada... — Tal vez para la otra. Que se diviertan. Con la vista fija en la computadora portátil y el auricular todavía en la mano, Berenice estaba inmóvil, a pesar de que las sensaciones y los pensamientos se sucedían y se sobreponían dentro de ella como un vendaval. Separó la vista de la pantalla y marcó un número. El timbre, al otro lado, sonaba sin respuesta. Saltó la contestadora, pero antes de que terminara el mensaje ya Berenice estaba hablando, cada vez más alto: «Daniela... Daniela... ¿Estás ahí?... Responde, Daniela, que es urgente. .. Daniela... Que respondas... Daniela...» Se oyó un chasquido al otro lado. — ¿Qué pasó, tú? ¿Qué pinches horas son éstas? Le relató con lujo de detalles la llamada que acababa de recibir. — ¿Y le dijiste que no? ¡Qué pendeja eres! — Muchas gracias, Daniela. Me encanta la opinión que tienes de mí últimamente. — Y qué quieres, hija... Mira nada más la manera en que actúas... No pareces Berenice. Si no vas a ir a ese antro, dímelo para irme yo... Al fin, que ya me sacaste de la cama. — Te dije que no me gusta que bromees con eso. — ¿Entonces no vas?... Pues adiós, mamacita, me voy a bailar con la Raquelita chula. — No seas payasa, Daniela. Te hablo para pedirte tu opinión, seriamente, y mira con las tonterías que te sales. Sabes qué... chinga a tu madre.

— Uy, mi reina - respondió Daniela con una explosiva carcajada-, pero qué mal te pone esa calentura... Si quieres mi opinión -continuó entre risas-, es ésa: vístete ahora mismo y vete al antro. Tanta represión afecta al alma. ¿No te estabas muriendo de que no te hablaba y ahora que te habla, te pones tus moños? Vete al antro, lo más que puede pasar es que no pase nada. Con una sensación de sobresalto en el estómago, Berenice se vistió y salió de la casa. En la puerta de la discoteca se apiñaban, como siempre, los grupos de muchachos. Pagó y entró al espacio oscurísimo donde la música era ensordecedora. Se detuvo en la zona del bar y, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, los vio al otro lado, en las periqueras. Pidió una cerveza. Empezaba a darse cuenta de la locura que estaba a punto de cometer. Tomó un largo trago sin separar la vista de los muchachos, que conversaban y se movían constantemente. En la pista había algunas parejas. De pronto, Donato levantó el brazo señalándola. El corazón le latió tan fuerte como latía la música en su estómago. Como en cámara lenta, Raquel giró el torso sobre la silla y una sonrisa le iluminó el rostro. Saltó de la banqueta, atravesó la pista corriendo y la abrazó. — Mi amor - le dijo al oído, mientras la besaba en la mejilla y se apretaba contra su cuerpo-, gracias por venir. Berenice trató de separarla pero Raquel la besó, con la boca abierta sobre la suya, apretando sus labios. — Te amo, te amo - le dijo cuándo se separaron. Berenice la besó entonces con un ardor que le subía del pecho como una furia. — No sé qué vaya a ser de nosotras - le dijo-, pero no sabes lo que me has hecho sufrir en estos días. — Tú ni imaginas lo que he sufrido yo. Se volvieron a abrazar. Los muchachos, que habían observado la escena a la distancia, se acercaron. — Qué bueno que viniste porque estaba insoportable - le dijo Felipe al oído después de intercambiar aspaventosos besos y saludos. Atravesaron la pista. Donato hizo una seña al mesero, que minutos después regresó con cuatro cervezas claras. Las botellas tintinearon en un brindis. — Por el amor - dijo Felipe alargando la erre final. Media cerveza después, Berenice tomó a Raquel de la mano y la llevó a la pista. A pesar de que la música era movida, bailaban muy pegadas. Se decían cosas al oído, reían, se besaban en la boca, en el cuello, en las mejillas. Berenice dejaba rodar sus manos por los flancos de Raquel, que tenía los brazos enlazados detrás de su cabeza y el cuerpo pegado al de ella.

— ¿Por qué no nos vamos? - la muchacha asintió. Se despidieron y salieron a la calle. El trayecto fue silencioso, pero esta vez hubo caricias y hasta un beso rápido mientras esperaban el cambio del semáforo. El corazón de Berenice palpitaba con fuerza y no podía borrar la sonrisa de sus labios. El pecho de Raquel quería reventarse de emoción. «Me cae que hoy cena Pancha», le había dicho Felipe antes de despedirse, y su nerviosismo no hacía más que confirmárselo. Subieron al elevador tomadas de la mano. Se abrazaron contra las paredes de espejo y un beso largo despabiló la noche. Pero al salir vieron, a través del ventanal, las luces de un carro que se detenía y a Ángeles bajando de él. — ¡Chin! - se lamentó Berenice- apúrate, abre rápido, que no sepa que acabamos de llegar. Al cerrar la puerta del departamento, Raquel la abrazó y le pidió con un beso profundo: — No le hagas el amor a ella. Corrieron a sus cuartos y se cambiaron de ropa. Berenice regresó al estudio y abrió la laptop. Raquel cerró su puerta y subió el volumen del televisor. La llave de Ángeles entró en la cerradura y giró el picaporte. — Ya llegué -anunció y Berenice salió del estudio frotándose los ojos-. Estoy harta de este maldito curso - se quejó mientras abría una lata de jugo y lo servía- ¿Fueron a la disco? - Berenice negó con la cabeza- Hueles a alcohol -le olfateó la cabeza-. Y a cigarro... — Vinieron los muchachos, trajeron unas cervezas. — ¿Y Raquel?, ¿ya se durmió? Ángeles abrió la puerta y la vio metida bajo las cobijas, con los ojos semicerrados. Se acercó y la besó en la frente. — Uf, también hueles horrible... Apaga eso, que ya estás dormida... Le quitó de la mano el control remoto y apagó el televisor. Raquel se revolvió en la cama y quedó de espaldas. Ángeles cerró la puerta y volvió a la cocina, acabó de tomarse el jugo, de pie, frente al fregadero. Cuando pasó frente al estudio, Berenice estaba cerrando la computadora y apagando las luces. Caminaron juntas, abrazadas, hacia la habitación. — ¿Hoy no habrá sorpresa? - preguntó con picardía. — Tengo un poco de sueño, pero si quieres... Vio por debajo de la puerta encenderse las luces del baño, presintió a Raquel espiando al otro lado y el corazón le dio un vuelco. — Mejor mañana - dijo Ángeles-, Raquel anda por ahí.

Las luces del baño se apagaron y los pasos de Raquel resonaron en el pasillo. Abrió la puerta del refrigerador y hubo un sonido de trastes.

— Aquí, Bere - dijo Raquel señalando el puesto a su lado. — Deja que tu mamá se siente en el medio. Ángeles abrió la bolsa y sacó el estuche de los lentes. Cambió los oscuros por los naturales y, en ese trajín, no se dio cuenta de la expresión de enojo con que la hija fulminó a Berenice. — Mamá, ¿te dijo Bere que me va a enseñar a manejar? Ángeles hizo un gesto de asombro y miró alternadamente a una y a la otra. — ¿Y eso? - le dijo finalmente a Raquel- Siempre dijiste que te daba miedo... — Ya no. — Pues que te enseñe en su carro, no vayan a descomponer el mío. Estuvieron picoteando palomitas de maíz, las tres de la misma bolsa, siguiendo con la vista a todos los que entraban. Cuando bajaron las luces, Raquel se puso de pie. — Voy al baño... ¿Me acompañas? La mano se extendía hacia Berenice, que se levantó un tanto per-turbada. — Apúrense - dijo Ángeles, recogiendo las piernas- ya va a empezar. Salieron corriendo de la sala y se metieron al baño. Raquel se agachó y miró por debajo de las puertas. — Sabía que no habría nadie - y la arrastró hacia uno de los gabinetes. Cuando cerró la puerta, se pegó a su boca con desesperación. — ¿Por qué no te sentaste junto a mí? — Porque no iba a resistir la tentación - Berenice volvió a besarla mientras deslizaba sus manos cadera abajo y las subía hasta los costados, palpando el volumen de los senos. Alguien entró y se metió a uno de los gabinetes cercanos. — Salte, que voy a hacer chis - le susurró Raquel haciendo gestos de advertencia. La esperó afuera y entraron a la sala tomadas de la mano. Los lentes de Ángeles refulgían mirando la pantalla.

XVI Cuando abrió la puerta del departamento, Raquel estaba pegada a los vidrios de la terraza, las cortinas descorridas a medias dejando entrar el brillo de una tarde soleada. Una vela aromática ardía tiernamente en una de las mesas laterales. — Te vi llegar - le dijo. Su figura, recortada a contraluz, acercándose con los brazos extendidos, parecía una aparición. Berenice dejó caer la mochila y la llave. Se abrazaron a sólo unos pasos de la puerta. Sintió que el cuerpo de Raquel se acoplaba al suyo como si estuvieran hechos a la medida. Volvió a sentirlo cuando la lengua de Raquel entró en su boca. — Hazme lo que le haces a la chava del cuento - pidió Raquel, tomándola de la mano. Aquí, en el sofá. Berenice metió las manos bajo la blusa apretada y sintió por primera vez los pechos tibios de Raquel, desnudos. «Te amo con toda mi alma, Bere». Levantó la blusa y los observó, casi abstraída. Sus manos se cerraron sobre ellos y luego su boca. La blusa de Raquel ya había volado hacia un rincón. Lentamente, sosteniéndola por la cintura, la echó sobre el sofá. La lengua de Raquel se dejó arrastrar nuevamente dentro de su boca y el beso se alargó infinitamente, mientras las manos se deslizaban por la curva de la cintura, la redondez de las caderas, la piel ardiente de los muslos. En un santiamén, el resto de la ropa voló a reunirse con la blusa. Delante de sus ojos estaba, por fin, la desnudez nada escuálida de Raquel, sus rotundos veintidós años. Las manos de Berenice recorrieron el cuerpo, ya sin obstáculo, palpando cada detalle, llenándose de su tibieza. Sus ojos también la recorrían, se encontraban con los ojos de Raquel y una sonrisa se dibujaba en ambas bocas. Su mano, entonces, se metió entre la maraña y descubrió la humedad. Raquel cerró los ojos, su pecho fue llenándose acompasadamente y un suspiro inmenso salió por sus labios entreabiertos. Berenice separó con ternura sus piernas y bajó el rostro hacia la rosa nueva que se abría ante sus ojos. Su lengua se posó sobre el capullo y sus labios lo rodearon. Raquel lanzó un gemido largo. La lengua se paseó por todo el reino. Una, otra y otra vez. Con la presión exacta, fue fijándose en los puntos necesarios. Raquel gemía y apretaba entre sus puños el forro del sillón. Como una sorpresa, la lengua se deslizó hacia el abismo. «Soy virgen, Bere», dijo con un ligero sobresalto, «me he guardado para ti». Berenice separó el rostro y se incorporó sobre de ella. La mirada de asombro paralizó a Raquel. «No dejes de hacérmelo, por favor. Sigue, sigue, quiero ser tuya», dijo con desesperación. Berenice volvió a tomar el botón encarnado entre sus labios. Sus manos acariciaban, desde abajo, las nalgas de la muchacha, la ranura entre ellas, la humedad por donde entró el mayor de sus dedos. «Sí, Bere, hazme tuya». Sin dejar de chupar, Berenice acompañó el dedo de la avanzada con el índice en una nueva embestida, prudente y lenta. Raquel hizo un leve gesto. «No me duele, no me duele», dijo de inmediato, «es sólo una

molestia». Los movimientos eran insistentes, la lengua adelante, los dedos más abajo. «Ay, Bere», se quejó Raquel como asustada. Ella supo que no era dolor, reforzó la succión y empujó los dedos más adentro. «Qué es esto, Bere» y, en el momento preciso en que Raquel se incorporaba descubriendo la llegada del placer, Berenice dejó entrar cuatro dedos, muy unidos. El gusto y el dolor se fundieron en un solo grito. La boca de Berenice lo acalló y Raquel se aferró a su cuello en un profundo abrazo. Dos lágrimas se deslizaban por su rostro. «Quítate tu ropa...» Berenice se desnudó y se acomodó entre sus piernas. «Quiero que te guste como a mí», le dijo Raquel en el oído. «No sabes cuánto tiempo te he deseado, cuántas veces he soñado con esto aunque no sabía cómo era...» Berenice se frotaba en el mismo lugar que acababa de inaugurar, cada vez más fuerte, cada vez más acompasado, cada vez más preciso. Metió sus manos bajo las nalgas de Raquel y la elevó. Su dedo mayor se acomodó al centro, agitándose un poco, presionando. El movimiento libre, la presión efectiva. «Me gusta mucho, Bere, siento eso otra vez». Berenice movía el dedo y se movía encima, empujando. También ella sentía la inminencia del estallido, pero lo contuvo el tiempo justo para sentir el cuerpo de Raquel tenso como una cuerda a punto de partirse y de oírla gemir. El grito común fue como un premio.

El despertador sonó insistente y Ángeles lo apagó. Sin encender la luz, dio una vuelta en la cama y se encontró con el cuerpo de Berenice, que se incorporaba torpemente. — Voy al baño antes que te metas. Soñolienta, abrió la puerta del baño. La luz estaba encendida, la ducha abierta. A través del cancel se transparentaba el cuerpo desnudo de Raquel. Sin pensarlo, instintivamente, se desvistió y entró al pequeño espacio, abrazándola por la espalda. — Buenos días, mi amor - dijo la muchacha. Pegó su sexo al coxis de Raquel que, apoyando las manos en la pared, levantó la grupa. Berenice curveó su cuerpo hacia abajo, tratando de hacer coincidir el apretado encuentro. Se movía, alzada sobre la punta de sus pies, y las piernas comenzaron a temblarle. Raquel gemía cuando Berenice se separó, besándole tiernamente el hombro. — Tu mamá debe estar al entrar. Salió del baño enfundada en la bata, desnuda debajo. Fue a la cocina y puso el café. Sintió a Raquel cruzar hacia su cuarto y cerrar la puerta. Ángeles no salía de su recámara. Cuando entró, la mujer estaba completamente dormida con la luz apagada. — Ángeles, te quedaste dormida. — Qué hora es... - Berenice encendió la luz- Dios mío, apenas me da tiempo. ¡Y con el pinche tráfico de esta hora! Corrió por el pasillo y entró al baño. Berenice entró detrás. — Déjame orinar.

— ¿Ya no habías venido? — Raquel se estaba bañando y fui a poner el café. Salió del baño cuando Ángeles, probando la temperatura con una mano, traspasaba la puerta corrediza. Entró sin tocar al cuarto de Raquel. — ¿Adónde nos habíamos quedado? - bromeó en voz baja. «Aquí», dijo Raquel, de espaldas, abriéndose las nalgas con las dos manos. Berenice pasó la lengua al botoncito que se marcó en el medio. Raquel gimió. La lengua, detenida sobre el mismo punto, amplió el radio de acción mojando abundantemente toda el área. Pegó su sexo y lo empezó a frotar mientras las puntas de sus senos rozaban la espalda de Raquel. «Qué rica estás», le dijo al oído, «fresquecita». El brazo la rodeó y su mano se adentró entre la mata húmeda de la entrepierna. Un dedo se movía como serpiente y Raquel gemía, apretaba el cuerpo, alzaba las nalgas. « ¿Te gusta?» Raquel, asintiendo, mordió la almohada para amortiguar el sonido de su placer. Berenice supo que faltaba poco y se esmeró. El grito común, reprimido en ambas, llegó al mismo tiempo. Se dejó caer sobre su espalda. Los espasmos la hacían susurrar junto al oído de Raquel. «Me encantas». «Tú a mí». Las bocas se unieron en un beso quedito y alargado. — Tengo que irme - se sentó en la cama, rodeándose el cuerpo con la bata-. Las piernas me tiemblan -sonrió mirando a Raquel que tenía los ojos semicerrados. — ¿Y si no voy a la escuela y nos quedamos jugando con esa cosita que tienen ustedes? — ¿Qué cosita? - Berenice giró la cabeza con brusquedad. — El vibrador... Sé dónde lo esconden. Hasta lo he probado un par de veces. — ¿Ah, sí, marranita? — Sí y quiero que me lo metas así, suavecito, poquito a poco, por todos lados... Y quiero metértelo a ti. Berenice se paró de un salto y abrió la puerta, una rendija apenas. El sonido del agua ya no se oía. Sus ojos refulgían y la sonrisa era una mueca que deformaba la expresión. — Mira a ésa cómo le pellizca la chichi a la otra... ¡qué descaro! Estaban sobre la cama del estudio, desnudas. Berenice echada boca abajo; Raquel con las piernas cruzadas y, sobre ellas, un grueso libro de reproducciones de pinturas famosas. — ¿Qué es esto, una tina? - Berenice asintió con una sonrisa en los labios- ¿Y qué hacen las dos metidas en la tina? Berenice dio media vuelta sobre su cuerpo y quedó boca arriba, ofreciendo su desnudez. — Son Gabrielle d’Estrées y una de sus hermanas. — ¿Hermanas? - exclamó Raquel- Qué van a ser hermanas...

Y le pellizcó el pezón como en la imagen. Berenice trató de separar la mano que, dejando el libro a un lado, volvió a pellizcar una y otra vez cada uno de sus pechos. Sólo consiguió alejarla cuando sus dedos pellizcaron los pezones de Raquel. Aprovechando el movimiento defensivo, volvió a su posición inicial, bocabajo y, todavía riendo, le señaló los datos anotados debajo de la reproducción. — Gabrielle D’Estrées - leyó Raquel-. Estrés no debe tener, la muy cochina... con estos jueguitos... - Berenice le acariciaba la espalda- ¿Ésta es la mamá?... Ni se entera, tan ocupada en quién sabe qué pendejadas. .. ¿Te recuerda a alguien? Berenice sintió que un escalofrío le entraba por la nuca y la recorría toda. — Eres cruel. — Pero así te gusto - y le mordió la nuca descubierta, como si lo hubiera intuido. Berenice volvió a estremecerse. — Me encantas - le dijo, volteándose boca arriba y recibiendo el beso en los labios-. ¿De veras nunca tuviste novio? — Claro que tuve novio... ¿piensas que soy tonta? Tuve dos y una amiguita ahí. Cuando mi mamá era novia de Mario Valencia. — ¿Tu mamá era novia de Mario Valencia? - Berenice sintió que un vendaval se le desparramaba por el pecho- ¿Cuándo fue eso? - por más que fingía indiferencia, no lograba conseguirlo. — Un tiempo antes de que aparecieras. — ¿Pero era su novio? ¿Novio novio? — Ay, Bere, no sé, nunca los vi en la cama, pero venía por ella, la traía en la noche, salían los domingos... ¿Ella no te contó? -Berenice negó con la cabeza- Pues cuando mi mamá era novia de Mario... Pero ya Berenice no la oía. ¿Mario Valencia, ese cromañón?... ¿Cómo era posible que Ángeles anduviera con el machista de Mario Valencia?... ¿Y por qué nunca se lo dijo?... Con razón alguna vez Teresita hizo referencia a él en una plática relacionada con Ángeles... Nunca le dijo... y cuando uno se guarda tan bien un secreto... — Estás pensando en mi mamá, ¿verdad? - Raquel la sacó de su introspección- ¿Será que alguna vez no esté flotando entre tú y yo? -dijo con molestia. — Me gustas mucho, Reich - todavía sorprendida, desconcertada, Berenice no halló mejor salida-, pero es muy difícil que la otra parte sea Ángeles. — Eso no es culpa tuya. De hecho, eres la menos culpable... Se lo tiene bien merecido. — Raquel, es tu mamá. — ¿Y que sea mi mamá le quita lo déspota y lo engreída?

— Pareciera que la odias. — ¡La odio! Esa mujer segura y encantadora es sólo una fachada. En el fondo, es una neurótica odiosa y abusiva. La has visto pegarme, Bere. ¿Acaso crees que fue la única vez?, ¿crees que no se ha pasado la vida humillándome, echándome la culpa de sus desgracias, desde el cuerno de mi papá hasta el retraso de su maldito doctorado? No tienes idea el monstruo que ha sido mi mamá, sobre todo después que mi papá se fue - Raquel hablaba con una pesadumbre que Berenice nunca le había visto, ni en los peores momentos-. Para colmo, por ese mismo tiempo se murió mi abuelita, que era la única que me defendía, quien le aguantaba la mano en el aire un segundo antes de que cayera sobre mí, de que me arrastrara agarrada por los pelos, de que me cacheteara. — ¿Es cierto eso? - preguntó Berenice con la voz ensombrecida. — Claro que es cierto. ¿Por qué habría de mentirte? ¿No querías saber por qué la odio? Por eso, porque me aplastó una y otra vez. Porque todos mis amigos le parecían idiotas y todas mis amigas, putas. Yo la más puta de todas. Y me armaba unos numeritos de espanto delante de ellos y me hizo la vida de cuadritos hasta que una tarde le grité que me dejara en paz y salí por esa puerta con la intención de no volver nunca. Pero, claro, ella jamás me dejaría en paz y fue a buscarme a casa de Jessica, me trajo a rastras y me obligó a volver con la cacatúa de la doctora Dávila... No sé si fue el susto de que me fuera o que ella también estaba yendo con la Dávila, pero después de eso estuvo más tranquila. Después apareciste tú. Un silencio largo y pesado cayó sobre ellas. — De todos modos - dijo al fin Berenice-, lo más honesto sería decirle. — Y lo más estúpido. Como si no la conocieras, como si no supieras el pedote que va a armar... — ¿Prefieres seguir escondiéndote? — Mientras sea necesario. Ya Dios dirá. — Dios nunca dice nada. — Ah, cómo no. Si lo oyes bien, ahora está diciendo que cuando él te da un don debes aprovecharlo para hacerle honor. — ¿De qué hablas? — Del don que tienes para amar. Ven, ponte sobre mí y dime que me quieres, que no te arrepientes. Raquel, descruzando las piernas y dejando a un lado el libro, se había echado sobre la cama. Berenice se le acomodó encima. — No me arrepiento, pero... La boca de Raquel se cerró sobre la suya y la calló.

«De nuevo las grandes amigas», se dijo Ángeles mientras las veía desde la terraza. Raquel sentada al volante y Berenice dándole instrucciones, las dos riendo, la mano derecha de una sobre la izquierda de la otra en la palanca de cambios, la pierna de Berenice rozando la de Raquel mientras señalaba los pedales. Apuró el último trago de café y se alejó del vidrio. Entró al estudio y paseó la vista por el reguero de papeles y libros fuera de los anaqueles, sobre el escritorio. Sobresaliendo por la ranura lateral de la computadora portátil había un papel de color chillón. Ángeles la abrió. El papel estaba escrito y, al final, tenía la R dentro del corazón que acostumbraba a usar Raquel como firma. «Claro», se dijo, «un papel de este color sólo puede ser de Raquel». Alzó la hojita a la altura de sus ojos y leyó: «Bere: Hacer el amor contigo es lo más bello que me ha pasado en la vida. Te amo con toda el alma» y el corazón con la R dentro. Sintió que las rodillas no aguantaban su peso. Un sudor helado comenzó a perlarle todo el cuerpo y la vista se le nubló. Un ligero mareo la obligó a sostenerse del librero más cercano. Una arqueada, y el vómito le llenó la boca. Por más que trató de correr, el líquido se derramó en pleno pasillo. Las piernas se le doblaron y se fue deslizando, con la espalda pegada a la pared, hasta quedar sentada en el suelo. Quién sabe cuánto tiempo estuvo así, ida, hasta que un pensamiento la sacó del letargo: «Debo haber leído mal». Se paró torpemente y entró al cuarto. Sobre el teclado estaba el post it. Volvió a acercarlo al rostro. «Bere, dice Bere», leyó y sintió que un fuego le iba subiendo del estómago a los ojos. « ¡Hija de la chingada!». La furia le puso en negro la visión y tiró al piso todos los libros que estaban encima de la mesa. Alzó con los dos brazos la laptop y a punto de estrellarla en la pared contuvo el movimiento. « ¡Esta es mía, carajo!» y la dejó sobre el escritorio. Sosteniéndose de las paredes se fue hacia su cuarto y se echó sobre la cama. El llanto volvió a cerrarle los ojos. « ¡Por qué tienes que hacerme esto, Raquel!», gritaba como si la hija pudiera oírla, « ¿qué quieres demostrar ahora?» Sólo entonces pensó que la lección de manejo era un simple pretexto. Se levantó de la cama de un salto, fue hasta la sala y alcanzó el auricular de un manotazo. Marcó al celular de Berenice y luego al de Raquel. Apagados o fuera del área de servicio. « ¡Claro!» Corrió hacia los estantes de la cocina y buscó, desesperada, hasta encontrar un cenicero con el grabado de un hotel. «El teléfono», dijo. Marcó el número. Le respondió una voz de mujer. — ¿Me comunica con la habitación de Berenice Gallardo, por favor? — Disculpe, señora, por políticas del hotel no damos información acerca de los huéspedes. — Es algo muy urgente, señorita, un problema familiar, grave. — Perdóneme, pero no puedo ayudarle. — Páseme a su gerente, por favor.

— No se encuentra en este momento. — ¿Algún supervisor? — No insista, señora, le digo que no la puedo ayudar. Lo siento mucho. — No es cierto, no lo sientes, eres una desconsiderada y una grosera, voy a llamarle a tu super... -la frase quedó en el aire cuando la muchacha colgó. «Maldita desgraciada», dijo Ángeles, enfurecida, y apretó el botón del remarcado. Al otro lado se oyó tono de ocupado. « ¡Infeliz!», gritó y tiró el auricular sobre el sofá. En tres zancadas atravesó el pasillo y entró al cuarto. Empezó a vestirse apresuradamente. « ¡No saben quién soy yo, par de pendejas!». Cuando se paró frente al espejo con el cepillo en la mano, dispuesta a peinarse, se encontró con su propio rostro y quedó paralizada. « ¿Qué voy a hacer, Dios mío?», rogó como si Dios fuera la imagen reflejada y cayó rotundamente sobre la banqueta del tocador. Otro acceso de llanto la ahogó por largo rato. Cuando se recuperó, fue al baño y se tomó un sedante. Limpió cuidadosamente el pasillo, como si en ello le fuera la vida. Anduvo como zombi de un lado a otro de la casa, hasta que entró nuevamente al estudio y empezó a acomodarlo todo como lo había encontrado. Incluso, colocó la nota de Raquel dentro de la computadora. Cuando llegaron, al atardecer, ella estaba tirada sobre su cama con toda su vida dándole vueltas en la cabeza una y otra vez. Berenice trató de abrir, pero la puerta del cuarto estaba cerrada con seguro. — No me molesten - dijo Ángeles. — ¿Qué tienes? ¿Necesitas algo? - preguntó desde el pasillo, un tanto alarmada. — Necesito tantas cosas... — Ábreme, Ángeles - insistió Berenice. — Quiero estar sola. — ¿Escenas de menopausia? - preguntó Raquel, que había encendido la televisión. — No seas grosera - respondió Berenice desde el pasillo. Entró al estudio. A un lado de la laptop, masticado en la ranura de cierre, vio el papel. Abrió la computadora y lo despegó. Sonrió al leerlo, pero inmediatamente se llenó de sobresalto. Corrió hacia la recámara de Raquel con el brazo estirado a todo lo largo, como si quisiera alejar aquel papel de su cuerpo. — ¿Estás loca? - dijo con el corazón queriéndosele salir- ¿Por qué dejaste esto a los ojos de tu mamá? — No se lo dejé a mi mamá, sino a ti. Si ella fue a meter su narizota... — Pero Raquel, ¿te das cuenta de lo grave que puede ser esto? — No le veo la gravedad. Tú ya no quieres a mi mamá... ¿O sí?

— Que no la quisiera, si ese fuera el caso, no es razón para hacerle daño. — O sea que ése no es el caso, que sigues queriéndola... ¿Estás jugando conmigo? ¿Soy tu muñeca nueva o qué? — Siempre voy a quererla, Raquel, ha sido la persona más importante de mi vida. Y tú eres una malcriada, una inconsciente y una chantajista. Hizo el ademán de salir del cuarto, pero la voz de Raquel la detuvo. — No te vayas - le rogó, extendiendo sus brazos-. Te juro que no pensé que ella pudiera verlo. Te lo juro. A veces soy tan idiota... — ¿Y ahora qué hacemos? ¿Ahora qué vamos a hacer? Raquel lloraba. — Nunca he tenido a nadie que me quiera como tú, nunca he querido así a nadie -decía entre suspiros-, Dime que no me vas a dejar, Bere, prométemelo. — Te lo prometo. O no sé si te lo prometo, Raquel. ¿Es que no piensas? ¿Dónde tienes la cabeza? Ya no eres una niña ni eres el ombligo del mundo. Si quieres llevar una relación de adultos, tienes que actuar como adulta. No me cargues toda la responsabilidad. Esto es imperdonable. Es una locura, una estupidez - Raquel asentía con la cabeza baja y el rostro escondido entre las manos -. ¿Ahora qué vamos a hacer? Dime, Raquel, ¿qué crees que debamos hacer? Berenice caminaba sin parar por el poco espacio libre del cuarto. — ¡No permitas que se acabe, Bere, no lo permitas! — ¿Y alguna vez pensaste en eso antes de escribir el maldito papel? — Por supuesto que lo pensé. ¿Acaso no ves que dice que te amo? Berenice se detuvo y la miró fijamente. — Lo que uno ama debe cuidarlo.

XVII Sentada frente al tocador, Ángeles miraba fijamente en el espejo los surcos que había marcado el tiempo alrededor de los ojos, en la frente, a los lados de la boca. ¿Habría sido aquel, cuando murió su madre y Sergio las dejó, el peor momento de su vida o sería éste? El cabello corto la rejuvenecía y el tono rojizo destacaba sus facciones, pero esas arrugas... Y los ojos tan hinchados... Cómo podría enfrentar esto ahora, casi diez años más vieja, cuando creía que en su mundo todo estaba por fin en el lugar que le correspondía. Tomó el auricular y marcó el número de Malena. Ella misma se sor-prendía de la lentitud con la que se movía y con la que parecía transcurrir el tiempo a su alrededor, una lentitud que aparentaba que todo estuviera bajo control. El teléfono timbraba insistentemente al otro lado. «Tal vez no está», pensó, pero en ese mismo instante respondió Malena: — Perdóname por molestarte a esta hora. — Tú nunca molestas. ¿No fuiste a la escuela? ¿Pasó algo? — Pasó lo que tenía que pasar. — ¿De qué me hablas? — ¿Crees que pueda ir un rato por allá? — ¿Cuándo has tenido que pedir permiso?... Se vistió con calma, escogiendo la indumentaria como si fuera a una cita, los zapatos que combinaran con el bolso, un pantalón de salir recién planchado, una blusa cruzada tipo kimono. No recordaba haber puesto tanto cuidado en años. Salió de su recámara y no se detuvo hasta salir del departamento. También hacía años que no se iba de la casa sin antes dejar, al menos, una nota. Salió despacio y despacio atravesó la ciudad. Parecía de paseo. Malena estaba supervisando que les sirvieran la comida a sus hijos. Volvió a sentirse molesta de interrumpir la cotidianidad de su prima y sus sobrinos. Habían dejado a medio degustar sus platos para levantarse a saludarla. — ¿Pasa algo, tía? - preguntó Felipe, disimulando el susto. — Nada, hijo. Termina tu comida. — Sírvete algo mientras - dijo Malena desde la cocina. Tomó una botella de licor de la surtida cantina de Javier, lo sirvió lentamente sobre dos cubos de hielo y salió a la terraza de los grandes temas, donde tantas veces habían visto aflorar la claridad. La del sol naciendo en el oriente y la propia claridad en sus vidas.

La terraza de Male era, desde su juventud, el refugio de las primas. Allí, con el vaso pegado a la boca pero sin tomar ni un sorbo aunque el líquido le mojaba los labios, como imagen congelada, la vio Malena al llegar. Ángeles pareció salir de un valle sin fondo. La miró, como lejana, durante unos segundos. Malena conocía esa expresión, por eso se mantuvo en silencio, casi inmóvil. — No sé cómo decírtelo... No sé siquiera si podré decírtelo... — No tienes que hacerlo. Mejor platicamos de otros temas. Y le contó que Mauricio Hahnneman, el magistrado, había invitado a Bobby a su equipo de trabajo; que Felipe le había heredado su facilidad para los números y las cuentas, pero que Carlitos y Rodrigo iban de lo peor. Le contó de los planes de compra de una casita de descanso si salía bien un negocio que Javier tenía entre manos. Le contó de las López y de los hijos de las López y de sus nietos, porque ya la mayor se había casado. — Raquel y Berenice - dijo de pronto Ángeles. — ¿Qué? - preguntó la prima. — Raquel y Berenice - repitió lentamente. — No sé lo que me estás queriendo decir y no quiero malinterpretar. — Me ayudarías si lo malinterpretas. El silencio más profundo se cernió sobre ellas. Los ojos de Ángeles estaban perdidos detrás de las montañas. Malena salió de la terraza y regresó con una de las muchachas del servicio, con uniforme muy almidonado, que traía en una bandeja de plata una licorera de vidrio tallado, una hielera que le hacía juego, refrescos y servilletas. Todo lo acomodó en la mesita auxiliar. Malena le quitó el vaso vacío de la mano y le sirvió. También se sirvió ella. — ¿Cómo lo sabes? - dijo después de un rato. Ángeles alzó los hombros e hizo con la boca un gesto de resignación. — Tal vez lo sé desde hace mucho y no había querido darme cuenta. .. Pero ayer encontré una nota de Raquel en el estudio. — ¿Una nota...? — Un papel, una carta de amor. Malena se persignó y a su rostro asomó un gesto de terror que trató de reprimir sin conseguirlo. — Dios mío - dijo separando mucho las palabras-, si es como su hija. — No es su hija. Y es joven y guapa y divertida. Y no tiene estas arrugas en los ojos ni las carnes aguadas ni la panza atravesada por una cicatriz.

— ¿No serán mentiras de Raquel? ¿Locuras de ella? — No, decía detalles muy explícitos que prefiero no comentarte. — Dios mío - repitió Malena con la vista fija en el licor oscuro. Estuvieron en silencio un rato largo. — ¿Sabes lo que significa, Malena? Que las pierdo a las dos, todo lo que tengo, todo mi mundo. Malena afirmó. Una afirmación amplia: la cabeza subiendo y bajando repetida y lentamente. — Sabía que esto acabaría mal - le dijo-, siempre lo presentí. El sol empezaba a bajar sobre el arco del cielo y era hermosa la vista del valle, bañada por una luz amarillo quemado. — ¿Qué piensas hacer? - preguntó la prima. — Nada. Si saben que lo sé, se desencadenará el desenlace: se irá Berenice o se va Raquel o las dos o tengo que irme yo... O nos acomodamos a engañarnos las tres. No sé cuál de esos casos sería peor. — ¿Y hasta cuándo fingirás? — Ay, Malena... - dijo Ángeles y sollozó quedamente-, ella no va a renunciar a favor mío. — ¿Quién? — Raquel. — ¿Cómo vas a saberlo antes de que pase? — Porque no decidí por ella hace cinco años. Porque así es el amor: egoísta. Porque Berenice es una ola que te envuelve y te arrastra y te hace perder la voluntad y las nociones y a partir de ese momento en el mundo sólo existe Berenice, ella es todo lo que uno quiere, lo que uno busca, lo que uno desea. Todo. Malena no podía evitar que confesiones tan ilustrativas le produjeran un molesto disgusto. — ¿Y si a esa muchacha no le interesara realmente Raquel? — Sería peor al doble, porque nos habría engañado a las dos... Pero si se dejó enredar por Raquel, es porque está deslumbrada. Al menos eso quiero creer - se quedó pensativa. Pero no me la va a quitar, Male, no me la va a quitar. Me quitó mi juventud, el amor de su padre que nunca me quiso igual después que ella nació, me quitó la posibilidad de haber estudiado antes, me quitó la felicidad de los primeros tiempos de esta relación, pero esta vez no va a ganar. ¡No me da la gana!

— No hables así, Gelita, que es tu hija. — Es mi hija y ha sido mi cruz. Mi contrincante. — Por eso no te respeta ni respeta a nadie. Porque le enseñaste que la vida es una competencia y la vida es más que eso. A veces hay que renunciar, otras veces hay que compartir los triunfos y las derrotas, y otras, hay que luchar en el mismo bando. — No hay un manual para ser padres, Malena, cada cual lo hace de la manera en que mejor le funciona. Ella ha sido una niña muy fuerte y ésa fue mi manera de imponerle la autoridad, el respeto... — Hasta que aprendió a ganar ella. — Esta vez no me va a ganar. ¡Me llevo a Berenice para Estados Unidos! — ¿Y si esa muchacha te dice que no? Ángeles sintió que la posibilidad caía sobre ella como una cubeta de agua helada.

Berenice entró al cuarto pasadas las doce. Ángeles las había oído riéndose toda la noche. En la sala, en el estudio, en el cuarto de Raquel. Prefería oírlas reír, «como hienas» pensaba, porque no soportaba imaginar las razones por las que podían callarse. — ¿Estás enferma, te sientes mal? - preguntó Berenice mientras sacaba del clóset una camiseta limpia- Te pasas todo el tiempo metida en la cama. — Estoy enferma de ver cómo tienes la poca vergüenza de acostarte a mi lado y dormirte a piernas sueltas. Berenice, que se había sentado en la cama para quitarse los zapatos, giró el torso para mirarla. — ¿De qué hablas? — No te hagas la inocente. Sé perfectamente que andas con otra. — Ay, no, Ángeles, por favor, ¿vamos a empezar de nuevo con lo mismo? - dándole la espalda, volvió a concentrarse en los zapatos y los calcetines o, al menos, eso fingió-. Si me has encerrado en la casa, no tengo amigas, no conozco a nadie... — No has tenido que salir de esta casa - Berenice volvió a detener el movimiento y a voltearse a medias-. Si pretendes hacerte la ofendida, no te queda. Si alguna ofendida hay aquí, soy yo. — ¿De qué hablas? — No creas que soy idiota y que me pueden pintar el cuerno en mi propia cara sin que me dé cuenta.

Berenice supo que estaba a punto de desencadenarse la tormenta. Le dio la espalda y metió los pies en los zapatos. Se quedó callada e inmóvil, como quien aguza los sentidos en la oscuridad para tratar de esquivar el siguiente golpe. — Vi el post it- dijo Ángeles. — Lo siento - su cabeza cayó sobre el pecho como si la guillotina cortara su nuca. — No lo sientes: te regocijas engañándome como le hiciste a Nidia. Qué cínica eres... ¡Y tú, desvergonzada!... Había visto sombras por debajo de la puerta. De un salto se levantó y en una zancada atravesó el cuarto. Raquel, que estaba en el pasillo, dio un paso atrás cuando se abrió la puerta, lo que le permitió esquivar el golpe que Ángeles había lanzado al aire. Echó a correr y la madre detrás, pero no pudo alcanzarla antes de que le cerrara la puerta literalmente en las narices. — ¡Abre, Raquel! Si eres tan mujercita, abre la puerta y vamos a rompernos la madre. Berenice se había acercado. — Ángeles, por favor. — ¡Tú cállate! — Ángeles, contrólate... — ¡Con qué moral vienes a decirme que me controle! Raquel, abre la maldita puerta. — Ángeles, reacciona. Todo quieres arreglarlo a golpes. Pareces un hombre, carajo. Y Ángeles reaccionó. — ¡Mira quién habla de parecer hombre!... La que ve unas nalgas y no se puede contener. Regresó a su cuarto y cerró la puerta con seguro. Berenice estaba sola en medio del pasillo y deseó que su vida se congelara en ese momento, como los cuerpos ardientes de Pompeya. Pero la puerta de enfrente se abrió y por la rendija vio en el rostro de Raquel un gesto de pregunta. — Pon tus cosas en una mochila - le dijo-, lo fundamental. Rápido. Llévate el dinero que tengas. Ella entró al estudio e hizo lo mismo. En menos de quince minutos estaban dentro del carro, desandando la ciudad sin rumbo fijo. Ángeles sintió que el mundo se le venía encima como un alud. Corrió por el pasillo para comprobar lo que le pasó por la cabeza como un relámpago: se habían ido. Empujó las puertas de los cuartos y el reguero se lo volvió a confirmar. Descorrió las cortinas de la sala y alcanzó a ver el carro saliendo del estacionamiento.

«Lo único que tenía en este mundo...» Cayó en el sofá y lloró largo rato. « ¿Qué hago?», se preguntó. « ¿Llamar a la policía?... ¿Y qué les digo, que mi hija y mi amante huyeron? ¿Qué hago, Dios mío?». Se preguntó una y otra vez hasta que levantó el auricular y marcó el número de Malena. Una hora después llegó la prima, con tantas bolsas como si fuera a vivir allí el resto de su vida. Entró directamente a la cocina y puso a hervir agua para té. Ángeles trató de acomodarse, con la cabeza perdida entre los brazos, en una de las banquetas. — Debieras estar orgullosa - dijo la prima-: Raquel no ha hecho más que aprender al pie de la letra la lección. — Male, no me ayudas... - su voz salió muy ronca. — ¿Qué querías que aprendiera sino lo que vio? - siguió Malena- Que su madre dormía con otra mujer. Ángeles levantó la cabeza y, no sin esfuerzo, mantuvo la vista fija en la cara de su prima. — Male, no escupas para arriba, porque puede caerte encima. — He educado bien a mis hijos. Pero tú, ¿de quién querías que se enamorada sino de la mujer que le hiciste ver cómo lo máximo? Tú se la entregaste, Gelita. Durante el fin de semana, nada se supo de ellas y la furia de Ángeles fue convirtiéndose en una angustiosa desesperación. Corría al teléfono cada vez que sonaba, pero siempre eran los hijos de Malena, preocupados por lo que realmente no sabían. Excepto Felipe, pero lo negó cada vez que su tía trató de preguntarle. — Vamos a mi casa - propuso Malena el domingo al mediodía-, allá estarás más cómoda. Además, cambiarías de aire. — Estas cabronas me vaciarán la casa si me voy. La prima se detuvo en seco. Giró lentamente y colocó en su cara una mueca como de representación teatral. — ¿Cómo? Ángeles la miró fijamente. — Si vienen y no estoy, me van a vaciar la casa. — ¿Cómo puedes pensar eso, Gelita? ¿Acaso la educaste así? ¿Acaso te has rodeado de ese tipo de gente? Ángeles guardó silencio. Los dientes, muy apretados, le hacían más dura la expresión. Los ojos se le llenaban de lágrimas nuevas, que luchaban por saltar el muro de los párpados. Entonces, soltando un suspiro, confesó: — Me muero sólo de pensar que vengan y no esté. Podría sería la última vez que las vería.

Dos gruesas lágrimas saltaron de los ojos y cayeron pesadamente sobre la madera pulida del desayunador.

El olor del café inundaba la pequeña estancia casi sin muebles. — Cosas así son mucho más comunes de lo que la gente suele confesar - dijo Daniela después de darle la taza y sentarse en el piso, con otro pocilio entre las manos, delante del colchón donde Berenice estaba todavía enredada en las cobijas-. Con esto no te digo que sea bueno o malo; es complicado, pero pasa. En tu descargo puede decirse que no la acosaste ni la violaste, como suelen hacer los hombres, incluso parientes cercanos, en las familias tradicionales, sin que a nadie le cause más que un gritito indignado o mucho silencio. Tendrás que tomar una decisión porque no creo que ellas acepten vivir en trío. Que si lo aceptaran, no habría ningún problema... también pasa y es legal -hubo un silencio largo-. ¿Entonces, qué? — ¿Qué de qué? La amiga palmeó sus piernas por encima de la cobija. — Aquí se pueden quedar el tiempo que necesiten... y el tiempo que aguanten sus huesos esa colchoneta, pero imagino que tengas un plan. Digo, además de parquear el caballo en la puerta del edificio y robársela a su mamá. Berenice no respondió de inmediato. En sordina, escuchaban el agua del baño. — Es raro, Dani... Pareciera que estamos hechas a la medida, cada parte de su cuerpo coincide exactamente con el mío. Cuando me besa, su lengua entra en mi boca con una perfección casi increíble. La sincronía en el placer es como si la hubiera trazado un relojero suizo... — ¿Y eso es malo? — ¿Malo?... - Berenice hizo un gesto de extrañeza- ¿Dije que era malo? — Dijiste que era raro, mi chava, y lo platicas como si te estuvieras lamentando. Berenice sorbió el líquido oscuro. — Es raro porque son de esas cosas que sólo pasan una vez en la vida, digo yo... ¿Cómo me lamentaría de eso?... ¡Me la mentaría si fuera tan pendeja! Soltaron la carcajada justo en el momento en que Raquel salía del baño envuelta en una toalla. — ¡Están muy contentas! - dijo con la sonrisa de quien sabe que es el centro de la conversación. — Voy a darme un regaderazo.

Daniela le hizo un guiño a Berenice mientras se levantaba del suelo. Desde la entrada del baño pudo ver, de reojo, cómo la toalla se deslizaba hasta los pies de Raquel y la muchacha quedaba desnuda frente a Berenice. «Esto no me lo pierdo», dijo para sí y dejó la puerta entreabierta.

XVIII Una sombra de Ángeles fue lo que entró aquella mañana por el pasillo central de la facultad. — Dime que sabes dónde están Berenice y mi hija, por favor - le rogó y se echó a llorar, incontenible. Daniela, nerviosa, sacó un puñado de pañuelos desechables del bolsillo de su mochila y se los puso en la mano. Ángeles le sostuvo la mano y ella, más nerviosa, la condujo hacia un rincón, lejos del paso de maestros y estudiantes. — Se fueron - le dijo entre sollozos, casi inaudible. — ¿Quiénes? — Berenice y Raquel. — ¿Cómo que se fueron? — Se fueron el viernes en la noche. ¿No me digas que no sabes que andan? - Daniela bajó la mirada- ¿Lo sabes, verdad?... -Daniela no respondió- ¿Dónde están? - el tono era de súplica- Estoy desesperada, Daniela, dímelo, por favor. — No lo sé. Ángeles trató de componerse, pero una nueva andanada de sollozos la estremeció. Daniela temió que los transeúntes malinterpretaran aquella escena, pero finalmente la abrazó. Lloró en su pecho con desesperación y angustia. — No te pongas así, Ángeles. Seguramente están bien. Comprendió que frases como ésas no iban a ayudar mucho y prefirió callarse. — Si sabes algo, no me lo ocultes - dijo Ángeles un rato después, incorporándose-. No es cuestión de venganzas; estoy desecha y desesperada. No sé qué hacer. — Te comprendo - Daniela le tomó las manos-. Si en algo puedo ayudarte, no dudes en contar conmigo. Un poco más recuperada, se encaminó hacia el edificio de aulas. En el pasillo estaba Teresita atendiendo a unos alumnos. — ¿Puedo hablar contigo un segundo? - le pidió. La muchacha se separó del grupo. — ¿Has sabido de Berenice este fin de semana? — No. ¿Pasó algo?

Ángeles lamentó haber hecho la pregunta y respiró profundo para evitar un nuevo resquebrajamiento. — Nada - respondió y se alejó en sentido contrario. No pudo ver la sonrisa que iba ensanchándose en el rostro de Tere- sita ni el gesto nervioso con que inició una carrera que no paró hasta la sala de maestros en donde, como lo había previsto, estaba Daniela.

La sombra de Ángeles salió del salón de clases y caminó lentamente hacia la facultad. Tenía la sensación de no estar en ningún lado, de flotar sobre nubes, entre nubes, blanda. Saludó con desgano a la secretaria, atravesó el espacio sin puerta de la sala de maestros y vio a Teresita de espaldas, sirviéndose café. Cuando dio media vuelta, una sonrisa de triunfo le iluminaba el rostro. — No puedo creer lo que te ha pasado - le dijo con una mueca burlona en los labios-. Entonces ya sabes lo que se siente, ya te tocó. Ahora ya no te diviertes ni desprecias a los demás, ¿verdad? La mirada de Ángeles se clavó como un taladro en los ojos de Teresita. Quiso responderle, pero las palabras llegaban tan a borbotones que se confundían todas. Una oleada de calor le subió dolorosa desde el pecho y le nubló los ojos. Esa niebla llena de puntos brillantes fue lo último que vio antes de caer al piso. Cuando le regresó la conciencia, estaba en la cama del hospital con un suero vaciándose lentamente a través de la aguja clavada en su brazo izquierdo. A su lado estaba Malena con un rosario entre los dedos. — Gracias a Dios, Gelita. Gracias, Dios mío - exclamó alzando los ojos hacia un lugar impreciso, más allá del techo del cuarto-. ¿Cómo te sientes? - Ángeles trató de sonreír-. Te subió mucho la presión - le explicó-, te desmayaste. Ya estás estable, pero nos diste un buen susto. Dicen los doctores que tienes que checarte con regularidad porque no es buen síntoma. Y es muy peligroso, imagínate que vinieras manejando... — No fue espontáneo - balbuceó Ángeles, mientras veía regresar poco a poco los recuerdos. Tardó un poco en estructurar la siguiente frase y dejarla salir de su boca-. Una compañera... me estuvo molestando. — Pero eso no lo dijeron los que te trajeron... — Teresita, amiga de Berenice - su hablar, que había sido dificultoso, empezó a despejarse-. Lo que sentí subirme desde el ombligo y reventar en la cabeza era la furia del que mata. Dios me quitó la conciencia en el momento en que la iba a agarrar por el cuello y a apretar hasta que se muriera la muy perra. — Gelita, por Dios, tranquilízate - Malena se persignaba-, no te vaya a repetir. La prima le pasaba la mano por la frente cuando la enfermera entró a avisar que dos familiares esperaban en la sala exterior.

— ¿Adónde estaban? - las regañó Malena. — ¿Cómo está? - preguntó Berenice-, ¿podemos verla? — No pueden entrar las dos - Berenice le dio un ligero empujón a Raquel, que se perdió tras la puerta de la habitación. — Todo es culpa tuya - dijo Malena antes de sentarse en el sofá de la salita de espera con el rosario entre los dedos. Una chispa atravesó los ojos de Ángeles cuando vio entrar a la hija. Raquel se inclinó sobre su frente para besarla. — No te me acerques - le dijo bruscamente. — Mamá, no te pongas así... — Esto es culpa tuya. — Cálmate, mamá, te vas a poner mala otra vez. Raquel trató de tomarle la mano y ella la alejó. — ¿Cómo si te importara lo que pueda pasarme? Debe agradarte mucho lo que ves. Eres una infeliz, Raquel, una malagradecida, una puerca... — Mamá, por favor... — Eres la peor persona que conozco. Hasta los animales respetan a su madre. ¡Vete, Raquel, no quiero verte! Raquel estuvo inmóvil unos segundos, contando hasta diez, rozando con los muslos la estructura metálica de la cama. — Que te vayas - repitió Ángeles-, ¿no me oyes? El conteo no sirvió de nada: alzó la vista y miró a los ojos a su madre. — Todo lo que tienes, mamá - dijo con una calma y un tono que casi parecía tierno-, es lo que sembraste. Por mí, te puedes morir. Le dio la espalda y caminó hacia la puerta. — ¡Lárgate, maldita! No me voy a morir porque ya estoy muerta. Tú y la otra me mataron. El portazo hizo voltear más de una cabeza en el pasillo. Avanzó con paso firme. Berenice la seguía indecisa, volteando hacia la puerta que se había cerrado. Malena ya estaba de pie y se dirigía a la habitación. — ¡Que se muera sola! - gritó Raquel y salió del pabellón. Berenice, dudaba entre seguirla o quedarse, miraba alternadamente el pasillo hacia el exterior y el que habían dejado atrás. Finalmente, regresó sobre sus pasos.

— Déjeme verla - le pidió a Malena. — No creo que sea oportuno, no es conveniente que se altere más. Por si fuera poco lo de ustedes, esto lo provocó una de tus amiguitas. Una tal Teresa. — ¿Teresita? — Supongo. La estuvo molestando y le provocó el ataque. — ¿Teresita? - volvió a preguntar con incredulidad- ¿Quién le dijo eso, Malena? — Ángeles. Había llovido. El pavimento estaba húmedo y una brisa fría la estremeció. Atravesó los jardines, el estacionamiento y la reja de acceso. En la acera de enfrente, Raquel estaba sentada dentro el carro, con la mirada de piedra fija en ningún lugar.

Cuando Teresita salió al estacionamiento de la universidad, vio junto a su carro a una persona. A medida que se fue acercando, la reconoció. Sonrió y apretó el paso. — Eres una idiota - dijo Berenice sin rodeo. — Uy, qué te traes... Di por lo menos buenas tardes, Teresita, cómo estás... — ¿Sabes por qué le subió la presión a Ángeles? — Ese ya no es problema tuyo. — Lo es y lo seguirá siendo. De quien sí no es problema, es tuyo y parece mentira que sabiendo que pasaba por una situación difícil, frieras a hacer leña del árbol caído. — Ese árbol hizo mucha leña de otros árboles. — Tanta caridad cristiana, tanta pendejada tuya y no te detienes para hacer daño. Te ensañas en el momento más vulnerable. Teresita se quedó en silencio, con la vista fija en el capó del carro, sobre el que había puesto los libros y los papeles. — Si te voy a ser sincera - dijo al fin-, no pensé que fuera a darle un patatús... Me espanté cuando la vi tambalearse y caer al piso, así, pum, como un costal - la mano de Teresita cayó sobre el capó-. No sabes lo mal que me sentí. Si no hubiera sido por Mario Valencia y Carballido... - hizo una pausa-. ¿Cómo está? — Recuperándose. — Recuperándose del patatús, porque de lo que le hicieron tardará en recuperarse, si es que lo logra. — ¿Ves? ¿Quién te pidió tu opinión?

— Tú haces las cosas mal y quieres que nadie te juzgue. Te pasas, Bere... una cosa es la mamá y otra la mamá y la hija. — Te voy romper la madre, hija de la chingada. — ¿Ah, sí? Pues voy a llamar al policía - y levantó una mano hacia la garita. — Llámalo, para que le diga que le provocaste el ataque a Ángeles y que voy a romperte la madre, cabrona. — ¡Esto parece telenovela! Cuando Ángeles regrese, me disculparé con ella; a ti no te debo explicación. Que te vaya bien con tus depravaciones y que cuando volvamos a vernos estés más civilizada. Recogió sus papeles, se metió al coche y le gritó. — Eres un monstruo, Berenice, un monstruo.

XIX — Reich, tu mamá ya está en la casa - anunció Felipe. — No me importa... El primo separó el teléfono y, sosteniéndolo ante su rostro, lo miró con el gesto de reproche con el que miraría a Raquel. Volvió a colocarlo en su oreja y siguió diciendo: — La tuvieron en observación y tratamiento porque no podían estabilizarle la presión, pero ya está bien. — Te dije que no me interesa. — Mi mamá estuvo acompañándola toda la mañana - continuó, haciendo caso omiso, y la dejó más tranquila. — ¿No entiendes que no me importa? Que la odio. — No seas idiota - dijo Felipe con toda la calma del mundo-. Fuiste tú quien le bajó a su vieja. En todo caso, es ella la que debiera odiarte. Pásame a la Berenáis.

Felipe las esperaba a la entrada del edificio. Berenice pidió que la dejaran pasar primero y caminó hacia la habitación. Una raya de luz se colaba por la rendija que dejaba la puerta entrejunta. — Allá va... A ver a su amada - Raquel se dejó caer en el sofá. — Reich, es hora de que te ubiques. — ¿Qué te pasa, Felipe? ¿De parte de quién estás? — No puedo estar de parte de ninguna porque eres mi prima y la Berenáis me cae de pelos, pero ella es mi tía. Tú te metiste en el medio, necia, duro y dale, hasta que se la bajaste. — Creo recordar que, entonces, estabas de mi parte. — Lo tomé como un juego y cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde: se habían enamorado. — Pero jugaste de nuestro lado. — Y me di cuenta de lo peligrosos que pueden ser los caprichos y sentí feo de haberme involucrado. — Esto no es un capricho, Felipe. — Pude haberlo detenido en vez de darte cuerda.

— Te escucho y me parece que oigo a tu mamá. — Y a mí me parece que oigo a la tuya: terca, irracional, siempre pensando que tiene la razón. No soy sólo el jotito que te hace reír, Reich, y me siento fatal de haber sido parte de esto. — ¿Y acaso hubieras podido evitarlo? - la actitud de Raquel seguía siendo retadora. —- Tal vez no, pero al menos debieras comportarse con decencia. Es lo mínimo que puedes hacer por una mujer que no es tu enemiga ni una desconocida; es tu mamá. No puedes divertirte a costa de alguien a quien le debes tanto. — Ajá, sí, sí, doña Male - se burló Raquel y se sentó de espaldas, dando por terminada la conversación. Mirando fijamente la nuca de Raquel, Felipe hizo el mismo gesto que le había hecho al teléfono. Y decidió mantenerse en silencio para, de paso, escuchar si captaba algo de lo que sucedía en la recámara, adonde Ángeles, recostada sobre las almohadas, decía: — ¿Qué opción me dejas?... Aceptar o aceptar. Estos son los momentos en que Malena dice que soy una pendeja. Aquí es cuando la dura, la chingona de Ángeles, se desmorona como las torres gemelas. A Sergio también le rogué que se quedara, aunque mantuviera la relación con ella. Le rogué de rodillas, agarrada a las patas de sus pantalones. Pero a ti, ¿cómo pedirte que sigas conmigo si mi rival es mi propia hija? ¿Cómo aceptar que vivan aquí, en mis narices, rompiéndome el corazón cada vez que vea cerrarse la puerta de la otra recámara y te imagine abrazándola, haciéndole el amor? ¡A mi hija, Berenice! No tiene perdón lo que me han hecho: no puedo reaccionar ni como madre ni como mujer. No puedo ni echarla a la calle... ¡porque es mi hija!... No tengo salida: pierdo a la persona que me enseñó lo que es la felicidad, pierdo a mi hija en un combate desigual y mañoso y, por si fuera poco, tengo que abrirles las puertas de mi casa, poner mi alma en el pasillo para que la pisoteen cada vez que pasen felices y se besen y cojan sobre ella, sin importarles nada... No te basta seducirla o dejarte seducir; huyen como fugitivas, ni siquiera hablan para decir si están vivas, y tus amigas me retan, me ofenden... ¿Qué más puedo esperar, Berenice, qué más puedes hacerme?... ¡Di algo, carajo! No soporto esa maldita costumbre tuya de no responder. — ¿Qué quieres que te diga? — No sé, trata de defenderte, miéntame la madre... pero no te quedes callada como si estuviera hablando con la pared. — No tengo nada que decirte. Tienes toda la razón. Me voy, es lo que corresponde. Berenice salió de la habitación. Sin detenerse, atravesó el pasillo y salió del departamento. Raquel corrió hacia el cuarto y encontró a su madre con el rostro entre las manos, llorando. — ¿Qué hiciste, mamá? - le gritó- ¿Qué le dijiste? ¿Por qué se va? — Supongo que porque no sabe explicar lo que ha hecho.

— ¿Adónde va? — ¿Cómo puedo saberlo? Raquel corrió hacia la sala. Felipe estaba asomado a la terraza. — Llévame, Felipe, vamos a buscarla. Lo arrastró del brazo. Esperaron el elevador en medio de las imprecaciones de Raquel por la tardanza y recorrieron todo el camino en medio de más imprecaciones en contra de su madre. Las poco más de dos horas siguientes fueron un infierno para Ángeles, que lloró y maldijo todo el tiempo. A Berenice, a Raquel, sobre todo a sí misma. Pero también fueron un infierno para Raquel que, después de encontrarla justo donde esperaba, en casa de Daniela, pasó dos horas oyendo sus argumentos y justificaciones, rogándole en vano. Cuando llegaron al edificio, Raquel era presa de una crisis de llanto incontrolable, que había durado todo el camino de regreso y que no cejaba. En una carrera, entró a su cuarto y cerró la puerta de un tirón. Desde el pasillo se escuchaban sus sollozos desgarrados. Ángeles llamó a Felipe El muchacho entró a la recámara con la cara pálida y la expresión desencajada. — Berenice le pidió un tiempo - explicó-, se siente muy mal y necesita estar sola para aclararse. Que no la llame ni la busque. — Como si fuera poco lo que ya tenemos - dijo la madre y volvió a meterse debajo de las cobijas.

Ángeles entró al cuarto y descorrió las cortinas. La luz entró como un flechazo y se expandió. Raquel se revolvió entre las cobijas y alzó el brazo hacia los ojos. — No puedes seguir así... perderás el semestre, la tesis, todo el esfuerzo que has hecho. Raquel la miraba bajo el arco del brazo con expresión lejana. — Nada de eso me interesa - dijo con una voz cansada que no parecía de ella. Ángeles estaba de pie a un lado de la cama, con una mano apoyada en la mesa de la computadora. Mientras hablaba, sus ojos vagaban por toda la habitación, pero no se fijaban en el rostro de la hija. — No seas tonta, es tu futuro. — Mi futuro... - repitió Raquel con desencanto- No me interesa ese futuro. — Pareciera que no te interesa, pero después te arrepentirás mil veces. Óyeme una vez en la vida, tengo muchos más años y sé lo que te digo. — Ya te dije, mamá: no me interesa.

— Raquel - Ángeles se sentó en la cama y puso su mano sobre el brazo de la hija-, ningún amor es lo suficientemente importante como para que eches tu vida a la basura. Tienes que sobreponerte. — No me hables como psicoanalista. Como si a ti no te pasara nada. Ángeles sonrió con tristeza. — Me pasó lo más terrible. Has estado encerrada aquí y no sabes lo que he sufrido en la otra recámara, pero primero estoy yo, primero estás tú, primero está mi trabajo. Hay demasiados primeros para que me conforme echándome en una cama a llorar... Tendría que estar llorando eternamente, llenando océanos con mis lágrimas, hundiéndome por lo que me queda de vida. Tal vez por eso antepongo todas las otras cosas y me escudo en ellas. — Yo no puedo, mamá. No puedo engañarme a mí misma. Un silencio pesado se extendió sobre las dos mujeres. — Llámala - dijo, al fin, Ángeles. — No quiere saber de mí, no responde mis llamadas. Raquel estalló en sollozos cortos y apagados. Giró sobre su cuerpo y se refugió en el pecho de la madre, que le acariciaba el cabello como cuando era niña. — Ella es muy cobarde, no sabe qué hacer y prefiere esconderse... ¿Dónde está? — ¿Qué importa? — Dime dónde está. — ¿Vas a llamarla por ti o por mí? — Nunca volvería a tenerle confianza, no la perdonaría. — ¿Por qué harías algo así por mí después de lo que te hice? — Porque eres mi hija y no quiero verte echada en una cama como una inútil, llorando todo el día, tirando tu vida al escusado... ¿Dónde está? — Con Daniela. Ángeles salió de la recámara. Sin detenerse a pensarlo, marcó el número. Se acercó al vidrio de la terraza y miró hacia fuera. Dos timbrazos y la voz al otro lado. — Daniela, habla Ángeles. Comunícame con Berenice. — No está aquí, Ángeles. Un segundo de retraso en responder la delató. El tono era entrecortado. — Sé que está ahí, me lo dijo Raquel. Comunícame, por favor. — No está, Ángeles, no está.

— Daniela, ¿no te bastó negármelas cuando sabías lo desesperada que estaba? Si me he decidido a molestarte es por algo necesario, urgente. — Perdóname, Ángeles, no quería hacerte daño... — Te comprendo. Es más, te admiro, porque la fidelidad no abunda. Pero ahora necesito hablar con ella, comunícamela, dile que responda de una puta vez el cabrón teléfono. Al otro lado hubo un silencio largo. Daniela había tapado con la mano el auricular y se oían los ruidos distorsionados de las voces. — ¿Qué pasó? — Raquel está muy mal - escucharla le amarró de nuevo ese nudo en la garganta y tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que la voz se le rajara-, en una depresión muy profunda. No quiere comer, no ha ido a la escuela, no se ha bañado, está encerrada en su cuarto sin dejar de llorar... Necesito que vengas. — ¿Qué quieres decir? - el tono de Berenice era frío, impersonal. — Que vengas a verla. Si provocaste esta situación, por lo menos trata de rescatarla de ese pozo. No seas tan cobarde, no se puede andar por la vida pisoteándolo todo y después escondiéndose. ¿Tienes la llave, no? — La tiene Raquel. — Pues toca cuando llegues.

El corazón le saltaba en la garganta cuando apretó el timbre del interfono. Las manos le sudaban cuando escuchó la voz de Ángeles. «Mejor no subo». La puerta del elevador se abrió frente a ella. Vio su rostro reflejado en la pared de espejos. Un pálpito la hizo dar un paso atrás. «Mejor me voy», se dijo secándose el sudor de las manos en el pantalón, «todavía estoy a tiempo». Dudó, pero finalmente dio el paso que la separaba del interior del ascensor justo unos segundos antes de que cerrara la puerta. Salió al pasillo del tercer piso y miró hacia el departamento. «Tal vez Ángeles me está viendo por el ojillo». Tragó en seco y avanzó despacio, simulando tranquilidad. Tocó. Tres golpes no muy fuertes. Ángeles abrió y le dio la espalda sin mirarla. — Ahí hay una correspondencia tuya - fue lo único que dijo, señalando hacia la mesita del teléfono, y no se detuvo hasta entrar en su cuarto y cerrar la puerta. Allí estaba, pues. Sola en medio de la sala. Tomó los sobres y se sentó en el sofá. Los miraba sin ver hasta que leyó el remitente: una universidad estadounidense. De nuevo el corazón quería salírsele del pecho. Rasgó el sobre por el extremo derecho y sacó una hoja de papel grueso, doblada en tres. El membrete era el mismo que tenía el sobre, pero resaltado. «Nos satisface comunicarle que...» Había sido aceptada. No sabía si reír o llorar, si dar saltos de júbilo o correr a la recámara de Ángeles y enseñarle la carta. «

¡Doctorado gringo!». Se paró del sofá y saltó sobre un pie y sobre el otro, levantó el brazo con el puño cerrado como si hubiera ganado un campeonato deportivo. Apartó las cortinas y salió a la terraza. Reprimió el grito de alegría, pero volvió a levantar el brazo, volvió a saltar y besó la hoja como si fuera una carta de amor. Cuando la boca se separó del papel, la sonrisa se borró y tragó en seco una vez más. Entró a la sala, metió la carta en su sobre y avanzó hacia el cuarto de Raquel. Se quedó inmóvil delante de la puerta. Extendió el brazo hacia el picaporte y volvió a bajarlo como si una fuerza descomunal le impidiera darle vuelta. Miró la puerta de salida y sintió ganas de correr. Trató de elevar la mano nuevamente y no pudo. El corazón cabalgaba dentro del pecho como un potro desbocado. Tenía la boca reseca, la lengua pegada al paladar. El sudor salía de todos los poros del cuerpo y la envolvía en una frialdad insoportable. Volvió a mirar hacia la puerta del departamento y luego hacia la ranura de luz que se colaba desde la habitación del fondo. Ángeles podía salir en cualquier momento. También Raquel. Ahí, detrás de esa puerta, sobre la cama donde ahora mismo yacía enferma, le había leído aquel fragmento del Libro de Rut. «Adonde tú vayas, iré yo, / donde tú vivas, viviré yo. / Tu pueblo será mi pueblo/ y tu Dios será mi Dios. / Donde tú mueras moriré/ y allí seré enterrada»... ¿Por qué lo recordaba justo ahora?, ¿qué trampa de la mente era ésta? No quería entrar. No quería verla. No podía. Pero Raquel estaba enferma, Raquel estaba del otro lado de la puerta sin querer vivir, sin saber vivir sin ella. Cayó de rodillas y permaneció así quién sabe cuánto tiempo, con la cabeza hundida en el hueco del pecho. Inmóvil como una penitente, sin conciencia, como una poseída. Cuando volvió en sí ya había anochecido, las sombras envolvían toda la casa. La única luz salía por la ranura del cuarto de Ángeles. Se puso de pie y caminó hacia la puerta de salida. No esperó el elevador; bajó por las escaleras.

XX Los restos del almuerzo están en la mesita auxiliar. Un solecito tenue apenas calienta. Ángeles se estremece cada vez que el viento, muy fresco a la sombra, se le cuela por debajo del suéter. Tiene los pies helados dentro de los zapatos. — A veces me dan ganas de abofetearlas -dice respondiendo a una pregunta que había hecho su prima-, a veces de echarme a llorar hasta que no me queden lágrimas. La cara de Malena muestra una expresión indefinible. Calladas, ven acercarse a Felipe. Un perfume suave, varonil, inunda la terraza. — ¿Cómo estás, tía? - la besa en la mejilla-. Me voy, mamá. Llevo el celular. — No llegues tarde, hijo, no estoy tranquila hasta que regresas. El muchacho besa a la madre y le sonríe a la tía antes de alejarse lentamente. También llega hasta la terraza el olor fresco del pasto recién cortado. — ¿Has vuelto con Carmen Dávila? - pregunta Male cuando pierde de vista al hijo. — ¿La analista?... No. Fui unos meses después del divorcio, pero luego creí que mi vida se había recompuesto, que todo estaba en orden. — Debieras volver - sugiere Malena, pensativa. — Ni siquiera se imagina lo que ha pasado en estos años. — Lo sabe. Ángeles gira la cabeza hacia su prima, que desvía la vista hacia el valle. — ¿Qué le has dicho? — No supe lidiar sola con eso. Se quedan en silencio. Más que en el panorama natural que parecen observar, están absortas en sus propios pensamientos. — ¿Y qué dijo? - pregunta Ángeles. — Nada. Ya sabes que ellos te ponen a hablar como cacatúa y sólo dicen dos o tres palabras para darte pie a que hables más. Pero te desahogas, al menos para eso sirve. Para decirle a un extraño lo que no puedes decirle a los tuyos... Necesitas hablar con alguien que te ayude, Gelita. — Para eso hablo contigo y no me cuesta. Ríen con cierta amargura.

— No estoy preparada - dice Malena-, no sabría darte un buen consejo, siempre estaría juzgándote, no soy muy open mind, como dicen ahora... Además, no vivo en el jardín del edén... El gesto revela disgusto. Esa molestia de quien queda al descubierto por un par de palabras de más. — ¿Pasa algo? — Nada que no sepas ni que quiera platicarte ahora. Ángeles la mira fijamente. — ¿Problemas con Javier?, ¿con los muchachos?... No quiero ser tan pesada de cargarte mis asuntos cuando tú... ¿Pasó algo? Pareciera que Malena está a punto de confesarle, pero se arrepiente a tiempo, no lo deja saltar de la punta de su lengua. — No quiero hablar de eso. Debieras volver con la Dávila, es buena, me ha ayudado. — Tal vez tengas razón. Hay cosas que no puedo decirte y me están pudriendo por dentro. ¿Por qué no tengo amigas, Malena, como Berenice o como Raquel, que tienen gente con la que desahogarse, a las que contarles sus penas y aliviarse un poco?, ¿por qué siempre he sido una mujer tan sola? - la prima no respondió, no supo cómoConstantemente me resuena en la cabeza una frase tuya: «Fuiste tú quien se la entregó»... Y con eso, Malena, soy yo quien no puede lidiar sola.

Acaban de traerles dos capuchinos y, como en una coreografía muchas veces practicada, ambos echan el azúcar por una orilla. «Si no, se endulza la espuma y el café se queda amargo», había explicado Felipe la primera vez. — ¿Tú qué onda? - le pregunta a la prima. — Triste, muy triste. A veces la rutina me enrolla, la escuela, las tareas, pero siempre en un recodo del día aparece su recuerdo. — ¿Entonces no era un simple capricho?, ¿la quisiste? — No la quise, Felipe, la quiero. Con toda mi alma, con todo mi cuerpo. Sus ojos pícaros saltan de los de Raquel a algún punto situado por debajo del ombligo de su prima. — No seas grosero... Te estoy hablando del amor, del corazón - y posa la mano abierta sobre el lado izquierdo del pecho-, pero mi cuerpo también la extraña. Quiero irme con ella, aparecérmele allí... Felipe hace un gesto exagerado con las manos. — ¡Ni que fuera Nueva York!

— No lo entiendes, Felipe. — Pero mujer, qué harías en ese pueblo perdido del desierto... ¿llenarte de polvo y morirte de aburrimiento? — Quiero vivir con ella, es la ilusión de mi vida. — ¿Cuál es la ilusión de tu vida, corazón?, ¿tenerle sus camisas bien planchadas, lustrarle las botas y las espuelas?, ¿esperarla a que llegue sudada en las tardes, se baje del caballo, se quite la canana y las pistolas y las ponga encima de la mesa? Y tú diciéndole: «por favor, no dejes las pistolas ahí, que las van a tomar los niños y habrá una desgracia» y ella encaramando las patas hediondas, echándose el tequila de un solo trago al fondo del gaznate y golpeando el vaso sobre la mesa para que se lo rellenes... No, mi amor, aquí hay mucho qué hacer... ¿Sabes quién me preguntó por ti? ¡Jessica! Raquel retuerce los ojos. — Quisiera ser como tú, que todo lo tomas a chunga. — ¿Me oíste, idiota? -Felipe hace piruetas con los ojos y señala su sien derecha con la punta del índice, como si fuera a dispararse- ¿Te acuerdas de Jessica, el amor de tu vida? — Eso fue hace mucho. — Eso no ha sido todavía, tarada. Ríen. La espuma de los capuchinos les pinta bigotes. El sol del mediodía entra ligero por el amplio ventanal y empieza a calentar poquito a poco.

— Dos negras Modelo - pide Berenice alzando la mano hacia el cantinero. — Dos negritas modelos... - Daniela se frota las manos con regusto- Aquí, sobre la mesa - y las mueve como si acariciara los contornos de una mujer. Con aire protocolar, el mesero pone ante ellas dos vasos altos y un plato con botanas; les acerca el despachador de servilletas y el cenicero. Ellas chocan los picos de las botellas y toman directamente. — La crema de la cerveza - rememora Daniela el anuncio publicitario. Trago a trago, en silencio, vacían los envases. Los espejos las reflejan en medio del salón casi desierto. A esa hora del mediodía hay pocas mesas ocupadas. Algunos parroquianos entran y salen sin tardar mucho; otros, toman su bebida con asco trasnochado. En un televisor de pantalla gigante hay un partido de fútbol. — Dani, ¿Ángeles anduvo con Mario Valencia? — Sí. — ¿Sí?... ¿Y por qué nunca me dijiste?

— Porque nunca me preguntaste, mi chava... Creí que lo sabías. — ¿Pero anduvo anduvo? — Andaban muy juntos, rolaba ese chisme. En aquel entonces yo no era muy cercana a Ángeles... bueno, nunca lo he sido... ¿A ti qué te preocupa eso a estas alturas? — Nunca me habló de esa relación. Raquel lo comentó accidentalmente. — ¿Y? — Que también han estado juntos en los cursos del CUEP. — ¿Y? —Y nada, Daniela. Que me resulta curioso. — Lo curioso es que mientras ella se iba al CUEP, con o sin Valencia, tú te ligabas a su hija - hay una molesta pausa-, ¿No te parece suficiente el desmadre que has armado para estarte encelando ahora con los novios viejos de Ángeles? Se hace otro silencio largo. Daniela levanta la mano; el mesero trae otras dos cervezas y se lleva las botellas vacías. — No creas que me enorgullezco. — No te lo celebro, mi chava, porque estuvo cabrón, pero tampoco te avergüences del placer. — El placer se convierte en ponzoña cuando, por gozarlo, les haces daño a otros. — Ya, ya, que pareces Amado Nervo... — ¿No hay manera de que dos personas puedan gozar sin culpas? ¿Y despedirse tranquilas sin tener que arrastrar el resto de su vida ese costal sobre los hombros? — No cuando son como ustedes, enredadas, autopunitivas, culpígenas. Además, ¿qué querías... que Ángeles te diera vacaciones y permiso para andar con su hija? ¿Qué pretendías... tener la solidez y la locura en la misma casa, poner un harén? ¿No es mejor, en vez de hacerte la víctima y huir, que reconozcas que eres una machita adicta a la pasión y que eso no va a cambiar nunca? — No huyo, pongo distancia, doy tiempo. — Sí, cómo no, muy académica... Te vas huyéndole al lío que has armado. Tiempo y espacio para que éstas se arreglen solas. Haces lo de siempre: sales corriendo. — No hay nada que salvar, nunca podré volver a vivir en esa casa. Mejor sigo mi camino. Un intento fallido de gol es lamentado con un estruendo de gritos entre los hombres del local y ellas ven en silencio la repetición de la jugada como si les interesara. Hasta se quejan de que el balón sobrevolara la portería.

— ¿Qué hubiera pasado si no llega la beca? - pregunta Daniela con un halo de seriedad poco frecuente. — Él hubiera no existe. — Ajá, eso ya lo sabemos. Piensa un segundo qué harías si no te salva la campana. — No sé... ¿Me quedaría con Raquel? — ¿Te hubiera quedado con Raquel queriendo a Ángeles? — Uno no elige a quién amar, el amor lo elige a uno. — Ay, no mames, déjate de mafufadas. Dime: ¿te hubiera quedado con Raquel queriendo a Ángeles? Piénsalo bien, porque ésa es la moraleja de esta historia. — El amor dura mientras da placer y alegría; cuando se convierte en un fastidio, ya es otra cosa. — Son las consecuencias del amor. No soy la más indicada para hablar de purezas y fidelidades, pero piensa hasta dónde traicionas tus propios sentimientos. Reflexiónalo, Bere, porque esto puede repetirse en otro lugar del mundo, con otras mujeres. No pueden ser ellas, ni Nidia ni Ángeles ni Raquel, ninguna otra que tú misma la que tome decisiones, la que sepa qué es lo que quiere. La próxima vez puede no salvarte una beca milagrosa. — Yo quería a Ángeles... - Berenice parece hablar consigo misma- ¿Por qué tuvo que cambiar todo en un segundo? — Porque se te metió Raquel entre ceja y ceja, más bien entre ovario y ovario Berenice dejó caer la cabeza sobre el pecho; Daniela puso una mano en su hombro¿Sabes qué creo, Bere? Que te sientes mal porque nuevamente la sorpresa y el instinto aplastaron a la razón y piensas que fue una debilidad tuya ceder. Y claro que lo fue, pero los seres humanos somos así, débiles, inconstantes. No querías hacerle daño a Ángeles, pero en estas cosas del amor siempre alguien se queda jodido. Y en esta historia específica se jodieron las tres. No te culpes de más, cada una tiene su parte de responsabilidad: Ángeles se enredó en su vicio del trabajo, descuidó la relación, ya no había puntos comunes que las unieran; Raquel se encaprichó y como si fuera una cruzada, se te metió en el deseo, con su juventud y su simpatía; tú te dejaste arrastrar, dejaste que fuera más que un desliz. Ninguna es inocente, no eres la mala, que cada quien asuma sus consecuencias. — No pareces tú quien habla. — A veces hay que hablar en serio - vuelve a levantar la mano y pide la cuenta.

Cuatro veces timbra el teléfono antes de que Ángeles responda, un segundo antes de que se active el mecanismo de la contestadora. — Bueno... bueno...

Un lapso de silencio enorme y diminuto trascurre antes de que pronuncie el tercer «bueno». Berenice tiene un nudo en la garganta y una opresión en el pecho que le impiden hablar. Ángeles escucha ese vacío un par de segundos más. En el nudo de su propia garganta bailotea una pregunta: « ¿Eres tú, Berenice?», pero no la deja salir. Prefiere cortar la comunicación y quedarse mirando el auricular como si la mirara a ella. Del otro lado, Berenice tiene el pequeño teléfono sobre sus labios y los ojos cerrados. Como si la besara. El claxonazo del taxi la saca de su abstracción. Se asoma por la ventana y le hace una seña al chofer. «Ya bajo», le grita. El hombre asiente, la espera junto a la puerta y acomoda las maletas en el baúl del carro. «Maneja tú», le habría dicho Ángeles; Raquel le habría lanzado las llaves. Raquel. El aire la despeina. Con un profundo suspiro deja caer la cabeza sobre el respaldo del asiento. Tras sus ojos cerrados aparece el rostro de Ángeles. El viento la despeina también, golpean en su cara las mechitas sueltas del cabello. Está sonriendo. La sonrisa de Ángeles, su boca suave y experta. Abre los ojos y sube el vidrio; el aire le humedece los ojos. Deja vagar su mirada a lo lejos mientras el carro se incorporaba a los carriles centrales del viaducto.

Espejo de tres cuerpos, de Odette Alonso, se terminó de imprimir en febrero de 2009 en Editorial Color S.A. de C.V. en la Ciudad de México. En su composición se utilizaron tipos Helvética Neue, Calisto MT 10/15 pts., y Janson Old Style. La edición consta de mil ejemplares y estuvo al cuidado de la autora.