Eslava Galan, Juan - Los Dientes Del Dragon

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Los dientes del Dragón JUAN ESLAVA GALÁN

PRÓLOGO

En esta editorial, hace mucho tiempo que discutimos acerca de los mundos fantásticos hijos de Tolkien y su Tierra Media. Como lectores apasionados de El señor de los anillos, La muerte de Arturo o La Ilíada que somos, hemos llenado muchísimas tardes de asueto impresionándonos los unos a los otros con absurdos conocimientos de mitología; sosteniendo tesis peregrinas acerca de los mundos de fantasía, de espada y brujería y lanzándonos a la cabeza argumentos fuera de contexto extraídos de los textos recitados por Elminster, El Ratonero Gris o Gildor Inglorion. Algunas veces, cuando acabo de leer un libro de fantasía heroica tengo la impresión de que aquella historia había sucedido en realidad. Aquí, en el planeta Tierra. Sólo con el tiempo he descubierto que esta percepción era compartida por legiones de lectores de todo el mundo. ¿Qué extraña alquimia hay en determinados libros? A menudo, un grupo de aventureros logra tocar nuestros corazones porque el relato de su misión estaba inspirado en la esencia de los mitos que conforman nuestra civilización, la europea. Las leyendas, los dioses, la lucha del bien y el mal, la magia arcana, la magia salvaje, los monstruos grandes como dragones o pequeños y cotidianos como los duendes. Siempre me han dicho que todo eso no son más que mitos, soluciones del pueblo llano a preguntas sin respuesta, historias de viejas y opio del pueblo. Pero todos hemos crecido, de un modo u otro, alrededor de estos cuentos. Los hemos escuchado de nuestros mayores, los hemos leído en los libros y contemplado en nuestras catedrales y en nuestros museos. La historia verdadera estaba ahí. ¿Cómo

podíamos ser tan ciegos? De pronto, nuestras charlas de café giraron en torno a una hipótesis: ¿Y si los mundos de fantasía no hicieran más que contarnos la verdad? Eso explicaría tantas cosas... ¿Sería posible que alguien, en algún momento de la historia moderna, decidiera borrar de un plumazo la historia verdadera? Si san Jorge no existió, ¿por qué es venerado en toda Europa? Si los dragones no existieron ¿por qué tanto relato y tantas coincidencias? ¿Sería posible que Jorge de Capadocia fuese un aventurero que dedicara su vida a acabar con estas bestias a lo largo y ancho de Europa? ¿Acaso se le consideró santo porque no se podía borrar su recuerdo? Algo o alguien nos quiso robar la magia. Y, de algún modo, lo consiguió. Los hechos de los antiguos dioses quedaron destruidos y convertidos en mitos paganos, las razas de seres mágicos que poblaron los bosques de la vieja Europa fueron reducidos a la categoría de razas maléficas y desterradas a los cuentos de niños. Incluso las reliquias sagradas y mágicas como la Tabla redonda, el Espejo de Salomón o el Grial se tornaron leyendas con las que jugaron los románticos. La historia del mundo se convirtió en materia reservada, en cuentos secretos, en Fábula Arcana. Desde estas líneas realizamos un acto de apostasía académica y renunciamos a creer en la historia tal y como nos la han explicado. Este libro es el primero de una colección de fantasía heroica que no pretende otra cosa que recuperar nuestra historia real. El ejemplar que tiene entre sus manos significa para Devir el fin de una aventura, y quizás el inicio de otra. Nuestra aventura ha sido encontrar un autor tan ilustrado en la Fábula Arcana como Juan Eslava, que revelara los hechos que ocultaban nuestras leyendas. Esperamos que en Los dientes del dragón disfrute de nuestra, hasta hoy, historia oculta. Joaquim Dorca Editor

CAPÍTULO

I

Estaba la mar dormida. Un oleaje tranquilo balanceaba la barca. El caballero de la barba canosa y su escudero dejaron los remos y contemplaron, a lo lejos, las luces de San Juan de Acre, el puerto de Tierra Santa. -Si seguimos pueden descubrirnos -advirtió el caballero-. Ahora toca nadar. Sacaron los remos de sus chumaceras y los depositaron en el fondo de la embarcación. -Echa el ancla -ordenó el caballero. El escudero levantó el pesado disco de piedra atado con una soga por su agujero central y lo soltó en el agua, cuidando de no hacer ruido. La soga se deslizó rápidamente y se detuvo cuando quedaban a bordo apenas dos brazas. -¿Sire, crees que cuando regresemos podremos orientarnos para encontrar la barca? -preguntó el escudero con cierta aprensión. Procedía de la judería de Praga y no estaba habituado a las artes de la navegación. -Eso sólo Dios lo sabe -respondió el caballero- Si no podemos agenciarnos en el puerto otra barca mejor más nos valdrá encontrar esta. El escudero asintió resignado. Se despojó de la camisola negra y dejó al descubierto su torso moreno, delgado y fibroso. Anudado a la cabeza hasta cubrirle la frente llevaba un pañuelo rojo del que jamás se despojaba. Quizá ocultaba la fea cicatriz de una herida o la marca infamante de un hierro al rojo vivo. El caballero se quitó la camisola y también se quedó desnudo. Era musculoso sin exageración y bien proporcionado. La piel atezada de los brazos y el rostro contrastaba con la palidez del cuerpo, en el que se distinguían las señales cárdenas de antiguas cicatrices.

Los dos hombres se anudaron a la cintura sendas bolsas. -¡Ahora al agua, sin alborotar! -ordenó el caballero. Cada uno descendió por un costado de la barca. El agua no estaba demasiado fría. Nadaron vigorosamente en dirección a las luces del puerto hasta que, a doscientos pasos del farallón exterior, señalado por una cinta de espuma donde rompían las olas, el caballero, que iba delante, dejó de bracear y siguió nadando despacio, con las manos bajo el agua, silenciosamente. El criado lo imitó. Parpadeaban las luces de Acre. No muchas, porque la hambrienta población había consumido ya el aceite lampante y hasta el sebo de las velas. Acre, la ciudad sitiada por los cruzados, emplazada sobre una pequeña península del golfo de Haifa, en la costa de Tierra Santa, era un hueso duro de roer. Por el sur y por el oeste el mar lamía los sólidos fundamentos de una muralla levantada sobre la roca viva. Por el este, el puerto se abría al resguardo de un espinazo rocoso coronado de fuertes muros almenados que se elevaban hasta un cerro rematado por un formidable castillo, la Torre de las Moscas. Al este y al norte había otras dos líneas de murallas que confluían en ángulo recto en la Torre Maldita. Acre había sido la ciudad más rica de los cruzados, su puerto comercial más próspero, la meta de las caravanas llegadas de lejanas tierras que rendían viaje frente a los combos navíos procedentes de toda la Cristiandad. Pero eso era antes, cuando los francos señoreaban la ciudad. Ahora estaba de nuevo en manos de los sarracenos, los cristianos la asediaban y la guerra se dilataba de día en día sin que se adivinara el fin. Los intrusos pasaron nadando a la sombra de la Torre de las Cigüeñas, que vigilaba el espigón del puerto, sin que la guardia los detectara. Extremando las precauciones, se acercaron al antiguo muelle de piedra. Había tres navíos de transporte, panzudos, enormes y oscuros, y dos galeras ligeras de guerra con el fanal de

popa encendido. Se veían las siluetas de varios centinelas en sus puestos de cubierta. Se deslizaron bajo las tablas del muelle supletorio, en el que flotaban algunos esquifes y otras embarcaciones menores. El caballero evaluó las posibilidades marineras de cada una y se decidió por la que parecía menos mala. -Esta nos servirá -informó al criado. Al final del muelle había una escalera de piedra. Nadaron hasta ella y salieron del agua pringosa, en la que flotaban desperdicios. Agazapados en los últimos peldaños examinaron el muelle. Estaba despejado. Tampoco se veía a nadie delante de los edificios, en el abigarrado conjunto de barracones y cobertizos de almacenamiento. Después de meses de asedio, hacía tiempo que los animales habían desaparecido en los estómagos de la hambrienta población. El caballero y su escudero se pusieron las botas ligeras de fieltro que llevaban en las bolsas. -Vamos allá. Un buhonero que traficaba entre los campamentos sarraceno y cristiano, había revelado que Isbela de Merens, estaba encerrada en el palacio de las Cadenas, residencia del capitán de corsarios Muley Osmán. Hacía un mes que la habían capturado en la galera La Delfina Impetuosa que la llevaba a Chipre. El maestre de los templarios Robert de Sablé, amigo de su padre, había conseguido que el rey Ricardo enviara a un hombre para rescatarla. -La Casa de las Cadenas está por ahí -susurró el caballero, que había vivido en la ciudad-. Tenemos que cruzar el antiguo barrio de los genoveses. Si los sarracenos han cerrado las tabernas, para cumplir el discutible mandamiento del Profeta, no será difícil llegar hasta allí. Tampoco iba a ser fácil. Una patrulla de centinelas apareció de improviso tras los fardos y se dirigió hacia ellos. ¿Habrían oído algo? Sumidos en las sombras, aguardaron con las dagas prevenidas. Los guardias pasaron cerca de ellos, charlando

animadamente. Cuando las voces se alejaron, el criado asomó la cabeza y comprobó que la explanada estaba desierta de nuevo. -Despejado, sire. -¡Vamos allá! Cruzaron corriendo la distancia que los separaba de los primeros barracones. Desde allí, se internaron en el antiguo barrio genovés procurando ocultarse bajo los soportales en sombra, donde en tiempos más tranquilos los mercaderes colgaban sus mercancías. Tras algunos rodeos y después de esquivar otra ronda, llegaron a una plazuela dominada por un sólido edificio de piedra de cuyas paredes pendían cadenas procedentes de las galeras conquistadas al enemigo por el constructor de la casa, el patricio Doménico Astolfi. Desde la caída de Acre, la casa pertenecía a Muley Osmán, un antiguo capitán de corsarios al que Saladino había nombrado almirante. Dos linternas de aceite y brea, a ambos lados de la puerta principal, iluminaban la fachada. La enorme puerta guarnecida de planchas de hierro permanecía cerrada. -Ahí está la muchacha -susurró el caballero desde las sombras. -¿Cómo entraremos, sire? -preguntó el escudero. -Detrás hay un pequeño huerto. Por allí será más fácil. Bordearon la plaza bajo las sombras y se internaron por un callejón lateral que conducía a la parte posterior del edificio. El muro era tan alto que un hombre de pie sobre un caballo no podría alcanzarlo. Había una puerta falsa, una poterna chapada de hierro, pero parecía más sólida aún que la puerta principal. -¿Qué hacemos ahora? -inquirió el caballero en sordina. -Abrir, por supuesto. -¿Tiene cerradura? No tiene, pero se abrirá de todos modos.

El escudero sacó de su bolsa una palanqueta y pasó la palma de la mano por su hoja plana. Apoyó el hombro izquierdo en la pesada poterna y empujó con firmeza al tiempo que introducía el extremo afilado del hierro en la rendija, entre el dintel y la puerta. Hizo fuerza hasta que se escuchó un clic apagado. -Ya tenemos la primera -susurró. Después repitió la operación tres veces a distintas alturas. -Ya está, sire. -¿Has levantado las aldabas? -preguntó el caballero. -Algo así -dijo el criado-. Entremos. No había atacado la puerta por el lado del cerrojo, sino por el de las bisagras de capucha. El cerrojo quedaba intacto con su dobladillo de seguridad, en el extremo contrario de la puerta. El caballero movió la cabeza con resignación. -Pedro, no sé si alegrarme de que sigas actuando como el ladrón que fuiste. -Sire, estas cosas nunca se olvidan, pero ahora pongo mi ciencia al servicio de Dios. -Sí, eso sí -convino el caballero. Pedro el Raposo tenía una larga historia llena de sombras. Había crecido huérfano en Praga hasta que el rabino Baruj Meir lo recogió de la calle y lo crió como al hijo que nunca tuvo. El rabino era un reputado cabalista. En su vejez quiso visitar a otro cabalista, Isaac Abranel, de Toledo, con el que a lo largo de su vida había intercambiado tres cartas. Se puso en camino y cruzó Europa con Pedro el Raposo, que se había convertido en un muchacho robusto, no demasiado alto, pero despierto y servicial. En Toledo los dos rabinos exploraron ciertos subterráneos que Abranel conocía y en una de esas visitas Meir cogió un enfriamiento que lo llevó a la tumba. Pedro el Raposo enterró a su amo y en lugar de regresar a

Praga se quedó en Castilla viviendo a salto de mata, unas veces como criado; otras, como ladrón. Lucas de Tarento, después de abandonar la orden templaria, de paso por Toledo, lo adoptó como escudero y se esforzó en conducirlo por el buen camino. Pedro era listo y aprendía pronto. En pocos años se había convertido en un hábil guerrero. Después de entrar, el antiguo ladrón volvió a encajar la puerta. Permanecieron unos instantes inmóviles, al acecho, escudriñando en la oscuridad del jardín. Palmeras y árboles de diversas especies, frutales y de sombra, cubrían el espacio hasta ocultar el cielo. El escudero olfateó el aire. Aspiraba los aromas de la vegetación descompuesta y en su sensible nariz detectaba cualquier indicio de vida animal. -Ratas solamente, sire -informó-. Podemos seguir. El escudero se movió con destreza por la jungla espesa del jardín para abrirle paso a su amo. Llegaron hasta la parte trasera de la casa. Varios peldaños de gastado granito conducían a una puerta, también de hierro. El caballero esperaba que su acompañante recurriera de nuevo a la palanqueta. Se sintió un poco decepcionado cuando le señaló la parra que trepaba por el muro, apoyada en un entramado de madera. Treparon hasta la primera ventana, a una altura considerable del suelo, y entraron en la casa. Estaban en un pasillo estrecho, largo y oscuro. El escudero extrajo la palanqueta, la acarició y la hoja se iluminó con un fulgor lechoso que permitía distinguir los perfiles de un par de arcones y varias jamugas distribuidas a lo largo del corredor. -Adelante, sire, y cuidado con tropezar con algún mueble -susurró. Avanzaron con precaución dejando atrás varias puertas cerradas. ¿En cuál de ellas estaría confinada la cautiva? Al final se percibía una raya de luz. Aplicaron el oído. Dentro conversaban dos hombres en el idioma sarraceno que tanto el criado como el caballero comprendían. -...Resistir más de una o dos semanas -decía una de las voces-. El pueblo tiene hambre y cuando no podamos dar ni un tazón de

gachas a los hombres que defienden la muralla tendremos que entregar la ciudad a los francos. -Y, mientras tanto, mi primo Saladino no hace nada -respondió otra voz levemente gangosa-. Está esperando que sus emisarios regresen de la entrevista con el Viejo de la Montaña. Le ha ofrecido un reino si le revela dónde se oculta el Espejo de Salomón. -¿Un reino a cambio de un espejo? -Se asombró la primera voz-. Esperaba más de la prudencia de Saladino. -No es un espejo cualquiera, Hasid. Es un talismán que nos permitirá expulsar a los francos de estas tierras para siempre. El brillo de la palanqueta comenzaba a apagarse. El escudero la frotó y se reavivó el fulgor. El caballero se llevó un dedo a los labios y le indicó que lo siguiera. Al fondo del pasillo se abría una escalera de caracol que descendía hacia el piso inferior. Bajaron por ella. En el piso bajo encontraron otro pasillo similar al de arriba. Junto a una de las puertas, un guarda dormitaba sobre una estera de oración, con la espada desenvainada sobre los muslos. El escudero lo golpeó en la sien con el extremo grueso de su herramienta. El hombre se desplomó hacia un lado sin exhalar un gemido. La puerta tenía un cerrojo por fuera. El caballero lo descorrió con cuidado y observó el interior de la habitación. Estaba débilmente iluminada con un par de mariposas de aceite. Sobre una tarima ricamente adornada con colchas y paños damascenos yacía una persona. Los dos intrusos se acercaron. Una muchacha dormía inquieta, arrebujada en una colcha que dejaba al descubierto su rubia cabellera. A la vacilante luz amarilla parecía muy bella: la nariz recta, los labios perfilados y bermejos, los ojos grandes, orlados de largas pestañas, las orejas delicadas ligeramente puntiagudas que delataban sangre elfa. Los dos hombres se miraron. El criado asintió. El caballero le tapó la boca con una mano al tiempo que la sujetaba con la otra. La muchacha despertó sobresaltada y abrió los bellos ojos con una mirada desencajada por el pánico.

-Isbela de Merens, cálmate -le susurró el caballero al oído-. Soy Lucas de Tarento y este es Pedro el Raposo, mi criado. Somos cristianos. Nos envía el rey Ricardo para liberarte. ¿Me has entendido? La muchacha dejó de debatirse como un animal atrapado en una red y se tranquilizó un poco. -¿Has entendido? -repitió Lucas de Tarento. Ella asintió con la cabeza. -Ahora te soltaré. Cálmate. Si los sarracenos nos descubren nos degollarán. Isbela estaba desconcertada, pero se hacía cargo de la situación. El caballero le retiró la mano de la boca. La beldad, sentada sobre la cama, respiró profundamente. Sus bellos ojos elfos se esmaltaron de lágrimas. -¡Gracias a santa María, me habéis liberado! -Todavía es pronto para alegrarse -observó el Raposo-. Ahora falta lo peor, que es volver. No perdieron un instante. La muchacha se calzó unas sandalias y se echó un manto por los hombros. El guardián seguía tendido en el pasillo. -Si despierta dará la alarma -objetó el criado-. ¿Lo degollamos? -Toda vida es preciosa -susurró el caballero-. Átalo. El criado se inclinó sobre el sarraceno, lo despojó del cinturón y lo maniató con él. Después lo amordazó con el cordón de faltriquera que el sarraceno llevaba al cinto, tras vaciarla y guardarse su contenido con la rutina del saqueador profesional. -Salgamos -dijo Lucas.

Iluminados por la palanqueta, que emitía su leve fosforescencia azul, descendieron hasta el piso inferior de la mansión. El enorme mastín que dormitaba junto a la puerta abrió un ojo y se incorporó con un gruñido amenazador, pero la muchacha extendió la mano y bisbiseo un conjuro. El animal depuso su actitud y acudió dócil a lamer la mano de Isbela. Ella le acarició la enorme cabeza. -Buen chico. -¿Eres maga? -susurró el Raposo, asombrado-. ¿Qué más sabes hacer? -Otras cosas -murmuró Isbela sonriendo por primera vez. Era una sonrisa capaz de caldear el corazón de cualquiera. El Raposo levantó la poderosa retranca de hierro que cerraba la puerta, la sacó de su encaje cuidando de no hacer ruido y la depositó a lo largo del muro. Todavía quedaban dos cerrojos gruesos como la muñeca de un hombre. Estaban bien engrasados. Los descorrieron silenciosamente. El criado entreabrió la puerta y observó la plaza con precaución. -No se ve a nadie, sire -murmuró volviéndose. -Vamos allá. Corrieron hasta las sombras de los soportales vecinos. Después, evitando encuentros desagradables, regresaron al puerto. -¿Sabes nadar? -le preguntó el Raposo a Isbela. -Esta vez no será necesario -intervino el caballero-. Regresaremos en una de esas embarcaciones. -Los guardias que custodian la torre de las Cigüeñas nos verán salir del puerto -objetó el escudero-. Tendrán tiempo de sobra para asaetearnos con sus balistas. -Por supuesto que nos verán, pero nos dejarán pasar sin daño -dijo el caballero-. ¿Ves aquel cobertizo?

-Sí. -Cuando pasamos junto a él, percibí el olor del aceite de nafta. -¿Nafta? -preguntó el Raposo-. ¿Qué es nafta? -Uno de los ingredientes del fuego griego. Ahí es donde guardan los sarracenos la nafta con la que equipan sus barcos de guerra. Organizaremos unos bonitos fuegos artificiales. El Raposo forzó la entrada del barracón. Dentro, a la luz azulada de la palanca, descubrieron una pila de barriles de roble y otra de tinajas de barro. Lucas comprobó el contenido: polvos de azufre y nitrato en los barriles; nafta, un líquido oleoso, en las tinajas. -Excelente -murmuró aprobador-. Esto es cuanto necesitamos. Abramos las puertas de par en par y saquemos un par de barriles. Con ayuda del Raposo e Isbela, el caballero vació sobre el suelo cuatro barriles de azufre y otros tantos de nitrato y mezcló los polvos amarillos con los blancos con una pala de madera hasta conseguir un tono intermedio. Después destapó varias tinajas de nafta y arrojó paletadas del polvo nitrosulfúrico a su interior. El líquido rebosaba y se derramaba sobre el montón de azufre y nitrato del suelo. Cuando calculó que las proporciones eran las correctas tapó herméticamente las tinajas con sus cierres de madera y con ayuda del escudero, las hizo rodar hasta el exterior. El cobertizo distaba treinta pasos del lugar del atracadero de las galeras de guerra, cuyas bordas apenas llegaban a la altura del muelle. El empedrado descendía en ligera pendiente hacia el mar, para evitar que en los días de galerna el oleaje alcanzara los depósitos y barracones. Aquella inclinación favorecía los designios del caballero. -Ahora viene lo difícil: atended. Yo hago rodar las tinajas para que caigan al mar entre las galeras. Cuando el líquido empiece a arder prendéis fuego al barracón, corréis al esquife, lo desamarráis y me esperáis con la vela lista. -¿Sire, vas a arrojar las tinajas al agua? -se asombró el Raposo-. Se apagarán.

-No se apagarán -lo tranquilizó Lucas-. El fuego griego contiene una magia que le permite arder sobre del agua. -Pero los guardianes de la Torre de las Cigüeñas nos verán huir por la bocana y nos cazarán con sus flechas -objetó todavía el escudero. -Tranquilo. Dentro de nada saldrán al mar abierto todos los barcos que no estén ardiendo. Los patrones de todas esas embarcaciones querrán ponerlas a salvo fuera del puerto. Nosotros nos disimularemos entre ellas. ¿Alguna pregunta más? -No. -¿Sabes cómo encender un fuego? -Claro, pero aquí no hay apaños. -En ese estante, junto a la entrada, hay yesca, pedernal y un candil. Cuando oigas voces de alarma, vacías un par de tinajas más de nafta y le prendes fuego a todo. Nos veremos en el esquife. El caballero enfiló cuidadosamente el primer barril hacia las galeras de guerra y lo impulsó poderosamente, haciéndolo rodar sobre el empedrado. El recipiente ganó velocidad y se estrelló contra la columna de bronce a la que se amarraban las dos galeras. Antes de lanzar el segundo barril raspó con su daga un trozo de pedernal. Cuando las chispas prendieron el volátil aceite de nafta que embadurnaba la madera, lanzó el barril en llamas con un violento impulso, y detrás los tres barriles restantes. Sólo uno se desvió de su objetivo, pero el Raposo corrió tras él y lo reintegró a la trayectoria prevista. Para entonces, varios centinelas de las galeras se habían alertado con el traqueteo de los barriles y tocaban alarma con sus cornetas de latón. Demasiado tarde: uno tras otro, los barriles se estrellaron contra la columna del amarre. El fuego griego prendió violentamente y se derramó sobre las galeras y sobre las aguas circundantes. En un santiamén, la noche se pobló de resplandores, de gritos y de carreras. Sonaron por todo el puerto las bocinas. La explanada se

llenó de hombres semidesnudos arrancados del sueño que no sabían adónde acudir. -¡Fuego, fuego! Las llamas prendían vorazmente en las maderas calafateadas con pez y alquitrán. Algunos corrían a buscar cubos para socorrer a las galeras, otros intentaban salvar las embarcaciones que todavía no estaban afectadas. Media docena de esquifes largaron atropelladamente sus velas triangulares y enfilaron la bocana del puerto, entre ellos el que transportaba a los intrusos y a la bella pasajera. Otras embarcaciones más pesadas pugnaban por apartarse del muelle impulsadas desesperadamente por las pértigas de sus marineros. Las pesadas urcas de transporte llevaron la peor parte: incapaces de moverse con la celeridad necesaria fueron, una tras otra, presa de las llamas que saltaban de bordas a aparejos y prendían en el cordaje. La urca más alejada del incendio casi se salvó, pero las llamas la persiguieron sobre el agua, siguiendo la ancha estela que su desplazamiento iba dejando, y la atraparon en medio del puerto. Los marineros, incapaces de controlar el fuego, optaron por lanzarse al agua y regresar al muelle a nado. Con Isbela tumbada en el fondo de la barca y oculta bajo un lienzo, Lucas de Tarento y el Raposo pasaron ante la torre de las Cigüeñas disimulados entre los esquifes que huían. En la terraza almenada de la torre, las enormes balistas apuntaban al cielo, desarmadas y cubiertas con sus lienzos protectores, mientras que sus servidores contemplaban el incendio desde las almenas del lado opuesto. Cuando los fugitivos alcanzaron el mar abierto, en lugar de girar hacia los puertos de la Muna y Kafú, como hacían las otras embarcaciones, mantuvieron el rumbo y se adentraron en la oscuridad del mar. En el puerto, en medio de la confusión, el almirante Muley Osmán rodeado de esclavos con garrotes y lanzas- buscaba a los fugitivos y, enfurecido, descargaba latigazos en todas las espaldas que se ponían a su alcance, incluso en las de un sargento de bajeles, chipriota renegado, antiguo conocido suyo.

-¡Almirante, que duele! -se quejó el chipriota frotándose el brazo. -¡Más me duele a mí que he perdido el virgo de una princesa y el chal de Kíos que se ha llevado la muy ladrona! Lejos de Acre, el incendio del puerto no era más que una burbuja luminosa en la oscuridad de la noche. Lucas dispuso la vela al sesgo, para navegar de bolina en dirección norte, paralelos a la costa. -Ahora sólo tenemos que aguardar a que claree un poco antes de regresar, porque si nos equivocamos podemos desembarcar ante las narices de Saladino. El Raposo no lo oyó. Se había dormido, sentado como estaba al timón, y roncaba ruidosamente. -Está bien -se dijo el caballero-. Habrá que velar, no sea que tengamos un mal encuentro. Pensó en Leviatán, el monstruo de las profundidades, y un escalofrío le recorrió la espalda.

CAPÍTULO

II

La Fogosa está jodida, sire -informó el sargento-. Veinte prestaciones en una mañana es demasiado. Además, los hombres también necesitan un descanso. -Asígnale hombres de refresco, y que no descanse hasta que yo lo ordene -replicó Guy de Forbes, el ingeniero del rey Ricardo. -Nos la vamos a cargar, sire -insistió el sargento. -Tú eres el que te las vas a cargar, si das la tabarra. El sargento se encogió de hombros y regresó al foso donde doce hombres desnudos, fornidos y sudorosos, se empleaban con La Fogosa. -Duro con ella -ordenó-, que el senescal no quiere que descanse. La vamos a desgraciar -advirtió uno de los guerreros. -Mejor a ella que no a mí: no quiero que me corten las orejas por desobedecer -replicó el sargento-. Duro con ella y no desmayéis. Dos hombres musculosos tirando de sendas sogas tumbaron el tronco de palmera que formaba la pértiga de la mangonela La Fogosa. Cuando el extremo tocó el suelo, lo afirmaron con un trinquete. Mientras tanto otros trepaban por las escaleras laterales y descargaban piedras en el cajón del contrapeso. Cuatro hombres en cada lado trabajando a buen ritmo tardaban dos avemarías en llenar el cajón. Mientras tanto, el ingeniero del rey Ricardo, un hombrecillo enteco que se resguardaba del sol abrasador con un sombrero ancho de viaje, supervisaba a los operarios. Unos fijaban con mazos las cuñas del ingenio; otros ayudaban al engrasador que vertía pez y alquitrán en el engranaje central. El mecanismo humeaba al recibir la mezcla aceitosa. -Está muy caliente, sargento -advirtió el engrasador. -Hay que seguir disparando. Ya has oído al ingeniero.

La Fogosa era una de las siete máquinas emplazadas frente a la muralla de Acre, a prudente distancia de la Torre Maldita, a salvo de las catapultas sarracenas. La Fogosa y sus compañeras eran capaces de lanzar piedras de cincuenta kilos a doscientos pasos de distancia. Unos tiros certeros contra la esquina de la torre que parecía más débil habían conseguido desencajar los sillares. En aquel momento, la torre amenazaba ruina y a cada nuevo impacto sus defensores se asomaban con preocupación a las almenas. Un destacamento de mercenarios turcopolos que aguardaban, a prudente distancia, apostados tras manteletes rodantes. Cuando la torre se derrumbara, treparían por sus ruinas, irrumpirían en la ciudad, abrirían una puerta al ejército de los cruzados y Acre volvería a ser cristiana. En uno de los manteletes avanzados, el aprendiz de caballero Guido de Sant Bertevin, llegado en la última hornada de franceses, se informaba sobre la situación. -Tenéis suerte -le decía un veterano compatriota-; habéis llegado justo para participar en el botín, porque Acre es una fruta madura a punto de caer. Os habéis ahorrado los meses de duro asedio, hambre y miserias que llevamos pasados. Y piojos, ni os cuento. -¿Es rica la ciudad? -se interesó Guido. -¿Rica? La más rica de esta tierra, más rica que Jerusalén. Por eso el rey de Jerusalén, Guido de Lusignan prefiere recuperarla y que Jerusalén siga en manos de Saladino. -¿Crees que Saladino levantará el asedio si tomamos la ciudad? El veterano se encogió de hombros. Esa predicción era más difícil. La situación era delicada. Guido de Lusignan, había cometido la locura de sitiar el puerto y la ciudad de San Juan de Acre con menos tropas de las que la ciudad contenía. Saladino, por su parte, había sitiado a los sitiadores. Cristianos y sarracenos formaban dos anillos concéntricos en torno a la ciudad, una situación bastante comprometida para los cristianos porque, si los sitiados atacaban, podían verse atrapados entre dos fuegos. Solamente los considerables refuerzos llegados de la cristiandad europea les permitían prolongar el asedio.

-¿Cuál es la situación aquí? -preguntó el joven Guido mientras mordisqueaba un trozo de pan sobre el que había extendido una loncha de tocino. -Peculiar. Los cristianos de Tierra Santa están divididos en dos bandos: los que apoyaban a Guido de Lusignan, al que sostiene el rey de Inglaterra, y los partidarios de su rival y enemigo Conrado de Montferrato, el defensor de Tiro, cuya candidatura al trono apoya el rey de Francia. Yo creo que los dos son meros muñecos de los reyes. Felipe de Francia y Ricardo de Inglaterra, en lugar de enfrentarse directamente prefieren hacerlo a través de sus respectivos monigotes. Guido miró al cielo y vio que el sol comenzaba a declinar. Iba sintiendo cierto desasosiego en el estómago. Hora de cenar. Se despidió del soldado, se echó la ballesta alemana sobre el hombro y se dirigió a las tiendas del rey de Francia a través del vasto campamento. Además de los «peludos», como los europeos llamaban a los cristianos nacidos en Tierra Santa, descendientes de los primeros cruzados allí afincados, en el campamento había mesnadas de distintos orígenes: normandos, daneses, ingleses, frisones, flamencos, sajones y hasta gentes venidas de regiones más remotas, contingentes de mercenarios y guerreros de fortuna que hablaban ásperas lenguas y miraban con recelo a los nobles que comandaban el ejército cristiano. Más alejados estaban los cuarteles de los mercenarios turcopolos y cerca de ellos los de hospitalarios y templarios que los contrataban. Para detener a Saladino y recuperar Jerusalén, el papa había enviado a Tierra Santa tres ejércitos al mando de tres reyes. El primero en acudir fue Federico Barbarroja de Alemania, que escogió el camino terrestre porque un mago le había avisado del peligro que le acechaba en el agua. Sin embargo, se ahogó al atravesar el río Salef en Cilicia y nunca llegó a Tierra Santa; los otros dos, Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León, de Inglaterra, hicieron el viaje por mar. Se odiaban mutuamente y desconfiaban el uno del otro. De hecho habían aplazado la partida durante meses porque ninguno de ellos quería abandonar sus tierras el primero por temor a que el otro aprovechara su ausencia para atacarlas.

Cuando Guido de St. Bertevin llegó a las tiendas de su mesnada, su tutor, el caballero Lucas de Tarento, estaba vistiéndose con la ayuda de Pedro el Raposo, su escudero. Parecía un rey con su manto de fiesta y la espada de los desfiles al cinto. -¿Dónde te metes? -le reprochó-. Vístete de bonito, que hay trabajo. -Pero sire, ¿y la cena? -Cenarás cuando se pueda. Guido ayudó al escudero a ensillar el caballo con la silla damascena, minuciosamente adornada con hilos de plata embutidos en el cuero brillante. Después cubrieron, y cubrió al animal con una rica gualdrapa bordada en la que destacaba la torre de plata coronada con el brazo que empuñaba una espada. Cuando lo tuvo todo dispuesto Guido ayudó a subir a su tutor y lo acompañó, llevando las riendas, hasta la capilla del campamento, una amplia tienda de listas blancas y rojas en la que los reyes se reunían. Estaban todos: Ricardo Corazón de León, fuerte y membrudo, con su melena y su barba pelirroja; Felipe Augusto de Francia, delgado y nervioso, jugando con los eslabones de la gruesa cadena de oro que adornaba su pecho, la barba negra escasa, recortada; Aimery de Limoges, patriarca de Antioquia, solemne e investido con su manto de seda bordado y todos sus abalorios religiosos. Lo acompañaban dos clérigos, que permanecían apartados, pendientes del prelado. Unos pajes con la librea de Francia acabaron de servir las copas de hidromiel y se retiraron. Cada rey llevaba un séquito de tres caballeros que aguardaban fuera de la tienda. -Saladino no tiene fuerzas para derrotarnos y nosotros no tenemos fuerzas para derrotar a Saladino -informó Ricardo-. Esos son los hechos desnudos. Sin embargo, el tiempo corre a su favor. Saladino está en su tierra, sólo tiene que sentarse a esperar tiempos mejores. Nosotros, por el contrario, procedemos del otro lado del mar. Cuando no haya botín que repartir, los barones que

nos han seguido se despedirán y regresarán a sus posesiones. Ya ha ocurrido otras veces en las cruzadas anteriores. La Cristiandad está cada vez menos interesada en sacrificios por los Santos Lugares. La fe ya no es lo que era. -Eso que dices es cierto, pero ¿qué propones? -replicó Felipe Augusto. -Los dos hombres que rescataron a Isbela de Merens espiaron la conversación de dos jefes sarracenos. Saladino está buscando un talismán que le dará la victoria. -¿Un talismán? ¿Qué talismán? -Los sarracenos lo llaman el Espejo de Salomón -concluyó Ricardo-. El patriarca de Antioquía, aquí presente, quizá nos pueda explicar de qué se trata. El patriarca, de venerable barba blanca y profundas ojeras, se aclaró la voz antes de decir: -A pesar de la incultura que disculpa vuestra condición de nobles, quizá hayáis oído hablar de Salomón, el sabio rey de Israel que gobernó estas tierras en los Tiempos de los Caudillos, mil años antes del nacimiento de Cristo. Salomón era rey, pero también era un mago poderoso. Después de la Abominación, la raza de los hombres se debatía en la oscuridad de la ignorancia y buscaba a Dios. Algunos pueblos seguían al sol; otros, a la luna, pero ninguno encontraba el sendero que conduce al sol y a la luna conjuntamente. En esta tierra que pisamos, el sol de los judíos, Yavé, pugnaba con la diosa de los antiguos cananeos, Ashera, la sabiduría. Salomón los unió, por eso lo tenemos por espejo de sabios, y, al unirlos, descubrió la mecánica de la creación, entendió el Shem Shemaforash y lo plasmó en ese talismán que pretende conseguir Saladino, el Espejo de Salomón o Mesa de Salomón. -¿En qué quedamos es un espejo o es una mesa? -se impacientó Felipe Augusto. El anciano sonrió ante la impaciencia del joven.

-Es las dos cosas, sire: tiene el aspecto de una mesa circular baja, pero en su superficie se dibujan los siete cielos y puede verse la Creación, por eso lo llaman espejo. Quien sepa leerlo descubrirá en él la Palabra Suprema, el Shem Shemaforash. -¿El Shem Shemaforash? -preguntó el rey Ricardo- ¿Qué demonios significa? -Es hebreo -respondió el patriarca-. Significa el Nombre del Poder. La Mesa de Salomón contiene el Nombre Secreto de Dios, el Shem Shemaforash, un conjuro más poderoso que todos los conjuros conocidos por los magos, la palabra de la que Dios se sirvió para crear el mundo. Se hizo un profundo silencio sólo turbado por el chisporroteo de un trozo de sándalo en un pebetero. El patriarca humedeció sus pálidos labios con un sorbo de hidromiel y continuó: -El poder de los magos más poderosos palidece ante el poder de ese conjuro que contiene el nombre secreto de Dios. De hecho, la magia consiste en el dominio de las fuerzas ocultas de la naturaleza. Desde antes de la Abominación, los magos han desarrollado diversos conjuros de los que se obtienen resultados parciales. El hombre que domine el Shem Shemaforash dominará la Creación. Ése es el conjuro máximo. Ricardo asintió. Felipe Augusto, desde su sitial, adornado de lises, observaba atentamente a su primo. ¿Cómo podía odiarlo tanto? ¿Por simple envidia, porque era rico, hermoso y valiente o por el resquemor que le producía su propia inferioridad? Felipe Augusto era endeble, cobarde y poco agraciado. A veces, mirándose al espejo, se preguntaba por qué sus padres no lo golpearon contra un muro al nacer, como era costumbre hacer con los neonatos deformes o enfermos. Estaban tan deseosos de un heredero que lo conservaron. Lo metieron entre algodones y se empeñaron en que viviera. Para colmo había heredado un reino prestigioso, pero débil y con tendencia a desaparecer entre la ambición de los Plantagenet, con los que limitaba por el oeste, y la del inmenso imperio germánico, su vecino del este. Cuando Felipe Augusto se ensimismaba en estos sombríos pensamientos, lo que

ocurría con cierta frecuencia, tenía la manía de mordisquear un mechón de su rala barbita. -Shem Shemaforash, ¿eh? -saboreó las extrañas palabras al pronunciarlas-. Y ese conjuro mágico ¿está escrito en la mesa de Salomón? No exactamente -dijo el anciano-. Al parecer la Mesa sólo contiene una serie de círculos y de rayas que forman estrellas y conjuntos geométricos, pero un mago instruido puede deducir el Nombre del Poder a partir de esas señales. Felipe Augusto asintió. Un mago experto. La Iglesia tiene magos expertos. Después de todo es su oficio, administrar la magia, pero ¿dónde encontraría él un mago experto? Se arrepintió de haber quemado a varios magos acusados de hechicería por el arzobispo de París, antes de partir para la cruzada. -En los tiempos del antiguo Israel -prosiguió el patriarca- el Shem Shemaforash estaba custodiado por el Baal Shem o Maestro del Nombre, como también se llamaba el Sumo Sacerdote. Una vez al año, el sumo sacerdote, protegido por el pectoral de las doce facetas, penetraba en el Sancta Sanctorum del Templo para pronunciar ese Nombre en voz baja en un rincón donde estaba depositada el Arca de la Alianza. De este modo actualizaba la Alianza entre Dios y la humanidad y renovaba la creación para que el mundo continuara existiendo. Al construir la Mesa, Salomón aseguró la transmisión del secreto de la Alianza: cada Baal Shem instruía a un discípulo que lo sucedía en el misterio del Shem Shemaforash para que la tradición no se perdiera. Por tanto, los poseedores del secreto eran siempre dos, aunque solamente uno compareciera en presencia del Santísimo para la renovación de la Alianza. -¿Y qué ha sido de ese Sumo Sacerdote? -preguntó Ricardo. -Ahora los judíos no lo tienen. Perdieron su reino y están dispersos por el mundo. Pero aquel que se haga con el Espejo y consiga arrancarle su conjuro podrá proclamarse Rey Sagrado y reinar sobre la tierra. Ése será el tiempo de la armonía universal, un solo pueblo con una sola religión bajo un solo caudillo, sin guerras. Para

ello no basta dar con la Mesa. El Baal Shem que conjure su poder debe comparecer ante ésta con el pecho cubierto con una lámina de oro en la que se engasten las Doce Piedras del pectoral sagrado. -¿Doce piedras? -Sí. Son doce piedras dracontías, los cálculos terrosos duros como el pedernal que crecen bajo la lengua de las dragonas, dentro de la glándula del veneno. Cada piedra tiene su forma propia, su color y su textura. Son tan distintas que incluso cada una tiene su nombre: la Fogosa; la Intrincada; las tres de san Todaro, que se llaman Manchada, Luciente y Nuececita; la Templada; la Reluciente; la Melada; la Peregrina; la Honda; la Granito y la Dolorida. El que opere sobre el nombre divino en la Mesa debe llevarlas cosidas sobre el pecho. Eso lo librará de la muerte porque la Mesa tiene tal poder que mata al que la ilumina. -¿Y esas piedras donde están? -Dispersas por el mundo desde hace siglos, pero con el poder de los magos del pontífice hemos conseguido conocer el paradero de casi todas ellas. Los reyes de Francia y de Inglaterra intercambiaron una mirada. Ricardo tenía treinta y cinco años y era un hombre curtido por la vida. Felipe Augusto sólo veinticinco, aunque aparentaba diez más. Felipe Augusto no estaba contento con la herencia de su padre. Sus dominios directos solo abarcaban París y un reducido territorio de su entorno. Luego había una serie de provincias, supuestamente sometidas a su autoridad, en las que apenas podía reclutar tropas o recaudar impuestos. Ricardo sí era fuerte. Los dominios de la dinastía Plantagenet no sólo abarcaban Inglaterra sino que, por medio de matrimonios y alianzas, se había extendido por todo el este de Francia, Normandía, Bretaña, Poitou y Aquitania. Paradójicamente, Ricardo, como duque de Normandía y de Aquitania era nominalmente vasallo de Felipe Augusto, rey de Francia, pero si Felipe Augusto le hubiera dado una orden se habría reído de él en sus barbas. Felipe Augusto lo odiaba con toda su alma. Aquel hombre poseía en abundancia todas las cualidades de las que él carecía: belleza, apostura, valor físico y sobre todo, tierras y soldados.

El rey de Francia ahuyentó los malos pensamientos para atender al patriarca de Antioquía. -Os he mandado llamar porque esta mañana he recibido una bula papal en la que el Santo Padre se pronuncia sobre la Mesa de Salomón. Ordena al Maestre del Temple que indague sobre su paradero. -¿Por qué el Maestre del Temple? -saltó Ricardo con su vehemencia acostumbrada. Ricardo desconfiaba de los templarios. Los templarios tenían su casa madre en París y cuando el rey de Francia estaba en apuros económicos, que era casi siempre, le prestaban el dinero necesario. Sospechaba que, puestos a escoger, favorecerían a Francia antes que a Inglaterra, aunque sólo fuera por cobrar sus deudas. -Los templarios son los únicos cristianos a los que el Viejo de la Montaña respeta -explicó el patriarca-. Cuando sepamos dónde se encuentra la Mesa, enviaremos a rescatarla a un grupo de hombres justos y puros que vosotros, los jefes de la cruzada, designaréis. Ahora arrodillaos y recibid la bendición del Señor. Lo obedecieron y recibieron la bendición. De regreso a su tienda, Felipe Augusto cavilaba: «Si yo pudiera hacerme con ese talismán, el Espejo o la Mesa de Salomón, me proclamaría rey del mundo: podría agregar a mis reinos los dominios de los Plantagenet y quizá las tierras del imperio germánico.» Felipe Augusto se detuvo en seco golpeado por una sospecha. Pero ¿y Ricardo? ¿No ambicionaría, él también, el talismán? Por supuesto que sí. Un Plantagenet no podría dormir tranquilo mientras sus posesiones lindaran con las de otro rey. Aquellos malditos pelirrojos hijos de la melusina aspiraban a poseerlo todo. Cuanto más tenían, más codiciaban. Habían ascendido en un par de generaciones abriéndose paso a codazos entre las casas reales de Europa sin saciarse jamás. El abuelo de Ricardo, Godofredo, se casó con la viuda del emperador germánico, una mujer quince años mayor que él, para conseguir la corona de Inglaterra. Enrique, el

padre de Ricardo, se casó con Leonor, la esposa divorciada del anterior rey de Francia, para conseguir el ducado de Aquitania. El taimado Ricardo Corazón de León estaría rumiando cómo hacerse con el talismán. Felipe Augusto no podía fiarse del Plantagenet: llevaba en la sangre la ambición desmedida. Seguramente estaba ya maquinando la manera de apropiarse de la Mesa o el Espejo o lo que demonios fuera. Al llegar a su tienda de lona azul tachonada de flores de lis blancas, Felipe Augusto sintió un malestar en el estómago y vomitó saliva y bilis en su jofaina de plata. Su médico personal acudió a socorrerlo con una toalla mojada, que le aplicó en la frente. Felipe Augusto respiraba pesadamente. -Esta maldita guerra va a acabar conmigo -rezongó-. ¡Maldito el día en que me metí a cruzado!

CAPÍTULO

III

En Rissu, al oeste de Gizeh, no lejos de El Cairo, un hombre y un muchacho caminaban por el pedregal en dirección a la cueva que llaman de las Serpientes. Era mediodía y el sol caía a plomo sobre los cerros yermos y las barrancas del desierto. -Tengo miedo, padre -dijo el muchacho. El hombre se detuvo y lo miró. -¿Miedo?

-De las serpientes -dijo el muchacho. -No temas. Las cobras no se acercarán a Asmodeo de Sinán. Siguieron caminando en silencio. Asmodeo de Sinán vestía como un mendigo, con una chilaba descolorida y manchada y un turbante corto de los que usan los pobres. Era un hombre alto y delgado, con la cara larga y morena, los ojos hermosos y oscuros, brillantes como si los devorara la fiebre, la boca grande, los labios finos y pálidos, la barba negra con mechones grises hasta la mitad del pecho. El niño era un ahijado de Asmodeo. Sus padres habían perecido en la hambruna de Damieta, diez años antes, después de vender a su hijo de un año a un mercader, acaso para salvarlo. Asmodeo lo adquirió por un besante bizantino de oro, por eso lo llamaba así, Besante, «una palabra ni cristiana ni islámica que todo el mundo aprecia», le explicaba a su ahijado. Los dos caminantes ascendieron con dificultad la duna de arena acumulada junto a la boca de la cueva y penetraron en la umbría oquedad. Un ídolo de piedra antiguo, carcomido por el tiempo y semienterrado se cruzaba en la entrada, a la sombra. Asmodeo de Sinán se sentó en él y su hijo lo imitó. Permanecieron en silencio, respirando con agrado el aire templado y refrescante de la cueva después del paseo abrasador. Al cabo de un rato, el muchacho dijo: -Ahora me alegro de haber venido, padre. Uno se siente aquí...

-¿Como eufórico? -lo ayudó Asmodeo. -Sí, algo así. Muy tranquilo -dijo el muchacho. Sacó la calabaza de agua y se la ofreció a Asmodeo, que bebió un corto trago. Después bebió el muchacho. Asmodeo meditó un momento y después suspiró como si le costara tomar una decisión, apoyó su mano en el hombro del muchacho y dijo: -Hubo un tiempo en que estas arenas estériles eran una tierra fértil cubierta de bosques, de huertos con árboles frutales, de plantas de muchas clases y de fresca hierba, en la que pastaban vacas y caballos, ovejas y cabras. Entonces estas colinas pedregosas estaban llenas de vida: había leones, antílopes, elefantes y pájaros de diversas especies que llenaban el cielo. Los hombres vivían desnudos en su primitiva inocencia y no tenían que esforzarse para alcanzar el sustento porque la tierra producía de sobra, sin necesidad de cultivarla. El mundo estaba poblado por cuatro razas inteligentes: los elfos, los hombres, los gnomos y los enanos, pero las comunidades eran tan pequeñas y dilataban tanto unas de otras que apenas se relacionaban. Cuando se encontraban, cada cual seguía su camino porque sobraba de todo y nadie quería poseer más de lo necesario para sustentarse. -¿Que son elfos, padre? Asmodeo miró al muchacho. -Una raza de seres inteligentes. Nunca ha habido muchos. Suelen refugiarse en rincones poco accesibles. Algunas veces se han mezclado con los hombres y han producido semielfos. Asmodeo guardó silencio durante unos minutos antes de proseguir: -Hubo un tiempo, la Edad de Oro, en que los hombres vivían en armonía entre ellos y con las otras razas del mundo, bajo la égida de la Diosa -explicó al muchacho. -¿Una diosa? -replicó el muchacho-. ¿Puede Dios ser hembra?

-Ese dios macho que hoy adoran los hombres de todas las religiones es un usurpador. Al comienzo de los tiempos sólo había una diosa común para la humanidad, una diosa amable y pródiga que velaba por sus criaturas, la Diosa. Ella hacía germinar los campos, fertilizaba a los animales y llenaba de cálida alegría el corazón del hombre. Después surgieron pueblos pastores que despreciaban la naturaleza y sólo pensaban en esquilmarla. Adoraban a un dios macho aficionado a la guerra y sediento de sangre. De ese Dios, que señoreó la tierra, un dios terrible que aspira a la exterminación de sus rivales han surgido los que hoy adoran los pueblos. -Padre, ¿cómo sabes esas cosas que nadie conoce? -Las sé -respondió el hombre. Asmodeo raramente hablaba de su pasado. Había nacido cristiano al otro lado del mar y había estudiado con los sacerdotes en la Sorbona de París y en Roma. Cuando estaba a punto de ser el obispo más joven de la cristiandad, había sufrido una crisis y se había apartado del mundo para hacerse ermitaño en el desierto de la Tebaida. Un cuervo al que alimentaba con trocitos de pan le habló un día con su ronca voz: -Sí quieres saber, sígueme. Lo siguió durante siete extenuantes días. Cuando el cuervo, que volaba delante, lo sentía desfallecer, se posaba en una piedra y le daba un respiro. Al séptimo día le ordenó: «Cava aquí.» Asmodeo cavó y cavó en la arena y encontró una piedra con una argolla que cerraba la boca de un pozo antiguo. Descendió por unos empinados peldaños y se encontró en los subterráneos del templo de Pta. Recorrió las opresivas estancias de donde la vida había huido hacía miles de años y encontró el archivo del templo con las crónicas de los antiguos sacerdotes. A través de ellas había conocido los primeros pasos de la Humanidad y se había convertido a la antigua religión de la Diosa, la que las religiones del Libro denigran con el nombre de Abominación. Después había frecuentado los centros del saber: Alejandría, Bagdad, París y había aprendido magia en las antiguas escuelas que aún se mantenían.

-La Diosa dejó una preciosa herencia -dijo Asmodeo-, unos conocimientos que nos permiten comprender la naturaleza y armonizarnos con ella. Tú sabes que los seres vivos estamos sometidos a los ritmos de la vida: la respiración, los latidos del corazón, el ciclo menstrual de las mujeres. Pues bien, la naturaleza también tiene esos ritmos. El sol, la luna, las estrellas, las constelaciones. Después de la primavera, viene el verano y después el otoño y el invierno, a eso me refiero. Esta tierra que pisamos está recorrida por una energía que el hombre puede aprovechar y que se manifiesta en determinados lugares. En tiempos de la Diosa, los hombres percibían las vibraciones de la naturaleza, de la tierra y del cielo y aprovechaban esa energía de las corrientes telúricas. Asmodeo explicó a su ahijado la función de las pulsiones electromagnéticas, (llamadas áykfie en la antigua lengua de los iniciados) que recorren la tierra concentrándose o dispersándose debido al relieve, a la conductibilidad del terreno, a la existencia de fallas, la temperatura interior y la presencia de aguas subterráneas. Le hizo ver que los dykfie eran las terminaciones nerviosas por las que la tierra irradiaba su energía. -Los dykfie suelen ser especialmente intensas en el interior de cavernas y abrigos y en los berruecos rocosos. -Por eso se está tan bien aquí, en esta cueva -dijo el muchacho. Asmodeo sonrió. -Por eso. En tiempos de la Diosa los dykfie se convirtieron en lugares sagrados, centros de peregrinación, puertas del cielo, especialmente las Siete Puertas, y los hombres levantaron en ellos sus santuarios a los que peregrinaban cuando la posición de los astros mejoraba las condiciones del lugar. Visitarlos equivalía a renovar la materia, a nacer de nuevo. También, con el mismo efecto, erigieron enormes piedras aisladas, alineadas o en círculos, para aumentar la energía natural de la tierra. Cuando los pueblos pastores impusieron sus dioses masculinos y persiguieron a las sacerdotisas de la Diosa, usurparon estos santuarios y los dedicaron a sus ídolos. Detrás de ellos llegaron otros cultos y así se

han transmitido hasta hoy en que muchos yacen debajo de las iglesias, de las mezquitas y de las sinagogas.

CAPÍTULO

IV

Una muchedumbre de cruzados a pie y a caballo, vestidos con camisotes de malla o de perpuntes de diversas hechuras y armados de espadas, hachas y mazas avanzaba hacia la ciudad al compás de los tambores y de las trompetas. La torre de los Lamentos, bombardeada por los trabuquetes franceses y minada por los enanos zapadores de Felipe Augusto, se había desplomado. Los cruzados penetraban en la ciudad. Se luchaba en el barrio de los tejedores; en el mismo corazón de Acre. Lucas de Tarento se abrió paso entre la tropa que avanzaba. En aquel momento decisivo el rey Ricardo lo había convocado a su tienda. El mayordomo lo anunció inmediatamente. Ricardo estaba en el centro de la estancia rodeado de escuderos y pajes que le abrochaban las correas de la armadura. -Acre se ha terminado para ti -le dijo con su característica brusquedad-. La misión que te va a encomendar mi mayordomo es más importante que acudir a la muralla para que una piedra o una flecha te desgracie. Capturaréis a los embajadores que Saladino envía al Viejo de la Montaña. -Sire, ¿no podemos esperar hasta que Acre caiga? No podemos. Nadie sabe cuántos días de ventaja nos llevan los sarracenos. Como no tienes de quién despedirte, saldrás esta misma mañana. Escoge seis hombres, ni uno más. La tienda de Ricardo estaba plantada sobre una eminencia del terreno a las afueras del antiguo corral de las caravanas, a media legua de Acre. Desde el tingladillo sombreado con ramas de palmera ya secas que hacía de vestíbulo, Lucas divisó la ciudad. Se elevaban al cielo columnas de polvo blanco y de humo negro. A ratos se percibía, con las rachas del viento favorable, el lejano

rumor de la guerra y los degüellos, parecido al que producen las olas nocturnas en las playas pedregosas. El mayordomo de Ricardo era un anciano de barba blanca y ojos cansados. Lucas de Tarento se quedó a solas con él. -Lucas, te conozco desde hace muchos años y te aprecio -comenzó el anciano-, por eso me pesa que Ricardo te haya escogido para este trabajo. -Todos tenemos que cruzar el valle de lágrimas -dijo una voz a su espalda. El anciano y el caballero se volvieron. El que había hablado era un clérigo alto, enjuto y moreno, la cabeza rapada y la mirada enfebrecida de unos ojos irritados por el estudio o por haber cabalgado en medio de una tormenta de arena. Ascendía ágilmente, sin esfuerzo aparente, por el talud que conducía a la tienda. Lo acompañaba el mayordomo del rey de Francia, un normando delgado y anguloso, aguileño de nariz, con su tintero de plata en la cintura, y su navajita de cortar caña de escribir colgando del cuello. -Jorge Cantacuzanos -lo presentó el mayordomo francés-. Te acompañará a la búsqueda de la Mesa. Es un sabio renombrado. Estudió cerca del Papa y domina los arcanos del conocimiento. -Nadie domina los arcanos del conocimiento -replicó el clérigo con voz neutra-. Más bien son ellos los que nos dominan a nosotros. -¿Cuando has llegado de Siria, Jorge Cantacuzanos? -inquirió el mayordomo del rey Ricardo. -Acabo de llegar -respondió el fraile-. Un paje real me ha indicado que estabais aquí. ¿Cuándo salimos? -Esta misma tarde -respondió el anciano-. Los criados y los escuderos están terminando de cargar la recua. No necesitamos un gran séquito -intervino Lucas de Tarento-. Cuantos menos seamos, más desapercibidos pasaremos.

-Pero hay alguien que debe venir con nosotros -dijo Cantacuzanos: Grontal. -No lo conozco -dijo el caballero. -Es el capataz de los enanos zapadores que sirven al rey Felipe de Francia. Lucas de Tarento lo recordó. Unos meses antes, una cuadrilla de enanos se había presentado en el campamento del rey de Francia con cartas de recomendación de un conde bizantino. Formaban parte de un grupo más numeroso que acompañaba a las tropas del emperador Federico. Cuando éste se ahogó al pasar un río, muchos de los enanos que lo acompañaban se volvieron a sus cuevas de los Alpes pero unos pocos prosiguieron hasta Tierra Santa y se emplearon con Felipe Augusto. Los enanos vivían apartados, en un extremo del campamento galo, donde se habían fabricado sus propias viviendas subterráneas, unas galerías de las que a veces salía humo blanco. Podían excavar una mina en la tercera parte del tiempo que empleaban los mineros más expertos, pero había que pagarles la soldada diariamente y siempre en oro o piedras preciosas porque no se fiaban de las promesas de los reyes, ni siquiera de los prestigiosos pagarés de los templarios. Los enviados del mayordomo francés condujeron al enano Grontal ante Jorge Cantacuzanos. -Volvemos a vernos Grontal -dijo el clérigo. No había indicios de afecto en sus palabras que delataran alegría alguna por encontrarlo de nuevo. -Estás más viejo -lo saludó el enano. -Es la gran cuita de los humanos: que envejecemos pronto. Tú, sin embargo, no representas los ochenta años que tienes. -Setenta y dos -corrigió el enano y sonrió con su ancho rostro terso, sin una arruga, mostrando su perfecta dentadura-. ¿Para qué me necesitas?

-No te necesito yo. Te necesitan los señores de la Cruzada. Se trata de atravesar el mundo para buscar un talismán sagrado. Puede que esté oculto en las entrañas de la tierra. ¿Has oído hablar de la Mesa de Salomón? El enano acarició su barbita rojiza. -Ese talismán forma parte de las leyendas que nos cuentan los bardos en las cavernas inferiores. Dicen que está guardado por Siete Puertas. ¿Podré sostenerlo entre mis manos cuando lo encontremos? No es que ambicione nada, pero me gustaría poder contárselo algún día a mis nietos. Por otra parte, algo me dice que va a ser divertido. Las murallas de Acre están en el suelo y pronto los enanos no seremos necesarios ¿Cuándo partimos? -Ahora mismo -le respondió el mayordomo francés-. ¿No hablamos de tu salario? -Ya tengo suficiente oro y plata. Con la manutención y con ese rubí espinela que lleváis en la gorra me doy por pagado. El mayordomo se encogió instintivamente, mientras maldecía su ocurrencia matinal de engalanar su gorra de terciopelo con aquella piedra. La tarde anterior una dama de compañía de la princesa de Nevers, la suegra del rey Ricardo, una cincuentona de buen ver, valiente de pechos, lo había mirado con insistencia y le había tendido la mano para que la ayudara a descabalgar de su mula frisona. En aquel momento apareció Ricardo. -Mayordomo, ¿podemos disponer de esa bagatela para el servicio de la corona? -preguntó el rey, como quitando importancia al lance. -Mi vida entera pertenece a su Majestad -respondió el aludido con una breve inclinación, al tiempo que lanzaba al enano una mirada homicida. El rubí espinela, que valía las rentas de un molino en la Etruria, cambió rápidamente de dueño. El enano se retiró, con media

sonrisa.

CAPÍTULO

V

Asmodeo de Sinán chasqueó la lengua. El camello se detuvo al instante y se arrodilló pesadamente. El mago descendió y pisó la arena caliente con sus grandes pies descalzos. Apoyado en el largo báculo de madera de acacia, caminó lentamente hasta la línea de sombra que proyectaba la gran pirámide y se sentó en una piedra. Su ahijado Besante y los dos criados que lo acompañaban se miraron. El mago podía permanecer cuatro o cinco horas inmóvil mientras meditaba. Descabalgaron y llevaron sus camellos a la sombra, a una distancia respetuosa del gran hombre. El mago paseó su mirada por el desierto dorado y por las dunas redondeadas en cuyas crestas se levantaban a veces pequeños torbellinos de arena. Se volvió a contemplar la gran pirámide, la misteriosa montaña artificial que, de cerca, semejaba una escalera de irregulares peldaños, apropiados para los gigantes. Muchas generaciones antes, un antepasado suyo mayordomo del califa había abierto un boquete a media altura por el que se accedía a la cámara del faraón. Una nutrida cuadrilla de canteros de Faiún trabajó durante años con picos y cinceles en la roca viva, retirando quintales de escombros. Cuando por fin accedieron a la cámara sepulcral, en el centro mismo de la pirámide, solo encontraron restos de palancas carcomidas con las que muchos siglos atrás los saqueadores de la tumba habían abierto el gran sarcófago y robado el cadáver del faraón. Se creía que las tripas del gran rey estaban recubiertas con escamas de oro procedentes de los filtros mágicos que se tomaba para prolongar su vida. Los saqueadores pensaron que el tesoro del faraón, formado por preciosos muebles y objetos de oro, maderas preciosas y marfil, era el ajuar funerario que acompañaba al difunto en la cámara mortuoria. Eran demasiado ignorantes para descubrir el verdadero tesoro, las claves geométricas del legado iniciático expresadas por los constructores del monumento. Sinán se levantó bruscamente del asiento y llamó a Besante. -Subamos a la montaña -propuso el mago. El muchacho había estado otras veces en la pirámide, aunque nunca había penetrado en el pasadizo. Los hombres del desierto

aseguraban que estaba habitado por demonios y que la maldición del faraón era tan fuerte que ningún violador de aquella tumba vivía más de un año. Sin embargo, Besante anhelaba acompañar a su padre en la exploración de la montaña sagrada. Asmodeo de Sinán era un mago reputado. Sabía conjurar los demonios con una magia más potente que la de los faraones. Escalaron la montaña de bloque en bloque, el muchacho iba delante y le mostraba al mago el camino más fácil, hasta que llegaron a la pequeña meseta en mitad de la ladera, en la que se abría la boca del pasadizo. Mientras recuperaba el resuello, Sinán se volvió, una vez más, para contemplar el dilatado paisaje de dunas. El sol levantaba pequeñas ondulaciones de aire caliente que los habitantes del desierto tomaban por genios maléficos o djinns. Cuando sus ojos se posaron en la cabeza de la esfinge, un mago antiguo con tocado faraónico y cuerpo de leona, que permanecía sepulto entre las arenas, Asmodeo pronunció una breve jaculatoria en la lengua secreta de los dioses y sintió que su corazón se inundaba de paz. Entonces se volvió hacia la pirámide y se asomó al hueco de la galería. El pasadizo descendía como un pozo oblicuo que se perdía en la oscuridad del fondo. El techo estaba formado por grandes piedras de buena cantería apoyadas en ángulo. -Padre, ¿vamos a entrar? -preguntó el muchacho. Sinán lo miró con sus ojos oscuros en los que brillaba la fiebre. -La pirámide es el gran talismán -dijo como para sí, aunque se lo explicaba al muchacho-. La proveedora de energía de los hombres que habitaron el Nilo y crearon la magia del mundo. Ellos pasaron y sus huesos se convirtieron en polvo en menos que nada, pero la magia está aquí, nos rodea y nos obliga. -Pero tú eres más poderoso que el faraón, padre -dijo el muchacho. Asmodeo de Sinán no respondió. Miró la cabeza del muchacho, el pelo revuelto en un remolino, que nunca cubriría el turbante de la edad adulta y sintió una infinita piedad por él. La noche de la víspera, en su palacio de El Cairo, en la terraza acariciada por la brisa del Nilo y coronada por la cúpula celeste

tachonada de estrellas, Asmodeo había despedido a la esclava de servicio y se había quedado a solas con Besante. Primero hablaron de las constelaciones, después el mago explicó los arcanos de la historia. -En tiempos de los adoradores del dios masculino, cuando sojuzgaron a los siervos de la Diosa, los caudillos se extendieron y se multiplicaron por la tierra y con ellos los robos y las guerras. Entonces un sacerdote de la diosa Naqar, al que otros conocen por Daemon, organizó la resistencia y se enfrentó a pequeña escala con los invasores. Daemon creó la magia libre, que algunos hombres llaman negra, porque no acepta someterse al capricho de los dioses impuestos. También nos llaman Abominación. Nos han perseguido por la faz de la tierra y nos han enfrentado a los elfos. No siempre fuimos débiles y errantes como ahora. Hubo un tiempo en que los rebeldes éramos poderosos y destruimos la Atlántida. También inspiramos la libertad a los rebeldes en el tiempo de los Caudillos, cuando se riñeron las guerras de los Pueblos, primero con flechas de hueso y hachas de piedra, luego con armas de bronce y, finalmente, con armas de hierro. Nos han excluido del disfrute de la tierra y pretenden exterminarnos. Sólo nos queda la magia. Asmodeo se volvió otra vez para contemplar las dunas doradas, el mar de arena que se perdía en el horizonte brumoso, bajo el ardiente sol. Estaba a punto de conjurar el último misterio. En tiempos del faraón de los dos Nilos, la pirámide de Keops era la principal dispensadora de energía, de la que dependía la armonía del país. Él, Asmodeo de Sinán, iba a desafiar a la muerte. Iba a descender a la sala del sarcófago, el centro neurálgico de aquella máquina estelar, pero el antiguo rito requería un sacrificio de propiciación que renovara la alianza con la Diosa. -Hoy te llamarás Isaac -le dijo al muchacho. Besante miró a su padre adoptivo, que sostenía en la mano un arcaico cuchillo de obsidiana. Sabía lo que iba a ocurrir y lo aceptaba. Se arrodilló mirando al sol y se recogió el cabello, que le llegaba hasta el pecho, en una coleta. Quedó al descubierto el cuello blanco surcado por una vena azul. Sinán le apoyó una mano en la cabeza, abarcándole el cráneo, y lo inclinó ligeramente hacia

atrás para tensar la piel de la garganta. Con un movimiento preciso degolló al muchacho. El chorro de sangre humeante salpicó las piedras.

CAPÍTULO

VI

Sven le Berg, detuvo el caballo y escuchó con atención, con el oído en la dirección del viento. Había creído percibir un lejano rumor de voces. Descabalgó y se aproximó a las rocas que ocultaban el camino. No se veía nada. Ató las riendas a una zarza y trepó ágilmente hasta la parte más alta desde la que se dominaba el resto del cañón. A un cuarto de legua de distancia, en un ensanchamiento de la angostura, se veía un breve palmeral y en él a una partida de hombres que jaleaban a dos púgiles. Desde aquella distancia no se distinguía bien si eran camelleros o guerreros. Sven le Berg percibió un destello en una roca alta: un centinela con su trompeta damascena. Examinó nuevamente al grupo y descubrió, entre las palmeras, una tienda de piel de cabra con un adorno esférico y un penacho negro en el extremo del mástil. El penacho echó a volar de repente, como asustado. Era un grajo carnicero. Sven de Berg distinguió vagamente las facciones de la esfera: una cabeza barbuda, sin ojos, con la boca negra, abierta. Se agachó de nuevo y se sentó en el suelo. -¡Trudentes! -murmuró-. Lo único que me faltaba para terminar el día. Los trudentes veneraban las cabezas de los enemigos muertos. Las conservaban en sal y las momificaban exponiéndolas al ardiente sol del mediodía sobre los mástiles de sus tiendas. Creían que las cabezas de los muertos los protegían de la muerte, un vestigio de antiguas religiones, ya olvidadas, de los primeros trudentes, los que llegaron cien años atrás con la primera cruzada, procedentes de las selvas brumosas del Danubio o de más allá. Sven le Berg, como el resto de los cruzados europeos, detestaba a los trudentes y procuraba mantenerse alejado de ellos. Se toleraban porque eran excelentes guerreros y porque su mera

presencia infundía pavor en los corazones sarracenos. Los trudentes no daban cuartel durante la batalla y, cuando terminaba el combate, después del saqueo, celebraban un festín en el que consumían la carne de los enemigos sacrificados o la de algún prisionero que les pareciera particularmente hermoso al que previamente sodomizaban en el transcurso de una fiesta ritual. Los jefes de la cruzada toleraban esas costumbres bestiales. Al fin y al cabo los clérigos que podían condenarlos no los consideraban personas y se desentendían de ellos. -Tengo dos caminos -se dijo Sven le Berg-. Uno, continuar hacia el norte y pasar entre los trudentes. Con un poco de suerte puedo encontrarlos borrachos o tan atiborrados de carne que me ignoren. El otro camino es regresar sobre mis pasos hasta el sendero de la montaña y evitar el cañón. No conocía el sendero de la montaña, pero podía imaginárselo áspero y peligroso, orillando precipicios. Además, volver sobre sus pasos le acarrearía cuatro horas de camino adicionales hasta salir de las gargantas. La vida de Sven le Berg había sido una sucesión de encrucijadas en las que casi siempre optó por lo peor. Pudo escoger la Luz, cuando era novicio templario en la encomienda de Nemours y sin embargo, escogió la Abominación. Asesinó al abad, vagó prófugo por las montañas, se enroló con la mesnada del conde Amaro para Tierra Santa, desertó en Hattin, en plena batalla, y, tras nuevos delitos, arrastraba una existencia de proscrito, ya definitivamente instalado en el lado oscuro de la Abominación. Arrancó una brizna de hierba seca y la mordisqueó. Dos caminos. El sol estaba alto, calentaba el aire y las piedras con su baño de plomo humeante. Volver o arriesgarse. Dormitó un poco mientras rememoraba escenas feroces de su vida. Los trudentes. -Lo peor que me puede ocurrir es que me maten -se dijo-. Vivo no me van a capturar. Y los muertos descansan.

Tomó el caballo de la rienda y prosiguió su camino hacia la muerte o hacia la vida. Cuando rebasó la línea de las rocas inició un suave descenso hacia el ensanchamiento donde estaba el palmeral. Cabía la posibilidad de tomar un camino lateral pegado al muro liso del cañón, a cierta distancia de las palmeras. Si cuidaba de no hacer ruido quizá pasaría inadvertido y saldría del cañón sin que lo descubrieran los trudentes. No obstante tomó sus precauciones. Detrás de la silla, asegurado con tres correas, llevaba un hatillo liado en forma de cilindro. Lo liberó y lo extendió sobre el suelo: una cota de malla enrollada en una camisola encerada que le servía de protección. Se la metió por la cabeza e inmediatamente sintió su peso tranquilizador sobre los hombros. Después se caló el almófar que sólo dejaba al descubierto los ojos, la nariz y la boca. Antes de que el sol calentara las mallas se cubrió con la camisola parda pespunteada de manchas de óxido. De esta guisa prosiguió la marcha a pie, para reservar las fuerzas del caballo, por la ruta alternativa que dejaba a un lado el oasis y a los trudentes. Cuando estaba a punto de conseguir su objetivo un estridente toque de trompeta reveló que los centinelas lo habían descubierto. Sven le Berg suspiró y se encogió de hombros. Recordó las palabras de san Bernardo que había aprendido a la sombra del claustro, en Nemours: la vida es milicia. Le Berg a caballo, con la espada al cinto y la lanza bajo el brazo no esperó a que apareciera el enemigo. Con la ira amarga en la boca, que precede al combate, y la nube roja delante de los ojos, picó espuelas y avanzó al trote en la dirección del bosquecillo de palmeras. Los trudentes estaban ensillando sus caballos. Uno de los centinelas, un hombre barbudo y feo, que lucía una terrible cicatriz de hacha en el rostro y el cráneo calvo, le salió al paso con un chuzo. Sven le Berg se limitó a atropellarlo y escuchó tronzarse los huesos bajo las afiladas herraduras del percherón. En la espesura había otros cuatro trudentes de temible aspecto: el que parecía el jefe, por el perpunte damasceno que vestía, tachonado de refuerzos de acero, estaba a punto de cabalgar. La lanza de Sven

le Berg penetró por un costado y asomó un par de palmos por el otro. Sven abandonó la lanza inutilizada y echó mano de la espada, que salió de su funda con un sonido metálico. Los tres trudentes restantes lo rodeaban, dos por delante procurando distraerlo, para que el tercero lo atacara por la espalda. Sven le Berg era joven, pero por su larga experiencia de combate conocía aquella estratagema. Picó espuelas contra los dos trudentes y asestó un tajo vertical al de su derecha que le abrió el tronco hasta la mitad del pecho. Se volvió hacia el otro, que pataleaba en el suelo entre estertores, con la yugular abierta por una dentellada del caballo. El trudente restante se abalanzaba con su lanza, ciego de ira. Sven le Berg, al volverse, le lanzó la espada. El hierro se le clavó un palmo en el estómago deteniendo bruscamente el avance. El herido dejó caer la lanza, asió con ambas manos el hierro que horadaba sus entrañas y se lo arrancó sin un gemido. Una sangre acuosa y oscura manó mansamente de la herida. Tenía los intestinos perforados. El tajo era mortal de necesidad y le aseguraba una agonía larga y dolorosa. Mejor que lo rematara aquel demonio. El trudente desenvainó la daga y reanudó su ataque profiriendo un inarticulado grito de guerra. Sven le Berg, con el mangual en la mano, comprendió que buscaba una muerte más clemente, pero no estaba dispuesto a proporcionársela: lo golpeó en la zona de los riñones y la piña espinosa que pendía de la cadena tronchó la columna vertebral del atacante después de rodearle el tronco como un brazo enamorado. Tendido en tierra boca abajo, paralizado de la cintura a los pies, el trudente se alzaba sobre los brazos musculosos para maldecir al caballero. Quedaban los centinelas ¿Cuántos? Sven le Berg supuso que sólo uno, el que había visto en la alta peña vigilando el campamento. Pero la peña estaba desierta. ¿Había huido o se disponía a atacarlo? A caballo presentaba un blanco fácil para un ballestero. Sven le Berg descabalgó, dejó que su caballo pastara en la fresca hierba del oasis y se internó en el palmeral. El trudente, con un cuchillo corto en la mano, acechaba al demonio que había acabado con sus camaradas. Sven lo escuchó moverse con sigilo entre las palmeras. Lo vio. Era más joven que los otros, todavía imberbe, con un sayo de piel Mal cosido al que le faltaba una manga. Sven apuntó con cuidado su ballesta de arzón y,

cuando lo tuvo a tiro, lo dejó clavado en el tronco de una palmera con un virote corto que ni siquiera asomaba por la herida. ¿Eran todos? Sven le Berg registró la tienda adornada con la cabeza sangrante. Nada. Sólo un par de hatillos, un pellejo de agua y una alfombra raída. Con precaución, recorrió el palmeral y las rocas cercanas, los lugares donde alguien podría ocultarse. En medio de la espesura había un sarraceno anciano y desnudo, al que los trudentes habían empalado sobre una estaca. Tenía las manos atadas a sendos troncos de palmera, con una cuerda floja de manera que todo el peso del cuerpo descansara sobre el palo clavado en el suelo cuyo extremo superior, convenientemente afilado, le habían introducido por el ano. Era un milenario suplicio de aquellas tierras, inventado quizá por los asirios, que los trudentes solían practicar con sus prisioneros, por diversión. El sarraceno silencioso e inmóvil debía haber muerto. Sven ya había visto otros empalados por los trudentes. Con el paso de las horas su propio peso lo iría clavando más y más en la estaca que se abriría paso por sus entrañas hasta brotar por el lado del cuello o atorarse en los huesos de la cabeza. Le Berg degolló, al pasar junto a él, al primer centinela herido, que se arrastraba penosamente con las dos piernas rotas. Regresó al palmeral y cuando se cercioró de que no quedaban más enemigos examinó a los trudentes: todos muertos, excepto el herido en el vientre que gemía y maldecía a su enemigo mientras se arrastraba como un león herido. Hacía calor y el sol brillaba en todo lo alto. Con gesto cansado, Sven le Berg se despojó del almófar y sacudió la cabeza hasta que su cabellera rubia se desparramó por la espalda. El herido lo contemplaba con la mirada vidriosa casi perdida. -¿Quién eres? -balbució-. ¿Eres un ángel del cielo? -No, soy un ángel del infierno. -¿Cómo te llamas?

Sven le Berg ignoró la pregunta. -¿Hay más trudentes por aquí? -preguntó a su vez-. Si me dices la verdad quizá te remate y te evite sufrimientos. -Adivínalo tú. No hay más -concluyó el guerrero-. Sólo veo ocho caballos: los seis vuestros y otros dos, uno del sarraceno empalado y otro del que os sirvió de almuerzo. -Si crees en Dios y en el paraíso, mátame -insistió el agonizante. -Lo siento. No creo en Dios ni en el paraíso. Tendrás que ofrecerme algo mejor. Sven le Berg penetró en la tienda y registró los equipajes de los trudentes. Lo que encontró le alegró la jornada: una bolsa de besantes de oro bizantinos, una perla del tamaño de una almendra, oculta en el dobladillo de un sombrero, más de cien monedas sarracenas de plata y un puñal normando con una doble luna heráldica en la cruz. Destapó el pomo del puñal. En el compartimiento interior había un diente diminuto, muy blanco, seguramente una reliquia sagrada. Lo devolvió a su lugar y colocó la tapa de nuevo antes de guardarse la daga. Fuera, se despojó de la cota de malla, la tendió sobre la arena y la frotó en el polvo hasta que desapareció todo rastro de sudor. Era una buena cota y no quería que se oxidara. Después la tendió sobre una camisola limpia y seca que sacó de sus alforjas, la enrolló nuevamente y devolvió el atadijo a su lugar, tras la silla del caballo. En el breve manantial que regaba el oasis, bebió y se refrescó el cuello, el rostro y los brazos. Al regresar a la espesura descubrió el almuerzo de los trudentes: oculto bajo ramas frescas de palmera un cadáver decapitado al que habían cortado lonchas de los muslos y de los glúteos. Una nube de moscas negras cubría los lugares donde faltaba carne. No convenía prolongar por más tiempo la estancia en aquel lugar. La cuadrilla de trudentes podría ser sólo la avanzada de un grupo

más numeroso. Lo más prudente era continuar el camino y salir del cañón. Se disponía a hacerlo, ya con el pie en el estribo, cuando percibió un lamento lejano. Descabalgó y volvió sobre sus pasos. Era el empalado, que vivía todavía. Sven le Berg arrancó la estaca del suelo, pero no del cuerpo del agonizante, cortó las cuerdas, lo tendió en tierra y se dispuso a degollarlo. -Lo siento amigo, lo único que puedo hacer por ti es aliviarte. El sarraceno, con los ojos entreabiertos, parecía comprender. No obstante hizo un supremo esfuerzo y habló antes de que el cuchillo lo silenciara para siempre. -El Tesoro de Salomón -murmuró. -¿Qué has dicho? -preguntó Sven le Berg. -El tesoro de Salomón... el Espejo... -murmuró el moribundo-. ¡Agua! Tenía los labios reventados por la sed y por la sangre perdida que empapaba la tierra. Sven le Berg mojó en su cantimplora la punta del pañuelo que llevaba al cuello y humedeció los labios costrosos del sarraceno. -¡Agua, agua! -No puedo darte más. Si te llega al estómago, te mueres. -¡Agua! -Está bien, pero antes dime qué es eso del tesoro. -El tesoro de Salomón... El Viejo de la Montaña sabe dónde está, en una tierra lejana. Hay que atravesar Siete Puertas. Hay que tener las doce piedras dragontías. El Viejo conoce la Primera Puerta, tiene la primera piedra. Saladino nos enviaba a negociarlo. Escondí el salvoconducto en la peña enhiesta...

-¿Os enviaba a quiénes? ¿De quién hablas? -¡Agua... ! -Te daré agua, pero antes dime lo que quiero saber. El sarraceno inclinó la cabeza a un lado. Había expirado. Sven le Berg se incorporó y contempló el cadáver. ¿Deliraba o quiso comunicar a su benefactor la causa última de su muerte? El tesoro de Salomón. En sus días de Tierra Santa, Sven le Berg había oído hablar del tesoro del mítico rey de Israel, pero lo tenía por un cuento sin fundamento de los muchos que circulaban entre los cruzados. Se decía que los templarios, en los ya lejanos días de la fundación de la Orden, habían instalado sus cuarteles precisamente en las ruinas del templo de Salomón para buscar la cámara secreta del legendario tesoro. Incluso se rumoreaba que lo habían encontrado porque los templarios eran inmensamente ricos. Sven le Berg sacudió la cabeza, incrédulo. Tenía veinticinco años, pero había vivido tan intensamente que ya no creía en casi nada. El espejismo de los tesoros sarracenos era una de las engañifas de las que se servían los reclutadores para atraer cristianos a Tierra Santa. Si alguna vez existieron tales tesoros, lo que era dudoso, era evidente que ya no los había, que hacía tiempo que quien los tuviera, templarios o casa real, se habría gastado hasta el último besante de oro para financiar aquella maldita guerra. Sven le Berg escogió el caballo que le pareció mejor para transportar su equipaje y liberó a los otros seis. Después reanudó su camino mientras los cuervos y los buitres, que lo habían estado aguardando en los roquedales del cañón, desplegaban sus vuelos majestuosos para acudir al festín. A media legua de la salida del cañón, el guerrero encontró el resto de las piezas que componían el rompecabezas: doce cadáveres sarracenos y doce caballos desjarretados que relinchaban

lastimeramente muriendo de sed. Sven le Berg imaginó lo que había ocurrido: la embajada de Saladino que se dirigía al norte para entrevistarse con el Viejo de la Montaña, se topó con una partida de trudentes. El anciano empalado debía de ser el embajador. -La peña enhiesta -murmuró Sven recordando las palabras del moribundo. En la pelada desembocadura del cañón había muchas peñas, pero sólo una parecía un hito sobre el terreno: la peña enhiesta. Se acercó a ella, descabalgó y registró su base removiendo las piedras con precaución, pues en Tierra Santa abundaban víboras secas, de picadura mortal, y negros escorpiones. El salvoconducto estaba debajo de la piedra plana donde lo había ocultado el embajador, antes de que lo capturaran. Era una lámina de cobre en forma de puñal curvo, sin filos, que cabía en la palma de la mano. En la parte de la hoja, cincelado, estaba el nombre de Ismael. En la empuñadura plana había un pequeño orificio a través del cual pasaba un cordón carmesí. Sven le Berg se pasó el cordón en torno la cabeza y se colocó el falso puñal sobre el pecho, como una medalla. Aquel talismán preservaría a su portador de los sicarios del Viejo de la Montaña. -¿Te gusta mi medalla, Alain? -le dijo a su caballo mientras le palmeaba el brillante pescuezo-. Ahora soy el embajador de Saladino que va al encuentro del Viejo de la Montaña para conocer el paradero del tesoro de Salomón.

CAPÍTULO

VII

Mohamed Habibi contempló el estropicio que acababa de perpetrar. Había añadido por error medio saco de polvos del tinte rojo en lugar de los amarillos que requería la tintada. La tina era de las grandes, de las de ochenta cubas de capacidad, y estaba repleta de pieles. Calculando por lo bajo, habría estropeado quinientas pieles de oveja curtidas y preparadas, lo que, a una moneda de plata por piel, en el mercado mayorista, ascendía a una cantidad en la que era mejor no pensar porque era más de lo que su culo, el de Mohamed Habibi, valía en el mercado de esclavos. Cabía la posibilidad de recoger el tinte con una paleta de atizar calderas. Quizá pudiera salvar la mitad, pero el resto se había disuelto ya en el agua. De todas formas la carga estaba perdida y tampoco valía la pena esforzarse por mitigar el desastre porque Ismael Ofrén era un amo severo y se negaría a negociar media paliza: le daría una paliza entera. Una paliza. Apenas llevaba una semana trabajando en las tenerías de Kalsa por un sueldo mísero que sólo le daba para no morirse de hambre y ya Ismael Ofrén le había propinado un par de bastonazos y media docena de patadas en el culo, por errores mínimos o simplemente por rutina. Recordó los castigos de Ismael Ofrén cuando el error era grave. Uno de los empleados jóvenes de la tenería había cortado para cinturones y babuchas media docena de pieles de superior calidad, de las que se destinaban a chalecos. Ismael Ofrén le había propinado veinticinco bastonazos en las plantas de los pies. Cerraba los ojos Mohamed y volvía a escuchar los alaridos de dolor del penitenciado. -Eso es lo que me espera si me quedo aquí -se dijo acongojado. No lo pensó dos veces. Mohamed era esa clase de personas que casi nunca reflexionan. Toman una decisión y la ejecutan sobre la marcha. Miró a su alrededor. Era temprano (había llegado el primero para congraciarse con el capataz) y nadie lo había visto estropear una preciosa tintada de pieles. Se enjuagó las manos en

una de las tinas y, antes de abandonar las tenerías escogió una caldera de mediano tamaño, la que le pareció mejor. -¿Adónde vas con eso? -1e preguntó el portero rutinariamente. -Me manda el amo al zoco de los caldereros, a que le pongan un asa. El portero se desentendió. Mohamed apresuró sus pasos por las callejuelas de la medina hasta el zoco de los caldereros, en el que reinaba el estruendo de más de cien artesanos martilleando piezas de cobre, de latón o de bronce. Se dirigió a un calderero. -¿Cuánto me das por ésta? -Uhmm -dijo el artesano rascándose la barba mientras observaba el objeto, sin tocarlo-. Parece una buena caldera. ¿A quién se la has robado? -No la he robado. Mi tío me envía a venderla, si me dan lo que él quiere por ella. -¿Tu tío, eh? Después de un breve regateo, el calderero adquirió el recipiente. Mohamed compró un pan y un bolsillo de dátiles secos en el zoco y apresuró sus pasos hacia la puerta este de la ciudad, Bab Mansur el Laila. Pasado el fielato de los guardias, ya en el exterior, se apoyó en una palmera, se despojó de sus babuchas y las golpeó una contra otra. No quería llevarse el polvo de una ciudad en la que le habían ocurrido tantas desgracias. Mohamed había nacido en el seno de una familia pobre y delincuente en la que el padre, un sargento de los guardas de Muley Sinán, bisojo, y aficionado al trinque contra todo mandato coránico, golpeaba a la madre, y ésta, que era de mal conformar, se desfogaba pegándole a los hijos. Mohamed y sus hermanos se habían criado en la calle, sin amparo de nadie. Al hermano mayor lo habían ahorcado por ladrón. Las dos hermanas se habían

prostituido en los muelles de Alejandría y no querían saber nada de él. Los padres cuidaban una tumba de Baisa, a cambio de un sueldo mísero, que apenas les alcanzaba para subsistir, y no querían saber nada de los hijos. En El Cairo no le había ido bien. Un vecino alfarero lo había recogido todavía niño para que ayudara en su negocio. No recibía paga, sólo alguna propinilla, pero comía caliente y dormía bajo techo, en invierno arrimado a un horno, calentito, y cuando hacía calor en la terraza de un tejar apagado. Podría haber sido un buen alfarero porque tenía las manos grandes, ideales para el oficio, pero estropeó una valiosa carga de cántaros que llevaba al Faiún y el alfarero lo expulsó. Mohamed recordaba el percance. Un verdadero caso de infortunio. A medio camino hacia Faiún había una casa arruinada con un muro alto a cuya sombra descansaban los caminantes. Mohamed dirigió su recua por el otro lado del muro donde había visto otras veces un mechinal en el que entraban y salían abejas. Sin pensárselo mucho tomó una caña larga y la introdujo por el agujero hasta el fondo. Al momento brotó un chorro negro de abejas encolerizadas que se dirigieron directamente a él. Perseguido por el enjambre corrió hasta una acequia vecina en la que se tiró de cabeza. Después de todo, tuvo suerte y pudo escapar de una muerte segura con sólo media docena de torterones en la cabeza rapada. Las mulas de la recua fueron menos afortunadas: las abejas se ensañaron con ellas y entre córcovos y pingos hicieron añicos los cántaros. Después de aquello logró otro empleo como palanganero del prostíbulo El Erizo Abierto, en Alejandreta, pero por más que se esmeró en el trabajo no acertaba. Al tercer día se equivocó de habitación y entró, sin anunciarse, en la cámara donde un negro sudanés contentaba por vía posterior al cadí mayor del puerto. El rufián de la mancebía lo despidió después de calentarle los mofletes con una tanda de bofetadas y le aconsejó que se alejara del barrio hasta que el indignado cadí olvidara el incidente. No, decididamente, no iba a volver ni por aquel barrio ni por ninguno. Sus días en El Cairo se habían acabado. Ahora le tocaba ver mundo. A las dos semanas de camino solitario, pernoctando en pajares de las fondas y comiendo alguna sopa que compraba en los mercadillos, se empleó con un revisor de norias. El trabajo no era

difícil y estaba bien remunerado. El técnico se descolgaba con sogas hasta el fondo del pozo, al nivel del agua, y revisaba las cadenas del mecanismo, que solían atorarse, mientras Mohamed, arriba, mantenía un palo entre dos cangilones para inmovilizar la noria e iba soltando la cadena, de cangilón en cangilón, mientras su amo, abajo, enderezaba los segmentos que salían del agua. Al segundo día se equivocó de eslabón y el palo liberó un cangilón de hierro que cayó en el pozo golpeando las paredes -crac,crac- y finalmente la cabeza del artesano -croc-. Mohamed, no se esperó a comprobar si lo había matado, sino que, como sabía que acababa de perder el trabajo, robó lo que pudo de las alforjas del amo y huyó tras los rastros de las caravanas de suministros de Saladino. Un viernes por la tarde lo sorprendió una tormenta de arena a las afueras de El Kubra, en el desierto del Sinaí, y se refugió en una tumba abandonada. Los egipcios solían mantenerse alejados de las tumbas antiguas por temor a las maldiciones de los magos faraónicos, pero aquella era una tumba modesta, una simple cámara excavada en el escarpe de una rambla seca y la inscripción de la entrada no parecía peligrosa: «Me cago en los muertos y en la puta madre del que me robe.» Mohamed traspasó la entrada y penetró en una estancia de regulares proporciones, pelada, con un altar de ofrendas esculpido en la roca del fondo y restos desvaídos de pintura roja por techo y paredes. Mientras esperaba pensó en el nuevo rumbo que debía darle a su vida. A los veinte años, más o menos, no tenía oficio, ni beneficio, ni sabía hacer nada a derechas, si exceptuamos la ensalada de dientes de león que le salía en su punto, con su aceite, su sal, su zumo de limón y sus semillas de alcaravea. Lo de meterse a soldado lo descartó enseguida, en cuanto recordó al veterano de Tierra Santa, con un brazo menos, con el que había compartido el almiar de una fonda días atrás. El mutilado le explicó a las claras lo que es ser soldado. Te dan de comer una bazofia diaria para que no te falten las fuerzas, pero, por Alá, te muelen a palos, te extenúan en los entrenamientos y luego te ponen delante de los cristianos francos vestidos de hierro, unas malas bestias que cuando embisten con sus lanzas son capaces de hacer un agujero en las murallas de Babilonia. Lo mejor, concluyó Mohamed, es hacerse religioso. Esos sí que viven bien sin dar golpe, da igual de la religión que sean. En torno a Jerusalén había tantas academias coránicas como en El Cairo,

cerca de la marca que dejó el casco del caballo del profeta antes de ascender al cielo en carne mortal. Mohamed no tenía mucha memoria. Eso era lo malo. Porque los religiosos deben memorizar el Corán y las leyes de los grandes exegetas y diversas oraciones. A Mohamed le fallaba la memoria. También, hasta donde era capaz de percibirlo, le fallaba el entendimiento. Muy listo no era. Lo único que no le fallaba era la voluntad. De ésta andaba sobrado. Y era testarudo. Cuando se le metía una idea entre las cejas, era difícil que la abandonara. Cuando la tormenta cesó, reanudó su camino siguiendo los hitos de la ruta de las caravanas. -Quizá si me hago ermitaño, me gane bien la vida, porque yo en asegurándome un par de platos calientes al día y algún que otro casquete con alguna devota que acuda a mí en busca de consuelo espiritual, ya con eso vivo y no tengo más ambiciones -discurría por la noche en un pajar, desvelado, con la nuca apoyada en las palmas de las manos, mientras contemplaba las estrellas. En torno a Jerusalén había muchos ermitaños e iban en aumento pues llegaban de todo el Islam deseosos de habitar algún agujero cerca de la mezquita al-Aqsa, dando gracias a Dios y viviendo de las limosnas de los devotos. De ermitaño podía hacerse famoso. Quizá tuviera el don de detener las hemorragias de las doncellas, o de consolar la melancolía de las viudas, o de leer el destino de los creyentes desorientados por las complejidades de la vida. A la mañana siguiente, extendió su raída esterilla, rezó la oración, hizo sus abluciones y tomó el camino de Jerusalén. Las caravanas daban un rodeo y atravesaban el desierto, para evitar la costa infestada de cristianos. Tras la huella de las caravanas, pero sin unirse a ninguna para que no le cobraran la capitación, se encaminó a la Ciudad Santa. En Jerusalén, frente a la humilde fonda La Chinche Laboriosa, a la sombra de un sicómoro que se asomaba al valle de los profetas, un

estudiante coránico le habló de Hassan ibn Sabah, el Viejo de la Montaña. -A esta tierra sagrada de nuestros padres llegan los cristianos de tierras lejanas para arrebatarnos los Santos Lugares, mientras nuestros príncipes, Saladino incluido, viven una existencia cómoda y despreocupada, entregados a sus comilonas y a sus concubinas. Nuestros príncipes son indignos porque han pactado con el maligno. La única esperanza es el Viejo de la Montaña. Él restaurará el Islam y nos devolverá la antigua gloria. Él nos mostrará el camino. El que lo siga disfrutará los goces eternos del Paraíso. Mohamed no era practicante estricto. Aparte de las cinco oraciones y abluciones diarias, que cumplía rutinariamente, no había visitado mucho la mezquita ni escuchado a los ulemas en los frescos pórticos de las escuelas coránicas. No obstante, las palabras de aquel joven, llenas de pasión y convicción, le tocaron alguna fibra íntima del alma. ¿Entregarse al Islam en cuerpo y alma? ¿Hacer del Islam su amo, un amo que no iba a golpearlo ni a escatimarle el salario, que se lo iba a dar todo a cambio de su ciega obediencia? No sonaba mal. -¿Adónde hay que ir para conocer al Viejo de la Montaña? El estudiante sonrió. -Despacio, hombre, que no es tan fácil. Te llevaré ante un hombre santo que lo conoce y quizá él quiera indicarte el camino.

CAPÍTULO

VIII

Asmodeo de Sinán, con el trazo rojo de la sangre de su hijo sobre la frente, extrajo de su seno una palmeta metálica con símbolos de los antiguos egipcios y se internó por el pasadizo de la pirámide. El pasillo era más alto que un hombre y descendía por gastados e irregulares peldaños, internándose en la oscuridad. La palmeta se fue avivando con un fulgor azulado a medida que avanzaba por las tinieblas. Irradiaba la luz suficiente para que el mago pudiese ver donde ponía los pies. Asmodeo descendió por el pasadizo con la ayuda de su báculo. No era la primera vez que penetraba. Ya había hollado aquellas piedras desgastadas años atrás, cuando era casi un niño y su padre adoptivo lo llevó en su exploración. Conocía la disposición de la pirámide, sabía que el aire llegaba a la cámara sagrada a través de dos canales excavados en las paredes norte y sur de la montaña y que la energía del edificio ascendía de las losas. El faraón se regeneraba absorbiendo el poder nacido de la tierra y de la forma del edificio. La energía que los antiguos egipcios denominaban el Ka, el poder inmaterial que anima cualquier forma de vida. El pasadizo desembocaba en un vestíbulo frente a la cámara sagrada. Asmodeo se detuvo allí, se sentó en una piedra en la que recordaba que se había sentado su padre y respiró profundamente. Ante él, sobre el muro descarnado, se adivinaba un bajorrelieve algo ajado, que representaba un ibis, el símbolo de la justicia porque la longitud de su paso equivale al codo. Los egipcios y los atlantes pensaban que el equilibrio de las fuerzas del mundo depende de la medida, su gran arquitecto y agrimensor era Thot en el que se encarnaba cada faraón, y después cada gran mago. Por eso el ibis era símbolo de Thot. Era el momento. Asmodeo se incorporó y atravesó la estrecha abertura de la cámara sagrada. En otro tiempo, cada año en la misma fecha, el faraón entraba solo en la Gran Pirámide para recogerse ante el sarcófago de Keops. Allí, en el corazón del

monumento, el faraón recibía la potencia necesaria para unir las dos tierras, el Alto y el Bajo Egipto y hacerlas prósperas. Asmodeo contempló un momento el enorme sarcófago de piedra que parecía destinado a contener el cadáver de un gigante. La tapa yacía sobre el suelo polvoriento, rota por los saqueadores que violentaron la primera vez la tumba. El aire enrarecido lo obligaba a jadear. Levantó las manos con las palmas vueltas hacia el tragaluz que apuntaba a la estrella Sirio y pronunció en voz baja unas fórmulas mágicas. A medida que las decía, la luz de la estancia aumentaba hasta que los muros, el techo y los rincones pudieron verse como si estuvieran a la luz del día. Asmodeo sintió un escalofrío. Detrás de él se alzaba la poderosa presencia del faraón en todo su esplendor, con la tiara dorada y los símbolos del Alto y del Bajo Egipto, con el pectoral de oro y piedras, con el leve justillo que oprimía sus caderas musculosas. Asmodeo se volvió y contempló la máscara de oro del constructor y el codo de oro que sostenía en la mano, el cetro inspirador de su acción. En la otra llevaba un papiro enrollado dentro de un rico estuche, el testamento de los dioses que el faraón mostraba al país durante el ritual de su regeneración. El faraón lo miraba con las cuencas transparentes, donde miles de años antes estuvieron sus ojos. Permaneció unos instantes llenando la cámara con su presencia y después de transmitir al mago el camino arcano se fue disipando, al mismo tiempo que se apagaba el brillo hasta que la estancia quedó nuevamente sumida en la penumbra. Ahora Asmodeo sabía que la Diosa, que otros llaman Abominación, le señalaba el camino de Occidente, en la ribera de los atlantes, y que el Papa, los príncipes y los templarios pretendían un secreto que solamente le pertenecía a ella. Aquel que consiguiera el talismán que se oculta tras las Siete Puertas alcanzaría el poder.

CAPÍTULO

IX

Al tercer día de marcha acamparon junto al manantial de las Adelfas, en el valle de Tirkut, y encendieron una hoguera al abrigo de unas rocas. A Lucas de Tarento le extrañó que Jorge Cantacuzanos contemplara impasible cómo dos criados se esforzaban una y otra vez en prender el fuego sobre un vellón de yesca húmedo. Al clérigo le hubiera sido muy fácil extender un dedo y encender la hoguera con su magia. Quizá era cierto lo que había oído en el campamento, que Jorge Cantacuzanos había renunciado a la magia y vivía el resto de su vida como una expiación. De hecho, las dos noches precedentes se había retirado a dormir aparte del grupo y durante el viaje se mostraba poco comunicativo, abismado en sus pensamientos. Sin embargo, esa noche, después de la cena, sostuvo pensativamente entre dos dedos el escobajo del racimo que había comido y habló: -Conviene que sepáis algo sobre el Viejo de la Montaña. A la muerte del profeta Mahoma su primo y yerno, Alí, y su suegro Abu Bakú se disputaron la sucesión. Al final, el suegro alcanzó el poder y estableció el califato de Damasco, pero Alí, y después sus sucesores, no cejaron en sus pretensiones al trono. Así fue cómo el Islam quedó escindido en dos grandes sectas: los sunnitas y los chiitas o ismaelitas. -¿Lo mismo que los cristianos que nos dividimos en romanos y ortodoxos? -intervino Guido de St. Bertevin. -Algo parecido, sí -convino Cantacuzanos sin dar señales de molestia por la interrupción-. Tiempo después, en Kerbala, un sicario enviado por los sunnitas, uno que tenía una mancha en la cara y tartajeaba al hablar, asesinó, de un espadazo en el cráneo, a Hussein, el hijo y sucesor de Alí. La sangre de Hussein fue la semilla de la secta chiita. Desde entonces, la separación entre sunnitas y chiitas se hizo más patente y los actos violentos menudearon. Cada año, al aniversario de la muerte de Hussein, los chiitas más devotos peregrinan a Kerbala, desenvainan las espadas y se autoinfligen heridas en la cabeza. Se hacen unos cortes de

hasta treinta puntos de sutura florentina, veintidós si la aplica un galeno de la escuela bagdadí, acuden moscas al sabor de la sangre, cagan en las heridas, se infectan y más de uno muere a causa de esta devoción. -Una bizarra manera de celebrar al santo -comentó Lucas. -Hace muchos años, no se sabe cuántos -prosiguió Cantacuzanos-, surgió en las montañas del Líbano un predicador chiita llamado Hassan ibn Sabah, al que conocemos por el Viejo de la Montaña. Este hombre fundó la orden de los asesinos. -¿Qué significa asesinos? -Respiradores de hachís. Es una planta que queman para respirar el humo. Eso los pone en trance y les infunde visiones paradisíacas, que les da fuerzas para luchar y valor para morir. -Debe de tener muchos años el Viejo de la Montaña -aventuró Pedro el Raposo. -Nunca se sabe. Del mismo modo que se van sucediendo los Papas de Roma, en Alamut se suceden los Viejos de la Montaña, aunque ellos fingen ser siempre el mismo y por eso adoptan el nombre del primero: Hassan ibn Sabah. -¿Qué es Alamut? -quiso saber Guido. -La residencia del Viejo de la Montaña, un castillo inexpugnable emplazado sobre una cresta rocosa y rodeado de precipicios. Está en las montañas de Irán, a un mes de camino. Ese castillo guarda la primera de las Siete Puertas. Antes de proseguir, Cantacuzanos se contempló las manos grandes, fibrosas, morenas, surcadas de pequeñas cicatrices que se anillaban en las muñecas como pulseras: -El Viejo de la Montaña exige a sus seguidores una obediencia ciega. La doctrina es simple: lo que obedece a su deseo, conduce al Paraíso; lo que contraría su voluntad, merece la muerte. Dentro de la secta hay tres categorías: la más alta y cerrada es la de los

maestros. Éstos se esparcen por la faz de la Tierra y predican las doctrinas de la secta; en segundo lugar están los compañeros, que apoyan a los maestros, espían para ellos y sirven los designios del Viejo de la Montaña desde sus oficios encumbrados o humildes. La orden es secreta: un compañero puede ser visir de Saladino o puede ser mozo de establo en el más humilde mesón del camino. Ellos tienen sus señales secretas con las que se reconocen. En tercer lugar están los muhaidines que son devotos procedentes de Arabia, Egipto, Persia, Tierra Santa, Libia, Turquía o cualquier rincón del mundo islámico. Son personas sencillas, algunas incluso faltas de luces, pero fanatizadas y entrenadas para cumplir al pie de la letra las órdenes del Viejo de la Montaña, por absurdas que sean. Se distinguen porque cuando van a perpetrar sus asesinatos visten túnicas blancas y cinturón y babuchas rojas. -Entonces será fácil reconocerlos. No tan fácil: suelen llevar otra ropa por encima, para disimular el vestido de la pureza. -Me han dicho que matan a sabiendas de que van a morir, incluso entre atroces torturas. -Así es. No se detienen ante nada, ni temen nada porque anhelan abrirse las puertas del Paraíso. Para eso los maestros de la doctrina se lo muestran previamente. -¿Cómo puede mostrarse el Paraíso si pertenece a la otra vida? quiso saber Pedro el Raposo. Jorge Cantacuzanos lo miró con indulgente severidad. -La magia y las drogas conocen caminos -respondió-. El Viejo de la Montaña domina unos veinte castillos emplazados en peñascos de montañas inaccesibles, encerrados entre torres y murallas, pero en medio de ese inhóspito paisaje han conseguido recrear los verdores y las bellezas del paraíso en valles secretos recorridos por rientes arroyos de frescas aguas en cuyas riberas crece verde la hierba, las flores expanden su aroma y los pájaros su música, ocultos entre tupidas arboledas. Ése es el Paraíso para cualquiera que haya

cruzado el pedregal desierto bajo un sol abrasador, sin una sombra, con escorpiones y víboras bajo cada guijarro. Hablaron luego de distintas materias. Jorge Cantacuzanos se levantó bruscamente y miró a Lucas de Tarento. El antiguo templario entendió. El clérigo deseaba prolongar la conversación a solas, lo siguió. -En ese paraíso natural -prosiguió Cantacuzanos-, oculto entre las gargantas montañosas, el Viejo de la Montaña ha instalado palacetes y quioscos de plata, en los que los muhaidines encuentran manjares deliciosos y frutas frescas. Junto a las fuentes de aguas frías, hay mesas de metales preciosos repletas de platos exquisitos y de jarras de hidromiel y leche recién ordeñada que atractivas muchachas, expertas en los recursos de la lujuria, sirven al que llega. Si una muchacha le apetece a un candidato a muhaidín, sólo tiene que tomarla de la mano y llevársela a la espesura. Ella misma lo conducirá a algún lugar escondido, donde encontrarán un quiosco más íntimo en el que no faltan las gruesas alfombras y mullidos cojines bajo doseles de plata. Los muhaidines pueden tener cuantas muchachas deseen. Todas son complacientes. Antes del amor derraman perfumes sobre la cabeza de varón y le masajean el miembro con gran pericia. Después de saciarlos con el fruto concupiscente, los dejan dormir y se quedan al lado, espantando los insectos, hasta que despiertan por si les apetece repetir. -¿Y repiten? -preguntó el antiguo templario con expresión distraída. El severo monje asintió: -Cuantas veces quieran. -Eso suena tentador. -Por eso no he querido referirlo ante la chusma y los criados. Porque estos descerebrados son capaces de cambiar la eterna salvación de su alma por el falso paraíso del Profeta -explicó Cantacuzanos.

-Bien pensado -argumentó Lucas de Tarento-, es que nuestro paraíso no parece tan atractivo. -Ver perpetuamente el rostro magnificiente de Dios Nuestro Señor, ¿no os parece atractivo suficiente? -replicó, severo, el clérigo. -He querido decir para una persona ignorante y sencilla -se excusó Lucas de Tarento-. Por supuesto que para una persona de miras elevadas no hay duda posible: el paraíso cristiano prevalece sobre el musulmán. Pasearon un poco más en silencio. Luego el antiguo templario preguntó: -¿Cómo haremos para llegar a Alamut? En un mes de camino por territorio del Viejo de la Montaña nos pueden ocurrir muchas cosas. No traemos fuerza para defendernos de un destacamento regular. -No vamos a Alamut -reveló Cantacuzanos-. Allí nadie podría llegar sin recurrir a medios mágicos. Nos dirigimos a otro de los castillos del Viejo de la Montaña, a Massiat, en el Líbano, cerca de Trípoli. -¿Es más fácil entrar en él? No será nada fácil -suspiró el clérigo-. Está aislado al norte por una serie de picachos coronados de fortalezas; al este, el litoral mediterráneo con sus acantilados inaccesibles; al oeste, precipicios infranqueables; al sur, el río Adonis. -¿Y qué tiene de particular ese castillo? -Fue un antiguo santuario de Baal. -¿Baal? -inquirió Lucas- ¿Quién es Baal? -¿No habéis oído hablar de los cultos de Baal? El antiguo templario negó con la cabeza. -Los fenicios que habitaban estas tierras en tiempos de los profetas de Israel adoraban a un dios heredado de la Abominación. Los

cultos de Baal se habían conservado en estos valles aislados del mundo, cuando el Viejo de la Montaña extendió su poder a esta comarca introdujo esos cultos y su magia en sus logias secretas. También han heredado de los antiguos templos de Baal las recetas de pócimas que nublan la voluntad de un hombre y le hacen sentirse en el paraíso. «Estos jarabes preparados con extractos extraídos del cáñamo, con vino, opio y hachís, se han mantenido en secreto desde la antigüedad en los templos de Baal: te permiten cierto estado de consciencia, pero irreal. La pócima activa los sentidos; los colores se perciben más vivos, los sonidos se ensanchan, la brisa que agita las hojas de los árboles suena como música celestial. Además, en los árboles cuelgan manojos de cuentas de cobre que al entrechocar producen sonidos deleitosos que se mezclan con los armónicos procedentes de las cañas huecas colocadas en los ventisqueros de las rocas. Todo ello produce una extraña música que refuerza la sensación embriagadora de la bebida. A esto se suman los perfumes de la vegetación, las fragancias de maderas exóticas que arden con lenta brasa en invisibles pebeteros... Y luego están las muchachas, como huríes del edén de pechos opulentos, firmes traseros y muslos como no los disfrutó Salomón, el de la sulamita -Lucas de Tarento miró a Cantacuzanos con extrañeza, pues aquella descripción demasiado viva de las apariencias de la mujer parecía desdecir de su condición clerical, pero se abstuvo de interrumpirlo-. Es conocido que la bebida es afrodisíaca, que empina el miembro y lo endurece como si fuera un hueso -proseguía el clérigo- y además refuerza la sensación de placer al copular. Cuando despiertan, los muhaidines creen que han estado en el Paraíso de su fe y se obsesionan con regresar. Cada minuto que pasan en el mundo les parece intolerable, después de haber conocido la gloria. ¿Dónde está el Jardín de las Delicias? se preguntan. Los maestros les tienen preparada la respuesta. Si quieres regresar al Jardín de las Delicias y disfrutarlo eternamente, debes primero merecerlo. Se gana con la obediencia y con el sacrificio de la propia vida. Se está una vez vivo y para el resto de la eternidad muerto por la causa.»

CAPÍTULO

X

El enano Grontal contempló el valle pelado y pedregoso en el que no había un arbusto que llegara a las rodillas. Sólo un potente cedro solitario señoreaba la planicie desierta con su fronda verdeoscura. -Si me permitís, me desviaré un poco para examinar ese árbol dijo-. Luego os adelanto. Y torciendo las riendas abandonó al grupo y cruzó el erial calcinado por el sol y poblado solamente por saltamontes y cigarras que brincaban al paso del caballo. Grontal descabalgó a la sombra oscura del cedro lentamente para apreciar su magnitud. Era un quizá milenario. Las ramas, tan gruesas como brotaban perpendiculares del enorme tronco y se robusta copa.

y rodeó el tronco árbol portentoso, árboles crecidos, elevaban hasta la

El enano apoyó las dos manos sobre la nudosa corteza del árbol y pronunció con voz potente: -Wir dsphs ro hrmop wir otpyrhr srdyr stnpp. Algo se removió en la base del cedro, como si algún animal pugnase por escapar de una madriguera inadvertida. Apareció un agujero por el que se colaba la tierra suelta y de él salió, no sin cierta dificultad, un enano más moreno que Grontal, vestido con una túnica raída hasta los pies, descalzo, con un cuchillo cachicuerno al cinto. Tenía una barbita negra azabache, sin una cana. -¿Quién demonios eres tú que conoces el idioma de las cuevas? -le preguntó en árabe. -Un hombre de las cuevas -se presentó Grontal-. Me llamo Grontal, soy de la estirpe de Hozam, de los nietos de Krisnor el de Himparir.

-He oído hablar de vosotros. Yo soy de los Abadán de Suppar. -Entonces somos primos. -¿También a vosotros os crían con leche de burra? -También -respondió el enano-. Es la inmemorial costumbre de nuestra familia. Una burra domitila, blanca, grandona, que nos hace hermanos de leche y cuando a uno lo hieren se reparte el dolor entre docena y media, lo que lo hace más llevadero. -Eso es muy ventajoso. -Si, pero los orgasmos también se reparten, por eso tenemos reputación de insaciables, porque por mucho que nos esforcemos en la briega conyugal, el resultado siempre nos sabe a poco. Yo me consuelo pensando que peor es la suerte del canario que se queda frito encima de la canaria porque tiene más orgasmo que corazón. -Sí, eso también es cierto. Conversaron de asuntos variados, no sólo de mujeres. Grontal expuso las dificultades de los enanos de los Alpes, los que habitan las fortalezas en las montañas, de las querellas que mantienen con los emperadores germánicos y de la creciente ingerencia de los duques de Austria y de la casa de Zubinga en sus asuntos. Silenció que había tenido que alistarse en la Cruzada para borrar las sospechas de haber apoyado las insurrecciones helvéticas contra el imperio. Después de charlar un rato, se despidieron. Grontal le preguntaba siempre a los enanos locales y de esta manera iba descifrando el antiguo alfabeto de los árboles, el que tuvieron en tiempos de la Abominación, cuando la vida de los enanos no era tan complicada. Durante varias horas, Lucas de Tarento, Guido de St. Bertevin, Pedro el Raposo, Cantacuzanos y el enano Grontal cabalgaron a través del yermo, bajo el sol que caía sobre hombres y bestias como plomo derretido. A medida que avanzaban, la vegetación raleaba, el matorral era más desmedrado; los árboles, más escasos,

mostraban sus troncos retorcidos, como aquejados por una extraña enfermedad. Los únicos pájaros a la vista eran cuervos de pico duro posados en las altas peñas o buitres que seguían a los intrusos esperando cebarse en sus cadáveres. -Esta tierra parece muerta -comentó con disgusto Lucas de Tarento-. ¿Estáis seguro de que caminamos en la dirección indicada? -Absolutamente seguro -respondió Estamos en los aledaños del Paraíso.

Cantacuzanos,

molesto-.

-Una vez hubo aquí un bosque -dijo Grontal saliendo de su mutismo-. Un hermoso bosque de cedros, espeso y alto, que tapizaba la tierra. Lo habitaban unos enanos, primos de los míos, que vivían felizmente con sus coros de canto, sus cocinas, sus cultivos de setas y sus ferias, en las que los jóvenes casaderos competían por ver quién la tenía más grande y los bardos cantaban las hazañas de los antepasados. -¿Y qué pasó? -preguntó Pedro el Raposo. Grontal se encogió de hombros: -Los humanos talaron el bosque para construir extrañas naves redondas y galeras ligeras con las que surcaban el mar en busca de metales. -Fenicios -dijo Cantacuzanos-. Los mercaderes de la antigüedad. Los griegos y los romanos los exterminaron y sólo quedaron sus santuarios y su magia. Alamut es uno de ellos. Allí se practicaban los ritos de la Abominación. Al segundo día, cuando comenzaba a atardecer, los jinetes llegaron a una fuente de agua salobre que manaba al fondo de un pozo antiguo, de piedra, ancho, al que se descendía por unos gastados peldaños. -El Manantial del Olvido -dijo Cantacuzanos. Antes de beber debemos tomar ciertas precauciones. Sujetad los caballos. Cantacuzanos descabalgó y cedió las riendas del suyo a Grontal. Al hilo de la fuente crecían ciertas hierbas espinosas con unas

majoletas rojas. El clérigo cosechó un puñado de ellas cuidando de no pincharse con las agudas espinas y las machacó sobre una piedra. Después llenó un odre de agua y le agregó el jugo resultante junto a la pulpa molida. -Ahora podemos beber. Bebieron y después llenaron de nuevo el odre para que bebieran los caballos. Se disponían a acampar para pasar la noche cuando aparecieron las siluetas de varios jinetes sobre la cresta que dominaba el valle. -Tenemos compañía -anunció Lucas de Tarento con voz tranquila. Cantacuzanos hizo visera con la mano y miró hacia el lugar que señalaba el guerrero. -¿Son muhaidines del Viejo? -preguntó. Lucas sacudió la cabeza. -Orcos -dijo-. Me temo que nos han descubierto. Intentarán atacarnos antes de que caiga la noche. -Quizá no -observó Cantacuzanos-. Es posible que aguarden a que el agua del olvido haga sus efectos y nos suma en un profundo sopor. -En cualquier caso debemos prepararnos -dijo el caballero y tomó de la grupa de su caballo el hatillo de su cota de malla. Grontal le ayudó a abrocharse las correas antes de ponerse él mismo su loriga de cuero. Los orcos no se movieron. Eran una docena, pero podía haber más ocultos. Guido de St. Bertevin se colgó de la cintura el tahalí con su espada y despojó su escudo triangular de la funda que lo cubría. Los rayos del sol arrancaban cegadores destellos en la chapa. El Raposo sacó de sus alforjas la palanqueta. Al empuñarla despidió un leve resplandor azulado. Grontal untaba con jugo de adormidera su hacha de combate y recitaba ciertos conjuros sobre el filo.

-Esta noche talaremos un bosque de carne -le susurró al hacha, casi con ternura. Declinó el sol y en el horizonte rojo se veían las siluetas de los orcos sobre sus caballos bajos y fornidos que piafaban inquietos. Después se fue oscureciendo, hasta que se borraron por completo las formas de la tierra. Se oía manar el Manantial del Olvido. Los viajeros se apartaron del regato y remontaron un cerrete pelado que les ofrecía mejor defensa. -Si esperan que durmamos, echémonos -propuso Lucas de Tarento. Cantacuzanos estaba más sombrío que de costumbre. Llevaba horas sin articular palabra. Se envolvió en su manto y se tendió sobre la tierra en posición fetal, para que sus compañeros no advirtieran que temblaba. Era un hombre de estudio y no estaba hecho a los azares de la vida en el campo. Quizá temía a los orcos o a su propia magia, que de ningún modo pensaba usar contra los monstruos, aunque su vida peligrara. Solamente una delgada línea lo separaba del abismo y no pensaba atravesarla. Lucas de Tarento se echó al lado del clérigo y apoyó la cabeza sobre una piedra plana que le permitía vigilar el acceso más fácil al cerrete. El enano Grontal, al otro lado del clérigo, abrazó su hacha y se hizo un corcuño, no mayor que un mastín dormido. Transcurrieron dos horas oscuras y silenciosas sobre la tierra muerta. En las rocas que dominaban la hondonada se había posado una bandada de buitres insomnes a la espera del festín. Poco después aparecieron los orcos, cabezotas enormes, ojos amarillos bajo el prominente hueso de las cejas, colmillos grandes, agudos y babeantes. Caminaban con torpe precaución pero no podían evitar que la grava del suelo resonara bajo sus pesadas plantas. Blandían sus largas espadas de diversas formas, procedentes de saqueos de tierras distantes, algunas antiquísimas, con viejas muestras de herrumbre, otras no tanto, y cubrían sus cuerpos con perpuntes abiertos y mal remendados que un día pertenecieron a humanos, piezas oxidadas cobradas a caudillos muertos en lejanas

batallas. El primero, que parecía el jefe de la horda, se protegía la cabezota con una escafandra de hierro. La luna brotó detrás de unas nubes e iluminó la visera del yelmo, artísticamente cincelada en forma de boca de dragón. -¡Warsb sienusia! -gruñó a sus hombres-. ¡Nsrsskia! Los orcos se aproximaron con precaución, rodeando a los viajeros dormidos. Los caballos se removieron inquietos, tirando de las riendas. De pronto Grontal se incorporó y lanzó su cuchillo a la garganta del orco más cercano. El orco lanzó un gemido gorgoteante y dejó caer una espada celta, que resonó contra las piedras, antes de desplomarse. -¡Nsrsskia! -gritó el orco jefe mientras pugnaba en vano por abatir la visera de dragón de su casco. La articulación estaba oxidada y no lo consiguió. Estaba intentándolo de nuevo, ajeno al peligro y no advirtió el tajo de la espada de Lucas de Tarento que lo decapitó limpiamente. Detrás del caballero, Cantacuzanos, con las rodillas temblando, enarbolaba su báculo más como una defensa que como un arma y rezaba entre dientes una plegaria a san Jorge. Los orcos se detuvieron un momento sorprendidos por los invasores a los que creían dormidos, y sobre todo; al ver rodar la cabeza de su jefe. No obstante, se animaron mutuamente y cargaron sobre sus enemigos profiriendo terroríficos aullidos. Fue una lucha encarnizada y breve. Grontal hizo un molinete con su hacha y le cercenó el brazo a uno de los monstruos. Mientras éste se alejaba aullando con su miembro cortado en la otra mano, el enano acertó con su hacha en el centro del pecho del orco siguiente y deshizo la loriga de acero y el costillar con un chasquido siniestro. Cuando giró sobre sus talones para encarar a otro enemigo se encontró con que Lucas de Tarento había despachado a los tres restantes de sendos tajos. -¿Eran todos? -preguntó Cantacuzanos, temblando. Lucas de Tarento miró alrededor.

-Eso parece. No obstante, mantendremos los ojos bien abiertos. Aquella noche no durmieron mucho.

CAPÍTULO

XI

Al descrestar la loma calcinada, Sven le Berg tiró de las riendas y se detuvo a contemplar la montaña que se alzaba ante él. Una antigua senda pedregosa discurría por el lomo calizo del peñasco pelado entre un muro pétreo casi vertical y un precipicio. Recordó una precisión geográfica escuchada en un fuego del campamento de Hattin: el Viejo de la Montaña vive en el fondo de una montaña inaccesible, con sólo un camino de acceso tan estrecho y escarpado que un solo hombre decidido podría defenderlo de todo un ejército. Sven le Berg palmeó el pescuezo del caballo. -Bien. Amigo Alain, ahora vamos a penetrar en la guarida del lobo y, si Satanás nos acompaña, todo nos saldrá a pedir de boca. Aflojó las riendas, apretó las rodillas y el obediente corcel prosiguió su camino hacia el paso. Sven tiró del cordón en el que había ensartado el salvoconducto del Viejo de la Montaña arrebatado a los trudentes y permitió que reluciera al sol en medio de su pecho. El camino era suficientemente ancho al principio, pero luego cruzaba un cauce seco y se internaba en la montaña por un sendero a trechos tallado en la roca viva, no más ancho de lo necesario para que discurriera una acémila con sus serones. Cada cierta distancia había un ensanchamiento para que dos caballerías pudieran cruzarse. Sven le Berg remontó este camino durante una hora sin escuchar otro sonido que el de los cascos de su caballo. El sol caía a plomo. Iba a ser un día caluroso. De vez en cuando un lagarto o una sabandija corría a esconderse. Aparte de las molestas moscas del desierto, no había otro testimonio de vida. La vegetación era escasa y pobre. A medio camino, Sven le Berg encontró una frondosa higuera que brillaba con su verde intenso en medio del yermo. Se acercó y descubrió una fuente casi seca que goteaba sobre un pilar antiguo. El manantial era tan exiguo que desaparecía a los pocos metros en medio de un chortal de juncos. El viajero descabalgó y se acercó al pilar rebosante de agua clara. Antes de beber sacó de su alforja

una torre de ajedrez tallada en el cuerno de un unicornio y tocó el agua con ella. La torre no cambió de color. Eso significaba que la fuente no estaba emponzoñada. Sven le Berg hizo un cuenco con las manos y bebió unos sorbos. Después mojó un pañuelo, se refrescó la cabeza y el cuello y se limpió el polvo del camino. Permitió que su montura abrevara. Un arquero muhaidín apareció sobre la alta roca que dominaba la fuente. Sven le Berg calculó que habría otros observándolo. Se sacó del cuello el cordón del que pendía el salvoconducto del Viejo de la Montaña y lo levantó en alto para que lo vieran. Al instante un grupo de muhaidines a caballo, armados con lanzas, aparecieron por el camino y lo rodearon. -Es la señal del Señor -dijo el que parecía el jefe al contemplar el pez de cobre- ¿Quién eres? -Me envía mi señor Saladino. -Síguenos. Lo escoltaron el resto del camino, durante una hora, a lo largo del despeñadero, hasta que salieron a un vallecillo verde y arbolado por cuyo centro discurría, oculto entre la vegetación, un río que rendía sus aguas a un lago largo y angosto. El camino discurría por una de las riberas, y la comitiva se reflejaba en las aguas limpias, quietas y oscuras. Había árboles de todas clases, cultivados con esmero por invisibles hortelanos, y plantaciones pequeñas y variadas con frutos y hortalizas de especies que Sven le Berg nunca había visto. Entre la espesura se columbraban antiguos monumentos paganos, columnas, escalinatas desgastadas, trozos de frisos esculpidos entre los que crecía la hierba verde. El calor sofocante de la mañana se había mitigado y una leve brisa refrescaba el ambiente. -El paraíso terrenal -murmuró Sven le Berg. El hombre que cabalgaba a su lado lo miró y no dijo nada. Durante un buen rato siguieron el riachuelo. Entre la arboleda se abrían claros cultivados como jardines, con extrañas plantas con forma de

corazón, de hígado, de cerebro, unas de color rojo, otras verdes, otras moradas, plantas que Sven le Berg desconocía. Sólo distinguió las berenjenas, moradas, pedunculares, de la clase que los francos llaman comúnmente el cojón del califa. Por un momento estuvo dispuesto a pensar que el Viejo de la Montaña había conseguido el Paraíso, si eso no contradijera la íntima incredulidad de un servidor de la Abominación. Tampoco estaba seguro de servir a la Abominación. «Quizá servimos a la Abominación los que nos servimos a nosotros mismos -razonó-, los que nos hemos rebelado contra el orden establecido, contra las jerarquías, los papas, los reyes, las leyes de los poderosos que nos oprimen y nos explotan a cambio de una dudosa promesa de felicidad futura en el brumoso reino de Dios.» La comitiva rebasó a un grupo de muchachas descalzas, con sus canastos de ropa limpia sobre la cabeza. Una de ellas, joven y hermosa, cruzó la mirada con Sven. Tenía los ojos de un azul profundo y los brazos morenos que llevaba descubiertos, a usanza de las lavanderas, eran hermosos y torneados. Su mirada azul se encontró con la del caballero, notó el pez de cobre que le pendía del pecho y se ruborizó. El sendero se bifurcaba para rodear una enorme palmera, de las que llaman sanan¡. Sven le Berg nunca había visto un árbol como aquel, porque hacía tiempo que las habían cortado los contendientes de Tierra Santa para fabricar trabuquetes. Su tronco largo y flexible, a la par que robusto, permitía manejar contrapesos capaces de enviar el proyectil cincuenta pasos más lejos que un tronco convencional. El camino de la izquierda se internaba en la espesura de los árboles. El de la derecha remontaba un sendero pedregoso hasta un risco plantado en medio del valle, rodeado de vegetación, aunque pelado en sus pendientes y en su cima. Sobre el risco, rodeándolo todo, había unas imponentes murallas, sin torres ni puerta. Era el castillo mejor defendido que Sven le Berg había visto en su vida, si es que aquello era un castillo y no una alucinación, porque era difícil de comprender cómo se las habían ingeniado para subir hasta aquella altura los mampuestos necesarios para levantar tales murallas.

-Selam -dijo el moro que custodiaba al correo de Saladino y volviéndose a uno de los del séquito le hizo una señal. El otro, sacó de las alforjas una trompeta de latón pulido, se la llevó a la boca, y emitió un trompetazo agudo que resonó en el valle y se multiplicó en ecos por el laberinto de cortadas y torrenteras. Al momento respondió otra trompeta remota en el castillo. -Podemos seguir -dijo el adalid. Remontaron el sendero de las piedras, hasta que llegaron, al cabo de un rato, a una enorme higuera pegada a la roca viva del cerro. -Descabalga, mensajero, porque ya hemos llegado -dijo el moro. Sven le Berg descabalgó. El guía lo tomó familiarmente del brazo. Ahora te guiaré a la presencia del Santo. Debes dejar aquí la espada y el caballo. Ponte esto en la cabeza. Le tendía un capuchón de tela negra. Sven le Berg titubeó y se vio rodeado al instante por cinco lanzas. -El pez de cobre te protege -le dijo el guía con una sonrisa-. Si la verdad habita en tu corazón y no le ocultas nada al anciano que todo lo ve, no tendrás nada que temer. El guerrero meditó la situación. Podía silbar al caballo y al instante irrumpiría en medio del grupo atropellando por lo menos a dos lanceros. Podría desenvainar su espada que colgaba del arzón y en un instante habría acabado con los sarracenos que lo rodeaban. Quizá incluso podría escapar con vida de aquel valle extraño abierto en medio del páramo, pero entonces la promesa del tesoro de Salomón se esfumaría. Por el contrario, si proseguía quizá pudiera escapar con vida y conseguir la fabulosa joya que otorga poder ilimitado al que la posee. -Está bien -dijo. El guía le colocó la capucha y lo tomó de la mano. -Confía en mí. Yo guiaré tus pasos.

Penetraron en el círculo de la higuera. Sven calculó que detrás de árbol debía haber una puerta tallada en la roca. Se internaron por un pasadizo que horadaba la roca, en el que resonaban los pasos de la escolta y las conteras de las lanzas sobre la piedra. Olía a brea de antorcha y el aire era húmedo, surcado a veces con corrientes más frías que cosquilleaban en el vello de los brazos. Caminaron así durante más de cien pasos, Sven los iba contando para calcular las distancias, hasta que llegaron a un ensanchamiento -lo percibió por los sonidos de la escolta, que eran más agrupados. Se detuvieron. Cuatro brazos robustos auparon al visitante a una plataforma de madera, en la que también subieron varios miembros de la escolta. -Vamos -dijo el guía. Se produjo un rumor de poleas y un casi imperceptible temblor al tensarse las sogas del artilugio. Después la caja se elevó, oscilando a veces, chocando contra las paredes de piedra de la chimenea Sven estaba seguro de que era una chimenea, porque las corrientes ascendentes del aire eran perceptibles. Cuando hubo contado treinta y dos, la plataforma se detuvo y se desplazó lateralmente. Una compuerta se abatió. Otra vez manos robustas guiaron al invitado a través de un pasillo que remontaba una serie de suaves escalones. Salieron a un clima más seco y ventilado. El guía le retiró la capucha y dejó al descubierto los ojos del embajador de Saladino. Estaban en un lugar elevado, quizá la torre más alta del castillo, porque tras los parapetos medio derruidos sólo se veían las cumbres de las montañas más lejanas. Era una explanada irregular, con el piso de la misma laja de piedra sobre la que se asentaba el castillo, con rodales empedrados con grandes losas. En un extremo había un edificio de ruin aspecto, de adobe y ladrillos medio desmoronados, con la fachada decorada con trazos de cal en zigzag. Sólo tenía una puerta vulgar, como la casa de cualquier artesano, y dentro una sala amplia sostenida por cuatro pilares de ladrillo, enjalbegada, el suelo cubierto de esteras polvorientas de apagados colores. Al fondo aguardaba el Viejo de la Montaña, sobre un escaño de madera, igualmente viejo y desvencijado, que custodiaban seis inmóviles muhaidines vestidos de blanco y ceñidos con cíngulos rojos. El Viejo de la Montaña estaba sentado al estilo oriental, con los pies plegados bajo los muslos, sobre una amplia estera de oración que cubría una tarima de hierro de la que, por un

roto de la estera, le Berg alcanzó a distinguir una bisagra. ¿Un cofre seguro? Quizá. Sven le Berg observó al profeta de los muhaidines. Era un hombre de mediana edad, flaco y alto, vestido con una chilaba sencilla, descalzo. El dueño del paraíso terrenal, de los tesoros secretos, de la Mesa de Salomón, parecía muy pobre. Se tocaba con un turbante ligero, de los que usan los artesanos, que se cosen con un par de puntadas para librarse de componerlo cada pocos días: La barba gris y puntiaguda, que le llegaba hasta la mitad del pecho, apenas disimulaba el cadavérico hundimiento de las mejillas. El Viejo de la Montaña contempló en silencio al visitante con sus ojos profundos y oscuros, orlados de profundas ojeras cárdenas. Sven le Berg se preguntó si estaba enfermo. Tocó el salvoconducto que pendía de su pecho el pez de cobre ensartado por el ojo. -La paz de Alá sobre ti -dijo con voz profunda y musical, sin apenas mover aquellos labios finos y resecos. Sven le Berg tomó el pez de cobre y se inclinó en una leve reverencia. Por el contrario, el guía que lo había acompañado se precipitó a arrodillarse y besó con unción una babucha sucia, de las baratas, con suela de esparto, que había en medio de la sala sobre un pequeño dosel de piedra. -¿Por qué ha escogido Saladino a un franco para representarlo? -No se fia de nadie, señor. Y yo lo he servido otras veces. -¿Cómo te llamas? -Me llaman Viento Impetuoso. El Viejo de la Montaña asintió entrecerrando los ojos. -Dame el mensaje -pronunció lentamente con su voz seca e intimidante. Sven le Berg tomó el sobre de pergamino que llevaba en la cintura e hizo ademán de entregárselo, pero al instante lo rodearon cinco lanzas. Sven dio un paso atrás y mostró las palmas de las manos

en señal de sumisión. Uno de los muhaidines se adelantó, le arrebató el mensaje y se lo entregó a un moro cojo que permanecía cerca del Viejo de la Montaña, al pie de la tarima. A pesar de las trazas de mendigo, la chilaba raída llena de lamparones y los pies descalzos, debía de ser el chambelán de aquella extraña corte porque metió la mano en el seno y en lugar de rascarse sacó una daga curva con las cachas de madera con la que hizo saltar los pespuntes de hilo carmesí que cerraban la misiva de Saladino, desplegó el pergamino, que era grande como un pañuelo, y examinó su contenido. Antes de leerlo lo examinó al trasluz, lo olfateó y pronunció un breve conjuro. Después leyó el contenido de la misiva. Sven le Berg conocía los dialectos más usuales del árabe tan bien como la lengua franca o la germana, pero no pudo entender ni una palabra de lo que la carta contenía. Quizá, pensó, el hombre que tenía que haberla entregado, el que empalaron los trudentes, era ducho en esta lengua. Quizá sea una lengua mágica que sólo conocen o entienden los iniciados. Intentó componer un gesto que denotara aplomo, como si entendiera lo que el chambelán leía pero no pudo evitar el pensamiento de que quizá estaban a punto de desenmascararlo. Al Viejo de la Montaña le había resultado inusual que Saladino confiase su embajada a un franco incircunciso. ¿Qué haría si le hacía preguntas en aquella extraña lengua? ¿Qué podría decir, por ejemplo, si le preguntaba qué aspecto tiene Saladino, al que jamás había visto? A Sven le Berg se le erizó el vello del cogote. Sintió el sudor viscoso que le refrescaba el espinazo antes de los combates, el anuncio de la muerte. Se esforzó por mantener la calma. Si lo descubrían, ¿qué podía hacer, desarmado como estaba? Los muhaidines eran siete, jóvenes y nervudos, y portaban lanzas y espadas cortas. Podría, si tomaba la iniciativa, sorprender a uno y arrebatarle su lanza. Quizá, viniendo bien las cosas, pondría fuera de combate a los siete, quizá entonces podría saltar sobre el Viejo de la Montaña y ponerle un cuchillo en la garganta y abrirse camino hasta el desierto llevándolo como rehén. No. No podría. De pronto se percató de que el Viejo de la Montaña no estaba guardado por aquellos muhaidines, sino por la magia. En torno al estrado debía de haber un círculo mágico. La sala estaba

llena de moscas que se metían por los ojos, los labios y los oídos de los presentes, pera cuando un insecto volaba en dirección al estrado, al llegar a cierta altura, topaba con una barrera invisible y alteraba su rumbo. «Quizá esta vez he sido demasiado ambicioso», -se recriminó en silencio el guerrero. Y casi sin advertirlo elevó una breve jaculatoria a Satán, unas palabras mágicas que pronunciaban los guerreros de la Abominación. En aquel momento el chambelán terminó de leer la misiva y la plegó con parsimonia. El Viejo de la Montaña, que había permanecido con los ojos cerrados, los abrió. En ellos brillaba una extraña luz. -Tendrás la respuesta mañana, cuando amanezca, Impetuoso. Ahora retírate, come, duerme y vive.

Viento

El chambelán cojo y desastrado le indicó el camino. Afuera, el guía le colocó de nuevo la capucha en la cabeza y lo condujo de regreso al valle. -Eres el huésped del Bendito. Te mostraré tu posada para esta noche. Sven recuperó su caballo y siguió al guía por la arboleda espesa hasta una casa solitaria que la fronda ocultaba. Era uno de los pabellones donde los nuevos muhaidines conocían los goces del paraíso. El olor del hashish impregnaba las paredes y las esteras del suelo, más lujosas y limpias que las que había visto en el aposento del Viejo de la Montaña. Le habían reservado una habitación espaciosa con un poyo de piedra y dos esteras gruesas que hacían de colchón bajo un amplio dosel de madera pintado de vivos colores del que pendían gasas que mantenían alejados a los insectos. Dos mujeres de hermosas caderas, treintañeras en su punto exacto de sazón, vestidas a la sarracena con zaragüelles y chalequillo, los pies desnudos adornados con tintineantes ajorcas de plata, le trajeron una bandeja con alimentos y una cantarilla de agua fría que depositaron sobre el poyo.

Cuchichearon algo entre ellas, se rieron y se retiraron a un ángulo de la estancia. Sven le Berg les mostró su agradecimiento con una sonrisa. La comida, un muslo de cordero en salsa de frambuesa y almendras, parecía apetitosa ¿estaría drogada? El guerrero podía pasarse sin ella, pero entonces acentuaría las sospechas de los muhaidines. Por otra parte, desfallecía de hambre después de los trabajos pasados y de haberse alimentado de carne seca y pan duro en su travesía del desierto. Comió con avidez mientras las mujeres lo observaban divertidas. Cuando dejó la bandeja limpia y eructó educadamente, según la regla de cortesía oriental, las mujeres retiraron el servicio y lo dejaron solo. No sabía qué iba a encontrarse a la mañana siguiente. Le convenía descansar y recuperar fuerzas. Atrancó la puerta, que era de doble hoja, con lo único que le vino a mano, la misma tarima de madera sobre la que se alzaba la cama, y se dispuso a dormir. Estaba en el primer sueño cuando una presencia cercana lo sobresaltó. A la tenue luz de la luna distinguió las formas de las dos mujeres. Ahogando risitas se le metieron en la cama, una a cada lado y comenzaron a masajearlo como las más expertas prostitutas de Los Tres Agujeros, el famoso burdel para caballeros y comerciantes solventes del puerto de Haifa. -Ya veo que el Viejo de la Montaña sabe tratar a sus huéspedes suspiró el guerrero. Pero lo había dicho en lengua de los francos y ellas no lo entendieron. Se limitaron a hacer su trabajo. Sven notó que ponían un entusiasmo difícil de encontrar en las pupilas de Los Tres Agujeros, a pesar de que eran maestras en el arte de fingir. Sven no era indiferente a la belleza femenina ni a los goces que proporciona. Sin embargo, su designio para aquel día era distinto. El Viejo de la Montaña vivía en una morada mezquina, sentado sobre un cofre plano. Sospechaba que su poder radicaba en el cofre, quizá la clave de la Mesa de Salomón por la que Saladino, según las trazas, estaba dispuesto a pagar cualquier cosa, incluso compartir el dominio del mundo.

Sven le Berg golpeó la nuca de una de las mujeres, que se desplomó sin sentido y ahogó el grito de alarma de la otra rompiéndole el cuello entre sus manos potentes. Después buscó a tientas el lugar por el que las mujeres habían entrado, una puertecilla disimulada al fondo de la estancia que daba directamente a la orilla del río. No había vigilancia. Salió a la noche y se metió entre los árboles, evitando los caminos donde pudieran descubrirlo y moviéndose con cautela por si había centinelas o escuchas. A medio camino, al apartar unas ramas, se topó de bruces con unas ruinas antiguas, una especie de templete de mármol cuyas columnas sostenían un verde y espeso emparrado. Dentro había un lecho con dosel de pámpanos en el que un aspirante a muhaidín se disponía a completar su tanda de gozos del Paraíso. En el lecho, desnuda y receptiva, una mujer de singular belleza, morena, de firmes pechos y anchas caderas, escanciaba hidromiel en una copa de plata mientras el muhaidín, moreno y enteco, con una barbita escasa, se disponía a penetrarla cuando la aparición del forastero lo inmovilizó en una actitud ridícula, desnudo con el culo al aire y una erección todavía morcillona en la mano. Sven le Berg se hizo cargo de la situación: ya lo habían visto. Si los dejaba en paz, antes de que hubiera caminado veinte pasos sonaría alguna trompeta de latón alertando a la guardia del Viejo y todos los muhaidines del mundo saldrían tras él. No había opción. Penetró en el cobertizo y desmayó al muhaidín de un puñetazo en la sien. -Tómame -le dijo la mujer asustada cuando lo vio abalanzarse sobre ella con el puño en alto. Sven descargó el puño sobre el cráneo de la mujer, que crujió con un chasquido de hueso quebrantado. Luego sopló sobre una lamparilla de aceite que iluminaba la bandeja de las bebidas y prosiguió su camino. Al llegar al río, remontó el curso de agua, hasta que reconoció, en la oscuridad, el higuerón que ocultaba el acceso al castillo del Viejo. Detrás del ramaje se columbraban las luces de un par de candiles y las siluetas de varios muhaidines que montaban guardia charlando entre ellos relajadamente. El guerrero dio un rodeo hasta la parte de la peña que le pareció más accesible y comenzó a trepar hasta un respiradero de la montaña descubierto a varios cuerpos de altura. Desde allí, forzando una corroída reja de hierro, entró en el pasadizo de la montaña. El aire

era pesado y mareante, debido a las antorchas. El intruso ascendió por una empinada escalera hasta la explanada superior de la fortaleza, la morada del Viejo de la Montaña. Había dos centinelas, sentados a la puerta del aposento, uno de ellos dormitaba en el regazo del otro que, con la espalda en el muro, contemplaba medio adormecido las estrellas. No vio llegar la sombra. Un golpe seco en la tráquea y cayó hacia delante. Otro golpe y el que dormía anticipó su entrada en el paraíso de Mahoma. Sven le Berg tomó una daga y forzó la puerta por el lado de las bisagras, que eran de caperuza simple, no las dobles, inventadas por Nicacos de Bizancio. Los hierros estaban bien aceitados, no produjeron sonido alguno al deslizarse. Como una sombra, Sven le Berg saltó al interior del aposento. Esperaba encontrarse al Viejo de la Montaña durmiendo sobre el cofre, pero el aposento estaba vacío. No hubiera vacilado en estrangular al representante del mártir Alí, pero el Viejo de la Montaña se había levantado a defecar, dado que prefería obrar de noche, cuando sus servidores dormían. Como estaba algo estreñido tardó en subir de la camareta baja donde tenía el agujero sobre el pozo negro. Sven le Berg, después de palpar la esterilla y cerciorarse de que todavía estaba caliente, se apresuró. Descubrió los dos cerrojos guarnecidos de candados y arrimando los labios hasta percibir el acre sabor del óxido y del aceite rancio musitó el sortilegio que le había enseñado, en otro tiempo, el mago Asmodeo: -Sverw oei ki wyw nsd wuwesa. Un chasquido suave acompañó la apertura simultánea de los dos candados. El mercenario pasó los dedos bajo el batiente y levantó la pesada puerta. Debajo había una especie de alacena polvorienta que guardaba varios libros antiguos, desencuadernados, escritos en unas letras indescifrables, ni islámicas ni cristianas, un odre lleno de ceniza, una vara de medir y un puñado de baratijas de poco valor, entre las que sólo le llamó la atención un medallón de bronce con una extraña piedra del tamaño de una bellota engastada en el centro. Tomó el medallón y se lo puso al cuello. «Ahora debo huir», se dijo.

Dejó el arcón cerrado y el tapete encima, tal como lo había encontrado. Salió del aposento y encajó los batientes de la puerta. Tuvo que restregarse los ojos para creer lo que vio afuera.

CAPÍTULO

XII

Desde que entraron en la tierra del Viejo de la Montaña, los viajeros avanzaron por caminos poco transitados, evitando las aldeas, las caravanas y los pastores. Al atardecer del sexto día, el enano Grontal se alejó, como solía, para meditar bajo un pino que destacaba sobre un collado. Al regreso anunció: -El castillo del Viejo de la Montaña está a dos jornadas de camino. Cantacuzanos le dirigió una mirada encendida, pero no dijo nada. Quizá le molestaba que otro miembro de la expedición indagase por su cuenta. El experto en el Viejo de la Montaña era él. -Tendremos que avanzar de noche y ocultarnos de día -determinó Lucas de Tarento. Aquella noche alimentaron con cebada a los caballos para fortalecerlos y los dejaron de careo en un barranco angosto, mientras Pedro el Raposo vigilaba sobre una peña, en previsión de sorpresas. Sonó lejos el grito de la hiena y más cerca el vuelo apagado del búho. Guido cerró los ojos y apretó en la mano una higa de marfil. El alma del que mira los ojos de un búho vaga siete años antes de encontrar consuelo. De noche se encaminaron al castillo en fila india y en silencio. Pedro el Raposo iba delante, a buena distancia, explorando el terreno. Llevaban dos horas de camino cuando volvió con malas noticias: -Sire -le dijo a Lucas de Tarento- hay un puesto de vigilancia en aquellas peñas. -Si vendamos los cascos de los caballos, ¿podremos pasar sin que nos oigan? -inquirió el caballero.

-Lo dudo, sire. Hay un poco de luna y el camino está a la vista. Lucas de Tarento comprendió. Si los descubrían, las atalayas encenderían una luminaria de alarma que trasmitiría la noticia a la siguiente atalaya y ésta a la siguiente, hasta el castillo más próximo. Podían incluso comunicar el número de intrusos cubriendo la luz a intervalos con un escudo. -Si avanzáramos de día, podríamos buscar otra senda -dijo Grontal. Cantacuzanos llevaba todo el día taciturno, a veces retrasándose más de lo prudente con su mansa mula parda. Tosió para aclararse la voz y dijo: -Quizá si me esperáis yo pueda hacer algo por remediar la situación. -¿Vos, eminencia? -se extrañó Lucas. -Con la ayuda de Dios. En los días pasados, Cantacuzanos había meditado largamente sobre su cometido en aquella expedición. ¿Es lícito realizar actos reprobables si el fin perseguido redunda en la mayor gloria de Dios y de su Iglesia? En circunstancias normales quizá la magia, o cierta clase de magia, fuese maldita, pero ¿lo era también fuera del territorio de Cristo, en las tierras de los paganos? Por otra parte, ¿dónde estaba la delgada línea que separaba la magia diabólica de la divina, si las dos procedían de una misma fuente, cuando ángeles y demonios pertenecían al mismo linaje antes de la edad de la Abominación? Cantacuzanos no se caracterizaba por su valor. En los momentos de peligro lo habían visto temblar, aferrarse a su báculo hasta que los nudillos se le ponían blancos. Toda su vida había vivido en monasterios e iglesias, entre libros. Se orientaba mal y no sabía caminar por el campo. Era evidente que estaba ofreciendo su magia, pero ¿cómo se iba a acercar a la atalaya a la distancia suficiente para lanzar un conjuro a los muhaidines que guardaban el paso?

-Id con Dios -dijo Lucas de Tarento. La mirada del clérigo brilló extrañamente. Tenía los ojos orlados de profundas ojeras. Comenzó a caminar apoyado en el báculo y a medida que se alejaba parecía más ligero. Al final, cuando las tinieblas nocturnas se lo tragaron, se movía con gran agilidad. A los dos muhaidines de la atalaya les pareció escuchar un sonido pétreo barranco abajo. Permanecieron un rato en silencio, expectantes, la mano en la yesca de las ahumadas, por si el sonido se confirmaba. Después decidieron que había sido una falsa alarma. Reanudaban la conversación, sobre los goces eternos del Paraíso, cuando un lobo gris enorme apareció al pie de la torrecilla y los contempló un momento con su mirada maligna. Uno de los muhaidines agarró el arco y estaba armándolo con una flecha de hierro cuando el lobo, de un salto portentoso, alcanzó el parapeto y se lanzó directamente sobre su yugular, desgarrándola con los fuertes colmillos. El otro muhaidín, aterrorizado, abandonó la lanza e intentó huir, pero rodó las pinas escaleras de la atalaya y se rompió el cuello contra el último peldaño. Cantacuzanos regresó al campamento cojeando. -Podemos pasar anunció con voz quebrada. Lucas de Tarento lo miró en la oscuridad. No le pareció que estuviera herido. Quizá agotado del esfuerzo. -En marcha -ordenó-. Cuando amanezca habremos atravesado el primer cinturón de atalayas y estaremos dentro del territorio del Viejo de la Montaña. Apenas habían reanudado la marcha cuando Pedro el Raposo cabalgó hasta situarse al lado de su señor y le dijo, sin mirarlo: -Nos siguen, sire. -¿Quién nos sigue? -No sé cuántos son -respondió el escudero-: quizá pocos. Sólo he visto brillar un acero. Están detrás de aquella colina.

-No se lo digas a nadie. Quédate atrás, disimúlate y observa quiénes son. -Oír

es

obedecer.

CAPITULO

XIII

Sven le Berg se quedó inmóvil bajo las pausadas estrellas. Los centinelas habían desaparecido y la plataforma rocosa estaba invadida de zarzas, sin trazas de castillo, sin parapetos ni almenas. Sven le Berg musitó su conjuro contra la brujería, y cerró los ojos un par de veces con la vana esperanza de restituir el mundo que había dejado antes de entrar en el aposento del Viejo de la Montaña, pero seguía sin aparecer. El medallón con la piedra, pensó. Se lo sacó de la cabeza y lo depositó en el suelo. Pronunció nuevamente el conjuro, pero cuando abrió los ojos el resultado era el mismo: el castillo del Viejo de la Montaña había desaparecido. Miró atrás y el aposento cuya puerta había forzado hacía unos instantes tampoco estaba. Solamente la plataforma de piedra con una roca más elevada en la que se apoyaba la tarima de hierro del Viejo. Se asomó al escarpé de la alta roca: abajo, el río que vertía sus aguas en el lago seguía espejeando a la luz de la luna, pero la vegetación no se limitaba a sus riberas: se extendía, pujante, en oscuras masas de árboles, por los cerros y montañas adyacentes donde a la luz del día sólo había visto rocas peladas y barrancos pedregosos. Sven le Berg rescató el medallón de bronce y se lo colocó en el pecho. Después descendió la empinada roca, lo que le llevó algún tiempo pues era difícil encontrar un buen apoyo para el pie entre la maraña de zarzas que crecía por doquier. Cuando le faltaban pocas brazas para llegar a la base escuchó a su caballo piafar alegremente, acercarse y escarbar con el casco potente sobre la tierra negra. No había camino, no había chozas, no había pabellones del amor desde los que los muhaidines pudieran atisbar el paraíso: solamente selva enmarañada, árboles espesos de muchas especies altas y bajas y el profundo olor de la naturaleza muerta bajo sus plantas, generaciones de hojas caídas en otoño y podridas por las lluvias, el humus en el que crecían toda clase de plantas antes de que la del hombre hollara aquellos parajes.

Sven le Berg montó su caballo y se abrió paso entre la maleza. Todas las personas que vio la víspera habían desaparecido. Sin embargo, el mundo era el mismo, aunque poblado de árboles silvestres, entre los que reconoció la higuera a cuya sombra había bebido de la clara fuente y la palmera samani, aunque ahora no era una palmera solitaria, sino una más en medio de un espeso bosque de palmeras. Dedujo que había regresado a la tierra antes de que los hombres llegaran a ella, cuando el bosque primigenio la señoreaba. Comenzó a comprender que el sentimiento de inefable paz que pugnaba por introducirse en su corazón podía provenir de aquella mudanza. Quizá antes de los tiempos de la Abominación no existía el rencor en los sentimientos de los hombres. Pero desde entonces habían ocurrido muchas cosas y él tenía motivos sobrados para cobijar su rencor. El Viejo de la Montaña congregó a los hombres de su guardia. Anduvo entre ellos, les miro los ojos uno a uno sin decir palabra y luego ordenó. -¡Devolvedme los turbantes melados! Era señal de muerte. La guardia personal del Viejo de la Montaña se distinguía por llevar turbantes embadurnados con miel en los que se posaban las moscas que de este modo dejaban en paz al profeta. Eran nueve, escogidos entre los más forzudos y fanáticos después de suavizarles el examen de doctrina. Dejaron, pues, los nueve turbantes ennegrecidos de las moscas sobre el poyo desnudo de la estancia y miraron al Bendito aguardando la orden: -La puerta del Paraíso -dijo el Viejo señalando el podio de piedra por donde la plataforma se asomaba al precipicio. La Puerta del Paraíso, también conocida como «La Madre de las Costaladas», era un despeñadero de treinta brazas o más de caída que terminaba en una roca plana. Sonaron dos trompetas. En las huertas del valle, los trabajadores hicieron un alto en la faena para asistir a la ceremonia, muchos con su punto de envidia: «Ahí van los afortunados que dentro de un momento van a gozar de las huríes y las mesas abastecidas de hidromiel, de carne, de frutas, de almendras garrapiñadas». Los guardias se fueron arrojando al vacío uno detrás de otro, sin titubear. Volaban por el aire como

muñecos, gritando jaculatorias religiosas, y se estrellaban con un sonido apagado, chaf, aumentando el charco de sangre, sesos y entrañas despanzurradas. Si alguno no moría inmediatamente y rebullía, acudía un muhaidin con una maza de pino, de las que se utilizan para clavar los postes campamentales, y lo remataba de un golpe en la sien derecha o en el occipucio, según la postura. El último muhaidín del turbante melado era Mohamed Habibi, el egipcio. Cuando iba a saltar, el Viejo de la Montaña lo detuvo con un gesto y le preguntó: -¿Tú viste el rostro del ladrón, el rubio que nos mandó Saladino? -Lo vi, Bendito. No morirás todavía. Toma las esparteñas coloradas, una talega de higos secos, un puñal bendito y un queso. Busca al rubio en Occidente, en tierra de cristianos. Barrunto que tomará ese camino. Lo matas, te matan y ganas el Paraíso. -¡Oír

es

obedecer!

-grito

Habibi

entusiasmado.

CAPÍTULO

XIV

Pedro el Raposo caminó durante un buen rato a la zaga de los expedicionarios y a la primera ocasión propicia se desvió en una encrucijada y desapareció. Volviendo sobre sus pasos, se emboscó en unas rocas altas que dominaban el sendero y se mantuvo al acecho. Quizá algunos orcos compañeros de los de la patrulla que exterminaron días atrás los estaban siguiendo hasta el lugar apropiado para tenderles una emboscada. Una mariposa blanca, con manchas pardas en las alas, revoloteaba sobre la hierba seca sin encontrar flor alguna. Al rato apareció una figura por el camino: un joven caballero, delgado y alto, que se protegía del sol con un enorme sombrero circular, como los de las segadoras en Auvernia. Cabalgaba sobre un alazán brioso, con la cota detrás de la montura, en su bolsa de cuero, y la espada filosa pendiendo del arzón. ¿Un joven capitán de cruzados? ¿Qué hacía allí, tan lejos de las posiciones cristianas? ¿Y por qué nos seguía? Podía ser un espía a sueldo de los turcos o un agente del Viejo de la Montaña. El camino atravesaba una rambla seca en la que crecían potentes las adelfas con sus flores rojas y blancas. Pedro el Raposo acechó allí al solitario jinete, le salió por la espalda de improviso y tomándolo del cinturón que ceñía su túnica, lo descabalgó. El jinete saltó, casi antes de tocar el suelo, ágil como un gato y en un instante la espada filosa brillaba en su mano enguantada. Pedro el Raposo comprendió que estaba en apuros y empuñó la palanqueta terminada en pata de cabra. ¿Por qué no había atacado el caballero? ¿De haber tajado con la misma celeridad con que empuñó la espada, el escudero estaría ahora muerto? Sin embargo, el caballero, aunque le apuntaba el pecho con su espada persa, no parecía dispuesto a atacarlo. -Pedro el Raposo, andas flojo de reflejos -le reprochó. Entonces reconoció la voz y la sonrisa.

-¡Isbela de Merens! -exclamó bajando la palanqueta- ¿Qué demonios haces aquí? Este lugar es peligroso. Estamos en los dominios del Viejo de la Montaña. Ella se encogió de hombros, volvió a su caballo y envainó nuevamente la espada. -Quiero regresar a Ultramar por vía terrestre. Tengo entendido que os dirigís a Ultramar. Iré con vosotros. -¿Es que no ves los días con sus noches, el sol y las estrellas? replicó el antiguo ladrón-: Vamos hacia oriente, tanto como jamás ha llegado ningún cristiano desde los tiempos de Alejandro. Sé de alguien a quien no le va a gustar verte... -Pues apresurémonos porque el cielo se está encapotando. El Raposo comprobó que unas nubes negras y bajas cubrían el cielo y las cimas de las montañas apenas se distinguían ya. Cerca de ellos estalló un trueno e inmediatamente una centella iluminó el firmamento. -¿Una tormenta aquí, sobre este desierto? -preguntó incrédulo Cantacuzanos. Las primeras gotas gruesas se estrellaron contra los guijarros manchándolos fugazmente antes de evaporarse. Comenzó a llover con tal fuerza que parecía que el cielo había abierto sus esclusas. Olía agradablemente a tierra mojada. Los hombres atrapados en medio del chaparrón abandonaron el camino y se arrimaron al escarpe del cerro donde un saledizo rocoso brindaba protección. Furiosos relámpagos iluminaban el cielo en rápida sucesión, como culebrillas de luz. Las chispas, al caer, crujían a pocos estados del suelo como si un cuerpo extraño las contuviera, a veces saltando vivas llamas que enseguida apagaba el aguacero. Cantacuzanos, aferrado a su bordón, ceñudo, intentaba comprender. Rebuscaba casos en su memoria. Finalmente exhaló un suspiro y dijo como para sí:

-La confusión de los tiempos. Alguien ha activado el conjuro de la Sulamita. -¿El Conjuro de la Sulamita? -gritó Lucas de Tarento dominando el fragor de la tormenta y del aguacero- ¿De qué hablas, hombre de Dios? Quieres decir que esta tormenta la provoca un hechizo. El conjuro de la Sulamita. El Viejo de la Montaña posee una de las doce piedras dragontías, la que perteneció a la Sulamita, engastada en un medallón de bronce forjado por los antiguos demonios que Salomón sometió con el poder de Dios. Se llama «de la Sulamita» en memoria de una sacerdotisa de los cultos infernales que, a causa de esa piedra, reveló sus secretos al rey sabio. Cuando alguien la maneja inadecuadamente, la piedra produce extraños conjuros y eso se manifiesta en la confusión de los lugares, diluvia sobre el desierto y el sol abrasador agosta los bosques y derrite las nieves de las regiones septentrionales. Nunca supuse que lo vería. En ésta y otras conversaciones gastaron el día mientras avanzaban penosamente por el desierto de riscos y zarzales secos. Por la noche descansaron en una cueva con trazas de aprisco, cerca de un manantial de aguas salobres. Pedro el Raposo ballesteó un hermoso conejo que asaron en una candelilla. A la mañana siguiente vieron venir de lejos a unos mercaderes sirios con camellos cargados de fardos y esclavos armados. El Viejo de la Montaña permitía que algunos mercaderes cruzaran sus valles a cambio de un veinte por ciento de las ganancias. De este modo se aseguraba el suministro de ciertos productos de los que sus dominios carecían y, al mismo tiempo, vendía sus excedentes de queso y dátiles. Lucas de Tarento salió al encuentro de los mercaderes haciéndose pasar por un caballero extraviado. -Esta tierra es peligrosa, hermano. -Ya he notado que es algo inhóspita. El mercader sacudió la cabeza. No me has entendido. Son dominios del Viejo de la Montaña, al que le molestan las visitas. Si no tienes buenos presentes con los que agasajarlo, te aconsejo que vuelvas sobre tus pasos. Además, en estos días los cristianos no sois especialmente bienvenidos allá: un

renegado a sueldo de Saladino le ha birlado una joya que tenía en mucho aprecio: la piedra Fogosa. -¿Un renegado de Saladino? -Sí, un cristiano rubio que se presentó con un pez de cobre que el Bendito le había enviado a Saladino. Le ha robado el talismán y están rodando muchas cabezas, angelitos al cielo. Por lo pronto a los melados de la guardia les ordenó que se despeñaran hace cuatro días -hizo el signo de la reverencia llevándose la mano al corazón y a la boca-. Derechos al Paraíso: a estas horas ya estarán escocidos en sus partes de refocilarse con las huríes. Lucas de Tarento no sabía como interpretar las palabras del mercader, si se trataba de un cínico o de un creyente. Se despidió: -A la paz de Dios. -Que Alá vaya contigo. Antes de regresar a la cueva, aguardó a que los mercaderes abrevaran a sus camellos en la fuentecilla y desaparecieran. -Cambio de planes -informó-. Un guerrero rubio se nos ha adelantado y le ha robado la piedra Fogosa al Viejo de la Montaña. Cantacuzanos palideció. -¿Es eso cierto? -Eso cuentan los mercaderes. -El que ha robado la piedra ¿para quién trabaja? -No se sabe. Cantacuzanos meditó un momento. -Los

que

lo

pueden

descifrar

están

en

Constantinopla.

CAPÍTULO

XV

Los viajeros llegaron sin más incidencias al bullicioso puerto de Alejandreta, salida natural al mar de Antioquía, frente a las costas de la Pequeña Armenia, donde confluyen las caravanas que remontan el Tigris y el Éufrates por la región de Edesa. Se alojaron en El Sueño sin Sobresaltos, una de las numerosas fondas del lugar. Lucas de Tarento asentó el pasaje del grupo en una nave carguera, La Golondrina Risueña, que zarpaba para Constantinopla, sin escalas intermedias, cinco días después. Los viajeros aprovecharon este breve asueto para solazarse en las viñas y las huertas que rodeaban la ciudad. Era el tiempo de las ciruelas ambarinas, con su gotita de jugo irisado en la tersa piel. Guido de St. Bertevin no perdía ocasión de escoger las más maduras para Isbela. Los primeros días, la muchacha, que había vivido en un castillo apartado y estaba poco acostumbrada a cortesanías, se avergonzaba un poco, pero luego fue entendiendo el ritual cortés y hasta sonreía tímidamente al aceptar el obsequio. La actitud del clérigo Cantacuzanos era totalmente distinta: fingía ignorar a la muchacha y cuando le dirigía la palabra, evitaba mirarla y mantenía los ojos fijos en el suelo. El día del embarque en La Golondrina Risueña, Guido se asombró al comprobar que el barco con nombre del avecilla inquieta era una especie de enorme barril flotante. En la cubierta, más alta que el campanario de una iglesia, una chusma de marineros medio desnudos, con taparrabos que apenas les cubrían las vergüenzas, se agolparon en la borda para observar a la doncella Isbela y se daban con el codo e intercambiaban comentarios probablemente salaces que encendieron la cólera de Guido. Lucas de Tarento notó los nudillos pálidos del aspirante a caballero, el puño apretado sobre el pomo de su espada. -Las saetas lejanas no hieren -le dijo familiarmente-. Esos pobres desgraciados son como perros hambrientos. Un caballero no debe tomarlos en cuenta.

Guido se avergonzó de revelar tan claramente sus emociones. -¿Vamos a embarcar en este tonel? -preguntó por cambiar de tema. -En efecto -respondió el caballero, y contempló la nave como si se enorgulleciera de ella-. Es el primer barco que sale para Constantinopla sin demorarse en enfadosas escalas. Llegaremos antes a nuestro destino y quizá pasemos desapercibidos. -Echó una ojeada a los curiosos congregados en el muelle-. Aunque de esto último no estoy tan seguro. La Golondrina Risueña pertenecía al mercader Antos Laporos, que suministraba aceites de los olivares de Siria y sal de las canteras de Lixos a las despensas y a los baños de Bizancio. Cuando los estibadores acabaron de llenar la bodega de vasijas y fardos, el asentador indicó que embarcaran los caballos. El alguacil del puerto, un gordo con la calva cubierta por un gorro colorado, símbolo de la autoridad del visir, tocó su corneta para anunciar que salía nave gorda. Los marineros se afanaron con los cabos, desatracaron, treparon a las jarcias, largaron medio trapo y una suave brisa hinchó el velamen permitiendo que la pesada nave abandonara la bahía y saliera a mar abierto. La travesía duraba dos semanas con vientos favorables. Los pasajeros no tenían gran cosa que hacer aparte de acodarse en la cubierta a contemplar la costa de Cilicia, como una continuada cinta verdigrís a la derecha, el terroncito pardo de Chipre a la izquierda, los lomos centelleantes de los delfines y las bandadas de gaviotas que seguían el rastro de espuma esperando a que el cocinero vaciase la basura en el mar. Aquella calma era propicia para que se fueran anudando amistades. El enano Grontal conversaba a menudo con Pedro el Raposo, cuyas historias de lances amorosos y reyertas tabernarias le hacían olvidar su pánico al mar. Grontal era el único que no se asomaba a ver la inmensidad azul. Permanecía de espaldas y si alguna vez giraba la cabeza era para comprobar si la costa seguía a sotavento como decían los marineros. Lucas de Tarento, por su parte, conversaba a ratos con Cantacuzanos. Aunque el clérigo no era muy comunicativo logró que le explicara en qué consistían los misterios del Shem Shemaforash o Nombre Inefable contenido en

la Mesa de Salomón cuya búsqueda les encomendaban el Papa y los príncipes de la Cristiandad. Los cabalistas habían desarrollado ciencias que recogían en libros misteriosos, la Ghemara, la Mishna, el Misdrashin, la Gematría, el Notricón y la Temurah, «caminos celestes para cabalgar sobre la luz del Conocimiento», en palabras del griego, para lo que había que estudiar largos años en academias místicas, quemándose los ojos sobre antiguas escrituras expresadas en alfabetos místicos, Atbash, Albam, Atbach, Tashrak, Aiarbechar... Una de estas academias estaba en la judería de Constantinopla, por concesión especial del primer emperador Ángelo, al rabino Moshé ben Abra que había curado a su hijo de una alferecía. Después de la desaparición de varios cabalistas, que profundizaron tanto en el conocimiento que no volvieron a aparecer, la academia había decaído. Cantacuzanos había estudiado cábala con el último gran rabino, por concesión especial al anterior patriarca de Constantinopla, Teodoro Akrites. En la promoción del clérigo había algunos extranjeros, magos persas, eruditos alejandrinos, incluso un gallego llamado Cunqueiro, que volaba con la ayuda de un anillo y evocaba a voluntad a Alejandro y a las damas de antaño. -Un concertador de espíritus- supuso Lucas de Tarento. -Espíritus no, Cunqueiro los traía en carne y hueso, y era de ver la presencia marcial de Alejandro que olía a sudor dulce de caballo y de hombre. Cada aparición trae aparejado su perfume. Las damas de antaño, por ejemplo, huelen a violetas o a rosas marchitas: Elena de Troya cuando sedujo a Paris, en una camareta de palacio, Esther, la judía, cuando salía del baño con la boca fresca y la mirada honda de las mujeres de su raza. Lucas y Jorge, el guerrero y el clérigo, conversaban hasta que lucían las estrellas en la negra noche -la estela de la nave semejaba un reguero de plata- y el cocinero llamaba a la cena. Una noche Lucas de Tarento cenó distraídamente. Mientras en su entorno se avivaban las conversaciones, él tenía la mente en otra cosa. Jorge le había confirmado que en las combinaciones del Nombre que Dios reveló a Salomón, el mago puede crear vida, germinar una flor, cubrir un huerto de rocío o hacer que el conejo salte de la boca de la madriguera abandonada, en la que hace mucho tiempo que no hay conejos.

-Es una embriaguez de poder que no todo el mundo resiste -le había dicho Cantacuzanos-. Por eso es tan fácil caer del lado de la Abominación. Lucas de Tarento intuyó el abismo al que se abrían sus ojos. Ahora el Papa y los reyes habían depositado sobre sus hombros el pesado fardo de aquella misión: atravesar las Siete Puertas, encontrar aquel tesoro que salvaguardaría los Santos Lugares para siempre. Se sentía un débil mortal, más confuso que nunca, en medio del mar, en compañía de un puñado de guerreros que lo esperaban todo de él. Al sexto día, costeando frente a Éfeso, ya pasadas Rodas y Creta, avistaron una gran vela triangular que los venía siguiendo. Antos Laporos, el armador y capitán de la nave, hizo visera con la mano y declaró: -Es la capitana del corsario Muley Osmán. La conozco bien porque la pintó de rojo para emular El Bucentauro, la gran galeaza de la señoría veneciana. -¿Piratas tan al norte? -se extrañó Lucas de Tarento. -Sí, sire. Desgraciadamente este mar está infestado de ellos, porque en las islas griegas hay una infinidad de calas y ensenadas que les ofrecen cobijo, pero no tenemos nada que temer. Yo pago un impuesto a Osmán y en cuanto se percaten de que esta nave es La Golondrina Risueña nos dejarán seguir sin molestarnos. Lucas de Tarento no estaba tan seguro. Como guerrero experto estaba habituado a considerar el peligro potencial de cualquier situación anómala. Instintivamente buscó a Isbela con la mirada. La muchacha se había escapado de Muley Osmán, que pretendía convertirla en su esposa. ¿Era una simple coincidencia que ahora se toparan con su galera de guerra en medio del mar? ¿Buscaba Osmán a la muchacha? ¿Hasta qué punto podía confiar en Antos Laporos? ¿No habría avisado él mismo al pirata para que abordara su nave y recuperara a la fugitiva? Lucas de Tarento no tenía ningún motivo para confiar en Laporos, más bien todo lo contrario. Un comerciante sirio vendería a su madre. Para el sirio no habría

mejor recompensa que un salvoconducto del corsario para sus naves aceiteras. Mientras el caballero Lucas sopesaba estas sospechas, la galera pirata acortaba distancias y sus marineros, agolpados en el pasillo de abordaje, hacían señales al pesado transporte para que sé detuviera. El mercader se alarmó: -No lo entiendo. Están viendo el delfín amarillo que pende del mástil. Saben que este navío pertenece a Antón Laporos, que goza de garantía. -Es posible que no busquen tu carga, sino a tus pasajeros -musitó Lucas. Los navíos estaban ya a menos de cuarenta brazas de distancia. En la galera, el comando de abordaje, armado con machetes, hachas y garfios encordados, mostraba claramente sus intenciones hostiles. -¡Ay, señor, que tendremos que detenernos! -gimió Liporos-. Con esta gente no valen parlamentos. Nos van a abordar. Quizá me quieran aumentar la cuota, o quizá mi agente en Haifa se ha retrasado en el pago del impuesto. -Fuerza las velas y continúa tu camino -1e ordenó secamente Lucas de Tarento. -¡Sire -suplicó-, son gente de guerra y su galera nos va a interceptar de un momento a otro! Mejor será bajar la vela y aguardar a ver lo que quieren. Debe de tratarse de un malentendido. Lucas de Tarento le dirigió una mirada iracunda. -¿Olvidas que nosotros también somos gente de guerra? -Se dirigió a su escudero y ordenó-: Pedro, tráeme el camisote y la espada. Que todos estén prevenidos. -¡Oír es obedecer! -respondió el Raposo y desapareció por la escotilla de la bodega.

-¡Habrá muertos, señor! -auguró el capitán, temblando de miedo. -Tú y tus hombres podéis refugiaros bajo cubierta. Nosotros nos entenderemos con los piratas. Llegó Pedro el Raposo con la malla de acero y ayudó a su señor a vestirla. Los otros se armaron igualmente y se dispusieron para el combate. La galera había acortado distancias. Estaba ya tan cerca que se distinguían los rostros torvos de sus tripulantes. Dos docenas de piratas se agolpaban en la proa enarbolando armas y profiriendo aullidos intimidatorios. El tambor del cómitre sonaba en la cubierta baja como un corazón desbocado. -Los remeros no podrán mantener ese ritmo extenuante -Observó Pedro el Raposo que se había puesto su perpunte y empuñaba la palanqueta en forma de pata de cabra que abría todo lo que tocaba, cráneos incluidos. -No lo van a necesitar -comentó Lucas-. Dentro de un momento nos cortarán el paso y nos lanzarán sus garfios de abordaje. Muley Osmán, un moro gordo tocado con un turbante de seda azul, daba órdenes desde un sillón recubierto de almohadones, bajo el palanquín de la toldilla de popa. Cuando no hablaba con sus oficiales se llevaba a la nariz un pañuelo empapado en perfume para neutralizar la peste a orines y sudor rancio que ascendía de la cubierta de remeros. El capitán de la galera corsaria, un hombre membrudo y moreno, se subió al espolón de su nave para que Muley Osmán viera que arrostraba cualquier peligro en su servicio. Como apenas le quedaba espacio para los pies tenía que agarrarse con una mano al cordaje mientras hacía bocina con la otra: -¡Ah de la carraca! -gritó en griego marítimo, el dialecto común en el mediterráneo oriental-. Lleváis a bordo a una esclava fugitiva de mi señor Muley Osmán, una franca rubia que se llama Isbela. Dádnosla y no os pasará nada.

-¡La llevamos! -le confirmó Lucas de Tarento-, pero no es una esclava. Es una señora y va a reunirse con su familia en Ultramar. -Entregadla de todos modos. A mi señor Muley Osmán no le importa que ya no sea virgen, como cuando él la compró, dado que es un hombre clemente que sabe acomodarse a los reveses de la fortuna, pero no quiere más dilaciones ni resistencias. Restituidla y salvaréis la vida. -¿Qué vida? ¿La vuestra? -gritó farruco Guido de St. Bertevin. -¡Ya estamos con la retórica alejandrina! -masculló el moro para sí-. ¡Me cago en el niñato! ¿Qué vida va a ser mocoso? -gritó-: ¡La tuya y la de tus compañeros! ¿No ves que os superamos en número y que somos gente de guerra? -¡Si sois gente de guerra, a mí me la chupáis! -replicó el muchacho fuera de sí. Llevaba varios días soportando las miradas lascivas que la marinería dirigía a Isbela y le hervía la sangre con facilidad. Lucas de Tarento le hizo con la mano una señal conciliadora para que se calmara. Después se volvió a la galera roja: -No hay trato -gritó haciendo bocina con las manos-. Nosotros también somos gente de guerra. Será mejor que cada cual siga su camino y que haya paz, que luego pasa lo que pasa. -¡Entregadnos a la muchacha y no os ocurrirá nada! -intervino el propio Muley Osmán con ayuda de una gran bocina de plata-. De lo contrario, habrá lucha y el que no muera acabará de esclavo en Alejandría. Yo mismo me ocuparé de que se venda a un bujarrón que le arregle el pretérito. -¿Qué es pretérito? -le preguntó Guido de San Bertevin a su mentor, el caballero Lucas. -Se refiere a lo de atrás, en este caso al culo. -¿Al culo? -exclamó el doncel comprendiendo el alcance de la alusión-. ¡Pretérito el de tu madre! -gritó al del turbante de seda ¡Venid a buscar a la muchacha si tenéis cojones!

Siguió el intercambio de insultos que, en los preliminares del enfrentamiento requiere la batalla por norma bizantina en la que está permitido cagarse en los muertos del adversario hasta la tercera generación y no más, a fin de evitar que el insulto afecte a gente ajena al caso. Mientras los adalides verbalizaban, procurando originalidad en la adjetivación, el resto aprestaba sus armas y se colocaba en sus puestos de combate. -¡Malhaya el momento en que aceptamos a esa mujer! -se lamentaba Cantacuzanos. Se había parapetado detrás de unos cestos de mercancías y asistía a la escena temblando como un azogado, la mano aferrada a una bolsita de reliquias santas-. ¿Queréis que, por haceros los gallos, peligre una sagrada misión bendecida por el Papa y auspiciada por los reyes de Francia y de Inglaterra? Lucas de Tarento iba a replicar algo cuando Muley Osmán levantó la mano y la abatió bruscamente, la señal de que la batalla comenzaba. Dos de sus arqueros, que se habían encaramado en la plataforma del mástil, lanzaron sendas saetas de desafío, empeñoladas de rojo, que se clavaron temblando sobre la cubierta del carguero. -¡No hay trato! -gritó Lucas de Tarento. En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, los marineros de La Golondrina Risueña, que hasta entonces habían asistido interesados a las preliminares del combate, corrieron a refugiarse en la caseta de popa. Cantacuzanos, después de una vacilación, asomó una mano fuera de su refugio y bendijo atropelladamente la batalla que se aparejaba impetrando el auxilio divino. Isbela no parecía asustada. Había asistido a las maniobras de aproximación de la galera con más curiosidad que miedo y no se movía de la cubierta. Media docena de flechas se clavó en la obra muerta de la nave. Pedro el Raposo acabó de armar su ballesta y apuntó cuidadosamente al capitán de la galera. Éste lo advirtió a tiempo y saltó al resguardo de una mampara. El virote de hierro se clavó temblando en el mascarón de proa que representaba a la dama de

los vientos, con su clámide hinchada por el aire y sus pechos generosos apuntando a las olas. La galera se había adelantado y ahora cerraba sobre el camino de la nao. Los piratas delanteros volteaban lentamente los garfios pendientes de sogas, prestos a lanzarlos sobre la borda de La Golondrina. Entre los hombres del comando de abordaje figuraba Mohamed Habibi, el egipcio errante, ahora muhaidín del Viejo de la Montaña. Se había enrolado en el puerto de Antioquía cuando supo que salían en persecución de los enviados del rey Ricardo, con la esperanza de encontrar una pista que lo condujera al caballero rubio que robó la piedra Fogosa engastada en el medallón de la Sulamita. Mohamed Habibi no era un guerrero, pero estaba dispuesto a morir como si lo fuera con tal de alcanzar el paraíso poblado de huríes de pechos voluminosos, grávidos, de tacto suave y el pezón rugosillo y duro que se hincha y se pone del tamaño de una bellota al estímulo de unos dedos expertos o de una lengua acariciadora. Tomó un sable de asalto, probó la viveza del filo en una soga (que inutilizó) y se situó, lo más castrense que pudo, sobre la tarima de asalto, en el poco espacio que dejaban libre los lanzadores de garfios de abordaje. Al moverse se lastimó la espinilla contra un palo que sobresalía entre dos sogas tensas. Miró la causa de su daño. El palo le disputaba el escaso espacio disponible. Sin pensárselo dos veces tiró de él extrayéndolo de entre las cuerdas que lo aprisionaban. Demasiado tarde advirtió que el palo no estaba allí por casualidad. Era el trinquete de la maroma que sostenía el ancla, una pesada rueda de piedra con un agujero en medio que pendía a un costado de la galera. El ancla se zambulló violentamente en el mar, arrastrando su pesado atadero que, al deslizarse por la borda, barrió los pies de media docena de piratas lanzándolos al agua en una confusión de voces y lamentos. Mohamed Habibi se apartó disimuladamente del estropicio. «Otro amo que pierdo», pensó. Y recordó las palabras de su anterior patrón, el cairota: «Habibi, tu problema es que haces las cosas sin pensarlas primero: piensa antes de actuar, que el profeta no quiere bobos irreflexivos en el Paraíso».

El ancla, al precipitarse en el abismo sin encontrar fondo, descendió todo lo que le permitió la maroma hasta que se detuvo en seco con un fuerte tirón que hizo crujir la quilla de la galera. Como consecuencia del brusco frenazo, la nave entera giró sobre el eje tenso del ancla y su popa describió un círculo de abanico para estrellarse contra la sólida quilla del navío aceitero. El golpe quebrantó dos cuadernas, la tablazón cedió y una gran vía de agua invadió la galera. Un clamor de pánico se elevó del banco de los remeros: -¡Nos vamos a pique! La confusión se apoderó del navío. Los piratas abandonaron las armas. Muley Osmán, el capitán y sus oficiales se pusieron a salvo en el esquife, abandonando a sus hombres. La costa no estaba muy distante, pero casi ninguno sabía nadar. Los facinerosos se disputaron media docena de toneles que podían usar como salvavidas. Los remeros encadenados a los bancos tiraban de la cadena con desesperación intentando liberarse de los grilletes antes de que la nave los arrastrara al fondo del mar. Algunos lograron liberarse y atacaron a sus carceleros. La confusión aumentó. -Gracias a san Poseidón, Dios se ha apiadado de nosotros y confunde a esos buitres -dijo Antos Liparos. Lucas de Tarento se giró y lo vio a su lado, la panza cubierta por un gastado perpunte y una espada al cinto tan oxidada que seguramente se necesitaría un forzudo para extraerla de la vaina. -No podía dejaros solos -explicó, con desfachatez, el marino. En el agua, con una algarabía de almadraba, los de la galera se debatían angustiosamente por mantenerse a flote. -¿Auxiliamos a los náufragos? -propuso Isbela. Su sangre elfa la inclinaba a la piedad. -De eso nada -repuso bruscamente Antos Liparos ajustándose el perpunte sobre la barriga-. Que cada cual afronte su destino. ¿No querían matarnos? Pues que se jodan.

La galera volteó y mostró su costado abierto. En la confusión del naufragio, un orco de aspecto brutal que estaba encadenado al banco delantero pugnaba por arrancar los grilletes, con el agua ya por la cintura, al tiempo que profería bestiales alaridos. -Ese titán tiene la cadena más gruesa que los otros -observó Guido-. Va a morir. -Déjalo que muera -dijo el Raposo-. ¿No ves que es un orco? Guido de St. Bertevin contempló la desesperada lucha del orco por liberarse de la prisión. Tiraba con una fuerza descomunal, los músculos de los brazos y los hombros tensos como el parche de un tambor, pero la cadena no cedía. El agua le llegaba ya por el pecho. -Hay una manera de salvarlo -dijo Guido. Pedro el Raposo lo miró con extrañeza. ¿A quién le importa salvar a un orco? De la bolsa de costado del Raposo asomaba el extremo de pata de cabra de su palanqueta. Guido la asió y, antes de que nadie pudiera evitarlo, se lanzó al agua. Media docena de brazadas vigorosas lo acercaron a la proa de la galera que se había alzado completamente vertical, a punto de desaparecer bajo las aguas. El orco seguía aullando con el agua al cuello. -Intentaré salvarte -le gritó el muchacho-. ¿Me entiendes? El orco le devolvió una mirada de inmenso agradecimiento y asintió vigorosamente con la cabeza. Guido de St. Bertevin buceó con una mano en la cadena de gruesos eslabones hasta que localizó el encastre, una anilla de hierro que los tirones del orco habían deformado, pero que estaba lejos de ceder. Introdujo en ella el extremo de la palanqueta y tiró con fuerza. Brilló la palanqueta con su luz azulada y la argolla cedió fácilmente. El orco liberado asió a su salvador y tiró de él con su fuerza descomunal justo en el momento en que la galera se iba a pique con su espolón apuntando al cielo. Se aferraron a uno de los cabos que les lanzaban desde La Golondrina Risueña.

-Este jovenzuelo descerebrado ha salvado a un orco -se quejó Liparos-. No sé para qué, porque ahora tendremos que matarlo. -Si se muestra pacífico, dejaremos que viva -repuso secamente Lucas de Tarento. -¡No admitiré a una de esas bestias a bordo de mi barco! -Te pagaremos dos pasajes suplementarios y lo admitirás -advirtió el caballero-. El muchacho no ha hecho más que aplicar las leyes de la caballería cristiana. Antos Liparos se alejó rezongando. Desde la escotilla de carga le gritó a sus hombres, escondidos en las profundidades de la bodega. -¡A ver, gallinas a cubierta, que la galera se ha hundido y el peligro ha pasado! Volved como relámpagos, porque al último que suba le corto los huevos. Los marineros subieron en tropel y cada cual se dirigió a su puesto, unos a la vela y otros al cordaje. -¡Todo el trapo -gritaba Liparos-, que el culo nos arde! Ayudaron a subir a bordo a Guido y al orco. El orco se lanzó a los pies del muchacho y se los besó llorando. -Gorgo debe tú la vida -dijo en el torpe dialecto marino, híbrido de sintaxis genovesa y palabras griegas. -Pórtate bien y te dejaremos en Constantinopla -le dijo Lucas de Tarento. Recordaba haber visto orcos al servicio de los asentadores del puerto, empleados en la descarga de los navíos. -Gorgo vende a sí para tú, joven nadador, gana recompensa -dijo el orco. -¡Hombre, por lo menos tiene buena voluntad! -bromeó el Raposo-. Recuerda que lo has liberado gracias a mi palanqueta y que me corresponde un porcentaje.

Impulsada por una brisa favorable, la vela mayor henchida, La Golondrina Risueña se alejó del lugar del naufragio dejando atrás un rastro de tablas flotantes y lamentos de los náufragos que intentaban mantenerse a flote.

CAPÍTULO

XVI

En los tres días siguientes no ocurrió ningún suceso digno de mención. La Golondrina Risueña navegaba con viento favorable a lo largo de las costas de Asia Menor, dejando atrás Éfeso, Kíos, Esmirna y Lesbos. A veces se cruzaba con otros mercantes venecianos, genoveses o bizantinos que regresaban de Constantinopla e intercambiaban saludos con la mano, o con el gallardete de señales. Guido de St. Bertevin vigilaba los paseos de Isbela por cubierta a la caída de la tarde, cuando el sol atemperaba sus rigores y la fresca brisa marina perfumada de yodo acariciaba las olas. El resto del tiempo, mientras la muchacha permanecía en la camareta, bajo cubierta, el aspirante a caballero recibía lecciones de Lucas de Tarento sobre estrategias y tácticas. El antiguo templario era muy versado tanto en la milicia bizantina como en la islámica, así como en las maneras de combatir de los orcos, de los búlgaros, de los mirdontes y de los pueblos bárbaros de los confines de Asia. También le preguntaba al caballero sobre cuestiones políticas como la enemistad entre el patriarca de Constantinopla y el papa de Roma. -Hace veinte generaciones, el Imperio Romano abarcaba el mundo y brillaba como una estrella sobre las demás naciones -explicaba el caballero-, pero después llegaron emperadores borrachos y vagos que confiaron el ejército a los jefes bárbaros. Con eso y con la excesiva afición a los banquetes, a las músicas y a la jodienda, las virtudes romanas decayeron, la caballería se extingúió, la artesanía y el comercio se arruinaron, la policía se esfumó, las leyes se despreciaron, cundió la inseguridad y el imperio se escindió en dos bloques, el de Occidente, con capital en Roma y el de Oriente, con capital en Constantinopla, cada cual con su emperador. Luego el de Occidente cayó en manos de los bárbaros y del Papa de Roma, mientras que el imperio oriental, el de Constantinopla, obedecía a su propio Papa, que aquí llaman el patriarca. Hubo un patriarca, un tal Focio, rebelde a Roma que acusó de herejía al Papa porque admite que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. -¿Y de dónde procede? -preguntó el joven Guido.

-Yo no me meto en teologías -dijo Lucas-, pero, según los bizantinos procede solamente del Padre. Nosotros pertenecemos a Roma y debemos aceptar y defender sus doctrinas a puño cerrado aunque, si el Papa está en buenos términos con el patriarca de Constantinopla, nosotros también. Al quinto día, a la caída de la tarde, La Golondrina pasó frente al castillo de las Palomas, la aduana del mar de Mármara, que al identificar la nave izó una bandera amarilla autorizando el paso. ¡Mármara! ¡Las aguas verdes colmadas de secretos que surcaron los héroes troyanos! Cantacuzanos, con lágrimas en los ojos, contemplaba paisajes familiares que creía alejados para siempre tras la disensión teológica que lo desterró de la corte bizantina y lo obligó a exiliarse en los dominios papales. Ahora, el Papa y el nuevo patriarca de Constantinopla habían hecho las paces y él podía regresar a Constantinopla sin daño de su persona, con credenciales romanas. -¡Ay, Constantinopla, centro del mundo! Qué cara vienes a mis ojos cuando ya no te esperaba ver -suspiró sobre la borda hablando con las olas. El caballero Lucas se acodó a su lado. -Yo surqué una vez este mar, cuando era más joven y todavía albergaba ilusiones en mi corazón -dijo mirando las oscuras ondas. -Es difícil no pasar por aquí -dijo Cantacuzanos con orgullo bizantino-: aquí se juntan y anudan los caminos del mundo. Una ruta asciende por los Balcanes y los ríos de Tracia y Macedonia al valle del Danubio; la vía Ignacia atraviesa de Dirraquio a Constantinopla uniendo el Adriático y el Bósforo, otras van a los puertos de Crimea, a los ríos Dnieper y Don, otras a la Cólquida y a Trebisonda. Constantinopla es, salvando Jerusalén, el ombligo del mundo. Cayó la noche y La Golondrina Risueña se deslizó lentamente por el mar interior, con las luces movientes de las embarcaciones que surcaban sus aguas en todas direcciones y las luces fijas de las aldeítas de pescadores, fincas y casas de recreo de la costa, que

parecían casi al alcance de la mano. Al amanecer, un marinero encaramado en la alta gavia gritó: -¡Brilla Santa Sofía! Era la manera Constantinopla.

bizantina

de

anunciar

que

habían

avistado

Al clamor de los marineros, que prorrumpían en alaridos de gozo a la vista del puerto e intercambiaban pullas y desafíos anticipando placeres, los viajeros salieron de su toldilla y contemplaron, a lo lejos, la enorme cúpula dorada de Santa Sofía. Refulgía al sol como una joya, un hemisferio de oro que colgara de una cadena invisible de lo más alto del cielo. Contemplaban la costa desde una y otra borda, a barlovento Europa; a sotavento, Asia, una cinta gris en la que se distinguían manchas blancas de algunas residencias campestres, y verdes retazos de arboleda entre las calas rocosas. -Aquel brazo de agua que se Abre al Bósforo es el Cuerno de Oro señaló Antos Liparos-. Lo que queda entre las dos corrientes es Constantinopla, la venerable ciudad, con sus torres y sus palacios, con sus iglesias y sus monasterios, con su circo y su anfiteatro, con sus obras de arte y sus esplendores. El ancho istmo del Cuerno de Oro está defendido por un triple recinto de murallas inexpugnables, las más sólidas e imponentes que se conocen. Y al otro lado del canal del Cuerno, en la costa tracia, se extiende el arrabal de Pera donde está la pujante colonia genovesa con sus factorías, sus almacenes y sus prostíbulos de lujo en los que reina la Perfumada, una belleza armenia que cobra a cien besantes de oro la prestación, aunque en Jueves Santo se lo hace gratis a doce mendigos en conmemoración de las tribulaciones de la Magdalena durante la Pasión del Señor. Cantacuzanos, ignorante del giro que había tomado la conversación, se unió al grupo. -¿Qué me dice de las putas de Pera, santo padre? -preguntó intencionadamente el Raposo-. ¿Siguen practicando el númida como antaño?

Cantacuzanos no entendía de posturas sexuales, pero comprendió el sentido general de la pregunta. -Bueno, sí, tengo entendido que en la costa tracia hay muchos garitos, y las malas mujeres, los adivinadores, y los juglares pululan por sus fondas y sus lupanares. Constantinopla es un puerto de mar, el más potente y visitado del mundo, y es inevitable que padezca estas lacras. El enano Grontal le daba con el codo al semiorco, que no entendía muy bien de qué estaban hablando y se limitaba a reír con su carcajada boba cuando los demás reían. Se cruzaron con un navío de carga veneciano de borda alta, con todo el trapo suelto y la vela henchida, el león dorado flameando en la banderola de popa. Sus marineros acodados en la borda parecían gorriones en el alero de un tejado. Lucas de Tarento recordó una visita a Constantinopla, muchos años atrás, cuando era un joven novicio templario de hábito pardo y barba negra y brillante. Los turcos estaban conquistando las ciudades de Asia Menor después de derrotar al ejército del basileo en Manzikert, pero la ciudad proyectaba todavía su poder y su prestigio como una sombra poderosa que abarcaba el mundo. Él, un muchacho apenas, se sentía tan abrumado por la majestad y la cultura de aquel emporio que no se atrevió a recorrer la ciudad por miedo a encontrar las señales de decadencia que había visto en Roma, el otro imperio cristiano del pasado. Compró una torta de almendra y ajonjolí a un vendedor ambulante del puerto y permaneció en su galera hasta que el capitán regresó y ordenó zarpar. Desde entonces habían ocurrido muchas cosas. Sus compañeros estaban todos muertos, decapitados por los sarracenos en los Cuernos de Hattin, y él había abjurado de sus votos. -La ciudad más rica del mundo -explicaba Antos Laporos-. Más que Roma. La única que desafía a los siglos. El emporio mercantil adónde acuden caravanas y navíos de África, de Europa y de Asia. Aquí se compra y se vende todo. Esclavos, especias, tejidos de oro

y de seda, armas, marfiles, esmaltes, vidrios, tapices, seda cruda, algodón en bruto, azúcar... lo que quieras, hasta leche de hormiga. -Ahora no es sombra de lo que era -comentó Cantacuzanos-. La dinastía macedonia mantuvo los esplendores de Roma y hasta conquistó tierras y gloria en Bulgaria, pero el esplendor y el prestigio de Constantinopla decayeron después con los Commenos y los Ángelos. Últimamente la cosa ha ido de mal en peor con los turcos en las fronteras del este y los bárbaros en las del norte. Antos Liparos convino en que así era. -Pero sigue siendo una ciudad rica, donde el besante de oro circula con prodigalidad -replicó. -La diferencia es que ahora el país se resiente de la anarquía suspiró el clérigo-: el comercio está en manos de los venecianos, de los genoveses y de los pisanos. En medio de tanto desorden, los potentados mandan más que el Isaac II, el basileo, y la amenaza de turcos y búlgaros no decrece.

CAPÍTULO

XVII

Sven le Berg desembarcó en el Puerto Langa, frente a los graneros imperiales y los distritos de Pisa y Amalfi. Cruzó el muelle veneciano con su caballo de reata, entre montones de maderos, mercancías y aparejos que esclavos y orcos llevaban y traían de las naves bajo la atenta mirada de los administradores y de los contadores del fisco. Era la primera vez que el guerrero rubio visitaba Constantinopla y quería salir de ella tan pronto como fuera posible, en el primer barco que zarpara para Venecia. Se hospedó en una fonda del puerto, La Fortuna Relampagueante, un edificio en forma de corral sin ventanas por fuera y con un gran patio cuadrado al que daban los establos y almacenes de la planta baja y la galería corrida de aposentos de la alta. En el centro del patio había un pozo de agua fresca en torno al cual pululaban los aguadores y los vendedores que pregonaban su mercancía y la ofrecían a los huéspedes: sopa de tortuga y pasteles de carne o de miel. Sven ocupó su habitación y se dirigió a los baños que había al fondo del foro de los Sanguinarios. Se desnudó en el vestíbulo, dejó su ropa en una taquilla, al cuidado del portero, atravesó un ancho pasillo donde el agua cubría hasta el tobillo, entró en el caldarium y se sentó en la tercera grada, lejos de los corrillos. Comenzó a sudar. Las gotas le descendían por las mejillas y la nariz. Un hombre alto y nervudo, de penetrante mirada, se sentó a su lado como por azar. Permaneció un rato sumido en sus pensamientos y después le preguntó sin mirarlo: -Esa medalla debe de ser muy antigua -Creo que sí -dijo Sven. -Me interesa. -No está en venta.

-Lo sé. No conoces su valor. Crees que con ella alcanzarás cuanto deseas, pero desconoces el camino que conduce a lo que la medalla promete. -No voy a vendértela. -¿Quién te propuso comprártela? Sólo te estoy ofreciendo ayuda para recorrer el camino. -¿Qué camino? -Quieres ir a Venecia, pero la medalla antes debe ir a otro lugar más cercano. La medalla vale poco sin la piedra y la piedra vale poco sin sus once hermanas, las dragontías. Sven le Berg comprendió que aquel hombre tenía razón. Había estado considerando la posibilidad de aguardar hasta que estuvieran solos y desnucarlo de un puñetazo, pero rechazó la idea. Parecía muy enterado en lo tocante a las piedras dragontías. -¿Quién eres tú? -Me llamo Asmodeo de Sinán y tú te llamas Sven le Berg. -¿Adónde debo ir antes que a Venecia? -A Delfos. Hay varias naves que zarpan mañana para el Pireo, el puerto de Atenas. Desde allí, a cinco días de camino siguiendo el curso del sol por la Hélade hacia Nikópolis encontrarás Delfos. Es un santuario arruinado de los dioses antiguos. -¿Qué debo hacer allí? -Sólo ir. La diosa te indicará lo que debes hacer. -¿Quién eres? ¿Sirves a la Abominación? Asmodeo sonrió tristemente. -Hay cosas que no comprenderías aunque estuviéramos conversando hasta el final de nuestros días. ¿Podrías hacer de mí

un guerrero en dos jornadas? ¿No, verdad? Tampoco yo puedo explicarte los arcanos que no podrías comprender. Cada uno de nosotros necesita del otro para conseguir lo que quiere. -¿Pretendes que comparta mi tesoro contigo, un desconocido, sólo porque sabes cómo me llamo y conoces algunas cosas de mi pasado? -También las sé de tu futuro -dijo el mago-. Por ejemplo ahora intentarás mover tu mano derecha y no podrás. Sven le Berg comprobó que era verdad. -¡Hechizos de mago! Suéltame si no quieres que te estrangule ahora mismo. -¿Con qué manos? -bromeó Asmodeo-. No puedes moverlas, ¿recuerdas? Sven le Berg comprendió que estaba a merced del mago. Sus miembros no lo obedecían. No temas -dijo Asmodeo-. Soy amigo tuyo. Ya sabes: nos veremos en Delfos. El mago se levantó, hizo una leve reverencia, y pasó a la sala contigua. Sven permaneció paralizado por unos instantes. Cuando recobró el dominio de sus brazos se levantó y buscó al mago. Recorrió todas las dependencias de los baños, sin hallarlo. -¿Un armenio alto, con barba recortada? -dijo el bañero-. Ha salido hace un momento. En la calle bullía una multitud abigarrada. El mago se había esfumado.

CAPÍTULO

XVIII

En su palacio de Constantinopla, el cónsul papal había recibido una carta púrpura pontificia en la que el Santo Padre le ordenaba que alojara al caballero Lucas de Tarento y a su séquito, al servicio de los reyes Ricardo y Felipe. Un nuncio del cónsul, con su librea amarilla y blanca con las llaves de san Pedro en la gorra, se abrió camino en los muelles del puerto Contoscalium, abarrotado de una muchedumbre de mercaderes, cambistas, pícaros y porteadores, y condujo a los recién llegados hasta una carroza que aguardaba en la explanada de las tabernas, un armatoste de seis ruedas casi tan grande como una casa, tapizado interiormente con tela púrpura y tirado por seis caballos castrados. La carreta discurrió por amplias avenidas pavimentadas con losas de basalto de las que partían callejones inmundos. La grandeza de Bizancio se manifestaba en sus trescientas sesenta y cinco iglesias, una por cada día del año, y en las impresionantes fachadas de los palacios que rivalizaban en mármoles de colores, galerías, columnatas y esculturas. También en la variedad de las razas y nacionalidades representadas en sus habitantes. -La Babel de la cristiandad -señaló Lucas de Tarento al joven Guido-. Constantinopla es el crisol en el que se mezclan y funden todas las etnias del mundo. Se veían asiáticos de nariz aguileña y cejas espesas, mardaítas de Siria y Líbano, con sus largas camisas terminadas en flecos azules; turcos del Vadar, con sus turbantes cónicos; babilonios de larga cabellera extendida en cascada por la espalda; sirios con chalecos de carnero adornados con volutas de cuero; tracios de espesos bigotes; búlgaros rasurados, con la cara brillante untada con grasa de caballo que a medida que avanza el día apesta; rusos de largos mostachos colgantes, despuntados cuando el sujeto tiene deudas; armenios de nariz ganchuda; valacos llegados del Pindo, con sus tatuajes en el dorso de las manos, por los que se distingue el clan al que pertenecen; eslavos de Tesalónica y de Tesalia, de caras anchas y mirada afable; árabes del Éufrates que palpan con la

mirada los traseros de las paseantes; mujeres de Persia enfundadas en sus largos mantos azules que sólo dejan al descubierto los ojos, negros, de mirada profunda; jázaros y pechenegos; lombardos, genoveses, catalanes, písanos, vestidos cada cual según la moda y costumbre de su nación. Paseando entre ellos, el visitante puede oír, en sólo un día, cuantas lenguas pueblan el orbe. Un experto las distingue de lejos por la gesticulación propia de cada una. Un mundo de colores, de aromas, de sonidos que resume los pueblos del imperio, cada cual con sus costumbres y con sus leyes, aunque todos sometidos a las del basileo. La carreta salió de las avenidas y se internó por calles y barrios secundarios. Las casas de varios pisos con las fachadas enfoscadas y pintadas de vivos colores alternaban con los mármoles y los ladrillos vidriados. A Isbela le encantaron las espesas celosías de madera que guardaban las ventanas de los aposentos femeninos desde los que ojos invisibles observaban la calle. Pasaron por las puertas de bulliciosas tabernas, todas con su sarmiento de vid sobre el dintel y el suelo espolvoreado con serrín ahumado con retama de romero, que perfuma el ambiente y estimula la sed. Pedro el Raposo le daba con el codo al enano Grontal. -Aquí se juntan las cocinas del mundo -decía-. Si es día de mercado y nos dan licencia, hoy almorzaremos bien. Tenía yo ganas de catar el queso de Bitinia, el que se cuaja removiendo en la leche un manojo de cardos carios. El enano Grontal, otras veces tan hablador, no replicaba. En las grandes aglomeraciones humanas añoraba la paz y el silencio de sus bosques. Al fin llegaron a su residencia, el palacio de la Salomera, en el centro del barrio antiguo, no lejos del hipódromo. -¿Es éste el famoso hipódromo? -preguntó Lucas al pasar por el llano invadido de hierbas, entre las que sobresalían bloques de mármol de la espina central, vestigios de la pasada grandeza del edificio.

-Sí -respondió el nuncio-, por fuera parece algo pero por dentro no es nada. Ya apenas se dan carreras, han robado los mármoles y los bronces y los yerbajos invaden las pistas. Pasó el tiempo dorado en que los azules y los verdes dirimían en las carreras el futuro del mundo y enormes fortunas cambiaban de manos. Todo vanidad. Llegaron a una fachada imponente de mármol, con tres grandes ventanales emplomados en el piso superior y abajo con un muro ciego decorado con mosaicos que relataban la vida de Jesús. -Hemos llegado -dijo el nuncio. El cochero, un libio musculoso, descendió del pescante y abrió la puerta con una enorme llave, que después entregó a Lucas de Tarento. -Ésta es vuestra mansión -indicó el nuncio-. No tiene muchos muebles porque está deshabitada, pero es tranquila. Os sentiréis cómodos. Lucas asintió. Le dio la sensación de que el nuncio no era del todo sincero. Entraron, acomodaron los caballos en los establos y recorrieron el edificio. Algunas estancias, expoliadas de sus ricos revestimientos de mármol, mostraban al aire el ladrillo de los muros. A los ventanales que daban al patio les faltaban los vidrios. Los nuevos inquilinos ocuparon varios aposentos de la planta baja, en torno a un patio invadido de yerbajos, con una fuente seca en el centro. En las cocinas encontraron dos enormes mesas de mármol, en las que se podría abrir un ternero, y una chimenea de piedra sostenida por cuatro pilares de granito, como para asar un buey abierto. Todo el utillaje había desaparecido. -No hay ni un mal cucharón -se quejó Pedro el Raposo. -Los venecianos y los genoveses han sacado de Constantinopla barcos enteros de obras de arte y muebles exquisitos -explicó Cantacuzanos en tono indiferente.

Desde la arcada contemplaron el devastado jardín, los arriates secos, la hierba crecida y marchita, los árboles enmarañados por falta de poda, algunos troncos podridos. Al fondo, en una masa verde, crecían potentes los rosales. -Una rara especie que da rosas azules -señaló el clérigo-. La cultivaba la antigua dueña de la casa. Aquella noche, Lucas de Tarento se desveló y salió al jardín. Era a comienzos de verano, había luna llena y el aire se teñía de una pálida luz violeta. Lucas evitó la parte más transitada, que daba a la entrada, donde roncaba fragorosamente el semiorco y paseó en dirección opuesta. Al otro lado del claustro descubrió una puerta baja, una fuerte plancha de acero sin remaches. La empujó. La puerta cedió sin un sonido. Un estrecho y oscuro pasadizo comunicaba con otro patio cuadrangular, quizá el de la casa contigua, en el que el perfume de la dama de noche emanaba de los invisibles parterres y embalsamaba el aire. Al fondo había una desgastada fuente de piedra que representaba la cabeza de un león. El caballero estaba bebiendo del agua silenciosa en el cuenco de la mano cuando percibió una presencia. Se volvió. Había una dama con una fina túnica bordada, ceñida bajo el pecho, a la usanza bizantina, que la cubría del cuello a los pies. Indiferente a la presencia del extraño, la dama cogía rosas azules mientras cantaba una extraña melodía: He tenido muchas formas he sido la hoja de una espada he sido una estrella brillante he sido una gota en el aire he sido una luz en un fanal, he sido una palabra en un libro he sido un puente para pasar Tres veintenas de ríos... Tan dulce era su voz que Lucas de Tarento se quedó extasiado durante un rato, pero después temió que la dama descubriera su presencia y sintiera violada su intimidad. La canción no parecía entonada para combatir la soledad, sino para evocar algo más profundo y quizá doloroso. Pensó que la que la señora se sobresaltaría al descubrir a un intruso.

-Disculpad, señora... -comenzó a excusarse. Ella dejó de cantar, se incorporó lentamente, lo miró a los ojos y le sonrió. Jamás había visto a una mujer tan bella: alta, el cabello largo y rojizo, los ojos melancólicos del color de la miel, la boca fresca, la nariz recta de los griegos antiguos, la barbilla firme, el cuello largo y delicado. La dama sonreía en silencio. Alargó una mano de largos y blancos dedos y le tendió una rosa azul que Lucas aceptó y, con un gesto galante inconsciente, se llevó a los labios. La dama se alejó. No parecía caminar sino que a medida que se retiraba se empequeñecía como en un sueño. Lucas intentaba prolongar el gozo del encuentro: -Señora, no os marchéis todavía... Ella le sonreía, alejándose. El caballero quiso seguirla, pero los pies no lo obedecieron. No marchéis... -Id al hipódromo -dijo ella, sonriendo, antes de desvanecerse en una nube azul tan tenue que sólo era la ilusión que dejaba en el aire la túnica. A la noche siguiente Lucas buscó de nuevo a la dama azul. La encontró cuando los nubarrones oscuros ocultaban la luna junto al estanque central, en el patio en sombras. La dama se descalzó y acercó sus pies al agua fría para sentir el velo helado que ascendía lentamente por su piel. Esas sensaciones la ataban a la tierra, a la vida, a pesar de los siglos y su naturaleza. En realidad no eran las únicas señales. Aspiró la fragancia profunda de la rosa azul que llevaba en la mano, cerró los ojos y algo crepitó en su interior. Trataba de callar las voces de sus íntimos sueños, pero le recordaban el vínculo más fuerte que la unía inexorablemente a lo humano. Un pétalo se desprendió de la rosa y dibujó, antes de posarse, la silueta de un corazón herido del que manaban unas gotas de

sangre que se diluyeron en el agua cristalina. El propio pecho de la dama se tiñó de rojo: la señal. No podía abandonarse a aquella agradable laxitud. Su corazón, como la extraña flor, era ya inalcanzable y estaba ajeno a ese atisbo de amor terrenal. Su presencia tenía sólo un sentido y hacía él se encaminaba su acción. El viento, cómplice con sus pensamientos, le agitó el cabello rojo y la empujó lejos de la orilla. Sólo permaneció su imagen reflejada en el agua, ese rostro que buscaba más allá de su misión el caballero de Tarento. Lucas de Tarento sintió una extraña congoja que no había sentido nunca. No recordó más de lo ocurrido aquella noche. A la mañana siguiente se despertó con la cabeza pesada y, aunque recordaba perfectamente lo ocurrido la víspera, pensó que todo había sido un sueño. Bajó al patio, donde ya Pedro el Raposo y el enano Grontal preparaban unos buñuelos, y se encaminó al pasadizo que comunicaba los dos patios. No lo encontró. El hueco del pasadizo aparecía tapiado con un sólido muro de piedras y lodo que tenía todas las trazas de ser obra antigua. Intentaba comprender lo ocurrido cuando los cocineros llamaron para desayunar. Guido de St. Bertevin, Isbela de Merens y Cantacuzanos se habían acomodado en torno a una de las mesas de mármol de la cocina. El Raposo colocó en el centro una humeante fuente de buñuelos recién fritos. Mientras los jóvenes charlaban animadamente, Lucas guardaba silencio. Después subió a su habitación para vestirse con el manto de ceremonia que le había enviado el mayordomo imperial, pues debía presentar sus respetos al Rey de Reyes. Sobre el hatillo de su equipaje encontró la rosa azul que la misteriosa dama le había entregado unas horas antes. La tomó y aspiró su perfume. Olía como la dama espectral de la víspera.

CAPÍTULO

XIX

Un secretario imperial, con su uniforme rojo con galones dorados y la paloma en el sombrero, aporreó solemnemente la puerta y solicitó acompañar a los huéspedes al palacio de Blanquernas, donde Isaac II el Magnífico, el Providente, el Rey de Reyes, el Dilucidador en persona se dignaría recibirlos. Los viajeros aguardaban ya, vestidos con las galas que les habían prestado del ropero imperial. Una esclava maquilladora se había encerrado en un aposento alto con Isbela de Merens para adobarla a usanza bizantina. -¿Tenéis sangre de los grandes? -le preguntó respetuosamente. -Soy semielfa -respondió la muchacha sin disimular que esta circunstancia la enorgullecía. Mi bisabuela tuvo un sueño junto a la fuente de las Lilas, en Merens de Francia, y a los diez meses dio a luz un bebé dorado. Yo he perdido ya ese lustre de la piel. No lo habéis perdido -dijo la mujer acariciándole el brazo bien torneado-. Sois muy hermosa. Isbela sintió un ligero repeluco. -Pero la hermosura es un don de Dios que tenemos la obligación de conservar e incluso de acrecentar -continuó la esclava-. Dejadme que os ayude. Isbela era una sencilla muchacha de la provincia francesa. Era hermosa, pero ignoraba las artes del maquillaje, aunque más de una vez, en su corta estancia en Tierra Santa, había envidiado a las mujeres que conocían los secretos de la alheña con la que se teñían el pelo y las palmas de las manos, o se tatuaban motivos geométricos en los brazos y, según se decía, en otros lugares más íntimos. Por lo demás nunca se había afeitado el monte de Venus, que tenía poblado de una pelusilla color azafrán.

La esclava la sentó en el banco de piedra de la ventana, donde daba la luz de la creciente mañana, y colocó en su regazo la caja de palosanto con los trebejos de su oficio. Primero le dibujó unos rabitos en el lagrimal, para realzar la belleza de los ojos elfos almendrados, y le oscureció ligeramente el párpado, lo que destacaría el intenso azul con reflejos verdosos de las pupilas elfas. Finalmente le aplicó polvos de talco en la cara y colorete, lo que realzaba su hermosura sin despojarla del todo de su hálito de virginal inocencia. Lo último fue peinarla con un elaborado tocado alto que descubría el alto y fino cuello y las morbideces de la cerviz, con su pelusilla oscura sobre la piel de nácar. El resultado fue magnífico. Cuando Isbela compareció en la sala común, a sus compañeros les costó trabajo reconocerla. -Con razón Muley Osmán no puede olvidarte -le dijo Lucas de Tarento. Cantacuzanos evitó mirarla, fuera por modestia clerical, fuera porque todavía no estaba de acuerdo con que una mujer acompañara a la expedición que buscaba la sagrada reliquia. «Y además -pensó con disgusto-, se nos ha añadido un orco. ¡Ojalá Dios no lo tenga en cuenta! » Aquella beldad descubierta terminó por alborotar el sensible corazón de Guido de St. Bertevin. -Yo también os encuentro a vosotros magníficos -dijo Isbela sonrojándose. Y lo estaban, ataviados con las galas del ropero imperial. El único que conservaba su aspecto acostumbrado era Cantacuzanos, vestido con severa sotana negra y tocado con un bonete que sólo le dejaba al descubierto el rostro con la barba gris limpia y recortada y los ojos oscuros e inquisitivos. Algunos extremos de la indumentaria cortesana no dejaron de sorprender a los viajeros. Ante el emperador de Bizancio se comparece calzado de fino tafilete, casi descalzo, pues en su presencia están prohibidos los tacones, las suelas gruesas, y no digamos los coturnos de corcho. Al parecer este uso se incorporó a la abultada reglamentación de la corte en tiempos de los

Commenos, que era bajitos y usaban calzas y peluca moñeada. La peluca la rechazaron sus sucesores, pero no así los coturnos. Por eso otra manera de referirse a la Majestad imperial es «el coturno dorado». Los viajeros se habían vestido con túnicas de lino crudo a las que estaba permitido añadir las joyas y abalorios que cada cual tuviera. La cabeza había de llevarse descubierta, pero la gorra de terciopelo figuraba en la mano con su tocado más o menos llamativo. Las plumas de ave están prohibidas, pero en su lugar se puede componer un adorno de hojas o flores. En la calle principal, la avenida imperial, los aguardaba una carroza roja de seis ruedas tirada por dos percherones blancos. El secretario se puso al pescante. El cochero, un tracio breve, con las botas altas y tatuajes en el cogote que denotaban su nación, arreó las caballerías. La vieja carroza crujió de sus coyunturas y comenzó a rodar escoltada por cuatro caballeros con la librea del emperador. Por espacio de un kilómetro, o poco más, recorrieron la avenida franqueada de columnas que une el foro de Constantino con el de Teodosio, y siguieron por la avenida de los palacios, a cual más espectacular, todos con galería alta de arcos de formas exquisitas. Cantacuzanos, más locuaz que de costumbre, señalaba las residencias de la nobleza y mencionaba los linajes de cada cual que se remontaban a los tiempos heroicos de Grecia. A partir de la iglesia de san Poliecto la edificación se empobrecía y menudeaban los palacios cerrados, precisados de pintura y con trazas de ruina. -Éstos son los palacios de mercaderes de la ciudad, arruinados por la competencia italiana. Ahora son corrales de vecinos. El cochero torció a la derecha y tomó un camino secundario por donde terminaban las edificaciones y se extendían los campos de cultivo y los pastos. A un lado y a otro se adivinaban ruinas de barrios desaparecidos cuando la ciudad era más grande. Pasaron bajo el gran acueducto de doble arcada que llevaba el agua a la cisterna de Teodosio, en la ciudad vieja, y penetraron en el barrio del monasterio del Cristo Pantocrátor. Mientras los otros estaban pendientes de la calle, de los jardines que asomaban por encima de los muros y de las celosías pobladas

de ojos invisibles, Cantacuzanos y el caballero Lucas conversaban reservadamente, desentendidos del resto. -El emperador es una especie de autómata -explicaba el clérigo-. Cada acto de su vida, incluso los más nimios como sonarse las narices o escupir, está minuciosamente reglamentado por la etiqueta. Es un preso en una cárcel de oro, vanas ceremonias y fiestas religiosas y civiles para cada día del año mientras las fronteras ceden ante los bárbaros como un muro de tierra carcomido por una riada. Todas las mañanas, el emperador recorre las habitaciones de palacio seguido de su corte en solemne procesión, en lugar de sentarse con el senado a discurrir los problemas de las fronteras. Cuanto más débil es Bizancio, más refuerzan ese distanciamiento regio, que en el fondo sólo oculta nuestra debilidad. El ejército está en manos de mercenarios alistados en todos los lugares del mundo; la economía la dirigen los venecianos y las repúblicas italianas. Vivimos en la opulencia, pero llevamos mucho tiempo tapando grietas. Cada vez somos más débiles. Pasaron ante la iglesia de Cristo Pantepoptes y dejaron atrás la cisterna Aspar. Al otro lado de los trigales y de los allozares se veía la línea rojiza de las murallas de Teodosio, el triple recinto de muros inexpugnables que guardaba la ciudad y sus campos. -Son impresionantes -comentó Lucas-. Ni Roma, ni Jerusalén, ni Acre disponen de unas murallas semejantes. -Sin embargo, algún día la ciudad caerá en manos de los bárbaros. ¡Que Dios se apiade de ella! -dijo Cantacuzanos en tono lúgubre mientras se persignaba a la manera griega. Ya no hablaron más hasta que llegaron a la plaza de los Lirios, una amplia explanada intramuros con el suelo de mármol rojo, excepto los caminos de pedernal de los coches y las caballerías herradas. El cochero tiró de las riendas y detuvo el carruaje cerca de la puerta. Al otro lado de la explanada había una muralla guarnecida de altos torreones.

-Blanquernas -anunció el clérigo-. Detrás de esos muros están los palacios del basileo y el santuario de la Virgen. Un funcionario palatino los estaba aguardando. Al otro lado de la muralla reinaba gran animación: guardias vestidos de rojo, carrozas doradas o plateadas y un trajín de servidores y cocheros atendiendo a los caballos de los visitantes. El palacio real tenía dos torres y una fachada triangular en medio. Estaba alicatado de placas de mármol de diversos colores que formaban dibujos geométricos. En el segundo cuerpo había una serie de arcos de dovelas alternantes de mármol rojo y blanco de los que pendían alegres banderas y colchas en torno a un rico tapiz que representaba a la Virgen como trono de majestad. Guido de St. Bertevin, que no había visto jamás tamaña magnificencia, tomó distraídamente la mano de Isbela, pero ella se la soltó al instante y se puso colorada como la grana. El muchacho murmuró una excusa y observó con el rabillo del ojo si alguien lo había advertido. Detrás de él, Pedro el Raposo sonreía. Después de entregar las credenciales, un chambelán bajito y calvo, vestido de rojo, que portaba en la mano un bastón ceremonial más alto que él, los introdujo en un patio interior adornado magníficamente con mármoles de colores que formaban diseños geométricos y mosaicos bajo los antepechos de las ventanas que representaban escenas bíblicas. Seis fornidos negros guardaban la puerta del fondo, que comunicaba con el salón del trono, cada cual con su librea, los nervudos muslos al aire, con el sexo protegido por una coca de bronce en forma de concha marina atada a la cintura con cintas azules. Las damas observaban a los invitados desde las galerías del patio y cuchicheaban entre risitas. Al avispado Cantacuzanos, que en sus tiempos metropolitanos había sido director espiritual de algunas señoras, no se le escapó que sus chácharas versaban principalmente sobre el contenido de las cocas de la guardia negra. Los viajeros llegaron a la sala de las cien columnas o salón del trono, donde se agolpaba un gran gentío. Todos limpios y endomingados, con ropajes de vivos colores, a la moda bizantina, y diversas clases de birretes y tocados. El trono del basileo estaba en el centro, bajo un enorme baldaquino dorado, con adornos rojos,

que cobijaba una alta cúpula revestida de oro. En torno al primer escalón del baldaquino posaban quince varegos de la guardia del basileo, altos como palmeras, rubios y con los ojos azules. El siguiente círculo, a prudente distancia de los varegos, lo constituían los altos dignatarios, dispuestos en el orden que la etiqueta señalaba, los más importantes más cerca del basileo. Cantacuzanos reconoció al logoteta de la Oreja de Oro, la mano derecha del rey de reyes, que controla la policía y los espías, tiene la obligación de enterarse de cuanto sucede en el imperio y fuera de él y recibe a los embajadores; al logoteta del tesoro público, con las insignias de su dignidad al cuello, una cadena y una llave de oro; al logoteta del Dromo, o árbitro de las carreras, que vela por los transportes y el comercio; al logoteta de los rebaños, administrador de la fortuna del basileo, cuya insignia es un esclavo nubio que lleva un carnero en brazos. Los balidos del carnero resonaban poderosos en la sala y de vez en cuando soltaba sobre el pavimento un viaje de cagarrutas indiferente a la solemnidad del acto. Dos esclavos nubios de túnica roja lo seguían, prevenidos con badil de plata y escoba de crin, para retirar los excrementos. El boticario de palacio buscaba un compuesto que estriñera al animal en vísperas de grandes ceremonias, pero aún no lo había hallado. Cantacuzanos reconoció también al Gran Doméstico, capitán general del ejército; al Gran Drongario, ministro de marina; y al enarca, o gobernador de Constantinopla. Más alejados se veían hasta cien ancianos vestidos de blanco, los senadores, cada cual con el pectoral y los collares de sus rangos y las condecoraciones obtenidas en lejanas campañas por tierra y por mar. Algunos más ancianos tenían tantos que apenas podían acarrearlos y se hacían seguir por un esclavo, llamado la sombra, el crisóforos, que llevaba en su mandilón de terciopelo las condecoraciones del amo. Había muchos otros cargos administrativos confundidos entre la nobleza de sangre y la nobleza del dinero: magistrados, patricios, protoespatario, espatarocandidato, espatario, y todos los demás. Guido de Saint Bertevin prestaba poca atención a aquel esplendor. Estaba más pendiente de su amada Isbela y sentía celos de que tantos mancebos de risueño talle y seguramente de mejor linaje que el suyo palparan, con miradas táctiles, las redondeces de su

amada. Algunos incluso alardeaban de secretas potencias llevándose a la nariz unas bolsitas de seda azul con rizomas de nenúfar que llevaban prendidas de un cordón en el pecho. -En Constantinopla el nenúfar es antiafrodisíaco y tranquilizante explicó Cantacuzanos-. Los pisaverdes de la corte lo llevan consigo no porque sean virtuosos, sino para demostrar que están siempre encalabrinados, como caballos de remonta, y que en las ocasiones solemnes tienen que refrenarse echando mano del remedio. En la espera todas las miradas se concentraban en el basileo. Isaac II parecía cansado y enfermo. Era un joven, delgado y pálido, con profundas ojeras y la piel descolorida y amarillenta, como toda persona que va de médicos. La etiqueta de la corte le exigía que permaneciera inmóvil en su asiento de oro y marfil, elevado sobre la sala por nueve peldaños de pórfido, un trono tan espacioso que hubiesen cabido otros dos como él. A Isbela le pareció un joven atractivo y pensó si llevaría una camisa y de qué color debajo de aquel manto de pedrería que pesaba sobre sus hombros, más el añadida de la tiara y de las insignias imperiales. Después de mucho esperar, cuando les llegó el turno, el logoteta de la Oreja de Oro (que, efectivamente tenía la oreja derecha pintada con tintura dorada) condujo a los enviados del papa y del rey Ricardo ante el trono para que se postraran y tocaran el suelo con la frente, tal como exigía la norma. Cantacuzanos, por su condición clerical, estaba exento y sólo tuvo que arrodillarse y besar el Santo Prepucio de Cristo que le presentaba, dentro de un rico relicario, el logoteta de las Santas Reliquias. El Santo Prepucio era un curcuño de carne arrugada y amojamada dentro de una ampolla inserta en un cuadro de oro bellamente cincelado. Una piadosa leyenda sostenía que las dimensiones del cuadro -una cuarta y cuatro dedos de la mano de María de Magdala- eran las de la Sacratísima Erección. Los abades archimandritas estaban obligados a igualarla antes de ordenarse en el cargo porque, como había dicho el santo Focio, la iglesia oriental no quiere eunucos. Delante del trono imperial, a uno y otro lado, había dos leones dorados articulados con ingenioso mecanismo para que rugieran al tiempo que meneaban la melena y la cola. El rugido del león, cuando accionaba un resorte el logoteta de la Oreja de Oro, marcaba inapelablemente el final de una audiencia. Rugieron los

leones, se retiró el representante de los mercaderes del plomo tracios y le llegó el turno a nuestros viajeros que se adelantaron los quince pasos de rigor hasta situarse a siete brazas del primer peldaño dorado. El basileo carraspeó suavemente tres veces, reglamentado, antes de dirigirse a los extranjeros.

como

está

Nuestros hermanos, los reyes Felipe y Ricardo y el santo padre de Roma, nos han pedido que os favorezcamos mientras permanezcáis bajo el sublime techo imperial, lo que haremos con benevolencia y piedad -dijo repitiendo las fórmulas de bienvenida acostumbradas. -Ponemos nuestras manos en las vuestras, dignísimo basileo y Rey de Reyes -respondió en griego Lucas de Tarento sin alzar la mirada. Cantacuzanos notó, con disgusto, que Isaac II sonreía con benevolencia, una licencia que los antiguos emperadores jamás se hubieran permitido. Después de todo, pensó, no me estoy perdiendo tanto con haberme exiliado entre los bárbaros. Después de la formula salutatoria, la etiqueta bizantina imponía que el basileo guardara silencio y cediera la palabra al logoteta de la Oreja de Oro, el cual, adelantándose hasta el primer peldaño, se puso delante del rostro un aro dorado, símbolo de que su boca era ahora la del Ángelo y a través de él preguntó. -Tenemos entendido que peregrináis a Occidente en busca de una sagrada reliquia. ¿Puedo preguntaros de qué reliquia se trata? Ningún lugar de la tierra atesora tantas reliquias, salvados los Santos Lugares, como la sagrada Constantinopla. Quizá los sabios de la ciudad puedan orientaros en vuestra búsqueda. -Señor de las Dos Tierras, el que apacienta los reyes del globo -dijo Lucas de Tarento, mencionando dos de los títulos más recónditos del basileo para que la corte viera que, aunque bárbaro, traía su lección aprendida-, la reliquia sagrada que buscamos no nos ha sido otorgado revelarla. Ni siquiera sabemos de qué se trata, solamente que por voluntad de Dios, si Él quiere, llegados al lugar se nos otorgará para bien de la Cristiandad. Hasta entonces solo

conocemos vagamente el camino y sabemos que hemos de atravesar las Siete Puertas. -¡Las Siete Puertas! -exclamó el del aro dorado-. ¿Por ventura se encuentra alguna en el imperio del Rey de Reyes? -Sí, gran señor, una de ellas, cruzando el istmo de Tarento, en un lugar que llaman Delfos. -Delfos -repitió el logoteta de la Oreja de Oro, esforzándose por disimular sus emociones-. En Delfos sólo hay una aldea miserable cuyos habitantes viven de las cabras y de unas olivas, pocas, aunque, eso sí, nada menos que de la variedad kalamata. El esplendor de los tiempos paganos ya pasó. Sólo quedan columnas abatidas entre las que crecen los jaramagos y las amapolas donde estuvieron los templos de la Abominación. -Allí hemos de buscar nuestra puerta. El logoteta miró al basileo y le mostró las palmas de las manos. Violentaba el protocolo que alguien se resistiera a admitir las razones del Rey de Reyes enunciadas por la boca de oro del logoteta, pero aquellos bárbaros seguramente lo ignoraban. En circunstancias normales el tratamiento debido hubiese sido la decapitación ante la Puerta Regia, pero quizá hubiera resultado un modo demasiado abrupto de corregir la ligereza de un embajador que representaba a los reyes y al papa. El basileo salvó la situación. Alzó su palmeta y dijo: -Sin duda estáis equivocados, pero será mejor que lo comprobéis por vosotros mismos. Mi logoteta del Dromo os facilitará los pasaportes necesarios y viajaréis bajo la protección del Pesebre Porfirogénito mientras os mantengáis en las tierras o en las aguas del imperio. Por lo demás, os daré una carta imperial para mi hermano el Papa. Rugieron los leones mecánicos en señal de que la audiencia había terminado. El introductor de embajadores se adelantó y los invitó a salir, lo que hicieron ordenadamente, sin dar la espalda al Magnífico, hasta que traspasaron el círculo de mármol carmesí que rodeaba el baldaquino, límite de la presencia imperial. En las escuelas de protocolo los embajadores ordinarios

practicaban a este efecto quince pasos hacia delante cuando se marcha hacia el trono y veinte pasos hacia atrás cuando se retira uno del trono con la audiencia acabada.

CAPÍTULO

XX

Mientras los humanos asistían a la audiencia del basileo, que duraba toda la mañana, Grontal, el enano, y Gorgo, el semiorco, se marcharon, cada cual por su lado, a dar una vuelta por la ciudad. El enano se fue derecho al barrio de las putas. Durante la travesía había trabado conversación con un marinero que le elogió mucho La Llave y la Cerradura, un prostíbulo de los muelles italianos, en el Cuerno de Oro, frente a Pera, a la derecha de la cadena que cierra la desembocadura del puerto, donde sería bien recibido. Incluso le auguró que haría negocio, pues algunas damas encopetadas pagaban al rufián mayor para que les facilitara citas con clientes de grueso calibre y, encima de entregárseles y regalarlos, les dejaban generosas propinas. Llegado al prostíbulo, Grontal repasó la pizarra en la que las pupilas anunciaban sus encantos y señalaban la tarifa. Después de examinar todas las anotaciones se decidió por una tal Expira Candente que había escrito: «Rubia cachonda. Viciosa. Trasero de trece palmos de latitud. Tetas espectaculares. Chocho loco. Culo tragón. Lluvia dorada. Consolador. Chupo agujeros oscuros. Trago leche. Me gustan grandes y gordas». Grontal entró. Era temprano y la casa era un remanso de paz, porque a los bizantinos les gusta copular tarde, después de la misa de siete. Un tracio musculoso con la cabeza rapada aguardaba detrás de un mostradorcillo con un taco de tablillas en la mano. Miró a Grontal con cierto desprecio a causa de su condición de enano. -¿Qué? -le preguntó- ¿Quieres jugar con alguna de mis chicas? -De eso se trata, ¿no? -replicó Grontal-. Si quisiera otra clase de juego habría ido a un garito. Quiero conocer tan profundamente como sea posible a esa Expira Candente de la pizarra. -¡Ah, viciosillo! -dijo el tracio riendo de buena gana, para lo cual cerraba los ojos y los ponía como dos rajitas-. El servicio completo son dos de plata y la voluntad.

Grontal abrió su faltriquera y aflojó dos de plata, sin voluntad. El tracio le entregó una tablilla verde que significaba servicio completo. -Sube la escalera y llama en la tercera puerta por la derecha. Le abrió Expira Candente, en persona, una rubia exuberante, de buena alzada, con una túnica azafranada transparente que revelaba una arquitectura corporal densa y maciza, como nacida para el oficio. -¡Ay, pero qué pequeñín tenemos aquí para abrir boca! -exclamó la cortesana, cachonda, pellizcándole una mejilla. Grontal sonrió simpaticote, sin darse por ofendido. -¿Quieres que llame a mis amigas Holgada y Berrienda? -propuso la rubia-. Por el mismo precio te lo haremos las tres. -Bueno -concedió el enano. Expira Candente taconeó por el pasillo moviendo el trasero y haciendo posturitas. Llamó en las dos puertas contiguas. -¡Holgada, Berrienda, acudid a mi cuarto, que tenemos a un enanito y nos vamos a divertir con él! Las tres amigas se reunieron entre risitas en el cuarto de Expira Candente. El enano entró tras ellas, cerró la puerta y se guardó la llave. Por su parte Gorgo, el semiorco, deambuló por la ciudad sin rumbo fijo, con la boca abierta, mirándolo todo embobado, especialmente el bazar del gran palacio. En el dédalo de pasajes cubiertos de la alcaicería recorrió las tiendas de los caldereros, de los joyeros, de los orfebres, de los tintoreros, de los boticarios, de los especieros y de los mercaderes de hilos y sedas. También observó los puestos de los cambistas con sus montoncitos de dinero de diversas procedencias, que trocaban por besantes de oro con altas comisiones. Casi sin advertirlo llegó a Santa Sofía, la gran basílica.

Los no humanos tenían prohibida la entrada a las iglesias, bajo graves penas, pero la ley era más flexible cuando se trataba de trabajar en ellas. Gorgo encontró una cuadrilla de orcos suaves, como llamaban a los que se criaban en cautividad, que solían emplearse como esclavos o como peones libres en trabajos agotadores o peligrosos. La cuadrilla estaba accionando la rueda de la grúa que subía bloques de piedra porosa y planchas de plomo para los reparos en el techo de la basílica. El capataz contrató inmediatamente a Gorgo cuando vio sus músculos y lo envió a las alturas a ayudar a otro semiorco que se hacía cargo de las sogas y las cadenas del ingenio. Arriba, entre envío y envío, los dos semiorcos se asomaron a una de las lucernas altas y contemplaron el interior de la basílica. Santa Sofía, con todas las lámparas encendidas, era un ascua de luz. Al rebervero de las llamas reflejadas en el oro de las paredes y en las intricadas decoraciones de los altares, igualmente cubiertos de oro, diríase que aquel ámbito pertenecía a un mundo superior o quizá al paraíso reproducido por los enormes mosaicos que tapizaban los muros. El semiorco observó con pasmo aquella sublime belleza que parecía suspendida en un sueño. Bajo la elevada cúpula, el iconostasio de plata albergaba un altar de oro en el que decía misa un sacerdote revestido de bordados y gemas. El incienso administrado por donceles con incensarios de plata se elevaba a las esferas junto con los cánticos de mil voces blancas que acompañaban a la música de diez órganos con tubos de plata. Los armónicos temblaban en el aire amplificados por las bóvedas del edificio. -¿Y toda esa gente? -preguntó Gorgo señalando a la asamblea de los fieles. -Son los devotos que asisten a misa- le explicó su compañero. -¿Qué ceremonia? -inquirió el viajero-. No veo empalados por ninguna parte, ni calderas de carne, ni barriles de licor. -¡No, bestia! Las ceremonias de los humanos son distintas. ¿De dónde sales? Ésta es la ceremonia de su dios. Todos esos que ves ahí abajo han acudido para que el sacerdote convoque a Jesucristo, el Redentor. Lo hacen cada pocos días.

-¿Y siempre acude? -Siempre que un sacerdote lo convoca con el rito adecuado. -Debe de ser un Dios muy ocupado -comentó Gorgo- porque sacerdotes hay por todas partes. Son como una plaga. ¿Y qué pasa cuando viene Dios? -Se lo comen y Él les perdona los pecados. -¡Que se comen a Dios! -exclamó Gorgo, alarmado. -Es complicado. Más vale que no intentes entenderlo. Yo hace veinte años que vivo en esta ciudad y por más que lo pienso no me entra en la cabeza. Se ve que los humanos son más inteligentes que nosotros. -¿Pero ellos lo entienden? -¡Claro! ¿Como iban a mantener a tantos clérigos ociosos si no entendieran lo que les dicen? -¿Y los pecados, qué son? -Las cosas malas que han hecho. Dios es invisible pero Él lo ve todo y tiene una lista de cosas que no se pueden hacer, cosas como comer cerdo los viernes o mirarle el culo a la mujer de otro, no digamos ya follártela, cosas así. Si cometes muchos pecados, al final de la vida vas al infierno, un lugar donde ardes entre atroces tormentos. -Muerte segura. -No. Los condenados al infierno no se mueren. Sufren atroces tormentos por los siglos de los siglos, pero no se mueren. Gorgo se rascó el colodrillo. Había visto a los humanos cometer muchas extravagancias, pero aquellas sobrepasaban la medida de su imaginación.

-¿Quieres decirme que hay un Dios tan cruel que te mete en la candela por un quítame allá esas pajas y no te deja morirte jamás? -Además, los muertos resucitan -añadió su compañero. -¡Me cago en la puta! -exclamó Gorgo-. ¿Creen eso de verdad? Me parece que me estás tomando el pelo. -Es verdad. Al menos ellos lo creen. Naturalmente nosotros, los orcos, no creemos una palabra. Nos falta inteligencia para entenderlo. Gorgo miró nuevamente la ceremonia a través de la lucerna. El hombre de la rica vestidura coloreada estaba levantando sobre su cabeza una torta de pan. -¿Y ahora qué hace? -En este momento Dios baja a las manos del sacerdote. -¿Cómo? ¿Baja a comerse una torta de manteca? -¡No!, ¡Qué simple eres! Esa torta no contiene manteca ni levadura. Cuando la levanta al cielo es sólo harina amasada y cocida, después de que el sacerdote recita su conjuro y la baja, ya es carne de Cristo-Dios. -¿Quién es ese Cristo? -¿De dónde sales tú que no lo sabes, si lo tienen por todas partes y están arrasando el mundo en su nombre? -He estado cinco años remando en una galera sarracena. -¡Ah, eso lo explica todo! Pues este Cristo es el dios de los cristianos. Era un hombre nacido de una Virgen al que mataron hace más de mil años. Dicen que resucitó y subió al cielo. -¿Me tomas el pelo? -replicó Gorgo mosqueado-. Yo soy un ignorante en las cosas de los humanos, pero sé bien que nadie

nace de una virgen y que la gente, cuando se muere, no resucita, así que cuéntame otra historia. -Yo te cuento lo que los humanos creen. Tú deberías pensar que la inteligencia de un semiorco, sin ánimo de faltarnos al respeto, no está capacitada para comprender ciertas cosas. Gorgo asintió. -¿Y se creen que eso sea su carne? -preguntó todavía-. ¿No advierten que es sólo pan? -No lo ven. Creen a pie juntillas que es carne. ¿Ves el jarro de oro que el sacerdote tiene al lado? -Lo veo. -Contiene vino. ¿Ves que ahora lo levanta en alto? -Sí, lo veo. -Está realizando el mismo conjuro que hizo antes con el pan. Cuando lo baje, será sangre de Jesucristo. No un símbolo, sino sangre verdadera. -¿Y eso creen? -Ese es el fundamento de su fe. Por si acaso, los sacerdotes, que son tan astutos, no dan a beber el vino, sólo reparten el pan entre los adoradores del Cristo. El vino se lo reservan para ellos. En aquel momento chirrió la garrucha porque una nueva carga de piedras subía por el cabrestante, y los dos semiorcos tuvieron que abandonar su mirador y volver al trabajo.

CAPÍTULO

XXI

Sven le Berg aflojó la rienda y permitió que su caballo se abrevara en la corriente cristalina del arroyo. Estaba en un tupido bosque de árboles de una especie que no conocía, altos como tres campanarios, puestos uno sobre otro, y tan gruesos por abajo que diez hombres no bastarían para abrazarlos. La luz del sol apenas llegaba al suelo, detenida en la fronda de las ramas altas. Entre la selva de helechos casi tan altos como un hombre, discurría un sendero despejado que serpeaba hacia el norte. Hacía dos días que el guerrero rubio se había internado en el bosque después de atisbar una roca lisa, de aspecto rojizo, la Montaña Peligrosa que crecía en su centro y descollaba sobre la arboleda. A Asmodeo de Sinán, el maestro de magia, le habían indicado que el conocimiento que buscaba se encontraba al pie de la Montaña Peligrosa. El caballo terminó de abrevar y resopló sobre la clara superficie, con los belfos grises manando hilillos de agua. -Seguimos, Alain -dijo el caballero. Caminó por el bosque, sin apartarse del sendero, durante otras cuatro horas, hasta que la claridad que filtraban las copas de los árboles disminuyó. Entonces se detuvo junto a un árbol especialmente corpudo y trepó ágilmente de rama en rama hasta su copa. Arriba pudo contemplar, sobre el océano de tupida vegetación que lo rodeaba, la Montaña Peligrosa. Estaba a una media jornada de camino. Ahora distinguía con mayor precisión la roca pelada en forma de pan de azúcar, de un rojo intenso que la luz del poniente encendía como un gigantesco rubí. El guerrero no se cansaba de contemplarla. «Muy pocos hombres se han atrevido a llegar hasta la montaña, desde el principio de los tiempos», le había advertido el maestro de magia Asmodeo de Sinán. Sven descendió de su observatorio e instaló su humilde campamento al pie del árbol. Todo estaba demasiado verde y húmedo como para hacer fuego, así que se resignó a pasar sin una hoguera que ahuyentara las alimañas. Extendió la capa de invierno

sobre una mata de helechos, colocó la mochila de las armas en la cabecera, la lanza de fresno apoyada contra el árbol, y después de darle al caballo su ración de cebada, cenó un trozo de carne seca, un par de tortas de trigo cocidas dos veces y un puñado de pasas. Había viajado una semana por mar, en una galera que regresaba de Rodas a Corinto, en Grecia, cerca de Atenas. Allí había tomado el camino del norte, que después de tres horas de andadura conduce al golfo de Patrás. Un pescador le había indicado: -¿Delfos? Todos sabemos donde está, sire. Cruzando esta lengua de mar, en la costa que se ve allá enfrente, pero le advierto que es un lugar maldito donde habitan los demonios paganos-. E hizo rápidamente la señal de la cruz sobre su cabeza, a la manera griega, de izquierda a derecha, lo que produjo cierto malestar a Sven. Un lugar maldito poblado de demonios para un guerrero maldito que servía a la Abominación. Era ya tarde y no encontró un barquero que quisiera cruzarlo al otro lado del golfo. Se buscó una posada para pasar la noche y reponer fuerzas con una buena cena. Estaba dando cuenta de un puré de garbanzos especiado con comino y hierbas dulces cuando Asmodeo entró en la posada, alto, delgado, vestido de negro, pálido, hermoso y joven de aspecto, aunque tenía el pelo blanco y los ojos viejos y cansados. Tomó asiento en su mesa, cerca de él y se sirvió un vaso de hidromiel. -Por lo que veo estás dispuesto a llegar hasta el final. Sven le Berg asintió sin dejar de comer. -¡La Arcadia! -exclamó Asmodeo-. El refugio dorado de los elfos, donde los pastores tocan la flauta, melodías dulcísimas, bajo los árboles que proveen frutos, pan y todo lo necesario. Ese santuario se ha mantenido incontaminado. No te será fácil penetrar en él. Llegó el posadero con el plato de carne de ciervo que Asmodeo había pedido. Dejó de hablar y la devoró ávidamente, sin modales. Sven comprobó que aquellos dientecillos menudos como los de una doncella trituraban los huesos sin dificultad. Cuando terminó rebañó la salsa con una sopa de pan de centeno.

-Me indicaste que fuera a Delfos. -Y vas a ir, pero tendrás que atravesar primero la selva oscura de la Montaña Tenebrosa. -¿Dónde está esa selva? -No tiene pérdida. Toma el camino que sale de la aldea por el norte y ella vendrá a ti. Ahora estaba cerca de la Montaña Peligrosa y sentía una vibración interior parecida a la que se siente la víspera de una batalla, el espíritu alerta y los músculos en tensión. No obstante, como guerrero disciplinado, se arrebujó en su manta y realizó los ejercicios de concentración que le procurarían un sueño profundo y reparador. Se durmió como un tronco y soñó con una dama antigua que cortaba flores azules en un jardín florido. Cuando amaneció, el guerrero se desperezó y llamó a su caballo con un breve silbido. Recogió el campamento, desayunó un puñado de higos secos con pan bizcocho y prosiguió su camino. A doscientas brazas de la Montaña Peligrosa, la piedra roja con forma de pan de azúcar, terminaban los árboles y el sendero y sólo quedaban helechos espesos que tapizaban la llanura circular hasta la misma base de la roca. Sven le Berg tiró de las riendas y contempló, desde el lindero del bosque, la piedra pelada que al sol mañanero lucía como una joya, aunque no de un rojo tan vivo como la tarde anterior desde el árbol. Estaba surcada por una especie de barrancos que descendían desde la altura verticalmente. Abajo, oscura y fresca, se descubría la oquedad de una cueva. «Esa puede ser la puerta que ando buscando», se dijo Sven y apretó los muslos. Alain, obediente, echó a andar. Sven no veía el suelo, pero notaba, por el sonido de los cascos de su montura, que bajo los helechos había guijarros y ramas secas. Había llegado a la mitad del llano, ya a poca distancia de la montaña y de la cueva, cuando acertó a ver lo que estaba pisando: osamentas humanas, huesos pulidos de hombres que lo precedieron y que, cómo él, pretendían arrancar su secreto a la Montaña Peligrosa.

Sven le Berg comprendió. «La cueva es la entrada de la montaña y lo que estoy buscando no se dará con facilidad». El corazón comenzó a latirle con fuerza, anunciando batalla. Descabalgó y soltó las correas del hatillo donde llevaba la cota de malla. Desenvainó la espada y la clavó en el suelo, al lado de la fuerte lanza de fresno, antes de vestir la cota, lo que era una operación lenta cuando no se tenía un escudero que ayudara. Cuando estuvo armado, abrochadas todas las correas, subió de nuevo al caballo y enristró la lanza antes de proseguir. A veinte pasos de la cueva, que era, vista de cerca, grande como una iglesia, cesaban los helechos y sólo había osamentas, algunas oscuras y todavía con pingajos de carne que destacaban vivamente sobre el fondo de las pulidas y blancas, más antiguas. En la oscuridad azul de la cueva algo grande y tenebroso se movió sobre el lecho de piedras y huesos. -¿Quién va? -preguntó una voz cascada, tan potente que no podía proceder de una garganta humana. -Un hombre. Me llamo Sven le Berg. Sirvo a la Abominación. En el fondo de su guarida, la dragona cerró los párpados que cubrían sus ojos cansados. Tenía más de mil años y algunas partes de su lomo poderoso habían perdido su cubierta de escamas dejando al descubierto una piel morada surcada de venas negras y grietas y mataduras de las que manaba un líquido ambarino, fétido. -Sé que has venido a matarme -tronó la poderosa voz de la dragona. Silbaba por una mella entre dos dientes. Sven Le Berg guardó silencio. Levantó el escudo triangular para cubrirse el cuerpo en caso de que el monstruo escupiera fuego o veneno y abatió la pieza nasal de su yelmo. La única carne que quedaba al descubierto eran los ojos. Incluso las manos estaban protegidas por manoplas de anillos de acero. Salió la dragona a la entrada de su madriguera y desplegó sus alas membranosas de murciélago, tan grandes como las velas de un molino de viento. La cabeza de sierpe dilató las mandíbulas en un

bostezo intimidatorio. Aquella fila de dientes y la poderosa lengua bífida bastaban para asustar al aventurero. Latía el corazón de la dragona, acompasado, detrás de la piel escamosa que recubría una caja torácica abultada, desproporcionada respecto al resto del cuerpo, el largo cuello y la cabeza serpentina, como el aumento de una víbora cornuda, la larga cola terminada en aguijón lanceolado, como un látigo que chasqueaba amenazadoramente azotando el aire. Sven Le Berg calculó la cabalgada. Estaba a unos veinte pasos de la bestia. Tenía que sorprenderla antes de que elevara el vuelo. Apuntó la lanza al corazón latiente, picó espuelas y se lanzó contra el reptil volador sin aguardar a que terminara de exhibir sus potencias. La dragona se había alzado sobre sus patas de pollo terminadas en garras de león, había extendido las alas, pero no llegó a levantar el vuelo. Cuando la lanza penetró en su cuerpo y se fue directamente al corazón, lanzó una vaharada potente de azufre y podredumbre. Sven le Berg tiró de la rienda y huyó por la derecha, a la florentina, sin mirar atrás. De un momento a otro esperaba que se abatiera sobre él la negra sombra del monstruo. Mientras cabalgaba desenvainó la espada y cuando alcanzó el lindero del bosque se volvió dispuesto a defenderse. La dragona no se había movido de la boca de la cueva. Estaba echada en el suelo y aferraba con una de sus garras de águila el astil de la lanza clavada en su abdomen. -Acércate, Sven, y no temas -resonó en la distancia su voz potente. El guerrero se aproximó con precaución. Quizá era sólo una argucia para atacarlo con su aliento mortífero cuando lo tuviera a la distancia adecuada. El corazón de los reptiles es más fuerte que el de los animales de sangre caliente. Tardan más en morir. La dragona adivinó los pensamientos del caballero. -¿No te han dicho que tenías que matarme por la boca? -preguntó con voz sobrehumana.

-Me lo advirtieron y lo había olvidado -respondió Sven. -No temas -dijo el dragón-. Acércate y mátame por la boca. Sven descabalgó y se acercó al monstruo abatido. La cabeza había tumbado los helechos y sólo se le veía un ojo de pupila fija, húmedo y suplicante en su cerco de duras escamas. -Por la boca -le recordó en tono apagado. El fétido aliento de la dragona empozoñaba el aire. Sven contuvo la respiración y se aproximó con la espada dispuesta. La boca de la bestia permanecía abierta, con una braza de lengua partida, oscura descansando sobre la tierra. Sven pisó el extremo para evitar que lo envolviera con ella y asestó una estocada profunda por las abiertas fauces, garganta abajo que segó la arteria que alimentaba el cerebro. Al instante, la luz del ojo se apagó y el cuerpo del monstruo se relajó. Había matado a la dragona. Sven se apartó unos pasos y contempló el cadáver inmóvil y el manantial de sangre oscura, densa y pastosa que fluía lentamente de sus fauces abiertas. Un baño en sangre del dragón hacía invulnerable al guerrero, había oído en las tertulias de los campamentos, en torno a la hoguera, después de la cena. En los campamentos de Tierra Santa se contaban muchos embustes. ¿Sería cierto lo de la sangre del dragón? -En cualquier caso, yo no quiero ser invulnerable -se dijo en voz alta-. Quiero sufrir, quiero morir como un hombre, sin ayuda de Dios ni de la magia. Exploró la guarida de la dragona: un dilatado lecho de huesos viejos y de cadáveres en distinto estado de consunción, no sólo de humanos sino, a juzgar por las trazas, de animales grandes y de orcos. Había también fragmentos de lanzas, espadas cubiertas de herrumbre, hierros corroídos por la poderosa orina del reptil. Al fondo había una roca en forma de columna con una argolla de bronce de la que pendía una cadena rota, el amarradero de la ofrenda. En tiempos de Carlomagno, los humanos adoraban a la

dragona y le ofrendaban, cada luna nueva, una bella muchacha. «En aquellos tiempos la dragona era joven y quizá no resultaba tan repulsiva como ahora», pensó Sven. Detrás de la columna había un nido de helechos secos amalgamados con saliva, lodo e intestinos humanos, que despedía un hedor insoportable. Dentro había un huevo del tamaño de una sandía. La dragona estaba empollando. Sven comprendió que había buscado la muerte porque se acercaba el momento del nacimiento de su hijo. Cuando saliera del cascarón podría alimentarse del cadáver de la madre hasta que creciera lo suficiente para valerse por sí mismo. Sven registró la boca de la dragona. Bajo la lengua, en una bolsa oscura y prominente había un objeto duro. Rasgó sus tegumentos con la daga y encontró una piedra roja del tamaño de una nuez, la Intrincada. Se la embolsó y salió del antro.

CAPÍTULO

XXII

Aquella noche Lucas de Tarento no logró conciliar el sueño. Se levantó, se escanció un vaso de vino y se detuvo junto a la ventana a contemplar el patio dormido. Sus ojos escudriñaron las sombras de la arcada de piedra y la puerta mágica que comunicaba a veces con el palacio de la Dama Azul. ¿Estaría abierta? Se echó la túnica sobre los hombros y bajó a comprobarlo. Para su decepción, la puerta seguía cegada a piedra y lodo. Lucas regresó lentamente a su aposento. El recuerdo de la Dama Azul le recorría las venas como un licor acuciante. Nunca había conocido el amor. Toda la vida se había consagrado a la Iglesia y a la caballería, al servicio de los altos ideales del rey y de la Cristiandad. A veces había asistido a justas poéticas y había despreciado a los poetas y trovadores, aquellos holgazanes que vivían de divertir al vulgo o a las mujeres desatendidas. Ahora comprendía, desde una nueva perspectiva, los sentimientos que caben entre un hombre y una mujer, esos que cantan los poetas. Pero, para su desgracia, aquella dama misteriosa, en la que había algo de mágico, parecía no existir, podía ser solamente el producto de una alucinación, o quizá el sueño infundido en su corazón por un mago maligno. Cantacuzanos le había advertido que tendrían que enfrentarse a los magos de la Abominación. Y la Abominación, él lo sabía, podía adoptar la envoltura corporal de la mujer para tentar a sus víctimas. Se tendió en la cama definitivamente desvelado e intentó dominar la desazón que lo consumía. La Dama Azul había mencionado el hipódromo. ¿Era una cita? ¿Lo aguardaba allí? Las ruinas del hipódromo estaban cerca. Lucas saltó del lecho, se metió por la cabeza la túnica de viaje, insertó la daga en su anilla del cinto y descendió la desgastada escalinata cuidando de no hacer ruido. Gorgo, el semiorco, agotado del rudo trabajo en las grúas de Santa Sofía, roncaba sobre las losas del zaguán, junto a la puerta. Lucas tuvo que saltar por encima para alcanzar la salida. El cerrojo chirrió al descorrerse. La puerta tenía un picaporte de trinquete, que permitía cerrarla desde fuera sin llave. Lucas de Tarento salió a la calle en tinieblas y

tiró de la manija de la puerta hasta que escuchó caer el pestillo. Luego se orientó en la oscuridad. La luna estaba llena, pero el callejón era tan angosto que no dejaba pasar la luz. El caballero echó a andar tanteando las paredes, olfateando para evitar las lumbreras del alcantarillado, abiertas y sin tapas de protección. Cuando salió a una calle más ancha y mejor iluminada orientó sus pasos hacia el hipódromo. El hipódromo, el lugar de reunión de los romanos en los tiempos de la grandeza imperial, había sido pista deportiva, ágora política, mercado, teatro, sala de conciertos y paseo. En sus buenos tiempos, los antiguos basileos lo habían adornado con trofeos y obras de arte esquilmadas a lo largo y ancho de un imperio que abarcaba desde Persia hasta Iberia y desde Rusia a las arenas africanas. Cuando Lucas de Tarento lo recorrió no era ya ni sombra de lo que había sido. Las obras de arte las habían saqueado y transportado a otros palacios de los alrededores de la ciudad, cuando no a Roma, a Venecia o a Sicilia. En el centro del complejo destacaba la pista de carreras, alargada, con una espina central, antes decorada con estatuas, y un graderío de piedra alrededor con capacidad para cien mil espectadores. Todo eso estaba ahora en ruinas y deshabitado. Nadie se atrevía a circular por allí de noche por miedo a los salteadores. Lo único que quedaba en medio de la devastación y el abandono eran piedras, yerbajos y algunos monumentos demasiado pesados para transportarlos, el obelisco de Teodosio, la columna serpentina y la columna de Constantino. Los pasos de Lucas lo llevaron a la columna serpentina, un bloque de bronce que representaba a tres serpientes entrelazadas que ascendían hacia el cielo. Al pie de la columna crecía una solitaria rosa azul. Lucas se inclinó y aspiró su perfume, con los ojos cerrados. Al instante sintió la presencia de la dama misteriosa. Se volvió y allí estaba. Le sonrió a la luz de la luna, un leve azul fosforescente iluminando la túnica bizantina y le susurró con su voz musical. He sido una culebra moteada en una colina he sido una víbora en un lago, he sido una estrella maligna, he sido una pesa en un molino junto a la corriente del agua. Incesantemente.

Búscame. Al fondo del hipódromo sonó un roce metálico. Lucas de Tarento se volvió y escudriñó la oscuridad. El sonido familiar de un sable saliendo lentamente de su vaina de cobre. De las sombras surgían varios guerreros de elevada estatura, vestidos con pellotes y placas, a la manera de los bárbaros de las estepas, las cabezas cubiertas por yelmos simples que dejaban ver rostros brutales cosidos de cicatrices, la horrible imagen de la bestia. Lucas de Tarento pensó en salvar a la señora, pero al volverse la Dama Azul había desaparecido. Los asaltantes llegaban profiriendo gritos de guerra que resonaban en la quietud de la noche y arrancaban ecos en las ruinas. Demasiado tarde para huir y demasiado desproporcionadas las fuerzas, sin escudo, sin espada, sin cota, para repeler la agresión. El caballero empuñó la daga y se recogió el manto sobre el brazo para que le sirviera de escudo. Se situó de manera que la columna serpentina le protegiera la espalda, dispuesto a morir. El primer asaltante era más ágil y se había adelantado unos pasos respecto a sus camaradas, deseoso de cosechar él solo los méritos del triunfo. Levantó su espada para descargar un tajo sobre Lucas, pero el antiguo templario se adelantó acortando el espacio. Mientras el sable de su adversario tajaba inútilmente el aire, la daga corta de Lucas penetró profundamente en el sobaco del atacante por encima del perpunte y le atravesó el corazón. El que parecía más peligroso estaba eliminado, pero la situación distaba mucho de ser favorable. Los otros sicarios se le echaban encima. Sin tiempo de extraer la daga del tórax de su enemigo recogió en el aire la espada de su víctima y se escudó tras el cadáver que recibió un par de tajos antes de desplomarse sobre la hierba seca. Con la espada en la mano, Lucas se puso en guardia y consideró la situación. Lo rodeaban cuatro malhechores de humilde condición, a juzgar por las túnicas cortas y por los gritos descompuestos con que se azuzaban animándose a vengar la muerte de su jefe. Lucas escogió el que le parecía más vacilante y débil y le lanzó una finta a la altura de los ojos que él detuvo a duras penas levantando el escudo, pero al hacerlo dejó al descubierto las rodillas. Lucas le lanzó una patada lateral en la más

adelantada y el hueso crujió con un chasquido de madera tronzada. El malhechor se desplomó gimiendo y Lucas, al saltar por encima, le clavó la espada en la parte del pecho que el escudo descubría. Quedaban tres. Titubearon un poco e intercambiaron miradas antes de atacar con renovada furia. Entonces sonó el silbido de un virote seguido del característico chasquido de la ballesta. El proyectil acertó a uno de los malhechores en el centro del pecho. Mientras tanto, Lucas había dado cuenta de otro con un tajo profundo que casi lo decapita. Se oyeron voces desde el extremo del campo. El truhán restante dio la vuelta y se perdió en la noche. La luna, que se había ocultado detrás de una nube, salió de nuevo iluminando las ruinas y el yerbazal. Lucas de Tarento distinguió a sus amigos acercándose. -¿Estáis bien, sire? -preguntó Pedro el Raposo con la ballesta cargada, lista para disparar. -Sí, estoy bien. Buen tiro. -De milagro, porque no distinguía casi nada. El enano Grontal apoyó su hacha de combate en el suelo y examinó los muertos. Olfateó al primero. -Orcos -declaró incorporándose. Tanto alabar Bizancio, y ahora resulta que la mierda de la tierra infesta la ciudad. Pedro el Raposo los registró hábilmente. No tenían nada más que unos perpuntes mal cosidos sobre los cuerpos peludos. Las espadas eran antiguas franciscas con las empuñaduras reforzadas para que se adaptaran a las manos demasiado anchas de los orcos. No traían nada aprovechable fuera de cinco besantes de oro que el jefe llevaba en su faltriquera. Llegó Cantacuzanos con su báculo de acacia. -Ha sido una temeridad venir solo y de noche a este barrio tan cercano al puerto -increpó al caballero-. Menos mal que esta criatura desdichada -señaló al semiorco, sin mirarlo- se despertó y nos despertó a todos con su media lengua.

Regresaron a palacio sin descuidar la guardia, por si había más orcos ocultos en las ruinas. Cantacuzanos se retrasó adrede y retuvo a Lucas de Tarento: -Ésa es la columna serpentina -le susurró. -¿Tiene algún significado? -inquirió el caballero. -Tres serpientes que se levantan al cielo. El símbolo antiguo de la Abominación. Constantino el Grande, el fundador del imperio, trajo ese bronce maldito del santuario execrable de Delfos. Los bizantinos creen que conmemora la victoria de los griegos sobre los persas hace mil seiscientos años, pero en realidad es una representación idolátrica de la diosa maldita, de la Abominación. La Diosa era triple, por eso las tres serpientes. ¿Por qué has venido precisamente a ese bronce en medio de la noche? ¿Acaso has obedecido a un sueño? -Algo así. -Me temo que haya sido un hechizo -advirtió Cantacuzanos-. En el gentío de los cortesanos esta mañana había algunos magos. Quizá alguno se haya convertido a la Abominación y sirva a la diosa. Puede que quieran impedir que lleguemos a su antiguo santuario. -¿Qué santuario? -Delfos. Es nuestra siguiente etapa en este viaje. Partiremos hacia allá en cuanto el basileo nos entregue la carta para el Papa.

CAPÍTULO

XXIII

El basileo Isaac II tardó bastante en redactar la misiva para el Papa. Pasaban los días, se esfumaba el verano y el esperado correo del palacio imperial no llegaba. En la forzosa inactividad, los viajeros procuraban entretenerse con los mil espectáculos que la ciudad ofrecía. Cantacuzanos se había vuelto algo más comunicativo, especialmente con Lucas de Tarento y con Guido, al que intentaba inculcar los principios de un caballero cristiano. No obstante evitaba mirar a Isbela y al semiorco, fuera por su condición de no humanos o porque la semielfa era muy atractiva y no deseaba que le despertara instintos dormidos. El semiorco, por su parte, con su horrible aspecto, le avivaba íntimas dudas sobre la cordura de un Dios que había creado tales monstruos. Cantacuzanos solía pasar las mañanas encerrado en su cuarto. A veces lo veían pasear por el claustro con un libro en las manos. Algunas tardes se ausentaba para visitar a antiguos conocidos, o iglesias, monasterios y lugares de piedad. Por su parte, Lucas de Tarento practicaba en una academia de esgrima en la que había trabado amistad con el maestro de armas, un viejo conocido polaco que tras asistir a la Cruzada y sobrevivir, como él, a la matanza de los Cuernos de Hattin, se había establecido en Constantinopla y se ganaba la vida enseñando a los pisaverdes. El joven Guido, además de estar continuamente pendiente de Isbela, sin que ninguna señal de la muchacha lo autorizara a pensar que había abierto brecha en su indiferencia, asistía a las clases del colegio de estrategas donde aprendía, con jóvenes de su edad, lo más granado de la nobleza bizantina, las tácticas de los grandes capitanes de la antigüedad, Aníbal, Escipión, Belisario, Lixos de Taros y otros. Isbela de Merens, por su parte, aceptaba las invitaciones de algunas damas de la alta sociedad, que la llevaban de compras por el laberinto de calles, galerías cubiertas y callejuelas de los bazares,

entre la plaza del Augusteon y la del Tauro, los mostradores donde se exhiben los productos más exóticos de lugares que nadie ha soñado visitar: China, Ceilán, India, Alejandría, Etiopía y las tierras de los negros que adoran ídolos de madera. Isbela, que había crecido en un castillo en medio del campo y nunca había pisado una gran ciudad, contemplaba fascinada los ungüentarios de vidrio que apresaban el arco iris, los magníficos bordados, el coral, el ámbar, el marfil, el oro fino, las perlas, los diamantes, las esmeraldas, los rubíes, el jade, los vinos, los perfumes, los cuernos de unicornio, las especias, las frutas desconocidas, los manjares exquisitos, el hidromiel, el néctar de los dioses, las esencias contenidas en tarros de cerámica vidriada, tapados con miel, llegados de lejanas montañas a los tocadores de las damas bizantinas o a las despensas de las casas principales para deleite de los paladares exquisitos en banquetes que dilapidan un patrimonio en una noche. Por la tarde, las damas la invitaban a sorbetes helados más que por desinteresada hospitalidad porque se aburrían en sus palacios y querían examinar de cerca a la bárbara y catar sus prendas. La muchacha, aún a sabiendas de que lo que aquellas taimadas mujeres buscaban era temas de chismorreo, asistía con gusto a sus reuniones para escapar de la monotonía de la Salomera. Aquel caserón inhóspito, hubiera parecido deshabitado si no fuera por los certámenes de pedos y eructos que organizaban en las cuadras Gorgo y Grontal. Isbela observó que las damas bizantinas tenían el cutis muy fino. El secreto consistía en untarse las noches de luna con aceite de oliva virgen extra mezclado con leche de burra templada y después darse un baño de luna en la azotea de la mansión, o en una parte despejada del jardín, el tiempo que se tarda en recitar despacio el poema de Dimitros Lakrites Dormida yacía y el fauno me visitó. A esta cosmética de las damas bizantinas achacaba el reputado estratega Homero Kartenos la creciente debilidad de su caballería. Al parecer sus jinetes espiaban a las damas de la vecindad las noches de luna desde los tejados de los cuarteles y los calentones de aquellas vigilias les provocaban espermorrea. Además rompían muchas tejas y cuando llovía las goteras mojaban por igual las literas de la tropa y los caballos.

Por su parte, Pedro el Raposo, visitaba a una viuda tracia que tenía un puesto de verduras en el mercado de la Puerta de san Romano y cuando la dejaba contenta, ya hambreado, remataba la mañana y cantaba el ángelus en las cocinas del palacio del Águila, junto al puerto Contoscalium, residencia del logotetes de Nicomedia, con cuyo cocinero, Andros Marmitakos, había amistado. Andros lo dejaba hurgar en las perolas y le enseñaba la coquinaria bizantina, las perdices tracias rellenas de queso amargo, y tordos cazados con liga, el plato favorito del basileo, de los que limpiaba unas cuantas docenas y luego les introducía en la oquedad del vientrecillo una aceituna deshuesada, antes de ensartarlos en una varilla y ponerlos a asar bien lejos de la llama, para que tardaran toda una mañana y se fueran dorando y curruscando. También aprendió los famosos rellenos bizantinos, con mucha salsa de malvasías, hierbas y la pasta de hierbas de olor que junto con la pimienta iba sustituyendo al garum en las mesas de los griegos. Unas veces recorría los mercados acompañado por Grontal y otras solo. Uno de estos paseos solitarios lo llevaron a la sinagoga vieja. En la puerta había un anciano con una bata negra astrosa, que barría el jardincillo exterior. Se quedó mirándolo y le dijo. -No pases de largo, hijo mío. Pedro el Raposo se sentó en el banco de piedra, junto a la puerta. El rabino dejó la escoba y lo contempló. -Tienes una hermosa cabeza. Se la palpó, por encima del pañuelo rojo que Pedro nunca se quitaba, y la bendijo murmurando unas palabras hebreas. Pedro lo miró con sus ojos glaucos, melancólicos y emitió un profundo suspiro. Después se levantó, besó la mano del rabino y siguió su camino. Gorgo, el semiorco, volvía cada día a las obras de Santa Sofía y cuando el hambre le apretaba, lo que solía suceder a media mañana, reclamaba el salario de lo trabajado y se iba a la plaza del Tauro o del Bous, a engullir tortuga de macedonia, su plato favorito, en los tenderetes de comidas. Le gustaba ver cómo los pinches sacaban la tortuga de un saco y la cortaban viva en dos mitades

que echaban a la caldera humeante al tiempo que sacaban unas cuantas mitades ya cocidas y las ponían en una bandeja de cerámica donde las bañaban de pasta de ajo blanco de almendras. Grontal, el enano, no era muy callejero. Añoraba los bosques y las bullas de Bizancio lo disgustaban. Sobre todo evitaba la mancebía, donde, al parecer, los alguaciles buscaban a un enano que había inhabilitado por cinco semanas, eso dijo el médico que cosió los desgarros, a las tres mejores coimas del cuñado del jefe de policía, un rufián tracio a cuyo cuidado estaban la famosa cortesana Expira Frígida (antes Expira Candente), y sus amigas la Holgada y la Berrienda. -Con los datos que nos das y sin tenerlo fichado, difícil veo que le podamos echar el guante -decía el comisario- porque en esta época del año, con las ferias de san Teotecopopos, Constantinopla está llena de enanos forasteros. -¿Qué más señas particulares queréis que el miembro viril que tiene este delincuente? -protestaba el tracio-. Es de tales dimensiones que sobre esa picha perchaban los siete halcones del emir Halufo. -¿Percharon los siete? -se admiraba el jefe de la policía. -¡No, hombre, no percharon, es una comparación! -se sulfuraba el tracio-. ¿Cómo van a perchar en una picha sensible los siete halcones, con esos garrones afilados que gastan? Grontal se pasaba el día en el patio de la Salomera, conversando a ratos con quien hubiera en casa o cuidando los arbustos del jardín. Alguna vez le avisaban de que una dama de la buena sociedad requería sus masajes, pues se había apuntado en la lista de los spiracos, como llamaban a los profesionales que visitaban a domicilio a las damas de casas pudientes y palacios. El enano unas veces acudía y otras cedía el turno al siguiente spiraco, según le tomara el cuerpo, pero había señoras que lo preferían y se negaban a que las atendiera otro.

Así discurrían los días, hasta que una mañana llegó al palacio un correo imperial y solicitó entrevistarse con el monje Cantacuzanos. Cuando se quedaron solos en el jardín, le dijo: -Su Santidad quiere verte. Un escalofrío recorrió el espinazo del clérigo. Su Santidad era Andronikos Argos, el nuevo patriarca de Constantinopla, tercer sucesor del que había procesado a Cantacuzanos. -¿Qué quiere de mí? -repuso el clérigo-. Ahora pertenezco al séquito del papa de Roma. -No temas, porque no quiere perjudicarte. Es más, contempla tu caso con piedad paternal. Piedad paternal no significaba gran cosa. No obstante, el clérigo no podía negarse a comparecer ante el patriarca. Andrónikos Argos era el hombre más poderoso de Bizancio, quizá más que el basileo. El patriarca de Constantinopla gobierna sobre cincuenta metrópolis y otros tantos arzobispados, sobre más de quinientos obispados y sobre más de cinco mil monasterios y casas de oración, un ejército de clérigos y monjas, y es más rico que el propio basileo. -¿Cuándo quiere verme el patriarca? -preguntó Cantacuzanos. -Ahora. Yo mismo te conduciré ante él. Tengo una carroza esperando. Cantacuzanos hizo el viaje en silencio, sumido en sus pensamientos. El camino hasta el monasterio donde el patriarca asistía a un retiro era largo. Tuvo tiempo de rememorar algunos pasajes de su vida que había olvidado. En otro tiempo había sido un clérigo brillante, uno de los más hábiles polemistas de Bizancio, capaz de desmontar capa a capa las supercherías de los dogmas romanos, el mejor defensor de la Iglesia ortodoxa, como en una ocasión lo proclamó el patriarca. En su calidad de polemista tenía a su alcance los archivos secretos del patriarcado, antiguos tratados compilados por los primeros padres de la Iglesia, libros heréticos, tablillas, papiros y escrituras antiguas enviados a la capital por los logotetes de las provincias y por los obispos de lejanas diócesis. El ansia de saber lo

perdió. Leyó documentos inconvenientes que le revelaron pasajes oscuros de la historia de la Iglesia y otras creencias más antiguas, mitos paganos que eran algo más que historias fantásticas, ritos ancestrales que hablaban al corazón del hombre más claramente que los enrevesados textos de los Santos Padres. Al propio tiempo, como una rutina más de su formación, Cantacuzanos asistió a las lecciones de magia blanca que todo clérigo de su nivel debía conocer con la finalidad de romper hechizos, de sanar el mal de ojo, de expulsar demonios de los cuerpos de sus catecúmenos. Lentamente, otros conocimientos fueron asentándose en su corazón, saberes que, en su conjunto, lo apartaban de la Iglesia. En lugar de ocultar sus dudas, las expuso valientemente a una junta de teólogos que, tras desistir de atraerlo a la ortodoxia, puesto que rebatía sus argumentos y los ponía en evidencia, aconsejaron al patriarca que lo confinara en un monasterio lejano, a pan y agua, para que hiciera penitencia y abjurara de sus errores. Cantacuzanos, incapaz de enfrentarse con ese futuro, prefirió huir a Roma y se puso a disposición del Papa, a cuyo servicio seguía. La carroza atravesó los barrios más poblados y salió al campo. Los segadores iban amontonando sus haces de trigo a lo largo de la vía. Sucedieron parajes solitarios y tranquilos en la escarpada ribera del Perión y finalmente el verde valle del Licus por el que se extendían los monasterios de monjes y de monjas, avisperos silenciosos. En la calzada se cruzaron con numerosas carrozas cerradas en las que damas de alcurnia acudían a sus padres espirituales, monjes famosos de los distintos monasterios, para despachar sus escrúpulos tocantes al dogma o para negociar el perdón de sus más recientes pecados. Llegaron por fin al retiro de Su Santidad. El patriarca estaba sentado en un sillón sencillo, en el amplio hueco de una ventana abierta en la muralla, a contraluz, de manera que sus visitantes no pudieran verle el rostro. -Santidad -dijo Cantacuzanos al tiempo que se arrodillaba ante él y le besaba el escarpín rojo bordado en oro. Una mano sarmentosa y morena se posó sobre su cabeza. -Levántate, hijo mío.

Cantacuzanos se levantó y, a una indicación del patriarca tomó asiento en un escabel sin respaldo que le acercó un monje. Otro le ofreció una bandeja de barbas hiladas, la versión bizantina del huevo hilado, que imitaba la barba de los monjes y se hacía sobre bizcocho borracho relleno con una pasta de frutas en almíbar. Cantacuzanos no era particularmente goloso, pero tomó uno de los dulces y lo comió para demostrar agradecimiento. Estaba trasegando el último bocado bajo la benévola mirada del patriarca cuando lo asaltó la sospecha de si lo estarían drogando o hechizando. No pudo evitar hacer un conjuro que contrarrestara los efectos de la posible ponzoña. Lo notó el patriarca y sonrió brevemente. -Eres un buen cristiano y aunque estés al servicio del Papa de Roma tienes una conciencia y un corazón que pertenecen a la tierra griega. -Eso es cierto, Santidad. -Dentro de un tiempo, no mucho, regresarás con nosotros y es posible que recompensemos tu devoción con una abadía, con un obispado, o quizá con algo más. ¿Lo estaba sobornando? El patriarca, además de hombre de Iglesia, era hombre de mundo, un magnate cuyo poder se extendía por la mitad de la cristiandad. Los asuntos mundanos requerían procedimientos mundanos. -Estoy al servicio del Papa de Roma que me acogió en los tiempos de la tribulación -acertó a balbucir Cantacuzanos-. Estoy vinculado por un voto a la salvación de mi alma. -La salvación de tu alma -repitió el patriarca, y Cantacuzanos no supo si había una sombra de ironía en su voz-. No es necesario que te diga lo que la Mesa de Salomón significa, porque tú eres uno de los escasos hombres en el mundo que sabes de ese asunto más que yo. La Mesa no puede caer en manos de los latinos. Los bárbaros no harían un buen uso de ella. Por el contrario, si volviera a Oriente, donde una vez estuvo y donde los ángeles la fabricaron, entonces Bizancio podría librarse de sus miserias y brillar, una vez más, sobre el mundo como el faro que irradia la verdadera doctrina.

-Santidad, Bizancio es grande. Lo único amenazado por los sarracenos son los estados latinos de Tierra Santa. Sin el concurso del milagro, no prevalecerán. No prevalecerían de todos modos, pero tú te equivocas cuando crees a salvo a tu patria. Los venecianos y las ciudades mercantiles de Italia hace tiempo que maquinan nuestra perdición, incluso ya circulan listas de bienes, de tierras y catastros y hay disputas sobre a quién le corresponderá cada cosa cuando nos la arrebaten. El peligro no está en los turcos, sino en los bárbaros latinos, nuestros hermanos. Tú perteneces a los escogidos para buscar la Mesa, porque Dios permitió que te desterraran. Te reservaba para esta alta ocasión de devolverle a tu patria el talismán que la vuelva a la vida. Si quieres salvar tu alma del abismo, debes entregársela a sus legítimos poseedores, a la Iglesia oriental. Esta es la semilla que pongo en tu corazón con paternal amor. Ahora vuelve con los bárbaros y no olvides a los tuyos. Esos poderes que te fueron otorgados por la Hermandad del Misterio empléalos en restaurar el poder de Cristo en Bizancio. Un cochero devolvió a Cantacuzanos al foro de Constantino. El resto del camino lo hizo a pie. Cuando llegó al palacio de Solomera se encerró en su aposento, se arrodilló a orar frente a la ventana y derramó amargas lágrimas por el peso que Dios ponía sobre sus hombros.

CAPÍTULO

XXIV

Pasadas las fiestas de la Koimesis de la Virgen, que en Constantinopla se celebran con gran boato, pestiños de sartén y visitas a iglesias engalanadas, los viajeros zarparon con rumbo a Grecia. Terminaba el verano, tras las tormentas y los grandes calores, y la brisa ligera templaba las vides de los acantilados, las del vino fuerte que sabe a mar, mientras en los monasterios del Bósforo los monjes madrugaban para sembrar el alhelí celeste. La nave, una galera correo que el basileo había puesto a disposición de los enviados, se deslizaba a lo largo de la costa del mar de Mármara y, aprovechando las corrientes que el capitán conocía por carta, sólo tardó un día en alcanzar el estrecho de los Dardanelos y salir al mar Egeo frente a la isla de Lemnos, que dejaron a sotavento por la noche. En los días siguientes navegaron con buen trapo, siempre con la costa de Macedonia a la vista, y rodearon la península calcídica, con sus tres lenguas de tierra que se internan en el mar, el llamado tridente de Neptuno, para enfilar el cabo Artemisón, que rodearon dejando la isla Eubea a barlovento. Desembarcaron en un amarradero triste y sucio de la Beocia, en una cala perdida donde había una factoría del basileo dedicada a la salazón y a la limpieza de mineral. -Delfos está a dos días de camino, hacia el sur, no tiene pérdida indicó el capitán de la nave. El nuncio del basileo los proveyó de caballos y de bastimentos para varios días, así como de los correspondientes salvoconductos con los que se socorrerían mientras estuvieran bajo el amparo imperial. Partieron. El camino subía rápidamente de la costa y se perdía en la montaña, entre encinas, olivos y cipreses. El aire limpio olía a romero y tomillo. Por senderos antiguos, a trechos hundidos en un túnel vegetal, a trechos despejados, por calzadas empedradas, entre adelfas y laureles, caminaron durante un día hasta que se les hizo de noche en un otero desde el que se divisaban, al fondo, la mole gris del Helicón a la izquierda y el monte Parnaso, blanco y patriarcal, a la derecha.

-Aquel es el monte Parnaso -señaló Cantacuzanos-, el hogar de los dioses de la Abominación, -. Trazó rápidamente el signo de un conjuro-. Delfos está al otro lado. Instalaron el campamento. Mientras el semiorco acarreaba agua de un manantial cercano, Pedro el Raposo y el enano Grontal salieron de caza y regresaron con un jabalí a rastras. No entramos en Grecia con mal pie -anunció jovialmente el Raposo. Cantacuzanos se había apartado a rezar y volvió la cabeza con cara de pocos amigos. El clérigo había recogido señales adversas. Un cuervo se había posado a su izquierda, sobre el copete de una encina y le había advertido. -Guárdate del camino de Delfos. -¿Es que hay otro camino alternativo? -preguntó el clérigo. El cuervo se despulgó el plumaje negro azulado del pecho mientras se pensaba la respuesta. -Hay nueve caminos. Guárdate de los nueve porque cada uno es peor que los demás. Y levantó el vuelo y se fue a donde los cuervos duermen. Los viajeros cenaron de buen humor y se echaron a dormir después de designar el turno de guardia. La tercera vigilia le tocó a Guido de St. Bertevin. Aquella noche no ocurrió nada. El muchacho la pasó contemplando el bulto de Isbela, dormida y arrebujada en su manta, cerca de la vacilante hoguera que se iba extinguiendo a medida que avanzaba la noche. Habían colgado la piel del jabalí en una encina, a la entrada del vallecillo, para mantener alejadas a las alimañas. Amaneció un día radiante de los del final del verano, y después de desayunar Cantacuzanos señaló el camino y dijo: -El sendero se escinde en tres ramales y hemos de recorrer los tres. Propongo que nos dividamos en grupos y que nos encontremos al

caer la tarde en las faldas del monte Parnaso. Desde allí nos dirigiremos juntos a Delfos. Una piedra señalaba la encrucijada de la que partían los tres caminos. Los peregrinos se dividieron: Lucas de Tarento, Isbela y Cantacuzanos por el de la izquierda; Guido de St. Bertevin con el semiorco Gorgo por el del centro y Pedro el Raposo con el enano Grontal por el de la derecha. El sendero que seguían Lucas de Tarento y sus dos acompañantes serpeaba por una región de rocas graníticas entre las que crecían encinas, alcornoques y acebuches. Iban delante el caballero y la doncella en animado coloquio y el clérigo detrás, silencioso, abismado en sus pensamientos, de los que lo arrancaban frecuentemente los sonidos del bosque, ramas que crujen, alimañas que huyen, quejidos, cantos de pájaros, rumores de agua. A medida que avanzaban, la naturaleza cambiaba. Al final los árboles de especies desconocidas, más copudos y altos, con troncos arrugados y escamosos, sustituyeron a las encinas y a los cipreses. El romero, la jara y las adelfas. cedieron terreno a helechos que al principio eran pequeños y apenas alcanzaban a la rodilla de los caballos, pero más adelante habían crecido hasta la altura de un hombre. -¿Vamos en la buena dirección? -preguntó Lucas, preocupado después de mucho caminar. Cantacuzanos se puso a la altura del caballero y escudriñó el cielo. -Antes estaba despejado y ahora se ha puesto gris y el aire huele a tormenta. Creo que estamos en los dominios de la Abominación. Esa era la prueba que nos esperaba, según el cuervo me previno anoche. Se habían detenido en un claro del bosque, un prado de helechos con unas ruinas antiguas al fondo. En la espesura, al otro lado de las ruinas, las ramas altas se movían como si un viento fuerte las azotara. Sin embargo donde ellos estaban no soplaba ni una leve brisa. -Tenemos compañía -dijo de pronto Lucas, y clavando la lanza en tierra echó mano de la cota de mallas y se la metió por la cabeza tan rápido como pudo.

Su instinto de guerrero le avisaba que se avecinaba lucha. No había acabado de armarse cuando en el lindero de las ruinas se dibujaron nítidamente las siluetas de una docena de hombres armados, todos a pie. Detrás de ellos, saliendo como de la nada apareció un jinete vestido con una coraza alemana, negra, con una creta emplumada en el yelmo. Montaba un caballo negro frisón de gran alzada, un caballo de batalla descomunal, el pecho protegido con un peto de acero del que pendían, a modo de adorno, las cabezas de cuatro enemigos muertos, podridas y negras de moscas. -¡Lucas de Tarento! -gritó el jinete con una voz ronca que resonaba como una chasca de acero-. Estás profanando una tierra sagrada. Retírate y salvarás la vida. -Esta tierra pertenece al basileo de Constantinopla -respondió el caballero-. Traemos cartas y salvoconductos suyos además de la bendición del patriarca. Dejadnos pasar y haya paz. Sonó una risa siniestra y cascada parecida a un lento ladrido que heló la sangre de la semielfa y de Cantacuzanos. No lo has entendido, caballero -dijo la coraza negra-. Esta tierra pertenece a la Abominación. Tus cartas no sirven aquí. Vuelve o morirás. Cantacuzanos temblaba como si estuviese enfermo. -«Nunca debimos traer a la mujer -protestó-. Esto no ocurriría si no la hubiéramos traído.» Lucas le lanzó una mirada severa. -Apártate a un lado del camino y reza, porque es hora de pelea y no de lamentos. El clérigo, sin dejar de temblar, descabalgó y trazó con su báculo un amplio círculo sobre la hierba al tiempo que murmuraba un conjuro. Al momento se elevó una llama pálida que ardía sin consumir la vegetación. -Protégela a ella -le ordenó Lucas perentoriamente.

A regañadientes el clérigo extendió la mano y la llama cesó para que Isbela se incorporara al círculo. Un alarido inhumano se elevó del lindero del bosque. Lucas de Tarento atendió al de la coraza negra. Había iniciado el ataque, al galope, con la lanza bajo el brazo apuntando al enemigo. Sus huestes lo seguían con un rumor de perpuntes y corazas mal encajadas. Lucas embrazó su lanza, se protegió con su escudo y picó espuelas contra el enemigo. Todo había ocurrido tan rápidamente que no tuvo tiempo de considerar los acontecimientos. En la cabalgada, con la imagen del enemigo que iba creciendo en la punta de la lanza, consideró que quizá estaba viviendo el último día de su vida, que quizá, después de todo, aquella cabalgada en una tierra desconocida, sobre el yerbazal que crecería sobre sus huesos, era lo último que haría el antiguo templario después de una existencia en la que las dudas superaban a las certezas. Tenía muy buena edad para morir y reunirse con tantos viejos camaradas caídos en Tierra Santa, las fila de templarios degollados por el matarife de Saladino tras los Cuernos de Hattin. Cerró los ojos y atacó.

CAPÍTULO

XXV

Guido de St. Bertevin avanzaba por el sendero que cruzaba un prado recorrido por una maraña de arroyos cristalinos que no le impedían la marcha. Quizá fueran los ramales de un mismo arroyo que no sabía bien su cauce al llegar a la llanura. Había bebido agua y la había encontrado muy fría, como venida de las montañas, quizá de las nieves del monte Parnaso, el blanco cono que se recortaba en el cielo azul, al fondo de las montañas grises. Gorgo, el semiorco, lo seguía a pie, procurando no separarse demasiado de la cola del caballo de su amo. Cuando se quedaba retrasado se ponía a cuatro patas y corría ágilmente hasta recuperar el terreno perdido. En un par de ocasiones, Guido había intentado conversar con él, pero su dominio del idioma era tan precario y su pronunciación, estorbada por la lengua gorda, tan torpe, que apenas se podía entender lo que decía. -Yo, amo Guido, la sangre santo -repetía a menudo. Guido entendía que le estaba muy agradecido por haberle salvado la vida en el asalto a La Golondrina Risueña. A esa pobre criatura, un semiorco, más bestia que persona, su propia vida le parecía preciosa, como a cualquier humano y sentía agradecimiento, como un humano, hacia la persona que se la salvó. «Bien pensado, no todos los hombres somos agradecidos», cavilaba Guido. Y esa consideración le daba qué pensar. Quizá los orcos, en el fondo de sus cerebros toscos, guardaran el tesoro del sentimiento mejor que muchas personas. No había visto muchos orcos en su vida, como no había visto muchos osos o muchos jabalíes. «Hay seres que cuando se ven hay que matarlos» -pensó tristemente. Giró sobre su silla y miró al semiorco, que le devolvió su perpetua mirada agradecida, babeante. Después de todo no le estorbaba, le daba compañía. Y aquella abnegación ciega hasta le resultaba conmovedora. Lo había visto haciendo guardia sin perder de vista al amo en los fuegos del campamento o en las calles de Constantinopla, atento a su seguridad.

Cruzaron el valle ameno y entraron en un sendero más angosto que conducía a las montañas. Atravesaron una corriente clara y tempestuosa por un viejo puente de piedra. Al otro lado había volcado un carro cargado de leña. Una anciana de pelo gris y repulsivo rostro, la boca desdentada y sumida, la piel arrugada y sin lustre, los ojos casi ocultos por los pliegues fláccidos de los párpados, se había sentado en una piedra. Cerca pastaba un caballo blanco matalón, tan viejo como la dueña, con las costillas señaladas y los huesos de la grupa queriendo romper el pellejo. El camino era suficientemente espacioso para pasar de largo, pero el joven Guido se apiadó de la anciana y se detuvo junto a ella. -A los buenos días -saludó-. ¿Qué pasa, madre, se le ha volcado la carga? -Ay, hijo, los tres somos demasiado viejos: el carro, el caballo y yo. Guido reparó en que, en efecto, el carro era también demasiado viejo, un armatoste con las ruedas macizas y la caja de corteza de abedul trenzada, de los que hacía siglos que no se veían por los caminos de la cristiandad, desde que se inventó la llanta radiada. -Vamos a ayudarle, señora -dijo Guido. -Ay, hijo, no es necesario, ya vendrá algún leñador del pueblo y me echará una mano. Tienen que pasar varios a lo largo de la mañana. -¿Y va usted a esperar mientras? -objetó el muchacho-. De ningún modo. Nosotros le ayudamos. A ver, Gorgo, échame una mano. El semiorco emitió un gruñido de conformidad y asiendo con sus poderosas manos sendos haces de leña los sacó del carro y los depositó en el camino. Aligerado el vehículo era más fácil de enderezar. La rueda izquierda se había salido del eje, al caer. Gorgo tuvo que vaciarlo por completo antes de levantarlo y apoyar el eje sobre la horquilla de una encina siguiendo las indicaciones de Guido. El muchacho le ayudó a poner la rueda en su lugar, ensartando el eje por el agujero. Después le aplicó la arandela de hierro que sostenía el cubo y martilleó con una piedra el pasador hasta que estuvo bien centrado.

La vieja seguía las operaciones desde su asiento. -La pena es que no tengamos grasa a mano -dijo Guido-, que de tenerla se lo dejábamos engrasado, porque este eje está muy seco. Debe chirriar mucho, ¿eh? -A mí me gusta que suene, como a Cafrune -dijo la vieja-. Me hace compañía por esos caminos y en las arboledas oscuras ahuyenta al lobo. -¿Hay lobos por aquí? -preguntó Guido un poco alarmado, mirando el bosque. La vieja asintió. -Pero a ti no te atacarán, hijo -dijo pensativamente. Guido miró a la vieja. De pronto le pareció menos desamparada que al principio. Mientras Gorgo entibaba nuevamente la carga, Guido recogió el caballo esquelético y lo unció entre la horquilla del carro. Los atalajes de cuero estaban tan cuarteados y gastados que era un milagro que no se rompieran al tirar de la carga. -Va siendo hora de cambiar estos atalajes -indicó Guido a la señora. -¡Qué más quisiera yo, hijo mío, pero soy muy pobre! Soy una viuda sin hijos ni nueras y lo único que hago es vivir como puedo en la tranquila espera de la muerte. -No hay que pensar en eso, señora -la animó el mancebo-. La vida es muy hermosa. La vida es un esplendor. Ella sonrió y Guido descubrió que había un remoto indicio de belleza en su sonrisa desdentada. Quizá alguna vez había sido guapa, pensó el muchacho. -La vida es como una mañana de pájaros -dijo la señora. Entonces salió el sol de la nube que lo ocultaba e irradió sus colores en el valle y volaron pájaros en todas direcciones y las flores levantaron

sus corolas y extendieron una pincelada añil, blanca, rosa, azul por la hierba que cubría los prados. Guido y el semiorco se despidieron de la vieja y reanudaron su camino, sendero adelante.

CAPÍTULO

XXVI

Pedro el Raposo y el enano Grontal avanzaban por una vaguada entre higueras y almendros. El sendero remontaba el curso de un arroyo profundo, de buen caudal a pesar del estiaje. En un descanso, Pedro el Raposo trepó por el tronco de una higuera frondosa para recoger las brevas de arriba. Había pasado ya la estación y las brevas que quedaban estaban pasas. -Ya es raro que no se las hayan comido los pájaros -comentó el Raposo mientras se llevaba una a la boca, con su diminuta gotita de miel, ya seca, en la corona. Grontal miró en derredor, después miró al cielo. -No hay pájaros. -¿Cómo que no hay pájaros? -preguntó el escudero. -No hay pájaros -repitió el enano. El Raposo miró al cielo y comprobó que, en efecto, no había pájaros. Hacía rato que no habían visto pájaros ni ningún otro animal. El Raposo descendió de la higuera y dejó su varal apoyado contra el tronco. -¿Que crees tú? ¿Que esta tierra está encantada? -Pudiera ser -respondió Grontal-. Por lo pronto, no hay pájaros y eso es un feo indicio. Se comieron unos cuantos higos, pensativos, y reanudaron el camino. Al cabo de una hora de marcha silenciosa llegaron al pie de la misma higuera. El varal que había utilizado el Raposo para alcanzar los higos de las ramas altas seguía apoyado en el tronco como él lo dejó y los rabos secos de los higos comidos estaban en

el suelo. La hierba seguía asentada donde descansaron las posaderas. -Hemos caminado en círculo y hemos dado la vuelta como dos pardillos de ciudad -dijo el escudero señalando el varal-. Es la primera vez que me pasa. Yo solía ser el mejor rastreador de mi tierra. Se ve que me estoy haciendo viejo. El enano estaba ensimismado. Habría jurado que caminaban en línea recta hacia el monte Parnaso. -Será mejor que en adelante nos fijemos más. Solamente a dos tontos se les ocurre perderse de día. No lo diremos en el campamento para evitarnos las burlas. Caminaron por espacio de otra hora y llegaron a la misma higuera. El varal de alcanzar los higos seguía donde lo dejaron. -Otra vez hemos repetido el camino -dijo el Raposo. Grontal miró al cielo y convino en que así era. -Un encantamiento -dijo-. El camino está encantado. Nos podemos morir sin dejar de caminar antes de llegar a nuestro destino. El Raposo asintió gravemente. -Será mejor que almorcemos, que ya va siendo hora, y pensemos con calma lo que tenemos que hacer. Se sentaron al pie de la higuera, sacaron las talegas, carne seca, bellotas, pan y una frasca de vino rojo denso, que les alegró la pesadumbre del encantamiento. -Lo que tenemos que hacer es volver sobre nuestros pasos hasta la encrucijada de la piedra derecha y seguir uno de los otros dos caminos -propuso Pedro. -Me temo que el camino no se dejará recorrer fácilmente -objetó el enano-. Estamos en una redonda, en una senda embrujada. Si retrocedemos, encontraremos lo mismo, esta higuera, pero viniendo de aquella otra parte.

-¿Como podemos escapar, entonces? ¿Volando? -Esa es una solución -admitió el enano. Hablaba completamente en serio-. Hay algunos conjuros que te permiten volar, pero me temo que yo no me sé ninguno. Quizá alguien pueda ayudarnos. Aguarda aquí. Grontal se incorporó y se alejó de la senda en dirección a una corpuda encina cuya copa sobrepasaba las de los árboles del entorno. Si había algún enano local estaría allí, pensó. Cuando llegó a la encina la rodeo, admirando su porte. Puso una mano en el tronco y convocó al enano. -¿Sibsw wars wk sywli sw wars wbxubs? -dijo. Se removió la tierra bajo las hojas muertas y apareció una mano, seguida de un brazo, de un tronco y finalmente el cuerpo entero de un enano joven, moreno, con un birrete colorado y calzas de piel bastante gastadas. Miró a su convocante, se sacudió la tierra que le había quedado adherida al jubón e inquirió: -¿Sw wyw dsnukus wewa? Grontal le explicó pormenorizadamente su familia y linaje y le hizo un breve resumen de su vida y de sus peregrinaciones por el mundo a sueldo de los humanos. El enano pertenecía a una comunidad muy aislada. No tenían idea de las Cruzadas. Cuando veían pasar tropas, creían que la guerra de Troya coleaba todavía. -El bosque está encantado, y no os va a ser fácil salir. Un primo mío, Ramakos el Simple, se perdió hace cincuenta años y encontró el camino el año pasado. La mujer lo mandó a comprar tres briznas de azafrán para el guisado y se cansó de esperarlo. -¿Y qué hizo? -Puso el guisado sin azafrán. No. Digo qué hizo Ramakos para volver.

-¡Ah! Al final el problema se lo resolvió un cuervo colirrojo que se amistó con él porque le pasaba todos los días dos veces debajo del nido. -Y ese primo tuyo, ¿podría presentarme al cuervo? -Vamos a ver. El enano se metió en su agujero y tras un buen rato volvió con su primo. Era un enano algo más oscuro de piel, de todos los años que había vagado a la intemperie sin encontrar la senda. -¡Menos mal que habéis dado con nosotros! -dijo a guisa de saludo-. Yo desde que me ocurrió lo de marras, sigo en muy buenas relaciones con el cuervo y no le falta su pan con hierbas amargas, que le consuelan mucho el estómago. -Miró las copas de los árboles más cercanos por si el cuervo escuchaba y añadió confidencialmente-: Lo tiene estragado de comer ortigas y sabandijas. Voy a buscarlo y os lo presento, a ver qué se puede hacer. Ramakos el Simple se marchó, a través del bosque, hacia el nido del cuervo y ellos aguardaron con el primo conversando tranquilamente sobre la república enanil que mantenía aquel bosque. Al parecer no había mucha ingerencia de los humanos, esa era la parte buena, porque había circulado la leyenda de que el bosque estaba encantado desde que desapareció en él un batallón de persas, en tiempos de Darío el Grande. Y desde entonces, las rutas de arriería y los correos de los humanos lo evitan y prefieren descender hasta las costas del istmo de Corinto o subir al norte, en busca de Elatea, hacia la Fócida. Mejor. Más tranquilos. Ellos, en la superficie no tienen problemas. Y enanos superficiales, aparte de su primo Ramakos, el escarmentado, hay pocos. Casi todos son profundas. A media tarde regresó Ramakos con el cuervo, negro, grande, revoloteando con mucha suficiencia sobre la arboleda. -Buenas tardes -saludó el ave perchando en la rama de una encina-. Aquí el amigo Ramakos me ha contado el problema. ¿A quién se le ocurre meterse así, tranquilamente, en el Bosque Tenebroso? Y dad

gracias a Dios, o el que sea en el que creéis, de que no os hayan ocurrido percances más desagradables todavía. -¿Y cómo podemos salir? -¿Confiaréis en mí? Grontal y Pedro se miraron: ¡qué remedio! -Sí, claro -dijo el Raposo. -Pues entonces, seguidme, yo volaré y vosotros iréis exactamente por donde yo vaya, aunque os parezca que os llevo por el mismo sitio y que os vuelvo locos, porque el Bosque Tenebroso es un laberinto y sólo el que vuela por encima de los árboles conoce la salida. Se despidieron con muestras de afecto y agradecimiento de los enanos y partieron en pos del cuervo. El negro pájaro los condujo por senderos inexplorados, resbaladizos y secos; por bancales de piedras; por cañaverales húmedos en los que los mosquitos se los comían; por umbrías tan espesas que no se veía el cielo; por secarrales y por charcas llenas de ranas y culebras. Caminaron y caminaron atravesando lodazales pantanosos y desiertos, hasta que salieron, ya anocheciendo, a un yerbazal parecido al que habían dejado en la piedra enhiesta, cuando se separaron del resto del grupo. -Aquí ya vais bien -dijo el cuervo-. Cuando amanezca veréis una senda de cascajo colorado que sale de aquel arbolado del fondo. Ese es el camino de Delfos. Si no os desviáis llegaréis al cabo de seis o siete horas. -¿Como podremos pagarte el favor, cuervo? -dijo el Raposo. -Ya me lo pagaréis -no te preocupes-. Nos tenemos que ver más. -¿Cómo puedo llamarte? -Llámame cuervo.

-No, me refiero a cómo puedo hacer que acudas en caso de necesidad. -Yo acudo solo, no te preocupes. -¿Sabes algo de la Puerta Misteriosa que hay por estos andurriales? -Claro que sé: ya la habéis traspasado -Pues no me he dado cuenta. -Por eso se llama Misteriosa, porque uno la traspasa sin advertirlo dijo el cuervo y echó a volar alejándose. Renqueaba

un

poco

del

ala

derecha.

CAPÍTULO

XXVII

Las lanzas chocaron simultáneamente en los escudos y se hicieron trizas, provocando una lluvia de pequeñas astillas, finas y afiladas que se clavaron en las gualdrapas de los caballos, en sus carnes y en los acolchados de las sillas de montar. Los dos jinetes se recompusieron sobre sus respectivos arzones, conmocionados del impacto, y elevaron los escudos para equilibrarse antes de volver a la carga. Lucas de Tarento refrenó la carrera de su caballo. Si continuaba la cabalgada se metería directamente entre los aulladores que acompañaban al de la coraza negra. Un jinete solitario era fácil presa de los piqueros. Tiró de las riendas, desenvainó la espada, dio la vuelta y cargó nuevamente contra el misterioso jinete. El enemigo lo esperaba en el lindero del bosque, cerca del círculo de fuego secreto que protegía al clérigo y a la doncella. Se había detenido cabizbajo y parecía meditar. Cuando vio venir a Lucas desenvainó la espada y alzó el escudo, presentando batalla, pero un segundo después dejó caer el arma y se inclinó sobre el arzón. Estaba herido. Con movimientos torpes descabalgó o se dejó caer al pie del caballo. Lucas, viéndolo fuera de combate, viró nuevamente dispuesto a atacar a los infantes, antes de que se repusieran del desánimo de ver a su campeón por los suelos. El antiguo templario profirió su alarido de guerra y cayó sobre ellos. Eran una veintena de orcos vociferantes, con ladridos de oso, armados de cuchillos, de porras, de espadas rotas y mohosas, de lanzones antiguos. Casi todos llevaban corazas de hierro oxidado, heredadas de campos de batalla ignotos, algunas con los boquetes y los cortes de las lanzadas que mataron al anterior propietario. Muchas no les ajustaban y las llevaban asentadas con correas y cuerdas. El caballero cayó sobre ellos y descabezó a los dos primeros de un solo mandoble. Se alejó una veintena de metros y volvió sobre otro grupo azuzando el caballo, que trituró un par de cráneos bajo los cascos ferrados al tiempo que el jinete hendía con su espada un pecho y degollaba una garganta en el mismo movimiento al sacar el hierro de la primera herida. Algunas flechas silbaron cercanas y un par de ellas se prendieron en su cota de

malla sin ocasionarle más ballesta era excesivamente turco de tendón y láminas cuando conseguían alguno falta de cuidados.

que rasguños. Afortunadamente, la complicada para los orcos y el arco de tejo tampoco lo dominaban pues solían- deteriorarlo rápidamente por

La batalla campal duró unos minutos. Al final los orcos supervivientes, no más de media docena, huyeron al bosque abandonando a sus congéneres heridos o muertos. Lucas de Tarento descabalgó junto al caballero de la coraza negra. El yelmo cerrado, con la visera cónica, ocultaba el rostro y lo protegía. Lucas de Tarento extrajo con cuidado una larga astilla que había penetrado, como un cuchillo, por una de las diminutas rendijas que figuraban los ojos. La punta estaba manchada de sangre. Levantó despacio la visera. Dentro no había nada. Un yelmo hueco. La cabeza había desaparecido. Entonces comprendió la extraña laxitud que había encontrado en el cuerpo. Movió la armadura. Vacía. El cuerpo también había desparecido. Sólo quedaba un traje de combate hueco, deshabitado. -Magia -murmuró Cantacuzanos a su lado-. Creo que ya adivino quien nos está sembrando de obstáculos el camino. Esto tiene su sello. -¿Alguien que sucumbió a la Abominación? -Asmodeo

de

Sinán,

un

viejo

conocido

mío.

CAPÍTULO

XXVIII

Declinando la tarde, los viajeros de la Mesa se reunieron en un valle florido que aún retenía la primavera, aunque estaban al final del verano. Guido corrió a saludar a Isbela como si hubieran estado mucho tiempo separados, quizá lo estuvieron, y cada uno le contó al otro sus aventuras. El cuervo, perchado en una encina que crecía en el centro del prado, se despidió con un consejo. -Delfos dista tres leguas de aquí, por el camino que atraviesa la Floresta Umbría. Será mejor que pernoctéis al amparo de este árbol, donde no os ocurrirá nada, y que prosigáis vuestro camino con la luz de la mañana. La vida del hombre es como una rosa al sol del estío, pero esa misma brevedad la hace sublime. Ahora me vuelvo a mi pajarera. Salud. Echó a volar y se perdió en el bosque laberíntico. Pedro el Raposo y el joven Guido armaron dos ballestas, se internaron en el bosque y regresaron con un corzo joven. Antes habían avistado jabalíes pero se abstuvieron de cazarlos porque el cuervo les había advertido que la muerte de un jabalí acarrearía la ira de la Dama. -¿La dama? ¿Quién coño es la dama? -replicó el Raposo. -Es el origen de la Abominación -repuso serio Cantacuzanos-. Esta tierra le pertenece. El cuervo graznó, aprobador. Gorgo, el semiorco y Grontal, el enano, encendieron una hoguera mientras Pedro el Raposo armaba el espetón para asar el corzo.

La carne estaba exquisita. Cantacuzanos, mientras los demás comían pronunció un conjuro y enterró bajo un montón de piedras la cabeza del animal. No ocurrió nada más digno de mención. Si acaso que al término de la cena, el semiorco tuvo la delicadeza de retirarse un centenar de metros para defecar (los primeros días habían tenido problemas para hacerle comprender que ciertas funciones orgánicas requieren intimidad y alejamiento) y fue el caso que soltó un cuesco de tal magnitud que conmovió la selva y una bandada de alcaravanes que dormía en la marisma alzó el vuelo en busca de una cama más tranquila y voló en la dirección del santuario. -Se dirigen a Delfos -observó Cantacuzanos-. Eso es un buen agüero. Transcurrió la noche apacible, todos descansando a excepción del centinela. Amaneció, desayunaron tortitas de aceite, que el Raposo coció en su sartén de hierro, levantaron el campamento y reemprendieron la marcha a través del bosque por un sendero antiguo, hundido, un camino que antes que ellos habían transitado cien generaciones, desde los tiempos de la Arcadia feliz. A medida que avanzaban, el olor de la verde naturaleza se enrarecía, hasta que finalmente predominó una fetidez de cadáver que los obligaba a respirar por la boca. -Huele como un campo de batalla a los pocos días del degüello comentó Pedro el Raposo. -Lo que huele es el cadáver de la dragona -dijo Cantacuzanos-. Cada cierto tiempo un héroe tiene que matarla. Me parece que alguien nos tomó la delantera. -¿Por qué lo temes? -preguntó Lucas de Tarento-. -Eso indica que nos han allanado el camino.

-La dragona guardaba una de las Doce Piedras y una Puerta. Para acceder a la Mesa de Salomón se necesita haber traspasado Siete Puertas y la Mesa sólo se ilumina con las Doce Piedras. En Delfos hay una puerta y una piedra. Parece que se nos han adelantado. -¿Quién puede haber sido? -El mismo que le arrebató la primera piedra al Viejo de la Montaña, Sven le Berg. Lucas de Tarento asintió en silencio. Sven le Berg, su viejo conocido, que un día fue su discípulo cuando era novicio del Temple. Lo había adoptado como a un hijo, se lo había enseñado todo, desde estrategia bizantina a la normanda, la manera de combatir de los sarracenos, los trucos de los orcos y de las tribus esteparias, esgrima de daga, de justa, de mano, todo. Era un joven valeroso, excepcionalmente dotado para la guerra, sincero y fiel, pero sucumbió al pánico en la terrible jornada de los Cuernos de Hattin y había caído del lado de la Abominación. A media mañana llegaron a Delfos, con sus praderas de trébol y sus bosques de helechos. El monte Parnaso, majestuoso, blanco y levemente gris en las sombras, presidía el paisaje. En lo alto de su ladera sur la región de Delfos forma un semicírculo. Los olivos y las encinas trepan por la ladera que remata en los Peñascos Brillantes, una sierra imponente como una muralla obrada por gigantes. Al otro lado del valle, el monte Cirfis cubierto de pinos que atemperan los vientos procedentes del golfo de Corinto y del mar, los malos vientos del verano. Los viajeros descansaron junto a la fuente Castalia, donde los antiguos sacerdotes de Apolo se purificaban, antes de entrar en el valle del Plisto. Cantacuzanos salió de su habitual mutismo para explicar ciertas cosas. -Delfos fue un gran santuario en los tiempos paganos, pero ahora es sólo unas ruinas solitarias pobladas de serpientes y de lagartos. En su esplendor las sacerdotisas guardaban la tripa umblical del dios, por eso se llama, en las antiguas escrituras, el Santuario

Umbilical. La reina del santuario era la Triple Diosa. Entonces todos los valles de Grecia estaban poblados por humanos que la veneraban y acudían al santuario para adorarla y ordenar sus vidas. Estaban divididos en cofradías, cada una encarnada en un animal o un pájaro. Cuando uno pertenece a una determinada cofradía no debe comer la carne de su patrón, el perro, el caballo, el jabalí, el tejón, la paloma, el lagarto, lo que sea, porque esa carne le causará la muerte. Sin embargo en las ocasiones solemnes puede y debe comerse la carne del patrón para entrar en comunicación con la diosa y fortalecerse en ella. -Es como una comunión, lo que hacemos los cristianos -intervino el joven Guido. Cantacuzanos le dirigió una mirada severa. -Los hechos religiosos pueden parecerse, pero es muy desafortunado que establezcas un paralelismo entre los ritos de la Abominación y los de nuestra Santa Iglesia. Guido se sonrojó y miró a Isbela. La muchacha le dedicó una sonrisa solidaria. -La cofradía abominable se rige por mandamientos precisos y rigurosos -siguió diciendo Cantacuzanos-. Por ejemplo, no se puede tomar mujer u hombre de la misma cofradía pues eso sería incestuoso. Prosiguieron el camino ascendente entre acebuches y encinas y, después de mediodía, llegaron a las ruinas de Delfos. Dejaron pastar a los caballos mientras acampaban en la explanada de los juegos. El caballero Lucas se retiró a conversar con Cantacuzanos. Guido e Isbela fueron a explorar las ruinas del santuario. -¿Qué son esas letras? -preguntó la muchacha mientras señalaba una inscripción. Eran unas palabras griegas, antiguas, que significaban: «Nada con exceso». Guido de St. Bertevin no sabía griego, sin embargo, el significado de la inscripción se abrió paso en su corazón con absoluta certeza.

-Nada con exceso -dijo, asombrándose él mismo de su convicción. El templo circular había perdido el techo. Algunas columnas estaban por los suelos, un par de capiteles corintios formaban corro para asiento de pastores. Entre las losas desparejadas y rotas crecía la hierba. Al fondo, a la sombra de una higuera que cobijaba un frondoso laurel, encontraron una tumba blanca y redonda con una gran grieta. Guido se sobresaltó al descubrir en medio de aquella soledad a una muchacha bellísima vestida a la antigua moda de las estatuas antiguas que había visto en los jardines de Constantinopla, con una túnica de seda tan fina que señalaba las redondeces de los senos, las caderas y los muslos. Era tan hermosa que al contemplarla el muchacho sintió una cálida vaharada que le subía del estómago al corazón. -¿Ves, como yo, a esa mujer o es un ángel? -preguntó a Isbela. Pero Isbela había desaparecido. La dama le dedicó una enigmática sonrisa. Hizo una pequeña inclinación de cabeza y le indicó con la mano que se acercara. Guido obedeció movido por una fuerza hipnótica que le anulaba la voluntad. La dama estaba sentada en un trípode de bronce tan alto que los pies no le llegaban al suelo y tenía que apoyarlos en un travesaño. -Volvemos a vernos Guido de St. Bertevin -le dijo con una voz suave y musical. -¿Volvemos a vernos, decís? ¿Me conocéis, señora? Ella ensanchó la sonrisa. Se le formaban dos hoyuelos en las mejillas. Cualquier galán hubiera dado la vida por besar aquella boca fresca, fragante, con labios gordezuelos, bermejos entre los que asomaba una hilera de dientecitos blancos. -Ayer me ayudaste a enderezar mi carga y el monstruo que te acompañaba me arregló el carro. Guido no daba crédito a sus oídos.

-¿Vos, la anciana del carro? ¿Aquella mujer decrépita érais vos? -Demostraste nobleza de sentimientos al ayudar a una anciana tan repelente -observó la muchacha, sonriendo de nuevo-. Por eso voy a concederte lo que necesitas. Guido pensó en Isbela. ¿Dónde estaba? Le hubiera gustado tenerla a su lado para que viera a la resplandeciente muchacha de las ruinas. De pronto se percató de que probablemente la maga la había hecho desaparecer. Iba a interesarse por ella, pero antes de que pudiera formular la pregunta, la misteriosa dama se metió en la boca tres hojas del laurel que crecía a su espalda y comenzó a masticarlas con unción, con la mirada extraviada. El muchacho comprendió que no debía molestarla. El mundo se quedó en silencio. No corría la brisa. No volaban los pájaros. Ante los ojos de Guido, una abeja se había quedado inmóvil, suspendida en el aire en pleno vuelo. El único movimiento, en leguas a la redonda, era el de la mandíbula de la maga masticando cuidadosamente las hojas de laurel. Después de un tiempo, que Guido nunca supo decir si fue largo o corto, porque también el sol se había detenido en su camino y sólo percibía el lento y acompasado tambor de su corazón latiendo en sus sienes, la maga escupió el amasijo verde de las hojas del laurel y dijo con una voz que parecía salir de las entrañas de la tierra: -Guido de St. Bertevin, la piedra que buscas, la Intrincada, la tiene el hombre que me mató hace tres días. Prosigue tu camino y no pierdas tu corazón. -¿Que os mató a vos? -Muero y renazco continuamente. Eso no te debe preocupar. Guido comprendió que aquel paraje estaba hechizado y que cuando regresara al campamento y explicara lo ocurrido a sus compañeros les resultaría difícil creerlo. -¿Quién sois, señora? -preguntó.

-Unos me llaman la Triple Madre y otros me llaman Abominación. En un tiempo tuve la grata blancura de la cebada perlada, la de la leche, la de la nieve en la cumbre virgen del Parnaso, la de las flores que crecen en la pradera del trébol. Ahora algunos se esfuerzan en verme en la blancura horripilante del cadáver, en el ojal llagado de la lepra, en la planta de flores blancas. La abeja suspendida en el aire reanudó su vuelo con un zumbido y la naturaleza se puso nuevamente en marcha, la brisa agitaba las hojas de la higuera, los pájaros gorjeaban en sus ramas o surcaban el aire. De pronto Isbela volvía a estar junto a su amigo. La había recuperado. El joven hizo ademán de abrazarla, pero ella malinterpretó sus intenciones y se zafó ágilmente. -¡Las manos quietas! -advirtió-. ¿A qué viene esa efusión? -Regresemos con los otros y escucha lo que tengo que contar. Encontraron a sus compañeros conmocionados. Cantacuzanos había trazado con la contera de su báculo un amplio círculo que los encerraba a todos y hacía las señales de un conjuro al tiempo que murmuraba palabras mágicas y miraba a su alrededor como si un gran peligro se cerniera sobre él. Cuando terminó, se apoyó en el báculo para dominar el temblor que agitaba sus miembros y dirigía miradas encendidas al santuario mientras el joven Guido relataba su encuentro con la maga de las ruinas: -Esa mujer era la pitonisa -dijo Cantacuzanos-, una antigua servidora de la Abominación. Las hojas de laurel que masticaba la ayudan a entrar en trance oracular. En los tiempos paganos mucha gente peregrinaba a este santuario para someterse al consejo de la pitonisa. Entonces no necesitaba laurel porque la grieta del santuario despedía todavía gases hidrocarburos e hidrosulfuros, principalmente metano, etano y etileno, que le provocaban el trance, y pronunciaba frases sin sentido, palabras inconexas que un sacerdote de Apolo anotaba cuidadosamente para extraer de ellas el mensaje. La planta de flores blancas de la que te habló es la cicuta, la venenosa y abominable que en estos prados y en estos bosques abunda mucho, así como el trébol. Estos tréboles que nos

rodean son la imagen de la Triple Diosa, de la Abominación, porque sus tres hojas se unen en un mismo tallo. -¿Qué haremos ahora? -dijo Lucas de Tarento. -Proseguir nuestro camino. Me temo que una vez más se nos ha adelantado el servidor de la Abominación. Él tiene la piedra Intrincada. -¿Y la Puerta? -El joven Guido la ha franqueado, de otro modo no se habría encontrado con la sierva de la Abominación. Creo que ahora debemos proseguir nuestro camino y escapar cuanto antes de estos parajes malditos. No estoy seguro de que mi magia nos proteja en un lugar tan infecto. Lucas de Tarento pensó que quizá el miedo obnubilaba la mente poderosa de Cantacuzanos, pero se abstuvo de expresar sus dudas. El mago era el único que podía interpretar la Mesa de Salomón, si un día conseguían rescatarla, pero, por otra parte, no era la persona más adecuada para afrontar los peligros que acarrearía la búsqueda de las Doce Piedras y de las Siete Puertas. El antiguo templario salió a pasear en la soledad de la noche apacible. Cerca de él la Dama de la Rosa Azul respiraba los efluvios vegetales del bosque con los ojos cerrados, en extraña paz. La presencia del hombre a veces turbaba su naturaleza y despertaba en ella recuerdos de emociones dormidas hacía siglos y marcadas por una inmensa desazón. Tantas lunas desde entonces, tanta soledad contenida en un instante, y ese saber que todo era un puro espejismo de luz en el que los humanos a veces extraviaban la razón. -Habladme de vos, de vuestro pasado, de vuestras tierras -rogó el antiguo templario que deseaba prolongar aquella noche y no quería despertar. La dama, jugueteando con una rosa azul entre sus dedos, esbozó una sonrisa.

-Desde el círculo de piedras veo, a través de la niebla, puntos de luz. Cierro los ojos y al abrirlos, los difusos gigantes de piedra se pierden en la densa niebla. Veo un paisaje verde y gris, un bosque lejano en el oeste, un baile de gigantes petrificados en el norte, una lengua de hielo que desemboca en el mar brumoso. Los druidas viajaban de un extremo a otro de las islas, desde los círculos, en las tierras altas. -El regato discurre colina abajo, plateado a la luz de la luna -la dama cerró los ojos, evocando-. Sólo hay que escuchar los susurros de esas piedras, el canto de la hierba, para sentir la protección de la poderosa luna, de las mismas entrañas de la tierra de la que provengo, lo que soy. Lucas de Tarento se sentía prendido en el susurro de aquellas palabras como en una invisible red. Aquella presencia le proporcionaba paz inmediata en los instantes de desaliento. -En el difuso amanecer gris y violeta, ¿no sientes el incendio frío de la vida devorando lo viejo, despertando lo nuevo, creciendo, incubando, sanando, hiriendo, matando, pariendo, dando la vida, amamantando al mundo? La dama y el guerrero caminaron unos pasos por la orilla del arroyo que un claro de luna iluminaba como un camino. Se detuvieron frente a frente, en silencio. Durante un instante infinito sus miradas se encontraron y el silencio los rodeó con su abrazo mientras el caballero, impelido por una misteriosa fuerza, acercaba lentamente sus labios sedientos a los de ella. Cuando apenas el espesor de un pétalo separaba sus bocas, la presencia de la Dama Azul se desvaneció dejando en el aire la suave inconfundible fragancia de la rosa. -Buenas noches, mi estrella del alba, mi dama misteriosa -dijo Lucas de Tarento. En la oscuridad, en el sueño, sintió estremecerse su corazón.

CAPÍTULO

XXIX

La taberna La Cogorza Vespertina tenía en la puerta un tablón con la silueta de un barril, señal de que todavía quedaba vino de la cosecha del otoño anterior. El establecimiento estaba situado a la entrada del pequeño puerto comercial de Patrás, en un extremo del caserío que se cobijaba en la falda del cerro del castillo. Sven le Berg entregó su caballo a un mozo y penetró en el local, una sala amplia como un granero, con columnas de madera, que sostenían un techo de fuertes vigas sin desbastar. El salón era capaz de albergar a cien personas distribuidas en mesas cuadradas y rectangulares. Bancos colectivos y taburetes individuales complementaban el mobiliario. A aquella temprana hora sólo había una docena de clientes, ruidosos marinos que bebían cerveza o hidromiel. Sven le Berg se sentó en una mesa apartada, junto a la ventana, desde la que podría vigilar el camino de acceso al castillo. Acudió una moza de mesón, joven, con la cara llena de pecas, bien parecida, el justillo apretado para resaltar unos encantos que formaban parte de la oferta del establecimiento. -¿Qué tomará el caballero? preguntó con voz pastosa e insinuante. Dos marineros algo beodos se dieron con el codo y atendieron a la petición del forastero. -¿Tienes vino? -El mejor vino de Patrás, de los viñedos de los monjes del Megaspileion -dijo la camarera santiguándose piadosamente al mencionar el monasterio. El gesto devoto contrastaba con el tono insinuante de las palabras. Se había inclinado un poco para que el viajero, que parecía pudiente, además de guapo, le contemplara el canalillo. -Tráeme una jarra de vino, ensalada con queso de cabra, un plato de carne y una torta de pan -ordenó el caballero.

La camarera le sonrió y se retiró contoneándose. Al pasar cerca de los marineros uno de ellos le intentó palmear las nalgas, que eran firmes y apetitosas, pero ella le adivinó las intenciones y lo esquivó. El marinero, que había fallado la palmada y al que además le había faltado poco para perder el equilibrio y caer al suelo, se encaró con el caballero. -¿La puta parece que se reserva para este potentado que bebe vino? ¿Comercias en alguna nave? ¿Dónde tienes a tu tripulación? El caballero no contestó. Se limitó a mirar a la calle del castillo a través de los visillos encerados. -¡Estoy hablando contigo! -gritó el marinero, impaciente-. ¿Es que eres sordo? Sven le Berg apartó la mirada de la ventana y examinó al que lo interpelaba. No le respondió. Tan sólo sonrió enigmáticamente y continuó mirando a la calle. Pasaron unos minutos. Regresó la camarera con la jarra de vino, la ensalada y la fuente con la carne y el pan. El caballero le hizo una inclinación agradecida y comió con apetito y corrección, sin escupir los huesos en el suelo, ni sorber ruidosamente de la jarra. Es más, después de cada trago se limpiaba los labios educadamente con el dorso de la manga. Estas muestras de civilidad molestaron aún más al marinero camorrista, que no le quitaba ojo de encima. Finalmente, no aguantó más y se levantó de un brinco haciendo rodar el taburete. -¡Te estoy hablando a ti, maldito hijo de puta! -gritó dirigiéndose a Sven. -¡Dale, Rufus! -lo animó uno de sus camaradas, un pelirrojo enteco con la voz beoda-. Que aprenda a respetar al contramaestre de La Libélula Dorada. El tal Rufus era alto y fornido, con el cuello más ancho que la cabeza, el tórax como, el de un toro y dos brazos como dos jamones que brotaban de su zamarra sin mangas. La nariz partida

de los púgiles y la boca grande y gruesa asentada sobre un mentón ancho y prominente le conferían un aspecto brutal. Atravesó la sala a grandes zancadas, que hicieron temblar los platos en los armarios; y se plantó ante Sven. -¿Me oyes ahora, mequetrefe? El viajero rubio miró a la mole humana con expresión apacible. -Te oigo, pero no tengo nada que decirte -respondió con voz tranquila-. Déjame en paz. Y continuó comiendo con buen apetito. El gigante abrió mucho los ojos y boqueó un par de veces. Le costaba creer lo que había oído. El forastero lo desafiaba delante de la peña en pleno y además lo estaba dejando en ridículo. Aquello no podía quedar así. Adelantó una mano enorme, con dedos que semejaban un manojo de pollas, introdujo el índice en el plato de Sven, lo embadurnó bien en la salsa, se lo llevó a la boca y lo chupó con fruición. La salsa, que era de almendras, con ajo, cebolla, pan frito machacado y un chorrito de vino, estaba estupenda. El gigante repitió la operación. Los espectadores estallaron en una carcajada al ver que Sven dejaba de comer y miraba el plato con expresión de asco. -Si tienes hambre puedo invitarte a un plato de carne -le dijo tranquilamente. -¡Quiero éste! -dijo el gigante. -¿El mío? -El tuyo. Los parroquianos se habían acercado y se partían de risa. Sven parecía pensárselo. -Está bien -dijo al cabo-. Adelante, si quieres, pero tendrás que comértelo todo, huesos y plato incluidos. Sven apartó el taburete y se levantó. De pie apenas llegaba a la barbilla al gigante, que lo miraba con petulancia, con sus ojillos

acerados mientras sonreía. «Se lo va a comer crudo», oyó Sven a su espalda. -Es mejor que lo dejemos ahora, antes de que nos hagamos daño le sugirió al gigante. Rufus y sus amigos rieron a coro. -¡Ten cuidado Rufus, que puede hacerte daño! -advirtió una voz. Una nueva carcajada coral celebró la ocurrencia. El forastero no parecía muy dispuesto a combatir, pero los amigos de Rufus se habían situado a su espalda, para cortarle la huida. Rufus dejó de reír. De repente se puso serio y adoptó la postura de los luchadores, las rodillas ligeramente flexionadas y las manos listas a media altura. Su oponente parecía algo intimidado. -Anda -lo invitó con voz ronca-. Hazme tragar el plato. El forastero no se hizo de rogar. Propinó un súbito cabezazo en la nariz del gigante, que se partió con un chasquido de madera seca y comenzó a sangrar abundantemente, y antes de que Rufus encajara el golpe aprovechó que había abierto la boca para espetarle en ella el lebrillo de loza basta vidriada con tal fuerza que saltaron los dientes delanteros, se rajaron las comisuras de los labios y el borde del recipiente quebró las articulaciones de la mandíbula inferior, que quedó colgando sobre el cuello en medio de un vómito de sangre. El gigante se desplomó mugiendo como un toro herido y profiriendo lamentos ininteligibles. -Te advertí que te tragarías el plato -le dijo Sven con una sonrisa compasiva, y, desentendiéndose del herido, se volvió hacia los que lo jaleaban justo a tiempo de sorprender a uno de ellos que se había adelantado e intentaba apuñalarlo por la espalda. -Si no te apartas morirás -le advirtió Sven. El otro atacó ciegamente, con el arma por delante, pero el forastero esquivó la cuchillada y zancadilleó a su agresor haciéndolo caer al suelo. El agresor masculló una maldición e hizo

por levantarse, pero recibió un puñetazo en la sien que lo dejó tumbado e inmóvil. El mesonero, que había asistido a la escena con indiferencia profesional, se abrió paso entre los curiosos y vació un cubo de agua sobre la cabeza del caído. -Despierta, Macaro. Macaro no se movió. El gigante Rufus, sentado en el suelo, lloriqueaba sosteniéndose la mandíbula rota. Unos cuantos camaradas lo sacaron a la calle y lo acompañaron al cirujano. El caballero había vuelto a su mesa, tranquilamente y se había servido vino.

se

había

sentado

-Despierta, Macaro -insistía el posadero mientras abofeteaba al caído. No creo que puedas despertarlo: está muerto -dijo Sven. Alguien le acercó un espejo a la nariz. Otro, le tomó el pulso. Macaro estaba muerto. Los marineros se miraron entre ellos, enfurecidos. -¡Ha matado a Macaro! Salieron a relucir algunos cuchillos. Los marineros que estaban más lejos apuraron sus cervezas y se aproximaron. Una docena de hombres decididos, algunos de los cuales eran piratas bragados, estrechó el cerco en torno al forastero que, al verlos venir, se puso de pie y desenvainó una daga corta y gruesa que llevaba en la bota derecha. -La muerte llama a la muerte -sentenció una voz profunda a la espalda del grupo-. ¿Veo que algunos tienen prisa por morir? Volvieron las cabezas. El que había hablado era un clérigo alto vestido severamente de negro de la cabeza a los pies que sostenía un extraño báculo terminado en forma de T. Llevaba en los hábitos el polvo del camino y de su espalda colgaba de una cinta el

sombrero de grandes alas de los viajeros. Sven reconoció a Asmodeo de Sinán. -¿Quiénes quieren morir? -repitió adelantándose hasta situarse en el centro del grupo. Los marinos percibieron claramente el olor de la muerte, dulzón, a flores podridas, y vieron en la palidez del mago la señal de la Abominación. El que parecía el jefe de la cuadrilla guardó su cuchillo y dijo: -Este hombre es un guerrero, un soldado asalariado o un desertor. Ha venido a nosotros con engaños, haciéndose pasar por un simple caminante y nos ha asesinado a un hermano y malherido a otro con ardides. ¿Quién se hará cargo ahora de la viuda y de los cinco huerfanitos que deja Macaro y de las curas y boticas que necesitará Rufus? Asmodeo se expresó con voz tranquila y profunda: -En primer lugar, la viuda de Macaro que dices es una puta trajinera que se ganará muy bien la vida sin ayuda del difunto. Del mismo modo, los huérfanos es mucho suponer que sean hijos del muerto porque los pudo engendrar de cualquiera de vosotros, excepto el menor que es de este pelirrojo que azuza a los demás para disimular su cobardía. En segundo lugar, ese Rufus, que finalmente ha encontrado la horma de su zapato, no precisa de cirujanos ni de boticas: morirá dentro de tres días, cuando la lengua hinchada lo ahogue y vosotros mismos lo degolléis para evitarle sufrimientos. Y ahora dejadnos en paz a este hombre y a mí si no queréis que ocurran más desgracias. Los marineros comprendieron que tenían delante a un ser maligno, a un mago capaz de predecir el futuro con precisión y se amedrentaron. El grupo se disolvió rápidamente. Algunos recordaron súbitamente quehaceres inaplazables y otros se retiraron a las mesas del fondo, murmurando justificaciones para disimular su cobardía. Asmodeo acercó un taburete a la mesa de Sven y se sentó. Palmeó dos veces y acudieron solícitos varios mozos del mesón. Les señaló

al muerto y los mozos lo levantaron y se lo llevaron a la corraliza trasera para alimentar a los cerdos, según la incivil, pero higiénica costumbre del Peloponeso. Aunque sólo lo hacen con los que mueren en pecado, sin confesión. Sven le Berg, mientras tanto, desentendido de cuanto ocurría a su alrededor, había solicitado un segundo plato de carne, que la camarera se apresuró a traerle, y lo comía con apetito, rebañando la salsa especiada con sopas que pellizcaba de la torta de trigo. El vino era rojo, oscuro y espeso, como suelen ser los caldos egeos. Terminó de comer bajo la atenta mirada del clérigo y eructó débilmente. Sólo entonces elevó sus ojos azules al visitante, como diciendo, qué se te ofrece. No se alegraba de verlo. -Ya sé que no has provocado esta reyerta -admitió Asmodeo-, pero tampoco te has esforzado en evitarla. Sería mejor que fueses más prudente e intentaras pasar desapercibido. Estamos en los dominios del basileo. Los bizantinos tienen espías por todas partes. En el castillo hay una guarnición de mercenarios sirios. Si alguien les diera un soplo no dudarían en venir por ti para hacer méritos. Sven le Berg asintió en silencio, pero su mirada era hostil. -¿Tienes la piedra de Delfos? -preguntó Asmodeo suavizando el tono. El guerrero asintió. Se palmeó la faltriquera que pendía de su cintura, pero no hizo ademán de mostrar la Intrincada. -¿Te resultó difícil? Se encogió de hombros. -Sven le Berg, brazo fuerte -suspiró Asmodeo resignado, pero en su mirada gris había un brillo de verdadera admiración-. Mi buen amigo, crees que has matado al dragón y en realidad has matado a la cautiva. -No había cautiva alguna -replicó el guerrero-. Sólo el dragón en su caverna y en la antesala las cadenas y el pilar de piedra donde la cautiva estaba atada.

-El dragón mismo era la cautiva, la dragona que guarda la sabiduría y el misterio de las aguas, la diosa, la cautiva desnuda y hermosa con sus ajorcas, sus collares de coral, sus cadenas de oro, esas son las cadenas de la roca, los grilletes. El caballero del sol que mata al dragón es un ciego ejecutor de lo que no entiende. -¿Qué puedo hacer ahora? -Te has adelantado por segunda vez a Lucas de Tarento y a los sicarios del Papa. Ahora ellos se dirigen a Venecia. En la capilla de las reliquias de san Marcos los esperan las tres piedras siguientes. Debes adelantarte a ellos.

CAPÍTULO

XXX

Los viajeros prosiguieron su viaje por el camino de Amfissa, una aldea de pastores con pobres chozas de barro y paja donde pernoctaron en un cobertizo y durmieron sobre mullidas zaleas de oveja que los pastores les proporcionaron. Al día siguiente desayunaron un buen cuenco de gachas de cebada y bellota molida con tropiezos de higos secos, antes de descender hasta el embarcadero de Ilea, en el golfo de Patrás, donde los esperaba una galera con la enseña del basileo. El capitán pareció decepcionado al verlos aparecer. -¡Gracias a la Virgen de Blanquernas que estáis sanos y salvos! exclamó-. La señora ha escuchado mis plegarias porque por un momento pensé que no regresaríais de Delfos, esa maldita tierra habitada de demonios, la madriguera de la gran corrupia. Pensaba zarpar mañana, después de rezar un responso por vuestras almas. El basileo, cuya vida prolongue Dios muchos años, cree que puede disponer a su antojo de los territorios sujetos a su dominio, pero allá donde habita la Abominación no hay autoridad que valga y ha sido una temeridad que viajarais a Delfos. ¿Habéis conseguido al menos lo que buscáis? -Sí -mintió Cantacuzanos-. Ha sido un viaje muy provechoso. Cantacuzanos no se fiaba del capitán, un tracio menudo con una oreja de cuero que le cubría una antigua mutilación propia de ladrones, y un gorro cretense encasquetado hasta los ojos con el que ocultaba el lirio florentino impreso con un hierro al rojo en medio de la frente, que evidenciaba su pasado como esclavo de la república del Arno. Embarcaron enseguida y zarparon con rumbo a Patrás, el puerto que guarda la entrada del golfo, donde el capitán les agenciaría una nave veneciana que los condujese a Italia. Fueron dos días de agradable viaje, impulsados por una ligera brisa, sin perder de vista las tortuosas costas de la Fócida, a sotavento y

de Acaya, a barlovento. Algunas veces se cruzaban con otras embarcaciones menores, cargueras de las salinas de Eupalión, o pesqueros cuyos tripulantes, medio desnudos, se descubrían respetuosamente y saludaban la galera imperial. El puerto estaba desierto. Sólo quedaba media docena de menudas embarcaciones que se balanceaban lánguidamente amarradas al muelle de los pescadores. Mientras sus compañeros desembarcaban la impedimenta y los caballos, Lucas de Tarento se adelantó para interrogar a uno de los pescadores viejos que remendaban redes en la explanada. -No tengo buenas noticias -comunicó de regreso-. Esta misma mañana han partido dos carracas venecianas y una galera pisana. No esperan navío mayor hasta dentro de cuatro días. -No es problema. Podemos esperar -dijo Cantacuzanos. -El problema es que un guerrero rubio pasó por aquí hace dos días y mató a un hombre y malhirió a otro. Luego se embarcó en uno de los navíos, el que iba a Trotona y a Siracusa. -¿Sven le Berg? -Me temo que sí. Cantacuzanos se sumió en sus pensamientos. -Siempre se nos adelanta -murmuró como para sí-. Ya tiene dos piedras, que sepamos, la del Viejo de la Montaña y la de Delfos. En Venecia hay tres piedras. Debe de ser su próximo objetivo. Si desembarca en Trotona, al pie de la bota italiana, puede dirigirse al norte por tierra o, quizá más rápidamente por mar, en uno de los bajeles que hacen la ruta del Adriático. Lucas estuvo de acuerdo. -En este caso -dijo-. Hay que darse prisa. Debemos llegar a Venecia antes que él.

CAPÍTULO

XXXI

El viento impulsaba a La Muchacha Sonriente, una carraca pisana de tres mástiles, con velas triangulares, cargada de paños damascenos, cerámica bizantina y cobre en lingotes con destino a Trotona. El capitán, Odón el Calvo, un renegado tunecino a sueldo de los Fusta, la familia de armadores pisanos, había aceptado embarcar a un germano rubio que estaba dispuesto a pagar una elevada suma por su pasaje, cinco besantes de oro por él y tres por el caballo. No era la primera vez que Odón el Calvo se aprovechaba de un viajero en apuros. De hecho, los ocasionales viajeros que aceptaba en las escalas intermedias de su buque raramente llegaban a su destino. El rubio era un caso claro de negocio fácil y saneado. Parecía bastante pudiente y estaba lo suficientemente apurado para comprar a buen precio un pasaje en el primer navío que había encontrado. Le interesaba poner tierra, o agua, por medio porque había matado a un hombre y malherido a otro en una reyerta tabernaria, en Patrás. Odón el Calvo, acodado en la borda de su nave, se sonrió. Barruntaba las ganancias, como las golondrinas barruntan la lluvia. Tenía un olfato tal que mirando una nave o a una persona sabía el montante aproximado del oro o la pimienta que transportaba. Era como un instinto, como un sexto sentido cuya oficina radicaba en algún punto de su ancha nariz: olía la ganancia. Otra característica suya era la absoluta falta de escrúpulos cuando venteaba una oportunidad de aumentar sus ingresos. Por eso, en cuanto se hizo de noche después del primer día de navegación, ya rebasadas las islas de Cefalonia e Ítaca, cuando costeaban Leukas para enfilar el Adriático, se presentó con dos hombres fornidos y armados de sables, ante la camareta que ocupaba el pasajero, a la popa del navío. Primero llamó con cierta precaución, como si temiera despertarle, y luego palmeo francamente la puerta para cerciorarse de que la droga había surtido efecto. El guerrero rubio había adquirido una garrafa de vino de Zakintos antes de embarcar y Odón el Calvo se había ocupado, mediante una discreta señal, de que el tabernero le añadiera un potente narcótico de destilaciones

de beleño y mirra, el licor de Mantua, lo que le garantizaba un profundo sueño. Odón el Calvo intentó abrir la puerta, pero estaba atrancada por dentro. Se apartó y le indicó a uno de sus hombres que la abriera. El esbirro tomó distancia y embistió contra la puerta que cedió en sus goznes con un chasquido de maderas rotas. El pasajero dormía como un leño sobre el camastro. -¿Lo degüello patrón? preguntó el que había hecho saltar la puerta. Odón el Calvo le dirigió una mirada reprobatoria. -No seas asno, ¿qué quieres, poner todo esto perdido de sangre? Tiradlo por la borda y que alimente a los peces. Los dos hombres levantaron al rubio, uno de las axilas y otro por los pies y lo llevaron a cubierta. Mientras tanto, Odón el Calvo registró el equipaje de su víctima con hábiles manos. Había un rollo pesado que contenía una buena cota de malla y una camisa larga, el equipo de un guerrero en oriente. Quizá le dieran por él quince besantes venecianos. Había una espada y dos dagas, lo que suponía doce o trece besantes más, una silla de arzón, propia de guerrero franco, un par de buenas botas, unas alforjas con dos camisas, una capa de invierno y un cinturón azul. Por el caballo darían veinte besantes, en total vendiéndolo todo, unos cincuenta y cinco besantes a los que cabía añadir los cinco que le habían ofrecido los marineros de Patrás si lo eliminaba. ¿Y el oro? Odón el Calvo registró nuevamente los enseres. Nada. Miró bajo la alfombra. Ni rastro del oro. Volvió a la silla de montar y levantó la cobertera de cuero. Allí estaba. En un compartimiento secreto había sesenta besantes de oro y dos piedras semipreciosas. Se guardó el dinero y se quedó mirando las dos piedras en la palma de la mano. «¿Qué puede valer esto?», se dijo. Las miró al trasluz. A simple vista eran meros cristales llenos de impurezas, aunque la talla parecía antigua. En realidad ni siquiera estaban talladas, si acaso pulidas. Quizá un joyero del Lido le diera un par de cobres por ellas, no más. Podrían servir para tallar la falsa pedrería para el colgante de alguna cortesana.

En conjunto la eliminación del guerrero rubio no había sido tan buen negocio como esperaba. Los dos esbirros aparecieron nuevamente en la puerta. -Ya

acompaña

a

los

peces,

jefe.

CAPÍTULO

XXXII

Después de cinco días de viaje a bordo de la galera especiera La Trajinera Joyosa, con una breve escala en Split para embarcar plomo en barras, los viajeros llegaron a Venecia. Cuando avistaron Chioggia, Cantacuzanos señaló la línea de costa y explico: -Ahí la tenemos, la Serenísima República, una islita ocupada totalmente por los arsenales, los palacios, los talleres, y los inmuebles donde los ricos conviven con los pobres y aún con los mendigos, como sardinas en barril. No veréis un palmo de tierra: todo son construcciones de mármol, de ladrillo o de tierra, muchas de ellas sin cimientos siquiera porque las levantan sobre un bosque de maderos clavados en el barro de la laguna. -¿Cómo puede ser una ciudad tan poderosa, si no tiene tierra? pregunto Guido-. ¿De dónde sacan los panes, las minas, la leche, las canteras y la carne? -Les sobra dinero para comprar todo eso. Para los venecianos el mundo se divide en dos partes: la Dominante, como llaman a su ciudad, y Terraferma, la tierra firme, que es el resto. Dos reyes de la Terraferma pueden matarse por un metro cuadrado de tierra; los venecianos no le dan a eso ninguna importancia. Para ellos, lo único que vale la pena es el comercio, el dinero. La cristiandad está llena de extensos reinos regidos por reyes arruinados y entrampados hasta las cejas. En Venecia hay mercaderes más ricos que cualquier rey de las tierras, más ricos que el Papa, más ricos que el califa de Bagdad, más que el basileo de Constantinopla. Venecia domina el comercio, compra barato y vende caro. Su red de agentes y puertos francos se extiende por todo el Mediterráneo y por otros mares, incluso por tierra de infieles, y no me refiero sólo a la de los sarracenos, sino a lo que hay más allá en las estepas habitadas por los orcos y en los confines de Oriente, donde nace el árbol de la pimienta y labra su capullo el gusano de la seda. El poder de Venecia reside en el mar. Su flota es más potente que

el resto de las flotas juntas. Cuando necesita un ejército para guerrear por tierra, lo compra. Venecia sola puede enfrentarse con cualquier reino cristiano, por poderoso que sea, y vencerlo, incluso sin verse en el campo de batalla. Los embajadores venecianos conocen el arte de los sobornos y son muy capaces de quebrantar voluntades con la caballería de la Serenísima. Guido se mostró muy interesado. -¿Entonces, tienen buena caballería? -La mejor, sin cotas de malla que críen herrumbre, ni caballos a los que alimentar. -No os entiendo, padre Jorge. Cantacuzanos le dedicó una de las sonrisas que raramente prodigaba. La convivencia y los peligros comunes que habían sorteado últimamente parecía haber limado algunas aristas de su carácter: -¡El oro, muchacho! -exclamó-. Los sobornos. Si un rey guerrea contra Venecia, sobornarán a su general en víspera de la batalla y si el general no se deja, comprarán a sus coroneles o a los regimientos. Ningún rey con dos dedos de frente osa enfrentarse a la Serenísima. Hasta el Papa se esfuerza por congraciarse con ella. -¿Compran a cualquier persona? -se escandalizó Guido. -A cualquiera. Casi todo el mundo tiene un precio. -¡Yo no me vendería por nada! Lucas de Tarento se sonrió con tristeza. -¿Estas seguro? -inquirió Cantacuzanos. El muchacho afirmó con rotundidad. -¿Y si te prometieran a la muchacha que amas? -preguntó malévolamente el clérigo.

Guido titubeó. Se sonrojó hasta la raíz del cabello. No se lo había planteado, pero probablemente haría cualquier cosa por conseguir el amor de Isbela. -Todos tenemos un precio -sonrió Cantacuzanos-. La cuestión es dar con él. No todo se paga en dinero. Y los espías de la Serenísima se especializan en averiguar el precio de cada enemigo y de cada amigo. La nave se deslizó por la desembocadura del Canal della Fundamenta camino del puerto interior que llaman el Gran Arsenal. Decenas de embarcaciones menores y de navíos de los más diversos tonelajes circulaban en una u otra dirección, siguiendo corredores fluviales señalados con banderas flotantes. Lucas de Tarento, que había servido un tiempo en las naves templarias de La Rochele, le señalaba a Isbela las distintas clases de navíos venecianos: -Aquel es el arsenal de la marina de guerra -explicaba-. Las galeras más altas, con torre de madera para los arqueros, son las cuadrirremes; las más bajas son trirremes. -Son bastante feas -observó la muchacha-. ¿Por qué las parchean de negro? -Lo que parecen parches son placas de cuero tratado con una sustancia ignífuga que protegen el maderamen del fuego griego. Isbela recordó los devastadores efectos del fuego griego en las galeras sarracenas del puerto de Acre, meses atrás, cuando el caballero Lucas de Tarento la rescató del palacio de Muley Osmán. Desde entonces habían ocurrido muchas cosas, había viajado y había visto mundo. No estaba muy segura de querer acabar aquel viaje que forzosamente tendría que concluir en cuanto llegaran a Provenza y la devolvieran a su padre. -¿Y aquellas naves enormes? -preguntó Guido señalando una fila de grandes navíos de alto bordo.

-Esos son los gatti. Son castillos flotantes provistos de catapultas, trabuquetes y potentes balistas capaces de atravesar un árbol. Las maniobran doscientos remeros, además de las velas. Los venecianos compran orcos en los mercados de oriente para que remen en esos monstruos. Un hombre normal no podría manejar un remo de doce metros de largo y cuarenta kilos de peso.

CAPÍTULO

XXXIII

Sven cayó al oscuro mar y se sumergió en las aguas del Adriático todavía inconsciente a causa del narcótico. No obstante, el brusco contacto con el agua helada lo reanimó y cuando salió a la superficie el instinto le dio fuerzas para mover los entumecidos miembros y mantenerse a flote. La luna estaba en su cuarto menguante, pero su luz le permitió divisar la popa del navío que se perdía a lo lejos. Sven fue recobrando el conocimiento y comprendió que lo habían drogado para robarlo y lo habían arrojado al agua. Miró las estrellas y, después de orientarse, giró en derredor en busca de la costa. Creyó ver en el horizonte alguna luz, pero bien podría ser una alucinación de sus sentidos alterados por la droga. Habían pasado varias horas de navegación y seguramente se encontraban a demasiada distancia de la costa. Quizá cuando amaneciera pudiera ver algo. Mientras tanto se limitó a mantenerse a flote, con leves movimientos de las piernas y de los brazos, ahorrando energía. Cuando amaneció estaba extenuado, pero vio venir a lo lejos una vela triangular que aumentaba de tamaño a medida que se aproximaba. Después de todo tenía suerte de que lo hubieran arrojado en la ruta habitual de navegación entre Split y Ancona. El vigía de La Rozagante Arbórea, una tarida veneciana con cargamento de madera, avistó al náufrago y lo comunicó a su capitán, Giorgio Bonafede, un albanés gordo y colorado, de los del cogote rollizo, un hombre de buen corazón que al instante ordenó botar la chalupa para recoger al náufrago. -¿Quién eres? -le preguntó Bonafede cuando lo tuvo en cubierta mientras le abrigaba el cuerpo aterido con una manta. -Me llamo Sven le Berg. Mi señor ha muerto en la toma de Acre y yo regreso a Alemania para comunicárselo a su noble viuda. No estoy habituado a navegar, salí a tomar el aire y debí de marearme

y caer al mar. Me temo que nadie a bordo ha advertido mi desgracia. Bonafede sonrió y le palmeó el muslo. No te preocupes. Dentro de tres días estarás en Venecia. Te inscribes en el registro de los pobres, comes de balde unos días y en cuanto recobres tu vigor podrás reanudar tu camino. No tengo con qué pagaros el pasaje -aventuró el guerrero. -No hace falta que lo pagues. San Marcos nos favorecerá por esta buena acción. En esto llegó el cocinero con una taza de caldo caliente y unas sardinas secas y Bonafede regresó a sus ocupaciones dejando al náufrago en paz. Después de cenar, Sven, agotado por las emociones, se durmió como un leño. Soñó que atravesaba una región devastada por la guerra, las aldeas quemadas, los trigales incendiados, los árboles talados, los buitres hartos de carroña a lo largo de los caminos, muerte y desolación por doquier bajo un sol abrasador. En su sueño, Sven se moría de sed y lo asaltaba la certeza de un manantial fresco a la sombra de una roca en algún lugar del horizonte. Con los pies sangrantes y los labios agrietados e hinchados, el extraviado llegó por fin a la caverna profunda que albergaba la fuente y arrojándose de bruces en el arroyo bebió del agua delgada y fría hasta que sació su sed. Entonces, al levantar la mirada vio unos pies descalzos delante de sus ojos. Se puso de pie y encontró la familiar figura de Asmodeo de Sinán. -Me alegro de verte Sven le Berg. He puesto en tu camino este navío que te llevará a Venecia para que cumplas tu destino. En Venecia conocerás a la esposa de Giorgio Querini, el secretario del dux. Esa dama, un putón desorejado que le pone los cuernos al marido, que es paciente, lleva al cuello una llave mágica que abre la arqueta secreta que está bajo la cama de Querini. En la arqueta secreta están las tres piedras de san Todaro (las que los vénetos le entregarán a Lucas de Tarento son falsas). Te haces con ellas, y sales de la ciudad por el camino de los Alpes porque debes buscar

las otras dos piedras, la Fogosa y la Intrincada, que te arrebató Odón el Calvo. Cuando despertó, lo recordó todo tan pormenorizadamente como si lo acabara de vivir. Notaba un escozor en la mano, la abrió y sobre la palma descubrió la marca de Asmodeo, el que lo había visitado en sueños.

CAPÍTULO

XXXIV

Mientras Sven le Berg cavilaba sentado sobre un rollo de cordaje en la cubierta de La Rozagante Arbórea y consideraba los cambiantes rumbos de la fortuna que tan pronto te aúpa como te hunde, al otro lado del Adriático, el navío que transportaba a Lucas de Tarento y los suyos atravesaba la Gran Dársena de Venecia, el puerto mercantil de la ciudad, y enfilaba hacia su atracadero. A los ojos de los viajeros se ofrecía un impresionante panorama: una aglomeración de naves de transporte, las gombaria, las tarida, las bucius, como ninguno de ellos había visto hasta entonces. Pedro el Raposo contó más de doscientas. -¡Parece mentira que haya en el mundo bosques suficientes para construir tal cantidad de barcos y tan grandes! -exclamó el joven Guido. Normalmente no hay tantas naves en Venecia -explicó Lucas de Tarento-. Esta concentración ocurre dos veces al año, al comienzo del otoño y en primavera, cuando la Serenísima decreta caravana magna. Una vez en alta mar se dividen en caravanas más pequeñas que se dirigen a distintos destinos: la de la Romanía, que va a Constantinopla; la de Alejandría, que va a Egipto; la de Siria; la de Tana, en el mar Negro. La nave atracó entre dos colosales bajeles. Un fornido semiorco, esclavo de la Serenísima, del servicio del puerto, tendió la pasarela de tablas. Los pasajeros desembarcaron con sus caballos de reata. En el muelle un funcionario de aduanas, con su gorro rojo y su esclavo tracio que le portaba el quitasol, el tintero y la carpeta, examinó cuidadosamente los pasaportes signados por la oficina del Papa y por el canciller del basileo, con sus lacres y sus cintas. Cuando los dio por buenos sacó el libro de Registro de Forasteros, que el esclavo llevaba en un zurrón colorado, y anotó cuidadosamente los nombres de los viajeros. Jorge Cantacuzanos admiró la caligrafía véneta, que es redondilla y con las prolongaciones inferiores compactas, como indicando la ciudad palafítica.

-Ya sabéis que mientras permanezcáis en la ciudad estáis sujetos a las leyes de la Serenísima -advirtió el funcionario formalmente-, y no hay recomendación que valga si vulneráis las ordenanzas. -Lo sabemos -dijo Lucas de Tarento. El cagatintas lo miró con recelo. No hacía mucho que venecianos y normandos de Sicilia se habían enfrentado por el dominio del Adriático. Finalmente se habían impuesto los venecianos, pero muchos normandos no habían dado el asunto por zanjado. Aquel normando no parecía ser una persona tan pacífica como sus palabras mostraban. El funcionario miró a Gorgo, vestido con un chaleco y unos zaragüelles sarracenos, y no pudo reprimir una mueca de asco. -¿A quien pertenece el orco? -preguntó. -A nadie -intervino Guido con firmeza-. Es un hombre libre. -No es un hombre, es un orco -corrigió el veneciano con una despectiva sonrisa-. ¿Quién se responsabiliza de él? -Yo -dijo Guido. -Entonces debes saber que no puede circular solo por la ciudad. Si la guardia lo ve solo, lo apresará, lo cargará de cadenas y lo meterá en los presidios del arsenal para que reme en las galeazas. Ante ellos cruzó una patrulla de guerreros vestidos con faldellines de mallas, morenos, con profundas cicatrices en la cara, producto de las heridas que se infligían durante los entrenamientos. Las cicatrices eran la marca de su fiereza y las lucían con orgullo, como si fueran una parte de su uniforme. Los guardias hedían a ajo y a sudor. -Esos eran los schiavoni, los mercenarios albanos -explicó Lucas de Tarento cuando pasaron-. En Albania, al otro lado del Adriático, muchas aldeas miserables viven de las pagas de sus hombres enrolados en el ejército de la Serenísima.

El aduanero enarcó una ceja algo molesto por las explicaciones del normando. -El orco no puede circular solo -repitió. -Lo tendré en cuenta -dijo Guido. -Ahora podéis marchar. Cargaron con los equipajes y atravesaron el animado puerto, con los caballos de reata, en dirección al consulado del Papa, al principio del Gran Canal. En el puerto reinaba una frenética actividad. Cantacuzanos iba señalando los fardos, cajas y barriles de variados productos que se amontonaban en los muelles: -Hubo un tiempo en que Venecia competía con Constantinopla. Hoy Constantinopla está en decadencia y Venecia tiene la primacía del comercio cristiano. Por aquí pasan la sal de Dalmacia, el vino de Sicilia, el alumbre de Focea, las pieles de Moscovia, la seda de Constantinopla, el algodón egipcio, la plata del Harz, el oro de Silesia, el hierro de Corintia, los esclavos del mar Negro que van a engrosar las guardias de Egipto y Túnez. Esas naves toman el azúcar de Creta o de Chipre y la venden a mayor precio en Inglaterra y cargan lana en Inglaterra y en el viaje de vuelta surten los mercados de lana de Italia y Chipre ganando el quinientos por cien. Aquí el oro, el marfil, las sedas, los perfumes, abundan más que en cualquier otro lugar del mundo. Los venecianos son maestros en el arte de abrir mercados y de arruinar a sus competidores usando toda clase de artimañas. Son comerciantes y guerreros. Es muy difícil saber si esas galeras son de comercio o de guerra porque sirven para las dos cosas y a veces simultáneamente. Cuando llegaron al palazzo Selvo, residencia de la nunciatura vaticana, un mayordomo los condujo a sus aposentos, situados en el ala más reservada, sobre la crujía donde se almacenaban los productos del comercio papal. Mientras sus compañeros se instalaban, Cantacuzanos compareció ante su anfitrión, Angelo Pisani, el legado papal ante la Serenísima República, al que le entregó las cartas e informes para el Vaticano.

-El dux os recibirá hoy mismo -dijo el delegado-. La Serenísima ha consentido en cedernos temporalmente, bajo ciertas condiciones, las tres piedras dragontías que posee, la Manchada, la Luciente y la Nuececita. Naturalmente, los venecianos no son de fiar, pero habrá que confiar en ellos al tiempo que mantenemos los ojos bien abiertos. Tenemos, además, noticias del paradero de la piedra séptima, la Templada, que los orcos robaron en Roma, y durante algún tiempo adornó el pomo de la espada de Atila. -¿Donde está? -inquirió Cantacuzanos-. ¿Podemos conseguirla? No va a ser fácil. El médico moravo de Atila la sustrajo aprovechando el desconcierto de la muerte del caudillo huno que, como sabéis, falleció del estallido de una arteria en su noche de bodas. La Templada fue a parar a los orcos de Ormunka, unas malas bestias itinerantes por las estepas del Pliza, quienes, a su vez, la cambiaron por un barril de aguardiente a Lenudesen, el jefe de los vikingos de Gotland. -¿Gotland? -se extrañó Cantacuzanos-. ¿No está eso en la Hiperbórea? -Algo más cerca -repuso Ángelo Pisani-, pero en cualquier caso más allá de donde Cristo dio las tres voces. Me temo que os espera un buen viaje. -Demasiado lejos y demasiado complicado para que vayamos todos -observó Cantacuzanos con desaliento-. Mis poderes mágicos son limitados, no soy una agencia de viajes. En el septentrión hay muchas criaturas de los bosques. Creo que es una tarea para Grontal. -¿Grontal? -inquirió el legado pontificio. -El maestro de magia del papa recomendó que se enrolara un príncipe enano en la expedición. -Debéis enviarlo. Después de hablar con el nuncio, Cantacuzanos informó a Lucas de Tarento y a Grontal del contenido de su conversación.

-Por mí no hay inconveniente -dijo Grontal-. No conozco el país, pero creo que allí habita una de las ramas de mi familia, la del Horón. Me recibirán bien. Lo malo es que los enanos comerciamos con piedras preciosas y oro y no tenemos una cosa ni la otra en la cantidad necesaria para aspirar a esa piedra. No obstante, partiré en su busca y Dios dirá. Grontal abrazó a sus compañeros, incluido Gorgo, y se despidió. Oficialmente partía para un breve viaje a Terraferma a arreglar un asunto privado. Embarcó en una de las naves bajas que transportaban vajilla y cristalería hasta los embarcaderos de la Laguna Baja. El resto de los viajeros se tomaron el día libre para pasear por la ciudad. Isbela de Merens estaba excitadísima con todo lo que veía, e insistió en visitar los mercados de las telas, las joyas y los perfumes. Naturalmente, el joven Guido se ofreció a escoltarla, pues en vísperas de la caravana de otoño la ciudad estaba atestada de forasteros y no parecía conveniente que una muchacha decente anduviese sola por aquel dédalo de callejones y canales. Gorgo, por su parte, no se separó de ellos ni el negro de una uña. Anduvieron toda la mañana por los sucesivos mercados admirando los variados productos de lujo que el mundo produce: los brocados teñidos de púrpura, los bordados de oro y plata de Damasco y de Bagdad, los tapices, las perlas, las piedras preciosas, las piezas de alfarería fina como la cáscara de un huevo, los vidrios bellamente coloreados, el alumbre, el ámbar del Báltico, el marfil de África, el oro de Centroeuropa o del Sudán, en fin, todas las minucias que pueden encontrarse en un bazar. En el mercado de los animales admiraron la variedad de raras especies de mamíferos, de aves y de reptiles que llegaban desde los confines del mundo. A Isbela la fascinó una pareja de leones que dormitaba en una jaula dorada. Se había puesto de moda entre los potentados navieros mantener fieras africanas en sus fincas de Terraferma. Deambulando entre los puestos vieron también perritos del tamaño de un puño para compañía de las doncellas, y otros animales de difícil clasificación, que parecían un cruce entre perro y gato, mansos, gordos y con pliegues en la piel. Vieron peceras con extrañas clases de peces, entre ellos los famosos peces-lengua del mar Negro, imprescindibles para las bañeras de las damas elegantes a las que proporcionan gran placer. Había gran variedad de canarios cantores, jilgueros, pintones y toda clase

de pájaros exóticos traídos de África o de las estepas de Asia. Y serpientes que mantenían la casa limpia de ratas, que en Venecia abundaban debido a los canales. Atravesaron el mercado de esclavos negros, en la plazuela de los tintoreros, junto al puente de piedra. Tres africanos corpulentos, vestidos solamente con un paño de la modestia que les bajaba hasta las rodillas para ocultar sus naturalezas (al tiempo que las pregonaban) lucían músculos y mostraban a los posibles compradores las dentaduras blanquísimas y sanas. Pasando las guirnaldas de telas de vivos y variados colores que cruzaban la calle de los tintoreros, llegaron a las tiendas de los alfareros, de los músicos y de los libreros. Isbela, fascinada, se preguntaba si habría algo en el mundo que no pudiera encontrarse en Venecia. Allí había de todo. Mientras Isbela y sus acompañantes recorrían las tiendas, Lucas de Tarento, Jorge Cantacuzanos y Pedro el Raposo descendieron a lo largo de la margen izquierda del canal y lo cruzaron por el puente de la Paja, todavía de madera (un siglo después lo sustituirían por otro de mármol) y llegaron a la Angarria, donde afloraban los restos de la muralla que los venecianos erigieron el año 900 cuando los húngaros asaltaron la ciudad. Venecia no necesitaba ya murallas. «Nuestras murallas son de madera, pero más inexpugnables que las de Bizancio» gustaban de decir los venecianos aludiendo a su invencible flota. Los paseantes se encaminaron a la basílica de san Marcos, el corazón de Venecia, frente a la intersección del Gran Canal y el Canal de la Giudecca. Antes de la entrega oficial de las tres piedras de san Todaro, Lucas de Tarento deseaba echar un vistazo a la capilla de las reliquias donde las piedras se guardaban. En el palazzo Vechio, sede de la señoría de Venecia, el dux Enrique Dándolo se apartó de la ventana desde la que había inspeccionado los preparativos de la gran galera ducal, El Bucentauro. Dentro de dos días el dux saldría a la mar en aquella magnífica embarcación, escoltado por un enjambre de galeras de guerra ligeras adornadas con gallardetes y, en medio del estruendo de las trompetas, de las chirimías y de los órganos, renovaría, como cada año, los esponsales de la ciudad con el mar arrojando a las turbias aguas del Adriático un anillo de oro y piedras de gran valor.

El dux era un hombre corpulento, ya anciano. Estaba ciego, a consecuencia de un hechizo bizantino de años atrás, cuando era embajador de la Serenísima ante el basileo, pero actuaba como si todavía pudiese ver. En cuanto amanecía se asomaba a la ventana de su despacho a espiar la vida de su ciudad a través del olfato y el oído. Podía detectar, según la hora del día, la subida o la bajada de las mareas, y por el olor de la pez hervida procedente del arsenal conocía el progreso de la construcción de las nuevas flotas. Aspiraba el olor salobre y a yodo del mar, dependiendo del viento dominante, percibía el rumor de la muchedumbre en la plaza de san Marcos o el chapoteo de los remos bajo su ventana. Por los cantos alegres de los barqueros distinguía la corporación de gondoleros a la que pertenecía el remero que desembocaba en el Gran Canal. Enrique Dándolo vestía una túnica morada con los ribetes dorados y calzaba escarpines de seda igualmente morados. Unas polainas de cuero adornado con incrustaciones damascenas le cubrían las piernas y disimulaban la hinchazón de la gota. Cojeaba algo al andar sobre los mosaicos de mármol de la sala ducal. Aunque era un hombre de costumbres austeras, la estancia era un compendio de los lujos de Oriente y Occidente, que mostraban al visitante la pujanza de la ciudad: muebles de maderas preciosas con incrustaciones de nácar, traídos de la remota China a lomos de camellos y ensamblados nuevamente en Venecia; tapices florentinos; alfombras damascenas; armas alemanas... El secretario de cartas latinas del dux, micer Giorgio Querini, vestido con la ropilla negra y la gorra de terciopelo de los escribientes de la Serenísima, tiró de la cinta azul que hacía sonar un cascabel de oro sobre la puerta de los Suspiros. Así se llamaba una de las tres entradas del despacho del dux porque era la que utilizaban los armadores que acudían a negociar las concesiones del año. El dux pulsó el resorte que franqueaba la entrada. Entró Querini e hizo una breve reverencia antes de adelantarse hasta el borde de la alfombra en la que se representaba a Neptuno cabalgando un delfín. -¿Qué noticias me trae, micer Giorgio?

-Excelencia, han llegado los enviados del papa y de los reyes. El embajador del papa ha solicitado por escrito la entrega de las tres piedras de San Todaro, según pactamos. El dux asintió. San Todaro era el san Jorge local de Venecia, un santo que mató al dragón o al cocodrilo que infestaba la laguna de los Juncos, antes de la construcción de la ciudad. -¿Y tú las has preparado? -Sí excelencia. Tres copias de las piedras prácticamente idénticas. Aunque los acompaña un mago experto, no creo que noten la diferencia. -¿Por qué estás tan seguro? -Por lo que he sabido nunca han visto una piedra dragontía, excelencia. Han pasado por Delfos, pero un misterioso caballero se les adelantó y arrebató la Intrincada antes de que ellos llegaran. -¿Quién? -se sorprendió Dándolo. -Lo ignoramos, excelencia, pero la Oficina de los Avisos está indagando sobre ello. Al parecer, un caballero germánico, quizá uno de esos locos que andan por el mundo realizando hazañas para que las canten los trovadores. Nos estamos preguntando si será el mismo que penetró en el castillo del Viejo de la Montaña y le arrebató la piedra Fogosa. En ese caso, el guerrero tendría dos piedras. El dux consideró por un momento aquella información. -No puede ser coincidencia. -Eso hemos pensado en la oficina, excelencia. -Buscadlo y rescatad esas piedras. Mientras tanto entregad a los enviados del papa las tres falsas y que se marchen en buena hora. -Así

se

hará,

excelencia.

CAPÍTULO

XXXV

Grontal llevaba una carta de Cantacuzanos a un mago milanés llamado Milotto Bortanechi, que a la sazón asistía a una tanda de ejercicios espirituales en el monasterio de la Conformitá, a pocas millas de Milán. El viaje a Milán, con buenos caminos, antes de que empezaran las lluvias de otoño, duraba una semana. Grontal, que padecía un poco de los pies, como todos los enanos a cierta edad, de ahí que gusten de andar en pantuflas, pernoctó la primera noche en la fonda del Rico Baco, en Terraferma y se ajustó con un carretero que lo llevaría a Milán por tres escudos de plata. Aquella noche, cuando dormía en su aposento, bajo las vigas del tejado, con las estrellas brillando a través del ventanuco de los gatos, un leve resplandor iluminó la estancia y lo despertó sobresaltado, ya se sabe que los enanos temen, más que a otra cosa, a los incendios. Una voz algo engolada, como hecha a las disciplinas del coro religioso le habló y dijo: -Hola Grontal, tengo entendido que deseas verme. El enano empuñó su hacha que tenía prevenida junto a la cabecera y salto de la cama dispuesto a defenderse, pero no veía al que le había hablado. -¿Quien eres? -inquirió. -Soy Milotto Bortanechi -respondió la voz-. ¡Menudo recibimiento! ¿No me buscabas? -Sí -balbució el enano-, pero ¿dónde estás? No te veo. -Yo sí te veo a ti -rió Milotto-, y por cierto es la primera vez que veo la herramienta de un enano. Había oído hablar del asunto, pero no creía que fuera tan grande. -Es un hacha normal -dijo Grontal.

No me refería al hacha -observó la voz de Milotto con una risita. Grontal se puso colorado, soltó el hacha en la cama y se puso los calzones. Cuando fue a recuperar el hacha encontró a Milotto, no mayor que una liebre, sentado en su mango. -¿Eres tú el mago amigo de Cantacuzanos? -Fuimos compañeros de curso en la escuela de alta magia del Vaticano. Ya me ha comunicado que necesitas trasladarte al bosque hiperbóreo para buscar la piedra de Atila. -Así es. -Muy bien. No vas a necesitar pasaje. Toma tu equipaje y sal al tejado. Grontal acabó de vestirse, tomó el hatillo e hizo lo que el mago le proponía. El tejado era de lajas de pizarra en seco y quebró un par de ellas antes de afirmarse. -¿Y ahora? -Ahora viajarás por el aire. Adiós, amigo mío y que Dios te conserve esa salud tan estupenda que tienes. -¿Qué salud? -preguntó Grontal, por decir algo. La perspectiva de volar lo entusiasmaba tan poco como la de navegar. -Yo me entiendo -dijo Milotto. El mago extendió los brazos, arrugó la frente y fijó los ojos en un punto del vacío. Una vez concentrado pronunció con voz grave un conjuro en algún idioma ancestral ininteligible. Después sopló sobre la palma de su mano derecha. Al instante un viento huracanado arrebató al enano, arrancó de paso unas cuantas láminas de pizarra, y se los llevó girando por los aires en el centro del torbellino.

CAPÍTULO

XXXVI

Lucas y sus acompañantes penetraron en la basílica de san Marcos. Desde los mármoles que decoraban el suelo y los muros hasta las altas bóvedas que sostenían el techo, el templo aparecía cuajado de oro y de mosaicos que destellaban iluminados por decenas de lámparas de cristal, de plata y de oro, las ofrendas de generaciones de mercaderes enriquecidos que mostraban al santo patrón su gratitud por favorecerlos en los negocios. Los visitantes pasaron ante el altar mayor, donde estaba el monumento de mármol en el que se guardan los huesos de san Marcos Evangelista, traídos desde Alejandría en 828 por dos mercaderes venecianos. -En realidad ese cofre está vacío -indicó Lucas de Tarento a sus compañeros-. Las reliquias de san Marcos son el paladión de la ciudad, el amuleto mágico que la protege. Por eso permanecen ocultas en un lugar secreto de la basílica. Rodeando el trascoro llegaron a la capilla de las Reliquias, cuyos muros estaban enteramente cubiertos por un retablo frontal y dos laterales recorridos por cajoneras de maderas finas con incrustaciones de plata y marfil hasta el arranque de las bóvedas. En aquella botica se guardaban las reliquias de más de mil santos y santas de la cristiandad minuciosamente clasificadas y etiquetadas con pequeños marbetes bellamente caligrafiados. Una alta verja de gruesos barrotes dorados rematados en puntas de lanza cerraba la capilla. En el centro del retablo frontal, tres puertecitas adornadas de espejuelos engastados en oro guardaban las santas reliquias de Cristo (un trozo de prepucio, dos sagradas espinas y tres pepitas de una sandía que se comió en Tiberiades tras el sermón de la Montaña). Lucas de Tarento repasó con los ojos las filas de anaqueles hasta que, con cierta dificultad, pudo distinguir lo que buscaba, en un cajoncito a considerable altura del retablo principal. -Las piedras de san Todaro.

Allí se suponía que estaban la Manchada, la Luciente y la Nuececita, que junto con sus compañeras, las otras nueve piedras dragontías, ayudarían al Baal Shem o Maestro del Nombre a descifrar el nombre absoluto encerrado en la Mesa de Salomón. De eso dependía el destino de la Cristiandad. La Oficina de los Avisos era el servicio secreto de Venecia. Al principio había tenido un origen meramente comercial, como casi todo en la Serenísima República. Sus cónsules, distribuidos por los principales puertos del Mediterráneo, informaban sobre la solvencia y honradez de los mercaderes extranjeros que negociaban con Venecia. Inevitablemente, fueron informando de otras cosas, incluidas las más íntimas y privadas. Estos cónsules mantenían confidentes en los principales puertos y habían infiltrado agentes en las cancillerías extranjeras, incluidas las islámicas. De ese modo, la Señoría de Venecia estaba al corriente no sólo de los precios del trigo y de las subidas previstas en cualquier punto del mundo, sino de las idas y venidas de mercaderes, correos y embajadores, cualquier dato, por despreciable que pareciera, que pudiera redundar en beneficio de los negocios de Venecia. En el puerto de Chioggia, un marinero borracho de La Muchacha Sonriente le contó a una camarera del mesón El Espolón del Negro, especialidad en atún encebollado y vinos de la Verona, que el capitán de su nave, un tal Odón el Calvo, había arrojado al mar a un caballero rubio al que había embarcado en Morea. El agente de la Serenísima en Chioggia, que tenía a Odón el Calvo en la lista de sujetos a los que la Serenísima quería vigilar, supo lo ocurrido e informó a Venecia por paloma mensajera. Un funcionario de la Oficina de Avisos realizó los cálculos pertinentes. La Rozagante Arbórea había recogido un náufrago y lo había desembarcado en Venecia aquella misma mañana. Cabía la posibilidad de que fuera el que se les adelantó matando a la dragona de Delfos. ¿Tendría en su poder las piedras Fogosa e Intrincada? También podría ocurrir que fuera otro el náufrago. En tal caso, el que cayó por la borda de La Muchacha Sonriente se encontraría en el estómago de los tiburones, pero era posible que las dos piedras del dragón extraviadas siguieran en su equipaje, propiedad ahora de Odón el Calvo.

La Muchacha Sonriente había fondeado dos días antes en Chioggia y al día siguiente había proseguido viaje hacia Brindis¡. La Oficina de los Avisos envió una paloma mensajera para apercibir a sus agentes en el puerto de destino. Debían detener a Odón el Calvo en cuanto desembarcara y registrarían su camarote hasta dar con dos piedras parecidas a un pegote de cera del tamaño del dedo pulgar.

CAPÍTULO

XXXVII

Odón el Calvo se hospedó en La Sirena Despatarrada, la mejor fonda del puerto de Brindis¡, famosa por su cazón marinero en vino de la Apulia. Cuando subió a su aposento para la siesta, después de un baño reparador y un opíparo almuerzo, no encontró a la rubia frisia que había contratado para que le rascara la espalda, sino a tres sicarios mal encarados, y uno de ellos bisojo, que lo maniataron, lo amordazaron, le cubrieron la cabeza con un capuchón de tela negra, lo descolgaron por una ventana trasera (sin ahorrarle costalada al llegar al suelo, que era de guijarros), y lo condujeron a un coche cubierto que aguardaba frente al callejón. El viaje, con mucho traqueteo, duró como una hora. Al final le quitaron la capucha y Odón el Calvo se encontró en una sala espaciosa con las paredes de piedra que rezumaban salitre y humedad. De una garrucha fija en el techo pendía una soga. El único mueble era una mesa grande cubierta con un tapete negro. Detrás había un escribiente delgado, vestido de negro. Sólo se oía el rasgueo de la pluma sobre el papel. Los secuestradores le quitaron la mordaza y le pasaron la soga por las ligaduras de las manos atadas a la espalda. No hacía frío, pero en la habitación había un brasero de bronce con una barra de hierro no más gruesa que el meñique de una monja dulcera hundida entre las brasas. El bisojo la extrajo brevemente para comprobar que la punta estaba al rojo vivo. Odón el Calvo comprendió que le iban a aplicar tormento. Si se resistía a hablar. ¿Resistirse? ¿Quién pensaba en resistirse? Odón el Calvo era un hombre razonable. Por otra parte, no tenía nada que ocultar, aparte de las cuatro granujerías propias de un capitán mercante que mantiene una novia en cada puerto, todas exigiendo regalos y preseas antes de abrirse de piernas. Quizá últimamente se le había ido la mano y había perpetrado algún que otro asesinato, pero siempre desconocidos, viajeros de poco lustre, aves de paso a las que nadie iba a echar de menos. Se le ocurrió que la Confederación de Ciudades Marítimas podía estar investigando las misteriosas

desapariciones de los pasajeros que admitía en La Muchacha Sonriente. Las leyes del mar eran estrictas y mucho más cuando andaba Venecia de por medio. Eso podría costarle la horca. Comenzó a sudar. El hombre que estaba detrás de la mesa dejó de escribir y lo miró con una expresión indescifrable, que lo mismo podía ser de asco que de pena. -No tengo mucho tiempo que perder -enunció con una voz modulada-. Por lo tanto te haré una pregunta y si me satisface tu respuesta te librarás del tormento. -No tengo nada que decir. -Probó Odón el Calvo, a mostrarse firme- Sólo que estáis interfiriendo en los negocios del mercader Paolo Fusta, a quien sirvo. A vuestros jefes en la Serenísima no les va a hacer gracia recibir las quejas de mi patrón, que tiene amistades en lo más alto de Venecia. Tengo una carga que entregar y Paolo Fusta es un hombre exigente. El inquisidor río por lo bajo con su voz cascada. No te preocupes. Tu navío tiene ya un nuevo capitán y Paolo Fusta se ha dado por satisfecho. De Cristo acá no hay nadie imprescindible en esta vida. ¿Quieres tormento o prefieres desembuchar voluntariamente? Odón el Calvo comprendió la gravedad de su situación. -¡Diré lo que sea! -Eso es ponerse en razón -comentó el interrogador con una sonrisa llena de dientes menuditos-. Veamos: hace unos días arrojaste por la borda a un caballero teutónico. ¿Qué había en el equipaje del caballero? No le preguntaban por el caballero, sino por su equipaje. Quizá pudiera salvar el pellejo después de todo. Odón el Calvo cantó de plano y en su confesión incluyó la descripción de las dos misteriosas piedras.

-¿Qué clase de piedras? -Parecían de ámbar, o de resina del desierto. Intenté sacar una moneda de plata por ellas pero sólo obtuve cuatro de cobre. ¿Qué importancia tienen? Eran sólo baratijas. -¿Quién las tiene ahora? -Se las vendí a un mercader siciliano, un tal Tomasso Albino. -¿Dónde? -Me abordó cerca de Chioggia, en una galera rápida. -Habrás dado parte en el puerto. La ley prohíbe sacar mercancías en el mar y comerciar con piratas. -Bueno. No dije nada porque el siciliano no me pareció peligroso. Era sólo una galera rápida, sin mucha gente, y sólo quería un par de barriles de carne salada. Temí que se rieran de mí si declaraba que nos abordó de noche mientras el centinela dormía. -¿Qué aspecto tenía el siciliano? -Nervudo, con un parche en la mejilla. -¿Has oído hablar de los espejos de Venecia? Los preparan para la Oficina de Avisos unos magos en la isla de Cos. Por medio de uno de esos espejos hemos visto a tu mercader. No era siciliano, sino sarraceno: el corsario Muley Osmán que ha abandonado los mares del basileo donde tiene sus pesquerías y se ha metido en el Adriático, en las mismas narices del león de Venecia, en busca de esas dos jodidas piedras. ¿Sabes por qué se llama «serenísima» a la Serenísima? No, señor -respondió Odón el Calvo con humildad y abatimiento, pero también con la conformidad del que se sabe irremisiblemente perdido.

-Serenísima quiere decir que nunca se descompone, que mantiene la calma y el dominio cuando los reyes, los papas y los basileos bufan -lo ilustró el agente-. La Serenísima no se descompone casi por nada, pero cuando una vela extraña se mete sin su permiso en el Adriático, que es como si se metiera en su bañera particular, eso nos toca los cojones a los venecianos, ¿captas la idea? Odón el Calvo admiró la eficacia del lenguaje diplomático veneciano, flexible y capaz de adaptarse a cada situación y a cada interlocutor. -Capto, capto -murmuró, mostrando conformidad. El emisario de la Serenísima se dio por satisfecho. Anotó en un folio los datos facilitados por Odón el Calvo, espolvoreó un poco de arena sobre la tinta fresca, sopló, dobló la cuartilla y la guardó en un bolsillo de su jubón. Odón el Calvo meditaba sobre su delicada situación. Se le veía bastante abatido. -Si lo sabéis todo, ¿por qué me habéis secuestrado en lugar de perseguir al pirata? Yo no tengo nada que pueda interesaros. El secretario se rió en sordina, una risa cascada, desagradable, que se abría paso de lado entre los dientecillos carniceros. -Te equivocas. Todavía hay algo que puedes darnos y nos vas a dar. Tu piel. El prestigio de Venecia se basa en su seriedad y la seriedad aconseja castigar al delincuente. Has asesinado a tus pasajeros, has robado, te has metido en trapicheos a espaldas de la Serenísima y nos has mentido. La Serenísima te condena al lazo azul. El estrangulador de la Serenísima era un tracio recio y bajito, de brazos musculosos y un tatuaje en el hombro con la virgen de Blanquernas dentro de una orla con la inscripción «No me desampares ni de noche ni de día». Salió de las sombras, hizo una leve venia al interrogador y sin más preámbulo realizó una lazada en su cordón de seda sobre el cuello del prisionero, introdujo una vara gruesa de avellano e hizo un torniquete.

Odón el Calvo intentó resistirse. -No te preocupes, amigo, que esto va a ser visto y no visto -lo tranquilizó el verdugo-. Y piensa que más sufren las mujeres cuando paren. El emisario de la Serenísima abandonó la cámara seguido de los esbirros. Las sentencias de la Serenísima eran inapelables. A Odón el Calvo no le quedó más recurso que defecar en los calzones antes de morir. «Que se joda el que los aproveche».

CAPÍTULO

XXXVIII

Sonaba el toque de cubrefuegos en la iglesia de san Giovanni y Paolo de Venecia, cuando La Rozagante Arbórea atracó en el Canale delle Galeaze. Sven le Berg se despidió del capitán Giorgio Bonafede y desembarcó. Después de cumplimentar el cuestionario del Registro de Pobres, se guardó la cedulilla que le daba derecho a tres días de sopa boba en la beneficencia del palacio Ducal y se encaminó al puente de la Ca de Oro, el barrio de las putas, donde al anochecer paseaban las carrozas cubiertas y las sillas de mano de los libertinos en busca de carne nueva. También acudían señoras insatisfechas a contratar jóvenes robustos; mulatos musculosos; palafreneros que olían a cuadra o fornidos barqueros que olían a sudor. Los que se ofrecían merodeaban por el puente y sus alrededores y adoptaban posturas viriles o delicadas, dependiendo del cliente al que se dirigiera la oferta. De vez en cuando una carroza o una silla de manos cubierta se detenía, una mano apartaba la cortina y llamaba a uno de los putos. El elegido se aproximaba, cuchicheaba un momento con quien requería sus servicios y, si llegaban a un acuerdo, sólo tenía que seguir al vehículo a prudente distancia hasta alguna casa apartada, con patio interior débilmente iluminado por una linterna sorda, donde el misterioso pasajero se apeaba y subía unas escaleras hasta un aposento alquilado, seguido por el hombre escogido. Al cabo de un cierto tiempo, quizá de varias horas, el joven salía con unos cuantos ducados venecianos en la faltriquera, pasaba ante el cochero medio dormido sin mirarlo y se perdía en las sombras de la noche. La persona a la que había satisfecho retomaba su carroza y regresaba a su residencia o acudía a sus devociones nocturnas, a las que tan aficionados eran los venecianos, en la iglesia o convento de un barrio lejano. Sven le Berg sonrió ante la perspectiva de aprovechar en su beneficio esta depravada costumbre de los buenos cristianos de Venecia, los que en sus plegarias se declaraban enemigos de la Abominación, sin considerar hasta qué punto la servían. El uso de máscaras en las excursiones nocturnas para asegurarse el anonimato había comenzado varias generaciones antes, cuando la

ciudad era todavía una aldea habitada por devotos palurdos. Al principio fue un modo de preservar la modestia de los fieles que acudían de noche a las iglesias, por mortificación, y querían evitar que su actitud se tomara por alarde de piedad. Corrompida la intención primordial, la máscara ocultaba la identidad de los disolutos y, especialmente, de las disolutas, cuya afición al sexo extraconyugal era bien conocida. Sven examinó los putos que se ofrecían en el puente o sus inmediaciones. Algunos eran jovenzuelos imberbes, casi niños, cabezas teñidas de oro que lucían a la luz de los fanales como crisálidas nocturnas; otros eran talludos y musculosos, vestidos para satisfacer los gustos de la variada clientela. Sven destacaba entre ellos por su altura y su apostura. El tosco sayo de marinero que vestía quizá no podía compararse con los ceñidos atuendos de sus competidores, pero dejaba adivinar una espalda ancha, unos hombros redondos, un cuello de toro y unos bíceps espléndidos. A los pocos minutos, un coche se detuvo a su lado y una mano enguantada lo llamó. Sven caminó despacio hasta el vehículo. -¿Eres nuevo? Era una cálida voz de mujer. -Sí, señora. Acabo de llegar a la ciudad. -Por lo tanto, no tienes amiga -dedujo la voz. -No, señora. No tengo a nadie. -Sigue a mi carruaje y no te arrepentirás. La dama agitó una campanita de plata. El carruaje reanudó su marcha por las callejuelas solitarias y puentes voladizos sobre oscuros canales, hacia Santa María de Frari. Cuando hubieron recorrido una milla, penetraron en un enorme patio rodeado de espectrales cipreses. Del pescante se apeó un negro gigantesco que extendió la escalera articulada bajo la portezuela del vehículo. Una figura embozada en un amplio manto de viaje, la cabeza cubierta con la capucha, descendió y cuchicheó brevemente al oído del gigante. Después indicó a Sven que la acompañara.

CAPÍTULO

XXXIX

Era de noche y el vuelo mágico del enano Grontal por los cielos de la Cristiandad, a no más de cien pies de altura, remontando cuando era menester para esquivar montañas, árboles o campanarios, lo llevó sobre Treviso, con sus tejados de pizarra inclinados; Saint Moritz, con sus siete campanarios blancos; Ulm, con sus puentes de piedra adornados de berracos de granito; Manheim, con sus prados donde crece el trébol y nieva en invierno; Kassel, la de las minas de hierro y Goslar, al lado de una laguna donde un pez antiguo canta vísperas con voz de tenor aguachinado. Llegando a este punto de la región magderburguiana, donde retorna el viento de poniente, el torbellino que transportaba al enano torció a la derecha y sobrevoló Postdam, donde, por broma, se llevó de un tendedero las bragas de la señora del prefecto imperial y con ellas y Grontal avistó el Báltico frío y gris por Swinemunde, que sobrevoló hasta la isla de Gotland. En este punto, el vendaval campanero desaceleró y se redujo a torbellino y el torbellino a viento y el viento a brisa que depositaron suavemente al enano Grontal y las bragas de la gobernadora sobre un prado herboso en el que pastaban varias vacas pintas. Grontal como llegaba sediento del viaje, por la emoción y por el aire seco que se respira en las esferas, lo primero que hizo fue llegarse a una de las vacas y darle unas cuantas mamadas en las ubérrimas ubres. La vaca lo dejó hacer, comprensiva y maternal. En ello estaba, con los ojos cerrados por deleite, cuando llegó zumbando la pedrada de un pastor que no le acertó de milagro. -Con que robándome la leche de la Gustosa, ¿eh? Y luego querrás follártela. El que hablaba era un vikingo arrebujado en una manta de pelo trenzado, con un gorro de lana en la cabeza, polainas en los pies y una honda en la mano. Grontal no conocía el idioma vikingo, pero se introdujo en la boca la hoja de abedul que le había entregado Cantacuzanos para que

pudiera hablar y entender cualquier idioma, si bien la dicción le salía algo gangosa a consecuencia de la hoja. -Me llamó Grontal -se presentó en vikingo, que era un dialecto alto-alemán-. Vengo en son de paz -se apresuró a añadir al ver que el pastor había colocado otra peladilla en el cazo de la honda. La primera pedrada había sido para tomar puntería y la segunda lo podía descalabrar-. Me envía el Papa de Roma para un asunto de mucha importancia para la Cristiandad. -A nosotros la Cristiandad nos la suda -respondió el vikingo mostrándose algo más amistoso-. Si tienes hambre mama un poco más de leche, pero no me vayas a vacilar con grandezas, que me conozco y cuando me cabreo soy peligroso. Los enanos sois unos liantes y lo que vais buscando es bebernos la leche de las búfalas y enlecharnos a las mujeres. Grontal comprendió que los enanos de aquellos parajes no resultaran simpáticos a los humanos. -Yo no soy de por aquí -se apresuró a aclarar-. Vengo de la Romanía en son de paz y traigo credenciales. ¿Hay por aquí alguna comunidad cristiana? -Los Noorgen, nuestros vecinos, están un poco cristianados por unos monjes misioneros que vienen de Dinamarca y les cuentan unas trolas tremendas de un dios que nació de una Virgen y su Padre celestial permitió que lo crucificaran para redimir a la humanidad por un pecado colectivo que, por lo visto, había cometido un antepasado y que consistió en robar una ciruela de un árbol prohibido. ¡La repera, pero ellos se lo creen! -Y esos Noorgen, ¿se pueden ver? -¿No se van a poder ver? En cuando amanezca, porque éstas no son horas. Cuando amaneció, el vikingo de las pedradas condujo a Grontal al valle cercano donde habitaban los Noorgen. Había en el centro de un pradillo verde una docena de cabañas de madera y techo de

paja y en el extremo más ventilado del pueblo una iglesia de piedra en construcción. -Aquí estaba antes la peña de los Suspiros -indicó el pastor cuando pasaron ante la iglesia- donde nos reuníamos mozos y mozas a copular alegremente para asegurar la fertilidad de los campos, según la religión de Odín, pero ahora, los monjes cristianos han convencido a los Noorgen de que eso es pecado y lo que hay que hacer es rezar y sacar en procesión una cruz con un difunto ensangrentado colgando. Yo no digo ni que sí ni que no, pero desde que no podemos echarles un casquete a las Noorgen, ya verá usted qué mozas tan aparentes son, ya no llueve como antes ni paren por derecho las vacas, eso va a misa. Klaus Noorgen, un hombre alto, rubio y afable, recibió a Grontal en la cocina de su casa y después de ofrecerle unas gachas de almorta y manteca escuchó su embajada y miró las credenciales vaticanas y reales que el enano aportaba. No entendió nada de ellas, porque Noorgen era analfabeto. No obstante, envió a un hijo a que llevara al visitante y los papeles a la misión en el valle contiguo, junto a la costa de Wisby, donde había varios monjes. Los religiosos recibieron al enano llegado por los aires con cierto recelo y lo remitieron al rey Turmon Noorgen en la Nueva Roma, una aldea fangosa en el centro de la isla. El rey habitaba en un castillo de madera, nada más que mediano, en medio de un fangal. -Esa piedra que dices, la Templada, la recibí de mi padre que a su vez la recibió del suyo. Es emblema de la realeza y dadora de salud. Basta pasarla por un herpes para que desaparezca la culebrilla y si el paciente se la mete en la boca se le van las fiebres, por eso se llama la Templada. A ella le gusta curar. A mi abuelo le alivió el asma y él, agradecido, le escrituró un molino con sus campos circundantes. Otros pacientes aliviados de diversos males le han dejado varias mandas en los testamentos. Es una piedra bastante rica. -Veo que la tienen en mucho aprecio -dijo Grontal-. El Papa sólo desea que la utilicemos en cierta cura que es necesaria para la

salud del orbe cristiano. Luego la bendiciones para ti y para tu pueblo.

devolverá

con

muchas

Noorgen dirigió una mirada triste al enano. -El daño está -suspiró- en que la piedra, que yo vi por última vez de niño, no sé dónde estará ahora. Le hemos perdido la pista. -¿Que le han perdido la pista? -preguntó Grontal incrédulo. -Eso he dicho. La leyenda sostiene que algún día aparecerá un guerrero intrépido que vencerá al gigante Antulfas. Entonces la piedra Templada, donde quiera que esté, saltará de alborozo y se dejará ver. El gigante Antulfas vivía en la isla Oland, también llamada de la Espada a causa de su forma alargada, frente al Colmar. Los suecos, que habitaban la costa vecina, habían abandonado la isla a causa del gigante, al que creían invencible, pero los vikingos de Gotland aspiraban a recuperar sus ricos pastizales. Hasta que el gigante apareció, hacía de eso unas nueve generaciones, la costumbre era que al final del verano, cuando los barbechos de Gotland estaban medio agotados, algunos rebaños de ovejas y vacas se trasladaran a Oland para aprovechar la hierba. Además, aquella hierba tiene mucho salitre y hace la carne esponjosa y la leche cremosa. -Así que llego, venzo al gigante Antulfas, la piedra Templada reaparece y me la entregáis como recompensa. -Si sometes al gigante, ese es el trato -convino Turmon Noorgen. -Bueno. Para llegar a la morada de Antulfas había que atravesar el Báltico. A Grontal no le entusiasmaba la idea de embarcarse, aunque fuera para un viaje corto y tranquilo. Aquella noche, en el aposento del castillo de Nueva Roma que Noorgen le había asignado, poco más que un barracón con las paredes y el techo de troncos, Grontal atrancó la puerta, sacó el espejo que Cantacuzanos le había entregado y recitó el hechizo.

La voz de Cantacuzanos y una leve sombra de su figura se personaron en el aposento. -¿Qué hay, amigo Grontal? -saludó. -Tengo que matar a un gigante en la isla Oland y pretenden que viaje en barco. Lo del gigante ya me parece mucho, pero desde luego lo de viajar en barco es demasiado. Me niego en redondo. -Te tiembla la barba, ¿eh? -A los enanos no nos gusta el agua, tú lo sabes. -No podemos abusar de la magia. Si hago el hechizo de la teletransportación, tendrás menos recursos para enfrentarte al gigante. -¿Tan duro de pelar es? -Lo es. Los suecos no han podido con el. Tú viajarás por agua y cada poco rato irás cogiendo una muestra de agua de mar hasta llenar un tonel de cinco arrobas que llevarás hasta el collado del Viento y allí esperarás al gigante y lo retarás a pelear. Cuando lo tengas encima en lugar de propinarle un hachazo se lo das al barril. -De acuerdo -aceptó Grontal-. Supongo que tú sabrás lo que haces. -Lo sé -respondió Cantacuzanos. -Espero no hacer el tonto atacando al barril cuando el gigante intente aplastarme -objetó todavía el enano. -Pierde cuidado -respondió Cantacuzanos antes de disiparse en el aire. Grontal permaneció un rato meditando sobre el asunto, boca arriba en la cama, con las manos bajo la nuca, hasta que sonó un cuerno de caza en el patio, que convocaba a la cena. Se vistió y bajó al salón. Una chimenea central albergaba un asador enorme del que los vikingos tomaban carne según categorías y clanes en buena paz y compañía y sin muchos formalismos. Cuando lo vio aparecer, el

rey Noorgen lo llamó a su lado e hizo traer un par de mantas dobladas como asiento supletorio para que Grontal alcanzara cómodamente la mesa. Un cocinero franco, raptado en un monasterio de Irlanda, le puso delante una gruesa rebanada de pan, que le serviría de plato, y encima de ella una humeante tajada de ciervo en salsa de hígados y trufas al vino dulce. Grontal tenía el suficiente mundo como para no preguntar qué hacía un cocinero francés en una isla perdida del Báltico. Ya no se organizaban expediciones como en los viejos tiempos, cuando los normandos eran todavía paganos, pero, no obstante, algunos mantenían la costumbre de dejarse caer cada pocos años por las costas de Europa a ver lo que rapiñaban. Los tataranietos de los grandes vikingos que devastaban regiones enteras se limitaban ahora a violar a las morenas, a robar las bodegas y a secuestrar a los cocineros. «Ya que vivimos como cerdos -solía decir Eric el Terrible- por lo menos que comamos y bebamos decentemente». -¿Y lo de las morenas? -Es por el gusto que dan. -También lo dan las rubias. -Sí, pero rubias ya las tenemos aquí y todos los días el mismo menú, cansa. Grontal comió carne con salsa especiada hasta la saciedad y bebió aguamiel fermentada de la misma copa de Noorgen, lo que era un gran honor. -Esto te coloca igual o más que el vino -le dijo Noorgen en confianza- y no se avinagra aunque agiten el barril en la bodega del barco cien tormentas de mil demonios, de esas que siembran de ballenas las cumbres de los montes. Tras el banquete retiraron las tablas y los caballetes, despejaron la sala y organizaron corrillos, tertulias, cantos y otras manifestaciones folklóricas. Ya de madrugada, cuando el jolgorio se fue apagando y casi todos se habían retirado a dormir, salvo unos cuantos borrachos que roncaban en los bancos, Noorgen se levantó torpemente, agarró su manto de armiño, que había resbalado

hasta el suelo pringoso, se despidió de su invitado y se retiró a sus aposentos ayudado por un par de guerreros. Durante el banquete, Grontal le había echado el ojo a una camarera rubia, Brunequilda Smudsen, una viuda cuarentona, frondosa, de firmes carnes, elevada estatura y caracteres sexuales secundarios excelentemente marcados, eso saltaba a la vista. En un aparte, cuando ella le llenaba la jarra, Grontal le había acariciado el trasero con la mano tonta, como por descuido y ella había acogido su atrevimiento con una amable sonrisa. Brunequilda había despedido a sus compañeras y estaba barriendo la sala. Grontal se le acercó por la espalda y le metió la mano bajo la enagua. La mujer dio un repullo. -¡Caramba con el huésped y qué atrevido es! -lo riñó divertida. -¡Ya quisiera que la anfitriona fuera tan caritativa como yo atrevido! -dijo Grontal en tono triste-. Perdona que te importune, mujer, pero mañana pudiera estar muerto, la fiesta se ha extinguido, cada mochuelo se ha ido a su olivo y yo no quisiera pasar esta noche, que puede ser la última, solo como un perro. Brunequilda se enterneció. -Quizá te doy asco porque soy enano -añadió Grontal melancólico. Nada de eso -replicó la viuda-: todos somos hijos de Odín, enanos, humanos, elfos... incluso puede que los orcos. -Los oreos no sé -respondió Grontal-, pero desde luego los enanos tenemos una sensibilidad la mar de grande. -Eso es lo que importa -dijo la camarera-, la sensibilidad. El tamaño de la persona no importa. Grontal enarcó una ceja, -¿De veras crees que el tamaño no importa? La rubia asintió solemnemente.

-Eso creo. Grontal la tomó de la mano y la condujo a su aposento. Dos bebedores medio borrachos se dieron con el codo e intercambiaron pícaros guiños. Grontal y Brunequilda pasaron la noche juntos y al día siguiente, cuando las banderas del día estaban bien levantadas, sonaron los cuernos que convocaban la expedición contra el gigante Antulfas. Grontal saltó de la cama, tomó su hacha de combate y se despidió de Brunequilda con un beso en la frente. Ella, sudorosa, satisfecha y escocida, remoloneó un poco antes de abandonar la cama. Quería regodearse con el recuerdo reciente de lo vivido y sentido. -¿Volverás? -¿Sigues pensando que el tamaño no importa? -preguntó el enano. Ella sonrió satisfecha. -¡Vaya si importa! La besó otra vez y se fue. En el puerto, los remeros, todos jóvenes, rubios y esforzados, habían ocupado sus puestos y aguardaban con los remos levantados. El pueblo había bajado a aclamar al enano que se enfrentaría con el monstruo Antulfas. Grontal avanzó por el pasillo que formaba la muchedumbre todos muchísimo más altos que él, recibiendo parabienes y golpecitos amistosos en el hombro, además de algún que otro pescozón accidental. «Así habrán despedido a otros héroes que no regresaron», pensó mientras lo jaleaban. El drakar se hizo a la mar y se perdió en dirección a Oland, la isla de la Espada.

CAPÍTULO

XL

Mientras el enano Grontal gozaba de las mieles del amor antes de enfrentarse a su incierto destino, a tres mil kilómetros de distancia, en Venecia, Lucas de Tarento no conseguía conciliar el sueño, la mirada perdida en los altos y elaborados artesonados de la nunciatura apostólica. El verano se resistía a despedirse y el día había sido caluroso, con el calor húmedo agobiante que caracteriza a la ciudad de las lagunas. Definitivamente desvelado, el antiguo templario se levantó y se acodó en la ventana. La luna en su cuarto creciente difundía una pálida luz sobre las aguas del gran canal surcadas por las sombras de silenciosas embarcaciones. En la orilla opuesta brillaban algunas luces amarillas en ventanas y puertas de tabernas y palacios. Del canal ascendía una suave fetidez producto de la putrefacción fluvial, porque la retirada de la marea dejaba al aire el fango del fondo y los vertidos de las cloacas. Lucas, ensimismado en sus pensamientos, dio en pensar en otra noche, semanas atrás, en el palacio de la Salomera de Constantinopla, cuando lo visitó la Dama de la Rosa Azul. Desde entonces no había apartado de sus pensamientos la espectral visión, el bello fantasma. El guerrero no sabía descifrar la agradable congoja, si era un atisbo absurdo de amor o la simple conmoción del deseo carnal. Aquella noche, Lucas de Tarento conoció una sensación nueva. No era el recuerdo de la Dama de la Rosa Azul asaltándolo como otras veces, sino algo más próximo. Era que, sin advertirlo apenas, el perfume de las extrañas flores del patio lejano había sustituido paulatinamente a la fetidez del canal. El caballero presintió la inminente presencia de la misteriosa dama y al volverse, sintiendo que no estaba solo, la encontró en el centro de su alcoba, enigmática y sonriente después de la prolongada ausencia. -¡Señora! -murmuró. Un golpe de viento abrió la ventana de par en par y apagó las velas. Afuera comenzó a descargar una tormenta. En la penumbra de la

habitación la única luz era una leve fosforescencia que se desprendía, como un halo gaseoso, de los ojos de la Dama. Ella posó una mano de porcelana sobre la leve cicatriz de su cuello. El caballero Lucas, con una creciente opresión en el pecho, la observaba en silencio. -Una vez tú y yo estuvimos en el acantilado, como ahora ¿no lo recuerdas? -dijo la dama en el dulce dialecto veneciano-. El viento furioso lo arrastraba todo a su paso. Subía el mar afilado, enojado, hambriento de sacrificios y todas las palabras fueron menos que nada, ni todo el amor del mundo... El abismo como una fiera hambrienta... Era hermosa a la luz que ella misma desprendía, la luz que se adensaba en la habitación envolviendo con un halo mágico al caballero Lucas, a su espada sobre un sillón, a su cota de malla envuelta en la camisa, sobre la mesa, a los variados objetos que la estancia contenía. La Dama hablaba moviendo apenas los labios, en un susurro que la soledad y el silencio acrecían y Lucas, quieto, aturdido, miraba fascinado aquellos labios tocados de un extraño carmín semejante a la sangre. -Corrí desesperada a tu encuentro. Demasiado tarde. De pie, mirando al vacío, pensé en seguirte pero una fuerza misteriosa detuvo mi cuerpo inclinado. Tu destino es otro. De su cuello -dijo, rozando levemente el suyo- emanó luz azul, éter y aguamarina... la dama guardó silencio un instante... y quedé de rodillas en la noche, el cabello azotado al viento, desnuda, la voz rota pronunciando tu nombre... La túnica se deslizó lentamente hasta el suelo con un siseo de seda. Estaba desnuda y su cuerpo, hermoso hasta el dolor, brillaba con aquella extraña luz interior que se desbordaba por los ojos. -Escuchad a vuestro corazón. El os guiará. Desprendió de su cuello una cadena de la que pendía una aguamarina y la colocó alrededor del cuello de Lucas de Tarento sin dejar de mirarlo a los ojos.

-Su corazón es de éter -añadió-, y participa del alma del mundo y de su materia. Os acompañará. Lucas sintió el reflejo del mar y del cielo, del agua corriente de las fuentes, del agua dormida de los lagos y de los arroyos, el azul de la flor, la palabra y la sabiduría. Cesó la fosforescencia azul y la oscuridad se adueñó nuevamente de la estancia. La dama se adelantó unos pasos hasta situarse en el claro de la habitación donde la pálida luz lunar iluminaba sus rasgos. -¡Señora! -Esta vez, cediendo a un impulso irrefrenable, Lucas de Tarento se adelantó hacia ella y extendió sus manos. Lo que encontró no fue un fantasma, sino un denso cuerpo desnudo de mujer, unas caderas firmes y redondeadas que acogieron su contacto con un leve estremecimiento. Ella se apretó contra él, hermosa y enigmática, y le ofreció los labios. Se fundieron en un beso prolongado. Eso fue todo lo que el guerrero recordó cuando despertó a la mañana siguiente. Unos golpes en la puerta lo arrancaron del profundo sueño. Se levantó y descorrió el cerrojo. Era un viejo criado de la casa que le traía el batido de leche y vino dulce con el que los venecianos despertaban. -¿Habéis dormido bien, sire? -preguntó el mayordomo. -Creo que sí -respondió Lucas todavía conmocionado por la imagen de su sueño. -Me alegro. Este aposento es el más noble de la casa, y lo reservamos para huéspedes de alcurnia, aunque algunos prefieren una estancia menos lujosa por miedo a la Dama Azul. -¿La Dama Azul? -Así llamaban a la duquesa de Selvo, sire, porque cultivaba rosas azules.

Lucas de Tarento se mostró muy interesado. -La duquesa de Selvo vivió hace ahora cien años, sire. Era una mujer muy hermosa, a la veneciana, hermosa y alta, de erguidos andares, largo cuello, facciones armónicas, ojos de mirada penetrante, labios carnosos y firmes, barbilla voluntariosa , una mujer capaz de cautivar los corazones más templados. Entonces los venecianos éramos menos refinados que ahora, y menos ricos. La Dama Azul escandalizó a la sociedad de los canales porque usaba aguas perfumadas, porque protegía sus manos con unos finos guantes de seda ó de terciopelo, según la estación, se maquillaba con afeites traídos expresamente para ella de Alejandría y de Bizancio y comía con una etiqueta desconocida, pues usaba un tenedor de oro. Estas innovaciones que hoy son normales entre la alta sociedad de los canales, entonces nos alarmaban. Éramos bastante bárbaros. Los ciudadanos vieron con satisfacción como el cuerpo de la princesa empezó a pudrirse debido a los perfumes que usaba. Se llenó de llagas supurantes, blancas, fétidas, la lepra blanca. Los parientes y los criados huyeron de ella y murió abandonada de todos. Ahora dicen que su sombra vuelve a recorrer los salones y los corredores de este palacio. -¡La lepra blanca! -Lucas de Tarento recordó que era una de las taras de la Abominación, pero se abstuvo de comentarlo. El criado se inclinó y salió del aposento cerrando la puerta tras de sí. Así que la misteriosa dama, o el espectro de la dama, la Dama de la Rosa Azul que se le había aparecido en Constantinopla, regresaba ahora en Venecia, ligada a una terrorífica historia. «Quizá estemos en manos de la magia», pensó, pero se abstuvo de comunicar a sus compañeros las sospechas. ¿Había sido un sueño? ¿Había soñado con el contacto de sus manos en torno a las caderas de la Dama Azul?

CAPÍTULO

XLI

Sven cruzó el patio en pos de la sombra y luego franqueó una puerta y recorrió un largo corredor iluminado con lámparas de aceite. Al fondo ascendió unos peldaños y penetró en un vasto salón débilmente iluminado por una sola vela. Los únicos muebles eran una enorme cama doselada, un arcón y un repostero sobre el que una mano previsora había dispuesto los viáticos que reponen del desgaste amoroso: una jarra de plata con vino dulce y bandejas con dulces de almendra y miel y tocinillos de cielo. La dama se despojó de la capa, la dejó caer sobre el arcón y se acercó a la vacilante luz de la vela para que Sven contemplara su cuerpo desnudo. Era una señora de cierta edad, pero aún apetecible, una mujer dispuesta a recuperar avaramente la vida, a sacar todo el partido posible al esplendor último de su belleza. -Pórtate bien conmigo, hazme todo lo que sepas hacer y te recompensaré debidamente -le dijo con la voz enronquecida por el deseo. Sven se acercó a la mujer, alargó las manos y oprimió ligeramente sus pechos grandes y firmes, grávidos, ligeramente caídos. Se inclinó y chupó los pezones erectos, grandes como aceitunas, que emergían de las areolas oscuras. Contempló el bello rostro de la dama y vio, asomada a los ojos alcoholados, ligeramente cansados, esa llamarada de pasión que precede a las tristes cenizas de la vejez. Ella comprendió. -Eres hermoso y maligno -susurró con su sabiduría antigua. Sven volvió a chupar los pezones con violencia para ocultar la mirada. La contempló nuevamente. Era bella la dama. Los afeites no lograban desvirtuar la pureza de sus grandes ojos almendrados, orlados de largas pestañas. Al compás de la entrecortada respiración se movían las aletas de su nariz fina y recta, como de marfil. Las mejillas algo carnosas, en el punto exacto de la madurez que precede a la decadencia, se arrebolaban de deseo. El hombre mordisqueó las orejas pequeñas y cálidas, lo que arrancó un

suspiro lúbrico a la mujer, que se apretó contra él y levantó un muslo. Eso fue todo. A la placentera sensación de su sexo duro en la entrepierna siguió la inconsciencia y la nada. Sven había tomado la cabeza femenina entre sus fuertes manos y con una súbita torsión la había desnucado. Depositó el cadáver sobre las losas de mármol, al pie de la cama y volviendo sobre sus pasos salió al patio donde la carroza aguardaba. Llamó al cochero. -Tu señora te necesita. El negro recorrió el corredor a grandes zancadas y subió los peldaños de tres en tres, con una agilidad que desmentía su corpulencia. La puerta de la alcoba estaba abierta y la señora yacía en el suelo a la vacilante luz de las velas. El hombre miró a Sven en demanda de explicación. -¿Qué ha...? No pudo terminar. El puño del rubio le golpeó la nuez. Se desplomó, como una torre humana, sobre el cadáver de la señora. Sven le arrebató el cuchillo ancho y corto que llevaba a la cintura y lo degolló. Después lo cacheó. Sólo encontró unos cobres en la faltriquera y una oreja de Diana, el amuleto mágico que supuestamente afina la inteligencia de los lerdos. No te ha servido de mucho -le reprochó. Registró a la dama y la despojó de sus joyas: siete valiosos anillos, un collar de perlas de tres vueltas, unos pendientes turcos con piedras preciosas engastadas y un puñado de ducados de oro en un bolsillo secreto de la capa. Suficiente para comprar un buen caballo, una cota de malla y una espada y para vivir una buena temporada. Asmodeo se había referido a una llave. Sven registró nuevamente las ropas de la señora hasta que dio con otro bolsillo secreto, en el corpiño. La llavecita de plata que abría el cofre de su esposo, el secretario del dux, Giorgio Querini. -Las piedras de San Todaro están en el palazzo Lucca -le había dicho Asmodeo.

Sven salió a la Ruga san Giacomo. ¿A dónde dirigirse? Propinó una patada al pie descalzo de uno de los mendigos que dormían bajo los soportales de la iglesia. El hombre despertó enfurruñado, pero se calmó inmediatamente en cuanto vio la moneda de plata que Sven había puesto delante de sus narices. -Llévame al palazzo Lucca. Anduvieron un buen rato por callejas y atravesaron un par de canales malolientes antes de salir al campo Morosini. -Aquél es el palazzo -dijo el mendigo señalando un caserón enorme que ocupaba una manzana entera. Sven le entregó la moneda y le dijo adiós. Cuando se quedó solo, paseó por la plaza desierta estudiando las trazas del palazzo. El primer piso carecía de ventanas y no presentaba más abertura que la enorme puerta cerrada. En el segundo había algunas ventanas provistas de fuertes rejas. El tercer piso era una galería de gráciles columnas y azulejos dorados. Mientras meditaba el modo de entrar en el edificio, se detuvo y fingió rezar frente a una hornacina esquinera en la que recibía culto una pequeña imagen de san Marcos. Sobre el altarcillo había un soporte de hierro que sostenía el farol de aceite. Las esquinas del edificio eran de sillares almohadillados. Un hombre suficientemente ágil podría escalarlos hasta la hornacina y si apoyaba un pie en el vástago de hierro del farol podría auparse hasta la galería de las columnas. Sven trepó como un gato ayudándose del cuchillo arrebatado al negro, cuya hoja introducía en las desmoronadas junturas de los sillares. A la galería del piso tercero daban varias puertas de madera. Probó con cada una de ellas hasta que encontró una suficientemente débil que descerrajó con la hoja del cuchillo. Una vez dentro del edificio, descendió por unas escaleras de caracol tan angostas que con dificultad podía recorrerlas un

hombre de su corpulencia. En el piso de abajo había otro largo corredor débilmente iluminado por una candelilla. Sacó la llave que había encontrado en el cadáver de la dama y la suspendió en el aire sosteniéndola por su cordoncito azul mientras recitaba el conjuro de Asmodeo. Al instante la llave flotó en el aire y se desplazó. Sven la siguió hasta una puerta cerrada. La llave se había detenido en el aire, en medio de un aura vagamente azul. El guerrero empujó la puerta. Se encontró en una sala pequeña y oscura. La llave avanzaba iluminando el entorno con un leve resplandor. Se detuvo frente a la panoplia que exhibía las armas arrebatadas a los orcos por Doménico Matteo, el fundador de la dinastía Mocénigo, en la campaña de Polonia. En el centro de la panoplia había un escudo de madera con refuerzos de metal, casi tan grande como la rueda de un carro. Sven lo descolgó cuidando de no desbaratar las armas que lo adornaban. En la pared, detrás del escudo, apareció una puertecita. La llave penetró en la cerradura y giró como si una mano misteriosa la rigiera. Sonó un leve clic metálico. Sven abrió la puerta. Había un objeto tapado con un pañuelo de lino. Levantó el pañuelo. Allí estaban las tres piedras de san Todaro, las verdaderas, la Manchada, la Luciente y la Nuececita, alineadas dentro de un relicario de madera de acacia con tres celdillas de terciopelo en las que las tres piedras encajaban a la perfección. Sven envolvió las piedras en el pañuelo, se las guardó en la faltriquera y abandonó el edificio por el mismo camino que había utilizado para entrar. Cuando llegó al puente Comer, la vaga claridad del amanecer comenzaba a perfilar el cielo gris de la ciudad. «La policía no es tonta -pensó Sven- especialmente en esta isla. Relacionarán el asesinato de la dama y del criado negro con el robo de las piedras del palazzo Lucca». En un instante toda la policía de la ciudad buscaría al vagabundo rubio al que la dama contrató en el puente de la Paja. Hallar a un hombre rubio en una ciudad en la que predominaban los morenos no iba a ser difícil. Debía abandonar Venecia lo antes posible. En el canal de la Viña había un embarcadero. Por una moneda de plata un gondolero lo cruzó al otro lado de la lengua de agua y lo desembarcó en Terrafirma. Sven se dirigió

inmediatamente al Fondaco dei Tedeschi, la fonda de los tudescos, un sombrío edificio en medio de un descampado convertido en estercolero. En torno a la fonda, en establos provisionales, de madera con techo de paja, había cientos de mulos y caballos llegados de Hungría y de Alemania para cargar la sal de Istria. Los trabajos pasados y la falta de sueño habían agotado a Sven. Alquiló una cama y durmió hasta media mañana. Después desayunó media hogaza de pan empapada en mantequilla fundida y cuando hubo repuesto fuerzas se dirigió a las cuadras y compró un buen caballo. -¿Cómo se llama? -le preguntó al vendedor. -Viento. -Muy bien, Viento -le dijo mientras le acariciaba el fino pescuezo-. Espero que seas tan veloz como tu nombre. Salió de la fonda tudesca por el camino de Roma, pero apenas había caminado media milla cuando se cruzó con un viajero que traía la cabeza tapada con una capucha para resguardar los oídos del viento frío de la mañana. El caminante se apoyaba en un báculo rematado en una raíz semejante a una mano sarmentosa. Lo reconoció y tiró de las riendas. -Sven le Berg, nuevamente nos encontramos -saludó el caminante casi con cordialidad. -Asmodeo de Sinán, ¿Qué haces respirando el polvo de los caminos? Creía que andabas por el aire. -¿Tienes las piedras de san Todaro? -preguntó el mago. Sven le Berg le lanzó un atadijo de tela que Asmodeo atrapó al vuelo. Lo sopesó antes de abrirlo. El mago contempló las piedras de san Todaro, la Manchada, la Luciente y la Nuececita. Rió con su risa cortada. -Los papistas se quedarán con un palmo de narices cuando descubran que los han timado -comentó Sven.

-Celebro que estés de buen humor -dijo el mago-. Me temo que tendrás que regresar a la ciudad. -¿Por qué? Los schiavoni me buscan para colgarme. -Odón el Calvo le ha vendido las piedras dragontías que te arrebató a Muley Osmán, el corsario sarraceno. -¿Dónde están ahora? -En la torre Catalina, en el castillo de la isla Inquieta. El pirata va a ofrecerle un trato a Lucas de Tarento: las piedras a cambio de la chica que lleva consigo, Isbela de Merens. Dadas las circunstancias, el templario aceptará, si no tiene más remedio, porque debe anteponer los intereses de la cristiandad a los particulares, por muy caballero que sea. -¿Y nosotros qué podemos hacer? -Tú regresas a Venecia y raptas a Isbela. De ese modo Lucas de Tarento queda al margen y Muley Osmán negociará con nosotros. De ese modo recuperaremos la Fogosa y la Intrincada. A Sven le Berg no le entusiasmaba la perspectiva. Venecia se había convertido en un peligro mortal. No obstante estaba ligado a Asmodeo por un juramento de sangre que implicaba el sometimiento a sus conjuros. Asmodeo lo había sacado de la fila de novicios templarios que aguardaba turno frente al degollador de Saladino tras la batalla de los Cuernos de Hattin. Sven le Berg le debía obediencia ciega hasta la muerte.

CAPÍTULO

XLII

La entrega de las tres piedras de san Todaro a los enviados del Papa se realizó de la manera más discreta, para evitar que el populacho de Venecia se amotinara si se divulgaba que iban a sacarlas de la ciudad. La Serenísima temía que no se entendiera cabalmente que el gobierno de Venecia cediese aquellas veneradas reliquias al odiado Papa de Roma o a los reyes de Occidente, aunque fuera temporalmente y a cambio de beneficios. Los enviados de la Señoría aguardaron pacientemente a que los últimos devotos despejaran la basílica. Al anochecer, tras el toque de cubrefuegos en el campanile de San Marcos, los claveros cerraron las puertas de bronce del templo tras asegurarse de que no quedaba nadie dentro. Un momento después, depositaron las antiguas llaves en manos del sacristán mayor y éste las entregó a su vez al emisario del Patriarca. En el templo desierto, los esplendidos mosaicos dorados y llenos de vivos colores brillaban espectrales a la luz de las lámparas de aceite y de las velas contrastando con las zonas oscuras y mal iluminadas. El perfecto silencio reinó sobre el enorme edificio hasta que un leve chasquido perturbó la quietud de su nave central. En el muro occidental, junto al relieve de los desposorios de la virgen, en la parte que representa la Puerta Áurea de Jerusalén, la tabla fingida giró sobre sus secretos goznes mostrando ser una puerta verdadera que comunicaba con un pasadizo oculto. Giorgio Querini, secretario del dux, levantó una lámpara que iluminó las losas de mármol de la basílica e invitó a sus acompañantes a seguirlo. Detrás de él comparecieron Cantacuzanos, Lucas de Tarento y Pedro el Raposo. Sin pronunciar palabra, Querini indicó a los otros el camino y encabezó una improvisada procesión hasta el ambulatorio donde estaba la capilla de las reliquias.

-Las mejores reliquias de la Cristiandad -musitó Querini mientras abría la verja dorada con una llave de bronce. Una vez dentro, depositó el fanal sobre el altar y despabiló la llama. Al instante huyeron las sombras del gran retablo y Querini, fiel a su papel de cicerone, señaló a los visitantes el contenido de los diminutos compartimentos: una redomita de leche de la virgen, el prepucio de Cristo, una esquina de mármol del pesebre de Belén, una losa de Getsemaní, un clavo de la sandalia del señor, perdido en una jornada de pesca en Tiberiades, un pelo de la burra políglota de Balaam, la copa derecha del sujetador de la reina de Saba... Lucas de Tarento Cantacuzanos.

intercambió

una

mirada

nerviosa

con

-...Y las tres piedras de San Todaro que hemos venido a buscar dijo por fin Querini. Cantacuzanos asintió. Les urgía terminar la operación. Querini acercó una escalera de mano forrada de terciopelo negro disimulada en un lateral del altar, la apoyó sobre uno de los largueros dorados del retablo de las reliquias y trepó por ella hasta la tabla que representaba a san Todaro alanceando la boca de un enorme cocodrilo. No se apreciaba ninguna cerradura convencional. Querini sacó del bolsillo una espiga de bronce y la insertó en un agujero disimulado entre el cañaveral del que brotaba el cocodrilo. Sonó un clic metálico y el cuadro, que resultó ser una puertecita disimulada, se abrió dejando a la vista una cajita. Querini la tomó solemnemente y la besó antes de descender de la escalera. -Éste es el relicario de san Todaro -murmuró con un quiebro emocionado en la voz. Sobre el altar mayor, a la luz de los fanales y las lámparas votivas, abrió la cajita. Dentro, acomodadas en tres huecos que se amoldaban a sus formas irregulares, había tres piedrecitas no mayores que un dedo pulgar. -Las piedras de san Todaro. Cantacuzanos hizo ademán de recogerlas, pero Querrini cerró rápidamente la cajita con una helada sonrisa.

-¡Disculpad, monseñor, documentos!

pero

antes

debéis

cumplimentar

los

Los documentos eran tres diplomas con el borde dorado y los sellos del Papa y de los compromisarios del rey Felipe y el rey Ricardo, por los que hipotecaban valiosas tierras y puertos de mar que quedarían en poder de la señoría de Venecia en caso de que no se devolvieran las piedras en un plazo de dos años a partir de la firma. -Pensé que a los venecianos no les interesaban las tierras comentó Lucas de Tarento. -Y no nos interesan -dijo Querini-. Pero cuando somos dueños de ellas podemos venderlas o cederlas a un vecino molesto y eso no les conviene ni al Papa ni a los reyes.

CAPÍTULO

XLIII

El callejón de los Gatos era una ratonera. Recorrido por un lado por la hosca fachada trasera, sin puertas ni ventanas, del palazzo Stéfano y del otro por el fangoso canale dei Barcarola, los venecianos lo evitaban y desde luego estaba desierto a la hora en que Isbela, Guido y Gorgo regresaban por él. Un mendigo de la cofradía de san Esteban, que agrupaba a la gente de mal vivir de la ciudad, los había vigilado desde que salieron del palazzo Selvo por la mañana. Los salteadores venecianos seguían al forastero pudiente por el dédalo de callejas y canales con la certeza de que andar por su ciudad era tan complicado que, casi con seguridad, el visitante regresaría a su alojamiento desandando el camino. Solo había que esperarlo en el lugar adecuado y despojarlo de cuanto llevara encima y, si se terciaba, matarlo. El cadáver desaparecía fácilmente en las turbias y pestilentes aguas del canal más próximo. Aquella tarde Isbela estaba de buen humor porque, después de marear a sus acompañantes en cien tiendas, había adquirido un vestido sarraceno, largo hasta los tobillos, sin entallar, cerrado por el cuello con un elaborado bordado que descendía por el escote dividiendo y resaltando sus encantos. Isbela y Guido regresaban al palazzo Selvo conversando animadamente de trovadores y de las fiestas de Merens, el castillo occitano del padre de Isbela. Detrás de la joven pareja, a unos respetuosos pasos de distancia, Gorgo caminaba con oscilaciones simiescas, muy a su sabor, sin cuidarse de disimular aquellos penosos andares de los orcos suaves puesto que no había a la vista ningún humano que pudiera mofarse de él. Se equivocaba. Al otro lado del canal, disimulado detrás del pilar de piedra que sostenía un voladizo, los acechaba el mendigo de san Esteban que los había seguido durante todo el día. Cuando llegaron al callejón, el mendigo levantó su muleta y un grupo de facinerosos que aguardaban a la vuelta de la calleja se puso en movimiento. Al propio tiempo, otros que habían seguido de lejos a los viandantes se disponían a cortarles la huida.

Guido los vio aparecer a cuarenta metros de distancia, armados con porras y cuchillos. Se percató de que habían caído en una trampa. -¡Isbela, detrás de mí! -ordenó a la muchacha al tiempo que se adelantaba y desenvainaba su espada. Los forajidos, cinco hombres malcarados, intercambiaron miradas irónicas. -¡Huy qué miedo, el caballerete tiene una espada! -dijo el jefe, uno que se tocaba con una gorrilla negra de marinero. Los otros le rieron la gracia. Desplegados en abanico, golpeándose impacientes la palma de la mano libre con los garrotes y con los cuchillos, componían un cuadro que hubiera amedrentado a cualquier doncel menos fogueado que Guido. El muchacho, vestido con su mejor gala, aquella túnica dorada que le regaló el basileo, parecía un pisaverde incapaz de enfrentarse a nadie. Quizá los bandidos no se hubieran sentido tan confiados si hubieran reparado en su tez tostada por el sol y en su forma de caminar, un poco vacilante, que denotaban la experiencia militar en campo abierto del hombre que, aunque joven, había luchado ya en varias campañas y conoce el sabor de la sangre. Gorgo, alertado por su instinto, giró la cabezota y descubrió que otro grupo de tres facinerosos los atacaba por la espalda. El jefe de la partida era un hombre de mediana edad que empuñaba una espada ancha y un broquel. Gorgo no poseía grandes conocimientos tácticos pero sabía que la primera cabeza que hay que partir en una pelea es la del jefe. Lo malo era que Guido le había ordenado que dejara su garrote en casa por no alarmar a los pacíficos venecianos que no estaban muy habituados a ver orcos en libertad fuera de los muelles. -Si os desnudáis por completo quizá salgáis bien parados de esta advirtió el atracador del gorro negro-. Sólo queremos vuestras bolsas, vuestros vestidos y aquí, mis compadres Baltassare y Enrico, quieren también follarse a la muchacha, que la han visto pasar esta mañana y les han entrado ganas.

-Me temo que tendréis que pelear -repondió Guido con voz serena y varonil-, pero eso no debe importaros porque seguramente sois muy valientes. Los facinerosos se miraron un tanto sorprendidos. El del gorro negro se encogió de hombros. -Démosle gusto al muchacho y acabemos. Y se lanzaron contra él. Mucho antes de que los bandidos lo alcanzaran, Guido les había tomado las medidas. Ninguno llevaba escudo, solamente las capas enrolladas en el brazo izquierdo, por lo tanto, si lanzaba un tajo tendido a las cabezas se cubrirían los rostros instintivamente ocultando la visión del enemigo durante breves instantes. Guido lanzó el tajo, ellos se cubrieron como había previsto y aprovechó para enlazar en la finta falsa un golpe verdadero, el llamado de la comba en esgrima florentina, que se dirige a las rodillas del adversario. Lo hizo con tal ímpetu que el del gorro negro se desplomó aullando como un cochino tras perder pie. El tajo del presunto petrimetre, al que un instante antes menospreciaba, le había seccionado limpiamente la pierna izquierda a la altura de la articulación. Un chorro de sangre brotaba del muñón mientras la pierna sangraba un poco menos a un paso de distancia. Los otros cuatro facinerosos se impusieron al natural deseo de huir y cerraron filas contra el forastero rogando a santa Engracia y a todos los santos que aquello hubiera sido un golpe de suerte, la suerte del principiante. No, no lo había sido. Ahora el petrimetre avanzaba hacia ellos una zancada por la izquierda y cuando lo esperaban por el lado del brocal saltaba ágilmente a la derecha y asestaba una estocada en el pecho al contrincante más cercano. El hombre, herido en el pulmón y en las arterias superiores, soltó su estaca y se agarró a su compañero más próximo, estorbándolo. En un combate con rufianes, un caballero no estaba obligado a observar regla alguna. Guido aprovechó la circunstancia para tajar verticalmente al

impedido, cuya cabeza se abrió como una sandía. Los dos bandidos se desplomaron en un mismo charco de oscura sangre. Guido recuperó su espada del amasijo de sesos y huesos. Aprovechando el impulso, le propinó un tajo al bandido siguiente, que había quedado paralizado por la sorpresa. El hombre consiguió esquivarlo, pero impactó con el pretil del canal con tal ímpetu que volteó de espaldas y cayó al río fangoso desde cuatro metros de altura. Para su desgracia, la marea estaba baja y sólo había un par de cuartas de agua. Se clavó de cabeza en el barro, las piernas sarnosas coceando el aire, y así permaneció un buen rato hasta que se ahogó en la inmundicia y quedó inmóvil. Guido se volvió hacia el único asaltante que quedaba, pero éste yacía en el suelo, malherido, con un temblor de agonía en los miembros y la garganta abierta. Isbela de Merens limpiaba su daga en el musgo del muro. -¿Tú? - preguntó Guido incrédulo. La muchacha pestañeó con la mayor inocencia. -En Merens mi padre se ocupó de que aprendiera otras cosas, además de bordar y rezar. El joven emitió un suave silbido de admiración. -El degollador de Saladino no lo habría hecho mejor. Por el lado del frente no había que temer. Guido atendió entonces a su espalda, a la pelea que sostenía Gorgo con los otros tres facinerosos. Uno yacía inmóvil en el suelo, a otro le estaba arrancando en aquel momento la cabeza por el procedimiento de darle vueltas hasta que la desprendió del tronco y el tercero, el hombre maduro, había puesto pies en polvorosa y se perdía el doblar la esquina. Guido acudió en auxilio de Gorgo. -Gracias amigo ¿estás bien?

Gorgo gruñó y se encogió de hombros. Lo había llamado amigo. El semiorco con la espalda acribillada de profundas cicatrices de látigo sintió un revuelo de mariposas en el estómago y se restregó, con el dedo peludo y una uña como una almeja, rematada en negra cenefa, una lágrima gruesa que le había acudido al ojo. Entonces se volvieron a Isbela. -Isbela -dijo Guido. Iba a añadir algo, pero se quedó mudo. La muchacha había desaparecido.

CAPÍTULO

XLIV

Dos fornidos vikingos acompañaron a Grontal hasta el valle de la isla de Oland, donde el gigante Antulfas habitaba. La isla, a pesar de ser montuosa, estaba recorrida por anchas navas en las que crecía espesa y mullida la hierba, pero su suelo rocoso carecía de la profundidad necesaria para que arraigaran árboles de cierto porte. Sólo había arbustos que crecían entre las rocas al resguardo de los vientos dominantes. Caminaron durante toda la mañana, con un breve descanso para reponer fuerzas, hasta que llegaron a una llanada alta sobre un cerrillo a la vista de una cordillera gris en la que se abría, como un enorme bostezo, la caverna de Antulfas. -Allí es donde vive la criatura -señaló uno de los vikingos-. De aquí no pasamos. Ea, adiós. Y antes de que Grontal pudiera reaccionar, le dieron la espalda y comenzaron a desandar el camino con tantas prisas que parecía que huían. Grontal se vio solo, con un barril de agua y su hacha inseparable. En la mochila llevaba carne seca y pan para dos días. ¿Qué hacer? No podía moverse de allí porque él solo no podía cargar con el tonel y Cantacuzanos le había advertido que cuando el gigante llegara sobre él debía golpear el barril con su hacha. Seguramente había un hechizo del mago que dependía de la rotura del recipiente. Grontal no se cuestionaba los hechizos de los humanos. La experiencia le había enseñado que por absurdos que sean dan resultado si los prepara un mago experimentado. Se sentó a esperar al gigante. No se estaba mal allí. La hierba era mullida, lucía un sol radiante que calentaba la tierra y contrarrestaba la fría brisa del norte. Pájaros de varias plumas cruzaban el cielo azul y hasta se posaban en los arbustos que coronaban el cerro para deleitar con sus trinos

al insólito visitante. Grontal se quedó dormido y cuando el frío lo despertó, por que una sombra se había abatido sobre él tapándole el sol, se encontró debajo del gigante Antulfas que se erguía sobre él como una torre y lo observaba con cierta curiosidad desde su altura. El gigante mediría unos veinte metros, quizá más. Vestía unos zaragüelles moriscos hasta las rodillas y una zamarra hecha con las pieles de un numeroso rebaño de ovejas. La enorme cabeza se tocaba con un gorro de lienzo confeccionado con las velas de una nave hanseática que perdió el rumbo y encalló en la isla. Las sandalias eran tales que en cualquiera de ellas hubieran cabido, sin estrecheces, Grontal y un primo suyo. El gigante se había inclinado ligeramente y observaba a la pequeña criatura con más curiosidad que hostilidad, o eso le pareció a Grontal. -¿Quién eres y qué haces en mi isla? -le preguntó con una voz que resonó como un trueno hasta los farallones de la cordillera y que el eco devolvió pausada y solemne. -Me llamo Grontal -respondió el enano incorporándose despacio. El hacha seguía donde la dejó, sobre el tonel, a dos pasos de distancia-. Soy enano del clan de los Norm que tienen su morada en los bosques de Ulka, en la Selva Encontrada. Mi madre se murió y me enrolé de minador en el ejército del emperador Barbarroja que iba a las Cruzadas. -¿Todavía siguen con las Cruzadas? -se extrañó el gigante con su trueno de voz-. ¡Menuda tozudez! Esos borricos de los condes y los reyes haciéndole la olla gorda a los mercaderes italianos. Y los sarracenos a pelearse entre ellos, que es lo suyo. A Grontal le extrañó que el gigante, en su aislamiento, estuviese enterado de la política internacional. -Veo que estás informado. -¡A ver! De vez en cuando se deja caer por aquí un humano, sobre todo en invierno, cuando los barcos naufragan cerca de la costa y

siempre sobrevive alguno que me pone al tanto. Algunas veces he juntado hasta veinte humanos que me han proporcionado carne para todo el invierno. -¿Te... te... los comes? -acertó a preguntar el enano. El gigante se encogió de hombros. -Ya me dirás, si no, de donde saco yo las proteínas que necesita este corpachón mío en esta isla pelada. Hay algunas cabras, más listas que el diablo, y de vez en cuando cazo alguna, pero de todas formas necesito un suplemento de carne para mantenerme. Sólo entonces descubrió Grontal que del bolso de costado del gigante asomaban las piernas de un hombre. Antulfas notó que el enano le miraba el bolso. -Lo que llevo aquí son dos vikingos que he matado en el collado de ahí abajo. ¿Venían contigo acaso? Los pobretes desenvainaron la espada cuando me vieron. Desgraciados. Grontal miró su hacha. Si andaba listo podría quizá empuñarla antes de que el gigante se le adelantara. Era evidente que, a pesar de su escasa chicha, Antulfas lo iba a apreciar más por su carne que por su conversación. -Por cierto, se me ha olvidado preguntarte a qué has venido a mi isla, porque pinta de náufrago no tienes. Grontal miró al gigante. No parecía persona que se dejara engañar fácilmente. Mejor irse derecho a la verdad y desarmarlo y ganarse su voluntad con la sinceridad de una criatura subterránea y selvática todavía no maleada con las intrigas y las mentiras de los hombres, así que echó mano del hacha y deshizo de un certero golpe el barril de agua que, al abrirse, dejó escapar su contenido. Antulfas con los pies mojados, palideció visiblemente. -¡Ay, cuitado! ¡Por qué me he fiado de ti, que eres como los hombres, sólo que más pequeñito! -clamó el gigante al cielo con genuina compunción al tiempo que levantaba un pie, se arrancaba la sandalia y se llevaba a la planta callosa las manos presa de un gran dolor. Después bajó el pie, con un pisotón que conmocionó la

tierra, y se despojó de la sandalia del otro para acariciarse la planta mojada y dolorida de la que se desprendían humeantes grumos de barro color carne. Así obró varias veces, aliviándose con el frotamiento, hasta que en una de ellas, perdió el equilibrio y cayó de espaldas conmocionando la tierra con el golpe. Aun así, sentado en el yerbazal, el gigante no cejaba en sus lamentos y se frotaba los pies alternativamente, despidiendo de ellos polvo y barro. Grontal, que había huido asustado al amparo de unas rocas, se sobrepuso al miedo y asomó la cabeza para ver qué pasaba con el gigante. -¡Cuitado y ladrón! -le dijo Antulfas-. ¿Qué te he hecho yo para que me maltrates así? ¡Me has mojado los pies! Ahora tardaré meses en reponerme. ¿Es que no sabes lo que es un gigante con los pies de barro? -Lo había oído, pero no sabía que se refiriera a ti. Un mago amigo mío me pidió que rompiera el barril cuando estuvieras cerca. -¡Ay, ay, ay! -se lamentaba el gigante mientras gruesos torterones de piel se le desprendían de las plantas. Yo no iba a provocarte daño alguno, enano del demonio. Mi guerra particular es con los humanos, que en cuanto me ven quieren matarme. -Lo siento -se excusó Grontal-. Yo venía con la idea de que tenía que matarte para conseguir la piedra Templada. -¿La Templada? ¡Me cago en Satanás! Haber empezado por ahí. ¿Y para qué quieres la Templada, si puede saberse? -Mis jefes la quieren por mandato del Papa de Roma, para cierto hechizo contra los sarracenos. -¡Están jodidos tus jefes con los sarracenos! Los sarracenos le darán por el culo a la Cristiandad por los siglos de los siglos, si no al tiempo. Bueno, ahora me has derrotado y soy tu prisionero. -¿Cómo que eres mi prisionero?

-Sí, en el código de honor de los gigantes se especifica que los duelos son a primera sangre o cuando el vencido toca el suelo con las posaderas, como es el caso. -Pero este duelo no ha sido legal -objetó el enano-. Te he sorprendido a traición. -En nuestro código no hay traición que valga. Cuando un gigante es tan gilipollas que se fía de un humano, de un enano, de un elfo, de un orco o de cualquier otra criatura menuda, y por lo tanto maligna, que lo único que acarrean son problemas, entonces merece lo que le pasa. Me has derrotado y estoy a tu disposición. -Yo sólo quiero la piedra Templada. Dámela y quedarás en paz y libertad. -¿De veras? -Sí. -Acompáñane a mi cueva. La mojadura no había sido-demasiado grave. En cuanto se le orearon y secaron al sol las doloridas plantas, Antulfas se puso en pie y se dirigió a su cueva dando cojetadas seguido de Grontal. La cueva era una caverna profunda, ocupada en parte por un gigantesco lecho de hierba seca y apelmazada donde el gigante dormía. Al fondo de la cueva había una oquedad natural y en ella, disimulada debajo de unas tablas, un cofre rescatado de algún naufragio en el que el gigante guardaba abalorios, espejos, astrolabios, puñales, jarros de peltre, collares, dados y toda suerte de quincalla. Antulfas vació sobre una manta el contenido del cofre y rebuscó entre los objetos hasta que encontró la piedra. No era mayor que un huevo de codorniz. -Ahí la tienes, cógela: la Templada. Grontal la contempló sobre la palma de su mano. Era rojiza, con leves motas azuladas en la superficie irregular. -La Templada. ¿Puedes prestármela?

-Te la regalo. Ya estaba un poco harto de custodiarla. Es una grave responsabilidad, ¿sabes?, porque debes cuidar que no caiga jamás en manos del mal. De otro modo resucitará el dragón del que procede. -¿Procede de un dragón? -Todas las Doce Hermanas proceden de un dragón, por eso se llaman dragontías o piedras de dragón. Ésta la tenía un nieto de Sigfrido que se extravió en la Montaña de la Nieve y murió congelado. El cadáver lo encontró otro gigante que un día vivió en esta isla, Briareo, que era muy famoso y mucho más alto que yo. Olía mal, a muerte y podredumbre en la caverna de Antulfas, así que Grontal se despidió de él lo antes posible. Regresó a la playa, ya entrada la noche, y encontró a los vikingos del drakar deliberando sobre si convenía irse o quedarse, tras aceptar por unanimidad que más valía cenar un rancho frío que encender un fuego que pudiera atraer al gigante. Zarparon inmediatamente y regresaron a la isla de Gotland.

CAPÍTULO

XLV

A Sven no le convenía callejear mucho por la ciudad donde las patrullas de schiavoni buscaban a un tipo rubio y fornido que había asesinado a la esposa del secretario Querini. Contempló el muelle de san Giacomo, en el Canale della Giudecca, frente al promontorio oscuro de la isla de san Giorgio Maiore. Allí solía haber contrabandistas y barqueros que, por una tarifa aceptable, se olvidaban de preguntar si las mercancías o los pasajeros habían pasado por el registro de la Serenísima. En la oscuridad oscilaban las barcas oscuras golpeando de vez en cuando las piedras del embarcadero. Un barquero se había tendido en un fardo de velas y contemplaba el firmamento, con las manos detrás del cuello. Necesito una barca -le dijo Sven. El hombre enarcó una ceja. ¿Enviaba a paseo al inoportuno forastero o aceptaba el trabajo? -¿Cuánto y a dónde? -inquirió. -A Terraferma. Un ducado de oro. -Dos ducados. -Está bien. El equipaje era una muchacha amordazada y atada como un fardo. El barquero la miró con indiferencia cuando el caballero rubio la llevó en brazos y la depositó en el fondo maloliente de la embarcación. A él sólo le interesaban los dos ducados. Desatracaron y la barca diestramente guiada se dirigió a la cinta oscura que algunas distantes luces de las casas de campo señalaban como Terraferma.

Estaban en el centro de la lengua de mar, a mitad de camino cuando Sven le ordenó al barquero. -Arma la vela. -¿La vela, señor? No es necesaria y podría atraer a los corchetes de aduanas. Cuando se despliega se ve desde muy lejos. No te preocupes por eso. Arma la vela. El barquero se resistió. -Señor, ya he visto que lleva a una muchacha secuestrada. ¿Usted sabe el castigo por ese delito? Nos colgarán a los dos por el cuello en el campo del Carmín¡. -Le tienes apego a la vida, ¿eh? El barquero se alarmó. ¿Había subido en su barca a un loco o a un enamorado desesperado? Guardó silencio mientras meditaba. Si conseguía reducirlo y liberar a la muchacha podría cobrar alguna recompensa de la Serenísima, o incluso de la familia de la muchacha. Los vestidos de la secuestrada parecían buenos. Y la muchacha tenía el cabello claro. Era muy posible que perteneciera a una buena familia, quizá a los Pisani o a los Cornaro. Devolverla sana y salva después de matar al secuestrador podía suponerle una buena bolsa de ducados, quizá un empleo estable en las cocinas de una gran familia. Abandonaría aquella vida de miseria, los dolores de lomos de remar todo el día, de apalear fango por un mísero sueldo. -Voy a levantar la vela -dijo-, pero tendrá que ayudarme, señor. El barquero abandonó los remos y se dirigió al centro de su embarcación para izar el mástil. Sven se dispuso a ayudarle. -¿Me alcanza ese palo, señor? Sven le dio la espalda. El barquero empuñó un cuchillo cachicuerno e intentó apuñalarlo.

No contó con el sexto sentido del guerrero. Sven había olfateado el miedo o lo había percibido en algún menudo matiz de la voz. Detuvo la puñalada interponiendo el brazo y estrelló su puño en el costillar del agresor. Después, mientras el barquero pugnaba por tomar aire, le aprisionó la cabeza con ambas manos y se la giró bruscamente. Crujieron las vértebras y el barquero se desplomó, cadáver. Sven lo arrojó al mar. Isbela había asistido a la escena con los ojos desencajados. -Tranquilízate -le dijo Sven. La muchacha vio como su secuestrador izaba la vela y afirmaba el rumbo antes de sacar de su bolsa de costado una cajita de pasta vítrea, de las que las damas venecianas usan en el tocador. La cajita contenía el viento boreal, que Asmodeo le había entregado: «Él solo te llevará a la isla Inquieta», había añadido. La Isla Inquieta. En el Mar Tenebroso, más allá de los confines de Portugal y de Inglaterra había islas vivas. Algunas, aunque tuvieran arboleda y playas, sólo eran los lomos de enormes criaturas marinas que flotaban en el mar a la deriva de las grandes corrientes. Otras eran islas flotantes de piedra y vegetal, sujetas a magia. Muley Osmán, el corsario, había conseguido de los magos hiperbóreos una isla menor, la isla Inquieta, y la había trasladado al Mediterráneo. De este modo podía contar con una base y un refugio incluso ante las mismas narices del papa o de la Serenísima. El viento boreal, contento de verse liberado después de muchos años de cautividad, se extendió por la bahía e hizo girar, con un sonido lastimero, las veletas mal engrasadas de la iglesia María Gloriosa del Frari antes de regresar al mar e hinchar la vela de la barca de Sven. -¿Sabes adónde nos dirigimos? -lo interpeló el guerrero mientras se apartaba un mechón rebelde de la cara. Una racha de viento lo despeinó nuevamente. Era el modo en que bóreas asentía. -Pues llévanos.

Y el viento produjo un torbellino de agua, una especie de caracola húmeda, que se desplazó hacia el sur a velocidad de vértigo y arrastró la embarcación hasta una playa de fina arena blanca bajo un cielo rojo intenso en el que no brillaba sol alguno. Tampoco había olas. Era como si estuvieran en el centro de un estanque tranquilo, aunque soplaba una suave y refrescante brisa otoñal. -La isla Inquieta -reconoció Sven. Saltó a tierra y empujó la barca hasta vararla en la playa luminosa. La playa terminaba en unas rocas detrás de las cuales crecía feraz la arboleda, grandes pinos, acacias, palmeras y un sotobosque de espesos helechos. Entre dos rocas un guerrero moreno espiaba la llegada de la embarcación y cuando se cercioró de que sólo eran un hombre y una mujer se llevó un cuerno a los labios y emitió un largo y ronco trompetazo.

CAPÍTULO

XLVI

-¿Dónde demonios te metes? -riñó Lucas de Tarento a su escudero. Pedro el Raposo había visitado la sinagoga. Llegó a ella por casualidad, cruzando canales. Obedeciendo a un impulso inexplicable empujó la puerta y se sentó en la penumbra, en uno de los bancos postreros. Así estuvo toda la tarde, la mirada en la lamparita del nicho donde se guardaban las Escrituras. Luego se levantó y regresó junto a sus compañeros. -He estado por ahí -dijo el escudero-. ¿Había algo que hacer? Caras serias. No estaba el horno para bollos. -¡Nos la escamotearon delante de nuestras propias narices! -se lamentó Guido al tiempo que golpeaba la pared con el puño dejando señalados los nudillos en el estuco-. ¡Nunca me lo perdonaré! Estaban en la sala baja de la nunciatura papal, abatidos por la pérdida de Isbela. Cantacuzanos, hosco, guardaba concentrado silencio. Había otro problema que sólo él conocía. Después de llegar al palazzo había examinado cuidadosamente las piedras de San Todaro y, tras someterlas a ciertos conjuros, había llegado a la conclusión de que eran falsas. Los habían timado. No sabía si atribuir el fraude a una artera maniobra de los venecianos, que eran muy capaces de ello, o, simplemente, al hecho de que las piedras que los venecianos creían legítimas no lo eran y alguien, en algún momento de su historia, las había sustituido por estas, meras imitaciones desprovistas de valor. Cualquiera de las dos posibilidades significaba lo mismo: no tenían las piedras. ¿Dónde las buscarían ahora? Y para colmo, cuando se disponía a comunicar el caso a sus compañeros, llegaron Guido y su semiorco con la noticia del rapto de Isbela. Todo iba de mal en peor. Presentía que una magia superior a la suya estaba auxiliando a la Abominación. No podía explicarse de otro modo aquella

concatenación de desgracias. ¿Quién de la parte oscura podía ejercer una magia tan poderosa para la Abominación? Cantacuzanos no conocía a todos los magos, pero sí a bastantes, y todo aquel asunto lo llevaba a sospechar de uno en concreto: Asmodeo de Sinán. Mientras el clérigo se abismaba en sus pensamientos, Lucas de Tarento meditaba sobre el rapto de Isbela. -Estamos en Venecia -dijo-, la ciudad de los delatores y de los espías. Quizá el nuncio Pisan¡ nos pueda llevar ante el jefe de la hermandad de maleantes y rescatemos a la muchacha, si es que sigue viva.

CAPÍTULO

XLVII

Las olas batían contra las rocas al pie de la torre Catalina, en la isla Inquieta. La torre era una construcción normanda, obra de un renegado irlandés, antiguo arquitecto de campanarios, que había levantado una aguja de piedra en tres cuerpos, decreciendo los muros por dentro, de manera que fuera flexible a los vientos y al mismo tiempo no más gruesa de lo necesario para albergar una escalera de caracol y nueve celdas superpuestas que se iban agrandando con la altura a medida que se ganaba espacio al grosor de los muros. En el noveno aposento, debajo de la terraza almenada, habían encerrado a Isbela de Merens. La semielfa pasaba las horas en la ventana, oteando el mar por donde esperaba que sus amigos vinieran a rescatarla, especialmente Guido de St. Bertevin, al que amaba. Desde su alto observatorio, Isbela había estudiado el terreno, por si se le ofrecía alguna ocasión de fugarse. La isla parecía inexpugnable. Era solo una roca rodeada de acantilados, en medio del mar. El castillo ocupaba la parte más elevada, un recinto de siete torres, la más alta la Catalina, donde ella estaba presa, un patio de armas y algunas casas y almacenes. Delante del castillo había un prado redondo de doscientos pasos de diámetro, en el que pastaba un rebaño de ovejas, y al otro lado del prado, detrás del escarpe, un acantilado más bajo asomado a una pequeña ensenada en la que se guarecían las galeras del pirata Muley Osmán. La semielfa había venido de nuevo a las manos del odioso sarraceno. -Te he buscado por todas partes, registrando la tierra y los profundos mares -le había dicho Muley Osmán como bienvenida en tono más amable que reprobador-. Esta vez serás mía para siempre. Nadie podrá empañar nuestra felicidad. Nuestra felicidad. El moro no desistía de su proyecto de tomarla en matrimonio. Quería a toda costa engendrar hijos rubios con una princesa de estirpe franca.

Pasaban los días y con ellos se acrecentaba la impaciencia y el desánimo de la muchacha. En tres ocasiones aparecieron velas en el horizonte y siempre resultaron ser navíos de Muley Osmán que buscaban cobijo en la ensenada de la isla o acudían a descargar el botín de sus rapiñas. El cuarto día, Muley Osmán en persona visitó a la semielfa. Esta vez se hizo preceder por cuatro esclavas libias, una de ellas experta en maquillaje, que vistieron y adornaron a la cautiva hasta que su belleza natural resplandeció como una perla sobre un paño de terciopelo. Entonces llegó Muley Osmán, fatigado por la ascensión de tantos peldaños, enjugándose el sudor de la gruesa cerviz con un pañuelo de seda. Su rostro ancho y barbudo se dilató en una sonrisa no enteramente cruel. -Hacia años que no subía a esta torre -suspiró recuperando el resuello-. ¡Jodido palomar! -Miró a la muchacha con arrobo y añadió-: El palomar donde posa mi linda palomita. Isbela se sentó en el hueco de la ventana, dispuesta a saltar al vacío si aquel patán intentaba propasarse. Él le adivinó las intenciones. -No temas, mi bella prometida -le dijo, recorriendo con una mirada lasciva las gasas vaporosas que no conseguían ocultar las curvas de la muchacha-. No te haré daño. Te he perdonado tu chiquillada cuando escapaste de Acre con aquellos francos. Ahora estamos de nuevo juntos para no separarnos jamás. Dentro de tres días, cuando la luna llena resplandezca, nos casaremos. Mientras tanto, come muchos dulces, pues te prefiero un poco más gorda, que en las carnes de la mujer se refleja si el marido es pudiente y yo voy camino de ser más rico que el propio Saladino y que el sultán de Egipto. Te gustará nuestra boda. Lanzó al aire una almendra garrapiñada que cazó con la boca y después bebió un largo trago de vino dulce directamente de la jarra de plata. Eructó suavemente.

-Te aconsejo que no pienses en escapar -añadió-. Esa ventana, como el resto del castillo, está protegida por un conjuro. Para demostrarlo arrojó un pastelillo que se estrelló contra un obstáculo invisible y cayó, chafado, sobre el alféizar de la ventana. -Ya lo ves. Ni siquiera tus amigos podrán rescatarte. Esta vez no. Esta vez nadie se interpondrá entre nosotros, nadie te impedirá que seas feliz a mi lado mientras me das una docena de robustos niños, rubios a ser posible. -¡Nunca me casaré contigo! -gritó Isbela desesperada-. ¡Antes, la muerte! Muley Osmán rió en sordina como si hubiese oído algo muy gracioso y arrimó su escabel al de ella. Isbela se pegó a la pared cuanto pudo para escapar del aliento fétido del pirata. -Por ese lado no tienes que temer nada, paloma mía -susurró el turco-. El día de la boda vendrá la comadre Ismina de Túnez y te hará un conjuro de amor. Me amarás como no has amado nunca y sentirás tan violenta atracción por mis carnes que aquella noche me dejarás exhausto en el lecho. Rió su propia gracia y palmeó el muslo de la muchacha con una mano grande y peluda. -Ahora tendrás que perdonarme -se excusó, poniéndose de pie-. Estoy muy atareado atendiendo a los invitados y ocupándome de los detalles de la ceremonia. Salió y las comadres que habían aguardado en la escalera mientras Muley Osmán visitaba a la novia, volvieron a entrar y despojaron a Isbela de sus vestidos ceremoniales dejándola con los vestidos cristianos con que la habían secuestrado. Pasaron otros dos días. Isbela, desde su alta atalaya, contaba los navíos que entraban en la ensenada. Ya había más de cuarenta. Todos los piratas del Mediterráneo estaban invitados a su boda, así como representantes de Saladino, del sultán de Egipto, del bey de Sardacia y otra docena de banderas que la muchacha no supo

identificar. Crecía su desesperación a medida que pasaban las horas. Prisionera en aquella alta torre, perpetuamente vigilada por un oreo sentado en el último peldaño al otro lado de la puerta, en medio de un mar incógnito en el que la magia maligna de Asmodeo de Sinán evitaba la entrada de navíos extraños, no veía ninguna posibilidad de rescate. En el aposento inferior había una armería. Cuando la trajeron a la torre Isbela había visto, al pasar, las ballestas cuidadosamente alineadas en sus perchas, los arcos turcos, reforzados con láminas de cuerno y tendón en sus fundas de tafilete y los barriletes de flechas alineados alrededor de los muros. Si pudiera alcanzar uno de aquellos arcos, pensaba en sus largas horas de soledad, con aquella inagotable provisión de flechas, se haría fuerte en la torre y podría resistir durante algunos días a los hombres de Muley Osmán. Quizá así Lucas de Tarento tuviera tiempo de rescatarla, como en Acre. Pero cuando regresaba de las ensoñaciones y ponía de nuevo los pies en la tierra se enfrentaba a la amarga certeza de que Lucas de Tarento ni siquiera conocía su paradero. El día fijado para la boda amaneció con chirimías y músicas. La orquesta de viento y cuerda ensayaba al pie de la torre los monótonos gañidos característicos de la música oriental. En la explanada, entre el puerto y el castillo, se levantaban tiendas de campaña y carpas para albergar a los invitados. Habría juegos, músicas, danzas y hasta un torneo a la moda de los cristianos con enfrentamiento fingido de los más esforzados guerreros de Muley Osmán. El cielo estaba azul; el sol lucía radiante. La jornada prometía ser memorable. Entonces ocurrió. Un viento gris se levantó por el este y arrastró unas nubecillas blancas a tal velocidad que todo el mundo abandonó sus quehaceres para contemplarlas porque nadie recordaba haber visto cosa igual. Las nubecillas cruzaron el cielo y se congregaron sobre la isla, deshiladas como briznas de algodón. -Es el palio que provee el mago Asmodeo al que he invitado a la ceremonia -declaró Muley Osmán-. Ahora despreocupaos y volved

a vuestras tareas -ordenó a los criados que le habían avisado del portento: Detrás de las nubecillas vinieron otras, oscuras, aborregadas, que se congregaron encima de la isla hasta ocultar el sol, como si un retazo de invierno se hubiera instalado sobre aquel islote fantasma mientras la primavera sonreía luminosa en el mar del entorno. Muley Osmán, vestido con las galas de novio, con la barba perfumada con aceite de nardos, se asomó a la ventana de su alcoba con el ceño fruncido. Aquello no parecía obra de Asmodeo de Sinán. Asmodeo era el maestro del mar. Aquello parecía más bien propio del maldito mago del Papa, el clérigo Cantacuzanos, cuyos conjuros dominaban el aire y el fuego. -¡Alí! -gritó a su mayordomo-. ¡Quítame estas plumas mariconiles y ponme la cota de malla, porque me parece que vamos a tener el día movido antes de la boda! Confirmando sus sospechas, una galera apareció por el lado de Italia con las tres velas triangulares tan henchidas de viento que más que navegar diríase que volaba por encima de las olas. Muley Osmán lo reconoció al instante. -La Pajarita Impertinente, la galera aduanera de Venecia. ¡Los cristianos nos han descubierto! ¡Tocad a rebato y que todo el mundo se prepare para la batalla! -Pero, señor, en la explanada de los alardes no se puede, ni caminar, con tanta tienda -objetó el mayordomo-. Recordad: la boda. -¡A la mierda la boda! -se expresó el pirata-. Ya me cepillaré a esa lechugina franca sin tanta ceremonia cuando termine esto. ¡Ahora todos a las armas, que nos atacan!

CAPÍTULO

XLVIII

Soplaba el viento simón, que procede del oeste y arrastra las semillas de la planta kaf hasta los desiertos de Afganistán. La planta crece vigorosa y si un macho cabrío come de ella, enloquece y hay que sacrificarlo porque su carne y su semen transmiten la locura a los que se alimentan de él o a las cabras que fecunda. Era todavía era de noche cuando Asmodeo de Sinán llegó a Taka-iTaq-dis, el Trono de los Arcos, la antigua fortaleza-santuario edificada por el rey persa Cosroes hacia el año 600. Se sentía cansado y enfermo. Había tenido que atravesar montañas, ríos y desiertos poblados de demonios, serpientes y escorpiones. El mago nunca había estado en el Trono de los Arcos. Se sentó en una peña y aguardó a que amaneciera sintiendo el rumor de las conversaciones de las cinco piedras dragontías en el bolsillo de su chilaba. Cuando las luces del día clarearon vio que estaba rodeado de plantas de kaf. La Abominación le había enseñado los secretos de la planta. Tomó una ramita y la mordisqueó. El jugo estaba amargo, pero al instante sintió que un nuevo vigor le recorría las venas. Se levantó, sin sentir los pies lastimados por su larga peregrinación, y recorrió las estancias vacías y derruidas del antiguo santuario. El Trono de los Arcos era un castillo circular en medio del desierto habitado por los vientos arenosos, por las matas de kaf y por las serpientes. En aquel lugar remoto había nacido Zaratustra, el profeta del mazdeísmo. Cosroes se limitó a rodear la colina con una muralla y a construir en su interior un santuario donde se adoraba el fuego sagrado de la religión irania. En tiempos de la Abominación aquel recinto recibía caravanas y devotos de todas las partes del mundo deseosos de participar en los ritos fecundantes de la tierra. Cuando Cosroes conquistó Jerusalén, en el año 614, se apoderó de los objetos sagrados del Templo y del Santo Sepulcro, entre ellos la Vera Cruz de Cristo, y los depositó en el Trono de los Arcos. Pero en el 629 Heraclio, el emperador de Bizancio, invadió

Persia, destruyó el Trono de los Arcos y rescató las sagradas reliquias. Asmodeo de Sinán penetró en la sala sagrada, ahora colmada de escombros y arena. Contempló las bóvedas cubiertas de mosaicos azules que se prolongaban por los muros en forma de plantas verdes y llamas rojas. Se sentó en una piedra, sacó el envoltorio donde llevaba las piedras dragontías y se dispuso a realizar el antiguo rito que renovaba el fuego. El viento simón cesó y el sol, que ya remontaba su diario camino, se tiñó de rojo a causa de las nubes de arena. Difundía una claridad anaranjada que daba a los objetos un aspecto espectral. Asmodeo presintió una presencia extraña y se sobresaltó al encontrar, a pocos pasos de él, a Cantacuzanos, el mago que un día fue su camarada. -Jorge de Cantacuzanos, ¿qué haces tan lejos de la púrpura y del boato del Papa? -lo saludó sin cordialidad alguna. -Asmodeo, sirviente del demonio y de la Abominación -respondió secamente el mago-. ¿Hasta cuándo perseverarás en el mal? -¿Te crees en posesión de la verdad y del bien? -le replicó Asmodeo-. ¿Crees que sigues el recto camino solamente porque la maligna Roma ha depositado en tus manos el poder usurpado a la vieja religión? No eres más que un esclavo al servicio de la inmundicia de los poderosos. Cantacuzanos dio un paso adelante y se puso la mano en el pecho. -Soy un buscador de la luz, lo que eras tú antes de pervertirte. -¿La luz? -replicó sarcástico Asmodeo-. ¿Qué luz, ciego? La luz está en la Abominación y tú y los tuyos vivís en medio de las tinieblas. ¿Acaso no has leído el libro de plomo? ¿No sabes que la diosa Ashtoreth, también llamada Asherah, precedió a Yaveh? -Ashtoreth es otro nombre del demonio. -Sentémonos como en otro tiempo y el que convenza al otro tenga su bendición -propuso Asmodeo.

-No quiero escucharte -se negó Cantacuzanos-, lo único que tienes son silogismos del mal. Eres un saco de perdición. -¿No has visto, acaso, la imagen del dios dual, el hombre que es una mujer, la mujer que es un hombre? -La

he

visto

y

la

he

rechazado

-¿Buscas el secreto de Salomón? No comprendes que el sanctasanctórum del Templo era la imagen de la caverna primitiva, la matriz de la diosa Ashtoreth. -No existe tal diosa -replicó Cantacuzanos-. Sólo el culto al carnero macho que Dios permitió a nuestros primeros padres antes de la iluminación de su propia palabra. -¡No te engañes! La Mesa de Salomón encierra los poderes de Ashtoreth: lo que vosotros despreciáis como Abominación es, en realidad, el camino de luz, la vía que reconciliará a la humanidad, lo que nos devolverá a la Edad de Oro, a la Arcadia. -Ese veneno que destila tu boca es locura y abominación -dijo Cantacuzanos. Asmodeo no se daba por vencido: -Ashtoreth era la esposa de El, el dios masculino y su hija era Anath, la reina de los cielos, y su hijo He, el rey de los cielos. Con el tiempo El y He -los dos dioses masculinos, padre e hijo- se fundieron en un solo dios, Yaveh. Mientras que Asherah y Anath se transformaron en Shekinah o Matronit, la esposa de Yaveh. -Tu boca profana el santuario -insistió Cantacuzanos. -Mi boca habla la verdad y en el fondo de tu corazón alienta la duda, pero intentas apagar el rescoldo de la inteligencia para abrazar el credo de los fanáticos que envenenan el mundo. ¡Vuelve tus ojos a la libertad! -¡No hay libertad fuera de Yaveh! -¿No lo comprendes? -Asmodeo parecía desolado por el empecinamiento de su antiguo camarada-. El nombre de Yaveh, las cuatro consonantes hebreas representan a los cuatro miembros de

la familia celestial: la Y representa al padre El; la H a la madre Asherah; la W al hijo He; la segunda H a la hija Anath. Cantacuzanos sintió con pavor que la semilla de la duda germinaba en su pecho. Se arrepintió al instante de haber escuchado al esclavo de la Abominación y levantando su báculo lanzó sobre él un conjuro. Al instante el viento simón regresó de las montañas y aventó al mago Asmodeo: lo arrebató como una mano poderosa e invisible y elevándolo sobre sus pies lo estrelló contra la alta bóveda de la sala de las ofrendas. Al golpe se desprendió una terrera de ladrillos y teselas. Asmodeo se levantó maltrecho en medio de la polvareda. -¡Que sea como tú quieres, Cantacuzanos! -dijo y lo apuntó con su báculo, del que brotó una lengua de fuego que lo envolvió y lo consumió hasta las cenizas. Asmodeo se acercó a la pira y removió las cenizas calientes con la punta del bastón. -Lo siento viejo amigo -murmuró. -¿Por qué lo sientes? -preguntó la voz del griego a su espalda-. ¿Crees acaso que ese truco de magia puede hacerme daño? Yo domino los vientos y la combustión. El mago se volvió. Allí estaba Cantacuzanos con aquella mirada febril que Asmodeo no había olvidado. Se sacudía la ceniza de su capa oscura y golpeaba las suelas de las botas contra el suelo para acabar de apagarlas. Asmodeo lanzó otro hechizo, esta vez un conjuro geométrico, sin intervención del aire, una fórmula mágica capaz de reducir a una cárcel lineal a cualquier enemigo compuesto de sangre y vísceras. Cantacuzanos se comprimió hasta reducirse a un plano ilusorio que visto de perfil era la nada y visto de frente conservaba la apariencia humana, sin relieve, como una lámina. Fue un instante. Después el plano se redujo a una línea, la línea a un punto, el punto se desvaneció en el aire.

-En esa región tendrás tiempo de meditar, Jorge -dijo Asmodeo de Sinán-, y espero por tu bien que regreses de ella libre y sensato. -¿De verdad crees que tus trucos prevalecerán contra mi? preguntó Cantacuzanos. Nuevamente había aparecido a la espalda del mago blanco, esta vez sonriente, y mostraba en su mano el envoltorio con las cinco piedras dragontías. La sonrisa se borró del semblante del griego. Extendió su báculo y Asmodeo sintió un ardor vegetal que le recorría las venas, una abrasadora pesadez de plomo fundido en los miembros, una confusión invencible que le ofuscaba los sentidos y lo sumía en un sueño de muerte. Ensayó un contraconjuro, y después otro, al tiempo que se sumía en un sopor mineral. Aturdido se sentó en el suelo, pero los brazos se negaron a sostenerlo, se tendió exhausto y comprendió que el mago negro había conseguido poderes ancestrales contra los que nada podía. Reclinó la cabeza y se sumió en la nada. Cantacuzanos contempló el cuerpo exánime de su antiguo amigo. Lo había derrotado, pero no podía matarlo porque el último recurso de la magia impedía ese desenlace. El poder de Asherah regresaba al servicio de la Abominación para que la victoria del bien no fuera completa. Cantacuzanos convocó a los vientos, incluido el rebelde bóreas, y regresó a la nave Caminito de la Sardina rumbo a la isla Inquieta con el corazón roído por la duda. Aquellos arcanos en los que no se atrevía a penetrar... quizá Asmodeo había visto una luz que él no se aventuraba a mirar, quizá su antiguo amigo había comido la manzana del árbol prohibido y era libre mientras que él había aceptado su condición de esclavo y se sometía a un dios caprichoso y cruel que sembraba el dolor en el mundo y exigía la ciega sumisión de sus criaturas. La duda amarga le destilaba hiel en la garganta mientras a lomos del poder que aquel dios le otorgaba, cabalgaba sobre las olas del mar interior dejando tras de sí un rastro de espumas.

CAPÍTULO

IL

Isbela de Merens supo que su liberación era inminente cuando despertó sobresaltada por el ronco sonido de las trompas de guerra. Se asomó al ventanuco de su celda y vio a un oreo de cara bestial sentado en un peldaño de la escalera de caracol. Se hurgaba con un dedo en la monstruosa nariz y se comía los mocos que se extraía, según el feo hábito de los orcos y de algunos especímenes humanos. Reprimiendo el asco que le producía, Isbela lo llamó: -Oye, buen mozo, ¿cómo te llamas? -la voz de la muchacha sonó modulada e insinuante. -¿Yo? -dijo el orco suspendiendo su exploración nasal: Nurgo. -¡Nurgo, qué bonito nombre! -exclamó la semielfa-. Nurgo, tengo un problema. Necesito que me ayudes a cortar esta vieja capa de viaje. Quiero hacerla dos piezas que me sirvan para un vestido. Es una sorpresa que quiero darle a nuestro amo y señor Muley Osmán. -Bueno. ¿Y cómo lo vas a cortar? -preguntó Nurgo. -Con tu cuchillo, claro. -¡Yo no te puedo dar mi cuchillo! -protestó el orco. -Pues entonces córtalo tu mismo. Yo te señalo la línea con un carboncillo y tú cortas, ¿vale? -Bueno. -Lo malo es que no lo vas a cortar derecho -reflexionó la muchacha-, pero si yo sostengo la tela, entre los dos podremos cortarla fácilmente. Yo la atiranto desde los extremos y tú cortas por medio.

Nurgo no terminaba de verlo claro. Se rascaba el colodrillo peludo dudando. Por otra parte se había acercado al ventanuco y la muchacha le había hablado a pocos centímetros de sus anchas narices. Había percibido el olor de la hembra mezclado con el perfume de agua de rosas. A Nurgo le gustaban mucho los olores. Era lo que más le gustaba, aparte de hurgarse en las narices y más abajo. No sé -titubeó-. Se pueden enfadar si abro la puerta. -¿Quién se va a enterar? -preguntó la muchacha-. Ni tú ni yo lo vamos a revelar, por la cuenta que nos tiene. El tono de la muchacha era insinuante. Además, se había desabotonado un par de trabillas de la blusa y el escote dejaba ver el hondo canalillo y la promesa de dos tetas duras, altas y en sazón, como le gustaban a Nurgo. Las putas del puerto con las que a veces iba, pagando el triple de la tarifa, dada su condición de orco, tenían las tetas flojas y caídas del mucho uso. En su vida sólo había catado dos tetas duras y firmes como las de la muchacha, cuando violó a una novicia en un convento de la costa Toscana, donde desembarcó con Muley Osmán. La fugaz visión de las tetas terminó de ofuscar el poco juicio de Nurgo. El orco descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Al otro lado de la breve estancia, la prisionera le sonreía insinuante con el manto en las manos. Nurgo desenvainó el cuchillo y avanzó dispuesto a cortar la tela y a servir a la muchacha en lo que gustara mandar. Ella sostuvo en alto el tejido, como un biombo entre los dos, y cuando Nurgo se disponía a cortar se lo echó sobre la cabeza. -¡Jo, jo! Tienes que sostenerla bien muchacha -dijo divertido por el juego-. Se te ha escapado de las manos: Pero cuando consiguió zafarse del manto, la muchacha no estaba donde tenía que estar, entre él y la ventana. Había desaparecido. Angustiado, intentó asomarse a la ventana y se golpeó la cabeza contra un muro invisible. Estaba intentando comprender que por allí no podía haber saltado la prisionera cuando oyó correrse el

cerrojo de la celda a su espalda. La chica había escapado y sus bellos ojos azules lo contemplaban ahora desde el ventanuco, al otro lado de la puerta cerrada. Nurgo comprendió el juego. Ahora el preso era él y la muchacha era la guardiana. -¡Jo jo, qué juguetona eres! -rió de buena gana-. Ahora abre la puerta, que sigamos cortando la capa. No vaya a subir alguien y le vaya a Muley Osmán con el cuento de que somos amigos. El rostro de la muchacha desapareció del recuadro y Nurgo percibió sus leves pasos descendiendo la escalera de caracol. Niña, deja de jugar al escondite o me enfado y no te follo -advirtió el orco. No hubo respuesta. Nurgo comenzó a comprender que quizá no se trataba de un juego, sino de un intento de fuga. Comprendió lo que siente un asno cuando el aparejo se le viene a la barriga y desparrama la carga. -Ahora vendrán los palos -pensó, resignado. El depósito de armas no tenía candado, solamente un cerrojo bien engrasado que se descorrió fácilmente. Isbela tomó uno de los arcos turcos, hechos de madera, cuerno y tendones, e intentó encordarlo. Imposible. Se necesitaba la fuerza de un hombre musculoso. Reparó en que en una de las cajas había media docena de arcos galeses, de tejo, tan altos como una persona, toscos y efectivos. Alguna vez había disparado con uno de éstos. Apoyó un extremo contra el muro, lo presionó con el peso de su cuerpo y logró encordarlo. Después buscó las flechas adecuadas. Casi todas las que había eran cortas, las propias de los arcos turcos, o virotes de ballestas. Al fin, detrás de unos lienzos encerados encontró dos barriles de flechas largas. Se echó uno al hombro y lo subió a la terraza almenada de la torre. Luego bajó por el otro y repitió la operación. Al pasar por delante del ventanuco de la celda, Nurgo la piropeó para comprobar si todavía continuaba el juego. El orco había concebido la absurda esperanza de que la prisionera lo estuviera excitando para hacer más sabrosa la entrega.

Isbela escuchaba los requiebros del orco con una sonrisa. Por nada del mundo quería que se percatara de la verdadera situación y comenzara a alborotar. Cuanto más tardara en cundir la alarma, mejor. Con su reserva de flechas y dos arcos galeses en la terraza de la torre, la semielfa estudió la situación. La torre solo tenía un acceso, una puerta baja que se dominaba perfectamente desde el balcón amatacanado. Mientras cubriera con sus tiros aquella puerta nadie podría penetrar en la torre. Cuando se le acabaran las flechas estaría perdida. ¿Y el aire? La envoltura del conjuro que tapaba la ventana quizá afectaba también al resto de la torre o, incluso, al castillo. Mejor comprobarlo. La semielfa tomó una flecha del barrilete y tendió el arco. Apuntó al palo alto de un gallinero, en el patio del castillo, tensó el arco y disparó. La larga flecha de tejo fue a clavarse temblando en el centro del palo. No, el conjuro no afectaba a su campo de tiro. Entonces sonaron las roncas trompetas de alarma. Isbela levantó la mirada y escrutó el mar. Vio venir a lo lejos, sin tocar las aguas, a La Pajarita Impertinente, la galera negra de los aduaneros venecianos. El corazón le dio un vuelco. ¡Sus amigos no la habían olvidado! ¡Acudían a rescatarla!

CAPÍTULO

L

Mohamed Habibi, después de casi un año al servicio de Muley Osmán, llevaba hundidas, por imprudencia o por ignorancia de las artes del mar, tres galeras de su jefe. Dentro de su desgracia podía considerarse un hombre afortunado ya que, en las tres ocasiones, sus errores se habían imputado a alguno de los muertos provocados por el accidente. Hacía un mes que Mohamed Habibi estaba a cargo de la intendencia de la Isla Inquieta y a lo largo de ese tiempo había introducido sustanciales reformas para optimizar el uso de los recursos y ganarse la estimación del amo. Había desmontado las cuerdas de crin de caballo y nervios de las balistas de las torres y las había sustituido por otras de cáñamo igualmente fuertes pero mucho más baratas. Había trasvasado el contenido de los cántaros de fuego griego a otros más pequeños y manejables y había apilado los envases antiguos a la entrada del arsenal con idea de convertirlos en macetas y hacer un camino floral de la ensenada al castillo que confiriera a la isla un aspecto más palaciego. De este modo pensaba congraciarse la voluntad de Muley Osmán, cuyos gustos se estaban volviendo más refinados a medida que se hacía más rico. Cuando la galera negra veneciana apareció por el horizonte y los vigías de la Isla Inquieta dieron la alarma, los piratas se prepararon para rechazar el ataque. Los servidores de las catapultas echaron mano de los odres del fuego griego y comenzaron a bombardear al invasor con cáscaras vacías, al tiempo que las balistas lanzaban mortíferas jabalinas que, faltas de impulso, debido al cáñamo humedecido por la brisa marina, caían sin fuerza sobre los barcos propios, los refugiados en la ensenada, ocasionando desgracias. Los orcos de la guardia de Muley Osmán salieron de las zahúrdas del castillo y se reunieron en el prado gruñendo y golpeando furiosamente los escudos para enardecerse según acostumbran en vísperas de una batalla. De pronto, el jefe de ellos, que se distinguía por un yelmo cerrado grande como un cántaro, con un

penacho de plumas de faisán, se llevó la mano a la cerviz, dijo urg urg (ay, ay) y se desplomó, herido de muerte. Sus ayudantes de campo se precipitaron a socorrerlo. Una flecha de aguda punta le había entrado por el morrillo y le había atravesado el cuello, segándole de camino la arteria carótida. El caudillo oreo sangraba como un cochino en la mesa del matarife. Los orcos intentaban dilucidar qué había ocurrido cuando una segunda flecha atravesó el pecho de otro entrando por la parte blanda entre el peto de cuero y el almófar que le protegía la cabeza. El orco se desplomó sobre el cadáver de su jefe diciendo urg, urg. Mal asunto. Cuando la cuenta de los muertos iba por cinco, uno de los orcos señaló la Torre Catalina y gritó: -¡Qkku warq kq oyrq hiuq ayw bia nqrq! Miraron todos en la dirección que el señalaba el conmilitón y descubrieron a Isbela de Merens, asomada a una almena, con el largo arco galés en la mano. El rebaño de los orcos se disolvió al instante. Los más corrieron hacia el escarpe de los precipicios, pero allí era difícil encontrar una roca tras la que guarecerse. Otros corrían alocados en todas direcciones para ponerse a cubierto, lo que era imposible en el prado liso. Muchos se precipitaron contra las escolleras (la marea estaba baja) y otros se enzarzaron en agria disputa por una roca o un agujero tras el que parapetarse. Mientras, la semielfa los seguía cazando muy a su sabor con las plumadas flechas. La nave negra veneciana se había aproximado a la isla. En la boca de la ensenada, Cantacuzanos, con las cinco dragontías que reforzaban considerablemente su poder, convocó dos vientos auxiliares que juntaron su impulso con el simón y elevaron la nave por encima de los mástiles de las galeras de Muley Osmán. Al sobrevolarlas Grontal y el Raposo, cada uno asomado a una borda, las bombardeaban con frascos de fuego griego e iban gritando los aciertos con infantil alborozo mientras dejaban atrás un rastro de incendios que, con la alarma, nadie sofocaba. Finalmente, La

Pajarita Impertinente se deslizó sobre la hierba del pradillo y se detuvo, escorada, a las puertas mismas de la fortaleza. -La escala, Pedro -ordenó Lucas de Tarento-. ¡Al asalto! Los piratas intentaban defender las almenas, pero malamente podían concentrarse en rechazar el ataque cuando en cualquier momento podían recibir una flecha en la espalda desde la Torre Catalina. Después de una breve resistencia inicial no pudieron evitar que el enano Grontal, con su temible hacha, señoreara un lienzo de muralla. Detrás de él subió Gorgo armado de una maza de carpintero de ribera, con la que aplastó la cabeza de dos piratas que le salieron al encuentro. Guido se deslizó escalera abajo, abatiendo a unos cuantos enemigos que le salieron al paso, y abrió la puerta del castillo para que entrara Lucas de Tarento. Cantacuzanos, sin abandonar la galera, tembloroso, convocaba a los vientos para que las flechas de la semielfa no se desviaran de sus objetivos. La lucha cesó en cuanto Muley Osmán salió del castillo vestido con su mejor cota persa, el agudo alfanje en la mano, dispuesto a defender su isla. La semielfa apuntó con cuidado y lo alcanzó con una flecha de aguda punta en el instante mismo en que el jefe pirata intentaba encasquetarse el casco de acero. Muley Osmán, con la flecha emplumada clavada en el cráneo, la punta asomándole por el cogote, comprendió, de pronto, que aquel gafe de Mohamed Habibi había sido la causa de todas las desgracias que menudeaban sobre él desde que entró a su servicio. Ahora, en la sucesión de torpezas provocadas en aquella jornada por su intendente -los búcaros del fuego griego que no ardían, las balistas que no alcanzaban-, veía claro que aquel egipcio con cara de ratón era el responsable de su ruina y, en última instancia, de su muerte. Muley Osmán le dirigió una mirada asesina y pugnó por levantar la espada contra él, pero sus miembros no lo obedecieron. Tirado como un saco de cebada en los irremisibles brazos de la muerte, Muley Osmán concibió un acto de póstuma justicia: por lo menos que aquel gafe recibiera su merecido. El verdugo experto en decapitaciones a la turca estaba en su cabecera, hipando en un mar de lágrimas por la desgracia de su amo. Antes de morir, Muley Osmán quería verlo ejercer su oficio una última vez. Que

decapitara a Habibi y le presentara su cabeza chorreante. El rey de los piratas hizo un supremo esfuerzo y consiguió levantar una mano para señalar a Habibi. El egipcio podía ser torpe, pero no era lerdo. Comprendió lo que el pirata quería decir, y, rápido de reflejos, se precipitó sobre él, le tomó la mano acusadora y la beso diez veces seguidas con verdadera compunción, bañado en lágrimas. -¡Por Alá! ¿Lo habéis visto? -exclamó volviéndose hacia los testigos-. ¡Me ha señalado! ¡Me designa sucesor suyo! ¡Alá mío, señor, gracias! Este caudillo victorioso, padre providente de todos nosotros -proclamó solemnemente-, tendrá unos funerales que harán palidecer los de Alejandro el Magno. Vuestro nombre, señor, brillará en boca de juglares, poetas y recitadores por todos los puertos del Mediterráneo y en todas las cortes del mundo. Vuestro harén quedará bajo mi amparo. Nadie que no sea yo en persona osará tocar un pelo de vuestras mujeres y yo mismo me abstendré de ellas durante los tres días de luto oficial que en este instante promulgo. Muley Osmán, agonizante, al escuchar las torcidas razones de aquel marrullero, y especialmente cuando llegó a lo de quedarse y usar en su provecho el escogido harén que el difunto dejaba, sintió la garra negra de la apoplejía surgir de lo más hondo de sus entrañas y repartirse por todo el cuerpo, helada y punzante, para concentrarse en la parte de atrás del cerebro, por donde la flecha de la semielfa dolía. Tuvo un golpe de tos y sangre y expiró. -¡Tres días de luto oficial! -proclamaba solemnemente Mohamed Habibi al tiempo que se encasquetaba el turbante de su amo muerto con la esmeralda del tamaño de un huevo de paloma-. ¡Que nadie tema por su paga! ¡Cada oficial seguirá en su puesto! No hay responsables por la derrota de hoy: pelillos a la mar. Para honrar la memoria del gran Muley Osmán promulgo una recompensa especial de diez dinares de oro de sargento para arriba y de tres dinares de sargento para abajo. La perspectiva de la paga extraordinaria sofocó rápidamente los llantos y los lamentos de los súbditos del difunto. Enjugaron las últimas lágrimas, murmuraron razones equivalentes a la del

muerto al hoyo y el vivo al bollo y, sin ponerse de acuerdo, corrieron a celebrar el tránsito en la botica de la isla, el único lugar donde se podía adquirir una bebida alcohólica -el anís, supuestamente medicinal, no contradecía las leyes del Libro-. Olvidado de los suyos, el cadáver de Muley Osmán permaneció en medio del prado hasta bien entrada la noche, hasta que Mohamed Habibi, después de catar medio harén, baldado de las agujetas, se concedió un descanso entre dos viudas y acordándose del difunto envió a tres mozos de establo a que lo enterraran en el mismo lugar donde cayó. Mohamed Habibi, saciado de amor, como en los tiempos del Viejo de la Montaña, comprendió que, esforzándose un poco, era posible alcanzar el paraíso en la tierra. Se hizo firme propósito de olvidar el hachís y las querellas de Oriente para dedicar sus cinco sentidos a administrar el harén y la flota de Muley Osmán, o lo que quedaba de ella, que Alá ponía en sus manos de manera tan providente. Mientras tanto, la galera armada La Pajarita Impertinente con la bella semielfa a bordo, felizmente rescatada de la torre Catalina, había puesto rumbo a la Tierra Firme y avanzaba, no corta el mar sino vuela, impulsada por los vientos, según la magia eólica del clérigo y mago Cantacuzanos.

CAPÍTULO

LI

-Los dos hermanos acuden puntuales a su cita -dijo el capitán aspirando las brisas marinas. Se refería a los vientos de otoño en la costa provenzal, los dos hermanos ímpetu y Oso, que juntos componen el Impetuoso y que tienen la peculiaridad de que, cuando se ponen marineros, se dividen racionalmente el trabajo porque uno sopla en una vela y el otro en la siguiente, o los dos en la misma, pero de través, si la galera les cae simpática y navega de bolina. Los dos hermanos empujaron la galera Caminito de la Sardina hasta las verdes costas de Francia, en el país provenzal, donde la embarcación tocó tierra en un recóndito puerto de pescadores, Le Lavandou. Allí los viajeros celebraron la buena travesía con un cordero de los afamados de Sisteron, que Pedro el Raposo adobó con tomillo, ajo y vino blanco y asó sobre unas piedras con mucho arte, sobre el propio embarcadero, sin perder de vista la nave. Acudieron pescadores locales y labriegos de más adentro por la curiosidad de ver a un orco, y Gorgo, al verse tan admirado, hacía ruidos con los distintos orificios de su cuerpo, lo que provocaba grititos en las mujeres y carcajadas en los hombres. Aquella noche durmieron en un buen cobertizo, donde los pescadores sacan sus barcas en invierno, y tuvieron que taparse con lienzos encerados porque de madrugada cayó un chaparrón. Guido veló sus amores contemplando el bulto que hacía Isbela bajo la manta. El muchacho estaba triste porque la víspera, cuando avistaron la cinta verde de la costa, su amada había dejado escapar dos lágrimas mientras decía: «Ya huelo la chimenea de mi casa». A Guido le parecía que la doncella lo miraba menos y con indiferencia a medida que se acercaba a sus lares, o como se mira a un hermano, no como a alguien que un día te dio la mano y te hizo sonrojar. Amaneció una mañana radiante con sus pájaros piadores y su cielo luminoso y azul. Los viajeros zarparon de nuevo, y fueron costeando, de cabotaje, hasta dejar la islas de Levante y de Cros a

barlovento y también la de Porquelloras. Al caer la tarde, la Caminito de la Sardina enfiló el estrecho que esta isla forma con el cabo de la Torre Derretida. A Lucas de Tarento le traían recuerdos aquellos parajes porque los había recorrido en otro tiempo con una carraca templaria que cargaba vituallas para Tierra Santa en el puerto de Tolón. -En ese promontorio -informó- se refugió hace cincuenta años o más el Carpón, un monstruo marino que se moría de viejo. Yo conocí a un perfumista ciego que lo vió antes de perder la vista. Era grande como una iglesia, con unas aletas mayores que la vela de un trirreme. El monstruo se abrazó a la torre vigía, suplicando bautismo cristiano, que el obispo de la diócesis le negó por no ser criatura, y allá murió y se pudrió, infestando con su hedor ponzoñoso a toda la comarca. Cuando las alimañas se lo acabaron de comer y el cuerpo se quedó en los huesos resultó que sus jugos eran tan ácidos que habían derretido la piedra de la torre. Por eso la llaman la Torre Derretida. -Ese monstruo que dices era un hijo de Leviatán -señaló Cantacuzanos-. Cada mar tiene el suyo y cada ciento veinte años ponen un huevo y se mueren pidiendo confesión. Ellos mismos se fecundan, porque entre ellos no hay distingos de macho y hembra, lo que es un capricho de la Abominación. Por eso están malditos de Dios. -Sí que es un capricho -comentó el Raposo-. Si los hombres fuéramos a la vez machos y hembras no sé qué sucedería. Más de la mitad se pasarían el día dale que te pego, practicando el amor propio, y se descuidarían las cosechas y el trabajo y el mundo caminaría al revés. De allí prosiguieron costa arriba y aunque se apartaron algo de la línea terrestre al pasar ante Marsella, se cruzaron con muchos barcos de varias naciones y hechuras que iban o venían de aquel activo puerto. Navegaron un día más y al amanecer del siguiente vieron que el mar se había tornado más gris que verde. -Ahí delante tenemos el Ródano -dijo Lucas de Tarento-. Esta agua que navegamos es dulce.

Para demostrarlo lanzó el odre al agua, lo recogió y bebió de ella. La encontró amarga, pero disimuló. «Nada es como se recuerda», reflexionó tristemente, y el pensamiento puso una sombra en su corazón. Había acumulado demasiados recuerdos terribles en la bolsa de su memoria, tantos que incluso los fugaces recuerdos felices se teñían de amargura, como el agua. Lo asaltó la fugaz visión de un cruzado saliendo de una choza con un niño de pecho ensartado en la sangrienta espada, en una aldea perdida, sin nombre, un día sin fecha, un camino sin dirección, en la tierra maldita que llaman Tierra Santa. Enfilaron la corriente fluvial, una desembocadura tan ancha que no se distinguía de la costa. Cantacuzanos se fue a popa y con mucha reserva, dando la espalda a los presentes, entreabrió su saquito de los vientos y conjuró al Mistral para que soplara hacia el norte. El Mistral, violento, frío y seco, no es viento que se haga mucho de rogar. Al instante hinchó la vela y empujó al barco corriente arriba levantando espumas con el tajamar. De esta manera subieron el Ródano y al día siguiente, martes de mercado, amanecieron en Arlés, donde desembarcaron y almorzaron el famoso guiso de toro con aceitunas, el gardianne, en la reputada bodega El Atracón del Canónigo. -¡Arlés! -suspiró Cantacuzanos en la sobremesa-. Aquí es conveniente encomendarse a san Trófimo, el santo que acompañó a las Tres Marías cuando vinieron a estas tierras, tras la crucifixión de nuestro señor Jesucristo, y evangelizó esta comarca, que antes adoraba a la Abominación, y la arrojó a los infiernos. -¿La Abominación era una persona? -quiso saber Guido. -Hijo mío, la Abominación adquiere múltiples formas para engañar a los humanos. La de Arlés se llamaba Venus y adoptaba la forma de una mujer hermosa en su plenitud. -¡Cómo me hubiera gustado verla! -dijo Pedro el Raposo mientras apuraba un hueso de buey ante la mirada atenta de dos perros callejeros. Cantacuzanos le dirigió una mirada severa.

-No digas necedades, escudero. El que la veía se prendaba de ella. Su belleza irresistible era el recurso de Satanás para llevar al infierno a las criaturas. Ahora la ciudad está libre de Abominación, pero no está libre de pecado, me temo. Lo decía porque cuando tocaron puerto y cesó el Mistral velero, habían percibido las inequívocas notas de un laúd en la taberna del puerto y sobre más de un balcón pendía un ramo verde, reclamo de las casas de lenocinio. En Arlés sólo permanecieron una noche. Despidieron al amable capitán del Caminito de la Sardina y prosiguieron el viaje con los seis buenos tordos de la Camarga, que Lucas de Tarento había adquirido, después de mucho regatear, pues los precios se habían disparado después de las últimas sacas de los hospitalarios y de los mercaderes de Tierra Santa. Convenientemente aprovisionados, tomaron la calzada del norte, que remonta el río por su margen izquierda, camino de Beaucaire, el feudo familiar del padre de Isbela, Hugo de Merens. Cuando se acercaban por bosques y sendas de su infancia, Isbela no podía disimular su alegría y señalaba tal cerro donde una vez un rayo escindió una roca o tal encina corpulenta a cuya sombra su tío Andrés mató un jabalí herido al que encontraron engastado en un colmillo un anillo de oro, o tal fuente donde un día abrevó su caballo san Martín. Los viajeros entraron en el valle de Beaucaire, marcado por un peñasco elevado en cuya cima crecía con dificultad un frondoso almendro. Tras pasar el primer bosquecillo, lo primero con lo que se toparon fue el molino de Trens, que había ardido, y estaba sin techo y silencioso. Sólo quedaban las cuatro paredes tiznadas y la maquinaria herrumbrosa estropeada del incendio. Una corneja pasó graznando por el lado izquierdo. Cantacuzanos se inclinó hacia Lucas de Tarento. -La muchacha no va a encontrar a su familia -observó-. ¡Lo que nos faltaba!

Se levantó una niebla espesa que borraba en el horizonte las torres del castillo de Baucaire. Después de caminar otro rato, sin cruzarse con nadie, llegaron ante una choza miserable, construida con troncos y barro. Al ruido de los caballos salió un campesino que se asustó al ver a un grupo armado ante su vivienda. -No temáis buen hombre -lo tranquilizó Isbela, cada vez más alarmada-. ¿Que ha ocurrido que no se ve a nadie? -Princesa, ¿no me conoces? -dijo el campesino. Isbela se fijó en aquel rostro rojizo, de barba rala y gris, en aquella boca trémula y desdentada. -¿Voisin? -aventuró. El viejo afirmó en silencio, con los ojos arrasados en lágrimas-. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho? -¡Ay, señora! -se lamentó el pobre hombre. Y se echó a llorar con desconsuelo. Lucas de Tarento levantó la mano para Descabalgaron y rodearon al campesino.

ordenar

un

alto.

-Fue hace año y medio -dijo el hombre-, unos meses después de vuestra marcha, princesa. Una mañana llegaron los hermanos de Baux con sus mesnadas y lo arrasaron todo. Vuestro padre intentó proteger sus estados, pero ellos traían más gente además de diez oreos en traílla que les había alquilado un comerciante de esclavos. El choque fue terrible, pero al final los de Baux desbarataron nuestras tropas, mataron a mucha gente, cautivaron a otros y han dejado el valle para pasto de ganado. De aquí al castillo solo veréis cabreros y pastores de los Baux. -¿Y qué fue de mi padre? -Combatió como bueno, pero lo descabalgaron y lo hirieron. Cuando lo llevaban prisionero, atado como un fardo sobre una mula, no cesaba de repetir: «Un día volverá mi yerno con mi hija y os lo hará pagar caro!»

Isbela disimuló su silencioso llanto. Ignoraba si su padre había muerto y en cualquier caso, ella no se había casado en Ultramar. No existía yerno alguno que pudiera defender su causa. Solamente un pretendiente al que, aunque había demostrado ser bravo y guerrero, no se atrevía a pedir amparo puesto que todavía no lo habían consagrado caballero. Aquella noche, en el campamento, Cantacuzanos se reunió con Lucas. -¿Qué haremos ahora? Hemos traído a la muchacha a su casa, pero la casa ya no existe. Creo que deberíamos dejarla en el monasterio de Nimes. Allí las monjas acogen a las muchachas nobles desamparadas. Debemos proseguir nuestra misión sin más aplazamientos. A Lucas de Tarento le disgustaron las palabras del clérigo. -He estado meditando sobre ello y yo soy de la opinión de que el código de la caballería nos obliga a restituirla a su padre. -¡Su padre está preso en una mazmorra de los Baux, unos locos homicidas que tienen a su servicio un batallón de orcos y no sé cuántos hombres de armas! No podemos poner en peligro esta expedición, que es vital para la Cristiandad. Cuando salimos de Tierra Santa yo sabía que la muchacha nos acarrearía problemas. -Asumiré esa responsabilidad -respondió Lucas-. Tampoco yo me ofrecí voluntario para esta misión. En Tierra Santa advertí que buscar las piedras del dragón y la Mesa de Salomón era superior a mis fuerzas. Desde entonces me ha abrumado esta carga. Ahora quiero observar la noble ley de la caballería que me obliga a defender a los desamparados. -No contéis conmigo para esto -advirtió Cantacuzanos-. Si tan fuerte os veis, hacedlo sin ayuda de la magia. -Lo haremos como podamos. Hablaban tan alto que Guido escuchó lo que decían y se entristeció al comprobar que el clérigo odiaba a la muchacha. Gorgo le puso la

mano en el hombro y le enseñó los dientes. Era su forma de mostrarse agradecido y de comunicarle que podía contar con él. Gorgo miraba a Isbela, que se había retirado a orar a la capilla en ruinas. La grácil figura de la muchacha se recortaba al trasluz sobre una sábana que había tendido sobre el muro derruido para preservar su intimidad. Guido tomó su caballo de la rienda y bajó al manantial de Nomeolvides. Un caño de bronce vertía agua sobre la cantarera. Mientras el animal abrevaba en la gran pila de piedra, el joven sentía su corazón inflamado de amor. Envidiaba aquellos muros, aquellos árboles, aquellas aguas que habían acompañado a su amada todos los años en que estuvo ausente de su vida. ¿Cómo pudo vivir sin ella y sin embargo ser feliz? Ahora aquella ausencia le parecía insoportable. -Te quiero y daré mi sangre por defenderte -murmuró. La melusina que habitaba en el manantial escuchó estas palabras. El hada antigua había acunado a la semielfa en su nacimiento, la había acompañado en sus primeros pasos y en sus juegos y se había encariñado con ella. Al escuchar las razones del mancebo enamorado se sonrió con ternura. El hada tenía el aspecto de una adolescente rubia de largos cabellos, en todo semejante a una muchacha excepto en que vestía una túnica pasada de moda y su cuerpo era enteramente transparente. Tomó las palabras del muchacho antes de que se disolvieran en el aire y las enrolló en su dedo índice. La noche caía lenta sobre los árboles y los caminos. La melusina llevó las palabras del enamorado al oído de su enamorada junto con la brisa susurrante. Isbela, al oírlas, lo miró y permitió que, por un momento, sus lágrimas brillaran a la luz de la luna. Aquella noche pernoctaron en las ruinas. Durmieron un sueño intranquilo, excepto Gorgo, que roncó, como siempre, en el prado donde tendió su camastro, e Isbela, a la que la melusina de la

fuente acunó con las canciones de su infancia para que lograra un sueño reparador. La mañana amaneció envuelta en una niebla algodonosa tan espesa que a duras penas se veía la mano extendida. Tuvieron que llamarse a voces y tras desayunar unas galletas con pasta de anchoas y aceite, la anchoiade, que el Raposo había preparado, Lucas de Tarento convocó a la asamblea en el patio de armas. Carraspeó antes de hablar, como hacía en las declaraciones solemnes. -He meditado las distintas opciones que se nos presentan y he decidido que intentemos rescatar al noble Hugo de Merens y le restituyamos su estado. Sé que esto nos aparta de nuestra misión principal, pero lo exigen las leyes de la caballería, que son la orla que ennoblece a la cristiandad. Deberéis saber que no contaremos con la magia, pues Jorge Cantacuzanos está en desacuerdo conmigo y no quiere participar, una decisión que yo respeto, pero aun así lo intentaremos. Cantacuzanos se había sentado en una almena caída en medio del patio y miraba hacia otro lado aparentando indiferencia. Guido no pudo ocultar su entusiasmo ante la idea de rescatar al padre de Isbela, lo que, además, le permitiría prolongar sus días junto a la muchacha. -Somos tres hombres de armas, cuatro contando a Gorgo -dijo- y ya otras veces nos hemos batido con treinta y hemos vencido con la ayuda de Dios y de las piedras del dragón. -Somos cuatro hombres y una mujer de armas -intervino Isbela decididamente-, pues llegado el caso combato como uno más. Guido la miró. Estaba hermosa por la mañana, con el pelo recogido en una cola, con los mechones rebeldes orlados de diminutas gotitas que depositaba en ellos la niebla. La capa que cubría sus hombros y la preservaba de la humedad se había entreabierto y dejaba ver el brial de paño ceñido marcando los dos pechos separados y valientes: ¿Cómo no arriesgar la vida por aquella mujer?

-Esta vez las piedras no nos darán ventaja -decía Lucas de Tarento- porque he decidido que se queden con Cantacuzanos. No podemos exponernos a que nos las arrebaten si perdemos el combate. La alta misión de la Cristiandad debe seguir sin nosotros. Si caemos, otros caballeros nos relevarán. Pedro el Raposo miró a su señor con asombro. Ahora renunciaba a la ventaja de las piedras dragontías. Él era un simple escudero, pero sabía algo de guerra y uno de los principios más elementales del combate consistía en no desaprovechar ventaja alguna. Nunca entendería las leyes de la caballería. Ensillaron y partieron. Cantacuzanos, hosco y serio, convino en aguardarlos tres días en las ruinas del castillo. Si no regresaban al cabo de ese plazo, se presentaría ante el obispo de Marsella y pondría en sus manos las piedras del dragón para que la Iglesia decidiera qué hacer con ellas. Los expedicionarios tomaron el sendero que discurría hacia el este, las tierras de los Baux. Durante tres horas caminaron por medio de bosques y prados sin ver más allá de la grupa del caballo que los precedía. Después, la niebla comenzó a disiparse y abrió paso a una mañana soleada con la hierba, los altos helechos y los árboles salpicados de rocío. Los caminantes llegaron al lugar que llaman el anfiteatro, donde una roca semicircular, que parece cortada a cuchillo, cobija una fuente de agua fría y cristalina. En medio del prado había un carromato pintado de vivos colores con escenas que figuraban a Mucio Scévola quemándose una mano para demostrar el valor de los romanos, a Lucrecia suicidándose para demostrar la honestidad de las romanas y a Alejandro Magno contemplando el incendio de Persépolis tras derrotar a los persas. La viñeta estaba ejecutada con tal maestría que los ateridos propietarios del carromato se estaban calentando a su lado y extendían las manos hacia el incendio y se las frotaban. Cuando vieron acercarse a un grupo de caballeros con lanzas y caballos de guerra no se inmutaron. Había costumbre. -¡Dios guarde! -saludó Lucas de Tarento-. ¿Venís de Baux?

-Sí, señor, somos juglares y saltimbanquis que venimos de la feria de Baux. Aquello está bastante animado, pero hemos hecho poco negocio porque hay muchos trovadores que nos hacen la competencia a los profesionales. -¿Qué es lo que celebran? -¿No lo sabéis? Celebran las bodas del menor de los Baux, el hermano tonto, Blas, con la hija de Hugo de Merens. Los visitantes se miraron asombrados. No sabía que tuvieras una hermana -dijo Guido. -Y no la tengo -se apresuró a aclarar Isbela-. Soy hija única. Mi madre murió cuando nací yo. Lucas de Tarento miró a la muchacha. -¿No tienes ninguna prima o pariente que se llame como tú? -No. Yo soy la única Isbela de Merens. Lucas reflexionó. -En ese caso, saben que nos dirigimos a sus tierras, lo han sabido quizá antes que nosotros, y nos aguardan. Pedro el Raposo interrogó a los juglares acerca de la fuerza de los hermanos Baux. La información no era nada halagüeña. Los diez orcos alquilados seguían con ellos. Además, mantenían su mesnada de doce hombres de armas y seis caballeros aliados habían acudido a las fiestas cuya atracción principal era un torneo con una jarra de plata como premio. -A pesar de todo, perseveraremos en nuestro propósito -decidió Lucas de Tarento. Espoleó su caballo y retomó la senda del este. Los demás lo siguieron. -Los caballeros lo ven todo muy fácil -observó Pedro el Raposo hablando consigo mismo-, pero a veces se meten en estacadas de

las que salen con los pies por delante para que los juglares canten su muerte heroica. Sin embargo, del escudero que muere nadie se acuerda. Le sacan de la faltriquera lo que pueda tener de valor, que nunca es mucho, y lo entierran bajo un palmo de tierra para que lo desentierren los perros o los trudentes. Así es la vida. Si por lo menos tuviéramos con nosotros a Grontal, el maldito enano con su hacha. -¡Lo tenéis! -bramó una voz enanil a su espalda. Se volvieron sorprendidos. Allí estaba Grontal, sobre un caballo lanudo de los que se crían en los valles suizos. -Nunca me he alegrado tanto de ver a un jodido enano -dijo Pedro el Raposo abrazándolo. El enano mostraba su risa poderosa y dejaba escapar un par de lagrimones de los ojillos terrosos y arrugados. -¿Íbais a meteros en danza sin mí? -riñó-. Aquí me tenéis de nuevo y traigo un presente para nuestro capellán: la piedra Templada que guardaba el gigante Antulfas. -La verdad es que todos pensábamos en ti y te echábamos de menos -dijo Isbela-. ¿Cuándo has llegado? -Ya me estoy acostumbrando a volar -dijo Grontal-. Estaba tan tranquilo en un pueblecito suizo donde la mujer de un panadero se disponía a mostrarme ciertas preseas que guardaba en el arcón de su dormitorio y, de pronto, un viento me ha arrebatado y me ha sacado por la ventana, con la bragueta desabrochada y todo, tal como estaba. Viniendo por los aires me creció debajo este caballo que se llama Impetuoso y he venido a caer entre vosotros. Parece cosa de brujería. No es brujería, es magia-dijo Guido-. Espero que Cantacuzanos esté detrás de esto. -Cantacuzanos quiere mantenerse al margen y no creo que cambie de parecer -dijo Lucas de Tarento-. Más bien habría que achacárselo a la virtud de la piedra Templada. Las piedras, según

tengo entendido, tienen voluntad propia. Quizá la Templada ha querido participar en esta aventura. Prosiguieron el camino entre unos cañaverales espesos en los que se abría un sendero ancho, realzado con losas, que los condujo al Ródano. Había un embarcadero y una vieja choza de troncos en la que aguardaba el barquero, un viejo encorvado por la edad. -¿Queréis pasar al otro lado del río, je je? -rió-. ¿Sabéis por qué lo sé? Je je, porque si no quisierais pasar no habríais escogido este camino, viene de Les Antul derecho al río, no va a ninguna otra parte. Yo tenía diecisiete años cuando mi mala cabeza me puso aquí por un pecado que cometí y desde entonces estoy condenado al río. No nos interesa tu historia -lo interrumpió Pedro el Raposo-. Dinos la tarifa, te pagamos y nos pasas. -¿La tarifa? Para vosotros, nada. Os pasaré de balde. -Trato hecho, entonces -dijo el Raposo. La barca era en realidad una balsa construida con viejos tablones con un mecanismo de tracción servido por cuatro mulos que tiraban de una soga tendida sobre el agua. El final de la soga eran unos pesebres situados a una distancia conveniente. Cada vez que la barca se ponía en movimiento los mulos alcanzaban unos bocados de cebada. Tras la cebada les entraba sed y regresaban al río a beber, con lo que otra vez traían la balsa de regreso. La barca con los viajeros y sus caballos cruzó el Ródano, que bajaba turbio y caudaloso con las lluvias del otoño. Cuando llegaron al otro lado, Lucas de Tarento le dijo al barquero: -Acepta esta moneda por tus servicios. El viejo dio un paso atrás. -No sire, no puedo aceptarlo. -¿Acaso no eres pobre? ¿Por qué rechazas lo que te corresponde?

-Porque lleváis la muerte con vosotros y a la muerte no le cobro. De lo contrario, Dios prolongaría mi ancianidad y ése el peor castigo que puede darme. Lucas de Tarento se guardó el denario. Adelante -dijo. Su caballo echó a andar. Los otros lo siguieron. No hablaron mucho aquella tarde. Ese día pernoctaron en un collado, junto a una fuente. -Mañana entraremos en el Valle del Infierno -dijo Lucas-. Ahora conviene que durmamos. -¿No ponemos centinelas? -dijo Pedro el Raposo. -No. No serán necesarios. Pedro el Raposo no preguntó más. Llevaba algunos años sirviendo a su señor, desde que era fraile templario, y nunca lo había visto proceder tan descuidadamente. Procuró dormir poco y apostó a Gorgo, al que, de todas formas, le costaba poco velar, al otro lado del campamento. Aquella noche, Lucas de Tarento se desveló y salió a dar un paseo por el claro del bosque donde brillaba la luna en todo su esplendor. La lechuza, perchada en una rama alta, vigilaba con sus inmensos ojos. El caballero se sentó a contemplar la luna desde una roca en torno a la cual crecía la hierba de la desdicha. Al rato los efluvios de sus flores lo adormecieron. Soñó con la Dama de la Rosa Azul, que lo tomaba de la mano y lo conducía a través de un bosque hasta la alta peña en la que habitaba la dragona Tarasca. -Señora -le dijo-, deteneos un momento para que pueda reflejar mis ojos en los vuestros. Entonces la muerte podrá tomarme a su antojo. Dejadme calmar esta sed devoradora, dad sentido a mi lucha, mostradme el camino de vuestros labios. Nevaban pétalos azules y el aire perfumado trastornaba los sentidos. En la oscuridad, un aura espectral iluminaba el hermoso cuerpo de la dama envuelto en flotantes gasas azules y blancas. El cabello al viento abrazaba la piel del caballero. Alzó los ojos y vio

su rostro, sus ojos, el bosque revivió en armoniosos sones. La pajarería saludaba la aurora. Ella, ahora en la distancia, le tendía una mano, humedecía sus labios de miel templada y sonreía. Lucas hizo por alcanzarla, pero una fuerza misteriosa se lo impidió. La roca inmensa roja anaranjada y gris se abría a su paso para tragarlo. Luchaba por regresar alargando su mano hacia la que la Dama le ofrecía y, cuando sus dedos se tocaban, brotaba la sangre impetuosa de miles de heridas abiertas por las espinas de rosas azules engarzadas en un inextricable zarzal que lo separaba de la Dama. Lenguas de fuego calcinaban los campos, los árboles, las piedras. Se desplomaban los palacios, tronaban las tormentas, los hombres luchaban y morían en la Desolación. -Luchad. De vos depende -advirtió la dama, alejándose. Era dulce como la miel, profunda como el océano, reluciente como la piedra. Lucas de Tarento sintió el encontrado oleaje del desaliento y la esperanza. -Os esperaré siempre en el reflejo del cielo azul, en el mar, en el agua riente de los arroyos, de los lagos, de los ríos. Buscadme y me hallaréis. La dama, blanca como la espuma, etérea como el aire, se acercaba entregada y con un gesto suspendía la vida alrededor, el pájaro en el viento, la hoja en su caída, la mariposa de plegadas alas. Con amor infinito acariciaba las heridas del caballero, las sanaba, el tiempo detenido, el grano de arena suspendido en la ampolleta, la gota de agua flotando en la clepsidra, ella acercaba su boca a los labios sedientos del caballero, los ojos bien abiertos, para dejar en ellos la humedad de un único beso, profundo y apasionado, un beso que lo abrasaba y lo consolaba a un tiempo. Intentó abrazarla y se encontró despierto y agitado en la soledad de su camastro. Amaneció. Desayunaron unas gachas con ajo que preparó Pedro el Raposo antes de proseguir su camino entre arboledas silenciosas, sin pájaros.

Sin pájaros. El bosque había enmudecido. Lucas de Tarento comprendió. -Escuchad -dijo, volviéndose hacia sus compañeros-. No lejos de aquí está la roca en la que habita la dragona Tarasca que custodia la piedra Reluciente. Quizá si la conquisto los asuntos que nos esperan en la corte de los Baux se nos presenten más favorables. Vale la pena intentarlo. Los otros se ofrecieron a acompañarlo, pero él los rechazó. -La dragona es asunto para un solo caballero. Esperadme aquí. -Os aguardaremos aquí, sire -dijo Guido-, pero estaremos atentos al toque del olifante para acudir en vuestro auxilio. Partió Lucas de Tarento y los expedicionarios acamparon junto al arroyo Zarzal, en cuyas aguas había oro en tiempos de la Abominación. Después de esperar un día, el Misterio se les apareció en forma de un chisporroteo que brotaba de la hoguera. -Hugo de Merens está en peligro en el castillo de los Baux -les dijo-. No hay tiempo que perder. La melusina madrina me envía para deciros que deberéis continuar porque ella protegerá al amor de su ahijada. Se deshicieron las chispas y quedaron las peladas llamas rojas amarillas y azules que brotaban de los troncos de encina. Discutieron lo que convenía hacer. No contaban con el consejo de Cantacuzanos, ni con su magia, ni tenían la experiencia de mando de Lucas de Tarento, pero la angustia de Isbela por las noticias de su padre los espoleaba a todos. Decidieron seguir adelante y tomaron la senda de Baux. Delante de ellos se erguían unas rocas espectrales, como dientes que surgieran de la tierra, con perfiles afilados y cortados entre los que el viento soplaba inarmónico. -Éste es el Valle del Infierno -dijo Isbela-. Ya estamos en la tierra de los Baux.

Tardaron más de cuatro horas en avanzar una legua por un laberinto de peñascos que brotaban de la tierra como lomos erizados de animales prehistóricos. A veces seguían un sendero encajados entre dos crestas rocosas y, al cabo de un rato de andar, desembocaban en un callejón sin salida y tenían que regresar sobre sus pasos para buscar otro camino. Otras veces, para salvar un picacho, tenían que rodearlo durante un buen rato caminando en círculo y cuando llegaban al final se encontraban casi en el punto de partida. -Ahora entiendo por qué lo llaman el Valle del Infierno -dijo el Raposo. El viento soplaba en los ventisqueros y emitía su lúgubre lamento. -Dicen que son los suspiros del ejército de Atila, al que san Trófimo derrotó en este lugar -dijo Isbela-. Otros dicen que el santo derrotó a un dragón. Al caer la tarde descrestaron un picacho y vieron a sus pies un valle que parecía más llano, con algunas huertas y arboledas continuas, pero para alcanzarlo tuvieron que descender por un desfiladero pedregoso encajado entre un muro rocoso y un abismo. Descabalgaron y prosiguieron a pie. De vez en cuando un caballo resbalaba y los guijarros que desprendía daban tumbos por el barranco oscuro. Cuando salieron del Valle del Infierno, la noche los tomó en el centro de un bosque recorrido por un arroyo. Trabaron los caballos para que pastaran y encendieron una fogata para preparar la cena. Pedro el Raposo estaba preocupado. Había visto rastros de gente armada a caballo y estaba seguro de que los vigilaban. -Os vigilan, pero no nos atacarán -dijo el Misterio chisporroteando en la hoguera-. Sólo están escoltándoos para que lleguéis a tiempo a la ceremonia. -¿A qué ceremonia? -quiso saber Guido. -A la boda de Isbela con Blas de Baux, también conocido como Blas el Bobo.

-¡Jamás me casaré con él! -saltó la muchacha-. Tiene los ojos churretosos y el labio de abajo es como el de un mulo y babea. ¡Antes la muerte! -Lo sé, niña. -El Misterio le acarició una mejilla, un gesto que provocó en ella un estremecimiento porque el tacto era igual al de su padre, el noble Hugo, llamado el Rey Pescador. -Las cosas que tengan que ocurrir ocurrirán -dijo el Misterio-, y vosotros estáis aquí para que ocurran. Aquella noche, Lucas de Tarento, a treinta leguas de allí, pernoctó en un bosquecillo de abedules. Desvelado se levantó para salir como otras veces al encuentro de la Dama Azul, pero la dama no compareció esta vez.

CAPÍTULO

LII

Cuando amaneció descubrieron que el semiorco había desaparecido. -Se ha pasado al enemigo -supuso Pedro el Raposo, sin disimular su ira-. Ya lo he visto otras veces. Los orcos viven en la manada. En cuanto ha olfateado a otros orcos se ha unido a ellos. Les dirá cuántos somos y cómo peleamos y llegado el caso será él mismo el que nos degüelle. Guido salió en su defensa. -No lo creo. Más bien habrá decidido no acompañarnos, por cualquier otra causa y no se ha atrevido a decirlo. Ellos piensan a su manera y quizá no tienen el alto concepto del amor o de la obediencia que nos lleva a los humanos a despreciar el peligro antes que faltar a nuestro deber. La mención de la muerte extendió una leve capa de pesimismo sobre los viajeros. Nadie lo había dicho hasta entonces, pero probablemente caminaban hacia ella. Se iban a enfrentar a un enemigo experto y más numeroso que luchaba en su terreno y esta vez no contaban con la magia protectora de Cantacuzanos. Levantaron las tiendas y se internaron de nuevo en el monte de encinas, pinos y alcornoques. A medida que avanzaban, los árboles eran más pequeños, debido al suelo rocoso, y menudeaban los berruecos. A media mañana una muralla natural les cortó el paso. El Raposo se adelantó a reconocer el terreno y regresó con malas noticias. El único camino posible discurría por un barranco estrecho. -Pasemos rápido -propuso el Raposo-, porque es el lugar ideal para tender una emboscada. Cuando llevaban un buen trecho, en lo más angosto del camino, se escuchó el inequívoco rugido de Gorgo. Al instante lo acompañaron otros rugidos. El orco padre, que mandaba en la manada, se lanzó contra Gorgo y lo abofeteó por haberse precipitado. Aquel grito a

destiempo los había delatado antes de que los humanos llegaran al lugar preciso de la emboscada. El orco padre no podía imaginar, debido a su limitada inteligencia, que Gorgo lo había hecho adrede, para proteger a los humanos. -¡Atrás, atrás! Nos están aguardando -gritó Guido de St. Bertevin-. Hacia aquellos árboles. Hay que armarse. Cabalgaron hacia el lindero del bosque. Guido se caló su cota de malla y Pedro y Grontal sus perpuntes. Se ajustaron los yelmos con la celeridad que aconsejaba el apurado trance. Mientras tanto, Isbela de Merens había encordado su arco galés forzándolo contra el suelo sin ayuda de nadie. Se colocó la aljaba en bandolera. Guido y Pedro subieron a sus caballos. -Recuerda Isbela: a los orcos hay que acertarles en el cuello o a la cara -dijo Pedro-. En el pecho no sirve de nada. Los orcos tienen las costillas anchas y tan fuertes que es como si llevaran una coraza natural bajo la piel. -¡Warw sbunsk bia gs swkarssi! -rugió el orco padre a la manada-. Sgies gst wyw ue oie wkkia. ¡Snywerw! Los orcos salieron de las rocas blandiendo sus mazas y corrieron contra los invasores saltando de piedra en piedra. Guido y Pedro picaron espuelas y les salieron al encuentro, el muchacho lanza en ristre y Pedro el Raposo con su adarga sarracena y su palanqueta, que brillaba con un intenso azul luminoso al reclamo de la sangre. Guido se lanzó contra el orco padre, esquivó su maza y le asestó una lanzada en el sobaco del brazo que sostenía el arma. La lanza penetró dos palmos de través y atravesó el corazón, aunque del orco todavía tuvo fuerza para aferrarla y partirla antes de desplomarse. En su carrera, el alazán que montaba Guido había atropellado a un orco delantero. Sólo estaba aturdido, antes de que se despabilara el muchacho le asestó un tajo que casi le separó la cabeza del tronco.

-Eso ha estado bien, alevín -le gritó el Raposo desde el otro extremo del barranco. Había descargado su palanqueta en dos cráneos y los había abierto como si fueran de mantequilla. Los orcos supervivientes titubearon entre rugidos encolerizados. Habían descubierto demasiado tarde que eran víctimas de una traición. Gorgo, el semiorco fugitivo de un mercader de esclavos que se había unido a ellos, estaba de parte de los humanos. Ya había degollado a tres de sus congéneres y se disponía a atacar al cuarto. El enano Grontal, mientras tanto, había eliminado a dos orcos con su temible hacha. Sólo quedaban tres en condiciones de pelear. Intentaron huir, pero uno se desplomó alcanzado en la garganta por una flecha de Isbela y el otro anduvo unos pasos con el hacha de Grontal clavada en la espalda antes de caer en tierra abatiendo de paso un pino joven. -Hemos vencido en la primera batalla -anunció exultante Guido al ver despejado el campo. -Gracias a la ayuda de Gorgo -reconoció Pedro el Raposo. Era la primera vez que el escudero pronunciaba su nombre. Hasta entonces nunca se había dirigido a él. Gorgo dejó escapar una lágrima y respondió con un gruñido agradecido. Entones Isbela de Merens reparó en la sangre que goteaba por la mano abatida del semiorco. -¡Gorgo está herido! Uno de los orcos le había acertado cerca del hombro con su maza guarnecida de trozos de metal cortante y le había abierto una brecha. -¿Donde está la botica? -reclamó la muchacha.

Pedro el Raposo descolgó de su arzón la bolsa de cuero que contenía las curas. Palmeó cariñosamente el brazo sano del semiorco. -Tendrás que disculpar que desconfiara de ti -1e dijo-. Debo reconocer que eres un guerrero honorable. Algunos semiorcos desarrollan cualidades humanas. Gorgo desconocía las exigencias del honor, pero sabía ser fiel aún a costa de su propia vida. Isbela de Merens reprimió la repugnancia que producía la piel orca, formada de costras terrosas de las que mana un efluvio a estiércol, y lavó la herida con vinagre, antes de aplicarle manteca, cortezas cocidas, pasta de hierba cicatrizante y un vendaje. Gorgo, con lágrimas en los ojos, disimulaba el dolor y se dejaba hacer. De vez en cuando elevaba la mirada a Guido, como disculpándose por causar aquella inconveniencia a su prometida. -Uno de los orcos ha escapado -dijo el Raposo-. Me temo que irá con el cuento al castillo. Prosiguieron el camino y al caer la tarde llegaron al valle de Arpilles desde el que se avista la ciudadela de los Baux, emplazada a gran altura entre los estratos rocosos del valle, con el pueblo al pie de la roca atravesado por un riachuelo. Entraron en el pueblo ya anochecido y tuvieron que dirigirse a varias posadas, que encontraron llenas, antes de encontrar alojamiento en un hostal modesto, El Sarraceno Cojo y Manco. El mozo del mesón acompañó a Pedro el Raposo a las cuadras para acomodar las cabalgaduras y darles cebada. -¡Menudo nombrecito escudero.

tiene

el

establecimiento!

-comentó

el

-En realidad el dueño le quería poner El Sarraceno, a secas, pero le encargó el cartel a un pintor muy malo, por ahorrarse unos denarios, y el moro le salió con una pierna más gorda que la otra y con un brazo más corto, así que cuando vino el rotulista a poner

debajo el nombre del mesón, el posadero estaba tan cabreado por las bromas de los parroquianos que decidió que se llamara El Sarraceno Cojo y Manco. -¡Eso es un hombre! -alabó con sorna el escudero-: ¡Con dos cojones: sostenedla y no enmendadla! Después de refrescarse, llegada la hora de la cena, pasaron al comedor donde degustaron el mejor plato de la casa, unos piedpaquets, o callos rellenos de ajo, cebolla y hierbas aromáticas. En la mesa de al lado había un trovador que había acudido a las justas poéticas. Los Baux eran los señores más rudos, más crueles y más despiadados de la Provenza, pero, al propio tiempo, Berenguer de Baux era aficionado a la poesía occitana y se rodeaba de una caterva de trovadores, algunos buenos, otros pasables y otros francamente malos. Muchos de ellos no reunían las mínimas condiciones y sólo se habían dado al laúd para huir del trabajo. El trovador Arnaut de Ventadour, pálido y enteco, vestido con un jubón raído y unas calzas remendadas con esmero, con la barbita y el bigotillo recortados al estilo de la corte de Aquitania, se estaba comiendo, con gran pulcritud y ceremonia, dos berzas cocidas y una rebanada de pan. Masticaba lentamente para que durara. Pedro el Raposo, viéndolo hambreado, le ofreció un cucharón de callos de la fuente comunal. El trovador le quedó tan agradecido que le prometió mencionarlo en una de sus endechas. Entablaron conversación. Arnaut de Ventadour conocía todos los chismes relativos a las últimas generaciones de los Baux. El abuelo había pasado a cuchillo a los habitantes de Courthézon; una hermana suya había descuartizado a su marido en prisión; un hijo de ésta sitió el castillo de una sobrina encinta con la que se había encaprichado. La sobremesa fue larga y distendida. Los viajeros pidieron sidra joven e invitaron al trovador, que se unió al grupo gustosamente. La conversación derivó hacia el reciente invento de la poesía amorosa cortesana. En Provenza y Occitania había decenas de poetas dedicados a la producción de toda clase de endechas y poemas en los que declaraban su amor sin malicia, puro arrobo platónico, a las más altas y famosas señoras, cuyos nobles maridos,

lejos de mosquearse, los obsequiaban con plumas de pavo real y alguna que otra moneda. -La moda procede de los sarracenos de España que, a su vez, la han tomado de oriente, de una tribu de Arabia, los Banu Udra, por eso lo llaman amor udrí -explicaba Arnaut-. Consiste en perpetuar el deseo y no llegar nunca al acoplamiento. -O sea, que se dan un calentón, pero no follan -dedujo crudamente Pedro el Raposo. -Es un modo bastante basto de decirlo, pero por ahí va la cosa reconoció el trovador. -Me parece una solemne mentecatez -opinó el Raposo. -El amante prefiere la muerte a profanar el cuerpo del ser amado prosiguió Arnaut de Ventadour-. ¿No habéis notado esa laxitud, ese decaimiento que sigue al coito, ese deseo de soledad, ese girarse en la cama y roncar? Es el síntoma de que la realización del coito nos sume en la tristeza. El hombre es el animal triste tras el coito, lo dijo Aristotil. Nosotros, los trovadores, tomando la idea básica de los sarracenos, la hemos perfeccionado y hemos hecho a la mujer imagen de Dios y, por lo tanto, inalcanzable. Lo bueno es adorarla, sin deseo interpuesto. Por eso la comparamos con el sol, con las estrellas y con la Virgen María, porque es un amor casto. El hombre tiene una visión total de la perfección divina en el reflejo de la mujer. Y por eso escogemos como criatura del amor a las esposas de nuestros protectores; ellos saben que por ese lado no hay nada que temer, aparte de que, para subrayar la idea, vestimos como maricas, con colorines y cascabeles, y tocamos el laúd en plan lánguido, para acompañar nuestras endechas. Ellos, nobles y brutos como son, desprecian todo lo que no sea partir un árbol de un mazazo, rajar un tronco de un mandoble o apagar un cirio de un eructo. Esto que digo se verá mejor en un poema. ¿Os lo recito? -Si no hay más remedio... -se resignó el Raposo. Arnaut tañó su laúd, lo afinó y comenzó a cantar: Aunque estaba dispuesta a entregarse a mí, me abstuve de ella y desobedecí a Satanás, que me tentaba con su carne,

porque no soy como las bestias sueltas y destrabadas que toman los jardines como pasto y los ensucian con sus cagajones. ¿Qué os parece? -Muy inspirada -dijo Guido. -De lo más fino -comentó el Raposo. -Bueno, en realidad no es mía -reconoció el trovador-. La composición pertenece a un poeta sarraceno, un tal Ahmed ibn Farash de Jaén, pero yo la he arreglado a mi manera y le he añadido el último verso, el de los ensucian con sus cagajones, que, a mi juicio, presta una gran fuerza expresiva al resto del poema, ¿no os parece? -En efecto -convino Guido-, le presta mucha fuerza expresiva. Pedro el Raposo no acababa de entender el amor cortés. -¿Y nunca se ha dado el caso de que un trovador pase de la poesía a las veras? Quiero decir ¿no se enfadan estos señores porque os declaréis enamorados de sus mujeres? -Está admitido que la cosa va de finezas, sin pretensión carnal alguna. No obstante, así en confianza, os diré que es mejor hacerse más fino de lo que uno es. No sé si me entendéis. Guido y el Raposo se miraron. No, no te entienden -gruñó Grontal. Arnaut de Ventadour miró alrededor para cerciorarse de que sus confidencias no saldrían del círculo de sus benefactores. -Quiero decir que es mejor que sospechen que eres gay. De esta manera te acercas a sus mujeres sin despertar recelo, no te vaya a pasar lo que al pobre Guillem de Cabestanh. -¿Qué le pasó? -preguntó el Raposo.

-Un buen amigo mío, pobrecillo. -Las lágrimas acudieron a los ojos de Arnaut-. Lo tenía todo: tenía muy buena mano para la poesía amorosa; tenía una manera de pulsar el laúd que imitaba el trino de la pajarería; tenía una voz más armoniosa que la de los ángeles de los coros celestiales, pero también tenía cuarta y mitad de miembro dentro de la bragueta y consiguió insertarlo en lo más íntimo de la señora de este castillo. -Lo natural -aprobó Pedro el Raposo-. ¿Y qué ocurrió? -Esa fue su desgracia. Berenguer de Baux descubrió el asunto, lo hizo detener, le rajó con sus propias manos el pecho, le arrancó el corazón palpitante y se lo entregó a su cocinero para que preparara unos farcis de carne que le sirvió calentitos a su esposa para la cena. Ella comió los canutillos sin advertir que el relleno era el corazón de su amante. Cuando Berenguer de Baux se lo dijo, esperando horrorizarla, la señora comentó, con su dulce voz, que jamás había probado carne tan deliciosa ni esperaba volver a probarla. A continuación subió a las almenas de la torre redonda y se arrojó al vacío. -Y ese Berenguer, que por lo que veo es una mala bestia, ¿sigue mandando aquí? -inquirió el Raposo. -El mismo. Todos los días se solaza con mujeres y cuando sale de campaña viola a las que puede, pero no ha vuelto a casarse desde que enviudó. Por eso va a casar a su hermano Blas el Bobo con la princesa de Merens, para conseguir descendencia que perpetúe la estirpe. La boda es mañana, pero, por lo que yo sé, la novia todavía no ha comparecido. No obstante el mago Tomás de Ageu, que está invitado en el castillo, ha asegurado que vendrá y ese hombre tiene fama de no equivocarse nunca.

CAPÍTULO

LIII

Lucas de Tarento había entrado en el valle Tenebroso y, después de seguir el único camino posible, llegó a la ermita de san Martín, donde descansó junto a la higuera que sombrea la fuente. El anciano ermitaño le contó la historia de la Magdalena. -Habréis de saber que en la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo, tres mujeres acompañaron su agonía al pie de la cruz: María Magdalena, María Jacobea y María Salomé, las tres Marías. María Magdalena tenía una hermana, Marta, y un hermano, Lázaro el resucitado. María Magdalena, o María de Magdala, era la esposa de Cristo, porque habéis de saber que Cristo, a pesar de su carácter divino, en su afán de padecer las mismas limitaciones que cualquier hombre, no se había sustraído a la calamidad del matrimonio. De hecho ningún judío mayor de veintidós años escapaba al casorio porque la religión mosaica los obligaba a casarse y a reproducirse para obedecer el mandato divino de creced y multiplicaos, aparte de que no habría mundo si no nos reprodujéramos, por eso Dios, en su infinita sabiduría, ha puesto la vena del gusto en los respectivos órganos sexuales del macho y de la hembra, que, al acoplarse y una vez producidas las necesarias sacudidas pélvicas del macho, desencadenan un orgasmo placentero y así lo hacemos cuantas veces se apareja con mucha delectación. Ese gusto tan grande es, aunque los clérigos insistan en lo contrario, el más bello canto con el que las criaturas pueden agasajar a su Creador. Lucas de Tarento convino en que así era. -Después de la muerte de Cristo -prosiguió el anciano-, los derechos dinásticos de la Casa de David recaían en el niño que María Magdalena llevaba en su vientre y era de temer que sus enemigos la mataran o mataran al niño al nacer. Por lo tanto, María Magdalena huyó de Judea para parir su hijo lejos, donde pudieran vivir en paz, y se embarcó en secreto, junto con algunos parientes y amigos, en una nave fletada por un rico mercader, José de Arimatea. Cruzó el mar, impulsada por vientos favorables, y vino a la Provenza.

Con María Magdalena llegaron Marta y Lázaro y una criada egipcia, Sara, que conocía los secretos de su pueblo. María Magdalena desembarcó en un lugar de la Camarga llamado Santa María del Mar. Ahora hay un santuario dedicado a las Tres Marías al que acuden los peregrinos a postrarse ante una talla de una barcaza con dos mujeres de pie, las Marías. -¿Dos y no tres? -preguntó Lucas de Tarento. -Dos, porque se supone que María Magdalena vivió y murió toda la vida en soledad en una cueva de los montes de Baume, a donde se retiró después de tener su hijo, la Sangre Real, es decir, el vástago de Cristo, el rey del mundo. En este punto la verdadera historia se entrevera con los relatos piadosos inventados por los devotos. Han disimulado a la esposa de Cristo haciéndola pasar por una prostituta que se arrimó al grupo apostólico y nos dicen que al llegar a esta tierra hizo penitencia en una cueva de los montes del Bálsamo Santo (Baume) durante los treinta y tres años que le quedaban de vida. El hijo de Cristo y de la Magdalena fundó en Francia una estirpe judía vinculada a los sicambrios y a los merovingios, los llamados «reyes de los cabellos largos» a «reyes ociosos» porque no reinaban. El Papa y Roma no cejaron hasta que una nueva estirpe, la de los carolingios, desplazó a la merovingia, la sangre de Cristo. Hoy la orden secreta del Temple, no la que conocéis, sino otra más secreta que crece en ella, se esfuerza en restaurar la Sangre Real. El anciano habló de otras cosas, algunas de ellas confundidas en las nieblas de la vejez y, al final, se quedó dormido al solecito tibio del otoño. Lucas de Tarento le cubrió la cabeza calva con la capucha y tomando de reata el caballo prosiguió su camino.

CAPÍTULO

LIV

Habían instalado el palenque en un prado ameno que se abría entre una fila de roquedos y el río. A un lado estaban las tiendas de los campeones, de planta circular, más altas que anchas, rematadas en un aro de madera pintado de brillantes colores y un mástil. Había una de listas blancas y negras, otra roja y blanca, otra blanca con flores de lis, e incluso una negra con tréboles verdes recortados y cosidos. No había dos del mismo color porque las lonas reproducían los colores de cada casa. Delante de cada tienda estaba plantada la banderola del campeón. Casi todas adornadas con leones rampantes, unicornios, ciervos con muchas puntas, jabalíes y otros animales heráldicos. Guido admiró los magníficos arreos de los caballeros, que se exhibían sobre caballetes. -Habrá que cuidarse del caballero que no tiene enseña -comentó Pedro el Raposo señalando con un gesto a una tienda negra, sin adorno alguno, a cuya puerta ondeaba una banderola del mismo color. Una empalizada de madera y cañas que llegaba a la cintura de un hombre, discurría por el centro del prado, entre las peñas y el río. Los contendientes tenían que partir de los extremos y galopar cada uno a un lado para embestirse a mitad de camino, frente al palenque ducal. El que derribaba a su contrario vencía, pero si los dos se derribaban mutuamente continuaban a espada o con las armas que decidiera el rey de armas, un caballero anciano que arbitraba el torneo. En el centro del prado, pegado a las rocas de la montaña, delante del lugar donde chocaban los torneadores estaba la presidencia, un espacioso palco de madera, cobijado por un palio de lona roja y adornado con paños de brillantes colores, tapices y cortinas. Asistían al torneo los Baux y sus invitados más ilustres, aliados de otros condados vecinos. La corte de los Baux resplandecía con todos los refinamientos que Berenguer de Baux había traído de sus

correrías por Francia, corte real incluida. No faltaban mástiles con gallardetes adornando el campo, ni guirnaldas de boscaje verde enroscadas en las empalizadas que contenían a la vociferante y festiva multitud que se agolpaba en el prado para asistir a los torneos, con la esperanza de ver manar la sangre. En la tribuna condal, dos docenas de invitados ataviados con sus atuendos más ceremoniales departían alegremente en espera del comienzo de los juegos. Les habían traído sillones, jamugas y hasta un aparador en el que podían servirse pan, vino y carne asada en los intervalos de los torneos. Los campeones se alinearon en un extremo del campo. Llegó el momento de hacer las presentaciones y demostrar los trofeos. -¡Mi padre está en la tribuna! -señaló Isbela emocionada. -¿Quién es? -le preguntó Guido. -El anciano de la izquierda, el de la barba blanca y el semblante triste. El muchacho reparó en la noble figura que parecía distraída y ajena a la alegría que lo rodeaba. -Tiene las manos encadenadas -observó Pedro el Raposo. -Lo usan como reclamo para cazarnos. -Porque me buscan a mí -dijo Isbela con la voz quebrada-. No soporto que mi padre sufra por más tiempo. La muchacha no pudo reprimir un sollozo. El secretario de cartas de los Baux, que andaba examinando a la multitud en compañía de dos guardias reparó en los forasteros y se acercó a ellos. Reconoció inmediatamente a la muchacha. -¡Isbela de Merens, te esperábamos! -le dijo dedicándole una helada sonrisa. Y volviéndose a su escolta ordenó-: ¡Guardias, prendedla!

CAPÍTULO

LV

La hermana de María Magdalena, Marta, la contemplativa, la que se extasiaba escuchando la palabra de Cristo, entendía mucho de plantas, raíces y jugos vegetales, especialmente el santo muérdago, y sabía componer cocimientos, tisanas y ungüentos que remediaban muchos males. Cuando llegó a Francia supo del valle de la Peña Señalada donde abundaban plantas de muy distintas naturalezas y quiso cosecharlas con su hocecita de plata, pero los naturales del lugar le advirtieron que lo evitara porque estaba despoblado a causa de una terrible dragona que lo había asolado. Marta no se arredró, fue a Tarascón y entró en el valle. Los dos primeros días cosechó sus plantas sin que le ocurriera nada, pero al tercero, cuando estaba recolectando el muérdago, una sombra como de nube se abatió sobre ella ocultándole el sol. Marta se encontró con una dragona de proporciones espantosas. Sus alas de murciélago abarcaban cien pasos abiertas y el cuerpo, que era de serpiente escamosa, verde y gris por arriba y blanquecino por abajo, no medía menos de treinta pasos y por la parte del centro era grueso como el de un buey. En cuanto a la cola, era larga y fina como un látigo y terminaba en un aguijón venenoso tan grande como la reja de un arado. La cabeza la tenía grande como la de un mulo blanco aunque se parecía más a la de una víbora cornuda, con los ojos saltones protegidos por una cresta de hueso y la boca enorme guarnecida por tres filas sucesivas de dientes blancos, agudos como puñales y una lengua negra dividida en dos que proyectaba más de un metro entre amenazadores silbos y gruñidos. -¿Qué haces en mi valle? -rugió desde el cielo la Tarasca. Sus palabras resonaron como un tableteo de cañas, que se extendió, magnificado, por los montes aledaños. -Recojo muérdago y flores medicinales -respondió Marta sin inmutarse. -¿Ignoras que el que penetra en mi valle muere? -le preguntó la Tarasca, mientras describía su vuelo coronado en círculos cada vez

más cerrados, como hace el buitre antes de abatirse sobre la carroña. -Todos los que nacemos hemos de morir -respondió tranquilamente la mujer-. Ni antes ni después de que llegue nuestra hora. La Tarasca voló un rato en silencio, meditando la respuesta. Después se posó en la copa de una enorme encina, que crujió bajo su peso, al tiempo que plegaba las alas. Para mantener el equilibrio rodeó una roca cercana con su gruesa cola de serpiente. A esa roca la llaman la Silla de la Tarasca. Van muchos curiosos a ver la marca de una cinta de escamas que la rodea. -Ya sé por qué no tienes miedo -dijo la Tarasca-. Porque eres la diosa Diana. -No soy ninguna diosa -replicó Marta-. Soy una herboristera judía que recoge plantas para curar y animar a los humanos. -Quizá no lo sepas, pero eres Diana -insistió el monstruo-. Hace siglos que no te veo, pero estos ojos míos cansados te reconocen. Diana, la hermosa. -Sin duda que tus ojos deben de estar cansados si me ves hermosa -bromeó Marta-, porque nunca he sido guapa y ya no soy joven. Han salido las primeras hebras de plata en mi negra cabellera. -¡Diana la hermosa! -repitió la dragona-. Ahora debo devorarte para que el mundo siga su curso habitual y amanezca y anochezca cada día. -Haz lo que debas hacer. La dragona saltó del árbol y se plantó en medio del pradillo, a escasos diez pasos de Marta que percibió su aliento pútrido y abrasador. La mujer llevaba un cestillo de flores medicinales que se mustiaron y ennegrecieron al instante. -Te espero -dijo Marta. La lengua viscosa de la dragona se disparó como la de un camaleón y se enroscó en el talle de la herboristera, la atrajo lentamente al

tiempo que la fascinaba con la mirada anestésica de sus ojos. Cuando la tuvo a un palmo de los espantosos hocicos la olisqueó un momento, abrió la boca desencajando la mandíbula inferior, como hacen las serpientes convencionales, y se la tragó, con báculo y todo. Luego levantó el vuelo y se perdió por el aire, entre berridos satisfechos, camino de su guarida, una gruta que se abría al costado de una alta roca pelada como un bostezo de la tierra. Llegó la Tarasca, posó en el reborde rocoso de la cueva sus patas de águila peludas por abajo y escamosas en la unión con el cuerpo de la serpiente y plegó sus alas. Luego se echó en su lecho de huesos, musgo y retamas para morir porque, aunque todavía no se cumplían los mil años de la vida de un dragón, conoció, por las señales, que su muerte era inminente. -¡Diana la hermosa, mátame! -murmuró con su acento pedregoso. De sus ojos escaparon dos lágrimas que al rodar sobre el polvo se convirtieron en perlas. -¡Mátame! -suplicó. Marta se removió en el estómago de la Tarasca como se remueve un animal encerrado en un saco. La barriga del monstruo se abombaba por un lado o por otro según se removía Marta con su báculo. Finalmente la santa desgarró las entrañas de la bestia y la piel escamosa y a través de la herida, que se iba ensanchando, asomó primero una mano ensangrentada, luego la otra, luego la cabeza y luego el cuerpo entero, como si se desprendiera de una envoltura muerta. La dragona abierta en canal desplegó un ala y la elevó. A lo lejos parecía la vela de un barco funerario, negra y enhiesta. Marta salió de la dragona entre una confusión de vísceras e intestinos y tiró de su manto que había quedado encajado en el píloro del monstruo. La dragona agonizaba con una pálida luz en los ojos entreabiertos. Ya no acertaba a articular palabra, pero entre los chorros de bilis que se le escapaban de la boca en medio de los suspiros agónicos había un hálito creciente a rosas de primavera que conseguía anular los hedores de la madriguera. Murió el monstruo y Marta bajó al llano frente a la peña con su báculo de obispesa para trazar sobre la hierba, con la sangre del monstruo, la planta de una iglesia. A los pocos días llegaron

colonos al valle y le ayudaron a construirla comenzando por la cripta honda, silenciosa y oscura. -¿Quién se sepultará aquí si no tenemos cuerpo santo? -preguntaba el maestro de obras. Nadie se sepultará -respondía Marta-, hacemos esta cripta para que la habite el Misterio. Era una mujer hermosa Marta. Andaba entre los canteros y los albañiles con un cántaro a la cadera y les daba de beber. Ellos apagaban una sed, pero la presencia de la mujer les acrecentaba la otra. Algunos tomaban un extremo de la orla de su manto y la besaban murmurando una jaculatoria a la diosa Diana; otros se ponían a su sombra que sanaba las calenturas y las ardentías. Marta murió, anciana y hermosa, con el pelo gris y los ojos orlados de oscuras ojeras, pero atractiva todavía, y las gentes del valle la llamaron santa Marta y la representaron saliendo de la Tarasca, por el vientre reventado del monstruo, con su báculo de obispo, el manto asomando por la boca de la dragona para demostrar que se la había tragado.

CAPÍTULO

LVI

Isbela de Merens le dirigió una mirada llena de odio al secretario de los Baux. Se enjugó las lágrimas y compuso un semblante altivo. -¡Sois repugnantes y tú más que ninguno, servidor de la hiena! El secretario sonrió al cumplido. -Soy feliz royendo los huesos que la hiena desecha -contestó-. No te replicaré porque hoy mismo serás mi señora. Bienvenida a Baux. Tu prometido, Blas de Baux, te espera con impaciencia de enamorado y las Cortes de Amor llevan una semana celebrando vuestro himeneo con encendidos versos. Aquello era más de lo que Guido podía soportar. Se adelantó y propinó un puñetazo al insolente. El secretario era más bien alfeñique y cayó al suelo sangrando por la boca y las narices. -¡A mí la mesnada! -gritó. No fue menester el aviso porque ya varios guardias armados habían rodeado a los viajeros y los encerraban en un círculo de lanzas. -¡Obispo! -gritó Guido dirigiéndose al prelado que lucía su atuendo escarlata y su mitra en el palenque-. ¡Apelo a la tregua de Dios! Soy un caballero que he venido en paz para participar en el torneo. El obispo cuchicheó algo al oído de Berenguer de Baux. -¡Hermano, es Isbela! ¡Es Isbela, más buena que el pan candeal! señaló Blas de Baux, babeando de gozo. Berenguer dirigió a su hermano una mirada piadosa. -Lo sé, Blas. Es Isbela. Aquí la tenemos como te prometí. Cuando termine el torneo el obispo Bertrand os casará. -¿Y podré llevármela entonces al castillo?

-Podrás. -¿Y hacerla mía? -Claro que sí. Será tu mujer. -Me refiero a jugar con ella al animalito de las dos espaldas. Los invitados reprimieron unas risas. No sabían si el humor de Berenguer toleraba que se rieran de la simplicidad de su hermano. Berenguer enrojeció ligeramente y sonrió un tanto avergonzado. -Sí, hermano. Tendrás que consumar el matrimonio y engendrar en ella lo antes posible un robusto Berenguerito que herede nuestros estados. Con la bendición de la Iglesia todo será legal. El obispo Bertrand asintió debidamente. Mientras tanto, los guardias desarmaron a los viajeros y los condujeron hasta el pie del palenque. Isbela se zafó de los guardias y se abrazó a las piernas de su padre, el noble Hugo de Merens, y le mojó los pies descalzos con sus lágrimas. El viejo intentaba mantener la compostura, pero no pudo evitar que las lágrimas bañaran también sus curtidas mejillas. Berenguer de Baux contemplaba la escena con una sonrisa cruel. El bobo Blas babeaba tasando los encantos de su prometida con mirada lujuriosa. La saliva le goteaba por la pechera bordada del manto. -¡Hola, Isbela! -saludó a la muchacha con su voz gangosa y le dedicó una sonrisa llena de dientes podridos. La muchacha escupió en el suelo por toda respuesta, y eso que se había educado con las monjas.

Berenguer de Baux se volvió hacia sus invitados para mostrarles a la muchacha. Algunos habían puesto en duda que compareciera para la boda, como el mago Tomás de Agen había vaticinado. -Isbela de Merens -dijo Berenguer con su voz de trueno-. Sube a este tablado y siéntate al lado de tu prometido. Regocíjate porque lo que estamos celebrando es el torneo de vuestras bodas. Dos guardias tomaron a Isbela por los brazos y la obligaron a subir, pero una vez arriba ella se zafó y corrió a abrazarse a su padre. -Un encuentro enternecedor -observó Berenguer-. Padre e hija llevaban dos años sin verse. Dejemos que lo disfruten puesto que quiero agradar a mi consuegro y a mi futura cuñada. -¿Me siento con ella? -preguntó el bobo-. ¿Puedo meterle mano ya? -No, déjala tranquila con su padre -concedió el tirano-. Tiempo tendrás de sentarte con ella y de acostarte con ella, hermano. Va a ser tuya para toda la vida, con la bendición del obispo Beltrand que representa al Señor. Ahora quizá sea mejor que comience el torneo. -¡Apelo a la caballería! -gritó Guido desde el cerco de los guardias.

CAPITULO

LVII

Lucas de Tarento recorrió la calle maestra desierta y desembocó en la plaza frente a la iglesia de santa Marta, un adusto edificio de piedra, sin ventanas, hosco, con una espadaña torcida y sin campanas. El caballero descabalgó y ató las riendas a una argolla del muro. La iglesia estaba oscura como una cueva. Al fondo, dos velas de sebo apenas iluminaban el altar, bajo una tosca talla de la santa pisando al monstruo. Los pasos del visitante resonaron en las bóvedas desnudas. Se detuvo frente a la angosta escalera de gastados peldaños que descendía hasta la cripta. ¿Qué invisible fuerza lo empujaba a explorar aquel subterráneo? ¿Acaso el cuerpo de la santa podía infundirle valor o experiencia para la prueba que se avecinaba? El antiguo templario descendió unos peldaños salitrosos y se halló en una cámara subterránea parecida a una caja de piedra. Olía a tierra mojada y a cadáver. Las paredes destilaban regueros de humedad y salitre. Las gotas de humedad condensada que se desprendían del techo habían formado un charco en el suelo. Al remover con sus pisadas el barro del fondo se elevó un aroma a rosas frescas. La Dama de la Rosa Azul. Lucas de Tarento frotó un asperón y encendió un cabo de vela. La luz vacilante le reveló una lápida cubierta con una inscripción antigua, ya ilegible. -Marta y Diana, busco a la Tarasca -dijo Lucas de Tarento. -La Tarasca está en su cueva de la montaña -susurró el Misterio, como un eco, desde los cuatro ángulos de la cripta. Su voz era apenas audible, ronca y asmática. Se trasladaba por las paredes describiendo ondas de sonido, y convergía en la piedra central del techo, desde la que se derramaba en suspiros hasta los oídos del caballero:

-Sal por el camino de la herrería y al llegar a la bifurcación, donde hay una cruz de piedra a la que le falta el trozo de arriba, tomas el camino de la izquierda. A medida que te internes en la montaña se irá estrechando, apenas una veredita medio borrada por las hierbas. Sigue a pesar de todo sin desviarte hasta la peña de la Muela y allí mismo encontrarás la cueva. Lucas de Tarento siguió la instrucciones, salió de la iglesia, atravesó el pueblo dormido, pasó ante la herrería silenciosa, encontró la cruz decapitada y el camino sin huellas que se perdía en la espesura de la montaña frente a la peña de la Muela. Una vez allí se detuvo indeciso, sin saber por dónde seguir. Nuevamente la voz le susurró al oído: -Descabalga y camina hasta la peña. Obedeció. La hierba y los helechos terminaban en la base de un farallón casi vertical de peña viva. Miró hacia arriba. La vista se perdía sin ver la cumbre, en la comba muralla de piedra compacta. Sólo piedra y cielo. -¿Qué hago ahora? -se dijo. Esta vez la voz permaneció muda. Lucas miró alrededor por si veía a alguien, pero no había nadie en muchas leguas a la redonda. Anduvo unas docenas de pasos hacia un lado y otro por ver si la peña tenía alguna cortada por donde escalarla. Nada. Peña lisa imposible de escalar. Ni siquiera sabía con seguridad que la guarida de la Tarasca estuviera arriba. Estuvo todavía un buen rato cavilando hasta que recordó que en el arzón del caballo estaba la pata de cabra de Pedro el Raposo. La tomó y golpeó con ella la peña. -¡Ábrete! Un temblor agitó las hojas de los arbustos y conmovió la hierba, como si una ráfaga de brisa la hubiese sacudido. La peña se hendió en una grieta tan ancha que permitía el paso de un hombre. Dentro apareció una rampa suave que invitaba a recorrerla. Lucas se

guardó la pata de cabra y comenzó a ascender por el camino mágico. La rampa serpeaba por el corazón de la peña elevando al viandante. Ascendió por la cuesta internándose en el corazón de la roca. Sin embargo, siempre tenía a la vista el paisaje circundante, como si la peña se hubiera vuelto transparente y le permitiera ver el exterior, con el caballo que pastaba en el prado y se iba empequeñeciendo a medida que el jinete ascendía, los troncos de los árboles, luego las copas, el bosque a vista de pájaro y las lejanas alquerías. Después de un buen rato llegó a una gruta tan amplia que podría contener a doscientos hombres, el bostezo de la montaña, la guarida de la Tarasca. La cueva parecía deshabitada. Un techo de roca alto como el de una iglesia, con estalactitas que pendían como los lagrimones de una vela y el suelo lleno de ramas petrificadas, escombros humanos propios de un osario y basuras antiguas, todo cubierto por una gruesa capa de polvo y tierra. En un extremo de la cornisa, el intruso encontró un nido de águila con un polluelo del tamaño de una gallina, cubierto de plumón. Al percibir su presencia lo confundió con la madre que le traía la comida y se puso a chillar desaforadamente. -¿Es aquí donde habita la Tarasca? -preguntó al aguilucho el caballero Lucas.

CAPÍTULO

LVIII

Guido se abrió paso entre la multitud y salió hasta la empalizada donde todos lo vieran. Los espectadores contuvieron el aliento. El forastero se había dirigido de manera insolente a Berenguer de Baux, un delito sobradamente merecedor de la muerte. No obstante, como la ofensa se había inferido delante de sus súbditos y de los invitados extranjeros, seguramente el tirano le reservaría alguna ejecución pública especialmente refinada para que su justicia fuera ejemplar. La turba se entusiasmó ante la perspectiva de una ejecución que no figuraba en el programa. La mañana prometía. De Baux miró al insolente muchacho con más curiosidad que cólera. -¿Quién eres tú, castrador de puercos, para apelar a la caballería? -Guido de St. Bertevin, de la sangre de los Foix. Mi padre tiene un castillo en Bretaña. -¿A qué apelas? -le preguntó el anciano de rey de armas. -Apelo a un juicio de Dios -respondió Guido con aplomo-. Esa mujer me ha hecho promesa sagrada de matrimonio y apelo a Dios para que en este campo del honor, mediante torneo singular, demuestre que la razón y el derecho me asisten. Dos o tres invitados nobles juntaron las cabezas en conciliábulo. El mayor de ellos, que era también el de más autoridad, dijo: -Berenguer de Baux, creemos que el muchacho dice la verdad. Los tres hemos tratado a los Foix en otro tiempo y todos tenían ese mismo aspecto, anchos de espalda y narigones. El derecho de sangre le asiste. -Que hable el rey de armas -dijo de Baux.

El rey de armas era su compadre Alain de Monfra, conde de Pierrepertuse, un hombre experimentado que se percató de la situación. Aquel mozalbete Guido de St. Bertevin, estaba desafiando al prometido de Isbela, Blas de Baux, pero el tonto de la baba no sabía levantar una espada, ni era capaz de tenerse en pie más de un minuto. Por lo tanto, era razonable que escogiera un campeón para que lo sustituyera en la lucha. -Decreto que un campeón luche por el caballero Blas de Baux. Cualquiera de los caballeros que aquí concurren. Berenguer de Baux se puso en pie. -Y yo ofrezco una recompensa de cien monedas de oro al campeón que defendiendo las armas de mi hermano en un duelo a muerte me traiga la cabeza de este deslenguado. Un duelo a muerte eran palabras mayores. Los siete campeones presentes intercambiaron miradas. -Yo me retiro -dijo uno-. No he venido a matar a nadie, sino a justar. -Yo hago lo mismo. Bastante sangre he derramado ya -dijo el de la tienda de rayas rojas y blancas. Los otros titubeaban. Se miraban entre ellos o miraban al suelo. Cien monedas de oro era más de lo que algunos habían visto o esperaban ver en su vida. -¿No habrá un hombre al que no le tiemble la barba? -preguntó Berenguer encolerizado a la muda muchedumbre. -¡Yo lo haré! Un misterioso caballero vestido con malla negra de doble anilla y un yelmo que le ocultaba los rasgos de la cara se adelantó traspasando el cinturón de los guardias.

Pedro el Raposo lo reconoció al instante: Sven le Berg. El voluntario cruzó el prado hasta situarse frente al palenque condal. Se levantó la celada y dedicó una sonrisa irónica a Guido de St. Bertevin cuando se colocó a su lado. Era algo más alto que el muchacho y mucho más fornido. -Sven le Berg, volvemos a encontrarnos -le dijo Pedro el Raposo. -No hemos dejado de encontrarnos desde que salisteis de Tierra Santa, pero estáis ciegos. -Era un aspirante a templario que renegó de la Orden en los Cuernos de Hattin -explicó el Raposo a Guido en voz baja-. Conoce todos los trucos y sabe luchar. Será mejor que no te enfrentes a él. -¿Qué pretendes? -preguntó Guido al caballero. -Las cien monedas de oro. -No creo que lo hagas por las cien monedas. Si nos has seguido y conoces la misión que nos han encomendado no querrás interferir en ella, porque eso puede acarrear la eterna condenación de tu alma. -¿Mi alma? ¿Quién te ha dicho que quiero salvar mi alma? Yo sirvo a la Abominación. -Ya tenemos el campeón -anunció Berenguer de Baux satisfecho-. Blas, querido, entrégale tu prenda. El hermano bobo se adelantó babeante y ató su pañuelo rosa en el astil de la lanza que Sven le Berg le tendía. -Yo también tengo Acercaos, caballero.

mi

campeón

-dijo

Isbela levantándose-.

Guido se aproximó al palenque para que Isbela anudara su pañuelo verde en el astil de su lanza.

El rey de armas levantó la mano y un trompetero hizo sonar su instrumento, castigando los tímpanos de los observadores más cercanos. Los pájaros levantaron el vuelo en los árboles que ribeteaban el prado. Tocaba sortear el campo. El rey de armas y los dos ancianos caballeros que lo asistían comparecieron en el palco condal: -La cara para el caballero negro, la cruz para el blanco -dijo Berenguer de Baux. El

negro

era

Sven

le

Berg.

Lanzaron

la

moneda

al

aire.

CAPÍTULO

LIX

-Aquí es -respondió la voz susurrante al oído de Lucas-. La grieta del fondo de la cueva es la boca cerrada del abismo. El caballero se asomó a la grieta. Su anchura no excedía de un par de palmos y su longitud equivaldría a diez zancadas de un hombre. No se veía nada dentro porque un saledizo ocultaba el fondo. Lucas arrojó una piedra de buen tamaño y percibió sus rebotes contra las rocas durante un buen trecho hasta que el sonido se perdió en las profundidades de la montaña. -¿Cómo es posible que la Tarasca habite aquí? -preguntó-. Un monstruo tan poderoso no cabe por esta rendija. -La Tarasca murió hace más de mil años, pero espera ahí abajo como la crisálida de la mariposa espera en su capullo -dijo el Misterio-. No hay más que despertarla. -¿Cómo puedo despertarla? -Enviándole la sangre de los animales que la componen: el murciélago, el águila y la serpiente. Al fondo de la cueva había una pequeña galería medio ocluida por los escombros de cuyo techo pendía una nube de murciélagos dormidos. Lucas de Tarento vació su bolsa de costado, la llenó de murciélagos y los fue cortando en dos y arrojando a la sima de la Tarasca. Los animales agonizantes cayeron hasta las profundidades. -¿Donde encontraré una serpiente? -se preguntó el caballero. El Misterio susurró a su oído. -Si tu corazón es puro, Dios te proveerá. Apenas lo había dicho cuando una sombra se abatió sobre la cueva y apareció un águila real de gran envergadura, la que habitaba en

la gruta, que traía en el fuerte pico y en las garras una serpiente gruesa como la muñeca de un leñador y más larga que un hombre. El águila, al ver su gruta ocupada por un extraño, soltó el cadáver de la serpiente sobre el nido y atacó al intruso. Lucas la esperó con la espada desenvainada al fondo de la gruta, donde el techo se aplanaba y el vuelo del ave sería más difícil. El águila enfurecida se arrojó sobre él avanzando las temibles garras, el pico atento para romperle el cráneo, pero el caballero abatió su espada y le cercenó limpiamente la cabeza y un ala. Una garra hizo presa en el hombro y hundió las crueles uñas en la carne del cruzado antes de que la muerte le infundiera laxitud y olvido. Lucas arrebató la serpiente al aguilucho, que ya había comenzado a picotearla, la troceó y la arrojó sangrante por la grieta, luego troceó el águila real y arrojó sus cuartos al abismo. En el interior de la rendija, a tres sogas de distancia dentro del corazón de la peña, la angostura se ensanchaba en una especie de bolsa que era el final de aquel intestino de la montaña. Allí reposaban en su sueño los restos momificados de la Tarasca desde que santa Marta la mató, mil años atrás. Solamente quedaban huesos recubiertos de una piel de serpiente reseca y unos pergaminos desarbolados y rotos de lo que fueron las alas, con excrementos de murciélagos y de restos más menudos de otras sabandijas caídas en aquellas oquedades. Sobre aquellos vestigios del monstruo cayeron los cadáveres ensangrentados de los murciélagos, de la serpiente y del águila. Las sangres se mezclaron y siguieron filtrándose gota a gota entre la basura hasta que tocaron el cadáver descompuesto de la dragona. En la perfecta oscuridad de la gruta se percibió, entonces, un gorgoteo apagado, y un leve hervor seguido de un movimiento casi imperceptible, como el de la masa de pan cuando la levadura hace su efecto y comienza a hincharse. Así comenzó a hincharse el cadáver reseco de la Tarasca. Sus huesos se removieron entre el polvo y se fueron concertando, sus tendones, sus músculos y la piel conformaron lentamente el espantoso cuerpo, las escamas de la serpiente cobraron vida y vigor, la cola terminada en cruel aguijón

engordó y se mostró nuevamente lozana e inquieta como un látigo. La Tarasca se recompuso, levantó la cabeza guarnecida de duras placas córneas, extendió sus fuertes alas membranosas y bostezó con su boca de aliento ponzoñoso nuevamente guarnecida de tres filas de afilados dientes. Emitió un silbo y miró hacia arriba desde donde se filtraba una remota raya de luz, calculando su posición.

CAPÍTULO

LX

-El caballero blanco partirá de la izquierda -estableció el rey de armas. -¡Silencio y comportarse, que comienza el torneo! -anunció el pregonero a través de su bocina. La muchedumbre lo jaleó con hurras y aplausos. -Que cada contendiente ocupe su lugar -ordenó el rey de armas . Al segundo toque de trompeta avanzad el uno contra el otro y que Dios ayude al vencedor. Sven le Berg lanzó una mirada conmiserativa a Guido antes de tirar de la rienda y espolear su caballo para dirigirse a su extremo del campo. Guido se dirigió al suyo donde lo esperaban Pedro el Raposo, el enano y el semiorco. -Cuidado con ese tipo -le advirtió Pedro el Raposo poniéndole una mano en el muslo-. Conozco a Sven le Berg, lo he visto combatir y puedo asegurarte que es un guerrero experimentado. Vigila sus tretas. Le Berg tiende a levantar demasiado el escudo porque en un entrenamiento una astilla lo hirió en la frente. Quizá sea esa herida la que a veces le causa ataques de locura. Debes aprovechar esa debilidad. Lo mejor es que no apuntes con tu lanza al cuerpo ni al escudo. Procura embestir más abajo, en la defensa delantera de su silla. -Entonces puedo herir al caballo -objetó Guido. -Hay muchos caballos en la Camarga -replicó Pedro el Raposo-. No te preocupes por eso. Sonó la segunda trompeta. Los dos caballeros espolearon los corceles y partieron cada cual por su lado de la divisoria central. Isbela, con el corazón encogido, no podía apartar la mirada de su amado, que se enfrentaba a la muerte por ella. Hugo de Merens

notó la desazón de su hija e intentó confortarla rodeándola con el brazo, pero los grilletes que lo mantenían unido al palco se lo impidieron. Mientras tanto los jinetes se aproximaban a todo galope. El choque se produjo un poco antes del palco presidencial. La lanza de Sven golpeó la mitad inferior del escudo de Guido y se rompió en mil pedazos. Guido sintió como si un gigante le hubiera propinado un mazazo. A pesar del respaldo de la silla de guerra se dobló hacia atrás por los riñones y sintió un vivo dolor cuando su cota de mallas, comprimida contra la madera, se le clavó en la cintura rompiéndole la piel y haciéndole sangrar. No obstante salió bien parado y pudo recomponerse durante el resto de la cabalgada. La lanza de Guido había golpeado contra la defensa delantera de la silla de Sven y se había tronzado después de saltar una de las dos cinchas del caballo, sin daño alguno para el caballero. Los contendientes regresaron al trote a sus respectivos puntos de partida para romper la segunda lanza de las cuatro autorizadas. El segundo encuentro fue aún más brutal que el primero puesto que los caballos enardecidos se encontraron a galope tendido. Esta vez la lanza de Sven hendió el escudo de su adversario dejándolo abarquillado e inservible. La de Guido, nuevamente dirigida a la defensa de la silla, se quebró con un chasquido siniestro sin causar daño aparente. -No puedes cambiar de escudo y ese te sirve malamente -le advirtió Pedro el Raposo-. Quizá debamos solicitar una tregua para negociar. -¿Y dejar a Isbela en manos de esos malvados? -replicó el muchacho-. ¡Eso jamás! Prefiero morir. Si la razón nos asiste, Dios me protegerá. El escudero asintió, miró al suelo y se guardó sus pensamientos: «¡Valiente majadería caballeresca! Dios asiste al más fuerte, nos guste o no».

Sonó la trompeta de la tercera lanza. Los caballos espoleados hasta la sangre partieron echando espumarajos por la boca. Esta vez el que montaba Sven se retrasaba y el caballero no parecía tan confiado. -¡Le está fallando la silla! -señaló Grontal. -Y nosotros vamos sin escudo -comentó, sombrío, Pedro el Raposo. El encuentro fue tan brutal como los anteriores. Al impacto de la lanza de Guido, nuevamente dirigida contra la silla, la cincha suplementaria del caballo de Le Berg se rompió y su jinete cayó al suelo con todos los arreos dando una gran costalada frente al palco condal. Su lanza había golpeado con maltrecho escudo de Guido, guardia y resbalando hacia hombro izquierdo que rompió

menos fuerza que las otras veces el pero no obstante le descompuso la arriba le asestó un puntazo en el la cota de malla y lo hizo sangrar.

El rey de armas se adelantó a donde Sven yacía en el polvo. -¿Te declaras vencido? Sven dirigió una mirada tan furiosa que el faraute dio un paso atrás. -¡Nunca! -Sea como quieres -declaró el rey de armas-. En ese caso, el duelo prosigue a espada, pero el caballero blanco tiene derecho a combatir a caballo. -Llevas ventaja -le advirtió Pedro el Raposo mientras le introducía un paño untado de bálsamo sobre la herida del hombro-. Procura no perderla ahora. No combatas a espada sino con el caballo. Échaselo encima y lleva previsto un molinete a la derecha por si logra apartarse por ese lado. Guido asintió.

El faraute hizo la señal de la tercera trompeta. Guido partió al galope en busca de su adversario que lo aguardaba frente al palenque, las piernas ligeramente separadas para afirmarse sobre el suelo, el escudo embrazado y el brazo de la espada extendido apuntando al objetivo. Isbela sintió que el corazón se le salía del pecho. Estaba a punto de desmayarse cuando una mano fría se poso sobre la suya. Abrió los ojos y miró quien era. Le había parecido reconocer aquella frialdad confortadora. Era la melusina del manantial de Merens que estaba a su lado y le sonreía con sus labios azules. Isbela había visto a la melusina solamente tres veces en su vida, siempre en vísperas de acontecimientos importantes. El hada de Merens había asistido a su madre en el parto hacía ya dieciocho años, pero no había cambiado su aspecto ya que las melusinas no envejecen o, al menos, lo hacen tan lentamente que los humanos no aprecian señales de envejecimiento. -Sé que tengo que verte cuando muera -le dijo Isbela-. ¿Es mi hora o es la hora de mi amor? Si Guido muere por defendernos a mi padre y a mí, prefiero no seguir viviendo. -Vivirá y vivirás -dijo la melusina con una sonrisa melancólica-. No temas por eso, niña. Y tras apretar la mano de la muchacha se disolvió en el aire sin que nadie notara su presencia. El combate estaba en todo su apogeo. Guido lanzó su caballo a galope sobre su contrincante, pero éste adivinó su intención y esquivó el golpe hurtándose por la derecha al tiempo que lanzaba su espada contra su enemigo. El molinete de Guido quedó en el aire, pero la espada de Sven hirió al caballo en el pecho. El noble animal dobló las patas delanteras y dio una voltereta lanzando al jinete por las orejas. La multitud aplaudió. -¡Ya están igual! -exclamó uno de los invitados de Berenguer de Baux-. El negro mata al blanco. El pueblo también aplaudía al campeón de los Baux.

Guido, sentado en tierra y conmocionado a consecuencia del golpe, miró a su caballo que agonizaba boqueando sangre con el corazón traspasado. Su propia espada había caído a diez pasos de distancia. Sven recuperó la suya y se acercó a su adversario caído para dale el golpe de gracia. -¡El combate era a primera sangre! -protestó el noble Hugo de Merens-. Nadie debe morir. -¡Yo fijo las reglas del combate! -replicó Berenguer de Baux con su voz potente. El faraute y los ancianos lo miraron, pero nadie osó protestar. -¡El cómbate es a muerte! -proclamó el rey de armas-. Si el caballero negro quiere matar al blanco, puede hacerlo. Sven, el caballero negro, sonrió. Sin prisas se acercó a Guido, que seguía en el suelo aturdido, y situándose sobre él levantó la espada con ambas manos para impulsarla a través de la cota, directamente al corazón.

CAPÍTULO

LXI

La dragona Tarasca reconocía el vientre de la montaña, las familiares rocas, la oscuridad telúrica de la sima que había sido su sepulcro durante un milenio. No podía volar, pero podía arrastrarse hasta el exterior con su naturaleza de serpiente. Plegó las amplias alas de murciélago y las apretó contra el cuerpo escamoso hasta que fueron dos delgadas láminas y comenzó a reptar penosamente la peña arriba, caminando sobre las escamas erectas. A veces enroscaba la cola en las estalactitas para impulsarse. De este modo ascendió hasta el lugar donde la luz se filtraba débilmente del exterior. Dilató los ollares de su hocico y respiró los aromas del aire que penetraba por la grieta. Se encontraba a pocos pasos de la gruta donde había establecido su antigua guarida. No era fácil salir por ella porque la angostura era tan estrecha que sólo podría pasarla comprimiendo sus agudas costillas de serpiente y desollandándose la cabeza huesuda y poderosa contra las paredes. Percibió, entre los variados olores del bosque, el olor humano. Allí afuera había un hombre. Por el sudor del miedo, la dragona dedujo que se trataba del mismo que había lanzado a la sima la sangre necesaria para resucitarla. Y aunque temía seguía allí y la esperaba. ¿Por qué? Sólo cabía una explicación. Un caballero que se había propuesto matarla por segunda vez, un enemigo astuto que la aguardaba. Salir de la angosta grieta iba a ser difícil y mientras lo intentaba estaría a merced del hombre. La Tarasca, con su astucia de reptil, sacó primero la ágil cola, aquel poderoso látigo de carne escamosa rematado en aguijón y sacudiéndolo al aire en todas direcciones palpó la oquedad de la gruta buscando a su enemigo. Lucas vio el mortífero aguijón de escorpión, grande como la cabeza de un niño, con la aguda punta goteando su veneno mortal y se refugió lejos de la grieta. Su situación era comprometida. No llevaba la cota de malla ni el escudo, que habían quedado abajo, junto al caballo, y en estas circunstancias estaba inerme frente al látigo venenoso de la dragona. De repente se le ocurrió una idea. Agarró al aguilucho huérfano, que no dejaba de rebullir y protestar, y lo depositó en el centro de la gruta. Después volvió del revés el nido vacío y se

resguardó debajo, como en una choza. El aguijón del monstruo siguió tanteando la cueva entre espantables silbos que brotaban de la grieta, hasta que encontró carne, la del aguilucho gritador, y se clavó en ella e inoculó su veneno. La Tarasca, convencida de que había matado al hombre que trataba de inmolarla, retrajo la cola venenosa y se concentró en el trabajo de salir de la grieta comprimiendo su abultado abdomen para hacerlo pasar por la hendidura. Solo cuando estaba a mitad de camino, la cabeza encajada entre las dos peñas descubrió sobre ella la mirada curiosa del hombre y la espada de mortal acero que empuñaba. -¿No te ha matado el veneno? -le dijo-. ¿O es que érais dos? -No éramos dos -respondió el guerrero-. Has matado a un aguilucho. En los ojos vivos como ascuas de la Tarasca sólo había resignación. Hizo un supremo esfuerzo, cerró los ojos y terminó de sacar la cabeza arrancándose en el esfuerzo las escamas de las resecas y huesudas mejillas. El pescuezo largo y poderoso brotó tras la cabeza tan largo como los brazos extendidos de un hombre. Lucas saltó hacia atrás esquivando la primera dentellada y la puñalada venenosa de su lengua bífida, al tiempo que atacaba con la espada. El certero tajo decapitó al reptil antes de que pudiera liberar de la grieta el resto de su cuerpo. La cabeza quedó en el suelo de la gruta y el resto desprovisto de vida tiró del pescuezo cercenado y se precipitó nuevamente en las profundidades de la fosa ciega donde había permanecido durante un milenio. -En esa cabeza, bajo la lengua, en la bolsa donde guarda el veneno, está la piedra Reluciente -había dicho Cantacuzanos. Lucas de Tarento reprimiendo las arcadas de asco que le producía aquella cabeza espantosa y la sangre maloliente que manaba del pescuezo, se dispuso a explorar la bolsa del veneno. En vano intentó separar las fuertes mandíbulas. La Tarasca había muerto apretando el receptáculo de su único tesoro. Recurrió a la pata de cabra que todo lo abre, la extrajo de su zurrón y con ella forzó las mandíbulas del monstruo

desencajándolas, luego metió la garra metálica bajo la lengua y removió la bolsa del veneno. No encontró nada. Volvió a intentarlo con más cuidado, más profundamente. Nada. -Por un momento creí que la Tarasca acabaría contigo -le susurró el Misterio al oído-. ¿Qué haces ahora? -Busco la piedra Reluciente. -¿Por eso has matado a la pobre bicha? -¿Por qué si no? -se impacientó el caballero-. ¿Qué crees, que ando por el mundo haciendo esto por deporte? Es que necesito esa jodida piedra. -¡Alma de Dios, haber empezado por ahí y no habríamos tenido que montar todo este número! -le regañó el Misterio sin perder su tono tranquilo y susurrante-. ¿Crees que no tengo otra cosa que hacer que asistir a caballeros pirados que no se informan debidamente? -¿De qué me hablas? -La pobre Tasrasca no tiene ya la piedra Reluciente. Santa Marta se la arrebató. -Entonces, ¿dónde demonios está la piedra? -En Santa María del Mar, en la iglesia de las tres Marías, adornando la barca que hay sobre el altar mayor. Eso lo sabe todo el mundo; pero, como la piedra parece un guijarro normal y corriente sin valor, nadie la roba.

CAPÍTULO

LXII

Isbela profirió un alarido que resonó en todo el campo. Intentó acudir en socorro de su amado, pero dos manos poderosas la mantuvieron fija en su asiento. En el celaje oscuro de la seminconsciencia, Guido escuchó la angustiosa llamada de Isbela. Entornó los ojos y vio a través de una neblina que Sven le Berg se disponía a rematarlo. Al propio tiempo escuchó la voz de Pedro el Raposo que con un alarido le advertía: -¡El turco Sarkis! Era una alusión privada. En los ratos de asueto, Pedro el Raposo le había enseñado al muchacho trucos de lucha escuderil que bajo ningún concepto usaría un caballero. El golpe del turco Sarkis, una llave favorita de los turcopolos a sueldo de los cruzados, consistía en patear los testículos del adversario. No servía con los varegos castrados de la guardia del basileo, pero con cualquier enemigo entero de sus partes resultaba bastante efectivo. La espada de Sven inició su recorrido hacia el pecho de Guido, apuntando entre las dos clavículas, pero en aquel momento la musculosa pierna del muchacho se disparó como una catapulta. Sven, alcanzado en plena natura, cayó había atrás con un alarido de dolor y se revolcó por el suelo hecho un ovillo con las manos en la parte lastimada. -¡Ese golpe es innoble y propio de un sarraceno! -protestó Berenguer de Baux. -Un golpe innoble en un combate innoble, nada importa -replicó Hugo de Merens-. También es innoble la traición, y tú la practicas. Los otros nobles que ocupaban el cadalso permanecieron en silencio. Sabían que el prisionero tenía razón.

Ahora era Guido de St. Bertevin el que había recuperado su espada y la apoyaba sobre el cuello de su enemigo. -¡Mátalo, mátalo! -le gritaba Pedro el Raposo. El joven sacudió la cabeza disipando sus últimos mareos y, tras una breve vacilación, apartó la espada de la nuez de su enemigo y la devolvió a su vaina. Miró a Isbela que lloraba de alegría y su mirada se cruzó con la del noble Hugo de Merens, que sonrió y asintió. Guido desanudó el pañuelo de la muchacha del astil roto y lo pasó por la herida del costado antes de devolvérselo a su dueña, teñido con su sangre. Los dedos temblones y sucios del guerrero acariciaron brevemente los de la muchacha. -¡Siempre amor! -suspiró Arnaut de Ventadour, el trovador, desde su posición, en un carro de heno. El faraute levantó el brazo y la trompeta tocó convocando al siguiente encuentro. Berenguer de Baux se levantó furioso del sillón. -¡Aún no hemos decidido este torneo, faraute! ¿A quién corresponde el arbitrio máximo en este asunto de acuerdo con las leyes de la caballería? Los caballeros presentes intercambiaron miradas de asombro. -Al rey o, en su defecto, al conde que preside el torneo. -El conde soy yo y declaro vencedor al caballero negro, el que ha luchado con arreglo a las leyes de la caballería con honor y denuedo. Por el contrario, declaro deshonrado al caballero blanco que ha recurrido a una treta artera cual es la execrable patada en los cojones, dicho sea con disculpa si ofendo a las damas escuchantes, pero es que a uno lo ponen en tal disparadero que pierde hasta los modales. -¡Maldición e ignominia sobre ti, conde de Baux! -exclamó el anciano Hugo de Merens-. ¡Acumulas infamia sobre infamia!

Atacaste a traición mis estados, me has cargado de cadenas contra todo derecho y ahora intentas casar a mi hija, que es la flor de Provenza, con esa mala bestia de tu hermano, un asno, un imbécil babeante, un follaburras, una criatura de Dios que no acertaría a la boca con la mano. ¡Invoco a la santa Magdalena y a su sagrada estirpe para que esta injusticia no se cometa! En estas razones andaban cuando Pedro el Raposo, que se había abierto paso hasta el pie de la tribuna real, sacó de su zurrón una maza de hierro, y, tras desmayar a un guardia que intentaba cerrarle el paso, saltó sobre el palenque y haciendo palanca con el mango forzó los grilletes de Hugo de Merens y lo liberó. -¡Vamos señor, que se nos hace tarde y tengo los caballos listos! lo animó. -No temas padre -le dijo Isbela-. Es amigo mío. Berenguer de Baux llamó en su auxilio a la guardia al tiempo que pugnaba por despojarse del manto ceremonial, pesado como una albarda, que le impedía desenvainar la espada. Cuando lo consiguió, sus prisioneros habían huido. Hugo de Merens, su hija y Pedro el Raposo se abrían camino entre la multitud seguidos por el enano del hacha y el orco. Todo había ocurrido tan de súbito que los seis hombres que guardaban el palenque no acertaron a reaccionar a tiempo y cuando lo hicieron e intentaron detener a los fugitivos, el barullo de campesinos y espectadores que huían cada uno por su lado, les impedía el paso. Cuando escaparon de la marea humana, los fugitivos habían montado ya en sus caballos, que el enano Grontal había prevenido detrás del palenque, y huían hacia el bosque. -¡Tomás de Agen, haz algo! -grito Berenguer volviéndose hacia su mago. El mago comprendió que debía intervenir con toda la energía posible si quería conservar el puesto. Se elevó de su silla de cuerno, levitando sin esfuerzo, y lanzó un conjuro de los más poderosos contra los fugitivos.

-¡Ajada xad cadagadajabazaja ha ajadacadaja za jajadagafaza kadafafadac! El anciano conde, su hija, el enano, Guido y el orco casi habían alcanzado la linde del bosque. De pronto, el galope tendido de sus caballos se ralentizó. Avanzaban en medio de un aire denso como lodo. Cuando el brujo terminó el conjuro se habían detenido y quedaron inmóviles. -¡Ya son nuestros: ahora podemos degollar a esos malditos y el obispo me casará con Isbela de Merens! -gritó jubilosamente Blas el Bobo-. ¡Prometo preñarla a la primera! -Antes de que nadie intervenga debo deshechizar a la muchacha advirtió el mago. -¡Pues deshechízala! -le gritó Berenguer-. ¿A qué esperas? El mago descendió del palenque por la escalera posterior. La muchedumbre que había asistido al prodigio le abrió paso en respetuoso silencio. Los fugitivos estaban a menos de doscientos metros. -¡Guardias, acompañadlo por si os necesita -ordenó el tirano-. Y en cuanto haya realizado el conjuro me traéis las cabezas de esos malditos! Allá fueron el mago y dos docenas de guardias. Tomás de Agen, aunque había cursado con aprovechamiento los estudios de la alta magia, carecía de experiencia. Antes de hallar acomodo en la corte de los Baux, había servido en Roma y en París tras un noviciado largo en Egipto. Algunas artes no las dominaba todavía. Había algo en el aire que lo desconcertaba, como un flato a podrido. Se detuvo a pensar. ¿Qué significa esto? Debería oler a agua de rosas que es el olor natural de este conjuro sublime. Pero olía a perro muerto, a cadáver.

-¿Qué es lo que apesta? -le preguntó al sargento de los guardias. -Yo no huelo nada, señor -dijo el sargento. El rudo militar ignoraba que la magia caldea se rige por olores que, a su vez, se relacionan con el ordenamiento espacial de las moléculas que los provocan. Cuando olemos una rosa no percibimos la química de su perfume, sino la geometría de la disposición de sus moléculas. Si tomamos otras sustancias químicas y las disponemos según el mismo esquema geométrico de las de la rosa, el resultado es el mismo perfume. Tomás de Agen olía una disposición contraria a su hechizo. El conjuro más poderoso de que era capaz había ordenado la materia que regía el mundo a la manera que el brujo deseaba, pero algún elemento se resistía y ahora el mundo se desordenaba en su contra. Advirtió que, después de una vida de trabajo y estudio, después de vender su alma y sus conocimientos por el oro de los poderosos, la suerte suprema le fallaba y aquella limitación quizá le acarrearía la muerte. Lo que olía era la premonición de su propio cadáver descompuesto. De pronto comprendió que el enano no estaba tan petrificado como el resto de los hechizados: una avispa le zumbó cerca de la nariz y había movido un músculo de la cara para espantarla. Cuando tuvo al brujo cerca, Grontal descabalgó parsimoniosamente del percherón inmenso que montaba y descolgó su hacha del arzón. -Uno de los forasteros se está moviendo -observó el secretario de cartas de los Baux desde la tribuna. -¡Ya veo que se mueve! -gruñó Berenguer. -¿Por qué no te has hechizado como los otros, enano del diablo? espetó el mago. Junto al enano, el hedor a cadáver era ya tan insoportable que le hacía saltar las lágrimas. -¿No lo sabes tú que eres brujo y adivino? -repuso tranquilamente Grontal.

El mago comprendió: -Ya entiendo. Llevas contigo una de las piedras del dragón que te protege de los hechizos, la dragontía. Grontal sonrió y se introdujo la mano en la faltriquera: Sacó la piedra Templada y la sostuvo a la vista del brujo entre el pulgar y el índice. -Has comprendido tarde -le dijo, levantando el hacha, y le descargó un golpe que le entró por el hombro y lo abrió hasta más abajo del pecho. Los intestinos del mago se derramaron como serpientes. Tomas de Agen se desplomó y al tocar el suelo el cadáver ya parecía llevar muerto un mes. Los guardias que seguían al mago retrocedieron horrorizados. -No podemos luchar contra la magia -dijo el sargento bajando su arma. El hechizo se deshizo y los fugitivos recobraron el movimiento. Se quedaron indecisos en el límite del bosque sin saber muy bien qué ocurría, rodeados de guardias que habían trocado la agresividad por mansedumbre. -¡Sargento, te he ordenado que degüelles a los fugitivos y captures a Isbela de Merens! -clamó Berenguer de Baux desde el palenque. El sargento no se determinaba a obedecer. Los guardias lo miraban y tampoco se movían, respetuosos con la cadena de mando. También porque sospechaban que el señor de Baux no tenía mucho porvenir y pensaban que más les valía no significarse hasta que se viera por dónde discurrían los acontecimientos. Isbela había echado pie a tierra y con agilidad de gacela había encordado el arco que llevaba en el arzón. Colocó una saeta emplumada, tendió el arma y disparó. La saeta cruzó ante los ojos atónitos de la guardia, sobrevoló el campo verde y las cabezas de la muchedumbre paralizada por los acontecimientos y se clavó en la garganta de Berenguer de Baux, en el hoyuelo entre las dos clavículas.

El tirano contempló con mirada incrédula aquella vara de fresno que le salía de la garganta y le impedía hablar y respirar. De pronto se le nubló la vista. Berenguer se llevó la mano al cogote y palpó la punta de hierro que le sobresalía y que dejaba manar sobre la espalda un canalillo de sangre caliente. Antes de perder el conocimiento comprendió que lo había matado Isbela de Merens, la hija de su enemigo, la mosquita muerta, la dulce doncella que había deseado carnalmente desde que la vio en una visita a Beaucaire, cuando ella tenía doce años y los pechos pugnaces comenzaban a apuntarle bajo la túnica escarlata. Había concebido hacerla su amante, cuando ella hubiese parido un par de hijos de su hermano bobo que perpetuaran la estirpe. Aquellos sueños se desplomaban como un castillo de naipes. El tirano cayó sobre el tablado alfombrado de juncia fragante. Antes de morir acertó a murmurar: -¡Ay, Blasillo, qué va a ser de ti! -Entonces ¿ya no me caso con Isbela? -preguntaba Blas el Bobo al secretario, más preocupado por satisfacer sus lujurias que por la muerte de su hermano. -Me parece que no, sire -le dijo un guardia-. Y con tu hermano muerto me temo que tendrás que vagar por esos caminos de Dios mendigando un mendrugo. Creo que tus días de comer caliente se han terminado. Los invitados se apartaron del cadáver, cada uno con la mano en sus amuletos particulares. Alain de Cominges, señor de Lavet y decano de los nobles provenzales tomó la palabra y dijo: -Es el momento de que se imponga la sensatez y se depongan las armas. Hemos acudido a esta fiesta como otros años, bajo la tregua de Dios y en aras de la paz, pero a nadie se le oculta que el conde Berenguer, que Dios se apiade de su alma, era un mal vecino y una mala persona que atropellaba a los débiles y acrecentaba sus estados por medio de la rapiña, el engaño y la traición. Algunos de nosotros hemos sido sus víctimas, otros, quizá,

sus cómplices y aliados. Si ahora empezamos a hacernos reproches y a alentar suspicacias quizá su muerte, que debería ser para bien de todos, se convierta en la chispa que inicie una hoguera de la que muchos saldremos chamuscados. Eso es lo que menos nos conviene porque nos debilita y debilita los derechos divinos que nos asisten sobre nuestras propiedades y feudos, así como los privilegios que detentamos por ser nobles, particularmente el de apacentar a súbditos que trabajan para nosotros y para los clérigos a cambio de seguridad para esta vida y de oraciones para la otra. Ése es el orden natural de las cosas y no conviene apartarse de él, so pena que, por nuestra mala cabeza, vengan tiempos peores y más trabajados. La mención del trabajo provocó un escalofrío helado en los espinazos de los nobles presentes, todos desacostumbrados a doblar la espalda como no fuera para rematar a un jabalí herido en una cacería. -¡Que el obispo decrete paz y perdón! propuso uno. Los más indecisos se miraron. -¿Y dejaremos sin castigo a los culpables? -dijo otro. -¿De qué castigo hablas, Valery? -replicó un tercero- ¿No fue este muerto que ves ahí el traidor que atacó alevosamente al noble Hugo de Merens, le incendió su feudo porque lo codiciaba, asoló sus campos y se los apropió contra todo derecho? ¿No proyectaba casar a su hija, la doncella Isbela (espero que siga doncella después de los ajetreos vividos en Ultramar), con este tonto de la baba como un medio de legitimar el atropello? ¿No nos hemos sentido avergonzados de tener ante nosotros al noble Hugo? ¿No hemos hurtado esta mañana la mirada incapaces de sostener la suya inquisitiva? -Lo que dices está muy en razón -reconoció Valery. Los otros asintieron. El obispo Bertrand se adelantó hasta situarse en medio de la concurrencia dispuesto a asumir su papel, siempre al lado del vencedor.

-Esto que ha ocurrido hoy ha sido un juicio de Dios -declaró con suavidad pastoral-. Dios ha determinado el castigo del réprobo y ha ensalzado al justo. Mi bendición sobre vosotros. Ya no hay más culpables ni más víctimas. Volvemos a la situación de hace dos años, conforme al derecho consuetudinario. Hugo de Merens asistía a los razonamientos con el semblante resignado, como persona que está de vuelta de todo y que prefiere callarse lo que piensa por no complicar las cosas. Cuando escuchó al obispo comentó a su hija: -Ya lo ves, Isbelilla, el obispo que iba a bendecir tu boda forzada con el bobo Blas, se escabulle también de la justicia y se otorga el perdón. Isbela asintió con un suspiro. El asunto de la boda estaba olvidado. La muerte de Berengucr acarreaba otros problemas. -¿Quién nos empleará a nosotros a partir de hoy? -dijo el sargento de los Baux-. Porque el conde nos adeudaba la soldada de tres meses y nos tenía prometidas ciertas cargas de cebada y vino para la próxima cosecha. Los nobles se reunieron en conciliábulo. Algunos aprovecharon para exponer ciertas reclamaciones. Un molino, para Carlos de Verdon, un olivar para Juan de Venosque, dos aranzadas de viña para Conto de Brignoles... Los que lindaban con Baux sacaron tajada del condado con la aquiescencia de la asamblea y los que no lindaban acordaron repartirse el contenido del castillo hasta dejarlo en las paredes mondas. -¿Y a quién le otorgamos el feudo en el futuro? -inquirió el de Verdon. -Al bobo no, que esta criatura no sabrá regirlo y en cualquier caso morirá sin descendencia -opinó el de Brignoles.

-¿Qué me decís del monasterio de Riez? -propuso el obispo Bertrand-. Que los buenos monjes lo tengan y cesarán las disputas por lindes y derechos. -Sea -dijo el conde de Venosque. Los otros se mostraron de acuerdo. Después se reanudaron las fiestas mientras dos guardias se llevaban el cadáver de Berenguer de Baux y lo sepultaban en un estercolero cercano. El bobo Blas, compuesto y sin novia, se sumó a un corro de alegres bebedores que lo acogieron como a uno más. Había amanecido noble y poderoso en víspera de su boda y esa noche no tendría techo bajo el que dormir, pero así es la vida. Dos días después, los viajeros se trasladaron a Beaucaire, el feudo de Hugo de Merens, y al entrar en sus tierras sus antiguos súbditos los recibieron con gran alborozo. -Veo que las noticias viajan rápido -comentaba el conde Hugo complacido. -Los trovadores lo van cantando por los caminos, sire. Cuando llegaron al castillo encontraron a un grupo de antiguos siervos que habían acudido con picos, palas y hachas dispuestos a restaurarlo en cuanto Hugo de Merens les explicara las trazas. Entre ellos estaba también Jorge Cantacuzanos, tan hosco como siempre, aunque le costó trabajo disimular la alegría de ver a sus compañeros sanos y salvos. -¡Lo que se ha perdido, paternidad! -le dijo jovialmente el enano Grontal. -No me he perdido nada -replicó el clérigo-. He participado en todo con mis oraciones y en las largas y solitarias noches he contendido con la Abominación. Grontal le entregó la Templada y él la guardó con las otras piedras en la cajita que llevaba al costado.

-El caballero de Tarento mató a la Tarasca, pero no tenía la piedra -informó el enano. -Lo sé. Está en la barca del altar de Santa María del Mar -repuso Cantacuzanos. -¿Y no nos lo advirtió? -protestó Pedro el Raposo. Nadie me lo preguntó. Estabais demasiado deseosos de hacer vuestra guerra particular. Había que reconstruir el castillo incendiado y aportillado. Hugo de Merens había conseguido una crecida indemnización a cuenta del tesoro del difunto conde Berenguer con la que podría acometer las obras y las del molino. La vida regresaba al valle. Aquella noche comieron ciervo asado y salchichas picantes. Durmieron poco entre los jolgorios y los cánticos de la celebración. Al día siguiente los despertó el sol contentos y satisfechos. Había que proseguir el camino. Los viajeros se despidieron con grandes muestras de cariño de Hugo de Merens y de su hija, que quedaba al amparo del padre. La doncella y Guido habían bajado la tarde anterior a la fuente de la melusina y se habían prometido amor. Isbela incluso le permitió a Guido que la abrazara brevemente, sin magreo, y que la besara en los labios. Castamente, sin lengua. -¿Me esperarás? -le preguntó el enamorado. -Claro que sí -dijo Isbela-: Contaré los días. -En cuanto cumplamos la misión correré a tu lado y pediré tu mano -le prometió Guido. Isbela tuvo que reprimir las lágrimas en la despedida. Subieron a los caballos y se alejaron del feudo, esta vez tristes, porque Isbela, la doncella a la que habían tomado tanto cariño, no los acompañaba.

Invirtieron dos días en descender el Ródano, que venía crecido con las lluvias de otoño, y desembarcaron en un lugarejo de la Camarga, la extensa llanura de yerbazales, lagunas y caballos. Tres días después llegaron a Santa María del Mar, una iglesia de piedra oscura, levantada en la arena de una playa desolada. La rodeaban media docena de cabañas de pescadores. Entraron sin advertir que traspasaban una de las siete puertas. La iglesia estaba en tinieblas. Había un tosco altar mayor de piedra y sobre él una barca antigua como ya no se veía en el mar, sobre la que habían dispuesto dos sencillas imágenes que representaban a las dos Marías (la Magdalena estaba en su propio santuario de Baume). Detrás de la barca, una figura más tosca y medio oculta representaba a Sara la Goda, la esclava egipcia de María Magdalena, sobre una esfera de piedra que los pescadores adoraban antes de la cristianización de aquellas tierras. La iglesia estaba desierta. Cantacuzanos, con las seis piedras dracontías en la faltriquera, se acercó al altar mayor llevando una lamparita de aceite en la mano y recitó un conjuro. Al instante, la piedra Reluciente, la que santa Marta arrancó a la Tarasca, emitió una viva luz desde el cuerpo de la barca en la que estaba disimulada figurando una cuña. El clérigo adelantó la mano y la piedra se desprendió sola y vibró ligeramente en su palma. -Bienvenida a mí, la luminosa -susurró el clérigo y la besó antes de guardarla con las otras.

CAPITULO

LXIII

-¿Tomarás mi bendición? -preguntó Jorge Cantacuzanos. -Naturalmente, padre -dijo Guido arrodillándose ante él. La víspera, Jorge Cantacuzanos había ayudado a decir misa al anciano párroco de Santa María del Mar. Poca gente asistía al misterio. Sólo media docena de viejas, viudas de pescadores, que acudían a dialogar con las almas de sus difuntos. Mientras el párroco consagraba el pan, Cantacuzanos emitió un largo sollozo y abandonó precipitadamente la ceremonia. Guido pensó que el Señor lo dispensaría si dejaba la misa en el momento del misterio para confortar a su compañero. Afuera la ventisca traía el olor del salitre y el mar. Cantacuzanos se había sentado en una roca, detrás de la iglesia y miraba las olas violentas restallando en la playa y salpicando de espumas la arena a sus pies. Lloraba desconsoladamente. Después de una vacilación, el joven Guido se le acercó y le puso una mano en el hombro. -¿Qué sucede, paternidad? ¿Por qué abandonáis el misterio? Dios ha bajado a esta humilde iglesia para consolar a sus pobres criaturas. Cantacuzanos levantó sus ojos enrojecidos hacia el muchacho. -¡Ay, Guido de St. Bertevin, mi buen amigo! ¡Cuántas cosas terribles ignoras! No puedo presenciar el misterio porque no soy digno de él. Guido no pudo disimular la perplejidad que le causaban aquellas palabras. -Pero el Santo Padre de Roma os ha elegido a vos para liberar a la Cristiandad -objetó-. Eso quiere decir que en el mundo no hay un clérigo más digno ni más sabio.

-Ni un clérigo más carcomido por las dudas -replicó el sacerdote-. ¡Ay, amigo mío! La sabiduría infiere dolor. Tú caminas por el mundo con media docena de certezas y eres feliz. A mí me aquejan siete docenas de dudas, a cual más mortificante. Esos poderes míos no sé si me los otorga el bien o su enemigo. Soy una brizna de hierba en medio de un torrente arrastrado por fuerzas superiores, perdido y angustiado y sin un confesor al que abrir mi corazón. -Podéis decir vuestras cuitas al ermitaño que custodia la Sara. Parece un hombre sabio y comprensivo. No puedo confiarme a nadie porque después de hablar conmigo él mismo no estaría seguro de qué altar es el que contiene el misterio, si el de la Sara o el de la cabecera del templo donde dice misa. -No os comprendo, padre Jorge No sé si será mejor que no intentes comprenderme -dijo el clérigo-. Tu inocencia es tu escudo y Dios, quienquiera que sea, resplandece en ella. Ya Cantacuzanos se había serenado. Se levantó de la piedra y regresó al templo seguido de Guido. La misa terminó y las mujerucas se agolparon en la capilla de Sara, apenas una alacena en un muro renegrido por las velas, para besar la piedra esférica que servía de peana a la imagen de la egipcia negra, Sara de los gitanos. Después de la misa, los viajeros regresaron al resguardo de la choza donde acampaban. El semiorco había salido de caza y había capturado dos conejos y una serpiente gruesa, que llevaba en el estómago una rata de pantano. Pedro el Raposo desolló los conejos, los evisceró, los frotó con ajo y tomillo y los puso a asar, abiertos, en la parrilla de los pescadores. Gorgo, por su parte, viendo que ni los humanos ni el enano parecían entusiasmarse con la serpiente y la rata, se los comió él mismo, crudos, después de sacarles la piel y las tripas. Le había entristecido que le rechazaran aquel bocado que entre los orcos se considera exquisito. Gorgo estaba acostumbrado a aceptar el desprecio, el asco y el miedo, todo a un tiempo, que provocaba en los humanos, pero desde que estaba al

servicio de Guido había aprendido que también, en determinadas circunstancias, pueden sentir afectos por las criaturas. Los había visto mimar a los caballos. ¿Por qué no podían sentir el mismo afecto por él, que era medio humano? ¿Quizá rechazaban esa mitad? Con su limitada inteligencia, el semiorco no comprendía algunas cosas. Después del desayuno, Cantacuzanos se levantó y dijo. -El camino prosigue por el reino de Aragón, que está a siete jornadas de aquí, pasando los montes Pirineos. Pero antes de llegar a la nueva Tierra Santa, el Santo Reino, donde los cristianos contienden con los sarracenos, el doncel debe recuperar las piedras anglias, la Melada y la Peregrina. -Recuperar esas piedras no está exento de peligros -dijo Lucas-. Lo haré yo. -La piedra Melada es muy caprichosa -observó el clérigo-. Solo se rendirá a un doncel, a un hombre virgen. Guido debe buscarla. Los rostros de los viajeros se volvieron expectantes. -¿Eres virgen? -preguntó Pedro el Raposo, sorprendido. Guido no supo si había sorna en su pregunta, probablemente sólo sorpresa. Lo había visto muy acaramelado con Isbela en la despedida de Beaucaire y daba por hecho que lo habían consumado. -Sí, soy virgen -reconoció Guido, sonrojándose. Y dirigiéndose a Cantacuzanos preguntó: -¿Qué debo hacer? -Sólo ser tú mismo. -¿Dónde debo buscar la piedra Melada? -Ella misma te indicará el camino. Tú déjate llevar.

Pedro el Raposo le preparó el caballo y le colgó del arzón una talega con carne seca y pan bizcocho, además de una cantimplora de vino fuerte del barrilete que habían adquirido en Arlés. El muchacho apoyó el pie en el estribo y montó. El caballero Lucas, al despedirlo, le puso una mano en el muslo. -Con Dios. -Gracias, sire. Con la ayuda de santa María tendré suerte. -Que la santa María verdadera te guíe -le dijo Cantacuzanos. -¿La santa María verdadera? Cantacuzanos no respondió. Palmeó la grupa del caballo y el animal echó a andar. Guido invirtió toda la mañana en atravesar la llanura pantanosa de la Camarga por la vía romana, hacia el norte. Al caer la tarde, después del almuerzo, se encontró en un paisaje de colinas suaves, con manchas de bosque y roquedos entre los que crecían zarzamoras. Según caminaba, tomaba frutas del bosque maduras y oscuras, con granitos repletos de zumo, que se metía en la boca y aplastaba con la lengua para chupar golosamente el licor. La vida era bella, pero no podía apartar de su pensamiento a Isbela a la que no sabía cuándo volvería a ver. Se había prometido buscarla cuando alcanzaran la Mesa de Salomón, pero nadie sabía cuántos peligros y aventuras lo separaban de ella. Declinaba el sol. Cantacuzanos le había entregado una bolsita de cuero para que la abriera al ponerse el día. -Aquí estoy joven Guido: tú dirás. -Yo diré ¿qué? -dijo Guido, asustado, pues no había nadie en muchos pasos a la redonda y la voz había sonado próxima, casi al oído.

-Tú sabrás -dijo la voz, despreocupándose-. Yo soy el viento Bóreas del que hablan todos los jodidos poetas sin conocerme. Estoy a tu servicio. -¿Y qué puedes hacer por mí? -Llevarte prestamente a donde me pidas... -El padre Cantacuzanos, con esa costumbre suya de no aclarar nada, no me indicó adónde debo ir -objetó Guido-. Me dijo que siguiera mis impulsos. -Pues yo tampoco sé adónde tengo que llevarte -respondió el viento-. Si quieres te levanto y te doy un garbeo y tú dirás dónde te poso. En eso consisten mis servicios. Guido titubeó. Un viaje por el aire. Había oído que las brujas viajaban por el aire, pero nunca que un buen cristiano pudiera hacerlo, gracias al poder de un mago. Viniendo del mago del Papa, pecado no sería. Por otra parte, el relato del enano Grontal, que no se cansaba de contar su experiencia en las tertulias del campamento, frente a la hoguera, lo había entusiasmado. Viajar por el aire y ver la tierra a los pies. Como debían de verla los pájaros. -¡Ea, vamos! -dijo el muchacho. Bóreas lo levantó, con caballo y todo, y lo llevó a la altura de una elevada montaña, desde donde veía a sus pies el valle con las redondas copas de los árboles, las peñas diminutas como guijarros y los ríos y arroyos espejeando con los últimos rayos del sol. Guido notó un cosquilleo en el estómago, la angustia agradable de volar y ver el mundo desde la altura de los ángeles y de los magos. El viento sonrió enredando en sus largas barbas las brisas menores que acariciaban, como dedos suaves el rostro casi lampiño del joven. -¡Allá vamos! -dijo el bóreas.

Desde aquella altura se desplazó lateralmente. Dejaron a la derecha las luces de Tolouse, como ascuas dispersas de una hoguera, cuando las campanas de St. Sert tañían el toque de cubrefuegos. Sobrevolaron Clermont. -¿Ves aquella plaza delante de la iglesia? -preguntó el viento. -¡La veo! -gritó Guido para hacerse oír en medio del torbellino. -Allí se juntaron el Papa y sus prelados vestidos de rojo hasta el suelo, y los nobles y los reyes cuando declararon la guerra santa a los sarracenos. Clamaban «¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!», tan fuerte y tan alto que mis compañeros los vientos esquivaban la ciudad y sufrió calma chicha durante un mes. Al final enviamos un lebeehe perdido que estaba en prácticas y regresó diciendo: «De esa plaza sube un hedor de sangre podrida al sol» «¿Cómo de sangre? -se extrañó el maestro de los vientos-. Si la plaza está desierta y la ciudad medio despoblada». «Pues huele a sangre -dijo el lebeche-. A sangre podrida». El maestro de los vientos envió una comisión de alientos para que exploraran el lugar y efectivamente a ellos también les olió a sangre. Los vientos mayores, que, como sabes, somos siete, tardamos veintidós días en ventilar la ciudad de su hedor de muerte, turnándonos día y noche. -Quizá el hedor de los sarracenos que los cruzados iban a degollar aventuró Guido. -¡Ah, no sé, yo en eso no me meto! Solamente soy un viento. Sobrevolaron Chinon. En las calles oscuras algunos fanales brillaban sobre los muros de piedra blanca. -¿Ves esa casa de ahí abajo? -indicó el viento. -La veo. -Ahí morirá Ricardo Corazón de León dentro de tres años.

-¡Cómo que morirá! -se extrañó el muchacho-. ¿No vamos a conseguir la Mesa de Salomón? ¿No triunfará la Cristiandad? -Todos tenéis que morir -dijo el viento-. Para eso sois humanos: agua coloreada, humores, carne, tendones, huesos, pelos... Si conseguiréis la tabla de las esmeraldas y despertaréis con ella la Mesa de Salomón es algo que ignoro. Sólo soy un viento. Sobre Chartres pasaron entre las dos agujas de la catedral y el viento se arremolinó en la plaza, frente a los relieves de la portada. -Siempre me acerco para acariciar el rostro de la Magdalena -se justificó. Dejaron atrás el espejo del Loira y Caen y la península de Cotrentin a la izquierda, con sus trigales salpicados de rocas graníticas que desde la altura parecían ovejas paciendo en un prado. En el canal el viento descendió hasta que la espuma del mar salpicó el rostro del muchacho. -¡Respira el olor de las algas y de la vida, Guido! -le decía-. Yo soy un viento más de tierra adentro, pero cuando me sale un soplo por el mar no pierdo ocasión de rizar espumas. ¿Ves aquello que brilla a la derecha, en la inmensidad oscura del agua? Guido miró hacia donde el viento le indicaba. Tuvo que hacer un esfuerzo para distinguirlo. -¡Sí, como una vestidura de plata! -exclamó ilusionado-. ¿Es una ondina? -No, un banco de sardinas ¿quieres ves las ondinas? -Si no es mucho pedir... El viento sopló cerca de la isla de Wight. Media docena de doncellas peinaban sus largas cabelleras sentadas en una roca gris frente a los acantilados.

-¡Lástima que tengan esos pelos verdes tan abundantes! -se lamentó el viento-. Porque, si no fuera por ellos, les verías las tetas que las tienen grandes y levantadas, con unos pezones como frambuesas que saben a percebe según aseveran los que las han catado. -¿Conoces a alguno que haya estado con sirenas? -quiso saber Guido. -A uno. Un marinero ciego que naufragó. Bueno, cuando naufragó veía, pero estuvo nueve años con las sirenas y se quedó ciego de las profundas aguas. Cuando lo encontraron en la playa, ya su viuda se había casado con otro, pero lo recogió. El hombre creía que había estado con las sirenas una noche. Por lo visto tienen la natura en la parte de pez, un poco fría, pero angosta y deleitosa. El viento y Guido sobrevolaron una larga playa orlada por una cinta de espumas blancas que brillaban a la luna y luego prados verdes, colinas, caminos, riachuelos, caseríos, aldeas sin murallas. -Esto es Albión -declaró el viento. -¿Falta mucho para Inglaterra? -preguntó Guido. Empezaba a tomarle gusto al viaje. -Ya estamos en Inglaterra, criatura. Albión es el nombre fino de Inglaterra. ¿Tú es que no lees poesía? No mucho -reconoció Guido-. Estoy preparándome para caballero y no quiero que la lectura me gaste la vista. -Pues has de saber que la pluma no es incompatible con la espada -señaló el viento-. Cuando regreses de este viaje vas a conocer a un poeta. Habla con él y aprende, a ver si te pule un poco. Sobrevolaban una llanura moteada de pequeñas colinas, casi toda cubierta de espesa arboleda, que alternaba con grandes claros de pastizales en los que se veían alquerías con las chimeneas iluminadas.

-Esos bosques se llaman la Floresta Tenebrosa -dijo el vientoporque apenas llega la luz al suelo, tan espeso es la enramada. Los propios árboles muertos se sostienen sobre los vivos, sus troncos huecos sirven de madrigueras de alimañas y a toda clase de insectos y seres. Ahí incluso viven los enanos trolls. No quieren saber nada de los humanos cortadores de árboles. Se dedican al cultivo de hongos en sus cuevas subterráneas y a recoger frutos silvestres. Una comunidad feliz, no tiene mucho que hacer, todo el día pelándosela e imaginando adivinanzas. Sobrevolaron un círculo de grandes piedras verticales con otras encima. -Las piedras de los gigantes -dijo el viento. -¿Hay gigantes en Inglaterra? -preguntó Guido -No temas -lo tranquilizó el viento-. La estirpe de los gigantes emigró hace muchos años al norte, cuando empezaron a llegar los humanos. Ya no queda ninguno. Cuando empezaba a amanecer, con la lívida luz de la aurora aclarando el horizonte, avistaron una montaña negra de tierra y hierba y, un poco más allá, una abadía con sus patios, sus edificios, sus cocinas, sus establos, su iglesia, sus dormitorios, sus refectorios y todos las demás dependencias. -Ésa es Glastonbury, que antes del santo José se llamaba Avalon. Me refiero a José de Arimatea, el rico hombre que acompañó a la Magdalena a Francia. Luego vino a estas tierras, se estableció en la colina de Wearyhall y edificó la primera iglesia dedicada a la Virgen. Por cierto, que clavó su cayado en la cima y floreció un hermoso espino que todavía existe más robusto que cualquier árbol de la Floresta Tenebrosa. Cada día de Navidad, el espino echa flores, en pleno invierno, lo nunca visto. El viento depositó a su pasajero en un descampado. -Ea, adiós y que te vaya bien -dijo el viento-. Ahora abre tu bolsita para que me eche.

Guido abrió la bolsita y el viento penetró en tromba, aunque la bolsita parecía vacía y cabía en un puño. Estaba a las afueras del pueblo. El lugar no parecía muy poblado, una calle central empedrada con su mercado y su plaza y unas docenas de casas, algunas en calles laterales de piso terrizo, embarrado a causa de las lluvias otoñales. Al fondo, como una mole amedrentadora, se alzaba el monasterio. El muchacho echó a andar. En algunas casas asomaba una rendija de luz por debajo de las puertas porque la gente se estaba levantando. Mugían las vacas en los establos con las tetas prietas, pidiendo ordeño. En medio de la plaza, junto a la fuente y el abrevadero, había una picota de granito con un aro de hierro en la parte superior del que pendían media docena de cadenas. Había un delincuente en el cepo. Levantó la cabeza cuando sintió que alguien se acercaba. -¡Agua, por el amor de Dios, agua! -suplicó. -¿Cómo te la doy? -dijo Guido. -¡Con las manos hombre, que los jóvenes no tenéis iniciativa ninguna: junta las manos en forma de cuenco y lo llenas en el pilón! Guido hizo lo que el penitenciado le pedía. -En el caño ¿eh? -le advirtió el condenado-. No vayas a dármela de la pila, que tiene sanguijuelas. -Descuida, hombre. Guido dio de beber al sediento y le preguntó qué delito había cometido para que lo pusieran en la picota. -Poca cosa. Solté un cuesco en domingo, el día del Señor. -¿En la iglesia? -No, hombre, en la calle.

Si lo suelto en la iglesia me cortan un sheriff que no se anda con echamos de menos al rey Ricardo. comía, pero por, lo menos te podías

las orejas. En este pueblo hay tonterías. Los desamparados Con él a lo mejor tampoco se peer a gusto.

-Yo lo he conocido -lijo Guido con orgullo. -¿Al rey Ricardo? Pero si está en Tierra Santa destripando sarracenos. -Es que vengo de Tierra Santa. -¿Y lo han visto tus ojos? -se interesó el hombre de la picota¿Cómo está? -Fuerte como un león y valeroso, con una barba rubia en la que ya se le ven algunas canas. -Eso debe de ser de los disgustos que le da su hermano Juan, el regente. ¡Que Dios te lo pague! Me has alegrado el día. Por eso quiero darte lo único que tengo de valor. No me tienes que dar nada -objetó Guido. -Lo sé, pero, no obstante, quiero dártelo. Soy tan pobre que nada tengo, pero quiero compartir contigo mi secreto. Hace muchos años, cuando estos brazos eran más fuertes, era leñador. Una vez, en la Floresta Tenebrosa, me disponía a abatir un roble de mucho porte cuando la tierra se removió bajo mis plantas y salió el enano que cuidaba del árbol. No todos los árboles tienen un enano que los cuide, porque los árboles son muchos y los enanos pocos, pero aquel roble era un hermoso ejemplar y tenía su cuidador. Conque el enano salió, me llegaría por debajo de la cintura, gordo, con la barba de raíces, la piel terrosa, los ojillos diminutos, pero de mirada viva. Se encaró conmigo y me dijo: «¡A ver si tienes cojones de tocar este roble!»; «¿Qué dices? -le pregunté-. Tengo permiso del administrador del conde para abatir cinco árboles este invierno a cambio de entregar en el castillo la mitad de la leña. Si me pones pegas vuelvo al pueblo y el administrador me pondrá una escolta de guardias para que nadie me moleste mientras hago mi

trabajo». El enano se lo pensó y dijo: «Si traes una guardia yo puedo traer a Krastig, conque tú veras lo que haces». -¿Quien es Krastig? -preguntó Guido. -¿En qué mundo vives, muchacho? Cómo se nota que no eres de por aquí. Krastig es un demonio encarnado en un jabalí verraco de más de diez pies de largo que pesa lo que una vaca, puro músculo, y es tan fiero que la salud se le desborda y va dejando un fétido rastro de semen descompuesto por donde pasa. Todo el mundo teme a Krastig. -Ya veo que debe de ser peligroso. «¿Y si no corto el árbol, qué me das?», le pregunté al enano. «Una palabra que amansa a Krastig», me dijo el enano. «¡Venga, trato hecho, la palabra», le dije. Al fin y al cabo me daba igual cortar otro árbol que no tuviese enano protector. -Me dijo la palabra, que en realidad son dos: Xwesur vinuri Con eso se amansa el bicho. Así que te la entrego. Guido notó que la palabra se quedaba impresa en su memoria. -Te agradezco que hayas compartido conmigo tu secreto. -No lo he compartido: te lo he entregado entero -precisó el penitente-. Yo ahora he olvidado la palabra y si me encuentro a Krastig en la Floresta Tenebrosa, Dios no lo quiera, me abrirá en canal. -Si quieres te la devuelvo -ofreció Guido. -No, quédatela, es una carga pesada y sospecho que a ti te hará falta antes que a mí. -¿Dónde puedo hospedarme? -En la posada La Chinche Infatigable. No tiene pérdida. Está al final de la calle, en el camino del monasterio.

CAPÍTULO

LXIV

El forastero había desembarcado en Burnham al mediodía, después de una semana de navegación en el mercante hanseático La Colipava Rumbosa, que hacía la ruta entre La Rochele y Bristol con un cargamento de vino y lana. Sin perder un momento Sven había adquirido un caballo, por el que pagó nueve libras de oro, tras breve regateo, y se había encaminado a la Floresta Tenebrosa. Cuando lo sorprendió la noche, en las inmediaciones de Highbridge, se acercó a las primeras luces que vio cerca del camino, las de la única posada en varias leguas a la redonda, Sin Pegar Ojo, un edificio destartalado y sombrío que se alzaba en la confluencia. El forastero, que resultó ser el único huésped, pidió un aposento alto, sin puta, sólo dormir, avena para el caballo y una cena como Dios manda para él, un estofado de carne de ciervo, media hogaza de pan y una jarra de cerveza. La hambruna se había señoreado de Inglaterra desde que el buen rey Ricardo la dejó. Muchos campesinos habían tenido que abandonar sus campos para mendigar en las ciudades, al tiempo que aumentaba el número de forajidos que vivían de la violencia, con la cabeza a precio, refugiados en los impenetrables bosques del país. Sven le Berg, mientras consumía su cena con avidez, resarciéndose de las dos semanas navales a tasajo y bizcocho revenido, parecía ajeno al hecho de que tres viajeros, a los que había adelantado en las afueras de Burnham, eran los mismos tipos ociosos que lo habían observado cuando desembarcaba, y que lo habían seguido a las cuadras donde adquirió el caballo. Los tres forajidos vivían de asaltar a los viandantes en medio del campo. Estaban a punto de caer sobre él a medio camino de Highbridge cuando la presencia de una partida de alguaciles que escoltaba a un rico comerciante de Wells les aconsejó aplazar el atraco. Ahora estaban en la posada y ocupaban una mesa cerca del forastero. No había ningún otro huésped en el local. El posadero, antiguo compinche de los bandidos, había cerrado la puerta exterior con la doble tranca y había prevenido a los criados para que desaparecieran en el momento oportuno. El viajero rubio cenaba tranquilamente y con gran apetito. Ignoraba que aquella podía ser

su última cena y que había caído en una trampa mortal. En el corral de la posada, detrás de una pila de palos donde no hozaran los cerdos, en la galería de una antigua mina abandonada, habían recibido sepultura, en el curso de los últimos tres años, hasta docena y media de viajeros solitarios. Los facinerosos llevaban tanto tiempo en el oficio que se habían envilecido. Ya no se conformaban con matar al viajero. Antes acostumbraban a divertirse con él, hacerle sentir el miedo de la muerte. Llegado el momento el jefe de los bandidos se levantó arrastrando el taburete y se acercó al forastero. -¿Vienes de muy lejos? -le preguntó colocando su bota enorme y enlodada sobre el taburete contiguo. Sven lo miró y no respondió. El que lo interpelaba era corpulento y musculoso y vestía de matachín, con mucho cuero. Tenía una mirada feroz, dos ojos hundidos oscuros en un rostro ancho, con una barba negra casi azulada en la que brillaba la pringue pues tenía la costumbre de usarla como servilleta. -¡Gracias por invitarme a beber! -dijo el bandido con su terrible vozarrón, y tomando el jarro de Sven lo apuró hasta la ultima gota dejando que parte de la cerveza le resbalara por las comisuras de los labios y le manchara el pecho. -Creo que no te había invitado -apuntó Sven casi con humildad, sin dejar de comer su asado de ciervo. Sven sabía interpretar las señales. Observó que el posadero, un tipo de ruin apariencia, con una cicatriz en la mejilla, que revelaba un anterior oficio menos pacífico, le guiñaba un ojo a su pinche y que ambos se retiraban de la escena apresuradamente. Sonó el cerrojo al correrse por fuera. Sven comprendió que estaba encerrado con los tres facinerosos.

CAPÍTULO

LXV

Al otro lado de la Floresta Tenebrosa, en Glastonbury, la posada de La Chinche Laboriosa ocupaba una casona de ladrillo y vigas de madera. La puerta era ancha, de dos hojas, y estaba abierta porque algunos viajeros madrugadores salían temprano. -En este cuarto dormirás como un rey -dijo el posadero y se echó a reír como si acabara de decir un chiste muy gracioso. Al reírse la panza le temblaba como un flan-. Aquí durmió el buen rey Eduardo durante una partida de caza. -Tengo entendido que en el bosque hay un jabalí enorme -dijo Guido. El posadero empalideció y se santiguó. -Señor, vienes de lejanas tierras y sin embargo has oído hablar de la bestia. Es el mismo diablo. Krastig: un jabalí, con un solo colmillo, afilado como la cuchilla de un zapatero, un animal más astuto que los cazadores. Ha matado a más de cien hombres. Les mete el colmillo por sus partes los raja hasta el comienzo de las costillas de un sólo envío, los eviscera y luego, antes de que mueran, se revuelca en las tripas del desgraciado y lo deja agonizante. Nuestro buen rey Ricardo aumentó la recompensa por la piel de Krastig a cien piezas de oro, pero hasta la presente nadie lo ha matado. Los cazadores entran en la floresta para buscarlo y no advierten los desdichados que es Krastig el que los caza a ellos. Algunos se hospedan aquí la noche de antes y dejan sus cosas. Cuando pasa un mes y no han vuelto, las vendo, como permite la ley. Una vez uno dejó un medallón con un rubí, en el fondo del zurrón, liado en un trapo. Me dieron por él cinco piezas de oro. Guido durmió algunas horas. Soñó que estaba en el claro de un bosque florido, al lado de una fuente limpia y que recostaba su cabeza en el lomo de un león. El animal era manso y servicial. De vez en cuando agitaba la cola ante su rostro para espantarle las moscas. Estaba sintiéndose muy bien, feliz y tranquilo, cuando, de

pronto, se escuchó una música deleitosa que salía del bosque. Guido vio venir a Isbela vestida con una túnica azul tachonada de estrellas sobre un león enorme y detrás una dama igualmente bella sobre un dragón. Cuando despertó no recordó este sueño. Se levantó, ya descansado, y descubrió sin sorpresa que había decidido internarse en el bosque de la Floresta Tenebrosa a pesar del jabalí. Al otro lado del bosque, le había dicho el viento, está el castillo de Tintagel, muchos caballeros acuden allí. -¿Por qué? -le había preguntado. -No lo sé. Hace siglos que algunos caballeros solitarios van allí, aunque no vive nadie. Hay un acantilado, con parapetos y torres ruinosos donde sólo habitan murciélagos y culebras. Recordó la recomendación de Cantacuzanos: -Sigue tus impulsos. Era cerca de mediodía y el sol debía estar alto, aunque no se veía porque el cielo estaba encapotado. Guido se vistió y bajó al vestíbulo empedrado, donde estaban las cocinas. Los huéspedes se habían marchado ya y sólo quedaba el posadero trasegando vino de unos pellejos a las cubas con la ayuda de dos criados. -¿Cómo has dormido señor? -Muy bien. Ahora continuaré mi camino. -¿Insistís en cruzar la Floresta Tenebrosa? -Sí. -Entonces os aconsejo que aguardéis a mañana porque el bosque es tan intrincado que se precisa un día entero para cruzarlo. No os conviene que os sorprenda la noche en él. No me importa -dijo Guido-. Saldré ahora. Pagó su hospedaje y el del caballo y salió del pueblo. Un sendero conducía al bosque a través de un ancho pastizal. Después el

camino se internaba en la arboleda y al cabo de un rato se iba desdibujando hasta que se perdía por completo. Llegado a este punto, el viajero continuó entre los árboles espesos de la Floresta Tenebrosa procurando evitar los barrancos donde el sotobosque crecía más intrincado. Sus pasos lo condujeron a un lago de aguas turbias, quizá profundo, rodeado de árboles. Estaba bordeándolo cuando, al pasar un macizo de juncos, se encontró a un pescador que había lanzado la caña y aguardaba pacientemente a que picara algún pez. -¿Qué hay? -1e preguntó-. ¿Pican? El pescador lo miró. Había una gran nobleza en sus rasgos, pero la ropa que vestía era de la que los indigentes adquieren por una moneda de cobre en los puestos de los ropavejeros. La llevaba limpia, eso sí, pero se le caía a pedazos. Guido observó que sólo llevaba la calza de la pierna derecha. El otro muslo lo tenía al aire y, por encima de la rodilla, tenía una llaga purulenta. El anciano vio que el muchacho se la miraba con aprensión. -¡Ay, amigo! Me he quitado la calza para ver si el aire del bosque y el sol me la curan. Llevo siete años penando y la llaga no se cierra. -¿La ha visto un médico? -preguntó Guido. -La han visto todos los médicos y los curanderos del condado y la he untado con el agua bendita de todas las iglesias y con la de unas pocas más que me han traído de lejos. Sin resultado. La llaga sigue abierta y destilando el jugo de la vida. En fin. -Miró al agua-. Parece que los peces se resisten a picar. Creo que lo dejaré por hoy y volveré a mi choza. El pescador recogió el anzuelo, lo ató en la caña e intentó levantarse, pero tenía entumecida la pierna sana y cuando iba a alcanzar la tosca muleta que tenía al lado, trastabilló y se cayó. Guido saltó del caballo y lo ayudó a levantarse. -¿Se ha hecho daño, buen hombre? -Sólo se ha herido mi dignidad -dijo el pescador.

-Permítame que lo acompañe a su casa. Lo llevaré en el caballo. -No se preocupe, joven. Mi casa está por ahí atrás, tendría usted que perder toda la mañana. Eso era cierto, pero Guido tenía buen corazón y no iba a permitir que aquel pobre hombre hiciera el camino a pie. -No importa. Luego desandaré el camino. -Pero se le hará de noche y el bosque es peligroso. No importa. Me quedaré a dormir donde me sorprenda la noche. Guido se colocó el brazo del pescador sobre el hombro y lo ayudó a montar. Luego le tendió los trebejos de pescar y una cesta con dos peces esmirriados, la pesca del día. -Vamos allá -dijo, tomando el caballo de reata-. Vos me indicaréis dónde vivís. Un noble joven y vigoroso, de buena estirpe, y aspirante a caballero llevaba en su caballo a un viejo andrajoso impedido con una llaga maligna. Era una visión bastante insólita, pero Guido se había criado lejos de la corte, en la aldea de san Bertevin, hijo de una viuda que lo había educado en la caridad y en el amor al prójimo y era un muchacho humilde y servicial, aunque a veces, ese alejamiento de la sociedad también pudiera hacerlo parecer algo bobo. Caminaron más de una hora en dirección opuesta a la que Guido llevaba hasta que, por fin, llegaron a una humilde cabaña de troncos en un claro del bosque. -¿Vives solo, buen hombre? -Así es. -¿Y no te atacan las fieras? Me han dicho que hay un jabalí peligroso. -Hasta la presente he tenido suerte. He vivido toda mi vida aquí. -¿Y cómo puedes llegar tan lejos con esa pierna?

No faltan almas caritativas que me ayuden. La cabaña se prolongaba en un pequeño establo con un pesebre, de los tiempos en que el pescador tenía una mula. -Ya murió de vieja -dijo- después de hacerme compañía durante más de veinte años. Me conforta saber que vuelve a haber un animal en esta cuadra. Guido pensó que podía regalarle el caballo. Con aquella herida supurante era cruel que el anciano tuviera que caminar tan largo trecho para llegar al lago. Lo pensó y tuvo que reprimirse. El caballero Lucas lo aleccionaba a veces sobre el sentido de la caridad. «Nunca tienes nada, Guido, siempre lo estás regalando todo. El vicio más feo es la avaricia, pero tu excesiva generosidad es también censurable». En la cabaña sólo había una estrecha cama de hierba seca cubierta con una manta agujereada. El pescador se la ofreció a su joven invitado. -Yo soy viejo y puedo dormir en el suelo, delante de la chimenea. -De ninguna manera -dijo Guido-. Yo estoy acostumbrado a dormir sobre mi capa en suelos de piedra. Esta noche dormiré como un bendito sin miedo a que el monstruo del bosque nos devore a mí o al caballo. Cenaron sopa verde, de hierbas y ajo, con un corrusco migado de pan que Guido traía en su talega y se echaron a dormir. Guido tardó en conciliar el sueño. El viento susurraba sus misteriosas palabras al deslizarse entre las copas de los árboles y por los interesticios de la cabaña. Al final, el muchacho se durmió profundamente. Cuando despertó abrió los ojos y por un momento pensó que estaba soñando. Los cerró y los abrió de nuevo. Veía un techo perfectamente ensamblado de vigas de madera pintadas que reproducían escudos, caballeros y escenas piadosas.

Saltó de la cama alarmado. -¿Dónde estoy? Era una habitación desconocida, con los muros de piedra sillar bien escuadrada. Había dormido en el suelo, pero a su lado había una cama ancha y bien alhajada, con sábanas y una colcha damascena magnífica. En las paredes había tapices de los caros. La ventana estaba cubierta con una gruesa cortina. Sé asomó y comprobó que estaba en la torre redonda de un castillo, con su foso de agua en el que nadaban cisnes. ¿Estaba prisionero? Corrió a la puerta y la encontró abierta. Recorrió un pasillo de piedra adornado con una cenefa azul. Se asomó a varias habitaciones bien amuebladas y desiertas. Descendió por una hermosa escalera circular, de buenos peldaños canteados. -¿Hay alguien aquí? -preguntó varias veces, al final casi gritando, pero nadie le respondió.

CAPÍTULO

LXVI

En la posada de Highbridge, el forastero rubio no se inmutó cuando el matón de la mesa de al lado se bebió su vino. Pinchó tranquilamente otro trozo de ciervo, lo embadurnó en la salsa del plato e iba a llevárselo a la boca cuando el bandido le arrebató el cuchillo con el trozo de carne. -¿Qué tal está el guisado? -preguntó con sorna-. A juzgar por el apetito con el que comes debe de estar buenísimo. Se lo llevó a la boca con el chiste preparado porque la escena se había repetido otras veces con otras víctimas. Lo masticaría cuidadosamente, lo tragaría con los ojos apreciativamente entrecerrados, chascaría la lengua y haría cualquier comentario banal: «Estupendo, aunque con pimienta hubiera estado mejor». O bien, «No está mal, pero quizá debieran haberlo macerado en vinagre y tomillo antes de guisarlo.» Esta vez el facineroso no pudo completar el chiste. Cuando se llevó el cuchillo a la boca, el forastero le propinó una fuerte palmada. La hoja de acero penetró hacia arriba por detrás de los dientes superiores, atravesó el cerebro y la punta salió por la cúpula del cráneo. Un chorro de sangre oscura parecido a un penacho o una cresta brotó de la herida. El bandido puso los ojos en blanco y se desplomó arrastrando un par de taburetes, la boca grotescamente abierta y la daga del forastero inserta en ella hasta las guardas de la empuñadura. Sven no se levantó. Se inclinó sobre el muerto, le puso un pie en el pecho, asió la daga y tiró de ella con fuerza, desclavándola. Luego pinchó con ella, ensangrentada como estaba, otro pedazo de carne y continuó con su cena tranquilamente. Los dos socios del facineroso se miraron estupefactos y, sin necesidad de intercambiar pareceres, decidieron escapar cuanto antes. Se habían equivocado de víctima. Se levantaron atropelladamente y corrieron a la puerta, que encontraron cerrada.

La aporrearon llamando al posadero a grandes voces. Sven los miraba tranquilo. El posadero estaba detrás de la puerta y a través de una mirilla había presenciado la escena. Ahora estaba tan asustado como sus huéspedes y paralizado por el miedo. Sven terminó de apurar la salsa, rebañó el plato con un trozo de pan y se chupó los dedos antes de levantarse. Los bandidos se volvieron a él suplicantes. -¡Señor, por caridad! -dijo uno de ellos-. Somos dos padres de familia que nos vemos obligados a robar para alimentar a nuestros hijos. Ese hombre, Andrón, nos había llevado por el mal camino, pero ahora hemos visto la luz. Regresaremos a nuestros hogares y, a partir de ahora, observaremos una existencia irreprochable. Trabajaremos nuevamente los campos arando, sembrando y talando y los domingos asistiremos a misa y comulgaremos. Sven escuchó con reflexiva atención los buenos propósitos de los maleantes. -No. Creo que no podréis hacer nada de eso -dijo al fin-; y creedme que aprecio vuestras buenas intenciones. -Lo haremos, señor-dijo uno-. Os juro por la eterna salvación de nuestras almas que nos reintegraremos al buen camino. -Y yo os digo que no os reintegraréis -replicó Sven. -Señor insisto -dijo el bandido-. Somos sinceros. -No dudo de vuestra sinceridad. De lo que dudo es de que tengáis ocasión de realizar esos buenos propósitos, porque vais a morir ahora mismo. Se miraron. Aquel loco hablaba en serio. Sería mejor intentar otro recurso. -Señor, piensa que somos dos contra uno. -Sé contar.

El forastero se les acercó: Los bandidos desenvainaron sus espadas cortas y doblaron las capas sobre el brazo listos para defenderse. El combate fue corto. Uno de los forajidos amagó una estocada que Sven detuvo con la cruceta de su puñal al tiempo que le asestaba un pisotón en el lateral de la rodilla. El hueso se salió de su sitio y el bandido se desplomó entre ayes de dolor. El otro bandido, un joven de barba rala, mentón huidizo y larga nariz aguileña, estaba tan asustado que reculó hasta apoyar la espalda en la puerta. -¡No me mates, señor! Tengo dieciocho años y te juro que, si me perdonas la vida, ingresaré en religión y oraré por tu alma lo que me quede de vida. -Ese propósito te ha salvado -dijo Sven. -¿Me perdonas la vida, señor? -preguntó, incrédulo. No, quiero decir que ha salvado tu alma, que es lo importante respondió el guerrero-. La vida terrenal es un transitorio valle de lágrimas por el que arrastramos nuestras pobres y pecadoras existencias para acceder a la celestial y eterna. -¡Señor, no me mates! -suplicó-. Te daré todo lo que tengo. -Por eso no te preocupes -respondió Sven-. Tomaré, de todas formas, todo lo que tienes. El guerrero se acercó al muchacho y lo desarmó de un manotazo antes de degollarlo con una breve herida en la yugular. El de la pierna rota seguía quejándose en el suelo. Sven se inclinó sobre él, le arrebató la espada que aún tenía asida y se la clavó en el hombro verticalmente de manera que le atravesó los pulmones y le llegó al estómago. Después contempló por un momento la carnicería antes de llamar con los nudillos en la puerta. -¡Ábreme posadero!

-¡Señor, prométeme primero que no me harás daño! -dijo el posadero-. Júramelo por santa María. -Te juro por santa María que no te haré daño -dijo Sven-. He comprendido que actuabas forzado por estos maleantes. El posadero descorrió el cerrojo y entornó la puerta. Sven salió. Su aspecto era amedrentador, con el rostro salpicado de la sangre de sus víctimas. -¡Señor, beso tu mano! -dijo el posadero aliviado y servil-. Te cederé mi propio aposento. Llamaré a mi hija para que te sirva. Dormirás como un rey. Sven pareció considerar la propuesta. -Está bien. Envía a tu hija a esa habitación y dile que me espere desnuda. El posadero envió al pinche a buscar a la muchacha que compareció asustada, pero arreglándose el cabello, no del todo indispuesta con aquel hombre tan guapo que acababa de matar a los tres bandidos. Sven le dirigió una mirada admirativa. Era muy hermosa. -Sube a la habitación de la cama grande y esperas al caballero desnuda -ordenó el posadero-. Pórtate bien porque quiero que quede muy satisfecho. La muchacha subió la escalera con más lentitud de la necesaria, contoneándose un poco para que el caballero apreciara sus encantos. Quedaron nuevamente solos el huésped y el posadero. -¿Qué más puedo hacer por ti, señor? Fueron sus últimas palabras. Sven tomó entre sus manos la temblorosa cabeza y lo desnucó con un giro brusco. El pinche comprendió que tampoco iba a salir con vida e intentó huir, pero antes de que alcanzara la puerta, la daga de Sven silbó por el aire y se le clavó en el corazón por debajo del omoplato.

Sven subió lentamente las escaleras y penetró en el aposento del posadero. Pasó allí la noche entretenido con la muchacha y le enseñó el arte de la felación, bastante común en Oriente, entre bizantinos y sarracenos, pero todavía desconocido en Inglaterra y las hiperbóreas. La muchacha mostró muy buena disposición de aprender y Sven la necesaria paciencia para enseñarla a abrir la boca y recibir el miembro hasta donde pudiera aguantarlo sin que le produjera arcadas y a cerrar los labios y apretarlo mientras Sven lo sacaba, al tiempo que le acariciaba circularmente el glande con la lengua. En esos juegos, y en ensayar las diversas posturas coitales que el guerrero traía de Oriente, estuvieron gran parte de la noche, hasta que ella, que había sentido espasmos de placer diez veces, suplicó una tregua y se quedó dormida. También Sven durmió algo antes de rodear con sus manos la cabeza de la muchacha. En cuanto amaneció, el guerrero rubio se vistió con la cota de malla, se puso la espada al cinto, cubrió el cadáver aún caliente de la muchacha con la sábana, bajó a la cocina, desayunó huevos y tocino, ensilló el caballo y retomó su camino hacia la Floresta Peligrosa. Después de tres horas de abrirse camino en el bosque intrincado, a veces con ayuda de la espada, cuando el matorral espeso le cortaba el paso, observó que una bandada de cornejas levantaba el vuelo de unos árboles vecinos. Algo ocurría. Descabalgó y prosiguió a pie con la ballesta armada en la mano. En un claro del bosque vio la escena: un muchacho atacado por un jabalí enorme. Apuntó cuidadosamente y el virote de acero fue a clavarse en un ojo de la bestia atravesando la enorme cabeza.

CAPÍTULO

LXVII

Guido recorrió todas las dependencias del castillo, la sala, las cocinas, los establos, el cuerpo de guardia, los calabozos, la bodega. No había nadie, pero todo estaba dispuesto como si el edificio estuviera habitado. En los arcones había ropa y vajillas de plata, en las despensas no faltaba de nada y en los graneros había grano, aceite y carne adobada; los manojos de cebollas se oreaban colgados en los altillos; las chimeneas estaban encendidas; en el patio de armas había un tendedero con ropa; el horno de la panadería estaba encendido; en el establo, con capacidad para treinta caballos, sólo estaba el suyo. Se acercó y le palmeó el pescuezo. -¿Tú puedes entenderlo, Andrés? -le preguntó-. Me acuesto en una cabaña miserable y amanezco en un castillo bien abastecido. -¿Habéis dormido bien? -preguntó la voz del pescador. Guido giró la cabeza y vio detrás al mismo hombre que lo condujo a su cabaña la víspera, aunque arreglado de distinta manera. Tenía la barba recortada y peinada y vestía una principesca túnica de Damasco. Al cuello traía una gruesa cadena de oro y en la cabeza una gorra adornada con un rubí de gran tamaño. -Sire, ¿sois vos el mismo que encontré ayer? -preguntó Guido sin salir de su asombro-. ¿Qué encantamiento es este? -Soy el mismo -respondió el Rico Pescador- y este castillo es real, sin encantamiento, aunque ayer, cuando hicisteis la caridad con el pobre, os pareció cabaña. Sois joven y supongo que tendréis hambre, ya que ayer casi os acostasteis sin cenar. -Sí, sire, la verdad es que tengo hambre. Los criados habían aparejado un banquete. Una tabla espaciosa abarrotada de bandejas, platos, fuentes, cestas y cuencos de plata

que contenían todo lo que un hambriento pudiera soñar:, carnes de diversos guisos, pescados, frutos frescos y secos, fragante pan recién horneado, media docena de salsas, vino e hidromiel. El Rico Pescador y su invitado se sentaron a la mesa, cada uno en un extremo, y comieron las viandas que les servía un maestresala silencioso. Del patio exterior llegaba una música dulce y acordada que parecía complacer mucho al dueño del castillo, el Rico Pescador. Cuando iban por el segundo plato, una carne adobada con su sangre, a la música de instrumentos se añadió un coro de voces angélicas. Se abrió una puerta que hasta entonces había permanecido cerrada, a la espalda del Rico Pescador, y entró en la sala un muchacho en cuyo sereno rostro Guido reconoció sus propios rasgos, como si fuera el hermano gemelo que nunca tuvo, vestido con una rica librea bordada con hilos de oro y de plata. El muchacho sostenía con las dos manos una lanza antigua enteramente blanca. De la punta del hierro, que era grande, se deslizaba una gota de sangre que resbalaba el blanco astil abajo hasta alcanzar la mano enguantada de blanco. Detrás de este paje venían otros dos, no tan ricamente vestidos, que portaban sendos candelabros con diez cirios cada uno. La habitación se iluminó como jamás había visto Guido estancia alguna. Los pajes precedían a una doncella rubia, con el cabello desparramado por la espalda hasta la cintura como una cascada de oro. Guido sintió el vuelco de su corazón cuando reconoció en el rostro bellísimo de la doncella los familiares rasgos de Isbela. Era ella misma, seria y solemne, con la túnica azul que le regaló el basileo. Entre sus manos extendidas llevaba una copa preciosa de oro recamada con perlas, rubíes y esmeraldas que parecía llena de sangre, aunque por encima del rojo líquido asomaba un grumo que Guido, sin saber por qué, pensó que era un cordón umblical. Cuando la doncella entró en la estancia, el resplandor de su aura se hizo tan intenso que palidecieron las antorchas, los cirios y hasta la luz del sol que entraba a raudales por la ventana. Seguía a la muchacha una dama muy bella que portaba una bandeja de plata. Llevaba el pelo recogido bajo una cofia de perlas y vestía una severa túnica de terciopelo azul con bordados de plata. Una cinta de terciopelo que le rodeaba el cuello ocultaba una cicatriz.

El cortejo apareció por una puerta, cruzó la sala y salió por la puerta del lado opuesto, a espaldas de Guido. Guido miró al Rico Pescador, esperando que le explicara el sentido de aquella ceremonia, pero el señor del castillo seguía comiendo ajeno a lo que acababan de ver. Quizá había sido una alucinación que sólo él había visto. En esa duda estaba cuando se repitió el prodigio y desfilaron ante sus ojos nuevamente él mismo con la lanza sangrante, la doncella que era Isbela y la Dama Azul. La única variación fue que los cirios que sostenían los pajes eran más cortos, pues habían consumido hasta la mitad, y la gota de sangre que se deslizaba por la lanza llegaba ya al guante de la mano que la sostenía. Guido miró al Rico Pescador, que bebía un trago de vino con expresión tranquila y no parecía encontrar anómalo lo que ocurría ante sus ojos. Aun atravesó la sala el extraño cortejo una tercera vez. La sangre se había deslizado por los cuatro dedos y seguía su camino recto a lo largo del astil, mientras que las velas de los candelabros estaban casi consumidas. Cuando se extinguió el resplandor Guido reparó en que afuera había oscurecido. A través de la ventana solo se veía la negrura del bosque en una noche sin luna. -¿Has cenado bien? -preguntó el Rico Pescador. -Muy bien, sire -respondió Guido distraídamente. -¿Se se te ofrece algo? -se interesó su anfitrión-. ¿Tienes alguna necesidad? Guido sentía la necesidad apremiante de preguntar qué sentido tenía lo que acababa de ver. ¿Quién era aquel doncel que tanto se le parecía?, ¿Quién era la doncella que reproducía el rostro de su amada distante?, ¿Quién la dama que había visto otras veces en circunstancias siempre misteriosas?, pero era tímido y estaba tan perplejo por el misterio que no se atrevió a formular pregunta alguna. El Rico Pescador, después de aguardar unos instantes a que su joven invitado se decidiera, ordenó al maestresala que levantara

los manteles y acompañó a su invitado a sus aposentos. Cojeaba más que nunca a causa de la llaga abierta. -Mañana partiré -dijo Guido. -Marcharás con mis bendiciones -le respondió el señor del castillo-. Buenas noches. Después de tantas emociones, Guido durmió profundamente. Cuando despertó se encontró nuevamente en la cabaña de troncos y barro, con techo de paja. El castillo había desaparecido, así como el Rico Pescador, o el pobre pescador, que parecían ser la misma persona. Aturdido, tomó su caballo y reanudó su camino a través de la Floresta Tenebrosa, desandando la marcha que había hecho dos días antes. Cuando alcanzó el lago interior, lo bordeó con la esperanza de encontrarse nuevamente al misterioso tullido. Esta vez estaba decidido a preguntarle quién era y qué significaba la visión que por tres veces tuvo en el castillo o en la cabaña encantada, pero no había rastro del pescador. Guido continuó su camino por la parte opuesta del lago y se internó nuevamente en la espesura. Anduvo horas por el bosque y cuando sintió hambre descabalgó, trabó el caballo para que royera los musgos de los troncos y él se sentó sobre un peñasco y abrió la talega. Iba a comenzar su almuerzo cuando crujieron las ramas secas en la floresta contigua como si alguien se abriera paso a través de ella. Miró con la esperanza de que fuera el Rico Pescador. Demasiado tarde descubrió que era el jabalí Krastig, no podía ser otro, grande como un toro, con aquel único colmillo babeante, los ojillos en los que brillaba la crueldad antigua de las bestias con que la Abominación infectó la tierra. Ante aquella cuchilla con la que el monstruo se disponía a embestir, Guido estaba inerme. La cota de malla de doble tejido capaz de detener sablazos y flechas estaba en el arzón del caballo. Ni siquiera podía defenderse. La espada pendía del arzón del animal, que se había alejado unas docenas de pasos en busca de la hierba de un claro. Guido estaba desarmado, a merced del jabalí que se había detenido a observarlo en el lindero de los árboles. Todavía tenía el sortilegio. Un par de veces pronunció la palabra que le confió el hombre de la picota, sin observar mengua de fiereza en el monstruo. La gritó incluso, por si el jabalí era duro de oído, sin producir cambio alguno. Entonces

desenvainó lentamente la daga que llevaba al cinto y sin perder de vista a la bestia se dirigió sin movimientos bruscos hacia su caballo. Krastig escarbó un poco con el hocico y se echó una paletada de tierra y hojas secas por el lomo acribillado de cicatrices de viejas heridas. Miró al humano que, después de pronunciar las palabras de la mansedumbre que un día detuvieron a su padre, se acercaba a su caballo a requerir la espada o la ballesta. Krastig olfateó el peligro y arremetió contra el humano antes de que pudiera armarse. Guido apenas pudo ponerse en guardia. Su cuchillada alcanzó al jabalí detrás de la oreja. La hoja penetró profundamente y se trabó entre las vértebras y la primera costilla. El muchacho sintió un golpe violento, como si un caballo al galope lo hubiera arrollado, y cayó de espaldas mientras el jabalí cerdoso, sucio y maloliente le pasaba por encima. Le pareció que había escapado indemne del primer ataque, pero cuando intentó levantarse sintió una viva quemadura en las entrañas. Se miró el vientre. El jabalí lo había abierto en canal. La sangre le brotaba a borbotones de una herida que le cruzaba todo el abdomen. Guido sabía que las heridas en aquella parte son mortales de necesidad, aunque a veces el herido tarda varias horas en morir, entre atroces dolores y aquejado de una sed abrasadora. De hecho, en Tierra Santa muchos camaradas degollaban al herido de muerte, después de trazar en al aire la señal de la cruz con el puñal, para evitarle sufrimientos. Guido no tenía quien le evitara sufrimientos. Cerró los ojos, en los que escocía el sudor mezclado con las lágrimas, y se dispuso a morir. El jabalí, mientras tanto, se frotaba contra un tronco para arrancarse el puñal. Gruñía de dolor, pero no cejaba en su intento. Al final el arma cayó al suelo y el animal herido volvió sobre el rastro de la sangre de su enemigo humano, dispuesto a ensañarse con él. -Santa María de los Misterios: voy a morir -murmuró Guido. El jabalí volvía al trote, la cabeza monstruosa ligeramente baja, la cuchilla carnicera sobresaliendo del extremo de su hocico.

En ese momento se percibió el chasquido de un disparo de ballesta. El proyectil, grueso, corto, emplumado con dos aletas de cuero, con punta de acero, se clavó en el ojo derecho de la bestia, atravesó su cerebro y se atoró en la potente musculatura del pescuezo. El jabalí volteó en el aire y cayó al lado de Guido, las patas hacia arriba, espasmódicamente temblonas. Guido alcanzó a ver su ojillo cruel en el que se apagaba la luz de la vida. En el morro abierto, dentro de la cavidad monstruosa de la boca, asomó una lengua gorda y roja bañada en sangre. Entre dos dientes Guido distinguió el grumo informe de la Peregrina, la piedra oculta en la Floresta Tenebrosa. A su memoria acudieron las palabras de Cantacuzanos: -Y tú solo encontrarás lo que buscas. La había encontrado, sí, pero al precio de su propia vida. Tomó la piedra cuando la vista se le empezaba a nublar, como si un velo oscuro descendiera sobre sus ojos. Instintivamente retrajo el brazo para plegarlo sobre el pecho, pero el esfuerzo sólo lo llevó a medio camino, lo posó sobre el vientre abierto con los intestinos al aire donde los insectos acudían a la sangre y perdió el conocimiento en la antesala de la muerte. Sven le Berg salió de la espesura y se acercó al jabalí precavidamente, con el cuchillo en la mano. Como todo experto cazador, conocía la astucia de estas bestias que, cuando están malheridas, fingen la muerte hasta que el cazador se pone a su alcance y entonces, reuniendo sus últimas fuerzas, lo atacan fieramente. Krastig no fingía. Estaba bien muerto. Sven miró el rostro pálido como la cera y los labios sin color de Guido de St. Bertevin. El muchacho tenía el abdomen abierto y se sostenía el paquete intestinal con las dos manos. Si no lo remataba una mano piadosa le esperaba una larga y dolorosa agonía. Sven enfundó su cuchillo después de limpiarlo en el lomo hirsuto del jabalí y se sonrió. -Ah, Guido de St. Bertevin, ya no me darás la revancha de aquel torneo de la Provenza -se lamentó-. Amigo, ¿de qué te han servido los hechizos con que me derrotaste? Mírate ahora a punto de morir y sumirte en la nada después de tan breve vida.

Se preguntó cuánto le quedaba a él. En Tierra Santa había despreciado la vida muchas veces. Ahora comenzaba a verla como una fuente de placer. Viajaba solo, por espacios abiertos, bosques y mares, tomaba lo que quería y satisfacía sus deseos. No temía a nadie, ni siquiera a Asmodeo de Sinán ni a la Abominación a la que servía. Había descubierto que la felicidad radica en la libertad y él era libre. Tomó una piedra, rompió el colmillo de Krastig y se lo guardó. Después registró la boca del animal para buscar la piedra Peregrina. Con la punta del cuchillo exploró el hueco debajo de la lengua, levantando los tegumentos. No encontró nada. Después hurgó en el resto de la boca. Nada. Al final, furioso, cortó el morro hasta que la mandíbula inferior se desprendió. Sin resultado. Quizá el jabalí se había tragado la piedra antes de morir. Lo abrió en canal y rebuscó en el estómago de la fiera sin hallar nada. -Parece que el jabalí no tenía la piedra -se dijo, al fin, abandonando la búsqueda. Se lavó en el arroyo los brazos ensangrentados, recuperó su caballo y se marchó.

CAPITULO

LXVIII

Pasaron dos horas y muchos pájaros por el cielo. La brisa movía levemente las copas de los árboles que formaban una corona en torno al claro donde yacía Guido. El muchacho comprendió que estaba viendo todo aquello: el cielo azul, los árboles oscuros, los pájaros, una nube viajera en forma de alcuza, otra nube que parecía una oveja. ¡Tenía los ojos abiertos y veía! ¡Estaba vivo! De pronto recordó: el jabalí le había abierto el saco de las entrañas. Juntó valor para levantar la cabeza y examinar su estómago. La camisa ensangrentada y desgarrada dejaba ver un estómago sano, piel blanca, sin un rasguño sobre una musculatura desarrollada. El jabalí yacía a su lado, muerto y destripado, con un virote de ballesta profundamente clavado en el ojo. Algún misterioso benefactor le había salvado la vida. Se miró otra vez al estómago ileso y esta vez vio la piedra. La Peregrina estaba sobre su ombligo. La virtud de la piedra había cerrado la espantosa herida y lo había salvado. -¿Estoy vivo?. -Lo estás -dijo una voz armoniosa de mujer. Guido, sobresaltado, abrió los ojos de nuevo. Esta vez no había una corona de árboles, sino el rostro de una muchacha rubia, agraciada, de finos cabellos que caían en cascada sobre su rostro, una muchacha que le sostenía la cabeza sobre un regazo frío. -¿Quién eres? -preguntó Guido-. ¿Acaso un ángel del cielo? Nuevamente pensaba que estaba muerto y que sus anteriores impresiones eran un sueño en el traspaso entre la vida y la muerte, cuando el ánima remolonea junto al cadáver caliente antes de partir a unirse con el Creador. Los cruzados creían estas cosas. Por eso a veces encomendaban sus asuntos terrenales al amigo recién muerto con la esperanza de que se ocupara de sus asuntos en el Paraíso.

-No estás muerto -dijo la voz cantarina de la muchacha-. Vives gracias a la piedra. -¿Quién eres? -Soy la Melusina de este arroyo. -¿Cómo te llamas? -Si conocieras mi nombre podrías cautivarme. Si quieres, llámame Olvido. La melusina era una muchacha menuda, la piel transparente como el nácar y una túnica sencilla de un tejido brillante como el limo que se le pegaba al cuerpo como si estuviera mojado, resaltando sus muslos torneados, su vientre núbil, sus pechitos redondos y sus pezones oscuros. Guido conocía historias de melusinas que enamoran al caminante y lo retienen por espacio de un día para que sirvan sus placeres. Cuando lo dejan, aunque el caminante crea que sólo ha pasado una siesta con la celestial criatura, en realidad han pasado cien años y cuando regresa a su pueblo lo encuentra habitado por gentes enteramente desconocidas, descendientes de los que él dejó, ya viejos, y solo una vaga memoria de lo que él fue en el mundo antes de desaparecer misteriosamente. -Creía que el jabalí me había matado -dijo Guido. -Y te había matado, pero depositaste la piedra Peregrina en la herida y su virtud te sanó. Guido hizo un esfuerzo y se puso en pie. Se sentía aturdido pero, por lo demás, volvía a ser un joven vigoroso y lleno de energía. La melusina le quitó la camisa y le acarició la extensión de la herida con sus dedos suaves y fríos. Bajó con la caricia a la pelusilla púbica y le sopesó los genitales en la palma de la mano con una sonrisa pícara. -Parece que estás muy bien y que lo que los muchachos más apreciáis no ha sufrido merma -bromeó.

Guido se sonrojó y las orejas se le pusieron como dos carbones encendidos, aunque comprendía que la muchacha no era descarada. Entre las melusinas no existen los pudores absurdos de los mortales. Las melusinas viven todavía en la inocencia virginal de un mundo libre e incontaminado. Mientras la melusina le lavaba la camisa en el arroyo (al inclinarse mostraba un trasero redondo, firme, poderoso, que invitaba a la palmada galante, pero el muchacho se abstuvo, por respeto), Guido le formuló algunas preguntas. -¿Has estado en el Sitio Peligroso (así se llamaba el castillo del Rico Pescador) y has visto la procesión del Grial? -dijo ella-. Eres un hombre afortunado porque el Grial sólo se aparece a los puros y limpios de corazón. ¡Ojalá no pierdas esa pureza! La lanza que llevabas en la procesión es la representación del Rey Sagrado que desvirga a la Diosa Madre. En los tiempos antiguos, que los cristianos llamáis la Abominación, lo que se paseaba era un pene erecto hecho de ramas verdes, hojas y flores. La sangre que destila es la de la Diosa Madre. Gracias a esa ceremonia, con la Diosa Madre encarnada en una sacerdotisa que copula con el Rey Sagrado sobre un surco sembrado, él debajo, ella encima, se renueva la vegetación, germina el grano de trigo enterrado por los sembradores, brota la espiga verde y potente, con el sol y la lluvia, y la vida se prolonga de cosecha en cosecha. Para que el ciclo se renueve es necesario que cuando la Diosa Madre se sienta embarazada, el Rey Sagrado muera y sea sustituido por el hijo que ella engendra. A los dieciocho años preñará sobre el surco a la nueva Diosa Madre y otra vez se repite el ciclo. Ésa es la verdad antigua, pero los cristianos la habéis sustituido por la lanza de Longinos, el romano que atravesó el costado de Cristo, y decís que la sangre que destila es la de la estirpe terrenal de Cristo, la Sang Real, oculta en Francia. Esa lanza hirió en el muslo al Rico Pescador y sólo ella puede sanarlo para que devuelva la prosperidad al reino y los pájaros que ahora pasan de largo vuelvan a anidar en la Floresta Tenebrosa. -¿Y la muchacha que portaba el Grial?

-Esa te interesa mucho, ¿eh? -bromeó la melusina-. Esa doncella que viste en la forma y el semblante de tu enamorada Isbela representa a la Diosa Madre cuando todavía es virgen. Lo que lleva en la mano es la sangre y el cordón umblical del Rey Sagrado que nacerá en su seno, la promesa de la renovación de la naturaleza. Tras ella viene la Diosa Madre cuando es matrona y va envejeciendo en la espera de que crezca su hijo, que será el próximo Rey Sagrado a los dieciocho años. La bandeja que lleva en la mano representa la tierra que sostiene la vida. Cuando empezó este ritual los hombres creían que la Tierra era plana. Ahora dicen que es redonda como una manzana o como las piedras que en la edad arcaica representaban a la Diosa Madre. -Esa mujer, la señora de la bandeja, la he visto en otros lugares, en Constantinopla y en Venecia. -Lo que has visto es su figura encarnada en otras mujeres. Se llama Morgana o la Dama Blanca, la esposa de Arturo Pendragón, que antes fue reina de Saba y enamoró a Salomón. En esa bandeja ofreció al rey de Israel las doce piedras dragontías que ahora buscáis y gracias a ellas Salomón y sus sucesores restablecieron el equilibrio del mundo. -Mi maestro, el caballero Lucas de Tarento, piensa mucho en ella. -El viejo caballero sufrirá por amor porque Morgana sólo puede ofrecer sus cenizas frías, aunque se apiada de las criaturas porque en ella vive la memoria antigua de cuando la humanidad era perfecta en el amor. La melusina había lavado la camisa hasta dejarla inmaculadamente blanca. La sacó del arroyo completamente seca y cosió el desgarrón con una aguja de plata que de vez en cuando mojaba en la corriente para renovar el hilo. Cuando terminó, contempló satisfecha su obra. La camisa había quedado como nueva, sin señal alguna del remiendo. Se la devolvió a Guido. La piedra Peregrina lo había sanado, pero se sentía muy débil. Permaneció junto a la melusina unas horas, echado sobre la hierba, junto a la fuente, con la cabeza en el regazo de ella. La muchacha le acariciaba las mejillas, en las que ya comenzaba a brotar la

barba rubia como una pelusilla de melocotón. La melusina le explicó los enigmas de la Floresta Tenebrosa. En tiempos de los druidas, hace muchas generaciones, Inglaterra y sus islas adoraban a la diosa de la Tierra, la sembradora, la germinadora, la crecedora, a la que ahora llaman Abominación. Eran sencillos y felices. Inglaterra estaba cubierta de bosques. Los pueblos eran pocos y distantes, la gente vivía de manera sencilla: un poco de caza, un poco de la recolección y en las fiestas acudían a las fuentes, adornaban los árboles sagrados con cintas y copulaban a calzón quitado con alegría y entusiasmo. Entonces la vida era más simple. Se gastaba más hierro en azadas que en espadas. La melusina se apartó un largo mechón de cabello rubio que la brisa de la tarde deshilaba sobre su rostro. Se quedó un momento recordando con expresión dolorida. -Pero un día llegó una nave con trece hombres morenos, trece misioneros del sol que trajeron el cristianismo. Uno de ellos era ese José de Arimatea que buscas. José de Arimatea huía de él mismo. -¿Porqué? -Tenía sus motivos, que no hacen al caso. La Virgen lo envió en busca de tres piedras dragontías, la Melada, la Peregrina y la Honda. -¿Cómo habían llegado aquí? -Un fugitivo de la guerra de Troya, Antideo, las trajo en una nave fenicia. Entonces estas islas se llamaban Casitérides y no figuraban en ningún mapa porque los fenicios, muy celosos de sus mercados, no querían que se divulgara el origen del estaño que vendían a altos precios a los soberanos de oriente. En Oriente no había minas de estaño y ya sabes que el estaño es imprescindible para fabricar bronce. En los tiempos de la Abominación, como vosotros los llamáis, o en la Edad de Plata, como la llamamos nosotros, las armas eran de cobre o de bronce. El mundo era relativamente apacible, aunque ya las comunidades élficas se estaban retirando a sus ciudades secretas y les dejaban el mundo a los humanos. Todavía no se conocían las armas de hierro.

-¿Y qué ocurrió? -Antideo robó esas tres piedras del santuario troyano de Neptuno el día que los griegos irrumpieron en la ciudad y la incendiaron. Puso a salvo las tres piedras con la esperanza de generar tres dragones que destruyeran a la dinastía de Menelao, su enemigo, pero no conocía el secreto de la incubación de la piedra y murió antes de conseguir su propósito -¿La incubación de la piedra? -Las piedras dracontías, bajo ciertas condiciones, generan al dragón. Cuando el dragón muere e incluso sus huesos se consumen, sólo queda la piedra con esa capacidad de engendrar otro dragón, así hasta la eternidad. -Esta Peregrina que me ha salvado ¿encierra también un dragón? -Sí. Y además tiene la virtud de sanar las heridas del dragón. Ese jabalí Krastig nació de un eructo del dragón Kragerstomir al que mató un rayo antes de la llegada del troyano. -¿Y las otras dos piedras? ¿Dónde están ahora? -La Melada está en la boca de Arturo Pendragón, en un sepulcro de Avalon. La Honda está en la región fría, a cien días de distancia, cruzando estepas heladas y mares de hielo. -Tendré que ir a Avalon -dijo el muchacho poniéndose de pie. Su caballo seguía pastando junto a los árboles donde lo dejó por la mañana. -Querrás decir volver -corrigió la melusina-. Avalon es la abadía de Glastonbury donde José de Arimatea, el anfitrión de la Santa Cena, fundó una comunidad, alejada del mundo. A su muerte dejó el ministerio en manos de su cuñado Bron, el Rico Pescador al que ayer socorriste cuando se te presentó bajo la forma de un anciano tullido. -¿Por qué se desterraron la Magdalena y José de Arimatea?

-Porque los discípulos de Cristo habían fundado una iglesia falsa, la que ahora sostiene al Papa. Guido se alarmó. -Yo soy cristiano y obedezco al Papa -se apresuró a decir. -Lo sé -respondió la melusina-. Si quieres, no te diré más, no sea que peligre tu fe. Guido permaneció un rato callado, sintiendo su propia respiración. Lo que le dijera la melusina no iba a alterar su fe. Quizá valiera la pena oírlo. -Dímelo. -Hay una Iglesia falsa, la de Roma, y una Iglesia verdadera que es la de Juan, el apóstol amado al que Cristo confió su secreto. Ésa es la que encarnó José de Arimatea. Por eso acompañó a la esposa de Cristo al exilio y fundó una abadía en los confines del mundo, al otro lado de la Floresta Tenebrosa. -¿Y eso no lo saben los doctores de la Iglesia? -Algunos lo saben, pero no se atreven a proclamarlo; otros, lo ignoran. Esa fue la causa de que Cantacuzanos anduviese errante por el mundo y la causa, también, de que Lucas de Tarento abandonara la orden templaria. La verdad turba, el que atisba la luz no puede vivir ya en la oscuridad y eso es, a veces, un peso insoportable. En estas pláticas cayó la tarde hasta que oscureció por completo. Aquella noche Guido durmió en el regazo maternal de la melusina y al día siguiente, en cuanto amaneció, se despidió del hada y se puso en camino para atravesar la Floresta Tenebrosa. Hubiera tomado por un sueño su encuentro con el hada si no hubiera sido porque le dejó un mechón dorado en la nuca que brillaba en la oscuridad como un ascua de oro. Guido tomó la costumbre de cubrirse la cabeza con una gorra en cuanto entraba la noche para evitar las preguntas de los curiosos.

Guido llegó a la abadía, al pie de la montaña negra, al caer la tarde. Junto al camino había un ermitaño que labraba la tierra. Le ofreció agua y le preguntó el motivo de su visita. Cuando lo supo, él mismo lo acompañó al lugar donde dos años antes se habían encontrado los restos de Arturo y de Ginebra, su mujer. Allí seguían, resguardados por un brocal alto y una cancela de hierro que el ermitaño abrió. -El esqueleto de Ginebra, el más pequeño, tenía sobre la tercera vértebra del cuello un broche de plata en forma de serpiente con tres meandros -explicó el ermitaño. Guido pensó que era el mismo que sujetaba la cinta en torno al cuello de Morgana en la procesión del Grial. -La calavera de Arturo era más grande de lo normal -siguió diciendo el ermitaño. Un ratoncito salió de una de sus cuencas vacías. Guido asintió. -En esto quedamos, en habitáculo de roedores -comentó el ermitaño melancólicamente. Entre el polvo, debajo de la quijada de Arturo, había dos o tres muelas que se habían desprendido de sus alveolos y una piedrecita de aspecto terroso del tamaño de un huevo de paloma. -Ésa es la Melada -dijo Guido: No quisimos tocarla hasta que viniera el doncel del mechón de oro que anuncia el libro de Bron -concluyó el ermitaño. -¿El libro de Bron? -Es un códice antiguo que se conserva en la abadía desde el tiempo de José de Arimatea. Solo puede leerlo el abad. En él se especifica que la piedra Melada aguardaría en la boca de Arturo hasta que tú aparecieras. Ahora los hermanos están rezando por tu alma y me han designado a mí, que soy el más joven, para que te acompañe. Esa piedra marcará el resto de tu vida, y si eres puro y la mereces, conocerás el gozo eterno.

Guido tomó la piedra entre sus dedos. Estaba caliente. Le sopló el polvo de la tumba y la guardó en la bolsa junto a la piedra Peregrina. Hacía más de mil años que las piedras no estaban juntas. Se saludaron y comenzaron a charlar animadamente. -Creo que debo irme -dijo Guido. -Ve con Dios, amigo -lo despidió el monje. Lo acompañó fuera de la verja y lo despidió con un abrazo. Guido descendió hasta el pueblo y se sentó en el poyo de piedra de la herrería. -Es hora de regresar a Francia -se dijo. Abrió la bolsa de los vientos y Bóreas no tardó en comparecer con su cortejo de hojas secas y semillas voladoras y lo levantó hasta la altura de los tejados. -¿Tienes ya las dos piedras? -sonó el susurro ronco del bóreas. -Las tengo -respondió Guido-, pero me falta la tercera, la Honda. -Me temo que ésa se te ha escapado. Has estado con la melusina más de tres meses y mientras tanto otro caballero ha viajado a la región de los hielos y ha conseguido la Honda.

CAPÍTULO

LXIX

Sven le Berg abandonó la Floresta Tenebrosa por el norte, siguiendo la antigua vía romana que cruza Bath, donde pernoctó y se dio un baño reparador en la famosa piscina termal. Allí conoció a un armador de Bristol que acudía a los baños para aliviar el reuma, como tantos de su oficio que pasan media vida en el mar. El armador le habló de un carguero varego que salía en una o dos semanas con un cargamento de carne seca y cerámica rumbo a Bergen, en la costa atlántica de Noruega. Sven lo tomó y en Bergen encontró otro barco que lo llevó a Narvik, más al norte, en un mar helado donde la noche duraba seis meses, siempre con una leve claridad en el horizonte como si probara a amanecer, aunque nunca amanecía. Desde Narvik, ciudad de media docena de almacenes y un puñado de pescadores, se embarcó en una nao ballenera que se dirigía al cazadero de Svalbard, en una isla helada y desierta del ártico. Cuando llegaron a su objetivo se dirigió al capitán y le dijo: -¿Cuánto piensas ganar en este viaje? El capitán se mostró bastante sorprendido de que el marinero franco le preguntara por sus ingresos, pero no tuvo inconveniente en confesarlos. -Después de pagar los gastos, saldremos por las trescientas piezas de oro. -Yo te ofrezco cien más. -¿Quién pagará esa suma? -preguntó el capitán escéptico. El falso marinero le arrojó una bolsa sobre la mesa: -Cuéntalos. Ahí hay cien más. El capitán los contó. -¿Quien eres? -inquirió-. Desde luego no eres un simple marinero.

-Puedes asegurarlo -respondió Sven-. Quién soy no te importa. Ahí tienes tus ganancias. Ahora el barco y su tripulación serán míos hasta el regreso. El patrón miraba las monedas de oro sobre la mesa. Recelaba que aquella ganancia le podía acarrear daño. -¿Qué pretendes? -Desembarcaremos en la isla del Hielo Ardiente. Vosotros aguardaréis una semana en la playa. Si al cabo de siete días no he vuelto, regresad. -La isla del Hielo Ardiente -meditó el capitán-. Llevó treinta años navegando y nunca he puesto un pié en ella, aunque la he visto a lo lejos un par de veces, con su penacho de humo... Tendré que comunicárselo a la tripulación. El capitán reunió a sus siete hombres en cubierta. Nuestro huésped nos ofrece cien monedas de oro si lo llevamos a la isla del Hielo Ardiente. Y si al regreso cazamos alguna ballena será otra ganancia suplementaria. ¿Qué decís? Un marinero corpulento llamado Isak se levantó de la caja donde se había sentado. -En la isla del Hielo Ardiente hay un dragón enorme que echa humo y llamas por la boca. De noche se ve a más de diez leguas de distancia. Me opongo a ese viaje. El capitán se volvió hacia Sven. -Ya lo ves. Según las normas de la hermandad de pescadores sólo se puede variar el rumbo si todos estamos de acuerdo. -Solamente ha hablado Isak -dijo Sven-. ¿He de suponer que es el único que desprecia mis cien monedas de oro?

Los compañeros de Isak agacharon la cabeza. La codicia era más fuerte que el miedo. -¿Por ese hijo de cien padres perderéis una ganancia segura? preguntó Sven arrastrando intencionadamente las palabras para agravar el insulto. Isak era un hombre colorado y colérico. Cuando escuchó al forastero elogiar la disposición amatoria de su madre sufrió un arrebato de cólera y se lanzó sobre él, cuchillo en mano, para vengar la ofensa. Sven le sostuvo en alto el brazo armado al tiempo que descargaba un fuerte rodillazo en sus partes más sensibles. El gigante emitió un rugido de dolor seguido de un confuso gorgoteo cuando la daga del guerrero, que había aparecido como por ensalmo, le segó la garganta. Después de aquello nadie se opuso al viaje. Rezaron un responso, lanzaron el cadáver al mar y tomaron rumbo norte en dirección a la isla. Fueron cinco días de navegación peligrosa por un mar de aguas turbias en el que flotaban enormes bloques de hielo a la deriva que debían esquivar. Al quinto día, antes de que amaneciera, distinguieron una llama en el horizonte y una boca roja, con venas negras, que vomitaba hacia el cielo el escupitajo candente. -Allí está el dragón -señaló uno de los hombres. Se agolparon en la borda en silencio y contemplaron en el horizonte la silueta baja de la isla del Hielo Ardiente, una mancha blanca que se iba agrandando a medida que se aproximaban a ella. De buena gana hubieran renunciado a la ganancia con tal de no desembarcar en la isla del dragón, pero se acordaban de la muerte del pobre Isak y el misterioso viajero que llevaban a bordo les parecía más peligroso que cualquier fiera. Desembarcaron, y Sven los dejó atados a una roca al pie de la playa. -De este modo estaremos seguros de que no zarpáis sin mí advirtió.

-¿Y si nos descubre el dragón? -gimió el capitán. -Rezad a san Brandán para que no os descubra. La isla era un enorme bloque de hielo con sus planicies, sus picachos, sus ventisqueros y sus colinas, todo de hielo duro como la roca y blanco como el armiño. Sven, arrebujado en su capa de piel, que había adquirido en Narvik antes de zarpar, se encaminó al centro de la isla, de donde salía el fuego y la boca candente del dragón subterráneo. A1 cabo de dos horas de camino, en una llanura, se topó con el dragón que llevaba muerto y helado varios siglos. Era solamente una piel descolorida y aplanada por las tormentas en la que sobresalían, por diversos lugares, como de un saco roto, extremos de huesos y fuertes costillas del tamaño de las cuadernas de un navío. Había sido un dragón enorme. El guerrero caminó cien pasos del extremo de la cola a la cabeza, que recordaba vagamente la del caballito de mar. La piedra Honda debía de estar debajo de la lengua. Sven cavó en el duro hielo con ayuda de su espada. Le llevó toda la mañana hacer un agujero mediano que llenó de piel y fragmentos de hueso del dragón. Le prendió fuego y dejó que la hoguera ablandara la roca. Así estuvo hasta la caída de la tarde, dando viajes por la anatomía de la bestia y arrancando huesos y tiras de piel apergaminada para alimentar la hoguera. Empezaba a descender la luz espectral de la noche cuando se escuchó un crujido en el fondo de las brasas. Sven apartó los huesos humeantes y contempló la piedra Honda, no mayor que una bellota, oscura y rugosa. La tomó con precaución. Estaba caliente. La guardó en su zurrón y volvió sobre sus pasos en dirección al amarradero de la nave. La boca del dragón, en el centro de la isla, continuaba lanzando escupitajos candentes contra el cielo. Los marinos del ballenero recibieron con alborozo a Sven, pues ya se estaban temiendo que, si el dragón lo devoraba, no tardarían en perecer de una muerte incluso más horrible: De hecho, todos sufrían síntomas de congelación y uno de ellos había muerto a media tarde. Le abrieron el vientre aún caliente e introdujeron por turnos, en las entrañas humeantes, las manos y los pies ateridos de los demás, hasta que la sangre volvió a circular por los miembros. Luego se hicieron a la mar, izaron la vela y se alejaron de la isla.

-¿Has encontrado lo que buscabas? -preguntó el capitán al forastero. -El dragón hace tiempo que está muerto -dijo Sven-. La que escupe fuego en el interior de la isla debe de ser la dragona, pero no he llegado tan lejos.

CAPÍTULO

LXX

Los guardias de la puerta del León de Tolouse condujeron a Guido hasta el palacio del conde Trencavel, un bello edificio de piedra con un patio de columnas en el que una docena de niños, hijos del conde y de los criados de la casa, jugaban a liberar el Santo Sepulcro. Los hijos del conde, con cruces de trapo cosidas al hombro, llevaban las de ganar, como es natural, y breaban a palos, con sus espadas de madera, a los niños de la cara tiznada y él turbante de trapo. Ése era el precio que pagaban las criaturas por codearse con lo más alto. Era mediodía. De las cocinas emanaba un estimulante aroma a carne de ciervo, rehogada en grasa de cerdo, que despertó el apetito de Guido. El conde Trencavel era un hombre de mediana edad, enjuto, vestido con elegante jubón a la moda lombarda, una cadena de oro al pecho y la calva friolenta cubierta con una gorra de terciopelo. Estaba tocando la viola con un maestro de música italiano. Cuando aparecieron los guardias con taconeo marcial sobre las maderas del piso torció el gesto, molesto por la interrupción, pero en cuanto supo que el mancebo que traían a su presencia era Guido de St. Bertevin distendió el ceño y se deshizo en amabilidades. -Bueno, maese Banqueri -le dijo al profesor-, dejemos la música por hoy, y atendamos los graves asuntos de gobierno. El italiano se inclinó y salió de la habitación. Los dos guardias lo imitaron. -Así que vos sois Guido de St. Bertevin -dijo Trencavel ensanchando la sonrisa-. ¡Por fin os dejáis ver! Hace meses que os esperaba. -Lo tomó del brazo familiarmente y lo llevó a una de las ventanas del salón. Le ofreció asiento a su lado en el banco de piedra abierto en el espesor del muro-. El caballero Lucas y los demás se cansaron de esperaros y cuando supieron que andabais liado con una ondina prosiguieron su viaje...

-¿Que yo andaba liado con una ondina? -exclamó el mancebo sin disimular su asombro. -Eso fue lo que entendió el mago Cantacuzanos después de consultar un balde de agua bañada por la luna, que es oráculo infalible, pero tranquilizó a Lucas de Tarento asegurándole que sólo era cosa de una temporada. -¡Sólo estuve un día con ella! -Lo sé, pero los días de las ondinas son trimestres nuestros. Guido asintió un poco perplejo. Trencavel se sonrió. Apretaba el brazo de su huésped con llaneza y camaradería. -Ejem, ¿puedo preguntaros si la ondina se dio bien? Debo confesaros que tengo una poderosa razón personal que, abusando de vuestra amabilidad, me anima a inmiscuirme en vuestra vida íntima. Creo que en mi jurisdicción, en la fuente de Loeches, hay una ondina o ninfa o como la llamen. Yo no la he visto todavía, pero aseveran que vive allí y que algunas veces se deja ver, con unas, con unas... mamellas así. -Se colocó las manos a dos cuartas del pecho-. Y que si se le canta una canción dulce al son de una viola, se enternece y se entrega. Guido comprendió la razón por la que el conde tomaba clases de viola. No lo sé -repuso-. A la ondina inglesa no le tuve que cantar nada. Salió del arroyo (en el buen sentido) sin magia ni arte... -Y... ¿se dio bien? Quiero decir, ¿establecisteis con ella alguna clase de interacción afectiva? Guido se quedó pensando. No señor, hasta donde yo recuerdo no hubo nada entre nosotros.

-Debe de ser que sin música no se dejan -suspiró Trencavel-. Bueno, en ese caso parece que voy por el buen camino. El conde se sumió en sus pensamientos. Guido le notó que, como todos los obsesos, tenía cierta tendencia al ensimismamiento. Luego el conde sacudió la cabeza y regresó al presente: -Como os decía, el caballero Lucas y los otros abandonaron la ciudad después de las Pascuas de Nuestro Señor, pero os dejaron por escrito el itinerario que seguirán para que os unáis a ellos. Mi secretario os facilitará la carta con las ciudades, los montes y los ríos. -En ese caso partiré un día de estos -dijo Guido. -Mi secretario os entregará pasaportes con el sello real que os librarán de cargas y pontazgos, así como las cartas de presentación para que los alcaldes del rey de Francia os ayuden por el camino. Ahora supongo que querréis descansar de vuestro viaje. Trencavel agitó una campanita de plata y al momento compareció un paje vestido con librea dorada y roja, una calza de cada color, que condujo al invitado a su aposento, en el piso alto. Cuando remontaban la escalera se volvió para decirle: -Señor, el escudero del caballero Lucas, un tal... -Pedro el Raposo. -Eso, Pedro el Raposo, un hombre muy simpático, me encomendó mucho que os dijera que Isbela de Merens se ha unido nuevamente a los viajeros. Guido se detuvo en seco, sin poder disimular su excitación. -¿Isbela? ¿Vos la visteis? -Sí, señor, que la vi: llegó a la ciudad disfrazada de muchacho, con jubón y calzas, la daga al cinto, en un caballo enorme, con un baúl a la grupa, pero cuando descendió por esta escalera para la cena ya se había cambiado y era una doncella rubia, con su cofia

encarnada, su vestido de corte azul, los pechitos apretados... muy rica si se me permite la expresión, que quiere ser laudatoria y no lúbrica. Guido no estaba acostumbrado a un lenguaje tan alambicado. No entendía «laudatorio» ni «lúbrico». Puso cara de no entender. -Quiero decir que estaba para follársela, señor -tradujo el paje al román paladino-. No sé si me explico. Guido se dio por enterado. -Se puso triste cuando preguntó por vos y le dijeron que andabais en las Inglaterras, al otro lado del mar -prosiguió el paje. -Creo que no descansaré unos días -dijo Guido tomando una brusca determinación-. El servicio de la Cristiandad me requiere. Saldré mañana mismo. Llegaron al aposento reservado al invitado, una habitación confortable con una cama alta rodeada de un dosel y un brasero de latón en el centro, que en invierno llenarían de ascuas para templar el cuarto. El paje se despidió. Guido cerró la puerta por dentro y se tendió en la cama a descansar del viaje mientras lo llamaban para el almuerzo. Contemplando las vigas del techo decoradas con pinturas de escudos y escenas de torneos se quedó dormido y soñó, una vez más, con Isbela. Unos días atrás, en la posada había conocido a un trovador provenzal, un tal Chretien de Troyes, con el que había compartido unas cuantas frascas de vino en sana camaradería. Chretien le había explicado los misterios del amor cortés y lo había catequizado a la nueva religión de la entrega absoluta y desesperada a una dama. Desde entonces, por los caminos solitarios, en la florestas umbrías, sin más compañía que los pájaros, el día y la noche, el amor había crecido en el pecho juvenil y virgen de Guido de St. Bertevin. ¡El amor le rebosaba por las cinchas del caballo! Aquel mediodía almorzaron en la sala principal del palacio, frente a una enorme chimenea de granito. Debido a la nueva moda galante,

presidió la mesa la esposa del castellano, una morena fea, metida en arrobas, con el labio superior casi blanco de manteca de ballena porque se lo había lastimado al depilarse el mostacho en honor al huésped. Mirando a la condesa, Guido comprendió que Trencavel anduviera obsesionado por la ondina de la fuente de Loeches. Fue una cena cortesana. El caldo de carne y pimienta, servido en una lujosa escudilla de plata con las armas de Trencavel troqueladas; pasó de mano en mano a la antigua usanza, cuidando cada comensal de posar los labios donde los había puesto la dama de más honor, y luego siguieron las carnes asadas y adobadas con distintas especias sobre la amplia rebanada de pan, servidas a la borgoñona, los seis platos simultáneamente en fuentes capaces que el maestresala presentaba a cada comensal. Antes de los postres entró maese Banqueri tañendo su viola al frente de media docena de mimos y ministriles que el conde Trencavel había convocado para honrar al ilustre invitado. La cena fue más frugal y silenciosa porque asistía el anciano obispo de la diócesis de Chalons, que se había empeñado en bendecir al mancebo del Papa y, de paso, suplicaba que se le concediera la caridad de permitir que su médico particular, un judío que acompañaba al prelado a todas partes, incluso al excusado, pudiera presionar con las piedras dragontías cierto rodal de la cabeza episcopal bajo el que sospechaba que le estaba creciendo un tumor. Guido se apenó del anciano que no exigía desde su condición de obispo, sino que suplicaba desde su condición de enfermo y tomando la daga se descosió el borde del manto donde llevaba ocultas las dragontías. -Te bendigo y te auguro un camino venturoso -le dijo el obispo antes de retirarse-. Eres joven y pronto serás hombre: no dejes de practicar la caridad, que es lo único que nos redime de esta vida miserable. Aquella noche Guido durmió poco ante la expectativa del viaje que, ahora lo sabía, lo llevaría al lado de Isbela. Para siempre. Estaba tan abrasado en la pasión amorosa que no pensaba profesar más religión que la del amor a Isbela.

Amaneció y abrieron la puerta del León antes de la hora para que el conde Trencavel acompañara el primer trecho de camino al comisionado papal. Era un honor reservado a los más altos dignatarios, que Trencavel dispensaba al mancebo Guido en su calidad de representante pontificio. De esta manera pensaba alejar algunas nubes negras que se congregaban sobre su cabeza pues el Papa de Roma no estaba nada satisfecho con la protección que el conde dispensaba a los herejes cátaros que surgían como hongos en las tierras del Languedoc. Treneavel y sus cuatro guardias escoltaron al muchacho hasta pasado el puente de Panetier, dejando atrás el hedor de la picota condal, una columna de piedra de la que pendían los restos de un ahorcado. Un par de cuervos aletearon sobre la carnaza cuando la comitiva pasó ante ellos. Estaban en medio de un prado verde, brillante todavía de la rociada nocturna, que el antiguo camino atravesaba: -Recuerda, gentil amigo, que dejas un amigo en las Galias -dijo Trencavel guiñando un ojo, e inclinándose hacia Guido para que no lo oyeran los guardias añadió-. ¡Cuando regreses te diré si ha habido progresos con la viola! Guido tomó el camino del sur, el que desciende por Pamiers. Foix, Aix les Termes y Auriol. Prefería viajar en solitario, evitando ocasionales compañeros, para solazarse en el pensamiento de Isbela. Silbaba mucho alegres melodías aprendidas en los días de Beaucaire. También, a veces, cantaba a voz en grito los himnos de batalla de Tierra Santa, algunos de ellos empedrados de palabras gruesas que resonaban en la paz de los verdes campos con un eco muy extraño después de haber crecido en los desiertos de piedra y alacrán de Palestina. Guido se sentía contento con la vida. Otras veces, cuando el camino era bueno, picaba espuelas y se daba una cabalgada soñando que cargaba contra una celada de sarracenos que habían apresado a Isbela o que acechaban el paso distraído de su señor Lucas de Tarento. En esos inocentes pasatiempos entretenía sus jornadas. En algunas posadas Guido asistió a las predicaciones de los buenos hombres o cátaros, que iban en parejas, barbudos, vestidos de

negro, con un adusto ceñidor de cuerda. Predicaban el amor, la tolerancia y la libertad, rechazaban la iglesia del Papa y no creían en la encarnación de Cristo, puesto que la materia, eso decían, es una creación satánica. Guido, cuando escuchaba estas cosas, se encogía de hombros. Él era un aspirante a caballero al servicio del Papa y de los reyes de la cristiandad y prefería no saber de doctrinas. No obstante, en las vigilias, en las camas pobladas de chinches de las posadas o en los pajares donde a veces pernoctaba, se preguntaba si no serían esas extrañas doctrinas las que habían llevado a su señor Lucas de Tarento a apartarse de la Orden después de haber profesado como caballero templario.

CAPÍTULO

LXXI

Sven y la piedra Honda navegaron durante dos meses en distintos navíos, siempre proa al sur. El comienzo de la primavera con las gaviotas nuevas ejercitando sus vuelos, los tomó en Setúbal. En el mesón portuario El Cerdo Risueño el guerrero supo de la existencia de un viejo espadero ciego que vivía en la cuesta del castillo y adivinaba el futuro por el filo de las espadas y por las cicatrices de la mano. Fue a verlo a su casilla, poco más que un agujero abierto en el flanco de la montaña, con una fragua apagada que le servía de alacena. El viejo estaba sentado en una piedra a la puerta de su vivienda con las cuencas vacías de sus ojos vueltas al primer solecito de la mañana. La sombra silenciosa de Sven cayó sobre él. -Te estaba esperando -dijo el viejo en tortuoso latín. -¿Sabes quién soy? -Un guerrero. -Hay muchos guerreros -dijo Sven-. El mundo vive de las guerras. -Un guerrero rubio, alto, fuerte, con un perpunte milanés de cuero y remaches y una espada alemana de pomo recto. Todo eso se lo podía haber dicho cualquiera de los contertulios de la taberna que se le hubiera adelantado. El viejo adivinó las reservas del guerrero y añadió: -Un hombre rubio que guarda en su macuto la piedra Honda. -¿Cómo sabes eso? -inquirió Sven, sorprendido. -Sé muchas cosas. Yo antes era el mejor espadero del reino. Venían caballeros de muy lejos a ponerse en cola para conseguir una espada mía. Las más las conocerás por la señal del triángulo cerca de la empuñadura. No son inferiores a las espadas de la India, forjadas con sangre humana.

No me has contestado -se impacientó Sven-. ¿Cómo sabes que tengo la piedra? -Porque sirvo a Diana. Por eso pesquisidores del obispo Pereira.

me

sacaron

los

ojos

los

-¿Diana? -Otros la llaman la Abominación. La diosa bella que nos invita al amor y a la templanza. En mi familia éramos una casta de herreros que venía del principio de los tiempos y siempre habíamos servido a Diana en el bosque de Parem, a las orillas del Sado, en su santuario de piedra. Me sacaron los ojos por servirla y entonces ella me otorgó la clarividencia. Dame tus manos. Sven le tendió las manos. El viejo las cogió y las estuvo palpando cuidadosamente por el dorso y por la palma. Se demoró en una amplia cicatriz que cruzaba el pulpejo de la mano derecha. -Asmodeo de Sinán ¿lo conoces? Te espera en la ermita del fin del mundo. -¿Dónde está eso? -A nueve jornadas de aquí, en el cabo de san Vicente. En cuanto te pongas en camino los cuervos te guiarán al santuario. Que Diana te acompañe. Ahora, te ruego que no me quites el sol.

CAPÍTULO

LXXII

No era media mañana todavía y el sol probaba ya a derretir las piedras. Los viajeros avanzaban silenciosos por el camino polvoriento, sin un árbol a la vista, sin una sombra piadosa que los cobijara en los descansos. Hacía rato que percibían un sonido parecido al de un trueno lejano, que a veces se perdía y a veces sonaba más vivo, según los caprichos del viento. -Parece que vamos a tener tormenta -dijo Cantacuzanos. -No creo que sea tormenta -opinó Pedro el Raposo. El ruido crecía a medida que caminaban. Los caballos estaban inquietos, con las orejas aguzadas. -¿Tambores? -dijo Grontal-. Como en Tierra Santa. En efecto. Eran tambores. Llegaron a un otero desde el que se dominaba un valle angosto lleno de piedras y arbustos escuálidos. En el centro, en un pequeño claro, había un espacio cuadriculado con piedras como la cabeza de un hombre, entre las que brillaba, como un espejo, una delgada lámina de agua. Junto a las piedras había montoncitos de tierra blanca que destellaban al sol. -Una salina -señaló Pedro el Raposo-. He vivido en Castilla y tengo vistas muchas. La gente de esta tierra no saca la sal de las minas, sino de los arroyos. Los tambores sonaron más próximos. A un lado y a otro del valle, entre las rocas graníticas, aparecieron dos mesnadas de hasta quince hombres cada una, algunos a caballo y otros a pie, todos armados para la guerra. Detrás de cada grupo venía media docena de auxiliares provistos de grandes tambores que parcheaban sin cesar. -He ahí el origen del ruido -dijo Lucas de Tarento.

A la derecha, en un berrocal herboso, un pastor joven con diez cabras se disponía a asistir al enfrentamiento con visible satisfacción. -¡Eh! Tú -lo llamó Pedro el Raposo-. ¿Quiénes son esos y por qué se pelean? El pastorcillo sufrió un sobresalto. Con el ruido de la tamborrada no los había visto llegar. -Señor, ¿sois bandidos? -No temas -dijo el Raposo-. Somos gente de paz. Contesta a lo que se te pregunta. -Ese caballero que manda a los que salen por la izquierda es don Nuño Puñonrostro del Berrueco y el que sale por la derecha es don Ordoño Matamoros de la Peña Tajada. Son primos, pero hace tiempo que contienden a causa de esta salina que el abuelo de entrambos, al testar; no aclaró a quién se la dejaba porque en la agonía le vino un golpe de tos y no se le entendió si decía Nuño u Ordoño, e incluso hay quien opina que lo que dijo fue «coño». -¿Y por esta mierda de salina se matan? -preguntó el Raposo. -No es por la sal, señor, que sólo da un par de sacos al año, terrosa y mala, sino porque, como llevan tanto tiempo contendiendo por ella, se han llamado cosas muy gruesas y ya está el honor de por medio. Los contendientes habían llegado cada uno a un extremo de la salina y se habían detenido. Lucas de Tarento observó cómo formaban sus haces en cuña, la infantería detrás, como si cada uno dispusiera de un gran ejército. Los arqueros se habían quedado un poco más retrasados, al resguardo de unas peñas y montaban sus arcos o clavaban las saetas en la tierra, delante de cada posición, para tenerlas más a mano. -¿Y suelen tardar mucho en dilucidar las diferencias? -preguntó Lucas de Tarento.

El pastor se encogió de hombros. -Algunas veces todo el día, señor, con un descanso en medio para comer y sestear. Cuando hay unos cuantos muertos por cada lado y otros tantos heridos, recogen el campo y se van sin decidir quién ganó, hasta otro año si viene bueno. Si flojea la cosecha, ese año no pelean, por falta de fuerzas, no porque depongan las enemistades. Lucas comprendió. Después de reflexionar un momento le ordenó a Pedro el Raposo. -A ver, Pedro, que suene ese cuerno. Pedro se llevó el olifante a la boca y soltó un trompetazo ronco que se escuchó en todo el valle. Don Nuño Puñonrostro y don Ordoño Matamoros miraron en su dirección y vieron gentes de armas. Don Ordoño Matamoros gritó a su primo y enemigo: -¡Tregua, primo, veo quiénes son y enseguida reanudamos el negocio por donde lo dejamos! El otro asintió. Matamoros abandonó su formación y cabalgó hacia el otero donde se habían parado los visitantes. Después de dudarlo un momento, su primo lo imitó, por no parecer menos. Se acercaron a Lucas de Tarento. Los dos eran más bien chaparros, pero fornidos, cejijuntos y carirredondos, lo que les daba un aire de familia. -¿Quiénes sois y en contra de quién venís? -preguntó Matamoros. -Somos cristianos de Tierra Santa que peregrinamos a las Españas por encargo de su santidad el Papa y de los ilustres reyes de Francia y de Inglaterra -informó Cantacuzanos. -Nuestros primos -se ufanó Puñonrostro. -Sí -afirmó Matamoros-. Somos parientes de los reyes de la Cristiandad, por la bisabuela Jacoba que en gloria esté.

Los primos. se santiguaron Cantacuzanos los imitó.

en

memoria

de

la

anciana.

-Sabemos que tenéis diferencias sobre esta salina y que el asunto ha hecho correr mucha sangre -dijo Cantacuzanos-. Por eso, y en virtud de las prerrogativas y poderes que mi cargo papal me confiere, estoy en disposición de promulgar una tregua de Dios y una solemne y pontificia concordia perpetua entre vosotros. Los primos se miraron. -¿Tú qué dices Nuño? -preguntó Ordoño. -Hombre, viniendo del Papa de Roma... -opinó Puñonrostro. -La concordia sólo tiene un artículo -prosiguió Cantacuzanos-. A partir de hoy os turnaréis pacíficamente en la posesión y explotación de la salina, un año Nuño y otro año Ordoño y lo mismo harán vuestros sucesores que la heredarán conjuntamente hasta el final de los días, cuando suenen las trompetas del Juicio Final y todos comparezcamos en el valle de Josafat. -¿Y quién empieza primero? -preguntó Ordoño suspicaz. -Este año le tocará explotarla -intervino Pedro el Raposo-, al que pague el banquete de la concordia que se ha de dar en este mismo lugar y hora, que ya va siendo la de almorzar. Los dos primos se apearon y estuvieron un rato discutiendo, pues, en caballería, cada uno le quería ceder el honor de pagar el banquete y empezar con la salina al otro hasta que, al final, arbitraron echarlo a suertes y que sufragara la comida el afortunado que sacara la pajita más corta. Le tocó a Puñonrostro. Mientras su mayordomo discutía con el pastorcillo el precio de las dos peores cabras del hato, las dos mesnadas se regocijaban de la concordia y se juntaban en medio de la salina, pisoteando la sal, para abrazarse. El moro que cuidaba de la industria se quitó el turbante, lo arrojó al suelo y lo pisoteó con desesperación.

-Luego querréis la sal, paisa -se quejaba-. Todos los años lo mismo para bueno o para malo... Me hacéis polvo las piletas y luego querréis la sal... Los celebrantes instalaron el campamento a la sombra de unos higuerones, tres o cuatro tiendas astrosas. Mientras unos mesnaderos cortaban leña, los cocineros sacrificaron las cabras, las despellejaron, las evisceraron, las frotaron con sal y hierbas aromáticas y las dispusieron sobre asadores improvisados. Dos corredores con sendos asnos fueron a la aldea más próxima a comprar vino sobre fiado. Los dos primos, Puñonrostro y Matamoros competían por servir a Isbela y hacían gala de gentilezas de las que nadie los hubiera creído capaces viéndolos un rato antes, cuando proferían los insultos de ritual que preceden a la pelea, mentándose a sus madres respectivas, de costumbres, al parecer livianas, y manifestando dudas sobre la paternidad de los respectivos progenitores, así como otras lindezas que salpicaban a la común difunta parentela. -¡Pelillos a la mar! -proponía Puñonrostro llevándose un pellejo de vino a la boca. -¡Por el ánima de Jacoba, que nos bendice desde la derecha de Dios Padre! -brindaba el otro primo. En eso estaban, entre regocijos, cantos y confraternización, cuando el escudero de Puñonrostro, un gordo que se había quejado de que dos cabras era poca carne para tanta gente, miró al camino y dijo: -Llega más personal. Me parece que deberíamos matar otra cabra... El que llegaba era Guido, emborrizado con el polvo del camino, pues había cabalgado toda la noche para abreviar la última etapa, deseoso de reencontrarse con Isbela. Isbela profirió un grito de sorpresa cuando reconoció al recién llegado. Corrió hacia él con los brazos abiertos y se fundieron en un apretado abrazo.

-Bien, bien, tórtolos, pero dejad algo para la boda -les gritó Pedro el Raposo. Cantacuzanos adoptó la expresión severa de quien desaprueba toda efusión sentimental. El sabio clérigo, aunque versado en tantos saberes, no estaba al tanto de la nueva moda amorosa, de la que Guido era novicio, después de las charlas con el trovador Chretien de Troyes. -Sé que has rescatado las dos piedras dragontías, la Melada y la Peregrina -le dijo al muchacho después de los saludos. Guido se las entregó. No he podido conseguir la Honda, maestro Jorge. Está en el país de los hielos, según me dijo una melusina. Cantacuzanos asintió sombrío. -La Honda es de naturaleza sociable. La más sociable de todas las dragontías, por eso ocupa la esquina inferior izquierda en el pectoral sagrado. Se las arreglará para reunirse con sus once hermanas cuando sepa que, después de tanto tiempo, se vuelven a juntar. Los viajeros del Papa permanecieron durante dos días en compañía de los dos primos festejando la concordia y celebrando la nueva alianza. Al tercer día se despidieron y prosiguieron su viaje. Después de caminar durante varias horas llegaron al río Lobos y atravesaron el cañón donde las encinas y las carrascas crecen entre los riscos en equilibrios inverosímiles. Aquella noche acamparon en un recodo del río lento y claro, al otro lado de la Cueva Negra, la vagina de la tierra. -Os prohibo que crucéis el río -advirtió Cantacuzanos-, porque en esa cueva maldita se rendía culto a la Abominación. De las rocas de la cueva partió un buitre leonado con su lento batir de alas y fue a posarse en una cornisa del lado opuesto. Graznaban los buitrecitos en un nido invisible, reclamando la cena.

Pedro el Raposo había ballesteado un ciervo. Un anciano y hambriento ermitaño, que habitaba en una cueva alta, acudió al olor de la carne. Lo invitaron a cenar. -¿Cómo vives en este lugar de Abominación? -le preguntó Cantacuzanos. -Este lugar es sagrado -dijo el ermitaño mientras clavaba el diente en su tajada de carne-. Los templarios de Ucero están cortando la piedra para hacer una ermita delante de la Cueva Negra, una ermita a san Bartolomé, el santo que cambia de piel. -Cambia de piel porque sus torturadores lo despellejaron -explicó Cantacuzanos. El ermitaño sacudió la cabeza. -El santo cambia de piel, como la antigua serpiente que habitaba en la raja, y él y Dios saben por qué lo hacen -dijo en un susurro apagado. Cantacuzanos no replicó. Reconoció la sabiduría antigua en labios del anciano y prefirió guardar silencio porque ciertas revelaciones no eran para los oídos de sus compañeros. Aquella noche tomó a Lucas de Tarento aparte y estuvo hablando con él sobre las piedras y sobre el destino del joven Guido de Saint Bertevin. -Es una señal de Dios que después de haber caminado por tantos senderos peligrosos, sin amparo alguno, pernoctando en prostíbulos que creía posadas, conserve inalterada su virginidad y su inocencia. Creo que ha llegado el momento de nombrarlo caballero, antes de que se desgracie su inocencia, lo que me temo que debe de estar al caer. Lucas de Tarento convino en que, en lo que tocaba a las armas, el muchacho estaba completamente preparado. La claridad de juicio ya se la daría la vida con sus desengaños.

Terminaron de cenar, avivaron la candela para ahuyentar a los lobos y se echaron a dormir. El ermitaño no dormía. Acompañó a Pedro el Raposo en la guardia. -Yo sé que tú tampoco duermes -le dijo-, aunque a veces lo finjas para parecer más humano. Pedro el Raposo lo miró en silencio y luego escrutó las estrellas. Fue una noche larga y calurosa de primavera. Olía el campo y la felicidad de las criaturas brillaba sobre los arroyos y en los nidos pletóricos. Dos días después atravesaron unas chozas, en Berlanga, y a través de un bosque de venerables encinas y viejos robles llegaron a una iglesia solitaria, una escueta nave de piedra que se alzaba en un cerrete, a media ladera, de cara al cierzo. Estaba rodeada de tumbas excavadas en la misma roca sobre la que se asentaba el edificio. Un manantial brotaba a unos pasos de distancia. -Éste es el lugar -dijo Cantacuzanos. Lucas de Tarento asintió. -Acamparemos aquí -dijo. Salió a recibirlos el ermitaño que guardaba la iglesia, un antiguo sargento de mesnada robusto, con la barba negra apenas moteada por algunas canas, con una cicatriz que le partía la ceja y le recorría la mejilla izquierda. -¿Sois los enviados del Papa? -preguntó-. Os esperaba. Hace tiempo que está todo dispuesto. Los viajeros entraron en la ermita por una puertecilla rematada con arco de herradura. Gorgo se había sentado en una peña, conocedor de que en los lugares sagrados no se le permitía la entrada a los orcos, pero Pedro el Raposo reparó en él y le puso una mano en el hombro. -Anda, pasa conmigo, pero no toques nada ni te separes de mi lado. El semiorco asintió emocionado y siguió al escudero.

Petah Tikvah -murmuró Pedro el Raposo posando su mano en la piedra del dintel. Entraron. La ermita era oscura. Una docena de lamparillas distribuidas por nichos y repisas, sumadas a una rendija de luz que se filtraba desde una saetera orientada al Oriente, iluminaban apenas el interior. En el centro se elevaba una gruesa columna de cuyo remate partían graciosamente, como ramas de palmera, los nervios que sostenían la techumbre. A los pies de la iglesia, apoyado en la columna central, el coro alto se sostenía sobre dieciocho columnitas en tres filas de seis y una de cuatro. A la escasa luz de las lamparillas de sebo que el ermitaño les entregó, los visitantes admiraron los frescos de vivos colores que decoraban los muros: el elefante, el dromedario, el oso pardo, los perros rampantes, los animales extraños y desconocidos. El ermitaño lo mostró todo elevando la linterna que sostenía en su mano fuerte y morena. -Éste es el viandante -señaló una de las figuras- ¿A quién se parece? El personaje iba vestido con un ropaje ocre con amplia capucha alzada y calzado de borceguíes azulados. -¡Guido! -exclamó Isbela- ¡Eres tú! -Una simple coincidencia, aunque notable -reconoció Cantacuzanos. Otra pintura retrataba a un guerrero de noble porte embrazando un escudo redondo, antiguo, con borlas, y sosteniendo en la otra mano una delgada azagaya. -Y éste es mi señor Lucas -intervino Pedro el Raposo. El ermitaño sonrió y acercó la luz al rostro de la pintura. El parecido era asombroso, aunque aquel diseño de escudo hacía mucho que había dejado de usarse. Lucas de Tarento sólo había conocido los escudos en cometa.

-Y éste eres tú -dijo Isbela, entusiasmada, señalando el mural encima de la puerta que representaba a un cazador que arco en mano perseguía a un ciervo herido. -Yo -convino el escudero-, sólo que ahora los ciervos se cazan con ballesta. Quedaba una figura en un friso extenso. Un cazador a caballo, con un largo tridente en la mano, galopaba detrás de un podenco y dos galgos que perseguían a dos liebres. Lucas de Tarento reconoció los rasgos de su antiguo discípulo Sven le Berg, en el tiempo de su mocedad, cuando aspiraba a ser un guerrero de Cristo, antes de vender su espada y deshonrar su nombre. -La última figura -dijo el ermitaño señalando a un joven a caballo que sostenía jovialmente en su mano un halcón peregrino: el rey del Mundo, el que traerá la concordia y superará los odios que emponzoñan la tierra. -El Resh Galutha -murmuró Cantacuzanos. El ermitaño se volvió hacia él y escrutó su rostro, como si las palabras pronunciadas siguieran en su boca y pudiera leerlas. Guardó silencio y se dirigió a un ángulo oculto por las columnitas que sostenían el coro. -Aquí tenéis la cueva santa -señaló la entrada de una caverna en un ángulo del muro. Aquella noche, ante el fuego del campamento, el ermitaño contó la historia de san Baudelio, el patrón del lugar. «Cuando estaba en el desierto venció a la serpiente Groya y la expulsó de esta cueva y sobre ella levantó esta iglesia. La ermita permaneció mucho tiempo sin techo, sólo los muros, hasta que María Magdalena se le apareció en un sueño y lo enseñó a levantar una palmera de piedra en el centro, que sostuviera el mundo. Luego san Baudelio predicó contra los druidas y derribó los ídolos de la antigua religión.»

El ermitaño excluyó del relato la última parte, quizá porque la ignoraba, cuando Baudelio interroga a un anciano druida, el último de Nimes, que le revela, antes de morir, cocimientos arcanos que modificaron para siempre su vida y lo movieron a retirarse a la soledad de los desiertos y hacerse ermitaño. A día siguiente descansaron. Al atardecer, el caballero Lucas tomó aparte a Guido y le dijo: -Guido, hace años que tu madre te confió a mi cuidado para que velara por ti en tu triste orfandad. Tu padre, que murió combatiendo a mi lado como un buen caballero, me enseñó cosas que yo ignoraba y me dio la medida del mundo. No puedo decir que el conocimiento me hiciera más feliz, pues en la ignorancia en que vivía tenía menos cuidados, pero el conocimiento me ha hecho más hombre al acercarme a la Verdad. Hay cosas que no puedo decirte porque yo mismo no las comprendo cabalmente, pero esta noche te vas a hacer caballero sobre la cueva santa, en la palmera de piedra que alberga a los elegidos. Creerás soñar y en ese sueño vas a atisbar la verdad. Esta noche mueres para que nazca otro que vive en ti y pugna por nacer. Ha llegado la hora. En lo sucesivo servirás a tu corazón y tu corazón no te engañará. Llevas mi bendición. Se acercó Cantacuzanos. Guido se arrodilló y el clérigo le rodeó la cabeza con sus manos mientras murmuraba unos conjuros. -Ahora ve al ermitaño y que él te enseñe el camino. El ermitaño lo esperaba a la puerta de la iglesia. Entraron y cerró la puerta tras de sí. Llevaba una débil lamparilla de sebo que apenas alcanzaba a iluminar un rodal de losas mal encajadas. -Sígueme -le dijo. Del otro lado de la columna central, en la parte más despejada del templo, partía una escalera angosta que conducía al nivel superior del coro a la altura de las ramas de palmera que sostenían la techumbre. Entre el arranque de dos ramas había un agujero estrecho por el que apenas cabía una persona que no fuera demasiado corpulenta. El ermitaño acercó la lamparilla.

-Ahí tienes la capilla donde debes velar toda la noche -dijo-, el ojo de Dios, la tumba de Guido. -¿Debo entrar? El ermitaño asintió. Guido se despojó de los zapatos y de la túnica parda y se quedó en camisa blanca. De esa guisa entró en el habitáculo. No era más ancho que un ataúd, y tan angosto que no permitía echarse como no fuera apoyándose en la pared. El ermitaño tomó una vasija del suelo y se la tendió al muchacho. -Bebe. Guido bebió un líquido denso y amargo. -Es el agua de la vida que te ayudará en el tránsito -le dijo-. Mañana serás un caballero profeso y un hombre nuevo. El mancebo que eres ahora se queda aquí. No habló más. Se fue llevándose la lamparilla y dejó a Guido en la más absoluta oscuridad, a solas con sus confusos sentimientos. Aquella noche larga de primavera floreció la violeta y rezumaron de verdor los prados, despertaron las semillas de la adormidera, de la espuela del caballero, del basilisco y del dondiego. Fuera de la ermita de san Baudelio la atmósfera estaba despejada, aunque hacía un tiempo nublado, húmedo y borrascoso. Llegaban de África las abubillas, nacían los primeros topos, despertaban en sus agujeros subterráneos las culebras bastardas, la hembra del búho real incubaba sus huevos. Todo lo percibía desde su nicho ciego Guido, el caballero, y sentía girar sobre sí los infinitos astros del firmamento, el sabio búho sobre el tejado con los ojos vueltos a Egipto, vigilantes de la noche. Salía de su nido la procesionaria del pino, los árboles exudaban resina, cuajaban las habas en los huertos, la hembra del jabalí paría entre las breñas, suspirando, mientras en el alto ciprés se conmovía el nido del cárabo al romper el polluelo la cáscara del huevo. Venía la golondrina y el tordo se marchaba. Guido lo percibía todo en la confusión de su alma, nubes y vientos, la minuciosa geografía de un cuerpo de mujer que nunca

había recorrido, abrazado al corazón candente de la Abominación, comprendiendo, como iluminado por un súbito relámpago, la mentira de las grandes verdades por las que había jurado morir, por las que juraba ahora profesar las exigentes leyes de la caballería. Un rayo de sol entró por una alta piquera, se deslizó por las pinturas del muro y fue a posarse en veloz carrera sobre la cabeza del muchacho que velaba sus armas en el nicho de la palmera. Resonó la tranca de la puerta de la ermita al descorrerse. El ermitaño subía la escalera del coro, con su paso poderoso, una alcarraza de agua fría en las manos. El nuevo caballero apagó en ella su sed prodigiosa. -Ya es de día -dijo el ermitaño-. La ceremonia ha concluido. ¿Has pasado una buena noche, señor? La primera vez que lo llamaban señor. Guido estaba tan confundido que no acertaba a articular palabra. No te preocupes -dijo el ermitaño tendiéndole de nuevo la alcarraza de agua fría-. Lo que tenías que saber ya lo sabes, en tu corazón más que en tu memoria. Serás un buen caballero. Afuera, delante de la hoguera que había alejado a los lobos, Cantacuzanos y Lucas de Tarento velaron también toda la noche mientras los demás dormían. Hablaron de muchas cosas, entre ellas algunas relativas a la Mesa de Salomón. -Hace cuatrocientos años -explicó Cantacuzanos-, existía en la ciudad de Susa, en Mesopotamia, una academia judía cuya fundación se remontaba al tiempo en que los romanos destruyeron Jerusalén. Durante muchas generaciones aquella academia talmúdica veló celosamente por la transmisión de los secretos de la Mesa de Salomón. No todos los discípulos de la academia perseveraban en el estudio. A muchos, después de lustros de arduas lucubraciones, les ganaba la desesperanza y abandonaban la empresa, persuadidos de que nunca existió tal Mesa de Salomón, y decidían que se trataba tan solo de una leyenda talmúdica o de una broma pesada ideada por algún rabino loco. Pero otros estaban

fervientemente convencidos de la existencia del misterioso objeto del que sólo sabían que estaba en occidente. Llegó un momento en que sólo quedaron en la academia cuatro ancianos talmudistas, todos ellos notables por su sabiduría y piedad, pero los cuatro ancianos ya no tenían ningún discípulo que los sucediera. Los cuatro ancianos decidieron, de común acuerdo, partir para Occidente y buscar ellos mismos el secreto de Salomón: Vendieron los escasos bienes que la academia poseía y con el caudal que obtuvieron, sumado a las limosnas de gente caritativa, se procuraron sendos pasajes en una caravana especiera que iba al mar. Llegados a Haifa se embarcaron para Italia en un cóncavo bajel pues sabían que los romanos habían llevado la Mesa a Roma junto con los otros tesoros del Templo. Cuando ya avistaban las costas, la nave naufragó y tres de los sabios perecieron ahogados. Al cuarto lo rescataron unos piratas y lo vendieron dentro de un lote de esclavos, a Rumahis, el famoso almirante del califa de Córdoba. Así fue como Moshé ben Hanok fue a parar a Córdoba donde la aljama, conocedora de su sabiduría, lo adquirió y le encomendó la escuela talmúdica de la ciudad. El sabio vivió todavía doce años, durante los cuales formó en la sabiduría a un discípulo, Hasday ben Chaprut, que luego sería ministro del califa y gran visir. Ese discípulo transmitió a otros la enseñanza secreta y así ha llegado hasta nosotros. Con las claras del día, el ermitaño rescató a Guido de su nicho en la alta columna y lo devolvió al mundo ya transformado en caballero. Afuera, en la pequeña explanada al pie de la iglesia, le habían preparado un modesto banquete de celebración. Guido asistió al agasajo con amabilidad ausente. Ni siquiera miró mucho a Isbela que había escogido para la ocasión su capa bizantina, azul, con reflejos dorados, y se había alcoholado los ojos. El nuevo caballero tenía la mirada perdida y estaba abstraído, lo que la muchacha disculpó, un poco decepcionada, atribuyéndolo a la falta de sueño.

CAPÍTULO

LXXIII

Sven caminó durante veinte días de sol a sol, siempre seguido por un cuervo que unas veces se adelantaba y otras se retrasaba, y sólo desaparecía cuando se acercaban a algún castillo o aldea. Algunas veces otros cuervos se unían al primero e intercambiaban graznidos. Los cuervos de san Vicente lo trataban como a un peregrino más de los que acudían al santuario. Al cabo de muchos días llegó a un paraje desolado, tierras pedregosas surcadas por arroyos secos en las que crecían algunos arbustos tumbados por los vientos oceánicos. Olía a yodo y a mar, aunque no se veía el agua porque estaba bajo los acantilados. Sven distinguió a lo lejos una bandada de cuervos que volaba en círculos. Se dirigió hacia aquel lugar y llegó a una humilde cerca de piedra no más alta que las rodillas de un hombre, derrumbada a trechos, a trechos sustituida por matas de espino. Un hombre con chilaba y bordón esperaba sentado en una de las dos grandes piedras que delimitaban la entrada. Al llegar Sven se levantó y se echó hacia atrás la capucha que le cubría el rostro revelando los familiares rasgos de Asmodeo, el mago. -Llevaba tiempo sin verte -dijo Sven sin mucho entusiasmo-. Creía que te habías olvidado de mí. -No me he olvidado de ti ni de nuestro trato -respondió Asmodeo con voz fatigada-. Sé que tienes la Honda. Sven le entregó la piedra. -Quédatela. A mí sólo me interesa la recompensa. Asmodeo la guardó. -¿Qué debo hacer ahora? -preguntó el guerrero. Los emisarios del Papa buscan las dos piedras que les faltan, la Granito y la Dolida. Están en tierras de moros. Debes adelantarte y arrebatárselas.

-¿Dónde están? Asmodeo señaló al cielo. -Los cuervos te guiarán. Sven hizo ademán de retirarse, pero Asmodeo lo detuvo por el brazo. La mano del mago quemaba como un cuchillo al sol. -¿No quieres visitar el santuario? Sven se encogió de hombros y se dejó conducir. El santuario era un humilde morabito cubierto por una cúpula de media naranja, todo blanqueado, que se asomaba al borde del acantilado batido por el océano. -Este es el Cabo Sagrado de Estrabón, un sabio antiguo que escribió de estas tierras -dijo Asmodeo-. El santuario al que peregrinó el pagano Artemidoro cien años antes de Cristo. Salieron un grupo de peregrinos musulmanes y dos cristianos ataviados a la italiana. -¿Qué hacen esos cristianos en una mezquita? Asmodeo sonrió: -¿Y quién te dice que es una mezquita? Es un lugar sagrado de la Diosa, más antiguo que todas las mezquitas y que todas las iglesias. Los peregrinos que acuden aquí dejan sus afanes y sus mezquindades religiosas donde tú has dejado la espada. Una puerta angosta, de madera tan reseca que parecía acribillada de cuchilladas, conducía a un recinto cuadrado en cuyo centro había tres piedras esféricas de una braza de diámetro. Los devotos vertían sobre ellas sus cantimploras, mojaban las manos en el líquido que resbalaba por la piedra y se untaban con él la cabeza, las llagas y los miembros enfermos. Un regato conducía el agua sobrante al exterior, para irrigar el huertecillo del ermitaño. -Esta ermita la destruyeron los almorávides -dijo Asmodeo-, pero sus devotos la reconstruyeron.

Los cuervos se posaban sobre la blanca cúpula, graznaban y aleteaban. -Míralos: parecen negros, pero si te fijas contienen los tres colores de la Diosa, los colores de la luna: negro, rojo y blanco. Sven no dijo nada. Todo aquello le parecía una pérdida de tiempo para consuelo de gentes débiles y supersticiosas incapaces de regir sus vidas. Él sólo fiaba de su espada. La recuperó a la salida del recinto, se despidió de Asmodeo y se marchó sin volver la cabeza, tras el vuelo de un cuervo que lo llevaba hacia el sur.

CAPÍTULO

LXXIV

En los días siguientes no ocurrió nada digno de mención. El enano Grontal divertía a Guido con el recuento de las aventuras vividas por el grupo en su ausencia, entre ellas la de la abadesa de Conouvert. Las primeras jornadas a este lado de los Pirineos las habían hecho por el camino habitual de los peregrinos que acudían a la tumba del apóstol Santiago. En la posada La Santa Almeja, cerca del Puente de la Reina, habían coincidido con una abadesa francesa, cuarentona y risueña, que peregrinaba con dos de sus novicias y un nutrido séquito de criados y acemileros. El paje que servía a la abadesa cayó enfermo de bubas y el posadero rogó a Grontal que subiera un gran caldero de agua caliente donde la monja hacía sus abluciones. En el baño, el vapor era tan denso y hacía tanto calor que la camisa del enano se le pegó al cuerpo revelando sus intimidades. -¡Alabado sea el señor que cuida de sus criaturas! -dijo la abadesa conmocionada, y, con un guiño pícaro, le ordenó que le frotara la espalda. Grontal atendió al mandado y ayudó a la eclesiástica en todo lo que fue menester. Al día siguiente la abadesa envió a su administrador a Lucas de Tarento. -Señor caballero: vengo a comprarle el enano. -No está en venta -dijo Lucas-. Aunque pertenezca a la raza de los enanos, Grontal es hombre libre. -Y pienso proseguir mi camino con mis compañeros, señor tesorero -intervino el enano con firmeza-, aunque agradezco el interés de vuestra señora por mi bienestar. Quizá, si Dios me da vida, la visite alguna vez en su monasterio, puesto que para regresar a mis montañas tendré que atravesar forzosamente la dulce Francia. Pedro el Raposo había ensillado los caballos. Los viajeros proseguían su camino. La abadesa abandonó sus oraciones y compareció en el patio para despedirse de Grontal.

-Rezaré a santa María para que permita vuestro pronto regreso -le dijo poniéndole disimuladamente una mano sobre el muslo-, y le pondré un cirio bien gordo a santa Nefija porque todo el tiempo de vuestra ausencia lo viviré con la esperanza de repasar nuevamente con vos los misterios Gozosos. Cuando se apartaron, Gorgo preguntó a Grontal. -¿Qué ha querido decir la monja con eso de los Misterios Gozosos? -Se refería a estar todo el día liados como conejos. Siempre hacia el sur, entraron en un páramo montuoso y atravesaron aldeas miserables. En algunos caminos les salían guardias al paso y Lucas de Tarento mostraba el salvoconducto firmado por el canciller del rey de Castilla. A la vista del sello real, los guardias torcían el gesto, pues ello significaba que se les iba la ganancia, pero los dejaban pasar. -¿No entraremos en ninguna ciudad? -preguntaba Isbela. -Me temo que no, muchacha -respondía el caballero-. Al menos no antes de Calatrava, que es la última ciudad cristiana, asomada a las lindes sarracenas. -El campo da centeno, albergue y batalla -citó Cantacuzanos-, pero la ciudad da la letra, la cosa numeral que no se rige por las estrellas. Pedro el Raposo solicitó y obtuvo permiso del caballero Lucas para desviarse y visitar Toledo, donde quería honrar la memoria de su antiguo amo, el cabalista de Praga, en el cementerio de los judíos. A los pocos días regresó y se unió al grupo. Grontal intentó averiguar lo que había hecho, pero Pedro el Raposo desvió la conversación. Eludía hablar de ciertas cosas. La primavera se extinguía. Avanzaban por medio de sembrados raquíticos, de arboledas diezmadas por los incendios, las talas de la guerra y las cabras. A medida que profundizaban hacia el sur volvía a hacer calor, especialmente en los mediodías y la tierra comenzaba a parecerse a los pedregales de Tierra Santa.

-¡Tierra de escorpiones y de sarracenos! -dijo Grontal. -Sí, amigo, pero también de fuentes y jardines. Aquí los sarracenos están bien instalados. Caminando por una interminable llanura de pastizal y esparto, con ralas arboledas, Lucas de Tarento explicaba la historia de aquellas tierras que había recorrido en su juventud. -Hace quinientos años, o más, estas tierras eran de los romanos y de los godos, pero llegaron los sarracenos mataron al rey y conquistaron todo el país en un año, todo menos unas cuevas en las montañas donde se refugiaron algunos cristianos fugitivos. Con el tiempo esos cristianos crecieron y se fortalecieron hasta formar pequeños reinos, León, Castilla, Navarra, Aragón... Luego se extendieron hacia el sur aprovechando que los sarracenos habían dejado muchas tierras despobladas. No hará dos siglos que el reino sarraceno de Córdoba se fragmentó en un mosaico de pequeños principados y esto desequilibró la balanza, porque entonces los cristianos invadían las tierras de los moros y les exigían tributos. Así las cosas uno de los reyezuelos sarracenos llamó en su auxilio a unas tribus mahometanas feroces y numerosas que dominaban el norte de África, que estaban deseando morir en combate. -Ten en cuenta -intervino el Raposo- que el paraíso de Mahoma es más apetecible que el cristiano. Mientras nosotros sólo tenemos la contemplación de Dios en una especie de arrobo místico, a ellos se les ofrece un jardín con arroyos de leche y miel y sesenta huríes por barba que hoy desvirgas una y mañana te la encuentras virgen de nuevo, como si nada. Guido pensó que aquello tenía que ser fatigoso, pero se abstuvo de opinar. -Pues bien -prosiguió Lucas de Tarento-, los almorávides atravesaron el estrecho y derrotaron a los cristianos, pero cuando vieron la riqueza de estas tierras se lo pensaron mejor y se quedaron con ellas. Al-Andalus, como lo llamaban, se incorporó a su dominio norteafricano, un imperio que se tardaba en cruzar tres meses, con el mar y un desierto por medio.

-Parece mucho -dijo Guido. -Más tierra que todos los estados cristianos juntos... Hazte cargo. Estaban en esta conversación, con la tarde ya vencida, cuando divisaron un cerro amesetado que se levantaba apenas unos metros sobre el llano. -Aquello es Calatrava -dijo Lucas de Tarento-. ¿No querías una ciudad, Isbela? Isbela no lo escuchaba, se había quedado retrasada, como de costumbre, para conversar con Guido, que iba a la zaga. Se acercaron a la ciudad rodeada de un foso y un muro torreado, con un castillo fuerte en el extremo más eminente. Un flanco estaba protegido por un río manso y ancho, escaso de aguas, que formaba un extenso barrizal al derramarse por el llano. Un par de norias de lento giro, sujetas a potentes corachas que avanzaban hasta el centro del río, suministraban agua a la ciudad. -Ésta es la última ciudad importante antes de las montañas del Santo Reino -dijo Lucas de Tarento-. Aquí se juntan las caravanas, los arrieros y los mercaderes porque está a medio camino de Córdoba y Toledo, y de Mérida a Calatayud y a Cartagena. Llegaron a las puertas de la ciudad. Lucas de Tarento le mostró al sargento de la guardia las cartas pontificias y le pidió que lo condujera ante el alcaide. El sargento llamó a dos pilluelos y les ordenó que llevaran a los viajeros al castillo. Recorrieron una calle estrecha llena de tiendas de pañeros, en la que clientes y mercaderes discutían ruidosamente, y desembocaron en una plazuela dominada por el enorme arco monumental que separaba la ciudad de su fortaleza. Un novicio calatravo se informó de la embajada y les franqueó el paso. Mientras los demás esperaban, otro novicio condujo a Lucas de Tarento a través de un patio interior ante el alcaide. Después de las presentaciones, el alcaide convocó a su escribano, un judío moreno con los rizos de las sienes enmarcándole las mejillas huesudas, que examinó el documento así como los sellos pontificios de plomo que pendían de él.

-Es auténtico -dijo devolviéndolo al alcaide-. Del puño y letra del protonotario apostólico. -En los tiempos que corren toda precaución es poca -dijo el alcaide, al tiempo que ofrecía asiento al visitante. Era un guerrero del que nadie hubiera dicho que también era fraile de no verle las cuatro flores de lis de la cruz de Calatrava. Los dos veteranos de la frontera conversaron durante un buen rato, hablando de conocidos comunes y de los avatares de la guerra en Tierra Santa y en la frontera de Castilla. Un novicio compareció en medio de la conversación con una jarra de vino manchego, áspero y corpudo. El alcaide agasajó a su huésped. -¿Cómo piensas pasar a tierra de moros? -Nos disfrazaremos de trajinantes. El calatravo se encogió de hombros. -Debes saber que es peligroso. Los almohades están preocupados por la fuerza de Castilla y vigilan mucho los pasos. Recelan de espías. Ven exploradores por todas partes. Detienen e interrogan a los caminantes. -Lo tendré en cuenta. Permanecieron dos días en la ciudad alojados en una de las casas de la Orden. Calatrava estaba llena de comerciantes y caravaneros. Lo musulmán y lo cristiano se mezclaban y confundían como en Tierra Santa. Guido paseó con Isbela, por el zoco y al pie del foso fluvial en el que nadaban los patos. Sentados en un jardincillo de la muralla, frente a la enorme noria que alimentaba las fuentes, planeaban su futuro. Pedro el Raposo ocupó su tiempo de manera distinta. En la judería preguntó por un antiguo rabino y fue a verlo. El rabino lo reconoció al instante. -¿Eres hijo de Baruj Meir?

-Sí, rabí -dijo el escudero. -¿Cómo te sienta la vida? El escudero se encogió de hombros. El judío le ofreció una silla. Le hizo algunas preguntas sobre los países y las ciudades que había visto, sobre gentes que había conocido, sobre sus sentimientos en tal o cual ocasión, pero evitó referirse al asunto que lo traía tan lejos a la tierra de los moros occidentales: el rescate de la Mesa de Salomón. En un momento dado se levantó de su asiento y desató el pañuelo ocre que cubría la frente del escudero. Sus dedos suaves recorrieron los relieves que el pañuelo ocultaba. Cuando terminó su examen acarició paternalmente las ásperas mejillas. -Hay vida en ti -dijo, y le volvió a colocar el pañuelo-. Dentro de unos días llegaréis a un lugar, Arjona. Busca allí a Baruj Chaprut y muéstrale tu frente. Él sabe lo que tiene que hacer. Pedro el Raposo asintió. Después se ajustó el pañuelo y salió.

CAPÍTULO

LXXV

Sven desembarcó en el animado puerto de Almería tras recorrer la costa en una nave almohade que recogía espadas y hierros de deshecho con destino a las herrerías de Túnez. El rubio se hacía pasar por un mercenario turco del califa almohade. Vestido de chilaba corta, con las musculosas piernas al aire, el pico del turbante cruzado delante de la boca, dejó su impedimenta al cuidado del guarda de los baños del Toro, detrás de la mezquita mayor, y se dirigió al cercano mercado, donde adquirió un buen caballo y un asno para las provisiones. Abastecido de todo lo necesario, aquel mismo día tomó el camino del norte, el que discurre por la hoya de Baza, entre cerros pelados y valles verdes, y enlaza con el curso fluvial del Guadiana Menor. Unos días después llegó a Tísear, entre las montañas meridionales, y durmió en el santuario, junto al torrente de aguas santas, confundido entre los peregrinos. Cuando amaneció atravesó el puerto de montaña y se unió a una recua de trajinantes que se dirigía a la feria y mercado anual de Quesada. Al día siguiente avistaron Cazorla y el guerrero se despidió de los caravaneros. Cazorla. Un peñasco gris en medio de un bosque verde y un castillo medio derruido. Allí habitaba la dragona Tragantía, la dueña de la piedra Granito, en un subterráneo tan escondido que nadie conocía su entrada. Desde un otero, bajo la potente enramada de una encina que lo protegía de los rigores del sol, Sven contempló los muros erosionados del castillo. Se extendía a todo lo largo de una peña extensa que se asomaba a una cortada, En el hondón, casi oculto por la arboleda, se escuchaba el murmullo de un río estrecho y caudaloso. El guerrero estudió aventurarse. No veía pudiera ocultar a la tendría que explorar monstruo.

el territorio desde su altura, antes de ni la más ligera traza de cueva alguna que dragona. Sólo una arboleda intrincada que pacientemente hasta dar con la guarida del

Sven suspiró, resignado, palmeó el pescuezo de su caballo y reemprendió el camino. Miró hacia atrás. El asno atado de reata los seguía cabizbajo con su fardo de impedimenta sobre la albarda. El guerrero rubio volvió la cabeza para mirarlo. Quizá atado frente a la boca de la cueva le pudiera servir de reclamo para cazar a la dragona. Bajó la cuesta y se detuvo. Aguzó el oído. Le había parecido percibir música en la enramada. En efecto, los acordes de un laúd morisco se oían a través de la muralla vegetal. El guerrero se abrió paso hacia ellos. En un claro del bosque, junto a una alfaguara que manaba agua fría sobre un antiguo pilar de piedra, había una gran tienda de campaña, blanca, circular, con el mástil central adornado con tres esferas doradas, a la morisca, y, a su lado, un lujoso palanquín de viaje, rojo, con las cortinas de cuero fogueado. En torno a la tienda se veía hasta una docena de personas, entre subsaharianos armados, pajes, esclavas y damas, cada cual ocupado en sus menesteres. El guerrero abandonó el bosque y se acercó abiertamente a través del prado. Dos subsaharianos le salieron al paso. -¿Quién eres y adónde vas? -preguntó uno de ellos. -Dejadlo que se acerque -dijo una dama desde la espesura. Sven le Berg descabalgó y se aproximó a la mujer. Era morena y hermosa. No aparentaba tener más de veinticinco años, aunque su mirada profunda y sabia sugería más experiencia. Vestía calzones de seda, a usanza islámica, que se ajustaban en la cintura resaltando su talle fino y sus caderas espléndidas. Encima llevaba una camisa sencilla y un chaleco de tafilete que no lograba disimular la hermosura de dos pechos grávidos y firmes, más bien la realzaba. Era tan hermosa y las facciones de su rostro eran tan delicadas que Sven no pudo ocultar la impresión que le causaba. -¿Quién eres? -preguntó la dama con su voz de seda. -Sólo un viajero que se dirige al norte, a una guarnición del califa, señora -respondió Sven.

-Yo soy Sara la Goda -dijo ella-. Llevo las cenizas de mi difunto marido ,a la Peña de Sirio, en Sierra Morena, donde las sepultaremos según su deseo. Me he detenido en esta arboleda para refrescarme de los rigores del mediodía y sestear. Si te place descansa junto a nosotros, come y restaura tus fuerzas antes de proseguir tu camino. Veo, por tu acento, que procedes de lejanas tierras ¿quizá del otro lado del mar? Me gustaría escuchar tu historia. -No deseo otra cosa que servirte, señora -dijo Sven. La dama lo tomó familiarmente de la mano y se adentró con él en la arboleda mientras los criados subsaharianos se ocupaban del caballo y del asno. Un camino antiguo, empedrado y medio invadido de malezas, discurría hacia el castillo como un túnel verde. Algunos rayos de sol, abriéndose paso entre las ramas, fingían manchas de oro sobre el oscuro pavimento. La vereda, en suave cuesta, zigzagueaba siete veces antes de alcanzar la carcomida puerta de la fortaleza. La dama remontó la senda en silencio con el guerrero de la mano. Sven percibía de manera creciente el aroma a rosa densa que emanaba el cuerpo femenino, un aroma que lo envolvía también a él y lo teñía de una suave dulzura azul. Pensó que el marido de aquella señora, donde quiera que estuviese su alma, debía de echarla de menos y sintió una violenta atracción por ella. Miró atrás. Se habían alejado del campamento lo suficiente para que no escucharan sus gritos. Podía tomar lo que deseaba allí mismo, sin estorbo de nadie. Entonces lo sorprendió la mirada de la dama, una mirada intensa y sensual. Ella había percibido su deseo y parecía dispuesta a entregársele de buen grado. Se aproximó a él y lo besó largamente, tomándole la cabeza entre las manos delicadas y frías. Sven notó la lengua fina y cálida de la beldad explorando su boca y encontró su saliva dulce y templada. En el patio abandonado los helechos crecían espesos y mullidos, como un camastro natural. Sven abrazó a Sara la Goda y la abatió lentamente sobre aquel blando verdor que, al echarse, se cerró

sobre ellos encerrándolos en un capullo vegetal. La dama pesaba más de lo que aparentaba, lo que el guerrero atribuyó a las carnes densas y jóvenes. Se desnudaron sin dejar de besarse. Contempló con deseo aquel cuerpo perfecto de piel delicada y brillante como el nácar, con un pequeño tatuaje, una rosa azul, entre la cintura y el redondo trasero. Sven recorrió con sus besos el cuerpo de Sara desde el meñique del pie derecho hasta la nuca (ella se había despojado de todo menos del escarpín dorado que protegía su pie izquierdo y de una cinta de tafilete morado que le rodeaba el cuello). Después desandó nuevamente con la lengua el deleitoso camino. Con el intercambio de caricias y besos, su erección era tan grande que le dolía. Todavía se demoró en otras caricias más íntimas, con la lengua y con los dedos, mareado por el olor a almizcle y rosas que la dama emanaba. -Éntrame -suplicó ella con la voz descompuesta y ronca de un cisne suave. La penetró delicadamente. Sara la Goda elevó las piernas, como dos columnas vivas, al cielo vegetal de la pérgola arbolada y se abrazó con ellas al amante al tiempo que lo hacía con los brazos, entre profundos suspiros y quedas palabras de amor al oído. Era la mujer más hermosa que había conocido jamás, y había conocido a muchas mujeres, desde las rubias y pecosas de su tierra natal, dignas en público, apasionadas en la intimidad, hasta una princesa siria de ojos insondables como la noche y la piel tostada como la Sulamita que encantó a Salomón. También prostitutas de alto rango y mozas de miserable mesón. Ninguna le había deparado una pasión tan desaforada y repentina como aquella viuda de edad indefinible que se le entregaba sin términos en las ruinas deshabitadas de un castillo. Estaban desnudos y rodaban de un lado a otro de la cama de helechos según los lances venéreos. Sven mientras penetraba a ritmo creciente en el cuerpo de la dama, sentía el tacto frío y envolvente de las piernas femeninas aferradas a su trasero, a sus muslos, a sus piernas, a sus pies, un tacto progresivamente helado que le inmovilizaba los miembros con una fuerza que sin duda

anunciaba la inminencia del orgasmo. También él percibió el asalto de un espasmo largo y copioso como no recordaba haber sentido hacía mucho tiempo. La dama se mantenía boca contra boca entre jadeos y besos sobre el cuello, debajo de la oreja. El guerrero esperaba la laxitud que sigue al placer, pero la presión de las piernas femeninas en torno a las suyas no remitía. Además, percibía algo anómalo en aquel contacto. Un pensamiento que antes había rechazado, en los ardores del coito, volvió a asaltarlo ahora. La piel de la dama se había vuelto fría y el abrazo de sus piernas seguía abarcando absurdamente su cintura, sus muslos, sus propias piernas y hasta sus pies. Alarmado, Sven le Berg se desasió de la boca insaciable de la mujer, volvió la cabeza y miró: no eran los muslos de la dama, sino los anillos de una enorme serpiente lo que lo abrazaba y oprimía. En aquel momento la boca de Sara se abrió hasta desencajarse, una boca monstruosa que buscó la garganta del guerrero. Sven lo comprendió todo: aquella mujer era la Tragantía. La dragona lo había hechizado para seducirlo con la forma de una mujer deseable. Sven apartó su yugular de la boca de la espantosa criatura justo a tiempo de evitar la afilada dentellada de unos colmillos agudos y sanguinolentos. Aullando de asco y de miedo se zafó del abrazo de la serpiente sintiendo el frío del monstruo en su miembro viril y mientras luchaba por escapar de la Tragantía reparó en que seguía siendo una hermosa mujer de cintura para arriba, aunque de las caderas para abajo se hubiera convertido en una serpiente gruesa, larga y repugnante. Sven había dejado su jubón, con la daga al cinto, en la cabecera. La hoja escapó de la vaina con un lúgubre tintineo. La cabeza de Sara, hermosa y sensual, pero con un brillo diabólico en los ojos, volvía al ataque con sus colmillos de serpiente y su lengua de reptil larga y bífida. Sven le lanzó una cuchillada al cuello y logro herirla superficialmente, lo que provocó un silbido furioso del monstruo. Estaba a merced de ella, con las piernas atrapadas entre los anillos que se las oprimían fuertemente, sin posibilidad de zafarse. La segunda cuchillada, más efectiva, alcanzó el rostro de la Tragantía, desde el lóbulo de la oreja al final de la mandíbula.

Los silbidos aumentaron y la boca ensangrentada se distendió aún más hasta desencajarse. El tercer tajo seccionó la delicada garganta de la mujer y cortó la cinta de tafilete que la adornaba. Al caer, dejó al descubierto una leve cicatriz circular, como si aquella cabeza hubiese estado separada del tronco alguna vez. Antes de sumirse en la noche eterna de la muerte, la Tragantía, serpiente y mujer, lanzó la mirada oscura y terrible de sus monstruosas pupilas donde un momento antes albergaba la belleza y el deseo. Quiso decir algo, pero solo emitió un quejido inarticulado, con las cuerdas vocales seccionadas. Aflojó los bellísimos brazos y la poderosa presa serpentina, y murió. Entre los labios brillaba la piedra Granito. Sven le abrió la boca con precaución, usando el cuchillo, rescató la piedra, se vistió y se marchó. Antes de abandonar el castillo contempló el cadáver del monstruo. La serpiente provocaba escalofríos, pero la otra mitad era la mujer más hermosa que había conocido. Sven descendió el camino de las siete cuestas. Donde antes había dejado una espesa arboleda, con la tienda blanca, el palanquín y los criados de Sara la Goda, había ahora un pueblo pequeño con las casas encaladas y las puertas y ventanas azules. Recuperó su caballo y su asno del pradillo donde pastaban y atravesó el pueblo con ellos de reata. En la plazuela, junto a la mezquita y los baños había un ciego, las sarmentosas manos apoyadas en el arco de una gancha. Sven le arrojó en el regazo una moneda de plata, un dirham almohade cuadrado y fino como una oblea. -Dime hermano, el castillo de ahí arriba ¿quién lo habita? -le preguntó. -Lo habita el alcalde de Cazorla, Mohamed ibn Firzi, un hombre esclarecido que lleva toda la vida luchando contra los cristianos idólatras. -Me habían hablado de Sara la Goda -dijo Sven. El ciego asintió.

-¡Ay, buen amigo! También ella lo habita. Una mujer bellísima que de cintura para arriba es mujer y de cintura para abajo espantosa serpiente. Cuando los musulmanes llegamos a estas tierras, hace veinte generaciones, el castillo pertenecía a un conde cristiano que ocultó a su hija, Sara la Goda, en el subterráneo secreto donde guardaba sus tesoros. Llegaron los musulmanes, asaltaron el castillo, el conde murió en la pelea y nadie supo dar con la entrada que conducía a la princesa y a los tesoros del cristiano. Pasó el tiempo y la princesa condenada al horror del laberinto encantado, se transformó en una serpiente espantosa que sólo come en la noche del día más corto del año. Ese día abandonamos el pueblo y dormimos lejos, le dejamos ovejas y caballos al monstruo para que los devore y calme su apetito hasta el año siguiente. Una vez, un alcaide del castillo pensó que eran paparruchas de viejas y se quedó por la noche en su fortaleza. Al día siguiente encontraron lo que quedaba de su cadáver, menos de la mitad de un hombre. Sven puso la mano en el hombro del ciego para despedirse y prosiguió su camino. La última piedra dragontía estaba en Jaén, siete jornadas al sur.

CAPÍTULO

LXXVI

Los viajeros remontaron las primeras estribaciones de Sierra Morena y descendieron por las riberas del río Magaña, entre empinados riscos que se erguían sobre sus cabezas como los pilares y los muros de una catedral. Los acebuches, las encinas y las retamas se asomaban a los precipicios en equilibrios vertiginosos. El Magaña bajaba impetuoso y mineral, arrastrando algunos peces muertos. -¿Peces muertos? -dijo Grontal-. ¿No es eso un mal agüero? -Pudiera ser, si no encontramos la explicación natural aguas arriba -dijo Cantacuzanos. Mediando la mañana la encontraron. Una mujer gorda, mochilona despatarrada en medio del arroyo se lavoteaba sus partes íntimas. -¡Una ondina! -señaló Guido. -¿Una ondina? -replicó Pedro el Raposo-. ¿Dónde has visto tú una ondina gorda, con las mantecas al aire y el pelo blanco como la pus aunque lo tiña de rojo para disimular? -Eso es cierto -dijo Cantacuzanos-. Las ondinas son estilizadas y sutiles, casi transparentes y sólo se dejan ver en camiseta mojada, nunca en sus cueros tan groseramente como esta virago. Grontal se adelantó con el hacha en la mano: -¡Eh, tú, mujer o lo que demonios seas! ¿Quién eres? La gorda, sorprendida por la súbita concurrencia de tantos mirantes, se tapó las vergüenzas y, aunque al principio puso cara de pasmada, enseguida se recompuso dado que lo que le sobra es jeta.

-Soy Pilara Palizón, la reina de los iberos -informó con suficiencia-. ¡Ya estáis marchándoos de mis dominios! -¡Vaya, hombre! -exclamó Cantacuzanos con fastidio-. ¡Hemos ido a dar con ella! -¿La conocéis? -preguntó Lucas-. ¿Quién es? -Una vacaburra vanidosa que se cree la reina de estas tierras porque ahí arriba en esas peñas, en el lugar del Collado de los Jardines, hubo un santuario de la Abominación. Ahora ya no lo venera nadie y la magia se ha marchitado, pero esta pirada, que sólo busca notoriedad, se empeña en resucitarlo. -¿Qué hacemos con ella? -preguntó el semiorco. -Darle de lado y seguir a lo nuestro. Ya digo que lo que busca es publicidad y que se hable de ella. Le diremos que su nombre es famoso en toda la tierra y dejará de molestar. -¡Eh, tú! -le gritó Grontal-. ¡Nos postramos ante una mujer cuyo nombre anda en boca de todos! Pilara Palizón sonrió complacida, con la media sonrisa escorada de su boca sin labios y ellos pasaron de largo, sin mayor daño. Estaban impacientes por llegar al lugar de las cuevas. El semiorco 1a miró detenidamente al pasar junto a ella. Grontal lo advirtió y le dio con el codo a Pedro el Raposo. -Parece que la Pilara Palizón le gusta a Gorgo -observó. -A Gorgo le gusta cualquier ser moviente que tenga buenas mantecas -comentó el escudero-. La vulva alopécica de la gorda lo excita no por lujuria sino porque se la imagina asada a la parrilla. Faldearon la montaña dejando a la derecha el castillo y el poblado de Vilches y tomaron una calzada que se abría hacia el este, a través de un bosque. Al remontar un otero, el valle hermoso se ofreció a las miradas de los viajeros.

-Hemos llegado a Eritrea, la de los hermosos campos -avisó Lucas de Tarento-. Un día estos parajes fueron las aguas del lago Ligustino hasta que un terremoto lo abrió y lo vació en el mar. Todavía queda un lugar al que llaman el Piélago, en recuerdo de aquello. Y eso que veis ahí delante es nuestro primer destino: Giribaile o las Cuevas. Los viajeros contemplaron una montaña no muy elevada, de bordes escarpados. Reanudaron el camino charlando animadamente. La cercanía de la meta les ponía alas en los pies y regocijo en los corazones. Incluso Cantacuzanos, habitualmente tan parco en palabras, se mostraba optimista y hablador. -Giribaile parece una montaña -dijo Lucas de Tarento-, pero también es casi una isla, porque la rodean tres ríos, el Guadalimar, el Guadalén y el Guarrizas, que se juntan para rendir sus aguas al Guadalquivir. En esa meseta de Giribaile, entre los tres ríos, floreció en los tiempos de la Abominación la ciudad de Tartessos, cuyo rey Argantonio vivió cientos de años. Ahora sólo queda un montón de piedras y la ciudad yace sepultada en el olvido. Por aquí discurre la vía Heraclea, que une Roma con Cádiz, y el camino real de Toledo a Almería, que pasa por Úbeda y Granada. Bajo estos campos, en la entraña de estos riscos, crecen los minerales de Cazlona, la mina famosa de la que Aníbal sacaba la plata para su ejército. -¿No luchaban por el Paraíso, entonces? -quiso saber el enano Grontal. -No, amigo mío, todavía no monoteístas con sus camelos.

habían

llegado

las

religiones

A Cantacuzanos no le agradó el comentario. Se apresuró a desviar la conversación. -Giribaile significa «el lugar de Gerión», el rey que había nacido junto a las fuentes del río Tartessos, «de raíces argénteas». La matriz que lo contuvo era la peña forada o hueca, un santuario de la Abominación, al otro lado de la montaña.

-Los tres cuerpos gigantescos que tenía -señaló Lucas-, son los tres ríos. -En tiempos de la Abominación -prosiguió Cantacuzanos-, hubo un gran terremoto seguido de un diluvio. Cuando se retiraron las aguas, los ríos estaban colmatados de barro y habían dejado de ser navegables. Entonces Tartessos se arruinó y cedió su importancia a una nueva ciudad surgida unas leguas más al sur, Cástulo. Remontaron una cuesta entre árboles centenarios y llegaron al monasterio de Giribaile, unos humildes edificios apoyados en el escarpe del cerro. Una cerca de piedras sueltas evitaba que las ovejas invadieran el espacio empedrado que precedía a los edificios. Una enorme higuera cobijaba una fuente junto a una alberca antigua, de piedra, con su abrevadero y sus lavaderos. Se abrió una puertecilla y salió un monje enteco y descalzo, vestido con un tosco sayal de estameña, al que no le hubiera venido mal un lavado, incluso dos. -Selam malikum. ¿Qué se ofrece a los viajeros? -preguntó humildemente, creyéndolos musulmanes. -Que Dios te dé su paz -respondió en cristiano Cantacuzanos, al tiempo que se echaba hacia atrás el sombrero de paja para mostrar su tez y sus facciones occidentales. El ermitaño abrió los ojos desmesuradamente y recogiéndose las faldas corrió a llamar al abad. Unos instantes después, un hombre de barba canosa, no menos enteco que el primero, se asomó por uno de los agujeros del acantilado, a la altura de un tercer piso, y, al reconocer a los visitantes, bajó a recibirlos y apareció por una de las puertecillas inferiores, todo amabilidad y afecto. -¿Sois los peregrinos que estaba esperando? -preguntó-. Llevo meses aguardándoos. ¿Qué os ha demorado tanto? -Las dificultades de la vida -dijo Lucas al tiempo que descabalgaba.

-Soy el abad Singerico -se presentó el ermitaño al tiempo que daba la paz besando en la boca a cada uno de los viajeros, excepto a Grontal, Gorgo e Isbela, ante los cuales meramente se inclinó. Los invitó a pasar a lo que parecía una humilde casilla apoyada en el escarpe de la montaña. Dentro encontraron una escalera tallada en la piedra que conducía hasta el nivel superior, a través de varias habitaciones. La escalera ascendía de nivel en nivel y llevaba a galerías y celdas excavadas en la roca viva, a cincel, a lo largo de siglos, quizá de milenios. En el tercer nivel, el abad Singerico los condujo por una galería jalonada de diversos aposentos, almacenes, oratorios, dormitorios y hornacinas vaciadas con minuciosa paciencia. Al final llegaron a un cuarto de forma circular, con un banco corrido en torno a una mesa, también de piedra. Una hermosa ventana se asomaba al paisaje, al bosque, al lago y a los montes azules. -Ésta es la sala capitular -explicó Singerico-. Tomad asiento, hermanos. Apareció un lego joven con un cuenco de cremosa leche recién ordeñada. Singerico le añadió un poco de sal, lo removió con un palo y lo hizo circular entre los visitantes, que fueron sorbiendo por turnos. Guido, celoso, posó los labios donde los había posado Isbela, para evitar que nadie catara la saliva de la amada. Llegó la hora de la cena, a la que convocó una campanita lejana. De las cuevas de la montaña fueron saliendo ermitaños para concurrir al ágape. Hacía buen tiempo y lo tomaban fuera, en la lonja empedrada de la higuera. La comida consistía en ajo blanco de habas secas, con su miga de pan, su ajo, su aceite de oliva y su vinagre, acompañado de huevos duros, uno para cada dos monjes, aunque a los visitantes les dieron uno por cabeza. Después circuló de mano en mano una cestilla de higos secos y pan para que cada uno tomara un puñado de higos y una rebanada. Aquella noche durmieron sobre los humildes jergones de paja de las celdas de los transeúntes. Cuando amaneció, mientras los monjes cantaban su gorigori, los viajeros visitaron las cuevas talladas, con ventanas altas y bajas abiertas en la pared de la montaña a distintas alturas.

Mientras desayunaban leche, pan e higos secos, Singerico explicó a sus huéspedes las dos variantes del monacato cristiano, la anacorética y la monástica. -Los anacoretas se retiran a un despoblado o desierto para ayunar y mortificarse; los monjes somos antiguos anacoretas que hemos decidido agruparnos y aceptar una regla común. En Giribaile observamos la regla de san Antonio, el primer anacoreta en el desierto de la Tebaida, el que se apartó de todo contacto humano y perseveró en la virtud, a pesar de las tentaciones que le enviaba el maligno en forma de mujeres hermosísimas que se le presentaban a todas horas y le solicitaban cópula carnal. -¿Qué es cópula carnal? -inquirió Gorgo. -Follar -le aclaró Pedro el Raposo-. Y cállate que esto se está poniendo interesante. -¿Y san Antonio qué hacía en esa tesitura? -preguntó Grontal, el enano. -¿Qué iba a hacer? -dijo el abad Singerico-: perseverar en la virtud, castigar sus carnes con azotes y hasta, eso sostienen los libros piadosos, con hierros al rojo vivo. -¡Caramba! -exclamó el Raposo-. ¡Eso tiene que doler! -¡Más duele el pecado! -repuso Singerico-. El monacato llegó a España en tiempos de los visigodos, pero, como veis, perdura incluso bajo el dominio sarraceno. Nuestro objetivo es alcanzar la apatheia o imperturbatio, una paz profunda consecuencia de la aniquilación del deseo y al dominio de las pasiones humanas. Por eso vivimos en la soledad del cenobio, para superar las tentaciones. Habéis de saber que cada pecado proviene de una tentación y cada tentación proviene de un demonio. El más peligroso de todos es el demonio del mediodía, el que infunde dudas acerca de la sensatez de la vida ermitaña. A veces consigue la inrationabilia confusio mentis o confusión irracional de la mente. -¿Y qué ocurre cuando un monje sucumbe? -inquirió Isbela.

-Que ahorca los hábitos y se reintegra a la vida seglar, a las mujeres, al vino, a los placeres, a la copulación en sus diversas posturas, a la parranda, a la disolución de la virtud -el piadoso abad se santiguó tres veces al evocar tantos peligros-. Entonces oramos y ayunamos durante tres meses por el desertor Christi miles o el soldado desertor de Cristo. -Los eremitas de la Tebaida observaban las costumbres de los reclusos o katochoi de los templos de Serapis, en el antiguo Egipto -añadió Cantacuzanos-: unos hombres obsesionados por la idea de combatir a los demonios. A Singerico no le agradó que le recordaran el origen pagano de sus prácticas, pero no replicó. Se despidió pretextando obligaciones ineludibles y los viajeros continuaron su paseo explorando unas anchas estancias talladas en piedra que penetraban profundamente en el interior de la montaña y se comunicaban por pasillos laterales. -Éste es el santuario -dijo Cantacuzanos. Junto a la cueva había una escalera excavada en la roca, con su pasamanos. Ascendieron con precaución, pues algunos peldaños estaban muy gastados. -La escalera termina aquí -observó Lucas de Tarento al llegar a una meseta intermedia-. Falta un segundo tramo para alcanzar la parte superior. -Es una escalera que no conduce a parte alguna porque en realidad conduce al cielo -dijo Cantacuzanos-. Un oratorio para una sola persona. Esta mesetilla es el habitáculo de la iniciación, como en San Baudelio. Prosiguieron el paseo por un camino que ascendía suavemente a lo largo del escarpe hasta la planicie de arriba. Allí había un enorme pastizal que había crecido sobre los restos soterrados de la ciudad antigua. Un enorme amontonamiento de piedras señalaba el lugar de la muralla.

Un monje joven y lampiño guardaba un rebaño de cabras. Se acercó a los visitantes, lanzando furtivas miradas a Isbela, y les explicó: -Aquel castillo que veis al fondo, donde ahora hay una guarnición de moros (no hay cuidado con ellos, son buena gente, aunque aburrida, y se pasan el día pelándosela), perteneció en su tiempo a un noble godo llamado Gil Baile. Cuando llegaron los moros pactó con ellos y los ayudó, y ellos, a cambio, le entregaron el castillo con la tierra que se divisara desde su almena más alta. Entonces Gil Baile alargó la torre cuanto pudo, de manera que se quedó con toda la comarca. A la entrada del castillo puso un letrero que decía: De río a río todo es mío. Ésta es la tierra de Gil Baile que no morirá ni de sed ni de hambre. -Era algo soberbio, el fulano -comentó el Raposo. -Bastante soberbio -dijo el monje-, pero ahora viene lo bueno. Un día, don Gil Baile andaba persiguiendo a un venado y su caballo se encontró de pronto con la boca de una mina antigua, frenó en seco y despidió al jinete por las orejas. Aquí tienes a don Gil Baile precipitándose en la bocamina y dando una gran costalada en el fondo del pozo. Cuando el caballo regresó a sus cuadras, sin el señor, los criados se preocuparon, es posible que tampoco mucho, según los tratara, y salieron a buscarlo, pero las tierras de don Gil Baile eran tan extensas que no dieron con él, hasta que, por casualidad, unos cazadores encontraron el cadáver, años después, en el fondo del agujero. Por lo visto se había fracturado las piernas al caer y no pudo salir. -Al final murió de sed y de hambre. -Exactamente. Lo contrario de lo que había pronosticado. Algunos dijeron que sobre estos acantilados pesaba una maldición, pues el gigante Gerión, antes de morir, maldijo a los que ocuparan sus tierras. Solamente los anacoretas, que no tememos a la muerte, sino al pecado, nos hemos atrevido a vivir aquí desde entonces. Mientras el grupo escuchaba las explicaciones del monje pastor, Cantacuzanos y Lucas de Tarento se apartaron para conversar y

llegaron hasta el otro lado de la meseta, donde una humilde vereda conducía a un antiguo oratorio de la Abominación, apenas una concavidad en la roca con la esfera de piedra que adoraban los paganos. -¿Cómo podrás descifrar el Espejo de Salomón para que libere su poder? -preguntó Lucas. -Las piedras dragontías, cuando están juntas y debidamente ordenadas sobre el pectoral del Sumo Sacerdote, lo defienden de los rayos divinos que la Mesa irradia y le infunden la claridad de pensamiento necesaria para que pronuncie sin temor la palabra absoluta. Hemos traspasado seis de las Siete Puertas. Ahí adelante nos espera la séptima. Junto a cada una de ellas había un árbol de una especie distinta. Los nombres verdaderos primigenios de estos árboles los sabe el enano Grontal, por eso lo reclamé para la expedición. Con la inicial de cada árbol se compone la palabra terrible que debo pronunciar, como Sumo Sacerdote, para que la Mesa realice su poder. Paseando por la montaña, Cantacuzanos explicó a su amigo el sentido de una sabiduría secreta, la Cábala, el legado espiritual transmitido a la sombra de las sinagogas, aunque fuera de ellas porque no todos los rabinos la aprobaban. No se trata de una enseñanza común, accesible a todos -advirtió-. La Cábala conduce al conocimiento del mundo a través del lenguaje de Dios o su escritura. La palabra de Dios está en las Escrituras reveladas. La inteligencia infinita de Dios condesciende a plasmarse en un libro sagrado en el que, por venir de Dios, no puede existir nada que sea casual. Es un mecanismo de infinitos propósitos en el que caben los esquemas de la creación, sus razones, su justificación y todos los elementos, por complejos que sean, de que se compone el universo. Una emanación directa y voluntaria de Dios tiene que participar de su propia perfección de su omnipotencia y de su infinitud. Por lo tanto si el hombre lo estudia puede remontarse a la comprensión de la obra divina, pueda trascender sus límites y levantarse hasta la inteligencia de Dios. Es una escalera para ascender al Todopoderoso. La única duda que me queda, y que a veces me atormenta, es la imperfección del

mundo, el mal que contiene, la enfermedad y la injusticia. Aunque, por otra parte, disculpo a Dios. Lo creó sólo en siete días. Me parece que no se puede exigir más de lo que evidentemente fue un trabajo temporal. Así pasaron el nuevo día y al amanecer del siguiente se encaminaron hacia su última etapa, más al sur, por caminos recónditos, cruzando dos ríos y algunas florestas en las que anidaban muchas especies de pájaros y excavaban sus madrigueras el inquieto conejo y el sangriento hurón. -La ciudad de la seda -dijo Lucas de Tarento señalando en el horizonte. Caía la tarde. Desde muy lejos contemplaron una fortaleza larga que coronaba una peña gris recortada entre varias montañas de afilados perfiles que el sol poniente doraba. La ciudad se extendía en la falda de la montaña ceñida por las murallas blancas como un collar de perlas. El caserío era igualmente blanco, con las manchas verdes de los huertos, de los cipreses y las higueras despuntando por encima de los corrales. -Nuestro último destino -dijo Lucas de Tarento con un asomo de melancolía-: Jaén, la ciudad apacible, famosa por su seda, por sus moreras y por sus manzanas de cera pequeñas, blancas y dulces, con un punto agrio. En la parte más antigua de la ciudad hay una peña dura de la que brota un manantial grueso como el cuerpo de un buey y en ese manantial habita el Lagarto que guarda la piedra Dolorida. Arrearon las monturas y se incorporaron al flujo de hortelanos y trajinantes que acudían a la ciudad pues era víspera de mercado. Entraron por la puerta de Martos, a la sombra del torreón imponente, y siguieron la calle maestra que conducía al manantial y a la mezquita vieja y, atravesando la ciudad, llegaba hasta la mezquita nueva. Cerca de la puerta de Martos había una fonda grande, La alcaicería de Poyagorda, el hornero de los Caños, rezaba el cartel. Penetraron en el amplio zaguán y contemplaron el enorme patio empedrado rodeado de soportales, los almacenes de los mercaderes, las

cuadras en la planta baja y los aposentos de alquiler arriba. Los viajeros pasaron allí la noche en paz y sosiego, cansados pero satisfechos.

CAPITULO

LXXVII

A1 día siguiente, antes del amanecer, Lucas de Tarento despertó al joven Guido. -Hoy serás mi escudero -le dijo. -¿Y Pedro el Raposo? -preguntó el joven. -Ha ido a encontrar su destino, como nosotros debemos prepararnos para el nuestro. Ármate porque vamos a rescatar la piedra Dolorida. Los dos guerreros se armaron con sus respectivas cotas de malla, cada uno calzó y vistió al otro, como hacían los caballeros de antaño antes de la batalla, y se ciñeron las brillantes espadas. La guarida del Lagarto estaba en la misma gruta de la que brotaba el manantial, frente a la mezquita vieja. Hacía mucho que la bestia dormía, pero, de todos modos, los habitantes de los contornos realizaban cada año diversos ritos y conjuros para evitar que despertara. Algunos creían que había muerto; otros, que sólo estaba dormida, con ese extraño sopor que a veces mantiene la vida latente de los grandes y misteriosos reptiles. Lucas y Guido se adentraron en las entrañas de la montaña, después de beber del fresco manantial. Al principio tuvieron que arrastrarse por un estrecho pasadizo, después el espacio se ensanchó y, ya de pie, prosiguieron el camino, alumbrándose con hachones de resina por una serie de cavernas que se comunicaban. Encontraron osamentas de ovejas y de personas devorados por el monstruo, ninguno reciente. El monstruo dormitaba su profundo letargo en una honda grieta del cerro interior. Parecía un lagarto, aunque de enorme tamaño, con una boca capaz de engullir a un hombre a caballo. El cuerpo era verde claro, escamoso; los ojos, saltones bajo los espesos párpados; el hocico, remachado y negro. Cuando descubrió a los

intrusos abrió la boca un par de veces, grande como la puerta de una iglesia, mostrando las tres filas sucesivas de dientes que guarnecían sus mandíbulas. De las oscuras fauces exhalaba un pestífero aliento a carne podrida. Cuando observó a los dos caballeros vestidos de hierro y armados de espadas, lo asaltó el confuso recuerdo de viejos lances y supo que venían a matarlo. No era la primera vez que se enfrentaba a hombres de armas. Los restos de cotas mordisqueadas y de armas oxidadas y rotas alfombraban la cueva. El Lagarto reptó ágilmente hasta situarse en una plataforma rocosa desde la que dominaba a los dos hombres. Allí se agazapó y esperó. Por encima de la roca sólo asomaba la dura ceja y la inmóvil pupila redonda y brillante. El saurio calculó el salto. Cuando los guerreros cruzaran el arroyuelo que discurría por el centro de la gruta, caería sobre ellos y los devoraría. El Lagarto nunca había visto una ballesta. Contempló con su ojo brillante las actuaciones del caballero, primero tensarla con el armatoste, un conjunto de cuerdas, carruchas y manubrios que Lucas de Tarento accionó hasta que el arco de acero estuvo listo y los nervios encordados sujetos por el trinquete o nuez. El Lagarto asomó algo más la cabeza y vio que el caballero Lucas introducía en la ranura del arma un virote con la punta de acero y las aletas de cuero. Luego lo vio apuntar cuidadosamente en su dirección, la mejilla sobre el astil de palo, el ojo izquierdo cerrado. Por encima de la roca el caballero sólo veía la ceja de pedernal y el ojo del Lagarto. Contuvo la respiración y oprimió el disparador. Zumbó la cuerda de nervio al liberarse de la nuez y el proyectil silbó por el aire y se clavó en el ojo de la bestia con tal fuerza que le atravesó el cerebro y asomó más de un palmo por la cresta pétrea que le recorría la parte superior del cráneo. El Lagarto rugió herido, se alzó sobre sus patas y saltó contra sus enemigos. Los guerreros lo aguardaban empuñando las espadas. El primer envite del Lagarto, chapoteando sobre el arroyo, quedó corto y sólo consiguió quebrar una estalactita de un potente coletazo.

Rugiendo de dolor, pues se había lastimado la cola, el Lagarto fijó el ojo sano sobre los intrusos y se lanzó contra el primero de ellos, el caballero Lucas. Éste esquivó la dentellada, que se cerró con un chasquido a pocos centímetros de su cabeza, y atacó a su vez con la espada montante, larga y pesada, que sólo había usado en contados duelos a pie. El primer mandoble rebotó sobre las escamas del reptil y apenas le causó un corte superficial en el pescuezo. La cola enorme se abatió sobre el caballero y de no ser por la interposición de una roca, que detuvo el golpe, quizá lo hubiese aplastado. Lucas de Tarento comprendió que las duras escamas guardaban al monstruo de las heridas filosas. Si quería acabar con él, debía herirlo de punta. Se incorporó, miró a Guido que, parapetado tras otra roca, esperaba órdenes, y emitió el grito de guerra. -¡Sus! Los dos caballeros atacaron simultáneamente. Guido consiguió clavar su espada hasta la empuñadura en el ojo sano del lagarto al tiempo que su maestro alcanzaba el corazón de la bestia entrándole en la piel blanda de la coyuntura de una de las patas delanteras. Herido de muerte, el animal se desplomó y coleó lánguidamente mientras el zócalo de roca se cubría de pequeños regatos de sangre. Lucas de Tarento desenvainó el cuchillo de montero y lo hundió en la garganta de la bestia. Hurgó un rato entre los tegumentos blanquecinos, bajo la lengua, hasta que topó con algo duro. Metió la mano y la sacó ensangrentada con la piedra Dolorida. -Creo que podemos regresar -le dijo a su compañero. -Sire -dijo Guido al llegar a la boca de la cueva-, ¿no os ha parecido que el Lagarto se ha defendido poco? -Quizá -respondió Lucas-. Es posible que estuviera cansado de vivir. El mundo es muy antiguo y algunas criaturas pudieran estar hartas.

CAPÍTULO

LXXVIII

Baruj Chaprut era médico, de una antigua estirpe de médicos judíos entre los cuales hubo también un ministro famoso en tiempos del califato. Ahora estaba viejo y casi ciego y sólo ejercía su profesión con los pobres. Cuando Pedro el Raposo se presentó ante él, lo contempló con sus ojos velados y lo reconoció. -El muchacho de Praga. Ahora has crecido y eres un hombre. -Sí, rabí. -Desnúdate, hijo mío. Pedro el Raposo se desnudó. Solo se dejó el pañuelo que le cubría la cabeza. -Hijo mío, trae tus manos, que las acaricie -dijo Chaprut. El escudero puso sus manos entre las del anciano y las encontró frías y apergaminadas, pero muy suaves. Aquellas manos acariciaron delicadamente las toscas manos del guerrero. -Déjame que examine tu cabeza -dijo el anciano. Pedro el Raposo se arrodilló e inclinó la cabeza. El médico le desanudó el pañuelo, palpó la frente y recorrió los relieves impresos en ella con las sensibles yemas de los dedos. A1 término de su examen suspiró con amargura, como si se sintiera abrumado por el peso del mundo. -Es hora de morir, hijo -murmuró. Pedro el Raposo escrutó el rostro del anciano. Un cuervo se posó sobre un palo del tejado y miró al escudero. Pedro el Raposo lo reconoció. Era el cuervo que le habló en Delfos. Comprendió que la vida llegaba a su fin.

-Rabí, ¿es necesario que muera tan pronto? -preguntó-. Soy joven y vigoroso. El viejo asintió en silencio. -¡Ay, hijo mío! La vida es sólo un préstamo, somos menos perennes que el verdor de las eras y cuando nuestra misión se cumple tenemos que marchar. Consuélate. No conocerás las angustias de la decrepitud y la vejez. Te irás como viniste, en el momento de tu esplendor y de tu fuerza. Has recorrido los caminos del mundo, has amado, has peleado, has gozado, has vivido, pero tu misión, ayudar a que las Piedras del Destino se congreguen de nuevo, ha concluido. Ahora debes marchar. -¿Cómo voy a morir? -preguntó el Raposo-. Mi padre nunca me lo dijo. Esperaba perecer en la batalla, bajo el sol luciente, entre relinchos y trompetas; que, al menos, quedara memoria de mi esfuerzo. -Tu esfuerzo es de otra clase más callada -le dijo el anciano-. Tú eres el golem. Llevas en la frente, grabada por el dedo del cabalista de Praga, la palabra hebrea «vida». Yo, en este acto, le borro un trazo a la primera letra y la transformo en la palabra «muerte». El anciano había borrado el trazo. Pedro el Raposo se desplomó a sus pies y se deshizo al instante. Sólo quedó un montón de arcilla seca sin apariencia humana. El cuervo miró el cadáver y enfoscó las plumas. Después levantó el vuelo y regresó a sus moradas.

CAPÍTULO

LXXIX

Aquella tarde, Lucas de Tarento tomó un puñado de la tierra que había sido Pedro el Raposo y llevándoselo a los labios lo besó. Gorgo se apresuró a imitarlo. El semiorco la olisqueó sin percibir nada particular, la besó y la devolvió al montón. -¿Tú lo sabías? -preguntó Cantacuzanos. El antiguo templario asintió. -La magia judía ha viajado entre nosotros emponzoñándolo todo observó, severo, el clérigo. Se sentía humillado porque, después de tantos meses conviviendo con el hombre de barro, no había sido capaz de descubrirlo, lo que demostraba que la magia judía era superior a la suya. -Pedro ha sido un buen escudero y un compañero abnegado -opinó Lucas de Tarento-. Mientras estuvo entre nosotros se portó como bueno y sirvió a la causa del Papa. -Ya veremos a la causa que sirvió -replicó Cantacuzanos amenazador-. Cuando regrese a Roma tendré que informar al Santo Oficio de todo esto. Estaban fuera de la ciudad, en la floresta que llaman del Poyo y de la Ribera, donde se abren los caminos de las huertas, entre norias fragorosas, sobre una antigua ciudad sin nombre que yacía dos brazas bajo sus pies, con sus muros, sus sembradíos y fosos concéntricos, un lugar misterioso y antiguo. Al fondo del pradillo había una acacia tan vieja que parte de sus ramas se habían descolgado hasta el suelo en busca de reposo. De sus agudas espinas, ablandadas por el humus de la tierra, habían brotado nuevas raíces, la vida. Debajo de la acacia, a su sombra, descansaba un caballero de elevada estatura, vestido de cota tupida, el escudo breve y

lobulado a la usanza alemana, pintado de un negro desvaído, sin más adornos. -Lucas de Tarento -gritó-. Ha llegado nuestra hora. El antiguo templario reconoció la voz grave y juvenil de Sven le Berg. Caminaron hasta el centro del terreno. Sven desenvainó la espada a diez pasos de su adversario. Lucas de Tarento lo imitó. -Nos vemos de nuevo, maestro -dijo el rubio con una media sonrisa. Lucas de Tarento le había enseñado a luchar con la espada cuando Sven era un novicio que aspiraba a ingresar en el Temple. Lo recordaba como un alumno aventajado que pasó la fase de la lanza y el estafermo mucho antes que sus compañeros de hornada. Por eso el maestro de armas de Chalons encomendó personalmente a Lucas de Tarento que lo enseñara a combatir con la espada. El muchacho era ágil y despierto. Lucas se empleó con él a fondo y en sólo tres meses consiguió que fuera tan bueno como él. Ahora, después de los años y los combates, podía ser incluso mejor. Lo comprobaría enseguida. Lucas embrazó el escudo con una sensación de amargo fatalismo. No podía apartar de su imaginación la imagen de Pedro el Raposo, el fiel escudero que se había marchado sin despedirse para encontrar su destino. Estaba embargado en estos pensamientos cuando Sven lo arrancó de ellos golpeando el pomo sobre su escudo, al estilo bárbaro. -¿Listo, maestro? -Listo. Se aproximaron hasta el centro del claro, levemente inclinados, bien cubiertos, las piernas ligeramente abiertas, las espadas apuntando hacia fuera, los brazos flexionados. De repente, a media distancia, Sven se arrancó, como un relámpago, y descargó un tajo terrible que Lucas, alerta, detuvo con su escudo, aunque sintió crujir la tabla central y el golpe le conmocionó el brazo.

Sven se retiró unos pasos para romper la línea de ataque de su adversario. Su expresión a medio camino entre la sonrisa y la mueca expresaba una ferocidad animal que helaba la sangre. Isbela, que contemplaba el duelo desde el amparo del bosque, desvió la mirada y ocultó el rostro en el pecho de Guido. El muchacho la acogió con un cálido abrazo. -Tranquila -murmuró-, el caballero Lucas sabe lo que se hace. Los luchadores se trabaron de nuevo. Cruzaron las espadas un par de veces con terribles golpes que resonaban sobre los escudos como hachazos. Lucas aprovechó que Sven se afirmaba para descargar el tajo vertical buscando hendirle el escudo y le asestó un puntazo. La espada le entró lateral, alcanzando de sesgo la cota, un golpe sin la fuerza necesaria para quebrantar el tupido tejido de acero, pero capaz de dañarle el costado. Sven reculó tomando aire y se palpó la zona afectada con el brazo que sostenía la espada. Fue un momento. Enseguida reinició la pelea más agresivo que antes. Cruzaron las espadas media docena de veces, en rápida sucesión de golpes y contragolpes, para quebrar la guardia del adversario. Lucas era consciente de que si la pelea se prolongaba, él se agotaría primero. Intentó romper la guardia de su antiguo discípulo con las fintas que conocía, pero aquellos mismos trucos los había aprendido Sven de él. Era inútil. En un par de ocasiones chocaron con los escudos, cuerpo a cuerpo, las espadas trabadas a la altura de los ojos, empujando. Lucas encontró la mirada fría y despiadada de los bellos ojos glaucos de su adversario. -Vas a morir, maestro -le susurró entre dientes en una de aquellas aproximaciones. -Dios dispone nuestro destino. Sven empujó para destrabarse con tal fuerza que Lucas trastabilló, perdió el equilibrio y se desplomó de espaldas. El guerrero rubio no desaprovechó la ocasión. Le lanzó un furioso hachazo vertical, que Lucas detuvo con su escudo hendido y maltrecho. Sven repitió con un nuevo tajo que el viejo guerrero paró con la espada. Enfurecido levantó el brazo y descargó un tercer tajo, más violento que los anteriores. Esta vez Lucas giró sobre su cuerpo y hurtó el blanco.

La espada del guerrero rubio dio contra una piedra y se rompió en dos. Hirviendo de ira, Sven arrojó lejos de sí el arma rota. -¡Vas a morir, Lucas de Tarento! El caballero se había puesto de pie y contemplaba el estropicio con el semblante sereno: Jadeaba. -Ve a por otra espada -le dijo a su antiguo alumno como si todavía estuvieran en uno de los entrenamientos de Chalons-. Te espero. Sven llevaba en su equipaje una espada francesa, algo más corta que la rota e igualmente buena, pero prefirió armarse con un mangual, el látigo de guerra, una bola de hierro del tamaño de un puño, erizada con una docena de punzones de acero y pendiente del mango por medio de una cadena, un arma de difícil manejo, pero temible. Aunque el escudo del adversario detenga el golpe, la cadena rodea el obstáculo y la bola erizada descarga dentro del escudo, hiriendo el brazo que lo sostiene o en la espalda del oponente. En los dos casos el golpe es mortífero y no existe cota de malla capaz de contenerlo. La única defensa efectiva contra un látigo de guerra es la rapidez. El mangual es un arma lenta y no siempre golpea donde se quiere. El adversario avezado se puede adelantar con la espada. Lucas de Tarento adelantó el escudo y la espada para mantener alejado a su enemigo: A cierta distancia, el látigo de hierro perdía efectividad. Lucas descargó un par de tajos, que el guerrero rubio detuvo sin dificultad. Sus fuerzas menguaban. Se estaba cansando. El sudor le encharcaba la espalda, le bajaba de la cofia de lino bajo el almófar y le escocía en los ojos. Parpadeó un momento. A pesar de todo, apreciaba a Sven. Lo había educado como a un hijo, había hecho de él un formidable guerrero. Quizá si conseguía desarmarlo, se rendiría y abandonaría la Abominación. En aquel momento Sven, como un rayo, aprovechó que el caballero había distendido la guardia, distraído con estos pensamientos, para caer sobre él y descargarle un golpe furioso que resonó en la espalda como un sordo tambor. El tremendo impacto desgarró la cota de malla y hendió la carne. Las costillas y las vértebras tronchadas resonaron con un chasquido de madera vencida. Lucas

de Tarento cayó de rodillas, la mirada perdida, el velo negro sobre los ojos, a punto de desvanecerse. Las fuerzas lo abandonaron y dejó caer el escudo, vencido. Sven no se contentó con la victoria. Se revolvió furioso y descargó un segundo trallazo sobre su enemigo, esta vez en el pecho, en el que abrió una segunda herida detrás de la malla. El tercer golpe hendió el casco metálico que resguardaba la cabeza y fracturó el cráneo, echándole los sesos fuera en medio de un manantial de sangre. Lucas de Tarento cerró los ojos, pálido como la cera, cayó hacia delante y quedó tendido boca abajo. Muerto. Morgana, la Dama Azul, contempló la escena desde la arboleda, la espina de la rosa azul en su pecho y su aroma perfumando el aire. El goce y el deseo, un fuego alimentado por un sentimiento sin lugar en el mundo, la sangre limpia sellando su alianza. Una lágrima se deslizó por la mejilla de la dama hasta humedecer sus labios. -Como una mañana de pájaros, así es la vida del hombre murmuró antes de continuar su camino hacia el higueral de Sara la Goda. Sven levantó la espada del adversario vencido, que le pertenecía como botín de guerra, y profirió un grito de victoria que sonó tan inhumano como el rugido de una fiera. Con la espada en alto se volvió hacia los enviados del Papa con una sonrisa cruel y la mirada heladora de la fiera aún no saciada. Era el turno de Guido. El joven caballero, que todavía no se había estrenado en la lucha desde que veló sus armas, se desasió bruscamente del abrazo de Isbela y desenvainó su espada. Parecía tranquilo, pero en su corazón lo consumía la cólera y lo abrasaba la sed que sólo se calma con la sangre del enemigo. -¿Estas dispuesto? -le gritó Sven, que ahora empuñaba su espada francesa. El joven caballero embrazó el escudo y se adelantó, en guardia. Ya había vencido a Sven una vez, en el torneo provenzal, aunque nunca supo si el mérito era de Pedro el Raposo, que le había

aconsejado aquellas mañas impropias de un caballero. Ahora Pedro no estaba para auxiliarlo, pero quizá la suerte volviera a sonreírle. Los contendientes se alejaron del cadáver de Lucas de Tarento para que no les estorbara el combate. El primer movimiento lo hizo Guido, que lanzó un furioso tajo sobre el guerrero rubio. Sven, más tranquilo y más hábil, se desvió de su trayectoria e interpuso su espada en la diagonal para terminar de desviarlo. No contraatacó. Simplemente sonrió mostrando sus dientes crueles y balanceó la espada en espera del segundo ataque. Jugaba con Guido como con un niño. El segundo tajo de Guido fue más directo y entró por la izquierda al tiempo que empujaba con la punta de su escudo. Sven reculó, detuvo el ataque con el escudo y aprovechando el impulso de su enemigo, que no le permitiría modificar la trayectoria, le lanzó un planazo por la derecha que acertó plenamente en el costado de Guido. El joven caballero trastabilló y tuvo que apoyar una rodilla en tierra. Sven giró hacia el lado opuesto y propinó una patada lateral en la pierna de su adversario que se mantenía erguida. La articulación de la rodilla chascó como una rama seca pisada por un buey. Esta vez Guido se desplomó de espaldas con una mueca de dolor. Sven le pisó la espada inmovilizándola y apoyó la punta de su arma bajo la barbilla del caído. -Vas a morir, muchacho -dijo con voz tranquila. Guido le lanzó una mirada furibunda. -¡Vas a morir! -repitió al tiempo que lo presionaba ligeramente sobre la tráquea. Morgana se había alejado por el camino de la floresta, pero volvió la cabeza y comprendió que Guido estaba a punto de morir como había muerto Lucas, su señor. La Dama Azul se apiadó de Isbela, o quizá se apiadó del amor mismo, del recuerdo del amor que abrasaba sus venas en otro tiempo. Sven levantó la mirada hacia el cadáver de su antiguo maestro, con el que había combatido en Hattin, al que había protegido y por el que se había sentido protegido tantas veces en Tierra Santa. Ahora

era un mercenario a punto de cumplir su encargo: acabar con los enviados del Papa y arrebatarles las piedras dragontías. Ése era el galardón del desafío por el que recibiría una cantidad de oro que le permitiera vivir en la abundancia el resto de sus días. Había pensado en regresar a Alemania y adquirir una finca junto a un lago, ver encañar el centeno, ver dorarse las manzanas, ver a los gansos sacar a sus crías, a los esclavos reproducirse mientras él se dedicaba a la caza, a extender su semilla en las muchachas de la comarca y a entrenar halcones. Todo eso dependía de que en aquel momento hiciera lo que se le había encomendado. Ese era el pacto con Asmodeo de Sinán. Lo que hizo fue levantar el acero y envainarlo. Se inclinó y ofreció su mano al caído. Guido, incrédulo, se dejó ayudar. -Apoya tu mano en mi hombro -le dijo-. Esa pierna tendrá que arreglarla un concertador de huesos. No es grave. Grontal y Gorgo se acercaron para ayudar a su amigo. Acudió Isbela y abrazó al muchacho con los ojos arrasados de lágrimas. La muchacha se volvió hacia Sven. -Gracias -le dijo-: Que santa María te lo premie. El guerrero rubio se encogió de hombros. Clavó la espada de Lucas de Tarento en tierra, les volvió la espalda y marchó. Sólo había caminado unos pasos cuando recordó algo y se volvió hacia Cantacuzanos. Introdujo dos dedos en la limosnera que pendía de su cintura y extrajo algo. -Monseñor -dijo-, necesitarás esto para tu magia, ¿no? Lanzó un pequeño objeto al aire. Cantacuzanos lo atrapó al vuelo. Era la piedra Honda. El clérigo tenía las doce piedras en su poder. Ahora podía componer el Pectoral Sagrado. Estaba en condiciones de cumplir las funciones del Resh Galutha, comparecer ante la Mesa de Salomón y evocar el Shem Shemaforash. Imprimiría un quiebro en la historia, gracias a él la Cristiandad prevalecería sobre el Islam. Ahora tenía en su

poder la magia de Dios. La emoción le ahogó la voz en la garganta. Iba a preguntarle al guerrero del mal por qué había renunciado a la victoria, pero ya se había alejado a caballo en dirección al norte.

CAPÍTULO

LXXX.

Las piedras engastadas en el pectoral conducían al secreto escondite de la Mesa de Salomón, el recóndito sanctasanctórum en el que la habían ocultado los obispos Totila y Rufinus en tiempos de la invasión sarracena. Los viajeros anduvieron cuatro leguas, con una parada en el manantial de Regomello donde bebieron agua y permitieron abrevar a las bestias. Al final del camino subieron las cuestas que conducen a la ciudad de Arjona, alta sobre un cerro, una isla blanca en medio de un océano verde de olivos, higueras, allozares, prados y campos de pan. El hombre que guardaba las puertas los invitó a seguir sin preguntarles quiénes eran o adónde iban, ni cobrarles fielato. Tomaron una calle pina, empedrada, y se encaminaron a la parte alta del pueblo, a la alcazaba redonda. Pegada a los muros de tapial y mampuesto se elevaba la antigua ermita mozárabe de san Nicolás, el guardador de los tesoros, el patriarca que pastorea las tres esferas. Estaban en el lugar antiguo que había recibido cultos desde los tiempos de la Abominación, como testimoniaba la esfera de piedra asentada junto a los muros de la fortaleza, vestigio del antiguo templo matriarcal. Los viajeros ataron las riendas de sus cabalgaduras en las argollas exteriores. La puerta ferrada de la ermita chirrió al girar sobre sus goznes. El templo estaba desierto y en penumbra. Bajo la supervisión de Cantacuzanos, Grontal y Gorgo empujaron la pesada losa que coronaba el altar hasta desplazarla lateralmente. Debajo apareció la boca de un pozo estrecho cerrada con una tapa de piedra con su argolla de bronce. La asieron, tiraron de ella y abrieron el pozo. Ascendió un olor a humedad y a verdín no del todo desagradable. Descolgaron un farol atado del extremo de una cuerda. El pozo no era muy ancho, apenas lo suficiente para que por él descendiera una persona no demasiado voluminosa. Estaba construido de mampuestos en

hileras, con algunas piedras planas saledizas a intervalos regulares que servían de escalera. En el fondo había agua, pero por encima de su nivel el farol alumbró una bocamina cubierta con una bóveda. Descendieron, primero Guido, que cojeaba a causa de su pierna lastimada y tras él, temblando de emoción o de miedo, Cantacuzanos. Se internaron por un corredor salitroso y húmedo de techo tan bajo que los obligaba a avanzar inclinados, el farol por delante, iluminando un piso irregular, salitroso y crujiente que nadie había hollado desde hacía siglos. Accedieron a una cámara algo más espaciosa, que tenía al fondo una escalera con peldaños anchos y elevados, tan desgastados por el uso que les resultó difícil escalarlos. Penetraron en una cueva contigua. A la luz de las lámparas comprobaron que el final del túnel no era de mampostería, sino de piedra arenisca excavada en la entraña del monte. Nuevos peldaños estrechos y tortuosos se perdían en la oscuridad. Llegaron a un portal esculpido en la roca y minuciosamente decorado con signos antiguos. -La Séptima Puerta -murmuró santiguaba a la bizantina.

Cantacuzanos

mientras

se

La traspasaron. El aire era denso y en él flotaba un remoto efluvio de flor. Las voces despertaban ecos lejanos. Guido levantó la lámpara: estaban en una gruta natural inmensa, con estalactitas y estalagmitas, cuyos techos no alcanzaban a iluminar. Prosiguieron la marcha tropezando a veces en el suelo irregular, rodeando las enormes formaciones minerales que se alzaban como los pilares de una catedral. A trechos, breves hilillos de agua resbalaban sobre los muros. En otras partes goteaba el mineral formando delgadas columnas y caprichosas figuras: El terreno descendía. Al fondo de la cuesta percibieron un resplandor semejante al reflejo de la luz de antorchas en la lejanía. Quizá aquella pendiente desembocaba en una charca o en una corriente subterránea que recibía la luz del exterior. Las palabras se agrandaban en la gruta y volvían magnificadas y rotas en mil susurros, emanaciones de la montaña misma. Así llegaron al final de la cuesta y comprobaron que las luces que creyeron percibir eran millones de insectos fosforescentes que pululaban sobre sus cabezas.

Tres pasadizos les salieron al paso, como las tres ramas de un camino que se abre. Cantacuzanos escogió el de la derecha. Lo siguieron unos cientos de pasos hasta que desembocaron en otra gruta cubierta de alta bóveda en cuyo centro se remansaba un lago de aguas quietas y transparentes. Al otro lado del lago un pasadizo angosto los condujo a una chimenea por la que se despeñaba un rumoroso manantial de aguas calientes que al estrellarse con la roca viva de la base se deshacían en una nube de agua. Pasado el torrente accedieron a una nueva gruta, mayor que las precedentes, a juzgar por los ecos que devolvía. -Simurg, el castillo de la luz -dijo Cantacuzanos con la voz rota por la emoción-, el lugar donde el hierro se torna del color de la carne. En aquella sima no era la luz amarillenta mortecina de las lámparas de aceite lo que los iluminaba, sino la luz limpia y clara que mana del prodigio. De pronto otra luz se hizo en los corazones. Habían llegado a la última cámara, al lugar donde el espíritu del Poder velaba el sueño de los siglos en la Mesa de Salomón Un vivísimo resplandor levemente azulado emanaba del centro y descubría los ámbitos de la sala. No era la luz de un astro ni la de mil lucernas laboriosamente encendidas, era una luz espectral y consistente, como niebla fosforescente y tierna, que se derramara de un punto elevado, medio oculto entre un semicírculo de enormes pilares semejantes a nervudos árboles que elevándose del centro parecían sostener, como un palio, la inaccesible techumbre. La luz se dispersaba por entre aquellas columnas y descendía hasta el nivel del entorno algo más bajo, niebla encendida con la consistencia de un lento venero de espectrales aguas. Guido y Cantacuzanos permanecieron en un ángulo de la gruta contemplando el prodigio, arrobados. La pierna de Guido había dejado de doler. Palpó la región donde un rato antes lo atormentaban las punzadas, hundió los dedos entre los huesos y comprobó que había sanado por completo.

Una alta gotera se desplomaba sobre un charco próximo y el rítmico sonido que producía era como el cristal levemente tañido, lo que hería el silencio y otorgaba extraña sonoridad al lugar. -Jakim y Boaz -murmuró Cantacuzanos, y se postró sobre las piedras, tembloroso. Del zurrón que llevaba a la espalda sacó una vestidura de alba blanca que Guido le ayudó a ponerse. Sobre ella, en el pecho, se ajustó la placa de oro en la que se engarzaban las doce piedras dragontías: La Fogosa, la Intrincada, las tres hermanas de san Todaro, la Manchada, la Luciente y la Nuececita; la Templada, la Reluciente, la Melada, la Peregrina, la Honda, la Granito y la Dolorida. Ataviado de esta guisa, se aminoraron un poco sus temblores. -Así se acercaba al misterio el Resh Galutha -susurró, hablando consigo mismo-. Toda la vida esperando este momento. ¡Gracias, Señor...! Se levantaron y avanzaron con precaución, dejando atrás las inútiles lámparas sobre el polvo. Llegaron al centro de la luz entre las columnas de piedra que parecían la entrada, sobre tres gradas que no se distinguía bien si eran talladas por la mano del hombre o naturales, tan desgastado estaba el antiguo altar. La morada de la Mesa de Salomón. Circular, liso, con una concavidad en el centro en la que brillaba una extraña gema, un rubí grande como un huevo, rojo intenso, pero blando, como un corazón de piedra roja, que latía acompasadamente, y a veces desaparecía bajo su propio surtidor de oscura sangre. Guido miró la placa de oro, la superficie minuciosamente decorada con signos y letras en torno a una gran exalfa, el trabajo de tres ángeles metalúrgicos y orfebres, según la tradición, que obraban para el rey Salomón. Cantacuzanos había enmudecido. De rodillas, presa de temblores, murmuraba sus conjuros o quizá rezaba.

Guido se mantuvo detrás, a respetuosa distancia. Después de un rato, el griego se levantó, se acercó hasta el borde mismo del espejo y desplegó el saco de seda en el que envolverían la venerable reliquia. El auxilio de la Cristiandad, pensó Guido. El resplandor que emitía el objeto creció como si mil soles se concentraran en él y la palpitación de la joya central, la Madre de las Sangres, se hizo más rápida; el surtidor de sangre, más intenso. Guido cerró los ojos, deslumbrado por la hiriente luz, y retrocedió unos pasos, desconcertado, con una sombra de pavor en el pecho. Cantacuzanos, los ojos abiertos al borde del espejo, como de un abismo, se inclinó sobre la reliquia y vio en la lámina de oro el reflejo de las doce piedras dragontías que llevaba en el pecho. Comenzó a descifrar los misteriosos arcanos. Transcurrió una hora. Guido, cegado por la intensa luz que crecía y llenaba la sala, se había retirado a la entrada del pasadizo y desde allí, a través de un velo echado sobre sus lastimados ojos, asistía al extraño portento: Cantacuzanos estaba ahora inmerso en la luz, ardía en el centro de una hoguera de llamas frías que no parecían consumirlo y continuaba sus operaciones, ajeno al mundo. Después de largo rato se volvió hacia Guido y descendió los tres peldaños con el paso vacilante de un autómata. El brillo del espejo lo había impregnado y lucía como si la luz brotara de su interior, como si un halo de invisibles llamas azules surgieran de él y lo ungieran. Su rostro y su persona se habían transfigurado. Parecía más limpio y elevado, como un espíritu desprovisto de toda material sustancia. -Amigo mío, tendrás que regresar solo -le dijo al muchacho-. Yo me quedaré aquí velando la Mesa y la sabiduría. La Mesa está más allá de los hombres, de los dogmas, de las guerras y de las mezquindades de los gobernantes. Ante la inmensidad de los abismos que contiene no hay causa que merezca la intercesión de su poder, por eso las cuitas del mundo que aquí nos han convocado seguirán su curso y el Poder no intervendrá en ellas, ni el Nombre las modificará. Guido comprendió.

-Regresa y sé feliz -le dijo el clérigo posando su mano ardiente sobre la cabeza a guisa de bendición. Cantacuzanos regresó a la hoguera y se perdió en medio del resplandor. Guido comprendió que era inútil prolongar la espera. El mago no iba a regresar. Lanzó una última mirada al milagro y regresó solo a la superficie. Grontal y Gorgo empujaron la piedra detrás de él, tapando nuevamente el pozo y sus galerías. Salieron al exterior, a la explanada del alcázar de Arjona, que estaba desierta. Desde el mirador de la esfera de piedra contemplaron los campos que se prolongaban hasta las montañas azules y grises del fondo, la Sierra Morena. -Tenemos que despedirnos -dijo Guido. Sus compañeros asintieron con tristeza. Salieron de la ciudad y tomaron distintos caminos. Guido e Isbela hacia Beaucaire, el lugar de la muchacha, donde vivirían felices el resto de sus vidas; Gorgo y Grontal hacia las montañas del norte, donde los inviernos son largos y los bosques espesos se cubren de nieve, aunque, si les pillaba de camino, visitarían a la abadesa de Conouvert y pasarían a su amparo una temporada. -Al Papa y a los reyes de la Cruzada no les hará ninguna gracia observó el enano. El semiorco se rió con su risa franca y escandalosa. -¡El jodío, cómo aprende! -reflexionó Grontal, palmeando la ancha espalda, llena de cicatrices, de su amigo. FIN

DRAMATIS PERSONAE ABADÁN DE SUPPAR. Familia de enanos de Arabia, emparentada con la estirpe de Hozam. ABU BAKÚ. Suegro de Mahoma, seguido por los chütas. AHMED IBN FARASH. Famoso poeta sarraceno de Jaén.

AIMERY DE LITMOGES. Patriarca de Antioquía. ALAIN. Caballos de Sven le Berg. Era blanco ceniza, con una mancha negra en la frente que Sven le acariciaba melancólico cuando recordaba algunos lances de su juventud. Ya había renunciado al amor. ALAIN DE COMINGES. Señor de Lavet y decano de los nobles provenzales que visitan a los Baux. Solía cazar perdigones con liga y era de natural pacífico. ALAIN DE MONFRA, conde de Pierrepertuse. Rey de armas de los Baux y amigo de Berenguer. ALEJANDRO MAGNO. Rey de Macedonia que cortó el nudo gordiano, conquisto oriente hasta la India e incendió Persépolis, las malas lenguas dicen que por capricho de una concubina, pero no es de creer. ALÍ. Primo y yerno de Mahoma y rival de Abu Bakú. Seguido por los sunnitas. AMARO. Conde cruzado, antiguo superior de Sven le Berg. ANATH. La diosa reina de los cielos, hija de El y Ashtoreth. ANDRÉS. El caballo de Guido de Saint Bertevin. Cuando se acercaba tormenta o escuchaba el silbato de un castrador, arrimaba la grupa al muro más cercano y no había quien lo despegara hasta que pasara el peligro. Por lo demás, era manso. ANDRÉS DE MERENS. Tío de Isabela, gran cazador. ANDRÓN. Jefe de los forajidos que atacan a Sven le Berg en una posada de Highbridge. Había sido aprendiz de carpintero, pero lo echaron porque ponía bisagras en los dos lados de la puerta. ANDRÓNIKO ARGOS. El nuevo patriarca de Constantinopla, «hinchado de viento, como un fuelle», lo describe el cronista Constantos Papatekos. ANDROS MARMITAKOS. Cocinero del logotetes de Nicomedia y amigo de Pedro el Raposo. Algunos autores lo consideran autor de la salsa chipriota, precedente de la mayonesa, que emulsionaba con leche de burra y unas gotas de savia de higuera, lo que en los manuscritos bagdadíes se anota como «leche del Pontífice». Vaya usted a saber. ÁNGELO. Primer emperador de Constantinopla. Permitió a Moshé ben Abra construir su academia. Fundador de la dinastía de los Ángelos. ÁNGELO PISANI. Legado papal en la Serenísima República de Venecia. Era cojo del izquierdo y usaba coturno. ÁNGELOS. Actual dinastía de los basileos, emperadores de Bizancio. ARTÍSAL. Famoso caudillo cartaginés que conquistó gran parte de Italia y derroto repetidamente a los romanos, aunque al final resultó derrotado en Zama. ANTIDEO. Fugitivo de la guerra de Troya que llevó las piedras anglias a Albión. ANTOS LAPOROS. Mercader, armador y capitán de La Golondrina Risueña, en la que navegan Lucas y su grupo a Constantinopla. ANTULFAS. Gigante que habita en la isla de Oland. Grontal debe matarlo para que la Templada reaparezca. Lo más notable era el miembro viril que, según las Eddas, lo tenía como un narval marino. ARGANTONIO. Antiguo rey de Tartessos que se dice que vivió cientos de años y amistó con los griegos. ARISTOTIL. Famoso pensador griego también conocido como Aristóteles. Dijo que la mosca tiene cuatro patas, y su prestigio era tan grande que nadie osó contradecirlo en mil años, aunque es evidente que la mosca tiene seis patas. ARNAUT DE VENTADOUR. Trovador del valle de los Baux. Se perfumaba un poco más de la cuenta. ARTEMIDORO. Pagano que peregrinó al famoso santuario del Cabo Sagrado y dejó constancia de la adoración de las piedras. ARTURO PENDRAGÓN. Legendario rey de Inglaterra. Sus cuescos olían a almendra quemada, lo que entre los pictos es señal de realeza. ASHERA. Diosa de la sabiduría de los cananeos. En sus templos se practicaba la prostitución ritual. El rito exigía que una vez en su vida las devotas acudieran de velo y misal y se sentaran a esperar en la antesacristía hasta que un forastero ojeaba el género, entregaba una moneda de plata a la escogida, la tomaba de la mano y la llevaba a un reservado donde copulaba con ella según la

norma fenicia, cinco culadas rápidas con la mujer debajo y el resto del coito hasta el orgasmo rugidor con la mujer encima, las tetas sueltas que se balanceen. Las más agraciadas cumplían el rito el mismo día, pero se dieron casos de feas que tuvieron que aguardar meses. ASHERAH. Otro nombre de la diosa Ashtoreth. ASHTORETH. Diosa hebrea, anterior a Yaveh y esposa de El. ASMODEO DE SINÁN. Mago y sabio armenio, practicante de la magia libre. Padre adoptivo de Besante. Aliado con Sven le Berg, busca las piedras dragontías para sus propios fines.. ATILA. Famoso caudillo huno, llevaba la piedra Templada en su espada. Se decía que donde pisaba su caballo no volvía a crecer la hierba, lo que no está probado. Le reventó la arteria carótida en su noche de bodas, incidente que fue muy celebrado en toda la Romanía. BAAL. Dios heredado de la Abominación y adorado por los fenicios. BANQUERI. Profesor de música del conde Trencavel. BANU UDRA. Tribu de Arabia donde se originó la moda del amor cortés. Trataban las orquitis con aceite de romero untado en los pies. BARUJ CHAPRUT. Famoso médico judío de Toledo, perteneciente a una larga estirpe de éstos. Es el poseedor del secreto de Pedro el Raposo. BARUJ MEIR. Rabino y cabalista de Praga. Padre adoptivo de Pedro el Raposo. BAUX, Los. Familia rival de los Merens que invade el feudo de éstos y secuestra a Hugo. Estaban considerados unas malas bestias. BELISARIO. Famoso general bizantino que amplió considerablemente los dominios del imperio. Era eunuco y cada vez que ganaba una batalla decía su fórmula: «Echándole cojones». Robert Graves escribió su biografía novelada. BERENGUER DE BAUX. Primogénito de los Baux. Hombre cruel y aficionado a la trova. Mató a su esposa al enterarse de su infidelidad con Guillem de Cabestanh. Quiere casar a Isabela con su hermano Blas. BERRIENDA, LA. Prostituta de Pera, amiga de Expira Candente y de Holgada. Se le atribuye la invención del trentuno (copulación con treinta y un hombres en una sola sesión de no más de doce horas). BERTRAND. Obispo de la Provenza que visita a los Baux. BESANTE. Hijo adoptivo de Asmodeo de Sinán, que éste adquirió por un besante bizantino, de ahí su nombre. BLAS DE BAUX, EL BOBO. Hermano menor de los Baux. De cortas luces, cree ser el prometido de Isabela de Merens. Terminó su vida de portero en un convento donde lo mantenían de caridad. Sabía trenzar las ristras de ajos como nadie. BÓREAS. Uno de los vientos, el que transporta a Guido a Inglaterra. BRIAREO. Gigante legendario que ocupó la isla de Otland antes de que llegara Antulfas. Aparece en el Quijote. BRON. Verdadera identidad del Rico Pescador. Cuñado de José de Arimatea, herido accidentalmente con la lanza de Longinos. BRUNEQUILDA SMUDSEN. Viuda vikinga, amante de Grontal. Era cariñosa y agradecida y, cuando entraba en faena, se le ponía un sudorcillo viscoso por la rabadilla y otro que le perlaba el bozo rubio. Muy reidora. CARLOS DE VERDON. Uno de los nobles provenzales que visitan a los Baux. Terminó sus días en el convento de Kalamata y fue el inventor del injerto de tijereta. CARPÓN. Monstruo marino hermafrodita, hijo de Leviatán. Hay uno en cada mar. El contramaestre de la fragata alemana Emdem divisó uno y lo dibujó y describió, pero sus apuntes se perdieron cuando la flota inglesa hundió el barco. CASA DE DAVID, LA. Los descendientes del legendario rey de los hebreos. Se cree que el rey Jesús tuvo un hijo póstumo que la reina María de Magdala crió en Francia y por ahí se ha prolongado la estirpe, en secreto, hasta nuestros días. CHRETlEN DE TROYES. Conocido trovador provenzal, predicador del amor cortés. Escribió Perceval o el cuento del Grial. COMMENOS. Antigua dinastía de los basileos, emperadores de Bizancio, rubios azafranados.

CONRADO DE MONFERRATO. El defensor de Tiro y actual sitiador de San Juan de Acre, candidato al trono apoyado por el rey Felipe Augusto y rival de Guido de Lusignan. CONSTANTINO EL GRANDE. Fundador del Imperio de Bizancio. La capital fue bautizada Constantinópolis en su honor. CONTO DE BRIGNOLES. Uno de los nobles provenzales que visitan a los Baux. CORNARO, Los. Poderosa familia veneciana. Traficaban en clavo, pimienta y oro del Sudán. COSROES. Rey persa de la antigüedad, constructor del Templo de los Arcos, cuya fama originó en Occidente las tradiciones del castillo del Grial. CUNQUEIRO. Gallego, miembro de la academia de la cábala de Constantinopla. Tiene el poder de hacer aparecer muertos ante su presencia. Se reencarnó en el escritor Alvaro Cunqueiro muerto en Galicia en 1982. Me lo lean. DAEMON. Sacerdote de la antigüedad, adorador de Nasaq y creador de la llamada «magia libre». DAMA AZUL, LA. Misteriosa mujer que seduce a Lucas de Tarento. El caballero Lucas, allá donde esté, espera algún día juntar los labios con los de la dama. Se apareció por última vez en Jerez de la Frontera. DAMA DE LA ROSA AZUL. Otro nombre de la Dama Azul. DARÍO EL GRANDE. Famoso emperador persa que guerreó con las polis griegas sin mucha fortuna. DIANA. Diosa romana de la caza. Tiene mal pronto y donde pone el ojo pone la flecha. Suele representársela con un pecho fuera, muy bonito. DMITROS LAKRITES. Reputado poeta bizantino. DIOS. Ser supremo, de carácter eminentemente viril. Representa la masculinidad y la belicosidad. El culto a éste, en sus diferentes aspectos, reemplazó al de la Diosa. DIOSA. Divinidad primigenia, eminentemente femenina. Representa la fertilidad y la armonía con la Naturaleza. Fue depuesta y casi olvidada por el culto a Dios, para desgracia de la Humanidad, que desde entonces anda de cabeza. DIOSA MADRE, LA. La Diosa en su aspecto materno. Engendra hijos cíclicamente con el Rey Sagrado. DOMÉNICO ASTOLFI. Patricio, antiguo propietario de la casa de Muley Osmán en San Juan de Acre. DOMÉNICO MATEO. Famoso guerrero veneciano, fundador de la dinastía Mocénigo. Le gustaban las empanadas de lamprea regadas con chianti de la casa Rufino. DUQUESA DE SELVO. Noble veneciana del pasado, y de gran belleza y gustos refinados. Se dice que su fantasma es la Dama Azul. EL. Antiguo dios hebreo, esposo de Ashtoreth. ELENA DE TROYA. Bella mujer de la antigüedad, seducida por Paris. Muerta eminente convocada por Cunqueiro. ENRIQUE DÁNDOLO. Gran dux de Venecia. Quedó ciego por un conjuro. ENRIQUE DE PLANTAGENET. Padre de Ricardo Corazón de León. ERIC EL TERRIBLE. Conocido vikingo de Gotland. ESCIPIÓN EL AFRICANO. Cónsul romano que derrotó a los cartagineses. ESTHER. Heroína bíblica del pueblo de Israel. Muerta eminente convocada por Cunqueiro. ESTRABÓN. Famoso geógrafo e historiador griego. EXPIRA CANDENTE. Prostituta de Pera visitada por Grontal. EXPIRA FRÍGIDA. Nuevo nombre que recibe Expira Candente tras la visita de Grontal. FEDERICO BARBARROJA. Rey de Alemania, muerto accidentalmente al atravesar el río Salef, camino de Tierra Santa. FELIPE AUGUSTO. Rey de Francia. Primo y enemigo acérrimo del rey Ricardo. FOCIO. Patriarca de Constantinopla que acusó de herejía al Papa de Roma. FOIX. Familia noble de Bretaña. FUSTA. Familia de armadores italianos. GERIÓN. Gigante que habitó unos acantilados cercanos a Giribaile y maldijo esas tierras antes de morir a manos de Hércules. Tenía tres cuerpos y tres cabezas.

GIL BAILE. Noble godo que pactó con los moros. Propietario de un castillo cercano a Giribaile, pereció en un desafortunado accidente y dejó viuda trigueña en la edad de los sofocos y un par de hijos, a cual más vago. GIORGIO BONAFEDE. Capitán albanés que recoge a Sven le Berg en la ruta a Venecia tras ser éste robado y echado por la borda. Cuando se retiró del mar puso una casa de baños y un mesón especializado en salchichas chipriotas. GIORGIO QUERINI. Secretario de cartas latinas del dux de Venecia. Guarda en su alcoba las tres piedras verdaderas de san Todaro. La llave del cofre la custodia su infiel esposa. Leía a Homero en griego y soñaba con ser Héctor, el desgraciado. GODOFREDO DE PLANTAGENET. Abuelo de Ricardo Corazón de León. GORGO. Semiorco galeote al que rescata Guido de Saint Bertevin en un naufragio. Se une al grupo de Lucas de Tarento. Era buena gente, pero limitado. GRONTAL. Enano de la estirpe de Hozam. Capataz de los zapadores del rey Enrique, alistado a la fuerza por apoyar las insurrecciones helvéticas. Acompaña a Lucas de Tarento en su misión. Terminó su vida de portero de la abadía de Conouvert, en Francia, por enchufe con la abadesa. GUIDO DE LUSIGNAN. Sitiador de San Juan de Acre, candidato al trono apoyado por el rey Ricardo y rival de Conrado de Monferrato. GUIDO DE SAINT BERTEVIN. Aprendiz de caballero recién llegado a San Juan de Acre. Discípulo de Lucas de Tarento, acompañará a éste en su misión. GUILLEM DE CABESTANH. Trovador de la Provenza y amante de la señora de Baux. Berenguer lo mató al enterarse de sus amoríos. GUY DE FORBES. Ingeniero del rey Ricardo. Inventó una polea con la que se podía alzar el señor de Comingues, herniado de la ingle, hasta la altura del percherón holandés que cabalgaba cuando salía a matar moros. HASDAY BEN CHAPRUT. Discípulo del talmudista Moshé ben Hanok, llegó a ser ministro del califa de Córdoba y gran visir. HASID. Jefe sarraceno hospedado en la casa de Muley Osmán. HASSAN IBN SABAH. Nombre propio del Viejo de la Montaña (véase). HE. El dios hijo de El y Ashtoreth. HERACLIO. Emperador de Bizancio que invadió Persia, destruyó el Trono de los Arcos y recuperó las sagradas reliquias. HOLGADA, LA. Prostituta de Pera, amiga de Expira Candente y de Berrienda. Cuando cumplió los cuarenta se retiró del oficio y halló empleo en las cocinas del monasterio de Paros, donde atendía a sesenta y seis monjes y veinticuatro novicios. HOMERO KARTENOS. Reputado estratega bizantino. HORÓN. Rama de la familia de Grontal que habita en Gotland. HOZAM. Fundador de la estirpe de enanos a la que pertenece Grontal. HUGO DE MERENS. Padre de Isabela y señor de Beaucaire. Murió feliz rodeado de una caterva de nietos. Se le daba muy bien la jardinería. HUSSEIN. Hijo y sucesor de Alí, asesinado por los sunnitas. ÍMPETU. Uno de los dos hermanos que forma el viento Impetuoso. IMPETUOSO. Un viento, sobre el que monta Grontal. ISAAC. Último nombre que Asmodeo de Sinán da a Besante. ISAAC ABRANEL. Reputado cabalista de Toledo, amigo de Baruj Meir. ISAAC II EL MAGNÍFICO. Actual emperador de Bizancio, de la dinastía de los Ángelos. ISABELA DE MERENS. Maga semielfa francesa, nacida en Beaucaire, hija de Hugo de Merens. Tenía la mirada dulce y unos ojos de color de la miel que azuleaban por la noche. Raptada por Muley Osmán. Acompaña a Lucas de Tarento en su misión. Gran flechadora. ISAK. Marinero del ballenero que lleva Sven le Berg a la isla del Hielo Ardiente. Se opone a este viaje y le dan matarile. ISMINA DE TÚNEZ. Comadre famosa por sus conjuros de amor. JACOBA. Bisabuela común de Ordoño Matamoros y Nuño de Puñonrostro. A decir de éstos, emparentada con los reyes de la Cristiandad.

JESÚS (o «Jesucristo» o «Cristo»). El hijo de Dios para los cristianos. JORGE CANTACUZANOS. Clérigo, polemista y mago griego huido de la Iglesia de Oriente y al servicio del Papa. Acompaña a Lucas de Tarento en su misión. JOSÉ DE ARIMATEA. Rico mercader hebreo, anfitrión de la última Cena. Fletó la nave en que María Magdalena huyó a la Provenza y fue con ella. Posteriormente fundó la primera iglesia dedicada a esta María, en Inglaterra. JUAN DE VENOSQUE. Conde, uno de los nobles provenzales que visitan a los Baux. Era un poco tartaja y sólo hablaba cuando no había más remedio. JUAN SIN TIERRA. Regente y tirano de Inglaterra tras la partida a las Cruzadas del rey Ricardo, su hermano. KEOPS. Antiguo faraón, constructor de pirámides y rey de los dos Nilos. KLAUS NOORGEN. Campesino que acoge a Grontal tras su aterrizaje en Gotland. KRAGERSTOMIR. Legendario dragón de Inglaterra, padre de Krastig. KRASTIG Monstruoso jabalí gigante, hijo de Kragerstomir y que vigila la Floresta Tenebrosa. KRISNOR EL DE HIMPARIR. Abuelo de Grontal. LAGARTO, EL. Dragón que guarda la piedra Dolorida en un manantial de la parte antigua de Jaén. LÁZARO, EL RESUCITADO. Hermano de María Magdalena y Marta. Huyó a la Provenza con ellos. LENUDESEN. Jefe de los vikingos que, en el pasado, adquirió la Templada de los orcos. LEONOR DE PLANTAGENET. Madre de Ricardo Corazón de León. Divorciada del rey de Francia y casada con Enrique de Plantagenet. LEVIATÁN. Monstruo de las profundidades, padre de Carpón. LIXOS DE TAROS. Famoso estratega de la antigüedad al que se atribuye el perfeccionamiento de la gastafreta o ballesta griega. LONGINOS. El legionario romano que alanceó el costado de Cristo y luego se hizo cristiano. El centurión le retiró la paga. LUCAS DE TARENTO. Caballero ex templario, antiguo maestro de Sven le Berg y ahora tutor de Guido de Saint Bertevin. Rescata a Isabela de Merens y es enviado por el rey Ricardo en busca de las piedras dragontías. LUCRECIA. Famosa romana que se suicidó para demostrar la honestidad de sus compatriotas mujeres. MACARO. Marinero fanfarrón al que mata Sven le Berg en una taberna de Patrás. MAHOMA. Profeta, fundador del Islam. MARÍA DE MAGDALA. Otro nombre de María Magdalena. MARÍA JACOBEA. Una de las Tres Marías. MARÍA MAGDALENA. Una de las Tres Marías, esposa de Cristo y madre de la Sangre Real. Huyó de Judea y se estableció en la Provenza. MARÍA SALOMÉ. Una de las Tres Marías. MARTA. Hermana de María Magdalena y Lázaro. Huyó a la Provenza con ellos. MATRONIT. Otro nombre de la diosa Shekinah. MENELAO. Griego que fue enemigo de Antideo. MILOTTO BORTANECHI. Mago italiano, antiguo compañero de Jorge Cantacuzanos. Transporta mágicamente a Grontal hasta Hiperbórea. MOCÉNIGO, Los. Dinastía veneciana, descendientes de Doménico Mateo. Inventaron el interés bancario al treinta por ciento. MOHAMED IBN FIRZI. Alcalde de Cazorla. Vivía divinamente en aquel pueblo tan hermoso. MOHAMED HABIBI. Pícaro buscavidas que parte de Kalsa en busca del Viejo de la Montaña. Posteriormente, muhaidín que entra al servicio de Muley Osmán para dar con Sven le Berg. Era el patrón de los gafes, aunque nunca se le levantó capilla por miedo a los terremotos y a los incendios. MORGANA. Hechicera, esposa de Arturo Pendragón. También fue la reina de Saba, que ofreció las doce piedras a Salomón, y la Dama Azul. MOSHÉ BEN ABRA. Judío fundador de la academia de la cábala de Constantinopla.

MOSHÉ BEN HANOK. Conocido talmudista mesopotámico que estuvo en la corte de un antiguo califa de Córdoba. Maestro de Hasday ben Chaprut. MUCIO SCÉVOLA. Famoso romano que se inmoló para demostrar su valor. MULEY OSMÁN. Capitán de corsarios y almirante de Saladino. Enterró un tesoro en una de las Islas Baleares en medio de una borrachera, y luego no supo en cuál. MULEY SINÁN. Patrono del padre de Mohamed Habibi. NAQAR. Uno de los aspectos de la Diosa en la antigüedad. NEPTUNO. Dios romano del mar. Se le representa con un tridente. NiCACOS. Inventor de Bizancio, famoso por sus bisagras de caperuza simple, entre otros ingenios. NOORGEN. Estirpe de cristianos vikingos que habita en Gotland. NUÑO DE PUÑONROSTRO. Noble castellano enemistado con su primo, Ordoño Matamoros, por la propiedad de una salina. NURGO. Orco guardián de Isabela de Merens en la torre Catalina de la isla Inquieta. La semielfa lo engañó miserablemente, lo que le costó el puesto. ODÓN EL CALVO. Capitán tunecino a sueldo de los Fusta que roba a Sven le Berg. ORDOÑO MATAMOROS DE LA PEÑA TAJADA. Noble castellano enemistado con su primo, Nuño de Puñonrostro, por la propiedad de una salina. OSO. Uno de los dos hermanos que forma el viento Impetuoso. PAOLO FUSTA. Patrón de Odón el Calvo. PARIS. Hijo de rey de Troya. Raptó a Elena, desencadenando la legendaria guerra. Muerto eminente convocado por Cunqueiro. PEDRO EL RAPOSO. Escudero de Lucas de Tarento. Ex ladrón y guerrero originario de Praga. PERFUMADA, La. Reina de las prostitutas del arrabal de Pera, Constantinopla. PILARA PALAZÓN. Mujer de Sierra Morena que se cree la reina de los iberos. Es gorda mochilona, tiene la sonrisa escorada y se tiñe el pelo de rojo. PISANI, Los. Poderosa familia veneciana. PLANTAGENET. Dinastía de los actuales reyes ingleses. PRINCESA DE NEVERS. Suegra del rey Ricardo Corazón de León. RAMAKOS EL SIMPLE. Enano que orienta a Grontal y al Raposo camino de Delfos. REY SAGRADO, EL. Representación de la masculinidad, muere cada vez que le da un hijo a la Diosa Madre y se reencarna en éste. RICARDO CORAZÓN DE LEÓN. Hermano de Juan Sin Tierra y rey de Inglaterra, venido a las Cruzadas. Enemigo de Saladino y de Felipe Augusto de Francia. Abría una herradura con las manos. Murió de la forma más tonta, de una rozadura infectada. RICO PESCADOR, EL. Enigmático rey que habita en un castillo mágico y se aparece a los caballeros en forma de un pobre pescador llagado. ROBERT DE SABLÉ. Amigo de Hugo de Merens y maestre de los templarios. RUFINUS. Junto a Totila, uno de los obispos que ocultó la Mesa de Salomón en tiempo de la invasión sarracena del sur de la península ibérica. RUFUS. Gigantón contramaestre que provoca y ataca a Sven le Berg en una taberna de Patrás. Un desgraciado, oiga. RUNTARIS. Famoso almirante de un antiguo califa de Córdoba. SALADINO. Líder de los ejércitos sarracenos que han tomado San Juan de Acre. SALOMÓN. Mago y sabio legendario, antiguo rey de Israel. SAN BAUDELIO. Patrón de Berlanga y vencedor de la serpiente Groya. Erigió su iglesia con ayuda de María Magdalena. Acabó con la idolatría druídica de la región y después se hizo ermitaño. SAN NICOLÁS. Santo guardador de tesoros y patriarca de las tres esferas. SAN TODARO. Santo muy venerado en Venecia, y de historia similar a la de san Jorge. SAN TRÓFIMO. Santo que acompañó a las Tres Marías, evangelizó parte de Italia y derrotó a Atila. SARA LA GODA. Esclava egipcia de María Magdalena que huyó a la Provenza con ella. Tiene una capilla en la iglesia de santa María y también se la conoce como «Sara

de los gitanos». Con el mismo nombre y apodo, la hija maldita de un conde cristiano que seduce a Sven le Berg en Cazorla. SATANÁS. El demonio rey de los infiernos para los cristianos. Serapis. Dios egipcio de la antigüedad, resultado de la unión de Apis, el dios buey. SHEKINAH. Diosa de los hebreos, esposa de Yaveh. Según los seguidores de la Abominación, es el resultado de la unión entre las diosas Ashtoreth y Anath, madre e hija. SIGFRIDO. Famoso héroe germánico que mató a un dragón. SINGERICO. Abad del monasterio de Giribaile. Inventó el chorrito de vinagre en la yema del huevo frito. SULAMITA., La. Sacerdotisa de los cultos infernales, anterior poseedora de la dragontía Fogosa. Amante de Salomón. SVEN LE BERG. Ex novicio de los templarios y antiguo discípulo de Lucas de Tarento. Caballero renegado seguidor de la Abominación. Va en busca de las piedras dragontías por encargo de Asmodeo de Sinán. Una mujer enamorada lo soñó con la cara verde y la boca roja. TARASCA, LA. Dragona mítica de Tarascón que custodiaba la piedra Reluciente y a la que mató Marta. TEODORO AKRITES. Anterior patriarca de Constantinopla. TEODOSIO. Antiguo emperador de Bizancio. THOT. Dios egipcio, el arquitecto y agrimensor que se encarna en el faraón. TOMÁS DE AGEN. Mago y adivino de la familia de Baux. Llegado de Roma tras pasar por París y el noviciado en Egipto. TOMASSO ALBINO. Mercader siciliano al que Odón el Calvo dice haber vendido las piedras que robó a le Berg. TOTILA. Junto a Rufinus, uno de los obispos que ocultó la Mesa de Salomón en tiempo de la invasión sarracena del sur de la península ibérica. TRAGANTÍA. Monstruo híbrido de dragona y mujer, poseedor de la piedra Granito. Seduce a Sven le Berg bajo la forma de Sara la Goda. TRENCAVEL. Conde de Tolouse. Acoge a Lucas de Tarento y su grupo y luego a Guido, que les sigue la pista. Encaprichado de una ondina. TRES MARÍAS, LAS. María Magdalena, María Jacobea y María Salomé, las famosas mujeres que velaron a Cristo al pie de la Cruz. TRIPLE MADRE, LA. Otro nombre de la Diosa. TURMON NOORGEN. Rey de los Noorgen, afincado en Nueva Roma. Dice a Grontal que conseguirá la Templada si éste derrota al gigante Antulfas. VALERY. Uno de los nobles provenzales que visitan a los Baux. VENUS. Divinidad del amor, aspecto de la Diosa en Arlés, entre otros sitios. VIEJO DE LA MONTAÑA, EL. Figura legendaria, fundador de la secta islámica de los asesinos. Sus diversos sucesores adoptan su nombre y título, perpetuando la leyenda. VIENTO. Nombre del caballo que Sven le Berg adquiere al huir de Venecia. VIENTO IMPETUOSO. Nombre con el que se hace pasar Sven le Berg ante el Viejo de la Montaña. VIRGEN MARÍA. La madre de Dios, para los cristianos. VOISIN. Anciano que estuvo al servicio de los Merens antes de la invasión de los Baux. YAVÉ (también parece con la grafía «Yaveh»). Dios de los hebreos. Según los seguidores de la Abominación, es el resultado de la unión entre los dioses El y He, padre e hijo. ZARATUSTRA. Profeta del mazdeísmo. GLOSARIO Abominación, la. Nombre que dan los seguidores de Dios a la Diosa y a cualquier práctica relacionada con ésta. Al-Andalus. Nombre que los sarracenos dan a la península ibérica. Albión. Nombre poético de Inglaterra.

Almorávide. Imperio africano formado por una confederación de tribus del desierto que llegó a dominar las tierras de Al-Andalus. Anacoreta. El practicante de una de las variantes del monacato cristiano. Mortifica sus carnes y lucha contra las tentaciones demoníacas. Anchoiade. Pasta de anchoas y aceite. Apatheia. El objetivo de los anacoretas: la paz interior, consecuencia del dominio de la pasión. Arca de la Alianza. Objeto mágico que guarda el secreto de la alianza entre Dios y la Humanidad. Arcadia. Lugar mítico y paradisíaco, antiguo santuario de los elfos en la Edad de Oro. Asesinos. Orden secreta de seguidores fanáticos del Viejo de la Montaña (véase maestros, compañeros y muhaidines). Atlántida, la. Tierra mítica, ya desaparecida. Avalon. Nombre dado a Glastonbury antes de la llegada de José de Arimatea. Dicho nombre se lo siguen dando los iniciados en la Iglesia verdadera. Baal Shem. Término hebreo para designar al Maestro del Nombre, el sumo sacerdote del templo de Salomón. Basileo. Emperador del Imperio Bizantino. Besante. Moneda bizantina. Buenos hombres, los. Cátaros o albigenses. Grupo religioso opuesto al Papa de Roma. Predican el amor, la tolerancia y la libertad y rechazan la autoridad papal y la encarnación de Cristo. La Iglesia los consideró herejes y los exterminó en una Cruzada. Cábala, la. Conocimiento místico del mundo a través del lenguaje de Dios o Su escritura. Carolingios. Dinastía de reyes impuesta por el Papa de Roma en detrimento de los merovingios. Casitérides, las. Nombre dado por los fenicios a las islas Británicas. Castellano. El natural de Castilla. También, el señor o responsable de un castillo. Cátaros, los. Nombre despectivo que dan los papistas a los buenos hombres (véase éstos). Comadre. La que hace de mediadora en relaciones amorosas, normalmente prohibidas o mal vistas. Compañeros. Miembros de la secta islámica de los asesinos. Siervos de los maestros e informadores del Viejo de la Montaña. Concertador. El que arregla huesos fracturados o desencajados. También, el que tiene el poder de hablar con los espíritus o hacerlos aparecer. Coquinaria. El arte de la cocina. Corriente telúrica. Canal por el que fluye la magia de la tierra. Cuadrirreme. Galera con cuatro hileras de remos por costado. Desertor Christi miles (soldado desertor de Cristo). El monje que cuelga los hábitos por tentación del demonio. Djinn. Genio maléfico propio de Oriente Medio. Dolorida. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado. Dominante, la. Nombre que los venecianos dan a su ciudad. Dykfie. Nombre que dan los iniciados a las pulsiones telúricas, origen de la magia. Edad de Oro. Época mítica en que las cuatro razas vivían en armonía bajo los auspicios de la Diosa. Edad de Plata. La edad de la Abominación. Elfo. Miembro de una de las cuatro razas primigenias. De ojos almendrados y orejas picudas, suelen refugiarse en zonas inaccesibles y guardan fuertes vínculos con la Naturaleza y la magia que emana de ésta. Enano. Miembro de una de las cuatro razas primigenias, también llamados «humanos de las cuevas». Son bajos, corpulentos y peludos, gustan de vivir en las

profundidades y mantienen fuertes lazos familiares, en especial un vínculo empático con los miembros de su propia camada. El. profundo (o «de las profundidades»). El que habita en las entrañas de la tierra. El. superficial (o «de la superficie»). El que habita en la superficie de la tierra. Espatario. Cargo bizantino, heredado del Imperio Romano. Portador ceremonial de una espada. Espejo de Salomón o Mesa de Salomón. Objeto mágico de gran poder en el que el rey de Israel Salomón inscribió la fóruma del Shem Shemaforash o Nombre del Poder que otorga al poseedor acceso directo al poder de Dios. Pasó sucesivamente a romanos, visigodos y árabes y estuvo depositado en Roma, Tolouse y Toledo. Los árabes lo enviaron al califa de Damasco pero se perdió al pasar Sierra Morena en tierras de Jaén. Fogosa. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado. Gatti. Naves de guerra venecianas, similares a castillos flotantes y provistas de máquinas de asedio. Gematría, la. Libro de la cábala. Ghemara, la. Libro de la cábala. Gnomo. Miembro de una de las cuatro razas primigenias. Golem. Ser mágico creado de arcilla, a imagen y semejanza del hombre. Es producto de la magia de la cábala y lleva inscrita en la frente la palabra hebrea «vida». Granito. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado. Honda. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado. Humano. Miembro de una de las cuatro razas primigenias, son como los hombres de nuestro mundo. Ibis. Ave zancuda egipcia, símbolo de Thot. Iglesia falsa. La de los seguidores de Pedro y su representante en la Tierra, el Papa. Iglesia verdadera. La de los seguidores de san Juan apóstol. Impertubatio. Otro nombre para la apatheia (véase ésta). Inrationabilia confusio mentis. Confusión irracional de la mente que a veces consigue introducir el demonio en los ermitaños. Intrincada. Una de las doce piedras que componen el pectoral sagrado. Ismaelita. Otro nombre dado al chüta. Justa. Lucha entre dos caballeros. También, competición poética. Ka, el. Nombre que los egipcios dan al poder telúrico. Kalamata. Una variedad de ovejas y de aceitunas. Katochoi. Orden de reclusos de Serapis, en el antiguo Egipto, que combatían al demonio. Fueron los precursores de la actual disciplina monástica católica. Látigo de guerra. Véase mangual. Libro de Bron. Códice antiguo, de carácter profético, que se conserva en Avalon. Libro, el. La Biblia para los cristianos y el Corán para los musulmanes. Licor de Mantua. Narcótico hecho de beleño y mirra. Luciente. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que componen el pectoral sagrado. Maestros. Miembros de los asesinos que se encargan de predicar las enseñanzas del Viejo de la Montaña. Magia. El dominio de las fuerzas ocultas de la Naturaleza, ejercido mediante conjuros. Magia blanca. La destinada a la curación del cuerpo o alma o a la protección de éstos. Magia eólica. La destinada a controlar los vientos con diversos fines. Magia libre. La practicada sin someterse al arbitrio de los dioses ni las leyes humanas. Magia negra. Nombre despectivo que dan algunos a la magia libre. Mago. Practicante de la magia que no se somete a ninguna orden religiosa.

Manchada. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que componen el pectoral sagrado. Mangual (o el «látigo de guerra»). Arma consistente en una bola de hierro del tamaño de un puño, erizada con una docena de punzones de acero y pendiente del mango por medio de una cadena. Mazdeísmo. Religión de la antigua Persia que adora a la divinidad suprema Ahura Mazda. Melada. Una de las dos piedras dragontías anglias y de las doce que componen el pectoral sagrado. Melusina. Hada de las aguas. Muchas de ellas tutelan a conocidas familias nobiliarias. Merovingios. La estirpe de Cristo, la Sangre Real, con derecho al trono. Desbancados por los carolingios. Mesa de Salomón. Otro nombre para el Espejo de Salomón (véase). Misdrashin, el. Libro de la cábala. Mishna, la. Libro de la cábala. Mistral. Viento frío del norte. Monje. Miembro de una orden religiosa. En sentido estricto, el que se recluye para evitar las tentaciones terrenales. Es una de las variantes del monacato cristiano. Montante. Espada grande que suele usarse con amabas manos. Muhaidines. Los asesinos en sentido estricto. Guerreros fanáticos que, sabedores de que irán a descansar en el Paraíso, dan su vida por el Viejo de la Montaña. Notaricón, el. Libro de la cábala. Nuececita. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que componen el pectoral sagrado. Oreo. Miembro de una raza humanoide. Son belicosos, gregarios, fieros y bastante primitivos. O. padre. El jefe de una manada de orcos. O. suave. El criado en cautividad y destinado a trabajos serviles. Peludo (poilu). Apodo que dan los europeos a los cristianos nacidos en Tierra Santa. Peregrina. Una de las dos piedras dragontías anglias y de las doce que componen el pectoral sagrado. Piedra dragontía (o «dragonites»). Cálculo terroso de gran poder mágico que crece en la cabeza de los dragones. Doce de ellas componen el juego de piedras del pectoral sagrado necesario para usar el Espejo de Salomón. Pirámide. Edificio egipcio construido en un punto telúrico y desencadenante de la magia de éste. Pócima. Bebedizo de poder curativo, mágico o similar. Reluciente. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado. Rey de armas. Caballero veterano que arbitra un torneo. Reyes de los cabellos largos. Otro nombre de los reyes ociosos. Reyes ociosos. Sobrenombre de la Sangre Real, llamados así por su carencia de trono. Salomera, la. Caserón donde se hospedan Lucas de Tarento y su séquito durante su estancia en Bizancio. Llamado así por su anterior propietaria. Sangre Real. La estirpe de Cristo y María Magdalena. Schiavoni. Los mercenarios albanos a sueldo de Venecia. Semielfo. Producto de la unión entre un hombre y una ella, o un elfo y una mujer. En general, cualquier humano con sangre de elfo. Serenísima. Sobrenombre de la República de Venecia. Shem Shemaforash. Término hebreo que designa al Nombre Secreto de Dios, conjuro creador de máximo poder. Silla de la Tarasca. Piedra de Tarascón marcada por la mítica dragona. Sirena. Criatura fantástica, mitad mujer y mitad pez. Spiraco. Masajista profesional, típico de Bizancio. Taka-i-Taq-dis. El Trono de los Arcos.

Talmúdico o talmudista. Perteneciente o relativo al Talmud. Tarida. Barco antiguo, propio del Mediterráneo. Usado normalmente para el transporte de caballos y pertrechos. Templada. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado. Templarios. Temple, el. Orden de los caballeros templarios. En sentido estricto, orden secreta dentro de la anterior que lucha por restaurar la Sangre Real. Temurah, la. Libro de la cábala. Terraferma. Nombre que los venecianos dan a cualquier lugar que no sea Venecia, especialmente el continente. Tiempos de los Caudillos. Época en que los diferentes pueblos riñeron entre sí. Abarca la Edad de Piedra, la de Bronce y la de Hierro. Trirreme. Galera con tres hileras de remos por costado. Trudentes. Pueblo salvaje y caníbal, originario del Danubio, llegados a Tierra Santa con la Primera Cruzada.