Escritos Con Mucho Mimo

Los mimos son unos seres misteriosos que navegan el silencio. Son pocos los que los han tenido en cuenta. Sus colegas, l

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Los mimos son unos seres misteriosos que navegan el silencio. Son pocos los que los han tenido en cuenta. Sus colegas, los payasos, han tenido siempre el foco apuntando sobre sus cabezas. Pero esos tiempos terminaron. En esta antología sacaremos a relucir toda la verdad sobre los mimos. Dejarás de temer a los payasos.

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Índice 1. El teatro del destino (C. G. Demian) 2. Oliver 2.1 El mimo (Ricardo Zamorano) 2.2 El monasterio del silencio (C. G. Demian) 2.3 El autógrafo (C. G. Demian) 2.4 Olivia (Ricardo Zamorano) 2.5 Cuando las palabras no bastan (C. G. Demian) 2.6 Amordazados (Ricardo Zamorano y C. G. Demian) 2.7 El paciente silencioso (C. G. Demian) 3. Diario de un mimo (Federico Rivolta) 4. Boris (Federico Rivolta) 5. Crímenes en blanco y negro (Federico Rivolta) 6. Atado al silencio (Ricardo Zamorano) 7. Mi mamá me mima (C. G. Demian)

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1. EL TEATRO DEL DESTINO (C. G. Demian)

El hombre está sentado en la escalinata del viejo teatro de Blouton Dale. Su tez, bañada por lágrimas de lluvia, delata su impaciencia. Toda su vida ha estado esperando este día, porque el hombre, conoce su destino. En la solitaria noche espera a que algo ocurra. Su vida ha sido larga y tediosa. Nunca ha querido aprender, y ha tratado de olvidar todo cuanto sucedía, pues nada tenía que ver con su destino. En el viejo teatro se oyen unos pasos. Algunos creen que está habitado por un hombre, por un viejo mimo. Pero es solo una leyenda, nadie ha visto jamás a aquel viejo, después de que todo ardiera. En el viejo teatro se oye descorrer un cerrojo, y la puerta comienza a abrirse, al compás del rechinar de los goznes. El hombre se pone en pie decido a afrontar su sino. Pronto estará cara a cara con el fantasma del viejo teatro. Tras la puerta puede ver una sombra, una figura humana vestida con un traje negro. Le resulta familiar. Teatralmente la figura da un paso al frente, y la luz de la luna ilumina su níveo rostro. El hombre lo mira sorprendido. Cree reconocerse en aquella figura. Pero el mimo es viejo, y tiene la cara pintada de blanco. Se acerca con cautela al mimo y extiende su brazo hasta tocarle la cara. Puede sentir el paso de los años en la yema de sus dedos, pero a pesar de la lluvia, la pintura no se destiñe en la cara del viejo mimo. Este le sonríe. Su mirada es tierna y esperanzada. Con un gesto le indica que lo siga al interior del teatro. Allí todo está oscuro. Las paredes ennegrecidas por el incendio son un triste hogar hasta para un viejo solitario. El mimo señala una caja antigua, hecha de madera. El mimo abre la caja. El hombre guarda una pistola en el bolsillo de su chaqueta. Pero el viejo mimo le resulta simpático. No quiere matarlo. No 4

comprende su destino. Siente curiosidad por la caja. Mira dentro, pero está vacía. El viejo mimo le hace gestos para que se introduzca en ella. Y el hombre así lo hace. Espera a que algo ocurra, pero nada sucede. Tras un minuto encerrado en la caja, da unos golpes en la tapa para que el mimo le abra. No se hace esperar, la tapa se levanta y el hombre se pone en pie. Ahora la caja es un baúl y un niño lo mira. El hombre al fin comprende. Saca la pistola de su bolsillo y se la entrega al niño. «Deberás matar al mimo en el teatro, en la fecha que te indico, ese será tu destino», le dice al estupefacto niño. El hombre lo abandona, ya ha contado al niño su destino. Ahora vive en el pasado, sin saber que algún día se convertirá en un viejo mimo.

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2. OLIVER Capítulo I: El mimo (Ricardo Zamorano) Si alguien le hubiese preguntado a Oliver qué le gustaría ser de mayor, mimo habría sido lo primero que se le habría pasado por la cabeza. Sin embargo, si unos años después le hubiesen ofrecido trabajar en esta silenciosa profesión, esa persona habría acabado muy mal parada. Oliver comenzó a admirar a los mimos la primera vez que vio uno. Fue cuando tenía ocho años y aún estaba entre aquellos muros gruesos y marrones impregnados de soledad y tristeza. El Orfanato «Cradle Child». O como él lo llamó más adelante, «La Cueva», ya que ahí dentro todos los días eran igual de oscuros. Solo hubo uno que logró iluminarlo un poco; un emocionante día que le hizo olvidar dónde se encontraba, y que antes de escaparse y conocer al mimo había estado reviviendo una y otra vez en su recuerdo. Aquel día, la dirección de Cradle Child preparó una excursión al circo. Hacía una tarde calurosa. El sol iluminaba cada una de las carpas, arrancándolas una sonrisa llena de vivos colores. El rojo, el verde y el dorado bañaban todo el terreno en el que aquel circo ambulante había aterrizado, como si se estuviesen viendo las cosas a través de esos traslúcidos papelitos de colores. Las jaulas oxidadas de los animales también despedían brillos, provocados por el sol. Al paso de la fila de los niños y profesores, los leones dormitaban y los tigres rugían; fuera de jaulas, los elefantes alzaban su trompa como saludando. Había también algunos monos. Uno se subió al hombro de Oliver y comenzó a meterle el dedo en el oído. Al niño no le gustó en absoluto; le hacía cosquillas, y a él no le gustaban las cosquillas, de hecho, repudiaba cualquier tipo de contacto físico. Trató de avisar a uno de los profesores, pero claro, las palabras no 6

pasaron de su garganta, y solo emitió un inaudible gemido. Por otra parte, podía olvidarse de que le vieran, pues los tres profesores encargados de supervisar la excursión estaban tanto o más embobados con los animales que los niños. Así pues, apretó los puños y los dientes para tratar de contener la repulsión y justo cuando las lágrimas amenazaban con lanzarse al vacío, uno de los muchachos se percató del mono sobre el hombro de Oliver. —¡Mirad, un mono encima del Mudo! Todos los niños se giraron hacia el niño que se quedó mudo a los tres años tras un accidente en el que murieron sus padres —un accidente que él no recordaba— y estallaron en carcajadas y dedos índices. Los tigres, excitados, aumentaron sus gruñidos, e incluso uno de los leones se levantó sobre las patas e imitó a su salvaje compañero. La sangre de Oliver ascendió hasta sus mejillas y algo le golpeó en el pecho. De pronto, un sentimiento más poderoso y peligroso expulsó a la repulsión, y antes de que su cerebro enviase la señal, ya había aferrado al mono de los pelos y lo lanzaba contra Silvio, el niño que siempre se metía con él. La garganta de Oliver soltó un ronco gruñido que le hizo daño. Tosió en silencio. El mono, a su vez, chilló, y se alejó corriendo de allí. —¡¿Qué está pasando aquí?! —preguntó la profesora Fernanda. —El Mu… Oliver me ha tirado un mono a la cabeza —replicó Silvio en tono inocente y casi llorando. —Oliver, siempre Oliver —suspiró la profesora—. La de guerra que das para no hablar, niño. Ven aquí conmigo. —Le cogió del brazo con fuerza suficiente para hacerle daño y se lo llevó a la cabeza de la fila, junto a ella. Oliver apretó los dientes. Odiaba que le tocaran. Aquello que dijo la profesora Fernanda no era del todo cierto. Él no daba guerra, él nunca hacía nada malo, excepto en aquellas ocasiones en que esa presión invadía su pecho y actuaba sin control de sí mimo. Pero la mayoría de las veces, los demás niños lo acusaban de cosas que ellos habían hecho, y como Oliver no podía defenderse hablando, ni escribiendo, pues aún no lograba entender todos esos extraños símbolos, permanecía con la cabeza gacha y soportando todas las regañinas de los profesores. El incidente del mono fue olvidado cuando el mimo ocupó el centro del 7

escenario bajo la carpa de espectáculos. A Oliver no le llamó la atención aquella ropa tan fuera de lugar en un mundo repleto de colores como ese; ni siquiera provocó un sorpresivo alzamiento de cejas el hecho de que tuviera la cara completamente blanca o los teatrales movimientos en el aire. No. Tal vez solo al principio, cuando fue presentado, pero segundos después, todo ello desapareció de su mente, y esta se llenó de silencio. Absoluto silencio. ¡Aquel hombre no hablaba! ¡Era como él! Movía la boca, pero no salía ni un ruido por ella. Ni un gruñido. ¡Era todavía más silencioso que él y aun así estaba ahí, dando un espectáculo, siendo alguien importante! Hasta ese momento, Oliver había pensado que siempre estaría solo, que jamás podría salir del orfanato porque nadie lo querría o porque no habría nada esperándole más allá de esos muros. Hasta ese momento, pensaba que él era la única persona muda en el mundo. Sin embargo ahora veía la verdad. Ahora veía que había otra persona como él —tal vez incluso hubiesen muchos más—, y que además era capaz de colocarse frente a cientos de personas y hacerlas reír y divertirse. Durante el tiempo que duró la actuación del mimo, solo estuvieron ellos dos bajo esa carpa. El mimo y Oliver. Oliver y el mimo. Contemplando maravillado nada más que su boca, el niño tomó una decisión. La primera en su vida. Tenía muy claro que no pensaba quedarse para siempre encerrado en Cradle Child. Se escaparía. Al final no fue tan difícil escaparse de la Cueva. Tuvo que esperar dos años, sí, pero una vez había logrado estudiar a conciencia todo el edificio y había planeado su huída, fue pan comido. Eso sí, no se fue sin antes dejar un regalito a Silvio, concretamente en sus zapatillas, esas que se calzaba nada más bajar los pies de la cama. Le habría gustado ver cómo las chicnchetas se hundían en sus talones. Pero tenía que marcharse esa noche de celebración de fin de año. Ni siquiera echó un último vistazo a la enorme puerta forjada con dos ces enormes cuando echó a andar libre por la carretera. En su mente solo había una esperanzadora imagen. La de la boca 8

silenciosa de aquel mimo que vio cuando tenía ocho años. Tenía que encontrarlo. Más suerte no pudo tener. Resultó que el circo aterrizó en aquel pueblo para quedarse. Eso le hizo preguntarse a Oliver el por qué no les habían vuelto a llevar de excursión allí, sin obtener respuesta. Por la noche era totalmente diferente que por el día. Los vívidos colores parecían muertos, los sonidos de los animales provocaban escalofríos, y desde una destartalada caravana, emergían unos grititos femeninos. Por un instante deseó dar media vuelta e introducirse de nuevo en el silencio de las calles, pero la imagen del mimo insistía en que continuara su avance. El suelo estaba embarrado por las lluvias de los días anteriores; pronto sus zapatos desaparecieron. Vislumbró una luz en una carpa más pequeña a la del espectáculo, pero más grande que las otras dos que había a su alrededor. Entró en ella. Allí encontró al hombre que había sostenido el micrófono y hecho las presentaciones el día de su visita. Un hombre gordo y de fino bigote al que sorprendió en pleno proceso de algo. Los dos se quedaron inmóviles. Finalmente, el hombre terminó de enrollar un papel largo y blanco sobre lo que parecía hierba picada, y le habló. —¿En qué puedo ayudarte, muchacho? ¿Has perdido a tus padres? No podía estar más en lo cierto. Oliver sacó una libreta de su bandolera, y escribió con esfuerzo: «¿Dónde está el mimo?» Su letra dejaba mucho que desear, pero el hombre le entendió. —Oh, con que eres mudo, ¿eh? —dejó el cilindro sobre una mesita redonda y se acercó a Oliver—. No necesitas al mimo para trabajar aquí. Soy yo quién tiene que decidirlo. «¿Ah, sí?», escribió con una sonrisa. El hombre gordo rió y le revolvió el cabello. Oliver se retiró de inmediato, muy serio. Cómo odiaba que le tocaran. —Vaya… Además de mudo, arisco —comentó—. Bueno, como no puedo imaginar un mimo mejor que un mudo, te daré una oportunidad. Pero 9

será mañana por la mañana. —Y volvió a su asiento y a coger el cilindro. Oliver estaba muy contento: ¡trabajaría de mimo! Pero antes quería verle de cerca. Ver a ese que había estado durante dos años en su cabeza. A ese que le había dado fuerzas, esperanza e ilusión. Volvió a enseñarle la hoja en la que preguntaba por él. —Ah, sí. Se me olvidaba. Imagino que necesitarás a alguien que te enseñe un poco. No sé si Rober tendrá muchas ganas ahora, pero no pierdes nada preguntándoselo. Vive ahí. Desde las cortinas de la carpa, le señaló una de las caravanas. La destartalada de la cual salían esos gritos de mujer. Oliver guardó la libreta y se dirigió hacia allí mientras el hombre encendía el cilindro. Antes de que Oliver llegara, la puerta de la caravana se abrió y salió una mujer muy delgada vestida con una especie de bikini rosa. Estaba despeinada y muy contenta. —¡Cierra la puerta! —escuchó Oliver. Era la voz de un hombre. Había alguien más con el mimo. Llamó muy nervioso. —¿Te has olvidado las braguitas? —decía ese hombre conforme abría la puerta. Luego miró abajo, a Oliver—. ¿Quién eres? Se trataba de un hombre alto y tan flaco como los asquerosos espárragos de La Cueva. Las costillas se le marcaban en su torso desnudo. Tenía la cabeza muy redonda y el pelo corto, rizado y negro. Sus ojos eran azules y brillaban. Respiraba muy rápido, como si estuviese cansado, y olía a sudor. Oliver escribió: «Busco al mimo.» —Pues aquí le tienes. ¿Qué quieres, pequeño? Estoy muy cansado. La joven esa que acaba de salir de aquí es una de las trapecistas, y uuuh… —un grito demasiado agudo que recorrió la columna de Oliver—…, ni te imaginas lo elástica que es. Oliver no escuchó nada más de lo que decía. No podía ser verdad. Le estaba mintiendo. Ese hombre no podía ser el mimo. La presión en el pecho estaba despertando, y esta vez no robaría el puesto a algo tan irrelevante como la repulsión, sino a algo mucho más poderoso, a 10

algo en lo que había creído durante esos dos últimos años. Empezó a temblar. Sin pedir permiso, se introdujo en la caravana por debajo del brazo del hombre, quien protestó sin impedirle el paso. Observó su alrededor. Maquillaje frente a un espejo. Maquillaje blanco. Maquillaje negro. Dentro de un armario de puerta rota, un traje a rayas blancas y negras. Sobre la pequeña encimera de la cocina, había platos sucios y vasos, pero sus ojos se desviaron automáticamente hacia el juego de cuchillos. —Renacuajo, creo que es hora de que vuelvas con tus papás —dijo el hombre que le había traicionado. Sintió una mano en el hombro, y eso fue lo que despertó del todo a la presión del pecho. Oliver le asestó una patada en la espinilla, con todas sus fuerzas. Se precipitó de un salto hacia los cuchillos. Sin mirar cuál cogía, aferró el mango negro de uno y de un solo movimiento rotatorio lanzó el mandoble. Rajó al hombre que le dio esperanzas en la mejilla, pues se encontraba agachado frotándose la espinilla. Gritó…, o mejor dicho, chilló como un cerdo con los ojos azules totalmente en shock y repletos de terror. Se llevó las manos hacia la raja que había extendido el labio unos centímetros. Ríos de sangre resbalaron entre sus dedos. No paraba de chillar, y Oliver no lo soportaba. Se acercó a él conforme este retrocedía hacia la deshecha cama dejando un rastro de orina y sangre. Una vez contra la ventana que había sobre la cama, acurrucado, empezó a soltar patadas sin control al chico que sostenía un cuchillo y lo miraba de manera extraña con ojos tristes y furiosos. Oliver afianzó las dos manos alrededor del mango y movió el cuchillo frente a él, rajando las piernas que intentaban detener su avance. Recibió varios golpes en los brazos, pero no los sintió; enseguida volvía a blandir el arma como si nada. El hombre que acababa de apagar la única luz que había en su corazón, cesó en su empeño. El chico posó una rodilla en el colchón. Abrió líneas rojas en las palmas de las manos del hombre cuando volvió a intentar defenderse. —Por favor, por favor —repetía una y otra vez, sin saber que su maldita voz era lo que más daño hacía al chico. En una de esas veces que abrió su boca para suplicar, Oliver, con un 11

veloz movimiento, enganchó la lengua, tiró de ella, y la cortó tras dos pasadas de la afilada hoja sobre la carne. El mimo, paralizado de pánico, apenas pudo reaccionar. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que Oliver le asestara una última estocada dentro de la boca. La hoja del cuchillo atravesó el paladar y la punta asomó por la sien. Oliver sacó el utensilio de cocina de la boca, guardó la lengua junto a la libreta, y salió de la caravana. Nadie había oído nada. Las casas rodantes estaban muy separadas unas de otras, y probablemente estarían todos durmiendo. Le llamó la atención el silencio. Ahora ni los animales se oían. Esto le ayudó a sentirse un poco mejor. No experimentaba arrepentimiento, no le importaba ya nada aquel hombre. Ya no le importaba nada. Solo sentía tristeza, desesperanza, y de nuevo soledad. Aquel silencio que se había adueñado de repente del circo era lo único que le impidió rajarse el cuello a sí mismo, ahí mismo. Dejó que el cuchillo resbalara de entre sus dedos y se hundiera en el fango y, arrastrando los pies, caminó y caminó rodeado del absoluto y reconfortante silencio que sumía al pequeño pueblo en aquella fría noche.

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Capítulo II: El monasterio del silencio (C. G. Demian) Fray Enrique se levantó rutinariamente a las seis de la mañana. Era el más madrugador de todos los frailes. No por necesidad, sino por puro placer. Disfrutaba de su trabajo en el huerto del monasterio. Saboreaba con deleite los primeros rayos de sol de la mañana. «A estas horas, uno puede ver cómo crecen las plantas», se repetía cada amanecer. Era invierno, y todavía no había despuntado el sol cuando llegó al huerto. Tampoco le importó, cogió su pequeña azada y comenzó a retirar las hierbas alrededor de las tomateras. Tenía entumecidas las manos por el frío, pero aún así el trabajo le resultaba gratificante. Conseguía olvidarse de todo lo demás. Aquella sensación era reconfortante. Evadirse dentro de aquel mundo claustrofóbico era un lujo al alcance de pocos dentro de aquella comunidad trapense. Estaba terminando de limpiar la tierra cuando la azada golpeó un objeto que crujió y se astilló con el golpe. Fray Enrique se acuchilló y acercó la lámpara que alumbraba su trabajo al lugar donde había golpeado. No tardó en descubrir un dedo humano que asomaba sobre la tierra removida. Horrorizado, agitó con energía la campanilla que le acompañaba a todas partes. No dejó de sacudirla hasta que los primeros frailes llegaron al huerto. Fray Armando, el abad del monasterio, tomó la palabra de entre todos los presentes. —¿Qué ocurre? ¿Por qué nos has hecho llamar? —preguntó con un tono extraño, fruto del enojo y la preocupación Fray Enrique, uno de los monjes que guardaba voto de silencio, señaló el lugar donde había encontrado el dedo. El abad se agachó y removió la tierra con un pequeño palo. El resto de frailes lo observaban expectantes. Transcurridos un par de minutos, volvió a incorporarse y se mesó su poblada barba. 13

—¿Qué hacemos? —preguntó fray Luis no pudiendo contener por más tiempo su nerviosismo. —Nada —respondió escuetamente—. Cuando amanezca, echad varias carretillas de tierra sobre este lugar. Habló y con gesto severo y volvió a entrar en el monasterio. Fray Leopoldo encontró al abad en el claustro. Estaba de pie, casi en el centro del pequeño jardín. Estaba absorto en sus pensamientos y no oyó los pasos que se acercaban. —Fray Armando —dijo rompiendo su voto de silencio—, ¿cree que hacemos el bien al ocultar un cadáver en el monasterio? —su rostro estaba lleno de dudas. —¿El bien para quién? Daremos a ese hombre sagrada sepultura al mediodía. Salvaremos su alma. ¿Qué más podemos hacer por él? Respecto a nuestra comunidad. ¿Necesitas que te explique lo inoportuno que sería un asesinato en un monasterio de nuestra orden? Esos buitres de Roma están esperando que cometamos un pequeño error para lanzarse sobre nosotros como fieras hambrientas —sus ojos estaban llenos de rabia. Rabia por no haber interpretado los acontecimientos de forma correcta. Ahora quizás fuese demasiado tarde. ¿Qué otra decisión podía tomar? —¿Y qué nombre inscribiremos en la lápida de ese pobre hombre? —dijo fray Leopoldo interrumpiendo sus pensamientos. —Fray Tomás de Burela —las últimas sílabas sonaron apagadas, como si ya no tuviera fuerzas para pronunciarlas. —¿Acaso no abandonó Fray Tomás la congregación en mitad de la noche? —dijo incrédulo fray Leopoldo. —También yo lo creía así hasta hoy. El abad agachó la cabeza y comenzó a caminar por uno de los cuatro caminos que abandonaban el jardín del claustro. Fray Leopoldo no intentó detenerlo, tampoco hizo pregunta alguna. La sorpresa lo había paralizado. Una fina lluvia comenzó a mojar el rostro del fraile, que todavía seguía petrificado en el centro del jardín, junto al pozo. Los pensamientos y elucubraciones se iban convirtiendo en certezas con el 14

transcurrir del tiempo. Ahora podía leer los acontecimientos como lo haría en un libro. Fray Armando había hecho una elección. Entre la buena reputación de la orden y la vida de los frailes del monasterio, había elegido lo primero. Fray Leopoldo levantó la tapa del pozo. Estaba seco desde hacía varios años. Se metió en él de cabeza y dio un pequeño salto. Se estrelló contra el fondo de piedra un dos segundos más tarde. Él también había tomado una decisión. Había elegido una muerte rápida en lugar de una vida corta dominada por el miedo.

En su celda, fray Oliver hacía anotaciones en su diario. Como muchos de los frailes de la comunidad, acataba el voto de silencio. Aunque para él se trataba de algo muy diferente, era mudo desde aquel accidente de su infancia. Sin embargo, entre aquellas gruesas paredes de piedra, se sentía protegido. Podía actuar con impunidad. Y tenía mucho trabajo pendiente. Al igual que aquel mimo de su niñez, estos frailes eran unos farsantes, fingían ser mudos. Como los odiaba por ello. Era un insulto a su condición. Pero ahora todo estaba bajo su control. Solo debía elegir cuál sería el próximo en morir.

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Capítulo III: El autógrafo (C. G. Demian) No esperó a que la película terminara para abandonar la sala. Estaba enfurruñado. Era un gran cinéfilo, pero las producciones modernas no le satisfacían, añoraba los viejos tiempos. El cine clásico era su verdadera pasión. Casi a diario visionaba una y otra vez viejas cintas. Quedaba absorto por la historia, y la paladeaba como un verdadero sibarita. Al abandonar la sala, entre las quejas de los espectadores de su fila, se detuvo ante un tablón que anunciaba los próximos estrenos. No tenía grandes esperanzas en encontrar algo interesante. Pero su suerte había cambiado por una vez. El mal humor se transformó en ilusión al ver aquel rostro. Tras cincuenta años de ausencia, su actor favorito volvía a aparecer en una película. ¡Era increíble! Su corazón le golpeó desde su interior tan fuerte, que creyó que terminaría por romperle los huesos. Anotó a fuego en su memoria el día del estreno. Aquel día sería especial, sería un día que recordaría para siempre. Después de todo, la tarde no había ido tan mal. Ya ni siquiera recordaba el título del bodrio que había dejado a mitad en la sala número seis. Tuvo que sobornar a alguna gente, pero consiguió una entrada para la premier de la película. Sería un viernes por la noche, y estaba anunciada la presencia de varios actores, entre ellos William Malik. Era uno de sus ídolos de infancia. Quizás pudiera conocerlo. La sola idea de poder estrechar su mano le hacía estremecer. Cuando terminó la proyección, estaba decepcionado con el papel que había interpretado Malik. Tantos años esperando para verle de nuevo en una película, y tan solo había aparecido en dos escenas. Se habían aprovechado de su nombre para vender más entradas. Estaba realmente molesto con aquella situación 16

Pero no todo estaba perdido. Buscó entre el público al viejo actor, que contaba ya con más de ochenta años. Su pelo plateado destacaba entre el resto de cabezas de las primeras filas. Cuando lo tuvo localizado, comenzó a sortear obstáculos, acercándose un poco más en cada paso. Entonces Malik se levantó y camino hasta un pasillo que quedaba a la derecha de la sala. Intentó acelerar el paso, pero la muchedumbre se lo impedía, y terminó perdiendo de vista al actor. Al llegar al pasillo por el que había desaparecido William Malik, comenzó a recorrerlo con premura. Fue comprobando que todas las puertas estuvieran cerradas con llave, para asegurarse de que debía seguir avanzando por el pasillo. Este terminaba tras un giro de noventa grados hacia la derecha en unos aseos públicos. Comenzaron a sudarle las manos. Tan solo una puerta se interponía entre él y su admirado actor. La empujó y entró como un zorro en un gallinero. Escuchó el correr del agua de un grifo abierto, volvió la cabeza y lo encontró. El viejo Malik estaba secándose las manos. Sacó de un bolsillo trasero del pantalón un papel y un bolígrafo, y se acercó al actor. Ambos se quedaron inmóviles frente a frente, como dos estatuas de piedra. Malik fue el primero en reaccionar. —Oh, disculpa, ¿quieres un autógrafo? —dijo sorprendido. Su voz era chillona, desagradable para el oído humano. —Ya no estoy acostumbrado esto. Me sorprende que me recuerde alguien, y todavía más si es alguien tan joven como tú. El rostro de Oliver se transformó por completo. William Malik era un farsante. Uno más en su particular lista de decepciones. Cuando el cine mudo dio paso al sonoro, el actor abandonó el cine. Oliver siempre había creído que lo había hecho porque era mudo. Ahora conocía la verdad, su voz era tan desagradable como el graznido de un ave carroñera, pero perfecta para avivar el odio ardía en el interior de su alma. Acarició el cuchillo que siempre llevaba en el bolsillo de chaqueta. 17

Había llegado el momento de que William Malik guardase silencio para siempre.

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Capítulo IV: Olivia (Ricardo Zamorano) Los oxidados pernos de la puerta de la tienda aullaron al girar. El establecimiento estaba vacío, ya que estaban a punto de cerrar, así que quien hubiera entrado debía ser alguien que necesitaba algo con urgencia. —¡Maldita puerta! Mañana mismo la pongo nueva. Además de ser alguien con prisa, debía ser un cliente nuevo, pues el viejo dueño de la pequeña tienda Pan y Cosas siempre trataba de guardar las apariencias en estos casos. Nunca había cambiado la puerta, y nunca lo haría. —Hola. Todavía se puede pasar, ¿verdad? —preguntó una voz femenina y fatigada. —Por supuesto, señorita. ¿Qué desea? —Una barra de pan. —Allí las tiene; en el segundo pasillo. El joven reponedor se encontraba justo ahí, rellenando las bandejas de los bollos para que estuvieran listas por la tarde. A la hora de la merienda, volverían a quedarse vacías. No había sentido curiosidad al saber que la persona que había entrado era un cliente desconocido; tampoco cuando escuchó su voz de mujer. Sin embargo, al oír que se dirigía hacia donde él estaba, echó un vistazo al espejo de vigilancia que había en la entrada del pasillo. No le gustaba nada las personas desconocidas; a decir verdad, no le agradaba la compañía de la gente, ni siquiera de la conocida. Si por él fuera, no saldría de casa, pero para vivir se necesita dinero. El ovalado reflejo le mostró el perfil de un rostro que lo dejó mudo (si eso podía ser posible) enmarcado en una cabellera rubia. Por debajo de esta había una blusa blanca con un escote que dejaba ver parte del canalillo y unos shorts vaqueros que rodeaban unas piernas largas e inquietas. Sin darse cuenta, como si la imagen hubiera actuado igual que un hipnotizador, el reponedor se fue acercando al espejo sin retirar la mirada. De pronto, un golpe le hizo cerrar los ojos. El hechizo se rompió, él retrocedió unos pasos y comenzó a hacer aspavientos con las manos 19

instintivamente. Su garganta soltó gemidos de angustia. —¡Ups! Lo siento… Vaya golpe nos hemos dado. ¿Estás bien? —le preguntó la voz de mujer. El joven reponedor seguía en sus trece, tratando de quitarse de encima esa desagradable sensación que tenía en el cuello y en el pecho, zonas en las que había mantenido contacto con la cara de la nueva clienta. ¡Cómo odiaba que lo tocaran! Aún en ese estado alterado, una de sus manos se dirigió al bolsillo del pantalón, pero la voz del viejo la detuvo. —¿Qué pasa aquí? —No lo sé… —dijo asustada la mujer—. Nos hemos chocado y… se ha puesto así. —El pobrecillo no soporta el contacto con otras personas. Escuchó pasos lentos acercándose. —Venga, tranquilízate —le dijo la voz añeja del anciano Camilo, dueño desde la época de los dinosaurios de la tienda Pan y Cosas. El chico comenzó a serenarse, pero no porque este se lo dijera, sino porque el escozor se estaba desvaneciendo—. No ha sido nada, Oliver. ¿Ves? Sigues aquí, de una pieza. Hubo una vez en que soñó con estar rodeado de personas que le adoraban, que disfrutaban con su presencia; hacía mucho tiempo que se arrepentía de haber vivido con esa ilusión. Las únicas veces que se permitía salir de casa por algo que no fuera el trabajo —compraba las cosas necesarias en esa misma tienda tras acabar la jornada—, era cuando iba al cine. Pero hasta eso había dejado de hacerlo. Es cierto que en una ocasión vivió con otras personas, aunque ¿en qué se diferenciaba eso de un piso? La mayor parte del tiempo de esa época se lo pasaba en su aposento, planeando quién sería el siguiente en silenciar de verdad y para siempre. Lo peor era cuando se reunían en el enorme comedor para comer y cenar, pero trataba de apañárselas para no acudir. Nunca había sido una persona sociable. No sentía empatía por los demás. Le daba igual todo el mundo. A él solo le importaban tres cosas: el silencio, Su Colección y él mismo. Esta última vino tras ingresar en el monasterio, ya que conocer al mimo le sumió en una profunda tristeza y depresión. No 20

obstante, lo que hizo entre los muros de aquel edificio sagrado le devolvió el ánimo, instauró en su vida un nuevo objetivo que cumplió sin miramientos. Y cuando acabó ahí, se recorrió decenas de circos en busca de más mimos, hasta que quedó satisfecho y resolvió que lo mejor sería parar un tiempo, pues no era tonto, y sabía que la policía no tardaría en descubrir un patrón lógico entre todos los cadáveres. Esa limitada lista de cosas era lo único que le importaba… Pero ¿qué había sucedido en la tienda?, pensaba mientras contaba las baldosas de la acera de regreso a su casa, acción que siempre llevaba a cabo. Iban 235. Esa mujer… 236… Esa mujer le había hecho algo… 237… Algo que había logrado que saliera de su mundo… 238… Algo que… Alzó la mano con la llave hacia la cerradura de la puerta del portal y esta se abrió al instante, como si la hubiera hecho retroceder con un efecto mágico. Este suceso inesperado se enganchó en sus pensamientos y los expulsó de un doloroso tirón fuera de su cabeza. Se detuvo como si le hubiesen clavado al suelo. —¡Oh! Lo sien… —empezó a decir una voz de mujer. Dejó la disculpa en el aire y exclamó—: ¡Eh! Tú eres el de la tienda… El reponedor. Oliver, cabizbajo aún, reconoció la voz de inmediato. —Oye, siento lo de antes —se disculpó la voz—. Ha sido un encontronazo repentino. Lo siento de verdad. Oliver seguía inmóvil en el mismo sitio, mirando al suelo, tratando de bajar la velocidad de los latidos de su corazón. Otra vez ella. Otra vez casi se chocaban. ¡¿Qué hacía allí, maldita sea?! Disfrutó de la pausa, pero de nuevo la mujer habló. —Eres… Eres Oliver, ¿verdad? —le preguntó. Oliver dio un respingo imperceptible—. Sí: Oliver. El anciano de la tienda te llamó así. ¿Es familia tuya? Te trató con mucho cuidado, ya me entiendes, con mucho cariño. ¿Lo es? ¡¿Por qué no se callaba?! La peligrosa presión del pecho estaba despertando. Oliver introdujo ahora en el bolsillo de su chaqueta de pana marrón la mano en la que sostenía las llaves. Las soltó y se hizo con otro objeto. Conforme levantaba la cabeza al fin, comenzó a sacar la mano con… 21

Detuvo el movimiento. Sus ojos negros como la muerte se encontraron con los de la irritante persona que tenía delante. Los de ella eran azules, azules como el cielo en verano. La mente de Oliver voló hacia ellos, quedando bloqueada; la presión del pecho se esfumó. De nuevo ella había hecho que saliera de su mundo. De nuevo lo había hipnotizado. ¿Por qué? La sensación que experimentaba era nueva para él. Un sudor frío le mordisqueaba el cuello y las axilas, y un picor insoportable le roía el estómago. La mujer seguía hablando y hablando, pero incluso el sonido de su voz se había desvanecido. —¡Eh! ¡Oye! —escuchó desde muy lejos, desde otro universo, tal vez del que había detrás de los ojos de ella—. ¡Oliver! —Su nombre fue lo que provocó que su mente regresara a tierra firme—. ¿Te encuentras bien? La mujer, olvidando seguramente lo ocurrido en la tienda, extendió un brazo con intención de tocarle. Oliver vio la mano ascender a cámara lenta y empezó a temblar. Antes de que aquella blanca estrella de mar se posara sobre su hombro, volvió a hacerse con las llaves, abrió la puerta verde del portal, se deslizó en el interior entre una mínima ranura y cerró la puerta sin mirar atrás. ¿Qué era eso? ¿Qué le pasaba cuando la veía? ¡Maldita sea! ¡¿Qué le pasaba?! ¿Por qué se quedaba bloqueado? ¿Y esas desagradables sensaciones? Necesitaba calmarse. Necesitaba sentarse y tratar de pensar, pensar en qué iba a hacer con ella. Necesitaba con apremiante urgencia rodearse, sumergirse en lo único que le importaba, si no, la cabeza le explotaría. Ya le había empezado a doler, y como no entrara en su preciado mundo, iría a más. Cerró la puerta de su casa con llave. A pesar de lo alterado que estaba no perdió su rutina, así que se quitó la chaqueta y la colgó en la percha que había en la entradita. Después atravesó el pasillo a paso ligero, en dirección al cuarto donde guardaba Su Colección, el cuarto donde pasaba la mayor parte del tiempo. Este estaba bien protegido con una cerradura. Dio dos vueltas a la llave y el cerrojo cedió. Entró, volvió a cerrar, y se desplomó en la silla que había de espaldas a la puerta. Frente a él, en la pared del fondo, había un mostrador. Sobre este, sujetas 22

a la pared, estanterías. Ambos exponían Su Colección. Ambos sustentaban frascos de vidrio rellenos de formol en los que flotaban, inmóviles, lenguas. No se había movido de allí en toda la tarde; ni siquiera había comido. El teléfono había sonado varias veces —seguramente sería el viejo Camilo para saber qué narices pasaba que no estaba en la tienda, que las estanterías de los bollos y chucherías se estaban vaciando de nuevo—, pero solo le sacaban de su sopor los dos primeros timbrazos, luego regresaba a su demente serenidad. Tenía todo lo que necesitaba: el silencio, a él mismo, y Su Colección. La oscuridad había irrumpido gradualmente en la habitación y Oliver siguió ahí sentado, con la espalda rígida contra el respaldo de la silla, las palmas de las manos sobre sus rodillas y la mirada fija en los frascos; ya no los veía, no al menos físicamente. Los veía en su mente, grabados en su retina. De pronto, un timbre diferente penetró en la oscuridad. Como una corriente eléctrica, recorrió el cuerpo entero de Oliver. El timbre del teléfono era más o menos normal que sonase —en más de una ocasión le había llamado el anciano o la compañía telefónica para ofrecerle ridículos servicios promocionales que le sería imposible rechazar, señor—, pero ¿el de la puerta? No recordaba la última vez que lo escuchó, sencillamente porque nunca había sonado. Sacudió ligeramente la cabeza para arrojarlo de sus oídos, y trató de concentrarse de nuevo, pero no pudo. La imagen de los botes, su conexión extrasensorial, se había desvanecido; ahora solo había negrura, y la paz se había roto en mil dolorosos pedazos de cristal que se clavaron en cada uno de sus huesos. El timbre volvió a sonar, y esa descarga le hizo ponerse en pie. Salió del cuarto cuando alguien golpeó con los nudillos en la hoja de madera. Cerró bajo llave Su Colección y enfiló el pasillo al tiempo que otro puñado de cristales se le hincaban ya no en los huesos, sino también en el cerebro. El dolor de cabeza regresó, y una sensación de vértigo le dominó. ¿Quién sería? Estaba claro que no tenía ganas de ver a nadie, como siempre. Ver a alguien era lo último que quería en ese momento, sin embargo reconocía que sentía cierta curiosidad por saber quién se atrevía a 23

ir a su casa, quién se atrevía a perturbar su calma. Abrió sin mirar por la mirilla: ¿qué más da quien fuera? El resultado de su imprudente visita sería el mismo para cualquiera. Para cualquiera… —¡Hola, Oliver! … excepto para ella. —¿Cómo estás? —preguntó la mujer de la tienda—. Espero no molestar, pero es que me siento un poco mal por lo de antes, y como te fuiste tan rápido cuando nos vimos en el portal, no me dio tiempo a decirte lo que tenía pensado como disculpa, si te parecía bien, quiero decir. Además, ni siquiera me he presentado. Yo me sé tu nombre pero tú no sabes el mío. Seré maleducada. Se dio un golpecito en la frente con la parte baja de la palma de la mano derecha. En la izquierda sostenía una bandeja redonda con lo que parecía un bizcocho cubierto de chocolate. Oliver fijó la vista en él; sabía que si la miraba a los ojos, ella le dominaría, y no sería capaz de tomar el control. En su cabeza solo había un pensamiento que luchaba por hacerse oír por encima de toda la palabrearía de la mujer. «¿Por qué ella es una excepción?» —Soy Olivia, la nueva vecina. Qué coincidencia, ¿no? Le tendió la mano. Los ojos de Oliver se desviaron hacia esta. —¡Oh! Es verdad. No te gusta el contacto con otras personas. Qué tonta soy. Bueno… ¿puedo pasar? Oliver no se movió. —¿Hola? —canturreó Olivia—. Eh, ¿puedo pasar? Por el rabillo del ojo, Oliver percibió el rostro de ella, quien se había inclinado para mirarle a la cara. Antes de que los dos cielos azules de la mujer ocuparan su campo visual, Oliver se echó a un lado y la permitió entrar. —¡Gracias! Cerró la puerta y la guió al comedor, el cual estaba a unos cinco pasos frente la entrada. La decoración de esa sala, al igual que la de toda la casa, era excesivamente minimalista. Solo había un pequeño mueble para la televisión de plasma, un sofá, y una mesita baja delante de este. —¡Vaya! No te rompes la cabeza a la hora de decorar, ¿eh? —comentó 24

Olivia con humor mientras dejaba el bizcocho sobre la mesita de madera oscura. Después se sentó. Oliver iba a hacer lo mismo, bien separado de ella, pero la mujer lo interrumpió con amabilidad—. Será mejor que traigas un cuchillo para cortarlo, si no lo vamos a llenar todo de migas. Oliver asintió levemente con la cabeza y se dirigió a la cocina. Antes de entrar, lanzó una mirada fugaz a su chaqueta, a la zona del bolsillo, pues la percha estaba justo al lado de la puerta de la cocina, y rápidamente se deshizo del pensamiento que empezó a formarse en su cabeza. No. Aunque no callara, aunque le diera dolor de cabeza, sentía que no podría hacerlo. No a ella… No obstante, esa lengua… No. En absoluto. «Aguanta solo un poco, no tardará en irse», se dijo. Regresó con el cuchillo al comedor. Tras sentarse a una distancia prudente, comenzó a cortar el pastel. Estaba suave y esponjoso. Tenía muy buena pinta. Mientras tanto, Olivia no había cesado de hablar y hablar. —Menos mal que no habíais cerrado todavía —decía cogiendo su pedacito de bizcocho—. No puedo comer sin pan; es algo fundamental en mi mesa, y sin embargo, ya ves, se me olvidó comprarlo. Dicen que el pan engorda, pero a mí no me importa. ¿Sabes a dónde iba cuando me has visto en el portal? —Dio un mordisquito. Oliver la observó, sin pasar de los labios. Eran rosados y con una delicada línea que dibuja unas perfectas montañitas redondeadas. Los ratones volvieron a roerle el estómago; esta vez se extendieron hacia la entrepierna. Otra sensación nueva. Pero esta le gustó—. A correr. En vez de vomitar la comida, yo salgo a correr después de comer —se respondió con la boca medio llena dando otra muestra de humor—. Venga, pruébalo. Oliver tardó en darse cuenta de lo que decía Olivia. Luego hizo lo que le pidió. Estaba delicioso, pero el chocolate no era su alimento preferido, así que lo dejó de nuevo en la bandeja. —¿No te gusta? —le preguntó ella. Oliver se levantó, abrió el cajón del mueble de la televisión y sacó una libreta y un bolígrafo. Escribió: «Sí. Pero el chocolate nunca me ha gustado». —Oh, no lo sabía. Lo siento —se disculpó—. La próxima vez lo haré sin chocolate. 25

«¿La próxima vez?», pensó Oliver. Decidió que había llegado su turno. Escribió tembloroso: «No habrá próxima vez». —¿Por qué? —preguntó Olivia evidentemente consternada—. Eres un buen chico. Me gustan los tímidos, y tú no eres capaz ni de mirarme a los ojos. Oliver miró sus labios. Estaban sonriendo. Los roedores estomacales volvieron a hacer acto de presencia. El dolor de cabeza y la sensación de vértigo aumentaron su intensidad. Dentro de él había dos fuerzas luchando. Por un lado deseaba fervientemente que callara de una vez, que le dejara con su silencio —y una parte de él quería ser él mismo quien la hiciera callar—, y le decía que lo mejor era que se marchara y no regresara jamás; sin embargo, otra fuerza extraña y desconocida quería seguir observando sus labios, seguir sintiendo su presencia aunque a una distancia prudente. Contempló su cuerpo. Ahora vestía con un pantalón vaquero largo — entre ellos custodiaba un pequeño bolso— y una camisa blanca con los tres primeros botones desabrochados. Eso le hizo casi marearse. Se acabó, pensó. Posó la punta del bolígrafo en la hoja con la intención de poner: «¡VETE!», pero entonces ella dijo algo que paralizó el movimiento. —¿Sabes? Yo tengo una prima muda. Oliver la miró a los ojos, a ese inmenso cielo en el que su mente se perdía, y por primera vez, eso no ocurrió. Lo que acababa de decir causó en él una curiosidad y admiración extremas. No podía ser verdad. —Sabe hablar con las manos —trató de hacer unos gestos torpes—. Pero como yo no la entiendo, utiliza un cuaderno. Como tú. —Entonces… ¿es muda de verdad? ¿No es una farsante? —preguntó alguien. Al principio, Oliver se sobresaltó. ¿De dónde había salido esa voz tan aguada? Parecía la de un niño. Entonces notó algo extraño en la garganta, como una espina clavada, y empezó a toser. —Ha-Has hablado —dijo ella con la sorpresa de una madre al oír decir la primera palabra a su hijo. 26

Entre tos y tos, la mente de Oliver era un remolino de confusión y dolor. Sus emociones eran un tsunami que le envestían con horrendo ímpetu. ¿Qué narices había pasado? —Ha-Has hablado —repitió Olivia en un tono más débil. «Sí… Y tú has sido la culpable…». Ese pensamiento salió disparado del oscuro remolino como una brillante señal que aún iluminaba. La presión del pecho estalló, y actúo. Giró sobre sus talones y corrió hacia la chaqueta de pana marrón colgada en la percha de la entradita. Deslizó la mano en el bolsillo y sacó su preciado cuchillo; el único con el que debía hacerlo; no era el que usó con su primera víctima, pero sí el que consiguió en la cocina del monasterio. Después regresó al salón, pero ahí no había nadie. Olivia no estaba. ¿Le había visto coger el arma? Miró hacia la puerta del comedor que comunicaba con el pasillo, y de pronto se temió lo peor. De pronto sabía exactamente dónde se encontraba ella. Echó a correr de nuevo como un guepardo que percibe el olor de una presa que creía perdida. Salió al pasillo. El corazón se le aceleró al ver la puerta del cuarto de Su Colección abierta. A punto estuvo de caer al resbalar con unas ganzúas justo cuando cruzaba el umbral. —¡QUIETO AHÍ! —gritó una versión más chillona de la voz de Olivia. Se detuvo de la impresión del chillido. Miró al frente. ¿Pero qué…? Olivia sostenía con ambas manos de nudillos blancos una pistola con el cañón dirigido a su pecho—. No te muevas, Oliver. Quedas detenido por múltiples asesinatos. ¿Creías que jamás te atraparíamos, maldito loco hijo de puta? Ahora quiero que te gires… Oliver desconectó. Dejó de escucharla. Por fin se callaba, al menos en su cabeza. La realidad comenzó a abrirse paso entre la neblina de la confusión, y le deshizo como el ácido. Deshizo sus sentimientos. Deshizo su ser. Deshizo su vida. Maldito momento en que miró a esa mujer a través del espejo de la tienda. Maldito momento en que chocó con ella. Maldito momento en que la dejó entrar en casa. En Su casa. Ella había llenado un recipiente del ácido más corrosivo del mundo —el amor, palabra que apareció de repente, identificando al fin esa sensación extraña— y había sumergido en él lo único que le importaba; las únicas tres cosas que le importaban. 27

Primero había sido el silencio. Después a él mismo. Y por último, Su colección. No obstante, de esas tres cosas, la que más daño le había hecho, la que más le había matado, había sido él mismo. Cómo se odiaba en ese mismo momento. Cómo se despreciaba por lo que había hecho. La culpable había sido Olivia, por supuesto, pero él también tenía parte de la culpa. Se había traicionado a sí mismo. Se había convertido en uno más de esos farsantes a los que callaba para siempre. ¡Había hablado! Bajo la atenta y tensa mirada de la mujer, Oliver alzó despacio el brazo cuya mano aferraba el cuchillo. —¡Oliver, para ahora mismo! Pero Oliver solo paró unos segundos a la altura de sus ojos tan negros como la muerte para contemplar el brillo de la hoja. Luego sacó la lengua, la estiró con la otra mano, y la cortó de un certero tajo.

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Capítulo IV: Cuando las palabras no bastan (C. G. Demian) —Está sentado al fondo, junto a la ventana. —Gracias —dijo sin prestar atención a la enfermera. —No estoy segura de que esto sea una buena idea, señora... Sara no se molestó en contestar. Recorrió el espacio que le separaba de aquel hombre de mirada perdida, y mente inaccesible. Los ojos del hombre no podían apartarse del cartel que anunciaba la llegada del Circo de las Sombras a Cave Weasel A pesar de su aparente tranquilidad, sus manos se aferraban con fuerza a los reposabrazos del sillón. La llegada de la mujer le provocó un pequeño tic en el lado derecho del labio superior. La medicación tenía algunos efectos secundarios. Un eufemismo para esconder que provocaban estupidez temporal en el paciente. Quién sabe si crónica, después de varios años de tratamiento. — Hola, Oliver —dijo apocada. Una chispa se encendió en los ojos de Oliver al reconocer aquella voz. Ladeó la cabeza y el tic retornó con más fuerza. —No sé por dónde empezar. Oh, Oliver, no sabes cuánto me duele verte así. Te resultará difícil confiar en mí. Yo solo cumplía con mi trabajo. Sé que me odias —continuó—. Pero he venido para arreglar las cosas. Ha pasado mucho tiempo, pero no he podido olvidarte. Haría cualquier cosa con tal de dar marcha atrás. Ya sé que eso es imposible, sin embargo, haré lo que sea necesario para hacerme con un hueco en tu corazón. La mirada de Oliver estaba clavada en Sara. Solo el movimiento incontrolado del labio lo convertía en un ser animado. Sara ya contaba con que sería difícil conquistar el corazón de Oliver, después de lo sucedido aquel día en que fue a su casa. Oliver fue arrestado y llevado a comisaría. Los psicólogos del estado le diagnosticaron enajenación mental y psicopatía. Terminó recluido en el sanatorio de St. Jean. Tras unos meses de tratamiento con 29

electroshocks, durante los cuales no mostró signo alguno de mejoría, fue derivado al pequeño centro de Cave Weasel, población donde había residido durante algún tiempo en su época adolescente. Desde entonces languidecía en aquel viejo sillón. Con la mirada perdida en un horizonte inalcanzable. Quizás pensando en cómo escapar. Aunque existía la posibilidad de no quedara nada vivo dentro de él, y que aquel cuerpo sentado en el sillón fuera tan solo un envoltorio vacío. —He venido para sacarte de aquí —dijo Sara después de un largo silencio. Oliver continuaba mirándola directamente a los ojos. —¿Me has oído Oliver? Vas a salir de aquí. Huiremos juntos, a donde tú quieras. No hubo reacción por parte del joven. Sara comenzó a desesperarse. Estaba preparada para que Oliver la abofetease o para que la abrazase, pero no para esto. Unas lágrimas le se deslizaron por las mejillas hasta humedecer sus labios. También ellos comenzaron a temblar. Un dolor profundo le atravesó el alma, como un puñal incandescente que le recordaba su traición. Se sentó en el suelo junto a Oliver. Apoyó la cabeza en el sillón, cerca de la mano del chico, y juntos miraron a través de la ventana hasta el atardecer. —Está bien, sigue mirando por tu ventana —balbuceó Sara. Se puso de pie y se sacudió la parte trasera del pantalón. —Te sacaré de aquí Oliver. Juro que lo haré —repitió por última vez antes de abandonar el sanatorio. Dejó a Oliver de nuevo en la soledad de su sillón, viendo crecer la hierba. No había transcurrido mucho tiempo desde que Sara se marchara cuando algo llamó la atención de Oliver. Había alguien junto al cartel que anunciaba el circo, pero no podía ver con claridad lo que hacía. Cuando al fin se apartó para dejar visible su obra, Oliver vio un corazón rojo pintado en el suelo. Dentro del corazón, aún a aquella distancia, podía leerse «Te quiero Oliver». Junto al corazón estaba Sara, mirando hacia la ventana. Su boca todavía bombeaba el mismo rojo con el que había sido pintado el corazón. 30

Capítulo VI: Amordazados (Ricardo Zamorano & C. G. Demian) Solo el crujir de tablones rompía el silencio en el sótano de aquella casa. Amordazados y atados a sendas sillas, escuchaban las entrañas de la casa, que quejumbrosa, transmitía a quien quisiera oírla el nervioso devenir de su interior. Habían aprendido a comunicarse tan solo con la mirada en pocos minutos. Pero sus ojos siempre repetían lo mismo, tengo miedo. El desenlace de su cautiverio se aproximaba tan rápido, que podía sentirse el viento que provocaba. Arriba, los tablones continuaban crujiendo. Nerviosa danza invisible, precedente a un obvio final. Abajo, los prisioneros compadecían de su aciaga fortuna. Maldecían en silencio, y luchaban contra sus ataduras hasta desgastarse la piel. No habría síndrome de Estocolmo. Pues solo el odio florecía en sus jóvenes corazones. Su delicada situación trascendía más allá de la traición, de la violencia o del rencor. Él levantó las cejas. Ella se encogió de hombros. Empezó a mirar alrededor, buscando algo con lo que poder escapar. Arriba, los crujidos habían cesado. En uno de los movimientos de cabeza de la mujer, el chico vio algo. Algo que podría librarles de las ataduras. Por un momento pensó que lo peor no era eso, sino la sensación de asfixia del trapo que le tapaba la boca y las ganas de vomitar que le provocaba el olor y la humedad de su propia saliva. Él, escrupuloso como era. Hizo un ruido con la garganta que chocó contra la mordaza. La mujer lo miró. Él levantó la barbilla. Ella entrecerró los ojos y pronto vislumbró en ellos la claridad del entendimiento. Giró la cabeza y el torso como un muelle. Y lo vio. Las sillas no estaban fijadas al suelo, y los muy imbéciles no les habían atado los pies, de modo que se alzó. Se acercó a la mesa y con la cabeza 31

arrastró hasta el extremo el soplete; luego hizo lo mismo con el alargado mechero de cocina. A continuación la joven giró sobre sus talones y propinó un golpe a la mesa. Primero se precipitó el mechero, que cayó justo en la mano, y luego el soplete. Accionó el mechero y el soplete escupió la llama. Fue entonces cuando la danza invisible retomó su baile. La mujer corrió hacia la espalda del chico. Las cuerdas se rompieron al contacto del fuego. De inmediato, al son de unos pasos que descendían por la escalera, el joven aferró el soplete e hizo lo propio con las ataduras de ella. Se despejaron las bocas y rompieron en mudas carcajadas por lo absurdo de la situación. Hasta que el cerrojo de la puerta estalló en la estancia. Entonces el chico introdujo la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta de cuero, rodeando el mango de su preciado cuchillo, y la mujer se agachó para hacerse con su pistola personal. Los dueños de la casa que habían ido a robar también habían olvidado cachearlos. Esperaron junto a la puerta. Antes de que se abriera del todo y de acabar con la vida del matrimonio y del policía, oyeron al agente decir sus últimas palabras. —¿Están seguros de que son el paciente Oliver y la mujer que le ayudó a escapar del centro?

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Capítulo VII: El paciente silencioso (C. G. Demian) —¿Dónde crees que vas? Oliver se había incorporado en la cama cuando escuchó la voz del policía. —Si quieres levantarte tienes que pedírmelo. Y no te oigo, m-e-mo. El muchacho apretó con fuerza los puños. Volvía a sentir aquella presión en el pecho que tan bien conocía. Trataba de reunir la energía necesaria para golpear a aquel gordinflón, que vestía el uniforme azul marino de la policía. Sabía que solo así la presión desaparecería, que esa sería la única vía de escape de su dolor. Desde que había recobrado la consciencia, no había dejado de fastidiarle. Su verborrea era asombrosa, sobrehumana. Parloteaba sin descanso desde que había comenzado su turno de guardia. Aunque, en realidad, Oliver no estaba del todo seguro sobre esto. Los medicamentos no le permitían estar lúcido, y tal vez, su mente hubiese rellenado los momentos de silencio, con aquella irritante voz. De todos modos, esa bola de sebo era la responsable de su perpetua cefalea. Oliver intentó ponerse de pie, pero su trasero fue devuelto al colchón tan deprisa como se había despegado de él. Dani lo empujaba con la porra contra la cama, apoyándola en las gasas que cubrían la herida de bala de su hombro. —Eres un cerdo, estás dejando la cama perdida. Solo tenías que pedirme permiso para ir al baño —Dani el gordo no podía dejar de reír. Delante suyo tenía a uno de los más peligrosos asesinos en serie de la historia, y ahora se estaba orinando en la cama como un bebé—. Sonríe Oliver, que voy a inmortalizar este momento —un destello iluminó la habitación, que se protegía del sol tras unas tupidas cortinas de color beige—. ¡Estupendo! Voy a subirla a Instagram. Tendré más visitas que Justin Bieber, sí señor. 33

Oliver desconectó su sentido auditivo, y la voz de Dani se convirtió en un rumor lejano, similar al de una caída de agua escondida tras la espesura del bosque. Por fin, pudo pensar con claridad. Pudo sentir el dolor en su cuerpo y la sed en sus labios resecos. Sintió la mano de Sara escabulléndose entre sus dedos. La vio caer sobre un camino embarrado, y la vio convertirse en una estatua de arcilla. Entonces un proyectil se incrustó en su hombro derecho. Un par de segundos más tarde, sintió de nuevo el dolor de la pólvora y cayó al suelo. Esos eran sus últimos recuerdos, antes de despertar en aquella sombría habitación de hospital. Por primera vez reparó en su compañero de habitación. Tenía la nariz y la boca cubiertas por una máscara de respiración asistida, pero sus ojos hablaban desde el interior de su cuerpo enfermo. Sentía el mismo odio que Oliver hacia aquel guardia de lengua ágil y estómago abultado. Podía leerlo con tanta claridad en sus ojos, que incluso el mismo Dani debía de haberse dado cuenta. Quizás por ese motivo, nunca le dedicase una mirada, tal vez por eso nunca le aburriese con sus anodinas historias. Y Oliver estaba pagando las consecuencias. Solamente él tenía que soportar las burlas de aquel idiota aspiraba a convertirse en un planetoide. Así que el odio de Oliver se multiplicó, Ahora no solo odiaba al policía, también odiaba al desconocido de la cama contigua. Ellos pagarían por lo que le habían hecho a Sara. Fue un pensamiento fugaz, que se extendió por sus neuronas, arraigando con firmeza en cada una de ellas. Se dispuso a actuar. Fue una decisión visceral, irreflexiva. Tal vez porque no le importara el mañana, porque su vida en aquella habitación, acompañado por dos seres a los que odiaba con toda su alma, sería peor que el vació más absoluto, peor que la muerte. Con un rápido movimiento, al que Dani no fue capaz de reaccionar, atrapado en su gruesa capa de grasa, le arrebató su pistola de la funda y 34

le apuntó con ella. Estaban tan cerca el uno del otro, que Oliver podía sentir el sudor deslizándose por la sonrosada piel del policía. Con un gesto le indicó que se arrodillara delante de la cama. El policía tardó una eternidad en agacharse, así que Oliver decidió ayudarle propinándole un par de golpes con la culata de la pistola. Oliver metió la mano en la boca del rollizo policía y tiró de la lengua sin que este opusiera resistencia. Dani saboreó la orina con repugnancia, pero sin atreverse a recoger la lengua dentro de su gran bocaza. Oliver se apartó para rebuscar en una bandeja. No tardó en regresar a su lado con una gran jeringa. Los ojos de Dani querían abandonar al resto de su cuerpo, que estaba paralizado por el metal que rozaba su nuca. Oliver dejó caer la pistola, y antes de que esta tocara el suelo, ya había empuñado con las dos manos la jeringa, empujándola dentro de aquella lengua golosa, hasta atravesarla cerca de la punta, desgarrando las papilas gustativas, y privándole para siempre del sabor dulce que tanto placer le había proporcionado. Dani no fue capaz de gritar, solo consiguió emitir un sonido apagado, unas palabras ininteligibles. Con la lengua fuera de su boca era a lo máximo que podía aspirar. Oliver se volvió entonces hacia la otra cama. Allí su compañero de habitación lo aguardaba con ojos brillantes. Parecía haber disfrutado tanto como él del empalamiento que acababa de perpetrarse. Oliver retiró la máscara con calma, aquel joven le consideraba un amigo, así que estaba convencido de que no le atacaría. Ambos se miraron a los ojos por un breve espacio de tiempo. Parecía que intentaban adivinar los pensamientos del otro. Oliver fue el primero en decidirse a actuar. Agarró la mandíbula de Marc con fuerza, para obligarle a abrir la boca. Poco a poco, los dientes de Marc se separaron, sin ofrecer apenas resistencia. Forzó sus mandíbulas tanto como pudo. Le dolían, sentía que iban a desencajarse. Oliver se asomó a ella con una sonrisa en sus labios y un profundo odio en su corazón. Retrocedió con una mezcla de perplejidad y satisfacción en su rostro. Había encontrado una boca deslenguada. 35

3. Diario de un mimo (Federico Rivolta) Mucha gente se disfraza de mimo; lo mío no es un disfraz. Recorro pueblos actuando en cada plaza, brindando un espectáculo impecable y sin caducidad. En pocos minutos mi gorro desborda de billetes, mas nunca falta algún tacaño. Con tan solo una mirada, me doy cuenta de quiénes se irán sin dejar moneda alguna; lo hacen porque no entienden de sacrificios, lo hacen porque no son más que unos niños ricos. Mi actuación sigue serena, como si ello no importara; pero en el fondo siempre duele. Cuando el avaro se retira, levanto mi sombrero y lo persigo en silencio. Al alcanzarlo no le digo nada, por supuesto, prefiero que sean mis actos los que hablen por mí. No siempre fui infalible en mis venganzas, varias veces me he equivocado. Con el tiempo adquirí práctica hasta volverme perfecto. Debí hacerlo, la mímica no entiende de impurezas. De pequeño vivía con mi madre, pero luego de un desfile de malvivientes dignos de un espectáculo de fenómenos, eligió al peor de todos y lo trajo a nuestro hogar. Mi padrastro era un ebrio apostador que trataba a mi madre como a un animal circense, y yo siempre la defendía. «Tú cállate, ¡maricón!», me gritó más de una vez; y yo no me callaba. Mis costumbres eran motivo de burla para él. Cada vez que me veía leyendo un libro de poesía, se reía; cada vez que me veía contemplando una flor, me insultaba. Parecía culparme por su ceguera a la belleza que nos rodea.

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Hoy en día podría deshacerme con facilidad de hombres como mi padrastro; descuidados, perezosos, con un alto índice de grasa corporal; pero en ese entonces era demasiado pequeño para enfrentarlo. Un día, luego de perder más dinero que de costumbre, volvió a casa enajenado. Intenté dialogar con él, y entonces se iniciaron los agravios. Me ordenó guardar silencio, pero yo no me callé. Mi madre saltó en mi defensa y él la empujó contra la pared, riéndose de ella como un rey de su bufón. Fue entonces cuando me paré de mi silla y le grité furioso. Craso error; debí atacarlo en silencio y sin pérdidas de tiempo. Ese día me propició una golpiza que me hizo perder la consciencia. Al despertar me vi en los brazos de mi madre, quien lloraba sobre mi rostro creyéndome muerto. Intenté hablarle, intenté pedirle perdón por no haber podido calmar la situación, mas mis labios me lo impidieron. Estuve una semana internado; el malnacido me había quebrado la mandíbula. Lo peor fue que mis huesos sellaron mal, y eso provocó que me mordiera la lengua a menudo a causa de la desviación de mi dentadura. Me llenaba de llagas, sobre todo en épocas de estrés, provocando que a partir de entonces no pudiera respirar con la boca cerrada sin emitir ruidos molestos. Fue un trastorno para mí, siempre fui correcto en mis modales, pero él me había convertido en un ser vulgar y despreciable. Cuando regresé del hospital, mi madre ya lo había perdonado; aunque él seguía siendo la misma bestia. La siguiente vez que nos atacó fue la última. Llegué una tarde y vi a mi madre sentada en el suelo, suplicando que la dejase de golpear; y entonces di respuesta a sus plegarias. Él no había notado mi presencia, pues en aquella oportunidad no cometí el error de hablarle, solo me acerqué en silencio y lo sujeté de sus grasientos cabellos mientras le cortaba la garganta con un cuchillo. Mi madre quedó bañada en la 37

sangre de ese puerco; me gustó verla así. Juntos cargamos el cadáver en el auto y nos alejamos de la ciudad. No teníamos ni idea de lo que haríamos con el cuerpo, ¿pero quién no ha viajado alguna vez a toda velocidad con un muerto en el baúl sabiendo que todo terminaría mal? En la ruta nos detuvo la policía y nos ordenaron que descendiéramos del vehículo. Mi madre estaba empapada en llanto, y el rímel corrido le pintaba «culpable» en las mejillas. –Muchacho, abre el baúl –me dijo el oficial; y ese fue el preciso instante en que se terminó mi infancia.

II Mi madre mintió en el juicio oral; declaró que fue ella quien mató a mi padrastro e incluso dijo que yo no estaba enterado de que llevaba su cuerpo en el baúl del auto. Le dieron una condena de treinta años y a mí me enviaron a un internado. A los pocos meses de estar recluida, falleció en la cárcel; ahorcada, según me contaron. La noche en que me enteré de su muerte quedé devastado. No tenía consuelo, había perdido a la única persona que me importaba en todo el mundo. Estaba yo llorando frente al espejo del baño cuando dos muchachos ingresaron: dos gemelos idénticos. Al mirarme se rieron porque interpretaron mi llanto como una debilidad. Uno de ellos tomó entonces una tabla de madera cuyo propósito en el baño comprendí en ese preciso instante. Trabó la puerta con ella y se puso junto al otro, hombro con hombro, formando un grotesco gigante de dos cabezas. Unidos se acercaron a mí; me encantó que así fuera. La mayoría de las personas pierden la calma en los momentos de tensión; en cambio yo, 38

que siempre anduve con placidez entre el ruido y la prisa, respiré profundo dejándome llenar por el recuerdo del silencio. Los dos hermanos me acorralaron contra la pared y comenzaron a bajar sus cremalleras, lo hicieron porque ellos no sabían que no es fácil doblegar a alguien como yo, a alguien a quien el dolor le aprieta la garganta permitiéndole tan solo brotar lágrimas de odio. –Esperen, por favor –les dije– ¿No creen que deberíamos besarnos primero? Los dos muchachos rieron como idiotas. Salté entonces sobre uno de ellos y lo besé en la boca. Fue un beso de dientes. Al verme escupir un trozo de labio superior en el suelo, el otro degenerado intentó escapar. ¡Subnormal!, él mismo había trabado la puerta con una tabla de madera. Los segundos que le tomó destrabar la salida fueron más que suficientes para que yo le empujara la cabeza hacia adelante con todas mis fuerzas, una fuerza más que suficiente para que su tabique nasal se le clavara en medio del cráneo. Me acerqué entonces al otro gemelo, quien estaba arrodillado en el suelo sangrando y lamentando la mutilación de su labio. – ¿Cómo dices? –le pregunté. Intentó modular, mas produjo un barboteo. Entonces lo miré con la misma sonrisa que él tenía cuando bajó su cremallera. – Lo siento –le dije–, no te entiendo. Verás…, te falta el labio superior. Hice un gesto de tristeza con la boca y luego, con la punta de mi dedo índice, tracé una línea vertical desde la base de mi ojo hacia abajo. Ese fue el anteúltimo de mis movimientos que aquel pervertido vio en su vida. Su cráneo cedió ante la cerámica del lavamanos y yo me fui del baño sin rasguños. Debía escapar esa misma noche de aquel lugar. La primera ocasión en la 39

que había matado a alguien, mi madre y yo fuimos descubiertos, y aquella vez en el internado había cometido un doble homicidio. Trepé el muro de ladrillos en un descuido del guardia; fue fácil, nací dotado de una gran destreza física. En la cima me sujeté de los alambres de púas lastimando mis manos. La adrenalina me ayudó a soportar el dolor en ese momento. Luego de alejarme, me vendé las manos con trozos de mis prendas y busqué refugio en un callejón hasta la mañana siguiente. Al despertar, lo primero que debía hacer era mudarme el sweater; estaba cubierto en sangre, no tanto mía como la de los gemelos. Divisé una casa con ropa colgada en la soga y encontré dos playeras de mi talla. Una era colorida, no reflejaba el desconsuelo de mi alma; la otra era a rayas negras y blancas, esa fue la que llevé. Con la vestimenta limpia, me dirigí a la casa de la hermana de mi madre. Mi tía no se parecía en nada a mi progenitora, no tenía su belleza y carecía por completo de elegancia. Era una mujer descuidada y, si se la miraba a contraluz, podía observarse una barba incipiente. Mi plan era vivir con ella y su familia, al menos hasta alcanzar la mayoría de edad, pero me echó de allí; al parecer no quería arriesgar su hogar perfecto con un muchacho prófugo. Me dio una vieja maleta y me guió hasta un armario repleto de cosas de mi madre. Escogí aquellas prendas que pudieran quedarme, ella era una mujer alta así que pude encontrar varias cosas de mi talla. Asimismo encontré su pequeño bolso de cosméticos; también lo tomé, me traía muchos recuerdos de cuando la veía de reflejo, pintándose, antes de que los hombres que conoció le arruinasen la vida y el rostro. Me retiré con una sonrisa, pues tenía planeado regresar esa misma noche y vengarme de esa mujer barbuda. Después de una vida de sufrimiento, aquella señora no tuvo 40

compasión por su sobrino ¿acaso no le importaba en absoluto? Se lo habría dicho, la habría insultado por su indiferencia; mas preferí que sean mis actos los que hablaran por mí. Regresé al amanecer con una botella de gasolina. La lancé por la ventana y huí como una cebra mientras la casa ardía en llamas. Tiempo después me enteré de que mi tía y su familia se salvaron; el gato los despertó en medio de la humareda y lograron salir a tiempo. Debí ahorcarlos mientras dormían; al parecer, mi voluntad no se concreta cada vez que utilizo armas. III Durante semanas viví en las calles. Recorrí ciudades y tuve amistades fugaces con personas que jamás volví a ver. Lo único que me acompañó siempre fue la vieja maleta de mi madre. Una noche, viajando en tren, conocí a un singular individuo que me ayudó a encarrilar mi vida: un viejo payaso. El anciano tenía una enorme sonrisa pintada; aun así, mostraba una insondable tristeza. Poseía unos escasos cabellos de plástico azul; y su traje, que alguna vez debió quedarle holgado, le apretaba la barriga. –Hola, muchacho –me dijo desde el otro extremo del vagón – ¡Vaya que hace calor!, ¿verdad? – Sí. –Eres de pocas palabras. Serías un buen mimo…; silencioso, misterioso, y con un pantalón que se ajusta a tu cuerpo de un modo irresistible. Luego de aquel comentario fuera de lugar, su rostro se transformó ajustándose a la enorme sonrisa pintada. Sin que lo notara, comencé a sacar mi cuchillo; estaba dispuesto a dibujarle una segunda sonrisa, pero abdominal. 41

¡Era una broma, muchacho! – dijo justo a tiempo – Pero lo de ser mimo va en serio. No sé si lo sabes pero los mimos son la encarnación de la miseria humana, el reclamo silencioso de los que perdieron la voz, el apogeo de un sufrimiento que se acumula en el pecho hasta formar un nudo de dolor que aprieta la garganta permitiendo tan solo brotar lágrimas de odio. Me asombró aquel comentario. Jamás me molesté en verificar si era cierto o no, ya que sus palabras sonaron sinceras y lograron llenar parte del vacío que sentí toda mi vida. Me quedé estático mientras él seguía hablando: –Yo intenté ser mimo cuando joven –dijo–. Luego de unos años descubrí que no tengo suficiente disciplina, y entonces me convertí en payaso. El anciano y yo viajamos juntos durante horas mientras me explicaba los rasgos esenciales de la mímica. De pronto me vi dando los primeros pasos en las rutinas más sencillas, ejecutándolas para él. –Tienes facultades, muchacho; aunque haces demasiado ruido al gesticular. –Hace años, mi padrastro me propició una fiera golpiza. Estuve una semana internado con la mandíbula quebrada y mis huesos fusionaron de un modo incorrecto. Desde entonces me muerdo la lengua a menudo a causa de la desviación de mi dentadura. Es por eso que mi lengua suele estar llena de llagas, sobre todo en épocas de estrés, y me es difícil respirar con la boca cerrada sin producir esos ruidos. –Ese sí que es un problema…, los mimos deben ser silenciosos. Tendrás que mejorar eso. Me mostró algunas gesticulaciones junto con la posición de la lengua en cada caso. Debo admitir que podría haber sido un gran espectáculo si no fuera por sus dientes negros y el fuerte olor a vodka que me desconcentraba. El anciano me aconsejó que descendiera del tren en la estación de 42

Cirque Valley, y que me dirigiera a la escuela de teatro, lugar en donde se reunían artistas callejeros de todos los rincones de la nación. Allí tal vez podrían darme alojamiento si me presentaba como mimo. A pesar de su excentricidad, el anciano del tren me fue de gran ayuda. Y pensar que algunas personas temen a los payasos… IV La estación de Cirque Valley era única. Cada ventana del edificio de madera estaba pintada de un color diferente. Los anuncios eran obras de arte, y le daban al lugar una ambientación placentera, convirtiéndolo en una entrada a un espectáculo inolvidable. La gente se tomaba tiempo para comprar los boletos y subir a los trenes, como si se trataran de acontecimientos importantes. Todos disfrutaban de cada instante en aquel sitio. Miré en torno a mí y contemplé cada detalle, observé cada uno de los faros antiguos y los arcos en cada salida. Entonces vi un señor que estaba parado en el andén ayudando a subir y a bajar maletas. Usaba un traje ajustado color sepia; de hecho, todo su cuerpo era sepia. Tenía unos bigotes llamativos: rectos pero terminando en espirales. Se movía de manera enérgica y, cada vez que levantaba un equipaje pesado, se tomaba unos segundos para mostrar sus bíceps a las damas y a los niños que pasaban. –Buenas tardes –le dije–, ¿sabe usted dónde queda la escuela de teatro? –Debe seguir derecho por la calle empedrada –dijo señalando sin dejar de flexionar su musculoso brazo–. Luego de tres cuartos de milla se chocará con la escuela. Siguiendo el camino indicado llegué a una enorme mansión venida a menos. El lugar estaba rodeado por un amplio parque cubierto de 43

verde. Era un lugar increíble, era el lugar al que estuve destinado a dirigirme toda mi vida. Me quedé parado en el umbral cuando vi un grupo de seis hermosas malabaristas en medio del césped. Perdí la noción del tiempo mientras mis ojos daban vueltas intentando seguir sus sincronizadas piruetas, ¡cuánta belleza!, ¡cuántas ganas tuve de formar parte de aquella institución! –Buenas tardes –interrumpió alguien– ¿nos dejaría pasar, por favor? Al darme la vuelta vi que se trataba de un hombre; le estaba bloqueando el paso. –Discúlpeme –le dije–, pase usted. Me hice a un lado pero el hombre no se movió. Permanecimos en silencio, mirándonos durante unos segundos. Luego me indicó que mirara hacia abajo haciendo un carraspeo. Quedé fascinado por aquello que el hombre llevaba entre las piernas. Colgando de unos hilos, tenía una curiosa marioneta. Era su versión miniatura, aunque no estaba a escala. La cabeza del títere no era proporcional al cuerpo y su nariz era demasiado puntiaguda. Aún así (o quizás por aquellas anomalías), se trataba de una pieza adictiva. –Perdóneme, señor –me disculpé con la marioneta –; no lo había visto. Pasen ustedes. El hombre sonrió y ambos avanzaron al unísono. Cuando el titiritero y el títere se habían alejado algunos metros, les grité; me había resultado simpático aquel señor y pensé que quizás podría ayudarme. –Señor…eh… señores… ¿puedo hacerles una pregunta? Los dos me miraron al mismo tiempo. –Por supuesto, díganos qué se le ofrece. –¿Podrían indicarme qué debo hacer para que me acepten en esta maravillosa escuela? Provengo de muy lejos y no tengo dinero. 44

–¿A qué se dedica, joven? –preguntó el titiritero. –Deseo convertirme en mimo. –Lo siento…, aquí ya hay demasiados mimos, es por eso que se les hace una prueba a los nuevos aspirantes. El maestro es quien se encarga de la admisión de mimos, bufones, arlequines y payasos. Le recomiendo estar bien preparado; si fracasa en el primer intento, no tendrá una segunda oportunidad. Yo no tenía preparada una rutina, así que me retiré de allí más melancólico que antes. Me di cuenta, además, de que el titiritero también era controlado por unos hilos, y que no era más que un títere a los ojos de otro titiritero de un nivel superior. Regresé a mi destierro, pero al menos tenía algo que antes me faltaba: un objetivo; y no aceptaría un no por respuesta. V Viví en las calles de Cirque Valley actuando por monedas, practicando las rutinas que me había enseñado el viejo payaso del tren y las que aprendía de otros mimos callejeros. Un día me sentí listo y me acerqué a la escuela. Allí me hicieron presentarme ante el maestro, quien estaba parado junto a dos alumnos silenciosos. –Me dijeron que vendría un mimo –dijo el maestro–, tú no eres un mimo. –Lo siento –le dije–, no sabía que las audiciones se realizaban de manera inmediata. Por eso vine sin disfraz. –Esto no es una fiesta de disfraces –me dijo–; se es o no se es. El verdadero mimo no usa un disfraz, tan solo usa el maquillaje con el que debió nacer y se pone la vestimenta que es normal para él. Son sus necesidades básicas, sin ellas no podría vivir. –No fue eso lo que quise decir, maestro, es solo que… 45

–Shhh… –me interrumpió–, los mimos no hablan. Los tres se sentaron en la primera hilera dejando el escenario para mí solo. Comencé entonces a hacer los movimientos que se me iban ocurriendo, no lo hice mal considerando mis nervios. El maestro subió al escenario con un gesto de disconformidad mientras yo seguía actuando. Se puso a pocos centímetros de mí y me miró a los labios de un modo inquietante. –No lo haces mal –me dijo–, pero tienes mucho que aprender. Además, eres muy ruidoso. Tenía razón. Intenté entonces explicarle el motivo con la esperanza de que supiera comprender: –Hace años, mi padrastro me propició una fiera golpiza. Estuve una semana internado con la mandíbula quebrada y mis huesos fusionaron de un modo incorrecto. Desde entonces me muerdo la lengua a menudo a causa de la desviación de mi dentadura. Es por eso que mi lengua suele estar llena de llagas, sobre todo en épocas de estrés como esta, y me es difícil respirar con la boca cerrada sin producir esos ruidos. –No te pedí la historia de tu vida –dijo él–. Si no puedes mantener silencio, jamás serás un buen mimo. Recordé los consejos que me había dado el viejo payaso y lo hice mejor, mientras el maestro se quedó en el escenario para seguir oyéndome. En un momento tragué saliva de un modo muy notorio, perturbando de nuevo la calma de quien me estaba evaluando. –Sigues haciendo ruido. Además, no debes tragar saliva en medio del acto. Te lo advertí; un mimo debe actuar en absoluto silencio. –Lo he estado practicando, cada vez lo hago mejor. Necesito un poco más de tiempo. Si me deja regresar en unos días, verá que… En ese momento me interrumpió apuntando con severidad hacía la puerta de salida: –No tienes nada que hacer aquí, este no es un lugar para indigentes 46

sin talento. Aquí solo aceptamos artistas de alma, gente que nació para esto. Vete y jamás regreses. En cualquier otra situación lo habría matado al instante, pero el maestro tenía razón. Además no quise hacerle daño sin antes obtener su aprobación, debía ser admitido en su sistema antes de destruirlo. Me alejé de allí aún más deprimido que la primera vez.

VI Fui a vivir a un frigorífico abandonado, un edificio blanco y frío, lleno de antiguas maquinarias que se corroían ante el indefectible paso del tiempo. Era un lugar silencioso cuyos suelos no habían sido pisados en años. Era el sitio perfecto para mí. No podría regresar a la escuela por un largo tiempo, el titiritero me lo había advertido: «El maestro no da segundas oportunidades». Así que el frigorífico se convirtió en mi hogar y mi academia. Decidí practicar en serio aquella vez, no semanas, sino meses; años tal vez. A mi siguiente audición iría preparado, llevaría además el atuendo adecuado y me maquillaría como corresponde. Estaría irreconocible. Ensayaba ocho horas diarias y hacía ejercicio durante otras ocho. Durante ese tiempo iba a almorzar y a cenar al comedor municipal, allí se encargaban de conseguir trabajo a los indigentes y también asistían con terapia a quienes lo precisaban. Yo nunca hablaba con nadie, todo lo que quería era regresar a mi escondite a practicar mirando mi sombra sobre el suelo y mi reflejo en las oxidadas maquinarias. En poco tiempo esculpí mi cuerpo; parecía hecho de mármol. Perfeccioné mi rutina, y ya no emitía ruidos con la boca. Me convertí en un hombre silencioso, me convertí en el mimo perfecto. El día en que decidí regresar a la escuela a probar mi suerte, abrí la 47

vieja maleta de mi madre. En el transcurso de esos años ya había usado toda la ropa, solo quedaban dos cosas allí: unos preciosos guantes antiguos y el pequeño bolso de cosméticos. Me puse enfrente de una lámina metálica para maquillarme. El reflejo deformaba mi rostro, mas no necesitaba verme. La verdad es que no me estaba pintando la cara, estaba cubriendo el color humano que llevé por error durante años. Mi rostro maquillado en blanco reflejó otra vez la pureza de mi espíritu, aquella de la que me habían despojado hacía mucho tiempo. Los labios rojos, casi negros, eran para dar besos de muerte, como los que le dieron a mi madre tantos malvivientes durante toda mi infancia. Me delineé los ojos, porque ellos son el camino hacia el alma, y yo había recuperado mi rumbo. Al final, pinté una lágrima en mi pómulo, para explicitar el dolor que llevaba dentro. Ingresé al viejo edificio y no tuve necesidad de abrir la boca; enseguida me enviaron con el maestro. Todos se volteaban a mirarme, parecía que jamás hubiesen visto a un mimo. La verdad es que no lo habían hecho, yo era más real que todos los mimos de aquella academia juntos. El adusto rostro del maestro me resultó inconfundible, pero él no logró reconocerme. Comencé con la pared del mimo, por ser lo primero en lo que me perfeccioné; solo debo imaginar la enorme muralla negra que me apartó de mis sueños durante toda mi vida. Palpé la rugosa superficie, y al empujarla sentí una presión sobre mis brazos rechazándome hacia atrás. Continué con la técnica de tirar la cuerda, fácil también. Para mí esa soga es tan real que siento poder ahorcar a alguien con ella, y siempre pienso en la misma persona: mi padrastro. Con tan solo imaginar que esa soga irá alrededor de su cuello, me basta para tirar de ella con movimientos perfectos. 48

Inclinaciones, puntos fijos, caminata en el lugar…, todos los trucos los hice de manera impecable; pero no quise detenerme en ellos, quería cerrar pronto la audición con la mejor de mis rutinas: la clásica pero aun sorprendente caja del mimo. Atrapado, aislado del mundo; no requiero de mucho esfuerzo para comenzar a desesperarme en esa claustrofóbica situación. Interpretar la caja del mimo es interpretar la historia de mi vida. Para aumentar la tensión suelo pensar que mi madre está afuera y que la caja es la humanidad, el planeta tierra, separándome de ella. Otras veces imagino que estoy de regreso en el vientre materno, entonces la desesperación se transforma en paz y armonía. Mis rutinas eran excelsas debido a que formaban parte de mi historia, y el maestro quedó atónito ante ellas. Los dos alumnos que estaban allí no podían creer lo que estaban viendo, no solo mi actuación había sido perfecta, sino que el maestro jamás había quedado tan sorprendido por un artista, y al terminar mi actuación lo miraron esperando que tuviera algo negativo que decir; pero no lo hizo. –¿Cómo te llamas? –me preguntó. No le contesté. –¡Sublime!, casi todos caen en esa trampa y dicen sus nombres repletos de entusiasmo, pero tú no. Lo tuyo ha sido espléndido, has sido aceptado en esta institución. Aquí tendrás techo, educación y comida. No le contesté. –Va en serio esta vez –me dijo–, terminó la función. Dime tu nombre. Craso error, no le iba a contestar porque la función no había terminado, no le iba a contestar porque aquello no era una función. Fue entonces cuando hice un movimiento prohibido para los mimos, sacando dos cuchillos que tenía guardados en mi cintura. Mimos o no mimos, los tres gritaron cuando los atravesé con ellos. 49

Pude con los tres; no es fácil doblegar a una persona a la que le aprieta la garganta permitiéndole tan solo brotar lágrimas de odio. Aquella vez tampoco pude escapar. Al salir, varias patrullas me esperaban en la entrada del edificio. Levanté entonces mis manos como si estuviera interpretando otra vez la pared del mimo. Me esposaron y me metieron en uno de los vehículos. Estaba sin escapatoria… por el momento.

VII En el viaje a la comisaría, el conductor de la patrulla bromeó: – Tiene derecho a permanecer en silencio. Los dos oficiales rieron como idiotas. Los mimos han soportado todo tipo de ofensas, aunque debo admitir que aquella me pareció original. De todos modos, me quedé en silencio; preferí ser el último en reír. Al llegar me arrastraron a una celda donde me dejaron en solitario toda la noche. Allí tuve tiempo para pensar. Me di cuenta de que, por algún capricho del destino, siempre que empleo armas para matar a mis víctimas, la policía me atrapa. A partir de entonces mataría sin usar otra cosa que no fuesen mis manos. Al día siguiente los oficiales habían descubierto todo sobre mi pasado. Me dirigieron a la sala de interrogatorios, donde se encontraba un inspector junto con un joven agente. –¿Así que usted es el mimo asesino? –dijo el inspector. No le contesté. –Llevo veinte años ejerciendo en esta ciudad y esta es la primera vez que me encuentro con un caso como este. El inspector no lo sabía entonces, pero yo ya me había zafado de mis esposas. Debí dislocarme el pulgar izquierdo para hacerlo. Pocos 50

soportarían un dolor como aquel, pocos serían capaces de ocasionarse semejante daño a sí mismos, pero es porque no entienden de sacrificios. –Tengo aquí su expediente. Dice que su padrastro le rompió la mandíbula y que a partir de entonces se muerde la lengua llenándola de llagas. Dígame una cosa… ¿ese es el motivo por el que ahora se disfraza de mimo? La pregunta no tenía sentido, lo que yo tenía puesto no era un disfraz de mimo, porque lo que yo tenía puesto no era un disfraz. –El espectáculo terminó, señor mimo. Confiese de una vez. Fue usted quien mató a esos gemelos en el internado, ¿verdad? Me mantuve imperturbable, aunque por dentro me reía. Mis manos estaban libres; ya casi podía romper sus frágiles huesos, ya casi podía oír ese sonido que da vida a mi mundo silencioso. En cuestión de segundos tendría su sangre salpicada sobre mí, dando color a mi mundo en blanco y negro. –Fue usted quien incendió la casa de su tía, ¿verdad? –dijo el inspector– Abra su maldita boca, quiero escucharlo hablar, quiero ver ese problema que tiene en la mandíbula, ese que le provocó su padrastro cuando intuyó que usted terminaría convirtiéndose en un monstruo social. No le contesté. Si bien me había liberado de las esposas y ellos solo eran dos, estaban armados. Necesitaba una distracción que me diera al menos un segundo de ventaja antes de que pudieran reaccionar mientras yo saltaba por encima de la mesa. –¿Por qué no le contesta al inspector, payaso?– preguntó el joven agente. Craso error; yo no soy un payaso. Fue ese el momento exacto para revelar mi secreto, mostrarles que el hecho de que mi padrastro me hubiese roto la mandíbula terminó 51

siendo lo mejor que me pudo ocurrir para que encontrara el camino hacia mi verdadero yo. Entonces abrí la boca y sus rostros se pusieron aún más pálidos que mi maquillaje. En medio de la conmoción salté de mi silla y le di un fuerte puñetazo al detective, luego di medio giro y pateé al joven en el pecho. Pude sentir como se quebraron sus costillas; segundos después el muchacho había muerto por asfixia. El detective estaba tirado en el suelo, mareado por el golpe, y tenía el rostro cubierto de sangre; me encantó verlo así. Me agaché junto a él y le hice el gesto universal del silencio, y en ese momento oí gritos provenientes de fuera de la habitación. Levanté al detective torciéndole el brazo y me puse detrás de él. Pude sentir su miedo recorriéndolo como un frío por su espalda. Dos oficiales abrieron la puerta y me lancé hacia ellos con mi escudo humano, quien recibió todos los disparos. Sujeté a uno de ellos de la muñeca para que apuntara y matara a su compañero, y entonces solo quedó un oficial vivo en la habitación. Le di un golpe en la rodilla y cayó al suelo. Me suplicó que lo dejara vivir, y le apoyé mi pie en el cuello para aplacar sus sollozos. Oí que otros policías que se acercaban; eran los dos cretinos que se rieron de mí cuando me llevaron en la patrulla. Rodé en el suelo y me escondí en otra habitación. Ellos siguieron de largo para ir al lugar en donde yacían los restos de sus cuatro compañeros, entonces me acerqué en silencio y los golpeé a unísono al costado de sus cuellos. Pude oír como quebré las cervicales de uno, pero el otro seguía vivo. Era el último que quedaba en la pequeña comisaría de Cirque Valley, y quise disfrutar el momento. Lo sujeté de la cabeza y, poco a poco, la giré unos grados por encima del límite permitido por la anatomía humana. Entonces sí fui el último en reír.

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VIII No tuve complicaciones para matar a los policías y escapar de aquel lugar, aunque en la sala de interrogatorios sucedió un momento clave. Pudo haber sido difícil deshacerme de los dos primeros policías, pero conté con un comodín bajo la manga. Eso que les mostré cuando me pidieron que hablase me dio unos segundos de ventaja. Esa distracción fue imprescindible en mi fuga. Ellos jamás se habrían mutilado en pos de seguir sus sueños; pero yo sí lo hice. Antes emitía ruidos molestos al respirar debido a que, por la desviación de mis dientes, me mordía la lengua llenándola de heridas. Pero encontré la solución. Al abrir la boca los impacté, no por algo que vieron sino por algo que no vieron. Sucede que algunos no entienden de sacrificios, pero yo sí. Por eso lo hice todo para convertirme en el mimo perfecto, incluso... cortarme la lengua. Mucha gente se disfraza de mimo; lo mío no es un disfraz.

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4.Boris (Federico Rivolta) En un antiguo y olvidado teatro, se realizó hace mucho tiempo la audición más prometedora del mundo de la mímica. La prueba se ejecutó a puertas cerradas, con tan solo un juez y un artista. La audición fue juzgada por nada menos que Boris Zhanitsyn, el mimo más famoso de ese entonces. Los años le habían borrado la sonrisa y ya le había llegado la hora de retirarse, por lo que estaba en búsqueda de un sucesor. De aprobarse el acto, el joven haría la gira que Boris no pudo terminar por recomendación del médico. El objetivo de la gira no solo sería rendir homenaje a su trayectoria, sino también lanzar a la fama a una nueva estrella. El viejo Boris había visitado ese teatro cientos de veces, pero aquella fue la primera que no asistió vestido de mimo; esa tarde portaba una boina azul, una camisa amarilla floreada y unos pantalones celestes de gabardina. Desde el primer instante en que el joven mimo subió al escenario, sorprendió al anciano. El traje se ajustaba a cada músculo de forma escultural, y su rostro mostraba una absoluta falta de emoción hacia todo aquello que lo rodeaba. El joven le recordó a él mismo, antes de que el paso del tiempo acabase con su tersa piel de porcelana y lo convirtiera en un arrugado vejestorio de manos temblorosas. La rutina del joven fue impecable. Cada movimiento fue ejecutado con una elegancia que Boris jamás había visto fuera del espejo; parecía ser en verdad su sucesor. Ante cada ejecución, el anciano aplaudía con entusiasmo; lo hacía sin chocar las manos, por supuesto, no quería contaminar la audición con ruidos innecesarios. El joven tampoco podía 54

creer lo que estaba viviendo, estaba sorprendiendo a su máximo ídolo, a aquel que lo había inspirado a dedicarse a la mímica. Al finalizar la actuación, Boris se llevó los meñiques a la boca con un gesto de silbidos; pero, como buen mimo, no soplaba en realidad. El joven hizo una reverencia ante su modelo a seguir y, sonriente, lo saludó con un pañuelo que tenía en el bolsillo. Mientras bajaba las escaleras, iba limpiándose el rostro para sacarse el maquillaje de mimo. El joven y el anciano se miraron el uno al otro en una escena de futuro y pasado, de vida y de muerte. La mutua contemplación duró diez minutos de absoluto silencio y sin que ninguno hiciera el menor movimiento. El muchacho estaba esperando la materialización de los aplausos en un acuerdo oral que lo sacaría de su miseria, pero Boris lo sorprendió bajando el pulgar de su temblorosa mano y negándole la aprobación, moviendo la cabeza de un lado a otro. El joven perdió la compostura y se acercó al anciano con intenciones de asesinarlo, pero a pesar de su avanzada edad, Boris fue más rápido. El experimentado artista sujetó al muchacho del brazo para luego lanzarlo al suelo. El movimiento fue tan eficaz que el muchacho tembló de miedo, su rostro se había vuelto pálido, casi tanto como cuando estaba maquillado. Boris aún no estaba satisfecho, y comenzó a ahorcar al joven, clavando sus huesudos dedos hasta que su rostro volvió a mostrar una absoluta falta de emoción hacia todo aquello que lo rodeaba. Al llegar a su hogar, el anciano se cambió la vestimenta por un traje en blanco y negro; no estaba cómodo con la camisa floreada y los pantalones celestes. Una vez vestido con el atuendo que lo había hecho famoso, Boris se dirigió a su invaluable tocador francés. El anciano se miró en el espejo, suspirando por el fracaso de aquella audición en la que había depositado todas sus esperanzas. Una lágrima 55

negra corrió por su mejilla, y entonces abrió uno de los tantos cajones del antiguo tocador en busca de un pañuelo. Volvió a mirar su arrugado reflejo mientras humedecía el pañuelo. Con la delicadeza que lo caracterizaba, Boris se removió el maquillaje humano hasta dejar otra vez expuesta su natural piel de mimo.

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5. CRÍMENES EN BLANCO Y NEGRO (Federico Rivolta) I –Por favor, envíame un audio ¿Sí? –escribió Karina. Se habían conocido hacía dos semanas, chateaban durante horas y ella quería conocerlo mejor. Un audio habría sido lindo, ella conocería su voz, además habría sido una prueba de que él no estaba conversando mientras su esposa dormía a su lado. Transcurrieron unos segundos pero él no le hizo conocer su voz. –¿Y una foto? –escribió ella– Quiero saber cómo eres. La joven dejó de respirar mientras fijaba la vista inmóvil en la pantalla. Los puntos suspensivos le indicaban que el nuevo amor de su vida estaba respondiendo a su pedido: –En lugar de enviarte un audio o una foto, te propongo algo mejor –escribió él–. Encontrémonos esta noche. Aquella invitación fue el mejor mensaje que pudo recibir, fue una verdadera prueba de interés; o al menos es lo que Karina pensó en ese momento. La joven asistió esa noche al lugar y hora acordados sin dudarlo, y su cadáver amaneció en un callejón. La policía analizó en forma minuciosa la habitación de la muchacha asesinada. El detective Francisco Romero fue asignado para hacerse cargo de la investigación. Habló unas palabras con los padres de la joven y luego ingresó a la alcoba a dar indicaciones a sus hombres; no quería perder un solo detalle. Todos los muebles y adornos de Karina eran en colores negro y rosado, era un ataque directo a la retinas de Romero. Miró los posters 57

uno por uno; intentó leer el nombre que aparecía en uno en el que aparecía una banda musical noruega. Movió los labios pero no logró pronunciar nada que se asemeje al modo en que lo diría Karina. Vio otro poster, uno de una banda musical japonesa, y esa vez ni siquiera intentó pronunciar el nombre. El detective estaba abrumado por los fuertes tonos de la habitación y, para enfocarse en el caso, hizo una pausa en la que encendió un cigarrillo y miró por la ventana. Al recordar el motivo de la visita se hundió en la depresión que le causaban los crímenes como aquel. Apoyó su mano con fuerza en su rostro y la subió por su frente, estirando su arrugo ceño hacia arriba, llegando así hasta sus canos cabellos. De pronto Romero abandonó la alcoba de Karina. Se dirigió al pasillo, fue casi corriendo mientras apoyaba sus manos en las paredes, alfombrando el suelo de portarretratos de Karina y su familia. Al llegar al baño se encerró de un portazo y, sin perder un segundo, vomitó en el lavamanos. Tal vez su malestar fue a causa del asesinato. Tal vez fue a causa de los fuertes tonos de la habitación de la joven. Tal vez fueron los años de adicción al alcohol, al tabaco y a las pastillas que compraba sin receta médica. O tal vez fue porque el mundo ya no es lugar para un hombre bueno. El detective salió del baño con el rostro y el cabello empapados en agua y sudor. Zurita, un joven oficial que lo había seguido, se mostró preocupado: –¿Se encuentra usted bien? –Mejor que nunca –dijo Romero– ¿Alguna pista? El joven Zurita negó con la cabeza mientras apretaba los labios. La pesquisa siguió por horas pero no se obtuvieron pruebas. La policía tampoco obtuvo información útil de los familiares y amigos de la víctima. Lo único que habían logrado hasta el momento era una nueva fotografía 58

para agregar al expediente de crímenes sin resolver de un supuesto mismo asesino. Así, la fotografía de Karina se unió a la de las otras cinco muchachas que también fueron encontradas asfixiadas en un callejón, sosteniendo una rosa teñida de negro. II Desde que Judith tuvo uso de razón, su padre se comunicó con ella de dos maneras: con gestos y con gritos. El hombre tenía dos personalidades: la de mimo y la de ebrio golpeador. Brindaba espectáculos de mímica en plazas y en pequeños bares, luego gastaba en bebida los míseros billetes que ganaba. Al regresar a su casa no hacía otra cosa que sentarse en su sillón a ver televisión hasta que se quedaba dormido. No le tomaba más que unos pocos minutos ponerse a roncar, dependiendo de cuánto alcohol hubiese ingerido aquella noche. “¡Deja de quejarte, niña!, ¡así nunca serás una buena mimo!” La pequeña Judith lo oyó gritar esa frase una y otra vez mientras la obligaba a practicar los rutinarios movimientos. La mímica no era lo suyo, pero él se negaba a aceptarlo. Un día el hombre cerró las puertas de su hogar sin dejar salir a su hija, ni siquiera para que fuese a la escuela; estaba decidido a convertirla en una gran artista de la mímica. La hizo practicar las rutinas una y otra vez durante dos semanas, indicándole con un bastón para que ella ubicara en forma correcta su cabeza, brazos y piernas. A veces le movía los miembros con el bastón; otras, le pegaba un doloroso golpe para que ella corrigiera su postura. Al principio ella se quejaba, pero un día él hizo algo que logró quebrar la voluntad de la pequeña. Aquella noche el mimo salió al escenario a intentar entretener a los pocos clientes que bebían en ese infecto tugurio. Luego de su rutina hizo ademanes para que Judith lo acompañara. Todos los ojos se 59

enfocaron en la niña desde el instante en el que se dio a conocer en el escenario. El hombre estaba orgulloso, su hija se había convertido en una gran artista; a todos les resultó imposible quitar la vista de la pequeña mimo de labios cosidos. III Romero llevó a su casa la resma de hojas impresas con las conversaciones de Karina y sus amigos; eran la última esperanza de encontrar algún dato que lo guiase al Asesino de la rosa negra. Se sentó a leer en su antiguo escritorio de madera junto a su lámpara oxidada, una de esas que ya no se fabrican y que dan la sensación de que seguirán funcionando por siempre. Se sirvió un vaso de coñac e inició la lectura. Se sintió perdido entre tantos emoticones y palabras abreviadas. No le parecía estar leyendo conversaciones, sino jeroglíficos modernos sin sentido, pero se necesitaba más que eso para quebrar su voluntad. De pronto leyó que Karina hablaba de haber conocido a alguien interesante en el sitio amigochat.com. La joven mencionó a un muchacho romántico, inteligente y con sus mismos gustos. El detective se sirvió un segundo vaso de coñac mientras reflexionaba y recordaba la habitación negra y rosa de la joven. Bebió medio vaso de un sorbo, y encendió su viejo ordenador decidido a ingresar a amigochat.com. Había decenas de salas para elegir, pero primero debía crear un perfil adecuado. Marcar el casillero de género femenino, subir una foto bajada de internet y poner un nombre que incluya alguna parte del cuerpo serían cuestiones suficientes para atraer la atención de cientos de hombres en minutos. Todo aquello lo hizo pensar en la cantidad veces que un hombre mayor y alcohólico ingresaría al día con un perfil falso para hablar con jovencitas ilusas. 60

Haciendo memoria de las víctimas se dio cuenta de que todas tenían ciertas características en común. No eran chicas populares y llenas de amigos; se trataba de muchachas más bien introvertidas. Consideró que un perfil atractivo desde lo físico no despertaría el interés de un asesino como aquel. Entonces lo decidió. No puso foto ni indicó su género. Para finalizar se llamó a sí mismo Niñapoetisa, y así comenzó a recorrer las salas de chats. Entre los usuarios en línea encontró a muchos personajes con nombres extraños e incluso irreproducibles, pero hubo uno que llamó su atención: Mimo666. Niñapoetisa no le habló, por supuesto, prefirió esperar a que Mimo666 diera el saludo inicial. Luego de media hora, dos vasos de coñac, y muchos saludos de otros individuos, Mimo666 se presentó. A Romero le temblaban las manos, tenía un sospechoso del otro lado de la pantalla; tan lejos y a la vez tan cerca. Tuvieron una conversación de varias horas, tiempo en el que el detective abría una ventana tras otra con poemas y frases que le ayudaran a hacer ver a su personaje como una apasionada pero elegante muchacha deseosa de un cortejo. –¿Quién es tu escritor preferido? –preguntó en un momento Mimo666. –Edgar Allan Poe –dijo Niñapoetisa–; me gusta la poesía oscura. Mimo666 le pasó un poema que él mismo había escrito, un poema que revolvió las entrañas putrefactas de Romero: –Te arrancaré la lengua, te cortaré los dedos, y no podrás entonces dialogar de nuevo. –Echaré plomo derretido en tus oídos, y no volverás jamás a discutir conmigo. –Serás como un mimo, que habla sin palabras, que en sus actos deja las cosas claras. Y cumplirás tus promesas, día tras día, pues no podrás vender tus frases vacías. 61

–Te encontré, maldito –pensó Romero en voz alta–; este poema solo pudo haber sido escrito por un loco. Luego de que el ritual de letras se prolongara por uno minutos más, Mimo666 invitó a Niñapoetisa a una cita para la noche siguiente. Del otro lado de la conversación Romero escribió «Me encantaría :)», y envió el mensaje con un clic y una sonrisa triunfantes. IV –¿Algún rasgo particular sobre los ladrones? –preguntó el oficial Zurita mientras tomaba nota. El denunciante dudó por unos segundos y luego respondió casi pidiendo permiso: –Sí…, los cuatro estaban vestidos de payasos. –¿Payasos? –Sí, payasos. Tenían ropa a rayas blancas y negras, sus rostros estaban maquillados y durante el asalto no dijeron ni una palabra. Ni siquiera puedo asegurar si eran hombres o mujeres. El detective Romero estaba parado a unos metros tomando un café con licor. Al escuchar eso se acercó e intervino en la conversación: –Esos no eran payasos; eran mimos –dijo– ¿Qué está pasando con esta condenada ciudad? El detective terminó su trago en un instante y se dirigió al oficial: –Quiero que me acompañes a interrogar otra vez a la niña de los labios cosidos. –Sobre eso le quería hablar, señor– dijo Zurita. Ambos se fueron a un rincón y el oficial le contó lo que había sucedido con Judith. –¿Cómo que se escapó? –preguntó el detective. –La dejé sola un momento y luego no pude encontrarla. –¡Pero es una niña! –dijo Romero– Su padre está detenido, no 62

podemos permitir que ande sola, sobre todo luego de lo que le pasó. Un oficial se acercó para decirle a Romero que el comisario deseaba hablar con él en su despacho; otra vez estaba en discrepancia con sus métodos. No era el mejor momento para hablar con el detective, no estaba de humor, aunque a decir verdad nunca estaba de buen humor. –¿Sabes cuántos casos has resuelto de los últimos veinte que se te asignaron?– preguntó el comisario. –No tengo idea –dijo Romero– ¿Usted dónde lleva la cuenta?, ¿en su diario íntimo? –Tres, Romero. Solo tres. –¿De verdad? Esas son fantásticas noticias. Creí que me iba a decir que no resolví ninguno. Uno solo habría sido suficiente para que todo mi trabajo cobrara sentido. Me ha alegrado el día, jefe. Los ojos del comisario se abrieron como si estuviesen a punto de incinerar al irreverente detective. Apoyó sus palmas en el escritorio, llenó de aire y sus pulmones y estaba punto de gritar cuando alguien golpeó la puerta del despacho; era el joven Zurita: –Disculpen la interrupción –dijo el oficial–, pero parece que El asesino de la rosa negra ha cobrado una nueva víctima.

V Romero estaba dispuesto a asistir a la cita de Mimo666 y Niñapoetisa esa noche; el asesino había matado a siete muchachas en tres meses, y alguien debía poner fin al asunto, aunque fuese por un medio poco ortodoxo. Parado en un oscuro callejón encontró un joven obeso, vestido con ropa en blanco y negro. 63

– ¡Arriba las manos! –gritó Romero– Soy oficial de la policía. Estás detenido por el asesinato de siete mujeres. Mimo666 levantó sus manos a la vez que hacía una inquietante sonrisa. El detective esposó y revisó al sospechoso. No encontró armas, ni siquiera un puñal, pero de uno de sus bolsillos sacó una rosa negra. Llevó al sujeto a su automóvil y lo empujó al fondo del asiento de atrás. A las pocas cuadras se inició la conversación, ambos tenían mucho que decirse: – ¿Niñapoetisa? –preguntó el sospechoso–, ¿usted es Niñapoetisa? La esperaba mucho más atractiva, oficial. El joven comenzó a reír mientras el enojo del detective se reflejaba en el espejo retrovisor. – Ríete mientras puedas, mimo; pues estas serán tus últimas risas. A decir verdad, creí que el asesino de la rosa negra sería más inteligente. –¿Así me llaman? Yo no seré tan inteligente pero ustedes no son nada originales. De todas maneras no me interesa su opinión; el ascenso de los mimos ya ha comenzado. Boris Zhanitsyn estaría orgulloso de mi trabajo. –¿Boris quién? –Boris Zhanitsyn –dijo el sospechoso–, el mejor mimo de todos los tiempos. A Romero le resultó conocido ese nombre. Comenzó a rebuscar en su memoria hasta que lo recordó. –¿Acaso estás hablando del cuento? Has derrapado, muchacho; Boris es un personaje inventado, no es real. –Usted puede creer que Boris es ficticio; usted puede creer que logrará culparme por esas víctimas; usted puede creer lo que quiera, oficial; pero dígame una cosa… ¿qué escribirá en el informe?, ¿acaso pondrá que me atrapó Niñapoetisa? 64

El joven comenzó a reír otra vez ante el mutismo del detective. –No tiene nada en mi contra, viejo; me liberarán por la mañana y a usted lo dejarán fuera del caso. Romero detuvo el automóvil y obligó a bajar al joven: –Camina –dijo. Ambos avanzaron hacia un callejón aún más oscuro que aquel en el que se habían visto por primera vez. El detective iba unos dos metros detrás del sospechoso. –Oiga…, espere… ¿qué hacemos en este lugar? –preguntó el muchacho. Al darse la vuelta vio que el policía lo estaba apuntando justo al medio del rostro. –¡Silencio! –dijo Romero–; los mimos no hablan. El rostro del joven se puso tan pálido que pareció que estaba usando maquillaje. Apenas tuvo tiempo de poner un gesto de horror justo antes de que el detective apretara el gatillo.

VI Seis años transcurrieron desde que el padre de Judith fue detenido. Seis años transcurrieron desde que ella se fue a vivir con un viejo tío materno que viajaba mucho y casi no estaba en la casa. Seis años transcurrieron desde que descosió los labios pero las cicatrices aún estaban allí. Por la mañana Judith se enteró de que a su padre lo habían asesinado en la cárcel; los mimos maltratadores de menores no son populares de ningún lado de las rejas. La adolescente se encerró en su habitación, donde podía verse que no era una amante del orden. Tenía ropa sucia tirada en el suelo, su cama era un colchón afectado por la humedad, y había cajas sin desembalar en cada rincón. Judith deseaba un cambio en 65

su vida, pero aquel cambio no estaría relacionado con el orden de su recamara. Esa tarde solo tenía una idea en mente: tomarse fotografías. Sacó varias de sus ojos, eran verdes y de pestañas largas. Muchos dirían que tenía un exceso de rímel, pero a ella le gustaba de ese modo. Se sacó varias de su cabello, bien oscuro, algunas peinado y luego otras desarreglado. Se colocó unas medias a rayas blancas y negras, unas que le cubrían justo hasta sus rodillas inquietas. Se acostó en la cama bocarriba y se fotografió las piernas mientras las levantaba en diferentes poses provocativas. Luego se aproximó a un espejo de cuerpo completo y acomodó su escote. Levantó sus enormes senos para que se vieran más firmes y redondos, y se tomó una última fotografía. Tenía planeado publicarlas en internet, a todas con excepción de aquellas en las que se le veían las cicatrices en los labios. Judith se sentó en su escritorio y encendió su notebook. Junto a ella había una perfecta rosa roja ahogándose en tintura negra. Cliqueó en su ordenador e ingreso a amigochat.com; esa noche se crearía una cuenta, esa noche conocería a su primera víctima.

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6. Atado al silencio (Ricardo Zamorano) Marcel Salazar intentaba escribir el motivo de su muerte, y al mismo tiempo sentía la imperiosa necesidad de dejar el lápiz a un lado y acabar con todo de una vez. ¿De qué servía escribir una carta?, se preguntaba. ¿Qué objetivo tenía alargar el momento más que el de hacer crecer su angustia? Cinco minutos, cinco lentos y somnolientos minutos llevaba sentado a la mesa del comedor, con el lápiz bailando en sus manos y una hoja blanca ante los ojos. Su tormento se estiraba con cada eterno segundo, como los relojes de Dalí, y sin embargo, ahí se hallaba aún. «¿Por qué he de escribir esto? —volvió a preguntarse—. ¿Por qué, si el lápiz no cesa su macabro bailoteo entre mis dedos? ¿Por qué, si no necesito las palabras?» Hacía seis meses que le diagnosticaron la enfermedad, y había avanzado a pasos agigantados. Uno de los motivos de ello fue, aparte de la naturaleza de la propia afección, su deterioro psicológico. Durante esos meses, Marcel Salazar descubrió que aquel concepto teórico llamado «efecto mariposa» tenía poco de teórico. La psique de Marcel empezó a derrumbarse cual cueva inestable tras un grito cuando le informó de los resultados a su jefe. El grito que inició el fin de su cordura fue aquella odiosa palabra: «Despedido». Aunque no llegó a pronunciarse realmente. Marcel no podía creérselo. No cabía duda de que eso podía ocurrir, pero tenía la total certeza de que los treinta y cinco años que llevaba trabajando para la pequeña empresa Diversión sin palabras y su indiscutible talento, lo salvarían de la peor posibilidad. No fue así. —No puedes estar hablando en serio —le había reprochado Marcel a su jefe. —¿Qué quieres decir, Marcel? —había replicado aquel joven que dirigía la empresa de su padre fallecido. —¡Cuando yo entré a formar parte de esta empresa, tú estabas aprendiendo a andar! ¡Y trátame de usted, tú no eres tu padre! 67

El joven, vestido con una de sus miles americanas deportivas, en esta ocasión azul cielo con coderas rojas, se había inclinado sobre la mesa y despegado las manos cruzadas, en gesto de paz. Marcel podía ver que trataba de mantenerse sereno. —Marcel, sea realista, ¿quiere? No puede trabajar en este estado. —¡¿En este estado?! —La furia iba creciendo en su interior al tiempo que el sofoco de su rostro—. Aún puedo controlarlo. Soy capaz de mantenerme más inmóvil que cualquiera de los demás imbéciles que tienes contratados. Y en cuanto a la mímica no hay ningún problema en absoluto. Al otro lado del escritorio, unos ojos rodeados de unas pestañas tan claras que apenas se veían lo miraban dubitativos. El jefe de Marcel chasqueó la lengua. —Lo siento, es cuestión de tiempo —dijo finalmente, y Marcel creyó detectar un ligero temblor en la voz—. Y en cuanto a eso de que puede controlarlo… —Pareció pensarse mucho lo que dijo a continuación—. Demuéstremelo. Aquello fue lo que terminó rompiendo la compuerta que impedía liberar toda la furia de Marcel. La tez de su rostro se tornó de un rojo tan intenso como el de un pimiento, las mandíbulas temblaron por la fuerza con la que apretaba los dientes, y las uñas dejaron hoyos en las palmas de sus manos. El alto respaldo de la silla de oficina rechistó cuando el joven jefe se aplastó contra él, como si pudiera atravesarlo y desaparecer de la vista de la enorme mole roja que tenía delante. Los puños de Marcel Salazar golpearon con fuerza la superficie de la mesa. El ordenador portátil se levantó ligeramente. Algunos folios dieron un brinco y descendieron suavemente a su sitio. Bolígrafos y lápices saltaron del bote que los guardaba y repiquetearon al caer. Un marco con una foto del antiguo jefe perdió el equilibrio y cayó boca abajo, como un soldado derribado en batalla. —¡Yo no tengo que demostrarle nada a nadie, niñato de mierda! — estalló Marcel, mientras señalaba con un rígido dedo a escasos centímetros de la nariz del joven—. ¿Quieres echarme? ¿Te la pone dura echar a un veterano de la empresa que levantó tu padre? ¡Pues no te daré ese placer! ¡Cuando vuelva esta tarde, quiero el finiquito aquí mismo! Dicho eso, Marcel salió del despacho con un portazo. 68

Marcel pensaba que alguna otra empresa perdería el culo por contratarlo tras su larga experiencia, pero tras acudir a media docena de ellas a lo largo de una semana, perdió la esperanza. El problema no era su currículum, le decían, el problema era el temblor de su mano derecha. Marcel se ahorraba mencionar la recién diagnosticada enfermedad, pero no podía ocultar su mano. Tras acudir a la última empresa en la que lo rechazaron, probó suerte como artista callejero. Amaba su trabajo. Había estado viviendo de ello treinta y cinco años. Y mucho antes de ser contratado en Diversión sin palabras había estado alegrando las calles con sus diferentes roles de estatuas y con sus números de mímica silenciosa. Desde muy pequeño empezó a interesarse por ese mundo mudo repleto de bellos gestos. Le fascinaba el hecho de contar una historia sin mediar palabra. Al mismo tiempo, le resultaba un misterio cómo aquellas personas que veía por la calle se mantenían inmóviles hasta tal punto de parecer auténticas estatuas. Cuando le contó a su padre lo que quería ser de mayor, este no le dio ninguna importancia. Era un niño, y los niños siempre quieren ser muchas cosas de mayores. Lo único que le extrañaba al hombre era que no quisiera ser bombero o maquinista de tren. Pero cuando el muchacho dejó los estudios para colocarse en una de las calles más concurridas de la ciudad, su padre empezó a comprender que aquello no era una simple ilusión de un niño. —Bien, si quieres vivir el resto de tu vida bajo un puente, es tu problema —le había dicho su padre, con la intención de disuadirlo. Sin embargo, Marcel Salazar, a los dieciocho años de edad, estaba más decidido que nunca a seguir con su sueño. Y las primeras monedas que consiguió lo ayudaron a fortalecerlo. Poco tiempo después, un hombre alto como un jugador de baloncesto y delgado como uno de ellos, vestido con traje y corbata, se detuvo ante él. Un fuerte olor a colonia masculina le taladró la nariz. Marcel era en esos momentos una estatua oxidada de hojalata. El hombre se quedó tanto tiempo parado frente a él y sin echarle ninguna moneda que Marcel empezó a temer que la inquietud que experimentaba en su interior se exteriorizase y estropeara su número. Pero finalmente, el hombre de aspecto importante y jugador de 69

baloncesto habló. —Eres bueno, chico. ¿Cuántos años tienes? ¿Qué estaba pasando?, se preguntaba Marcel. ¿De qué iba ese tipo? Marcel no respondió. Un mimo jamás habla durante su actuación. El hombre tenía la vista fija en sus inmóviles ojos. Le costaba horrores no desviar la mirada. Sentía que las piernas estaban a punto de flaquear…, pero la sonrisa de aquel individuo lo tranquilizó un poco. Entonces Marcel percibió que introducía una mano en el bolsillo interior de su americana, sacaba una tarjeta, y la depositaba en el bote destinado a las monedas. A continuación, sin decir nada, se marchó. Durante la hora que quedaba de espectáculo, el chico se resistió a la tentación de romper su inmovilidad y echar un vistazo a la tarjeta. Pero no lo hizo hasta que acabó. Se agachó en cuanto el reloj que había a sus pies indicó la hora de acabar, con los músculos agarrotados, como de costumbre, y antes de contar el dinero ganado aquella jornada, cogió la tarjeta entre sus dedos y la leyó. Diversión sin palabras, rezaban unas letras rojas sobre un fondo de rayas blancas y negras. Y más abajo una dirección y un par de números de teléfono. Tardó unos cinco días en decidirse, pero finalmente acudió a la dirección, y allí lo llevaron al despacho del hombre alto como un jugador de baloncesto y vestido como una persona importante. Era el jefe de la empresa. El padre del joven que había intentado despedirlo treinta y cinco años después. Y ese era el despacho en el que aquello ocurrió. Más de un cuarto de siglo después, Marcel no tuvo el mismo éxito en la calle que a los dieciocho años. La gente pasaba a su lado y veía una estatua de Buda enorme, con una barriga amenazante, se detenía unos segundos fascinada… pero en cuanto observaban un poco más detenidamente, veían el temblor de su mano derecha, fruncían el ceño, y lo miraban con ojos llenos de compasión. Algunas monedas caían en el bote, más por pena que por asombro, pero no las suficientes como para poder vivir de ello. Probó también el espectáculo de mímica, realizando los números que lo habían convertido en el mejor mimo de la empresa, pero las paredes invisibles que palpaba, o las cuerdas de las que fingía tirar, entre otros muchos más números, no debían de parecer lo suficiente sólidas y creíbles a los ojos del espectador. Y el propio Marcel, a su pesar, iba sintiendo cómo la 70

enfermedad empeoraba cada vez más, cómo con cada día que pasaba, era menos capaz de controlar su mano, y luego su brazo, y más adelante la parte derecha de su rostro. Se encerró en el piso que se vio obligado a alquilar, en la segunda planta de un viejo edificio de cuatro. Y allí logró sobrevivir con el dinero del finiquito y lo poco que ahorró en sus últimos números callejeros. No salía de la casa ni siquiera para comprar comida. Llamaba a un servicio a domicilio cuando se agotaba, y esto ocurría cada vez con menos frecuencia, ya que había días en los que apenas probaba bocado. Nadie se preocupaba por él; nunca había tenido amigos, solo compañeros de trabajo con los que de vez en cuando había ido de copas. Y hacía años que no sabía nada de la escasa familia que tenía. Con ese modo de vida, la enfermedad empeoraba con mayor rapidez, pero no solo empeoraba el maldito Parkinson; también su mente. La depresión lo llevaba a pensar en el niñato que sucedió al hombre que lo contrató, y lo llenaba de furia y rabia. En ocasiones, una inyección de esa cólera se filtraba por cada uno de sus músculos y se dirigía a la puerta, decidido a presentarse en el despacho y arrancarle la cara. Pero en cuanto alzaba la mano y trataba de agarrar el pomo con aquel brazo y aquella mano que ahora parecían funcionar por su cuenta, la rabia retrocedía y se ocultaba bajo el oscuro manto de la depresión. No obstante, aquello no era lo peor. Lo peor era cuando se hundía en un pozo obsesivo. Cuando pensaba que era un mimo de verdad. Es decir, cuando se convencía de que los mimos y los humanos eran dos seres diferentes. Entonces se maquillaba el rostro de blanco, se empapaba en agua y gomina su rizado pelo largo y lo echaba hacia atrás, brillante como el metal pulido. Se ponía los guantes blancos y el traje y se pasaba días enteros actuando como un mimo. En esas etapas, nada de lo que le rodeaba era real, pertenecía al mundo de los humanos, y él no era humano; era un mimo, y el mundo de los mimos no se regía por las mismas reglas que el de aquellos seres inferiores. No. El mundo de los mimos era invisible, invisible para ojos humanos, por supuesto, pero no para los ojos de un mimo. Así pasaba días sin comer en realidad, porque la acción de llevarse comida inexistente a la boca, procedente de un plato y tenedor inexistentes, era su alimento. Cuando necesitaba hacer sus necesidades, no iba al cuarto de baño, las hacía 71

en su váter imaginario, en este caso, sobre la alfombra del salón. Y esto era cuando se hundía en el estado de mímica. Cuando se trataba del inmóvil, se lo hacía todo encima, pues no se movía durante unos días. Al salir de aquel pozo obsesivo, se daba cuenta de lo sucedido y lloraba, desesperado. La angustia llegaba a ser tan intensa, que empezó a tener pensamientos peligrosos para sí mismo. Sin embargo, nunca llegaban a materializarse. Hasta ahora. Seis meses después. Los cambios de estado se hicieron cada vez más frecuentes. Los accesos de furia acabaron desapareciendo por completo, sustituidos por las entradas y salidas del pozo. Y a su vez, estas acabaron dominando la mayor parte de sus días, hasta tal punto, que los momentos de relativa lucidez, repleta de angustia y dolor, disminuyeron a unas pocas horas una o dos veces por semana. Finalmente, tres días antes de ese en el que se sentó a la mesa del comedor a escribir la carta de suicidio, su mente se rindió al estado obsesivo, y decidió por sí sola que no quería regresar al estado depresivo infestado de recuerdos temblorosos y humillantes. Y aquel mismo día, la angustia penetró en el pozo también, y con ella los pensamientos peligrosos. Su mente obsesiva se las apañó para dejar pasar un poco de conciencia sobre sí mismo, sobre su estado, sin llegar a salir del pozo. Y Marcel decidió que era hora de materializar aquellos pensamientos. De modo que allí se hallaba aquella tarde. Las cortinas, a medio echar, dejaban paso a una lámina de luz ante la que flotaban motas de polvo y pestilencia. Era suficiente para hacer ver a Marcel lo que intentaba escribir. Su psique estaba dividida en dos al mismo tiempo. Un pequeño vestigio de lo que era antes, y uno más grande de lo que era ahora. El humano frente al mimo. Por un lado sabía que lo que tenía en la mano y frente a sus ojos era necesario para llevar a cabo lo que se proponía, pero por otro lado, sabía que no podía existir. Marcel estaba muy confuso, aunque no por ello menos decidido. Tras media hora con el lápiz sostenido mediante sus rígidos y temblorosos dedos, Marcel Salazar se dio cuenta de que no tenía nada que decir a nadie… No, eso no era exactamente así. No tenía que decir nada a nadie con palabras, esa era la verdad. Los mimos no usaban palabras, su cuerpo era todo lo que necesitaban para comunicarse; así pues, ¿qué hacía 72

todavía ahí sentado? Era la hora de irse, y su propio cuerpo diría todo lo que tenía que decir. Dejó el lápiz sobre la mesa y cuando se disponía a levantarse, llamaron a la puerta. —Don Marcel, abra, soy Carmen —dijo una voz al otro lado. Y volvió a llamar con insistencia—. Maldita sea, abra, señor Salazar. Sé que está ahí. Me debe los dos meses; ya he tenido suficiente paciencia. «¿Marcel? —se preguntó—. ¿Quién es Marcel? Yo soy un mimo. Soy el Mimo.» Y rió con fuerza —aunque en silencio— sin percatarse de que también lloraba, presa de una angustia incontrolable. El Mimo reía; Marcel lloraba. Sin dejar de reír y llorar, Marcel retiró la silla en la que había estado sentado y se subió en ella, al tiempo que el Mimo lanzaba una cuerda imaginaria por encima de una viga imaginaria. Una vez encima de la silla, el Mimo, con el rostro rayado de surcos en el maquillaje debido a las lágrimas, hizo un nudo invisible y se rodeó el cuello con el lazo. A continuación, escuchando los golpes en la puerta y la voz de la señora Carmen tras ella, el Mimo estiró una pierna temblorosa, y Marcel golpeó con ella el lateral del asiento. La silla se desplazó. La pierna izquierda se desequilibró por el movimiento y al apoyar el pie izquierdo sobre el borde que había sido golpeado, la silla se inclinó. El pie perdió el contacto y quedó en el aire junto al otro. Al tiempo que la silla caía de costado sobre el suelo, el cuerpo de Marcel, sostenido por la cuerda invisible del Mimo, se desplomó. El cuello del Mimo no se partió al ajustarse el nudo invisible, pero el cuello de Marcel Salazar sí se partió al chocar contra el borde del asiento de la silla.

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7. Mi mamá me mima (C. G. Demian)

Mi mamá me mima. La mayoría de vosotros habréis escuchado alguna vez estas palabras. Seguramente, estarán relacionadas con vuestra niñez. Os evocarán las caricias y cuidados maternales. Quizás os traiga a la memoria algún momento especial que habita en vuestro corazón. Un momento que espera, agazapado a que un sonido, una imagen o una fragancia lo hagan salir a la luz. Para mí, estas palabras tienen un significado bien diferente. Pronto entenderéis el porqué. Mi madre fue la mujer más joven en ingresar en la Academia de Mimos, y también fue la primera en ser contratada por la Compañía Nacional de Mímica. En aquellos tiempos, la mímica era una actividad reservada casi en exclusiva a los hombres, como tantas otras. Tal vez fuera porque los mimos suelen actuar solos, y no existen roles masculinos y femeninos. Otra posible razón es que la vida callejera a la que la mayoría de ellos se ven condenados, no fuese la más adecuada para una señorita. «Demasiado peligroso, demasiado pobre», solía responder mi abuelo cuando ella, todavía una niña, le hacía partícipe de sus ilusiones. El padre fue moldeando la personalidad de la niña con la misma facilidad que un alfarero da forma a la arcilla. Pero quedó una imperfección en la obra que mi abuelo no pudo eliminar. La voluntad de convertirse en mimo. Así que, mi madre comenzó a practicar encerrada en su habitación frente a un espejo. Aunque sus notas en clase se resintieron un poco, a nadie se le pasó ni remotamente por la cabeza que fuera debido a este hecho. Cuando conseguía reunir un poco de dinero, se escapaba unas 74

horas para ir al teatro El Mariscal. Era un teatro pequeño, casi diminuto, olvidado por las grandes compañías. Pero los mimos no eran ninguna gran compañía. Rody, el dueño, contaba a todo el que estuviera dispuesto a escucharle, que prefería ser cabeza de ratón que cola de león. Y para él, un mimo era un ratón. Se esforzaba en traer a los mejores del país. No cobraban demasiado y, por otra parte, tampoco necesitaba atraer a demasiados aficionados a la mímica para llenar el teatro, como ya he dicho, era un lugar pequeño. Un día, el gran mimo Marcel llegó a la ciudad. Aquel fue el día más feliz de su vida. Gastó veinte pesetas más en comprar una entrada de primera fila. Entró en la sala, que tan bien conocía, y buscó su butaca. Todavía no había nadie, solo su amado silencio. Se sentó con sus pequeñas piernas colgando en el aire y un paquete de palomitas descansando sobre el regazo. Aunque el telón seguía corrido, mi madre no podía apartar la mirada de él. Estaba convencida de que Marcel ya estaba sobre el escenario, preparando el espectáculo. Si una ráfaga de viento moviera tan solo unos centímetros el telón, entonces lo vería. ¿Cómo iba a desperdiciar una oportunidad así? La función comenzó con cinco minutos de retraso. Mi madre ya había dado cuenta de las palomitas y se revolvía incómoda en su mullida butaca. El teatro estaba lleno, más que de costumbre, y no era de extrañar. No todos los días actúa en tu pequeña ciudad el mejor mimo del mundo. Había personas que mi madre no había visto nunca en El Mariscal. Gente a las que la mímica no les gustaba especialmente, pero que no habían podido resistirse ante «El mago del silencio», como era conocido en todo el mundo. Desde el primer minuto mi madre se quedó con la boca abierta. La perfección de sus movimientos, la expresividad de sus gestos. Todo era perfecto. El maquillaje, el vestuario, la historia que contaba al público sin pronunciar una sola palabra. El clímax llegó cuando Marcel pidió 75

que alguien del público subiera al escenario. Mi madre no lo dudó, y emprendió una carrera que no se detuvo hasta que estuvo abrazada al cuerpo del mimo. Mamá había hecho algo muy poco respetuoso, pero a los niños todo se les perdona, y su comportamiento causó más risas que enojo. Durante los siguientes cinco minutos, la niña compartió escenario con su ídolo, y al terminar, Marcel puso la flor de plástico que llevaba en la solapa de la chaqueta en el cabello color miel de mi madre. Desde aquel día, duplicó sus horas de práctica frente al espejo. Cuando cumplió los catorce años, comenzó a actuar en la calle. Ya era muy buena por aquel entonces, y conseguía muchas propinas. A los dieciséis se presentó a las audiciones de la Academia de Mimos. Los profesores quedaron sorprendidos por su habilidad. A los dieciocho ya trabajaba para la Compañía Nacional de Mímica. A los diecinueve era la cabeza de cartel. El público que asistía a alguno de sus espectáculos abandonaba el teatro creyendo haber visto las paredes invisibles que tenían atrapada a mi madre, o las flores, que con gesto adorable, les había entregado durante la función. Se trataba casi de ilusionismo, solo que esta vez, el truco se encontraba en la mente del espectador. No había artilugios ni dobles fondos. Tan solo el buen hacer de una gran artista. Pero mi madre no se conformaba con cualquier cosa. Tenía aspiraciones más altas, y como cualquier genio, algo de locura. Cuando nací, pintó las paredes de mi habitación de color negro, incluido el techo. En el centro, como un pequeño asteroide en la inmensidad del espacio, se encontraba mi cuna. Era poco más que una caja de madera, también de color negro, con un colchón en el fondo. Cuando me visitaba, entraba con extremo sigilo, vestida con ropa oscura y guantes blancos. En su mejilla izquierda había pintada una lágrima sobre una base blanca que le cubría todo el rostro. Entonces se acercaba hasta mi cuna y me levantaba en brazos para mecerme con 76

dulzura. Así pasábamos horas, compartiendo el silencio en aquella habitación negra como el alma de un demonio. Mis abuelos vinieron a la ciudad a visitarnos. Ellos seguían viviendo donde siempre, pero mamá se había mudado a Madrid después de ser contratada por la Compañía Nacional. Hacía un par de años que había dejado el trabajo. Se quejaba de que coartaban su creatividad a,provechando su bien merecida fama, creó un espectáculo por su cuenta. Al fin y al cabo es lo que había deseado siempre, ser como Marcel. Cuando los abuelos llegaron, mi madre fue a abrir la puerta. Aunque el tema de la charla era trivial, existía cierta tensión en la atmósfera. Hacía años que el abuelo y mi madre no se llevaban bien. Sobre todo desde que el abuelo tuvo que admitir que mi madre se ganaba bastante bien la vida después de todo. Debió de ser duro para él descubrir, que tras quince años persiguiendo que su hija entrara en razón, el que estaba equivocado era él. Es difícil sufrir un golpe así y que no quede ninguna cicatriz. En el caso del abuelo, tenía tantas cicatrices como si lo hubiesen azotado por herejía. Al cabo de unos minutos unos pasos se aproximaron. La puerta se abrió con el mismo cuidado con que lo hacía siempre. Un poco de claridad se filtró dentro de la habitación y la cuna quedó iluminada. Mi abuelo torció el gesto, pero no dijo nada. Los pasos se acercaron un poco más, silenciosos como los de un gato. Tres cabezas se asomaron a la cuna. Una de ellas era la de mi madre. Sonreía amorosamente. Con un silencio podía decir mucho más que cualquier otra persona con cien palabras. No solo transmitía amor, también orgullo. Se pavoneaba delante de sus padres, les decía: «Ahí lo tenéis, he triunfado en todas la facetas de mi vida». Sus padres no tenían su habilidad para transmitir sentimientos con gestos. No hizo falta. El horror se dibujó en sus rostros con la misma 77

precisión con que la que un ebanista talla una figura. Nadie dijo una palabra. Después de permanecer un largo minuto de pie junto a la cuna, abandonaron la habitación. Dos días más tarde se presentaron en casa unos médicos y se la llevaron en una ambulancia. Al parecer mi madre no se encontraba bien. Yo solo existo en su mente. Soy su obra maestra, tan intangible como las flores y las paredes invisibles de sus espectáculos.

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