Ensayo Sobre El Tambor de Hojalata

El asombroso tambor de hojalata Sebastián Núñez Torres 08/07/15 Acaso una de las características principales del siglo

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El asombroso tambor de hojalata

Sebastián Núñez Torres 08/07/15 Acaso una de las características principales del siglo XXI sea la proclamada visión progresista sobre la mayoría de los ámbitos de la vida comunitaria. La era de las comunicaciones es, como se suele afirmar, la época del libre acceso a la información, pero también es el tiempo del cinismo y la apatía. Tal como ya lo vaticinaba Marcuse, tras los esfuerzos racionalistas el hombre entra en una era de abandono, expresado en la completa pérdida del asombro ante los fenómenos de la realidad. Se trata de una suerte de conformismo en que el sujeto pierde su capacidad de maravillarse ante los sucesos, ante el devenir, dando por sentada la existencia y el mundo sin cuestionamientos. Dicho estado, es para mí la verdadera naturaleza de nuestra época: no un tiempo de libertades, de tolerancia, de renacer cultural, sino una era que acarrea el síndrome de la desidia y la prosaica aceptación de la realidad material.

No es extraño, por lo anterior, escuchar como el flujo de una voz popular que aspira a ser la verdad última del estado de las cosas, que en nuestra época ya nada nos sorprende, que nada nos conmueve más allá del estallido fugaz de la pirotecnia, que no pasa de ser una suspensión temporal de la creciente y arraigada indolencia postmoderna. Es frente a esta condición, que obras como El tambor de hojalata resultan sorprendentes y, sobre todo, vitales. Publicada en 1959, Grass escribió una obra controversial que plantea una serie de cuestionamientos sobre las ideologías del período Nazi y sus repercusiones en el resto de Europa. Pero también la novela da cuenta, en un marcado estilo carnavalesco, de la naturaleza grotesca de las sociedades occidentales, de la corrupción humana y de su constante pugna moral.

Dicha novela motivó al cineasta alemán Volker Schlöndorff a una adaptación que expresara el sentido crítico y paródico de la obra de Grass. Y el resultado es un éxito. Oscar, pequeño protagonista del relato, es una verdadera conjunción de preceptos psicológico-filosóficos que, tal como lo hacía Marcuse, ponen de manifiesto aspectos subsumidos o desplazados por las ideologías absolutistas de la época de la expansión alemana y su ambición de erigirse como un imperio mundial (el llamado “Tercer Reich”). La primera pista de ese intento de rescate de la alienación ideológica en que toda o la mayor parte de Europa parece estar sumida, es el nacimiento de Oscar. El protagonista del relato nace con los ojos abiertos y con plena conciencia de sí mismo. Esto permite jugar con la idea de una figura profética, un ser excepcional capaz de percibir la naturaleza de la realidad, oculta tras el velo de las apariencias. Además del evidente guiño platónico que esto implica, hay una postura estoica asumida a partir de Oscar, quien opera como un testigo de la realidad, capaz de denunciarla, mas no de cambiarla significativamente.

Me gustaría desarrollar este ensayo desde esa posición: la de Oscar como testigo de una sociedad altamente ideologizada, pero también como conciencia protagónica de la misma. Como ya mencionaba, Oscar nace con capacidad de juicio o entendimiento y, por ende, comienza a cuestionar desde un escrutinio impensado para su edad, el mundo de los adultos que lo rodean. En dicho examen, predomina un énfasis psíquico de evidente influencia freudiana. Las primeras evidencias están en la relación del niño con su madre, pretendida por dos hombres. El apego por su figura materna es evidente, así como también el miedo a perderla. De hecho, producto de una escena que juega con los dobles estándares sociales, Oscar toma la decisión más radical del relato: dejar de crecer. En la escena, el niño presencia como uno de los pretendientes, por debajo de la mesa, desliza su pie hacia la entrepierna de su madre, en una clara provocación sexual. Aquí está reflejada la posición de Oscar como testigo y conciencia o, alegóricamente, como subconsciente de la realidad que opera en la superficie social (sobre la mesa).

Ahora bien, la escena descrita es también una referencia al despertar de la razón humana y un rechazo hacia los supuestos valores morales de la época, transgredidos anónimamente en pos de satisfacer las pulsiones sexuales básicas. Opera, entonces, un doble proceso en Oscar: El entendimiento epifánico de la naturaleza humana, aún gobernada por sus instintos primitivos, pero en apariencia civilizada y racional, y el despertar a la conciencia del tiempo, en la vida cuantificable a partir de la noción de la muerte y del hombre como ser finito. El acto, entonces, es una renuncia a la degradación observada por Oscar, quien se niega a crecer y tener que, eventualmente, ser parte de un mundo de dobles apariencias donde la pulsión carnal se disfraza de costumbres burguesas.

Pero además de una clara denuncia al cinismo de la realidad experimentada por Oscar en este juego de conciencia freudiano que mencionaba, aparecen elementos carnavalescos que, obligatoriamente, establecen un símil entre la obra de Grass y Rabelais. Pues la historia misma satiriza las supuestas ubicuidades filosóficas del período, las verdades absolutas emanadas del fanatismo político propio del nazismo. Para tal lectura, resultan esclarecedoras escenas como la del vendedor de patatas, que tras un elogio hiperbólico de los tubérculos que comercia, pronuncia una frase referida a las “verdades últimas”, a lo que sigue una apertura del plano y una carcajada anónima proveniente de alguno de los edificios contiguos. Es decir, una burla a los supuestos filosóficos entendidos como preceptos absolutos. Tal como, en su época, hizo Rabelais en su Gargantúa y Pantagruel. Aunque, sin duda, la escena carnavalesca por excelencia es el desfile y la presentación Nazi que Oscar pervierte por completo. Producto de la intervención del pequeño pícaro, una marcha para glorificar a Hitler termina convertida en un baile dantesco, estimulado por la propia banda que en principio entona la más solemne de las melodías marciales. Esta acción subversiva es propia del efecto del carnaval, que no solo ridiculiza, sino que también invierte el funcionamiento social y democratiza los espacios, pues rompe con las estructuras hegemónicas.

Por último, tanto las aproximaciones freudianas como carnavalescas se asientan en lo que Foucault llama los espacios heterotópicos. El trasfondo de El tambor de hojalata es la Segunda Guerra Mundial. Pero dentro de este escenario la película contrasta una serie de espacios donde se delimitan aspectos de la vida social. El más obvio de estos es el circo, lugar donde está confinada la entretención multitudinaria y popular, donde la risa y la vulgaridad son aceptadas, pues están dentro de los límites tipificados de su heterotopo. El circo ocupa en la historia un rol fundamental, ya que es ahí donde Oscar encuentra a sus pares, a otros seres que ejercitan el absurdo carnavalesco como respuesta a las perversiones de la aparente superioridad moral europea. Así, está también la juguetería, el cementerio, el motel, etc. Todos lugares que representan el espacio simbólico de las prácticas culturales en estrecha e incluso indistinguible relación.

Y pese al patetismo, a lo grotesco y controversial que puede resultar El tambor de hojalata, la historia posee una notable lucidez que, a mi juicio, restaura o reivindica parte de ese asombro perdido en la apatía, en la inercia de la alienación ideológica y en el cinismo de las prácticas sociales, síndrome inequívoco de las sociedades contemporáneas. Por algo, el fetiche de Oscar es un infantil tambor de hojalata, pues es la historia misma la que transcurre al son pueril y vibrante de su golpeteo; no al ritmo heroico de las grandes marchas bélicas donde se exalta lo que Homero llama el Areté, sino al tenor circense, caricaturesco, de una realidad falsamente glorificada.