Ensayo Los Dioses de Grecia

Ensayo sobre los dioses griegos Este trabajo lleva el título de la obra de Walter Otto, el cual se completa diciendo “l

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Ensayo sobre los dioses griegos

Este trabajo lleva el título de la obra de Walter Otto, el cual se completa diciendo “la imagen de lo divino a la luz del espíritu griego”. El mismo incluye entre la bibliografía obligatoria propuesta por la cátedra. Si bien es el eje estructurante de esta presentación, será alternado con estudiosos citados oportunamente. La decisión de la temática religiosa como el tópico que comparten todas las obras, es evidentemente que los dioses serán el elemento que indiscutiblemente estará presente en la literatura griega. Otto parte de la premisa de que el nacimiento del espíritu es la condición previa de los poemas homéricos, considerada como decisiva expresión del mismo. En consonancia con la afirmación del historiador Kitto en “Los griegos” quien propone que la virtud esencial del pueblo griego fue ver cuál debía ser la función del espíritu del hombre. La dimensión religiosa es tan relevante en la Grecia Antigua que en la Ilíada y en la Odisea, se puede prescindir de la diferencia temporal y aun de la heterogeneidad de aspectos particulares de la epopeya. La antigua religión griega es de difícil compresión para el hombre moderno, actualmente pareciera que carece de seriedad religiosa, elevación y solemnidad. Cuando aparece un dios griego no se percibe ningún estremecimiento en el mundo. No podemos llamarlos inmorales, pero son demasiado naturales, alegres o irascibles para conceder a la moral el valor supremo de la cosmovisión presente. Aunque la divinidad quiere y prefiere al hombre, existe siempre la distancia entre ambos, las barreras se acentúan expresamente. La existencia de los dioses está eternamente separada de la del hombre. En los poemas homéricos la vida paralela de las divinidades se manifiesta en fiestas celestes mientras las musas cantan las penas y sufrimientos de los hombres, diversión que no debe confundirse con malicia o indiferencia arrogante, sino que es la concretización de esta lejanía entre el mundo de los hombres y el elevado mundo de los dioses. Sin embargo, la esperanza hacia el hombre de llegar a ese mundo superior, es lo que hace que los seres humanos encuentren significado a la religión. Etimológicamente la palabra es bastante controversial, se le adjudican diversos orígenes, pero en la cátedra se propuso el que sostuvo el latino Lactancio, quien afirmó que la religión sería la forma de religar al hombre con los dioses y siguiendo los conceptos de Otto, es la expresión de lo más venerable para el hombre, donde Amor y Ser radican en la religión y se unen en el espíritu. En este sentido podemos relacionar lo expuesto con el trabajo de María Cecilia Colombani acerca del análisis de la Ilíada, en el apartado “Lógica aristocrática”, lo que permitirá aproximarnos concretamente a las obras. La estudiosa propone que la institución guerrera en su dimensión ética se relaciona con el deseo de lo mejor que era inherente de los aristoi (los mejores) donde la noción de areté más el imaginario social de honor da por resultado un buen nombre y memoria. La figura del guerrero (hippeis) aporta el privilegio del

ejercicio del arkhé (principio, origen, poder), es decir, que el aristoi se configura quien puede alcanzar el areté (la excelencia). Este preferido socialmente debía reunir determinadas condiciones: nacimiento ilustre, valor en combate, participación en política, ser movido por el espíritu de agón, deseo de unificación social. La mencionada función guerrera debía tener como prioridad el agón guerrero y el examen continuo. La ética del dominio, la lucha y victoria ante el adversario no son suficientes, se debe mantener el areté, la andreína. Esta búsqueda constante de prueba de valor en combate es funcional para el espíritu griego, retornando al tema de los dioses, en el sentido de que es la forma de acercarse a las divinidades. Es decir, el espíritu de agón, la andreína en combate, es lo que acercará ontológicamente a un mortal con un dios, pero, ¿de qué manera? Aquí hace su aporte el vate ciego, Homero y todo aquel que sea inspirado por las musas para inscribir en su obra las proezas del héroe, y elevarlo así a la morada de los dioses, a la eternidad, ya que permanecerá en la mente de todos los hombres simples.

LA FAMILIA OLÍMPICA Los dioses griegos se definen por sus relaciones mutuas dentro de una sociedad que es, fundamentalmente, una familia patriarcal. Los dioses existen para siempre, pero no desde siempre. Han tenido un origen y sus figuras están cuadradas en un esquema genealógico. Su eternidad debe entenderse en el sentido de “ser para siempre”. Pero pertenecen a distintas generaciones y han quedado fijados en determinada edad, siempre en relación con los otros. Zeus recibe el epíteto de “Padre de los hombres y dioses”, porque dentro de la familia olímpica ocupa ese papel, es decir, es el señor de la casa, el augusto soberano, el Padre poderoso que ejerce su autoridad patriarcal. A su lado están otros miembros de su misma generación, la de los hijos de Crono, el Titán; son sus hermanos: Hera, Deméter, Hestia, Poseidón y Hades. Hera es su esposa legítima, la señora de la casa, copartícipe del trono a través de su matrimonio con Zeus, hermano y esposo. Es también Madre, pero en mucho menor medida, ya que sólo dos de los grandes dioses son hijos suyos, Ares y Hefesto, y son dioses que no destacan por ser especialmente agraciados entre los jóvenes olímpicos. Deméter, hermana de Zeus, es también esencialmente madre de la joven Perséfone, destinada a convertirse en esposa de su tío, Hades, señor de los infiernos, soberano en el mundo de los muertos. Poseidón es uno de los tres hijos masculinos de Crono que, tras derribarlo, se repartieron el mundo. Zeus obtuvo el mejor lote, toda la superficie de la tierra y el Olimpo, a Hades le tocó el reino de las sombras y los muertos, al que le dio su nombre, y a Poseidón el vasto ámbito de los mares y zonas subterráneas.

ATENEA La diosa de la batalla, enemiga declarada de los espíritus salvajes, diosa de la energía, ayuda a Aquiles, Diomedes y otros favoritos en el combate. Primero son los guerreros cuyo ánimo ella enardece. Antes del comienzo de la batalla, sienten su presencia inspiradora, deseando probar su heroísmo (Ilíada 2,446). La diosa, sacudiendo su temible égida, corre a través de los grupos llamados a las armas. En un momento habían aplaudido con júbilo la idea de volver a la patria. Ahora la olvidaron por completo. El espíritu de la diosa hace estremecer todos los corazones en furioso ardor bélico. En otro episodio se la ve caminando entre el tumulto y se hace presente donde los griegos empiezan a desfallecer (Ilíada 4,515). La presencia de Atenea en la lucha de los pretendientes en Odisea es muy significativa. Odiseo había agotado sus flechas contra los pretendientes y se presenta, armado en el umbral, con el hijo y sus dos compañeros leales. Antes de comenzar el combate decisivo, Atenea aparece repentinamente junto a él bajo la presencia de Mentor para invitarlo a empezar el ataque. Apenas vista y oída desaparece –sólo el poeta la ve volar como una golondrina- para sentarse, invisible, en las vigas del techo. Comienzan a caer las lanzas, desde ambos lados, y los pretendientes se desploman uno tras otro. Pero cuando el combate llega a su fin, la diosa levanta el escudo. Desconcertados por el terror, los pretendientes salen errantes por la sala, hasta que también el último cumple su destino fatal. (Odisea 22, 205) Actúa en todos los casos con su mera presencia, sin intervenir en persona. En el escudo de Aquiles estaba representada de tamaño sobrenatural junto a Ares, y al frente de los guerreros que marchaban (Ilíada 18,516). A Diomedes se le apareció en persona en su día de gloria y lo animó a enfrentarse al mismo Ares, el Furioso. Saltó a su lado en el carro cuyo eje crujió, y echó fuera a Esténtelo, el auriga. Y por su fuerza la lanza del héroe penetró profundamente en el cuerpo del dios. Su enemistad con Ares, narrada repetidas veces en la Ilíada, puede hacernos comprender algo de su carácter. En la famosa batalla de los dioses en el canto 21 de la Ilíada donde, por otra parte, no llegan a combatir seriamente, ella, con poco esfuerzo, tira al dios de la guerra al suelo (Ilíada, 21, 390). La parcialidad de Ares para con los troyanos es indicada como motivo de odio, pero se percibe que este sentimiento tiene raíces más profundas; hay que buscarlas en el antagonismo de los temperamentos. Ares se dibuja como un demonio de furor sanguinario cuya seguridad de triunfo, frente al prudente vigor de una diosa como Atenea, no es más que fanfarronería. Los dioses lo llaman “furioso” e “insensato” (Ilíada 5,761) Lo que le agrada a Atenea en el hombre es la prudencia y dignidad, no la acometida a golpes. Su preocupación por Aquiles lo muestra claramente en el canto I de la Ilíada. Atenea es la guía hacia la decisión para lo razonable frente a lo meramente pasional. Aquiles reflexiona sobre si lleva a cabo el asalto o si se domina a sí mismo (en el mismo

pasaje). El acontecimiento de la llegada de la diosa es la victoria de la razón. Esto describe más el carácter de Atenea que largas descripciones de su forma de ser. El famoso mito del engendramiento y nacimiento de Atenea nos muestra qué sereno y viejo es el concepto de “mente” y “consejo” que se manifiestan en ella. Ninguna madre la engendró. Tiene sólo padre y es enteramente de él. Esta estrecha y exclusiva vinculación es para Homero una de las firmes condiciones cuando compone sus versos sobre los dioses. Esquilo hace hablar a la diosa expresamente de la ausencia de una madre y de la unión exclusiva con el padre (Euménides), este mito antiquísimo se corresponde con el carácter de masculinidad e ingenio de la diosa. Ahondando más en el carácter de Atenea se puede valorar cercanamente el espíritu y el ideal del helenismo ya que es en la deidad en donde estos parámetros se manifiestan claramente. Lo que Atenea muestra al hombre, lo que quiere de él y a lo que le inspira es audacia, voluntad de vencer y valentía, sin dejar de lado la prudencia y claridad ilustrada. De ellas se origina la hazaña y completan la esencia de la diosa de la victoria. Su luz brilla para el guerrero y para todos los hechos notables, los que se consigan luchando en la vida de la acción y del heroísmo (Odiseo 13, 287). Atenea es mujer, sin embargo, parece hombre. Le falta incluso aquel sentimiento que une a la hija con la madre. Realmente nunca ha tenido madre, es la “hija del padre poderoso”. La Atenea ingenua no es un ser salvaje ni contemplativo. Está alejada de ambas naturalezas. Su voluntad de combatir no es impetuosidad, su claro espíritu no es razón pura. Representa el mundo de la acción aunque no de la imprudente y cruda, sino de la sensata que conduce a la victoria, con más seguridad por su pura conciencia. Ella es la valiente espontaneidad, la salvadora presencia de ánimo, la rápida acción. Es la omnipresente.

APOLO Apolo es, después de Zeus, el dios más importante. Ya en Homero era creencia indudable, y su sola aparición demostraba superioridad. Sus manifestaciones son realmente grandiosas en más de un caso. La voz suena con la majestad del trueno cuando impide seguir al bravo Diomedes (Ilíada 5, 440). Mientras la humanidad mantenga el sentido de lo divino, no se podrá leer sin estremecimiento, cómo se puso delante de Patroclo y lo hizo estrellar en medio del asalto (Ilíada 16, 7886). Cuando leemos a Homero con el prejuicio de que la religión de entonces no abarcaba más de lo que él menciona expresamente, pareciera que Apolo sólo en una época posterior fue considerado el dios de la pureza y que su claridad severa, espíritu superior, prudencia, mesura y orden era ignorado por el poeta. Pero él no quiere instruir didácticamente. Hace

aparecer, actuar y hablar a los dioses de una manera familiar para él y sus oyentes. Al igual que en otras personalidades le basta pocos rasgos para presentar la imagen de Apolo. De la famosa batalla de los dioses en el canto 21 de La Ilíada, dos se niegan a participar, cada uno por su propia superioridad. Hermes ni piensa en meterse con la gran Leto, pues nada tiene que objetar cuando ella se jacta entre los dioses de que haber acabado con él. Por el contrario, Apolo se niega para no ser imprudente y descomedido a causa de los hombres (Ilíada 21, 461). En el último canto de la Ilíada, Apolo se eleva con el énfasis de la razón limitativa y de la mente noble, para enfrentar la inhumanidad de Aquiles, quien maltrata el cuerpo de Héctor, aún en el duodécimo día. Frente a los dioses lo acusa de atrocidad e inclemencia, de faltar al respeto a las eternas leyes de la naturaleza y de la mesura que exige la decencia al noble, aun tras las pérdidas dolorosas. (Ilíada 24, 40) Los dioses le dan la razón a Apolo. Con respecto a la pureza en Apolo se debe relacionar a este concepto con las ideas de purificación y expiación. El arte de curar abarca, como se sabe, según la antigua visión, también la capacidad de evitar los peligros de la impureza. Apolo era el dios más importante para curar. Purifica al culpable de la mancilla inherente a él, en forma amenazante. El homicida a quien está adherida la horrible sangre de la víctima, se libera de la maldición y vuelve a ser puro por su intervención. En la Orestíada de Esquilo el dios se atreve a purificar al matricida, y a defender el crimen que él mismo ordenó contra los tremendos gritos vengativos de la sangre derramada en nombre de un derecho superior. El Apolo délfico saluda a los que llegan a su santuario con la fórmula: “Conócete a ti mismo”. La interpretación más conocida de este saludo es la de Sócrates, quien asumió que él debía sacrificar su vida por la búsqueda del conocimiento y el examen de sí mismo y de sus prójimos. Apolo es protector de jóvenes que entran en la edad viril, el jefe de las edades masculinas, conductor de nobles ejercicios físicos. En Odisea fue su favor el que hizo a Telémaco un adolescente viril (Odisea 19,86). El conocimiento de lo justo es una parte de la ciencia del ser y de la causalidad de los objetos. Según Odisea, Agamemnón lo consultó en Delfos antes de salir a Troya. ÁRTEMIS Nacida en Delos, en el famoso parto de Leto, comparte con su hermano Apolo algunas de sus características. Se parece a él en su aspecto, como ágil y esbelta diosa rubia, de larga cabellera, cazadora armada de espléndido arco, criada en los montes, vaga en ellos. La hija de Zeus y Leto es una joven siempre virgen, que mantiene su doncellez como un privilegio otorgado por su padre. No es la virginidad guerrera de Atenea, hostil y ajena al sexo y sus placeres, sino una doncellez exultante y agreste. Como divinidad casta es la protectora de las muchachas en la pubertad.

Desde sus comienzos es la “señora de los animales salvajes”. Avanza por los bosques y lugares agrestes con su cortejo de ninfas, en un raudo carro tirado por cuatro ciervos. Sus venganzas son temibles. Por la falta cometida por Agamenón (al cazar una liebre en su santuario) exigió sacrificio de su hija Ifigenia. En los dioses del Olimpo homérico Ártemis no destaca por tener gran poder. En la Ilíada (21, 470) Hera le riñe como una dura madrastra a una adolescente traviesa y corre a ser consolada por Zeus. En la Odisea (6,102) en un brillante símil la evoca el poeta al comparar a la princesa Nausícca con la divina cazadora que recorre ágil los montes. Su dominio son los montes y espacios silvestres, allí recibe la veneración de camaradas de caza como Hipólito. AFRODITA Según la Ilíada, Afrodita es la hija de Zeus y Dione (5,312), diosa del amor. Todas las épocas hablan de sus dones con entusiasmo. Ella misma es la mujer más bella, no una doncella como Ártemis o llena de dignidad como las diosas del matrimonio y de la maternidad, sino de la pura belleza y gracia femenina, rodeada del húmedo brillo del placer, eternamente nueva, libre y bienaventurada tal como nació del inmenso ponto. Helena la reconoce por su encantadora belleza del cuello y de los senos (Ilíada 3, 200). Su ungüento se llama “hermosura” (Odisea 18, 192). Se habla también del cinto de su pecho que hace irresistible a quien lo posee. En él estaban encerrados los “encantos” de Afrodita: “amor y deseo y amorosas pláticas que hacen perder el juicio al más sano”(Ilíada 14,214). Hera se lo pidió cuando quiso excitar el amor de Zeus. En la Antígona de Sófocles el coro canta el poder del anhelo que desprecia venerables leyes (797). Pero es muy significativo que esta diosa traiga felicidad a los hombres – si es que no se le oponen porfiadamente como Hipólito- mientras que a las mujeres les lleva la fatalidad. Las arranca de su seguridad y pudor haciéndolas infelices con una pasión ciega, a veces criminal, por el hombre ajeno. Recordemos a Helena, a Fedra, a Medea. En Hipólito de Eurípides, la nodriza dice a Fedra que está enferma de amor. Afrodita no es la amante, es la hermosura y la gracia sonriente que arrebata. El secreto de la unidad del mundo de Afrodita consiste en que en la atracción no actúa un poder demoníaco por el cual un insensible agarra su presa. Lo fascinante quiere entregarse a sí mismo. Afrodita otorga sus encantos no sólo al ser viviente, sino también al muerto. Como su esencia de belleza presta fresco encanto juvenil a Penélope (Odisea 18, 192), así la diosa protege al cuerpo de Héctor maltratado y desfigurado por Aquiles y lo unge con ambrosíaco aceite de rosas manteniendo alejados a los perros día y noche.