ensayo El Misterio de Las Catedrales

EL MINISTERIO DE LAS CATÉDRALES El lugar común y la hermética. Para quienes hemos tenido la oportunidad de aproximarnos

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EL MINISTERIO DE LAS CATÉDRALES El lugar común y la hermética. Para quienes hemos tenido la oportunidad de aproximarnos a la arquitectura gótica, al arte de Las Catedrales, sean de Colonia, Milán o la capilla del King’s College de Cambridge –así sea a través de una foto–, entendemos el sentido del influjo de la fascinación. La arquitectura gótica te atrapa. Pasa el tiempo del asombro y te preguntas quiénes fueron esas personas que, al fin, pudieron lograr la proeza de sobrepasar la altura de la Gran Pirámide de Egipto. Si buscas en la red, te das cuenta que no hay ni un solo autor que reclame su creación, si bien son los europeos nórdicos los que se pelean el lugar de origen, pareciera levantarse el muro de los silencios; es como si se tratase de un crimen con tal cantidad de indiciados que mejor hubieran optado por pactar de común acuerdo levantarlo. Pese a que los renacentistas no les era del agrado y a los contrarreformistas, menos, al vulgo, en su auténtica naturalidad, sí. Qué maravilla en la maestría de aquella talla, de aquella forja, de aquella ebanistería, qué fantasía la de la luz refractada en los vitrales de los rosetones… qué precisión. Todo esto fue más o menos así, hasta que en 1922, Fulcanelli tiró una bola de fuego, de a ver quién la toma, con su El Misterio De Las Catedrales, cuando dijo: “Empero, la verdad que brota de la boca del pueblo, ha sostenido y conservado la expresión arte gótico, a pesar de los esfuerzos de la Academia para sustituirla por la de arte ojival. Existe aquí un motivo oscuro que hubiera debido hacer reflexionar a nuestros lingüistas, siempre al acecho de las etimologías. ¿Por qué, pues, han sido tan pocos los lexicólogos que han acertado? Por la sencilla razón de que la explicación debe buscarse en los orígenes cabalísticos de la palabra más que en su raíz literal (p. 49).” Algunos cayeron, los más perspicaces, en cuenta de”la similitud entre la palabra gótico y la goética”, Fulcanelli reflexiona en la muy posible y estrecha relación entre el Arte gótico y el Arte goético o mágico. En tanto, para el autor, no es sino una deformación ortográfica de la palabra argótico. Afirma que la catedral es la obra del art goth o argot. Si bien los diccionarios definen el argot como “una lengua particular de todos los individuos que tienen interés en comunicar sus pensamientos sin ser comprendidos por los que les rodean”. Dice, es pues, una cábala hablada. Así, los argotiers, aquellos que utilizan este lenguaje, son los descendientes herméticos de los argo-nautas, esos infieles que navegaban la nave Argos y

hablaban la lengua argótica en tanto se dirigían a Cólquida en búsqueda del Vellocino de Oro. Afirma Fulcanelli: “Todavía hoy, decimos del hombre muy inteligente, pero también muy astuto: lo sabe todo, entiende el argot. Todos los indiciados se expresaban en argot, lo mismo que los truhanes de la Corte de los milagros –con el poeta Villon a la cabeza y que los Frimasons, o francmasones de la Edad Media, que edificaron las obras maestras argóticas que admiramos. También ellos, estos nautas constructores, conocían el camino que conducía al Jardín de las Hespérides (íb)… Todavía los humildes, los proscritos, los vagabundos, hablan el dialecto maldito del argot. El argot ha quedado en lengua de una minoría que vive fuera de la ley, de los usos y del protocolo, a los que se les aplica el epíteto de voyous, videntes, es decir, hijos o criaturas del sol. El arte gótico es el art got o cot (Xo) el arte de la Luz o del Espíritu (p.50). A la luz de este enfoque, sería posible suponer que a las raíces culturales no necesariamente se las encuentra ni en los recintos académicos, mucho menos en los procesos científicos; tal vez sólo sea la insidiosa persistencia de la creencia en las creencias establecida por la imposición del cristianismo a través del Imperio Romano, de la cultura de la revelación y la vida contemplativa. Mientras, todo esto iba permeando en el mundo europeo como una ola radiactiva en expansión, misma de la que sería demasiado optimista esperar que terminara por desterrarse en un cambio de temporada. Todas estas disquisiciones cruzan mis pensamientos a la vez que me dispongo a cumplir y concluir este ensayo teórico; pero me asalta mi añoranza de la tradición escultórica del Mundo Mesoamericano antes de los españoles. ¿A dónde se fue?, ¿dónde está?, ¿por qué ya no se hace? Es entonces que se abre un resquicio. Podría tratarse de un fenómeno de hibernación. Sí, ese que hace que el organismo de los osos entre en un estado latente, casi catapléjico; podría tratarse de una reacción de supervivencia de enquistamiento ante un medio desfavorable. Pienso en la historia como lo que realmente es, la historia de los olvidos. Los egipcios que lograron la proeza de las pirámides que no se harán ya más, por fortuna; pero en cambio los griegos crearon la Acrópolis con una tecnología rudimentaria. Los romanos inventaron o descubrieron el concreto, simplemente para edificar la obra más portentosa de la antigüedad, el Panteón; pero la formula, junto a la higiene romana, se perdió. Los Medici se propusieron revivir a la Grecia clásica sin conocerla y generaron el Renacimiento. Los conquistadores se propusieron desaparecer el esplendor de Tenochtitlan y casi lo lograron pero ahí está saltando a la luz en cualquier excavación. Los europeos se propusieron

acabar con los turcos en Las Cruzadas, en cambio aprendieron un poco de goegrafía, a bañarse más seguido, ganaron las técnicas que hicieron posible al arte ojival y quién sabe si hasta a sus edificadores. Finalmente, la cultura no es exclusiva de unos cuantos, es de todos y de cada uno. Es de cada piedra tallada por un artesano desairado por ágrafo, es de cada lira de madera que amortigua la unión de la piedra con el vidrio; es la palabra dicha y capturada en el emplomado de los vidrios coloridos, mientras el artesano lo fundía a fuego lento; es la palabra escrita sobre papiro, pergamino o papel de amate borrada para reescribir hasta el cansancio las letanías que nos afanamos en repetir para no pensar o para impedir que otras voluntades ya muy lejanas se apoderen de nuestro presente. Un presente que la historia del cristianismo se ha ocupado de ocultar tras la parafernalia ceremonial. El saber, el hacer y el saber hacer no surgen por generación espontánea. El conocimiento es el resultado del saber observar, saber leer, saber hablar con las obras del hombre. Cierto que la maestría surge de la constante práctica del individuo pero el conocimiento es un valor universal que surge de forma incontenible cuando las condiciones son propicias. Si lo sabrían Pericles, Adriano, Lorenzo el magnífico, Frank Lloyd Wright, Le Corbusier o Barragán.