En La Era de La Posverdad. 14 Ensayos

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Jo rd i I bá ñ e z Fané s (e d .)

EN L A E R A D E L A P O SVE R DA D. 14 E N S AYOS

Jordi Ibáñez Fanés (ed.) Manuel Arias Maldonado, Victoria Camps, Nora Catelli, Joaquín Estefanía, Jordi Gracia, Andreu Jaume, Valentí Puig, César Rendueles, Domingo Ródenas de Moya, Marta Sanz, Justo Serna, Joan Subirats, Remedios Zafra cr i ter i o s EN SAYO, 6

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C A L AM BUR

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© 2017  Andrés Soria Olmedo

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Dirección: Domingo Ródenas de Moya

Primera edición: 2017 © De la presente edición: calambur editorial, sl c/ muntaner, 400. 08006 barcelona Tel.: (+34) 93 461 92 64 [email protected] • www.calambureditorial.com calambureditorial.blogspot.com • facebook.com/CalamburEditorial • @EdCalambur

Imagen de cubierta: Diseño gráfico: mcf textos isbn: 978-84-8359-000-0. dep. legal: b-0000-2016 Preimpresión y producción gráfica: mcf textos Impreso en España – Printed in Spain

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Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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I ntroducción - Jo rd i Ibá ñe z Fa né s . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La postverdad no es ment ira - Jo rd i Gra ci a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Redes y posve rdad - Re m e d i o s Za f ra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La mala calidad: educación, verdad, expresión, democracia - Marta Sanz . . . Informe sobre ciegos: genealogía de la posverdad - Manuel Arias Maldonado . . . La mentira os h ará e f icace s - Jo a q u í n Est e f a n í a. . . . . . . . . . . . . . . . . . . Posverdad, l a nueva s o f ís t ica - Vi ct o ri a Ca m p s . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fake news. To d o es fals o s alvo alg una co s a - Jus t o Ser n a . . . . . . . . . . . Polític a: evid e ncias , arg ume nto s … y pers uasi ón - Jo an Sub i rat s . . . . . . Posverdades d e s ie mpre y más - Va l e nt í Pu i g. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Posverdad y f icció n - No ra Ca t e l l i . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El esc ándalo de l a po s ve rd ad - And re u Ja u m e . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La verdad en l a e s tacad a - Do m i ngo Ró d e na s d e Moy a . . . . . . . . . . . . . . ¿Posverdad o re to rno d e l a po lít ica? - Cé sa r Re n d uele s . . . . . . . . . . . .

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Prólogo

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ste libro pretende detener un momento la actualidad veloz propia del periodismo para reflexionar y ganar algo de perspectiva con respecto al término de posverdad, a qué se refiere exactamente, y sobre todo qué situación política y social denota. También sobre qué mundo lo precede y lo rodea, y la realidad venidera que parece anunciar como un indicador siniestro. El libro no es el resultado de ningún encuentro ni de ningún seminario en torno a la posverdad. Surge de una propuesta del director de esta colección, Domingo Ródenas, a la que se sumó rápidamente la amistosa complicidad de Jordi Gracia. A los dos quiero agradecerles el encargo y también las escasas pero intensas semanas de trabajo y de discusión compartida. A los colaboradores del libro, cuidadosamente elegidos pensando en obtener una suerte de instantánea que no fuese ni monocorde ni redundante sobre el estado general de la verdad y de la democracia —pues los conceptos son aquí inseparables—, debo agradecerles no solamente sus ensayos y la valentía con que han aceptado participar en un proyecto con un vecindario muy diverso, sino también el esfuerzo por aceptar una invitación hecha con una petición expresa de reacción rápida, de asumir el riesgo de pensar sobre algo muy pronto desfigurado como una palabreja de moda. Los trabajos aquí reunidos son por tanto la respuesta que un conjunto de escritores, periodistas, politólogos, filósofos e intelectuales han dado sobre la cuestión de la posverdad y la crisis de la democracia. Este editor asume completamente todos y cada uno de los ensayos reunidos en el libro, pero da por descontado que los colaboradores del mismo no tienen por qué asumir ni alguna de las ideas expuestas en la Introduc-

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ción, ni las defendidas por el resto de autores participantes en el libro. No cabe duda de que asumir tantas voces, a veces tan distintas entre ellas, le obliga a uno a transformarse en una suerte de ser polimorfo. Sólo espero que en la Introducción esa forma múltiple que como editor debo asumir consecuentemente ofrezca también el indicio de otro tipo de coherencia. Pero es que asumo y defiendo además que una coherencia y una consistencia interesantes sólo se obtienen en la diversidad, no en la uniformidad; en la diferencia, no en la coincidencia. Todos los textos sumados ofrecen la imagen poliédrica que permite comprender que por debajo del presunto dominio de la posverdad todavía late el esfuerzo de la veracidad —y por la verdad—, y que eso es lo que da sentido a nuestro trabajo en general y a este libro en concreto. J. I. F., marzo de 2017, Barcelona

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Introducción Jordi Ibáñez Fanés

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maginemos que un historiador dentro de doscientos años se pusiese a estudiar nuestra época. Claro que para ello hay que presuponer que dentro de dos siglos existirá todavía algo llamado historia, además de una actividad parecida a lo que conocemos por estudio, y algo identificable como mundo. Pero imaginemos que eso será todavía así. Imaginemos también que los billones y billones de bytes de información que flotan por Internet estarán de algún modo disponibles. Imaginemos entonces que este historiador se fijase en el detalle de la elección de la palabra post-truth como «palabra del año 2016» por los diccionarios Oxford, y que supiese que esta elección no sólo fue el resultado de un «intenso debate» entre los responsables de este recurso de referencia lexicográfica, como se dijo en las noticias, sino que reflejaba una realidad estadística: la palabra, cuya existencia ya había sido registrada desde hacía por lo menos una década, alcanzó un pico espectacular durante los meses que precedieron al referéndum sobre la permanencia en la Unión Europea de Gran Bretaña. Su uso aumentó, según estos lexicólogos, exactamente un 2000 %1. Y esa intensidad en su empleo no solamente no decreció después —como si el cambio de año hubiese podido tener un efecto sedativo—, sino que se mantuvo con la campaña de las presidenciales en los Estados Unidos y aumentó con la llegada del presidente Donald Trump a la Casa Blanca. 1 Alison Flood, «“Post-truth” named word of the year by Oxford Dictionnaries»,The Guardian, 15/11/2016.

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No sé si este historiador se fijaría también en políticas más periféricas. Pero nosotros aquí y ahora haríamos mal en imaginarnos que la posverdad es sólo una noticia en la sección internacional de la prensa y los noticiarios, como si los que mintiesen, o manipulasen, o se engañasen entre ellos fuesen siempre los otros. Porque lo peor no es que te engañen. Lo peor es dejarse engañar a sabiendas y sin obtener nada a cambio. Aquí en España, y en Cataluña concretamente, llevamos más de siete años dando vueltas alrededor de un tótem en el que se mezclan posverdad, ilusionismo, sentimientos, engaño y manipulación a gogó. Siete años bailando con disciplinada fruición para no ver lo que salta a la vista de los que miran la danza sin participar ni creer en ella: que todo es una colosal maniobra de distracción y de huida hacia adelante para tapar las vergüenzas de la corrupción y para luchar por la hegemonía política —y clientelar— en Cataluña. ¿Pero no creer en ella no es ya una condición para no resultar creíble para los que sí creen en ella? Creencias aparte, hay engaños, falacias y trampas argumentales que sólo se sostienen por la reiteración y el martilleo de un batallón de medios afines. La música de ese baile repite machaconamente fórmulas huecas y vanas, cuando no directamente mentirosas, que sólo llevan al odio y a la incomprensión entre los propios catalanes y, qué duda cabe, con los otros españoles allende del Ebro. Allí —por cierto— las políticas tampoco han afinado mucho más, pues también se baila a la primera de cambio y con no menos arrebato alrededor del otro tótem patrio. El periodista Enric Juliana ha contado en más de una ocasión cómo, cuando el Partido Popular recogía firmas para celebrar un referendo de ámbito nacional sobre el Estatut, una señora lo abordó en Madrid con esta frase gloriosa: «¿No quiere echar una firmita contra los catalanes?»2 2 Véase Enric Juliana, «El pacto que lo habría cambiado todo» (La Vanguardia, 7 de septiembre de 2014). Para la buena memoria conviene darse una vuelta por la hemeroteca, y de muestra dos botones: «El PP recoge en Sevilla la firma dos millones [la del Presidente del Partido Popular, Mariano Rajoy] contra el Estatut» (El Periódico de Extremadura/Agencia EFE, 24 de febrero de 2006) y «Rajoy presenta en el Congreso cuatro millones de firmas por un referéndum sobre el Estatut» (El País del 25 de abril

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Introducción

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Que posverdad, ilusionismo, mala fe, engaño y embrollo andan de la mano en la vida política y sus malas emanaciones es algo que cualquier ciudadano medianamente informado capta sin dificultad, se deje engañar o no por una parte de la porfía y del juego. Pero la cuestión es si todo es lo mismo. ¿Podríamos aventurar que el engaño masivo —por convicción fanática o por terror— pertenece a las sociedades totalitarias, que la mentira más o menos puntual y escandalosa —un pecado que lleva su pena al ser desenmascarado— es lo propio de las democracias, y que la posverdad —impune y desvergonzada por definición— casa bien con la posdemocracia? No avancemos tanto. La definición del neologismo en inglés ya daba a entender sin equívocos que el término tenía un contexto y un sentido políticos muy definidos. No es difícil de identificar este contexto con el auge de los populismos y sus mensajes políticos, con la poderosa interpelación emocional que caracteriza esos mensajes y su conversión de la ciudadanía en patria y pueblo, de la cives en multitudo (para usar un viejo binomio de la filosofía política de Spinoza reconvertido en el monograma de la multitud con los comentarios que hizo de la misma Toni Negri en la década de los ochenta). Todo ello ya queda reveladoramente registrado en la definición que puede rastrearse de la palabra: «Post-truth es un adjetivo que denota o que se refiere a unas circunstancias en que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales influyen más en la formación de una opinión pública que los hechos objetivos»3. de 2006). Claro que también hay que tener en cuenta el precedente del llamado Pacte del Tinell, del 14 de diciembre de 2003, que no solamente era un pacto de gobierno para el primer Tripartito en Cataluña, sino una exclusión explícita de toda acción y todo acuerdo político futuro con el Partido Popular, disparate (o «patochada», como lo calificaría luego Josep Piqué) que Artur Mas, lanzado ya desde el duro banco de la oposición en su carrera imparable hacia el desastre, rubricaría en un acta notarial en octubre de 2006. 3 https://en.oxforddictionaries.com/definition/post-truth (consultado el 15 de marzo de 2017). Véase también la definición que maneja Marta Sanz al comienzo de su ensayo.

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Claro: Los populismos. ¿Es ese el reino de la posverdad? César Rendueles aborda en su texto la necesidad de enfrentarse a los abusos del término, convertido al fin en una maniobra de confusión que permite mezclar a Trump con Podemos, a «todos los movimientos de reacción a la crisis» entre ellos, a los reaccionarios con los emancipadores. ¿Pero no habrá leído nuestro historiador del futuro a Ernesto Laclau y su libro La razón populista, de 2005? ¿No habrá leído a Carlos Fernández Liria y su En defensa del populismo (Los Libros de la Catarata, 2016)4? ¿Y qué pensará este estudioso dentro de doscientos años sobre todos los esfuerzos por ahondar, afinar y matizar en algo fatalmente destinado a no lograr parecerse a otra cosa que no sea la lucha por la hegemonía social de un discurso, de un poder de resignificación? No se le escaparía a nuestro historiador que la raigambre de la palabra obligaba a pensar que su importancia y significado ni comenzaban ni se acababan con aquel año de 2016, que su marco era el de la crisis general que estalló en 2008 —financiera y de deuda, de retroceso en el estado social, de empobrecimiento de clases medias y trabajadoras, de paro y dependencia de un Estado cada vez más endeudado—, que su referencia era exactamente lo que —pensaría él— en aquella época supuso la lucha por hegemonía en esta gran franja social empobrecida, o desorientada, o indignada e inquieta, o todo a la vez; un espacio necesitado de restitución de sentido y de renovado empoderamiento político. El espacio en definitiva que las «alternativas contrahegemónicas» (Rendueles), o los “populismos” —como se llamaban en aquella época, se diría nuestro sabio—, desde la derecha y desde la izquierda, se disputaban con los viejos partidos tradicionales, con una socialdemocracia desnortada después de desdibu4 Y puestos a suponerle gran capacidad de investigación, también habrá leído libros como el de Laurentino Vélez-Pelligrini, El estilo populista. Orígenes, auge y declive del Pujolismo (El Viejo Topo, 2003), o el de Xavier Casals que cita Rendueles en su ensayo: El pueblo contra el Parlamento: el nuevo populismo en España, 1989-2013 (Pasado y Presente, 2013). ¿Llegará incluso a conocer el libro clásico de Enric Ucelay-Da Cal, La Catalunya populista: Imatge, cultura i política en l’etapa republicana (La Magrana, 1982, nunca después, incomprensiblemente, reeditado)?

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jarse en las terceras vías y de asumir políticas económicas liberales, y una vieja democracia cristiana asimilada al liberalismo e incluso al neoliberalismo más duro. El viejo paternalismo anticomunista de la posguerra europea se había reciclado, en el mejor de los casos, en una suerte de cinismo compasivo cuya prioridad eran las políticas monetarias estrictas, fuese cual fuese el coste social de las mismas, y en el peor de los casos se había entregado a la pura y dura tecnocracia al servicio de los más altos intereses financieros, ansiosa por desregular y así crear un estado de permanente competición de unos contra otros con el fin de que se garantizase… ¿the survival of the richest? (¿Y hacia dónde se reciclaría la socialdemocracia, por cierto? Ah, eso lo sabe nuestro sabio del futuro, pero nosotros lo ignoramos totalmente.) Ese y no otro, se diría nuestro historiador, fue el momento de la posverdad, parecido en algunos aspectos —pensaría— a la crisis que llevó a los totalitarismos en la Europa de los años veinte y primeros treinta, pero a la vez con aspectos totalmente nuevos que hacían la comparación decididamente insostenible, cuando no ella misma una forma tosca de posverdad y alarmismo filisteo. Pero él, que sabría —que sabrá— lo que nosotros todavía no podemos saber, y sólo temer o barruntar, seguramente se tomaría la palabra muy en serio, y descubriría, sin duda, que el uso de la palabra se retroalimentó con su difusión, con su elevación a rango de noticia omnipresente, con su degradación a clisé, a simple lugar común periodístico, lo que provocó un cierto desgaste léxico que volvió trivial e insignificante aquello que parecía querer designar. El abuso de la palabra hizo incluso que llegase a ser de buen tono burlarse o distanciarse de ella, porque queda bien, y es un signo de distinción e inteligencia, reírse de las modas. Así, en lugar de ser un instrumento de denuncia y conocimiento, se la trató como una ocurrencia, como una pretenciosa bocanada de humo para atenuar o disfrazar las mentiras de siempre. La burla podía conjurar su carácter amenazador e inquietante, pero esa misma mofa también mandaba al trastero la posibilidad de pensar a fondo su significado, así como de qué peligros, de qué malos tiempos se convertía en inquietante augurio.

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Nuestro hipotético sabio del futuro —sin género, sin edad, sin lugar de residencia claro, quién sabe si habitando todavía en la Tierra— será capaz también de discriminar entre los tonos de los documentos que estudiará. Y constatará que, más allá de lo que da de sí un buen sentido del humor, para muchos comentaristas y analistas de aquellos años —de nuestra época—, ésta pudo llegar a ser definida como una «era de la posverdad», un período dominada por una «política posfáctica»; es decir, por esa comunicación indiferente a los hechos, hasta el punto de prescindir descaradamente de ellos, de su realidad e importancia. ¿Se trataba pues de una comunicación entre crédulos, entre creyentes, entre sujetos que han cruzado los confines de lo fáctico y se han situado más allá? Rebelarse contra los hechos es sin duda un signo distintivo de la libertad humana. Pero negar su evidencia, o convertir en indiferente o indiscernible su realidad, cuando ésta es simple y palmaria, puede transformarse más bien en un ataque a las capacidades de esta libertad, sobre todo si los hechos que son y no son, o que podrían ser y a la vez no ser, tienen una dimensión mundial, unas implicaciones globales. Por esta razón, si este historiador supiese idiomas además del inglés —o de lo que se hable dentro de doscientos años—, constataría que el neologismo se había abierto paso en el mundo francófono (post-vérité), italiano (post-verità) y eslavo (post-pravda o post-prawda), también en el hispano como posverdad, pero curiosamente no tanto en el alemán, donde el término Post-Wahrheit tendía a usarse mucho menos que el adjetivo post-faktisch o donde ya se hablaba directamente de Postdemokratie. En los idiomas de referencia del mundo a principios del siglo xxi, la idea de una posverdad asociada a una política indiferente o cínica con respecto a los hechos, a un afán por crear nuevas identidades ideológicas y vasto alcance popular, y por lo tanto a una crisis de la democracia — porque, ¿qué sucede una vez se ha alcanzado la amplia hegemonía anhelada?—, se mostraba lo suficientemente extendida como para tomársela en serio. La amenaza de lo posfáctico era una percepción amplia y nada marginal en aquellas sociedades que presuntamente habían conocido

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otra relación con la verdad, o con una idea de veracidad y publicidad distintas de eso que dio en llamarse posverdad. Este historiador, cuyas habilidades vamos dando más que por supuestas, después de explorar minuciosamente la aparición de esta palabra en la prensa y en distintas sociedades —hemos de imaginar que hacia 2220 habrá, de haber algo, formidables buscadores de palabras y expresiones—, también buscaría una literatura de referencia. No debería sorprendernos que recalase en libros como el de Colin Crouch sobre la posdemocracia (traducido en Taurus en 2004), o en el de Timothy Snyder sobre la tiranía (Galaxia Gutenberg 2017), donde la posverdad aparece explícitamente asociada al «prefascismo». Sin duda tendría también en sus manos el pequeño ensayo de Harry G. Frankfurt sobre el bullshit —publicado en 2005—, y que parecía referirse a algo todavía distinto de la posverdad, quizá a su antesala, o a su preparación. El bullshit, cuya polisemia en el inglés americano exige varias traducciones —Miguel Candel, en la edición para Paidós de 2006, lo vierte como «charlatanería»—, se refiere a una situación en la que lo inexacto, las verdades a medias, las vaguedades altisonantes e incluso las pequeñas mentidas dejadas caer como por descuido, o con una transparente mala fe, son percibidas como tales, de modo que más que una voluntad de engaño, lo que se experimenta es una degradación del discurso, un ruido, una porquería que ensucia, distrae y perturba, pero que parece ser ya —y le preocupaba al filósofo Harry G. Frankfurt en 2005 que eso fuese así— una parte inseparable de la vida pública y de la política. Sí, sin duda: el bullshit era ya una suerte de “pre-posverdad”5. Y no le neguemos a nuestro historiador, por cierto, la capacidad para sonreírse ante el uso un tanto compulsivo de los prefijos en nuestra época. Tanto «post» y tanto «pre» —se diría— coloreaban aquellos años no menos que las palabras a las que estos prefijos parecían matizar, cuando no desacreditar directamente. Una época tan ansiosa por el «ya no» y por el «todavía no» por 5 A él se refieren los ensayos de Manuel Arias Maldonado, Domingo Ródenas y Justo Serna recogidos en este volumen.

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fuerza tenía que ser una época con una conciencia de crisis permanente. ¿Pero acaso no fue ese, en grados diversos, el rasgo dominante en el mundo “avanzado” —y sus colonias y zonas de influencia, los diversos corazones de la tiniebla— durante todo el siglo xix, y sin duda también durante todo el siglo siguiente, considerados en muchos aspectos dos siglos de revoluciones industriales, económicas, sociales, políticas, tecnológicas y científicas? Entonces, ¿dónde estaba la novedad? ¿Cuál era la diferencia? ¿Quizá se debía todo a la vertiginosa aceleración de los cambios tecnológicos? Y esos cambios, ¿no llevaron consigo un cambio en la percepción de la realidad? ¿No exigieron reformular las reglas de funcionamiento del espacio público entendido no únicamente como campo político, sino también como canal por donde circula la información y donde se construyen las identidades colectivas? Este historiador futuro sabrá que había existido una cosa llamada prensa escrita, y una cosa llamada radio, televisión, cine y fotografía, y que todo eso había cambiado profundamente la percepción del mundo. Sabrá que los ojos de un ciudadano de una sociedad avanzada de principios del siglo xxi habían visto muchísimos más horrores que los ojos de un ciudadano en una posición social y cultural equivalente de finales del xix, y que donde el uno se había acostumbrado a casi ni percibir ni registrar como algo real los hechos más tremendos, la rutina de las masacres lejanas, o incluso de las bastante más cercanas, al otro una pequeña parte de lo mismo le resultaría abrumador e insoportable. Sabrá seguramente que las dosis de violencia y sexo que un niño de principios del siglo xxi podría ver durante un par de horas ante la televisión o en Internet con unos padres un poco descuidados posiblemente hubiesen bastado para afectar profundamente a un adulto de finales del xix, capaz todavía, sin embargo, de asistir a ejecuciones públicas, o de convertir en fetiche o amuleto un pañuelo mojado en la sangre de un guillotinado o un trozo de cuerda de ahorcado6. Nuestro historiador sabrá además, o 6 La decapitación dejó de ser pública en Francia en una fecha tan tardía como 1939, con la ejecución de Eugène Weidmann, debido al bochorno que provocaron las ansias de

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sabría, que estos cambios tuvieron consecuencias cognitivas y morales, entre otras razones porque había sido el desdoblamiento de la realidad en imagen lo que había hecho posible esta percepción sobreexpuesta y endurecida al horror de innumerables crímenes, atentados y escenas de guerra, violencia y destrucción. Muchas personas a principios del siglo xxi habían visto infinitas muertes y cadáveres en la televisión y en el cine, verdaderas y ficticias, pero quién sabe si habían asistido nunca a alguna muerte real, ni tan siquiera a la de un familiar. Los sujetos de la supuesta “era de la posverdad” ya no eran conscientes de la realidad o irrealidad de aquellas muertes imaginarias como lo podía ser alguien de finales del siglo xix, que o bien había visto algunas o muchas muertes con sus propios ojos, al alcance de la mano, por así decirlo, si había participado en una guerra, o había asistido a un desastre, o bien apenas las había visto reproducidas en grabados en la prensa, y por tanto con una mediación gráfica que sólo podía atenuar el trauma de la visión directa y dejar que la imaginación tamizara la crudeza del hecho. Nuestro historiador sabría todo eso. Sabría que no podía entender esa época sin ser consciente de eso cambios, y que el régimen de la verdad y de la mentira, de lo creíble e increíble, y de lo aceptable e intolerable, estaba también ligado a un régimen de pulsión escópica exacerbada o hastiada. Sabría que la economía de la empatía y la capacidad de reconocimiento de la realidad de la muerte —un tema que Andreu Jaume apunta en su contribución a este volumen— se habían alterado profundamente tanto a causa del horizonte de expectativas de la ciencia y de la medicina como por la hipertrofia de una relación imaginaria con la realidad mediada por Internet, por la televisión, por un mundo grabado permanentemente y en todas partes.

la multitud, sobre todo mujeres, por mojar los pañuelos en la sangre del guillotinado. Se consideró que el espectáculo, en lugar de ser aleccionador y disuasorio, exacerbaba los instintos primarios de la ciudadanía. A propósito del valor de las cuerdas de los ahorcados es bien conocido el poema en prosa de Baudelaire, titulado La cuerda, sobre el suicidio del muchacho que hacía de asistente al pintor Édouard Manet.

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Además, las redes igualaban las experiencias de los sujetos y confundían cercanía y lejanía, presencia y ausencia. Claro que eso era —de nuevo— una oportunidad para formas de cooperación y de acción hasta entonces desconocidas, y sobre todo la oportunidad de atravesar un cristal que ya no refleja un ego, sino que lo separa de una experiencia renovada de lo real —véase sobre esto el ensayo de Remedios Zafra—. Esos yoes en red, como mónadas hiperconectadas, habían afectado también a la ficción, a la experiencia y a las jerarquías de la narración, impulsando a un universo de resistentes para que se obstinasen en los dispositivos de la contrariedad, de la incomodación de los nuevos imaginarios —como señala Nora Catelli en su texto—. Quizá nuestro historiador sabría también que alguien llamado Walter Benjamin había escrito en 1933 un ensayo titulado «Experiencia y pobreza» donde precisamente se establecía una correlación entre la atrofia de una experiencia de lo humano real e inmediato, la que «mana de la comunicación de boca a oído», y el confort que saturaba los mundos técnicamente desarrollados. Benjamin hablaba claramente del mundo que emergió después de la guerra de 1914-18. «Una pobreza del todo nueva cayó sobre el hombre al tiempo que se producía ese enorme desarrollo de la técnica. Y el reverso de esa pobreza fue la sofocante riqueza de ideas que se dio entre la gente, o que más bien se les vino encima, al reanimarse la astrología, el yoga, la Ciencia Cristiana y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la escolástica y el espiritismo. Porque además lo que aconteció no fue una reanimación auténtica, sino una galvanización.» Benjamin escribía esto pensando tanto en la experiencia de la guerra como en las inestables euforias de los años de posguerra, en el advenimiento del fascismo y del nacionalsocialismo. Pero algunos de los rasgos señalados en 1933 —esa galvanización de la falsa experiencia que sólo lograba poner de manifiesto el empobrecimiento de una experiencia real, fuese ésta la que hubiese sido con anterioridad— nuestro historiador podía registrarlos de nuevo sesenta o setenta años más tarde. Y también él, quién sabe, repasando películas de la época que estudiaba se reiría, como nosotros nos hemos reído,

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ante aquella escena de Mars attacks en la que los padres que presencian la muerte de su hijo televisada en directo exclaman «¡eso no ha pasado! ¡Eso no ha pasado!», y cambian de canal compulsivamente para negar la realidad de lo que acababan de ver. También él, sí, nuestro historiador futuro, acaso relacionaría la fábula de una película como Mr. Chance con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca —es espléndido el fragmento de Martin Amis que César Rendueles cita al comienzo de su ensayo—, y probablemente también tendría muy presente que Donald Trump forjó su popularidad a través de un reality show televisivo. Y no ignoraría, porque precisamente el advenimiento de Trump lo había dotado de renovada actualidad, un libro en que un colega suyo norteamericano más bien conservador analizó la sociedad de su época como un mundo productor de pseudoacontecimientos: Daniel J. Boorstin, The Image: A Guide to Pseudo-Events in America, publicado por primera vez en 1962. ¿Podría ignorar entonces que cinco años después, en 1967, un hombre en las antípodas vitales e ideológicas de Boorstin, y en París, publicaría otro libro con una tesis parecida, aunque expuesta con argumentos totalmente distintos? ¿No recordaría, a propósito de la posverdad, que ese Guy Debord en su Sociedad del espectáculo de 1967, libro en el que se caracterizaba el capitalismo avanzado como un conversor permanente de todo lo real y material en una proliferación de imágenes, en un gran espectáculo, llegó a decir que «en la sociedad del espectáculo la mentira es un momento más de la verdad, y la verdad un momento de la mentira»? ¿Y no relacionaría este empobrecimiento de la experiencia registrado entre los años treinta y sesenta del siglo xx —fuese por la tecnificación del mundo, por la opresión de los totalitarismos, por la saturación del espacio público con informaciones de baja calidad, o por la misma naturaleza del capitalismo avanzado, que convierte todo lo que toca en imagen— con la revolución en los modos de relación y conocimiento que trajo consigo Internet desde su implantación global a finales de los años noventa? ¿No pensaría también —¿y qué cosas sabrá ya para pensar eso?— en los nuevos modos de relación y cooperación que Internet impulsó? ¿Cómo comprender que junto al

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desdoblamiento del mundo en su imagen se abría paso una nueva idea de comunidad? ¿Y qué tipo de experiencia anterior, más plena, era posible invocar leyendo los análisis de los autores críticos con su supuesta degradación a lo largo del siglo xx? Nuestro historiador reflexionaría, compararía, avanzaría y retrocedería en el tiempo. Nosotros sólo podemos retroceder algo más con él, y a cuenta de la posverdad hemos de representarnos, y hacerla nuestra, su necesidad de relativizar lo novedoso para al mismo tiempo afinar más en lo que realmente es una novedad, o en el tipo de novedades que se abren, perfeccionan y amplían con las posibilidades de la mentira a comienzos del siglo xxi. En este trabajo nuestro hombre del futuro no podría ignorar, y nosotros tampoco, un libro publicado en lengua francesa en Estados Unidos en 1943, un opúsculo escrito por un filósofo e historiador de la ciencia de origen ruso, Alexander Koyré, a la sazón exiliado en Nueva York, que llevaba por título Reflexiones sobre la mentira. Parecería que pensar sobre la mentira en tiempos de guerra es como admirarse de la humedad en pleno diluvio. Pero este pequeño libro reflexionaba sobre la mentira instalada en la vida política que había llevado a la guerra, es decir, sobre la propaganda y la manipulación más desvergonzada de los hechos, una vieja necesidad de la política y del poder que los totalitarismos habían convertido en una fechoría sistemática y de dimensiones enormes. Lo llamativo no era la desinformación o la guerra informativa de la propia guerra. Lo clamoroso era un ejercicio de información y de comunicación en que las prácticas esotéricas y las paranoias sectarias de las sociedades secretas, que Koyré señalaba como algo esencial en el totalitarismo, parecían haber devorado una sociedad entera, de modo que lo secreto, como si se le diese la vuelta a un guante, mostraba hacia fuera una potente capacidad de deformación y manipulación del espacio público, que quedaba absorbido, totalmente intoxicado, por así decirlo, por un estado de simulación y ocultación permanente, y convertía la distinción entre lo verdadero y lo falso en una actividad tan inútil como peligrosa. (¿Y no se refiere a eso mismo Marta Sanz en su ensayo para

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este libro cuando interpreta el fascismo como «la extrapolación de la visceralidad doméstica al espacio de lo público»?) El pequeño ensayo de Koyré comenzaba con una frase tremenda: «Nunca se mintió tanto como en nuestros días»7. Una frase así, escrita en 1943, pero sin duda sentida y meditada desde por lo menos mediados de la década anterior, obligaba a ver las cosas de la «era de la posverdad» con una perspectiva que, sin relativizar nada, tampoco incurriese en una suerte de alarma adanista. Nada es totalmente nuevo, pero los parecidos no deben hacer que nos apoltronemos en el relativismo. Luego el propio Koyré se preguntaba hasta qué punto era cierto ese «nunca antes tanto como hoy», como si desde la misma guerra del 14 no se hubiese experimentado con fuerza la «propaganda falsa» y luego la «mentira electoral», para usar sus expresiones, y como si la historia reciente —reciente para los que vivieron conscientemente las primeras décadas del siglo pasado— no fuese prolija en experiencias de mentida y tergiversación, de montaje y manipulación. Pero Koyré insistía en señalar la «innovación poderosa» de los regímenes totalitarios como algo que debía ser registrado y analizado como una novedad en la historia, porque, y eso era decisivo, el «progreso técnico» en la comunicación de masas, o precisamente lo que había hecho posible que la comunicación en el espacio público surgido a lo largo de los dos siglos anteriores fuese una comunicación de masas, estaba ahora en los regímenes totalitarios «puesta al servicio de la mentira». Koyré registraba la destrucción del espacio público llevada a cabo por la usurpación de las nuevas tecnologías a manos de sectarios sin escrúpulos, fanatizados o cínicos, o posiblemente las dos cosas a la vez. No olvidemos que alguien como Goebbels mintió como un cínico desvergonzado y murió como un fanático desesperado. El hecho de que a ese imperio de la mentira procaz le hubiese precedido aquel empobrecimiento de la experiencia registrado por Benjamin en 1933 era un 7 Hay una edición bilingüe del texto publicada en 2010 por la editorial argentina Leviatán. Cito a partir de ella.

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dato que sin duda podía tener un sentido. La prensa, cuyo uso se había extendido gracias a una mayor alfabetización de la sociedad pero sin que esa alfabetización se hubiese visto acompañada de una ilustración suficiente —como una especie de perversión del «público lector» que Kant había elevado en 1784 a la condición de un muy restringido ideal para la publicidad ilustrada—, o la radio y pronto la televisión, que hicieron aún más superflua esta alfabetización funcional y elemental, y más directa la efectividad de los mensajes en la conformación de las conciencias —son dignas de mención las reacciones de escritores como Thomas Mann o Kurt Tucholsky cuando oyeron por primera vez la voz de Hitler por la radio, su horror y su incredulidad ante algo que les parecía abyecto e increíble a la vez—, todos esos avances, en fin, hicieron que la propaganda alimentase miedos y odios, intoxicase y manipulase las conciencias, engañase a las masas y las empujase al horror. ¿Pero era eso lo mismo que la posverdad? Las reflexiones de Koyré precedían al análisis del mundo totalitario llevado a cabo por Hannah Arendt en los primeros años de la posguerra con su influyente estudio sobre Los orígenes del totalitarismo (1951). Releer hoy estos trabajos —como podría hacer nuestro historiador dentro de doscientos años—, junto con los de la Escuela de Frankfurt de prácticamente los mismos años, particularmente la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, o los apuntes adornianos sobre la «vida dañada» de Minima moralia, obliga a registrar la expansión de una capacidad de mentir, tergiversar y manipular que debemos relacionar no con la ingenua percepción de algo así como el empeoramiento de la naturaleza humana más elemental —los humanos son mendaces ab initio, como recuerda Koyré—, sino con esa transformación del espacio público como sociedad de masas y con las innovaciones tecnológicas que hicieron posible tal transformación. Cuando a Adorno le llegó en el exilio norteamericano la noticia de la muerte de Hitler, a la que no estaba seguro de si había que dar crédito de inmediato, escribió una carta a sus padres, también exiliados en América. La carta está fechada el 1 de mayo de 1945. «Forma parte del horror de este mundo —les dijo— que

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la verdad suene alguna vez como mentira y la mentira como verdad.» Es conmovedor que una noticia tan importante como ésta fuese recibida con reservas y se acompañase de semejante reflexión. ¿Podríamos escribir, o decir, algo así en nuestra época? ¿No lo dijimos, por ejemplo, ante los atentados del 11 de septiembre de 2001, asombrados y horrorizados ante las imágenes del televisor? ¿No lo hemos dicho ante la secuencia de hechos, movimientos, manipulaciones y engaños más o menos torpes, más o menos terribles, que hemos presenciado desde entonces? Pero nunca hasta ahora habíamos percibido que no importase si algo sucedió o no. Hemos visto cómo la confirmación de un engaño alcanzaba a una opinión pública ya desmovilizada o desinteresada con la guerra de Irak. Vimos incluso al presidente Bush bromear buscando armas de destrucción masiva en el despacho oval de la Casa Blanca, cuando la broma ya no entrañaba peligro alguno. ¿O acaso equivocarse no es de humanos y la equivocación pide toda nuestra indulgencia si es bienintencionada? ¿No medio pedía eso el presidente Bush al fotografiarse a gatas en el despacho oval y bromeando con que esas dichosas armas de destrucción masiva no aparecían por ningún lado? ¿O simplemente demostraba una frivolidad colosal?8 Pero la posverdad, aunque ya latía en aquellos años de 2003 y 2004 con la cínica fabricación de relatos de conspiraciones y de amenazas globales —recuérdese la gestión informativa por parte del Gobierno del presidente Aznar de los atentados de los trenes de Madrid durante los días 12 y 13 de marzo de 2004, más el inacabable folletín de la mochila con titadyne sostenido luego con impertérrita tenacidad por el periódico 8 La broma, realmente escandalosa y obscena, tuvo lugar con unas fotografías proyectadas en la cena organizada por la Asociación de Periodistas de Radio y Televisión en marzo de 2004, y en la que es tradicional que el presidente de los Estados Unidos haga algunos chistes ante los asistentes. Véase, por ejemplo, la noticia en The Guardian «Bush jokes about search for WMD [Weapons for Mass Destruction], but it’s no laughing matter for critics» (26 de marzo de 2004), o la crónica para The Nation (25 de marzo de 2014) de David Corn, «MIA [Missing in Action] WMDs; for Bush it’s a joke».

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El Mundo—, todavía no era esa cruda, descarada, prepotente y estupefaciente producción de falsedades que ni tan siquiera se preocupan de defenderse de nada, porque los hechos no importan, sólo la posición y el lugar desde donde se lanzan los mensajes, y la complicidad, más que la credulidad, del receptor. * * * Nadie, y debo confesar que ante el leve atisbo de una muy vaga decepción por mi parte, porque me hubiesen interesado los argumentos, ha defendido la posverdad en los ensayos de este libro. Sin duda, eso hubiese resultado demasiado escandaloso —para usar el término con que Andreu Jaume titula su ensayo—. Reconozco, no obstante, que una parte de mí sentía temor e incluso rechazo a que el libro fuese una general exaltación moralista de la pura verdad, cuando raramente vivimos en esa transparencia —tan revolucionaria, como recordaba Walter Benjamin a propósito de las casas con paredes de vidrio, evocadas precisamente en su ensayo sobre la experiencia y la pobreza—. Hay un poema de Jacques Prévert titulado Rue de Seine, donde algún aspecto esencial del problema de la verdad queda expuesto de la forma más desoladora: la exigencia de verdad por parte de una mujer —«Pierre, dis-moi la vérité, je veux tout savoir…»— sólo obtiene el oscuro silencio de su amante. Como dice Prévert, ésta es una pregunta «stupide et grandieuse». ¿Se trata de saber la verdad sobre un engaño? ¿De saber la verdad sobre la fuerza, la sinceridad y el alcance de un amor? Y luego está la idea —con perdón por la secuencia argumentativa— de que el mentir es una prerrogativa de la libertad humana. Esta idea es central para Hannah Arendt y sus reflexiones sobre la verdad y la política surgidas de un contexto singularmente desgraciado y enloquecido9. Al igual que Joan Subirats en su ensayo, 9 El contexto es el acoso feroz de que fue objeto a raíz de su libro sobre el proceso contra Eichmann, entre 1962 y 1963, cuando sufrió estupefacta la proliferación de las más groseras mentiras sobre su trabajo, su persona y sobre el proceso mismo, al atribuírsele

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Arendt nos recuerda un hecho fundamental: que las verdades objetivas y por así decirlo absolutas reducirían el campo de la política a la mera gestión de problemas técnicos, o a la implantación de un saber científico por oposición a un devaneo meramente ideológico. En otras palabras: el culto total a la verdad llevaría al imperio de una tecnocracia sin réplica y sin oposición, a un totalitarismo aterrador, porque encima el poder tendría siempre razón —si es que eso fuese posible—, y sus decisiones serían inapelables, como los apotegmas de un saber absoluto. Y no se olvide, aunque el detalle resulte de un cinismo monstruoso, que en la Unión Soviética de Brézhnev, refinada en comparación con la de Stalin, a los disidentes se los mandaba al manicomio, donde era debidamente medicados para hacerlos entrar en razón. Es decir, para destruirlos10. Así pues, el derecho a mentir está ahí, no solamente para un acusado en un proceso, o para sus allegados, o para proteger a un amigo de los esbirros a ella como inventos suyos cosas que se habían dicho durante el juicio, y ante una campaña de tergiversación y descontextualización de cosas dichas en su libro, entre otras la fórmula famosa —y equivocada, sin duda, al usarse como subtítulo para el libro— de la «banalidad del mal», cuyo contexto real todavía hoy sólo parecen conocer quienes se toman la molestia de leer el libro entero. Véase sobre toda esta cuestión no solamente ese extraordinario ensayo sobre la verdad y la política (recogido en su libro Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política), y al que se refieren en este volumen autores como Manuel Arias Maldonado y Andreu Jaume, sino también los apuntes de su Diario filosófico (Herder 2006) de los años 1963-64, así como sus correspondencias con Karl Jaspers, Mary McCarthy y su marido Heinrich Blücher, las tres repletas de importantes reflexiones sobre aquellos dos largos años de horror y decepción por la ola de rabia y locura que su Eichmann en Jerusalén desató. Que esta mujer escribiese luego como lo hizo sobre la verdad y la política es algo que nunca podremos admirar suficientemente. 10 Véase el ensayo de Valentí Puig en este volumen. La posibilidad de que vivamos en lo que media, no como regresión, sino como “progreso”, entre 1984 de Orwell y Un mundo feliz de Huxley, e invirtiendo el orden en que aparecieron sendas novelas, tomaría a la posverdad como indicio de que lo impensable y lo tenido por imposible en las últimas décadas vuelve a rondarnos entreverando las imágenes de nuestro imaginario internáutico y enturbiando las aguas que bajan por las ramificaciones del Twitter y Facebook. Sería algo así como el paso del Big Brother para la mayoría y del Soma para unos happy few. Andreu Jaume apunta a algo parecido al final de su ensayo.

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del tirano —y con el permiso de la vieja filosofía: váyase al Eutifrón de Platón, pero sobre todo al ensayo de Kant de 1797 Sobre el presunto derecho a mentir por razones filantrópicas—. Como dice Hannah Arendt, «en la mentira está también la libertad», y «en el “cómo han sido las cosas realmente” se esconde un “no han podido ser de otra manera”» (Diario filosófico, p. 599), lo que obliga a recordar que la política, aunque se nutra de la verdad, o sea impensable en el reino de la mentira, no puede reducirse a la búsqueda desesperada de la verdad, no puede hacer como la mujer del poema de Prévert, y ha de comprender que debe dejarse libre el espacio indispensable de la diversidad de criterios, de los consensos y de la confianza. Creo que la distinción clave es aquí la que hace en algún momento la propia Hannah Arendt entre verdad y veracidad —en un sentido luego desarrollado a fondo por Bernard Williams en un libro de 2002, de nuevo los años son significativos11—, y que permite comprender lo que está de veras en juego en la política. En un apunte de su Diario filosófico encontramos lo que muy probablemente era un esbozo para el arranque de una conferencia en aquellos años de 1963 y 64: «Comienza con que puede ser peligroso decir la verdad; para saber eso no necesitamos a Hitler, ni a Stalin, ni tiranos, ni gobernantes totalitarios, que elevaron la mentira misma al rango de verdad. Esto [lo peligroso de la verdad] siempre fue así, y su fundamento es político: se trata siempre de uno contra todos. No porque uno sea muy listo y “todos” muy tontos, sino porque el proceso de pensamiento y búsqueda, que en definitiva conduce a la verdad, en toda circunstancia sólo puede ser realizado por uno solo. El hombre en su singularidad o su dualidad busca y encuentra, no la verdad (…), pero sí algo verdadero. Lo verdadero, cuando no lo queremos oír, engendra mentiras: el efecto de una cosa verdadera en la política puede ser que con ella surja un mayor grado de mentiras que sin ella.» (Diario filosófico, p. 606) 11 Bernard Williams, Truth and Truthfulness. An Essay in Genealogy, Princeton University Press, 2002. Hay traducción en Tusquets: Verdad y veracidad. Una aproximación genealógica (2006).

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Podrá no estarse de acuerdo con esta especie de exaltación de lo individual. Podrá dudarse de que lo verdadero (wahrhaft en alemán, truthful en inglés, recogiendo el sentido de honesto y honrado) engendre mentiras. Pero es que eso ocurre «cuando no lo queremos oír», cuando nos tapamos los oídos ante algo que merece ser escuchado, porque, sea o no la verdad personificada, sin duda expresa el esfuerzo de alcanzarla, el deseo de cuidarla, y de comprender también la lógica que hace veraces y fiables los acuerdos, así como las creencias que vinculan a los ciudadanos entre sí y sustentan esos acuerdos. Al fin y al cabo, para que en una sociedad reine algo parecido a la confianza, sus individuos han de ser veraces, han de ser honrados. No diremos que la sociedad sea veraz o verdadera. Diremos que sus miembros lo son, y por eso esa sociedad es un lugar donde vale la pena vivir, un mundo que vale la pena defender. No solamente la mentira y el engaño de los regímenes totalitarios, o la manipulación de la opinión pública en sociedades democráticas, o el adoctrinamiento de los jóvenes en la educación con falsedades o medias verdades demasiado escandalosas, por ejemplo en relación con el estudio de la historia y la propagación de mitos identitarios en determinados contextos, sean fastos y centenarios, sean las aulas de los colegios. También la posverdad destruye esa confianza, y puede degradar y desmoralizar una sociedad entera. ¿Pero en qué sentido? ¿En qué sentido podríamos decir que la posverdad supone el ingreso en la posdemocracia según aquella hipótesis inicial en esta Introducción, que repartía figuras del engaño entre totalitarismos, democracias y —supuestas— posdemocracias? En unos mails de discusión con uno de los colaboradores, con Jordi Gracia, y a raíz de una mala lectura por mi parte de una primera versión de su ensayo —donde se roza la formulación de una nueva «trahison des clercs» con la crítica a la ensoñación y dejación de deberes por parte de las elites—, usé la expresión «hedonismo cognitivo», si me está permitido citarme, y encima sin que las fuentes sean públicas. Esa expresión provocativa y chocante, y que a alguien le parecerá que remite a los tiempos posmodernos —tiempos que en la teoría ya pasaron, casi por hartazgo, pero que en la práctica no han hecho más que superarse a sí

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mismos—, pretendía significar lo siguiente: Hay un tipo de percepción de la realidad que no responde ni a una racionalidad sólida y contrastada ni a una forma de empirismo estricto y severo, sino a los deseos —a los más oscuros y a los más obvios— de que las cosas sean de un modo y no de otro. Claro que en el fondo, y si se piensa bien, que los deseos, o los humores, o la propia experiencia vital y el propio carácter, colorean —para usar una vieja idea del Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas— la percepción del mundo, y cómo se interpreta y se dice conocer y reconocer lo que es el mundo, y lo que son y dicen ser y pensar los otros, eso, en definitiva, es una cosa tan antigua como la filosofía misma, y por lo tanto como la historia de la racionalidad desde los griegos, dicho sea sin ponernos graves. Tal como señala Manuel Arias Maldonado en su ensayo: «Nuestra cognición se encuentra entreverada de afectos. De esta forma, nuestra mirada sobre el mundo es ya una mirada teñida de emocionalidad; así sentimos, así percibimos.» Los esfuerzos de la filosofía por moderar, superar, o simplemente gestionar esta coloración permanente de la percepción del mundo, por crear una confianza y un saber que sobrevivan y se sobrepongan a las pequeñas y grandes tormentas y cortocircuitos que semejante diversidad de colores suele provocar, esos esfuerzos, como digo, conforman la historia misma de la filosofía. Pues bien, un hedonismo cognitivo sería una forma cínica, e incluso desvergonzada, de considerar que el conocimiento ya no tiene motivos ni para esforzarse en una objetividad contrastada y sólida —sea la que sea: más o menos racionalista, más o menos positivista—, ni para articularse mediante acuerdos, consensos y creencias aceptadas consuetudinariamente del modo más satisfactorio, sino que ya sólo necesitan de los propios deseos, y de su satisfacción, para decir lo que se piensa y se pretende saber sobre lo que son las cosas. El ciudadano que decide leer un periódico y no otro, escuchar una emisora de radio y no otra, ver un canal de televisión y no otro, está practicando eso que, del modo más arriesgado, llamé hedonismo cognitivo. Al fin y al cabo sólo desea escuchar y leer lo que le da gusto, y uso la palabra gusto totalmente a

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sabiendas de sus connotaciones, y asumiendo que ese gusto puede tener una solidez ética e intelectual notables, o ser la más pobre expresión de una considerable pereza mental, de una nula capacidad empática, o de un hedonismo de lo más primario12. Es posible que ese ciudadano piense que su elección es la mejor informada. E incluso es posible que busque leer y escuchar unas opiniones y unas informaciones que le escandalizan e indignan, que le «divierten y espantan» (para decirlo con Justo Serna), pero que no cabe duda de que de algún modo también le resultan placenteras: goza indignándose, o escandalizándose, o simplemente viendo corroborar en todo momento sus convicciones y creencias, sus sospechas y sus temores: Qué burros y brutos son esos, qué acertado estoy yo, y qué listos y buenos son los míos. Pero no nos sintamos tan superiores. Incluso el ciudadano muy bien informado, o que se toma a sí mismo por tal, y que lee y sigue varios medios, locales, nacionales e internacionales, y que habla con otros ciudadanos también muy cosmopolitas y muy bien informados, llegará un momento en que entre diversas posibilidades de interpretación, todas ellas bien fundamentadas y argumentadas, con varios pros y contras bien articulados, elegirá una de entre todas las otras, y no es evidente que lo haga como un ser puramente racional. Posiblemente tampoco es deseable. Una hipotética pura racionalidad marciana, por así decirlo, podría ser también una forma de miopía, un error de percepción. Pero su opción interpretativa, su toma de partido a favor de una explicación u otra, tendrá una calidad que no tendrán las otras. Ahí aparece, claro, la gran cuestión de la educación. Marta Sanz es en este punto de una fuerza y una claridad meridiana. También lo son Victoria Camps y Joan Subirats en sus distintas apelaciones a una racionalidad comunicativa y política. En fin: este hedonismo cognitivo, que debe ser tomado como una idea que ni tan siquiera pretende brillar en el reino de las obviedades, constituye sin embargo, y a mi entender, la clave que permite considerar 12 Véase el ensayo de Domingo Ródenas de Moya y su referencia a las «verdades apetitosas» de Walter Truett Anderson.

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que la posverdad no es el viejo perro de la propaganda y la mentira, o de la ocultación y el secreto propios de la política, armado ahora con un collar nuevo, sino que realmente estamos hablando de otra cosa. Este ciudadano que sólo lee y escucha lo que le gusta oír y escuchar es la contraparte, se entiende, del político que no se preocupa de si lo que dice es verdad o mentira, sino sólo de si complacerá a los suyos, a su público. Para decirlo con Joan Subirats en su ensayo: «Los “políticos de la posverdad” no son juzgados por su precisión y fiabilidad en relación a los que se exponen al afirmar algo, sino en relación a su capacidad de aproximar sus afirmaciones a las creencias y valores de sus seguidores.» Al igual que Koyré registraba en 1943 una novedad en el uso de la mentira y el engaño propios del totalitarismo, creo que haríamos mal —y no estoy hablando en nombre de todos los autores del volumen— en rebajar las aristas del término y en dudar de su novedad sólo porque en unos pocos meses ya nos hemos hartado de verlo citado aquí y allá, y del modo más irreflexivo, en los periódicos del día. Pero si algo caracteriza novedosa e inquietantemente la posverdad con respecto a la vieja propaganda de siempre —desde la «mentira electoral», como la llama Koyré, hasta la manipulación e intoxicación permanente de la opinión pública en regímenes autoritarios o totalitarios, o simplemente a su sometimiento por el terror—, e incluso con respecto a la necesaria capacidad que tiene la política por ocultar, e incluso mentir, es una pasmosa indiferencia ante los hechos que ni se esfuerza por disimular, ni tan siquiera cuando éstos son tan inapelables como una cifra simple y objetiva, como por ejemplo el número de votos electorales en las presidenciales estadounidenses, o incluso si llovió o no llovió durante un discurso. Lo que llamé hedonismo cognitivo era mucho más grave que el engaño o la posibilidad del autoengaño, y nada tenía que ver, por descontado, con las paralogías que Lyotard propuso en 1978 para el saber de la posmodernidad después del hundimiento —me temo que históricamente real— de los metarrelatos que habían articulado las instituciones fundamentales de la modernidad en Occidente: la verdad y el saber, la justicia y el progreso, la belleza y la emancipación de las tiranías. Ese

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hedonismo cognitivo era, naturalmente, muy poco emancipador. Era lisa y llanamente la indiferencia ante la posibilidad de que una convicción o una creencia sean verdad o mentira siempre y cuando convengan a un modo de sentir y de vivir, a un deseo de realidad, a una creencia más profunda pero no sometida a ningún tipo de escrutinio mínimamente racional, sino simplemente entregada a la autoconfirmación permanente de identificaciones afectivas y creencias mediante la filtración selectiva de aquello que se decide dar por verdad frente a aquello que se decide dar por mentira o que simplemente se ignora. De nuevo la referencia a Arias Maldonado es aquí obligada. Pero claro: a todo eso el marxismo lo había llamado ideología, una forma turbia y tergiversadora de interponer los intereses de clase al reconocimiento de las verdades que el materialismo dialéctico enseñaba tanto a los intelectuales que debían abrirse a ellas mediante el estudio y asumirlas como una forma de vivir, sentir y pensar, como a los proletarios y trabajadores que las practicaban aun sin saberlo. Es decir, a la ideología se le oponía un saber, una ciencia de la sociedad, de lo material y del sentido de la historia que o bien era por así decirlo algo intuitivo, propio de la clase trabajadora —el famoso «lo hacen, pero no lo saben»—, o bien su adquisición no admitía marchas atrás, ni dudas ni reparos ni revisiones a la baja, sólo su negación reaccionaria, su reversión de nuevo ideológica en algo inoperante, en una forma de gauchismo, de intelectualismo burgués. Cuando este saber se acaba como tal —y hay toda una historia, que es la historia del siglo xx, para comprender esa crisis—, o sólo pervive como una posición a medio camino de lo intelectual y moral, entre lo testimonial y la suspensión prepolítica de la teoría, con ideales arrumbados «en el baúl altisonante del tatatachán» (Marta Sanz); o cuando sólo le queda la lucha por la identidad vinculada a los restos de su proyecto, cuya realización queda sumida entre lo incierto, lo improbable, el simulacro y la ocultación, ¿qué es entonces lo que pesa en la decisión de tomar partido? Y cuando la política —incluso, sí, la descendiente de esa tradición de un socialismo “científico”— se teatraliza, o domina demasiado bien los códigos de la comunicación y de la sociedad

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del espectáculo, desde el control férreo de las narrativas partidistas hasta el pequeño twit, desde el ciberacoso al adversario o disidente hasta el descenso al lodo de las tertulias más zafias; o cuando lo decisivo es precisamente este control de la imagen pública —lo que explicaría el advenimiento de líderes muy pendientes de sí mismos y muy primariamente agresivos o vengativos con quienes atacan su imagen—, cabe entonces preguntarse qué criterio siguen los ciudadanos, aparte de sus variados, vagos y viejos intereses de clase, si es que éstos todavía influyen en algo en las muchas decisiones políticas que hoy tomamos, para decidir en qué creemos, qué lado de la posverdad cae de lo aceptado como verdadero, y qué lado cae de lo que se rechaza como falso o mentiroso. Lo que está en juego, claro, no es si llovió o no durante el discurso de la toma de posesión de Trump. Lo que está en juego es, por ejemplo, por qué aceptamos, o defendemos, o nos creemos, una explicación económica y no otra para describir una situación dada, unas razones y unas soluciones, pongamos por caso, sobre lo vivido en España en las últimas dos décadas. Lo que está en juego es qué explicación económica nos creemos. Sobre esto el ensayo de Joaquín Estefanía recogido en este libro es revelador13. Y seguramente nada como la ciencia económica neoclásica encarna mejor lo que es la posverdad: ¿Qué me importa a mí si lo que digo es verdad o no con respecto a la realidad de ahí fuera, si lo que me funciona con respecto a mi realidad profesional, personal, institucional, académica, crematística, narcisista, hedonista o de clique es lo que más beneficios me reporta? Si con el totalitarismo, según la tesis de Koyré, la lógica de las sociedades secretas se expandía hasta dominar lo público, con la posverdad la lógica de un espacio público libre y con ciudadanos mínimamente competentes en el manejo de la información se fragmenta y se contrae hasta regresar de nuevo al mundo oscuro de la secta, de la creencia privada y 13 Véase de Joaquín Estefanía también su libro Estos años bárbaros (Galaxia Gutenberg, 2015) y el reciente Abuelo, ¿cómo habéis consentido esto? Los graves errores que nos han llevado a la era Trump (Planeta, 2017).

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particular emancipada de toda idea de comunidad y de compartición de saberes e informaciones. En el período hedonista de la posverdad eso puede tomar formas todavía cómicas y grotescas, como la invocación de los famosos “hechos alternativos” cuando los hechos objetivos no son de nuestro agrado. Pero es de temer que ese aspecto cómico y ridículo pierda pronto toda su gracia, sino la ha perdido ya. Cuando incluso entra en crisis y descrédito la famosa y ruda formulación tarskiana de la verdad, a la que alude Victoria Camps en su ensayo, y que dice que una proposición verdadera debe satisfacer fórmulas del tipo «la nieve es blanca si y sólo si la nieve es blanca», más allá de interpretaciones, matices y modos de percepción, más allá incluso de su carácter pleonásmico y tautológico, eso, incluso en su ridiculez, produce un vértigo y una inquietud notables, y ello por dos razones. La primera: porque la apelación a los hechos alternativos —e incluso a un pluralismo formal que elude toda idea de acuerdo y consenso cuando en realidad lo que hace es ejercer una hegemonía, o simplemente busca suplantarla— abre la caja de los truenos, que no es otra que la degradación política y pronto social de aquellos principios de confianza compartida sin los cuales una sociedad no puede sobrevivir como tal, o no como la hemos conocido en las últimas décadas. Aunque quién ha dicho que el caos no es deseable para los intereses de quienes han convertido la veracidad en una forma de ingenuidad y la verdad en una causa para perdedores. Podría llegar a darse el caso de que incluso la tiranía fuese algo deseable para una parte importante de la sociedad, la que habría pasado del uso hedonista de la verdad y la mentira al desconcierto y la angustia por el estado de incertidumbre constante, o por la violencia que esas posverdades acabarán generando cuando la cuestión en juego no sea ya la tontería de si ha llovido o no, sino cosas mucho más serias. Por descontado, que esa tiranía se alcanzase precisamente a través de ese uso manipulador de la posverdad que al final habría que moderar, eso no solamente no es sorprendente, sino que es como a menudo llegan los tiranos al poder: ellos fabrican primero el problema para presentarse luego oportunamente como la solución.

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En la era de la posverdad. 14 ensayos

Sí, no nos equivoquemos: «Europa nos roba» o «España nos frena» ya son afirmaciones lo suficientemente inquietantes como para que logren pasar por un inocuo ruidito de fondo en medio del bullicio del día. Y aunque al fin y al cabo sean sostenidas por algunos sabios que también pueden pasar por meros «mayordomos intelectuales de los poderosos» (para decirlo con una expresión inequívoca que Joaquín Estefanía cita en su ensayo del biógrafo de Keynes), eso no les quita ni gravedad ni peligro. Las consecuencias que esconden son ya tenebrosas, y la mentalidad que traslucen resulta repugnante. Que se presenten como aseveraciones situadas más allá de toda veracidad, o como verdades vacías u obviedades huecas —también a cualquier hijo de vecino le frena tener que pagar impuestos, o puede sentir que el Estado le roba—, eso es lo de menos: las inspira un sentimiento de superioridad frente al otro, transmiten o inspiran odio, son xenófobas, y encima se presentan revestidos del prestigio que da el saber. Ese tipo de gusto, o el supuesto hedonismo al que se prestaría, están ya lejos de resultar aceptables. Y la segunda razón por la que los hechos alternativos son algo peor que una broma: Porque el desprecio de los hechos sólo puede preceder al desprecio de los derechos, y el desprecio de los derechos es ya el comienzo de la tiranía.

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